agalma, revista chilena de psicoanalisis lacaniano. numero 1

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Revista Chilena de Psicoanálisis Lacaniano, de la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile (ALP) - http://www.alpchile.clPrimer número.

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Page 1: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1
Page 2: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

ÍNDICE

Psicoanálisis,institucionesy el Otro social

Actualidad AMP

Biblioteca ycomentariosde libros

Enseñanzas

Clínica lacaniana

4

45

17

65

73

Por Gustavo StiglitzPosición del analista y singularidad en la época del «para todos» 5.

Por Alejandro Reinoso

Consecuencias de las transformaciones de lo simbólicoy lo real en los cuerpos actuales

18.

Por Paola CornuDel inconsciente es la política a la política del síntoma 23.

Por Claudio MorgadoTipos clínicos en las psicosis: Consistencia y dispersión 29.

Por Francisco AlisteViolencia, goce y lazo (discurso) 35.

Por Alejandro OlivosAcerca del autismo en la orientación lacaniana 40.

Por Ana María SolísEl CALP: ¿Qué efectos de formación? 46.

Por varios autoresCALP: Testimonios de formación 50.

Por Paula IturraUniversidad y psicoanálisis: Entre lo imposible y lo posible 60.

Por varios autoresResonancias del VII ENAPOL 66.

Por varios autoresHacia el Congreso «El inconsciente y el cuerpo hablante» 69.

Por Bárbara PozzoVariaciones del humor (comentario de libro) 74.

Por Bárbara PozzoDe la histeria sin Nombre del Padre I (comentario de libro) 75.

Por Ricardo AveggioEditorial 3.

AfichesCongresos y jornadas 76.

Listado de miembrosLa ALP somos 80.

CréditosDejamos hasta acá... 83.

Por Eduardo Pozo

Historia política del neoliberalismo en Chile:Discurso y lazo social actual

53.

El uso de las imágenes incluidas en esta publicación ha sido autorizado por sus autores, está bajo licencia Creative Commons (creactivecommons.org) o es de dominio público. Esta revista no persigue ningún tipo de fin comercial, solo la divulgación del saber psicoanalítico atingente a la línea editorial.

Page 3: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

EDITORIAL

a Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile (ALP) fue fundada, el año 2008, por cuatro

de sus miembros actuales, para obtener, a un mes de nacida, su reconocimiento como grupo asociado a la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Hoy la integramos 34 miembros activos, tres de ellos miembros de la AMP, implicados en reuniones clínicas, carteles, reuniones epistémicas, grupos de investigación, seminarios, una biblioteca, un consulto-rio (CALP) implementado en la modali-dad de red de atención y un programa de formación de postítulo en clínica psicoa-nalítica de orientación lacaniana.

Esta revista, nuestra revista, fue el siguiente paso lógico a dar, necesario para elevar el pulso de la institución al campo de la elaboración de saber, de su producción desde las contingencias nacionales singulares, para insertarnos en el «país del psicoanálisis» que la comunidad de trabajo de la AMP cons-tituye. No llegamos a este punto sin recorrer un largo trayecto, que se inició, para quienes fundamos la ALP, durante los noventa en el Grupo del Campo Freudiano en Chile, posteriormente en

el Espacio Lacaniano de Santiago y el Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Viña del Mar. Este trayecto tuvo como hito la conformación, en el Encuentro del Campo Freudiano realizado en Buenos Aires en 1996 (titulado «Los poderes de la palabra»), de la Coordina-dora Nacional del Campo Freudiano en Chile, con la presencia de Jacques-Alain Miller. Ya contábamos con el siempre decidido deseo de transmisión de colegas de la AMP que no podemos dejar de mencionar: Luz Casenave, Juan Carlos Indart, Graciela Brodsky, Eduar-do León y Gerardo Mansur. Vaya, para ellos, un agradecimiento.

El 2000 nos rearticulamos en una nueva iniciativa grupal con el deseo de seguir trabajando por el desarrollo de nuestra orientación. Fue así como el año 2003, siendo Graciela Brodsky presidenta de la AMP, se decidió la creación de los Coloquios-Seminarios del Campo Freudiano en Chile. Dicha iniciativa fue sostenida hasta el año 2013, sin interrupciones, por la ALP.

Hoy, con la creación de la Federación Americana de Psicoanálisis de Orienta-ción Lacaniana (FAPOL), se abre un nuevo horizonte de inserción que nos permitirá otras formas de lazo bajo el signo de una comunidad analítica latinoamericana.

Agalma, Revista Chilena de Psicoaná-lisis Lacaniano es un punto de capitón en nuestro recorrido institucional, el primero de muchos que representan un anudamiento entre la práctica clínica del psicoanálisis y la elaboración de un saber con �nes de transmisión. La estructuramos en cinco secciones. En la primera de ellas, Enseñanzas, hemos querido recoger seminarios, coloquios y conferencias realizados por colegas de la EOL y la AMP. Le sigue Clínica lacaniana, donde presentamos elabora-ciones del orden de los fundamentos doctrinarios de la clínica psicoanalítica, de los principios y la teoría que la alien-tan y animan. La sección Psicoanálisis, instituciones y el Otro social asume la necesidad y el desafío de re�exionar en torno a los empalmes de la práctica analítica y los contextos institucionales

y de políticas públicas en Chile, dando continuidad a uno de los rasgos que caracterizan a la ALP: nuestra disposi-ción a sostener un psicoanálisis ciuda-dano que no retrocede frente a los desa-fíos de la época y la sociedad, siempre defendiendo los principios del acto analítico. Continúa la sección Actuali-dad AMP, dedicada a problemas en los que, como comunidad de trabajo, en la Asociación Mundial de Psicoanálisis estamos involucrados, haciendo re- sonar congresos, encuentros y jornadas, tanto internacionales como nacionales. La quinta y última sección se titula Biblioteca y comentarios de libros. En ella revisamos algunas publicaciones que se han transformado en referencias ineludibles para la práctica analítica.

No podemos �nalizar esta presenta-ción sin agradecer a todos los miembros de la EOL y la AMP que durante años han hecho posible que lleguemos hasta este punto de desarrollo: Luis Tudanca, Flory Kruger, Ernesto Sinatra, Mónica Torres, Jorge Chamorro, Mauricio Tarrab, Fabián Naparstek, Gustavo Stiglitz, Silvia Salman, Graciela Brodsky, Leonardo Gorostiza, Marcelo Marotta, Norma Barros, María Inés Negri, Ricar-do Seldes, Leticia Acevedo, Ana Ruth Najles, Graciela Ruiz, Samuel Basz, Miguel Furman, Ricardo Nepomiachi, Juan Carlos Indart e Irene Greiser. Todos y cada uno de ellos han sido parte, direc-ta o indirectamente, del trayecto institu-cional y personal de quienes constitui-mos la ALP. Hoy les enviamos nuestro más enorme agradecimiento.

Iniciamos aquí una serie en el desa-rrollo de la orientación lacaniana en Chile. El psicoanálisis en el lugar de agalma nos causa a la producción. Nos queda ponderar sus efectos, donde ustedes, nuestros lectores, se incluyen.

Ricardo Aveggio

Psicoanalista practicante. Miembro de la EOL y la AMP. Psicólogo y magíster en

Psicología Clínica (Universidad de Chile). Miembro del directorio de la ALP.

Octubre de 2015

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CONSULTA DE JACQUES LACAN EN PARÍS

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Enseñanzas

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Gustavo Stiglitz

Page 5: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

C omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

5

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

Dr. Gustavo STIGLITZPsicoanalista practicante y médico psiquiatra. Miembro de la EOL y de la AMP. Es autor de DDA, ADD, ADHA, como ustedes quieran: el mal real y la construcción social (Grama, 2006) y compilador, junto a Alejandro Daumas, de Psicoanálisis con niños y adolescentes 2 (Grama, 2009).

Posición del analistay singularidad en laépoca del «para todos»

La siguiente ponencia1 fue presentada por Gustavo Stiglitz en el XXII Coloquio del Campo Freudiano en Chile. Este se realizó en Santiago el 27 de julio de 2013 y fue organizado por la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile (ALP).En ella se trabajó la posición del analista no sin pensar lo que esto implica, es decir, desarrollando una política del psicoanálisis y sus efectos.

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

1 Transcrita por Ana María Sanhueza. Revisada y corregida por el Dr. Stiglitz.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

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Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

“Es analista y se autorizacomo tal en el momento

del acto analítico”.

“Esa autorización por símismo debe ser puesta

a la verificacióncon los otros”.

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

“Es el no hay relación sexualel que da lugar a

la práctica analítica”.

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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Page 14: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

“Lograr un arreglo sinthomatico en donde elpadecimiento deja paso al régimen del funcionamiento”.

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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omenzaré hablando sobre la posición del analista. En reali-dad, va a ser muy difícil hablar

solamente de esto, sin considerar un poco otros temas como el de la forma-ción del analista y el de la política del psicoanálisis, puesto que están íntima-mente anudados. Entonces, vamos a hacer un recorrido sobre esas tres cuestiones.

Voy a empezar con una frase extraí-da de una conferencia dictada por Lacan en 1967: «Uno entra en este campo de saber —el psicoanálisis— por una experiencia única que consiste simplemente en analizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo cual no quiere decir que se hable. Se podría». Pensé que esta cita nos venía muy bien porque lo que nosotros vamos a intentar hoy, justa-mente, es hablar de psicoanálisis, no

simplemente decir «nos analizamos», sino tratar de forzar un poco la cues-tión y a ver qué podemos decir, a partir de nuestra experiencia y formación, sobre psicoanálisis. Es lo que vamos a intentar hoy.

Formación, transmisión yposición del analista

Hubo un momento en que el analista fue un objeto nuevo en el mundo, inventado por uno: por Freud. Por lo tanto, si hoy podemos pensar y traba-jar sobre la posición del analista, tene-mos que tener en cuenta que esta se fue conceptualizando a medida que los primeros practicantes desplegaron su práctica.

Ese nuevo objeto analista nació con un partenaire, que también era una novedad: el inconsciente freudiano.

Nacieron juntos en un único y mismo movimiento, y nacieron así desde que hubo uno, insisto, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente.

Porque el inconsciente se presenta así, por formaciones, lapsus, sueños. Son cosas separadas de la vida cotidia-na. De pronto, decimos, aparece una formación que viene de otra escena, que es el inconsciente.

Entonces, desde que hubo uno, Freud, que escuchó las formaciones del inconsciente, hubo analista e inconsciente en el sentido freudiano.

Después hubo otros que siguieron su camino, que aprendieron de él, que se formaron con él, pero muy rápidamen-te se notó que, a pesar que se trataba de un grupo pequeño, cada uno de ellos tenía un estilo diferente de escuchar al inconsciente; cada uno ponía en juego rasgos distintos, un estilo propio.

Piensen, por ejemplo, en Jung y su cuestión con la psicosis; o en Ferenczi y su cuestión con el acto analítico, con el activismo, con el �nal del análisis y cómo conceptualizarlo; o piensen en Abraham y su cuestión con el objeto en los distintos estadios de desarrollo, que hizo que Lacan, en algún lugar, dijera que estaba en posición materna.

Se trata, en de�nitiva, de modos de conceptualizar la transferencia que mantienen una relación fantasmática con la causa, la del fantasma de cada analista. Es eso justamente lo que se trata de atravesar al �nal del análisis: que el analista pueda estar lo más despojado posible de sus fantasmas para ubicarse como el partenaire que conviene en cada caso. Sin embargo, nunca va a ser un despojo completo; siempre va a quedar un resto, un rasgo a partir del cual cada analista abordará su práctica.

Así, en cuanto a la transmisión del psicoanálisis, se puso de mani�esto que había tantos analistas como prac-ticantes y, por lo tanto, lo que no había era la �gura de El analista. A la nove-dad freudiana pronto le siguió la pregunta que Lacan formuló en el título de uno de los apartados de su

escrito La dirección de la cura y los principios de su poder, en 1958: ¿cómo actuar con el propio ser? Es decir, cómo entra en juego la subjetividad de cada analista en los tratamientos que conduce.

Esto, la puesta en juego de la subjeti-vidad del psicoanalista, más ese nacimiento simultáneo del concepto de analista y de inconsciente, al que me referí, y sobre todo que el analista es aquel a quien el analizante se dirige cuando habla en las sesiones, da la pauta de que el psicoanalista forma parte del concepto de inconsciente, está incluido en él, como señala Lacan en el Seminario 11.

Esto no estaba pensado así de entra-da. En principio el psicoanálisis se trataba de un saber y de poner en prác-tica ese saber. Una relación puramente epistémica. Pero en cuanto se empezó a poner en práctica, los fenómenos de transferencia demostraron que dicho saber incluye una opacidad. Se hizo necesario, entonces, que el practicante controle su práctica para orientarse en dicha opacidad.

Análisis y control de la práctica son piedras fundamentales en la forma-ción, junto con la formación epistémi-ca: el famoso trípode freudiano que determina la posición y formación del analista.

Los analistas siempre estuvieron de acuerdo en cuanto a ciertos conceptos fundamentales. Por ejemplo, ningún analista duda, venga de la Escuela o Asociación que venga, de que la trans-ferencia es el pivote fundamental del tratamiento analítico. Hay un acuerdo general en ese punto. Nadie duda que hay relación, una íntima relación, entre la transferencia y la interpreta-ción; nadie duda de que hay un �nal del análisis, aunque se conceptualice de distinta forma. Hay un �nal del análisis.

El punto por donde pasan las divisiones, por lo general, en la histo-ria del psicoanálisis, es en cuanto a la formación del analista. Si ustedes leen o buscan algo sobre la historia del

psicoanálisis y de las instituciones analíticas, verán que siempre las escisiones, las peleas, pasan por el tema de la formación del analista y el control de los practicantes. Por ejem-plo, ya en vida de Freud había una diferencia notable entre los que estaban en Berlín y los que estaban en Viena. Los primeros ponían el acento en la formación teórica, mientras que los segundos ponían el acento en el análisis y el control de la práctica.

Todo el tiempo, en la historia del psicoanálisis, se repiten las discusiones y hasta escisiones en función de cómo se piensa la formación del analista. Nosotros, los psicoanalistas de la Orientación Lacaniana, somos hijos de una de esas grandes peleas, que es la que dio Lacan en el año 1953 y que llevó a la escisión de la Sociedad Fran-cesa que pertenecía a la IPA. Posterior-mente vuelve a tener problemas dentro de esa Sociedad, y es en el año 1964 que, tras quedar fuera de toda posibilidad de formar parte de la comunidad interna-cional de los analistas, funda su Escuela Freudiana de Psicoanálisis. Nosotros somos efecto de esas escisiones.

Ahora bien, la pregunta del millón: ¿cuándo se autoriza alguien en forma-ción analítica, que por lo tanto es un analizante, a practicar el psicoanálisis? Cuestión ardua que se presta a distin-tos extremismos. Por ejemplo, la idea de que hay analista solo al �nal del análisis. Esto es un extremismo, apoyado en que si al �nal del análisis emerge el deseo del analista, entonces solamente ahí, podríamos decir, hay un analista. Y en el otro extremo estaría el hay analista sin análisis, porque ha estudiado mucho o porque lo practica.

Vayamos directamente a lo que nos propone Lacan en el año 1967, en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, que es un texto que Lacan presentó en su propia Escuela Freudiana de París y que generó mucho rechazo. Incluso algunos miembros importantes se fueron en ese momento.

¿Qué dice ahí? Dice muchas cosas. Vamos a detenernos en una, que es lo que nos interesa para esta pregunta sobre la autorización. Dice una frase, por todos conocida, que es la siguien-te: «el psicoanalista no se autoriza sino a sí mismo» (2012: 261).

En el Seminario 21 (inédito) hay una idea homóloga, pero en relación a la sexuación. Dice Lacan de la posición sexuada: cada uno se autoriza por sí mismo; es decir, como analista o en cuanto a la posición sexuada, Lacan tiene la misma idea: «el ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo». Y continúa: «pero yo agregaría: y por algunos otros». Este agregado equili-bra la a�rmación sobre la autorización del analista por sí mismo, puesto que ello implica autorizarse por otros.

Es la manera de salir del bucle que implica autorizarse por sí mismo, porque el que se autoriza es analista en el acto mismo de su autorización. «Algunos otros», hace referencia a la comunidad de los analistas, a los colegas, a los compañeros de ruta, digamos así, que son necesarios para la veri�cación de la autorización, para que esta no se realice en absoluta soledad. El analista ya está en absoluta soledad en el momento del acto analí-tico; la relación con una comunidad es para salir de esa soledad, del autismo del goce.

Que un analista se autorice en el momento de su acto, que allí se autori-ce como analista, quiere decir también que un analista no es analista todo el tiempo, es analista y se autoriza como tal en el momento del acto analítico.

Hay dos momentos, entonces: un momento en soledad que es el de la autorización por sí mismo y un momento con la comunidad que es el de la veri�cación de esa autorización.

Es un hecho, además, que la mayoría de nosotros ha empezado a practicar el psicoanálisis antes del �nal de su análi-sis. Es una especie de pecado original que se va repitiendo a través de todas las generaciones de analistas. ¿Freud con quién se analizó? Tenemos la idea de que con Fliess, quien solo se preocupaba por la nariz y el período menstrual; por otro lado decimos que no hay autoanálisis, pero Freud se autoanalizó a través de sus sueños. Es decir que ahí hay un pecado original que se transmite de generación en generación porque nadie empieza a practicar el análisis antes de terminar-lo. Hay muy pocos casos que han empezado a practicar el análisis después de �nalizar el suyo, pero porque nunca antes se habían sentido atraídos por la práctica del psicoanáli-sis. Aquel que realmente tiene un deseo de practicar el psicoanálisis, no estoy diciendo el deseo del analista, digo un deseo de practicar el psicoaná-lisis, empieza a practicarlo antes del �nal del análisis propio, eso es un hecho.

Es esta una cuestión que Lacan tuvo en cuenta desde el Acta de Fundación de la Escuela Freudiana de París, cuando escribió que

lo que no hay que velar, a saber, la necesidad que resulta de las exigencias profesionales cada vez que estas conduzcan al analizado en formación a asumir una responsabilidad, por poco que sea, analítica. Es en el interior de este problema, como un caso particular, donde debe ser situado el de la entrada en control.

No desarrollaremos esto ahora, pero es claro que esta cuestión se le presentó a Lacan tempranamente.

Llega un momento en que la autori-zación por sí mismo debe ser puesta a la veri�cación con los otros y entonces hay que dirigirse a la comunidad de los analistas. El pase es una de las formas de veri�cación, pero no la única.Tampoco es obligatorio hacer el pase.

También están la puesta a cielo abierto de la práctica y el control de los casos.

Lacan dice en algún momento que la

cuestión del pase no concierne efecti-vamente a todos, es decir, que no todos quieren entrar al dispositivo, y no todos los que entran al dispositivo son nominados, pero concierne a todos los miembros de una Escuela porque en su horizonte político está el pase. El �nal del análisis es el pase; no todos pasan por el dispositivo, pero todos los miembros de una Escuela están orien-tados, están concernidos por el pase.

Lo que sí es exigible es que, en un contexto en el que el �n del análisis y el pase orientan a una Escuela, el practi-cante tenga un atisbo de un �nal posible y la experiencia de que en alguna ocasión ha pasado por lo que se llama, en la cura, un micropase. Deci-mos que en una cura hay muchos momentos de pase, que no son el pase del �nal, sino que son el testimonio de que ha habido un atravesamiento y una mutación en su régimen de goce. No quiere decir que haya llegado al �nal, pero sí que ha habido una modi-�cación en la economía de goce. Por eso digo que el pase no toca solamente al que pasa por el dispositivo, sino que a toda la Escuela y a todo aquel que esté en análisis en la orientación lacaniana.

Comunidades analíticas

La comunidad analítica puede tomar distintas formas puesto que hay distin-tas formas de hacer comunidad en general.

Comencemos por la escuela. Me re�ero a la escuela con minúscula, a la escuela donde van los chicos. Está la escuela, está el club, están las socieda-

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des para tal cosa, están los partidos políticos. Hay distintas formas de comunidad. En todas ellas los miem-bros se reúnen en torno a una identi�-cación, se identi�can a determinados puntos que comparten y a determina-dos ideales.

Entonces, nos tenemos que pregun-tar a qué se identi�can los miembros de una comunidad analítica. A una camiseta, no; a una ideología política, tampoco. ¿A qué se identi�can? ¿A qué ideales? ¿A los de la vocación, a los ideales del intelectual, a los del confort, a los del investigador, a los del buen alumno, al del maestro? Hay que preguntarse a qué ideal se identi�can los que se juntan en una comunidad analítica.

En este punto, entonces, tenemos que distinguir básicamente dos tipos de comunidades analíticas. Si se trata de una comunidad analítica en la que lo que prima es la identi�cación a ideales de prestancia, de saber, de reglamentos para la formación, entre otras cosas, es una comunidad del tipo de la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional, creada por Freud. Hay que aceptar eso. Freud quiso ese tipo de sociedad analítica, el tipo de sociedad que forma la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

Lacan de�nió ese tipo de sociedad analítica como una SAMCDA. ¿Conocen esa sigla?

SAMCDA quiere decir: Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico. Así de�nía Lacan a las socie-dades de la Internacional, como Socie-dad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico, porque es un tipo de organización que protege contra lo subversivo del discurso analítico, que, como ustedes saben, desplaza al yo del centro de la cuestión, del mundo y del sujeto de�nitivamente. Estas socieda-des apelan al concepto de un yo libre de con�ictos para recuperar ese centro. Por eso decimos que es una defensa o una asistencia mutua contra el discurso analítico, puesto que el discurso analítico subvierte el lugar del

yo. El yo no es más el centro del sujeto ni del individuo.

Las sociedades analíticas tipo SAMCDA intentan recuperar ese centro para el yo a través de ese yo libre de con�icto, que es lo que se alcanzaría al �nal del análisis. Ese yo libre de con�icto toma el comando de la perso-nalidad orientado hacia el bien y a la relación genital adulta y sana con el otro sexo. Eso se espera conseguir con la restitución del yo libre de con�icto al centro de la escena.

Me parece que la vida cotidiana indica que eso no existe mucho, eso de tener una vida, una relación con el otro sexo libre de con�icto. Si alguien escuchó en el consultorio, o fuera de él, a alguien que diga que tiene una vida de relación con el otro sexo libre de con�icto, tome nota porque está frente a un caso raro, muy raro.

Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que Lacan perteneció a una SAMCDA. Lacan vino de una SAMCDA, de una Sociedad de Ayuda Mutua contra el Discurso Analítico. Formó parte, como analista didacta, de la Sociedad Francesa asociada a la IPA. Formó parte de la Internacional hasta el año 64 en que fue, como dice él, excomulgado. No dice «fui expulsado», dice «fui excomulgado» (en el Semina-rio 11). La primera clase de ese semina-rio lleva por título «La excomunión». ¿Por qué dice excomunión y no expul-sión? Porque se compara con Spinoza, el judío excomulgado de su colectivi-dad, en el punto en que el dictamen de la Sociedad Internacional decía que Lacan quedaba expulsado de ella y que eso signi�caba que nunca más iba a poder volver a entrar. Eso es la exco-munión: que quede dicho y escrito que nunca más va a poder volver, por más que se arrepienta, por más que se �age-le. Conocen la historia, me imagino: a la gente que quería volver, aquellos que se habían ido con Lacan y que querían volver a entrar en la Internacional, se les ponía como condición que nunca más siguieran su enseñanza. Tenían que romper por completo con Lacan, y

así fue que algunos analizantes y alum-nos aceptaron eso, aceptaron ese precio para volver a entrar en la Socie-dad Internacional.

Entonces, Lacan perteneció a esa Sociedad hasta el 64, año en que dicta el Seminario 11. Es decir, que en esa época llevaba ya 10 años dando sus seminarios dentro de la Sociedad Internacional. Uno tiene la idea de que Lacan fue contestatario desde siempre, pero no. Es más, él dice en algún lugar que no hubiese querido eso, pero lo pusieron en esa posición, es decir, fue una elección forzada a la que él respondió con su propia Escuela. Notemos que hasta el Seminario 10, donde se formaliza el objeto a como objeto separado del cuerpo, que según él es su invento, estaba dentro de la Internacional. Podemos concluir entonces que el objeto a fue inventado en una SAMCDA. Esto es una parado-ja porque el objeto a, que es uno de los inventos más revolucionarios del discurso analítico, fue creado dentro de la Internacional y fue la causa también, una de las causas, de que Lacan haya salido excomulgado de allí. Más que una paradoja, es una puesta en acto del rechazo al inconsciente.

Es más, en la clase sobre la excomu-nión, del Seminario 11, Lacan dice que él mismo fue transformado en ese objeto porque fue negociado por sus alumnos y por sus analizantes. Fue negociado en el sentido de, «bueno, yo dejo a Lacan fuera y ustedes me dejan entrar de vuelta en la Internacional». Él mismo fue transformado en ese objeto por parte de sus colegas y alum-nos. Señala también, en este semina-rio, que eso le produjo risa, efecto de risa, al descubrir que fue negociado cual objeto. Aquí ya tenemos una señal de cuál va a ser, para Lacan, la posición del analista en relación con el objeto. No fue de entrada así, el analista no estaba de entrada destinado a encarnar el semblante de objeto.

Tras esta excomunión funda la Escuela Freudiana de París. Freud y París son signi�cantes comunes, del

discurso común, porque todo el mundo sabe qué es París cuando se dice París y mucha gente, cada vez más, sabe quién fue Freud. Lo que era una novedad era hablar de una Escue-la, con mayúscula, una Escuela de Psicoanálisis. Antes eran sociedades de psicoanálisis, ahora para nosotros ya es conocido, pero esto en su momento fue una novedad. Cuál es el referente de este signi�cante Escuela: sobre todo la Escuela Griega. Incluso nosotros usamos hoy, en el discurso común, la expresión «hacer Escuela», que es cuando se inventa un modo de interpretar una praxis y hay gente que sigue al que inventó ese modo de inter-pretar la praxis.

Entonces, la Escuela con mayúscula no es la escuela con minúscula. En la escuela con minúscula hay un ense-ñando, que es un personaje pasivo al que se le llena de contenidos, de los contenidos que le transmite el ense-ñante. La Escuela con mayúscula es otra cosa. Es más difícil de de�nir porque en el centro no hay una compi-lación de conocimientos, sino que hay

un gran agujero. De eso está hecho el centro de la Escuela, de un agujero, todo lo contrario de una compilación de conocimientos. Está hecho de un no saber. Ese agujero en el saber está representado por la pregunta «¿qué es un analista?». Hasta ahora hemos hablado de que en el dispositivo del pase, o por los otros modos de veri�ca-ción en la comunidad analítica, se puede decir: ahí hay un analista. Otra cosa es la pregunta ¿qué es un analista?

En la Escuela con mayúscula tene-mos dos vertientes. Una de ellas es la que podríamos decir que se padece un poco, y es la vertiente más institucio-nal, la de los órganos de gestión y de gobierno de una institución, que velan por la orientación política de la Escue-la. Es lo que comparte con otras insti-tuciones, donde es igual, es decir, los mecanismos necesarios para su presencia en el mundo. Es la vertiente del estándar que hace falta en cualquier institución, el rasgo común que toda comunidad requiere para poder funcionar.

Después está la vertiente agujero de la Escuela, que también está ligada a un estándar, pero a un estándar diferencial de la comunidad Escuela. Este estándar diferencial es que todos sus miembros se reúnen en torno a la pregunta qué es un analista, pero que, al mismo tiempo, es una pregunta que divide a cada sujeto de esa comunidad. Es un estándar con el que cada uno entra en relación de una manera no estandarizada, es decir, todos en torno a la misma pregunta pero cada uno enfrentado a esa misma pregunta de una manera singular, no estandariza-da. Esto es del orden de lo que Miller titula en Los signos del goce (2010a), «Quisiera ser un puerro porque se los pone en ristras como a las cebollas», es decir, con qué características propias yo me voy a incluir en ese grupo que no hace conjunto porque no hay una ley que lo cierre, que haga de él un todo.

La cuestión, al menos la que más nos interesa, es a qué nos identi�camos,

nosotros, analistas, en relación con el Campo Freudiano fundado por Lacan, para constituir una Escuela o un proyecto de Escuela, constituir un movimiento hacia una Escuela, para que sea una Escuela y no un club; una Escuela con mayúscula y no con minúscula. Podríamos adelantar que nos identi�camos a una causa, nos identi�camos con que la causa analíti-ca perdure, que se difunda al mundo; o que nos identi�camos a un modo de practicar el psicoanálisis; a unas ideas comunes en relación con la doctrina, la clínica, la transmisión. Pero nada de esto es su�ciente para que no sea un club.

Finalmente, es la identi�cación a esa pregunta que bordea un vacío, al interrogante qué es un analista, lo que nos hace Escuela. Se ubica entonces, en el centro mismo de la Escuela, la paradoja de la autorización, la de que cada uno se autoriza de sí mismo, posición subjetiva, y de algunos otros, que implica que la Escuela veri�que lo fundado de dicha autorización. En el dispositivo del pase, pero también en la transferencia de trabajo hacia la Escuela, es donde se puede veri�car algo de esa autorización. Hacia el �nal del análisis es deseable, si no exigible, que el practicante pueda dar cuenta del fundamento neurótico que condujo a la emergencia, en él, del deseo del analista.

Digámoslo así: uno ha decidido formar parte de la tribu analítica. Es más, dentro de esa tribu se ubica en la familia lacaniana de la tribu. Por un lado, uno ha decidido formar parte del universal tribu analítica y, por otro, de un particular, porque dentro de ese universal hay particulares (está la familia lacaniana, la familia freudiana, la familia IPA). Entonces, uno se iden-ti�ca, forma parte del universal «tribu analítica», con la particularidad de pertenecer a la «familia lacaniana». Ahora, se suma con qué rasgo propio, singular, irrepetible, yo me voy a hacer un lugar en la familia lacaniana de la tribu analítica. Entonces, tenemos el

universal, el particular y el singular, que es lo que es incomparable, es de uno solo. Hay una ley universal, la ley siempre es universal, pero también el psicoanálisis descubre, revela, que hay una ley que es una ley muy rara, porque es ley pero rige para uno solo: una ley singular. La Escuela, por lo tanto, tiene un lugar equivalente al del objeto a, que me divide, está para mantener la causa analítica en su centro.

El analista en la cura, su deseo y su acción

Ahora bien, vamos a referirnos un poco a la posición del analista en la cura. Hasta el momento hemos abor-dado la posición del analista en relación con su comunidad analítica, sin embargo, también está la cuestión de la posición del analista en cuanto a su propio análisis, a su salida del análi-sis, a lo que se relaciona directamente con una pregunta que Lacan se hace en el prefacio de la edición inglesa del Seminario 11: ¿cómo puede, a un analizante, ocurrírsele tomar el relevo de esa función? Es decir, ¿cómo puede alguien que llegó al �nal de un análisis, que implica la experiencia de que su analista se reduce a nada, a un objeto, a un desecho, querer ir a ocupar el lugar del que queda reducido a un objeto deshecho?, ¿cómo puede él querer repetir la experiencia con otro?

Al respecto, hay que decir que en esta pregunta se trata de la cuestión del fundamento neurótico del deseo del analista y que este deseo es impuro, justamente porque tiene un funda-mento que ancla en la neurosis, es decir, en su goce.

El deseo del analista no es sin goce. La impureza del deseo del analista está dada por el goce en juego. ¿Por qué podemos decir que hay un goce en juego? Es muy sencillo, no hace falta la high tech lacaniana sino simplemente observar el día de un psicoanalista. ¿Cómo entender si no es porque hay un goce allí, que uno se pase horas y

horas escuchando historias de amor, de desamor, miedos infantiles, inefa-bles, grandes teorías para decir una o dos cosas —porque en el análisis básicamente se dicen una o dos cosas—, que se pase el día escuchando lapsus, sueños, asociaciones? Me pasó un día que terminada la jornada, todo el día escuchando estas cosas que les digo, me voy y el encargado del edi�cio me dice: «chau, �nal de la jornada, nos vamos a descansar». Y yo pensé: «este no sabe que yo ahora me voy a la Escuela, que me voy al seminario del lunes o del miércoles y que encima lo pasamos bien así». Entonces, no es un deseo puro que está en torno a un vacío, ahí hay un goce, hay una presen-cia de goce encarnado, porque si no, eso no se puede sostener. Sería un delirio.

Entonces, el fundamento neurótico del deseo del analista, que ejempli�qué de esta manera, agujerea la dimensión un tanto superyoica del concepto de analista, como dice Aníbal Leserre. El fundamento neurótico que implica goce, en el deseo del analista, agujerea la dimensión superyoica del deseo del analista, porque cuando uno empieza a escuchar sobre el deseo del analista, el primer efecto que produce es la idea de que se trata de un ideal inalcanza-ble. Es la impureza que resulta de la encarnadura del deseo, del deseo del analista, porque si hay cuerpo, hay goce. Por lo tanto, el deseo del analista no es sin el goce de la pulsión, eso sí, todo lo acotado y transformado que el análisis haya permitido, pero no es sin ese goce.

Miller señaló en un seminario de investigación que tiene por título «Lo postanalítico», que está en el tomo 3 de las Conferencias porteñas, que el deseo del analista es una expresión equívoca. Es verdad, por un lado es una expre-sión muy equívoca, porque designa la posición que introduce una «X» en el discurso del analizante. El deseo del analista es lo que logra hacer entrar una interrogación en el discurso del analizante: «¿por qué me pasa esto?» o

«¿qué he hecho yo para merecer esto?». La «X» que introduce el deseo del analista en el discurso analizante abre al deseo de saber del analizante, pero, por otro lado, alude al deseo que el analista debe poner en juego el deseo propio, con las transformacio-nes que produjo el análisis.

Hace un tiempo compartí con Luis Tudanca una noche del pase en la EOL que trataba justamente sobre el funda-mento neurótico del deseo del analista. Ahí los dos tomamos, porque era una consigna de la noche, el texto de Miller Consideraciones sobre el fundamento neurótico del deseo del analista. Tudan-ca usó ese texto para oponer la voca-ción, que es lo que siempre está en relación con el Otro y del deseo del analista. Una cosa es la vocación y otra cosa es el deseo del analista. La voca-ción tiene que ver con el deseo de ser analista, que es como se presenta siem-pre al principio. Uno quiere ser analis-ta, si no, para qué se va a meter en estas cosas. La vocación tiene que ver con ese deseo de ser analista, que es el que tiene el peso del fundamento neuróti-co, mientras que el deseo del analista es otra cosa.

Es esperable, dice Miller, que un psicoanálisis elucide esa vocación hasta transformarla en una modi�ca-ción que tiende al deseo del psicoana-lista y que preserva, de todos modos, esa orientación al Otro. Es decir, la transformación que se opera en el análisis del analista en cuanto a su deseo es que deje de lado la vocación, pero que no pierda la orientación al Otro. Digámoslo así: entre el deseo de ser analista y el deseo del analista hay la corrección operada en la cura, del propio analista, y el paso �nal de dicha corrección es la operación que conecta los restos analíticos, de lo que fue el goce autista, de ese analista, con el campo del Otro. Es el momento en que, en el límite de un análisis, el signi�cante o el rasgo en el que se apoyaba dicho goce se invierte en efecto de creación. Ahí surge el deseo del analista.

Digamos que esa es la idea que tene-mos en relación a lo que es un análisis. Uno no pierde del todo sus viejos goces, pero hay un efecto de inversión en donde el síntoma se transforma en un efecto de creación. Esto quiere decir que el síntoma se puede usar de otra manera, que se pasa del régimen de padecimiento de un síntoma al régimen de funcionamiento de un síntoma. Si leen los testimonios del pase, ustedes van a ver que nunca van a encontrar alguno que diga «nunca más tuve el síntoma que me llevó al análisis, desapareció por completo»; sí, por ahí desapareció la manifestación más visible, desapareció un tic, desapareció, qué sé yo, algo, no desapareció el goce que está en el núcleo del síntoma. Lo que se produjo, sí, fue una transformación de ese síntoma. El acento deja de estar puesto en el padecimiento y pasa a estar puesto en el funcionamiento.

Hay otra paradoja que es que, si el deseo del analizante, que el deseo del analista genera al introducir la interro-gación, es de saber, el deseo del analis-ta es de reducir a su analizante a un trozo de real o a un S1, a un signi�can-te amo. Miller lo señala en su confe-rencia Lo real en el siglo XXI (2010b), cuando establece que varias cuestiones se abrirán para nosotros en el próximo congreso, como por ejemplo, la rede�-nición del deseo del analista, que no es un deseo puro, que no es pura metoni-

mia in�nita, sino que se nos aparece como un deseo de alcanzar lo real, de reducir al Otro a su real y liberarlo del sentido. Lo que nota Miller en esa conferencia es que si las cosas son así para Lacan, la posición analítica es inversa que la del analizante. La posición del analista sería inversa y complementaria a la posición del analizante, y hasta habría cierta a�ni-dad entre la posición analítica y el cierre del inconsciente, en tanto redu-cir al Otro a su real, reducir el discurso analítico al S1, es detener las cadenas asociativas y la búsqueda de más senti-do, es decir, que la posición del analista apunta a detener la búsqueda de senti-do. Es como decir que hay antinomia entre el psicoanalista y el psicoanálisis. Es lo que Lacan llamó el antipsicoaná-lisis al �nal de la cura.

Miller escribe esto y lo ubica en las diagonales del discurso analítico. Si escribimos estas diagonales, ustedes ven que mientras que el sujeto anali-zante apunta al saber, a la producción de saber y de sentido, la posición del analista apunta al S1 que detiene el sentido, el S1 que se extrae al �nal. En la época del Seminario 11, reducir al Otro a su real era formulado como deseo de obtener la diferencia abso-luta.

Hay que decir que el primer semblante de la posición del analista que Lacan escribe y formaliza es la del Sujeto Supuesto Saber. Lo formaliza en

el Seminario 11, pero ya en La direc-ción de la cura, en el año 1958, tene-mos el apartado que se titula «Cómo actuar con el propio ser», y queda claro ahí que no hay ser del analista, que este toma valor de semblante de un saber y de saber supuesto en su lugar sobre el síntoma del analizante. Podríamos decir que la escritura clásica del Sujeto Supuesto Saber escribe que el signi�-cante de la transferencia, St —ese que el analista extrae del texto del anali-zante—, resigni�ca al Sq, signi�cante cualquiera, que es la sola presencia del analista que, como tal, fuerza la estruc-tura interpretativa de la situación analítica. Esto produce un sentido nuevo para el analizante: el sentido inconsciente. Así se abre la cadena signi�cante inconsciente, cuyo efecto es el semblante de saber.

Ahora bien, esto no operaría de ninguna manera si no estuviera soste-nido en la presencia libidinal del analista, que escribimos con la letra del objeto a. Sin esa presencia libidinal no hay posibilidad de que se instale y que opere el semblante del Sujeto Supuesto Saber. Por eso no hay análisis por Skype, y aun cuando hay una cierta tendencia a que lo haya, eso es imposi-ble. Puede haber sesiones por Skype, si el paciente o el analista viajan y es necesario. Se puede mantener el lazo por Skype, pero no hay análisis por Skype. Hay que sacarse eso de la cabeza.

Si el analista va al lugar del Sujeto Supuesto Saber es porque hay un fundamento libidinal. Nadie va a parar allí en función de su gradiente de saber, si no es porque de alguna manera se inserta en la economía del goce del analizante.

Trabajemos con un ejemplo. Se señala al practicante, en un control, la presencia del objeto oral en la articula-ción de una frase de su analizante. Sorpresa. Nunca había «escuchado» al objeto de la pulsión. Como efecto, no solo una pista del real en juego en el caso, sino también su propia demanda de análisis al analista de control.

Otro ejemplo, esta vez de la literatu-ra. Es un cuento de Leonora Carring-ton que me gustó mucho. Se llama El enamorado. Les leeré la primera parte nada más, que es lo que nos servirá en esta ocasión para ilustrar la idea del Sujeto Supuesto Saber:

Paseando al anochecer por una callejue-la hurté un melón —dice la protagonista que relata en primera persona—. El frutero que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó la mano y me dijo, señorita, hace cuarenta años que espero una ocasión como esta —o sea que le roben el melón—, cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas, con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta, y le digo por qué, necesito hablar, necesito contar mi historia, si usted no me escucha la entregaré a la policía. Lo escucho, dije yo —dice la protagonista—, me tomó del brazo, me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres, pasamos por una puerta al fondo y llegamos a un cuarto, había ahí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debería estar allí desde hacía mucho tiempo, pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. Lo riego todos los días, dijo el frutero, con aire pensativo. Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar. La quiero tanto, créame, la he querido siempre, era tan dulce, tenía unos piece-citos ágiles y blancos, ¿quiere usted verlos? No, le dije yo…

Está todo el comienzo de un análisis en este párrafo del cuento. El frutero que espera algo del Otro y la mujer en el lugar del analista. ¿Por qué? Porque le arrebata el objeto, porque mete mano en ese objeto del futuro anali-zante que es el frutero. En este caso, y eso es lo que tiene que hacer el analis-ta, debe hacerse con el objeto del futuro analizante, hacer que ese objeto entre en el circuito transferencial, si no, es puro bla bla, si no, no hay esa presencia libidinal. Y ¿qué pasa

cuando se toma ese objeto?, ¿qué pasó en esta escena? El frutero le empieza a hablar de amor y de su relación con el otro sexo y de sus fetiches, es decir, de cómo se las arregla para la relación con el otro sexo con esos piececitos ágiles y blancos que le quería mostrar, y que el analista dice, no, eso es suyo, no responde a esa demanda, responde a la demanda de ser escuchado.

Entonces, si al �nal del análisis se trata de la reducción del Otro del analizante a su real —esa es la orienta-ción— en la entrada, es cuestión de meter mano en el semblante que ese real toma en el analizante, que es semblante de objeto. En el caso del cuento es el melón, hay que meter mano en el melón del analizante.

La singularidad en la época del «para todos»

Leemos en el Seminario 11 una advertencia de Lacan que dice así: «los psicoanalistas de hoy tenemos que tomar en cuenta esta escoria en nues-tras operaciones, como el caput mortuum del descubrimiento del inconsciente. Ella justi�ca el manteni-miento dentro del análisis, de una posición con�ictiva, necesaria para la existencia misma del análisis» (2006: 133).

Me interesó la cuestión de los psicoanalistas de hoy porque no es nuestro hoy, es el hoy del año 1964. Nosotros hoy tenemos otro hoy, pero también tenemos que tener en cuenta, como dice Lacan, el caput mortuum de la operación analítica.

Caput mortuum es un concepto que viene de la alquimia y de la farmacia. Es el punto en el que queda un resto de una operación. Por lo general, en esa disciplina, después de la operación de destilación de un elemento queda un resto que se llama caput mortuum, que en psicoanálisis lo asociamos a ese punto que Freud describe en La diná-mica de la transferencia, punto en el que se detienen las asociaciones del paciente y surge la �gura del médico,

es decir, asociaciones en relación a la �gura del analista.

Lo interesante es que en alquimia y farmacia, el término caput mortuum no da ninguna idea de la naturaleza de ese elemento resto, porque la destila-ción es una operación muy variada y muy distinta, por lo que también son distintos los residuos, los caput mortuum que quedan de esa opera-ción. Los caput mortuum pueden ser tanto un elemento inerte, totalmente inerte, como una tierra activa, fácil de combinar, o puede ser un metal, un álcali, una sal, un carbón. Entonces, en ese punto de detención de las cadenas asociativas, uno se puede encontrar con escoria o se puede encontrar con un resto fecundo. Esto nos permite abordar la cuestión de la posición del analista en la última enseñanza de Lacan y su relación con la época, que es una época que se caracteriza por un empuje al para todos, para todos igual, y lo que vemos es que el resto de la operación analítica, si produce algo, es justamente algo que no es para todos igual, que es irrepetible, que es el resto que cada uno produce al �nal de la operación analítica.

¿Qué podemos decir de la época? Brevemente, caídos los semblantes del padre de la tradición —no es sin padre, es sin el padre de la tradición— el registro simbólico cambia, no es más lo que era, es un simbólico bastante homólogo, o acorde, con el estado del �nal del análisis. Por eso decimos que el psicoanálisis tiene algo que ver con esa transformación de la época, aunque esta transformación esté espe-cialmente determinada por los discur-sos de la ciencia y del capitalismo.

Los discursos de la ciencia y del capitalismo hacen que el objeto suba sus acciones, para hablar en términos capitalistas, y las del ideal bajen.

El objeto, decía Lacan, sube al cénit de lo social, por eso Miller inventa el término socielo, que es el cielo de lo social, en donde brilla más el objeto que el ideal. Nos orientamos más por el objeto que por el ideal.

Miller se pregunta, en su conferencia Una fantasía, que dio en Brasil en el año 2004, si en esta época la brújula no es más el Nombre-del-Padre, si no será el objeto lo que ha tomado su lugar.

Se constata que en el discurso no está más el Nombre-del-Padre, sino el objeto. Lo escribe así: en el discurso del amo es el S1 el que comanda, produce un saber; pero hay un resto, que es el objeto. El discurso capitalista se caracteriza por una inversión entre estos dos lugares: el que comanda es el sujeto, no el S1, que busca, a través del saber, completarse. Pero se produce un resto.

Finalmente la última transforma-ción, que es lógico que se siga de acá porque el sujeto está barrado, nunca se completa, siempre recurre a otros objetos, es que el objeto pase al lugar de comandar. El objeto en el lugar de brújula es lo que Miller llamó el discur-so híper moderno, que es el que carac-teriza a nuestra época, en donde lo que orienta al sujeto no es más el Nombre-del-Padre, no es más el S1, sino que es el objeto. Hay algo que llama mucho la atención, y es que el discurso híper moderno que escribe Miller, orientado como brújula por el objeto a, se escribe igual que el discur-so analítico. Es lo primero que salta a la vista, el discurso híper moderno se escribe igual que el discurso analítico. ¿Cómo es eso? Tiene que haber alguna diferencia.

Veamos. La civilización del discurso híper moderno está regida por un mandato superyoico que dice que todo es posible. Imposible is nothing, es el eslogan que nos describe este tipo de civilización. El psicoanálisis, en

cambio, tiene a su cargo encarnar que solo hay diferentes modos de fracasar ante lo real de la no-relación. La diferencia entre ambos discursos es que, si bien encontramos los mismos elementos en los mismos lugares, no se trata del mismo orden, porque en el discurso híper moderno los elementos están desarticulados entre sí. De ahí el carácter de vorágine que tiene la vida contemporánea. Lo que viene a detener, de alguna manera, esa vorági-ne, esa cuestión ansiógena de la época, es el S1. Pero ¿qué S1 es? Es el S1 de la evaluación y de la clasi�cación, el que está en el lugar del signi�cante del amo.

El signi�cante amo, en este discurso híper moderno, es el S1 de la evalua-ción y de la clasi�cación, no es cualquier S1, es el S1 que dice lo que dicen muchas veces los pacientes cuando llegan al consultorio: «soy anoréxico», «soy bipolar», «soy hipe-ractivo», es decir, es un S1 que evalúa y clasi�ca. No tiene nada que ver con la identi�cación a una historia, a unafalta en la madre, al interés particu-larizado de una madre; no tiene nada que ver con un deseo que no sea anónimo, sino que es un signi�-cante que evalúa y clasi�ca. Esa es la diferencia entre los dos discursos.

Entonces, se ve cuál es la di�cultad actual del psicoanálisis. Lo que antes era su condición de posibilidad, que es el S1 en el lugar del amo, algo que ancla, que detiene la cadena de signi�-cantes, que es la función del Nombre-del-Padre, eso mismo es hoy su impo-sibilidad. Porque el S1 del discurso híper moderno no remite a nada más que a un universal de la evaluación y de la clasi�cación. Es decir, no es lo mismo estar referido al S1 Nombre-del-Padre que articula el deseo a la Ley, que forma parte de la metáfora paterna desplazando o incidiendo sobre el deseo no anónimo de la madre, con una historia por detrás, que incluye la castración, que estar referido al S1 de la evaluación, que, justamente, a lo que apunta es a borrar la castración, a un

mundo sin real, a un mundo donde no aparezcan los retornos de lo real, cosa obviamente imposible ya que, al contrario, los retornos son cada vez más crudos.

Por lo tanto, la posición del analista de hoy, de nuestro hoy, no debe ser la del rechazo al real de la ciencia y del saber en lo real. Eso nos dejaría fuera de la época. Hay que admitir ese real cientí�co planteando que en ese saber hay el agujero de la sexualidad que escapa a todo programa y a toda evaluación. Eso implica una nueva alianza entre ciencia y psicoanálisis que descansa en la no-relación. No es la alianza de «vayamos con las neuro-ciencias a ver qué tenemos en común», es la alianza en el sentido de no recha-zar a la ciencia, pero para plantear todo el tiempo el agujero que hay en ese saber de la ciencia, producida la sexualidad. Por lo tanto, es el no hay relación sexual el que da lugar a la práctica analítica y lo que hace objeción a la omnipotencia del discur-so cientí�co.

Para nuestro psicoanálisis, si bien los síntomas ya no vienen tan cargados de sentido, como en otro tiempo, tampo-co son un trastorno, como dice el DSM. No son un trastorno de ningún orden porque en lo real no hay ningún orden, son los síntomas de la no-relación sexual.

Si bien el síntoma está articulado en signi�cantes, lo esencial en él no es ser un mensaje. Hay menos palabrería del síntoma. Estos son, ante todo, signos de puntuación que señalan la no-relación. Lacan hablaba de los síntomas como puntos de interroga-ción de la no-relación sexual. La referencia, aquí, sigue siendo la confe-rencia de Miller en Comandatuba.

Ahora bien, esto tiene consecuencias en la posición del analista, ya que se

hace más necesario «poner el cuerpo» en la relación con el analizante para hacer de la interpretación algo que tenga la misma potencia que el sínto-ma. Podemos llamar a la respuesta del psicoanálisis a las consecuencias del discurso híper moderno, a la respuesta que implica más al cuerpo, también del analista, como la perspectiva del sinthome en la posición del analista. Esta nueva perspectiva es la del arreglo, que anuda el cuerpo y la lengua más allá de que haya o no haya recurso al Nombre-del-Padre. Esto no quiere decir que no hay más analizan-tes en los que el Nombre-del-Padre opere. Tampoco seamos apocalípticos. Estamos hablando de una tendencia que se veri�ca en la época, que se trata más bien de ubicar la inconsistencia en el Otro, ante la cual el Nombre-del-Padre no es más que un instrumento ad hoc, entre otros, para tratar ese agujero.

Lacan describió justamente el sintho-me a partir de alguien que se las arregló sin análisis: Joyce. Joyce se las arregló bien sin análisis. Lacan dice que él encarnó su sinthome y, a partir de ahí, Lacan piensa la neurosis, usando este recurso que inventó Joyce, que fue un neurótico. Su logro, el de Joyce, fue haber hecho coincidir su ego y su sinthome como recurso en el mundo.

La idea entonces es que hay arreglos. Hay arreglos sintomáticos, que son los arreglos con los que llega cualquier analizante a la consulta. El que llega a la consulta no es que no hizo un arreglo para articular su cuerpo con la lengua, hizo un arreglo, pero es un arreglo en el que lo que prima es el padecimiento y por eso llega al análi-sis. Si no hubiera arreglo ni llega al

análisis, es imposible. Entonces hay arreglos sintomáticos, que son arreglos sin análisis, y a lo que apunta el análisis es a lograr un arreglo sinthomatico, en donde el padecimiento deja paso al régimen del funcionamiento. Es decir, que de lo que se trata en un psicoanáli-sis es de pasar a un régimen del sínto-ma en donde no se padezca demasia-do. Padecer demasiado es lo que Lacan dice, en el Seminario 11, que lleva a la gente al análisis. Los neuróticos pade-cen demasiado de su síntoma, es decir, el síntoma sirve para arreglárselas con la pulsión, pero con el costo de pade-cer demasiado. Entonces algo hay que transformar ahí y el sinthome es el resultado de esa transformación.

Vamos a ir terminando con algún comentario sobre la interpretación. La interpretación desde la perspectiva del sinthome es contraria a la interpreta-ción del inconsciente. Este trabaja

todo el tiempo, nos interpreta ligando un signi�cante con otro signi�cante. Está el resto diurno, por ejemplo, y a partir del resto diurno ustedes arman toda una historia en el sueño. Eso es el inconsciente palabrero que va ligando S1 y S2. La interpretación analítica desde la perspectiva del sinthome va a la inversa, es una interpretación que busca un corte y un punto de deten-ción en la cadena signi�cante.

Por eso al principio decía que es como si la posición del analista fuera opuesta a la del analizante que quiere más sentido, más sentido y más senti-do. ¿Por qué? Porque es necesario amar al inconsciente. No hay análisis si no se introduce un cierto amor por el inconsciente, es absolutamente nece-sario; pero cuando uno se queda enamorado de su inconsciente,

estamos mal, porque no terminamos nunca. Entonces, en el análisis hay un momento en que hay que perder algo de ese amor al inconsciente porque si no, se trata de asociar, asociar, asociar, y eso lleva al análisis in�nito que describió Freud. Cuando uno ama demasiado sus pensamientos incons-cientes, es un problema.

La interpretación del analista desde la perspectiva del sinthome, que va en contra de la interpretación del incons-ciente, no es que vaya en contra en cuanto a los contenidos, va en contra del sentido inconsciente en sí mismo, para conducir al analizante a lo que Miller llamó los elementos absolutos de su existencia contingente, que son sus signi�cantes amo. Son elementos absolutos porque no se asocian más a otra cosa, no se les busca más un senti-do; y son contingentes porque el sujeto se encontró con esos S1 de manera

contingente, de manera traumática. A partir de esos S1 contingentes, el sujeto arma un síntoma o un programa que le es necesario. Lo que le es necesario al sujeto para la vida, su síntoma y su fantasma, en su origen fue absoluta-mente contingente. Nada determinaba de antemano que alguien tuviera tal síntoma o tal fantasma.

Les propongo un breve comentario sobre un caso para pensar esa perspec-tiva del sinthome. Es una analizante, una mujer grande, que vive el in�erno de una relación con el partenaire sexual. Por qué digo esto, porque esa relación se sostiene en una frase del padre, que podríamos ubicar como el elemento contingente. Dicha frase la ubica como objeto de uso de los hom-bres, y ella no ve, en su relación con los hombres, más que la prueba de este

oráculo paterno. Esta frase fantasmáti-ca no dice nada de ella como mujer, no dice nada de su semblante ni de su forma de ser, nada, solamente que la ven por un atributo paterno.

Las sesiones con ella transcurrían siempre entre lamento y queja, que desplegaba un goce comandado por la frase fantasmática. Ahora resulta que la pareja de esta mujer, la pareja del momento que llega al análisis, respon-de a este imperativo del fantasma porque era alguien que pedía y necesi-taba, justamente, ese atributo. Pero algo del comportamiento de él no cerraba bien con esto, porque era un hombre amoroso. No cerraba bien con la sentencia paterna que la ubicaba como objeto de uso de un hombre. Había algo más. Entonces la interpre-tación toca ese punto y el saber absolu-to del padre queda afectado. El semblante que toma el analista es una especie de mezcla entre lo que exige el fantasma de esta mujer (no se podía ir en contra, de frente con ese fantasma) y una recti�cación tolerable del orácu-lo paterno. Por ejemplo, diciéndole que «parece que él no quiere solo eso». Es una posición en donde se con�rma la exigencia del Otro fantasmático; pero no se con�rma del todo ese fantasma, ni todo el tiempo, y no se lo alimenta. Es una manera de ir tejiendo lo que Graciela Brodsky llamó el lazo sinthomatico de la transferencia, es decir, usando lo que ya hay ahí, que es el fantasma apoyado en el padre, para ir tirando de ahí, no yendo francamen-te en contra, pero objetando.

Encontramos dos vacilaciones: una vacilación que es la calculada del analista que le cree y no le cree al fantasma, y una vacilación del parte-naire de la analizante, que le pide a la vez que introduce algo del orden del amor.

Golpear en el fantasma de lleno sería un riesgo muy grande, puesto que deja sin sostén simbólico imaginario al sujeto y abre a la posibilidad de un pasaje al acto. Habría que localizar más bien el obstáculo del síntoma,

para reconocer en él cómo opera el goce en el analizante. En cierto momento el semblante del analista vira y la interpretación por el corte es tajante y poniendo el cuerpo, ponién-dose de pie y diciéndole «sí, es eso», en el momento en que la analizante dice: «me gusta ese hombre con sus di�cul-tades». No dice «otro más que me quiere por lo que aseguraba mi papá, cuánta razón tenía mi papá», sino que dice «me gusta este hombre con sus di�cultades». Existe ahí compromiso con su goce, que es un goce que la anima ante el partenaire y es lo que le permite a ella tener un compañero. En ese momento llega el corte. Estar advertida de ese goce le permitió limitarlo y no desaparecer ante él, sino reducirlo a lo necesario de la condi-ción en un rasgo en el partenaire.

Se acota su goce de ser objeto de uso y se reconoce que hay ahí una condi-ción amorosa: un hombre, para estar con ella, tiene que tener ciertas di�cultades. Es así en este análisis: o se la empuja a estar sola el resto de sus días o se la empuja a soportar un hombre que tiene esa condición que ella necesita, que es que tenga ciertas di�cultades.

Me parece que el analista, desde la perspectiva del sinthome, tiene algo del homeópata. Es como si fuera un médico homeópata porque prescribe aquello de lo que se sufre. Toma los signi�cantes de los que sufre el anali-zante para operar, a partir de ahí, una transformación. Es seguir bastante al pie de la letra lo que Lacan plantea en el Seminario 24, cuando dice que cada uno inventa la lengua que habla.

No es su�ciente recibir la lengua de los otros, hay que recortar ciertos signi�cantes de esa lengua del Otro. Uno recibe un montón de signi�cantes y se queda con unos pocos en sus fantasmas, en sus síntomas, incluso en su novela familiar, en sus recuerdos, en sus sueños. Son pocos los signi�cantes que uno toma del Otro y que pasan a tomar peso para nosotros.

Ahí también hay algo de invención.

En cada uno, un signi�cante, de una manera y no de otra, va a remitir a ciertos recuerdos y equívocos y no a otros. Entonces, cada uno, a pesar de que recibe la lengua del Otro, inventa la lengua que habla, y esto implica la dimensión del amor. Por eso les decía que es necesario amar al inconsciente, porque es el único medio de establecer una relación entre S1 y S2. Como lo que recibimos del Otro son signi�can-tes sueltos (S1), la única conexión que puede haber entre signi�cantes requie-re de un amor al inconsciente para que los interprete y para hacer de puente entre S1 y S2.

Entonces, si el estado inicial del ser hablante es consonante con el discurso que impera hoy de los S1 solos, antes de la constitución del inconsciente, el psicoanálisis debe inventar el amor al inconsciente para hacer existir la no-relación sexual y los semblantes necesarios para hacer vivible el real singular de cada uno.

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Clínica lacanianaAlejandro Reinoso

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E l artículo relaciona tres nocio-nes: cuerpo, psicoanálisis y época actual. El psicoanálisis

surge con Freud cuando este hace hablar el cuerpo de la histérica en la época victoriana, período de la moder-nidad aún caracterizado por la opera-tividad del Nombre-del-Padre y la consistencia del Otro. El autor se interroga por las consecuencias de la época en la comprensión psicoanalíti-ca del cuerpo contemporáneo.

1. El cuerpo en el psicoanálisis

En Freud tenemos, inicialmente, el cuerpo de la histérica en su registro sintomático como en su puesta en acto en la transferencia. La complacencia somática del síntoma sitúa la descarga y la dimensión de ciframiento, propias del trabajo del inconsciente dirigido a velar su deseo. Freud interpreta accio-nes y fantasías en el contexto de la transferencia con el analista y cuya salida posible se dirige a la vertiente del acto, es decir, del Aussprechen (declarar, pronunciar) ante otro orien-tándose por la asociación libre. Esa vía provee un alivio sintomático que dirige el corpus energético hacia el trabajo analítico. La cura por amor está ahí habilitada.

En el cuerpo se encarna un con�icto psíquico muy preciso que cede con la interpretación. El cuerpo de la histéri-ca está fragmentado y erotizado por el símbolo, la representación fragmenta-ria que permanece del recuerdo olvidado de la escena traumática real, en un inicio, y fantaseada, en una segunda aproximación al trauma. En este contexto, el síntoma conversivo es una perturbación de la función orgáni-ca por la erogenización que contiene.

También emerge en Freud, respecto de aquello que moviliza, la distinción entre instinto y pulsión: el primero, un programa de conductas orientadas a la mantención de la conservación y a la reproducción de la especie, a diferen-cia de la segunda, la pulsión, cuyo empuje constante se dirige a un objeto no �jado por un programa sino que se �ja en torno a experiencias de satisfac-ción que dejan una impronta. Las pulsiones parciales también dan cuenta de la fragmentación del cuerpo; el cuerpo discontinuo debido a las zonas erógenas, verdaderos agujeros en torno a los cuales circulan pulsio-nes parciales introduciendo el movi-miento del objeto que atrae más allá de la necesidad (ejemplo: el chupeteo oral). Freud sostiene, hacia el �nal, la articulación entrelazada entre las

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Alejandro REINOSOPsicoanalista practicante. Miembro de la SLP y de la AMP.El autor es psicólogo y doctor en Ciencias Sociales (Universidad Gregoriana). Se desem-peña como académico en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Miembro de la ALP.

pulsiones de vida y muerte; entre el placer en el cuerpo, descarga y dismi-nución de la tensión psíquica, y el displacer del aumento de la tensión, es decir, el cuerpo que se orienta a aumentar esa tensión más allá del principio del placer por vía de la satis-facción de la pulsión de muerte. Si a ello se suma la inercia del síntoma, lejos de la vía interpretativa —tal como aparece en Inhibición, síntoma y angustia (1926)— la cuestión de la satisfacción en el síntoma, es decir, su dimensión económica, se torna clave y un punto de interrogación sobre los análisis y sus términos.

En el estadio del espejo, según Lacan, para que un sujeto se reconozca con una imagen de cuerpo entero, con un efecto de totalidad y unidad imagi-naria, requiere del Otro. En efecto, es por vía de la identi�cación con la imagen del Otro que se adquiere una imagen del propio cuerpo. No obstan-te, para que ello ocurra —la identi�ca-ción imaginaria— es condición el acceso a la estructura del lenguaje, es decir, el registro simbólico.

Una de las incidencias del lenguaje sobre el viviente es que separa al cuerpo del sujeto. Este efecto de sepa-ración entre sujeto y cuerpo tiene una consecuencia fundamental: el cuerpo tiene que hacerse. Se nace con un organismo que es atravesado por el lenguaje y, por ende, el cuerpo se cons-truye, es efecto de la palabra. La moda-lidad de construcción tendrá una deriva según el tipo clínico y su anuda-miento singular. El cuerpo, en su dimensión sintomática, se estructura como un mensaje y remite a un senti-do. Este cuerpo es comprendido en clave de la función de la palabra en el campo del lenguaje.

Lacan retoma, en los Seminarios 10 y 11, el cuerpo fragmentado por el goce en su pluralización parcial de los obje-tos, las cinco formas de los objetos a naturales y también su lugar de causa (Miller, 2006). La misma estructura del inconsciente tiene la lógica de la zona erógena, es decir, el inconsciente pulsa, se abre y se cierra. Las zonas erógenas se relacionan directamente con el Otro: el Otro del deseo y el Otro de la demanda. Es el goce fragmentado en objetos; goce normal como lo deno-mina Miller (2003).

En el Seminario 20, la interrogación está puesta en la noción de lenguaje, el cual derivaría de una forma originaria que él denomina lalengua: palabra en su condición anterior a la estructura gramatical y léxica. Es la palabra concebida ya no en su relación al Otro como comunicación o mensaje sino en su dimensión de goce. Este semina-rio de las no relaciones, cuya enuncia-ción es el axioma no hay relación sexual, pone en un determinado lugar al cuerpo:

si hasta entonces para Lacan el supuesto del psicoanálisis es un sujeto que habla y que en de�nitiva está tachado por el signi�cante, a partir de Aún lo será por el cuerpo vivo. Solo hay psicoanálisis de un cuerpo vivo y que habla, lo que para Lacan en este seminario merece ser cali�cado de misterio. Así termina una de sus lecciones ese año. En otras palabras, lo supuesto es el por el cuerpo (Miller, 2003: 270).

Así, la vida se sitúa del lado de lo real: el cuerpo vivo es la condición del goce.

En el último Lacan, de la mano del Otro inconsistente y bajo el paradigma de la fragmentación, la clínica emerge sin con�icto sexual ni regulación por el Nombre-del-Padre. Las distinciones estructurales, por su parte, son menos claras. La modalidad que permite comprender esta lógica ya no es el cuerpo-síntoma como mensaje sino como acontecimiento de cuerpo, que se acompaña de la pareja ordenada S1 – a.

En efecto, en este tipo de clínica conti-nuista la solución de esta pareja, donde un signi�cante amo se articula con un fragmento de real, con un resto pulsional, se relaciona con algo del cuerpo. Y entonces asume un papel fundamental el cuerpo del parlêtre; el ser que habla es el sujeto más el cuerpo. La última de�nición que dejó Lacan del síntoma, como aconteci-miento de cuerpo, implica que el goce está en juego.

2. Cuerpo, civilización y época

Mientras el cuerpo de la modernidad era un instrumento para el trabajo, la fertilidad y la producción, entendida al modo del capitalismo de producción, en la sociedad hipermoderna ocupa otro lugar: la privatización del control del cuerpo que produce un efecto de impotencia e insu�ciencia respecto del mismo cuerpo y del yo. En esta lógica, la construcción del sí mismo ocupa un lugar central y, por ende, hacerse un cuerpo es un correlato e imperativo directo (Bauman, 1999).

En el contexto de una producción industrial, del plus de gozar a través del mercado, el cuerpo toma un lugar central: alimentos, fármacos saluda-bles, aparatos para ejercicios, manua-les de autoinstrucción de medicina, �tness, wellness, instrumentos e inter-venciones para modelar el cuerpo. Este último se pone en la escena de la mirada y la mirada se centra en el cuerpo para ser visto, sin velo. El cuerpo joven reina con el tabú de la muerte y del envejecimiento y la grasa es el símbolo del nuevo pecado de gula (y no de la abundancia, como en otras épocas). El mandamiento insigne es: No fat (Bauman, 1999).

Las transformaciones de lo simbóli-co y lo real en la época

Los últimos dos congresos de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) han versado sobre las transfor-maciones de lo simbólico y las vicisitu-des de lo real, cuyos registros han sido discutidos y articulados para poner en lógica la clínica contemporánea y el uso actualizado de conceptos y mate-mas lacanianos.

En términos de lo simbólico, el contexto contemporáneo es el de la inexistencia del Otro, del debilitamien-to de la posición del Padre, la caída de los ideales y el empuje a la homogenei-zación de la subjetividad de la época a través de los avances del saber de las tecnociencias y sus múltiples objetos. Asimismo, el mundo contemporáneo se orienta hacia el horizonte de la mujer, un modo de situar enigmática-mente «el goce in-formado, el goce sin forma» (Lacan, 1992: 172). El goce sin medida o fuera de toda medida fálica (el objeto a) se hace más patente en tanto hay más objetos disponibles para la satisfacción pulsional.

En relación a lo real, el mundo moderno (el del siglo XX) ha intenta-do dominar los imprevistos de la natu-raleza, de las catástrofes, buscando acercar los límites para reducirlo, controlarlo, aumentar la paz y acercar-se a la felicidad. Sin embargo, «lo real prende fuego a todo. Pero es un fuego frío» (Lacan, 2005: 119). Este imposi-ble de lo real busca aferrarse a las ciencias pero se encuentra con lo real sin ley, siempre. Sin embargo, la búsqueda cientí�ca, de la mano del capitalismo contemporáneo, hace que lo real esté menos enmarcado y más

expuesto a una deriva sin límites. Para Lacan, lo real de las ciencias no coinci-de con lo real para el psicoanálisis. En efecto, señala Miller que «se trata para el psicoanálisis [en el siglo XXI] de explorar otra dimensión: la de la defensa contra lo real sin ley y fuera de sentido» (Miller, 2012).

3. Tres consecuencias sobre loscuerpos contemporáneos

Algunas consecuencias se advierten en la relación de los cuerpos con el objeto, en la relación con el acto y la angustia, y, �nalmente, en los cuerpos extraviados, sin brújulas, propios de la hipermodernidad.

■ Cuerpo y objeto:

Miller, en su conferencia preparato-ria al VI Congreso de la AMP, pronunciada en Roma y llamada Los objetos a en la experiencia analítica, indicaba la diferencia entre los objetos a naturales, los objetos culturales y el objeto causa. En relación a las cinco formas del objeto a, indica:

Allí, cada una de las formas está detalla-da, pero está detallada en el cuerpo. Cada una de estas formas del objeto a detallada como un pedazo del cuerpo. El a no aparece como el producto de una estructura articulada, sino como el producto de un cuerpo fragmentado. Sin duda estos objetos responden a una estructura común, estructura de borde, estructura de acodo, pero en el Semina-rio La angustia, estas estructuras están enraizadas en el cuerpo. Se puede ir más lejos aún, hasta marcar que el cuerpo está recortado por la estructura lingüís-tica, se pueden revelar los isomor�smos

entre el cuerpo y la estructura, pero es en el Seminario La angustia que se ven los objetos a capturados por Lacan en el cuerpo mismo (2006).

Para Lacan, las cinco �guras del objeto u objetos a naturales no son otra cosa que los restos del cuerpo fragmentado: oral, anal, fálico, escópi-co y voz.

A partir de cada objeto natural del cuerpo fragmentado, la cultura produ-ce y reproduce. En el caso de las imágenes visuales y sonoras (tema del último ENAPOL realizado en Sao Paulo este año 2015, titulado El impe-rio de las imágenes), la sociedad hiper-moderna y capitalista produce, integra y mercantiliza estos objetos otorgán-doles un particular lugar. En efecto, en el caso de la relación entre el objeto escópico y el cuerpo, tenemos un cuerpo exhibido a la mirada para ver, cuerpos dispuestos a ser vistos y a hacerse ver. La mirada omnipresente, transparente y sin velo da cuenta del ascenso al cenit social del objeto a, deslocalizando a los seres hablantes y dejándolos sin punto de corte al goce.

Lo mismo sucede con el objeto oral respecto del cual Miller (2006) puntualiza: «se sabe bastante el deterioro de la relación del sujeto con el objeto oral inducido por las costum-bres alimenticias de la modernidad contemporánea». Lo perecedero, propio del objeto anal, se desliza y disuelve en la liquidez de la instanta-neidad, tal cual la describe Bauman.

La relación entre imagen y objeto es más neta hoy que nunca: la nada del objeto está cubierta por una imagen que siempre tiene un punto de fuga. No obstante, los actuales efectos de las imágenes no tienen la misma preg-nancia que en la época del Nombre-del-Padre. Las imágenes / objetos tienen incidencia en los cuerpos, en su regulación y agitación:

Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de

angustia, de erotización o de morti�ca-ción, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portado-ra de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular (Bassols, 2015).

■ Cuerpo, acto y angustia. Dilemas de la inscripción ante el exceso

Un signo de las transformaciones de lo simbólico y del Otro que no existe es la actual articulación entre inscripción y goce. La inscripción de lo simbólico ha sido el modo de regulación del goce en la época del Nombre-del-Padre.

Ante este declive, la dimensión del acto pierde su espesor y resonancia simbólica; por ello, los modos de inscripción en la vía de lo imaginario van más allá de los modos acotados, rituales y grá�cos especí�cos a los cuales estaba localizado.

El aumento en el uso de tatuajes y escari�caciones evidencia intentos de inscribir los cuerpos en el campo del signi�cante que permitan dar un lugar en el Otro, localizar y responder quié-nes somos y a dónde pertenecemos: «es algo muy llamativo estos cuerpos en busca de un personaje, como Piran-dello y los personajes en búsqueda de un autor, mientras que en este caso son realmente cuerpos que van en la búsqueda de un signi�cante que sea realmente un signi�cante» (Laurent y otros, 2012: 78).

La prevalencia de las llamadas pato-logías del acto —impulsiones y violen-cia en la vía del acting out y del pasaje

al acto— son indicativas del debilita-miento de lo simbólico. La articula-ción entre acto, discurso y cuerpo está anudada de manera tal que las inscrip-ciones en los cuerpos no solo se dirigen a dar lugar en Otro, sino también a detener la angustia por vía de las automutilaciones y los cortes en el cuerpo. En la medida que el corte en lo simbólico no opera, se realiza el corte en lo real. En efecto, la angustia implica un encuentro con el objeto sin velo, lugar donde falta la falta y que, por ende, constituye una desarticula-ción de la relación entre el deseo y el goce que el fantasma desfallecido no permite operar.

La función del inconsciente es tramitar el goce en un particular

modo, de manera tal que cuando este fracasa, el acto se pone en escena, o bien se produce un acto que saca al sujeto de la escena introduciendo un corte por vía del acto. Acto e incons-ciente tienen funciones disyuntas:

es por esto que en el pasaje al acto hay un no querer saber de eso. Se sale de la escena por la certeza que se alcanza con una identi�cación en cortocircuito con el objeto a. Es una identi�cación que Lacan llama identi�cación absoluta con el objeto a como fuera de la escena. En el pasaje al acto hay un rechazo de la escena y, al mismo tiempo, rechazo de cualquier llamado al Otro (Miller, 2006: 108).

La experiencia de la caída respecto del deseo del Otro, o bien un cortocir-cuito y el desencadenamiento de la angustia, son fuentes fundamentales que se asocian al empuje al acto como

una fórmula de disminuir el dolor de ser tal como indica Lacan en el Semi-nario 5 (1999: 254).

La respuesta del psicoanálisis es el acto analítico: «hay también un acto que puede cali�carse como acto por el cual un psicoanalista se instala, hay aquí aun algo que merece el nombre de acto, incluso hasta que ese acto pueda inscribirse en alguna parte» (Lacan, 1967-1968: inédito. Lección 18/11/67).

En la clínica del exceso fuera de sentido, el acto analítico, en las manio-bras de la transferencia y la presencia del analista con su cuerpo (objeto a encarnado, como indica Miller en Televisión), así como los últimos desa-rrollos del mismo Miller sobre el analista sinthome que facilita el anuda-

miento, constituyen una orientación por lo singular que pueden alejar al parlêtre de lo peor.

■ Sujetos sin brújula, cuerposextraviados

En la conferencia de Comandatuba, Miller (2004) subraya como clave de lectura de la subjetividad de la época a los sujetos desorientados después de la moral civilizadora del período freudiano.

La antigua orientación por el ideal cede lugar al objeto. La lógica de la errancia emerge tanto en términos sociales como en nuevos nomadismos, pero no se agota en ello. En términos estrictos, esta noción lacaniana —la errancia— indica que el sujeto contemporáneo es un sujeto errante: «la palabra errancia lleva su equívoco puesto que errar no solo puede signi�-car vagar, viajar, transitar sin rumbo �jo, ‘pirarse’ (para tomar un término

del Antiedipo), sino también la deriva en el error» (Vaschetto, 2010: 19). Sujeto descarriado, fuera del carril y del carro del Nombre-del-Padre. Implica un fuera de la espacialidad y la geogra-fía asignadas clásicamente por el efecto del Otro consistente. Errancia de los cuerpos en otros lugares, ¿en cuáles? ¿Cómo aparecen estos cuerpos en la época? Apagados y deprimidos, excita-dos, insomnes, hiperactivos, ansiosos, confusos, en suspensión, a la espera que un soplo del Otro devuelva la vida o traiga paz, afectados por afectos y emociones, ¿de qué tipo? Violentas, de amores de vida o muerte. La medicali-zación disminuye el volumen de todo ello, pero no reduce ni localiza en tanto falta un síntoma que anude.

El estrago es un buen ejemplo. La clínica contemporánea ha conceptuali-zado cada vez más este trazo de la ense-ñanza de Lacan. A menudo mujeres

cuya presentación clínica no parece la clásica histeria sino con modos y características de deslocalización subjetiva e impulsiones que podrían equívocamente hacer pensar en la psicosis, sin asociaciones ni interpreta-ciones que permitan poner en función el deseo, sin formaciones del incons-ciente ni retorno de lo reprimido ni fantasma en función y sin deseo insatisfecho localizado (Álvarez, 2008).

Los cuerpos estragados se pueden apreciar clínicamente cuando la forma erotomaníaca del amor se torna estra-gante: para una mujer, cuando un hombre se transforma en un estrago para ella o bien cuando el Otro mater-no aparece sin mediación del falo. El estrago tiene, a diferencia del síntoma, una forma deslocalizada y una medida in�nita que responde a la lógica del no-todo:

el estrago deviene extravío cuando el circuito de la palabra, en su dimensión de demanda (de amor) se halla interrumpido, di�cultado (…) El recha-zo del inconsciente se hace entonces patente no solo en la dimensión de aquel que no quiere saber (o no quiere dejarse engañar), sino también en los efectos casi de sideración o de devastación en el cuerpo (Vaschetto, 2010: 121).

En efecto, es el cuerpo tomado por el amor loco del abandono, del desamor y el rechazo in�nitesimal, devastado por el dolor metonímico donde la única salida imaginada pareciera ser dejar de existir. Clínicamente se requiere el paso del cuerpo estragado al cuerpo de la posición histérica, marcado por el síntoma y el fantasma en función.

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1940

Consecuencias de lastransformaciones de lo

simbólico y lo real en loscuerpos actuales

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l artículo relaciona tres nocio-nes: cuerpo, psicoanálisis y época actual. El psicoanálisis

surge con Freud cuando este hace hablar el cuerpo de la histérica en la época victoriana, período de la moder-nidad aún caracterizado por la opera-tividad del Nombre-del-Padre y la consistencia del Otro. El autor se interroga por las consecuencias de la época en la comprensión psicoanalíti-ca del cuerpo contemporáneo.

1. El cuerpo en el psicoanálisis

En Freud tenemos, inicialmente, el cuerpo de la histérica en su registro sintomático como en su puesta en acto en la transferencia. La complacencia somática del síntoma sitúa la descarga y la dimensión de ciframiento, propias del trabajo del inconsciente dirigido a velar su deseo. Freud interpreta accio-nes y fantasías en el contexto de la transferencia con el analista y cuya salida posible se dirige a la vertiente del acto, es decir, del Aussprechen (declarar, pronunciar) ante otro orien-tándose por la asociación libre. Esa vía provee un alivio sintomático que dirige el corpus energético hacia el trabajo analítico. La cura por amor está ahí habilitada.

En el cuerpo se encarna un con�icto psíquico muy preciso que cede con la interpretación. El cuerpo de la histéri-ca está fragmentado y erotizado por el símbolo, la representación fragmenta-ria que permanece del recuerdo olvidado de la escena traumática real, en un inicio, y fantaseada, en una segunda aproximación al trauma. En este contexto, el síntoma conversivo es una perturbación de la función orgáni-ca por la erogenización que contiene.

También emerge en Freud, respecto de aquello que moviliza, la distinción entre instinto y pulsión: el primero, un programa de conductas orientadas a la mantención de la conservación y a la reproducción de la especie, a diferen-cia de la segunda, la pulsión, cuyo empuje constante se dirige a un objeto no �jado por un programa sino que se �ja en torno a experiencias de satisfac-ción que dejan una impronta. Las pulsiones parciales también dan cuenta de la fragmentación del cuerpo; el cuerpo discontinuo debido a las zonas erógenas, verdaderos agujeros en torno a los cuales circulan pulsio-nes parciales introduciendo el movi-miento del objeto que atrae más allá de la necesidad (ejemplo: el chupeteo oral). Freud sostiene, hacia el �nal, la articulación entrelazada entre las

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pulsiones de vida y muerte; entre el placer en el cuerpo, descarga y dismi-nución de la tensión psíquica, y el displacer del aumento de la tensión, es decir, el cuerpo que se orienta a aumentar esa tensión más allá del principio del placer por vía de la satis-facción de la pulsión de muerte. Si a ello se suma la inercia del síntoma, lejos de la vía interpretativa —tal como aparece en Inhibición, síntoma y angustia (1926)— la cuestión de la satisfacción en el síntoma, es decir, su dimensión económica, se torna clave y un punto de interrogación sobre los análisis y sus términos.

En el estadio del espejo, según Lacan, para que un sujeto se reconozca con una imagen de cuerpo entero, con un efecto de totalidad y unidad imagi-naria, requiere del Otro. En efecto, es por vía de la identi�cación con la imagen del Otro que se adquiere una imagen del propio cuerpo. No obstan-te, para que ello ocurra —la identi�ca-ción imaginaria— es condición el acceso a la estructura del lenguaje, es decir, el registro simbólico.

Una de las incidencias del lenguaje sobre el viviente es que separa al cuerpo del sujeto. Este efecto de sepa-ración entre sujeto y cuerpo tiene una consecuencia fundamental: el cuerpo tiene que hacerse. Se nace con un organismo que es atravesado por el lenguaje y, por ende, el cuerpo se cons-truye, es efecto de la palabra. La moda-lidad de construcción tendrá una deriva según el tipo clínico y su anuda-miento singular. El cuerpo, en su dimensión sintomática, se estructura como un mensaje y remite a un senti-do. Este cuerpo es comprendido en clave de la función de la palabra en el campo del lenguaje.

Lacan retoma, en los Seminarios 10 y 11, el cuerpo fragmentado por el goce en su pluralización parcial de los obje-tos, las cinco formas de los objetos a naturales y también su lugar de causa (Miller, 2006). La misma estructura del inconsciente tiene la lógica de la zona erógena, es decir, el inconsciente pulsa, se abre y se cierra. Las zonas erógenas se relacionan directamente con el Otro: el Otro del deseo y el Otro de la demanda. Es el goce fragmentado en objetos; goce normal como lo deno-mina Miller (2003).

En el Seminario 20, la interrogación está puesta en la noción de lenguaje, el cual derivaría de una forma originaria que él denomina lalengua: palabra en su condición anterior a la estructura gramatical y léxica. Es la palabra concebida ya no en su relación al Otro como comunicación o mensaje sino en su dimensión de goce. Este semina-rio de las no relaciones, cuya enuncia-ción es el axioma no hay relación sexual, pone en un determinado lugar al cuerpo:

si hasta entonces para Lacan el supuesto del psicoanálisis es un sujeto que habla y que en de�nitiva está tachado por el signi�cante, a partir de Aún lo será por el cuerpo vivo. Solo hay psicoanálisis de un cuerpo vivo y que habla, lo que para Lacan en este seminario merece ser cali�cado de misterio. Así termina una de sus lecciones ese año. En otras palabras, lo supuesto es el por el cuerpo (Miller, 2003: 270).

Así, la vida se sitúa del lado de lo real: el cuerpo vivo es la condición del goce.

En el último Lacan, de la mano del Otro inconsistente y bajo el paradigma de la fragmentación, la clínica emerge sin con�icto sexual ni regulación por el Nombre-del-Padre. Las distinciones estructurales, por su parte, son menos claras. La modalidad que permite comprender esta lógica ya no es el cuerpo-síntoma como mensaje sino como acontecimiento de cuerpo, que se acompaña de la pareja ordenada S1 – a.

En efecto, en este tipo de clínica conti-nuista la solución de esta pareja, donde un signi�cante amo se articula con un fragmento de real, con un resto pulsional, se relaciona con algo del cuerpo. Y entonces asume un papel fundamental el cuerpo del parlêtre; el ser que habla es el sujeto más el cuerpo. La última de�nición que dejó Lacan del síntoma, como aconteci-miento de cuerpo, implica que el goce está en juego.

2. Cuerpo, civilización y época

Mientras el cuerpo de la modernidad era un instrumento para el trabajo, la fertilidad y la producción, entendida al modo del capitalismo de producción, en la sociedad hipermoderna ocupa otro lugar: la privatización del control del cuerpo que produce un efecto de impotencia e insu�ciencia respecto del mismo cuerpo y del yo. En esta lógica, la construcción del sí mismo ocupa un lugar central y, por ende, hacerse un cuerpo es un correlato e imperativo directo (Bauman, 1999).

En el contexto de una producción industrial, del plus de gozar a través del mercado, el cuerpo toma un lugar central: alimentos, fármacos saluda-bles, aparatos para ejercicios, manua-les de autoinstrucción de medicina, �tness, wellness, instrumentos e inter-venciones para modelar el cuerpo. Este último se pone en la escena de la mirada y la mirada se centra en el cuerpo para ser visto, sin velo. El cuerpo joven reina con el tabú de la muerte y del envejecimiento y la grasa es el símbolo del nuevo pecado de gula (y no de la abundancia, como en otras épocas). El mandamiento insigne es: No fat (Bauman, 1999).

Las transformaciones de lo simbóli-co y lo real en la época

Los últimos dos congresos de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) han versado sobre las transfor-maciones de lo simbólico y las vicisitu-des de lo real, cuyos registros han sido discutidos y articulados para poner en lógica la clínica contemporánea y el uso actualizado de conceptos y mate-mas lacanianos.

En términos de lo simbólico, el contexto contemporáneo es el de la inexistencia del Otro, del debilitamien-to de la posición del Padre, la caída de los ideales y el empuje a la homogenei-zación de la subjetividad de la época a través de los avances del saber de las tecnociencias y sus múltiples objetos. Asimismo, el mundo contemporáneo se orienta hacia el horizonte de la mujer, un modo de situar enigmática-mente «el goce in-formado, el goce sin forma» (Lacan, 1992: 172). El goce sin medida o fuera de toda medida fálica (el objeto a) se hace más patente en tanto hay más objetos disponibles para la satisfacción pulsional.

En relación a lo real, el mundo moderno (el del siglo XX) ha intenta-do dominar los imprevistos de la natu-raleza, de las catástrofes, buscando acercar los límites para reducirlo, controlarlo, aumentar la paz y acercar-se a la felicidad. Sin embargo, «lo real prende fuego a todo. Pero es un fuego frío» (Lacan, 2005: 119). Este imposi-ble de lo real busca aferrarse a las ciencias pero se encuentra con lo real sin ley, siempre. Sin embargo, la búsqueda cientí�ca, de la mano del capitalismo contemporáneo, hace que lo real esté menos enmarcado y más

expuesto a una deriva sin límites. Para Lacan, lo real de las ciencias no coinci-de con lo real para el psicoanálisis. En efecto, señala Miller que «se trata para el psicoanálisis [en el siglo XXI] de explorar otra dimensión: la de la defensa contra lo real sin ley y fuera de sentido» (Miller, 2012).

3. Tres consecuencias sobre loscuerpos contemporáneos

Algunas consecuencias se advierten en la relación de los cuerpos con el objeto, en la relación con el acto y la angustia, y, �nalmente, en los cuerpos extraviados, sin brújulas, propios de la hipermodernidad.

■ Cuerpo y objeto:

Miller, en su conferencia preparato-ria al VI Congreso de la AMP, pronunciada en Roma y llamada Los objetos a en la experiencia analítica, indicaba la diferencia entre los objetos a naturales, los objetos culturales y el objeto causa. En relación a las cinco formas del objeto a, indica:

Allí, cada una de las formas está detalla-da, pero está detallada en el cuerpo. Cada una de estas formas del objeto a detallada como un pedazo del cuerpo. El a no aparece como el producto de una estructura articulada, sino como el producto de un cuerpo fragmentado. Sin duda estos objetos responden a una estructura común, estructura de borde, estructura de acodo, pero en el Semina-rio La angustia, estas estructuras están enraizadas en el cuerpo. Se puede ir más lejos aún, hasta marcar que el cuerpo está recortado por la estructura lingüís-tica, se pueden revelar los isomor�smos

entre el cuerpo y la estructura, pero es en el Seminario La angustia que se ven los objetos a capturados por Lacan en el cuerpo mismo (2006).

Para Lacan, las cinco �guras del objeto u objetos a naturales no son otra cosa que los restos del cuerpo fragmentado: oral, anal, fálico, escópi-co y voz.

A partir de cada objeto natural del cuerpo fragmentado, la cultura produ-ce y reproduce. En el caso de las imágenes visuales y sonoras (tema del último ENAPOL realizado en Sao Paulo este año 2015, titulado El impe-rio de las imágenes), la sociedad hiper-moderna y capitalista produce, integra y mercantiliza estos objetos otorgán-doles un particular lugar. En efecto, en el caso de la relación entre el objeto escópico y el cuerpo, tenemos un cuerpo exhibido a la mirada para ver, cuerpos dispuestos a ser vistos y a hacerse ver. La mirada omnipresente, transparente y sin velo da cuenta del ascenso al cenit social del objeto a, deslocalizando a los seres hablantes y dejándolos sin punto de corte al goce.

Lo mismo sucede con el objeto oral respecto del cual Miller (2006) puntualiza: «se sabe bastante el deterioro de la relación del sujeto con el objeto oral inducido por las costum-bres alimenticias de la modernidad contemporánea». Lo perecedero, propio del objeto anal, se desliza y disuelve en la liquidez de la instanta-neidad, tal cual la describe Bauman.

La relación entre imagen y objeto es más neta hoy que nunca: la nada del objeto está cubierta por una imagen que siempre tiene un punto de fuga. No obstante, los actuales efectos de las imágenes no tienen la misma preg-nancia que en la época del Nombre-del-Padre. Las imágenes / objetos tienen incidencia en los cuerpos, en su regulación y agitación:

Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de

angustia, de erotización o de morti�ca-ción, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portado-ra de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular (Bassols, 2015).

■ Cuerpo, acto y angustia. Dilemas de la inscripción ante el exceso

Un signo de las transformaciones de lo simbólico y del Otro que no existe es la actual articulación entre inscripción y goce. La inscripción de lo simbólico ha sido el modo de regulación del goce en la época del Nombre-del-Padre.

Ante este declive, la dimensión del acto pierde su espesor y resonancia simbólica; por ello, los modos de inscripción en la vía de lo imaginario van más allá de los modos acotados, rituales y grá�cos especí�cos a los cuales estaba localizado.

El aumento en el uso de tatuajes y escari�caciones evidencia intentos de inscribir los cuerpos en el campo del signi�cante que permitan dar un lugar en el Otro, localizar y responder quié-nes somos y a dónde pertenecemos: «es algo muy llamativo estos cuerpos en busca de un personaje, como Piran-dello y los personajes en búsqueda de un autor, mientras que en este caso son realmente cuerpos que van en la búsqueda de un signi�cante que sea realmente un signi�cante» (Laurent y otros, 2012: 78).

La prevalencia de las llamadas pato-logías del acto —impulsiones y violen-cia en la vía del acting out y del pasaje

al acto— son indicativas del debilita-miento de lo simbólico. La articula-ción entre acto, discurso y cuerpo está anudada de manera tal que las inscrip-ciones en los cuerpos no solo se dirigen a dar lugar en Otro, sino también a detener la angustia por vía de las automutilaciones y los cortes en el cuerpo. En la medida que el corte en lo simbólico no opera, se realiza el corte en lo real. En efecto, la angustia implica un encuentro con el objeto sin velo, lugar donde falta la falta y que, por ende, constituye una desarticula-ción de la relación entre el deseo y el goce que el fantasma desfallecido no permite operar.

La función del inconsciente es tramitar el goce en un particular

modo, de manera tal que cuando este fracasa, el acto se pone en escena, o bien se produce un acto que saca al sujeto de la escena introduciendo un corte por vía del acto. Acto e incons-ciente tienen funciones disyuntas:

es por esto que en el pasaje al acto hay un no querer saber de eso. Se sale de la escena por la certeza que se alcanza con una identi�cación en cortocircuito con el objeto a. Es una identi�cación que Lacan llama identi�cación absoluta con el objeto a como fuera de la escena. En el pasaje al acto hay un rechazo de la escena y, al mismo tiempo, rechazo de cualquier llamado al Otro (Miller, 2006: 108).

La experiencia de la caída respecto del deseo del Otro, o bien un cortocir-cuito y el desencadenamiento de la angustia, son fuentes fundamentales que se asocian al empuje al acto como

una fórmula de disminuir el dolor de ser tal como indica Lacan en el Semi-nario 5 (1999: 254).

La respuesta del psicoanálisis es el acto analítico: «hay también un acto que puede cali�carse como acto por el cual un psicoanalista se instala, hay aquí aun algo que merece el nombre de acto, incluso hasta que ese acto pueda inscribirse en alguna parte» (Lacan, 1967-1968: inédito. Lección 18/11/67).

En la clínica del exceso fuera de sentido, el acto analítico, en las manio-bras de la transferencia y la presencia del analista con su cuerpo (objeto a encarnado, como indica Miller en Televisión), así como los últimos desa-rrollos del mismo Miller sobre el analista sinthome que facilita el anuda-

miento, constituyen una orientación por lo singular que pueden alejar al parlêtre de lo peor.

■ Sujetos sin brújula, cuerposextraviados

En la conferencia de Comandatuba, Miller (2004) subraya como clave de lectura de la subjetividad de la época a los sujetos desorientados después de la moral civilizadora del período freudiano.

La antigua orientación por el ideal cede lugar al objeto. La lógica de la errancia emerge tanto en términos sociales como en nuevos nomadismos, pero no se agota en ello. En términos estrictos, esta noción lacaniana —la errancia— indica que el sujeto contemporáneo es un sujeto errante: «la palabra errancia lleva su equívoco puesto que errar no solo puede signi�-car vagar, viajar, transitar sin rumbo �jo, ‘pirarse’ (para tomar un término

del Antiedipo), sino también la deriva en el error» (Vaschetto, 2010: 19). Sujeto descarriado, fuera del carril y del carro del Nombre-del-Padre. Implica un fuera de la espacialidad y la geogra-fía asignadas clásicamente por el efecto del Otro consistente. Errancia de los cuerpos en otros lugares, ¿en cuáles? ¿Cómo aparecen estos cuerpos en la época? Apagados y deprimidos, excita-dos, insomnes, hiperactivos, ansiosos, confusos, en suspensión, a la espera que un soplo del Otro devuelva la vida o traiga paz, afectados por afectos y emociones, ¿de qué tipo? Violentas, de amores de vida o muerte. La medicali-zación disminuye el volumen de todo ello, pero no reduce ni localiza en tanto falta un síntoma que anude.

El estrago es un buen ejemplo. La clínica contemporánea ha conceptuali-zado cada vez más este trazo de la ense-ñanza de Lacan. A menudo mujeres

cuya presentación clínica no parece la clásica histeria sino con modos y características de deslocalización subjetiva e impulsiones que podrían equívocamente hacer pensar en la psicosis, sin asociaciones ni interpreta-ciones que permitan poner en función el deseo, sin formaciones del incons-ciente ni retorno de lo reprimido ni fantasma en función y sin deseo insatisfecho localizado (Álvarez, 2008).

Los cuerpos estragados se pueden apreciar clínicamente cuando la forma erotomaníaca del amor se torna estra-gante: para una mujer, cuando un hombre se transforma en un estrago para ella o bien cuando el Otro mater-no aparece sin mediación del falo. El estrago tiene, a diferencia del síntoma, una forma deslocalizada y una medida in�nita que responde a la lógica del no-todo:

el estrago deviene extravío cuando el circuito de la palabra, en su dimensión de demanda (de amor) se halla interrumpido, di�cultado (…) El recha-zo del inconsciente se hace entonces patente no solo en la dimensión de aquel que no quiere saber (o no quiere dejarse engañar), sino también en los efectos casi de sideración o de devastación en el cuerpo (Vaschetto, 2010: 121).

En efecto, es el cuerpo tomado por el amor loco del abandono, del desamor y el rechazo in�nitesimal, devastado por el dolor metonímico donde la única salida imaginada pareciera ser dejar de existir. Clínicamente se requiere el paso del cuerpo estragado al cuerpo de la posición histérica, marcado por el síntoma y el fantasma en función.

“Se nace con un organismoque es atravesado por el

lenguaje y, por ende,el cuerpo se construye,

es efecto de la palabra”.

“La última definición deLacan del síntoma comoacontecimiento de cuerpo

implica que está enjuego el goce”.

Page 20: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

l artículo relaciona tres nocio-nes: cuerpo, psicoanálisis y época actual. El psicoanálisis

surge con Freud cuando este hace hablar el cuerpo de la histérica en la época victoriana, período de la moder-nidad aún caracterizado por la opera-tividad del Nombre-del-Padre y la consistencia del Otro. El autor se interroga por las consecuencias de la época en la comprensión psicoanalíti-ca del cuerpo contemporáneo.

1. El cuerpo en el psicoanálisis

En Freud tenemos, inicialmente, el cuerpo de la histérica en su registro sintomático como en su puesta en acto en la transferencia. La complacencia somática del síntoma sitúa la descarga y la dimensión de ciframiento, propias del trabajo del inconsciente dirigido a velar su deseo. Freud interpreta accio-nes y fantasías en el contexto de la transferencia con el analista y cuya salida posible se dirige a la vertiente del acto, es decir, del Aussprechen (declarar, pronunciar) ante otro orien-tándose por la asociación libre. Esa vía provee un alivio sintomático que dirige el corpus energético hacia el trabajo analítico. La cura por amor está ahí habilitada.

En el cuerpo se encarna un con�icto psíquico muy preciso que cede con la interpretación. El cuerpo de la histéri-ca está fragmentado y erotizado por el símbolo, la representación fragmenta-ria que permanece del recuerdo olvidado de la escena traumática real, en un inicio, y fantaseada, en una segunda aproximación al trauma. En este contexto, el síntoma conversivo es una perturbación de la función orgáni-ca por la erogenización que contiene.

También emerge en Freud, respecto de aquello que moviliza, la distinción entre instinto y pulsión: el primero, un programa de conductas orientadas a la mantención de la conservación y a la reproducción de la especie, a diferen-cia de la segunda, la pulsión, cuyo empuje constante se dirige a un objeto no �jado por un programa sino que se �ja en torno a experiencias de satisfac-ción que dejan una impronta. Las pulsiones parciales también dan cuenta de la fragmentación del cuerpo; el cuerpo discontinuo debido a las zonas erógenas, verdaderos agujeros en torno a los cuales circulan pulsio-nes parciales introduciendo el movi-miento del objeto que atrae más allá de la necesidad (ejemplo: el chupeteo oral). Freud sostiene, hacia el �nal, la articulación entrelazada entre las

pulsiones de vida y muerte; entre el placer en el cuerpo, descarga y dismi-nución de la tensión psíquica, y el displacer del aumento de la tensión, es decir, el cuerpo que se orienta a aumentar esa tensión más allá del principio del placer por vía de la satis-facción de la pulsión de muerte. Si a ello se suma la inercia del síntoma, lejos de la vía interpretativa —tal como aparece en Inhibición, síntoma y angustia (1926)— la cuestión de la satisfacción en el síntoma, es decir, su dimensión económica, se torna clave y un punto de interrogación sobre los análisis y sus términos.

En el estadio del espejo, según Lacan, para que un sujeto se reconozca con una imagen de cuerpo entero, con un efecto de totalidad y unidad imagi-naria, requiere del Otro. En efecto, es por vía de la identi�cación con la imagen del Otro que se adquiere una imagen del propio cuerpo. No obstan-te, para que ello ocurra —la identi�ca-ción imaginaria— es condición el acceso a la estructura del lenguaje, es decir, el registro simbólico.

Una de las incidencias del lenguaje sobre el viviente es que separa al cuerpo del sujeto. Este efecto de sepa-ración entre sujeto y cuerpo tiene una consecuencia fundamental: el cuerpo tiene que hacerse. Se nace con un organismo que es atravesado por el lenguaje y, por ende, el cuerpo se cons-truye, es efecto de la palabra. La moda-lidad de construcción tendrá una deriva según el tipo clínico y su anuda-miento singular. El cuerpo, en su dimensión sintomática, se estructura como un mensaje y remite a un senti-do. Este cuerpo es comprendido en clave de la función de la palabra en el campo del lenguaje.

Lacan retoma, en los Seminarios 10 y 11, el cuerpo fragmentado por el goce en su pluralización parcial de los obje-tos, las cinco formas de los objetos a naturales y también su lugar de causa (Miller, 2006). La misma estructura del inconsciente tiene la lógica de la zona erógena, es decir, el inconsciente pulsa, se abre y se cierra. Las zonas erógenas se relacionan directamente con el Otro: el Otro del deseo y el Otro de la demanda. Es el goce fragmentado en objetos; goce normal como lo deno-mina Miller (2003).

En el Seminario 20, la interrogación está puesta en la noción de lenguaje, el cual derivaría de una forma originaria que él denomina lalengua: palabra en su condición anterior a la estructura gramatical y léxica. Es la palabra concebida ya no en su relación al Otro como comunicación o mensaje sino en su dimensión de goce. Este semina-rio de las no relaciones, cuya enuncia-ción es el axioma no hay relación sexual, pone en un determinado lugar al cuerpo:

si hasta entonces para Lacan el supuesto del psicoanálisis es un sujeto que habla y que en de�nitiva está tachado por el signi�cante, a partir de Aún lo será por el cuerpo vivo. Solo hay psicoanálisis de un cuerpo vivo y que habla, lo que para Lacan en este seminario merece ser cali�cado de misterio. Así termina una de sus lecciones ese año. En otras palabras, lo supuesto es el por el cuerpo (Miller, 2003: 270).

Así, la vida se sitúa del lado de lo real: el cuerpo vivo es la condición del goce.

En el último Lacan, de la mano del Otro inconsistente y bajo el paradigma de la fragmentación, la clínica emerge sin con�icto sexual ni regulación por el Nombre-del-Padre. Las distinciones estructurales, por su parte, son menos claras. La modalidad que permite comprender esta lógica ya no es el cuerpo-síntoma como mensaje sino como acontecimiento de cuerpo, que se acompaña de la pareja ordenada S1 – a.

En efecto, en este tipo de clínica conti-nuista la solución de esta pareja, donde un signi�cante amo se articula con un fragmento de real, con un resto pulsional, se relaciona con algo del cuerpo. Y entonces asume un papel fundamental el cuerpo del parlêtre; el ser que habla es el sujeto más el cuerpo. La última de�nición que dejó Lacan del síntoma, como aconteci-miento de cuerpo, implica que el goce está en juego.

2. Cuerpo, civilización y época

Mientras el cuerpo de la modernidad era un instrumento para el trabajo, la fertilidad y la producción, entendida al modo del capitalismo de producción, en la sociedad hipermoderna ocupa otro lugar: la privatización del control del cuerpo que produce un efecto de impotencia e insu�ciencia respecto del mismo cuerpo y del yo. En esta lógica, la construcción del sí mismo ocupa un lugar central y, por ende, hacerse un cuerpo es un correlato e imperativo directo (Bauman, 1999).

En el contexto de una producción industrial, del plus de gozar a través del mercado, el cuerpo toma un lugar central: alimentos, fármacos saluda-bles, aparatos para ejercicios, manua-les de autoinstrucción de medicina, �tness, wellness, instrumentos e inter-venciones para modelar el cuerpo. Este último se pone en la escena de la mirada y la mirada se centra en el cuerpo para ser visto, sin velo. El cuerpo joven reina con el tabú de la muerte y del envejecimiento y la grasa es el símbolo del nuevo pecado de gula (y no de la abundancia, como en otras épocas). El mandamiento insigne es: No fat (Bauman, 1999).

Las transformaciones de lo simbóli-co y lo real en la época

Los últimos dos congresos de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) han versado sobre las transfor-maciones de lo simbólico y las vicisitu-des de lo real, cuyos registros han sido discutidos y articulados para poner en lógica la clínica contemporánea y el uso actualizado de conceptos y mate-mas lacanianos.

En términos de lo simbólico, el contexto contemporáneo es el de la inexistencia del Otro, del debilitamien-to de la posición del Padre, la caída de los ideales y el empuje a la homogenei-zación de la subjetividad de la época a través de los avances del saber de las tecnociencias y sus múltiples objetos. Asimismo, el mundo contemporáneo se orienta hacia el horizonte de la mujer, un modo de situar enigmática-mente «el goce in-formado, el goce sin forma» (Lacan, 1992: 172). El goce sin medida o fuera de toda medida fálica (el objeto a) se hace más patente en tanto hay más objetos disponibles para la satisfacción pulsional.

En relación a lo real, el mundo moderno (el del siglo XX) ha intenta-do dominar los imprevistos de la natu-raleza, de las catástrofes, buscando acercar los límites para reducirlo, controlarlo, aumentar la paz y acercar-se a la felicidad. Sin embargo, «lo real prende fuego a todo. Pero es un fuego frío» (Lacan, 2005: 119). Este imposi-ble de lo real busca aferrarse a las ciencias pero se encuentra con lo real sin ley, siempre. Sin embargo, la búsqueda cientí�ca, de la mano del capitalismo contemporáneo, hace que lo real esté menos enmarcado y más

expuesto a una deriva sin límites. Para Lacan, lo real de las ciencias no coinci-de con lo real para el psicoanálisis. En efecto, señala Miller que «se trata para el psicoanálisis [en el siglo XXI] de explorar otra dimensión: la de la defensa contra lo real sin ley y fuera de sentido» (Miller, 2012).

3. Tres consecuencias sobre loscuerpos contemporáneos

Algunas consecuencias se advierten en la relación de los cuerpos con el objeto, en la relación con el acto y la angustia, y, �nalmente, en los cuerpos extraviados, sin brújulas, propios de la hipermodernidad.

■ Cuerpo y objeto:

Miller, en su conferencia preparato-ria al VI Congreso de la AMP, pronunciada en Roma y llamada Los objetos a en la experiencia analítica, indicaba la diferencia entre los objetos a naturales, los objetos culturales y el objeto causa. En relación a las cinco formas del objeto a, indica:

Allí, cada una de las formas está detalla-da, pero está detallada en el cuerpo. Cada una de estas formas del objeto a detallada como un pedazo del cuerpo. El a no aparece como el producto de una estructura articulada, sino como el producto de un cuerpo fragmentado. Sin duda estos objetos responden a una estructura común, estructura de borde, estructura de acodo, pero en el Semina-rio La angustia, estas estructuras están enraizadas en el cuerpo. Se puede ir más lejos aún, hasta marcar que el cuerpo está recortado por la estructura lingüís-tica, se pueden revelar los isomor�smos

entre el cuerpo y la estructura, pero es en el Seminario La angustia que se ven los objetos a capturados por Lacan en el cuerpo mismo (2006).

Para Lacan, las cinco �guras del objeto u objetos a naturales no son otra cosa que los restos del cuerpo fragmentado: oral, anal, fálico, escópi-co y voz.

A partir de cada objeto natural del cuerpo fragmentado, la cultura produ-ce y reproduce. En el caso de las imágenes visuales y sonoras (tema del último ENAPOL realizado en Sao Paulo este año 2015, titulado El impe-rio de las imágenes), la sociedad hiper-moderna y capitalista produce, integra y mercantiliza estos objetos otorgán-doles un particular lugar. En efecto, en el caso de la relación entre el objeto escópico y el cuerpo, tenemos un cuerpo exhibido a la mirada para ver, cuerpos dispuestos a ser vistos y a hacerse ver. La mirada omnipresente, transparente y sin velo da cuenta del ascenso al cenit social del objeto a, deslocalizando a los seres hablantes y dejándolos sin punto de corte al goce.

Lo mismo sucede con el objeto oral respecto del cual Miller (2006) puntualiza: «se sabe bastante el deterioro de la relación del sujeto con el objeto oral inducido por las costum-bres alimenticias de la modernidad contemporánea». Lo perecedero, propio del objeto anal, se desliza y disuelve en la liquidez de la instanta-neidad, tal cual la describe Bauman.

La relación entre imagen y objeto es más neta hoy que nunca: la nada del objeto está cubierta por una imagen que siempre tiene un punto de fuga. No obstante, los actuales efectos de las imágenes no tienen la misma preg-nancia que en la época del Nombre-del-Padre. Las imágenes / objetos tienen incidencia en los cuerpos, en su regulación y agitación:

Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de

angustia, de erotización o de morti�ca-ción, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portado-ra de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular (Bassols, 2015).

■ Cuerpo, acto y angustia. Dilemas de la inscripción ante el exceso

Un signo de las transformaciones de lo simbólico y del Otro que no existe es la actual articulación entre inscripción y goce. La inscripción de lo simbólico ha sido el modo de regulación del goce en la época del Nombre-del-Padre.

Ante este declive, la dimensión del acto pierde su espesor y resonancia simbólica; por ello, los modos de inscripción en la vía de lo imaginario van más allá de los modos acotados, rituales y grá�cos especí�cos a los cuales estaba localizado.

El aumento en el uso de tatuajes y escari�caciones evidencia intentos de inscribir los cuerpos en el campo del signi�cante que permitan dar un lugar en el Otro, localizar y responder quié-nes somos y a dónde pertenecemos: «es algo muy llamativo estos cuerpos en busca de un personaje, como Piran-dello y los personajes en búsqueda de un autor, mientras que en este caso son realmente cuerpos que van en la búsqueda de un signi�cante que sea realmente un signi�cante» (Laurent y otros, 2012: 78).

La prevalencia de las llamadas pato-logías del acto —impulsiones y violen-cia en la vía del acting out y del pasaje

al acto— son indicativas del debilita-miento de lo simbólico. La articula-ción entre acto, discurso y cuerpo está anudada de manera tal que las inscrip-ciones en los cuerpos no solo se dirigen a dar lugar en Otro, sino también a detener la angustia por vía de las automutilaciones y los cortes en el cuerpo. En la medida que el corte en lo simbólico no opera, se realiza el corte en lo real. En efecto, la angustia implica un encuentro con el objeto sin velo, lugar donde falta la falta y que, por ende, constituye una desarticula-ción de la relación entre el deseo y el goce que el fantasma desfallecido no permite operar.

La función del inconsciente es tramitar el goce en un particular

modo, de manera tal que cuando este fracasa, el acto se pone en escena, o bien se produce un acto que saca al sujeto de la escena introduciendo un corte por vía del acto. Acto e incons-ciente tienen funciones disyuntas:

es por esto que en el pasaje al acto hay un no querer saber de eso. Se sale de la escena por la certeza que se alcanza con una identi�cación en cortocircuito con el objeto a. Es una identi�cación que Lacan llama identi�cación absoluta con el objeto a como fuera de la escena. En el pasaje al acto hay un rechazo de la escena y, al mismo tiempo, rechazo de cualquier llamado al Otro (Miller, 2006: 108).

La experiencia de la caída respecto del deseo del Otro, o bien un cortocir-cuito y el desencadenamiento de la angustia, son fuentes fundamentales que se asocian al empuje al acto como

una fórmula de disminuir el dolor de ser tal como indica Lacan en el Semi-nario 5 (1999: 254).

La respuesta del psicoanálisis es el acto analítico: «hay también un acto que puede cali�carse como acto por el cual un psicoanalista se instala, hay aquí aun algo que merece el nombre de acto, incluso hasta que ese acto pueda inscribirse en alguna parte» (Lacan, 1967-1968: inédito. Lección 18/11/67).

En la clínica del exceso fuera de sentido, el acto analítico, en las manio-bras de la transferencia y la presencia del analista con su cuerpo (objeto a encarnado, como indica Miller en Televisión), así como los últimos desa-rrollos del mismo Miller sobre el analista sinthome que facilita el anuda-

miento, constituyen una orientación por lo singular que pueden alejar al parlêtre de lo peor.

■ Sujetos sin brújula, cuerposextraviados

En la conferencia de Comandatuba, Miller (2004) subraya como clave de lectura de la subjetividad de la época a los sujetos desorientados después de la moral civilizadora del período freudiano.

La antigua orientación por el ideal cede lugar al objeto. La lógica de la errancia emerge tanto en términos sociales como en nuevos nomadismos, pero no se agota en ello. En términos estrictos, esta noción lacaniana —la errancia— indica que el sujeto contemporáneo es un sujeto errante: «la palabra errancia lleva su equívoco puesto que errar no solo puede signi�-car vagar, viajar, transitar sin rumbo �jo, ‘pirarse’ (para tomar un término

20

del Antiedipo), sino también la deriva en el error» (Vaschetto, 2010: 19). Sujeto descarriado, fuera del carril y del carro del Nombre-del-Padre. Implica un fuera de la espacialidad y la geogra-fía asignadas clásicamente por el efecto del Otro consistente. Errancia de los cuerpos en otros lugares, ¿en cuáles? ¿Cómo aparecen estos cuerpos en la época? Apagados y deprimidos, excita-dos, insomnes, hiperactivos, ansiosos, confusos, en suspensión, a la espera que un soplo del Otro devuelva la vida o traiga paz, afectados por afectos y emociones, ¿de qué tipo? Violentas, de amores de vida o muerte. La medicali-zación disminuye el volumen de todo ello, pero no reduce ni localiza en tanto falta un síntoma que anude.

El estrago es un buen ejemplo. La clínica contemporánea ha conceptuali-zado cada vez más este trazo de la ense-ñanza de Lacan. A menudo mujeres

cuya presentación clínica no parece la clásica histeria sino con modos y características de deslocalización subjetiva e impulsiones que podrían equívocamente hacer pensar en la psicosis, sin asociaciones ni interpreta-ciones que permitan poner en función el deseo, sin formaciones del incons-ciente ni retorno de lo reprimido ni fantasma en función y sin deseo insatisfecho localizado (Álvarez, 2008).

Los cuerpos estragados se pueden apreciar clínicamente cuando la forma erotomaníaca del amor se torna estra-gante: para una mujer, cuando un hombre se transforma en un estrago para ella o bien cuando el Otro mater-no aparece sin mediación del falo. El estrago tiene, a diferencia del síntoma, una forma deslocalizada y una medida in�nita que responde a la lógica del no-todo:

el estrago deviene extravío cuando el circuito de la palabra, en su dimensión de demanda (de amor) se halla interrumpido, di�cultado (…) El recha-zo del inconsciente se hace entonces patente no solo en la dimensión de aquel que no quiere saber (o no quiere dejarse engañar), sino también en los efectos casi de sideración o de devastación en el cuerpo (Vaschetto, 2010: 121).

En efecto, es el cuerpo tomado por el amor loco del abandono, del desamor y el rechazo in�nitesimal, devastado por el dolor metonímico donde la única salida imaginada pareciera ser dejar de existir. Clínicamente se requiere el paso del cuerpo estragado al cuerpo de la posición histérica, marcado por el síntoma y el fantasma en función.

“El goce sin medida o fuera de toda medidafálica (el objeto a) se hace más patente

en tanto hay más objetos disponiblespara la satisfacción pulsional”.

Page 21: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

l artículo relaciona tres nocio-nes: cuerpo, psicoanálisis y época actual. El psicoanálisis

surge con Freud cuando este hace hablar el cuerpo de la histérica en la época victoriana, período de la moder-nidad aún caracterizado por la opera-tividad del Nombre-del-Padre y la consistencia del Otro. El autor se interroga por las consecuencias de la época en la comprensión psicoanalíti-ca del cuerpo contemporáneo.

1. El cuerpo en el psicoanálisis

En Freud tenemos, inicialmente, el cuerpo de la histérica en su registro sintomático como en su puesta en acto en la transferencia. La complacencia somática del síntoma sitúa la descarga y la dimensión de ciframiento, propias del trabajo del inconsciente dirigido a velar su deseo. Freud interpreta accio-nes y fantasías en el contexto de la transferencia con el analista y cuya salida posible se dirige a la vertiente del acto, es decir, del Aussprechen (declarar, pronunciar) ante otro orien-tándose por la asociación libre. Esa vía provee un alivio sintomático que dirige el corpus energético hacia el trabajo analítico. La cura por amor está ahí habilitada.

En el cuerpo se encarna un con�icto psíquico muy preciso que cede con la interpretación. El cuerpo de la histéri-ca está fragmentado y erotizado por el símbolo, la representación fragmenta-ria que permanece del recuerdo olvidado de la escena traumática real, en un inicio, y fantaseada, en una segunda aproximación al trauma. En este contexto, el síntoma conversivo es una perturbación de la función orgáni-ca por la erogenización que contiene.

También emerge en Freud, respecto de aquello que moviliza, la distinción entre instinto y pulsión: el primero, un programa de conductas orientadas a la mantención de la conservación y a la reproducción de la especie, a diferen-cia de la segunda, la pulsión, cuyo empuje constante se dirige a un objeto no �jado por un programa sino que se �ja en torno a experiencias de satisfac-ción que dejan una impronta. Las pulsiones parciales también dan cuenta de la fragmentación del cuerpo; el cuerpo discontinuo debido a las zonas erógenas, verdaderos agujeros en torno a los cuales circulan pulsio-nes parciales introduciendo el movi-miento del objeto que atrae más allá de la necesidad (ejemplo: el chupeteo oral). Freud sostiene, hacia el �nal, la articulación entrelazada entre las

pulsiones de vida y muerte; entre el placer en el cuerpo, descarga y dismi-nución de la tensión psíquica, y el displacer del aumento de la tensión, es decir, el cuerpo que se orienta a aumentar esa tensión más allá del principio del placer por vía de la satis-facción de la pulsión de muerte. Si a ello se suma la inercia del síntoma, lejos de la vía interpretativa —tal como aparece en Inhibición, síntoma y angustia (1926)— la cuestión de la satisfacción en el síntoma, es decir, su dimensión económica, se torna clave y un punto de interrogación sobre los análisis y sus términos.

En el estadio del espejo, según Lacan, para que un sujeto se reconozca con una imagen de cuerpo entero, con un efecto de totalidad y unidad imagi-naria, requiere del Otro. En efecto, es por vía de la identi�cación con la imagen del Otro que se adquiere una imagen del propio cuerpo. No obstan-te, para que ello ocurra —la identi�ca-ción imaginaria— es condición el acceso a la estructura del lenguaje, es decir, el registro simbólico.

Una de las incidencias del lenguaje sobre el viviente es que separa al cuerpo del sujeto. Este efecto de sepa-ración entre sujeto y cuerpo tiene una consecuencia fundamental: el cuerpo tiene que hacerse. Se nace con un organismo que es atravesado por el lenguaje y, por ende, el cuerpo se cons-truye, es efecto de la palabra. La moda-lidad de construcción tendrá una deriva según el tipo clínico y su anuda-miento singular. El cuerpo, en su dimensión sintomática, se estructura como un mensaje y remite a un senti-do. Este cuerpo es comprendido en clave de la función de la palabra en el campo del lenguaje.

Lacan retoma, en los Seminarios 10 y 11, el cuerpo fragmentado por el goce en su pluralización parcial de los obje-tos, las cinco formas de los objetos a naturales y también su lugar de causa (Miller, 2006). La misma estructura del inconsciente tiene la lógica de la zona erógena, es decir, el inconsciente pulsa, se abre y se cierra. Las zonas erógenas se relacionan directamente con el Otro: el Otro del deseo y el Otro de la demanda. Es el goce fragmentado en objetos; goce normal como lo deno-mina Miller (2003).

En el Seminario 20, la interrogación está puesta en la noción de lenguaje, el cual derivaría de una forma originaria que él denomina lalengua: palabra en su condición anterior a la estructura gramatical y léxica. Es la palabra concebida ya no en su relación al Otro como comunicación o mensaje sino en su dimensión de goce. Este semina-rio de las no relaciones, cuya enuncia-ción es el axioma no hay relación sexual, pone en un determinado lugar al cuerpo:

si hasta entonces para Lacan el supuesto del psicoanálisis es un sujeto que habla y que en de�nitiva está tachado por el signi�cante, a partir de Aún lo será por el cuerpo vivo. Solo hay psicoanálisis de un cuerpo vivo y que habla, lo que para Lacan en este seminario merece ser cali�cado de misterio. Así termina una de sus lecciones ese año. En otras palabras, lo supuesto es el por el cuerpo (Miller, 2003: 270).

Así, la vida se sitúa del lado de lo real: el cuerpo vivo es la condición del goce.

En el último Lacan, de la mano del Otro inconsistente y bajo el paradigma de la fragmentación, la clínica emerge sin con�icto sexual ni regulación por el Nombre-del-Padre. Las distinciones estructurales, por su parte, son menos claras. La modalidad que permite comprender esta lógica ya no es el cuerpo-síntoma como mensaje sino como acontecimiento de cuerpo, que se acompaña de la pareja ordenada S1 – a.

En efecto, en este tipo de clínica conti-nuista la solución de esta pareja, donde un signi�cante amo se articula con un fragmento de real, con un resto pulsional, se relaciona con algo del cuerpo. Y entonces asume un papel fundamental el cuerpo del parlêtre; el ser que habla es el sujeto más el cuerpo. La última de�nición que dejó Lacan del síntoma, como aconteci-miento de cuerpo, implica que el goce está en juego.

2. Cuerpo, civilización y época

Mientras el cuerpo de la modernidad era un instrumento para el trabajo, la fertilidad y la producción, entendida al modo del capitalismo de producción, en la sociedad hipermoderna ocupa otro lugar: la privatización del control del cuerpo que produce un efecto de impotencia e insu�ciencia respecto del mismo cuerpo y del yo. En esta lógica, la construcción del sí mismo ocupa un lugar central y, por ende, hacerse un cuerpo es un correlato e imperativo directo (Bauman, 1999).

En el contexto de una producción industrial, del plus de gozar a través del mercado, el cuerpo toma un lugar central: alimentos, fármacos saluda-bles, aparatos para ejercicios, manua-les de autoinstrucción de medicina, �tness, wellness, instrumentos e inter-venciones para modelar el cuerpo. Este último se pone en la escena de la mirada y la mirada se centra en el cuerpo para ser visto, sin velo. El cuerpo joven reina con el tabú de la muerte y del envejecimiento y la grasa es el símbolo del nuevo pecado de gula (y no de la abundancia, como en otras épocas). El mandamiento insigne es: No fat (Bauman, 1999).

Las transformaciones de lo simbóli-co y lo real en la época

Los últimos dos congresos de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) han versado sobre las transfor-maciones de lo simbólico y las vicisitu-des de lo real, cuyos registros han sido discutidos y articulados para poner en lógica la clínica contemporánea y el uso actualizado de conceptos y mate-mas lacanianos.

En términos de lo simbólico, el contexto contemporáneo es el de la inexistencia del Otro, del debilitamien-to de la posición del Padre, la caída de los ideales y el empuje a la homogenei-zación de la subjetividad de la época a través de los avances del saber de las tecnociencias y sus múltiples objetos. Asimismo, el mundo contemporáneo se orienta hacia el horizonte de la mujer, un modo de situar enigmática-mente «el goce in-formado, el goce sin forma» (Lacan, 1992: 172). El goce sin medida o fuera de toda medida fálica (el objeto a) se hace más patente en tanto hay más objetos disponibles para la satisfacción pulsional.

En relación a lo real, el mundo moderno (el del siglo XX) ha intenta-do dominar los imprevistos de la natu-raleza, de las catástrofes, buscando acercar los límites para reducirlo, controlarlo, aumentar la paz y acercar-se a la felicidad. Sin embargo, «lo real prende fuego a todo. Pero es un fuego frío» (Lacan, 2005: 119). Este imposi-ble de lo real busca aferrarse a las ciencias pero se encuentra con lo real sin ley, siempre. Sin embargo, la búsqueda cientí�ca, de la mano del capitalismo contemporáneo, hace que lo real esté menos enmarcado y más

expuesto a una deriva sin límites. Para Lacan, lo real de las ciencias no coinci-de con lo real para el psicoanálisis. En efecto, señala Miller que «se trata para el psicoanálisis [en el siglo XXI] de explorar otra dimensión: la de la defensa contra lo real sin ley y fuera de sentido» (Miller, 2012).

3. Tres consecuencias sobre loscuerpos contemporáneos

Algunas consecuencias se advierten en la relación de los cuerpos con el objeto, en la relación con el acto y la angustia, y, �nalmente, en los cuerpos extraviados, sin brújulas, propios de la hipermodernidad.

■ Cuerpo y objeto:

Miller, en su conferencia preparato-ria al VI Congreso de la AMP, pronunciada en Roma y llamada Los objetos a en la experiencia analítica, indicaba la diferencia entre los objetos a naturales, los objetos culturales y el objeto causa. En relación a las cinco formas del objeto a, indica:

Allí, cada una de las formas está detalla-da, pero está detallada en el cuerpo. Cada una de estas formas del objeto a detallada como un pedazo del cuerpo. El a no aparece como el producto de una estructura articulada, sino como el producto de un cuerpo fragmentado. Sin duda estos objetos responden a una estructura común, estructura de borde, estructura de acodo, pero en el Semina-rio La angustia, estas estructuras están enraizadas en el cuerpo. Se puede ir más lejos aún, hasta marcar que el cuerpo está recortado por la estructura lingüís-tica, se pueden revelar los isomor�smos

entre el cuerpo y la estructura, pero es en el Seminario La angustia que se ven los objetos a capturados por Lacan en el cuerpo mismo (2006).

Para Lacan, las cinco �guras del objeto u objetos a naturales no son otra cosa que los restos del cuerpo fragmentado: oral, anal, fálico, escópi-co y voz.

A partir de cada objeto natural del cuerpo fragmentado, la cultura produ-ce y reproduce. En el caso de las imágenes visuales y sonoras (tema del último ENAPOL realizado en Sao Paulo este año 2015, titulado El impe-rio de las imágenes), la sociedad hiper-moderna y capitalista produce, integra y mercantiliza estos objetos otorgán-doles un particular lugar. En efecto, en el caso de la relación entre el objeto escópico y el cuerpo, tenemos un cuerpo exhibido a la mirada para ver, cuerpos dispuestos a ser vistos y a hacerse ver. La mirada omnipresente, transparente y sin velo da cuenta del ascenso al cenit social del objeto a, deslocalizando a los seres hablantes y dejándolos sin punto de corte al goce.

Lo mismo sucede con el objeto oral respecto del cual Miller (2006) puntualiza: «se sabe bastante el deterioro de la relación del sujeto con el objeto oral inducido por las costum-bres alimenticias de la modernidad contemporánea». Lo perecedero, propio del objeto anal, se desliza y disuelve en la liquidez de la instanta-neidad, tal cual la describe Bauman.

La relación entre imagen y objeto es más neta hoy que nunca: la nada del objeto está cubierta por una imagen que siempre tiene un punto de fuga. No obstante, los actuales efectos de las imágenes no tienen la misma preg-nancia que en la época del Nombre-del-Padre. Las imágenes / objetos tienen incidencia en los cuerpos, en su regulación y agitación:

Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de

angustia, de erotización o de morti�ca-ción, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portado-ra de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular (Bassols, 2015).

■ Cuerpo, acto y angustia. Dilemas de la inscripción ante el exceso

Un signo de las transformaciones de lo simbólico y del Otro que no existe es la actual articulación entre inscripción y goce. La inscripción de lo simbólico ha sido el modo de regulación del goce en la época del Nombre-del-Padre.

Ante este declive, la dimensión del acto pierde su espesor y resonancia simbólica; por ello, los modos de inscripción en la vía de lo imaginario van más allá de los modos acotados, rituales y grá�cos especí�cos a los cuales estaba localizado.

El aumento en el uso de tatuajes y escari�caciones evidencia intentos de inscribir los cuerpos en el campo del signi�cante que permitan dar un lugar en el Otro, localizar y responder quié-nes somos y a dónde pertenecemos: «es algo muy llamativo estos cuerpos en busca de un personaje, como Piran-dello y los personajes en búsqueda de un autor, mientras que en este caso son realmente cuerpos que van en la búsqueda de un signi�cante que sea realmente un signi�cante» (Laurent y otros, 2012: 78).

La prevalencia de las llamadas pato-logías del acto —impulsiones y violen-cia en la vía del acting out y del pasaje

al acto— son indicativas del debilita-miento de lo simbólico. La articula-ción entre acto, discurso y cuerpo está anudada de manera tal que las inscrip-ciones en los cuerpos no solo se dirigen a dar lugar en Otro, sino también a detener la angustia por vía de las automutilaciones y los cortes en el cuerpo. En la medida que el corte en lo simbólico no opera, se realiza el corte en lo real. En efecto, la angustia implica un encuentro con el objeto sin velo, lugar donde falta la falta y que, por ende, constituye una desarticula-ción de la relación entre el deseo y el goce que el fantasma desfallecido no permite operar.

La función del inconsciente es tramitar el goce en un particular

modo, de manera tal que cuando este fracasa, el acto se pone en escena, o bien se produce un acto que saca al sujeto de la escena introduciendo un corte por vía del acto. Acto e incons-ciente tienen funciones disyuntas:

es por esto que en el pasaje al acto hay un no querer saber de eso. Se sale de la escena por la certeza que se alcanza con una identi�cación en cortocircuito con el objeto a. Es una identi�cación que Lacan llama identi�cación absoluta con el objeto a como fuera de la escena. En el pasaje al acto hay un rechazo de la escena y, al mismo tiempo, rechazo de cualquier llamado al Otro (Miller, 2006: 108).

La experiencia de la caída respecto del deseo del Otro, o bien un cortocir-cuito y el desencadenamiento de la angustia, son fuentes fundamentales que se asocian al empuje al acto como

una fórmula de disminuir el dolor de ser tal como indica Lacan en el Semi-nario 5 (1999: 254).

La respuesta del psicoanálisis es el acto analítico: «hay también un acto que puede cali�carse como acto por el cual un psicoanalista se instala, hay aquí aun algo que merece el nombre de acto, incluso hasta que ese acto pueda inscribirse en alguna parte» (Lacan, 1967-1968: inédito. Lección 18/11/67).

En la clínica del exceso fuera de sentido, el acto analítico, en las manio-bras de la transferencia y la presencia del analista con su cuerpo (objeto a encarnado, como indica Miller en Televisión), así como los últimos desa-rrollos del mismo Miller sobre el analista sinthome que facilita el anuda-

miento, constituyen una orientación por lo singular que pueden alejar al parlêtre de lo peor.

■ Sujetos sin brújula, cuerposextraviados

En la conferencia de Comandatuba, Miller (2004) subraya como clave de lectura de la subjetividad de la época a los sujetos desorientados después de la moral civilizadora del período freudiano.

La antigua orientación por el ideal cede lugar al objeto. La lógica de la errancia emerge tanto en términos sociales como en nuevos nomadismos, pero no se agota en ello. En términos estrictos, esta noción lacaniana —la errancia— indica que el sujeto contemporáneo es un sujeto errante: «la palabra errancia lleva su equívoco puesto que errar no solo puede signi�-car vagar, viajar, transitar sin rumbo �jo, ‘pirarse’ (para tomar un término

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del Antiedipo), sino también la deriva en el error» (Vaschetto, 2010: 19). Sujeto descarriado, fuera del carril y del carro del Nombre-del-Padre. Implica un fuera de la espacialidad y la geogra-fía asignadas clásicamente por el efecto del Otro consistente. Errancia de los cuerpos en otros lugares, ¿en cuáles? ¿Cómo aparecen estos cuerpos en la época? Apagados y deprimidos, excita-dos, insomnes, hiperactivos, ansiosos, confusos, en suspensión, a la espera que un soplo del Otro devuelva la vida o traiga paz, afectados por afectos y emociones, ¿de qué tipo? Violentas, de amores de vida o muerte. La medicali-zación disminuye el volumen de todo ello, pero no reduce ni localiza en tanto falta un síntoma que anude.

El estrago es un buen ejemplo. La clínica contemporánea ha conceptuali-zado cada vez más este trazo de la ense-ñanza de Lacan. A menudo mujeres

cuya presentación clínica no parece la clásica histeria sino con modos y características de deslocalización subjetiva e impulsiones que podrían equívocamente hacer pensar en la psicosis, sin asociaciones ni interpreta-ciones que permitan poner en función el deseo, sin formaciones del incons-ciente ni retorno de lo reprimido ni fantasma en función y sin deseo insatisfecho localizado (Álvarez, 2008).

Los cuerpos estragados se pueden apreciar clínicamente cuando la forma erotomaníaca del amor se torna estra-gante: para una mujer, cuando un hombre se transforma en un estrago para ella o bien cuando el Otro mater-no aparece sin mediación del falo. El estrago tiene, a diferencia del síntoma, una forma deslocalizada y una medida in�nita que responde a la lógica del no-todo:

el estrago deviene extravío cuando el circuito de la palabra, en su dimensión de demanda (de amor) se halla interrumpido, di�cultado (…) El recha-zo del inconsciente se hace entonces patente no solo en la dimensión de aquel que no quiere saber (o no quiere dejarse engañar), sino también en los efectos casi de sideración o de devastación en el cuerpo (Vaschetto, 2010: 121).

En efecto, es el cuerpo tomado por el amor loco del abandono, del desamor y el rechazo in�nitesimal, devastado por el dolor metonímico donde la única salida imaginada pareciera ser dejar de existir. Clínicamente se requiere el paso del cuerpo estragado al cuerpo de la posición histérica, marcado por el síntoma y el fantasma en función.

“La función del inconsciente es tramitar el goce enun particular modo, de manera tal que cuando

este fracasa, el acto se pone en escena”.

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l artículo relaciona tres nocio-nes: cuerpo, psicoanálisis y época actual. El psicoanálisis

surge con Freud cuando este hace hablar el cuerpo de la histérica en la época victoriana, período de la moder-nidad aún caracterizado por la opera-tividad del Nombre-del-Padre y la consistencia del Otro. El autor se interroga por las consecuencias de la época en la comprensión psicoanalíti-ca del cuerpo contemporáneo.

1. El cuerpo en el psicoanálisis

En Freud tenemos, inicialmente, el cuerpo de la histérica en su registro sintomático como en su puesta en acto en la transferencia. La complacencia somática del síntoma sitúa la descarga y la dimensión de ciframiento, propias del trabajo del inconsciente dirigido a velar su deseo. Freud interpreta accio-nes y fantasías en el contexto de la transferencia con el analista y cuya salida posible se dirige a la vertiente del acto, es decir, del Aussprechen (declarar, pronunciar) ante otro orien-tándose por la asociación libre. Esa vía provee un alivio sintomático que dirige el corpus energético hacia el trabajo analítico. La cura por amor está ahí habilitada.

En el cuerpo se encarna un con�icto psíquico muy preciso que cede con la interpretación. El cuerpo de la histéri-ca está fragmentado y erotizado por el símbolo, la representación fragmenta-ria que permanece del recuerdo olvidado de la escena traumática real, en un inicio, y fantaseada, en una segunda aproximación al trauma. En este contexto, el síntoma conversivo es una perturbación de la función orgáni-ca por la erogenización que contiene.

También emerge en Freud, respecto de aquello que moviliza, la distinción entre instinto y pulsión: el primero, un programa de conductas orientadas a la mantención de la conservación y a la reproducción de la especie, a diferen-cia de la segunda, la pulsión, cuyo empuje constante se dirige a un objeto no �jado por un programa sino que se �ja en torno a experiencias de satisfac-ción que dejan una impronta. Las pulsiones parciales también dan cuenta de la fragmentación del cuerpo; el cuerpo discontinuo debido a las zonas erógenas, verdaderos agujeros en torno a los cuales circulan pulsio-nes parciales introduciendo el movi-miento del objeto que atrae más allá de la necesidad (ejemplo: el chupeteo oral). Freud sostiene, hacia el �nal, la articulación entrelazada entre las

pulsiones de vida y muerte; entre el placer en el cuerpo, descarga y dismi-nución de la tensión psíquica, y el displacer del aumento de la tensión, es decir, el cuerpo que se orienta a aumentar esa tensión más allá del principio del placer por vía de la satis-facción de la pulsión de muerte. Si a ello se suma la inercia del síntoma, lejos de la vía interpretativa —tal como aparece en Inhibición, síntoma y angustia (1926)— la cuestión de la satisfacción en el síntoma, es decir, su dimensión económica, se torna clave y un punto de interrogación sobre los análisis y sus términos.

En el estadio del espejo, según Lacan, para que un sujeto se reconozca con una imagen de cuerpo entero, con un efecto de totalidad y unidad imagi-naria, requiere del Otro. En efecto, es por vía de la identi�cación con la imagen del Otro que se adquiere una imagen del propio cuerpo. No obstan-te, para que ello ocurra —la identi�ca-ción imaginaria— es condición el acceso a la estructura del lenguaje, es decir, el registro simbólico.

Una de las incidencias del lenguaje sobre el viviente es que separa al cuerpo del sujeto. Este efecto de sepa-ración entre sujeto y cuerpo tiene una consecuencia fundamental: el cuerpo tiene que hacerse. Se nace con un organismo que es atravesado por el lenguaje y, por ende, el cuerpo se cons-truye, es efecto de la palabra. La moda-lidad de construcción tendrá una deriva según el tipo clínico y su anuda-miento singular. El cuerpo, en su dimensión sintomática, se estructura como un mensaje y remite a un senti-do. Este cuerpo es comprendido en clave de la función de la palabra en el campo del lenguaje.

Lacan retoma, en los Seminarios 10 y 11, el cuerpo fragmentado por el goce en su pluralización parcial de los obje-tos, las cinco formas de los objetos a naturales y también su lugar de causa (Miller, 2006). La misma estructura del inconsciente tiene la lógica de la zona erógena, es decir, el inconsciente pulsa, se abre y se cierra. Las zonas erógenas se relacionan directamente con el Otro: el Otro del deseo y el Otro de la demanda. Es el goce fragmentado en objetos; goce normal como lo deno-mina Miller (2003).

En el Seminario 20, la interrogación está puesta en la noción de lenguaje, el cual derivaría de una forma originaria que él denomina lalengua: palabra en su condición anterior a la estructura gramatical y léxica. Es la palabra concebida ya no en su relación al Otro como comunicación o mensaje sino en su dimensión de goce. Este semina-rio de las no relaciones, cuya enuncia-ción es el axioma no hay relación sexual, pone en un determinado lugar al cuerpo:

si hasta entonces para Lacan el supuesto del psicoanálisis es un sujeto que habla y que en de�nitiva está tachado por el signi�cante, a partir de Aún lo será por el cuerpo vivo. Solo hay psicoanálisis de un cuerpo vivo y que habla, lo que para Lacan en este seminario merece ser cali�cado de misterio. Así termina una de sus lecciones ese año. En otras palabras, lo supuesto es el por el cuerpo (Miller, 2003: 270).

Así, la vida se sitúa del lado de lo real: el cuerpo vivo es la condición del goce.

En el último Lacan, de la mano del Otro inconsistente y bajo el paradigma de la fragmentación, la clínica emerge sin con�icto sexual ni regulación por el Nombre-del-Padre. Las distinciones estructurales, por su parte, son menos claras. La modalidad que permite comprender esta lógica ya no es el cuerpo-síntoma como mensaje sino como acontecimiento de cuerpo, que se acompaña de la pareja ordenada S1 – a.

En efecto, en este tipo de clínica conti-nuista la solución de esta pareja, donde un signi�cante amo se articula con un fragmento de real, con un resto pulsional, se relaciona con algo del cuerpo. Y entonces asume un papel fundamental el cuerpo del parlêtre; el ser que habla es el sujeto más el cuerpo. La última de�nición que dejó Lacan del síntoma, como aconteci-miento de cuerpo, implica que el goce está en juego.

2. Cuerpo, civilización y época

Mientras el cuerpo de la modernidad era un instrumento para el trabajo, la fertilidad y la producción, entendida al modo del capitalismo de producción, en la sociedad hipermoderna ocupa otro lugar: la privatización del control del cuerpo que produce un efecto de impotencia e insu�ciencia respecto del mismo cuerpo y del yo. En esta lógica, la construcción del sí mismo ocupa un lugar central y, por ende, hacerse un cuerpo es un correlato e imperativo directo (Bauman, 1999).

En el contexto de una producción industrial, del plus de gozar a través del mercado, el cuerpo toma un lugar central: alimentos, fármacos saluda-bles, aparatos para ejercicios, manua-les de autoinstrucción de medicina, �tness, wellness, instrumentos e inter-venciones para modelar el cuerpo. Este último se pone en la escena de la mirada y la mirada se centra en el cuerpo para ser visto, sin velo. El cuerpo joven reina con el tabú de la muerte y del envejecimiento y la grasa es el símbolo del nuevo pecado de gula (y no de la abundancia, como en otras épocas). El mandamiento insigne es: No fat (Bauman, 1999).

Las transformaciones de lo simbóli-co y lo real en la época

Los últimos dos congresos de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) han versado sobre las transfor-maciones de lo simbólico y las vicisitu-des de lo real, cuyos registros han sido discutidos y articulados para poner en lógica la clínica contemporánea y el uso actualizado de conceptos y mate-mas lacanianos.

En términos de lo simbólico, el contexto contemporáneo es el de la inexistencia del Otro, del debilitamien-to de la posición del Padre, la caída de los ideales y el empuje a la homogenei-zación de la subjetividad de la época a través de los avances del saber de las tecnociencias y sus múltiples objetos. Asimismo, el mundo contemporáneo se orienta hacia el horizonte de la mujer, un modo de situar enigmática-mente «el goce in-formado, el goce sin forma» (Lacan, 1992: 172). El goce sin medida o fuera de toda medida fálica (el objeto a) se hace más patente en tanto hay más objetos disponibles para la satisfacción pulsional.

En relación a lo real, el mundo moderno (el del siglo XX) ha intenta-do dominar los imprevistos de la natu-raleza, de las catástrofes, buscando acercar los límites para reducirlo, controlarlo, aumentar la paz y acercar-se a la felicidad. Sin embargo, «lo real prende fuego a todo. Pero es un fuego frío» (Lacan, 2005: 119). Este imposi-ble de lo real busca aferrarse a las ciencias pero se encuentra con lo real sin ley, siempre. Sin embargo, la búsqueda cientí�ca, de la mano del capitalismo contemporáneo, hace que lo real esté menos enmarcado y más

expuesto a una deriva sin límites. Para Lacan, lo real de las ciencias no coinci-de con lo real para el psicoanálisis. En efecto, señala Miller que «se trata para el psicoanálisis [en el siglo XXI] de explorar otra dimensión: la de la defensa contra lo real sin ley y fuera de sentido» (Miller, 2012).

3. Tres consecuencias sobre loscuerpos contemporáneos

Algunas consecuencias se advierten en la relación de los cuerpos con el objeto, en la relación con el acto y la angustia, y, �nalmente, en los cuerpos extraviados, sin brújulas, propios de la hipermodernidad.

■ Cuerpo y objeto:

Miller, en su conferencia preparato-ria al VI Congreso de la AMP, pronunciada en Roma y llamada Los objetos a en la experiencia analítica, indicaba la diferencia entre los objetos a naturales, los objetos culturales y el objeto causa. En relación a las cinco formas del objeto a, indica:

Allí, cada una de las formas está detalla-da, pero está detallada en el cuerpo. Cada una de estas formas del objeto a detallada como un pedazo del cuerpo. El a no aparece como el producto de una estructura articulada, sino como el producto de un cuerpo fragmentado. Sin duda estos objetos responden a una estructura común, estructura de borde, estructura de acodo, pero en el Semina-rio La angustia, estas estructuras están enraizadas en el cuerpo. Se puede ir más lejos aún, hasta marcar que el cuerpo está recortado por la estructura lingüís-tica, se pueden revelar los isomor�smos

entre el cuerpo y la estructura, pero es en el Seminario La angustia que se ven los objetos a capturados por Lacan en el cuerpo mismo (2006).

Para Lacan, las cinco �guras del objeto u objetos a naturales no son otra cosa que los restos del cuerpo fragmentado: oral, anal, fálico, escópi-co y voz.

A partir de cada objeto natural del cuerpo fragmentado, la cultura produ-ce y reproduce. En el caso de las imágenes visuales y sonoras (tema del último ENAPOL realizado en Sao Paulo este año 2015, titulado El impe-rio de las imágenes), la sociedad hiper-moderna y capitalista produce, integra y mercantiliza estos objetos otorgán-doles un particular lugar. En efecto, en el caso de la relación entre el objeto escópico y el cuerpo, tenemos un cuerpo exhibido a la mirada para ver, cuerpos dispuestos a ser vistos y a hacerse ver. La mirada omnipresente, transparente y sin velo da cuenta del ascenso al cenit social del objeto a, deslocalizando a los seres hablantes y dejándolos sin punto de corte al goce.

Lo mismo sucede con el objeto oral respecto del cual Miller (2006) puntualiza: «se sabe bastante el deterioro de la relación del sujeto con el objeto oral inducido por las costum-bres alimenticias de la modernidad contemporánea». Lo perecedero, propio del objeto anal, se desliza y disuelve en la liquidez de la instanta-neidad, tal cual la describe Bauman.

La relación entre imagen y objeto es más neta hoy que nunca: la nada del objeto está cubierta por una imagen que siempre tiene un punto de fuga. No obstante, los actuales efectos de las imágenes no tienen la misma preg-nancia que en la época del Nombre-del-Padre. Las imágenes / objetos tienen incidencia en los cuerpos, en su regulación y agitación:

Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de

angustia, de erotización o de morti�ca-ción, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portado-ra de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular (Bassols, 2015).

■ Cuerpo, acto y angustia. Dilemas de la inscripción ante el exceso

Un signo de las transformaciones de lo simbólico y del Otro que no existe es la actual articulación entre inscripción y goce. La inscripción de lo simbólico ha sido el modo de regulación del goce en la época del Nombre-del-Padre.

Ante este declive, la dimensión del acto pierde su espesor y resonancia simbólica; por ello, los modos de inscripción en la vía de lo imaginario van más allá de los modos acotados, rituales y grá�cos especí�cos a los cuales estaba localizado.

El aumento en el uso de tatuajes y escari�caciones evidencia intentos de inscribir los cuerpos en el campo del signi�cante que permitan dar un lugar en el Otro, localizar y responder quié-nes somos y a dónde pertenecemos: «es algo muy llamativo estos cuerpos en busca de un personaje, como Piran-dello y los personajes en búsqueda de un autor, mientras que en este caso son realmente cuerpos que van en la búsqueda de un signi�cante que sea realmente un signi�cante» (Laurent y otros, 2012: 78).

La prevalencia de las llamadas pato-logías del acto —impulsiones y violen-cia en la vía del acting out y del pasaje

al acto— son indicativas del debilita-miento de lo simbólico. La articula-ción entre acto, discurso y cuerpo está anudada de manera tal que las inscrip-ciones en los cuerpos no solo se dirigen a dar lugar en Otro, sino también a detener la angustia por vía de las automutilaciones y los cortes en el cuerpo. En la medida que el corte en lo simbólico no opera, se realiza el corte en lo real. En efecto, la angustia implica un encuentro con el objeto sin velo, lugar donde falta la falta y que, por ende, constituye una desarticula-ción de la relación entre el deseo y el goce que el fantasma desfallecido no permite operar.

La función del inconsciente es tramitar el goce en un particular

modo, de manera tal que cuando este fracasa, el acto se pone en escena, o bien se produce un acto que saca al sujeto de la escena introduciendo un corte por vía del acto. Acto e incons-ciente tienen funciones disyuntas:

es por esto que en el pasaje al acto hay un no querer saber de eso. Se sale de la escena por la certeza que se alcanza con una identi�cación en cortocircuito con el objeto a. Es una identi�cación que Lacan llama identi�cación absoluta con el objeto a como fuera de la escena. En el pasaje al acto hay un rechazo de la escena y, al mismo tiempo, rechazo de cualquier llamado al Otro (Miller, 2006: 108).

La experiencia de la caída respecto del deseo del Otro, o bien un cortocir-cuito y el desencadenamiento de la angustia, son fuentes fundamentales que se asocian al empuje al acto como

una fórmula de disminuir el dolor de ser tal como indica Lacan en el Semi-nario 5 (1999: 254).

La respuesta del psicoanálisis es el acto analítico: «hay también un acto que puede cali�carse como acto por el cual un psicoanalista se instala, hay aquí aun algo que merece el nombre de acto, incluso hasta que ese acto pueda inscribirse en alguna parte» (Lacan, 1967-1968: inédito. Lección 18/11/67).

En la clínica del exceso fuera de sentido, el acto analítico, en las manio-bras de la transferencia y la presencia del analista con su cuerpo (objeto a encarnado, como indica Miller en Televisión), así como los últimos desa-rrollos del mismo Miller sobre el analista sinthome que facilita el anuda-

miento, constituyen una orientación por lo singular que pueden alejar al parlêtre de lo peor.

■ Sujetos sin brújula, cuerposextraviados

En la conferencia de Comandatuba, Miller (2004) subraya como clave de lectura de la subjetividad de la época a los sujetos desorientados después de la moral civilizadora del período freudiano.

La antigua orientación por el ideal cede lugar al objeto. La lógica de la errancia emerge tanto en términos sociales como en nuevos nomadismos, pero no se agota en ello. En términos estrictos, esta noción lacaniana —la errancia— indica que el sujeto contemporáneo es un sujeto errante: «la palabra errancia lleva su equívoco puesto que errar no solo puede signi�-car vagar, viajar, transitar sin rumbo �jo, ‘pirarse’ (para tomar un término

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del Antiedipo), sino también la deriva en el error» (Vaschetto, 2010: 19). Sujeto descarriado, fuera del carril y del carro del Nombre-del-Padre. Implica un fuera de la espacialidad y la geogra-fía asignadas clásicamente por el efecto del Otro consistente. Errancia de los cuerpos en otros lugares, ¿en cuáles? ¿Cómo aparecen estos cuerpos en la época? Apagados y deprimidos, excita-dos, insomnes, hiperactivos, ansiosos, confusos, en suspensión, a la espera que un soplo del Otro devuelva la vida o traiga paz, afectados por afectos y emociones, ¿de qué tipo? Violentas, de amores de vida o muerte. La medicali-zación disminuye el volumen de todo ello, pero no reduce ni localiza en tanto falta un síntoma que anude.

El estrago es un buen ejemplo. La clínica contemporánea ha conceptuali-zado cada vez más este trazo de la ense-ñanza de Lacan. A menudo mujeres

cuya presentación clínica no parece la clásica histeria sino con modos y características de deslocalización subjetiva e impulsiones que podrían equívocamente hacer pensar en la psicosis, sin asociaciones ni interpreta-ciones que permitan poner en función el deseo, sin formaciones del incons-ciente ni retorno de lo reprimido ni fantasma en función y sin deseo insatisfecho localizado (Álvarez, 2008).

Los cuerpos estragados se pueden apreciar clínicamente cuando la forma erotomaníaca del amor se torna estra-gante: para una mujer, cuando un hombre se transforma en un estrago para ella o bien cuando el Otro mater-no aparece sin mediación del falo. El estrago tiene, a diferencia del síntoma, una forma deslocalizada y una medida in�nita que responde a la lógica del no-todo:

el estrago deviene extravío cuando el circuito de la palabra, en su dimensión de demanda (de amor) se halla interrumpido, di�cultado (…) El recha-zo del inconsciente se hace entonces patente no solo en la dimensión de aquel que no quiere saber (o no quiere dejarse engañar), sino también en los efectos casi de sideración o de devastación en el cuerpo (Vaschetto, 2010: 121).

En efecto, es el cuerpo tomado por el amor loco del abandono, del desamor y el rechazo in�nitesimal, devastado por el dolor metonímico donde la única salida imaginada pareciera ser dejar de existir. Clínicamente se requiere el paso del cuerpo estragado al cuerpo de la posición histérica, marcado por el síntoma y el fantasma en función.

Referenciasbibliográ�cas Álvarez, P. (2008). Hacia una clínica del estrago. En M. Goldenberg (comp.), De astucias y estragos femeninos (pp. 39-45). Buenos Aires, Argentina: Grama.

Bauman, Z. (1999). La società dell’incertezza. Bologna, Italia: Il Mulino.

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Page 23: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

M iller plantea que el «síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente,

sino como una función del incons-ciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 170). La orientación, la dirección política y la ética de la cura en nuestra práctica clínica, implicarían la política del síntoma como política del psicoanáli-sis, a la que agregamos: con el incons-ciente. Esto a partir del trabajo del inconsciente transferencial, tanto en la práctica clínica, como en la experien-cia analítica que cada sujeto empren-de. Pensando que síntoma y fantasma quedan incorporados en el sinthome, al �nal de la enseñanza de Lacan.

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Para seguir la huella de estos signi�-cantes ubico dos referencias en las que Lacan re�ere el inconsciente y el sínto-ma a la política. Una se encuentra en el Seminario 14, La lógica del fantasma (1967, inédito), donde a�rma que «el inconsciente es la política». Re�rién-dose a ello, dice Miller en Anguila que

el inconsciente es una relación y se produ-ce en una relación. Por ello tenemos acceso a él en una relación con ese otro

que es un analista (…) si el hombre es un animal político, es por ser a la vez hablante y hablado por los otros. Sujeto del incons-ciente, recibe siempre de un otro (…) las palabras que lo dominan, lo representan y que lo desnaturalizan también (2012). La segunda referencia se encuentra

en Lituraterre: «que el síntoma institu-ya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea posible de interpretación» (Lacan, 2012: 26), de lo que se desprende la posibilidad de interpretación.

Para Freud, la pregunta por el sínto-ma conversivo será el inicio de la teoría freudiana. Su pregunta marcará la orientación en el trabajo analítico, será su brújula. Freud comenzará por fundamentar la operatividad con el síntoma y sobre el síntoma. Será a través de las formaciones del incons-ciente que dará cuenta del funciona-miento operativo del inconsciente, interesado por mostrar su función por medio de sus formaciones, sueños, actos fallidos, chiste y síntoma.

A lo largo de su investigación sobre el inconsciente, irá reformulándolo. Primero propone un inconsciente descriptivo, a partir de la movilidad entre los esquemas, pensando el aparato psíquico dividido en conscien-te, preconsciente e inconsciente. Luego considera un inconsciente diná-mico, en tanto es el momento en que el inconsciente coincide con lo reprimi-do. En un tercer momento ubica un inconsciente, que tendría el anteceden-te de que todo lo reprimido es incons-ciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. Este se de�ne en relación a las resistencias estructurales, por lo tanto, será un inconsciente estructural (Torres, 2000: 95-99). Así, en el desa-rrollo de su investigación, va introdu-ciendo el malestar, el sufrimiento como satisfacción de las pulsiones a partir del síntoma.

Para el primer momento de la ense-ñanza de Lacan, el «inconsciente está estructurado como un lenguaje»

(1992:155), a partir de la operación que hace sobre las estructuras clínicas freudianas. En este momento se presenta una discordancia entre signi-�cante y real: «la sexualidad agujerea lo real y no hay programa de acceso al Otro sexo que esté inscripto en lo real. (…) hacia el �nal anuncia ‘no hay relación sexual’» (Torres, 2006: 94). Esto nos permite situar al inconsciente en relación con lo real, distinto de situarlo en relación al Otro. Bassols, en Una política del síntoma, se pregunta: «¿cómo llevar hoy al sujeto del síntoma a abrirse a la dimensión del Otro de la palabra y del lenguaje a interesarse así en el desciframiento de su mensaje inconsciente?» (2007), pregunta que apunta al inconsciente transferencial.

Política y ética marcan una posición respecto de los usos del síntoma, en tanto nos podemos preguntar cómo es que el sujeto usa sus síntomas. Por otro lado, ¿qué uso hace o da el analis-ta a esos síntomas?

Este último toma una posición desde el lugar de la causa, haciendo semblan-te de objeto a y apuntando al deseo. El deseo del analista será, por tanto, provocar una pregunta en ese sujeto que viene silenciado por un malestar-goce.

«La propuesta de Lacan decía que el campo del deseo inconsciente era abierto a partir de la presencia del deseo del analista, siendo este el opera-dor que abría ese campo» (Aramburu, 2003: 231), así, en el Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan señala que «el deseo del analista, (…) no tiende a la identi�cación sino en el sentido exac-tamente contrario. Así, se lleva la experiencia del sujeto al plano en el cual puede presenti�carse, de la reali-dad del inconsciente, la pulsión» (1992: 282).

En Cosas de familia en el inconscien-te, Miller subraya, en uno de los apar-tados sobre la formación del analista, que este no tiene forma y que es más bien del lado del sin forma como

puede estar disponible para el fantas-ma del paciente. Y que la disciplina del analista es aprender a ser sin sabor propio (2006). Esto me llevó a pensar en el concepto de resistencia y el énfa-sis que Lacan pone en la siguiente idea: la resistencia es del analista.

Eric Laurent retoma Lituraterre en el Tao del psicoanalista. Se considera que el tao es ubicado como el camino, el vacío. En ese texto Laurent dirá que «El psicoanalista, si sabe actuar con lo que se escribió su tao [camino], hace de estas rupturas un vacío mediador actuando, permitiendo al sujeto soportar la signi�caciones más terri-bles que tuvo que soportar» (1999: 17).

Hay entonces un tratamiento ético del síntoma, en tanto que se escucha el sufrimiento, el goce que marca la posición que establece ese sujeto en la vida y en relación a la satisfacción que le otorga su realidad fantasmática. El síntoma está sobredeterminado por la incidencia del fantasma; sobredeter-minado en tanto que no es cualquier signi�cado que toma del campo del Otro, sino aquel en el que hay una incidencia del fantasma. Situarse frente a una ética y una política del síntoma será creer en él, creer en el síntoma como en el inconsciente. Lacan decía que lo que

hay de sorprendente en el síntoma es en ese algo que, como ahí se besuquea con el inconsciente, es que uno allí cree. (…) no hay duda, cualquiera que viene a presentarnos un síntoma allí cree. (…) es porque él cree que el síntoma es capaz de decir algo, que solamente hay que descifrarlo (1975: inédito).

Respecto de la pregunta «¿qué es decir el síntoma?», Lacan plantea que la función del síntoma sería una formulación que se podría entender desde su formulación matemática «f(x)». Luego, preguntándose qué es esta x, responde que el inconsciente podría traducirse por una letra, en cuanto a que en esa letra «la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad».

Paola CORNUPsicoanalista practicante. Miembro de la EOL y de la AMP.La autora es psicóloga y magíster en Psicología Clínica mención Psicoanáli-sis (Universidad Diego Portales). Se desempeña en consulta particular, como docente y supervisora clínica del Programa de Formación en Clínica Psicoanalítica de Orienta-ción Lacaniana y como supervisora clínica del Equipo de Psicólogos de CENFA. Miembro de la ALP.

Cuestión que daría cuenta de la sepa-ración entre el sentido y el goce, en tanto que lo que quedaría reducido a su máxima expresión en el sujeto sería este resto de goce aislado, vaciado de sentido, aislado de toda cualidad.

En ∑(x) Miller señalará que lo que cuenta para el síntoma es ese «no puedo»; fórmula que, dirá, implicaría una detención y también una repeti-ción enlazada a una detención. Esta constante llevará a pensar al síntoma en otros modos, marcando una distin-ción. El síntoma de las formaciones del inconsciente, del cual lo que se ve es que el síntoma se distinguiría de otras formaciones porque el síntoma

dura, es constante, se repite e insiste; mientras que otras formaciones del inconsciente tendrían la cualidad de ser fugaces (sueños, lapsus, chistes). Miller señala que «el síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente, sino como una función del inconsciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 179).

El síntoma, tal como lo explica Miller, sería una función del incons-ciente que transportaría algo de real. Y se pregunta: «¿de qué lado buscamos esa respuesta de lo real?» (1994: 168). Su respuesta es que la buscamos siem-pre desde el lado del síntoma. Es por eso que el síntoma transporta un efecto de signi�cación a lo real y que por medio del síntoma un efecto de signi�cación vale como respuesta de lo real. Será por medio de su envoltura que transportará un efecto de signi�-cación a lo real. Agrega que el incons-ciente se traduciría por un elemento; un elemento que sería una imagen, una traducción reducida de las forma-ciones del inconsciente.

Es así como podemos entender la distin-ción que hace entre el síntoma pensado como formaciones del inconsciente y del síntoma como una función. El punto es situarnos precisamente en el síntoma, su función y particularidad. Es aquí, a esta altura de la enseñanza de Lacan, que este nos dirá del síntoma que es lo real.

En La tercera señala que lo real es «lo que anda mal, lo que se pone en cruz ante la carreta, más aún, lo que no deja nunca de repetirse para estorbar ese andar» (1993: 81). En el mismo texto explica que «lo dije primero en la forma siguiente: lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (82).

Por otro lado, en el seminario de R.S.I. se pregunta por el síntoma y se responde con una formulación mate-mática: f(x), re�riéndose a que esa x sería una constante, ubicándola como la letra que sería la identidad de sí a sí, que estaría aislada de toda cualidad posible. Aquí ubica una separación entre el sentido y el goce, en tanto que a lo que se llegaría en un �nal de análi-sis sería la ubicación de esa letra, como una captación de goce del cual habría una reducción del sentido, una exclu-sión de sentido de lo real, una cualidad aislada.

Cuando Lacan se pregunta si el psicoanálisis es un síntoma, dice:

saben que cuando hago preguntas es porque tengo la respuesta. (...) Llamo síntoma a lo que viene de lo real. Esto signi�ca que se presenta como un pececito cuya boca voraz solo se cierra si le dan de comer sentido. (...) lo mejor sería, y en ello deberíamos poner nuestro empeño, que reventar a lo real de síntoma, y ahí está el asunto: ¿cómo hacer? (1993: 84).

En esta pregunta por el hacer da cuenta de su inquietud respecto al quehacer del psicoanalista, pregunta que ya en el Seminario 11 nos respon-de, indicándonos trabajar lo real por medio de lo simbólico, ya que, como nos dice Miller: «desde lo simbólico el análisis opera sobre lo real del sínto-ma, en tanto el síntoma es sentido (...) Si lo real y el sentido están totalmente separados y se excluyen, el psicoanáli-sis no es nada más que una estafa» (1997: 50).

¿Cómo hacer hoy, en la época del Otro que no existe, de la caída del orden simbólico, del desorden de lo

real? Es la invitación de Miller a testimoniar del trabajo que ya se está haciendo con el parlêtre.

En el último momento de su ense-ñanza, Lacan nos dice que el síntoma es lo real. Entonces, cómo hacer, ya que «el sentido del síntoma no es aquel con que se lo nutre para su prolifera-ción o su extinción, el sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden, que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria» (1993: 84). Seguirá insis-tiendo en que «el sentido del síntoma depende del porvenir de lo real, por tanto, como dije en la conferencia de prensa, del éxito del psicoanálisis. A este se le pide que nos libre de lo real y del síntoma, a la par» (1993: 85).

El síntoma es presentado por Lacan como una manera de gozar del incons-ciente, en tanto que este lo determina, por lo cual, el síntoma se presenta en cada sujeto como aquel padecimiento, sufrimiento o malestar que para otros discursos es entendido como un trastorno, un dé�cit. Sin embargo,

Lacan nos dice: «el síntoma es una irrupción de esa anomalía en que consiste el goce fálico, en la medida en que en él se explaya, se despliega a sus anchas, aquella falta fundamental que cali�co de no-relación sexual» (1993: 104).

La no-relación sexual es la manera en que Lacan va a presentar el agujero que existe en lo real. Frente a este agujero, traumático para el sujeto, este va a inventar algo sobre lo traumático. El Edipo sería una manera, por ejem-plo. En el Seminario 23 nos dirá: «el complejo de Edipo como tal es un síntoma» (2006: 23). El síntoma es también una respuesta que se daría el sujeto frente a lo traumático de lo real, frente al no hay.

Una forma de construirse algo para taponar el agujero. El no hay relación sexual implica que para el ser sexuado no existiría una armonía, una comple-mentariedad preestablecida respecto a la relación entre macho y hembra. Frente a ese agujero, entonces, lo que habría es lo que se construye sobre la base de eso. El sentido va en esa línea, en una búsqueda del taponeo absoluto de eso que no hay; de ahí que en el síntoma nos encontramos con su envoltura formal que sería el sentido, un signi�cante. Por tal razón, que el síntoma miente. El punto es que, en la dirección de la cura, la orientación, nos plantea Lacan, se dirige sobre la base de operar con el sentido para reducirlo, con el �n de ubicar el goce en juego. Buscamos la reducción del sentido y no la vía de producir nuevos sentidos a la manera en que operaba el desciframiento metafórico. Por tal razón en el texto de La tercera nos dice que el síntoma es un pececito que come sentido. Esa reducción nos mostrará el borde de lo real. Es, dirá Lacan, «el síntoma subsiste en la medida en que está enganchado al lenguaje, por lo menos si creemos que podemos modi�-car algo en el síntoma por una manipu-lación llamada interpretativa, es decir, que actúa sobre el sentido» (2006: 40).

Ahora, ¿cómo pensar el sentido en lo real? Él nos dirá que

hay una orientación, pero esta orienta-ción no es un sentido. ¿Qué quiere decir eso? Retomo lo que he dicho la última vez al sugerir que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido, puesto que ella excluye el simple hecho de copulación de lo simbólico y de lo imaginario, en el cual consiste el sentido. La orientación es lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido (Lacan, 2006: 119).

La función del síntoma, o el síntoma de�nido como función, se presenta en este momento del lado de lo real, por lo tanto, del goce del síntoma, mien-tras que en otro momento estaba del lado del mensaje, del sentido. La función del síntoma aparece ligada al momento de su enseñanza en que está trabajando con el nudo borromeo.

Lacan da cuenta de esa «x», de esa constante. De aquello, lo que se extrae es una letra, un signo que da cuenta de esa particularidad de goce, de capta-ción de goce, propia del ser, que queda ubicado frente al sinsentido o fuera de sentido, signo que queda excluido de todo sentido posible, punto real del síntoma. Se extrae la satisfacción vehi-culizada en el mensaje.

Es por el síntoma como función que podemos trasladar, transportar, tradu-cir, las formaciones del inconsciente en un elemento idéntico a sí mismo, en lo real (...), solo es captación de goce. (...) ese elemento traduce, un trazo idéntico a sí mismo, el goce que se vehiculiza en el signi�cante envuelto por el sentido (Torres, 2000: 122).

La función del síntoma será esa f(x), una constante cubierta por una envol-tura que miente sobre lo que es verda-deramente real: el síntoma. Así, este quedará ubicado entre mentira y angustia, frente a lo que miente y a lo que no engaña.

Para trabajar el síntoma entre menti-ra y angustia nos tenemos que remitir a que, por un lado, el síntoma es lo real, y que este, lo real, excluye el senti-do. ¿Por qué comenzar señalando esto? Porque el síntoma tiene dos teorías, que Lacan ya anticipó con Freud. Esa es la indicación que nos da en su Conferencia sobre el síntoma.

Recordemos que estas dos teorías son la del sentido y la del goce. Ahora, Lacan también nos decía con respecto al sentido y la práctica analítica, que es desde donde operamos, que lo que debemos hacer, desde donde debemos operar, es desde la reducción. Pero si para operar pasamos por el sentido, reduciéndolo, ¿qué es lo que se reduce? Lo que se reduce es el sentido, con el �n de acceder a aquella constan-te que marca la captación de goce sin sentido que presenta la letra. Desde la cual, se ha trabajado para llegar a un vaciamiento de sentido y, por tanto, a una captación de goce que sería esa cualidad de identidad de sí a sí.

Lacan dirá que «es por eso que el psicoanálisis es una cosa seria, y que no es absurdo decir que puede desli-zarse en la estafa» (1977, inédito). ¿Por qué «estafa»? Porque al plantear que lo real es lo imposible y decir que «hay real es ya suponerle un sentido» (Lacan, 1977: inédito), de la misma manera como lo real es imposible, entonces sería imposible operar lo real mediante lo simbólico. Aquí nos anticipa que el síntoma miente.

Entonces

lo simbólicamente real no es lo realmente simbólico. Lo realmente simbólico, esto es lo simbólico incluido en lo real, lo cual tiene perfectamente un nombre —eso se llama mentira. Lo simbólicamente real, o sea lo que de lo real se connota en el interior de lo simbólico, es la angustia. El síntoma es real. Es incluso la única cosa verdaderamente real, es decir que conser-va un sentido en lo real. Es por esta razón que el psicoanalista puede, si tiene oportu-nidad, intervenir simbólicamente para disolverlo en lo real (Lacan, 1977: inédito).

La mentira es aquello que engaña; a diferencia de la angustia, que es el afecto que no engaña. Es posible pensarla como esa estafa, que se dedu-ciría del sentido, en tanto es aquello que porta el síntoma y del que a través del análisis será disuelto, reducido a una expresión máxima. Serán los encuentros, como dice Lacan, los que producirán un despertar en ese sujeto conmovido y un punto de angustia que remite a esa división; angustia que no engaña, que apunta y nos orienta en la cura de ese sujeto. Por más que se engañe a sí mismo, será el análisis y la orientación por lo real a través de lo simbólico —la palabra— lo que llevará

al parlêtre a enfrentarse a esa estafa que él mismo hizo y a inventarse algo nuevo que sea vivi�cante, dejando de morti�carse gozosamente. Miller, recordando a Lacan, nos dice: «que el síntoma sea la única cosa verdadera-mente real, es decir que conserve un sentido en lo real, lo ubica del lado de la mentira» (1997: 55). Verdadera-

mente real, porque el síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de la castración.

Al �nal de su enseñanza Lacan formulará al sujeto como parlêtre, siendo este el que sustituirá al incons-ciente. La de�nición de sujeto implica estar representado por el signi�cante, «fuera del cuerpo, fuera de la vida» (Miller, 2002: 78). Lacan introduce un cambio a partir del lugar de lalengua en relación al lenguaje, este como elucubración de saber sobre la lengua. Más adelante, el sinthome será de�ni-do como acontecimiento de cuerpo. «El signi�cante no solo tiene efecto de signi�cación sino que tiene efecto de

afecto en un cuerpo. (…) se trata de lo que perturba, hace huella en el cuerpo» (Miller, 2002: 79).

Para �nalizar, recordemos lo que Miller nos planteó en el argumento para el próximo Congreso de la Asocia-ción Mundial de Psicoanálisis (AMP): «ya no es lo mismo analizar el incons-ciente en el sentido de Freud, ni siquie-

ra el inconsciente estructurado como un lenguaje (…) analizar al parlêtre es lo que ya estamos haciendo, y que tenemos pendiente saber decirlo».

Marca, a mi gusto, una invitación, a quienes practicamos el psicoanálisis, a testimoniar y exponer nuestra práctica clínica en el siglo XXI. A no olvidar la célebre frase de Lacan:

mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetivi-dad de su época (…) que conozca bien la espiral a la que la época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes (1953: 309).

El inconsciente y el síntoma sostie-nen una política que se podría pensar como un intervalo y/o litoral entre el cuerpo y el inconsciente. La pregunta a seguir trabajando es si el inconscien-te es simbólico o real. Trabajo que viene desarrollando Miller, a partir de situar el inconsciente transferencial y el inconsciente real.

Del inconscientees la política ala política del síntoma

“Nuestra práctica clínicaimplica la política

del síntoma a laque agregamos:

con el inconsciente”.

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iller plantea que el «síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente,

sino como una función del incons-ciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 170). La orientación, la dirección política y la ética de la cura en nuestra práctica clínica, implicarían la política del síntoma como política del psicoanáli-sis, a la que agregamos: con el incons-ciente. Esto a partir del trabajo del inconsciente transferencial, tanto en la práctica clínica, como en la experien-cia analítica que cada sujeto empren-de. Pensando que síntoma y fantasma quedan incorporados en el sinthome, al �nal de la enseñanza de Lacan.

Para seguir la huella de estos signi�-cantes ubico dos referencias en las que Lacan re�ere el inconsciente y el sínto-ma a la política. Una se encuentra en el Seminario 14, La lógica del fantasma (1967, inédito), donde a�rma que «el inconsciente es la política». Re�rién-dose a ello, dice Miller en Anguila que

el inconsciente es una relación y se produ-ce en una relación. Por ello tenemos acceso a él en una relación con ese otro

que es un analista (…) si el hombre es un animal político, es por ser a la vez hablante y hablado por los otros. Sujeto del incons-ciente, recibe siempre de un otro (…) las palabras que lo dominan, lo representan y que lo desnaturalizan también (2012). La segunda referencia se encuentra

en Lituraterre: «que el síntoma institu-ya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea posible de interpretación» (Lacan, 2012: 26), de lo que se desprende la posibilidad de interpretación.

Para Freud, la pregunta por el sínto-ma conversivo será el inicio de la teoría freudiana. Su pregunta marcará la orientación en el trabajo analítico, será su brújula. Freud comenzará por fundamentar la operatividad con el síntoma y sobre el síntoma. Será a través de las formaciones del incons-ciente que dará cuenta del funciona-miento operativo del inconsciente, interesado por mostrar su función por medio de sus formaciones, sueños, actos fallidos, chiste y síntoma.

A lo largo de su investigación sobre el inconsciente, irá reformulándolo. Primero propone un inconsciente descriptivo, a partir de la movilidad entre los esquemas, pensando el aparato psíquico dividido en conscien-te, preconsciente e inconsciente. Luego considera un inconsciente diná-mico, en tanto es el momento en que el inconsciente coincide con lo reprimi-do. En un tercer momento ubica un inconsciente, que tendría el anteceden-te de que todo lo reprimido es incons-ciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. Este se de�ne en relación a las resistencias estructurales, por lo tanto, será un inconsciente estructural (Torres, 2000: 95-99). Así, en el desa-rrollo de su investigación, va introdu-ciendo el malestar, el sufrimiento como satisfacción de las pulsiones a partir del síntoma.

Para el primer momento de la ense-ñanza de Lacan, el «inconsciente está estructurado como un lenguaje»

(1992: 155), a partir de la operación que hace sobre las estructuras clínicas freudianas. En este momento se presenta una discordancia entre signi-�cante y real: «la sexualidad agujerea lo real y no hay programa de acceso al Otro sexo que esté inscripto en lo real. (…) hacia el �nal anuncia ‘no hay relación sexual’» (Torres, 2006: 94). Esto nos permite situar al inconsciente en relación con lo real, distinto de situarlo en relación al Otro. Bassols, en Una política del síntoma, se pregunta: «¿cómo llevar hoy al sujeto del síntoma a abrirse a la dimensión del Otro de la palabra y del lenguaje a interesarse así en el desciframiento de su mensaje inconsciente?» (2007), pregunta que apunta al inconsciente transferencial.

Política y ética marcan una posición respecto de los usos del síntoma, en tanto nos podemos preguntar cómo es que el sujeto usa sus síntomas. Por otro lado, ¿qué uso hace o da el analis-ta a esos síntomas?

Este último toma una posición desde el lugar de la causa, haciendo semblan-te de objeto a y apuntando al deseo. El deseo del analista será, por tanto, provocar una pregunta en ese sujeto que viene silenciado por un malestar-goce.

«La propuesta de Lacan decía que el campo del deseo inconsciente era abierto a partir de la presencia del deseo del analista, siendo este el opera-dor que abría ese campo» (Aramburu, 2003: 231), así, en el Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan señala que «el deseo del analista, (…) no tiende a la identi�cación sino en el sentido exac-tamente contrario. Así, se lleva la experiencia del sujeto al plano en el cual puede presenti�carse, de la reali-dad del inconsciente, la pulsión» (1992: 282).

En Cosas de familia en el inconscien-te, Miller subraya, en uno de los apar-tados sobre la formación del analista, que este no tiene forma y que es más bien del lado del sin forma como

puede estar disponible para el fantas-ma del paciente. Y que la disciplina del analista es aprender a ser sin sabor propio (2006). Esto me llevó a pensar en el concepto de resistencia y el énfa-sis que Lacan pone en la siguiente idea: la resistencia es del analista.

Eric Laurent retoma Lituraterre en el Tao del psicoanalista. Se considera que el tao es ubicado como el camino, el vacío. En ese texto Laurent dirá que «El psicoanalista, si sabe actuar con lo que se escribió su tao [camino], hace de estas rupturas un vacío mediador actuando, permitiendo al sujeto soportar la signi�caciones más terri-bles que tuvo que soportar» (1999: 17).

Hay entonces un tratamiento ético del síntoma, en tanto que se escucha el sufrimiento, el goce que marca la posición que establece ese sujeto en la vida y en relación a la satisfacción que le otorga su realidad fantasmática. El síntoma está sobredeterminado por la incidencia del fantasma; sobredeter-minado en tanto que no es cualquier signi�cado que toma del campo del Otro, sino aquel en el que hay una incidencia del fantasma. Situarse frente a una ética y una política del síntoma será creer en él, creer en el síntoma como en el inconsciente. Lacan decía que lo que

hay de sorprendente en el síntoma es en ese algo que, como ahí se besuquea con el inconsciente, es que uno allí cree. (…) no hay duda, cualquiera que viene a presentarnos un síntoma allí cree. (…) es porque él cree que el síntoma es capaz de decir algo, que solamente hay que descifrarlo (1975: inédito).

Respecto de la pregunta «¿qué es decir el síntoma?», Lacan plantea que la función del síntoma sería una formulación que se podría entender desde su formulación matemática «f(x)». Luego, preguntándose qué es esta x, responde que el inconsciente podría traducirse por una letra, en cuanto a que en esa letra «la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad».

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Cuestión que daría cuenta de la sepa-ración entre el sentido y el goce, en tanto que lo que quedaría reducido a su máxima expresión en el sujeto sería este resto de goce aislado, vaciado de sentido, aislado de toda cualidad.

En ∑(x) Miller señalará que lo que cuenta para el síntoma es ese «no puedo»; fórmula que, dirá, implicaría una detención y también una repeti-ción enlazada a una detención. Esta constante llevará a pensar al síntoma en otros modos, marcando una distin-ción. El síntoma de las formaciones del inconsciente, del cual lo que se ve es que el síntoma se distinguiría de otras formaciones porque el síntoma

dura, es constante, se repite e insiste; mientras que otras formaciones del inconsciente tendrían la cualidad de ser fugaces (sueños, lapsus, chistes). Miller señala que «el síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente, sino como una función del inconsciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 179).

El síntoma, tal como lo explica Miller, sería una función del incons-ciente que transportaría algo de real. Y se pregunta: «¿de qué lado buscamos esa respuesta de lo real?» (1994: 168). Su respuesta es que la buscamos siem-pre desde el lado del síntoma. Es por eso que el síntoma transporta un efecto de signi�cación a lo real y que por medio del síntoma un efecto de signi�cación vale como respuesta de lo real. Será por medio de su envoltura que transportará un efecto de signi�-cación a lo real. Agrega que el incons-ciente se traduciría por un elemento; un elemento que sería una imagen, una traducción reducida de las forma-ciones del inconsciente.

Es así como podemos entender la distin-ción que hace entre el síntoma pensado como formaciones del inconsciente y del síntoma como una función. El punto es situarnos precisamente en el síntoma, su función y particularidad. Es aquí, a esta altura de la enseñanza de Lacan, que este nos dirá del síntoma que es lo real.

En La tercera señala que lo real es «lo que anda mal, lo que se pone en cruz ante la carreta, más aún, lo que no deja nunca de repetirse para estorbar ese andar» (1993: 81). En el mismo texto explica que «lo dije primero en la forma siguiente: lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (82).

Por otro lado, en el seminario de R.S.I. se pregunta por el síntoma y se responde con una formulación mate-mática: f(x), re�riéndose a que esa x sería una constante, ubicándola como la letra que sería la identidad de sí a sí, que estaría aislada de toda cualidad posible. Aquí ubica una separación entre el sentido y el goce, en tanto que a lo que se llegaría en un �nal de análi-sis sería la ubicación de esa letra, como una captación de goce del cual habría una reducción del sentido, una exclu-sión de sentido de lo real, una cualidad aislada.

Cuando Lacan se pregunta si el psicoanálisis es un síntoma, dice:

saben que cuando hago preguntas es porque tengo la respuesta. (...) Llamo síntoma a lo que viene de lo real. Esto signi�ca que se presenta como un pececito cuya boca voraz solo se cierra si le dan de comer sentido. (...) lo mejor sería, y en ello deberíamos poner nuestro empeño, que reventar a lo real de síntoma, y ahí está el asunto: ¿cómo hacer? (1993: 84).

En esta pregunta por el hacer da cuenta de su inquietud respecto al quehacer del psicoanalista, pregunta que ya en el Seminario 11 nos respon-de, indicándonos trabajar lo real por medio de lo simbólico, ya que, como nos dice Miller: «desde lo simbólico el análisis opera sobre lo real del sínto-ma, en tanto el síntoma es sentido (...) Si lo real y el sentido están totalmente separados y se excluyen, el psicoanáli-sis no es nada más que una estafa» (1997: 50).

¿Cómo hacer hoy, en la época del Otro que no existe, de la caída del orden simbólico, del desorden de lo

real? Es la invitación de Miller a testimoniar del trabajo que ya se está haciendo con el parlêtre.

En el último momento de su ense-ñanza, Lacan nos dice que el síntoma es lo real. Entonces, cómo hacer, ya que «el sentido del síntoma no es aquel con que se lo nutre para su prolifera-ción o su extinción, el sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden, que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria» (1993: 84). Seguirá insis-tiendo en que «el sentido del síntoma depende del porvenir de lo real, por tanto, como dije en la conferencia de prensa, del éxito del psicoanálisis. A este se le pide que nos libre de lo real y del síntoma, a la par» (1993: 85).

El síntoma es presentado por Lacan como una manera de gozar del incons-ciente, en tanto que este lo determina, por lo cual, el síntoma se presenta en cada sujeto como aquel padecimiento, sufrimiento o malestar que para otros discursos es entendido como un trastorno, un dé�cit. Sin embargo,

Lacan nos dice: «el síntoma es una irrupción de esa anomalía en que consiste el goce fálico, en la medida en que en él se explaya, se despliega a sus anchas, aquella falta fundamental que cali�co de no-relación sexual» (1993: 104).

La no-relación sexual es la manera en que Lacan va a presentar el agujero que existe en lo real. Frente a este agujero, traumático para el sujeto, este va a inventar algo sobre lo traumático. El Edipo sería una manera, por ejem-plo. En el Seminario 23 nos dirá: «el complejo de Edipo como tal es un síntoma» (2006: 23). El síntoma es también una respuesta que se daría el sujeto frente a lo traumático de lo real, frente al no hay.

Una forma de construirse algo para taponar el agujero. El no hay relación sexual implica que para el ser sexuado no existiría una armonía, una comple-mentariedad preestablecida respecto a la relación entre macho y hembra. Frente a ese agujero, entonces, lo que habría es lo que se construye sobre la base de eso. El sentido va en esa línea, en una búsqueda del taponeo absoluto de eso que no hay; de ahí que en el síntoma nos encontramos con su envoltura formal que sería el sentido, un signi�cante. Por tal razón, que el síntoma miente. El punto es que, en la dirección de la cura, la orientación, nos plantea Lacan, se dirige sobre la base de operar con el sentido para reducirlo, con el �n de ubicar el goce en juego. Buscamos la reducción del sentido y no la vía de producir nuevos sentidos a la manera en que operaba el desciframiento metafórico. Por tal razón en el texto de La tercera nos dice que el síntoma es un pececito que come sentido. Esa reducción nos mostrará el borde de lo real. Es, dirá Lacan, «el síntoma subsiste en la medida en que está enganchado al lenguaje, por lo menos si creemos que podemos modi�-car algo en el síntoma por una manipu-lación llamada interpretativa, es decir, que actúa sobre el sentido» (2006: 40).

Ahora, ¿cómo pensar el sentido en lo real? Él nos dirá que

hay una orientación, pero esta orienta-ción no es un sentido. ¿Qué quiere decir eso? Retomo lo que he dicho la última vez al sugerir que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido, puesto que ella excluye el simple hecho de copulación de lo simbólico y de lo imaginario, en el cual consiste el sentido. La orientación es lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido (Lacan, 2006: 119).

La función del síntoma, o el síntoma de�nido como función, se presenta en este momento del lado de lo real, por lo tanto, del goce del síntoma, mien-tras que en otro momento estaba del lado del mensaje, del sentido. La función del síntoma aparece ligada al momento de su enseñanza en que está trabajando con el nudo borromeo.

Lacan da cuenta de esa «x», de esa constante. De aquello, lo que se extrae es una letra, un signo que da cuenta de esa particularidad de goce, de capta-ción de goce, propia del ser, que queda ubicado frente al sinsentido o fuera de sentido, signo que queda excluido de todo sentido posible, punto real del síntoma. Se extrae la satisfacción vehi-culizada en el mensaje.

Es por el síntoma como función que podemos trasladar, transportar, tradu-cir, las formaciones del inconsciente en un elemento idéntico a sí mismo, en lo real (...), solo es captación de goce. (...) ese elemento traduce, un trazo idéntico a sí mismo, el goce que se vehiculiza en el signi�cante envuelto por el sentido (Torres, 2000: 122).

La función del síntoma será esa f(x), una constante cubierta por una envol-tura que miente sobre lo que es verda-deramente real: el síntoma. Así, este quedará ubicado entre mentira y angustia, frente a lo que miente y a lo que no engaña.

Para trabajar el síntoma entre menti-ra y angustia nos tenemos que remitir a que, por un lado, el síntoma es lo real, y que este, lo real, excluye el senti-do. ¿Por qué comenzar señalando esto? Porque el síntoma tiene dos teorías, que Lacan ya anticipó con Freud. Esa es la indicación que nos da en su Conferencia sobre el síntoma.

Recordemos que estas dos teorías son la del sentido y la del goce. Ahora, Lacan también nos decía con respecto al sentido y la práctica analítica, que es desde donde operamos, que lo que debemos hacer, desde donde debemos operar, es desde la reducción. Pero si para operar pasamos por el sentido, reduciéndolo, ¿qué es lo que se reduce? Lo que se reduce es el sentido, con el �n de acceder a aquella constan-te que marca la captación de goce sin sentido que presenta la letra. Desde la cual, se ha trabajado para llegar a un vaciamiento de sentido y, por tanto, a una captación de goce que sería esa cualidad de identidad de sí a sí.

Lacan dirá que «es por eso que el psicoanálisis es una cosa seria, y que no es absurdo decir que puede desli-zarse en la estafa» (1977, inédito). ¿Por qué «estafa»? Porque al plantear que lo real es lo imposible y decir que «hay real es ya suponerle un sentido» (Lacan, 1977: inédito), de la misma manera como lo real es imposible, entonces sería imposible operar lo real mediante lo simbólico. Aquí nos anticipa que el síntoma miente.

Entonces

lo simbólicamente real no es lo realmente simbólico. Lo realmente simbólico, esto es lo simbólico incluido en lo real, lo cual tiene perfectamente un nombre —eso se llama mentira. Lo simbólicamente real, o sea lo que de lo real se connota en el interior de lo simbólico, es la angustia. El síntoma es real. Es incluso la única cosa verdaderamente real, es decir que conser-va un sentido en lo real. Es por esta razón que el psicoanalista puede, si tiene oportu-nidad, intervenir simbólicamente para disolverlo en lo real (Lacan, 1977: inédito).

La mentira es aquello que engaña; a diferencia de la angustia, que es el afecto que no engaña. Es posible pensarla como esa estafa, que se dedu-ciría del sentido, en tanto es aquello que porta el síntoma y del que a través del análisis será disuelto, reducido a una expresión máxima. Serán los encuentros, como dice Lacan, los que producirán un despertar en ese sujeto conmovido y un punto de angustia que remite a esa división; angustia que no engaña, que apunta y nos orienta en la cura de ese sujeto. Por más que se engañe a sí mismo, será el análisis y la orientación por lo real a través de lo simbólico —la palabra— lo que llevará

al parlêtre a enfrentarse a esa estafa que él mismo hizo y a inventarse algo nuevo que sea vivi�cante, dejando de morti�carse gozosamente. Miller, recordando a Lacan, nos dice: «que el síntoma sea la única cosa verdadera-mente real, es decir que conserve un sentido en lo real, lo ubica del lado de la mentira» (1997: 55). Verdadera-

mente real, porque el síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de la castración.

Al �nal de su enseñanza Lacan formulará al sujeto como parlêtre, siendo este el que sustituirá al incons-ciente. La de�nición de sujeto implica estar representado por el signi�cante, «fuera del cuerpo, fuera de la vida» (Miller, 2002: 78). Lacan introduce un cambio a partir del lugar de lalengua en relación al lenguaje, este como elucubración de saber sobre la lengua. Más adelante, el sinthome será de�ni-do como acontecimiento de cuerpo. «El signi�cante no solo tiene efecto de signi�cación sino que tiene efecto de

afecto en un cuerpo. (…) se trata de lo que perturba, hace huella en el cuerpo» (Miller, 2002: 79).

Para �nalizar, recordemos lo que Miller nos planteó en el argumento para el próximo Congreso de la Asocia-ción Mundial de Psicoanálisis (AMP): «ya no es lo mismo analizar el incons-ciente en el sentido de Freud, ni siquie-

ra el inconsciente estructurado como un lenguaje (…) analizar al parlêtre es lo que ya estamos haciendo, y que tenemos pendiente saber decirlo».

Marca, a mi gusto, una invitación, a quienes practicamos el psicoanálisis, a testimoniar y exponer nuestra práctica clínica en el siglo XXI. A no olvidar la célebre frase de Lacan:

mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetivi-dad de su época (…) que conozca bien la espiral a la que la época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes (1953: 309).

El inconsciente y el síntoma sostie-nen una política que se podría pensar como un intervalo y/o litoral entre el cuerpo y el inconsciente. La pregunta a seguir trabajando es si el inconscien-te es simbólico o real. Trabajo que viene desarrollando Miller, a partir de situar el inconsciente transferencial y el inconsciente real.

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iller plantea que el «síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente,

sino como una función del incons-ciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 170). La orientación, la dirección política y la ética de la cura en nuestra práctica clínica, implicarían la política del síntoma como política del psicoanáli-sis, a la que agregamos: con el incons-ciente. Esto a partir del trabajo del inconsciente transferencial, tanto en la práctica clínica, como en la experien-cia analítica que cada sujeto empren-de. Pensando que síntoma y fantasma quedan incorporados en el sinthome, al �nal de la enseñanza de Lacan.

Para seguir la huella de estos signi�-cantes ubico dos referencias en las que Lacan re�ere el inconsciente y el sínto-ma a la política. Una se encuentra en el Seminario 14, La lógica del fantasma (1967, inédito), donde a�rma que «el inconsciente es la política». Re�rién-dose a ello, dice Miller en Anguila que

el inconsciente es una relación y se produ-ce en una relación. Por ello tenemos acceso a él en una relación con ese otro

que es un analista (…) si el hombre es un animal político, es por ser a la vez hablante y hablado por los otros. Sujeto del incons-ciente, recibe siempre de un otro (…) las palabras que lo dominan, lo representan y que lo desnaturalizan también (2012). La segunda referencia se encuentra

en Lituraterre: «que el síntoma institu-ya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea posible de interpretación» (Lacan, 2012: 26), de lo que se desprende la posibilidad de interpretación.

Para Freud, la pregunta por el sínto-ma conversivo será el inicio de la teoría freudiana. Su pregunta marcará la orientación en el trabajo analítico, será su brújula. Freud comenzará por fundamentar la operatividad con el síntoma y sobre el síntoma. Será a través de las formaciones del incons-ciente que dará cuenta del funciona-miento operativo del inconsciente, interesado por mostrar su función por medio de sus formaciones, sueños, actos fallidos, chiste y síntoma.

A lo largo de su investigación sobre el inconsciente, irá reformulándolo. Primero propone un inconsciente descriptivo, a partir de la movilidad entre los esquemas, pensando el aparato psíquico dividido en conscien-te, preconsciente e inconsciente. Luego considera un inconsciente diná-mico, en tanto es el momento en que el inconsciente coincide con lo reprimi-do. En un tercer momento ubica un inconsciente, que tendría el anteceden-te de que todo lo reprimido es incons-ciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. Este se de�ne en relación a las resistencias estructurales, por lo tanto, será un inconsciente estructural (Torres, 2000: 95-99). Así, en el desa-rrollo de su investigación, va introdu-ciendo el malestar, el sufrimiento como satisfacción de las pulsiones a partir del síntoma.

Para el primer momento de la ense-ñanza de Lacan, el «inconsciente está estructurado como un lenguaje»

(1992:155), a partir de la operación que hace sobre las estructuras clínicas freudianas. En este momento se presenta una discordancia entre signi-�cante y real: «la sexualidad agujerea lo real y no hay programa de acceso al Otro sexo que esté inscripto en lo real. (…) hacia el �nal anuncia ‘no hay relación sexual’» (Torres, 2006: 94). Esto nos permite situar al inconsciente en relación con lo real, distinto de situarlo en relación al Otro. Bassols, en Una política del síntoma, se pregunta: «¿cómo llevar hoy al sujeto del síntoma a abrirse a la dimensión del Otro de la palabra y del lenguaje a interesarse así en el desciframiento de su mensaje inconsciente?» (2007), pregunta que apunta al inconsciente transferencial.

Política y ética marcan una posición respecto de los usos del síntoma, en tanto nos podemos preguntar cómo es que el sujeto usa sus síntomas. Por otro lado, ¿qué uso hace o da el analis-ta a esos síntomas?

Este último toma una posición desde el lugar de la causa, haciendo semblan-te de objeto a y apuntando al deseo. El deseo del analista será, por tanto, provocar una pregunta en ese sujeto que viene silenciado por un malestar-goce.

«La propuesta de Lacan decía que el campo del deseo inconsciente era abierto a partir de la presencia del deseo del analista, siendo este el opera-dor que abría ese campo» (Aramburu, 2003: 231), así, en el Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan señala que «el deseo del analista, (…) no tiende a la identi�cación sino en el sentido exac-tamente contrario. Así, se lleva la experiencia del sujeto al plano en el cual puede presenti�carse, de la reali-dad del inconsciente, la pulsión» (1992: 282).

En Cosas de familia en el inconscien-te, Miller subraya, en uno de los apar-tados sobre la formación del analista, que este no tiene forma y que es más bien del lado del sin forma como

puede estar disponible para el fantas-ma del paciente. Y que la disciplina del analista es aprender a ser sin sabor propio (2006). Esto me llevó a pensar en el concepto de resistencia y el énfa-sis que Lacan pone en la siguiente idea: la resistencia es del analista.

Eric Laurent retoma Lituraterre en el Tao del psicoanalista. Se considera que el tao es ubicado como el camino, el vacío. En ese texto Laurent dirá que «El psicoanalista, si sabe actuar con lo que se escribió su tao [camino], hace de estas rupturas un vacío mediador actuando, permitiendo al sujeto soportar la signi�caciones más terri-bles que tuvo que soportar» (1999: 17).

Hay entonces un tratamiento ético del síntoma, en tanto que se escucha el sufrimiento, el goce que marca la posición que establece ese sujeto en la vida y en relación a la satisfacción que le otorga su realidad fantasmática. El síntoma está sobredeterminado por la incidencia del fantasma; sobredeter-minado en tanto que no es cualquier signi�cado que toma del campo del Otro, sino aquel en el que hay una incidencia del fantasma. Situarse frente a una ética y una política del síntoma será creer en él, creer en el síntoma como en el inconsciente. Lacan decía que lo que

hay de sorprendente en el síntoma es en ese algo que, como ahí se besuquea con el inconsciente, es que uno allí cree. (…) no hay duda, cualquiera que viene a presentarnos un síntoma allí cree. (…) es porque él cree que el síntoma es capaz de decir algo, que solamente hay que descifrarlo (1975: inédito).

Respecto de la pregunta «¿qué es decir el síntoma?», Lacan plantea que la función del síntoma sería una formulación que se podría entender desde su formulación matemática «f(x)». Luego, preguntándose qué es esta x, responde que el inconsciente podría traducirse por una letra, en cuanto a que en esa letra «la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad».

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Cuestión que daría cuenta de la sepa-ración entre el sentido y el goce, en tanto que lo que quedaría reducido a su máxima expresión en el sujeto sería este resto de goce aislado, vaciado de sentido, aislado de toda cualidad.

En ∑(x) Miller señalará que lo que cuenta para el síntoma es ese «no puedo»; fórmula que, dirá, implicaría una detención y también una repeti-ción enlazada a una detención. Esta constante llevará a pensar al síntoma en otros modos, marcando una distin-ción. El síntoma de las formaciones del inconsciente, del cual lo que se ve es que el síntoma se distinguiría de otras formaciones porque el síntoma

dura, es constante, se repite e insiste; mientras que otras formaciones del inconsciente tendrían la cualidad de ser fugaces (sueños, lapsus, chistes). Miller señala que «el síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente, sino como una función del inconsciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 179).

El síntoma, tal como lo explica Miller, sería una función del incons-ciente que transportaría algo de real. Y se pregunta: «¿de qué lado buscamos esa respuesta de lo real?» (1994: 168). Su respuesta es que la buscamos siem-pre desde el lado del síntoma. Es por eso que el síntoma transporta un efecto de signi�cación a lo real y que por medio del síntoma un efecto de signi�cación vale como respuesta de lo real. Será por medio de su envoltura que transportará un efecto de signi�-cación a lo real. Agrega que el incons-ciente se traduciría por un elemento; un elemento que sería una imagen, una traducción reducida de las forma-ciones del inconsciente.

Es así como podemos entender la distin-ción que hace entre el síntoma pensado como formaciones del inconsciente y del síntoma como una función. El punto es situarnos precisamente en el síntoma, su función y particularidad. Es aquí, a esta altura de la enseñanza de Lacan, que este nos dirá del síntoma que es lo real.

En La tercera señala que lo real es «lo que anda mal, lo que se pone en cruz ante la carreta, más aún, lo que no deja nunca de repetirse para estorbar ese andar» (1993: 81). En el mismo texto explica que «lo dije primero en la forma siguiente: lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (82).

Por otro lado, en el seminario de R.S.I. se pregunta por el síntoma y se responde con una formulación mate-mática: f(x), re�riéndose a que esa x sería una constante, ubicándola como la letra que sería la identidad de sí a sí, que estaría aislada de toda cualidad posible. Aquí ubica una separación entre el sentido y el goce, en tanto que a lo que se llegaría en un �nal de análi-sis sería la ubicación de esa letra, como una captación de goce del cual habría una reducción del sentido, una exclu-sión de sentido de lo real, una cualidad aislada.

Cuando Lacan se pregunta si el psicoanálisis es un síntoma, dice:

saben que cuando hago preguntas es porque tengo la respuesta. (...) Llamo síntoma a lo que viene de lo real. Esto signi�ca que se presenta como un pececito cuya boca voraz solo se cierra si le dan de comer sentido. (...) lo mejor sería, y en ello deberíamos poner nuestro empeño, que reventar a lo real de síntoma, y ahí está el asunto: ¿cómo hacer? (1993: 84).

En esta pregunta por el hacer da cuenta de su inquietud respecto al quehacer del psicoanalista, pregunta que ya en el Seminario 11 nos respon-de, indicándonos trabajar lo real por medio de lo simbólico, ya que, como nos dice Miller: «desde lo simbólico el análisis opera sobre lo real del sínto-ma, en tanto el síntoma es sentido (...) Si lo real y el sentido están totalmente separados y se excluyen, el psicoanáli-sis no es nada más que una estafa» (1997: 50).

¿Cómo hacer hoy, en la época del Otro que no existe, de la caída del orden simbólico, del desorden de lo

real? Es la invitación de Miller a testimoniar del trabajo que ya se está haciendo con el parlêtre.

En el último momento de su ense-ñanza, Lacan nos dice que el síntoma es lo real. Entonces, cómo hacer, ya que «el sentido del síntoma no es aquel con que se lo nutre para su prolifera-ción o su extinción, el sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden, que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria» (1993: 84). Seguirá insis-tiendo en que «el sentido del síntoma depende del porvenir de lo real, por tanto, como dije en la conferencia de prensa, del éxito del psicoanálisis. A este se le pide que nos libre de lo real y del síntoma, a la par» (1993: 85).

El síntoma es presentado por Lacan como una manera de gozar del incons-ciente, en tanto que este lo determina, por lo cual, el síntoma se presenta en cada sujeto como aquel padecimiento, sufrimiento o malestar que para otros discursos es entendido como un trastorno, un dé�cit. Sin embargo,

Lacan nos dice: «el síntoma es una irrupción de esa anomalía en que consiste el goce fálico, en la medida en que en él se explaya, se despliega a sus anchas, aquella falta fundamental que cali�co de no-relación sexual» (1993: 104).

La no-relación sexual es la manera en que Lacan va a presentar el agujero que existe en lo real. Frente a este agujero, traumático para el sujeto, este va a inventar algo sobre lo traumático. El Edipo sería una manera, por ejem-plo. En el Seminario 23 nos dirá: «el complejo de Edipo como tal es un síntoma» (2006: 23). El síntoma es también una respuesta que se daría el sujeto frente a lo traumático de lo real, frente al no hay.

Una forma de construirse algo para taponar el agujero. El no hay relación sexual implica que para el ser sexuado no existiría una armonía, una comple-mentariedad preestablecida respecto a la relación entre macho y hembra. Frente a ese agujero, entonces, lo que habría es lo que se construye sobre la base de eso. El sentido va en esa línea, en una búsqueda del taponeo absoluto de eso que no hay; de ahí que en el síntoma nos encontramos con su envoltura formal que sería el sentido, un signi�cante. Por tal razón, que el síntoma miente. El punto es que, en la dirección de la cura, la orientación, nos plantea Lacan, se dirige sobre la base de operar con el sentido para reducirlo, con el �n de ubicar el goce en juego. Buscamos la reducción del sentido y no la vía de producir nuevos sentidos a la manera en que operaba el desciframiento metafórico. Por tal razón en el texto de La tercera nos dice que el síntoma es un pececito que come sentido. Esa reducción nos mostrará el borde de lo real. Es, dirá Lacan, «el síntoma subsiste en la medida en que está enganchado al lenguaje, por lo menos si creemos que podemos modi�-car algo en el síntoma por una manipu-lación llamada interpretativa, es decir, que actúa sobre el sentido» (2006: 40).

Ahora, ¿cómo pensar el sentido en lo real? Él nos dirá que

hay una orientación, pero esta orienta-ción no es un sentido. ¿Qué quiere decir eso? Retomo lo que he dicho la última vez al sugerir que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido, puesto que ella excluye el simple hecho de copulación de lo simbólico y de lo imaginario, en el cual consiste el sentido. La orientación es lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido (Lacan, 2006: 119).

La función del síntoma, o el síntoma de�nido como función, se presenta en este momento del lado de lo real, por lo tanto, del goce del síntoma, mien-tras que en otro momento estaba del lado del mensaje, del sentido. La función del síntoma aparece ligada al momento de su enseñanza en que está trabajando con el nudo borromeo.

Lacan da cuenta de esa «x», de esa constante. De aquello, lo que se extrae es una letra, un signo que da cuenta de esa particularidad de goce, de capta-ción de goce, propia del ser, que queda ubicado frente al sinsentido o fuera de sentido, signo que queda excluido de todo sentido posible, punto real del síntoma. Se extrae la satisfacción vehi-culizada en el mensaje.

Es por el síntoma como función que podemos trasladar, transportar, tradu-cir, las formaciones del inconsciente en un elemento idéntico a sí mismo, en lo real (...), solo es captación de goce. (...) ese elemento traduce, un trazo idéntico a sí mismo, el goce que se vehiculiza en el signi�cante envuelto por el sentido (Torres, 2000: 122).

La función del síntoma será esa f(x), una constante cubierta por una envol-tura que miente sobre lo que es verda-deramente real: el síntoma. Así, este quedará ubicado entre mentira y angustia, frente a lo que miente y a lo que no engaña.

Para trabajar el síntoma entre menti-ra y angustia nos tenemos que remitir a que, por un lado, el síntoma es lo real, y que este, lo real, excluye el senti-do. ¿Por qué comenzar señalando esto? Porque el síntoma tiene dos teorías, que Lacan ya anticipó con Freud. Esa es la indicación que nos da en su Conferencia sobre el síntoma.

Recordemos que estas dos teorías son la del sentido y la del goce. Ahora, Lacan también nos decía con respecto al sentido y la práctica analítica, que es desde donde operamos, que lo que debemos hacer, desde donde debemos operar, es desde la reducción. Pero si para operar pasamos por el sentido, reduciéndolo, ¿qué es lo que se reduce? Lo que se reduce es el sentido, con el �n de acceder a aquella constan-te que marca la captación de goce sin sentido que presenta la letra. Desde la cual, se ha trabajado para llegar a un vaciamiento de sentido y, por tanto, a una captación de goce que sería esa cualidad de identidad de sí a sí.

Lacan dirá que «es por eso que el psicoanálisis es una cosa seria, y que no es absurdo decir que puede desli-zarse en la estafa» (1977, inédito). ¿Por qué «estafa»? Porque al plantear que lo real es lo imposible y decir que «hay real es ya suponerle un sentido» (Lacan, 1977: inédito), de la misma manera como lo real es imposible, entonces sería imposible operar lo real mediante lo simbólico. Aquí nos anticipa que el síntoma miente.

Entonces

lo simbólicamente real no es lo realmente simbólico. Lo realmente simbólico, esto es lo simbólico incluido en lo real, lo cual tiene perfectamente un nombre —eso se llama mentira. Lo simbólicamente real, o sea lo que de lo real se connota en el interior de lo simbólico, es la angustia. El síntoma es real. Es incluso la única cosa verdaderamente real, es decir que conser-va un sentido en lo real. Es por esta razón que el psicoanalista puede, si tiene oportu-nidad, intervenir simbólicamente para disolverlo en lo real (Lacan, 1977: inédito).

La mentira es aquello que engaña; a diferencia de la angustia, que es el afecto que no engaña. Es posible pensarla como esa estafa, que se dedu-ciría del sentido, en tanto es aquello que porta el síntoma y del que a través del análisis será disuelto, reducido a una expresión máxima. Serán los encuentros, como dice Lacan, los que producirán un despertar en ese sujeto conmovido y un punto de angustia que remite a esa división; angustia que no engaña, que apunta y nos orienta en la cura de ese sujeto. Por más que se engañe a sí mismo, será el análisis y la orientación por lo real a través de lo simbólico —la palabra— lo que llevará

al parlêtre a enfrentarse a esa estafa que él mismo hizo y a inventarse algo nuevo que sea vivi�cante, dejando de morti�carse gozosamente. Miller, recordando a Lacan, nos dice: «que el síntoma sea la única cosa verdadera-mente real, es decir que conserve un sentido en lo real, lo ubica del lado de la mentira» (1997: 55). Verdadera-

mente real, porque el síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de la castración.

Al �nal de su enseñanza Lacan formulará al sujeto como parlêtre, siendo este el que sustituirá al incons-ciente. La de�nición de sujeto implica estar representado por el signi�cante, «fuera del cuerpo, fuera de la vida» (Miller, 2002: 78). Lacan introduce un cambio a partir del lugar de lalengua en relación al lenguaje, este como elucubración de saber sobre la lengua. Más adelante, el sinthome será de�ni-do como acontecimiento de cuerpo. «El signi�cante no solo tiene efecto de signi�cación sino que tiene efecto de

afecto en un cuerpo. (…) se trata de lo que perturba, hace huella en el cuerpo» (Miller, 2002: 79).

Para �nalizar, recordemos lo que Miller nos planteó en el argumento para el próximo Congreso de la Asocia-ción Mundial de Psicoanálisis (AMP): «ya no es lo mismo analizar el incons-ciente en el sentido de Freud, ni siquie-

ra el inconsciente estructurado como un lenguaje (…) analizar al parlêtre es lo que ya estamos haciendo, y que tenemos pendiente saber decirlo».

Marca, a mi gusto, una invitación, a quienes practicamos el psicoanálisis, a testimoniar y exponer nuestra práctica clínica en el siglo XXI. A no olvidar la célebre frase de Lacan:

mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetivi-dad de su época (…) que conozca bien la espiral a la que la época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes (1953: 309).

El inconsciente y el síntoma sostie-nen una política que se podría pensar como un intervalo y/o litoral entre el cuerpo y el inconsciente. La pregunta a seguir trabajando es si el inconscien-te es simbólico o real. Trabajo que viene desarrollando Miller, a partir de situar el inconsciente transferencial y el inconsciente real.

“El síntoma es presentado por Lacan comouna manera de gozar del inconsciente”.

Page 26: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

iller plantea que el «síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente,

sino como una función del incons-ciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 170). La orientación, la dirección política y la ética de la cura en nuestra práctica clínica, implicarían la política del síntoma como política del psicoanáli-sis, a la que agregamos: con el incons-ciente. Esto a partir del trabajo del inconsciente transferencial, tanto en la práctica clínica, como en la experien-cia analítica que cada sujeto empren-de. Pensando que síntoma y fantasma quedan incorporados en el sinthome, al �nal de la enseñanza de Lacan.

Para seguir la huella de estos signi�-cantes ubico dos referencias en las que Lacan re�ere el inconsciente y el sínto-ma a la política. Una se encuentra en el Seminario 14, La lógica del fantasma (1967, inédito), donde a�rma que «el inconsciente es la política». Re�rién-dose a ello, dice Miller en Anguila que

el inconsciente es una relación y se produ-ce en una relación. Por ello tenemos acceso a él en una relación con ese otro

que es un analista (…) si el hombre es un animal político, es por ser a la vez hablante y hablado por los otros. Sujeto del incons-ciente, recibe siempre de un otro (…) las palabras que lo dominan, lo representan y que lo desnaturalizan también (2012). La segunda referencia se encuentra

en Lituraterre: «que el síntoma institu-ya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea posible de interpretación» (Lacan, 2012: 26), de lo que se desprende la posibilidad de interpretación.

Para Freud, la pregunta por el sínto-ma conversivo será el inicio de la teoría freudiana. Su pregunta marcará la orientación en el trabajo analítico, será su brújula. Freud comenzará por fundamentar la operatividad con el síntoma y sobre el síntoma. Será a través de las formaciones del incons-ciente que dará cuenta del funciona-miento operativo del inconsciente, interesado por mostrar su función por medio de sus formaciones, sueños, actos fallidos, chiste y síntoma.

A lo largo de su investigación sobre el inconsciente, irá reformulándolo. Primero propone un inconsciente descriptivo, a partir de la movilidad entre los esquemas, pensando el aparato psíquico dividido en conscien-te, preconsciente e inconsciente. Luego considera un inconsciente diná-mico, en tanto es el momento en que el inconsciente coincide con lo reprimi-do. En un tercer momento ubica un inconsciente, que tendría el anteceden-te de que todo lo reprimido es incons-ciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. Este se de�ne en relación a las resistencias estructurales, por lo tanto, será un inconsciente estructural (Torres, 2000: 95-99). Así, en el desa-rrollo de su investigación, va introdu-ciendo el malestar, el sufrimiento como satisfacción de las pulsiones a partir del síntoma.

Para el primer momento de la ense-ñanza de Lacan, el «inconsciente está estructurado como un lenguaje»

(1992:155), a partir de la operación que hace sobre las estructuras clínicas freudianas. En este momento se presenta una discordancia entre signi-�cante y real: «la sexualidad agujerea lo real y no hay programa de acceso al Otro sexo que esté inscripto en lo real. (…) hacia el �nal anuncia ‘no hay relación sexual’» (Torres, 2006: 94). Esto nos permite situar al inconsciente en relación con lo real, distinto de situarlo en relación al Otro. Bassols, en Una política del síntoma, se pregunta: «¿cómo llevar hoy al sujeto del síntoma a abrirse a la dimensión del Otro de la palabra y del lenguaje a interesarse así en el desciframiento de su mensaje inconsciente?» (2007), pregunta que apunta al inconsciente transferencial.

Política y ética marcan una posición respecto de los usos del síntoma, en tanto nos podemos preguntar cómo es que el sujeto usa sus síntomas. Por otro lado, ¿qué uso hace o da el analis-ta a esos síntomas?

Este último toma una posición desde el lugar de la causa, haciendo semblan-te de objeto a y apuntando al deseo. El deseo del analista será, por tanto, provocar una pregunta en ese sujeto que viene silenciado por un malestar-goce.

«La propuesta de Lacan decía que el campo del deseo inconsciente era abierto a partir de la presencia del deseo del analista, siendo este el opera-dor que abría ese campo» (Aramburu, 2003: 231), así, en el Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan señala que «el deseo del analista, (…) no tiende a la identi�cación sino en el sentido exac-tamente contrario. Así, se lleva la experiencia del sujeto al plano en el cual puede presenti�carse, de la reali-dad del inconsciente, la pulsión» (1992: 282).

En Cosas de familia en el inconscien-te, Miller subraya, en uno de los apar-tados sobre la formación del analista, que este no tiene forma y que es más bien del lado del sin forma como

puede estar disponible para el fantas-ma del paciente. Y que la disciplina del analista es aprender a ser sin sabor propio (2006). Esto me llevó a pensar en el concepto de resistencia y el énfa-sis que Lacan pone en la siguiente idea: la resistencia es del analista.

Eric Laurent retoma Lituraterre en el Tao del psicoanalista. Se considera que el tao es ubicado como el camino, el vacío. En ese texto Laurent dirá que «El psicoanalista, si sabe actuar con lo que se escribió su tao [camino], hace de estas rupturas un vacío mediador actuando, permitiendo al sujeto soportar la signi�caciones más terri-bles que tuvo que soportar» (1999: 17).

Hay entonces un tratamiento ético del síntoma, en tanto que se escucha el sufrimiento, el goce que marca la posición que establece ese sujeto en la vida y en relación a la satisfacción que le otorga su realidad fantasmática. El síntoma está sobredeterminado por la incidencia del fantasma; sobredeter-minado en tanto que no es cualquier signi�cado que toma del campo del Otro, sino aquel en el que hay una incidencia del fantasma. Situarse frente a una ética y una política del síntoma será creer en él, creer en el síntoma como en el inconsciente. Lacan decía que lo que

hay de sorprendente en el síntoma es en ese algo que, como ahí se besuquea con el inconsciente, es que uno allí cree. (…) no hay duda, cualquiera que viene a presentarnos un síntoma allí cree. (…) es porque él cree que el síntoma es capaz de decir algo, que solamente hay que descifrarlo (1975: inédito).

Respecto de la pregunta «¿qué es decir el síntoma?», Lacan plantea que la función del síntoma sería una formulación que se podría entender desde su formulación matemática «f(x)». Luego, preguntándose qué es esta x, responde que el inconsciente podría traducirse por una letra, en cuanto a que en esa letra «la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad».

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Cuestión que daría cuenta de la sepa-ración entre el sentido y el goce, en tanto que lo que quedaría reducido a su máxima expresión en el sujeto sería este resto de goce aislado, vaciado de sentido, aislado de toda cualidad.

En ∑(x) Miller señalará que lo que cuenta para el síntoma es ese «no puedo»; fórmula que, dirá, implicaría una detención y también una repeti-ción enlazada a una detención. Esta constante llevará a pensar al síntoma en otros modos, marcando una distin-ción. El síntoma de las formaciones del inconsciente, del cual lo que se ve es que el síntoma se distinguiría de otras formaciones porque el síntoma

dura, es constante, se repite e insiste; mientras que otras formaciones del inconsciente tendrían la cualidad de ser fugaces (sueños, lapsus, chistes). Miller señala que «el síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente, sino como una función del inconsciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 179).

El síntoma, tal como lo explica Miller, sería una función del incons-ciente que transportaría algo de real. Y se pregunta: «¿de qué lado buscamos esa respuesta de lo real?» (1994: 168). Su respuesta es que la buscamos siem-pre desde el lado del síntoma. Es por eso que el síntoma transporta un efecto de signi�cación a lo real y que por medio del síntoma un efecto de signi�cación vale como respuesta de lo real. Será por medio de su envoltura que transportará un efecto de signi�-cación a lo real. Agrega que el incons-ciente se traduciría por un elemento; un elemento que sería una imagen, una traducción reducida de las forma-ciones del inconsciente.

Es así como podemos entender la distin-ción que hace entre el síntoma pensado como formaciones del inconsciente y del síntoma como una función. El punto es situarnos precisamente en el síntoma, su función y particularidad. Es aquí, a esta altura de la enseñanza de Lacan, que este nos dirá del síntoma que es lo real.

En La tercera señala que lo real es «lo que anda mal, lo que se pone en cruz ante la carreta, más aún, lo que no deja nunca de repetirse para estorbar ese andar» (1993: 81). En el mismo texto explica que «lo dije primero en la forma siguiente: lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (82).

Por otro lado, en el seminario de R.S.I. se pregunta por el síntoma y se responde con una formulación mate-mática: f(x), re�riéndose a que esa x sería una constante, ubicándola como la letra que sería la identidad de sí a sí, que estaría aislada de toda cualidad posible. Aquí ubica una separación entre el sentido y el goce, en tanto que a lo que se llegaría en un �nal de análi-sis sería la ubicación de esa letra, como una captación de goce del cual habría una reducción del sentido, una exclu-sión de sentido de lo real, una cualidad aislada.

Cuando Lacan se pregunta si el psicoanálisis es un síntoma, dice:

saben que cuando hago preguntas es porque tengo la respuesta. (...) Llamo síntoma a lo que viene de lo real. Esto signi�ca que se presenta como un pececito cuya boca voraz solo se cierra si le dan de comer sentido. (...) lo mejor sería, y en ello deberíamos poner nuestro empeño, que reventar a lo real de síntoma, y ahí está el asunto: ¿cómo hacer? (1993: 84).

En esta pregunta por el hacer da cuenta de su inquietud respecto al quehacer del psicoanalista, pregunta que ya en el Seminario 11 nos respon-de, indicándonos trabajar lo real por medio de lo simbólico, ya que, como nos dice Miller: «desde lo simbólico el análisis opera sobre lo real del sínto-ma, en tanto el síntoma es sentido (...) Si lo real y el sentido están totalmente separados y se excluyen, el psicoanáli-sis no es nada más que una estafa» (1997: 50).

¿Cómo hacer hoy, en la época del Otro que no existe, de la caída del orden simbólico, del desorden de lo

real? Es la invitación de Miller a testimoniar del trabajo que ya se está haciendo con el parlêtre.

En el último momento de su ense-ñanza, Lacan nos dice que el síntoma es lo real. Entonces, cómo hacer, ya que «el sentido del síntoma no es aquel con que se lo nutre para su prolifera-ción o su extinción, el sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden, que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria» (1993: 84). Seguirá insis-tiendo en que «el sentido del síntoma depende del porvenir de lo real, por tanto, como dije en la conferencia de prensa, del éxito del psicoanálisis. A este se le pide que nos libre de lo real y del síntoma, a la par» (1993: 85).

El síntoma es presentado por Lacan como una manera de gozar del incons-ciente, en tanto que este lo determina, por lo cual, el síntoma se presenta en cada sujeto como aquel padecimiento, sufrimiento o malestar que para otros discursos es entendido como un trastorno, un dé�cit. Sin embargo,

Lacan nos dice: «el síntoma es una irrupción de esa anomalía en que consiste el goce fálico, en la medida en que en él se explaya, se despliega a sus anchas, aquella falta fundamental que cali�co de no-relación sexual» (1993: 104).

La no-relación sexual es la manera en que Lacan va a presentar el agujero que existe en lo real. Frente a este agujero, traumático para el sujeto, este va a inventar algo sobre lo traumático. El Edipo sería una manera, por ejem-plo. En el Seminario 23 nos dirá: «el complejo de Edipo como tal es un síntoma» (2006: 23). El síntoma es también una respuesta que se daría el sujeto frente a lo traumático de lo real, frente al no hay.

Una forma de construirse algo para taponar el agujero. El no hay relación sexual implica que para el ser sexuado no existiría una armonía, una comple-mentariedad preestablecida respecto a la relación entre macho y hembra. Frente a ese agujero, entonces, lo que habría es lo que se construye sobre la base de eso. El sentido va en esa línea, en una búsqueda del taponeo absoluto de eso que no hay; de ahí que en el síntoma nos encontramos con su envoltura formal que sería el sentido, un signi�cante. Por tal razón, que el síntoma miente. El punto es que, en la dirección de la cura, la orientación, nos plantea Lacan, se dirige sobre la base de operar con el sentido para reducirlo, con el �n de ubicar el goce en juego. Buscamos la reducción del sentido y no la vía de producir nuevos sentidos a la manera en que operaba el desciframiento metafórico. Por tal razón en el texto de La tercera nos dice que el síntoma es un pececito que come sentido. Esa reducción nos mostrará el borde de lo real. Es, dirá Lacan, «el síntoma subsiste en la medida en que está enganchado al lenguaje, por lo menos si creemos que podemos modi�-car algo en el síntoma por una manipu-lación llamada interpretativa, es decir, que actúa sobre el sentido» (2006: 40).

Ahora, ¿cómo pensar el sentido en lo real? Él nos dirá que

hay una orientación, pero esta orienta-ción no es un sentido. ¿Qué quiere decir eso? Retomo lo que he dicho la última vez al sugerir que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido, puesto que ella excluye el simple hecho de copulación de lo simbólico y de lo imaginario, en el cual consiste el sentido. La orientación es lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido (Lacan, 2006: 119).

La función del síntoma, o el síntoma de�nido como función, se presenta en este momento del lado de lo real, por lo tanto, del goce del síntoma, mien-tras que en otro momento estaba del lado del mensaje, del sentido. La función del síntoma aparece ligada al momento de su enseñanza en que está trabajando con el nudo borromeo.

Lacan da cuenta de esa «x», de esa constante. De aquello, lo que se extrae es una letra, un signo que da cuenta de esa particularidad de goce, de capta-ción de goce, propia del ser, que queda ubicado frente al sinsentido o fuera de sentido, signo que queda excluido de todo sentido posible, punto real del síntoma. Se extrae la satisfacción vehi-culizada en el mensaje.

Es por el síntoma como función que podemos trasladar, transportar, tradu-cir, las formaciones del inconsciente en un elemento idéntico a sí mismo, en lo real (...), solo es captación de goce. (...) ese elemento traduce, un trazo idéntico a sí mismo, el goce que se vehiculiza en el signi�cante envuelto por el sentido (Torres, 2000: 122).

La función del síntoma será esa f(x), una constante cubierta por una envol-tura que miente sobre lo que es verda-deramente real: el síntoma. Así, este quedará ubicado entre mentira y angustia, frente a lo que miente y a lo que no engaña.

Para trabajar el síntoma entre menti-ra y angustia nos tenemos que remitir a que, por un lado, el síntoma es lo real, y que este, lo real, excluye el senti-do. ¿Por qué comenzar señalando esto? Porque el síntoma tiene dos teorías, que Lacan ya anticipó con Freud. Esa es la indicación que nos da en su Conferencia sobre el síntoma.

Recordemos que estas dos teorías son la del sentido y la del goce. Ahora, Lacan también nos decía con respecto al sentido y la práctica analítica, que es desde donde operamos, que lo que debemos hacer, desde donde debemos operar, es desde la reducción. Pero si para operar pasamos por el sentido, reduciéndolo, ¿qué es lo que se reduce? Lo que se reduce es el sentido, con el �n de acceder a aquella constan-te que marca la captación de goce sin sentido que presenta la letra. Desde la cual, se ha trabajado para llegar a un vaciamiento de sentido y, por tanto, a una captación de goce que sería esa cualidad de identidad de sí a sí.

Lacan dirá que «es por eso que el psicoanálisis es una cosa seria, y que no es absurdo decir que puede desli-zarse en la estafa» (1977, inédito). ¿Por qué «estafa»? Porque al plantear que lo real es lo imposible y decir que «hay real es ya suponerle un sentido» (Lacan, 1977: inédito), de la misma manera como lo real es imposible, entonces sería imposible operar lo real mediante lo simbólico. Aquí nos anticipa que el síntoma miente.

Entonces

lo simbólicamente real no es lo realmente simbólico. Lo realmente simbólico, esto es lo simbólico incluido en lo real, lo cual tiene perfectamente un nombre —eso se llama mentira. Lo simbólicamente real, o sea lo que de lo real se connota en el interior de lo simbólico, es la angustia. El síntoma es real. Es incluso la única cosa verdaderamente real, es decir que conser-va un sentido en lo real. Es por esta razón que el psicoanalista puede, si tiene oportu-nidad, intervenir simbólicamente para disolverlo en lo real (Lacan, 1977: inédito).

La mentira es aquello que engaña; a diferencia de la angustia, que es el afecto que no engaña. Es posible pensarla como esa estafa, que se dedu-ciría del sentido, en tanto es aquello que porta el síntoma y del que a través del análisis será disuelto, reducido a una expresión máxima. Serán los encuentros, como dice Lacan, los que producirán un despertar en ese sujeto conmovido y un punto de angustia que remite a esa división; angustia que no engaña, que apunta y nos orienta en la cura de ese sujeto. Por más que se engañe a sí mismo, será el análisis y la orientación por lo real a través de lo simbólico —la palabra— lo que llevará

al parlêtre a enfrentarse a esa estafa que él mismo hizo y a inventarse algo nuevo que sea vivi�cante, dejando de morti�carse gozosamente. Miller, recordando a Lacan, nos dice: «que el síntoma sea la única cosa verdadera-mente real, es decir que conserve un sentido en lo real, lo ubica del lado de la mentira» (1997: 55). Verdadera-

mente real, porque el síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de la castración.

Al �nal de su enseñanza Lacan formulará al sujeto como parlêtre, siendo este el que sustituirá al incons-ciente. La de�nición de sujeto implica estar representado por el signi�cante, «fuera del cuerpo, fuera de la vida» (Miller, 2002: 78). Lacan introduce un cambio a partir del lugar de lalengua en relación al lenguaje, este como elucubración de saber sobre la lengua. Más adelante, el sinthome será de�ni-do como acontecimiento de cuerpo. «El signi�cante no solo tiene efecto de signi�cación sino que tiene efecto de

afecto en un cuerpo. (…) se trata de lo que perturba, hace huella en el cuerpo» (Miller, 2002: 79).

Para �nalizar, recordemos lo que Miller nos planteó en el argumento para el próximo Congreso de la Asocia-ción Mundial de Psicoanálisis (AMP): «ya no es lo mismo analizar el incons-ciente en el sentido de Freud, ni siquie-

ra el inconsciente estructurado como un lenguaje (…) analizar al parlêtre es lo que ya estamos haciendo, y que tenemos pendiente saber decirlo».

Marca, a mi gusto, una invitación, a quienes practicamos el psicoanálisis, a testimoniar y exponer nuestra práctica clínica en el siglo XXI. A no olvidar la célebre frase de Lacan:

mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetivi-dad de su época (…) que conozca bien la espiral a la que la época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes (1953: 309).

El inconsciente y el síntoma sostie-nen una política que se podría pensar como un intervalo y/o litoral entre el cuerpo y el inconsciente. La pregunta a seguir trabajando es si el inconscien-te es simbólico o real. Trabajo que viene desarrollando Miller, a partir de situar el inconsciente transferencial y el inconsciente real.

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iller plantea que el «síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente,

sino como una función del incons-ciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 170). La orientación, la dirección política y la ética de la cura en nuestra práctica clínica, implicarían la política del síntoma como política del psicoanáli-sis, a la que agregamos: con el incons-ciente. Esto a partir del trabajo del inconsciente transferencial, tanto en la práctica clínica, como en la experien-cia analítica que cada sujeto empren-de. Pensando que síntoma y fantasma quedan incorporados en el sinthome, al �nal de la enseñanza de Lacan.

Para seguir la huella de estos signi�-cantes ubico dos referencias en las que Lacan re�ere el inconsciente y el sínto-ma a la política. Una se encuentra en el Seminario 14, La lógica del fantasma (1967, inédito), donde a�rma que «el inconsciente es la política». Re�rién-dose a ello, dice Miller en Anguila que

el inconsciente es una relación y se produ-ce en una relación. Por ello tenemos acceso a él en una relación con ese otro

que es un analista (…) si el hombre es un animal político, es por ser a la vez hablante y hablado por los otros. Sujeto del incons-ciente, recibe siempre de un otro (…) las palabras que lo dominan, lo representan y que lo desnaturalizan también (2012). La segunda referencia se encuentra

en Lituraterre: «que el síntoma institu-ya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea posible de interpretación» (Lacan, 2012: 26), de lo que se desprende la posibilidad de interpretación.

Para Freud, la pregunta por el sínto-ma conversivo será el inicio de la teoría freudiana. Su pregunta marcará la orientación en el trabajo analítico, será su brújula. Freud comenzará por fundamentar la operatividad con el síntoma y sobre el síntoma. Será a través de las formaciones del incons-ciente que dará cuenta del funciona-miento operativo del inconsciente, interesado por mostrar su función por medio de sus formaciones, sueños, actos fallidos, chiste y síntoma.

A lo largo de su investigación sobre el inconsciente, irá reformulándolo. Primero propone un inconsciente descriptivo, a partir de la movilidad entre los esquemas, pensando el aparato psíquico dividido en conscien-te, preconsciente e inconsciente. Luego considera un inconsciente diná-mico, en tanto es el momento en que el inconsciente coincide con lo reprimi-do. En un tercer momento ubica un inconsciente, que tendría el anteceden-te de que todo lo reprimido es incons-ciente, pero no todo lo inconsciente es reprimido. Este se de�ne en relación a las resistencias estructurales, por lo tanto, será un inconsciente estructural (Torres, 2000: 95-99). Así, en el desa-rrollo de su investigación, va introdu-ciendo el malestar, el sufrimiento como satisfacción de las pulsiones a partir del síntoma.

Para el primer momento de la ense-ñanza de Lacan, el «inconsciente está estructurado como un lenguaje»

(1992:155), a partir de la operación que hace sobre las estructuras clínicas freudianas. En este momento se presenta una discordancia entre signi-�cante y real: «la sexualidad agujerea lo real y no hay programa de acceso al Otro sexo que esté inscripto en lo real. (…) hacia el �nal anuncia ‘no hay relación sexual’» (Torres, 2006: 94). Esto nos permite situar al inconsciente en relación con lo real, distinto de situarlo en relación al Otro. Bassols, en Una política del síntoma, se pregunta: «¿cómo llevar hoy al sujeto del síntoma a abrirse a la dimensión del Otro de la palabra y del lenguaje a interesarse así en el desciframiento de su mensaje inconsciente?» (2007), pregunta que apunta al inconsciente transferencial.

Política y ética marcan una posición respecto de los usos del síntoma, en tanto nos podemos preguntar cómo es que el sujeto usa sus síntomas. Por otro lado, ¿qué uso hace o da el analis-ta a esos síntomas?

Este último toma una posición desde el lugar de la causa, haciendo semblan-te de objeto a y apuntando al deseo. El deseo del analista será, por tanto, provocar una pregunta en ese sujeto que viene silenciado por un malestar-goce.

«La propuesta de Lacan decía que el campo del deseo inconsciente era abierto a partir de la presencia del deseo del analista, siendo este el opera-dor que abría ese campo» (Aramburu, 2003: 231), así, en el Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan señala que «el deseo del analista, (…) no tiende a la identi�cación sino en el sentido exac-tamente contrario. Así, se lleva la experiencia del sujeto al plano en el cual puede presenti�carse, de la reali-dad del inconsciente, la pulsión» (1992: 282).

En Cosas de familia en el inconscien-te, Miller subraya, en uno de los apar-tados sobre la formación del analista, que este no tiene forma y que es más bien del lado del sin forma como

puede estar disponible para el fantas-ma del paciente. Y que la disciplina del analista es aprender a ser sin sabor propio (2006). Esto me llevó a pensar en el concepto de resistencia y el énfa-sis que Lacan pone en la siguiente idea: la resistencia es del analista.

Eric Laurent retoma Lituraterre en el Tao del psicoanalista. Se considera que el tao es ubicado como el camino, el vacío. En ese texto Laurent dirá que «El psicoanalista, si sabe actuar con lo que se escribió su tao [camino], hace de estas rupturas un vacío mediador actuando, permitiendo al sujeto soportar la signi�caciones más terri-bles que tuvo que soportar» (1999: 17).

Hay entonces un tratamiento ético del síntoma, en tanto que se escucha el sufrimiento, el goce que marca la posición que establece ese sujeto en la vida y en relación a la satisfacción que le otorga su realidad fantasmática. El síntoma está sobredeterminado por la incidencia del fantasma; sobredeter-minado en tanto que no es cualquier signi�cado que toma del campo del Otro, sino aquel en el que hay una incidencia del fantasma. Situarse frente a una ética y una política del síntoma será creer en él, creer en el síntoma como en el inconsciente. Lacan decía que lo que

hay de sorprendente en el síntoma es en ese algo que, como ahí se besuquea con el inconsciente, es que uno allí cree. (…) no hay duda, cualquiera que viene a presentarnos un síntoma allí cree. (…) es porque él cree que el síntoma es capaz de decir algo, que solamente hay que descifrarlo (1975: inédito).

Respecto de la pregunta «¿qué es decir el síntoma?», Lacan plantea que la función del síntoma sería una formulación que se podría entender desde su formulación matemática «f(x)». Luego, preguntándose qué es esta x, responde que el inconsciente podría traducirse por una letra, en cuanto a que en esa letra «la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad».

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Cuestión que daría cuenta de la sepa-ración entre el sentido y el goce, en tanto que lo que quedaría reducido a su máxima expresión en el sujeto sería este resto de goce aislado, vaciado de sentido, aislado de toda cualidad.

En ∑(x) Miller señalará que lo que cuenta para el síntoma es ese «no puedo»; fórmula que, dirá, implicaría una detención y también una repeti-ción enlazada a una detención. Esta constante llevará a pensar al síntoma en otros modos, marcando una distin-ción. El síntoma de las formaciones del inconsciente, del cual lo que se ve es que el síntoma se distinguiría de otras formaciones porque el síntoma

dura, es constante, se repite e insiste; mientras que otras formaciones del inconsciente tendrían la cualidad de ser fugaces (sueños, lapsus, chistes). Miller señala que «el síntoma hay que de�nirlo no como formación del inconsciente, sino como una función del inconsciente que transporta una formación del inconsciente a lo real» (1994: 179).

El síntoma, tal como lo explica Miller, sería una función del incons-ciente que transportaría algo de real. Y se pregunta: «¿de qué lado buscamos esa respuesta de lo real?» (1994: 168). Su respuesta es que la buscamos siem-pre desde el lado del síntoma. Es por eso que el síntoma transporta un efecto de signi�cación a lo real y que por medio del síntoma un efecto de signi�cación vale como respuesta de lo real. Será por medio de su envoltura que transportará un efecto de signi�-cación a lo real. Agrega que el incons-ciente se traduciría por un elemento; un elemento que sería una imagen, una traducción reducida de las forma-ciones del inconsciente.

Es así como podemos entender la distin-ción que hace entre el síntoma pensado como formaciones del inconsciente y del síntoma como una función. El punto es situarnos precisamente en el síntoma, su función y particularidad. Es aquí, a esta altura de la enseñanza de Lacan, que este nos dirá del síntoma que es lo real.

En La tercera señala que lo real es «lo que anda mal, lo que se pone en cruz ante la carreta, más aún, lo que no deja nunca de repetirse para estorbar ese andar» (1993: 81). En el mismo texto explica que «lo dije primero en la forma siguiente: lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (82).

Por otro lado, en el seminario de R.S.I. se pregunta por el síntoma y se responde con una formulación mate-mática: f(x), re�riéndose a que esa x sería una constante, ubicándola como la letra que sería la identidad de sí a sí, que estaría aislada de toda cualidad posible. Aquí ubica una separación entre el sentido y el goce, en tanto que a lo que se llegaría en un �nal de análi-sis sería la ubicación de esa letra, como una captación de goce del cual habría una reducción del sentido, una exclu-sión de sentido de lo real, una cualidad aislada.

Cuando Lacan se pregunta si el psicoanálisis es un síntoma, dice:

saben que cuando hago preguntas es porque tengo la respuesta. (...) Llamo síntoma a lo que viene de lo real. Esto signi�ca que se presenta como un pececito cuya boca voraz solo se cierra si le dan de comer sentido. (...) lo mejor sería, y en ello deberíamos poner nuestro empeño, que reventar a lo real de síntoma, y ahí está el asunto: ¿cómo hacer? (1993: 84).

En esta pregunta por el hacer da cuenta de su inquietud respecto al quehacer del psicoanalista, pregunta que ya en el Seminario 11 nos respon-de, indicándonos trabajar lo real por medio de lo simbólico, ya que, como nos dice Miller: «desde lo simbólico el análisis opera sobre lo real del sínto-ma, en tanto el síntoma es sentido (...) Si lo real y el sentido están totalmente separados y se excluyen, el psicoanáli-sis no es nada más que una estafa» (1997: 50).

¿Cómo hacer hoy, en la época del Otro que no existe, de la caída del orden simbólico, del desorden de lo

real? Es la invitación de Miller a testimoniar del trabajo que ya se está haciendo con el parlêtre.

En el último momento de su ense-ñanza, Lacan nos dice que el síntoma es lo real. Entonces, cómo hacer, ya que «el sentido del síntoma no es aquel con que se lo nutre para su prolifera-ción o su extinción, el sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden, que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria» (1993: 84). Seguirá insis-tiendo en que «el sentido del síntoma depende del porvenir de lo real, por tanto, como dije en la conferencia de prensa, del éxito del psicoanálisis. A este se le pide que nos libre de lo real y del síntoma, a la par» (1993: 85).

El síntoma es presentado por Lacan como una manera de gozar del incons-ciente, en tanto que este lo determina, por lo cual, el síntoma se presenta en cada sujeto como aquel padecimiento, sufrimiento o malestar que para otros discursos es entendido como un trastorno, un dé�cit. Sin embargo,

Lacan nos dice: «el síntoma es una irrupción de esa anomalía en que consiste el goce fálico, en la medida en que en él se explaya, se despliega a sus anchas, aquella falta fundamental que cali�co de no-relación sexual» (1993: 104).

La no-relación sexual es la manera en que Lacan va a presentar el agujero que existe en lo real. Frente a este agujero, traumático para el sujeto, este va a inventar algo sobre lo traumático. El Edipo sería una manera, por ejem-plo. En el Seminario 23 nos dirá: «el complejo de Edipo como tal es un síntoma» (2006: 23). El síntoma es también una respuesta que se daría el sujeto frente a lo traumático de lo real, frente al no hay.

Una forma de construirse algo para taponar el agujero. El no hay relación sexual implica que para el ser sexuado no existiría una armonía, una comple-mentariedad preestablecida respecto a la relación entre macho y hembra. Frente a ese agujero, entonces, lo que habría es lo que se construye sobre la base de eso. El sentido va en esa línea, en una búsqueda del taponeo absoluto de eso que no hay; de ahí que en el síntoma nos encontramos con su envoltura formal que sería el sentido, un signi�cante. Por tal razón, que el síntoma miente. El punto es que, en la dirección de la cura, la orientación, nos plantea Lacan, se dirige sobre la base de operar con el sentido para reducirlo, con el �n de ubicar el goce en juego. Buscamos la reducción del sentido y no la vía de producir nuevos sentidos a la manera en que operaba el desciframiento metafórico. Por tal razón en el texto de La tercera nos dice que el síntoma es un pececito que come sentido. Esa reducción nos mostrará el borde de lo real. Es, dirá Lacan, «el síntoma subsiste en la medida en que está enganchado al lenguaje, por lo menos si creemos que podemos modi�-car algo en el síntoma por una manipu-lación llamada interpretativa, es decir, que actúa sobre el sentido» (2006: 40).

Ahora, ¿cómo pensar el sentido en lo real? Él nos dirá que

hay una orientación, pero esta orienta-ción no es un sentido. ¿Qué quiere decir eso? Retomo lo que he dicho la última vez al sugerir que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido, puesto que ella excluye el simple hecho de copulación de lo simbólico y de lo imaginario, en el cual consiste el sentido. La orientación es lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido (Lacan, 2006: 119).

La función del síntoma, o el síntoma de�nido como función, se presenta en este momento del lado de lo real, por lo tanto, del goce del síntoma, mien-tras que en otro momento estaba del lado del mensaje, del sentido. La función del síntoma aparece ligada al momento de su enseñanza en que está trabajando con el nudo borromeo.

Lacan da cuenta de esa «x», de esa constante. De aquello, lo que se extrae es una letra, un signo que da cuenta de esa particularidad de goce, de capta-ción de goce, propia del ser, que queda ubicado frente al sinsentido o fuera de sentido, signo que queda excluido de todo sentido posible, punto real del síntoma. Se extrae la satisfacción vehi-culizada en el mensaje.

Es por el síntoma como función que podemos trasladar, transportar, tradu-cir, las formaciones del inconsciente en un elemento idéntico a sí mismo, en lo real (...), solo es captación de goce. (...) ese elemento traduce, un trazo idéntico a sí mismo, el goce que se vehiculiza en el signi�cante envuelto por el sentido (Torres, 2000: 122).

La función del síntoma será esa f(x), una constante cubierta por una envol-tura que miente sobre lo que es verda-deramente real: el síntoma. Así, este quedará ubicado entre mentira y angustia, frente a lo que miente y a lo que no engaña.

Para trabajar el síntoma entre menti-ra y angustia nos tenemos que remitir a que, por un lado, el síntoma es lo real, y que este, lo real, excluye el senti-do. ¿Por qué comenzar señalando esto? Porque el síntoma tiene dos teorías, que Lacan ya anticipó con Freud. Esa es la indicación que nos da en su Conferencia sobre el síntoma.

Recordemos que estas dos teorías son la del sentido y la del goce. Ahora, Lacan también nos decía con respecto al sentido y la práctica analítica, que es desde donde operamos, que lo que debemos hacer, desde donde debemos operar, es desde la reducción. Pero si para operar pasamos por el sentido, reduciéndolo, ¿qué es lo que se reduce? Lo que se reduce es el sentido, con el �n de acceder a aquella constan-te que marca la captación de goce sin sentido que presenta la letra. Desde la cual, se ha trabajado para llegar a un vaciamiento de sentido y, por tanto, a una captación de goce que sería esa cualidad de identidad de sí a sí.

Lacan dirá que «es por eso que el psicoanálisis es una cosa seria, y que no es absurdo decir que puede desli-zarse en la estafa» (1977, inédito). ¿Por qué «estafa»? Porque al plantear que lo real es lo imposible y decir que «hay real es ya suponerle un sentido» (Lacan, 1977: inédito), de la misma manera como lo real es imposible, entonces sería imposible operar lo real mediante lo simbólico. Aquí nos anticipa que el síntoma miente.

Entonces

lo simbólicamente real no es lo realmente simbólico. Lo realmente simbólico, esto es lo simbólico incluido en lo real, lo cual tiene perfectamente un nombre —eso se llama mentira. Lo simbólicamente real, o sea lo que de lo real se connota en el interior de lo simbólico, es la angustia. El síntoma es real. Es incluso la única cosa verdaderamente real, es decir que conser-va un sentido en lo real. Es por esta razón que el psicoanalista puede, si tiene oportu-nidad, intervenir simbólicamente para disolverlo en lo real (Lacan, 1977: inédito).

La mentira es aquello que engaña; a diferencia de la angustia, que es el afecto que no engaña. Es posible pensarla como esa estafa, que se dedu-ciría del sentido, en tanto es aquello que porta el síntoma y del que a través del análisis será disuelto, reducido a una expresión máxima. Serán los encuentros, como dice Lacan, los que producirán un despertar en ese sujeto conmovido y un punto de angustia que remite a esa división; angustia que no engaña, que apunta y nos orienta en la cura de ese sujeto. Por más que se engañe a sí mismo, será el análisis y la orientación por lo real a través de lo simbólico —la palabra— lo que llevará

al parlêtre a enfrentarse a esa estafa que él mismo hizo y a inventarse algo nuevo que sea vivi�cante, dejando de morti�carse gozosamente. Miller, recordando a Lacan, nos dice: «que el síntoma sea la única cosa verdadera-mente real, es decir que conserve un sentido en lo real, lo ubica del lado de la mentira» (1997: 55). Verdadera-

mente real, porque el síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de la castración.

Al �nal de su enseñanza Lacan formulará al sujeto como parlêtre, siendo este el que sustituirá al incons-ciente. La de�nición de sujeto implica estar representado por el signi�cante, «fuera del cuerpo, fuera de la vida» (Miller, 2002: 78). Lacan introduce un cambio a partir del lugar de lalengua en relación al lenguaje, este como elucubración de saber sobre la lengua. Más adelante, el sinthome será de�ni-do como acontecimiento de cuerpo. «El signi�cante no solo tiene efecto de signi�cación sino que tiene efecto de

afecto en un cuerpo. (…) se trata de lo que perturba, hace huella en el cuerpo» (Miller, 2002: 79).

Para �nalizar, recordemos lo que Miller nos planteó en el argumento para el próximo Congreso de la Asocia-ción Mundial de Psicoanálisis (AMP): «ya no es lo mismo analizar el incons-ciente en el sentido de Freud, ni siquie-

ra el inconsciente estructurado como un lenguaje (…) analizar al parlêtre es lo que ya estamos haciendo, y que tenemos pendiente saber decirlo».

Marca, a mi gusto, una invitación, a quienes practicamos el psicoanálisis, a testimoniar y exponer nuestra práctica clínica en el siglo XXI. A no olvidar la célebre frase de Lacan:

mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetivi-dad de su época (…) que conozca bien la espiral a la que la época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes (1953: 309).

El inconsciente y el síntoma sostie-nen una política que se podría pensar como un intervalo y/o litoral entre el cuerpo y el inconsciente. La pregunta a seguir trabajando es si el inconscien-te es simbólico o real. Trabajo que viene desarrollando Miller, a partir de situar el inconsciente transferencial y el inconsciente real.

“El inconsciente y el síntoma sostienen una políticay ética: intervalo entre cuerpo e inconsciente”.

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Consistenciay dispersión

TIPOS CLÍNICOS EN LAS PSICOSIS:

n muchos aspectos, la clínica de las psicosis ofrece interro-gantes respecto a la forma en

que el analista puede responder y formalizar lo que hace en el tratamien-to con psicóticos. La cuestión del diag-nóstico, sobre todo cuando se aborda desde el punto de vista de la herencia psiquiátrica, genera una suerte de tensión entre dicha tradición y la psicoanalítica, en tanto que aquel ejercicio podría desmarcarse de la praxis analítica propiamente dicha puesto que en ella se produciría un desprecio por el síntoma. Lacan, en su enseñanza, aborda el asunto de los tipos clínicos de las psicosis de manera discreta, es decir, contamos con referencias limitadas para pensar el tema. En este escrito se revisarán algu-

nas de las precisiones realizadas por Lacan acerca de los cuatro tipos clíni-cos clásicos: esquizofrenia, paranoia, melancolía y manía. Junto con Lacan, se abordarán algunas referencias de otros analistas que trabajaron los problemas en estudio. Finalmente se ofrecerá un ordenamiento a partir de las coordenadas de las relaciones que se establecen entre consistencia y dispersión. Se entenderá consistencia como aquella posición inamovible del Otro o de la inclinación hacia el objeto y a la dispersión del lado de lo que no engancha, ya sea del lado del signi�-cante o del cuerpo.

Supuestos

Se parte de la base que existe, sobre todo desde los años setenta, en especí-�co con el seminario El sinthome, una clínica que podría cali�carse de conti-nuista, en tanto que en ella se da un lugar privilegiado al síntoma. Desde esta perspectiva, los tipos clínicos, incluso la clínica estructural, podrían tener menor valor del que hasta ese momento tenían. Sin embargo, lo que se establecería como una clínica discontinua, es decir, esa que conside-

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Claudio MORGADOEl autor es psicólogo y magíster en Etnopsicología (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso).Se desempeña como psicólogo y docente en el Servicio de Psiquiatría Forense del Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz Barak y como docente en las universi-dades Alberto Hurtado y San Sebastián. Además, trabaja en consulta particular. Miembrode la ALP.

ra fundamentales las diferencias entre estructura y, luego, las distinciones entre los distintos tipos clínicos que están alojados en ella, se considera aún vigente en tanto permite localizar maneras especí�cas de, por ejemplo, instituir relaciones entre el signi�can-te y el Otro.

Se piensa que es infecundo mantener ambas perspectivas separadas, que conviene tenerlas como suplementa-rias. Conocer lo especí�co, el detalle y lo propio de una estructura, es central. Sin embargo, en lo que respecta a los tipos clínicos, existe la posibilidad de cierta variedad. Interesa destacar que un psicótico no sería idéntico todo el tiempo en sus relaciones con el lenguaje o el mundo, tampoco en sus manifestaciones psicopatológicas; es decir, puede, efectivamente, tener una presentación variada entre los distin-tos tipos clínicos de acuerdo al momento en que se lo entreviste. No hay razón alguna para descartar que, bajo determinadas condiciones, un psicótico sea pensado como melancó-lico o bien como esquizofrénico. Se enfatiza esto puesto que, �nalmente, lo que interesa es dar cuenta de su posición subjetiva.

Los tipos clínicos

Quedó anunciado más arriba que se emplearán los cuatro tipos clínicos clásicos en lo que re�ere a las psicosis, es decir: paranoia, esquizofrenia, melancolía y manía. Ciertamente estos no son los únicos, pero pareció perti-nente, para un primer trabajo, tomar-los en cuenta en vez de otros tales como la erotomanía, la parafrenia o inclusive las enfermedades del Otro.

Melancolía

El abordaje de la melancolía, desde Lacan y otros que la han estudiado en base a su enseñanza, se realiza desde la cuestión de la inclinación, la orienta-ción hacia el objeto que trae como efecto la morti�cación del sujeto. Destaca la distancia que se realiza respecto de cualquier teorización que se puede hacer desde el humor o el afecto.

En el seminario titulado La angustia, Lacan establece la diferencia entre duelo y melancolía, enfatizando que para el segundo las cosas se pueden problematizar a partir del objeto. Dirá:

Pero el hecho de que se trata de un objeto a, y que este, en el cuarto nivel, esté habitualmente enmascarado tras el i(a) del narcisismo y sea ignorado en su esencia, exige para el melancólico pasar, por así decir, a través de su propia imagen, y atacarla en primer lugar para poder alcanzar dentro de ella el objeto a que la trasciende, cuyo gobierno se le escapa —y cuya caída lo arrastrará en la precipitación-suicidio, con el automa-tismo, el mecanismo, el carácter necesa-rio y profundamente alienado con el que, como ustedes saben, se llevan a cabo los suicidios de melancólicos (2006: 363).

En esta cita, que es además una referencia para quienes revisan el abordaje lacaniano sobre el asunto, se tocan los efectos de morti�cación resultantes de una aspiración de alcan-zar al objeto, quedando alienado a este. Tal inclinación genera una suerte de ensañamiento contra la propia imagen i(a), en tanto ignora la relación que se produce entre objeto e imagen. Es necesario detenerse en el componente agresivo, y hasta cierto punto automático, que implica este ir más allá de la imagen.

Colette Soler señala, respecto de la presentación, si se quiere, fenomeno-lógica de la melancolía, que: «quisiera ordenarlos en dos grupos: los que

pertenecen a la categoría de la morti�-cación y otros, distintos, que podemos ubicar bajo el título de delirio de indignidad» (1991: 34). La primera, como dirá siguiendo a Lacan, queda en serie con la morti�cación resultante de una búsqueda del objeto más allá de la imagen; en el segundo caso permite, mediante el delirio, formular una sanción y la localización de un objeto inmundo, mientras que el sujeto se ubica en aquel lugar. En ambos casos hay una cierta morti�cación, en el primero resultante del ir tras el objeto, más allá de la imagen; en el segundo, en el delirio que provee una cierta consistencia de ser un objeto degrada-do. Así, en el primero existe una apuesta por el objeto y en el segundo se es el objeto.

Sería conveniente destacar, siguien-do a Eric Laurent, algunos de los rasgos de lo que se podría llamar la melancolía lacaniana. Dirá: «es la pérdida no del objeto sino del brillo fálico, que toca al paño narcisista del sujeto» (1991: 123). Agregará, en base a un trabajo de Serge Cottet, que «en la melancolía se trata del objeto a fuera de toda puntuación fálica» (1991: 123). De ese modo, el brillo fálico ausente, no puesto en función, es lo que causaría una deriva en el melancó-lico y una regulación sobre el objeto.

Paranoia

En este apartado se abordarán las características especí�cas que el Otro posee para el paranoico, en tanto implica una inclinación a ser perjudi-cial y alevoso para el sujeto.

En el seminario La relación de objeto, Lacan señala:

Todas las manifestaciones del partenaire se convierten para él en sanciones de su su�ciencia o de su insu�ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, por la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbóli-co, cuya necesidad comprobaremos en

lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mira del Otro, de su ojo (2004: 229).

Lacan indica la cuestión de quedar en la mira del Otro, a lo que debemos agregar que la sanción que viene desde ahí tiene la facultad de sancio-nar las cosas para el sujeto; es una medida que posee estatuto de «ajena». Respecto del paranoico, en el mismo seminario nuestro autor agrega: «pero en determinados sujetos encontramos constantemente el testi-monio del carácter de invasión desga-rradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experien-cia [la primera sensación orgásmica completa]» (260). Sobre este punto, Lacan enfatiza la vertiente invasiva proveniente de esa experiencia gozosa de cuerpo. Dicho de otro modo, ante la irrupción de algo intraducible aparece la interpretación de un perjuicio que proviene desde fuera. Así, la voluntad del Otro respondería a la emergencia de una experiencia inasimilable.

En «Esquizofrenia y paranoia», Jacques-Alain Miller pone a trabajar uno de los puntos por los cuales Lacan se diferencia de Freud. Dirá: «la �jación a la cual el paciente vuelve por regresión, es el estadio del narcisis-mo». No se trata, en Lacan, de una suerte de retorno a un estadio ante-rior. Miller argumenta respecto de la paranoia, apoyándose en su lectura de Lacan, que: «en la paranoia, este goce permanece situado en el campo del Otro» (1985: 25). El punto toca lo que tiene que ver con estar a merced de. Es ahí que el paranoico queda como sujeto gozado, insultado. Esto implica una modi�cación lógica de la cuestión en tanto se pasa del narcisismo a la alteridad.

Conviene destacar un rasgo trabaja-do por Jorge Chamorro en su semina-rio Clínica de las psicosis que se relaciona con las respuestas invertidas abordadas por Lacan en Las psicosis.

El dato que estoy marcando del lado de la exterioridad, que se llama de ese modo «síndrome de exterioridad en la psicosis», es el dato que viene de afuera, como una respuesta que no implica una pregunta previa, como una respuesta que no puede articular a una pregunta, ni a un interrogante siquiera, y que lo único que hace es chocar con el sujeto. Esta respuesta que viene de afuera, se va a formular como una paranoia comple-ta, respuesta que viene de afuera, que se dirige a mí y especialmente a mí que me concierne (2010: 127).

El circuito de la presencia de una respuesta ante una pregunta que no se formuló y que, además, es impuesta, genera todo tipo de extrañezas acerca de cómo localizar, para el sujeto psicó-tico, este tipo de fenómenos. El meca-nismo es que frente a lo extraño se le atribuye una causalidad impuesta y ajena. Si bien está la respuesta sin pregunta, lo importante es que el sujeto queda ahí concernido.

Manía

De distintas maneras se abordan las consecuencias que tiene la excitación a nivel del cuerpo, por las relaciones al signi�cante, a la que en ocasiones queda referida la manía.

Lacan señala a la altura del semina-rio La angustia:

En la manía, precisemos en seguida que es la no función de a lo que está en juego, y no simplemente su desconoci-miento. En ella el sujeto no tiene el lastre de ningún objeto a, lo cual lo entrega, sin posibilidad alguna a veces de librarse, a la pura metonimia, in�ni-ta y lúdica, de la cadena signi�cante (2006: 363).

Como contrapunto a la melancolía, en la manía tenemos lo que no engan-cha al objeto ni a una inclinación hacia el objeto. Se produce una suerte de deriva que sitúa el problema del enca-

denamiento del lado de la no puesta en serie del signi�cante. Algo de la temporalidad, es decir la secuencia de tiempo 1 y luego tiempo 2, queda afectada.

Colette Soler (1991) precisa algunas cosas respecto de los efectos de morti-�cación: «el maníaco no es ni el cínico ni el vividor ni el hombre de las pasio-nes y es necesario poder diferenciar esa vitalidad bizarra que lo caracteriza y que amenaza la vida, de la a�rma-ción asumida y sin trabas de las pulsio-nes» (57). Se podría decir que se trata de una vitalidad desenlazada. Es hasta cierto punto una vitalidad de la que se es esclavo, donde de lo que se trataría, entonces, es de una vitalidad morti�-cante.

En su texto «Televisión», Lacan está abordando el problema de los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Para dicha cuestión pone una distancia entre la tristeza y el ánimo. En efecto, localiza a la tristeza como una cobar-día moral, cuya posición más extrema dejaría las cosas del lado de un rechazo del inconsciente. Sobre su nexo con la manía, señala: «y lo que se sigue, por poco que esta cobardía, por ser recha-zo del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es la excita-ción maníaca por la cual ese retorno se hace mortal» (2012: 552). Se puede decir que Lacan realiza un añadido, una precisión de la idea de retorno en lo real que describía a la altura del seminario sobre Las psicosis. El men-cionado rechazo aborda los efectos del no encadenamiento al que se alude con el lenguaje. Ahí, en tanto se toca el cuerpo a través de la exaltación que rechaza al inconsciente, aparece la muerte o bien la desaparición del sujeto como uno de los límites posibles.

Junto a Colette Soler se encuentra un trabajo sobre la cuestión de la excitación:

Volvamos a Lacan. De un revés, este reduce toda esta profusión de una

palabra: excitación. Hago contar también que no dice «la manía», sino «la excitación maníaca» de la psicosis: menos que a la entidad, se apunta a un tipo de fenómenos (1991: 59).

En tal sentido, la cuestión de la manía toca el cuerpo y, con lo que sigue, se establece una cierta relación de este punto con los efectos del signi-�cante. Agrega Soler: «la fuga de ideas, por ejemplo, esa logorrea en la que se pierde la intención de signi�cación en provecho de una yuxtaposición de frases desorientadas» (62). Pérdida de la intención de signi�cación porque en algún punto se trata de frases sin desti-natario. Esto sirve para detectar lo que Lacan señalaba con el inconsciente, en tanto se produce una serie de signi�-cantes donde el Otro no aparece como destinatario, es decir, la relación entre un signi�cante y otro signi�cante se encuentra extraviada.

Esquizofrenia

En lo que concierne a la esquizofre-nia, conviene establecer el carácter neológico de su relación al órgano. Ahí lo especí�co del modelo freudiano contrasta con el estatuto de la alteri-dad en Lacan.

A la altura del seminario sobre El deseo y su interpretación, Lacan dirá:

El corte es lo que permite a la corriente de una tensión original, cualquiera que sea, ser tomada en una serie de alterna-tivas que introducen lo que cabe deno-minar la máquina fundamental. Esa máquina es justo lo que hallamos desatado, suelto, en el inicio de la esqui-zofrenia. En esta, el sujeto se identi�ca con la discordancia como tal de esa máquina respecto de la corriente vital (2014: 507).

La función de corte queda situada como aquella que permite la serie y que le habilita un funcionamiento

encadenado. En el esquizofrénico quedaría suelto e identi�cado con la discordancia, es decir aquello que no hace correspondencia, ni nexo, entre una y otra cosa.

En El atolondradicho, que es un texto de inicios de la década del seten-ta, Lacan señala:

de ese real: que no hay relación sexual y de ello debido al hecho de que un animal con estábita que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano, órgano que, por así existirle, lo determina con su función, ello antes de que la encuentre. Por eso incluso es reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especi�ca por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido (2012: 498)1.

En tal sentido, la cuestión del dicho esquizofrénico podría entenderse bajo la lógica del lenguaje de los órganos, donde cada uno se presenta con una lengua propia, marcando, de ese modo, la diferencia respecto de lo que Lacan llama el discurso establecido. Por lo mismo, el lenguaje presenta una distancia entre el órgano y la función, que en el discurso podría existir.

Jacques-Alain Miller, respecto de la esquizofrenia, señala dos puntos de consideración: el primero tiene que ver con cómo Freud relaciona la esqui-zofrenia con la libido, el segundo es cómo Lacan abordará el asunto del lado del signi�cante y sus efectos. De Freud señala: «en primer lugar, si hay éxito en la represión por retiro de la libido en relación al mundo exterior, tenemos autoerotismo. En ese momento admite que se hable de demencia precoz» (1985: 17). Esto es un contrapunto a lo que dirá respecto de la paranoia, a saber, que tiene que ver con el narcisismo en Freud. En la esquizofrenia enfatizará el mecanismo

de retiro de la libido del mundo exterior (1985: 16) para que vuelva sobre el sujeto mismo. Ahí sitúa el autoerotismo.

En lo que respecta a Lacan, se desta-can dos comentarios que se encuen-tran en serie. El primero de ellos es:

El cuerpo puede aparecer esencialmente como un sistema. Su estatuto, su uni�cación, parece depender de la articulación signi�cante y no ser un dato. Esto es lo que permitirá compren-der cómo en tanto suplencia de esta articulación simbólica, lingüística, el esquizofrénico se consagra, se mecaniza (1985: 26).

Resulta llamativa la manera en que se sitúa a la mecanización como suplencia, en tanto que, mediante ella, aparecería algo de la articulación signi�cante, es decir, ofrece una orien-tación clínica. El segundo comentario es:

Podemos decir que lo que aparece desde el principio comprometido es la repre-sentación del sujeto por el signi�cante. Lo que se agotan en describir mediante la empatía de la esquizofrenia es de hecho una dispersión de los signi�can-tes que representan al sujeto, que pode-mos atribuir al tipo de opacidad del signi�cante binario (1985: 23).

Tal cual queda enunciado, es necesa-rio destacar lo relativo a los signi�can-tes (que en la versión original aparece destacada), a ese enganche a lo múlti-ple sin graduación a lo que se alude con la «opacidad del signi�cante bina-rio», es decir la di�cultad para estable-cer una serie que represente al sujeto.

Algunas consideraciones

La clínica de las psicosis, pensada por el sesgo de los tipos clínicos, ofrece algunas contribuciones que no solo sirven para la discusión académica,

sino también a la relación que se establece entre el sujeto, el signi�can-te, el Otro y el cuerpo-organismo. En tal sentido son elementos discretos útiles para pensar, más que nada, el lugar del analista con un sujeto psicó-tico: la transferencia.

Se planteó al inicio el problema de la dispersión y la consistencia. Por distin-tas razones, se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia, así como estarían más próximos melancolía y manía. Dicha repartición es adecuada, sin embargo, la propuesta de la disper-sión y la consistencia se relaciona principalmente al problema de la trans-ferencia. La razón por la que se propone este par es porque permite pensarlos y agruparlos mediante la relación del sujeto con el Otro. Así, se pondrán del lado de la dispersión a la esquizofrenia y a la manía; mientras que de la consis-tencia a la paranoia y la melancolía.

Tanto el maníaco como el esquizo-frénico presentan un problema seme-jante respecto de la dispersión. En el caso del maníaco, no existe en su exaltación una orientación hacia el Otro, sino que queda tomado por la logorrea tanto a nivel del signi�cante como del cuerpo. El esquizofrénico, por su parte, es de otra naturaleza, en tanto que en su mecanización existe una di�cultad para hacer del lenguaje de los órganos un sistema uni�cado. El esquizofrénico se ve ante el problema de no poder establecer una suerte de serie

que lo enlace, tiene di�cultades para establecer conjuntos y para representar-se. Si en la manía tenemos el efecto de puros signi�cantes amos, que bien podrían ser letras, transferencialmente podría estar el analista convocado

a la puntuación y detención de ese derrotero signi�cante. En el esquizofré-nico la cuestión del cuerpo es central, porque se trata más que nada de tener órganos desunidos, no conectados. El analista puede intervenir mediante la mecanización, que implicaría darle un lenguaje que relacione los órganos entre sí, o, a lo menos, localizara algunas funciones que permitan limitar los efectos de inquietud corporal que se producen en el sujeto. Se genera una forma de reducción de la intensidad cacofónica en la que se encuentran los órganos del esquizofrénico.

Del lado de la consistencia ubicamos

a la paranoia y la melancolía. En la paranoia lo consistente es el Otro, en tanto porta una voluntad gravosa para el sujeto. El paranoico queda concer-nido por el Otro, sin salida frente a esa forma de relación. Como se señalaba con Lacan, el sujeto es medido y hasta

cierto punto delimitado por el Otro. Para el melancólico, lo consistente es esa voluntad de estar más allá de la imagen, quedando esta degradada por la búsqueda. Lo consistente es la incli-nación de ir tras el objeto, el intento de

alcanzarlo; de ahí los efectos de morti-�cación que hacen que sea tan com-plejo mover algo de esa �jeza. Para este caso no habría otro —un semejante— por fuera del objeto.

Así, en el caso del paranoico, la posición del Otro advierte cuál es su posición en la transferencia, cuál es el lugar en que puede situarse el analis-ta. Existen ciertas di�cultades para pensar la cuestión de la transferencia en el melancólico, por las di�cultades que ofrece para ligar, por ejemplo, con el semejante. En tal sentido, nos encontramos con un efecto de delimi-tación y formalización de aquello que causa y que orienta al sujeto al punto de atravesar su propia imagen, con todos los efectos morti�cantes que eso pueda traer. Quedaría, entonces, ir a contrapelo de esa opacidad consistente.

Si el psicoanálisis, tal como lo señala Lacan a la altura del Seminario 20, se orienta hacia el cambio de discurso de un sujeto, el analista tendrá que tener alguna idea de cómo en el sujeto se presentan el síntoma, la modalidad de goce y las relaciones que este establece con el Otro.

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Page 30: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n muchos aspectos, la clínica de las psicosis ofrece interro-gantes respecto a la forma en

que el analista puede responder y formalizar lo que hace en el tratamien-to con psicóticos. La cuestión del diag-nóstico, sobre todo cuando se aborda desde el punto de vista de la herencia psiquiátrica, genera una suerte de tensión entre dicha tradición y la psicoanalítica, en tanto que aquel ejercicio podría desmarcarse de la praxis analítica propiamente dicha puesto que en ella se produciría un desprecio por el síntoma. Lacan, en su enseñanza, aborda el asunto de los tipos clínicos de las psicosis de manera discreta, es decir, contamos con referencias limitadas para pensar el tema. En este escrito se revisarán algu-

nas de las precisiones realizadas por Lacan acerca de los cuatro tipos clíni-cos clásicos: esquizofrenia, paranoia, melancolía y manía. Junto con Lacan, se abordarán algunas referencias de otros analistas que trabajaron los problemas en estudio. Finalmente se ofrecerá un ordenamiento a partir de las coordenadas de las relaciones que se establecen entre consistencia y dispersión. Se entenderá consistencia como aquella posición inamovible del Otro o de la inclinación hacia el objeto y a la dispersión del lado de lo que no engancha, ya sea del lado del signi�-cante o del cuerpo.

Supuestos

Se parte de la base que existe, sobre todo desde los años setenta, en especí-�co con el seminario El sinthome, una clínica que podría cali�carse de conti-nuista, en tanto que en ella se da un lugar privilegiado al síntoma. Desde esta perspectiva, los tipos clínicos, incluso la clínica estructural, podrían tener menor valor del que hasta ese momento tenían. Sin embargo, lo que se establecería como una clínica discontinua, es decir, esa que conside-

30

ra fundamentales las diferencias entre estructura y, luego, las distinciones entre los distintos tipos clínicos que están alojados en ella, se considera aún vigente en tanto permite localizar maneras especí�cas de, por ejemplo, instituir relaciones entre el signi�can-te y el Otro.

Se piensa que es infecundo mantener ambas perspectivas separadas, que conviene tenerlas como suplementa-rias. Conocer lo especí�co, el detalle y lo propio de una estructura, es central. Sin embargo, en lo que respecta a los tipos clínicos, existe la posibilidad de cierta variedad. Interesa destacar que un psicótico no sería idéntico todo el tiempo en sus relaciones con el lenguaje o el mundo, tampoco en sus manifestaciones psicopatológicas; es decir, puede, efectivamente, tener una presentación variada entre los distin-tos tipos clínicos de acuerdo al momento en que se lo entreviste. No hay razón alguna para descartar que, bajo determinadas condiciones, un psicótico sea pensado como melancó-lico o bien como esquizofrénico. Se enfatiza esto puesto que, �nalmente, lo que interesa es dar cuenta de su posición subjetiva.

Los tipos clínicos

Quedó anunciado más arriba que se emplearán los cuatro tipos clínicos clásicos en lo que re�ere a las psicosis, es decir: paranoia, esquizofrenia, melancolía y manía. Ciertamente estos no son los únicos, pero pareció perti-nente, para un primer trabajo, tomar-los en cuenta en vez de otros tales como la erotomanía, la parafrenia o inclusive las enfermedades del Otro.

Melancolía

El abordaje de la melancolía, desde Lacan y otros que la han estudiado en base a su enseñanza, se realiza desde la cuestión de la inclinación, la orienta-ción hacia el objeto que trae como efecto la morti�cación del sujeto. Destaca la distancia que se realiza respecto de cualquier teorización que se puede hacer desde el humor o el afecto.

En el seminario titulado La angustia, Lacan establece la diferencia entre duelo y melancolía, enfatizando que para el segundo las cosas se pueden problematizar a partir del objeto. Dirá:

Pero el hecho de que se trata de un objeto a, y que este, en el cuarto nivel, esté habitualmente enmascarado tras el i(a) del narcisismo y sea ignorado en su esencia, exige para el melancólico pasar, por así decir, a través de su propia imagen, y atacarla en primer lugar para poder alcanzar dentro de ella el objeto a que la trasciende, cuyo gobierno se le escapa —y cuya caída lo arrastrará en la precipitación-suicidio, con el automa-tismo, el mecanismo, el carácter necesa-rio y profundamente alienado con el que, como ustedes saben, se llevan a cabo los suicidios de melancólicos (2006: 363).

En esta cita, que es además una referencia para quienes revisan el abordaje lacaniano sobre el asunto, se tocan los efectos de morti�cación resultantes de una aspiración de alcan-zar al objeto, quedando alienado a este. Tal inclinación genera una suerte de ensañamiento contra la propia imagen i(a), en tanto ignora la relación que se produce entre objeto e imagen. Es necesario detenerse en el componente agresivo, y hasta cierto punto automático, que implica este ir más allá de la imagen.

Colette Soler señala, respecto de la presentación, si se quiere, fenomeno-lógica de la melancolía, que: «quisiera ordenarlos en dos grupos: los que

pertenecen a la categoría de la morti�-cación y otros, distintos, que podemos ubicar bajo el título de delirio de indignidad» (1991: 34). La primera, como dirá siguiendo a Lacan, queda en serie con la morti�cación resultante de una búsqueda del objeto más allá de la imagen; en el segundo caso permite, mediante el delirio, formular una sanción y la localización de un objeto inmundo, mientras que el sujeto se ubica en aquel lugar. En ambos casos hay una cierta morti�cación, en el primero resultante del ir tras el objeto, más allá de la imagen; en el segundo, en el delirio que provee una cierta consistencia de ser un objeto degrada-do. Así, en el primero existe una apuesta por el objeto y en el segundo se es el objeto.

Sería conveniente destacar, siguien-do a Eric Laurent, algunos de los rasgos de lo que se podría llamar la melancolía lacaniana. Dirá: «es la pérdida no del objeto sino del brillo fálico, que toca al paño narcisista del sujeto» (1991: 123). Agregará, en base a un trabajo de Serge Cottet, que «en la melancolía se trata del objeto a fuera de toda puntuación fálica» (1991: 123). De ese modo, el brillo fálico ausente, no puesto en función, es lo que causaría una deriva en el melancó-lico y una regulación sobre el objeto.

Paranoia

En este apartado se abordarán las características especí�cas que el Otro posee para el paranoico, en tanto implica una inclinación a ser perjudi-cial y alevoso para el sujeto.

En el seminario La relación de objeto, Lacan señala:

Todas las manifestaciones del partenaire se convierten para él en sanciones de su su�ciencia o de su insu�ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, por la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbóli-co, cuya necesidad comprobaremos en

lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mira del Otro, de su ojo (2004: 229).

Lacan indica la cuestión de quedar en la mira del Otro, a lo que debemos agregar que la sanción que viene desde ahí tiene la facultad de sancio-nar las cosas para el sujeto; es una medida que posee estatuto de «ajena». Respecto del paranoico, en el mismo seminario nuestro autor agrega: «pero en determinados sujetos encontramos constantemente el testi-monio del carácter de invasión desga-rradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experien-cia [la primera sensación orgásmica completa]» (260). Sobre este punto, Lacan enfatiza la vertiente invasiva proveniente de esa experiencia gozosa de cuerpo. Dicho de otro modo, ante la irrupción de algo intraducible aparece la interpretación de un perjuicio que proviene desde fuera. Así, la voluntad del Otro respondería a la emergencia de una experiencia inasimilable.

En «Esquizofrenia y paranoia», Jacques-Alain Miller pone a trabajar uno de los puntos por los cuales Lacan se diferencia de Freud. Dirá: «la �jación a la cual el paciente vuelve por regresión, es el estadio del narcisis-mo». No se trata, en Lacan, de una suerte de retorno a un estadio ante-rior. Miller argumenta respecto de la paranoia, apoyándose en su lectura de Lacan, que: «en la paranoia, este goce permanece situado en el campo del Otro» (1985: 25). El punto toca lo que tiene que ver con estar a merced de. Es ahí que el paranoico queda como sujeto gozado, insultado. Esto implica una modi�cación lógica de la cuestión en tanto se pasa del narcisismo a la alteridad.

Conviene destacar un rasgo trabaja-do por Jorge Chamorro en su semina-rio Clínica de las psicosis que se relaciona con las respuestas invertidas abordadas por Lacan en Las psicosis.

El dato que estoy marcando del lado de la exterioridad, que se llama de ese modo «síndrome de exterioridad en la psicosis», es el dato que viene de afuera, como una respuesta que no implica una pregunta previa, como una respuesta que no puede articular a una pregunta, ni a un interrogante siquiera, y que lo único que hace es chocar con el sujeto. Esta respuesta que viene de afuera, se va a formular como una paranoia comple-ta, respuesta que viene de afuera, que se dirige a mí y especialmente a mí que me concierne (2010: 127).

El circuito de la presencia de una respuesta ante una pregunta que no se formuló y que, además, es impuesta, genera todo tipo de extrañezas acerca de cómo localizar, para el sujeto psicó-tico, este tipo de fenómenos. El meca-nismo es que frente a lo extraño se le atribuye una causalidad impuesta y ajena. Si bien está la respuesta sin pregunta, lo importante es que el sujeto queda ahí concernido.

Manía

De distintas maneras se abordan las consecuencias que tiene la excitación a nivel del cuerpo, por las relaciones al signi�cante, a la que en ocasiones queda referida la manía.

Lacan señala a la altura del semina-rio La angustia:

En la manía, precisemos en seguida que es la no función de a lo que está en juego, y no simplemente su desconoci-miento. En ella el sujeto no tiene el lastre de ningún objeto a, lo cual lo entrega, sin posibilidad alguna a veces de librarse, a la pura metonimia, in�ni-ta y lúdica, de la cadena signi�cante (2006: 363).

Como contrapunto a la melancolía, en la manía tenemos lo que no engan-cha al objeto ni a una inclinación hacia el objeto. Se produce una suerte de deriva que sitúa el problema del enca-

denamiento del lado de la no puesta en serie del signi�cante. Algo de la temporalidad, es decir la secuencia de tiempo 1 y luego tiempo 2, queda afectada.

Colette Soler (1991) precisa algunas cosas respecto de los efectos de morti-�cación: «el maníaco no es ni el cínico ni el vividor ni el hombre de las pasio-nes y es necesario poder diferenciar esa vitalidad bizarra que lo caracteriza y que amenaza la vida, de la a�rma-ción asumida y sin trabas de las pulsio-nes» (57). Se podría decir que se trata de una vitalidad desenlazada. Es hasta cierto punto una vitalidad de la que se es esclavo, donde de lo que se trataría, entonces, es de una vitalidad morti�-cante.

En su texto «Televisión», Lacan está abordando el problema de los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Para dicha cuestión pone una distancia entre la tristeza y el ánimo. En efecto, localiza a la tristeza como una cobar-día moral, cuya posición más extrema dejaría las cosas del lado de un rechazo del inconsciente. Sobre su nexo con la manía, señala: «y lo que se sigue, por poco que esta cobardía, por ser recha-zo del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es la excita-ción maníaca por la cual ese retorno se hace mortal» (2012: 552). Se puede decir que Lacan realiza un añadido, una precisión de la idea de retorno en lo real que describía a la altura del seminario sobre Las psicosis. El men-cionado rechazo aborda los efectos del no encadenamiento al que se alude con el lenguaje. Ahí, en tanto se toca el cuerpo a través de la exaltación que rechaza al inconsciente, aparece la muerte o bien la desaparición del sujeto como uno de los límites posibles.

Junto a Colette Soler se encuentra un trabajo sobre la cuestión de la excitación:

Volvamos a Lacan. De un revés, este reduce toda esta profusión de una

palabra: excitación. Hago contar también que no dice «la manía», sino «la excitación maníaca» de la psicosis: menos que a la entidad, se apunta a un tipo de fenómenos (1991: 59).

En tal sentido, la cuestión de la manía toca el cuerpo y, con lo que sigue, se establece una cierta relación de este punto con los efectos del signi-�cante. Agrega Soler: «la fuga de ideas, por ejemplo, esa logorrea en la que se pierde la intención de signi�cación en provecho de una yuxtaposición de frases desorientadas» (62). Pérdida de la intención de signi�cación porque en algún punto se trata de frases sin desti-natario. Esto sirve para detectar lo que Lacan señalaba con el inconsciente, en tanto se produce una serie de signi�-cantes donde el Otro no aparece como destinatario, es decir, la relación entre un signi�cante y otro signi�cante se encuentra extraviada.

Esquizofrenia

En lo que concierne a la esquizofre-nia, conviene establecer el carácter neológico de su relación al órgano. Ahí lo especí�co del modelo freudiano contrasta con el estatuto de la alteri-dad en Lacan.

A la altura del seminario sobre El deseo y su interpretación, Lacan dirá:

El corte es lo que permite a la corriente de una tensión original, cualquiera que sea, ser tomada en una serie de alterna-tivas que introducen lo que cabe deno-minar la máquina fundamental. Esa máquina es justo lo que hallamos desatado, suelto, en el inicio de la esqui-zofrenia. En esta, el sujeto se identi�ca con la discordancia como tal de esa máquina respecto de la corriente vital (2014: 507).

La función de corte queda situada como aquella que permite la serie y que le habilita un funcionamiento

encadenado. En el esquizofrénico quedaría suelto e identi�cado con la discordancia, es decir aquello que no hace correspondencia, ni nexo, entre una y otra cosa.

En El atolondradicho, que es un texto de inicios de la década del seten-ta, Lacan señala:

de ese real: que no hay relación sexual y de ello debido al hecho de que un animal con estábita que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano, órgano que, por así existirle, lo determina con su función, ello antes de que la encuentre. Por eso incluso es reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especi�ca por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido (2012: 498)1.

En tal sentido, la cuestión del dicho esquizofrénico podría entenderse bajo la lógica del lenguaje de los órganos, donde cada uno se presenta con una lengua propia, marcando, de ese modo, la diferencia respecto de lo que Lacan llama el discurso establecido. Por lo mismo, el lenguaje presenta una distancia entre el órgano y la función, que en el discurso podría existir.

Jacques-Alain Miller, respecto de la esquizofrenia, señala dos puntos de consideración: el primero tiene que ver con cómo Freud relaciona la esqui-zofrenia con la libido, el segundo es cómo Lacan abordará el asunto del lado del signi�cante y sus efectos. De Freud señala: «en primer lugar, si hay éxito en la represión por retiro de la libido en relación al mundo exterior, tenemos autoerotismo. En ese momento admite que se hable de demencia precoz» (1985: 17). Esto es un contrapunto a lo que dirá respecto de la paranoia, a saber, que tiene que ver con el narcisismo en Freud. En la esquizofrenia enfatizará el mecanismo

de retiro de la libido del mundo exterior (1985: 16) para que vuelva sobre el sujeto mismo. Ahí sitúa el autoerotismo.

En lo que respecta a Lacan, se desta-can dos comentarios que se encuen-tran en serie. El primero de ellos es:

El cuerpo puede aparecer esencialmente como un sistema. Su estatuto, su uni�cación, parece depender de la articulación signi�cante y no ser un dato. Esto es lo que permitirá compren-der cómo en tanto suplencia de esta articulación simbólica, lingüística, el esquizofrénico se consagra, se mecaniza (1985: 26).

Resulta llamativa la manera en que se sitúa a la mecanización como suplencia, en tanto que, mediante ella, aparecería algo de la articulación signi�cante, es decir, ofrece una orien-tación clínica. El segundo comentario es:

Podemos decir que lo que aparece desde el principio comprometido es la repre-sentación del sujeto por el signi�cante. Lo que se agotan en describir mediante la empatía de la esquizofrenia es de hecho una dispersión de los signi�can-tes que representan al sujeto, que pode-mos atribuir al tipo de opacidad del signi�cante binario (1985: 23).

Tal cual queda enunciado, es necesa-rio destacar lo relativo a los signi�can-tes (que en la versión original aparece destacada), a ese enganche a lo múlti-ple sin graduación a lo que se alude con la «opacidad del signi�cante bina-rio», es decir la di�cultad para estable-cer una serie que represente al sujeto.

Algunas consideraciones

La clínica de las psicosis, pensada por el sesgo de los tipos clínicos, ofrece algunas contribuciones que no solo sirven para la discusión académica,

sino también a la relación que se establece entre el sujeto, el signi�can-te, el Otro y el cuerpo-organismo. En tal sentido son elementos discretos útiles para pensar, más que nada, el lugar del analista con un sujeto psicó-tico: la transferencia.

Se planteó al inicio el problema de la dispersión y la consistencia. Por distin-tas razones, se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia, así como estarían más próximos melancolía y manía. Dicha repartición es adecuada, sin embargo, la propuesta de la disper-sión y la consistencia se relaciona principalmente al problema de la trans-ferencia. La razón por la que se propone este par es porque permite pensarlos y agruparlos mediante la relación del sujeto con el Otro. Así, se pondrán del lado de la dispersión a la esquizofrenia y a la manía; mientras que de la consis-tencia a la paranoia y la melancolía.

Tanto el maníaco como el esquizo-frénico presentan un problema seme-jante respecto de la dispersión. En el caso del maníaco, no existe en su exaltación una orientación hacia el Otro, sino que queda tomado por la logorrea tanto a nivel del signi�cante como del cuerpo. El esquizofrénico, por su parte, es de otra naturaleza, en tanto que en su mecanización existe una di�cultad para hacer del lenguaje de los órganos un sistema uni�cado. El esquizofrénico se ve ante el problema de no poder establecer una suerte de serie

que lo enlace, tiene di�cultades para establecer conjuntos y para representar-se. Si en la manía tenemos el efecto de puros signi�cantes amos, que bien podrían ser letras, transferencialmente podría estar el analista convocado

a la puntuación y detención de ese derrotero signi�cante. En el esquizofré-nico la cuestión del cuerpo es central, porque se trata más que nada de tener órganos desunidos, no conectados. El analista puede intervenir mediante la mecanización, que implicaría darle un lenguaje que relacione los órganos entre sí, o, a lo menos, localizara algunas funciones que permitan limitar los efectos de inquietud corporal que se producen en el sujeto. Se genera una forma de reducción de la intensidad cacofónica en la que se encuentran los órganos del esquizofrénico.

Del lado de la consistencia ubicamos

a la paranoia y la melancolía. En la paranoia lo consistente es el Otro, en tanto porta una voluntad gravosa para el sujeto. El paranoico queda concer-nido por el Otro, sin salida frente a esa forma de relación. Como se señalaba con Lacan, el sujeto es medido y hasta

cierto punto delimitado por el Otro. Para el melancólico, lo consistente es esa voluntad de estar más allá de la imagen, quedando esta degradada por la búsqueda. Lo consistente es la incli-nación de ir tras el objeto, el intento de

alcanzarlo; de ahí los efectos de morti-�cación que hacen que sea tan com-plejo mover algo de esa �jeza. Para este caso no habría otro —un semejante— por fuera del objeto.

Así, en el caso del paranoico, la posición del Otro advierte cuál es su posición en la transferencia, cuál es el lugar en que puede situarse el analis-ta. Existen ciertas di�cultades para pensar la cuestión de la transferencia en el melancólico, por las di�cultades que ofrece para ligar, por ejemplo, con el semejante. En tal sentido, nos encontramos con un efecto de delimi-tación y formalización de aquello que causa y que orienta al sujeto al punto de atravesar su propia imagen, con todos los efectos morti�cantes que eso pueda traer. Quedaría, entonces, ir a contrapelo de esa opacidad consistente.

Si el psicoanálisis, tal como lo señala Lacan a la altura del Seminario 20, se orienta hacia el cambio de discurso de un sujeto, el analista tendrá que tener alguna idea de cómo en el sujeto se presentan el síntoma, la modalidad de goce y las relaciones que este establece con el Otro.

“Conocer lo específico,el detalle y lo propiode una estructura,

es central”.

Page 31: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n muchos aspectos, la clínica de las psicosis ofrece interro-gantes respecto a la forma en

que el analista puede responder y formalizar lo que hace en el tratamien-to con psicóticos. La cuestión del diag-nóstico, sobre todo cuando se aborda desde el punto de vista de la herencia psiquiátrica, genera una suerte de tensión entre dicha tradición y la psicoanalítica, en tanto que aquel ejercicio podría desmarcarse de la praxis analítica propiamente dicha puesto que en ella se produciría un desprecio por el síntoma. Lacan, en su enseñanza, aborda el asunto de los tipos clínicos de las psicosis de manera discreta, es decir, contamos con referencias limitadas para pensar el tema. En este escrito se revisarán algu-

nas de las precisiones realizadas por Lacan acerca de los cuatro tipos clíni-cos clásicos: esquizofrenia, paranoia, melancolía y manía. Junto con Lacan, se abordarán algunas referencias de otros analistas que trabajaron los problemas en estudio. Finalmente se ofrecerá un ordenamiento a partir de las coordenadas de las relaciones que se establecen entre consistencia y dispersión. Se entenderá consistencia como aquella posición inamovible del Otro o de la inclinación hacia el objeto y a la dispersión del lado de lo que no engancha, ya sea del lado del signi�-cante o del cuerpo.

Supuestos

Se parte de la base que existe, sobre todo desde los años setenta, en especí-�co con el seminario El sinthome, una clínica que podría cali�carse de conti-nuista, en tanto que en ella se da un lugar privilegiado al síntoma. Desde esta perspectiva, los tipos clínicos, incluso la clínica estructural, podrían tener menor valor del que hasta ese momento tenían. Sin embargo, lo que se establecería como una clínica discontinua, es decir, esa que conside-

ra fundamentales las diferencias entre estructura y, luego, las distinciones entre los distintos tipos clínicos que están alojados en ella, se considera aún vigente en tanto permite localizar maneras especí�cas de, por ejemplo, instituir relaciones entre el signi�can-te y el Otro.

Se piensa que es infecundo mantener ambas perspectivas separadas, que conviene tenerlas como suplementa-rias. Conocer lo especí�co, el detalle y lo propio de una estructura, es central. Sin embargo, en lo que respecta a los tipos clínicos, existe la posibilidad de cierta variedad. Interesa destacar que un psicótico no sería idéntico todo el tiempo en sus relaciones con el lenguaje o el mundo, tampoco en sus manifestaciones psicopatológicas; es decir, puede, efectivamente, tener una presentación variada entre los distin-tos tipos clínicos de acuerdo al momento en que se lo entreviste. No hay razón alguna para descartar que, bajo determinadas condiciones, un psicótico sea pensado como melancó-lico o bien como esquizofrénico. Se enfatiza esto puesto que, �nalmente, lo que interesa es dar cuenta de su posición subjetiva.

Los tipos clínicos

Quedó anunciado más arriba que se emplearán los cuatro tipos clínicos clásicos en lo que re�ere a las psicosis, es decir: paranoia, esquizofrenia, melancolía y manía. Ciertamente estos no son los únicos, pero pareció perti-nente, para un primer trabajo, tomar-los en cuenta en vez de otros tales como la erotomanía, la parafrenia o inclusive las enfermedades del Otro.

Melancolía

El abordaje de la melancolía, desde Lacan y otros que la han estudiado en base a su enseñanza, se realiza desde la cuestión de la inclinación, la orienta-ción hacia el objeto que trae como efecto la morti�cación del sujeto. Destaca la distancia que se realiza respecto de cualquier teorización que se puede hacer desde el humor o el afecto.

En el seminario titulado La angustia, Lacan establece la diferencia entre duelo y melancolía, enfatizando que para el segundo las cosas se pueden problematizar a partir del objeto. Dirá:

Pero el hecho de que se trata de un objeto a, y que este, en el cuarto nivel, esté habitualmente enmascarado tras el i(a) del narcisismo y sea ignorado en su esencia, exige para el melancólico pasar, por así decir, a través de su propia imagen, y atacarla en primer lugar para poder alcanzar dentro de ella el objeto a que la trasciende, cuyo gobierno se le escapa —y cuya caída lo arrastrará en la precipitación-suicidio, con el automa-tismo, el mecanismo, el carácter necesa-rio y profundamente alienado con el que, como ustedes saben, se llevan a cabo los suicidios de melancólicos (2006: 363).

En esta cita, que es además una referencia para quienes revisan el abordaje lacaniano sobre el asunto, se tocan los efectos de morti�cación resultantes de una aspiración de alcan-zar al objeto, quedando alienado a este. Tal inclinación genera una suerte de ensañamiento contra la propia imagen i(a), en tanto ignora la relación que se produce entre objeto e imagen. Es necesario detenerse en el componente agresivo, y hasta cierto punto automático, que implica este ir más allá de la imagen.

Colette Soler señala, respecto de la presentación, si se quiere, fenomeno-lógica de la melancolía, que: «quisiera ordenarlos en dos grupos: los que

pertenecen a la categoría de la morti�-cación y otros, distintos, que podemos ubicar bajo el título de delirio de indignidad» (1991: 34). La primera, como dirá siguiendo a Lacan, queda en serie con la morti�cación resultante de una búsqueda del objeto más allá de la imagen; en el segundo caso permite, mediante el delirio, formular una sanción y la localización de un objeto inmundo, mientras que el sujeto se ubica en aquel lugar. En ambos casos hay una cierta morti�cación, en el primero resultante del ir tras el objeto, más allá de la imagen; en el segundo, en el delirio que provee una cierta consistencia de ser un objeto degrada-do. Así, en el primero existe una apuesta por el objeto y en el segundo se es el objeto.

Sería conveniente destacar, siguien-do a Eric Laurent, algunos de los rasgos de lo que se podría llamar la melancolía lacaniana. Dirá: «es la pérdida no del objeto sino del brillo fálico, que toca al paño narcisista del sujeto» (1991: 123). Agregará, en base a un trabajo de Serge Cottet, que «en la melancolía se trata del objeto a fuera de toda puntuación fálica» (1991: 123). De ese modo, el brillo fálico ausente, no puesto en función, es lo que causaría una deriva en el melancó-lico y una regulación sobre el objeto.

Paranoia

En este apartado se abordarán las características especí�cas que el Otro posee para el paranoico, en tanto implica una inclinación a ser perjudi-cial y alevoso para el sujeto.

En el seminario La relación de objeto, Lacan señala:

Todas las manifestaciones del partenaire se convierten para él en sanciones de su su�ciencia o de su insu�ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, por la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbóli-co, cuya necesidad comprobaremos en

lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mira del Otro, de su ojo (2004: 229).

Lacan indica la cuestión de quedar en la mira del Otro, a lo que debemos agregar que la sanción que viene desde ahí tiene la facultad de sancio-nar las cosas para el sujeto; es una medida que posee estatuto de «ajena». Respecto del paranoico, en el mismo seminario nuestro autor agrega: «pero en determinados sujetos encontramos constantemente el testi-monio del carácter de invasión desga-rradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experien-cia [la primera sensación orgásmica completa]» (260). Sobre este punto, Lacan enfatiza la vertiente invasiva proveniente de esa experiencia gozosa de cuerpo. Dicho de otro modo, ante la irrupción de algo intraducible aparece la interpretación de un perjuicio que proviene desde fuera. Así, la voluntad del Otro respondería a la emergencia de una experiencia inasimilable.

En «Esquizofrenia y paranoia», Jacques-Alain Miller pone a trabajar uno de los puntos por los cuales Lacan se diferencia de Freud. Dirá: «la �jación a la cual el paciente vuelve por regresión, es el estadio del narcisis-mo». No se trata, en Lacan, de una suerte de retorno a un estadio ante-rior. Miller argumenta respecto de la paranoia, apoyándose en su lectura de Lacan, que: «en la paranoia, este goce permanece situado en el campo del Otro» (1985: 25). El punto toca lo que tiene que ver con estar a merced de. Es ahí que el paranoico queda como sujeto gozado, insultado. Esto implica una modi�cación lógica de la cuestión en tanto se pasa del narcisismo a la alteridad.

Conviene destacar un rasgo trabaja-do por Jorge Chamorro en su semina-rio Clínica de las psicosis que se relaciona con las respuestas invertidas abordadas por Lacan en Las psicosis.

El dato que estoy marcando del lado de la exterioridad, que se llama de ese modo «síndrome de exterioridad en la psicosis», es el dato que viene de afuera, como una respuesta que no implica una pregunta previa, como una respuesta que no puede articular a una pregunta, ni a un interrogante siquiera, y que lo único que hace es chocar con el sujeto. Esta respuesta que viene de afuera, se va a formular como una paranoia comple-ta, respuesta que viene de afuera, que se dirige a mí y especialmente a mí que me concierne (2010: 127).

El circuito de la presencia de una respuesta ante una pregunta que no se formuló y que, además, es impuesta, genera todo tipo de extrañezas acerca de cómo localizar, para el sujeto psicó-tico, este tipo de fenómenos. El meca-nismo es que frente a lo extraño se le atribuye una causalidad impuesta y ajena. Si bien está la respuesta sin pregunta, lo importante es que el sujeto queda ahí concernido.

Manía

De distintas maneras se abordan las consecuencias que tiene la excitación a nivel del cuerpo, por las relaciones al signi�cante, a la que en ocasiones queda referida la manía.

Lacan señala a la altura del semina-rio La angustia:

En la manía, precisemos en seguida que es la no función de a lo que está en juego, y no simplemente su desconoci-miento. En ella el sujeto no tiene el lastre de ningún objeto a, lo cual lo entrega, sin posibilidad alguna a veces de librarse, a la pura metonimia, in�ni-ta y lúdica, de la cadena signi�cante (2006: 363).

Como contrapunto a la melancolía, en la manía tenemos lo que no engan-cha al objeto ni a una inclinación hacia el objeto. Se produce una suerte de deriva que sitúa el problema del enca-denamiento del lado de la no puesta en

serie del signi�cante. Algo de la temporalidad, es decir la secuencia de tiempo 1 y luego tiempo 2, queda afectada.

Colette Soler (1991) precisa algunas cosas respecto de los efectos de morti-�cación: «el maníaco no es ni el cínico ni el vividor ni el hombre de las pasio-nes y es necesario poder diferenciar esa vitalidad bizarra que lo caracteriza y que amenaza la vida, de la a�rma-ción asumida y sin trabas de las pulsio-nes» (57). Se podría decir que se trata de una vitalidad desenlazada. Es hasta cierto punto una vitalidad de la que se es esclavo, donde de lo que se trataría, entonces, es de una vitalidad morti�-cante.

En su texto «Televisión», Lacan está abordando el problema de los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Para dicha cuestión pone una distancia entre la tristeza y el ánimo. En efecto, localiza a la tristeza como una cobar-día moral, cuya posición más extrema dejaría las cosas del lado de un rechazo del inconsciente. Sobre su nexo con la manía, señala: «y lo que se sigue, por poco que esta cobardía, por ser recha-zo del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es la excita-ción maníaca por la cual ese retorno se hace mortal» (2012: 552). Se puede decir que Lacan realiza un añadido, una precisión de la idea de retorno en lo real que describía a la altura del seminario sobre Las psicosis. El men-cionado rechazo aborda los efectos del no encadenamiento al que se alude con el lenguaje. Ahí, en tanto se toca el cuerpo a través de la exaltación que rechaza al inconsciente, aparece la muerte o bien la desaparición del sujeto como uno de los límites posibles.

Junto a Colette Soler se encuentra un trabajo sobre la cuestión de la excitación:

Volvamos a Lacan. De un revés, este reduce toda esta profusión de una palabra: excitación. Hago contar

también que no dice «la manía», sino «la excitación maníaca» de la psicosis: menos que a la entidad, se apunta a un tipo de fenómenos (1991: 59).

En tal sentido, la cuestión de la manía toca el cuerpo y, con lo que sigue, se establece una cierta relación de este punto con los efectos del signi-�cante. Agrega Soler: «la fuga de ideas, por ejemplo, esa logorrea en la que se pierde la intención de signi�cación en provecho de una yuxtaposición de frases desorientadas» (62). Pérdida de la intención de signi�cación porque en algún punto se trata de frases sin desti-natario. Esto sirve para detectar lo que Lacan señalaba con el inconsciente, en tanto se produce una serie de signi�-cantes donde el Otro no aparece como destinatario, es decir, la relación entre un signi�cante y otro signi�cante se encuentra extraviada.

Esquizofrenia

En lo que concierne a la esquizofre-nia, conviene establecer el carácter neológico de su relación al órgano. Ahí lo especí�co del modelo freudiano contrasta con el estatuto de la alteri-dad en Lacan.

A la altura del seminario sobre El deseo y su interpretación, Lacan dirá:

El corte es lo que permite a la corriente de una tensión original, cualquiera que sea, ser tomada en una serie de alterna-tivas que introducen lo que cabe deno-minar la máquina fundamental. Esa máquina es justo lo que hallamos desatado, suelto, en el inicio de la esqui-zofrenia. En esta, el sujeto se identi�ca con la discordancia como tal de esa máquina respecto de la corriente vital (2014: 507).

La función de corte queda situada como aquella que permite la serie y que le habilita un funcionamiento encadenado. En el esquizofrénico

quedaría suelto e identi�cado con la discordancia, es decir aquello que no hace correspondencia, ni nexo, entre una y otra cosa.

En El atolondradicho, que es un texto de inicios de la década del seten-ta, Lacan señala:

de ese real: que no hay relación sexual y de ello debido al hecho de que un animal con estábita que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano, órgano que, por así existirle, lo determina con su función, ello antes de que la encuentre. Por eso incluso es reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especi�ca por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido (2012: 498)1.

En tal sentido, la cuestión del dicho esquizofrénico podría entenderse bajo la lógica del lenguaje de los órganos, donde cada uno se presenta con una lengua propia, marcando, de ese modo, la diferencia respecto de lo que Lacan llama el discurso establecido. Por lo mismo, el lenguaje presenta una distancia entre el órgano y la función, que en el discurso podría existir.

Jacques-Alain Miller, respecto de la esquizofrenia, señala dos puntos de consideración: el primero tiene que ver con cómo Freud relaciona la esqui-zofrenia con la libido, el segundo es cómo Lacan abordará el asunto del lado del signi�cante y sus efectos. De Freud señala: «en primer lugar, si hay éxito en la represión por retiro de la libido en relación al mundo exterior, tenemos autoerotismo. En ese momento admite que se hable de demencia precoz» (1985: 17). Esto es un contrapunto a lo que dirá respecto de la paranoia, a saber, que tiene que ver con el narcisismo en Freud. En la esquizofrenia enfatizará el mecanismo de retiro de la libido del mundo

exterior (1985: 16) para que vuelva sobre el sujeto mismo. Ahí sitúa el autoerotismo.

En lo que respecta a Lacan, se desta-can dos comentarios que se encuen-tran en serie. El primero de ellos es:

El cuerpo puede aparecer esencialmente como un sistema. Su estatuto, su uni�cación, parece depender de la articulación signi�cante y no ser un dato. Esto es lo que permitirá compren-der cómo en tanto suplencia de esta articulación simbólica, lingüística, el esquizofrénico se consagra, se mecaniza (1985: 26).

Resulta llamativa la manera en que se sitúa a la mecanización como suplencia, en tanto que, mediante ella, aparecería algo de la articulación signi�cante, es decir, ofrece una orien-tación clínica. El segundo comentario es:

Podemos decir que lo que aparece desde el principio comprometido es la repre-sentación del sujeto por el signi�cante. Lo que se agotan en describir mediante la empatía de la esquizofrenia es de hecho una dispersión de los signi�can-tes que representan al sujeto, que pode-mos atribuir al tipo de opacidad del signi�cante binario (1985: 23).

Tal cual queda enunciado, es necesa-rio destacar lo relativo a los signi�can-tes (que en la versión original aparece destacada), a ese enganche a lo múlti-ple sin graduación a lo que se alude con la «opacidad del signi�cante bina-rio», es decir la di�cultad para estable-cer una serie que represente al sujeto.

Algunas consideraciones

La clínica de las psicosis, pensada por el sesgo de los tipos clínicos, ofrece algunas contribuciones que no solo sirven para la discusión académica, sino también a la relación que se

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establece entre el sujeto, el signi�can-te, el Otro y el cuerpo-organismo. En tal sentido son elementos discretos útiles para pensar, más que nada, el lugar del analista con un sujeto psicó-tico: la transferencia.

Se planteó al inicio el problema de la dispersión y la consistencia. Por distin-tas razones, se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia, así como estarían más próximos melancolía y manía. Dicha repartición es adecuada, sin embargo, la propuesta de la disper-sión y la consistencia se relaciona principalmente al problema de la trans-ferencia. La razón por la que se propone este par es porque permite pensarlos y agruparlos mediante la relación del sujeto con el Otro. Así, se pondrán del lado de la dispersión a la esquizofrenia y a la manía; mientras que de la consis-tencia a la paranoia y la melancolía.

Tanto el maníaco como el esquizo-frénico presentan un problema seme-jante respecto de la dispersión. En el caso del maníaco, no existe en su exaltación una orientación hacia el Otro, sino que queda tomado por la logorrea tanto a nivel del signi�cante como del cuerpo. El esquizofrénico, por su parte, es de otra naturaleza, en tanto que en su mecanización existe una di�cultad para hacer del lenguaje de los órganos un sistema uni�cado. El esquizofrénico se ve ante el problema de no poder establecer una suerte de serie que lo enlace, tiene di�cultades para

establecer conjuntos y para representar-se. Si en la manía tenemos el efecto de puros signi�cantes amos, que bien podrían ser letras, transferencialmente podría estar el analista convocado

a la puntuación y detención de ese derrotero signi�cante. En el esquizofré-nico la cuestión del cuerpo es central, porque se trata más que nada de tener órganos desunidos, no conectados. El analista puede intervenir mediante la mecanización, que implicaría darle un lenguaje que relacione los órganos entre sí, o, a lo menos, localizara algunas funciones que permitan limitar los efectos de inquietud corporal que se producen en el sujeto. Se genera una forma de reducción de la intensidad cacofónica en la que se encuentran los órganos del esquizofrénico.

Del lado de la consistencia ubicamos

a la paranoia y la melancolía. En la paranoia lo consistente es el Otro, en tanto porta una voluntad gravosa para el sujeto. El paranoico queda concer-nido por el Otro, sin salida frente a esa forma de relación. Como se señalaba con Lacan, el sujeto es medido y hasta cierto punto delimitado por el Otro.

Para el melancólico, lo consistente es esa voluntad de estar más allá de la imagen, quedando esta degradada por la búsqueda. Lo consistente es la incli-nación de ir tras el objeto, el intento de

alcanzarlo; de ahí los efectos de morti-�cación que hacen que sea tan com-plejo mover algo de esa �jeza. Para este caso no habría otro —un semejante— por fuera del objeto.

Así, en el caso del paranoico, la posición del Otro advierte cuál es su posición en la transferencia, cuál es el lugar en que puede situarse el analis-ta. Existen ciertas di�cultades para pensar la cuestión de la transferencia en el melancólico, por las di�cultades que ofrece para ligar, por ejemplo, con el semejante. En tal sentido, nos encontramos con un efecto de delimi-tación y formalización de aquello que causa y que orienta al sujeto al punto de atravesar su propia imagen, con todos los efectos morti�cantes que eso pueda traer. Quedaría, entonces, ir a contrapelo de esa opacidad consistente.

Si el psicoanálisis, tal como lo señala Lacan a la altura del Seminario 20, se orienta hacia el cambio de discurso de un sujeto, el analista tendrá que tener alguna idea de cómo en el sujeto se presentan el síntoma, la modalidad de goce y las relaciones que este establece con el Otro.

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n muchos aspectos, la clínica de las psicosis ofrece interro-gantes respecto a la forma en

que el analista puede responder y formalizar lo que hace en el tratamien-to con psicóticos. La cuestión del diag-nóstico, sobre todo cuando se aborda desde el punto de vista de la herencia psiquiátrica, genera una suerte de tensión entre dicha tradición y la psicoanalítica, en tanto que aquel ejercicio podría desmarcarse de la praxis analítica propiamente dicha puesto que en ella se produciría un desprecio por el síntoma. Lacan, en su enseñanza, aborda el asunto de los tipos clínicos de las psicosis de manera discreta, es decir, contamos con referencias limitadas para pensar el tema. En este escrito se revisarán algu-

nas de las precisiones realizadas por Lacan acerca de los cuatro tipos clíni-cos clásicos: esquizofrenia, paranoia, melancolía y manía. Junto con Lacan, se abordarán algunas referencias de otros analistas que trabajaron los problemas en estudio. Finalmente se ofrecerá un ordenamiento a partir de las coordenadas de las relaciones que se establecen entre consistencia y dispersión. Se entenderá consistencia como aquella posición inamovible del Otro o de la inclinación hacia el objeto y a la dispersión del lado de lo que no engancha, ya sea del lado del signi�-cante o del cuerpo.

Supuestos

Se parte de la base que existe, sobre todo desde los años setenta, en especí-�co con el seminario El sinthome, una clínica que podría cali�carse de conti-nuista, en tanto que en ella se da un lugar privilegiado al síntoma. Desde esta perspectiva, los tipos clínicos, incluso la clínica estructural, podrían tener menor valor del que hasta ese momento tenían. Sin embargo, lo que se establecería como una clínica discontinua, es decir, esa que conside-

ra fundamentales las diferencias entre estructura y, luego, las distinciones entre los distintos tipos clínicos que están alojados en ella, se considera aún vigente en tanto permite localizar maneras especí�cas de, por ejemplo, instituir relaciones entre el signi�can-te y el Otro.

Se piensa que es infecundo mantener ambas perspectivas separadas, que conviene tenerlas como suplementa-rias. Conocer lo especí�co, el detalle y lo propio de una estructura, es central. Sin embargo, en lo que respecta a los tipos clínicos, existe la posibilidad de cierta variedad. Interesa destacar que un psicótico no sería idéntico todo el tiempo en sus relaciones con el lenguaje o el mundo, tampoco en sus manifestaciones psicopatológicas; es decir, puede, efectivamente, tener una presentación variada entre los distin-tos tipos clínicos de acuerdo al momento en que se lo entreviste. No hay razón alguna para descartar que, bajo determinadas condiciones, un psicótico sea pensado como melancó-lico o bien como esquizofrénico. Se enfatiza esto puesto que, �nalmente, lo que interesa es dar cuenta de su posición subjetiva.

Los tipos clínicos

Quedó anunciado más arriba que se emplearán los cuatro tipos clínicos clásicos en lo que re�ere a las psicosis, es decir: paranoia, esquizofrenia, melancolía y manía. Ciertamente estos no son los únicos, pero pareció perti-nente, para un primer trabajo, tomar-los en cuenta en vez de otros tales como la erotomanía, la parafrenia o inclusive las enfermedades del Otro.

Melancolía

El abordaje de la melancolía, desde Lacan y otros que la han estudiado en base a su enseñanza, se realiza desde la cuestión de la inclinación, la orienta-ción hacia el objeto que trae como efecto la morti�cación del sujeto. Destaca la distancia que se realiza respecto de cualquier teorización que se puede hacer desde el humor o el afecto.

En el seminario titulado La angustia, Lacan establece la diferencia entre duelo y melancolía, enfatizando que para el segundo las cosas se pueden problematizar a partir del objeto. Dirá:

Pero el hecho de que se trata de un objeto a, y que este, en el cuarto nivel, esté habitualmente enmascarado tras el i(a) del narcisismo y sea ignorado en su esencia, exige para el melancólico pasar, por así decir, a través de su propia imagen, y atacarla en primer lugar para poder alcanzar dentro de ella el objeto a que la trasciende, cuyo gobierno se le escapa —y cuya caída lo arrastrará en la precipitación-suicidio, con el automa-tismo, el mecanismo, el carácter necesa-rio y profundamente alienado con el que, como ustedes saben, se llevan a cabo los suicidios de melancólicos (2006: 363).

En esta cita, que es además una referencia para quienes revisan el abordaje lacaniano sobre el asunto, se tocan los efectos de morti�cación resultantes de una aspiración de alcan-zar al objeto, quedando alienado a este. Tal inclinación genera una suerte de ensañamiento contra la propia imagen i(a), en tanto ignora la relación que se produce entre objeto e imagen. Es necesario detenerse en el componente agresivo, y hasta cierto punto automático, que implica este ir más allá de la imagen.

Colette Soler señala, respecto de la presentación, si se quiere, fenomeno-lógica de la melancolía, que: «quisiera ordenarlos en dos grupos: los que

pertenecen a la categoría de la morti�-cación y otros, distintos, que podemos ubicar bajo el título de delirio de indignidad» (1991: 34). La primera, como dirá siguiendo a Lacan, queda en serie con la morti�cación resultante de una búsqueda del objeto más allá de la imagen; en el segundo caso permite, mediante el delirio, formular una sanción y la localización de un objeto inmundo, mientras que el sujeto se ubica en aquel lugar. En ambos casos hay una cierta morti�cación, en el primero resultante del ir tras el objeto, más allá de la imagen; en el segundo, en el delirio que provee una cierta consistencia de ser un objeto degrada-do. Así, en el primero existe una apuesta por el objeto y en el segundo se es el objeto.

Sería conveniente destacar, siguien-do a Eric Laurent, algunos de los rasgos de lo que se podría llamar la melancolía lacaniana. Dirá: «es la pérdida no del objeto sino del brillo fálico, que toca al paño narcisista del sujeto» (1991: 123). Agregará, en base a un trabajo de Serge Cottet, que «en la melancolía se trata del objeto a fuera de toda puntuación fálica» (1991: 123). De ese modo, el brillo fálico ausente, no puesto en función, es lo que causaría una deriva en el melancó-lico y una regulación sobre el objeto.

Paranoia

En este apartado se abordarán las características especí�cas que el Otro posee para el paranoico, en tanto implica una inclinación a ser perjudi-cial y alevoso para el sujeto.

En el seminario La relación de objeto, Lacan señala:

Todas las manifestaciones del partenaire se convierten para él en sanciones de su su�ciencia o de su insu�ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, por la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbóli-co, cuya necesidad comprobaremos en

lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mira del Otro, de su ojo (2004: 229).

Lacan indica la cuestión de quedar en la mira del Otro, a lo que debemos agregar que la sanción que viene desde ahí tiene la facultad de sancio-nar las cosas para el sujeto; es una medida que posee estatuto de «ajena». Respecto del paranoico, en el mismo seminario nuestro autor agrega: «pero en determinados sujetos encontramos constantemente el testi-monio del carácter de invasión desga-rradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experien-cia [la primera sensación orgásmica completa]» (260). Sobre este punto, Lacan enfatiza la vertiente invasiva proveniente de esa experiencia gozosa de cuerpo. Dicho de otro modo, ante la irrupción de algo intraducible aparece la interpretación de un perjuicio que proviene desde fuera. Así, la voluntad del Otro respondería a la emergencia de una experiencia inasimilable.

En «Esquizofrenia y paranoia», Jacques-Alain Miller pone a trabajar uno de los puntos por los cuales Lacan se diferencia de Freud. Dirá: «la �jación a la cual el paciente vuelve por regresión, es el estadio del narcisis-mo». No se trata, en Lacan, de una suerte de retorno a un estadio ante-rior. Miller argumenta respecto de la paranoia, apoyándose en su lectura de Lacan, que: «en la paranoia, este goce permanece situado en el campo del Otro» (1985: 25). El punto toca lo que tiene que ver con estar a merced de. Es ahí que el paranoico queda como sujeto gozado, insultado. Esto implica una modi�cación lógica de la cuestión en tanto se pasa del narcisismo a la alteridad.

Conviene destacar un rasgo trabaja-do por Jorge Chamorro en su semina-rio Clínica de las psicosis que se relaciona con las respuestas invertidas abordadas por Lacan en Las psicosis.

El dato que estoy marcando del lado de la exterioridad, que se llama de ese modo «síndrome de exterioridad en la psicosis», es el dato que viene de afuera, como una respuesta que no implica una pregunta previa, como una respuesta que no puede articular a una pregunta, ni a un interrogante siquiera, y que lo único que hace es chocar con el sujeto. Esta respuesta que viene de afuera, se va a formular como una paranoia comple-ta, respuesta que viene de afuera, que se dirige a mí y especialmente a mí que me concierne (2010: 127).

El circuito de la presencia de una respuesta ante una pregunta que no se formuló y que, además, es impuesta, genera todo tipo de extrañezas acerca de cómo localizar, para el sujeto psicó-tico, este tipo de fenómenos. El meca-nismo es que frente a lo extraño se le atribuye una causalidad impuesta y ajena. Si bien está la respuesta sin pregunta, lo importante es que el sujeto queda ahí concernido.

Manía

De distintas maneras se abordan las consecuencias que tiene la excitación a nivel del cuerpo, por las relaciones al signi�cante, a la que en ocasiones queda referida la manía.

Lacan señala a la altura del semina-rio La angustia:

En la manía, precisemos en seguida que es la no función de a lo que está en juego, y no simplemente su desconoci-miento. En ella el sujeto no tiene el lastre de ningún objeto a, lo cual lo entrega, sin posibilidad alguna a veces de librarse, a la pura metonimia, in�ni-ta y lúdica, de la cadena signi�cante (2006: 363).

Como contrapunto a la melancolía, en la manía tenemos lo que no engan-cha al objeto ni a una inclinación hacia el objeto. Se produce una suerte de deriva que sitúa el problema del enca-denamiento del lado de la no puesta en

serie del signi�cante. Algo de la temporalidad, es decir la secuencia de tiempo 1 y luego tiempo 2, queda afectada.

Colette Soler (1991) precisa algunas cosas respecto de los efectos de morti-�cación: «el maníaco no es ni el cínico ni el vividor ni el hombre de las pasio-nes y es necesario poder diferenciar esa vitalidad bizarra que lo caracteriza y que amenaza la vida, de la a�rma-ción asumida y sin trabas de las pulsio-nes» (57). Se podría decir que se trata de una vitalidad desenlazada. Es hasta cierto punto una vitalidad de la que se es esclavo, donde de lo que se trataría, entonces, es de una vitalidad morti�-cante.

En su texto «Televisión», Lacan está abordando el problema de los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Para dicha cuestión pone una distancia entre la tristeza y el ánimo. En efecto, localiza a la tristeza como una cobar-día moral, cuya posición más extrema dejaría las cosas del lado de un rechazo del inconsciente. Sobre su nexo con la manía, señala: «y lo que se sigue, por poco que esta cobardía, por ser recha-zo del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es la excita-ción maníaca por la cual ese retorno se hace mortal» (2012: 552). Se puede decir que Lacan realiza un añadido, una precisión de la idea de retorno en lo real que describía a la altura del seminario sobre Las psicosis. El men-cionado rechazo aborda los efectos del no encadenamiento al que se alude con el lenguaje. Ahí, en tanto se toca el cuerpo a través de la exaltación que rechaza al inconsciente, aparece la muerte o bien la desaparición del sujeto como uno de los límites posibles.

Junto a Colette Soler se encuentra un trabajo sobre la cuestión de la excitación:

Volvamos a Lacan. De un revés, este reduce toda esta profusión de una palabra: excitación. Hago contar

también que no dice «la manía», sino «la excitación maníaca» de la psicosis: menos que a la entidad, se apunta a un tipo de fenómenos (1991: 59).

En tal sentido, la cuestión de la manía toca el cuerpo y, con lo que sigue, se establece una cierta relación de este punto con los efectos del signi-�cante. Agrega Soler: «la fuga de ideas, por ejemplo, esa logorrea en la que se pierde la intención de signi�cación en provecho de una yuxtaposición de frases desorientadas» (62). Pérdida de la intención de signi�cación porque en algún punto se trata de frases sin desti-natario. Esto sirve para detectar lo que Lacan señalaba con el inconsciente, en tanto se produce una serie de signi�-cantes donde el Otro no aparece como destinatario, es decir, la relación entre un signi�cante y otro signi�cante se encuentra extraviada.

Esquizofrenia

En lo que concierne a la esquizofre-nia, conviene establecer el carácter neológico de su relación al órgano. Ahí lo especí�co del modelo freudiano contrasta con el estatuto de la alteri-dad en Lacan.

A la altura del seminario sobre El deseo y su interpretación, Lacan dirá:

El corte es lo que permite a la corriente de una tensión original, cualquiera que sea, ser tomada en una serie de alterna-tivas que introducen lo que cabe deno-minar la máquina fundamental. Esa máquina es justo lo que hallamos desatado, suelto, en el inicio de la esqui-zofrenia. En esta, el sujeto se identi�ca con la discordancia como tal de esa máquina respecto de la corriente vital (2014: 507).

La función de corte queda situada como aquella que permite la serie y que le habilita un funcionamiento encadenado. En el esquizofrénico

quedaría suelto e identi�cado con la discordancia, es decir aquello que no hace correspondencia, ni nexo, entre una y otra cosa.

En El atolondradicho, que es un texto de inicios de la década del seten-ta, Lacan señala:

de ese real: que no hay relación sexual y de ello debido al hecho de que un animal con estábita que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano, órgano que, por así existirle, lo determina con su función, ello antes de que la encuentre. Por eso incluso es reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especi�ca por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido (2012: 498)1.

En tal sentido, la cuestión del dicho esquizofrénico podría entenderse bajo la lógica del lenguaje de los órganos, donde cada uno se presenta con una lengua propia, marcando, de ese modo, la diferencia respecto de lo que Lacan llama el discurso establecido. Por lo mismo, el lenguaje presenta una distancia entre el órgano y la función, que en el discurso podría existir.

Jacques-Alain Miller, respecto de la esquizofrenia, señala dos puntos de consideración: el primero tiene que ver con cómo Freud relaciona la esqui-zofrenia con la libido, el segundo es cómo Lacan abordará el asunto del lado del signi�cante y sus efectos. De Freud señala: «en primer lugar, si hay éxito en la represión por retiro de la libido en relación al mundo exterior, tenemos autoerotismo. En ese momento admite que se hable de demencia precoz» (1985: 17). Esto es un contrapunto a lo que dirá respecto de la paranoia, a saber, que tiene que ver con el narcisismo en Freud. En la esquizofrenia enfatizará el mecanismo de retiro de la libido del mundo

exterior (1985: 16) para que vuelva sobre el sujeto mismo. Ahí sitúa el autoerotismo.

En lo que respecta a Lacan, se desta-can dos comentarios que se encuen-tran en serie. El primero de ellos es:

El cuerpo puede aparecer esencialmente como un sistema. Su estatuto, su uni�cación, parece depender de la articulación signi�cante y no ser un dato. Esto es lo que permitirá compren-der cómo en tanto suplencia de esta articulación simbólica, lingüística, el esquizofrénico se consagra, se mecaniza (1985: 26).

Resulta llamativa la manera en que se sitúa a la mecanización como suplencia, en tanto que, mediante ella, aparecería algo de la articulación signi�cante, es decir, ofrece una orien-tación clínica. El segundo comentario es:

Podemos decir que lo que aparece desde el principio comprometido es la repre-sentación del sujeto por el signi�cante. Lo que se agotan en describir mediante la empatía de la esquizofrenia es de hecho una dispersión de los signi�can-tes que representan al sujeto, que pode-mos atribuir al tipo de opacidad del signi�cante binario (1985: 23).

Tal cual queda enunciado, es necesa-rio destacar lo relativo a los signi�can-tes (que en la versión original aparece destacada), a ese enganche a lo múlti-ple sin graduación a lo que se alude con la «opacidad del signi�cante bina-rio», es decir la di�cultad para estable-cer una serie que represente al sujeto.

Algunas consideraciones

La clínica de las psicosis, pensada por el sesgo de los tipos clínicos, ofrece algunas contribuciones que no solo sirven para la discusión académica, sino también a la relación que se

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establece entre el sujeto, el signi�can-te, el Otro y el cuerpo-organismo. En tal sentido son elementos discretos útiles para pensar, más que nada, el lugar del analista con un sujeto psicó-tico: la transferencia.

Se planteó al inicio el problema de la dispersión y la consistencia. Por distin-tas razones, se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia, así como estarían más próximos melancolía y manía. Dicha repartición es adecuada, sin embargo, la propuesta de la disper-sión y la consistencia se relaciona principalmente al problema de la trans-ferencia. La razón por la que se propone este par es porque permite pensarlos y agruparlos mediante la relación del sujeto con el Otro. Así, se pondrán del lado de la dispersión a la esquizofrenia y a la manía; mientras que de la consis-tencia a la paranoia y la melancolía.

Tanto el maníaco como el esquizo-frénico presentan un problema seme-jante respecto de la dispersión. En el caso del maníaco, no existe en su exaltación una orientación hacia el Otro, sino que queda tomado por la logorrea tanto a nivel del signi�cante como del cuerpo. El esquizofrénico, por su parte, es de otra naturaleza, en tanto que en su mecanización existe una di�cultad para hacer del lenguaje de los órganos un sistema uni�cado. El esquizofrénico se ve ante el problema de no poder establecer una suerte de serie que lo enlace, tiene di�cultades para

establecer conjuntos y para representar-se. Si en la manía tenemos el efecto de puros signi�cantes amos, que bien podrían ser letras, transferencialmente podría estar el analista convocado

a la puntuación y detención de ese derrotero signi�cante. En el esquizofré-nico la cuestión del cuerpo es central, porque se trata más que nada de tener órganos desunidos, no conectados. El analista puede intervenir mediante la mecanización, que implicaría darle un lenguaje que relacione los órganos entre sí, o, a lo menos, localizara algunas funciones que permitan limitar los efectos de inquietud corporal que se producen en el sujeto. Se genera una forma de reducción de la intensidad cacofónica en la que se encuentran los órganos del esquizofrénico.

Del lado de la consistencia ubicamos

a la paranoia y la melancolía. En la paranoia lo consistente es el Otro, en tanto porta una voluntad gravosa para el sujeto. El paranoico queda concer-nido por el Otro, sin salida frente a esa forma de relación. Como se señalaba con Lacan, el sujeto es medido y hasta cierto punto delimitado por el Otro.

Para el melancólico, lo consistente es esa voluntad de estar más allá de la imagen, quedando esta degradada por la búsqueda. Lo consistente es la incli-nación de ir tras el objeto, el intento de

alcanzarlo; de ahí los efectos de morti-�cación que hacen que sea tan com-plejo mover algo de esa �jeza. Para este caso no habría otro —un semejante— por fuera del objeto.

Así, en el caso del paranoico, la posición del Otro advierte cuál es su posición en la transferencia, cuál es el lugar en que puede situarse el analis-ta. Existen ciertas di�cultades para pensar la cuestión de la transferencia en el melancólico, por las di�cultades que ofrece para ligar, por ejemplo, con el semejante. En tal sentido, nos encontramos con un efecto de delimi-tación y formalización de aquello que causa y que orienta al sujeto al punto de atravesar su propia imagen, con todos los efectos morti�cantes que eso pueda traer. Quedaría, entonces, ir a contrapelo de esa opacidad consistente.

Si el psicoanálisis, tal como lo señala Lacan a la altura del Seminario 20, se orienta hacia el cambio de discurso de un sujeto, el analista tendrá que tener alguna idea de cómo en el sujeto se presentan el síntoma, la modalidad de goce y las relaciones que este establece con el Otro.

1 Respecto de los neologismos empleados por Lacan, sugiero revisar la nota 9 del texto en la versión citada.

Page 33: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n muchos aspectos, la clínica de las psicosis ofrece interro-gantes respecto a la forma en

que el analista puede responder y formalizar lo que hace en el tratamien-to con psicóticos. La cuestión del diag-nóstico, sobre todo cuando se aborda desde el punto de vista de la herencia psiquiátrica, genera una suerte de tensión entre dicha tradición y la psicoanalítica, en tanto que aquel ejercicio podría desmarcarse de la praxis analítica propiamente dicha puesto que en ella se produciría un desprecio por el síntoma. Lacan, en su enseñanza, aborda el asunto de los tipos clínicos de las psicosis de manera discreta, es decir, contamos con referencias limitadas para pensar el tema. En este escrito se revisarán algu-

nas de las precisiones realizadas por Lacan acerca de los cuatro tipos clíni-cos clásicos: esquizofrenia, paranoia, melancolía y manía. Junto con Lacan, se abordarán algunas referencias de otros analistas que trabajaron los problemas en estudio. Finalmente se ofrecerá un ordenamiento a partir de las coordenadas de las relaciones que se establecen entre consistencia y dispersión. Se entenderá consistencia como aquella posición inamovible del Otro o de la inclinación hacia el objeto y a la dispersión del lado de lo que no engancha, ya sea del lado del signi�-cante o del cuerpo.

Supuestos

Se parte de la base que existe, sobre todo desde los años setenta, en especí-�co con el seminario El sinthome, una clínica que podría cali�carse de conti-nuista, en tanto que en ella se da un lugar privilegiado al síntoma. Desde esta perspectiva, los tipos clínicos, incluso la clínica estructural, podrían tener menor valor del que hasta ese momento tenían. Sin embargo, lo que se establecería como una clínica discontinua, es decir, esa que conside-

ra fundamentales las diferencias entre estructura y, luego, las distinciones entre los distintos tipos clínicos que están alojados en ella, se considera aún vigente en tanto permite localizar maneras especí�cas de, por ejemplo, instituir relaciones entre el signi�can-te y el Otro.

Se piensa que es infecundo mantener ambas perspectivas separadas, que conviene tenerlas como suplementa-rias. Conocer lo especí�co, el detalle y lo propio de una estructura, es central. Sin embargo, en lo que respecta a los tipos clínicos, existe la posibilidad de cierta variedad. Interesa destacar que un psicótico no sería idéntico todo el tiempo en sus relaciones con el lenguaje o el mundo, tampoco en sus manifestaciones psicopatológicas; es decir, puede, efectivamente, tener una presentación variada entre los distin-tos tipos clínicos de acuerdo al momento en que se lo entreviste. No hay razón alguna para descartar que, bajo determinadas condiciones, un psicótico sea pensado como melancó-lico o bien como esquizofrénico. Se enfatiza esto puesto que, �nalmente, lo que interesa es dar cuenta de su posición subjetiva.

Los tipos clínicos

Quedó anunciado más arriba que se emplearán los cuatro tipos clínicos clásicos en lo que re�ere a las psicosis, es decir: paranoia, esquizofrenia, melancolía y manía. Ciertamente estos no son los únicos, pero pareció perti-nente, para un primer trabajo, tomar-los en cuenta en vez de otros tales como la erotomanía, la parafrenia o inclusive las enfermedades del Otro.

Melancolía

El abordaje de la melancolía, desde Lacan y otros que la han estudiado en base a su enseñanza, se realiza desde la cuestión de la inclinación, la orienta-ción hacia el objeto que trae como efecto la morti�cación del sujeto. Destaca la distancia que se realiza respecto de cualquier teorización que se puede hacer desde el humor o el afecto.

En el seminario titulado La angustia, Lacan establece la diferencia entre duelo y melancolía, enfatizando que para el segundo las cosas se pueden problematizar a partir del objeto. Dirá:

Pero el hecho de que se trata de un objeto a, y que este, en el cuarto nivel, esté habitualmente enmascarado tras el i(a) del narcisismo y sea ignorado en su esencia, exige para el melancólico pasar, por así decir, a través de su propia imagen, y atacarla en primer lugar para poder alcanzar dentro de ella el objeto a que la trasciende, cuyo gobierno se le escapa —y cuya caída lo arrastrará en la precipitación-suicidio, con el automa-tismo, el mecanismo, el carácter necesa-rio y profundamente alienado con el que, como ustedes saben, se llevan a cabo los suicidios de melancólicos (2006: 363).

En esta cita, que es además una referencia para quienes revisan el abordaje lacaniano sobre el asunto, se tocan los efectos de morti�cación resultantes de una aspiración de alcan-zar al objeto, quedando alienado a este. Tal inclinación genera una suerte de ensañamiento contra la propia imagen i(a), en tanto ignora la relación que se produce entre objeto e imagen. Es necesario detenerse en el componente agresivo, y hasta cierto punto automático, que implica este ir más allá de la imagen.

Colette Soler señala, respecto de la presentación, si se quiere, fenomeno-lógica de la melancolía, que: «quisiera ordenarlos en dos grupos: los que

pertenecen a la categoría de la morti�-cación y otros, distintos, que podemos ubicar bajo el título de delirio de indignidad» (1991: 34). La primera, como dirá siguiendo a Lacan, queda en serie con la morti�cación resultante de una búsqueda del objeto más allá de la imagen; en el segundo caso permite, mediante el delirio, formular una sanción y la localización de un objeto inmundo, mientras que el sujeto se ubica en aquel lugar. En ambos casos hay una cierta morti�cación, en el primero resultante del ir tras el objeto, más allá de la imagen; en el segundo, en el delirio que provee una cierta consistencia de ser un objeto degrada-do. Así, en el primero existe una apuesta por el objeto y en el segundo se es el objeto.

Sería conveniente destacar, siguien-do a Eric Laurent, algunos de los rasgos de lo que se podría llamar la melancolía lacaniana. Dirá: «es la pérdida no del objeto sino del brillo fálico, que toca al paño narcisista del sujeto» (1991: 123). Agregará, en base a un trabajo de Serge Cottet, que «en la melancolía se trata del objeto a fuera de toda puntuación fálica» (1991: 123). De ese modo, el brillo fálico ausente, no puesto en función, es lo que causaría una deriva en el melancó-lico y una regulación sobre el objeto.

Paranoia

En este apartado se abordarán las características especí�cas que el Otro posee para el paranoico, en tanto implica una inclinación a ser perjudi-cial y alevoso para el sujeto.

En el seminario La relación de objeto, Lacan señala:

Todas las manifestaciones del partenaire se convierten para él en sanciones de su su�ciencia o de su insu�ciencia. En la medida en que la situación prosigue, es decir que no interviene, por la Verwerfung que lo deja al margen, el término del padre simbóli-co, cuya necesidad comprobaremos en

lo concreto, el niño se encuentra en una particularísima situación, a merced de la mira del Otro, de su ojo (2004: 229).

Lacan indica la cuestión de quedar en la mira del Otro, a lo que debemos agregar que la sanción que viene desde ahí tiene la facultad de sancio-nar las cosas para el sujeto; es una medida que posee estatuto de «ajena». Respecto del paranoico, en el mismo seminario nuestro autor agrega: «pero en determinados sujetos encontramos constantemente el testi-monio del carácter de invasión desga-rradora, de irrupción perturbadora, que presentó para ellos esta experien-cia [la primera sensación orgásmica completa]» (260). Sobre este punto, Lacan enfatiza la vertiente invasiva proveniente de esa experiencia gozosa de cuerpo. Dicho de otro modo, ante la irrupción de algo intraducible aparece la interpretación de un perjuicio que proviene desde fuera. Así, la voluntad del Otro respondería a la emergencia de una experiencia inasimilable.

En «Esquizofrenia y paranoia», Jacques-Alain Miller pone a trabajar uno de los puntos por los cuales Lacan se diferencia de Freud. Dirá: «la �jación a la cual el paciente vuelve por regresión, es el estadio del narcisis-mo». No se trata, en Lacan, de una suerte de retorno a un estadio ante-rior. Miller argumenta respecto de la paranoia, apoyándose en su lectura de Lacan, que: «en la paranoia, este goce permanece situado en el campo del Otro» (1985: 25). El punto toca lo que tiene que ver con estar a merced de. Es ahí que el paranoico queda como sujeto gozado, insultado. Esto implica una modi�cación lógica de la cuestión en tanto se pasa del narcisismo a la alteridad.

Conviene destacar un rasgo trabaja-do por Jorge Chamorro en su semina-rio Clínica de las psicosis que se relaciona con las respuestas invertidas abordadas por Lacan en Las psicosis.

El dato que estoy marcando del lado de la exterioridad, que se llama de ese modo «síndrome de exterioridad en la psicosis», es el dato que viene de afuera, como una respuesta que no implica una pregunta previa, como una respuesta que no puede articular a una pregunta, ni a un interrogante siquiera, y que lo único que hace es chocar con el sujeto. Esta respuesta que viene de afuera, se va a formular como una paranoia comple-ta, respuesta que viene de afuera, que se dirige a mí y especialmente a mí que me concierne (2010: 127).

El circuito de la presencia de una respuesta ante una pregunta que no se formuló y que, además, es impuesta, genera todo tipo de extrañezas acerca de cómo localizar, para el sujeto psicó-tico, este tipo de fenómenos. El meca-nismo es que frente a lo extraño se le atribuye una causalidad impuesta y ajena. Si bien está la respuesta sin pregunta, lo importante es que el sujeto queda ahí concernido.

Manía

De distintas maneras se abordan las consecuencias que tiene la excitación a nivel del cuerpo, por las relaciones al signi�cante, a la que en ocasiones queda referida la manía.

Lacan señala a la altura del semina-rio La angustia:

En la manía, precisemos en seguida que es la no función de a lo que está en juego, y no simplemente su desconoci-miento. En ella el sujeto no tiene el lastre de ningún objeto a, lo cual lo entrega, sin posibilidad alguna a veces de librarse, a la pura metonimia, in�ni-ta y lúdica, de la cadena signi�cante (2006: 363).

Como contrapunto a la melancolía, en la manía tenemos lo que no engan-cha al objeto ni a una inclinación hacia el objeto. Se produce una suerte de deriva que sitúa el problema del enca-denamiento del lado de la no puesta en

serie del signi�cante. Algo de la temporalidad, es decir la secuencia de tiempo 1 y luego tiempo 2, queda afectada.

Colette Soler (1991) precisa algunas cosas respecto de los efectos de morti-�cación: «el maníaco no es ni el cínico ni el vividor ni el hombre de las pasio-nes y es necesario poder diferenciar esa vitalidad bizarra que lo caracteriza y que amenaza la vida, de la a�rma-ción asumida y sin trabas de las pulsio-nes» (57). Se podría decir que se trata de una vitalidad desenlazada. Es hasta cierto punto una vitalidad de la que se es esclavo, donde de lo que se trataría, entonces, es de una vitalidad morti�-cante.

En su texto «Televisión», Lacan está abordando el problema de los efectos del lenguaje sobre el cuerpo. Para dicha cuestión pone una distancia entre la tristeza y el ánimo. En efecto, localiza a la tristeza como una cobar-día moral, cuya posición más extrema dejaría las cosas del lado de un rechazo del inconsciente. Sobre su nexo con la manía, señala: «y lo que se sigue, por poco que esta cobardía, por ser recha-zo del inconsciente, vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado, del lenguaje; es la excita-ción maníaca por la cual ese retorno se hace mortal» (2012: 552). Se puede decir que Lacan realiza un añadido, una precisión de la idea de retorno en lo real que describía a la altura del seminario sobre Las psicosis. El men-cionado rechazo aborda los efectos del no encadenamiento al que se alude con el lenguaje. Ahí, en tanto se toca el cuerpo a través de la exaltación que rechaza al inconsciente, aparece la muerte o bien la desaparición del sujeto como uno de los límites posibles.

Junto a Colette Soler se encuentra un trabajo sobre la cuestión de la excitación:

Volvamos a Lacan. De un revés, este reduce toda esta profusión de una palabra: excitación. Hago contar

también que no dice «la manía», sino «la excitación maníaca» de la psicosis: menos que a la entidad, se apunta a un tipo de fenómenos (1991: 59).

En tal sentido, la cuestión de la manía toca el cuerpo y, con lo que sigue, se establece una cierta relación de este punto con los efectos del signi-�cante. Agrega Soler: «la fuga de ideas, por ejemplo, esa logorrea en la que se pierde la intención de signi�cación en provecho de una yuxtaposición de frases desorientadas» (62). Pérdida de la intención de signi�cación porque en algún punto se trata de frases sin desti-natario. Esto sirve para detectar lo que Lacan señalaba con el inconsciente, en tanto se produce una serie de signi�-cantes donde el Otro no aparece como destinatario, es decir, la relación entre un signi�cante y otro signi�cante se encuentra extraviada.

Esquizofrenia

En lo que concierne a la esquizofre-nia, conviene establecer el carácter neológico de su relación al órgano. Ahí lo especí�co del modelo freudiano contrasta con el estatuto de la alteri-dad en Lacan.

A la altura del seminario sobre El deseo y su interpretación, Lacan dirá:

El corte es lo que permite a la corriente de una tensión original, cualquiera que sea, ser tomada en una serie de alterna-tivas que introducen lo que cabe deno-minar la máquina fundamental. Esa máquina es justo lo que hallamos desatado, suelto, en el inicio de la esqui-zofrenia. En esta, el sujeto se identi�ca con la discordancia como tal de esa máquina respecto de la corriente vital (2014: 507).

La función de corte queda situada como aquella que permite la serie y que le habilita un funcionamiento encadenado. En el esquizofrénico

quedaría suelto e identi�cado con la discordancia, es decir aquello que no hace correspondencia, ni nexo, entre una y otra cosa.

En El atolondradicho, que es un texto de inicios de la década del seten-ta, Lacan señala:

de ese real: que no hay relación sexual y de ello debido al hecho de que un animal con estábita que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano, órgano que, por así existirle, lo determina con su función, ello antes de que la encuentre. Por eso incluso es reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especi�ca por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido (2012: 498)1.

En tal sentido, la cuestión del dicho esquizofrénico podría entenderse bajo la lógica del lenguaje de los órganos, donde cada uno se presenta con una lengua propia, marcando, de ese modo, la diferencia respecto de lo que Lacan llama el discurso establecido. Por lo mismo, el lenguaje presenta una distancia entre el órgano y la función, que en el discurso podría existir.

Jacques-Alain Miller, respecto de la esquizofrenia, señala dos puntos de consideración: el primero tiene que ver con cómo Freud relaciona la esqui-zofrenia con la libido, el segundo es cómo Lacan abordará el asunto del lado del signi�cante y sus efectos. De Freud señala: «en primer lugar, si hay éxito en la represión por retiro de la libido en relación al mundo exterior, tenemos autoerotismo. En ese momento admite que se hable de demencia precoz» (1985: 17). Esto es un contrapunto a lo que dirá respecto de la paranoia, a saber, que tiene que ver con el narcisismo en Freud. En la esquizofrenia enfatizará el mecanismo de retiro de la libido del mundo

exterior (1985: 16) para que vuelva sobre el sujeto mismo. Ahí sitúa el autoerotismo.

En lo que respecta a Lacan, se desta-can dos comentarios que se encuen-tran en serie. El primero de ellos es:

El cuerpo puede aparecer esencialmente como un sistema. Su estatuto, su uni�cación, parece depender de la articulación signi�cante y no ser un dato. Esto es lo que permitirá compren-der cómo en tanto suplencia de esta articulación simbólica, lingüística, el esquizofrénico se consagra, se mecaniza (1985: 26).

Resulta llamativa la manera en que se sitúa a la mecanización como suplencia, en tanto que, mediante ella, aparecería algo de la articulación signi�cante, es decir, ofrece una orien-tación clínica. El segundo comentario es:

Podemos decir que lo que aparece desde el principio comprometido es la repre-sentación del sujeto por el signi�cante. Lo que se agotan en describir mediante la empatía de la esquizofrenia es de hecho una dispersión de los signi�can-tes que representan al sujeto, que pode-mos atribuir al tipo de opacidad del signi�cante binario (1985: 23).

Tal cual queda enunciado, es necesa-rio destacar lo relativo a los signi�can-tes (que en la versión original aparece destacada), a ese enganche a lo múlti-ple sin graduación a lo que se alude con la «opacidad del signi�cante bina-rio», es decir la di�cultad para estable-cer una serie que represente al sujeto.

Algunas consideraciones

La clínica de las psicosis, pensada por el sesgo de los tipos clínicos, ofrece algunas contribuciones que no solo sirven para la discusión académica, sino también a la relación que se

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establece entre el sujeto, el signi�can-te, el Otro y el cuerpo-organismo. En tal sentido son elementos discretos útiles para pensar, más que nada, el lugar del analista con un sujeto psicó-tico: la transferencia.

Se planteó al inicio el problema de la dispersión y la consistencia. Por distin-tas razones, se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia, así como estarían más próximos melancolía y manía. Dicha repartición es adecuada, sin embargo, la propuesta de la disper-sión y la consistencia se relaciona principalmente al problema de la trans-ferencia. La razón por la que se propone este par es porque permite pensarlos y agruparlos mediante la relación del sujeto con el Otro. Así, se pondrán del lado de la dispersión a la esquizofrenia y a la manía; mientras que de la consis-tencia a la paranoia y la melancolía.

Tanto el maníaco como el esquizo-frénico presentan un problema seme-jante respecto de la dispersión. En el caso del maníaco, no existe en su exaltación una orientación hacia el Otro, sino que queda tomado por la logorrea tanto a nivel del signi�cante como del cuerpo. El esquizofrénico, por su parte, es de otra naturaleza, en tanto que en su mecanización existe una di�cultad para hacer del lenguaje de los órganos un sistema uni�cado. El esquizofrénico se ve ante el problema de no poder establecer una suerte de serie que lo enlace, tiene di�cultades para

establecer conjuntos y para representar-se. Si en la manía tenemos el efecto de puros signi�cantes amos, que bien podrían ser letras, transferencialmente podría estar el analista convocado

a la puntuación y detención de ese derrotero signi�cante. En el esquizofré-nico la cuestión del cuerpo es central, porque se trata más que nada de tener órganos desunidos, no conectados. El analista puede intervenir mediante la mecanización, que implicaría darle un lenguaje que relacione los órganos entre sí, o, a lo menos, localizara algunas funciones que permitan limitar los efectos de inquietud corporal que se producen en el sujeto. Se genera una forma de reducción de la intensidad cacofónica en la que se encuentran los órganos del esquizofrénico.

Del lado de la consistencia ubicamos

a la paranoia y la melancolía. En la paranoia lo consistente es el Otro, en tanto porta una voluntad gravosa para el sujeto. El paranoico queda concer-nido por el Otro, sin salida frente a esa forma de relación. Como se señalaba con Lacan, el sujeto es medido y hasta cierto punto delimitado por el Otro.

Para el melancólico, lo consistente es esa voluntad de estar más allá de la imagen, quedando esta degradada por la búsqueda. Lo consistente es la incli-nación de ir tras el objeto, el intento de

alcanzarlo; de ahí los efectos de morti-�cación que hacen que sea tan com-plejo mover algo de esa �jeza. Para este caso no habría otro —un semejante— por fuera del objeto.

Así, en el caso del paranoico, la posición del Otro advierte cuál es su posición en la transferencia, cuál es el lugar en que puede situarse el analis-ta. Existen ciertas di�cultades para pensar la cuestión de la transferencia en el melancólico, por las di�cultades que ofrece para ligar, por ejemplo, con el semejante. En tal sentido, nos encontramos con un efecto de delimi-tación y formalización de aquello que causa y que orienta al sujeto al punto de atravesar su propia imagen, con todos los efectos morti�cantes que eso pueda traer. Quedaría, entonces, ir a contrapelo de esa opacidad consistente.

Si el psicoanálisis, tal como lo señala Lacan a la altura del Seminario 20, se orienta hacia el cambio de discurso de un sujeto, el analista tendrá que tener alguna idea de cómo en el sujeto se presentan el síntoma, la modalidad de goce y las relaciones que este establece con el Otro.

“Se sitúa cierta cercanía entre paranoia y esquizofrenia,así como estarían más próximos melancolía y manía”.

“Del lado de laconsistencia ubicamos

a la paranoia yla melancolía”.

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Referenciasbibliográ�cas Chamorro, J. (2012). Clínica de las psicosis. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Cuadernos del ICBA.

Lacan, J. (2004). El seminario. La relación de objeto. Libro 4. Buenos Aires, Argentina: Paidós.

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Page 35: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

Violencia,goce ylazo(discurso)

M e gustaría situar algunas características generales que he podido extraer de mi

trabajo clínico en casos de violencia hacia niños, niñas y jóvenes; violencia que, en muchas oportunidades, afecta también a los padres de estos, por cierto de modos y con énfasis disímiles.

Han sido principalmente dos las modalidades de violencia por mí escu-chadas: una de ellas es la violencia ejercida directamente sobre los cuer-pos infantiles; la otra es la violencia que, incluso como efecto de la prime-ra, se produce en el encuentro con las instituciones que intentan resolverlas. Me parece necesario hacer algunas precisiones respecto de ambas a �n de

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considerar ciertos rasgos predomi-nantes que se entrecruzan para con�-gurar una experiencia bastante com-pleja.

Quizás lo primero que sería preciso destacar es que, así como para enten-der los efectos clínicos de los fenóme-nos de violencia nos servimos de las claves estructurales en que estos se producen, no es menos cierto que las modalidades de afrontamiento que una cultura ofrece también pueden ser analizadas bajo estas mismas claves. Así, tanto el fenómeno como su inten-to de solución hacen parte del mismo discurso. A mi entender esto es extre-madamente relevante, aun cuando sea por el simple hecho de que ello nos

permitiría tener una mínima orienta-ción respecto de la posición que sería conveniente adoptar. En cierto senti-do, se trataría de «mover un grado las agujas» para hacer entrar otras varia-bles que, bajo cierta lógica, pueden ser invisibilizadas.

Dentro de las posibilidades de análi-sis que ofrece el vasto campo de la violencia, para este texto he decidido recortar la aproximación, situándome de manera restringida en algunos aspectos de lo que llamamos lazo. Mi invitación es a considerar, por un lado, cómo los discursos promueven ciertas modalidades de lazo que texturan las experiencias subjetivas. Por otro lado, cómo estos mismos discursos introdu-cen, en su ejercicio, perturbaciones sobre el lazo mismo. Mi expectativa es que a partir de estas breves re�exiones podamos obtener algún material para interpretar de manera justa ciertas presentaciones clínicas que muestran niños en contextos de violencia.

El cruce entre violencia y niñez hoy está íntimamente ligado con el discur-so jurídico, que se ha convertido en el modo que privilegia nuestra sociedad para entender este tipo de fenómenos e intervenir sobre ellos. Avanzaré, entonces, un paso más, para dar cuenta de algunos rasgos respecto al tipo de lazo que constituye este discur-so y que forma parte de lo que se ha denominado judicialización del lazo social.

Dimensión jurídica del lazo

El campo de las violencias hacia la infancia —físicas y sexuales, entre muchas otras— se encuentra fuerte-mente in�uenciado por la dimensión jurídica, no solo al nivel de la tipi�ca-ción de sus formas, sino también de sus modalidades de afrontamiento. Simplemente habría que recordar que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), de quien depende gran parte de las modalidades de interven-ción sobre la infancia, tiene su depen-dencia administrativa en el Ministerio

de Justicia. Por otra parte, este mismo punto nos permite recordar que el discurso jurídico representa una de las formas en que el Estado se aproxima a las problemáticas de infancia y, más puntualmente, de la violencia dirigida a este grupo. Es a partir de la articula-ción de sus poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que nos es posible ubicar el cruce entre discursos y dispo-sitivos de atención, y la forma en que estos producen efectos sobre la pobla-ción a la que se orientan.

Enmarcar en el Estado las interven-ciones que se realizan con la �nalidad de proveer ayuda a las personas que han atravesado estas experiencias, provoca efectos paradojales que podríamos resumir como una nueva serie de vulneraciones a la subjetividad en el encuentro con la institucionali-dad. Un ejemplo de esto es que el sujeto es conminado reiteradamente a narrar los hechos de maltrato y abuso vividos, vulnerando, de este modo, su intimidad e impidiendo transformar-los en momentos de una historia pasada. Se hace evidente que aun cuando la intervención jurídica en algunos casos se torna imprescindible, las modalidades que activa no siempre se ajustan a los ritmos y las historias de cada niño.

Uno de los efectos que produce el paso por el sistema judicial, que me interesa dejar expresamente señalado, es que va derribando los muros de la intimidad. Las violencias sobre el cuerpo adquieren un estatuto que, desde su origen, merman los espacios diferenciados que constituyen la intimidad de los seres humanos y dan paso a una experiencia de encuentro con agentes que tomarán conocimien-to, cada uno bajo sus propósitos y

medios, de los detalles que hacen parte de la vida de un sujeto.

Los efectos de la exposición de la intimidad van dando cuenta de una experiencia que se constituye a partir de un objeto especí�co: la mirada. A ello debemos sumar que esta dimensión tiende a complejizarse, ya que desde esa mirada no solo se sostiene un control sobre la vida sino que se legitiman formas de intervención especí�cas. De este modo, la intimidad revelada es también una intimidad intervenida

por un tercero que, debido a su lugar en el entramado institucional, tendrá la potestad de decidir aspectos relevantes de la vida de un sujeto y su grupo familiar.

El Estado muestra así su faz pene-trante, con todo el equívoco que conlleva. No habría que olvidar que el Estado es por sobre todo un ente que intenta introducir regulaciones en la vida social. El fracaso de estas regula-ciones, lejos de desincentivar su acción, tiende a legitimar una presen-cia aún más consistente, la cual con�-gura una experiencia de intrusión cuyos efectos sobre los sujetos se cons-tatan de manera evidente.

Exposición e intrusión sobre la intimidad son dos consecuencias que pueden indicarse en este encuentro entre el sujeto y el Otro jurídico a nivel del lazo. Sin embargo, para los �nes que persigue este texto, me parece que la consideración central se orienta a visibilizar cómo quedan comprometi-dos los cuerpos en esta forma del lazo.

Si leemos desde otra perspectiva lo aquí desarrollado, podemos obtener un rasgo que nos guía respecto de las consecuencias subjetivas que el paso por los dispositivos jurídicos tiene. La entrada de un niño producto de la

Francisco ALISTEEl autor es licenciado en Filosofía y psicólogo.Se desempeña como supervisor clínico en el Programa de Desinterna-ción y Acompañamiento Familiar de la Corporación Casa del Cerro y como psicólogo clínico en el Centro de Asistencia a Víctimas de Atentados Sexuales (CAVAS). Miembro de la ALP.

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violencia experimentada en el encuen-tro con el Otro, particularmente en el ámbito de lo sexual y el maltrato físico, nos indica que este niño queda consi-derado desde el inicio en razón de su cuerpo. Desde la perspectiva jurídica, las violencias sobre el cuerpo compro-meten su indemnidad, y es a partir de este supuesto que se organizan las tipi�caciones penales y las prescrip-ciones proteccionales. Esto se traduce de manera concreta en la práctica institucional y en los conceptos que van tomando lugar a partir de ella y que describen a este cuerpo como un cuerpo dañado. Daño es el nombre que se da al efecto que la violencia produce sobre el cuerpo.

De este modo, el cuerpo así cuali�ca-do legitima la existencia de un tipo de intervención especí�ca que, en cuanto apunta a remediar los efectos de la violencia, ha recibido el nombre de reparación. Es del todo relevante dejar en claro que, en cuanto intervenimos en el contexto de las instituciones estatales dedicadas a la violencia sexual y física, ese cuerpo aparece, en el origen, dañado por el Otro. Este es el modo en que queda nominado.

No obstante, de manera simultánea a las vías reparatorias se activarán otra serie de procesos que pondrán al cuerpo, de forman aún más predomi-nante, como el foco de su quehacer. La dimensión pericial, en la cual se sostie-ne una parte signi�cativa del engrana-je jurídico —en este campo al menos—, intentará, a través de modos diversos, hacer hablar la violencia que ese cuerpo ha alojado. Dos dimensio-nes de la aproximación pericial evidencian esta forma de tratamiento del cuerpo infantil: la pericia sexológi-ca (la mirada) y la credibilidad del relato (la voz y la escucha). Estos obje-tos quedan centralmente ubicados, en

grados variables y según cómo se constituye la experiencia de este paso, como los saldos del encuentro con el Otro jurídico. El cuerpo es tomado en cuanto evidencia.

Me interesa proponer a la re�exión lo siguiente: el discurso jurídico pone el cuerpo infantil en el lugar del objeto sobre el cual se hace lazo, cumpliendo la función de nudo que organiza el entramado institucional en torno a este tipo de violencia hacia la infancia. Otra forma de decirlo sería que el sistema judicial hace lazo con el niño a través de su cuerpo.

Desde mi perspectiva, existe una semejanza estructural bastante precisa con la violencia que ha determinado el ingreso del niño a la travesía judicial: el uso del cuerpo y la pérdida de valía de la palabra. Cuerpo y palabra han de examinarse escrupulosamente en un horizonte en donde la verdad se escabulle. La verdad judicial queda en disyunción respecto a la verdad subje-tiva. Así, el lazo comienza a desinves-tirse de la dimensión amorosa y deseante.

Para �nalizar este desarrollo me gustaría señalar que, si bien la expe-riencia es siempre singular y cada sujeto medirá los efectos de esta estructura de manera diversa, ello no me parece obstáculo para indicar que lo que coordina este movimiento es la experiencia intrusiva sobre la intimi-dad del cuerpo a través de dos objetos privilegiados: la voz y la mirada.

Cuestiones clínicas

Los ejes hasta aquí ubicados, parti-cularmente la forma en que la mirada y la voz ocupan un lugar central como objetos mediante los cuales el cuerpo es convocado en el discurso jurídico,

constituyen una re�exión cuyo origen se sitúa en ciertas impresiones clínicas que fui acumulando con el paso del tiempo. Lo que desarrollaré a conti-nuación es —lógicamente— anterior a lo que ya he señalado, siendo el mate-rial sobre el cual se sostiene. Comenta-ré de la manera más acotada con qué di�cultad me encontré y el modo en que he intentado abordarla.

De manera regular he recibido a niños y niñas derivados por algún organismo de la red de justicia, que ha dictado como medida un tratamiento para abordar las consecuencias de la violencia sexual. Además de lo soste-nido hasta aquí, solo agregaría que en la llegada no hay necesariamente una demanda de ayuda, lo que produce, en algunas oportunidades, que el trata-miento adquiera un carácter coactivo. La obligatoriedad se transforma en otro dato clínico relevante para situar aspectos relativos al lazo.

Desde los primeros encuentros con estos niños y niñas, también jóvenes, observé evidentes signos de malestar en el lazo transferencial, que parecían tener como eje la aparición de una respuesta de angustia. Con grados variables, estas reacciones se produ-cían en distintos momentos y no pare-cían vincularse necesariamente a un contenido especí�co o particularmen-te problemático de algún ámbito de la vida. Incluso se presentaban a propó-sito de asuntos aparentemente trivia-les. Con todo, la respuesta de angustia provocaba conductas bastante preci-sas, que podría resumir como intentos de desarticular el lazo: agresividad, salidas de la sala de atención, ensimis-mamiento, negativas a hablar, entre otras. La consecuencia inmediata es que se impedía cualquier intento de comunicación, al menos de manera transitoria.

Las palabras, los juegos y los dibujos no lograban instalarse. Esto promovía la impresión de una dominancia del cuerpo por sobre las palabras y produ-cía una di�cultad para determinar cuál era la posición que necesitaba

adoptar, con la simple �nalidad de posibilitar la aparición de algunas mediaciones simbólicas. Buscando variantes para explicar estas conduc-tas, comencé a preguntarme si habría algo del modo de aproximación del analista que facilitara la aparición de estas respuestas. Fui notando enton-ces que estos fenómenos parecían producirse en el encuentro con algún punto del cuerpo del analista, intro-duciendo en el lazo un rasgo pertur-bador.

Al contar con una idea preliminar de que había algo de la presencia del analista que operaba con efectos de angustia, pude precisar que estas reacciones se producían principal-mente en el encuentro con la mirada, la voz e inclusive la escucha. Noté que la mirada del analista generaba la interrupción del circuito del habla; en otras oportunidades esa mirada gene-raba la necesidad de salir de la sala o cubrirse. Que la voz del analista producía reacciones sobre el cuerpo a través de una pregunta o una a�rma-ción. Que el silencio del analista resul-taba igualmente perturbador. Por el lado de los pacientes, noté que la condición para dirigir una palabra al Otro era retirar la mirada, y que el silencio prolongado era lo que permi-tía la emergencia posterior del habla. Que muchos niños, para mantenerse en una sala, debían dar la espalda al analista.

En la medida en que esto admitía la entrada de las palabras, me mantuve en el doble registro de escuchar el sentido (si es que existía) que habían dado a los encuentros con la violencia del Otro, y de entender cómo queda-ban capturados estos objetos pulsiona-les en ese encuentro. De este modo fueron apareciendo las características que había tomado el paso por el siste-ma judicial, así como la agresión sexual que habían experimentado. Ambas dimensiones se anudaban en algunos puntos, particularmente en la posición de desamparo y desvalimien-to frente al Otro.

Entonces fui comprendiendo lo que estos pacientes me enseñaban: sus conductas eran una respuesta a esta posición. Y algo más relevante aún: que sus modos de proceder eran las formas que habían encontrado para introducir una regulación a la presen-cia del Otro, especí�camente a través de la sustracción de un objeto pulsio-nal para hacer frente a la experiencia de desamparo. Lo que fui constatando es que, en la medida en que esto ocurría en la transferencia, la angustia se iba enmarcando, lo que también se relacionaba con el hecho de que lo simbólico retomaba su lugar. Se cons-tataba a su vez, la presencia preliminar de signos amorosos.

Habiendo hecho este aprendizaje, en los casos en que los sujetos presenta-ban los signos de la angustia de manera más intensa, cuando no podían ellos mismos restar los objetos que perturbaban el lazo transferencial, la posición del analista quedó articula-da a la sustracción de estos objetos. La posición de desvalimiento del sujeto era intervenida por parte del analista para permitir algo tan preliminar como la posibilidad de permanecer conjuntamente en un mismo espacio.

Una breve construcción clínica puede ilustrar mejor lo que quiero decir:

Una niña de seis años, para quien una agresión sexual queda bajo la presencia de signos ligados a la voz y la mirada. La niña no habla, no tolera ni la voz ni la mirada del analista. Es agredida por su tío, una persona con la cual mantenía un lazo afectivo importante. Ciertas conductas de la niña alertan al padre y a la madre, por ello le hacen preguntas que conducen a develar la agresión. Concomitante a este momento, hay una frase del tío: «puedo escucharte desde cualquier lugar». Por otra parte, una vez develada la situación, en el paso por las instituciones ligadas a la protección y lo penal, hay un encuentro con un médico, quien tiene la misión de exami-nar su cuerpo para buscar los signos

físicos de agresión. Lo que queda en ella como saldo de esta experiencia se sintetiza en un rechazo a la mirada de diversos agentes que intervienen en su caso. La voz ligada a una escucha-toda y la mirada al gesto de exhibición.

La posición del analista consistió desde el inicio en sustraer la mirada. Esto permitió que la niña permanecie-ra en la sala. Sin embargo, eran bastan-te reducidas las posibilidades de inter-cambio verbal, las cuales se limitaban a unas cuantas palabras con carácter instrumental. En una oportunidad, de manera contingente, la niña me pregunta sobre un objeto de la sala. Como yo no la escucho, ella decide acercarse para hablarme. De allí en más el analista reguló su presencia para esta niña, haciendo aparecer una «sordera» y dando lugar a la voz, que tomó cada vez más consistencia. El juego de la escondida (fuera de la mirada y la voz del Otro) fue la vía por donde se inició un tratamiento simbó-lico del goce.

Algunas reflexiones finales

Las características de los casos que he trabajado en este texto representan solo una parte de las formas en que la violencia produce sus estragos. Es más: si bien no son las modalidades más frecuentes de presentación, me ha parecido que, no se podría desdeñar una re�exión sobre ellas por un asunto de cantidad. Más bien creo que es en este tipo de casos donde pueden observarse algunos fenómenos que, quizás, aparecen de forma más atenuadas en otro tipo de problemáti-cas clínicas ligadas a este mismo campo.

Al momento de concluir, me intere-saría señalar algunos puntos que —me parece— articulan rasgos expuestos a lo largo del texto.

La posición de desvalimiento y desamparo que experimenta el sujeto infantil en el encuentro con la violen-cia de otro sujeto puede ser redoblada

por los dispositivos que provee el discurso jurídico. El saldo de angustia es la respuesta lógica a la soledad que el niño experimenta en relación al Otro y la con�ictiva pulsional que sostiene. La transferencia, en tanto lazo, es el medio de que dispone el análisis para hacer valer una experiencia del vínculo social diversa, intentando barrar las huellas del Otro institucional y los efectos de goce sobre el cuerpo.

Un dispositivo de atención de niños que han atravesado dinámicas de violencia —quizás más en aquellos ligados a instituciones públicas, aunque no de modo exclusivo— coagula una serie de variables éticas y políticas que recortan ciertos rasgos e imprimen una textura a los padeci-

mientos. Creo que estos casos nos revelan que, al momento de recibir a estos niños, la mirada y la voz de quien interviene es, al mismo tiempo, la mirada y la voz del Estado, así como la mirada y la voz del otro sujeto que ha violentado el cuerpo. De este modo, el analista encarna con (en) su cuerpo la vicisitudes del encuentro traumático de la violencia del Otro. Mi impresión

es que, más que salir de este lugar, la tarea sería saber hacer con el lugar en donde es convocado.

Por otra parte, la doble violencia (jurídica y por parte de otro sujeto) a la que es expuesto el sujeto infantil tiene el efecto, entre otros, de diluir las barreras de la intimidad de la expe-

riencia. La dimensión intrusiva que adquiere la presencia del Otro, cuyo correlato real es la angustia, nos indica que la apuesta analítica puede orien-tarse a restituir un espacio de opacidad frente al Otro. En términos sencillos, propiciar la intimidad a través de posibilitar que el sujeto vaya sustra-yendo una parte de sí frente a esta presencia. Esto bajo la premisa que la

intrusión del Otro es la di�cultad para restar algo de su campo.

Para �nalizar, quiero quedarme con una cita de Lacan que orienta en la problemática del lazo amoroso y el goce. En Aún, a�rma: «el goce del Otro, del Otro con mayúscula, del cuerpo del otro que lo simboliza, no es signo de amor».

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e gustaría situar algunas características generales que he podido extraer de mi

trabajo clínico en casos de violencia hacia niños, niñas y jóvenes; violencia que, en muchas oportunidades, afecta también a los padres de estos, por cierto de modos y con énfasis disímiles.

Han sido principalmente dos las modalidades de violencia por mí escu-chadas: una de ellas es la violencia ejercida directamente sobre los cuer-pos infantiles; la otra es la violencia que, incluso como efecto de la prime-ra, se produce en el encuentro con las instituciones que intentan resolverlas. Me parece necesario hacer algunas precisiones respecto de ambas a �n de

considerar ciertos rasgos predomi-nantes que se entrecruzan para con�-gurar una experiencia bastante com-pleja.

Quizás lo primero que sería preciso destacar es que, así como para enten-der los efectos clínicos de los fenóme-nos de violencia nos servimos de las claves estructurales en que estos se producen, no es menos cierto que las modalidades de afrontamiento que una cultura ofrece también pueden ser analizadas bajo estas mismas claves. Así, tanto el fenómeno como su inten-to de solución hacen parte del mismo discurso. A mi entender esto es extre-madamente relevante, aun cuando sea por el simple hecho de que ello nos

permitiría tener una mínima orienta-ción respecto de la posición que sería conveniente adoptar. En cierto senti-do, se trataría de «mover un grado las agujas» para hacer entrar otras varia-bles que, bajo cierta lógica, pueden ser invisibilizadas.

Dentro de las posibilidades de análi-sis que ofrece el vasto campo de la violencia, para este texto he decidido recortar la aproximación, situándome de manera restringida en algunos aspectos de lo que llamamos lazo. Mi invitación es a considerar, por un lado, cómo los discursos promueven ciertas modalidades de lazo que texturan las experiencias subjetivas. Por otro lado, cómo estos mismos discursos introdu-cen, en su ejercicio, perturbaciones sobre el lazo mismo. Mi expectativa es que a partir de estas breves re�exiones podamos obtener algún material para interpretar de manera justa ciertas presentaciones clínicas que muestran niños en contextos de violencia.

El cruce entre violencia y niñez hoy está íntimamente ligado con el discur-so jurídico, que se ha convertido en el modo que privilegia nuestra sociedad para entender este tipo de fenómenos e intervenir sobre ellos. Avanzaré, entonces, un paso más, para dar cuenta de algunos rasgos respecto al tipo de lazo que constituye este discur-so y que forma parte de lo que se ha denominado judicialización del lazo social.

Dimensión jurídica del lazo

El campo de las violencias hacia la infancia —físicas y sexuales, entre muchas otras— se encuentra fuerte-mente in�uenciado por la dimensión jurídica, no solo al nivel de la tipi�ca-ción de sus formas, sino también de sus modalidades de afrontamiento. Simplemente habría que recordar que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), de quien depende gran parte de las modalidades de interven-ción sobre la infancia, tiene su depen-dencia administrativa en el Ministerio

de Justicia. Por otra parte, este mismo punto nos permite recordar que el discurso jurídico representa una de las formas en que el Estado se aproxima a las problemáticas de infancia y, más puntualmente, de la violencia dirigida a este grupo. Es a partir de la articula-ción de sus poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que nos es posible ubicar el cruce entre discursos y dispo-sitivos de atención, y la forma en que estos producen efectos sobre la pobla-ción a la que se orientan.

Enmarcar en el Estado las interven-ciones que se realizan con la �nalidad de proveer ayuda a las personas que han atravesado estas experiencias, provoca efectos paradojales que podríamos resumir como una nueva serie de vulneraciones a la subjetividad en el encuentro con la institucionali-dad. Un ejemplo de esto es que el sujeto es conminado reiteradamente a narrar los hechos de maltrato y abuso vividos, vulnerando, de este modo, su intimidad e impidiendo transformar-los en momentos de una historia pasada. Se hace evidente que aun cuando la intervención jurídica en algunos casos se torna imprescindible, las modalidades que activa no siempre se ajustan a los ritmos y las historias de cada niño.

Uno de los efectos que produce el paso por el sistema judicial, que me interesa dejar expresamente señalado, es que va derribando los muros de la intimidad. Las violencias sobre el cuerpo adquieren un estatuto que, desde su origen, merman los espacios diferenciados que constituyen la intimidad de los seres humanos y dan paso a una experiencia de encuentro con agentes que tomarán conocimien-to, cada uno bajo sus propósitos y

medios, de los detalles que hacen parte de la vida de un sujeto.

Los efectos de la exposición de la intimidad van dando cuenta de una experiencia que se constituye a partir de un objeto especí�co: la mirada. A ello debemos sumar que esta dimensión tiende a complejizarse, ya que desde esa mirada no solo se sostiene un control sobre la vida sino que se legitiman formas de intervención especí�cas. De este modo, la intimidad revelada es también una intimidad intervenida

por un tercero que, debido a su lugar en el entramado institucional, tendrá la potestad de decidir aspectos relevantes de la vida de un sujeto y su grupo familiar.

El Estado muestra así su faz pene-trante, con todo el equívoco que conlleva. No habría que olvidar que el Estado es por sobre todo un ente que intenta introducir regulaciones en la vida social. El fracaso de estas regula-ciones, lejos de desincentivar su acción, tiende a legitimar una presen-cia aún más consistente, la cual con�-gura una experiencia de intrusión cuyos efectos sobre los sujetos se cons-tatan de manera evidente.

Exposición e intrusión sobre la intimidad son dos consecuencias que pueden indicarse en este encuentro entre el sujeto y el Otro jurídico a nivel del lazo. Sin embargo, para los �nes que persigue este texto, me parece que la consideración central se orienta a visibilizar cómo quedan comprometi-dos los cuerpos en esta forma del lazo.

Si leemos desde otra perspectiva lo aquí desarrollado, podemos obtener un rasgo que nos guía respecto de las consecuencias subjetivas que el paso por los dispositivos jurídicos tiene. La entrada de un niño producto de la

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violencia experimentada en el encuen-tro con el Otro, particularmente en el ámbito de lo sexual y el maltrato físico, nos indica que este niño queda consi-derado desde el inicio en razón de su cuerpo. Desde la perspectiva jurídica, las violencias sobre el cuerpo compro-meten su indemnidad, y es a partir de este supuesto que se organizan las tipi�caciones penales y las prescrip-ciones proteccionales. Esto se traduce de manera concreta en la práctica institucional y en los conceptos que van tomando lugar a partir de ella y que describen a este cuerpo como un cuerpo dañado. Daño es el nombre que se da al efecto que la violencia produce sobre el cuerpo.

De este modo, el cuerpo así cuali�ca-do legitima la existencia de un tipo de intervención especí�ca que, en cuanto apunta a remediar los efectos de la violencia, ha recibido el nombre de reparación. Es del todo relevante dejar en claro que, en cuanto intervenimos en el contexto de las instituciones estatales dedicadas a la violencia sexual y física, ese cuerpo aparece, en el origen, dañado por el Otro. Este es el modo en que queda nominado.

No obstante, de manera simultánea a las vías reparatorias se activarán otra serie de procesos que pondrán al cuerpo, de forman aún más predomi-nante, como el foco de su quehacer. La dimensión pericial, en la cual se sostie-ne una parte signi�cativa del engrana-je jurídico —en este campo al menos—, intentará, a través de modos diversos, hacer hablar la violencia que ese cuerpo ha alojado. Dos dimensio-nes de la aproximación pericial evidencian esta forma de tratamiento del cuerpo infantil: la pericia sexológi-ca (la mirada) y la credibilidad del relato (la voz y la escucha). Estos obje-tos quedan centralmente ubicados, en

grados variables y según cómo se constituye la experiencia de este paso, como los saldos del encuentro con el Otro jurídico. El cuerpo es tomado en cuanto evidencia.

Me interesa proponer a la re�exión lo siguiente: el discurso jurídico pone el cuerpo infantil en el lugar del objeto sobre el cual se hace lazo, cumpliendo la función de nudo que organiza el entramado institucional en torno a este tipo de violencia hacia la infancia. Otra forma de decirlo sería que el sistema judicial hace lazo con el niño a través de su cuerpo.

Desde mi perspectiva, existe una semejanza estructural bastante precisa con la violencia que ha determinado el ingreso del niño a la travesía judicial: el uso del cuerpo y la pérdida de valía de la palabra. Cuerpo y palabra han de examinarse escrupulosamente en un horizonte en donde la verdad se escabulle. La verdad judicial queda en disyunción respecto a la verdad subje-tiva. Así, el lazo comienza a desinves-tirse de la dimensión amorosa y deseante.

Para �nalizar este desarrollo me gustaría señalar que, si bien la expe-riencia es siempre singular y cada sujeto medirá los efectos de esta estructura de manera diversa, ello no me parece obstáculo para indicar que lo que coordina este movimiento es la experiencia intrusiva sobre la intimi-dad del cuerpo a través de dos objetos privilegiados: la voz y la mirada.

Cuestiones clínicas

Los ejes hasta aquí ubicados, parti-cularmente la forma en que la mirada y la voz ocupan un lugar central como objetos mediante los cuales el cuerpo es convocado en el discurso jurídico,

constituyen una re�exión cuyo origen se sitúa en ciertas impresiones clínicas que fui acumulando con el paso del tiempo. Lo que desarrollaré a conti-nuación es —lógicamente— anterior a lo que ya he señalado, siendo el mate-rial sobre el cual se sostiene. Comenta-ré de la manera más acotada con qué di�cultad me encontré y el modo en que he intentado abordarla.

De manera regular he recibido a niños y niñas derivados por algún organismo de la red de justicia, que ha dictado como medida un tratamiento para abordar las consecuencias de la violencia sexual. Además de lo soste-nido hasta aquí, solo agregaría que en la llegada no hay necesariamente una demanda de ayuda, lo que produce, en algunas oportunidades, que el trata-miento adquiera un carácter coactivo. La obligatoriedad se transforma en otro dato clínico relevante para situar aspectos relativos al lazo.

Desde los primeros encuentros con estos niños y niñas, también jóvenes, observé evidentes signos de malestar en el lazo transferencial, que parecían tener como eje la aparición de una respuesta de angustia. Con grados variables, estas reacciones se produ-cían en distintos momentos y no pare-cían vincularse necesariamente a un contenido especí�co o particularmen-te problemático de algún ámbito de la vida. Incluso se presentaban a propó-sito de asuntos aparentemente trivia-les. Con todo, la respuesta de angustia provocaba conductas bastante preci-sas, que podría resumir como intentos de desarticular el lazo: agresividad, salidas de la sala de atención, ensimis-mamiento, negativas a hablar, entre otras. La consecuencia inmediata es que se impedía cualquier intento de comunicación, al menos de manera transitoria.

Las palabras, los juegos y los dibujos no lograban instalarse. Esto promovía la impresión de una dominancia del cuerpo por sobre las palabras y produ-cía una di�cultad para determinar cuál era la posición que necesitaba

adoptar, con la simple �nalidad de posibilitar la aparición de algunas mediaciones simbólicas. Buscando variantes para explicar estas conduc-tas, comencé a preguntarme si habría algo del modo de aproximación del analista que facilitara la aparición de estas respuestas. Fui notando enton-ces que estos fenómenos parecían producirse en el encuentro con algún punto del cuerpo del analista, intro-duciendo en el lazo un rasgo pertur-bador.

Al contar con una idea preliminar de que había algo de la presencia del analista que operaba con efectos de angustia, pude precisar que estas reacciones se producían principal-mente en el encuentro con la mirada, la voz e inclusive la escucha. Noté que la mirada del analista generaba la interrupción del circuito del habla; en otras oportunidades esa mirada gene-raba la necesidad de salir de la sala o cubrirse. Que la voz del analista producía reacciones sobre el cuerpo a través de una pregunta o una a�rma-ción. Que el silencio del analista resul-taba igualmente perturbador. Por el lado de los pacientes, noté que la condición para dirigir una palabra al Otro era retirar la mirada, y que el silencio prolongado era lo que permi-tía la emergencia posterior del habla. Que muchos niños, para mantenerse en una sala, debían dar la espalda al analista.

En la medida en que esto admitía la entrada de las palabras, me mantuve en el doble registro de escuchar el sentido (si es que existía) que habían dado a los encuentros con la violencia del Otro, y de entender cómo queda-ban capturados estos objetos pulsiona-les en ese encuentro. De este modo fueron apareciendo las características que había tomado el paso por el siste-ma judicial, así como la agresión sexual que habían experimentado. Ambas dimensiones se anudaban en algunos puntos, particularmente en la posición de desamparo y desvalimien-to frente al Otro.

Entonces fui comprendiendo lo que estos pacientes me enseñaban: sus conductas eran una respuesta a esta posición. Y algo más relevante aún: que sus modos de proceder eran las formas que habían encontrado para introducir una regulación a la presen-cia del Otro, especí�camente a través de la sustracción de un objeto pulsio-nal para hacer frente a la experiencia de desamparo. Lo que fui constatando es que, en la medida en que esto ocurría en la transferencia, la angustia se iba enmarcando, lo que también se relacionaba con el hecho de que lo simbólico retomaba su lugar. Se cons-tataba a su vez, la presencia preliminar de signos amorosos.

Habiendo hecho este aprendizaje, en los casos en que los sujetos presenta-ban los signos de la angustia de manera más intensa, cuando no podían ellos mismos restar los objetos que perturbaban el lazo transferencial, la posición del analista quedó articula-da a la sustracción de estos objetos. La posición de desvalimiento del sujeto era intervenida por parte del analista para permitir algo tan preliminar como la posibilidad de permanecer conjuntamente en un mismo espacio.

Una breve construcción clínica puede ilustrar mejor lo que quiero decir:

Una niña de seis años, para quien una agresión sexual queda bajo la presencia de signos ligados a la voz y la mirada. La niña no habla, no tolera ni la voz ni la mirada del analista. Es agredida por su tío, una persona con la cual mantenía un lazo afectivo importante. Ciertas conductas de la niña alertan al padre y a la madre, por ello le hacen preguntas que conducen a develar la agresión. Concomitante a este momento, hay una frase del tío: «puedo escucharte desde cualquier lugar». Por otra parte, una vez develada la situación, en el paso por las instituciones ligadas a la protección y lo penal, hay un encuentro con un médico, quien tiene la misión de exami-nar su cuerpo para buscar los signos

físicos de agresión. Lo que queda en ella como saldo de esta experiencia se sintetiza en un rechazo a la mirada de diversos agentes que intervienen en su caso. La voz ligada a una escucha-toda y la mirada al gesto de exhibición.

La posición del analista consistió desde el inicio en sustraer la mirada. Esto permitió que la niña permanecie-ra en la sala. Sin embargo, eran bastan-te reducidas las posibilidades de inter-cambio verbal, las cuales se limitaban a unas cuantas palabras con carácter instrumental. En una oportunidad, de manera contingente, la niña me pregunta sobre un objeto de la sala. Como yo no la escucho, ella decide acercarse para hablarme. De allí en más el analista reguló su presencia para esta niña, haciendo aparecer una «sordera» y dando lugar a la voz, que tomó cada vez más consistencia. El juego de la escondida (fuera de la mirada y la voz del Otro) fue la vía por donde se inició un tratamiento simbó-lico del goce.

Algunas reflexiones finales

Las características de los casos que he trabajado en este texto representan solo una parte de las formas en que la violencia produce sus estragos. Es más: si bien no son las modalidades más frecuentes de presentación, me ha parecido que, no se podría desdeñar una re�exión sobre ellas por un asunto de cantidad. Más bien creo que es en este tipo de casos donde pueden observarse algunos fenómenos que, quizás, aparecen de forma más atenuadas en otro tipo de problemáti-cas clínicas ligadas a este mismo campo.

Al momento de concluir, me intere-saría señalar algunos puntos que —me parece— articulan rasgos expuestos a lo largo del texto.

La posición de desvalimiento y desamparo que experimenta el sujeto infantil en el encuentro con la violen-cia de otro sujeto puede ser redoblada

por los dispositivos que provee el discurso jurídico. El saldo de angustia es la respuesta lógica a la soledad que el niño experimenta en relación al Otro y la con�ictiva pulsional que sostiene. La transferencia, en tanto lazo, es el medio de que dispone el análisis para hacer valer una experiencia del vínculo social diversa, intentando barrar las huellas del Otro institucional y los efectos de goce sobre el cuerpo.

Un dispositivo de atención de niños que han atravesado dinámicas de violencia —quizás más en aquellos ligados a instituciones públicas, aunque no de modo exclusivo— coagula una serie de variables éticas y políticas que recortan ciertos rasgos e imprimen una textura a los padeci-

mientos. Creo que estos casos nos revelan que, al momento de recibir a estos niños, la mirada y la voz de quien interviene es, al mismo tiempo, la mirada y la voz del Estado, así como la mirada y la voz del otro sujeto que ha violentado el cuerpo. De este modo, el analista encarna con (en) su cuerpo la vicisitudes del encuentro traumático de la violencia del Otro. Mi impresión

es que, más que salir de este lugar, la tarea sería saber hacer con el lugar en donde es convocado.

Por otra parte, la doble violencia (jurídica y por parte de otro sujeto) a la que es expuesto el sujeto infantil tiene el efecto, entre otros, de diluir las barreras de la intimidad de la expe-

riencia. La dimensión intrusiva que adquiere la presencia del Otro, cuyo correlato real es la angustia, nos indica que la apuesta analítica puede orien-tarse a restituir un espacio de opacidad frente al Otro. En términos sencillos, propiciar la intimidad a través de posibilitar que el sujeto vaya sustra-yendo una parte de sí frente a esta presencia. Esto bajo la premisa que la

intrusión del Otro es la di�cultad para restar algo de su campo.

Para �nalizar, quiero quedarme con una cita de Lacan que orienta en la problemática del lazo amoroso y el goce. En Aún, a�rma: «el goce del Otro, del Otro con mayúscula, del cuerpo del otro que lo simboliza, no es signo de amor».

“De este modo, la intimidadrevelada es también una intimidad

intervenida por un tercero”.

Page 37: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

e gustaría situar algunas características generales que he podido extraer de mi

trabajo clínico en casos de violencia hacia niños, niñas y jóvenes; violencia que, en muchas oportunidades, afecta también a los padres de estos, por cierto de modos y con énfasis disímiles.

Han sido principalmente dos las modalidades de violencia por mí escu-chadas: una de ellas es la violencia ejercida directamente sobre los cuer-pos infantiles; la otra es la violencia que, incluso como efecto de la prime-ra, se produce en el encuentro con las instituciones que intentan resolverlas. Me parece necesario hacer algunas precisiones respecto de ambas a �n de

considerar ciertos rasgos predomi-nantes que se entrecruzan para con�-gurar una experiencia bastante com-pleja.

Quizás lo primero que sería preciso destacar es que, así como para enten-der los efectos clínicos de los fenóme-nos de violencia nos servimos de las claves estructurales en que estos se producen, no es menos cierto que las modalidades de afrontamiento que una cultura ofrece también pueden ser analizadas bajo estas mismas claves. Así, tanto el fenómeno como su inten-to de solución hacen parte del mismo discurso. A mi entender esto es extre-madamente relevante, aun cuando sea por el simple hecho de que ello nos

permitiría tener una mínima orienta-ción respecto de la posición que sería conveniente adoptar. En cierto senti-do, se trataría de «mover un grado las agujas» para hacer entrar otras varia-bles que, bajo cierta lógica, pueden ser invisibilizadas.

Dentro de las posibilidades de análi-sis que ofrece el vasto campo de la violencia, para este texto he decidido recortar la aproximación, situándome de manera restringida en algunos aspectos de lo que llamamos lazo. Mi invitación es a considerar, por un lado, cómo los discursos promueven ciertas modalidades de lazo que texturan las experiencias subjetivas. Por otro lado, cómo estos mismos discursos introdu-cen, en su ejercicio, perturbaciones sobre el lazo mismo. Mi expectativa es que a partir de estas breves re�exiones podamos obtener algún material para interpretar de manera justa ciertas presentaciones clínicas que muestran niños en contextos de violencia.

El cruce entre violencia y niñez hoy está íntimamente ligado con el discur-so jurídico, que se ha convertido en el modo que privilegia nuestra sociedad para entender este tipo de fenómenos e intervenir sobre ellos. Avanzaré, entonces, un paso más, para dar cuenta de algunos rasgos respecto al tipo de lazo que constituye este discur-so y que forma parte de lo que se ha denominado judicialización del lazo social.

Dimensión jurídica del lazo

El campo de las violencias hacia la infancia —físicas y sexuales, entre muchas otras— se encuentra fuerte-mente in�uenciado por la dimensión jurídica, no solo al nivel de la tipi�ca-ción de sus formas, sino también de sus modalidades de afrontamiento. Simplemente habría que recordar que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), de quien depende gran parte de las modalidades de interven-ción sobre la infancia, tiene su depen-dencia administrativa en el Ministerio

de Justicia. Por otra parte, este mismo punto nos permite recordar que el discurso jurídico representa una de las formas en que el Estado se aproxima a las problemáticas de infancia y, más puntualmente, de la violencia dirigida a este grupo. Es a partir de la articula-ción de sus poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que nos es posible ubicar el cruce entre discursos y dispo-sitivos de atención, y la forma en que estos producen efectos sobre la pobla-ción a la que se orientan.

Enmarcar en el Estado las interven-ciones que se realizan con la �nalidad de proveer ayuda a las personas que han atravesado estas experiencias, provoca efectos paradojales que podríamos resumir como una nueva serie de vulneraciones a la subjetividad en el encuentro con la institucionali-dad. Un ejemplo de esto es que el sujeto es conminado reiteradamente a narrar los hechos de maltrato y abuso vividos, vulnerando, de este modo, su intimidad e impidiendo transformar-los en momentos de una historia pasada. Se hace evidente que aun cuando la intervención jurídica en algunos casos se torna imprescindible, las modalidades que activa no siempre se ajustan a los ritmos y las historias de cada niño.

Uno de los efectos que produce el paso por el sistema judicial, que me interesa dejar expresamente señalado, es que va derribando los muros de la intimidad. Las violencias sobre el cuerpo adquieren un estatuto que, desde su origen, merman los espacios diferenciados que constituyen la intimidad de los seres humanos y dan paso a una experiencia de encuentro con agentes que tomarán conocimien-to, cada uno bajo sus propósitos y

medios, de los detalles que hacen parte de la vida de un sujeto.

Los efectos de la exposición de la intimidad van dando cuenta de una experiencia que se constituye a partir de un objeto especí�co: la mirada. A ello debemos sumar que esta dimensión tiende a complejizarse, ya que desde esa mirada no solo se sostiene un control sobre la vida sino que se legitiman formas de intervención especí�cas. De este modo, la intimidad revelada es también una intimidad intervenida

por un tercero que, debido a su lugar en el entramado institucional, tendrá la potestad de decidir aspectos relevantes de la vida de un sujeto y su grupo familiar.

El Estado muestra así su faz pene-trante, con todo el equívoco que conlleva. No habría que olvidar que el Estado es por sobre todo un ente que intenta introducir regulaciones en la vida social. El fracaso de estas regula-ciones, lejos de desincentivar su acción, tiende a legitimar una presen-cia aún más consistente, la cual con�-gura una experiencia de intrusión cuyos efectos sobre los sujetos se cons-tatan de manera evidente.

Exposición e intrusión sobre la intimidad son dos consecuencias que pueden indicarse en este encuentro entre el sujeto y el Otro jurídico a nivel del lazo. Sin embargo, para los �nes que persigue este texto, me parece que la consideración central se orienta a visibilizar cómo quedan comprometi-dos los cuerpos en esta forma del lazo.

Si leemos desde otra perspectiva lo aquí desarrollado, podemos obtener un rasgo que nos guía respecto de las consecuencias subjetivas que el paso por los dispositivos jurídicos tiene. La entrada de un niño producto de la

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violencia experimentada en el encuen-tro con el Otro, particularmente en el ámbito de lo sexual y el maltrato físico, nos indica que este niño queda consi-derado desde el inicio en razón de su cuerpo. Desde la perspectiva jurídica, las violencias sobre el cuerpo compro-meten su indemnidad, y es a partir de este supuesto que se organizan las tipi�caciones penales y las prescrip-ciones proteccionales. Esto se traduce de manera concreta en la práctica institucional y en los conceptos que van tomando lugar a partir de ella y que describen a este cuerpo como un cuerpo dañado. Daño es el nombre que se da al efecto que la violencia produce sobre el cuerpo.

De este modo, el cuerpo así cuali�ca-do legitima la existencia de un tipo de intervención especí�ca que, en cuanto apunta a remediar los efectos de la violencia, ha recibido el nombre de reparación. Es del todo relevante dejar en claro que, en cuanto intervenimos en el contexto de las instituciones estatales dedicadas a la violencia sexual y física, ese cuerpo aparece, en el origen, dañado por el Otro. Este es el modo en que queda nominado.

No obstante, de manera simultánea a las vías reparatorias se activará otra serie de procesos que pondrán al cuerpo, de forman aún más predomi-nante, como el foco de su quehacer. La dimensión pericial, en la cual se sostie-ne una parte signi�cativa del engrana-je jurídico —en este campo al menos—, intentará, a través de modos diversos, hacer hablar la violencia que ese cuerpo ha alojado. Dos dimensio-nes de la aproximación pericial evidencian esta forma de tratamiento del cuerpo infantil: la pericia sexológi-ca (la mirada) y la credibilidad del relato (la voz y la escucha). Estos obje-tos quedan centralmente ubicados, en

grados variables y según cómo se constituye la experiencia de este paso, como los saldos del encuentro con el Otro jurídico. El cuerpo es tomado en cuanto evidencia.

Me interesa proponer a la re�exión lo siguiente: el discurso jurídico pone el cuerpo infantil en el lugar del objeto sobre el cual se hace lazo, cumpliendo la función de nudo que organiza el entramado institucional en torno a este tipo de violencia hacia la infancia. Otra forma de decirlo sería que el sistema judicial hace lazo con el niño a través de su cuerpo.

Desde mi perspectiva, existe una semejanza estructural bastante precisa con la violencia que ha determinado el ingreso del niño a la travesía judicial: el uso del cuerpo y la pérdida de valía de la palabra. Cuerpo y palabra han de examinarse escrupulosamente en un horizonte en donde la verdad se escabulle. La verdad judicial queda en disyunción respecto a la verdad subje-tiva. Así, el lazo comienza a desinves-tirse de la dimensión amorosa y deseante.

Para �nalizar este desarrollo me gustaría señalar que, si bien la expe-riencia es siempre singular y cada sujeto medirá los efectos de esta estructura de manera diversa, ello no me parece obstáculo para indicar que lo que coordina este movimiento es la experiencia intrusiva sobre la intimi-dad del cuerpo a través de dos objetos privilegiados: la voz y la mirada.

Cuestiones clínicas

Los ejes hasta aquí ubicados, parti-cularmente la forma en que la mirada y la voz ocupan un lugar central como objetos mediante los cuales el cuerpo es convocado en el discurso jurídico,

constituyen una re�exión cuyo origen se sitúa en ciertas impresiones clínicas que fui acumulando con el paso del tiempo. Lo que desarrollaré a conti-nuación es —lógicamente— anterior a lo que ya he señalado, siendo el mate-rial sobre el cual se sostiene. Comenta-ré de la manera más acotada con qué di�cultad me encontré y el modo en que he intentado abordarla.

De manera regular he recibido a niños y niñas derivados por algún organismo de la red de justicia, que ha dictado como medida un tratamiento para abordar las consecuencias de la violencia sexual. Además de lo soste-nido hasta aquí, solo agregaría que en la llegada no hay necesariamente una demanda de ayuda, lo que produce, en algunas oportunidades, que el trata-miento adquiera un carácter coactivo. La obligatoriedad se transforma en otro dato clínico relevante para situar aspectos relativos al lazo.

Desde los primeros encuentros con estos niños y niñas, también jóvenes, observé evidentes signos de malestar en el lazo transferencial, que parecían tener como eje la aparición de una respuesta de angustia. Con grados variables, estas reacciones se produ-cían en distintos momentos y no pare-cían vincularse necesariamente a un contenido especí�co o particularmen-te problemático de algún ámbito de la vida. Incluso se presentaban a propó-sito de asuntos aparentemente trivia-les. Con todo, la respuesta de angustia provocaba conductas bastante preci-sas, que podría resumir como intentos de desarticular el lazo: agresividad, salidas de la sala de atención, ensimis-mamiento, negativas a hablar, entre otras. La consecuencia inmediata es que se impedía cualquier intento de comunicación, al menos de manera transitoria.

Las palabras, los juegos y los dibujos no lograban instalarse. Esto promovía la impresión de una dominancia del cuerpo por sobre las palabras y produ-cía una di�cultad para determinar cuál era la posición que necesitaba

adoptar, con la simple �nalidad de posibilitar la aparición de algunas mediaciones simbólicas. Buscando variantes para explicar estas conduc-tas, comencé a preguntarme si habría algo del modo de aproximación del analista que facilitara la aparición de estas respuestas. Fui notando enton-ces que estos fenómenos parecían producirse en el encuentro con algún punto del cuerpo del analista, intro-duciendo en el lazo un rasgo pertur-bador.

Al contar con una idea preliminar de que había algo de la presencia del analista que operaba con efectos de angustia, pude precisar que estas reacciones se producían principal-mente en el encuentro con la mirada, la voz e inclusive la escucha. Noté que la mirada del analista generaba la interrupción del circuito del habla; en otras oportunidades esa mirada gene-raba la necesidad de salir de la sala o cubrirse. Que la voz del analista producía reacciones sobre el cuerpo a través de una pregunta o una a�rma-ción. Que el silencio del analista resul-taba igualmente perturbador. Por el lado de los pacientes, noté que la condición para dirigir una palabra al Otro era retirar la mirada, y que el silencio prolongado era lo que permi-tía la emergencia posterior del habla. Que muchos niños, para mantenerse en una sala, debían dar la espalda al analista.

En la medida en que esto admitía la entrada de las palabras, me mantuve en el doble registro de escuchar el sentido (si es que existía) que habían dado a los encuentros con la violencia del Otro, y de entender cómo queda-ban capturados estos objetos pulsiona-les en ese encuentro. De este modo fueron apareciendo las características que había tomado el paso por el siste-ma judicial, así como la agresión sexual que habían experimentado. Ambas dimensiones se anudaban en algunos puntos, particularmente en la posición de desamparo y desvalimien-to frente al Otro.

Entonces fui comprendiendo lo que estos pacientes me enseñaban: sus conductas eran una respuesta a esta posición. Y algo más relevante aún: que sus modos de proceder eran las formas que habían encontrado para introducir una regulación a la presen-cia del Otro, especí�camente a través de la sustracción de un objeto pulsio-nal para hacer frente a la experiencia de desamparo. Lo que fui constatando es que, en la medida en que esto ocurría en la transferencia, la angustia se iba enmarcando, lo que también se relacionaba con el hecho de que lo simbólico retomaba su lugar. Se cons-tataba a su vez, la presencia preliminar de signos amorosos.

Habiendo hecho este aprendizaje, en los casos en que los sujetos presenta-ban los signos de la angustia de manera más intensa, cuando no podían ellos mismos restar los objetos que perturbaban el lazo transferencial, la posición del analista quedó articula-da a la sustracción de estos objetos. La posición de desvalimiento del sujeto era intervenida por parte del analista para permitir algo tan preliminar como la posibilidad de permanecer conjuntamente en un mismo espacio.

Una breve construcción clínica puede ilustrar mejor lo que quiero decir:

Una niña de seis años, para quien una agresión sexual queda bajo la presencia de signos ligados a la voz y la mirada. La niña no habla, no tolera ni la voz ni la mirada del analista. Es agredida por su tío, una persona con la cual mantenía un lazo afectivo importante. Ciertas conductas de la niña alertan al padre y a la madre, por ello le hacen preguntas que conducen a develar la agresión. Concomitante a este momento, hay una frase del tío: «puedo escucharte desde cualquier lugar». Por otra parte, una vez develada la situación, en el paso por las instituciones ligadas a la protección y lo penal, hay un encuentro con un médico, quien tiene la misión de exami-nar su cuerpo para buscar los signos

físicos de agresión. Lo que queda en ella como saldo de esta experiencia se sintetiza en un rechazo a la mirada de diversos agentes que intervienen en su caso. La voz ligada a una escucha-toda y la mirada al gesto de exhibición.

La posición del analista consistió desde el inicio en sustraer la mirada. Esto permitió que la niña permanecie-ra en la sala. Sin embargo, eran bastan-te reducidas las posibilidades de inter-cambio verbal, las cuales se limitaban a unas cuantas palabras con carácter instrumental. En una oportunidad, de manera contingente, la niña me pregunta sobre un objeto de la sala. Como yo no la escucho, ella decide acercarse para hablarme. De allí en más el analista reguló su presencia para esta niña, haciendo aparecer una «sordera» y dando lugar a la voz, que tomó cada vez más consistencia. El juego de la escondida (fuera de la mirada y la voz del Otro) fue la vía por donde se inició un tratamiento simbó-lico del goce.

Algunas reflexiones finales

Las características de los casos que he trabajado en este texto representan solo una parte de las formas en que la violencia produce sus estragos. Es más: si bien no son las modalidades más frecuentes de presentación, me ha parecido que no se podría desdeñar una re�exión sobre ellas por un asunto de cantidad. Más bien creo que es en este tipo de casos donde pueden observarse algunos fenómenos que, quizás, aparecen de forma más atenuadas en otro tipo de problemáti-cas clínicas ligadas a este mismo campo.

Al momento de concluir, me intere-saría señalar algunos puntos que —me parece— articulan rasgos expuestos a lo largo del texto.

La posición de desvalimiento y desamparo que experimenta el sujeto infantil en el encuentro con la violen-cia de otro sujeto puede ser redoblada

por los dispositivos que provee el discurso jurídico. El saldo de angustia es la respuesta lógica a la soledad que el niño experimenta en relación al Otro y la con�ictiva pulsional que sostiene. La transferencia, en tanto lazo, es el medio de que dispone el análisis para hacer valer una experiencia del vínculo social diversa, intentando barrar las huellas del Otro institucional y los efectos de goce sobre el cuerpo.

Un dispositivo de atención de niños que han atravesado dinámicas de violencia —quizás más en aquellos ligados a instituciones públicas, aunque no de modo exclusivo— coagula una serie de variables éticas y políticas que recortan ciertos rasgos e imprimen una textura a los padeci-

mientos. Creo que estos casos nos revelan que, al momento de recibir a estos niños, la mirada y la voz de quien interviene es, al mismo tiempo, la mirada y la voz del Estado, así como la mirada y la voz del otro sujeto que ha violentado el cuerpo. De este modo, el analista encarna con (en) su cuerpo la vicisitudes del encuentro traumático de la violencia del Otro. Mi impresión

es que, más que salir de este lugar, la tarea sería saber hacer con el lugar en donde es convocado.

Por otra parte, la doble violencia (jurídica y por parte de otro sujeto) a la que es expuesto el sujeto infantil tiene el efecto, entre otros, de diluir las barreras de la intimidad de la expe-

riencia. La dimensión intrusiva que adquiere la presencia del Otro, cuyo correlato real es la angustia, nos indica que la apuesta analítica puede orien-tarse a restituir un espacio de opacidad frente al Otro. En términos sencillos, propiciar la intimidad a través de posibilitar que el sujeto vaya sustra-yendo una parte de sí frente a esta presencia. Esto bajo la premisa que la

intrusión del Otro es la di�cultad para restar algo de su campo.

Para �nalizar, quiero quedarme con una cita de Lacan que orienta en la problemática del lazo amoroso y el goce. En Aún, a�rma: «el goce del Otro, del Otro con mayúscula, del cuerpo del otro que lo simboliza, no es signo de amor».

“El cuerpo es asítambién tomado

en cuanto evidencia”.

“El discurso jurídico poneel cuerpo infantil en ellugar del objeto sobreel cual se hace lazo”.

Page 38: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

e gustaría situar algunas características generales que he podido extraer de mi

trabajo clínico en casos de violencia hacia niños, niñas y jóvenes; violencia que, en muchas oportunidades, afecta también a los padres de estos, por cierto de modos y con énfasis disímiles.

Han sido principalmente dos las modalidades de violencia por mí escu-chadas: una de ellas es la violencia ejercida directamente sobre los cuer-pos infantiles; la otra es la violencia que, incluso como efecto de la prime-ra, se produce en el encuentro con las instituciones que intentan resolverlas. Me parece necesario hacer algunas precisiones respecto de ambas a �n de

considerar ciertos rasgos predomi-nantes que se entrecruzan para con�-gurar una experiencia bastante com-pleja.

Quizás lo primero que sería preciso destacar es que, así como para enten-der los efectos clínicos de los fenóme-nos de violencia nos servimos de las claves estructurales en que estos se producen, no es menos cierto que las modalidades de afrontamiento que una cultura ofrece también pueden ser analizadas bajo estas mismas claves. Así, tanto el fenómeno como su inten-to de solución hacen parte del mismo discurso. A mi entender esto es extre-madamente relevante, aun cuando sea por el simple hecho de que ello nos

permitiría tener una mínima orienta-ción respecto de la posición que sería conveniente adoptar. En cierto senti-do, se trataría de «mover un grado las agujas» para hacer entrar otras varia-bles que, bajo cierta lógica, pueden ser invisibilizadas.

Dentro de las posibilidades de análi-sis que ofrece el vasto campo de la violencia, para este texto he decidido recortar la aproximación, situándome de manera restringida en algunos aspectos de lo que llamamos lazo. Mi invitación es a considerar, por un lado, cómo los discursos promueven ciertas modalidades de lazo que texturan las experiencias subjetivas. Por otro lado, cómo estos mismos discursos introdu-cen, en su ejercicio, perturbaciones sobre el lazo mismo. Mi expectativa es que a partir de estas breves re�exiones podamos obtener algún material para interpretar de manera justa ciertas presentaciones clínicas que muestran niños en contextos de violencia.

El cruce entre violencia y niñez hoy está íntimamente ligado con el discur-so jurídico, que se ha convertido en el modo que privilegia nuestra sociedad para entender este tipo de fenómenos e intervenir sobre ellos. Avanzaré, entonces, un paso más, para dar cuenta de algunos rasgos respecto al tipo de lazo que constituye este discur-so y que forma parte de lo que se ha denominado judicialización del lazo social.

Dimensión jurídica del lazo

El campo de las violencias hacia la infancia —físicas y sexuales, entre muchas otras— se encuentra fuerte-mente in�uenciado por la dimensión jurídica, no solo al nivel de la tipi�ca-ción de sus formas, sino también de sus modalidades de afrontamiento. Simplemente habría que recordar que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), de quien depende gran parte de las modalidades de interven-ción sobre la infancia, tiene su depen-dencia administrativa en el Ministerio

de Justicia. Por otra parte, este mismo punto nos permite recordar que el discurso jurídico representa una de las formas en que el Estado se aproxima a las problemáticas de infancia y, más puntualmente, de la violencia dirigida a este grupo. Es a partir de la articula-ción de sus poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que nos es posible ubicar el cruce entre discursos y dispo-sitivos de atención, y la forma en que estos producen efectos sobre la pobla-ción a la que se orientan.

Enmarcar en el Estado las interven-ciones que se realizan con la �nalidad de proveer ayuda a las personas que han atravesado estas experiencias, provoca efectos paradojales que podríamos resumir como una nueva serie de vulneraciones a la subjetividad en el encuentro con la institucionali-dad. Un ejemplo de esto es que el sujeto es conminado reiteradamente a narrar los hechos de maltrato y abuso vividos, vulnerando, de este modo, su intimidad e impidiendo transformar-los en momentos de una historia pasada. Se hace evidente que aun cuando la intervención jurídica en algunos casos se torna imprescindible, las modalidades que activa no siempre se ajustan a los ritmos y las historias de cada niño.

Uno de los efectos que produce el paso por el sistema judicial, que me interesa dejar expresamente señalado, es que va derribando los muros de la intimidad. Las violencias sobre el cuerpo adquieren un estatuto que, desde su origen, merman los espacios diferenciados que constituyen la intimidad de los seres humanos y dan paso a una experiencia de encuentro con agentes que tomarán conocimien-to, cada uno bajo sus propósitos y

medios, de los detalles que hacen parte de la vida de un sujeto.

Los efectos de la exposición de la intimidad van dando cuenta de una experiencia que se constituye a partir de un objeto especí�co: la mirada. A ello debemos sumar que esta dimensión tiende a complejizarse, ya que desde esa mirada no solo se sostiene un control sobre la vida sino que se legitiman formas de intervención especí�cas. De este modo, la intimidad revelada es también una intimidad intervenida

por un tercero que, debido a su lugar en el entramado institucional, tendrá la potestad de decidir aspectos relevantes de la vida de un sujeto y su grupo familiar.

El Estado muestra así su faz pene-trante, con todo el equívoco que conlleva. No habría que olvidar que el Estado es por sobre todo un ente que intenta introducir regulaciones en la vida social. El fracaso de estas regula-ciones, lejos de desincentivar su acción, tiende a legitimar una presen-cia aún más consistente, la cual con�-gura una experiencia de intrusión cuyos efectos sobre los sujetos se cons-tatan de manera evidente.

Exposición e intrusión sobre la intimidad son dos consecuencias que pueden indicarse en este encuentro entre el sujeto y el Otro jurídico a nivel del lazo. Sin embargo, para los �nes que persigue este texto, me parece que la consideración central se orienta a visibilizar cómo quedan comprometi-dos los cuerpos en esta forma del lazo.

Si leemos desde otra perspectiva lo aquí desarrollado, podemos obtener un rasgo que nos guía respecto de las consecuencias subjetivas que el paso por los dispositivos jurídicos tiene. La entrada de un niño producto de la

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violencia experimentada en el encuen-tro con el Otro, particularmente en el ámbito de lo sexual y el maltrato físico, nos indica que este niño queda consi-derado desde el inicio en razón de su cuerpo. Desde la perspectiva jurídica, las violencias sobre el cuerpo compro-meten su indemnidad, y es a partir de este supuesto que se organizan las tipi�caciones penales y las prescrip-ciones proteccionales. Esto se traduce de manera concreta en la práctica institucional y en los conceptos que van tomando lugar a partir de ella y que describen a este cuerpo como un cuerpo dañado. Daño es el nombre que se da al efecto que la violencia produce sobre el cuerpo.

De este modo, el cuerpo así cuali�ca-do legitima la existencia de un tipo de intervención especí�ca que, en cuanto apunta a remediar los efectos de la violencia, ha recibido el nombre de reparación. Es del todo relevante dejar en claro que, en cuanto intervenimos en el contexto de las instituciones estatales dedicadas a la violencia sexual y física, ese cuerpo aparece, en el origen, dañado por el Otro. Este es el modo en que queda nominado.

No obstante, de manera simultánea a las vías reparatorias se activará otra serie de procesos que pondrán al cuerpo, de forman aún más predomi-nante, como el foco de su quehacer. La dimensión pericial, en la cual se sostie-ne una parte signi�cativa del engrana-je jurídico —en este campo al menos—, intentará, a través de modos diversos, hacer hablar la violencia que ese cuerpo ha alojado. Dos dimensio-nes de la aproximación pericial evidencian esta forma de tratamiento del cuerpo infantil: la pericia sexológi-ca (la mirada) y la credibilidad del relato (la voz y la escucha). Estos obje-tos quedan centralmente ubicados, en

grados variables y según cómo se constituye la experiencia de este paso, como los saldos del encuentro con el Otro jurídico. El cuerpo es tomado en cuanto evidencia.

Me interesa proponer a la re�exión lo siguiente: el discurso jurídico pone el cuerpo infantil en el lugar del objeto sobre el cual se hace lazo, cumpliendo la función de nudo que organiza el entramado institucional en torno a este tipo de violencia hacia la infancia. Otra forma de decirlo sería que el sistema judicial hace lazo con el niño a través de su cuerpo.

Desde mi perspectiva, existe una semejanza estructural bastante precisa con la violencia que ha determinado el ingreso del niño a la travesía judicial: el uso del cuerpo y la pérdida de valía de la palabra. Cuerpo y palabra han de examinarse escrupulosamente en un horizonte en donde la verdad se escabulle. La verdad judicial queda en disyunción respecto a la verdad subje-tiva. Así, el lazo comienza a desinves-tirse de la dimensión amorosa y deseante.

Para �nalizar este desarrollo me gustaría señalar que, si bien la expe-riencia es siempre singular y cada sujeto medirá los efectos de esta estructura de manera diversa, ello no me parece obstáculo para indicar que lo que coordina este movimiento es la experiencia intrusiva sobre la intimi-dad del cuerpo a través de dos objetos privilegiados: la voz y la mirada.

Cuestiones clínicas

Los ejes hasta aquí ubicados, parti-cularmente la forma en que la mirada y la voz ocupan un lugar central como objetos mediante los cuales el cuerpo es convocado en el discurso jurídico,

constituyen una re�exión cuyo origen se sitúa en ciertas impresiones clínicas que fui acumulando con el paso del tiempo. Lo que desarrollaré a conti-nuación es —lógicamente— anterior a lo que ya he señalado, siendo el mate-rial sobre el cual se sostiene. Comenta-ré de la manera más acotada con qué di�cultad me encontré y el modo en que he intentado abordarla.

De manera regular he recibido a niños y niñas derivados por algún organismo de la red de justicia, que ha dictado como medida un tratamiento para abordar las consecuencias de la violencia sexual. Además de lo soste-nido hasta aquí, solo agregaría que en la llegada no hay necesariamente una demanda de ayuda, lo que produce, en algunas oportunidades, que el trata-miento adquiera un carácter coactivo. La obligatoriedad se transforma en otro dato clínico relevante para situar aspectos relativos al lazo.

Desde los primeros encuentros con estos niños y niñas, también jóvenes, observé evidentes signos de malestar en el lazo transferencial, que parecían tener como eje la aparición de una respuesta de angustia. Con grados variables, estas reacciones se produ-cían en distintos momentos y no pare-cían vincularse necesariamente a un contenido especí�co o particularmen-te problemático de algún ámbito de la vida. Incluso se presentaban a propó-sito de asuntos aparentemente trivia-les. Con todo, la respuesta de angustia provocaba conductas bastante preci-sas, que podría resumir como intentos de desarticular el lazo: agresividad, salidas de la sala de atención, ensimis-mamiento, negativas a hablar, entre otras. La consecuencia inmediata es que se impedía cualquier intento de comunicación, al menos de manera transitoria.

Las palabras, los juegos y los dibujos no lograban instalarse. Esto promovía la impresión de una dominancia del cuerpo por sobre las palabras y produ-cía una di�cultad para determinar cuál era la posición que necesitaba

adoptar, con la simple �nalidad de posibilitar la aparición de algunas mediaciones simbólicas. Buscando variantes para explicar estas conduc-tas, comencé a preguntarme si habría algo del modo de aproximación del analista que facilitara la aparición de estas respuestas. Fui notando enton-ces que estos fenómenos parecían producirse en el encuentro con algún punto del cuerpo del analista, intro-duciendo en el lazo un rasgo pertur-bador.

Al contar con una idea preliminar de que había algo de la presencia del analista que operaba con efectos de angustia, pude precisar que estas reacciones se producían principal-mente en el encuentro con la mirada, la voz e inclusive la escucha. Noté que la mirada del analista generaba la interrupción del circuito del habla; en otras oportunidades esa mirada gene-raba la necesidad de salir de la sala o cubrirse. Que la voz del analista producía reacciones sobre el cuerpo a través de una pregunta o una a�rma-ción. Que el silencio del analista resul-taba igualmente perturbador. Por el lado de los pacientes, noté que la condición para dirigir una palabra al Otro era retirar la mirada, y que el silencio prolongado era lo que permi-tía la emergencia posterior del habla. Que muchos niños, para mantenerse en una sala, debían dar la espalda al analista.

En la medida en que esto admitía la entrada de las palabras, me mantuve en el doble registro de escuchar el sentido (si es que existía) que habían dado a los encuentros con la violencia del Otro, y de entender cómo queda-ban capturados estos objetos pulsiona-les en ese encuentro. De este modo fueron apareciendo las características que había tomado el paso por el siste-ma judicial, así como la agresión sexual que habían experimentado. Ambas dimensiones se anudaban en algunos puntos, particularmente en la posición de desamparo y desvalimien-to frente al Otro.

Entonces fui comprendiendo lo que estos pacientes me enseñaban: sus conductas eran una respuesta a esta posición. Y algo más relevante aún: que sus modos de proceder eran las formas que habían encontrado para introducir una regulación a la presen-cia del Otro, especí�camente a través de la sustracción de un objeto pulsio-nal para hacer frente a la experiencia de desamparo. Lo que fui constatando es que, en la medida en que esto ocurría en la transferencia, la angustia se iba enmarcando, lo que también se relacionaba con el hecho de que lo simbólico retomaba su lugar. Se cons-tataba a su vez, la presencia preliminar de signos amorosos.

Habiendo hecho este aprendizaje, en los casos en que los sujetos presenta-ban los signos de la angustia de manera más intensa, cuando no podían ellos mismos restar los objetos que perturbaban el lazo transferencial, la posición del analista quedó articula-da a la sustracción de estos objetos. La posición de desvalimiento del sujeto era intervenida por parte del analista para permitir algo tan preliminar como la posibilidad de permanecer conjuntamente en un mismo espacio.

Una breve construcción clínica puede ilustrar mejor lo que quiero decir:

Una niña de seis años, para quien una agresión sexual queda bajo la presencia de signos ligados a la voz y la mirada. La niña no habla, no tolera ni la voz ni la mirada del analista. Es agredida por su tío, una persona con la cual mantenía un lazo afectivo importante. Ciertas conductas de la niña alertan al padre y a la madre, por ello le hacen preguntas que conducen a develar la agresión. Concomitante a este momento, hay una frase del tío: «puedo escucharte desde cualquier lugar». Por otra parte, una vez develada la situación, en el paso por las instituciones ligadas a la protección y lo penal, hay un encuentro con un médico, quien tiene la misión de exami-nar su cuerpo para buscar los signos

físicos de agresión. Lo que queda en ella como saldo de esta experiencia se sintetiza en un rechazo a la mirada de diversos agentes que intervienen en su caso. La voz ligada a una escucha-toda y la mirada al gesto de exhibición.

La posición del analista consistió desde el inicio en sustraer la mirada. Esto permitió que la niña permanecie-ra en la sala. Sin embargo, eran bastan-te reducidas las posibilidades de inter-cambio verbal, las cuales se limitaban a unas cuantas palabras con carácter instrumental. En una oportunidad, de manera contingente, la niña me pregunta sobre un objeto de la sala. Como yo no la escucho, ella decide acercarse para hablarme. De allí en más el analista reguló su presencia para esta niña, haciendo aparecer una «sordera» y dando lugar a la voz, que tomó cada vez más consistencia. El juego de la escondida (fuera de la mirada y la voz del Otro) fue la vía por donde se inició un tratamiento simbó-lico del goce.

Algunas reflexiones finales

Las características de los casos que he trabajado en este texto representan solo una parte de las formas en que la violencia produce sus estragos. Es más: si bien no son las modalidades más frecuentes de presentación, me ha parecido que no se podría desdeñar una re�exión sobre ellas por un asunto de cantidad. Más bien creo que es en este tipo de casos donde pueden observarse algunos fenómenos que, quizás, aparecen de forma más atenuadas en otro tipo de problemáti-cas clínicas ligadas a este mismo campo.

Al momento de concluir, me intere-saría señalar algunos puntos que —me parece— articulan rasgos expuestos a lo largo del texto.

La posición de desvalimiento y desamparo que experimenta el sujeto infantil en el encuentro con la violen-cia de otro sujeto puede ser redoblada

por los dispositivos que provee el discurso jurídico. El saldo de angustia es la respuesta lógica a la soledad que el niño experimenta en relación al Otro y la con�ictiva pulsional que sostiene. La transferencia, en tanto lazo, es el medio de que dispone el análisis para hacer valer una experiencia del vínculo social diversa, intentando barrar las huellas del Otro institucional y los efectos de goce sobre el cuerpo.

Un dispositivo de atención de niños que han atravesado dinámicas de violencia —quizás más en aquellos ligados a instituciones públicas, aunque no de modo exclusivo— coagula una serie de variables éticas y políticas que recortan ciertos rasgos e imprimen una textura a los padeci-

mientos. Creo que estos casos nos revelan que, al momento de recibir a estos niños, la mirada y la voz de quien interviene es, al mismo tiempo, la mirada y la voz del Estado, así como la mirada y la voz del otro sujeto que ha violentado el cuerpo. De este modo, el analista encarna con (en) su cuerpo la vicisitudes del encuentro traumático de la violencia del Otro. Mi impresión

es que, más que salir de este lugar, la tarea sería saber hacer con el lugar en donde es convocado.

Por otra parte, la doble violencia (jurídica y por parte de otro sujeto) a la que es expuesto el sujeto infantil tiene el efecto, entre otros, de diluir las barreras de la intimidad de la expe-

riencia. La dimensión intrusiva que adquiere la presencia del Otro, cuyo correlato real es la angustia, nos indica que la apuesta analítica puede orien-tarse a restituir un espacio de opacidad frente al Otro. En términos sencillos, propiciar la intimidad a través de posibilitar que el sujeto vaya sustra-yendo una parte de sí frente a esta presencia. Esto bajo la premisa que la

intrusión del Otro es la di�cultad para restar algo de su campo.

Para �nalizar, quiero quedarme con una cita de Lacan que orienta en la problemática del lazo amoroso y el goce. En Aún, a�rma: «el goce del Otro, del Otro con mayúscula, del cuerpo del otro que lo simboliza, no es signo de amor».

Page 39: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

e gustaría situar algunas características generales que he podido extraer de mi

trabajo clínico en casos de violencia hacia niños, niñas y jóvenes; violencia que, en muchas oportunidades, afecta también a los padres de estos, por cierto de modos y con énfasis disímiles.

Han sido principalmente dos las modalidades de violencia por mí escu-chadas: una de ellas es la violencia ejercida directamente sobre los cuer-pos infantiles; la otra es la violencia que, incluso como efecto de la prime-ra, se produce en el encuentro con las instituciones que intentan resolverlas. Me parece necesario hacer algunas precisiones respecto de ambas a �n de

considerar ciertos rasgos predomi-nantes que se entrecruzan para con�-gurar una experiencia bastante com-pleja.

Quizás lo primero que sería preciso destacar es que, así como para enten-der los efectos clínicos de los fenóme-nos de violencia nos servimos de las claves estructurales en que estos se producen, no es menos cierto que las modalidades de afrontamiento que una cultura ofrece también pueden ser analizadas bajo estas mismas claves. Así, tanto el fenómeno como su inten-to de solución hacen parte del mismo discurso. A mi entender esto es extre-madamente relevante, aun cuando sea por el simple hecho de que ello nos

permitiría tener una mínima orienta-ción respecto de la posición que sería conveniente adoptar. En cierto senti-do, se trataría de «mover un grado las agujas» para hacer entrar otras varia-bles que, bajo cierta lógica, pueden ser invisibilizadas.

Dentro de las posibilidades de análi-sis que ofrece el vasto campo de la violencia, para este texto he decidido recortar la aproximación, situándome de manera restringida en algunos aspectos de lo que llamamos lazo. Mi invitación es a considerar, por un lado, cómo los discursos promueven ciertas modalidades de lazo que texturan las experiencias subjetivas. Por otro lado, cómo estos mismos discursos introdu-cen, en su ejercicio, perturbaciones sobre el lazo mismo. Mi expectativa es que a partir de estas breves re�exiones podamos obtener algún material para interpretar de manera justa ciertas presentaciones clínicas que muestran niños en contextos de violencia.

El cruce entre violencia y niñez hoy está íntimamente ligado con el discur-so jurídico, que se ha convertido en el modo que privilegia nuestra sociedad para entender este tipo de fenómenos e intervenir sobre ellos. Avanzaré, entonces, un paso más, para dar cuenta de algunos rasgos respecto al tipo de lazo que constituye este discur-so y que forma parte de lo que se ha denominado judicialización del lazo social.

Dimensión jurídica del lazo

El campo de las violencias hacia la infancia —físicas y sexuales, entre muchas otras— se encuentra fuerte-mente in�uenciado por la dimensión jurídica, no solo al nivel de la tipi�ca-ción de sus formas, sino también de sus modalidades de afrontamiento. Simplemente habría que recordar que el Servicio Nacional de Menores (SENAME), de quien depende gran parte de las modalidades de interven-ción sobre la infancia, tiene su depen-dencia administrativa en el Ministerio

de Justicia. Por otra parte, este mismo punto nos permite recordar que el discurso jurídico representa una de las formas en que el Estado se aproxima a las problemáticas de infancia y, más puntualmente, de la violencia dirigida a este grupo. Es a partir de la articula-ción de sus poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que nos es posible ubicar el cruce entre discursos y dispo-sitivos de atención, y la forma en que estos producen efectos sobre la pobla-ción a la que se orientan.

Enmarcar en el Estado las interven-ciones que se realizan con la �nalidad de proveer ayuda a las personas que han atravesado estas experiencias, provoca efectos paradojales que podríamos resumir como una nueva serie de vulneraciones a la subjetividad en el encuentro con la institucionali-dad. Un ejemplo de esto es que el sujeto es conminado reiteradamente a narrar los hechos de maltrato y abuso vividos, vulnerando, de este modo, su intimidad e impidiendo transformar-los en momentos de una historia pasada. Se hace evidente que aun cuando la intervención jurídica en algunos casos se torna imprescindible, las modalidades que activa no siempre se ajustan a los ritmos y las historias de cada niño.

Uno de los efectos que produce el paso por el sistema judicial, que me interesa dejar expresamente señalado, es que va derribando los muros de la intimidad. Las violencias sobre el cuerpo adquieren un estatuto que, desde su origen, merman los espacios diferenciados que constituyen la intimidad de los seres humanos y dan paso a una experiencia de encuentro con agentes que tomarán conocimien-to, cada uno bajo sus propósitos y

medios, de los detalles que hacen parte de la vida de un sujeto.

Los efectos de la exposición de la intimidad van dando cuenta de una experiencia que se constituye a partir de un objeto especí�co: la mirada. A ello debemos sumar que esta dimensión tiende a complejizarse, ya que desde esa mirada no solo se sostiene un control sobre la vida sino que se legitiman formas de intervención especí�cas. De este modo, la intimidad revelada es también una intimidad intervenida

por un tercero que, debido a su lugar en el entramado institucional, tendrá la potestad de decidir aspectos relevantes de la vida de un sujeto y su grupo familiar.

El Estado muestra así su faz pene-trante, con todo el equívoco que conlleva. No habría que olvidar que el Estado es por sobre todo un ente que intenta introducir regulaciones en la vida social. El fracaso de estas regula-ciones, lejos de desincentivar su acción, tiende a legitimar una presen-cia aún más consistente, la cual con�-gura una experiencia de intrusión cuyos efectos sobre los sujetos se cons-tatan de manera evidente.

Exposición e intrusión sobre la intimidad son dos consecuencias que pueden indicarse en este encuentro entre el sujeto y el Otro jurídico a nivel del lazo. Sin embargo, para los �nes que persigue este texto, me parece que la consideración central se orienta a visibilizar cómo quedan comprometi-dos los cuerpos en esta forma del lazo.

Si leemos desde otra perspectiva lo aquí desarrollado, podemos obtener un rasgo que nos guía respecto de las consecuencias subjetivas que el paso por los dispositivos jurídicos tiene. La entrada de un niño producto de la

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Referenciasbibliográ�cas

Lacan, J. (2008). Seminario 20. Aún. Buenos Aires, Argentina: Paidós.

violencia experimentada en el encuen-tro con el Otro, particularmente en el ámbito de lo sexual y el maltrato físico, nos indica que este niño queda consi-derado desde el inicio en razón de su cuerpo. Desde la perspectiva jurídica, las violencias sobre el cuerpo compro-meten su indemnidad, y es a partir de este supuesto que se organizan las tipi�caciones penales y las prescrip-ciones proteccionales. Esto se traduce de manera concreta en la práctica institucional y en los conceptos que van tomando lugar a partir de ella y que describen a este cuerpo como un cuerpo dañado. Daño es el nombre que se da al efecto que la violencia produce sobre el cuerpo.

De este modo, el cuerpo así cuali�ca-do legitima la existencia de un tipo de intervención especí�ca que, en cuanto apunta a remediar los efectos de la violencia, ha recibido el nombre de reparación. Es del todo relevante dejar en claro que, en cuanto intervenimos en el contexto de las instituciones estatales dedicadas a la violencia sexual y física, ese cuerpo aparece, en el origen, dañado por el Otro. Este es el modo en que queda nominado.

No obstante, de manera simultánea a las vías reparatorias se activarán otra serie de procesos que pondrán al cuerpo, de forman aún más predomi-nante, como el foco de su quehacer. La dimensión pericial, en la cual se sostie-ne una parte signi�cativa del engrana-je jurídico —en este campo al menos—, intentará, a través de modos diversos, hacer hablar la violencia que ese cuerpo ha alojado. Dos dimensio-nes de la aproximación pericial evidencian esta forma de tratamiento del cuerpo infantil: la pericia sexológi-ca (la mirada) y la credibilidad del relato (la voz y la escucha). Estos obje-tos quedan centralmente ubicados, en

grados variables y según cómo se constituye la experiencia de este paso, como los saldos del encuentro con el Otro jurídico. El cuerpo es tomado en cuanto evidencia.

Me interesa proponer a la re�exión lo siguiente: el discurso jurídico pone el cuerpo infantil en el lugar del objeto sobre el cual se hace lazo, cumpliendo la función de nudo que organiza el entramado institucional en torno a este tipo de violencia hacia la infancia. Otra forma de decirlo sería que el sistema judicial hace lazo con el niño a través de su cuerpo.

Desde mi perspectiva, existe una semejanza estructural bastante precisa con la violencia que ha determinado el ingreso del niño a la travesía judicial: el uso del cuerpo y la pérdida de valía de la palabra. Cuerpo y palabra han de examinarse escrupulosamente en un horizonte en donde la verdad se escabulle. La verdad judicial queda en disyunción respecto a la verdad subje-tiva. Así, el lazo comienza a desinves-tirse de la dimensión amorosa y deseante.

Para �nalizar este desarrollo me gustaría señalar que, si bien la expe-riencia es siempre singular y cada sujeto medirá los efectos de esta estructura de manera diversa, ello no me parece obstáculo para indicar que lo que coordina este movimiento es la experiencia intrusiva sobre la intimi-dad del cuerpo a través de dos objetos privilegiados: la voz y la mirada.

Cuestiones clínicas

Los ejes hasta aquí ubicados, parti-cularmente la forma en que la mirada y la voz ocupan un lugar central como objetos mediante los cuales el cuerpo es convocado en el discurso jurídico,

constituyen una re�exión cuyo origen se sitúa en ciertas impresiones clínicas que fui acumulando con el paso del tiempo. Lo que desarrollaré a conti-nuación es —lógicamente— anterior a lo que ya he señalado, siendo el mate-rial sobre el cual se sostiene. Comenta-ré de la manera más acotada con qué di�cultad me encontré y el modo en que he intentado abordarla.

De manera regular he recibido a niños y niñas derivados por algún organismo de la red de justicia, que ha dictado como medida un tratamiento para abordar las consecuencias de la violencia sexual. Además de lo soste-nido hasta aquí, solo agregaría que en la llegada no hay necesariamente una demanda de ayuda, lo que produce, en algunas oportunidades, que el trata-miento adquiera un carácter coactivo. La obligatoriedad se transforma en otro dato clínico relevante para situar aspectos relativos al lazo.

Desde los primeros encuentros con estos niños y niñas, también jóvenes, observé evidentes signos de malestar en el lazo transferencial, que parecían tener como eje la aparición de una respuesta de angustia. Con grados variables, estas reacciones se produ-cían en distintos momentos y no pare-cían vincularse necesariamente a un contenido especí�co o particularmen-te problemático de algún ámbito de la vida. Incluso se presentaban a propó-sito de asuntos aparentemente trivia-les. Con todo, la respuesta de angustia provocaba conductas bastante preci-sas, que podría resumir como intentos de desarticular el lazo: agresividad, salidas de la sala de atención, ensimis-mamiento, negativas a hablar, entre otras. La consecuencia inmediata es que se impedía cualquier intento de comunicación, al menos de manera transitoria.

Las palabras, los juegos y los dibujos no lograban instalarse. Esto promovía la impresión de una dominancia del cuerpo por sobre las palabras y produ-cía una di�cultad para determinar cuál era la posición que necesitaba

adoptar, con la simple �nalidad de posibilitar la aparición de algunas mediaciones simbólicas. Buscando variantes para explicar estas conduc-tas, comencé a preguntarme si habría algo del modo de aproximación del analista que facilitara la aparición de estas respuestas. Fui notando enton-ces que estos fenómenos parecían producirse en el encuentro con algún punto del cuerpo del analista, intro-duciendo en el lazo un rasgo pertur-bador.

Al contar con una idea preliminar de que había algo de la presencia del analista que operaba con efectos de angustia, pude precisar que estas reacciones se producían principal-mente en el encuentro con la mirada, la voz e inclusive la escucha. Noté que la mirada del analista generaba la interrupción del circuito del habla; en otras oportunidades esa mirada gene-raba la necesidad de salir de la sala o cubrirse. Que la voz del analista producía reacciones sobre el cuerpo a través de una pregunta o una a�rma-ción. Que el silencio del analista resul-taba igualmente perturbador. Por el lado de los pacientes, noté que la condición para dirigir una palabra al Otro era retirar la mirada, y que el silencio prolongado era lo que permi-tía la emergencia posterior del habla. Que muchos niños, para mantenerse en una sala, debían dar la espalda al analista.

En la medida en que esto admitía la entrada de las palabras, me mantuve en el doble registro de escuchar el sentido (si es que existía) que habían dado a los encuentros con la violencia del Otro, y de entender cómo queda-ban capturados estos objetos pulsiona-les en ese encuentro. De este modo fueron apareciendo las características que había tomado el paso por el siste-ma judicial, así como la agresión sexual que habían experimentado. Ambas dimensiones se anudaban en algunos puntos, particularmente en la posición de desamparo y desvalimien-to frente al Otro.

Entonces fui comprendiendo lo que estos pacientes me enseñaban: sus conductas eran una respuesta a esta posición. Y algo más relevante aún: que sus modos de proceder eran las formas que habían encontrado para introducir una regulación a la presen-cia del Otro, especí�camente a través de la sustracción de un objeto pulsio-nal para hacer frente a la experiencia de desamparo. Lo que fui constatando es que, en la medida en que esto ocurría en la transferencia, la angustia se iba enmarcando, lo que también se relacionaba con el hecho de que lo simbólico retomaba su lugar. Se cons-tataba a su vez, la presencia preliminar de signos amorosos.

Habiendo hecho este aprendizaje, en los casos en que los sujetos presenta-ban los signos de la angustia de manera más intensa, cuando no podían ellos mismos restar los objetos que perturbaban el lazo transferencial, la posición del analista quedó articula-da a la sustracción de estos objetos. La posición de desvalimiento del sujeto era intervenida por parte del analista para permitir algo tan preliminar como la posibilidad de permanecer conjuntamente en un mismo espacio.

Una breve construcción clínica puede ilustrar mejor lo que quiero decir:

Una niña de seis años, para quien una agresión sexual queda bajo la presencia de signos ligados a la voz y la mirada. La niña no habla, no tolera ni la voz ni la mirada del analista. Es agredida por su tío, una persona con la cual mantenía un lazo afectivo importante. Ciertas conductas de la niña alertan al padre y a la madre, por ello le hacen preguntas que conducen a develar la agresión. Concomitante a este momento, hay una frase del tío: «puedo escucharte desde cualquier lugar». Por otra parte, una vez develada la situación, en el paso por las instituciones ligadas a la protección y lo penal, hay un encuentro con un médico, quien tiene la misión de exami-nar su cuerpo para buscar los signos

físicos de agresión. Lo que queda en ella como saldo de esta experiencia se sintetiza en un rechazo a la mirada de diversos agentes que intervienen en su caso. La voz ligada a una escucha-toda y la mirada al gesto de exhibición.

La posición del analista consistió desde el inicio en sustraer la mirada. Esto permitió que la niña permanecie-ra en la sala. Sin embargo, eran bastan-te reducidas las posibilidades de inter-cambio verbal, las cuales se limitaban a unas cuantas palabras con carácter instrumental. En una oportunidad, de manera contingente, la niña me pregunta sobre un objeto de la sala. Como yo no la escucho, ella decide acercarse para hablarme. De allí en más el analista reguló su presencia para esta niña, haciendo aparecer una «sordera» y dando lugar a la voz, que tomó cada vez más consistencia. El juego de la escondida (fuera de la mirada y la voz del Otro) fue la vía por donde se inició un tratamiento simbó-lico del goce.

Algunas reflexiones finales

Las características de los casos que he trabajado en este texto representan solo una parte de las formas en que la violencia produce sus estragos. Es más: si bien no son las modalidades más frecuentes de presentación, me ha parecido que, no se podría desdeñar una re�exión sobre ellas por un asunto de cantidad. Más bien creo que es en este tipo de casos donde pueden observarse algunos fenómenos que, quizás, aparecen de forma más atenuadas en otro tipo de problemáti-cas clínicas ligadas a este mismo campo.

Al momento de concluir, me intere-saría señalar algunos puntos que —me parece— articulan rasgos expuestos a lo largo del texto.

La posición de desvalimiento y desamparo que experimenta el sujeto infantil en el encuentro con la violen-cia de otro sujeto puede ser redoblada

por los dispositivos que provee el discurso jurídico. El saldo de angustia es la respuesta lógica a la soledad que el niño experimenta en relación al Otro y la con�ictiva pulsional que sostiene. La transferencia, en tanto lazo, es el medio de que dispone el análisis para hacer valer una experiencia del vínculo social diversa, intentando barrar las huellas del Otro institucional y los efectos de goce sobre el cuerpo.

Un dispositivo de atención de niños que han atravesado dinámicas de violencia —quizás más en aquellos ligados a instituciones públicas, aunque no de modo exclusivo— coagula una serie de variables éticas y políticas que recortan ciertos rasgos e imprimen una textura a los padeci-

mientos. Creo que estos casos nos revelan que, al momento de recibir a estos niños, la mirada y la voz de quien interviene es, al mismo tiempo, la mirada y la voz del Estado, así como la mirada y la voz del otro sujeto que ha violentado el cuerpo. De este modo, el analista encarna con (en) su cuerpo la vicisitudes del encuentro traumático de la violencia del Otro. Mi impresión

es que, más que salir de este lugar, la tarea sería saber hacer con el lugar en donde es convocado.

Por otra parte, la doble violencia (jurídica y por parte de otro sujeto) a la que es expuesto el sujeto infantil tiene el efecto, entre otros, de diluir las barreras de la intimidad de la expe-

riencia. La dimensión intrusiva que adquiere la presencia del Otro, cuyo correlato real es la angustia, nos indica que la apuesta analítica puede orien-tarse a restituir un espacio de opacidad frente al Otro. En términos sencillos, propiciar la intimidad a través de posibilitar que el sujeto vaya sustra-yendo una parte de sí frente a esta presencia. Esto bajo la premisa que la

intrusión del Otro es la di�cultad para restar algo de su campo.

Para �nalizar, quiero quedarme con una cita de Lacan que orienta en la problemática del lazo amoroso y el goce. En Aún, a�rma: «el goce del Otro, del Otro con mayúscula, del cuerpo del otro que lo simboliza, no es signo de amor».

“El analista encarna con (en) su cuerpola vicisitudes del encuentro traumático

de la violencia del Otro”.

Page 40: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

Acerca delautismo en laorientaciónlacaniana

S i bien el término autismo fueintroducido en la terminologíapsiquiátrica por Eugen Bleuler

en su monografía de 1911 llamada Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenien, para cali�car la actitud hacia el mundo exterior en la esquizo-frenia, es a Leo Kanner a quien debe-mos su delimitación precisa como cuadro clínico, con la descripción princeps que realizara en su célebre artículo de 1943 titulado Autistic disturbances of a�ective contact.

Sin embargo, un cambio de paradig-ma ha sido operado a partir de los años ochenta, especialmente con la apari-ción del DSM-III. Anunciado como un progreso cientí�co, este cambio de paradigma generó un desplazamiento desde la noción de enfermedad mental hacia la de hándicap. Una enfermedad es, por de�nición, un proceso evoluti-

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vo relacionado con uno o más agentes patógenos —conocidos o desconoci-dos— que, aun siendo actualmente incurable, puede, por derecho, sanar cuando se encuentre su remedio: tiene vocación de ser tratada. La noción de hándicap, en cambio, presupone una desviación �ja respecto de una norma, compuesta por un dé�cit y una incapa-cidad más o menos marcada que cons-tituyen una desventaja para el sujeto, di�cultando su adaptación al entorno y pudiendo solamente ser compensa-das. Implica una rehabilitación y un reforzamiento de las capacidades restantes, así como el desarrollo de nuevas capacidades a través de prótesis y de un reordenamiento del entorno. En el ámbito del autismo, este cambio de paradigma llevó a promover el enfoque cognitivo-conductual y a condenar �rmemente la denomina-

ción de psicosis, término que supues-tamente implicaba una etiología psico-genética, marcado por la referencia a las ideas freudianas. Este movimiento —caracterizado, entre otras cosas, por un retorno a la óptica organicista y a la teoría de la degeneración (Morel, 1857) reformuladas en el lenguaje de la genética moderna— concibe los trastornos autísticos como precoz-mente �jados, a la manera de los hándicaps no evolutivos, atribuyendo una dimensión pasiva al sujeto, el cual padecería los efectos de una perturba-ción sensorial central o de un déficit en la activación de tal o cual región de la corteza cerebral.

En la orientación lacaniana, en cambio, el autismo es concebido no como un hándicap fijo e irreversible sino como una posición subjetiva, en relación con una elección del sujeto autista que pone en juego la «insonda-ble decisión del ser»1, según la expre-sión de Jacques Lacan (Lacan, 1966: 177). En su libro L’autiste et sa voix, Jean-Claude Maleval propone la tesis según la cual «la posición del sujeto autista parece caracterizarse por no querer ceder en relación al goce vocal» (Maleval, 2009: 81). Por lo tanto, la incorporación del Otro del lenguaje no se opera; el autista no sitúa su voz en el vacío del Otro, lo que le permitiría inscribirse bajo el signi�cante unario de la identi�cación primordial. Las consecuencias del rechazo de ceder en relación al goce vocal son capitales para la estructuración del sujeto autis-ta. De ello resulta un rechazo del llamado al Otro que no permite que se

opere plenamente la alienación en el signi�cante. Por otro lado, y en todos los niveles de la evolución del autismo, persiste en diversos grados la extrema di�cultad, no tanto a adquirir el lenguaje, sino a tomar una posición de enunciación:

El autismo constituye una psicosis original, determinada a la vez por una carencia precisa, la de la posición de enunciación, y por una defensa especí�-ca, que tiende a remediar la desorgani-zación del mundo implicada por el rechazo inicial del llamado al Otro (Maleval, 1999: 43).

Surge entonces la cuestión de la estructura: ¿es lícito considerar al autismo dentro del marco general de las psicosis, como lo sostienen los partidarios del modelo continuista, o bien constituye una estructura inde-pendiente, caracterizada por elemen-tos estructurales dominantes y clara-mente identi�cables? Rosine y Robert Lefort sostienen la tesis de una estruc-tura autística autónoma, separada de la estructura psicótica, que se caracteri-zaría, entre otras cosas, por la ausencia del Otro:

La cuestión se plantea acerca de una «estructura autística» que, sin presen-tarse como el cuadro clínico del autismo propiamente tal, lo evoca por sus elementos estructurales dominantes y claramente identi�cables. Esta estructu-ra vendría en cuarto lugar respecto de las grandes estructuras: neurosis, psico-sis, perversión, autismo.

Si la cuestión de la estructura autística se plantea, es en condiciones bien parti-culares, ya que la dinámica de la transfe-rencia le es supuesta al mismo tiempo que nos permite a�rmar que el Otro para el autista está ausente. (…)

En el autismo —he ahí la diferencia fundamental— no hay Otro, por lo tanto no hay objeto, ya que el sujeto no podría hacer del Otro su portador, ningún Otro podría ser el origen de su demanda, ni de su pulsión, S→D. (…) A falta de notarlo, de subrayarlo, seguirán confundiéndose autismo y psicosis (Lefort y Lefort, 2003: 8-53).

La cuestión de la especi�cidad estructural del autismo ha suscitado numerosos debates dentro del Campo Freudiano. Durante una discusión sobre el tema, publicada bajo el título La Conversation de Clermont, Jean-Claude Maleval sostiene, tal como los Lefort, que el autismo constituye una cuarta estructura, pero no por las mismas razones, poniendo especial-mente el acento en las modalidades de evolución del cuadro clínico:

Dado que hay forclusión en el autismo, se podría decir que es una psicosis. ¿Por qué razones pre�ero no decirlo? Respecto de la tesis de R. y R. Lefort, me parece que una especie de contradicción existe entre la a�rmación, por una parte, que el autismo es una cuarta estructura, y que, por otra parte, evoluciona hacia la psicosis. Sostengo que el autismo es una cuarta estructura ya que no evoluciona hacia la psicosis, sino hacia el autismo.

Alejandro OLIVOSEl autor es psicólogo y doctor en Psicoanálisis (Universidad París VIII). Se desempeña como psicólogo clínico en el Centre Adam Shelton (Sésame Autisme) de París, Francia.

El autismo evoluciona hacia el autismo (Maleval, Rouillon y Rabanel, 2011: 112).

La tesis de la forclusión en el autismo es comúnmente admitida entre los autores de orientación lacaniana, centrándose el debate en la cuestión de la especi�cidad de dicha modalidad forclusiva. Una de las indicaciones que nos ha dado el doctor Lacan es que en la posición autística, entendida en sentido amplio, como el autismo del caso Dick de Melanie Klein, o el caso Roberto —el «niño del lobo»— de Rosine Lefort, el niño autista está alucinado. Decir que hay alucinación implica inmersión del simbólico en el real: «Este niño vive exclusivamente en el real. Si el término alucinación signi�ca algo, es precisamente este sentimiento de realidad» (Lacan, 1975: 120). Por lo tanto, ¿cómo cali�-car esta modalidad forclusiva? Si hay Otro, este funciona como pura exterioridad de todos los signi�cantes. En este sentido, el autismo constituiría una modalidad radical de la forclusión psicótica. La ausencia de toda prótesis imaginaria posible es uno de los aspectos particularmente notorios, así como la ausencia de delirio, con lo que este conlleva de mixtura de imaginario y simbólico. En el Nº 29 de los Feuillets du Courtil consagrado al autismo infantil precoz, Fabienne Hody aporta algunas precisiones acerca de esta modalidad radical de la forclusión, caracterizada por el rechazo de todos los signi�cantes:

Si hay forclusión en el autismo, tal como lo sostienen los Lefort, esta no se sitúa al mismo nivel que en la psicosis, no se trata de la forclusión de un signi�cante en particular como el Nombre-del-Padre, sino del rechazo de todos los signi�cantes. Es una modalidad radical de la forclusión psicótica que se sitúa al nivel de la Bejahung, tal como Freud la explicita en el Entwurf (Hody, 2008: 169).

En un artículo publicado en el Nº 66 de La Cause freudienne, Eric Laurent interroga la especi�cidad de esta modalidad forclusiva, así como sus consecuencias respecto de la distin-ción estructural del autismo infantil precoz:

Es especialmente a partir de 1992 que Robert y Rosine Lefort se han orientado hacia una separación del autismo del marco general de las psicosis. ¿Había que separarlas por una modalidad particular de la forclusión, que provoca el rechazo de todos los signi�cantes, o por una modalidad particular del retor-no del goce en el cuerpo? (Laurent, 2007: 105-118).

La cuestión del retorno del goce había sido introducida en los años ochenta por Jacques-Alain Miller, quien había propuesto reconsiderar los aportes de Lacan ya no ordenando la clínica de las psicosis exclusivamente a partir de la forclusión, sino que sistematizando la problemática del objeto. En el Semina-rio 11, Lacan da una nueva presenta-ción del niño como sujeto, poniendo el

acento no tanto sobre la vertiente de la alienación al Otro, sino sobre la de la separación como causación del sujeto por el objeto a. Este seminario condu-ce pues a una nueva concepción de la psicosis ya no en relación a la forclu-sión, sino a la holofrase del S1 y del objeto en el bolsillo para el psicótico. Será el punto de partida de una nueva conceptualización de las psicosis en la École de la Cause freudienne en los años ochenta, a través de la cuestión del objeto, que encontrará su puntua-ción mayor con el texto de Jacques-Alain Miller Clinique ironique:

Esto nos permite dar un sentido nuevo a lo que llamamos psicosis. Es a eso a lo que Lacan nos conduce. La psicosis es esta estructura clínica en la cual el objeto no está perdido, en donde el sujeto lo tiene a su disposición. De ahí que Lacan podía decir que el loco es el hombre libre.

Del mismo modo, en la psicosis, el Otro no está separado del goce; el fantasma paranoico implica la identi�-cación del goce en el lugar del Otro (Miller, 1993: 8-9).

Así como Lacan se refería a los fenómenos de retorno en lo real —lo que está forcluído en el simbólico retorna en el real—, Jacques-Alain Miller había propuesto reordenar su enseñanza sistematizando las modalidades especí-�cas del retorno del goce en las psicosis: retorno del goce en el lugar del Otro en la paranoia y retorno del goce generali-zado a nivel del cuerpo en la esquizofre-nia. Durante las Jornadas sobre el autis-mo realizadas en Toulouse, Eric Laurent completaba la serie propuesta por Miller avanzando que, en el caso del autismo, el goce retorna en lo que hace borde:

Durante los años noventa, trabajé cinco o seis años en un hospital de día con niños autistas; en este contexto, yo había propuesto en 1992 que en el autismo, el retorno del goce no se efectúa, ni en el lugar del Otro como en la paranoia, ni en el propio cuerpo como en la esquizofrenia, sino más bien en un borde (2011: 56).

Es pues a Eric Laurent a quien debe-mos la proposición según la cual hay retorno del goce en un borde, distin-guiendo así los retornos del goce correlativos a las psicosis: en el Otro

para el paranoico y en el propio cuerpo para el esquizofrénico. De ahí la idea de una modalidad de retorno del goce especí�ca del autismo: en el borde. La hipótesis de este retorno, de esta presencia opaca del goce en este curio-so límite, este neoborde, que es el lugar donde se refugia el sujeto —aunque fuese de manera incompleta, como lo hacía notar Bruno Bettelheim—, encuentra su correlato clínico en la fenomenología del autismo infantil precoz. De hecho, en la clínica del autismo es frecuente la observación de comportamientos de frontera, según la expresión de Bettelheim (Bettelheim, 1969: 186-188); el niño autista perma-nece pegado a los muros, vacila ante el umbral de una puerta sin decidirse a avanzar o retroceder, se embadurna el rostro alrededor de ojos y labios, etcétera. Numerosas son, pues, las observaciones relativas a bordes, fron-teras y umbrales.

En la orientación lacaniana, la noción de borde ha sido de�nida por Jean-Claude Maleval como «constitui-da por tres elementos imbricados los unos en los otros: el objeto autístico, el doble y el islote de competencias; estos elementos localizan el goce del sujeto y le sirven de protección» (Maleval, 2010: 7). El borde delimita un mundo interior de libertad y constituye una protección respecto del mundo exterior, que también se presta a un tratamiento complejo por parte del sujeto, permitiéndole el desarrollo de grandes capacidades, especialmente lo que se denomina islotes de competen-cias. Es también el lugar en donde el sujeto sitúa un objeto-doble que puede controlar. El borde es también, y sobre todo, el lugar del goce del sujeto, encontrando en él su dinámica. Los objetos construidos en el borde son de suma importancia para el sujeto autis-ta; así pues, la supresión forzada de esta protección puede tener conse-cuencias nefastas. Se trata más bien de aprovechar estas construcciones para desarrollar islotes de competencias.

Por otro lado, cuando el sujeto autis-ta se encuentra en la imposibilidad de situar su goce en el borde, este retorna en el cuerpo. Cuando es una parte del cuerpo la que cumple la función de objeto y de frontera, se hace extrema-damente difícil distinguir entre un cuadro esquizofrénico y un cuadro autístico.

El retorno del goce en un borde vendría entonces a caracterizar al autismo infantil precoz. Una segunda característica consistiría, de acuerdo con los desarrollos de Jean-Claude Maleval, en una retención del objeto del goce vocal, suscitando la primacía del signo en la lengua funcional del autista, así como una carencia enuncia-tiva, muda o verborreica. Cuando la voz es regulada por la castración simbólica, se corta entonces de su soporte —el cuerpo— y deviene afóni-ca, se aloja en el vacío del Otro y permite al sujeto ubicar ahí su enun-ciación. Es lo que precisamente no ocurre en el caso del sujeto autista: la voz se presenta entonces como un objeto de goce inquietante y descon-certante. Constatamos pues el rechazo del autista a movilizar el goce vocal para servir a la expresión oral. Sin embargo, ciertos autistas hablan, ya sea en forma de ecolalias o de verbali-zaciones extraídas de un repertorio memorizado, caracterizadas por el fenómeno de la inversión pronominal, sin dirigirse a un interlocutor y con un tono de voz arti�cial: en todos estos casos las palabras son más bien emiti-das que habladas. De manera constan-te nos encontramos ante la di�cultad del sujeto autista de asumir una posición de enunciador.

A modo de conclusión, diremos que para aquellos sujetos que llamamos autistas, la di�cultad central se sitúa en la enunciación, cuyo soporte funda-mental es la voz. Esto se traduce por un rechazo de la enunciación del Otro, así como por una imposibilidad de tomar la palabra de manera tal que, o bien esta se encuentra totalmente

inhibida, o bien, cuando se presenta, lo hace con graves limitaciones. El goce del sujeto, al no investirse en la palabra —goce desregulado y sin ley— retorna en un borde, estructura para cuya construcción el sujeto despliega un esfuerzo constante. Dicho borde, además de separar al sujeto del Otro y marcar su relación con los objetos, lo mantiene fuera de discurso según una modalidad especí�ca.

Esta constelación de rasgos toma en cada caso una forma sintomática singular. Ello determina las condicio-nes de todo tratamiento que restituya al sujeto la posibilidad de tomar la palabra. Entonces, y solo entonces, una regulación efectiva del goce devie-ne posible, así como el establecimiento de algo que pueda suplir el lazo social.

El doctor Lacan no habló mucho acerca del autismo. Una de las pocas indicaciones al respecto nos ha sido dada en la célebre Conferencia de Gine-bra sobre el síntoma, que hemos citado a modo de epígrafe. Al �nal de dicha presentación, Lacan responde a alguien que se pregunta cómo hacer con los autistas que no escuchan al Otro. Plantea entonces que los autistas se escuchan ellos mismos, que escu-chan muchas cosas, pero que «no escuchan lo que ustedes les dicen en tanto se ocupan de ellos» (Lacan, 1985: 17). Es en la medida que nos ocupa-mos de ellos que los autistas se encie-rran en su burbuja, para no escuchar-nos, volviéndonos inexistentes. Lacan nos dice que no debemos ocuparnos de los autistas sino más bien escuchar-los, y agrega que «hay seguramente algo que decirles» (Lacan, 1985: 17). Entendemos en esta invitación que no debemos ocuparnos de ellos en el sentido de una reeducación o un adiestramiento social, ni tampoco situarnos en una pasiva posición de espera, sino que más bien debemos asumir una posición activa del lado del decir: tenemos que escucharlos y también tenemos, seguramente, algo que decirles.

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Jacques Lacan

Page 41: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

i bien el término autismo fueintroducido en la terminologíapsiquiátrica por Eugen Bleuler

en su monografía de 1911 llamada Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenien, para cali�car la actitud hacia el mundo exterior en la esquizo-frenia, es a Leo Kanner a quien debe-mos su delimitación precisa como cuadro clínico, con la descripción princeps que realizara en su célebre artículo de 1943 titulado Autistic disturbances of a�ective contact.

Sin embargo, un cambio de paradig-ma ha sido operado a partir de los años ochenta, especialmente con la apari-ción del DSM-III. Anunciado como un progreso cientí�co, este cambio de paradigma generó un desplazamiento desde la noción de enfermedad mental hacia la de hándicap. Una enfermedad es, por de�nición, un proceso evoluti-

vo relacionado con uno o más agentes patógenos —conocidos o desconoci-dos— que, aun siendo actualmente incurable, puede, por derecho, sanar cuando se encuentre su remedio: tiene vocación de ser tratada. La noción de hándicap, en cambio, presupone una desviación �ja respecto de una norma, compuesta por un dé�cit y una incapa-cidad más o menos marcada que cons-tituyen una desventaja para el sujeto, di�cultando su adaptación al entorno y pudiendo solamente ser compensa-das. Implica una rehabilitación y un reforzamiento de las capacidades restantes, así como el desarrollo de nuevas capacidades a través de prótesis y de un reordenamiento del entorno. En el ámbito del autismo, este cambio de paradigma llevó a promover el enfoque cognitivo-conductual y a condenar �rmemente la denomina-

ción de psicosis, término que supues-tamente implicaba una etiología psico-genética, marcado por la referencia a las ideas freudianas. Este movimiento —caracterizado, entre otras cosas, por un retorno a la óptica organicista y a la teoría de la degeneración (Morel, 1857) reformuladas en el lenguaje de la genética moderna— concibe los trastornos autísticos como precoz-mente �jados, a la manera de los hándicaps no evolutivos, atribuyendo una dimensión pasiva al sujeto, el cual padecería los efectos de una perturba-ción sensorial central o de un déficit en la activación de tal o cual región de la corteza cerebral.

En la orientación lacaniana, en cambio, el autismo es concebido no como un hándicap fijo e irreversible sino como una posición subjetiva, en relación con una elección del sujeto autista que pone en juego la «insonda-ble decisión del ser»1, según la expre-sión de Jacques Lacan (Lacan, 1966: 177). En su libro L’autiste et sa voix, Jean-Claude Maleval propone la tesis según la cual «la posición del sujeto autista parece caracterizarse por no querer ceder en relación al goce vocal» (Maleval, 2009: 81). Por lo tanto, la incorporación del Otro del lenguaje no se opera; el autista no sitúa su voz en el vacío del Otro, lo que le permitiría inscribirse bajo el signi�cante unario de la identi�cación primordial. Las consecuencias del rechazo de ceder en relación al goce vocal son capitales para la estructuración del sujeto autis-ta. De ello resulta un rechazo del llamado al Otro que no permite que se

opere plenamente la alienación en el signi�cante. Por otro lado, y en todos los niveles de la evolución del autismo, persiste en diversos grados la extrema di�cultad, no tanto a adquirir el lenguaje, sino a tomar una posición de enunciación:

El autismo constituye una psicosis original, determinada a la vez por una carencia precisa, la de la posición de enunciación, y por una defensa especí�-ca, que tiende a remediar la desorgani-zación del mundo implicada por el rechazo inicial del llamado al Otro (Maleval, 1999: 43).

Surge entonces la cuestión de la estructura: ¿es lícito considerar al autismo dentro del marco general de las psicosis, como lo sostienen los partidarios del modelo continuista, o bien constituye una estructura inde-pendiente, caracterizada por elemen-tos estructurales dominantes y clara-mente identi�cables? Rosine y Robert Lefort sostienen la tesis de una estruc-tura autística autónoma, separada de la estructura psicótica, que se caracteri-zaría, entre otras cosas, por la ausencia del Otro:

La cuestión se plantea acerca de una «estructura autística» que, sin presen-tarse como el cuadro clínico del autismo propiamente tal, lo evoca por sus elementos estructurales dominantes y claramente identi�cables. Esta estructu-ra vendría en cuarto lugar respecto de las grandes estructuras: neurosis, psico-sis, perversión, autismo.

Si la cuestión de la estructura autística se plantea, es en condiciones bien parti-culares, ya que la dinámica de la transfe-rencia le es supuesta al mismo tiempo que nos permite a�rmar que el Otro para el autista está ausente. (…)

En el autismo —he ahí la diferencia fundamental— no hay Otro, por lo tanto no hay objeto, ya que el sujeto no podría hacer del Otro su portador, ningún Otro podría ser el origen de su demanda, ni de su pulsión, S→D. (…) A falta de notarlo, de subrayarlo, seguirán confundiéndose autismo y psicosis (Lefort y Lefort, 2003: 8-53).

La cuestión de la especi�cidad estructural del autismo ha suscitado numerosos debates dentro del Campo Freudiano. Durante una discusión sobre el tema, publicada bajo el título La Conversation de Clermont, Jean-Claude Maleval sostiene, tal como los Lefort, que el autismo constituye una cuarta estructura, pero no por las mismas razones, poniendo especial-mente el acento en las modalidades de evolución del cuadro clínico:

Dado que hay forclusión en el autismo, se podría decir que es una psicosis. ¿Por qué razones pre�ero no decirlo? Respecto de la tesis de R. y R. Lefort, me parece que una especie de contradicción existe entre la a�rmación, por una parte, que el autismo es una cuarta estructura, y que, por otra parte, evoluciona hacia la psicosis. Sostengo que el autismo es una cuarta estructura ya que no evoluciona hacia la psicosis, sino hacia el autismo.

41

El autismo evoluciona hacia el autismo (Maleval, Rouillon y Rabanel, 2011: 112).

La tesis de la forclusión en el autismo es comúnmente admitida entre los autores de orientación lacaniana, centrándose el debate en la cuestión de la especi�cidad de dicha modalidad forclusiva. Una de las indicaciones que nos ha dado el doctor Lacan es que en la posición autística, entendida en sentido amplio, como el autismo del caso Dick de Melanie Klein, o el caso Roberto —el «niño del lobo»— de Rosine Lefort, el niño autista está alucinado. Decir que hay alucinación implica inmersión del simbólico en el real: «Este niño vive exclusivamente en el real. Si el término alucinación signi�ca algo, es precisamente este sentimiento de realidad» (Lacan, 1975: 120). Por lo tanto, ¿cómo cali�-car esta modalidad forclusiva? Si hay Otro, este funciona como pura exterioridad de todos los signi�cantes. En este sentido, el autismo constituiría una modalidad radical de la forclusión psicótica. La ausencia de toda prótesis imaginaria posible es uno de los aspectos particularmente notorios, así como la ausencia de delirio, con lo que este conlleva de mixtura de imaginario y simbólico. En el Nº 29 de los Feuillets du Courtil consagrado al autismo infantil precoz, Fabienne Hody aporta algunas precisiones acerca de esta modalidad radical de la forclusión, caracterizada por el rechazo de todos los signi�cantes:

Si hay forclusión en el autismo, tal como lo sostienen los Lefort, esta no se sitúa al mismo nivel que en la psicosis, no se trata de la forclusión de un signi�cante en particular como el Nombre-del-Padre, sino del rechazo de todos los signi�cantes. Es una modalidad radical de la forclusión psicótica que se sitúa al nivel de la Bejahung, tal como Freud la explicita en el Entwurf (Hody, 2008: 169).

En un artículo publicado en el Nº 66 de La Cause freudienne, Eric Laurent interroga la especi�cidad de esta modalidad forclusiva, así como sus consecuencias respecto de la distin-ción estructural del autismo infantil precoz:

Es especialmente a partir de 1992 que Robert y Rosine Lefort se han orientado hacia una separación del autismo del marco general de las psicosis. ¿Había que separarlas por una modalidad particular de la forclusión, que provoca el rechazo de todos los signi�cantes, o por una modalidad particular del retor-no del goce en el cuerpo? (Laurent, 2007: 105-118).

La cuestión del retorno del goce había sido introducida en los años ochenta por Jacques-Alain Miller, quien había propuesto reconsiderar los aportes de Lacan ya no ordenando la clínica de las psicosis exclusivamente a partir de la forclusión, sino que sistematizando la problemática del objeto. En el Semina-rio 11, Lacan da una nueva presenta-ción del niño como sujeto, poniendo el

acento no tanto sobre la vertiente de la alienación al Otro, sino sobre la de la separación como causación del sujeto por el objeto a. Este seminario condu-ce pues a una nueva concepción de la psicosis ya no en relación a la forclu-sión, sino a la holofrase del S1 y del objeto en el bolsillo para el psicótico. Será el punto de partida de una nueva conceptualización de las psicosis en la École de la Cause freudienne en los años ochenta, a través de la cuestión del objeto, que encontrará su puntua-ción mayor con el texto de Jacques-Alain Miller Clinique ironique:

Esto nos permite dar un sentido nuevo a lo que llamamos psicosis. Es a eso a lo que Lacan nos conduce. La psicosis es esta estructura clínica en la cual el objeto no está perdido, en donde el sujeto lo tiene a su disposición. De ahí que Lacan podía decir que el loco es el hombre libre.

Del mismo modo, en la psicosis, el Otro no está separado del goce; el fantasma paranoico implica la identi�-cación del goce en el lugar del Otro (Miller, 1993: 8-9).

Así como Lacan se refería a los fenómenos de retorno en lo real —lo que está forcluído en el simbólico retorna en el real—, Jacques-Alain Miller había propuesto reordenar su enseñanza sistematizando las modalidades especí-�cas del retorno del goce en las psicosis: retorno del goce en el lugar del Otro en la paranoia y retorno del goce generali-zado a nivel del cuerpo en la esquizofre-nia. Durante las Jornadas sobre el autis-mo realizadas en Toulouse, Eric Laurent completaba la serie propuesta por Miller avanzando que, en el caso del autismo, el goce retorna en lo que hace borde:

Durante los años noventa, trabajé cinco o seis años en un hospital de día con niños autistas; en este contexto, yo había propuesto en 1992 que en el autismo, el retorno del goce no se efectúa, ni en el lugar del Otro como en la paranoia, ni en el propio cuerpo como en la esquizofrenia, sino más bien en un borde (2011: 56).

Es pues a Eric Laurent a quien debe-mos la proposición según la cual hay retorno del goce en un borde, distin-guiendo así los retornos del goce correlativos a las psicosis: en el Otro

para el paranoico y en el propio cuerpo para el esquizofrénico. De ahí la idea de una modalidad de retorno del goce especí�ca del autismo: en el borde. La hipótesis de este retorno, de esta presencia opaca del goce en este curio-so límite, este neoborde, que es el lugar donde se refugia el sujeto —aunque fuese de manera incompleta, como lo hacía notar Bruno Bettelheim—, encuentra su correlato clínico en la fenomenología del autismo infantil precoz. De hecho, en la clínica del autismo es frecuente la observación de comportamientos de frontera, según la expresión de Bettelheim (Bettelheim, 1969: 186-188); el niño autista perma-nece pegado a los muros, vacila ante el umbral de una puerta sin decidirse a avanzar o retroceder, se embadurna el rostro alrededor de ojos y labios, etcétera. Numerosas son, pues, las observaciones relativas a bordes, fron-teras y umbrales.

En la orientación lacaniana, la noción de borde ha sido de�nida por Jean-Claude Maleval como «constitui-da por tres elementos imbricados los unos en los otros: el objeto autístico, el doble y el islote de competencias; estos elementos localizan el goce del sujeto y le sirven de protección» (Maleval, 2010: 7). El borde delimita un mundo interior de libertad y constituye una protección respecto del mundo exterior, que también se presta a un tratamiento complejo por parte del sujeto, permitiéndole el desarrollo de grandes capacidades, especialmente lo que se denomina islotes de competen-cias. Es también el lugar en donde el sujeto sitúa un objeto-doble que puede controlar. El borde es también, y sobre todo, el lugar del goce del sujeto, encontrando en él su dinámica. Los objetos construidos en el borde son de suma importancia para el sujeto autis-ta; así pues, la supresión forzada de esta protección puede tener conse-cuencias nefastas. Se trata más bien de aprovechar estas construcciones para desarrollar islotes de competencias.

Por otro lado, cuando el sujeto autis-ta se encuentra en la imposibilidad de situar su goce en el borde, este retorna en el cuerpo. Cuando es una parte del cuerpo la que cumple la función de objeto y de frontera, se hace extrema-damente difícil distinguir entre un cuadro esquizofrénico y un cuadro autístico.

El retorno del goce en un borde vendría entonces a caracterizar al autismo infantil precoz. Una segunda característica consistiría, de acuerdo con los desarrollos de Jean-Claude Maleval, en una retención del objeto del goce vocal, suscitando la primacía del signo en la lengua funcional del autista, así como una carencia enuncia-tiva, muda o verborreica. Cuando la voz es regulada por la castración simbólica, se corta entonces de su soporte —el cuerpo— y deviene afóni-ca, se aloja en el vacío del Otro y permite al sujeto ubicar ahí su enun-ciación. Es lo que precisamente no ocurre en el caso del sujeto autista: la voz se presenta entonces como un objeto de goce inquietante y descon-certante. Constatamos pues el rechazo del autista a movilizar el goce vocal para servir a la expresión oral. Sin embargo, ciertos autistas hablan, ya sea en forma de ecolalias o de verbali-zaciones extraídas de un repertorio memorizado, caracterizadas por el fenómeno de la inversión pronominal, sin dirigirse a un interlocutor y con un tono de voz arti�cial: en todos estos casos las palabras son más bien emiti-das que habladas. De manera constan-te nos encontramos ante la di�cultad del sujeto autista de asumir una posición de enunciador.

A modo de conclusión, diremos que para aquellos sujetos que llamamos autistas, la di�cultad central se sitúa en la enunciación, cuyo soporte funda-mental es la voz. Esto se traduce por un rechazo de la enunciación del Otro, así como por una imposibilidad de tomar la palabra de manera tal que, o bien esta se encuentra totalmente

inhibida, o bien, cuando se presenta, lo hace con graves limitaciones. El goce del sujeto, al no investirse en la palabra —goce desregulado y sin ley— retorna en un borde, estructura para cuya construcción el sujeto despliega un esfuerzo constante. Dicho borde, además de separar al sujeto del Otro y marcar su relación con los objetos, lo mantiene fuera de discurso según una modalidad especí�ca.

Esta constelación de rasgos toma en cada caso una forma sintomática singular. Ello determina las condicio-nes de todo tratamiento que restituya al sujeto la posibilidad de tomar la palabra. Entonces, y solo entonces, una regulación efectiva del goce devie-ne posible, así como el establecimiento de algo que pueda suplir el lazo social.

El doctor Lacan no habló mucho acerca del autismo. Una de las pocas indicaciones al respecto nos ha sido dada en la célebre Conferencia de Gine-bra sobre el síntoma, que hemos citado a modo de epígrafe. Al �nal de dicha presentación, Lacan responde a alguien que se pregunta cómo hacer con los autistas que no escuchan al Otro. Plantea entonces que los autistas se escuchan ellos mismos, que escu-chan muchas cosas, pero que «no escuchan lo que ustedes les dicen en tanto se ocupan de ellos» (Lacan, 1985: 17). Es en la medida que nos ocupa-mos de ellos que los autistas se encie-rran en su burbuja, para no escuchar-nos, volviéndonos inexistentes. Lacan nos dice que no debemos ocuparnos de los autistas sino más bien escuchar-los, y agrega que «hay seguramente algo que decirles» (Lacan, 1985: 17). Entendemos en esta invitación que no debemos ocuparnos de ellos en el sentido de una reeducación o un adiestramiento social, ni tampoco situarnos en una pasiva posición de espera, sino que más bien debemos asumir una posición activa del lado del decir: tenemos que escucharlos y también tenemos, seguramente, algo que decirles.

1 Los textos de Jacques Lacan fueron traducidos desde el francés, para este artículo, por su autor.

“El autismo es concebido como una posición subjetiva,en relación con una elección del sujeto autista que

pone en juego la ‘insondable decisión del ser’ ”.

Page 42: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

i bien el término autismo fueintroducido en la terminologíapsiquiátrica por Eugen Bleuler

en su monografía de 1911 llamada Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenien, para cali�car la actitud hacia el mundo exterior en la esquizo-frenia, es a Leo Kanner a quien debe-mos su delimitación precisa como cuadro clínico, con la descripción princeps que realizara en su célebre artículo de 1943 titulado Autistic disturbances of a�ective contact.

Sin embargo, un cambio de paradig-ma ha sido operado a partir de los años ochenta, especialmente con la apari-ción del DSM-III. Anunciado como un progreso cientí�co, este cambio de paradigma generó un desplazamiento desde la noción de enfermedad mental hacia la de hándicap. Una enfermedad es, por de�nición, un proceso evoluti-

vo relacionado con uno o más agentes patógenos —conocidos o desconoci-dos— que, aun siendo actualmente incurable, puede, por derecho, sanar cuando se encuentre su remedio: tiene vocación de ser tratada. La noción de hándicap, en cambio, presupone una desviación �ja respecto de una norma, compuesta por un dé�cit y una incapa-cidad más o menos marcada que cons-tituyen una desventaja para el sujeto, di�cultando su adaptación al entorno y pudiendo solamente ser compensa-das. Implica una rehabilitación y un reforzamiento de las capacidades restantes, así como el desarrollo de nuevas capacidades a través de prótesis y de un reordenamiento del entorno. En el ámbito del autismo, este cambio de paradigma llevó a promover el enfoque cognitivo-conductual y a condenar �rmemente la denomina-

ción de psicosis, término que supues-tamente implicaba una etiología psico-genética, marcado por la referencia a las ideas freudianas. Este movimiento —caracterizado, entre otras cosas, por un retorno a la óptica organicista y a la teoría de la degeneración (Morel, 1857) reformuladas en el lenguaje de la genética moderna— concibe los trastornos autísticos como precoz-mente �jados, a la manera de los hándicaps no evolutivos, atribuyendo una dimensión pasiva al sujeto, el cual padecería los efectos de una perturba-ción sensorial central o de un déficit en la activación de tal o cual región de la corteza cerebral.

En la orientación lacaniana, en cambio, el autismo es concebido no como un hándicap fijo e irreversible sino como una posición subjetiva, en relación con una elección del sujeto autista que pone en juego la «insonda-ble decisión del ser»1, según la expre-sión de Jacques Lacan (Lacan, 1966: 177). En su libro L’autiste et sa voix, Jean-Claude Maleval propone la tesis según la cual «la posición del sujeto autista parece caracterizarse por no querer ceder en relación al goce vocal» (Maleval, 2009: 81). Por lo tanto, la incorporación del Otro del lenguaje no se opera; el autista no sitúa su voz en el vacío del Otro, lo que le permitiría inscribirse bajo el signi�cante unario de la identi�cación primordial. Las consecuencias del rechazo de ceder en relación al goce vocal son capitales para la estructuración del sujeto autis-ta. De ello resulta un rechazo del llamado al Otro que no permite que se

opere plenamente la alienación en el signi�cante. Por otro lado, y en todos los niveles de la evolución del autismo, persiste en diversos grados la extrema di�cultad, no tanto a adquirir el lenguaje, sino a tomar una posición de enunciación:

El autismo constituye una psicosis original, determinada a la vez por una carencia precisa, la de la posición de enunciación, y por una defensa especí�-ca, que tiende a remediar la desorgani-zación del mundo implicada por el rechazo inicial del llamado al Otro (Maleval, 1999: 43).

Surge entonces la cuestión de la estructura: ¿es lícito considerar al autismo dentro del marco general de las psicosis, como lo sostienen los partidarios del modelo continuista, o bien constituye una estructura inde-pendiente, caracterizada por elemen-tos estructurales dominantes y clara-mente identi�cables? Rosine y Robert Lefort sostienen la tesis de una estruc-tura autística autónoma, separada de la estructura psicótica, que se caracteri-zaría, entre otras cosas, por la ausencia del Otro:

La cuestión se plantea acerca de una «estructura autística» que, sin presen-tarse como el cuadro clínico del autismo propiamente tal, lo evoca por sus elementos estructurales dominantes y claramente identi�cables. Esta estructu-ra vendría en cuarto lugar respecto de las grandes estructuras: neurosis, psico-sis, perversión, autismo.

Si la cuestión de la estructura autística se plantea, es en condiciones bien parti-culares, ya que la dinámica de la transfe-rencia le es supuesta al mismo tiempo que nos permite a�rmar que el Otro para el autista está ausente. (…)

En el autismo —he ahí la diferencia fundamental— no hay Otro, por lo tanto no hay objeto, ya que el sujeto no podría hacer del Otro su portador, ningún Otro podría ser el origen de su demanda, ni de su pulsión, S→D. (…) A falta de notarlo, de subrayarlo, seguirán confundiéndose autismo y psicosis (Lefort y Lefort, 2003: 8-53).

La cuestión de la especi�cidad estructural del autismo ha suscitado numerosos debates dentro del Campo Freudiano. Durante una discusión sobre el tema, publicada bajo el título La Conversation de Clermont, Jean-Claude Maleval sostiene, tal como los Lefort, que el autismo constituye una cuarta estructura, pero no por las mismas razones, poniendo especial-mente el acento en las modalidades de evolución del cuadro clínico:

Dado que hay forclusión en el autismo, se podría decir que es una psicosis. ¿Por qué razones pre�ero no decirlo? Respecto de la tesis de R. y R. Lefort, me parece que una especie de contradicción existe entre la a�rmación, por una parte, que el autismo es una cuarta estructura, y que, por otra parte, evoluciona hacia la psicosis. Sostengo que el autismo es una cuarta estructura ya que no evoluciona hacia la psicosis, sino hacia el autismo.

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El autismo evoluciona hacia el autismo (Maleval, Rouillon y Rabanel, 2011: 112).

La tesis de la forclusión en el autismo es comúnmente admitida entre los autores de orientación lacaniana, centrándose el debate en la cuestión de la especi�cidad de dicha modalidad forclusiva. Una de las indicaciones que nos ha dado el doctor Lacan es que en la posición autística, entendida en sentido amplio, como el autismo del caso Dick de Melanie Klein, o el caso Roberto —el «niño del lobo»— de Rosine Lefort, el niño autista está alucinado. Decir que hay alucinación implica inmersión del simbólico en el real: «Este niño vive exclusivamente en el real. Si el término alucinación signi�ca algo, es precisamente este sentimiento de realidad» (Lacan, 1975: 120). Por lo tanto, ¿cómo cali�-car esta modalidad forclusiva? Si hay Otro, este funciona como pura exterioridad de todos los signi�cantes. En este sentido, el autismo constituiría una modalidad radical de la forclusión psicótica. La ausencia de toda prótesis imaginaria posible es uno de los aspectos particularmente notorios, así como la ausencia de delirio, con lo que este conlleva de mixtura de imaginario y simbólico. En el Nº 29 de los Feuillets du Courtil consagrado al autismo infantil precoz, Fabienne Hody aporta algunas precisiones acerca de esta modalidad radical de la forclusión, caracterizada por el rechazo de todos los signi�cantes:

Si hay forclusión en el autismo, tal como lo sostienen los Lefort, esta no se sitúa al mismo nivel que en la psicosis, no se trata de la forclusión de un signi�cante en particular como el Nombre-del-Padre, sino del rechazo de todos los signi�cantes. Es una modalidad radical de la forclusión psicótica que se sitúa al nivel de la Bejahung, tal como Freud la explicita en el Entwurf (Hody, 2008: 169).

En un artículo publicado en el Nº 66 de La Cause freudienne, Eric Laurent interroga la especi�cidad de esta modalidad forclusiva, así como sus consecuencias respecto de la distin-ción estructural del autismo infantil precoz:

Es especialmente a partir de 1992 que Robert y Rosine Lefort se han orientado hacia una separación del autismo del marco general de las psicosis. ¿Había que separarlas por una modalidad particular de la forclusión, que provoca el rechazo de todos los signi�cantes, o por una modalidad particular del retor-no del goce en el cuerpo? (Laurent, 2007: 105-118).

La cuestión del retorno del goce había sido introducida en los años ochenta por Jacques-Alain Miller, quien había propuesto reconsiderar los aportes de Lacan ya no ordenando la clínica de las psicosis exclusivamente a partir de la forclusión, sino que sistematizando la problemática del objeto. En el Semina-rio 11, Lacan da una nueva presenta-ción del niño como sujeto, poniendo el

acento no tanto sobre la vertiente de la alienación al Otro, sino sobre la de la separación como causación del sujeto por el objeto a. Este seminario condu-ce pues a una nueva concepción de la psicosis ya no en relación a la forclu-sión, sino a la holofrase del S1 y del objeto en el bolsillo para el psicótico. Será el punto de partida de una nueva conceptualización de las psicosis en la École de la Cause freudienne en los años ochenta, a través de la cuestión del objeto, que encontrará su puntua-ción mayor con el texto de Jacques-Alain Miller Clinique ironique:

Esto nos permite dar un sentido nuevo a lo que llamamos psicosis. Es a eso a lo que Lacan nos conduce. La psicosis es esta estructura clínica en la cual el objeto no está perdido, en donde el sujeto lo tiene a su disposición. De ahí que Lacan podía decir que el loco es el hombre libre.

Del mismo modo, en la psicosis, el Otro no está separado del goce; el fantasma paranoico implica la identi�-cación del goce en el lugar del Otro (Miller, 1993: 8-9).

Así como Lacan se refería a los fenómenos de retorno en lo real —lo que está forcluído en el simbólico retorna en el real—, Jacques-Alain Miller había propuesto reordenar su enseñanza sistematizando las modalidades especí-�cas del retorno del goce en las psicosis: retorno del goce en el lugar del Otro en la paranoia y retorno del goce generali-zado a nivel del cuerpo en la esquizofre-nia. Durante las Jornadas sobre el autis-mo realizadas en Toulouse, Eric Laurent completaba la serie propuesta por Miller avanzando que, en el caso del autismo, el goce retorna en lo que hace borde:

Durante los años noventa, trabajé cinco o seis años en un hospital de día con niños autistas; en este contexto, yo había propuesto en 1992 que en el autismo, el retorno del goce no se efectúa, ni en el lugar del Otro como en la paranoia, ni en el propio cuerpo como en la esquizofrenia, sino más bien en un borde (2011: 56).

Es pues a Eric Laurent a quien debe-mos la proposición según la cual hay retorno del goce en un borde, distin-guiendo así los retornos del goce correlativos a las psicosis: en el Otro

para el paranoico y en el propio cuerpo para el esquizofrénico. De ahí la idea de una modalidad de retorno del goce especí�ca del autismo: en el borde. La hipótesis de este retorno, de esta presencia opaca del goce en este curio-so límite, este neoborde, que es el lugar donde se refugia el sujeto —aunque fuese de manera incompleta, como lo hacía notar Bruno Bettelheim—, encuentra su correlato clínico en la fenomenología del autismo infantil precoz. De hecho, en la clínica del autismo es frecuente la observación de comportamientos de frontera, según la expresión de Bettelheim (Bettelheim, 1969: 186-188); el niño autista perma-nece pegado a los muros, vacila ante el umbral de una puerta sin decidirse a avanzar o retroceder, se embadurna el rostro alrededor de ojos y labios, etcétera. Numerosas son, pues, las observaciones relativas a bordes, fron-teras y umbrales.

En la orientación lacaniana, la noción de borde ha sido de�nida por Jean-Claude Maleval como «constitui-da por tres elementos imbricados los unos en los otros: el objeto autístico, el doble y el islote de competencias; estos elementos localizan el goce del sujeto y le sirven de protección» (Maleval, 2010: 7). El borde delimita un mundo interior de libertad y constituye una protección respecto del mundo exterior, que también se presta a un tratamiento complejo por parte del sujeto, permitiéndole el desarrollo de grandes capacidades, especialmente lo que se denomina islotes de competen-cias. Es también el lugar en donde el sujeto sitúa un objeto-doble que puede controlar. El borde es también, y sobre todo, el lugar del goce del sujeto, encontrando en él su dinámica. Los objetos construidos en el borde son de suma importancia para el sujeto autis-ta; así pues, la supresión forzada de esta protección puede tener conse-cuencias nefastas. Se trata más bien de aprovechar estas construcciones para desarrollar islotes de competencias.

Por otro lado, cuando el sujeto autis-ta se encuentra en la imposibilidad de situar su goce en el borde, este retorna en el cuerpo. Cuando es una parte del cuerpo la que cumple la función de objeto y de frontera, se hace extrema-damente difícil distinguir entre un cuadro esquizofrénico y un cuadro autístico.

El retorno del goce en un borde vendría entonces a caracterizar al autismo infantil precoz. Una segunda característica consistiría, de acuerdo con los desarrollos de Jean-Claude Maleval, en una retención del objeto del goce vocal, suscitando la primacía del signo en la lengua funcional del autista, así como una carencia enuncia-tiva, muda o verborreica. Cuando la voz es regulada por la castración simbólica, se corta entonces de su soporte —el cuerpo— y deviene afóni-ca, se aloja en el vacío del Otro y permite al sujeto ubicar ahí su enun-ciación. Es lo que precisamente no ocurre en el caso del sujeto autista: la voz se presenta entonces como un objeto de goce inquietante y descon-certante. Constatamos pues el rechazo del autista a movilizar el goce vocal para servir a la expresión oral. Sin embargo, ciertos autistas hablan, ya sea en forma de ecolalias o de verbali-zaciones extraídas de un repertorio memorizado, caracterizadas por el fenómeno de la inversión pronominal, sin dirigirse a un interlocutor y con un tono de voz arti�cial: en todos estos casos las palabras son más bien emiti-das que habladas. De manera constan-te nos encontramos ante la di�cultad del sujeto autista de asumir una posición de enunciador.

A modo de conclusión, diremos que para aquellos sujetos que llamamos autistas, la di�cultad central se sitúa en la enunciación, cuyo soporte funda-mental es la voz. Esto se traduce por un rechazo de la enunciación del Otro, así como por una imposibilidad de tomar la palabra de manera tal que, o bien esta se encuentra totalmente

inhibida, o bien, cuando se presenta, lo hace con graves limitaciones. El goce del sujeto, al no investirse en la palabra —goce desregulado y sin ley— retorna en un borde, estructura para cuya construcción el sujeto despliega un esfuerzo constante. Dicho borde, además de separar al sujeto del Otro y marcar su relación con los objetos, lo mantiene fuera de discurso según una modalidad especí�ca.

Esta constelación de rasgos toma en cada caso una forma sintomática singular. Ello determina las condicio-nes de todo tratamiento que restituya al sujeto la posibilidad de tomar la palabra. Entonces, y solo entonces, una regulación efectiva del goce devie-ne posible, así como el establecimiento de algo que pueda suplir el lazo social.

El doctor Lacan no habló mucho acerca del autismo. Una de las pocas indicaciones al respecto nos ha sido dada en la célebre Conferencia de Gine-bra sobre el síntoma, que hemos citado a modo de epígrafe. Al �nal de dicha presentación, Lacan responde a alguien que se pregunta cómo hacer con los autistas que no escuchan al Otro. Plantea entonces que los autistas se escuchan ellos mismos, que escu-chan muchas cosas, pero que «no escuchan lo que ustedes les dicen en tanto se ocupan de ellos» (Lacan, 1985: 17). Es en la medida que nos ocupa-mos de ellos que los autistas se encie-rran en su burbuja, para no escuchar-nos, volviéndonos inexistentes. Lacan nos dice que no debemos ocuparnos de los autistas sino más bien escuchar-los, y agrega que «hay seguramente algo que decirles» (Lacan, 1985: 17). Entendemos en esta invitación que no debemos ocuparnos de ellos en el sentido de una reeducación o un adiestramiento social, ni tampoco situarnos en una pasiva posición de espera, sino que más bien debemos asumir una posición activa del lado del decir: tenemos que escucharlos y también tenemos, seguramente, algo que decirles.

“En el autismo, el retorno del goce no se efectúa,ni en el lugar del Otro como en la paranoia,

ni en el propio cuerpo como en la esquizofrenia,sino más bien en un borde”.

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i bien el término autismo fueintroducido en la terminologíapsiquiátrica por Eugen Bleuler

en su monografía de 1911 llamada Dementia Praecox oder Gruppe der Schizophrenien, para cali�car la actitud hacia el mundo exterior en la esquizo-frenia, es a Leo Kanner a quien debe-mos su delimitación precisa como cuadro clínico, con la descripción princeps que realizara en su célebre artículo de 1943 titulado Autistic disturbances of a�ective contact.

Sin embargo, un cambio de paradig-ma ha sido operado a partir de los años ochenta, especialmente con la apari-ción del DSM-III. Anunciado como un progreso cientí�co, este cambio de paradigma generó un desplazamiento desde la noción de enfermedad mental hacia la de hándicap. Una enfermedad es, por de�nición, un proceso evoluti-

vo relacionado con uno o más agentes patógenos —conocidos o desconoci-dos— que, aun siendo actualmente incurable, puede, por derecho, sanar cuando se encuentre su remedio: tiene vocación de ser tratada. La noción de hándicap, en cambio, presupone una desviación �ja respecto de una norma, compuesta por un dé�cit y una incapa-cidad más o menos marcada que cons-tituyen una desventaja para el sujeto, di�cultando su adaptación al entorno y pudiendo solamente ser compensa-das. Implica una rehabilitación y un reforzamiento de las capacidades restantes, así como el desarrollo de nuevas capacidades a través de prótesis y de un reordenamiento del entorno. En el ámbito del autismo, este cambio de paradigma llevó a promover el enfoque cognitivo-conductual y a condenar �rmemente la denomina-

ción de psicosis, término que supues-tamente implicaba una etiología psico-genética, marcado por la referencia a las ideas freudianas. Este movimiento —caracterizado, entre otras cosas, por un retorno a la óptica organicista y a la teoría de la degeneración (Morel, 1857) reformuladas en el lenguaje de la genética moderna— concibe los trastornos autísticos como precoz-mente �jados, a la manera de los hándicaps no evolutivos, atribuyendo una dimensión pasiva al sujeto, el cual padecería los efectos de una perturba-ción sensorial central o de un déficit en la activación de tal o cual región de la corteza cerebral.

En la orientación lacaniana, en cambio, el autismo es concebido no como un hándicap fijo e irreversible sino como una posición subjetiva, en relación con una elección del sujeto autista que pone en juego la «insonda-ble decisión del ser»1, según la expre-sión de Jacques Lacan (Lacan, 1966: 177). En su libro L’autiste et sa voix, Jean-Claude Maleval propone la tesis según la cual «la posición del sujeto autista parece caracterizarse por no querer ceder en relación al goce vocal» (Maleval, 2009: 81). Por lo tanto, la incorporación del Otro del lenguaje no se opera; el autista no sitúa su voz en el vacío del Otro, lo que le permitiría inscribirse bajo el signi�cante unario de la identi�cación primordial. Las consecuencias del rechazo de ceder en relación al goce vocal son capitales para la estructuración del sujeto autis-ta. De ello resulta un rechazo del llamado al Otro que no permite que se

opere plenamente la alienación en el signi�cante. Por otro lado, y en todos los niveles de la evolución del autismo, persiste en diversos grados la extrema di�cultad, no tanto a adquirir el lenguaje, sino a tomar una posición de enunciación:

El autismo constituye una psicosis original, determinada a la vez por una carencia precisa, la de la posición de enunciación, y por una defensa especí�-ca, que tiende a remediar la desorgani-zación del mundo implicada por el rechazo inicial del llamado al Otro (Maleval, 1999: 43).

Surge entonces la cuestión de la estructura: ¿es lícito considerar al autismo dentro del marco general de las psicosis, como lo sostienen los partidarios del modelo continuista, o bien constituye una estructura inde-pendiente, caracterizada por elemen-tos estructurales dominantes y clara-mente identi�cables? Rosine y Robert Lefort sostienen la tesis de una estruc-tura autística autónoma, separada de la estructura psicótica, que se caracteri-zaría, entre otras cosas, por la ausencia del Otro:

La cuestión se plantea acerca de una «estructura autística» que, sin presen-tarse como el cuadro clínico del autismo propiamente tal, lo evoca por sus elementos estructurales dominantes y claramente identi�cables. Esta estructu-ra vendría en cuarto lugar respecto de las grandes estructuras: neurosis, psico-sis, perversión, autismo.

Si la cuestión de la estructura autística se plantea, es en condiciones bien parti-culares, ya que la dinámica de la transfe-rencia le es supuesta al mismo tiempo que nos permite a�rmar que el Otro para el autista está ausente. (…)

En el autismo —he ahí la diferencia fundamental— no hay Otro, por lo tanto no hay objeto, ya que el sujeto no podría hacer del Otro su portador, ningún Otro podría ser el origen de su demanda, ni de su pulsión, S→D. (…) A falta de notarlo, de subrayarlo, seguirán confundiéndose autismo y psicosis (Lefort y Lefort, 2003: 8-53).

La cuestión de la especi�cidad estructural del autismo ha suscitado numerosos debates dentro del Campo Freudiano. Durante una discusión sobre el tema, publicada bajo el título La Conversation de Clermont, Jean-Claude Maleval sostiene, tal como los Lefort, que el autismo constituye una cuarta estructura, pero no por las mismas razones, poniendo especial-mente el acento en las modalidades de evolución del cuadro clínico:

Dado que hay forclusión en el autismo, se podría decir que es una psicosis. ¿Por qué razones pre�ero no decirlo? Respecto de la tesis de R. y R. Lefort, me parece que una especie de contradicción existe entre la a�rmación, por una parte, que el autismo es una cuarta estructura, y que, por otra parte, evoluciona hacia la psicosis. Sostengo que el autismo es una cuarta estructura ya que no evoluciona hacia la psicosis, sino hacia el autismo.

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El autismo evoluciona hacia el autismo (Maleval, Rouillon y Rabanel, 2011: 112).

La tesis de la forclusión en el autismo es comúnmente admitida entre los autores de orientación lacaniana, centrándose el debate en la cuestión de la especi�cidad de dicha modalidad forclusiva. Una de las indicaciones que nos ha dado el doctor Lacan es que en la posición autística, entendida en sentido amplio, como el autismo del caso Dick de Melanie Klein, o el caso Roberto —el «niño del lobo»— de Rosine Lefort, el niño autista está alucinado. Decir que hay alucinación implica inmersión del simbólico en el real: «Este niño vive exclusivamente en el real. Si el término alucinación signi�ca algo, es precisamente este sentimiento de realidad» (Lacan, 1975: 120). Por lo tanto, ¿cómo cali�-car esta modalidad forclusiva? Si hay Otro, este funciona como pura exterioridad de todos los signi�cantes. En este sentido, el autismo constituiría una modalidad radical de la forclusión psicótica. La ausencia de toda prótesis imaginaria posible es uno de los aspectos particularmente notorios, así como la ausencia de delirio, con lo que este conlleva de mixtura de imaginario y simbólico. En el Nº 29 de los Feuillets du Courtil consagrado al autismo infantil precoz, Fabienne Hody aporta algunas precisiones acerca de esta modalidad radical de la forclusión, caracterizada por el rechazo de todos los signi�cantes:

Si hay forclusión en el autismo, tal como lo sostienen los Lefort, esta no se sitúa al mismo nivel que en la psicosis, no se trata de la forclusión de un signi�cante en particular como el Nombre-del-Padre, sino del rechazo de todos los signi�cantes. Es una modalidad radical de la forclusión psicótica que se sitúa al nivel de la Bejahung, tal como Freud la explicita en el Entwurf (Hody, 2008: 169).

En un artículo publicado en el Nº 66 de La Cause freudienne, Eric Laurent interroga la especi�cidad de esta modalidad forclusiva, así como sus consecuencias respecto de la distin-ción estructural del autismo infantil precoz:

Es especialmente a partir de 1992 que Robert y Rosine Lefort se han orientado hacia una separación del autismo del marco general de las psicosis. ¿Había que separarlas por una modalidad particular de la forclusión, que provoca el rechazo de todos los signi�cantes, o por una modalidad particular del retor-no del goce en el cuerpo? (Laurent, 2007: 105-118).

La cuestión del retorno del goce había sido introducida en los años ochenta por Jacques-Alain Miller, quien había propuesto reconsiderar los aportes de Lacan ya no ordenando la clínica de las psicosis exclusivamente a partir de la forclusión, sino que sistematizando la problemática del objeto. En el Semina-rio 11, Lacan da una nueva presenta-ción del niño como sujeto, poniendo el

acento no tanto sobre la vertiente de la alienación al Otro, sino sobre la de la separación como causación del sujeto por el objeto a. Este seminario condu-ce pues a una nueva concepción de la psicosis ya no en relación a la forclu-sión, sino a la holofrase del S1 y del objeto en el bolsillo para el psicótico. Será el punto de partida de una nueva conceptualización de las psicosis en la École de la Cause freudienne en los años ochenta, a través de la cuestión del objeto, que encontrará su puntua-ción mayor con el texto de Jacques-Alain Miller Clinique ironique:

Esto nos permite dar un sentido nuevo a lo que llamamos psicosis. Es a eso a lo que Lacan nos conduce. La psicosis es esta estructura clínica en la cual el objeto no está perdido, en donde el sujeto lo tiene a su disposición. De ahí que Lacan podía decir que el loco es el hombre libre.

Del mismo modo, en la psicosis, el Otro no está separado del goce; el fantasma paranoico implica la identi�-cación del goce en el lugar del Otro (Miller, 1993: 8-9).

Así como Lacan se refería a los fenómenos de retorno en lo real —lo que está forcluído en el simbólico retorna en el real—, Jacques-Alain Miller había propuesto reordenar su enseñanza sistematizando las modalidades especí-�cas del retorno del goce en las psicosis: retorno del goce en el lugar del Otro en la paranoia y retorno del goce generali-zado a nivel del cuerpo en la esquizofre-nia. Durante las Jornadas sobre el autis-mo realizadas en Toulouse, Eric Laurent completaba la serie propuesta por Miller avanzando que, en el caso del autismo, el goce retorna en lo que hace borde:

Durante los años noventa, trabajé cinco o seis años en un hospital de día con niños autistas; en este contexto, yo había propuesto en 1992 que en el autismo, el retorno del goce no se efectúa, ni en el lugar del Otro como en la paranoia, ni en el propio cuerpo como en la esquizofrenia, sino más bien en un borde (2011: 56).

Es pues a Eric Laurent a quien debe-mos la proposición según la cual hay retorno del goce en un borde, distin-guiendo así los retornos del goce correlativos a las psicosis: en el Otro

para el paranoico y en el propio cuerpo para el esquizofrénico. De ahí la idea de una modalidad de retorno del goce especí�ca del autismo: en el borde. La hipótesis de este retorno, de esta presencia opaca del goce en este curio-so límite, este neoborde, que es el lugar donde se refugia el sujeto —aunque fuese de manera incompleta, como lo hacía notar Bruno Bettelheim—, encuentra su correlato clínico en la fenomenología del autismo infantil precoz. De hecho, en la clínica del autismo es frecuente la observación de comportamientos de frontera, según la expresión de Bettelheim (Bettelheim, 1969: 186-188); el niño autista perma-nece pegado a los muros, vacila ante el umbral de una puerta sin decidirse a avanzar o retroceder, se embadurna el rostro alrededor de ojos y labios, etcétera. Numerosas son, pues, las observaciones relativas a bordes, fron-teras y umbrales.

En la orientación lacaniana, la noción de borde ha sido de�nida por Jean-Claude Maleval como «constitui-da por tres elementos imbricados los unos en los otros: el objeto autístico, el doble y el islote de competencias; estos elementos localizan el goce del sujeto y le sirven de protección» (Maleval, 2010: 7). El borde delimita un mundo interior de libertad y constituye una protección respecto del mundo exterior, que también se presta a un tratamiento complejo por parte del sujeto, permitiéndole el desarrollo de grandes capacidades, especialmente lo que se denomina islotes de competen-cias. Es también el lugar en donde el sujeto sitúa un objeto-doble que puede controlar. El borde es también, y sobre todo, el lugar del goce del sujeto, encontrando en él su dinámica. Los objetos construidos en el borde son de suma importancia para el sujeto autis-ta; así pues, la supresión forzada de esta protección puede tener conse-cuencias nefastas. Se trata más bien de aprovechar estas construcciones para desarrollar islotes de competencias.

Por otro lado, cuando el sujeto autis-ta se encuentra en la imposibilidad de situar su goce en el borde, este retorna en el cuerpo. Cuando es una parte del cuerpo la que cumple la función de objeto y de frontera, se hace extrema-damente difícil distinguir entre un cuadro esquizofrénico y un cuadro autístico.

El retorno del goce en un borde vendría entonces a caracterizar al autismo infantil precoz. Una segunda característica consistiría, de acuerdo con los desarrollos de Jean-Claude Maleval, en una retención del objeto del goce vocal, suscitando la primacía del signo en la lengua funcional del autista, así como una carencia enuncia-tiva, muda o verborreica. Cuando la voz es regulada por la castración simbólica, se corta entonces de su soporte —el cuerpo— y deviene afóni-ca, se aloja en el vacío del Otro y permite al sujeto ubicar ahí su enun-ciación. Es lo que precisamente no ocurre en el caso del sujeto autista: la voz se presenta entonces como un objeto de goce inquietante y descon-certante. Constatamos pues el rechazo del autista a movilizar el goce vocal para servir a la expresión oral. Sin embargo, ciertos autistas hablan, ya sea en forma de ecolalias o de verbali-zaciones extraídas de un repertorio memorizado, caracterizadas por el fenómeno de la inversión pronominal, sin dirigirse a un interlocutor y con un tono de voz arti�cial: en todos estos casos las palabras son más bien emiti-das que habladas. De manera constan-te nos encontramos ante la di�cultad del sujeto autista de asumir una posición de enunciador.

A modo de conclusión, diremos que para aquellos sujetos que llamamos autistas, la di�cultad central se sitúa en la enunciación, cuyo soporte funda-mental es la voz. Esto se traduce por un rechazo de la enunciación del Otro, así como por una imposibilidad de tomar la palabra de manera tal que, o bien esta se encuentra totalmente

inhibida, o bien, cuando se presenta, lo hace con graves limitaciones. El goce del sujeto, al no investirse en la palabra —goce desregulado y sin ley— retorna en un borde, estructura para cuya construcción el sujeto despliega un esfuerzo constante. Dicho borde, además de separar al sujeto del Otro y marcar su relación con los objetos, lo mantiene fuera de discurso según una modalidad especí�ca.

Esta constelación de rasgos toma en cada caso una forma sintomática singular. Ello determina las condicio-nes de todo tratamiento que restituya al sujeto la posibilidad de tomar la palabra. Entonces, y solo entonces, una regulación efectiva del goce devie-ne posible, así como el establecimiento de algo que pueda suplir el lazo social.

El doctor Lacan no habló mucho acerca del autismo. Una de las pocas indicaciones al respecto nos ha sido dada en la célebre Conferencia de Gine-bra sobre el síntoma, que hemos citado a modo de epígrafe. Al �nal de dicha presentación, Lacan responde a alguien que se pregunta cómo hacer con los autistas que no escuchan al Otro. Plantea entonces que los autistas se escuchan ellos mismos, que escu-chan muchas cosas, pero que «no escuchan lo que ustedes les dicen en tanto se ocupan de ellos» (Lacan, 1985: 17). Es en la medida que nos ocupa-mos de ellos que los autistas se encie-rran en su burbuja, para no escuchar-nos, volviéndonos inexistentes. Lacan nos dice que no debemos ocuparnos de los autistas sino más bien escuchar-los, y agrega que «hay seguramente algo que decirles» (Lacan, 1985: 17). Entendemos en esta invitación que no debemos ocuparnos de ellos en el sentido de una reeducación o un adiestramiento social, ni tampoco situarnos en una pasiva posición de espera, sino que más bien debemos asumir una posición activa del lado del decir: tenemos que escucharlos y también tenemos, seguramente, algo que decirles.

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Psicoanálisis,instituciones

y el Otro socialAna María Solís

Eduardo PozoPaula IturraOtros autores

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H ace algo más de un año se puso en marcha, al interior de la Asociación Lacaniana

de Psicoanálisis (ALP), un dispositivo de atención clínica orientado por los principios psicoanalíticos lacanianos. Ubicado en las coordenadas del traba-jo en intensión y extensión del psicoa-nálisis, busca abordar los efectos de formación que se desprenden del trabajo clínico y de la formación del analista, como también el hacer presente al psicoanálisis en la ciudad, ofertando un lugar de escucha que aloje el malestar singular.

Por el hecho de ser parte de una institución analítica, su creación y desarrollo no han estado exentos de

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modi�caciones y recti�caciones a propósito de la lectura de sus efectos en la lógica institucional, tanto en los analistas que participan de este dispo-sitivo como en la ALP en su conjunto. Esto en la línea de interpretarnos como institución y de hacernos cargo de los efectos que esta interpretación puede tener.

Comunidad analítica:condiciones de posibilidad para la institución del Consultorio

Como analistas de orientación lacaniana sabemos, a modo de expe-riencia, que la formación tiene el carácter de lo inacabado, de un camino difícil de recorrer. Es justamente esa turbación, esa incomodidad, lo que nos devuelve a la formación, a la comunidad analítica como un Otro a quien se dirige una pregunta.

El recorrido es constante en la

medida que implica al analista en tanto sujeto. ¿Qué lazo con la comuni-dad analítica? ¿Qué posición nos «conviene» en tanto miembros de una comunidad analítica? Estar al servicio de un discurso, como lo plantea Miller citando a Lacan, implica «que no es el que el yo pueda vencer, [no es el ego de Lacan], sino el discurso. Es posible [entonces] que también nosotros podamos servir a ese discurso» (2007: 234). Lacan se orienta, a diferencia de otras escuelas o grupos psicoanalíti-cos, a poner al analista en el centro, como pregunta a trabajar, rompiendo con lo instituido por la Sociedad Inter-nacional de Psicoanálisis (IPA, por sus iniciales en inglés). Somos analistas al servicio de un discurso, orientados por la causa y el trabajo.

El psicoanálisis no es revolucionario, sino subversivo, en la medida en que va en contra de las identi�caciones, de los ideales, de los signi�cantes amo. La comunidad analítica, como comuni-dad de trabajo, sostiene la pregunta respecto a qué es ser un analista, pregunta que solo se sostiene del lado del trabajo. Es, entonces, el analista y su tarea lo que se pone al servicio del

control interno y externo, ya que la comunidad analítica debe tener aten-ción, cuidado y apertura al mundo contemporáneo, no de aceptación de sus valores, nos dice Miller (2007), sino de presencia.

Así, en este contexto, surge el Con-sultorio ALP-Chile (CALP).

La formación del Consultorio se da en base a nuestro compromiso con la clínica psicoanalítica y el psicoanálisis en la ciudad. Este nos ha llevado a re�exionar, al interior de la ALP, sobre

las coordenadas de la época, la salud mental en Chile, las instituciones y sus efectos sobre la subjetividad. Dada la inserción de varios de los miembros de la asociación en instituciones de salud mental, públicas y privadas, es que hemos sido testigos de los efectos de homogeneización y de segregación que producen los protocolos y guías clínicas de atención, los que di�cultan, la mayoría de las veces, dar un lugar a la palabra del consultante. Los miem-bros de la ALP, tanto en las actividades de intensión como de extensión, hemos testimoniado respecto de nues-tra posición y práctica clínica dentro de estas lógicas institucionales.

La elección del signi�cante consulto-rio responde especí�camente a este problema, pues hace referencia a la atención en la salud pública. Nos lleva a pensar en las características de los consultorios, como también en las carencias que poseen la salud y la salud mental en Chile. Ubicando el Otro social en estos términos, el CALP se sitúa como una entidad accesible que aloja el malestar en su singularidad y que apunta a ofertar un espacio posible de escucha ahí en donde el sujeto fue desalojado.

Tres tiempos de trabajo

Su formación se organiza en tres tiempos: un primer instante de ver, que implicó conocer las redes asisten-ciales en funcionamiento en nuestro país, de situarnos en sus coordenadas jurídico-normativas; un segundo tiempo de comprender, el cartel que nos permitió trabajar en torno al rasgo de cada uno obteniendo, a modo de producto, el acto analítico como centro, cuestión que coincide con el

tercer momento de concluir: si el centro del Consultorio es el acto analítico, quiere decir que lo que se debe soste-ner para el funcionamiento del dispo-sitivo es la formación del analista.

Del trabajo realizado en estos tres momentos se desprende el objetivo de crear una clínica psicoanalítica que no esté fuera de los modos en que nuestra sociedad se organiza, del malestar en nuestra época ni del contexto nacio-nal. Es la vertiente extraterritorial pero no marginal del psicoanálisis: «el psicoanalista se ocupa de lo que no es útil en la vida cotidiana activa, se ocupa de lo que hace �gura de desecho en la vida pragmática y en la vida social» (Miller, 2002-2003).

El Consultorio

Nuestro Consultorio funciona como una red de atención que se materializa en las propias consultas de los analistas miembros de la ALP. La oferta es la atención clínica a un costo accesible, con el objetivo de democratizar el acceso a la clínica psicoanalítica de orientación lacaniana. A través de su página web y los teléfonos asociados, los pacientes pueden acceder a la aten-

Ana María SOLÍSLa autora es psicóloga y magíster en Psicología Clínica (Universidad Andrés Bello). Se desempeña como académica en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Miembro de la ALP.

ción. No existe, en la mayoría de los casos, una transferencia de entrada hacia un analista en particular; lo que sí existe es la oferta de un lugar que aloja el malestar, uno por uno, fuera del ideal de la salud mental.

Desde su instauración a la fecha se han ido sumando más y más miem-bros de la ALP al trabajo clínico, con un deseo decidido por la clínica y la formación analítica.

La instauración de la normativa de funcionamiento del CALP tiene efectos en el operar del analista. El Consultorio se presenta, en este senti-do, como un Otro a localizar por el analista para servirse de ello. Desde el llamado telefónico hasta el término de la atención en el marco del dispositivo, se juegan pequeños detalles del acto analítico que lo constituyen.

Como un espacio de intercambio y de re�exión en la ciudad, existe el blog del CALP, instancia donde temáticas chilenas actuales en salud mental son analizadas por diversos autores (también miembros de la ALP) en un lenguaje cercano, accesible, para situar la posición del psicoanálisis respecto de dichos fenómenos. Esto se enmarca en la lógica del analista ciudadano, como señala Eric Laurent (2000):

los analistas no solo han de escuchar, también deben saber transmitir la humanidad del interés que tiene para todos la particularidad de cada uno (…) No hay que retroceder ante la palabra útil, útil para los demás, cuando se reconoce una forma de humanidad en su peculiaridad (116).

Comisión de Formación del CALP

La necesidad de elaborar los efectos de formación que se desprenden de la clínica en el CALP, nos condujo a diseñar un dispositivo que pudiera alojar el trabajo clínico, articulado a la formación del analista en el contex-to institucional. Se ha vuelto necesa-rio abordar desafíos transferenciales, el saber hacer del analista, los efectos de recti�cación que tiene la supervi-sión en su posición, los desafíos epistémicos, entre otros. ¿Cómo el analista se las arregla con las pseudo-demandas de estudiantes de Psicolo-gía, con las di�cultades de acceso por los traslados en la ciudad, con consul-tantes sin deseo, o no dispuestos a pagar la libra de carne que implica un análisis?

Las preguntas que surgen son: ¿se

avala o no la entrada al CALP?, ¿qué aspectos libidinales se ponen en juego cuando el costo de la atención es bajo?, ¿cómo introducir la dimensión del sujeto y la pérdida al interior del dispositivo? En relación a la distribu-ción de la ciudad, ¿es posible garanti-zar el acceso dadas las características geográ�cas de Santiago?, ¿es posible acortar esa brecha?

En las reuniones de la Comisión de Formación hemos trabajado, a través de la presentación de casos, en torno a cómo la lógica institucional impone un punto de detención que posibilita la escucha subjetiva. Cómo, por ejemplo, la introducción de la prisa, de un tiempo real, pone a trabajar al sujeto, cuestión que nos lleva a preguntarnos por los efectos que tiene la lógica insti-

tucional en la posición del analista. O cómo este opera ante la di�cultad de casos que llegan con una demanda inespecí�ca, sin un malestar claro. ¿Qué hacer frente al empuje de las soluciones rápidas asociadas al «no querer saber» del paciente, tan caracte-rístico de la época? ¿Cómo el analista sostiene lo que no anda para localizar un malestar?

Las presentaciones clínicas y las discusiones que de ellas se suscitan nos llevan a tener como centro de grave-dad el acto analítico, la intervención mínima, como señaló Luis Tudanca (citado en Aveggio, 2013), que implica devolver al paciente su dignidad, dándole la posibilidad de hacerse responsable de las consecuencias de sus actos y otorgándole la certeza de tener un lugar en el deseo del Otro. Es

así como la política del síntoma y el goce que este comporta se han consti-tuido en la brújula de nuestro trabajo. En la última enseñanza de Lacan, el analista ya no puede ser tomado como un correlato de la signi�cación, sino como correlato de la pulsión. El analis-ta es tomado en el circuito pulsional del paciente y entonces pasa a ser objeto en la transferencia, no es un puro signi�cante y, si lo es, es un S1, un signi�cante sin sentido, angustiante y enigmático, de tanta presencia como lo tiene la dimensión del objeto (Brodsky, 2002). El desafío es no retro-ceder ante lo real.

El CALP, en sus efectos de forma-ción, produciría una división. La transferencia de trabajo y el lugar de Otro que tiene el Consultorio han desarticulado los posibles efectos de

¿Qué efectosde formación?

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“El CALP busca hacerpresente, en la ciudad,

al psicoanálisis,ofertando un lugar deescucha que aloje elmalestar singular”.

El CALP:

grupo. Se sostiene, en el trabajo, el «no hay saber». La presentación de casos, el dar cuenta de la clínica ubicando aspectos especí�cos relativos al dispo-sitivo de atención y sus di�cultades, da cuenta de que el analista tiene que ir situando, en cada caso, la función del

Otro para su operar. La contingencia de la clínica mantiene de manera cons-tante la pregunta, devolviendo al analista la responsabilidad por su acto y dando lugar, necesariamente, a los modos de implicación en la propia formación.

Page 47: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

ace algo más de un año se puso en marcha, al interior de la Asociación Lacaniana

de Psicoanálisis (ALP), un dispositivo de atención clínica orientado por los principios psicoanalíticos lacanianos. Ubicado en las coordenadas del traba-jo en intensión y extensión del psicoa-nálisis, busca abordar los efectos de formación que se desprenden del trabajo clínico y de la formación del analista, como también el hacer presente al psicoanálisis en la ciudad, ofertando un lugar de escucha que aloje el malestar singular.

Por el hecho de ser parte de una institución analítica, su creación y desarrollo no han estado exentos de

modi�caciones y recti�caciones a propósito de la lectura de sus efectos en la lógica institucional, tanto en los analistas que participan de este dispo-sitivo como en la ALP en su conjunto. Esto en la línea de interpretarnos como institución y de hacernos cargo de los efectos que esta interpretación puede tener.

Comunidad analítica:condiciones de posibilidad para la institución del Consultorio

Como analistas de orientación lacaniana sabemos, a modo de expe-riencia, que la formación tiene el carácter de lo inacabado, de un camino difícil de recorrer. Es justamente esa turbación, esa incomodidad, lo que nos devuelve a la formación, a la comunidad analítica como un Otro a quien se dirige una pregunta.

El recorrido es constante en la

medida que implica al analista en tanto sujeto. ¿Qué lazo con la comuni-dad analítica? ¿Qué posición nos «conviene» en tanto miembros de una comunidad analítica? Estar al servicio de un discurso, como lo plantea Miller citando a Lacan, implica «que no es el que el yo pueda vencer, [no es el ego de Lacan], sino el discurso. Es posible [entonces] que también nosotros podamos servir a ese discurso» (2007: 234). Lacan se orienta, a diferencia de otras escuelas o grupos psicoanalíti-cos, a poner al analista en el centro, como pregunta a trabajar, rompiendo con lo instituido por la Sociedad Inter-nacional de Psicoanálisis (IPA, por sus iniciales en inglés). Somos analistas al servicio de un discurso, orientados por la causa y el trabajo.

El psicoanálisis no es revolucionario, sino subversivo, en la medida en que va en contra de las identi�caciones, de los ideales, de los signi�cantes amo. La comunidad analítica, como comuni-dad de trabajo, sostiene la pregunta respecto a qué es ser un analista, pregunta que solo se sostiene del lado del trabajo. Es, entonces, el analista y su tarea lo que se pone al servicio del

control interno y externo, ya que la comunidad analítica debe tener aten-ción, cuidado y apertura al mundo contemporáneo, no de aceptación de sus valores, nos dice Miller (2007), sino de presencia.

Así, en este contexto, surge el Con-sultorio ALP-Chile (CALP).

La formación del Consultorio se da en base a nuestro compromiso con la clínica psicoanalítica y el psicoanálisis en la ciudad. Este nos ha llevado a re�exionar, al interior de la ALP, sobre

las coordenadas de la época, la salud mental en Chile, las instituciones y sus efectos sobre la subjetividad. Dada la inserción de varios de los miembros de la asociación en instituciones de salud mental, públicas y privadas, es que hemos sido testigos de los efectos de homogeneización y de segregación que producen los protocolos y guías clínicas de atención, los que di�cultan, la mayoría de las veces, dar un lugar a la palabra del consultante. Los miem-bros de la ALP, tanto en las actividades de intensión como de extensión, hemos testimoniado respecto de nues-tra posición y práctica clínica dentro de estas lógicas institucionales.

La elección del signi�cante consulto-rio responde especí�camente a este problema, pues hace referencia a la atención en la salud pública. Nos lleva a pensar en las características de los consultorios, como también en las carencias que poseen la salud y la salud mental en Chile. Ubicando el Otro social en estos términos, el CALP se sitúa como una entidad accesible que aloja el malestar en su singularidad y que apunta a ofertar un espacio posible de escucha ahí en donde el sujeto fue desalojado.

Tres tiempos de trabajo

Su formación se organiza en tres tiempos: un primer instante de ver, que implicó conocer las redes asisten-ciales en funcionamiento en nuestro país, de situarnos en sus coordenadas jurídico-normativas; un segundo tiempo de comprender, el cartel que nos permitió trabajar en torno al rasgo de cada uno obteniendo, a modo de producto, el acto analítico como centro, cuestión que coincide con el

tercer momento de concluir: si el centro del Consultorio es el acto analítico, quiere decir que lo que se debe soste-ner para el funcionamiento del dispo-sitivo es la formación del analista.

Del trabajo realizado en estos tres momentos se desprende el objetivo de crear una clínica psicoanalítica que no esté fuera de los modos en que nuestra sociedad se organiza, del malestar en nuestra época ni del contexto nacio-nal. Es la vertiente extraterritorial pero no marginal del psicoanálisis: «el psicoanalista se ocupa de lo que no es útil en la vida cotidiana activa, se ocupa de lo que hace �gura de desecho en la vida pragmática y en la vida social» (Miller, 2002-2003).

El Consultorio

Nuestro Consultorio funciona como una red de atención que se materializa en las propias consultas de los analistas miembros de la ALP. La oferta es la atención clínica a un costo accesible, con el objetivo de democratizar el acceso a la clínica psicoanalítica de orientación lacaniana. A través de su página web y los teléfonos asociados, los pacientes pueden acceder a la aten-

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ción. No existe, en la mayoría de los casos, una transferencia de entrada hacia un analista en particular; lo que sí existe es la oferta de un lugar que aloja el malestar, uno por uno, fuera del ideal de la salud mental.

Desde su instauración a la fecha se han ido sumando más y más miem-bros de la ALP al trabajo clínico, con un deseo decidido por la clínica y la formación analítica.

La instauración de la normativa de funcionamiento del CALP tiene efectos en el operar del analista. El Consultorio se presenta, en este senti-do, como un Otro a localizar por el analista para servirse de ello. Desde el llamado telefónico hasta el término de la atención en el marco del dispositivo, se juegan pequeños detalles del acto analítico que lo constituyen.

Como un espacio de intercambio y de re�exión en la ciudad, existe el blog del CALP, instancia donde temáticas chilenas actuales en salud mental son analizadas por diversos autores (también miembros de la ALP) en un lenguaje cercano, accesible, para situar la posición del psicoanálisis respecto de dichos fenómenos. Esto se enmarca en la lógica del analista ciudadano, como señala Eric Laurent (2000):

los analistas no solo han de escuchar, también deben saber transmitir la humanidad del interés que tiene para todos la particularidad de cada uno (…) No hay que retroceder ante la palabra útil, útil para los demás, cuando se reconoce una forma de humanidad en su peculiaridad (116).

Comisión de Formación del CALP

La necesidad de elaborar los efectos de formación que se desprenden de la clínica en el CALP, nos condujo a diseñar un dispositivo que pudiera alojar el trabajo clínico, articulado a la formación del analista en el contex-to institucional. Se ha vuelto necesa-rio abordar desafíos transferenciales, el saber hacer del analista, los efectos de recti�cación que tiene la supervi-sión en su posición, los desafíos epistémicos, entre otros. ¿Cómo el analista se las arregla con las pseudo-demandas de estudiantes de Psicolo-gía, con las di�cultades de acceso por los traslados en la ciudad, con consul-tantes sin deseo, o no dispuestos a pagar la libra de carne que implica un análisis?

Las preguntas que surgen son: ¿se

avala o no la entrada al CALP?, ¿qué aspectos libidinales se ponen en juego cuando el costo de la atención es bajo?, ¿cómo introducir la dimensión del sujeto y la pérdida al interior del dispositivo? En relación a la distribu-ción de la ciudad, ¿es posible garanti-zar el acceso dadas las características geográ�cas de Santiago?, ¿es posible acortar esa brecha?

En las reuniones de la Comisión de Formación hemos trabajado, a través de la presentación de casos, en torno a cómo la lógica institucional impone un punto de detención que posibilita la escucha subjetiva. Cómo, por ejemplo, la introducción de la prisa, de un tiempo real, pone a trabajar al sujeto, cuestión que nos lleva a preguntarnos por los efectos que tiene la lógica insti-

tucional en la posición del analista. O cómo este opera ante la di�cultad de casos que llegan con una demanda inespecí�ca, sin un malestar claro. ¿Qué hacer frente al empuje de las soluciones rápidas asociadas al «no querer saber» del paciente, tan caracte-rístico de la época? ¿Cómo el analista sostiene lo que no anda para localizar un malestar?

Las presentaciones clínicas y las discusiones que de ellas se suscitan nos llevan a tener como centro de grave-dad el acto analítico, la intervención mínima, como señaló Luis Tudanca (citado en Aveggio, 2013), que implica devolver al paciente su dignidad, dándole la posibilidad de hacerse responsable de las consecuencias de sus actos y otorgándole la certeza de tener un lugar en el deseo del Otro. Es

así como la política del síntoma y el goce que este comporta se han consti-tuido en la brújula de nuestro trabajo. En la última enseñanza de Lacan, el analista ya no puede ser tomado como un correlato de la signi�cación, sino como correlato de la pulsión. El analis-ta es tomado en el circuito pulsional del paciente y entonces pasa a ser objeto en la transferencia, no es un puro signi�cante y, si lo es, es un S1, un signi�cante sin sentido, angustiante y enigmático, de tanta presencia como lo tiene la dimensión del objeto (Brodsky, 2002). El desafío es no retro-ceder ante lo real.

El CALP, en sus efectos de forma-ción, produciría una división. La transferencia de trabajo y el lugar de Otro que tiene el Consultorio han desarticulado los posibles efectos de

“Lacan nos orienta, a diferencia de otras escuelaso grupos psicoanalíticos, a poner al analista

en el centro, como pregunta a trabajar”.

grupo. Se sostiene, en el trabajo, el «no hay saber». La presentación de casos, el dar cuenta de la clínica ubicando aspectos especí�cos relativos al dispo-sitivo de atención y sus di�cultades, da cuenta de que el analista tiene que ir situando, en cada caso, la función del

Otro para su operar. La contingencia de la clínica mantiene de manera cons-tante la pregunta, devolviendo al analista la responsabilidad por su acto y dando lugar, necesariamente, a los modos de implicación en la propia formación.

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ace algo más de un año se puso en marcha, al interior de la Asociación Lacaniana

de Psicoanálisis (ALP), un dispositivo de atención clínica orientado por los principios psicoanalíticos lacanianos. Ubicado en las coordenadas del traba-jo en intensión y extensión del psicoa-nálisis, busca abordar los efectos de formación que se desprenden del trabajo clínico y de la formación del analista, como también el hacer presente al psicoanálisis en la ciudad, ofertando un lugar de escucha que aloje el malestar singular.

Por el hecho de ser parte de una institución analítica, su creación y desarrollo no han estado exentos de

modi�caciones y recti�caciones a propósito de la lectura de sus efectos en la lógica institucional, tanto en los analistas que participan de este dispo-sitivo como en la ALP en su conjunto. Esto en la línea de interpretarnos como institución y de hacernos cargo de los efectos que esta interpretación puede tener.

Comunidad analítica:condiciones de posibilidad para la institución del Consultorio

Como analistas de orientación lacaniana sabemos, a modo de expe-riencia, que la formación tiene el carácter de lo inacabado, de un camino difícil de recorrer. Es justamente esa turbación, esa incomodidad, lo que nos devuelve a la formación, a la comunidad analítica como un Otro a quien se dirige una pregunta.

El recorrido es constante en la

medida que implica al analista en tanto sujeto. ¿Qué lazo con la comuni-dad analítica? ¿Qué posición nos «conviene» en tanto miembros de una comunidad analítica? Estar al servicio de un discurso, como lo plantea Miller citando a Lacan, implica «que no es el que el yo pueda vencer, [no es el ego de Lacan], sino el discurso. Es posible [entonces] que también nosotros podamos servir a ese discurso» (2007: 234). Lacan se orienta, a diferencia de otras escuelas o grupos psicoanalíti-cos, a poner al analista en el centro, como pregunta a trabajar, rompiendo con lo instituido por la Sociedad Inter-nacional de Psicoanálisis (IPA, por sus iniciales en inglés). Somos analistas al servicio de un discurso, orientados por la causa y el trabajo.

El psicoanálisis no es revolucionario, sino subversivo, en la medida en que va en contra de las identi�caciones, de los ideales, de los signi�cantes amo. La comunidad analítica, como comuni-dad de trabajo, sostiene la pregunta respecto a qué es ser un analista, pregunta que solo se sostiene del lado del trabajo. Es, entonces, el analista y su tarea lo que se pone al servicio del

control interno y externo, ya que la comunidad analítica debe tener aten-ción, cuidado y apertura al mundo contemporáneo, no de aceptación de sus valores, nos dice Miller (2007), sino de presencia.

Así, en este contexto, surge el Con-sultorio ALP-Chile (CALP).

La formación del Consultorio se da en base a nuestro compromiso con la clínica psicoanalítica y el psicoanálisis en la ciudad. Este nos ha llevado a re�exionar, al interior de la ALP, sobre

las coordenadas de la época, la salud mental en Chile, las instituciones y sus efectos sobre la subjetividad. Dada la inserción de varios de los miembros de la asociación en instituciones de salud mental, públicas y privadas, es que hemos sido testigos de los efectos de homogeneización y de segregación que producen los protocolos y guías clínicas de atención, los que di�cultan, la mayoría de las veces, dar un lugar a la palabra del consultante. Los miem-bros de la ALP, tanto en las actividades de intensión como de extensión, hemos testimoniado respecto de nues-tra posición y práctica clínica dentro de estas lógicas institucionales.

La elección del signi�cante consulto-rio responde especí�camente a este problema, pues hace referencia a la atención en la salud pública. Nos lleva a pensar en las características de los consultorios, como también en las carencias que poseen la salud y la salud mental en Chile. Ubicando el Otro social en estos términos, el CALP se sitúa como una entidad accesible que aloja el malestar en su singularidad y que apunta a ofertar un espacio posible de escucha ahí en donde el sujeto fue desalojado.

Tres tiempos de trabajo

Su formación se organiza en tres tiempos: un primer instante de ver, que implicó conocer las redes asisten-ciales en funcionamiento en nuestro país, de situarnos en sus coordenadas jurídico-normativas; un segundo tiempo de comprender, el cartel que nos permitió trabajar en torno al rasgo de cada uno obteniendo, a modo de producto, el acto analítico como centro, cuestión que coincide con el

tercer momento de concluir: si el centro del Consultorio es el acto analítico, quiere decir que lo que se debe soste-ner para el funcionamiento del dispo-sitivo es la formación del analista.

Del trabajo realizado en estos tres momentos se desprende el objetivo de crear una clínica psicoanalítica que no esté fuera de los modos en que nuestra sociedad se organiza, del malestar en nuestra época ni del contexto nacio-nal. Es la vertiente extraterritorial pero no marginal del psicoanálisis: «el psicoanalista se ocupa de lo que no es útil en la vida cotidiana activa, se ocupa de lo que hace �gura de desecho en la vida pragmática y en la vida social» (Miller, 2002-2003).

El Consultorio

Nuestro Consultorio funciona como una red de atención que se materializa en las propias consultas de los analistas miembros de la ALP. La oferta es la atención clínica a un costo accesible, con el objetivo de democratizar el acceso a la clínica psicoanalítica de orientación lacaniana. A través de su página web y los teléfonos asociados, los pacientes pueden acceder a la aten-

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ción. No existe, en la mayoría de los casos, una transferencia de entrada hacia un analista en particular; lo que sí existe es la oferta de un lugar que aloja el malestar, uno por uno, fuera del ideal de la salud mental.

Desde su instauración a la fecha se han ido sumando más y más miem-bros de la ALP al trabajo clínico, con un deseo decidido por la clínica y la formación analítica.

La instauración de la normativa de funcionamiento del CALP tiene efectos en el operar del analista. El Consultorio se presenta, en este senti-do, como un Otro a localizar por el analista para servirse de ello. Desde el llamado telefónico hasta el término de la atención en el marco del dispositivo, se juegan pequeños detalles del acto analítico que lo constituyen.

Como un espacio de intercambio y de re�exión en la ciudad, existe el blog del CALP, instancia donde temáticas chilenas actuales en salud mental son analizadas por diversos autores (también miembros de la ALP) en un lenguaje cercano, accesible, para situar la posición del psicoanálisis respecto de dichos fenómenos. Esto se enmarca en la lógica del analista ciudadano, como señala Eric Laurent (2000):

los analistas no solo han de escuchar, también deben saber transmitir la humanidad del interés que tiene para todos la particularidad de cada uno (…) No hay que retroceder ante la palabra útil, útil para los demás, cuando se reconoce una forma de humanidad en su peculiaridad (116).

Comisión de Formación del CALP

La necesidad de elaborar los efectos de formación que se desprenden de la clínica en el CALP, nos condujo a diseñar un dispositivo que pudiera alojar el trabajo clínico, articulado a la formación del analista en el contex-to institucional. Se ha vuelto necesa-rio abordar desafíos transferenciales, el saber hacer del analista, los efectos de recti�cación que tiene la supervi-sión en su posición, los desafíos epistémicos, entre otros. ¿Cómo el analista se las arregla con las pseudo-demandas de estudiantes de Psicolo-gía, con las di�cultades de acceso por los traslados en la ciudad, con consul-tantes sin deseo, o no dispuestos a pagar la libra de carne que implica un análisis?

Las preguntas que surgen son: ¿se

avala o no la entrada al CALP?, ¿qué aspectos libidinales se ponen en juego cuando el costo de la atención es bajo?, ¿cómo introducir la dimensión del sujeto y la pérdida al interior del dispositivo? En relación a la distribu-ción de la ciudad, ¿es posible garanti-zar el acceso dadas las características geográ�cas de Santiago?, ¿es posible acortar esa brecha?

En las reuniones de la Comisión de Formación hemos trabajado, a través de la presentación de casos, en torno a cómo la lógica institucional impone un punto de detención que posibilita la escucha subjetiva. Cómo, por ejemplo, la introducción de la prisa, de un tiempo real, pone a trabajar al sujeto, cuestión que nos lleva a preguntarnos por los efectos que tiene la lógica insti-

tucional en la posición del analista. O cómo este opera ante la di�cultad de casos que llegan con una demanda inespecí�ca, sin un malestar claro. ¿Qué hacer frente al empuje de las soluciones rápidas asociadas al «no querer saber» del paciente, tan caracte-rístico de la época? ¿Cómo el analista sostiene lo que no anda para localizar un malestar?

Las presentaciones clínicas y las discusiones que de ellas se suscitan nos llevan a tener como centro de grave-dad el acto analítico, la intervención mínima, como señaló Luis Tudanca (citado en Aveggio, 2013), que implica devolver al paciente su dignidad, dándole la posibilidad de hacerse responsable de las consecuencias de sus actos y otorgándole la certeza de tener un lugar en el deseo del Otro. Es

así como la política del síntoma y el goce que este comporta se han consti-tuido en la brújula de nuestro trabajo. En la última enseñanza de Lacan, el analista ya no puede ser tomado como un correlato de la signi�cación, sino como correlato de la pulsión. El analis-ta es tomado en el circuito pulsional del paciente y entonces pasa a ser objeto en la transferencia, no es un puro signi�cante y, si lo es, es un S1, un signi�cante sin sentido, angustiante y enigmático, de tanta presencia como lo tiene la dimensión del objeto (Brodsky, 2002). El desafío es no retro-ceder ante lo real.

El CALP, en sus efectos de forma-ción, produciría una división. La transferencia de trabajo y el lugar de Otro que tiene el Consultorio han desarticulado los posibles efectos de

“La contingencia de la clínica mantiene de maneraconstante la pregunta, devolviendo al analista la

responsabilidad por su acto y dando lugar, necesariamente,a los modos de implicación en la propia formación”.

grupo. Se sostiene, en el trabajo, el «no hay saber». La presentación de casos, el dar cuenta de la clínica ubicando aspectos especí�cos relativos al dispo-sitivo de atención y sus di�cultades, da cuenta de que el analista tiene que ir situando, en cada caso, la función del

Otro para su operar. La contingencia de la clínica mantiene de manera cons-tante la pregunta, devolviendo al analista la responsabilidad por su acto y dando lugar, necesariamente, a los modos de implicación en la propia formación.

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ace algo más de un año se puso en marcha, al interior de la Asociación Lacaniana

de Psicoanálisis (ALP), un dispositivo de atención clínica orientado por los principios psicoanalíticos lacanianos. Ubicado en las coordenadas del traba-jo en intensión y extensión del psicoa-nálisis, busca abordar los efectos de formación que se desprenden del trabajo clínico y de la formación del analista, como también el hacer presente al psicoanálisis en la ciudad, ofertando un lugar de escucha que aloje el malestar singular.

Por el hecho de ser parte de una institución analítica, su creación y desarrollo no han estado exentos de

modi�caciones y recti�caciones a propósito de la lectura de sus efectos en la lógica institucional, tanto en los analistas que participan de este dispo-sitivo como en la ALP en su conjunto. Esto en la línea de interpretarnos como institución y de hacernos cargo de los efectos que esta interpretación puede tener.

Comunidad analítica:condiciones de posibilidad para la institución del Consultorio

Como analistas de orientación lacaniana sabemos, a modo de expe-riencia, que la formación tiene el carácter de lo inacabado, de un camino difícil de recorrer. Es justamente esa turbación, esa incomodidad, lo que nos devuelve a la formación, a la comunidad analítica como un Otro a quien se dirige una pregunta.

El recorrido es constante en la

medida que implica al analista en tanto sujeto. ¿Qué lazo con la comuni-dad analítica? ¿Qué posición nos «conviene» en tanto miembros de una comunidad analítica? Estar al servicio de un discurso, como lo plantea Miller citando a Lacan, implica «que no es el que el yo pueda vencer, [no es el ego de Lacan], sino el discurso. Es posible [entonces] que también nosotros podamos servir a ese discurso» (2007: 234). Lacan se orienta, a diferencia de otras escuelas o grupos psicoanalíti-cos, a poner al analista en el centro, como pregunta a trabajar, rompiendo con lo instituido por la Sociedad Inter-nacional de Psicoanálisis (IPA, por sus iniciales en inglés). Somos analistas al servicio de un discurso, orientados por la causa y el trabajo.

El psicoanálisis no es revolucionario, sino subversivo, en la medida en que va en contra de las identi�caciones, de los ideales, de los signi�cantes amo. La comunidad analítica, como comuni-dad de trabajo, sostiene la pregunta respecto a qué es ser un analista, pregunta que solo se sostiene del lado del trabajo. Es, entonces, el analista y su tarea lo que se pone al servicio del

control interno y externo, ya que la comunidad analítica debe tener aten-ción, cuidado y apertura al mundo contemporáneo, no de aceptación de sus valores, nos dice Miller (2007), sino de presencia.

Así, en este contexto, surge el Con-sultorio ALP-Chile (CALP).

La formación del Consultorio se da en base a nuestro compromiso con la clínica psicoanalítica y el psicoanálisis en la ciudad. Este nos ha llevado a re�exionar, al interior de la ALP, sobre

las coordenadas de la época, la salud mental en Chile, las instituciones y sus efectos sobre la subjetividad. Dada la inserción de varios de los miembros de la asociación en instituciones de salud mental, públicas y privadas, es que hemos sido testigos de los efectos de homogeneización y de segregación que producen los protocolos y guías clínicas de atención, los que di�cultan, la mayoría de las veces, dar un lugar a la palabra del consultante. Los miem-bros de la ALP, tanto en las actividades de intensión como de extensión, hemos testimoniado respecto de nues-tra posición y práctica clínica dentro de estas lógicas institucionales.

La elección del signi�cante consulto-rio responde especí�camente a este problema, pues hace referencia a la atención en la salud pública. Nos lleva a pensar en las características de los consultorios, como también en las carencias que poseen la salud y la salud mental en Chile. Ubicando el Otro social en estos términos, el CALP se sitúa como una entidad accesible que aloja el malestar en su singularidad y que apunta a ofertar un espacio posible de escucha ahí en donde el sujeto fue desalojado.

Tres tiempos de trabajo

Su formación se organiza en tres tiempos: un primer instante de ver, que implicó conocer las redes asisten-ciales en funcionamiento en nuestro país, de situarnos en sus coordenadas jurídico-normativas; un segundo tiempo de comprender, el cartel que nos permitió trabajar en torno al rasgo de cada uno obteniendo, a modo de producto, el acto analítico como centro, cuestión que coincide con el

tercer momento de concluir: si el centro del Consultorio es el acto analítico, quiere decir que lo que se debe soste-ner para el funcionamiento del dispo-sitivo es la formación del analista.

Del trabajo realizado en estos tres momentos se desprende el objetivo de crear una clínica psicoanalítica que no esté fuera de los modos en que nuestra sociedad se organiza, del malestar en nuestra época ni del contexto nacio-nal. Es la vertiente extraterritorial pero no marginal del psicoanálisis: «el psicoanalista se ocupa de lo que no es útil en la vida cotidiana activa, se ocupa de lo que hace �gura de desecho en la vida pragmática y en la vida social» (Miller, 2002-2003).

El Consultorio

Nuestro Consultorio funciona como una red de atención que se materializa en las propias consultas de los analistas miembros de la ALP. La oferta es la atención clínica a un costo accesible, con el objetivo de democratizar el acceso a la clínica psicoanalítica de orientación lacaniana. A través de su página web y los teléfonos asociados, los pacientes pueden acceder a la aten-

ción. No existe, en la mayoría de los casos, una transferencia de entrada hacia un analista en particular; lo que sí existe es la oferta de un lugar que aloja el malestar, uno por uno, fuera del ideal de la salud mental.

Desde su instauración a la fecha se han ido sumando más y más miem-bros de la ALP al trabajo clínico, con un deseo decidido por la clínica y la formación analítica.

La instauración de la normativa de funcionamiento del CALP tiene efectos en el operar del analista. El Consultorio se presenta, en este senti-do, como un Otro a localizar por el analista para servirse de ello. Desde el llamado telefónico hasta el término de la atención en el marco del dispositivo, se juegan pequeños detalles del acto analítico que lo constituyen.

Como un espacio de intercambio y de re�exión en la ciudad, existe el blog del CALP, instancia donde temáticas chilenas actuales en salud mental son analizadas por diversos autores (también miembros de la ALP) en un lenguaje cercano, accesible, para situar la posición del psicoanálisis respecto de dichos fenómenos. Esto se enmarca en la lógica del analista ciudadano, como señala Eric Laurent (2000):

los analistas no solo han de escuchar, también deben saber transmitir la humanidad del interés que tiene para todos la particularidad de cada uno (…) No hay que retroceder ante la palabra útil, útil para los demás, cuando se reconoce una forma de humanidad en su peculiaridad (116).

Comisión de Formación del CALP

La necesidad de elaborar los efectos de formación que se desprenden de la clínica en el CALP, nos condujo a diseñar un dispositivo que pudiera alojar el trabajo clínico, articulado a la formación del analista en el contex-to institucional. Se ha vuelto necesa-rio abordar desafíos transferenciales, el saber hacer del analista, los efectos de recti�cación que tiene la supervi-sión en su posición, los desafíos epistémicos, entre otros. ¿Cómo el analista se las arregla con las pseudo-demandas de estudiantes de Psicolo-gía, con las di�cultades de acceso por los traslados en la ciudad, con consul-tantes sin deseo, o no dispuestos a pagar la libra de carne que implica un análisis?

Las preguntas que surgen son: ¿se

avala o no la entrada al CALP?, ¿qué aspectos libidinales se ponen en juego cuando el costo de la atención es bajo?, ¿cómo introducir la dimensión del sujeto y la pérdida al interior del dispositivo? En relación a la distribu-ción de la ciudad, ¿es posible garanti-zar el acceso dadas las características geográ�cas de Santiago?, ¿es posible acortar esa brecha?

En las reuniones de la Comisión de Formación hemos trabajado, a través de la presentación de casos, en torno a cómo la lógica institucional impone un punto de detención que posibilita la escucha subjetiva. Cómo, por ejemplo, la introducción de la prisa, de un tiempo real, pone a trabajar al sujeto, cuestión que nos lleva a preguntarnos por los efectos que tiene la lógica insti-

tucional en la posición del analista. O cómo este opera ante la di�cultad de casos que llegan con una demanda inespecí�ca, sin un malestar claro. ¿Qué hacer frente al empuje de las soluciones rápidas asociadas al «no querer saber» del paciente, tan caracte-rístico de la época? ¿Cómo el analista sostiene lo que no anda para localizar un malestar?

Las presentaciones clínicas y las discusiones que de ellas se suscitan nos llevan a tener como centro de grave-dad el acto analítico, la intervención mínima, como señaló Luis Tudanca (citado en Aveggio, 2013), que implica devolver al paciente su dignidad, dándole la posibilidad de hacerse responsable de las consecuencias de sus actos y otorgándole la certeza de tener un lugar en el deseo del Otro. Es

así como la política del síntoma y el goce que este comporta se han consti-tuido en la brújula de nuestro trabajo. En la última enseñanza de Lacan, el analista ya no puede ser tomado como un correlato de la signi�cación, sino como correlato de la pulsión. El analis-ta es tomado en el circuito pulsional del paciente y entonces pasa a ser objeto en la transferencia, no es un puro signi�cante y, si lo es, es un S1, un signi�cante sin sentido, angustiante y enigmático, de tanta presencia como lo tiene la dimensión del objeto (Brodsky, 2002). El desafío es no retro-ceder ante lo real.

El CALP, en sus efectos de forma-ción, produciría una división. La transferencia de trabajo y el lugar de Otro que tiene el Consultorio han desarticulado los posibles efectos de

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Referenciasbibliográ�cas Miller, J.A. (2002-2003). Un esfuerzo de poesía. Curso inédito.

Miller, J.A. (2007). Introducción a la clínica lacaniana. Barcelona, España: RBA Libros.

Laurent, E. (2000). Psicoanálisis y salud mental. Buenos Aires, Argentina: Tres Haches.

Tudanca, L. (2013). La sociedad de los casos graves en psicoanálisis. En R. Aveggio, Salud pública y salud mental en Chile (pp. 9-21). Santiago, Chile: RiL editores.

Brodsky, G. (2002). El acto psicoanalítico y otros textos. Bogotá, Colombia: Nueva Escuela Lacaniana.

grupo. Se sostiene, en el trabajo, el «no hay saber». La presentación de casos, el dar cuenta de la clínica ubicando aspectos especí�cos relativos al dispo-sitivo de atención y sus di�cultades, da cuenta de que el analista tiene que ir situando, en cada caso, la función del

Otro para su operar. La contingencia de la clínica mantiene de manera cons-tante la pregunta, devolviendo al analista la responsabilidad por su acto y dando lugar, necesariamente, a los modos de implicación en la propia formación.

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Testimonios de formación

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CALP:

El silencioLa marca que implica la supervisión,

como efecto de formación, es la posibili-dad de guardar silencio ante un signi�-cante… Ese silencio sostenido provoca en el paciente la aparición de su propio fantasma, que lo incita a ocupar el vacío con la palabra. Es la posición del analis-ta sin forma, como dice Miller en Cosas de familia en el inconsciente.

Isabel Margarita Labarca

Los efectosEl Consultorio de la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile (CALP)

apunta en el horizonte de la formación del analista. ¿Qué efectos de formación para mí? En primer lugar, hacerme cargo del trípo-

de propio del discurso analítico: supervisión, formación epistémica y análisis personal. En efecto, la clínica me ha impulsado hacia la supervisión constante y a buscar distintos espacios de transmisión del psicoanálisis. A su vez, la posición de analista me ha conducido a interrogarme por el deseo de retomar mi propio análisis y de llevarlo hasta su �nal. En segundo lugar, al ser parte de un dispositi-vo institucional que se erige con los signi�cantes de la época del «para todos» (técnica, psicoterapia y salud mental), mi re�exión ha buscado sostener una ética que dé espacio a la singularidad de quien consulta. Por último, como el CALP responde a una mínima organización burocrática y administrativa, he tenido que elaborar mi propio modo de hacer en su interior, para poder poner en juego el deseo del analista. Esto se ha traducido en privarme de ocupar el lugar del amo que busca domeñar el síntoma en una cantidad de sesiones deter-minadas, para pasar a preguntarme por la función del síntoma en cada sujeto, en tanto respuesta singular ante lo imposible, ante lo real.

Carlos Barría Román

“La posición de analista meha conducido a interrogarme

por el deseo de retomarmi propio análisis y dellevarlo hasta su final”.

“Ese silencio sostenidoprovoca en el paciente la

aparición de su propiofantasma, que lo incita a

ocupar el vacío con la palabra”.

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“Un Consultorio de orientaciónlacaniana (...) apuesta porvolver a ubicar a la clínica

en el centro del trabajo”.

La diferencia¿Cómo alojar a un paciente que no habla de su malestar? La pregunta

encuentra su guía y provoca un efecto de formación. Al parecer, para el CALP no es un paciente. El deseo de trabajo debe quedar del lado del paciente y no del analista. Es algo con lo que se puede confrontar al sujeto, pues no se puede trabajar si solo hablamos de aquello que funciona.

Esto despierta el prejuicio de lo institucional, pensado como aquel lugar en el que se considera a la persona como sujeto de derecho: para todos, igual; para todos, análisis; para todos, el CALP, cuestión que es agujereada por el psicoanálisis de orientación lacaniana. Se trata más bien de un sujeto de lo inconsciente, que permita alojar la diferencia y la excepción. El adoptar una posición política que se ubique en la falta en ser, más que en el ser, permitien-do que en esta postura de acción algo se revele, desprendiéndose de la idea del «�nal feliz» y del ideal de la comprensión. Es aquello que abre paso a la posibi-lidad de alojar en una institución al sujeto de lo inconsciente.

Francisca Vargas

La clínicaSi el síntoma no solo resulta ser un concepto que atraviesa la historia del

psicoanálisis, sino también aquello que se encuentra a la entrada y la salida de la propia experiencia analítica, es porque la clínica está concernida. Hablamos de Otra clínica, sin duda. Una klínica, incluso, que impone caute-la frente a cualquier intento de reduccionismo �losó�co o literario del discurso analítico.

Un Consultorio de orientación lacaniana, advertido de que su funciona-miento no encuentra garantías en la existencia del papeleo como signo de burocratización administrativa, apuesta por volver a ubicar a la clínica en el centro del trabajo. Y no solo en el sentido de un tratamiento al malestar, sino también como posibilidad de lazo entre los propios analistas.

El Consultorio, como signi�cante, como semblante, permite, al servirse de él, ser ubicado y ubicarse en el discurso, en el enjambre del Otro social. En la ciudad, si queremos, como una de las �guras de ese Otro social. Ello facilita tomar el pulso a la época, a los nuevos síntomas, a las nuevas realida-des sexuales y familiares, al hacer hablar el no hay que fundamenta el acto con el cual operar. Acto como efecto de la formación como en la formación del analista.

José Luis Obaid

“El deseo de trabajodebe quedar del lado del

paciente y no del analista”.

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El tiempoA mi parecer, el CALP es una apuesta de la orientación

lacaniana sobre los efectos que puede tener en la clínica la oferta de una escucha limitada en el tiempo: 16 sesiones, después de las cuales se veri�can sus efectos. Es la apuesta de confrontar tanto al paciente como al analista con la realidad del tiempo, del corte, del agujero. Es precipitar la experiencia hacia lo real de esa clínica, sirviéndose de un discurso epocal que empuja a lo rápido, a lo breve, a la inmediatez, al todo es posible, para introducir un no hay de un real imposible.

Así como el corte de sesión tiene los efectos de escansión para enfrentar al sujeto al sinsentido en lo real, ¿cuáles son los posibles efectos del número limitado de sesiones? El dispositi-vo y las reuniones del CALP han tenido como efecto de ense-ñanza el precipitarme al encuentro con lo real de la experien-cia analítica, lo real que se juega en lo breve de un encuentro.

Alejandro Góngora

El encuentroAl pensar sobre la función del CALP me resultó «cómodo»

darle la vuelta por su estatuto de interpretación inexacta, tal como Lacan lo sitúa en su Dirección de la cura y los principios de su poder. Se trata de una interpretación inexacta principalmente porque si bien el consultorio permite un encuentro entre un sufriente y un analista, este encuentro se da, más que porque ambos acuerden una cita, porque ni el uno ni el otro saben muy bien qué es el CALP.

En el caso del supuesto sufriente (no se tiene seguridad que sufra de algo), este, al demandar tratamiento, no tiene muy claro qué puede implicar ir a un consultorio donde los que atienden son analistas, aun cuando ya tenga alguna idea acerca del psicoa-nálisis.

El analista, justo en ese punto, tampoco sabe en qué ni por qué es consultado, así como tampoco conoce el lugar que va a ocupar el Consultorio para el sujeto. Este es uno de los puntos que insiste como pregunta, tanto en los controles-supervisiones como en las reuniones de formación que tenemos quienes participamos recibiendo pacientes. La insistencia de esta interrogante conviene en tanto permite un movimiento a nivel de la institución, así como a nivel de la práctica individual en el contexto del Consul-torio, respecto de la pregunta: ¿qué es lo que hace un analista?

Claudio Morgado

“El dispositivo y las reuniones del CALPhan tenido como efecto de enseñanza

el precipitarme al encuentrocon lo real de la

experiencia analítica”.

“Si bien el Consultorio permite unencuentro entre un sufriente y un analista,

este encuentro se da, más queporque ambos acuerden una cita,

porque ni el uno ni el otrosaben muy bien qué es el CALP”.

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E

Discurso y lazosocial actual 1

HISTORIA POLÍTICA DEL NEOLIBERALISMO EN CHILE:

n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

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Eduardo POZOEl autor es psicólogo y magíster en Psicología Clínica en Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile).Se desempeña como psicólogo clínico en la Universidad Santo Tomás y en consulta particular. Miembro de la ALP.

Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

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1940

¿El mundo tiene remedio? El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y esa es nuestra suerte.

Roberto Bolaño

1 Producto del trabajo personal realizado en el Cartel Psicoanálisis y política de la ALP.

Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

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2014

Page 54: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

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Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

2 Los dos primeros casos, SQM y PENTA, corresponden a empresas acusadas por fraude tributario al �sco mediante la emisión de boletas ideológicamente falsas para reducir sus impuestos y �nanciar campañas de conocidos políticos, tanto o�cialistas como de oposición. En el caso CAVAL hay un supuesto trá�co de in�uencias de parte del hijo de la Presidenta Bachelet, Sebastián Dávalos, para lograr bene�cios millonarios en un proyecto personal.

Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

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n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

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universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

“Este Otro neoliberalfue eficaz porque se amparó en el terror

en nombre de un enemigo:la ‘irracionalidad’

del Otro marxista y sus líderes”.

Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

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n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

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universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

Page 57: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

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universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

“Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce

que provee el objeto tecnificado de las marcas de consumo”.

Page 58: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

n El malestar en la cultura, Freud señala que, por el solo hecho de vivir en sociedad,

el sujeto irrenunciablemente padece un malestar. Este va ir tomando forma según ese Otro social-político, es decir, según el discurso imperante. Lacan (1970) toma el concepto de discurso no como enunciados performativos, sino como un «discurso sin palabras» que da cuenta del inconsciente y que constituye, en su distribución de lugares, la matriz del lazo social cuyo

lugar, al �nal, es el cuerpo gozante del sujeto. Propone cuatro discursos donde existe una construcción signi�-cante como respuesta a la hiancia constitutiva y un resto heterogéneo (objeto a) que muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada.

En su época, también la del capitalis-mo paternalista, predominaba en el sujeto la pérdida de goce en nombre del amor al discurso del amo que aún tenía consistencia. Luego de los desastres ocurridos en el siglo XX, en donde ese

Otro social-político ocupó muchas veces un lugar traumatizante, las referencias simbólicas para el sujeto declinan, y la política, que es la manera de dominar el goce, se modi�ca. En el último tercio del siglo la política capita-lista sufre dos modi�caciones que ayudan a pensar el malestar actual: se globaliza y se tecni�ca, lo que altera la relación del sujeto con lo real del goce.

La realidad latinoamericana, por supuesto, no está ajena a estos cambios, aunque con particularidades que no podemos pensar bajo el prisma europeo. En Chile, tanto en el trabajo clínico como en el campo social, es posible escuchar un malestar en relación a este discurso tecnocapitalis-ta regido por la política económica neoliberal, pero, ¿cuál es la particulari-dad del neoliberalismo chileno?, ¿cómo se instala y perdura ese Estado neoliberal?, ¿qué implicancia tiene para el lazo social?, ¿qué posición nos compete como analistas?

El Otro neoliberal chileno y su lazo social actual

Se ha acumulado en nuestro país, durante las últimas décadas, un males-tar que explota, anudado por el tema educacional, en dos momentos que considero en serie: la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011, que fue más bien una manifestación ciudadana al estilo del movimiento de los indignados que dio paso al Podemos español (¿por qué no podemos en Chile?). A partir de los signi�cantes que surgen de estas revueltas, me resulta útil describir el lazo social de hoy:

■ Desigualdad y lucro: Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Contamos con una acumulación obscena del capital en el 0.1 % de la

población, formado por grupos �nancieros privados de reconocidos apellidos (Ruiz y Boccardo, 2015), quienes de a poco se organizan en grandes grupos económicos transna-cionales, vinculados a los derechos sociales privatizados, que in�uencian fuertemente el cuadro político al incluir en sus directorios o «aseso-rías» a la clase política. Esto quedó en evidencia este año al explotar mediá-ticos casos de corrupción por �nan-ciamiento ilegal como SQM, PENTA y CAVAL2.

■ Despolitización y tecni�cación: para-lelamente, estos grupos proponen formas tecnocráticas de organizar la ciudad, de gestionar la política y la economía autorregulada por el merca-do, de in�uir en los medios de comu-nicación y en la cultura. El ciudadano se despolitiza reduciendo su participa-ción en las decisiones sociales. Por su parte, los partidos políticos pierden su ideología y terminan funcionando como corruptas máquinas de poder. ■ La cotidianeidad del consumo: en los estratos medios y bajos las personas se endeudan a través de créditos de consumo para poder tener acceso a los objetos y a derechos sociales que se encuentran privatizados (esta idea tiene su predecesora en lo que planteó Moulian en Chile actual: anatomía de un mito). Así se entra en la lógica del trabajo 24/7 para pagar esa deuda con el Otro tecnocrático que a la vez los evalúa, los controla y los hace compe-tir. Por otro lado, el descanso a esta fatiga se produce en el mall, en el imaginario del consumo privado que intenta tapar la castración y dejar afuera lo público.

■ Abuso, incertidumbre y descon�an-za: en nuestras ciudades el Otro o el

otro puede llegar a ser amenazante; pone bombas en el metro, abusa de los más pobres (caso La Polar), se colude para subir los precios arbitrariamente (caso Farmacias) y violenta en marchas. La violencia se vive en las calles, redes sociales, trabajos, en los discursos clasistas, xenófobos y homo-fóbicos. El trato de lo diferente, los modos de goce singular, son rechaza-dos.

Estas descripciones me hacen pensar en lo que señala Delgado (2015): la globalización neoliberal como una de las formas modernas de totalitarismo.

La globalización se expresa, en términos freudianos, en el pánico angustioso y sus efectos de criminalidad y violencia a partir de los signi�cantes ideales que soportan a los colectivos modernos. Lo segundo, el totalitarismo, se expresa en la concentración feroz del poder al servicio del miedo u odio al otro (33).

Luego sentencia: «el mercado ofrece un goce oscuro, como algo correlativo de la inexistencia del Otro. Es más velado, pero más e�caz que el amo fascista (…) bajo el semblante de la democracia liberal» (33).

A partir de estas revueltas y más allá de la academia, el ciudadano común comienza a interrogarse por algo de fondo: el sistema neoliberal instalado en la dictadura cívico-militar.

Sobre las particularidadesde la instalación delneoliberalismo en Chile

El capitalismo nos llegó desde Europa durante la Colonia. Luego de la independencia, en 1870, con el triunfo de los liberales sobre los conservado-res (ambos oligarcas), comienza la modernización a través de la ideología liberal que se propone: laicismo y

división de poderes del Estado, inde-pendencia frente a la monarquía, igualdad ante la ley, abolición de la esclavitud, promoción de la libertad del individuo por sobre lo colectivo, fomento de la libre empresa, resguardo de la propiedad privada, etcétera. También comienza una fuerte injeren-cia del positivismo, inspirado en Comte y Darwin, tanto en la educa-ción como en la política misma. Se estimula, a través de la educación pública, la creación de un ciudadano racional que vaya hacia el orden y el progreso técnico-cientí�co (Hale, 1991). Con la llegada del siglo XX y toda esa pasión por lo real (Badiou, 2005) que existe en Europa (guerras mundiales, Revolución rusa, fascismo, marxismo, stalinismo), se inician procesos latinoamericanos que dejan su huella, propia de un continente que hace escuchar su malestar en torno al modelo político-social de la moderni-zación capitalista propuesto por esta elite: la Revolución mexicana de 1910, la Revolución boliviana de 1952, la Revolución cubana de 1959 o la Revo-lución nicaragüense de 1979, por dar algunos ejemplos. Surgen líderes populares como Perón en Argentina, Allende en Chile, Cárdenas en México, Vargas en Brasil y Castro en Cuba.

En nuestro país comienzan a emer-ger nuevas clases sociales debido a las fuentes de trabajo que ofrece la indus-trialización urbana y la profesionaliza-ción de los servicios públicos: el prole-tariado y la clase media, respectiva-mente. Como ejemplo de esto, en 1906 los estudiantes fundan la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), y en 1912 nace el Parti-do Obrero-Socialista en las soledades de las salitreras del norte por la acción de Emilio Recabarren. Estas nuevas demandas ciudadanas ponen en jaque a la oligarquía, que va perdiendo su poder. Por ello, responde desde el Estado con violencia. En 1907 se desa-rrolla la traumática matanza de Santa María de Iquique. Ya en 1938 se elige el primer presidente cuyo origen no es

oligarca: el profesor Pedro Aguirre Cerda. Así comienza el período nacional-populista, que llega hasta 1973…

Sería una falacia decir que en este período el país dejó de ser capitalista: la oligarquía siguió in�uyendo en la política pero cedió poder ante el ascenso de estas clases. El lazo social, a través de diversas organizaciones clasistas, tendía hacia la cooperación, la autonomía y la horizontalidad (Feirstein, 2009). Existía un Estado de compromiso, un Otro que entregaba el bienestar básico a la ciudadanía o, por lo menos, a eso se orientaba. A nivel político-económico, la idea era fortale-cer el desarrollo e industrialización nacional por medio de créditos, subsi-dios y protecciones.

Después de la Segunda Guerra Mun-dial, Estados Unidos logra imponer su industrialización tecnológica multina-cional, lo que terminará desmoronan-do la precaria industria nacional. Luego, intervenciones políticas y «estrangulaciones a la economía» de la CIA al mando del Presidente Richard Nixon, van a impedir que Chile haga un giro hacia el socialismo de Salvador Allende. De esta manera, la derecha oligárquica vuelve de su largo silencio ideológico para protagonizar el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, de la mano de militares chilenos bajo supervisión estadounidense, de un sector empresarial históricamente internacionalizado y de una clase media ejecutiva tecnocrática que vio amenazado el estatus social alcanzado en el período anterior. Juntos van a realizar las reformas neoliberales más crudas del contexto latinoamericano.

Entre 1973 y 1975 se desata una pugna entre los adherentes al golpe (entre ellos, la Democracia Cristiana) por la política económica a imponer. El poder queda del lado del Ejército dentro de las Fuerzas Armadas; es entonces cuando Augusto Pinochet entrega el plan de reorientación estatal a los Chicago Boys, un grupo de jóve-nes gremialistas de la Universidad

Católica, liderados por Jaime Guzmán, posteriormente formados por Fried-man y Harberger en la Universidad de Chicago, más algunos profesionales de la Universidad de Chile comandados por Pablo Longueira; todos inspirados por �guras políticas que ya implanta-ban el modelo, como �atcher y Reagan (Ruiz y Boccardo, 2015).

Tomas Moulian (1997) plantea como un hecho determinante la función del dispositivo-saber que se comienza a instalar a través de estos tecnócratas. Dicho saber promueve los fundamen-tos cognitivo-ideológico para la cons-trucción del proyecto a través de un discurso basado en la tecni�cación de la política. Friedman plantea que la e�cacia, el orden y el progreso solo son posibles a través de una idea hegemó-nica que supone al Otro Estado y sus instituciones tecni�cadoras en una función administrativa para que el mercado funcione libre y automática-mente. Esta sería la única verdad cientí�ca-técnica objetiva, pragmática, medible, e�caz y universal de asignar recursos, controlando la politización ciudadana.

Ahora bien, este Otro neoliberal fue e�caz porque se amparó en el terror en nombre de un enemigo: la «irraciona-lidad» del Otro marxista y sus líderes. Con este argumento, ese Otro político persiguió, torturó, asesinó y exilió. El terror permitía inmovilizar una socie-dad entera para lograr el objetivo y entrar en la libre circulación del capital a nivel mundial, algo «lógico» y técni-camente demostrable y «necesario».

En 1975, con la economía aún inesta-ble y casi coincidiendo con la visita de Friedman y Harberger, se lanzó el programa de recuperación económica caracterizado por su drasticidad. Ya en 1977, año de la venida de Hayek, el discurso neoliberal dejó de ser apodíp-tico y se empirizó, pues empezó a hablar de resultados en el crecimiento económico (Moulian, 1997). Las bases neoliberales sostienen que la interven-ción del Estado debe ser mínima, sin embargo, en Chile la acción estatal resulta determinante, desde la misma instalación, en la activa reorganización de los marcos regulatorios del capital y de con�ictos, hasta hoy. Las presiones internacionales por la violación de los derechos humanos llevaron a militares y tecnócratas a crear una estrategia política para «democratizar» e «insti-tucionalizar» este marco simbólico a través del montaje del plebiscito del 80 y de la posterior constitución, que nos rige hasta la actualidad. En estos años se toman importantes decisiones (Ruiz y Boccardo, 2015):

■ De las cuatrocientas empresas públi-cas que existen en el año 1973, para 1980 solo quedan 15, las que son adquiridas por nuevos grupos (Cruzat, Larraín, Vial, Matte, Angellini) que las compran con créditos emitidos por sus propias entidades �nancieras. Con el correr del desarrollo neoliberal en los años ochenta y noventa, estas empre-sas comienzan a fusionarse y generar oligopolios que contradicen las bases neoliberales de la libre competencia.

■ Se privatizan los derechos sociales: salud, educación, medio ambiente, vivienda y trabajo, lo que origina una importante segregación social. Surge como respuesta la lógica del endeuda-miento a través del crédito bancario para pagar derechos y lograr entrar, vía mercado, en esta nueva forma de lazo social chilena.

■ En educación se impulsa, en 1980, la descentralización, con el traspaso de

las instituciones públicas desde al Estado a los municipios. El �nancia-miento cede lugar a subsidios a la demanda por parte del Estado al sector privado. En el caso de las universida-des se busca, y se consigue, la desarti-culación política a través del cierre de carreras y la expulsión de académicos y estudiantes. En 1981 inician su privatización mediante la Ley General de Universidades.

■ En relación a la salud, en 1979 esta se abre al capital privado y se traspasa a los municipios. En 1981 se crea el sistema de �nanciamiento privado de prestaciones de salud mediante las ISAPRES, que dan inicio a un pionero y lucrativo mercado de la salud.

■ Respecto a la previsión social, se elimi-na el sistema colectivo de reparto de bene�cios y se sustituye por la capitali-zación individual, gestionada por priva-dos, donde los trabajadores, además de cotizar parte de su salario, pagan comi-siones por su gestión a las AFP, que se convierten en una de las principales fuentes de �nanciamiento de los grupos económicos antes mencionados.

■ En términos económicos, se permite la entrada desregulada del capital externo �nanciero y se fortalecen las importaciones. También se eleva la tasa de interés y se baja fuertemente el gasto público, a la vez que se realiza una reforma tributaria.

■ En 1979 se crea el Plan Laboral que rige hasta la actualidad, se reducen los sueldos y los derechos laborales, se segmenta y precariza el trabajo, se autorizan los contratos de duración temporal y de tiempo �exible, se quita fuerzas a los sindicatos y se prohíbe la huelga. Se cumple el sueño de Fried-man: la tecni�cación del trabajo, que siempre está acompañada de la fragmentación de los procesos produc-tivos, debilitando, otra vez, la cohesión del lazo social. Aparecen la inestabili-dad e incertidumbre, ya que las empre-

sas crean estrategias para responsabili-zar a los trabajadores de los costos por variaciones de la demanda.

■ La burocracia estatal de la clase media pasa a la burocracia privada asalariada durante la dictadura y luego, en los noventa, se acentúa. El contenido de esa burocracia pública gira: de la prestación de servicios sociales al ejercicio de tareas de control (policía, Investigaciones, Poder Judicial) y la supervisión del libre funcionamiento de los servicios privatizados.

En el año 1983 comienzan las prime-ras manifestaciones como respuesta a la fuerte crisis económica, entonces los tecnócratas vieron agujeros en su discurso. Sin embargo, de la mano del ministro de Hacienda, Hernán Buchi, los neoliberales retornan con mayor fuerza a los aparatos económicos del gobierno, haciendo pequeñas modi�-caciones a lo ya establecido. El 2 de febrero de 1988 se crea la Concerta-ción de Partidos por la Democracia, como oposición, ad portas del plebisci-to, con un discurso también tecnócrata e hipermoderno (Moulian, 1997). Con su triunfo, un oscuro pacto de traspaso y perduración del modelo se establece, también un pacto de silencio dentro de las Fuerzas Armadas para evitar responder ante la Justicia por los horribles casos de violación de dere-chos humanos de los que fueron victi-marios.

En los años noventa se mantienen las bases del orden político-constitucional, incluso se legitiman. La idea era man-tener al ciudadano despolitizado y creyendo en el ideal tecnocrático que engolosina a la gente (de ahí el signi�-cante de jaguares de América que comienza a circular), por fuera de la posibilidad de hacer lazo a través de la politización de la vida.

El Estado subsidiario, instalado en dictadura, se mantiene hasta hoy en base a la supresión de derechos sociales

universales y a la focalización de las políticas sociales en grupos especí�cos a partir de un gasto social reducido. Dichas áreas se convierten en pilares de las dinámicas de acumulación y concen-tración económica, distinguiéndose, el caso chileno, entre otras experiencias a escala regional y planetaria (Ruiz y Boccardo, 2015: 89).

¿Qué posición del analista chilenofrente a la violencia neoliberal?

Basado en esta breve revisión, mi intención, más allá de lo representa-cional, es interrogar el posible aporte del psicoanálisis de orientación lacaniana, es decir, incorporar lo real para pensar el actual malestar chileno.

De acuerdo a Ruiz (2015), el giro, radical, desde el Estado de compromiso (responsable político del desarrollo interno del país y la consiguiente integración de las fuerzas sociales que lo sustentan) al Estado subsidiario, supone una de las experiencias más refundacio-nales de la historia latinoamericana y va a determinar la lógica detrás de sus políticas públicas. Pretendo dejar en claro que esto no es sin el ultraje de lo real del cuerpo de una subjetividad traumatizada por la experiencia del terrorismo de Estado. Esta marca en lo real, esas particularidades antes plantea-das y esa prematuridad en la inserción en el Otro neoliberal, nos ubica en un lugar distinto a varios de los países vecinos, donde existe, por lo menos, un intento de contraexperiencia al orden racional mundial del siglo XXI. Muchos de los nuevos procesos políticos euro-peos (Exeiza en Grecia o Podemos en España), de hecho, se inspiran en países latinoamericanos para crear un discur-so que permita la subjetivación.

Retomando los planteamientos de Lacan, algo de lo real, de lo imposible, comienza a situarse de manera distinta a través de ese Otro neoliberal, es decir, de ese discurso capitalista en su versión técnica mediante el dispositivo saber tecnocrático que plantea Mou-lian, que nada quiere saber de la

castración. Esto fractura y reorganiza la forma de hacer lazo social a través de decisiones político-económicas que privatizan la vida cotidiana, atenuando el espacio público. Hoy presenciamos la consecuencia: lo privado se vuelve obscenamente público (Ons, 2009). Por otro lado, el lazo social se mani-�esta hostil frente al tratamiento de lo diferente de los modos de goce singu-lares y da lugar al modo especular del tratamiento con este, agudizando el narcisismo de las pequeñas diferencias freudiano.

Lacan (1972 y 1973) caracteriza el discurso capitalista como una varia-ción del discurso del amo, haciendo una inversión del S1 y del S. El Sujeto es colocado como agente, quien opera sobre el signi�cante amo colocado en el lugar de la verdad. Tal manipulación es un rechazo de la castración del discurso conducente a establecer una circularidad sin interrupciones, no habiendo lugar para la hiancia. Tal como lo planteaban los líderes cívicos de la dictadura chilena, este discurso se concibe a sí mismo como un saber absoluto, inmodi�cable, natural, racio-nal, y como �n de un proceso históri-co. Esto por supuesto deja fuera la experiencia del inconsciente que siem-pre es transindividual y el verdadero sostén del lazo social. Por eso Lacan lo considera un antidiscurso.

Jorge Alemán (2014) plantea que esta tecnocracia borra la diferencia entre la economía y la ideológica política, por lo que únicamente puede sostenerse en función de cómo va emplazando una producción de subjetividades por fuera del inconsciente. Condena a cada ser hablante, sexuado y mortal, a ser un individuo, a ser Uno, entre su ser de sujeto y su modo de gozar. «Cuando

este Uno-individuo es capturado por las exigencias de rendimiento propias del ‘empresario de sí’ o por su reverso ‘el acreededor’ inde�nido sin solución simbólica, la producción de subjetivi-dad está cumplida» (35).

Así el sujeto entra en un círculo mortífero que excluye al lazo amoroso, con el goce que provee el objeto tecni-�cado de las marcas de consumo. El discurso extiende, por un lado, la insaciabilidad de la falta de goce y, por otro, pone a disposición del sujeto el plus de gozar para colmar el agujero

sin colmar la insaciabilidad. Transfor-man la experiencia de la insatisfacción clásica en una adicción, lo que

excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como mercancía, tomando así inviable la experiencia del inconsciente. Por eso, el trabajo, en la precariedad en la que se va alojando, ya no puede ser la condición que haga un posible lazo (32).

Más bien se orienta por el rendi-miento y la competencia individual ilimitada que deja al sujeto solo con su goce, características que se escuchan una y otra vez en la clínica bajo mani-festaciones de ansiedad como ataques de pánico o sujetos diagnosticados de depresión, lejos de un malestar sinto-mático.

Esto me hace pensar en lo que Lacan llama síntoma social: el hecho de que cada individuo es un proletario, es decir, que en este contexto de contra-discurso no posee ningún discurso con el cual hacer un lazo social, quedando sometido a las relaciones �jadas por estos valores de cambio y existiendo como «cosa» sometida a la técnica cientí�ca.

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Siguiendo la idea de la técnica como tapón a la falta, para Jorge Alemán (2013), tomando a Heidegger, la técni-ca no es la mera producción de objetos o instrumentos, sino que es la intro-ducción de lo ilimitado a nivel del ser. Es en el Holocausto (luego en la bomba atómica) cuando esa voluntad ilimitada de la operación técnica, centrada en la fabricación de cadáve-res, en su plani�cación burocrática y serial, deja su marca. Alemán toma este punto histórico para decir que hay una torsión de la ciencia hacia la técni-ca donde el saber queda anudado a la pulsión de muerte, que suprime al sujeto a través de su homogenización. En algún momento la ciencia era semejante al discurso histérico, plan-teado por Lacan, por su capacidad para producir saber con la verdad oculta para el sujeto. Esta metamorfo-sis no se da por una secuencia cronoló-gica entre ciencia y técnica, sino que hay «un empuje que lleva a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capita-lista (…), y a la vez, es la manera en que el capital se apropia para su propio �n del espacio: verdad, sujeto, produc-ción, saber» (Alemán, 2013: 150).

Esta marca del mundo occidental toma cuerpo, en Chile, mediante la dictadura cívico-militar. Es entonces cuando los dos discursos se cruzan y se ponen al servicio el uno del otro, existiendo una cosi�cación importan-te del sujeto tanto por esta «fabrica-ción de cadáveres» bajo el mando de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA, 1973-1977) y luego de la Central Nacional de Informaciones (CNI, 1977-1990), como por la tecni�-cación de la vida cotidiana a través del modelo.

Hoy, con la desaparición del espacio público y la desarticulación política colectiva, el malestar se mani�esta en un cuerpo gozante ilimitado, que responde más a la lógica de la sexua-ción femenina del no-todo. Detrás de las cifras técnicas exitosas de la econo-mía chilena predomina esta pulsión de muerte de lo ilimitado que segrega lo

real, cuyo retorno se realiza vía violencia/S múltiples (Ons, 2009). Para combatirlo, el Otro neoliberal, en su lógica circular, responde intensi�-cando la vigilancia doméstica, buscan-do aplacar a ese individuo o grupo marginal (�aites) causante y culpable del mal, o privilegiando la burocracia administrativa, las planillas, los formularios, las evaluaciones y los protocolos estandarizados en los que nadie encaja y que terminan realimen-tando el circuito de una violencia incluso más de fondo.

Alemán propone pensar el neolibe-ralismo no como el escalafón �nal de la historia de la humanidad sino como una realidad histórica y contingente. Pero pensar al sujeto de una clase regido per se por una ley histórica, tal como lo planteaba Marx, tampoco nos guiará hacia la emancipación. Menos lo hará pensar que el problema se centra solamente en los aparatos ideo-lógicos neoliberales, en el Otro socio-simbólico, sino que el sujeto se impli-que desde su goce. Se necesita que el sujeto no desee ser explotado ni aplas-tado por esta circularidad que propone una felicidad autista, sin lazo, dejando al sujeto en el semblante de estas soledades colectivas. Es decir, es nece-sario no dejar de lado el fantasma, que incluso puede �jar al sujeto a un goce que va en contra de sus intereses vitales y que surge del deseo de ese Otro, tal como nos muestra la clínica de orientación lacaniana. Eso permiti-ría la posibilidad de que lo imposible encuentre su sitio, de que la ley aloje la falta y se permita una forma de lazo social sin intentar taponear la falla.

Si la política es la forma de regular el goce, pareciera que en la escena chile-na actual, a través de la sumisa acepta-ción de ese discurso radicalizado y particularizado en algún momento de la historia, le acomoda, al menos a una parte importante de la población, esa autosatisfacción, ese goce de su propio cuerpo inmovilizado por el mismo discurso del miedo que se construye. Esto terminaría estancando, vía pulsión

de muerte, un camino hacia ciertos cambios políticos colectivos básicos que entreguen otro marco regulatorio constitucional al instalado con sangre en la última dictadura.

Para �nalizar, me parece atingente interrogarnos por la responsabilidad del analista en el contexto de la despo-litización neoliberal, o sea, no solamente su posición en la clínica, que siempre se orienta por el goce del sujeto, uno por uno, tampoco exclusi-vamente en el campo de las políticas de salud mental (que está claro que no hay que abandonar), ni sumergido en la política lacaniana para los mismos lacanianos, sino por su lugar en esa universalidad contingente de la socie-dad chilena. Siguiendo a Alemán, cautos en no quedarnos en La política, re�riéndose con ello a la lógica detrás de las psicologías de las masas que Freud nos mostró, a las identi�cacio-nes, al discurso del amo de las institu-ciones, sino en Lo político, que surge como resultado del encuentro contin-gente en lo común en la medida que no se aplaste a esas soledades sinthomáti-cas, que nada tienen que ver con el individualismo gozoso de la lógica homogenizante neoliberal. Es decir, una posición no centrada exclusiva-mente en la experiencia de la singula-ridad privada, que pareciera haber sido la cómoda protección del psicoa-nálisis desimplicado de la realidad sociopolítica por un tiempo. ¿No es ese el llamado de Laurent cuando nos habla del analista ciudadano? ¿Qué lugar el analista de orientación lacaniana en la contingencia social y política neoliberal del Chile de hoy?

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C omo analistas, nos interesa hacer una transmisión de lo que hacemos, para pensar

con otros nuestra posición y nuestras maniobras.

En esta perspectiva se sitúa este artículo, la de una analista inserta en una institución universitaria en Santiago de Chile, que forma parte de una comunidad de trabajo analítica, la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). Este es, entonces, un momento

para detenerse y pensar en la propia praxis, cuando insiste el malestar por los derechos fundamentales, especial-mente la educación, expresado en un movimiento social que cuestiona el modelo educativo imperante y que resuena en el modo de lazo en su totalidad, y habiendo una reforma en curso, o en discurso, que genera tensiones y resistencias.

Nos surge la pregunta: ante lo impo-sible de enseñar, ¿qué posibilidad para el psicoanálisis en la universidad?

1. La universidad como institución

Podemos situar a la universidad como una institución social, en tanto recoge las demandas de determinados actores sociales en diversos momentos histórico-políticos, que involucra distintos modos en que se piensa la producción o reproducción de conoci-mientos. En este sentido, la función de la universidad ha experimentado trans-formaciones de acuerdo a la época.

Siguiendo los planteamientos de los historiadores, la Universidad, con mayúscula, nace en el siglo XII en Europa en respuesta a lo que algunos sostendrán como la defensa de los gremios; otros le darán lugar a la insti-tucionalización de los saberes orales y un modo de controlarlos. La historia se cuenta desde un lugar.

Por lo pronto, podemos decir que la universidad es un modo de tratamien-to de ciertos saberes que de�ne posicio-nes de poder. Es una forma de instituir la formación y la transmisión que llega hasta hoy, con distintos momentos que responden a diferentes demandas sociales y modos de producción mate-rial, de subjetividad y de conocimiento.

En América Latina, su origen lo fechamos en la primera mitad del siglo XVI, cuando en República Dominica-na se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino y en Perú la Univer-sidad de San Marcos.

No está de más decir que se trataba de instituciones compuestas por varones. Será a �nes del siglo XIX que las muje-

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Paula ITURRALa autora es psicóloga y magíster en Psicología Clínica mención Psicoanálisis (Universidad Diego Portales). Se desempeña como profesora asistente en la Escuela de Psicología de la Universidad Santo Tomás. Miembro de la ALP.

res harán ingreso a las aulas universita-rias, lo que ocurrió en forma masiva recién en la segunda mitad del siglo XX.

El crecimiento de la universidad, de la mano del desarrollo capitalista, no se detiene. Como señala Eric Laurent:

Actualmente la universidad triunfa en el planeta como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el siglo XIII y la in�uencia de Santo Tomás, pero en ese siglo nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contrario, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algunas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas (2007: 14).

La universidad se va per�lando como una productora de profesiona-les, con excepciones.

2. La Universidad en Chile:de la función social a la lógica de mercado

La primera universidad que se funda en nuestro país, ya independiente, es la Universidad de Chile, nacida en 1842 con carácter nacional y público. Poste-riormente, en 1879, la Iglesia Católica crea la Ponti�cia Universidad Católica de Chile.

En 1931 se reconocen otras tres universidades privadas: la Universidad de Concepción, la Universidad Técni-ca Federico Santa María y la Universi-dad Católica de Valparaíso.

En 1947 se funda la Universidad Técnica del Estado (UTE), que entra en funcionamiento en 1952. En 1981 pasará a ser la Universidad deSantiago.

Detengámonos en el discurso inau-gural de la Universidad de Chile, redactado y leído por Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843. En sus líneas nos encontramos con una clara formulación de la función social de dicha casa de estudios:

A la facultad de Leyes y Ciencias Políti-cas se abre un campo el más vasto el

más susceptible y de aplicaciones útiles. Lo habéis oído: la utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras socia-les, es lo que principalmente espera de la Universidad el gobierno; es lo que principalmente debe recomendar sus trabajos a la patria.

Se vislumbra la vinculación entre desarrollo nacional y proyectos insti-tucionales de la educación superior. Era esperable, entonces, que la univer-sidad se convirtiera en el crisol de la generación de respuestas a los proble-mas sociales.

Educación y progreso nacional irán teniendo un cauce común durante la primera mitad del siglo XX. Se tratará de asegurar la educación en todos sus niveles, lo cual se veri�ca en la consig-na de los años del Frente Popular bajo el lema «gobernar es educar».

La universidad, especí�camente sus estudiantes, durante los sesenta y seten-ta tendrán un papel relevante en cuestionar el orden social establecido. El desarrollo del pensamiento crítico dará paso a movimientos culturales y políticos que denuncian los discursos hegemónicos. Imágenes y consignas que dejan huella: «El Mercurio miente», oración escrita en un lienzo puesto en el frontis de la Universidad Católica en el 67, por ejemplo, marcan la Reforma Universitaria y hacen eco con movi-mientos ocurridos en otros lugares del globo, como el Mayo del 68 francés.

El golpe militar de 1973 trae consigo un profundo cambio en las políticas públicas. Con la instalación del modelo neoliberal se reduce el gasto público, se focaliza la inversión social y se privatizan servicios ligados a dere-chos básicos y universales. Se instala la lógica de la prestación de servicios que deben ser pagados por clientes.

En lo que respecta a la educación superior, se establece un nuevo modelo sellado en 1981 con la promulgación de la Ley General de Universidades. Se desarticula la Universidad de Chile y se favorece la creciente privatización traducida en la

creación de las primeras universidades privadas: «Antes de esta normativa existían ocho universidades, dos de las cuales eran estatales, producto de ella, existirán 60 universidades, de las cuales 16 serán estatales» (Barrera, Carrasco y Silva, s/f: 4).

Las nuevas universidades van a privilegiar, especialmente en un comienzo, la docencia por sobre la extensión y la investigación, ya que se trata de sobrevivir en el mercado. Para ello hay que incorporar clientes.

En 1990, con la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Ense-ñanza (LOCE), se crea el Consejo Superior de Educación y se norma el proceso de reconocimiento, por parte del Estado, de las nuevas universidades privadas. Nos encontramos ante la primera acreditación, instancia en la que estas instituciones debían presen-tar su proyecto educativo con el �n de obtener la autonomía. Posteriormente, en el 2006, se crea el Sistema de Asegu-ramiento de la Calidad que instituye el proceso de acreditación de la educa-ción superior que hoy conocemos. Esta es de carácter voluntario y tiene por principal objetivo veri�car si se cumple o no el proyecto educativo que ha construido la propia universidad. No hay parámetros ni indicadores externos para evaluar y comparar.

Por tanto, es posible que una institu-ción de educación superior se restrinja a la entrega de destrezas que permitan acceder al mundo laboral y la genera-ción del emprendimiento individual. Se centra en la formación profesional y en la garantía de un título para compe-tir en el mercado del trabajo.

Como nunca antes, la cobertura crece cada año. Estudiantes de clase media y baja, con el mandato de «ser alguien», buscan un título universita-rio que les garantice la movilidad social. La gran mayoría son jóvenes provenientes de colegios subvenciona-dos y escuelas municipales que, al obtener bajo puntaje en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), acce-den a través de créditos bancarios a las

universidades privadas. Son, en un alto porcentaje, los primeros de su familia en ingresar a la educación superior con el sueño de convertirse en profesiona-les. Cambia la cultura de lo universita-rio, tanto hacia dentro como hacia fuera de la propia institución.

3. Psicoanálisis en la universidad

A partir de la pregunta por si debe o no enseñarse el psicoanálisis en la universidad, Freud elabora, en 1919, un breve texto que de algún modo viene a explicar lo que él mismo estaba respondiendo en acto, con su propia inserción en la universidad.

Freud considera que el psicoanalista puede prescindir de la universidad para su formación. Situará, ya en esa época, el lugar de la asociación analítica para la orientación teórica y el contacto con analistas con mayor trayectoria. En cuanto a la experiencia práctica, dará lugar al análisis personal, la atención de pacientes y la supervisión. Sostiene, entonces, la tríada de la formación del analista: lo teórico, el análisis personal y la supervisión de sus casos.

No le cabe duda que la universidad, por su parte, se verá bene�ciada por la inclusión del psicoanálisis en sus planes de estudio, para poder abordar lo complejo de la subjetividad.

La universidad se convertirá en un lugar de divulgación del psicoanálisis. Lo constatamos especialmente en las conferencias ofrecidas por Freud en la Universidad de Clark en Estados Unidos, donde diría, a algunos de sus colegas analistas que lo acompañan, la famosa frase: «ellos no saben que les traemos la peste».

Después de Freud, los psicoanalistas han respondido a la pregunta original,

desde distintas escuelas y asociaciones, con su presencia en la universidad.

En lo que respecta a Chile, según Omar Arrué, analista de la Asociación Psicoanalítica Chilena (APCH), el propio movimiento psicoanalítico chileno nace en la universidad, siendo fundamental la cátedra de Psiquiatría del Dr. Ignacio Matte Blanco en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Matte Blanco, formado en el Instituto Británico de Psicoanálisis, es considerado uno de los iniciadores del psicoanálisis chileno, junto al Dr. Germán Greve y el Dr. Fernando Allende Navarro. Esta historia o�cial deja fuera al Dr. Alejandro Lipschutz, quien mantenía correspondencia con Freud.

Alrededor de esa instancia universi-taria de carácter eminentemente clíni-co se van encontrando médicos y otros profesionales del área de la salud mental interesados por la moderna psiquiatría comprensiva dinámica y su formación clínica. Sin embargo, otros miembros del mismo grupo comenza-ron a orientarse por el psicoanálisis propiamente tal, buscando formarse

como analistas y tener la experiencia de un análisis. Este movimiento condujo a que, en agosto de 1949, laAPCH fuera reconocida o�cialmente por la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Más adelante, el psicoanálisis se irá desplazando, desde las escuelas de Medicina, por la especialidad de Psiquiatría, a las escuelas de Psicología.

Las escuelas de Psicología nacen en Chile a mediados del siglo XX, si bien antes ya se enseñaba esta disciplina en las escuelas de Pedagogía.

La Escuela de Psicología de la Univer-sidad de Chile se funda en 1947; poste-

riormente, en 1959, la Ponti�cia Universidad Católica hace lo propio. En sus planes de estudio se incluían cursos de psicoanálisis. En el caso de la Univer-sidad Católica, el psicoanálisis va a tener un importante impulso con el entusias-mo de transmisión del sacerdote jesuíta Hernán Larraín, quien había estudiado en Alemania lo que por entonces se llamaba psicología profunda.

Con la expansión y crecimiento de las universidades, las escuelas de Psicología se multiplican y, con ello, el número de estudiantes. El psicoanáli-sis encontrará un lugar en el pregrado y posteriormente en diversos progra-mas de formación de magíster e inclu-so de doctorado. La transmisión del psicoanálisis lacaniano ingresará a la universidad a �nes de los ochenta. Una década después, analistas de orientación lacaniana obtendrán un espacio en diversas casas de estudio, el que mantienen hasta la fecha.

4. Una analista en territorio universitario

Hacer docencia en la universidad chilena del siglo XXI implica estar advertida de una serie de aspectos. Nos referimos a estar despiertos a los modos de enseñanza; a qué uso de la pedagogía; a las demandas que se nos hacen desde la institución de la evalua-ción, de la evidencia, de la medición. Considerar la época, las formas de lazo social, los modos de producción de subjetividad y las formas de poder, sin confundir discurso universitario con universidad: son algunas de las coor-denadas de orientación.

Al psicoanálisis lo encontramos en medio del conjunto de las psicologías. Se trata del psicoanálisis de manual introductorio que ofrece un entendi-miento rápido y simplista, obturando su subversión: cierto ABC basado en las etapas psicosexuales que bien conviven con la psicología del desa-rrollo, sus etapas evolutivas y la supuesta estructura de personalidad que plantearía Freud cuando se re�rió

a la segunda tópica. Un calce entre psicoanálisis y psicología general, de la personalidad y del desarrollo.

En el espacio de la clínica no hace ruido la estrecha relación existente entre psicoanálisis, psicodiagnóstico y psicoterapia. Ese silencio es sospecho-so: ¿de qué clase de pacto se trata? Es la aplicación de la psicología del Yo y las ideas de Otto Kernberg respecto al diagnóstico estructural. Desde el Yo se hace calzar, se habla de mecanismos de defensa, de su organización y su relación a la realidad. No se habla de inconsciente ni de pulsión.

El psicodiagnóstico precede a la psicoterapia en un protocolo estándar. Se cataloga al individuo en un diag-nóstico y se procede mediante técni-cas. Estamos frente a la ilusión de garantía, la inmediatez y la e�cacia, lo Correcto con mayúsculas y un manda-to superyoico feroz a normativizar y normalizar. Sin lugar a dudas, la posición de un analista lacaniano va a tener consecuencias en este territorio.

Desde el mismo lugar de enuncia-ción, este invita al encuentro más allá del conocimiento (sujeto de la conciencia), a la experiencia del inconsciente. La lectura directa de los textos freudianos, no de los manuales de divulgación, siempre toca algo insospechado; inquieta, causa moles-tia, perturba y despierta a los estudian-tes. La angustia y la queja por com-prender rápidamente, junto con la di�cultad en la lectura, van cediendo en la medida que se hace resonancia con la propia experiencia y con casos clínicos.

Advertidos de estar atentos para leer la época, los analistas sabemos que el discurso analítico va a contrapelo con ella, con el capitalismo que intenta obturar el encuentro con la falta, la incompletitud y la angustia. Los

jóvenes con los que nos encontramos son sujetos (y a veces objetos) del consumo. Como dijo un ex-Presidente de Chile: la educación es una mercan-cía, un bien de consumo.

¿Cómo operar para que el psicoaná-lisis no sea un producto más de consu-mo? Es una pregunta que no se contes-ta del todo, por el contrario, es necesa-rio formularla cada vez.

Tal como venimos trabajando en la ALP desde el comienzo, el analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella. Sin duda que no es fácil; esta es una piedra en el zapato

permanente cuando tenemos que evaluar con notas que obedecen a ciertos criterios observables o a ciertas preguntas «objetivas»; cómo hacer con el tiempo subjetivo de la formación y a la vez con los tiempos estandarizados de lo académico. Aun así, siempre hay espacio para maniobrar.

Hacer entrar la dimensión del tiempo lógico en la propia experiencia de aprendizaje, tanto teórico como clínico, de los estudiantes, hacer pausa, el uno a uno, tomar una posición, todo tiene efecto. Efecto que enciende la causa por el psicoanálisis.

La forma en que concebimos la supervisión ya genera alivio a la angustia con que vienen los jóvenes por la evaluación y les da una pista de la orientación lacaniana; cambia el modo en que conciben la propia clíni-ca, no hay un modo normado de lo que hay que hacer, sí una orientación. La angustia por la supervisión que se les ha ido transmitiendo (el experto que sabe, que va a estar por detrás con una hipermirada, muy propia de la época del imperio de las imágenes) no los deja tomar una posición propia. Esto es reforzado en la formación por el discurso de la vigilancia, por ejem-plo, en el uso habitual de la sala de

espejo: cuando un estudiante está realizando una entrevista se espera que el profesor lo corrija, que entre en escena a través del teléfono como el docente «todo-saber», para decir lo que es correcto.

Ese «ver para creer» del docente, que debe reguardar que se generen las competencias propias de un terapeuta, es a la vez un no querer ver otra cosa, otra escena. Un no querer saber qué signi�ca la mirada y la dimensión de lo escópico para cada sujeto; confun-diendo el instante de ver con el momento de concluir, obteniendo esa

muestra de conducta observable que permitirá al evaluador hacer el check list de la presencia o ausencia de una conducta terapéutica deseable; desco-nociendo que lo no visible tiene un lugar sutil, el detalle, lo velado en la experiencia subjetiva.

Queremos que el estudiante-terapeuta se deje permear por el encuentro con lo desconocido. Que no esté esperando algo en particular y que, a la vez, se oriente por el desplie-gue de signi�cantes del paciente, la resonancia y la repetición. Con sorpresa, ese concepto tan lejano que alguna vez leyeron, va tomando cuerpo: transferencia. Algo en ellos se va desprendiendo del saber instituido, cediendo, para hacer aparecer otro modo de saber. Comienzan a leer y escribir el caso, a advertir una lógica.

La pregunta por el diagnóstico toma otro cauce. Va cayendo la supuesta seguridad de dar un nombre al males-tar de un sujeto con la etiqueta estan-darizada y comienzan las preguntas: para quién, qué lugar al diagnóstico. Una posición ética se constituye.

La aplicación de tests, incuestionable protocolo de lo que implica un psico-diagnóstico bien realizado, comienza a perder consistencia. A partir de sus

propias preguntas los estudiantes van distinguiendo de quién es el deseo, para qué, qué lugar va a tener su intro-ducción cuando en las entrevistas se va desplegando un encuentro, qué más se quiere saber, qué es lo que falta.

Dos elementos nuevos aparecen en la escena de lo clínico: el silencio y la angustia. Este encuentro resulta ser una sorpresa para los estudiantes. Sostener el silencio en una primera entrevista permite un encuentro con

algo distinto. La angustia, en vez de ser disipada y taponeada apresuradamen-te, puede detenerse. Veri�can que es posible intervenir no solo con la palabra, sino también con la presencia.

Los efectos de esta experiencia dan lugar a la singularidad, no solo del caso a caso, sino de los propios estudiantes. Una cierta autorización para hablar a nombre propio de las intervenciones que cada uno realizó, las apuestas y maniobras, así como el

encuentro del estilo personal, marca-rán el recorrido del trabajo clínico en un grupo de supervisión académica.

Coincidiendo con la tesis freudiana respecto a que la formación del analis-ta no ocurre en la universidad, el encuentro con la causa viva del psicoa-nálisis muchas veces se da en ese terri-torio. Sin duda que sus efectos lo desbordan. Para ello, la presencia de un analista es fundamental.

LA C

ARA

DE

LA G

UER

RA, D

alí,

1940

Entre lo imposibley lo posible

UNIVERSIDAD Y PSICOANÁLISIS:

Page 61: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

omo analistas, nos interesa hacer una transmisión de lo que hacemos, para pensar

con otros nuestra posición y nuestras maniobras.

En esta perspectiva se sitúa este artículo, la de una analista inserta en una institución universitaria en Santiago de Chile, que forma parte de una comunidad de trabajo analítica, la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). Este es, entonces, un momento

para detenerse y pensar en la propia praxis, cuando insiste el malestar por los derechos fundamentales, especial-mente la educación, expresado en un movimiento social que cuestiona el modelo educativo imperante y que resuena en el modo de lazo en su totalidad, y habiendo una reforma en curso, o en discurso, que genera tensiones y resistencias.

Nos surge la pregunta: ante lo impo-sible de enseñar, ¿qué posibilidad para el psicoanálisis en la universidad?

1. La universidad como institución

Podemos situar a la universidad como una institución social, en tanto recoge las demandas de determinados actores sociales en diversos momentos histórico-políticos, que involucra distintos modos en que se piensa la producción o reproducción de conoci-mientos. En este sentido, la función de la universidad ha experimentado trans-formaciones de acuerdo a la época.

Siguiendo los planteamientos de los historiadores, la Universidad, con mayúscula, nace en el siglo XII en Europa en respuesta a lo que algunos sostendrán como la defensa de los gremios; otros le darán lugar a la insti-tucionalización de los saberes orales y un modo de controlarlos. La historia se cuenta desde un lugar.

Por lo pronto, podemos decir que la universidad es un modo de tratamien-to de ciertos saberes que de�ne posicio-nes de poder. Es una forma de instituir la formación y la transmisión que llega hasta hoy, con distintos momentos que responden a diferentes demandas sociales y modos de producción mate-rial, de subjetividad y de conocimiento.

En América Latina, su origen lo fechamos en la primera mitad del siglo XVI, cuando en República Dominica-na se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino y en Perú la Univer-sidad de San Marcos.

No está de más decir que se trataba de instituciones compuestas por varones. Será a �nes del siglo XIX que las muje-

61

res harán ingreso a las aulas universita-rias, lo que ocurrió en forma masiva recién en la segunda mitad del siglo XX.

El crecimiento de la universidad, de la mano del desarrollo capitalista, no se detiene. Como señala Eric Laurent:

Actualmente la universidad triunfa en el planeta como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el siglo XIII y la in�uencia de Santo Tomás, pero en ese siglo nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contrario, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algunas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas (2007: 14).

La universidad se va per�lando como una productora de profesiona-les, con excepciones.

2. La Universidad en Chile:de la función social a la lógica de mercado

La primera universidad que se funda en nuestro país, ya independiente, es la Universidad de Chile, nacida en 1842 con carácter nacional y público. Poste-riormente, en 1879, la Iglesia Católica crea la Ponti�cia Universidad Católica de Chile.

En 1931 se reconocen otras tres universidades privadas: la Universidad de Concepción, la Universidad Técni-ca Federico Santa María y la Universi-dad Católica de Valparaíso.

En 1947 se funda la Universidad Técnica del Estado (UTE), que entra en funcionamiento en 1952. En 1981 pasará a ser la Universidad deSantiago.

Detengámonos en el discurso inau-gural de la Universidad de Chile, redactado y leído por Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843. En sus líneas nos encontramos con una clara formulación de la función social de dicha casa de estudios:

A la facultad de Leyes y Ciencias Políti-cas se abre un campo el más vasto el

más susceptible y de aplicaciones útiles. Lo habéis oído: la utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras socia-les, es lo que principalmente espera de la Universidad el gobierno; es lo que principalmente debe recomendar sus trabajos a la patria.

Se vislumbra la vinculación entre desarrollo nacional y proyectos insti-tucionales de la educación superior. Era esperable, entonces, que la univer-sidad se convirtiera en el crisol de la generación de respuestas a los proble-mas sociales.

Educación y progreso nacional irán teniendo un cauce común durante la primera mitad del siglo XX. Se tratará de asegurar la educación en todos sus niveles, lo cual se veri�ca en la consig-na de los años del Frente Popular bajo el lema «gobernar es educar».

La universidad, especí�camente sus estudiantes, durante los sesenta y seten-ta tendrán un papel relevante en cuestionar el orden social establecido. El desarrollo del pensamiento crítico dará paso a movimientos culturales y políticos que denuncian los discursos hegemónicos. Imágenes y consignas que dejan huella: «El Mercurio miente», oración escrita en un lienzo puesto en el frontis de la Universidad Católica en el 67, por ejemplo, marcan la Reforma Universitaria y hacen eco con movi-mientos ocurridos en otros lugares del globo, como el Mayo del 68 francés.

El golpe militar de 1973 trae consigo un profundo cambio en las políticas públicas. Con la instalación del modelo neoliberal se reduce el gasto público, se focaliza la inversión social y se privatizan servicios ligados a dere-chos básicos y universales. Se instala la lógica de la prestación de servicios que deben ser pagados por clientes.

En lo que respecta a la educación superior, se establece un nuevo modelo sellado en 1981 con la promulgación de la Ley General de Universidades. Se desarticula la Universidad de Chile y se favorece la creciente privatización traducida en la

creación de las primeras universidades privadas: «Antes de esta normativa existían ocho universidades, dos de las cuales eran estatales, producto de ella, existirán 60 universidades, de las cuales 16 serán estatales» (Barrera, Carrasco y Silva, s/f: 4).

Las nuevas universidades van a privilegiar, especialmente en un comienzo, la docencia por sobre la extensión y la investigación, ya que se trata de sobrevivir en el mercado. Para ello hay que incorporar clientes.

En 1990, con la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Ense-ñanza (LOCE), se crea el Consejo Superior de Educación y se norma el proceso de reconocimiento, por parte del Estado, de las nuevas universidades privadas. Nos encontramos ante la primera acreditación, instancia en la que estas instituciones debían presen-tar su proyecto educativo con el �n de obtener la autonomía. Posteriormente, en el 2006, se crea el Sistema de Asegu-ramiento de la Calidad que instituye el proceso de acreditación de la educa-ción superior que hoy conocemos. Esta es de carácter voluntario y tiene por principal objetivo veri�car si se cumple o no el proyecto educativo que ha construido la propia universidad. No hay parámetros ni indicadores externos para evaluar y comparar.

Por tanto, es posible que una institu-ción de educación superior se restrinja a la entrega de destrezas que permitan acceder al mundo laboral y la genera-ción del emprendimiento individual. Se centra en la formación profesional y en la garantía de un título para compe-tir en el mercado del trabajo.

Como nunca antes, la cobertura crece cada año. Estudiantes de clase media y baja, con el mandato de «ser alguien», buscan un título universita-rio que les garantice la movilidad social. La gran mayoría son jóvenes provenientes de colegios subvenciona-dos y escuelas municipales que, al obtener bajo puntaje en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), acce-den a través de créditos bancarios a las

universidades privadas. Son, en un alto porcentaje, los primeros de su familia en ingresar a la educación superior con el sueño de convertirse en profesiona-les. Cambia la cultura de lo universita-rio, tanto hacia dentro como hacia fuera de la propia institución.

3. Psicoanálisis en la universidad

A partir de la pregunta por si debe o no enseñarse el psicoanálisis en la universidad, Freud elabora, en 1919, un breve texto que de algún modo viene a explicar lo que él mismo estaba respondiendo en acto, con su propia inserción en la universidad.

Freud considera que el psicoanalista puede prescindir de la universidad para su formación. Situará, ya en esa época, el lugar de la asociación analítica para la orientación teórica y el contacto con analistas con mayor trayectoria. En cuanto a la experiencia práctica, dará lugar al análisis personal, la atención de pacientes y la supervisión. Sostiene, entonces, la tríada de la formación del analista: lo teórico, el análisis personal y la supervisión de sus casos.

No le cabe duda que la universidad, por su parte, se verá bene�ciada por la inclusión del psicoanálisis en sus planes de estudio, para poder abordar lo complejo de la subjetividad.

La universidad se convertirá en un lugar de divulgación del psicoanálisis. Lo constatamos especialmente en las conferencias ofrecidas por Freud en la Universidad de Clark en Estados Unidos, donde diría, a algunos de sus colegas analistas que lo acompañan, la famosa frase: «ellos no saben que les traemos la peste».

Después de Freud, los psicoanalistas han respondido a la pregunta original,

desde distintas escuelas y asociaciones, con su presencia en la universidad.

En lo que respecta a Chile, según Omar Arrué, analista de la Asociación Psicoanalítica Chilena (APCH), el propio movimiento psicoanalítico chileno nace en la universidad, siendo fundamental la cátedra de Psiquiatría del Dr. Ignacio Matte Blanco en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Matte Blanco, formado en el Instituto Británico de Psicoanálisis, es considerado uno de los iniciadores del psicoanálisis chileno, junto al Dr. Germán Greve y el Dr. Fernando Allende Navarro. Esta historia o�cial deja fuera al Dr. Alejandro Lipschutz, quien mantenía correspondencia con Freud.

Alrededor de esa instancia universi-taria de carácter eminentemente clíni-co se van encontrando médicos y otros profesionales del área de la salud mental interesados por la moderna psiquiatría comprensiva dinámica y su formación clínica. Sin embargo, otros miembros del mismo grupo comenza-ron a orientarse por el psicoanálisis propiamente tal, buscando formarse

como analistas y tener la experiencia de un análisis. Este movimiento condujo a que, en agosto de 1949, laAPCH fuera reconocida o�cialmente por la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Más adelante, el psicoanálisis se irá desplazando, desde las escuelas de Medicina, por la especialidad de Psiquiatría, a las escuelas de Psicología.

Las escuelas de Psicología nacen en Chile a mediados del siglo XX, si bien antes ya se enseñaba esta disciplina en las escuelas de Pedagogía.

La Escuela de Psicología de la Univer-sidad de Chile se funda en 1947; poste-

riormente, en 1959, la Ponti�cia Universidad Católica hace lo propio. En sus planes de estudio se incluían cursos de psicoanálisis. En el caso de la Univer-sidad Católica, el psicoanálisis va a tener un importante impulso con el entusias-mo de transmisión del sacerdote jesuíta Hernán Larraín, quien había estudiado en Alemania lo que por entonces se llamaba psicología profunda.

Con la expansión y crecimiento de las universidades, las escuelas de Psicología se multiplican y, con ello, el número de estudiantes. El psicoanáli-sis encontrará un lugar en el pregrado y posteriormente en diversos progra-mas de formación de magíster e inclu-so de doctorado. La transmisión del psicoanálisis lacaniano ingresará a la universidad a �nes de los ochenta. Una década después, analistas de orientación lacaniana obtendrán un espacio en diversas casas de estudio, el que mantienen hasta la fecha.

4. Una analista en territorio universitario

Hacer docencia en la universidad chilena del siglo XXI implica estar advertida de una serie de aspectos. Nos referimos a estar despiertos a los modos de enseñanza; a qué uso de la pedagogía; a las demandas que se nos hacen desde la institución de la evalua-ción, de la evidencia, de la medición. Considerar la época, las formas de lazo social, los modos de producción de subjetividad y las formas de poder, sin confundir discurso universitario con universidad: son algunas de las coor-denadas de orientación.

Al psicoanálisis lo encontramos en medio del conjunto de las psicologías. Se trata del psicoanálisis de manual introductorio que ofrece un entendi-miento rápido y simplista, obturando su subversión: cierto ABC basado en las etapas psicosexuales que bien conviven con la psicología del desa-rrollo, sus etapas evolutivas y la supuesta estructura de personalidad que plantearía Freud cuando se re�rió

a la segunda tópica. Un calce entre psicoanálisis y psicología general, de la personalidad y del desarrollo.

En el espacio de la clínica no hace ruido la estrecha relación existente entre psicoanálisis, psicodiagnóstico y psicoterapia. Ese silencio es sospecho-so: ¿de qué clase de pacto se trata? Es la aplicación de la psicología del Yo y las ideas de Otto Kernberg respecto al diagnóstico estructural. Desde el Yo se hace calzar, se habla de mecanismos de defensa, de su organización y su relación a la realidad. No se habla de inconsciente ni de pulsión.

El psicodiagnóstico precede a la psicoterapia en un protocolo estándar. Se cataloga al individuo en un diag-nóstico y se procede mediante técni-cas. Estamos frente a la ilusión de garantía, la inmediatez y la e�cacia, lo Correcto con mayúsculas y un manda-to superyoico feroz a normativizar y normalizar. Sin lugar a dudas, la posición de un analista lacaniano va a tener consecuencias en este territorio.

Desde el mismo lugar de enuncia-ción, este invita al encuentro más allá del conocimiento (sujeto de la conciencia), a la experiencia del inconsciente. La lectura directa de los textos freudianos, no de los manuales de divulgación, siempre toca algo insospechado; inquieta, causa moles-tia, perturba y despierta a los estudian-tes. La angustia y la queja por com-prender rápidamente, junto con la di�cultad en la lectura, van cediendo en la medida que se hace resonancia con la propia experiencia y con casos clínicos.

Advertidos de estar atentos para leer la época, los analistas sabemos que el discurso analítico va a contrapelo con ella, con el capitalismo que intenta obturar el encuentro con la falta, la incompletitud y la angustia. Los

jóvenes con los que nos encontramos son sujetos (y a veces objetos) del consumo. Como dijo un ex-Presidente de Chile: la educación es una mercan-cía, un bien de consumo.

¿Cómo operar para que el psicoaná-lisis no sea un producto más de consu-mo? Es una pregunta que no se contes-ta del todo, por el contrario, es necesa-rio formularla cada vez.

Tal como venimos trabajando en la ALP desde el comienzo, el analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella. Sin duda que no es fácil; esta es una piedra en el zapato

permanente cuando tenemos que evaluar con notas que obedecen a ciertos criterios observables o a ciertas preguntas «objetivas»; cómo hacer con el tiempo subjetivo de la formación y a la vez con los tiempos estandarizados de lo académico. Aun así, siempre hay espacio para maniobrar.

Hacer entrar la dimensión del tiempo lógico en la propia experiencia de aprendizaje, tanto teórico como clínico, de los estudiantes, hacer pausa, el uno a uno, tomar una posición, todo tiene efecto. Efecto que enciende la causa por el psicoanálisis.

La forma en que concebimos la supervisión ya genera alivio a la angustia con que vienen los jóvenes por la evaluación y les da una pista de la orientación lacaniana; cambia el modo en que conciben la propia clíni-ca, no hay un modo normado de lo que hay que hacer, sí una orientación. La angustia por la supervisión que se les ha ido transmitiendo (el experto que sabe, que va a estar por detrás con una hipermirada, muy propia de la época del imperio de las imágenes) no los deja tomar una posición propia. Esto es reforzado en la formación por el discurso de la vigilancia, por ejem-plo, en el uso habitual de la sala de

espejo: cuando un estudiante está realizando una entrevista se espera que el profesor lo corrija, que entre en escena a través del teléfono como el docente «todo-saber», para decir lo que es correcto.

Ese «ver para creer» del docente, que debe reguardar que se generen las competencias propias de un terapeuta, es a la vez un no querer ver otra cosa, otra escena. Un no querer saber qué signi�ca la mirada y la dimensión de lo escópico para cada sujeto; confun-diendo el instante de ver con el momento de concluir, obteniendo esa

muestra de conducta observable que permitirá al evaluador hacer el check list de la presencia o ausencia de una conducta terapéutica deseable; desco-nociendo que lo no visible tiene un lugar sutil, el detalle, lo velado en la experiencia subjetiva.

Queremos que el estudiante-terapeuta se deje permear por el encuentro con lo desconocido. Que no esté esperando algo en particular y que, a la vez, se oriente por el desplie-gue de signi�cantes del paciente, la resonancia y la repetición. Con sorpresa, ese concepto tan lejano que alguna vez leyeron, va tomando cuerpo: transferencia. Algo en ellos se va desprendiendo del saber instituido, cediendo, para hacer aparecer otro modo de saber. Comienzan a leer y escribir el caso, a advertir una lógica.

La pregunta por el diagnóstico toma otro cauce. Va cayendo la supuesta seguridad de dar un nombre al males-tar de un sujeto con la etiqueta estan-darizada y comienzan las preguntas: para quién, qué lugar al diagnóstico. Una posición ética se constituye.

La aplicación de tests, incuestionable protocolo de lo que implica un psico-diagnóstico bien realizado, comienza a perder consistencia. A partir de sus

propias preguntas los estudiantes van distinguiendo de quién es el deseo, para qué, qué lugar va a tener su intro-ducción cuando en las entrevistas se va desplegando un encuentro, qué más se quiere saber, qué es lo que falta.

Dos elementos nuevos aparecen en la escena de lo clínico: el silencio y la angustia. Este encuentro resulta ser una sorpresa para los estudiantes. Sostener el silencio en una primera entrevista permite un encuentro con

algo distinto. La angustia, en vez de ser disipada y taponeada apresuradamen-te, puede detenerse. Veri�can que es posible intervenir no solo con la palabra, sino también con la presencia.

Los efectos de esta experiencia dan lugar a la singularidad, no solo del caso a caso, sino de los propios estudiantes. Una cierta autorización para hablar a nombre propio de las intervenciones que cada uno realizó, las apuestas y maniobras, así como el

encuentro del estilo personal, marca-rán el recorrido del trabajo clínico en un grupo de supervisión académica.

Coincidiendo con la tesis freudiana respecto a que la formación del analis-ta no ocurre en la universidad, el encuentro con la causa viva del psicoa-nálisis muchas veces se da en ese terri-torio. Sin duda que sus efectos lo desbordan. Para ello, la presencia de un analista es fundamental.

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omo analistas, nos interesa hacer una transmisión de lo que hacemos, para pensar

con otros nuestra posición y nuestras maniobras.

En esta perspectiva se sitúa este artículo, la de una analista inserta en una institución universitaria en Santiago de Chile, que forma parte de una comunidad de trabajo analítica, la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). Este es, entonces, un momento

para detenerse y pensar en la propia praxis, cuando insiste el malestar por los derechos fundamentales, especial-mente la educación, expresado en un movimiento social que cuestiona el modelo educativo imperante y que resuena en el modo de lazo en su totalidad, y habiendo una reforma en curso, o en discurso, que genera tensiones y resistencias.

Nos surge la pregunta: ante lo impo-sible de enseñar, ¿qué posibilidad para el psicoanálisis en la universidad?

1. La universidad como institución

Podemos situar a la universidad como una institución social, en tanto recoge las demandas de determinados actores sociales en diversos momentos histórico-políticos, que involucra distintos modos en que se piensa la producción o reproducción de conoci-mientos. En este sentido, la función de la universidad ha experimentado trans-formaciones de acuerdo a la época.

Siguiendo los planteamientos de los historiadores, la Universidad, con mayúscula, nace en el siglo XII en Europa en respuesta a lo que algunos sostendrán como la defensa de los gremios; otros le darán lugar a la insti-tucionalización de los saberes orales y un modo de controlarlos. La historia se cuenta desde un lugar.

Por lo pronto, podemos decir que la universidad es un modo de tratamien-to de ciertos saberes que de�ne posicio-nes de poder. Es una forma de instituir la formación y la transmisión que llega hasta hoy, con distintos momentos que responden a diferentes demandas sociales y modos de producción mate-rial, de subjetividad y de conocimiento.

En América Latina, su origen lo fechamos en la primera mitad del siglo XVI, cuando en República Dominica-na se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino y en Perú la Univer-sidad de San Marcos.

No está de más decir que se trataba de instituciones compuestas por varones. Será a �nes del siglo XIX que las muje-

res harán ingreso a las aulas universita-rias, lo que ocurrió en forma masiva recién en la segunda mitad del siglo XX.

El crecimiento de la universidad, de la mano del desarrollo capitalista, no se detiene. Como señala Eric Laurent:

Actualmente la universidad triunfa en el planeta como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el siglo XIII y la in�uencia de Santo Tomás, pero en ese siglo nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contrario, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algunas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas (2007: 14).

La universidad se va per�lando como una productora de profesiona-les, con excepciones.

2. La Universidad en Chile:de la función social a la lógica de mercado

La primera universidad que se funda en nuestro país, ya independiente, es la Universidad de Chile, nacida en 1842 con carácter nacional y público. Poste-riormente, en 1879, la Iglesia Católica crea la Ponti�cia Universidad Católica de Chile.

En 1931 se reconocen otras tres universidades privadas: la Universidad de Concepción, la Universidad Técni-ca Federico Santa María y la Universi-dad Católica de Valparaíso.

En 1947 se funda la Universidad Técnica del Estado (UTE), que entra en funcionamiento en 1952. En 1981 pasará a ser la Universidad deSantiago.

Detengámonos en el discurso inau-gural de la Universidad de Chile, redactado y leído por Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843. En sus líneas nos encontramos con una clara formulación de la función social de dicha casa de estudios:

A la facultad de Leyes y Ciencias Políti-cas se abre un campo el más vasto el

más susceptible y de aplicaciones útiles. Lo habéis oído: la utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras socia-les, es lo que principalmente espera de la Universidad el gobierno; es lo que principalmente debe recomendar sus trabajos a la patria.

Se vislumbra la vinculación entre desarrollo nacional y proyectos insti-tucionales de la educación superior. Era esperable, entonces, que la univer-sidad se convirtiera en el crisol de la generación de respuestas a los proble-mas sociales.

Educación y progreso nacional irán teniendo un cauce común durante la primera mitad del siglo XX. Se tratará de asegurar la educación en todos sus niveles, lo cual se veri�ca en la consig-na de los años del Frente Popular bajo el lema «gobernar es educar».

La universidad, especí�camente sus estudiantes, durante los sesenta y seten-ta tendrán un papel relevante en cuestionar el orden social establecido. El desarrollo del pensamiento crítico dará paso a movimientos culturales y políticos que denuncian los discursos hegemónicos. Imágenes y consignas que dejan huella: «El Mercurio miente», oración escrita en un lienzo puesto en el frontis de la Universidad Católica en el 67, por ejemplo, marcan la Reforma Universitaria y hacen eco con movi-mientos ocurridos en otros lugares del globo, como el Mayo del 68 francés.

El golpe militar de 1973 trae consigo un profundo cambio en las políticas públicas. Con la instalación del modelo neoliberal se reduce el gasto público, se focaliza la inversión social y se privatizan servicios ligados a dere-chos básicos y universales. Se instala la lógica de la prestación de servicios que deben ser pagados por clientes.

En lo que respecta a la educación superior, se establece un nuevo modelo sellado en 1981 con la promulgación de la Ley General de Universidades. Se desarticula la Universidad de Chile y se favorece la creciente privatización traducida en la

creación de las primeras universidades privadas: «Antes de esta normativa existían ocho universidades, dos de las cuales eran estatales, producto de ella, existirán 60 universidades, de las cuales 16 serán estatales» (Barrera, Carrasco y Silva, s/f: 4).

Las nuevas universidades van a privilegiar, especialmente en un comienzo, la docencia por sobre la extensión y la investigación, ya que se trata de sobrevivir en el mercado. Para ello hay que incorporar clientes.

En 1990, con la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Ense-ñanza (LOCE), se crea el Consejo Superior de Educación y se norma el proceso de reconocimiento, por parte del Estado, de las nuevas universidades privadas. Nos encontramos ante la primera acreditación, instancia en la que estas instituciones debían presen-tar su proyecto educativo con el �n de obtener la autonomía. Posteriormente, en el 2006, se crea el Sistema de Asegu-ramiento de la Calidad que instituye el proceso de acreditación de la educa-ción superior que hoy conocemos. Esta es de carácter voluntario y tiene por principal objetivo veri�car si se cumple o no el proyecto educativo que ha construido la propia universidad. No hay parámetros ni indicadores externos para evaluar y comparar.

Por tanto, es posible que una institu-ción de educación superior se restrinja a la entrega de destrezas que permitan acceder al mundo laboral y la genera-ción del emprendimiento individual. Se centra en la formación profesional y en la garantía de un título para compe-tir en el mercado del trabajo.

Como nunca antes, la cobertura crece cada año. Estudiantes de clase media y baja, con el mandato de «ser alguien», buscan un título universita-rio que les garantice la movilidad social. La gran mayoría son jóvenes provenientes de colegios subvenciona-dos y escuelas municipales que, al obtener bajo puntaje en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), acce-den a través de créditos bancarios a las

universidades privadas. Son, en un alto porcentaje, los primeros de su familia en ingresar a la educación superior con el sueño de convertirse en profesiona-les. Cambia la cultura de lo universita-rio, tanto hacia dentro como hacia fuera de la propia institución.

3. Psicoanálisis en la universidad

A partir de la pregunta por si debe o no enseñarse el psicoanálisis en la universidad, Freud elabora, en 1919, un breve texto que de algún modo viene a explicar lo que él mismo estaba respondiendo en acto, con su propia inserción en la universidad.

Freud considera que el psicoanalista puede prescindir de la universidad para su formación. Situará, ya en esa época, el lugar de la asociación analítica para la orientación teórica y el contacto con analistas con mayor trayectoria. En cuanto a la experiencia práctica, dará lugar al análisis personal, la atención de pacientes y la supervisión. Sostiene, entonces, la tríada de la formación del analista: lo teórico, el análisis personal y la supervisión de sus casos.

No le cabe duda que la universidad, por su parte, se verá bene�ciada por la inclusión del psicoanálisis en sus planes de estudio, para poder abordar lo complejo de la subjetividad.

La universidad se convertirá en un lugar de divulgación del psicoanálisis. Lo constatamos especialmente en las conferencias ofrecidas por Freud en la Universidad de Clark en Estados Unidos, donde diría, a algunos de sus colegas analistas que lo acompañan, la famosa frase: «ellos no saben que les traemos la peste».

Después de Freud, los psicoanalistas han respondido a la pregunta original,

desde distintas escuelas y asociaciones, con su presencia en la universidad.

En lo que respecta a Chile, según Omar Arrué, analista de la Asociación Psicoanalítica Chilena (APCH), el propio movimiento psicoanalítico chileno nace en la universidad, siendo fundamental la cátedra de Psiquiatría del Dr. Ignacio Matte Blanco en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Matte Blanco, formado en el Instituto Británico de Psicoanálisis, es considerado uno de los iniciadores del psicoanálisis chileno, junto al Dr. Germán Greve y el Dr. Fernando Allende Navarro. Esta historia o�cial deja fuera al Dr. Alejandro Lipschutz, quien mantenía correspondencia con Freud.

Alrededor de esa instancia universi-taria de carácter eminentemente clíni-co se van encontrando médicos y otros profesionales del área de la salud mental interesados por la moderna psiquiatría comprensiva dinámica y su formación clínica. Sin embargo, otros miembros del mismo grupo comenza-ron a orientarse por el psicoanálisis propiamente tal, buscando formarse

como analistas y tener la experiencia de un análisis. Este movimiento condujo a que, en agosto de 1949, laAPCH fuera reconocida o�cialmente por la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Más adelante, el psicoanálisis se irá desplazando, desde las escuelas de Medicina, por la especialidad de Psiquiatría, a las escuelas de Psicología.

Las escuelas de Psicología nacen en Chile a mediados del siglo XX, si bien antes ya se enseñaba esta disciplina en las escuelas de Pedagogía.

La Escuela de Psicología de la Univer-sidad de Chile se funda en 1947; poste-

riormente, en 1959, la Ponti�cia Universidad Católica hace lo propio. En sus planes de estudio se incluían cursos de psicoanálisis. En el caso de la Univer-sidad Católica, el psicoanálisis va a tener un importante impulso con el entusias-mo de transmisión del sacerdote jesuíta Hernán Larraín, quien había estudiado en Alemania lo que por entonces se llamaba psicología profunda.

Con la expansión y crecimiento de las universidades, las escuelas de Psicología se multiplican y, con ello, el número de estudiantes. El psicoanáli-sis encontrará un lugar en el pregrado y posteriormente en diversos progra-mas de formación de magíster e inclu-so de doctorado. La transmisión del psicoanálisis lacaniano ingresará a la universidad a �nes de los ochenta. Una década después, analistas de orientación lacaniana obtendrán un espacio en diversas casas de estudio, el que mantienen hasta la fecha.

4. Una analista en territorio universitario

Hacer docencia en la universidad chilena del siglo XXI implica estar advertida de una serie de aspectos. Nos referimos a estar despiertos a los modos de enseñanza; a qué uso de la pedagogía; a las demandas que se nos hacen desde la institución de la evalua-ción, de la evidencia, de la medición. Considerar la época, las formas de lazo social, los modos de producción de subjetividad y las formas de poder, sin confundir discurso universitario con universidad: son algunas de las coor-denadas de orientación.

Al psicoanálisis lo encontramos en medio del conjunto de las psicologías. Se trata del psicoanálisis de manual introductorio que ofrece un entendi-miento rápido y simplista, obturando su subversión: cierto ABC basado en las etapas psicosexuales que bien conviven con la psicología del desa-rrollo, sus etapas evolutivas y la supuesta estructura de personalidad que plantearía Freud cuando se re�rió

a la segunda tópica. Un calce entre psicoanálisis y psicología general, de la personalidad y del desarrollo.

En el espacio de la clínica no hace ruido la estrecha relación existente entre psicoanálisis, psicodiagnóstico y psicoterapia. Ese silencio es sospecho-so: ¿de qué clase de pacto se trata? Es la aplicación de la psicología del Yo y las ideas de Otto Kernberg respecto al diagnóstico estructural. Desde el Yo se hace calzar, se habla de mecanismos de defensa, de su organización y su relación a la realidad. No se habla de inconsciente ni de pulsión.

El psicodiagnóstico precede a la psicoterapia en un protocolo estándar. Se cataloga al individuo en un diag-nóstico y se procede mediante técni-cas. Estamos frente a la ilusión de garantía, la inmediatez y la e�cacia, lo Correcto con mayúsculas y un manda-to superyoico feroz a normativizar y normalizar. Sin lugar a dudas, la posición de un analista lacaniano va a tener consecuencias en este territorio.

Desde el mismo lugar de enuncia-ción, este invita al encuentro más allá del conocimiento (sujeto de la conciencia), a la experiencia del inconsciente. La lectura directa de los textos freudianos, no de los manuales de divulgación, siempre toca algo insospechado; inquieta, causa moles-tia, perturba y despierta a los estudian-tes. La angustia y la queja por com-prender rápidamente, junto con la di�cultad en la lectura, van cediendo en la medida que se hace resonancia con la propia experiencia y con casos clínicos.

Advertidos de estar atentos para leer la época, los analistas sabemos que el discurso analítico va a contrapelo con ella, con el capitalismo que intenta obturar el encuentro con la falta, la incompletitud y la angustia. Los

jóvenes con los que nos encontramos son sujetos (y a veces objetos) del consumo. Como dijo un ex-Presidente de Chile: la educación es una mercan-cía, un bien de consumo.

¿Cómo operar para que el psicoaná-lisis no sea un producto más de consu-mo? Es una pregunta que no se contes-ta del todo, por el contrario, es necesa-rio formularla cada vez.

Tal como venimos trabajando en la ALP desde el comienzo, el analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella. Sin duda que no es fácil; esta es una piedra en el zapato

permanente cuando tenemos que evaluar con notas que obedecen a ciertos criterios observables o a ciertas preguntas «objetivas»; cómo hacer con el tiempo subjetivo de la formación y a la vez con los tiempos estandarizados de lo académico. Aun así, siempre hay espacio para maniobrar.

Hacer entrar la dimensión del tiempo lógico en la propia experiencia de aprendizaje, tanto teórico como clínico, de los estudiantes, hacer pausa, el uno a uno, tomar una posición, todo tiene efecto. Efecto que enciende la causa por el psicoanálisis.

La forma en que concebimos la supervisión ya genera alivio a la angustia con que vienen los jóvenes por la evaluación y les da una pista de la orientación lacaniana; cambia el modo en que conciben la propia clíni-ca, no hay un modo normado de lo que hay que hacer, sí una orientación. La angustia por la supervisión que se les ha ido transmitiendo (el experto que sabe, que va a estar por detrás con una hipermirada, muy propia de la época del imperio de las imágenes) no los deja tomar una posición propia. Esto es reforzado en la formación por el discurso de la vigilancia, por ejem-plo, en el uso habitual de la sala de

espejo: cuando un estudiante está realizando una entrevista se espera que el profesor lo corrija, que entre en escena a través del teléfono como el docente «todo-saber», para decir lo que es correcto.

Ese «ver para creer» del docente, que debe reguardar que se generen las competencias propias de un terapeuta, es a la vez un no querer ver otra cosa, otra escena. Un no querer saber qué signi�ca la mirada y la dimensión de lo escópico para cada sujeto; confun-diendo el instante de ver con el momento de concluir, obteniendo esa

muestra de conducta observable que permitirá al evaluador hacer el check list de la presencia o ausencia de una conducta terapéutica deseable; desco-nociendo que lo no visible tiene un lugar sutil, el detalle, lo velado en la experiencia subjetiva.

Queremos que el estudiante-terapeuta se deje permear por el encuentro con lo desconocido. Que no esté esperando algo en particular y que, a la vez, se oriente por el desplie-gue de signi�cantes del paciente, la resonancia y la repetición. Con sorpresa, ese concepto tan lejano que alguna vez leyeron, va tomando cuerpo: transferencia. Algo en ellos se va desprendiendo del saber instituido, cediendo, para hacer aparecer otro modo de saber. Comienzan a leer y escribir el caso, a advertir una lógica.

La pregunta por el diagnóstico toma otro cauce. Va cayendo la supuesta seguridad de dar un nombre al males-tar de un sujeto con la etiqueta estan-darizada y comienzan las preguntas: para quién, qué lugar al diagnóstico. Una posición ética se constituye.

La aplicación de tests, incuestionable protocolo de lo que implica un psico-diagnóstico bien realizado, comienza a perder consistencia. A partir de sus

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propias preguntas los estudiantes van distinguiendo de quién es el deseo, para qué, qué lugar va a tener su intro-ducción cuando en las entrevistas se va desplegando un encuentro, qué más se quiere saber, qué es lo que falta.

Dos elementos nuevos aparecen en la escena de lo clínico: el silencio y la angustia. Este encuentro resulta ser una sorpresa para los estudiantes. Sostener el silencio en una primera entrevista permite un encuentro con

algo distinto. La angustia, en vez de ser disipada y taponeada apresuradamen-te, puede detenerse. Veri�can que es posible intervenir no solo con la palabra, sino también con la presencia.

Los efectos de esta experiencia dan lugar a la singularidad, no solo del caso a caso, sino de los propios estudiantes. Una cierta autorización para hablar a nombre propio de las intervenciones que cada uno realizó, las apuestas y maniobras, así como el

encuentro del estilo personal, marca-rán el recorrido del trabajo clínico en un grupo de supervisión académica.

Coincidiendo con la tesis freudiana respecto a que la formación del analis-ta no ocurre en la universidad, el encuentro con la causa viva del psicoa-nálisis muchas veces se da en ese terri-torio. Sin duda que sus efectos lo desbordan. Para ello, la presencia de un analista es fundamental.

“La universidad se convertiráen un lugar de divulgación

del psicoanálisis”.

Page 63: Agalma, Revista Chilena de Psicoanalisis Lacaniano. Numero 1

omo analistas, nos interesa hacer una transmisión de lo que hacemos, para pensar

con otros nuestra posición y nuestras maniobras.

En esta perspectiva se sitúa este artículo, la de una analista inserta en una institución universitaria en Santiago de Chile, que forma parte de una comunidad de trabajo analítica, la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). Este es, entonces, un momento

para detenerse y pensar en la propia praxis, cuando insiste el malestar por los derechos fundamentales, especial-mente la educación, expresado en un movimiento social que cuestiona el modelo educativo imperante y que resuena en el modo de lazo en su totalidad, y habiendo una reforma en curso, o en discurso, que genera tensiones y resistencias.

Nos surge la pregunta: ante lo impo-sible de enseñar, ¿qué posibilidad para el psicoanálisis en la universidad?

1. La universidad como institución

Podemos situar a la universidad como una institución social, en tanto recoge las demandas de determinados actores sociales en diversos momentos histórico-políticos, que involucra distintos modos en que se piensa la producción o reproducción de conoci-mientos. En este sentido, la función de la universidad ha experimentado trans-formaciones de acuerdo a la época.

Siguiendo los planteamientos de los historiadores, la Universidad, con mayúscula, nace en el siglo XII en Europa en respuesta a lo que algunos sostendrán como la defensa de los gremios; otros le darán lugar a la insti-tucionalización de los saberes orales y un modo de controlarlos. La historia se cuenta desde un lugar.

Por lo pronto, podemos decir que la universidad es un modo de tratamien-to de ciertos saberes que de�ne posicio-nes de poder. Es una forma de instituir la formación y la transmisión que llega hasta hoy, con distintos momentos que responden a diferentes demandas sociales y modos de producción mate-rial, de subjetividad y de conocimiento.

En América Latina, su origen lo fechamos en la primera mitad del siglo XVI, cuando en República Dominica-na se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino y en Perú la Univer-sidad de San Marcos.

No está de más decir que se trataba de instituciones compuestas por varones. Será a �nes del siglo XIX que las muje-

res harán ingreso a las aulas universita-rias, lo que ocurrió en forma masiva recién en la segunda mitad del siglo XX.

El crecimiento de la universidad, de la mano del desarrollo capitalista, no se detiene. Como señala Eric Laurent:

Actualmente la universidad triunfa en el planeta como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el siglo XIII y la in�uencia de Santo Tomás, pero en ese siglo nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contrario, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algunas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas (2007: 14).

La universidad se va per�lando como una productora de profesiona-les, con excepciones.

2. La Universidad en Chile:de la función social a la lógica de mercado

La primera universidad que se funda en nuestro país, ya independiente, es la Universidad de Chile, nacida en 1842 con carácter nacional y público. Poste-riormente, en 1879, la Iglesia Católica crea la Ponti�cia Universidad Católica de Chile.

En 1931 se reconocen otras tres universidades privadas: la Universidad de Concepción, la Universidad Técni-ca Federico Santa María y la Universi-dad Católica de Valparaíso.

En 1947 se funda la Universidad Técnica del Estado (UTE), que entra en funcionamiento en 1952. En 1981 pasará a ser la Universidad deSantiago.

Detengámonos en el discurso inau-gural de la Universidad de Chile, redactado y leído por Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843. En sus líneas nos encontramos con una clara formulación de la función social de dicha casa de estudios:

A la facultad de Leyes y Ciencias Políti-cas se abre un campo el más vasto el

más susceptible y de aplicaciones útiles. Lo habéis oído: la utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras socia-les, es lo que principalmente espera de la Universidad el gobierno; es lo que principalmente debe recomendar sus trabajos a la patria.

Se vislumbra la vinculación entre desarrollo nacional y proyectos insti-tucionales de la educación superior. Era esperable, entonces, que la univer-sidad se convirtiera en el crisol de la generación de respuestas a los proble-mas sociales.

Educación y progreso nacional irán teniendo un cauce común durante la primera mitad del siglo XX. Se tratará de asegurar la educación en todos sus niveles, lo cual se veri�ca en la consig-na de los años del Frente Popular bajo el lema «gobernar es educar».

La universidad, especí�camente sus estudiantes, durante los sesenta y seten-ta tendrán un papel relevante en cuestionar el orden social establecido. El desarrollo del pensamiento crítico dará paso a movimientos culturales y políticos que denuncian los discursos hegemónicos. Imágenes y consignas que dejan huella: «El Mercurio miente», oración escrita en un lienzo puesto en el frontis de la Universidad Católica en el 67, por ejemplo, marcan la Reforma Universitaria y hacen eco con movi-mientos ocurridos en otros lugares del globo, como el Mayo del 68 francés.

El golpe militar de 1973 trae consigo un profundo cambio en las políticas públicas. Con la instalación del modelo neoliberal se reduce el gasto público, se focaliza la inversión social y se privatizan servicios ligados a dere-chos básicos y universales. Se instala la lógica de la prestación de servicios que deben ser pagados por clientes.

En lo que respecta a la educación superior, se establece un nuevo modelo sellado en 1981 con la promulgación de la Ley General de Universidades. Se desarticula la Universidad de Chile y se favorece la creciente privatización traducida en la

creación de las primeras universidades privadas: «Antes de esta normativa existían ocho universidades, dos de las cuales eran estatales, producto de ella, existirán 60 universidades, de las cuales 16 serán estatales» (Barrera, Carrasco y Silva, s/f: 4).

Las nuevas universidades van a privilegiar, especialmente en un comienzo, la docencia por sobre la extensión y la investigación, ya que se trata de sobrevivir en el mercado. Para ello hay que incorporar clientes.

En 1990, con la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Ense-ñanza (LOCE), se crea el Consejo Superior de Educación y se norma el proceso de reconocimiento, por parte del Estado, de las nuevas universidades privadas. Nos encontramos ante la primera acreditación, instancia en la que estas instituciones debían presen-tar su proyecto educativo con el �n de obtener la autonomía. Posteriormente, en el 2006, se crea el Sistema de Asegu-ramiento de la Calidad que instituye el proceso de acreditación de la educa-ción superior que hoy conocemos. Esta es de carácter voluntario y tiene por principal objetivo veri�car si se cumple o no el proyecto educativo que ha construido la propia universidad. No hay parámetros ni indicadores externos para evaluar y comparar.

Por tanto, es posible que una institu-ción de educación superior se restrinja a la entrega de destrezas que permitan acceder al mundo laboral y la genera-ción del emprendimiento individual. Se centra en la formación profesional y en la garantía de un título para compe-tir en el mercado del trabajo.

Como nunca antes, la cobertura crece cada año. Estudiantes de clase media y baja, con el mandato de «ser alguien», buscan un título universita-rio que les garantice la movilidad social. La gran mayoría son jóvenes provenientes de colegios subvenciona-dos y escuelas municipales que, al obtener bajo puntaje en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), acce-den a través de créditos bancarios a las

universidades privadas. Son, en un alto porcentaje, los primeros de su familia en ingresar a la educación superior con el sueño de convertirse en profesiona-les. Cambia la cultura de lo universita-rio, tanto hacia dentro como hacia fuera de la propia institución.

3. Psicoanálisis en la universidad

A partir de la pregunta por si debe o no enseñarse el psicoanálisis en la universidad, Freud elabora, en 1919, un breve texto que de algún modo viene a explicar lo que él mismo estaba respondiendo en acto, con su propia inserción en la universidad.

Freud considera que el psicoanalista puede prescindir de la universidad para su formación. Situará, ya en esa época, el lugar de la asociación analítica para la orientación teórica y el contacto con analistas con mayor trayectoria. En cuanto a la experiencia práctica, dará lugar al análisis personal, la atención de pacientes y la supervisión. Sostiene, entonces, la tríada de la formación del analista: lo teórico, el análisis personal y la supervisión de sus casos.

No le cabe duda que la universidad, por su parte, se verá bene�ciada por la inclusión del psicoanálisis en sus planes de estudio, para poder abordar lo complejo de la subjetividad.

La universidad se convertirá en un lugar de divulgación del psicoanálisis. Lo constatamos especialmente en las conferencias ofrecidas por Freud en la Universidad de Clark en Estados Unidos, donde diría, a algunos de sus colegas analistas que lo acompañan, la famosa frase: «ellos no saben que les traemos la peste».

Después de Freud, los psicoanalistas han respondido a la pregunta original,

desde distintas escuelas y asociaciones, con su presencia en la universidad.

En lo que respecta a Chile, según Omar Arrué, analista de la Asociación Psicoanalítica Chilena (APCH), el propio movimiento psicoanalítico chileno nace en la universidad, siendo fundamental la cátedra de Psiquiatría del Dr. Ignacio Matte Blanco en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Matte Blanco, formado en el Instituto Británico de Psicoanálisis, es considerado uno de los iniciadores del psicoanálisis chileno, junto al Dr. Germán Greve y el Dr. Fernando Allende Navarro. Esta historia o�cial deja fuera al Dr. Alejandro Lipschutz, quien mantenía correspondencia con Freud.

Alrededor de esa instancia universi-taria de carácter eminentemente clíni-co se van encontrando médicos y otros profesionales del área de la salud mental interesados por la moderna psiquiatría comprensiva dinámica y su formación clínica. Sin embargo, otros miembros del mismo grupo comenza-ron a orientarse por el psicoanálisis propiamente tal, buscando formarse

como analistas y tener la experiencia de un análisis. Este movimiento condujo a que, en agosto de 1949, laAPCH fuera reconocida o�cialmente por la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Más adelante, el psicoanálisis se irá desplazando, desde las escuelas de Medicina, por la especialidad de Psiquiatría, a las escuelas de Psicología.

Las escuelas de Psicología nacen en Chile a mediados del siglo XX, si bien antes ya se enseñaba esta disciplina en las escuelas de Pedagogía.

La Escuela de Psicología de la Univer-sidad de Chile se funda en 1947; poste-

riormente, en 1959, la Ponti�cia Universidad Católica hace lo propio. En sus planes de estudio se incluían cursos de psicoanálisis. En el caso de la Univer-sidad Católica, el psicoanálisis va a tener un importante impulso con el entusias-mo de transmisión del sacerdote jesuíta Hernán Larraín, quien había estudiado en Alemania lo que por entonces se llamaba psicología profunda.

Con la expansión y crecimiento de las universidades, las escuelas de Psicología se multiplican y, con ello, el número de estudiantes. El psicoanáli-sis encontrará un lugar en el pregrado y posteriormente en diversos progra-mas de formación de magíster e inclu-so de doctorado. La transmisión del psicoanálisis lacaniano ingresará a la universidad a �nes de los ochenta. Una década después, analistas de orientación lacaniana obtendrán un espacio en diversas casas de estudio, el que mantienen hasta la fecha.

4. Una analista en territorio universitario

Hacer docencia en la universidad chilena del siglo XXI implica estar advertida de una serie de aspectos. Nos referimos a estar despiertos a los modos de enseñanza; a qué uso de la pedagogía; a las demandas que se nos hacen desde la institución de la evalua-ción, de la evidencia, de la medición. Considerar la época, las formas de lazo social, los modos de producción de subjetividad y las formas de poder, sin confundir discurso universitario con universidad: son algunas de las coor-denadas de orientación.

Al psicoanálisis lo encontramos en medio del conjunto de las psicologías. Se trata del psicoanálisis de manual introductorio que ofrece un entendi-miento rápido y simplista, obturando su subversión: cierto ABC basado en las etapas psicosexuales que bien conviven con la psicología del desa-rrollo, sus etapas evolutivas y la supuesta estructura de personalidad que plantearía Freud cuando se re�rió

a la segunda tópica. Un calce entre psicoanálisis y psicología general, de la personalidad y del desarrollo.

En el espacio de la clínica no hace ruido la estrecha relación existente entre psicoanálisis, psicodiagnóstico y psicoterapia. Ese silencio es sospecho-so: ¿de qué clase de pacto se trata? Es la aplicación de la psicología del Yo y las ideas de Otto Kernberg respecto al diagnóstico estructural. Desde el Yo se hace calzar, se habla de mecanismos de defensa, de su organización y su relación a la realidad. No se habla de inconsciente ni de pulsión.

El psicodiagnóstico precede a la psicoterapia en un protocolo estándar. Se cataloga al individuo en un diag-nóstico y se procede mediante técni-cas. Estamos frente a la ilusión de garantía, la inmediatez y la e�cacia, lo Correcto con mayúsculas y un manda-to superyoico feroz a normativizar y normalizar. Sin lugar a dudas, la posición de un analista lacaniano va a tener consecuencias en este territorio.

Desde el mismo lugar de enuncia-ción, este invita al encuentro más allá del conocimiento (sujeto de la conciencia), a la experiencia del inconsciente. La lectura directa de los textos freudianos, no de los manuales de divulgación, siempre toca algo insospechado; inquieta, causa moles-tia, perturba y despierta a los estudian-tes. La angustia y la queja por com-prender rápidamente, junto con la di�cultad en la lectura, van cediendo en la medida que se hace resonancia con la propia experiencia y con casos clínicos.

Advertidos de estar atentos para leer la época, los analistas sabemos que el discurso analítico va a contrapelo con ella, con el capitalismo que intenta obturar el encuentro con la falta, la incompletitud y la angustia. Los

jóvenes con los que nos encontramos son sujetos (y a veces objetos) del consumo. Como dijo un ex-Presidente de Chile: la educación es una mercan-cía, un bien de consumo.

¿Cómo operar para que el psicoaná-lisis no sea un producto más de consu-mo? Es una pregunta que no se contes-ta del todo, por el contrario, es necesa-rio formularla cada vez.

Tal como venimos trabajando en la ALP desde el comienzo, el analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella. Sin duda que no es fácil; esta es una piedra en el zapato

permanente cuando tenemos que evaluar con notas que obedecen a ciertos criterios observables o a ciertas preguntas «objetivas»; cómo hacer con el tiempo subjetivo de la formación y a la vez con los tiempos estandarizados de lo académico. Aun así, siempre hay espacio para maniobrar.

Hacer entrar la dimensión del tiempo lógico en la propia experiencia de aprendizaje, tanto teórico como clínico, de los estudiantes, hacer pausa, el uno a uno, tomar una posición, todo tiene efecto. Efecto que enciende la causa por el psicoanálisis.

La forma en que concebimos la supervisión ya genera alivio a la angustia con que vienen los jóvenes por la evaluación y les da una pista de la orientación lacaniana; cambia el modo en que conciben la propia clíni-ca, no hay un modo normado de lo que hay que hacer, sí una orientación. La angustia por la supervisión que se les ha ido transmitiendo (el experto que sabe, que va a estar por detrás con una hipermirada, muy propia de la época del imperio de las imágenes) no los deja tomar una posición propia. Esto es reforzado en la formación por el discurso de la vigilancia, por ejem-plo, en el uso habitual de la sala de

espejo: cuando un estudiante está realizando una entrevista se espera que el profesor lo corrija, que entre en escena a través del teléfono como el docente «todo-saber», para decir lo que es correcto.

Ese «ver para creer» del docente, que debe reguardar que se generen las competencias propias de un terapeuta, es a la vez un no querer ver otra cosa, otra escena. Un no querer saber qué signi�ca la mirada y la dimensión de lo escópico para cada sujeto; confun-diendo el instante de ver con el momento de concluir, obteniendo esa

muestra de conducta observable que permitirá al evaluador hacer el check list de la presencia o ausencia de una conducta terapéutica deseable; desco-nociendo que lo no visible tiene un lugar sutil, el detalle, lo velado en la experiencia subjetiva.

Queremos que el estudiante-terapeuta se deje permear por el encuentro con lo desconocido. Que no esté esperando algo en particular y que, a la vez, se oriente por el desplie-gue de signi�cantes del paciente, la resonancia y la repetición. Con sorpresa, ese concepto tan lejano que alguna vez leyeron, va tomando cuerpo: transferencia. Algo en ellos se va desprendiendo del saber instituido, cediendo, para hacer aparecer otro modo de saber. Comienzan a leer y escribir el caso, a advertir una lógica.

La pregunta por el diagnóstico toma otro cauce. Va cayendo la supuesta seguridad de dar un nombre al males-tar de un sujeto con la etiqueta estan-darizada y comienzan las preguntas: para quién, qué lugar al diagnóstico. Una posición ética se constituye.

La aplicación de tests, incuestionable protocolo de lo que implica un psico-diagnóstico bien realizado, comienza a perder consistencia. A partir de sus

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propias preguntas los estudiantes van distinguiendo de quién es el deseo, para qué, qué lugar va a tener su intro-ducción cuando en las entrevistas se va desplegando un encuentro, qué más se quiere saber, qué es lo que falta.

Dos elementos nuevos aparecen en la escena de lo clínico: el silencio y la angustia. Este encuentro resulta ser una sorpresa para los estudiantes. Sostener el silencio en una primera entrevista permite un encuentro con

algo distinto. La angustia, en vez de ser disipada y taponeada apresuradamen-te, puede detenerse. Veri�can que es posible intervenir no solo con la palabra, sino también con la presencia.

Los efectos de esta experiencia dan lugar a la singularidad, no solo del caso a caso, sino de los propios estudiantes. Una cierta autorización para hablar a nombre propio de las intervenciones que cada uno realizó, las apuestas y maniobras, así como el

encuentro del estilo personal, marca-rán el recorrido del trabajo clínico en un grupo de supervisión académica.

Coincidiendo con la tesis freudiana respecto a que la formación del analis-ta no ocurre en la universidad, el encuentro con la causa viva del psicoa-nálisis muchas veces se da en ese terri-torio. Sin duda que sus efectos lo desbordan. Para ello, la presencia de un analista es fundamental.

“El analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella”.

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omo analistas, nos interesa hacer una transmisión de lo que hacemos, para pensar

con otros nuestra posición y nuestras maniobras.

En esta perspectiva se sitúa este artículo, la de una analista inserta en una institución universitaria en Santiago de Chile, que forma parte de una comunidad de trabajo analítica, la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). Este es, entonces, un momento

para detenerse y pensar en la propia praxis, cuando insiste el malestar por los derechos fundamentales, especial-mente la educación, expresado en un movimiento social que cuestiona el modelo educativo imperante y que resuena en el modo de lazo en su totalidad, y habiendo una reforma en curso, o en discurso, que genera tensiones y resistencias.

Nos surge la pregunta: ante lo impo-sible de enseñar, ¿qué posibilidad para el psicoanálisis en la universidad?

1. La universidad como institución

Podemos situar a la universidad como una institución social, en tanto recoge las demandas de determinados actores sociales en diversos momentos histórico-políticos, que involucra distintos modos en que se piensa la producción o reproducción de conoci-mientos. En este sentido, la función de la universidad ha experimentado trans-formaciones de acuerdo a la época.

Siguiendo los planteamientos de los historiadores, la Universidad, con mayúscula, nace en el siglo XII en Europa en respuesta a lo que algunos sostendrán como la defensa de los gremios; otros le darán lugar a la insti-tucionalización de los saberes orales y un modo de controlarlos. La historia se cuenta desde un lugar.

Por lo pronto, podemos decir que la universidad es un modo de tratamien-to de ciertos saberes que de�ne posicio-nes de poder. Es una forma de instituir la formación y la transmisión que llega hasta hoy, con distintos momentos que responden a diferentes demandas sociales y modos de producción mate-rial, de subjetividad y de conocimiento.

En América Latina, su origen lo fechamos en la primera mitad del siglo XVI, cuando en República Dominica-na se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino y en Perú la Univer-sidad de San Marcos.

No está de más decir que se trataba de instituciones compuestas por varones. Será a �nes del siglo XIX que las muje-

res harán ingreso a las aulas universita-rias, lo que ocurrió en forma masiva recién en la segunda mitad del siglo XX.

El crecimiento de la universidad, de la mano del desarrollo capitalista, no se detiene. Como señala Eric Laurent:

Actualmente la universidad triunfa en el planeta como nunca a lo largo de toda su historia. Se puede comparar con el siglo XIII y la in�uencia de Santo Tomás, pero en ese siglo nadie quería un diploma de la universidad. Ahora sucede lo contrario, las universidades están llenas y hay que ver los precios que algunas de ellas hacen pagar para distribuir sus diplomas (2007: 14).

La universidad se va per�lando como una productora de profesiona-les, con excepciones.

2. La Universidad en Chile:de la función social a la lógica de mercado

La primera universidad que se funda en nuestro país, ya independiente, es la Universidad de Chile, nacida en 1842 con carácter nacional y público. Poste-riormente, en 1879, la Iglesia Católica crea la Ponti�cia Universidad Católica de Chile.

En 1931 se reconocen otras tres universidades privadas: la Universidad de Concepción, la Universidad Técni-ca Federico Santa María y la Universi-dad Católica de Valparaíso.

En 1947 se funda la Universidad Técnica del Estado (UTE), que entra en funcionamiento en 1952. En 1981 pasará a ser la Universidad deSantiago.

Detengámonos en el discurso inau-gural de la Universidad de Chile, redactado y leído por Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843. En sus líneas nos encontramos con una clara formulación de la función social de dicha casa de estudios:

A la facultad de Leyes y Ciencias Políti-cas se abre un campo el más vasto el

más susceptible y de aplicaciones útiles. Lo habéis oído: la utilidad práctica, los resultados positivos, las mejoras socia-les, es lo que principalmente espera de la Universidad el gobierno; es lo que principalmente debe recomendar sus trabajos a la patria.

Se vislumbra la vinculación entre desarrollo nacional y proyectos insti-tucionales de la educación superior. Era esperable, entonces, que la univer-sidad se convirtiera en el crisol de la generación de respuestas a los proble-mas sociales.

Educación y progreso nacional irán teniendo un cauce común durante la primera mitad del siglo XX. Se tratará de asegurar la educación en todos sus niveles, lo cual se veri�ca en la consig-na de los años del Frente Popular bajo el lema «gobernar es educar».

La universidad, especí�camente sus estudiantes, durante los sesenta y seten-ta tendrán un papel relevante en cuestionar el orden social establecido. El desarrollo del pensamiento crítico dará paso a movimientos culturales y políticos que denuncian los discursos hegemónicos. Imágenes y consignas que dejan huella: «El Mercurio miente», oración escrita en un lienzo puesto en el frontis de la Universidad Católica en el 67, por ejemplo, marcan la Reforma Universitaria y hacen eco con movi-mientos ocurridos en otros lugares del globo, como el Mayo del 68 francés.

El golpe militar de 1973 trae consigo un profundo cambio en las políticas públicas. Con la instalación del modelo neoliberal se reduce el gasto público, se focaliza la inversión social y se privatizan servicios ligados a dere-chos básicos y universales. Se instala la lógica de la prestación de servicios que deben ser pagados por clientes.

En lo que respecta a la educación superior, se establece un nuevo modelo sellado en 1981 con la promulgación de la Ley General de Universidades. Se desarticula la Universidad de Chile y se favorece la creciente privatización traducida en la

creación de las primeras universidades privadas: «Antes de esta normativa existían ocho universidades, dos de las cuales eran estatales, producto de ella, existirán 60 universidades, de las cuales 16 serán estatales» (Barrera, Carrasco y Silva, s/f: 4).

Las nuevas universidades van a privilegiar, especialmente en un comienzo, la docencia por sobre la extensión y la investigación, ya que se trata de sobrevivir en el mercado. Para ello hay que incorporar clientes.

En 1990, con la promulgación de la Ley Orgánica Constitucional de Ense-ñanza (LOCE), se crea el Consejo Superior de Educación y se norma el proceso de reconocimiento, por parte del Estado, de las nuevas universidades privadas. Nos encontramos ante la primera acreditación, instancia en la que estas instituciones debían presen-tar su proyecto educativo con el �n de obtener la autonomía. Posteriormente, en el 2006, se crea el Sistema de Asegu-ramiento de la Calidad que instituye el proceso de acreditación de la educa-ción superior que hoy conocemos. Esta es de carácter voluntario y tiene por principal objetivo veri�car si se cumple o no el proyecto educativo que ha construido la propia universidad. No hay parámetros ni indicadores externos para evaluar y comparar.

Por tanto, es posible que una institu-ción de educación superior se restrinja a la entrega de destrezas que permitan acceder al mundo laboral y la genera-ción del emprendimiento individual. Se centra en la formación profesional y en la garantía de un título para compe-tir en el mercado del trabajo.

Como nunca antes, la cobertura crece cada año. Estudiantes de clase media y baja, con el mandato de «ser alguien», buscan un título universita-rio que les garantice la movilidad social. La gran mayoría son jóvenes provenientes de colegios subvenciona-dos y escuelas municipales que, al obtener bajo puntaje en la Prueba de Selección Universitaria (PSU), acce-den a través de créditos bancarios a las

universidades privadas. Son, en un alto porcentaje, los primeros de su familia en ingresar a la educación superior con el sueño de convertirse en profesiona-les. Cambia la cultura de lo universita-rio, tanto hacia dentro como hacia fuera de la propia institución.

3. Psicoanálisis en la universidad

A partir de la pregunta por si debe o no enseñarse el psicoanálisis en la universidad, Freud elabora, en 1919, un breve texto que de algún modo viene a explicar lo que él mismo estaba respondiendo en acto, con su propia inserción en la universidad.

Freud considera que el psicoanalista puede prescindir de la universidad para su formación. Situará, ya en esa época, el lugar de la asociación analítica para la orientación teórica y el contacto con analistas con mayor trayectoria. En cuanto a la experiencia práctica, dará lugar al análisis personal, la atención de pacientes y la supervisión. Sostiene, entonces, la tríada de la formación del analista: lo teórico, el análisis personal y la supervisión de sus casos.

No le cabe duda que la universidad, por su parte, se verá bene�ciada por la inclusión del psicoanálisis en sus planes de estudio, para poder abordar lo complejo de la subjetividad.

La universidad se convertirá en un lugar de divulgación del psicoanálisis. Lo constatamos especialmente en las conferencias ofrecidas por Freud en la Universidad de Clark en Estados Unidos, donde diría, a algunos de sus colegas analistas que lo acompañan, la famosa frase: «ellos no saben que les traemos la peste».

Después de Freud, los psicoanalistas han respondido a la pregunta original,

desde distintas escuelas y asociaciones, con su presencia en la universidad.

En lo que respecta a Chile, según Omar Arrué, analista de la Asociación Psicoanalítica Chilena (APCH), el propio movimiento psicoanalítico chileno nace en la universidad, siendo fundamental la cátedra de Psiquiatría del Dr. Ignacio Matte Blanco en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Matte Blanco, formado en el Instituto Británico de Psicoanálisis, es considerado uno de los iniciadores del psicoanálisis chileno, junto al Dr. Germán Greve y el Dr. Fernando Allende Navarro. Esta historia o�cial deja fuera al Dr. Alejandro Lipschutz, quien mantenía correspondencia con Freud.

Alrededor de esa instancia universi-taria de carácter eminentemente clíni-co se van encontrando médicos y otros profesionales del área de la salud mental interesados por la moderna psiquiatría comprensiva dinámica y su formación clínica. Sin embargo, otros miembros del mismo grupo comenza-ron a orientarse por el psicoanálisis propiamente tal, buscando formarse

como analistas y tener la experiencia de un análisis. Este movimiento condujo a que, en agosto de 1949, laAPCH fuera reconocida o�cialmente por la Asociación Psicoanalítica Inter-nacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Más adelante, el psicoanálisis se irá desplazando, desde las escuelas de Medicina, por la especialidad de Psiquiatría, a las escuelas de Psicología.

Las escuelas de Psicología nacen en Chile a mediados del siglo XX, si bien antes ya se enseñaba esta disciplina en las escuelas de Pedagogía.

La Escuela de Psicología de la Univer-sidad de Chile se funda en 1947; poste-

riormente, en 1959, la Ponti�cia Universidad Católica hace lo propio. En sus planes de estudio se incluían cursos de psicoanálisis. En el caso de la Univer-sidad Católica, el psicoanálisis va a tener un importante impulso con el entusias-mo de transmisión del sacerdote jesuíta Hernán Larraín, quien había estudiado en Alemania lo que por entonces se llamaba psicología profunda.

Con la expansión y crecimiento de las universidades, las escuelas de Psicología se multiplican y, con ello, el número de estudiantes. El psicoanáli-sis encontrará un lugar en el pregrado y posteriormente en diversos progra-mas de formación de magíster e inclu-so de doctorado. La transmisión del psicoanálisis lacaniano ingresará a la universidad a �nes de los ochenta. Una década después, analistas de orientación lacaniana obtendrán un espacio en diversas casas de estudio, el que mantienen hasta la fecha.

4. Una analista en territorio universitario

Hacer docencia en la universidad chilena del siglo XXI implica estar advertida de una serie de aspectos. Nos referimos a estar despiertos a los modos de enseñanza; a qué uso de la pedagogía; a las demandas que se nos hacen desde la institución de la evalua-ción, de la evidencia, de la medición. Considerar la época, las formas de lazo social, los modos de producción de subjetividad y las formas de poder, sin confundir discurso universitario con universidad: son algunas de las coor-denadas de orientación.

Al psicoanálisis lo encontramos en medio del conjunto de las psicologías. Se trata del psicoanálisis de manual introductorio que ofrece un entendi-miento rápido y simplista, obturando su subversión: cierto ABC basado en las etapas psicosexuales que bien conviven con la psicología del desa-rrollo, sus etapas evolutivas y la supuesta estructura de personalidad que plantearía Freud cuando se re�rió

a la segunda tópica. Un calce entre psicoanálisis y psicología general, de la personalidad y del desarrollo.

En el espacio de la clínica no hace ruido la estrecha relación existente entre psicoanálisis, psicodiagnóstico y psicoterapia. Ese silencio es sospecho-so: ¿de qué clase de pacto se trata? Es la aplicación de la psicología del Yo y las ideas de Otto Kernberg respecto al diagnóstico estructural. Desde el Yo se hace calzar, se habla de mecanismos de defensa, de su organización y su relación a la realidad. No se habla de inconsciente ni de pulsión.

El psicodiagnóstico precede a la psicoterapia en un protocolo estándar. Se cataloga al individuo en un diag-nóstico y se procede mediante técni-cas. Estamos frente a la ilusión de garantía, la inmediatez y la e�cacia, lo Correcto con mayúsculas y un manda-to superyoico feroz a normativizar y normalizar. Sin lugar a dudas, la posición de un analista lacaniano va a tener consecuencias en este territorio.

Desde el mismo lugar de enuncia-ción, este invita al encuentro más allá del conocimiento (sujeto de la conciencia), a la experiencia del inconsciente. La lectura directa de los textos freudianos, no de los manuales de divulgación, siempre toca algo insospechado; inquieta, causa moles-tia, perturba y despierta a los estudian-tes. La angustia y la queja por com-prender rápidamente, junto con la di�cultad en la lectura, van cediendo en la medida que se hace resonancia con la propia experiencia y con casos clínicos.

Advertidos de estar atentos para leer la época, los analistas sabemos que el discurso analítico va a contrapelo con ella, con el capitalismo que intenta obturar el encuentro con la falta, la incompletitud y la angustia. Los

jóvenes con los que nos encontramos son sujetos (y a veces objetos) del consumo. Como dijo un ex-Presidente de Chile: la educación es una mercan-cía, un bien de consumo.

¿Cómo operar para que el psicoaná-lisis no sea un producto más de consu-mo? Es una pregunta que no se contes-ta del todo, por el contrario, es necesa-rio formularla cada vez.

Tal como venimos trabajando en la ALP desde el comienzo, el analista debe saber-hacer con la institución, no contra ella. Sin duda que no es fácil; esta es una piedra en el zapato

permanente cuando tenemos que evaluar con notas que obedecen a ciertos criterios observables o a ciertas preguntas «objetivas»; cómo hacer con el tiempo subjetivo de la formación y a la vez con los tiempos estandarizados de lo académico. Aun así, siempre hay espacio para maniobrar.

Hacer entrar la dimensión del tiempo lógico en la propia experiencia de aprendizaje, tanto teórico como clínico, de los estudiantes, hacer pausa, el uno a uno, tomar una posición, todo tiene efecto. Efecto que enciende la causa por el psicoanálisis.

La forma en que concebimos la supervisión ya genera alivio a la angustia con que vienen los jóvenes por la evaluación y les da una pista de la orientación lacaniana; cambia el modo en que conciben la propia clíni-ca, no hay un modo normado de lo que hay que hacer, sí una orientación. La angustia por la supervisión que se les ha ido transmitiendo (el experto que sabe, que va a estar por detrás con una hipermirada, muy propia de la época del imperio de las imágenes) no los deja tomar una posición propia. Esto es reforzado en la formación por el discurso de la vigilancia, por ejem-plo, en el uso habitual de la sala de

espejo: cuando un estudiante está realizando una entrevista se espera que el profesor lo corrija, que entre en escena a través del teléfono como el docente «todo-saber», para decir lo que es correcto.

Ese «ver para creer» del docente, que debe reguardar que se generen las competencias propias de un terapeuta, es a la vez un no querer ver otra cosa, otra escena. Un no querer saber qué signi�ca la mirada y la dimensión de lo escópico para cada sujeto; confun-diendo el instante de ver con el momento de concluir, obteniendo esa

muestra de conducta observable que permitirá al evaluador hacer el check list de la presencia o ausencia de una conducta terapéutica deseable; desco-nociendo que lo no visible tiene un lugar sutil, el detalle, lo velado en la experiencia subjetiva.

Queremos que el estudiante-terapeuta se deje permear por el encuentro con lo desconocido. Que no esté esperando algo en particular y que, a la vez, se oriente por el desplie-gue de signi�cantes del paciente, la resonancia y la repetición. Con sorpresa, ese concepto tan lejano que alguna vez leyeron, va tomando cuerpo: transferencia. Algo en ellos se va desprendiendo del saber instituido, cediendo, para hacer aparecer otro modo de saber. Comienzan a leer y escribir el caso, a advertir una lógica.

La pregunta por el diagnóstico toma otro cauce. Va cayendo la supuesta seguridad de dar un nombre al males-tar de un sujeto con la etiqueta estan-darizada y comienzan las preguntas: para quién, qué lugar al diagnóstico. Una posición ética se constituye.

La aplicación de tests, incuestionable protocolo de lo que implica un psico-diagnóstico bien realizado, comienza a perder consistencia. A partir de sus

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propias preguntas los estudiantes van distinguiendo de quién es el deseo, para qué, qué lugar va a tener su intro-ducción cuando en las entrevistas se va desplegando un encuentro, qué más se quiere saber, qué es lo que falta.

Dos elementos nuevos aparecen en la escena de lo clínico: el silencio y la angustia. Este encuentro resulta ser una sorpresa para los estudiantes. Sostener el silencio en una primera entrevista permite un encuentro con

algo distinto. La angustia, en vez de ser disipada y taponeada apresuradamen-te, puede detenerse. Veri�can que es posible intervenir no solo con la palabra, sino también con la presencia.

Los efectos de esta experiencia dan lugar a la singularidad, no solo del caso a caso, sino de los propios estudiantes. Una cierta autorización para hablar a nombre propio de las intervenciones que cada uno realizó, las apuestas y maniobras, así como el

encuentro del estilo personal, marca-rán el recorrido del trabajo clínico en un grupo de supervisión académica.

Coincidiendo con la tesis freudiana respecto a que la formación del analis-ta no ocurre en la universidad, el encuentro con la causa viva del psicoa-nálisis muchas veces se da en ese terri-torio. Sin duda que sus efectos lo desbordan. Para ello, la presencia de un analista es fundamental.

Referenciasbibliográ�cas Barrera, F., Carrasco, E. y Silva, M.C. (s/f). La formación del psicólogo en Chile: una re�exión crítica. Consultado el 11 de septiembre de 2015 en: http://www.academia.edu/3211314/La_formación_del_psicólogo_en_Chile_hoy_una_re�exión_crítica

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Bravo, L. (2004). Cincuenta años de Psicología en la Universidad Católica. Revista Psykhe, Vol. 13, 1, 197-295.

Casaula, E., Coloma, J. y Jordan, J.F. (1991). Cuarenta años de psicoanálisis en Chile: biografía de una sociedad cientí�ca. Santiago, Chile: Ananké.

Freud, S. (1999). ¿Debe enseñarse psicoanálisis en la universidad? En S. Freud, Obras completas, tomo XVII (pp. 165-171). Buenos Aires, Argentina: Amorrortu.

Laurent, E. (2007). Lo imposible de enseñar. En E. Laurent, ¿Cómo se enseña la clínica? (pp. 13-35). Buenos Aires, Argentina: Cuadernos del ICBA.

“La formación del analista no ocurre en la universidad,[sin embargo] el encuentro con la causa viva del

psicoanálisis muchas veces se da en ese territorio”.

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Actualidad AMPLuis TudancaEdith Beraja

Isabel LabarcaAna María Sanhueza

Andrés OrfaliFelipe MainoAndrés Bralić

Ricardo Aveggio

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Resonancias delVII ENAPOL

E l VII ENAPOL justi�có su ex-sistencia.Dispositivos probados en el

encuentro anterior, como las conversa-ciones, revalidaron su consistencia. Mucha participación y tiempos tiranos.

Las mesas de los Analistas Escuela (AE) fueron imperdibles. Cada quien singularizará, con su opinión, lo que escuchamos. Mi resonancia: el estilo que decanta y se construye de a poco en cada quien.

Las plenarias abordaron, con lucidez, temas difíciles.

Queda por agradecer a todos y cada uno de los organizadores, tanto del encuentro en sí como de los otros encuentros, los de los brindis y la camaradería. Todo ello demuestra lo vivo de nuestra comunidad.

Luis Tudanca

P articipar del VII ENAPOL ha sido una experiencia movili-zante y causadora. Fue un

evento con muchas propuestas interesantes que me empujaban a querer capturarlo todo. Acepté no dejarme llevar por ese empuje y elegir qué ver y qué escuchar. No-todo.

De mis resonancias, mis huellas, mis «puñados de arena», como decía Miquel Bassols, puedo mencionar que me parece orientador que la tarea del psicoanalista es inspeccionar lo invisible, es decir, investigar lo que no se ve, lo que escapa a la representa-ción. Muchas veces el sujeto no

dispone de ese puñado de arena que le marca el camino; en esos casos es él mismo quien tiene que inventarlo. Es responsabilidad de cada sujeto inven-tar sobre el silencio, sea cual fuere la estructura. Y es responsabilidad del analista involucrar al paciente en su síntoma de manera responsable.

La intervención del analista es anudar real, simbólico e imaginario y esto no se da sin poner el cuerpo. El analista debe prestar su cuerpo afectado, un cuerpo agujereado, para suplir la falla del anudamiento. Pienso que esto es aplicable independiente de la estructura de la cual se trate.

Por último quiero destacar las resonancias que me dejaron los testimonios del pase en los que los Analistas Escuela (AE) relataron imágenes indelebles de su vida y sus análisis. Me impactó cómo a través de estos se aplicaban conceptos como: construcción del fantasma, síntoma, trauma, transferencia, deshacimiento de la transferencia, sinthome. Tam-bién provocaron en mí pensar en imágenes indelebles de mis análisis y en cuáles fueron las huellas y las consecuencias que estas dejaron en mi subjetividad.

Edith Beraja

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T uve la oportunidad de parti-cipar de un encuentro amis-toso en casa de una de las

organizadoras de la ENAPOL, con la presencia de personas pertenecientes a la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), la Escuela de la Orientación Lacania-na (EOL), la Escola Brasileira de Psicanálise (EBP) y la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis (ALP). La mayoría éramos mujeres, de quienes destaco la alegría y el compromiso con el quehacer lacaniano. Las conversaciones allí sostenidas nos permitieron descubrir en qué está cada una de las agrupaciones presen-tes, nuestras semejanzas y diferencias.

Escuchar los testimonios de los Analistas Escuela (AE) en las mesas

del pase fue muy emocionante. Ellos, a través de la voz, la mirada y las imágenes indelebles del análisis y de sus sueños, produjeron el atravesa-miento del fantasma que les permitió ceder al goce. Surgieron en mí resonancias de imágenes infantiles.

Participé de una mesa llamada «El imperio de las imágenes hace sínto-ma en la vida amorosa». De ella me resonó que el lazo social y el vínculo amoroso se ven obstaculizados en el imperio de las imágenes. Hay un imaginario sin sostén simbólico ligado a las leyes del mercado: la imagen se consume y no se puede dejar de consumir. Lo que está en el centro no son las imágenes, es la mirada. Es una nueva forma de goce que toca el

cuerpo. Por ejemplo, hoy vemos que cuando el WhatsApp no es respondi-do inmediatamente o no aparecen los tics que indican que fue leído, apare-ce la angustia. También nos encon-tramos con una máquina de producir un exceso de sentido, encabezada por Facebook y Twitter, que nos lleva a un sin límite.

Me gustaría quedarme con la invitación que nos hiciera Miquel Bassols a transitar desde el imperio de las imágenes a los enigmas del cuerpo hablante. Es un deseo, es lo invisible, y un camino difícil de recorrer.

Isabel Margarita Labarca

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Resonancias del VII ENAPOL

T al como el acto analítico que solo se veri�ca por sus conse-cuencias, el VII Encuentro

Americano de Psicoanálisis de Orien-tación Lacaniana (VII ENAPOL) dejó sus resonancias.

Realizado en Sao Paulo los días 4, 5 y 6 de septiembre, tomó de su título —«El imperio de la imágenes»— su eje central: la importancia de las imágenes y sus consecuencias hoy.

Contemplando, además, aspectos tales como el registro de lo imagina-rio, el cuerpo, el goce y el acto analíti-co, este encuentro nos invitó a pensar cómo el psicoanálisis de orientación

lacaniana extrae consecuencias de la subjetividad, de la viralización de las imágenes. Este desafío se abordó a través de mesas del pase, plenarias, conversaciones clínicas y la confe-rencia que realizó el presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), Miquel Bassols.

Lo que resuena, �nalmente, es la importancia de las imágenes en el �n de análisis; el uso del registro de lo imaginario en la clínica, sobre todo en los casos de psicosis y de autismo; y cómo hacer de la imagen, una escri-tura, un arti�cio imaginario que se crea con tal de sobrellevar el real.

Es importante, entonces, rescatar el rasgo singular que permita el anuda-miento, que facilite, a cada uno, una invención en la época en donde imperan las imágenes.

El psicoanalista lacaniano no puede no preguntarse por el impacto de la época, es decir, cómo esto nos interroga por la práctica analítica en este nuevo milenio. Como diría Lacan, «mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época».

Ana María Sanhueza Ibarra

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E l jueves 3 de septiembre de 2015, un día antes del inicio del VII ENAPOL, algunos

miembros de la Asociación Lacania-na de Psicoanálisis (ALP) tuvimos la posibilidad de participar de la prime-ra conversación clínica de la NEL. Agradecemos, en primer lugar, a sus autoridades, por darnos la posibili-dad de participar en una actividad de escuela, íntima, precisa y reveladora de las cuestiones relativas a la posición del analista.

Se presentaron tres casos clínicos junto a tres trabajos que explicitaban sus particularidades, todo ello acom-pañado de los comentarios y obser-

vaciones de Miquel Bassols, presi-dente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). El primero de los casos puso en juego el problema de la invasión de goce en la psicosis, mostrando cómo, en un primer momento, se trató de acotar dicha invasión, para luego abrir la cuestión de la construcción de algún elemento que posibilitase estabilizaciones relativas de la relación al Otro y al cuerpo. El segundo caso mostró los avatares de una erotomanía y de las maniobras analíticas para saber hacer cuando la ideación delirante incluye al analista bajo la forma del goce del Otro. El tercer caso mostró la trayec-

toria de un análisis infantil en el que el niño, como sujeto de pleno dere-cho, construye una imagen corporal, i(a), para, de esa forma, contar con la consistencia imaginaria que le posibilitará, años más tarde, cons-truirse un destino, seguramente orientado por un síntoma.

Fue una experiencia memorable en la que veri�camos la vitalidad de la experiencia de escuela como comu-nidad de trabajo. Agradecemos nuevamente haber podido vivirla.

Ricardo Aveggio

PRIMERA CONVERSACIÓN CLÍNICA DE LA NUEVA ESCUELA LACANIANA (NEL)

Resonancias del VII ENAPOL

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S eñalar que el psicoanálisis cambia es una obviedad puesto que es un fenómeno

de la civilización que, en su movi-miento, principalmente en su prácti-ca, subvierte el sistema de semblantes que él mismo produce.

Dicha práctica, la nuestra, conlleva la responsabilidad de repensar la política que sostiene su orientación, la cual, contraria a la seducción de ceder a los caprichos de la época, nos lleva a «tratar de ceñirnos más a lo que hacemos en nuestra práctica analítica» (Miller, 2014).

La orientación es clara: el análisis del parlêtre no es sin el cuerpo que el

sujeto habita y trae a sesión, el que habla y del cual habla, el que cifra y el que goza.

Clara también es la advertencia de que, como practicantes del psicoaná-lisis, «tenemos pendiente saber decir-lo [y] saber decirlo bien» (Miller, 2014), en tanto demostrar saber hacer con lo real.

Subversión contemporánea que la experiencia del análisis demuestra como efecto por añadidura: elucubra-ción de un saber que no manda sobre lo real sino que le está subordinado.

Podemos estirar este hilo y decir que si hace falta un cuerpo para hablar, ¿qué lugar el cuerpo del

analista? Entonces, sobre el analista y su cuerpo, ¿qué lugar deviene su presencia que sostiene su acto en la puesta en función de su deseo? El semblante del que hace uso el analis-ta, ¿funciona para prescindir del cuerpo y poder, así, servirse de él, para llevar a cabo lo analítico de su acto? ¿Efecto del trabajo de análisis, que acompaña el tener noticia de con qué fantasma se analiza, es saber arreglárselas con esa imagen que tiene efectos sobre el cuerpo Otro, es saber arreglárselas con el propio cuerpo?

Andrés A. Orfali Plaza

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«El inconsciente yel cuerpo hablante»

HACIA EL CONGRESO

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Y si el excurso sobre el porno hubiera sido el tema para este Congreso? Que Miller

ponga en primer lugar esta cuestión —aunque luego haga del cuerpo hablante la brújula que orientará el trabajo con miras a Río de Janeiro 2016— me habilita a suponer que en el porno sigue habiendo una «nota la» a oír y usar para a�nar nuestras re�exiones. Por lo demás, entiendo al porno en el dominio problemático que impone la época al parlêtre, y como un fenómeno preciso para inspirar preguntas topológicas y �losó�cas (la cuestión de la certeza, en particular), que son ámbitos reco-rridos por Miller en su presentación para el X Congreso.

¿No es el porno el panóptico frente a lo íntimo, por tanto un íntimo sin velo, ergo, ya no más íntimo sino solo afección entre cuerpos? Furia copula-toria, precisa Miller, y aporta los términos de intrusión, de forzamien-to. Ya no se trata de la copulación fuera de campo al modo en que Lacan concebía la realidad humana. Resue-na, en esa copulación forzada, la inmersión, la singularidad por autoa-travesamiento (exceso) en la super�-cie (copulación en el campo mismo).

¿Qué topología pensar para este fenómeno, para esta furia copulato-ria? Hay ahí algo del orden de lo indiscreto en el sentido topológico: todos los puntos amontonados, distancia cero entre los puntos (¿no evoca esto la noción de orgía del Seminario Aún?). El cero de sentido

que se alcanza en el porno, conforme a la noción de Miller, parece traernos esa invariante topológica, de género cero, de extrema trivialidad geomé-trica. Tautológica. Una forma de certeza.

Señala Miller que el porno es un «síntoma de este imperio de la técni-ca». La imagen del imperio, el impe-rio de la imagen. Imperativos de goce que conmueven a los cuerpos hablantes. Estas nociones ya resona-ron en la sinfonía de la ENAPOL y algunas de sus cadencias llegarán —¿por qué no?, es un corto viaje hacia el noreste— hasta Río. Tome-mos una que ya se ha escuchado: ¿es lo mismo el registro imaginario que la imagen imperante? El mismo Miller vacila al plantearse si será el registro imaginario —se lo esperaba en la serie de los temas— el orden que tomará la posta en el próximo congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Algo pasa con la problemática del cuerpo que no parece encontrar en la discreción de un registro una solución su�cien-te. El parlêtre en esta época del coito exhibido, del todo a la vista, trae nuevas complejidades.

Dando por equivalentes el dicho de Lacan: «¡la relación sexual no existe!», y la sentencia fatal que relata Plutarco en uno de sus diálogos: «¡el gran Pan ha muerto!», Miller sitúa coordena-das que ameritan una interrogación. La frase de Plutarco, nos dice, anun-cia la desaparición del último orácu-lo. Oyendo el eco de esa sentencia,

creo pertinente situar la siguiente pregunta: ¿qué Pan muere en la era del pan-óptico? Estimo que es la caída del enigma la que desploma todos los oráculos —enigma que siendo externo a ellos, los sostiene—, así como se desploma el conjunto de los signi�cantes si desaparece el signi�cante de la falta en el Otro pues al menos uno debe ser de orden inaprensible, como en la solución de Russell a su paradoja, para que se sostengan los demás en un conjunto normal, que es el conjunto consisten-te de la verdad. Caído el enigma, empuja la certeza (completitud com-pacta). Otra vez estamos en lo indis-creto, en lo indiferenciado y su insis-tencia deíctica. Con todo, y en cierta contradicción con lo que nos había dicho antes, Miller señala que el «no hay relación sexual» sigue siendo un oráculo para nosotros. ¿Se juega allí el porno, entonces?

Un período en que el goce fue certeza, en el que la copulación estaba en el campo, a la vista, por decirlo así, copulación indiscreta, fue el del profeta menor Oseas. En el Seminario 17 Lacan (en oposición al «no hay relación sexual» que viene desarro-llando) nos provoca al decir que en época de Oseas, cuyo Zeitgeist era la prostitución, sí había relaciones sexuales. El próximo Congreso, en las coordenadas del parlêtre y el porno, nos permitirá seguir orquestando estas cuestiones.

Felipe Maino

PORNO: LA CERTEZA INDISCRETA

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E n la época del imperio de la ciencia, el hombre es testigo, como nunca antes, de la des-

trucción de su experiencia, sentencia Agamben en Infancia e historia. Es que la ley de la ciencia anula la posibilidad de autorizar una expe-riencia como propia en pos de un conocimiento cientí�co ajeno. Y, al pasar, la palabra y el relato, antes necesarios para transmitir esa verdad, se muestran empobrecidos.

En la clínica somos testigos de la palabra así deshecha; el malestar que suponemos más íntimo e incluso la angustia son depositados afuera, en un saber experto, quedando atrapa-dos en los signi�cantes vacíos de un diagnóstico y sentenciados a trata-mientos químicos de por vida.

Es así como nuestra práctica, desde siempre lenguajera, queda como nunca antes puesta en jaque. Lo que fue una construcción, una elucubra-

ción de saber en torno a una expe-riencia, se agota, ya que, como lo indica Miller en su presentación del X Congreso de la Asociación Mun-dial de Psicoanálisis (AMP), re�rién-dose al orden simbólico, las articula-ciones de semblantes, «categorías tradicionales que organizan la existencia», al ser reconocidas como meros semblantes, «pasan al rango de simples construcciones sociales, condenadas a la deconstrucción».

Es por esto que Agamben sitúa en el centro de la existencia humana cotidiana lo que Walter Benjamin constataba en los soldados que retor-naban del campo de batalla durante la Guerra: regresaban mudos, sin palabras para dar cuenta de sus vivencias en donde todo lo conocido había cambiado a excepción de las nubes, es decir, lo que cambia cons-tantemente, «y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes

destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano».

Es en este punto donde Lacan nos ofrece una brújula. Justamente ahí, en ese minúsculo cuerpo, desde donde se sitúa su última enseñanza. Es que en el mundo donde todo cambia, no todo es semblante; hay un real. Es así como el psicoanálisis se orienta al momento que Agamben sitúa como la infancia, cuando lalen-gua toca el cuerpo y nace el synthoma como acontecimiento en ese cuerpo.

¿Cómo hacer de una interpreta-ción, un decir que llegue a las tripas, y, de este modo, que del encuentro entre un sujeto y un analista el hombre recupere la autoridad sobre su experiencia? Es aquí donde la noción de cuerpo hablante, que orienta el próximo Congreso, adquie-re su real importancia.

Andrés Bralić

UNA POLÍTICA DE LA EXPERIENCIA

«El inconsciente yel cuerpo hablante»

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«El inconsciente yel cuerpo hablante»

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acques-Alain Miller nos acos- tumbró a un discurso que utiliza frases, comentarios e

ideas que orientan, subvierten y representan una posición respecto a la experiencia analítica. Escojo una de ellas, extraída de El cuerpo hablan-te y el inconsciente: «Antes se hablaba de las indicaciones del análisis. Se evaluaba si determinada estructura se prestaba al análisis y se indicaba cómo negar el análisis a quien lo pedía por falta de indicaciones. En la época del parlêtre, digamos la verdad, se analiza cualquiera».

Esta observación permite destituir la relación clásica entre neurosis de transferencia y encuadre analítico, con todo el condicionamiento implícito respecto a la técnica. Radicaliza la perspectiva de la posición del analista, diversi�cándola y obligándolo a corre-lacionar su posición con la radicalidad de lo singular que un pedido de análi-sis encarna, como también el encuen-tro con un analista de parte de un sujeto que nada sabe del psicoanálisis. Otros se vieron obligados a variar su

técnica para poder responder tanto a los desafíos de las instituciones, que no permitían el encuadre analítico, como a los pacientes, cuya posición escapaba a las posibilidades de las neurosis de transferencia excluyéndo-les de la oferta.

Para nuestra orientación lacaniana, en cambio, la problemática se despla-za de la formalidad teórico-técnica a la posición del analista, su formación y la manera en que se de�ne la relación entre signi�cante y goce en la dirección de la cura. Este último aspecto se aplica tanto a su propio análisis como a la posición analítica en el análisis de alguien. Así, pode-mos deducir que la perspectiva de que cualquiera se analice supone que cada uno posee algo a analizar. En otras palabras, lo analizable ya no se restringe al síntoma entendido como formación del inconsciente, sino que se generaliza más allá de la teoría de la represión y del Edipo. Se trata de orientarse a las concordancias, tomando el término utilizado por Miller, entre el síntoma y las pulsa-

ciones del cuerpo. Concordancias singulares, una por una. No estamos frente a una generalización de la oferta terapéutica del psicoanálisis, sino ante una subversión del lugar que se le entrega a la singularidad en la conformación de la experiencia analítica.

No está de más re�exionar en torno a las implicaciones a nivel político de una concepción política de la singula-ridad, ya que es previsible que frente al «para todos» que suponen las políticas amparadas en lo universal, la singularidad de los modos de goce retorne en una diversidad de males-tares aún no precisables. Que cualquiera se pueda analizar no es equivalente a que son todos analiza-bles. Tal vez, por ahora, nuestro mayor desafío sea preguntarnos por la formación del analista, para poder captar y responder a los desafíos que la radicalidad de lo singular de las concordancias entre signi�cante y goce requieren.

Ricardo Aveggio

EL PSICOANÁLISIS PARA CUALQUIERA, NO PARA TODOS

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Un aporte para laclínica con las psicosis

VARIACIONES DEL HUMOR:

Título: Variaciones del humorAutores: Jacques-Alain Miller y otrosEditorial: PaidósAño de publicación: 2015Ciudad de publicación: Buenos Aires, ArgentinaEdición: primeraPáginas: 210

En los tiempos del trastorno (depresivo, bipolar), Variaciones del humor es una invitación a formalizar estas presentaciones clínicas valorizando la dimensión subjetiva y la dimensión del síntoma.

ariaciones del humor recopila seis casos clínicos y la conversación sostenida en torno a ellos, durante

el año 2007, por psicoanalistas del Instituto del Campo Freudiano.

El primero de esa serie de casos es el de una joven mujer que busca en la experien-cia del vértigo una salida frente a los sentimientos de humillación e indignación con los que ha convivido desde temprana edad. Por medio de la práctica de deportes extremos busca la acción que le permite sentirse viva. Sin embargo, el vértigo no hace otra cosa que volver a confrontarla con el sentimiento de indignación. Es un intento de solución fallida. Por su parte, las ideas suicidas han estado siempre presen-tes, como un último recurso para paliar la angustia y la desesperación que la habitan. El analista que presenta este caso testimo-

nia que el análisis tuvo la función de ser «un apoyo» y una «barrera contra el vértigo», permitiendo «un punto de in�exión en la posición melancólica de la joven» en tanto esa posición es la que la precipitaba a lo vertiginoso y, nuevamente, a la desesperación. Hacia el �nal, el analista nos deja una pregunta: si acaso la búsqueda de la experiencia del vértigo no se trataría de la vertiente maníaca y el reverso de la vertiente melancólica. Este caso, y cada uno de los presentados en esta publicación, plantea, de una manera singular, el interro-gante por cómo debemos formalizar las variaciones de los estados del humor.

Miller propone hacer un uso novedoso del término humor como lo que «designa algo que se sitúa en la juntura más íntima del sentimiento de la vida para cada uno. Es la base continua de la existencia subjetiva».

¿Qué sucede entonces en aquellos casos en los que el sentimiento de la vida y la base continua de la existencia subjetiva presen-tan oscilaciones? Surge la pregunta por el diagnóstico diferencial en estos casos. ¿Se trata de melancolía, de manía, de psicosis maníaco-depresiva? ¿O se trata de replan-tear el modo de interpretar la clínica, para lo que haría falta producir nuevas catego-rías? Estos interrogantes, entre otros, se abordan en la conversación clínica que constituye la segunda parte del libro. Se propone aquí revisar las categorías clásicas con las que se ha nominado a este tipo de presentaciones, sin reducirlas a dichas categorías, sino que ampliando la investiga-ción en el campo de las psicosis.

Bárbara Pozzo

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Variaciones delhumor

Jacques-Alain Millery otros

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DE LA HISTERIA SIN NOMBRE DEL PADRE I:

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Prescindiendodel padre

Título: De la histeria sin Nombre del Padre IAutores: Juan Carlos Indart y otros

Editorial: GramaAño de publicación: 2014

Ciudad de publicación: Buenos Aires, ArgentinaEdición: primera

Páginas: 123

El título no nos es indiferente y rápidamente nos interroga: ¿cómo podemos pensar la histeria sin el Nombre-del-Padre? ¿Acaso la no operación del Nombre-del-Padre nos indica que estamos en el campo de la psicosis? ¿La expresión histeria rígida es una forma de nominar estas presentaciones de la histeria? ¿Cómo debe operar un analista con los síntomas que no pasan por el padre? Estos interrogantes reciben, en esta publicación, tratamiento.

e la histeria sin Nombre del Padre I recopila el trabajo de discusión y formalización realizado en torno

a la presentación de tres casos clínicos en el contexto de las Noches de la Escuela de la Orientación Lacaniana de Buenos Aires (EOL). La consigna que orienta dicho trabajo, tal como se plantea en esta obra, es: «tratar de pensar el síntoma en sí mismo, producido en el cuerpo y su singularidad, sin descifrarlo ni articularlo desde la referencia al Nombre-del-Padre (…) Y seguir bien en el dispositivo analítico lo que estos sujetos elucubran, construyen, inven-tan, gracias a que están en análisis, a partir de esos síntomas». Esta es la clave de lectu-ra utilizada para pensar los casos aborda-

dos, al mismo tiempo que una valiosa indicación para la dirección de la cura.

Los casos que se presentan aquí invitan a pensar en una nueva orientación, ya no de la mano del Nombre-del-Padre sino siguiendo el invento, en una mujer, de una manera singular de articular su Otro goce. En un caso, es en el goce descubierto por la paciente en escuchar a «un hombre que le hable», que se produce el hallazgo en análi-sis de una satisfacción nunca antes experi-mentada y posible solución para no «quedar fuera del mundo». En otro caso, lo que aparece es una satisfacción inédita en ayudar a sus compañeros en un ramo de la universidad, cuando descubre un goce en ella que le permite una salida a su

aislamiento y a su di�cultad para establecer un lazo al Otro, por lo que había llegado a la consulta.

En el recorrido de este libro hay un gran énfasis en el invento, en el hallazgo, es decir, en el modo novedoso en que un sujeto puede comenzar a arreglárselas con su síntoma, prescindiendo del padre, pero no sin servirse del lazo transferencial a un analista. Se hace necesario reinventar la posición de este último, una posición que fuese también sin Nombre-del-Padre, para estar a la altura de responder a los malesta-res y síntomas de nuestra época.

Bárbara Pozzo

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GISANTS SOVIÉTIQUES, Jean-Pierre Dalbéra, flickr.com/photos/dalbera/

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LA ALP SOMOS

6. Bralić, Andrés Psicólogo (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Magíster en Psicología Clínica de Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile). Participante del Programa de Forma-ción en Psicoanálisis del Instituto Clínico de Buenos Aires. Psicólogo del equipo Adultos COSAM Maipú. Presidente Errázu-riz 3070. Teléfono: (02) 23339336. [email protected]

7. Cabezas, BernardoPsicólogo. Magíster en Psicología mención Clínica (Universidad Bolivariana). Psicólogo del programa de integra-ción escolar (PIE) en el Liceo Santa Teresita de Independencia. Docente plan común de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Central. Teléfono: [email protected]

8. Casanova, Gustavo Psicólogo mención Clínica Psicoanalítica (Universidad Santo Tomás). Psicólogo clínico en Unidad de Adulto Mayor del Centro de Salud Alejandro del Río de Puente Alto. [email protected]

9. Cornu, Paola Psicóloga. Miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Magíster en Psicología Clínica mención Psicoanálisis (Universidad Diego Portales). Formación en el Instituto Clíni-co de Buenos Aires. Supervisora acreditada. Supervisora del equipo Psicólogos CENFA. Supervisora equipo Psicólogos PsVCH. Málaga 115, o�cina 511, Las Condes. Teléfono: 29823758. [email protected]

10. Delgado, Óscar Psicólogo (Universidad Central de Chile). Magíster en Psico-logía Clínica (Universidad Adolfo Ibáñez). Diplomado en Intervenciones Terapéuticas y Preventivas en Agresión Sexual (Universidad de Chile). Postítulo en Psicodiagnóstico en Técnicas Proyectivas (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Terapeuta equipo Infanto-Juvenil del Centro de Aten-ción a Víctimas de Atentados Sexuales (CAVAS-Metropolitano). Sebastián Elcano 1013, Las Condes. Teléfono: 93612516.

11. Eyzaguirre, MatíasPsicólogo (Universidad Bolivariana). Magister(c) en Psicolo-gía mención Teoría y Clínica Psicoanalítica (Universidad Diego Portales). Psicólogo del programa de salud mental y adicciones del Centro de Internación Provisoria (CIP) de San Joaquín. General Holley 2363, o�cina 1103, Providencia. Teléfono: 81276056. [email protected]

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1. Acevedo, DanielaPsicóloga (Universidad de Chile). Postítulo en Salud Mental Infanto-Juvenil (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Encargada del área de Salud Mental del programa Chile Crece Contigo en el Hospital San Juan de Dios de Los Andes. Miem-bro del Comité de Lactancia del Hospital desde el año 2011. Avenida Argentina 523, Los Andes. Teléfono: 9-73356032. [email protected]

2. Aliste, Francisco Psicólogo y licenciado en Filosofía. Psicólogo clínico del equipo Infanto-Juvenil del Centro de Asistencia a Víctimas de Atenta-dos Sexuales (CAVAS-Metropolitano). Supervisor clínico del programa de desinternación y acompañamiento familiar de la Corporación Casa del Cerro. Valenzuela Castillo 929, Provi-dencia. Teléfono: 94139705. [email protected]

3. Aveggio, Ricardo Psicólogo. Miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Magíster en Psicología Clínica (Universidad de Chile). Acreditado como especialista y supervisor en psicoterapia. Docente del diplomado Intervenciones Psicoanalíticas en Instituciones de Salud de la Ponti�cia Universidad Católica de Chile. General Flores 20, o�cina 604, Providencia. Teléfono: 96907502. [email protected]

4. Barría, Carlos Psicólogo y licenciado en Filosofía (Universidad Alberto Hurtado). Doctor(c) en Psicología (Universidad de Chile). Acreditado como especialista en psicoterapia. Presidente Errázuriz 3070, o�cina A, Las Condes. Teléfono: 98843594. [email protected]

5. Beraja, EdithPsicóloga (Universidad Uniacc). Postítulo en Clínica Psicoa-nalítica de Orientación Lacaniana, dictado por el psicoanalista Ricardo Aveggio (ALP). Coordinadora del equipo de psicólo-gos de orientación psicoanalítica del Centro Nacional de la Familia (CENFA). Valenzuela Castillo 929, Providencia. Teléfono: 92783345. [email protected]

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12. Figueroa, María José Psicóloga (Universidad Andrés Bello). Magíster en Psicología Clínica (Universidad Andrés Bello). Diplomado en Interven-ción en Abuso Sexual Infantil (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Diplomado en Intervenciones Psicoanalíticas en Instituciones de Salud (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Psicóloga programa PER Hogar de Niñas Quillahua, Fundación Paicaví. Acreditada como especialista en psicotera-pia. Errázuriz 611, Buin. Teléfono: 6-6294208.mariajose_�[email protected]

13. Ganga, PazPsicóloga (Universidad Andrés Bello). Maestría en Psicoanáli-sis (Universidad de Buenos Aires). Ex docente y colaboradora docente de la Universidad de Buenos Aires. Experiencia clínica en el Servicio de Salud Mental del Hospital de Día de Adultos y en el Servicio de Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Álvarez, Buenos Aires. Práctica clínica en el Servicio Trastornos de la Alimentación del Hospital Argerich, Buenos Aires. Participa en los talleres para niños con autismo y psico-sis infantil del Hospital de Día La Cigarra del Centro de Salud Mental N° 1 Dr. Hugo Rosarios, Buenos Aires. Augusto Leguía Sur 79, o�cina 306, Las Condes. Celular: [email protected]

14. García, CarlosPsicólogo (Universidad Diego Portales). Magíster en Psicolo-gía Clínica de Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile). Psicólogo clínico de adultos y adolescentes en Unidad de Atención Clínica de CETEP. Psicólogo clínico en CEPE. Los Militares 5620, o�cina 702, Las Condes. Teléfono: 75161380. [email protected]

15. Góngora, AlejandroPsicólogo. Magíster en Psicología Clínica de Adultos (Universidad de Chile). Coordinador Programa de Adicciones para menores de 20 años, COSAM Santiago. Presidente Errazuriz 3070, o�cina D, Las Condes. Teléfono: 23339336. [email protected]

16. Granifo, FelipePsicólogo (Universidad Diego Portales). Diplomado en Inter-venciones Psicoanalíticas en Instituciones de Salud (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Diplomado en Estrategias de Intervención en Salud Mental con Población Infanto-Juvenil (Universidad de Chile). Exdocente de la Universidad de Magallanes. Psicólogo clínico, Programa Adulto de Enferme-dades Mentales y Programa de Violencia Intrafamiliar en Centro de Salud Mental Comunitario (COSAM) Quilicura. Teléfono: 95479258. [email protected]

17. Iturra, Paula Psicóloga (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Magíster en Psicología Clínica mención Psicoanálisis (Universidad Diego Portales). Cursando diplomado del Instituto Clínico de Buenos Aires. Docente Escuela de Psicología de la Universi-dad Santo Tomás y supervisora de cursos clínicos. Valenzuela Castillo 929, Providencia. Teléfono: [email protected]

18. Junco, María JoséPsicóloga (Universidad Diego Portales). Magíster en Psicolo-gía Clínica de Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile). Directora Área Familia de la Fundación Chilena de la Adopción. Presidente Errázuriz 3070, o�cina F, Las Condes. Teléfono: 90163604. [email protected]

19. Labarca, Isabel Margarita Psicóloga (Universidad Uniacc). Gotland 595, Las Condes. Teléfono: 92285695. [email protected]

20. Maino, ClaudioPsicólogo clínico (Universidad de Chile). Diplomado en Inter-vención con Víctimas de Agresión Sexual (Universidad de Chile). Doctorando en Sociología (Centre de Recherche Medecine, Santé, Santé Mentale, Societé (Cermes3), Universi-dad de París 5). Trabaja en Laboratorio Cermes3 (Universidad de París 5). [email protected]

21. Maino, FelipePsicólogo (Ponti�cia Universidad Católica de Chile), especia-lidad en Psicología Clínica. Magíster en Psicología Clínica de Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile). Psicó-logo clínico en Centro de Salud Red GESAM. Los Militares 5620, o�cina 702, Las Condes. [email protected]

22. Molineaux, Peter Psicólogo (Universidad Diego Portales). DEA (magíster) «Las sexualidades, procreación y perinatalidad» y doctor(c) en Psicopatología Fundamental y Psicoanálisis (Universidad de París VII). Psicólogo clínico del equipo Adultos de COSAM La Reina y del área de Bienestar Estudiantil de DuocUC. Rosal 358 C, Santiago. Teléfono: [email protected]

23. Morgado, Claudio Psicólogo (Universidad Alberto Hurtado). Magíster en Etno-psicología (Ponti�cia Universidad Católica de Valparaíso). Psicólogo clínico y coordinador del Taller de Presentación de Enfermos en Servicio de Psiquiatría Forense y coordinador docente de Psicología en Instituto Psiquiátrico. Académico Escuela de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado y Universidad San Sebastián. Presidente Errázuriz, 3070, o�cina D, Las Condes. Teléfono: 23339336.

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24. Obaid, José Luis Psicólogo. Diplomado en Psiquiatría y Psicología Forense en Reforma Procesal Penal (Universidad de Chile). Diplomado en Intervenciones Psicoterapéuticas en Contextos Institucio-nales (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Psicólogo clínico Unidad de Salud Mental Hospital El Pino, San Bernar-do. Jefe equipo ambulatorio El Bosque. Coordinador y tutor de prácticas profesionales en la carrera de Psicología de la Universidad Andrés Bello. Coordinador estamento de Psico-logía. Psicólogo clínico Centro Médico Red GESAM. El Trovador 4280, o�cina 1103, Las Condes. Teléfono: 8-9315382. [email protected]

25. Ojeda, Francisco Psicólogo clínico. Cursando Magíster en Psicología mención Psicología Clínica Infanto-Juvenil (Universidad de Chile). Psicólogo clínico del Programa de Salud Mental Infanto-Juvenil, Centro Comunitario de Salud Mental (COSAM) de La Pintana. Huelén 165, depto. H, Providencia. Teléfono: 981339256. [email protected]

26. Orfali, Andrés Psicólogo. Magíster en Psicoanálisis (Universidad Andrés Bello). Especialista en Medicina Paliativa (Universidad Mayor). Servicio de Onco-Hematología y Cuidados Paliativos de Clíni-ca Las Lilas. Policlínico de atención ambulatoria de Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile. Luis �ayer Ojeda 059, o�cina 33, Providencia. Telefono: 78463629. [email protected]

27. Ortiz, NataliaPsicóloga (Universidad Alberto Hurtado). Magister(c) en Psicoanálisis (Universidad de Buenos Aires). Especialización en psicoterapias psicoanáliticas de breve y mediano plazo; psicoterapias psicoanalíticas focalizadas y urgencias subjeti-vas. Experiencia clínica en Hospital Interdisciplinario Psicoa-sistencial José Tiburcio Borda, Buenos Aires, y en COSAM y CESFAM, Santiago. Estoril N° 50, consulta 319, Las Condes. San Sebastián N° 2765, citófono 21C, Las Condes. Teléfono: 86335963. [email protected]

28. Pozo, EduardoPsicólogo clínico (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Magíster en Psicología Clínica de Adultos mención Psicoaná-lisis (Universidad de Chile). Cursando diplomado en Cultura, Política y Sociedad en América Latina (Universidad de Chile). Atención psicológica de estudiantes en Universidad Santo Tomás. Nueva Providencia 2155, o�cina 401, torre C, Provi-dencia. Teléfono: 92999127.

29. Pozzo, Bárbara Psicóloga. Exresidente de Hospital Interzonal especializado de Agudos y Crónicos Dr. Alejandro Korn, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Exrotante del Centro de Salud Mental Nou Barris Sud de Barcelona, España. Napoleón 3565, o�cina 414, Las Condes. Teléfono: 956737728. [email protected]

30. Reinoso, Alejandro Psicólogo (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Miem-bro de la Scuola Lacaniana di Psicanalisi de Italia (SLP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Gregoriana). Académico Escuela de Psicología de la Ponti�cia Universidad Católica de Chile. Supervisor clínico de alumnos de pregrado. Acreditado como especialista y supervisor en psicoterapia. Presidente Errázuriz 3070, citófono E, Las Condes. Teléfono: 23339336.

31. Sanhueza, Ana María Psicóloga clínica (Universidad Alberto Hurtado). Magíster en Clínica Psicoanalítica con Niños y Jóvenes (Universidad Alber-to Hurtado). Psicóloga clínica Equipo Adultos PROVISAM (COSAM Providencia). San Sebastián 2765, citófono 21C, Las Condes. Teléfono: 9-5711968. [email protected]

32. Silva, Benjamín Psicólogo. Magíster(c) en Psicología Clínica de Adultos mención Psicoanálisis (Universidad de Chile). Diplomado en Tratamiento y Rehabilitación de Adicciones en Población General (Universidad de Chile). Docente de la cátedra «Clíni-ca de las toxicomanías y el alcoholismo», Facultad de Psicolo-gía de la Universidad de Buenos Aires. Docente invitado en el Diplomado de Intervenciones Psicoanalíticas en Instituciones de Salud, de la Ponti�cia Universidad Católica de Chile. Parti-cipante del Departamento de Estudios sobre Toxicomanías y Alcoholismo (TyA), perteneciente al Instituto Clínico de Buenos Aires (ICdeBA). [email protected]

33. Solís, Ana María Psicóloga. Magíster en Psicología Clínica. Acreditada como especialista y supervisora en psicoterapia. Coordinadora de prácticas clínicas. Docente de los cursos de «Psicoanálisis», «Taller de integración I», «Métodos de investigación en Psico-logía» y «Psicoterapia». Docente invitada del Diplomado de Intervenciones Psicoanalíticas en Instituciones de Salud Mental de la Ponti�cia Universidad Católica de Chile. Presi-dente Errazuriz 3070, o�cina A, Las Condes. Teléfono: 23339336.

34. Vargas, Francisca Psicóloga clínica (Ponti�cia Universidad Católica de Chile). Equipo de Adolescencia, Red GESAM. Juana de Arco 2012, o�cina 25. Teléfono: 996305886. [email protected]

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DEJAMOS HASTA ACÁ...

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Este primer número de Agalma, Revista Chilena de PsicoanálisisLacaniano fue posible gracias al trabajo de: