1. bases unidad latinoamericana

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1 PRIMERA PARTE PRIMER BLOQUE La Larga Marcha por la Unidad Latinoamericana - Luis Vitale - Los Precursores del Sueño Latinoamericano..................................2 - La Continentalidad de la Revolución...............................................5 - La Gesta de Bolívar...........................................................................7 - El Congreso de Panama..................................................................15 - La Contribución de San Martín.....................................................17 -La Logia Lautaro............................................................................19 - Simón Bolívar - La Carta de Jamaica..........................................21 - Simón Bolívar - Convocatoria al Congreso de Panamá.............36 - Bernardo de Monteagudo - Sobre la necesidad de una Federa- ción General entre los Estados Hispano-americanos y plan de su organización.....................................................................................38 SEGUNDO BLOQUE La Larga Marcha por la Unidad Latinoamericana - Luis Vitale - Martí y el resurgimiento del ideario latinoamericano...................46 - José Martí - Nuestra América.......................................................53 - Felipe Varela - Viva la Unión Americana.....................................60 BASES HISTORICAS PARA LA UNIDAD LATINOAMERICANA

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PRIMERA PARTE

PRIMER BLOQUE

La Larga Marcha por la Unidad Latinoamericana - Luis Vitale- Los Precursores del Sueño Latinoamericano..................................2- La Continentalidad de la Revolución...............................................5- La Gesta de Bolívar...........................................................................7- El Congreso de Panama..................................................................15- La Contribución de San Martín.....................................................17

-La Logia Lautaro............................................................................19

- Simón Bolívar - La Carta de Jamaica..........................................21

- Simón Bolívar - Convocatoria al Congreso de Panamá.............36

- Bernardo de Monteagudo - Sobre la necesidad de una Federa-ción General entre los Estados Hispano-americanos y plan de su organización.....................................................................................38

SEGUNDO BLOQUE

La Larga Marcha por la Unidad Latinoamericana - Luis Vitale - Martí y el resurgimiento del ideario latinoamericano...................46

- José Martí - Nuestra América.......................................................53

- Felipe Varela - Viva la Unión Americana.....................................60

BASES HISTORICAS PARA LA

UNIDAD LATINOAMERICANA

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LOS PRECURSORES DEL SUEÑO LATINOAMERICANO

La Independencia fue proyectada por los criollos más radicalizados como un proceso que debía abarcar a todo el continente, pues eran conscientes de que el triunfo contra España sólo podría alcanzarse en la medida que se produjera un le-vantamiento general de los pueblos latinoamericanos. Problemas similares de opre-sión y dependencia, estructura social, tradición e idioma comunes condujeron a los criollos y mestizos a concebir la independencia con criterio continental. Todos formaban parte de un mismo imperio opresor al cual era necesario derrotar a través de una lucha unitaria y concertada. Desde fines del siglo XVIII la idea de coordinar la acción entre las diferentes "provincias" latinoamericanas estuvo siempre presente como la herramienta más eficaz para lograr la independencia.

Varios de los que plantearon la idea de la unidad latinoamericana no eran miem-bros de la burguesía criolla, sino hombres de origen popular; es necesario señalar otros antecedentes que contribuyeron de hecho a tal proyecto, como las experiencias de lucha contra los abusos de las autoridades españolas, la rebelión de los Comuneros de Colombia y Venezuela en 1781 y, sobre todo, el levantamiento de Túpac Amaru en 1780. Especial papel desempeñó Haití, primer país latinoamericano en conquistar en 1802 la independencia política, fenómeno ocultado por la historiografía tradicional a causa del relevante papel desempeñado por los esclavos negros, en esta primera gran rebelión de esclavos triunfante inédita en la Historia Universal.

FRANCISCO DE MIRANDA fue el más brillante de los precursores. Empezó a madurar la idea de la unidad continental hacia la década de 1780-90, en el lapso que media entre la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa. En 1789 exponía en Inglaterra su primer esbozo de integración latinoamericana. Luego se preocupó de implementar el plan, agrupando a numerosos criollos en la Logia "Gran Reunión Americana" (La Logia Lautaro), donde se discutía la estrategia y la táctica para terminar con el dominio colonial español. Se reunió con los jesuitas más progresistas expulsados de América y publicó un periódico en Londres con el sugestivo nombre de "El Colombiano", que para Miranda significaba "Colombeia", la tierra conocida por Colón.

Un aspecto relevante del plan unitario de Miranda fue su preocupación por in-tegrar a Brasil. En tal sentido, puede afirmarse que Miranda fue el primero en con-siderar a Brasil como parte integrante del plan de unidad latinoamericana, a pesar de la diferencia idiomática. En 1806, en víspera de su partida para Venezuela, trató de organizar una expedición libertadora que partiría hacia Brasil desde Liverpool. Más tarde, preparó las bases políticas para la liberación de Brasil, alcanzando a

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redactar una proclama en la que manifestaba: "el gobierno portugués ha cesado de ser legítimo en Brasil".

Para Miranda la patria era América Latina toda, desde México hasta el cono sur, tanto las regiones de habla hispana como portuguesa y francesa. Su primera proclama al desembarcar en tierra venezolana estaba dirigida "a los habitantes del continente Américo-Colombiano". Su contingente militar, llamado Ejército de Co-lombia, luchaba por la libertad de toda la América Latina. Uno de sus planes consis-tía en utilizar las islas de Trinidad y Barbados como puente para invadir tierra firme por el río Orinoco y los Llanos venezolanos, mediante un "ejército continental que penetre hasta Nueva Granada y acaso hasta Quito (...) Otras fuerzas se dirigirán por el Atlántico sur hasta el Río de la Plata".

Después de cerca de 15 años de preparación, zarpó desde Europa con 200 hom-bres y una nave llamada Leandro, en honor a su hijo. Recaló en la primera repú-blica independiente, Haití, donde izó el 12 de enero de 1806 el pabellón tricolor para nuestra América, con los colores negro, rojo y amarillo, que representaban a los negros, pardos e indígenas. Allí reafirmó el nombre de "Ejército de Colombia para el servicio del pueblo libre de Sur América", haciendo jurar a cada uno de sus hombres "ser fiel y leal al pueblo de Sur América, independiente de España". El proyecto de Miranda contemplaba una organización en la que figuraban dirigen-tes con nombres indígenas: el Hatunapa y los Curacas, elegidos por una Asamblea integrada por delegados de base de los Cabildos. Se establecería un imperio fede-rado cuya capital sería Colombia. El Poder Ejecutivo de esta mezcla de gobierno monárquico-republicano, similar en algunos aspectos al inglés, estaría jefaturizado por dos Incas designados por el Congreso Colombiano, compuesto por ciudadanos propietarios de tierras y de más de 40 años. El Poder Legislativo se compondría de dos Cámaras: una de caciques vitalicios, nombrados por los Incas, y otra, Cámara de los Comunes, elegida por votación popular. Posteriormente, Miranda contempló la posibilidad de cuatro gobiernos: uno en México y Centroamérica; otro, integrado por Colombia, Venezuela y Ecuador; otro, por Perú y Chile y, finalmente, Argentina junto con Uruguay y Paraguay.

Después de su derrota transitoria en las costas venezolanas, Miranda trató en vano de obtener ayuda de las Antillas inglesas y francesas. Más tarde, instaló su centro de operaciones políticas en Londres, donde reagrupó a los sectores latinoa-mericanos de vanguardia. Allí anudaron sus planes y sueños libertarios Simón Bolí-var, José de San Martín, Bernardo O'Higgins, Antonio Nariño, José Antonio Sucre, José del Pozo, Matías de Irigoyen, Saturnino Rodríguez Peña, Carlos Montúfar y otros que formaban parte de la Logia "Gran Reunión Americana". No por azar, el estallido revolucionario anticolonial se produjo en forma conjunta y coordinada, con un criterio continental.

En 1810, Miranda rechazó el proyecto de la princesa Carlota Joaquina, hija del rey Carlos IV e integrante de la familia real portuguesa, para ser reconocida Reina

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de América. Su agente, Felipe Montucci, había iniciado gestiones en el Río de la Plata y en el Alto Perú, para solicitar a Miranda que respaldara esta iniciativa, quien respondió secamente: "ni pensar en introducir extranjeros y nuevos soberanos en aquellas provincias".

En Ecuador, el más destacado de los precursores fue Eugenio Espejo, nacido en Quito en 1752. Se había recibido de médico, pero por su calidad de mestizo se le negó el reconocimiento oficial del título. Su padre, Luis Chusig, era un indígena pi-capedrero que llegó a ejercer la cirugía en el Hospital de la Misericordia. Su madre, María Catalina Aldes, era "chola mulata", hija de esclava.

Espejo fue uno de los hombres más cultos de la colonia, autor del libro El Nuevo Luciano -donde criticaba a la Iglesia y denunciaba las órdenes como ignorantes y retrógradas- además de numerosos opúsculos científicos y filosóficos. Fue secreta-rio de Sociedades Patrióticas y editor del periódico "Primicias de la Cultura", órga-no de la Sociedad de Amigos del País, luego disuelta por las autoridades coloniales.

Apoyó sin vacilaciones la rebelión de Túpac Amaru en una sátira titulada El retrato de Golilla, siendo encarcelado tres veces. Difundía sus manifiestos liber-tarios a través de pasquines que pegaba en las paredes quiteñas, aprovechando la obscuridad de la noche.56 Espejo fue uno de los primeros en plantear la naciona-lización del clero, pues quería un clero patriota, culto y progresista que cumpliera su misión, sin intervenir en los asuntos del Estado. Su lucha por la Independencia no se limitó a la Real Audiencia de Quito: "Escribía cartas clandestinas -dice su biógrafo- para todos los confines de América para fundar la democracia republicana en cada país",57 uno de cuyos puntos programáticos "sería el reparto de las enormes riquezas de los nobles entre la gente del pueblo para que todos fuesen iguales".

En 1794 estuvo a punto de viajar a México, Venezuela y Argentina para estre-char relaciones con los que compartían su misma concepción continental de la revo-lución. Su estrategia fue denunciada por el presidente de la Real Audiencia de Quito a la corona española, pues Espejo "estaba comprometido por lo siguiente: planes para la emancipación no solamente de la Real Audiencia de Quito, sino de todas las colonias americanas (...) la necesidad de que todas las capitales de los virreynatos y audiencias diesen el grito de independencia en una misma fecha".

Poco después, en diciembre de 1795, Espejo murió en la cárcel, quizás envene-nado. Su hermano, Juan Pablo, continuador de sus ideas, fue acusado y procesado por ser junto con Eugenio "los autores de los letreros sediciosos que aparecieron por repetidas veces en la ciudad de Quito, incitando al pueblo a la rebelión (...) y estar en consultas secretas con Santa Fe de Bogotá para la sublevación...".

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LA CONTINENTALIDAD DE LA REVOLUCIÓNLa paciente labor de los precursores fue soldando en un sólido bloque los di-

ferentes aspectos de la praxis política anticolonial. Por eso, la revolución de 1810 adquirió desde sus inicios un carácter continental. Una expresión de este proceso fue el "plan secreto de operaciones" presentado por Mariano Moreno a la Junta de Buenos Aires en julio de 1810, plan en el que se proponía inclusive alentar la rebelión de Brasil contra el imperio portugués. En uno de sus acápites manifestaba: "Jamás pudo presentarse a la América del Sud oportunidad más adecuada para esta-blecer una República (...) El Estado americano del Sud".

JOSE ARTIGAS propuso, en Uruguay, la formación de una Federación de Pro-vincias o Estados Americanos. "La correspondencia de Artigas con dirigentes de otras regiones hispanoamericanas y el mismo nombre que dio a su régimen de sis-tema americano indican que vio la revolución de las ex-colonias como un proceso único continental, orientado hacia la formación de una gran nación confederada".

Artigas apeló al movimiento popular en su lucha contra el centralismo bonaeren-se y los criollos orientales más conservadores. Se rodeó de capataces y peones de estancias, como Fernando Otorgués y Encarnación Benítez, a quienes convirtió en oficiales de su ejército libertador. También incorporó a sectores indígenas, prove-nientes de las antiguas Misiones Jesuíticas, entre ellos Andrés Guacurarí, que más tarde se puso el nombre de Andrés Artigas en homenaje al jefe oriental.

En 1813, Artigas promulgó una Constitución, cuyo artículo 8º establecía: "El Gobierno está instituido para el bien común, para la protección, seguridad, prospe-ridad y felicidad del pueblo, y no para provecho, horror o interés de algún hombre" (...) Los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esta gracia con prevención de los más infelices serán los sujetos más privilegiados (...) que no se multipliquen ni las autoridades ni los administradores".

Artigas fue el primero en plantear una Federación de Repúblicas del Plata, como un paso hacia la unidad de una América Latina libre e independiente, creando la Liga Federal. Redactó un esbozo de Reforma Agraria en el Código Agrario de 1815, que establecía la expropiación y el reparto de las tierras de los malos europeos y peores americanos". Trató de formar una organización política de carácter federal, encabezada por los líderes de las montoneras del litoral argentino, como López y Ramírez, pero sus esfuerzos se vieron frustrados por las vacilaciones de éstos ante la presión del gobierno de Buenos Aires. La derrota de Artigas ante las tropas por-tuguesas significó el comienzo de una dependencia extranjera que recién se quebró en 1825 con la expedición de los 33 orientales, jefaturizada por Juan Antonio La-valleja.

La unidad latinoamericana fue planteada también en Chile. Primero, por el "Ca-tecismo Político-Cristiano" y luego, en octubre de 1810, recién instalada la Primera

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Junta de gobierno de Chile, por Juan Egaña, quien presentó un proyecto en el que se manifestaba: "Nosotros tenemos un sólo remedio para todas esas desgracias; pero un remedio universal, capaz de destruir todos los planes que la Europa haya formado en mil siglos: esta es la reunión de toda la América".

La Junta chilena de gobierno, recogiendo el planteamiento formulado por Ega-ña, escribió a fines de 1810 a la de Buenos Aires en los siguientes términos: "Esta Junta conoce que la base de nuestra seguridad exterior y aún interior consiste espe-cialmente en la unión de América".64 La unidad de América Latina fue simboliza-da por José Miguel Carrera al promover bajo su gobierno la creación de un escudo de armas compuesto por siete columnas que representaban los siete Estados de la Confederación Latinoamericana. La significación de este primer escudo latinoame-ricano ha sido curiosamente ocultado por la mayoría de los historiadores.

La Junta Suprema de Caracas, Venezuela, se dirigió el 19 de abril de 1810 a las otras Juntas del Continente para invitarlas a contribuir "a la grande obra de la Con-federación Americano-Española". El mismo concepto de unidad latinoamericana se reflejó en las "instrucciones" del gobierno argentino, entregados por Pueyrredón a San Martín el 21 de diciembre de 1816: "Procurará hacer valer su influjo y persua-sión para que envíe Chile un diputado al Congreso General de las provincias unidas a fin de que se constituya una forma de gobierno general que dé a toda la América unida en identidad de causas, intereses y objetos en una sola nación".

Después del triunfo de Maipú, Bernardo O'Higgins reafirmaba el ideal ameri-canista de la época: "El concurso simultáneo de nuestras fuerzas y el ascendiente de la opinión pública en el Alto Perú decidirán si es posible formar en el continente americano una gran Confederación capaz de sostener irrevocablemente su libertad".

El chuquisaqueño Bernardo Monteagudo, partidario del ala radical de Mariano Moreno y colaborador de San Martín y Bolívar, formuló un plan de unidad conti-nental en su "Ensayo sobre la necesidad de una Federación general de los Estados Hispanoamericanos y plan de su organización". Los argentinos Carlos María de Alvear y Miguel Díaz Vélez viajaron a Bolivia con el fin de entrevistarse con Bo-lívar para invitarlo a Buenos Aires a combatir juntos contra el Imperio de Pedro I del Brasil.

En Paraguay, se propuso en junio de 1811 que la integración con Buenos Aires se aceptase con la condición de que formara parte de una Confederación Americana.

La idea de la unidad latinoamericana había alcanzado a Brasil. Los patriotas de Pernambuco, líderes de la insurrección de 1817 contra el Emperador, esperaban que Bolívar entrase a Brasil para colaborar en el derrocamiento del imperio portugués y la proclamación de la República. A Bolívar se acercaron los exiliados, entre ellos Abreu Lima, hijo del mártir de Recife que había preconizado en el nordeste "la segunda era de liberdade Pernambucana".

Otro campeón de la unidad latinoamericana fue el hondureño José Cecilio del Valle, quien en 1822 en un escrito titulado: "Soñaba el abad de San Pedro y yo

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también sé soñar", planteaba un Congreso hispanoamericano con el fin de "trazar el plan más útil para que ninguna provincia de América sea presa de invasores externos, ni víctima de divisiones intestinas".66 Del Valle llegó a proponer que el Congreso hispanoamericano elaborase un plan económico que contemplara la crea-ción de una marina mercante y el proteccionismo para los productos del continente.

Otro centroamericano, Rafael Francisco Osejo, dirigente independentista, plan-teó en 1823 la integración de Costa Rica a la Gran Colombia, decisión que comuni-có a Bolívar cuando éste iba rumbo al Ecuador. Osejo perdió su propuesta y Costa Rica se integró a Guatemala.

El Congreso Federal de Centroamérica tomó la iniciativa, en noviembre de 1823, de invitar a una conferencia para "representar unida a la gran familia americana". Juan Nepomuceno Troncoso "formuló un proyecto de confederación continental, con puntos concretos, como la fundación de un banco nacional, un montepío de labradores y la apertura del Canal de Panamá".67 La unidad centroamericana se alcanzó a concretar por algunos años cuando Francisco Morazán (1792-1842) logró unificar cinco Estados durante la década de 1930.

En la región del Caribe, el patriota dominicano Núñez de Cáceres, líder de la rebelión que liberó a Santo Domingo, planteó en 1821 la integración a la Gran Colombia. Posteriormente, cuando esta parte de la isla fue ocupada por el haitiano Boyer, amigo y colaborador de Bolívar, toda la isla propuso en 1824 una aproxima-ción a la Gran Colombia.

En Cuba y Puerto Rico se produjo en 1820 un movimiento conspirativo llamado "los soles y rayos de Bolívar", que el Libertador no alcanzó a respaldar, aunque en Lima lo visitaron los exiliados José Agustín Arango, cubano, y Antonio Valero, puertorriqueño. El mexicano fray Servando Teresa de Mier planteó una América es-pañola organizada en dos grandes departamentos: septentrional y meridional, como una forma práctica de consolidar la unidad latinoamericana.

LA GESTA DE BOLÍVAR

La genialidad de Bolívar fue haber llevado a la práctica con tenacidad y conse-cuencia la idea de la unidad latinoamericana. Otros habían originalmente planteado el proyecto continental, pero no pudieron articular los primeros pasos. Bolívar logró realizarlo en parte, a través de la Gran Colombia, que alcanzó a abrazar cinco países liberados. Llegó a proponer una fórmula concreta para lograr la factibilidad del pro-yecto unitario: una Confederación de Estados del continente, proposición sin pre-cedentes en la historia universal, ya que los anteriores intentos de unificar naciones fueron sobre la base de la conquista y el sometimiento, como los imperios egipcio, asirio, persa, griego, romano, carolingio, musulmán, otomano, español, inglés, fran-

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cés, holandés u otras variantes de imperios en Africa y Asia. Tampoco en Europa hubo un intento de unidad; el de Napoleón estuvo basado, como los anteriores, en la expansión, conquista y dominación de pueblos.

En contraste con esas experiencias, Bolívar proyectó confederar naciones de pueblos del mismo origen, lengua, costumbre y tradición histórica comunes, sobre la base de acuerdos voluntarios y autónomos y sin que desaparecieran los Estados nacionales. Mistifican aquellos, como Jorge Abelardo Ramos,81 que presentan un Simón Bolívar partidario de la eliminación de los Estados existentes en el momento de la independencia y su reemplazo por un solo Estado-Nación latinoamericano. Eso, además de ser un mito fabricado para reforzar una "ideología", significa un menosprecio al realismo político de Bolívar, respetuoso de la especificidad de cada región del continente y del derecho de autodeterminación de las nacionalidades.

El proyecto de Bolívar era construir una Confederación de Repúblicas, que res-petara la autonomía de las Repúblicas y el "utis possidetis juris", es decir, garantizar a las nuevas naciones los límites de los antiguos virreynatos, capitanías generales y gobernaciones. Bolívar era tan cuidadoso y respetuoso de la autodeterminación de las naciones que cuando Sucre liberó al Ecuador aconsejaba insistir en "que no es una sujeción lo que se intenta, sino la formación de un gran todo, compuesto por partes completamente iguales".

Su plan de crear una Confederación de Repúblicas está diáfanamente expresado en sus proclamas y cartas preparatorias del Congreso de Panamá, de 1822 a 1826. Si en algún momento habló de una sola nación fue en un párrafo de la Carta de Jamaica, pero a renglón seguido planteó la imposibilidad práctica de configurar un solo Estado-Nación. La prueba es que en la misma carta piensa en una asociación de naciones para Centro América.

Los primeros pensamientos de Bolívar acerca de la necesidad de luchar por la unidad de América Latina tuvieron como fuente de inspiración a Miranda. Los ex-presó por primera vez por escrito en el "Morning Chronicle", el 15 de septiembre de 1810: Los venezolanos no "descuidarán de invitar a todos los pueblos de Amé-rica a que se unan en Confederación". De regreso a su tierra -en momentos en que la cacaocracia criolla vacilaba- Bolívar, junto a Miranda, Ribas y otros, lograron radicalizar el proceso a través de la Sociedad Patriótica: "Unirnos -dijo Bolívar el 3 de julio de 1811- para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición (...) Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad Suramericana. ¡Vacilar es perdernos!"

El infatigable luchador venezolano volvió a replantear la unidad en el manifies-to de Cartagena de 1812: "soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las más completas ventajas". En noviembre de 1814, arengaba a los soldados de Urdaneta: "para nosotros la patria es América".

Obligado a salir al exilio, luego del triunfo de Boves y la contrarrevolución en

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Venezuela, Bolívar pudo reflexionar con un poco más de tiempo en su Carta de Jamaica (1815): "Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más gran-de nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y su gloria". Sin embargo, percibía inconvenientes para lograrlo: "Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo (...) mas no es posible porque climas remo-tos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América".

El planteamiento bolivariano de unidad no era una mera aspiración de deseos o una fantasía genial, sino que tenía sólidas y consistentes razones. Se fundamentaba en la tradición, lengua, origen y costumbres comunes. La unidad de América Lati-na para Bolívar no era una unidad artificial ni impuesta, sino basada en la historia común de sus pueblos, unidos por un "pacto implícito" -como solía decir- de todos los pueblos que habían luchado y estaban contra el colonialismo español. Era una unidad, un "pacto americano", por encima de los gobernantes de turno y de las coyunturas políticas. Era un proyecto histórico estratégico.

Este proyecto comenzó a revestir un carácter social, luego de su visita a la pri-mera república de esclavos del mundo, que de hecho se había convertido en la primera república de esclavos independiente de América Latina. Bolívar platicó en Haití, observó y se decidió. No podría conquistarse la independencia y la unidad del continente si no se luchaba por la libertad de los esclavos negros. Sus primeras derrotas y las de otros líderes fueron el resultado de la ausencia de participación popular y, en numerosos casos, del apoyo de esclavos e indígenas a los españoles que aparecían como contrarios a sus patrones. Petion, el presidente haitiano, no sólo le sugirió la idea de liberar a los esclavos, sino que le brindó, sin condicio-nes, ayuda militar, armas, buques y también hombres para reiniciar la campaña que terminó con la dominación goda en Venezuela. En su momento, Bolívar dijo sin ambages: "Petion es el autor de nuestra independencia", destacando que ninguna nación europea y menos Estados Unidos prestó ayuda efectiva a la independencia latinoamericana, y que el triunfo fue logrado en gran medida por la ayuda de Haití, "la República más democrática del mundo".

En suelo patrio, Bolívar no olvidó sus promesas a Petion, declarando en 1816 y 1817 la liberación de los esclavos, en un país abrumadoramente dominado por los esclavócratas "gran cacao". De este modo, comenzó a ensamblarse el combate por la liberación nacional con la lucha por la igualdad social. La guerra de la indepen-dencia empezó a adquirir un carácter popular y la estructura clasista del ejército entró en crisis con el ascenso de los pardos. Uno de los más destacados fue Manuel Piar, hijo natural de una mulata, María Isabel Gómez. Nacido en Curazao en 1774, Piar emigró pronto a Haití, convirtiéndose en uno de los latinoamericanos en vivir de cerca la experiencia revolucionaria más importante de ese momento.

Retornó a Venezuela para incorporarse al proceso independentista. Derrotado

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transitoriamente, regresó a Haití en 1816, donde se integró a la expedición de Bolí-var, financiada por Petion. Invadió Venezuela por el este, avanzando sobre Maturín y triunfando en El Juncal. Piar, junto a Mariño, liberó la zona oriental y posterior-mente la Guayana con una división de 800 negros, en su mayoría haitianos.

Con estas medidas igualitarias, Piar logró incorporar al ejército patriota a vastos sectores de indígenas y negros, hecho reconocido por el general español Morillo. Pero Piar cometió el error de provocar una crisis de mando en plena guerra contra el enemigo español, al iniciar una campaña de desprestigio contra Mariño y Bolívar.

Bolívar vio un peligro en Piar y lo acusó de desobediencia. Es cierto que Piar había cometido algunos actos de indisciplina, especialmente en Margarita, pero no era motivo para su encarcelamiento y posterior fusilamiento. En los últimos años de su vida, Bolívar se dio cuenta que había cometido un grave error al ordenar el fusilamiento de Piar. En cartas a Páez y Pedro Briceño Méndez, el Libertador decía: "Estoy arrepentido de la muerte de Piar, de Padilla y de los demás que han perecido por la misma causa (...) lo que más me atormenta es el justo clamor con que se que-jarán los de la clase de Piar". Esta reivindicación tardía, aunque no recrea la realidad anterior, hace honor a la recta conciencia de Bolívar.

Bolívar esbozó en 1817 los primeros diseños de su campaña continental, liber-tadora de los Andes. En carta a Pedro Briceño y, por su intermedio a sus soldados, manifestaba: una vez lograda la independencia de Venezuela "¿No volarán ustedes a romper los grillos de los otros hermanos que sufren la tiranía enemiga? Sí, sí, ustedes volarán conmigo hasta el río Perú. Nuestros destinos nos llaman a las extre-midades del mundo americano".

Desde Angostura, dirigió en 1818 una proclama a los habitantes de las Provin-cias Unidas del Plata, en la que manifestaba que Venezuela "os convidará a una sola sociedad para que nuestra divisa sea Unidad de América Meridional".

Y comenzó su larga marcha hacia los Andes, derrotando a los realistas en Boya-cá (7-8-1819). Allí, se aprobó una República federativa entre Venezuela y Colom-bia, como el primer paso trascendental hacia la unidad de América Latina.

Sin dar tregua a su caballo blanco, volvió a repasar los Andes, y una vez más venció al poderoso ejército de Morillo en Carabobo (24-6-1821). Rumbo a Quito, se detuvo ante el majestuoso Chimborazo, inspirador de su famoso "Delirio": "Yo venía envuelto con el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Ori-noco, el Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y qui-se subir al atalaya del Universo (...) Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la Eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes (...) Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por el fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo (...) Observa -me dijo- aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas

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los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres. El fantasma desapareció. Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio".

Sus referencias a Colombia no están relacionadas con el actual país que lleva ese nombre, sino con la vieja "Colombeia", que fue la palabra usada por Miranda para referirse al continente conquistado por Colón. "Colombeia" se transformó así en el símbolo de la unidad del continente. Por eso, cuando Bolívar en su "delirio" habla del "Dios de Colombia que me poseía", quería decir que la causa de la unidad latinoamericana lo había poseído íntegramente. Y siguió su marcha triunfal hasta derrotar a los españoles en Pichincha (24-5- 1822), liberando a Quito y Guayaquil e incorporando un nuevo país a la Gran Colombia. En esa región de la América india -que recién conocía- se dio rápidamente cuenta de la necesidad histórica de terminar con las relaciones serviles de producción e implantar el régimen del salario. El 5 de julio de 1820, dispuso que se abolieran todas las formas de servidumbre, y que se pagara íntegramente en dinero el salario de los obreros. Asimismo, procuraba aplicar su concepción de justicia social disponiendo que se devolvieran "a los na-turales, como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos, según sus títulos, cualesquiera que sea el que aleguen para poseerla los actuales tenedores".

Entonces, se produjo la histórica entrevista de Guayaquil entre Bolívar y San Martín, los dos grandes libertadores. Uno, de la zona norte, presidente de la Gran Colombia, integrada por Venezuela, Colombia (incluida Panamá) y Ecuador. El otro venía liberando pueblos desde el sur, sin cuya eficiencia hubiera sido muy difícil para Bolívar el planteo concreto de una Confederación de Repúblicas latinoameri-canas. La convocatoria al Congreso de Panamá y la posibilidad de lograr de manera factible la unidad de América Latina fue facilitada en gran medida por la campaña libertadora llevada a cabo por San Martín desde el Cono Sur.

Bolívar prosiguió la campaña del Perú y Bolivia, derrotando a los españoles en Junín (6-8-1824), liquidando definitivamente el dominio colonial del continente, con excepción de Cuba y Puerto Rico.

Bolívar se encontraba en Bolivia cuando se anunció el arribo de una delegación argentina. Se aprestó a recibirla cordialmente con el fin de desvirtuar los corrilos que lo hacían aparecer como anti-argentino, luego de la entrevista con San Martín en Guayaquil. La delegación de las Provincias Unidas del Río de la Plata, encabezada por Carlos María de Alvear, llegó a Potosí el 7 de octubre de 1825. Su misión central, además de agradecer a Bolívar por sus acciones libertarias en Colombia y Perú, fue pedirle ayuda para luchar, junto a la Argentina, contra las pretensiones expansionistas del Emperador Pedro I de Brasil.

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Bolívar los escuchó atentamente, porque ya había experimentado el expansio-nismo agresivo del Emperador cuando las tropas brasileras ocuparon la provincia altoperuana de Chiquitos. Mientras consultaba a Perú, Bolívar escribía al colombia-no Santander: "Los señores Alvear y Díaz Vélez me han dicho terminantemente que yo debo ejercer el protectorado de la América (...) Les he dicho que haré por el Río de la Plata cuanto me es permitido y que tomaré el mayor empeño en recomendar con todo influjo y con toda mi alma los auxilios y aún sacrificios que ellos crean necesarios pedir a Colombia y al Perú para asegurar la libertad de su patria".

Las proposiciones de las Provincias Unidas llegaron más allá de una simple alianza, por lo que puede colegirse de otra carta de Bolívar a Santander, del 11 de noviembre de 1825: "El general Alvear desea ponerse de acuerdo conmigo en todo, y por todo: ha llegado a proponerme la reunión de la República Argentina y Bolivia".

En definitiva, Bolívar no pudo realizar sus aspiraciones, porque ni Colombia ni Perú le dieron el visto bueno para marchar hacia el Cono Sur; pero lo fundamental fue su decisión de llegar a la Argentina para colaborar en la lucha contra el Empe-rador Pedro I, hecho que pudo haber permitido incorporar a Brasil al proyecto de unidad latinoamericana.

En el momento cumbre de su vida, en medio de la guerra, Bolívar seguía re-flexionando sobre la mejor forma de concretar la unidad latinoamericana. En 1822 invitaba, en nombre de la Gran Colombia, a los gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires a formar junto con Ecuador, Bolivia, Colombia y Venezuela, una Confederación y a congregarse en una gran asamblea a realizarse en Panamá, pro-puesta que reitera en 1824, incluyendo además a Guatemala. En 1825, insistía en que para asegurar la independencia efectiva de América Latina era fundamental reunirse en un Congreso de todos los Estados, formar un ejército continental y tener una política exterior firme y unívoca respecto de Estados Unidos e Inglaterra.

En la Carta de Jamaica (1815), definió las características esenciales de nuestra condición colonial: relaciones serviles de producción, monopolio comercial, es-tanco del tabaco, trabas e impedimentos para desarrollar la industria y obstáculos para el comercio regional entre colonias. Conclusión -decía Bolívar- nos obligaron a dedicarnos a la crianza de ganado, a la extracción de oro y a la agricultura y plan-taciones, es decir, nos impusieron una economía primaria de exportación. Se aferró a la especificidad de América Latina, expresada en la siguiente frase: "¡He aquí el Código que debíamos consultar, y no el de Washington!".

Estaba convencido de que la única manera de contrarrestar la influencia de las potencias europeas y norteamericana y de no caer en una nueva dependencia era a través de una América Latina unida, unificada federativamente y capaz de industria-lizarse con su propio esfuerzo. Por eso, fue uno de los primeros políticos latinoame-ricanos en promover el desarrollo de una industria nacional. El 21 de mayo de 1820,

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desde la villa del Rosario, expedía el siguiente decreto: "Y no habiendo corporacio-nes que promuevan, animen y fomenten" la actividad productiva, se ordena crear una Junta en cada provincia para "fomentar la industria proponiendo y concediendo premios a los que inventen, perfeccionen e introduzcan cualquier arte o género de industria útil, y muy especialmente a los que establezcan las fábricas de papel, paño u otras, a los que mejoren y faciliten la navegación de los ríos".

En decreto de 1820 planteaba "promover la agricultura en todos sus ramos y procurar el aumento y mejoras de las crías de ganado caballar, vacuno y lanar". Para Bolívar era fundamental que esta agricultura y ganadería se modernizara, rompien-do con los moldes tradicionales y anticuados, para lo cual proponía la intensifica-ción de los conocimientos "de los principios científicos de estas artes y facilitando la adquisición de libros y manuscritos que ilustren al pueblo en esta parte".

El ideario nacionalista de Bolívar también se expresó en la necesidad de resguar-dar para nuestros países las riquezas minerales. En el decreto del 24 de octubre de 1829, suscrito en Quito, estableció taxativamente que "las minas de cualquier clase pertenecen a la nación". De este modo, Bolívar intentó que nuestras riquezas nacio-nales no fueran enajenadas por cualquier gobierno de turno, medida que fue violada por quienes entregaron las minas al capital extranjero. Entendía que la propiedad minera de la que anteriormente se había adueñado España, pasaba incólume a las nuevas naciones.

Advirtió que para lograr un desarrollo agrícola no sólo bastaba conceder créditos a través de un Banco especialmente destinado para tal efecto, sino que era fundamental la redistribución de la tierra. En el decreto de 1825, emitido en el Cuzco, estableció: "Cada individuo, de cualquier sexo o edad que sea, recibirá una fanegada de tierra en los lugares pingües y regados; y en los lugares privados de riego y estériles recibirá dos (...) los terrenos destinados a pacer los ganados serán comunes a todos los individuos". En este decreto se declaraba a los indígenas propietarios de los terrenos que trabajaban. A los que no tenían tierras se les prometían parcelas que se subdividirían de las tierras comunales. Lo novedoso es que a cada indígena, independientemente de su sexo, se le entregaba una parcela, con lo cual se reconocía el papel de la mujer en la producción.

Este embrión de reforma agraria, planteado por Bolívar, derivaba de su pionera concepción sobre la propiedad. Anticipándose a los tiempos, llegó a la conclusión de que la propiedad era "social" y de que la confiscación de bienes era procedente por "necesidad pública" o "utilidad general". En tal caso, el Estado no estaba obliga-do a pagar de inmediato la indemnización, fijándola para "cuando las circunstancias lo permitan".

Bolívar sabía que América Latina necesitaba cambios profundos de estructura: "no es sólo Colombia la que desea reformas, son todas las repúblicas de América del Sur que cada día sienten más debilidad de su estructura". Por eso proponía la reforma agraria, la industrialización y la unidad del continente.

Como parte de su plan de saneamiento de la Hacienda, Bolívar se resistió a

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contraer empréstitos extranjeros, que era la forma de penetración del capitalismo europeo en el siglo pasado, advirtiendo los peligros de la deuda externa, como ena-jenante de la soberanía nacional.

La única manera de enfrentar a potencias para no caer en nuevas formas de de-pendencia era conquistando la unidad de América Latina.

Bolívar concebía este gran proyecto no sólo como una unificación política, sino también como una integración étnica, cultural y económica. La integración econó-mica de los países latinoamericanos, a través de la Confederación, iba a permitir, según el Libertador, "la mutua cooperación de todos ellos, y nos elevarán a la cum-bre del Poder y la prosperidad".

Bolívar daba un papel relevante a la Educación en el proceso de desarrollo industrial y agrícola, como asimismo para generar personeros eficientes del Esta-do. Sus ideas acerca de la educación eran revolucionarias para su tiempo, en que se daba prioridad a la teología y la abogacía. Para Bolívar, la educación debía ser funcional y capaz de dar respuesta a las necesidades concretas del país. Por ello, insistía en una enseñanza acorde con la época, formadora de hombres capacitados para la industria y la agricultura moderna. Esta educación estaba también destinada a forjar ciudadanos capaces de administrar el Estado y, al mismo tiempo, de contro-lar el desempeño de sus funcionarios. El Poder Electoral que propuso para la Cons-titución boliviana de 1825 -considerado utópico por algunos- tenía un profundo sentido popular, de ancha democratización, ya que de cada diez ciudadanos existiría un Elector, para lo cual "no se exigen sino capacidades, ni se necesita poseer bienes (...) mas debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre y leer las leyes. Ha de profesar una ciencia o un arte que le asegure un alimento honesto. No se le ponen otras exclusiones que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta. Saber y honradez, no dinero, es lo que requiere el ejercicio del Poder Público".

El Libertador opinaba que en América Latina había que implementar gobiernos liberales y democráticos, pero no federalistas. Era un liberal centralista, pero opues-to a la dictadura. Su ideal era un régimen centralista, civil y democrático, funda-mentado en un Estado fuerte. "El drama -decía Bolívar- es que siempre los tiranos se han ligado y los libres jamás". En el discurso de Angostura reafirmaba de manera taxativa su oposición a las tiranías: "el imperio de las Leyes es más poderoso que el de los tiranos". "Por lo mismo que ninguna forma de gobierno es tan débil como la democrática, su estructura debe ser de la mayor solidez; y sus instituciones consul-tarse para la estabilidad".

El Estado republicano debía, según Bolívar, garantizar la libertad de cultos y la enseñanza laica, además crear la infraestructura de caminos y puertos y promover la marina mercante nacional. El Estado concebido por Bolívar no era de aquellos clá-sicos del "dejar hacer, dejar pasar", sino un Estado Fomentista y con intervención en la economía y en la reproducción de la fuerza de trabajo. "Moral y luces" fueron las premisas del Estado que postulaba Bolívar, capaz de estimular la producción agro-

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pecuaria y minera, de fomentar el desarrollo de la industria nacional y de preparar, a través del impulso a la educación, mano de obra calificada, libre del esclavismo y la servidumbre.

EL CONGRESO DE PANAMÁ

El proyecto latinoamericanista de Bolívar, impulsado desde 1822, se concretó a medias en el Congreso de Panamá (1826); ya que solamente alcanzó a congregar a los representantes de la Gran Colombia, México y Centroamérica. El delegado de Estados Unidos no alcanzó a llegar; había sido invitado por Santander, en contra de la opinión de Bolívar, quien manifestaba en carta del 27 de octubre de 1825, fechada en Potosí: "Me alegro también mucho de que los Estados Unidos no entren en la federación".

El Libertador aspiraba a que el Congreso de Panamá diera nacimiento a una de las Ligas más importantes del mundo, estableciendo "la reforma social", bajo los auspicios de la libertad, y terminando con la "diferencia de origen y de colores".

Bolívar quería también que el Congreso se pronunciase a favor del reconoci-miento de Haití y Santo Domingo y que se tomaran medidas drásticas contra la corona española y contra toda intervención extranjera. Veía problemas para la in-corporación de Haití y Buenos Aires por sus luchas intestinas, por lo que se pronun-ciaba a favor de una Federación integrada por la Gran Colombia, México, Guate-mala, Perú, Chile y Bolivia.

El Congreso se inauguró el 22 de junio en el Convenio de San Francisco de la ciudad de Panamá con la asistencia de dos delegados de Perú, dos de la Gran Co-lombia, dos de Centroamérica, dos de México, un observador de Inglaterra y otro de Holanda. El cubano José Agustín Arango hizo de secretario. Los dos puntos claves del temario habían sido adelantados por Bolívar: Reforma Social y Estatuto de Relaciones entre las Naciones mediante un Congreso Plenipotenciario general y permanente.

También fue discutida la proposición de Bolívar sobre la libertad de los esclavos negros y la necesidad de una expedición conjunta de Colombia y México para liberar a Cuba. Pero no hubo un acuerdo concreto para implementar la idea, sobre todo por la presión de las potencias extranjeras. La delegación de Bogotá llevaba instrucciones para concretar una Confederación, fijar las fuerzas terrestres y marítimas de esa futura confederación, acordar tratados de comercio y navegación entre los aliados y aboli-ción del tráfico de esclavos, además de la determinación de límites territoriales de los nuevos Estados, según el "uti possidetis juris" de 1810. Bolívar propuso, además, un plan coordinado contra España: suspensión del comercio, confiscación de los produc-tos de la tierra y la manufactura, secuestro de los bienes españoles en América Latina, reconocimiento de los gobiernos de Santo Domingo y Haití y, sobre todo, rechazo a cualquier intervención en los asuntos de América Latina.

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El Congreso sesionó del 22 de junio al 15 de julio de 1826. La delegación pe-ruana planteó la alianza defensiva y la negociación de sus límites por separado con Colombia. Los mexicanos objetaron la libertad de comercio entre los futuros miembros de la Confederación. De todos modos, se aprobó un Tratado de Unión, Liga y Confederación entre las repúblicas de Colombia, Centroamérica, México y Perú. En su preámbulo reforzaba la idea de unidad latinoamericana, "cual conviene a naciones de un origen común, que han combatido simultáneamente por asegurarse los bienes de libertad e Independencia". El Congreso acordó continuar sus sesiones en Tacubaya (México) un año y medio después, reunión que fracasó por la escasa concurrencia de delegados. Por lo demás, ningún gobierno, excepto Colombia, ha-bía aprobado los acuerdos de Panamá.

Estados Unidos fue el primero en regocijarse por el fracaso del Congreso de Pa-namá. William Tudor, cónsul norteamericano en Lima, informaba al Departamento de Estado el 3 de febrero de 1827: "la esperanza de que los proyectos de Bolívar están ahora efectivamente destruidos es una de las más consoladoras". Odiado por los norteamericanos, Bolívar jamás cedió a sus presiones. Fue calificado de loco, usurpador y dictador por haber agitado las banderas del antiesclavismo, tan peli-grosas para los esclavistas norteamericanos del sur. Así se expresaba, en 1827, W. Tudor, diplomático estadounidense en Lima: Bolívar ha estimulado el odio de los esclavistas, "leed su incendiaria diatriba contra ella en la introducción a su indes-criptible constitución (...) partidos muy puestos en Europa mirarían con regocijo que esta cuestión se pusiera a prueba en nuestro país; y, luego, sin aducir motivos ulteriores, júzguese y dígase si el 'loco' de Colombia podría habernos molestado". Mejor epitafio del enemigo secular no pudo haber tenido Bolívar.

BALCANIZACIÓN Y DEPENDENCIADespués del Congreso de Panamá se abrió un período histórico de discontinuidad

en el proceso de unidad latinoamericana, pues las clases dominantes antepusieron sus intereses locales a todo intento de crear una Federación de Repúblicas Unidas. La balcanización o fragmentación fue estimulada por el capitalismo norteamerica-no y europeo, particularmente el inglés. Las guerras entre países hermanos -como la de la Triple Alianza y la Guerra del Pacífico- minaron el proceso de unidad. No obs-tante, el ideario bolivariano se mantuvo en sectores populares, alentados por nuevos pensadores y el surgimiento de una embrionaria literatura latinoamericanista.

La expansión del capitalismo nacional exportador estuvo limitada por la depen-dencia de la metrópoli europea y por la incapacidad de la burguesía criolla para acelerar el proceso de reproducción ampliada del capital. En vez de reinvertir la renta agraria y minera en sus empresas o en promover el desarrollo de la industria nacional, la burguesía se llevó gran parte de los capitales a Europa, invirtiéndolos allí en actividades especulativas. Antes que realizar un plan de inversiones propias para una capitalización autosostenida de sus empresas, las fracciones de la clase do-

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minante prefirieron centrar sus esfuerzos en la pugna por el reparto de las entradas fiscales y en la disputa por el control del aparato del Estado para lograr una redis-tribución de los ingresos del Fisco en beneficio de sus estrechos intereses de clase.

Así, América Latina hizo una nueva "contribución" al proceso de acumulación capitalista mundial por la vía de las ganancias aportadas por los mecanismos fi-nancieros internacionales de la deuda externa, por los bajos precios de las materias primas, por la compra de artículos manufacturados a precios recargados y funda-mentalmente, por el succionamiento de la plusvalía a las mujeres y hombres de nuestros pueblos.

Al respecto Alberdi decía: "la América del Sur, emancipada de España, vive bajo el yugo de su deuda pública. San Martín y Bolívar le dieron su independencia, los imitadores modernos de esos modelos la han puesto bajo el yugo de Londres".

El proceso de acumulación de capital, que hasta la década de 1880 era de ca-rácter nacional, experimentó un cambio significativo con la penetración del capital financiero en el inicio de la era imperialista mundial. Las riquezas nacionales co-menzaron a pasar a manos de los empresarios extranjeros, iniciándose el proceso de semicolonialización de América Latina y la progresiva desnacionalización de sus riquezas.

Durante la época republicana se acentuó el deterioro de los ecosistemas latinoa-mericanos al continuar las formas de expoliación implantadas por la colonización española. De este modo, se reforzó el carácter monoproductor de nuestro conti-nente, afectando la diversidad de los ecosistemas y haciéndolos más vulnerables. Las tierras fértiles fueron utilizadas exclusivamente para explotar los productos de exportación. Se aceleró la devastación de los bosques con el fin de habilitar tierras para la economía agroexportadora. Las comunidades indígenas, que a fines de la co-lonia conservaban aún algunas parcelas, fueron expulsadas de sus tierras. El triunfo de la ciudad-capital significó el aplastamiento de las economías agrarias pequeñas y de las industrias artesanales del interior que habían logrado generar una tecnología propia.

LA CONTRIBUCIÓN DE SAN MARTÍN

José de San Martín (1778-1850), nacido en Yapeyú (Corrientes), hijo de espa-ñol y de criolla, había regresado en 1812 de España, donde cursó la carrera de las armas. Adscrito a la Logia Lautaro, creada por Miranda, organizó un cuerpo de Granaderos a Caballo, con el cual triunfó en el combate de San Lorenzo (1813). No quiso aceptar ningún cargo político en Argentina para no verse envuelto en rencillas que pudieran obstaculizar su proyecto central: la expulsión de los españoles.

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Su designación como Intendente de Cuyo, le sirvió para estructurar paciente-mente el Ejército de los Andes, demostrando sus extraordinarias condiciones de organizador y su sensibilidad social al incorporar a los negros, indígenas y mestizos al Ejército Libertador.

Contó, asimismo, con la inestimable colaboración de Bernardo O’Higgins, quien había dejado de lado las posturas ambivalentes de los primeros años de la revolución chilena, convirtiéndose en el abanderado de la independencia política.

San Martín tuvo asimismo la colaboración estrecha de Manuel Rodríguez en la llamada “Guerra de Zapa”, tendiente a minar la moral del ejército español en Chile.

Disconforme con el curso moderado de la burguesía criolla, Manuel Rodríguez se había enrolado en el ala izquierdista del movimiento carrerino, llegando a formar parte de la Junta de Gobierno de 1814. Al igual que José Miguel Carrera, se mofaba de la pacatería burguesa y de los títulos nobiliarios, como lo demuestra una de sus cartas a San Martín: “Es muy despreciable el primer rango (la aristocracia). Mas la plebe es de obra y está por la libertad (...) la nobleza en Chile no es necesaria por el gran Crédito que arrastran en este reino infeliz las cartas y las barrigas (...) los artesanos son la gente de mejor razón y de más esperanzas”.

La relación con el movimiento popular le permitió a Manuel Rodríguez lle-var adelante una lucha coordinada con los objetivos que perseguía San Martín. La zona central fue el principal campo de operaciones de las guerrillas, desde Melipilla hasta Talca. La táctica era ocupar ciudades medianas y pueblos, requisar armas y dinero de los españoles y criollos colaboracionistas y luego retirarse. El objetivo de la guerra de guerrillas -distraer las fuerzas españolas para facilitar el ataque del Ejército Libertador de los Andes- fue cumplido con creces. Marcó del Pont tuvo que descentralizar su ejército y enviar cerca de 1.500 hombres a la zona central para hacer frente a las guerrillas. Así surgieron numerosos jefes montoneros, como Neira, Salas, Ramírez y Pedro Regalado Hernández. Arrieros y huasos baqueanos, entre los cuales se destacó el campesino Justo Estay, contribuyeron a la guerra de zapa, orientada por San Martín, desinformando a los enemigos y recogiendo datos sobre las fuerzas realistas.

El respaldo de los campesinos fue la clave del éxito del legendario guerrillero Ma-nuel Rodríguez. Sus disfraces, su ocultamiento en los ranchos, sus increíbles fugas y su movilidad permanente eran, en cierta medida, fruto de su genio guerrillero, pero su labor fue indiscutiblemente facilitada por el decidido apoyo del movimiento campesi-no. Las capas populares y el artesanado santiaguino contribuyeron también al éxito del guerrillero, suministrándole casas para ocultarse y ayuda material para su lucha clandes-tina. De este modo, Manuel Rodríguez pasó a convertirse en uno de los personajes más queridos de la tradición popular por su lucha junto a los pobres del campo y la ciudad. Su burlona astucia y desafiante ingenio que desconcertaba y ridiculizaba a las autorida-des españolas, así como su intrepidez y coraje, lo convirtieron en personaje de leyenda, creador de los “Húsares de la Muerte” al servicio de la causa de la independencia.

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Una vez que el terreno de la resistencia chilena estuvo abonado, San Martín dio orden de marchar a sus huestes. En 1817, realizó una de las proezas más grandes de la historia militar al cruzar con 3.000 hombres la cordillera de los Andes en las proximidades de uno de los picos más altos del mundo: el Aconcagua. El 12 de fe-brero vencía en Chacabuco y entraba a Santiago. Fue luego sorprendido en Cancha Rayada, pero volvió a triunfar en Maipú, acelerando la declaración formal de la independencia de Chile el 18 de septiembre de 1818.

Para financiar el Ejército Libertador de San Martín, que se preparaba para con-tinuar su campaña al Perú, el Director Supremo de Chile, Bernardo O’Higgins, impuso contribuciones forzosas a los españoles y a los terratenientes criollos que habían traicionado la causa libertaria.

En 1820, San Martín pudo zarpar en las naves comandadas por Lord Cochrane, quien hizo una eficaz labor de destrucción de la flota española, de despeje del litoral y bloqueo de los puertos del sur y del Callao. San Martín partió con sólo 4.000 hom-bres dispuesto a enfrentarse con un enemigo más numeroso. Su táctica de atacar por mar y desembarcar en puntos claves fue decisiva para el éxito. Sus acciones provocaron el levantamiento criollo de Guayaquil y del norte peruano en Trujillo. El frente español se hizo trizas al ser derrotado el virrey Pezuela por el general espa-ñol La Serna, quien solicitó conversaciones a San Martín, basado en el cambio ocu-rrido en España a raíz del levantamiento de Riego (1820). En esas conversaciones, San Martín fue afinando su proyecto de una monarquía constitucional para América latina. En julio de 1821, entraba triunfante en Lima, donde planteó la liberación de los esclavos, con una clara visión democrático-burguesa para liberar mano de obra en favor del desarrollo capitalista. Obviamente, estas medidas le ganaron el odio de la oligarquía peruana, una de las más conservadoras y reaccionarias del continente.

Meses después, se celebraba la entrevista de Guayaquil. Mucho se ha elucubra-do en torno a esta célebre reunión a puertas cerradas e los forjadores de la libertad de un continente.

LA LOGIA LAUTARO

La Logia Lautaro fue fundada en la ciudad de Cádiz en el año 1811, cuyo nombre se eligió en honor a un caudillo chileno de origen mapuche llamado Lautaro que se levantó en contra los colonizadores en el siglo XVI, incitando al pueblo a luchar por la independencia. Inspirada en las logias masónicas y presidida en sus inicios por José de Gurruchaga, estuvo integrada por importantes personalidades de su época cuyo objetivo era el establecimiento de gobiernos libres en América Latina. En ella participaron: Simón Bolívar, Andrés Bello, Bernardo O´Higgins, José de San Mar-tin y Francisco de Miranda, entre otras figuras distinguidas.

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Para esclarecer el origen de la Logia Lautaro vale detenerse en el último de los mencionados, Francisco de Miranda. Hijo de un canario y una venezolana, y de origen bastante humilde, fue un general venezolano considerado uno de los principales eman-cipadores de la América española. Participó en la Guerra de laIndependencia de Los Estados Unidos, en la Revolución Francesa y en la Guerra de la Independencia Hispa-noamericana. En 1797 fundó en Londres la Gran Reunión Americana cuya finalidad era, justamente, la emancipación de América. En tal sentido, La Logia Lautaro fue su primera filial. Posteriormente, y con el nombre Logia Lautaro de Buenos Aires, llegó al Río de la Plata promovida por José de San Martin, Carlos María de Alvear y José Matías Zapiola.

Cuando llegaron a Buenos Aires en el año 1812, se unieron a la Sociedad Pa-triótica creada por Mariano Moreno, proponiéndose lograr la independencia del continente. Entre sus miembros estaban, aparte de los ya mencionados fundadores, Bernardo de Monteagudo, Antonio Álvarez Jonte, Juan Martín de Pueyrredón, Ni-colás Rodríguez Peña y Julián Álvarez.

En relación con San Martín y la Logia Lautaro de Buenos Aires, existen teorías que afirman que durante el viaje que el Libertador hizo a Londres hacia fines de 1811, en reunión con Andrés Bello y otros, tomó conocimiento del Plan Maitland (Plan para capturar Buenos Aires y Chile y luego emancipar Perú y Quito) que, básicamente, se proponía el control de Buenos Aires, el derrocamiento de las tropas españolas en Chile y , finalmente, el paso a Perú en donde se encontraba el núcleo principal del poder realista.

Cabe mencionar que en ese momento, la Logia Lautaro (Cádiz) era apoyada por varios militares que venían de Francia deseosos de poder eliminar en una España sumamente debilitada a los borbones absolutistas.

En 1817, tras el cruce de los Andes y el triunfo en la Batalla de Chacabuco por parte del ejército argentino-chileno, se fundó una nueva filial en Santiago de Chile comandada por, entre otros, Tomas Guido, José Antonio Balcarce, Manuel Blanco Encalada, Juan Gregorio Las Heras, etc.

Hacia 1820, la Logia Lautaro de Buenos Aires fue disuelta por desavenencias políticas: desde Buenos Aires solicitaron a San Martín y su ejército que regresaran en momento de la expedición al Perú para sofocar un levantamiento de caudillos en el Litoral del país. Su negativa aseguró, sin que ese fuera el propósito, el triunfo de los rebeldes ante un débil ejército porteño en la batalla de Cepeda. San Martin no estaba dispuesto a que se derramara sangre entre hermanos, tales fueron sus pala-bras. El Directorio, gobierno de Buenos Aires por aquel entonces, la condenó a su desaparición.

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Simon BolivarCarta de Jamaica

Kingston, setie mbre 6 de 1815

Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado que V. me hizo el

honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción. Sensible, como debo, al interés que V. ha querido tomar por la suerte

de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece des de su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no sien to menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas deman das que V. me hace, sobre los obje tos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de co rresponder a la confianza con que V. me favorece, y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, va riado y desconocido como el Nue vo Mundo.

En mi opinión es imposible res ponder a las preguntas con que V. me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácti cos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la es tadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de ti nieblas, y por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los ameri canos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las nacio nes, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físi cas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.

Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de V., no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará V. las ideas luminosas que desea, mas sí las in genuas expresiones de mis pensa mientos.

«Tres siglos ha, dice V., que em pezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el gran de hemisferio de Colón». Barba ridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testifi casen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testi monio de cuantas personas respe tables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí; como consta por los más sublimes

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historiadores de aquel tiempo. To dos los imparciales han hecho jus ticia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denun ció ante su gobierno y contempo ráneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.

¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de V. en que me dice «que espera que los suce sos que siguieron entonces a las ar mas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy opri midos americanos meridionales»! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El su ceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está corta do; la opinión era toda su fuerza; por ella se estre chaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Pe nínsula que el mar que nos separa de ella; me nos difí cil es unir los dos continentes, que recon ciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un co mercio de intereses, de jueces, de religión; una recíproca benevolen cia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros domina dores relajaba esta simpatía; o por mejor decir este apego forzado por el imperio de la dominación. Al pre sente sucede lo contrario; la muer te, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalización madrasta. El velo se ha rasgado; ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.

Porque los sucesos hayan sido par ciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovi do y armado para su defensa? Eche mos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.

El belicoso Estado de las Provin cias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmo viendo a Arequipa, e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.

El reino de Chile, poblado de 800,000 almas, está lidiando con tra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia, por fin lo logra.

El virreinato del Perú, cuya pobla ción asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumi so y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey; y bien que sean varias las relaciones concernientes a

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aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.

La Nueva Granada, que es, por de cirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, ex ceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen a sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que surgen, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitan-tes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpug nable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morígeros y bravos moradores del interior.

En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastacio nes tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobier nan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que escapados de la muerte, alimentan una precaria existen cia: algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven comba ten con furor en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la Amé-rica a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes de contaba en Venezuela; y sin exageración se puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las pe regrinaciones; excepto el terremo to, todos resultados de la guerra.

En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Hum-boldt, 7,800,000 almas con inclu sión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agi tado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá V. ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los sangui narios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empa parse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán libres, porque han abrazado el par tido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguir los al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.

Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de 700 a 800,000 almas, son las que más tranquilamente po seen los españoles, porque están fuera del contacto de los indepen dientes. Mas ¿No son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?

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Este cuadro representa una escala militar de 2,000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor exten sión en que 16,000,000 americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación españo la, que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el an tiguo. ¿Y la Europa civilizada, co merciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sor da al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justi cia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoros, y casi sin soldados! Pues los que tiene ape nas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obe diencia y defenderse de sus veci nos. Por otra parte, ¿podrá esta na ción hacer comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufactu ras, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese ésta loca empre sa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los ac tuales americanos unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están com batiendo?

La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada teme-ridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recin tos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y po derosos. La Europa misma, por mi ras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mun do así lo exige, sino porque este es el medio legítimo y seguro de ad quirirse establecimientos ultrama rinos de comercio. La Europa, que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla so bre sus bien entendidos intereses.

Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros espe rábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriése mos un bien cuyas ventajas son re cíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo ¡cuán frustradas espe-ranzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del Norte, se han mantenido inmóviles espec tadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importan te de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos; porque ¿hasta dónde se puede cal cular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón?

«La felonía con que Bonaparte, dice V., prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos ha, aprisionó con traición a dos monarcas de la Amé rica Meridional, es un acto muy manifiesto de la

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retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su independencia.»

Parece que V. quiere aludir al mo narca de México Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herre ra, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Fran cisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten com paración; los primeros tratados con dignidad, conservados, y al fin re cobran su libertad y trono; mien tras que los últimos sufren tormen tos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Quauhtemotzin, sucesor de Moctezuma, se le tra ta como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase esta escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Incas, Zipas, Ul menes, Caciques y demás dignida des indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ul mén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Al magro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legí timo soberano, y en consecuencia llama al usurpador como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile ter mina su vida de un modo atroz.

«Después de algunos meses, añade V., he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los america nos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relati vo a sus estado actual y a lo que ellos aspiran: deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si de sean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía? Toda noticia de esta especie que V. pueda darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular.»

Siempre las almas generosas se in teresan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los de rechos con que el Criador y la natu raleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; V. ha pensado en mi país, y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

He dicho la población que se cal cula por datos más o menos exac tos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esa inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces erran tes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de es pesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes, alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya

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ha segado cer ca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamien to vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo.

Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su polí tica, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever, cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ig norancia y error, cuál sería el régi men que abrazaría para su conser vación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, esta será pequeña, aquella grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra si tuación. Nosotros somos un pe queño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por di latados mares; nuevos en casi to das las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el imperio ro mano, cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos je fes, familias, o corporaciones; con esta notable diferencia que aque llos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros america nos por nacimientos, y nuestros de rechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mantenernos en él contra la inva sión de los invasores; así nos halla mos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conje turas que desde luego caracterizo de arbitrarias, dictadas por un de seo racional, y no por un raciocinio probable.

La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido por siglos puramente pasiva; su exis tencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para ele varnos al goce de la libertad. Permítame V. estas consideraciones para elevar la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego, un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, halla remos que la América no solamen te estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la vo luntad del Gran Sultán, Kan, Dey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y esta es casi arbitra riamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que tienen orga nizada una opresión de que parti cipan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin

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son per sas los jefes de Hispahan, son tur cos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar man datarios militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.

¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los de rechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las tran sacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asun tos domésticos en nuestra admi nistración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo. Gozaríamos tam bién de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal, que es tan necesario conservar en las revolu ciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.

Los americanos, en el sistema es pañol que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocu pan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consu midores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoli za, el impedimento de las fábricas que la misma península no posee, los privilegios exclusivos del co mercio hasta de los objetos de pri-mera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entienden, ni negocien; en fin, ¿quiere V. saber cuál era nuestro destino? Los cam pos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ga nados; los desiertos para cazar las bestias feroces; las entrañas de la tierra para excavar el oro, que pue de saciar a esa nación avarienta.

Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmen te constituido, extenso, rico y po puloso, sea meramente pasivo ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?

Estábamos, como acabo de expo ner, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordina rias; arzobispos y obispos, pocas veces; diplomáticos, nunca; milita res, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni fi nancistas, y casi ni aun comercian tes; todo en contraversión directa de nuestras instituciones.

El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, con-quistadores y pobladores de Amé rica que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemne mente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibién doseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la adminis tración y ejerciesen la judicatura en apelación;

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con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se compro metió a no enajenar jamás las pro vincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una espe-cie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiem po existen leyes expresas que fa vorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos ci viles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación ma nifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su có digo.

De cuanto he referido, será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente suce dió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos espa ñoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el Sr. Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.

Los americanos han subido de re pente y sin los conocimientos pre vios, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públi cos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, adminis tradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad.

Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrolla ron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, li sonjeados con la justicia que se nos debía con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, in-ciertos sobre nuestro destino futu ro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos preci pitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se estable cieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno consti tucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación. To dos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el estable cimiento de juntas populares. Estas formaron en seguidas reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones impor tantes. Venezuela erigió un gobier no democrático federal, declarando previamente los derechos del hom bre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes ge nerales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno indepen diente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimien tos políticos y cuantas reformas

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hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le correspon den. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las no ticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.

Los sucesos en México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados, para que se puedan seguir en el curso de su re volución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgar los. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron princi pio a su insurrección en setiembre de 1810, y un año después, ya te nían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una Junta Nacional bajo los auspicios de Fer nando VII, en cuyo nombre se ejer cían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta Junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísi mo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hom bres o ambos separadamente ejer cen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una Constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente de Zultepec presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes esta bleciendo principios de una exacti tud incontestable. Propuso la Junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que en tre naciones extranjeras; que los derechos de gentes de guerra, in violables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para can-jearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacífi cas, no las diezmasen ni quintasen para sacrificarlas, y concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían rigorosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dió respuesta a la Junta Nacio nal; las comunicaciones origina les se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mien tras que los mexicanos y las otras naciones americanas no lo hacían, ni aun a muerte con los prisione ros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apa riencia de sumisión al rey y aun a la Constitución de la monarquía. Parece que la Junta Nacional es ab soluta en el ejercicio de las funcio nes legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.

Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las ins-

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tituciones perfectamente represen tativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actua les. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas, y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus institu ciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos pro vinciales y la falta de centraliza ción en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las pro-babilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los ta lentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favora bles, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.

Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta ver dad está comprobada por los ana les de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este conven-cimiento, los meridionales de este continente han manifestado el co nato de conseguir instituciones li berales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible, la que se alcanza infaliblemente en las so ciedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la jus ticia, de la libertad, y de la igual dad. Pero ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desenca denado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Icaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebi ble, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza.

Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su li bertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi pa tria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momen to regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y meno deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reforma-rían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados america nos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despo tismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su po der intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el Istmo de Panamá, punto céntri co para todos los extremos de este vasto continente; ¿no continuarían estos en la languidez, y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida,

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anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, se ría necesario que tuviese las facul-tades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres.

El espíritu de partido que al pre sente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor en cono, hallándose ausente la fuente del poder que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la pre ponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos lle garían hasta el punto de comparar a estos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor con vulsión.

Mr. de Pradt ha dividido sabiamen te a la América en 15 a 17 Estados independientes entre sí, goberna dos por otros tantos monarcas. Es toy de acuerdo en cuanto a lo pri mero, pues la América comporta la creación de 17 naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil; y así, no soy de la opinión de las mo narquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, pros peridad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisa mente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a exten der los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer par ticipar a sus vecinos de una cons titución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los re duzcan a colonias, conquistas, o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los siste mas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los in tereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y con vierte su forma libre en otra tiráni ca; refleja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la perma nencia; el de las grandes, es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos si glos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.

Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesio nes, riquezas y facultades; con ra zón, porque se autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con res pecto a sus vecinos como a sus pro pios vasallos, que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por me dio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos, ansiosos de paz, cien cias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los rei nos, y me parece que estos deseos se conformarán con las miras de la Europa.

No convengo en el sistema federal entre los populares y representati vos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No

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siéndo nos posible lograr entre las repúbli cas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anar quías demagógicas o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis ca vilaciones sobre la suerte futura de la América; no la mejor, sino la que sea más asequible.

Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que inten tarían al principio establecer una república representativa en la cual tenga grandes atribuciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un in dividuo que si desempeña sus fun ciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su inca pacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asam blea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá pro bablemente una monarquía, que al principio será limitada y constitu cional y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debe mos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso con venir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.

Los Estados del Istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica po sición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acorta rán las distancias del mundo; es trecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra, como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio!

La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas (en honor de este hé roe de la filantropía), se funde en tre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque des conocida, es más ventajosa por to dos respectos. Su acceso es fácil, y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territo rio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nues tras poseciones se aumentarían en la adquisición de la Goajira. Esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la di ferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo electi vo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república; una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempesta des políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restric ciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participará de todas formas, y yo deseo que no participe

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de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobier no central, porque es en extremo adicta a la federación; entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.

Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobier no central en que los militares se lleven la primacía por consecuen cia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivi-nar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habi tantes son acreedores a la más es pléndida gloria.

El rei no de Chi le está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus mo radores, por el ejemplo de sus ve cinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en Amé rica, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vi cios de la Europa y del Asia llega-rán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hom bres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformi dad en opiniones políticas y reli giosas; en una palabra, Chile pue de ser libre.

El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y es clavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tu multos, o se humilla en las cade nas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los concep tos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios her manos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y par dos libertos la aristocracia; los pri meros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecu ciones tumultuarias y por esta blecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recordar su independencia.

De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevita blemente en las grandes seccio nes, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revo luciones; que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república imposible.

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Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vín culo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un ori gen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consi guiente tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remo tos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de insta lar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a tratar de dis cutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dicho sa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada; semejante a la del abate St. Pierre que conci bió al laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte de los intereses de aque llas naciones.

«Mutaciones importantes y feli ces, continúa, pueden ser frecuen temente producidas por efectos individuales. Los americanos me ridionales tienen una tradición que dice que cuando Quetralcohuatl, el Hermes o Buhda de la América del Sur, resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él reestrablecería su gobier no y renovaría su felicidad. Esta tradición, ¿no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿concibe V. cuál será el efecto que producirá, si un in dividuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Que tralcohuatl, el Buhda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿no cree V. que esto inclinaría todas las partes? ¿no es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en es tado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre, y leyes benévolas?»

Pienso como V. que causas indivi duales pueden producir resultados generales, sobre todo en las re voluciones. Pero no es el héroes, gran profeta, o Dios del Anahuac, Quetralcohualt, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que V. propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexi cano, y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aun que sean Dioses. Sólo los historia dores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su ca rrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos su ponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profa nos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el ver dadero caracter de Quetralcohualt. El hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión, cu yos ritos, dogmas y misterios te-nían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar

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la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un San to Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión ge neral es que Quetralcohualt es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anahuac, del cual era lugar-teniente el gran Motekzoma, derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexi canos no seguirían el gentil Que tralcohualt aunque pareciese bajo las formas más idénticas y favo rables, pues que profesan una reli gión la más intolerante y exclusiva de otras.

Felizmente, los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y lleván dola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la liber tad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta. Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra rege neración. Sin embargo, nuestra di visión no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y refor madores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las po testades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustra dos. De esto modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros la masa ha seguido a la inteligencia.

Yo diré a V. lo que puede poner nos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar en gobier no libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigi dos. La América está encontrada entre sí, porque se halla abandona da de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por la España que po see más elementos para la guerra, que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.

Cuando los sucesos no están ase gurados, cuando el Estado es dé bil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vaci lan; las opiniones dividen, las pa siones las agitan, y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria: entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América Me ridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.

Tales son, señor, las observacio nes y pensamientos que tengo el honor de someter a V. para que los rectifique o deseche según su mé rito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a V. en la materia.

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CONVOCATORIA DEL CONGRESO DE PANAMÁ

por Simón Bolívar

Lima, 7 de diciembre de 1824.

Grande y buen amigo: Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de América, por

obtener el sistema de garantías que, en paz y guerra, sea el escudo de nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos.

Entablar aquel sistema y consolidar el poder de este gran cuerpo político, per-tenece al ejercicio de una autoridad sublime, que dirija la política de nuestros go-biernos, cuyo influjo mantenga la uniformidad de sus principios, y cuyo nombre solo calme nuestras tempestades. Tan respetable autoridad no puede existir sino en una asamblea de plenipotenciarios nombrados por cada una de nuestras repúblicas, y reunidos bajo los auspicios de la victoria, obtenida por nuestras armas contra el poder español.

Profundamente penetrado de estas ideas invité en ochocientos veintidós, como presidente de la República de Colombia, a los Gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires, para que formásemos una confederación, y reuniésemos en el Istmo de Panamá u otro punto elegible a pluralidad, una asamblea de plenipotenciarios de cada Estado "que nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias".

El Gobierno del Perú celebró en seis de julio de aquel año un tratado de alianza y confederación con el plenipotenciario de Colombia; y por él quedaron ambas partes comprometidas a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de la América, an-tes española, para que entrando todos en el mismo pacto, se verificase la reunión de la asamblea general de los confederados. Igual tratado concluyó en México, a tres de octubre de ochocientos veintitrés, el enviado extraordinario de Colombia a aquel Estado; y hay fuertes razones para esperar que los otros gobiernos se someterán al consejo de sus más altos intereses.

Diferir más tiempo la asamblea general de los plenipotenciarios de las repúbli-cas que de hecho están ya confederadas, hasta que se verifique la accesión de los demás, sería privarnos de las ventajas que produciría aquella asamblea desde su instalación. Estas ventajas se aumentan prodigiosamente, si se contempla el cuadro que nos ofrece el mundo político, y muy particularmente, el continente europeo.

La reunión de los plenipotenciarios de México, Colombia y el Perú, se retardaría indefinidamente si no se promoviese por una de las mismas partes contratantes; a

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menos que se aguardase el resultado de una nueva y especial convención sobre el tiempo y lugar relativos a este grande objeto. Al considerar las dificultades y retar-dos por la distancia que nos separa, unidos a otros motivos solemnes que emanan del interés general me determino a dar este paso con la mira de promover la reunión inmediata de nuestros plenipotenciarios, mientras los demás gobiernos celebran los preliminares que existen ya entre nosotros, sobre el nombramiento e incorporación de sus representantes.

Con respecto al tiempo de la instalación de la Asamblea, me atrevo a pensar que ninguna dificultad puede oponerse a su realización en el término de seis meses, aun contando el día de la fecha; y también me atrevo a lisonjear de que el ardiente deseo que anima a todos los americanos de exaltar el poder del mundo de Colón, disminuirá las dificultades y demoras que exijan los preparativos ministeriales, y la distancia que media entre las capitales de cada Estado, y el punto central de reunión.

Parece que si el mundo hubiese de elegir su capital, el Istmo de Panamá, sería señalado para este augusto destino, colocado como está en el centro del globo, vien-do por una parte el Asia, y por el otro el África y la Europa. El Istmo de Panamá ha sido ofrecido por el Gobierno de Colombia, para este fin, en los tratados existentes. El Istmo está a igual distancia de las extremidades; y por esta causa podría ser el lugar provisorio de la primera asamblea de los confederados.

Difiriendo, por mi parte, a estas consideraciones, me siento con una grande pro-pensión a mandar a Panamá los diputados de esta república, apenas tenga el honor de recibir la ansiada respuesta de esta circular. Nada ciertamente podrá llenar tanto los ardientes votos de mi corazón, como la conformidad que espero de los gobier-nos confederados a realizar este augusto acto de la América.

Si V. E. no se digna adherir a él, preveo retardos y perjuicios inmensos a tiem-po que el movimiento del mundo lo acelera todo, pudiendo también acelerarlo en nuestro daño.

Tenidas las primeras conferencias entre los plenipotenciarios, la residencia de la Asamblea, como sus atribuciones, pueden determinarse de un modo solemne por la pluralidad; y entonces todo se habrá alcanzado.

El día que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen de nuestro derecho público, y recuerden los pactos que consolidaron su destino, registrarán con respeto los protocolos del Ist-mo. En él, encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo. ¿Qué será entonces el Istmo de Corinto compa-rado con el de Panamá?

Dios guarde a V. E. Vuestro grande y buen amigo.Bolívar.

El Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, José Sánchez Carrión.

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Bernardo MonteagudoSobre la necesidad de una Federación General

entre los Estados Hispano-americanos y plan de su organización (1824)

Cada siglo lleva en sí el germen de los sucesos que van a desenvolverse en el que sigue. Cada época extraordinaria, así en la naturaleza como en el orden social, anuncia una inmediata de fenómenos raros y de combinaciones prodigiosas. La revolución del mundo americano ha sido el desarrollo de las ideas del siglo XVIII y nuestro triunfo no es sino el eco de los rayos que han caído sobre los tronos que desde la Europa dominaban el resto de la tierra. La independencia que hemos adquirido es un acontecimiento que, cambiando nuestro modo de ser y de existir en el universo, cancela todas las obligaciones que nos había dictado el espíritu del siglo XV y nos señala las nuevas relaciones en que vamos a entrar, los pactos de honor que debemos contraer y los principios que es preciso seguir para establecer sobre ellos el derecho público que rija en lo sucesivo los estados independientes cuya federación es el objeto de este ensayo y el término en que coinciden los deseos de orden y las esperanzas de libertad.

Ningún designio ha sido más antiguo entre los que han dirigido los negocios públicos, durante la revolución, que formar una liga general contra el común enemigo y llenar con la unión de todos el vacío que encontraba cada uno en sus propios recursos. Pero la inmensa distancia que separa las secciones que hoy son independientes y las dificultades de todo género que se presentaban para entablar comunicaciones y combinar planes importantes entre nuestros gobiernos provisorios, alejaban cada día más la esperanza de realizar el proyecto de la federación general. Hasta los últimos años se ignoraba en las secciones que se hallan al sur del Ecuador lo que pasaba en las del norte, mientras no se recibían noticias indirectas por la vía de Inglaterra o de los Estados Unidos. Cada desgracia que sufrían nuestros ejércitos hacía sentir infructuosamente la necesidad de estar todos ligados. Pero los obstáculos eran por entonces superiores a esa misma necesidad. En el año 21, por la primera vez, pareció practicable aquel designio. El Perú, aunque oprimido en su mayor parte, entró, sin embargo, en el sistema americano: Guayaquil y otros puertos del Pacífico se abrieron al comercio de los independientes: la victoria puso en contacto al septentrión y al mediodía: y el genio que hasta entonces había dirigido y aún dirige la guerra con más constancia y fortuna, emprendió poner en obra el plan de la confederación hispano americana.

Ningún proyecto de esta clase puede ejecutarse por la voluntad presunta y simultánea de los que deben tener parte en él. Es preciso que el impulso salga de una sola mano y que al fin tome alguno la iniciativa, cuando todos son iguales en interés y representación. El presidente de Colombia la tomó en este

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importantísimo negocio: y mandó plenipotenciarios cerca de los gobiernos de Méjico, del Perú, de Chile y Buenos Aires, para preparar, por medio de tratados particulares, la liga general de nuestro continente. En el Perú y en Méjico se efectuó la convención propuesta; y con modificaciones accidentales, los tratados con ambos gobiernos han sido ya ratificados por sus respectivas legislaturas. En Chile y Buenos Aires han ocurrido obstáculos que no podrán dejar de allanarse, mientras el interés común sea el único conciliador de las diferencias de opinión. Sólo falta que se pongan en ejecución los tratados existentes y que se instale la asamblea de los estados que han concurrido a ellos.

Mas observando que su instalación sufriría tantas demoras como la adopción del proyecto, si no la promoviese una de las partes contratantes, el gobierno del Perú se ha dirigido a los de Colombia y Méjico, con la idea de uniformarse sobre el tiempo y lugar en que deben reunirse los plenipotenciarios de cada estado. El aspecto general de los negocios públicos y la situación respectiva de los independientes, nos hacen esperar que en el año 25 se realizará sin duda la federación hispano americana bajo los auspicios de una asamblea, cuya política tendrá por base consolidar los derechos de los pueblos y no los de algunas familias que desconocen con el tiempo, el origen de los suyos.

Este es el resumen histórico de las medidas diplomáticas que se han tomado sobre el negocio de más trascendencia que puede actualmente presentarse a nuestros gobiernos. El examen de sus primeros intereses hará ver si merece una grande preferencia de atención o si ésta es de aquellas empresas que inventa el poder para excusar las hostilidades del fuerte contra el débil, o justificar las coaliciones que se forman con el fin de hacer retrogradar los pueblos.

Independencia, paz y garantías, éstos son los intereses eminentemente nacionales de las repúblicas que acaban de nacer en el nuevo mundo. Cada uno de ellos exige la formación de un sistema político que supone la preexistencia de una asamblea o congreso donde se combinan las ideas y se admitan los principios que deben constituir aquel sistema y servirle de apoyo. La independencia es el primer interés del nuevo mundo. Sacudir el yugo de la España, borrar hasta los vestigios de su dominación y no admitir otra alguna, son empresas que exigen y exigirán, por mucho tiempo, la acumulación de todos nuestros recursos y la uniformidad en el impulso que se les dé. Es verdad que en Ayacucho ha terminado la guerra continental contra la España; y que, de todo un mundo en que no se veían flamear sino los estandartes que trasplantaron consigo los Corteses, Pizarros, Almagros y Mendozas, apenas quedan tres puntos aislados donde se ven las armas de Castilla, no ya amenazando la seguridad del país, sino alimentando la cólera y recordando las calamidades que por ellas han sufrido los pueblos. San Juan de Ulua, el Callao y Chiloé son los últimos atrincheramientos del poder español. Los dos primeros tardarán poco en rendirse, de grado o por fuerza a las armas de la libertad. El archipiélago de Chiloé, aunque requiere combinar más fuerzas y aprovechar los pocos meses que aquel clima permite emprender

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operaciones militares, seguirá en todo este año, la suerte del continente a que pertenece.

Sin embargo, la venganza vive en el corazón de los españoles. El odio que nos profesan aún no ha sido vencido. Y, aunque no les queda fuerza de que disponer contra nosotros, conservan pretensiones a que dan el nombre de derechos, para implorar en su favor los auxilios de la Santa Alianza dispuesto a prodigarlos a cualquiera que aspire a usurpar los derechos de los pueblos que son exclusivamente legítimos.

Al contemplar el aumento progresivo de nuestras fuerzas, la energía y recursos que ha desplegado cada república en la guerra de la revolución, el orgullo que ha dado la victoria a los libertadores de la patria, es fácil persuadirse que, si en la infancia de nuestro ser político, hemos triunfado aislados, de los ejércitos españoles superiores en fuerza y disciplina, con mayor razón podemos esperar el vencimiento, cuando poseemos la totalidad de los recursos del país y después que los campos de batalla, que son la escuela de la victoria, han estado abiertos a nuestros guerreros por más de catorce años. Mas también es necesario reflexionar que si hasta aquí nuestra lucha ha sido con una nación impotente, desacreditada y enferma de anarquía, el peligro que nos amenaza es entrar en contienda con la Santa Alianza que, al calcular las fuerzas necesarias para restablecer la legitimidad en los estados hispano americanos, tendrá bien presentes las circunstancias en que nos hallamos y de lo que somos hoy capaces.

Dos cuestiones ofrece este negocio cuyo rápido examen acabará de fijar nuestras ideas: la probabilidad de una nueva contienda y la masa de poder que puede emplearse contra nosotros en tal caso. Aun prescindiendo de los continuos rumores de hostilidad y de los datos casi oficiales que tenemos para conocer las miras de la Santa Alianza con respecto a la organización política del nuevo mundo, hay un fuerte argumento de analogía que nace de la marcha invariable que han seguido los gabinetes del norte de Europa en los negocios del mediodía. El restablecimiento de la legitimidad, voz que, en su sentido práctico, no significa sino fuerza y poder absoluto, ha sido el fin que se han propuesto los aliados. Su interés es el mismo en Europa y en América. Y sin en Nápoles y España no ha bastado la sombra del trono para preservar de la invasión a ambos territorios, la fuerza de nuestros gobiernos no será ciertamente la mejor garantía contra el sistema de la Santa Alianza. En cuanto a la masa del poder que se empleará contra nosotros en tal caso, ella será proporcional a la extensión del influjo que tengan las cortes de San Petersburgo, Berlín, Viena y París. Y no es prudente dudar que le sobran elementos para emprender la reconquista de América no ya en favor de la España que nunca recobrará sus antiguas posesiones, sino en favor del principio de la legitimidad, de ese talismán moderno que hoy sirve de divisa a los que condenan la soberanía de los pueblos, como el colmo del libertinaje en política.

Es verdad que el primer buque que zarpase de los puertos de Europa contra la libertad del nuevo mundo, daría la señal de alarma a todos los que forman el

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partido liberal en ambos hemisferios. Las Gran Bretaña y los Estados Unidos tomarían el lugar que les corresponde en esta contienda universal: la opinión, esa nueva potencia que hoy preside el destino de las naciones, estrecharía su alianza con nosotros y la victoria, después de favorecer alternativamente a ambos partidos, se decidiría por el de la justicia y obligaría a los sectarios del poder absoluto a buscar su salvacióin en el sistema representativo.

Entretanto no debemos disimular que todas nuestras nuevas repúblicas en general y particularmente algunas de ellas, experimentarían en la contienda inmensos peligros que ni hoy es fácil prever, ni lo sería quizá entonces evitar, si faltase la uniformidad de acción y voluntad que supone un convenio celebrado de antemano y una asamblea que le amplíe o modifique según las circunstancias. Es preciso no olvidar que, en el caso a que nos contraemos, la vanguardia de la Santa Alianza se compondría de la seducción y de la intriga, tanto más temibles para nosotros, cuanto es mayor la herencia de preocupaciones y de vicios que nos ha dejado la España. Es preciso no olvidar que aún nos hallamos en un estado de ignorancia, que podría llamarse feliz sino fuese perjudicial algunas veces, de esos artificios políticos y de esas maniobras insidiosas que hacen marchar a los pueblos de precipicio en precipicio con la misma confianza que si caminasen por un terreno unido. Es preciso no olvidar, en fin, que todos los hábitos de la esclavitud son inveterados entre nosotros; y que los de la libertad empiezan apenas a formarse por la repetición de los experimentos políticos que han hecho nuestros gobiernos y de algunas lecciones útiles que hemos recibido en la escuela de la adversidad.

Al examinar los peligros del porvenir que nos ocupa, no debemos ver, con la quietud de la confianza, el nuevo imperio del Brasil. Es verdad que el trono de Pedro I, se ha levantado sobre las mismas ruinas en que la libertad ha elevado el suyo en el resto de América. Era necesario hacer la misma transición que hemos hecho nosotros del estado colonial al rango de naciones independientes. Pero es preciso decir, con sentimiento, que aquel soberano no muestra el respeto que debía a las instituciones liberales cuyo espíritu le puso el cetro en las manos, para que en ellas fuese un instrumento de libertad y nunca de opresión. Así es que, en el tribunal de la Santa Alianza, el proceso de Pedro I se ha juzgado de diferente modo que el nuestro: y él ha sido absuelto, a pesar del ejemplo que deja su conducta, porque al fin él no puede aparecer en la historia sino como el jefe de una conjuración contra la autoridad de su padre.

Todo nos inclina a creer que el gabinete imperial de Río de Janeiro se prestará a auxiliar las miras de la Santa Alianza contra las repúblicas del nuevo mundo: y que el Brasil vendrá a ser, quizá, el cuartel general del partido servil, como ya se asegura que es hoy el de los agentes secretos de la Santa Alianza. A más de los datos públicos que hay para recelar semejante deserción del sistema americano, se observa, en las relaciones del gobierno del Brasil con los del continente europeo, un carácter enfático cuya causa no es posible encontrar sino en la presente analogía de principios e intereses.

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Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga americana bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los accidentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repúblicas hasta que se consolide su existencia. Entretanto las consecuencias de una campaña desgraciada, los efectos de algún tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equilibrio actual, algunos trastornos domésticos y la mutación de principios que es consiguiente, podrán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una actividad uniforme de resistencia; y si no nos apresuramos a concluir un verdadero pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia tanto en masa como en el detalle. Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios de cada Estado que arreglen el contingente de tropas y la cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquiera combinación que importase el interés común y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Río de la Plata y de Méjico, de Chile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear ambas, sin demora, donde quiera que la independencia esté en peligro.

No es menester ocurrir a épocas muy distantes de nosotros, para encontrar ejemplos que justifiquen la medida de convocar un congreso de plenipotenciarios que complete las disposiciones tomadas en los tratados precedentes, aunque parece que ellos bastan para que se lleve a cabo la intención de las partes contratantes. La historia diplomática de Europa, en los últimos años, viene perfectamente en nuestro apoyo. Después que se disolvió el congreso de Chatillón en 1814, se celebró el tratado de la cuádruple alianza de Chaumont entre el Austria, la Gran Bretaña, la Prusia y la Suecia. En él se garantizó el sistema que debía darse a la Europa, se determinaron los subsidios que cada aliado daría por su parte y se acordaron otras medidas generales; extendiendo a veinte años la duración de la alianza. Tres meses después se firmó la paz de París y cada uno de los aliados concluyó un tratado particular con la Francia, aunque todos eran perfectamente idénticos con excepción de los artículos adicionales. En este tratado, que contiene varios declaraciones sobre el derecho público europeo y sobre la legislación de diferentes naciones, se dispone la reunión de un congreso general en Viena, para que reciban en él su complemento los arreglos anteriores. La historia de este célebre congreso y sus resultados con respecto a los intereses del sistema europeo, después de prestar un argumento en favor de nuestra idea, ofrece varias analogías aplicables al sistema americano y a las circunstancias en que nos hallamos.

Nuestros tratados de 6 de junio de 1822 y de 3 de octubre de 1823, participan del espíritu de la cuádruple de Chaumont y del tratado de París de 30 de mayo de 1814. Ambos contienen el pacto de una alianza ofensiva y defensiva; detallan subsidios y anuncian la determinación de continuar

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la guerra hasta destruir el poder español, así como los aliados de Chaumont se ligaron para destruir a Nápoles. También abrazan el convenio de celebrar una asamblea hispano americana, que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos y de conciliador de nuestras diferencias, guardando en todo esto una fuerte analogía con las estipulaciones de la paz del 30 de mayo. Nos falta sólo insistir en una observación acerca del congreso de Viena. El se celebró después de la paz de París en el centro, por decirlo así, de la Europa, donde siendo tan fáciles y frecuentes las correspondencias diplomáticas, podría creerse menos necesaria su reunión con objetos que, a pesar de su importancia, podían arreglarse por medio de los mismos embajadores que residen en cada corte. Al contrario, la asamblea hispano americana de que se trata, debe reunirse para terminar la guerra con la España: para consolidar la independencia y nada menos que para hacer frente a la tremenda masa con que nos amenaza la Santa Alianza. Debe reunirse en el punto que convengan las partes contratantes, para que las conferencias diarias de sus plenipotenciarios anulen las grandes distancias que separan a sus gobiernos respectivos. Debe, en fin, reunirse, porque los objetos que ocuparán su atención, exigirán deliberaciones simultáneas que no pueden adoptarse sino por una asamblea de ministros cuyos poderes e instrucciones estén llenas de previsión y de sabiduría.

El segundo interés eminentemente nacional de nuestras nuevas repúblicas es la paz en el triple sentido que abraza a las naciones que no tengan parte en esta liga, a los confederados por ella y a las mismas naciones relativamente al equilibrio de sus fuerzas. En los tres casos, sin atribuir a la asamblea ninguna autoridad coercitiva que degradaría su institución, con todo podemos asegurar que al menos en los diez primeros años contados desde el reconocimiento de nuestra independencia, la dirección en grande de la política interior y exterior de la confederación debe estar a cargo de la asamblea de sus plenipotenciarios, para que ni se altere la paz ni se compre su conservación con sacrificio de las bases o intereses del sistema americano, aunque en la apariencia se consulten las ventajas peculiares de alguno de los confederados.

Sólo aquella misma asamblea podrá también con su influjo y empleando el ascendiente de sus augustos consejos mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que en los primeros años será tan activo como funesto. La nueva interrupción de la paz y buena armonía entre las repúblicas hispano americanas causaría una conflagración continental a que nadie podría substraerse, por más que la distncia favoreciese al principio la neutralidad. Existen entre las repúblicas hispano americanas, afinidades políticas creadas por la revolución, que unidas a otras analogías morales y semejanzas físicas, hacen que la tempestad que sufre o el movimiento que recibe alguna de ellas, se comunique a las demás, así como en las montañas que se hallan inmediatas, se repite sucesivamente el eco del rayo que ha herido alguna de ellas. Esta observación es aplicable, no sólo a los males de la guerra de una república con otra, sino a los que trae consigo la pérdida del equilibrio de las fuerzas

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de cada asociación, causa única de los movimientos convulsivos que padece el cuerpo político. No es decir que alcance el influjo de la asamblea ni el de ningún poder humano a prevenir las enfermedades a que él está sujeto. Pero desechar por esto uno de los mejores remedios que se ofrecen sería lo mismo que condenar la medicina sólo porque hay dolencias que ella no alcanza a curar radicalmente. No es, pues, dudable que la interposición de la asamblea en favor de la tranquilidad interior, las medidas indirectas y en fin, todo el poder de la confederación dirigido a su restablecimiento,serán la tabla en que salvemos de este naufragio que poría hacerse universal, porque una vez subvertido el orden, el peligro corre hasta los extremos. Debemos examinar, por conclusión, el género de garantías que necesitamos y las probabilidades que tenemos de encontrarlas todas en la asamblea hispano americana, que en este nuevo respecto será tan ventajosa para nuestros gobiernos, como lo fue el Congreso de Viena para las monarquías del viejo mundo. Cada uno de nuestros gobiernos ha adquirido, durante la contienda gloriosa que hemos sostenido contra la España, derechos incontestables a la consideración de las autoridades que rigen el género humano, bajo las varias formas que se han adoptado en los países civilizados. La resolución intrépida de ser libres, el valor en los combates y la constancia en más de catorce años de peligros, han hecho familiares en todo el mundo los nombres de pueblos y ciudades de América, que antes sólo eran conocidos de los mejores geógrafos. Naturalmente se interesó al principio la curiosidad y por grados se ha fijado la atención en nuestros negocios. El comercio ha encontrado nuevos mercados, el buen éxito de sus especulaciones ha revelado a los gabinetes de Europa grandes secretos para aumentar su respectivo poder, aumentando sus riquezas: todo ha contribuido a encarecer la importancia política de nuestras repúblicas; y los mismos partidos en que está dividida la Europa acerca de nuestra independencia, hacen más célebres los gobiernos en que se ha dividido el nuevo mundo, al sacudir el yugo que le oprimía. Los grados de respeto, de crédito y poder que se acumularán en la asamblea de nuestros plenipotenciarios formarán una solemne garantía de nuestra independencia territorial y de la paz interna. Al emprender, en cualquier parte del globo, la subyugación de las repúblicas hispano americanas tendrá que calcular el que dirija esta empresa, no sólo las fuerzas marítimas y terrestres de la sección a que se dirige, sino las de toda la masa de los confederados, a los cuales se unirán, probablemente, la Gran Bretaña y los Estados Unidos: tendrá que calcular, no sólo el cúmulo de intereses europeos y americanos que va a violar en el Perú, en Colombia o en Méjico, sino que en todos lo estados septentrionales y meridionales de América, hasta donde se extiende la liga por la libertad: tendrá que calcular el entusiasmo de los pueblos invadidos, la fuerza de sus pasiones y los recursos del despecho a más de los obstáculos que opone la distancia de ambos hemisferios, el clima de nuestras costas, las escabrosas elevaciones de los Andes y los desiertos que en todas direcciones interrumpen la superficie habitable de esta tierra. La paz interna de la confederación quedará igualmente garantida desde que exista una asamblea en que los intereses aislados de cada confederado se

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examinen con el mismo celo o imparcialidad que los de la liga entera. No hay sino un secreto para hacer sobrevivir las instituciones sociales a las vicisitudes que las rodean; inspirar confianza y sostenerla. Las leyes caen en el olvido y desaparecen los gobiernos luego que los pueblos reflexionan que su confianza no es ya sino la teoría de sus deseos. Mas la reunión de los hombres más eminentes por su patriotismo y luces, las relaciones directas que mantendrán con sus respectivos gobiernos y los efectos benéficos de un sistema dirigido por aquella asamblea, mantendrán la confianza que inspira la idea solemne de un congreso convocado bajo los auspicios de la libertad, para formar una liga en favor de ella. Entre las causas que pueden perturbar la paz y amistad de los confederados, ninguna más obvia que la que resulta de la falta de reglas y principios que formen nuestro derecho público. Cada día ocurrirán grandes cuestiones sobre los derechos y deberes recíprocos de estas nuevas repúblicas. Los progresos del comercio y de la navegación, el aumento del cultivo en las fronteras y el resto de leyes y de formas góticas que nos quedan, exigirán repetidos tratados: y de estos nacerán dudas que servirán para evadirlos, si al menos en los primeros años la confianza en la imparcialidad de aquella asamblea no fuese la garantía general de todas las convenciones diplomáticas a que diese lugar el desenlace progresivo de nuestras necesidades. Independencia, paz y garantías: éstos son los grandes resultados que debemos esperar de la asamblea continental, según se ha manifestado rápidamente en este ensayo. De las seis secciones políticas en que está actualmente dividida la América llamada antes española, las dos tercias partes han votado ya en favor de la liga republicana. Méjico, Colombia y el Perú han concluido tratado especiales sobre este objeto. Y sabemos que las provincias unidas del centro de América han dado instrucciones a su plenipotenciario cerca de Colombia y el Perú para acceder a aquella liga. Desde el mes de marzo de 1822, se publicó en Guatemala, en el Amigo de la Patria, un artículo sobre este plan, escrito con todo el fuego y elevación que caracterizan a su ilustrado autor el señor Valle. Su idea madre es la misma que ahora nos ocupa: formar un foco de luz que ilumine a la América: crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos: estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos por el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar a la letra una sola familia. Tenemos fundadas razones para creer que las secciones de Chile y el Río de la plata deferirán también al consejo de sus intereses, entrando en el sistema de la mayoría, como el único capaz de dar a la América, que por desgracia se llamó antes española, independencia, paz y garantías.

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MARTÍ Y EL RESURGIMIENTO DEL IDEARIO LATINOAMERICANISTA

Debilitado el ideal bolivariano por los mezquinos roces entre las burguesías criollas y por la política de "balcanización" de nuestro continente alentada por las metrópolis, los llamados a la unidad tuvieron un carácter esporádico. Las conferen-cias latinoamericanas de mediados del siglo pasado no se hicieron para enfrentar el real proceso de dependencia que estaban sufriendo nuestros países a raíz de la penetración económica de las metrópolis europeas, sino que fueron convocadas ante hechos de política contingente, como los intentos realizados por España para recuperar parte de sus colonias.

El Congreso de 1847 fue convocado ante el peligro que significaba para las na-ciones del Pacífico la expedición contra el Ecuador del general Flores, respaldado por España. La Reina Cristina había diseñado un proyecto de reconquista parcial de América Latina a través de un protectorado español. Fracasado el plan expansionis-ta de España, las burguesías latinoamericanas postergaron nuevamente la concre-ción de alguna forma de coordinación continental.

Cuando Estados Unidos se apoderó de gran parte del territorio mexicano, hubo una respuesta muy débil de los gobiernos latinoamericanos, cuya solidaridad no pasó más allá de declaraciones formales y de la firma de algunos tratados, como el de 1856.

Irisarri, consciente de esta división, planteaba al diplomático guatemalteco Ay-cenena el 23 de febrero de 1856 que era necesario "se estableciese esta Confedera-ción y esta Alianza entre todos los estados soberanos que se hallan esparcidos desde los confines boreales de México hasta los australes de Buenos Aires y Chile". En otra carta del mismo año, manifestaba: "si tal alianza hubiera existido cuando Texas quiso separarse de México para anexarse a Estados Unidos y cuando éstos sin razón alguna declararon la guerra a México para quitarle la mitad de su territorio, México se hallaría hoy como estaba antes de estos acontecimientos, pues ni aquella anexión ni aquella guerra hubieran tenido lugar (...) puede ser que las repúblicas hispano-americanas que se hallan más distantes de los Estados Unidos crean muchos que están libres de todo riesgo, y que por todo esto no tienen necesidad de aliarse contra un enemigo común, no habiéndolo desde que la guerra con España tuvo fin; pero estos hombres se engañan miserablemente, porque ni son sólo los americanos del Norte los temibles, ni éstos limitan sus aspiraciones a los países más cerca".

La invasión de Nicaragua por el norteamericano Walker replanteó la necesidad de estructurar algún tipo de alianza continental. Pero todo quedó en la firma del Tra-tado de Alianza y Confederación suscrito el 9 de noviembre de 1856 por Colombia, Guatemala, El Salvador, México, Perú, Costa Rica y Venezuela.

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La Cámara de Diputados de Chile aprobó en aquella ocasión un voto de repu-dio a Estados Unidos por haber respaldado la intervención armada de Walker: "La ambición del Norte acecha con avidez cuanto alcanza a abarcar con sus miradas y no se encontrará satisfecha hasta que con una de sus manos oprima el Polo Norte y con la otra haya cosido a su pabellón la estrella del Sur (...) Es necesario que la América Española, en presencia de un gran peligro, recuerde su grande origen y oponga una gran resistencia (...) Mañana será tarde porque no faltará un pretexto cualquiera, una diferencia antigua, algún ridículo reclamo, un protectorado, una isla despoblada para traer sobre nuestras cabezas la tempestad que hoy ruge sobre la de nuestros hermanos".

A su vez, el líder de la guerra Federal Venezolana, Ezequiel Zamora, planteó en mayo de 1859 constituir una Federación de naciones para reconstituir la gran Colombia, inspirado en la concepción bolivariana.

Ante la agresión armada de la escuadra española que bombardeó Perú y Chile en 1864, se reavivó el sentir latinoamericanista de los pueblos del continente, que también habían sido conmovidos por la agresión norteamericana a México. El acto de solidaridad más importante fue la creación de la "Unión Americana" el 25 de mayo de 1862 en la capital de Chile, apoyada por B. Vicuña Mackenna, cuyas bases políticas y organizativas fueron publicadas en el libro Colección de Ensayos y Do-cumentos relativos a la Unión y Confederación de los Pueblos Hispanoamericanos, Santiago, 1862.

La "Unión Americana", que por supuesto no incluía a los Estados Unidos de Norteamérica, tuvo activos adherentes en varios países. El caudillo argentino de La Rioja, Felipe Varela hizo flamear en las lanzas de sus montoneros una bandera con la leyenda ¡Viva la Unión Americana!, emblema de su libro publicado en 1868.

En Chile, los sectores progresistas -que luchaban por revitalizar el ideal boli-variano exigiendo la Independencia de Cuba y de Puerto Rico- realizaron mani-festaciones callejeras con ocasión de los actos de repudio a la ocupación española de las islas Chinchas. En el Teatro Municipal de Santiago se reunieron cerca de 5.000 personas para exigir medidas concretas de solidaridad con el pueblo peruano. Benjamín Vicuña Mackenna encabezaba estas manifestaciones, cuya base popular estaba dada por los artesanos de la antigua Sociedad de la Igualdad. Vicuña Mac-kenna denunció a Norteamérica por adoptar una posición "neutral", que en el fondo beneficiaba a España. Asimismo, sostenía que ninguna potencia europea había res-paldado a Chile y Perú con ocasión de la agresión española: "¿Quién nos ha ayuda-do? ¿Quién? ¿La Inglaterra? Creíase que lo hiciese a cuenta de sus negocios. Pero la Inglaterra era una monarquía europea, era amiga de la España, era aliada de la Francia y era para el mundo en general, cosa nunca vista en la historia en la historia inglesa, neutral, tratándose de su oro (...) pero ¿y los Estados Unidos? tampoco. La doctrina Monroe es una impostura del pasado o una farsa de plataforma del presen-te. La doctrina Monroe ha muerto”.

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Este rebrote latinoamericanista preparó las condiciones para la realización del CONGRESO AMERICANO de 1864 realizado en Lima, al que concurrieron dele-gados en Chile, entre ellos José Miguel Balmaceda, Perú, Ecuador, Bolivia, Guate-mala y Venezuela. El carácter oficioso por Argentina asistió Domingo Faustino Sar-miento, cuya actuación en pro de la solidaridad latinoamericana fue desautorizada por el presidente Bartolomé Mitre al decir: "Argentina no cometería la necedad de sacrificar las realidades nacionales a idealismos continentales".

Los delegados plantearon la acción conjunta de América Latina para enfrentar la agresión española. Sin embargo, la propia burguesía peruana evitó un pronuncia-miento concreto porque tenía pendiente negociaciones con España. En definitiva, no se adoptó ninguna resolución ante la posición ambigua del Perú y la indecisión de la mayoría de los gobiernos del continente. El Congreso Americano de 1864 fue el último intento para lograr una cierta unidad y coordinación latinoamericana en el siglo XIX. Las burguesías criollas frustraron una vez más los anhelos de unidad de los pueblos del continente, facilitando el proceso de balcanización promovido por las metrópolis europeas y norteamericana. En función de los intereses particulares de cada una de las "burguesías de diente de leche" se abandonó la idea de unidad latinoamericana gestada al calor de las guerras de la Independencia.

ELOY ALFARO. “El Aguila Roja”Frente a la política de entrega al capitalismo foráneo, se produjeron importantes

reacciones de ciertas corrientes nacionalistas, representadas en algunos casos por presidentes que supieron defender nuestra dignidad.

Uno de los más destacados fue Eloy Alfaro, quien no sólo llevó adelante tareas democráticas -como las leyes de Matrimonio y Registro Civil, sino que fue uno de los pocos presidentes de América Latina que se atrevió a enfrentar a la banca inter-nacional, decretando la "suspensión de los pagos de la Deuda Externa". En su escri-to sobre La Historia del Ferrocarril de Guayaquil a Quito hizo una larga exposición de las variadas formas en que su patria había sido expoliada por los prestamistas extranjeros, coludidos con la clase dominante criolla. Por eso, decía Alfaro, "tuve que aplicarles a ese nudo gordiano un golpe supremo: decreté la suspensión de esa Deuda".

El capitalismo inglés empezó entonces una campaña de hostigamiento contra Alfaro, aliándose con la Iglesia Católica- por encima de su ideología protestante- y con los sectores más retrógrados del Ecuador.

Cuenta José Peralta -escritor, soldado de las montoneras de Alfaro y uno de los precursores del pensamiento nacional-antiimperialista- que "el vendido tradiciona-lismo proclamó la guerra santa, y en nombre de Cristo y de su iglesia levantó las inconscientes turbas contra los principios de la democracia y la libertad del país(...) Cada púlpito se convirtió en tribuna; cada confesionario, en lugar de enganche; cada templo, en conciliábulo de conspiradores".

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Alfaro fue calificado de "hombre sin verdad y sin Dios", de "haber dejado sin protección a las mujeres" por su proyecto de ley de divorcio y "hasta de comunista".

Su posición latinoamericanista fue criticada por el Dr. Juan Cuevas García en diciembre de 1909 como una actitud que evidenciaba una "desmedida ambición de mando" por aspirar a dirigir la Gran Colombia, así como en su tiempo fue criticado Simón Bolívar. Los ditirambos del Dr. Cuevas aludían a una de las frases pronun-ciadas por Alfaro: "Hemos de propender a la pacífica reconstitución de Colombia, la grande".

Los agentes de Estados Unidos estaban informados de que Alfaro se había pues-to en contacto con dirigentes políticos venezolanos y colombianos, como asimismo del Perú y de Costa Rica en 1887, para retomar el proyecto bolivariano. Más aún, con el peruano Nicolás de Piérola procuró definir criterios para una futura "Confe-deración Sudamericana".

Cuando José Martí tomó conociemto del proyecto, hizo el siguiente comentario: "Demasiado vasto y demasiado lento es el plan. Alfaro, Ud. está ocupado con asun-tos más inmediatos, los de su patria. Cuba entrará en guerra dentro de poco". Años más tarde, Martí recordaba a Eloy Alfaro como "uno de los pocos americanos de creación". Consecuente con su praxis latinoamericanista, el "Aguila Roja" -como le decían a Eloy Alfaro- ofreció su apoyo al pueblo panameño y nicaragüense para impedir el desembarco de los "marines" norteamericanos. En reconocimiento de su gesto, el presidente José Santos Zelaya -que sufrió la intervención armada yanqui- lo nombró general de división de las Fuerzas Armadas de Nicaragua.

Más tarde, en 1931, cuando Sandino estaba a punto de expulsar al ejército nor-teamericano de ocupación, la ciudad de León proclamó a Eloy Alfaro "egregio ciu-dadano de las Américas".

En 1896, Alfaro había propiciado un Congreso latinoamericano para respaldar la lucha del pueblo cubano por su independencia política y tomar un acuerdo sobre la cuestión de Bélice y Guyanas, colonizados por el imperio británico.

EL PENSAMIENTO Y LA ACCIÓN DE JOSE MARTÍ

Martí fue un nacionalista revolucionario que comprendió la necesidad de con-cretar un gran frente anticolonialista, de carácter policlasista, para lograr la ruptura del nexo colonial con España. Su visión fue haber comprendido que los trabajado-res manuales e intelectuales constituían la columna vertebral del movimiento. Por eso, tuvo especial preocupación en ganar para esta causa a los obreros cubanos que laboraban en Estados Unidos y, fundamentalmente, a los que eran explotados en su tierra. De ahí sus estrechos contactos con Carlos Baliño, el primer marxista cubano.

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Esta relación tan estrecha entre Martí y Baliño fue el resultado de una confluen-cia ideológica excepcional para su tiempo: la de un nacionalista democrático que comprendió el papel de la clase trabajadora en la lucha anticolonial y la de un pre-cursor del marxismo que entendió la necesidad de combinar la lucha de clases con la liberación nacional. Fue la primera vez en la historia de América Latina que un demócrata de avanzada coincidía sin reservas con un pensador y luchador marxista.

El proyecto de Martí se diferenció del resto de los movimientos anticolonialis-tas latinoamericanos por tener una conducción política de carácter partidario. Fue la única revolución contra el imperio español dirigida por un partido, no por un caudillo ni por un grupo escogido de la burguesía criolla, como fueron las revolu-ciones de 1810-20. Otra especificidad importante fue que el Partido Revolucionario Cubano no tenía un liderazgo burgués, sino que era un partido policlasista donde la dirección hegemónica estaba en manos de la intelectualidad, de sectores obreros de avanzada y de jefes militares nacionalistas que, como Maceo y Gómez, habían participado en la primera guerra de liberación de los Diez Años.

En las bases del Partido Revolucionario Cubano también se expresaba un pro-fundo planteo latinoamericanista al decir que no sólo se luchaba por la Independen-cia de Cuba sino también para "fomentar y auxiliar la de Puerto Rico". La estructura de partido no era verticalista sino que daba bastante autonomía y posibilidad de una práctica de democracia horizontal. El PRC "funcionará por medio de las Asocia-ciones Independientes, que son la base de la autoridad, de un Cuerpo de Consejo constituído en cada localidad con los Presidentes de todas las Asociaciones".

En la Conferencia Monetaria Panamericana de 1891 señaló las características fundamentales de lo que posteriormente se ha denominado dependencia económica. "Quién dice unión económica, dice unión política (...) Hay que equilibrar el comer-cio para asegurar la libertad (...) El influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político (...) el pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios".

Martí remarcaba este punto porque Cuba sufría la doble dependencia de España y Estados Unidos, que desde principios del siglo XIX había desplazado a la metró-poli colonial del comercio de importación y exportación de la Isla. Martí sabía que no bastaba con romper el vínculo colonial español sino que también era necesario quebrar la dependencia económica respecto de Estados Unidos. Dicha dependencia había ya rebasado el intercambio comercial a fines del siglo XIX, expresándose en el control de los ingenios azucareros y de la producción taba-calera, como resultado de las fuertes inversiones de capital monopólico. Por eso, el anticolonialismo de Martí era a la vez antiimperialismo.

Precisamente allí reside la principal diferencia entre la lucha anticolonialista de los revolucionarios de 1810 y la lucha de liberación nacional de Martí. Por haber vivido fases distintas de la dominación capitalista, Bolívar y otros grandes fueron anticolonialistas, mientras que Martí no sólo fue eso en su combate contra el impe-

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rio español sino también antiimperialista, porque Cuba sufría al mismo tiempo la opresión de Estados Unidos.

A principios del siglo XIX, la Cuestión Nacional prioritaria para nuestros países latinoamericanos fue la ruptura del nexo colonial con España. Y seguía siéndo-lo para Cuba y Puerto Rico, todavía colonias a fines de siglo; pero para Martí la Cuestión Nacional no se agotaba en la lucha contra España sino que tomaba una dimensión nueva al tener que enfrentar, al mismo tiempo, al imperialismo norte-americano. En tal sentido, se adelantaba dos décadas a las apreciaciones de Lenin sobre la cuestión nacional. Sin alcanzar la sistematización de una teoría, Martí hizo apreciaciones tan relevantes sobre el tema que puede ser considerado como el pre-cursor de la teoría de la Cuestión Nacional para América Latina.

Sin ser marxista comprendió antes que los marxistas latinoamericanos que la Cuestión Nacional no se limita al problema antiimperialista sino que también abar-ca a las minorías nacionales oprimidas.

Consecuente con su expresión "de América soy hijo y a ella me debo", Martí hizo una profecía: "Los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que se apartan de Estados Unidos (...) Jamás hubo en América, de la Independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menor poder (...) De la tiranía de España supo salvarse América española, y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia".

Además del dominicano Máximo Gómez, que peleó junto a los cubanos durante las dos guerras anticoloniales, cabe destacar al ecuatoriano Eloy Alfaro que, estan-do desterrado en Panamá en 1873, expresó su solidaridad formando la Sociedad Amigos de Cuba.

En su calidad de presidente, luego de la revolución de 1895, Alfaro encargó al coronel León Valles Franco la organización de una expedición militar para apoyar la lucha de Maceo y Martí, además de enviarle una nota a la reina María Cristina manifestando en nombre del Ecuador su apoyo a la Independencia de Cuba.

Chilenos expresaron también su solidaridad activa, particularmente Benjamin Vicuña Mackenna, quien llegó a organizar una expedición para la liberación de Cuba; posteriormente, Gabriela Mistral llamó a Martí "guía de los hombres"; y Ma-nuel Rojas: "La figura es única en la América; en él se reunen y combinan dotes que rara vez o nunca se reunieron y combinaron en los demás libertadores de nuestras repúblicas (...) Es un hombre que reune a varios continentes; es un continente con varios y valiosos contenidos.206 En su tiempo, Martí era conocido en Chile a través de 11 artículos en "El Mercurio", 3 en "El Ferrocarril" y 4 en "La Libertad Austral", todos entre 1884 y 1895.

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Quién de nosotros no vibra aún con aquel impactante canto a la liberación e identidad de "Nuestra América" que para Martí significa América Latina, invocada en la más bella de las frases.

"De debajo de la capucha de Torquemada, sale ensangrentado y acero en mano el continente redimido. Libres se declaran los pueblos todos de América a la vez. Surge Bolívar con su cohorte de astros. Los volcanes sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo la América entera! y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos, De brazo en brazo, Con el gorro frigio del liberto van los negros cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van a escape de triunfo los escuadrones de gauchos. Cabalgan suelto el cabello, los pehuenches resucitados, boleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas y colores, y al alba, cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la revolución, que ha envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola y como un sólo pueblo, se levanta. Sola peleará. Vencerá sola.

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Nuestra AméricaJosé Martí

Enero de 1891

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas en la almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete legua! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de

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la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¿Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es

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bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se administra en acuerdos con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver.Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer

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alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que habían izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota y potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer una causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen-, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

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Pero «estos países se salvarán», como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide «a que le hagan emperador al rubio». Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre la olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego de triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. «¿Cómo somos?» se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con

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todos, muere la república. El tigre de adentro se echa por al hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encara y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge,

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porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

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Felipe Varela¡Viva la unión americana!

Manifiesto a los pueblos americanos sobre los acontecimientos

políticos de la República Argentina en los años 1866 y 1867

En efecto, la guerra con el Paraguay era un acontecimiento ya calculado, premeditado por el General Mitre.Cuando los ejércitos imperiales atraídos por él, sin causa alguna justificable, sin pretexto alguno razonable, fueron a dominar la débil República del Uruguay, aliándose con el poder rebelde de Flores en guerra civil abierta con el poder de aquella República, comprendió el Gobierno del Paraguay que la independencia uruguaya peligraba de un modo serio, que el derecho del más fuerte era la causa de su muerte, y que por consiguiente las garantías de su propia libertad quedaban a merced del capricho de una potencia más poderosa.

Pesaron estas razones en la conciencia del General Presidente López de la República Paraguaya, y buscando una garantía sólida a la conservación de sus propias instituciones, desenvainó su espada para defender al Uruguay de la dominación brasilera a que Mitre lo había entregado.

Fue entonces que aquel Gobierno se dirigió al argentino solicitando el paso inocente de sus ejércitos por Misiones, para llevar la guerra que formalmente había declarado el Brasil.

Este paso del Presidente López, era una gota de rocío derramada sobre el corazón ambicioso de Mitre, porque le enseñaba en perspectiva el camino más corto para hallar una máscara de legalidad con qué disfrazarse, y poder llevar pomposamente una guerra Nacional al Paraguay:

Guerra premeditada, guerra estudiada, guerra ambiciosa de dominio, contraria a los santos principios de la Unión Americana, cuya base fundamental es la conservación incólume de la soberanía de cada República.

El General Mitre, invocando los principios de la más estricta neutralidad, negaba de todo punto al Presidente del Paraguay su solicitud, mientras con la otra mano firmaba el permiso para que el Brasil hiciera su cuartel general en la Provincia Argentina de Corrientes, para llevar el ataque desde allí a las huestes paraguayas.

Esa política injustificable fue conocida ante el parlamento de Londres, por una correspondencia leída en él del Ministro inglés en Buenos Aires, a quien Mitre había confiado los secretos, de sus grandes crímenes políticos.

Textualmente dice el Ministro inglés citado: “Tanto el Presidente Mitre como el Ministro Elizalde, me han declarado varias veces, que aunque por ahora no

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pensaban en anexar el Paraguay a la República Argentina, no querían contraer sobre esto compromiso alguno con el Brasil, pues cualesquiera que sean al presente sus vistas, las circunstancias podría cambiarlas en otro sentido”.

He aquí cuatro palabra que envuelven en un todo la verdad innegable de que la guerra contra el Paraguay jamás ha sido guerra nacional, desde que, como se ve, no es una mera reparación lo que se busca en ella, sino que, lejos de eso, los destinos de esa desgraciada República están amenazados de ser juguete de las cavilosidades de Mitre.

Esta verdad se confirma con estas otras palabras del mismo Ministro inglés citado: “El Ministro Elizalde me ha dicho que espera vivir lo bastante para ver a Bolivia, el Paraguay y la República Argentina, unidos formando una poderosa República en el Continente”.(...)

Las provincias argentinas, empero, no han participado jamás de estos sentimientos, por el contrario, esos pueblos han contemplado gimiendo la deserción de su Presidente, impuesto por las bayonetas, sobre la sangre argentina, de los grandes principios de la Unión Americana , en los que han mirado siempre la salvaguardia de sus derechos y de su libertad, arrebatada en nombre de la justicia y la ley.

En el párrafo sexto (de la proclama) hago presente a los argentinos, el monopolio y la absorción de las rentas nacionales por Buenos Aires.

En efecto: la Nación Argentina goza de una renta de diez millones de duros, que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época en que el gobierno libre se organizó en el país, Buenos Aires, a título de Capital es la provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras en los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales, por falta de recursos y por la pequeñez de sus entradas municipales para subvenir los gastos indispensables de su gobierno local.(...)

De modo que las provincias eran desgraciados países sirvientes, pueblos tributarios de Buenos Aires, que perdían la nacionalidad de sus derechos, cuando se trataba del tesoro Nacional.

En esta verdad está el origen de la guerra de cincuenta años en que las provincias han estado en lucha abierta con Buenos Aires, dando por resultado esta contienda, la preponderancia despótica del porteño sobre el provinciano, hasta el punto de tratarlo como a un ser de escala inferior y de más limitados derechos.

Buenos Aires es la metrópoli de la República Argentina, como España lo fue de la América. Ser partidario de Buernos Aires, es ser ciudadano amante a su patria, pero ser amigo de la libertad, de las provincias y de que entren en el goce de sus derechos ¡oh! ¡eso es ser traidor a la patria, y es por consiguiente un delito que pone a los ciudadanos fuera de la ley!

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He ahí, pues, los tiempos del coloniaje existente en miniatura, en la República, y la guerra de 1810 reproducida en 1866 y 67, entre el pueblo de Buenos Aires (España) y las provincias del Plata (Colonias Americanas).

Sin embargo, esa guerra eterna dio a fines de 1859 por resultado la victoria de los pueblos argentinos sobre el poder dominante de la Capital. Sus diez millones de renta estaban, por consiguiente recobrados, pero como no era posible despojar a Buenos Aires de un solo golpe de tan ingente cantidad, arreglada a la cual había creado sus necesidades, pues eso hubiera sido sepultarla en una ruina completa, tuvieron todavía la generosidad los provincianos, de celebrar un pacto, por el cual concedían a Buenos Aires el goce por cinco años más de las entradas locales para llenar su pomposo presupuesto.

Fue entonces que los porteños invocaron la hidalguía del que hoy llaman bárbaro, del presidente actual del Paraguay Mariscal Don Francisco Solano López, para que con su respetabilidad y talento interviniese en el pacto que celebraban las provincias argentinas con Buenos Aires vencida.

El Mariscal López accedió generoso, garantiendo el cumplimiento del tratado por ambas partes con su propio poder.

En noviembre de 1865 debían expirar estos tratados, y entrar las provincias en el goce de lo que verdaderamente les pertenece, las entradas nacionales de diez millones que ellas producen.

Cuando el sesenta y cuatro aun no llegaba, cuando Mitre aun no asaltaba la presidencia de la Nación, por un órgano público de Buenos Aires decía el futuro caudillo, sobre el pacto con el Paraguay: “Esos tratados serán despedazados y sus fragmentos arrojados al viento”.

Por fin el General Mitre revolucionó a la Provincia de Buenos Aires contra las demás provincias argentinas, cuyos dos poderes se batieron en Pavón.

La suerte estuvo del lado de aquel porteño malvado que se sentó Presidente sobre un trono de sangre, de cadáveres y de lágrimas argentinas.

Entre tanto los tratados garantidos por el Paraguay vivían, y llegado el término podía esta nación exigir su cumplimiento.

He aquí otra de las causas fundamentales de la guerra llevada por Mitre a la República del Paraguay, desarmando así a las provincias del poder aliado que garantía su felicidad, contra la infamia de un usurpador.

Después de este golpe maestro, el general Mitre desfiguró la carta democrática dada por las provincias vencedoras en Caseros, y la desfiguró a su antojo, después de haber jurado con lágrimas en los ojos respetarla, explotando así la generosidad de los pueblos, que entonces pudieron plantar la bandera de la humillación y del dominio en la misma plaza de Buenos Aires.

Esa reforma dio por fruto el regalo eterno de las rentas nacionales a la ciudad bonaerense, el despojo para siempre de la propiedad de los pobres provincianos, y aun algo más, el empeño de las desgraciadas provincias en más de cien

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millones, para sostener una guerra contra sus intereses, contra su aliado, contra el poder combatido por tener el crimen de haber garantido la paz argentina y la felicidad de todos los pueblos, en noviembre de 1859.

Es por estas incontestables razones que los argentinos de corazón, y sobre todo los que no somos hijos de la Capital, hemos estado siempre del lado del Paraguay en la guerra que, por debilitarnos, por desarmarnos, por arruinarnos, le ha llevado a Mitre a fuerza de intrigas y de infamias contra la voluntad de toda la Nación entera, a excepción de la egoista Buenos Aires.

Es por esto mismo que es uno de nuestros propósitos manifestado en la invitación citada, la paz y la amistad con el Paraguay. (...)

PROCLAMA¡ARGENTINOS! El hermoso y brillante pabellón que San Martín, Alvear y

Urquiza llevaron altivamente en cien combates, haciéndolo tremolar con toda gloria en las tres mas grandes epopeyas que nuestra patria atravesó incólume, ha sido vilmente enlodado por el General Mitre gobernador de Buenos Aires.

La más bella y perfecta Carta Constitucional democrática republicana federal, que los valientes entrerrianos dieron a costa de su sangre preciosa, venciendo en Caseros al centralismo odioso de los espurios hijos de la culta Buenos Aires, ha sido violada y mutilada desde el año sesenta y uno hasta hoy, por Mitre y su círculo de esbirros.

El Pabellón de Mayo que radiante de gloria flameó victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las ineptas y febrinas manos del caudillo Mitre -orgullosa autonomía política del partido rebelde- ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco, Tuyuti, Curuzú y Curupaití.

Nuestra Nación, tan feliz en antecedentes, tan grande en poder, tan rica en porvenir, tan engalanada en glorias, ha sido humillada como una esclava, quedando empeñada en mas de cien millones de fuertes, y comprometido su alto nombre a la vez que sus grandes destinos por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño, que después de la derrota de Cepeda, lacrimando juró respetarla.

COMPATRIOTAS: desde que Aquél, usurpó el gobierno de la Nación, el monopolio de los tesoros públicos y la absorción de las rentas provinciales vinieron a ser el patrimonio de los porteños, condenando al provinciano a cederles hasta el pan que reservara para sus hijos. Ser porteño, es ser ciudadano exclusivista; y ser provinciano, es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos. Esta es la política del Gobierno Mitre.

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Tal es el odio que aquellos fratricidas tienen a los provincianos, que muchos de nuestros pueblos han sido desolados, saqueados y guillotinados por los aleves puñales de los degolladores de oficio, Sarmiento, Sandez, Paunero, Campos, Irrazábal y otros varios oficiales dignos de Mitre.

Empero, basta de víctimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin corazón y sin conciencia. Cincuenta mil víctimas hermanas, sacrificadas sin causa justificable, dan testimonio flagrante de la triste o insoportable situación que atravezamos, y que es tiempo ya de contener.

¡VALIENTES ENTRERRIANOS! Vuestro hermanos de causa en las demás provincias, os saludan en marcha al campo de la gloria, donde os esperan. Vuestro ilustre jefe y compañero de armas el magnánimo Capitán General Urquiza, os acompañará y bajo sus órdenes venceremos todos una vez más a los enemigos de la causa nacional.

A EL, y a vosotros obliga concluir la grande obra que principiasteis en Caceros, de cuya memorable jornada surgió nuestra redención política, consignada en las páginas de nuestra hermosa Constitución que en aquel campo de honor escribísteis con vuestra sangre.

¡ARGENTINOS TODOS! ¡Llegó el día de mejor porvenir para la Patria! A vosotros cumple ahora el noble esfuerzo de levantar del suelo ensangrentado el Pabellón de Belgrano, para enarbolarlo gloriosamente sobre las cabezas de nuestros liberticidas enemigos!

COMPATRIOTAS: ¡A LAS ARMAS!...¡es el grito que se arranca del corazón de todos los buenos argentinos!

¡ABAJO los infractores de la ley! Abajo los traidores a la Patria! Abajo los mercaderes de Cruces en la Uruguayana, a precio de oro, de lágrimas y de sangre Argentina y Oriental!

¡ATRAS los usurpadores de las rentas y derechos de las provincias en beneficio de un pueblo vano, déspota e indolente!

¡SOLDADOS FEDERALES! nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución jurada, el órden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás Repúblicas Americanas. ¡¡Ay de aquél que infrinja este programa!!

¡COMPATRIOTAS NACIONALISTAS! el campo de la lid nos mostrará al enemigo; allá os invita a recoger los laureles del triunfo o la muerte, vuestro jefe y amigo.

FELIPE VARELACampamento en marcha, Diciembre 6 de 1866.