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ACCIDENTE EN LA FÁBRICA DE CHORIZOS

(Rafael Moriel)

Registrado en la Propiedad Intelectual: VI-71-15

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Accidente en la Fábrica de ChorizosEdición de autor: Rafael Moriel EscuderoPrimera ediciónNúmero de páginas: 102 + portada y contraportadaGénero: relato. 18 relatosAño de publicación digital: mayo de 2015 © Rafael Moriel Escudero, 2015Diseño y maquetación interior: Rafael Moriel EscuderoDiseño de Portada: Txus Angulo Blog del autor: http://rafaelmoriel.blogspot.comWeb del autor: www.rafaelmoriel.com

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Rafael Moriel Escudero (Vitoria Gasteiz, 1968): Ingeniero técnico industrial.Miembro fundador y director de «La Botica, revista literaria» desde el año 2000 (http://rafaelmoriel.com), con tirada semestral de 3.500 ejemplares. Premiado en

certámenes literarios, ha publicado relatos en los libros compartidos «El más allá y otros relatos» (premio Ediciones Beta de Relato Corto), «Tene Lehiaketa2000» (Editorial Elkarlanean, premio de Relato Corto) y «Cinco Voces», (ediciones La Botica). Su obra abarca el relato y la poesía, a través de los libros «Relatos Parala Imaginación», «Poemas del Amor Loco», «Poemas Desde la Contemplación» y «Cartas a mi Amiga Muerta». Fuera de la ficción ha publicado «Eneagrama Fácil ParaGente de a Pie», una obra de crecimiento personal.

En su actividad diaria ha trabajado como redactor técnico, profesor y técnico en la industria, siendo su empleo como profesor el más grato y en el que se ha sentidomás cómodo y vivo.

Frecuenta la poesía y el relato y ha publicado en revistas literarias como Iguazú, Alborada, Texturas, Diálogos, Amilamia, etc. Miembro jurado en certámenes literarios, ha organizado decenas de recitales literarios para «La Botica, revista literaria», participando en algunos de ellos junto

a otros escritores y artistas. Impulsor y fundador de «Ediciones La Botica», que ha editado los libros «Cinco Voces» y «Demasiada Realidad». Blog del autor: http://rafaelmoriel.blogspot.com Web del autor: http://rafaelmoriel.com

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Índice

PrólogoAccidente en la Fábrica de ChorizosTintes de Tristeza y el Kit de 30 €RuthDentroImágenesLa TerapiaMi Bello Canario«El Cagao»TrampasUna de VaquerosYo Cagué Después de una Entrevista de TrabajoPríncipe PoetaPeripecias de BarberoLos Viejos se Ponen de Carne Como un CristoEl Cuarto del AbueloCómo Escribir un Buen RelatoUna Carta de NavidadLa Ventana

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Prólogo

«Accidente en la Fábrica de Chorizos» es, ante todo, un libro atrevido. Compuesto por una serie de relatos cortos, pertenecientes a diversas obras inéditas como«69 Historias Muy Egoístas», «La Gota y Otros Relatos», «Cartas a Nadie», «Sobre Gustos sí Hay Mucho Escrito» y «Siempre Hay un Roto Para un Descosido»,escribí la mayoría de los textos durante los años 1998, 1999 y 2000, si bien han sido reescritos y adaptados durante 2015.

Sin lugar a dudas, la originalidad y la imaginación han sido una constante en mi creación literaria, y no podría ser de otro modo en esta colección de relatos, en los

que guío al lector a través de diversas tramas que, de súbito, pueden dar un giro inesperado y sorprendente. Por otro lado y lejos de la ficción como tal, la ironía y lahipocresía tampoco escapan a mis ojos, tal como sucede en toda mi obra literaria: la introspección de un niño ensimismado, dotado del juicio y el razonamiento propiosde un adulto inteligente, o incluso las reflexiones de un peluquero charlatán de barrio, ponen de manifiesto el abismo existente entre lo que habitualmente pensamos y loque realmente decimos.

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«Accidente en la Fábrica de Chorizos» incluye algunos relatos de corte escatológico como «El Cagao» y «Yo Cagué Después de una Entrevista de Trabajo», que enalgún momento fueron injustamente incomprendidos e incluso censurados, y que decido a bien publicar, absolutamente convencido de su utilidad e interés literarios, ycomo un ejercicio de necesaria libertad. Asimismo, otras narraciones se desarrollan a un ritmo vertiginoso, como «Mi Bello Canario», donde nada hace presagiar que estahistoria termine arrinconando al lector hasta atraparlo en la peor de las pesadillas, que finalmente es resuelta en apenas un renglón de texto.

Imaginación, sorna e ironía. Ensimismamiento, soledad y reflexión. Todo esto y mucho más rezuma entre las páginas de esta colección de relatos, que supone un

paso adelante en mi apuesta personal por la auto edición, así como en la superación del estilo literario que me ha marcado durante toda una década y que deseo meconduzca, cuanto antes, a una nueva madurez literaria en la que pueda sentirme cómodo e inspirado.

Rafael Moriel

(7-5-2015)

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«Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia, interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado al derredor de unarealidad artificial».

Franz Kafka,

«Consideraciones Acerca del Pecado».

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Accidente en la Fábrica de Chorizos El chico nuevo llegó hace apenas un mes. Recuerdo haberlo visto a la entrada del pabellón: de pie, embutido en una pelliza de piel, recorriendo con sus ojos cada

rincón de la nave, con las manos en los bolsos.Nadie acudió a recibirlo. El encargado le llamó y poco después lo vi saliendo del vestuario, con la ropa del trabajo.El chico nuevo no tenía nombre. Su rostro era amorfo e inexpresivo, sin ojos ni boca. Tan sólo dos manos y dos piernas. El encargado dice que los novatos

están aprendiendo y se pierde mucho tiempo con ellos.El chico nuevo intentó entablar conversación durante varios días. Al principio, cuando se incorporó a la sección de chorizos, parecía contento. No cesaba de

saludarnos cada vez que pasaba junto a nosotros e incluso le grabó un CD-ROM con música al tipo de mantenimiento. Durante los últimos días pude verlo cabizbajo ydubitativo, buscando refugio entre las máquinas.

Creo que todo sucedió a raíz de que el muchacho se quedara ensimismado con el mecanismo principal de la máquina. El chico nuevo no prestó atención al rodillo,que lo engulló hasta convertirlo en Chorizo Maravilla, nuestra marca.

He sido el único testigo de lo ocurrido: parecía abstraído, toqueteando con su dedo alrededor de la trituradora. Me disponía a gritarle, cuando sucedió.Ahora mismo acaba de marcharse el funcionario que acudió a redactar el informe.—¡A quién se le ocurre meter el dedo en la correa de la carne? —se lamentaba el encargado.—¡Esta juventud! ¡No quieren trabajar! —gritó Bermúdez, llevándose las manos a la cabeza.

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Tintes de Tristeza y el Kit de 30 €

Fue a raíz de que se preguntara el porqué de su hábito circunspecto, cuando cayó en la cuenta de que la tristeza le era intrínseca. Ella conformaba su episodio másrepetido e inmediato y él la reprimía, aparentando mostrar una imagen que ocultara su natural desconsuelo. Ésa parecía ser la clave de su compostura.

Frente a aquella revelación y por un instante, Louis deseó olvidarse de sí mismo y tras cerrar los ojos se imaginó renaciendo bajo la piel de otro hombre, como siacaso la vida le brindara una segunda oportunidad. Sus ojos parpadearon y entonces pudo verse bajo la apariencia de Dave, un amigo con el que esa misma tarde habíatomado café. Louis se recreó en la sonrisa de su amigo, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. Su nuevo aspecto lucía informal, con el cabello engominado, alegre eidealista. Incluso caminaba más erguido, ataviado en unos tejanos desgastados.

Así ocurrió durante unos minutos, donde todo a su alrededor parecía tener otro aspecto. Sin embargo, la tristeza continuaba ahí, bajo el hueso del cráneo.Louis era un poeta de mediana producción que daba tumbos por el mundillo literario, soñando figurar entre sus páginas. Pero no vivía de la poesía. Sobrevivía

gracias al trabajo como operario en una cadena de producción donde su afición literaria era desconocida.Aquel día cubrió el turno de mañana y tras comer se citó con Dave, en vista de que no era un buen día para los poemas. Tomaron café y se despidieron a eso de las

cinco, tras lo cual montó en su coche y condujo hasta unos grandes almacenes, sin saber muy bien por qué.Louis paseó por los pasillos del hipermercado, mirando los productos sobre las estanterías. Todo aquello estaba repleto de cosas: botellas de diferentes tamaños

conteniendo productos diversos, galletas con multitud de sabores, chocolates de varios países con fresas y otras frutas, cajas de leche, bicicletas, ruedas de coche, librosy revistas, videojuegos, bombillas, lámparas, latas de cerveza, frutas y verduras, yogures, pizzas y quesos… Nada parecía interesarle, hasta que las vio. Aquellas mesasamontonadas en la sección de bricolaje llamaron su atención: mesas baratas donde leer el periódico o escribir una carta… Tras charlar con una dependienta delhipermercado, no se lo pensó dos veces. Cargó el paquete en el carro, se dirigió hasta la zona de cajas, pagó con su tarjeta de crédito y lo tumbó en el maletero del coche,tras lo cual condujo varios kilómetros por los pueblos de alrededor sin saber muy bien por qué, acaso como cuando había entrado en el hipermercado.

Una vez en casa, encendió un cigarrillo y se arrojó sobre el sofá, cambiando una y otra vez los canales del televisor. Al rato bajó al coche y cargó con la caja quecontenía la mesa. La subió a casa y buscó un metro, comprobando las dimensiones de los espacios libres, hasta buscarle un rinconcito en el estudio. Decidido, conformóla mesa con los tornillos y las herramientas que incorporaba; recogió los plásticos y los cartones de embalaje, barrió el suelo y suspiró al comprobar lo bien que lucíaaquella mesa. Aquel rincón había reclamado una mesa así durante años y Louis no se había dado ni cuenta; muchas desgracias humanas eran la misma cosa o algoparecido.

El estudio de Louis albergaba otra mesa de madera. Sin embargo, ésta le parecía especial: se trataba de una mesa de kit, un chollo por 30 €. Le hubiese gustadoestrenarla escribiendo un poema. Era esa misma frustración de quien aguarda las vacaciones para llevar a cabo algo que ansía, y llega el momento y enferma o se deprime,o simplemente no empieza por el principio. Y allí estaba Louis, con tiempo para los poemas y privado de inspiración, deseando escribir lo primero que se le ocurriera eincapaz de comenzar.

A lo mejor me vendría bien un whisky, pensó. La luz del flexo y el whisky con los hielos, eso crea ambiente. Retomó la contemplación de su escritorio,preguntándose cuántas mesas podría haber comprado con todo el dinero que a lo largo de su vida se había gastado en whisky. Por un instante no supo a ciencia cierta aqué venía aquello. ¿Por qué bebía Louis? ¿Por qué la gente se esforzaba tanto y el mundo evolucionaba tan poco? Descorrió la cortina de la ventana y todas aquellasmesas de 30 € se le representaron en el aparcamiento de enfrente. Lo mejor sería regalarlas, pensó. La gente tendría una mesa sobre la que escribir su poema. Todo elmundo debería hacerlo.

Un pitido del teléfono móvil lo devolvió al mundo real: bip, bip... Las mesas desaparecieron. Sólo había coches: rojos, verdes, coches metalizados grandes ypequeños, de dos y cuatro puertas. La gente bebía en ocasiones, la gente pagaba un coche de vez en cuando; otras veces la gente no sabía qué hacer.

Louis corrió la cortina y se rascó la cabeza. Se dirigió hacia el tocadiscos, sobre el que descansaban un paquete de Lucky Strike y un encendedor azul. Contó loscigarrillos y extrajo uno. ¡Cuántas cosas se podían hacer sobre aquella mesa! Una mosca gorda se posó sobre el flexo. Se miraron. Louis tenía poco que ofrecer con suaspecto tan serio. La tristeza daba mucho de sí, pero la mosca era inquieta y no le dio una oportunidad. Despegó emitiendo un zumbido, entretanto Louis la observómarchar. No estaba mal eso de volar, pero sabía que él no lo lograría. Entonces se sentó frente a su escritorio: treinta euros, brillante, con olorcito a madera. Encendió elcigarrillo y chupó una calada. La luz del flexo hacía guiños a intervalos y el humo parecía azulado. Afuera, la gente caminaba en busca de cosas.

Alargó su brazo para coger el mando a distancia y encendió el televisor. Su tristeza arraigada lo acarició entonces. Louis se dejó querer. Lo cierto es que había algunascosas que no lograba entender: ¿por qué el público de los programas que emitían por televisión aplaudía de aquel modo tan absurdo en los intermedios de publicidad?¿Por qué los presentadores decían tantas tonterías, mintiendo y gesticulando como energúmenos? Ni siquiera entendía por qué había comprado aquella mesa de kit por30 €. Todo eran dudas… Y entonces recordó a la muchacha que le había atendido en el hipermercado; sin duda alguna era lo mejor que le había ocurrido en todo el día:

Louis caminaba por entre los pasillos con su carro vacío, buscando algo para llenarlo. Se detuvo frente a todas aquellas mesas de kit, cuando ella se acercó y trasdirigirse a él, charlaron amablemente y le desembaló la mesa, mostrándole las piezas y el cajoncito que incorporaba. La muchacha se movía con gracia y se pilló un dedoque luego se chupaba, ligeramente refunfuñando. «Si no te gusta, guardas el ticket y te devolvemos el dinero», le dijo. ¡Era tan esperanzador encontrar algo humano entretanta gente! Todo el mundo debería casarse con las dependientas de los hipermercados. Los presidentes deberían haber trabajado como cajeros; si acaso hubieranfregado portales estarían más cerca de la realidad. El mundo entero lo agradecería.

La mesa era simple. Acercó una silla, tomó un bolígrafo y un folio y escribió su poema de un tirón. Solo Azulrojo y negroJazz. Hay un par de cuadros colgados por ahí.En uno puede verse a un guardia borrosoentretanto una pareja se abraza.Todas mis cosas están aquí. Hay bolígrafos, discos y cables.Así es mi habitación.Nadie puede verla ahora. Louis pensó que aquel poema era uno de los peores que había escrito jamás. Lamentable y autocompasivo. La mosca se posó sobre el flexo. Era horrible. Tenía

trozos azules. Se miraron cara a cara hasta que retomó el vuelo. Louis decidió darle otra oportunidad; cualquiera la merece, pensó. Rompió su poema y lo arrojó a lapapelera. Apagó el televisor, se levantó de la silla y entreabrió la ventana para dejar que el insecto escapara. Había algunas luces encendidas en el bloque de enfrente.Entonces imaginó a una vecina cualquiera en su cocina, preparando la cena, quizá cubierta por una ligera bata y unos pechos enormes envueltos en un sujetador blancoliso. Louis olisqueó con los ojos cerrados todos los pechos y los geles y los suavizantes de sus vecinas. Olían bien. Dejó la ventana y se sentó frente a su nueva mesa deescritorio, que había comprado sin saber muy bien por qué.

Jugueteó con el bolígrafo. Era anaranjado y transparente, de propaganda. El bolígrafo le pareció odioso, pues aún no era capaz de escribir directamente con elordenador y le ponía nervioso apretar las teclas con apenas dos dedos y su sombra proyectándose sobre el teclado. Retomó los cigarrillos: quedaban tres. Extrajo uno yya sólo quedaban dos. Mañana dejaré de fumar, pensó. Cogió la prensa. «Todo el mundo debería tener una mesa así», pensó. Abrió el periódico y pasó una tras otra,

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sus páginas. «ADIÓS AL GORILA ARTISTA», figuraba de cabecera en la última página del diario. Michael, «el gorila artista», había fallecido a los veintisiete años, deun fallo cardíaco. Michael se comunicaba con los humanos a través del lenguaje de los signos. Entendía palabras en inglés y prestaba atención a las interpretacionesmusicales y a las obras de arte. Michael, el primate que coloreaba lienzos, había muerto ayer.

Louis detuvo su mirada en la fotografía de Michael pintando una acuarela. La imagen del gorila le transmitió una cierta melancolía; su misma tristeza arraigada, fluíacon la lentitud de un pedo sin ruido a través de la última de las páginas de aquel diario, con la foto del gorila pintor. La tristeza se encontraba presente en cada uno de lospliegues que conformaban las carnes arrugadas de aquel animal. Sintió compasión de la bestia, al advertir la forma de su cráneo. Era ridículo. Deforme, como un balón derugby. Se le ocurrió entonces que si todo el mundo pintara cuadros y prestara atención a las interpretaciones musicales y a las obras de arte, quizá si todo el mundotuviese una mesa de kit de 30 € sobre la que escribir un poema, quizá él no fuera una persona tan seria y el público de los programas que emitían por televisión noaplaudiría todas aquellas mentiras y los presentadores no serían tan idiotas.

Dobló el periódico, depositándolo sobre la mesa. Era la hora de cenar. La horrible mosca con trozos azules había aprovechado su oportunidad. Louis cerró laventana y apagó la luz.

Es una buena mesa, pensó. Sin duda alguna que prometía.

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Ruth Mi cadera derecha chocó contra uno de aquellos chicos que entorpecían la acera. El muchacho chupaba una piruleta. Ni siquiera me miró. Blasfemé por mis adentros

pensando en su madre, y entonces la vi. Lo supe por sus ojos, verdes y fúlgidos. Eran lo único que la delataba.Me quedé observándolos, recordando. Sin duda alguna ya no era la princesa de las barras del sábado noche. No vestía minifalda y sus cabellos no eran largos y

plácidos, impregnados con perfume de champú. Su imagen distaba un abismo de lo que había sido tiempo atrás: impecable, arregladita, adorable y delicada como untrajecito de primera comunión. Tenía el cabello sucio y con un corte vulgar, cubierta con una falda negra y larga, como heredada de Cáritas.

Superpuse la gracia de antaño a su actual decadencia: pintauñas en las uñas de los pies, horquillas rosas y amarillas, y aquella camiseta que vestía la tarde que noscitamos: infantil, bordada con un automóvil en su contorno más elemental, descansando sobre aquellos hombros, delgados y sensuales.

Me pregunté cuántos años habrían transcurrido desde entonces. Las arañas vasculares de su rostro parecían confundirme. La miré de arriba abajo, con espanto:todavía no alcanzaría los treinta años y estaba gorda, con una barriga. Cuatro chiquillos hiperactivos se movían a su alrededor. Parecía perdida, con aquellos ojos verdes,observándome.

No sabía qué decir. Tenía delante a mi amor platónico y nada había cambiado para mí, que sólo podría mirarla como a aquella adolescente que lograba desatar mismás bajos instintos. Recuerdo cómo me resultaban tan sugerentes sus ademanes, que tan sólo la melodía de su voz engordaba mi sexo. Entonces me sentía culpable pordesear con ardor a una muchacha que no alcanzaba la mayoría de edad.Siempre supe que Ruth estaba hecha para sufrir. Toda su pasión tendría como finalidad elsufrimiento. Nació bonita para ser deseada por cada hombre, bella flor condenada a un prematuro marchite en los brazos de cualquier borracho, en manos de unhijodeputa, infeliz, deteriorada y rota.

Y allí la tenía. Con la bolsa de la compra, un niño en brazos, apoyando su cuerpo sobre la pierna izquierda con su pie derecho ligeramente torcido, unos zapatosverdes de plástico, mirándome.

Habían transcurrido unos segundos desde mi tropiezo con el muchacho. Su presencia ya no disparaba la sangre en mis venas, pero la tenía allí enfrente: Ruth, miRuth.

Antaño tuvo a todos los muchachos a su antojo, pero una tarde se fijó en mí. Charlamos durante horas y nos citamos para el día siguiente, después de sus clases.Me dijo que escuchaba vinilos de gente muerta y eso me llegó. La suerte parecía estar de mi lado: la chica más hermosa que uno pueda imaginarse me brindaba unasegunda oportunidad.

Limpié y dispuse mi apartamento para la ocasión. Ordené todos mis discos, de un montón de mitos perecidos en desgracia. Ruth y yo podríamos escucharlos,fornicando a la salida del colegio. Coloqué un enorme póster de la Monroe desnuda en la puerta, compré un ambientador con aroma de brisa ligera y cigarrillos rubios dedos marcas diferentes. Preparé refrescos en una neverita con hielos y la esperé toda la tarde. Sin embargo, jamás volví a verla.

Ruth me miraba. Todavía estaba a tiempo de culminar mi fantasía.—¿Quién te ha hecho esto? —le pregunté.—¿De qué habla? —respondió ella. Y sobre su antebrazo pude apreciar las marcas con moretones de los dedos del apestoso borracho que la maltrataba. Me llegó el

aliento de su boca, fétido, cerveza y tabaco. Un tipo la acompañaba. Un borracho, sin duda.—¡Tú te vienes conmigo, Ruth... Ruth...! ¡Este hijodeputa ya no te golpeará más! ¡No te faltará de nada...! ¡Vamos, ven! —grité, cogiéndola del brazo. No me

importaba que multitud de venillas poblaran su rostro, que la roña cubriera sus tobillos, ni siquiera aquellas cuatro desaliñadas criaturas que parió con el desgraciado quela montaba. Confiaba ciegamente en la transparencia de sus ojos y en su inocente adolescencia.

—¡Suélteme! —exigió Ruth, liberándose con brusquedad. Dejó al niño en el suelo y apartándome de un empujón me abofeteó en la mejilla.—Está pirado... —dijo el tipo que la acompañaba.Permanecí atónito tan sólo el tiempo necesario para saber que la llevaría conmigo. Ella lo deseaba.Cogí su brazo con fuerza. Sentí un golpe y un fuerte impacto en la nuca. Forcejeé con el tipo. No entendía lo que estaba sucediendo: los niños me insultaban, incluso

comenzaron a golpearme. Ruth y el tipo me atizaban sin piedad. Entre una vorágine del tumulto sentí un fuerte golpe en el bajo vientre.—¡Ruth!... —grité, precipitándome sobre la calzada.Los golpes se sucedían, uno tras otro. Me apoyé en un árbol hasta ponerme en pie. Eché a correr como pude, seseando, acaso como ebrio.Mientras me alejaba, comenzaron a arrojarme manzanas de las que había en la bolsa de la compra. Ruth, el tipo y los niños me arrojaban la fruta. Una manzana

alcanzó mi cabeza. La gente nos miraba.Seguí corriendo.

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Dentro Había cerrado mis ojos.Puede que la reunión se alargara hasta el día siguiente y era evidente que se prolongaría como mínimo hasta después de la cena, y eso fue lo que dije en casa la noche

anterior.Nueve de la mañana. Cuatro representantes de la ingeniería más moderna del mundo, camino de Madrid. Allí nos aguardaba un importante cliente con el que cerrar

un trato relativo a la venta de una línea automatizada para ensamblar motores de parabrisas. Eso y todo lo que el negocio conlleva: maletines, corbatas, apretones demanos vehementes y fingidos, toda la hipocresía al completo de la mañana a la noche, incluyendo comida y cena. ¡Odio estos viajes! Incluso la comida terminaconvirtiéndose en una búsqueda de objetivos. ¡Quién pudiera perderse con alguna camarera de las que atiende el restaurante! Ir al cine, besarse y meterse mano entre lasbutacas, comiendo palomitas. Eso sería más humano, y más sincero también.

Permanecía entretenido, observando el paisaje a través de la ventanilla del coche. Me gusta viajar en la parte de atrás, y mirar. El verde de los campos, los árboles,los postes de teléfono, los caracoles, las lechugas y las casas. Nunca pude dejar de mirarlos, quizá con cierta envidia.

Mi madre me había preparado un aperitivo con pan de molde y chorizo en lonchas. Lo hace cada mañana, y eso que estoy harto de repetirle que en mi trabajo estámal visto comer a mediodía. Por eso acostumbro a dejarlo intacto, sobre la mesa de la cocina. Pero aquella mañana me alegré de tener una madre tan cabezota, y lo llevéconmigo. Sabía que pasaría hambre. Y allí estaba el bocadillo, aplastado por el cinturón de seguridad, en el bolsillo de mi abrigo. Chorizo de pueblo. Pan Bimbo. Papel dealuminio.

Probablemente a mi compañero de la izquierda no le interesaban en absoluto todas aquellas cosechas poblando los campos; permanecía alerta a cada maniobra delconductor, con sus manos abiertas sobre las rodillas y el cuello apoyado en el reposa cabezas, serio y rígido, concentrándose quizá para rendir cuentas ante el cliente.Fue entonces cuando sentí la necesidad de desconectar no sólo de mis compañeros, de los que ya me desentendía hacía rato, sino de aquellos fascinantes paisajes através de la ventanilla, generosa y nutritiva como una madre.

Cerré mis ojos. Y pasé a ser un simple cuerpo junto a otros que, aposentado en la parte trasera de un automóvil, circulaba en una dirección determinada hacia undestino concreto. Creo que eso no importaba a nadie e incluso a mí mismo me traía sin cuidado, pero a pesar de formar parte de un grupo de personas prescindibles enaquel instante y en cualquier otro, tenía muy claro que durante el resto del trayecto no participaría en conversaciones acerca de los sistemas que fabricábamos, losplazos de entrega y todo lo demás. Bastante tenía con invertir mi tiempo libre en los negocios de la empresa, que al fin y al cabo beneficiaban a otros.

Había cerrado mis ojos.Por primera vez en toda la mañana sentí algo placentero, frente al trauma de levantarme, asearme y vestirme, conducir hasta el punto de encuentro a las afueras de la

ciudad, donde aguardé observando a una cigüeña en su nido del campanario: sonó la campanada de las siete y media y allí continuaba el ave a pesar de la lluvia, sinrechistar. Entonces llegaron mis compañeros. Montamos en un solo coche y nos encaminamos hacia la autovía.

Desconectado, ya no era necesario reír las gracias en el instante preciso, recordar las condiciones generales del proyecto o reflexionar acerca de cómo dosificar lainformación que en un momento dado y en conocimiento del cliente, arrojaría piedras sobre nuestro propio tejado. Me sobraban toda palabra y opinión al respecto,todo fingimiento o teatralidad, y lo de cerrar los ojos se me hacía novedoso y placentero.

Anulado mi sentido visual, continuaba viendo cosas allá dentro, dentro de mí. Rápidamente me adapté a la nueva realidad. Yo era pintor y escultor al mismo tiempo,un creador de ambientes aleatorios o quizá de infinitos eventos a mi antojo. Preferí algo sencillo: piel suave y unas cejas hermosas, los ojos pardos de una mujer.Visualicé cada facción de aquel rostro en una placidez absoluta, agradecido ante el inmutable esbozo de la calma en sus hechuras. Prendado de su aroma, me detuve en lamiel de sus ojos. Su coleta parecía lentamente mansa, con algunos cabellos rubios; la recorrí de principio a fin, repitiendo. Podía hacerlo cuantas veces quisiera. Librecomo un pajarillo, yo era racimos de uva y árboles del bosque, rocas en el monte y nieve con flores rojas.

Debían de ser las nueve y media. Nuestro viaje se prolongaría al menos durante una hora y eso era mucho tiempo para continuar recreando a mi antojo, caprichoso eilimitado como un niño consentido en mi universo interior, dentro, un fresco de acuarelas o un corto de súper ocho, soplos de aire entre el blanco de las nubes más altas,pinceles, jerseys de lana, libros apilados y tomates de la huerta.

Refresqué diversos pasajes que el paso del tiempo había logrado difuminar. Nadie habla con los ojos cerrados. Tan sólo de aquel modo, tranquilo y sereno, pudellegar a comprender actitudes y comportamientos ajenos que jamás hubiera logrado entender. En sólo unos minutos reviví todo lo hermoso que pude recordar: la blusade Lidia, el trasero de Mertxe. Cuadrados y rombos, el blanco y el negro. Deseé no abrir mis ojos nunca más. Todo estaba allí, y siempre lo estuvo.

Afuera sonaba la radio. Agucé mi oído y escuché relatar al locutor cómo un grupo de quinceañeras habían compuesto un tema recordando toda la estética cutre de losaños sesenta... más o menos así lo dijo. Me fue imposible no esbozar una sonrisa con los ojos cerrados. Amaba los años sesenta, pero aquello tenía gracia: pareceridículo si uno los juzga camino de Madrid, con cuatro maletines en el capó y un presupuesto de cuatro millones de euros. Los ojos cerrados… Emisoras de radio convoces de presentadores desconocidos vagando por el espacio, seis altavoces y aire acondicionado sobre el salpicadero del coche.

Mis ojos permanecían sellados sin esfuerzo. El bocadillo continuaba en su bolsillo y mis compañeros a lo suyo. A nadie le importaba si yo formaba parte de unequipo técnico cualificado o quizá era el hechicero de una tribu de indios que iban cayendo uno tras otro alrededor de los vaqueros. Aquel instante sagrado suponía elencuentro con Dios, y conmigo mismo.

Atravesamos una zona con mala recepción radiofónica y el volumen de la radio comenzó a oscilar. Sonaba Tina Turner. El locutor aseguró que su música era fuerte yvital; y lo cierto es que tenía gancho. Sonreí de nuevo mientras ella gritaba. El sol era magnífico y Dios era yo mismo.

Poco después sólo deseaba permanecer así el mayor tiempo posible. Recordé instantes. Personas y lugares concretos, amistades de la infancia… El volumen de laradio subió y subió hasta que abrí mis ojos: me habían despertado de mi sueño, la absoluta calma.

¡Que no se puede dormir! —dijeron. Habían interrumpido mi reencuentro con Dios. No estaba bien dormir a esas horas y casi tuve que darles las gracias.La magnífica voz de mi locutora preferida narraba un texto con música de fondo. Radio 3 era la única señal en todo el dial de la FM que se recibía correctamente.

Durante el resto del trayecto permanecí con los ojos abiertos, escuchando la radio. Observaba los campos y las casas, pero ya no era lo mismo. Poco después vimos unturismo accidentado y más adelante un camión volcado en mitad de la carretera. Y las retenciones, a la entrada de Madrid.

Entonces miré al cielo y supe que yo no era libre. Nadie lo es.

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Imágenes La gente se derretía en las ventanas de una calle, en una ciudad de un país.Con la vista nublada y despegándome los pantalones, me apoyaba en las paredes para no caer, para no morir. Doblé la esquina de mi bloque de apartamentos,

abordando la Avenida de Capacaída. Un ciego vendía sus cupones. Su cara era viscosa y se deshacía chorreando por el cuello hasta las mismas papeletas,envolviéndolas.

—¡Para hoy! ¡Paaaaraa hoy! —gritó. Se le cayó un ojo y lo pisé.—¡Perdón! —me disculpé, agachándome a recogerlo. Se me había pegado en la suela de los zapatos y eran de estrías. ¡Oh, Dios!, y me imaginé su ojo estrujado

entre las huellas de la goma. Levanté mi pierna, que se estiró como el chicle. El ciego continuaba de pie: gritando, derritiéndose. Fue entonces cuando me fijé en susgafas. Yo tuve unas gafas de sol como aquéllas. Recuerdo cómo me decían: «qué gafas más bonitas», «son muy originales»... Las usé durante años, creyendo que toda mivida estaba supeditada a ellas: las chicas con las que salía, mis amigos, mi propio éxito personal. Recuerdo haberlas extraviado en varias ocasiones, pero siempre sonabael teléfono o algún conocido las había recogido en un bar.

¡Qué tentación! Aquel cieguito con las gafas cruzadas sobre su rostro derretido. Se las arranqué de cuajo. ¿Para qué las necesitaba? No creo que vendiese máscupones.

Continué calle arriba. Una anciana viejecita con su bolso derretido se interpuso en mi camino; intenté esquivarla, pero mis piernas flaquearon a causa de mi estado dedescomposición. Tras tambalear ligeramente, conseguí vencer el equilibrio. Las piernas de la anciana pertenecían al suelo, el suelo a la anciana, formando un solo cuerpo.Deseé ser un pájaro para salir volando, pero mis brazos agitados no me elevarían al vuelo. Entonces comprendí que todo aquello, el cieguito, la anciana… eran unsíntoma del extraño mal que asolaba mi calle, el barrio, la ciudad entera quizá. Miré alrededor, buscando escapatoria.

La carne derretida, entre uñas y pelos, descendía a chorros por las paredes. La viejecita me miraba. Me asusté aún más, y levantando mi brazo derretido le sacudí unsopapo que la mantuvo en un movimiento de vaivén, rebotando su cabeza contra el suelo, por la derecha y por la izquierda. Pensé que aquellos extrañosacontecimientos quizá sólo estaban sucediendo en mi calle y decidí coger el autobús para escapar de allí. La parada caía cerca.

Continué mi camino hacia la parada, tan rápido como pude. Una vez allí pude comprobar cómo las ruedas del autobús, su chapa y su pintura, sus asientos, suchófer, conformaban una extensa y espesa mancha viscosa sobre el emplazamiento. La señal del autobús se dobló entonces, golpeándome. Todavía tenía mi brazocolgando y la aparté con rapidez.

Uñas, carne, pelos, miel, comenzaron a girar alrededor, aumentando su velocidad progresivamente. Aquella masa semifluida se movía. Una parábola giratoria crecióverticalmente hasta conformar un enorme remolino cuyo eje era mi cuerpo, envolviéndome.

¡Rinnggggg! El despertador. Todo ha sido una pesadilla. Mi corazón late con fuerza. Inspiro profundamente hasta frenar su ritmo. Me pongo en pie, me estiroligeramente y levanto la persiana del dormitorio. La luz me ciega por momentos, hasta que puedo ver la realidad:

La calle, mi calle, la calle de la parada, estaba sembrada de cadáveres y el autobús tenía las ruedas pinchadas. La señal estaba arrancada. Enseguida comprendí que setrataba de algo preparado por El Pelao, mi mortal enemigo.

Una veloz nave celular rasgó el cielo, aproximándose a gran velocidad. Todo parecía encajar: El Pelao se había ganado la amistad de los marcianos de la máquina delbar donde gastaba mi paga semanal, y juntos se disponían a conquistar el mundo. Pensé en Arturo, el dueño del bar. ¡Caramba! Se acabaron los polos de limón y laspartidas en la máquina.

La nave tomó tierra, abriendo su escotilla. Un escuadrón de marcianos saltó sobre la acera, registrando los cadáveres esparcidos por el suelo. Rápidamente seapoderaron de sus ropas, cubriendo sus desnudos cuerpos. Pude distinguir a algunos vistiendo traje y corbata, e incluso a un par de tipos enfundados en un buzo deoperario de la compañía del gas. Y un rockero, con sus botas camperas y el delantal de Arturo. Oculto tras una esquina, supe que se habían acabado los polos de limón,la maquinita de marcianos y las chucherías. Nadie vendía las tonterías que Arturo vendía, ni siquiera conocía otro bar con ese particular ambiente de puros y viejosechando la partida, con un papel pintado tan horroroso y pasado de moda. ¡Vaya putada!

Los supervivientes de la invasión aparecieron entonces. Los aparentemente vencidos resurgieron por doquier: árboles, esquinas, todo se transformó en personasportando armas, palos y piedras. Emocionado, corrí en su ayuda.

—¡Mecagüen la madre que os parió! —grité, enojado.La calle se convirtió en un escenario de lucha. Tomé un casco de botella del suelo y me acerqué vacilante a un marciano, que en ese instante se giró hacia mí,

exclamando con tono metálico: «¡te voy a partir la boca!».Levanté la botella, estrellándola en su rostro. Y sangró, ya lo creo que sangró. Pero uno de los amarillos, un pez gordo, me vio. Era el mismo mamón que siempre me

estropeaba la partida. Me acojoné y eché a correr. Yo sabía que el amarillo me la tenía jurada y no se iba a olvidar de mi cara tan fácilmente.Huí despavorido: de la Avenida de Capacaída, crucé a la Calle de las Cuatro Sardinas y de ahí pasé a la Calle de Arriba y tiré hacia la Calle de Abajo, sin dejar de

girarme cada cierto tiempo. El amarillo me pisaba los talones. «¡Caguen sossssss!», me gritaba mientras corría.Zapateé durante varios minutos, doblando el mayor número posible de esquinas con intención de despistarlo: derecha, izquierda, otra vez izquierda y derecha…

Crucé una calzada y giré la esquina de la calle, apoyándome sobre la puerta de un garaje. Estaba agotado. Suspiré y me encogí de hombros, jadeando. Entonces sentí supresencia. El amarillo apareció, delante de mis narices. Levantó sus brazos a la altura de mi cuello y abriendo y cerrando los dedos, rodeó mi cuello con sus manos.Después comenzó a reírse, a reírse de mí. Sus carcajadas rebotaban en las paredes y creí enloquecer.

Enojado, le propiné un cabezazo en el rostro; el monstruo retrocedió y me dio un manotazo, confuso y trémulo. Ni corto ni perezoso introduje mi mano en elbolsillo del pantalón, extrayendo mi llavero. Después le clavé las llaves de casa en el ojo. El monstruo se desplomó, cayendo de rodillas. Profirió un par de extrañossonidos y pereció finalmente.

—¡Mueree! ¡Bestia infernal! —grité. Mareado y empapado en sudor, caí desmayado.Un ligero sopapo me hizo despertar. No podía moverme. Los esbirros me habían capturado, maniatándome. Su campamento base estaba instalado en mi calle; la

Avenida de Capacaída, la calle de la parada. Eran los mismos tipos que aniquilaba cada día en la máquina del bar: los había azules, verdes y rojos, en brillo y mate. Losamarillos eran bastante más grandes que el resto. ¡Hasta los marcianitos tenían encargado! Le habían cortado la cabeza a Arturo y con el palo de la fregona restregaban elsuelo, con aquella coleta grasienta por los aceites de la freidora.

Un ala delta procedente de las alturas zigzagueó hasta tomar tierra, estrellándose sobre los marcianitos. Pude reconocer al piloto de aquel artilugio. ¡Era él! No pudecontenerme y me meé de la risa, maniatado y con cinta de embalar sellando mi boca. Sudaba y estaba acojonado, pero me meé de la risa. El pis, como un riachuelo,alcanzó el bordillo de la acera hasta perderse entre el asfalto.

Consciente de mi inminente final, comencé a perder la cordura: era como si nada me importase, rindiéndome a aquella risa fácil. Un tipo muy feo cayó desde lasventanas de arriba, rozando mi cuerpo con sus piernas. Su cabeza aplastada comenzó a segregar la sangre de un modo lento, conformando un enorme charco, rojo yviscoso.

Mi calle, la Avenida de Capacaída, la calle de la parada, era el escenario de ejecución para decenas de honrados ciudadanos, iluminada por los destellos de las armascósmicas. El olor a carne quemada se hizo insoportable.

Los marcianitos hicieron reverencias al Pelao, incluso a pesar de las bajas tras su malogrado aterrizaje con el ala delta. Lo cierto es que estaba muy gracioso, con susmejillas sonrosadas, intentando eludir el episodio del peluquín, que al parecer se cruzó en su rostro y dificultó su visión durante el aterrizaje.

El Pelao caminó hacia mí con decisión, despegando la cinta de mis labios. Sentí un gran alivio al carcajear con libertad.—Jajajajajajajajaja —reí. Algo se bloqueó en mi cabeza. Se disponían a ejecutarme y apenas podía respirar.— Jajajajajajajajaja... — yo era un disco rayado.A un gesto suyo, un secuaz le alcanzó una maza, que cogió con ambas manos. Entonces levantó sus brazos y aunque no pude entender muy bien lo que murmuró,

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me pareció algo así como un pasaje bíblico… Sentí un terrible escalofrío, entretanto la porra seseaba en dirección a mi cráneo, con ímpetu arrollador.—¡Noooooo! —grité.Cuando escuché el teléfono, no sabía ni qué día era. Dudé unos segundos, averiguando que me había echado la siesta. Allí estaba mi despertador, con sus numeritos

rojos, digitales. Odiaba aquel aparato, que me había mostrado fidelidad durante años. La verdad es que yo, más que un despertador, hubiese deseado un helado de fresacon trocitos de fruta.

El teléfono continuaba sonando y lo cogí. Estaba frío. Entonces dejó de sonar. Al otro lado de la línea habían colgado. Bueno... vale, pensé. Encendí la luz, y cual fuemi asombro que el despertador poseía un tono rosado, de fresa. Su pantalla mutaba a cada segundo y pude ver algunos trozos de fruta, incrustándose; los números seapagaron y en su lugar sólo quedó el helado. Me sacudí con la mano sobre la frente y arrojé asustado el teléfono, tras comprobar que también era de fresa.

Todo alrededor parecía transformarse en un helado. Boté de mi cama y levanté la persiana: la calle, mi calle, la calle de la parada, era toda de helado, ¡de fresa! Laciudad entera parecía un enorme y exquisito manjar, con sus largas calles y los altos edificios. Por un instante sentí una especie de liberación. Pensé que nunca jamás medespertaría un reloj; ni siquiera tendría que echar gasolina al coche. Ya no era necesario trabajar y dispondría a mi antojo de todo mi tiempo libre.

Me giré, echando un vistazo a mi habitación. Toda ella era un helado, de fresa. Insólitamente, comencé a bailar. Quise pinchar un vals, cuando caí en la cuenta de queel equipo HIFI estaba contagiado. Los discos y las cajas de sonido también eran de helado, con trocitos de fruta. Eso no me gustó. Me alegraba por no tener que trabajary despreocuparme por la comida, pero lo de la música, ¡eso sí que no! Confundido, me senté al borde de la cama.

«Bueno, no se puede tener todo», pensé. Entonces quise ponerme en pie; pero mis piernas tenían porciones de helado de fresa y permanecían selladas a lo quefueran las sábanas. Me resistí, haciendo esfuerzos por despegarme de aquello que amenazaba poseerme.

Paulatinamente fue disminuyendo la movilidad de mis piernas, mi cintura, los brazos, el tórax, el cuello y la cabeza. Al rato quedé completamente rígido, e inclusomis pensamientos parecían lejanos. El último movimiento que pude permitirme fue bajar los ojos.

Mi cuerpo era rosa. Yo formaba parte del conjunto, un planeta de helado de fresa.¡Joder!, pensé.

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Cuando Charlie presionó el pulsador del timbre, éste le respondió con una breve y agradable melodía de campanillas.Charlie, un joven y atractivo comercial empleado en una próspera multinacional relacionada con el marketing, detuvo la mirada sobre el felpudo que pisaba,

adivinando una sofisticada composición de mosaicos en color rojo y verde. En ese preciso instante, a Charlie no se le ocurrió la idea de que no eran los colores ni eldiseño de aquellos dibujos, lo que importaba. Incluso puede que ni siquiera su presencia allí fuese significativa, puesto que en la mayoría de las casas existe un felpudoen la puerta, así como cuadros en los que nadie se fija o una enciclopedia de varios tomos, a juego con la alfombra.

Charlie ignoraba que los felpudos no son como la fruta, que crece en los árboles; estaba tan absorto en sus propios asuntos que no le interesaban en absoluto laprocedencia y la composición de los materiales que lo conformaban. No se preguntó cómo sería el proceso de fabricación en serie de aquel producto, ni lascaracterísticas o el tamaño del pabellón donde se manufacturaba. Era como si a Charlie le importase un pimiento el proceso de pintado de aquellos diseños y si suconcepto era puramente aleatorio o supuso la culminación del trabajo creativo de un talentoso artista; le daba igual si el operario de turno que ocupaba un puesto en lacadena de producción de felpudos vivía con sus padres, o apenas llegaba a fin de mes, empeñado en la hipoteca de su vivienda; si acaso había dejado embarazada a sunovia o conducía una mierda de coche brillante tuneado, con un par de tubos de escape de fórmula I.

La puerta del domicilio se abrió entonces, tras la cual apareció el exuberante cuerpo de la doctora Baker. Charlie alzó su mirada, como inmerso en una circunstanciade ensueño, con la doctora resurgiendo entre las sombras del portal, coronada por los destellos de luz provenientes de la lámpara del hall. Esquivando el felpudo, Charliese coló por el hueco de la puerta abierta, apresurándose hacia el interior del domicilio.

—Buenas tardes —saludó la doctora Baker, desprendiéndose lenta y rítmicamente del aire que tan profundamente había inspirado segundos antes de abrir la puerta.Se quedó boquiabierta, entretanto Charlie se dirigía al despacho psiquiátrico, camino de su silla de paciente de cada miércoles por la tarde, de seis a siete.

La doctora Baker cerró la puerta con suavidad, echando un vistazo al pasillo que Charlie acababa de cruzar. Colocó sus manos en jarras y suspiró, caminando hacia ala consulta en la que Charlie ya se había acomodado.

En aquel momento, mientras sus zuecos estrujaban la engrosada moqueta, la doctora Baker no pensó si la lana que recubría el pasillo y las habitaciones de su casaprocedía de ovejas de carne y hueso o tal vez era de origen sintético, creada artificialmente en un laboratorio de prestigiosos científicos con el cabello blanco.Ciertamente, tampoco parecía entusiasmarle la constatación de si todos aquellos científicos eran felices o no, o si alguno de ellos sufría en silencio de almorranas; ni se leocurrió preguntarse por el pastor de aquellas ovejas que proporcionaron la materia prima para su moqueta, y si bebían leche de soja o chupaban de una bota de vinotumbados a la “bartola”, vistiendo chalecos como Pedro, el de Heidi. La doctora Baker se olvidó de la persona que había doblado la voz de Clara, la niña minusválida,ignorando cuántos años se habría quedado sin vacaciones. De veras que a la doctora Baker le importaba poco que miles de partículas de la calle hubiesen sidotransportadas hasta su moqueta, recubriéndola. Ni siquiera pensó que algunas de ellas serían de mierda de perro.

A la doctora Baker le traía sin cuidado de cuántas razas de perros diferentes pudieran hallarse fragmentos de sus excrementos. Si eran perros vagabundos, machos ohembras, si engendraron cachorros a su imagen y semejanza u horrorosos especímenes, cruzados entre sí, una y otra vez hasta la mutación y el mongolismo.

Ya frente a Charlie, la doctora levantó con sumo cuidado sus ensortijadas manos, elevando magistralmente los laterales de la bata que la recubría. Entonces se deslizósobre su silla, adivinando, al mismo tiempo que aposentaba su trasero, un aspecto de cierta preocupación en el rostro de Charlie.

—¿Qué tal, Charlie? ¿Cómo fue la semana?—Fatal —respondió Charlie, con impaciencia—. Me siento triste y sólo se me ocurre un juramento en forma de grito para expresar lo que siento.—Tranquilícese, Charlie, y cuénteme qué le ocurre.—Doctora: le propongo que dejemos a un lado y por hoy, su terapia. Necesito estrecharla entre mis brazos y que se abandone durante un rato; siento una tristeza

enorme... y después quisiera tocarle las tetas y el culo un rato. Eso me haría más bien que la terapia... Usted sabe que yo siempre pago mis consultas.

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Mi Bello Canario Fumaba en la terraza y ya era de noche. Había estado todo el día estudiando para los exámenes y me apeteció echar un cigarrillo al aire libre. Entonces y entre la

oscuridad, un aleteo llamó mi atención. Se trataba de algo pequeño y rápido que revoloteaba, procedente de algunos pisos más arriba.Quedé inmóvil al comprobar que se trataba de un pajarillo, de color blanco a primera vista. Su revoloteo cesó al posarse en el saliente de la terraza, más allá de la

barandilla. Me moví tan lentamente como pude, acercándome. Me miraba. Entonces abrí mis manos, y lo atrapé. Esperaba que hubiese echado a volar, o al menos que seresistiera al atraparlo. Pero no fue así. Pude sentir su caliente cuerpecillo como algo sensible y delicado entre mis manos.

Entré en la cocina y me puse manos a la obra. No tenía jaula. Estuve discurriendo cómo improvisar algo, y allí estaba la cesta de las patatas, metálica y enrejada.Mantuve al pájaro atrapado con una mano y volqué la cesta con las patatas, propinándole un par de golpes para desprender la suciedad, depositándola invertida sobreel suelo: cuatro paredes y un techo, con barrotes y todo. Sin embargo, aquel pajarillo, un hermoso canario, elegante y alargado, era demasiado delgado en comparacióncon el espacio libre entre los barrotes.

Corrí hasta el salón. En el primer cajón del mueble chino siempre estuvo la caja de puros que mi tío Domingo, el marinero, nos trajo de uno de sus viajes. La abrí conuna mano y volteé los puros, introduciendo al pajarillo. Regresé a la cocina y recubrí toda la cesta con papel de periódico agujereado. Me hice con un par de tapas debotes de conserva y las introduje, con agua y migas de pan, bajo la cesta empapelada. La jaula estaba lista y la cena servida. Sólo faltaba el canario.

Abrí la caja de los puros, introduciendo mi mano en ella. Ni se movió. Arrinconado, se había cagado y me observaba, con los ojos abiertos todo lo más que podía.Sentí compasión de él. Tapé con mi mano la boca de la caja, dejando entre mis dedos el espacio suficiente para observarlo con detalle. Los pájaros son muy rápidos yaunque buscara un hueco por el que escapar, no le daría esa oportunidad. Nos observamos largo rato. Su plumaje era de un hermoso amarillo claro, tornando grisáceo yblanquecino en los extremos de sus alas.

Lo atrapé sin que opusiera resistencia. Levanté la cesta y lo introduje por debajo de ésta, depositándolo sobre el suelo. Cené en la cocina, a su lado. No hizo el másmínimo ruido.

Fregué mi plato y cerré los libros. Acostumbraba a guardarlos uno o dos días antes del examen, y decidí no preocuparme más por los detalles de las lecciones. Eltrabajo ya estaba hecho y otro día de estudio sólo aumentaría mi inseguridad. Ahora tenía un pasatiempo para olvidar mis exámenes.

Me arrodillé y levanté suavemente la cesta. Permanecía inmóvil, mirándome. Introduje mi mano. Se dejó atrapar. Lo extraje con delicadeza, sintiendo los pálpitos desu corazón. Tenía los ojos enrojecidos y permanecía con su pico abierto, jadeando. Entonces me di cuenta de que la tinta de los papeles de periódico le irritaba. Parecíamuy asustado y se había cagado varias veces.

Lo deposité en el suelo. La cocina no tenía demasiados escondrijos y dejarlo libre en aquellas condiciones no parecía arriesgado; estaba asustado y abatido y supuseque no volaría. Lo toqué con el dedo, empujándolo varias veces para comprobar su reacción. Ni se movió. Sólo jadeaba y observaba.

Arranqué todo el papel de la cesta, descartándola. Lo introduje en la caja de los puros. Unas cuantas cagadas más no importaban. Me fui a la cama.Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya tenía una jaula y dos cajas de alpiste. Cogí el taladro e instalé dos escarpias en la terraza. Colgué la jaula, con su canario

dentro, y me pareció que se sentía alegre en su nuevo hogar. Saltaba de un palo a otro, se bajó a comer y a beber y di por seguro que a partir de entonces permaneceríaconmigo.

A eso del mediodía, sonó el timbre. Era un vecino que me preguntó sobre un pájaro que se le había escapado. Le dije que no sabía nada al respecto. Cerré la puerta ysonreí.

Mi examen no pudo ir mejor. De regreso a casa, lo primero que hice fue saludar a Pelucho. Mis regresos de las clases eran mucho más esperanzadores, con aquellamascota esperándome.

Cada mañana, antes de las clases, colgaba su jaula en la terraza. A mi regreso, en la tarde noche, la descolgaba y la metía en la cocina, junto al radiador. Entoncesrecogía su cabeza entre las plumas y dormía apoyado sobre una pata. Limpiaba su jaula a diario y rellenaba sus recipientes con agua y alpiste. Pero Pelucho no cantaba.

Solía sacarlo de la jaula para jugar con él. Sin embargo, apenas se movía y no piaba; ni siquiera hacía intentos por retomar el vuelo. Al principio imaginé que eradebido a su nueva situación, pero con el paso del tiempo terminé por asimilarlo.

A mediados del otoño observé que Pelucho se deterioraba. Poco tenía que ver con aquel hermoso ejemplar que una noche de verano volara hasta mi terraza. Susplumas estaban desordenadas y sucias y su cola recortada. Se había quedado completamente calvo y el veterinario me recetó unas gotas que mezclaba con el agua. Medijo que debía alejarlo del radiador, y que no cantaba porque era hembra. Pelucho no cantaría jamás, y ni siquiera su nombre parecía apropiado.

A pesar de mis cuidados y de toda la atención prestada, Pelucha continuaba perdiendo plumaje. Pronto se transformó en un minúsculo pedazo de carne pálida conmultitud de puntos negros y dos ojos enormes. Su vientre se hinchó y un prominente edema deformó su aparato genital, transformándolo en un anillo enrojecido ysanguinolento.

No sabía muy bien qué hacer con ella. Me había decepcionado, sin duda, y yo a ella. Supuse que moriría pronto, ya que parecía muy enferma, y comencé adescuidarla. Debía quedarle poco tiempo, y aunque no quería contagiarme de su infección, continué alimentándola con el alpiste y la lechuga, mezclando las gotas queme recetó el veterinario con el agua… hasta que dejé de hacerlo.

Transcurrieron varias semanas y mi canario tenía peor aspecto. A pesar de todas aquellas enfermedades, una extraña fuerza la mantenía con vida. Parecía en lasúltimas, sólo era cuestión de tiempo.

Pelucha era muy sucia. Las hojas de lechuga que picoteaba se iban secando y mezclándose con las cáscaras del alpiste y las heces, que se le adherían en las uñas delas patas, conformando unas endurecidas costras que resonaban cuando saltaba de un palo a otro de la jaula. Un día me percaté de que le faltaba un dedo. Supuse queuna de esas costras se le habría enredado entre los barrotes. Pero Pelucha no hablaba. Tampoco cantaba.

Comencé a olvidarme de rellenar sus recipientes de comida, quizá a propósito. Cada mañana le colgaba entre los barrotes un par de hojas de lechuga. Le gustaba lalechuga, y así no tenía que limpiar ni tocar los recipientes, ni siquiera la jaula. A pesar de que jamás hubiese cantado ni alzado el vuelo, a pesar de haberse transformadoen un cuerpo infecto y agónico cuyo inminente desenlace ansiaba, la alimentaba cada día.

El nivel de los residuos crecía. Las cáscaras de alpiste, la lechuga y las heces conformaban una sólida estructura. Hacía meses que no metía la jaula en la cocina porlas noches y sobrepasaba los dos kilos de peso. Pelucha había perdido todo su plumaje y sólo acercarme a su jaula me producía náuseas.

Me sentía decepcionado. Había hecho de mi ilusión un fracaso, y no contenta con ello había transformado mi terraza en un basurero. El nivel de estiércol alcanzabala mitad de la jaula, pero ella continuaba en su afán por ensuciar, con tal de fastidiarme. Estaba pelada y esquelética, con la totalidad de su piel recubierta por puntosnegros apostillados, con el vientre inflamado y brillante, las uñas de sus patas retorcidas y cubiertas de heces endurecidas, a causa de las cuales había perdido variosdedos. Pero se negaba a sucumbir. Pelucha sólo pensaba en sí misma.

Una infección prosperó en sus ojos. Se le hincharon tanto, que parecían dos pelotas amoratadas. Más tarde, perdió la visión de un ojo como resultado de la misma.Su pupila era blanca y cuando se ponía de perfil, el del ojo ciego, me divertía moviendo mi mano, acercándola y alejándola con rapidez. ¡Ni se enteraba! Repetía lomismo por su lado bueno y se recogía asustada. ¡Pelucha estaba viva! La despreciaba con todas mis fuerzas. Mi bello canario era un monstruo.

Una mañana dejé abierta la puerta de su jaula. Por la noche continuaba allí. Pelucha no parecía dispuesta a ponérmelo fácil. Pretendía martirizarme y haría lo quefuese con tal de lograrlo.

El volumen de estiércol aumentaba, a pesar de escaparse por la puerta de la jaula. Pero llegó un momento en el que hizo techo. Pelucha se buscó un rincón y desdeentonces permaneció contra los barrotes, aplastada por sus propios residuos, en el frontal de la jaula. Ya no era más que un pellejo arrugado y retorcido, apenasreconocible, aunque su pico y el vientre por el que expulsaba las heces, todavía eran visibles entre los barrotes.

A menudo pensaba sobre aquel pájaro. Sabía que aquello no duraría mucho. En cualquier momento la encontraría rígida y todo terminaría. Esperaba aquel momentocon impaciencia.

Transcurrían los días, las semanas y los meses... Pelucha seguía comiendo la lechuga que yo le colgaba. Deseaba su muerte. Sin embargo, cada mañana su corazón

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latía entre los barrotes. Me atormentaba la idea de que Pelucha pretendiera sobrevivirme.Una fría mañana la encontré muerta. Su corazón, hinchado y amoratado, había dejado de latir.Abrí una bolsa de basura e introduje la jaula con Pelucha en su interior. Pesaba varios kilos.—Asunto concluido —suspiré.

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«El Cagao» Todos los presentes aguardaban con expectación, e incluso algunos de ellos con cierta impaciencia, las instrucciones pertinentes.—¡Tengo un trabajito para vosotros! —exclamó El Señor A sin más precedentes y rompiendo la intriga, consciente de que sus palabras despertaban el cien por cien

de la atención de todos los presentes.A una señal del Señor B, se agachó El Señor C, tras lo cual El Señor A pisó sobre su espalda hasta alcanzar lo alto del mostrador. Una vez allí, El Señor A posó

durante unos instantes, tieso como un garrote, tirando de su cinturón para ajustarse los pantalones, tras lo cual inspiró profundamente. Entonces miró alrededor,abarcando a todos los presentes y a ninguno en particular.

—¡Éste es el trabajito del que os hablaba...! —gritó, soltándose el cinturón y los pantalones, tras lo cual se bajó los calzoncillos y comenzó a defecar, con el gestoapretado y su rostro enrojecido, dejando escapar un gritito reprimido.

Sobre el mostrador del bar quedó una hermosa mierda, un enorme cagado enrollado de diámetro progresivamente reducido hasta su extremo, que se erigió orgullosopara más tarde doblarse ligeramente hacia un lado, con el propio calor que desprendía... Un pastel oloroso vaporizando ensalada de lechuga con cebolla y alubias contocino y natillas con bizcocho, y toda su flora intestinal y dos pasteles de manzana y cinco vinos tintos y un café solo con dos magdalenas y un zumo de naranja depolvos y de oferta que también humeaba, apestando junto al resto de ingredientes que conformaban el pastel.

El Señor A, tras limpiarse el culo con un par de servilletas, las arrojó sobre su vaporosa excreción. Se subió los calzoncillos y los pantalones y habló de nuevo,dirigiéndose al Señor B:

—¡Toma cien billetes y cómete el “cagao”!... ¡Mi “cagao”! —recalcó un par de veces con su dedo índice sobre el pecho.—¡Déjelo de mi cuenta, señor! ¡No tiene de qué preocuparse! —exclamó El Señor B, derrochando calorías a diestro y siniestro, cuadrado en su gesto como un

militar ante su superior. Entonces, El Señor C, que lucía un aspecto desaliñado, se agachó de nuevo facilitando el descenso del Señor A, que tras pisar el suelo se sacudióel hombro y sorbió de su copa, depositándola sobre el mostrador con un gesto ridículo.

—¡Este “cagao” que veis aquí, este “chorongo” aplastado y enrollado como una serpiente que hace unos minutos reposaba a lo largo de mi intestino grueso!... ¡Estemontón de mierda humeante... quiero verlo apañado a mi regreso! ¡Exijo que toda esta porquería y este olor desaparezcan lo antes posible! Para ello, cuento con lainestimable colaboración del Señor B, de mi total confianza, que será el encargado de llevar a cabo la faena —y sacó una billetera, de la que extrajo un engrosado fajo decien billetes.

—¡Aquí tienes! —exclamó, entregándolos con decisión al Señor B, cuadrado y ocupando la menor superficie posible de los baldosines del suelo, con el culoapretado como si fuera un cohete, propulsado por toda aquella fuerza contenida en su pose. Tras estrechar su mano, el Señor A descolgó el sombrero de la pared yajustándose el traje se encaminó hacia la puerta del establecimiento, por la que salió instantes después.

Tal y como venía sucediendo, el Señor B decidió que otro se encargara del asunto. ¡Para eso pagaba! Introdujo la mayor parte del dinero en el bolsillo de su chaquetay entregó discretamente algunos billetes a la mujer que atendía el mostrador, que aguardaba con el ceño fruncido. Con el fajo al treinta por ciento se acercó hasta El SeñorD, individuo de total confianza y afamada reputación en el pueblo, con el que pactó, bajo el previo pago de treinta billetes, la consecución de la faena.

—Adiós —dijo El Señor B, y salió presto a continuar su ronda de vinos, no sin antes advertir al Señor D que regresaría para verificar la correcta realización deltrabajo.

—No se preocupe —le dijo El Señor D—. Me encargaré personalmente de que no quede resto alguno del “cagao”.El Señor D, excelente orador, pactó con El Señor E, un muchacho serio y de pocas palabras, tras previo pago de veinte billetes, la puesta en marcha del meollo.—Voy a resolver unos asuntos... —le dijo El Señor D, cerrando la puerta.El Señor E, que aunque era demasiado joven siempre fue un tipo brillante, desembolsó con decisión quince billetes a su amigo El Señor F, su más fiel discípulo, que

aceptó con los ojos cerrados.—Fíjate lo que pienso en mis amigos. Yo me quedo cinco y a ti te doy quince. Pero debo ir a visitar a mis suegros… —y salió canturreando El Señor E.El Señor F, ciclista aficionado, se percató de que hacía una buena tarde para darle a la bici, haciendo partícipe al Señor G, a quien desembolsó diez billetes sin mediar

palabra. Adiós, dijo El Señor F.El Señor G separó cinco billetes y se guardó el resto. Lo cierto es que tenía prisa aquella tarde, pues debía ayudar a su esposa embotando tomate. Sin más dilación,

El Señor G ofreció cinco billetes al Señor H, al que siempre se le fue la mano con la bebida y mataba las tardes apoyado sobre el mostrador, dándole al trinque.—Chao...—susurró El Señor G.Cuando sólo quedaban El Señor C y El Señor H en el establecimiento, éste pidió otra cerveza a la camarera.—Encárgate tú de esto... —le dijo, desprendiéndose de tres billetes —. Y ponme otra rubia, anda.—Esto de la subcontratación es un chollo. Se puede cobrar dos veces sin dar la cara —susurró la camarera, depositando un solo billete sobre el mostrador:—¡Venga, cómete el “cagao”!... —le exigió al Señor C, que cada tarde ofrecía su espalda como escalera para El Señor A.El Señor C recogió su billete, que guardó en un bolsillo del pantalón. Abrió y cerró su boca varias veces entretanto movía su cuello, calentando los músculos

maxilares, que hicieron castañear sus dientes. Entonces se precipitó de cabeza sobre el “cagao”. Al instante, no pudo evitar girarse, profiriendo una sonora arcada quehizo resonar el aire contenido en su estómago. Inspiró profundamente y volvió al meollo, hundiendo su rostro en aquello marrón. Llevaba muchos años haciendo lomismo. Dentro de poco ya ni le vendrían las arcadas.

El Señor C se lo comió todo cuidadosamente, hasta las servilletas de papel, e incluso relamió los restos del “cagarro”. Después frotó una y otra vez con la manga desu chaqueta sobre el mostrador, hasta dejarlo reluciente. Dos minutos en total.

La tarea había sido realizada satisfactoriamente.—¡Ala... Venga... Marcha de aquí, que apestas! —le dijo la camarera al Señor C, que tenía restos del pastel por toda la cara.—Por lo menos dame un palillo...—¡Si quieres un palillo, te lo compras!... ¡A mí que me cuentas! ¡Venga, largo de aquí! —y salió por la puerta El Señor C.Un silencio invadió el local.Primero llegaron los Señores G, F, E, D y B. Minutos más tarde El Señor A, que atravesó la puerta olfateando sin cesar. Colgó su sombrero y se acercó hasta el

mostrador, aplicando con suma delicadeza su sentido del olfato sobre la superficie de madera en la que minutos antes reposaba el “cagao”.—¡Bien, muy bien!... Así me gusta —aseguró. El Señor B ha demostrado su capacidad una vez más. Estoy seguro de que estaría de más realizar «la prueba del

algodón». ¡Sobresaliente alto! Debo añadir, como acostumbro, unas palabras al respecto... ¡Que todos vosotros... Que me consta constituís una cuadrilla de vagos ymaleantes, deberíais aprender de este buen hombre! ¡Fijaos, fijaos!... Sois unos indeseables envidiosos que no tienen un lugar donde caerse muertos. ¡El Señor B es unbuen ejemplo para todos vosotros! A él le gusta trabajar... él ama su trabajo. Por eso tiene un coche como el que tiene, por eso tiene una mujer como la que tiene, ¡poreso es alguien importante! Algunos de vosotros ya ni se encuentran presentes… Evidencia de que cada cuál tiene lo que se merece. ¡Tomad buen ejemplo...! —terminóEl Señor A, colocando una diminuta medalla reluciente sobre la chaqueta del Señor B, que permaneció muy serio durante la condecoración.

El Señor H continuaba bebiendo sobre el mostrador, cuando los Señores A, B, D, E, F y G dejaron el bar. Mañana sería otro día. Quizá habría algún otro trabajito,como venía ocurriendo.—Ponme otra cervecita —pidió El Señor H.

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Trampas Cuando era pequeño, tuve un amigo del que caminaba agarrado por el hombro. Ciertamente, parecíamos estar hechos el uno para el otro. Él era algo más alto que yo,

aunque ambos teníamos la misma edad. Vivíamos en un barrio a las afueras de la ciudad y aunque no recuerdo exactamente cuándo nos conocimos, creo que fue desde elprincipio.

Mi amigo y yo compartíamos nuestros juguetes. Merendábamos juntos cada tarde y arrojábamos desde la terraza huevos frescos y piezas de fruta sobre la genteque deambulaba por las calles. Había un bar en la esquina y cada noche estrellábamos contra un muro todas las botellas de licor vacías que encontrábamos en la basura.

Recuerdo una tarde soleada, cuando alcanzamos a un señor calvo con un melocotón en la cabeza. Al poco rato se presentaron dos coches patrulla de la policíamunicipal. Fue muy excitante: ocultos bajo la cama, entretanto los guardias tocaban los timbres de las casas y la madre de mi amigo se preguntaba qué estaba ocurriendo.Una lástima que de mayor no se pueda a arrojar fruta sobre la gente. Nuestra sociedad y el mundo en general fomentan con notable hipocresía las desigualdadeshumanas, permitiendo y justificando el asesinato de miles de personas, el tráfico de animales y la destrucción masiva del medio ambiente. Robar, chantajear yextorsionar en el marco de la legalidad vigente, e incluso ser honorable y sentirse orgulloso de ello. Pero jamás se debe arrojar fruta sobre la cabeza de una persona. Seconsidera terrorismo.

Mi amigo y yo frecuentábamos los alrededores de la vía del tren. Aquel entorno era perfecto: poco transitado y de aspecto desolador, con montañas de escombro ycascotes rojos, pedazos de pizarra negra y sacos de plástico. La vegetación era tupida y salvaje y bajo las piedras se ocultaban decenas de lagartijas que atrapábamoshábilmente. También cogíamos jilgueros; vendían una liga pegajosa en una céntrica ferretería y nosotros la utilizábamos con los pájaros.

Teníamos una caseta construida con palos y ramas y a unos cincuenta metros cruzaba un riachuelo de fétidas aguas que manaba de un siniestro túnel, en el quedesembocaban las alcantarillas y los desagües de las casas e industrias colindantes. A veces, las ratas que salían por él eran enormes. Solíamos aguardarlas con escopetasde aire comprimido, les alcanzabas y saltaban chillando, y revolviéndose. La piel se te ponía de gallina: había que rematarlas y no se estaban quietas.

Mi amigo y yo visionábamos juntos las películas del oeste, los dibujos animados de “Vickie el Vikingo” y las series televisivas de los detectives americanos de laépoca, que en los intermedios de publicidad anunciaban sus pistolas de juguete. Recuerdo que las comprábamos en unos grandes almacenes, en cajas de cartón con tonosmarrones, con el nombre del detective y su rostro junto a una placa, impresos en la caja. Era una lástima desprenderse de aquellas cajas; la foto y el nombre del policíales otorgaban un valor añadido.

Teníamos un sombrero de vaquero en el que figuraba bordado «TRAMPAS», en el frontal superior. Un vecino que solía pasear el perro nos saludaba con aquello:«¡Hombre!... ¡TRAMPAS!...», nos decía. Chuleábamos las calles y las inmediaciones de la vía del tren, ataviados con aquel sombrero de temible forajido. TRAMPAS,sonaba bien. Resultaba desafiante y provocador. Nos lo repartíamos uno cada día.

Entre ambos, reuníamos más de una docena de pistolas y rifles de juguete. Recuerdo que las guardaba en un balde de plástico, bajo la cama. Los detonantes eranunos diminutos vasos de plástico con pólvora marrón de seis unidades para los revólveres y gránulos de pólvora en carretes de papel rosado para los rifles, de unoscincuenta disparos por rollo.

Mi amigo tenía un hermano mayor, con el que solíamos emprenderla a tiros. Su casa tenía un largo y rectilíneo pasillo, donde nos enfrentábamos. En un extremoestaba la puerta del domicilio y el otro moría en el cuarto de baño. Respetábamos unas normas durante el combate: un disparo en el cuerpo suponía una herida de bala;hasta tres balazos eran necesarios para herir mortalmente, dependiendo de la zona del cuerpo en la que se produjeran los impactos. Inicialmente, dividíamos la casa endos espacios. Uno para cada bando. Después nos repartíamos las armas, y los pistones.

El hermano de mi amigo solía conformarse con un solo revólver. A menudo se pavoneaba de nosotros, argumentando que con una sola arma y su inteligencia seríacapaz de vencernos. Lo cierto es que mi amigo y yo nos limitábamos a emprenderla a tiros. Nos gustaba hacer mucho ruido, efectuando la mayor cantidad posible dedisparos. Solíamos cederle un revólver grande junto a otra pistola, precisamente la más pequeña y descolorida de todo nuestro arsenal. ¡Total, él nunca la usaba! Ni miamigo ni yo queríamos aquella pistola y el reparto parecía así algo más justo.

Jamás olvidaré nuestro último tiroteo:Aquella tarde nos hicimos con muchos pistones. Le exigimos la zona del fondo del pasillo, y el tío ni protestó. Ciertamente, no solía hacerlo. Eso incluía la cocina,

con sus sillas y la mesa, la despensa, dos dormitorios y la terraza por la que arrojábamos la fruta y los huevos. A pesar de nuestra superioridad con las armas, nosinquietaba aquella seguridad suya tan convincente, asegurando que un arma y su destreza le bastarían para vencernos. Por eso le temíamos en cierto modo, armadoshasta los dientes.

Repartimos las armas. Tal y como venía ocurriendo, le entregamos un revólver de los grandes, con los pistones. Y la otra pistola, el arma pequeña. No dijo nada.Nosotros menos.

A una señal, comenzaron los disparos. Mi amigo y yo procurábamos no agotar la munición al mismo tiempo. Ciertamente, jugábamos con ventaja: teníamos cuatromanos y éramos dos blancos en lugar de uno. El enemigo, armado con dos revólveres, efectuaría un menor número de disparos, tras lo cual se vería obligado a recargar lamunición, instante en el que mi amigo y yo aprovecharíamos para asaltar su terreno, que aquella tarde abarcaba el salón de estar y un dormitorio.

Comenzamos a disparar. Eso suponía derrochar algunos detonantes, pero no importaba. Había que hacer mucho ruido, y todas nuestras armas estaban cargadas. Losdisparos no cesaban y un intenso olor a pólvora reinaba en la casa.

Pero el hermano de mi amigo no disparaba. A lo mejor estaba impresionado por nuestra apabullante puesta en escena, arrastrándonos por el suelo, saltando depuerta a puerta, tirando de gatillo. Sin duda alguna y consciente de nuestra superioridad, aguardaba en una actitud defensiva.

De pronto, al fondo del pasillo, apareció un pañuelo blanco anudado al extremo de un palo de escoba, zarandeado por el enemigo. Cesamos nuestros disparos.El hermano de mi amigo, oculto entre los sofás, habló en voz alta. Argumentaba encontrarse en inferioridad de condiciones... y dijo que si queríamos continuar con

aquello, debíamos hablar y renegociar.—¡Sin armas! —exigió— ¡Se hablará en mi territorio y sin armas!Parecía lógico. Ambos éramos dos temibles forajidos armados hasta los dientes y él estaba solo, arrinconado con apenas un par de revólveres.Depositamos nuestras armas en el suelo. Él hizo lo propio, arrojando su revólver sobre la alfombra del pasillo. Finalmente nos adentramos en el salón, con las

manos en alto.El hermano de mi amigo siempre fue un gran orador. Se le daba bien construir frases elocuentes y a menudo conseguía despertar en nosotros una cierta pelusa. Le

escuchábamos con envidia, aunque nuestro orgullo impedía que lo hiciéramos boquiabiertos. Comenzó a soltarnos una parrafada, buscando nuestra compasión. Miamigo y yo nos mirábamos de reojo cada cierto tiempo, a medida que intensificaba el tono de su denuncia: desde luego, no estábamos dispuestos a ceder lo más mínimo.Los forajidos no tienen compasión de sus enemigos y nosotros no seríamos menos. Yo llevaba el gorro de TRAMPAS aquella tarde.

No parecía echarse atrás. Repetía una y otra vez que las condiciones eran injustas y a mi amigo y a mí comenzó a rondarnos la sensación de que el juego tocaba a sufin.

—¡Está bien! —exclamó finalmente mi amigo—. Negociaremos…Su hermano respiró hondo. Se sentó en el sofá, cruzando las piernas. Probablemente se introducirían algunos cambios en el juego, pero algo de ventaja le imprimiría

un mayor entusiasmo.Aguardábamos impacientes sus condiciones cuando, de súbito, extrajo de entre los cojines del sofá la segunda pistola: la más pequeña, mellada y descolorida de

todas nuestras armas. Nos apuntó sonriendo. Primero a mí. Después a su hermano.—¿Veis cómo no hace falta hacer tanto ruido ni disparar tantas balas para ganar una guerra? Podría mataros ahora mismo. Os he vuelto a vencer... ¡Jajajaja,

jaaaajajajajaja! —se carcajeaba.Todavía hoy en día recuerdo sus palabras, y aquella risa. Siempre nos vencía, de alguna manera. Creo que jamás olvidaré la sabiduría de su enseñanza, que suelo

tener bien presente cada vez que el sistema me vence por puntos. Han cambiado algunas cosas, aunque la historia vuelve a repetirse, más o menos de la siguiente forma:

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La astucia del hermano de mi amigo sustituye a la sinceridad, a la nobleza o quizá a la necedad de nuestras vidas. La pistola, aquella arma de la que nos deshacíamos,es sustituida por la jerarquía, el poder, el engaño o la sinrazón. Otros tipos se sientan en sillas. Ellos no extraen revólveres de mentira pero se repite aquello de: «Nohace falta armar tanto ruido ni disparar tantas balas para ganar una guerra».

Entonces es cuando recuerdo mis correrías de pistolero, con el gorro de TRAMPAS. Reflexiono un rato y descubro entonces que ya ni siquiera puedo ser un temibleforajido.

La batalla estaba perdida.

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Una de Vaqueros Doscientos setenta y tres indios cabalgaban alrededor de dieciséis soldados del ejército Federal Americano, que disparaban parapetados tras un par de carretas

cruzadas de las que previamente habían liberado los caballos.Rodeados por un nutrido grupo de apaches enfurecidos, los soldados parecían extenuados. Con sus uniformes incompletos y sucios, mal nutridos y abrasados por

el sol, abrían fuego sobre el enemigo con sus rostros desencajados, defendiendo sus vidas al límite de sus fuerzas.Arrellanado en el sofá, la luz del televisor centelleaba entre las paredes del salón. Alrededor de aquellos intrépidos nordistas trotaban los indios salvajes, con sus

armas en alto, profiriendo alaridos de guerra. La música alcanzó un instante trágico y sublime, cuando uno de aquellos soldados apareció en un primer plano de cámara:se trataba de un vejete, incapaz de acertar disparando con su vista cansada y el continuo temblor de sus manos. Entonces y consciente de su incapacidad, dejó a un ladosu rifle y comenzó a recargar las armas de sus compañeros.

Instantes después, doscientos indios cabalgaban alrededor de dieciséis soldados del Ejército Federal Americano, que disparaban parapetados tras un par de carretascruzadas de las que previamente habían liberado los caballos. El viejo soldado resultaba lento recargando la munición y un tipo barbudo le ordenó retirarse para noentorpecer. Pude observar cómo el viejo agachaba su cabeza, camino de las carretas, visiblemente abatido.

El ruido de los disparos y los alaridos salvajes se mezclaban con la voz del viejo, que comenzó a interpretar un viejo canto castrense, desde el interior de una carreta.La canción estaba repleta de citas a mujeres fatales y largas noches empapadas en alcohol. La voz del viejo, ronca y trémula, comenzó a destacar entre el fragor de labatalla, conformando una melodía macabra y demencial.

Quince casacas azules abrían fuego sobre los salvajes, que iban cayendo, uno tras otro. Los había con una única pluma y también con sofisticados entramados decolores llamativos, cabalgando sobre una manta a lomos del caballo. «¿Cuántas horas de maquillaje serán necesarias?» Me pregunté, repantigado en el sofá, destrozandomi espina dorsal, con una enorme pereza por levantarme en dirección a la cama.

Poco después, ciento cuarenta y seis indios cabalgaban alrededor de dieciséis soldados del Ejército Federal Americano, que disparaban parapetados tras un par decarretas cruzadas, de las que previamente habían liberado los caballos. Decenas de monturas cabalgaban en solitario, guiados por el resto, entretanto los valientessoldados se movían de un lado a otro con sus barbas crecidas, sudorosos y hambrientos, disparando con honor.

Un tipo rubio destacó del resto: parecía listo y vivaracho, percatándose de que la munición se agotaba. Se encaramó a una de las carretas, de la que poco despuéssalió portando una pesada caja que le hizo tambalear sobre el firme de la carreta, que crujió a cada paso. Visiblemente afectado y al límite de sus fuerzas, arrojó la cajasobre la arena, cuya madera se abrió como una manzana. Cientos de cartuchos se desparramaron por el suelo. Los soldados se turnaban corriendo hasta los restos de ladesvencijada caja para llenar sus bolsillos, pero el ritmo de sus disparos parecía implacable y los sanguinarios apaches continuaban cayendo, uno tras otro.

Apenas un minuto después, sesenta indios cabalgaban alrededor de dieciséis soldados del Ejército Federal Americano, que disparaban parapetados tras un par decarretas cruzadas, de las que previamente habían liberado los caballos. Uno de los casacas azules tropezó con la caja de los proyectiles, precipitándose de bruces sobreel suelo. Retorciéndose de dolor, comprobó que se había lastimado la mano. Miró al cielo enfurecido y maldijo a los apaches, arrancándose el pañuelo rojo del cuello yenvolviendo su muñeca en seis vueltas, tras lo cual comenzó a disparar de un modo más certero y rápido, enfebrecido, al borde del delirio.

El viejo soldado canturreaba desde el interior de la carreta, cociendo café. Sus cánticos alcanzaron un clímax trágico, que me hizo cambiar de postura hasta alcanzar elmando a distancia para bajar el volumen del televisor. Entonces, el tipo de la munición apareció de nuevo en un primer plano, llevándose las manos a la cabeza. Nuestrohéroe era un tipo joven, además de listo y guapo. Vestía una camisa blanca con chorreras y lucía una incipiente calvicie. Negándose a aceptarlo, atrapó la mayor parte desu cuero cabelludo entre las manos hasta comprobar cómo se desprendían sus cabellos. Furioso y abrumado por el desarrollo de los acontecimientos, continuó supropósito con mayor ahínco: los indios, las municiones, el compañero lastimado, su alopecia, el café aguardando. Pim, pam, pum... tres indios en tres segundos.

Un viejo soldado canturreaba, hondamente frustrado; otro se había lastimado la muñeca y un tercero trataba de asumir su alopecia. Cada cual debía poseer razonessuficientes para mostrar abiertamente su ira: un callo en el pie, un grano en la cara, almorranas, piojos... Los casacas azules intensificaron sus disparos, conformando unadensa nube de humo. Así, acojonado por el derroche de energía, entre incesantes aullidos y el pim, pam... pim pam pum, pim, tañán, tañán, pim, pom, pum pum pam,pim, pim, ensalzada la escena a través de una dramática pieza musical, me levanté del sofá.

Desconocía cuántos indios cabalgaban alrededor de aquellos valientes soldados del Ejército Federal Americano, que disparaban parapetados tras un par de carretascruzadas, de las que previamente habían liberado los caballos. El ritmo de los disparos fue disminuyendo y el humo de la pólvora comenzó a despejarse. Pude distinguira un único guerrero indio, guiando torpemente su caballo entre los cuerpos que yacían sobre el suelo. El jefe de los casacas azules habló entonces:

—¡Alto el fuego!... —gritó, secando el sudor de su frente con la manga de su guerrera. Ya sólo se escuchaba al viejo canturreando, entretenido con el café.El único piel roja en pie estiró las riendas de su caballo, deteniéndolo. Giró hacia la izquierda, de cara al enemigo; agitó ambas piernas sobre los lomos del animal y

levantó el rifle, profiriendo el más atroz grito de guerra que uno pueda escuchar. Dieciséis balas frenaron su cuerpo, que cayó junto al resto. «¡Plaf!», sonó.Un silencio invadió el salón de mi casa. El viejo saltó desde el interior de la carreta, visiblemente emocionado, con el rifle en la mano, alardeándose de que había

alcanzado al maldito indio. Su disparo había sido realizado desde una relativa cercanía, pero en cualquier caso se trataba de un buen disparo… aseguró. Uno de lossoldados dijo que olía a café recién hecho, y eso alegró al resto de los muchachos, que se lo tenían merecido.

Me levanté y apagué el televisor. No me interesaba ver cómo los soldados se tomaban el café; cómo se colocaba un vendaje el tipo de la mano lesionada, o si acasose aplicaba una loción crece pelo el tipo de la alopecia.

Me acerqué hasta la cocina y extraje un cigarrillo del paquete de tabaco que había sobre el microondas. Lo encendí y me dirigí de nuevo al salón. Me tumbé en el sofátodo lo largo que era y me puse a contemplar las paredes y el techo. Eran blancas. Me inspiraban confianza. Ellas no pretendían lavarme el cerebro. Además, las paredesde mi casa no habían sido levantadas a golpe de pistola, como los Estados Unidos de América. O por lo menos eso creo.

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Yo Cagué Después de una Entrevista de Trabajo

Cuando llegué a casa tenía ganas de cagar. La mejor manera de olvidar todo lo ocurrido era expulsando aquel chorizo que revolvía mis entrañas, y se me ocurrió quemientras hacía fuerza con mis intestinos me iría librando del malestar.

Eran un par de tipejos que me hicieron una entrevista de trabajo. La fábrica tenía dos pisos. La parte de abajo era como una churrería gigante, aceitosa y mugrienta,donde producían jóvenes en varias máquinas horrorosas como de los años cincuenta... Moldes para piezas de coche. Los rostros de algunos de ellos reflejaban impotencia, y eso lo conocía bien, puesto que yo había trabajado en lugares así. Arriba se ubicaban las oficinas, que eran amplios espacios improductivos, al contrarioque abajo. La misma historia de siempre: dos viviendo a costa de doscientos.

Los dos tipos pretendían infiltrarme allá abajo. Tres turnos por algo menos de ochocientos euros. Nadie debía saber que yo era ingeniero, puesto que transcurrido untiempo pasaría a formar parte de la plantilla del piso de arriba, correspondiente a parásitos. Si abajo se enteraban, no colaborarían conmigo y me tenderían trampas decontinuo. Únicamente el jefe de producción, el encargado y los dos tipos, conocerían la verdad. Así trabajaría unos meses, hasta llegar a dominar cada uno de aquellosartilugios del año de la pera.

Los tipejos representaban, además, a una mediana firma que fabricaba máquinas como aquéllas. Transcurridos unos meses mejorarían las condiciones de mi contrato,me aseguraron. Viajaría por todo el país, reparando y poniendo a punto cosas de ésas. Incluso Portugal. Querían que les jubilara y probablemente a partir de miincorporación ambos trabajarían aún menos. Yo sería su factótum.

—Los domingos también... —me recalcó el más reservado. Entonces supe que al menos él había sudado la camiseta. Su cara me dijo muchas cosas, secretos lamayoría. El otro era el gerente; tenía un teléfono móvil que cualquier operario no hubiera pagado con el sueldo de un mes. Parecía feliz. Sonreía todo el rato. Mepreguntó si fumaba. Ambos habían sido fumadores empedernidos. Me harían la guerra, se rieron al decirlo. Yo también reí. Los últimos años me habían enseñado cosasde las que yo mismo me sorprendía.

—Jajaja... —carcajeamos. Abajo, las máquinas no cesaban. Había que pagar las facturas. Los buzones de las casas estaban llenos de ellas.Me bajé los pantalones y los calzoncillos. Apreté. Mientras cagaba, recordé la cara del gerente. Un banner se me representó en los azulejos del baño.Y allí estaba yo, cagando y pensando en los tipos. «La misma historia de siempre», me dije a mí mismo, apretando. El banner seguía allí, como una película de cine

mudo con sus rostros en blanco y negro, tal que dos niños en el día de su primera comunión. Apreté un poco más fuerte... Otra vez empezando de cero, siempre lomismo, siempre empezando. Llevaba años haciéndolo. Pensé lo injusta que era mi vida: la mayoría de mis compañeros de promoción universitaria se asentaron hacevarios años, algunos de ellos con un buen enchufe en Mercedes Benz; de por vida, bien pagados, horario de oficina sin horas extra ni malos rollos, sin encargados querecordar mientras uno evacua.

El chorizo asomaba por mi esfínter, que se relajó. Salía poco a poco, como en un parto. Estaba pariendo toda mi mala leche sobre la taza del retrete. Plafff, sonócontra el agua. Suspiré.

Me levanté. Arranqué algo de papel higiénico y me limpié el culo. Me sentía mejor. Ahora sólo tenía que apretar la bomba. Todas mis frustraciones, todos aquellosoperarios y operarias trabajando por cuatro duros, sus caras desencajadas, todo el tercer y cuarto mundos al completo, todas las revoluciones caducadas y cada una delas desigualdades y miserias humanas, flotaban en la taza de mi retrete. Apreté la bomba.

«Debes conocer las máquinas, cada una de ellas, sus ruidos, la arena, los gases, las resinas... Quiero que te quemes las manos...» Un remolino de agua lo envolviótodo, tragándolo definitivamente. Respiré hondo.

Fui a la cocina. Encendí un cigarrillo y me senté a pensar. Realmente no sabía qué pensar, pero había que pensar en algo; debía sentirme culpable o algo parecido, asínos educaron. El humo del cigarrillo no me inspiraba demasiado, pero al menos ganaba algo de tiempo mientras se quemaba su tabaco. Finalmente, extraje conclusiones:lo único que había sacado en claro de todo aquello era una pizca de inspiración para escribir el presente relato, más una colección de sentimientos de fracaso, suficientescomo para permanecer el resto del día triste y abatido. ¡Dios! Vaya mundo habíamos creado. ¿Cuánto había progresado el hombre en las últimas décadas? Seguro quemucho menos de lo que presumía. Éramos tan primitivos que nuestro sistema ético y moral hacía aguas por todos lados: igualdad... justicia, ¡pamplinas! Aquella planta,menuda cuadra. Vaya personajes los de arriba... Y aquellos jóvenes... recordé a uno que en lugar de la ropa de trabajo reglamentaria, vestía un chándal horroroso.

Todo aquello confirmaba dos cosas: la primera, que el mundo no funcionaba bien; la segunda, que yo estaba desesperado. Entonces recordé a la secretaria derecepción. Tenía un cuerpo delgado y esbelto y me fijé más de lo debido en su culo. Llevaba un aparato en los dientes y quedé prendado cuando vi que un ojo se le ibaligeramente para el más allá. Aquello la embellecía irremediablemente y al salir de allí pensé en decirle que se viniera conmigo, que dejara la churrería y se montara con lopuesto en el coche. Marcharíamos lejos a vivir nuestra historia de amor, hasta agotar nuestras cuentas bancarias; descubriríamos las cosas bonitas de la vida para quizáluego terminar trabajando en una churrería de setecientos euros al mes. Pero ya nada importaría, porque nos tendríamos el uno al otro. Mi chica «ojo biriqui» y yo,explotados en las churrerías más aceitosas del país, ella con su ojo para allá y el culo bonito, yo con mis manos quemadas, pensando el uno en el otro.

Estaba desesperado. Mis pensamientos sobre la recepcionista lo confirmaban. Pero me parecía más bonito y más humano recrearme en fantasías con chicas, quesentirme culpable por no tener una estabilidad laboral, ni siquiera emocional. Tenía varias ofertas de trabajo para elegir; lo cierto es que había aprendido a moverme porlas empresas, y aunque probablemente no recordara los nombres de las calles a mi alrededor, las fábricas las conocía bien. Entregaba curriculums en mano y conocía losnombres y la situación de la mayoría de empresas y fábricas de la ciudad.

Había quedado en contestar a la oferta de empleo de los tipos en un día o dos. Aquel trabajo apestaba a muerto. Les diría que tenía algo muy tentador entre manos.Telefoneé al día siguiente. Me contestó el gerente, con su teléfono móvil de sueldo y medio.—Buenos días, soy Rafael Moriel. Quería hablar con Mariano...—Soy yo —me interrumpió.—No sé si me recordará, estuve ayer allí en una entrevista con ustedes... —le dije con tono preocupado.—Sí, claro... —dijo él.—Pues verás Mariano, el caso es que me han salido varias ofertas de golpe y por eso no os contesté ayer...—Ya me imaginaba —dijo, poniéndose serio.—Pues bueno, el caso es que me han hecho una oferta muy interesante, y la persona que me la hizo me parece muy formal. Lo he pensado mucho, vuestra oferta me

parece atractiva... os estoy muy agradecido por ello, y por favor te pido que saludes y le des las gracias de mi parte a Paco. En fin... el caso es que todo ha sido muyconfuso. No tenía nada y de repente me han salido varias ofertas y con esta persona ya había pactado mi incorporación para el próximo lunes.

—No te preocupes —me interrumpió—. Por mi parte y por la de Paco no tienes ningún problema y si empiezas en ese trabajo y no te gusta, ya sabes dónde nostienes. Estamos buscando gente y nos has gustado... —aparté el teléfono de mi oreja y alejándolo miré al techo mientras sacaba la lengua, cruzando mis ojos. Me extrajeun moco y jugueteé con él. Los dos hacíamos pelotas, cada uno a su manera. Noté que Mariano acababa su frase y regresé el teléfono a mi oreja con un gesto brusco.

—Bueno, Mariano... pues muchas gracias y un saludo.—Descuida... Hasta luego y suerte —se despidió.Colgué el teléfono y levanté el brazo con el dedo índice apuntando al techo.—¡Móntate aquí y verás París! —grité, haciendo un corte de mangas. Me observé frente al espejo manteniendo el gesto, dedicado a todos los mamones en general.

Reí varias veces hablando solo. Proferí insultos a todos los jefes de cualquier cosa. Me sentía crispado pero estaba contento.Fui hasta la cocina. Le cogí otro cigarrillo a mi padre del paquete que solía dejar encima del extractor de humos y tras encenderlo, me senté a pensar. Estuve

pensando en el culo de la secretaria y en su ojo. Eso me interesaba más que el trabajo. Después me senté a escribir. No quería ni pensar con cuál de los trabajos que teníaentre manos me quedaría. Seguro que eran una mierda los tres.

Preferí escribir algo para relajarme. Eso hice. Salió esto.

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Príncipe Poeta Primera parte (la ventana está cerrada) Rondaban en su mente cuatro posibles títulos para su libro de poemas y por más que se empeñaba en buscarle un nombre, ninguno de ellos parecía encajar.El primer título nació antes, incluso, que la primera línea. Sin embargo y a medida que las páginas se iban sucediendo, la trama literaria se había diversificado de tal

modo que ya no respondía a su idea original.Un segundo lema giraba en torno a la protagonista de sus poemas, una mujer fatal. Aquel nombre propio resumiría todo cuanto la maquinación del deseo pudiera dar

de sí. Pero, ¿acaso el desamor merecía un nombre concreto? ¿Qué temores se ocultaban bajo tan oscuras pretensiones?, se preguntaba el príncipe. Y no se decidía.El tercer título suponía una extensión del primero, una vez concluida la redacción de los poemas. Sin embargo, el desamor destacaba sobre cualquier otro sentimiento

amoroso, aflorando una y otra vez.La cuarta cita se le ocurrió aquella misma noche, tras escribir el último punto y final. El príncipe tomó una cuartilla en blanco, perfilando con su pluma doce letras y

un adjetivo, precisamente alrededor del último pensamiento que cruzó su mente. Poco después y más allá del negro sobre el blanco de las cuartillas, tampoco le parecióapropiado.

El príncipe sopló la vela que iluminaba la mesa de su escritorio, apagándola. Tras permanecer durante largo rato con los ojos cerrados en la oscuridad de su cuarto,decidió poner fin a aquella prolongación de la noche, que le había sorprendido a pie de cama, reescribiendo, enredado en el título de su obra poética, indeciso ybloqueado frente a la primera página.

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Segunda parte (el príncipe abre la ventana) Debió de ser un certero impacto, un sonido metálico el que rescató al príncipe de su indeterminación:«El primer título ya no sirve; quizá el segundo es más acorde, aunque tampoco el tercero se ajusta adecuadamente. ¿Mejor el cuarto?... », cavilaba.El golpe se repitió de nuevo, una y otra vez, hasta que el príncipe cayó en la cuenta de que éste provenía del martillo del herrero. Pestañeó repetidamente,

encaminándose con decisión hacia los rayos del sol que se colaban entre las maderas que conformaban la ventana de su alcoba. Abrió la ventana de par en par y el solpenetró en la estancia, coloreando todos aquellos enseres que rodeaban sus aposentos. El príncipe se dejó acariciar por la luz del sol, que le descubrió fatigado y ojerosofrente a una mañana radiante.

Cegado y cubriéndose el rostro, sus pupilas se fueron habituando a la claridad del nuevo día. El ceño, que en aquellas circunstancias pronunciaba las innumerablesarrugas de su semblante, se fue relajando. Entonces y desconcertado por aquella inesperada sorpresa, observó atónito la escena: gentío en la plaza de la aldea. Hombresy mujeres caminando, laborando.

El príncipe apoyó sus manos sobre el alféizar y asomó medio cuerpo hacia fuera; cuando ya se disponía a gritar a quienes impedían su concentración, cayó en lacuenta de que sólo era príncipe por obligación. La sangre real que corría por sus venas había condicionado toda su vida, contrariamente a sus pretensiones, por lo quemeses atrás había renunciado a sus derechos dinásticos, abandonando el palacio y mezclándose de incógnito entre los habitantes de la aldea. Más que un príncipe porlinaje, tan sólo era un joven muchacho entusiasmado por narrar la poesía; un osado poeta empeñado en describir los detalles del lenguaje no hablado, mezclado entreaquellas gentes que criaban a sus hijos en la nobleza y la humildad del trabajo. Su rechazo a una vida de privilegios era la única fuente para su inspiración: ¿de qué otromodo sería posible narrar el brillo pulsante de un caballo trotando en el bosque? ¡Los ojos de un gato en la noche!... El recogimiento en una posada humilde,compartiendo mesa y vino con otros viajeros y campesinos. Caminar por las calles sin escolta, cruzándose con hermosas plebeyas y gentes de paz.

El príncipe se quedó pensativo: ¿qué hacía asomado a la ventana de su alcoba, ordenando a aquellas gentes que cesaran en sus quehaceres, puesto que no lepermitían concentrarse en el título de su último libro de poemas? Cerró su boca y agachó la cabeza, perdiendo su mirada entre las piedras del alféizar.

Allí continuaba el herrero, golpeando el acero, doblegando sus formas a cada golpe de martillo. El príncipe se quedó perplejo, como si de repente se hubiesenesfumado todas sus dudas. ¡Era tan digna la imagen de aquel hombre! Trabajando, enfundado en su ropa de cuero, con la calva brillante y su frente ennegrecida por elcarbón. Las brasas del fuego reflejándose en sus pupilas, bajo unas anchas y pobladas cejas negras. «Clan, clan, clan...», golpeaba.

El zumbido de una abeja desvió la mirada del príncipe, que comenzaba a rendirse, sin tregua ni condición. Revoloteaba la abeja y sus mieles se ofrecían a la ventaentre los tenderetes. Por el extremo opuesto de la plaza caminaba un campesino guiando a un burro de una cuerda, cubierto con ropaje blanco y un sombrero de paja. Subarba de varios días, fuerte y punzante, ocultaba una piel reseca y arrugada. Por primera vez en muchas horas, el príncipe se sintió a gusto. Entonces se escuchó la vozde un pescador, que vendía el fruto de una larga noche de faroles y barquichuela. El príncipe inspiró profundamente, transportando su imaginación hasta dejarse llevarpor un aroma a mar salada.

Se escuchó el mugido de una vaca y la mueca del príncipe se transformó en una leve sonrisa. El lechero, un tipo afable y robusto, caminaba cuesta abajo susurrandoalgunas palabras, con una pajilla entre sus labios. Se sentó en su banco de tres patas y colocó el cubo bajo las ubres.

—¡Ya está la lecheee! ¡Ya está la leeeeche! —gritó, ordeñando su vaca, y varias mujeres portando un caldero aparecieron entre las callejuelas.Un gorjeo de pájaros vino a sumarse a los gritos del lechero, que se dirigía a voces a quienes aguardaban la cola. Voceaba el pescador y mugió la vaca, cuando corría el

serrucho del carpintero. El sol brilló un poco más y el príncipe se sintió liberado.Desde su ventana, el príncipe tuvo la certeza de que el herrero y el ganadero, el campesino y el lechero, el carpintero y todas aquellas mujeres, tenían una historia

genuina e interesante para contar. Todo el mundo la tenía, de alguna manera. Su libro era tan sólo uno más.La plaza de la aldea comenzó a llenarse de gente. El día no había hecho más que empezar. El príncipe abrió un cajón de su escritorio, guardó su libro y se dirigió

presuroso a la calle.Otro día se ocuparía del título.

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Peripecias de Barbero

Mi nombre es Ernesto, y soy barbero. Me dedico a este tradicional oficio, cuyo nombre ha ido evolucionando desde barbero a peluquero y estilista, que actualmente

engloba el afeitado, corte y acondicionamiento del cabello, además de la vestimenta, la imagen y la estética, de acuerdo a las tendencias de moda.Mi padre fue barbero, así que conozco muy bien el oficio. Hasta hace unos años, los hombres acudían a la peluquería de caballeros y las mujeres a la de señoras.

Pero cada vez hay más peluquerías mixtas, e incluso algunos hombres han llegado a ser afamados peluqueros de señoras muy ricas y famosas. Antaño nadie quería serpeluquero; sin embargo, en la actualidad es un empleo próspero, con una modesta inversión en material e instalaciones. No hay más que fijarse en un barrio nuevo: losprimeros negocios siempre son peluquerías y panaderías. Antiguamente, las barberías eran lugares de encuentro donde se permitían los debates abiertos y uno podíamostrar su preocupación pública, participando en debates sobre los diferentes temas de actualidad. Las barberías también contribuyeron a conformar la identidadmasculina, hasta la década de los setenta: ¡quién no recuerda los bálsamos Floïd! El tipo ilustrado en la pegatina del frasco, sonriente y engominado, con las manos delbarbero rodeando su barbilla; lociones azules, rojas y amarillas, con sugerentes textos impresos: «fragancia moderna y masculina», «masaje genuino vigoroso»,«haugrolizado».

—He escuchado por la radio que mañana hará bochorno. A las ocho de la mañana he bajado al perro y estaba muy feo. ¡Y sin embargo ahora, fíjate! —le digo a micliente, cortándole el pelo.

—El tiempo está loco.—¡Pero si es que, tampoco aciertan con el pronóstico! A ver… —le giro suavemente hacia la izquierda, mirando al espejo—. Te voy a estrechar un poco más la

patilla… que es como se lleva ahora. Cuando crezca, sólo tienes que mantenerla.—Si el sábado hace bueno, nos vamos a pasar el día a Logroño. Es una ciudad muy elegante… ¡Las tiendas son más baratas y hay un restaurante donde ponen unas

hamburguesas vegetarianas riquísimas! Y una tempura… ¡La mejor que he probado!—Y mira que es difícil cocinar bien la tempura, ¿eh?—Pues sí, la verdad.—¡Envidia me das! Yo me quedo aquí con las chicas, trabajando para levantar el país, que está muy mal todo…Los barberos somos así. Trabajamos hábilmente con las manos, entretanto charlamos con nuestros clientes. Gran parte de nuestro éxito radica en cómo nos

dirigimos a ellos. Tras su primera respuesta ya sabemos si tiene ganas de charla o desea permanecer en silencio, si está alegre, o por el contrario malhumorado y triste.Hay que ser muy rápido, si eres bueno no es necesario ni mirarle a los ojos. El tiempo que permanece en silencio y el tono de su respuesta son decisivos. Es comocorregir una trayectoria de forma automática. Ahora bien: el tuteo debe ser cercano y sincero, aunque con algunos clientes acabas haciendo terapia psicológica. Les lavasel cabello y se relajan, y entonces te cuentan todas sus intimidades. Conozco más secretos de algunos de mis clientes, que sus propios psicoterapeutas.

Para ser buen peluquero no basta con estudiar peluquería. Si sólo cortas y cortas, se pueden terminar largando a la competencia. Hoy en día cualquiera puedecortarse el pelo; los supermercados venden maquinillas eléctricas y muchas mujeres se tiñen en casa. Tampoco basta con ser bueno: los clientes tienen muy en cuentalos precios y además es necesario entablar vínculos de amistad y afecto. Las dos chicas que trabajan para mí son un encanto. No hay nada peor que contratar a alguienque te espante a la clientela.

—Muy bueno el gel fijador. Con muy poca cantidad tienes para todo el día.—Te ha gustado, ¿eh?—Sí, desde luego. Aguanta muy bien.—Ya te dije… Después de cortarte te lavo y te pongo algo de gomina…—Ponme también un tubo, que me lo llevo.—Ahora mismo, majo.Su patilla izquierda es algo más ancha. Como para salir corriendo, con todo el pelo levantado y repleto de escalones. Le rodeo, pasándole el peine con rapidez. Las

tijeras cortan. Yo sólo las muevo. A veces no sé cómo lo hago, apuesto a que podría cortar el pelo con los ojos cerrados. Tengo un cliente ciego que viene con su perro.A lo mejor un día tomo la alternativa, si es que nos quedamos solos. Charlaré con él, cerraré los ojos y me concentraré en mis manos, recorriendo su cuero cabelludo.

—¿Qué tal Maribel? El otro día os vi por la calle Dato.—Íbamos a casa de mi cuñada, que se ha comprado un piso en el centro y nos invitó a cenar.La peluquería es un hervidero de chismes. A veces me sorprendo de las confidencias que me hacen. Mis manos continúan. El cabello se derrama. RISS RASS, RISS

RASS... Hábilmente, doy un giro a la conversación y le acerco un tubo de gomina. También le ofrezco un champú para la caída del cabello. A veces lo compran.Contesto el teléfono y barro el suelo para amontonar el cabello disperso. Mientras hago todo esto, pienso en otras cosas. Llegados a este punto, suelo desconectar. Elcliente continúa hablando, pero para no perder el hilo de la conversación tan sólo necesito pillar una palabra o algún detalle. Me abstraigo… Hoy toca pensar sobre lacultura y el arte. Me parece un tema complejo y no dejo de pensar en ello. Así me entretengo. Me inquieta descubrir cómo la mayoría de los mitos eran enfermos.Enfermos del alma:

Mel Gibson y Vivien Leigh bipolares, Kurt Cobain borderline. David Hasselhoff y Johnny Depp alcohólicos, Janis Joplin heroinómana. Melissa Gilbert le pegaba ala botella, Drew Barrymore estuvo en rehabilitación a los trece años, Michael Jackson era adicto a los medicamentos, Maradona a la cocaína y Judy Garland a losbarbitúricos…

Suena el teléfono. Doy un par de tijeretazos y me acerco hasta él.—¿Sí?... Vale, Natalia. Sí… Sí… Mañana a las once, te reservo desde ahora, ¿vale?—Discúlpame, majo —le digo.—Tranquilo, no pasa nada —me dice él.—¿Qué me decías de tu hermana? —le pregunto, retomando la conversación.Cojo el peine, mirando al espejo, inclinando el cuello de mi cliente hasta encontrar un punto de referencia. A decir verdad, no lo necesito. No necesito fijarme en la

cabeza, ni en el peine; ni siquiera en las tijeras. Otra cosa sería la cuchilla: nada más desagradable que cortar a alguien, que crean que eres un inútil.¡Joder!... pensar que Vincen Van Gogh y González Rajel, Louis Wain y Howard Hughes, Enrique VIII y Cayo Julio César, Robert Schuman y Ludwig Van

Beethoven, Charles Bukowski y Edgar Allan Poe, Isaac Newton y John Nass, Whitney Houston y Elvis Presley, Farrah Fawcett y Carrie Fisher, Charlie Sheen yMichael J. Fox, Jimi Hendrix y Tommy Bolin estaban enfermos… ¡Quién lo diría! Que el arte y la creación tengan como caldo de cultivo la carencia y la distorsión...Me hace pensar. Eso, y el agua.

Por cierto, en cuanto acabe con estos dos tipos que aguardan sentados, ojeando el Man y el Interviú, acudiré a mi encuentro con el agua. Me cambiaré en losvestuarios de la piscina, me ducharé y me sumergiré en sus aguas, observando los baldosines del suelo y las paredes de la piscina. Sólo en esos momentos puedoabandonarme y dejar de ser un barbero de barrio, con todo el anhelo de un joven que continúa soñando, más allá de las tijeras y de los buenos días, a mis treinta y ochoaños de edad, cuestionando las vidas ajenas en busca de algunas respuestas. ¿Respuestas a qué?, me pregunto. No puedo parar de pensar en ello, y en el agua.

A ver en qué pienso mañana. Dicen que hará bochorno.

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Los Viejos se Ponen de Carne Como un Cristo Resulta que el tipo apareció por allá mal vestido, con la visera invertida, meneando la cabeza, con un modo de caminar resignado y torpe y una prominente barriga,

tosiendo y carraspeando, con un cigarrillo en la boca.Echó un vistazo con el ceño fruncido al meollo que traía locos al ingeniero y a otros tres tipos que denominaban técnicos, y solicitando permiso, con un martillo en

la mano, se agachó, canturreando, arrastrándose hasta desaparecer en el interior de la máquina. Al rato se escuchó un grito ininteligible, tras el cual debió asestar uncertero martillazo en el lugar preciso.

Salió de la máquina sonriendo, asegurando que la avería estaba arreglada. Encendió un cigarrillo, carraspeó, tosió un par de veces y se marchó de nuevo hacia supuesto de trabajo, meneando ligeramente la cabeza, con ese particular look que lo caracterizaba, cigarrillo en boca. Tras cuatro horas de parada, la máquina producía denuevo.

—¡Hay viejos muy hábiles! ¡Los viejos tienen un callo de la hostia!... —aseguró el ingeniero de mantenimiento.—Ya lo creo... Sólo tienes que fijarte en sus parientas. Yo suelo observarlas cuando voy conduciendo y ellas caminan en grupitos por las afueras de la ciudad,

haciendo ejercicio. Suelo fijarme en sus cuerpos deformados por el tiempo y por un instante me abstraigo, imaginándolas tan bonitas como lo fueran antaño. ¡Jajajaja!...Al regreso de mi viaje sólo me queda el bamboleo de sus voluminosos senos, meneándose entre sus chándales de las rebajas… ¡Los viejos saben cosas que los jóvenesdesconocemos, joder! Contemplando los enormes senos de sus señoras, uno llega a la conclusión de que todavía nos queda mucho por vivir hasta alcanzar su experienciay conocimientos, ¡que se ponen de carne como un cristo!

—Jajajajaja —reía el ingeniero.

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El Cuarto del Abuelo El olor del cuarto del abuelo llega hasta los ascensores.Pilar, la madre de Juana, camina deprisa hacia el cuarto de baño, con la botella del pis del abuelo, todavía caliente, entre sus manos.—¡Mamá! ¡Que no basta con pasarla por el chorro del grifo! ¡Lávala con un poco de lejía, que hay que desinfectar! —exclama Juana.Alejandro, su hermano pequeño, observa apoyado sobre el quicio de la puerta, con el anorak puesto: el mobiliario del cuarto del abuelo es muy anticuado; las

paredes están recubiertas de un papel pintado que repite un engorroso decorado circular y toda la casa parece impregnada de un intenso olor a anciano. A la derecha hayun armario ropero enorme y al fondo descansa el abuelo, tendido en la cama. Su rostro amarillento asoma entre las sábanas blancas, con una amarga expresión,frunciendo el ceño, entretanto unas diminutas gotas de sudor fluyen a través de sus poros.

—¿Qué hora es?—¡Las siete, abuelo! —responde su nieta Juana, desde el pasillo.—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...Alejandro entra en la habitación, deteniéndose frente al abuelo. Allí lo observa en silencio, ligeramente boquiabierto:A su izquierda se alzan dos enormes bombonas de oxigeno blancas. Una de ellas está conectada a un largo tubo que rodea la cabecera de la cama, alimentando a una

mascarilla azulada que descansa sobre la mesilla, mellada por decenas de cigarrillos que dejaron su huella imborrable. También hay algunas cajas de pastillas y varioscomprimidos de diferentes tamaños, las gafas y la dentadura del abuelo, sumergida en un vaso de agua con un rastro blanquecino en niveles sucesivos.

El abuelo no se encuentra bien. Siempre está en la cama, rodeado de tubos, y se queja, se queja tanto que resulta bochornoso. Alejandro detiene su mirada en loscomprimidos de colores. Alarga su mano para poder tocarlos, cuando su madre irrumpe en el dormitorio.

—¡Ala!, ¡vete a jugar un rato, que enseguida nos vamos! —le dice, dirigiéndolo hacia la puerta.Alejandro entra en la cocina. Al verle, el canario del abuelo salta de un palo a otro de la jaula, piando con vehemencia. Su madre, agitada como una gaseosa, corretea

de un lado para otro limpiando el polvo, canturreando con un bote de spray en una mano y un trapo en la otra, frotando los muebles. Después coge una palangana conagua y se arrodilla en el suelo, frotándolo enérgicamente con un trapo húmedo, moviendo su enorme trasero. El olor de su sudor mezclado con el del cuarto del abuelollega hasta Alejandro, que introduce su dedo índice entre los barrotes de la jaula.

—¿Qué hora es?—¡Las siete y cuarto, abuelo!—¿Qué hora es?—¡Estése tranquilo, que no tiene ninguna prisa hasta la hora de cenar! —responde Juana desde el cuarto de baño.—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!... —se queja el abuelo.El canario se muestra muy excitado, entretanto Alejandro mueve su dedo para hacerle rabiar. La abuela murió hace un par de años y aquel pájaro es el único que le

hace algo de caso en aquella casa, revoloteando y posándose sobre los palos y los barrotes de la jaula. Alejandro se dirige al frutero y coge un racimo de uva blanca delque arranca un grano, que incrusta entre los barrotes.

—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...—¡Has terminado con el baño? —grita la madre desde el pasillo.—¡Sí, mamá! ¡Cuando quieras nos marchamos! —responde Juana desde el baño—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...La madre de Alejandro se apresura a recoger todos los útiles y los productos de limpieza. Se mueve rápidamente de un lado a otro de la casa, abriendo y cerrando

puertas de armarios, hasta que finalmente se detiene frente al espejo del baño: allí ajusta su ropa y tras retocarse el peinado con las manos, se apresura hasta el colgadordel hall, donde descuelga su abrigo y se envuelve con él.

—¡Vámonos, que se hace tarde! —exclama, con cierta prisa.Juana y Alejandro se despiden primero. La madre besa la frente del abuelo y justo antes de desaparecer por la puerta, se gira para verlo de nuevo. Entonces, el

abuelo le hace un gesto y ella se acerca. Él le susurra unas palabras al oído y ella abre el cajón de la mesilla, sacando un caramelo, que desenvuelve e introduce en su boca.—¡Chúpelo despacio, padre, no se vaya a atragantar! —le dice, alargando las palabras. El abuelo sonríe y su hija le besa de nuevo.—Muaaakksssssss.—¡Mamaaaaá! ¡Que no le des caramelos al abuelo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Los caramelos tienen mucha azúcar y no tienen efectos beneficiosos para

los pulmones! ¡Abuelo, que no debe comer caramelos, que eso no es bueno para usted! ¡Que cualquier día se nos atraganta!—grita Juana indignada, y el abuelo sonríe.Se siente como un niño regañado y le gusta. Es agradable observar el rostro de su nieta, hablándole con tanta decisión. Sin duda, ha heredado el temperamento de lasangre que recorre sus venas.

La puerta se cierra tras de sí. Frente a los ascensores, Alejandro se coge de la mano de su madre. Todavía se puede percibir el olor del cuarto del abuelo en lasescaleras.

Dos días más tarde visitan de nuevo la casa. En esta ocasión, la madre de Alejandro y dos de sus hermanas se esmeran en realizar la compra, preparar la comida yrealizar los quehaceres de la casa del abuelo, que ya sólo se levanta de la cama para sentarse un rato a duras penas. Las tías de Alejandro también han traído a sus hijos ylos han encerrado en un dormitorio vacío para que no alboroten.

La tarde transcurre lenta para los niños, que corretean por la habitación. Alejandro odia aquel cuarto frío, repleto de cajas apiladas, apenas iluminado por unabombilla en el techo. Para él es un lugar sombrío y pegajoso donde su madre y sus tías acostumbran a encerrarlos, ordenándoles que no abran la puerta. Su primo JuanCarlos corre en círculos, imitando el ruido de una moto, entretanto Iñigo arroja una y otra vez su pelota de tenis contra la pared. Los otros dos niños, Jorge y Fernando,no paran de empujarse y gritar. Alejandro odia aquel cuarto y sus primos han estado a punto de tirarlo al suelo en varias ocasiones; él sólo desea salir de allí lo antesposible. Se acerca hasta la puerta, abriéndola y asomándose, respirando el fuerte olor del cuarto del abuelo:

Juana corretea de un lado a otro de la casa, tirando cosas a la basura y amontonando ropa vieja sobre una silla. En ese instante, descuelga el reloj de pared del cuartodel abuelo y lo mira detenidamente, susurrando algunas palabras y negando con su cabeza. El reloj se detuvo hace meses y el abuelo ni siquiera puede verlo, con su vistacansada. Sin embargo, el abuelo lo mira cada cierto tiempo y pregunta la hora.

—¿Qué hora es? —Pregunta.—¡Siempre preguntando la hora!… ¿Qué prisa tendrá? —susurra Juana.—¿Qué hora es?—¡Pero qué más le dará a usted! —responde Juana.—¡Ay Dios!, ¡ay Dios!...Juana se dirige a la cocina, con el reloj. Después se escucha un golpe y sale de nuevo para continuar sus labores. Alejando cierra suavemente la puerta y corre hasta

la cocina.Sobre la mesa hay una baraja de cartas hinchadas y amarillentas. Alejandro la coge entre sus manos y juguetea con los naipes, observando el reloj de pared y los

caramelos de menta del abuelo en el cubo de la basura.Ya no hay reloj. Tampoco más caramelos. No eran buenos para el abuelo. Tenían azúcar y ni siquiera eran beneficiosos para sus pulmones. Las cuatro mujeres

discuten en el pasillo, interrumpiéndose unas a otras: a partir de hoy, el abuelo no tomará vino durante las comidas, y sólo beberá agua antes de éstas. Tampoco comeráhuevos, ni carne, ni miga de pan, ni sal, ni azúcar. Tomará un par de zumos de naranja al día y sólo comerá frutas y verduras frescas.

—A lo mejor es que algo le ha sentado mal… —sugiere la madre de Alejandro.

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—¡El médico dijo estreñimiento! —replica Juana.—¡Es que ha sangrado, maja…! ¡Y eso que el abuelo nunca ha sido estreñido! —dice la tía Loli.—¡Lo mejor para el estreñimiento es un vaso de zumo de naranja! —le interrumpe Juana.—¡Pero habrá que darle los sobres que le recetó el doctor! —dice la madre de Alejandro.—¡No hace falta, mamá! ¡Yo cuando estoy estreñida tomo un zumo de naranja y se acabó el problema!… —replica Juana.La luz de la cocina se enciende y Alejandro se asusta. Es su tía Angelines, que se dirige al frigorífico para guardar algo.—¡Niño!, ¡vete al cuarto a jugar con tus primos que enseguida nos marchamos! —le aborda, empujándolo fuera de la cocina.Una hora después dejan la casa. La puerta se cierra tras de sí y cuando Alejandro se coge de la mano de su madre, puede respirar el fuerte olor del cuarto del abuelo,

que llega hasta los ascensores.El abuelo falleció pocos días después. Juana dice que ya no preguntaba la hora e incluso había dejado de quejarse cada diez segundos: «¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!».La conducción del cadáver a través del cementerio era lenta. El cura encabezaba la marcha, con un libro abierto sobre una mano y un megáfono en la otra. Alejandro

iba cogido de la mano de su madre, que lloraba. Su hermana Juana y sus dos tías también lloraban. Muchos de los presentes lo hacían. Tras una larga caminata sinprestar atención al sermón y escuchando únicamente el crujir de la gravilla bajo sus pies, llegaron hasta una tumba excavada donde aguardaba el enterrador con su pala,frente a un montón de tierra. El padre de Alejandro y tres de sus tíos tomaron la iniciativa, haciendo descender el ataúd, ayudándose de unas cuerdas. Entonces, el curanombró la resurrección, haciendo la señal de la cruz y pronunciando algunas frases alusivas al Apocalipsis, entretanto todos los presentes aguardaban de pie,extremadamente serios y trajeados.

Fue uno de los últimos días de primavera. La mañana era soleada y los rayos del sol refulgían en cada hoja de los matorrales, a ambos lados de las callejuelas delcementerio. El ataúd del abuelo resplandeció hasta perderse de vista, y cuando el enterrador vertió la primera palada de tierra sobre él, el sol brilló si cabe aún más. Losarbustos y las flores brillaban. Todo el cementerio relucía. El verde de los pinos era verde, los pájaros cantaban y la tierra olía a tierra.

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Cómo Escribir un Buen Relato

Dé un par de saltitos, sugerentes y provocativos. Las primeras líneas son esenciales. Sensación, atraimiento. Introducción y desenlace, escuetos, deben captar unatotal atención. El nudo es trabajo, puro y duro. El principio buena mano y el colofón brillante. Se trata de lograr desencadenar pensamientos acerca de cómo ocurren lascosas. Sobre todo en el tramo final.

El libro es un ring de boxeo. ¡Cabecee usted!, ¡brinque! Su juego de piernas demostrará una buena forma. Nudo establecido. Golpee el rostro de su adversario,reservando fuerzas para más adelante. Atice una y otra vez; sin prisa pero sin pausa, como suele decirse.

Derecha, izquierda, de nuevo derecha e izquierda.Él le responde. Tómeselo como un preámbulo, un calentamiento, algo así como un cortejo. Regodéese. Es conveniente tutearse; incrementa la tensión final.Usted juega con ventaja, está claro; su adversario puede saberlo o no. ¡Déjese un poco! ¡Consienta el debido espacio a su lector!La trama viene sucediéndose, poco a poco. Transcurre, menguan las líneas, se suceden las páginas.El final está próximo, ambos lo perciben. Usted, porque es quien lo escribió; su lector, porque se percata de que acaba de pasar la última página.¡Otro par de saltitos! Se hacen necesarios. ¡Ahora, empújelo contra las cuerdas!Viste usted calzón y guantes, calza botas y una espada de mosquetero le cuelga de la cintura. Él todavía no se ha dado cuenta, pero usted se ha desprendido en un

santiamén de los guantes y desenvainando rápido su espada, la hunde en su tórax hasta la misma empuñadura, al tiempo que aproxima su rostro al de su oponente.Sonriendo con picardía, estimula el movimiento de su acero, de arriba para abajo y de abajo para arriba, hasta que su lector se desploma derrotado, con aquello clavado,todavía sorprendido por el vertiginoso desarrollo de los acontecimientos, momento en el que usted suelta el estoque.

Y ya está, así es más o menos como se escribe un buen relato.

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Una Carta de Navidad Querida tía Purita:Espero que te encuentres bien al recibo de esta carta. Por aquí todo sigue igual, aunque he de decirte que te echamos mucho de menos, especialmente en estas fechas

tan señaladas.Te escribo desde mi escritorio, con un agradable calorcito, en estos días fríos en los que la nieve cubre las calles. Nieve inmaculada que todo lo purifica. Nada se

mueve en un día como hoy, ni siquiera los coches, y los copos descienden despacito, sucios si uno los mira desde abajo.Para contrarrestar la pena de tu ausencia, hemos comprado un árbol de Navidad. Ahora los venden con las raíces y algo de tierra, en una bolsa de plástico que

conserva la humedad y mantiene vivo el árbol, para que se alimente y pueda ser replantado con posterioridad. Ayer lo instalamos. Hubiese sido bonito tenerte connosotros y disfrutar de tu compañía, decorándolo. Lo probamos nada más traerlo a casa, introduciéndolo, con su bolsa, en una papelera forrada de papel brillante. Paraequilibrarlo, rellenamos los huecos con algunas latas de conserva que tapamos con polvorones de la cesta de navidad. Colgamos una docena de bolas de cristal rojas,verdes, azules y amarillas, grandes y pequeñas. Instalamos, tía Purita, una hilera de minúsculas bombillas de colores y hasta yo mismo, en un esfuerzo por vencer mipereza, retoqué el mecanismo del enchufe para que su iluminación fuese intermitente.

Sin embargo, tía Purita, ¡olvidamos quitarle el plástico y plantarlo en un tiesto, o quizá rellenar la papelera con algo de tierra! Los árboles no comen latas deconserva ni polvorones... Y cuando caímos en la cuenta de que cada adorno estaba en su lugar, se nos habían quitado las ganas de empezar de nuevo.

También colocamos, tía Purita, diez corazones rojos que mi hermana compró en un bazar chino, y en lo más alto del pino, en la yema de su crecimiento, lecoronamos una estrella roja acristalada y un gran sol de escayola con el rostro sonriente. ¡Ah, tía Purita, si pudieses verlo!

Al principio lo situamos en el hall, por aquello de las visitas, pero mamá creyó que el salón era un lugar más apropiado y lo pusimos junto a la ventana, paraobservar al calorcito y con todas aquellas luces, el posar de la nieve sobre las calles.

Cuando todo esto termine, guardaremos los adornos hasta el próximo año. Entonces plantaremos el pino en algún lugar del monte, donde pueda oxigenar el aire de lamontaña.

Me despido, querida tía Purita, no sin antes desearte lo mejor en estas fechas, así como un feliz y próspero año nuevo.Un abrazo. PD: a propósito, tía Purita, yo no sé qué tiene este pino, que todos los días, cuando me levanto, lo miro y me recuerda mucho a alguien.

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La Ventana Hace ya siete años que dejé aquel lugar. A decir verdad, me cuesta reconocer que formara parte de todo aquello, e incluso me asusto al pensarlo. ¡No sé cómo pude

llegar tan lejos! Conocí aquella empresa de un modo casual, entregando curriculums. Acostumbraba a recorrer las zonas industriales y un día, explorando un semillero de pequeños

negocios en un polígono industrial, me encontré frente a aquel letrero sobre la puerta. Llamé al vídeo portero y me respondió una voz femenina, sugerente y seductora,que me abrió la puerta. Subí un tramo de escaleras y entré en una pequeña oficina. Ella permanecía de espaldas, sentada frente a su ordenador. Se giró, me miró de arribaabajo y me invitó a entrar. Le di los buenos días y me presenté, entregándole un sobre con mi currículum. Ella lo cogió, se giró de nuevo y dijo que tendría en cuenta miofrecimiento, dejándome con la boca abierta. Me sorprendió aquella actitud tan fría y distante, frente a la amabilidad del portero automático. Sin embargo, pocos díasdespués se puso en contacto conmigo y tras una breve entrevista telefónica, me incorporé a mi nuevo empleo.

En la oficina sólo trabajábamos dos personas, así que mi única compañera era mi superior. Se trataba de un trabajo sedentario, y aunque mi experiencia profesional ymi formación estaban muy por encima de los requisitos del puesto, pensé que una jornada partida con horario de oficina lograría estabilizar mi vida, que tras varios añosde trabajo a turnos, parecía un caos. Mi nuevo empleo no requería de grandes responsabilidades ni objetivos ambiciosos. Ni siquiera tenía un jefe exigente, aunque elsueldo era muy escaso.

Me organicé la vida para vivir con una cierta humildad: comía muchas patatas, huevos, ensaladas y bocadillos. Por las tardes acudía al gimnasio y los fines desemana salía por ahí con mis amigos. Lo cierto es que no pasaba mucho tiempo en casa, pero lo único que me molestaba de veras era la insuficiente señal de la antena deltelevisor, que por la noche me impedía ver los programas que emitían por televisión. La casera siempre estaba malhumorada: «¡la casa tiene que estar limpia!»... «¡nopongas música a partir de las diez!». Decía que el servicio técnico tenía conocimiento de la avería y se estaban ocupando de ello, pero lo cierto es que pasaba el tiempoy mi televisor no se veía correctamente.

Mi trabajo consistía en gestionar datos informáticos procedentes de diversas fuentes. La oficina era un local cerrado que alojaba varios ordenadores, dos teléfonos,un fax y una fotocopiadora, todo ello en apenas veinte metros cuadrados. No había ventanas; tan sólo una amplia claraboya en el techo, que abríamos cuando hacía buentiempo. No estaba permitido escuchar música, por lo que trabajaba en un silencio absoluto, únicamente interrumpido por el sonido de las reactancias del alumbradofluorescente. Las paredes eran blancas y el mobiliario sobrio. Nada destacaba en aquella oficina, a excepción de la pared del fondo, en la que había una ventana octogonalperteneciente a un antiguo templo derruido, de origen desconocido. Recuerdo cómo ella me narró la historia, durante mi primer día de trabajo. ¡Aquel sí que fue unmagnífico día! Se dirigió a mí con voz suave, hablándome de un templo ancestral ya desaparecido, del que sólo quedaba aquella ventana. Parecía una diosa, envuelta enun aura mística y mágica. La escuché boquiabierto: hablaba con tanta delicadeza e inspiración, que decidí quedarme para siempre junto a ella.

Ciertamente, las hechuras de su rostro mostraban una mueca de amarga expresión. Sus ojos azulados eran tristes, pero a mí me gustaba. Era de esas personas queanteponen su mejilla a los besos ajenos, sin correspondencia. No sé muy bien de qué se trataba, pero adivinaba algo mágico en aquella muchacha; algo a lo que no podíaresistirme, y que cada día me empujaba a permanecer en aquel lugar, junto a ella.

Transcurrían los días, las semanas y los meses. Ella jamás me dirigía la palabra, si no era para referirse a aquella ventana; sólo entonces se mostraba cálida y dotadade una extraordinaria sensibilidad. Entretanto, yo continuaba alimentándome de patatas, huevos, ensaladas y bocadillos. Me levantaba a las siete de la mañana: meafeitaba, me duchaba y me vestía, esmerándome por resultar atractivo. A mediodía comía en casa y por la tarde regresaba al trabajo, esperando que todo diese un giro encualquier momento. Después acudía al gimnasio o hacía la compra, y de regreso a casa cenaba y preparaba la comida del día siguiente; encendía el televisor y me echabaen el sofá, quejándome de lo mal que se veía la televisión.

Ella nunca inició una sola conversación. A decir verdad no hablaba, si no era para referirse a aquella ventana o acaso menospreciar mis argumentos, de algún modo.Era muy vanidosa y su soberbia nunca estuvo por debajo de su desprecio. A menudo permanecía durante días enteros sin dirigirme la palabra, pero lo peor de todo eracuando se burlaba de mí; eso era lo que más me dolía: que se limitara a permanecer de espaldas, en silencio, entretanto yo intentaba asimilar su total indiferencia, paraterminar disculpándola.

A menudo reconstruía su pasado: la imaginaba sumida en una gran tristeza, capaz de justificar aquel comportamiento. Llegué a imaginarme una infancia arraigada almiedo y a la indefensión: abandonada, con un padre maltratador. Mi imaginación contemplaba todo eso y más. Pero, de cualquier modo, me sentía atraído por ella y amenudo acechaba sus malos ratos y sus depresiones, para entretenerla con cualquier tontería. Así llegué a convertirme en su bufón: un ingenioso y divertido parlanchín,abierto a la posibilidad de una conversación. Mis particulares puntos de vista trataban de llamar su atención a toda costa, pero su sangre era como vinagre. Por más quecallara… por más hastío que expresara su rostro… más cerca llegaba a sentirme de ella, y eso me animaba a continuar en mi afán por despertar su ilusión, convencido deque era una muchacha tierna y comprensiva.

Transcurrieron varios años y todo parecía indicar que yo estaba equivocado. Comencé a frecuentar las principales páginas Web y los portales de búsqueda deempleo, con intenciones de dejar aquel trabajo. Me sentía confuso, pero de cualquier modo, la inercia terminaba arrastrándome hasta aquel lugar.

Siempre he sido muy perezoso por las mañanas. Sin embargo, antes de las ocho ya entraba por la puerta; le daba los buenos días y me sentaba. Ella siempre estabaallí, de espaldas. Cuando salía de la oficina me despedía amablemente, aunque tampoco me saludase. Entonces me precipitaba a montar en el coche, para continuar a sulado durante el camino de vuelta.

Jamás abandonaba su puesto sin que yo hubiese pisado la calle; debía verme por la ventana, y entonces recogía y salía. Yo solía hacerme el desentendido, esperandoque me dijera: «¡vámonos a casa!», o algo parecido. Aparcaba lo más cerca posible de la oficina, me montaba en el coche y me precipitaba a través de las calles. Al pasarjunto a la oficina veía la luz ya apagada y su coche un poco más adelante, alejándose veloz. Recuerdo que en una ocasión pisé el acelerador al máximo, aunque tuve queconformarme con adivinar su silueta entre los cristales traseros del coche.

A pesar de la estabilidad de una jornada partida, mi vida no había mejorado gran cosa en comparación con mis anteriores empleos. No hacía carrera ni futuro, ytampoco aprendía nada nuevo. Ni siquiera el dinero me importaba. Me dedicaba a soñar despierto: paseando junto a ella, cogidos de la mano; o en el sofá, comiendochucherías una tarde de domingo... Ideaba fines de semana por toda la geografía, e incluso fantaseaba con proyectos de futuro, en un marco de amor y de entregaincondicionales. Otras veces terminaba derrumbado sobre mi mesa, observándola... Pero ella ni se enteraba.

Recuerdo que en una ocasión acudí al trabajo tras una larga noche de juerga, sin haber dormido; estaba tan cansado que cerré mis ojos y desperté horas más tarde.Ella continuaba allí. Al rato perdí la paciencia y me levanté enfadado, gritando y golpeando la mesa para llamar su atención. Pero ella ni se inmutó, a pesar de midesesperación. Entonces golpeé de nuevo, una y otra vez... y me transformé en un tipo asertivo y muy seguro de sí mismo, actitud en la que permanecí durante variosminutos: de pie, diciéndole todo lo que pensaba, haciéndome valer. Cansado de aguardar su reacción volví a sentarme, más triste que nunca. De la tristeza pasé a lamelancolía y de ahí a una pena desoladora. A partir de entonces ya no despegó sus labios.

Por las noches reflexionaba en la cama, convenciéndome de que debía renunciar lo antes posible a aquel empleo. Sin embargo, por la mañana me sentía de nuevoposeído por una extraña y desconocida fuerza que fluía en mi interior.

Pasé mis últimos días en aquella oficina, sumido en un estado de agitación: «¿de dónde sale la gente así?», me preguntaba.Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Sin embargo, su recuerdo me persigue todavía. Me siento intrigado por aquella ventana, a través de la cual pude adivinar

el tibio rastro de espectros errando en la orbe, artilugios imprecisos invocando azuladas sirenitas y tiernos unicornios dorados… Jamás tuvo una mala palabra ni undesprecio, tras hacerle partícipe de mis insólitas visiones a través de aquella ventana. Era el único momento en el que no me repudiaba. Lo recuerdo con mucha felicidad:retocaba suavemente su cabello y después se giraba, para mostrarme su rostro relajado y sonriente. Entonces le miraba a los ojos y me entregaba al ligero aroma de suexquisita fragilidad, que flotaba en el aire.

Es extraño, ¿verdad? Yo tampoco lo comprendía entonces.

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Este libro digital ha sido maquetado por Rafael Moriel enVitoria-Gasteiz, en mayo de 2015. Puedes encontrar más libros de Rafael Moriel en la Web: http://www.rafaelmoriel.com Para contactar con el autor: [email protected] del autor: http://www.rafaelmoriel.blogspot.comWeb del autor: http://www.rafaelmoriel.com