abraham lincoln

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ABRAHAM LINCOLN 1809-1865 El afán de justicia comunicada con el corazón David Rendón Velarde En el líder, la gloria se transforma en su vida. Cambia el vivir por el glorificar. Es el destino el que coloca dentro de su alma el enorme deseo de volver inmortal su obra. De esta forma, el destino llevó de la mano a Abraham Lincoln sobre la húmeda arena de la historia. Imposible es resistirse, tarde o temprano su obra dejó la huella que marcó el sendero de un nuevo hombre; la huella que marcó la pauta de la virtud y la grandeza. La huella de la propia existencia de la humanidad. No tenía ningún orden: carecía de escribiente, de biblioteca, de registros, de libros de caja. Cuando tomaba notas, las metía en un cajón, en un bolsillo del chaleco o en su sombrero. Pero dentro de su cabeza prevalecían la simetría y el método. No necesitaba escritorios, ni pluma, ni tinta, pues todo lo hacía en su cerebro. ¿Pero qué es lo que Lincoln proyectaba ante los demás? He aquí el relato de un testigo presencial de uno de sus actos públicos: Su cabeza se balanceaba sobre un cuello largo y sarmentoso; al abrir los brazos en un amplio ademán, pude ver lo largos que eran. Empezó con voz contenida, como quien está acostumbrado a hablar al aire libre y teme hacerlo en tono demasiado fuerte. Sus primeras frases estaban llenas de expresiones y fórmulas anticuadas que me hicieron pensar: podrás ser una lumbrera en el salvaje Oeste, mi viejo amigo, pero hay cosas que son inadmisibles en Nueva York. Por todos conceptos me pareció uno de esos hombres sencillos que tanto abundan en la clase a que él pertenece. Nada imponía en él a primera vista. Las ropas que cubrían su gigantesco cuerpo parecían colgadas de una percha. Sus facciones irregulares, rudamente modeladas, estaban cubiertas por una piel curtida y terrosa, y llevaban impresa la huella de las privaciones; los hundidos ojos tenían una expresión de inquietud y sufrimiento... Pero, a medida que desarrollaba el tema de su discurso, un fuego interior parecía iluminar su rostro; su voz se hacía vibrante y una corriente de simpatía se extendía por todo el público. El estilo de su discurso, sencillo y vigoroso, tenía cierto sabor bíblico. El silencio era tan profundo, que en las pausas se oía el suave silbido del gas. Peor, en los momentos emocionantes, lo interrumpía una atronadora salva de aplausos. Cuando concluyó, salté de mi silla y vociferé como lo hubiese hecho un indio. Y el resto del público hizo otro tanto. ¡Aquel hombre era asombroso!Carl Schburz, cuyo cariño hacia Lincoln parece haber sido inalterable, hace de él, el siguiente magnífico retrato: Tenía el mayor respeto por los conocimientos superiores y la mayor cultura de los demás, pero estas cualidades no le atemorizaban. En realidad, nada ni nadie le asustaba... hasta el punto de llevarle a sacrificar la independencia de su criterio y de su voluntad. Se habría presentado sin embarazo alguno al más grande de los hombres, como si en toda su vida no

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ABRAHAM LINCOLN 1809-1865

El afán de justicia comunicada con el corazón

David Rendón Velarde En el líder, la gloria se transforma en su vida. Cambia el vivir por el glorificar. Es el destino el que coloca dentro de su alma el enorme deseo de volver inmortal su obra. De esta forma, el destino llevó de la mano a Abraham Lincoln sobre la húmeda arena de la historia. Imposible es resistirse, tarde o temprano su obra dejó la huella que marcó el sendero de un nuevo hombre; la huella que marcó la pauta de la virtud y la grandeza. La huella de la propia existencia de la humanidad. No tenía ningún orden: carecía de escribiente, de biblioteca, de registros, de libros de caja. Cuando tomaba notas, las metía en un cajón, en un bolsillo del chaleco o en su sombrero. Pero dentro de su cabeza prevalecían la simetría y el método. No necesitaba escritorios, ni pluma, ni tinta, pues todo lo hacía en su cerebro. ¿Pero qué es lo que Lincoln proyectaba ante los demás? He aquí el relato de un testigo presencial de uno de sus actos públicos: “Su cabeza se balanceaba sobre un cuello largo y sarmentoso; al abrir los brazos en un amplio ademán, pude ver lo largos que eran. Empezó con voz contenida, como quien está acostumbrado a hablar al aire libre y teme hacerlo en tono demasiado fuerte. Sus primeras frases estaban llenas de expresiones y fórmulas anticuadas que me hicieron pensar: podrás ser una lumbrera en el salvaje Oeste, mi viejo amigo, pero hay cosas que son inadmisibles en Nueva York. Por todos conceptos me pareció uno de esos hombres sencillos que tanto abundan en la clase a que él pertenece. Nada imponía en él a primera vista. Las ropas que cubrían su gigantesco cuerpo parecían colgadas de una percha. Sus facciones irregulares, rudamente modeladas, estaban cubiertas por una piel curtida y terrosa, y llevaban impresa la huella de las privaciones; los hundidos ojos tenían una expresión de inquietud y sufrimiento... Pero, a medida que desarrollaba el tema de su discurso, un fuego interior parecía iluminar su rostro; su voz se hacía vibrante y una corriente de simpatía se extendía por todo el público. El estilo de su discurso, sencillo y vigoroso, tenía cierto sabor bíblico. El silencio era tan profundo, que en las pausas se oía el suave silbido del gas. Peor, en los momentos emocionantes, lo interrumpía una atronadora salva de aplausos. Cuando concluyó, salté de mi silla y vociferé como lo hubiese hecho un indio. Y el resto del público hizo otro tanto. ¡Aquel hombre era asombroso!” Carl Schburz, cuyo cariño hacia Lincoln parece haber sido inalterable, hace de él, el siguiente magnífico retrato: “Tenía el mayor respeto por los conocimientos superiores y la mayor cultura de los demás, pero estas cualidades no le atemorizaban. En realidad, nada ni nadie le asustaba... hasta el punto de llevarle a sacrificar la independencia de su criterio y de su voluntad. Se habría presentado sin embarazo alguno al más grande de los hombres, como si en toda su vida no

hubiese hecho otra cosa que codearse con sus semejantes. Siempre reconocía el mérito de los demás sin temer que estos pudiesen eclipsar los suyos. Ningún problema, por importante que fuese, podía desconcertarlo, pues lo juzgaba todo según la regla de la lógica corriente y del sentido común. Por otra parte, nadie mejor dispuesto que él para aceptar un consejo sincero, ni más tolerante ante la crítica. Si era atacado o mal comprendido invitaba a su crítico a un amistoso intercambio de opiniones, en vez de excluirlo de su trato.” También se expresaba sobre él la siguiente opinión: “Libre de las aspiraciones del genio, nunca hubiera sido peligroso para una comunidad libre. Es el pueblo personificado. Su gobierno es el más representativo que haya habido en la historia. Quiero aventurar una profecía que quizás hoy suene extrañamente: dentro de cincuenta años, quizás antes, el nombre de Lincoln será inscrito en el cuadro de honor de la república norteamericana al lado mismo de Washington. Los hijos de los que le persiguen le bendecirán.” Entonces, he aquí un hombre justo sentado en su poltrona, al Presidente de los Estados Unidos, y cuando habla de su juventud, de cómo “yo araba una vez con mi hermano”, el poema de su vida se nos revela bruscamente, y también la sencilla grandeza de un pueblo en que tales recuerdos más de una vez han podido ser motivo de bendición para la comunidad. Tal es el aura de Lincoln, el hombre del pueblo, del lejano Oeste, un aura que jamás le abandona, y la ingénita gravedad de su aspecto, que hace que, en los momentos decisivos, hasta los escépticos se pongan de su lado; pues, piensen o sientan lo que quieran contra él, su seriedad y rectitud, la ponderación y sagacidad que aparecen en los rasgos cada vez más marcados de su carácter, y la mirada y el tono paternales con que contempla y se dirige a todo el mundo, y su arte de las gentes, todo esto, amalgamado, le sirve para atraer a los vacilantes y para encadenar sólidamente a él a sus partidarios hacia lo que es justo. ¿Cuál podía ser la razón para que el nombre de este hombre, cuyas disposiciones normalmente eran discutidas, mal entendidas, y casi siempre combatidas, se hubiera, a pesar de todo, no sólo mantenido en el corazón del pueblo, sino echado en él firmes raíces, a medida que pasaban los años? Sencillamente: su afán recurrente por lo que es justo decidir. Pero nada le fue tan provechoso como lo que dijo a una comisión que le fue a visitar: “Yo, señores, no me imagino ser el hombre que más vale de este país; pero me acuerdo siempre de aquel cuento de un aldeano holandés que yendo de viaje, decía a sus acompañantes que no es bueno cambiar de caballos cuando se está vadeando un río.” Frase formidable, en su fuerza y brevedad, inteligible hasta a la campesina más obtusa, y lo bastante aguzada para echar abajo a un leguleyo. Pareciera que el destino juega con los grandes hombres. Los convierte en voceros donde el corazón es el mediador. No es pequeña la prueba de todo esto: la historia habla a través de ellos. Se enciende la llama que vela por sus ideales. Desfilan ante ellos riquezas y placeres, sin embargo no será la brisa la que desvíe la nave de su navegar hacia puerto seguro. No será una sombra la que oscurezca la radiante brillantez del sol. El prestigio del líder se mantendrá sólido a las injurias y resistirá los embates de los enemigos. Es menester que así sea.