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  • DINO BUZZATI

    Los siete mensajerosLos siete mensajeros y otros relatosy otros relatos

    Traduccin Javier Set1996 Alianza Editorial S.A., Madrid, Espaa

  • LOS SIETE MENSAJEROS .................................................................................................... 3 SIETE PLANTAS ................................................................................................................ 6 TORMENTA EN EL RO ..................................................................................................... 16 LA CAPA ...................................................................................................................... 18 LA MATANZA DEL DRAGN .............................................................................................. 21 NOTICIAS FALSAS .......................................................................................................... 30 MIEDO EN LA SCALA ..................................................................................................... 35 UNA GOTA ................................................................................................................... 58 LA CANCIN DE GUERRA ................................................................................................. 60 EL PASILLO DEL GRAN HOTEL .......................................................................................... 63 INVITACIONES SUPERFLUAS .............................................................................................. 65 EL HUNDIMIENTO DE LA BALIVERNA ................................................................................ 67 ALGO HABA SUCEDIDO .................................................................................................. 71 EL DERRUMBAMIENTO .................................................................................................... 74 UNA CARTA DE AMOR .................................................................................................... 79 EL COLOMBRE ............................................................................................................... 83 MUY CONFIDENCIAL AL SEOR DIRECTOR .......................................................................... 87 LA CHAQUETA EMBRUJADA .............................................................................................. 92 EL ASCENSOR ................................................................................................................ 96 MUCHACHA QUE CAE ................................................................................................... 100 LOS BULTOS DEL JARDN ............................................................................................... 103 GARAJE EREBUS ......................................................................................................... 106 Y SI? ....................................................................................................................... 110 EXTRAOS NUEVOS AMIGOS .......................................................................................... 113 LA NIA OLVIDADA ...................................................................................................... 117 EL ASALTO AL GRAN CONVOY ........................................................................................ 119 LA MUJER CON ALAS .................................................................................................... 128 EL PERRO QUE VIO A DIOS ............................................................................................ 136 EL MAESTRO DEL JUICIO UNIVERSAL ............................................................................. 153

  • Los siete mensajerosI sette messaggeri

    Part a explorar el reino de mi padre, pero da a da me alejo ms de la ciudad y las noticias que me llegan se hacen cada vez ms escasas.

    Comenc el viaje apenas cumplidos los treinta aos y ya ms de ocho han pasado, exactamente ocho aos, seis meses y quince das de ininterrumpida marcha. Cuando part, crea que en pocas semanas alcanzara con facilidad los confines del reino; sin embargo, no he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes hombres que hablaban mi misma lengua, que decan ser sbditos mos.

    A veces pienso que la brjula de mi gegrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir siempre hacia el medioda, en realidad quiz estemos dando vueltas en torno a nosotros mismos, sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital; esto podra explicar por qu todava no hemos alcanzado la ltima frontera.

    Ms a menudo, sin embargo, me atormenta la duda de que este confn no exista, de que el reino se extienda sin lmite alguno y de que, por ms que avance, nunca podr llegar a su fin.

    Emprend el camino cuando tena ya ms de treinta aos, demasiado tarde quizs. Mis amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un intil dispendio de los mejores aos de la vida. En realidad, pocos de aquellos que eran de mi confianza aceptaron acompaarme.

    Aunque despreocupado mucho ms de lo que lo soy ahora!, pens en el modo de poder comunicarme durante el viaje con mis allegados y, de entre los caballeros de mi escolta, eleg a los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros.

    Crea, ignorante de m, que tener siete era incluso una exageracin. Con el tiempo advert, por el contrario, que eran ridculamente pocos, y eso que ninguno de ellos ha cado nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha reventado ninguna cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devocin que difcilmente podr nunca recompensar.

    Para distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguan el orden alfabtico: Alejandro, Bartolom, Cayo, Domingo, Escipin, Federico y Gregorio.

    Poco habituado a estar lejos de casa, mand al primero, Alejandro, la noche del segundo da de viaje, cuando habamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envi al segundo, luego al tercero, luego al cuarto, y as de forma consecutiva hasta la octava noche del viaje, en que parti Gregorio. El primero an no haba vuelto. ste nos alcanz la dcima noche, mientras nos hallbamos plantando el campamento para pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez haba sido inferior a la prevista; yo haba pensado que, yendo solo y montando un magnfico corcel, podra recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros; sin embargo, slo haba podido recorrer la equivalente a una vez y media; en una jornada, mientras nosotros avanzbamos cuarenta leguas, l devoraba sesenta, pero no ms.

    Lo mismo ocurri con los dems. Bartolom, que parti hacia la ciudad la tercera noche de viaje, volvi la decimoquinta. Cayo, que parti la cuarta, no regres hasta la vigsima. Pronto comprob que bastaba multiplicar por cinco los das empleados hasta el momento para saber cundo nos alcanzara el mensajero.

  • Como cada vez nos alejbamos ms de la capital, el itinerario de los mensajeros aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta das de camino, el intervalo entre la llegada de un mensajero y la de otro comenz a espaciarse de forma notable; mientras que antes vea volver al campamento uno cada cinco das, el intervalo se hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad se haca cada vez ms dbil; pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia.

    Pasados que fueron seis meses habamos atravesado ya los montes Fasanos, el intervalo entre una llegada y otra aument a cuatro meses largos. Ahora me traan noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de humedad a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traa.

    Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban por encima de m eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cpula azul que penda sobre m, de que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idntico el canto de los pjaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pjaros me parecan verdaderamente cosas nuevas y diferentes, y yo me senta extranjero.

    Adelante, adelante! Vagabundos que encontrbamos por las llanuras me decan que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba las expresiones de desaliento que nacan en sus labios. Cuatro aos haban pasado ya desde mi partida; qu esfuerzo ms prolongado. La capital, mi casa, mi padre, se haban hecho extraamente remotos, apenas me parecan reales. Veinte meses largos de silencio y de soledad transcurran ahora entre las sucesivas comparecencias de los mensajeros. Me traan curiosas cartas amarilleadas por el tiempo y en ellas encontraba nombres olvidados, formas de expresin inslitas para m, sentimientos que no consegua comprender. A la maana siguiente, despus de slo una noche de descanso, cuando nosotros reanudbamos el camino, el mensajero parta en direccin opuesta, llevando a la ciudad las cartas que haca tiempo yo haba preparado.

    Sin embargo, han pasado ocho aos y medio. Esta noche, estaba cenando solo en mi tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansando, an consegua sonrer. Haca casi siete aos que no lo vea. Durante todo este largusimo perodo no ha hecho otra cosa que correr a travs de prados, bosques y desiertos, cambiando quin sabe cuntas veces de cabalgadura para traerme ese mazo de sobres que todava no he tenido ganas de abrir. l se ha ido ya a dormir y volver a marcharse maana mismo al alba.

    Volver a marcharse por ltima vez. Con lpiz y papel he calculado que, si todo va bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y l haciendo el suyo, no podr volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro aos. Para entonces yo tendr setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la muerte se me lleve antes. Por tanto, no podr volver a verlo nunca ms.

    Dentro de treinta y cuatro aos (antes ms bien, mucho antes) Domingo vislumbrar de forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntar cmo es que entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen mensajero entrar en mi tienda con las cartas amarilleadas por los aos, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmvil, tendido sobre el lecho, con dos soldados flanquendome con antorchas, muerto, se detendr en el umbral.

    Aun as, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi ltimo saludo a la ciudad donde nac. T eres el vnculo superviviente con el mundo que antao fue tambin mo. Los ltimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona ha pasado a mi hermano mayor, que

  • me dan por perdido, que all donde antes estaban los robles bajo los cuales sola ir a jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi vieja patria.

    T eres el ltimo vnculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipin, que me alcanzar, si Dios quiere, dentro de un ao y ocho meses, no podr volver a marchar porque no le dara tiempo a volver. Despus de ti, Domingo, el silencio, a no ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto ms avanzo, ms me voy convenciendo de que no existe frontera.

    No existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan ni montaas que cierren el paso. Probablemente cruzar el lmite sin advertirlo siquiera e, ignorante de ello, continuar avanzando.

    Por esta razn pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipin y los otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen por delante, precedindome, para que yo pueda saber con antelacin aquello que me aguarda.

    Desde hace un tiempo, se despierta en m por las noches una agitacin inslita, y no es ya la nostalgia por las alegras abandonadas, como ocurra en los primeros tiempos del viaje; es ms bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hada las que me dirijo.

    Da a da, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando y hasta ahora a nadie se lo he confesado cmo en el cielo resplandece una luz inslita como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueos, y cmo las plantas, los montes, los ros que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no s expresar.

    Maana por la maana una esperanza nueva me arrastrar todava ms adelante, hacia esas montaas inexploradas que las sombras de la noche estn ocultando. Una vez ms levantar el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotsima mi intil mensaje.

  • Siete plantasSette piani

    Despus de un da de viaje en tren, Giuseppe Corte lleg, una maana de marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tena un poco de fiebre, pero aun as quiso hacer a pie el camino entre la estacin y el hospital, llevando su pequea maleta de viaje.

    Si bien no tena ms que una manifestacin incipiente sumamente leve, le haban aconsejado dirigirse a aquel clebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los mdicos y la ms racional sistematizacin de las instalaciones.

    Cuando lo divis desde lejos lo reconoci por haberlo visto ya en fotografa en un folleto publicitario Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresin. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonoma de hotel. Estaba rodeado completamente de altos rboles.

    Despus de un breve reconocimiento a la espera de un examen ms detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitacin de la sptima y ltima planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extenda sobre uno de los barrios ms bonitos de la ciudad. Todo era plcido, hospitalario y tranquilizador.

    Giuseppe Corte se meti sin dilacin en la cama y, encendiendo la luz que tena a la cabecera, comenz a leer un libro que haba llevado. Poco despus entr una enfermera para preguntarle si quera algo.

    Giuseppe Corte no quera nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo informacin acerca del sanatorio. Se enter as de la extraa peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta segn su gravedad. En la sptima, es decir en la ltima, se acogan las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y as sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravsimos. En la primera, aquellos para los que no haba esperanza.

    Este singular sistema, adems de agilizar mucho el servicio, impeda que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compaero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento poda graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.

    De ello se derivaba que los enfermos se dividan en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeo mundo autnomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecan de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la direccin de un mdico distinto, se haban creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los mtodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institucin una nica orientacin fundamental.

    Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padecindole que la fiebre haba desaparecido, se lleg a la ventana y mir hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que tambin era nueva para l, sino con la esperanza de divisar a travs de aqulla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permita este gnero de observaciones. Giuseppe Corte concentr su atencin sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecan muy lejanas y no

  • alcanzaban a distinguirse ms que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayora estaban hermticamente cerradas por grises persianas.

    Corte advirti que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpata, pero no saban cmo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se anim y dijo:

    Usted tambin est aqu desde hace poco?Oh, no dijo el otro, yo ya hace dos meses que estoy aqu... call por un instante

    y despus, no sabiendo cmo continuar la conversacin, aadi: miraba ah abajo, a mi hermano.

    Su hermano?S explic el desconocido. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero l

    ha ido empeorando; piense que ahora est ya en la cuarta.Qu cuarta?La cuarta planta explic el individuo, y pronunci las dos palabras con tanto

    sentimiento y horror que Giuseppe Corte se qued casi sobrecogido de espanto.Tan graves estn los de la planta cuarta?Oh dijo el otro meneando con lentitud la cabeza, todava no son casos

    desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.Y entonces sigui preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace

    referencia a cosas trgicas que no le ataen, si en la cuarta estn ya tan graves, a la primera quines van a parar?

    Oh dijo el otro, en la primera estn los moribundos sin ms. All abajo los mdicos ya no tienen nada que hacer. Slo trabaja el sacerdote. Y naturalmente...

    Pero hay poca gente en la primera planta interrumpi Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmacin, ah abajo casi todas las habitaciones estn cerradas.

    Hay poca gente ahora, pero esta maana haba bastante respondi el desconocido con una sonrisa sutil. All donde las persianas estn bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas estn abiertas? Pero perdone aadi retirndose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien...

    El hombre desapareci del antepecho y la ventana se cerr con energa; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneci inmvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se vean confinados para morir; y se senta aliviado de saberse tan alejado. Descendan entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podra haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Slo en la primera planta, all abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecan ciegas y oscuras.

    El resultado del reconocimiento general tranquiliz a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se haba preparado ya para un veredicto severo y no se habra sorprendido si el mdico le hubiese declarado que deba asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba seas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigi palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo haba, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habra pasado.

    Entonces me quedo en la sptima planta? haba preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.

  • Pues claro! haba respondido el mdico palmendole amistosamente la espalda. Dnde pensaba que haba de ir? A la cuarta quiz? pregunt riendo, como para hacer alusin a la hiptesis ms absurda.

    Mejor as, mejor as dijo Corte. Sabe usted? Cuando uno est enfermo se imagina siempre lo peor...

    De hecho, Giuseppe Corte se qued en la habitacin que se le haba asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permita levantarse intim con algunos de sus compaeros de hospital. Sigui escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeo en sanar con rapidez; su estado, con todo, pareca seguir estacionario.

    Haban pasado unos diez das cuando se le present el supervisor de la sptima planta. Tena que pedirle un favor a ttulo meramente personal: al da siguiente tena que ingresar en el hospital una seora con dos nios; haba dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; consentira el seor Corte en trasladarse a otra habitacin igual de confortable?

    Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningn inconveniente; para l, una u otra habitacin era lo mismo; quiz incluso le tocara una enfermera nueva y ms mona.

    Se lo agradezco de corazn dijo el supervisor con una ligera inclinacin; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo aadi con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional se apresur a especificar al ver que Corte, que se haba incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitacin, y creo que ser dentro de dos o tres das, podr volver aqu arriba

    Le confieso dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningn nio que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.

    Pero es un traslado que no obedece a ningn motivo mdico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata nicamente de una gentileza con esta seora, que prefiere no estar separada de sus nios... Un favor aadi riendo abiertamente, ni se le ocurra que pueda haber otras razones!

    Puede ser dijo Giuseppe Corte, pero me parece de mal agero.

    De este modo Corte pas a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no corresponda en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se senta incmodo al pensar que entre l y el mundo normal, de la gente sana, se interpona ya un obstculo preciso. En la sptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todava en contacto con la sociedad de los hombres; poda considerarse ms bien casi una prolongacin del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el autntico interior del hospital; la mentalidad de los mdicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admita ya que en esa planta se albergaba a los enfermos autnticos, por ms que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitacin, con el personal y los mdicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella seccin la sptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por aficin, padecedores ms que nada de imaginaciones; slo en la sexta, por decirlo as, se empezaba de verdad.

  • De todos modos, Giuseppe Corte comprendi que para volver arriba, al lugar que le corresponda por las caractersticas de su enfermedad, hallara sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan slo para un esfuerzo mnimo, para regresar a la sptima planta deba poner en marcha un complejo mecanismo; no caba duda de que si l no chistaba, nadie tomara en consideracin trasladarlo nuevamente a la planta superior de los "casi sanos".

    Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compaeros de seccin que se hallaba con ellos slo por unos pocos das, que haba sido l quien haba accedido a descender una planta para hacer un favor a una seora y que en cuanto quedara libre una habitacin volvera arriba. Los otros asentan con escaso convencimiento.

    La conviccin de Giuseppe Corte hall plena confirmacin en el dictamen del nuevo mdico. Incluso ste admita que poda asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la sptima planta; su manifestacin era ab-so-lu-ta-men-te le-ve y fragmentaba esta definicin para darle importancia, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.

    No empecemos intervena en este punto el enfermo con decisin, me ha dicho que la sptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.

    Nadie dice lo contrario replicaba el doctor, yo no le daba ms que un simple consejo, no de m-di-co, sino de au-tn-ti-co a-mi-go! Su manifestacin, le repito, es levsima (no sera exagerado decir que ni siquiera est enfermo), pero en mi opinin se diferencia de manifestaciones anlogas en una cierta mayor extensin. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mnima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las clulas era la primera vez que Giuseppe Corte oa all dentro aquella siniestra expresin, el proceso destructivo de las clulas no ha hecho ms que comenzar, quiz ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo slo tiende, a atacar simultneamente respetables proporciones del organismo. Slo por esto, en mi opinin, puede ser tratado ms eficazmente aqu, en la sexta planta, donde los mtodos teraputicos son ms especficos e intensos.

    Un da le contaron que, despus de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento haba decidido cambiar la subdivisin de los enfermos. El grado de cada uno de stos, por decirlo as, se vea acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, segn su gravedad, en dos categoras (de hecho los respectivos mdicos hacan esta subdivisin, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se vea trasladada de oficio una planta ms abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente ms avanzadas, deban pasar a la quinta; y los menos leves de la sptima pasar a la sexta. La noticia alegr a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la sptima planta podra llevarse a cabo ms fcilmente.

    Cuando mencion esta su esperanza a la enfermera, se llev, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sera trasladado, pero no a la sptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no saba explicarle, estaba incluido en la mitad ms "grave" de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razn deba descender a la quinta.

    Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte mont en clera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quera or hablar de ningn traslado abajo, que se volvera a casa, que los derechos eran derechos y que la administracin del hospital no poda ignorar de forma tan abierta los diagnsticos de los facultativos.

  • Todava estaba gritando cuando el mdico lleg sin resuello para tranquilizarlo. Aconsej a Corte que se calmara si no quera que le subiera la fiebre, le explic que se haba producido un malentendido, cuando menos parcial. Lleg a admitir, incluso, que lo ms propio habra sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la sptima planta, pero aadi que tena acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad poda, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera l lograba explicarse cmo Corte haba sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la direccin, que haba llamado aquella misma maana preguntando por la ubicacin clnica exacta de Giuseppe Corte, se haba equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la direccin haba "empeorado" ligeramente su dictamen a propsito, ya que se le consideraba un mdico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.

    Por lo que se refera al tratamiento aadi an el facultativo, Giuseppe Corte no habra de lamentarlo; el mdico de la planta de abajo tena sin duda ms experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la direccin, a medida que se descenda. La habitacin era igual de cmoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: slo de la tercera planta para abajo la visin se vea estorbada por los rboles del permetro.

    Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tena fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponindose al injusto traslado. Y se dej llevar a la planta de abajo.

    El nico, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se hall en la quinta planta, fue saber que era comn opinin de los mdicos, los enfermeros y enfermos que en aquella seccin l era el menos grave de todos. En el mbito de aquella planta, en suma, poda considerarse con diferencia el ms afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponan entre l y el mundo de la gente normal.

    A medida que avanzaba la primavera, el aire se haca ms tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros das, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontera, cuando vea las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayora, que tanto se haban acercado, senta recorrerle un extrao escalofro.

    Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres das de estancia en la quinta planta, se manifest en su pierna derecha una erupcin cutnea que en los das siguientes no dio seas de reabsorberse. Era una afeccin, le dijo el mdico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le poda ocurrir a la persona ms sana del mundo. Para eliminarlo en pocos das, sera deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.

    Y me los pueden dar aqu, esos rayos digamma? pregunt Giuseppe Corte.Nuestro hospital respondi complacido el mdico desde luego dispone de todo.

    Slo hay un inconveniente...De qu se trata? pregunt Corte con un vago presentimiento.Inconveniente por decirlo as se corrigi el doctor; me refiero a que slo hay

    instalacin de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejara hacer semejante trayecto tres veces al da.

    Entonces nada?

  • Entonces lo mejor sera que hasta que le desaparezca la erupcin hiciera el favor de bajarse a la cuarta.

    Basta! aull Giuseppe Corte. Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, as reviente.

    Como a usted le parezca dijo, conciliador, el otro para no irritarle, pero, como mdico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohbo bajar tres veces al da.

    Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no consegua hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguant as, furioso, tres das, hasta que se vio obligado a ceder. Espontneamente, rog al mdico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.

    All abajo Corte advirti con inconfesado placer que representaba una excepcin. Los otros enfermos de la seccin estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podan abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo l poda permitirse el lujo de ir a pie desde su habitacin a la sala de rayos entre los parabienes y la admiracin de las propias enfermeras.

    Al nuevo mdico le precis con insistencia su especialsima situacin. Un enfermo que en el fondo tena derecho a la sptima planta haba ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupcin desapareciese, pretenda regresar arriba. No admitira en absoluto ninguna nueva excusa. l, que legtimamente habra podido estar todava en la sptima!

    La sptima, la sptima! exclam sonriendo el mdico, que acababa justamente de pasar visita. Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clnico, no ha habido grandes empeoramientos. Pero de ah a hablar de la sptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.

    Entonces usted dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, a qu planta me asignara?

    Bueno, no es fcil decirlo, no le hecho ms que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debera seguirle por lo menos una semana.

    Est bien insisti Corte, pero ms o menos s sabr.Para tranquilizarlo, el mdico simul concentrarse un momento; luego asinti con la

    cabeza y dijo con lentitud:Bueno, aunque slo sea para contentarle, podramos en el fondo asignarle a la

    sexta. S, s aadi como para convencerse a s mismo. La sexta podra estar bien.Crea as el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en

    cambio, se extendi una expresin de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los mdicos de las ltimas plantas lo haban engaado; y hete aqu que este nuevo doctor, a todas luces ms competente y ms sincero, en su fuero interno era evidente lo asignaba, no a la sptima, sino a la sexta planta, y quiz a la quinta, la inferior! La inesperada desilusin postr a Corte. Aquella noche la fiebre le subi de forma apreciable.

    Su estancia en la cuarta planta seal para Giuseppe Corte el perodo ms tranquilo desde que ingresara en el hospital. El mdico era una persona sumamente simptica, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas ms diversos. Y tambin Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba

  • convencerse de que perteneca an a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todava al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos pblicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversacin acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.

    Entre tanto, el deseo de una mejora cualquiera se haba convertido para l en una obsesin. Los rayos digamma, aunque haban conseguido detener la extensin de la erupcin cutnea, no haban bastado a eliminarla. Todos los das Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el mdico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irnico, sin conseguirlo.

    Dgame, doctor pregunt un da, cmo va el proceso destructivo de mis clulas?

    Pero qu expresiones son esas? le reconvino jovialmente el doctor. De dnde las ha sacado? Eso no est bien, no est bien, y menos en un enfermo! No quiero orle nunca ms cosas semejantes.

    Est bien objet Corte, pero as no me ha contestado.Oh, ahora mismo lo hago dijo el doctor, amable. El proceso destructivo de las

    clulas, por emplear su siniestra expresin, es, en su caso, mnimo, absolutamente mnimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.

    Obstinado? Quiere decir crnico?No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo

    dems, as son la mayora de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enrgicos y prolongados.

    Pero dgame, doctor, para cundo puedo esperar una mejora?Para cundo? En estos casos, las predicciones son ms bien difciles... Pero

    escuche aadi despus de una pausa meditativa, segn veo, tiene autntica obsesin por sanar... si no tuviera miedo de que se me enfade, le dara un consejo...

    Pues diga, diga, doctor...Pues bien, le plantear la cuestin en trminos muy claros. Si yo, atacado por esta

    enfermedad aunque fuera de forma levsima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontneamente hara que me asignaran, y desde el primer da, desde el primer da, comprende?, a una de las plantas ms bajas. Hara que me ingresaran directamente en la...

    En la primera? sugiri Corte con una sonrisa forzada.Oh, no!, en la primera no! respondi irnico el mdico, eso no! Pero en la

    segunda o la tercera, seguro que s. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son ms completas y potentes, el personal ms competente. Sabe usted, adems, quin es el alma de este hospital?

    No es el profesor Dati?En efecto, el profesor Dati. l es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el

    que proyect toda la instalacin. Pues bien, l, el maestro, est, por decirlo as, entre la primera y la segunda planta. Desde all irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega ms all de la tercera planta; de ah para arriba se dira que sus mismas rdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravan; el corazn del hospital est abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.

    As que, en definitiva dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa, usted me aconseja...

    Aada a eso una cosa continu imperturbable el doctor, aada que en su caso particular habra que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero ms bien molesta, que de prolongarse mucho podra deprimir la "moral"; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad

  • de espritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado ms que a medias. Que por qu? Puede ser tan slo casualidad, pero puede ser tambin que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las mquinas de rayos son mucho ms potentes. Las probabilidades de curar el eccema seran mucho mayores, Y luego, ve usted?, una vez la curacin en marcha, lo ms complicado ya est hecho. Una vez iniciada la recuperacin, lo difcil es volver atrs. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedir volver aqu con nosotros o incluso ms arriba, segn sus "mritos", incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la sptima, me atrevo a decir...

    Y usted cree que eso podr acelerar el tratamiento?De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo hara en su situacin.Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los das. Acab llegando el

    momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todava ms graves, decidi seguir el consejo y se traslad a la planta de abajo.

    En la tercera planta no tard en advertir que reinaba en la seccin, en el mdico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que all abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Not incluso que este regocijo aumentaba con los das: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, pregunt cmo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.

    Ah, pero es que no lo sabe? respondi la enfermera. Dentro de tres das nos vamos de vacaciones.

    Qu quiere decir eso de nos vamos de vacaciones?S. Durante quince das la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las

    plantas descansan por turno.Y los enfermos? Qu hacen con ellos?Como hay relativamente pocos, se renen dos plantas en una sola.Cmo? Renen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?No, no corrigi la enfermera, a los de la tercera y la segunda. Los que estn aqu

    tendrn que bajar.Bajar a la segunda? dijo Giuseppe Corte plido como un muerto. Tendr que

    bajar entonces a la segunda?Pues claro. Qu tiene de raro? Cuando, dentro de quince das, regresemos,

    volver usted a esta habitacin. No creo que sea para asustarse.Sin embargo, Giuseppe Corte misterioso instinto le adverta se vio embargado

    por el miedo. No obstante, ya que no poda impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le haca bien (el eccema se haba reabsorbido casi por completo), no se atrevi a oponerse al nuevo traslado. Pretendi, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitacin se pusiera un cartel que dijera: Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional. Esto no tena precedentes en la historia del sanatorio, pero los mdicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeas contrariedades podan provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.

    En el fondo se trataba de esperar quince das, ni uno ms ni uno menos. Giuseppe Corte empez a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y lneas ms solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba

  • el odo, pues le pareca or en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la seccin de los "condenados", vagos estertores de agona.

    Todo esto, naturalmente, contribua a entristecerlo. Y su mengua de serenidad pareca fomentar la enfermedad, la fiebre tenda a aumentar, la debilidad se haca ms pronunciada. Desde la ventana era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; slo la muralla verde de los rboles que rodeaban el hospital.

    Haban pasado siete das cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron sbitamente.

    Listos para el traslado? pregunt en tono de afable chanza el supervisor.Qu traslado? pregunt Giuseppe Corte con un hilo de voz. Qu bromas son

    estas? No faltan an siete das para que vuelvan los de la tercera planta?La tercera planta? dijo el supervisor como si no comprendiera. A m me han

    dado orden de llevarle a la primera, mire y le ense un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismsimo profesor Dati.

    El terror, la clera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. Ms bajo, ms bajo, haga el favor, suplicaron las enfermeras, aqu hay enfermos que no se encuentran bien!. Pero haca falta algo ms para calmarlo.

    Al fin acudi el mdico que diriga la seccin, una persona amabilsima y sumamente educada. Se inform, mir el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que haba habido un error, l no haba dado ninguna orden de ese tipo, desde haca algn tiempo haba un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada... Al cabo, despus de haber echado la bronca al subordinado, se volvi en tono corts al enfermo, deshacindose en excusas.

    Con todo, desgraciadamente aadi el mdico, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volver hasta dentro de dos das. Estoy absolutamente desolado, pero sus rdenes no se pueden transgredir. l ser el primero en lamentarlo, se lo garantizo... Un error as! No me explico cmo ha podido suceder!

    Un lastimoso estremecimiento haba empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse haba desaparecido por completo. El terror se haba apoderado de l como de un nio. Sus sollozos resonaban en la habitacin.

    De este modo, debido a aquel execrable error, alcanz la ltima etapa. l, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los mdicos ms severos, tena derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la sptima planta, en la seccin de los moribundos! La situacin era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi senta deseos de echar a rer a carcajadas.

    Tendido en la cama mientras la clida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes rboles a travs de la ventana con la impresin de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de glidos y fnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los rboles que le pareca divisar a travs de la ventana eran verdaderos: acab incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movan en absoluto.

    Esta idea lo agit hasta tal punto que Corte llam con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; slo entonces consigui tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente

  • rboles autnticos y que las hojas, aunque ligeramente, se vean agitadas por el viento de cuando en cuando.

    Una vez que sali la enfermera, transcurri un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. Cuntos aos s, tena que pensar en aos le haran falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?

    Pero cmo de repente se haca en la habitacin tanta oscuridad? Segua siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se senta paralizado por un extrao entumecimiento, mir el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama. Eran las tres y media. Volvi la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendan lentamente, cerrando el paso a la luz.

  • Tormenta en el roTemporale sul fiume

    Los juncos, las hierbas de la orilla, las pequeas matas de los sauces y los rboles grandes vieron llegar tambin aquel domingo de septiembre al seor mayor vestido de blanco.

    Muchos aos antes slo los troncos ms viejos lo recuerdan vagamente un desconocido haba empezado a pescar en aquel remanso solitario de aguas quietas y profundas. Cuando haca buen tiempo, todas las fiestas regresaba puntualmente.

    Un da haba dejado de venir solo; con l estaba un nio que jugaba entre las plantas y tena una vocecita clara. Lentamente haban pasado los aos: el seor cada vez ms fatigado, el chico cada vez ms grande. Y al final, un domingo de primavera, el viejo no apareci ms. Lleg nicamente el mozo, que se puso a pescar, solo.

    Luego el tiempo sigui consumindose. El mozo, que volva de cuando en cuando, perdi aquella su voz lmpida, tambin l comenz a envejecer. Pero tambin l un da regres acompaado.

    Una larga historia a la que todo el bosque es aficionado El segundo chico se hizo mayor y su padre no se dej ver ms. Todo esto, sin embargo, se ha confundido en la memoria de las plantas. Hace algunos aos que los pescadores vuelven a ser dos. Tambin el mes pasado, con el seor vestido de blanco vino el nio, que se sent con su pequea caa y empez a pescar.

    Las plantas los vuelven a ver con gusto, los esperan incluso toda la semana, en aquel gran aburrimiento del ro. Se distraen observndolos; oyendo las cosas que dice el nio, su voz fina que resuena tan bien entre las hojas; vindolos inmviles a los dos, sentados en la orilla, tranquilos como el ro que se remansa mientras por encima pasan las nubes.

    Algn insecto volador ha contado que padre e hijo viven en una gran casa en la colina cercana. Pero el bosque no sabe quines son con exactitud. Lo que s sabe es que todas las cosas tienen su conclusin, que tarde o temprano tambin el seor anciano no podr volver ms y que dejar venir al mozo solo.

    Hoy tambin, a la hora acostumbrada, se ha odo el rumor de las hojas movindose. Se ha odo un paso aproximndose. Pero el seor ha aparecido solo, un poco encorvado, un poco magro y cansado. Se ha dirigido a la pequea cabaa medio escondida entre la maleza donde se guardan desde tiempo inmemorial los aparejos de pesca. Esta vez el seor se demora ms de lo acostumbrado a revolver entre las viejas cosas en la caseta silenciosa.

    Ahora todo est inmvil y quieto; la campana de la iglesia cercana ha dejado de sonar. El pescador se ha quitado la chaqueta. Sentado al pie de un chopo, sujetando su caa, dejando tendido el sedal en el agua, forma una mancha blanca entre el verde. En el cielo hay dos grandes nubes, una con hocico de perro, la otra con forma de botella.

    El bosque est ansioso porque el nio no viene. Las otras veces las plantas acuticas se agitaban adrede para ahuyentar a los peces y envirselos al pequeo pescador. Resulta ms bien irritante ese hombre solo con esa cara demacrada y plida. Pero aunque los peces no acudan, el seor no se enfada. Sujetando en alto la caa, mira en derredor con lentitud.

  • Las caas de la orilla del ro atienden ahora a una gruesa viga cuadrada. Se ha quedado atascada entre las hierbas y aprovecha para contar una historia; explica que perteneca a un puente, que se cans de aquel trabajo, que cedi por la rabia que le tena al peso, haciendo venirse todo abajo. Las caas la escuchan, luego murmuran algo entre ellas, extienden en torno un rumor que se propaga por el prado hasta las ramas de los rboles y se difunde con el viento.

    Ahora el pescador alza la cabeza, mira en derredor como si tambin l hubiera odo. De la cercana cabaa llegan dos o tres golpecitos secos de origen misterioso. Dentro de ella se ha quedado encerrada una vieja mosca. Se ha despistado y da vueltas, vacilante, por la estancia. De cuando en cuando se para y se queda escuchando. Sus compaeras han desaparecido. Quin sabe dnde habrn ido. Extraa, esta atmsfera pesada.

    La mosca no se da cuenta de que es otoo, golpea aqu y all. Se oyen los pequeos choques de su cuerpo gordo que tropieza contra el ventanuco. Al fin y al cabo, no hay ninguna razn para que las otras se hayan ido. A travs de los cristales se alcanza a ver una nube de tormenta.

    El seor ha encendido un cigarro. De cuando en cuando sale de las ramas hacia arriba una bocanada de humo azul. El nio no vendr ya, la tarde est demasiado avanzada. La mosca ha conseguido huir de la cabaa por fin. El sol ha desaparecido entre las nubes. Hace poco, el viento ha empujado la viga, la ha apartado de las caas, abandonndola a las aguas libres. La historia ha quedado interrumpida. El madero se aleja, condenado a pudrirse en el mar.

    La tormenta se forma, pero el pescador no se ha movido, siempre inmvil, con la espalda apoyada en el tronco. Del cigarro, que se ha dejado caer encendido sobre el prado, se escapa el humo que el viento desgarra. Las nubes que se han vuelto negras dejan caer un poco de lluvia. Aqu y all, en el agua se forman crculos ntidos que se van haciendo mayores. En la cabaa cercana se repiten con ms insistencia los golpes inexplicables. Quin sabe por qu el seor no se va. Una gota ha dado justamente en la brasa del cigarro y lo ha apagado con un sutil rumor.

    De una grieta del cielo, a poniente, llega una luz fra y blanca de emboscadas. El viento azota los rboles, arranca de ellos una voz fuerte; mueve tambin la chaqueta blanca colgada de una rama. Ahora los rboles grandes, las pequeas matas de los sauces, las hierbas de la orilla y las plantas acuticas comienzan a comprender. Parece que el pescador se haya dormido, pese a que desde el final del horizonte los truenos se aproximan. Su cabeza est inclinada hacia delante, su barbilla presiona contra su pecho.

    Las hierbas sumergidas en el agua se agitan entonces para ahuyentar los peces y enviarlos, como las otras veces, hacia el sedal, pero la caa del pescador, ya no sujeta, ahora ha descendido lentamente; su punta est sumergida en el agua. Al dar contra ella, la plcida corriente se encrespa apenas.

  • La capaIl mantello

    Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regres a casa. Todava no haban dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un da gris de marzo y volaban las cornejas.

    Apareci de improviso en el umbral y su madre grit: Ah, bendito seas!, corriendo a abrazarlo. Tambin Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho ms pequeos, se pusieron a gritar de alegra. Haba llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueos del alba, que deba traer la felicidad.

    l apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Haba dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba an el gorro de pelo. Deja que te vea, deca entre lgrimas la madre retirndose un poco hacia atrs, djame ver lo guapo que ests. Pero qu plido ests...

    Estaba realmente algo plido, y como consumido. Se quit el gorro, avanz hasta la mitad de la habitacin, se sent. Qu cansado, qu cansado, incluso sonrer pareca que le costase.

    Pero qutate la capa, criatura dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qu alto, qu guapo, qu apuesto se haba vuelto (si bien un poco en exceso plido). Qutate la capa, trela ac, no notas el calor?

    l hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra s la capa, quiz por temor a que se la arrebataran.

    No, no, deja respondi, evasivo, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...

    Irte? Vuelves despus de dos aos y te quieres ir tan pronto? dijo ella desolada al ver de pronto que volva a empezar, despus de tanta alegra, la eterna pena de las madres. Tanta prisa tienes? Y no vas a comer nada?

    Ya he comido, madre respondi el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras. Hemos parado en una hostera a unos kilmetros de aqu...

    Ah, no has venido solo? Y quin iba contigo? Un compaero de regimiento? El hijo de Mena, quiz?

    No, no, uno que me encontr por el camino. Est ah afuera, esperando.Est esperando fuera? Y por qu no lo has invitado a entrar? Lo has dejado en

    medio del camino?Se lleg a la ventana y ms all del huerto, ms all del cancel de madera, alcanz a

    ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensacin de negro. Naci entonces en su nimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegra, una pena misteriosa y aguda.

    Mejor no respondi l, resuelto. Para l sera una molestia, es un tipo raro.Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, no?Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.Pues quin es? Por qu se te ha juntado? Qu quiere de ti?Bien no lo conozco dijo l lentamente y muy serio. Lo encontr por el camino.

    Ha venido conmigo, eso es todo.

  • Pareca preferir hablar de otra cosa, pareca avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambi inmediatamente de tema, pero ya se extingua de su rostro amable la luz del principio.

    Escucha dijo, te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? Te imaginas qu saltos de alegra? Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

    l se limit a sonrer, siempre con aquella expresin de aquel que querra estar contento pero no puede por algn secreto pesar.

    La madre no alcanzaba a comprender: por qu se estaba ah sentado, como triste, igual que el lejano da de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de das disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perda ms all de las montaas, en la inmensidad de los aos futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se poda pensar que tambin l estaba all en medio, tendido inmvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin haba vuelto, mayor, ms guapo, y qu alegra para Marietta. Dentro de poco llegara la primavera, se casaran en la iglesia un domingo por la maana entre flores y repicar de campanas. Por qu, entonces, estaba apagado y distrado, por qu no rea, por qu no contaba sus batallas? Y la capa? Por qu se la cea, tanto, con el calor que haca en la casa? Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, cmo poda avergonzarse delante de su madre? He aqu que, cuando las penas parecan haber acabado, naca de pronto una nueva inquietud.

    Con el dulce rostro ligeramente ceudo, lo miraba con fijeza y preocupacin, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. O acaso estaba enfermo? O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? Por qu no hablaba, por qu ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, pareca ms bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeos lo contemplaban mudos, con una extraa vergenza.

    Giovanni murmur ella sin poder contenerse ms. Por fin ests aqu! Por fin ests aqu! Espera un momento que te haga el caf.

    Corri a la cocina. Y Giovanni se qued con sus hermanos mucho ms pequeos que l. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se habran reconocido, tal haba sido el cambio en el espacio de dos aos. Ahora se miraban recprocamente en silencio, sin saber qu decirse, pero sonrindose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.

    Ya estaba de vuelta la madre y con ella el caf humeante con un buen pedazo de pastel. Vaci la taza de un trago, mastic el pastel con esfuerzo. Qu pasa? Ya no te gusta? Antes te volva loco!, habra querido decirle la madre, pero call para no importunarlo.

    Giovanni le propuso en cambio, y tu cuarto? no quieres verlo? La cama es nueva, sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lmpara nueva, ven a verlo... pero y la capa? No te la quitas? No tienes calor?

    El soldado no le respondi, sino que se levant de la silla y se encamin a la estancia vecina. Sus gestos tenan una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte aos. La madre se adelant corriendo para abrir los postigos (pero entr solamente una luz gris, carente de cualquier alegra).

    Est precioso dijo l con dbil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, tambin flamante, pos l la mirada en sus frgiles hombros, una mirada de inefable

  • tristeza que nadie, adems, poda ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrs de l, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.

    Sin embargo, nada. Muy bonito. Gracias, sabes, madre, repiti, y eso fue todo. Mova los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupacin, a travs de la ventana, el cancel de madera verde detrs del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.

    Te gusta, Giovanni? Te gusta? pregunt ella, impaciente por verlo feliz. Oh, s, est precioso! respondi el hijo (pero por qu se empeaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchsimo esfuerzo.

    Giovanni le suplic. Qu te pasa? Qu te pasa, Giovanni? T me ocultas algo, por qu no me lo quieres decir?

    l se mordi los labios, pareca que tuviese algo atravesado en la garganta.Madre respondi, pasado un instante, con voz opaca, madre, ahora me tengo que

    ir.Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, no? Vas donde Marietta, a que

    s? Dime la verdad, vas donde Marietta? y trataba de bromear, aun sintiendo pena.No lo s, madre respondi l, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre

    tanto, se encaminaba a la puerta y haba recogido ya el gorro de pelo, no lo s, pero ahora me tengo que ir, se est ah esperndome.

    Pero vuelves luego?, vuelves? Dentro de dos horas aqu, verdad? Har que vengan tambin el to Giulio y la ta, figrate qu alegra para ellos tambin, intenta llegar un poco antes de que comamos...

    Madre repiti el hijo como si la conjurase a no decir nada ms, a callar por caridad, a no aumentar la pena. Ahora me tengo que ir, ah est se esperndome, ya ha tenido demasiada paciencia y la mir fijamente...

    Se acerc a la puerta, sus hermanos pequeos, todava divertidos, se apretaron contra l y Pietro levant una punta de la capa para saber cmo estaba vestido su hermano por debajo.

    Pietro! Pietro! Estate quieto, qu haces?, djalo en paz, Pietro! grit la madre temiendo que Giovanni se enfadase.

    No, no! exclam el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de pao azul se haban abierto un instante.

    Oh, Giovanni, vida ma!, qu te han hecho? tartamude la madre hundiendo el rostro entre las manos. Giovanni, esto es sangre!

    Tengo que irme, madre repiti l por segunda vez con desesperada firmeza. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adis madre.

    Estaba ya en la puerta. Sali como llevado por el viento. Atraves el huerto casi a la carrera, abri el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a travs de los prados, hacia el norte, en direccin a las montaas. Galopaban, galopaban.

    Entonces la madre por fin comprendi; un vaco inmenso que nunca los siglos habran bastado a colmar se abri en su corazn. Comprendi la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quin era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quin era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompaar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevrselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrs del cancel, de pie, en medio del polvo, l, seor del mundo, como un pordiosero hambriento.

  • La matanza del dragnLuccisione del drago

    En mayo de 1902 un campesino del conde Gerol, un tal Giosu Longo, que sola salir de caza por las montaas, relat haber visto en el valle Seco un gran bicho que pareca un dragn. En Palissano, el ltimo pueblo del valle, exista desde haca siglos la leyenda de que entre determinadas gargantas ridas viva an uno de aquellos monstruos. Nadie, sin embargo, lo haba tomado nunca en serio. Esta vez, no obstante, el buen sentido de Longo, la precisin de su relato, los detalles de la aventura repetidos una y otra vez sin la ms mnima variacin, convencieron de que algo deba haber de cierto y el conde Martino Gerol decidi ir a ver. l, por supuesto, no pensaba en ningn dragn; poda darse, sin embargo, que alguna serpiente grande de una especie rara viviese entre aquellas gargantas deshabitadas.

    Le acompaaron en la expedicin el gobernador de la provincia Quinto Andrnico con su bella e intrpida mujer, Mara, el profesor Inghirami, naturalista, y su colega Fusti, especialmente experto en el arte del embalsamamiento. El indolente y escptico gobernador haba reparado haca tiempo en que su mujer senta gran atraccin por Gerol, pero no se mortificaba por ello. Incluso accedi de buena gana cuando Mara le propuso ir con el conde a cazar al dragn. No tena celos de Martino en absoluto; tampoco lo envidiaba aun siendo Gerol mucho ms joven, guapo, fuerte, audaz y rico que l.

    Poco despus de medianoche dos carrozas con una escolta de ocho cazadores a caballo partieron de la ciudad y hacia las seis de la maana llegaron al pueblo de Palissano. Gerol, la bella Mara y los dos naturalistas dorman; slo Andrnico estaba despierto e hizo que la carroza se detuviera delante de la casa de un antiguo conocido suyo, el mdico Taddei. Al poco rato, avisado por un cochero, el doctor, medio dormido, con el gorro de dormir en la cabeza, apareci en una ventana del primer piso. Andrnico, acercndose a ella, lo salud con jovialidad, explicndole el fin de la expedicin, y esper que el otro se echara a rer en cuanto oyera hablar de los dragones. Por el contrario, Taddei mene la cabeza manifestando desaprobacin.

    Yo en vuestro lugar no ira dijo resueltamente.Por qu? Pensis que no hay nada? Que son todo inventos?Eso no lo s respondi el doctor. Yo, personalmente, creo ms bien que el

    dragn existe, aunque no lo haya visto nunca. Pero no me metera en ese fregado. Es un asunto que me da mala espina.

    Mala espina? Queris hacerme creer, Taddei, que lo creis de verdad?Soy viejo, querido gobernador dijo el otro y tengo mis ideas. Puede que todo sea

    una patraa, pero tambin podra ser que fuera verdad; yo, en vuestro lugar, no me metera. Adems, escuchad: el camino es difcil de encontrar, todo son montaas marchitas, con derrumbamientos por todos sitios, basta un soplo de viento para provocar una hecatombe y no hay una gota de agua. Dejadlo correr, gobernador, idos ms bien all, a la Crocetta y sealaba una redonda montaa herbosa que dominaba el pueblo, all hay conejos para hartarse. Call un instante y aadi: Yo, de verdad, no ira. Adems, una vez o decir... pero da igual, os echaris a rer...

    Por qu habra de rerme? exclam Andrnico. Decidme, decid, decid.Pues bien, hay quien dice que el dragn echa humo, que ese humo es venenoso y

    que slo un poco basta para causar la muerte.

  • Contrariamente a lo que haba prometido, Andrnico solt una gran carcajada:Siempre he sabido que erais un reaccionario concluy, extravagante y

    reaccionario. Pero esta vez os habis pasado de la raya. Medieval sois, querido Taddei. Hasta esta noche, y con la cabeza del dragn!

    Salud con un gesto, volvi a subir a la carroza y dio orden de reanudar la marcha. Giosu Longo, que formaba parte de los cazadores y conoca el camino, pas a encabezar la comitiva.

    Por qu meneaba ese viejo la cabeza? pregunt la bella Mara que, entre tanto, se haba despertado.

    Por nada respondi Andrnico, era el bueno de Taddei, que a ratos perdidos hace tambin de veterinario. Hablbamos del afta epizotica.

    Y el dragn? dijo el conde Gerol, que se sentaba enfrente. Le has preguntado si sabe algo del dragn?

    A decir verdad, no respondi el gobernador. No quiero que se ran de m a mis espaldas. Le he dicho que hemos venido aqu a cazar un poco y nada ms.

    A medida que el sol se iba alzando, la somnolencia de los viajeros fue desapareciendo, los caballos avivaron el paso y los cocheros se pusieron a canturrear.

    Taddei era el mdico de nuestra familia. Antao contaba el gobernador tena una magnfica clientela. Un buen da, no s por qu desengao amoroso, se retir al campo. Luego debi de ocurrirle alguna otra desgracia y vino a enclaustrarse aqu. Otra desgracia y quin sabe dnde ir a parar; tambin l se convertir en una especie de dragn!

    Qu tonteras! dijo Mara un poco molesta. Todo el rato la historia del dragn, comienza a hacerse pesada la cancioncita, no habis hablado de otra cosa desde que salimos.

    Pero fuiste t quien quiso venir! replic con irnica dulzura su marido. Adems, cmo has podido or nuestra conversacin si has estado durmiendo todo el rato? Fingas acaso?

    Mara no respondi y miraba, inquieta, por la ventanilla. Observaba las montaas, que se iban haciendo cada vez ms altas, escarpadas y ridas. Al fondo del valle se vislumbraba una sucesin catica de cumbres, en su mayora de forma cnica, desnudas de bosques o prados, de color amarillento, de una desolacin sin par. Azotadas por el sol, resplandecan con una luz constante y fortsima.

    Eran alrededor de las nueve cuando los carruajes se detuvieron porque el camino acababa. Una vez fuera de la carroza, los cazadores advirtieron que se hallaban en el corazn de aquellas montaas siniestras. Vistas de cerca, parecan hechas de rocas a punto de quebrarse y caer, como de tierra; un inmenso derrumbamiento desde su cumbre hasta el fondo.

    Aqu comienza el sendero dijo Longo sealando un rastro de pasos que suba hasta la entrada de un vallecillo.

    Avanzando desde all, en tres cuartos de hora se llegaba al Burel, donde se haba visto al dragn.

    Habis cogido el agua? pregunt Andrnico a los cazadores.Hay cuatro garrafas; y adems dos de vino, excelencia respondi uno de los

    cazadores. Hay suficiente, creo...Cosa rara. Ahora que estaban lejos de la ciudad, encerrados en las montaas, la idea

    del dragn comenzaba a parecer menos absurda. Los viajeros miraban en derredor sin descubrir nada que los tranquilizara. Crestas amarillentas donde nunca haba habido un alma, vallejos que se adentraban a un lado y al otro, ocultando a la vista sus recovecos: una enorme desolacin.

  • Echaron a andar sin decir palabra. Delante iban los cazadores con los fusiles, las culebrinas y dems pertrechos de caza, luego iba Mara y, por ltimo, los dos naturalistas. Afortunadamente, el sendero todava estaba sumido en sombra; entre las tierras amarillas, el sol habra sido un suplicio.

    Tambin el vallejo que llevaba al Burel era estrecho y tortuoso; no haba torrente en su lecho, tampoco plantas ni hierbas a los lados, slo piedras y cascajo. Ni un canto de pjaros o de agua, slo aislados susurros de grava.

    Mientras el grupo avanzaba de este modo, apareci de abajo, andando con ms rapidez que ellos, un muchacho con una cabra muerta a la espalda. Eso es para el dragn, dijo Longo; y lo dijo con la ms completa naturalidad, sin ningn nimo de chanza. La gente de Palissano, explic, era sumamente supersticiosa y todos los das mandaba una cabra al Burel para apaciguar al monstruo. Llevaba la ofrenda, por turno, un joven del pueblo. Guay si el monstruo haca or su voz! Sobrevena la desgracia.

    Y el dragn se come todos los das la cabra? pregunt, jocoso, el conde Gerol.A la maana siguiente nunca hay nada, eso es infalible.Ni siquiera los huesos?No, ni siquiera los huesos. Se los come dentro de la cueva.Y no podra ser que fuera alguien del pueblo a comrsela? pregunt el

    gobernador. Todos conocen el camino. Alguien ha visto alguna vez realmente que el dragn se llevara la cabra?

    Eso no lo s, excelencia respondi el cazador.Entre tanto, el joven de la cabra les haba alcanzado.Eh, muchacho! dijo el conde Gerol con su voz autoritaria. Cunto quieres por

    esa cabra?No puedo venderla, seor respondi aqul.Ni siquiera por diez escudos?Ah, por diez escudos... condescendi el muchacho, me ir por otra y dej al

    animal en el suelo.Andrnico pregunt al conde Gerol:Y para qu quieres esa cabra? Espero que no sea para comrtela.Ya vers, ya vers para lo que la quiero dijo el otro evasivamente.Sujetaron la cabra al hombro de un cazador, el zagal de Palissano volvi a bajar a la

    carrera hacia el pueblo (evidentemente, iba a procurarse otro animal para el dragn) y la comitiva se puso nuevamente en marcha.

    Al cabo de algo menos de una hora llegaron por fin. El valle se abra inesperadamente en un amplio circo salvaje, el Burel, una especie de anfiteatro rodeado de murallas de tierra y rocas en precario, de color amarillo rojizo. Justo en el medio, en la cima de un cono de cascajo, un negro agujero: la cueva del dragn.

    Es all dijo Longo. Se detuvieron a poca distancia, sobre una terraza de grava que proporcionaba un inmejorable punto de observacin una decena de metros sobre el nivel de la cueva y casi enfrente de sta. La terraza tena tambin la ventaja de no ser accesible desde abajo al estar defendida por una pequea pared vertical. Mara poda estar all con la mxima seguridad.

    Callaron, aguzando los odos. Tan slo se oa el desmesurado silencio de las montaas, turbado por algn susurro de grava. A veces a la derecha, a veces a la izquierda, una cornisa de tierra se rompa de improviso y finos regueros de gravilla comenzaban a correr, detenindose con esfuerzo. Esto daba al paisaje un aspecto de ruina perenne; parecan montaas dejadas de la mano de Dios que se deshicieran poco a poco.

    Y si hoy no sale el dragn? pregunt Quinto Andrnico.

  • Tengo la cabra replic Gerol. Te olvidas de que tengo la cabra!Se comprendi lo que quera decir. El animal habra de servir de seuelo para hacer

    salir al monstruo de la cueva.Comenzaron los preparativos: dos cazadores treparon con esfuerzo una veintena de

    metros por encima de la entrada de la cueva para arrojar piedras en caso de ser necesario. Otro fue a dejar la cabra encima del pedregal, no lejos de la gruta. Otros se apostaron a los lados, bien protegidos detrs de grandes peas, con las culebrinas y los fusiles. Andrnico no se movi, con la intencin de verlo todo.

    La bella Mara callaba. En ella se haba desvanecido toda osada. Con cunta alegra se habra vuelto de inmediato. Pero no se atreva a decrselo a nadie. Sus miradas recorran las paredes que la rodeaban, las cicatrices dejadas por los derrumbamientos antiguos y recientes, las pilastras de tierra roja que parecan ir a caer de un momento a otro. Su marido, el conde Gerol, los dos naturalistas, los cazadores, le parecan poca gente, poqusima, contra tanta soledad.

    Una vez colocada la cabra muerta delante de la gruta, comenzaron la espera. Eran las diez bien entradas y el sol haba invadido completamente el Burel, sumindolo en un calor intenso. Oleadas ardientes reverberaban de un lado a otro. Para proteger de los rayos al gobernador y a su mujer, los cazadores levantaron como pudieron una especie de dosel con las mantas de la carroza; y Mara no cesaba de beber.

    Atencin! grit de repente el conde Gerol, de pie sobre una pea que estaba abajo, sobre el pedregal, con una carabina en la mano y un mazo de metal al cinto.

    Un estremecimiento los recorri a todos y contuvieron el aliento al ver salir de la boca de la cueva algo vivo. El dragn! El dragn! gritaron dos o tres cazadores no se saba si con alegra o con aprensin.

    El ser emergi a la luz con un serpenteo trmulo como de culebra. All estaba el monstruo de las leyendas cuya sola voz haca temblar a todo un pueblo!

    Oh, qu feo! exclam Mara con evidente alivio, ya que se esperaba algo mucho peor.

    Valor, valor! grit un cazador en son de broma. Y todos recobraron la confianza en s mismos.

    Parece un pequeo ceratosaurus! dijo el profesor Inghirami, que haba recuperado la suficiente presencia de nimo para los problemas de la ciencia.

    De hecho, el monstruo, poco ms largo de dos metros, con una cabeza parecida a la de los cocodrilos si bien ms corta, un cuello de lagartija en grande, trax abultado, cola corta y una especie de cresta flccida a lo largo del lomo, no pareca muy terrible. Ms que la modestia de sus dimensiones, eran sus movimientos premiosos, su color terroso de pergamino (con alguna estra verduzca), la apariencia general de flojedad del cuerpo, los que disipaban el miedo. El conjunto expresaba una vejez inmensa. Si era un dragn, era un dragn decrpito, casi al trmino de su existencia.

    Toma! grit mofndose uno de los cazadores subidos encima de la boca de la cueva, y lanz una piedra contra la bestia.

    El canto cay a plomo y alcanz exactamente el crneo del dragn. Se oy con toda nitidez un toc sordo, como de calabaza. Mara experiment un estremecimiento de repugnancia.

    El golpe fue fuerte, pero insuficiente. Inmvil, como atontado, por unos instantes, el reptil comenz a sacudir el cuello y la cabeza lateralmente, dolindose. Sus mandbulas se abran y cerraban alternativamente, dejando entrever una hilera de agudos dientes, pero no se oa voz ninguna. Despus el dragn baj por la grava en direccin a la cabra.

  • Te han dejado la cabeza tonta, eh? se burl el conde Gerol, que de pronto haba dejado a un lado su altivez. Pareca embargado de una gozosa excitacin, saboreando por anticipado la matanza.

    Un tiro de culebrina disparado desde una treintena de metros err el blanco. La detonacin hiri el aire estancado, levant tristes bramidos entre las murallas, de las que comenzaron a deslizarse innumerables pequeos derrumbamientos.

    Casi inmediatamente dispar la segunda culebrina. El proyectil alcanz al monstruo en una de las patas de atrs, de la cual man al punto un hilo de sangre.

    Mira cmo baila! exclam la bella Mara, cautivada tambin por el cruel espectculo. Al sentir el dolor de la herida, la bestia, de hecho, se haba puesto a girar sobre s misma, brincando, con lastimosa agitacin. Llevaba a rastras la pata herida, dejando sobre la grava un rastro de lquido negro.

    Por fin el reptil consigui llegar hasta la cabra y aferrarla con los dientes. Iba a retirarse cuando el conde Gerol, para hacer gala de su valor, se le acerc hasta casi dos metros y le descarg la carabina en la cabeza.

    Una especie de silbido sali de las fauces del monstruo. Y pareci que intentase dominarse, que reprimiese su rabia, que no emitiese toda la voz que albergaba en el cuerpo, que un motivo ignorado para los hombres le indujese a contenerse. El proyectil de la carabina le haba dado en el ojo. Gerol, hecho el disparo, retrocedi a la carrera y todo el mundo esper que el dragn cayese redondo. Pero la bestia no cay redonda, su vida pareca inextinguible como fuego de pez. Con el perdign de plomo en el ojo, el monstruo engull calmosamente la cabra, vindose dilatarse su cuello como si fuera de goma a medida que pasaba por l el gigantesco bocado. Luego retrocedi hasta el pie de las rocas y comenz a trepar por la pared, a un lado de la cueva. Ascenda trabajosamente, a menudo desprendindose la tierra bajo sus patas, deseoso de salvarse. Arriba se curvaba un cielo lmpido y descolorido, el sol secaba con rapidez las huellas de sangre.

    Parece una cucaracha en una palangana dijo en voz baja el gobernador Andrnico hablando para s.

    Qu dices? le pregunt su mujer.Nada, nada dijo l.Vete t a saber por qu no entra en la cueva! observ el profesor Inghirami,

    evaluando con lucidez todos los aspectos cientficos de la escena.Teme quedarse atrapado sugiri Fusti.Ms bien debe de estar completamente atontado. Adems, cmo quiere que haga

    semejante razonamiento? Un ceratosaurus...No es un ceratosaurus dijo Fusti. He reconstruido muchos para los museos, pero

    son diferentes. Dnde estn las pas de la cola?Las tiene escondidas replic Inghirami. Mira ese abdomen hinchado. La cola se

    enrosca debajo y no las deja ver.Estaban as hablando cuando uno de los cazadores, aquel que haba disparado el

    segundo tiro de culebrina, se dirigi a la carrera hacia la terraza donde se hallaba Andrnico, con la evidente intencin de marcharse.

    Adnde vas? Adnde vas? le grit Gerol. Qudate en tu puesto hasta que hayamos acabado.

    Me voy respondi el cazador con firmeza. Esto no me gusta. Esta clase de caza no me va.

    Qu quieres decir? Tienes miedo. Es eso lo que quieres decir?No, seor, yo no tengo miedo.S tienes miedo, te digo; si no, te quedaras en tu puesto.

  • No tengo miedo, os repito. Ms bien sois vos quien ha de avergonzarse, seor conde.

    Conque avergonzarme? replic furioso Martino Gerol. Miserable tunante, bribn, que no eres otra cosa. Apuesto a que eres de Palissano, un gallina. Vete antes de que te d una leccin. Y t, Beppi? Adnde vas t ahora? volvi a gritar el conde, pues otro cazador se retiraba.

    Tambin yo me voy, seor conde. No quiero tener nada que ver con esta carnicera.

    Ah, cobardes aullaba Gerol. Cobardes, si pudiera moverme me las pagarais!No es miedo, seor conde replic el segundo cazador. No es miedo. Pero ya

    veris cmo esto acaba mal.Vosotros s que lo vais a ver! y, cogiendo una piedra, el conde la lanz con todas

    sus fuerzas contra el cazador. Pero el proyectil no alcanz su objetivo.Hubo unos minutos de silencio mientras el dragn se afanaba en la pared sin

    conseguir incorporarse. La tierra y los guijarros caan, lo arrastraban cada vez ms abajo, all de donde haba partido. Salvo aquel rumor de piedras que entrechocaban, haba silencio.

    Al cabo se oy la voz de Andrnico:Tenemos todava para mucho? le grit a Gerol. Hace un calor infernal.

    Despacha de una vez a ese bicho. Qu tiene de agradable atormentarlo as, aunque sea un dragn?

    Y yo qu culpa tengo? respondi, irritado, Gerol. No ves que no se quiere morir? Tiene una bala en la cabeza y est ms vivo que antes...

    Call al ver al muchacho de antes comparecer en el borde del pedregal con otra cabra a la espalda. Sorprendido por la presencia de aquellos hombres, de aquellas armas, de aquellas huellas de sangre y sobre todo por el trajn del dragn queriendo subir las rocas, l, que nunca lo haba visto salir de la cueva, se haba detenido a observar la extraa escena.

    Eh! Muchacho! grit Gerol. Cunto quieres por esa cabra?Nada, no puedo respondi el joven. No os la vendo ni a precio de oro. Pero qu

    le habis hecho? aadi, abriendo los ojos hacia el monstruo sanguinolento.Estamos aqu para ajustar cuentas. Deberas estar contento. Desde maana, no ms

    cabras.Por qu no ms cabras?Maana ya no habr dragn dijo el conde sonriendo.Pero no podis hacerlo, no podis hacerlo, digo exclam el joven, asustado.Tambin t con la misma cancin! grit Martino Gerol. Trae aqu la cabra

    ahora mismo!Os digo que no replic con aspereza el otro, retirndose.Ah, vive Dios! y, llegndose hasta el joven, el conde le estamp un puo en

    plena cara, le arrebat la cabra de la espalda, lo arroj al suelo.Os digo que os arrepentiris, os arrepentiris, ya veris cmo os arrepents!

    exclam en voz baja el joven levantndose, porque no se atreva a contestar.Pero Gerol ya le haba dado la espalda.Ahora el sol haca arder la cuenca, apenas se podan tener los ojos abiertos, tanto

    deslumbraba el reflejo de la grava amarilla, de las rocas, otra vez de la grava y de los guijarros; nada en absoluto que ofreciera un descanso a la vista.

    Mara tena cada vez ms sed y beber no serva de nada. Dios mo, qu calor!, se quejaba. Incluso la visin del conde Gerol empezaba a cansarla.

  • Entre tanto, como surgidos de la tierra, haban aparecido decenas de hombres. Venidos probablemente de Palissano a la voz de que los forasteros haban partido hacia el Burel, estaban inmviles en el borde de varios crestones de tierra amarilla y observaban sin mover un dedo.

    Ahora tienes pblico intent bromear Andrnico volvindose hacia Gerol, que se afanaba alrededor de la cabra con dos cazadores.

    El joven levant la mirada hasta divisar a los desconocidos que lo estaban mirando. Hizo un gesto de desdn y sigui con su tarea.

    El dragn, extenuado, haba resbalado por la pared hasta el pedregal y yaca inmvil, palpitando tan slo su vientre hinchado.

    Listos! dijo un cazador levantando con Gerol la cabra del suelo. Haban abierto el vientre al animal e introducido dentro una carga explosiva unida a una mecha.

    Entonces se vio al conde avanzar impvido por el pedregal, acercarse al dragn hasta no ms de una decena de metros, dejar con toda tranquilidad la cabra en el suelo y retirarse despus extendiendo la mecha.

    Hubo que esperar media hora para que la bestia se moviera. Los desconocidos de pie en el borde de los crestones parecan estatuas; no hablaban ni siquiera entre ellos; su rostro expresaba desaprobacin. Insensibles al sol, que haba cobrado una fuerza extremada, no apartaban la mirada del reptil, como implorando que no se moviese.

    Sin embargo, el dragn, acertado en el lomo por un disparo de carabina, se volvi de improviso, vio la cabra y se arrastr hacia ella con lentitud. Estaba a punto de alargar la cabeza y aferrar la presa cuando el conde encendi la mecha. La llama corri con rapidez a lo largo de la cuerda, no tard en alcanzar la cabra y provoc la explosin.

    El estallido no fue ruidoso, mucho menos fuerte que los disparos de culebrina, un sonido seco pero opaco, como de tabla que se rompe. Pero el cuerpo del dragn sali despedido hacia atrs bruscamente y se vio entonces que el vientre se le haba abierto. Su cabeza volvi a agitarse penosamente a derecha e izquierda, como diciendo que no, que no era justo, que haban sido demasiado crueles y que ya no haba nada que hacer.

    El conde ri complacido, pero esta vez l solo.Qu horror! Ya basta! exclam la bella Mara cubrindose el rostro con las

    manos.S dijo lentamente su marido. Tambin yo creo que esto acabar mal.El monstruo, aparentemente exhausto, yaca en un charco de sangre negra. Entonces

    de sus flancos empezaron a salir dos hilos de humo oscuro, uno a la derecha y otro a la izquierda, dos fumarolas pesadas que ascendan con esfuerzo.

    Has visto? pregunt Inghirami a su colega.S, lo he visto confirm el otro.Dos orificios de fuelle, como en el ceratosaurus, los llamados oprculos

    hammerianos.No dijo Fusti. No es un ceratosaurus.En ese momento el conde Gerol, saliendo de detrs del peasco donde se haba

    resguardado, se adelant para rematar al monstruo. Estaba en medio del cono de grava con la maza metlica en la mano cuando todos los presentes lanzaron un alarido.

    Por un instante Gerol crey que era un grito de triunfo por la muerte del dragn. Luego advirti que algo se mova a sus espaldas. Se volvi de un brinco y vio, oh ridiculez, dos bestezuelas miserables que salieron tropezando de la cueva y avanzaron con bastante rapidez hacia l. Dos pequeos reptiles informes, no ms largos de medio metro, q