acontecimiento y mundo - claude romano -2007

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PERSONA Y SOCIEDAD / Universidad Alberto Hurtado Vol. XXI / Nº 1 / 2007 / 111-137 111 Acontecimiento y mundo Claude Romano* RESUMEN El texto que acá se publica es la traducción de “Probleme” (“El problema”) de Événement et le monde, primer libro publicado por el filósofo francés contemporáneo Claude Romano, que tiene por objetivo desarrollar una hermenéutica acontecial a partir de la cual se rompe con los cánones clásicos de la subjetividad moderna para dar cuenta del sujeto en cuanto que se constituye en los acontecimientos que trastocan y reorientan los múltiples sentidos del mundo del ipse. De este modo, en este texto se pondrán las bases para una reflexión que distingue entre el acontecimiento como hecho intramundano y, la develada acá, en un sentido acontecial. Palabras clave Acontecimiento adveniente hermenéutica acontecial Dasein nacimiento * Maître de conference Universidad de la Sorbonne, París IV; miembro asociado de los Archivos Husserl de París. Entre 1993 y 2004 fue redactor jefe de la revista Philosophie (Editorial Minuit). Es autor de numerosos libros, a partir de los cuales ha desarrollado una fenomenología hermenéutica del acontecimiento, siendo uno de los filósofos en lengua francesa más originales de comienzos del siglo XXI, hecho que le ha valido diversos homenajes en revistas como Transveralités, del Instituto Católico de París, y de la revista Iris, de Beyrout. Entre sus libros cabe destacar: L’événement et le monde (Paris: PUF, 1998); L’événement et le temps (Paris: PUF, 1999); Il y a (Paris: PUF, 2003); Le chant de la vie (Paris: Gallimard, 2005); la novela Lumière (Paris: Éditions des Syrtes, 1999); y Jérôme Laurent et Claude Romano (éd.), Le néant. Contribution à une histoire du non-être dans la philosophie occidentale (Paris: PUF, “Épiméthée”, juin 2006).

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PERSONA Y SOCIEDAD / Universidad Alberto Hurtado

Vol. XXI / Nº 1 / 2007 / 111-137

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Acontecimiento y mundo

Claude Romano*

RESUMENEl texto que acá se publica es la traducción de “Probleme” (“El problema”) de Événement et le monde, primer libro publicado por el filósofo francés contemporáneo Claude Romano, que tiene por objetivo desarrollar una hermenéutica acontecial a partir de la cual se rompe con los cánones clásicos de la subjetividad moderna para dar cuenta del sujeto en cuanto que se constituye en los acontecimientos que trastocan y reorientan los múltiples sentidos del mundo del ipse. De este modo, en este texto se pondrán las bases para una reflexión que distingue entre el acontecimiento como hecho intramundano y, la develada acá, en un sentido acontecial.

Palabras clave• Acontecimiento • adveniente • hermenéutica acontecial • Dasein • nacimiento

* Maître de conference Universidad de la Sorbonne, París IV; miembro asociado de los Archivos Husserl de París. Entre 1993 y 2004 fue redactor jefe de la revista Philosophie (Editorial Minuit). Es autor de numerosos libros, a partir de los cuales ha desarrollado una fenomenología hermenéutica del acontecimiento, siendo uno de los filósofos en lengua francesa más originales de comienzos del siglo XXI, hecho que le ha valido diversos homenajes en revistas como Transveralités, del Instituto Católico de París, y de la revista Iris, de Beyrout. Entre sus libros cabe destacar: L’événement et le monde (Paris: PUF, 1998); L’événement et le temps (Paris: PUF, 1999); Il y a (Paris: PUF, 2003); Le chant de la vie (Paris: Gallimard, 2005); la novela Lumière (Paris: Éditions des Syrtes, 1999); y Jérôme Laurent et Claude Romano (éd.), Le néant. Contribution à une histoire du non-être dans la philosophie occidentale (Paris: PUF, “Épiméthée”, juin 2006).

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Claude Romano

Presentación del autor1

Existen muchas vías para entrar en un libro. Una lengua es también un camino. Gracias al trabajo y a la confianza de Patricio Mena Malet, un nuevo puente existe entre poten-ciales lectores y una parte de Acontecimiento y mundo. Un puente del todo nuevo, el del español. Desconociendo esta lengua, no podré acompañarlos. Pero puesto que se me ha pedido precederles, intentaré cumplir de la mejor manera posible esta tarea paradójica.

Hay libros que envejecen, y otros que rejuvenecen. Su tiempo no es del todo el nues-tro, como aquel de nuestras alegrías y de nuestras penas. Al autor no le corresponde pro-nunciarse sobre el destino de sus textos —habent fata sua libeli—, pero sí puede referirse a la relación en que se encuentra con uno de ellos. Mientras que algunos pedazos enteros de lo que hemos escrito, según nuestro oficio, se desploman tras nosotros como los de-corados en blanco y negro de las películas mudas de los años treinta, otros permanecen llenos de vida, si no en nuestro espíritu, al menos en nuestro corazón. Acontecimiento y mundo pertenece, para mí, a esta última categoría. El tema que aborda es simple. Trata de aquello que Pablo Neruda, otro puente tan potente como gratuito entre Francia y Chile, llamaba

los precipitados acontecimientos que esperan con espada:de pronto hay algo,como un confuso ataque de pieles rojas,el horizonte de la sangre tiembla, hay algo,algo sin duda agita los rosales. (Neruda 1980:153)

‘Algo’ —no se sabe qué.¿No es extraño, o por lo menos paradójico, elegir como punto de entrada a la cues-

tión de la humanidad del hombre la puerta estrecha y escondida de este ‘algo’? ¿El hom-bre no es acaso primeramente homo loquens, homo faber, homo sapiens, antes de ser homo adveniens? ¿Su exposición a la inanticipable novedad del acontecimiento es sólo un rasgo entre tantos otros de aquello que en otra época se llamó ‘la condición humana’?

La apuesta de este libro se juega respondiendo por la negativa. Desde el nacimiento, acontecimiento originario, la existencia humana está suspendida sobre el abismo de lo nuevo, entregada a esos puntos críticos de agitación aptos en todo instante para transfor-marla de arriba abajo. La humanidad del hombre tiene este precio, y es este riesgo. Las renovaciones inducidas por el acontecimiento no son exteriores a la ‘vida del espíritu’,

1 Claude Romano ha elaborado este escrito especialmente para la publicación de esta, la primera traducción al castellano, de la introducción del primero de sus libros. Agradecemos a Editorial PUF y al autor por habernos autorizado a traducir y publicar este texto. [N. de los T.]

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son esa vida misma; o, más precisamente, el espíritu mismo. De todos los animales, el hombre es el único al que puede arribarle algo. El único que puede salir transformado habiéndose medido con esa prueba y su riesgo constitutivo. Uno no se habitúa al acon-tecimiento. Tampoco se adapta a él. Menos todavía se ajusta a él. Extraño al quehacer diario, el acontecimiento despliega un tiempo que no es el de nuestra cotidianidad. Uno se apropia un acontecimiento de manera cada vez singular, de una manera que signa, cada vez, la singularidad de cada uno, la apropiación de sí-mismo. Interpretar al hombre a la luz de su pasibilidad en relación al acontecimiento, es poner en el centro de la aten-ción el problema de la renovación de sí como definitorio del ser-sí, la ipseidad. Ser sí, es poder responder de lo que nos arriba. La libertad es la aptitud para devenir sí-mismo bajo el apremio de lo que nos traspasa.

El olvido del acontecimiento, inversamente —tal es la otra tesis de este libro— está en el corazón de la metafísica occidental. En este punto, ¿no ha descuidado esta el na-cimiento y, más generalmente, lo que los trágicos griegos llamaban ‘el reino de la tuchè’ —como lo hizo ya notar Hannah Arendt—, con lo que no habría podido desarrollarse en Occidente la misma concepción ‘imperial’ de la acción, la misma hipóstasis del querer, la misma metafísica que, a la vez ‘sustancialista’ e ‘imperialista’, se confunde, esencialmente, con aquella de los tiempos modernos? Aquí, la interrogación fenomeno-lógica cruza y vuelve a cruzar las cuestiones que han sido puestas por primera vez por Heidegger. En este diálogo constante —ilustrado especialmente por los pasajes aquí traducidos— se trata de ir más allá de la simple exégesis. El acontecimiento en el sentido en que nosotros hablamos no es el Ereignis de Heidegger. Aunque mantiene una cierta relación con este. Dejamos al lector la tarea de descubrir esas diferencias y esas relacio-nes. Lo importante, a nuestro parecer, es que el motivo de una crítica de Sein und Zeit —así como también de aspectos esenciales de la filosofía ulterior de Heidegger— no sea gratuita, que ella sea fiel al criterio que él mismo ha fijado: “la crítica auténtica es siempre positiva —y justamente la crítica fenomenológica, si ella es fenomenológica, no puede por principio más que ser positiva” (1987:127). Es en el hilo conductor de esta crítica —que yo espero positiva— de Heidegger, que apunta más allá de su propia conceptua-lidad, y especialmente de su conceptualidad existencial, que se despliegan varios de los análisis de este libro. No intentaré aquí resumirlos.

Habitualmente me pregunto cómo un filósofo elige sus preguntas, o cómo él es elegido por ellas. Se trata de un problema peliagudo, de un tema sobre el cual, por lo demás, se ha escrito poco, y donde toda conclusión unívoca parece apresurada. Cier-tamente, no basta con decir que la obra se parece a su autor; y, menos todavía, que los detalles de su vida se encuentran transpuestos en su trabajo, como es generalmente el caso para los novelistas. Con seguridad, no se duda de que la vida y la filosofía están estrechamente ligadas, pero lo interesante sería más bien saber cómo. Probablemente se invierta aquí aquello que se suele creer. El filósofo está frecuentemente atraído, me pa-rece, por cuestiones que se sitúan en las antípodas de sus predisposiciones existenciarias,

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por problemas que le ponen en jaque y con cuya vara mide sus propios límites —no tanto intelectuales como humanos. Quizá jamás hubiese escrito sobre el acontecimiento sin la sobrevenida de acontecimientos en mi existencia —qué duda cabe—, pero sobre todo sin mi capacidad existenciaria de elevar mis posibilidades al nivel de lo que ellos exigieron de mí. Es también de esta manera que se podría definir el acontecimiento: aquello de lo que no somos capaces.

Suelo imaginar que lo mismo le ocurre a la mayor parte de los filósofos. Sin la ten-tación permanente del solipsismo, ¿Wittgenstein habría reflexionado tanto sobre el len-guaje privado? Sin su propio activismo político, del que se sabe su desastre y descarri-lamiento, ¿Heidegger habría podido devenir el pensador de la Gelassenheit?, ya lo era, por lo demás, en el momento en que se precipitó hacia lo peor. Se podrían multiplicar los ejemplos, desde el más modesto al más grandioso. En este sentido, el ejercicio de la filosofía jamás es neutro ni gratuito. El filósofo no es —como tanto se ha dicho y repe-tido— un médico del alma humana (o el chamán capaz de disolver los pseudoproble-mas nacidos del hechizo del lenguaje). Es más bien el médico de su propia alma —así, pues, el que no puede reivindicar este título. Semejante al médico de Aristóteles que se auto-asiste, pero no en tanto que médico, y que por consiguiente jamás es el médico de sí-mismo (Aristóteles, Physica, II, 1, 192 b 23), el filósofo se encuentra entregado por necesidad —interior— a cuestiones demasiado grandes y difíciles para él, a cuestiones que son la dificultad misma. Una cuestión es filosófica en tanto que a ella no se puede ofrecer ninguna respuesta satisfactoria. Ninguna respuesta resultante de alguna ciencia, de algún dominio de la cultura. Pero también, ninguna respuesta de aquel que en y a partir de la existencia misma se cuestiona. En este sentido, pensar es afrontar la tormen-ta. El pensamiento que viene, decía Nietzsche, ‘en pies de paloma’, es también del orden del acontecimiento. Es decir, del orden de lo que, sin ninguna hipérbole, nos transforma enteramente —retomando las palabras de otro poeta:

en todo momento puede arribarlo que nos cambia completamente. (Pessoa 1989:143)

París, 14 de marzo de 2007

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El problema

No se dice del acontecimiento ni que es ni que no es, sino

solamente que arriba o que sobreviene, es decir, aparece

desapareciendo, nace y muere en el mismo instante

[…]. Este suceso más fulgurante que el relámpago, más

centelleante y parpadeante que el destello, viene siempre

en suplemento del ser.

VLADIMIR JANKÉLÉVITCH

El mundo en el cual nacemos y que forma el horizonte de todas nuestras conductas hu-manas no es solamente un mundo de cosas, sino también un mundo de acontecimientos. Esforzarse en describirlo, buscar decir lo que es propiamente fenómeno, emprender una fenomeno-logía, es renunciar de golpe a toda nomenclatura de objetos, para comprender cómo el mundo, a cada instante, se configura o adviene, se ‘mundifica’: acontecimiento de su propio advenimiento, ‘hay’ de todo lo que allí tiene lugar. También toda descripción de nuestra situación en el mundo está de entrada imantada por el proferirse de verbos que hacen signo hacia la manera en que ‘las cosas’ suceden, advienen o sobrevienen, vol-viéndose hacia nosotros:

Afuera, anochece. Llueve. La lluvia incrementa la violencia, golpeando sordamente la tierra, con sus tristes letanías o sus bruscos cambios, ora rabiosa y desconfiada, ora nueva-mente pacificada, pacificante, fragante como una flor surgida en el corazón de esta sombría luz, más lejos y más cerca de nosotros, inundando todo con su dulzor. Repentinamente, en el tiempo sin duración del instante, resplandece un relámpago: ilegible rúbrica de luz a lo que, tras apagarse, sigue inmediatamente el trueno. Una ventana cruje, la tempestad ha estallado. Grito blanco e inarticulado en el calor eléctrico, con sus advertencias mudas, sus llamadas desquiciadas e imposibles; el implacable combate de una armada invisible en marcha o de una marejada que deja la tierra extenuada, socavada, inerte.

En cada uno de estos acontecimientos resplandece ya un ‘ante-mundo’ o ‘pre-mundo’ que portan y aportan consigo: es un mundo lluvioso y nocturno que se abre y se des-pliega en corola alrededor del invisible crepitar del agua, es el mundo atormentado de la tempestad que se anuncia en la deflagración del relámpago y del trueno. Estos acon-tecimientos, cada vez, escanden y ritman el advenimiento del mundo que se abre y se despliega en ellos. Pero, precisamente, ¿qué se puede decir de esos acontecimientos, sino justamente, y la lengua no está aquí tan desprovista, que se producen o que tienen lugar, que surgen como estelas luminosas, para hundirse luego en la noche? Y sin embargo, nada es más familiar para nosotros que lo que viene así a turbar el orden fijo de las cosas, para introducir allí el ‘movimiento’: lo que llamamos torpemente y a falta de algo mejor ‘acontecimiento’, ¿no es simplemente un cambio que sobreviene en el ordenamiento

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de las cosas —aquello que los griegos llamaban cósmos—, que modifica este orden sin por ello transformarlo, y que se produce siempre, por consiguiente, en el horizonte del mundo?

Esta sería una solución si supiésemos lo que es preciso entender por ‘cosa’ y por ‘cambio’; si estos dos fenómenos, desde el alba del pensamiento griego, no hubiesen sido comprendidos justamente uno en relación al otro; si el cambio, en otros términos, no hubiese sido desde siempre interpretado en el horizonte de una cosa que cambia, expresado por un sustantivo, como la modificación (alloíosis) o la mutación (metabolé) que afecta la sub-stancia (ousía) de lo que es. Pero el acontecimiento: puro tener lugar, puro surgimiento, expresado gramaticalmente por un verbo, ¿se deja aprehender al alero de tales conceptos? ¿No nos obliga, por el contrario, a una reforma profunda de nuestra manera de pensar? Dándose como ‘puro cambio’, ‘cambio sin cosa que cambie’, según la fórmula de Bergson (1959:1381-1382, 1968:41), mutación en ella misma in-móvil —si toda ‘movilidad’ y todo ‘movimiento’ en general presuponen un cosa movida, un ‘móvil’—, ¿acaso no se anuncia tal cambio, en esas condiciones, exceptuándose de un vínculo con el ser, liberado de toda relación con el ser; acaso no se anuncia como el relámpago mismo del tiempo —cuyo sentido la fórmula bergsoniana, en su carácter resueltamente paradójico, procuraba precisamente exhibir?

Pensar el acontecimiento antes de toda cosa: ¿no hay ahí un desafío imposible de aceptar? Pues, desde que buscamos comprender el acontecimiento tal como él mismo adviene, somos casi enseguida absorbidos por otra cosa; por las ‘cosas’ justamente, fijadas estas ante nuestros ojos como por la mirada de Medusa. Decimos: ‘anochece’, y ensegui-da nos interrogamos: ‘¿qué es anochecer?’. Querríamos buscar a este acontecimiento una causa, es decir relacionarlo con algo. Causa y ‘archi-cosa’ (Ursache) dicen aquí lo mismo. Decimos, con toda inocencia: ‘llueve’, y querríamos enseguida comprender qué ‘cosa’ es la lluvia; qué cosa difusa e impalpable, oscuramente presente y obsequiosa, sin límites asignables y sin lugar. Vemos resplandecer un relámpago, y nos preguntamos: “¿qué es ‘aquello’, el relámpago que así resplandece?”; y le encontramos una causa que llamamos ‘fuego’ o ‘rayo’ o ‘electricidad’. Decimos que la noche embalsama, y querríamos saber lo que esas palabras lanzadas a ciegas nombran o designan propiamente; pensamos que la noche es una cierta privación de luz, y que aromatizar designa un fenómeno sensible, olfativo —y tomamos como sinónimo: ‘la noche está toda llena de aromas’, como si se tratase todavía de cosas, de causas. Así, no vemos lo que de ese modo adviene, se produce o sobreviene: el acontecimiento neutro del ‘llueve’, ‘anochece’, ‘ello aromatiza’.

Pero si miramos de otro modo, atendiendo al acontecimiento, totalmente distinto es lo que entonces se muestra. Ninguna cosa aquí se interpone entre él y la mirada, pues esta epifanía se anticipa a toda cosa; restituido lingüísticamente por un verbo, las más de las veces bajo la forma neutra —‘llueve’, ‘anochece’— o personal: ‘la tempestad estalla’, ‘el sol solea’, la luna ‘iluniza’ [illunit] (Rimbaud). Obrar sin agente, pura eficacia, cambio sin nada que cambie; puro centelleo de un tiempo sin duración que resuena en el verbo

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del que el sustantivo mismo parece, a su vez, derivado: La ‘luna’ no siendo en nada dis-tinta de lo que iluniza, el ‘sol’ la causa sustantivada de una eficacia neutra: el solear.

¿Pero en qué consiste, precisamente, la fenomenalidad del acontecimiento, tal como se manifiesta antes de toda cosa? ¿Cómo describirla en una lengua exenta de presupues-tos metafísicos? ¿Es posible una tal empresa? Pues la distinción del orden gramatical que nos guió al comienzo, la del verbo y del sustantivo, se constata muy pronto difícil de manejar: ¿acaso todo verbo no se dice, en efecto, de un sustantivo? ¿Aprehender el acontecimiento en sí mismo, no sería, entonces, liberar la verbalidad del verbo de todo sustantivo, y pensar la esencia del sustantivo a partir de la verbalidad del verbo? Verbali-dad del verbo que absorbería, desde entonces, al sustantivo, y se redoblaría en él hasta la tautología: ¿el sol solea, la luna ‘iluniza’…?

1. El acontecimiento antes de toda cosa

El acontecimiento antes de toda cosa: Nietzsche habrá intentado hacer posible la aproxi-mación denunciando la ‘gramática metafísica’ que rige las proposiciones ontológicas en las cuales el acontecimiento aparece desde el comienzo subordinado al ente, replegado y reducido a una propiedad de este. Afirma Nietzsche que lo característico de un aconte-cimiento, tal como ‘el relámpago resplandece’ — restituido aquí por un verbo: el verbo ‘resplandecer’—, es que pone radicalmente en cuestión las distinciones ontológicas que afectan al ente en su sub-stancia:

Cuando digo: ‘el relámpago resplandece’, propongo el resplandecer una vez como actividad, y una segunda vez como sujeto: supongo entonces bajo el acontecimiento (Geschehen) un ser (Sein) que no se confunde con el aconteci-miento, un ser que, más bien, permanece, es, y no ‘deviene’. Proponer el aconte-cimiento como actuar y la acción como ser: tal es el doble error, o interpretación, de la que nos volvemos culpables. Así, por ejemplo, ‘el relámpago resplandece’: ‘resplandecer’ es un estado que nos afecta, pero que no lo aprehendemos como acción sobre nosotros. Y entonces decimos: ‘algo resplandece’, como si se tra-tara de un ‘en-sí’, y le buscamos un autor: el ‘relámpago’. (1988:104).

En este fragmento, Nietzsche combate lo que llama una “creencia fundamental”, “esa creencia según la cual hay sujetos” (1988:103). Desde que se interpreta, en efecto, toda manifestación en relación a un sujeto, por ejemplo toda ‘acción’ en relación a un agente, todo ‘efecto’ en relación a una ‘causa’, se establece también implícitamente que ‘todo lo que sucede se comporta predicativamente en relación a un sujeto cualquiera’. La asignación del acontecimiento a un substrato óntico se acompaña de una reducción del acontecimiento a un puro y simple ‘predicado’, que se dice por consiguiente de un ‘sujeto’. En

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el ejemplo citado por Nietzsche: ‘relámpago resplandece’, el resplandecer no es pensado aquí en su sentido puramente verbal como un acontecimiento que se muestra como tal y se manifiesta él mismo a partir de sí, sino como un ‘predicado’, una ‘propiedad’ que manifiesta otra cosa, a saber su substrato óntico, designado aquí por el sujeto lógico de la proposición: el relámpago. Ahora bien, es precisamente en esta transformación del acon-tecimiento en predicado donde residen, según Nietzsche, el ‘error’ profundo y la ‘mito-logía’ vehiculada por el lenguaje: a los acontecimientos en tanto que “modificaciones de nosotros mismos” “hemos sobre impuesto una entidad a la que estarían vinculados, es decir que hemos establecido la acción como actuante y lo actuante como ente” (1988:104). Lo que llamamos el ‘relámpago’ no es un ‘ente’ que poseería un cierto modo de ser; no es del todo un ente puesto que precisamente en nada es distinto al resplandecer mismo: es el ‘tener-lugar’ del acontecimiento que da lugar a la “cosa”, y no lo contrario; es la verbali-dad del verbo de lo que deriva el sujeto; por ello el verbo no es concebido aquí como lo que expresa ‘la acción’ de un agente.

¿Cuál es el alcance de esta crítica nietzscheana de la metafísica, como crítica del len-guaje de esta metafísica y de la gramática que en ella obra? En cualquier caso, ella apa-rece como decisiva para nuestro problema. Lo que oblitera, en efecto, aquella ‘creencia fundamental’ que es la creencia metafísica por excelencia en un ‘tras-mundo’ poblado de sustratos y entidades imaginarias, es el ‘hay’ del acontecimiento como distinto de la sub-stancia de lo que es: el acontecimiento sobreviene, sin más, a partir de él mismo, de tal suerte que no se puede distinguir aquí el ‘resplandecer’ (el acontecimiento) de lo que resplandece (el sustrato óntico, el agente de la acción, la causa del efecto), siguiendo la gramática implícita de la metafísica, puesto que lo que resplandece, el relámpago, no es aquí precisamente en nada distinto al ‘resplandecer’ mismo. Sólo la “influencia seducto-ra del lengüaje” (Nietzsche 1981:§13) puede hacernos pensar el acontecimiento, atesti-guado por el verbo, como condicionado por un sustrato óntico, expresado por el sujeto. Lo que así obliteran los prestigios de la gramática y, aún más originariamente, el análisis lógico de la proposición tal como ha sido formulado por Aristóteles en su silogística, son los caracteres fenomenales del acontecimiento mismo.

El análisis de estos rasgos fenomenales será llevado más lejos, pero él solo no basta para resolver la cuestión del alcance de la crítica nietzscheana. Es necesario, en efecto, de antemano, determinar sobre qué concepto de ontología se regula tal crítica para pretender sustraer al acontecimiento, en su fenomenalidad, de esta. Sin una delimitación más estricta del dominio de la ontología y de sus conceptos rectores, la cuestión de saber si el acontecimiento ‘es’ o ‘no es’ —si acaso es o no pensable al alero de las categorías on-tológicas— permanecería como una vana cuestión. Ahora bien, criticando la reducción del acontecimiento a las categorías lógicas de sujeto y de predicado, y ontológicas del ser por sí y por accidente, de sub-stancia y de atributo, no hay ninguna duda de que Nietzsche tiene en vista principalmente la ontología aristotélica, con sus prolongaciones escolásticas y modernas. ¿Pero este concepto de ontología es el único, y agota el campo

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de la cuestión del ser? Seguramente no. ¿Esta crítica es, por tanto, nula y no indagable? ¡Muy por el contrario!

Es con estas preguntas, en todo caso, que conviene medirse para comenzar, con el fin de delimitar el campo de nuestras investigaciones ulteriores y determinar su sentido y alcance.

2. El estatuto metaontológico del acontecimiento en el estoicismo

A este respecto, el interés del estoicismo antiguo se mantiene justamente en la concien-cia aguda que él manifiesta de la imposibilidad de toda ontología del acontecimiento. Por esta palabra, que no es griega, es preciso entender aquí una doctrina o una ciencia del ente en tanto que ente (ón e ón), del que los estoicos han rechazado, en contra de Aristóteles, el carácter filosóficamente ‘primero’, prefiriendo una física, una ciencia de los cuerpos en tanto que tales —el dominio de los cuerpos (tà sómata) y de los entes (tà ónta)—, que en virtud de su ‘corporalismo’ serían rigurosamente idénticos. Según su ángulo propio, el estoicismo recoge y aclara así la crítica nietzscheana de la ‘gramática metafísica’ que rige las proposiciones ontológicas, en las cuales el acontecimiento es su-bordinado al ente, cuyo ser se declina inicialmente como sub-stancia (ousía); siendo así aquel reducido a un atributo o a un accidente de esta. Tal como esta crítica, en efecto, el estoicismo compromete el debate principalmente en el terreno de la Metafísica aristoté-lica. Como ella, acaba por sustraer el acontecimiento al horizonte de la ontología.

En su doctrina del ‘género supremo’ (genikótaton), los estoicos acordaron al aconte-cimiento un estatuto ‘metaontológico’. En efecto, a diferencia de Platón, que en el Sofista sostenía la absoluta convertibilidad del ‘algo’ (ti) y del ente (ón), los estoicos, afirmando que todo lo que es ‘algo’ es ipso facto un ente,2 disocian los dos términos, y subordinan al algo en general tanto los entes —que definen como sinónimos de los cuerpos— como los incorporales (asómata) —que comprenden, en su lista canónica, el vacío, el lugar, el tiempo y los lektá.3 Si estos incorporales son algo, no son sin embargo entes (cf. Bruns-chwig): sobrevienen o son reencontrados a título de no-entes (mè ónta), pero en esta nulidad óntica de su surgimiento puro no son reducidos justamente a nada.

A esta última categoría —los incorporales— pertenecen los acontecimientos o esta-do-de-cosas significados por las proposiciones (axiómata), los lektá, tales como: ‘amane-ce’ [il fair jour] o ‘Dion pasea’. Desde el punto de vista lógico, tales proposiciones no son analizadas según la forma predicativa privilegiada por la silogística aristotélica: ‘S es

2 “Si hay una cosa manifiesta para nosotros, es que el vocablo ‘algo’ (ti), lo empleamos siempre aplicándolo a un ente (ep’ ónti); pues utilizarlo solo, de alguna manera desnudo y aislado de todos los entes, eso es imposible” (Sofista, 237 d; cf. también Parménides, 132 b-c).

3 Este término, restituido habitualmente por lo ‘expresable’, evitaremos traducirlo en los pasajes siguientes.

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P’, donde el verbo ‘ser’ juega el rol de cópula, pero en conformidad con la diferencia del nombre (ónoma) y del verbo (rêma); más precisamente, para los estoicos esta diferencia se enuncia en términos lógicos en la distinción de los lektá completos e incompletos:4 el discurso no consiste por lo tanto aquí fundamentalmente en ‘decir algo de algo’ (légein ti katá tivos), según la célebre determinación aristotélica, sino en completar un predicado (categórema) en medio de un caso (ptôsis) en nominativo. El predicado o lektón incom-pleto significa no una propiedad óntica particular, a diferencia del atributo aristotélico, sino un acontecimiento. Como lo señala Émile Bréhier:

la dialéctica estoica […] ya no descompone el verbo, como lo hiciera Aristó-teles, en una cópula y en un atributo que designa una noción general; toma el verbo en su unidad, en tanto que expresa un acontecimiento. El atributo no es más que este acontecimiento, y son solamente estos acontecimientos los que pueden ser objetos del discurso (lekta). Ellos no son realidades, la única realidad es el ser que obra; ellos son los resultados de la actividad del cuerpo, los ‘incorporales’. La dialéctica, pues, tiene que ver únicamente con los acon-tecimientos o con la serie de acontecimientos. (Bréhier 1951:70)

El atributo o predicado ya no es aquí un concepto general bajo el que el sujeto es subordinado, la cópula que significa la relación de inherencia que los une: el logos ya no consiste en reunir por medio del verbo ser, en el seno de una aserción mostrativa (apó-fansis) susceptible de ser verdadera o falsa, dos términos que designan cada uno clases de objetos. Al contrario, la determinación estoica del lógos prescinde de los conceptos fundamentales de sýnthesis y de diaíresis, que rigen su determinación aristotélica:5 el lógos es definido como “una voz significante y emitida por el pensamiento (fonè semantikè apò dianoítas ekpempoméne) (Diógenes Laercio, VII, 56; cf. Long y Sedley 1987, II:197) del tipo: ‘amanece’ [il fait jour]”. La semántica estoica puede así prescindir de la cópula. No considera ya el verbo, o predicado incompleto, a la manera del nombre que se refiere a una propiedad del sujeto,6 sino que establece la heterogeneidad radical entre sujeto y predicado. Consideración que Frege restablecerá en su Begriffschift.

4 Diógenes Laercio (Brehier, X: 37): “Los expresables son, unos, completos y, otros, incompletos. Son incom-pletos aquellos cuya expresión sigue siendo inacabada; ejemplo: ‘escribe’, pues se pregunta quién escribe. Son completos aquellos cuya expresión es acabada; ejemplo: ‘Sócrates escribe’. En los expresables incompletos, se ordenan los predicados (categorémata) y, en los expresables completos, las proposiciones, los silogismos, las cuestiones y las interrogaciones”.

5 Aristóteles, De Anima, G 6, 430 a 27 y ss.: En hoîs dè kaì tò feûdos kaì tò alethés, sýnthesis tis éde noemáton hósper hén ónton; De Interpretatione, 1, 16 a 12: perì gàr sýnthesin kaì diaíresin esti tò feûdós te kaì tò alethés.

6 Aristóteles, en efecto, tiende a recubrir la distinción gramatical nombre/verbo, especificada sin embargo al comienzo del De interpretatione (21 b 1: esta distinción reposa en particular sobre la asimetría de la negación: “‘el hombre es’ tiene por negación ‘el hombre no es’ y no ‘el no-hombre es’”), y tiende a pensar el verbo mismo

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La lógica estoica puede de este modo prescindir de la cópula. Le agrada más formular la proposición ‘el árbol es verde’ bajo la forma: ‘el árbol verdea’. Ya no concibe el predi-cado como una propiedad que sobreviene a un sujeto o como un accidente (symbebekós) que afecta a una sub-stancia (ousía), sino como un acontecimiento incorporal, que no es ni ente ni del orden del ente, que no nombra nada que se dice de algo. Para decir este paradójico no-ser del acontecimiento, los estoicos recurren a un vocabulario específico: no dirán que el acontecimiento incorporal significado (el lektón) ‘es’ (ésti), sino que sobreviene, se produce o, más rigurosamente, ‘se encuentra’ (hypárchei).7 Pues el acon-tecimiento en sí mismo no es precisamente nada de ente, inaprensible en la trama del ente; y por consiguiente también irreductible al ser del ente, inasimilable a su sustancia.

Es lo que aparecería en segundo ‘lugar’ (topos) donde los estoicos tematizaron el estatuto metaontológico de los acontecimientos: no ya en la doctrina lógica de la propo-sición, sino en la doctrina física de la causalidad. Esta doctrina se desprende enteramente de la puesta en cuestión de la ontología como doctrina más universal, puesto que el dominio del ente, es decir de lo somático, se interrumpe en sus márgenes en este límite

como una suerte de nombre. Aristóteles piensa así de manera paralela la flexión o el caso (ptosis) para los nom-bres y los verbos: el caso del nombre corresponde a su función gramatical (acusativo, dativo, etc.), el caso del verbo a su flexión temporal. Así, “en y por ellos mismos lo que llamamos verbos son en realidad nombres” (De interpretatione, 16 a 19). A esta atenuación de la diferencia gramatical del nombre y del verbo corresponde, desde el punto de vista lógico, el análisis del predicado en términos de cópula y de atributo: la frase ‘Sócrates pasea’ tendría la estructura siguiente: ‘Sócrates es paseante’ (Metafísica, Δ, 1017 a 27-29). La consecuencia de esta descomposición del verbo (de aquello que los estoicos conciben como un todo indescomponible: lekton incompleto o ‘predicado’) en cópula y atributo es, desde entonces, la siguiente: ella oculta la asimetría lógica de las dos partes de la proposición. Según una tal asimetría, que aparece en el análisis fregeano de las frases en función (o predicado) —variable proposicional o constante que ‘saturan’ esta función, estas últimas siendo siempre “un nombre propio o una expresión que reemplaza un nombre propio” (Frege 1969:91), el nombre tiene una significación completa, mientras que el predicado no tiene significación más que en relación con un nombre, en la medida en que posee un lugar vacío que puede ser saturado por un sujeto. Aristóteles perdió de vista, de este modo, la heterogeneidad del sujeto y del predicado fundada en la asimetría de la negación: concibió la predicación como el vínculo de un término (horos) con otro término; un término que tiene la función de predicado en una proposición puede, desde entonces, devenir sujeto en otra predicación: es lo que P. Geach llama “la tesis aristotélica de la intercambiabilidad” que consagra el paso de la teoría nombre-predicado a la “teoría de los dos términos”: “El paso, escribe éste, a la teoría de los términos por Aristóteles fue un desastre comparable únicamente con la caída de Adán”; “perdió de vista la tesis platónica según la cual toda proposición predicativa se divide en dos partes lógicamente heterogéneas; en lugar de aquello, trata de la predicación como el vínculo de un término (horos) con otro” (1972:47). Los estoicos, por el contrario, man-tienen una distinción de principio entre nombrar y decir (onomázein/légein) y entre el nombre que sólo posee una flexión (ptôsis) y el predicado expresado por un verbo: el caso es lo que debe ser agregado a un predicado para obtener una proposición (Diógenes Larecio, VII, 64). Esta diferencia de principio se marca por el hecho de que el nombre denota un cuerpo, por ejemplo Dión: en cambio, en la expresión “Dión pasea” el predicado significa un estado-de-cosas o acontecimiento incorporal: cf. Sexto Empírico (Stobée 1905-1924, II:166) “la voz y la cosa designada (tò týnchánon) son cuerpos; el estado-de-cosas significado, y expresado (tò semainóme-non prâgma, kaì lektón), que es verdadero o falso, es incorporal”.

7 Cf. Goldschmidt (1972).

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oscuro de los asómata; los que ya no realzan aquel orden ontológico sino que, exceptuán-dose de él, le asignan una exterioridad: el algo en general (ti). Los estoicos establecen, en efecto, una diferencia entre la ‘categoría’8 de la cualidad —principio corporal, activo y pneumático que reside en cada materia—, y el predicado incorporal, que designa un acontecimiento. La cualidad (entendida como cualidad individualizante: idíos poión) es expresada por un epíteto; el predicado, por un verbo. Aquí la física todavía se nutre de las distinciones lógicas y gramaticales. ¿Pero cómo se articulan estas distinciones? Supon-gamos un acontecimiento cualquiera: el cuchillo corta la carne. Este acontecimiento se determina en relación a muchos términos: pone en juego una causa, es decir un ente, el cuchillo que tiene por propiedad el cortar, y por eso mismo es causa activa del ser-cortada de la carne. Por otra parte, pone en juego una causa pasiva, la carne que tiene al menos la propiedad de poder ser cortada, y que es aquello sin-lo-que el-ser-cortado, esto es el acontecimiento aquí descrito, no podría producirse. El ser-a-partir de lo que (el cu-chillo en tanto que causa activa) y el ser-sin-lo-que (causa pasiva: la carne) producen por su concurso un efecto: el ser-cortado de la carne (el acontecimiento). Tanto una como la otra causa designan aquí los cuerpos. En el ejemplo precedente, el cuchillo y su cualidad (lo cortante), la carne y su cualidad (el hecho de poder ser cortada, la blandura). Por el contrario, el efecto no es un cuerpo, sino un accidente o atributo sobrevenido al cuerpo. Este atributo es un ‘expresable’, un lektón incorporal: “Zenón dice que una causa (aítion) es ‘eso a partir de lo que’ (di’ hó), mientras que eso de lo que es causa es un accidente (symbebekós). La causa es un cuerpo, mientras que eso de lo que es causa es un atributo (kategórema)” (Stobée 1905-1924, II:336; Long, Sedley 1987, II:texto 55 A).

En la primera frase, el efecto es definido como un ‘accidente’; en la segunda, es un ‘atributo’: ¿hay aquí una incoherencia? De ningún modo: pues la causa atribuye a un cuerpo una nueva propiedad: la carne es cortada; pero, más radicalmente, el efecto debe ser descrito no como la adición de una nueva propiedad o accidente a la cosa, sino como un atributo que le cae en suerte: ser-cortada. Esta diferencia es también precisada en un texto de Sexto Empírico: “Los estoicos afirman que toda causa es un cuerpo que deviene para otro cuerpo causa de un efecto incorporal. Por ejemplo, el cuchillo es un cuerpo que deviene para otro cuerpo, la carne, causa del predicado incorporal: ‘ser-cortada’. Y del mismo modo, el fuego es un cuerpo que deviene la causa para un cuerpo, la madera, predicado incorporal: ‘ser-quemada’” (Stobée 1905-1924, II:34; Long, Sedley 1987, II:

8 Las ‘categorías’ estoicas, referidas por Simplicio en su comentario a las Categorías de Aristóteles (Stobée 1905-1924, II:369; Long, Sedley 1987, II:texto 27) son las siguientes: 1) el substrato (hypokeímenon), que no es otro que la materia (hylè) enteramente pasiva y desprovista de cualidades; 2) la cualidad (poión) que determina las diferencias de la materia, de suerte que el substrato, determinado por su cualidad propia (idíos poión), consti-tuye un cuerpo en su individualidad, es decir la constituye como ente en sentido pleno, puesto que los estoicos no admiten un ente más que singular, y que su nominalismo se opone a la existencia de entidades universales; 3) la manera de ser (pos échon), por ejemplo el acto realizado con relación al agente, y 4) la relación (prós ti).

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texto 55 B). Reduciendo toda causa a una acción, los estoicos se oponen a la teoría aris-totélica de las cuatro causas: toda causa es ‘motriz’, eficiente,9 incluso si algunas son prin-cipales, y otras simplemente ‘auxiliares’ (Cicerón, De fato: 39-43; Stobée 1905-1924, II: 974; Long, Sedley 1987, II:texto 62 C). ¿Cómo analizar, desde entonces, la acción de una causa motriz? La causa, refiere Sexto Empírico, es un cuerpo actuante sobre otro cuerpo, para producir un efecto que no es él mismo un cuerpo, sino un atributo incor-poral. Lo propio de este atributo es precisamente que es expresado por un verbo y no por un nombre o por epíteto:

Así, escribe Clemente de Alejandría, devenir y ser cortado —eso mismo de lo que la causa es causa—, puesto que son allí actividades, son incorporales. Se puede decir, para precisar esto, que las causas son causas de predicados, o, como lo dicen algunos, de lektá —pues Cleante y Arquidemo llaman a los predicados ‘lektá’. O también, más justamente, que algunas son causas de pre-dicados, por ejemplo: ‘es cortado’, cuyo caso (es decir la forma sustantivada) es ‘ser-cortado’; pero otras son (causas) de proposiciones, por ejemplo: ‘un navío es construido’, cuyo caso es, esta vez: ‘el ser-construido de un navío’.10

Toda causalidad se expresa primero en los verbos, que indican una actividad. Para los estoicos no hay causa pasiva, a semejanza de la materia aristotélica. El ejemplo del cuchillo que corta la carne lo ilustra bien: tenemos aquí dos causas activas, expresadas por dos verbos, de las que una está en modo activo y la otra en modo pasivo, de tal suerte que se puede decir indiferentemente que “el cuchillo es causa para la carne de ser-corta-da, tanto como la carne es causa para el cuchillo de cortar”.11 Así, para los estoicos, las causas son causas por el hecho de que un predicado (expresado por un verbo) es verdad de algo. Clemente de Alejandría opone esta concepción a la de Aristóteles, quien “piensa que las causas son causas de denominaciones (prosegoríai); es decir, de entes de la siguiente es-pecie: una casa, un navío, una quemadura (kaŷsis), una cortadura (tomé)” (cit. por Frede 1989:495): se percibe bien la diferencia que existe aquí entre la cortadura y el hecho de que algo es cortado (témnesthai), o también entre el navío y el hecho de que algo deviene un navío (gígnesthai naŷn). En el primer caso, se trata de esa clase de palabras, que en la gramática griega se llaman ‘denominaciones’, y que comprenden a la vez nuestros nom-bres y nuestros adjetivos; en el otro, se trata de los predicados o de los verbos, kategórema siendo a veces utilizado por los estoicos como sinónimo de rêma.

9 Séneca, Lettres, LXV, 4: “Los estoicos son de la opinión de que no hay más que una causa, la que hace algo (facit)”.

10 Clemente de Alejandría, Stromateis, VIII, 9, 26, 3-4; Long, Sedley (1987, II: texto 55 B).11 Clemente de Alejandría, Stromateis, VIII, 9, 30, 1-3; S:V:F., II, 349; Long, Sedley (1987:texto 55 D.

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De este modo, los estoicos distinguen el proceso, la venida-al-ser, que son aconteci-mientos (‘devenir un navío’), y el ente que deviene esto o aquello. Por muy sutil y sibilina que pueda parecer esta distinción, ella está fundada, lo veremos, en las cosas mismas. Así, para los estoicos, que se oponen en esto a Aristóteles, “los entes no son causas unos de otros, sino causas los unos para los otros en ciertas cosas” (Clemente de Alejandría, en Stobée 1905-1924, II:121-4). De ello resulta que el efecto mismo no es causa de nada, pues es incorporal e inactivo. El efecto es efecto de la causa, pero no es él mismo causa de ningún efecto. Émile Bréhier comenta muy justamente esto, escribiendo:

Esos resultados de la acción de los seres [las kategorémata], que los estoicos han sido tal vez los primeros en destacar bajo esta forma, es lo que llamaría-mos hoy día hechos o acontecimientos: concepto bastardo que no es ni el de un ser, ni de una de sus propiedades, sino lo que es dicho o afirmado del ser. […] El hecho incorporal está de algún modo en el límite de la acción de los cuerpos. […] El acto de cortar no agrega nada a la naturaleza y a la esencia del escalpelo. Los estoicos […], en un sentido, están tan lejos como es posible de una concepción como la de Hume o de Stuart Mill que reducen el universo a los hechos o acontecimientos. En otro sentido, sin embargo, hacen posible una concepción tal, separando radicalmente, lo que nadie había hecho antes que ellos, dos planos del ser: por una parte, el ser profundo y real, la fuerza; por otra parte, el nivel de los hechos que se juegan en la superficie del ser, y que constituyen una multiplicidad sin vínculo y sin fin de seres incorporales. [Así,] la causa es una realidad sustancial, mientras que el efecto es un acontecimien-to; la causa es un cuerpo, el efecto es un incorporal, un lektón, cuya esencia to-tal no es más que poder ser expresada por un verbo. (Bréhier 1989:12-13)12

12 Las consecuencias de esta doctrina son fundamentales. Gracias a ella los estoicos pueden, en efecto, retomar y formular con nuevos aires el problema fundamental de la ontología platónica y aristotélica, la del devenir-otro, de la alteración, del cambio; en una palabra, de la relación del ser y del tiempo: para ellos, el tiempo no es primeramente aquello donde los entes pasan y ‘transcurren’, sino aquello que determina los acontecimientos: cfr. el texto citado por Stobée (1905-1924, II:509). Bréhier lo comenta de la siguiente manera: “Además, como resalta en un texto de Crisipo, los estoicos han debido hacer una observación profunda que, partiendo de la gramática, debía tener más que un alcance gramatical: es que el tiempo no se aplicaba directamente más que a los verbos, es decir a los predicados que significan para ellos los acontecimientos incorporales” (1989:59). Es el tiempo mismo que es en verdad un acontecimiento, es decir un predicado de todos los entes sin excepción (“toda cosa singular se mueve y existe en acuerdo con el tiempo”: el mismo texto de Stobée (1905-1924., II:509), que sobreviene a los entes pero no es él mismo sub-stancia (ousia): así es desde el co-mienzo descalificada la cuestión aristotélica que abre el tratado del tiempo: próteron tôn ónton estìn è tôn mè ónton: “si [el tiempo] es un ente o un no ente”. Del tiempo, que no es, no se puede decir más que esto: el pre-sente ‘se encuentra’ (hypárchein), mientras que pasado y futuro ‘advienen’ (hyfistánai). Sobre las dificultades de traducción de estos verbos, que no pretendemos de ningún modo tranzar, cf. Goldschmidt (1972), Schofield (1988).

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Sin embargo, haciendo del acontecimiento aquello que, para retomar la expresión de Bréhier, ‘juega en la superficie del ser’, es decir acordándole un estatuto metaontológico, ¿los análisis estoicos no hacen signo, primero y sobre todo, en dirección de las limitacio-nes de una ontología ousiológica, como la de Aristóteles? ¿Y no es preciso, en esta medida, reconsiderar enteramente el problema y afirmar que es únicamente a condición de una reforma radical de la ontología que una tematización ontológica del acontecimiento se vuelve posible? Por lo tanto, más bien que hacia la ontología aristotélica, ¿no es hacia la ontología fundamental de Heidegger y hacia los desarrollos ulteriores de su elaboración de la cuestión del ser que conviene volverse?

3. El acontecimiento en relación a la ‘ontología’ heideggeriana13

Si es evidente que la ontología tradicional no está en condiciones de acordar al aconteci-miento el lugar que le corresponde en la economía general del ser, ¿lo está acaso el tras-pasamiento de la ontología clásica realizado por Heidegger a partir de Sein und Zeit y en

Queda por hacer un estudio sobre el estatuto aconteciario del tiempo según los estoicos; tal vez se debería concluir de ello, como lo sugiere P. Pasquino, que “la lógica platónica [era] por su objeto mismo a-temporal. Los estoicos, ellos, hablaron de acontecimiento, su lógica será una lógica de la temporalidad” (1978:383).

13 En relación a la noción de acontecimiento conviene tener presente lo que debe ser considerado como la di-ferencia fundamental del pensamiento de Claude Romano. El fenómeno del acontecimiento, aquí directriz, exige que se distinga entre acontecimiento en tanto que ‘hecho intra-mundano’ —o en su sentido aconteciario (événementiel)— y acontecimiento en tanto que develado por una ‘hermenéutica acontecial’ —o en su sentido acontecial (événemential). Esta distinción, por la que Romano mantiene un debate con la distinción heideg-geriana entre existenziell, como indicativo de lo óntico de la existencia, y existenzial, como su correspondiente estructural ontológico, se asienta sobre cuatro rasgos fenomenológicos pilares que son desarrollados en la pri-mera sección del libro, y que a continuación señalamos, muy sumariamente, por cuanto están en el trasfondo de esta introducción:1. Mientras que el hecho intra-mundano —o el acontecimiento en el sentido aconteciario— aparece des-

provisto de todo substrato de asignación óntica unívoca, el acontecimiento en el sentido acontecial, en cambio, es siempre susceptible de una asignación determinada: sobreviene a mí-mismo, y me constituye, precisamente, como aquel que puede advenir a sí a partir de lo que le adviene.

2. La indeterminación fundamental del soporte de atribución óntico del hecho intra-mundano tiene una contraparte positiva: a todo hecho pertenece un contexto aconteciario, un ‘mundo’ en tanto que hori-zonte al interior del cual se muestra y en relación al cual toma sentido. El acontecimiento en el sentido acontecial, al contrario, es aquello que aclara su propio contexto, sin quedar reducido a este mismo. Bajo este respecto, el acontecimiento significa rigurosamente, para aquel que hace la prueba, el advenimiento de un nuevo mundo.

3. El hecho intra-mundano se limita a efectuar posibilidades previas, ya prefiguradas en el horizonte del mundo. Ello le hace susceptible de una explicación causal. El acontecimiento, por su parte, en tanto que irreductible a su contexto, trascendiendo su propia efectuación como hecho, se absuelve de toda causali-dad antecedente y se anuncia, desligado de todo condicionamiento, como su propio origen. Inaccesible a toda explicación, su sentido sólo deviene comprensible desde el horizonte por él abierto; es decir, según un ‘retardo’ estructural, a partir de su posteridad.

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su obra más tardía? La pregunta nos parece del todo legítima por cuanto desde Sein und Zeit, como se verá, la posición con nuevos aires de la cuestión del ser tiende a conferir a este un sentido de un extremo a otro acontecial, a contrapelo del sentido primeramente predicativo que le correspondía en la ontología clásica. Pero esta oposición de un sentido atributivo del ser y de un sentido acontecial, ¿es verdaderamente pertinente para pensar la reformulación heideggeriana? Resulta necesario aquí mostrarlo brevemente.

Levinas fue el primero en llamar la atención sobre aquello que consideró como la innovación mayor de Sein und Zeit: el hecho de que el ser recibe allí un sentido verbal y transitivo, aquel de una manera de ser o de un modo de ser.

Pienso —escribe Levinas— que el ‘estremecimiento’ filosófico nuevo aportado por la filosofía de Heidegger consiste en distinguir ser y ente, y en transportar en el ser la relación, el movimiento, la eficacia que hasta entonces residía en el existente. El existencialismo [y por este término Levinas designa aquí el pensa-miento de Heidegger enteramente, sin por ello reducirlo a una antropología] es resentir y pensar la existencia —el ser-verbo— como acontecimiento […] En re-sumen, en la filosofía existencial ya no hay más cópulas. Las cópulas traducen el acontecimiento mismo del ser. (1974:112-113; subrayados del autor)

Es porque el ser designa el acontecimiento mismo de ser y no lo que es, que el ser de ningún modo es encontrable en medio del ente, como un ente entre otros: el ser no es; sólo ‘es’ el ente. Es en esta disparidad que reside aquello que Heidegger nombra ‘diferen-cia ontológica’. Ahora bien, la elucidación de esta supone que no se tome ya el lógos por hilo conductor —el lógos interpretado como un ‘decir algo de algo’ (légein ti katá tinos), según una estructura predicativa donde el ser cumple el rol de cópula— para responder a la pregunta por el sentido del ser en general. El único punto de partida posible es un ente, ciertamente insigne, por el cual el ser se declina de una manera singular, puesto que a este ente le va, en su ser, este ser mismo. Conviene partir, en otros términos, de este ente al ser del cual pertenece esencialmente una comprensión del ser, del ente ontológi-camente ontológico. Este ente, el Dasein, nosotros mismos lo somos.

Lo propio de este ente es que él no es esto o aquello, en el sentido en que se le podría atribuir tal o cual propiedad. Este ente no tiene una ‘esencia’ en el sentido tradicional,

4. Si el hecho intramundano se produce en un presente fechado, y se torna abordable como ‘hecho realiza-do’, el acontecimiento, por su parte, no es datable. En último análisis, el acontecimiento no se inscribe en el tiempo. Lo abre, o lo temporaliza.

Estos últimos rasgos diferenciantes anuncian aquello que deberá completar la interpretación del existente humano que se propone llevar a cabo L’événement et le monde: una fenomenología de la temporalidad del acontecimiento, tarea que será abordada por el autor en L’événement et le temps. Segunda parte del díptico que constituyen estos dos títulos. [N. de los T.]

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puesto que, al contrario, en virtud de su constitución ontológica, le corresponde cada vez determinarse ónticamente existiendo sus posibilidades, es decir posibilitándolas. Existiendo ha de decidir quién es él: su indeterminación óntica es una determinación ontológica. Dicho de otro modo, sus posibles no se dejan encerrar y delimitar en una definición de esencia, puesto que él es sus posibles y no las determina más que existiendo. Él no es (‘esencialmente’) más que el acontecimiento de existir sus posibles o, como lo escribe Heidegger, “la ‘esencia’ (das ‘Wesen’ ) del Dasein reside en su existencia” (Heideg-ger 1985:42). Y si tal ente no tiene esencia, en el sentido de la essentia medieval, ya que tal ‘esencia’ es contradictoria con su constitución ontológica, tampoco hay que entender su ‘existencia’ en el sentido de la existentia escolástica. El Dasein no se encuentra ahí, sin más, como el ente simplemente subsistente (vorhanden), él es (transitivamente) su Ahí en el sentido en que lo existe. No está solamente ‘ahí’, junto a otros entes. Él es el Ahí fundamental de la manifestación del ser a partir del cual los entes devienen manifiestos y constatables en cuanto tales. Por ello, Heidegger proponía también la expresión être-le-Là (‘ser-el-Ahí’) para traducir en francés Da-sein. Pero lo que importa por sobre todo, para comprender esta expresión, es permanecer atento al sentido verbal de Da-sein, por oposición a Daseiendes. Es porque existe transitivamente su ser, porque el ser no es para él una propiedad o un rasgo de su esencia, es por ello que el Dasein es ahí. El ser no puede tener para él más que el sentido transitivo del existir. Forma verbal que, como lo subraya también muy justamente Levinas, “expresa el hecho de que cada elemento de la esencia del hombre es un modo de existir, de encontrarse ahí” (1982:59).

¿Pero qué quiere decir propiamente ‘existir’ para el Dasein, si la existencia ya no es aquí aquello que permite responder a la pregunta: ¿an sit?, en oposición a la pregunta que apunta a la esencia: ¿quid sit?; si ella no es más la quodditas opuesta a la ¿quidditas? El existir es una manera de ser de un ente, el Dasein, del que lo propio es justamente ser transitivamente su ser existiéndolo él mismo en primera persona. Comprender el ser, para un tal ente, es remitirse al ser como suyo; dicho de otro modo, estar uno-mismo en juego en su ser. La afirmación de la miidad (Jemeinigkeit) del ser no hace pues más que desarrollar la fórmula, oscura en apariencia, según la cual, para este ente, le va en su ser el ser mismo. Es comprendiendo el ser (existiendo) que este ente comprende también quién es. Puesto que el Dasein “no puede ser mentado como tal a través de la cuestión: ¿qué es…?, no encontramos acceso a este ente más que preguntando: ¿quién es él? No es la quididad, sino, si me está permitido forjar un término tal, la Werheit, la quiénidad lo que pertenece a la constitución del Dasein” (Heidegger 1976:169) La pregunta que se dirige al Dasein y que requiere de él que responda por su ser, es la pregunta: ¿quién eres tú?: pues al ser del Dasein pertenece fundamentalmente la Jemeinigkeit. Esta no debe ser comprendida en un sentido ingenuamente ‘subjetivista’, como si la afirmación según la cual ‘el ser es cada vez mío (je meines)’ hiciera del ser mismo algo subjetivo. Es más bien la ‘subjetividad’ misma —el ser-sí-mismo, la Selbsheit— la que es un rasgo ontológico del Dasein. Como lo precisa Heidegger en Einführung in die Metaphysik, “el Dasein es ‘cada

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vez mío’ (je meines): esto no significa ni ‘puesto’ por mí, ni ‘aislado en un yo singular’. Es por su relación esencial con el ser en general que el Dasein es él-mismo. Tal es el sentido de la frase de Sein und Zeit tan a menudo citada: ‘Al Dasein pertenece la comprensión del ser’” (Heidegger 1967:40).

Así como la existencia tiene primeramente un sentido verbal que significaría el acon-tecimiento de la trascendencia por el cual el Dasein se reporta comprensivamente al ser para develarlo y, a través de este develamiento, descubre al ente en general, comprendido ahí el ente que es él mismo, asimismo la comprensión designa un acontecimiento, aquel por el cual el ser mismo deviene manifiesto y se devela para el Dasein. La comprensión no designa ningún comportamiento teórico de un sujeto frente a un objeto, ningún conocimiento en sentido clásico: ella es un modo del existir, una manera de ser, el acon-tecimiento fundamental de la trascendencia del Dasein según la cual el ser se devela y, en este develamiento, el ente llega al descubierto. Comprender es realizar el develamiento del ser existiendo(lo).

Así aparece el trastrocamiento profundo que Heidegger introduce en la ontología: existencia, comprensión, verdad allí aparecen como acontecimientos que sobrevienen al ser-Ahí y, por ello mismo, al ser como tal. La comprensión es obra de verdad; la verdad es develamiento: estos existenciales designan, en cierto modo, el acontecimiento mismo del ser que es indisociable del acontecimiento de ser, y del que el Dasein, por consiguiente, es el ‘sitio’. Pues no habría precisamente nada de tal ‘ser’ si el Dasein no le comprendiera, y si con él no adviniera la verdad. “La esencia del hombre”, escribe todavía Levinas en un comentario profundamente meditado, “está en esta obra de verdad; el hombre no es pues un substantivo, sino inicialmente verbo: él es en la economía del ser el ‘revelarse’ del ser” (Levinas 1982:59) Desde entonces, es solamente en la medida en que la verdad es un existencial, es decir el acontecimiento del Dasein mismo existiendo, en la medida en que el Dasein es (transitivamente) la verdad existiendo, que es posible una onto-logía, en el sentido clásico; ontología que se ordena sobre las categorías del lógos predicativo en su función veritativa, o también ‘apofántica’. Es por lo que las categorías del enunciado a partir de las cuales la ontología tradicional se elabora (y en particular la distinción del sujeto y del predicado) se fundan últimamente en los existenciales del Dasein, y, más particularmente, en la comprensión. Es solamente porque el Dasein existe sobre el modo del ser-en-el-mundo que el ente se devela a él por su existencia, de tal suerte que el ente develado pueda ser objeto de un enunciado. Así deviene posible una derivación de la on-tología tradicional, tomando como hilo conductor el lógos y su estructura predicativa a partir de la ontología del Dasein, única fundamental. Es la verdad en sentido óntico, como acuerdo (homoíosis) o adecuación del enunciado y de la cosa, que se funda últimamente sobre la aperidad (Erschlossenheit) del ser, es decir sobre la verdad en el sentido ontológico. Esta última se confunde con la apertura misma que el ser-en-el-mundo es existiendo.

Así, es porque, desde Sein und Zeit, el ser es de entrada interrogado en su sentido verbal y transitivo —acontenciario— en el hilo conductor del Dasein, que devienen

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posibles la derivación y el desmantelamiento de la ontología, regida, desde Aristóteles, en tanto que ousología, por el primado de la estructura predicativa. Para decirlo bre-vemente: a partir de Sein und Zeit, Heidegger no piensa más el ser ‘lógicamente’ en su sentido de cópula (con las diferentes significaciones que le son atribuidas —existencia-rio: ‘el árbol es’; esencial: ‘el árbol es un vegetal’; accidental: ‘el árbol es verde’; veritavo: ‘el árbol es verde’, etc.), sino, más originalmente, como Acontecimiento. Es solamente bajo esta condición que el tiempo puede allí ser determinado como el horizonte de la comprensión del ser.

Aquello que se designa bajo el título de ‘Kehre’ consiste, desde entonces, en gran par-te, en la profundización de este pensamiento del ser a título acontecimiento. El Dasein deviene allí lo en-juego (Heidegger juega aquí con la palabra Bei-spiel que designa pri-meramente al ente ‘ejemplar’) del juego de velamiento y de develamiento que pertenece al ser mismo. Ciertamente, no es en vano que en la conferencia “La constitución onto-teológica de la metafísica”, central por múltiples razones, donde Heidegger se ocupa de pensar el ser mismo a partir de la Diferencia (ser-ente), que el ser es designado como la ‘sobrevenida descubriente’ (die entbergende Überkommnis) que, como tal, se recubre en ‘la arribada cubriéndose’ (sich bergender Ankunft) del ente. Aquí, la acontecialidad del ser, o su ‘movilidad’, como diría Levinas, se vuelve visible por la afirmación eminentemente paradójica según la cual: “el ser del ente quiere decir: el ser que es el ente” (Heidegger 1968:298). Pero, ¿la diferencia ontológica no significa, precisamente, que el ser no ‘es’ y que sólo ‘es’ el ente? ¿Cómo sostener, desde entonces, una afirmación tal como: ‘el ser es el ente’? En verdad, esta afirmación de la diferencia ontológica sólo contradice el enunciado más corriente de esta diferencia cuando el ‘es’ recibe allí el sentido de una identidad: el ser no es ciertamente idéntico al ente, no es él mismo un ente. Pero sucede de otro modo si el ‘es’ es entendido aquí en el sentido de esa movilidad inherente al ser mismo, según la cual él se adviene y, en esta sobrevenida, se retira, dando lugar al ente —si el ‘es’ es comprendido, como lo precisa Heidegger, en el sentido de una ‘transición’, de un ‘pasaje’ (Übergang): “aquí, el verbo ‘ser’ tiene un sentido transitivo, indica un pasaje. Aquí el ser se despliega según el modo de un pasaje hacia el ente” (Heidegger 1968:298). No es que el ser abandone, por así decirlo, su lugar para reunirse con el ente del cual está separado. Este movimiento es más bien el acontecimiento mismo por el cual el ser sobreviene al ente que descubre: “El ser sobre-pasa lo que descubre; sobre-viene a aquello que des-cubre que, por esta sobre-venida (Überkommnis) solamente, arriba (ankommt) como aquello que, de suyo, se descubre” (Heidegger 1957:62). El ser se muestra, pues, como la sobrevenida descubriente según la cual el ente mismo aparece según el modo de la arri-bada que se cubre en el ser-al-descubierto (Unverborgenheit). Así, ser y ente se despliegan ambos a partir de la dimensión (Unter-schied) de su diferenciación donde la sobrevenida y la arribada son ‘mantenidas en relación, distanciadas la una de la otra y vueltas la una hacia la otra’: esta dimensión que acuerda la una a la otra la sobrevenida descubriente (el ser) y lo arribado que se cubre (el ente), en la cual el ser, descubriendo el ente, se cubre él

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mismo en el ser-al-descubierto del ente; es el ente y se obnubila en él. Esta dimensión es ‘el ordenamiento descubriente-cubriente (der entbergend-bergende Austrag)’ que ordena el entre-dos (das Zwischen) de ambos: ser y ente (Heidegger 1957:63)

Pero este doble despliegue del ser y del ente como sobrevenida descubriente y arri-bada que se cubre, este movimiento de la diferencia que es la diferencia misma en mo-vimiento, la diferenciación de ambos, tiene, desde entonces, por consecuencia que no es solamente el ser el que, como ‘pasaje’ hacia el ente, es pensado acontenciariamente; es el ente el que es comprendido y determinado según la gesta del diferenciar-se del ser. No es, pues, solamente el ser, es el ente mismo el que, pensado a partir de la ‘movilidad’ más profunda de la verdad como Unverborgenheit, es determinado como el aconteci-miento de su propia arribada al descubierto en tanto que el ser se recubre y ofusca allí. Por consiguiente, cualquiera que sean las múltiples resonancias que allí se escuchan, parece estar excluido separar enteramente aquello a partir de lo que el ser mismo se da, el Es del ‘Es gibt (Sein)’, el Ereignis, del registro del acontecimiento; incluso si su sentido allí no se reduce ni se agota. O más bien, si la traducción por ‘acontecimiento de esta palabra directriz del pensamiento último de Heidegger’ aparece, ciertamente, del todo insuficiente, aquella que se prefiere más a menudo: ‘apropiación’, que subraya la raíz eigen, propio, y que también es del todo insuficiente. Como lo subraya, en efec-to, Wolfgang Brokmeier en su estudio “Heidegger und wir” (Borkmeier 1995, Fédier 1995:116), Ereignis no deriva más que en apariencia de eigen, en el sentido de lo propio; la verdadera construcción de la palabra es Er-äug-nis, que deriva de äugen, mirar, otras veces ortografiado eugen o eigen. Así, como lo subraya muy justamente François Fédier, “entender Ereignis fielmente en su etimología, es sobre todo no dejar escapar el aspecto ostensivo que allí se manifiesta. Ereignis debe entenderse como el movimiento que lleva a la visibilidad, que hace posible un ver, que hace aparecer y así hace resaltar” (Fedier, 1995:116). Más allá de las consideraciones a que lleva la traducción, todo el valor de estas notas se mantiene en que ellas hacen ver algo de la cosa misma que Heidegger tiene ante los ojos. Si esta significación originariamente ostensiva de Ereignis es primera, la significación de ‘acontecimiento’ deriva de ella: es porque, con ello, tiene lugar una manifestación que Ereignis toma, enseguida, la significación de aquello que, a fuerza de resaltar, hace acontecimiento. Y Fédier puede entonces concluir: “Pero si nosotros miramos bien, Ereignis nombra no el acontecimiento, sino aquello que hace que haya acontecimiento: el aparecer que primeramente tiene lugar […] para que pueda aparecer un acontecimiento” (Fedier 1995:117; nosotros subrayamos). El Ereignis es pues aquello que hace posible alguna cosa como el ser, y más precisamente, aquello a partir de lo que el ser mismo puede mostrarse y aparecer (venir bajo la mirada, según la raíz Er-äugen) como acontecimiento, la dimensión escondida y sin embargo esencial gracias a la cual puede mostrarse la acontecialidad misma del ser, y por ahí, la copertenencia de este y el tiempo. En esta medida, el Ereignis es aquello a partir de lo que la posición de la cuestión misma del ser deviene inteligible, pero que, al margen de los senderos trazados por este

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pensamiento del ser, se reduce a una palabra vacía. En otros términos, no se podría obje-tar la tentativa de elaborar una fenomenología del acontecimiento autónomo al Ereignis heideggeriano, como si este pudiera ser disociado de la posición misma de la cuestión del ser de la que hemos intentado cercar su originalidad. El Ereignis es la ‘condición’ de la manifestación del ser como acontecimiento. Es pues al ser, una vez más, que es nece-sario volver para formular, por último, nuestra cuestión: ¿un pensamiento del ser está a la medida de aquello que los acontecimientos manifiestan de ellos mismos a partir de ellos mismos, de su fenomenalidad? ¿Son estos pensables con la vara de una ‘ontología’, incluso profundamente reformada, como la ontología fundamental del Dasein?

La alternativa que parece decisiva, en el fondo, es esta: Heidegger piensa el ser mismo como un acontecimiento, caso en el que una hermenéutica acontecial aparece metodo-lógicamente preordenada a toda ontología, incluso ‘fundamental’; o bien ¿es que todo acontecimiento no es pensable más que en el horizonte del Acontecimiento del ser? Pero esta alternativa es seguramente demasiado rígida para poder recibir una respuesta simple, a fortiori en el cuadro restringido de una introducción. Para que sea posible es-perar aquí aunque no fuese más que un comienzo de respuesta, es necesario realizar un paso suplementario. Es necesario indagar —cuestión que trasciende seguramente toda historia de la filosofía en el sentido tradicional y toda búsqueda fáctica sobre aquello que ha pensado y no ha pensado Heidegger; cuestión que supone, por consiguiente, una verdadera orientación sobre los fenómenos que Heidegger tiene en vista y se esfuerza en hacer visibles— desde el punto siguiente: ¿cuál plaza reserva la ‘ontología’ heideggeriana a los acontecimientos en su irreductible pluralidad y cómo rinde ella cuentas, a la luz de sus existenciales, de la fenomenalidad que le es propia?

Aquí se devela una paradoja constitutiva de este pensamiento, paradoja de ningún modo arbitraria, sino enraizada en su ‘cosa misma’. En la medida, en efecto, en que el Dasein allí es determinado como su propio acontecimiento, el acontecimiento de ser o de existir (en el sentido verbal) que es, al mismo tiempo, acontecimiento del ser, devela-miento de este en el comprender (Verstehen), ningún acontecimiento, excepto aquel que ella misma ‘es’, podría sobrevenir a una tal existencia. La analítica existencial no puede así más que declinar bajo sus diversas modalidades el único acontecimiento que el Dasein es él-mismo, el acontecimiento de su ser. Los existenciales son esas diversas modalidades de un único acontecimiento de ser. No sólo a la constitución ontológica del existir no perte-nece ninguna relación con los acontecimientos (Ereignisse), sino que por su constitución misma, el Dasein se rehúsa a todo acontecimiento. Es porque, cada vez que es cuestión de acontecimientos en la ontología fundamental —dicho esto, por el momento, bajo beneficio de una más amplia demostración—,14 estos resaltarán en una comprensión

14 Como el autor mismo lo señala en este lugar, esto será desarrollado en el parágrafo § 18 de L’événement et le monde, entre las páginas 176-192. [N. de los T.]

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impropia (uneigentliche) que el Dasein tiene de él mismo: en particular en los momentos cruciales que son, para la analítica existencial, la interpretación del ser-para-la-muerte o del llamado de la conciencia.

Toda la analítica del ser-para-la-muerte, en efecto, reposa sobre la afirmación según la cual sólo una comprensión que desconoce la fundamental Eigentlichkeit de la muerte propia, de la muerte en tanto que mi muerte, puede convertir esta posible imposibilidad del ser propio, que es todavía una manera de ser propiamente su ser, en un simple “he-cho cierto (gewise Tatsache) (Heidegger 1927:258) de una ‘certeza empírica’, o también en un simple “acontecimiento sobreviniente en el mundo entorno (umweltlich begeg-nendes Ereignis)” (Heidegger 1927:257). Del mismo modo —consecuencia raramente percibida— el acontecimiento es siempre comprendido por Heidegger en Sein und Zeit en el sentido de un hecho intramundano, cuyo modo de ser es la subsistencia (Vorhan-denheit).15 Así, sólo una comprensión impropia del Dasein permite nivelar el morir, originariamente develado por la angustia, y de pervertir el sentido captándolo como “un acontecimiento públicamente sobreveniente (ein öffentlich vorkommendes Ereignis)” (Heidegger 1927:253). En un tal acontecimiento, el Dasein no está él mismo ya en juego en su ipseidad; la muerte, convertida en deceso, deviene un simple hecho, un incidente o un accidente, que no provoca más angustia, sino miedo: “El Uno se esmera en invertir esta angustia en miedo del acontecimiento que arriba (Furcht vor einem ankommenden Ereignis)” (Heidegger 1927:254) pero este temor mismo es una huida y un esquivar, un cuidadoso descuido (besorgten Sorglosigkeit) (Heidegger 1927:254) que no se hace claro más que porque el Dasein impropio no tiene ya el corazón o el coraje (Mut) de angus-tiarse. Este deceso que yo espero y en el cual yo me espero como a un acontecimiento del mundo no es pues más que el recubrimiento de mi poder-morir, en tanto que po-sibilidad irrescindible e inalienable de mi ser. “La muerte no es cada vez más que como propia” —y Heidegger subraya aquí el ‘es’: tal es también la última palabra de una onto-logía de la muerte” (Heidegger 1927:265). En esta medida, el deceso, el acontecimiento de una muerte esperada, la crónica de una muerte anunciada, se fonda necesariamente en el morir, en la cronología de una muerte anticipada.

Un análisis análogo podría ser conducido para el llamado de la conciencia: en este lu-gar central de la analítica existencial, puesto que se trata del testimonio (Bezeugung) del poder-ser propio del Dasein, reencontramos, en efecto, la misma reducción del aconteci-miento, indispensable para la aclaración del sentido ontológico de la conciencia (Gewis-sen). Por una parte, en efecto, “ni el llamado, ni el acto realizado, ni la deuda contraída son acontecimientos (Vorkommnisse) que tienen el carácter del ente subsistente que se despliega” (Heidegger 1927:291); por otra parte, y sobre todo, la conciencia “no da ninguna información sobre los acontecimientos del mundo (Welt-ereignisse)” (Heideg-

15 Cf. igualmente nuestros artículos (Romano 1993, 1994, 1995).

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ger 1927:273) y no imputa al Dasein ninguna falta particular de la que se habría vuelto culpable. Es el Uno, y él sólo, que comprende el llamado como un ‘hecho’ o un ‘acon-tecimiento’ que proviene de una voz extranjera (fremde); pero es también, al contrario, porque el llamado no es ni un hecho ni un acontecimiento que puede ser esta indagación silenciosa que el Dasein se dirige a sí mismo, desde la extranjeridad (Unheimlichkeit) de su ser-en-el-mundo: no es otra cosa que el cuidado angustiado llamándose él mismo desde el poder-ser intraspasable de la muerte con el fin de asumir su ser-en-deuda (Schul-digsein) fáctico. Formalmente, pues, es idéntico al fenómeno de la resolución y asegura a la ipseidad su fundamento existencial. Aquí, todavía es la reducción fenomenológica del llamado y su subordinación a lo posible, que el Dasein es él mismo en la anticipa-ción resuelta de la muerte, las que hacen posible un buen entendimiento propio de sus estructuras ontológicas.

La ontología fundamental se instaura pues por una reducción del acontecimiento, rebajado al rango de simple hecho intramundano, por aclaración del sentido insigne de la posibilidad de que el Dasein es él mismo existiendo. Una tal reducción, por lo demás, no debe sorprender. ¿Cómo podría ser de otro modo si, desde entonces, el Dasein conserva, en virtud por su constitución ontológica, las prerrogativas conferidas desde Descartes al sujeto moderno —si por su comprensión del ser que, en tanto que entiende o escucha, no le descentra más que en apariencia, sigue siendo la medida de toda fenomenalidad? Según tal primado, todo aquello que puede arribar al existente está condicionado por su existencia misma: las posibilidades que se ofrecen a ella son ellas mismas que se tornan posibles, por la posibilidad fundamental que el Dasein es él mismo en tanto que poder-ser finito —y pues también por la muerte, como posible imposibilidad de su existencia— por la posibilidad de existir en vista de esta existencia misma (cuidado) que la muerte sólo libera (al mismo tiempo que ella nos libera). Pero ¿cómo el acontecimiento podría ser examinado en y desde él mismo, y así solamente pensado, si el Dasein que comprende el ser sigue siendo una condición de posibilidad on-tológico-formal de todo aquello que puede presentarse a él como acontecimiento —por el contrario el acontecimiento es principalmente aquello que abre él mismo el área de juego donde puede sobrevenir, la ‘condición’ sin condición de su propia sobrevenida, aquello que, por su surgimiento an-árquico, abole toda condición preestablecida o; todavía, aquello que sobreviene antes de ser posible?

Se comprende por ello mismo, también, el primado conferido a la muerte en la ontología fundamental: no a la muerte como acontecimiento (Ereignis) fáctico, que Hei-degger consigna en el vocablo ‘fallecer’ (Ableben), sino a la muerte en tanto que siempre mía (je meines); posible imposibilidad de toda existencia que permanece, por este mismo hecho, como una modalidad de esta existencia. La muerte es aquí, rigurosamente, un modo de ser del Dasein, aquel donde este se remite —en la prueba de la angustia— a la posibilidad última de la imposibilidad de sus posibilidades en la cual es arrojado tan pronto existe. Modalidad de la existencia propia y posibilidad última de esta, la muerte

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es, al igual que la existencia, la posibilidad misma de existir. Finitud que el Dasein lleva ya en sí por el solo hecho de existir y que no sobreviene a la existencia desde el exterior, tan indisociable como la sombra de la luz. Muerte sin adversidad, sin misterio, donde nada, en verdad, se quiebra en nosotros, donde nada otro nos alcanza, puesto que además, existiendo, nosotros la existimos desde siempre. ‘Ser’ no es sino existir transitivamente esta muerte en la cual estamos arrojados tan pronto somos, de manera que la Nada, o más bien el anonadar que trabaja en el ‘no’ de la diferencia ontológica —el ser no es ente— sigue siendo todavía un modo del ser mismo. Morir es existir propiamente, comprendiendo propiamente esta existencia y existir es propiamente morir. Tal como la muerte ya no le es extranjera, el Dasein no lo es a él-mismo.

Desligada enteramente, por su ontologización, de toda idea de acontecimiento, la muerte, como modalidad de la existencia develada en la angustia, modo de ser sus posi-bilidades sobre un fondo de imposibilidad, la resolución, aparece para el Dasein no sólo como la posibilidad más propia, sino como la posibilidad de lo propio en cuanto tal; el origen de toda propiedad de sí y de toda ipseidad. Y puesto que, existiendo, somos ahí arrojados (en la muerte), la propiedad de la existencia es Ahí con el Da-sein tan pronto como existe. De ello se desprende la primacía ontológica de la muerte: ella sola sustrae al Dasein de la neutralidad de acontecimientos de los que él mismo no sería el origen. Sólo ella permite afirmar la míidad [mienneté] constitutiva del existir.

Pero esta reducción del acontecimiento para la aclaración de la existencia tiene un precio: el nacimiento no encuentra allí lugar, puesto que designa, justamente, la origi-naria no-originariedad de la existencia y de la míidad con respecto al acontecimiento neutro que lo condiciona. Más precisamente todavía: lo que nos impele a pensar el nacimiento, el fenómeno complejo que este designa y del que este libro, en cierto modo, no tiene por objeto sino comprender su sentido, es el desfase originario de lo original y de lo ori-ginario que introduce, desde él mismo, una escisión en el origen, un hiatus, un claro, un desgarro que no serán jamás colmados. Nacer es ser originariamente sí (soi), pero no originalmente; ser originariamente libre, pero no originalmente; comprender originaria-mente el sentido de su aventura, pero no originalmente: la distancia entre lo originario y lo original será a la vez aquello que descalifica toda tentativa de pensar el ser mismo como origen, y lo que, siendo originario, modifica fundamentalmente los existenciales del Dasein, e invita a pensar de otro modo el sentido mismo de su existencia.

¿Qué es, pues, el nacimiento si no un acontecimiento? ¿Acontecimiento primero de hecho y de derecho de la aventura mortal, con cuya vara deben ser desde entonces determinados y comprendidos todos los otros acontecimientos? Acontecimiento, el na-cimiento lo es de manera insigne, puesto que nacer es precisamente no ser la medida de la sobrevenida de este acontecimiento que sobreviene a nosotros sin medida previa y nos da solamente el acoger otros acontecimientos, destinándose inicialmente a nosotros, confirién-donos, por ello mismo, un destino. Si el Dasein —por llamarlo todavía así— es aquello a partir de lo cual el nacimiento puede aparecer, esto no lo es ciertamente ya en el

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sentido de una condición, sino más bien de una in-condición, es decir de la “condición de posibilidad” de lo que se sustraería, principalmente, a toda condición previa. ‘Con-dición’ que se invierte y que retorna desde entonces en provecho de aquello que ella condiciona: el acontecimiento que es, por él mismo, su propia medida y condición. En este sentido, el nacimiento no podría ser identificado con cualquier facticidad, es decir con una determinación de la constitución ontológica del Dasein como cuidado: pues él precede en derecho al pro-yecto (Ent-wurf ) como ser-arrojado (Ge-worfenheit), es decir a los principales existenciales del Dasein. El nacimiento es más bien el acontecimiento (originariamente neutro) a partir del cual el ser ad-viene, y que, en consecuencia, prohíbe radicalmente identificar sin más el ser mismo y el acontecimiento.

Que el ser mismo nos sea dado, remitido, conferido por el acontecimiento del nacimiento no introduce solamente en la existencia una heteronomía originaria que contraviene a la ‘autonomía’ existencial del Dasein; sino, además, y en esto consiste su punto esencial, impide identificar el acontecimiento del ser (la comprensión ontológica) y el aconteci-miento de ser (el nacimiento), identificación sobre la que reposa últimamente toda la ontología del Dasein. Más ‘viejo’ que el ser es el acontecimiento por el cual él sobrevie-ne. Anterior en derecho al ser que él instaura, y del que forma la única condición, tal acontecimiento no ‘es’. Si el ser puede ser pensado, a la manera de Heidegger, como un acontecimiento, todo acontecimiento no es acontecimiento de ser (existencia). El acontecimiento neutro del ‘se nace’ precede mi existencia. Este acontecimiento acciona, a contrapelo, toda comprensión de la aventura humana, como apertura a los aconteci-mientos por los cuales el ‘Dasein’ —designémoslo así por una última vez— adviene a él mismo, tiene una historia.

Y si el ser mismo es algo que, a su vez, ad-viene, él no podría ya ser considerado como originario. Desde entonces, una hermenéutica del Dasein se encuentra preordenada por la hermenéutica del adveniente. Designamos con este título aquello que, anterior al Da-sein, forma en cierto sentido su condición de posibilidad. El adveniente es el título para el hombre en la medida en que está constitutivamente abierto a los acontecimientos, en la medida en que la humanidad es la capacidad de ser sí-mismo de cara a lo que nos arriba. El adveniente no adviene entonces a sus posibilidades más que sobre el fondo de una pasibilidad todavía mayor con respecto a los acontecimientos que escanden su aven-tura, dándole así una historia. Esta a-ventura significa aquí, rigurosamente, la abertura a lo que le adviene.

La hermenéutica fenomenológica del adveniente es el objeto de este libro. Nos he-mos limitado hasta aquí a trazar brevemente los asuntos en juego y a circunscribir la cuestión que impulsa los desarrollos por venir. Con esto, no hemos hecho más que anticipar aquello que deberá ser expuesto y justificado in concreto a través de una serie de análisis fenomenológicos. Antes de comprometernos a ello, volvamos una última vez sobre los principales momentos que articulan nuestro proyecto. Podemos resumir este proyecto bajo la forma de cinco tesis. Hemos mostrado, en efecto:

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1. Que la cuestión del estatuto fenomenológico del acontecimiento exige una confrontación crítica con la ontología. Y no únicamente con la ontología clásica, sino también con la ontología del Dasein, puesto que esta solamente da cuenta de aquella.

2. Que la ontología fundamental piensa el ser primordialmente como aconte-cimiento.

3. Que el Ereignis heideggeriano, lejos de contradecir a esta determinación del ser, es más bien aquello a partir de lo que el ser viene bajo la mirada como su propio acontecimiento.

4. Que el nacimiento es el acontecimiento según el cual el ser mismo es dado o adviene, y que, si el ser es él mismo algo que sobreviene al Dasein, aconte-cimiento del ser y acontecimiento de ser no se identifican.

5. Que el acontecimiento neutro del nacimiento, anterior de derecho y de hecho al acontecimiento del ser como existir, abre la posibilidad de una hermenéutica de la aventura humana bajo el hilo conductor del aconteci-miento.

El adveniente es el título para el hombre en la medida en que algo le arriba y en que, por su a-ventura misma, está abierto al acontecimiento. El nacimiento nos autoriza y nos invita por consiguiente a pensar la aventura humana sobre un ‘fundamento’ distinto que aquel de la analítica del Dasein. Llamaremos a esta interpretación del adveniente que tiene por hilo conductor el acontecimiento: ‘hermenéutica acontecial’.

Traducción de PATRICIO MENA y ENOC MUÑOZ

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