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Clarividencia
Quémame los ojos con plomo fundido
Dile a la tarde que me olvide
Mis pupilas, sombra de la carne
-mi párpado no termina de llorar
al trapecio-
Ya vendrá córnea y se irá con el cuervo a parir olvidos
Trepáname el dolor
Hay lo que fue risa en el piso
Y escurro en ese lamento
Miedo
Grita perro, jadea
La lengua del humo me raspa, perro
Brama, perro, pelea, perro, espuma
Perro, a mitad del trueno -noche rota, astilla en el cielo-,
Sed desenfrenada,
por donde pasa la carne, y también el aire.
Muerdo este polvo; te anticipa, perro
La correa sofoca, el paseo que no cesa
Y el jiote, la morada pezuña con la que no me rasco
–hemorragia del vacío-,
Hiedo a caverna, y me duelo
Perro, miedo, perro.
Mil veces hijueputa miedo, perro.
Los abuelos
Sueño a mi abuelo materno entre un mar de bosques con árboles quebrados: afila su machete. Esconde la saliva de sus dientes secos. Ahorrando su dedo para apretar el interruptor eléctrico contempla su candela y soba con su mano tiesa la milpa seca, sus bordes de polvo. Veo al paterno con su lapicero famélico, su eterna bohemia y ese lazo con arnés que lo sostiene de caer al precipicio. Su chofer en silencio y su silencio también húmedo. Veo ya en duermevela a la abuela paterna, su veladora siempre tirita luz nutrida luz callada, paso lento y la infinita espera. La paciencia construida de los golpes, de tropiezos su pupila a veces lánguida, otras reparadora. Despierto con la materna, su huracán fuera de la parábola y el émbolo su grito encharcado, su sombra escurre delante de su incendio. Como cuatro puntos cardinales los traigo los huelo y los contemplo. Es el peso de la sangre el tsunami de la sangre ese que no advierte nada –no llora como el trueno- y marca, deja seña quemada en la carne.
Lo sé desde que me levanto de la cama y desmiento al espejo rasca hondo esa transparencia; también es carne. Soy ellos y otros, lo sé más al fondo de la raíz de cualquier misterio soy sus sueños que no prendieron la llama absorta que continúa; recibe un eco rojo un latido en cero, allá lejos, incluso de esta afonía.
Resultado de la nada inundando lo intacto sin su reflejo.
Olvido:
si puedes un poco,
sácame cualquier rencor
y hazme cada vez menos vil frente al dinero.
Lléname de soledades y sigilos.
Olvido:
no te olvides de mí.
Detrás de las ramas del encino rojo,
observo al ave del ala quebrada.
Me mira de vuelta embravecida,
bufa, retuerce su lengua, brama,
su pico es un cuerno,
Delante de su mirada, aire quemado
-La ceniza de todos nosotros-.
Es una foto y respira y no vuela
los dedos de una mano alargada
-la parte huérfana en cada pulso de la nada
en cada poro de ese vacío -.
Dejé de ser mi propio polígono
-mi blanco mil veces perforado y herido-.
Pasé del hartazgo al otro lado
-a la metralla silenciada-,
a la mirada que tiembla
y llueve detrás del árbol.
Al zumbido,
a la flor,
a esa parte del pasto
traga disimulos
la que los devuelve a pura gota;
escombros de aire recuperados.
La fuerza imparable del mar,
el latido de sus olas.
El nacimiento del río;
su pequeño hilo de agua
-el grito del torrente-.
En algún lugar
fue esta poza
y quietud.
De ahí la brisa
y la lluvia.
De ahí el líquido
con el que la gaviota limpia sus alas.
De ahí,
nosotros: formaciones de mineral
a la contención de nuestra tormenta,
desatando el propio rocío.
Un rehilete en la mano de un niño,
es mi cabeza
no para de atascarse en las esquirlas,
en el atropello del viento
–sus virutas-,
-sus rebabas al suelo-,
en el zumbido; dejan atrás los colores,
sé esta intensidad
quema la mano
y para adentro agarro fuego,
en el llanto manco
de lo que una vez fue acero.
Río arriba,
el salmón muerde la sangre del agua.
En la paz de su relieve,
desova el cariz de los bosques,
las hojas que le nacieron al mar;
el talante y la raíz de su coordenada.
Su último suspiro no es muerte,
sino manantial que hace llama.
Tal vez me deshago por dentro.
Desangro mientras pienso;
y cada gota de esa fuga rumbo al pozo,
redibujándome
en una masa circular de aire
sin necesidad alguna
por demostrar su transparencia.
Otra parte de ahí renacerá
el brazo roto
de un árbol bajo un cuerpo de agua.
Otro coral.
Otro color nuevo.
Otra raíz de las corrientes.
Otro pez
y nueva luz marina.
Deja chasquido, desaparece.
Confirmo, no se trata de una deidad;
sino de un caballo.
De la crin de la noche
cae bufando -buen viaje compañero de otros tiempos-.
Mi corazón galopa hacia esos segundos detenidos,
y en su herradura
se desangran antes del otro golpe,
los próximos pasos.
Se perdió el ojal y el hilo.
La aguja punza y hiere;
no teje.
-un corazón rasgado y sin péndulo-
una fuga imparable,
un río que huye.
Esa noche larga y espesa
-casi eterna-,
a mitad de la carretera,
muestra su placenta de fuego.
Una luz cruda grita desangrándose.
Algo en el cosmos
hilvana su cariz rojo
en la periferia ;
un rayo
pare un trazo de magma
-se deshoja-
y de mis ojos
nace un volcán ciego,
amándolo todo.
Rézale a una piedra,
tarde o temprano
abrirá sus poros;
te dirá
los secretos del sol
y del agua
-su numen-.
Rézale a un ser semejante,
y encontrarás problemas,
vacíos y disparates;
disparidad antes de la arena.
Témele siempre a un agujero sin centro
–la mayoría contienen eje-,
al contemplarlo arde la lengua,
es preciso
ponerle un bozal a los ojos
para que no llueva;
desorientar el deslave,
y no herirse
lamiendo bordes.
Un punto al final de una larga pausa,
y todo queda dicho;
el sosiego no hace falta,
alguien grita desde sus entrañas
-vapor de carne,
vaho de los ojos-.
Sutileza:
haz de mí,
intangible,
invisible,
impalpable,
ligero,
distraído.
Haz de mí,
un alud de memoria;
el prestidigitador de una ausencia aparecida,
-nube-.
Volaba hacia a ese río.
Para entonces
era un niño viajero
-en la parte delantera de un autobús
que no se detenía-.
Al fondo
-en un horizonte que llovía-,
estaba su rastro
-haciendo vapor al tope
y de regreso-,
-en mis pequeños y agrietados ojos-,
logré ver lo último que tenía de cola,
-un señuelo para la nube-.
Una de sus alas,
se quedó atravesada en esa parte de mí
que va a parar a un mar imaginario todos los días
y regresa empapada.
Es en nuestros ojos
adonde desemboca
la pequeña hematuria
de la Tierra desde que nos pensó,
y nos trajo al mundo,
sin un fuego al centro;
en los infinitos húmedos caudales
se cauteriza entero
-menos el humo que nos habita-,
/adentro/.
Suelto pita al barrilete hecho de corazón,
llega hasta una de mis laderas.
Observo arriba la rajadura,
la fuga y el deslave.
Tomo un poco de nube y hago un parche.
Agrego color a la cola del papalote,
ajusto su esqueleto de rajitas de bambú,
y lo subo de nuevo;
esta vez a fecundar un cráter
pasada la niebla,
a unos pasos del alba;
esquina abajo de los sueños.
Allí la huella de una serpiente gigante
antes de llegar al filo de un volcán.
El trazo ondulado
-camino a la raíz del fuego-,
es insoslayable.
El veneno de ese animal
está en nuestros ojos, supura aire
-hacia adentro de nosotros-,
la fumarola, el estallido,
la conexión infinita con lo innombrable
-el retumbo y el sueño,
bajo vapor de hielo,
sobre neblina hirviendo-.
Si hubieses aprendido a valorar el trigo
no te habrías comido tus dientes.
No hay Dios que regale ese talento;
uno mismo se obsequia el tamiz y la mesura,
en cada campo que pasa por tus manos,
en cada río que llueve contigo por los ojos.
Mi sombra ya no tiene olor.
Mi silueta, -a puro crayón-,
ya no cree en mí,
ni en tanto pantano
donde claudican mis congéneres.
Cada vez que hay un muerto,
me asesinan.
No hay tanta sangre,
como para explicar esto.
No me sigan,
no sé de rumbos;
no tengo sentido de orientación,
borré mis puntos cardinales,
mi instinto es la brújula
y mi coraje el alba.
Me quedé sin pabilo,
soy cera derretida en el piso del cielo,
agua que se cree carne,
coágulo de aire,
imagino una puerta en el vientre del halo
-luz adentro-.
Llena la llaga del yugo
-metástasis sin aliento-.
Llama que arde y llora
en la yema de la carne
-el lado gris de la uña-.
Sangre que llena el yunque;
lluvia que se desprende
y hiere entre la yerba,
-rebalsa lo poco de llanura-,
lo yermo de aquí hasta la vida
y donde termina
su calle sin nombre,
sin número
y sin yelmo para su llegada.
La brevedad viaja en parapente;
la verborrea es un salto al vacío con bungee.
El silencio es un cuchillo rebanando tajos de aliento.
La mitad exacta de mi sombra es naranja.
Simbiosis y mitosis.
Ecuador tras su línea.
Lo sé; en una parte se filtra la lechuza,
y en otra,
el cenzontle.
Una es destierro
y la otra retorno,
fe y halo.
De mi luz
aún no encuentro su fondo
ni el río de palabras
que precisen su frontera.
Ningún destino tiene llegada o partida,
sólo una fe que imagina,
se dibuja a sí misma
lamiéndose en el síncope de los sueños
-en lo que llueve y la tierra huele a anhelo nuevo-
a la raíz de la semilla
le crece una pupila,
o un corazón,
que es lo mismo.
La ficción no es un plano paralelo;
es el directo horizonte
de "ese algo"
que argumentamos
para escondernos de nosotros mismos.
Existen las lágrimas calladas.
Un pez hace brotar tantas
en la pecera
o su pequeño estanque en el río;
se atraganta
y muere por éstas.
No sucumbe sólo por su boca,
carece de tino
para no lloverse
y verse por dentro
-el agua también es carne-.
El río, viejo y seco.
La sangre tiesa y negra;
Los ojos de vidrio,
la carne trémula.
Todo tan fresco como ayer,
tan pétreo como hoy.
De la barbarie nace el grito y el ahogo.
De ahí flotan los claveles sobre el agua
y las lágrimas son poza
donde llueve para adentro;
acuchillan para adentro,
desgarran para afuera.
Detrás de las palabras algo tiembla;
frágil, la mínima tela del mutismo,
la transparencia y su ínfimo grito,
su reflejo;
un ahogo colapsa a tres centímetros del lamento,
antes el tiempo,
el gesto, la imagen, la boca,
el viento.
El caracol tiene una ruta definida;
lo sabe el diente de la humedad
cuando se quiebra y solloza.
Quijadas y cuernos atrás,
quedan los días y su polvo.
Aire adelante va el vapor
haciéndose de corazón y destino.
El caracol es una mina inagotable
de tiempo,
no se arrastra;
teje.
El futuro es mar,
ignoto y abierto,
pulpa de sal y ahogo.
El pasado una ciénaga,
miedo donde la oscuridad se esconde.
El presente,
un charco;
leve corriente para purificar los pies.
Estero donde el corazón pasa calmo;
debajo de un aire mínimo que recita en silencio,
el canto de la vida,
su cuerpo,
su tibieza.
Cada día
pones una piedrita más
al muro de la dignidad,
crece musgo entre sus ínfimas grietas.
No se necesitan flores coloridas,
para saber que algo hermoso
te acecha al otro lado;
por donde pasa la luz
y nace un hongo en la conciencia
–tierra abajo tu corazón-,
-agua arriba tu paz-.
Pinto raya en la memoria;
la dejo tras la malla
y la púa como seña,
un crampón, un ancla
-un hasta pronto-
en lo que parto de regreso;
en lo que esa nada se inunde
y su hielo no haga cortes.
Ahí dejo el equipaje;
al viaje me lo llevo para adentro,
en la galaxia donde hay una red,
soy el pez,
el ahogo,
la branquia
y la fe.
Arranca el día
en el labio petrificado
por donde canta el pájaro.
Hoy, el ecuador de la semana,
la cintura del mes.
El tórax se desembaraza
y deja placenta de anhelos río abajo;
todo lo demás es sueño
–risa en ciernes-.
Pies arriba, esta frontera,
esta línea,
esta marca.
Se dobla el techo del alba,
comienza a rodar el agua.
Camino;
pronto brotará algo.
Cuando arde
el primer filón de la mañana,
bien se sabe
que en algún lugar del mundo
hay lava quebrando vapor
por el destierro.
Un cráter, entonces,
aúlla
con la poca luna
ahora,
adentro,
acicala a la calma,
da de mamar
a una luz perdida-.
Los pájaros, la reencarnación de la luz;
los grillos,
su fulgor protegido,
en reposo.
Ambos cantan y vuelan.
En la noche
y el amanecer
habrá un árbol
para descansar sus alas;
del ralentí,
el tronco y la raíz
-por un instante-,
el follaje de silencio.
Agua en fuga, el cometa, líquido fulgurante,
huye la más hermosa forma del exilio hielo hirviendo y chispa: frío
Es la espalda del sol -luz derramada- tiempo al vacío, deshielo en secreto
Ambos se desangran lentamente en la parte baja de la llanura de aire –soledad-.
De toda cosa –partida- (la lluvia es agua rota),
siempre hay hilos invisibles que le retejen;
pregúntenle al charco si no lo creen.
Lejos
de las estrellas,
su eco más profundo
nos viene de la luna,
grita con su luz,
nuestro silencio.
Estruja la existencia
el acto contundente de la sístole;
aprieta, levanta, impulsa, es río
y crisálida para la esperanza
su oquedad,
la horma de humo - luz estirada-:
la veladora,
la candela.
Afloja y es pausa la diástole;
misterio cargando su sombra,
terreno sin precipicio,
poza y calma, reposo.
Cera y esquirla del hilo que fue esa luz en la memoria.
Alojo y desalojo;
sinuosidad, ritmo y fugacidad.
La piedra nos lo enseñó un día;
donde seguíamos ciegos,
-como ahora-;
damos todo por hecho,
sin detenernos.
Siento la parte corpórea del vacío
Su peso cae desde la estrella que se desgaja ante mis ojos
Su luz líquida viaja a través del azul del frío
Su sombra se ha hecho vieja
córnea blanda me recuerda su dureza
Toda mi liviandad viaja de ida y vuelta en su espesura
Cierro los ojos y la noche se incendia atrás de mi anhelo
Mientras todo calla, todo duerme; muere y renace.
La vida es flor que revienta,
volcán desangrándose.
La otredad y esa gran escalera,
las abejas y los colibríes
-la red, la multiplicación-.
El fruto es tiempo,
su magma,
-calor y hoguera- ,
tránsito del color,
misterio y textura.
La "muerte",
semilla que cae;
vena de la tierra,
lento río de luz hacia la magia,
de ahí -aún en combate-
el pasmo.
Un círculo se abre y se cierra,
como agua copulando tibieza;
transparencia.
Como la vista de un niño pequeño
–la obertura más grande del planeta-
doy una bocanada en cada fragmento
de un Diente de León.
Contengo su famélica rama
-algo arde en mis ojos-,
Quizá, la imagen mutilada
Quizá el quejido
de un vientre;
el cielo se parte
–luz en picada deshojándose-.
Visito a mi niño herido,
me despido,
Le digo: a ti se debe todo esto.
No me llores que me lloro
A tu lado, en silencio,
eres el remo
esa tarde de agua evaporada,
de destierros; de semillas al sol
en las nubes –todo lo que puede apuntar un dedo-
tu risa; esa lágrima a la que le llueve hueso.
Vine a tirarle mi cubo de fuego a esta inmensa poza
A quebrarme en mi propio río
A deshilar el aguacero
A hacer del cielo un trazo, una ruta para la raíz de la llama
Tierra adentro sacar los ojos
A la llanura enterrar la lágrima
A calcinarme en mi hielo -hasta que todo se pulverice-
A matar la muerte con lo que tengo.
Aquí estoy, con lo que me queda de ombligo
Desnudo y con tiempo.
Un azul templado,
triste,
entre la neblina
nace
de la boca de un barranco.
como nunca antes,
sólo el hálito
del planeta en uno de sus poros;
hiriéndose.
Mi silencio interno
es un tanto,
una bala del pasado
atravesando el tiempo;
como la luz
-lengua adentro-
de la estrella más nueva;
muriendo.
Soy un refugiado de mí mismo;
un migrante de todo lo que no pude ser.
Soy un dossier de diásporas,
un crisol de cimientos;
una casa abierta,
y un cuerpo persiana;
un ala.
Mi corazón es un pequeño crustáceo en la arena.
Saca sus ojos y levanta las tenazas,
siente el viento y tritura un poco de sal.
Se esconde de las vibraciones ajenas al mar
y pasa, -con la ayuda de la brisa-,
de un refugio a otro.
Su fragilidad es tan profunda, que,
necesita del aliento marino
para no naufragar en su propio esqueleto,
y del aire,
para sustentarse íntegro,
por un momento;
incluso si es hacia atrás.
Poeta,
el que se arranca los ojos
sin miedo;
los alza y los ofrenda a la luz,
mientras se queman las cuencas;
su ausencia,
la sombra.
A veces el poema
-terreno abierto sin orillas-,
otras, un itinerario para las fugas,
un pequeño lago -adentro-.
Soy muchas veces callado,
igual a esos gallos que galopan
con sus lamentos,
toda la rebaba clara
que deja la madrugada
al marcharse.
Mis ojos una palabra,
un color su sangre;
arde la ceguera,
su brillo pronuncia con tacto,
el silencio.