agricultoras y campesinas en las primera

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Historia de las mujeres en España y América Latina Isabel Morant (Directora) Mónica Bolufer (Secretaria) VOLUMEN I María Ángeles Querol Cándida Martínez Dolores Mirón Reyna Pastor Asunción Lavrin VOLUMEN II Margarita Ortega Asunción Lavrin Pilar Pérez Cantó VOLUMEN III y N Guadalupe Gómez-Ferrer Gabriela Cano Dora Barrancos Asunción Lavrin Isab el Moran t (D ir.) Historia de las mujeres en Espana y América Latina VOLUMEN I De la Prehistoria a la Edad Media Volumen coordinado por : María Ángeles Querol Cándida Martínez Dolores Mirón Reyna Pas tor Asunción Lavrin CÁTEDRA I H[STO RI AlSERlE MENOR /

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Historia de las mujeres en España y América Latina

Isabel Morant (Directora) Mónica Bolufer (Secretaria)

VOLUMEN I

María Ángeles Querol Cándida Martínez

Dolores Mirón Reyna Pastor

Asunción Lavrin

VOLUMEN II

Margarita Ortega Asunción Lavrin Pilar Pérez Cantó

VOLUMEN III y N

Guadalupe Gómez-Ferrer Gabriela Cano

Dora Barrancos Asunción Lavrin

Isabel Morant (Dir.)

Historia de las mujeres en Espana y América Latina

VOLUMEN I

De la Prehistoria a la Edad Media

Volumen coordinado por:

María Ángeles Querol Cándida Martínez

Dolores Mirón Reyna Pastor

Asunción Lavrin

CÁTEDRA I K.~ d · H[STO RIAlSERlE MENOR

/

Agricultoras y campesinas en las primeras sociedades productoras

ALMUDENA HERNANDO

Resulta dificil hablar de las primeras sociedades agrícolas en «Espa­ña y América Latina», pues ambos contextos sufrieron procesos histó­ricos muy diferentes. No tiene sentido hablar siquiera de «España»> no sólo porque la información arqueológica es exigua en lo que al género se refiere, sino, sobre todo, porque es imposible intentar comprender lo que pudo haber sucedido en aquellos iniciales momentos sin con­textualizar los procesos de cambio vividos dentro de su ámbito cultu­ral natural, que es el territorio europeo en su conjunto. De hecho, no puede comprenderse nada de lo que ocurre en cada una de las diver­sas regiones o naciones en las que actualmente se divide ese territorio, sin aceptar que los procesos regionales son vectores incompletos de un movimiento global, sin dibujar el cual es imposible completar el diseño de lo que está ocurriendo en cada una de las culturas particu­lares.

Por su parte, la información procedente de América Latina corres­pondiente a las primeras fases de producción de alimentos es práctica­mente inexistente en lo referido a temas de género. Como se sabe, además, las sociedades americanas vivieron unos procesos de trans­formación económica y social muy diferentes a los europeos o de otras partes del mundo, debido a los condicionantes ecológicos a los que

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hubieron de adaptarse. A las especies vegetales domesticadas inicial· mente en el Próximo Oriente y Europa (trigo y cebada), América opoilla el maíz, de mayor dificultad de domesticación por presentar una polini· zación cruzada, debido a lo cual, y a la abundancia de caza, parece que el maíz no alcanzó un umbral de productividad alto hasta e! aÍlo 1000 a.e. Sin embargo, según los estudios de MacNeish en el valle de Tehuacán (México), el maíz habría sido domesticado hacia e! 7000 a.e. por grupos recolectores que no podían asentarse en aldeas por la dificultad de hallar allí animales domesticables (Blake el al., 1992, 136) - a cambio, en los Andes meridionales habrían existido grupos cazadores-recolectores complejos sin agricultura instalados en aldeas entre e! 3600 y el 2500 a.e. (Baraza de Fonts, 1983, 266)-. Es decir, en América la agricultura no se asocia en su origen a la sedentarización de! hábitat, mientras que si lo hace en e! Próximo Oriente.

El proceso vivido en Europa y, por tanto, en la Península Ibérica (porque ni siquiera vendría al caso hablar de España en semejante mo· mento de nuestro pasado) se inicia en un momento más tardío que el del Próximo Oriente, pero depende completamente de éste. La clave radica en que en Europa no se han descubierto domesticables salvajes (es ~ecir, ni trigo ni cebada ni oveja ni cabra), por lo que estas especies debieron llegar ya domesticadas desde el Próximo Oriente. De este modo, el ritmo de aparición de las novedades en Europa vuelve a ser también distinto del de los dos contextos señalados y, dentro de Euro­pa, podríamos diferenciar su zona central de la septentrional, por un lado, y de la occidental y meridional, por otro, en estos primeros mo­mentos. En efecto, en Centroeuropa la primera agricultura de trigo y cebada y primera domesticación de animales parece deberse a la inmi­gración de población procedente del este de Europa (y del Próximo Oriente en última instancia), constituyendo la que ha sido denomina­da «cultura de la Linearbandkeramik» (LBK o cultura de la cerámica de bandas). Las últimas fechas de radiocarbono muestran que la LBK co­menzó en Hungría hacia el 5700 a.e. y llegó a la zona del Rin hacia el 5500 a.e. (price el al., 2001, 593). Aunque hasta hace poco se pensa­b~ que no había existido en Europa ningún indicio de agricultura pre­VIO a esta llegada, actualmente se sabe que en el suroeste existían po­blaciones mesolíticas locales dedicadas a la horticultura y el pastoreo alrededor del 6000 a.e. , y en Centroeuropa se han encontrado semi­llas de lino domesticado y polen de cereal en la región de Zurich en fe­chas que rondan el 6500 a.e., así como domesticación animal a peque­ña escala y posible horticultura alrededor de la confluencia del Rín-Mai­ne hacia el 5800 a.e. (price el al., 2001, 593). Aunque estas poblaciones

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iniciales hubieran introducido ya algún rasgo económico característico de las sociedades productoras, el hecho es que su modo de Vida y su percepción del mundo y el cosmos seguiría siendo básicamente caza­dor-recolector, tal y como sucedía en las poblaCIones que se docu­mentan aproximadamente en las mismas fechas en l ~ Península I~é­rica: pueden presentar cerámica o algún ammal do~estlCo, pero ~u~ nO se han asentado en aldeas, ni construyen necropohs que dehml­ten sus territorios, ni presentan indicio alguno de deSigualdad sOCIal (Hemando, 1999).

Así pues, vamos a dedicar las páginas siguientes a hablar de las fa-ses por las que atravesaron las primeras sociedades agrícola~ en Europa _ y, por tanto, en la Península-, ya que el proceso amencano, co~­parable a la primera fa~e eur,?pea, I?erduró al parecer hasta el estableCI­miento de los grandes lffipenos -mca, azteca, etc.- , pero carecemos de suficiente información arqueológica en relación con el género. Las fases histórico-arqueológicas europeas a las que nos referiremos son el Neolítico y la Edad del Bronce, cada una de ellas divididas a su vez en varias etapas de características esencialmente diferentes a los efec­tos que se tratan aquí. De hecho, el Bron~e Final introduce y~ los,ras­gas que habrán de definir la Edad ~el .Hlerro, y que carac~~nz~ran a las sociedades campesinas hasta pracncamente la revoluclOn mdus­tria!' En resumen, pues, aquí trataremos de las sociedades agrícolas del Neolítico, el Calcolítico y la Edad del Bronce Antiguo y Medio, marcando las diferencias que presenta el Bronce Final respecto a las fases anteriores. Esto supone hacer referencia al proceso vivido en Europa desde aproximadamente el sexto milenio a.e. hasta el 12~0 a.C.; proceso que, como vamos a ver, no puede compararse con mn­gún otro conocido entre las poblaciones agrícolas actuales o del pa­sado de otros continentes, lo que en parte dificulta la interpretación de esas sociedades europeas y en parte añade un incentivo a su desci­framiento para lograr comprender qué tuvo de peculiar'y qué de co­mún con el resto de los procesos históricos nuestra partICular trayec-

toria.

RESUMEN DE LAS ETAPAS (PRE)HISTÓRlCAS

DE LAS PRlMERAS SOCIEDADES AGRÍCOLAS EUROPEAS

Podríamos esquematizar el proceso histórico al que vamos a hacer referencia de! siguiente modo (Sherratt, 1981):

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1. Dependiendo de la zona a la que nos refiramos, ia tase de Neo­lítico Antiguo corresponde a:

1.1 . Sociedades que siguen siendo de caza-recolección pero con elementos culturales que ya corresponden a la producción de alimentos (cerámica, o cultivo esporádico o domesticación de pequeños animales, pero sin aldeas ni necrópolis). Como he. mos visto, éste es el caso del Suroeste europeo, donde se inclu­ye la Península Ibérica.

1.2. Sociedades que ya son plenamente agricultoras, como es el caso de Europa Central y Oriental con la LBK, pero con una agricultura basada en la azada y sin sistemas de intensifica­ción de la producción (es decir, sin abono, arado, tracción ani­mal, cultivo rotatorio de leguminosas, regadío, etc.). Estas co­munidades se instalan en las mejores tierras europeas, por lo que a diferencia de las primeras sociedades agrícolas americanas, no necesitan utilizar sistemas de barbecho o de tala y quema.

1.3. Una vez saturadas las mejores tierras, comienzan a ocu. par zonas de peor calidad. Es entonces cuando resulta necesario util~za: el barbecho o la tala y quema en los bosques nórdicos, las ultJmas zonas en ser colonizadas.

En todas estas fases, la tecnología y transporte estan basados en la energía humana, mientras que los animales domesticados se dedican a la producción de carne (Sherratt, 1981, 263).

2. A partir del Neolítico Final/Calcolítico, y manifestándose ar­queológicamente con claridad en el Bronce Antiguo, se intro­ducen ciertas innovaciones desde el Próximo Oriente o las este­pa~ orientales de Europa que permiten cultivar suelos de peor cahdad y aumentar significativamente la producción. El cam­bio socio-económico que implican estas innovaciones es tal que fue definido por Sherratt (1981) como la «revolución de los productos secundarios» (RPS). El arado es el elemento funda­mental, pues permitió cultivar suelos de poca calidad, colonizar nuevas tierras, expandir el poblamiento, aumentar las redes co­merciales, etc. Se acompañó de la introducción del buey, el ca­ballo y el carro, que facilitaron la movilidad y el transporte de elementos pesados y la domesticación de animales para fines productivos específicos -entre otros, la leche y la lana­(Sherratt, 1981, 1986). La producción láctea permitió ocupar tlerras margmales (como demuestra también el inicio de la mi­nería del sílex para fabricar hachas con que deforestar territorios antes imposibles de ocupar, donde se podía sobrevivir median-

te el pastoreo y la trashumancia), y la de lana, iniciar el comercio de textiles. En este momento se produce una transformación fun­damental en los roles económicos de los sexos (Sherratt, 198 1, 297; Robb, 1994,36; Randsborg, 1984, 148) descendiendo la participación femenina en las tareas agrícolas y aumentando en las domésticas, a través de la producción de lácteos y textiles y de la mayor dedicación a la prole que poco a poco iba aumen­tando a la vis ta de la progresiva sedentarización de las poblacio­nes y del aumento demográfico en Europa. La actividad de los hombres implicó a su vez mayores desplazamientos que los que caracterizaron las etapas previas, no sólo porque cultivaban tierras cada vez más extensas, sino sobre todo porque a través del pastoreo y del comercio empezaron a comunicarse con zo­nas lejanas, gracias a la introducción del carro y del caballo. Pero no acaban aquí las implicaciones más importantes de estas innovaciones en lo que a la diferenciación de géneros se refiere, puesto que no se puede desconectar la tecnología agraria de los sistemas de propiedad, linaje, matrimonio y herencia (Sherratt, 1981,297; Goody, 1986; Ruiz-Gálvez, 1992, 1995, 1996). A jui­cio de diversos autores y autoras, con la agricultura de arado ha­brían dado comienzo los sistemas de intercambio de mujeres con dote, la herencia de la posición social y la importancia del matri­monio (cfr. Goody, 1986 y Ruiz-Gálvez, 1992, 1995, 1996).

El punto fundamental es que la RPS habría producido una econo­mía y unos sistemas políticos dominados por hombres (encargados de la producción agrícola y pastoril y de su comercio), pero donde la di­ferencia social aún no seria tan marcada como la que cabe advertir a partir de la posterior fase del Bronce Final/Edad del Hierro. Por ello, Sherratt (1981, 299) insiste en que la RPS constituiría un punto de in· flexión entre dos formas económicas ahora extinguidas y no presentes en ninguna otra parte del mundo: por un lado, la inicial de agricultu­ra de azada en tierras óptimas para la agricultura, que no exigían rota­ción de cultivos, barbecho o tala y quema. Por otro, la fase posterior a la RPS, que cubriría básicamente el segundo milenio a.c., y que se ca­racterizaría por un rol predominantemente masculino en la agricultu­ra, un cultivo extensivo de arado ligero y una ausencia de la fuerte di­ferenciación social que mostrarán después los grupos del Bronce Fi­nal/Edad del Hierro, en lucha por mantener la propiedad de la tierra mediante la transmisión vertical, una vez que Europa esté deforestada y sin espacios vacíos que seguir colonizando.

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I~emos por partes ~ara analizar este proceso de cambio que tanto afecto al papel soc~al e IdentItario de las mujeres. Abordaremos prime­ro cuestIones de tIpO conceptual para hacer después una revisión de !os datos arqueológicos que nos puedan hablar de los hombres y mu­Jeres de esta etapa crucial de nuestro pasado.

HOMBRES, MUJERES, ESPACIO, PODER, INDMDUALIZACI6N

,A~que éste no es e!l~gar para realizar una reflexión filosófico-psi­cologIca sobre los mecarusmos de construcción de la identidad creo que a!gunas pince!,a~as básicas ~os. podrían ayudar a interpretar l~ que el regIstro arqueolOgIco parece mdlCar respecto a la transformación del papel de las mujeres en las primeras sociedades agrícolas.

Como ya he tenido ocasión de desarrollar con extensión en otros lugares ~ern~~o, 2.000 y 2002), la identidad es el principal mecanis­mo de Onent~~lOn VItal del ser humano. Todas las personas necesita­mos saber qUlenes somos ~ cuál es la naturaleza de los vínculos que sostenemos con la compleja realIdad que nos rodea. Todas necesita­mos creer que somos . suficientemente fuertes y poderosas como para hacer frente a una realIdad que se empeña en desmentir constantemen­te esa convicción. y lo cierto es que, a pesar de tantas evidencias en contra, nos sentimos suficientemente seguras como para tener confian­za ~n que sobreviviremos, cumpliremos nuestras expectativas de vida, realizaremo~ planes que nos atrevemos a imaginar. y de hecho, esa con­fianza n~s ~lfVe de m~t~r que nos impulsa hacia delante (cfr. Elias, 1990) y sobreVlVlffio~ c~>n extto en un mundo mucho más complejo de lo que nuestras . lImItadas mentes pueden imaginar. Tanto los hombres como las mUjeres de todas las historias humanas se han sentido siem­pre aSÍ, suficientemente seguros, suficientemente protegidos, suficien­temente confiados en la suerte que les deparaba el destino. y sin em­~argo, . l~s mecani.smos a través de los cuales lo han conseguido han SIdo dIStIntos, al Igual que son distintos los que inspiran esa misma confianza a los grup~s cazadores del Amazonas o a las gentes poblado­ras d~ la P?smodemIdad. mn qué consiste, por tanto, el mecanismo de la ldenudad?

Resumiendo podríamos decir que los seres humanos «construi­mo~» la realid.ad a la medida de nuestra capacidad de controlarla. Es deCir, nuestra Idea ~e lo qu~ es. la realidad se corresponde con el grado de c?mpleJIdad S.o~I?,-eCOnOmIca que nos caracteriza, de forma que, a medIda que la dlVlslOn de funclOnes y especialización de! trabajo de

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nuestra sociedad es mayor, tamb ién lo es el conjunto de fenómenos de la naturaleza que contemplamos co~o parte de la realIdad. E,sto qUle­re decir que «seleccionamos» la reahdad, y lo ha~emos a traves de dos mecanismos: por un lado a través de la ordenaclOn temporal yespaoal de los fenómenos de la naturaleza y, por o.tro, a traves de! modo en

ue representamos ese tiempo y ese espaCiO. La ,mente humana n,o q de comprender ningún fenómeno que no este ordenado a traves ~~t tiempo y el espacio. Lo que no está ordenado es caos y, ~or tanto; nO puede recordarse, ni incluirse en un SIstema de pen~amIento; as! que la mente ordena todo aquello que contempla a traves de, por un lado, el espacio, que refiere (y así ordena) l~s deso~~enados elementos de la naturaleza a una serie de elementos fi.¡os, estatIc~s, que la ~ent~ bien encuentra en la propia naturaleza (una roca, un arbol) o bIe~ d~­seña de modo abstracto y superpone a la naturalez~ (un mapa, ~eh~I­taciones político-administrativas); y, por .o~o, el tIempo, constltUldo por referencias dinámicas, Vero de mOVImIento recurrente para qu~ puedan servir como referenCias de orden, y que de nuevo pueden en contrar en la naturaleza -los movimientos del Sol o de la Luna, las mareas ... - o la mente puede inventar y superponer abstra~tamente a sus fenómenos -las manecillas de un reloj o los calendanos-. Para cada persona, sólo existen aquellos fenómenos que es.t~n ordenados a través de esas referencias, que se han puesto en relacIOn con ellas, lo que significa que la realidad puede incluir más o menos fenómeno~ para distintos grupos humanos (Hemando,. 200~) . A su vez? como he mos empezado a decir, la mente puede ~magInar esos s~ste?Ias de orden a través de dos tipos de representaCIOnes: las qu~, SIguIendo. a Olson (1994) pueden llamarse «metonímicas» y «m~:afóncas»; es deCIr, aquellas que utilizan como signos de representaclOn element~s que pertenecen a la naturaleza (el árbol o la roca en e! caso del e~paclO y el Solo la Luna en el caso del tiempo) para representar esa mIsma natu­raleza, o las que utilizan signos abstracto~ que no e~tán sacados de ella (el mapa o el reloj). Pues bien, dependIendo del tIpO de represen­tación que se utilice, y de los ~enóme~o~ que quede~ orde~ados, el ser humano creerá vivir en realIdades dIstmtas .. Y la dIferenc~a depen­derá del grado de complejidad socio-económICa de la SOCiedad en que se incluyan. "

Cuando se han desarrollado sistemas de escntura y el uempo y el espacio se representan con signos abstractos que se superponen a la na­turaleza, entonces pueden ordenarse y, por tanto, contemplarse coI?o parte de la realidad todos aquellos fe~ómenos que alguna vez alguIen introdujo en esos sistemas de referenCia. Es deCIr, podemos ordenar es-

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pacialmente -y, de esta manera, considerarlo como parte de la reali­dad en la que vivimos- el continente africano, aunque nunca haya­mos ido a África, porque alguien refirió los elementos de su naturale­za a unos sistemas abstractos de orden. Del mismo modo, podemos contemplar el pasado como algo real porque los relojes y los calenda­rios nos permiten incluir sus fenómenos en un sistema de orden ac­tual. Sin embargo, cuando no existen signos abstractos para represen· tar la realidad, es decir, cuando no hay escritura, sólo puede ordenarse aquella parte de la naturaleza que se conoce personalmente, pues ella contiene los signos que permiten ordenarla. Serán sus árboles, sus ro­cas o sus ríos los que nos sirvan de referencia espacial, por lo que sólo podremos ordenar la naturaleza que los circunda. Nunca podrá con­templarse, como parte de la realidad en la que se vive, la naturaleza que no se conoce, porque eso significa que, entonces, tampoco se co­nocerán los signos que permitirían ordenarla. Téngase esto en cuenta, porque en las siguientes páginas vamos a hablar de la expansión del co­mercio y de las redes sociales a partir de la RPS. Si se produce una am­pliación del territorio por el que se circula, ello implica necesariamen­te un cambio en la percepción del mundo y de la identidad de quienes la protagonizan, que en el caso de la Edad del Bronce, serán, como ve­remos, los hombres.

Pero es más: la transformación paulatina de una realidad limitada a la naturaleza que se vivencia en una integrada por todos aquellos fe­nómenos que han sido referidos a un sistema de representación abs­tracta es paralela, lógicamente, al aumento gradual de la complejidad socio-económica. De hecho, existe una relación necesaria y estructural, porque a medida que aumenta la división de funciones y especializa­ción del trabajo, el desarrollo tecnológico lo hace también, al igual que el propio proceso de individualización en los mecanismos identitarios. Es decir, a medida que la sociedad aumenta su complejidad, las perso­nas que la integran van reprimiendo individualizadamente sus emocio­nes, hasta llegar al punto «moderno» de creer que existe algo como un «yo» interior, constituido por el conjunto de esas emociones reprimi­das. Cuando no existe complejidad socio-económica ni desarrollo tec­nológico, y la identidad no está individualizada, los miembros del gru­po social se sienten iguales entre sí (porque, de hecho, hacen lo mis­mo), poniendo la diferencia siempre en el «otro» cultural. Cada grupo cazador-recolector tiene una manera particular de identificarse visual­mente, de decorar sus cuerpos, de reforzar la sensación de «identifica­ción» entre todos los miembros del grupo. Este mecanismo contribu­ye a aumentar su sensación de poder frente a una naturaleza cuyos fe-

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nómenos no pueden descifrar a través de mecánicas repetibles, por io que le atribuyen un comportamiento humano, pero con un poder muy superior al de los humanos. Nubes, rayos, montañas o ríos apare­cen entonces dotados de voluntad, de ira y bondad, de lo peor y lo me· jor del comportamiento humano, pero perteneciendo al orden de lo sagrado. Estos grupos viven en un universo con el que se conectan emocionalmente, y no racionalmente, pero en el que se sienten prote­gidos porque, al ser el único que conocen, entienden que son «el gru­po elegido» por esa instancia sagrada de comportamiento humano que es la naturaleza, para confiarles el secreto del orden verdadero del mundo. De esta forma, puede decirse que, a mayor complejidad socio­económica, existe mayor capacidad de desplazamiento a espacios des­conocidos, mayor desarrollo tecnológico, mayor capacidad de raciona­lización de los fenómenos de la realidad, mayor individualización, ma­yor diferencia en las trayectorias personales y mayor posibilidad de establecer y mantener posiciones de poder en el grupo social. Porque el poder implica cierto grado de distancia emocional con respecto a aquellos sobre quienes se ejerce, cierta capacidad de manipulación de estrategias tecnológicas o materiales y cierta división de funciones den­tro del grupo social.

Pues bien, las evidencias arqueológicas de nuestras primeras etapas agrícolas indican que las posiciones de poder, la aparición de un cierto culto al cuerpo personal-diferenciándolo de los demás del grupo--, la expansión comercial por el espacio y la desaparición de la comple­mentariedad igualitaria de géneros, comienza tras la RPS. Es decir, a mi juicio, la sociedad patriarcal se inicia realmente en este momento, potenciándose a partir de ahora cada vez más una estética del «varón guerrero» (Ruiz-Gálvez, 1992; Robb, 1994; Treheme, 1995) que va in­dividualizando a los hombres y excluyendo a las mujeres del escenario de la historia. Como decía Robb (1994, 37), a partir de este momento, las mujeres, simplemente, dejarán de ser valoradas, dándose valor so­cial a todo lo que tiene que ver con lo masculino. ¿Cómo pudo con­cretarse este proceso?

MESOLÍTICO / NEOLíTICO ANTIGUO y MEDIO

Es cierto que la agricultura es el rasgo diagnóstico del Neolítico. La decimonónica división inicial de la Prehistoria era heredera del pensa­miento ilustrado y, por tanto, su diseño correspondía a la equiparación entre novedades tecnológicas con etapas culturales de supuesto refina-

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miento moral y humanístico creciente. De ahí que el Neolítico, defini­do esenCl~mente a través de la domesticación de animales y plantas, fuer~ consIderad? una fase radICalmente distinta de la del Mesolítico pre,:,lO, protagor:lzada por cazadores-recolectores. Además, la sociedad occI~ental del SIglo XIX tenía una economía basada en la producción de allI~e.n~os, por lo que consIderaba que en el Neolítico cabía locali­zar el. mIClO de «la civilización»: ,Sin embargo, debe aclararse que, de­r.eD:dler:?O de las zo.nas, la .dlVIslon de funciones y el inicio de la espe­Clal,Izaclon del n:abaJo ComIenza en momentos distintos del desarrollo agncola, o que, ~ncIuso, puede aparecer en sociedades cazadoras-reco­lectoras de sofis.tIcada con~titu~ión social (como en Próximo Oriente o en ~a costa occIdental cah~O,mla~1.a, por poner sólo dos ejemplos). Es de~~r, que no hay una rel~clOn dIre~t~ y única entre agricultura y com­pleJIdad cul~al, como VImos tamblen en el caso americano_ En Euro­pa no ~e advIerte ese inicio de la complejidad socio-económica hasta el NeolítIco Final, coincidiendo con la RPS.

Existen muy pocos datos arqueológicos sobre el inicio de las socie­d.ades productoras, p~ro los q~~ tenem~s parecen indicar que en las so­CIedad~s de.l MesolrtIcolNeohtIco AntIguo de Ucrania (Lille, 1997) o Escan?rr:avla (Ran.dsb~rg, 1984, 145), hombres y mujeres aparecen ya co.n .dlstmtas aI:ar:ren.c!as en las tumbas, lo que implica que debería eXIStIr ~guna dIStInClon. entre sus r~s'pectivas tareas, alguna comple­me~tanedad en sus h.mclOnes que hICIera que se sintieran mutuamen. te dIferentes. N~ cabe duda de que una de ellas sería la h.mción repro­d.uctora y, d.e cUIdados m~temos de la mujer. Por otro lado, la eviden­CIa etnologrca de poblaCIOnes actuales dedicadas a la agricultura de azada o de tala y que~~ demue~tra que, en general, las mujeres son las que desarrollan l~ actIvIdad agncola cuando la caza sigue siendo aún un comp0I?-ente lffiportante de la dieta, ya que son los hombres los que se .dedlcan a esta últim~ (cfr., por ejemplo, Brown, 1985). Por el contrarIo, cu~ndo la caza deja de ser significativa, los hombres asumen las tareas a~Icolas (cfr., por ejemplo, Hemando, 2000b), especializán­dose las m.uJen:·~ en las tareas domésticas. Es decir, la agricultura no tie. ne una atrlbuclOn d.e género unívoca y, por 10 tanto, no la debió tener tampoco en es~s'pnmeros momentos ~e nuestra historia, lo que signi­fica q~e la funcIOn ~atemal de las mUjeres no ha sido óbice para que se d~dICaran a las mIsmas tareas que los hombres en determinadas si­~aclones. Pero si no existe una diferenciación de género asociada pro­pIamente .a las tareas que se desarrollan, ¿cuál puede ser la diferencia y el denomma?or común entre las tareas que han desarrollado los hom­bres y las mUjeres a 10 largo de la historia? En mi opinión, los hombres

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han desarrollado siempre las tareas que más desplazamiento implican, I que debe tener que ver con el aumento del nesgo que el desplaza­~iento supone para madres embarazadas y para crías inmad~ras" pero el hecho fundamental es que esa diferencia establece una dIS~mC¡On en la percepción ~el n:undo de hombres y m~Jeres , pues los,pnmer?s ha­bríarr creído VIVIr SIempre en un mundo lIgeramente mas a~I?ho, en una realidad integrada por algunos fenómenos más q~~ la. vlVlda por las mujeres, pues ordenaban espacIalmente una porCIon hg~ramente mayor de la naturaleza. Como explicaba antes, esta dlf~renCIa -que habría sido tan mínima al principio del proceso que de nmgu~a mar;e­ra implicaría diferencias de poder entre hombf(~s y mUJeres, SIn~ bas¡­camente complementariedad entre ambos- tIene consecuenCIas de profundísimo alc.an~e~ ya que ~: corresponde estructuralme?te con una ligera mayor mdlvIdualIzacIon de los hombres, que se vena refor­zada por la menor intensidad inicial de los vínculos patem.os en rela­ción con la de los matemos, mientras éstos refuerzan o satIsfacen, en principio -:-aunq~e no necesar,i~ente---:- ~n~ ~dentida~ ~ás. relacio­nal. Esta dIferenCIa pudo ser mInIma, caSI InVISIble al prInCIpIO, pues­to que tarrto los hom?res como las mujeres ~arti~ip~rían de un~ iden­tidad altamente relaCIonal, dando mucha mas pnorIdad a su vmcula­ción con el grupo (para ser precisa, a su grupo de género dentro del conjunto social) que a ningún rasgo diferenciador particular (Heman­do, 2000, 2000b, 2002). Como decía Leenhardt (1997, ~ 53-154) en re­lación con los canacos, horticultores de Nueva Caledoma, en esos gru­pos nadie sabe quién es por sí mismo, sino que cada cual se .de~ne a través de las relaciones que sostiene -yo soy el padre de mI hIJO, el hijo de mi padre, el hermano de mi hermana o el primo de mi pri­mo-. y esta identidad, que se fue manteniendo después de manera socialmente generalizada hasta la modernidad sólo e~ las mujeres, es l~ que sostienen también todos los hombres de .las sOCIedad~s de ~educ~­da complejidad socio-económica. Sin duda mnguna, sen:eJante IdentI­dad colectiva se expresaría a través de los adornos y vestImenta pe.rso­nal, aunque sea muy escasa la evidencia arqu~ológi.ca en est~ sen~Ido, no sólo por el carácter perecedero de las matenas pnmas -pIel anlffial y fibra vegetal (sobre todo lino, aunque podría haber alg~ de espar:t?, ortiga y tilo) (Sherratt, 1981,282; 1986,7; 1987, 89)-~ SInO tamblen por el carácter colectivo y secundario de los enterramIentos, que no han permitido conservar evidencias de este orden. Pero de alguna for­ma se «visibilizaría» la pertenencia al grupo, pues en una época mucho más tardía, el Bronce Medio, cuando ya se tejen vestidos de lana y se fabrican adornos de metal, se hace completamente evidente la impor-

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tancia que adqui eren los que algunos autores han llamado «trajes de identidad» (Wels-Weyrauch, 1994), los trajes regionales, integrados por Indumentana y complementos de adorno claramente adscritos a regio­fles concretas . Es, decir, aú? entonces, en momentos donde la comple­Jidad SOClo-economlCa esta mucho más desanollada, sigue siendo más importante destacar la identidad colectiva que la individual, porque el ser humano uene que sent:J.rse fuertemente vinculado a los demás de su grupo para conseguir sentirse seguro en un mundo cuyo control mate­rial es aún ~an insuficiente .. ~n consecuencia, parece natural pensar que en el Neohuco la adscnpClon al grupo y, por tanto, la identidad rela­cional y no individualizada, sería aún mucho mayor y que se simboli­zaría visualmente a través de! cuerpo. De hecho, no debe descartarse el uso de tatuajes o escarificaciones para dicho fin, tal y como atestiguan los escasÍsimos hallazgos de momias de ese periodo -como, por ejem­plo, e! llamado «hombre de los hielos», encontrado en una turbera de los Alpes suizos y datado en el Neolítico Final (Spindler, 1995).

Así pues, en las primeras etapas del Neolítico la identidad parece ya «genenzada», pero SIn que ello unplique diferencias visibles de estatus poder o )erarquÍa. En ese sentido, no podría hablarse con propiedad d~ una sOCledad plenamente «patriarcal», puesto que no existe un domi­nio social masculino --o, al menos, no existe una subordinación feme­nina-. Ahora bien,. ello no qu.iere decir que, en consecuencia, pueda hablarse de un domIniO femenmo, de una sociedad matriarcal-o al menos, d~ clanes dirigido~ por mujeres-o Se trata de aceptar que cu:m­do la sOCledad se caractenza por una escasa división de funciones no existen posiciones de poder, porque e! poder es consustancial a es~ di­visió.n .. I:Iay. que esperar a que la diversificación de funciones y la dife­renClaCiOn Idenutana a la que se asocia aparezcan para hablar de ese upo de orden so~ial . Sin embargo~ es cierto que la relación entre los gé­neros nunca ha SId? de completa Igualdad. Como venimos viendo, los hombres de ~asso~Iedades pre-modemas siempre han tenido rasgos de Iden~dad ~~s md1VldualIzados que las mujeres, aunque fuera en una medIda caSI unpercepuble. Por ello, en todo caso, en todas las socieda­des conocidas de escasa complejidad socio-económica son ellos aso­ciados co.~unitariamente, quienes determinan los destinos del ~po. Estas pOSICIones nunca implican la jerarquía personal entre ellos ni en relación con e! grupo y en este sentido creo que podría considera'rse un orden previo al orden patriarcal, pues la relación entre los géneros es mucho más de complementariedad que de subordinación.

Por todo ello, es imposible que existiera un matriarcado, cuyo solo concepto se ve neutralizado de partida por su génesis historiográfica y

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la definitiva ausencia de un solo caso histórico demostrable. por .. d d e Coma sabemos, el «matriarcado» fue un mito Inventa o e ¡arma

mpletamente especulativa por Bachofen en el SIglo XIX, que, dada la ~~sencia total de evidencia, fue olvidado y cayó en desuso hasta la muerte de su autor en 1887 (Linares García, 1987, 5): SIn embargo,

oca después fue revalorizado por F. Engels, por conSiderar que con­~rmaba su teoría del carácter histórico de la famIlIa~ ,momento a par­tir del cual comenzó a incorporarse a la InVesugaCIon como un he­cho probado (op. cit., 5 y 11). Aún podemos encontrar obras en 196~ donde se pretende exponer «de una m anera irrefutable [ .. . ] que e~suo una sociedad matriarcal [ ... ] sobre todo alrededor del Mediterraneo, extendiéndose hasta Mohenjo-Daro y Harappa en la India» (De

Corte, 1965, 12). La arqueología ha desempeñado un pape! fundamental ~n el man-

tenimiento de este mito, gracias a la conocida figura de ManJa Gimbu­taso Esta lituana exiliada en Estados Unidos, donde fue profe~ora en Harvard y California (Sanahuja, 2002, 69), interpretó las múluples fi­gurillas femeninas que aparecen en ~l Neolítico e~ropeo (esI?eCla1I?en­te de! área mediterránea) como la eVIdenCia matenal de la eXistenCia de un predominio femenino en la so~iedad de ese periodo, la prueba, de la existencia de un momento hIstonco en e! que las mUjeres habnan sido las cabeza de familia y de clanes extensos (Gimbutas, 1999, 113).

La interpretación de Gimbutas es tan especulativa que resulta muy confusa desde el punto de vista antropológico, pues au~que apunta que éste sería «un sistema social equil~brado, flI patrIarcal, r:I matrIarcal» (ibíd.), afirma también que e! «simbohsmo.rehglOso neohb.co [hace] ex­tremadamente dificil imaginar que la SOCiedad de la Vieja Europa no fuera matrilineal, con la madre o abuela venerada como progenitora de la familia» (Gimbutas, 1999, 113). De esta forma, la .matrilinealidad aca­ba por convertirse en un hecho «muy probabl~>: (Glffibutas, 1999, 112) que constituye la base de toda su argumentaciOn y de los muy nun;e­rosos libros y conferenCias por los que se conoce a la autora .. Ademas, equipara esa supuesta matrilinealidad con un orden SOCIal dmg¡do por mujeres, cuando cualquier manual básico de antropología ~stabl;ce que «la matrilinealidad no se establece entre la madre y sus hiJOS (este sería un sistema m atriarcal), sino entre e! hermano de la madre y los hI­jos de ésta» (Meillassoux, 1987, 42) . Es decir, mientras que en los siste­mas patrilineales las esposas de los miembros varones reproducen el li­naje en los matrilineales son las hermanas de los hombres las encarga­das de ello (Fax, 1980, 112). En «todas las sociedades matrilineales de las que poseemos descripciones dignas de crédito, las cabezas de familia, de

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linajes y de grupos locales son siempre hombres» (Gough, 1984, 117). Por t~to, aun ,cuan~o la sociedad fuera matrilineal (de lo que no existe nmguna eVIdencIa), de ello no se seguiría la existencia de cultos a dio­sas-madre ni de mujeres cabezas de linajes o grupos familiares. Sin em­bargo, y.a pesar de las críticas recibidas por algunas arqueólogas del gé­nero (Tnngham, 1991; Conkey y Tringham, 1996) u otros autores (cfr. Robb, 1994,29), la idea general de que las figurillas femeninas del Neo­H.tico representru: a diosas-madre y que esto representa una etapa ini­CIal de la humarudad, en la que la mujer se establece como «la prime­ra, ~omo aquella de la que el hombre procede en la filogénesis de la es­pea~, como l~ que ha hecho posible lo masculino» (Sanahuja, 2002, 131), perVIve tambIén como un lugar común que se desea mantener como ideal al que volver,

Aparte de la escasa fundamentación antropológica y teórica del ar­gumento, el, hecho es que no existe ninguna evidencia empírica que conduzca a rnterpretar esas figurillas como diosas-madre o diosas de la fertilidad (Ko~i?ou y Nikolaidou, 1997). Aunque es cierto que su abundante apanClOn se documenta en esos momentos, distintos ejem­plos e~ográficos e históricos demuestran que en las sociedades agríco­las antIguas la reproducción y la maternidad pueden considerarse me­tafóricamente como paralelas a la agricultura (Kokkinidou y Nikolai­do u, 1997, 96). Mi propia experiencia etnológica de campo entre los Qeqchí' de Guatemala, que mantienen una agricultura de palo cava­dor y tala y quema practicada por los hombres, y donde son éstos los que se reúnen en consejo para tomar cualquier decisión que afecte al grupo, fu,e que su percepción mítica del universo en el que viven hacía que co.nslderaran como parte de la misma energía cósmica toda la que se destIn~ aJa reprod,ucción. De ahí que existiera el tabú completamen­te p~escnptIvo de eVItar las relaciones sexuales en la pareja en los días preVIOS a la cosecha, pues, de otra manera, se estaría malgastando ener­gía reproductora, necesaria a la tierra para germinar (Hemando, 1997, 257:258). ~o~o h~mos visto, estas sociedades, de escasa complejidad ~ocI~-eco~~ffilca, rnterpretan el mundo a través de los mitos, lo que unplrca basrcamente la creencia de que todos los fenómenos de la na­turaleza ti~nen comportamiento humano, y que la energía vital es una sola, marufestada a través de múltiples y cambiantes apariencias. Así pues, para los Q eqchí', la tierra es femenina porque engendra sus fru­t?S, p~r lo q~e la representación de cuerpos femeninos podría simbo­lIzar, SI lo tuVIeran, un culto a la fertilidad, en efecto. Pero nada tendría e,llo que ver con .la posición social de las mujeres, sino con muy sofis­tIcadas y complejas percepciones de la dinámica emocional y energéti-

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ca que mueve el mundo y facilita la supervivencia, Además, como ya recordara Barbara Bender (1985, recogido en Kokkinidou y Nikolai­dou, 1997, 101) es e! control ritual e! que está en la base de la diferen­ciación social, por lo que no es el cuerpo sexuado que representan las figurillas, sino el sector social que controlara el significado de sus repre­sentaciones el que, en todo caso, tendría alguna posición de privilegio.

Pero, como decíamos, en estos primeros momentos la sociedad no parece mostrar signos de diferencias interpersonales destacadas. De he­cho, Paul Treheme (1995, 107) considera que e! cambio más importan­te que se dará al final del Neolítico será el paso de una «ideología de lu­gar y comunidad a una de exhibición individual y personal», donde lo masculino comenzará a tomar progresiva relevancia. En efecto, la ideo­logía de las primeras sociedades agrícolas, que no disponían de siste­mas de intensificación de la producción, sino que trabajaban la tierra con azada o tala y quema, puede definirse como «de lugar y comuni­dad» en el sentido de que la profunda vinculación al grupo y al espa­cio conocido constituyen los principales recursos básicos de la identi­dad. De hecho, las necrópolis del Neolítico ponen el énfasis en los ances­tros y no en el individuo que acaba de morir: las necrópolis megalíticas que comienzan a aparecer hacia finales de! periodo se caracterizan por practicar un tipo de enterramiento que consiste en desarticular el cuer­po del muerto mediante su descamado para fundirlo después en la tum­ba con el cuerpo social de los ancestros, cuyos huesos mezclados e in­diferenciados acogen las imponentes cámaras (Treherne, 1995, 112). De nuevo se confirma que lo que importa es el grupo, construyéndo­se la identidad personal por las relaciones que le dan forma y entrete­jen a sus miembros. Cabe recordar, a este respecto, algunos estudios so­bre la noción de persona en grupos cazadores-recolectores actuales en los que la corporeidad no se reduce al cuerpo individual, sÍrIo que se hace extensiva al cuerpo de otros (por ejemplo, el cuerpo de padres e hijos se confunde en deterrnÍrIados procesos vitales) (Turner, 1995, 150 Y 159). Entre ellos, el sujeto no se define a través del ego, de una con­ciencia separada del cuerpo, sino del cuerpo «socializado» (op. cit., 161), Dado que esta percepción de las cosas tiene que ver con la ausencia de división de funciones, salvo por género, en el seno del grupo, puede suponerse que una concepción del mismo tipo podría haberse mante­nido durante las primeras fases agricultoras.

Ahora bien, las sociedades no pueden sobrevivir biológicamente sin ÍrItercambios de personas y, aunque la evidencia es exigua, parecen poder documentarse ya indicios de exogarnia en el Mesolítico Final de Escandinavia: Larsson (1988) documenta allí un enterramiento de una

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mujer que portaba adornos realizados con dientes de uro, alce y oso p~ocedentes de zonas muy lejanas. La explicación puede ser doble: o ~Ien ~e trataría de la evidencia del comercio de piezas de animales ex· tmgUIdos en la zona, implicando por tanto la caza de esos animales con fines con:erciales en sus lugares de origen, lo cual no parece muy probable; o bIen se trataría de la evidencia de la llegada de esa mujer procedente de la zona donde habitaban esos animales. Esto es: de exo­gamia, que habrá de documentarse ampliamente en la posterior fase de la Edad del Bronce. Téngase en cuenta que en el Mesolítico Final de Es­candiI~avia comienzan a importarse los primeros objetos continentales de SOCIedades agrarias, lo que implica la existencia de redes de inter­cambio y comercio por la que habrían circulado también personas. y estas personas serían --o al menos incluirían a- mujeres.

Por otro lado, Price el al. (2001) prueba, a través del análisis de isó­t?POS de estroncio ~n huesos y dientes, la existencia de dos tipos dis­tmtos de desplazamIento humano al comienzo del Neolítico centroeu­ropeo de la. Linearb~ndkeramik: al parecer, al principio de ese periodo, el porc~?taJe de emIgrantes llegados de fuera sería del 64 por 100 de la p.~blacIo? t<:>tal enterrada en la necrópolis analizada, con representa­clOn. ~qUIta!Jva de ambos sexos. Sin embargo, una vez asentada la po­blaclOn agn~ultora, al final de la LBK, el porcentaje de inmigrantes se red~ce c~nsIderabl~mente, pasando a estar integrado sobre todo por mUjeres Jovenes (pnce el al., 2001, 601), lo que vuelve a ser interpreta­do como evidencia de exogamia.

El hecho es que, aunque vayan documentándose intercambios de mujeres, ello ~o habría significado, en todo caso, la" aparición de insti­~~Iones del tIpo ,de la d.ote, que Goody (1986) relaciona con la apari­Clan ~e tecn~lo?Ia agrana avanzada como el arado, el regadío o la ga­nadena ~spec¡~hzada, ~a que la acum~lación de propiedad que permi­ten habna verudo aSOCIada a la necesIdad de asegurar la descendencia a l~ familia de la novia (Ruiz-Gálvez, 1992, 220; 1996, 92). A juicio de RUlz-Gálvez, en la Europa prehistórica anterior a la Edad de! Bronce se h.abría dado, en todo caso, un desplazamiento de mujeres cuya inser­CIón en el gruP? del marido ha?ría venido asociada a la «renuncia, por parte de la familIa materna, a ejercer derechos de filiación sobre la des­cendencia de la hija, que pasará a formar parte unilateralmente de la fa­milia del padre» (Ruiz-Gálvez, 1992, 220), sistema denominado «com­pra de la novia» y generalizado en las sociedades con agricultura de azada.

De e~ta forma, podríamos resumir los rasgos del Neolítico, es decir, de las pnmeras sociedades agricultoras, del siguiente modo: se trata de

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sociedades donde existe una diferencia de actividades por género que, aunque contengan ya alguna distinción de poder en manos masculi­nas, cabe definir mejor como de complementariedad que como de do­minio o explotación. La identidad está tan poco individualizada que nadie, ni hombres ni mujeres, se define por las diferencias que sostie­ne con los otros miembros de su grupo de género, sino por las seme­janzas con ellos. Hasta tal punto puede llegar a ser profunda esta per­cepción de las cosas, que no se da importancia a la individualización del cuerpo en el momento de la muerte, sino que éste se confunde con el cuerpo colectivo, desarticulado y mezclado, de todos los muertos previos, de los ancestros. De hecho, es generalizada la opinión de que las sociedades neolíticas estaban reguladas ritualmente (Robb, 1994, 30; Sherratt, 1987); es decir, que el culto a los ancestros, manifestado en los enterramientos, sería la clave de unión del grupo y de sensación de poder y seguridad en la supervivencia. Al final del Neolítico todavía las posiciones de prestigio social, derivadas del control de ese ritual ha­brían estado abiertas, a juicio de Robb (1994, 30) tanto a hombres como a mujeres -aunque los primeros habrían sido más abundan­tes-, pero en ningún caso marcarían diferencias de estatus o poder dentro del grupo.

Pero algo fundamental cambia al final del Neolítico y, sobre todo, en el Calcolítico y el Bronce Antiguo, periodos en los que va generali­zándose, hasta tomar consistencia definitiva, la revolución de los pro­ductos secundarios (Sherratt, 1981). A partir de aquí dará comienzo, con todos sus rasgos, 10 que entendemos como «sociedad patriarcal», caracterizada por una variación en las actividades productivas, ejercien­do las mujeres aquellas que las vinculaban al ámbito doméstico mien­tras que los hombres desarrollaban las relacionadas con la producción agrícola y ganadera o artesanal. Desde entonces, los hombres parecen asumir e! poder social y político, iniciándose lo que Treheme (1995, 108) ha llamado un «ethos masculino», visible en todo el registro ar­queológico y que ha perdurado hasta la modernidad.

NEOLÍTICO FINAL I CALcoLtnco / BRONCE ANTIGUO:

EL INICIO DE LA SOCIEDAD PATRIARCAL

Todos los autores coinciden en señalar que en el paso entre el ter­cer y el segundo milenio, aproximadamente entre el 2500 Y el 2000 a.c., se asiste en Europa al surgimiento de ideologías masculinas, rela­cionadas sin duda con amplios y trascendentales cambios económicos

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y políticos. Dos son, sin embargo, las principales explicaciones para se­mejante cambio (cfr. Robb, 1994,43): por un lado Glmbutas relacIona la intensificación económica, el pastoreo, el uso de metales, la apari­ción de armas, del caballo de monta o de las sociedades patriarcales en Europa, con la invasión de un pueblo guerrero de origen indoeuropeo, procedente, a su jucio, de la cuenca del Valga, al sur de RusIa, al que denomina pueblo o cultura «kurgan», por el tipo de enterramiento bajo túmulo que les caracteriza (Gimbutas, 1996, xx). Por otro lado, Sherratt considera que la saturación de las mejores tierras cultivables europeas en el Neolítico provocó una rápida e intensa adopción de de­terminadas novedades tecnológicas procedentes del Próximo Oriente o de las estepas orientales de Europa, que permitían colonizar tierras menos favorables. Se trataría, sobre todo, del arado, el carro de bueyes o el caballo. Al poder ocupar tierras de peor calidad, también se expan­dió el pastoreo, cobrando con ello nuevo énfasis la ganadería, que em­pezó a generar productos más especializados, como la leche o.la lana, lo que, a su vez, habría permitido intensificar las red.es com~rcl~les en­tre distintas zonas. De esta forma, la RPS, fechada cmco milemos des· pués de la aparición de la agricultura en el Próximo Ori~nt~, y tres o cuatro después de su introducción en Europa, habría temdo mcalcula· bIes consecuencias en los sistemas de transporte, comercio y movili­dad personal. Es decir, en todo el sistema socio-económico y político. A su vez, habría transformado los roles económicos entre los sexos y provocado nuevos mecanismos de herencia, lo que implicaría la trans­formación simultánea de los sistemas de linaje, parentesco o matrimo­nio (Sherratt, 1981).

Las primeras manifestaciones de estos cambios se expresan en la in· dividualización de los enterramientos masculinos, que aparecen signi­ficativamente asociados a ajuares integrados por objetos de prestigio re­lacionados con las innovaciones tecnológicas (carros, caballos, textiles, armas de metaL), y por vasos de bebida estandarizados y muy decora­dos que parecen representar mecanismos de confraternización entre las nuevas élites masculinas que están surgiendo en todos sus territo· rios (Sherratt, 1987). A juicio de Sherratt (1986, 6-7), los vasos de bebi­da se asocian al carro por primera vez en la cultura de Baden, de la zona danubiana, en la primera mitad del tercer milenio (2700-2400 a.c.), representando un nuevo estilo de hospitalidad vinculado al a~­mento de los contactos interregionales entre hombres. El nuevo eqUi­po de bebida que se asocia al cuerpo masculino -que aparece inhu­mado y generalmente en posición flexionada en los enterramIentos­y a innovaciones que permiten su movilidad por el espacio (caballo,

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carro), así como a la exhibición de un estilo de poder que empieza a ser personal y materializado en las armas de metal, marca un umbral definitivo e irreversible -hasta la Modernidad-, de la relación que habrá de establecerse entre los sexos. Aparece ese «etllOs masculino» (Treherne, 1995, 108; Sherrattt, 1981, 299) que ensalza al «varón gue· rrero» (Ruiz·Gálvez, 1992). Al principio se habría tratado de prácticas de fraternidad masculina, y no tanto del ensalzamiento de personas in­dividualizadas per se. De hecho, todos los enterramientos de este tipo se asocian a un ajuar muy estandarizado, por lo que siguen privilegián­dose semejanzas y no diferencias, aunque ahora ya esas semejanzas no se establecen dentro de cada grupo de género, sino entre hombres per­tenecientes a la élite guerrera de comunidades distintas y alejadas de toda Europa. Ha comenzado el proceso de individualización masculi­na y de ocultación social de la mujer.

En la Península Ibérica esta fase, fechada entre el 2500 y el 1900 a.c., se conoce con el nombre de «cultura campaniforme», nombre proce­dente, precisamente, de la forma de campana característica de esos va­sos de bebida, muy ricamente decorados con diseños que podrían re­cordar la nueva actividad textil de la lana (Sherratt, 1987, 89-90), Y que pueden hallarse, con diseños muy similares, desde Escocia a Sicilia y desde Portugal hasta Moravia (Sherratt, 1987, 87).

Ahora bien: ¿qué se bebía en esos vasos tan estandarizados? Todo parece indicar que alcohol -una mezcla de aguamiel, cerveza y vino de frutas (Sherratt, 1987, 96}-, por lo que, a juicio de Sherratt (1987, 92), estaríamos en presencia de un cambio en los hábitos sociales relaciona­dos con las nuevas tecnologías de subsistencia. Aunque el arado ligero ya se hubiera introducido, gran parte de Europa Occidental tendría muchas dificultades aún para mantener la fertilidad de los suelos y, por tanto, el hábitat permanente y estable (Ruiz-Gálvez, 1992, 226). Por ello, el poder aún no podría derivarse de la propiedad de la tierra, por lo que es presumible que lo hiciera del control ritual y del trabajo del suelo (Ruiz Gálvez, 1992, 226). De hecho, como hemos visto, la ri· queza y los símbolos de diferenciación social empiezan a aparecer en las tumbas (y no en los hábitats) que constituyen, en muchos casos, in­tromisiones individuales en enterramientos megalíticos colectivos. Esto quiere decir que sigue siendo importante asociar el poder con el mundo mítico, aunque ese poder comience a personificarse ahora en individuos concretos, en hombres concretos 00s que aparecen en las tum­bas), capaces de movilizar gran cantidad de mano de obra en las construc­ciones megalíticas de ese momento (Renfrew, 1981). Europa empieza a llenarse de gente, que no sólo se ve impelida a ocupar tierras cada vez

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peores, sino que también empieza a competir entre sÍ. La sociedad se hace cada vez más compleja, con oficios más dIferenCIados y mayor densidad de población. La explotación de materias primas coI?o el co­bre o el oro y el comercio que ésta permite van íntimamente lIgados al surgimiento de posiciones de poder en lo que se ha dado en llamar «economías de bienes de prestigio» (Rowlands, 1980; Bradley, 1984, 63; Kristiansen, 1982; Ruiz-Gálvez, 1992, 226), intercambiados entre siste­mas políticos similares cuyos dirigentes compartirían conocimiento ri­tual y esotérico, además de bienes materiales indicadores de su posi­ción privilegiada (Renfrew y Cherry, 1984; Ruiz-Gálvez, 1992, 226). Ello explicaría la aparición de convenciones simbólicas para expresar el acceso a esas posiciones, entre las que se encontrarían las relativas a servir comida y bebida (Ruiz-Gálvez, 1992, 227). Los efectos tóxi­cos del alcohol facilitarían su uso asociado al culto y la ceremonia (Sherratt, 1981, 92), pero, además, facilitarían la convivencia y la con­fraternización entre hombres pertenecientes a comunidades distintas, y entre seguidores y compañeros en cada una de ellas. El alcohol favo­rece la comunicación, pues elimina represiones y hace olvidar las nor­mas que encorsetan la vida cotidiana. Es posible imaginar que en una sociedad donde la identidad se construye a partir de la identificación con los demás, el alcohol pudo haber desempeñado un papel impor­tante para facilitar el aligeramiento de los rígidos vínculos sociales so­bre los que dicha sociedad se basa, posibilitando así la i~e~tificació~ con personas de otras procedencias, o con personas de dlsnntas famI­lias o linajes dentro de la misma comunidad. El hecho es que el uso so­cial del alcohol parece asociarse a los hombres, y no a las mujeres de esos primeros momentos, quienes debieron manter:er, P?r todos los indicios que nos han quedado, la misma pauta de Idenndad que en momentos anteriores.

Resulta interesante, a este respecto, señalar que en la fase campani­forme de Inglaterra (fechada allí en el Bronce Antiguo), se observa ya un rasgo que va a definir las relaciones de género a lo largo de la pos­terior Edad del Bronce Medio en toda Europa: mientras que a los hombres se les identifica muy claramente a través de una categoría úni­ca, por el modo y disposición en que se entierran siemp~e, la categoría de «mujer» resulta mucho más dificil de definir, pues mIentras unas se inhuman, otras se incineran, el tamaño y la forma de sus tumbas son variados y muestran escasa preferencia en la orientación (Sofaer Dere­venski, 2002, 201). Es decir, los hombres comienzan a ser delineados claramente y visibilizados como categoría social, al tiempo que las muje­res empiezan a desdibujarse en términos sociales. Randsborg (1984, 145)

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señala, refiriéndose a los cambios en el registro arqueológJCo entre en Neolítico Medio y el Bronce Antiguo de Dinamarca, que parece obser­varse un claro descenso del estatus social de las mujeres, pues mientras en el Mesolítico y Neolítico Antiguo hombres y mujeres parecían mantener estatus similares, en las tumbas megalíticas del Neolítico Fi­nal ya se aprecia un predominio de esqueletos masculinos, siendo difi­cil obtener una idea de las apariencias de las mujeres quienes, además, carecen en las tumbas de determinados elementos de estatus como las sillas plegables copiadas del Mediterráneo Oriental o instrumentos para hacer el fuego, prerrogativas ambas de los hombres (Randsborg, 1984,147).

Es decir, entre el Neolítico Medio y el Bronce Antiguo se observa un cambio de mentalidad, una transformación de lo que Robb (1994, 31) ha llamado la «ideología del género» para visibilizar sólo a los hom­bres. ¿Por qué? Robb piensa que posiblemente se debió a que las inno­vaciones afectaron sobre todo a las actividades que ellos practicarían (como la guerra o el comercio), reforzando así su control de la produc­ción y del conocimiento cosmológico y ritual (Robb, 1994, 31). Cier­tamente, la preparación de alcohol supone la capacidad de acumular un excedente para consumo no ligado a la supervivencia, al igual que la fabricación de la cerámica de lujo, el mantenimiento de caballos o la compra de tejidos de lana (Sherratt, 1987, 92), productos todos ellos derivados del establecimiento de redes de intercambio y comercio. De la ideología de «lugar y comunidad» del Neolítico se habría pasado a una de exhibición de categorías masculinas personales, basadas en las importantes implicaciones de los nuevos sistemas interactivos a los que había conducido en Europa la RPS de los milenios N y III (Treheme, 1995, 107).

A mi juicio, la clave de la diferenciación en las trayectorias identi­tarias de hombres y mujeres que podemos documentar en ese momen­to son las implicaciones estructurales de percepción del mundo y la identidad que tienen esas presumibles actividades masculinas: esa mí­nima diferencia en la movilidad de hombres y mujeres, presente desde el principio de la humanidad por el cuidado de las crías, se habría ido multiplicando en una dinámica de doble vínculo que habría disparado el proceso de diferenciación entre ambos a partir de este momento. Los hombres habrían manejado el arado cuando ése se introdujo, pues en este momento la caza ya no habría resultado significativa, y además, la fuerza fisica seía necesaria para manejarlo. Las mujeres empezarían a habitar el espacio doméstico, conocido, seguro, ocupándose de la des­cendencia, el tejido y la producción láctea_ Y los mu;'dos de ambos ha-

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brÍan empezado a variar muy significativamente. La guerra y el comer· cio que debieron practicar los hombres, a la vista de los ajuares en las tumbas, implicaban desplazamiento por territorios lejanos, desconoci­dos, cuyas referencias de orden debieron transmitirse de generación en generación, pero donde la capacidad de sorpresa y de asertividad tenía que desempeñar un papel muchísimo más importante que el que era necesario para manejarse en el cotidiano y de sobra conocido espacio doméstico. A los hombres se asocian los caballos, el metal y las mate­rias primas importadas, y las armas.

Los hombres comenzaban a moverse significativamente más que las mujeres; los hombres comenzaban a individualizarse, y esto signifi­ca que empezaban a establecer distancias emocionales con los seres «humanos» (tanto de naturaleza humana o animal y vegetal) que hasta entonces les rodeaban. Su seguridad comenzará a estar basada en otros recursos que irán disminuyendo muy sutilmente esa entrega plena y confiada la instancia sagrada de la que hasta entonces procedía la vida y la muerte. La seguridad habría empezado a surgir a partir de la pro­pia capacidad de generar recursos que la naturaleza no daba a través de los productos secundarios, de importar materiales que el suelo en el que vivían no ofrecía, de transformar un paisaje que hasta entonces era sagrado, de dominar a otros, de sentir poder. Por supuesto que esto se habría producido en una escala mínima al principio, y sólo habría ido aumentando de una forma muy gradual y muy poco detectable. En mi opinión, el sistema patriarcal no hubiera caracterizado a toda sociedad humana conocida si no hubiera contado con el propio consentimien­to de las mujeres, de todas esas mujeres que seguían construyendo su identidad a través de las relaciones que sostenían, de los hijos, de los maridos, de las hermanas, que daban consistencia a su forma de defi­nirse. Su reducida movilidad por el espacio se asociaba estructuralmen­te a este mecanismo de orientación e identidad y, por tanto, no com­petían por los hombres ni en sus desplazamientos, ni en la sensación y búsqueda de posiciones de poder_ Los hombres también necesitaban vincularse a otras personas para seguir reforzando su identidad, pero debido a su mínimo mayor grado de individualización, lo harían con aquellas personas a las que sentían como iguales en su identidad, igua­les en su grado de individualización y, por tanto, iguales en sus posi­ciones de poder. En la sociedad campaniforme, y en cualquiera del Calcolítico/ Bronce Antiguo del resto de Europa, su cuerpo ya no se desarticula para ser enterrado y fundido con el cuerpo social común, sino que se conserva indivisible a perpetuidad (Treheme, 1995, 112-113). El cuerpo aísla ya a los hombres (sobre todo) dentro de la comunidad,

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aunque d través de su decoración, los identifica y asocia a todos aque­llos que tienen su misma posición social, aunque estén en territorios lejanos.

Pero la revolución de los productos secundarios va consol idán· dose en toda Europa, perfilándose aún mucho más los rasgos anteno­res en la siguiente fase del Bronce Medio o Bronce Pleno, fechado, aproximadamente entre el 1800 Y el 1250 a.e.

EL BRONCE PLENO y EL TRIUNFO DEL «ETHOS MASC ULINO»

Como hemos visto, más que una identidad individualizada en los hombres, lo que aparece en el Bronce Antiguo es un grupo de estatus de rasgos androcéntricos en toda Europa, lo que Treherne (1995, 108), entre otros (Robb, 1994), denominó un «ethos masculino»_ A partir de la introducción del arado y todos los elementos a los que se asocia, las diferencias en las funciones y posiciones sociales se incrementan, ha­ciéndolo también, obviamente, las de privilegio social. De hecho, des· de el Bronce Antiguo las posiciones de poder se hacen hereditarias, como indicarán las ricas tumbas infantiles de la cultura almeriense de El Argar, por ejemplo (Lull y Estévez, 1986). Las posiciones más eleva­das son ocupadas por la élite guerrera, asociándose el poder a la guerra, y ambas a prácticas de fraternidad integradas por el consumo de alco­hol, códigos de simbolización y decoración del cuerpo y los objetos, fiestas de reciprocidad, y posesión y habilidad para montar y conducir caballos y carros (Treherne, 1995, 108-109). Aparece el primer arma que no procede de ningún instrumento anterior: la espada, marcan­dolo que parece ser un nuevo estilo de guerra regido por reglas ritua­les y sociales bien definidas y con combates de prestigio personal (Treheme, 1995, 109; Kristiansen, 2002).

La gente en general, pero sobre todo los hombres, tiene cada vez más conciencia de su propio cuerpo. En el Bronce Pleno, de hecho, en lugar de enterrar a los muertos en posición fetal o flexionada, se les ex­tenderá para poder exhibir la gran cantidad de elementos metálicos que, una vez introducido el bronce en la metalurgia europea, van a ser­vir para acentuar el cuerpo y sus movimientos (Treherne, 1995, 110). Aunque aparece en el tercer milenio, el tejido de lana - sin teñir aún- va a servir ahora de base a la amplia variedad de ornamentos metálicos que caracteriza a la Edad del Bronce: alfileres, Bbulas, colla­res, cinturones, etc. , que decorarán y convertirán en mensajes vivos los cuerpos de hombres y mujeres (Treheme, 1995 , 110). Pero, significati-

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vamente, aparece un tipo particular de artefactos asociado con exclusi­vidad a los hombres y vinculado a este énfasis en la decoración del cuerpo : los denominados «artículos de toilet», conjunto integrado por peines de bronce, cuerno o hueso, pinzas de depilar de bronce, naVa­jas, espejos y leznas de tatuaje (Treheme, 1995, 110). Los artículos de toilet aparecen aproximadamente a la vez, durante el segundo milenio, en toda la Europa central, meridional , septentrional y nor-occidental, extendiéndose al resto de los territorios en el Bronce Final. A juicio de Kristiansen (1984), crearían identidad social a través de la alteración de la apariencia corporal, definiendo a los jefes guerreros y a sus segui­dores. Al mismo tiempo, serían instrumentos exóticos, que no sólo ha­brían mantenido esa red de relaciones de objetos de prestigio que exis­tía en los momentos anteriores, sino que habrían ampliado notable­mente sus límites. De esta forma, el prestigio de esos jefes dependía también del sostenimiento de estas redes, al tiempo que Europa iría vinculándose en un tejido cada vez más consistente que servía de base al movimiento de materias primas y de personas (freheme, 1995, 114).

El cuerpo masculino comenzaba a ser embellecido y la subjetivi­dad a construirse a través de la sensualidad del cuerpo: cosméticos, in­cienso, pintura, tatuajes, ornamentos que no sólo producían impa­cto visual, sino también sonoro (Treheme, 1995, 127). Dice Treheme (1995, l30) que en la Edad del Bronce, a mediados del segundo mile­nio, apareció una ideología basada en el sujeto individual, pero cuyo núcleo de identidad no estaba aún en el «alma», sino en el cuerpo. Como veíamos antes, la introspección, la concepción de un <<yo» como núcleo de la identidad, la sensación de intimidad, se construye a través de la represión emocional, de la distancia emocional con el mundo, de la racionalización de sus fenómenos. Esto no se puede dar hasta que el mundo no se «escribe», no se descifra, no se representa a través de signos que no le pertenecen. Sin embargo, antes de la apari­ción de la escritura había posiciones de poder, existían jefes y dirigen­tes que determinaban el destino de sus dominados. ¿Cómo era posi­ble, sin establecer una distancia emocional con el mundo? ~izás, pre­cisamente, a través de esta forma de identidad basada en el cuerpo_ El guerrero heroico no se conocía a sí mismo a través de la instrospec­ción, sino que se experimentaba en sus acciones (Treheme, 1995, 130). Ello implica que la aparente «individualización» de los hombres no era tal en realidad o, al menos, no como ahora la comprendemos, sino que exigía la vinculación identitaria con el resto de los hombres en la mis­ma posición de poder o con la misma fi.mción social. Por eso aparece el «varón guerrero» (Treheme, 1995; Robb, 1994; Ruiz-Gálvez, 1992),

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figura que se potencia y ensalza cada vez que la complePdad socio-eco­nómica aumenta y, en consecuenCla, SIguen dIversIficandose las POSI­ciones de los miembros del grupo y aumentando las diferencias de po­der entre ellos. A juicio de Treherne (1995, 130), este estilo de vida masculina, y yo diría que sobre todo de identidad, perduró durante si­glos, aunque no pudo resistir el misticismo religioso de la romaniza­ción y cristiandad, que transfirieron el núcleo de la identidad del cuer­po al alma. En mi opinión, semejante transformación no tiene que ver en sí con la creencia religiosa, sino con el hecho de que el cristianismo, a través de la romanización, extendió el uso de la escritura por el mun­do occidental, permitiendo con ello racionalizar el mundo y alcanzar distancia emocional respecto a éL Sólo entonces el «yo» pudo empezar a configurarse y la individualización a construirse verdaderamente a través de la diferencia entre los miembros del grupo.

Era necesario explicar todo esto para comprender cómo la relación entre los géneros adquiere en la Edad del Bronce esa definitiva cuali­dad de divergencia y dominio masculino que caracteriza a la socie­dad patriarcal. Porque, ¿qué indica el registro arqueológico sobre las mujeres?

Como venimos viendo, la imaginería femenina desaparece del re­gistro arqueológico al finalizar el Neolítico, coincidiendo con el inicio de la visibilización de la estética masculina_ Desde comienzos de la Edad del Bronce, a partir de la RPS, las mujeres dejaron de ser valora­das por el sistema social; no es que fueran devaluadas, sino que simple­mente dejaron de tener valor (Robb, 1994,37). Ahora bien, a medida que avanza la Edad del Bronce, la mujer comienza a ganar de nuevo un estatus, aunque éste parece tener un carácter muy distinto al del Neolítico. En necrópolis del norte de Alemania o Dinamarca, por ejemplo, el número de mujeres con ajuares de bronce u oro es casi ine­xistente al principio de la Edad del Bronce y va aumentando a medida que el Bronce Pleno se desarrolla, aunque nunca llega a equipararse al de los hombres (Randsborg, 1973, 568-589; JockenhOvel, 1995, 197). La cultura de El Argar del sureste español está fechada en el Bronce Antiguo y Medio, y puede definirse por «una fuerte división social y técnica del trabajo, [el] despegue de la metalurgia de la esfera domésti­ca, [o la] presencia de una ordenación del territorio sugerida por unas rutas de intercambio estables que permitieron la circulación de objetos de metal a grandes distancias» (Lull y Estévez, 1986) 451), entre otros rasgos. La jerarquización social se visibiliza claramente en los enterra­mientos, que incluyen niños> cuya posición de privilegio social ha sido, obviamente) transmitida por herencia. Pues bien, Lull y Esté-

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Trajes masculinos y femeninos en la Edad del Bronce danesa (Sorensen , 1997).

de no más de catorce años con ajuar de lujo que incluía cuentas de pla­ta procedentes, posiblemente, de El Argar (en Almería) y de marfil afri­cano. Delibes de Castro (1998) adscribe este hallazgo a la segunda ca­tegoría social de El Argar (cfr. supra) y considera que sería una niña de alto rango enviada en matrimonio a una zona de gran riqueza en ese momento, pues el enterramiento se localizaba en una mina de sal, pro­ducto esencial y muy comerciado en la Edad del Bronce.

Pero hay más: la ideología de género de la Edad del Bronce no pa­rece descansar en la noción de dualidad, ni construirse a través de si­metrías estructurales entre hombres y mujeres (Sorensen, 1997, 101 ; 2000,140; Sofaer Derevenski, 2002, 201), según nos indican los intere­santísimos datos de vestimenta y adorno personal conservados en tum­bas de Europa Central y Septentrional. Como ya vimos, desde el Bron­ce Antiguo inglés (Sofaer Derevenski, 2002), los conceptos de hombre y mujer no parecen simétricos, pues había más formas culturales de crear diferencias dentro de la categoría «mujep> que en la de «hombre». De hecho, lo que resalta del Bronce Pleno es que se encuentra reitera­damente la construcción simbólica de una sola categoría de hombre

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pero de dos categorías de mujeres. En cada región se uti lizan estrategias distmtas (en el sur de AlemaOla las mUjeres pueden llevar falda larga o falda corta y distintos ornamentos asociados; en Dinamarca su decora­ción metálica se concentra bien en los hombros o bien en la cintura ... ), pero se repite la significativa circunstancia de que las mujeres aparecen con dos tipos distintos de vestimenta en cada grupo, mientras que los hombres aparecen siempre con la misma (Sorensen, 1991 , 125·127; 2000,138; Wels-Weyrauch, 1994). Dado que la doble vestimenta de las primeras no tiene que ver con la edad ni con la estación en que murie­ron (Sorensen, 2000, 137), la conclusión más obvia es que en la Edad del Bronce europea el hombre constituye una categoría que se susten­ta a sí misma, mientras que existen dos categorías de mujer que se de­finen por su relación con los primeros, es decir, por su estatus social o marital (Sorensen, 1991, 127).

Pero aún hay más: la multiplicación de los elementos metálicos de adorno en la Edad del Bronce europeo permite distinguir tres tipos de elementos asociados a la vestimenta, particularmente en ciertas áreas de Europa Central y Septentrional (Sorensen, 1997, 102 Y 105): 1) ele­mentos fijos que acabaron por ser partes del cuerpo, como anillos, bra­zeletes, collares o tobilleras fijas que con el crecimiento de las personas podían llegar a hacer imposible su extracción; 2) piezas permanentes del vestido, como botones, colgantes o tútuli; y 3) elementos no fijos como alfileres, ornamentos de cinturón, etc. Pues bien: en el estudio que hizo Sorensen (1997) de la asociación por género de estos elemen­tos en la necrópolis del Bronce Medio de Lüneburg (norte de Alema­nia), llegó a la muy significativa conclusión de que los objetos asocia­dos a los hombres eran todos del tipo 3, como fibulas, alfileres o dagas en posiciones variadas y limitado efecto visual. Por el contrario, los de las mujeres eran fijos y se disponían en posiciones concretas, además de ser muy visibles por su rica decoración y por el efecto sonoro de al­gunos (Sorensen, 1997, 102). Resulta interesante destacar que uno de estos adornos, a veces no fijo, típico en diversas zonas centroeuropeas, consistía en un par de espirales sujetas bajo las rodillas con una especie de abrazaderas, que se unían con una cortísima cadena metálica, lo que obviamente limitaría el movimiento de esas mujeres, provocando una manera particular de andar y de moverse, que se asociaría a una so­noridad también especial (Sorensen, 1997, 108 y fig. 6; Wels-Weyrauch, 1994, fig. 56c). Personalmente, no puedo dejar de compararlo con la costumbre china de los pies reducidos, que con criterios pretendida­mente estéticos, tiene el efecto de limitar la movilidad de las mujeres -porque aunque sea inconscientemente, en tanto que estructural, la

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Traje femenino de la Cul~ra de los Túmulos del Sur de Alemania (ca. siglo xrn a.c.), con encadenamIento de [as pantorrillas (Wells-Weyrauch, 1994).

asociación entre movimiento por el espacio e individualidad, y, por tan­to, poder, no deja de percibirse culturalmente.

Es decir, aunque la identidad comunitaria o relacional es sin duda la prevalente entre todos los miembros del grupo, como demuestra su reforzamiento visual a través de la regionalización de la vestimenta la cultura material indica también otro nivel de simbolización en la di~á­mica identi~aria ~e la Edad del Bronce europea: los hombres van gene­rando una I~enudad algo más individualizada dentro del grupo -lo que les permIte, por un lado, tener poder, pero les exige, por otro, vin­cularse entr~ sí de acuerdo con esas categorías de poder-, lo que se ex­pres~ m~tenalmente en la «estética del varón guerrero» que hemos vis­to. SI~Ulen~o la fuerza contraria, en las mujeres, en cambio, se enfati. za su Idenudad relacional respecto de los hombres. Parece como si se hubiera transform.ado, ~n alguna medida, la instancia de la que depen. der para la supervIvenCIa: antes todos dependían de la instancia sagra­da representada por la naturaleza en la que vivían. Pero a medida que v~ controlando ésta a través de las innovaciones agrícolas y tecnoló­gIcas en general, son los hombres quienes manejan esas innovaciones, los que asumen alguna p~rción del poder que antes se concedía, ínte­gro, a la naturaleza sacralIzada. Las mujeres se dividen ahora en una doble rel~ción de dependencia identitaria: por un lado, dependen de la ~r:stanCIa sagrada en la que, de seguro, al igual que los hombres, se­gum~n confiando sus desunos; pero, por otra, ya diferencia de ellos, co.mI~nzan a depender también de estos hombres que empiezan a asu. mIr CIerta segundad en el control de su destino a través de la diversifi­ca:ión de func~ones y la especialización del trabajo que va distin­guIendo a la SOCIedad; ya través de la ampliación del mundo en el que

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creían vivir en virtud de la expansión comercial que ahora caracreriza a Europa.

EL BRONCE FINAL COMO TRANSICION A LA EDAD DEL HIERRO

A partir del Bronce Final, aproximadamente desde el 1200 a.c., todo este proceso se consolidará, manifestándose con contundenCIa en la Edad del Hierro. No es por casualidad que a partir de ese momento vuelvan a introducirse mejoras técnicas en Europa que permitirán ali­mentar a más población y garantizar su asentamiento estable junto al suelo que ocupan (Ruiz-Gálvez, 1992,229-231): se expanden las ~egu· minosas para permitir la rotación de cultivos, se renueva el utIllaje agrario metálico, con la técnica de la chapa metálica, y se generalizan los sistemas de parcelación de la tierra. y, como cabía esperar, también ahora (los primeros hallazgos pueden retrotraerse al paso entre el Bron­ce Medio y el Bronce Final), aparecen notables avances en el transpor­te fluvial y marítimo. Es decir, la movilidad por el espacio sigue au­mentando paralelamente al desarrollo de nuevas formas de diferencia­ción social ligadas a la exaltación del varón y del varón guerrero (Ruiz-Gálvez, 1992,231). .

La incineración vendrá a caracterizar unos enterramIentos que, le­jos de mantener el carácter conspicuo de los megalitos o túmulos an­teriores, se invisibilizarán a través de pequeñas fosas en el suelo. La cul­tura de los campos de urnas, extendida por toda Europa en el Bronce Final, irá invisibilizando a los muertos para dar cada vez más visibili­dad a los vivos, a sus recintos amurallados, a sus armas sofisticadas, al poder que les va haciendo creerse seguros; a los hombres. Unos hom­bres que siguen confraternizando con hombres a través del alcohol y ahora también de prácticas de consumo de carne, que unifican su aro mamento por toda Europa y representan un poder cada vez más gene· rizado.

Según Sorensen (1991, 123), en este momento, los adornos del ves· tido se quemaban junto al muerto, en lugar de separarlos para adjun tarlos como ajuar. Entre los usados como ajuar, los únicos clarament~ asociados al género eran masculinos (navajas de afeitar y pinzas de de pilar). De hecho, además, las tumbas son o masculinas o neutras, pere no existe ninguna categoría clara de tumba femenina (Sorensen, 1991 123). La visibilización de lo masculino avanza tanto que Whitle) (2002, 227) señala que en la Edad del Hierro de Grecia ya no cabrá dis tinguir lo masculino como lo opuesto a lo femenino, sino que las tum

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bas ofrecerán una polaridad de edad/género en uno de cuyos extremos se sitúan los niños sexualmente indiferenciados, siempre inhumados, y en otro los hombres, ostentosamente incinerados y con las armas inu­tilizadas_ «Las mujeres adultas (a veces incineradas, a veces inhumadas) parecen caer entre ambos polos» (Whitley, 2002, 227)_ Es decir, lo opuesto a un hombre - lo que quiere decir un guerrero- no será ya una mujer, sino un niño, reafirmando la asimetría de la «ideología de género» de esos momentos.

Ahora bien, eso no quiere decir que las mujeres no sean visibles en e! registro arqueológico de! Bronce Final: como veíamos más arriba asociada a las innovaciones agrícolas y productivas en general, y a l~ posibilidad de acumulación que representen, parece consolidarse aho­ra la institución de la dote. Así es como se han interpretado los hallaz­gos de algunos pesadísimos y macizos torques de oro -los de Sagrajas y Berzocana tienen un peso de entre uno y dos kilogramos (Ruiz­Gálvez, 1992, 235)-- con decoración incisa del oeste de España, Portu­gal, oeste de Francia, Gran Bretaña o Irlanda que, por su reducido ta­maño, podrían pertenecer a mujeres (Ruiz-Gálvez, 1996, 93; Ruiz­Gálvez, 1992, 235; Delibes y García Villalba, 1997). De hecho, orna­mentadas con ellos aparecen representadas las mujeres de las típicas es­telas del suroeste de la Península Ibérica en e! Bronce Final, situadas en vados y zonas de paso (Galán, 1993), con dispersión complementaria a la de los hallazgos fluviales de espadas (Ruiz-Gálvez, 1992, 235). Como se desconocen las tumbas de este momento en esta zona, Brad­ley (1990) consideró que muchos de los primeros serían parte de ajua­res femeninos y las segundas, de masculinos, y que la riqueza de los primeros y su eventual rotura y deformación podrían atribuirse a su uso en transacciones matrimoniales. Ruiz-Gálvez (1992, 236) concluye que los torques representarían el establecimiento de alianzas entre re­giones en un momento de intensificación en la explotación de recur­sos agropecuarios y mineros a través de intercambios exogámicos. Aunque esas alianzas pudieran establecerse también mediante el des­plazamiento de hombres organizadores de nuevas redes de comercio (como en algunos casos irlandeses señalados por Eogan, 1995, 131), e! registro parece indicar que el matrimonio con dote habría constitui­do el caso común, lo que permitiría encontrar en Europa mujeres de alto rango y enorme valor social desplazadas de sus comunidades de origen, al tiempo que la mayoría seguiría invisibilizada y oculta, dedicadas a tareas que no exigieran desplazamiento por el espacio, y con una identidad construida sólo en función de su relación con los hombres de! grupo.

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CONCLUSION

El inicio de la sociedad patriarcal, con e! dominio de los valores masculinos y el control de los hombres sobre el destino del grupo, parece producirse claramente cuar:do la diversificación de funCl~nes que implica la llamada «reVO~UclOn ,~e los productos secundanos» (Sherratt, 1981) transforma la vmcul~~lo~ al espaCIo de hombres y n;u­jeres, y la simetría funcional y el eq~lhbno de poder que ambos hablan sostenido hasta entonces. La neceSidad de utilIzar un ar~do y la ~efo­restación a la que se asocia -ambas ac~vi?ades requendas de, Cle:ta

fuerza fisica-, por un lado, así como e! mICIO de una producClon vm­culada a la inmovilidad del espacio doméstico, como es la de leche y lana, por otro, derivó en una redistribución de funciones ~~tre los se­xos. Mientras que antes, tanto hombres como mUjeres .partlClpa~an en tareas que exigían cierta movilidad, a partir de aquí la dlfer.enClaClón en las implicaciones de movimiento y, por tanto, de percepCIón de! mun­do para unos y otras se marca definitivamente. Por ?tra parte, la espe­cialización técnica y artesanal que afectaba al trabaJ~ de l.os homb~es iría aumentando también, por lo que entre ellos, la Identidad relaclO­na! que hasta entonces definía a todos, y que se construye a través de la inquebrantable identificación con el grupo,. comenzaría a,mostrar fi­suras de diferenciación; lo que podrían conSiderarse los pnmeros ras-gos de individualización. _

La individualización implica capaCIdad y deseos de poder, y esto es lo que se constata en las primeras tumbas individualiz~das.' ?e él~tes masculinas en el Calcolítico y Bronce Antiguo. Pero la mdIVldualIza­ción no se construye aún mediante la distancia emocional que implica la racionalización del mundo, mecanismo sólo posible a través de la es­critura y de la abstracción que implica, Así que" en e~?s primeros mo, mentas, tuvo que construirse a través de la IdentlficaClon de cada hall' bre que se iba sintiendo distinto -y, por tanto, con poder- dentro dé su grupo, con los que experimentaban lo mismo en el r~sto de Euro pa. Ésta es la fase campaniforme y el inicio de la «estética del varór guerrero» que vemos aparecer desde el Bronce Antiguo. A partir dé este momento, las mujeres empiezan a invisibilizarse en e! regIstr?, de mostrando la aparición de una verdadera asimetría en las ~elaclOne: de género, asimetría que no hará smo mcrementarse a medida que ]; complejidad socio-económica aumente, lo que sucede de forma mar cada en esa fase conocida como Bronce Fmal, que da paso a la Edac

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del Hierro. Sin embargo, como hemos visto, y se verá también en el ca­pítulo siguiente, esta misma asimetría explica que aparezcan determina­das mujeres de estatus social muy elevado desde el mismo momento en que la desigualdad de género se acentúa, es decir, desde el Bronce Anti­guo - recuérdese El Argar-. Las mujeres comienzan a representar un importante papel en las políticas de alianza que los hombres diseñan, porque el estatus se hereda y la filiación parece bilateral. Así pues, su apa· rición en tumbas ricas, así corno la de los niños, no tiene por qué indi­car que ellas gobiernen o que tengan el poder, sino que pertenecen a las familias de quienes lo detentan, sus padres o sus maridos.

Las mujeres tendrán que desarrollar sus propios mecanismos de in­dividualización al margen de ese rígido orden social, donde la indivi­dualización pertenece sólo a los hombres, que se impuso desde este temprano momento. A lo largo de la historia lo harán de distintas ma­neras, siempre marginales, transgresoras o simplemente saliéndose de los cauces normativos de la relación social, hasta llegar a la Moderni­dad, en que nuestros mecanismos se igualarán -aunque las diferen­cias de nuestras respectivas trayectorias históricas determinarán resulta­dos distintos (Hemando, 2000)-. En mi opinión, las fases de la Pre­historia que acabamos de ver fueron testigos de los primeros síntomas de individualización de los hombres y del consecuente despegue en la divergencia de las trayectorias de las identidades de género. La diferen­cia fue creciendo sutil y gradualmente, de forma que en estos primeros momentos, donde no había escritura, las mujeres aún debían percibir la desigualdad más corno complementariedad que como dominio masculino, por lo que participarían ellas mismas en la construcción de un orden contra el que, al cabo de la historia, habrían de rebelarse. El orden patriarcal ha sido construido y sostenido históricamente por los hombres y por las mujeres, y el estudio de las relaciones de género en los primeras sociedades agrícolas puede ayudamos a comprender el ini· cio y las razones de semejante contribución.

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