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Agua desatada Paolo Guinea

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Agua desatada

Paolo Guinea

Clarividencia

Quémame los ojos con plomo fundido

Dile a la tarde que me olvide

Mis pupilas, sombra de la carne

-mi párpado no termina de llorar

al trapecio-

Ya vendrá córnea y se irá con el cuervo a parir olvidos

Trepáname el dolor

Hay lo que fue risa en el piso

Y escurro en ese lamento

Miedo

Grita perro, jadea

La lengua del humo me raspa, perro

Brama, perro, pelea, perro, espuma

Perro, a mitad del trueno -noche rota, astilla en el cielo-,

Sed desenfrenada,

por donde pasa la carne, y también el aire.

Muerdo este polvo; te anticipa, perro

La correa sofoca, el paseo que no cesa

Y el jiote, la morada pezuña con la que no me rasco

–hemorragia del vacío-,

Hiedo a caverna, y me duelo

Perro, miedo, perro.

Mil veces hijueputa miedo, perro.

Los abuelos

Sueño a mi abuelo materno entre un mar de bosques con árboles quebrados: afila su machete. Esconde la saliva de sus dientes secos. Ahorrando su dedo para apretar el interruptor eléctrico contempla su candela y soba con su mano tiesa la milpa seca, sus bordes de polvo. Veo al paterno con su lapicero famélico, su eterna bohemia y ese lazo con arnés que lo sostiene de caer al precipicio. Su chofer en silencio y su silencio también húmedo. Veo ya en duermevela a la abuela paterna, su veladora siempre tirita luz nutrida luz callada, paso lento y la infinita espera. La paciencia construida de los golpes, de tropiezos su pupila a veces lánguida, otras reparadora. Despierto con la materna, su huracán fuera de la parábola y el émbolo su grito encharcado, su sombra escurre delante de su incendio. Como cuatro puntos cardinales los traigo los huelo y los contemplo. Es el peso de la sangre el tsunami de la sangre ese que no advierte nada –no llora como el trueno- y marca, deja seña quemada en la carne.

Lo sé desde que me levanto de la cama y desmiento al espejo rasca hondo esa transparencia; también es carne. Soy ellos y otros, lo sé más al fondo de la raíz de cualquier misterio soy sus sueños que no prendieron la llama absorta que continúa; recibe un eco rojo un latido en cero, allá lejos, incluso de esta afonía.

Resultado de la nada inundando lo intacto sin su reflejo.

Olvido:

si puedes un poco,

sácame cualquier rencor

y hazme cada vez menos vil frente al dinero.

Lléname de soledades y sigilos.

Olvido:

no te olvides de mí.

Una luna

la preña el mar

-en la mañana y en la noche-.

Corazón monocromático;

nuestra ceguera.

Detrás de las ramas del encino rojo,

observo al ave del ala quebrada.

Me mira de vuelta embravecida,

bufa, retuerce su lengua, brama,

su pico es un cuerno,

Delante de su mirada, aire quemado

-La ceniza de todos nosotros-.

Es una foto y respira y no vuela

los dedos de una mano alargada

-la parte huérfana en cada pulso de la nada

en cada poro de ese vacío -.

Dejé de ser mi propio polígono

-mi blanco mil veces perforado y herido-.

Pasé del hartazgo al otro lado

-a la metralla silenciada-,

a la mirada que tiembla

y llueve detrás del árbol.

Al zumbido,

a la flor,

a esa parte del pasto

traga disimulos

la que los devuelve a pura gota;

escombros de aire recuperados.

La fuerza imparable del mar,

el latido de sus olas.

El nacimiento del río;

su pequeño hilo de agua

-el grito del torrente-.

En algún lugar

fue esta poza

y quietud.

De ahí la brisa

y la lluvia.

De ahí el líquido

con el que la gaviota limpia sus alas.

De ahí,

nosotros: formaciones de mineral

a la contención de nuestra tormenta,

desatando el propio rocío.

Un rehilete en la mano de un niño,

es mi cabeza

no para de atascarse en las esquirlas,

en el atropello del viento

–sus virutas-,

-sus rebabas al suelo-,

en el zumbido; dejan atrás los colores,

sé esta intensidad

quema la mano

y para adentro agarro fuego,

en el llanto manco

de lo que una vez fue acero.

Un desierto no es nada más que esa parte tersa que el agua sacó de su áspero

corazón.

Río arriba,

el salmón muerde la sangre del agua.

En la paz de su relieve,

desova el cariz de los bosques,

las hojas que le nacieron al mar;

el talante y la raíz de su coordenada.

Su último suspiro no es muerte,

sino manantial que hace llama.

Tal vez me deshago por dentro.

Desangro mientras pienso;

y cada gota de esa fuga rumbo al pozo,

redibujándome

en una masa circular de aire

sin necesidad alguna

por demostrar su transparencia.

Otra parte de ahí renacerá

el brazo roto

de un árbol bajo un cuerpo de agua.

Otro coral.

Otro color nuevo.

Otra raíz de las corrientes.

Otro pez

y nueva luz marina.

Deja chasquido, desaparece.

Confirmo, no se trata de una deidad;

sino de un caballo.

De la crin de la noche

cae bufando -buen viaje compañero de otros tiempos-.

Mi corazón galopa hacia esos segundos detenidos,

y en su herradura

se desangran antes del otro golpe,

los próximos pasos.

Se perdió el ojal y el hilo.

La aguja punza y hiere;

no teje.

-un corazón rasgado y sin péndulo-

una fuga imparable,

un río que huye.

Esa noche larga y espesa

-casi eterna-,

a mitad de la carretera,

muestra su placenta de fuego.

Una luz cruda grita desangrándose.

Algo en el cosmos

hilvana su cariz rojo

en la periferia ;

un rayo

pare un trazo de magma

-se deshoja-

y de mis ojos

nace un volcán ciego,

amándolo todo.

Rézale a una piedra,

tarde o temprano

abrirá sus poros;

te dirá

los secretos del sol

y del agua

-su numen-.

Rézale a un ser semejante,

y encontrarás problemas,

vacíos y disparates;

disparidad antes de la arena.

Témele siempre a un agujero sin centro

–la mayoría contienen eje-,

al contemplarlo arde la lengua,

es preciso

ponerle un bozal a los ojos

para que no llueva;

desorientar el deslave,

y no herirse

lamiendo bordes.

Un punto al final de una larga pausa,

y todo queda dicho;

el sosiego no hace falta,

alguien grita desde sus entrañas

-vapor de carne,

vaho de los ojos-.

Sutileza:

haz de mí,

intangible,

invisible,

impalpable,

ligero,

distraído.

Haz de mí,

un alud de memoria;

el prestidigitador de una ausencia aparecida,

-nube-.

Volaba hacia a ese río.

Para entonces

era un niño viajero

-en la parte delantera de un autobús

que no se detenía-.

Al fondo

-en un horizonte que llovía-,

estaba su rastro

-haciendo vapor al tope

y de regreso-,

-en mis pequeños y agrietados ojos-,

logré ver lo último que tenía de cola,

-un señuelo para la nube-.

Una de sus alas,

se quedó atravesada en esa parte de mí

que va a parar a un mar imaginario todos los días

y regresa empapada.

Es en nuestros ojos

adonde desemboca

la pequeña hematuria

de la Tierra desde que nos pensó,

y nos trajo al mundo,

sin un fuego al centro;

en los infinitos húmedos caudales

se cauteriza entero

-menos el humo que nos habita-,

/adentro/.

Suelto pita al barrilete hecho de corazón,

llega hasta una de mis laderas.

Observo arriba la rajadura,

la fuga y el deslave.

Tomo un poco de nube y hago un parche.

Agrego color a la cola del papalote,

ajusto su esqueleto de rajitas de bambú,

y lo subo de nuevo;

esta vez a fecundar un cráter

pasada la niebla,

a unos pasos del alba;

esquina abajo de los sueños.

Allí la huella de una serpiente gigante

antes de llegar al filo de un volcán.

El trazo ondulado

-camino a la raíz del fuego-,

es insoslayable.

El veneno de ese animal

está en nuestros ojos, supura aire

-hacia adentro de nosotros-,

la fumarola, el estallido,

la conexión infinita con lo innombrable

-el retumbo y el sueño,

bajo vapor de hielo,

sobre neblina hirviendo-.

Si hubieses aprendido a valorar el trigo

no te habrías comido tus dientes.

No hay Dios que regale ese talento;

uno mismo se obsequia el tamiz y la mesura,

en cada campo que pasa por tus manos,

en cada río que llueve contigo por los ojos.

Mi sombra ya no tiene olor.

Mi silueta, -a puro crayón-,

ya no cree en mí,

ni en tanto pantano

donde claudican mis congéneres.

Cada vez que hay un muerto,

me asesinan.

No hay tanta sangre,

como para explicar esto.

No me sigan,

no sé de rumbos;

no tengo sentido de orientación,

borré mis puntos cardinales,

mi instinto es la brújula

y mi coraje el alba.

Mi corazón,

caldera

bufa,

allá arriba,

en las aspas afiladas

de una estrella

-hierve-.

No es el destino,

sino estas alas que se rajan de tanto vuelo,

de tanto intento.

Me quedé sin pabilo,

soy cera derretida en el piso del cielo,

agua que se cree carne,

coágulo de aire,

imagino una puerta en el vientre del halo

-luz adentro-.

Llena la llaga del yugo

-metástasis sin aliento-.

Llama que arde y llora

en la yema de la carne

-el lado gris de la uña-.

Sangre que llena el yunque;

lluvia que se desprende

y hiere entre la yerba,

-rebalsa lo poco de llanura-,

lo yermo de aquí hasta la vida

y donde termina

su calle sin nombre,

sin número

y sin yelmo para su llegada.

La brevedad viaja en parapente;

la verborrea es un salto al vacío con bungee.

El silencio es un cuchillo rebanando tajos de aliento.

La mitad exacta de mi sombra es naranja.

Simbiosis y mitosis.

Ecuador tras su línea.

Lo sé; en una parte se filtra la lechuza,

y en otra,

el cenzontle.

Una es destierro

y la otra retorno,

fe y halo.

De mi luz

aún no encuentro su fondo

ni el río de palabras

que precisen su frontera.

Las emociones son nuestros únicos "tiliches".

En un huracán siempre hay un vacío al centro que lo contiene todo.

Ningún destino tiene llegada o partida,

sólo una fe que imagina,

se dibuja a sí misma

lamiéndose en el síncope de los sueños

-en lo que llueve y la tierra huele a anhelo nuevo-

a la raíz de la semilla

le crece una pupila,

o un corazón,

que es lo mismo.

La ficción no es un plano paralelo;

es el directo horizonte

de "ese algo"

que argumentamos

para escondernos de nosotros mismos.

Existen las lágrimas calladas.

Un pez hace brotar tantas

en la pecera

o su pequeño estanque en el río;

se atraganta

y muere por éstas.

No sucumbe sólo por su boca,

carece de tino

para no lloverse

y verse por dentro

-el agua también es carne-.

El río, viejo y seco.

La sangre tiesa y negra;

Los ojos de vidrio,

la carne trémula.

Todo tan fresco como ayer,

tan pétreo como hoy.

De la barbarie nace el grito y el ahogo.

De ahí flotan los claveles sobre el agua

y las lágrimas son poza

donde llueve para adentro;

acuchillan para adentro,

desgarran para afuera.

Detrás de las palabras algo tiembla;

frágil, la mínima tela del mutismo,

la transparencia y su ínfimo grito,

su reflejo;

un ahogo colapsa a tres centímetros del lamento,

antes el tiempo,

el gesto, la imagen, la boca,

el viento.

El caracol tiene una ruta definida;

lo sabe el diente de la humedad

cuando se quiebra y solloza.

Quijadas y cuernos atrás,

quedan los días y su polvo.

Aire adelante va el vapor

haciéndose de corazón y destino.

El caracol es una mina inagotable

de tiempo,

no se arrastra;

teje.

El futuro es mar,

ignoto y abierto,

pulpa de sal y ahogo.

El pasado una ciénaga,

miedo donde la oscuridad se esconde.

El presente,

un charco;

leve corriente para purificar los pies.

Estero donde el corazón pasa calmo;

debajo de un aire mínimo que recita en silencio,

el canto de la vida,

su cuerpo,

su tibieza.

Cada día

pones una piedrita más

al muro de la dignidad,

crece musgo entre sus ínfimas grietas.

No se necesitan flores coloridas,

para saber que algo hermoso

te acecha al otro lado;

por donde pasa la luz

y nace un hongo en la conciencia

–tierra abajo tu corazón-,

-agua arriba tu paz-.

Pinto raya en la memoria;

la dejo tras la malla

y la púa como seña,

un crampón, un ancla

-un hasta pronto-

en lo que parto de regreso;

en lo que esa nada se inunde

y su hielo no haga cortes.

Ahí dejo el equipaje;

al viaje me lo llevo para adentro,

en la galaxia donde hay una red,

soy el pez,

el ahogo,

la branquia

y la fe.

Arranca el día

en el labio petrificado

por donde canta el pájaro.

Hoy, el ecuador de la semana,

la cintura del mes.

El tórax se desembaraza

y deja placenta de anhelos río abajo;

todo lo demás es sueño

–risa en ciernes-.

Pies arriba, esta frontera,

esta línea,

esta marca.

Se dobla el techo del alba,

comienza a rodar el agua.

Camino;

pronto brotará algo.

Cuando arde

el primer filón de la mañana,

bien se sabe

que en algún lugar del mundo

hay lava quebrando vapor

por el destierro.

Un cráter, entonces,

aúlla

con la poca luna

ahora,

adentro,

acicala a la calma,

da de mamar

a una luz perdida-.

Los pájaros, la reencarnación de la luz;

los grillos,

su fulgor protegido,

en reposo.

Ambos cantan y vuelan.

En la noche

y el amanecer

habrá un árbol

para descansar sus alas;

del ralentí,

el tronco y la raíz

-por un instante-,

el follaje de silencio.

Agua en fuga, el cometa, líquido fulgurante,

huye la más hermosa forma del exilio hielo hirviendo y chispa: frío

Es la espalda del sol -luz derramada- tiempo al vacío, deshielo en secreto

Ambos se desangran lentamente en la parte baja de la llanura de aire –soledad-.

De toda cosa –partida- (la lluvia es agua rota),

siempre hay hilos invisibles que le retejen;

pregúntenle al charco si no lo creen.

Lejos

de las estrellas,

su eco más profundo

nos viene de la luna,

grita con su luz,

nuestro silencio.

Estruja la existencia

el acto contundente de la sístole;

aprieta, levanta, impulsa, es río

y crisálida para la esperanza

su oquedad,

la horma de humo - luz estirada-:

la veladora,

la candela.

Afloja y es pausa la diástole;

misterio cargando su sombra,

terreno sin precipicio,

poza y calma, reposo.

Cera y esquirla del hilo que fue esa luz en la memoria.

Alojo y desalojo;

sinuosidad, ritmo y fugacidad.

La piedra nos lo enseñó un día;

donde seguíamos ciegos,

-como ahora-;

damos todo por hecho,

sin detenernos.

La pirueta brillante

en el circo que siempre hemos sido,

esa carpa y su amarre.

Siento la parte corpórea del vacío

Su peso cae desde la estrella que se desgaja ante mis ojos

Su luz líquida viaja a través del azul del frío

Su sombra se ha hecho vieja

córnea blanda me recuerda su dureza

Toda mi liviandad viaja de ida y vuelta en su espesura

Cierro los ojos y la noche se incendia atrás de mi anhelo

Mientras todo calla, todo duerme; muere y renace.

La vida es flor que revienta,

volcán desangrándose.

La otredad y esa gran escalera,

las abejas y los colibríes

-la red, la multiplicación-.

El fruto es tiempo,

su magma,

-calor y hoguera- ,

tránsito del color,

misterio y textura.

La "muerte",

semilla que cae;

vena de la tierra,

lento río de luz hacia la magia,

de ahí -aún en combate-

el pasmo.

Un círculo se abre y se cierra,

como agua copulando tibieza;

transparencia.

Como la vista de un niño pequeño

–la obertura más grande del planeta-

doy una bocanada en cada fragmento

de un Diente de León.

Contengo su famélica rama

-algo arde en mis ojos-,

Quizá, la imagen mutilada

Quizá el quejido

de un vientre;

el cielo se parte

–luz en picada deshojándose-.

Visito a mi niño herido,

me despido,

Le digo: a ti se debe todo esto.

No me llores que me lloro

A tu lado, en silencio,

eres el remo

esa tarde de agua evaporada,

de destierros; de semillas al sol

en las nubes –todo lo que puede apuntar un dedo-

tu risa; esa lágrima a la que le llueve hueso.

Vine a tirarle mi cubo de fuego a esta inmensa poza

A quebrarme en mi propio río

A deshilar el aguacero

A hacer del cielo un trazo, una ruta para la raíz de la llama

Tierra adentro sacar los ojos

A la llanura enterrar la lágrima

A calcinarme en mi hielo -hasta que todo se pulverice-

A matar la muerte con lo que tengo.

Aquí estoy, con lo que me queda de ombligo

Desnudo y con tiempo.

Un azul templado,

triste,

entre la neblina

nace

de la boca de un barranco.

como nunca antes,

sólo el hálito

del planeta en uno de sus poros;

hiriéndose.

Mi silencio interno

es un tanto,

una bala del pasado

atravesando el tiempo;

como la luz

-lengua adentro-

de la estrella más nueva;

muriendo.

Soy un refugiado de mí mismo;

un migrante de todo lo que no pude ser.

Soy un dossier de diásporas,

un crisol de cimientos;

una casa abierta,

y un cuerpo persiana;

un ala.

Mi corazón es un pequeño crustáceo en la arena.

Saca sus ojos y levanta las tenazas,

siente el viento y tritura un poco de sal.

Se esconde de las vibraciones ajenas al mar

y pasa, -con la ayuda de la brisa-,

de un refugio a otro.

Su fragilidad es tan profunda, que,

necesita del aliento marino

para no naufragar en su propio esqueleto,

y del aire,

para sustentarse íntegro,

por un momento;

incluso si es hacia atrás.

Poeta,

el que se arranca los ojos

sin miedo;

los alza y los ofrenda a la luz,

mientras se queman las cuencas;

su ausencia,

la sombra.

A veces el poema

-terreno abierto sin orillas-,

otras, un itinerario para las fugas,

un pequeño lago -adentro-.

Soy muchas veces callado,

igual a esos gallos que galopan

con sus lamentos,

toda la rebaba clara

que deja la madrugada

al marcharse.

Mis ojos una palabra,

un color su sangre;

arde la ceguera,

su brillo pronuncia con tacto,

el silencio.