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82 rollingstone.es rollingstone.es 83 ASUNTOS E X T E R N O S ¿PAGARÁN POR LA CRISIS? LOS DELINCUENTES FINANCIEROS DERRIBARON LA ECONOMÍA MUNDIAL, PERO EL SISTEMA ESTÁ HACIENDO MÁS PARA PROTEGERLOS QUE PARA PROCESARLOS A LA CÁRCEL CON LOS DE WALL STREET POR Matt Taibbi ILUSTRACIÓN Blanca López E n un bar de washington, una inhóspita noche de nevada, un exinvestigador del Sena- do se ríe mientras acaba su cerveza. “Todo está jodido, y nadie va a la cárcel”, dice. “Ése es tu artículo. Demonios, no tienes que escribir nada más. Sólo eso”. “¿Sólo eso?” . “Exacto”, dice, pidiendo la cuenta a la camarera. “Todo está jodido, y nadie va a la cárcel. Ahí puedes acabar tu artículo”. Nadie va la cárcel. Ése es el mantra de la era de la crisis financiera, la que ha visto a casi todos los grandes bancos y compañías financieras de Wall Street enredados en escándalos que han empobre- cido a millones de personas y han destruído billo- nes de dólares de la riqueza mundial, y nadie ha ido a la cárcel. Nadie salvo Bernie Madoff, un extrava- gante y célebre artista del timo cuyas víctimas resultaron ser otras personas ricas y famosas. El resto, todos ellos, se han librado. Ni uno de los ejecutivos que prepararon y se beneficiaron de un boom financiero fraudulento –una estafa que impli- caba la venta masiva de valores mal administrados y fraudulentos respaldados por hipotecas– ha sido declarado culpable. Sus nombres ya son familiares: compañías como AIG, Goldman Sachs, Lehman Brothers, JP Morgan Chase, Bank of America, Morgan Stanley. La mayoría de estas firmas estu- vieron implicadas en elaborados fraudes y robos. Lehman escondió miles de millones en préstamos de sus inversores. El Bank of America mintió sobre miles de millones en dividendos. Goldman Sachs no avisó a sus clientes de cómo había armado las tóxi- cas hipotecas que estaba vendiendo. Aún peor: muchas de estas compañías tenían jefazos cuyas acciones costaron miles de millones a sus inversores y ninguno de ellos se ha visto entre rejas. En lugar de ello, los reguladores federales y los fiscales han dejado a los bancos y compañías finan- cieras que intentaron quemar la economía mundial www.elboomeran.com

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Page 1: a La cárceL con Los de Wa LL streeta un ejecutivo de Wall Street, no quiere esposarle ni confiscarle el yate, sólo hablar con él. En el pro-ceso, averigua que la empresa de su objetivo

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asuntos EXtErnos ¿pagarán por la crisis?

Los deLincuentes financieros derribaron La economía mundiaL, pero eL sistema está haciendo

más para protegerLos que para procesarLos

a La cárceL con Los de

WaLLstreet

Por Matt Taibbi ILustraCIÓn Blanca López

En un bar de washington, una inhóspita noche de nevada, un exinvestigador del Sena-do se ríe mientras acaba su cerveza. “Todo está jodido, y nadie va a la cárcel”, dice.

“Ése es tu artículo. Demonios, no tienes que escribir nada más. Sólo eso”. “¿Sólo eso?”. “Exacto”, dice, pidiendo la cuenta a la camarera. “Todo está jodido, y nadie va a la cárcel. Ahí puedes acabar tu artículo”.Nadie va la cárcel. Ése es el mantra de la era de la crisis financiera, la que ha visto a casi todos los grandes bancos y compañías financieras de Wall Street enredados en escándalos que han empobre-cido a millones de personas y han destruído billo-nes de dólares de la riqueza mundial, y nadie ha ido a la cárcel. Nadie salvo Bernie Madoff, un extrava-gante y célebre artista del timo cuyas víctimas resultaron ser otras personas ricas y famosas.

El resto, todos ellos, se han librado. Ni uno de los ejecutivos que prepararon y se beneficiaron de un boom financiero fraudulento –una estafa que impli-caba la venta masiva de valores mal administrados y fraudulentos respaldados por hipotecas– ha sido declarado culpable. Sus nombres ya son familiares:

compañías como AIG, Goldman Sachs, Lehman Brothers, JP Morgan Chase, Bank of America, Morgan Stanley. La mayoría de estas firmas estu-vieron implicadas en elaborados fraudes y robos. Lehman escondió miles de millones en préstamos de sus inversores. El Bank of America mintió sobre miles de millones en dividendos. Goldman Sachs no avisó a sus clientes de cómo había armado las tóxi-cas hipotecas que estaba vendiendo. Aún peor: muchas de estas compañías tenían jefazos cuyas acciones costaron miles de millones a sus inversores y ninguno de ellos se ha visto entre rejas.

En lugar de ello, los reguladores federales y los fiscales han dejado a los bancos y compañías finan-cieras que intentaron quemar la economía mundial

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Page 2: a La cárceL con Los de Wa LL streeta un ejecutivo de Wall Street, no quiere esposarle ni confiscarle el yate, sólo hablar con él. En el pro-ceso, averigua que la empresa de su objetivo

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hasta sus cimientos librarse con acuerdos cuidado-samente orquestados: multas patéticamente peque-ñas que ni siquiera requerían reconocer sus malas prácticas. Para más inri, las personas que cometie-ron los crímenes casi nunca han sido los que han pagado las multas; los bancos pillados defraudando a sus accionistas suelen usar el dinero de los accio-nistas para pagar la cuenta de la justicia.

Para entender todo esto, uno tiene que pensar sobre la eficacia de las multas como castigo para acu-sados entre los que se encuentran las personas más ricas del planeta, gente que simplemente hace que sus empresas paguen las multas por ellos. También se debe considerar el poderoso elemento disuasorio que se pierde al no hacer pasar a este tipo de gente por la experiencia de una encarcelación. “Metes a Lloyd Blankfein [presidente ejecutivo de Goldman Sachs] seis meses en la cárcel y toda esta mierda se acaba”, dice un exayudante de congresista.

Pero eso no ha ocurrido. Porque el sistema que ha de monitorizar y regular Wall Street está jodido.

Pregunta a quienes trataron de hacer lo correcto.

La regulación de wall street supuestamente funciona así: para empezar, hay una extensa lista de agencias públicas y semipúblicas que

miran con lupa la economía. La mayor agencia federal en Wall Street es la Securities and Exchange Commission (SEC), que vigila viola-ciones como el abuso de información privilegia-da. Pero la SEC no puede llevar a juicio a nadie, así que en la práctica, cuando parece que alguien

debería estar en la cárcel, pasan el caso al Depar-tamento de Justicia. Y como la gran mayoría de los crímenes en la industria de servicios finan-cieros tienen lugar en el sur de Manhattan, los casos suelen acabar en la oficina del fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Así que se suele considerar que los dos policías de Wall Street son ese fiscal –un trabajo que han ejercido esten-tóreos personajes como Rudy Giuliani– y el director de ejecución de la SEC.

La relación entre la SEC y el Departamento de Justicia es necesariamente cercana, incluso sim-biótica. Dado que la lucha contra el crimen finan-ciero requiere un alto nivel de conocimientos financieros, el Departamento se apoya en gran medida en el ejército de 1.100 investigadores de la SEC. En teoría, son equipos bien engrasados: un gilipollas millonario de Wall Street comete un

fraude, la Bolsa le caza y avisa al SEC, que trabaja en el caso y lo pasa al Departamento de Justicia. Éste saca al gilipollas de un restaurante de lujo y lo conduce a 36 meses de flexiones, fabricación de placas de matrícula y rancho carcelario.

Debería funcionar así. Pero una montaña de pruebas indica que, cuando se trata de Wall Street, no sólo el sistema judicial no funciona a la hora de castigar a estos criminales, sino que ha evoluciona-do hasta llegar a ser un mecanismo altamente efec-tivo para protegerlos. Lynn Turner, ex jefe conta-ble de la SEC, se ríe ominosamente de la idea de que el sistema judicial está estropeado en lo que concierne a Wall Street: “Creo que hay una idea errónea de base: que tenemos una agencia que aplica la ley cuando se trata de Wall Street”.

e l patrón de inacción del sec se ha repetido una y otra vez. El ejemplo más notorio concierne a Gary Aguirre, un investigador de la SEC despedido tras

cuestionar la incapacidad de la agencia para per-seguir un caso de abuso de información privilegia-da contra John Mack, ahora presidente de Mor-gan Stanley.

Aguirre llegó a la SEC en septiembre de 2004. A los dos días de aterrizar le pidireon que investigara una queja de abuso de información privilegiada con-tra Art Samberg,una estrella de los hedge funds (fon-dos de inversión libre). Un día, sin investigación previa ni discusiones, Samberg repetinamente empezó a comprar enormes cantidades de acciones de la empresa Heller Financial. “Fue como si Sam-

berg se hubiera levantado un día y una voz le hubiera dicho desde los cielos que comprara Heller”, recuer-da Aguirre. Unas semanas después, General Electric compró Heller y Samberg se embolsó 18 millones.

Tras investigarlo, Aguirre se centró en un sospe-choso como la posible fuente que había dado el soplo a Samberg: John Mack, un íntimo amigo de Samberg que acababa de dejar la presidencia de Morgan Stanley. Mack estaba en ese momento intentando entrar en una compra que tenía que ver con la compañía de tecnología Lucent. “Mack está detrás mío” para conseguir su parte, le escribió Samberg a un empleado suyo en un email.

Una semana después, Mack voló a Suiza para hacer una entrevista para un buen puesto en el Credit Suisse First Boston. Entre los clientes del banco de inversión resulta que estaba una firma llamada Heller Financial. No sabemos con seguri-

dad lo que averiguó Mack en su viaje suizo, pero sí que el viernes que regresó a EE UU habló con su amigo Samberg. A la mañana siguiente, Mack entró en la transacción de Lucent, un favor que le repor-tó 10 millones de dólares. Y tan pronto como el mercado reabrió el lunes, Samberg comenzó a com-prar todas las acciones de Heller que se le pusieron a tiro, justo antes de que GE la comprara.

Parecía un caso clásico de abuso de informa-ción privilegiada. Pero en el verano de 2005, cuando Aguirre le dijo a su jefe que quería entre-vistar a Mack, las cosas empezaron a ponerse raras. Su jefe le dijo que el caso probablemente no llegaría a nada, puesto que Mack tenía “poderosas conexiones políticas” (el banquero fue un impor-tante donante de George Bush en 2004 y de Hillary Clinton en 2008).

Aguirre también empezó a sentirse presionado desde Morgan Stanley, que quería volver a con-tratar a Mack como consejero delegado. Mary Joe White, una de las abogadas de la firma, llamó al director de ejecución de la SEC. En una maniobra sorprendente, el director tranquilizó a White, diciendo que le caso contra Mack era más “humo” que “fuego”. White, casualmente, había sido fiscal en el Distrito Sur de Nueva York, uno de los car-gos clave en Wall Street.

Una pausa para asimilar esta información. Agui-rre, un soldado raso de la SEC, intenta entrevistar a un ejecutivo de Wall Street, no quiere esposarle ni confiscarle el yate, sólo hablar con él. En el pro-ceso, averigua que la empresa de su objetivo está representada por la exfiscal encargada de vigilar

Wall Street, que se toma el trabajo de hablar con el jefe de ejecución del SEC: no con el jefe de Aguirre, sino el jefe de su jefe de su jefe de su jefe.

Aguirre tenía cero oportunidades. Un mes después de quejarse a sus supervisores de que le estaban impidiendo entrevistar a Mack, fue despedido sin aviso previo. El caso contra Mack fue abandonado. “Ocurrió tan rápido que hubiera necesitado un cinturón de seguri-dad”, recuerda Aguirre.

En lugar de ir tras Mack, el SEC se dedicó a bus-car a otras personas para acusarlas por el chivatazo a Samberg. Un año después, la agencia finalmente entervistó a Mack, que negó que hubiera cometido ningún delito. La declaración de cuatro horas tuvo lugar el 1 de agosto de 2006... sólo unos días des-pués de que hubiera prescrito el supuesto delito de abuso de información privilegiada.

príncipes de los ladrones: Joe cassano, a la izquierda, provocó la caída de aiG, la mayor aseguradora del mundo e hizo perder miles de millones a sus accionistas. a la derecha, John Mack, de Morgan stanley, que hizo uso y abuso de información privilegiada para lucrarse.

una y otra vez, incluso los casos más obvios de fraude y abuso de infor-mación privilegiada han quedado atas-cados en los engranajes de la maquina-

ria, y los altos ejecutivos casi nunca han sido proce-sados por sus delitos. En 2003, Freddie Mac escu-pió 125 millones de dólares tras descubrirse una diferencia de 5.000 millones en sus informes de ganancias; nadie fue a la cárcel. En 2006 multaron a Fannie Mae con 400 millones, pero los ejecutivos que habían supervisado esas prácticas contables fraudulentas para aumentar sus primas no se enfrentaron a ninguna acusación. Ese mismo año AIG pagó 1.600 millones después de un gran escándalo contable que indirectamente llevaría a su colapso dos años después, pero ningún ejecuti-vo del gigante de los seguros fue acusado.

Este comportamiento creó las condiciones necesarias para la caída de 2008, cuando Wall Street explotó en una bola de fuego de fraude y criminalidad. Pero la SEC y el Departamento de Justicia apenas han mostrado intención alguna en perseguir a los máximos responsables de la catás-trofe, incluso aunque tenían empleados de las dos firmas cuyas implosiones provocaron la crisis, Lehman Brothers y AIG, más que dispuestos a proveer pruebas contra altos ejecutivos.

El inexistente caso más increíble del crash es el que atañe a AIG y Joe Cassano. Jefe de AIGFP, la filial de productos financieros de la aseguradora, Cassano declaró en público en 2007 que su por-tfolio de derivados financieros no sufriría “ni un dólar de pérdidas”, una afirmación casi cómica. “Dios no podría manejar un portfolio de 60.000 millones sin un sólo dólar de pérdida”, dice Turner. “Si la SEC no puede abrir un caso contra AIG, mejor que eche el cierre”. Los fiscales federales no sólo tenían suficientes pruebas contra AIG, tam-

bién tenían un testigo de las acciones de Cassano que estaba preparado para contarlo todo. Como contable de AIGFP, Joseph St. Denis tuvo una serie de encontronazos con Cassano en el verano de 2007. En ese momento Cassano ya había hecho casi 500.000 millones de dólares de apuestas en derivados que finalmente destruirían la asegura-dora más grande del mundo y desencadenarían el mayor rescate gubernamental de una sola empresa en la historia de EE UU. Cometió muchos errores fatales, pero el más grave fue la firma de contratos que requerían que AIG colocara miles de millones en garantías para el caso de que hubiera una bajada en la calificación crediticia de la firma.

St. Denis no sabía de estas cláusulas, pues habían sido firmadas antes de que se incorporara a AIG. Lo que sí sabía es que Cassano perdió los papeles cuando St. Denis habló con un contable de la empresa matriz, que justo se estaba enterando de la bomba de relojería que Cassano había activado. Cuando St. Denis finalizó su conversación con el ejecutivo, Cassano irrumpió en su despacho gri-tándole por hablar con la oficina de Nueva York. Le anunció a St. Denis que había sido “deliberadamen-te excluido” de cualquier valoración sobre los ele-mentos más tóxicos de su carpeta de derivados, impidiendo así que el contable hiciera su trabajo.

Otra pista de que algo pasaba con el portfolio de AIGFP apareció cuando Goldman Sachs pidió que la empresa pagara miles de millones en garan-tías de acuerdo a los mortales contratos de Cassa-no. Esas peticiones de garantía ocurren todo el tiempo en Wall Street, pero rara vez contra un socio de negocios aparentemente solvente como AIG. Y cuando eso pasa, no se suelen pagar sin pelear. Así que St. Denis se quedó estupefacto cuando AIGFP accedió a pagar montañas de dine-ro a Goldman, una indicación de que algo iba muy

mal en AIG. “Cuando me enteré tuve que sentar-me”, recuerda St. Denis, “tuve que irme a casa”.

Después de que Cassano le prohibiera evaluar los contratos de derivados St. Denis no tenía otra opción que dimitir. Unos meses después supo que Cassano había hablado en una conferencia con inversores, en diciembre de 2007, y no reveló que había colocado 2.000 millones de garantía a Gold-man Sachs. “Así que los inversores no sabían”, con-cluiría después la Comisión Investigadora de la Crisis Financiera (FCIC, en inglés), “que las ganan-cias de AIG estaban infladas en 3.600 millones”.

“Recuerdo que pensé: ‘Uau, no se lo están con-tando a la gente’”, dice St. Denis. “Y yo lo sabía, yo había estado allí”.

Un año más tarde, tras la quiebra, St. Denis escribió una carta con sus experiencias a uno de los comités que estaba investigando el colapso de AIG. También se reunió con investigadores del gobierno que estaban preparando el caso contra Cassano. Pero nunca llegó a juicio. En mayo del año pasado, el Departamento de Justicia confirmó que no pre-sentaría cargos contra los ejecutivos de AIGFP. A Cassano, que ha negado cualquier tipo de delito, se le dijo que ya no estaba en el punto de mira.

Poco después, Cassano se dio una vuelta por Washington para testificar ante la FCIC. Fue su primera aparición pública desde la quiebra. No ha pagado ni un sólo centavo de los cientos de millo-nes de dólares que ganó vendiendo sus enloqueci-das pólizas de pseudo-seguros sobre las hipotecas subprime. En ese momento, ya a salvo de que lo acusaran, tuvo las pelotas de alabar su tino empresarial diciendo que su portfolio estilo bom-ba atómica no estaba mal pensado: “Creo que esos portfolios están aguantando el paso del tiempo”.

“Le ofrecieron una excelente oportunidad para redimirse”, bromea St. Denis.

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al final, no fueron sólo los ejecuti-vos de AIG o Lehman los que se libra-ron, claro. Prácticamente, casi todos los grandes actores de Wall Street estu-

vieron involucrados de manera similar en los escán-dalos, pero sus ejecutivos acabaron sin cargos y sin multas. Goldman Sachs pagó 550 millones de dóla-res al descubrirse que defraudaba a los inversores con hipotecas de mierda, pero ninguno de sus eje-cutivos fue multado o encarcelado, ni siquiera Fabrice Tourre, que alegremente escribió un email a un amiguete durante una reunión con las víctimas de la empresa contando lo “surrealistas” que eran las transacciones. En un caso similar, un ejecutivo de ventas de Deutsche Bank vio como se desestima-ban los cargos de abuso de información privilegiada; el asesor legal de DB en el momento de las manio-bras cuestionadas era Robert Khuzami, que ahora es director de ejecución de la SEC.

Otra gran compañía, Bank of America, fue descu-bierta escondiendo 5.800 millones en beneficios a los accionistas como parte de su apropiación de Merril Lynch. La SEC intentó dejar marchar al ban-co con un acuerdo de sólo 33 millones de dólares, pero el juez Jed Rakoff lo rechazó como una “chara-da de la aplicación de la ley”. Así que la SEC quintu-plicó la cantidad, pero no pidió que ni Merril ni Bank of America reconocieran comisión de delito alguna. A diferencia de los juicios criminales, en los que los hechos quedan registrados y a la vista de todo el mundo, estos acuerdos de Wall Street casi nunca requieren que los bancos divulguen hecho alguno, enterrando las historias para siempre. “Todo esto se

hace no sólo a expensas de los accionistas, sino tam-bién de la verdad”, dice Rakoff.

Ningún ejecutivo fue encarcelado. Ni los de Deutsche Bank, ni los de Merrill Lynch, ni los de Bank of America... ¿Quién falta? Citigroup, al que se pilló ocultando unos 40.000 millones. En julio de 2010, la SEC acordó con Citi el pago de 75 millones de dólares. Además, algo poco habitual, también multó a dos de sus ejecutivos. Su castigo, combinado, la barbaridad de 180.000 dólares.

En toda la crisis, de hecho, el gobierno sólo fue a por los ejecutivos de un gran banco, acusando a dos tipos de Bear Stearns de fraude criminal… pero acabaron siendo absueltos, pese a que en un email entre ellos decían que “es imposible que vaya-mos a ganar dinero, nunca” con unos fondos que hicieron perder a sus inversores 1.600 millones (tres días después de ese email aseguraron a esos

mismos inversores que “no hay razón alguna para pensar que esto pueda llegar a ser un desastre”).

Todo ello hace que nos preguntemos por qué demonios el Departamento de Justicia no ha lle-vado a juicio a ninguno de los bancos desde entonces. Gary Aguirre, el investigador del SEC que perdió su trabajo tras despertar la ira de Mor-gan Stanley, cree saber la respuesta.

El año pasado, Aguirre asistió a una conferencia sobre la aplicación de las leyes financieras en el Hil-ton de Nueva York. La lista de asistentes incluía a 1.500 de los abogados punteros que representan a Wall Street así como algunos de los peces gordos del SEC y el Departamento de Justicia.

La justicia criminal, en lo que concierne a los Goldman y Morgan Stanley del mundo, no es una lucha entre polis y malos en salas de interrogato-rios y juzgados. Es, más bien, un cóctel entre ami-gos y colegas que cada mes o cada año cambian de lado y de camiseta. En la conferencia del Hilton, los reguladores y los abogados de bancos se die-ron palmaditas en la espalda lejos de la chusma. “Había mucho colegueo en ese ambiente”, dice Aguirre, que pagó 2.200 dólares para asistir.

Aguirre vio muchas caras familiares, por una razón muy simple: muchos de los agentes de la SEC con los que había trabajado habían usado lo que se llama la Puerta Giratoria: habían sido empleados por las mismas compañías que solían vigilar, y con pin-gües beneficios. “No se trataba de una simple vuelta de esa puerta giratoria”, dice Aguirre: “No paraba de dar vueltas. Todo el mundo había rotado dentro y fuera del gobierno y las compañías privadas”.

este es el perturbador cuadro de un sistema cerrado y corrupto. Incluso antes de la corrupción, el Estado está impedido por la realidad económica:

dado que la vigilancia de la ley en Wall Street requiere bastante capacidad intelectual, los ban-cos cobran gran ventaja desde el principio contra-tando a los grandes talentos.

¿Qué se puede decir del presidente Obama en este contexto? Goldman Sachs fue su donante pri-vado número uno en la campaña electoral. Puso a un ejecutivo de Citigroup a cargo del equipo de transición económica, y acaba de nombrar a uno de JP Morgan Chase, orgulloso propietario de 7,7 millones de dólares de acciones de la firma, como su nuevo jefe de gabinete. “La traición de Obama que esto representa… no estamos preparados para creérnoslo”, dice Oliver Budde, compañero de cla-

se del presidente en Columbia y ex abogado en Lehman Brothers: “¿De verdad nos está jodiendo así? ¿De verdad? ¿Con un tío de JP Morgan?”.

Lo cual no quiere decir que Obama no haya puesto celo en aplicar la ley. Al contrario: en los últimos tiempos la Administración ha destinado cuantiosos recursos para atrapar a delincuen-tes… de cierto tipo. El año pasado, el gobierno deportó a 390.000 personas, algo que costó 5.000 millones. En Ohio, hace un par de meses, pillaron a una madre soltera mintiendo sobre donde vivía para conseguir que sus hijos fueran a un colegio mejor; fue sentenciada a 10 días de cár-cel por fraude, y en la sentencia se decía que dejar-la libre sería “rebajar la seriedad” de las ofensas.

Ahí lo tienes. Inmigrantes ilegales: 390.000. Madres mentirosas: Una. Banqueros: Cero. Así es la política, si quieres ganar elecciones, encarce-la a los que se puede encarcelar, los que roban DVD o venden bolsitas de marihuana. Pero ¿por robar mil millones de dólares? ¿Por un fraude que provoca el embargo de las casas de un millón de personas? Pasa. No es un crimen. La prisión es muy dura. Haz que digan que lo sienten y sigamos. Espera: que ni siquiera tengan que decir que lo sienten. Eso es muy duro. Hazles que paguen una multa, pero no de sus bolsillos, y que tampoco devuelvan el dinero que robaron. De hecho, deje-mos que se enriquezcan con sus crímenes colecti-vos, con un récord de 135.000 millones en pagas y beneficios el año pasado. ¿Qué viene ahora? ¿Masajes pagados por el contribuyente para cada ejecutivo de Wall Street culpable de fraude?

Este bloqueo mental proviene de que los crí-menes financieros no parecen crímenes de ver-dad: no ves a los culpables sacando una pistola en una licorería, ni les ves secuestrando a ado-lescentes. Pero estos fraudes son peores que los robos comunes. Son crímenes que implican una elección intelectual, cometidos por perso-nas que ya son ricas, que tienen todas las venta-jas sociales que se te pueda ocurrir y que actúan siguiendo un cálculo muy cínico: Vamos a robar lo que podamos y luego a ver si las víctimas pueden reclamar su dinero a través de una burocracia cautiva. Atacan la misma definición de la propiedad, que depende en parte de un sistema legal que defienda por igual todas las demandas de propiedad. Cuando esa definición se convierte en algo vago, todo esto del Sueño Americano se aleja aún más de la realidad.

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