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“Es más fácil para mi ilustrar el fracaso de las sociedades modernas usando a España como un ejemplo, que hacerlo en Honduras o El

Salvador, países pequeños e invisibilizados en su intrascendencia. Y antes de escuchar las primeras protestas contra este libro que yo considero

sincero y sencillo, dejo advertido que no es una reprimenda para España, sino, un correctivo amoroso para un mundo caído en la desgracia de su

propio orgullo”

“La verdad y la libertad son dos hermanas siamesas que mueren cuando las separan”

“Vine a Europa a descubrir una sola cosa: no existe el primer mundo”

“Vi en España miles de orates empujando carretillas atestadas de basuras y desperdicios, cientos de pordioseros en las ramblas, demasiados

vagabundos durmiendo en las bancas de los parques y centenas de drogadictos escarbando contenedores, así que no me creo el cuento chino

de los socialistas; esto no es un paraíso”

“No tengo ninguna posibilidad de ser un intelectual, nunca tuve acceso a ese honor, yo apenas puedo y con mucho costo, compartir con la gente las cosas que observo en la calle, no con la mirada de un jornalero, si no, me

parece, con el ojo atento de un espía de las penurias”

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Soldados españoles captados en plena guerra civil; 1937. Sus rostros muestran cierto aire de gandulería, derroche, arrojo y humor que rara vez se consigna en los libros solemnes que describen la guerra como un dramón de furiosos asesinos, cé-lebres ideólogos y héroes de leyenda. En el libro que el lector tiene en sus manos he intentado ver la otra cara de muchas situaciones que parecen lo que no son.

(Fotografía tomada de la revista Zenda)

La diáspora española de 1939 tras el fin de la guerra civil forma parte de un trauma sociopolítico cuyas secuelas todavía están al rojo vivo en el corazón de to-dos los españoles. Esta fotografía tomada del periódico El Confidencial habla por

sí misma.

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Capítulo I La inmigración desentrañada o la caída del paraíso

“Hay una sensación de mejoría en todos aquellos que comparan su actual pobreza con su antigua miseria”

Todos los inmigrantes fuimos sorprendidos al cruzar la fron-tera, todos llegamos a nuestros destinos creyendo cosas que no eran ciertas, arribamos con la cabeza llena de espejismos y más tarde dichos espejismos se volvieron traumas callados envuel-tos en una capa de angustia escondida. Las principales moti-vaciones (de las causas hablaré más adelante) de la inmigra-ción moderna son la temeridad, la ilusión y las fantasías. Na-die emigra con una calculadora en la mano, que si ese fuera el caso todos sabríamos que en España por simple lógica hay más pobres que en toda Centroamérica. Honduras tiene un sexto de la población española y Guatemala un tercio.

Si suponemos que la mitad de la población en España vive en pobreza estaríamos hablando de aproximadamente 23 millo-nes de habitantes que es tres veces la población de Honduras; si somos exagerados y decimos que el 70% de la población hon-dureña es pobre entonces en Honduras habría 5,6 millones de miserables que es casi cuatro veces menos de lo que hay ahora mismo en España. Pero también influye el factor fantasías. Las fantasías han sido sembradas en la mente del que emigra por

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los que llegaron primero, por los propagadores del paraíso en-contrado que han ido remolcando a los demás parientes cerca-nos hacia una zozobra que casi nunca tiene retorno. Entonces, vamos a desarrollar el presente capítulo desmigajando este sis-tema de creencias que hasta el día de hoy ha estado guardado bajo siete llaves en el atemorizado corazón de los que se fueron de sus patrias para jamás volver.

El grueso de los inmigrantes latinoamericanos residentes en Europa provenimos principalmente de Perú, Colombia, Hon-duras, Venezuela, República Dominicana, Argentina, Ecuador y Bolivia. Todos los inmigrantes latinoamericanos ―llamados despectivamente sudacas― nos agrupamos en abigarrados guetos de pobreza que están situados a las orillas de las prin-cipales urbes de los Estados Unidos y España: New York, los Ángeles, Miami, París, Chicago, New Jersey, Madrid, Barce-lona, Gerona, Manresa y Sabadell. Un considerable porcentaje de inmigrantes eligen destinos de tránsito como Canadá, Fran-cia e Italia, pero en general las duras condiciones de vida no varían de un país a otro y los sufrimientos y amarguras que las personas enfrentan en un país extraño no han sido examinadas a fondo ni reveladas a conciencia.

Hasta hoy los cronistas de viajes de la prensa alarmista han preferido hacer demagogia con las desgracias ajenas (inevita-blemente distantes) y los reporteros han optado por rellenar las portadas de revistas y periódicos con propagandas y relatos que poco aportan a la conciencia de la gente que sufre, espe-cialmente de aquella que sufre lejos de sus hogares en países remotos como España. Vemos a diario reportajes amarillistas de la prensa espectáculo donde los factores políticos del des-plazamiento humano son diluidos en las portadas sentimenta-les del nuevo amarillismo mediático que se ha puesto de moda en Europa; pero nunca deberíamos olvidar que la inmigración

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es un fenómeno sociopolítico ―emocionalmente traumático― que afecta según cifras moderadas al 25% de la población mun-dial, teniendo en consideración que a los desplazamientos in-ternacionales hay que sumar los desalojos internos obligados por necesidades imperiosas.

Cuando llegamos a España creíamos diez cosas que no eran ver-dad: que en España no hay pobres, que en las ciudades no hay favelas, que en los pueblos hay desarrollo, que los políticos son honrados, que el trabajo abunda, que los salarios son jugosos, que no hay rateros ni criminales, que los españoles no abando-nan su país, que los inmigrantes son bien tratados y que la gente lee todo el tiempo y que por lo tanto es más educada que los forasteros. Exactamente lo mismo pensaban de los Estados Unidos los que arribaron a la patria de Lincoln en las décadas recientes. Todo forma parte de una silenciosa farsa sostenida en secreto por víctimas y victimarios.

Creemos este conjunto de cosas ilusorias en primer lugar por-que la inmigración moderna es un fenómeno de las clases po-bres, siempre se trata de personas cultural y financieramente vulnerables y de partidas humanas de baja escolaridad. En se-gundo lugar, porque las migraciones provienen en su inmensa mayoría de las zonas rurales y periféricas de México, Colom-bia, Honduras, Ecuador o Guatemala. El inmigrante latinoa-mericano permanece apantallado con las imágenes de las urbes que elige habitar porque su pupila compara la arboleda de su aldea con el gigantesco palacio que ahora lo intimida. Sólo tres de cada diez inmigrantes provenientes de Honduras conocen la capital de su país de origen y sólo uno de cada diez maneja conocimientos generales de historia, leyes, sociedad o econo-mía. En su inmensa mayoría ―creo que un 70%― los inmi-grantes provienen de zonas rurales y de ahí que tengan una

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contemplación despreciativa ―bastante subjetiva― acerca de los países que dejaron atrás por razones diversas.

El 60% de los inmigrantes colombianos nunca han estado en Bogotá y el 80% de ellos sólo tienen vagas referencias de quien es Gabriel García Márquez. Sólo tres de cada diez inmigrantes latinoamericanos han tenido contacto con los libros y el 90% de los inmigrantes jamás han ingresado a un teatro. En su in-mensa mayoría los sudamericanos no dominan los conceptos básicos de la política, no disciernen la diferencia entre derecha e izquierda, entre progresistas y conservadores, entre rojos y azules y por lo tanto no tienen una clara conciencia de la amarga realidad que los oprimía en su país de origen ni tam-poco de la nueva aflicción que ahora los agobia en la distancia del país que los alberga. Para casi todos, la inmigración es un derecho natural y una opción de la vida instintiva, ni se imagi-nan que detrás de la opresión migratoria exista una mano po-lítica que activa de forma perversa la deserción involuntaria y la desintegración progresiva del alma nacional.

De modo que la inmigración moderna se distingue de la inmi-gración clásica porque la moderna es una movilidad instintiva de pobres desesperados. Las condiciones de estos desplazamien-tos masivos no únicamente se realizan en un turbio clima de ilegalidad, trata y tráfico ―hay cosas más graves aun― son forzadas, violentas, destructivas, humillantes y crueles porque la inmigración de hoy desactiva los hilos más intensos que atan a las personas con su tierra y sus seres queridos.

No se trata de fenómenos sociales regulados en los cuales dos o tres estados responsables establecen leyes marco, incentivos económicos, garantías sanitarias y puentes expeditos para un desplazamiento que garantice las seguridades mínimas de las personas que eligen la inmigración. No, nada de eso. La

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inmigración moderna se transformó en una industria de sin-vergüenzas de la cual sacan rédito los gobiernos corruptos, las mafias fronterizas, las fuerzas militares, las oenegés y los em-presarios voraces que adoran las utilidades en negro. Es un ne-gocio sumergido de esclavitud moderna consensuada en el cual todos, víctimas y victimarios, esconden la caca como los gatos. La inmigración se volvió en el mundo moderno un fe-nómeno degradante desde el punto de vista que se le vea, por-que la inmigración de hoy ―en las condiciones de hoy― sitúa a los protagonistas en una trampa existencial de la cual es im-posible escapar.

El inmigrante se vuelve sin darse cuenta un desalojado espiri-tual, un expulsado de su propia vida, un despojado de su alma, un agonizante de la espera, un suplicante de la ausencia. La vida del inmigrante es inevitablemente triste porque siente que las personas más queridas de su existencia fueron arrastradas por un gélido río de aguas lentas, que sus recuerdos más ate-sorados se fueron borrando en una pizarra de tiza que ya fue descolgada. El inmigrante tiene varias capas de callosidades en su corazón partido, pero sabe que los golpes de la vida nunca van a parar. Obsesionado con la idea de parecer en la distancia abandona y olvida todo aquello que le permitía ser en el origen.

Aferrado a su presente de faena y resistencia, de heroísmo y terquedad, el inmigrante suprime las nostalgias y congela su futuro. Apechuga, ataca, embiste, va por todo porque sabe que llegó a aquel lugar con una desventaja de cien años y que ―sin importar los esfuerzos, las luchas, los empeños― siempre se sentirá un deudor del tiempo ya que no hay ninguna ganancia en este mundo que lo pueda acercar al objetivo. Sólo al emigrar descubrimos que físicamente pertenecemos a un sitio especí-fico de la tierra, al barrio de los perros flacos y los ancianos lentos, a la escalera de madera rústica, al zaguán de los

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escondites infantiles. Sólo entonces comprendemos que, en aquel paisaje de árboles eternos, vecinos bulliciosos, tejados ro-tos, gatos vagos, olores fuertes y gallinas de corral había tam-bién unas personas insignificantes y que una de esas personas insignificantes eras tu. Únicamente al salir de mi barrio capita-lino supe que en aquella humilde pintura primitiva yo era tan importante como el almendro, como la tapia, como el pozo, como el loco de la cuadra, como el mendigo de la esquina. En-tendí que la suma de todas las insignificancias, vivas e inertes, dulces y amargas, son en conjunto la patria.

Excepto por razones absolutamente irremediables una persona no debería abandonar su propio país de forma definitiva para habitar una nación que le es ajena y de aquí parto para decir que los peores criminales del planeta son aquellos gobernantes que se jactan de espantar a los habitantes naturales de un terri-torio indefenso. La gente más dichosa del mundo es aquella que jamás se vio obligada a buscar la felicidad en otra parte y que encontró la satisfacción en sus propios huertos, vecinda-rios y jardines. Nunca vi a un esquimal que abandonara sus renos para barrer calles en la rambla de Barcelona o para pas-torear cerdos en las dehesas de Córdoba.

Todos los caudillos criminales que se apropiaron impune-mente de un país y que luego desataron purgas, exterminios y cacerías contra sus propios compatriotas en nombre de ideolo-gías aniquiladoras, merecen la horca del infierno. Algún día Nicolás Maduro pagará por la brutal cacería que desató en Ve-nezuela contra miles de familias indefensas que ahora mismo se desintegran en la amargura sin fin de los destierros obliga-dos. Jamás creí que vería en este mundo un harén de lindas muchachas caraqueñas hacinadas en un piso del Raval, ven-diendo “masajes con final feliz” para poder comer. En los días en que escribo a los venezolanos ya no les quedan más

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lágrimas en sus ojos, únicamente las concavidades de unas mi-radas que se dejaron borrar en el vacío de una diáspora que no tiene nombre. Allá, en un gigantesco árbol prendido en las ra-mas de un fuego eterno, están colgadas las cabezas de los dic-tadores más infames que han pasado por este mundo, Mao, Fi-del, Stalin, Franco, Pinochet, Videla, Chauchescu, Mussolini, Trujillo, Chávez, Gadafi, Somoza, Carías, etc. Tiranos y déspo-tas de todos los tiempos han dejado en este mundo su huella de amargura y desolación como un legado de maldición para que millones de familias cumplan un destino de miseria, muerte, soledad e inmigración. Jamás se vio en este mundo que un ciudadano renegara o huyera de un país democrático, libre o próspero.

"No pertenezco a nadie. Vivo dominado por la falta de raíces de una clase en vía de extinción” fue la última frase de Sándor Marai antes de pegarse un tiro en la cabeza. El gran escritor húngaro, autor de “Confesiones de un burgués” fue convertido en peregrino del mundo y jamás consiguió retornar a su tierra la cual fue tomada por una feroz dictadura comunista1.

Aunque las motivaciones de la inmigración suelen ser román-ticas, las razones concretas de la movilidad obligada me pare-cen inaceptables y si no fuera porque el mundo está gobernado por potencias militares cobardes, millones de personas que hu-yen de una matanza racial, de una persecución política o de una cacería criminal podrían ser socorridas, consoladas y sal-vadas. En mi larga y forzosa estadía en Barcelona he ocupado el 70% de mi tiempo a la lectura y al estudio de novelas y ar-tículos de periódicos, pero también he examinado a fondo las condiciones de vida de los inmigrantes latinoamericanos con

1 Ver el artículo completo de Pilar Rehola en la Vanguardia. Agosto del 2020: “Má-rai, el burgués paria”.

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énfasis especial en los hondureños; dándole prioridad a los centroamericanos.

Así me he empapado de cosas que inclusive hubiera preferido no saber porque son cosas que estremecen, de situaciones trau-máticas de las naciones que dejamos atrás y también de las te-rribles circunstancias sociales, políticas y laborales que ahora se viven secretamente en Europa y especialmente en España. Aunque arribé a Barcelona en las mismas circunstancias que un peregrino común y corriente mi experiencia previa con las letras y los libros me llevó a una tarea que hubiera deseado esquivar: desentrañar la inmigración, quebrar los espejos del falso paraíso europeo. Triturar los mitos sentimentales de la gente que calla su miseria por vergüenza.

Escarbar la vida secreta de compatriotas que estimo me con-vierte en un espía de la penuria migratoria y hurgar las inefi-ciencias estructurales del país que ahora me alberga me trans-forma en un detective sin salario. Desde luego, la inmigración me ha enseñado que las personas cambian de país e inclusive de semántica, pero casi nunca de oficio o de faena. Quien era albañil en su país de origen trabaja de albañil en Barcelona, quien prestaba dinero en su país natal se dedica ahora a dar crédito en Madrid y así mismo quien ayer barría casas en Cho-loma hoy asea pisos en Badalona, el que reparaba carros en Ni-caragua ahora repara coches en Girona, el que era chofer en Tegucigalpa ahora trabaja de motorista en Cataluña, entonces en mi desagravio debo decir que yo también me he acoplado a la misma lógica de supervivencia, en Honduras yo escribía no-velas, obras teatrales y crítica política para defender La Liber-tad y la Democracia, aquí, hago lo mismo.

Al decir esto no intento justificar mi temeridad política ni po-ner en riesgo mi situación legal si no todo lo contrario, intento

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integrarme a una discusión importante sobre el destino común de unas naciones que ahora mismo están separadas por las dis-tancias geográficas, los idearios políticos y los intereses comer-ciales pero que a la vez siguen unidas y atadas en su cultura, en su idioma y en su historia compartida. Al aceptar mi tarea investigativa de inmigrante en apuros me uno con mis compa-triotas a la búsqueda de una felicidad extraviada, pero al des-entrañar la inmigración sin dejar de lado la libertad de vivir y pensar, me sumo al derecho que España tiene de labrar su fu-turo oyendo no únicamente las voces de las celebridades inte-lectuales si no también la elegía silenciosa de los poetas expa-triados.

Sólo al emigrar en las condiciones de hoy nos desengañamos, no del país que dejamos atrás (el cual despreciamos en la nos-talgia) ni de la nación que elegimos después (la cual elogiamos en la amargura), sino, de la humanidad en sí. De la brutalidad alcanzada por una humanidad que de momento no tiene rumbo ni sentido de su propio porvenir. En los momentos pre-cisos en que redacto este libro cualquier persona en cualquier parte del mundo ―tenga o no dinero, sea o no genial― es carne de cañón en el paredón del sinsentido. Los únicos dos impulsos cósmicos del planeta son ahora mismo la codicia y la cobardía, la codicia es la rotación y la cobardía es la traslación de un mundo que orbita a la deriva.

Hay un juego de espejos colocado en un laberinto de señales mediáticas, noticias, signos, palabras y mensajes que sirven para encubrir la verdadera realidad de los llamados países po-bres y para tapar a la vez las asombrosas miserias de los llama-dos países ricos. En teoría la inmigración es unilateral y asimé-trica, esto quiere decir que las masas desesperadas de las na-ciones pobres ―por instinto de supervivencia― se desplazan a las urbes agitadas de los países ricos y que los nativos de los

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países avanzados nunca se desplazan hacia lo que ellos deno-minan el tercer mundo. No existe una diáspora alemana inten-tando llegar a Cuba utilizando flotadores y pateras, ni jamás se ha visto una desbandada de brasileños hambrientos inva-diendo a Venezuela. En teoría las grandes metrópolis de los países ricos son para los inmigrantes: paraísos de riqueza a ma-nos llenas, prosperidad abundante, trabajo sin fin y salarios exorbitantes.

En teoría Barcelona, New York, Madrid, Londres, Chicago, Roma, París, deberían ser los edenes prometidos para millones de descamisados que hemos decidido asaltar el mundo y saltar los charcos en busca de oportunidades. Y, sin embargo ―en la práctica― estos edenes acaban siendo los calvarios de todos aquellos que llegamos a la cita migratoria con una mochila re-pleta de ilusiones, fantasías y sueños. No ocurre con nosotros lo que sí fue posible con los pioneros y fundadores que llega-ron cien, doscientos y trescientos años antes que tú y yo a aque-lla tierra prometida. Porque la migración clásica fue una inmi-gración de pioneros y fundadores, de aventureros y empren-dedores, de viajantes e inversores, de exploradores y granjeros que abandonaban viejas tierras agotadas para comenzar la vida desde cero en nuevos continentes recién descubiertos. Los antiguos inmigrantes pioneros (especialmente los de origen europeo) no buscaban los premios complementarios de un destino insatisfecho, no, ellos buscaban los espléndidos ci-mientos para un nuevo comienzo que entonces era posible.

Los hacedores del nuevo mundo son los inmigrantes de ayer, no los desalojados de hoy. Aquellos éxodos que llegaron a América y después a los vírgenes paraísos orientales y africa-nos no eran precisamente peregrinaciones caóticas espoleadas por la extrema pobreza, eran movilizaciones pactadas sobre oferta y demanda en los puertos más bulliciosos del mundo,

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respaldadas por compañías imperiales con recursos humanos escogidos. En muchos casos con incentivos anticipados en los mismos puertos de embarque. Eran reclutamientos marítimos de familias intrépidas que quisieran duplicar sus apuestas para un mejor porvenir en tierras lejanas. Aquellos remotos lu-gares estaban al otro lado de un océano celestial y según los prospectos de la propaganda naval, eran abundantes, fértiles y pródigos. No había engaño ni trampa, únicamente retos, ries-gos y promesas.

“Las indias ―decía Cervantes― refugio y amparo de los de-sesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, a quien llaman cierto los peritos en el arte, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos”. Aunque es bueno no olvidar que cuando el mismo Cervantes llenó un formulario para viajar como colono a las Américas un funcionario de Sevilla se lo denegó con esta frase ―búsquese acá en qué se le haga merced”2.

A partir del siglo XVI el mundo no se trató de otra cosa si no de fundaciones, exploraciones, diásporas, colonizaciones y éxodos. Fue algo fascinante y estupendo para la continuidad de la vida porque de los encuentros inesperados provino la cultura moderna. Los fatigados habitantes de Europa, agota-dos por las pestes, cansados de las eternas guerras entre reinos, aburridos de una medievalidad supersticiosa, empobrecidos por los vasallajes milenarios, descubrieron que más allá del

2 Es una cita extraída del irónico libro de Juan Eslava Galán que cita a su vez a un irónico Miguel de Cervantes del “Celoso Extremeño”. Desde luego Cervantes se refiere a un periodo avanzado de los viajes a América y el autor del Quijote se vio tentado como cientos de escritores a criticar los complejos procesos de coloniza-ción en el laborioso ir y venir de los navíos. Sin embargo, hoy sabemos que Cer-vantes se frustró en su sueño de visitar el nuevo mundo y la frase que cita Juan Es-lava Galán es reflejo de esa amargura.

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océano― sin necesidad de morir ―podían llegar al cielo. Eso fue América para los españoles y para los portugueses, eso fue Norteamérica para los italianos, para los británicos y para los irlandeses, eso fue África para Francia, Holanda y Bélgica: un cielo.

La agitación migratoria de Europa en los recientes siglos no fue únicamente un tema de ambiciones, invasiones y codicias como alegan los ideólogos a sueldo, fue sobre todo un asunto de curiosidad, vitalidad y liberación. Fue ante todo una expan-sión del espíritu humano en su búsqueda congénita de liber-tad, recursos, superación y conocimiento. Fue un logro osado de los espíritus intrépidos para coronar tierras perdidas al re-gazo de los amparos imperiales. Colón no era un truhan como afirma Juan Eslava Galán, era un visionario, un genio, un so-ñador, en fin, fue el primer hombre admirable de este mundo que sentó un precedente ejemplar para personas o naciones que no tienen fe ni coraje. En justicia América debió llamarse Colonia, pero el navegante no salió favorecido por las letras pequeñas de la historia, sin embargo, su grandeza es trans-atlántica, mucho más inmensa que la mezquindad de los pro-vocadores eruditos que hoy lanzan mierda sobre su gloria. Mucho más memorable que la vida inútil de todos los intelec-tuales que hoy lo niegan y denigran.

La emigración clásica no fue un magma de pobres desespera-dos que se encaramaban a los buques para tentar su suerte a ciegas y a lo loco, no, fue un anhelo compartido entre miles de familias que aceptaron el reto de una promesa terrenal. No se admitían solteros ni solitarios sino visionarios tenaces. Esta diáspora europea modeló el mundo que hoy conocemos y ha-bitamos, este sorprendente encuentro entre el mineral y la al-quimia, entre la ciencia y la magia, entre la rueca y el índigo, entre el hierro y el mimbre, entre el arado y la mies, entre el

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militar y el guerrero, en fin, entre la imprenta y el jeroglífico, propició una era de combinaciones maravillosas que no se compara con otra.

Viejos continentes feos, grises y fríos brotaron de sus propios barros antiguos para forjar un mundo colorido, inventivo, ale-gre, novedoso. Vibrante, en una palabra. Las migraciones clá-sicas cambiaron el aspecto del mundo y la forma de vivir y pensar, completaron el encuentro de las razas y derribaron las barreras geográficas y culturales que habían estado incólumes desde los días del Edén. Hasta 1900 estas migraciones fueron estimuladas e incentivadas por gobiernos inteligentes que an-helaban no únicamente poblar las inmensas tierras vacías de colonias y naciones sino, sobre todo, aprovechar el vigor uni-versal del hombre curtido y el conocimiento positivo de los viajeros instruidos. La que hoy es la nación más rica del mundo― los Estados Unidos de América ―preparó sus plata-formas institucionales para recibir a los inmigrantes europeos. Diseñó rutas, usó registros sanitarios, estableció cuarentenas, demarcó ejidos, dio incentivos, creó regulaciones y levantó in-dustrias para acoger a todos los que quisieran trabajar sin des-canso en un clima palpitante de libertad laboral. En general el mundo mantuvo este ritmo receptivo de encuentro, curiosi-dad, búsqueda y averiguación hasta que se desató la Gran Guerra europea. Todo comenzó a deshacerse ahí donde todo había germinado.

El 28 de julio de 1914 algo muy grave pasó en el frágil corazón de la humanidad ―de pronto― por los mismos puentes oceá-nicos que las naciones habían construido para intercambiar sus tesoros, sus inventos y sus mercancías comenzaron a transitar las miserias incunables de las naciones antiguas y las ciegas subversiones de los países nuevos. El intercambio continental de ideologías dementes y doctrinas iracundas activó la

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temeridad del indio, el poderío del blanco, la furia del chino, la rabia del negro y después de las cóleras raciales que ya eran sanguinarias por sí mismas se desencadenaron las envidias del pobre, las codicias del rico, los celos del creyente, las tirrias del ateo, los derechos del bruto y las consignas del idiota.

Desde los tiempos del diluvio universal hubo masas de pobres en la tierra, pero jamás se habían constituido en huestes terre-nales de ciega iniquidad. Desde los tiempos de Gomorra los corrompidos fueron influyentes e incisivos, pero jamás habían levantado las armas de la demagogia hormonal para asaltar el mundo, mancillarlo, vencerlo y doblegarlo. Esta es la guerra confusa que se ha prolongado hasta hoy y puedo decir ―ex-cepto que alguien me demuestre lo contrario― que el siglo XX es el siglo más oscuro que han vivido los habitantes de este planeta, como si fuera la antesala del juicio final. El 28 de julio del 2014 se completó un siglo de estupidez humana que no se puede comparar en lo sombrío con ningún otro periodo que se haya vivido en la historia del hombre. Y por lo visto ya hemos decidido llevar esta vida de tontos en lo que resta del siglo XXI.

֎ Dicho lo anterior los inmigrantes de hoy debemos entender ur-gentemente tres cosas y esto más: debemos comprenderlas sin molestarnos. Uno, la supremacía económica de los llamados países desarrollados puede ser cierta en muchos aspectos irre-levantes como la infraestructura; pero la miseria del corazón humano se volvió universal así que es un craso error hacerse ilusiones con la elevada cultura del primer mundo. Tal cosa es falsa. Es mentira. Dos, en ningún país desarrollado nos están esperando con los brazos abiertos ni con alfombras rojas sino todo lo contrario, cada día que pase y dada la crisis

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