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1 A los doscientos años del nacimiento de Carlos Marx: El pasado de una desilusión Humberto García Larralde, presidente, Academia Nacional de Ciencias Económicas. Hace doscientos años nacía en Tréveris, Alemania, Carlos Marx. Quizás no haya otro personaje en el campo de la filosofía, la política y las ciencias sociales que, en el transcurso de estas dos centurias, haya tenido tanta influencia. Sus escritos y proclamas incidieron significativamente en las luchas sociales de las clases trabajadoras desde la segunda mitad del siglo XIX en adelante y, sin duda, contribuyeron a moldear también el desarrollo de la democracia occidental e, incluso, el comportamiento de la clase empresarial. Su influencia en la academia no fue menor y podría afirmarse sin temor a equivocarnos que entre las universidades más importantes del mundo no hubo ninguna en que no se cursaran estudios sobre sus escritos. Pero es en la inspiración de regímenes autocalificados de socialistas, bajo la égida de partidos comunistas, donde sus teorías dejaron mayor marca. En los momentos de máxima expansión estos regímenes cubrían más de la cuarta parte del territorio habitable del globo, ejerciendo su poder sobre una población aún mayor en proporción. El comunismo llegó a ser un peligroso rival de Estados Unidos, Japón y de las naciones de Europa occidental, disputándoles el dominio del mundo. Con la caída de la Unión Soviética, la apertura y liberalización de los países de Europa Oriental y las transformaciones internas de China y Vietnam, ese mundo prácticamente dejó de existir. No obstante, sus ideas centrales se siguieron invocando por partidos o movimientos autocalificados de izquierda y aún afectan decisiones de gobierno en muchas partes. En el caso particular de Venezuela, el régimen gobernante esgrime desarrollar un proyecto socialista inspirado en las enseñanzas del filósofo alemán. Por las razones, expuestas, tiene sentido examinar el legado de Carlos Marx. En lo que sigue se explorará este legado en relación con los lineamientos definitorios de lo que fue el “socialismo realmente existente”. Ello permitirá algunas reflexiones a manera de un balance de su obra. El artículo comienza señalando la impronta de la idea socialista, particularmente en distintos países en vías desarrollo. Como punto de partida para abordar esta afición se resume de seguidas la teoría de Marx referente a la mecánica del cambio social. De allí se sacan inferencias pertinentes, que se afianzan al considerar luego algunas implicaciones filosóficas del Marx joven, que arrojan luz sobre su propuesta de sociedad. No obstante, sus supuestos

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A los doscientos años del nacimiento de Carlos Marx:

El pasado de una desilusión

Humberto García Larralde, presidente, Academia Nacional de Ciencias Económicas.

Hace doscientos años nacía en Tréveris, Alemania, Carlos Marx. Quizás no haya otro personaje

en el campo de la filosofía, la política y las ciencias sociales que, en el transcurso de estas dos

centurias, haya tenido tanta influencia. Sus escritos y proclamas incidieron significativamente

en las luchas sociales de las clases trabajadoras desde la segunda mitad del siglo XIX en

adelante y, sin duda, contribuyeron a moldear también el desarrollo de la democracia occidental

e, incluso, el comportamiento de la clase empresarial. Su influencia en la academia no fue

menor y podría afirmarse sin temor a equivocarnos que entre las universidades más importantes

del mundo no hubo ninguna en que no se cursaran estudios sobre sus escritos.

Pero es en la inspiración de regímenes autocalificados de socialistas, bajo la égida de partidos

comunistas, donde sus teorías dejaron mayor marca. En los momentos de máxima expansión

estos regímenes cubrían más de la cuarta parte del territorio habitable del globo, ejerciendo su

poder sobre una población aún mayor en proporción. El comunismo llegó a ser un peligroso

rival de Estados Unidos, Japón y de las naciones de Europa occidental, disputándoles el

dominio del mundo. Con la caída de la Unión Soviética, la apertura y liberalización de los

países de Europa Oriental y las transformaciones internas de China y Vietnam, ese mundo

prácticamente dejó de existir. No obstante, sus ideas centrales se siguieron invocando por

partidos o movimientos autocalificados de izquierda y aún afectan decisiones de gobierno en

muchas partes. En el caso particular de Venezuela, el régimen gobernante esgrime desarrollar

un proyecto socialista inspirado en las enseñanzas del filósofo alemán.

Por las razones, expuestas, tiene sentido examinar el legado de Carlos Marx. En lo que sigue

se explorará este legado en relación con los lineamientos definitorios de lo que fue el

“socialismo realmente existente”. Ello permitirá algunas reflexiones a manera de un balance

de su obra. El artículo comienza señalando la impronta de la idea socialista, particularmente en

distintos países en vías desarrollo. Como punto de partida para abordar esta afición se resume

de seguidas la teoría de Marx referente a la mecánica del cambio social. De allí se sacan

inferencias pertinentes, que se afianzan al considerar luego algunas implicaciones filosóficas

del Marx joven, que arrojan luz sobre su propuesta de sociedad. No obstante, sus supuestos

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económicos mostraron ser inconsistentes, como se argumenta a continuación, comprometiendo

sus profecías revolucionarias. Estas fisuras del legado marxista, junto a la deriva totalitaria del

“socialismo realmente existente”, explican la transformación del marxismo en una ideología

legitimadora de poderes despóticos. El análisis cierra con unos breves comentarios sobre el

fracaso de estas experiencias y la naturaleza intrínsecamente totalitaria del socialismo

marxiano.

La atracción socialista

Existen variadas acepciones de lo que puede entenderse por “socialismo” en el mundo de hoy.

En este trabajo, el término se va a usar en referencia a los países de economía centralmente

planificada o comunistas, que también fueron conocidos como del “socialismo realmente

existente”. Éstos se caracterizaron por el predominio de la propiedad estatal sobre los medios

de producción, combinada con diversas formas de propiedad colectiva –cooperativas, por

ejemplo- y, en bastante menor grado, privada, sujetas al monopolio excluyente en la

conducción del Estado de los partidos comunistas. Las actividades económicas debían regirse

por un plan cuyos indicadores de cantidad y precio se divorciaban de los que resultarían de una

economía de mercado. Estos países alegaban como fuente de inspiración y base doctrinaria de

su gestión al marxismo-leninismo, es decir, las enseñanzas de Carlos Marx adaptadas por Lenin

para las realidades que enfrentó en la Rusia de principios del siglo XX y luego “codificadas”

por José Stalin como instrumento de legitimación del poder. Hoy solo Cuba y Corea del Norte

--languideciendo bajo un despotismo férreo, ultra-centralizado de control y de toma de

decisiones-- pregonan tal doctrina. Su pretensión “revolucionaria” ha devenido en sendas

dinastías conservadoras, fieles a un diseño rígido de sociedad prácticamente inconmovible,

inspirado en el estalinismo soviético. Si bien China y Vietnam siguen bajo el dominio político

de partidos comunistas, desde hace ya mucho han abrazado a la economía de mercado.

El señuelo revolucionario, de redención social con el cual se identificó el comunismo durante

mucho tiempo encontró gran acogida en países denominados del “tercer mundo” o “en vías de

desarrollo”, como nos lo recuerdan los casos de la República Cooperativa de Tanzania bajo

Julius Nyerere y de la República Árabe Libia Popular y Socialista de Muammar Il Gadaffi, de

fuerte presencia estatal y, bastante más recientemente, del llamado “socialismo del siglo XXI”

proseguido por Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, con influencia en Bolivia, Ecuador y

Nicaragua. Si bien la distinción “del siglo XXI” sugería en sus formulaciones iniciales una

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perspectiva “fresca” de socialismo, deslastrado de las aberraciones de la experiencia soviética,

terminó asemejando mucho al “socialismo realmente existente”.

Hoy estas experiencias –incluida la de Venezuela—están muy desacreditadas. Estudios como

El Libro Negro del Comunismo (Courtois, et. al. 1998) documentan los horrores cometidos en

nombre de una doctrina cuyo inspirador original pregonaba más bien la liberación definitiva

de la humanidad de la opresión y de la explotación. ¿Pero cuánto de lo sucedido es atribuible

directamente a la obra de Marx? Adentrarnos en esta reflexión es escudriñar sus escritos con

espíritu hermenéutico, buscando develar su “verdadero sentido” para explorar si ahí reside la

responsabilidad por la espantosa realidad que vivieron los países comunistas –y viven todavía

Cuba y Corea del Norte--. Tal perspectiva de análisis es esquiva y poco prometedora, en

opinión de quien escribe estas líneas, además de parecer muy pesada. Mucho más promisorio

sería indagar por qué, a partir de sus escritos, se impusieron unos regímenes que desvirtuaron

tan abiertamente las aspiraciones atribuibles por muchos a Marx y por qué continúa siendo

utilizado como pretexto para experiencias dictatoriales y retrógradas como las llevadas a cabo

en la Venezuela de estos años. Parafraseando a Francois Furet (1995), se propone en las líneas

siguientes explorar “el pasado de una desilusión”.

La mecánica del cambio social según Marx: Un resumen apretado

Asumiendo el riesgo de toda simplificación, comenzaremos con un resumen somero de algunos

postulados fundamentales de Marx para acotar el concepto de socialismo que nos interesa. Para

sus epígonos, fue el padre del “socialismo científico”, diferente del de sus predecesores –Saint

Simon, Fourier, Owen, entre otros--, caracterizado como “utópico”. Se excluye también, en

esta perspectiva, a los movimientos socialdemócratas. Cabe destacar que la pretensión

científica fue un elemento central al trabajo de Marx, como lo destaca uno de sus biógrafos

más respetados –precisamente por ser uno de sus críticos más sólidos—Isaiah Berlin (1988).

El Manifiesto Comunista (2000) declaraba que el motor de la historia era la lucha de clases.

Gracias a los esfuerzos de sistematización de Federico Engels, tal concepción se convirtió en

base de una pretendida ciencia sobre el devenir de las sociedades, bautizada luego como

materialismo histórico. Según ella, el cambio social sería irremediable, como resultado de las

contradicciones inherentes al modo de producción existente y su consecuente orden social,

concretamente por la creciente incompatibilidad de sus relaciones de producción y de

dominación con el desarrollo de las fuerzas productivas –incluyendo las sociales-- ocurridas

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en su seno. Así ocurrió con el derrumbe del sistema feudal ante el empuje del comercio y de

burgos cada vez más activos que achicaban el poder de los grandes señores de la tierra. Ello

alumbró al capitalismo, un sistema productivo inherentemente revolucionario, según Marx –a

diferencia de los modos de producción que le antecedieron-- ya que se veía obligado a mejorar

incesantemente la máquina, los insumos y la organización del proceso económico por presión

de la lucha competitiva entre empresas. De ahí emergían instalaciones fabriles de creciente

tamaño que agrupaban bajo un mismo techo a contingentes cada vez mayores de obreros. Esta

socialización de la actividad productiva era incongruente con su apropiación y usufructo

privado, y desembocaba en una insalvable contradicción entre una oferta in crescendo frente a

una demanda –representada por el poder de compra de las mayorías-- estancada o con escasa

mejora1. Pero las relaciones de propiedad sojuzgaban el aprovechamiento cabal de las

potencialidades productivas de la sociedad, privando a las mayorías laborales del control y

disfrute justo del producto social resultado de sus esfuerzos. La apropiación privada de los

frutos de una producción cada vez más prolífica generaba una estructura social polarizada entre

una vasta mayoría que no era dueña sino de su capacidad de trabajar, condenada a vivir en

condiciones de subsistencia en la Europa fabril de mediados del siglo XIX, y una minoría

opulenta que concentraba la propiedad y, por ende, la mayor parte del ingreso, en sus manos.

La revolución socialista aparecía como la superación inevitable de esta injusticia.

La Ley de la Tendencia Decreciente en la Tasa de la Ganancia, tan fustigada por críticos del

marxismo, llevaría irremediablemente a crisis económicas cada vez más agudas, con

destrucción de capital y de empleo, presionando la remuneración salarial a la baja y

pauperizando a las clases trabajadoras. Y el formidable desarrollo en la productividad que

abrigaba la lucha competitiva entre capitales tropezaba con unos derechos excluyentes sobre el

usufructo de la riqueza creada que limitaban –paradójicamente-- el alcance de sus aportes a la

sociedad, lo cual condenaba históricamente al modo de producción capitalista. Las crisis

servirían de fundamento “objetivo” a la revolución social, facilitada por la capacidad

organizativa y de lucha de obreros agrupados en grandes unidades productivas. En la medida

en que éstos pasaban de tener una conciencia de clase “en sí” que los impulsaba a la lucha

reivindicativa por mejores salarios a abrazar una conciencia “para sí”, en la que asumían su rol

1 Junto con los clásicos –incluyendo a Malthus-, Marx sostenía que al trabajador sólo se le remuneraba lo necesario

para reproducir su fuerza de trabajo, lo mínimo necesario para tenerlo trabajando día a día en la fábrica y para que

pudiese criar los hijos que algún día lo sustituirían en este empeño.

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protagónico como agentes del cambio político, se creaban las condiciones también propicias,

“subjetivas”, de la revolución.

La toma del poder por parte del proletariado cambiaría drásticamente la institucionalidad o

“superestructura política” sobre la cual descansaban los derechos de propiedad y demás

privilegios de la burguesía, y adelantaría la transformación del modo de producción imperante.

“Los expropiadores serían expropiados” para instaurar la propiedad social sobre los medios

productivos con base en la cual se permitiría el usufructo pleno y justo de sus potencialidades.

Con la revolución y la ruptura de las relaciones de producción capitalistas, la clase obrera

liberaría a las demás clases explotadas, como el campesinado y los pequeños productores y,

con ello, inauguraría una era sin explotadores ni explotados. La emancipación definitiva de la

humanidad –tan pregonada por profetas y rebeldes desde los albores de la civilización--

quedaría al fin plasmada en lo que Marx, consciente de la significación redentora que encerraba

su prédica, designó como “El reino de la libertad”.

Su concepción historicista (Popper, 1972) sostenía que la conciencia social era producto del

ser social, sobre todo de su relación con el proceso productivo. Al cambiar las relaciones de

producción se transformarían también las bases materiales de sustento de los trabajadores,

forjando una nueva conciencia social que facilitaría la emergencia de un hombre nuevo,

ciudadano de la sociedad comunista.

Según el pensador letón-británico Isaiah Berlin (2003), este ideario acerca del cumplimiento

inexorable de unas “leyes de la historia” terminó convirtiendo al materialismo histórico en una

especie de metafísica que despojaba al hombre de toda libertad individual para incidir en su

propia suerte. La marcha de fuerzas sociales sobre-determinantes obligaba a condenar a quienes

se le oponían y la vanguardia revolucionaria tenía como misión acelerar la materialización de

estos cambios. Comoquiera que las clases dominantes no abandonarían sus privilegios sin

apelar a la represión estatal, la violencia se convertía en ingrediente forzoso de las fuerzas del

cambio. Inspiraría, décadas más tarde, un voluntarismo jacobino de parte de Lenin --y de los

partidos comunistas que lo emularían posteriormente-- para implantar el socialismo, expresado

elocuentemente en la frase “tomar el cielo por asalto” que popularizó la toma del Palacio de

Invierno en San Petersburgo en octubre de 1917 por los insurrectos bolcheviques.

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Primeras aproximaciones

La breve reseña anterior permite enfatizar algunos elementos centrales a la visión marxista. En

primer lugar, la revolución liberaría a las fuerzas productivas de las limitaciones que imponía

las férulas de las relaciones capitalistas de producción, para colocarlas a disposición de la

humanidad entera y echar las bases materiales de la sociedad comunista. Una vez producidos

los cambios políticos e institucionales necesarios, lejos de limitarse a repartir una riqueza

existente, la capacidad productiva de la sociedad se incrementaría sin obstáculos, proveyendo

niveles crecientes de bienestar material a los trabajadores. Se universalizaría su provecho

social, sin los impedimentos que significaba el usufructo excluyente de parte importante de sus

frutos por una minoría propietaria. La prédica marxiana auguraba, en lenguaje moderno, un

juego “suma-positivo” que permitiría un incremento sostenido de la productividad de manera

que los integrantes de la sociedad pudieran satisfacer plenamente sus necesidades.

“En la fase superior de la sociedad comunista, después de que haya desaparecido la

subordinación tiránica de individuos conforme a la distribución del trabajo y, por ende,

también la distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual, después de que el trabajo se

haya convertido no sólo en un medio de vida, sino en sí mismo en la primera necesidad de vivir,

después que los poderes de la producción también han crecido y todas las fuentes de la riqueza

cooperativa estén fluyendo más libremente con el desarrollo integral del individuo, entonces y

sólo entonces puede ser dejado atrás el horizonte estrecho del derecho burgués y la sociedad

inscribir en su bandera, ‘de cada quién según su capacidad, a cada quién según su

necesidad’”2. (Marx, 1972: 29-31 -traducción mía).

A pesar de que Marx nunca detalló su proyecto, de la anterior cita se desprende que, hasta que

se alcanzasen las condiciones para la sociedad comunista, bajo el socialismo privarían las

relaciones mercantiles de intercambio. A ello se refiere su acotación del “horizonte estrecho

del derecho burgués”, pues los objetos se transarían según su valor --trabajo “socialmente

necesario”-- incorporado en ella (“de cada quien su capacidad, a cada quien según su

trabajo”). Ello resalta la perspectiva racional conque abordaba el funcionamiento de la

economía, sujeto a leyes que él pretendía develar. Permite suponer que, para Marx, las fuerzas

productivas para la construcción de la sociedad comunista se impulsarían a través del

intercambio mercantil. Esto marca una diferencia importante con relación a las decisiones

2 Curiosamente, este enunciado sólo puede entenderse como un reconocimiento de las diferencias entre individuos,

propio de la ideología liberal. La igualdad de hecho pregonada por doctrinas colectivistas inspiradas en Marx, no

reconocerían las necesidades diferentes de cada uno de los miembros de una sociedad.

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tomadas en los regímenes comunistas, fundamentado en criterios políticos, ajenos a criterios

de racionalidad económica (Lewin, 1975). Contrasta, asimismo, con la prédica que

posteriormente formularon movimientos comunistas o filo-comunistas en países de escaso

desarrollo productivo (subdesarrollados) acerca de la necesidad de erradicar –por la fuerza de

la revolución-- la lógica mercantil, un planteamiento ajeno a la idea de racionalidad económica.

Hasta que se alcanzase la sociedad de la abundancia del comunismo, no se podía obviar las

“leyes de hierro” de la economía. Habría escasez y, por ende, necesidades insatisfechas. En un

plano menos abstracto, habría todavía pobreza e injusticia social. Como éstas son inaceptables

para la prédica revolucionaria, la tentación de tomar atajos mientras se materializase la

anhelada jauja comunista terminó por imponerse. Esto implicaba intervenir los procesos de

intercambio mercantil, sujetándolos a criterios políticos. Como las revoluciones comunistas

ocurrieron en países atrasados, donde las fuerzas productivas estaban poco desarrolladas, el

imperativo de afrontar el problema de la pobreza y de la injusticia social era apremiante. Se

enfrentó instaurando el reparto según las necesidades, no según el trabajo, obviando la relación

entre mercado y el desarrollo de las fuerzas productivas que estaba en la base del argumento

marxiano. Para instrumentar estos mecanismos “justos” de distribución del producto social

había que desmantelar las instituciones que sustentaban el intercambio mercantil; el “derecho

burgués” antes referido.

De la cita anterior se infiere, además, que la proyección de la sociedad comunista planteaba

problemas no desdeñables respecto a los incentivos que sostendrían su prodigalidad. En la

visión de Marx, los incentivos estaban históricamente determinados, por lo que el ansia de

lucro y la prosecución de intereses estrictamente privados no tenían por qué entenderse como

eternos o inherentes a la naturaleza humana, sino propios de un modo de producción

determinado, el capitalista. El cambio en las relaciones de producción a través de la

instauración de la propiedad social pondría al trabajador en control del proceso económico, con

lo que podía integrar su papel como productor con el de gerente, planificador y vendedor,

superando la división del trabajo que lo alienaba de los frutos de su trabajo3. la superación de

la división entre trabajo manual y trabajo intelectual que traería la sociedad comunista suponía

un desarrollo integral del individuo e implicaba niveles crecientes de educación y de cultura.

3 La mercancía producida materialmente por el trabajador pero no poseída por él, se le enfrentaba en el mercado,

convertida en instrumento de dominación del capitalista, su propietario. Ver Marx, Karl, El Capital, Tomo I.

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La abundancia que resultaría del desarrollo productivo sin restricciones permitiría que cada

quien disfrutara de mayor tiempo libre, amén de mayor bienestar material. Como plantearía

Marx en La ideología Alemana (1974: 34):

“En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve

en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le viene impuesto, y del que no puede

salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor, o crítico y no tiene más remedio que seguirlo

siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista,

donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede

desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad es la que se encarga de

regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme

hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por las

noches apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin

necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.”

La erradicación de las condiciones de alienación capitalistas supondría un poderoso estímulo a

la creatividad y al despliegue de esfuerzos productivos, ahora que el trabajador era dueño y

señor de lo que producía. De una manera nunca bien explicada, el hombre, liberado de la

necesidad de reproducir día tras día las condiciones de su propia existencia, sería ahora amo de

su destino y encontraría en la actividad productiva algo a la cual entregarse gustosamente. El

mayor desarrollo de las fuerzas productivas, disueltas las restricciones inherentes a las

relaciones capitalistas de producción, echaría las bases materiales para que eventualmente el

hombre pudiese saltar del “reino de la necesidad”, al “reino de la libertad”, permitiendo

asegurar sus bases materiales de existencia y liberándolo para que pudiera perseguir sus gustos

particulares4. Curiosamente, ello ocurriría subsumiendo el interés individual en el interés

colectivo, contrario a lo que preconiza la perspectiva liberal.

Por último y como recordará todo estudioso de Marx, con la superación de la sociedad de

clases, desaparecerían los antagonismos sociales, haciendo innecesario un Estado coercitivo.

Se reducirían así los órganos públicos progresivamente a “la administración de las cosas” –

frase de Saint-Simon--, base del bienestar material de la sociedad (Kolakowski, 1977): ésta se

entregaría a la prosecución de “bienes” de orden superior asociados al ejercicio pleno de la

4 Existe una diferencia epistemológica insuperable entre esta visión marxista y la que luego desarrollaría la escuela

neoclásica en economía, que sostendría que las necesidades humanas son insaciables, por lo que nunca se

alcanzaría ese umbral de la abundancia que superaría la escasez relativa de los bienes y servicios.

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democracia y a las actividades culturales. Una vez superada la necesidad de usar la fuerza para

doblegar la resistencia de la burguesía expropiada y una vez desarrollada la capacidad

productiva que haría irrelevante la Ley del Valor asociada a la escasez material de los

comienzos, el interés colectivo –ahora en posesión de las actividades de producción y

distribución de los medios de vida-- privaría para asegurar mecanismos de usufructo de la

riqueza social no coercitivos, que fuesen mutuamente beneficiosos para todos.

Mientras, era menester asumir la conducción de la cosa pública en función de adelantar los

fines históricos de la clase obrera, que no eran otros que la liberación de las demás clases

sociales y el desarrollo de las capacidades productivas de la humanidad. La “dictadura del

proletariado” devenía así en un instrumento, no para sojuzgar de manera permanente al resto

de la sociedad, sino para asegurar que, con la eliminación de los remanentes del sistema

capitalista, el Estado podía preparar su propia extinción, ya que dejaba de tener sentido como

instrumento de dominación de clase. Marx confiaba en que la revolución ocurriría en los países

capitalistas más avanzados, donde estaban más maduras las contradicciones del sistema y

donde estarían más desarrolladas las fuerzas productivas de la sociedad. Por lo tanto, el periodo

de transición --en el cual privarían todavía las leyes del mercado-- no tenía por qué ser largo.

Bajo Lenin y los bolcheviques la “dictadura del proletariado” se transformaría, empero, en una

forma de Estado permanente, con la misión de reprimir toda expresión social y política

contraria a los designios de quienes comandaban la “revolución”, racionalizada como

necesidad por el cerco contrarrevolucionario a que se vio sometida en sus primeros años la

novel experiencia socialista.

Algunas implicaciones filosóficas

Pero la idea revolucionaria no sólo se restringía al ámbito económico. En el joven Marx está

muy presente la idea de liberación, resultado de la superación de la división entre los ámbitos

privados del hombre, producto de la relación mercantil, con aquellos que se derivaban de su

rol de ciudadano, y su imbricación trascendente en el acontecer social y político que traería la

transformación revolucionaria. Se superaría así la escisión hegeliana entre sociedad civil,

espacio de transacciones privadas, y Estado, ámbito de la polis. Pero a diferencia de Hegel,

Marx no entendía al Estado como expresión de los intereses universales del hombre, de la

voluntad colectiva o “espíritu” de la Historia, sino como instrumento de intereses particulares,

los de la clase dominante. Bajo el capitalismo, sobre todo en las naciones más avanzadas en las

que existían modos de gobierno republicanos o monarquías constitucionales, este dominio era

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ocultado por una mistificación ideológica que hacía aparecer al Estado como representante de

la sociedad entera. Se producía una contradicción entre la existencia real, auto-centrada, del

individuo, dominado por sus intereses privados, y su existencia comunal pero abstracta como

ciudadano, vaciada de contenido efectivo. Las crecientes libertades políticas de las naciones

occidentales no debían confundirse, por ende, con una verdadera emancipación del ser humano,

pues no se superaría el reino de los intereses egoístas, propios del ámbito privado, subordinados

a la cultura del lucro. Era menester restaurar la “unicidad” entre lo político y lo privado

integrando “colectivamente” a la sociedad civil, para lo cual debía superarse la propiedad

privada. El hombre recobraría así su “esencia”, fundamento de su verdadera emancipación.

Sostiene Marx en el tercero de sus Manuscritos económicos filosóficos de 1844 (1980: 147-8):

“...la superación positiva de la propiedad privada, es decir la apropiación sensible por y para

el hombre de la esencia y de la vida humanas, de las obras humanas, no ha de ser concebida

sólo en el sentido del goce inmediato, exclusivo, en el sentido de la posesión, del tener. El

hombre se apropia su esencia universal de forma universal, es decir, como hombre total. Cada

una de sus relaciones humanas con el mundo (ver, oír, oler, gustar, sentir, pensar, observar,

percibir, desear, actuar, amar), en resumen, todos los órganos de su individualidad, como los

órganos que son inmediatamente comunitarios en su forma, son, en su comportamiento

objetivo, en su comportamiento hacia el objeto, la apropiación de éste.

(...) La abolición de la propiedad privada es por ello la emancipación plena de todos los

sentidos y cualidades humanos; pero es esta emancipación precisamente porque todos estos

sentidos y cualidades se han hecho humanos, tanto en sentido objetivo como subjetivo. El ojo

se ha hecho un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado

por el hombre para el hombre. Los sentidos se han hecho así inmediatamente "teóricos" en su

práctica. Se relacionan con la cosa por amor de la cosa, pero la cosa misma es una relación

humana objetiva para sí y para el hombre y viceversa. Necesidad y goce han perdido así su

naturaleza egoísta y la naturaleza ha perdido su pura utilidad, al convertirse la utilidad en

utilidad humana.”

Pero la recuperación de la “unicidad” del hombre con la superación de esta escisión entre lo

abstracto-colectivo y lo concreto-privado --propia de la sociedad capitalista--, no implicaría la

eliminación forzada de ésta última esfera, sino sería el resultado natural de la eliminación del

motivo del lucro como principio organizador de la actividad económica y social. Con base en

esta prédica se fomentó el repudio al “individualismo burgués” que caracterizaría la

propaganda comunista. Se añadiría como objetivo de la Revolución Socialista la supresión de

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esta perversión capitalista en aras de que prevaleciera el interés colectivo y la solidaridad entre

los seres humanos, expresión de la elevada conciencia política del hombre nuevo propugnado.

Pero las dificultades de la teoría de Marx no se reducen sólo a las suposiciones –

cuestionables—sobre la “esencia” del ser humano y sobre el esperado devenir de las

sociedades. En lo que respecta a su análisis de las fuerzas motrices del cambio en la economía

capitalista pueden precisarse inconsistencias que, por su importancia e implicaciones,

desbancan buena parte de sus postulados.

Inconsistencias en la teoría económica de Marx

En las bases del enfoque determinista de Marx se encuentra su teoría del valor trabajo, heredada

del economista inglés, David Ricardo, y “perfeccionada” –según sus exégetas-- por el primero.

Conforme a esta teoría, el valor de cambio con base en el cual se transan las mercancías en el

sistema capitalista es expresión del trabajo incorporado en ellas, la fuente y “esencia” de su

verdadero valor. Éste no se determinaría, por ende, del intercambio de mercancías –la esfera

de la circulación-, sino detrás “de los portones de fábrica”, en el ámbito de los agobiantes

procesos laborales del siglo XIX descritos por Marx y por Engels. Era el tiempo de trabajo

requerido en la manufactura de un bien lo que le confería valor y no la puja entre compradores

y vendedores en el mercado. Para evitar la lógica objeción de que el fruto de la actividad

productiva de un operario flojo o inepto, en la medida en que requería más horas de trabajo

tuviese mayor valor, Marx precisó que su sustancia era el trabajo “socialmente necesario”, es

decir, aquel que expresara las condiciones promedias de aptitud, destreza, disponibilidad de

herramientas, máquinas, tecnología, etc., existentes en la sociedad en ese momento. Es decir,

el valor no podía entenderse sino como expresión de una relación social, ya que formaba parte

de un proceso productivo social e históricamente determinado. Por ende, la mensurabilidad de

este producto social no podía realizarse en un vacío a-histórico y requería necesariamente

enfrentar una mercancía con otra en el mercado. Esta confesión colocaba peligrosamente a la

teoría del valor trabajo al borde del abismo: si el trabajo “socialmente necesario” no podía

manifestarse sino a través de la relación social de intercambio, ¿no era ésta la que determinaba

el valor del producto y, por ende, el valor del trabajo? Dicho de otro modo, si no hay otra

manera de medir qué cosa puede entenderse por “trabajo socialmente necesario” que no fuesen

a través de transacciones de mercado, entonces el valor no podía constituirse previo al

intercambio, sino que sería necesariamente resultado de éste. A esta conclusión llegó el

economista soviético Isaac Rubin (1980) en los años 20 pero, como era de esperar, sus

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hallazgos fueron rápidamente silenciados por los guardianes de las “verdades revolucionarias”

sobre las cuales pretendía construirse la Patria del Proletariado.

Sin embargo, el mismo Marx ya apreciaba las dificultades de su teoría al intentar explicar la

relación entre valor y precio. El valor de cambio de una mercancía expresaría tanto el trabajo

“vivo” expendido por los que laboraban directamente en su manufactura, como el valor del

trabajo “muerto” incorporado en las maquinarias y demás insumos –cristalización de trabajos

anteriores-- que participaban o eran consumidas en su producción. Pero sólo el trabajo vivo era

fuente de plusvalía –el valor excedente que se apropiaba el capitalista como ganancia--, ya que

éste le pagaba al obrero un salario que sólo bastaba para reponer su capacidad de trabajo pero

que era inferior al valor que sus esfuerzos incorporaban a la mercancía. Comoquiera que en

distintas industrias la densidad del capital, es decir, la relación entre maquinaria e insumos, y

el número de trabajadores –lo que Marx llamó la composición orgánica del capital--, variaba

sustancialmente, la plusvalía incorporada a mercancías distintas de igual valor no tenía por qué

ser la misma, pues el valor de cambio incluía también trabajos “muertos” disímiles. Si la

plusvalía era la fuente del lucro, lo anterior contrariaba una ley básica de la competencia

capitalista, cual es la tendencia a la igualación de la tasa de ganancia.

Dicho de otra forma, si trabajos de igual calificación incorporaban el mismo valor a la

mercancía por hora trabajada y el valor de la fuerza de trabajo –el salario-- tendía a igualarse

por la competencia, el monto relativo del plusvalor, en comparación con el trabajo “muerto”

incorporado variaría según la densidad del capital de cada industria o proceso productivo. Una

producción muy capital intensiva resultaría en una mercancía con escasa incorporación relativa

de trabajo “vivo” y, por ende, la plusvalía generada sería baja en comparación con bienes de

fabricación más trabajo-intensivos, pero de igual precio. Consciente de que esta discrepancia

significaría que las tasas de ganancia tendrían que ser menores en las industrias capital

intensivas, Marx entendió que los precios a que se intercambiaban las mercancías en una

economía real en la que las composiciones orgánicas del capital en distintas actividades

productivas diferían, ¡no podían ser expresión fidedigna de su valor! Esta conclusión, que

hubiese llevado a cualquier investigador menos comprometido ideológicamente a abandonar

la teoría del valor trabajo, obligó al filósofo alemán a contorsiones argumentativas en el tomo

III de El Capital para explicar “la transformación de los valores en precios” con el fin de

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conservar sus postulados;5 de lo contrario, debía buscar otra fundamentación de su doctrina de

explotación.

La Navaja de Okham sugiere confiar en las explicaciones más sencillas para comprender un

fenómeno. ¿Por qué no desechar la teoría del valor-trabajo por una explicación mucho menos

complicada, la de que el valor de las mercancías se origina por la valoración que de ella hacen

los agentes económicos a través de las transacciones del mercado, es decir, de la interacción

entre oferta y demanda? Por demás --como hemos señalado--, Marx reconoció que, sin tomar

en cuenta a la demanda, no podía explicarse su concepto de “trabajo socialmente necesario”

como fuente del valor o la “relación” entre éste y los precios. Más aun, su teoría nunca pudo

explicar satisfactoriamente la renta de la tierra ni el valor de los objetos de arte –pinturas,

esculturas y otras--. Confiesa, en un obscuro pasaje poco conocido de El Capital, que no era

objetivo de su teoría indagar sobre el valor de objetos que no fueran “socialmente

reproducibles”6. ¿Cuál es el trabajo “socialmente necesario” en obras de creación individual?

Esta última reflexión lleva a lo que es probablemente el fallo más palmario de la teoría del

valor trabajo: su incapacidad para dar explicación del valor creado por la innovación

tecnológica, proceso cada vez más característico del modo de producción capitalista. En efecto,

¿Qué valor incorpora a la sociedad el trabajo de un innovador o de un grupo reducido de

técnicos / obreros / empresarios innovadores, que ahorra millones de dólares a través de

innovaciones de proceso o que aumentan sensiblemente el total de satisfacciones (¡valor!) de

innumerables consumidores por intermedio de novedosos productos? ¿Cómo se transmite el

valor del “trabajo muerto” de una innovación a los procesos productivos sucesivos a los cuales

ésta se difunde? ¿Cómo explicar las ganancias extraordinarias –seudo rentas innovativas-- que

percibe el innovador original? Si se trata simplemente de la apropiación de valor generado por

otros, como se deriva de su teoría de la renta, ¿ello significa que la propia innovación no crea

5 La explicación parte de la existencia de un fondo social de plusvalor, resultado del proceso social de producción,

del cual se servían los capitalistas individuales en su lucha competitiva y que resultaba en la igualación de la tasa

de la ganancia. 6“Finalmente, cuando se estudian las formas en que se manifiesta la renta del suelo, es decir, el canon en dinero

que se paga al terrateniente bajo el título de renta del suelo, ya sea para fines productivos o para fines de

consumo, debe tenerse en cuenta que el precio de cosas que no tienen de por sí un valor, es decir que no son

producto del trabajo, como acontece con la tierra, o que, por lo menos no pueden reproducirse mediante el

trabajo, como ocurre con las antigüedades, las obras de arte de determinados maestros, etc., pueden obedecer a

combinaciones muy fortuitas. Para poder vender una cosa, basta con que esta sea monopolizable y enajenable”,

El Capital, Tomo III, Décima tercera reimpresión, 1977, FCE, Colombia, pág. 590.

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valor? Pero entonces, ¿Cómo explicar el valor contenido en mercancías que simplemente no

existían antes pero que satisfacen nuevos deseos?

Según la concepción marxista, el valor generado en una economía crece sólo en la medida en

que aumenta el número de trabajadores activos o porque se intensifique el proceso de su

explotación en la actividad productiva, aspecto que engloba el mayor valor que proporciona el

trabajo calificado y la imposición de ritmos de trabajo acelerados a través de la mecanización.

Si bien el valor producido por obrero podría disminuir al conquistar jornadas laborales de

menor duración, tendería a compensarse con la aceleración del trabajo que imprimían las

máquinas nuevas o con su mayor calificación. La diversificación de la producción y la

prodigiosa introducción de inéditos y mejorados productos del capitalismo moderno implicaría

que ese valor social –esa totalidad de “trabajo socialmente necesario”-- se repartiría entre un

número creciente de bienes, cuyo valor promedio tendería a ser cada vez menor. Esto tendría

que ser válido también para esa mercancía particular que es la fuerza de trabajo, definida

precisamente por el valor de los bienes y servicios que permiten su reproducción. Ahora bien,

es evidente que desde la época en que escribe Marx, a mediados del siglo XIX, el nivel de vida

del obrero se ha multiplicado significativamente en los países avanzados. ¿Qué sentido tiene,

en estas condiciones, afirmar que el valor de la fuerza de trabajo habría disminuido porque

disminuyó el valor de los bienes y servicios necesarios para su subsistencia? ¿Se abarata la

fuerza de trabajo ---menor valor-- a la par que el salario mejora significativamente su poder

adquisitivo? ¿Entonces, cuál es la relevancia del concepto de “valor”? Cabe señalar que los

marxistas saltan esta inconsistencia señalando que el valor para reproducir la fuerza de trabajo

está “históricamente” condicionado, por lo que un trabajador hoy en un país desarrollado no

iría a laborar sólo por condiciones materiales que resguardaran su subsistencia y la de sus

familiares.

La contradicción “insalvable” o antagónica entre trabajo y capital en Marx presuponía que la

distribución de los frutos de la producción, de su valor total, constituye un juego “suma-cero”:

lo que gana el capitalista es a expensas del obrero. Pero si se admite por abrumadora evidencia

que el progreso tecnológico puede proporcionar una suma creciente de valor, más allá del

crecimiento de la población y de la intensificación del proceso laboral, cabe perfectamente

postular una alianza entre trabajo y capital para impulsar innovaciones y mejoras en la

productividad, que resultaran en ganancias para ambos; un juego suma positivo. En este caso,

la relación no tenía por qué ser antagónica y, por ende, la caída inevitable del capitalismo no

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sería tal. De hecho, ello constituyó uno de los pilares del exitoso desarrollo de la industria de

Japón y de otros países del lejano oriente en la segunda mitad del siglo XX, y es un elemento

central al paradigma tecnológico del capitalismo actual.

Si una teoría está incapacitada para dar una explicación convincente del fenómeno más

característico de su objeto de estudio, debe descartarse por otra u otras con mayor poder

explicativa, a menos que se asuma como artículo de fe. De hecho, muy pocos economistas hoy

en día dan crédito a la teoría del valor trabajo como explicación de la realidad. Incluso,

académicos marxistas debaten abiertamente su inutilidad y, por ende, su prescindencia con

relación a otros postulados del pensamiento de Marx.7

El socialismo realmente existente

Muerto Marx, la lucha de los trabajadores por conquistar mejoras laborales fue dando cada vez

más frutos. Para finales del siglo XIX y principios del XX, el mejoramiento progresivo en las

condiciones de vida del proletariado en los países europeos occidentales había amilanado su

ímpetu revolucionario. Sus luchas tendían a centrarse en lo reivindicativo y en mejorar su

representación en el entramado político existente. Señala al respecto Isaías Berlin (2017:230):

“Cuanto más eficaz era la organización política de los trabajadores occidentales, más

concesiones eran capaces de arrancar al Estado, más involucrados estaban en la vía de la

reforma pacífica, más solidaridad sentían, inevitablemente, hacia instituciones que

demostraban ser no el bastión de los reaccionarios de las predicciones marxistas, condenadas

por la historia a resistir, si bien ciegamente, inútilmente y de manera suicida, sino una entidad

mucho más flexible y propensa a las concesiones”.

En atención a ello, el líder y teórico del Partido Socialdemócrata Alemán, Eduard Bernstein,

postuló a finales del siglo XIX un camino evolutivo al socialismo, con base en reformas

sucesivas y la ocupación progresiva del Estado. Con ello auguraba la probabilidad de que el

socialismo en Alemania se lograría por medios pacíficos. A pesar de que contrariaba la idea

marxiana del Estado como instrumento de dominación de clase, Bernstein (1982) alegaba que

su visión correspondía a un marxismo maduro, propio del contexto de libertades que se iba

conquistando, muy diferente del entorno que motivó el Manifiesto Comunista, el cual suponía

7 Véase, por ejemplo, Roemer, John (1986), Analytical Marxism, Cambridge University Press,

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la supresión violenta del Estado burgués a través de una revolución como única vía para

instaurar el socialismo. Otros marxistas criticaron duramente esta visión, pues abdicaba en la

práctica del papel predestinado de vanguardia revolucionaria de la clase obrera. Ello sembraba

dudas, además, sobre la inexorabilidad del socialismo.

La aparente predisposición a la lucha reivindicativa del proletariado planteaba un problema

para aquellos convencidos de los postulados revolucionarios de Carlos Marx. Vladimir I.

Ulianov (Lenin), en su famoso opúsculo, Que Hacer (1981), se adelantó a sustituir la

conciencia para sí de la clase obrera por la voluntad de un partido de cuadros que obraría en

nombre de los “intereses históricos” de esa clase. Es decir, si la mecánica del cambio social no

discurría de manera autónoma según las “leyes” descubiertas por Carlos Marx, correspondía al

partido forzar este cambio para asegurar que la Historia fluyese debidamente: una paradoja

para una concepción determinista del cambio histórico fundamentada en el desenvolvimiento

inevitable de fuerzas económicas y sociales. Como corolario, una vez conquistado el poder, la

Dictadura del Proletariado pregonada por el alemán no podía ser otra cosa que la Dictadura

del Partido y, por ende, de sus dirigentes. La flagrante contradicción que encerraba esta

propuesta –en el sentido de que las leyes “objetivas” del cambio social solo se materializarían

por obra de la voluntad revolucionaria-- en absoluto afectó el fervor de una militancia

ensimismada de saberse agente de un cambio bendecido por la Providencia. Asumir esta

postura significó, empero, el fin de la pretensión científica del materialismo histórico: las leyes

del cambio histórico no eran tales, por lo que sólo podía entenderse como ideología.

La primera experiencia pretendidamente socialista fue la de la revolución bolchevique en Rusia

en 1917, un país comparativamente atrasado en relación con las naciones europeas occidentales

que habían concentrado la atención de Marx. El cambio en las relaciones de producción tomó

la forma de una estatización –en nombre del proletariado-- de fábricas, comercios, bancos,

medios de transporte, animales de granja y tierras cultivables. Fiel al legado marxista, el estado

soviético desde sus comienzos entendió que su misión era superar la vía capitalista en el

desarrollo de las fuerzas productivas, concepción de progreso material que quedaría para

siempre plasmada en la famosa consigna de Lenin según la cual el socialismo se resumía en

“electrificación y soviets”. La apropiación por parte del Estado de los medios de producción

otrora privados –“la acumulación primitiva socialista”-- permitió concentrar ingentes recursos

para desarrollar la industria pesada y extender, de esta manera, las bases de la “reproducción

ampliada del capital” socialista. Pero muy a diferencia de lo que pronosticó Marx, ello no

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ocurrió por “la liberación de sus fuerzas productivas” si no por la intensificación de la

explotación de la mano de obra para acumular en manos del Estado soviético enormes

excedentes para la inversión.

La revolución bolchevique provocó la reacción de las élites desplazadas, desatando una guerra

civil de terribles consecuencias. Se implantó inmediatamente una “economía de guerra” que,

dado el atraso industrial y productivo heredado de la Rusia zarista, recurrió al trabajo

compulsivo para afianzar las bases materiales del nuevo poder soviético, so pena de que éste

sucumbiera ante las graves amenazas que se cernían sobre él. La nueva sociedad nacía así

manchada por la imposición de relaciones laborales semi-esclavas, algo muy distinto del

entusiasmo por la actividad productiva y la creatividad que desplegarían obreros libres,

preconizada por Marx. Pero esto no se vislumbraba como una condición transitoria, previa a la

consolidación del bienestar material que haría posible el disfrute del socialismo. En palabras

de Trotsky, representaba un principio organizador, en el ámbito de lo económico, del poder

revolucionario:

“El principio mismo de servicios de trabajo compulsivo ha reemplazado tan radical y

permanentemente el principio de libre contratación como la socialización de los medios de

producción ha reemplazado a la propiedad privada... La única solución a las dificultades

económicas que es correcta desde el punto de vista tanto del principio como de la práctica es

la de tratar a la población, como a todo el país, como reservorio de la fuerza laboral

requerida... El fundamento de la militarización del trabajo son aquellas formas de compulsión

del Estado sin los cuales el reemplazo de la economía capitalista por una socialista se

mantendría para siempre como un sonido hueco. (...) Porque no tenemos ninguna vía al

socialismo salvo por la regulación autoritaria de las fuerzas y los recursos económicos del

país, y la distribución centralizada de la fuerza laboral en armonía con el plan general del

Estado. El Estado proletario se considera autorizado para enviar a todo trabajador adonde

sea necesario su trabajo”8.

Cabe señalar que concepción tan extrema no era exclusive de Trotsky. Nikolai Bujarin,

dirigente bolchevique que discrepaba de él en asuntos de importancia, expresó en un artículo

aparecido en 1920, lo siguiente:

8 Trotsky, L, The Defense of Terrorism: A Reply to Karl Kautsky, Labour Publishing Co., London, 1921, p. 126,

citado en Kolakowski, Op. cit., pag. 30. Traducción mía.

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“La coacción proletaria en todas sus formas, desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es,

aunque esto pueda sonar paradójico, el método de moldear la sociedad comunista a partir del

material humano del período capitalista”.9

Las penurias y severas hambrunas experimentadas por el estado de emergencia de la economía

de guerra en estos años iniciales llevaron a promover en 1921 la Nueva Política Económica,

una vez superada la amenaza de contrarrevolución. Ésta volvió a abrir oportunidades para la

actividad económica privada de pequeños y medianos negocios, tanto en el campo como en la

ciudad, en espera de tiempos mejores para avanzar en la “socialización” de los medios de

producción.

Según Mazower (2001:137), habrían perecido unos cinco millones de rusos en la hambruna de

1921-22 que siguió a la guerra civil. Una vez muerto Lenin se desata una polémica sobre el

camino a seguir entre una oposición de izquierda encabezada por Trotsky --cuyo vocero

económico más conocido fue Preobrazensky--, que pregonaba una radicalización del proceso

de socialización y un avance forzoso de la industrialización bajo formas colectivas y estatales

de producción, y otros miembros de la dirección del Partido Bolchevique agrupados en torno a

Stalin y Bujarin, quienes recomendaban un camino más pausado, que no rompiera con los

equilibrios entre campo y ciudad necesarios para asegurar los suministros de materia prima y

alimentos requeridos para el esfuerzo industrial y, con ello, aseguraran la paz y la estabilidad

del joven régimen.

Como se sabe, la alianza entre Stalin, Bujarin y otros liquidó a la llamada oposición de

izquierda y logró la expulsión de Trotsky de la URSS. Una vez superada esta amenaza a su

liderazgo, Stalin se volvió contra Bujarin acusándolo de derechista, para implantar de seguidas

la colectivización forzada del campo y la industrialización acelerada que había pregonado

Preobrazensky. Bajo la tesis de que la lucha de clases se agudizaba bajo el nuevo régimen,

emprendió en 1929 una feroz persecución contra los campesinos más acomodados, los

llamados kulaks, quienes fueron clasificados como contrarrevolucionarios. Muchos fueron

encarcelados, otros deportados a regiones remotas de la Unión Soviética, mientras los más

“afortunados” eran desplazados de sus hogares a otra zona de la región en que vivían. Se estima

9 Citado en Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editores, 2003, página 238-9 (pie de página).

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que hayan podido ser deportados unos 10 millones de personas, mientras 30.000 habrían sido

fusiladas de inmediato (Mazower, op. cit,:140). La resistencia desplegada ante estos atropellos

dio fuerza a la idea de que se profundizaba la lucha de clases, por lo que se procedió a confiscar

tierras, animales y herramientas productivas, destruyendo así las bases materiales de vida del

campesinado. Su producción fue incautada masivamente para alimentar a los crecientes

contingentes de obreros incorporados al proceso de industrialización forzosa instrumentada

bajo Stalin. Muchos de éstos eran campesinos desplazados que migraban a la ciudad en busca

de medios de sustento. Su empleo fue regimentado y se les disuadía de cambiar de trabajo

mediante el control de sindicatos que habían perdido totalmente su autonomía para convertirse

en ejecutores de la política oficial. Se desató una hambruna pavorosa –holodomor-- en 1932 y

1933 que cobró millones de víctimas más. Como parte de este sometimiento se reimpuso el

sistema de pasaporte interno zarista que había sido abolido por la revolución, el cual servía

para impedir la salida de las víctimas de su territorio y/o la entrada de extranjeros al mismo.

Como advertía el historiador Tony Judt (2013), los kulaks liquidados a principios de los ’30

eran concebidos, no como víctimas de la represión estatal, sino como víctimas de la Historia.

Al oponerse a la colectivización forzosa del campo se habían colocado en su lado equivocado,

por lo que debían ser barridos. Recordaba un miembro del Partido:

“Se libra una pugna implacable entre el campesinado y nuestro régimen (…) Es una lucha a

muerte. Hizo falta el hambre para mostrarles quién manda. Cuesta millones de vidas, pero el

sistema de granjas colectivas está aquí para permanecer. Hemos ganado la guerra”.10

En esta vía hacia el poder absoluto Stalin aprovechó su posición de secretario general del

partido comunista para clamar por la observación de unos “principios leninistas” para legitimar

la supremacía indiscutible de la minoría dirigente y el sometimiento de la militancia a una

disciplina férrea, de naturaleza militar. La Dictadura del Proletariado se transformó en una

dictadura sobre el proletariado --crítica que le enrostraría Trotsky (1972)--, convertida en un

mecanismo de coerción social muy concreta que se amparaba en el ejercicio de la violencia de

Estado. El interés colectivo pasó a entenderse como lo que la vanguardia esclarecida

interpretaba que debía ser el interés colectivo, conforme a las circunstancias particulares que

se iban sucediendo. De tal forma se desvinculó de las necesidades y aspiraciones de personas

concretas, expresadas de manera individual o por medio de sindicatos, asociaciones y otras

10 Lewin, M., Making of the Soviet System, Londres, 1985, pp. 142-177, citado en Mazower, op. cit., p. 141.

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organizaciones representativas, y pasó a ser el dictado exclusivo de cúpulas dirigentes en

nombre del devenir de la Historia. Contrario a lo que había pregonado el joven Marx, el cambio

de instituciones que resultaba de la revolución, lejos de permitir recuperar la “unicidad” entre

las esferas de lo político y de lo privado, terminaba suprimiendo a ambas bajo un régimen

totalitario que negaba la política e invadía cada rincón de la vida personal de los gobernados.

Esta usurpación del poder popular ya había llevado a la naciente república soviética a eliminar

a la llamada “oposición obrera” y a “nacionalizar” los sindicatos a comienzos de los años 20

(Hirszowics, M., 1977: 196) para convertirlos en correas de transmisión del Estado Proletario.

La justificación --en nombre de la Revolución-- de esta expropiación de los órganos de

representación por parte de la cúpula partidista sienta las bases para un ejercicio de poder, bajo

Stalin, análogo a las formas más extremas de nazi-fascismo.

En el plano político, todo fue subordinado a la voluntad personal de José Stalin, generando una

pirámide de poder vertical y obsecuente desde las bases hacia las jerarquías superiores,

fundamentada en última instancia en el uso de la fuerza contra cualquier disidencia. El aparato

político-partidista se constituyó en dominio de una clase privilegiada que decidía sobre los

recursos de la sociedad con apego a criterios de lealtad al partido y, en última instancia, al líder.

De hecho, las nuevas “relaciones de producción” consagraban el usufructo privilegiado de la

riqueza en manos de un grupo reducido de la sociedad –los apparatchiki-- que reforzaba su

dominio a través de una estructura de incentivos divorciada de la eficiencia económica y basada

en complacer al superior jerárquico, que fue lastrando el desarrollo productivo de la Unión

Soviética. Por su parte, la paranoia estalinista y los esfuerzos por defender y aumentar los

privilegios de la casta dirigente hacían del poder soviético una fuerza cada vez más

conservadora y negadora de lo que podría llamarse “progreso”, contrario a los fines

revolucionarios que le servían de inspiración. No obstante, seguía legitimándose

doctrinariamente a través de campañas propagandísticas en las cuales se auto-titulaba

campeona de los intereses de los pueblos oprimidos y enemiga del imperialismo.

De más está decir que el progreso tecnológico cada vez más complejo que alimentaba el

desarrollo de las fuerzas productivas presuponía necesariamente la creciente división del

trabajo y la especialización de las personas como agentes económicos –al contrario de las

aspiraciones de superar tal división profesadas Marx--, por lo que la edificación del socialismo

en la patria del proletariado obligatoriamente produjo diferenciaciones sociales dentro del

proceso productivo mismo, amén de la emergencia de una nueva clase dirigente resultado del

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monopolio del poder por parte de la jerarquía comunista. La construcción del socialismo había

sido entendida como un proceso de industrialización forzosa bajo la égida central del Estado,

acompañada de la colectivización de la agricultura y la conculcación de libertades sindicales.

Fue impuesto por grupos minoritarios que se apoderaron de la maquinaria estatal, aplicando

métodos violentos contra quienes se interpusieran a la prosecución de sus propósitos. El

provecho sin restricciones de los recursos del Estado no tardó en prohijar una casta privilegiada,

amparada en un marxismo dogmático que legitimaba tal proceder por responder a las fuerzas

de la Historia, que engendró el apoyo incondicional de sus partidarios. El proletariado, supuesto

sujeto “liberado” por la revolución, pasó a ser explotado por esta nueva clase gracias al control

absoluto que ejercía sobre las palancas del poder. Ello le permitía comandar, para su usufructo

discrecional,11 porciones crecientes del producto social a expensas de la remuneración salarial.

Lo paradójico --señala Milovan Djilas en relación con la experiencia yugoeslava--, era que

muchos líderes y burócratas justificaban su provecho de las prebendas que les otorgaba el poder

como recompensa a sus responsabilidades en la conducción de la revolución:

“La nueva clase siente instintivamente que los bienes nacionales son, en realidad, propiedad

suya y que incluso los términos ‘socialista’, propiedad ‘social’ y ‘estatal’ denotan una ficción

legal general. La nueva clase también piensa que todo incumplimiento de su autoridad

totalitaria puede hacer peligrar su propiedad. En consecuencia, la nueva clase se opone a

cualquier tipo de libertad, ostensiblemente con el propósito de preservar la propiedad

‘socialista’. Toda crítica de la administración monopolística de la propiedad de la nueva clase

genera temores de una posible pérdida de poder”. (Djilas, M., 1957: 65)

Moshe Lewin (2007) cuenta cómo el mando personalista, omnímodo de Stalin dio paso, luego

de su muerte, a una creciente institucionalización del régimen en atención a los intereses de

una enorme burocracia que se había apoderado del Estado. Este estamento social vivía en

permanente zozobra por la paranoia del máximo jefe, pagando muchos de sus integrantes

“culpas” por los errores en la conducción de los asuntos de Estado con cárceles, destierro o

muerte. Una vez desaparecido Stalin, buscó seguridad y recompensa, generándose un vasto

aparato que se arrogó privilegios y que redundó en una “economía del despilfarro” que

contribuyó significativamente con el colapso del régimen.

11

“Ownership is nothing other than the right of profit and control. If оnе defines class benefits by tћis right, the

Communist states have seen, in the final analysis, the origin of а new form of ownership or of а new ruling and

exploiting class”. (Djilas, 1957: 35)

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En el plano de lo privado, la estructura de complicidades y de vigilancia recíproca entre

ciudadanos anuló toda iniciativa individual que no coincidiera con el “interés colectivo” que,

para cada momento, dictaba el partido y, en última instancia, Stalin: la población sucumbió así

al totalitarismo. El filósofo polaco, Leslek Kolakowski argumenta la inevitabilidad del

totalitarismo también por razones económicas, incluso si la revolución hubiese ocurrido en un

país más avanzado:

“Si los motivos del lucro privado son erradicados, el cuerpo organizacional de la producción

–v.g., el Estado-- deviene en el único sujeto posible de actividad económica y la única fuente

de iniciativa económica que queda. Ello deberá, no por ambición burocrática sino por

necesidad, llevar a un incremento tremendo en las tareas del Estado y su burocracia. Eso es lo

que realmente sucedió. La sociedad civil –a diferencia del aparato estatal-- debe ser

económicamente pasiva y despojada de toda razón o posibilidad para tomar la iniciativa

económica. Sin impulsos desde el aparato estatal, ninguna actividad económica se genera en

la sociedad, excepto el margen insignificativo de pequeños productores, reliquias del pasado.

Lo que no es planificado por órganos del Estado simplemente no es producido, sean cuales

fuesen las necesidades de la sociedad” (Ibid., p. 31).

En su libro, El Gran Terror (1990), Robert Conquest narra el proceso que llevó a los juicios de

Moscú de los años 36-7. Señala que muchos dirigentes bolcheviques desistían de oponerse a

los designios de Stalin porque ello pondría en peligro la unidad del partido, instrumento

histórico de la revolución. Louis Fischer, intelectual británico que llegó a ser miembro del

partido comunista, señala que éste era la institución más formidable de la Rusia Soviética, por

sus requerimientos de austeridad, obediencia y dedicación impuesta a sus miembros, como

“una orden monástica”12. La disciplina y devoción del militante, y su lealtad absoluta a los

postulados de la dirigencia, desembocaron en su anuencia acrítica para con las barbaridades

cometidas por Stalin contra amplios sectores de la población en nombre de los fines superiores

de la revolución, así como contra la generación bolchevique que había acompañado a Lenin.

12

“The Communist's duties outnumbered his privileges. The Party expected him to be a model of antireligious

zeal, ideological loyalty, personal morality, and political devotion” (Koestler, et. al. 1949: 201)

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23

El fracaso del socialismo

En realidad, lejos de “liberar a las fuerzas productivas”, la concentración de las decisiones

económicas en manos de los burócratas de la planificación centralizada y sujetas a dictados

emanados desde las alturas del poder creó un entramado sumamente rígido de directrices

detalladas, que ahogó por completo la iniciativa de las unidades productivas. La autonomía

para que pudieran optimizar su desempeño ante señales de precio fue reemplazada por dictados

formulados centralmente en forma de indicadores. A pesar del significativo esfuerzo soviético

por alcanzar y expandir las fronteras de la ciencia, fue poco lo que se filtró al campo del

quehacer económico. Rota la vinculación entre tasa de ganancia, competencia e innovación

tecnológica, había escaso incentivo para que la investigación científica y tecnológica se

materializara en mejoras de la eficiencia productiva.

Como bien lo reseña Moshe Lewin (1975), los estímulos a la producción quedaron plasmados

en las premiaciones otorgadas por cumplir (o superar) las metas establecidas en los planes

quinquenales. El abandono de criterios económicos para la asignación de los recursos

productivos y su reemplazo por decisiones políticas dio lugar a enormes despilfarros y grandes

ineficiencias. Un conocido ejemplo fue la meta de incrementar la producción de vidrio

expresada en toneladas, que llevó a los gerentes soviéticos a producir vidrios gruesos, pesados,

para uso habitacional y para automóviles. El intento de corregir esta distorsión especificando

más bien la meta en metros cuadrados de producción trajo como resultado el extremo contrario:

vidrios delgados para maximizar superficie.

No obstante, debido a la acumulación forzosa de excedentes y su disposición centralizada para

la inversión en la industria pesada, la economía pudo crecer significativamente durante los años

treinta --si bien a costa de enormes sacrificios--, mientras las potencias occidentales se hundían

en la más grave depresión del siglo13. Ello iría a nutrir durante mucho tiempo el mito de la

superioridad de la planificación centralizada frente a la acumulación irracional –“anárquica”--

del capitalismo, de la cual sacaría amplio provecho la propaganda de Stalin. Pero como

señalaría mucho más tarde el premio Nóbel de Economía, Paul Krugman (1999), el éxito

mostrado en el crecimiento de la producción soviética no se debió a incrementos en la

13 No obstante, la desclasificación de muchos archivos luego de la caída de la Unión Soviética reveló que las cifras

de crecimiento esgrimidas en la época estaban sobrestimadas. Ver, “The political economy of Stalinism in the

light of the archival revolution”, Ellman, Michael, Amsterdam Business School, University of Amsterdam.

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productividad total de los factores14 derivada de mejoras en las fuerzas productivas, sino a la

sobreexplotación de la fuerza de trabajo.

La creciente ineficiencia soviética no fue mayormente percibida mientras prevalecía en el

mundo capitalista un estilo tecnológico fundamentado en la explotación extensiva de recursos

naturales, en particular de la energía. La capacidad del sistema soviético por acopiar

centralmente enormes recursos a expensas del consumo y canalizarlos a favor de grandiosos

proyectos le permitió competir con un patrón o estilo de producción basado en economías de

escala, propio de las grandes plantas manufactureras del mundo capitalista de la época. Prueba

de ello fue el formidable desarrollo de la industria espacial y militar soviética, áreas a las que,

por imperativos políticos, se concentraron enormes inversiones. En el plano de la producción

para usos civiles, el gigantesco complejo fabril Togliatti concentraba bajo un mismo techo la

producción de láminas de acero, partes y componentes, y el ensamblaje de los automóviles que

salían por el otro extremo.

Con la crisis energética de los 70 y el advenimiento de la informática, las condiciones de la

competencia en los mercados mundiales cambiaron dramáticamente. El nuevo estilo

tecnológico que comenzó a predominar a partir de entonces es intensivo en conocimientos y

requiere, por ende, de unidades productivas abiertas al intercambio de información, tanto hacia

adentro de la firma como hacia fuera. Al calor de la lucha competitiva en el mundo capitalista

las empresas tuvieron que abandonar sus estructuras jerárquicas a favor de organizaciones

mucho menos pesadas, más ágiles, planas, abiertas al conocimiento externo, y organizadas en

red con otros nodos generadores de información. La versatilidad, las economías de cobertura y

la capacidad de respuesta inmediata a las oportunidades y desafíos del mercado pasaron a

constituirse en los elementos determinantes del éxito económico, más que la capacidad por

concentrar enormes recursos en la prosecución de un fin específico uniforme. Todo ello

descansaba en el fortalecimiento de la creatividad y el aprovechamiento del talento humano

para intensificar los procesos de innovación y cambio tecnológico.

Paradójicamente, las relaciones de producción “socialistas” del modelo soviético terminaron

por ahogar el desarrollo de sus fuerzas productivas en la era de la llamada “tercera revolución

14 El incremento en la productividad total de los factores recoge el efecto del cambio tecnológico, de mejoras

cualitativas de los factores productivos, más allá de la intensificación de los procesos de trabajo que trae la

mecanización.

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industrial” y precipitaron el colapso de su economía. La estructura descentralizada de toma de

decisiones de la economía de mercado fue, por el contrario, muy permeable a las adaptaciones

y cambios requeridos en las relaciones de producción para aprovechar plenamente las

potencialidades del nuevo estilo tecnológico. La inversión en capital humano –educación,

salud, asistencia social-- pasó a constituir la fuente del crecimiento económico (Romer, 1986).

Por una irónica treta de la historia, la herencia directa de la prédica marxista resultó ser su

propia negación en la forma de regímenes ultraconservadores, atrasados y dictatoriales.

Quizás la expresión más elocuente del atraso que busca hoy justificación en la retórica

marxiana lo constituya Cuba, país que ha padecido durante más tiempo que cualquier otro del

hemisferio occidental una férrea dictadura. La trágica conversión de una revolución libertaria

y popular, de múltiples actores y dispuesta a experimentar en la construcción de un sueño, en

la dictadura personalista de un líder indiscutible, amparada en la toma de la maquinaria estatal

por parte del Partido Comunista Cubano, puede encontrarse en la narración de un testigo

directo, Carlos Franqui (1982). Al cabo de 59 años en el poder el régimen mineralizado de los

Castro mantiene a su pueblo en un estado de pobreza extendida con base en libretas de

racionamiento y trabas severas a la realización de actividades productivas por iniciativa propia,

mientras que a los privilegiados del aparato político –la nomenklatura15- se les facilita una vida

sin mayores restricciones. Durante décadas rigió un odioso apartheid en contra del nativo, a

quien se le prohibía frecuentar hoteles, playas, restaurantes y tiendas reservadas para turistas y

jerarcas del Partido (Oppenheimer, 1992)16. Por otro lado, la penuria económica ha obligado a

reconocer las bondades de la inversión privada, siempre y cuando sea extranjera. Así, en cruel

paradoja, es permitida la inversión en la isla por parte de los expatriados, estigmatizados

cuando salieron como “gusanos” y “enemigos de la revolución”, pero al cubano que se quedó

le está vedado. Hoy se intenta imponer este modelo de atraso y oprobio en Venezuela, con

resultados similarmente desastrosos.

La conversión en ideología

A través de estas líneas se han examinado aspectos varios de la teoría de Marx que apuntan

claramente a descartar sus pretensiones de ciencia y a asignarle el carácter de ideología.

Siguiendo a Dijk (2006), entenderemos como ideología a una representación simplificada y

15 El término deriva de la ubicación jerárquica de los que ocupaban posiciones de poder en la antigua URSS. Ver,

Voslensky, M., 1981. 16 Esta discriminación fue abolida en 2008, como una de las reformas iniciales de Raúl Castro como presidente.

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sesgada del mundo que sirve para favorecer o promover los intereses y el dominio político de

determinado grupo o grupos social(es) o étnico(s). El sesgo ideológico de Marx se refleja tanto

en sus escritos originales, como en los desarrollos posteriores de sus seguidores, todo lo cual

contribuyó al cuerpo doctrinario de lo que hoy se conoce como marxismo. Quizás el criterio a

partir del cual sea más fácil o más didáctico abordar tal sesgo sea el de la verdad. En la acepción

positivista de ciencia, la verdad absoluta no existe, pero el método experimental, basada en la

falsabilidad de lo postulado por su contrastación con la realidad empírica y en su consistencia

lógica, permite aproximaciones cada vez más certeras acerca del fenómeno de estudio. En la

visión de Marx la verdad, por lo menos en lo que al campo de lo social se refiere, se definía en

función de su contribución con los fines ulteriores de la humanidad que, por antonomasia, era

la construcción de la sociedad sin clases que inaugurase el “reino de la libertad”. Lo que no se

prestaba para tales propósitos no podía considerarse verdadero.

Señala al respecto Isaíah Berlin (2017: 195-6):

“… lo que Marx condenaba en los valores burgueses no es que fueran objetivamente falsos …

en el sentido de ser refutables por criterios atemporales, sino que fueran burgueses; y, por

tanto, falsos en el sentido de que expresan o conducen a una visión de la vida y a una forma de

actuación que están en pugna con la pauta del progreso humano, y no pueden por ello, sino

distorsionar los hechos. La verdad en este sentido reside en la clarividencia de los hombres

más progresistas de la época: estos son, ipso facto, aquellos que identifican sus intereses con

los de las clases más progresistas de su tiempo.”

Emerge un criterio parcializado de verdad como los que alimentan los espíritus de secta: todo

lo que hace avanzar los propósitos de la revolución, es decir, con reemplazar al poder burgués

y asegurar la victoria del proletariado, cumple con el criterio de verdad. Tal identificación de

“verdad” y de la consecuente autoridad de quien la esgrimiese con los designios ulteriores de

un grupo identificable de personas era –en opinión de Berlin-- propio de las religiones.

…La jugada trascendental de Marx fue sustituir al Dios de las Iglesias … por el movimiento

de la historia: apostar todo a esto, identificar a sus intérpretes autorizados y redactar

demandas absolutas en su nombre y en el de ellos”. (ídem.,: 195-6)

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Esta noción tan comprometida de verdad cumplía el propósito de negar interpretaciones que

no estuviesen alineados con la teleología implícita en la prédica marxiana. Los valores e

intereses de quienes fuesen “objetivamente” contrarios a la revolución ---por su ubicación

respecto a los procesos productivos-- eran incompatibles con la providencia anunciada por su

“ciencia” de la historia, por lo que debían descartarse. Sus exponentes se convertían en seres

prescindibles, que deberían desaparecer. El burgués está condenado por esta incompatibilidad

y no tiene sentido intentar corregir sus posturas; irremediablemente sería liquidado.

Esto hace de la doctrina marxista un arma terrible, dice Berlin, “pues en verdad implica que

hay secciones enteras de la humanidad que son, literalmente, sacrificables” (Ibid.: 207)

Estaríamos en presencia, según este autor, de una división neo-calvinista de la humanidad,

representada por los que pueden salvarse y los que no. Marx proyectaba tal división contra el

marco inexorable del devenir histórico: aquellos que obraban para cumplir sus fines, y aquellos

que se habían colocado de su lado equivocado y objetivamente se le oponían. La fe en el

progreso, enraizada en las promesas de mejora continua de las condiciones de vida de la

humanidad, legadas por la supremacía de lo racional --pregonada por la Ilustración-- lograba

atraer las simpatías de muchos. Sobre todo, porque alegaba estar fundamentado en el análisis

científico de los hechos. Pero de plantearse esta división en términos raciales, étnicos o

religiosos --acota Berlin--, se retrata todo su horror intrínseco. Concluye:

“Una doctrina que identifica al enemigo y justifica una guerra santa contra hombres cuya

“liquidación” es un servicio a la humanidad desata las fuerzas de agresión y destrucción a

una escala sólo conseguida, hasta el momento, por movimientos religiosos fanáticos. Pero

éstos, al menos en teoría, predicaban la solidaridad humana: si el infiel aceptaba la fe

verdadera era bienvenido como un hermano. Pero el marxismo, al hablar de condiciones

objetivas y no de convicciones subjetivas, no podía permitir esto”. P. 208

Lo anterior se reflejó trágicamente en la primera experiencia de construcción del socialismo

que se conoció, la de los bolcheviques, como fue examinado arriba. La sensación de seguridad

que, para el militante comunista, causaba haber develado los secretos de la dinámica social e

histórica era sobrecogedora. Y siendo que el partido era depositario de los intereses históricos

del proletariado, era custodio de esas verdades, por lo que sus decisiones eran objetivamente

infalibles. En palabras de Arthur Koestler (1949: 34), quien fue ferveroso partidario a principio

de los ’30, ello era así,

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“...moralmente, porque sus fines eran los correctos, esto es, acordes con la Dialéctica

de la Historia, y estos fines justificaban cualquier medio; lógicamente, porque el

Partido era la vanguardia del Proletariado, y el Proletariado es la encarnación del

principio activo de la Historia”

En un mundo convulsionado por múltiples manifestaciones de injusticia, la matriz comunista,

forjada en la convicción de que era posible un mundo mejor si cada quien subsumía sus

intereses individuales en un esfuerzo común compartido, transmitía una sensación de seguridad

y de confianza en el porvenir, que sólo la fe puede otorgar. La veracidad o no de los hechos no

era importante ni era lo que determinaría la justeza de un planteamiento; lo real y, por ende, el

criterio revolucionario de verdad, dependería de su funcionalidad para con el ulterior fin

histórico. Todo lo que no encajaba con aquello era desestimado como distracciones o

interpretaciones equivocadas. Sigue Koestler (Idem.,: 49):

“Proletarios que no fuesen Comunistas no eran proletarios reales –pertenecían al

Lumpen-Proletariado o a la Aristocracia Trabajadora”.

Posturas como éstas llevaron a la aberración de evaluar las acciones políticas, no en función de

su valor intrínseco –si implicaban conquistas sociales específicas o no--, sino por sus

consecuencias para con los fines revolucionarios. Una iniciativa particular conducida con los

mejores propósitos y que alcanzara logros importantes podía ser “objetivamente” reaccionaria

si no avanzaba la causa del partido, ya que apuntalaría al capitalismo. Y tal apreciación le

correspondía hacerla el liderazgo partidista en atención a sus propósitos de lucha en un

momento determinado y en tanto que intérprete, por antonomasia, de los intereses históricos

del proletariado. Lo revolucionario hoy podría ser contrarrevolucionario mañana.

Recordemos que Lenin se apoyó en la distinción entre la conciencia de “clase en sí” y la

conciencia de “clase para sí” para concluir que la tarea del partido revolucionario fuese la

adjudicación de los intereses históricos que el proletariado no podía asumir por sí mismo,

limitado como estaba su horizonte a las reivindicaciones inmediatas. De esta manera emerge

una concepción de vanguardia separada y por encima de la masa obrera que, amparada en una

teoría revolucionaria, se arrogaría la potestad de señalarle al proletariado cuáles debían ser sus

posturas políticas. Esta usurpación de la representación de clase, criticada en su momento por

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Trotsky17, demandaba una consagración a la “causa” y una fe irrestricta en la sabiduría del

liderazgo colectivo del partido bolchevique (comunista), cobijado eufemísticamente bajo el

principio del “centralismo democrático”. Fue alimentándose una mitología de lo épico y de lo

heroico en la lucha contra los opresores, y por la “liberación de la humanidad”, que llamaba a

sacrificios que reflejaran una mística revolucionaria. Por otro lado, la consabida afirmación de

que “la violencia es la partera de la Historia” –atribuida erróneamente al propio Marx18- resume

el criterio respecto a los medios de lucha esgrimidos para alcanzar el poder: el glorioso fin

justificaría siempre a los medios empleados en su prosecución. De esta prédica por el sacrificio

y su expresión en la disposición por arriesgar la vida a través de la lucha armada puede

entenderse, de paso, cómo se deriva en la prédica “socialista” un culto a la muerte –totalmente

ajeno a los ideales que pretendía profesar-- que lo asemejaría cada vez más al fascismo.

En su Miseria del historicismo, Karl Popper (1972) alerta sobre los peligros totalitarios que

encierra la pretensión de que el devenir de la humanidad está sujeto a leyes científicas,

propensas a ser instrumentadas por mentes esclarecidas en beneficio del progreso social.

Curiosamente, Popper, quien tuvo sus veleidades marxistas de joven, admitía que el marxismo

en principio tenía legitimidad en pretender constituirse en teoría científica del devenir histórico,

en tanto sus postulados podían someterse a la “falsabilidad” de la predicción. En la medida en

que fueron incorporándose argumentaciones ad hoc para explicar, ex post facto, los eventos

que la teoría fallaba en predecir, se transformó, según él, en ideología.

Posición similar asume Isaías Berlin (2017), quien denomina tal postura como “cientificismo”.

Sugiere que mentes entrenadas en metodologías científicas orientadas a precisar las leyes que

regulan su ámbito particular de estudio podrían pensar que la evolución social estuviese sujeta

a un ordenamiento similar. Un cuerpo doctrinario que aparentaba una consistencia interna a

prueba de críticas como el marxismo y que profesaba explicar el devenir de la historia conforme

a leyes que había descubierto, podría parecerles muy atractivo. Ello explicaría la fuerza que

adquirió el marxismo en muchos círculos intelectuales europeos. Pero la extracción

pequeñoburguesa de estos intelectuales era vista como un pecado de origen, que se intentaba

17 “Los métodos leninianos conducen a una situación donde la organización del proletariado sustituye al

proletariado, el Comité Central sustituye a la organización y finalmente el dictador sustituye al Comité Central.

Maximilian Lenin y los bolcheviques se representan una dictadura sobre el proletariado.” 18 Lo que sí se registra es la afirmación “Force is the midwife of every old society pregnant with a new one” (“La

fuerza es la partera de toda vieja sociedad preñada con una nueva”, traducción mía) Capital, Vol I, capítulo XXXI,

pág. 703, Progress Publishers, 1974.

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expiar acentuando el celo y la abnegación en el cumplimiento de las tareas encomendadas. La

militancia y la disciplina partidista le proporcionaban al pequeño-burgués los medios para

superar sus complejos de culpa. De ahí la ferocidad y crueldad de muchos intelectuales

comunistas.

Para aquellos militantes imbuidos en la doctrina comunista, oponerse a los designios de la

dirigencia equivalía a una suerte de blasfemia, pues desafiaba la teleología --heredada de la

Ilustración-- que confiaba en el dominio de la razón y en el progreso científico como fórmula

para acabar con las miserias que habían plagado a la humanidad desde sus orígenes. Rechazar

una filosofía de cambio asentada en las fuerzas inexorables de la Historia ofendía la moral de

aquellos que abrazaban esta convicción como artículo de fe. Quien no comulgaba con este

ideario era tildado de reaccionario, aun cuando no estuviese comprometido con la estructura

de poder existente. Ello alimentó una sensación de supremacía moral ante los detractores, que

legitimaba su descalificación ad-hominem.

Marxistas posteriores, perturbados por el perfil despótico de sociedad que emergía de la

experiencia estalinista, procuraron desarrollar una concepción diferente de los fundamentos a

partir de los cuales construir el socialismo. Argumentaban que la tecnología capitalista –es

decir, las fuerzas productivas desarrolladas bajo el capitalismo-- reproducían las relaciones

sociales de explotación y de dominio y, por tanto, no podían considerarse meros instrumentos

“neutros” para la construcción de un mundo diferente. Fundamentar el desarrollo del

socialismo con base en estos preceptos sería un contrasentido, pues reeditaría esos esquemas

de dominación y no implicaría ningún “salto cualitativo” a un nuevo orden superior,

emancipado19.

Cabe recoger, dentro de esta concepción, a un importante exponente de la Escuela de Frankfurt,

Herbert Marcuse (1968), a quien le inquietaban lo que, para él, constituían nuevas modalidades

de alienación que emergían de la sociedad de consumo en las economías opulentas, pletóricas

en bienes materiales y cultural-comerciales. Éstas alimentaban una sensación de bienestar en

la masa trabajadora que, como velo opaco, ocultaría la naturaleza explotadora de la sociedad

capitalista. Curiosamente, crítica una conquista –la mejora en el bienestar material de los

19 Quizás el exponente más conocido de esta vertiente crítica fue André Gorz. Véase, por ejemplo, su Crítica a la

razón productivista, La Catarata, Madrid, 2008.

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trabajadores-- cuya insuficiencia en el pasado servía precisamente de fundamento de la

denuncia del capitalismo por parte del marxismo clásico. Ahora que la mejora en los niveles

de vida de la sociedad de consumo había desmentido el supuesto de la depauperación de las

masas, no quedaba más remedio que desarrollar la crítica con base en criterios ajenos a los de

las condiciones materiales de vida de una sociedad. Se apuntó entonces, como hace Marcuse,

a la “esencia” del ser humano, a sus potencialidades como ser multidimensional una vez

superadas las deformaciones a que se veía sometido por la civilización capitalista.

La idea de que la revolución debía implicar una ruptura con la linealidad del progreso

capitalista –un nuevo comenzar, cualitativamente distinto-- llevó a los neomarxistas a

reivindicar al “joven” Marx de los Manuscritos Económico-Filosóficos y La Ideología

Alemana, para reconstruir el concepto de alienación a partir de las premisas de la sociedad

capitalista avanzada. Podría argumentarse que, con ello, se abandonaban las pretensiones

“científicas” del Marx positivista de El Capital, por una visión mucho más ideológica que

exalta un deber ser propio de un estadio civilizatorio en el cual, superada la división y los

antagonismos de clases, el ser humano volvería a encontrarse con su “esencia

multidimensional” y la posibilidad de realizarse plenamente. Los neomarxistas reivindican este

filo de su crítica para enfatizar que la “verdadera” naturaleza del hombre --solidaria,

desprendida– sería otra muy distinta a la que pretende el sentido común burgués, con base en

la cual podría edificarse otra arquitectura social, nunca detallada en sus especificidades, que

consagraría la realización integral, “verdadera”, del ser humano.

La convicción de que la fundamentación ideológica de la revolución debería implicar una

ruptura trascendente con los valores de la sociedad burguesa ha llevado a la búsqueda de

referentes en el imaginario colectivo que, por fuerza, terminan apelando a recuerdos

mitificados de formaciones pre-existentes, idealizadas, de sociedad. Es a partir de ese

abrevadero, de sus anhelos postergados por restablecer una edad de oro alojada en algún lugar

del subconsciente colectivo, que los revolucionarios pretenden encauzar “las energías vitales

del pueblo” como fuerza capaz de derribar la institucionalidad del capitalismo moderno. En

apoyo a esta línea de argumentación cabe citar al antropólogo de origen rumano, Mircea Eliade:

“Hemos señalado … que Marx había vuelto a tomar uno de los grandes mitos escatológicos del

mundo asiático-mediterráneo, es decir, el papel redentor del Justo (en nuestros días, el

proletariado), cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el estatuto ontológico del mundo.

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En efecto, la sociedad sin clases de Marx y la consiguiente desaparición de las tensiones

históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro, que, de acuerdo

con tradiciones múltiples, caracteriza el comienzo y el fin de la Historia. Marx ha enriquecido

este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeocristiana: por una parte, el papel

profético y la función soteriológica que concede el proletariado; por otra, la lucha entre el

Bien y el Mal (…) Incluso, es significativo que Marx recoja en su doctrina la esperanza

escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia” (cursivas en Eliade, 1983: 191).

Evocar al comunismo como utopía encuadra en esta visión. Apela a sociedades primitivas

donde todo o casi todo se poseía en común o, en cualquier caso, era de usufructo común, como

referentes de la naturaleza humana que florecería de nuevo en la sociedad sin clases (Engels,

2017). Viene a la mente las sectas bíblicas, como la de los esenios o de las comunidades

cristianas primitivas, en las que había una clara proscripción del lucro, del afán por la riqueza,

hasta el punto de elevar la pobreza, la sencillez y la humildad a virtudes a ser emuladas. A los

ojos de sus epígonos bíblicos, era una manera de aproximarse al reino de Dios en la tierra. De

esta acepción perdura una especie de nostalgia romántica, una reverencia por una época de oro

de la humanidad en la que no existía la maldad ni el egoísmo, sino una comunidad hermanada

en torno a la noble prosecución del bien de todos. Asume, pues, la forma de un mito. Su prédica

legitimadora tiene carácter moralista, exaltando los deberes de la solidaridad, la cooperación y

del esfuerzo por el bien del colectivo, por sobre las apetencias individuales. Se justificó en la

antigüedad por la situación de pobreza, de baja y estancada productividad, que conformaba un

“juego suma-cero” en el plano económico, es decir, una situación en la cual la mejora en el

bienestar de una persona era necesariamente a expensas de la miseria de otros. Ello sustentaba

un criterio de justicia que abominaba de las diferencias de riqueza.

El comunismo pregonado por Marx, como fin ulterior de la humanidad, cerraría el círculo,

estableciendo –sobre bases cualitativamente superiores—los valores esenciales de esa edad de

oro. Pero pensar en tales términos evoca un estadio civilizatorio final estacionario, en el cual

la solución definitiva de los males de la sociedad establecería la felicidad eterna. El fin de la

Historia, como anunciara Huntington. Si las contradicciones y la lucha de clases son el motor

de la Historia, en una sociedad sin clases este motor se apagaría. Ello contrasta visiblemente

con la dinámica del mundo actual y plantea serios interrogantes referentes al papel y la

pertinencia del desarrollo científico y tecnológico como sustento de las mejoras en la

productividad sobre las que descansaría esa felicidad.

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Comentarios finales

La creciente influencia del marxismo en las luchas obreras a finales del siglo XIX y principios

del XX, colonizó, con sus categorías, el pensamiento de izquierda. Como se sabe, tal

designación política se remonta a la Asamblea Nacional de la Revolución Francesa, en la cual

se sentaban a la derecha los Girondinos, propietarios de provincia, mientras que los Jacobinos,

de talante más radical, se ubicaban a la izquierda. La rivalidad entre estas dos facciones por el

control del poder llevó a estos últimos a apoyarse en “la calle” para imponerse. De ahí una

primera asociación entre “izquierda” y revolución, identificada con cambios extremos y con la

movilización popular. La derecha pasó a ser vista como defensora del status quo, conservadora,

que prioriza políticas atemperadas y opuesta a transformaciones profundas. De ahí la dicotomía

izquierda-derecha pasó a expresar la contraposición entre quienes buscan cambios radicales en

pro de la igualdad, la justicia y la libertad, y en contra de una estructura de privilegios que las

negaba, y aquellos que la defendían, protegiendo iniquidades y posiciones de poder. Con las

luchas por una mayor justicia social en los países avanzados, fue asentándose la “razón moral”

de la izquierda, en tanto fuerza impulsora del progreso y la justicia, enfrentada al usufructo

excluyente y opresivo del poder, encarnado en minorías privilegiadas y poderosas –de

“derecha”--, a quienes se identificaban con fuerzas del pasado.

En el imaginario de la izquierda marxista, la burguesía pasó a ser la clase explotadora, valida

de un Estado “burgués” como instrumento de opresión, que había que suprimir. Y los partidos

de izquierda en portadores de la “verdad” que rezumaba la doctrina “científica” del cambio

social, el materialismo histórico. Y, ciertamente, las luchas de los partidos socialdemócratas y

socialistas de inspiración marxista contribuyeron enormemente con la conquista de derechos

laborales y democráticos en los países de occidente. Ello cultivó aún más la noción de

supremacía moral en la contienda política contra las fuerzas del status quo y del atraso.

No obstante, con la toma del poder en Rusia por parte de los bolcheviques, las preocupaciones

de la izquierda revolucionaria pasaron a ser dominados por los imperativos de defensa del

nuevo régimen ante la contrarrevolución armada. La represión sin contemplaciones –el “terror

rojo” que esgrimiera desde la jefatura del ejército, Trotsky-- ocupó cada vez más el orden del

día, so pena que el frágil estado soviético sucumbiera. La razón de Estado pasó a ser un asunto

de sobrevivencia. Su evolución bajo Stalin desembocó en uno de los regímenes totalitarios más

oprobiosos de la historia moderna. La doctrina que había inspirado luchas sociales y libertarias

de los sectores oprimidos se utilizaba ahora para negarlas y eliminar todo vestigio de derecho

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civil y democrático para cuestionar el control absoluto del poder por parte de los jerarcas del

partido. La izquierda marxista pasó de ser una fuerza consustanciada con las luchas contra la

opresión, por la justicia y la democracia, cuando estaba en la oposición, a defensora del poder

más excluyente, injusto y opresivo de libertades que ha conocido el siglo XX, una vez en

control de las palancas del Estado.

Pero siguieron vivas, bajo formas mitificadas, las nociones de justicia y libertad que servían de

fundamento a las categorías marxianas. La defensa de las dictaduras comunistas se planteaba

como parte de la lucha contra la explotación capitalista y contra las formas de opresión política

que lo sustentaban. Se reprimía salvajemente a los “enemigos del pueblo”, ¡nunca al pueblo!

La retórica revolucionaria pasó a sostener una ideología legitimadora de regímenes despóticos

que expoliaban la riqueza social en nombre de intereses colectivos. El fracaso del socialismo

en superar las insuficiencias e injusticias del capitalismo obligó a encerrarse en clichés y a

blindarse contra toda posibilidad de verse contrastado con la realidad que ocurría en los países

avanzados del mundo occidental. La prédica comunista terminó perdiendo toda pretensión de

ciencia: su legitimación se remitía a sus propios enunciados, a manera de un sistema cerrado,

inexpugnable a todo intento de contrastación con la realidad. Se convirtió en un “deber ser” de

carácter moralista que invocaba, en última instancia, virtudes de sociedades antiguas –

comunismo primitivo-- mitificadas. El propio Marx llamó esto una “falsa conciencia”, que

introyecta en la mente de los sometidos los argumentos que sustentan la dominación de élites.

Esta mutación, de pretendida ciencia a ideología legitimadora de injusticias, disolvió la

distinción con el fascismo --señalada en la historiografía de izquierda como polo opuesto al

comunismo--, sobre todo en cuanto a prácticas de gobierno. las enseñanzas de Marx

desembocarían, irremediablemente, al igual que el nacionalsocialismo, en totalitarismo. Esta

apreciación se pone de manifiesto en la experiencia de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás

Maduro. De una prédica maniquea patriotera, de “pueblo” contra “oligarquía”, que invocaba

la épica de la insurgencia militar independentista, se pasó a esgrimir un “socialismo del siglo

XXI”, porque acomodaba mejor todavía la vocación absolutista de quienes ocupan hoy el

poder. El desmantelamiento del Estado de Derecho y la conculcación de libertades dio paso a

un Estado Patrimonialista (Weber, 1978), altamente militarizado, pero avalado por un ideario

que, al menos en sus expresiones primigenias, evocaba todo lo contrario. Y así, en nombre del

socialismo marxiano, una nueva oligarquía privatizó el poder político, aboliendo los derechos

civiles y libertarios que una vez sirvieron de inspiración a tantos marxistas.

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