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 CIUDAD  Y  MOVILIDAD | HUMO | 5 4 | HUMO | CIUDAD  Y  MOVILIDAD El humo, es sabido, puede venderse. Mejor di- cho, la venta de humo se ha convertido en una poderosa imagen para simbolizar una serie de prácticas: hablar sin saber los conocimientos que deberían saberse para tomar la palabra, cierta condición humana chantuna, el mero relleno del vacío por el llenado mismo más que por el conte- nido que se orece. El humo, como el hielo de los esquimales o las rutas del verdulero, es una de las palabras a las que apelamos para maniestar cierto disconormismo entre lo que deseábamos y lo que encontramos. Como si, entre las brasas que buscábamos y el humo con el que nos topa- mos, no pudiéramos dejar de añorar las primeras, ondo metasico traicionado por una apariencia brumosa. “El asado se hace con las brasas”, dice un personaje cinematográco o un padre cuando le enseña a su hijo a asar carne, enseñándole en realidad otra cosa: no te apures, anda despacio, no vendas humo con los comensales; hacer un asado, como otras cosas de la vida, lleva tiempo, no quemes la carne para la tribuna sino que coci- nala para quienes la van a degustar agradeciendo tu prudencia y paciencia especista. El humo es velocidad, espamento, las brasas, en cambio, cui- dado y atención de sí y los otros. Sin embargo, también se sabe, el humo es, ha sido y será -la cadena signicante no se detendrá aquí- otras cosas. Desde medio de comunicación – señales de humo- hasta metáora de ego inamado –se le subieron los humos a la cabeza-. Desde sím- bolo de enojo –echaba humo por los cuatro costa- dos- hasta imagen utilizada por el arte literario, musical y mediático para simbolizar lo poético, vivillo o reventado –smoke on the water, umar bajo el agua, uego uego uego-. El humo -¿cómo dar cuenta de la pluralidad de sentidos, de ormas de habitar el mundo, que porta una palabra?- tam- bién es lo que sale cuando umamos, cuando toda- vía quedaban homo tabacus que metían y sacaban humo de sus pulmones haciendo de su humani- dad, ya no sólo lo que se recorta sobre un ondo animal o técnico, sino algo mitad humano y mitad brumoso. Quizá el nombre de esta revista se deba a que entre su equipo editor todavía quedan espe- címenes de homo tabacus. ¿No ue Marx –Carlos- quien dijo que todo lo sólido se convertirá en humo? ¿Hace cuanto que la losoa viene vaticinando el n de las ideologías y los metarelatos y la entrada en una era donde, como la arena –o el humo-, todo se desvanece antes de que podamos atraparlo? Si hace ciento cincuenta años Marx dijo eso y sin embargo cons- truyó una obra mamotrética que dio lugar a bu- rocracias kafianas, ¿qué era lo solido que, como humo, se desvanecía en el aire? ¿Esto –docenas de tomos, centenas de ocinas, millares de agentes- era evanescente con respecto a la solidez renacen- tista o medieval? Si esto uera así, en estos últimos treinta años donde lo líquido y uido se ha con- vertido hasta en una agenda de investigación, ¿no estaremos viviendo todavía épocas muy sólidas con respecto a las brumocidades que se avecinan? ¿No será el humo la relación social del uturo? La ciencia-cción, como un buen bono, paga. Parece que quien la escribiera no ormara parte del tiempo en que escribe sino que estuviera es- cribiendo para lectores uturos, hijos o nietos de los actuales. Estar y no estar, estar adentro y uera, como dólar barato vendido caro, paga. Es como lo que se piensa a punto de atraparse y, justo cuando lo tenemos en nuestras manos – cuando creemos que lo tenemos en nuestras ma- nos-, se desvanece, evanece, evapora. El humo, ya no como lo que se vende, comunica o era só- lido, sino como la contracara de la moneda de la histeria. Quizá, antes de que el deseo uera alta, el humo no existía, o era otro humo. ¿El humo del capitalismo deséante de los últimos cincuenta años es el mismo que el que umaban nuestros abuelos? Está revista también podría haberse llamado mancha de aceite en la ruta o espejismo. Sin embargo esta revista no se llama “es- pejismo” o “mancha de aceite en la ruta” sino humo. Humo. Pero, ¿por qué “humo”? ¿Inuen- cia de Caruso Lombardi? ¿Algún baumaniano o lewcowicziano uribundo en el sta? ¿Un grupo de umetas? ¿Sentido del humo® metadiscur- sivo que, como los locales ya no se sabe en qué Palermo –Nicaragua entre Tames y Serrano- dicen lo contrario de lo que arman –o rman lo contrario de lo que pronuncian-? Objetos de arte mersas, locales de ropa cierre, casas de co- mida sintácticas. ¡Oxímorons para todos! Para- doxa o muerte, venceremos. En El mundo de Wayne (Peneloppe Speeris, 1992), ante el recuerdo del pr oductor televisivo de que él y su compañero –Garth- rmaron un con- trato por el que se compro-metieron a entrevistar en su show del sótano al anunciante, Wayne res- ponde que él ve las cosas de otro modo, que no está dispuesto a venderse, que con Garth les parece triste la gente que sólo hace cosas por dinero, que la sola idea de discutir esto le produce dolor y que esa es su elección, mientras comen, toman, visten y muestran las imágenes de Pizza Hut, Doritos, Reebok, Nuprin y Pepsi. ¿Quién vende humo? ¿Es humo lo que se vende? ¿A cuánto? ¿El productor televisivo, Wayne y Garth, nosotros, los lectores? Pero, si todos vendemos humo, ¿quién compra? Si todos vendemos humo, ¿es humo lo que se vende o el humo es otra cosa por la que vendemos revis- tas, ponencias, libros, imágenes de sí? El humo, ya no como medio de comunicación, sino como medio de relación, evanescente, autocontradicto- ria, imposible. ¡El humo como nuevo sentido in- manente de la Historia! Wayne’s World, y no sólo el cine iraní, puede ayudarnos incluso a pensar el porqué de esta ironía. Sin embargo, elegimos, hicimos y vendemos Humo. Esperamos que no humo. Pero eso, como otras cosas, es un juicio, más que de la historia, de los lectores. A quienes deseamos vender Humo, no humo. Pero eso, qué vendemos o qué hicimos –el prurito que en diseño se da entre hablar de marca o de identidad- es nuevamente un juicio lector. En caso que, en tiempos de humos –y de Humo-, tenga sentido hablar de identidad, juicio y lectura Humo no se vende  EDIT ORIAL

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  • ciudad y movilidad | humo | 54 | humo | ciudad y movilidad

    El humo, es sabido, puede venderse. Mejor di-cho, la venta de humo se ha convertido en una poderosa imagen para simbolizar una serie de prcticas: hablar sin saber los conocimientos que deberan saberse para tomar la palabra, cierta condicin humana chantuna, el mero relleno del vaco por el llenado mismo ms que por el conte-nido que se ofrece. El humo, como el hielo de los esquimales o las frutas del verdulero, es una de las palabras a las que apelamos para manifestar cierto disconformismo entre lo que desebamos y lo que encontramos. Como si, entre las brasas que buscbamos y el humo con el que nos topa-mos, no pudiramos dejar de aorar las primeras, fondo metafsico traicionado por una apariencia brumosa. El asado se hace con las brasas, dice un personaje cinematogrfico o un padre cuando le ensea a su hijo a asar carne, ensendole en

    realidad otra cosa: no te apures, anda despacio, no vendas humo con los comensales; hacer un asado, como otras cosas de la vida, lleva tiempo, no quemes la carne para la tribuna sino que coci-nala para quienes la van a degustar agradeciendo tu prudencia y paciencia especista. El humo es velocidad, espamento, las brasas, en cambio, cui-dado y atencin de s y los otros.

    Sin embargo, tambin se sabe, el humo es, ha sido y ser -la cadena significante no se detendr aqu- otras cosas. Desde medio de comunicacin seales de humo- hasta metfora de ego inflamado se le subieron los humos a la cabeza-. Desde sm-bolo de enojo echaba humo por los cuatro costa-dos- hasta imagen utilizada por el arte literario, musical y meditico para simbolizar lo potico, vivillo o reventado smoke on the water, fumar bajo el agua, fuego fuego fuego-. El humo -cmo

    dar cuenta de la pluralidad de sentidos, de formas de habitar el mundo, que porta una palabra?- tam-bin es lo que sale cuando fumamos, cuando toda-va quedaban homo tabacus que metan y sacaban humo de sus pulmones haciendo de su humani-dad, ya no slo lo que se recorta sobre un fondo animal o tcnico, sino algo mitad humano y mitad brumoso. Quiz el nombre de esta revista se deba a que entre su equipo editor todava quedan espe-cmenes de homo tabacus.

    No fue Marx Carlos- quien dijo que todo lo slido se convertir en humo? Hace cuanto que la filosofa viene vaticinando el fin de las ideologas y los metarelatos y la entrada en una era donde, como la arena o el humo-, todo se desvanece antes de que podamos atraparlo? Si hace ciento cincuenta aos Marx dijo eso y sin embargo cons-truy una obra mamotrtica que dio lugar a bu-rocracias kafkianas, qu era lo solido que, como humo, se desvaneca en el aire? Esto docenas de tomos, centenas de oficinas, millares de agentes- era evanescente con respecto a la solidez renacen-tista o medieval? Si esto fuera as, en estos ltimos treinta aos donde lo lquido y fluido se ha con-vertido hasta en una agenda de investigacin, no estaremos viviendo todava pocas muy slidas con respecto a las brumocidades que se avecinan? No ser el humo la relacin social del futuro?

    La ciencia-ficcin, como un buen bono, paga. Parece que quien la escribiera no formara parte del tiempo en que escribe sino que estuviera es-cribiendo para lectores futuros, hijos o nietos de los actuales. Estar y no estar, estar adentro y fuera, como dlar barato vendido caro, paga. Es como lo que se piensa a punto de atraparse y, justo cuando lo tenemos en nuestras manos cuando creemos que lo tenemos en nuestras ma-nos-, se desvanece, evanece, evapora. El humo, ya no como lo que se vende, comunica o era s-lido, sino como la contracara de la moneda de la histeria. Quiz, antes de que el deseo fuera falta, el humo no exista, o era otro humo. El humo del capitalismo desante de los ltimos cincuenta aos es el mismo que el que fumaban nuestros abuelos? Est revista tambin podra haberse llamado mancha de aceite en la ruta o espejismo.

    Sin embargo esta revista no se llama es-pejismo o mancha de aceite en la ruta sino humo. Humo. Pero, por qu humo? Influen-cia de Caruso Lombardi? Algn baumaniano o lewcowicziano furibundo en el staff? Un grupo de fumetas? Sentido del humo metadiscur-sivo que, como los locales ya no se sabe en qu Palermo Nicaragua entre Thames y Serrano- dicen lo contrario de lo que afirman o firman lo contrario de lo que pronuncian-? Objetos de arte mersas, locales de ropa cierre, casas de co-mida sintcticas. Oxmorons para todos! Para-doxa o muerte, venceremos.

    En El mundo de Wayne (Peneloppe Speeris, 1992), ante el recuerdo del productor televisivo de que l y su compaero Garth- firmaron un con-trato por el que se compro-metieron a entrevistar en su show del stano al anunciante, Wayne res-ponde que l ve las cosas de otro modo, que no est dispuesto a venderse, que con Garth les parece triste la gente que slo hace cosas por dinero, que la sola idea de discutir esto le produce dolor y que esa es su eleccin, mientras comen, toman, visten y muestran las imgenes de Pizza Hut, Doritos, Reebok, Nuprin y Pepsi. Quin vende humo? Es humo lo que se vende? A cunto? El productor televisivo, Wayne y Garth, nosotros, los lectores? Pero, si todos vendemos humo, quin compra? Si todos vendemos humo, es humo lo que se vende o el humo es otra cosa por la que vendemos revis-tas, ponencias, libros, imgenes de s? El humo, ya no como medio de comunicacin, sino como medio de relacin, evanescente, autocontradicto-ria, imposible. El humo como nuevo sentido in-manente de la Historia! Waynes World, y no slo el cine iran, puede ayudarnos incluso a pensar el porqu de esta irona.

    Sin embargo, elegimos, hicimos y vendemos Humo. Esperamos que no humo. Pero eso, como otras cosas, es un juicio, ms que de la historia, de los lectores. A quienes deseamos vender Humo, no humo. Pero eso, qu vendemos o qu hicimos el prurito que en diseo se da entre hablar de marca o de identidad- es nuevamente un juicio lector. En caso que, en tiempos de humos y de Humo-, tenga sentido hablar de identidad, juicio y lectura

    Humo no se vendeEDITORIAL

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    estremecindose ante los rugidos de las turbinas e incitando a los hijos ms pequeos a aplaudir cada aterrizaje como si estuvieran frente a un es-pectculo tanto ms imponente cuanto ms lejos se sienten de acceder a l.

    El interior del aeropuerto es, por regla gene-ral, un espacio amplio, asctico y desembarazado de la ciudad donde est enclavado. Hay un mur-mullo constante que, ms que caernos encima, tiene la rara capacidad de acolcharnos y pasar desapercibido: el sonido que define Aeroparque es el ronroneo incansable de miles y miles de rueditas girando a la vez sobre las baldosas y las alfombras. Rueditas de valijas y rueditas de ca-rros con valijas dan la sensacin de estar en una

    atmsfera de trfico permanente que recuerda siempre nuestra condicin de pasajeros, de ser algo eventual o efmero. Detrs de los mostrado-res donde nos toman los datos, una cinta de goma se lleva el equipaje. Bolsos y mochilas tienen su propia cadena de montaje, a la cual depositamos nuestra fe, sabiendo que, cuando el viaje acabe y estemos en otra ciudad, el hilo significante y utilitario que hace homnimas nuestras vidas en cualquier parte seguir funcionando y traer consigo, probablemente intactas, nuestras ro-pas, devolvindonos los personajes. Las comidas, los perfumes o los libros del primer piso son de una calaa impersonal desvergonzada y pueden hallarse, idnticos, en Buenos Aires, Bariloche,

    P ienso que, si bien el avin es de la ciu-dad, al mismo tiempo no lo es. Quiero decir, es una aspiracin de la ciudad del siglo XIX y, sin embargo, a diferen-cia de otros transportes, no viaja por su interior, sino que (esta es su gracia) lo evita. Llegar hasta Aeroparque, por ejemplo, supone, como a cual-quier otro aeropuerto, una gimnasia que, para el que no acostumbra al vuelo, le insume no poca de sus expectativas. Mientras el automvil, el co-lectivo, el subte implican (casi obligatoriamente para no desfallecer en la travesa) el adormeci-miento de los sentidos, el avin los sobreexcita y todo elemento, por pueril que sea, adquiere los visos de la novedad. De manera que el avin, por

    su carcter disruptivo, habita en nosotros desde antes de subirnos a l. La extraeza va en au-mento cuando nos acercamos. En la costanera, inclinados sobre el ro, hombres y mujeres se dedican a la pesca; otros corren, pasean a sus pe-rros, andan en bicicleta y montan un escenario de domingo en pleno bullicio semanal. Hacia el otro lado, de cara a las pistas y torres de control, y asomando la cabeza por entre las rejas, algunos se dedican a contemplar, binoculares en mano, el despegue de los aviones con un gesto soador que muchas veces implica, adems, el sacudimiento del brazo en seal de saludo. No es improbable ver una familia entera sentada en sus reposeras, observando la salida incesante de los aviones,

    La condicin area

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    Madrid, Frankfurt o Tokio. El ventanal, eso s, nos devuelve al origen unvoco del que proveni-mos. Ms all de las tipas de la costanera, entre las ramas largas y casi despobladas por el fro, el agua, en un medioda de junio, emite unos des-tellos lumnicos y plateados, pequeas bolitas de luz sobre el lomo del ro que evocan la mirada codiciosa y alucinatoria de las primeras misiones europeas que se internaron en el delta, y cuyos objetivos empaaron tanto la descripcin de las cosas que vieron plata all donde solo haba agua barrosa. Esa decepcin nunca del todo recono-cida, esa creencia en un destino mejor para lo que en verdad no brilla, no deja de reactualizarse hasta en los dilogos ms triviales que, dicho sea de paso, abundan entre los viajantes areos a la espera de abordar. Son pocos los que prefieren quedarse mirando el ro. En el mismo espritu con que fue programada la ciudad, es decir, de espaldas al agua, la mayora opta por hacer el pre-embarque, sentarse frente a los ventanales que dan a las pistas y, cada tanto, mientras ha-blan por telfono, navegan en sus tablets o leen el diario, observan el movimiento de los colectivos que acercan pasajeros a sus respectivas naves, de los carritos portadores de valijas o de los hom-bres arquendose con sealizaciones lumnicas. Cuando el altoparlante llama a embarcar, la fila de espera los mezcla en reflexiones irnicas y despectivas sobre el pas, sus gobernantes y el ser nacional, del cual se sienten representantes acabados pero minoritarios; o sea, se reivindican en toda su condicin de porteos, sincdoque exportable de argentinidad. Se desdoblan: ya se sienten arriba, observando la figura recin aban-donada de s mismos y la de los dems all abajo. El vuelo, parece, estimula la autoconciencia.

    DespegueViajo a Bariloche. Sentado, florecen los llamados al aislamiento: la pantalla pequea en el respaldo del asiento de adelante, la mesita particular, los auriculares envueltos en plstico, la revista de la compaa sobre destinos de viaje. Cuando comienza a delinearse un gusto personal en las elecciones de esa oferta indiscriminada, toda la

    tecnologa se bloquea en pos de un mensaje de advertencia sobre los usos del cinturn, las ms-caras de aire para casos de emergencia respirato-ria, los recovecos donde se guardan los salvavi-das por si el avin cae al agua, la conducta huma-nitariamente exigible para resguardar la mayor cantidad de vidas al momento de que una cats-trofe hipottica se produzca; todo secundado por la mmesis desganada de las azafatas, quienes toman cada objeto mencionado y lo aplican a su propio cuerpo a modo de ejemplo, pero con una displicencia tan maqunica que tienden a poner en ridculo la gravedad de los peligros sobre los cuales alertan. Es de notar lo perverso que re-sulta la contraposicin de esa apata con la serie de coincidencias trgicas que, desde 2001, viene teniendo a los aviones como principales protago-nistas: impactos contra edificios, desapariciones en confines impensados, blancos de guerras ci-viles y todo tipo de hechos que horrorizan, cada tanto, a los espectadores de los noticieros.

    Lo que sigue es velocidad y aturdimiento. En pocos segundos el avin puede alcanzar hasta 300 km/h y el exterior comienza a diluirse en tra-zos borrosos. Salvo costumbre arraigada, lo ms probable es ser presa de un nerviosismo inconfe-sado. Una sonrisita temerosa se apodera de casi todos los pasajeros, bien porque el conjunto in-trincado de emociones tiende a simplificarse de esa manera, bien porque intentan tranquilizar a sus acompaantes con gestos apacibles. En el cl-max reina la confusin y el goce es una mezcla de sensaciones contradictorias, sin correspon-dencias claras: cuando el avin se desprende de la pista, la primera impresin es de hundimiento, a pesar de que la horizontalidad del paisaje se vuelve oblicua y entendemos que el movimiento es ascendente. En la flotacin algo parece faltar, como si nos hubisemos liberado de una cosa, pero no de un peso, sino todo lo contrario, de algo que nos alivianaba, porque es nuestro cuerpo el que comienza a sentirse ms pesado y concreto. El avin sube y comienza a girar, dando un rodeo sobre el ro. Los rboles, los autos, las personas sobre la costanera disminuyen no slo su ta-mao, sino tambin sus caractersticas de objetos

    tridimensionales y pasan a ocupar, desde arriba, un mundo de dos planos sin punto de fuga. Los rascacielos, la cancha de River o armatostes de ese tipo, por el tamao de sus estructuras, son los nicos capaces de conservar cierta presencia des-tacada en el ascenso. El ro, por su parte, slo me-dia hora despus de haber sido visto plateado y brillante, es un extenso charco marrn sin oleaje. Sobre la costa, en puntos geogrficos que a dis-tancia no puedo identificar, brotan, como juncos regados por el vaivn del agua, hileras de edifi-cios empresariales, gras portuarias, contenedo-res rojos, verdes y azules que forman verdaderos asentamientos de mercadera. Ms all, plana, interrumpida apenas por la erupcin de alguna arquitectura caprichosa, est Buenos Aires, una sucesin de cuadraditos de color arratonado, so-bre la que parece flotar un humo constante. A medida que el avin asciende y cruza la ciudad, la vertical slo nos da manzanas chatas, avenidas irreconocibles donde se desplazan bultos mins-culos. A la vista se suman los primeros restos de nubes, ms o menos densas, y recin entonces comprendemos que se inicia un viaje superior.

    Algo curioso sucede y es, a diferencia de lo que se poda prever, la hipnosis que suscita la tierra. Estando en el cielo, por decirlo de alguna manera, este ya no importa ni atrae; el espritu se desvive por ver el suelo desde arriba, por verlo desde una condicin ms amplia a las propias aptitudes de la especie. A diferencia del tripulante de barco o del viajante de llanura, el pasajero de avin deja de maravillarse por el techo y pasa a embobarse con el piso que, aplastado y sin forma, lo hip-notiza y lo transfigura. Su aire de contemplador maravillado, a medida que asciende, va trocando a un gesto de placidez y dominio, casi de magna-nimidad, que lo vuelve un soador empedernido: ha despegado del bullicio, de lo intolerable y all han quedado sus molestias, sus frustraciones, sus recuerdos, todo lo que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo y no lo suelta, el pasado sin ms; ahora sube y hacia arriba est lo positivo, la fe, el reino de los cielos, el cambio, el futuro, y con l, tautologa del bienestar, un sentimiento que lo infla de autoridad. Volamos.

    El pjaro y el horrorNo lejos de estas impresiones estuvo Le Corbusier cuando, en 1929, convocado para dar una serie de conferencias en Amigos del Arte (la iniciativa del grupo Sur para traer intelectuales a perorar a nuestras tierras), se subi, por segunda vez en su vida, a un avin. Para el arquitecto, el avin do-taba a la humanidad de una nueva conciencia, una vista de pjaro, elevada y clara. El problema era que esa claridad revelaba el espanto: el avin des-cubre cmo los hombres construyen ciudades. De este modo, lo ms agradable, aquello que envuelve los actos cotidianos de amor, de fraternidad y de dolor, la vivienda y la calle sobre la que se asoman las ventanas de las casas, constituye todo un am-biente lgubre, mutilado, brutal, sin espritu ni gracia. En las construcciones no hay ni un asomo de sentimientos nobles, solo la voracidad de los beneficios. Uno se cansa de pasear a pie entre la hostil actitud de calles y barrios.

    Los historiadores que han intentado recons-truir el periplo argentino del arquitecto no se po-nen de acuerdo acerca de si Le Corbusier sobre-vol una o dos veces Buenos Aires. El nico viaje que suscita consenso es el de la inauguracin for-mal de la lnea area que conecta con Asuncin, a cargo de Aeroposta Argentina, filial de la francesa Compagnie Gnrale Aropostale y embrin de la actual Aerolneas, entre cuyas filas de pilotos so-bresala Antoine de Saint-Exupry. El otro vuelo, el que no est confirmado pero en el que deseo creer fervientemente por su carcter literario, aparentemente se produjo das antes y tiene como protagonistas exclusivos a Le Corbusier y el pro-pio Saintex (pronnciese sent, tal cual lo hacan sus colegas). La leyenda cuenta que el autor de El principito lleg a la ciudad el 12 de octubre y se hosped en el Hotel Majestic, mismo lugar donde resida, desde haca dos semanas, el arquitecto. A partir de esa casualidad, y como Jefe de Trfico de Aeroposta, Saint-Exupry lo habra invitado a sobrevolar la ciudad, lo cual, sumado a sus viajes posteriores sobre Paraguay, Brasil y Colombia, dejara en Le Corbusier impresiones fortsimas acerca de su trabajo y sus teoras arquitectnicas, la mayora transcriptas en su libro Aircraft (1935).

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    Es probable que para el arquitecto esos vue-los hayan sido lo ms provechoso del viaje. No consigui los mecenas que esperaba ni para los caprichosos proyectos de los ricos como Victoria Ocampo, ni para el planeamiento general de la ciudad. Que en la introduccin al Plan director para Buenos Aires, escrito a fines de los 30 y nunca lle-vado a cabo, dijera los escombros son lo que son el mundo entero, las ciudades de nuestra poca, no debera sorprendernos si juzgamos que el ini-cio de la Segunda Guerra configuraba un imagina-rio desolador. Tampoco debera alarmarnos que dijera que Buenos Aires est ms enferma que ninguna o que la llamara La Ciudad Sin Espe-ranzas; quiz lo ms sorprendente sea el exceso de optimismo en la frase un formidable destino le aguarda, por lo dems contradictoria con el apodo que le haba puesto. Caminando las calles de la ciudad, Le Corbusier tena la impresin de que la tristeza de los argentinos, de la que tanto me han hablado, estaba justificada por la asfixia urbana a la que estaban sometidos, sufriendo los empujones de la circulacin maciza o la imposibi-lidad de recrear la vista con las casas antiestticas de la Avenida de Mayo. Buenos Aires era para l lo mismo que cualquier ciudad, el vivac de una sociedad en migracin, una obra de un da, una obra de una noche, con el agravante de haber pa-decido un crecimiento relmpago, el asalto ace-lerado de los errores. A esa impresin se sumaba el trance revelador en que lo suma la vista de pjaro. En su artculo La va area, escrito para la misma poca del Plan, deca: es preciso levantar a las ciudades de su desgracia, destruir su podre-dumbre y reconstruir ciudades enteras. Esa vista desde arriba era terrible e iluminadora, obligaba al urbanista a ver sus miserias, a comprender una civilizacin armada, como quien dice, a los pon-chazos desde el siglo XIX en adelante. Asumir ese descubrimiento, crea Le Corbusier, conducira a la honestidad, la grandeza y la correccin en el trazado de las ciudades, porque el avin revelaba las grandes leyes, los principios simples que re-gulan los acontecimientos naturales. Pero quie-nes volaban los aviones, salvo las consabidas ex-cepciones, estaban lejos de la filantropa.

    De pjaro a cndorLa paradoja que entraa Le Corbusier, defensor a ultranza del funcionalismo racional y a la vez detractor insigne de la era de la mquina, es tal vez el sntoma distintivo de una poca hecha de deshumanizacin y vanguardia, de esperanza en el progreso y destruccin masiva. Luego de las primeras experiencias de vuelo a motor de los hermanos Wright y del brasileo Alberto Santos Dumont a principios del siglo XX, los aos si-guientes pusieron a los precursores del cielo en una competencia entre apasionante y absurda para determinar qu pas tena la altura y la dis-tancia de vuelo ms largas. Rcord va, rcord viene, en estas latitudes el ingeniero elctrico Jorge Newbery, arriba del globo aerosttico Pam-pero, lleg a cruzar por primera vez el Ro de la Plata en diciembre de 1907, dando inicio formal a la aeronutica argentina, proeza que le vali el nombre actual de Aeroparque. Si tenemos en cuenta que, casi un ao ms tarde de ese vuelo inaugural, el 17 de octubre de 1908, a la altura de la baha de Samborombn, el hermano de New-bery, Eduardo, desapareca en el mismo globo intentando batir un rcord de distancia, es tr-gicamente llamativo que el primer nombre de Aeroparque haya sido 17 de Octubre. A modo de profeca, la muerte del menor de los hermanos resultara un antecedente curioso en la relacin funesta entre peronismo y aviacin.

    El desarrollo de una mirada area de las cosas, originada en el deseo de imitar al pjaro, devino pronto en el gesto rapaz del ave carroera, por-que la aviacin la originaron los filntropos con dinero, pero la desarroll la guerra. Le Corbusier resumi ese pasaje con precisin: el hombre, ms pesado que el aire, con su mquina todava ms pesada, haba volado. () No haba ningn objetivo concreto (...) La guerra cre una dinasta de aviadores para quienes la temeridad, la valen-ta desaforada y el desprecio a la muerte consti-tuan su alimento cotidiano. Eran los llamados ases. Lleg la paz y no haba nada que destruir. La aviacin qued sin empleo.

    Pilotear se volvi una profesin, una empresa abocada a la muerte. En nuestra condicin de ar-

    gentinos, bien podemos vanagloriarnos de haber contribuido a ese cambio. La variopinta fauna de La Rioja, cuya lista encabeza el Tigre de los Llanos, a quien Sarmiento se encargara de eternizar en el Facundo, tiene en sus filas otro hombre ilustre, menos conocido, pero no menos fogoso: Vicente Almandos Almonacid, alias el cndor riojano. A principios del siglo XX el joven Almonacid se vio obligado a viajar a Buenos Aires con su familia luego de la muerte de su padre, ex gobernador y empresario minero. Aqu, se interes por todos los avances cientficos de la Argentina del Centena-rio, entre los cuales se contaba la aeronavegacin, una actividad prcticamente hogarea hasta en-tonces. Con la esperanza de encontrar una ciudad propicia a sus aspiraciones de volar, viaj a Pars en 1913. Obtuvo su licencia de piloto y, en un gesto de gratitud a la patria que lo haba recibido, deci-di alistarse en la Legin Extranjera del ejrcito para colaborar en la Gran Guerra. Su velocidad y

    entrega lo llevaron a integrar rpidamente la no-vedosa fuerza area de Francia. Segn se cuenta, en la retaguardia parisina Almonacid se aburra y, desobedeciendo a sus superiores, se dedic a so-brevolar la ciudad de noche, algo impensado hasta el momento. La primera vez fue reprendido con cuatro das de arresto; la segunda, ascendido. Se le concedi pasar al frente de batalla y se le asign la tarea de vigilar de noche la escuadra alemana, tarea que supo cumplir a la perfeccin y a la que sugiri adicionarle la posibilidad de atacar. Hoy, algunos hombres de nuestra patria lo reconocen como el inventor de los bombardeos nocturnos.

    De regreso en el pas, Almonacid narraba sus aventuras con modestia y acariciaba la insignia de la Legin de Honor en su pecho, presa de un aire nostlgico que le devolva no tanto sus proe-zas areas como el carcter inspido de la vida sin guerras. Para su consuelo, Francia no lo haba olvidado y no slo le regal un avin para cruzar

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    Los Andes de noche, sino que, a la hora de pen-sar sus negocios en Sudamrica, los industriales de la aviacin lo escogieron como representante. El ingeniero Pierre Latcore, que al calor de los negocios de guerra haba trocado sus fbricas de vagones por fbricas de aviones, despus de la contienda militar haba emprendido un cambio en la estrategia comercial de su empresa que con-sista en usufructuar la paz lo mximo posible. Empleando a los desanimados pilotos sobrevi-vientes del conflicto, se granje la aceptacin de los gobernantes y comenz a desarrollar lneas comerciales reas de Francia hacia el resto de Europa, hacia frica y, por supuesto, hacia Am-rica. Ya no haba bombas para arrojar, pero ha-ba cartas que llevar de un punto a otro. A Lneas Latcore, as se llamaba la empresa (ms tarde, Compagnie Gnrale Aropostale), se sumaron dos jvenes que no haban alcanzado a participar en la guerra y que seran a la postre los ltimos re-sabios del tipo aviador soador: Jean Mermoz y Antoine de Saint-Exupry, ms conocidos por sus escritos que por sus hazaas de piloto. Mientras Saintex sobrevolaba el Sahara repartiendo cartas y desarrollaba sus aptitudes de etngrafo entre las tribus belicosas del desierto, Latcore y Almona-cid se ponan de acuerdo con el presidente Alvear para desarrollar no slo la lnea de conexin con Europa, sino las lneas internas de nuestro pas. Es as como lleg en 1929 el piloto francs a la Argen-tina, con el objetivo de desarrollar la lnea Buenos Aires-Comodoro Rivadavia.

    Las sensaciones que Saint-Exupry registr en su diario por aquellos das distaban de ser elo-giosas para con la ciudad. Habituado a las rfagas del desierto, a la divagacin soadora, a la diplo-macia con lo radicalmente otro, Buenos Aires lo devolva a lo peor de la urbanidad. Me siento aprisionado en una jaula de cemento, la gente co-rre de un lado a otro como si estuviera desespe-rada por alguna razn, deca a tres semanas de su arribo. Al poco tiempo comprendi que deba buscar un lugar ms adecuado a su sensibilidad y encontr en la Patagonia un terreno natural lo suficientemente inhspito como para saciar sus deseos de aventura y soledad. La zona acarreaba

    la historia de ser un terreno propenso a los con-flictos limtrofes: dominada pero desierta, segua siendo una incgnita militar y, sobre todo, civil. Desde 1922, los militares se haban dedicado a sobrevolar el sur con la intencin de sortear esa distancia infinita entre el centro y sus perife-rias, aunque los resultados estuvieron lejos de ser alentadores. Sin embargo, esas primeras in-cursiones terminaron sirviendo de posta para el desarrollo ulterior de las vas comerciales areas que lograra la filial francesa, bajo la direccin de Saint-Exupry. La complementariedad de objeti-vos militares y mercantiles sellaba un punto de comunin que terminara dando el tono al imagi-nario de la aviacin argentina. El avin era sin-nimo de proeza, de comunicacin, de velocidad y, en especial, de guerra. Sin enemigos extranje-ros, pero sin sesgar en el deseo de encontrarlos en cualquier parte, los militares vieron dentro de Buenos Aires lo que otros deban buscar fuera de sus pases. El 6 de setiembre de 1930, Saint-Exupry anotaba en su diario: los aviones sobre-vuelan esta ciudad. Mucha gente se agolpa en las calles. Son el signo de que ha ocurrido un golpe militar, algo que nunca antes ocurri: el nuevo presidente es el Gral. Jos Flix Uriburu. (...) Es-cuch esta noche que han saqueado e incendiado la casa de Irigoyen.

    La ciudad contra las bestiasDesde entonces, los golpes de Estado acompaa-

    ron, sino es que terminaron de moldear, la forma definitiva de la ciudad, intentando domesticar al enemigo interior. Ese enemigo indio, salvaje, in-migrante, cabecita, ha sido siempre un verdadero trastorno somtico, una excusa que la ciudad se da para despatarrarse en su violencia, en su enamora-miento de la intimidad ms recelosa y privatista, en su arquitectura ampulosa y reservada.

    Aqu es necesario hacer una digresin aventu-rada. Dice David Vias que los Viajes de Sarmiento (1845-47) marcan un cambio radical en la mirada de la lite portea que dirigi el pas despus de Caseros. El ciudadano sarmientino ya no reveren-ciaba al europeo, sino que se senta un igual a l, habitaba el mismo Olimpo. De ah en ms, pode-

    mos suponer, su mirada sera area y en picada hacia los salvajes. Y ms all del coqueteo yrigo-yenista con los sectores populares, no sera sino hasta el peronismo que las masas migratorias del campo, huyendo despavoridas de las zonas semi feudales que la misma ciudad les depar en razn de una idea de pas que la tena a ella como nica beneficiaria, lograron acceder a la ciudad, es de-cir, a la civilizacin. Desde el balcn, inclinando la mirada imperceptiblemente hacia abajo, el l-der les aseguraba que, encima de ellos, no haba nadie, todos habitaban el Olimpo. Escandalizado, un poco delirante, arrastrando las pantuflas en el parqu del living y apuntando el odo hacia la ven-tana, el porteo de bien imaginaba el chapaleo de las bestias en la fuente y exiga, ya que ahora no se poda andar horizontalmente sin toparse con un ser extico, vuelo moral.

    El 16 de junio de 1955, cerca de las 15.30, desde la cabina de su Gloster Meteor (los sofisticados aviones a chorro que Pern haba trado de Gran Bretaa luego de la Segunda Guerra Mundial), un joven brigadier de 31 aos, indultado meses atrs luego de su participacin en la asonada del 51, observaba desde su vuelo rasante la Plaza de Mayo y sus alrededores, ya humeantes por el ata-que anterior de los aviones de la Marina. Para esa fecha, Pern haba planeado un acto de desagra-vio a la bandera argentina, prendida fuego frente a la Catedral y reemplazada por la del Vaticano en una celebracin del Corpus Christi das atrs. Ese jueves se desarrollara una exhibicin de vuelo. Es necesario aclarar que el mayor auge de la avia-cin argentina, como en casi todas las industrias, se vivi durante el peronismo. Una publicacin pequea, aunque no por eso menos ostentosa, de la Secretara de Informaciones, Alas Argentinas, resuma en 1951 que nada se omiti en procura de la creacin de una autntica y viril conciencia del aire. Esta realidad no amedrentara al anti-peronismo galopante en algunas armas, espe-cialmente en la Marina, para utilizar los aviones contra Pern y la poblacin en general. Un grupo minoritario de hombres de la Fuerza Area tam-bin se sublevara y acompaara el intento de golpe. Entre ellos, segn el minucioso trabajo del

    Archivo Nacional de la Memoria, se encontraba nuestro joven brigadier, quien luego de ametra-llar y bombardear se refugiara en Montevideo, hasta un nuevo indulto, para casi 20 aos des-pus, en 1976, convertirse en el intendente de la ciudad de Buenos Aires: Osvaldo Andrs Caccia-tore. Su gestin sera la ltima planificacin in-tegral del espacio urbano hasta hoy.

    En 1993, Cacciatore public un libro donde in-tenta sustentar, en base a datos indemostrables, valoraciones autoindulgentes, fuentes annimas y apreciaciones antojadizas (la ms grave de las cuales asoma en la primera oracin del primer captulo: la circunstancia de desempear una funcin pblica durante un gobierno de facto, no es obstculo para que se respeten las ideas republicanas), su labor al frente de la ciudad. Como positivista acrrimo que era, lo titul Solo los hechos. Antes siquiera de abrirlo, en el mar-gen inferior izquierdo de la tapa, percibimos que el nombre de la editorial vicia de nulidad, cuando no de patetismo, todos sus argumentos: Metfora. El diseo le hace justicia, porque unas letras rojo sangre se imprimen sobre un fondo negro y su fotografa, la nica a color de las cinco que aparecen, resalta el valor que l mismo se asignaba en las tinieblas que sembr. Pegada a l, una imagen area de la autopista 25 de Mayo, ampliada en el cuerpo del libro, y en cuyos de-talles podemos observar el tendal de escombros y la desolacin manifiesta a orillas del asfalto recin colocado. Aunque es cientficamente im-posible probar el vnculo entre su condicin de piloto y su proyecto urbanstico, las semejanzas con un bombardeo que dejaron las obras incon-clusas, las expropiaciones, las erradicaciones de las villas y las plazoletas salpicadas de cubos de cemento, trazan una lnea no del todo intangible entre su formacin (segn l mismo admite, en la Unidad de Bombardeo de San Luis), el espritu de la dictadura a la que responda y su proyecto ms encumbrado, las autopistas. Dos grandes premi-sas signan su obra: en trminos visuales, la ex-pulsin de los salvajes que afean la vista, y en tr-minos pragmticos, la eficacia de la circulacin automotriz. La primera implicaba la mirada de

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    la superioridad; la segunda, la elevacin misma de la calle, un avin rodante para cada quien, de modo de evitar la ciudad invadida. Oscar Oszlak, en Merecer la ciudad, sostiene que, por varias razones, pueden pensarse los 8 aos de la ltima dictadura como una revolucin, sin connota-ciones populares, claro, una revolucin desde

    arriba, al estilo bismarckiano. Y apunta resulta-dos contundentes de la gestin. Por primera vez en su historia, la ciudad decrece en poblacin, pierde una cantidad neta de unos 200.00 ha-bitantes, la mayora de los cuales pertenecen a los barrios del sur y el este. Pero extraamente aumenta la cantidad de viviendas, aunque con

    una caracterstica novedosa: miles de nuevos edificios se erigieron en otrora apacibles zonas residenciales, albergando a una poblacin de me-dianos y altos ingresos que elega el departamento en altura como forma predominante.

    AterrizajeRegreso de noche a Buenos Aires en avin. La

    impresin es que, salvo por algunos sacudones, en el exterior no sucede concretamente nada. Por momentos, volamos sobre una llanura ne-gra que hace indistinguible el borde entre cielo y tierra, de modo que el movimiento en s resulta ms bien abstracto. Las luces del interior, los n-meros de los asientos, la lamparita del que lee, el celular de la que viaja al lado, se reflejan en el vidrio y proyectan una exterioridad fantasmal. La luna, cuando quiere, revela unos charcos de agua estancada de los cuales es aventurado decir si son lagos, lagunas o inundaciones. De pronto, como un espejismo, brota un ramillete de punti-tos color naranja, pequeas poblaciones distri-buidas sin un orden claro, entraables por esa simpata curiosa que despierta lo minsculo, manchones fugaces sobre cuyas vidas apenas si se puede hacer conjeturas breves, dado que el avance del paisaje los arroja rpidamente hacia lo negro y lo indistinto. Imperceptiblemente, esas manchitas aparecen ms seguido y ms grandes, y a pesar de su dispersin, algo las rene, dn-doles una identidad difusa pero comn, tal vez forjada en el hecho de ser un desprendimiento de aquella mancha enorme sobre el ngulo su-perior de la ventana, como si los pueblos, las casuchas, incluso las vidas mismas formaran un sistema de dependencia con ese gigante, ya no como satlites autnomos alrededor de un pla-neta, sino como pedazos de una explosin. En Vuelo nocturno, Saint-Exupry narra el viaje de un piloto desde la Patagonia a Buenos Aires y dice: apostado como un viga en el corazn de la noche, descubre que la noche revela al hombre: sus seales, sus luces, su inquietud. Tengo para m que la revelacin ms importante que deja el vuelo de noche es que la vida humana, en cual-quier parte del mundo, depende exclusivamente

    de la energa elctrica, y que si ella desapare-ciera por algn motivo, alcanzaramos un estado de hordas salvajes, arrancndonos pedazos en la oscuridad, el cemento y la desesperacin.

    Buenos Aires de noche, entonces. La vista es maravillosa y atroz. Todo se ha convertido en luz y, a pesar del brillo, o justamente gracias a l, nada tiene identidad propia, toda particula-ridad se disuelve en un magma elctrico cuyo atractivo radica ms en la fascinacin que en la belleza. Desde arriba y de noche, la ciudad, en tanto organizacin de la vida, revela su carcter de escenario, su dimensin espectacular. El avin comienza a descender y me acomodo para pre-senciar algo importante. Quisiera reconocer algo de m mismo, saber si entre Buenos Aires ciudad y Buenos Aires provincia hay algo as como una frontera, un lmite arbitrario que explique las di-ferencias que le atribuyo a mi identidad respecto de mis amigos porteos. No encuentro nada.

    Aterrizamos y recupero una sensacin de materialidad que, a causa de haberla extraviado en la intangibilidad del vuelo, la asumo con algo de extraeza, e incluso de pesadez. El con-tacto de los pies con las alfombras, las baldosas y el pavimento de tierra firme convulsionan el nimo: desde abajo y hasta la tapa de los sesos un golpe seco estremece el cuerpo por unos se-gundos, como una reprimenda a nuestra condi-cin bpeda y terrenal. La sensacin de castigo se prolonga hasta tanto uno se acostumbra nue-vamente a su vida ordinaria, y en algunos casos esto puede tomar das.

    En casa, sobreexcitado por el viaje, enciendo la televisin. La autopista 25 de Mayo, vertiginosa, es el teln de fondo del canal de noticias ms impor-tante del pas. Igualmente indetenible es la cinta electrnica de palabras que pulula de una punta a otra de la pantalla, transportando un caudal ca-tico e inconexo de noticias que tapona cualquier razonamiento. Percibo sin alarma que el bombar-deo incesante de estmulos nerviosos busca relle-nar los vacos propios de la vida ms bien inspida y sin sobresaltos de los espectadores. Espero las predicciones errticas de los meteorlogos. Ma-ana, el cielo estar parcialmente nublado