alba rico, santiago – selección de artículos en rebelión.org (2008-2012)

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Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org 23-01-2012 El verdadero “hombre del año” Santiago Alba Rico La Calle del Medio Uno de los productos que quintaesencia el “espíritu estadounidense” es sin duda la conocida revista Time. Fundada en 1923 por Britton Hadden, “el joven más rico del mundo”, refleja e impone desde entonces el molde de una sociedad muy contagiosa que combina el populismo consumista con el individualismo más belicoso y el patriotismo más pedestre. Como es sabido, en el mes de diciembre Time elige “el hombre del año” -que a veces puede ser también una mujer- para honrar así a la personalidad más destacada, la más influyente, la más nombrada, durante el curso recién terminado. No es que la elección no responda a criterios ideológicos determinados; es que, en todo caso, la ideología subyacente tiene que ver con un modelo contable y deportivo -el del capitalismo- que celebra siempre, indiferente al contenido, las grandes cifras, los grandes momentos, los grandes gestos. Time se inclina ante la “notoriedad” en su sentido más estricto: ante los que se hacen notar. Adora a los “monstruos”: es decir, a los que más se “muestran” en público. Su esperada portada anual festeja el mundo tal y como es, generalizando entre los lectores la felicidad de formar parte de una humanidad que pugna, por distintas vías y con distintos medios, por merecer la atención del Time. Cualquiera puede ser “hombre del año” de Time. ¿Asesinos? Lo fueron Hitler, Stalin y George Bush. ¿Millonarios? Lo fue Bill Gates. ¿Fabricantes de miseria? Lo fue Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de los EEUU. ¿Todos? En 2006 lo fuiste TÚ, el “you” genérico con el que la publicidad comercial suele interpelar a sus clientes (“por qué tú lo vales”, “siempre pensando en ti”, “nuestro centro eres tú”). Con arreglo a este criterio, podríamos elegir también los personajes más “notorios” de la historia: en el siglo I, la duda estaría entre Cristo y Nerón; en el V la palma se la llevaría Atila, azote del Imperio Romano; en el XIV la peste negra que asoló Europa; en el XVI, los Reyes Católicos, fusta de indígenas, se impondrían por unos pocos votos a Fray Bartolomé de Las Casas, defensor de indígenas; en el siglo XVIII se premiaría ex aequo a María Antonieta y Robespierre; y en el XIX, Napoléon y Marx se disputarían el título con el gran Jack el Destripador. La historia no es lucha de clases sino lucha de celebridades; no es una carnicería sino un escaparate. ¡Qué emocionante y variado es el mundo y qué tranquilidad saber que, pase lo que pase, la fotografía del ganador aparecerá en la portada de la revista Time! En 2011 “la persona del año” ha sido El Manifestante, representado en la figura andrógina de un indignado universal, étnico, postmoderno y orientalista, molde que recoge, para deformarlo, el malestar profundo de los pueblos del mundo contra una civilización injusta y agonizante. Porque El Manifestante es celebrado como un as del balón, un príncipe filántropo o una actriz pornográfica de mucho glamour. Cuando se denuncian justamente las mentiras, manipulaciones o silencios de los grandes medios de comunicación se suele olvidar este efecto antropológico tranquilizador asociado a los formatos populistas y mercantiles del periodismo hegemónico. Millones de personas se han manifestado en todo el mundo, de Túnez a Wall Street, de Grecia a Wisconsin, para derrocar dictaduras, denunciar a los responsables de la crisis capitalista y, en definitiva, cuestionar el modelo cuyo mascarón de proa es precisamente la revista Time. El Manifestante puede aparecer en su portada porque no ha triunfado en sus demandas; pero sobre todo -y al revés- el Time lo recoge en su portada para despuntar y banalizar su combate. El Manifestante, digamos, sí ha vencido; El Manifestante ha alcanzado su objetivo porque su objetivo no era cambiar el mundo sino alcanzar, en pugna con

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Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org

23-01-2012

El verdadero “hombre del año”

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Uno de los productos que quintaesencia el “espíritu estadounidense” es sin duda la conocida revista Time. Fundada en 1923 por Britton Hadden, “el joven más rico del mundo”, refleja e impone desde entonces el molde de una sociedad muy contagiosa que combina el populismo consumista con el individualismo más belicoso y el patriotismo más pedestre. Como es sabido, en el mes de diciembre Time elige “el hombre del año” -que a veces puede ser también una mujer- para honrar así a la personalidad más destacada, la más influyente, la más nombrada, durante el curso recién terminado. No es que la elección no responda a criterios ideológicos determinados; es que, en todo caso, la ideología subyacente tiene que ver con un modelo contable y deportivo -el del capitalismo- que celebra siempre, indiferente al contenido, las grandes cifras, los grandes momentos, los grandes gestos. Time se inclina ante la “notoriedad” en su sentido más estricto: ante los que se hacen notar. Adora a los “monstruos”: es decir, a los que más se “muestran” en público. Su esperada portada anual festeja el mundo tal y como es, generalizando entre los lectores la felicidad de formar parte de una humanidad que pugna, por distintas vías y con distintos medios, por merecer la atención del Time.

Cualquiera puede ser “hombre del año” de Time. ¿Asesinos? Lo fueron Hitler, Stalin y George Bush. ¿Millonarios? Lo fue Bill Gates. ¿Fabricantes de miseria? Lo fue Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de los EEUU. ¿Todos? En 2006 lo fuiste TÚ, el “you” genérico con el que la publicidad comercial suele interpelar a sus clientes (“por qué tú lo vales”, “siempre pensando en ti”, “nuestro centro eres tú”). Con arreglo a este criterio, podríamos elegir también los personajes más “notorios” de la historia: en el siglo I, la duda estaría entre Cristo y Nerón; en el V la palma se la llevaría Atila, azote del Imperio Romano; en el XIV la peste negra que asoló Europa; en el XVI, los Reyes Católicos, fusta de indígenas, se impondrían por unos pocos votos a Fray Bartolomé de Las Casas, defensor de indígenas; en el siglo XVIII se premiaría ex aequo a María Antonieta y Robespierre; y en el XIX, Napoléon y Marx se disputarían el título con el gran Jack el Destripador. La historia no es lucha de clases sino lucha de celebridades; no es una carnicería sino un escaparate. ¡Qué emocionante y variado es el mundo y qué tranquilidad saber que, pase lo que pase, la fotografía del ganador aparecerá en la portada de la revista Time!

En 2011 “la persona del año” ha sido El Manifestante, representado en la figura andrógina de un indignado universal, étnico, postmoderno y orientalista, molde que recoge, para deformarlo, el malestar profundo de los pueblos del mundo contra una civilización injusta y agonizante. Porque El Manifestante es celebrado como un as del balón, un príncipe filántropo o una actriz pornográfica de mucho glamour. Cuando se denuncian justamente las mentiras, manipulaciones o silencios de los grandes medios de comunicación se suele olvidar este efecto antropológico tranquilizador asociado a los formatos populistas y mercantiles del periodismo hegemónico. Millones de personas se han manifestado en todo el mundo, de Túnez a Wall Street, de Grecia a Wisconsin, para derrocar dictaduras, denunciar a los responsables de la crisis capitalista y, en definitiva, cuestionar el modelo cuyo mascarón de proa es precisamente la revista Time. El Manifestante puede aparecer en su portada porque no ha triunfado en sus demandas; pero sobre todo -y al revés- el Time lo recoge en su portada para despuntar y banalizar su combate. El Manifestante, digamos, sí ha vencido; El Manifestante ha alcanzado su objetivo porque su objetivo no era cambiar el mundo sino alcanzar, en pugna con Benedicto XVI, el Fútbol Club Barcelona o el Ejército de Salvación, la portada de Time. Y el lector de Time se siente así completamente a salvo en su sillón, disfrutando de su café en un mundo construido -como un hipódromo o una pista de carreras- para su seguridad y diversión. Nada tranquiliza más que una mala noticia si nos la da la televisión; nada calma más que una amenaza si es la “persona del año” de la revista Time.

Pero el verdadero personaje del año -el que realmente tranquiliza al lector burgués de Time- está detrás de El Manifestante, como su reverso y su destrucción. De hecho, estoy casi seguro de que el consejo editor de la revista tardó en decidirse y tuvo muchas dudas, como las habría tenido en el siglo I entre Cristo y Nerón. El otro candidato a la portada era, sí, el Policía. Basta un mínimo esfuerzo para verlo a un lado y otro del romántico Manifestante, homenajeado junto a él, cediendo generosamente el protagonismo a su víctima: los policías asesinos en Túnez, Egipto, Siria, Yemen y Bahrein; los policías salvajes que golpearon a los pacíficos muchachos en Plaza de Catalunya de Barcelona; los que abrieron la cabeza a los huelguistas de Atenas; los que detuvieron a porrazos a los ocupantes de Wall Street. ¿El hombre del año? Dos. Enfrentados en las plazas, unidos en portada: el joven manifestante tocado con su kufiya palestina al viento, un ojo morado, la sangre corriéndole por la cabeza, con una sonrisa de satisfacción en los labios -¡portada de Time!-, y a su lado, pasándole el brazo sobre el hombro, el policía acorazado y musculoso que sonríe bajo el casco -¡portada de Time!- mientras esgrime victorioso su escudo, su porra y su pistola.

Los policías y manifestantes que luchaban y siguen luchando en las plazas luchaban en realidad, ahora lo sabemos, por ver cuál de los dos alcanzaba la portada de Time. Como en las plazas suele vencer la policía, porque en las plazas suele vencer la policía, mientras en las plazas suela vencer la policía, Time podrá dar la victoria al Manifestante en su portada.

Cuando la justicia, la libertad, la democracia, la igualdad y el socialismo sean la realidad del año, Time habrá desaparecido.

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20-01-2012

La catedral y el aeropuerto: la lucha contra el cuerpo

Santiago Alba RicoBostezo (http://www.revistabostezo.com/)

El espacio es sin duda una condición, pero también una decisión. No es el vacío que queda cuando se han descontado todos los cuerpos que lo pueblan sino, al contrario, el aura o hueco que se revela entre ellos y que al mismo tiempo les impone sus complexiones y sus posturas. El espacio es cosa de dos , y allí donde sólo hay Uno -el eremita en el desierto, el insomne en su cama o Dios volando por encima de las aguas antes de la creación-, no cabe nada, ni siquiera el propio cuerpo, que coincide con los límites del universo, como coinciden los límites del molusco con los de la valva que lo encierran. Por decirlo de algún modo: nos reunimos para que haya sitio; nos juntamos para dejar lugar. Todo espacio es un espacio ocupado. Todo espacio ocupado es un espacio liberado. El ataúd, involución del hombre al mejillón, retroceso del alma a almeja, es la negación al mismo tiempo del cuerpo y de su espacio.

Poética del espacio

En 1957, el científico y filósofo Gaston Bachelard escribió un libro memorable, La poética del espacio, en el que repasaba las imágenes más potentes de la intimidad espacial. A Bachelard le interesaba en este caso el trabajo de colonización individual de los recintos cerrados, las representaciones con las que la imaginación puebla los interiores protegidos o, como él mismo dice, el repertorio de “los espacios felices”. Su estudio de “topofilia” se ocupa menos de los confines levantados por la geometría y la arquitectura contra la inmensidad exterior que de la actividad vital desarrollada dentro de ellos; menos de las barreras y muros de contención que “del ser que se concentra en el interior de los límites protegidos”. La felicidad, el bienestar, la memoria, la familiaridad ansiolítica, la introspección, la intensidad, la realidad ontológica están atadas por una raíz poética a espacios subjetivamente elaborados, excavados desde hace siglos por la imaginación humana, al menos por la imaginación occidental: la casa, el cofre, el cajón, el armario, el nido, la concha, el rincón. Todos esos espacios, a su vez, nos conducen a ciertas representaciones del cuerpo y a los verbos que las describen: agazaparse, acuclillarse, acurrucarse, acciones mediante las cuales los cuerpos, por así decirlo, interiorizan el exterior; se adaptan al medio al mismo tiempo que lo cargan de vida humana. Agazaparse, acuclillarse o acurrucarse son verbos notoriamente espaciales -el trabajo de ajustar los propios límites a los del recinto ocupado o el de reducir los límites del espacio a los del propio organismo en contracción -, aunque pueden también reconducirnos, en lugar de a la casa o al nido, a la celda de aislamiento, a la cámara de torturas o al quirófano. Un cambio de postura en la cama, como en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido de Proust, puede abrir el vasto espacio íntimo de la memoria; el dolor o el terror infligido en un sótano, por su parte, pueden plegar un cuerpo en la postura fetal de la intimidad yacente y el reposo satisfecho. La poética del espacio es en cualquier caso una fenomenología de interiores, una cartografía de paredes marcadas y huecos revividos: el cuerpo que define un territorio con sus secreciones y que al hacerlo separa del mundo, en un cuadrado, una intimidad universal.

Metafísica del espacio

Por oposición a la poética del espacio, podemos concebir también una metafísica del espacio, en la que es la inmensidad exterior la que toma las decisiones, rechazando sin parar toda tentativa de ocupación. Son, digamos, las inmensidades naturales, cuyo repertorio puede reducirse a tres fundamentales: el desierto, el océano y el bosque. Fracaso y reclamo de la arquitectura, los cuerpos viven ahí los tres peligros extremos que amenazan su existencia. En el desierto, la amenaza procede de arriba, del cielo despellejado, sin tapa, vertiginoso, cuyo sol incandescente y solitario impide alzar la mirada; no hay nada más que él (no hay más sol que el sol) y la sombra inalcanzable del viajero que trata de escapar a su dominio. Quizás no es una casualidad que la interpretación religiosa de esta inmensidad se llame monoteísmo , históricamente asociado, en efecto, al desierto egipcio del Sinaí.

Luego tenemos el mar, desierto derretido -e invertido- en el que los peligros proceden de abajo, de esa masa líquida en perpetuo movimiento en la que desaparecen las piernas y el tronco del nadador, expuesto a ser absorbido en el abismo o arrastrado hacia abajo por una succión repentina. El barco se mantiene a flote por encima de un frenesí de vidas ciegas y terribles, cuerpos deformados por la oscuridad que se mueven mediante impulsos, restos de naufragios que revelan en un fogonazo la inhabitabilidad -la inhumanidad- del agua. No es una casualidad tampoco que Hermann Melville identifique el océano con los tormentos de la teodicea , disciplina que trata en vano de explicar el problema del Mal, o con el escándalo del ateismo , carnoso, blanco, lleno de bultos, tan desprovisto de alma como una gran ballena. Lo Demasiado Grande de Arriba es un Espíritu; lo Demasiado Grande de Abajo es una Carne.

Tenemos por fin el bosque, en el que los peligros -horizontales- provienen de la multiplicidad misma, de la autogénesis sin límite a ras de suelo. Retoños, brotes, líquenes, zarzas, una proliferación minuciosa de vidas particulares demasiado rápidas para el ojo, audibles en forma de chasquido o cuchicheo, pero inasibles, escurridizas, fugitivas. Tampoco es una casualidad que el bosque sea el hogar religioso del paganismo o del politeísmo , con su bullicio de criaturas supernaturales: sílfides, ninfas, sátiros, duendes, gnomos, trasgos, elfos y todas las huestes de la Demasiada Vida, incluidas brujas y súcubos, que no encuentran refugio entre los árboles sino que crecen al mismo tiempo que ellos para invadir y devorar la civilización.

Política del espacio

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La poética del espacio proporciona las imágenes del cuerpo entrometido; la metafísica del espacio las del cuerpo rechazado. Pero hay también una política del espacio , a la que corresponde decidir, por su parte, los lugares privilegiados de la representación social, el recinto donde los cuerpos interiorizan los valores de una sociedad concreta y con ellos su propio valor individual. Todas las culturas construyen espacios artificiales en los que se imaginan a sí mismas como sistema; es decir, en los que materializan la ideología dominante, entendiendo por ideología -con Althusser- “la representación necesariamente imaginaria de las propias condiciones materiales de existencia”. En este sentido, viene al caso recordar la interesante clasificación que, a partir de esta definición, propone el filósofo marxista Etienne Balibar. Si toda ideología es una “representación imaginaria” y por lo tanto “engañosa” de la base económica, las diferentes sociedades se habrían distinguido por su diferente manera de “engañarse” a sí mismas. Así, el engaño propio de la Grecia clásica, en el período de la polis democrática, habría sido la politica ; el engaño propio de las sociedades cristianas feudales habría sido la religión ; y lo paradójico de las sociedades capitalistas industriales es que su específica forma de engañarse -acerca de las condiciones económicas- es precisamente la economía .

Habría que añadir que a cada una de estas formas específicas de “autorrepresentación” corresponde un espacio físico privilegiado, foco de construcción y reproducción del imaginario social y fragua de los cuerpos normalizados. El urbanismo y la arquitectura son también ideología. Así, podríamos decir que el centro espacial de la polis griega era el ágora, donde la igualdad ante la ley y la igualdad de palabra (isonomía e isegoría), reconocidas entre ciudadanos, iban acompañadas de una determinada inscripción del cuerpo en el espacio público. Frente a las mujeres y los esclavos, que permanecían ocultos en la ergástula y el gineceo y que sólo podían salir vestidos a la calle, el agora imponía la comparecencia de cuerpos desnudos, elaborados al margen del trabajo, en el gimnasio y en la guerra, que exponían ante la vista el sistema de proporciones por el que se regía la libertad política de la ciudad. Lo propio del espacio político es el cuerpo como revelación.

Al espacio político del ágora responden las sociedades feudales cristianas con un centro espacial de carácter religioso: la catedral. Expresión de la desigualdad apabullante entre Dios y sus criaturas, prolongación y anulación de un orden jerárquico que cede ante la Muerte, el empuje por elevar las bóvedas, culminado con el arco ojival y los arbotantes del gótico, determina un esfuerzo proporcional por rebajar los cuerpos, toscas herramientas de un orden superior y obstinados estorbos para una felicidad más alta. Lo propio del espacio religioso es el cuerpo como obstáculo.

En cuanto al capitalismo, entendido como régimen destituyente de cuerpos y de cosas, su lugar ideal es el pasillo, por el que circulan permanentemente las mercancías, sustituyéndose unas a otras en un proceso de renovación que, como he escrito otras veces, no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, pues las destruye (consume) todas por igual. El conjunto de todos los pasillos capitalistas se conoce con el nombre de Mercado, dentro del cual, desde el principio, los cuerpos sólo son el resto de una acumulación de riqueza abstracta. En el mundo mágico de las mercancías, donde nada se usa y nada envejece, los cuerpos se esfuerzan por parecerse a sus electrodomésticos y a sus coches; son metonimias trágicas de sus propios artefactos que tratan inútilmente de reducir la Carne y de ampliar la Imagen. Lo propio del espacio económico capitalista, como del bombardeo aéreo, es el cuerpo como residuo.

Santa Sofía y la Terminal 4

La política, como reprochaban los persas a los griegos, se materializa espacialmente en un agujero : la plaza pública. El contrario lógico de la plaza es el pasillo y una sociedad compuesta sólo de pasillos -un mundo puramente alimenticio de mondos impulsos biológicos- debería ser incompatible no sólo con la política sino con toda construcción arquitectónica. Pero el capitalismo tiene también sus propias catedrales fugaces, como todos los imperios que quieren proclamar la eternidad de sus fundamentos (aunque se trate, en este caso, de la eternidad del pasaje ). Las construcciones arquitectónicas paradójicas del capitalismo son lo que el antropólogo Marc Augé llamó hace quince años “los no-lugares”, esos espacios de transición en los que sólo es posible identificarse como consumidor. Pues bien, entre los no-lugares del capitalismo -pasillos de mercancías y de sus accesorios corporales- el que mejor señala la continuidad arquitectónica con el espacio religioso es el aeropuerto. Y ningún aeropuerto es más catedralicio ni expresa más depuradamente la “autorrepresentación” de la sociedad mercantil que la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas de Madrid.

Se construye una casa o un nido -poética del espacio- contra la metafísica de las intemperies sin límites. Pero las catedrales no se construyen contra la Inmensidad, como refugio íntimo frente a la tormenta, sino con la convicción de que el universo mismo cabe en una de sus partes; y de que es posible agrandar el cielo. Santa Sofía, la catedral de Constantinopla, asombra ya desde el exterior: es como una gran araña que se aúpa -y se aúpa- por encima de la ciudad o como un dios-bizcocho que se hincha sin parar en el horno del mundo. La impresión visual es de crecimiento, de inflamación y hasta de palpitación. Pero el milagro se produce al entrar. Porque en realidad, cuando se entra en Santa Sofía, uno tiene más bien la impresión de salir; se pasa de un mundo muy grande bajo el sol a un mundo mucho más grande bajo la bóveda central. En ningún desierto, en ningún océano, en ningún bosque se tiene la revelación de extensión, de vastedad, de altura, que nos golpea en Santa Sofía; la inmensidad, como la intimidad, es también un Interior y hay que entrar al exterior para sentirse un poco más protegido. Bajo ese cielo más alto que el cielo, el cuerpo comprende cuanto hay de pecaminoso en su incapacidad de volar, en su necesidad de comer, en su afán de abrazar.

Podría decirse que aeropuerto y catedral mantienen una relación con el cielo, pero eso sería poco más que una broma. Lo interesante de la Terminal 4 de Madrid es que, como Santa Sofía, trasciende materialmente los límites del universo; sus excesos arquitectónicos, funcionales a un mundo que no funciona, imponen una autoconciencia del cuerpo muy ajustada a la dinámica destituyente de los mercados. Es catedral, pero es pasillo, y el tiempo que contiene no es el de la salvación del alma sino el de la espera inútil, el tiempo-basura de un cuerpo residual que no encuentra más justificación, mientras transita de un país a otro, que la que le ofrecen las tiendas libres de impuestos. Esa combinación de altura catedralicia y tiempo residual consumístico imponen una noción del cuerpo radicalmente religiosa: allí uno percibe su propio cuerpo como un freno a la evolución humana, como una excrecencia primitiva, como un síntoma de invencible subdesarrollo. Mientras la tecnología avanza, mientras en las pantallas se suceden las imágenes, mientras las salas inmensas de cristal y acero parecen a punto de despegar del suelo, el cuerpo es un atraso , nos mantiene siempre retrasados . El aeropuerto, como pasillo-catedral donde el capitalismo imagina su perfección, quintaesencia la lucha tenaz del mercado contra los cuerpos .

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Podemos decir que, bajo el capitalismo, todo progresa salvo los hombres , y que por lo tanto el progreso mismo del capitalismo excluye todo aquello que ha caracterizado históricamente las relaciones antropológicas entre los seres humanos. Hay que librarse de ellos. Los no-lugares son también no-cuerpos. El deseo circulante sin cuerpo es el motor mismo del mercado. Frente a él, hay que recuperar la poética del espacio, la metafísica de la intemperie, la política de las ágoras , donde los cuerpos, acurrucados o batidos por el viento, palabra contra palabra, puedan defender valientemente su mortalidad, proteger audazmente su imperfección y construir colectivamente su dignidad humana.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

18-12-2011

Defensa del lujo

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Leía hace poco la noticia de que en uno de los palacios del depuesto dictador tunecino Ben Ali, su mujer, Leila Trabelsi, guardaba mil pares de zapatos de las marcas más caras y prestigiosas. ¡Mil pares de zapatos! La señora Trabelsi no era, no, un monstruo polípodo que caminase sobre dos mil tentáculos -como quizás podría imaginar un arqueólogo del futuro que encontrase los restos materiales de la dictadura-; a la señora Trabelsi le pasaba como a la mayor parte de los humanos y le faltaban 1998 pies, con sus respectivas piernas, para lucir tantos calzados. ¿O le sobraban zapatos? ¿O es que tenía justo el poder que hay que tener, ni más ni menos, para desdeñar la relación que existe entre un cuerpo y un objeto? Era el privilegio de años de corrupción y saqueo: si Leila Trabelsi no podía tener más pies que el resto de los tunecinos, al menos podía tener muchos más zapatos.

Tampoco la novia de Cristiano Ronaldo, la modelo Irina Shayk, tiene más orejas, cuellos o manos que el resto de la humanidad, pero puede lucir pendientes, anillos y brazaletes de diamantes, regalo de su enamorado, por valor de 117.000 euros. En este caso, no es el número de joyas lo que apabulla sino el precio; y el gasto de Cristiano exige la colaboración de los periódicos y medios de comunicación, sin los cuales nadie repararía en esos tesoros. ¿Un albañil o un contable sienten menos amor por sus novias? Probablemente no; lo que les falta es precisamente el dinero que hay que tener, esa cantidad y no otra, para distinguirse de un albañil o de un contable. Si Irina y Cristiano no pueden tener más riñones o más hígados que el resto de la humanidad -ni llevarlos por fuera-, al menos pueden colgarse de las orejas y de las muñecas, como en los pueblos bárbaros, miles de billetes de banco.

La desproporción entre lo que somos y lo que podemos se llama “lujo”, que literalmente quiere decir “exceso”. Todos somos casi nada y todos podemos algo más de lo que somos, incluso si tenemos muy poco: el más miserable de los seres humanos puede ponerse un flor detrás de la oreja o secarse al sol después de un aguacero de verano. Pero cuando esa desproporción viene definida por la posición social o económica en un régimen de desigualdad estructural, el "lujo” es al mismo tiempo una descomunal “equivalencia”. Me explico: al lujo no le falta ni le sobra nada. Ni le faltan pies ni le sobran zapatos; ni le faltan riñones ni le sobran billetes de banco. El lujo tiene exactamente el poder que hay que tener para demostrar que se tiene poder; tiene exactamente el dinero que hay que tener para dejar claro que se tiene dinero.

Para el sentido común, el lujo, en todo caso, está relacionado con la idea de gasto innecesario o suntuario, lo que constituye en realidad una redundancia, pues “suntuario” procede del latín “sumptus”, literalmente “gasto” o “desgaste” (en francés degat ) o, lo que es lo mismo, “destrucción”. Se habla, por ejemplo, de los “daños o costes (dégats) de una guerra”. Recuerdo que un interesante filósofo francés al que leí mucho cuando era joven, George Bataille, trataba de elaborar en su obra una teoría liberadora a partir de lo que el llamaba el “gasto improductivo”. Combinando de un modo provocativo a Marx, Nietzsche y Sade, reivindicaba todas esas formas de destrucción sin objeto, provecho o beneficio, que parecen situarnos al margen de una lógica puramente económica: el arte, la orgía, la guerra y el lujo.

Lo que olvidaba Bataille es que en el capitalismo el “gasto improductivo”, la “destrucción anti-económica”, juega un papel económico fundamental. Es la destrucción al margen de toda racionalidad contable -desde la obsolescencia programada de las mercancías hasta la “doctrina del shock”, desde la aniquilación de excedentes hasta la producción y uso de armas letales- la que reproduce el sistema en su conjunto. Lo verdaderamente productivo para el capitalismo es el gasto, el desgaste, la destrucción. Eso vale también para el lujo. Reparemos, por ejemplo, en que -en medio de la crisis- el mercado de los productos de lujo no es sólo el que menos inflación de precios ha experimentado sino aquél en el que más ha aumentado la demanda. Mientras en España crece todos los días el desempleo (hay ya más de 4.300.000 parados), la gente pierde sus casas y los trabajadores sus derechos, leíamos recientemente la noticia de la creación de Luxury Spain, la Asociación Española del Lujo, presidida por Beatrice d'Orleans, quien recordaba que este sector había movido el año pasado 170.000 millones de euros en todo el mundo: “el lujo es muy difícil de derribar”. Además, añadía, genera empleo y promueve la actividad empresarial.

Pero si definimos el “lujo” como “gasto improductivo” o como la “diferencia entre lo que somos y lo que podemos” debemos concluir, paradójicamente, que lo que el capitalismo no permite son precisamente los lujos. Lujo es igual a humanidad. La

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espectacular cola del pavo real es todo lo contrario de un lujo o un gasto improductivo: es la garantía del apareamiento y, por lo tanto, de la reproducción de la especie. Lo mismo pasa con los mil pares de zapatos de Leila Trabelsi o los 170.000 euros que Irina Shayk se cuelga de una oreja: no es que sean excesivos, es que se ajustan perfectamente -como la exhibición del pavo macho- a su propósito reproductivo. Un gasto verdaderamente improductivo sólo puede serlo una inversión, al margen del sistema, en humanidad. La humanidad es un lujo. Es precisamente la diferencia entre la nada que somos y lo poco que podemos; todos esos gestos prescindibles para la vida pero necesarios para definirse, frente a la naturaleza, frente a los pavos reales, las Leilas Trabelsis y los Cristianos Ronaldos, como seres humanos. Todos tenemos, por ejemplo, un cuerpo, que no es sólo una convergencia de funciones orgánicas que hay que conservar, sino además un territorio, un lienzo, un gancho; podemos marcarlo, pintar sobre él, colgarle banderines, como a un país o a una fiesta. El adorno es un hecho definitorio de la cultura humana, un derecho de su dignidad sobre-natural. Colgarse 170.000 euros de una oreja es un gesto de barbarie y de animalidad; colgarse una semilla coloreada es una reivindicación de humanidad.

Entre lo que somos y lo que podemos, la humanidad es siempre suntuaria y suntuosa. Podemos imaginar muchos gestos lujosos, improductivos, que “ostentan” sólo el poder que tenemos como simples humanos. El gesto de una madre que arropa a un niño que no tiene frío, ¿no es literalmente un lujo? El gesto de mirar a los ojos el cuerpo en el que nos fundimos placenteramente, ¿no es literalmente un lujo? El gesto de grabar en un árbol el nombre del enamorado, ¿no es literalmente un lujo? El de hacerse una trenza, el de ceder el asiento a un anciano, el de añadir un adjetivo, el de perdonar a un enemigo, el de poner un mantel, el de incubar un pensamiento, el de caminar muy despacio, el de velar a un enfermo, el de contar un cuento, el de compadecer a un asesino, ¿no son todos ellos literalmente un lujo?

El capitalismo nos prohíbe todos los lujos.

Nada de lujos. Sólo lo estrictamente necesario: el derroche, el incendio, la destrucción, la muerte.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

20-11-2011

El derecho a ser lanzado contra la pared

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Hace dos meses una televisión italiana entrevistó a Terri de Niccoló, una mujer más o menos bella que había participado, a cambio de dinero, en las famosas fiestas del ex primer ministro Silvio Berlusconi como aderezo y estímulo sexual para la firma de acuerdos políticos o empresariales. Sus declaraciones, que no hacen ninguna concesión a la corrección política, revelan el horizonte mental de una época, o de una parte de ella, y de una cultura dominante. Terri no pide disculpas, no se justifica; se siente orgullosa de haber sido llamada por il Cavaliere y de haber participado, en la periferia de su aura, de un poder reservado a unos pocos. “Es preferible vivir un día como un león que cien años como un cordero”, dice, para resumir a continuación las leyes simples que deben decidir las inevitables jerarquías de este mundo: “si eres una mujer guapa y te quieres vender, debes poder hacerlo; si eres fea y das asco, te debes quedar en casa”. En cuanto a la honestidad de los empresarios que utilizan el sexo para lubricar sus negocios y medrar económicamente, Terri no ve nada reprobable en ello. “Si eres honesto”, dice, “nunca llegarás muy lejos; si quieres aumentar tus beneficios tienes que arriesgar el culo. Es la ley del mercado”. Vale la pena citar por extenso su razonamiento: “Cuanto más alto quieras llegar más cadáveres tendrás que dejar en la cuneta. Y es justo que sea así. La ley es la de los que son leones. Si eres un cordero quédate en casa con unos pocos euros al mes. Si quieres ganar 20.000 euros debes bajar al campo de batalla y vender a tu madre”. Terri arremete a continuación contra las feministas y la izquierda en general, puritanos moralistas que “reprimen” el derecho de las mujeres guapas a venderse como instrumentos sexuales de la alta política del capitalismo.

Terri de Niccoló dice que esta ley “es muy antigua” y se remonta a la “primera república”. Terri no es una mujer culta y no sabe que esta ley es, en realidad, mucho más antigua y que hace 2.400 años la exponía en términos muy parecidos Calicles, un aristócrata griego enfurecido con el filósofo Sócrates, quien pretendía defender un concepto universal de justicia. Calicles sostenía con desprecio que el derecho era una tentativa por parte de los “débiles y la multitud” de imponer límites a los poderosos cuando en realidad la única ley fundamentada -y citaba precisamente el ejemplo del león, como la prostituta Terri de Niccoló- era la “ley de la naturaleza”: los fuertes mandan, merecen riqueza y respeto y deciden a discreción la suerte, más o menos severa, de los débiles. “La naturaleza misma”, remata Calicles, “demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, lo demuestra el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más”.

Terri la llama la “ley del mercado” y Calicles la “ley de la naturaleza”. La ley del mercado es, en efecto, la ley de la naturaleza. Y esta ley es precisamente lo contrario de una ley, pues una ley es un “límite” y los leones no aceptan ninguno. A lo largo de la historia ciertas castas, clases o grupos se han rebelado sin cesar contra los límites humanos, apartando de su camino cualquier obstáculo que pudiera frenar su poder e impedirles apropiarse de los cuerpos, las riquezas o el trabajo de los demás. Sin embargo los seres humanos, criaturas siamesas, tienen un pie en el barro, al que están irremediablemente encadenados, pero otro en las estrellas,

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desde donde pueden contemplar la inhumanidad de su situación y excogitar soluciones colectivas para cambiarla. Contra los inhumanos rebeldes que se rebelan contra los límites en nombre de la naturaleza, imponiendo a su alrededor la miseria y la muerte, millones de personas vienen rebelándose desde hace siglos para imponer límites a la naturaleza en nombre de la humanidad. Es esa rebelión a favor de los límites la que ha generado todo lo que define la dignidad antropológica de nuestra estancia en el mundo: la belleza, la poesía, la razón, la compasión, el derecho. De Espartaco a la revolución cubana, son “los débiles y la multitud”, sí, los que hacen las verdaderas leyes; son los débiles armados los que han acumulado para todos un impresionante legado histórico de derechos -laborales, culturales y políticos- que los poderosos, mientras no sean definitivamente derrotados, tratarán siempre de violar, rodear o utilizar en su favor. Lo harán mientras puedan; lo harán mientras los dejemos. Entre tanto, recordemos que los Derechos Humanos y el Derecho Internacional, impuestos por los pueblos, aceptados a regañadientes por los poderosos, ni tienen fuerza material para imponerse por sí solos ni están hechos para persuadir a los que los violan; están hechos para que los rebeldes que se rebelan a favor de los límites -la belleza, la justicia, la razón- no olviden nunca por qué están luchando ni de qué lado están el verdadero derecho y la verdadera ley.

No hay ningún orden económico más “natural” que el capitalismo; ninguno más libre de “límites” que el Mercado. Pero la historia de la humanidad, ¿no consiste precisamente en luchar contra la naturaleza? ¿Tendremos que dejar de inventar vacunas porque las enfermedades son naturales? ¿Tendremos que renunciar a volar porque el cuerpo humano está condenado naturalmente a arrastrarse? ¿Tendremos que dejar de inventar caricias porque es más antigua y natural la violación? La medicina, el avión, la escritura, el amor, ¿no son conquistas humanas contra la naturaleza y por eso mismo derechos ya de los que la humanidad debe disfrutar imperativamente?

El orden “natural” del mercado pervierte entre otras cosas el concepto mismo de “derecho” en la medida en que establece como criterio superior, al que estarían subordinados todos los demás, el “derecho de vender y comprar” y, por lo tanto, el de “venderme y comprarte”. Así se explica la naturalidad con que se acepta que el dolor o la ruina de la mayoría sea una fuente de regocijo para otros, como lo demuestran las recientes declaraciones a la BBC de Alessio Rastani, broker de la City londinense: “ Soy un operador financiero, a mí no me preocupa la crisis. Si veo una oportunidad para ganar dinero, voy a por ella. Nosotros, los brokers, no nos preocupamos de cómo arreglar la economía o de cómo arreglar esta situación. Nuestro trabajo es ganar dinero con esto. Personalmente, he estado soñando con este momento desde hace tres años. Tengo que confesarlo, yo me voy a la cama cada noche soñando con una recesión, soñando con un momento como éste”. ¿Se puede ser más claro? Un poco más y de la manera más disparatada. Hace unos días leí en un diario español una noticia cuyo titular era el siguiente: “Proponen restaurar en Florida el derecho a lanzar enanos contra una pared”. Y enseguida aclaraba su contenido: “Un congresista estatal quiere recuperar el derecho al lanzamiento de los enanos, como espectáculo y deporte, para combatir el desempleo de la región”. Lo singular y lo terrible es que la propuesta del político estadounidense no reivindicaba sólo el derecho de los empresarios y sus clientes a lanzar enanos contra la pared, con la humillación y lesiones consecuentes, sino sobre todo el derecho de los enanos a ser lanzados, humillados y quebrados. ¡El derecho de los enanos a hacerse pedazos contra un muro!

Mientras millones de personas luchan desde hace siglos para mantener y profundizar el camino de la humanidad, el mercado capitalista retrocede a sustratos cada vez más naturales, llevando a su expresión más radical la “ley de la naturaleza” defendida por Calicles hace 2.400 años: el derecho de los leones a devorar a los corderos y el derecho ahora de los corderos a ser devorados por los leones.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

16-11-2011

Liberar el cuerpo, liberarse del cuerpo

Santiago Alba RicoLa Madeja

Todo orden económico y social se proporciona a sí mismo un lugar físico ideal a través del cual expresa sus valores y sus principios. En la Grecia clásica ese espacio era la Plaza; en el medioevo cristiano era la Catedral; en el capitalismo es el Pasillo. Lo que caracteriza al pasillo es que por él sólo se puede circular y que la circulación misma convierte todas las cosas en mercancías . En el Pasillo no hay objetos sino imágenes de objetos. Esas imágenes o mercancías tienen algunos rasgos esenciales y comunes: no duran lo bastante para que nos conciernan; pueden (deben) ser reemplazadas por otras enseguida y por lo tanto nunca perecen; no incluyen ninguna referencia exterior o íntima más allá de su pura y fugitiva comparecencia en el Pasillo.

Los objetos, al otro lado, se caracterizan por todo lo contrario: se yerguen en el espacio con la suficiente consistencia como para ser mirados o utilizados; cuentan una historia, aunque sólo sea la de su propia construcción o genealogía, y llega un momento, tras muchos remiendos y parches, en que no pueden ser ni reparados ni reemplazados: sencillamente se mueren.

Hay toda una tradición legítima de liberación sexual que pasa por la deslegitimación de los objetos o la sublevación contra ellos. Nos negamos a ser tratados como objetos cuando en realidad deberíamos reivindicar, al mismo tiempo, nuestro derecho inalienable a ser tratados como objetos valiosos y frágiles. Pues los seres humanos somos también objetos; es decir, objetos de atención y de

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cuidado, es decir, cuerpos. Los cuerpos son objetos porque cumplen precisamente todas las condiciones que hemos asociado a su definición. 1. Son interesantes , en el sentido de que -como en el caso del amor- interesan a la mirada y a las manos, frente a las cuales -miradas y manos- se mantienen detenidos o retenidos: sólo se puede acariciar, alimentar o curar un cuerpo inmóvil. 2. Cuentan una historia, la de su propia estancia en el mundo, reflejada en la biografía física que llamamos envejecimiento, o también la de su capacidad para reproducirse: un embarazo, por ejemplo, es un relato más o menos largo que dura en torno a 9 meses, un período demasiado denso si lo medimos en el tiempo del Pasillo. 3. Por mucho que los cuidemos, los atendamos y los reparemos, los cuerpos finalmente son improrrogables e insustituibles: se mueren.

Pues bien, el Pasillo, que ha abolido las cosas, trata también de abolir permanentemente los cuerpos. Podemos pensar, mientras corremos a nuestra vez por el pasadizo, que una cultura que rinde culto a la juventud y al deseo es una cultura que ha liberado los cuerpos. Pero la juventud es solo un estado que no se puede mantener sin renunciar a la madurez; y el deseo es sólo un fluido indiscriminado para el que que todo objeto es en realidad un obstáculo. El Pasillo, poblado de imágenes de inmarcesible juventud, combate sin parar la aparición de los cuerpos, sugiriendo a través de la publicidad -que es publicidad no de un producto o de una marca sino de un régimen de vida y de un orden de clasificación jerárquica del mundo- sugiriendo, digo, la ilusión de un sujeto autodefinido que se proporciona sus propios contenidos y que, por tanto, no es afectado ni desde el interior ni desde el exterior por ninguna fuerza biológica o social: no huele, no enferma, no envejece y no muere. “Mi cuerpo es mío” es una justa, justiciera reclamación frente a la pretensión ajena de dominio, pero al mismo tiempo se trata de un espejismo: mi cuerpo es suyo , del cuerpo, y es también de la sociedad que lo define, lo moldea, lo activa, lo inscribe, en fin, en una determinada red de comparecencias y de ausencias. El Pasillo, negación de las cosas, abolición fracasada de los cuerpos, ofrece toda una serie de adminículos y procedimientos mediante los cuales se alimenta la ilusión de una permanente regeneración del sujeto, a imagen y semejanza no de Dios sino de las mercancías . Si consumes esta marca, si usas esta crema, si vas a este gimnasio, si ingieres estas pastillas, si te operas en este hospital, serás como la mercancía misma: no envejecerás nunca y, aún más, no morirás.

El cuerpo -la comparecencia repentina del cuerpo y sus huellas- es el fracaso del sistema. ¿Dónde aparecen los cuerpos? Contra el muro , el límite inesperado de ese Pasillo que se concibe a sí mismo sin trabas, siempre líquido, en continuo movimiento, perpetuum mobile de pronto interrumpido por un chirrido, por una piedrecita, por la sombra del tiempo. ¿Quienes tienen cuerpo? Los inmigrantes, los pobres, los enfermos, los viejos, los muertos. ¿Merecen por ello cuidados y atenciones o al menos compasión? Al contrario, todo en nuestra sociedad, forjada en los valores del Pasillo, está organizada para que los cuerpos, como las demás cosas , produzcan rechazo o asco y permanezcan, por tanto, lejos de la vista, excusados y ocultos, vergonzosos, pecaminosos, fuente fatal de contaminación en el recinto puro de las mercancías. No es extraño que en nuestras ciudades, cada vez con más frecuencia, sean precisamente los inmigrantes los que cuidan a nuestros enfermos y nuestros viejos. Cuerpos que se ocupan de cuerpos: ese es el sentido más banal y radical del amor, prohibido en nuestro mundo por la emancipación del deseo de toda atadura terrestre.

Liberación del cuerpo puede querer decir dos cosas: el proceso por el cual el capitalismo intenta liberarse de los cuerpos en el Pasillo de las mercancías; y el proceso por el cual el cuerpo recupera un papel central como objeto insuperable (de atenciones y cuidados). Liberarse del cuerpo es reclamar nuestro derecho a ser mercancías; es decir, nuestro derecho, al mismo tiempo, a la inmortalidad propia y a la destrucción de los otros. Frente a esta paradoja fatal, liberar el cuerpo es, al contrario, afirmar el derecho a mirarse, a cuidarse, a vivir un relato, a envejecer sin vergüenza y a morirse sin dramas. Este dilema -entre liberar el cuerpo o liberarse de él- es la más radical e insoslayable decisión política de nuestras vidas.

15-11-2011

El poder de la indiferencia

Santiago Alba RicoDiagonal

Según un sondeo del CIS publicado el pasado 4 de noviembre, a la mayoría de los españoles (hasta un 66,7%) no le interesa en absoluto la política mientras que sólo un 7,6% declara sentir “mucho” interés por ella y apenas un 25,4% “bastante”. La desconfianza hacia políticos, partidos e instituciones se ha convertido en el suelo geológico de nuestra vida cotidiana. Y sin embargo, según la misma encuesta, el 83% de los españoles, casi todos ellos sin interés, sin fundamento, sin compromiso de ninguna clase, convencidos de que en ese gesto no se juega nada, declaraba su intención de acudir a las urnas el 20 de noviembre. ¿Qué quiere decir esta paradoja? Con independencia de las razones que llevan a la mayor parte de los españoles a votar -adhesiones fiduciarias muy semejantes a las que pueden ligarnos a un equipo de fútbol, a una estrella de la canción o a un dictador- lo cierto es que hay que reconocer esta contradicción que, antes de cualquier acción de gobierno, desconecta ya radicalmente democracia y elecciones: los indiferentes votan mientras que los comprometidos, los interesados, los conscientes se quedan en casa (o votan en miniatura). El bipartidismo gobierna desde hace años sobre la base de una “indiferencia” social frente a la cual los políticos se sienten completamente libres de hacer lo que quieran: las urnas son tan vinculantes como el sexo ocasional en una noche de borrachera.

Cuando Rubalcaba, en el arranque de la campaña, mostraba su preocupación por los “indiferentes” de izquierdas que podían favorecer la victoria del PP, estaba preocupado en realidad por el hecho de que el PSOE no cuenta con suficiente “indiferencia” de su lado como para equilibrar la que va a dar la victoria a sus gemelos rivales. En algún sentido, el reproche a los sectores abstencionistas es el de que se interesan demasiado por la política como para votar, lo que sin duda perjudica a sus intereses. La “indiferencia” es mucho más reaccionaria -y por lo tanto mucho más constante- que el compromiso, siempre crítico, y el PSOE, a

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pesar de todos sus méritos, no ha logrado convencer a los “indiferentes” de que es tanto o más reaccionario que el PP. Por eso durante las campañas electorales se vuelve durante tres semanas de izquierdas, o anfibio entre los dos bandos, tratando de sumar votos conscientes a sus votos indiferentes.

¿Y el movimiento 15-M? Su inmenso valor reside en el hecho de que surgió de esa misma indiferencia para repolitizar la razonable desconfianza en los políticos, los partidos y las instituciones. Su potente fuerza deslegitimadora se reflejará escasamente en los comicios, pues quedará absorbida, de manera dispersa, en abstención, voto en blanco y apoyo consciente a fuerzas minoritarias. La propia distribución que refleja la encuesta citada deja al movimiento fuera de juego. Pero “fuera del juego” es donde ahora mismo se juega la posibilidad de conservar -como en los monasterios medievales la cultura- la vida política. La conciencia y la democracia discurren paralelas al poder, que se reproduce sin embargo, con todos sus efectos reales y a veces mortales, a partir de la indiferencia. El propósito, por tanto, debe ser doble: alejar a la indiferencia de las urnas, donde se vuelve peligrosísima (sobre todo en tiempos de crisis), y preparar un recinto donde los indiferentes, primero inofensivos, luego conscientes, puedan repolitizarse antes de volver, por una vía u otra, al poder. Se necesita tiempo, es verdad, pero cuanto más anticapitalista sea el 15-M, más conciencia creará; y cuanto más 15-M sea el 15-M, más apoyos recibirá. 

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/El-poder-de-la-indiferencia.html 

03-11-2011

Condición humana, derecho a la rebelión y alternativas post-capitalistas

Santiago Alba RicoRadio Guiniguada / Rebelión

Jornadas Internacionales “Situación en el mundo del derecho a la Rebelión”. Sta. Cruz de Tenerife, 28 y 29 de octubre. Organiza: “Red Canaria por los Derechos Humanos en Colombia”. (Audio recogido por Radio Guiniguada y transcrito por Rebelión)

Cuando hablamos de condición humana no hablamos naturalmente de naturaleza humana. La condición humana consiste precisamente en que esas criaturas que llamamos seres humanos tengan, al mismo tiempo, un pie en la naturaleza y un pie en otro sitio que podemos llamar –quizás- humanidad, de manera vaga o borrosa.

Esa humanidad se define básicamente por su carácter limitado. En términos filosóficos, la humanidad está marcada por el signo de la muerte, por el carácter finito de la corporeidad, y está marcada también por toda una serie de facultades igualmente finitas que hemos asociado, mientras ha durado el Neolítico, recientemente terminado, con ese período histórico o con esa estación en la cual, diría yo, todavía podemos hablar de condición humana.

Frente a la condición humana, lo que caracteriza al capitalismo -voy a abordar el tema casi como una aparente paradoja- es una rebelión. Es una rebelión de hecho. Lo que hace el capitalismo, en efecto, es rebelarse permanentemente contra los límites de la condición humana; contra los límites que atañen a ese pie que tenemos posado en la naturaleza y también contra los límites que definen ese otro pie que tenemos más bien posado en la humanidad, en estas tres cualidades finitas de las que hablaré a continuación.

Rebelión contra los límites, una locomotora sin freno de emergencia, como gustaba de repetir Walter Benjamin; lo cierto es que el capitalismo consiste íntimamente en estar permanentemente superando todos aquellos limites naturales, éticos, materiales, sociales, culturales, mediante los cuales los seres humanos han tratado de definir su estancia provisional en esta Tierra.

Se puede hablar, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI de una guerra contra la condición humana por parte de un capitalismo que empieza, como he escrito en algunos libros, por no reconocer ninguna diferencia entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar, eso que los latinos llamaban mirabilia, las “maravillas”, las cosas dignas de ser miradas.

El capitalismo no reconoce esa diferencia que, de alguna manera, ha caracterizado a todas las sociedades humanas anteriores, incluso las peores, incluso las más feroces, incluso las menos justas –y casi ninguna ha sido apenas justa en los últimos 15 mil años-; en todo caso, todas las sociedades anteriores a la sociedad capitalista distinguían convencional o culturalmente entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Distinguían entre un mendrugo de pan o una manzana, cuya función básica es la de reproducir los ciclos biológicos, eso que para los griegos era el infierno mismo, lo apeiron, lo que no tenía límites, que representaban a través de

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toda una serie de castigos infligidos en el Hades a los héroes que habían cometido un “exceso” y a los que se obligaba a rodar permanentemente dentro de una rueda, a conducir una y otra vez una piedra hasta la cumbre de una montaña, a tratar infinitamente de alcanzar un alimento que escapaba al apetito, o llenar inútilmente una vasija sin fondo. Eso es lo que caracteriza a las cosas de comer. No podemos comer una sola vez, volvemos a tener hambre. Y cuando tenemos hambre tenemos que encontrar algo que introducir en nuestro cuerpo, por debajo de los ojos, algo que, por tanto, en la misma medida en que cumple su función biológica, desaparece de la vista, desaparece radicalmente de la vista. Digamos que el hambre es una guerra contra la consistencia de los vegetales, de los cuerpos, de las cosas mismas. Es una guerra en cuyo comportamiento, en cuyo funcionamiento, podemos leer precisamente aquello en lo que consisten las guerras. Las guerras alimentan otras guerras, sirven básicamente para reproducir ese ciclo infernal en el que la vida y la muerte se suceden a toda velocidad. El hambre es rápida, el hambre es mortal, el hambre es destructiva y las cosas de comer, por tanto, no resisten frente a nuestra mirada, no son consistentes, no se las puede apenas analizar, apenas asir con las manos, porque pasan a formar parte enseguida de nuestro cuerpo.

Las cosas de usar son aquellas que sirven precisamente como mediaciones para introducir otros efectos en el mundo. Son aquellas cosas mediante las cuales nos separamos de la naturaleza para volver sobre ella transformándola, desde las herramientas hasta una silla en la que nos sentamos, que cumplen una función. Lo que caracteriza a las cosas de usar es que, al mismo tiempo que resisten el embate del hambre, se sostienen en el mundo más tiempo que las cosas de comer. Sin embargo, acaban degradándose, porque son corruptibles, y volviendo a la naturaleza de la que habían sido extraídas mediante el trabajo humano.

Y, finalmente, tenemos las cosas de mirar, las cosas dignas de ser miradas, las maravillas, las mirabilia. Todos los pueblos de la Tierra, antes del establecimiento de una sociedad de destrucción generalizada de seres humanos y de cosas, han dejado al margen de los procesos biológicos de la alimentación y del uso una serie de objetos privilegiados, que podían ser objetos de culto, objetos artísticos, objetos estéticos que, como decía Levi Strauss, sólo eran buenos para pensar, o sólo eran buenos para ser mirados. Desde una catedral hasta un paisaje, pasando por esas estrellas que titilan azules en el cielo. Todas estas cosas, en realidad, no son buenas sino para pensar, para mirar, para mirarlas todos juntos, para hacer ese ejercicio de simbolización sin el cual la existencia humana no se distinguiría en nada de la de los animales.

Y el capitalismo lo que ha hecho ha sido, de alguna manera, borrar todas las diferencias entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar, para convertirlas a todas por igual en cosas de comer, en alimentos, en consumibles. Porque lo que realmente quiere decir consumo es eso, consumo quiere decir destrucción, y destrucción por el fuego, por el fuego de la digestión, por el calor ininterrumpido de la digestión. Y plantearse por tanto hablar en términos elogiosos de una sociedad de consumo, proponer como modelo habitable para la humanidad una sociedad de consumo, es proponer un modelo de sociedad de digestión ininterrumpida, de destrucción generalizada. Nos comemos todas las cosas por igual, ya se trate del pan, las manzanas, las sillas, las lavadoras, las televisiones, los paisajes, las estrellas y las imágenes de todas estas cosas también nos las comemos a una velocidad creciente en el marco de eso que se llama libre mercado o circulación de las mercancías. Y eso quiere decir que, por primera vez en la historia, el ser humano vive no ya en una sociedad sin hierro, o en una sociedad sin petróleo, o en una sociedad sin alguna de estas materias que han servido para definir los distintos períodos por los cuales ha atravesado la humanidad. Lo que caracteriza por primera vez a la historia humana es que la sociedad capitalista, y va a parecer una contradicción, es la primera de la historia sin cosas. La sociedad capitalista, que se quiere presentar autopublicitariamente como una sociedad de máxima abundancia, es, sin embargo, la primera sociedad de la historia que no tiene propiamente cosas. Y no tiene propiamente cosas porque, precisamente, allí donde toda la actividad posible en el marco de esa sociedad se reduce a la digestión ininterrumpida, no puede cumplirse ninguna de esas condiciones que caracterizan a las cosas.

¿Qué es lo que caracteriza a las cosas? Básicamente tres datos: las cosas están paradas, están quietas, y además sirven para que nos paremos; sirven precisamente para que les prestemos atención, como ocurría en ese último cuento que escribió Kafka, “Josefina la cantante”, en el que una rata que emitía un chillido exactamente igual al de todos sus congéneres, de pronto se paraba en uno de los corredores por los que se precipitaba el pueblo de los ratones, tratando de cerrar grietas por las que se pudiera colar una amenaza, acumulando alimentos, imagen perfecta de lo que son los ciclos biológicos de la reproducción, de lo que son los ciclos del hambre y de la guerra; de pronto Josefina la cantante se detenía en un rincón y emitía lo que ella creía que era un bellísimo canto de cantante lírica, que no se distinguía en nada, en cualquier caso, de los chillidos que emitían todos los ratones, pero que servía precisamente para que los ratones, incluso poniendo en peligro su existencia, se parasen. Cuando escuchaban a Josefina la cantante, todos dejaban de hacer lo que estaban haciendo, incluso poniendo en peligro probablemente la supervivencia del pueblo de los ratones, para formar un corro en torno al cuerpo de Josefina, que abombaba el pecho para emitir lo que a ella le parecían coloraturas de bel canto irresistibles, pero que no eran más que chillidos de ratón. Las cosas sirven precisamente para detenernos, están paradas; duran lo suficiente como para que podamos mirarlas; duran lo suficiente como para que resulten interesantes.

Flaubert decía: “Basta mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante”. El problema es, precisamente, que el capitalismo impide mirar fijamente nada. Y por lo tanto esta primera característica de las cosas, ha quedado abolida por la propia velocidad de la renovación de las mercancías.

La segunda característica de las cosas es que son archivos materiales de memoria y manuales de instrucciones. Yo creo que esto es muy importante, el hecho de que todo objeto manufacturado incluye una historia, nos cuenta el cuento, por ejemplo, de cómo ha sido hecho. Nos lo puede contar bien o mal. Por eso Marx hablaba de fetichismo de la mercancía: a veces las cosas nos engañan; nos hacen creer que han sido hechas en unas determinadas condiciones cuando en realidad han sido hechas en otras condiciones. Por eso la obligación de un sociólogo, sobre todo, de un sociólogo marxista, es justamente la de contar bien la historia de las cosas, la de reproducir su genealogía. Pero nos cuentan una historia. Todo objeto es un cuento que se puede memorizar. Es algo así como el pasado delante de nuestros ojos, ese trabajo muerto materializado con características particulares que lo distinguen de otros objetos en el mundo, que sirve para determinadas cosas y no para otras, y que, además de contarnos una historia, incluye algo así como un manual de instrucciones. Si desapareciese la humanidad, y sólo quedase una silla, y bajasen extraterrestres cuyo cuerpo no exigiese el uso de sillas, podrían perfectamente reproducir más sillas a partir de un solo modelo de silla sin necesidad de recurrir a las instrucciones de IKEA. Una silla, un objeto, es un cuento, una historia que incluye también un manual de instrucciones.

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Alli donde la propia circulación acelerada de las mercancías no nos permite –remedando una famosa frase de un filósofo griego- “sentarnos dos veces en la misma silla”, porque inmediatamente ha sido sustituida por otra, presuntamente mejor, de otra marca, de otro color, la propia memoria material de la humanidad ha sufrido un menoscabo sin precedentes.

Y la tercera característica de las cosas, sin la cual no podemos llamar cosa a ninguna criatura de este mundo, es precisamente el hecho de que, por mucho que duren las cosas, por mucho que las reparemos, por muchos parches que les pongamos, tarde o temprano, las cosas se rompen, y cuando se rompen no se las puede sustituir o rehacer en ningún mercado. Son cuerpos, los cuerpos son frágiles, los cuerpos son finitos, los cuerpos son mortales y, tarde o temprano, se mueren. Y por lo tanto, también los seres humanos somos cosas. Hablaré al final, en el capítulo de las alternativas postcapitalistas, de lo que significa el hecho de que los seres humanos también seamos cosas en este sentido, por mucho que una sociedad fundada básicamente en la rebelión contra los límites, esté permanentemente generando la ilusión subjetiva de que siempre va a haber una prótesis que nos va a permitir sobrevivir a un accidente de tráfico, o un medicamento maravilloso que nos va a salvar in extremis de alguna enfermedad mortal, o alguna crema taumatúrgica que nos va a mantener permanentemente jóvenes. Envejecemos. Sabemos que envejecer en la sociedad capitalista está prohibido. Sabemos que, en cualquier caso, la vejez es algo que siempre ha servido a los seres humanos para tener especial cuidado con las cosas. Y, por tanto, una sociedad capitalista que consiste en reproducir, cada vez más aceleradamente, las mercancías, generando la ilusión de inmortalidad, es una sociedad sin cosas.

Que vivamos en una sociedad sin cosas significa –y por eso hablaba de una agresión sin precedentes contra la condición humana-, hablar de un mundo sin cosas es hablar de un mundo sin mundo, es hablar de un mundo sin seres humanos propiamente dichos. Los seres humanos han sido privados de las tres facultades que caracterizaban su estancia en este mundo durante los últimos quince mil años, es decir, una razón finita, una imaginación finita y una memoria finita. Colapsadas esas tres facultades, podemos decir que estamos viviendo ya en algo así como una condición post-humana. Habrá que preguntarse si es mejor o si es peor. Pero a mí no me cabe la menor duda de que estamos cruzando el umbral hacia una condición post-humana, en el sentido en que hemos podido definir a la humanidad durante al menos quince mil años.

El capitalismo como rebelión contra los límites es, por lo tanto, una maquinaria destructiva de las tres facultades que han caracterizado al ser humano, a la condición humana. Podemos hablar de un naufragio del ser humano, de un naufragio antropológico sin precedentes del ser humano. El colapso de estas tres facultades hace que cada vez sea más difícil analizar el mundo en el que vivimos mediante eso que hemos llamado razón, que es un recorrido vertical de lo particular a lo universal; hace que sea cada vez más difícil recordar con el cuerpo, que es lo que llamamos imaginación, el dolor de los otros; y hace que sea cada vez más difícil el conservar suficiente memoria como para contarnos a nosotros mismos cómo se producen las cosas, quién las produce, dónde las produce y con qué coste se producen.

Por lo tanto, sin razón, sin memoria y sin imaginación, no se trata ya de que a través de manipulaciones se nos ofrezca un mundo falseado en el que no nos reconocemos, o frente al cual nos mostramos indiferentes. Podemos decir que, colapsadas estas tres facultades, vivimos en un mundo antropológico post-humano, en el que la solidaridad ha sido radicalmente imposibilitada, en el que la producción de símbolos ha sido radicalmente imposibilitada y en el que vivimos por tanto en una náufraga deriva, en la que es casi estructuralmente imposible organizar o articular alternativas o resistencias colectivas.

Dejamos aquí lo que se refiere a la condición humana para pasar a definir lo que yo entiendo por el derecho a la rebelión. Y aquí se conjugan dos elementos, derecho y rebelión, que convendría explicar bien, porque en general en la tradición marxista se entiende que el derecho es algo así como un epifenómeno burgués de un determinado régimen de producción, de manera que rebelarse implicaría, de alguna manera, rebelarse contra el derecho. Yo creo que esta es una gravísima equivocación.

Creo que si el capitalismo consiste en una rebelión contra los límites, el derecho consiste en una rebelión contra la rebelión capitalista, es decir, en una tentativa, siempre, al menos desde hace dos mil quinientos años, en una tentativa de establecer límites allí donde precisamente se invoca algo así como una ley de la naturaleza, que tiene mucho que ver con el hambre, con la guerra y con el comportamiento íntimo del capitalismo, de todos los regímenes de producción material sin duda el más natural, porque es precisamente el que más recuerda a la reproducción de los ciclos biológicos; es el que más claramente reduce todos sus recursos a la monda reproducción de los ciclos biológicos, del infierno griego. Es el más natural de los regímenes de producción porque precisamente es el menos humano de todos ellos. Es el que mejor copia los comportamientos que identificamos con la reproducción de los puros ciclos biológicos.

Y, por lo tanto, diría yo que el derecho a la rebelión es el derecho precisamente a oponerse a la ley de la naturaleza para establecer límites que propiamente podamos llamar derecho. Yo creo que es importante recordar en términos históricos uno de los puntos donde empieza esta aventura. No es el único, porque en otras sociedades, en otras culturas ha empezado desde otro lado, se ha empezado a pensar esto por otras vías, en otras condiciones, pero digamos que nuestro punto de origen está en la antigua Grecia. Y es importante recordar cómo interpretaba, en un famoso diálogo de Platón, Calicles frente a Sócrates el término de ley.

Calicles dice: “Según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil, y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas e igualmente otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio, estos obran con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, domándolos desde pequeños como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo”.

Como vemos es una respuesta clara a Sócrates. Sócrates había alzado la mano contra esta lógica en una asamblea diciendo que siempre es mejor sufrir una injusticia que cometerla. Y había pretendido demostrar que lo justo y lo bello coincidía en un punto donde, precisamente, los seres humanos, allí donde están tranquilos, se prohibían a sí mismos tomar ciertas decisiones. Y que la libertad consistía precisamente en prohibirse a sí mismos tomar ciertas decisiones.

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Me explico: esto tiene que ver con los procesos constituyentes, con las constituciones y con las verdaderas leyes. Luego están las falsas leyes, mediante las cuales, en efecto, los leones devoran a los corderos.

Pensemos en un famoso episodio de la Guerra del Peloponeso que nos cuenta Tucídides, en el que los atenienses se reúnen en asamblea democrática para decidir si deben ejecutar a todos los habitantes de la ciudad de Mitilene, que había luchado al lado de Esparta, y esclavizar a sus mujeres y a sus niños. Yo no sé si alguien puede considerar una decisión democrática aquella que consiste en pasar a cuchillo a hombres y esclavizar a mujeres y niños. Y, sin embargo, era una asamblea en la que todos podían levantar la mano y tomar una decisión. Y cuando en esta discusión toma la palabra uno u otro de los defensores de cada una de estas posiciones, lo hacen en nombre de lo conveniente para Atenas.

¿Qué es más conveniente para Atenas? ¿Qué pasemos a cuchillo a todos los hombres y esclavicemos a todas las mujeres y niños o que les perdonemos la vida y tratemos de convertirlos en aliados, o solamente los convirtamos en esclavos? En todo caso, el concepto era este de conveniente. Y es ahí, en esa época, cuando Sócrates levanta la mano para decir: no se trata de pensar qué es lo conveniente, sino lo justo.

Y lo justo es precisamente algo que los seres humanos han decidido ya en condiciones que no pueden ser las de la guerra. En la guerra decidimos cosas que no son justas. Por eso no conviene dar la voz a las víctimas; por eso, naturalmente, el derecho consiste básicamente en no dejar que las víctimas se tomen la justicia por su mano. En que además la víctima no decida qué es lo justo y qué es lo injusto, porque probablemente no va a decidir bien.

¿En qué consiste precisamente eso que llamamos derecho? Yo creo que consiste en haber tomado ya siempre ciertas decisiones mediante las cuales, libremente, nos prohibimos ciertas cosas. Por ejemplo, nos prohibimos pasar a cuchillo a poblaciones enemigas; nos prohibimos esclavizar a otros seres humanos; nos prohibimos la tortura; nos prohibimos toda una serie de comportamientos que, en efecto, erosionarían la propia condición humana.

¿En qué consiste el capitalismo? El capitalismo consiste, como he dicho en la primera parte de mi intervención, en un permanente proceso constituyente. Un permanente proceso constituyente es un permanente proceso destituyente. Y en un proceso destituyente, siempre en rebelión contra los límites, es muy necesario establecer límites. Y el establecimiento de esos límites pasa por el hecho de que en una constitución, por ejemplo, nos prohibamos ciertas cosas. Nos prohibamos esencialmente el canibalismo, el comernos los unos a los otros.

El capitalismo es absolutamente incapaz de ponerse límites a sí mismo, y por eso el capitalismo es incompatible con el derecho; con esa combinación de democracia y de derecho que llamamos Estado de derecho. La ley de la naturaleza, la ley de la guerra, la ley del hambre, la ley de los procesos permanentemente destituyentes es incompatible con el establecimiento de eso que los corderos reclaman a los leones, de eso que los débiles exigen a los fuertes.

Y yo creo que es muy importante entender eso que nos explica indirectamente Calicles, en disputa con Sócrates; es decir, el hecho de que, en efecto, el derecho es algo que han hecho los débiles para que no se los coman los fuertes, que el derecho es algo que han hecho los corderos para que no los devoren los leones.

Naturalmente sabemos que vivimos en un mundo muy duro en el que casi siempre ha ocurrido esto –bajo el capitalismo, por razones particulares-, en el que esos límites no limitan nada o casi nada, se convierten en puros flatus vocis, en puras fórmulas verbales, en instituciones ineficaces, incapaces de imponer esos límites a los leones, de imponer esos límites a los poderosos.

En cualquier caso, conviene recordar una y otra vez que no se trata de rebelarse contra el derecho, sino de reconocer más bien que la rebelión es la fuente de todo derecho. La rebelión contra la naturaleza, la rebelión contra los leones, la rebelión contra los poderosos, es la fuente de todo derecho. Y si finalmente los poderosos no cumplen las leyes, no se ajustan a los límites que les han impuesto los débiles rebelión tras rebelión, eso no debe impedirnos reconocer que esas leyes, esos derechos, no los ha producido el león. Los hemos producido nosotros, en rebelión contra los leones. En rebeliones sangrientas, que han costado muchas vidas humanas a lo largo de los siglos. No es verdad que el derecho al voto sea un instrumento de dominio de la burguesía. Lo cierto es que el derecho al voto se lo ganaron los revolucionarios franceses con las armas en la mano, y no fue una concesión que hicieron los poderosos a los débiles. Fue más bien todo lo contrario: fueron los débiles armados los que hicieron esa concesión a los poderosos.

Y lo que hay que recordar siempre es que detrás de un derecho, de una verdadera ley, hay un pueblo virtualmente armado. Y si no lo hay, no es una verdadera ley y no es verdadero derecho.

Yo creo que eso es fundamental recordarlo. Yo estoy enteramente de acuerdo con una gran historiadora francesa, Florence Gautier, que es quizá la mejor conocedora de Robespierre y de su legado. Como sabéis, Robespierre en la Constitución de 1793 fue mucho más lejos que las frases que hemos leído en esta sala tomadas del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Porque no se limitó a reconocer que en un caso extremo se tenía el derecho a la rebelión. Robespierre, en el año 1793, en esa maravillosa constitución que nunca entró en vigor porque Thermidor se lo impidió, decía cosas como esta:

“Toda ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre es esencialmente injusta y tiránica. No es de ningún modo una ley”.

Yo creo que esto es muy importante, para no equivocar ley con derecho, para no equivocar lo que es una manipulación del derecho interesada por parte de los leones con lo que es verdaderamente una ley. En esto, además, Robespierre es enteramente ilustrado. Kant lo demuestra en páginas bellísimas, demuestra cómo solamente las leyes que cumplen ciertas condiciones formales son verdaderamente leyes.

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Dice por tanto que una ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre no es de ningún modo una ley. Y dice también:

“La resistencia a la opresión es la consecuencia de los demás derechos del hombre y del ciudadano. Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros es oprimido; hay opresión contra cada uno de los miembros del cuerpo social cuando el cuerpo social es oprimido. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más indispensable de los deberes”. No dice el más indispensable de los derechos; dice de los deberes. Es un imperativo, un imperativo casi moral, como el de Kant. Allí donde las leyes no son leyes, donde las leyes violan los derechos imprescriptibles del ser humano, la rebelión no es un derecho, sino un deber.

Y como me queda muy poco tiempo y quería decir algo acerca del último punto del que me correspondía hablar, el relativo a las alternativas post-capitalistas, resumiré muy rápidamente.

Como he escrito otras veces, teniendo en cuenta las características de este capitalismo en permanente rebelión contra los límites, una sociedad post-capitalista debe surgir de un triple impulso: debe ser un impulso revolucionario en lo económico; reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico. Muy brevemente, haré algunas indicaciones de qué entiendo por cada una de estas cosas.

Con el primer punto creo que estamos todos de acuerdo, y tal como he definido el capitalismo muy rápidamente, como ese tren desbocado sin freno de emergencia, el capitalismo no es reformable. El capitalismo no admite reformas. Precisamente porque es una revolución permanente, porque es un proceso constituyente-destituyente ininterrumpido en el que lo originario ontológicamente es siempre el residuo, el cadáver, la destrucción. Y, por lo tanto, la única forma de establecer precisamente un mundo , una sociedad, unas instituciones reformables, es la de radicalmente transformar el capitalismo en otra cosa. El capitalismo, por mucho que nos pretendan engañar, no puede reformarse a sí mismo; solamente puede afirmarse a sí mismo a escala ampliada y, por lo tanto, con una escala de destrucción siempre mayor.

Precisamente, una sociedad que se ha librado ya del tren desbocado sin freno de emergencia a través de una revolución económica, es por primera vez una sociedad en la que las instituciones pueden ser el resultado de decisiones libres, tomadas en condiciones de tranquilidad, al margen de la guerra, al margen de la necesidad de la reproducción de los ciclos biológicos y en la que, por tanto, yo creo que debemos salvar gran parte del bagaje que muchos marxistas llaman derecho burgués. Yo creo que no hay más alternativa al derecho que el no-derecho; creo que no hay más alternativa al habeas corpus que la tortura y la indefensión; creo que no hay más alternativa a la división de poderes, no importa cuántos sean estos –porque en la constitución bolivariana hay más de tres y podemos inventar muchos más- que la voluntad schmidtiana que domina soberanamente el mundo decidiendo sobre la vida y la muerte de los seres humanos. Por lo tanto, lo que hay que hacer es recuperar ese legado que ha nacido en condiciones burguesas, como el teorema de Pitágoras nace en condiciones esclavistas, para que, por primera vez, sea de aplicación universal y real, en un marco en el que, también por primera vez, estas instituciones sean reformables. Porque lo que caracteriza a las instituciones, como a las cosas de usar, es que su vida no es eterna.

Digamos que los comunistas, los marxistas, debemos dedicarnos a interpretar o intervenir en el mundo de tal manera que nos situemos permanentemente entre el peligro de la biología, que es el del capitalismo, y el peligro de la arqueología, el peligro del anquilosamiento o fosilización de las instituciones, que originalmente pueden ser liberadoras pero que pueden tornarse represivas. Y, por lo tanto, estas instituciones deben ser objeto de reforma allí donde estén en peligro de fosilizarse. Por lo tanto, insisto, el impulso emancipatorio debe ser institucionalmente reformista.

Y, finalmente, debe ser conservador en lo antropológico. Hemos empezado por describir un mundo que, bajo el embate del capitalismo, se deshacía de estas tres facultades finitas que habían caracterizado la estancia del ser humano en el mundo, la estancia del ser humano en sociedad, y sabemos hoy mejor que en tiempos de Marx, que en su rebelión contra los límites, uno de los límites que primero cuestiona y que ahora mismo está más claramente cuestionado es el límite precisamente natural. El límite impuesto por la finitud, no ya de los cuerpos humanos, sino de la fuente de todos los bienes, que es la naturaleza. Hay que recordar que Marx, que no vivía en una sociedad en la que hubiera un grado de destrucción ecológica como el que conocemos hoy, recordaba en su Crítica al Programa de Gotha que la fuente de toda riqueza no es el trabajo, sino la naturaleza. La naturaleza en estos momentos está amenazada como nunca, entre otras razones porque hemos olvidado, como decía al principio, que somos seres mortales que dependemos de una naturaleza que, paradójicamente, ha acabado por depender de nosotros.

Conservadores antropológicos quiere decir, por tanto, conservadores de ese límite que nos impone la naturaleza, pero quiere decir también conservadores de los cuerpos, que se caracterizan por ser frágiles.

Esto quiere decir que la Ilustración, que yo siempre he defendido, debe considerar dos aspectos: uno, el hecho de que somos sujetos de razón; y el otro, el hecho de que la razón no se proporciona sus propios contenidos. Uno de los contenidos con los que limita la razón es, precisamente, el hecho de que somos cuerpos, el hecho de que nos vamos a morir. Y, por tanto, la necesidad de cuidarse recíprocamente. Somos sujetos de razón y somos objeto de cuidado.

En este sentido, una sociedad post-capitalista tiene que articular todas las instituciones y mecanismos que garanticen que los cuerpos van a ser objeto de cuidado. Esto naturalmente implica una revolución económica que, al mismo tiempo que garantiza ciertos servicios públicos, en términos de educación, de sanidad, etc, garantiza también un universo antropológico en el que los seres humanos podamos mirarnos los unos a los otros, discutir como sujetos de razón, pero cuidarnos también como frágiles objetos de cuidados.

Muchas gracias..

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INTERVENCIÓN DURANTE EL DEBATE Y TRAS EL TURNO DE PREGUNTAS:

No estoy diciendo que a través de reformas institucionales en el actual marco jurídico se pueda hacer esa revolución económica. He dicho más bien todo lo contrario. Que la revolución económica es la condición para establecer un marco jurídico reformable. He dicho que el capitalismo es irreformable y que, por lo tanto, sólo una revolución económica, puede darnos acceso, franquearnos, un marco jurídico reformable, donde habrá –por supuesto- espacio para esa creatividad a la que se refería el último compañero en intervenir. A partir de un presupuesto que, en todo caso, a mí me parece importante señalar: no creo que se hayan inventado alternativas al Derecho, salvo el no-Derecho. No hay un más allá del Derecho. Hay muchas formas de concebir una verdadera ley, que se ajuste a lo que entendemos como justicia, y creo que hay ya buenos inventos. La rueda es un buen invento; el arado es un buen invento; y creo que el habeas corpus es un buen invento, creo que la separación de poderes es un buen invento, y me pregunto por qué tenemos que renunciar a un legado que es aprovechable una vez nos desembaracemos de esa maquinaria que está permanentemente haciendo puré todas las diferencias.

Hay algo que me parece muy interesante en lo que ha dicho el compañero, y es precisamente aquello que, de alguna manera, determina que el capitalismo no sea reformable. Es el hecho de que lo que lo hace incompatible con la democracia es precisamente la libertad. He tratado de explicar durante mi intervención que la democracia y el Estado de Derecho consiste precisamente en haber tomado ya ciertas decisiones, en haberse prohibido libremente ciertas cosas que son recogidas en constituciones, en leyes, etc. La escritura es un gran avance de la humanidad. Yo no creo que debamos retroceder de la escritura; no creo que haya un más allá jurídico de la escritura. Precisamente, el paso en la evolución humana de la arbitrariedad a la ley tiene que ver con el conocimiento de la escritura. Cuando las leyes son recogidas por escrito se vuelven públicas y, por lo tanto, de alguna manera, se vuelven vinculantes también para el poder.

Lo que me parece que convierte en irreformable el capitalismo es precisamente que se reproduce a fuerza de aumentar las libertades y no de reprimirlas. Tú has puesto un ejemplo extraordinario. Una Constitución como la española, que al mismo tiempo que reconoce toda una serie de derechos, los invalida añadiendo uno más: basta que tú añadas el derecho a que nos comamos los unos a los otros para que el derecho a conservar el cuerpo, el derecho a la alimentación, el derecho a los cuidados quede enteramente invalidado. El problema del capitalismo –y por eso, además, no sólo se confunde con la naturaleza, sino que se propone a sí mismo en términos de libertad superior- es el de esa libertad de la que hablaba Karl Polanyi en 1948, la libertad de explotar a los otros, la libertad de impedir que los otros disfruten de cuidados médicos, la libertad para obtener ganancias desmesuradas sin prestar un servicio a la comunidad, la libertad para impedir que las innovaciones tecnológicas sean usadas con una finalidad pública o la libertad para beneficiarse de las calamidades y las catástrofes para obtener una ventaja privada. Basta, en efecto, con añadir una libertad más en esa constitución en la que nos hemos prohibido ciertas cosas para que de pronto todos los derechos que esa misma constitución reconoce queden invalidados. No puedes reconocer el derecho a la vivienda o a la sanidad o a la educación y, al mismo tiempo, reconocer el derecho de los empresarios a privatizar todas aquellas cosas que una vez privatizadas dejan de ser derechos, dejan de ser bienes de acceso común.

Insisto, creo que es muy importante no tirar el bebé con la bañera. Es necesario cambiar los fundamentos económicos sobre los que se basa esta sociedad para establecer un marco jurídico reformable. Y entretanto -yo creo que lo ha explicado muy bien Enrique Santiago- lo que ha habido a lo largo de la historia han sido luchas muy fuertes también en el ámbito jurídico. Yo se lo agradezco profundamente, porque creo que son intervenciones como las de Enrique las que nos ayudan a proveernos de instrumentos para defendernos en este contexto social. Lo que ha explicado es cómo, de pronto, frente a ese Derecho Internacional Humanitario, los leones empiezan a modificar o a introducir legislaciones que conculcan el DIH. Hay una lucha, hay un combate. Todos esos derechos originados en la fuente soberana de la rebelión son, naturalmente, cuestionados no solamente a través de bombardeos, como hemos visto en Libia, en Afganistán, en Iraq, sino también a través de dispositivos legales que, precisamente, desmienten o invalidan los derechos adquiridos por la humanidad en una larga lucha que ha costado muchos sacrificios.

Respecto del 15-M, de la misma manera que para mi fue una enorme y esperanzadora sorpresa lo que ocurrió, a partir del 17 de diciembre del año 2010, primero en Túnez, luego en Egipto, luego un poco por todo el mundo árabe, también lo ha sido el 15-M. Sobre todo, por un motivo. Yo creo que lo que descubre el 15-M a los ojos de una cierta izquierda de formación clásica (yo no soy militante, pero en estos momentos podría estar militando perfectamente en dos o tres partidos en cuyas señas de identidad me reconozco) es que todos nuestros análisis en términos de contradicción definitiva entre condiciones objetivas (en medio de una crisis salvaje que va haciendo retroceder cada vez más derechos laborales y derechos políticos adquiridos a lo largo de décadas, de siglos de luchas), es que nuestros análisis, digo, en torno a la contradicción entre esas condiciones objetivas y una subjetividad que parecía, después de la II Guerra Mundial, definitivamente formateada a partir de lo que Pasolini llamaba en los años 70 el hedonismo de masas, el acceso fácil a mercancías baratas, la televisión, las nuevas tecnologías, etc., no eran del todo acertados. De pronto, el 15-M lo que descubre es que, de la misma manera que no se puede reprimir permanentemente a un pueblo, tampoco se le puede sobornar permanentemente. Y que había ahí debajo, como el doble fondo en los sombreros de los prestidigitadores, una subjetividad escondida cuyo malestar ha estallado, eso sí, en las condiciones prefijadas por lo que ha sido la historia del estado español en los últimos años. Es decir, en condiciones en las que sólo se puede expresar una enorme desconfianza hacia los partidos existentes, hacia las instituciones, etc. Creo que el 15-M tiene un gran poder deslegitimador pero, de momento, es incapaz de construir contra-hegemonía. Habrá que buscar alguna estrategia, porque, lo que está claro, tal y como ha explicado Enrique Santiago, es que la confrontación es inevitable, y tenemos que prepararnos para esa confrontación. En todo caso, lo que yo no haría, en nombre de una desconfianza que yo creo que está bien fundamentada frente a estas instituciones y esos partidos, es desconfiar de algunos mecanismos que hemos conquistado y que tienen que ver con la democracia.

La verdadera potencia del 15-M, como la verdadera potencia de las revoluciones árabes, es el hecho de que precisamente en el momento en que la democracia retrocede, se desprestigia, se viola o se erosiona en todo el mundo; allí donde cada vez se pueden permitir menos democracia las potencias capitalistas en los propios centros desarrollados capitalistas, de pronto hay movimientos populares que lo que hacen es convertir la democracia en un concepto verdaderamente subversivo, cargado con una potencia subversiva inimaginable, porque lo que hace es precisamente desacreditar y deslegitimar instituciones detrás de las cuales está quien verdaderamente gobierna, como confesaba hace poco en la BBC un broker de la City londinense, Alessio Rastani, quien se

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felicitaba de que la crisis le estuviera dando tantas oportunidades para ganar más dinero que nunca y recordaba quiénes gobiernan realmente, que no son los gobiernos, sino Goldmann Sachs, los mercados financieros, las agencias financieras, etc.

Yo creo que en estos momentos el término democracia para un comunista tiene un valor como no había tenido nunca a lo largo de la historia. Creo que es el momento precisamente de considerar desde el comunismo que la democracia como concepto puede ser el motor de una transformación y no un efecto colateral deseable que, en lo que ha sido la tradición de las últimas décadas, finalmente casi nunca llega a producirse.

Y llegamos finalmente a lo más complicado, porque sabéis que yo he sido de alguna manera el causante o el detonante de una polémica que me ha hecho sufrir muchísimo sobre Libia, la OTAN, etc. en la que, muchas veces con menos buena fe de la que yo hubiera deseado, se han malinterpretado intencionadamente mis palabras.

Creo que Enrique Santiago ha dicho una cosa muy importante, que describe perfectamente lo que yo he querido expresar en mis artículos: cómo el derecho sacrosanto a la rebelión contra un tirano homicida ha sido utilizado por un aparato criminal de guerra al servicio de las multinacionales capitalistas; pero en un contexto, en cualquier caso, distinto al de otras intervenciones de la OTAN. Lo que no podemos hacer es creernos que siempre pasan las mismas cosas y de la misma manera.

En cuanto a las alianzas a las que se refiere Carlos Alberto Ruiz, en este caso se trata, sí, del abrazo del oso. Todo lo que toca la OTAN lo envenena. Vemos en qué se está convirtiendo ya el CNT; hemos asistido al linchamiento ignominioso de Gadafi, que espero que conduzca a sus autores -que son no solamente los ejecutores directos en Sirte, sino obviamente, todos aquellos que la han apoyado con bombardeos y declaraciones- ante un tribunal. Y si no, como hay pocas esperanzas de que sean juzgados, habrá que hacer como estamos haciendo en el caso de José Couso y en otros, habrá que presionar para que así ocurra.

Pero me parece que hay algo que no hemos acabado de comprender. No vivimos ya en el mundo en el que vivíamos hace 10 meses. La OTAN no es una instancia de poder homogénea. Hay nuevos actores regionales, como Arabia Saudí, como Qatar, como Turquía. Estados Unidos ha tenido un papel muy periférico en la intervención de la OTAN en Libia, mientras que ha habido otros actores que han aprovechado, como Sarkozy, para re-prestigiarse en una zona del mundo muy convulsa donde había perdido todo su prestigio después de haber apoyado a Mubarak y a Ben Alí hasta el final. Donde además hay toda una tentativa clara, no solamente de apropiarse de recursos energéticos que ya tenían, sino también de meter una cabeza de puente o una punta de lanza entre Egipto y Túnez, dos países que están haciendo procesos de cambio importantísimos a nivel regional: no podemos separar lo que está ocurriendo en Libia de lo que está ocurriendo en todo el mundo árabe.

No se trata tanto de negar que esas alianzas tengan sus efectos. Se trata sencillamente en estos momentos de describir toda una serie de hechos que se dan de patadas entre sí y con los que tenemos que vivir muy incómodamente. Yo en ese artículo que produjo tanta polémica enumeraba algunos. Y creo que hay que enumerarlos todos. No podemos partir de uno solo para negar todos los demás. Hay que decir que hubo una revuelta popular, que está perfectamente documentada; que Gadafi era un sangriento dictador y también está perfectamente documentado; que la OTAN es una maquinaria infernal de crimen y guerra, lo que también está perfectamente documentado; que esa revuelta popular fue inmediatamente infiltrada por oportunistas del antiguo régimen, por liberales que volvieron de Estados Unidos, y luego también por islamistas entrenados en Afganistán, que fueron los que dieron un poco de disciplina militar a un montón de jóvenes que aprendieron a usar las armas sobre la marcha, en condiciones dificilísimas. Y que, además, se olvida que ha habido, por ejemplo, una intervención importantísima de los bereberes de Nafusra, que constituyen el 10% de Libia y que son los que decidieron realmente la batalla de Trípoli. Con todo esto tenemos que vivir. ¿Y qué hacemos? ¿Negar que la alianza con la OTAN envenena todos estos procesos muy probablemente? ¿O negar que hubo una revuelta popular? ¿O negar que Gadafi era un sangriento dictador? Yo creo que tenemos que tratar de pensar qué hacemos con todo eso a partir de ahora.

Y a partir de ahora – el 31 de octubre acabó la misión de la OTAN- nos encontramos con una serie de países en el norte de África implicados en procesos de cambio importantes, procesos que están siendo, de una manera u otra, todos ellos cooptados, secuestrados o gestionados ya por las potencias occidentales, y lo que habrá que hacer es, precisamente, apoyar a nuestros afines sobre el terreno, que los hay: a la izquierda tunecina, a la izquierda egipcia, y a los rebeldes que en Libia dejen clara su posición contraria a un tutelaje occidental. Apoyarlos con todas nuestras fuerzas para que no se apoderen del norte de África y no se apoderen de estos procesos de cambio que creo tienen una relevancia internacional que desde Europa y desde América Latina a veces no se han visto en toda su profundidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

21-09-2011

Una Ilustracion verosímilIlustración y fragilidad: la defensa de las cosas

Santiago Alba RicoRebelión

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Texto de la intervención del autor en las jornadas sobre Ilustración celebradas en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense en mayo de 2010.

En 1932, en su novela quizás más famosa, La marcha Radetzky, el escritor austriaco Joseph Roth escribía:

"En aquel tiempo, antes de la Gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con lentitud y circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa al ver el solar vacío. Así eran entonces las cosas. Todo cuanto crecía, necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos, de la misma forma que hoy se vive para olvidar rápida y profundamente" [1] .

Esta experiencia de “vivir para olvidar rápida y profundamente” es de alguna manera también el tema del último cuento que escribió Franz Kafka en 1924, pocos meses antes de morir. Josefina la cantora o el pueblo de los ratones describe, en efecto, la vida cotidiana de una comunidad “atareada y olvidadiza” cuyos miembros se azacanean sin descanso por los pasillos y corredores de su madriguera, siempre amenazados, siempre hambrientos, arrebatados por una loca actividad, en estado de permanente emergencia. Como ratones que son, la supervivencia de la comunidad depende de que no se distraigan ni un segundo; no tienen tiempo ni para el juego ni para el arte; están tan ocupados en reunir alimentos y cerrar todas las grietas y rendijas que ni siquiera tienen tiempo para criar a sus niños, los cuales crecen tan deprisa que, antes de que se den cuenta sus padres, están ya corriendo también a su lado, profusamente dispersos por todas las galerías. Privados de escuelas y de maestros, desprovistos de asambleas y tribunas, una generación sucediendo a la siguiente sin posibilidad de distinguirlas “a causa de su cantidad y su premura”, el pueblo de los ratones carece de una “verdadera infancia” y precisamente por eso -dice el narrador- “vivimos en una inagotable e inarraigable niñez” al mismo tiempo que en una “prematura y fatigada senilidad”. Simultáneamente niños y viejos, el correr y discurrir y pasar de los ratones es el del tiempo mismo que los devora, el de la inmanencia líquida por la que se precipitan sin aliento.

Pero hete aquí que, en medio de este infatigable trajín, Josefina se detiene en un recodo, hincha el pecho y rompe a cantar. Y entonces, de pronto, todos los ratones interrumpen sus ocupaciones y se reúnen a su alrededor para escucharla; no importa lo que estén haciendo en ese momento, no importa la urgencia ni la relevancia de sus tareas, no importa tampoco el peligro que esta suspensión entraña: sin saber muy bien por qué, todos se paran, arriman sus cuerpos y tienden el oído en religioso silencio. ¿Por qué -por qué- se paran? ¿Canta tan bien Josefina? ¿Es siquiera cantar lo que ella hace? Porque Josefina es un ratón y se expresa como un ratón; aunque está convencida de las excelencias de sus “coloraturas operísticas”, el sonido que sale de su boca es, en realidad, “un simple chillido”, un “vulgar chillido” que -si acaso- se distingue del de sus congéneres por su “delicadeza y debilidad”. Y sin embargo, cada vez que Josefina frena su carrera, adopta la pose del bel canto y eleva su chillido ratonil sobre el bullicio de los otros gritos, el pueblo de los ratones -uno por uno y todos a la vez- suspende inmediatamente toda su actividad, forma un corro o una plaza y se mantiene inmóvil y silencioso, unido por un instante en una “extraña liberación de sí mismo”. Josefina chilla exactamente igual que los otros ratones, de una manera tal vez más afectada o presuntuosa y agravando además la vulnerabilidad de todos, pero “juro” -dice el narrador- que no quisiéramos, por nada del mundo, faltar a estos conciertos”.

El final del cuento es trágicamente previsible. Un día Josefina, que ha amagado a menudo su retirada para tratar inútilmente de mantener en tensión a su público, desaparece en las pasadizos, como cualquier otro ratón, y no deja más huella en la memoria que este último recuerdo, materializado en el relato, que el narrador no podrá tampoco conservar por mucho tiempo:

“Josefina, libre ya de los afanes terrenos, se aleja jubilosamente en medio de la multitud innumerable de los héroes de nuestro pueblo, para entrar muy pronto, como todos sus hermanos, ya que desdeñamos la historia, en la exaltada redención del olvido” [2] .

El cuento de Kafka, que puede leerse como una reflexión sobre la infundamentada autenticidad del arte (el de un acto cotidiano enmarcado en una ceremoniosa solemnidad), explora también el enigma de la victoria social sobre el tiempo. ¿Por qué se paraban los ratones? Esta pregunta, estribillo casi de la narración kafkiana, solapa otra cuya respuesta es necesariamente tautológica:

¿Para qué servía el canto de Josefina?

Precisamente para pararse.

¿En qué se distinguía el canto de Josefina?

Precisamente en eso; en que paraba al pueblo de los ratones.

Parémonos también nosotros un instante y comencemos desde otro recodo.

La producción de imágenes manufacturadas, que permite separar el cuerpo de su doble visual, introduce en nuestra conciencia una cenestesia de caducidad permanente que no ha producido ella. Quiero decir que este acto, esta mañana de abril, no es más que una vieja película -como la propia filmación demostrará- de la primera década del siglo XXI. Nuestros vestidos son de época, nuestros muebles son de época, nuestro propio lenguaje es ya un lenguaje de época. Nos levantamos por la mañana y nos ponemos nuestros

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pantalones de época, cogemos nuestros transportes de época, acometemos nuestros saludos, nuestras ceremonias, nuestros rebuscados ademanes de época. Nos disfrazamos de hombres y mujeres del año 2011. Nuestros cuerpos están aquí y nuestras imágenes, sueltas, emancipadas, multiplicadas, circulan por todo el mundo, más verdaderas y quizás más valiosas que nuestros cuerpos, pero en todo caso demostrativas de un anclaje un poco ridículo en un tiempo -mientras las contemplamos- ya superado por el propio tiempo.

No podemos engañarnos. Somos hijos de nuestro tiempo, somos fruto de nuestra historia. Chesterton bromeaba sobre ese capataz esclavista que se habría justificado a sí mismo razonando que había nacido demasiado pronto para cuestionar la esclavitud, pero que estaba dispuesto a esperar unos cuantos siglos para volverse -con arreglo también a los tiempos- encendido defensor de la igualdad y la libertad de todos los seres humanos. El capataz de Chesterton es un oxímoron viviente, una de esas paradojas mediante las cuales el escritor católico se burlaba del relativismo: si uno sabe que es hijo de su época, ¿no puede rebelarse contra ella? Si uno sabe que es hijo de su época, ¿no puede ser también, precisamente por eso, hijo de la razón, hijo de la justicia, vástago de -pongamos- la dignidad humana? ¿Descendiente de un tiempo pasado o futuro, de un tiempo mejor?La conciencia de ser hijos de la época, que las imágenes manufacturadas inscriben bajo nuestra piel, es lo propio de nuestra época; ese sabernos atrapados en el tiempo, efecto también de la Ilustración, es una de las características de nuestro tiempo. ¿Qué contenido tiene, pues, una época que se sabe de época, un tiempo consciente de su permanente solubilidad en el tiempo? ¿De qué está lleno el tiempo del relativismo histórico?

El pensamiento 525 de Pascal dice: "Montaigne no tiene razón. La costumbre no debe ser seguida más que porque es costumbre y no porque sea razonable o justa; pero el pueblo la sigue por esta sola razón, que la cree justa. Si no, no la seguiría más, aunque fuera costumbre, pues no quiere sujetarse más que a la razón o a la justicia" [3] . De todos los pensamientos de Pascal, éste es quizás uno de los más profundos y, por desgracia, de los menos efectistas. En él, por una parte, se nos advierte contra las aporías del relativismo: si sólo para mí mi religión es verdadera, es que no tengo religión. Las costumbres se siguen sólo por eso, porque son costumbres, en virtud, pues, de leyes completamente ajenas a la verdad y a la libertad; pero hay que creerlas verdaderas para que sigan comprometiéndonos. Tenemos que convencernos de que somos nosotros las que las hemos elegido a ellas y no ellas a nosotros y que las hemos elegido, además, por la cantidad de razón y de justicia que contienen. Pero así -y ésta es la segunda lección a extraer-la razón aparece siempre en el horizonte del comportamiento humano como el único valor que, incluso cuando encubre otras tiranías y otras leyes, obliga realmente a los hombres. Hagan lo que hagan, incluso en sus manifestaciones más extremas, o más intolerables, los hombres quieren ser justos y razonables. Como es la costumbre la que se defiende, y los otros también defienden las suyas, el fanatismo, la guerra, la violencia -imposibles si no se las creyera razonables- definen las relaciones entre las culturas; pero como se las cree razonables, y se busca la razón a través de ellas, todavía es posible cambiar de costumbre; es decir, mientras se someten al mismo tiempo a la costumbre y a la razón, los hombres siguen siendo susceptibles de persuasión: se les puede convencer. Existe, al menos, la conversión. En este sentido, Montesquieu recordaba el papel sucedáneo que cumplían las costumbres en tiempos de crisis; ejercían algo así como de razón interina o de guardia, conservaban al menos la sombra de lo justo y lo verdadero a la espera de que las Luces y con ellas la mayoría de edad se impusieran entre los hombres (y cabe ver en el actual retroceso a la premodernidad casi una tentativa atroz de remendar con liturgias, ceremonias, neurosis colectivas, una razón maltrecha).

¿Qué ocurre -siguiendo a Pascal- en una época que se sabe hija de si misma, consciente de que las costumbres se siguen con independencia de la verdad o justicia que contengan? ¿Se pueden seguir las costumbres sólo porque son costumbres? ¿Se puede vivir sin costumbres? La conciencia de estar atrapados en nuestro tiempo, ¿cumple paradójicamente el sueño ilustrado de la mayoría de edad y su victoria sobre las tradiciones, sobre las supersticiones, sobre “el peso de las generaciones muertas”, por decirlo con Marx? Somos hijos de nuestro tiempo y somos hijos de este sabernos hijos de nuestro tiempo, y es así como en las sociedades capitalistas hiperindustriales se ha abierto un hueco o un bostezo, esa distancia “irónica” que, de Nietzsche a Liotard, se ha identificado con la postmodernidad.

Todas las sociedades han conocido zonas, por así decirlo, de prevaricación antropológica: seguir una costumbre a sabiendas de que no tiene ninguna relación con la verdad ni con la justicia. Entre las clases altas del Ancien Regime y enseguida, tras la expansión del capitalismo y de la confección industrial, en todas las clases sociales, la moda representa el ejemplo más acendrado de “prevaricación” cultural, al menos en occidente: seguir la moda es sencillamente seguir los tiempos, declarar la voluntad de seguir a los tiempos hasta el final, vestirse -por así decirlo- de tiempo desnudo, y si se impone dictatorialmente lo hace al margen de la fuerza y al margen del deber moral. Es un culto fanático a la historia; una aceptación gozosa de los dictados de la época. La moda entraña una actitud pueril con la que podemos mostrarnos indulgentes: todas las sociedades deben reservarse espacios para la puerilidad. Pero, ¿qué pasa cuando la prevaricación antropológica se extiende, desde el campo de la moda, a la religión, el arte, la política, la ciencia, la cultura en general? ¿Se puede concebir una sociedad de prevaricación generalizada que, al mismo tiempo, que convierte todo en costumbre, no puede ver en las costumbres otra cosa -y es consciente de ello- que dictados de los tiempos, imposiciones de la época? ¿Una sociedad -exageremos- que considera el teorema de Pitágoras una costumbre griega y los derechos humanos una costumbre occidental y que, al mismo tiempo que condesciende a todas las costumbres por igual, no puede ni quiere justificar ninguna?

La prevaricación antropológica se puede concebir también, por utilizar la expresión de Celia Amorós, como una deriva perversa de la ilustración: la lucha contra las costumbres (y las supersticiones) se habría traducido en la victoria sobre la verdad espectral que ellas contenían, sobre la justicia vectorial que albergaban, pero no sobre las costumbres mismas, las cuales, bien al contrario, se multiplican sin descanso, sin necesidad de justificarse, al margen de toda objeción racional, reclamando tolerancia desde todos los ángulos. Costumbres, pues, sin adhesión fiduciaria, sin pretensiones de verdad o de justicia, como la minifalda o el juego de la brisca: un estado general, por tanto, de “minoría de edad culpable”, por decirlo con Kant, en el que la prevaricación antropológica, como actitud vital y nueva subjetividad, voltea por completo el concepto de “cultura”.

¿De qué se llena -quién llena- un tiempo sólo lleno de actos plurales de sumisión voluntaria al tiempo? ¿En qué mundo discurre? Precisamente en ninguno. Eso es lo que señala con enorme perspicacia el filósofo Gunther Anders en la introducción a su libro Hombres sin mundo cuando aborda con ceñuda irritación la cuestión de la “tolerancia” y el “pluralismo” de nuestra época: que eso que yo he llamado aquí “prevaricación antropológica generalizada” es en realidad un acosmismo:

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“Con la expresión “hombre sin mundo” hago referencia al hombre en la época del pluralismo cultural; a ese hombre que, por participar a la vez en muchos, demasiados mundos, no tiene un mundo determinado y, por tanto, no tiene ninguno”.

Y añade:

“(…) forma parte de la esencia del pluralismo permitir algo considerado falso; que la verdad del pluralismo consiste, en último término, en no tener ningún interés por la verdad o, más exactamente, en no tomar en serio la pretensión de verdad de la posición tolerada (y, a la postre, tampoco de la propia)”.

La tolerancia, interpretada como indiferencia frente a la verdad y/o la justicia de una proposición o una acción, convierte todos los compromisos mundanos del hombre -la religión, la política, el arte- en simple “cultura”, con la consiguiente degradación también de este concepto, entendido ahora en el sentido de pura disolución del gesto en su propio tiempo, de asunción consciente y alborozada de la propia época y todos sus contenidos. Todo, por así decirlo, imita a la moda; todo es, como en el pueblo de los ratones de Kafka, “niñez inarraigable” y “senilidad fatigada”. Ahora bien, como asimismo observa Anders, esta “tolerancia” y “pluralismo”, tan profundamente anti-ilustradas, así como el acosmismo que los acompaña, no son “fruto de la época” sino de la base material que la define:

“El hecho de que nosotros, generosos o tolerantes o sin carácter o indiferentes o, incluso, con entusiasmo, estemos dispuestos a decir sí de manera indistinta a todo, no es primordialmente un hecho espiritual sino comercial. Somos tolerantes e indiferentes, etcétera, porque cada objeto, sea lo que represente (incluido cualquier “dios”), por su carácter de mercancía, exige el mismo derecho a disfrutar, o a ser igualmente válido y, por tanto, in-diferente” [4] .

Es la propia lógica material, económica, de la comparecencia de los fenómenos en el marco de un mercado que absorbe y delimita ahora todo lo ente, natural y artefacto, al mismo tiempo que aumenta sin cesar la velocidad de su renovación en el espacio, la que opera una radical desontologización del mundo. Digamos que el hegelianismo melancólico postmoderno -la razón que, en su despliegue, en lugar de alcanzar su autorrealización, se niega a sí misma desde dentro- es inseparable del proceso material por el cual la generalización de la forma mercancía ha acabado por impedir la constitución misma de los objetos. Merced a su propio movimiento destituyente, el capitalismo impone un acosmismo, aboca al ser humano a una existencia fuera del mundo, en ningún mundo, ni posible ni imposible. Las citas de Roth y Kafka con las que arrancan estas líneas se inscriben precisamente en una situación de guerra, porque la guerra es ese estado de emergencia en el que el espacio -el hueco entre los cuerpos- es devorado por el tiempo; es decir, por los ciclos puros de la reproducción biológica, por la inmanencia rápida de la subsistencia apeiron. La guerra es un acosmismo; el capitalismo -como estado del alma y como estado del mundo, por citar de nuevo a Kafka- es en realidad una guerra. Cada mercancía es una llamada a la destrucción. A lo largo de la historia, el hombre ha vivido en distintos tipos de sociedades deficitarias; sociedades descritas a posteriori por aquello que les faltaba o no habían alcanzado todavía: sociedades sin escritura, sin agricultura, sin Estado, sin amor, sin libertad, sin hierro o sin petroleo: pero es la primera vez en la historia de la humanidad en que una sociedad vive sin cosas.

Pero, ¿qué es lo que define a las cosas? ¿Por qué no podemos vivir sin ellas? Las reconocemos al menos por tres rasgos:

1. Las cosas se paran, nos paran: son paradas, y lo son porque duran lo bastante para mirarlas y porque constituyen altos en el camino. Son la trascendencia mínima y máxima de un mundo que, de otro modo, permanecería sumergido en la pura energía de su impulso; son grumos de tiempo que frenan y rompen el flujo temporal o se lo revelan a las manos y a los ojos (revelando al mismo tiempo la existencia de las manos y del ojo). Las cosas, en este sentido, definen el campo de lo visible por oposición al de lo comestible. Y por eso, la Josefina de Kafka es también una cosa; al pararse, se convierte en cosa y convierte en cosas a todos los que la escuchan.

2. Las cosas constituyen depósitos materiales de memoria individual y colectiva. Son, por así decir, la materialización del pasado delante de nuestros ojos. Naturales o artefactas, pertenecen al tiempo narrativo (por oposición al digestivo) y nos cuentan una historia. Una montaña es una catedral que ha crecido sola en un determinado terreno; una catedral es una montaña que han construido los hombres en determinadas condiciones; y ese terreno y esas condiciones -junto con todas las intervenciones adventicias, senderos y huellas- se relatan en la disposición y altura de sus piedras. Por eso mismo, las cosas pueden contar una historia falsa, un relato amañado o tramposo o sencillamente metonímico: es lo que Freud y Marx llaman fetichismo. Pero las cosas son también manuales de fabricación: una silla nos cuenta no sólo de dónde ha venido y en qué condiciones se ha hecho sino también cómo se hace una silla, de manera que a partir de un solitario ejemplar, abandonado en el mundo y encontrado dentro de un millón de años, un superviviente podría reproducir sillas y sillas sin necesidad de instrucciones. En ese sentido, las cosas no sólo son pasado materializado sino también futuro anticipado; no sólo memoria del trabajo sino también condición de nuevos trabajos; no sólo recuerdo en cuero o en mármol sino también en marcha.

3. Pero cosa es también todo aquello que se rompe y que tarde o temprano no se puede ya recomponer; todo lo que está desprotegido, todo lo que requiere cuidados, todo lo que se vuelve irreemplazable con el paso del tiempo y cuya ausencia, por eso mismo, deja también una especie de cosa intangible y triste en su lugar. La silla que me ha soportado tantos años, el libro, el jarrón, el mar, la tierra misma, condición de todas las demás, son cosas. Un niño y un amado son cosas. Y nos guste o no, en la medida en que somos cuerpos y estamos a merced de todos los otros, los seres humanos somos también cosas. Ser cosa, convertirse en cosa -como en el ejemplo de Josefina- significa subrayar la propia fragilidad y pasar a estar, por tanto, amenazado.

Las mercancías, ¿son cosas? ¿Vivimos en una sociedad de abundancia, como se pretende? El topos del capitalismo no es la plaza sino el pasillo, por el que discurren las mercancías a tal velocidad -al paso de los segundos mismos- que todos los entes se convierten en su eidos; es decir, en puras imágenes y, por eso mismo y paradójicamente, en una eterna exhibición de caducidad temporal, así como en un reclamo publicitario de la próxima destitución objetual. Es la renovación permanente y acelerada de las mercancías -motor de la producción capitalista- la que convierte todos los objetos espaciales en objetos temporales, con arreglo a la

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caracterización que reserva el filósofo francés Bernard Stiegler para los flujos de conciencia regulados desde el exterior por las nuevas tecnologías. Las casas, los coches, las sillas -como las imágenes mismas- se disuelven en fotogramas o notas musicales cuya aparición y desaparición son hasta tal punto simultáneas que no admiten ningún vínculo o compromiso; excluyen en su presentarse mismo toda proceso de simbolización [5] . Si Heráclito decía que “es imposible bañarse dos veces en el mismo río”, su “panta rei” lo ha extendido el capitalismo hasta el delirio: “no es posible sentarse dos veces en la misma silla” (porque, apenas nos levantamos, el mercado ha sustituido la vieja por una nueva, de mejor marca, más sofisticada, de otro color).

Allí donde toda la riqueza sólo puede aparecer bajo la forma mercancía, según la definición de Marx, y donde la mercancía consiste -contra las “trascendencias” que la constituyen materialmente- en una demanda de destrucción (no “úsame” sino “tírame” o “cámbiame por otra”), allí donde el 90% de la producción mundial seis meses después está en la basura y la obsolescencia programada acorta cada vez más la vida de los productos, el trabajo vivo no llega nunca a convertirse en cosa sino que es desde el principio, de antemano y para siempre, sólo residuo. En términos ontológicos, en efecto, el capitalismo no produce objetos sino residuos, hasta el punto de poder decir que las cosas son, en realidad, residuales respecto del residuo; son el residuo de los residuos: lo que sobra al resto en el que ha de convertirse y en el que reside su valor económico.

En estas condiciones, los tres rasgos que aquí hemos asociado a la cosa, son claramente insostenibles. Ni objetos de atención ni objetos de atenciones ni depósitos de memoria, las mercancías destituyen sin interrupción la constitución de esos límites -el mundo mismo- sin los cuales la obra de la razón (y de la imaginación y de la experiencia) son imposibles. La generalización de la forma mercancía ha suprimido los objetos mismos en provecho de una pura rapsodia de sincronías placenteras; las mercancías no “contratan” la mirada y no relatan ninguna historia (ni siquiera la fraudulenta del fetichismo marxista). Pero hay más: la radical fragilización del mundo ha desterrado también, paradójicamente, la idea misma de fragilidad.

Antes la burguesía era propietaria de tiempo materializado y acumulaba, por eso mismo, muchas cosas en sus salones; ahora sólo los pobres conservan algunas pocas con vergüenza y aspiran precisamente a liberarse de ellas. Las cosas han desaparecido. Cuando algo está a punto de convertirse en una cosa, se corre al mercado a cambiarla por otra. Nada se rompe porque todo lo tiramos mientras aún sirve o funciona; nada llega a estar ausente porque no le damos tiempo para estar presente. El mercado capitalista constituye un “hombre nuevo” porque establece un lugar antropológico sin precedentes en el que todo lo existente -todas las criaturas, naturales y artefactas- se pueden reemplazar. De los costes ecológicos de esta ilusión de intercambiabilidad y reemplazabilidad (que se alimenta de recursos finitos y de un planeta diminuto e insustituible) se habla a menudo; lo que no se dice con tanta frecuencia es que, en un mundo sin cosas, en un mundo en el que los humanos no alcanzamos ni siquiera el rango de cosas, en el que nada nunca llega a romperse, todo se puede tratar por igual sin ningún cuidado.

Lo que aquí he llamado “prevaricación antropológica” está inscrito en el paradigma mismo de la así denominada -sin que nadie se estremezca- “sociedad de consumo”: sólo por debajo de cierto nivel de acceso a los mercados -allí donde la pobreza es la regla- sigue habiendo cosas y sigue manteniéndose también esa relación con ellas, universal e individual, que llamamos verdad y biografía. Sólo el mundo antiguo conserva las ideas de “verdad” y “biografía”; y no porque sea “antiguo” sino porque sigue siendo mundo. Sólo allí donde hay todavía “cosas” -y hay que defenderlas- sobrevive también el concepto de justicia. En el ámbito capitalista de la “prevaricación antropológica”, nuestro derecho no es el derecho a la justicia sino el derecho a experimentar -a través del consumo- la justicia y la injusticia como dos placeres indiferentes.

Pero esta “ausencia de mundo” -resultado del exceso mismo- sólo es posible porque la “prevaricación antropológica” consiste, en su raíz material, en “olvidar rápida y profundamente” lo que Josefina, en su condición cósica, deteniéndose y deteniendo a los demás, nos recuerda en su recodo del pasillo: la existencia de la tierra, de la muerte, de la fragilidad de los cuerpos como datos -donées, dones- de la razón finita.

La afirmación de un “sujeto de razón” es inseparable, en efecto, de la comparecencia de un objeto (de cuidados). Que la razón finita, al contrario que la divina, no pueda proporcionarse sus propios contenidos quiere decir que los seres humanos tenemos que aceptar siempre algunos datos; es decir, algunas determinaciones siempre ya dadas, sin las cuales todo contrato social es no sólo imposible sino irrepresentable. Uno de esos datos es la condición cósica del hombre: el hecho de ser -y producir- cuerpos o, lo que es lo mismo, obstáculos en el espacio devorados desde dentro por el tiempo. Sin dioses y sin amos, nos dice la ilustración, todos los seres humanos son igualmente sujetos de razón, pero por eso mismo se reconocen también como igualmente frágiles. Y el mandamiento político ilustrado es, por tanto, doble: razonad como si fueseis más que hombres, cuidaos los unos a los otros porque no hay más que hombres. Tenemos derecho a ser tratados como cosas y este derecho a ser tratados como objetos (de cuidados) es no menos ilustrado, y no menos anticapitalista, que el derecho a ser tratados, en pie de igualdad, como sujetos jurídicos, políticos y sexuales. Y si ocurre que este derecho se convierte en muchos casos en nostalgia de sumisión (de velos islámicos y desnudeces televisivas), una tal “deriva perversa de la Ilustración” obedece precisamente a la fundamental “falta de cuidado” con la que el capitalismo trata a los cuerpos.

El capitalismo, como el cristianismo, es -lo hemos dicho- un acosmismo: niega al mismo tiempo la consistencia y la mortalidad de los cuerpos. Extensión del régimen doméstico al conjunto de la “ciudad” -eso que Aristóteles llamaba tiranía en el orden político y crematística en el económico- el capitalismo sólo puede funcionar como un proceso siempre constituyente, siempre destituyente, incompatible al mismo tiempo con las instituciones y con las cosas. De esa manera, el vacío de dioses y de amos que debía llenarse de igualdades formales y diferencias reales, se pobló enseguida de mercancías o, valga decir, de indiferencia radical. Una ilustración verosímil debe empezar por recordar que sin mínimos antropológicos -datos antepuestos a nuestra intervención: límites u obstáculos, cuerpos y cosas- el deseo “ineducable” -el otro dato del que se ha ocupado aquí Carlos Fernández Liria- opera a velocidad cada vez mayor la radical desontologización y desimbolización del mundo.

En este sentido, la idea de “caña pensante” de Pascal era fundamentalmente ilustrada, excepto porque Pascal introducía ese final hollywwodiano en el que, ya sobre el precipicio, Dios salvaba al ser humano de su propia fragilidad con un gesto verticalmente soberano. Pero no es eso: la idea de un mundo no tutelado -ni por dioses ni por banqueros ni por maridos- es la idea de un mundo de dependencias y cuidados recíprocos. Si los dioses no existen, somos sujetos iguales, sí, pero también cosas (sin reparación,

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sustitución o salvación en otro mundo, ni mercantil ni escatológico) y tenemos por ello que prestarnos atención los unos a los otros. Si los dioses no existen, tenemos que juzgarnos los unos a los otros. Si los dioses no existen, tenemos que convencernos los unos a los otros. Eso es la ilustración, la “mayoría de edad” a la que aspiramos desde hace al menos 4.000 años. Y si esa mayoría de edad es incompatible con la tradición y la superstición, lo es también con el capitalismo, cuyo acosmismo radical devuelve al ser humano a la prehistoria, a esa bruma primitiva -tiempo puro, tiempo desnudo, época ininterrumpida- en la que ni siquiera había “sombras interinas” de la razón: ceremonias, mitos, costumbres, liturgias, religiones.

Apenas se pone en marcha, lo primero que reconoce la razón son sus límites: cuidarse, juzgarse, convencerse recíprocamente. Pero este triple imperativo de la razón finita, siempre amenazado desde la superstición y desde el mercado, siempre a punto de sucumbir a la guerra y sus pasillos, sólo puede protegerse en instituciones cuya libertad se ponga ininterrumpidamente a cubierto de toda decisión posterior, privada o colectiva. Eso es democracia; eso es constitución.

El teorema de Pitágoras no era una costumbre griega, la esclavitud sí, pero frente a ella los esclavos, con independencia de que lo supieran o no, fueron siempre sujetos de razón, como el teorema de Pitágoras era verdadero antes de formularlo. El proceso de liberación de los esclavos es histórico; su condición humana no. Y por eso, a despecho de la pertenencia a la propia época, puede haber “mayorías de uno”, como decía Henry David Thourau contra la “mayoría democrática esclavista”. Y puede haber también situaciones en las que Nadie es la mayoría, hasta que Alguien se atreva a formular -o descubra- lo que siempre ha sido justo. Materialismo histórico quiere decir sencillamente que sólo descubrimos retrospectivamente lo que siempre ha sido así: la igualdad, por ejemplo, de blancos y negros o de hombres y mujeres. Pero una vez que se ha descubierto lo que es justo, ya no puede ser cuestionado; y la única manera de que no sea cuestionado es que se materialice en instituciones sagradas -sagradas no porque procedan de Dios sino porque se sustentan en ese fuera común a todos los seres humanos, en la soberanía tranquila y general de la razón finita. O lo que es lo mismo: en la garantía recíproca de nuestro derecho a ser sujetos sin sujetar al otro y ser objetos sin someterse al otro.

¿Ilustración verosímil? Asamblea, universidad, hospital, tribunal públicos. Todo lo que impida esa humanidad mínima, y todo lo que la amenace, tribu o mercado, religión o modo de producción, debe ser combatido como contrario a la dignidad -y a la supervivencia- del género humano. Por eso, ilustración verosímil, en un mundo sin cosas, en un mundo sin mundo, quiere decir de entrada -revolución económica, reformismo institucional, conservadurismo ontológico- defensa inquebrantable de lo común.

[1] Joseph Roth, La marcha radetzky, Ediciones Edhasa 1989.

[2] Franz Kafka, Josefina la cantora o el pueblo de los ratones, recogido en La Condena, EMECE editores, Buenos Aires 1967.

[3] Blaise Pascal, Pensées, Edition de Seuil, París 1962, pag. 249.

[4] Todas las citas de Günther Anderes peretenecen a Hombre sin mundo, Pre-Textos, Valencia 2007.

[5] De Bernard Stiegler, ver La técnica y el tiempo, Editorial Hiru, Hondarribia 2002; Mécréance et discrédit, Galilée, París 2007; y De la misere symbolique, Galilée, Paris 2005.

14-09-2011

La normalidad, ¿no es una catástrofe?

Santiago Alba RicoAtlántica XXII/La Calle del Medio

“Entelequia”, para Aristóteles, no era una forma de nombrar lo ideal o inexistente. Era, en algún sentido, todo lo contrario: una “ilusión de realidad completa”, el procedimiento mental abusivo en virtud del cual podemos pensar retrospectivamente las cosas como si hubiesen sido desde el principio lo que llegarán a ser sólo al final. Cuando pensamos en Napoléon de niño, por ejemplo, lo imaginamos ya, desde la cuna, dotado de un carácter imperioso y decidido y buscamos en sus pequeñas travesuras infantiles al conquistador de Egipto y al emperador de Europa. Eso es una “entelequia”. Lo mismo pasa cuando pensamos en la crisis de entreguerras que llevó a las matanzas de la segunda guerra mundial. Temblamos al recordar la ascensión de los fascismos sin comprender que eran muy pocos los que en 1922 o en 1933 temblaban ante Mussolini o Hitler. En los años 30 del pasado siglo Mussolini no era Mussolini, encarnación del totalitarismo, ni Hitler era Hitler, representación viva del Mal; tampoco el fascismo o el nazismo eran otra cosa que ideologías legítimas, apoyadas por amplísimos sectores de la población, de cuyo peligro no se percataban ni siquiera -como denunció alarmada la filósofa Simone Weil- los liberales o los comunistas.

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Eso es una “entelequia”: pensar que Hitler fue siempre para todos el monstruo en que lo convirtieron sus crímenes y que el nazismo fue visiblemente, desde el comienzo, la atrocidad que tantos libros y películas han fijado en nuestra memoria como límite demoníaco de la humanidad. Nada de eso. Incluso después de las leyes de Nuremberg, mientras los judíos eran conducidos a campos de concentración, los propios judíos bebían café, abrían sus tiendas, celebraban sus bodas, sucumbiendo a esa ilusión de normalidad que es el umbral, al mismo tiempo, de la normalidad y de la catástrofe. Aún más: incluso los propios fascistas y nazis sucumbían a la misma ilusión; ninguno de ellos -o muy pocos entre ellos- tenían conciencia de ser “fascistas” y “nazis”. Eran hombres y mujeres de su época que aceptaban como buenas o como tolerables o, al menos, como necesarias las medidas racistas y los impulsos liberticidas de los gobiernos que en muchos casos ellos mismos habían elegido. Tengamos mucho cuidado en Europa: nadie nos va a avisar cuando llegue el fascismo porque ni siquiera se va a presentar -sería absurdo- con ese nombre. Tengamos cuidado: no vamos a reconocer al nazismo cuando regrese porque hablará de nuevo, como entonces, de paz y civilización, de valores y moralidad.

Los fascismos europeos del siglo pasado pueden ser definidos como una contrarrevolución radical contra la revolución socialista que desde 1917 “amenazaba” Europa. No podemos establecer un paralelismo exacto entre la crisis de entreguerras y la que estamos viviendo ahora -la derrota del comunismo y la dictadura tecnológica lo impiden-, pero ello no debe llevarnos a ignorar las similitudes. Y hay una a la que deberíamos prestar alarmada atención a fin de que sus consecuencias no vuelvan a sorprendernos completamente desprevenidos. Hoy se prepara también una contrarrevolución radical, una contrarrevolución “preventiva” que combina, como en los años 30 del siglo XX, las leyes, la movilización y la violencia. En el marco de la crisis capitalista y de las resistencias sordas ya efervescentes, esta contrarrevolución implica a gobiernos democráticos, medios de comunicación, grandes multinacionales y organizaciones para-institucionales o militantes. Breyvik, el terrorista de Oslo, es el resultado de esta combinación.

No es una provocación sino una simple constatación: como en el pasado, la Iglesia católica forma parte de esta contrarrevolución, a igual título que las leyes migratorias, las medidas económicas de la UE y el terrorismo ultraderechista. Chesterton tenía razón quizás al señalar la belleza del cristianismo, una religión que exigía a la humanidad adulta inclinarse ante un niño. Pero lo cierto es que el catolicismo ofreció en el mes de agosto en España, durante las llamadas Jornadas Mundiales de la Juventud, la imagen inquietante de una movilización que es inevitable oponer a la del movimiento 15-M y que “obligó” a miles de jóvenes fanáticos, al contrario, a inclinarse ante un viejo ambicioso y reaccionario, muy inteligente, que ha decidido poner toda su poderosa organización (tan admirada por Gramsci) al servicio de los fuertes, los ricos y los injustos. Prueba evidente de esta complicidad entre la iglesia, los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación, es la composición de la Fundación “Madrid Vivo”, responsable de la organización y financiación del evento; tal y como denuncia un colectivo de curas progresistas de la capital de España, basta recordar algunos de los nombres para comprender el alcance político y económico de la ofensiva papal: Iberdrola, Telefónica, Banco de Santander, BBVA, Endesa, junto a poderosos medios de comunicación de la extrema derecha como ABC o la COPE. Mucho cuidado. A diferencia de lo que ocurrió en el siglo pasado, la contrarrevolución se adelanta a la revolución. Esta vez no se llamará Hitler ni usará la cruz gamada, pero la contrarrevolucion ya en marcha, si no estamos más atentos que hace 80 años, nos llevará a un lugar aún peor. Porque toda repetición del mismo mal -en un contexto de permanente perfeccionamiento destructivo- es siempre un empeoramiento.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

01-08-2011

¿Cuánto tiempo tenemos que esperar?

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Leyendo hace no mucho Los jacobinos negros, el clásico de C.L.R. James sobre la independencia de Haití, una frase banal me hizo reparar en la dificultad que tiene un lector moderno para entender un libro de historia. Los jacobinos negros relata un acontecimiento gigantesco e irreversible: sin conocerse, separados por el Atlántico, los pobres franceses y los negros haitianos se tomaron en serio los valores ilustrados que los ilustrados mismos -muchas veces burgueses con intereses coloniales- utilizaron contra el Ancien Regime para traicionarlos enseguida. Este vínculo geográfico y de clase entre dos continentes se llamó Revolución Francesa, un vertiginoso acelerón histórico que se extendió por todas partes, volteando no sólo el orden europeo sino amenazando también el equilibrio colonial en América. Cinco años bastaron para revolcar una inmovilidad de siglos. Un fogonazo, un latigazo, un relámpago. Lo imaginamos de esta manera, como un estallido o una erupción volcánica o, al menos, como una erupción cutánea que cubrió en un instante el mapa del planeta. Lo imaginamos, por así decirlo, como la actualización de una página de internet de la que estarían pendientes, horcas y trabucos en mano, todos los pueblos del mundo.

Y sin embargo la frase que de pronto me dejó perplejo fue ésta: “un día de septiembre llegó un barco al puerto y el capitán, dirigiéndose a tierra deprisa, corrió por las calles de El Cabo gritando la noticia del 14 de julio”. ¡La noticia de la destrucción de la Bastilla tardó 45 días en llegar a Haití! ¡45 días sin enterarse -ni propietarios ni esclavos- de que el mundo en el que vivían había cambiado! Este mes y medio de diferencia nos propone un misterio, si se quiere, metafísico. Un mes y medio que hoy, aherrojados

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como estamos en las nuevas tecnologías, nos puede parecer perdido o inútil, y desde luego extraordinariamente denso, pero que en cualquier caso, por eso mismo, constituye un enigma. Durante un mes y medio más los negros de Haití vivieron en un mundo inmutado y doloroso, sin esperanza de cambio, y sus explotadores siguieron convencidos de su superioridad eterna; y durante un mes y medio, atravesando el océano, el capitán del barco tuvo que soportar en su pecho la brasa de esa noticia que no podía comunicar inmediatamente, sin tener la seguridad además de que, de vuelta a Francia, no habría quedado ya empequeñecida o desmentida por un nuevo acontecimiento.

Podemos ver así las cosas. Pero al hacerlo cometemos quizás un doble error: el error de concebir retrospectivamente la historia entera a la espera de la noticia del 14 de julio; y el error concomitante de considerar ese mes y medio de diferencia -el tiempo de irradiación trabajosa de la noticia desde el centro a la periferia- como un tiempo de espera. Pero no. Ese mes y medio, mientras discurría, era en el caso de Haití un tiempo de historia, en el que los esclavos acumulaban las fuerzas que luego utilizarían contra el opresor; y era un tiempo de biografía en el caso del capitán, para el que el viaje rapidísimo entre Francia y el Caribe era una ocasión de poner a prueba su oficio y una fuente de imprevisibles y peligrosas peripecias. Podemos decir metafóricamente que la Humanidad está siempre a la espera de la Parusía y que la vida es la espera de una carta que nunca llega; pero podemos decir también, con igual o mayor fundamento real, que la espera de la cosecha se llama cultivo y la espera de la obra se llama trabajo y la espera de la libertad se llama lucha. La historia no es más que una sucesión de esperas activas y la Revolución Francesa la hicieron los pobres de París mientras esperaban sin duda otra cosa.

Los mismos medios que permiten hoy que la revolución tunecina se extienda en pocos días por el mediterráneo, que los ciudadanos de Barcelona reaccionen en pocos minutos frente a la agresión policial de Plaza Catalunya o que una sacudida sísmica en Japón sacuda inmediatamente todas las pantallas del mundo determinan una excitación de la conciencia que nos mantiene siempre a la espera de una Revolución Francesa (o de una final de fútbol) y que al mismo tiempo convierte la espera de la nueva noticia, por muy poco que dure, en un residuo inútil y en una dolorosa agonía. Ningún viaje en barco es tan largo como esa diminuta transición; ningún mes y medio de esclavitud es tan insoportable como esos pocos segundos que tarda nuestro servidor informático en llevarnos hasta la última versión del mundo. Paradójicamente, nunca la humanidad ha esperado tanto, ni con tanta impaciencia, como ahora que París y Haití están a la misma distancia del Acontecimiento.

Me escandalizaba hace unos días leyendo la noticia de que la National Gallery de Londres no iba a permitir a los visitantes detenerse más de cuatro minutos ante los cuadros exhibidos en el museo. Al contrario que un libro, que una película, que un vídeo de youtube, un cuadro no acaba nunca, no tiene final y el tiempo que exige para que agotemos su contenido es potencialmente infinito. Es difícil imaginar un acto de violencia tan atroz como el de interrumpir la mirada que explora a Da Vinci o a Whistler; eso es también un acto objetivo de esclavización cultural y de injusta violencia individual. Me escandalizaba, sí, pensando en este grillete visual, pero enseguida imaginé el escándalo contrario al mío. Porque para una conciencia excitada por la sucesión velocísima de imágenes, quizás la medida de la National Gallery de Londres es más bien una amenaza. ¡Cuatro minutos ante el mismo cuadro! ¡Ante un cuadro en el que no pasa nada! ¡Qué insoportable castigo! Ya es bastante duro tener que pararse ante una imagen muerta para tener encima que contemplarla más de treinta segundos. La Gioconda se repite, repite sin parar la misma mujer inmóvil en ese marco que no permite ni el off ni el zapping.

Por eso es también interesante el movimiento 15-M que desde hace dos meses, de manera imprevisible, ha declarado inacabada -ni siquiera comenzada- la “transición democrática” española y que ha construido ya una legitimidad alternativa a la del capitalismo europeo. Inseparable de los medios rapidísimos que han convocado y coordinan las movilizaciones, toda su fuerza converge en realidad en el espacio de la asamblea, donde el Tiempo es obligado de nuevo a ocupar una plaza, a cruzar un océano, a contar un cuento. “Vamos lentos porque vamos lejos”, decía una pancarta en la Puerta del Sol, durante la larga acampada que se apoderó en mayo del centro de la ciudad. Entre Francia y Haití hay muchos días de navegación; entre la humanidad y la razón también. Mientras esperamos otra cosa -una carta, una cita, un milagro-, mientras aguardamos la última actualización de la web del mundo, la historia sigue trabajando: “democracia en construcción; perdonen las molestias”.

17-06-2011

Lo poco que podemos, lo mucho que queremos

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio*

En los años 50, el filósofo alemán Gunther Anders llamó la atención sobre una contradicción asociada a las tecnologías de la destrucción que a su juicio estaba llamada a cambiar por completo nuestra relación con el mundo y con la conciencia de nuestros límites. El lo llamaba “desnivel prometeico” y lo definía como la desproporción existente entre la acción y la representación; es decir, entre lo que somos capaces de hacer y lo que somos capaces de representarnos. El ejemplo más evidente y brutal es el del bombardero y, aún más, el del bombardero atómico: la imaginación no tiene recursos para establecer ninguna relación entre el simple gesto de un dedo aplicado sobre un cuadro de mandos y la muerte, miles de metros más abajo, de 180.000 personas. Es demasiado fácil -digamos- destruir tecnológicamente el planeta y demasiado difícil representarse su destrucción. El Coronel Thibets, en efecto, comandante del avión que descargó la primera bomba atómica sobre Hiroshima en agosto de 1945, nunca se sintió responsable de esas muertes: era un ser humano normal con una imaginación normal, incapaz por tanto de imaginarse el efecto apocalíptico que había causado -a tanta distancia de su cuerpo- con una sola mano. Claude Eattherly, el oficial que localizó desde el aire el objetivo, tuvo que ser encerrado, en cambio, en un hospital psiquiátrico militar: se volvió loco, pero nadie pudo aceptar, ni

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siquiera él -al menos al principio-, que su sufrimiento moral tuviese ninguna relación con esa gesto facilísimo, banal, insignificante, de abrir una compuerta con un elegante giro de muñeca. Lo que la tecnología puede materialmente hacer es tan portentoso, tan descomunal, tan fuera de toda medida, que escapa a la limitadísima imaginación de los seres humanos.

Pero hay otro “desnivel prometeico”, aún sin explorar, que invierte de hecho los términos de la contradicción. Me refiero a la desproporción que existe entre la miseria vital de la mayor parte de los seres humanos que pueblan el planeta y su sobreabundancia simbólica. Hay cientos de millones de personas -quizás miles de millones- que no tienen acceso a alimentación suficiente o a agua potable o a atención sanitaria o a trabajo remunerado; hay miles de millones de personas excluidos de las instituciones, de los centros de decisión política, de los medios de comunicación; hay miles de millones de personas cuya existencia se reduce a la de “cuerpos mantenidos con vida”, incapaces de introducir ningún efecto en la realidad, cuyos dedos y manos y piernas son redundantes e inútiles y que sin embargo tienen acceso a los circuitos globales de intercambio de datos e imágenes. Es la desproporción entre lo poco que puede hacer un cuerpo y lo mucho que puede representarse; entre la impotencia de la vida desnuda y la potencia inaudita de las “tecnologías de la representación”. Lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en el mundo árabe y amenaza con extenderse por todo el planeta tiene que ver, junto a la demanda de democracia, con este nuevo “desnivel prometeico invertido”. Jóvenes social, económica, políticamente excluidos, están al mismo tiempo incluidos en un universo simbólico sin barreras. Jóvenes encerrados en cuerpos desactivados, jóvenes encerrados en territorios de los que no son dueños, participan de una mente común transfronteriza que no encaja en ningún sistema sostenible: ni en el capitalismo que la ha puesto en marcha para ponerle ahora límites ni en ningún otro mundo posible que pretenda conjugar al mismo tiempo los deseos individuales, forjados en el mercado, y la supervivencia de la especie.

Los que dicen que las revoluciones árabes son consecuencia de las nuevas tecnologías tienen razón. Los que dicen que son consecuencia de la exclusión económica y social también la tienen. Es necesario enunciar la relación explosiva entre exclusión corporal e inclusión tecnológica para comprender lo que está pasando. En la última década, mientras los precios de los alimentos no han dejado de aumentar, los precios de las “tecnologías de la representación” no han dejado de bajar. En Túnez, por ejemplo, el 100% de las familias tiene cobertura televisiva; hay 96 teléfonos móviles por cada 100 habitantes; y si el número de ordenadores personales sigue siendo bajo, el número de jóvenes con un perfil abierto en Facebook es muy alto. Las cifras para el resto del mundo árabe son similares y pueden generalizarse a la mayor parte del mundo. Gente que apenas come, ve en cambio la televisión; gente sin trabajo tiene teléfono móvil; gente que no puede acceder a bienes de consumo elementales, accede a las llamadas redes sociales. Incluso si desigualmente repartidos, hay que recordar que en el mundo hay casi tantos aparatos de televisión como seres humanos, que son ya 5.000 millones el número de teléfonos celulares y que más de 1000 millones de personas forman parte de Facebook, Twitters o MySpace. En el modelo de Anders, es casi infinito lo que un cuerpo puede tecnológicamente destruir y muy pobre y limitado lo que puede imaginar; y esa fractura tiene consecuencias morales y políticas pavorosas para la humanidad. Pero conviene no olvidar tampoco la otra fractura. Porque bajo el capitalismo es muy poco lo que los jóvenes pueden construir con sus propios cuerpos, desprovistos de medios, y es casi infinito lo que pueden tecnológicamente imaginar. Esta desproporción también tiene consecuencias políticas y morales difíciles todavía de evaluar, pero que obligan sin duda a repensar las relaciones entre libertad y democracia y entre derecho y supervivencia.

La verdadera contradicción no es hoy, como pretendía el marxismo ortodoxo, entre fuerzas productivas y relaciones de producción sino entre, por un lado, fuerzas destructivas y antropología humana; y entre -por otro lado- fuerzas “representativas” y recursos humanos. El capitalismo ha creado tecnologías incompatibles con la compasión, la ternura y la solidaridad. Pero el capitalismo ha creado también tecnologías incompatibles con la exclusión social que le es indisociable -con la pobreza, las fronteras y la marginación política- y que ponen en peligro, al mismo tiempo, el capitalismo y la humanidad. Los que bombardean y consumen son incapaces de imaginar los efectos de sus acciones y por lo tanto el dolor de sus víctimas; los que no pueden ni bombardear ni consumir, repartidos en las zonas más pobres del planeta, pueden querer tanto y tanto y tanto, tan por encima de las posibilidades del mercado y del planeta, que cuando se pongan a reclamarlo no habrá más que dos alternativas: o cambiar dolorosamente de modelo o inventar bombas mejores.

12-05-2011

Las ventajas de tener una avería

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio 35

A veces es necesario un «accidente» o, al menos, un incidente para recuperar un objeto perdido. Un sábado de mediados de febrero, durante mi última estancia en Cuba, mi amigo Enrique Ubieta me invitó a acompañarle al Valle de San Andrés, en Pinar del Río, a pasar el día entre mogotes y plantas de tabaco. A unos 60 km de La Habana, en una jornada fría, lluviosa, ventosa, se nos averió el carro y tuvimos que detenernos en la cuneta y abrir el capó para echar un vistazo dentro. Fue como precipitarse en un abismo, es verdad, pero de esta manera, y a lo largo de las 23 paradas forzosas sucesivas, descubrimos dos fenómenos de gran interés antropológico. El primero, aun si hermoso, es claramente negativo y tiene que ver con la fascinación primitiva, casi animista, que ejerce un motor sobre los niños y los intelectuales. Delante de las mandíbulas abiertas, contemplábamos las entrañas de la bestia con solemne atención, las manos a las espaldas, y puesto que no podíamos hacer otra cosa –ya que no sabíamos hacer otra cosa– especulábamos. Así comprendimos lo fácilmente que un filósofo puede transformarse en un teólogo: nombrábamos la Biela, el Delco o la Culata del Radiador sin mover un dedo, con la misma convicción indemostrable con la que los escolásticos hablaban de

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la Sustancia Primera o de la Causa Eficiente. Frente al motor humeante, como frente al mundo intrigante, se nos revelaba dolorosamente la lógica de la alienación religiosa: si uno no entiende de mecánica lo único que puede hacer es encomendarse a Dios o confiar en la magia.

Pero el otro descubrimiento, también hermoso, fue positivo. Tardamos ocho horas en hacer un recorrido que en circunstancias normales exige apenas dos; nuestro viaje en carro se convirtió en un viaje en carreta o incluso en carretilla. Cada muy pocos kilómetros el motor se calentaba, nos deteníamos en la cuneta y esperábamos a que se enfriara antes de avanzar trabajosamente, como a pedales, unas poquitas leguas más. Esto parece una adversidad o al menos una contrariedad. Pero de esta manera el tiempo-muerto o tiempo-basura del automóvil (el de las transiciones tecnológicas, cada vez más dominantes en nuestras vidas) se convirtió de pronto en tiempo narrativo, no solo porque se llenó de peripecias e interrupciones, sino porque condensó en media jornada vínculos y complicidades que suelen necesitar años para madurar. Tardamos ocho horas en hacer un viaje de dos, pero en realidad nos ahorramos muchas citas, muchos encuentros, muchas reuniones –a lo largo de muchos meses– que nunca hubiesen contenido la misma intensidad afectiva e intelectual. También nos ahorramos algunas lecturas y mucha retórica: más allá del Delco Místico de Cristo y la Biela Sin Pecado Concebida, discutimos largamente sobre los lineamientos económicos y las transformaciones del socialismo en Cuba y aprendimos mucho más que en cualquier informe o conferencia. Al llegar a La Palma, este tiempo narrativo se prolongó en la casa de Carlos Rodríguez Almaguer, martiano prodigioso, en un tiempo antiguo de almácigos y bueyes del que puede decirse eso que un viejo guajiro, que lo había conocido en su infancia, dijo de José Martí: «Qué bueno que haya cosas que sean como ese azul, que la intemperie del cielo no destiñe.»

El último día de mi estancia en La Habana, durante un taller sobre información digital, la investigadora social mexicana Ana Esther Ceceña hizo también, a su manera, una reivindicación del «accidente» o, al menos, del incidente. Instalada en Cuba desde hace unos meses, al principio le desesperaba la lentitud de la conexión a Internet en la isla, pero luego descubrió que, gracias a ese inconveniente tecnológico, se introducían grandes lonchas de realidad en su vida: mientras cargaba o descargaba en el ordenador un archivo, recuperaba el tiempo perdido, la historia del cuerpo, de la cocina, de la mirada (la vida y la razón se están quedando, mucho me temo, entre paréntesis, como interrupciones de los rapidísimos flujos informáticos). Por lo demás, a escala mucho mayor, Cuba siempre ha aprendido –y enseñado– cosas muy importantes «por accidente». Ese «gran accidente» llamado «período especial» obligó a introducir algunas de las contradicciones que hoy deben corregirse, pero también a revisar –por ejemplo– el modelo de explotación agrícola, muy dependiente hasta entonces de maquinaria y abonos químicos, y proponer uno alternativo que, si insuficiente por otros motivos, la FAO considera el único sostenible, a nivel mundial, en el marco de la crisis petrolífera.

Un amigo tunecino, muy activo en el reciente levantamiento popular, decía de modo provocativo que lo que ha ocurrido en Túnez «fue un accidente, no una revolución». Un joven vendedor ambulante se prendió fuego en un pueblo del interior y las llamas llegaron, de aldea en aldea y de ciudad en ciudad, hasta el palacio de Ben Alí, en la capital del país. Esta llamarada, que prendió en la pobreza y desesperación de la gente, se desencadenó en el tiempo místico, vertical, de Facebook, pero enseguida encontró también su tiempo narrativo vinculado a un espacio horizontal –la Qasba de Túnez– cuyas paredes se llenaron de relatos y cuyo recinto se pobló enseguida de solidaridades minuciosas, discursos concienzudos y emociones compartidas. Junto al tren descarrilado del antiguo régimen, como Enrique y yo junto al carro averiado, se improvisó durante veinte días –el tiempo sumado de las dos ocupaciones de la plaza donde se encuentra la sede del primer ministro– una escuela, un ágora, un parlamento, una sala de baile, un comedor común. Si la vida pudiese reducirse a pura información, bastaría Internet; pero es, sobre todo, reacción colectiva y para recuperarla necesitamos muchas veces un «accidente» –o un incidente o una revolución. Nos informamos en la red; nos educamos (y bailamos y nos acariciamos) en el espacio. El accidente revolucionario tunecino ha sido ya una fuente poderosísima de educación popular.

En fin, durante este último mes, en Cuba y Túnez, he aprendido al menos cuatro cosas:

-Que todo lo que funciona solo –máquinas o sistemas– debe ser detenido de vez en cuando, bien por accidente, bien –mucho mejor– por voluntad común.

-Que las cosas que no destiñe la intemperie del cielo están, en todo caso, a la intemperie.

-Que volver al campo es volver a la civilización.

-Y que los filósofos, si realmente quieren formar parte del gobierno, como sugería Platón, deben antes aprender mecánica.

09-03-2011

La mujer y el malElogio de las manzanas

Santiago Alba RicoBostezo

El mal es una manzana.

Nadie sabe por qué, pero cuando los grandes pintores del renacimiento (Van der Goes, Cranach el Viejo, Holbein el Joven, Tiziano o Durero) tuvieron que representar la caída de Adán y Eva, poblaron las ramas del árbol prohibido del Paraíso (lignum boni et mali,

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según la Vulgata), no de bulbosas peras amarillas ni de granadas suntuosas ni de abombadas calabazas sino de rojísimas manzanas de la variedad conocida como winesap o “sangre de Cristo”, encendidas como brasas o farolillos chinos. En el panel central de El jardín de las delicias de El Bosco, un cuerpo multípodo con cabeza de lechuza -sabiduría pervertida- hace juegos malabares con ellas mientras un poco más atrás, a la derecha, hombres y mujeres desnudos, reokupantes del Edén, las cogen del árbol y las devoran a manos llenas. El gran Tintoretto, por su parte, pintó tres maravillosas que aún podemos ver en la Scuola Grande de San Rocco en Venecia: las manzanas tal y como eran -precisamente- antes de que nadie pudiera verlas, puras, incomestibles, instaladas en un aura sin hombres ni deseos ni dolores.

La elección de la manzana puede explicarse en el marco del imaginario agrícola y masculino de la época: una fruta palaciega, dulce y hermosa, metafóricamente asociada a la mejilla femenina (mala en latín) y al pecho apetitoso y nutricio de las mujeres; y que, como la propia belleza de Eva, podía ocultar, bajo su piel seductora, un veneno corruptor. Ramón Llul, el teólogo, poeta y místico catalán del siglo XIII, muy mujeriego en su juventud, renegó del mundo para entregarse a Cristo después de desnudar a una de sus amantes, buscando su pecho, y descubrirlo corroído por un tumor. Las manzanas, como todos sabemos, esconden muchas veces un gusano en su corazón.

Pero que se tratase de la manzana y no de otra fruta tiene que ver también, sin duda, con el hecho simple de una homonimia lingüística que a los pintores del renacimiento, grandes lectores de la Vulgata de San Jerónimo, no podía pasarles desapercibida: el lignum boni et mali, el árbol del conocimiento, no podían imaginarlo de otro modo porque malum en latín quiere decir, al mismo tiempo, Mal y Manzana (como nos recuerda aún el mela italiano y el propio término castellano, mattiana, mala mattiana, por la variedad del jardín de Caius Matius). La mejilla y el pecho femenino son metafóricamente manzanas, pero la manzana es ahora una metonimia del mal que arrastra, en su flujo inmanente, de fruta en fruta, de flor en flor, de cardo en cardo, todos los retoños de la vida. El Mal, dotado de pechos y mejillas, ofrece una Manzana; se ofrece a sí mismo (malum y malum) a los incautos, imagen medieval y cristiana, de terrorífica ambigüedad, que encuentra su emblema en el gesto de la madrastra de Blancanieves, con el alma por fuera, ofreciendo a la niña inocente la roja winesap con el veneno dentro.

El mal ha emponzoñado todas las manzanas, ahora amenazadoras, y las manzanas, por su parte, han endulzado el mal, en el que queremos y no queremos -pero queremos- clavar los dientes.

Todo es mal, ¿o todo es manzana? En el siglo XIX, el gran poeta Leopardi resumía así muchos siglos de pesimismo cósmico destilado directamente a partir de las primeras páginas del Génesis: “Todo es mal. Todo lo que es, es mal; que cada cosa exista es un mal; cada cosa existe a propósito de un mal; la existencia es un mal y está orientada al mal; la finalidad del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo, no son más que males y sólo están dirigidas al mal. No hay otro bien que el no-ser; sólo es bueno aquello que no es; las cosas que no son cosas: todas las cosas son malas”. Fragmento de su Zibaldone, Leopardi describe un “jardín doliente” en el que cada ramita, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor, cada manzano y cada manzana, están sufriendo sin parar, aquejados de “esa larga enfermedad, la vida” que resbala, contra todo esfuerzo de la voluntad, a favor de todo esfuerzo de la voluntad, hacia la única trágica salida. La belleza del jardín, con todos su colores y aromas, no alegra la vista: “Todo jardín es un hospital”. Y es la imagen del hospital -”mucho más triste que un cementerio”- la que explica, a modo de inversión morbosa, la imagen del Edén florido ahora como un jardín dolido y marchito. Las manzanas también sufren: sufren precisamente el mal que ellas mismas han introducido en el mundo.

La manzana -mejilla, pecho, mujer- es al mismo tiempo el mal y la fuente de todo mal. El Génesis no deja ninguna duda: el deseo pecaminoso de ser como los dioses, de saber tanto como los dioses, vuelca el estado del mundo e introduce el reverso divino -la naturaleza- con su séquito de horrores: el dolor, el trabajo, la enfermedad, el parto fatigoso, todos ellos inseparables del Mal Supremo, causa y efecto de todos los otros males. La Manzana es la Muerte: el hecho de que haya que comer y comer sin parar y de que al comer, lejos de salvarnos, pedaleemos a toda velocidad hacia la sima; el hecho también de que haya que parir y parir sin parar y de que al parir, lejos de salvarnos, multipliquemos el número de los condenados. La mejilla aterciopelada tiene la culpa; el pecho nutricio es la causa de este jardín doliente, de este jardín muriente.

Así lo cuentan los judeo-cristianos, pero también nuestros admirados griegos. También para ellos es una hybris -la voluntad de auparse por encima de la propia condición- la que lleva a Pandora, Eva griega, manzana jónica revestida de todas las dulzuras, a abrir la jarra o ánfora -y no “caja”- que contiene los males del mundo. ¿Cuáles son? Hesíodo no los enumera directamente, pero sí describe en Los trabajos y los días el estado anterior de la humanidad, libre hasta entonces de las fatigas del trabajo, del dolor, de la enfermedad y de la muerte. También para ellos -nuestros admirados griegos- todo el dolor del cosmos procede del pecho nutricio -en el que uno quiere y no quiere hincar el diente- que alimenta al mismo tiempo los cuerpos y la muerte que llevan dentro. “No haber nacido es la mayor de las venturas”, dice Sófocles, “y, una vez nacido, lo menos malo es volver cuanto antes allá de donde uno ha venido”.

La Manzana (malum) es el Mal (malum). La Manzana -mejilla roja, pecho nutricio- es la Muerte. La mujer, reproductora de la vida, es la causa primera -no el cáncer o el infarto o los accidentes de tráfico- de Mortalidad. Pero si la Manzana es el Mal, si la Mejilla es la Muerte, ¿qué es, dónde está el bien? No hay ninguna duda: en la vida macha (mas en latín, mâle en francés) o, si se prefiere, en la vida de soltero. No me parece una exageración sugerir que, si el pesimismo cósmico está masculinamente ligado al horror del sexo, todas las utopías que describen el estado anterior a la caída -Edén o Edad de Oro- describen sueños cuartelarios o monacales de celibato viril. El gesto de Pandora, nos dice Hesíodo en la Teogonía, es terrible porque suspende el estado ideal del hombre, la soltería, y lo obliga a depender de una mujer si quiere gozar de algunos “cuidados” y evitar al mismo tiempo que “los parientes se repartan su hacienda” tras su muerte. El pecado original de la mujer la hace paradójicamente, de una sola vez, culpable e imprescindible y es esto último lo que el hombre no puede perdonarle: “huir del matrimonio y de las terribles acciones de las mujeres” conlleva, en razón de su primer pecado, otros males igualmente dolorosos. ¿Casarse o no casarse? Este angustioso dilema que acompaña al pesimismo cósmico masculino -consecuencia del malum femenino- se resolvería si, como sugiere también Eurípides por boca de Jasón, asesino de la pobre Medea asesina, “los hombres pudiesen engendrar hijos de alguna otra manera, de forma que no existiese la raza de las mujeres: así no habría mal alguno para los hombres”. El jardín del Paraíso del Génesis, la Edad de Oro hesiódica, recogen en realidad la gran utopía macha de un universo sin reproducción y sin cuidados, es decir sin mujeres, como lo demuestra de paso el hecho de que en esos recintos la mujer sólo aparezca como una intrusa, creación secundaria de los

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dioses, también en términos cronológicos, concebida exclusivamente para explicar el fin del idílico estado cuartelario o, lo que es lo mismo, para explicar tautológicamente la existencia de las mujeres. Pero esto es tanto como admitir sin quererlo que la mujer es causa sua et viris: culpable -o creadora- de sí misma y del mundo. Y si es ella la que tiene que cuidarlo es porque es ella, y no Dios, la que lo ha creado.

El monasterio y el cuartel, como emblemas de la “vida de soltero”, materializan espacialmente la guerra del pesimismo cósmico contra las manzanas. Si hay algún mal, si puede hablarse del Mal en algún sentido, tiene que ver con esa guerra. El Mal es un hueco, está hueco, está en un hueco. El jardín doliente de Leopardi está sólo poblado de cáscaras vacías; cada piedrecita, cada flor, cada hoja es en realidad un agujero; cada cosa es la oquedad de sí misma, su propia negación coloreada. Pero, ¿y si nos dejamos llevar en serio por la polisemia de malum? ¿Y si traducimos, en nombre de la hominimia, cada malum leopardiano por “manzana”? ¿Y si llenamos esos huecos de pulpa roja? El resultado es sin duda muy cursi, muy hippy, muy alegremente naif, pero es que, al contrario que el pesimismo, enamorado de la abstracción, el optimismo sólo puede fijarse en cosas concretas: “Todo es manzana. Todo lo que es, es manzana; que cada cosa exista es una manzana; la existencia es una manzana y está orientada a las manzanas; la finalidad del universo son las manzanas; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo, no son más que manzanas. No hay otro bien que el ser; sólo es bueno aquello que es; las cosas que son cosas: todas las cosas son manzanas”. ¡Demasiadas manzanas! Demasiadas, sí, es cierto, pero es que hay que elegir, y de esa elección dependen todas las demás, entre las demasiadas manzanas y los demasiados males, entre las cosas y los huecos, entre las mejillas y las calaveras. ¡Que haya manzanas, pechos, mejillas, aunque sea para maldecirlas! El verdadero contrapunto -refutación y desmentido- del texto de Leopardi es una canción de Violeta Parra; no, como podría pensarse, su “Gracias a la Vida”, tan hermosa como “increíble”, sino su sollozante, rabioso “Maldigo del alto cielo”, donde la poetisa, en lugar de nombrar un principio (cada cosa es un mal), va nombrando precisamente cada cosa -las estrellas, los arroyos, el fuego del horno, el frío y el calor, las nubes, las estaciones, los puertos y las caletas, la luna, los paisajes-, cada pétalo y cada cuerpo, uno por uno, con un dolor tan optimista, con una furia tan concreta que el mundo entero vuelve a crearse, de arriba abajo, de norte a sur, bajo sus golpes de ira. El pesimismo cósmico niega el Todo; el optimismo maldice cada partícula. Los solteros niegan el Ser; las madres y los enamorados maldicen las cucharas y los colores.

El Mal es la Muerte. El Mal está hueco, está en los huecos, donde se acumulan los cadáveres, todos revueltos, sin enterrar. La Muerte ahueca el cosmos. Huecos: las cámaras de gas de Auschwitz, las casas de Sabra y Chatila, el refugio del Amiriya, las fosas comunes de Colombia, las ruinas de Hiroshima, de Dresde, de Bagdad, de Gaza, de Kabul (se pueden nombrar todas las cosas pero no todos los huecos). Ningún aroma de manzana roja puede borrar el olor perruno de la muerte, adherido ya para siempre al reloj del superviviente, a su sombrero, a la nota de despedida, a la muñeca o el juguete intactos tras la explosión. El cuartel y el monasterio, felicidad de la vida soltera, van vaciando de pétalos los pétalos, de piedras las piedras, de pechos los pechos; y sustituyendo cada concha y cada luna por un agujero. La Soltería es Lo Primero y quizás también Lo Último; pero entre medias, en el medio, está el mundo, que es una manzana poblada de incontables -pero no infinitas- manzanas. Hace falta un gran optimismo mundano -adicción a lo concreto- para cuidar a un enfermo en Auschwitz, para pelar una patata en Hiroshima, para cantar a un bebé en Palestina, para quitar el polvo a una mesa en Dresde, para enseñar a leer a un niño en Bagdad, para volver a relatar el mundo, cada mañana, en medio de la guerra. Como brasas o lamparillas chinas, son las manzanas rojas, en los árboles de fuera del Paraíso, las que impiden que se cierren completamente las sombras sobre los expulsados.

El pesimismo cósmico es soltero y macho; el capitalismo es soltero y macho. Estadísticamente el optimismo está asociado, en cambio, a eso que de manera convencional llamamos “mujer”. No podemos ser altos si somos bajos ni invisibles si somos cuerpos ni locuaces si somos mudos; pero sí podemos ser “mujeres” si somos hombres. De la “universalización” de las fatigas y el temperamento de la reproducción -como de la universalización de los derechos, los recursos y los saberes- depende hoy el que, tras haber sido expulsados del Paraíso, los humanos no seamos también expulsados de lo que había fuera: el único sitio -donde aún seguimos y donde aún luchamos- en el que podemos acariciarnos los pechos y las mejillas. Y morir, llegado el caso, no en un hueco sino bajo un manzano1.

NOTA

1 Agradezco a un trabajo inédito de Clara Serra la trama general -el andamio teórico- de este texto. 

12-01-2011

(J)aula 13, un proyecto de evacuación de la cavernaEnseñar a obedecer

Santiago Alba RicoRebelión

(J)aula 13 se presentó en Madrid el pasado 8 de enero y pretende proporcionar a los profesores de Filosofía y Educación para la Ciudadanía un marco de intervención en las aulas, a partir de la negativa a abandonar a los alumnos a

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las fuerzas del mercado.

Lo que queremos, sobre todo, es seguir siendo corteses. El esquema convencional de la cortesía, con independencia de su contenido ceremonial, a veces discutible y a menudo también ridículo, presupone la idea de que cada gesto tiene su tiempo y su lugar, fuera de los cuales nuestros actos resultan improcedentes u obscenos: no se canta en la mesa, no se ríe en la iglesia, no se come en una sala de conciertos (por no hablar de fumar en un quirófano). Esto de los buenos modales puede parecer caprichoso o banal, y desde luego muy antiguo, pero implica una lógica vertebral indisociable de la construcción antropológica. Todas las culturas de la tierra han puesto un gran empeño en ordenar el tiempo y el espacio y lo que llamamos “religión” ha consistido básicamente en una acucia reguladora de ocasiones y de ámbitos: establecer calendarios -distinguir, por ejemplo, entre días festivos y laborables- y delimitar recintos y espacios separados de la pura actividad biológica o privada. Estar educado significa no equivocarse de sitio ni de momento; y la mala educación, por lo tanto, se puede definir como una infracción contra el tiempo y el espacio -en cuanto que condiciones públicas de la sociabilidad.

Pues bien: si la buena educación -la educación en general- es tan difícil en las condiciones del mercado capitalista es porque la forma mercancía no puede generalizarse sin desregular, junto a los intercambios financieros y los contratos laborales, el marco mismo de la sensibilidad social; no puede multiplicarse sin mezclar y fundir todos los momentos y todos los lugares, de manera que nada parezca ya improcedente ni esté fuera de escena. Que la compra-venta, como operación atómico-moral del capitalismo, se extienda de pronto sin horarios y emancipada de recintos específicos -todas las funciones corporales y todos los minutos- implica la imposibilidad radical de la infracción, de la inconsecuencia, de los malos modales. Podemos hacerlo todo en cualquier momento y en cualquier sitio, a condición de que no conservemos ni los momentos ni los sitios.

El problema es que las cosas sólo tienen lugar si tienen un lugar para ello; y el hecho de que ni siquiera puedan ocurrir fuera de lugar -o a destiempo- las excluye de nuestro campo de percepción. Hay cosas que sólo tienen lugar en el silencio. Y aunque se puede imponer silencio a través del terror, durante siglos se ha podido imponer silencio también, aun si de distinta calidad, a través de la simple autoridad espacial: el hospital, el templo, el museo -como el mar y el cuerpo del amado- le dejaban a uno sin voz o sin palabra. En silencio pueden ocurrir muchas cosas -unas buenas y otras malas-, pero el silencio es, en cualquier caso, el lugar donde ocurre el conocimiento, la condición pública del conocimiento. Uno se pone a pensar, completamente a solas en su habitación, e inmediatamente se inscribe en un espacio público; uno se pone a opinar y opinar en medio de una fiesta y enseguida nos quedamos a solas en una habitación cerrada. El lugar específico para la transmisión de silencio público se llama escuela o academia.

El gran problema del conocimiento -de la educación- ha sido siempre, desde Sócrates, el de imponer silencio en la caverna sin recurrir al terror. En Las Leyes, Platón, especialista en truquitos pedagógicos, incluso defiende el vino como gran recurso educativo y precisamente por esta razón: porque hace callar a los jóvenes, que saben poco y hablan mucho, y hace hablar a los viejos, que tienen mucho que enseñar y que se mantienen, sin embargo, en general reservados. No se puede trabajar y pensar, no se puede mirar y comer; tampoco se puede hablar y escuchar al mismo tiempo. En el silencio ocurren cosas y, si uno tiende el oído y al otro lado no habla el Padre ni el Policía ni el Cura ni el Vendedor de Chocolatinas, uno se va volviendo poco a poco, a trancas y barrancas, mayor de edad. “Escuchar con atención” es lo que se llama estrictamente “obediencia” (ob-audire) y “mirar con consideración” es lo que propiamente se llama “respeto” (respicere). Obediencia y respeto es lo que exigen la libertad, el amor, las matemáticas, la memoria, la democracia, el razonamiento. Una de las canciones de Control Remoto que configuran el proyecto Jaula 13 se llama precisamente “Llamado a la obediencia” y su espíritu es infinitamente más rebelde y valiente (“un par de hostias te vendrían bien pero nadie sale en tu defensa”) que toda la cocaína del mundo.

El conocimiento, pues, es una cuestión de buenos modales: de que haya un lugar propio para la escucha atenta y el mirar considerado. Pero los buenos modales, definidos como la regulación rigurosa del espacio-tiempo, son incompatibles con el mercado. La escuela -apenas nacida- está empezando a dejar de existir como lugar de silencio público. En el año 2008 Maurizio Carlotti, vicepresidente de Antena 3, explicaba sin complejos la naturaleza de su trabajo: “La televisión comercial está hecha para vender publicidad. Consecuentemente los programas sirven para captar el público adecuado para los anunciantes. Yo soy un vendedor de público”. Lo mismo pasa con la escuela. El asalto feroz contra la enseñanza pública ha convertido el conocimiento en un asunto de compra-venta de niños y jóvenes en un mercado que no cuenta con ellos para nada, salvo como consumidores inmediatos. La reciente decisión de Berlusconi de permitir la publicidad en los pupitres de los colegios italianos es un gesto de descortesía radical revelador de esa confusión de lugares que impide justamente que tengan lugar las cosas. Si “religión” significa el establecimiento de un espacio y un tiempo propio para cada cosa, lo “religioso” es precisamente dejar fuera de las aulas, al mismo tiempo, el crucifijo y el Banco de Santander.

Pero, ¿qué pintan los profesores en un centro de compra-venta de niños y jóvenes? ¿Cómo impondrán silencio allí donde la autoridad espacial ha sido brutalmente erosionada desde el exterior? ¿Por el terror? Está la tentación de abandonar la pelea, de ceder a la evidencia de que no se puede detener un tsunami con un paraguas, de que nada de lo que se haga tendrá jamás lugar en ningún sitio. De dejarse llevar, en definitiva, por los malos modales dominantes. O se puede intentar con Jaula 13, el proyecto que se presenta aquí esta tarde y que pretende enseñar a los dóciles un poco de obediencia, fecundar en los sumisos un poco de respeto. No sé qué aplicación práctica puede tener en las aulas, pero constituye en sí mismo un bellisimo, ambiciosísimo y -si se me permite la expresión- astutísimo trabajo, muy riguroso y muy innovador, que se ciñe al mundo realmente existente (con todos sus límites) sin hacer concesiones fáciles

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ni prestidigitaciones pedagógicas. Platón era astuto. Mientras despotricaba contra la poesía y los mitos, usaba la poesía y los mitos para disolver las sombras en la luz. En este sentido, Jaula 13 es un proyecto estrictamente platónico: las notas a pie de página de las canciones de Control Remoto, abiertamente cavernícolas, son en realidad enlaces fuera de la caverna: hacia Boecio, hacia Spinoza, hacia el propio Platón, hacia el silencio público en el que las mentes comienzan a hacer ruido. “Ver, oír y pensar a voz en grito”, dice una de las letras. De eso se trata: de que los ciegos recuperen los brazos; de que los sordos vuelvan a andar. 05-01-2011

¿Dónde ocurren las cosas?

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Volvía a leer hace unos días El Gran Meaulnes, la bellísima novela de Alain Fournier en la que el personaje del título, perdido en el bosque como consecuencia de una travesura, encuentra el lugar -por así decirlo- donde ocurren realmente las cosas. ¿Dónde está? ¿Cómo llegó hasta él? Meaulnes no lo sabe y nunca lo sabrá. Hallado por casualidad, el joven no puede volver al recinto festivo de los farolillos de papel y se pasa la vida -mientras repite gestos ahora vacíos en espacios secos- tratando de reconstruir el itinerario, examinando mapas, emprendiendo y enseguida abandonando un camino extraviado para siempre. Su único impulso es ya la nostalgia, el deseo doloroso de regresar allí donde le ocurrió la gran aventura de su adolescencia, allí donde su existencia sigue discurriendo sin él, esa extraña aldea donde conoció a Yvonne y respecto de la cual ni amigos ni juegos ni propiedades -ni valles ni montañas ni ciudades- tienen suficiente espesor para retenerlo y tranquilizarlo. Cuando sobreviene el amor, uno se enamora al mismo tiempo del cuerpo, del espacio y de la hora, sin acertar a saber cuál es la raíz primera o verdadera; y extirpadas las tres, ya no nos puede volver a ocurrir nada, salvo porque esa “nada” está ocurriendo precisamente aquí, en este pecho, en esta habitación, en este minuto dolorosísimo que no acaba nunca de acabar.

¿Dónde ocurren las cosas? Para los pueblos llamados “primitivos”, las cosas sólo ocurren una vez, en el illo tempore de los mitos, y sólo les ocurren a los antepasados. Para Freud, ocurren en el dormitorio de nuestros padres, de donde estamos excluidos desde el principio y para siempre. Para la ciencia, ocurren en las leyes que los sabios aislan en fórmulas matemáticas y laboratorios, donde sólo podemos penetrar con el espíritu. Parte de la tragedia y la grandeza de la condición humana tiene que ver, en cualquier caso, con esta certidumbre dolorosa de que hay un sitio privilegiado, casi siempre inaccesible, en el que se forma el Destino y restalla el Acontecimiento. “De nada me sirve existir”, escribía el poeta francés René Char; “sólo te haces presente allí de donde yo desaparezco”. Y la maldición de Fausto, fuente de altos conocimientos y angustias infernales, se expresa en su incapacidad para alcanzar una experiencia tan completa, tan placentera, tan definitiva, que no haga falta ya continuar la búsqueda: “Detente, oh instante, ¡eres tan hermoso!”. El gran Meaulnes la encuentra de forma inesperada e intenta retenerla, pero el instante no se detiene -no se detiene- y por eso, porque no la puede repetir, tiene que ponerse a narrar la historia.

Pues bien, el capitalismo ha convertido esta tragedia en un negocio: el negocio -digamos- de la felicidad. ¿Dónde ocurren ahora las cosas? Ni en los mitos ni en el dormitorio de los padres ni en las fórmulas matemáticas: en el mercado, en la televisión, en internet. ¿Dónde ocurren las cosas? No en un recinto en el bosque ni en un templo en la montaña ni en el cuerpo distante de la amada (a la que le sigue creciendo, ay, el pelo en Singapur): la combinación de renovación mercantil y nuevas tecnologías, con su follaje de información audiovisual, determina que el lugar del Acontecimiento, multiplicado al infinito, sea hoy accesible en cualquier momento y la experiencia misma repetible a voluntad. “La felicidad, en Australia”, escribía el poeta Pessoa, pero ahora no importa mucho, pues Australia está a la distancia de un giro de muñeca o una presión del dedo; por así decirlo, en la pantalla “todo es Australia” y las verdaderas antípodas, las antípodas de “todo”, son más bien mis vecinos, mis flores y mi cocina. ¿Dónde ocurren las cosas? En todos los lugares del mundo menos aquí, en todos los instantes futuros menos ahora; volcados en infinitos ramales sobre la cosmópolis del Acontecimiento Ininterrumpido, lo único que nos sobra -cáscara muerta, desecho frío, obstáculo sin vida- es nuestro cuerpo, nuestra casa, nuestra calle, este interminable minuto que nos retiene en nuestras piernas. Nada más paradójico que el hecho de que una sociedad de consumo basada en el principio de “todo aquí y todo ahora”, que se reivindica a sí misma como de gozo inmediato e inaplazable, no pueda en realidad reproducirse sin desvalorizar radicalmente -totalmente- el espacio y el tiempo: el lugar que piso, la hora en que te espero, están fuera de la vida. La humanidad capitalista vive ininterrumpidamente pendiente de algo que está ocurriendo en otra parte (¡la boda real, la Copa del Mundo, el foro virtual!) y de algo que aún no ha ocurrido (¡el nuevo Ipad de Sony!). Por eso, dicho sea de paso, el ecologismo libra una batalla tan difícil: porque tiene que luchar contra multinacionales y gobiernos, sí, pero también contra esta convicción subjetiva de un mundo material que está ya muerto, desactivado, que carece completamente de interés o de luz -por oposición al mundo real de las mercancías y las imágenes.

Así es más o menos la condición humana: la imposibilidad del acontecimiento produce la necesidad del conocimiento; la imposibilidad de la repetición produce la necesidad de la narración. Pero resulta que Acontecimiento y Repetición son la regla del consumo capitalista: ¡la felicidad por fin al alcance de todos y sin interrupción! En el siglo XVIII la Ilustración -y las revoluciones estadounidense y francesa a ella aparejadas- reivindicaron por primera vez el “derecho de los pueblos a la felicidad”. Dos siglos y medio después la casa Coca-Cola, mortífera envenenadora de suelos y conciencias, ha abierto en España el primero Instituto de la Felicidad del mundo, dedicado a registrar las vibraciones sísmicas de la felicidad en el planeta y a orientar a sus habitantes, mediante consejos e instrucciones, para alcanzarla en su máxima intensidad. Es sin duda indicativo el hecho de que sea una multinacional fabricante de refrescos (y no el Parlamento o el Ministerio de Sanidad o la Biblioteca Nacional) la que se interese por

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la felicidad de los europeos; como lo es también el que la mayor parte de los encuestados se declaren felices o muy felices, y entre ellos, por encima de la media de Europa, destaquen los españoles (89%). España es sin duda uno de los países de la UE más afectados por la crisis; con más de 4 millones de desempleados (20%), la tasa de pobreza infantil más alta del continente (17,5%) y un creciente retroceso en derechos políticos y laborales, su población se declara sin embargo contenta y satisfecha. ¿Es que los españoles mienten o se engañan? Yo diría más bien que el marco referencial definido por la casa Coca-Cola (es decir, el del consumo o, si se prefiere, el del Acontecimiento y la Repetición generalizados) ejerce una enorme presión psicosocial sobre los encuestados; es vergonzoso, si no culpable, sentirse descontento o insatisfecho y nadie se atrevería a declararlo en voz alta. El Acontecimiento y la Repetición se han vuelto hasta tal punto obligatorios que no ser felices indica ya una falla individual, una falta ignominiosa, una especie de pecado original cuya responsabilidad no puede atribuirse sino al desdichado. En las sociedades capitalistas avanzadas hay una relación de directa proporcionalidad entre la criminalización creciente de la política y la criminalización creciente de la infelicidad. La infelicidad es ya molesta, importuna, provocativa, subversiva. Hemos prohibido la infelicidad privada como hemos prohibido la disidencia pública y más o menos por las mismas razones: porque denuncian, acusan, revelan la verdad de nuestro mundo.

Para los filósofos ilustrados el derecho a la felicidad se definía como el derecho a las condiciones sociales necesarias para que los individuos pudiesen buscarla cada uno a su manera (o la despreciasen si acaso preferían la infelicidad). Pero al dejar la felicidad en manos del capitalismo hemos acabado por generar una situación social peligrosísima en la que la población (1) se cree con derecho individual a la felicidad, (2) está socialmente obligada a ser feliz y (3) es objetivamente despojada de las condiciones que le permitirían serlo. De esta combinación, como ya han adelantado algunos analistas, lo único que puede surgir en una Europa en crisis es alguna forma de fascismo.

¿Dónde ocurren en realidad las cosas? Donde podemos conocerlas y narrarlas; donde podemos amarlas; donde podemos, además, cambiarlas.

14-12-2010

La polémica entre John Brown y Salvador López ArnalEl trabajo social difuso y la piscina de chocolate

Santiago Alba RicoRebelión

He seguido con atención los artículos que mi admirado amigo John Brown ha dedicado a la espinosa huelga de los controladores aéreos y que le han servido para abordar -como es su estilo- cuestiones de mucho mayor calado: las nuevas formas de trabajo en la sociedad llamada “postfordista”, la superación misma del concepto de “trabajo”, los nuevos soportes y manifestaciones de la lucha de clases y la organización de una resistencia ajustada al cambio de paradigma. Debo decir que siempre leo los textos de Brown con una combinación de placer e incomodidad, pues no puede dejar de producir incomodidad el placer proporcionado por la lectura de un autor con el que se está radicalmente en desacuerdo. Como nos conocemos desde hace más de 30 años y luchamos desde entonces en las mismas barricadas, voy a limitarme a señalar sobriamente algunos de los puntos en los que a mi juicio John Brown incurre en contradicciones, confusiones o errores que comprometen no sólo el marco general de comprensión de la crisis capitalista sino, más decisivo aún, la propia acción política.

1. John Brown opone “postfordismo” y “laborismo” de una manera ideológicamente interesada y por ello poco rigurosa. Tiene interés, quiero decir, en defender muy justamente la huelga de los controladores aéreos y atacar muy justamente a los sindicatos mayoritarios, pero como resulta que quiere defender también (erróneamente) la potencia liberadora del “postfordismo” y atacar (erróneamente) la rémora nostálgica de las “izquierdas laboristas”, trata de obligarnos a aceptar con naturalidad la identificación entre el sector de los controladores y el nuevo mundo del trabajo postfordista y, del otro lado, la de los sindicatos mayoritarios y la reivindicación del viejo, paternalista e irrecuperable fordismo de otros tiempos1. La verdad es exactamente la contraria: la fuerza del USCA y su poder para negociar es directamente proporcional al carácter todavía “fordista” de ese sector (trabajo “localizado”, contratos estables, convenios colectivos, etc.) y su protesta sólo puede interpretarse, bajo la amenaza de la privatización de AENA, como una resistencia a la pérdida de los derechos adquiridos durante años de régimen laboral “fordista”. Si había algún motivo para apoyar esa huelga era precisamente el de que suponía una resistencia al tsunami que está arrasando todas las empalizadas y todas las protecciones laborales en otros sectores, y ello con arreglo al principio, acertadamente enunciado por Samuel2 de otra manera, de que no hay ninguna diferencia, desde el punto de vista de la lucha sindical, entre la defensa de un salario de 200.000 euros y el de uno de 25.000. Por el contrario, lo que tenemos que reprochar a UGT y CCOO es que llevan años facilitando a gobiernos y empresas el “estallido de las formas de trabajo y contractualidad”, por decirlo con Brown, negociando de forma claudicante con la patronal y haciéndose por ello responsables del paso celerísimo a un mundo postfordista en el que -paradoja de la que se han dado cuenta tarde y mal- su propia existencia está comprometida. Insisto, en todo caso, en que la verdad es exactamente la contraria a la que pretende Brown: aun si corporativo, USCA es un sindicato típicamente fordista en un sector típicamente fordista mientras que CCOO y UGT son sindicatos que, conscientemente o no, han apostado al mismo tiempo por el postfordismo y por el suicidio.

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2. En su descripción del mundo laboral “postfordista” John Brown mezcla sin distinción “actividades” y “condiciones”; es decir, viejas formas de explotación que reaparecen ásperamente y nuevos formatos relacionados con eso que se llama “capitalismo cognitivo”: “del parado, al trabajador de telepizza o de los "call center", al trabajador "flexible" de las ETT, al número creciente de trabajadores "afectivos" que se ocupan de ancianos, enfermos etc, a los trabajadores sociales, los distintos tipos de trabajo intelectual desde los productores de videojuegos cuyas jornadas de trabajo/juego no tienen límite hasta los investigadores o los profesores de universidad financiados directamente por el capital, o incluso los mismísimos controladores aéreos o los intérpretes de conferencias; todo esto, sin olvidar esa categoría fundamental de trabajadores que, en una "sociedad del espectáculo" son los artistas y otros trabajadores del espectáculo”3. Brown presta más atención a las rupturas que a los retornos: en realidad, la llamada “flexibilidad”, junto con el trabajo precario, no ha hecho sino convertir la así llamada “economía informal”, rasgo definitorio de los países subdesarrollados, en la normalidad legal del mercado laboral en Europa. Las ETT, por ejemplo, no definen una “nueva forma de trabajo” sino un antiquísimo procedimiento de abaratamiento y domesticación de la fuerza de trabajo y, por lo tanto, un claro retroceso a formas de explotación e indefensión que en algún momento parecieron superadas, al menos en Europa. Por lo demás, que “la representación colectiva del trabajo se haya hecho imposible” sólo indica hasta qué punto sectores crecientes de la población activa están completamente indefensos, como lo estaban en 1840 y como lo han estado siempre en el sur colonizado: y deberíamos querer para ellos los mismos derechos -bajas, vacaciones, convenios colectivos, jubilación, etc.- que nos parece justo reclamen los controladores aéreos (porque de otro modo sería John Brown, razonable defensor de las reivindicaciones del USCA, el que los estaría convirtiendo en “privilegiados”). En cuanto a las nuevas formas de trabajo -y a la superación misma del trabajo que anunciarían- diré algo brevemente más abajo.

3. Al insistir en el nuevo marco de trabajo postfordista, John Brown invoca con ceño severo y un poco regañón el “realismo”: es lo que hay. La izquierda, dice, debe reconocerlo. ¿Pero debe o no combatirlo? ¿Qué significa “realismo”? Digamos que el realismo de los poderosos es la defensa de “lo que hay”; el realismo de los trabajadores, en cambio, ha consistido siempre en oponerse al realismo mismo. La “lógica del mercado”, que fija el salario de los controladores y el de los basureros por igual, no puede ser la lógica de la izquierda. Desde la I Internacional se aceptó que la lucha sindical, mientras se promovía una situación revolucionaria, debía desarrollarse en el “marco del mercado”, pero precisamente contra su lógica interna. Todas las reivindicaciones de los trabajadores -salarios, horarios, cobertura sanitaria, etc.- y todos sus instrumentos tradicionales de lucha -sindicación, convenio colectivo, huelga, etc.- respetan el marco del mercado impugnando de hecho su lógica. Como bien explicaba Polanyi (o Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero en el brillantísimo capítulo final de su último libro4), sin estas suspensiones de hecho de la lógica del mercado (en el marco del mercado) la vida social misma sería imposible. Por eso debemos apoyar las huelgas, incluso las del cuerpo insolidario de los controladores aéreos: precisamente porque se oponen a “lo que hay” (aunque, de manera comprensible, los controladores acepten también la “lógica”, y no sólo el “marco”, en el caso de sus salarios). Todo esto, claro, lo sabe John Brown mejor que yo. ¿Por qué lo digo entonces? Porque la invocación de “lo que hay”, cuando no es resignada (y no es el caso de Brown, siempre combativo), sólo puede ser entusiasta y reivindicativa. “There is not alternative” es la máxima del suicida, pero también de... Margaret Thatcher. Permítaseme esta comparación excesiva para subrayar mi extrañeza. Porque el asunto es que a John Brown este “estallido de las formas de trabajo y contractualidad”, con todos los sufrimientos concretos aparejados, no sólo no le espanta sino que de algún modo le entusiasma; le parece que contiene un principio de emancipación y, aún más, un “comunismo latente”; y que se ha llegado a él en respuesta a un “deseo” irresistible de los trabajadores (que ellos mismos la mayor parte de las veces no habrían comprendido). De un modo u otro, esta concepción del postfordismo como una “conquista” obrera está presente en todos los últimos textos de Brown: “hoy lo más utópico e inviable”, dice, “son las consignas reformistas: pleno empleo, mantenimiento de los servicios públicos estatales etc. Son simplemente irrealizables en el marco actual, el de un capitalismo que nunca más volverá atrás, al modelo fordista y keynesiano o a sus caricaturas socialistas. Y no lo hará, porque el proletariado realmente existente ha impuesto el abandono del fordismo, que sólo sigue siendo una utopía para cierta izquierda poco al tanto de la "situación concreta"5. No sabemos en qué momento el “realismo” de Brown y sus impecables razonamientos saltan sin mucho ruido de ranura y conducen a una conclusión chirriante. Si los seguimos hasta el final, y añadimos sus críticas al marxo-kantismo y a la Ilustración, nos vemos obligados de pronto a asumir una paradoja difícil de explicar a un trabajador “realmente existente”: el derecho sería una imposición burguesa y la precariedad una conquista proletaria y por lo tanto la izquierda, viene a decirnos Brown, debe situarse en contra del Estado de Derecho y a favor del trabajo precario. Personalmente me asustan un poco las consecuencias políticas que se derivan de un programa semejante.

4. No se me ocurre cuál puede ser la relación apuntada por Salvador López Arnal entre Althusser y el eurocomunismo6, pero si aún recuerdo un poco la obra del autor de Pour Marx, la interpretación de John Brown me parece fraudulenta: “Como afirmaba Louis Althusser, "la lucha de clases es anterior a las clases" y las constituye y reproduce como tales. Tenemos que abandonar la metáfora futbolística de los dos bandos preexistentes. Uno se divide en dos (o más). Hoy la lucha de clases atraviesa a nivel macrofísico al conjunto de la sociedad y a nivel microfísico todas sus moléculas y átomos: desde las organizaciones políticas y demás aparatos de Estado hasta los individuos y sus relaciones”7. No es esto lo que decía Althusser. Que las clases no pre-existan a su fricción quiere decir simplemente que se constituyen la una frente a la otra como consecuencia de su confrontación en el ámbito de la producción; clases y lucha de clases son estructuralmente sincrónicas a partir de la contradicción radical capital/trabajo, que es la que define agonísticamente el capitalismo con independencia de la conciencia o beligerancia de los agentes. Si se olvida que para Althusser (y para Marx) la lucha de clases está inscrita en el corazón mismo de la reproducción material del capitalismo y que divide a la humanidad en dos clases (poseedores de medios de producción y poseedores de fuerza de trabajo), se podrán decir cosas muy interesantes y sin duda muy dignas de reflexión y hasta muy importantes, pero no podremos hacerlo en su nombre. Podremos discutir -y conviene hacerlo- sobre el papel que a nivel global juega el “trabajo social difuso” en un mundo todavía clásico en el que todas nuestras mercancías proceden de maquilas, barco-fábricas y talleres off-shore y en el que nuestros trabajadores sufren la presión de la deslocalización y el abaratamiento de su fuerza de trabajo; más dificil parece demostrar que sea ese “trabajo social difuso” el que constituye y reproduce las clases (y tantas clases como conflictos moleculares atraviesan la superficie social), o al menos no podremos demostrarlo con las categorías de Marx. De una interpretación u otra, claro, dependerá también nuestro programa político y nuestras estrategias de resistencia. La extensión abusiva -e inversión semántica- de la fórmula de Althusser transforma el “todo es lucha de clases”, con el que se pretende afirmar la contradicción fundamental del capitalismo, en un genérico, capilar, casi orgánico “todo es lucha” (por la vida). No creo que con este desplazamiento ganemos mucho en claridad conceptual ni en eficacia política.

5. El himno de Brown al postfordismo y a la nueva realidad del “trabajo difuso” (como generadora de una lucha de clases extra-económica, existencial, generalizada) tiene que ver con la tesis, sostenida por Robin, Riffkin, Negri o Fumagalli, de la “superación del trabajo”. Ese “trabajo social difuso” John Brown lo relaciona, en efecto, con “el deseo de comunismo latente en nuestras

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sociedades”: “ Para muchos” , dice, ya no se trata de ser explotados (trabajar) en condiciones "dignas" o "humanas", sino de no trabajar bajo un patrón (o un Estado) y para el capital”. Y añade: “el trabajo social difuso tiene la ventaja de mostrar a diario a millones de personas la perfecta inutilidad productiva del capital y de su Estado”8. ¿Para “muchos”? En Europa, islote privilegiado del “trabajo social difuso”, tiene uno más bien la sensación de que la “lucha por la vida”, en el marco de la crisis, adopta la forma tradicional de un conflicto intraclasista en el que los nativos disputan ferozmente a los inmigrantes puestos de trabajo hasta ahora despreciados (¡incluso las españolas que recurren a la prostitución, según una noticia reciente, se enfrentan a las prostitutas eslavas y africanas!). Y en cuanto a la situación global, conviene no olvidar que el número de trabajadores en el sector industrial se ha duplicado en China y la India en el último decenio; en el primero de estos países el 69% de la población activa trabaja en los sectores primario y secundario; en el segundo el porcentaje llega hasta el 71%. Entre las dos potencias emergentes suman casi la mitad de la fuerza laboral mundial (1300 millones sobre 3.000) y sus obreros y campesinos trabajan, huelga decirlo, en condiciones fordistas o prefordistas. Da toda la impresión, en fin, de que la dependencia subjetiva y objetiva respecto del Capital y sus Estados no ha disminuido y que la crisis -y las nuevos procesos de acumulación originaria en Asia- abaratan los salarios, producen desempleo e intensifican la explotación laboral, a la manera más ortodoxamente marxista, pero no parecen aproximarnos ni un milímetro a una sociedad comunista de ocio remunerado.

6. Se puede objetar que la aparición de focos de “trabajo social difuso” anticipa ya, como tendencia irreversible, otro modelo social (“comunista”) como la excepción inglesa anticipaba en tiempos de Marx la hegemonía de las relaciones de producción capitalistas. Como quiera que Brown disuelve sin mucho criterio en el concepto de “postfordismo” categorías irreductibles entre sí (trabajo precario y trabajo cognitivo), es difícil saber de qué modelo parte y hacia qué modelo apunta. Pero si privilegiamos los aspectos cognitivos asociados a las nuevas tecnologías de la información, creo con Denis Collin9 que se exagera la importancia de este factor en la reproducción material de las sociedades humanas a escala global y, sobre todo, que se sobrevalora su carácter revolucionario en términos de acumulación y emancipación de general intellect , tal y como Marx usaba ya este término para describir la ciencia (el saber social) como fuerza productiva incorporada al capital constante (para la producción de mercancías y de beneficio empresarial)10. La tesis sobre la que John Brown fundamenta sus reflexiones teóricas y políticas (y su llamado a nuevas formas de organización) es más vistosa que precisa y pretende que la extensión misma de la reproducción capitalista al conjunto de la vida social convierte “el trabajo social difuso” en una fuerza productiva; es decir, en una matriz de producción de “comunes” parasitados luego por el capital. De otra manera expresa la misma idea Andrea Fumagalli cuando defiende un nuevo “paradigma de acumulación bioeconómico” en el marco del cual “la vida misma produce valor”11. Estas tesis, que difícilmente puede decirse que aclaren o prolonguen el trabajo de Marx, tienen el efecto paradójico de “valorizar” la vida humana -contra los humanismos religiosos- por razones “económicas”; huyendo de las trascendencias -y con el buen propósito de defender a las víctimas del capitalismo- se acaba instituyendo un régimen de inmanencia en el que la vida misma, cada existencia individual, cada pensamiento y cada acción, son “rentables” para todos. No se ve la ventaja de hablar de “comunes” (y no de bienes, propiedades o derechos colectivos), salvo la de ahorrarse el trabajo de las pequeñas trascendencias que llamamos “conceptos”. Todo es de Todos. Todos producimos Todo. Es el carácter inmediatamente productivo, directamente económico, de la “vida” individual y del “trabajo social difuso” el que justificaría la demanda de una “renta básica universal”, asociada no al concepto de “ciudadanía” (el de un sujeto diferenciado de derechos) sino al de “biorrentabilidad”. ¿Estamos seguros de que con este bagaje estamos mejor armados para excogitar nuevas formas de organización y afrontar más eficazmente el capitalismo?

7. Marx no creía, desde luego, que fuese posible la reproducción material de la vida social “sin trabajo”12; y lo que hemos aprendido hoy es quizás que la “superación tecnológica del trabajo” tampoco sería viable en términos ecológicos (todo parece indicar que la alimentación del planeta, en otro mundo posible, dependerá de la recuperación de viejas formas antropológicas de explotación e integración del entorno). Lo que si creía Marx es que era posible trabajar poco, trabajar menos, trabajar en otras condiciones y sobre todo trabajar para todos al mismo tiempo (y por lo tanto para uno mismo). ¿Es eso un proyecto “utópico”? Uno de los límites de los siempre brillantísimos textos de John Brown tiene que ver precisamente con la desproporción entre sus análisis y sus diagnósticos o propuestas. Resulta desconcertante que predique “realismo” a los que consideran que se estaba mejor en arresto domiciliario que en una celda de castigo (o en un Estado del Bienestar fordista que en una ETT generalizada) mientras él detecta con entusiasmo, en la Europa de Sarkozy, Berlusconi y Merkel, en las multitudes de los estadios, las televisiones y los supermercados, “un deseo latente de comunismo”. Como resulta no menos desconcertante que reproche “utopismo” a los que luchan por parchear algunas esclusas y conservar algunos derechos mientras él propone superar “toda clase de propiedad” para establecer el “acceso libre y general a los comunes”. Así planteada, su solución parece tan posible y tan cercana -y del mismo tenor- que las emocionantes anticipaciones del genial socialista utópico Charles Fourier: “Los ríos retornarán de te y chocolate, corderos asados brincarán por la pradera y pescados fritos en mantequilla navegarán por el Sena; espinacas hervidas surgirán de la tierra. Los árboles se llenarán de manzanas cocidas y el grano crecerá en fardos, listo para la cosecha; nevará vino, lloverán pollos, y los patos caerán del cielo ya aderezados”. La necesidad de seguir hablando de “propiedad” a la hora de hacer propuestas concretas para el establecimiento y regulación de una futura sociedad comunista está relacionada con el hecho, dificilmente modificable, de que, por muy comunes que sean los “comunes”, nunca viviremos en un río de chocolate ni bajo una nevada de pollos asados y, si el aire y la luz del sol seguirán siendo absorbidas sin mediaciones, habrá que inventar procedimientos complejos (en un mundo con 7.000 millones de habitantes y una complicada división del trabajo) para “reapropiarse” del resto de los bienes colectivos y generales: el alimento, la energía, la vivienda, la sanidad, el conocimiento. La izquierda lleva siglo y medio discutiendo y hasta ensayando distintos modelos de apropiación (estatal, público, cooperativo, comunitario, etc.) y es muy posible que haya que inventar otros y combinar muchos de ellos, pero no veo ninguna ventaja en fundirlos todos en un cuenco de chocolate caliente. “Superar el trabajo” y “superar la propiedad” suena mucho más radical que “trabajar poco” y “cofundar instituciones”, pero mucho me temo que eso es porque, en una situación tan difícil como la que vivimos y con los escasos medios que tenemos para afrontarla, lo más radical de todo es siempre fantasear. No seré yo -pobre desesperado entregado a ensoñaciones melancólicas- el que se lo reproche a John Brown. Después de todo, antes del salto fantástico en la piscina de chocolate, él al menos nos hace pensar.

NOTAS

1 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118088

2 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118033

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3 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

4 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=113472

5 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=113808

6 Cabe pensar quizás en el manejo no muy acertado que Santiago carrillo hace de algunas categorías althusserianas en “Eurocomunismo y Estado”.

7 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

8 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118412

9 http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-6/las-tesis-sobre-el-fin-del-trabajo-ideologia-y-realidad-social

10 “El desarrollo del capital fijo revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge [saber] social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect [intelecto colectivo] y conforman al mismo” . Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Borrador 1857-8) , vol. 2, p.230.

11 http://www.traficantes.net/index.php/trafis/editorial/catalogo/coleccion_mapas/bioeconomia_y_capitalismo_cognitivo_hacia_un_nuevo_paradigma_de_acumulacion

12 Contra la pretensión de Arendt, jamás creyó Marx en la utópica abolición del “reino de la necesidad” sino en su reducción: “El verdadero reino de la libertad no puede florecer sino sobre la base de este reino de la necesidad. La reducción de la jornada laboral es la condición fundamental de esta liberación”. (El Capital, Libro Tercero).

29-11-2010

Mirar hacia otro lado

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

A los niños hay que enseñarles a manejar los cubiertos, a atarse los zapatos, a leer, a comprender un cuadro, a tocar un instrumento. Pero no hay que enseñarles a “mirar”. Todos sabemos mirar. Basta abrir los ojos y el mundo entra en avalancha -rostros, nubes, montes, restos de imágenes a la deriva- con la ligereza de un rebaño y la mansedumbre de un arroyo.

No es verdad. Si algo me parece importante en relación con el medio audiovisual –precisamente porque se ha convertido en el medio ecológico de nuestra percepción- es analizar la síntesis que nos impone; es decir, desnaturalizar su existencia, desnudar el bastidor sobre el que se monta su espontaneidad inocente. De la misma manera que se les enseña a leer –a descifrar esa complejísima técnica del alfabeto- es necesario enseñar a los niños a mirar, porque la “mirada” es en realidad tan “secundaria”, tan “construida”, tan “artefacta”, como una metáfora de Góngora o una frase de Lezama Lima; tan “aparatosa” y complicada como un puente o una locomotora.

La dificultad con los medios audiovisuales estriba en que no parece traducir los objetos en signos, como hace la escritura, sino sencillamente transportarlos sin alteración allí donde podemos verlos. Lo primero que suprime una imagen televisiva, en efecto, es la mediación técnica que la ha hecho posible, con todas sus decisiones concomitantes, y esto de tal manera que, al contrario de lo que ocurre con la pintura, la pantalla se presenta ante nuestros ojos investida de una falsa transparencia y, en consecuencia, de una autoridad visual inmediata: se limita, al parecer, a mostrarnos lo que hay. Esta ilusión de “transparencia”, junto a la autoridad y legitimidad que la acompañan, ha pervertido como ningún medio anterior nuestra relación con los objetos y con nuestra propia conciencia. En el nuevo horizonte de ingeniería visual en el que vivimos, nos parece que podemos apoderarnos de todo sin esfuerzo ni rodeos, en la inmediatez de una mirada limpia, absoluta, liberada de los enojosos trabajos de la memoria, el discurso y la inteligencia: la cámara por fin nos proporciona una experiencia bruta, la experiencia por antonomasia, ésa que nos prometió en vano la filosofía y la ciencia de la Ilustración (ilusión terrible cuya banalidad y frustración se pone ejemplarmente de manifiesto en la obsesión fotográfica del turista, al que la experiencia de la cámara le parece mucho más pura e intensa que la de su propia mirada y, por supuesto, infinitamente más completa que la de cualquier “relato” que pueda recibir o construir). Con los niños, antes de que el polvo se asiente en sus pupilas, hay que trabajar esta desnaturalización del medio, a sabiendas de que la tendencia a la petrificación pertenece al medio mismo y no sólo al uso nefasto que bajo el capitalismo se hace de él. Una necesaria “educación de la mirada” debe dirigir su atención simultáneamente, por tanto, al análisis del discurso y al análisis del medio.

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Este efecto “naturalizador” asociado al soporte tecnológico añade una nueva dificultad al trabajo de resistencia frente al medio audiovisual. Como no me canso de repetir, la vista es el único sentido a cuyos estímulos no podemos resistirnos, con independencia de su contenido. Podemos taparnos los oídos para no escuchar un zumbido molesto, podemos pinzarnos la nariz para evitar el hedor de la basura, podemos rechazar el tacto de una superficie áspera o viscosa y podemos negarnos a probar un alimento que nos repugna, pero no podemos -no podemos, no- cerrar los ojos a ninguna imagen, por muy “pecaminosa” que sea. La mayor parte de los cuentos infantiles y mitos antiguos tratan de esta tentación irresistible y del castigo que la acompaña: el que ve lo que no debe ver sufre una transformación (se convierte habitualmente en animal). Así les ocurrió a Acteón, a la mujer de Lot, a Psiqué y a Melusina, a la esposa de Barba Azul . La conciencia de los límites morales de lo visual, por lo demás, pertenecía a una época en la que la mayor parte de las “imágenes” sólo podían ser precisamente “imaginarias”, íntimas o privadas, lo que confirmaba de alguna manera su condición irregular. El problema es hoy que la tecnología permite materializar ante la vista y de manera pública lo que hasta hace muy poco sólo se podía imaginar o, mejor dicho, fantasear, o en todo caso vivir como excepción radical: ciertas experiencias extremas, por ejemplo, que durante siglos estuvieron confinadas en el ámbito de la guerra o de la criminalidad. El que volvía de una batalla callaba por pudor lo que había visto o confiaba con angustia su experiencia a un amigo en un momento de debilidad: en nuestros días sencillamente no tendría nada que contar, pues la vivencia de un soldado -si es que no la ha “colgado” él mismo en internet- es mucho menos vívida y detallada que la de cualquier espectador de cine. Hoy todos hemos visto lo que sólo vio Jack el Destripador -y desde su mismo punto de vista.

Al mismo tiempo, la tecnología no sólo permite “representar” material y públicamente lo que hasta ahora sólo se podía imaginar en privado sino que –más allá- permite representar material y públicamente cosas inimaginables, cosas que hasta ahora nadie había podido imaginar: ciertos escorzos visuales que el protagonista de una acción no puede jamás contemplar o ciertas catástrofes que la naturaleza no puede producir y que obligan a la fantasía a ir de pronto a remolque de las imágenes exteriores manufacturadas, siempre a la zaga de las pantallas, en creciente retraso respecto de la tecnología visual. Como el espíritu de Hegel, la tecnología capitalista carece de imaginación -pues hace inmediatamente realidad todo lo que potencialmente contiene- y nos impide tanto imaginar como fantasear: todo está ya material y públicamente “imaginado”.

Pero la posibilidad, siempre “actualizada”, de materializar tecnológicamente lo que hasta ahora sólo podíamos imaginar concentra sobre todo su actividad, por razones obvias, en esos dos terrenos radicales que definen de manera homogénea la condición humana y sobre los que las distintas culturas, a lo largo de los siglos, han impuesto todo tipo de tabúes y restricciones: el terror y el sexo. La tecnología ha hecho legítima y trivial la experiencia de mirar lo que no se debería “ver”, de tener siempre ante los ojos lo que debería permanecer “invisible”. Esta combinación de tecnología y –digamos- “condición humana” impone dos “mandamientos” cuya convergencia bajo el capitalismo produce efectos catastróficos.

El primer mandamiento –tecnológico- es el de que debemos hacer todo lo que podemos hacer: esto implica fabricar la bomba nuclear, puesto que sabemos cómo hacerla, y además usarla; y en términos más banales, significa que en el cine, por ejemplo, los llamados “efectos especiales”, sobre todo en el campo del terror, se imponen casi mecánicamente a expensas del guión o del “mensaje”.

El segundo mandamiento –el de la antropología humana- es el de que debemos mirar todo lo que podemos ver. La combinación de tecnología y capitalismo ha logrado no sólo ampliar el número de cerraduras a través de las cuales sorprender una escena “prohibida” sino además legitimar ese gesto, trivializarlo y colectivizarlo: podemos (materialmente) verlo todo, pero además, en condiciones capitalistas, bajo el dominio antipuritano de la mercancía, se nos permite (moralmente) verlo todo. En los cuentos y mitos antiguos, el castigo que se imponía al infractor (al mirón que sorprendía a la diosa desnuda, al voyeur que volvía la mirada hacia la escena de destrucción) era la mutación animal. Nuestra visualidad ininterrumpida, ¿sólo recibirá el premio de una nueva imagen? ¿No entraña ningún castigo? ¿Ninguna mutación? Mucho me temo que el capitalismo, que ha borrado la diferencia entre guerra y paz, entre destrucción y construcción, entre comer, usar y mirar, ha borrado también la diferencia entre premios y castigos y ha conseguido que la reducción tecnológica del hombre a la animalidad –castigo clásico- el hombre la perciba como un premio y no como una maldición.

Contra ese “premio” es difícil luchar, y por eso la educación visual, que debe empezar muy pronto, debe consistir en combatir penosamente el binomio poder/deber, más consolidado que nunca a partir de la aparente “neutralidad” de la tecnología. No podemos poder ciertas cosas y “reprimirse” es la condición no sólo de la supervivencia antropológica y moral de la humanidad sino también de todos los goces estéticos y artísticos: poeta es el que “reprime” ciertas palabras, pintor es el que “rechaza” ciertos colores y cineasta es el que “descarta” ciertas imágenes. Si hacemos todo lo que podemos hacer simplemente porque podemos hacerlo, si podemos ver todo lo que podemos fantasear (o incluso más de lo que podemos fantasear porque la realidad fantasea más y mejor que nosotros) nos convertimos sencillamente en un conjunto de funciones biológicas y toda la riqueza cultural y todos los refinamientos tecnológicos acumulados durante siglos conducen paradójicamente al establecimiento de una pobreza puramente “animal”, a la restauración complicadísima de un primitivismo total. Como es fácil entender, a ningún régimen de producción le conviene más la combinación de estos dos mandamientos (el tecnológico y el visual) que al capitalismo. Hay, sí, ciertos artefactos tecnológicos que son en sí mismos no-socialistas. Puesto que no podemos impedir su existencia, “lo socialista” sólo puede ser amortiguar sus efectos. Educar a niños en el uso de la televisión es importante también bajo el socialismo, como –bajo el socialismo- es importante educar a los niños en el buen uso de los cuchillos o los productos químicos.

03-11-2010

El trabajo del héroe

Santiago Alba Rico

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La Calle del Medio

Una jovencísima amiga colombiana residente en Cuba desde hace muchos años contaba en una ocasión, un poco inquieta por los cambios que observaba a su alrededor, lo mucho que le había impresionado su primer día de escuela en La Habana. Sus pequeños compañeros la rodearon con curiosidad y la asaetearon inmediatamente a preguntas. “En Colombia”, decía mi amiga, “la primera pregunta de los escolares es siempre: “¿cuánto gana tu papá?”; aquí, en cambio, todos querían saber quién era nuestro héroe nacional”.

Es posible conocer una sociedad por las preguntas más frecuentes que se intercambian sus ciudadanos: cuánto ganas, dónde compras, qué carro tienes, de qué marca son tus zapatillas, de qué equipo eres. Estos son los protocolos de una tribu hechizada por las imágenes. Pero podemos imaginar por juego preguntas correspondientes a sociedades buenas y malas, presentes o futuras, para definir el rasgo dominante -el “patrón de cultura”, diría la antropóloga Ruth Benedict- que moldea a sus miembros: una sociedad, por ejemplo, de guerra ininterrumpida (“¿cuántos mataste ayer?” o “¿cuántos hermanos te quedan?”); una de hambre sin tregua (“¿has comido hoy?”); una de impulsos intelectuales puros (“¿de cuántas maneras se nombra el ser?”) o una, todavía inexistente, de cuidados y atenciones recíprocas (“¿cuántos dolores puedo aliviarte?”).

Es posible conocer una sociedad por sus preguntas, pero también por los héroes que reclama y fabrica. Según la etimología griega, el héroe (héros) es el que ha alcanzado la madurez, el que expresa la forma plena de la condición humana. Pero para los griegos esa plenitud, como la del famoso discóbolo de Mirón, se declaraba sólo una vez, en un gesto irrumpiente y desnudo, y en unos pocos lugares privilegiados: el estadio o el campo de batalla. Sobrehumanos, sobrepotentes, soberbios, los héroes señalaban su superioridad en el relámpago de una hazaña aislada; la “plenitud humana” era apenas alcanzable para unos pocos hombres, mestizos divinos, cuyas proezas había que registrar y admirar. Aunque Hércules, el prototipo antiguo, fuera conocido por sus “trabajos”, el “trabajo” era precisamente el contrapunto y la negación del “heroísmo”. Los héroes, que ahorraban trabajo a los hombres con sus hazañas, no trabajaban: resplandecían.

Lo contrario de un mito heroico es un cuento de hadas. Allí, esas fuerzas sobrehumanas que protagonizaban el destino de los griegos se convierten en meros auxiliares, cuando no en enemigos, de criaturas menudas y seres pequeños que tienen que salir de un atolladero: hijitos abandonados, segundones sin herencia, siervas despreciadas encuentran la ayuda de un objeto o un espíritu mágico cuya aparición, de algún modo, habían merecido gracias a su esfuerzo o a su astucia. Pulgarcito es el reverso de Hércules, encarnado ahora más bien en el temible Ogro, enorme y peludo, que quiere comerse al racimo de hermanitos extraviados. Pero luego -ay- el capitalismo pasó a despreciar los cuentos y recuperó lo peor de los mitos griegos. Los grandes héroes estadounidenses (Superman o Spiderman), cuyo disfraz pueden ponerse los niños pero a los que no podemos imitar, recuperan la tradición del relámpago individual, de esa gran proeza vertical, de arriba abajo, que paradójicamente provoca el mismo mal que, sólo una vez alcanzado el punto de máximo peligro, vendrían a desactivar. Lo inesperado se espera siempre; lo imposible se hace posible a fuerza de debilidad, de pasividad, de rendición. Mezcla aberrante de individualismo extremo y extrema mística religiosa, hay que entregar el mundo a las fuerzas del mal, y dejar que triunfen hasta el final, para provocar la entrada rutilante del héroe restaurador.

Según esta tradición griega, capitalista y religiosa, héroe es el que ahorra trabajo a los humanos sin esfuerzo. ¿Agradecemos el trabajo que nos ahorran? Los grandes gestos son femeninos: se llaman “gestas”. Pero nadie considera una “gesta” el trabajo de una madre que, como los enanitos del zapatero del cuento, ordena la casa, cocina los alimentos, recompone la vida amenazada por el deterioro y la corrupción, mientras los demás descansan o juegan; tampoco consideramos una “gesta” el esfuerzo del recogedor de basura que limpia trabajosamente la ciudad -como Hércules el famoso establo de Augías- mientras los ciudadanos duermen; ni consideramos “gestas” las fatigas del que ajusta la máquina o repara el arma que utilizarán los otros; ni el sacrificio oscuro del que, en lugar de brillar en una guerra injusta, trabaja entre bastidores para evitarla. El capitalismo, fundado mitológicamente en el trabajo propio pero sostenido realmente en el trabajo ajeno, desprecia el trabajo. ¿Qué es lo que admiramos los consumidores occidentales en nuestros héroes? La aparente falta de esfuerzo con que nos ahorran el trabajo de pensar o de intervenir en el mundo. Brillan, rutilan, relampaguean sin necesidad de combustible, y descienden olímpicos desde la televisión, con su aura liviana, para responder a todas nuestras preguntas. Cuánto ganas: mucho. Dónde compras: en París. Qué carro tienes: tengo siete. Qué perfumes, qué sábanas, qué hoteles, qué cuerpos usas: como la fuerza de Hércules y la visión láser de Supermán, son inalcanzables para ti. Nuestros héroes son empresarios, deportistas, actores, cantantes, diseñadores, vendedores y, si podemos disfrazarnos de ellos, no podemos alcanzar -al menos no con trabajo- su brillo irresistible.

¿Héroes que trabajan? Me conmueve mucho el final de una extraordinaria serie soviética de 1973, 17 instantes de una primavera, que los cubanos, si no me equivoco, pudieron seguir en su día por la televisión. A salvo en Suiza, ascendido y condecorado, el coronel Maxim Isayev, agente soviético infiltrado en las SS, sabe que regresar a Berlín le puede costar la vida. Pero decide regresar. A pocos kilómetros de la capital alemana, detiene su automóvil en medio de un bosque y se sienta a reflexionar al pie de un árbol. Mientras él recuerda todo lo vivido -el amor al que ha renunciado, los compañeros que han muerto, los pequeños placeres arrancados a la lucha- un flashfoward anticipa lo que quizás el héroe no llegará a vivir: la liberación de Berlín por los soviéticos, la victoria sobre el nazismo, los juicios de Nuremberg. Luego la cámara regresa al pie del árbol y una voz en off cierra la historia: “Pero nada de esto ha ocurrido todavía. Ahora el coronel Maxim Isayev va a Berlín... a trabajar”*.

En el Crátilo de Platón, Sócrates deriva la palabra “héroe” de “eros”, pues los héroes son fruto del amor y transmiten el amor a los hombres; pero también de “erotán”, la capacidad de preguntar, porque los héroes son “buenos oradores” y “hábiles interrogadores”. Todos somos capaces de amar, todos somos capaces de hacer buenas preguntas y, allí donde los humanos no estamos provistos de superpoderes, siempre cabe la posibilidad de una buena división del trabajo. Es bonito y ennoblecedor admirar a alguien porque hace algo -juegos malabares o vacunas- mejor que yo; y es bonito y ennoblecedor ser admirado al menos una vez en la vida porque soy capaz de hacer bien mi trabajo. Pero esta división del trabajo -en la que habrá turnos de admiración como hay turnos de fábrica o de guardia- presupone la dignidad, la independencia y la justicia, máxima expresión de la plenitud humana, como estructura del mundo y patrimonio común de todos los seres humanos por igual.

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NOTA

* Esta extraordinaria serie, que revela todo el infantilismo y penuria estética y mental de Hollywood, puede descargarse en http://www.nodo50.org/rebeldemule/foro/viewtopic.php?f=31&t=1194&sid=613de5691b7815c86b9e77215c74fbc4. Aprovecho para agradecer a la página Rebeldemule su extraordinaria labor de recuperación de la memoria cinematográfica de izquierdas.

04-10-2010

Delitos y juegos

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

“Un golpe de dados nunca abolirá el azar”, dice un verso famoso del poeta francés Stéphane Mallarmé. Y sin embargo el comportamiento de los jugadores en las salas de juego parece indicar exactamente lo contrario. ¿Se ha visto alguna vez un empaque más solemne, una arrogancia más dura, un aplomo más poderoso? El gesto de dar y pedir las cartas, el de arrojar los dados sobre la mesa, el de poner las fichas sobre el tapete de la ruleta no deja, mientras dura, ningún resquicio a la sorpresa. Ningún sabio está tan seguro de su ciencia como un jugador de póquer de su suerte; ningún ingeniero tiene más confianza en el funcionamiento de su artefacto que un ludópata en la respuesta de la máquina tragaperras. ¿De dónde sale toda esa conciencia de superioridad? ¿De la incertidumbre de las grandes ganancias y las grandes pérdidas? ¿O de la certidumbre, al contrario, de que los naipes o los dados -o el billete de lotería- son herramientas de nuestra voluntad? A merced del azar, el jugador se siente dueño de su destino; mientras su suerte se decide en otro sitio -porque su suerte se decide en otro sitio- él se comporta como un dios omnipotente. El gesto mediante el cual cede su vida a la contingencia ciega es tan rotundo que por un momento, o así lo parece, suspende toda casualidad ¿Ganamos? Es nuestra decisión. ¿Perdemos? Es que aún no hemos jugado lo suficiente. Paradójicamente, la esperanza de ganar nos hace sentir libres y la repetición de las derrotas no nos hace perder las esperanzas. Es este mecanismo endiablado el que ata todos los días a millones de personas a la rueda de la fortuna y arroja a miles al precipicio de la ruina.

En su recorrido en automóvil por los EEUU, los escritores soviéticos Ilf y Petrov recogían a los viajeros que hacían auto-stop en la carretera. Era el año 1935, poco después del derrumbe del 29, y la crisis había sacado de sus casas a miles de ciudadanos que buscaban refugio y empleo por todo el territorio estadounidense. Ese era el caso de uno de los que subieron al coche de los dos rusos. Sin trabajo, sin vivienda, sin ningún tipo de subsidio, el joven nómada viajaba escondido en vagones de tren aceptando pequeños empleos de temporada. Pero no era -insistía- un “vagabundo” como los otros. EEUU era un país injusto y él tenía grandes proyectos de reforma: había que repartir el dinero y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares; había que repartir las tierras y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares; había que cambiar el sistema y dejar a los ricos sólo 5 millones de dólares. Esta insistencia dejó un poco perplejos a los escritores. “¿Saben ustedes por qué este pobre diablo quiere que los ricos se queden sin falta con 5 millones de dólares?”, les explicó luego el señor Adams. “Porque no hay ningún estadounidense, por miserable que sea, que no tenga la esperanza de llegar a ser millonario algún día. Y para ese momento quiere estar seguro de que podrá disponer al menos de esa cantidad”.

O hay planificación o hay azar. Sólo los que planifican son realmente libres. Bajo el capitalismo, hay mucha gente planificando sin cesar: en las multinacionales, en los bancos centrales, en el Pentágono. Los demás, estamos a meced del azar. Pero curiosamente, al igual que los jugadores en el casino, nos sentimos libres. “Libertad”, en un sentido muy banal, significa “poder hacer lo que queremos” y aumentar nuestra libertad implicaría, por tanto, ensanchar el número de cosas que podemos hacer. Eso sirve para los planificadores. Pero hay otra posibilidad: se puede entender también la libertad al revés; es decir, como la facultad que sólo nos permite querer lo que podemos (o nos dejan) hacer y, en ese caso, se podría perfectamente conservar la libertad -y aún tener la ilusión de aumentarla- disminuyendo precisamente el número de cosas que “queremos”. Ese es el caso de las víctimas del azar. ¿Qué podemos querer los consumidores capitalistas? Podemos querer cambiar de coche y de celular, aunque para ello haya que ensangrentar el Congo; comer atún rojo, aunque para ello haya que saquear Somalia; viajar a Honolulú, aunque para ello haya que derretir los polos; salir en la televisión, aunque para ello haya que dejarse descorchar el alma; y podemos querer, claro, ser millonarios, aunque para ello tengamos que querer la pobreza de un compañero de escuela o la cojera de un extranjero. Eso que nos dejan (o nos obligan a) hacer es justamente -qué casualidad- lo que queremos hacer. Por lo tanto, somos libres.

La libertad de los consumidores es en realidad el resultado de una enorme resta de voluntades. ¿Cuántas cosas hemos tenido que renunciar a querer para ser “libres”? En los 22 artículos que preceden a éste he tratado precisamente de hacer una lista: hemos renunciado a querer las estrellas, las parras, los regalos, el aburrimiento, los sabores, la imaginación, la memoria, la compasión, la aventura, los cuerpos, los objetos mismos, Y hemos renunciado, claro, a querer poco, a querer lento, a querer pequeño. El conjunto de contenidos a los que hemos renunciado constituye lo que yo llamo “comunismo”. Los consumidores no quieren el comunismo y por lo tanto no se sienten reprimidos cuando les arrebatan las estrellas. Pero si de pronto se volvieran chalados y empezaran a querer las estrellas -y las parras y los sabores y la aventura y la imaginación y la solidaridad- entonces chocarían, no contra un muro, no, sino contra un ejército. Así lo dicen Ilf y Petrov de los EEUU de 1935 y así sigue siendo en nuestros días por todas partes: “los que quieren estas cosas pasan, en el mejor de los casos, por locos peligrosos; y en el peor, por enemigos de la sociedad”.

Hace unos días, en una entrevista publicada en el diario argentino Página/12 el viejo cantautor rebelde Paco Ibáñez decía una frase muy bonita: “Soy feliz porque he conseguido no tener dinero”. Parece fácil, pero allí donde todo el mundo quiere ser millonario y

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todo el mundo está obligado a intentar serlo hace falta fuerza de voluntad, disciplina, principios, coraje y sabiduría para alcanzar trabajosa y modestamente las estrellas.

¿Y para volverse millonarios? ¿Qué hace falta para volverse millonarios? Sólo hay dos alternativas: o la planificación o el azar. Es decir, o el delito o el juego. A la sombra de la crisis, los dos fenómenos no dejan de crecer en el mundo capitalista. La gente cada vez delinque más y la gente cada vez gasta más en juegos de azar. En España, 300 personas habrán sido juzgadas a finales de este año por corrupción, un delito que ha robado a los ciudadanos más de 4.000 millones de dólares (cifra que supera el dinero del tráfico de drogas). En cuanto al juego, los españoles gastan anualmente en bingos, casinos, loterías y apuestas en torno a 40.000 millones de dólares; más de 100.000 millones los latinoamericanos; más de 400.000 en todo el mundo.

Delinquimos y jugamos. Por eso nos sentimos sin duda tan libres y tan maduros.

14-09-2010

Cálculo de vidas

Santiago Alba RicoAtlántica XXII

He aquí un ejemplo de buena gestión de los recursos. Según el informe del diplomático irlandés Roger Cassement, en 1899 el gobierno colonial de su majestad Leopoldo II entregaba a sus soldados en el Congo un número determinado de cartuchos cuyo uso, al servicio de las compañías explotadoras del caucho, debían justificar estrictamente. Para demostrar que no habían desperdiciado un solo tiro, al final de la jornada estaban obligados a presentar una mano derecha (sí, una mano humana) por cada bala que faltaba en sus fusiles. Algunos soldados, mal alimentados, hacían trampas: usaban uno de los cartuchos para cazar y luego cortaban la mano a un congoleño vivo, a modo de certificado de honestidad en el servicio. En solo seis meses habían sido asesinados o mutilados 6.000 congoleños, uno por cada disparo, o tal vez más, porque a fin de ahorrar munición -dice Cassement- “los soldados mataban a los niños a culatazos”.

Otro caso más conocido de buena administración es el de Adolf Eichmann, oficial nazi ejecutado en 1962 por haber deportado a miles de judíos europeos a los campos de exterminio. Eichmann no abrió el gas asesino con sus propias manos ni torturó ni mató personalmente a ningún prisionero. Infatigable trabajador, incorruptible funcionario, riguroso organizador, dirigía desde su oficina el traslado de los hebreos con la precisión de un director de orquesta y la honestidad de un buen contable, “optimizando” la relación -diría la jerga económica- entre el número de vagones empleados y el número de seres humanos hacinados en ellos.

O tenemos también el testimonio de Freeman Dyson, uno de los más importantes físicos del siglo XX, quien en 1943 trabajaba en la oficina del jefe del comando de bombardeos de la RAF responsable de la “tormenta de fuego” sobre Hamburgo: “Permanecí en mi oficina hasta el final calculando meticulosamente la forma más económica posible de asesinar a otras 100.000 personas”. Atormentado por la culpa, Dyson se comparaba a Eichmann y sus burócratas asesinos: “Estuvieron encerrados en sus oficinas redactando informes y calculando cómo asesinar de una forma eficaz, igual que yo. La única diferencia es que ellos terminaron en la cárcel o ahorcados por crímenes de guerra”.

O podemos pensar, más recientemente, en las declaraciones del general Bernard Trainor en torno a los criterios aplicados durante la invasión y ocupación de Iraq a la hora de bombardear un objetivo: “La regla establecida era la de permitir “daño colateral” o víctimas civiles para los blancos de muy alto valor, siempre y cuando el número previsto no excediera de 30 muertos. Por encima de esa cifra, hacía falta la aprobación del propio Donald Rumsfeld”. La muerte de decenas y decenas de inocentes dependía -como sigue dependiendo hoy en Afganistán o Palestina- del cálculo contable de diez o doce funcionarios impecables que, reunidos en lujosas oficinas, volcados sobre gráficos y mapas, establecen la mejor relación posible entre los altísimos intereses de las patrias y las empresas y la destrucción de cuerpos, casas y bosques.

Curiosamente es a este “cálculo” a lo que el economista ultraliberal Frederic Hayek llamaba “economía” en una entrevista concedida en 1981 al diario chileno El Mercurio: “Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la manutención de vidas, no a la manutención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al “cálculo de vidas”: la propiedad y el contrato”.

En resumen, si se trata de asesinar a congoleños, de gasear judíos o mutilar civiles es bueno confiar en la gestión de Leopoldo II, del III Reich y de la RAF o el Pentágono. En la misma medida -y si se nos permite un pellizco de demagogia- si se trata de beneficiar a las empresas y los bancos, abaratar el despido, precarizar el empleo, aumentar el paro, reducir el sector público, recortar los derechos civiles y laborales y desmovilizar políticamente a la población, lo mejor es confiar en la derecha. Por eso el PSOE se obstina en imitarla; y por eso los congoleños, los judíos y los mutilados la votarán en las próximas elecciones.

Fuente: http://www.atlanticaxxii.com/ 

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21-09-2010

Cacas secas, moscas frescas

Santiago Alba RicoLadinamo nº 34

Lo que ocurre con los niños es que no tienen bastante memoria para comparar ni bastante imaginación para concebir alternativas (ni tampoco, claro, fuerzas para imponer una). Por eso el mundo que les ha caído encima -en el que ellos han caído desde muy abajo- es al mismo tiempo el mejor y el peor posible para sus juegos. No pueden dejar de tomarse en serio, para bailar y patear un insecto, el tablón roto que les han entregado los mayores y en el que tienen apoyados los pies. Por eso también el sufrimiento de un niño, intruso incongruente, tiene algo insoportable que nadie puede justificar; y por eso su alegría, resignación maravillada, tiene algo insuperable que parece justificarlo todo.

El gran poeta coreano Ko Un, del que ya nos hemos ocupado en estas páginas, escribió una especie de haiku afilado y burlón contra las almas muertas:

En caca seca no se posan ni las moscas

¿No es eso la pureza? No

Puros o no, en los niños se posan todas las moscas y de hecho ellos mismos asemejan también moscas que van a posarse en todas las cacas, incluso en las más secas. Lo aprovechan todo, lo reciclan todo, lo recolectan y reclasifican todo. Su pequeña gavilla de impulsos -el de medirse con los otros, el de poner a prueba la consistencia de la materia, el de apostar el cuerpo- la aplican concienzudamente, como trabajadores tenaces, sobre una orografía milenaria en la que tan geológica es la colina como la casa, los pájaros como los mendigos, los bosques como los aviones. Ahí están ellos con sus azadones en la mano. ¡Cae nieve! Hagamos bolas. ¡Caen bombas! Busquemos casquillos, espoletas, cadáveres.

Los niños nacidos en Europa a partir de 1945 son quizás los primeros de la historia cuya infancia discurrió en una geología social no marcada por la guerra. Aún no sabemos cómo -ni en qué momento ni a través de qué hachazos- la compacta orografía infantil se llena de voluntades, intenciones, fuerzas; se transforma, es decir, primero en mundo y después en historia. Tampoco sabemos de qué manera esa cambiante orografía determina nuestra estancia adulta entre los hombres ni si no habrá, como lo hay de la violencia y los misiles, un estrés post-traumático de los mimos y las mercancías. Lo cierto es que a la infancia sin guerra de los nacidos en Europa entre 1947 y 1991 los políticos la llamaron Guerra Fría para inducir la ilusión eurocéntrica de un corte cronológico inexistente: con las bombas atómicas sobre Japón se habrían acabado para siempre las matanzas, los crímenes contra la Humanidad, la barbarie antigua de la guerra -aunque para ello hubiese que tensar cuerdas y atesorar armas. Nada más falso. Entre 1947 y 1991, duración oficial de la Guerra Fría, hubo al menos 70 guerras calientes y peludas, antiguas y perrunas, en las que murieron tantos millones de seres humanos como en la segunda guerra mundial.

Al igual que Alemania y en las mismas fechas, la península de Corea, ocupada por Japón desde 1905, fue dividida en 1945 en dos pedazos controlados desde fuera por los enemigos bipolares, los EEUU y la URRS, lo que en 1950 llevó a una encarnizada guerra mundial local que duró tres años, provocó en torno a 4 millones de víctimas y cuyas diferencias, azuzadas, administradas, prolongadas hasta hoy por los estadounidenses, han sobrevivido al fin de la Guerra Fría y al derribo del muro de Berlín. Esos tres años de guerra marcaron a toda una generación de coreanos, del Norte y del Sur, niños entonces, que tratan ahora, como los españoles, de rescatar una memoria en la que las mentiras, las manipulaciones, los silencios, petrificaron sus formaciones rocosas, a modo de accidentes del terreno, junto a las colinas y las ruinas, los bosques y los tanques, la sangre y la melcocha.

En El camino de Soradan (Barataria 2009, traducción de Sun-me Yoon), el escritor surcoreano Yoon Heung-gil, nacido en 1943, nos describe la orografía infantil de la Corea del Sur de la guerra civil. Allí estaban los niños con sus azaditas, dispuestos para la recolección, en un mundo que otras veces se llenaba de nieve o de castañas de agua y que de pronto se había llenado de huérfanos, mutilados, locos, cadáveres a la deriva; en el que los “americanos”, como árboles maduros, dejaban caer pan y chocolatinas desde los camiones; en el que el patriotismo era el deporte más intenso, el comunismo el Ogro más temido y la Muerte el Angel ronco que venía de noche a buscar a las abuelas, sin esperar a la primavera. Ahí estaban los niños con sus azaditas y se medían los unos a los otros, comprobaban la resistencia de los objetos, apostaban sus cuerpos en el tablero; esa Corea de 1950 era el mejor y el peor mundo posible para sus juegos y a veces se divertían con toda seriedad, y a veces se reían a carcajadas, como a grandes sollozos, huyendo ya de las intenciones, las voluntades, las fuerzas que agrietaban el paisaje.

El camino de Soradan podría haber sido un volumen de buenos cuentos, pero el acierto de Yoon Heung-gil (más conocido por su novela Dias de lluvia, llevada al cine) es el de haber tratado literariamente estas vivencias infantiles yuxtapuestas como historias de viejos tramadas en un espacio común. Las historias están “cogidas” en una novela; sostenidas en una estructura muy ligera. Se las cuentan unos a otros, en efecto, antiguos compañeros de colegio que vuelven al pueblo de origen, cincuenta años después, con sus vidas hechas o deshechas en paralelo, para una celebración turística organizada. Son viejos y recuerdan sus infancias con esa mezcla senil de impudor, nostalgia e ironía, siempre abucheada o contestada por sus infantilizados colegas, que impide precisamente la conciencia “literaria” que tantas veces idealiza la niñez o dramatiza sus orografías. Pero son viejos, sí, y por ello también tienen ya

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la memoria y la imaginación que les faltaba a los diez años y pueden comparar y concebir alternativas, aunque no tengan tampoco fuerzas -ni quizás ganas ni valor- para cambiar nada, ni siquiera para detener los cambios, ni siquiera -ni siquiera- para conservar ese dialecto pueblerino, tan chusco y transparente, que habían reencontrado todos juntos y que ahora, a medida que se acercan a Seul, acabada la excursión, cede ante la agenda del día siguiente como la tierra de sus padres había cedido ya ante el empuje de las excavadoras. Después de todo, ya no son más que cacas secas y las cacas secas pasan a forman parte del paisaje de los niños nuevos, de las moscas frescas.

 

06-09-2010

Prohibir la guerra, permitir los bombardeos

Santiago Alba RicoLa Calle del medio

Hace pocos días se cumplió un nuevo aniversario -el número 65- de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Lo que pocos saben o pocos quieren recordar es que el 8 de agosto de 1945, dos días después del lanzamiento de la primera bomba atómica y pocas horas antes del lanzamiento de la segunda, las potencias ya victoriosas de la segunda guerra mundial firmaron los acuerdos que establecían un tribunal internacional encargado de juzgar los crímenes cometidos durante la contienda. Lo que pocos saben o pocos quieren recordar es que el famoso tribunal de Nuremberg, acto fundacional del derecho internacional moderno, prohibió la guerra -”crimen supremo que concentra en sí todos los otros crímenes”- al mismo tiempo que legalizaba los bombardeos. En sus conclusiones, en efecto, la sentencia de Nuremberg declaró inocentes a aliados y alemanes por igual, “puesto que los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones”. El modelo Auschwitz, el de los perdedores, se convertía así en el colofón de la barbarie humana y en una estremecedora advertencia para las futuras generaciones; mientras que el modelo Hiroshima, el de los vencedores, pasó a convertirse en “practica rutinaria” y “derecho consuetudinario”.

Desde entonces está prohibida la guerra y están permitidos los bombardeos. Antes de 1914, el escritor francés Marcel Proust hablaba de los aviones como de los “ojos” de la Humanidad. Se volaba para ver, no para bombardear. Pero hay ciertos ángulos de visión, ciertos rangos de la mirada, que imponen inmediatamente, como una tentación irresistible, el deseo de destruir lo que se capta visualmente. La prohibición de mirar ciertos objetos, la prohibición de mirar desde ciertos objetos (el ojo de la cerradura o la mirilla del avión) es hoy una cuestión de supervivencia no sólo moral sino material. El modelo Auschwitz -con sus terribles campos de exterminio horizontal- es después de todo humanamente familiar y quizás por eso nos resulta tan fácil escandalizarnos frente a él y rechazarlo. Si, por el contrario, aceptamos con mansedumbre y naturalidad el modelo Hiroshima -el exterminio vertical desde el aire- no es sólo porque forme parte de “la justicia de los vencedores”: es que tiene algo de inimaginable, de irrepresentable, de extraterrestre; está tan fuera de toda medida antropológica que suspende cualquier forma de reacción.

El bombardeo aéreo, en efecto, reúne dos características “incomprensibles” para un ser humano. La primera tiene que ver con el hecho de que ni siquiera “deshumaniza” a sus víctimas antes de matarlas o para justificar su muerte: sus víctimas no son “enemigos” o “animales inferiores” u “obstáculos” sino simples “residuos”. Los cadáveres y las ruinas no han tenido una existencia individual (ni siquiera bajo la forma de un número tatuado en la muñeca) antes de ser “fabricados” desde el B-52. No han sido ni juzgados ni condenados; tampoco despreciados. Son desde el principio sólo “restos”.

La segunda característica del bombardeo es que, si produce “restos”, no permite establecer ningún vínculo entre ellos y la fuente lejana, celeste e inalcanzable, que los ha causado. Las víctimas sólo pueden alzar el puño en medio de los escombros, como ante la ira de Dios; por su parte los verdugos, encerrados en sus cápsulas de cristal, o cómodamente sentados delante del ordenador, no pueden experimentar ningún sentimiento -tampoco odio- por esas existencias que se inclinan y desaparecen bajo un gesto de su dedo. No pueden mirarlas sin que desaparezcan y se las mira precisamente para eso, pero esta desaparición no entraña ninguna emoción ni ninguna tragedia; la acompaña, si acaso, el placer de “no dejar ningún cabo suelto”, la satisfacción de “tachar” todos los puntos que van compareciendo ante nuestros ojos.

Pues bien, curiosamente el modelo del bombardeo aéreo es el que mejor explica la consistencia moral y los efectos materiales del consumo capitalista.

El capitalismo, lo hemos escrito otras veces, no se define por su capacidad para producir riqueza sino para destruirla. Si se recuerda que el 90% de las mercancías que se producen hoy en el mundo dentro de seis meses estarán en la basura se comprende enseguida que el capitalismo no fabrica mesas, coches, ordenadores y lavadoras sino “residuos”, igual que las bombas, y que el ser humano que se empeña -durante seis meses- en usarlos como si fueran mesas, coches, ordenadores y lavadoras es él mismo “residual” frente al objetivo económico de sustituirlas lo antes posible por otras. Para el capitalismo, como para el B-52, las cosas y los hombres son desde el principio “restos” y su verdadero producto -ni televisores ni frigoríficos- es la “basura”.

Todos los días, por ejemplo, llegan de Europa miles de aparatos electrónicos desechados a un barrio de Accra (Ghana) conocido como Sodoma. Allí, miles de menores que no han usado en su vida un ordenador, queman y destripan las carcasas en busca de piezas de metal, absorbiendo durante horas de trabajo infernal más de 60 sustancias tóxicas. Lo mismo ocurre en Karachi (Pakistán), donde 20.000 jóvenes, algunos menores de diez años, muchos de ellos refugiados afganos, reciclan la basura electrónica procedente

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de Occidente, Dubai o Singapur, manipulando plomo, cadmio o antimonio, materiales que destruyen al mismo tiempo la salud de los niños, la tierra y el río Lyari. El 70% de la basura electrónica del mundo acaba en muladares de Asia, en los que las condiciones de trabajo y la contaminación ambiental convierten la vida misma de la gente en abyectamente “residual”.

Pero el consumo capitalista se caracteriza también por su dificultad para establecer vínculos mentales entre una mirada, un gesto del dedo, un trabajo bien hecho o un placer banal y un paisaje de ruinas, a miles de kilómetros del supermercado, en el que están muriendo niños a los que no odiamos; niños que, al contrario, cuando nos los muestran por la televisión, nos enternecen y nos aturden de compasión. Como el piloto del bombardero, vemos el mundo en las vitrinas de las tiendas y en las pantallas del ordenador y somos antropológicamente incapaces de imaginar ahí ningún efecto negativo o destructivo. Los muertos, las ruinas, los hambrientos, son sólo los “restos” o “residuos” de nuestros placeres más inocentes.

Desde nuestros placeres no podemos imaginarnos a Mohamed Khan, de ocho años de edad, quemando un ordenador en Karachi como tampoco desde el sufrimiento de Mohamed Khan puede imaginarse el uso que hacemos los occidentales del ordenador. ¿Por ejemplo? Más de 24 millones de páginas de Internet son de contenido pornográfico (el 12%) y cada segundo 28.258 internautas están viendo pornografía. Cuarenta millones de estadounidenses visitan regularmente estas páginas web, con un volumen de negocio de 2.350 millones de euros al año (más de 4.000 en todo el mundo). El 25% de las búsquedas en la red y el 35% de las descargas son de carácter pornográfico y todos los días se registran 116.000 búsquedas con el rótulo “pornografía infantil”. El 20% de los hombres reconoce ver pornografía mientras está en el trabajo y la edad media en la que un niño estadounidense comienza a frecuentar páginas de contenido sexual es de 11 años.

Mucho más pornográfica que la pornografía misma es la relación inimaginable entre los que miran el ordenador en Utah o Madrid y los que los queman en Ghana y Karachi.

Desde 1945, sí, está prohibida la guerra y están permitidos los bombardeos..

02-09-2010

Marcas o nombres

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Una madre revisa los pantalones de su hijo de 8 años antes de lavarlos y del bolsillo derecho cae una piedrecita. No es una piedrecita. Hay que imaginar la escena: el niño camina pensativo tratando de resolver un problema muy grande -el de un compañero de escuela muerto o el de la noche oscura y sin fronteras- y tanta es su angustia que se inclina al borde del sendero. Concreta ahí todo ese malestar abstracto: la palpa, la acaricia, la lanza al aire, la empuña y, ya un poco aliviado, la guarda en el bolsillo. Cada vez que le vuelve ese temor incomprensible, busca en el pantalón y cierra la mano sobre ella. No es una piedrecita; es un problema o, mejor aún, una tentativa de solución. Y por eso la madre, cuando la ve caer ahora del bolsillo, siente una mezcla de ternura y de ansiedad. En el último mes, su hijo ha recogido siete piedrecitas del camino, Unas de alegría y otras de dolor.

Así son los chicos. Así somos todos. Lo que no podemos explicar, lo que no podemos arreglar, lo que nos asusta o nos hace felices nos lo guardamos en el bolsillo. Primero empezamos recogiendo guijarros y después pasamos a acumular palabras y nombres. Amuletos, torniquetes y signos, los nombres son, en efecto, las piedras guardadas en la boca con las que tratamos, en un solo gesto, de conjurar el mal, solidificar el mundo y representar nuestras emociones.

¿Por qué sentimos la tentación de derribar los muros y es en cambio un crimen bombardear una casa?

Porque los muros no tienen ojos y las casas sí.

¿Por qué los barcos tienen nombre y los coches no?

Porque los barcos tienen alma y los coches no.

"Alma", lo sabemos, no describe más que una determinada intensidad de la voluntad, una particular presencia del objeto, una terquedad de la atención. Hay criaturas -como el Dios judío- que no pueden ser nombradas y otras, en cambio, que están pidiendo a gritos un nombre al que responder. Si tratamos de asir la práctica en una regla, podemos decir que ponemos nombre a los cuerpos u objetos que cumplen al menos una de estas tres condiciones:

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- Nombramos lo que hemos hecho con nuestras propias manos (incluido, claro, el cuerpo del amado, fabricado por nuestras caricias, construido con nuestra ternura, rebautizado una y otra vez, para aferrarlo mejor, con toda clase de diminutivos y paranimias).

- Nombramos también todo aquello a lo que hemos añadido nuestra propia vida a través de un largo uso o una atención constante. Los melanesios ponen nombre a sus cucharas de palo, los marineros a sus barcos, los granjeros a sus cinco vacas.

- Nombramos también todo aquello de lo que queremos apoderarnos. Colón renombró las tierras que iba conquistando mientras la Iglesia rebautizaba a los indígenas forzados a la conversión. Los estadounidenses se apropiaron de las sequoyas de California poniéndoles nombres de generales yanquis.

Pero si se trata de apoderarse de algo o de alguien, digámoslo enseguida, los nombres son poco eficaces y hasta peligrosos, pues todo lo que tiene nombre -aunque no sea el suyo propio- puede rebelarse contra su Nominador. El esclavo puede responder a la llamada del amo, pero también puede ser llamado por el amor, la razón o la revolución.

En realidad el dominio absoluto prefiere precisamente negar -o arrancar- el nombre a sus esclavos. Una de las formas elementales de negar el nombre es el número, que acepta o impone la intercambiabilidad de todas las existencias. Ni siquiera el más avaro de los hombres bautizaría una por una sus monedas; al codicioso no le importa que sean concretamente ésas sino que sean muchas y produzcan muchas más. No quiere llamarlas sino contarlas. Lo mismo pasa con el carcelero, el cumplimiento de cuya misión, al margen de caprichos compasivos y tentaciones humanas, depende del hecho de que sustituya el nombre del prisionero por una cifra. El dinero y los prisioneros no se nombran; sencillamente se numeran.

Pero lo contrario del nombre es sobre todo la "marca". Los perros, los tigres, las ratas marcan su territorio con saliva o con orina. Los capataces esclavistas y los maridos machistas marcan a golpes los cuerpos con el ignominioso copyright de su crueldad. El racista marca a sus víctimas con un genérico de especie: para los colonos franceses, por ejemplo, todos los argelinos eran "Mohamed" y todas las argelinas "Fatma". El dios iracundo, por su parte, marca las puertas que asaltará el ángel exterminador. Pero lo mismo pasa con la riqueza: el ganadero rico, que no tiene cinco sino cinco mil vacas, graba en sus lomos el fuego de su dominio y en los olivos del terrateniente no figura el nombre de un enamorado sino la mordedura fría de su propiedad.

Esa es también la fuerza íntima del capitalismo. Las grandes empresas y multinacionales marcan sus productos -confeccionados por desconocidos- y venden de hecho no los productos sino las marcas, con las que marcan a millones y millones de consumidores. Los coches no tienen nombre propio, al contrario que los barcos, porque nunca llegamos a apropiárnoslos a través del uso; siguen siendo propiedad de Seat, Volkswagen o Mercedes y nuestro prestigio no depende de que el coche sea nuestro -y lo amemos como a una cuchara de palo o a una vaca- sino de que nosotros portemos orgullosos la marca de nuestra ausencia y desposesión. Ilf y Petrov, dos escritores soviéticos que recorrieron EEUU a finales de 1935, no comprendían que los autores y los usuarios de las grandes realizaciones tecnológicas estadounidenses (centrales eléctricas o automóviles) permaneciesen ocultos bajo la etiqueta de una Marca Privada. El gran Ford, les explicaba su guía, no era conocido y respetado como mecánico sino como comerciante y si tenía que rivalizar en fama con los más temibles gánsteres era porque, bajo el capitalismo, “la gloria es una mercancía y, como todas las mercancías, rinde beneficios no a quien la produce sino a quien la comercializa”. El capitalismo disuelve sin parar los nombres individuales y, si algunos de ellos llegan a ser conocidos, es sólo a condición precisamente de que dejen de ser nombres para convertirse en “marcas”. Eso es lo que pasó con Ford y es lo que ha pasado, por ejemplo, con Michael Jackson, Fernando Alonso o Cristiano Ronaldo: su nombre es la marca que marca su falta de nombre y marca también nuestra pasividad de reses mansas sin bautizar.

Hay que defender los nombres y defenderlos también como medida de la producción y del consumo. ¿Cuántas cosas debemos poseer? ¿Cuándo debemos cambiarlas por otras? El cálculo es sencillo. Debemos ser tan pobres como sea necesario para poder poner nombre a todas nuestras cosas y usarlas tanto tiempo como sea indispensable para que respondan cuando las llamemos.

La madre que revisa el pantalón de su hijo de 8 años se preocupa al ver la piedrecita que nombra por aproximación -como todos los nombres- las angustias y temores del niño. Pero debería preocuparse mucho más al ver la marca -Levis, Pepe, Lee- que marca su cuerpo como si fuera la vaca de un ganadero rico. Contra las marcas, contra todas las marcas, debemos recuperar los amuletos, los torniquetes, los signos: los nombres con los que podemos llamarnos los unos a los otros y llamar al mismo tiempo al amor, a la razón y a la revolución.

08-07-2010

Contra la fantasía

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

El mundo tiene límites; la fantasía no. Genios voladores, transformaciones mágicas, mesas que se llenan solas de comida, duendes que atraviesan las paredes, hadas que hacen desaparecer gigantes (o profetas que separan las aguas del mar con un bastón): los mitos y los cuentos apartan, con un sésamo o un abracadabra, los obstáculos que la geología y la historia colocan en el camino de los

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humanos. Perrault, los hermanos Grimm, Andersen, Hoffmann, eran grandes fantasiosos que se sacudían las estrecheces del mundo sublunar con ensoñaciones al galope. Pero hay que tener cuidado, porque también Jerjes, que mandó azotar el mar, era un fantasioso, y también lo era Tze Huan-Ti, primer emperador de China, que castigó a una montaña por cortarle el paso; y lo eran Hernán Cortés y Napoléon y Cecil Rhodes. También lo fue Hitler: “un Estado que en la época del envenenamiento de las razas se dedica a cultivar a sus mejores elementos raciales, tiene un día que hacerse señor del mundo”. Y un gran fantasioso es también, claro, el presidente de la multinacional Monsanto: “el glisofato es 100% biodegradable e inocuo para la salud”. Y lo es asimismo -grande, inmensa fantasía- Dominique Strauss-Kahn, el máximo dirigente del FMI: “es posible conciliar la protección social con el crecimiento económico”.

Olvidamos a menudo, en efecto, que vivimos en un mundo dominado, y no liberado, por la fantasía. Hace 70 años, el delirio de la pureza racial y la superioridad aria desbarató Europa y mató a 60 millones de obstáculos en todo el planeta. ¿Y qué pasa hoy con el capitalismo? ¿Derretir los glaciares, descorchar las montañas, perforar los fondos marinos cada vez más deprisa e ilimitadamente? ¿Liberar los vicios individuales para que produzcan bienestar general? ¿Confiar en una solución tecnológica que repare retrospectivamente todos los daños que los “medios de destrucción” ocasionan en su búsqueda de “crecimiento”? ¿Tener siempre un carro nuevo, una casa nueva, un cuerpo nuevo? ¿Estar a favor al mismo tiempo de la igualdad y la desigualdad, de los pobres y de los ricos, del derecho y de la tortura, de la democracia y de la dictadura? Cuando la fantasía, que ignora los límites, pedalea en el aire, sin medios para materializarse, recurre a la magia, como en los cuentos, y hace reír de gozo liberador. Cuando la fantasía, que ignora los límites, dispone de dinero, armas, policía -y aplica cálculos matemáticos y procedimientos racionales de organización y penetra en la tierra como los dientes de una excavadora- el mundo mismo, con sus árboles, sus montes y sus niños, cruje de dolor. Con medios grandes, como los que poseía Hitler, un sueño abstracto puede suprimir millones de criaturas concretas antes de chocar contra la pared; con medios enormes, como los que posee el capitalismo, la pared última, condición de toda existencia y también de toda ensoñación, está a punto de venirse abajo. A esta intervención material de la fantasía, a través del poder o la riqueza, los antiguos griegos la llamaban hybris , el exceso sacrílego, la insubordinación blasfema contra los límites humanos, y era castigada por los dioses con una catástrofe -una “revolución”- que devolvía el mundo a su equilibrio original. Los tiranos, los ricos, los fantasiosos ejecutivos acababan en el Hades haciendo rodar piedras o girando en ruedas de fuego.

El problema de la fantasía capitalista es que apenas si genera una fantasía contraria de justicia automática. Nos gusta, nos parece seria, nos resulta apetecible. Se nos antoja real. Es normal: el capitalismo, que gasta 1 billón de dólares en armas, gasta la mitad de esa cifra en publicidad -con sus carros circulando libremente por carreteras desérticas, sus imperativos terroristas de inmediatez pura y sus accesos mágicos a la salud, la belleza, el prestigio, la felicidad.

Lo contrario de la fantasía, que no reconoce límites, es la imaginación, encadenada a los guisantes y los pañuelos, una facultad muy antigua, muy modesta, muy doméstica, que ha sobrevivido en las circunstancias más adversas (¡incluso bajo el nazismo!) y que, como la memoria, está a punto de sucumbir a la fantasía mercantil. Mientras la fantasía vuela, la imaginación va a pie; mientras la fantasía pasa por encima de todas las criaturas, la imaginación tiene que enhebrarlas una por una para llegar más lejos. En sus trabajosos recorridos horizontales, de un guisante a un guijarro a un pañuelo a un juguete a un niño, empieza desde muy cerca y, por así decirlo, interesadamente: “ese niño podría ser mi hijo”. Luego, de cuerpo en cuerpo, vasta red ferroviaria, ya no puede detenerse y sigue rodando a ras de tierra hasta abarcar potencialmente el conjunto de los seres, que son incontables pero no infinitos .

¿Para qué sirve la imaginación? Básicamente para ponerse en el lugar exacto del otro y para ponerse en el lugar probable de uno mismo. Mediante la pedestre imaginación sentimos como propio el dolor o la felicidad de los demás: eso que llamamos compasión y amor. Bajo el nazismo, nos cuenta Tzvetan Todorov, hubo hombres y mujeres que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se subían de un salto a los vagones de la muerte (porque saltar al fuego puede ser también un acto reflejo) para compartir con ellos su destino. Pero la imaginación sirve también, al revés, para meter al otro en nuestro propio pellejo. En Madrid, en el año 2010, muchas personas duermen en la calle cubiertas por cartones y a medida que se agrave la crisis su número aumentará. Cuando pasamos al lado de una de ellas jamás se nos ocurre pensar que eso podría ocurrirnos también a nosotros sino que nos dejamos llevar por la fantasía absurda de que nuestros méritos o nuestros dioses excluyen por completo esa posibilidad. Para representarnos el dolor ajeno hace falta imaginación; para representarnos nuestro dolor, nuestra vejez, nuestra muerte futura hace falta también imaginación. Sin imaginación, como se ve, todo es fantasía; y la fantasía asegura los beneficios de Monsanto, la BP y el Banco de Santander, así como nuestra mansedumbre frente a su hybris destructiva.

Las leyes de la oferta y la demanda son injustas: diez hombres piden pan y el mercado da diez chocolatinas a uno solo. Pero es sobre todo una gran fantasía. Porque el mercado sueña irresponsablemente con una oferta infinita y porque -como decía Georgescu-Roegen, pionero en bio-economía- no tiene en cuenta la demanda de las generaciones futuras.

En un textito de 1908, el gran escritor hispano-paraguayo Rafael Barrett parafraseaba la famosa declaración de Montesquieu. Amar a los desconocidos, dar la vida por lo completamente ajeno, es lo más sublime a lo que uno puede aspirar. Está bien amar a la propia familia, pero es mejor el que se sacrifica por la patria, más grande y menos nuestra. Pero es mejor el que se sacrifica por la humanidad, más grande aún y más desconocida. Pero hay algo todavía mejor. Si hubiera -añade Barrett- “otra alma más alta y más profunda que en su seno abrazase el alma de la humanidad misma, el acto supremo sería sacrificar lo que de humano hay en nosotros a la realidad mejor”. Lo cierto es que esa realidad existe y no es Dios: es -concluye el escritor- “la humanidad futura”, cuyas demandas, en efecto, no caben en el mercado.

Esa humanidad futura, en todo caso, no nos es completamente desconocida. A través de nuestros hijos y nuestros nietos podemos ya imaginarla y seguirla generación tras generación, de peldaño en peldaño, con nuestro propio cuerpo, hasta por lo menos (es lo más lejos que yo he llegado) el año 14.825.

Lo raro -qué raro- es que a la fantasía destructiva del mercado la llamen realismo y a la preocupación por nuestros amigos y sus hijos la llamen utopía .

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17-06-2010

Morir sin biografía

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Para matar a ciertas criaturas no hay más remedio que dirigirles una última mirada desde el aire: los afganos, los iraquíes, los palestinos. Para mirar a ciertas criaturas, al contrario, no hay más remedio que matarlas de un palmotazo: las moscas, las abejas, los aviones. Y luego están las flores. Reconozco que he llegado a una edad en que me parecen mucho más espectaculares las rosas que las carreras de coches y mucho más excitantes las hojas de un ciruelo que una pasarela de modas. Túnez, el país donde vivo, tiene pocos museos y pocas librerías, pero basta esperar con paciencia para que todos los años sus calles se vean invadidas por las más refinadas y vanguardistas obras de arte: la primavera. Todas las mañanas de este mes de mayo hago mi peregrinaje floral, localizo nuevos brotes imprevistos, registro cambios en los muros y visito religiosamente el callejón de la Aurora y la rue de Boulogne, donde -ascendente y descendente- una sucesión espumosa de blancos, rosas, naranjas, lilas y fucsias estalla al final en el suavísimo malva nocturno de una jacarandá lentísima. En las selvas hay verdes húmedos que envenenan el alma; en la plaza de Mendes France hay un rojo tan irracional, tan inmoral, que puede volver loca a una mente frágil. Si se quiere conservar el juicio hay que explicar ese color o compartirlo y para ello no caben atajos: o se lleva a empujones a los amigos al pie del arbusto y se les obliga a mirarlo o se dedican minutos -y minutos- a describirlo pacientemente. Nada que podamos contemplar en una pantalla es tan espectacular, exigente y amenazador como un ciprés que sangra bouganvillas por todas sus ramas -o un flamboyán en llamas.

Digamos que los humanos tenemos tres tipos de memoria.

Una, documental, puramente cronológica, que nos permite recordar la fecha de las guerras, las revoluciones y los cumpleaños de los seres queridos; y que es importante para orientarse en el tiempo; es decir, para recordar cuán viejos son ya los recién nacidos y qué jóvenes seguimos siendo los todavía viejos.

La segunda, colectiva, tiene que ver con las respuestas sociales rutinarias, enraizadas en el cuerpo y en el discurso, a los embrollos de la vida en común. ¿Cómo comportarse en un museo? ¿Cómo tratar a un anciano? ¿Cómo enterrar a los muertos? Este tipo de memoria, materializado en modales, ritos de paso, ceremonias e instituciones, permite actuar correctamente sin necesidad de pensar, lo que constituye la condición misma de toda existencia compartida. No pensar, claro, es indispensable cuando se trata de tomar medidas ya establecidas frente a una situación de urgencia -un ciclón o un terremoto-, pero es peligroso si lo que impone es, al contrario, tradiciones insensatas, como la ablación del clítoris o el confinamiento de las viudas. Por eso la memoria colectiva debe ser revisada y racionalizada cada cierto tiempo.

Tenemos, por último, la memoria individual , sedimentada en torno a costumbres y a objetos. Lo que verdaderamente marca nuestro carácter está de alguna manera sumergido en nuestro cuerpo: todo ese flujo de repeticiones y conchitas, de gestos fatigosamente renovados y canicas, de rutinas largas y de astillas diminutas. El camino de la escuela, el reclamo operístico del vendedor ambulante, el roce de los pantalones de franela, la luz invernal sobre el mueble heredado del abuelo, el olor a naftalina, el jarrón chino que sobrevivía a todas las mudanzas, el rojo -sí- de la buganvilla que nos retenía en un callejón poblado de basuras -y de malandros que fumaban. Esa memoria -idiosincrásica y meteorológica- se puede traducir incluso al chino, porque tiene que ver con los cinco sentidos, patrimonio compartido, y con los cuatro elementos, suelo colectivo, pero no se puede traducir sin un enorme esfuerzo introspectivo y lingüístico. Uno de los nombres que recibe ese esfuerzo -para rescatar lo común encerrado en el propio cuerpo- es “poesía” y, en general, “literatura”.

Pues bien, una de las paradojas del capitalismo, y de sus tecnologías ancilares, tiene que ver con su potencia para erosionar estos tres tipos de memoria.

La memoria documental ha quedado muy debilitada por la propia capacidad tecnológica de registro y archivo. Todas las fechas, todos los datos, todas las estadísticas están almacenadas en soportes exteriores informáticos que de alguna manera han vaciado nuestras cabezas. En ese vacío, como en una sopa ligera, flotan algunos acontecimientos sin conexión, aislados de la historia, monumentalizados por unos medios de comunicación que producen, como Nestlé y Disneylandia, caramelos, juguetes y mercancías. El 11-S se yergue en medio del magma originario como el gran fetiche enhiesto de un olvido colectivo. En un diálogo de Platón, un escriba egipcio le decía a Solón que los griegos eran como niños, porque no podían recordar más allá de tres generaciones, mientras que ellos, dueños de la escritura, se podían remontar, nombre a nombre y fecha a fecha, hasta el pasado más remoto. El capitalismo produce niños extraviados en un tiempo uniforme, sin límites ni orillas.

La memoria colectiva está asimismo muy dañada. Hablamos de las especies animales desaparecidas o amenazadas, pero nos olvidamos de todos los gestos milenarios, las ceremonias comunes, las respuestas colectivas desterradas para siempre de este mundo. Podemos pensar en oficios muertos o en liturgias ceremoniales extinguidas, pero también en formas de organización política y vínculos de solidaridad definitivamente deshechos. Las respuestas automáticas -ese tino social sin pensamiento- no las impone ya la tradición o la institución o la educación, con sus ventajas y sus riesgos, y mucho menos la razón o el socialismo, sino las multinacionales. ¿Cómo superar un duelo? La casa Roche te vende una pastilla. ¿Cómo enterrar a los muertos? La funeraria privada se encarga profesionalmente del residuo. ¿Cómo besarse, dónde divertirse, qué ropa vestir, qué comer, cómo viajar, qué mirar? Monsanto, Meliá, Zara, MacDonalds, El Corte Inglés, Disneylandia nos movilizan -permanente ciclón o terremoto- sin posibilidad de equivocación.

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Pero por todo esto, se comprenderá, es absurdo pretender que el capitalismo es individualista . Todo lo contrario: sólo los pobres, los muy pobres, tienen todavía biografía. Las clases medias y sus imitadores más desfavorecidos tienen más bien una colección de souvenirs o un catálogo estándar de fotografías. La memoria individual -las repeticiones y las conchitas, las costumbres y los objetos- ha sido sustituida por un universal folleto publicitario en el que el sujeto de la experiencia, desprovisto de cuerpo, es intercambiable por cualquier otro. ¿Qué recordamos? El área de servicio de la autopista, la final del mundial de fútbol, el logo de Nike, la publicidad de Ford, el vestíbulo del Sheraton, las ofertas del Carrefour, el icono de página de inicio de Microsoft. El investigador Kevin Slavin calcula que hay en torno a 10.000 millones de fotos digitales colgadas sólo en Facebook. ¿Toda una floración individual? No, porque todas esas imágenes privadas pueden reducirse a un repertorio de cinco o seis clichés indiferentes: el viaje organizado, la fiesta de fin de curso, el cumpleaños en el Burger King, el día de compras.

¿Y las buganvillas rojas? Uno va a google y busca imágenes. Allí no corremos el peligro de volvernos locos ni nos vemos obligados al agotador esfuerzo, memorístico y literario, de describir y explicar su incendiada irracionalidad. Suprimidos los cinco sentidos y los cuatro elementos, se suprime al mismo tiempo, paradójicamente, la posibilidad de una experiencia personal y la posibilidad también de comunicarla.

17-05-2010

La condición post-letrada

Santiago Alba RicoAtlántica XXII

Lo he dicho otras veces: el capitalismo va tan deprisa que ha dejado atrás al hombre mismo, el cual corre sin aliento, siempre rezagado, para acomodar su paso a una historia que ya no puede ser la suya. Un invento muy reciente, extraordinariamente poderoso, está a punto de desaparecer o quedar marginado sin haber agotado todas sus posibilidades internas: la escritura. Nació hace poco más de 4.000 años en Oriente Medio, Egipto y China y recibió un impulso decisivo hacia el año 900 a. de C. en Grecia, cuyo alfabeto preciso, elegante y ligero ayudó a engendrar una mente nueva al mismo tiempo que un mundo susceptible -por vez primera- de orden y consenso. El alfabeto se convirtió en el umbral de lo que llamaré la condición letrada, un molde de percepción -maldito y venturoso- inseparable de todos esos hallazgos que identificamos con la historia misma del hombre: la objetividad, la división verdad/error, la ciencia y el derecho, el cuestionamiento de la fuerza y la autoridad personal, el carácter público de las leyes, el tiempo narrativo, la posibilidad misma de pensar de dentro afuera, al margen de las tradiciones colectivas y las inercias tribales. Hace poco más de 500 años la condición letrada encontró un potente vehículo de expansión en la imprenta de Gutenberg, gracias a la cual conseguimos robar la fabulosa técnica de Tot a los sacerdotes, gobernantes y burócratas para devolvérsela a los hombres.

De la revolución francesa a la rusa, de las luchas anticoloniales al socialismo cubano, se comprendió enseguida que la condición letrada era de algún modo -valga la redundancia- la condición misma de la emancipación; es decir, de la igualdad, la democracia y la justicia o, lo que es lo mismo, de una auténtica condición humana. Para la izquierda fue siempre una cuestión de vida o muerte la alfabetización de esa mayoría planetaria sumergida en la miseria e intencionadamente separada de su propia conciencia, de manera que la escuela se convirtió -y sigue siendo- objetivo prioritario de todas las revoluciones victoriosas, tal y como recientemente hemos visto en Venezuela y Bolivia. Pero los progresos son lentos y allí donde se producen llegan demasiado tarde. Apenas 4.000 años después la condición letrada no sólo no se ha generalizado sino que retrocede en todo el mundo; antes de haber aprendido realmente a leer, se exige que nos adaptemos a un nuevo paradigma tecnológico y gnoseológico.

La insistencia socialista en la educación letrada era desesperadamente certera. El problema es que la técnica de Tot es muy difícil; y la paradoja es que es esta misma dificultad la que proporciona a la escritura una ventaja incomparable que ningún otro medio posee. La dificultad de las letras estriba en que integran orgánicamente actividad y pasividad: no se puede aprender a leer sin aprender al mismo tiempo a escribir y todos los lectores, por el simple hecho de serlo, son al mismo tiempo escritores. En realidad el solfeo, la programación informática o la manufacturación de imágenes -por citar algunas- son técnicas mucho más complicadas que la escritura. Pero, al contrario de lo que ocurre con la lectura, uno puede disfrutar de Beethoven sin saber armonía, contemplar y entender una película de Kurosawa sin aprender dirección cinematográfica y chatear y navegar por Internet sin estar familiarizado con la informática. La paradoja es que si hace falta promocionar heroicamente la lectura, si hay que dedicar dinero y esfuerzo a hacer campañas en favor de la condición letrada, si es tan difícil conquistar un nuevo lector -mientras la televisión y el ordenador se imponen solos- es justamente por su superior calidad democrática. Por decirlo con Pitágoras, los lectores son matemáticos -activos, productivos, creativos- mientras que los espectadores e internautas, a merced de opacos programadores, son sólo acusmáticos.

No sabemos aún qué son exactamente las nuevas tecnologías ni qué nueva mente están engendrando. No sabemos si Internet es una técnica como la escritura, una herramienta como la imprenta, un nuevo continente como América o un órgano como nuestro riñón derecho. Probablemente es todo eso al mismo tiempo. Lo que sí podemos decir es que nos introduce -nos está introduciendo ya- en una condición post-letrada; en una condición en la que lo decisivo, como nuevo marco de percepción, no es ya la letra pública ni, como a menudo se cree, el dígito oculto sino la pantalla encendida. La expresión no es elegante, pero a la espera de forjar una mejor podríamos hablar de condición pantállica.

El papel está condenado a desaparecer no porque sea ecológicamente insostenible o caro sino porque está muerto: recibe la luz de nuestros ojos y exige por lo tanto una atención intensa y disciplinada. Por eso la filosofía está orgánicamente atada a la madera y no

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sobrevivirá a su muerte. En su lugar, la pantalla está viva; emite su propia luz y, si resulta por ello más atractiva, demanda una atención mucho más débil y superficial; una atención dispersa, fugitiva, vaporizada, si se quiere, en la simultaneidad de las muchas pantallas abiertas al mismo tiempo ante nuestros ojos. Ningún cerebro finito estará jamás a la altura de la infinita potencia tecnológica de la red; ninguna razón finita podrá encontrar ahí la linealidad y sucesión que le proporcionan la frase y la hoja de papel -que sólo se puede pasar despacio.

Nunca fuimos realmente letrados; nunca llegamos a ser letrados, y ya no podremos serlo. La población mundial está cada vez más dividida entre analfabetos y post-letrados. La franja propiamente letrada se encoge cada vez más y con ella todas las posibilidades entrevistas hace 4.000 años y nunca desplegadas por completo. ¿También el socialismo? Frente al entusiasmo acrítico de tantos internautas, la izquierda debe atreverse quizás a reconocer que también tecnológicamente está perdiendo la partida. Enseñar a leer ya no sirve. Y es a partir de este hecho desnudo -la condición post-letrada y tal vez post-humana de la historia- que debe replantearse todas sus estrategias.

20-05-2010

Si todos me ven no dejo huellas

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

En un mundo ciego estaríamos todo el tiempo tanteándonos las manos en la oscuridad y buscándonos con la boca las orejas. En un mundo enteramente visual, donde los cuerpos sólo tuvieran forma, nos pasaríamos el día tendiéndonos imágenes o imponiéndolas o robándonoslas los unos a los otros como única vía de acceso individual a la existencia. ¿Qué significa mirar? ¿Qué efectos introduce en la materia? Plutarco, hablando de los enamorados, decía que una mirada es capaz de producir un incendio a muchos metros de distancia, lo que han hecho literalmente cierto, sin odio y sin amor, los pilotos que bombardean Iraq o Afganistán desde sus aviones. Los hombres se miden recíprocamente, se clasifican, se humillan y se homenajean con los ojos; hay formas de atención que encierran en el propio cuerpo -eso que llamamos “pena” o “vergüenza”- y otras que corrompen el alma a fuerza de insistencia y sobreprotección. La invisibilidad es la condición de los que están atrapados en el muro de su propia carne, sin ninguna salida hacia los otros; la sobrevisibilidad es la maldición de los que no pueden contraerse bajo ninguna concha o caracola para aliviarse a solas de la exigente luz general. Pero, ¿qué significa mirar? ¿Qué significa mirar, no desde los propios ojos sino desde un órgano colectivo, mecánico, aparentemente impersonal? ¿Qué significa ser mirado por todo el mundo al mismo tiempo? ¿Qué significa mirar y ser mirado -una vez extirpado el anticuado ojo individual- con una cámara?

En 1797 Jeremy Bentham, filósofo inglés fundador del utilitarismo, ideó una cárcel modelo con el propósito de que los prisioneros estuvieran todo el tiempo, en todos los momentos de su existencia cotidiana, bajo la mirada central de la institución penitenciaria. Bentham llamó a esta propuesta de totalitarismo visual “Panóptico”, porque subrogaba la mirada de Dios, capaz de penetrar todos los rincones, pero con técnicas y objetivos sociales. Su proyecto fue materializado en distintos lugares del mundo -la Cárcel Modelo de Madrid, la Caseros de Buenos Aires, la Rotunda de Venezuela, la Penitenciaría de Lima o el Panóptico de Bogotá- antes de extenderse, como bien analizó el pensador francés Michel Foucault, al ejército, el trabajo o la educación.

Hoy la cámara ha separado definitivamente la mirada de los cuerpos y generalizado, a modo de medio ecológico o atmosférico de las ciudades capitalistas, la visibilidad total del Panóptico. Un ciudadano de Londres, por ejemplo, es grabado una media de cuatrocientas veces al día y sólo en Madrid hay un mínimo de 20.000 cámaras en lugares públicos -o penetrando en ellos- dedicadas a registrar y almacenar las imágenes de los madrileños en sus recorridos comerciales cotidianos. Y si es verdad que las cámaras han llegado ya hasta los colegios y se siguen utilizando para disciplinar a sujetos declarados peligrosos, lo cierto es que el Panóptico urbano moderno no es una extensión de la prisión, como quería Foucault, sino del mercado. Es la lógica del centro comercial, en el que la vitrina y la vídeo-cámara se confunden para construir sobre todo consumidores de imágenes, la que se ha extendido a todos los otros espacios: el banco, el aeropuerto y el museo, claro, pero también el metro, donde 3.000 cámaras graban ininterrumpidamente en Madrid a los pasajeros que, en los andenes, contemplan las pantallas encendidas que -también ininterrumpidamente- emiten publicidad explícita o encubierta. Esta atención constante aumenta menos la seguridad del Estado que los beneficios de las empresas y sus responsables de marketing; y esta atención constante -corrupción del alma capitalista- no nos hace sentir prisioneros, no, sino protegidos y, aún más, valorizados y hasta salvados.

En el mercado, la atención panóptica está dirigida hacia los productos, para protegerlos o para publicitarlos, y los productos por excelencia, junto a los carros, los perfumes y las pantallas de plasma, son las imágenes mismas: eso que llamamos también “celebridades”. Cuando pensamos en una cámara depredadora, persiguiendo y grabando sin descanso un objeto, no pensamos en los delincuentes o los inmigrantes, abandonados ya a su suerte y obligados a buscar una ambigua oscuridad, sino en Messi o Cristiano Rolando, en la princesa Letizia o en Carla Bruni, en actrices, cantantes, deportistas famosos -reflejos puros que, al revés que los vampiros, ya no tienen cuerpo sino sólo imagen en el espejo. Cuando pensamos en el Panóptico no pensamos en la prisión sino en el escaparate: todos queremos ser productos, todos queremos ser grabados, todos queremos ser vendidos, incluso gratis, en este intercambio generalizado de imágenes caníbales. No nos vigilan, nos dan valor; y si nuestro valor depende de la cámara que nos extrae de nuestra triste carne amurallada, ¿no habrá que pagar por ello? Sólo esta lógica del Panóptico mercantil puede explicar que el hotel St. Christopher Inn's de Londres ofrezca una habitación en la que se filma a los huéspedes las 24 horas del día y cuyas imágenes se difunden en tiempo real por Internet; o que los clientes europeos del prostíbulo Big Sister en Praga paguen un

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suplemento para que sus encuentros sexuales se registren y se difundan en la red. Sólo esta lógica del panóptico comercial puede explicar que los occidentales midan su libertad por el número de televisiones y de mirones.

“Publicidad” fue el gran descubrimiento de la Ilustración y la Revolución Francesa: la liberación del espacio público de los caprichos y arbitrariedades privadas del rey. Hoy este concepto se ha pervertido de tal modo que “publicidad” evoca, al contrario, la penetración de los intereses particulares en un espacio público condenado a ser la extensión ampliada -mediante tecnologías capaces de separar el ojo del cuerpo- de los murmullos más íntimos, de los impulsos más instintivos, de las frustraciones individuales más socialmente estereotipadas. Ningún malestar puede ser corregido, pero puede ser al menos grabado y difundido. No hay nadie tan pobre, tan ignorante, tan extraviado, tan loco, tan violento, tan desdichado, tan malo, que no pueda formar parte de esta comunidad visual. El espacio público, definido ahora como el conjunto de todas las imágenes privadas convergentes en las pantallas, exige y disculpa lo que las leyes condenan. El pasado mes de marzo, por ejemplo, un programa de televisión español, Generación Ni-Ni, no sólo grabó en una habitación cerrada una agresión sexual sino que después grabó también y difundió, con ánimo presuntamente pedagógico, el debate que los agresores y la víctima, sentados a la misma mesa junto a dos psicólogos, mantenían en torno a las imágenes, en un ejercicio metatelevisivo destinado a convertir un delito condenado con hasta 10 años de prisión en una broma pesada a gusto de todos los públicos (incluida la agredida). El Panóptico de Bentham disciplinaba a los delincuentes; el panóptico mercantil "delicuentiza" y absuelve a los indisciplinados. Y divierte a los parados.

La hipocresía de Tartufo era odiosa. Su inversión no lo es menos. Antes había cosas que uno sólo se permitía en privado; hoy, en el marco del panóptico mercantil, es al revés: hay cosas que sólo se permiten -y hasta se exigen- en público. “Ahora que nadie me ve”, pensaba el hipócrita, “voy a pegar a mi perro”. “¿Para qué voy a pegar a mi perro si nadie me ve?”, se dice hoy el consumidor europeo. Y basta que aparezca una cámara para que nos pongamos a apalearlo sin piedad.

Pero es que ahora las cámaras están por todas partes.

Ay de los que no apaleen a su perro en público sino en privado, porque serán despreciados y hasta encarcelados.

Y ay -ay- de los que no apaleen nunca a su perro -y además quieran a sus vecinos y luchen a su lado por un espacio público no mercantil- porque entonces todos los periódicos, televisiones y ejércitos del mundo se alzarán contra ellos para exterminarlos.

08-05-2010

Una escuela que impide el uso arbitrario e idiosincrásico de los símbolos representa paradójicamente a un Estado totalitario y teocráticoLaicismo y mercado

Santiago Alba RicoDiagonal

El caso de Najwa Malha, una joven española expulsada de un instituto de Pozuelo (Madrid) por cubrirse la cabeza con un velo, ha reavivado de nuevo una polémica destinada -aquí como en el resto de Europa- a colorear y ocultar una cuestión mucho más seria: la dificultad que encuentra el laicismo para imponerse, no en una sociedad religiosa, no, sino en una sociedad capitalista. Así las cosas, la discusión sobre símbolos religiosos sirve en España sobre todo para que gobierno y oposición escenifiquen una pugna fundamentalmente hipócrita. El alcalde de Pozuelo y Esperanza Aguirre disfrazan la islamofobia del PP bajo ropajes inflexiblemente laicos, mientras que los ministros socialistas, incapaces de enfrentarse a la iglesia católica para abordar una verdadera laicización de la enseñanza, cacarean por su parte su laica tolerancia multicultural.

En todo caso, la cuestión del laicismo está mal planteada. Prohibir el uso individual de símbolos religiosos en nombre del laicismo significa en realidad -al revés- prohibir el uso laico de los símbolos y, en consecuencia, reconocer legalmente su monopolio por parte de doctrinas o instituciones religiosas. Las paredes de una escuela, materialización de la res publica, no pueden admitir identificaciones parciales o sectarias; pero el pecho y la cabeza de un niño tienen muy poca autoridad social. Una cosa es oponerse a la islamización del espacio público -o a utilizarlo, como de hecho hace el catolicismo, para difundir cosmovisiones religiosas contradictorias con el contenido mismo del curriculum escolar- y otra muy distinta impedir que los individuos decidan sobre el valor simbólico de un signo indumentario. Al expulsar la medallita o el velo de las escuelas, lo que hace el Estado es entregar en propiedad esos objetos al cristianismo o al islam e impedir su desacralización individual; está reconociendo a la Iglesia y a la Mezquita, por así decirlo, el derecho de propiedad o copyright sobre esos símbolos y protegiéndolos de toda intervención profana. Está vedando el uso ornamental, lúdico, estético o -por qué no- blasfemo de los signos indumentarios.

Nada menos laico. Podemos decir que una escuela que impide el uso arbitrario e idiosincrásico de los símbolos representa paradójicamente a un Estado totalitario y teocrático: totalitario porque impone el valor unívoco de esos símbolos contra la libertad

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semiótica individual; teocrático porque de esa manera delimita y protege precisamente su exclusiva condición religiosa. No permitir el uso de cruces y velos a los alumnos es, bien mirado, un privilegio concedido al cristianismo y al islam. En estas condiciones, a los comunistas nos gustaría que se expulsara a los chavales que visten camisetas con la imagen del Che porque de esa manera se estaría devolviendo esa imagen a la ideología por la que luchó. Si no se hace, si la escuela admite camisetas con imágenes del Che, con la hoz y el martillo y hasta con las siglas de la fenecida URSS, huelga decirlo, no es por tolerancia hacia los comunistas sino porque, completamente profanadas, esas imágenes no representan ningún peligro.

Pero ésta es la lógica del mercado y no del laicismo. La ley reconoce que la cruz pertenece al cristianismo y el velo al islam como reconoce que la imagen de Cristiano Ronaldo pertenece al Real Madrid, la botella de Fanta a la casa Coca-Cola y el Pato Donald a Walt Disney -y el Che a una marca de camisetas. Pero si es la lógica del mercado, ¿por qué no respetarla de veras? Si el velo es el logotipo de la marca islam y la cruz el logotipo de la marca cristianismo, ¿por qué no permitir también estas marcas junto a todas las demás? Y si, como yo creo, todas las marcas son perturbadoras y peligrosas en el ámbito de la enseñanza, donde los niños se miden unos a otros a través de signos indumentarios, ¿por qué no prohibir también, junto a la cruz y el velo, los logos de Nike, de Levis, de Nestle, de Dolce & Gabbana?

No hay más que dos soluciones coherentes al dilema planteado por Najwa Malha. Una admitir todas las marcas -incluidas las religiosas- en nombre de la libertad semiótica, que es verdaderamente laica, aunque capitalista. El otro asimilar los pechos y las cabezas de los niños, mientras estén en la escuela, a las paredes públicas, materialización de la res publica, e imponerles un cómodo, barato y elegante uniforme que deje fuera todas las diferencias de religión, de clase y de marca. Lo que -para dar la razón a Libertad Digital- es, además de laico, socialista.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/Laicismo-y-mercado.html

17-04-2010

Placeres

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

Hay experiencias tan intensas que no tienen extensión. Hay emociones tan pegadas a nuestro pecho que no ocurren en ninguna parte. Puede decirse que es a eso a lo que todos, en Australia, en España y en China, llamamos “placer” y “dolor”; es decir, al hecho de no estar ni en Australia ni en España ni en China cuando nos estremecemos. No me duele la cabeza en el mundo sino en mi propia cabeza; no me duelen las muelas en la extensión de mi cuerpo sino en una especie de intimidad sin ventanas; no me duelen los riñones un martes de marzo sino en un presente puro, en una eternidad concreta. Lo mismo ocurre con el placer, cuyas intensidades más cortas suprimen también, mientras dura, todos los lazos con la tierra y con el tiempo. En su relación con el mundo, hay pocas diferencias entre sufrir y gozar: el placer es un dolor blanco, el dolor es un placer negro. El cólico nefrítico y el orgasmo niegan por igual el sol, los árboles, la botella sobre la mesa, nuestra genealogía y nuestra historia, la mano que nos atiende, incluso el cuerpo que tenemos entre los brazos. Ahora bien, el sufrimiento es un placer que nos expulsa, en el que no queremos quedarnos, que por ello mismo requiere al mismo tiempo una explicación y una salida y que busca abrirse camino, como las uñas de un topo, de vuelta al mundo del que ha sido arrancado. Si las revoluciones se hacen a partir del sufrimiento -el aguijón de la realidad clavado en el cuerpo, como decía Simone Weil- es precisamente porque el sufrimiento nos hace huir y porque de él sólo podemos huir hacia los otros y hacia fuera. Para bloquear ese regreso a la humanidad -de la migraña al pensamiento, del cólico a la revuelta- se han inventado los antidepresivos, la religión... y los placeres. La industria capitalista del entretenimiento disuelve el mundo común con mucha más eficacia que los somníferos y los confesionarios.

El placer es un dolor que nos retiene, un dolor en el que queremos instalarnos. Sin un empujón, nos quedaríamos en él para siempre. Los placeres más elementales son -claro- el sexo y la comida, contra cuya insociabilidad visceral se han inventado refinados procedimientos de cultura. El amor y sus manos cuidadosas, ¿no son dispositivos pensados para poner al otro al alcance de la mirada, tan lejos que podamos por primera vez tocarlo en lugar de comérnoslo? Y las maneras de mesa, la gastronomía, las comidas comunes, ¿no son invenciones concebidas para retenernos fuera de nuestras tripas, para que la boca que mastica tenga también que hablar, reconociendo así la existencia de los otros comensales? Lo contrario del amor es la guerra, con sus cuerpos crudos expuestos a la inmediatez ciega de los violadores; lo contrario del banquete platónico es la hambruna y sus digestiones rápidas, solitarias, desconfiadas. Lo que tienen de malo la prostitución y el fast-food, tan parecidos entre sí, es que niegan o anulan el mundo común; no ocurren en ninguna parte, no le ocurren a nadie, no establecen ninguna relación. ¿Será una casualidad que el capitalismo gaste todos los años mucho más en destruir relaciones -por no hablar de seres humanos concretos- que en crearlas? ¿Que la prostitución genere beneficios de 18.000 millones de euros sólo en España y se coma sin parar a 400.000 personas? ¿Que la compañía McDonalds tenga 60 millones de clientes al día en todo el mundo y venda todos los años 22.000 millones de dólares en comida-basura?

He dicho otras veces que la mayor o menor bondad de una sociedad particular se revela menos en los sufrimientos de sus víctimas que en los placeres de sus beneficiarios. La esencia del capitalismo se manifiesta, claro, en sus fábricas, sus campos de refugiados, sus muros fronterizos, sus prisiones; y se manifiesta igualmente -o aún más- en sus centros comerciales, sus parques de juegos, sus aeropuertos, sus programas de televisión, sus estadios deportivos. Del paro y el trabajo precario se huye, como siempre, hacia la

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religión y los psicofármacos, pero también hacia los placeres industriales que, con arreglo al modelo de la prostitución y el fast food, el capitalismo proporciona, en distinta escala y por distintas vías, a pobres y ricos por igual.

¿Habrá otro modelo? En 1956, poco antes de morir, Bertolt Brecht escribió un bellísimo poema titulado Vergnügungen, que algunos traducen como “placeres” y otros como “satisfacciones”. Me gusta más este último término, derivado del latín “satis” (bastante, suficiente), porque de entrada sitúa la mirada en los límites del mundo, fuera del cuerpo y sus intimidades infinitas. En Satisfacciones el poeta alemán ofrece una lista casi oriental de pequeños placeres conectivos (mirar por la ventana, nadar, rostros entusiasmados, el viejo libro vuelto a encontrar, la nieve, zapatos cómodos, la dialéctica) completamente incomprensibles -lengua muerta, extraña, tediosísima- para un cliente de McDonalds y Wal-Mart, un espectador de la Fox o un admirador de Fernando Alonso y Cristiano Ronaldo. De todas estas “satisfacciones” diminutas de la extensión hay dos ya casi extinguidas, como los dinosaurios y los bisontes, incompatibles con el orden del mercado capitalista y que desde un coche último modelo o desde Disneylandia nos parecen extravagantes y perversas, casi escandalosas: “comprender” y “ser amable”.

¿Por qué nos parece imposible hoy encontrar placer en “comprender” y “ser amables”? Porque, al contrario que la prostitución y el fast food, al contrario que el cólico y el orgasmo, el pensamiento y la amabilidad son dos formas distintas de reconocer la existencia del mundo. Los dos se comportan ante las cosas y ante los hombres como el náufrago ante los niños, a los que se debe ceder el paso al abandonar el barco que se va a pique. “Comprender” es un ejercicio de buena educación con el objeto: darle la palabra, dejarle pasar por delante de nosotros, cederle nuestro lugar en el asiento. El zoólogo, por así decirlo, deja hablar a los animales, el físico deja hablar al átomo, el filósofo deja hablar a los entes. Pero “ser amable”, al mismo tiempo, es una forma de (re)conocer a nuestro prójimo, de comprender su existencia como igual a la nuestra, de establecer rangos y jerarquías a contrapelo de las clases (la superioridad del viejito, del enfermo, del niño). Cada vez que digo “por favor”, que cedo el paso, que me muestro cariñoso o complaciente, que me detengo y dedico un minuto, arrancado al tiempo continuo de la digestión, a interesarme por mi vecino, estoy conociendo la fragilidad de los otros y declarando en voz alta la mía propia. Bajo el capitalismo, en Madrid, en Sidney y también -mucho me temo- en Pekín, una declaración de fragilidad es ya una invitación al desprecio y la agresión. En las grandes ciudades europeas, “amables” ya sólo lo son los que tienen algo que ocultar o algo que temer: los inmigrantes, cuya misma cortesía los pone a merced de todos los palos y todos los abusos.

El poema de Brecht acaba con este verso escueto: “ser amable”. Es también la condición implícita de toda sociedad justa, el primer artículo tácito de toda constitución política. El comunismo es el conjunto de procedimientos complejos -económicos, sociales, tecnológicos- que permiten estos placeres sencillos: el de abrir la ventana al levantarse y reconocer el mundo fuera; y el de abrir los ojos y reconocer con un gesto la superioridad de un niño, de un viejo, de un enfermo. Y los placeres -claro- de nadar, leer, oír música, contemplar las flores o la nieve, llevar zapatos cómodos y embelesarse en el rostro “entusiasmado” del amigo o del amado.

16-03-2010

Todos de espaldas

Santiago Alba RicoAtlańtica XXII

El pasado 15 de diciembre la portada de El Mundo digital informaba del resultado del Concurso Nacional “Top Culos”, patrocinado por una conocida marca de lencería y convocado para “elegir las tres mejores nalgas de España”. Hasta 200.000 culos habían corrido a exponerse, separados de sus cuerpos, a la experta valoración de un democrático jurado popular que a través de internet examinaba y votaba las fotografías de los aspirantes. “Llega una nueva hornada de culos marmóreos”, arrancaba el texto de una noticia cuyo titular, muy elocuente, invitaba a bajar la mirada hacia el reverso ciego de nuestros cuerpos: “Mira qué culos”.

El culo -una palabra que gustaba mucho a Jorge Amado y que no hay que despreciar- es llamado también “trasero” por su posición anatómica retrasada y “posaderas” o “asentaderas” por el servicio ergonómico fundamental que nos presta. Como empezamos por ahí y en realidad no tenemos otra cosa, todas las culturas del mundo elaboran sus símbolos -y sus taxonomías sociales y morales- a partir del cuerpo, pizarra viva de oposiciones lógicas y metáforas espirituales. Lo contrario del culo es la cara. Uno y otra mantienen, por así decirlo, una relación de simetría inversa. Provista de ojos, proa de nuestra verticalidad, sede de la personalidad, condición de toda igualdad horizontal, la cara es el centro simbólico donde se deciden toda una serie de valores humanos universales: el amor, la dignidad, la sinceridad, la libertad, el carácter. Por su parte el culo, que es ciego y no ve nada, está allí donde no podemos verlo y donde sólo pueden verlo los demás si les volvemos y damos la espalda, gesto al mismo tiempo de máximo desprecio, máxima deshumanización y máxima vulnerabilidad. Con razón Sánchez Ferlosio, hablando de padres e hijos, recordaba la diferencia que existe entre dar una bofetada y dar unos azotes: el que golpea la cara golpea “el alma”, el que golpea el culo golpea el “cuerpo”; y por eso precisamente, y a la inversa, la mayor degradación simbólica de la mujer se revela, aún más que en los golpes del maltratador, en el cachetito no agresivo, sino aprobatorio y judicial, con que el jefe o el cliente niegan el alma de la camarera y condescienden a reconocer su culo.

¿Podemos sacar alguna conclusión, aunque sólo sea analógica, de un Concurso de Culos? ¿De una atención colectiva dirigida hacia lo que está abajo y detrás? ¿De la tentación socializada de “dar la espalda” en lugar de “dar la cara” y de mirarse ininterrumpidamente las cegueras en lugar de los ojos?

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El concepto básico del sistema freudiano es el de “inconsciente”. Para Freud, el inconsciente -simplifiquemos mucho- era el lugar donde lo reprimido se organizaba a nuestras espaldas para amenazar desde allí, y activar sin parar, el Yo civilizado. Obviamente para Freud “lo reprimido” era lo primitivo, lo instintivo, lo libidinal, todo eso que un vienés puritano de hace cien años identificaba con el “sexo”. También lo llamaba con el neutro e impersonal nombre de Ello, una fuerza arrolladora que, según su delirante discípulo Georg Groddeck, se transformaría, contrariada, negativa o sublimada, desplazada de su lugar, en la estatura de un cuerpo y sus enfermedades, en música, drama, iglesia, palacio, locomotora; en todo lo que, en definitiva, el ser humano ha construido a lo largo de la historia, para bien y para mal. En todo caso, el “inconsciente” -saberse a uno mismo no sabido- se afirmaba como la condición misma de toda operación simbólica y cultural, como el reverso que debía mantenerse “debajo y atrás”, confinado y conocido, para garantizar la existencia de una sociedad propiamente humana.

El capitalismo ha construido un orden social paradójico que reprime los cuerpos -la vejez, la enfermedad, la muerte- al mismo tiempo que libera el Ello. “Lo reprimido” ya no es el sexo; tampoco todo eso que en otras sociedades tradicionales aparecía como vergonzante o secundario: eso, por ejemplo, que llamamos “economía” para legitimar la pulsión del beneficio privado. Todo es ahora visiblemente “trasero”, todo es visiblemente “posadera” o “asentadera”; todo es “espalda” delantera. O como escribe el italiano Massimo Recalcato en El hombre sin inconsciente, ya no hay “inconsciente”; la mercancía anti-puritana puede prescindir de todas las mediaciones y todos los rodeos, de todas las disciplinas y todos los aplazamientos. Curiosamente, en un mundo sin inconsciente, donde se premia al que mejor vuelve la espalda a los demás, todo pasa a ser mecánico, estéril y ciego.

¿Ya no hay “inconsciente”? ¿No hay nada reprimido? Si se invierte una simetría invertida, los elementos intercambian necesariamente sus posiciones. Delante el Ello; detrás el Yo. Reprimida la cara, reprimida la mirada, reprimida la igualdad, reprimida la dignidad, reprimida -incluso policialmente- la justicia. “Lo inconsciente” es ahora la civilización -es decir, el socialismo-, que amenaza desde muy abajo y muy atrás con salvar el mundo.

Fuente: http://www.atlanticaxxii.com/

05-03-2010

¿Con qué derecho sobrevivimos a los muertos?

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

A media mañana del día 19 de enero del presente año, el Liberty of the Seas, uno de los navíos más grandes y lujosos del planeta, desembarcó a sus pasajeros en el idílico puerto de Labedee, un “paraíso privado” propiedad de la empresa estadounidense Royal Caribbean. Recibidos con música folklórica y refrescantes Labaduzees -el cóctel exclusivo del recinto-, los viajeros descendieron alborozados para disfrutar de las playas más sensuales, la comida más sofisticada, los hoteles más confortables, el parque acuático más grande del Caribe y hasta de una montaña rusa, tautológica y vertiginosa, siempre a disposición de los clientes. Este sueño materializado, retorno civilizado al edén bíblico, colindaba sin embargo con un mundo de inocencia perdida y barbarie antediluviana. Era sólo un tabique, una transparencia dura e infranqueable. Porque, en efecto, al otro lado del muro de tres metros, erizado de espinas y protegido por guardias armados, no era 19 de enero sino 12; no era media mañana sino las cinco de la tarde; no era Labedee sino Haití y la tierra temblaba, las casas se derrumbaban, los niños lloraban y miles de supervivientes buscaban entre los escombros cadáveres y alimentos.

En el siglo XIX, los personajes de Jane Austen -nos dice Edward Said- podían disfrutar de vidas bucólicas en la campiña inglesa, preocupados sólo por los pretendientes de sus hijas, gracias a que el lejano ejército imperial saqueaba entre tanto la India. El turismo -y la televisión- complican moralmente las cosas. Estamos en la misma habitación. En diciembre de 2004, después del tsunami que revolcó el Sudeste asiático, muchos ingleses aprovecharon la reducción de los precios para viajar a las playas de Indonesia, donde se bañaban, bebían y reían mientras, al otro lado de una sucinta alambrada, centenares de niños huérfanos deambulaban sobre el fango de un mundo desecho. ¿Con qué derecho sobrevivimos a los muertos? Con el que nos da la certeza inevitable de nuestra propia muerte. Los muertos nos autorizan a seguir viviendo, a reírnos, a enamorarnos, a construir una casa y a celebrar una fiesta a condición de que tarde o temprano también nosotros nos muramos. El dolor de mi vecino no paraliza mi vida porque mi vida misma me llevará al mismo punto; la catástrofe de Indonesia no paraliza a Inglaterra porque los ingleses mismos son mortales. Pero, ¿con qué derecho los ingleses van a un funeral en Indonesia? ¿Con qué derecho los estadounidenses se ríen en un funeral en Haití? Aceptemos la idea más bien audaz de que entre el placer de unos y el dolor de otros no hay ninguna conexión culpable; dejemos a un lado la política, la economía, la historia misma; queda sin justificar nuestra presencia en un lugar al que nadie nos ha llamado, en el que no tenemos ningún pariente, en el que no queremos aprender nada. Queda por justificar, por tanto, nuestra mala educación. Todas las civilizaciones de la tierra, tras un periodo de duelo, permiten a los humanos vestirse de colores y hacer el amor; pero todas las civilizaciones de la tierra han considerado siempre una mortal ofensa reírse en un entierro, sobre todo en el entierro de un desconocido. Pues bien: la globalización capitalista consiste -desde el punto de vista antropológico- en que las clases medias de occidente, a través del turismo y la televisión, vayan a reírse a carcajadas, a beber y bailar y follar en los entierros de los demás. ¿Por qué nos reímos en el entierro de los indonesios? ¿Por qué nos reímos en el entierro de los haitianos? Estamos allí porque somos más ricos y poderosos, y eso vale también para los buenos sentimientos; pero si somos además descorteses y groseros -si nos reímos en sus funerales- es porque estamos convencidos de que, al contrario que los haitianos y los indonesios, nosotros no nos vamos a morir.

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Si no fuese colonialismo, el turismo sería en todo caso mala educación. ¿Cómo justifican los viajeros su alegría in situ? ¿Con qué derecho nos reímos en el funeral de un desconocido? Tanto la Royal Caribbean en 2010 como las agencias inglesas en 2004, lo mismo los turistas estadounidenses en Haití que los ingleses en Indonesia, aseguraban estar “ayudando a reconstruir el país”. John Weiss, el vicepresidente de la empresa estadounidense, se enorgullecía de “algunas sillas y colchones que les sobraban” y que han entregado a los haitianos. Pero se referían, sobre todo, a las pocas decenas de trabajadores locales que emplean las agencias y al puñado de artesanos a los que dejan vender, a la debida distancia, algunos productos locales. Los personajes de Austen eran ignorantes; los del Marqués de Sade eran cínicos; los turistas son tan ingenuos y fanáticos como los terroristas de Al-Qaida. Es el liberalismo llevado a su expresión más pura y radical: frente al dolor del otro y la muerte ajena, “lamentarse no sirve de nada”... lo que hay que hacer es reír y beber y bailar y follar. Si dejamos a un lado la política, la economía, la historia, aún tenemos que juzgar las sociedades capitalistas por las paradojas antropológicas que obligan a asumir como comportamientos normativos. ¿Por qué me río en el entierro de tu madre? “Divertirme te ayuda”, “mi placer calma tu dolor”, “mi bienestar es una deuda contigo”. La grosería, la descortesía, la mala educación han pasado a ser casi imperativos morales ¿Puede extrañar que, cuando se trata de “salvar el mundo”, Occidente se apresure a mandar marines y turistas?

En 1558, Peter Brueghel, llamado el Viejo, llamado también el Campesino, pintó La muerte de Icaro, un cuadro conservado en Bruselas en el que el espectador tiene que buscar con lupa al personaje mitológico nombrado en el título. Por delante de la aldea lejana y hospitalaria, del barco sereno en la bahía y del pastor ocioso en medio del rebaño, la figura central es la de un campesino milenario que rotura un cuadrado de tierra, sin percatarse de esa manchita espumosa, abajo y a la derecha del lienzo, que revela el fracaso de Icaro y de sus desproporcionadas ambiciones. Brueghel, mientras el Renacimiento espumaba ya el despegue europeo, afirma pictóricamente una tesis y una toma de partido: las vidas paralelas del Hombre Viejo, triunfalmente aferrado a la tierra, y del Hombre Nuevo, cuyos caprichos insensatos sucumben en el mar sin llegar a rozar el orden ancestral de los humanos. El reaccionario Brueghel se equivocó y triunfó el Hombre Nuevo, pero no era ése, no, excogitado de la Razón y la Virtud, que habían soñado Robespierre. Marx y el Ché. Contra el espesor de la tierra y el abrigo de las supersticiones, contra la lentitud narrativa y los hipócritas buenos modales del Antiguo Régimen, en Occidente no triunfó el Derecho y la Ciudadanía sino Icaro, el cual, gracias a Iberia y American Airlines, llega siempre indemne a su destino. Hay que invertir las proporciones del cuadro de Brueghel. El Hombre Viejo y el Hombre Nuevo, como dos especies paralelas, escarabajos y cebras, inmigrantes y turistas, pobres y ricos, comparten el mismo lienzo, pero es el Hombre Nuevo el que vuela y vuela, en el centro de la escena, sin percatarse de la catástrofe del resto del mundo, en una esquina, que acabará arrastrándolo también a él.

El Hombre Viejo al menos respetaba a los muertos. El Hombre Nuevo capitalista es nuevo porque es el primero en la historia del mundo que se ríe en los funerales de los desconocidos. Se cree inmortal y, como todos los inmortales, demuestra -cuando no desprecio o crueldad- una olímpica indiferencia hacia los mortales.

Diablos, coño, joder, ¿será tan complicado entender, después de esto, por qué la anomalía cubana es tan importante para toda la Humanidad?

31-01-2010

Apología del apagón

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

Este texto forma parte de un libro de inminente aparición, "El naufragio del Hombre", del que también es autor Carlos Fernández Liria y que publicará la editorial Hiru: http://www.hiru-ed.com/COLECCIONES/PENSAR/El-naufragio-del-hombre.htm

 Los aeropuertos se han convertido en el símbolo y el motor de la civilización capitalista: lugares de paso -hacia otros lugares de paso- donde está siempre a punto de estancarse un tiempo muerto, o un tiempo-basura, cuya superfluidad total sólo puede dirigirse hacia el consumo. En el Leonardo da Vinci, en Roma, hace dos años, tuve una experiencia angustiosa. En tránsito hacia Túnez, me dirigía hacia mi puerta de embarque por un pasillo de maravillas, flanqueado por una sucesión de cafés, comercios y boutiques -todas las marcas, todos los prestigios- que saturaban de luz cegadora hasta el último rincón del campo visual. De pronto, a mi derecha, un enorme cartel apremiante me alertó de las consecuencias de seguir avanzando. Se me encogió el corazón. “ATENCIÓN. Todavía está usted a tiempo de volver atrás. A partir de este punto ya no hay tiendas”. Lo malo no es que a partir de ese punto no hubiera tiendas; es que no había nada. Las puertas de embarque habían sido confinadas en un espacio intencionadamente desnudo y sombrío, sucio y vacío, abandonado a su suerte. Como en los cuentos, si se hacía caso omiso de la advertencia se pasaba abruptamente de un mundo brillante y colorido a otro sórdido y amenazador: de la felicidad a la pesadumbre, de la libertad a la prisión, de la luz a la oscuridad. El efecto era tan traumático que resultaba imposible no volver sobre los propios pasos para buscar con ansiedad, no alimentos, bebidas o chucherías, no, sino un poco de luz eléctrica. 

Somos adictos al sexo, a la velocidad, a los espectáculos, al plástico, pero somos adictos, sobre todo, a la luz eléctrica. No hay nada de extraño en nuestra dependencia energética; sin ella ni la industria ni la sanidad ni la cultura serían ya posibles. Lo extraño es

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nuestra dependencia estética; el hecho, es decir, de que esa luz que el novelista inglés Robert Louis Stevenson consideraba, por contraste con la del fuego, “un horror para realzar otros horrores”, nos parezca tan hermosa, hasta el punto de que su prestigio se utiliza para reforzar todas las otras adicciones. La Razón, que los franceses llamaban les lumières -las luces- sólo necesitaba una lamparita para activarse; las luces que persiguen y destierran hoy todas las sombras han acabado por ofuscar y cegar a la Razón misma. ¿Necesitamos tanta luz? ¿Es realmente bonita la luz eléctrica? ¿Es de verdad interesante una luz que no produce sombras?

Nunca me atrevería a hacer en Cuba una “apología del apagón”, pero todos los niños saben cuántos mundos más excitantes se ocultan detrás de ese muro de claridad plana; cuando cae se levantan tras él profundidades inauditas. En las casas tradicionales japonesas, nos cuenta el escritor Tanizaki, el centro del hogar no era la televisión sino un “hueco” -el toko no ma - destinado a delimitar una sombra como punto de arraigo y exploración de la mirada. La sombra, que es la ropa del tiempo, ha sido arrancada de todas las superficies en un frenesí de vatios, trapos y cosméticos. No sólo hemos acabado por identificar la seguridad, la higiene y la belleza con la luz eléctrica sino que también la asociamos a la emoción del espectáculo. Al contrario de lo que le ocurre a la razón, nada inmóvil y oscuro puede atraer la mirada del consumidor.

Y sin embargo, el primer espectáculo, aquel que define al ser humano como precisamente humano, aquel del que ha surgido todo lo que hemos hecho y todo lo que somos, tiene que ver con la oscuridad y la quietud. El exceso de luz del capitalismo, lo sabemos, tiene un coste ecológico insostenible: el mediodía perpetuo de las grandes ciudades -mientras 2.000 millones de personas permanecen a oscuras- consume 1,5 Gtep de energía eléctrica, del que el 81% procede de centrales termoeléctricas. Dubai, el país con la mayor huella ecológica del planeta, acaba de construir la torre más alta del mundo, 860 metros, cuyo consumo diario de electricidad -mientras un keniata disfruta de tan sólo 140 kwh al año- equivale a 500.000 bombillas de 100 w encendidos al mismo tiempo y sin interrupción. Pero la llamada “contaminación lumínica” no tiene sólo un coste ecológico de dimensiones catastróficas; se acompaña también de una catástrofe cultural, estética, antropológica. En el campo, en una noche sin luna, pueden verse a ojo desnudo hasta 2.500 estrellas. En las ciudades, donde vive ya la mayor parte de la humanidad, si levantamos la cabeza (¿y quién va a levantar la cabeza habiendo escaparates iluminados a un lado y otro de la calle?) apenas si alcanzamos a distinguir entre diez y doscientas estrellas, según se viva más o menos cerca del centro urbano. Un estudio de Global at night indica que el 99% de la población estadounidense y europea y los dos tercios de la población mundial vive bajo un cielo fotocontaminado. Más inquietante aún: el 93% de los habitantes de Estados Unidos, el 90% de los europeos y el 40% de la población mundial vive en un permanente y artificial claro de luna. Pero más inquietante aún: el 80% de los estadounidenses, el 70% de los europeos y más de un cuarto de la población mundial vive en un falso plenilunio ininterrumpido. Para ellos -para nosotros- nunca llega a hacerse realmente de noche, de manera que hemos perdido la posibilidad de ver la Vía Láctea; es decir, la galaxia en la que habitamos y que nos permite orientarnos en el cosmos. Nuestros cielos son tapas o valvas que ocultan el firmamento. Como moluscos, estamos encerrados dentro.

¿Es muy grave esta pérdida? En uno de sus más famosos poemas de amor, Neruda escribió: “ La noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”. Al final de una de sus más famosas obras, el filósofo Kant escribió: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. Y en uno de los pasajes de una de sus más famosas novelas, Joseph Conrad escribió: “Era una de esas noches claras, estrelladas, cubiertas de rocío, que oprimen el espíritu y aplastan nuestro orgullo con la brillante prueba de la terrible soledad, de la oscura insignificancia desesperada de nuestro planeta”.

¿Y qué? ¿Es tan grave no poder escribir ya frases como ésta? ¿Habrá que conservar las estrellas por cursi elitismo literario? No. Fueron necesarios millones de años de evolución para que una criatura viva se irguiese sobre sus pies, rellenase su casco craneal y levantase sus ojos hacia las estrellas. Desde allí se vio, desde allí se conoció, desde allí interiorizó sus límites: mediante ese gesto de alzar la cabeza hacia el cielo para compararse con él, un animal -y sólo ése- se hizo humano. El amor, la moral, la razón, la conciencia de la mortalidad -que es de lo que hablan Neruda, Kant y Conrad cuando evocan las estrellas- son inseparables de esa transformación. Y la contaminación lumínica, por tanto, tiene el efecto de un retroceso catastrófico en la evolución filogenética de la Humanidad. En un tiempo estuvimos encerrados en valvas, escamas, plumas, pieles, sin ninguna salida a la luz; hoy estamos encerrados precisamente en nuestra luz, de la que no podemos salir hacia las estrellas.

Es imperativo desintoxicarse de la luz eléctrica, reacostumbrarse a la belleza de las sombras, recuperar el misterio y profundidad de la razón. Sí, me voy a atrever a hacer una apología del apagón: del apagón controlado, relativo, igualitario, liberador, humanizador. De ese apagón que embridará los vatios y desnudará los astros, velados por un puritano exceso de luz. De ese apagón que apagará Dubai y Nueva York y encenderá la Osa Mayor. De ese apagón, en fin, del que depende, en materia y en espíritu, la posibilidad misma de formar parte de la Humanidad.

¿Es apagón? ¿O es revolución?

23-01-2010

Auschwitz o HiroshimaLo nunca visto

Santiago Alba RicoExtramuros-LDNM

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Fueron muchísimos, sí, unos seis millones, pero hubo que matarlos uno por uno mediante un remedo atroz del trabajo humano: sacarlos uno por uno de sus casas, apriscarlos uno por uno en los vagones atestados de cuerpos, conducirlos uno por uno a los barracones, a los campos de trabajo, a las cámaras de gas. ¿No era esto, después de todo, lo siempre visto? ¿Lo que había sucedido desde el primer día? ¿Lo que venía repitiéndose monótonamente desde Troya? Auschwitz, lo he dicho otras veces, no representa sino el colofón industrial de un modelo antropológico muy familiar, el del exterminio horizontal del otro, que produce escalofríos precisamente porque es inteligible, comprensible, representable. Nos lo podemos imaginar, lo podemos memorizar: caemos fascinados, angustiados, contagiados, en el abismo. Pero no es nada nuevo ni particularmente inhumano; no entraña ninguna iniquidad “absoluta”. No es el Mal porque viene a ras de tierra, con botas y gorra de plato, y nos mira a los ojos y nos hace bajar la mirada antes de destruirnos; y porque incluso podemos concebir también -a poco honrados que seamos- el placer viscoso del destructor y su moral fangosa tratando de degradar, puesto que no puede elevarse por encima de ella, la existencia concreta de las víctimas.

Trabajar cansa, pero es humano. ¿Y matar sin trabajar? ¿Matar sin ningún esfuerzo? ¿Qué pasa con el otro modelo? ¿Qué pasa con el bombardeo aéreo? Tratar a un hombre como a un animal es ignominioso, sí, ¡pero tratarlo como a un residuo! Hacer listas minuciosas, como Eichmann, es atroz, de acuerdo, ¡pero no ver sino panoramas! Acercarse para destruir a muchos uno por uno es abyecto, sin duda, pero, ¡alejarse para poder matar a todos en una sola gavilla y de una sola vez! Y en cuanto a las víctimas, ¿qué hacer con ellas? ¿Cómo explicarlas? ¿Morir sin haber llegado a existir siquiera como obstáculo? ¿Sin un cuerpo propio? ¿Ser desnudado -sin manos- por una luz intensa ? ¿Ser herido -sin cuchillo- por una nube de gloria? ¿Ser quemado -sin fuego- por un aire coloreado? ¿Ser asesinado -sin garras- por una mirada ausente? Lo nuevo, lo nunca visto, el cero inaugural es Hiroshima: la ruina naturalizada por la ausencia del agresor, el agresor sobrenaturalizado por su propia lejanía aniquiladora, la eliminación virtual -y la fundación real- de la humanidad como conjunto. La bomba atómica es tan inhumana, tan posthumana, que ni agresores ni víctimas pueden representarse el drama del que participaron y que iguala potencialmente a las dos partes. Tampoco -reconozcámoslo- se ha hecho ningún esfuerzo para explicar a los hombres la época nueva; todo lo contrario: los juicios de Nuremberg, que condenaron justamente Auschwitz, declararon legal, normal, aceptable, inevitable Hiroshima y sus consecuencias. Este mundo nuevo, en el que son los contempladores, y no los trabajadores, los que más destruyen, no puede ser asido en una novela y mucho menos en una telenovela. La propaganda contra Auschwitz, interesada o no, será siempre mucho más emocionante.

El 6 de agosto de 1945, una mañana limpia y soleada de verano, los habitantes de Hiroshima no oyeron nada. Vieron el fulminante pika (el gran resplandor) y al mismo tiempo las casas comenzaron a inclinarse y desmenuzarse sin ningún ruido, y los cuerpos a convertirse en polvo bajo un cielo mudo de tinta china. Los supervivientes se dieron cuenta enseguida de que estaban completamente desnudos y así, sin ropa, semicocidos, hinchados y ensangrentados, giraron y giraron por las calles desmigajadas, como almas dantescas, queriendo alejarse, no de la ciudad, no, sino de sus propios cuerpos, tiznados bajo un aguacero repentino de lluvia negra. En 12 km. a la redonda todos los edificios se desataron en llamas. Curiosamente -lo nunca visto- a 30 kilómetros de Hiroshima se escuchó en cambio el don (la gran explosión) y la destrucción adoptó la forma de una nube maravillosa, abanico de relámpagos y luces desplegadas en una expansión cromática cuya belleza ninguna descripción puede ameritar. Por fuera, el infierno era una joya; desde lejos, el Mal era la flor más bella del universo.

En ese infierno se encontraba Shigematsu Shizuma, el protagonista de Lluvia negra, la obra fundamental del japonés Masuji Ibuse, la novela inevitable sobre Hiroshima y sus consecuencias (Libros del Asteroide, Barcelona 2007, traducción de Pedro Tena). En ese infierno se encontraba asimismo Michihiko Hachiya, el médico que dirigía el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima y que -víctima él mismo del pika - recogió en un diario estremecedor, desde el mismo 6 de agosto, lo-nunca-visto de la destrucción atómica (Diario de Hiroshima, Turner, Madrid 2005, traducción de J.C. Torres). Los dos libros -nada tiene de singular- se parecen; no sólo porque cuentan lo mismo sino porque lo cuentan de la misma manera, en un estilo minucioso impuesto al mismo tiempo por la tradición japonesa, amorosamente descriptiva, y por la bomba estadounidense, que destierra toda épica e introduce -tras el pika apocalíptico- una muerte sólo vistosa, discreta, casi paisajística. Lo-nunca-visto produce heridas nuevas, cuerpos desconocidos, olores y colores sin precedentes; y obliga a una supervivencia diminuta, elemental y ceremoniosa al mismo tiempo, que ilumina, por contraste, la inaudita novedad de la época nueva inaugurada por Little boy y su luz intensa. O -mejor- la inaudita novedad de la Muerte Nueva, instalada ya entre nosotros y de la que no podemos retroceder, contra la que no hay defensa heroica ni dignidad subjetiva y que deja a la humanidad sin destino y sin libertad, potencialmente Una, potencialmente ya extinguida junto a los dinosaurios, perteneciente al pasado de una Tierra que nadie estudiará.

 

21-01-2010

¿Podemos fiarnos de los desconocidos?

Santiago Alba RicoAtlántica XXII (Asturias)

La habitabilidad material del mundo es sobre todo una cuestión de confianza. La pugna y la sospecha son siempre secundarios o reactivos; y la economía y la política, que determinan su curso, explotan la credulidad constructiva de una humanidad a la que sorprenden una bombilla fundida y una cañería vacía, pues esperamos ingenuamente que se encienda la luz al presionar el interruptor y salga agua al abrir el grifo. Todo se sostiene con una cierta estabilidad, y todo se reproduce con una cierta continuidad,

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gracias a la ilusión individual de que, mientras nosotros dudamos, el otro sabe lo que se trae entre manos; y de que, si nosotros confeccionamos chapuzas provisionales, nuestro compañero, nuestro vecino, nuestro fontanero, saben bien lo que se hacen. Estamos seguros de que los padres saben cuidar a sus hijos, de que el paseante no nos va a mentir si le preguntamos la hora, de que el médico quiere curarnos, de que el puente no va a caerse, de que la silla va a soportar nuestro peso, de que el picaporte va a ceder a nuestro empuje. Si Gian Battista Vico, el filósofo italiano dieciochesco, tenía razón y “sólo conocemos de verdad lo que nosotros mismos hacemos”, hay que admitir que nuestra vida cotidiana consiste -y sólo es posible por ello- en una radical confianza en lo desconocido, en una fe ciega en millones de desconocidos que han levantado nuestras casas, instalado nuestros teléfonos, fabricado nuestros coches, construido nuestras carreteras (y preparado, desde que somos pequeños, nuestras comidas, remendado nuestros vestidos, curado nuestras heridas).

La confianza es lo primero. Y la primera confianza tiene que ver con la naturaleza. Confiamos en que volverá a salir el sol, en que el suelo no desaparecerá bajo nuestros pies, en que el aire llegará a nuestros pulmones, en que las montañas no se vendrán abajo, en que el agua correrá entre los guijarros del torrente.

Puede parecer de entrada paradójico, pero lo contrario de la confianza es la religión, al menos en sus versiones extremas, que son muchas veces laicas. El cristianismo -al igual que el resto de las doctrinas cosmofóbicas- sospecha de las apariencias; es decir, de las cosas que aparecen; es decir, de las cosas que parecen ellas mismas: el mundo es una pantalla donde se proyectan sólo sombras y los objetos que introduce vanidosamente el hombre deben ser disueltos en el único principio constituyente: Dios. Esta primacía mística del “momento constituyente” es compartida por la religión y por el capitalismo y algunas veces ha sido y sigue siendo reivindicada también por la izquierda. El Marx juvenil, por ejemplo, confundía “cosificación” y “fetichismo” y condenaba, como Kohelet y San Jerónimo, los objetos manufacturados mismos como fuente de alienación negativa. Pero no hay nada malo en “alienar”, ni siquiera industrialmente, nuestro trabajo vivo; no hay nada malo en que la energía biológica o mental se “cosifique” para convertirse precisamente en “cosa”: una silla, un coche, un puente, una ley, una institución. Una parte de la izquierda, en nombre de la participación, contra la idea de “representación”, insiste en el carácter liberador de los procesos inacabados, de las obras en construcción, de las criaturas siempre crudas que hierven y hierven sin terminar nunca de hacerse.

El peligro no es la confianza en lo desconocido, la confianza en los desconocidos. Esa debe seguir siendo la base de un mundo cuya división del trabajo y complejidad tecnológica, con independencia de su orientación económica, nos pone cada vez más a merced de los otros. Entre la arqueología y la biología, está la sociedad, compuesta a partes iguales de cosas hechas y cosas por hacer, de decisiones ya tomadas y decisiones por tomar. La ciencia tiene que estar siempre en construcción; una casa no. La vida -la lucha misma- tiene que estar siempre sin hacer del todo: una camisa o un cuento no. Los científicos más rigurosos confían en los albañiles que han levantado las cuatro paredes de su laboratorio y los revolucionarios más incansables confían en que el guiso que cuecen en el fogón estará preparado antes del triunfo de su causa. No me parece mal que el trabajo vivo de los zapateros se convierta -el más hermoso cuento de hadas- en zapatos; no me parece mal que nuestros zapatos los haga un zapatero y nuestras casas un albañil y nuestras lavadora un obrero especializado. Lo que me parece mal -lo que está mal- es que el zapatero, el albañil y el obrero no sean dueños de sus cuerpos, de sus instrumentos de trabajo, de sus cabezas y, por lo tanto, del tiempo necesario para desconfiar, no de los fontaneros, los electricistas y los mecánicos, sino de las causas de esta privación. No me parece mal que la libertad viva de los ciudadanos -la magia más maravillosa- se convierta en leyes, instituciones y parlamentos. Lo que me parece mal -lo que está mal- es que nuestras leyes no nos defiendan, nuestras instituciones no nos protejan y nuestros parlamentos no nos representen y que, por este motivo, hayamos acabado desconfiando, no de sus secuestradores, sino de la política misma. Y que precisamente por eso hayamos aceptado convertir en una “especialidad” lo que, al contrario de lo que ocurre con las naves y los zapatos y según el reparto que hizo Zeus de los saberes in illo tempore, es la única cosa -la política- que todos podemos conocer y que no debemos dejar en manos de desconocidos.

El capitalismo se reproduce socialmente, en la medida en que todavía es sociedad , gracias a la confianza radical de los humanos en las cosas visibles y en los desconocidos invisibles que las han hecho. Debemos proteger esa confianza para tiempos mejores y protegerla precisamente de una fuerza siempre constituyente, siempre destituyente, que disuelve sin parar todo lo visible, que desacredita y vuelve amenazadores a los desconocidos y que, por eso mismo, cuestiona los fundamentos mismos del mundo y su supervivencia. Hoy -como lo prueba la inútil y agorera cumbre de Copenhague- está a punto de ocurrir lo más increíble: que dejemos de creer no sólo en la hora que marcan nuestros relojes y en las medicinas que prescriben nuestros médicos sino también, más radicalmente aún, en la estabilidad de la tierra, en la seguridad del aire y hasta en la próxima salida del sol.

http://www.atlanticaxxii.com/

26-12-2009

En contra de la igualdad

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

La tierra no es esférica sino rugosa, ondulada, abollada, bulbosa, irregular como un boniato. Vista de lejos -desde el espacio, desde un avión, en un mapa-, con los pies en el aire, se nos antoja tan geométrica que no la podemos sentir amenazada, nos parece tan

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próxima que no puede darnos miedo. Pero en lo alto de la montaña más alta seguimos tocando el suelo y por eso allí nos sentimos inseguros; lo que llamamos vértigo o acrofobia es en realidad un horizóntigo o geofobia; el miedo, no a las alturas, no, sino a la extensión irregular de la Tierra, a su “bajura” temblorosa e inclinada desplegada ante los ojos desde la raíz de los zapatos. Desde el cielo, el planeta parece un juguete; desde la colina, parece una patata. Todo en él son arrugas, pliegues, inclinaciones; todo en él son bultos y hendiduras. Hasta la línea del horizonte se baja, no por catetos, hipotenusas y cosenos, sino por quebraduras, sinuosidades, levantamientos, aproximaciones. La Tierra es un terremoto provisionalmente endurecido, un oleaje momentáneamente sólido.

Como ya sólo imaginamos la Tierra -con sus mares, continentes y países- desde el aire y en los mapas, hemos acabado por considerarla un producto nuestro, artificial y controlado. Nos tranquiliza concebirla así, como un producto industrial y no como un azar natural, porque cada vez nos da más miedo aceptar la fragilidad, la inexactitud, la irregularidad, la irrepetibilidad de nuestra existencia. La oposición entre la industria y la naturaleza, y la superioridad de la primera, tiene que ver con el hecho de que, mientras que la naturaleza sólo produce gemelos como excepción y anomalía, la industria puede producir en serie y de manera potencialmente ilimitada objetos idénticos. La naturaleza no sabe reproducirse sin producir diferencias: entre dos cuerpos, entre dos montañas, entre dos hierbas. La industria se reproduce, al contrario, produciendo identidades: la misma tuerca, la misma camisa, el mismo coche. Que la naturaleza produzca dos cosas iguales resulta inquietante; que una cadena de montaje produzca dos cosas distintas se considera un defecto. Los iguales naturales dan miedo; los distintos industriales van a parar al cubo de los desperdicios. Nos tranquiliza, sí, pensar en el planeta como salido de una fábrica, redondo, bien acabado, reproducible a voluntad. ¿No podremos hacer otro igual, otros iguales, cuando se nos acabe? ¿Llenar el universo de bolitas azules, ponerlas en fila, habitarlas eternamente?

El capitalismo, a través del mercado, ha impuesto una medida industrial para valorar la calidad no sólo de las tuercas y los accesorios eléctricos -necesariamente sometidos a estandarización o normalización- sino también de los alimentos y los conocimientos. Así lo explica con ironía el veterinario y músico Antonio Calvache en un excelente artículo: “No hay comida de más calidad que la que puedes encontrar en un Macdonald's. En efecto, pide una Macpollo en cualquier lugar del planeta, cualquier día del año y a cualquier hora y recibirás exactamente la misma masa, consistencia, sabor, olor de carne, la misma esponjosidad y diámetro del pan, el mismo color, grosor, textura de los trocitos de lechuga, idénticos granitos de sésamo, etc. Para conseguir esto, la multinacional se jacta de tener proveedores en los cinco continentes. Así, si plantamos la misma variedad de tomate en una tierra con similar composición y utilizamos los mismos abonos, se conseguirá que un tomate chileno en febrero sea igual que uno marroquí en abril o uno de Almería en junio”(1). Curiosamente, la asociación mental entre calidad e igualdad, inducida por las grandes multinacionales de la alimentación, ha acabado por acelerar la trágica pérdida de biodiversidad en el mundo. El planeta es una patata y las patatas son todas distintas entre sí, abolladas e irregulares; el planeta es un tomate y los tomates son todos distintos entre sí; el planeta es un cigarro habano y los cigarros habanos, si son buenos, son todos distintos entre sí. Pero el planeta es una canica y las canicas, reproducibles en serie, son todas lisas, brillantes, idénticas entre sí. También deben serlo las patatas, los tomates, las manzanas; y así acabamos desconfiando de todas las irregularidades que introduce la naturaleza, de todas las diferencias que introducen las manos. Queremos manejar siempre el mismo coche, lo que es bastante sensato; pero queremos comernos siempre la misma naranja y fumarnos siempre el mismo cigarro, lo que amenaza 10.000 años de enriquecimiento biológico y de placeres civilizados.

¿Resultado? La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que el 75% de la diversidad genética de los cultivos se ha perdido durante el último siglo. Históricamente, el ser humano ha utilizado para sus necesidades entre 7.000 y 10.000 especies; hoy, sólo se cultivan unas 150 y doce de ellas representan más del 70% del consumo humano. En Estados Unidos, por ejemplo, ha desaparecido de los campos el 93% de las variedades de frutas y productos hortícolas en los últimos cien años. En España, en los años setenta había 380 variedades de melón; en 2009 se encuentran en el mercado entre 10 y 12. En México en la actualidad sólo sobrevive el 20% de las variedades de maíz que se cultivaban en 1930. A mayor producción, pues, menor variedad y menor diversidad.

¿Resultado? El buen gusto, el refinamiento, el know-how , el cuidado, la atención, la destreza, la belleza de cientos de generaciones se pierden al mismo tiempo que el respeto por las cosas, el sentido de la supervivencia y la capacidad de resistencia. Vivimos en el aire, sin vértigo ni angustia. El planeta tierra es un producto industrial; las papas y los tomates también. El planeta tierra es una canica; las naranjas y los melones también. Lo mismo, por supuesto, que los hombres, las mujeres y los niños.

Imaginamos el mercado como una gran fiesta de la variedad, la multiplicación y la diferencia. Es, ya lo vemos, todo lo contrario. ¿Se puede decir al menos que, en una relación inversamente proporcional, el capitalismo sustituye la biodiversidad por logodiversidad y nos compensa de la riqueza natural de que nos priva, de los refinamientos que nos roba y de la vida que nos acorta multiplicando las marcas, ya que no los productos? Ni siquiera eso es cierto. De las miles de bebidas refrescantes registradas en todo el mundo, el 73% pertenecen a Coca-Cola o Pepsi-Cola. La cervecera Heineken, por su parte, es dueña de 130 marcas de cervezas en 65 países y la ominosa casa Nestlé es propietaria de 15 marcas de cafés, 12 de bebidas, 16 de productos no frescos, 30 de helados, 17 de comida infantil, 3 de alimentos para deportistas, 5 de condimentos, 5 de congelados, 4 de productos refrigerados, 51 de chocolates y galletas y 19 de alimentos para mascotas. Según la visión religiosa tradicional, un solo dios creó la pluralísima riqueza de la madre tierra; bajo el capitalismo, 4 o 5 dioses, al mismo tiempo que la destruyen, crean en su lugar, para ocultar la pérdida colectiva, para obtener beneficios privados, un alegre bullicio de nombres y logotipos.

Esto es malo. Pero peor aún es que nos sintamos tan contentos, tan civilizados, tan avanzados, tan ricos, con este empobrecimiento.

(1) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=13582

08-12-2009

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Sobre el objetivo 8 de las Metas del MilenioCapitalismo y Milenarismo

Santiago Alba RicoRebelión

Texto del catálogo de la exposición Deseos, promesas, realidades. Ocho objetivos para el desarrollo. MUVIM, Valencia, 15 de octubre 2009 a 7 febrero 2010.

En la Biblia el profeta Isaías (11, 6-8 y 25, 8) anunciaba un tiempo en “que habitará el lobo juntamente con el cordero; y el tigre estará echado junto al cabrito” y en el que “el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de toda la tierra el oprobio de su pueblo”. En los primeros siglos del cristianismo, Papías, Ireneo y Lactancio anticipaban una edad “en la que las viñas crecerán y cada una de ellas tendrá mil cepas, y en cada cepa habrá diez mil ramas y cada rama contará con diez mil botones y en cada botón habrá diez mil racimos y cada racimo tendrá diez mil uvas y cada uva dará veinticinco medidas de vino; y lo mismo sucederá con las frutas y todas las otras semillas”. Justino, por su parte, añadía que en esa Jerusalén futura "no se escucharán más gemidos ni lamentos; no habrá niños nacidos antes de término, ni ancianos que no cumplan su ciclo [...]. Se construirán casas y cada uno de nosotros vivirá en ellas; se plantarán viñedos y nosotros mismos comeremos su producto". Estas utopías religiosas de abundancia material reciben en la tradición cristiana el nombre de “milenarismo” porque confiaban en el establecimiento sobre la tierra, tras el segundo advenimiento de Cristo, de un Milenio de paz y bienestar para todos los seres humanos. De Montano a Müntzer, de Joaquín de Fiore a Jan de Leyden, de los taboristas a los anabaptistas, la historia de Europa estuvo enhebrada, o pespunteada, por un tozudo hilo milenarista, díscolo y soñador al mismo tiempo, que pretendía quebrar la lógica de los tiempos, que es siempre la de los poderosos, para imponer la de la justicia, reclamada por los pobres, los humillados, los sometidos.

En la Alemania del siglo XVI, los campesinos concibieron la reforma luterana a favor no sólo de la libre interpretación de la Biblia sino de la libre disposición de los bienes de este mundo. El hambre de pan, de tierras y de felicidad levantó contra los príncipes alemanes a campesinos y obreros urbanos en cuyos oídos -cuenta Ernest Bloch- “resonaba el fragor de la revolución mundial”, el rumor fantástico de un alzamiento global desde España hasta Turquía. Encabezados por Thomas Müntzer, confiados en la intervención de Cristo, los campesinos rebeldes, y sus predicadores comunistas, fueron vencidos en 1525 y después perseguidos, cazados, torturados y asesinados en toda Europa, culpables -como denunciaba Lutero- de “querer invertir el orden de las cosas y poner en la tierra lo que debe seguir en el cielo”.

El milenarismo de los campesinos alemanes creía en el advenimiento de un nuevo orden social igualitario en el que la guerra sería definitivamente abolida como medio de dirimir las diferencias entre los pueblos, en el que las enfermedades y epidemias serían vencidas y olvidadas para siempre, en el que todos los seres humanos vivirían de su trabajo y en el que la justicia -para hombres y mujeres- imperaría sin diferencias en toda la tierra. ¿Nos resulta familiar? Estas son justamente las famosas Metas del Milenio establecidas en el año 2000 por las Naciones Unidas en un mundo que, como el del siglo XVI, sigue azotado por el hambre, la enfermedad, la desigualdad y la guerra.

El milenarismo europeo había adelantado fechas muy precisas, siempre aplazadas y desmentidas, para este cambio general. Hans Hut había previsto el inicio del Milenio para el período de Pentecostés del año 1528; Melchor Hoffman lo esperaba para 1533 y Miguel Servet, que había sumado el número apocalíptico de 1260 al año de 325, fecha del Concilio de Nicea, lo había anunciado para 1585. Las Naciones Unidas, por su parte, han fijado el año de 2015 para el cumplimiento de los objetivos del Milenio. Hans Hut, Melchor Hoffmann y Miguel Servet murieron martirizados sin ver realizadas sus predicciones, como miles, cientos de miles de personas morirán en el 2016 -según todos los indicios- sin ver materializado el compromiso de la ONU.

El milenarismo europeo, que mezclaba profundos y ancestrales sueños de abundancia e igualdad con residuos diurnos religiosos, excogitaba una salvación al mismo tiempo global, inminente, terrenal y colectiva. Condición y efecto del Milenio del Bienestar eran la coordinación de los esfuerzos y el consenso fraternal entre los hombres. Fue sin embargo el consenso de los poderosos -príncipes, papas y emperadores, con independencia de sus diferencias teológicas- el único que llegó a aquilatarse y el que aniquiló en Turingia las fuerzas desorganizadas de los certeros soñadores. Condición y efecto del Milenio de la ONU es también la coordinación y colaboración, tal y como se recoge en el Objetivo 8, el cual invoca en realidad -o suplica- un “consenso de los poderosos”. Se anuncian los objetivos y luego se establece, como objetivo también, la imposibilidad de alcanzarlos: la ayuda de la industria farmacéutica, el apoyo de los mercados financieros, la cooperación de las grandes multinacionales de la telecomunicación.

Puede parecer provocativa la asimilación de las metas del Milenio de la ONU al espíritu del milenarismo cristiano medieval y renacentista; pero lo cierto es que las diferencias no hacen sino agravar los reproches. Global, inminente, terrenal y colectiva, la salvación milenarista de los campesinos europeos sólo podía ser “sobrenatural”. Su infelicidad misma, y la desproporción entre sus ansias de dicha y sus medios de combate, les obligaba a dar un salto religioso -mientras revelaban los límites modificables de su situación social- por encima de las fuerzas productivas de su época: podían liberarse de sus amos, pero sólo Cristo podía garantizarles una vacuna contra el sarampión y una fuente inagotable de leche y de miel. Bajo el capitalismo, objetivamente hablando, la alimentación y la salud no dependen ya de una intervención divina. El capitalismo produce pobreza y muerte, pero no es ese su objetivo. El capitalismo produce riqueza, placeres y remedios, pero no es ese tampoco su objetivo. Como no puede hacer diferencias y ha desarrollado de una manera sin precedentes las fuerzas productivas –incluidas las tecnologías médicas y agrícolas- ha puesto a disposición del ser humano potencialidades que al mismo tiempo no le permite usar. Las muertes por malaria, por sarampión, por dengue, por cólera, por disentería, por hambre, ¿son muertes naturales? ¿No son particularmente acusatorias en un

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mundo que puede curar esas enfermedades? ¿Que podría alimentar modestamente a todo el mundo? La violencia del capitalismo tiene que ver también con sus instrumentos de emancipación; es decir, con su necesidad intrínseca de –al mismo tiempo- multiplicar la riqueza y reprimir su uso, de aumentar los medios de salvación y prohibir su utilización, lo que se traduce en la naturalización de la muerte y la destrucción: “Los pobres”, nos decían los periódicos hace unos meses, “viven 30 años menos que los ricos”. ¿A quién, a qué fuerza silenciosa imputar esa diferencia? El Objetivo 8 de las Metas del Milenio, en su formulación misma, ¿no renuncia a enfrentarse a esa potencia que, al mismo tiempo que cumple los sueños de Isaias y de Justino, limita su disfrute, y de manera insostenible, a una zona reducidísima del planeta? ¿No hay menos ingenuidad sobrenatural en pedir la intervención de Cristo que en pedir la intervención de Roche, de Monsanto, de Sony, de la OMC, del FMI?

La ONU, ese gran progreso de la razón humana, puede formular pero no solucionar los problemas. No porque no logre un verdadero consenso sino porque no es capaz de impedir el “consenso de los poderosos”. La crisis actual, que se invoca como justificación del fracaso ya asumido de las Metas del Milenio, ha generado una intervención coordinada sin precedentes destinada a “refundar el capitalismo”. El 14 de septiembre del año 2008, el mismo día en que la FAO informaba de que el hambre afectaba ya a casi 1.000 millones de seres humanos y valoraba en 30.000 millones de dólares la ayuda necesaria para salvar sus vidas, la acción concertada de seis bancos centrales (EEUU, UE, Japón, Canadá, Inglaterra y Suiza), inyectó 180.000 millones de dólares en los mercados financieros para salvar a los bancos privados. A continuación, el consenso de los poderosos, cristalizado en una cumbre del G-20 y otra del G-8, ha proporcionado aún más dinero para sostener las instituciones y empresas capitalistas y ha adoptado medidas convergentes para avanzar alegremente hacia el abismo sin cuestionar el modelo. ¿Es esto cumplir el Objetivo 8 de las Metas del Milenio? Quizás sí, pero en todo caso no esa esa la preocupación de los poderosos, como lo demuestra el escaso interés que despertó, tanto por parte de los gobiernos como de los medios de comunicación, la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre la crisis financiera y económica mundial”, denominada G-192 y celebrada casi a escondidas el pasado mes de junio en Nueva York, muy poco después de que los miembros del G-8 se reunieran, bajo la luz de los reflectores, en Italia.

Sea como fuere, hay algo hermoso, emocionante y precursor incluso en el “consenso de los poderosos”: eso es lo que se llama “planificación”. En tiempos de Marx, el capitalismo era sólo “una excepción en algunas regiones del planeta” y, si ha llegado a cubrir el conjunto de la superficie del globo, ha sido gracias a una permanente intervención estatal, a una “planificación” ininterrumpida que combinaba y combina los desalojos de tierras, las acciones armadas, las medidas proteccionistas, los golpes de Estado y los acuerdos internacionales. Nunca a lo largo de la historia un experimento económico ha dispuesto de medios más poderosos ni de condiciones más favorables para demostrar su superioridad. En los últimos sesenta años, la minoría organizada que gestiona el capitalismo global se ha visto apoyada, a una escala sin precedentes, por toda una serie de instituciones internacionales (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, el G-8, el G-20 etc.) que han concebido en libertad, y aplicado contra todos los obstáculos, políticas de liberalización y privatización de la economía mundial. Después de 200 años de existencia libre, apoyado, defendido, apuntalado por todos los poderes y todas las instituciones de la tierra, el trasto viejo y homicida nos ha traído hasta aquí: 1.000 millones de seres humanos se están muriendo de hambre y, si no corremos ahora a socorrer a los culpables, los demás quizás acabemos enterrados con los más pobres después de habernos matado unos a otros.

Parece, pues, que planificar para salvar bancos y aseguradoras no sirve, al menos para cumplir los Objetivos del Milenio. ¿Y planificar para salvar vidas? Esto no lo hemos probado aún. Capitalismo y socialismo no se retaron en mundos paralelos y en igualdad de condiciones, cada uno en su laboratorio desinfectado y puro, sino que el socialismo nació contra el capitalismo histórico, para defenderse de él, y nunca ha fracasado porque nunca ha tenido ni medios ni apoyos para poner a prueba su modelo. Lo poco que intuimos en la actualidad es más bien esperanzador: a partir de una historia semejante de colonialismo y subdesarrollo, el socialismo ha hecho mucho más por Cuba que el capitalismo por Haití o el Congo. Cuando se habla de “socialismo en un solo país” se olvida que igualmente imposible es “el capitalismo en un solo país” y que por eso se ha dotado de una musculosa organización internacional capaz de penetrar todos los rincones y todas las relaciones. ¿Qué pasaría si la ONU decidiese aplicar su carta de DDHH y de Derechos Sociales? ¿Si la FAO la dirigiese un socialista cubano? ¿Si el modelo de intercambio comercial fuera el ALBA y no la OMC? ¿Si el Banco del Sur fuese tan potente como el F.M.I? ¿Si todas las instituciones internacionales impusiesen a los díscolos capitalistas programas de ajuste estructural orientados a aumentar el gasto público, nacionalizar los recursos básicos y proteger los derechos sociales y laborales? ¿Si seis bancos centrales de Estados poderosos interviniesen masivamente para garantizar las ventajas del socialismo, amenazadas por un huracán? ¿No sería ése realmente el Objetivo 8? Podemos decir que la minoría organizada que gestiona el capitalismo no lo permitirá, pero no podemos decir que no funcionaría.

El cumplimiento de los 7 primeros objetivos del Milenio de la ONU depende de que se cumpla primero el octavo y eso -mucho me temo- no depende sólo de formularlo bien. No estaría mal, en todo caso, empezar por hacer eso. El milenarismo cristiano es hoy por fin materialmente realista. Hagámoslo por fin materialmente realidad.

Elogio del aburrimiento

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio/Rebelión

El capitalismo prohíbe básicamente dos cosas. Una es el regalo. La otra el aburrimiento.

Cuenta Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poetisa, monja y feminista mexicana del siglo XVII, que en una ocasión la abadesa del convento de los Jerónimos, a cuya regla estaba

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sometida, le prohibió leer y escribir y la mandó castigada a la cocina. Allí entre los fogones Juana Inés estudiaba y escribía con la mente; es decir, pensaba. Del huevo y de la manteca, del membrillo y del azúcar, mientras cortaba y amasaba y freía, sacaba una consideración, una reflexión, un hilo interminable de conjeturas, y esto hasta el punto de llegar a afirmar con desafiante ironía en su conocida carta a sor Filotea: “Si Aristóteles hubiera cocinado, habría pensado más y mejor”.

Si a Juana Inés, en lugar de a la cocina, la hubiesen mandado a Disneylandia, donde se hubiese aburrido menos, quizás habría dejado de leer, estudiar y pensar sin ninguna prohibición.

Contaba Rosa Chacel, una de las más grandes novelistas españolas del siglo XX, que en los años cincuenta, mientras redactaba su novela La Sinrazón, tenía la costumbre de pasar horas recostada en un sofá de su salón. La mujer de la limpieza, con la escoba en la mano, le dirigía siempre miradas entre compasivas y reprobatorias: “Si hiciera usted algo, no se aburriría tanto”. Pero es que Rosa Chacel hacía algo: estaba pensando; y hasta cambiar de postura podía distraerla de su introspección o devolverla dolorosamente a la superficie.

Si Rosa Chacel hubiese pasado horas y horas delante de la televisión, y no dentro de sí misma, jamás habría escrito ninguna de sus novelas.

Hay dos formas de impedir pensar a un ser humano: una obligarle a trabajar sin descanso; la otra, obligarle a divertirse sin interrupción. Hace falta estar muy aburrido, es verdad, para ponerse a leer; hace falta estar aburridísimo para ponerse a pensar. ¿Será bueno? ¿Será malo? El aburrimiento es la experiencia del tiempo desnudo, de la duración pastosa en la que se nos enredan las patas, del líquido viscoso en el que flotan los árboles, las casas, la mesa, nuestra silla, nuestra taza de leche. Todos los padres conocemos la angustia de un niño aburrido; todos los que fuimos niños -antes, al menos, de los videojuegos y la televisión- sabemos de la angustia de un niño aburrido pataleando en el ámbar espeso de una tarde que no acaba de morir. No hay nada más trágico que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás tampoco nada más formativo. Decía el poeta Leopardi que “el tedio es la quintaesencia de la sabiduría” y el antropólogo Levi-Strauss, recientemente fallecido, aseguraba haber escrito todos sus libros “contra el tedio mortal”. Uno no olvida jamás los lugares donde se ha aburrido, impresos en la memoria -con grietas y matices- como en el diario de campo de un naturalista. Uno no olvida jamás el ritmo de las cosas, la finitud de los cuerpos, la consistencia real de los cristales, si alguna vez se ha aburrido. “Amo de mi ser las horas oscuras”, decía Rainer María Rilke, porque las oscuras son no sólo la medida de las claras sino la pauta narrativa de unas y de otras. El aburrimiento, sí, es el espinazo de los cuentos, el aura de los descubrimientos, el gancho de toda atención, hacia fuera y hacia dentro.

El capitalismo prohíbe las horas oscuras y para eso tiene que incendiar el mundo. El capitalismo prohíbe el aburrimiento y para eso tiene que impedir al mismo tiempo la soledad y la compañía ¡Ni un solo minuto en la propia cabeza! ¡Ni un solo minuto en el mundo! ¿Dónde entonces? ¿Qué es lo que queda? El mercado; es decir, esa franja mesopotámica abierta entre la mente y las cosas, ancha y ajena, donde la televisión está siempre encendida, donde la música está siempre sonando, donde las luces siempre destellan, donde las vitrinas están siempre llenas, donde los teléfonos celulares están

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siempre llamando, donde incluso las pausas, las transiciones, las esperas, nos proporcionan siempre una emoción nueva. El capitalismo lo tolera todo, menos el aburrimiento. Tolera el crimen, la mentira, la corrupción, la frivolidad, la crueldad, pero no el tedio. Berlusconi nos hace reír, las decapitaciones en directo son entretenidas, la mafia es emocionante. ¿Cuál era el peor defecto de la URRS, lo que los europeos nunca pudimos perdonarle, lo que nos convenció realmente de su fracaso? Que era un país muy aburrido.

Eso que el filósofo Stiegler ha llamado la “proletarización del tiempo libre”, es decir, la expropiación no sólo de nuestros medios de producción sino también de nuestros instrumentos de placer y conocimiento, representa el mayor negocio del planeta. El sector de los video-juegos, por ejemplo, mueve 1.400 millones de euros en España y 47.000 millones de dólares en todo el mundo; el llamado “ocio digital” más de 177.000 millones de euros; la “industria del entretenimiento” en general -televisión, cine, música, revistas, parques temáticos, internet, etc- suma ya 2 billones de dólares anuales. “Divertir” quiere decir: separar, arrastrar lejos, llevar en otra dirección. Nos divierten. “Distraer” quiere decir: dirigir hacia otra parte, desviar, hacer caer en otro lugar. Nos distraen. “Entretener” quiere decir: mantener ocupado a alguien en un hueco donde no hay nada para que nunca llegue a su destino. Nos entretienen. ¿Qué nos roban? El tiempo mismo, que es lo que da valor a todos los productos, mentales o materiales.

El capitalismo y su industria del entretenimiento construyen todo lo contrario de una cultura del ocio. En griego, ocio se decía “skhole”, de donde viene la palabra “escuela”. El proceso es más bien el inverso, pues la escuela misma -la cocina del pensamiento, el fogón del tiempo, donde Juana Inés y Rosa Chacel horneaban sus obras- ha claudicado a la lógica del entretenimiento. Ahora no se trata de comprender o de conocer sino de conseguir que, en cualquier caso, la escuela y la universidad no sean menos divertidas que la televisión, los vídeo-juegos y Disneylandia. ¿Los alumnos estarán más atentos si los maestros utilizan pizarras electrónicas? ¿Aprenderán mejor inglés en internet con Marina Orlova, la escultural filóloga rusa en minifalda? ¿Sabrán más matemáticas o latín si acuden a la universidad de Bolonia atraídos no por sus programas y profesores sino por las cuatro modelos de cuerpos zigzagueantes contratadas para los carteles publicitarios? Lo que es seguro es que, con esta lógica, que es la del mercado, los profesores llevan todas las de perder: Aristóteles y la física cuántica nunca podrán rivalizar con Shakira y la última play-station.

Según una reciente encuesta, uno de cada veinte niños británicos están convencidos de que Hitler fue un entrenador de fútbol y uno de cada cinco creen que Auschwitz es un Parque Temático. Para muchos de ellos el Holocausto es el nombre de una fiesta.

Quizás deberíamos aburrirnos un poco más.

29-10-2009

Que haya ricos, ¿no es un derecho de los pobres?

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio

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En alguna ocasión he escrito que en el mundo sólo existen tres clases de bienes: universales, generales y colectivos.

Los bienes universales son aquellos de los que nos basta que haya un ejemplar o un ejemplo para que nos sintamos universalmente tranquilos. Son las cosas que están ahí, y que no hace falta coger con la mano o poseer de manera individual: hay sol y hay luna, hay estrellas, hay mar, hay un Machupichu y un Everest, hay un Taj Mahal y una Capilla Sixtina, un Che Guevara y un San Francisco, hay García Lorca y José Martí y García Márquez y Silvio Rodríguez y Cintio Vitier.

Los bienes generales son aquéllos, en cambio, que es necesario generalizar para que la humanidad esté completa. No basta con que haya pan en el palacio del príncipe o que haya una casa en el jardín del conde; esas son las cosas que deben estar aquí, que todos debemos coger con la mano o disfrutar personalmente: tenemos comida, vivienda, agua, medicinas y si no las tenemos es porque algo no marcha bien en este mundo. No es una injusticia que haya un único sol en el cielo o un único Guernica de Picasso, pero sí que no haya suficiente pan para todos.

Por fin, los bienes colectivos son aquéllos de cuyas ventajas debemos disfrutar todos por igual, pero que no se pueden generalizar sin poner en peligro la existencia de los bienes generales y de los bienes universales. Son aquellos bienes, en definitiva, que es necesario compartir. Están, por ejemplo, los medios de producción, que no se pueden privatizar sin que ello deje sin bienes generales (pan, vivienda, salud) a millones de seres humanos. Y están también algunos objetos de consumo, cuya generalización pondría en peligro el bien universal por excelencia, fuente y garantía de todos los otros bienes: la Tierra misma. Todos debemos tener pan y vivienda, pero si todos tuviéramos -por ejemplo- coche, la supervivencia de la especie sería imposible. El motor de explosión, por tanto, no es un bien general, del que cada uno de nosotros pueda tener un ejemplar, sino un bien colectivo cuyo uso habrá que compartir y racionalizar.

A lo largo de la historia, distintas clases sociales se han apropiado los bienes generales y los bienes colectivos, y en esto el capitalismo no se distingue de sociedades anteriores. Más inquietante es lo que el capitalismo ha hecho, o está en proceso de hacer, con los bienes universales. No me refiero sólo a la colonización del espacio, la privatización de las ondas, las semillas y los colores o la desaparición de especies, montañas y selvas. Me refiero, sobre todo, a la desvalorización mental que han sufrido los “universales” bajo la corrosión antropológica del mercado. Lo normal es complacerse en la visión de las estrellas; lo normal es complacerse contemplando el suave balanceo de la nieve; lo normal es complacerse con la lectura del Canto General de Neruda. ¿O no? En 1895, Cecil Rhodes, imperialista inglés, empresario y fundador de la compañía De Beers (dueña del 60% de los diamantes del mundo), contemplaba enrabietado los astros desde su ventana, “tan claros y tan distantes”, tan lejos de ese apetito imperial que “quería y no podía anexionárselos”. A más pequeña escala, un presentador de la televisión española lamentaba en 2005 que no hubiese que pagar por contemplar la nieve que cubría los campos y ciudades de España, tan blanca y tan hermosa, degradada en su prestigio por el hecho de ofrecerse indiscriminadamente a la mirada de todos por igual. Y a más pequeña escala aún, conocí un poeta que no podía leer los versos de Neruda sin enfurecerse: “¡Tendría que haberlos escrito yo!”. Es cosa de niños querer la Luna y de madres corruptoras prometérsela. El capitalismo es un destructivo infantilismo. Aisla el rasgo pueril de un niño maleducado y lo generaliza, lo normaliza, lo recompensa socialmente. Lo que está ahí, lo que no podemos coger con las manos, lo que es por eso mismo de todos, nos empobrece, nos entristece y no vale nada.

¿Qué queda de los bienes universales? Quedan los ricos. Los ricos son de todos. Lo que más nos gusta del capitalismo no es que produzca coches y aviones y hoteles y máquinas: es que produce ricos. Las orgías babilónicas de Berlusconi, las pensiones millonarias de los banqueros españoles en medio de la crisis, el lujo hortera de los políticos corruptos de Valencia y de Madrid, no son manchas o pecados del capitalismo: son pura publicidad. La lista de los hombres más ricos del mundo elaborada por la revista Forbes no es más que bárbara ostentación propagandística que genera mucha más adhesión al sistema que el desigual acceso a mercancías baratas y banales. ¿Tiene algo de extraño que las mujeres latinoamericanas, preguntadas por su “marido ideal”, se lo imaginen estadounidense, rubio, de ojos claros, altísimo, cirujano o empresario y, por supuesto, millonario? ¿O que en la nueva China el padre con el que sueñan las madres jóvenes sea Bill Gates? ¿O que en la lista de los diez personajes más admirados por los machos estadounidenses no haya un solo escritor o científico, casi todos sean ejecutivos o propietarios de empresas y todos inmensamente ricos? ¿O que la revista de más tirada de España -con casi 700.000 ejemplares- sea el Hola ? ¿O que los más famosos culebrones y telenovelas de la TV, seguidos por millones de espectadores, consistan en tratados de antropología de las clases altas (sus hábitos, sus problemas, sus placeres)?

Si los pobres no pueden compartir la riqueza, pueden al menos compartir sus ricos. Si no pueden consumir riqueza, pueden consumir vidas de ricos. Bill Gates, Carlos Slim, Warren Buffet, Amancio Ortega son la Luna y el Machupichu y la Capilla Sixtina y el Taj Mahal del capitalismo. Son el Sol y la Nieve y el Canto General del mercado globalizado. Puede que sean los responsables de que el mundo se venga abajo, pero son también los artífices de este milagro: el de que estemos muy contentos y todo nos parezca bien mientras nos desplomamos.

¿Quién quiere igualdad? La desigualdad, ¿no es un derecho de los pobres? Que haya millonarios, ¿no es un derecho de los mileuristas y los parados? ¿No debemos defender, armas en mano, nuestro derecho a que otros sean ricos? ¿No debemos agradecerles sus despilfarros? ¿No debemos al menos votar por ellos?

Ese es el modelo que tratan de imponer EEUU y Europa al resto del mundo. No el derecho a que haya estrellas y Machupichu y cataratas de Iguazú y 9ª Sinfonía de Beethoven sino a que haya ricos; no el derecho a pan y casa y zapatos sino a saber quiénes son y cómo viven los millonarios.

¿Revolución? El Pan y la Luna.

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(A sabiendas de que “pan”, en el diccionario socialista, quiere decir también leche y ropa y casa y hospitales y transportes públicos; y “luna” quiere decir también mar y música y verdades y soberanía política).

29-09-2009

Sólo los pobres tienen cosas

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

En nuestra vieja casa de piedra, en un pueblecito cerca de Madrid, teníamos una parra que había trepado durante décadas, agarrada al muro, para desplegar sobre el balcón su sombra dulce de hojas y de uvas. Un día, no la encontramos; al pie de la pared dolorosamente desnuda se alzaba un muñón diminuto serrado con violencia, tristísimo cimiento vegetal de la catedral derribada. Al vernos, uno de los vecinos se nos acercó para explicarnos con naturalidad, y casi con reproche:

- Era un engorro. Me he comprado un coche nuevo más grande y tenía que maniobrar mucho para entrar en vuestra calle, exponiéndome además a que la parra me rayara la carrocería. Así que la he talado. Era dura la condenada; he tenido que sudar para cortarla.

Pedía casi que le agradeciéramos el esfuerzo. Tan improcedente le parecía que un árbol obstaculizase el camino de un coche, y tan natural esa jerarquía, que no podía imaginar nuestra contrariedad ni nuestra cólera. Entre coches, la lucha habría estado quizás igualada; pero entre un coche nuevo y una excrecencia natural que nadie había comprado, y que salía de debajo de la tierra, el coche nuevo debía hacer valer rutinariamente todos sus derechos.

Las catedrales a veces crecen solas: se llaman parras o almácigos o colinas o glaciares. Se toman su tiempo en formarse -décadas, siglos o milenios- y desaparecen luego en un minuto porque obstaculizan la multiplicación y disfrute de la verdadera riqueza, fabricada por la Ford o por la Sony y vendida por Wall-Mart o El Corte Inglés.

El modelo mental de nuestro vecino aldeano es el de un mundo, el capitalista, en el que son los coches -las mercancías en general- y no los árboles los que tienen valor. Pero tampoco puede decirse, la verdad, que tengan mucho valor. Que prefiramos los coches y los televisores a las parras y las colinas no quiere decir que coches y televisores revistan a nuestros ojos el valor sagrado que para nuestros antepasados tenían ciertos árboles o ciertas montañas. En este mundo están, por así decirlo, las criaturas que no tienen ningún valor -como los rosales, los ríos y los iraquíes- y las que tienen muy poco valor, como lo son todas las que podemos comprar en el mercado. Lo hemos escrito otras veces: los españoles tiran a la basura sus teléfonos celulares cada tres meses, sus ordenadores cada año y medio, sus carros cada dos años. Tiran ininterrumpidamente los pañuelos, los papeles, las botellas, los encendedores, las cuchillas de afeitar, los bolígrafos, los Cds. Valoran más, claro, un trozo de plástico que un castaño milenario, pero el trozo de plástico lo tratan sin ningún respeto y enseguida lo olvidan, lo arrinconan o lo cambian por otro semejante.

El misterio metafísico del capitalismo se resume en esta pregunta: una mercancía ¿es realmente una cosa? Pero antes que nada: ¿qué es una cosa? Digamos que cosa es todo aquello que se rompe y que tarde o temprano no se puede ya recomponer; todo lo que está desprotegido, todo lo que requiere cuidados, todo lo que se vuelve irreemplazable con el paso del tiempo y cuya ausencia, por eso mismo, deja también una especie de cosa intangible y triste en su lugar. La silla que me ha soportado tantos años, el libro, el jarrón, el mar, el mundo mismo son cosas. Un niño y un amado son cosas. Nos guste o no, en la medida en que somos cuerpos y estamos a merced de todos los demás, los seres humanos somos también cosas . No nos importaría ser tratados como cosas valiosas -o al menos como animales de compañía. Pero el problema es que, bajo el capitalismo, somos tratados como mercancías.

Antes la burguesía acumulaba muchas cosas; ahora sólo los pobres conservan algunas pocas con vergüenza y aspiran precisamente a liberarse de ellas. Las cosas han desaparecido. Cuando algo está a punto de convertirse en una cosa, se corre al mercado a cambiarla por otra. Nada se rompe porque todo lo tiramos mientras aún sirve o funciona; nada llega a estar ausente porque no le damos tiempo para estar presente. El mercado capitalista constituye un “hombre nuevo” porque establece un lugar antropológico sin precedentes en el que todo lo existente -todas las criaturas, naturales y artefactas- se pueden reemplazar. De los costes ecológicos de esta ilusión de intercambiabilidad y reemplazabilidad (que se alimenta de recursos finitos y de un planeta diminuto e insustituible) se habla a menudo; lo que no se dice con tanta frecuencia es que, en un mundo sin cosas, en un mundo en el que los humanos no alcanzamos ni siquiera el rango de cosas, en el que nada nunca llega a romperse, todo se puede tratar por igual sin ningún cuidado. ¿Las parras, los ríos, los iraquíes? Son obstáculos para el mercado. ¿Los coches, los televisores, los trabajadores? Vamos, hermano, a comprar uno nuevo.

Todo nuestro universo mental y cultural está ya configurado por esta falta radical de cuidado que acompaña a la ilusión fundamental del mercado: la de que todo tiene solución. La publicidad no anuncia productos concretos sino el evangelio -la buena nueva- de esta curación universal: todo tiene arreglo y si usted tiene arrugas, estreñimiento, la piel seca, poco pelo, nadie le quiere, no le dan trabajo, es sólo culpa suya. Es duro ser pobre cuando uno sabe que con un poco de dinero podría dejar de serlo; es duro ser pobre cuando sabemos que podríamos ser incluso inmortales -y con nosotros toda la familia, que tampoco nos lo perdona- si hubiéramos hecho bien la compra.

Page 59: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Pero esta desaparición de las cosas no rige sólo el universo publicitario; también el cinematográfico. Lo que hay que reprochar al esquema de Hollywood no es que oponga de un modo excesivamente sumario el Bien al Mal. Yo también lo hago: para mí René, Antonio, Fernando, Gerardo y Ramón son los “buenos” y -por ejemplo- Kissinger, Bush y Cheney son los “malos”. Lo que tiene de engañoso, enfermizo y corruptor el esquema de Hollywood es su pretensión -puro reflejo del mercado- de que todos los conflictos tienen solución y todas las pugnas conciliación.

No es así: nos rompemos, nos morimos.

No es así: hay luchas en las que sólo puede haber un vencedor.

Porque nos morimos tenemos que cuidarnos los unos a los otros.

Porque el capitalismo nos trata sin cuidado, es necesaria la revolución.

14-09-2009

La corrupción como propaganda electoral

Santiago Alba RicoAtlántica XXII nº 4

En una película de Comencini de los años setenta, Buenas noches, señoras y señores, un periodista de televisión aborda a un político corrupto, con el que sostiene –cito de memoria- el siguiente diálogo: “¿Va usted a dimitir?”, “De ninguna manera; sin mi cargo no podría comprar a los jueces”, “¿Y los votantes?”, “Dimitir sería traicionarlos; me han votado para mentir, prevaricar, malversar fondos y no voy a desilusionarlos”.

La sátira de Comencini resume muy bien lo que el juez Scarpinato, discípulo de Falcone y Borsellino y autor de un libro titulado “El retorno del Príncipe”, ha llamado la “anomalía italiana”: una sociedad hasta tal punto estructurada en la sombra que, por sus procedimientos políticos y sus consecuencias morales, por sus medios y sus víctimas, sólo puede compararse a las dictaduras latinoamericanas de los años 80. Argentina de Europa, Colombia de la UE, en Italia no hace falta ser comunista para ser perseguido, silenciado o asesinado: basta con ser honesto. Ergo, la honestidad se convierte en un obstáculo para las ambiciones políticas, pero también para la más simple y desnuda supervivencia, de manera que todos –de las instituciones a los medios de comunicación, de los pequeños funcionarios a los pequeños comerciantes- acaban cerrando los ojos a -o colaborando con- la corrupción general.

La “anomalía italiana”, tal y como la describe Scarpinato, no es otra cosa que “la ausencia de Estado” que ha caracterizado a Italia desde su fundación y que evidencia, en realidad, el comportamiento del capitalismo en su versión más pura. La corrupción y la mafia, como demuestran en la actualidad Rusia y China, son instrumentos fundamentales de la “acumulación originaria”, sin olvidar que han constituido desde siempre la normalidad financiera y empresarial de los países de la periferia. Sólo en Europa y sólo durante unas pocas décadas (y por eso puede hablarse de “anomalía italiana”) ha habido Estado al mismo tiempo que capitalismo, y lo ha habido por dos motivos circunstanciales: porque sólo allí el capitalismo se podía permitir el Estado y porque, aún más, sólo allí, en el marco propagandístico de la Guerra Fría , era funcional y necesario. Pero como la acumulación originaria no acaba nunca, incluso en los mejores años de la postguerra y en los países más “estatalizados” la corrupción estuvo siempre presente; y como las crisis (de beneficios) entrañan desregularización de la economía y sobre-explotación del trabajo y activan nuevos procesos de acumulación originaria, retoñan hoy con particular vigor, en todos los rincones del mundo, la corrupción y la mafia. La “anomalia italiana” es en realidad el laboratorio local del capitalismo internacional.

El adagio popular que pretende que “el poder corrompe” induce la despolitización y el fatalismo porque llama la atención sobre “el poder” y no sobre los medios para alcanzarlo, los cuales son –los medios- los verdaderamente corruptores. No es verdad que el poder corrompa; mucho más cierto es que la corrupción, bajo ciertas condiciones, proporciona poder, y que en consecuencia, bajo esas condiciones, de derechas o de izquierdas, Obama o Bush, Zapatero o Rajoy, sólo se puede alcanzar el poder si uno se ha previamente corrompido.

A la espera de inventar un cuarto procedimiento o de aplicar de verdad el tercero, la humanidad sólo conoce tres medios de alcanzar el poder: la conquista, el derecho divino y la democracia. Lo que nos narran las tradiciones populares de los cuentos infantiles, elaboradas en la Edad Media, son los peligros de un poder absoluto adquirido mediante la guerra o el linaje y la esperanza –y la excepcionalidad- de un rey bueno capaz de resistir la tentación. En la teoría democrática, al contrario, uno sólo alcanza el poder porque es el más bueno o el más justo o el más sensato. Pero eso es sólo la teoría. En realidad, bajo el capitalismo (es decir, bajo un proceso de acumulación originaria siempre incompleto) los procedimientos para acceder al poder combinan los males de la conquista y los de la realeza: explotación económica, endogamia de clase o de partido, componendas en la oscuridad. Cuando uno llega arriba, abajo se han quedado, como los posos del café, los escrúpulos, los principios y el compromiso. El rey que heredaba el trono aún podía ser bueno precisamente porque su poder era absoluto; el político capitalista que se lo trabaja no puede serlo porque su poder es sólo relativo.

Page 60: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Digamos que, sin verdadera democracia, es siempre menos corruptor un poder absoluto que un poder relativo. Por eso, el verdadero peligro comienza cuando no es la clase política la que se corrompe sino también –como en la sátira de Comencini- sus votantes. En España, como en Italia, ya está ocurriendo: lo que penan las leyes y castigan los tribunales, lo absuelve en las urnas el poder soberano. En medio de tanta corrupción normalizada, despolitizados y fatalistas, ¿no acabaremos reclamando un poder absoluto para un rey justo o un conquistador bueno? ¿No acabaremos votando en Europa –no estamos votando ya- precisamente eso?

24-07-2009

Las virtudes del capitalismoTodos podemos (romper un plato)

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

 

El capitalismo, ¿es un hedonismo? ¿O un ascetismo? ¿O las dos cosas al mismo tiempo?

Una película reciente, rodada en forma de documental por la palestina israelí Ibtisem Mara'ana, nos cuenta una historia muy emocionante: la de una joven que sueña con llegar a ser modelo internacional. Como árabe atrapada en una sociedad tradicional, la joven sólo puede aspirar a convertirse en Miss Mundo Arabe (título del film), un concurso menor, despreciado por las agencias y las televisiones, que cierra todos los caminos hacia Hollywood. Pero nuestra ambiciosa muchacha no renuncia a su sueño; a los exigentes entrenamientos sobre zapatos de tacón y las duras sesiones de maquillaje, se añade la necesidad de enfrentarse a su familia, inicialmente poco comprensiva, y a su reaccionario medio musulmán, para tomar una valiente decisión: presentarse al concurso de Miss Israel, una puerta hacia Europa y los EEUU. Israel, es verdad, es el Estado que discrimina a los suyos y ocupa sus tierras, pero el problema ni se plantea en la película; la dificultad estriba más bien en que para participar en el certamen de belleza del enemigo nuestra heroína tiene que exhibir su cuerpo semidesnudo sobre un escenario y ante millones de telespectadores. Si ella está dispuesta a ese sacrificio, sus compatriotas palestinos no lo aceptan y algunos fanáticos puritanos llegan al extremo de amenazarla de muerte. En la última escena, la televisión israelí enfoca el asiento vacío en la sala del certamen para rendir homenaje a la ardorosa palestina que se ha enfrentado a su pueblo mientras fuera, deshechos en llanto, ella y su maquillador invocan el sueño roto de la adolescente y prometen seguir luchando. A los espectadores se les pide que lloren con ellos y los espectadores lloran; a los espectadores se les pide que admiren a una joven despolitizada, obsesionada con la ropa, fascinada por Angelina Jolie (cuyo nombre adopta), se les pide que admiren a una palestina que renuncia a su identidad para salir en las portadas de las revistas y los espectadores, naturalmente, la admiran.

El pasado 27 de abril, una crónica del diario El Mundo desde Jenin, símbolo de la resistencia palestina, nos hablaba a su vez del sueño de Marah Zajalka, joven de 18 años que quiere ser piloto de Fórmula-1. Marah, nos dice el periodista, “tiene este sueño desde los 11 años, cuando vio una carrera de coches en su destartalada televisión”. Contra los “prejuicios” sociales y la incomprensión de su medio, la valiente muchacha defiende su derecho a participar en competiciones automovilísticas y no renuncia a la posibilidad de conducir algún día un bólido en una pista de carreras: “No solo hay que participar en Intifadas y ser mártires". El periodista pide a los lectores que se indignen contra la injusticia sufrida por Marah y los lectores se indignan; el periodista pide que los lectores admiren a una joven que sueña con agravar la contaminación planetaria y la crisis petrolífera para manejar un carro de 46 millones de euros y los lectores, naturalmente, la admiran.

Espero que se me entienda. No es que yo reivindique sólo las Intifadas y los mártires ni que crea que, en las condiciones más adversas, los pueblos ocupados no pueden permitirse satisfacciones individuales sin traicionar su causa. Al contrario: los palestinos precisamente luchan por su “derecho a la normalidad”, del que están siendo privados por la ocupación. Lo que me preocupa, lo que me asusta, lo que a mis ojos da toda la medida del poder de un modelo de consumo globalizado, es que incluso en la Palestina ocupada la “normalidad” sea eso: las pasarelas de moda, Hollywood, la televisión, los grandes coches.

Es verdad, pero no toda la verdad, que las sociedades occidentales se reproducen a través de la “facilidad” del consumo generalizado de mercancías tecnológicas. La disciplina, el esfuerzo, la austeridad, la voluntad, el tesón, el afán de superación, la renuncia, la lucha contra el medio, están presentes no sólo en las invisibles clases trabajadoras, sobre todo inmigrantes, que conspiran en silencio para levantar nuestras casas y barrer nuestras calles. También en las revistas del corazón y en los desfiles de moda, en los reality shows y en los grandes eventos deportivos. Consumir es fácil, pero ser consumido requiere mucho trabajo. Ser visible requiere algunas virtudes heroicas. Para ser el más frívolo, el más indiferente, el menos comprometido, el más insolidario, el más alienado, el más rico, el más guapo, hace falta muchas veces la paciencia de un científico, la austeridad de un sacerdote, el tesón de un revolucionario.

Hace algún tiempo, por ejemplo, la portada de un periódico nos daba la siguiente noticia: "Un ejemplo de superación: el piloto Alex Zanardi vuelve a conducir un coche dos años después de perder las dos piernas en un accidente".

Page 61: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Hace unos meses la Rai, por su parte, nos daba un ejemplo de ascetismo casi místico, como el de San Antonio en el desierto: para mantenerse siempre delgadas, las grandes modelos se dedican al “cake sniffing”; es decir, desayunan sólo con la nariz, husmeando distintos dulces y pasteles que se hacen traer en grandes cantidades, multiplicando así las tentaciones, pero que mantienen a la distancia heroica de la vista y del olfato.

El famoso libro Guinness de los record, por lo demás, está lleno de ejemplos de disciplina y afán de sacrificio. ¿Cuánto entrenamiento y cuanta paciencia son necesarias para poder comerse, como Michel Lotito, 18 bicicletas, 1 carrito de supermercado, 7 televisores, 6 lámparas de techo y un avión? ¿O para meterse 82 chicles en la boca, besar 52 veces a una cobra venenosa o dejarse crecer uñas de 80 cm.?

El esquema de Hollywood, que es el de la película de Ibtisem Mara'ana, no sólo nos cautiva por intoxicación ideológica: es que contiene, digamos, el fantasma de todas las virtudes universales. La fuerza de voluntad, el afán de superación, el sacrificio, el tesón, el esfuerzo tienen algo así como un “espectro de moral o de eticidad” que no podemos dejar de admirar. Admiramos, sí, la fuerza de voluntad, aunque esté al servicio del asesinato; admiramos el afán de superación, aunque se trate de superar el record de bombas lanzadas sobre Iraq; admiramos el sacrificio, aunque uno se sacrifique para poder violar más niños; admiramos el esfuerzo y el tesón, aunque el objetivo sea dirigir una mafia, derrocar un gobierno legítimo o acabar con todos los elefantes del planeta.

El problema, por tanto, no es que bajo el capitalismo falten virtudes sino que, como decía Chesterton, están mal colocadas.

Tan mal colocadas que a nadie puede sorprenderle que 500 millones de personas se registrasen en internet para asistir al funeral de Michael Jackson mientras sólo 500 se manifestaban en Madrid contra el golpe de Estado en Honduras;, ni que 40.000 personas acudieran a la presentación del esclavo Kaká y casi 100.000 a la del esclavo Ronaldo en el estadio del Real Madrid mientras apenas 300 se acordaban, en esos mismos días, de la trágica situación en Palestina.

12-07-2009

Niños-soldado en el ejercito español¿Son malas las armas?

Santiago Alba RicoAtlántica XXII

El pasado 23 de mayo, en una iniciativa patrocinada por Mapfre, Pepsi y El Corte Inglés, el regimiento de Infantería 'Soria 9', en Puerto del Rosario (Fuerteventura), abrió sus puertas a los niños de la localidad, tal y como relata alegremente el diario La Provincia en una crónica titulada Aprendices de soldado. Una extensa galería de fotos muestra a los tiernos infantes de uniforme, con la cara pintada bajo cascos de camuflaje, manejando alborozados, como no podía ser de otro modo, aparatosas metralletas y pesados cañones. La noticia ha sido poco difundida y ha provocado escasa polémica. Después de todo, a los niños les gusta jugar a la guerra y, según la opinión de algunos internautas que comentaban un artículo de Pascual Serrano publicado en Rebelión (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=86391), las armas no tienen la culpa de lo malos que son los hombres. Reprimir el belicismo infantil es políticamente correcto, pero hipócrita e inútil.

¿Son las armas o somos nosotros? Si uno está acalorado contra un ofensor y vuelve la mirada, probablemente siempre encontrará a su alrededor algo con que golpearle la cabeza: una piedra, una quijada de burro o un bastón. Si encuentra un cuchillo, utilizará un cuchillo; si una pistola, una pistola; y si en ese campo crecen cañones silvestres o los árboles de ese país dan bombas atómicas, recurrirá sin duda, cegado por la cólera, a los cañones y las bombas atómicas. El acaloramiento, por tanto, es la causa de la agresión.

¿O no? Incluso si no nos preguntamos por las causas del acaloramiento -y lo consideramos tan natural como las frutas explosivas de la región- podemos decir que hay una diferencia decisiva entre una piedra y una pistola: la piedra no ha sido pensada para matar y la pistola sí. Digamos -más aún- que la piedra no ha sido pensada y la pistola sí. Podemos disparar una pistola sin pensar, pero no podemos fabricarla a ciegas. La pistola -por no hablar de los misiles y las bombas atómicas- han sido concebidas, diseñadas, calculadas, probadas, en un proceso técnico-temporal que excluye los acaloramientos y los locos frenesís. Hay crímenes, pero no industrias pasionales; hay temperamentos, pero no cálculos impulsivos. ¿Los malos son los que usan las armas o los que las hacen? Si admitimos que cabe utilizar un arma en un momento de transitorio extravío, pero que sólo podemos fabricarla con fría premeditación, habrá que concluir que eso que los juristas llaman “circunstancias atenuantes” se aplica a la comisión del crimen, pero no a la procuración de sus instrumentos. En pleno acaloramiento, busco a mi alrededor y encuentro una pistola; la disparo porque estoy acalorado; la encuentro porque alguien la ha puesto premeditadamente ahí. El más malo debería ser el que ha actuado con plena conciencia de lo que está haciendo, pero en virtud de una paradoja muy chestertoniana resulta, al contrario, que precisamente el que puede invocar una circunstancia atenuante es considerado un delincuente y el que no puede invocar ninguna es considerado un honrado comerciante. No puede haber ningún atenuante para el Holocausto ni para la destrucción de Hiroshima ni para el presupuesto militar de los EEUU. Por razones diferentes, unas jurídico-metafísicas, otras históricas, ninguna de esas atrocidades se puede castigar de manera proporcionada: y eso justamente porque no hay en su raíz ningún acaloramiento humano.

Pero quizás podemos preguntarnos también por el acaloramiento. Contra los bienpensantes de su época, que querían prohibir las espadas y los arcos de juguete, Chesterton recordaba que lo verdaderamente peligroso es tener un niño, no un arma, y se refería,

Page 62: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

como cuestión prioritaria, a los fabricantes de niños, no a los fabricantes de armas: “Si se puede enseñar a un niño a no arrojar una piedra, se le puede enseñar cuándo disparar un arco y si no se le puede enseñar nada, siempre tendrá algo que pueda arrojar”. En un mundo en el que hay al mismo tiempo armas y acaloramientos, es necesario que exista un Estado justo y democrático -regido por una verdadera constitución- que monopolice al mismo tiempo los instrumentos de la violencia y los de la educación y que introduzca premeditación constitucional en el uso de las armas y en el uso de los niños. Es decir, un Estado que diferencie entre una piedra y una pistola, entre una pistola de juguete y una de verdad y entre un niño y un consumidor indiscriminado de juguetes. No parece que sea éste el caso. Los gastos militares en todo el mundo aumentaron en 2008 un 4%; en la última década un 45%; este año alcanzan ya la cifra de 1.464.000 millones de dólares. EEUU, principal fabricante, vendedor y consumidor de armas, cuyo presupuesto en educación es también el más alto del mundo, gasta en la formación de un niño estadounidense la mitad de lo que gasta en la destrucción de dos niños iraquíes. ¿Quién fabrica las armas? La General Electric o la Westinghouse. ¿Quién fabrica a los niños? La NBC, la ABC, la CBS, la Fox, que directa o indirectamente están en sus manos. De algún modo, en la mayor parte del mundo, los productores privados de armas y los productores privados de acaloramientos son las mismas personas. La destrucción y la educación no son controladas por Estados justos y democráticos sino por la industria bicéfala de las armas y del entretenimiento, que se alimentan recíprocamente.

¿Quién usa las armas? Niños. ¿Quién usa a los niños? Los fabricantes de armas. Es un placer ver a dos niños intercambiándose en serio disparos de mentira en un juego en el que ambos tienen que aceptar las reglas, y en el que cada uno de ellos depende de la voluntad del otro incluso para matarlo en broma. Lo peligroso -como saben todas las abuelas del mundo- no es jugar con cañones de juguete sino jugar con cañones de verdad. Lo peligroso no es que jueguen con ellos los niños sino los grandes. En las fotografías de La Provincia eso es precisamente lo que hacían, jugar, no los menores visitantes, no, sino los adultos soldados del regimiento que, divertidos y frívolos, las ponían entre sus manos. Un Estado justo y democrático con un ejército que monopolice los instrumentos de la violencia en una sociedad bien educada debe abrir los cuarteles a sus ciudadanos para que confirmen lo malas y peligrosas que son las armas y lo sensatamente que las están empleando sus soldados. Eso quizás lo pueda hacer Cuba. EEUU y España no. Aquí nos dedicamos a mostrar a los niños lo muy lúdicas que son también nuestras metralletas verdaderas y a ocultarles dónde y por qué y para qué se están usando. Los gobiernos que invaden Afganistán cometen dos crímenes sin atenuantes y con premeditación: la fabricación de la guerra y la fabricación de los que participan en ella.

Los soldados desplazados sobre el terreno, ejecutores del crimen, tienen al menos el atenuante, como demuestran las fotos de Fuerteventura, de no haber alcanzado aún la mayoría de edad.

26-06-2009

Crisis capitalista: la racionalidad del abismo

Santiago Alba RicoSodepaz

El pasado 20 de enero, un joven y brillante millonario irlandés, Patrick Rocca, lanzado al firmamento empresarial por el globo inmobiliario, sucumbió al vértigo de la caída irremediable. Propietario de la Accorp Properties, amigo de Blair y Clinton, dueño de mansiones en Dublín y Marbella, socio de los más exclusivos clubs privados de Inglaterra, buen jugador de tenis, buen degustador de vinos, no pudo soportar la ruina del Anglo-Irish Bank y se quitó la vida de un disparo en la cabeza.

Quince días antes, el 5 de enero, uno de los 100 hombres más ricos del mundo, el alemán Adolf Merckle, 75 años, propietario de un holding empresarial para el que trabajaban 100.000 personas, sintió el repentino desvalimiento de un jubilado, renunció a seguir negociando su imperio con 20 bancos y se arrojó a la vía del tren. El mismo gesto había acabado un mes antes con la vida del millonario neozelandés Kirk Stephenson, director de operaciones de una compañía de inversiones afectada por la quiebra de Lehman Brothers.

También el 5 de enero, el día en que Adolf Merckle imitaba a Ana Karenina, se suicidó dentro de su lujoso Jaguar el presidente de una de las inmobiliarias más importantes de EEUU, Steven Good, desesperado ante la idea de no poder seguir construyendo y vendiendo casas. Dos semanas antes, el financiero francés, René-Thierry Magon de la Villehuchet, cofundador de Access Internacional Advisor y gestor de 1.000 millones de euros arrojados a las arenas movedizas de Madoff, se había cortado las venas en su despacho en Nueva York. Al menos otros cuatro analistas e inversores estadounidenses, Eric von der Porten, Barry Fox, Edwin Rachleff y Scott Coles, todos ellos ricos y felices hasta pocos días antes, decidieron a finales del año 2008 interrumpir una existencia despojada de pronto de todo sentido.

Los ricos se suicidan: es que hay una crisis del capitalismo.

El 31 de julio del año 2002, Pedda Narsamna, campesina india de 50 años, se ahorcó en la aldea de Pandi Parthi abrumada por las deudas, dejando a los ocho miembros de su familia sumidos en la más negra desolación. En noviembre de 2008, Anil Khondwa Shinde, un pequeño agricultor del distrito de Vidarba, en el Estado indio de Maharashtra, se suicidó a los 31 años ingiriendo el potente pesticida que le habían proporcionado los mismos proveedores a los que no podía pagar los préstamos adelantados para comprarlo. Shankara Mandaukar, otro campesino de Napgur, en la India Central, había hecho lo mismo pocos días antes: viendo amenazadas sus pobres tierras por el impago de deudas, se bebió un tazón del insecticida químico que había contribuido a su ruina.

Page 63: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Según datos oficiales, entre los años 1997 y 2005, más de 150.000 campesinos se han suicidado en la India, despojados de sus tierras o arruinados por las grandes multinacionales de la alimentación, con Monsanto a la cabeza, que controlan el negocio de las semillas y los pesticidas. En los últimos seis meses, se han suicidado 9 millonarios en todo el mundo; es decir, una media de 1 millonario cada 20 días. Desde el año 1997, sólo en la India se ha suicidado un campesino cada 32 minutos; 1 cada 30 minutos a partir del año 2002.

Los pobres se suicidan: es que hay sencillamente capitalismo1.

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El año 29 fijó para siempre la imagen del apocalipsis económico: la de los edificios de Wall Street vomitando por todas sus ventanas a los millonarios de Nueva York. En realidad, sólo fueron dos los que saltaron al vacío, pero la caricatura es certera, porque expresa -junto al deseo fabuloso de una purga igualitaria- la desigualdad fascinante del capitalismo2. El hambre, la miseria, el paro, la enfermedad, el dolor de 4.000 millones de seres humanos no merecen la intervención de los expertos, la atención de los periodistas, la reunión del G-20: demuestran más bien la salud del sistema. Ni siquiera dan para una tragedia griega o una peripecia hollywoodiense. El drama empieza allí donde la riqueza ha producido previamente una personalidad ; la crisis adquiere rango sistémico, universal, cósmico, cuando alcanza la lista Forbes. ¿900 millones de hambrientos? Nos los podemos permitir. ¿La mitad de la población del planeta sin agua potable? Esto funciona. ¿16.000 especies en peligro de extinción? Trillones de dólares giran sin descanso en los circuitos financieros. ¿El número de milmillonarios pasa de 1125 a 793? Es la crisis. Al capitalismo le es indiferente si entre los diez hombres más ricos del mundo está Amancio Ortega, pero le es indispensable jerarquizar la riqueza; no le importa quiénes forman parte de la lista, a condición de que la lista exista, sume crecientes fortunas y promueva rivalidades deportivas. Desgraciadamente no es una ilusión alienante ni una manipulación propagandística: si los campesinos indios se quitan la vida, las empresas mejoran sus balances; si los millonarios se suicidan, si pierden dinero, si ven reducido su patrimonio en un 23%, todos estamos en peligro. Dependemos de ellos. La racionalidad económica del sistema es inseparable de su irracionalidad general: si funciona, el capitalismo condena a la pobreza y la marginación a la mitad del planeta; si deja de funcionar, se lleva por delante también a la otra mitad. La única especie que la humanidad debe proteger, la única a la que no podemos renunciar -ni osos ni elefantes ni árboles- está incluida, no en la clasificación de Linneo, no, sino en el ranking plutocrático de la revista Forbes.

Nadie puede negar la superioridad del capitalismo. Funciona: ha producido más riqueza, más bienestar, más soluciones que ningún otro modo de producción histórico. Funciona: ha producido más pobreza, más malestar, más problemas que ningún otro modo de producción histórico. En términos económicos no sólo es superior; es también insuperable. Lleva dentro, como su motor y su maldición, la necesidad de revolucionar ininterrumpidamente las fuerzas productivas, moldear las sociedades, reorganizar los territorios, saturar el espacio, colonizar el tiempo, multiplicando en su camino, con fertilidad taumatúrgica, como en un cuento de hadas, los alimentos, las máquinas, los edificios, las medicinas, los libros, los placeres; y también, y al mismo tiempo, el hambre, las ruinas, las enfermedades, la ignorancia, los dolores. Al contrario que al socialismo, nadie puede reprochar al capitalismo sus muertos, sus marginados, sus represaliados, sus perseguidos, porque su objetivo declarado no es el hombre y sus necesidades bioculturales sino la reproducción ampliada de su delirio y a ese propósito sirven por igual un automóvil y un cadáver, un granero y una guerra, la bulimia y la indigencia. Bajo el capitalismo, las crisis no se producen por una acumulación de cadáveres, epidemias o hambrunas -como en la visión de nuestros antepasados- sino por una acumulación destructiva de riqueza; sobreviene no cuando la humanidad sufre demasiado sino cuando sus sufrimientos no generan ya suficientes beneficios. Cuando estalla, el aumento del número de los cadáveres, las epidemias y las hambrunas no es tampoco -como lo era para nuestros antepasados- una consecuencia de la crisis: es más bien una solución.

Desde el punto de vista humano, el capitalismo ha consistido siempre en una crisis ininterrumpida; desde su racionalidad inmanente, lleva 35 años tratando de sustraerse a sus propios límites mediante expansiones centrífugas que han ido acompañadas, como recuerda el economista argentino Mario Rapoport, de una traca de crisis parciales y sucesivas: “la crisis monetaria en EE.UU. y la ruptura del patrón oro en 1971; el alza de los precios del petróleo en 1973 y 1979; la crisis de la deuda externa latinoamericana en 1982; el crac bursátil de Wall Street en 1987; las crisis de las cajas de ahorro estadounidenses en 1989; el crac japonés en 1990. Luego vienen las crisis periféricas de fin de siglo: la mexicana (1994), la del sudeste asiático (1997), la rusa (1998) y la brasileña (1999). Y a partir del nuevo siglo otro encadenamiento: el derrumbe de las punto.com en el 2000; las crisis en Turquía y en la Argentina (2001); la quiebras de Enron y World Com (2001 y 2002); las repercusiones financieras del atentando a las Torres Gemelas y de la invasión a Irak. Para culminar con la actual crisis de las subprime, que estalla en 2007 y a la cual se suman en 2008 las caídas de Lehman Brothers, las compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac y la aseguradora AIG, más las de unos cuantos bancos europeos y norteamericanos”3. Cada una de estas crisis, espasmódica cornucopia de pompas de jabón, expresaba y exigía nuevas medidas de eso que con lapidaria precisión Atilio Borón ha llamado “contrarreformas” neoliberales, con un retorno a las condiciones laborales, políticas y antropológicas de la Revoluciòn Industrial4. Cada una de estas crisis retrasaba y anunciaba la Crisis que se abate ahora sobre un mundo sobrepoblado, rebañado hasta los huesos y armado hasta los dientes. Cualesquiera sean las discrepancias acerca del pronóstico, ni los más desvergonzados defensores del libre-mercado -los que siguen golpeándose el pecho en público- se atreverían a desmentir en privado el diagnóstico: “lo que ocurre es la desintegración del capitalismo como sistema-mundo, no porque no pueda garantizar el bienestar de la vasta mayoría (nunca ha podido hacer eso) sino porque ya no puede asegurar que los capitalistas tengan la incesante acumulación de capital que es su raison d’être”5. Cualesquiera sean las discrepancias sobre el desenlace, todos los pronósticos coinciden en que todas las soluciones -dentro o fuera del sistema- pasan por un aumento de los cadáveres, las epidemias y las hambrunas. La lista Forbes huele las yeguas del apocalipsis: unos, muy pocos, se suicidan; otros se reparten las ayudas de los gobiernos (o celebran cenas millonarias6); los demás afilan las tijeras para recortar puestos de trabajo, rebajar salarios y, llegado el caso, segar vidas. Los Estados del Bienestar (allí donde los había) suministran billones de dólares a los bancos, las aseguradoras y las empresas y psicoterapeutas a los despedidos y los parados7.

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Hay que estar muy loco para hacer un mínimo ejercicio de razón. Como estamos cuerdos, corremos a socorrer a un sistema irracional. En el orden inmanente del mercado, la lista del INEM depende de la lista Forbes. Aunque el “efecto derrame” no haya producido ni siquiera un goteo, aunque el poder adquisitivo de los asalariados descendiera durante las décadas prodigiosas de las

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pompas de jabón, es verdad que a los trabajadores -al menos en algunas regiones del planeta- les puede ir aún peor si el Estado no utiliza sus ahorros para sostener a los bancos y las empresas. Después de todo, los banqueros y empresarios son los donadores de créditos y salarios como los propietarios esclavistas eran donadores de casa, alimento y protección y los señores feudales eran donadores de tierra y seguridad. Si uno era esclavo, era mejor tener un amo, incluso uno severo, que morir de frío en la montaña perseguido por los perros; si uno era vasallo, era mejor tener un señor, aunque esquilmase las hijas y las cosechas, que verlas secuestradas o incendiadas por invasores sin piedad; si uno es un asalariado o aspira a serlo, es mejor tener un banquero y un empresario, por muy exigentes que sean, que buscar comida en la basura y dormir sobre cartones. Los tres -esclavismo, feudalismo y capitalismo- constituyen dispositivos funcionales de dependencia recíproca entre desiguales. El esclavismo era relativamente eficaz; el feudalismo era bastante eficaz; el capitalismo es eficacísimo. Pero al capitalismo, como al esclavismo y al feudalismo, no hay que reprocharles su ineficacia; hay que reprocharles su existencia.

La palabra “crisis” deriva del griego y pertenece originalmente al campo de la nosología: con ella se nombraba ese momento liminar en el que se decide el desenlace de una dolencia, en el que el cuerpo escenifica, por así decirlo, el “juicio final” a partir del cual se impone definitivamente la enfermedad o la salud. Krisis -”decisión”- procede de Krio -”yo separo, decido, juzgo”- y de ambos se desprende “crítica”, en el sentido en que usa Kant este término en el título de algunas de sus obras más conocidas. Una crisis, pues, es esa situación en la que se dirime el destino y se revelan los límites de un organismo vivo o una estructura compleja. Estamos en crisis. Estamos -es decir- en una coyuntura crítica en la que se decide la suerte, no de unos cuantos millones de seres humanos arrojados al fuego como combustible vivo, sino del sistema mismo que los sacrifica; y en la que ese sistema revela además los límites exteriores, absolutos, que su inmanencia viciosa ya no puede rebasar. ¿Cuáles son esos dos límites? El dolor y la naturaleza; el planeta cuerpo y el planeta tierra. El capitalismo, que ha producido más riqueza que ningún otro modo de producción anterior, sería perfecto y no sólo eficaz si, como Dios, crease sus propios recursos de la nada y si ser robado, golpeado, privado de alimentos, desnudado, humillado, despreciado y asesinado fuese placentero o, por lo menos, justo.

Hay un cupo de dolor, una prorrata de injusticia que ningún sistema puede sobrepasar sin generar resistencia. La propia eficacia del capitalismo lo transforma en el sistema más injusto de la historia. Que sea capaz de producir alimentos para alimentar tres veces a la población de la tierra, convierte el hambre de 965 millones de personas en un genocidio voluntario; que sea capaz de prolongar la vida hasta los 80 años en determinadas franjas geográficas y sociales, convierte en un crimen imputable la media de edad de Sierra Leona, Haiti o Bangladesh; que sea capaz de trasplantar órganos, fabricar prótesis, modificar genes, convierte la disentería, el dengue y la malaria, que matan a millones de personas y podrían curarse con un puñadito de píldoras, en una puñalada intencionadamente mortal. El dolor es doblemente dolor en un mundo con televisión; la injusticia es doblemente injusticia en un mundo globalizado y transparente. La resistencia es inevitable; nada garantiza, en cambio, que haya de ser inteligente, ordenada, razonable, socialista. La mística, filósofa y obrera Simone Weil escribía: “El que tiene los miembros desechos por una jornada de trabajo lleva en su carne como una espina la realidad del Universo. Para él la dificultad es mirarlo y amarlo”8. Cuando se lleva clavada la espina de la realidad en el cuerpo y en el alma, uno no se para a mirar -a razonar- la zarza en la que está atrapado. La resistencia puede parecerse -se parece ya- al mundo que quiere sacudirse de encima: subpolítica, biológica, espasmódica, individual.

El capitalismo no saca sus recursos de un sombrero sino del mundo, donde hay un poquito de agua, un poquito de viento, un poquito de aire y un poquito de tierra. Por mucho que se trate de huir hacia las pompas de jabón, ahí está el límite exterior que detiene todos los delirios de beneficios sin freno. Podemos imaginar quizás una civilización que con la formidable riqueza capitalista hubiese hecho algo mejor que Hollywoods, McDonalds y centros comerciales, pero lo que ya no podemos imaginar es una sociedad viable con esos niveles de riqueza, ni bien ni mal repartida. La crisis revela el veneno mortal inscrito en el concepto central, irrenunciable, de la economía capitalista: el crecimiento. Dependemos irracionalmente de una racionalidad inmanente que impone como natural la explotación entre desiguales; dependemos irracionalmente de una racionalidad inmanente que exige como la única salida posible la destrucción del planeta. No crecer empequeñece; decrecer mata; salvar las condiciones mismas de toda supervivencia precipita el apocalipsis. La crisis, que es de sobreproducción, sólo puede superarse, o al menos contenerse, con sobreconsumo, que es como decir que la única solución frente a la escasez de petróleo es utilizar más el coche o la única solución frente a la sequía es dejar el grifo abierto las 24 horas del día. La responsabilidad última de la crisis -nos dicen los gobiernos y los economistas- no la tienen los bancos ni las aseguradoras ni las financieras ni las empresas sino los consumidores, que compran menos casas y menos coches, gastan menos luz y menos teléfono y van menos al supermercado. Mientras militantes de todo el mundo insisten en el carácter social y ecológicamente destructivo del consumo irresponsable, EEUU suministrará una ayuda adicional de un billón de dólares a los bancos para créditos al consumo; e incluso el secretario general de CCOO en Castilla y León, Ángel Hernández , ha pedido el aumento del consumo como una de las medidas “voluntaristas”, casi militantes también, destinadas a amortiguar las consecuencias de la crisis económica: “Hernández” -dice El Mundo- “se dirigió a aquellos trabajadores y trabajadoras que tienen "su empleo asegurado" para que "muevan el dinero"9. La crisis obliga a acelerar la cabalgada hacia el abismo y habría que estar loco para no ceder a esta locura. En España hay 3.000.000 de casas vacías y la relatora especial de NNUU, Raquel Rotnik, ha señalado la hybris de la construcción como causa directa de la crisis y paradójica suspensión del derecho básico a la vivienda en nuestro país, pero se insiste, como solución, en que “hay suelo municipal y autonómico para construir 625.000 viviendas sociales” y salvar así al mismo sector inmobiliario privado que nos ha llevado a la ruina10. En el mundo hay 1.000 millones de automóviles, responsables de la mayor parte de la contaminación ambiental; el ártico se derrite, el cambio climático mata todos los años a 13 millones de personas y los agrocombustibles agravan la crisis alimentaria en grandes zonas del planeta, pero no podemos dejar de recibir como una pésima noticia -una tragedia dantesca que requiere una intervención de emergencia- el descenso vertiginoso de la venta de coches en Europa y EEUU (casi un 47% al cierre del año 2008 en España). Esa es la racionalidad inmanente del capitalismo: sería un suicidio no apoyar una economía que acabará matándonos. Esa es la lección paradójica de la crisis: sería una irresponsabilidad, una inmoralidad, un crimen, no serrar la rama en la que estamos precariamente sentados. Y todos -como decía Brecht- nos ponemos a inventar sierras.

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La “decisión” (crisis) del capitalismo es también una decisión nuestra. Cualquier proyecto alternativo debe aceptar esos límites que el socialismo estalinista -productivista y desarrollista- tampoco aceptó nunca y que obligan a cuestionar radicalmente el vínculo ideológico fraudulento entre supervivencia y crecimiento y, más allá, entre bienestar y crecimiento. Sin duda cabe imaginar, como decíamos, una civilización injusta más elegante que hubiera utilizado los enormes recursos del capitalismo para producir obras estética y culturalmente superiores, pero lo que la crisis revela asimismo es toda la potencia destructiva de la búsqueda capitalista de

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esa triada platónica inscrita en la tradición intelectual occidental: lo bueno, lo bello, lo verdadero. Nos olvidamos de que la naturaleza es una limitada chapuza, de que nuestros cuerpos están sujetos con alfileres, de que la historia ha retrocedido muchas veces. Lo bueno, si no es generalizable, es malo; lo bello, si cuesta la vida a mucha gente, es feo; lo verdadero, si es injusto, es falso. Frente a esa triada históricamente irrealizable, debemos reivindicar lo regular, lo bonito, lo aproximado, como lo único realmente compatible con la supervivencia de la naturaleza y de la civilización humana. Por eso lo regular es más bueno que lo bueno; lo bonito es más bello que lo bello; y lo aproximado es más verdadero que lo verdadero.

Lo contrario de krisis es kairos , que en la filosofía griega y romana era la “oportunidad”, el “momento justo”, la grieta temporal de la intervención divina. La krisis es también nuestro kairos . ¿Sabremos aprovecharlo? Si exceptuamos esa luz embrionaria que se forma lenta y vacilante en América Latina, la situación del mundo no invita a la esperanza. La resistencia, decíamos, se parece al mundo contra el que se levanta. Lo bueno, lo bello, lo verdadero, conceptos asociados a la publicidad y el consumo de mercancías y, por lo tanto, al espasmo individual -doloroso o placentero-, constituyen ya, en un mundo globalizado y transparente, la ideología dominante de las clases dominadas. De lo regular, lo bonito y lo aproximado, condiciones de toda salvación política, nos separa no sólo la lista Forbes sino el propio deseo subjetivo de los seres humanos, atrapado en la racionalidad inmanente del capitalismo y en sus dependencias suicidas: “buscaré sólo mi supervivencia, aunque para ello tenga que matarme también a mí mismo”.

¿Será el kairos del fascismo? ¿El de la barbarie? ¿El de la extinción, al mismo tiempo, de la especie Forbes y de la especie humana? Nunca hemos estado peor preparados para una “decisión” y nunca ha hecho tanta falta una intervención. El planeta cuerpo y el planeta tierra crujen bajo nuestros pies, crujen con nuestros pies. Dejemos al menos de inventar sierras.

NOTAS

1Sobre la intervención de Monsanto en la India y en otros lugares del mundo: Marie-Monique Robin, El mundo según Monsanto , Editorial Península, Madrid 2008. Particularmente el capítulo India: las semillas del suicidio , pag. 425-444.

2Sobre la leyenda urbana de los suicidios en la crisis del 29, ver Nina Shen Rastogi, ¿Por qué no se arrojan por las ventanas los ejecutivos? , State Magazine (versión española en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=73271)

3Mario Rapoport, Diez razones de la crisis internacional, Diario Página 12, (http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-120749-2009-03-01.html).

4Atilio Borón, Estado, capitalismo y democracia en América Latina , editorial Hiru, Hondarribia 2008.

5 Inmanuel Wallerstein, Enseñanzas de Brasil , Diario La Jornada ( http://www.jornada.unam.mx/2009/03/15/index.php?section=opinion&article=026a1mun )

6http://www.rebelion.org/noticia.php?id=74139

7http://www.elmundo.es/elmundo/2009/03/08/internacional/1236518113.html

8Simone Weil Oeuvres , Quarto Gallimard, París 1999.

9 ( http://www.elmundo.es/elmundo/2009/02/13/castillayleon/1234555196.html )

10http://www.elmundo.es/elmundo/2008/10/09/suvivienda/1223575875.html

Enlace al original: http://sodepaz.es/index.php?option=com_content&task=view&id=1025&Itemid=1

24-05-2009

O cómo claudicar sin ayuda y sin esfuerzoDescanso obligatorio

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

“Maneje su carro con un solo dedo”, “conozca el mundo sin salir de casa”, “endurezca sus glúteos sin levantarse del sillón”, “hágase millonario sin esfuerzo”, “compre desde su hogar”, “lo hacemos todo por usted”, “hable más tiempo, más lejos, más barato”, “beba, coma, duerma, rásquese, mire”, “no lo piense más: haga daño”, “nosotros disparamos mientras usted descansa”, “produzca diez

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toneladas de basura con un solo euro”, “mate más niños a menos precio”, “mutílese gratis”, “destruya el planeta desde la pantalla de su ordenador”, “no lea, no piense, no luche, no se canse, no viva: vea la televisión”.

Con poco dinero y casi sin ningún trabajo, es verdad, se puede renunciar a la libertad e incluso a la supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo único que no requiere esfuerzo es la derrota; lo más cómodo de todo es dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con un solo dedo, dejando resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana se introducen muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña (o, claro, construyendo escuelas o curando heridas). Los monjes y eremitas medievales se retiraban del mundo, y lo contemplaban desde fuera, para no intervenir en él; las clases medias capitalistas, al contrario, se refugian en la contemplación como en la más eficaz y destructiva forma de intervención. Por eso, y no por nostalgias reaccionarias o cristianas vocaciones de martirio, hay que desconfiar de todo lo que puede hacer uno mismo sin ayuda y de todo lo que podemos lograr sin demasiada fatiga. En una sociedad que da tantas facilidades para perder el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas comodidades para que aumentemos nuestra ignorancia y concede tan generosos créditos y subvenciones para que despreciemos a los otros o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total seguridad de que si algo nos da pereza –si algo nos molesta- es porque vale la pena. En una sociedad que nos obliga precisamente a no hacer ningún esfuerzo, que nos impone la pasividad más divertida, que nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o vigilantes, que nos constriñe tiránicamente a estar siempre satisfechos, podemos estar casi seguros de que precisamente todo aquello que no queremos hacer nos vuelve un poco más libres. En una sociedad tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, tan dictatorialmente confortable, he acabado por adoptar este principio: si algo no me gusta, es que es bueno; si no lo deseo es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es liberador. Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad. Cada vez nos cuesta menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el celular: he ahí una manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia sumisión como lo son la explotación laboral o la prisión.

Eso que el filósofo Bernard Stiegler llama “proletarización” del consumidor, privado del control sobre su ocio al igual que el obrero está privado del control sobre su trabajo, no puede separarse de ciertos medios – las nuevas tecnologías- que conviene juzgar también desde este punto de vista antes de incorporarlas acríticamente a nuestra existencia como instrumentos de emancipación. He dicho otras veces que la diferencia entre un martillo y una conexión a Internet es la que existe entre una herramienta, prolongación del cuerpo en el mundo, y un órgano, que es siempre, por el contrario, la intromisión del mundo en el propio cuerpo. Es más fácil manejar el propio riñón que el propio martillo y por eso es más difícil vivir sin un riñón que vivir sin un martillo. Pero es más fácil imponer nuestra voluntad a un martillo que a un riñón y por eso es más difícil ser esclavizado por un martillo que por un riñón. La facilidad tecnológica, como la facilidad consumidora (y por razones muy parecidas), es una dictadura orgánica frente a la cual nuestra única libertad posible consiste en defendernos de ella. Frente a un martillo somos libres cuando nos decidimos a usarlo; frente a un riñón, sólo seríamos libres si pudiésemos decidir no usarlo. Por la misma razón, somos libres cuando abrimos un libro; pero sólo somos libres cuando cerramos el ordenador (o el celular o la televisión).

Ahora bien, una libertad sólo negativa frente a un órgano vivo es una locura; es casi un delito; es, en cualquier caso, una autolesión. No es libertad. La evidencia de esta limitación de la voluntad introducida en nuestras vidas por la televisión o por Internet, tanto más restrictiva cuanto más se multiplican los canales y las páginas digitales, se manifiesta en el hecho de que la única opción verdaderamente libre frente a ellas (el off) es la violencia. En la antigua Roma, el fuego del templo de las vestales debía mantenerse siempre encendido como condición misma de la continuidad de la vida; y su extinción, castigada de la forma más severa, era al mismo tiempo una catástrofe y la causa de nuevas catástrofes. Hoy, la continuidad de la vida está garantizada por los flujos de imágenes ininterrumpidos de las redes informáticas y televisivas; mientras nosotros dormimos, nuestro riñón funciona; mientras nosotros dormimos, la CNN sigue emitiendo; mientras nosotros dormimos, Internet sigue activo. La Vida no está ya en los templos ni en las fábricas metalúrgicas ni –por supuesto- en el ojo siempre vigilante del Dios omnipotente; las nuevas tecnologías, frente a cuyas imágenes manufacturadas pasamos muchas más horas que frente a nuestras montañas, nuestros hijos o nuestros novios, han sustituido y concentrado todos estas funciones biológicas y religiosas. Ellas son la Vida, de la que intermitentemente, en ratos ciegos, cuando nos apartamos de la mesa o del salón para preparar la comida, ir al trabajo, frecuentar a los amigos o sencillamente tomar el sol, quedamos trágicamente fuera. ¿Desconectarnos de Internet? ¿Apagar la televisión? Distintos estudios sociológicos han llamado la atención sobre la angustia que, sobre todo en los sectores más vulnerables, produce una pantalla oscura. La única decisión verdaderamente libre que podemos tomar una vez las nuevas tecnologías han entrado en casa (la de apagarlas) se parece bastante a una eutanasia. Es como si todos los días tuviésemos que asumir la responsabilidad de dejar morir a un pariente hospitalizado; como si todos los días se nos exigiese el gesto repetido (castigo griego, como el de Sísifo o Prometeo) de desconectar nuestro cuerpo de los cables y aparatos que lo mantienen conectado a la Vida. Demasiada responsabilidad para que la asuman los ancianos, los niños, los solitarios, los deprimidos, los abandonados, los cansados, que son la mayoría en este mundo.

La ilusión de la Vida habrá que combatirla recuperando la sociedad misma en el exterior. Pero la tecnología audiovisual no es sólo una ilusión: es también un formato, un aparato. Y si la memoria política y moral de la humanidad puede borrarse de un plumazo, no ocurre lo mismo con la memoria tecnológica. La humanidad futura sabrá fabricar la bomba atómica; la humanidad futura tendrá televisión y telefonía móvil y riñones informáticos que no se dejarán nunca manejar del todo. Precisamente por eso es necesario recuperar la sociedad misma; porque la única manera de frenar la tecnología, e incluso de usarla a nuestro favor, es que la gestione una sociedad consciente y libre y no la voluntad individual de miles de apetencias y gustos y caprichos activados –y emocionados- por la facilidad inmensa, y el placer insuperable, de hacerlo todo pedazos sin moverse del sillón.

07-05-2009

La posibilidad del altruismoCortesía política y cálculo de vidas

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Santiago Alba RicoBostezo nº 2

Si la banalidad del mal anida a veces bajo las rutinas de la eficiencia burocrática, la banalidad del bien reproduce las maneras de la más simple cortesía, cuyo principio encuentra su formulación extrema en el siguiente enunciado: “no estoy dispuesto a dar mi vida por la patria ni por la humanidad ni por el socialismo, quizás ni siquiera por mi familia. Pero si alguien me lo pide por favor...”. En las puertas y en los incendios, en el ascensor y en la nave que se hunde, hay que hacerse a un lado y dejar pasar. El 13 de enero de 1982 un avión de la compañía Air Florida se precipitó sobre el río Potomac, en la ciudad de Washington, haciéndose pedazos contra un puente. Encaramados sobre una miga del fuselaje flotante, a punto también de hundirse en las aguas heladas, los únicos cinco supervivientes aguardaban desesperados la llegada de ayuda. Finalmente un helicóptero los localizó, se detuvo sobre sus cabezas y les arrojó un cable de salvamento. Por cuatro veces el cable fue recogido por Arland Williams, un empleado bancario de 47 años que, por cuatro veces, una detrás de otra, lo sostuvo entre sus manos y lo cedió a sus compañeros de siniestro. Cuando el helicóptero volvió por última vez, era demasiado tarde y las aguas del Potomac se habían tragado a Williams. Desconcertante y grandioso, justamente homenajeado por sus compatriotas y vivo todavía en la memoria moral de la humanidad, todo el heroísmo de su gesto se había reducido a pronunciar en voz alta una frase aprendida de niño y repetida muchas veces antes en circunstancias diferentes: “pase usted primero”.

Los buenos modales en el autobús o en la mesa se llaman cortesía; la cortesía en una situación de peligro colectivo se llama altruismo. Como forma extrema de la cortesía, el altruismo de Williams –el altruismo estricto- consiste en ceder el paso a un desconocido inmediato, en dejar pasar por delante a un prójimo neutral en el que no reconocemos a un pariente ni a un amigo ni a un amante sino una simple concreción de cualquiera. Contrapunto de la matanza indiscriminada, hazaña blanca más que ejemplo, su propio estruendo humanitario parece agotar toda su excelencia. Aquellos a los que conviene creer que todas las virtudes son en realidad destilaciones de algún vicio elemental y que todos los beneficios generales tienen su origen en algún pecado particular, podrían incluso recurrir a Kant para demostrar la inmoralidad paradójica inscrita en la cortesía extrema del empleado bancario. Si todos los hombres del mundo, llegado el caso, se comportaran como él, el resultado sería no sólo dramático sino doblemente culpable. En una batalla de egoístas alrededor del cable salvador, bajo el helicóptero apremiante, se salvaría al menos uno. En una batalla de altruistas (“usted primero”, “no, no, por favor, usted primero”) morirían todos. Aún más: en una batalla de altruistas todos serían egoístas: los serían aquellos que se salvasen aceptando la cuerda tendida por el más generoso, pero lo sería sobre todo el condenado que consiguiese imponer a los más egoístas sus propio sacrificio.

Bajo el capitalismo es agradable aceptar la idea de que todos somos más o menos egoístas y de que la suspensión universal de toda forma de egoísmo sería mucho más catastrófica que el vertido simultáneo de todos los vicios particulares en el molde del mercado. Pero afirmar que “todo es egoísmo” no es menos absurdo ni más legítimo que afirmar, al contrario, que “todo es altruismo”. De hecho, casi todas las prácticas humanas, incluso las más criminales o conscientemente malvadas, pueden ser descritas como variantes menores de la extrema cortesía sacrificial de Arland Williams. Si definimos el altruismo como el reconocimiento de que “la medida de todas las cosas está fuera del propio cuerpo” y ampliamos su objeto -desde los desconocidos inmediatos- a los conocidos inmediatos (hijos o parientes), los desconocidos remotos (ideas u organizaciones) y los conocidos remotos (la humanidad futura), tenemos que rendirnos a la evidencia de que la reivindicación postmoderna de las sincronías placenteras ha fracasado. Hasta los vicios más destructivos ocultan una virtud fracasada, nombran un proyecto de sacrificio desviado o malogrado. En una sociedad presidida publicitariamente por el “just do it” de los consumidores y los terroristas, las prácticas sacrificiales siguen constituyendo la regla de las acciones y los discursos. Todos somos altruistas: la madre que se sacrifica por su hijo, el soldado que se sacrifica por la patria, el comunista que se sacrifica por el partido, el creyente que se sacrifica por su iglesia ("Usque ad effusionem sanguinem" juran los nuevos cardenales ante el Papa), el banquero que se sacrifica por su banco (“El Banco está por encima de las personas y bien merece sacrificios”, decía Francisco González, directivo del BBVA). Incluso el Durcet de Sade y sus compañeros libertinos encerrados durante 120 días en el castillo de Schenlling con sus víctimas desnudas, perfecto trasunto del nazismo y sus lager, se sacrifican por la “naturaleza tirana” y se resignan a sus placeres como a un “servicio” que deben rendir a las leyes del universo. En cuanto al capitalismo, ninguna formulación es más rotunda que la famosa de Friedrich Hayek, el padre del neoliberalismo, en entrevista concedida en 1981 al diario chileno El Mercurio: “Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la manutención de vidas: no a la manutención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al “cálculo de vidas”: la propiedad y el contrato”.

Todo es sacrificio.

Los sacrificadores siempre encuentran a alguien dispuesto a sacrificarse.

Los sacrificadores sacrifican su deseo de ser sacrificados y su disgusto por los sacrificios.

Los que se niegan a ser sacrificados se sacrifican en la lucha contra los sacrificadores.

Pero decir “todo es sacrificio” vale tanto como decir “todo es egoísmo” o “todo es materia” o “todo es luz” o “todo es cuero”. Todo, como sabía bien Kierkegaard, es nada; y “nada”, como recordaba Marx, reproduce una y otra vez, sin introducir nada nuevo, todas las diferencias reales; es decir, todas las jerarquías de clase.

Lo contrario de la “nada” es la política; es decir, una “medida” que permite medir las diferencias entre los sacrificadores y los sacrificados y entre las distintas clases de sacrificios. La “medida” moral es cualquiera; la medida antropológica es el hijo; la medida general es la razón; las medidas sociales son la igualdad y la fraternidad. Lo contrario de este conjunto de “medidas” que ciñen el ámbito de la política es el “cálculo de vidas”. Del autodespilfarro iluminador de Williams a la contabilidad sombría de Hayek, no es la batalla entre los egoístas la que decide el destino del mundo sino el combate a muerte entre los altruistas que prefieren que mueran otros y los egoístas que quieren que vivan todos.

En una situación de emergencia o de peligro colectivo –la sociedad misma- “tener la medida fuera del propio cuerpo” debería ser lo normal. No queremos ser calculados sino medidos; y ser también medidores –y no calculadores- sin tener que despilfarrar la propia

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vida. Una verdadera medida es la que convierte a todos por igual en sujetos y objetos de altruismo inmediato y generalizado.

No hay más que dos medidas posibles en una situación de emergencia ininterrumpida: Dios o las instituciones. Está la cortesía divina y está la cortesía política; está la extremaunción y está la sanidad pública; está la oración y está el derecho.

Desde hace unos meses, un autobús ateo viene recorriendo distintas capitales de Europa en el marco de una iniciativa emprendida por el biólogo Richard Dawkins. El polémico lema de la campaña es conocido de todos: “Dios probablemente no existe; deje de preocuparse y disfrute de la vida”. La debilidad de este eslogan no estriba, como sugería John Brown, en su timidez deicida sino en la perspectiva liberal y eurocéntrica que lo alimenta y que señalaba muy bien Sánchez Ferlosio con estas palabras rotundas: “No sé lo que es hoy en día "gozar de la vida" como no sea gastar dinero y hacer el mamarracho para sofocar el mortal aburrimiento de un mundo malvendido. Pero lo malo de la fe no es que Dios dé preocupaciones, sino todo lo contrario: Dios quita preocupaciones; Dios inhibe, enajena, insensibiliza, embrutece”. En Londres o en Madrid, entre las decenas de vallas publicitarias que inducen al consumo ininterrumpido, el eslogan de Dawkins dirige la mirada precisamente hacia los otros señuelos comerciales: “Dios no existe, beba Coca-cola”, “Dios no existe, use zapatillas Nike”, “Dios no existe, cómprese un Peugeot”. Si esto es disfrutar de la vida, debemos recordar que, en cualquier caso, es el capitalismo mismo, fuente de estas maravillas, y no Dios (que se limitó a las montañas y los ríos) el que impide disfrutarlas en una gran parte del mundo; y que es la extensión mortal del capitalismo, con la obstrucción de todo disfrute y la erosión de toda protección, la que hace necesaria la aparición de distintas formas de altruismos: filántropos, sacerdotes, iglesias, mafias, maras. Dios –como las ONGs y la camorra- no impide el disfrute sino la politización.

En “La mujer que silba”, la novelista inglesa A.S.Byatt hace decir a uno de sus personajes: “A veces pienso que todo el mundo humano es una vasta reserva de cuidadores de otros cuidadores, que se mueven furtivamente entre una confusión de capitalistas, explotadores, amos y opresores que no podemos ver, y que odiamos automáticamente, pertenecientes a otra especie”. El lema del autobús ateo debería decir: “Dios no existe, cuidaos los unos a los otros”. Eso es precisamente lo que la Ilustración llamaba “mayoría de edad” para proclamar un estado de dependencia entre iguales que, en ausencia de sacrificadores y salvadores, deben cuidarse los unos a los otros. Incluso en el mejor de los mundos posibles siempre habrá situaciones en las que el autoderroche luminoso e inesperado de un Arland Williams nos sorprenda y nos conmueva, pero en esa permanente situación de emergencia que llamamos sociedad –en la que los niños piden leche, los enfermos remedios, los desnudos vestidos, los ignorantes escuelas- la cortesía debe haber cristalizado siempre ya en el altruismo organizado, estable, colectivo, de las instituciones. Aunque sólo fuera por esto, Cuba debería ser siempre contemplada con el respeto que merece el único –el primer- caso de verdadera “mayoría de edad” política: es decir, de una sociedad que ha nacionalizado el altruismo e institucionalizado la cortesía sin que ello tenga un coste humano –en vidas ajenas- en otra parte.

Como sugiere Oates, en ausencia de instituciones, en presencia de capitalismo, se activa la reserva de cuidadores que sostienen desde fuera la sociedad. Reaparece también Dios como único principio de cortesía en un mundo dominado por el egoísmo organizado. En ausencia de cortesía política, reaparece la cortesía divina (y el heroísmo individual). Y no es extraño que la reaparición de cuidadores individuales y de la idea de Dios con ellos acabe generando también en los rincones más castigados del planeta, de donde las izquierdas laicas fueron arrancadas por la fuerza hace algunas décadas, instituciones políticas y sociales paralelas –véase el éxito de Hamás, Hizbullah o los Hermanos Musulmanes en el mundo árabe- que acaban atrayendo (niños sin leche, enfermos sin remedios, ignorantes sin escuelas) a todos los sacrificados por el “cálculo de vidas” capitalista.

http://www.revistabostezo.com/

29-04-2009

Todo es dolor, todo es orgasmo

Santiago Alba RicoNovas de Galiza

Cuando se cumplen seis años de la invasión, ocupación y destrucción de Iraq, con más de 1 millón de muertos y 5 millones de desplazados en un país hoy sin médicos ni maestros ni poetas, desprovisto de servicios mínimos, hambreado y enfermo, entregado a fanáticos y criminales, abandonado a su suerte por el resto del mundo, que está más pendiente del menú del G-20 o del vestuario de Hillary Clinton, sólo la Konami Digital Entertainment nos devuelve a la memoria la existencia de ese horror distante. A la empresa estadounidense no le importa ganar dinero si es para aumentar la insensibilidad; no le importa vender sus productos en todo el mundo si es para disminuir la conciencia. Con un esfuerzo combinado de erudición y maestría técnica, recogiendo imágenes de archivo y testimonios de protagonistas, inspirándose en Shakespeare y Hemingway, la empresa ha creado el videojuego Seis Días en Faluya, que permite a sus usuarios experimentar minuto a minuto las emociones del fósforo blanco y la ejecución de prisioneros, en medio de estruendos tan falsos que parecen reales, con gráficos tan imposibles que parecen auténticos. Resignados a hacerse ricos con tal de dañar más mentes, transigiendo a la fama a cambio de degradar un poco más los espíritus, los creadores de Seis Días en Faluya afrontan el desafío –dice Peter Tamte, presidente de la compañía- de “presentar los horrores de la guerra en un juego al mismo tiempo muy divertido”. ¿Nos parecerán más horribles los horrores o más divertida la diversión? ¿Nos horrorizará divertirnos o nos divertirá horrorizarnos? ¡Qué horror el placer de matar! ¡Qué placer el horror de matar! La primera conquista de Faluya en noviembre del 2004, poco creíble, inspiró esta versión original que la próxima conquista de Faluya imitará; los marines que participaron en la primera conquista de Faluya, asesores hoy de Konami Digital Entertaintment, se sacrificaron para que los marines que conquisten por segunda vez Faluya –dondequiera que esté- hayan podido destruirla en un juego real antes de destruirla en una realidad recreativa.

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Mientras en España 5.000 nuevos parados se suman todos los días a las listas del INEM y las clases medias recurren a los comedores municipales, mientras en EEUU 663.000 trabajadores perdían sus empleos en el mes de marzo y miles de personas son cotidianamente desalojadas de sus casas, sólo la cadena de televisión Fox afronta e interviene decisivamente en la crisis económica mundial. Resignada a ver aumentar sus índices de audiencia con tal de imitar a Nerón, transigiendo a la riqueza si es para apoyar y estimular la esclavitud, el canal estadounidense estrenará en las próximas semanas un nuevo reality show de nombre Alguien tiene que irse . En la antigua Roma los espectadores del circo disfrutaban viendo cómo los esclavos se mataban los unos a los otros y se ensañaban entre sí para sobrevivir hasta la próxima batalla; los espectadores estadounidenses –y enseguida españoles- disfrutarán viendo cómo los empleados de las empresas en crisis deciden entre ellos, contra ellos mismos, quién debe ser despedido para ahorrar gastos al dueño de la compañía o, lo que es lo mismo, quién debe sobrevivir hasta el próximo despido. A la empresa holandesa Endemol, contratada para la producción, no le importa tener que revalorizar su cotización en bolsa si es para despreciar a las víctimas del capitalismo; a la Fox no le importa superar en audiencia a la CNN si es para degradar, humillar y desmovilizar a los trabajadores amenazados. Mike Darnell, el genio de la telerrealidad de Fox, declaró al Washington Post sin ningún empacho que está “convencido de que los millones de estadounidenses que temen perder su empleo o ya lo han perdido se pegarán a la televisión para seguir la serie”. Programa de esclavos para esclavos, el número de espectadores aumentará a medida que se agrave la crisis; programa de infelices para infelices, la crisis proporcionará así a los rencorosos el exutorio emotivo de una venganza dirigida –no hacia los responsables, no, excluidos de las deliberaciones- sino hacia los que todavía sobreviven a los zarpazos del capitalismo. La crisis, después de todo, vale la pena: unos ganan mucho dinero y otros sienten el placer de perderlo todo ante las cámaras o el de ver a otros seguir el mismo destino en la pantalla.

Seis días en Faluya y Alguien tiene que irse son apenas dos muestras de un rutinario “estado del mundo y estado del alma”, por evocar la definición que hacía Kafka del capitalismo. En ambos casos, aceptamos como natural, como normal, como deseable, como inevitable, una realidad que nunca es tan horrible como para que –gag visual mediante- no nos proporcione también placer. El capitalismo indemniza cada horror real con un juego mucho más real aún; compensa cada dolor auténtico con un placer de ficción mucho más intenso y mucho más auténtico. Las revoluciones no hechas prolongan el sufrimiento y aproximan el apocalipsis, pero es que el sufrimiento y el apocalipsis constituyen lo mejor de la programación. Matar, matarse, hacer daño, hacerse daño, no inducen a la revuelta; reclaman sencillamente nuevas dosis. Todo es Apocalipsis; todo es orgasmo.

26-02-2009

Solidaridad a sueldo

Santiago Alba RicoRevista Teína nº 20

¿Es posible interesarse por el dolor de un hombre que no es pariente nuestro, de un niño que no hemos educado, de una mujer a la que no hemos amado nunca? ¿Es posible elegir como igual estricto a un desigual lejano, como afín completo a un extranjero remoto? Si hay explicación sociológica para la hostilidad y la indiferencia, no la hay quizás para esta fulgurante cristalización de simpatías cancerosas que precipitan, a partir de su composición química misma, una intervención en el mundo. Llamamos -o deberíamos llamar- “solidaridad” al brazo armado de la compasión, a la solidificación del compromiso: el hecho de elegir libremente la necesidad ajena, de suprimir por propia voluntad -sacudidos por el dolor o contaminados por la idea de un desconocido- las condiciones mismas que permiten este acto de libertad. La compasión activa que Todorov identifica con la “moral de simpatía” encuentra su máxima expresión en la decisión absurda y luminosa de los solidarios suicidas que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se incorporaban de un salto -piedad instintiva, bondad refleja- a los vagones de ganado destinados a los lager . El compromiso activo (asociado a la “moral de principios”) se resume, por su parte, en el ejemplo movilizador de los muchos comunistas o socialistas de todo el mundo que abandonaron sus casas y sus familias para morir en la guerra civil española luchando contra el fascismo. Compasión y compromiso, moral y política, se dan cita hoy en la admirable coherencia de los cooperantes y médicos que deciden compartir el dolor y la lucha de los habitantes de Gaza como consecuencia de una doble intolerancia física e intelectual hacia el concreto sufrimiento ajeno y hacia la objetiva injusticia general.

Lo sólido, decía Marx, se disuelve en el aire. La solidaridad -su pariente etimológico- también. Es cierto que el capitalismo, que licuefacta todas las consistencias y sólo permite los vínculos débiles y fricativos del consumo, desactiva sin interrupción las conexiones políticas y morales con los otros. Pero es sólo parcialmente cierta la afirmación que pretende -mientras caen bombas, por ejemplo, sobre Gaza- que “a nadie le importa el sufrimiento de los demás”. Lo que llamamos “indiferencia” consiste más bien en una fluyente corriente de simpatía mayoritaria, originalmente justa, hacia los injustos: los ricos, los poderosos, los famosos y hasta los asesinos. Nos importa el sufrimiento de la princesa Letizia o de John Travolta, el de la soldado estadounidense que no puede adoptar un perro iraquí o el del padre israelí que ha perdido a su hijo soldado; nos importa el dolor del millonario suicida y el del mafioso operado de próstata. Esta solidaridad pasiva con los fuertes, que se explica banalmente por la insistencia con que nos obligan a mirarlos, y por el gusto de igualarnos a desiguales superiores, constituye un formidable soporte social de la fuerza que, del otro lado, persigue y criminaliza la solidaridad con los débiles y los justos.

Al mismo tiempo, solidarios con los vencedores, la moral y la política encogen también cada vez más su margen de radiación a causa de la desproporción que existe entre lo que podemos saber y lo que podemos hacer; es decir, entre el orden de la información y el de la intervención. Mientras que nuestro campo de visión es virtualmente ilimitado -están más cerca Australia o Pakistán que nuestra propia cocina-, nuestro campo de intervención no deja de estrecharse, hasta el punto de que al final, sin organización, sin

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medios, sin proyectos colectivos, el único lugar donde podemos introducir algún efecto es precisamente nuestra propia cocina: tanto más se impone este acurrucamiento en lo privado y lo doméstico cuanto más libremente, sin consecuencias ni huellas, podemos pasearnos, arriba y abajo, a lo largo y a lo ancho, por el mundo exterior.

Solidaridad y sueldo comparten también la misma raíz etimológica. Lo único sólido es el sueldo; y toda una serie de intervenciones históricas -económicas y políticas- contra la compasión y el compromiso activos han acabado por desprender este insólito oxímoron: la solidaridad asalariada. El término mismo -”solidaridad”- se presenta hoy aligerado de toda electricidad ideológica, escuetamente administrativo, y se utiliza para encubrir y reproducir los conflictos de clase, las desigualdades, la fuerza de los fuertes, bajo una institucionalización fraudulenta y monopolista: están los ejércitos “humanitarios”, dotados -estos sí- de medios y poder para la intervención, con sus monstruosos soldados solidarios distribuyendo cadáveres y mantas para cubrirlos; y está el sarampión de las ONGs, filiales postmodernas de los gobiernos dedicadas -salvo excepciones- a “desmoralizar” y “despolitizar” todos los escenarios de pobreza o de violencia; es decir, a despuntar y vaciar de contenido el concepto original de “solidaridad” para convertirlo -a la medida del contrato capitalista- en un intercambio individual entre desiguales. Así es como los occidentales hemos acabado por dejar fuera a todo el resto del mundo: pagamos sueldos a solidarios especializados y nos solidarizamos -no con las víctimas, no- con los solidarios a sueldo (y con sus gobiernos). Más allá de ese círculo virtuoso, sólo hay ya desgraciados y desalmados o, lo que es lo mismo, aterrorizados y terroristas. Y cada vez es más difícil distinguirlos.

http://www.revistateina.com/teina/web/teina20/dos1.htm

04-02-2009

“Mamadou va a morir”Viajar contra los otros

Santiago Alba RicoRebelión

Prologo a “Mamadou va a morir. El exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo”, de Gabriele del Grande. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. 2009. Traducido del italiano por Esther Habas Castro y Alfonso Morandeira. Nº de páginas: 288 - ISBN: 978-84-96327-51-1 - PVP 18 euros

No nos hagamos ilusiones. Por muy variada que nos parezca la oferta de las agencias de viaje y por muy abigarrados y coloridos que se nos ofrezcan los mapas, en este mundo sólo se puede viajar en dos direcciones: o contra los otros o hacia ellos. Contra los otros, el así llamado Occidente no deja de organizar expediciones militares y cruceros de lujo, giras de negocios y rallys espectaculares, operaciones de bolsa y visitas a las Pirámides. El viaje hacia los otros, por el contrario, es sistemáticamente impedido, desacreditado o despreciado.

Bajo el capitalismo globalizador, incompatible con plazas abiertas, asambleas y ágoras, sólo hay dos “lugares” antropológicos de inscripción individual: el “pasillo”, utopía ultraliberal de la circulación sin obstáculos, y el “muro”, que revela su fracaso. En el Pasillo giran sin cesar las mercancías, las armas, la información, el dinero, los turistas. En el Muro se quedan enganchados una y otra vez los pobres, los “terroristas”, los inmigrantes. Son estos dos “lugares”, apenas porosos, espalda el uno del otro, los que construyen la sensibilidad y el comportamiento de los que están atrapados en ellos. En la experiencia del viaje -contra los otros o hacia ellos- es la dirección del desplazamiento y el medio de transporte, marcas de jerarquía global, los que determinan estructuralmente la autoestima del viajero y su percepción del otro y, por lo tanto, la recepción en destino. Contra los otros, vamos blandamente y reclamando gratitud y recibiendo aplausos; hacia los otros, se va a trompicones y pidiendo disculpas y recibiendo azotes. El turista entra en Africa como los acuerdos comerciales y las directivas europeas, desde el aire y desde lo alto, en avión o en crucero de lujo, y se comporta -y es tratado- como si procediese de su alma el valor de sus divisas. Al inmigrante se le obliga a entrar en Europa a ras de tierra y por agujeros, como las ratas y los insectos, y tiene que hacerse perdonar, con sumisión y bajos salarios, su irreductible condición animal (y la necesidad que tienen de él).

Bajo el capitalismo globalizador, sólo hay ya dos posibles desplazamientos en el espacio, en direcciones opuestas y paralelas: el turismo y la emigración. Aún más: ya no hay ni razas ni sexos ni caracteres; ni españoles ni franceses ni senegaleses ni filipinos; sólo turistas e inmigrantes, relaciones entre turistas, relaciones entre inmigrantes y sordos intercambios desiguales entre turistas e inmigrantes. El turista es turista también en su país de origen porque allí también se limita a mirar y porque la presencia inmigrante, molesta y pruriginosa, lo eleva simbólicamente por encima de su clase y lo disuelve ilusoriamente en un grupo nacional revalorizado por el deseo del forastero. El inmigrante es también inmigrante en su propio país porque también allí es objeto de precauciones y sospechas y se ve ininterrumpidamente separado de los visitantes, sin más pasajes que la astucia o la mendicidad, por muros y policías que confirman la peligrosa exterioridad de los nativos.

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Pero la diferencia entre los dos “lugares” -el Pasillo y el Muro- dibuja oposiciones subjetivas cuando menos sorprendentes.

Los turistas son llevados, acarreados, dirigidos y entretenidos; los inmigrantes -como recordaba John Berger- “son los más emprendedores de su generación”.

Los turistas viajan encerrados en confortables lager, clientes de su propia prisión; los inmigrantes, hasta que se les encierra por existir, son libres.

Los turistas son consumidores livianos sin raíces, aventados por placeres superficiales de orden canibalístico (devorar viandas, souvenirs e imágenes); los inmigrantes viajan guiados por la nostalgia (el “doloroso deseo de regresar”) y por eso, en medio de las dificultades, conservan sus costumbres y sus valores de origen. Llevan el alacrán de la realidad clavado en el cuerpo.

Los turistas visitan; los inmigrantes viajan. Los turistas están siempre llegando a sí mismos; los inmigrantes progresan y arriesgan. “Para ir de Palermo a Túnez” -resume de forma lacerante Gabriele del Grande- “bastan 47 euros, diez horas y un carnet de identidad; el viaje a la inversa puede costar 2000 euros, años de desierto y, a veces, la muerte”. Los turistas son, pues, corderos; los inmigrantes aventureros.

Los turistas, porque tienen papeles, no son “personas” sino puras personificaciones de un Estado soberano que avala su pasaporte y su moneda; los inmigrantes sin papeles (porque se han desecho de los de origen y no han recibido otros en destino), abandonados por su Estados infrasoberanos, cuerpos completamente a la intemperie, son individuos puros. Los turistas son abstracciones colectivas; los inmigrantes, concreciones individuales.

Los turistas, por eso mismo, son locales, nacionales, para-humanos; los inmigrantes son el hombre desnudo y total . La condición universal que Marx atribuía al proletariado la encarnan hoy, y por las mismas razones, los inmigrantes.

Los turistas, en fin, son un poco cómicos; los inmigrantes son épicos.

El viaje contra los otros -a través de las leyes migratorias y los periódicos, de los centros comerciales y la televisión- está tan asentado en nuestra experiencia que somos incapaces incluso de reconocer la incoherencia de nuestro rechazo. Una sociedad que cultiva los refinamientos de la compasión, que ha inventado el colonialismo y la literatura de viajes, que sigue recordando a Marco Polo, a Stanley y a Peary, que admira los relatos de superación y se deja fascinar por las pequeñas epopeyas de nuestros periódicos, ¿por qué no se emociona ante las peripecias de estos aventureros modernos -los únicos que quedan ya- capaces de recorrer varias veces el continente africano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto, combatir el oleaje, para dar de comer a unos niños lejanos o casar a una hermana sin recursos? Una sociedad que juega en bolsa, que elogia el riesgo y la competitividad, que ensalza el individualismo y condena la intervención del Estado, ¿por qué no admira esta expresión máxima -trágica y heroica- de la “iniciativa privada” enfrentada a todos los obstáculos, sobrepuesta a todas las trabas, liberada de todo proteccionismo estatal? Una sociedad, en fin, que descubrió y dice defender los derechos humanos, que valora literaria y cinematográficamente a los rebeldes y los justicieros, que aprueba las “intervenciones humanitarias” en favor de la democracia, ¿por qué no se inclina con respeto ante estos miles de africanos que, arrostrando todos los peligros, jugándose y a veces perdiendo la vida, recorren distancias casi infinitas para entrar en Europa y reivindicar de hecho la Declaración de DDHH de la ONU y la igualdad natural entre los seres humanos? Ocurre, como sabemos, todo lo contrario. Las virtudes de los inmigrantes se convierten paradójicamente en ventajas para nuestros mercados y puñales para ellos. Que sean emprendedores, obstinados y aventureros, que sientan nostalgia y tengan raíces garantiza la “selección natural” de nuestra mano de obra semi-esclava, asegura en los países de origen la reproducción de un ejército inmigrante de reserva mantenido por las remesas del exterior (sin gastos sociales para los Estados africanos dependientes y corruptos) y conjura el peligro de revoluciones y cambio políticos “desestabilizadores” en el Tercer Mundo. Que sean individuos puros y hombres desnudos los deja completamente desprotegidos y expuestos a toda clase de atropellos y violencias: precisamente porque son sólo humanos carecen de todo derecho.

El resultado es éste: en una dirección hay 160 millones de inmigrantes en todo el mundo que han dejado sus países para levantar casas, recoger cosechas y cuidar ancianos y nosotros los recibimos a palos. En dirección contraria, hay 600 millones de turistas -casi siempre los mismos- que todos los años van a fotografiar fotografías, reforzar dependencias neocoloniales y desbaratar recursos económicos y culturales y exigen y obtienen a cambio reconocimiento y protección. Los constructores se ahogan en el mar; los destructores van a los países de origen de las víctimas a celebrarlo.

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Los turistas y los inmigrantes se cruzan en el camino -hacia arriba y hacia abajo- sin tocarse ni reconocerse jamás, como si viajasen en dos épocas paralelas o perteneciesen a especies diferentes.

Pero finalmente tienen que tropezar.

El 10 de agosto de 2007 tuvo lugar el encuentro fabuloso entre las especies. Una gran nave de lujo, el crucero Jules Verne, de 152 metros de eslora, 15.000 toneladas de desplazamiento y con 470 turistas españoles a bordo, salvó a 12 naúfragos que flotaban a la deriva después de que se hubiese hundido la frágil patera en la que viajaban. Al menos quince cadáveres fueron recogidos también y trasladados en helicóptero a Malta. Los supervivientes fueron atendidos en cubierta -separados, naturalmente, del pasaje- de graves problemas de hipotermia y deshidratación; algunos presentaban también severas quemaduras y todos habían escurrido sus últimas fuerzas tratando de mantenerse a flote en medio de las olas. La reacción de los pasajeros fue dispar. Algunos se quejaron de la alteración del programa, de falta de información o de la interrupción de algunos servicios durante las horas que duró la operación de rescate. Otros, en cambio, aceptaron solidariamente el contratiempo y confesaron sentirse impresionados y conmovidos por el

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acontecimiento. En todo caso -y esto es lo inquietante y revelador- la noticia servida por los periódicos (a partir del despacho original de Europa Press) no era el drama de los inmigrantes sino precisamente la “solidaridad” y la “conmoción” de los turistas: la “aventura” inesperada que les había proporcionado la agencia, casi al final del viaje, y que había que añadir a la anécdota del taxista, a la del vendedor de alfombras y a la del ligón de la Medina. Las declaraciones de una pasajera reflejan muy bien el tono general de los testimonios y el foco de atención escogido por los periodistas, determinante a su vez de la percepción narcisista -viaje contra los otros- de la tragedia ajena: “Fue impactante (la visión de una de las mujeres rescatadas). Gritaba desesperada y lloraba como una Magdalena porque había perdido a su bebé de nueve meses en el agua. Ella le vio hundirse, fue traumático”. Algunas madres consideraban asimismo que la situación de excepción generada en el barco por la presencia de los naúfragos podía ser “traumática” para sus hijos y que los “animadores” contratados por la agencia debían haberlos distraído con juegos y espectáculos -cuando quizás era una buena oportunidad para explicar algunas cosas sencillas y terribles a los niños. Ningún periodista, en cualquier caso, se interesó por los naúfragos mismos, ni por sus nombres ni por sus peripecias ni por su destino ulterior. Sólo a través de las declaraciones de un pasajero nos enteramos de que hablaban correctamente inglés y procedían de Eritrea; y la historia termina felizmente con el alivio de que las autoridades del país aceptasen trasladar a los supervivientes a Malta (cuyos centros de “acogida”, verdaderos campos de concentración, han sido denunciados ante el parlamento europeo por las condiciones ignominiosas en las que se mantiene a los reclusos). También por la declaración de un pasajero, que atribuye a esa causa el “descontrol” en el barco, llegamos a saber curiosamente que, además del capitán, Vitali Medvedenko, la mayor parte de la tripulación -es decir, los verdaderos salvadores, ignorados por los medios de comunicación- son asimismo inmigrantes: ucranianos, rumanos, cubanos, contratados por la marca española Cruceros Visión bajo condiciones que tampoco a ningún periodista le parece interesante investigar. La noticia del drama angustioso de unos inmigrantes salvados de la muerte por otros inmigrantes se convierte así en la hazaña de unos turistas españoles solidarios que aceptan retrasar unas horas su programa de ocio organizado y a los que “conmociona” deliciosamente esta experiencia adicional; es decir, una humana y refrescante noticia veraniega que acepta como natural y casi ecológico el flujo de turistas e inmigrantes en direcciones opuestas y con medios injuriosamente desiguales y que reivindica como simpática y emocionante la rara intersección entre las dos corrientes paralelas.

Dos días antes, el 8 de agosto del 2007, siete pescadores tunecinos habían salvado a 44 emigrantes naufragados a 14 millas de la isla italiana de Lampedusa. Atendiendo a la petición de socorro del capitán Yenzeri, cuatro patrulleras italianas acudieron al encuentro del barco de pesca. Una vez en Lampedusa, los pescadores no fueron recibidos como héroes ni entrevistados por periodistas encandilados por la solidaridad de los tunecinos. Fueron detenidos, encarcelados durante 32 días -sin poder siquiera telefonear a sus familias- y están ahora a la espera de un juicio por “favorecimiento de la inmigración clandestina” que les puede costar entre 1 y 15 años de cárcel. Cumplieron con las leyes del mar y de la humanidad, que obligan a socorrer a los náufragos, y chocaron con las leyes de la UE, que prohiben la compasión. De esta noticia, que recoge precisamente Gabriele del Grande en uno de los informes mensuales de Fortaleza Europa (fortresseurope.blogspot.com), el observatorio que él mismo fundó en 2006, se pueden extraer dos conclusiones. La primera, en efecto, es que la división turista/inmigrante es tan estricta y funcional que, mientras que los turistas son siempre inocentes y a veces hasta solidarios, los solidarios africanos son siempre “inmigrantes” o -valga decir- sospechosos, lo que revela sin duda -y alimenta- el nuevo racismo estructural dominante en Europa. La segunda conclusión es de orden material y humanitario y la expone el propio del Grande en el citado informe: “ En cualquier caso, el daño está hecho: en la mar ha corrido la voz. En más de una ocasión, náufragos supervivientes han denunciado la indiferencia de pesqueros y barcos mercantes frente a botes que se iban a pique. Ahora, por más que absuelvan a los 7 tunecinos, ¿quién se atreverá a socorrer a nadie si el precio son años de prisión o el secuestro de su barco? Es una cuestión de hondo calado, pues sin el auxilio de los pescadores el mar se cobrará muchas más víctimas”. ¿A quién le importa? Si la compasión es un delito, la indiferencia es legal; y pronto, por este camino, la agresión será una hazaña.

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Italia, vanguardia hoy de la decadencia fascistizante de Europa como otrora lo fuera de la emancipacion y la lucha, conserva sin embargo una tradición de riguroso periodismo comprometido que contrasta con la mansedumbre frívola de nuestros medios de comunicación. Así, en los últimos años, algunos libros imprescindibles han tratado de emprender ese viaje hacia los otros que el turismo mediático obstruye y desprecia por igual para abordar desde el otro lado la dura experiencia de la emigración: el estremecedor “I fantasmi di Portopalo” de Giovanni Bellu, el brillante “A sud di Lampedusa” de Stefano Liberti y este acusador “Mamadou va a morir” que aquí presentamos y del que es autor el joven y valiente periodista italiano Gabriele del Grande. Lo que hace del Grande es lo contrario que los cronistas españoles de la “aventura” del Jules Verne: localiza muy bien el verdadero lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento. El lugar de los acontecimientos es la patera hundida y no el crucero de lujo; el verdadero acontecimiento es la muerte evitable de quince eritreos y no la impresión que ésta produce en 420 turistas traumáticamente separados durante unos minutos de sus martinis y sus cervezas. Para localizar el lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento basta un mínimo de decencia humana; para ocuparse de ellos hace falta un esfuerzo adicional que pocos periodistas están dispuestos a acometer y muy pocos periódicos -mitad por ideología, mitad por economía- a financiar. El viaje contra los otros y el turismo mediático se imponen también -y configuran fatalmente las conciencias- porque cuestan menos trabajo y menos dinero que la exploración de la realidad y del dolor que la acompaña.

Gabriele del Grande tiene el mínimo de decencia humana para localizar una noticia y el coraje profesional, cada vez más raro, para contarla. A lo que antes se llamaba sencillamente “periodismo” hoy lo llamamos “periodismo comprometido”. Comprometido con su trabajo, comprometido con la decencia humana, del Grande sabe que el lugar de los acontecimientos no es una patera aislada cerca de Malta sino todo el mar Mediterráneo y parte del Atlántico y Africa entera y todo el tercer Mundo y la Europa candada y arrogante y el capitalismo globlizador que determina una severa cartografía del sufrimiento humano. Y sabe que el verdadero acontecimiento no es la muerte de 15 eritreos y el encarcelamiento de 12 en los lager de Malta sino la masacre de al menos 1.581 seres humanos sólo en el año 2007 y la reclusión, tortura y abandono de cientos de miles de ellos en campos de concentración y desiertos en Europa y en el norte de Africa: eso, pues, que sin ninguna exageración el teólogo Franz Hinkelammert ha definido como un “genocidio estructural”.

¿Quiénes son, cómo se llaman, de dónde vienen, con qué medios, por qué motivos, cuánto tardan, cuánto les cuesta, cuánto ganan las empresas europeas expulsándolos de sus tierras, cuántos mueren, cuánto paga la Unión Europea para matarlos, cuánto cobran sus sicarios dictatoriales -Senegal, Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia- por ayudarles en el exterminio? Empeñado en encontrar respuestas a estas preguntas, del Grande siguió durante meses las cambiantes rutas migratorias -de Senegal a Turquía, del Sahara

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Occidental a Túnez- para escuchar a estos “aventureros” (el nombre que se dan a sí mismos) que no pueden redactar diarios de viaje ni publicar sus propios periódicos.

En la escena final de “Capitanes intrépidos” de Kipling, el alcalde de Gloucester lee frente al silencio emocionado de sus ciudadanos los nombres y edades de todos los pescadores muertos durante el año, agradecimiento de los vivos y supervivencia honorable de los náufragos. En lápidas e inscripciones se recuerdan los nombres de los muertos de la primera y segunda guerra mundial y en el museo del Holocausto se recoge la lista de las víctimas judías del nazismo. Todos los años se reproduce y se recuerda el elenco minucioso de los muertos el 11-S en las Torres Gemelas. Ninguna lista conserva, en cambio, el nombre de los cuerpos anónimos ahogados en el Mediterráneo y en el Atlántico o desaparecidos en el desierto del Sáhara mientras trataban de llegar a Europa. Algunos de ellos engrosan la serie potencialmente infinita de los número; de otros, ni nombre ni cifra ni cuerpo, sólo queda la sospecha de su existencia y la sospecha de nuestra miseria.

Pero hay una lista que quizás sí podría hacerse. Una muy parecida a ésa, estremecedora y brutal, que el 11 de septiembre de 1973 la junta militar chilena leía por la radio tras el golpe de Estado de Pinochet: la de los ciudadanos a los que, a lo largo de los meses y años siguientes, la dictadura iba a matar. Podríamos nosotros recoger los nombres vivos y calientes que aparecen en las páginas del libro de Gabriele del Grande y colocarlos en fila e irlos llamando, uno por uno, al paredón:

Mamadou va a morir.

Romeo va a morir.

Marcel va a morir.

Babakar va a morir.

Paulin va a morir.

Michael va a morir.

Hamdi va a morir.

Y así sucesivamente.

“ Los que van a morir te saludan”, proclamaban los gladiadores esclavos antes de emprender el combate. Los que van a morir nos acusan. El libro de del Grande demuestra sin margen de error ni escapatoria retórica que hay “una guerra mundial contra los pobres” y que nosotros combatimos en ella.

Por eso, porque somos también pasajeros en este viaje contra los otros que viajan hacia nosotros, no quiero dejar de reproducir las palabras que escribió John Berger en un bellísimo y doloroso libro sobre la emigración publicado hace 35 años; es decir, cuando eran todavía los italianos, los españoles, los portugueses los que dejaban sus tierras para construir las casas de los suizos y los alemanes (cuando -como dice el título de un libro de Gian Antonio Stella- “los albaneses éramos nosotros”): “La justicia o injusticia de un sistema social sólo pueden juzgarse relacionándolas con el ser total del hombre: de otra forma lo único que puede decidirse sobre ese sistema es si resulta eficaz o no. El principio de la igualdad es un principio revolucionario no sólo porque desafía la existencia de jerarquías, sino porque afirma que todos los hombres son iguales en su plenitud. Y lo contrario es igualmente cierto: aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado, es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de conocimientos y necesidades”.

Viajar hacia los otros o contra ellos es una decisión de la que no depende sólo la vida de miles de africanos, asiáticos y latinoamericanos: de ella depende también nuestra propia dignidad como humanos civilizados; es decir, la supervivencia misma del planeta: de sus rosas, sus pájaros, sus leyes y sus hombres.

28-01-2009

Consumo y barbarie visual

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

La mitología griega nos cuenta la historia de Tántalo, semidiós bravucón castigado por Zeus a padecer hambre y sed eternas en medio de los más deliciosos manjares y con el cuerpo sumergido en el agua. Nos cuenta también la de su contrapunto y complemento, Erisictón, al que los dioses condenaron a comer ininterrumpidamente todo lo que encontraba en su camino, una cosa

Page 74: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

tras otra, animales, bosques, hijos, sin hallar jamás satisfacción, hasta el gesto final de autofagia suicida. No son historias antiguas y fantasiosas. El pasado 26 de diciembre, Joan Cunnane, una inglesa de 77 años adicta a las compras, falleció de deshidratación en su casa atrapada en una montaña de mercancías baratas que había comprado durante años y que había ido guardando en decenas de maletas. Ninguna era esencial, ninguna había sido usada, ninguna había llegado realmente a existir salvo para matar a su propietaria. Tántalo y Erisictón del capitalismo, la señora Cunnane había muerto de hambre y sed en medio de un exceso de riquezas, destruida por su mística pulsión al consumo, sepultada bajo trescientas bufandas de colores -entre otros miles de objetos- que jamás habían adornado su cuello ni abrigado su garganta.

En las situaciones de hambruna -desde la India victoriana al Sudán de la guerra civil- los pobres desesperados roban cosechas, asaltan graneros y allanan despensas antes de sucumbir a los golpes y la inanición. En las llamadas “revueltas del pan” del Tercer Mundo, los desheredados de la tierra rompen las vidrieras de los comercios y se disputan, a veces hasta la muerte, las migajas de sus saqueos angustiosos. No son sólo los dramas de la miseria. El pasado 28 de noviembre, una avalancha de consumidores agolpados a la entrada de un Wall-Mart de Nueva York tiró abajo la puerta, aplastó a uno de sus empleados e hirió a otros tres trabajadores -incluida una mujer embarazada- tratando de alcanzar las mejores ofertas de la temporada de rebajas; mil coceadores de clase media, animados de una mística furia irruptiva, se peleaban a muerte por un bolso de plástico o unos pantalones de marca. ¿Dónde empieza lo banal y dónde lo esencial cuándo se está dispuesto a matar por obtenerlo? Bajo el capitalismo, la compra-venta de un bolso de plástico (o de una crema anti-arrugas o de un adorno para el automóvil) es literalmente una cuestión de supervivencia.

Manifestaciones del hambre en Occidente, el caso de la señora Cunnane y el de la estampida humana de Nueva York son casos extremos, pero es en ellos donde se descubre en un resplandor la normalidad de la abundancia capitalista. Los placeres del consumo tienen poco que ver con el objeto; están más bien asociados a un atavismo famélico, a la necesidad casi biológica de la apropiación inmediata, de la adquisición predadora, del saqueo freudiano de un botín multitudinario que, una vez aferrado, se puede despreciar. Los primitivos sueños de abundancia asociados antaño a la leche y la miel, a las frutas antediluvianas pintadas por El Bosco, a las pepitas de oro de los graneros, hoy convergen en los mall o centros comerciales y en los grandes supermercados, donde cogemos a dos manos, sin obstáculos ni intermediarios, la cosecha siempre renovada de una naturaleza milagrosa. Volvemos a las emociones prensiles de los simios o de los salvajes cazadores-recolectores de la antigüedad. Basta con poseer el salvoconducto de acceso -tarjeta de crédito o billetes de dólar- y podemos adquirir un ilimitado número de baratijas y, con ellas, un hambre muy superior, mucho más acuciante, mucho más exigente, que el que aqueja a los que no tienen nada. Un hambre, por así decirlo, de primera clase o de lujo.

Pero el mall o centro comercial ha democratizado y globalizado, transversal a las clases sociales, esta experiencia de la abundancia anémica. El consumo es un acto de babarie, sí, pero un acto de barbarie “visual”. La acucia patológica de la señora Cunnane, estudiada por los psiquiatras, no es más que la obediencia mecánica, sin resistencias racionales, a la lógica autodestructiva de la mercancía: comprar y tirar, renunciar al uso de los objetos, guardarlos sin desembalar, son prácticas que revelan la consistencia puramente imaginaria -ceremonial o neurótica- de los intercambios mercantiles. Solubles, superadas ya por sus volátiles sucesores, que introducen la idea de futuro como ansiedad y como humillación, las mercancías son sólo “imágenes”. El mall o centro comercial vende estas “imágenes”, pero vende además sus copias, imágenes de imágenes abiertas al saqueo visual también de los pobres que no pueden comprarlas. El capitalismo no se reproduce sólo a partir de la explotación del trabajo; también lo hace a partir de la explotación de la mirada. En el mall o centro comercial convergen y se vuelven innecesarias todas las grandes instituciones de la cultura milenaria: el Templo, la Academia, el Museo, el Parlamento, franqueados ahora de una sola vez y en un solo espacio a todas las clases del planeta. Calientes en invierno, frescos en verano, bulliciosos y seguros, exhibición apabullante de la superioridad bárbara del capitalismo, sus galerías reúnen peregrinos de todos los estratos sociales y culturales. En El Cairo y en Caracas, en Lima y en Delhi, en Madrid y en Nueva York, los pobres urbanos ya no buscan un poco de brisa o de juego en sus días de asueto; como antes iban al campo, las familias de las clases medias bajas acuden ahora los domingos al mall más lujoso y frecuentado para contemplar la renovación mágica de las mercancías tras las vitrinas y consumir visualmente en grupo su ración de hambruna de colores.

Prolongación de la televisión, el mall ha consumado la disolución de la cultura activa -popular o de clase- sobre la que ya alertaba Passolini en los años 70 del siglo pasado. Exhibe en una imagen de triste relumbre el carácter insostenible de la economía de la abundancia y su desoladora pobreza antropológica. El emirato de Dubai, con su arquitectura extraterrestre, es el emblema de este modelo que destruye recursos y vidas y convierte las ciudades mismas en una gigantesca operación de barbarie visual: mercancía él mismo y conducto de mercancías, el máximo atractivo de este país recién fabricado, arrancado al desierto y al mar en siete días, son precisamente sus 40 monstruosos mall. ¿Será una casualidad que su fiesta nacional se llame Dubai Shopping Festival? El año pasado, más de 3 millones de turistas de todo el mundo acudieron a celebrarlo en sus suntuosos y abigarrados centros comerciales y gastaron 10.000 millones de dólares. Entre tanto, los trabajadores bengalíes y pakistaníes que los construyeron pueden pasear por sus avenidas iluminadas satisfechos de adquirir con la mirada lo que, en cualquier caso, sólo había sido fabricado para eso: para entrar por los ojos y salir inmediatamente del mundo sin dejar más huella que hambre, contaminación, degradación moral y vacío antropológico. Pero, al contrario que en el caso de Tántalo y Erisictón, nuestro castigo no será eterno.

13-01-2009

Volver a alguna parte

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

Page 75: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

En “El deseo de ser un indio apache” el escritor Franz Kafka habla del placer de cabalgar cada vez más deprisa y de la necesidad paradójica del jinete de desprenderse de aquello gracias a lo cual puede avanzar: las espuelas, las riendas, el caballo mismo. Lo natural, en la cresta de la velocidad, es querer liberarse también del cuerpo del apache, medio y obstáculo de nuestro impulso ya sin objeto. La velocidad es el destino tecnológico del hombre, pero es sobre todo -lo he dicho otras veces- el alimento y el combustible del capitalismo. Y lo es porque el capitalismo, que necesita producir cada vez más y cada vez más deprisa, necesita asimismo eliminar, o al menos ocultar, el medio y el obstáculo de su reproducción: precisamente los cuerpos.

El cuerpo humano emite sonidos, desprende una voz extraña, vanguardia y bocina de su existencia, mano larga lanzada en la distancia, como el sedal de una caña de pescar, que luego recogemos de otra boca o que tira de nosotros hacia el extremo, reabsorbiendo la unidad. Los cuerpos humanos, nacidos sonoros, desprendieron luego otros proyectiles que llegaban más lejos que la voz e incluso más rápidamente: flechas, balas, bengalas, alfabetos, misiles. Hasta que en 1854 Antonio Meucci -y no Graham Bell- inventó el teléfono y con él la posibilidad de lanzar la propia voz tan lejos como lejos llegara la intrincada telaraña de nuestros cables. En todo caso, la imagen del sedal y la caña de pescar siguió siendo válida hasta hace pocos años, pues era un hilo el que mantenía unidos dos cuerpos distantes, atados no sólo entre sí sino también al salón de sus respectivas casas. Por eso el teléfono fijo es tan primitivo, en realidad, como un caballo (o como una caña de pescar). Lo que el teléfono móvil o celular ha cortado es ese hilo y por lo tanto la linealidad entre el cuerpo y la voz, la cual discurre ahora paralela a su emisor, en libre torbellino, emancipada en su cabalgada del apache mismo que la retenía en su prisión o la devolvía sin cesar a ella. La pregunta espontánea de todo arranque telefónico ya no es “¿quién eres?” sino “¿dónde estás?”, precisamente porque la identidad ha quedado radicalmente desterritorializada, descarnada en mensaje puro, disuelta en el aire como el polen de las flores.

Se habla mucho de la deslocalización de la producción y muy poco de la del consumo. La movilidad subjetiva de las nuevas tecnologías, que tantas vidas ha salvado, se ajusta como un guante al universo de la publicidad y a su ecosistema cerrado de voces e imágenes desinfectadas de cuerpos. La mercancía nos salva de la muerte como la comunicación nos salva del contagio; si compro y me compran no muero; si no soy más que un eco nada ni nadie puede hacerme daño. Pantallas, redes informáticas, mercados financieros, telefonía móvil, la ilusión inmaterial es la de un impulso individual sin fronteras, la de una pulsión aérea que revolotea picoteando entre marcas y simulacros. No es más que una ilusión: la deslocalización del consumo, cuyo símbolo máximo es el teléfono celular, está ligada por un hilo invisible, al otro lado del mundo, a la muerte de 5 millones de cuerpos en el Congo, cuyo territorio y minerales se disputan unas cuantas empresas occidentales ( Nokia, Ericson, Siemens, Sony, Bayer, Intel, Hitachi, IBM). A nosotros no nos importa. Se pueden mantener los muros o levantar otros nuevos porque no impiden que pase la voz (o el gag visual) por encima de ellos; los muros están hechos solamente para retener los cuerpos, para frenar a los retrasados que todavía conservan uno: los pobres y los terroristas, y también las mujeres, cuyo exceso de cuerpo conviene tener localizado ininterrumpidamente. EEUU, en efecto, ha desarrollado un sistema de espionaje para localizar llamadas desde celulares sin intervención judicial y una empresa española anunciaba hace poco la comercialización de un dispositivo para que los celosos puedan saber en todo momento desde dónde llaman sus esposas.

En España viven 42 millones de personas y a finales de 2007 había ya 50 millones de teléfonos móviles. Según algunos estudios de mercado, los europeos cambian de modelo cada cuatro meses. Podemos hablar ininterrumpidamente con todos nuestros amigos -que no son necesariamente conocidos- en cualquier lugar del mundo y en cualquier momento. Pero, ¿tenemos algo que decirles? Sí, tenemos que decirles dónde estamos, desde dónde llamamos. O, al revés, tenemos que decirles en realidad dónde no estamos, desde donde no llamamos. Porque el único lugar del mundo donde ya no estamos es aquel desde donde llamamos o donde recibimos una llamada. Llamamos o recibimos llamadas precisamente para no estar allí donde estamos, para no estar allí donde está nuestro cuerpo, ese rescoldo tenaz y desazonante que, en condiciones capitalistas, queremos olvidar lo antes posible, por falta de recursos y para conservar nuestro prestigio: la pura tentación de la descorporización vacía, el malestar de estar vivo, el rechazo de las situaciones residuales, la intolerancia frente a lo concreto, el creciente desprecio por los otros, el deteriororo cultural y antropológico del espacio público. Cada vez me resulta más incomprensible el escándalo de los que protestan en Europa por la intromisión en la vida privada de los medios de comunicación o del Estado. Lo que es inquietante, lo que es verdaderamente amenazador es la invasión del espacio público por parte de los intereses y las pulsiones privadas. El ágora capitalista es esta imagen: la de una plaza donde se reunen miles de personas para darse la espalda unas a otras y declarar por teléfono a miles de ausentes diferentes: “No estoy aquí”, “no estoy en ninguna parte”.

El único acto de comunicación total que conocemos es la guerra. La ininterrumpida conversación sin vivencias y fuera del espacio convierte el intercambio de mensajes en un puro intercambio de señales. Liberados del cuerpo, desprendemos sin cesar flechas, balas, misiles, bengalas. Es parte de la guerra, aunque los muertos caigan sobre todo en el Congo y nuestro propios cadáveres mentales los escondamos detrás de una valla publicitaria.

05-12-2008

El deseo irresistible de tener un accidente

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

Page 76: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Todo lo que cogemos entre las manos prolonga nuestro cuerpo o, más exactamente, nuestro cuerpo es el extremo (o la punta) de aquello que cogemos entre las manos. Somos instrumentos de nuestros instrumentos y medios de nuestros medios; pendemos al final de cadenas más o menos largas de acciones y artefactos que, al mismo tiempo, mantenemos en movimiento. Con un hacha, somos bruscos y discontinuos; con un piano, nerviosos y delicados; con un bisturí, fríos y minuciosos. En un bosque, somos ciervos o lobos; en un bosque sin lobos, somos honestos y solidarios.

Enamorados, somos lentos: extensiones del cuerpo del amado, nos pasamos el día contándole despacio las orejas, numerándole los dedos, certificando sus brazos y sus tobillos, y el orgasmo es el acelerón que hace fracasar el espesor de esta eternidad fugitiva. Hambrientos, somos rápidos: extensiones de la cuchara y de la manzana, las hacemos desaparecer vertiginosamente en nuestra boca y la saciedad es el cumplimiento y la frustración de una velocidad que virtualmente se quiere comer el universo. El hambre es una característica típicamente occidental, aunque allí la llamamos “consumo”: siempre más comida, más bebida, más lavadoras, más teléfonos móviles, más casas, más imágenes, más emociones. El emblema y el motor del consumo occidental -modelo generalizado al resto del planeta- es el automóvil.

El amor es la tentación de la lentitud: velar o acariciar un cuerpo, poner una venda o hacer una trenza, contemplar largamente la estela de un niño que juega. El automóvil, al contrario, es la tentación de la velocidad. Molusco rodante, huracán enlatado, quiero ir cada vez más deprisa, adelantar todos los remansos, atropellar todos los obstáculos, y correr y correr sin detenerme hacia el límite orgásmico; es decir, hacia el accidente, frustración y cumplimiento de la automoción libre. No nos engañemos: el verdadero propósito, la función y la finalidad del automóvil es el accidente , como lo demuestran los 450.000 muertos y los 23 millones de heridos de la última década en las carreteras europeas. El automóvil se automueve hacia el accidente y si sirve para otra cosa, si puede también salvar vidas y transportar humanos y enseres, es a condición de reprimir su automoción. Eso que llamamos conducir -o manejar- es en realidad un acto de violencia humana contra la velocidad automotriz que reclama sin cesar orgasmos mortales. Pero por eso mismo, la conducción o el manejo del automóvil no puede ser dejado al abritrio individual; cada carro, cada camión, cada ambulancia, deben ser conducidos por toda la sociedad. En otro mundo posible y a la espera de reeducar a los hombres en la lentitud, serán las mujeres las que se ocupen de reprimir la velocidad y manejar los transportes públicos: las estadísticas demuestran que en España la mayor parte de los conductores borrachos son hombres y que sólo dos de cada diez coches accidentados son conducidos por mujeres.

¿Puede imaginarse lo que significa el automóvil en una sociedad -la capitalista- que se mueve a velocidad creciente, de accidente en accidente, hacia el accidente total, sin más intervención que los impulsos o pulsiones individuales ? ¿Podemos imaginar lo que significa el automóvil en una sociedad sin “represión” de la automoción del deseo? ¿Podemos imaginar lo que significa el automóvil en una sociedad en la que las tentaciones psicológicas impuestas por el propio soporte automovilístico -la superación del otro, la carrera, el atropello, la hegemonía zoológica, la exhibición de potencia, la sensación de invulnerabilidad, la excitación sin freno del hambre insaciable- no sólo no son socialmente controladas sino que, al contrario, son recompensadas, aplaudidas, estimuladas, asociadas a la felicidad y al prestigio y reclamadas como condición de la integración, el respeto y la autoestima? ¿Y puede imaginarse, al mismo tiempo, lo que significa el automóvil en una sociedad que se alimenta de velocidad -y no de pan, de libros o razonamientos- y que, por eso mismo, necesita producir cada vez más, cada vez más deprisa, automóviles y automóviles? De los costes ecológicos de esta búsqueda del accidente lo sabemos ya todo: la producción de un automóvil de 850 kilogramos requiere cerca de dos toneladas equivalentes de petróleo y numerosas materias primas y productos industriales, como acero, aluminio, caucho, pinturas, vidrio o plásticos; el 60% de la contaminación ambiental en las ciudades europeas está ocasionada por el automóvil; en España, donde circulan 26 millones de vehículos, 8.000 kilómetros cuadrados están ocupados por carreteras, calles, aparcamientos, estaciones y aeropuertos. La previsión es que en todo el mundo haya 1.000 millones de vehículos dentro de dos años, con el consiguiente agravamiento de la crisis energética y alimenticia. Volcada hacia el accidente, la sociedad capitalista está preocupada, no por la catástrofe inminente, no, sino por los frenos que pueden retrasarla; frente a la actual crisis económica, lo primero que ha hecho Obama -como también Zapatero en España y Berlusconi en Italia- es anunciar medidas para proteger y revitalizar la industria automovilística.

Pero están también los costes humanos, culturales, subjetivos. La paradoja de esta íntima necesidad de velocidad del capitalismo es que, a fuerza de aceleración, acaba paralizando el movimiento. También literalmente. La velocidad produce atascos . En los años 70, el sociólogo Ivan Illich escribió en un famoso ensayo: “El estadounidense típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos (…) Estas 1.500 horas le sirven para recorrer unos 10.000 kilómetros al año, lo que significa que se desplaza a una velocidad de 6 kilómetros por hora”. Desde nuestro automóvil -que la publicidad presenta libre y salvaje en carreteras vacías rodeadas de montañas- vemos cómo nos adelantan los peatones y las bicicletas; es decir, los pobres. ¿Podemos imaginar lo que significa un automóvil frenado no por la razón femenina ni por la conducción colectiva sino por la misma sociedad que nos exige y nos promete velocidad y nos impone, al tiempo que los deja en suspenso, los medios para esta elegante automoción suicida? Un polvo rápido es muy frustrante cuando uno busca un abrazo largo; un coche lento es muy frustrante cuando uno busca un crimen rápido. La frustración es la ley subjetiva del consumidor occidental, que sólo tiene deseos equivocados o suicidas y ni siquiera puede satisfacerlos. ¿A dónde vamos? Hacia el accidente final. Pero ni siquiera podemos ir tan deprisa como queremos...  

16-11-2008

La cumbre del G-20El capitalismo hace milagros

Santiago Alba Rico

Page 77: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Rebelión

El capitalismo es eso: un hombre flaco pide pan y recibe diez pollos un hombre gordo; un niño enfermo pide una vacuna y doblan la ración de vitaminas a un niño sano; una mujer con frío se queda sin casa y entregan tres edificios más al propietario. Hace tres días, la edición digital de El Mundo publicaba el siguiente titular: “Solbes admite que las familias `notan poco´ las ayudas a la banca”. Lo diabólico de este titular –y de esa declaración- es que su solo enunciado convierte el orden lógico de las cosas en una contingencia inesperada e incomprensible: si “confieso” que el mar se ha vuelto líquido o “reconozco” que la nieve ya no es negra, la “liquidez” y la “blancura” se presentan líquidas y blancas a nuestros ojos contra todas las previsiones, contra el sentido común y –mucho más- contra las reglas. Las palabras de Solbes nos obligan a dar por supuestos los dos principios que su concesión precisamente vendría a negar; el primero es el de que lo normal, lo lógico, lo natural sería que las ayudas a la banca beneficiasen a las familias como lo normal, lo lógico, lo natural es que si yo arrojo monedas de chocolate sobre París caigan en Alaska o si yo riego mi jardín en Salamanca crezcan rosas en Djibuti; el segundo es el de que el verdadero propósito del gobierno habría sido siempre el de ayudar a las familias como el verdadero propósito de un marido infiel, cuando acaricia a su amante, es proporcionar un orgasmo a su esposa o el verdadero propósito de un prevaricador, cuando exculpa a un asesino, es rendir un homenaje a su víctima.

En otros tiempos Rebelión tenía una subsección de nombre “Otro titular es posible”. La sorpresa y contrariedad de Solbes ante la inesperada, inexplicable, irregular y antinatural insensibilidad de las familias, que no notan el orgasmo de los bancos, revelan mejor toda su obscenidad a la luz de otros titulares que se me ocurren a la carrera.

“Solbes admite que lo que comen los clientes del Hilton no alimenta a los africanos”

“Solbes admite que el aumento de coches en Europa no ha ayudado a los mecánicos de Haití”.

“Solbes admite que en el yacuzzi de Emilio Botín no caben 4.200 millones de personas”.

O en flujo empático negativo:

“Solbes admite que el tsunami de Indonesia no afectó a las costas españolas”.

“Solbes admite que los cuerpos de los neoyorquinos notan poco las torturas en Abu Ghraib”.

“Solbes admite que la escasez de agua en muchas regiones de Africa no se ha notado en las piscinas de Alicante”.

Que el menú de la cumbre de Washington engordase a los 950 millones de hambrientos en todo el planeta, sería un milagro. Que el dolor de los iraquíes, los palestinos, los afganos, los haitianos, los congoleños le doliese a todo el mundo, sería justo y humano. El capitalismo ha pretendido hacer magia: que unos pocos comiésemos, bebiésemos, consumiésemos, nos divirtiésemos y todos en todas partes estuvieran contentos. Lo que ha conseguido es más bien esto: que la mayoría pase hambre y sed, viva poco tiempo, enferme y sufra, y nosotros no notemos nada.

Pero a lo mejor las familias europeas empezamos a notar, sí, las ayudas a los bancos, como las llevan notando desde hace décadas en el Tercer Mundo. Por si acaso, los 22 países más poderosos del planeta se han reunido a comer codorniz ahumada y tomar algunas medidas compartidas para poder continuar con la magia y los milagros y para -llegado el caso- reprimir a los incrédulos blasfemos que, pese a las viandas del Hilton, el césped bien regado de los campos de golf y la alegría de los banqueros, insistan en conservar un cuerpo hambriento, sediento y dolorido.

Se me ocurre también otro titular posible para otro mundo posible: “El G-191 se reúne para coordinar el socialismo del siglo XXI”. Si la ONU tuviese algún poder, todos los enormes recursos, todos los extraordinarios esfuerzos colectivos, todas las instituciones internacionales que hoy dedican su tiempo y su saber a excogitar milagros asesinos, ¿no podrían servir para imponer un poco de pedestre y profano realismo? Lo que demuestra la cumbre del G-20 es que la coordinación internacional, la cooperación entre estados, la planificación global son posibles y funcionan. Lo que demuestra es que hasta ahora la coordinación internacional, la cooperación entre estados y la planificación global sólo han servido para inventar complicadísimos procedimientos destinados a dar de comer al saciado, robustecer al curado, consolar al dichoso, socorrer al rico, armar al injusto y liberar al homicida. También, por supuesto, para impedir toda resistencia a estos mandamientos.

“El capitalismo no es el culpable”, dice Bush. Lo único que sabemos, desde luego, es que la culpa no la tiene la Unión Soviética. ¿El socialismo ha fracasado? Ni siquiera se ha intentado.

08-11-2008

La sangre de Cristo y la orina de Tyson

Page 78: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

Reliquias

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

En el siglo VII Luitprand, rey de los lombardos, pagó una enorme suma de dinero a cambio de algunos trozos del cuerpo embalsamado de San Agustín, que se hallaba en poder de los bárbaros. En el siglo VIII, Carlomagno regaló a la abadía de Charroux el santo prepucio del Niño Jesús, entregado al emperador por un ángel. En el siglo XII doña Sancha, la hermana de Alfonso VII, regaló a los monjes del Císter un dedo de San Pedro, obtenido durante una peregrinación a Roma. En 1150, Thierry de Alsacia recuperó en Palestina y donó a una iglesia de Brujas una ampolla con sangre de Cristo. De San Ambrosio a Felipe II -que reunió más de 800 vestigios en el monasterio de El Escorial- Europa conoció un activísimo comercio de reliquias, entre las que se incluían las más delirantes y escatológicas: la leche de la Virgen María, el sudor de San Miguel, los cabellos de Magdalena, las muelas de San Cristóbal y hasta una pluma del Espíritu Santo.

En septiembre de 2007 la empresa Celebrity Skin and Bodily Fluids, con sede en Los Angeles (California), anunció la comercialización de sus nuevos productos: desechos personales de hombres y mujeres famosos. Entregados al cliente en envases transparentes herméticamente cerrados, la oferta es irresistible: se puede comprar orina de Mike Tyson por 12,75 dólares, saliva de Robin Williams por 25 y excrementos de Robert Downey Jr. por 33. Como es de rigor, las heces del músico y actor Jack Black cuestan un poco más y su precio alcanza los 93 dólares por unidad. Los distribuidores del producto no aconsejan abrir el envase y tampoco -claro- ingerir su contenido.

En septiembre de 2008, un hombre de negocios estadounidense, Henry Vacarro, hizo también su contribución al mercado y puso a la venta en internet dos calzoncillos sucios del ex-cantante ex-negro Michael Jackson. Embalados en fundas de plástico, con restos evidentes de secreciones orgánicas -cuyo ADN fue utilizado durante el juicio al que fue sometido por pedofilia en 2003-, nadie podrá considerar caro el precio de esta pieza apetecidísima: un millón -sólo uno- de dólares estadonidenses.

Los ejemplos aquí citados podrían inducir la ilusión de una continuidad histórica entre diversas variantes de lo que en política se llama “culto a la personalidad” y en teología “hiperdulía”, pero en realidad las ofertas de Celebrity Skin y Henry Vacarro iluminan más bien una forma superior de religión, porque es completamente irreligiosa: el culto mercantil a la posibilidad de profanación total. Así lo entiende muy bien Nathalie Dylan, una joven estadounidense que también en septiembre de este año propuso subastar su virginidad al mejor postor ante las cámaras de la televisión, en el programa del provocativo presentador Howard Stern. Preguntada por el New Yorker Daily News, la ambiciosísima virgen respondió con naturalidad: “No me plantea el más mínimo dilema moral; vivimos en una sociedad capitalista”.

En una sociedad capitalista, en efecto, la moral coincide con los límites del mercado. Así lo especifica, por ejemplo, el famoso "Proyecto para un Nuevo Siglo Americano" de 1997, firmado -entre otros- por Rumsfeld, Cheney, Perle y Wolfowitz: "El concepto de "libre comercio" surgió como un principio moral aún antes de convertirse en un pilar de la ciencia económica. Si uno puede hacer algo que otros valoran, uno debe poder vendérselo a éstos. Si otros hacen algo que uno valora, uno debe poder comprarlo. Esta es la verdadera libertad". Con arreglo a este principio, libres son sólo los intercambios comerciales y, frente a ellos, únicamente se definen como “inmorales” los desperdicios y los regalos, que ya no es posible distinguir entre sí: el don es la verdadera basura del sistema porque ni siquiera puede ser reciclado. Si uno comete un crimen, que sea por dinero; si uno invade un país, que sea por petróleo; si uno tiene remordimientos, que se busque un sponsor. Si digo una mentira que sea para ganar votos; si digo la verdad, que se tenga en cuenta que he vendido más periódicos. La orina de Tyson y los excrementos de Jackson buscan una existencia honorable; la virginidad de Nathalie un precio justo. Inmorales e injustos son sólo los residuos; es decir, la dignidad, el amor, la insobornabilidad y el desinterés, que nadie puede comprar y nadie puede vender.

El signo del capitalismo es la tolerancia y el pluralismo. Todo tiene derecho a existir, a condición de que aparezca bajo la forma mercancía. Toleramos la diversidad cultural y toleramos los crímenes contra los pueblos; toleramos los poemas a favor de la vida y las acciones contra ella; toleramos la virtud envasada y el crimen redituable; toleramos a los negros y toleramos el racismo; toleramos la paz y toleramos la guerra. No prohibimos la austeridad y no prohibimos el enriquecimiento. No prohibimos ni la ternura ni la crueldad; ni la solidaridad ni la mafia. Permitimos precisamente la verdad, la razón y la bondad porque permitimos la mentira, el delirio y el vicio; porque, permitiendo la mentira, el delirio y el vicio, en cualquier caso la verdad, la razón y la bondad tienen la partida perdida.

Pero la tolerancia total es en realidad total indiferencia. Podemos tolerarlo todo porque todo nos importa lo mismo; es decir, nada. Un filósofo alemán al que aprecio y cito a menudo, Gunther Anders, dirigía esta crítica radical a la pluralista tolerancia del mercado: “Forma parte de la esencia del pluralismo permitir algo considerado falso; que la verdad del pluralismo consiste, en último término, en no tener ningún interés por la verdad o, más exactamente, en no tomar en serio la pretensión de verdad de la posición tolerada (y, a la postre, tampoco de la propia)”. El horizonte del consumidor occidental es el de este definitivo desprendimiento de la verdad, la justicia y la razón, nociones caducas que sólo conservan los pobres, excluidos del supermercado, y los pueblos en lucha, que se aferran a la tierra de sus antepasados.

¿Por qué comprar la saliva de Downey Jr. o los excrementos de Robin Williams? Porque se venden. Al contrario que la pluma del Espíritu Santo, estos desechos corporales tienen valor sencillamente porque están en venta o, lo que es lo mismo, porque nos son completamente indiferentes. Quizás todavía esta porquería nos pueda parecer extravagante o arrancarnos una sonrisa. Pero lo que desde luego no nos importa nada es el hecho, mucho más extraño y mucho más extravagante, de que, para poder vender y comprar

Page 79: Alba Rico, Santiago – Selección de artículos en Rebelión.org (2008-2012)

en público la virginidad de Nathalie, hemos tenido que permitir antes que 80 empresas multinacionales vendan y compren nuestra agua, nuestra tierra, nuestro aire y nuestro fuego.

02-11-2008

La superioridad del capitalismo

Santiago Alba RicoLa Jiribilla

¿Qué es una crisis capitalista?

Veamos en primer lugar lo que no es una crisis capitalista.

Que haya 950 millones de hambrientos en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.

Que haya 4.750 millones de pobres en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.

Que haya 1.000 millones de desempleados en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.

Que más del 50% de la población mundial activa esté subempleada o trabaje en precario, eso no es una crisis capitalista.

Que el 45% de la población mundial no tenga acceso directo a agua potable, eso no es una crisis capitalista.

Que 3.000 millones de personas carezcan de acceso a servicios sanitarios mínimos, eso no es una crisis capitalista.

Que 113 millones de niños no tengan acceso a educación y 875 millones de adultos sigan siendo analfabetos, eso no es una crisis capitalista.

Que 12 millones de niños mueran todos los años a causa de enfermedades curables, eso no es una crisis capitalista.

Que 13 millones de personas mueran cada año en el mundo debido al deterioro del medio ambiente y al cambio climático, eso no es una crisis capitalista.

Que 16.306 especies están en peligro de extinción, entre ellas la cuarta parte de los mamíferos, no es una crisis capitalista.

Todo esto ocurría antes de la crisis. ¿Qué es, pues, una crisis capitalista? ¿Cuándo empieza una crisis capitalista?

Hablamos de crisis capitalista cuando matar de hambre a 950 millones de personas, mantener en la pobreza a 4700 millones, condenar al desempleo o la precariedad al 80% del planeta, dejar sin agua al 45% de la población mundial y al 50% sin servicios sanitarios, derretir los polos, denegar auxilio a los niños y acabar con los árboles y los osos, ya no es suficientemente rentable para 1.000 empresas multinacionales y 2.500.000 de millonarios.

Lo que demuestra la superior eficacia y resistencia del capitalismo es que todas estas calamidades humanas -que habrían invalidado cualquier otro sistema económico- no afectan a su credibilidad ni le impiden seguir funcionando a pleno rendimiento. Es precisamente su indiferencia mecánica la que lo vuelve natural, invulnerable, imprescindible. El socialismo no sobreviviría a este desprecio por el ser humano, como no sobrevivió en la Unión Soviética, porque está pensado precisamente para satisfacer sus necesidades; el capitalismo sobrevive y hasta se robustece con la desgracias humanas porque no está pensado para aliviarlas. Ningún otro sistema histórico ha producido más riqueza, ningún otro sistema histórico ha producido más destrucción. Basta considerar en paralelo estas dos líneas -la de la riqueza y la de la destrucción- para ponderar todo su valor y toda su magnificencia. Esta doble tarea, que es la suya, el capitalismo la hace mejor que nadie y en ese sentido su triunfo es inapelable: que haya cada vez más alimentos y cada vez más hambre, más medicinas y más enfermos, más casas vacías y más familias sin techo, más trabajo y más parados, más libros y más analfabetos, más derechos humanos y más crímenes contra la humanidad.

¿Por qué tenemos que salvar eso? ¿Por qué tiene que preocuparnos la crisis? ¿Por qué nos conviene encontrarle una solución? Las viejas metáforas del liberalismo se han revelado todas mendaces: la “mano invisible” que armonizaría los intereses privados y los colectivos cuenta monedas en una cámara blindada, el “goteo” que irrigaría las capas más bajas del subsuelo apenas si es capaz de llenar el cuenco de una mano, el “ascensor” que bajaría cada vez más deprisa a rescatar gente de la planta baja se ha quedado con las puertas abiertas en el piso más alto. Las soluciones que proponen, y aplicarán, los gobernantes del planeta prolongan, en cualquier caso, la lógica inmanente del beneficio ampliado como condición de supervivencia estructural: privatización de fondos públicos,

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prolongación de la jornada laboral, despido libre, disminución del gasto social, desgravación fiscal a los empresarios. Es decir, si las cosas no van bien es porque no van peor. Es decir, si no son rentables 950 millones de hambrientos, habrá que doblar la cifra. El capitalismo consiste en eso: antes de la crisis condena a la pobreza a 4.700 millones de seres humanos; en tiempos de crisis, para salir de ella, sólo puede aumentar las tasas de ganancia aumentando el número de sus víctimas. Si se trata de salvar el capitalismo -con su enorme capacidad para producir riqueza privada con recursos públicos- debemos aceptar los sacrificios humanos, primero en otros países lejos de nosotros, después quizás también en los barrios vecinos, después incluso en la casa de enfrente, confiando en que nuestra cuenta bancaria, nuestro puesto de trabajo, nuestra televisión y nuestro ipod no entren en el sorteo de la superior eficacia capitalista. Los que tenemos algo podemos perderlo todo; nos conviene, por tanto, volver cuanto antes a la normalidad anterior a la crisis, a sus muertos en-otra-parte y a sus desgraciados sin-ninguna-esperanza.

Un sistema que, cuando no tiene problemas, excluye de una vida digna a la mitad del planeta y que soluciona los que tiene amenazando a la otra mitad, funciona sin duda perfectamente, grandiosamente, con recursos y fuerzas sin precedentes, pero se parece más a un virus que a una sociedad. Puede preocuparnos que el virus tenga problemas para reproducirse o podemos pensar, más bien, que el virus es precisamente nuestro problema. El problema no es la crisis del capitalismo, no, sino el capitalismo mismo. Y el problema es que esta crisis reveladora, potencialmente aprovechable para la emancipación, alcanza a una población sin conciencia y a una izquierda sin una alternativa elaborada. Se equivoque o no Wallerstein en su pronóstico sobre el fin del capitalismo, tiene razón sin duda en el diagnóstico antropológico. En un mundo con muchas armas y pocas ideas, con mucho dolor y poca organización, con mucho miedo y poco compromiso -el mundo que ha producido el capitalismo- la barbarie se ofrece mucho más verosímil que el socialismo.

Por eso hay que auparse en los islotes de conciencia y en los grumos de organización. Cuba bloqueada, Cuba azotada por los vientos, Cuba pobre, Cuba incómoda, Cuba a veces equivocada, Cuba improvisada, Cuba disciplinada, Cuba resistente, Cuba ilustrada, Cuba siempre humana, mantiene abierta una tercera vía, hoy más necesaria que nunca, entre el capitalismo y la barbarie. Si no podemos ayudarla, podemos al menos ayudarnos a nosotros mismos pensando en ella con alivio y agradecimiento.

12-10-2008

Defensa de los dogmas

Santiago Alba RicoLa República (España)

En una de las escenas más intensas de “Las Reglas del Juego” de Renoir, el alegre y derrotado Octave justifica con amargo cinismo la descomposición moral de la sociedad francesa en vísperas de la segunda guerra mundial: “Mienten los prospectos farmacéuticos, los gobiernos, los políticos, los periódicos y la radio. ¿Cómo no vamos a mentir nosotros que somos sólo pequeños particulares?”. Los embustes de Bush en la ONU o las patrañas de Losantos en la COPE no son, claro, la causa de la corrupción del tendero tramposo o del contable trapacero, pero sí de la corrupción del espacio público a cuya luz medimos la relevancia moral de nuestras acciones. El machista, el xenófobo, el fascista, el mafioso, sólo son peligrosos cuando encuentran instituciones complacientes o estimulantes que banalizan los impulsos que, en tiempos de crisis, tantos “pequeños particulares” a duras penas reprimen. Como he dicho otras veces, la retórica pública no sirve para imponer la paz, pero sí para alimentar la guerra. Y por eso cuando peor van las cosas más cuidado hay que tener con las palabras que las nombran.

Pero cuando peor van las cosas, al contrario, más se sacude el lenguaje público el yugo de lo “políticamente correcto”. Y lo hace adoptando las categorías más incorrectas y prestigiosas del mundo: las de la publicidad. Incluso el restablecimiento del pasado explota los moldes de legitimidad de la consumista subversión antiburguesa, el esquema prometeico, típicamente capitalista, de la “superación” de tabúes, dogmas y prejuicios. El puritanismo mismo se da un aire atractivo de audacia anti-puritana. Así, Abbiati, futbolista del Milan, elogia públicamente a Mussolini invitándonos a “dejar de considerar el fascismo como un tabú”; así, la presidencia de la UE anima a “romper el tabú” de la energía nuclear; así el Papa exhorta a los franceses a cuestionar el “dogma” de la laicidad; y así nuestro inefable Aznar se manifiesta a favor de defender “sin complejos” la España imperial. Rupturismo, descaro, desinhibición, provocación: el creacionismo debe “liberarse” de los prejuicios darwinistas, los europeos deben “desafiar” el tópico de la igualdad racial, la democracia debe “emanciparse” de las ataduras del Derecho. Debemos superar, sí, el laicismo, la tolerancia, el pacifismo, la ciencia, la libertad sexual, los derechos sociales y la división de poderes como supersticiones acumuladas en el camino del progreso y la emancipación humanas. Es ahí precisamente donde el Papa y Sarkozy se encuentran, donde neoconservadurismo y neoliberalismo convergen: la religión, la monarquía, el racismo, el belicismo, la energía nuclear, la jornada de 65 horas se acaban imponiendo, no como represoras e inevitables, sino como modernas, vanguardistas y liberadoras. De hecho, sólo por eso se vuelven inevitables; porque si lo inevitable es retroceder el retroceso sólo puede ser un gran avance y todos tenemos que sumarnos a él con entusiasmo. Los “pequeños particulares”, sí, nos medimos otra vez en un espacio público deslenguado y corrompido en el que tanto el Vaticano como el Pentágono han adoptado para sus fines el lenguaje de la pornografía.

Hace ahora un año el ministro Solbes criticó la ley andaluza de la vivienda con una frase impúdica: “No soy partidario de grandes leyes que den reconocimiento de derechos para toda la vida”. Las leyes pequeñas no son leyes sino privilegios y los derechos provisionales no son derechos sino contingencias. “Todos tienen derecho a la salud, salvo los negros”, sería una frase que, incluso si describe una situación de hecho, todos considerarían todavía escandalosamente racista. “Todos tienen derecho al voto, salvo en verano” o “todos tienen derecho a un juicio justo, salvo los años bisiestos” o “todos tienen derecho a expresarse libremente, salvo

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los jueves”, son frases en apariencia absurdas que podrían interpretarse como el equivalente en el tiempo de lo que es el racismo en el espacio. Solbes no hace sino desnudar el capitalismo, que no es partidario de que haya seres humanos en todas partes ni de que los seres humanos lo sean durante toda su vida. ¿Derechos para todos? ¿Derechos para toda la vida? Hace unos años, la decisión soberana del pueblo cubano de declarar irrevocable el socialismo (es decir, el derecho a la vida, la vivienda, la salud, el trabajo) se rechazó como ridícula o reprobable. El mercado ha declarado revocable al hombre y debemos asumirlo como una avanzadísima innovación. ¿Habrá algo más moderno, más propio del siglo XXI? Los “pequeños particulares” comienzan a intuir que se puede ser aún más vanguardista en esa misma dirección: por delante están el racismo, el fascismo y la religión.

10-10-2008

Datos y caprichos

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

Lo contrario de un “dato” es un “capricho”. Dato –participio latino de “dare”- es todo aquello que no hemos elegido, lo que se nos impone desde fuera y desde el principio, lo que nos viene dado. Hay “datos” que son verdaderas donaciones, donativos, dones, gracias recibidas por cuyo advenimiento sólo podemos –precisamente- dar las gracias: la lluvia repentina que salva la cosecha o el beso inmerecido de la amada. Y hay también “datos” que se experimentan más bien como límites o maldiciones y frente a los cuales los seres humanos apenas si pueden protegerse: el huracán Ike, la irreversibilidad del tiempo, la finitud de la vida. En conjunto, podemos decir que el hecho de que, junto a decisiones y caprichos, haya habido siempre “datos” –límites recibidos o donados desde el exterior- forma parte de la condición humana y hasta de lo mejor de ella: con las cosas dadas , con las cosas “caídas del cielo”, con las cosas que que no hemos elegido, se hacen también las grandes pasiones y las grandes novelas.

Uno de los aspectos intrínsecamente liberadores o libertarios del capitalismo es su permanente rebelión contra los “datos”; es decir, su negativa prometeica a aceptar nada “dado”, sobre todo si viene dado por la Naturaleza. Si en Chile hay glaciares formados contra nuestra voluntad hace miles de años, la Barrick Gold los dinamita y disuelve en pocos meses con cianuro de sodio. Si en el Amazonas crecieron durante centurias grandes selvas sin nuestro permiso, Cargill y Bunge se encargan de hacerlas desaparecer a razón de tres kilómetros cuadrados por hora. Si la evolución biológica diversificó sin nuestra intervención, a lo largo de millones de años, una riquísima flora y una variadísima fauna, Monsanto, Shell, Boeing -entre otros- están colaborando ahora en la tarea de desembarazar al planeta de 16.000 especies animales y vegetales en los próximos treinta años.

Esta rebelión capitalista contra los “datos” ha impuesto, a nivel subjetivo, un concepto de la superación personal asociada, no a la ética o al trabajo colectivo, sino al record: las ganancias necesariamente crecientes de las multinacionales son el modelo de los deportistas de élite, pero también de los más pedestres consumidores: Joey Chestnut es el hombre que más hot-dogs puede comer en 12 minutos (66), Tudor Rosca el que más veces puede masturbarse en 24 horas (36), Cindy Jackson la que más operaciones de cirugía estética se ha dejado hacer (47). En términos humanos, el “dato” por excelencia es el cuerpo, con su inevitable efecto colateral: la muerte. A lo largo de los últimos milenios de civilización, los humanos han recibido un cuerpo individual, una especie de soporte dúctil sobre el que distintas fuerzas escribían sus cifras y mensajes. Una de esas fuerzas era la cultura, la otra el tiempo. Tendedero de ropa y roca erosionada, en la cara de un humano la sociedad colgaba sus adornos y sus símbolos; en la cara de un ser humano se acababa haciendo piadosamente visible la vejez. El capitalismo rebelde no reconoce ni siquiera la existencia del Tiempo. España, por ejemplo, es el primer país de Europa en operaciones de cirugía estética, sólo por detrás de EEUU y Brasil a nivel mundial. Con 400.000 intervenciones al año, 900 al día, los españoles gastan 300 millones de euros en frenar u ocultar los estragos del tiempo o en adaptar sus pechos y sus orejas a patrones publicitarios. El 10% de los operados son menores de edad y ningún otro país opera a tantos jóvenes entre 18 y 21 años. Por lo demás, un día cualquiera tomado al azar el 25% de las occidentales está siguiendo una dieta; el 50% está terminándola, rompiéndola o comenzándola; y el 75% se sienten desgraciadas; es decir, gordas. La industria dietética mueve al año 30.000 millones de euros; la cosmética, 20.000 millones. O lo que es lo mismo: el equivalente a 400.000 guarderías y medio millón de clínicas infantiles.

¿Y todo esto por qué? Un artículo del diario español El País (“bisturí para todos”) lo explicaba ingenuamente y sin tapujos: “para no perder oportunidades laborales a causa de unas ojeras”. Es decir, el capitalismo siempre rebelde contra los “datos” construye ciudadanos sumisos al mercado que deben comportarse al igual que las otras mercancías: deben aparecer siempre nuevas, flamantes, sin rastros de deterioro o decadencia si quieren conservar su valor económico. El coste ecológico de esta negación de los límites es de sobra conocido, pero se atiende menos a sus consecuencias sociales y psicológicas. La misma renovación acelerada de las mercancías que derrite glaciares y derriba bosques, impone subjetivamente el desprecio por la enfermedad y la vejez, el terror criminal a la muerte, el rechazo de los pobres y los inmigrantes (tan corporales todavía) y el delirio despilfarrador de una inmortalidad ilusoria y egoísta.

El capitalismo libertario ha convertido todos los “datos” en “caprichos”: podemos ya escoger el sexo de nuestros hijos lo mismo que el modelo de nuestro coche; el tamaño de nuestra nariz y nuestra marca de cereales; una cara nueva y un teléfono nuevo. Pero ¿somos nosotros los que elegimos?

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En todo caso, lo único que no podemos decidir, lo único que sigue siendo un “dato” es el capitalismo mismo y su mercado como marcos naturales de toda decisión. Lo único que se acepta como irremediable (don y maldición según los casos) es el capitalismo y sus personificaciones: el hambre, la pobreza, la enfermedad, la desaparición de las especies y los glaciares, el paro, el trabajo precario, las víctimas del Katrina, las víctimas del Pentágono, la ignorancia suicida de los consumidores.

Pero no nos equivoquemos: el hambre, la pobreza, la desaparición de las especies y los glaciares, el paro, el trabajo precario, las víctimas del Katrina, las víctimas del Pentágono, la ignorancia suicida de los consumidores no son “datos”: son el “capricho” de unas cuantas multinacionales y unos cuantos gobiernos. Les podemos dar las gracias o podemos maldecirlos. Podemos –mejor aún- rebelarnos contra ellos.

24-09-2008

La crisis del capitalismoDemagogia y realismo

Santiago Alba RicoRebelión

A Eduardo Fernández Rubiño, joven comunista

El mismo día en que la FAO informa de que el hambre afecta ya a casi 1.000 millones de seres humanos y valora en 30.000 millones de dólares la ayuda necesaria para salvar sus vidas, la acción concertada de seis bancos centrales (EEUU, UE, Japón, Canadá, Inglaterra y Suiza), inyecta 180.000 millones de dólares en los mercados financieros para salvar a los bancos privados.

Frente a un dato como éste sólo caben dos alternativas: o somos demagógicos o somos realistas. Si invoco la ley natural de la oferta y la demanda y digo que en el mundo hay mucha más demanda de pan que de operaciones de cirugía estética y mucha más de alivios contra la malaria que de vestidos de alta costura (y mucha más también de viviendas que de créditos hipotecarios); si reclamo un referéndum kantiano que pregunte a los ciudadanos europeos si prefieren destinar las reservas monetarias de su país a salvar vidas o a salvar bancos, estoy siendo sin duda demagógico. Si, contra la razón y la ética, acepto que es más urgente, más necesario, más conveniente, más eficaz, más provechoso para la humanidad, impedir la ruina de una aseguradora y la quiebra de una institución bancaria que dar de comer a miles de niños, socorrer a las víctimas de un huracán o curar el dengue, entonces estoy siendo realista. No hay en mis palabras ni una brizna de ironía. Las cosas son así: una verdad redonda que no consiente aplicación es demagógica; una monstruosidad puntiaguda que no admite alternativa es realista. Para tener mucho o tener poco –o incluso para tener sólo las ganas de tener algo- hay que dejar de lado todas las redondeces y aceptar todas las puntas y todos los pinchos. La minoría organizada que gestiona el capitalismo –ministros, banqueros, ejecutivos multinacionales, corredores de bolsa y periodistas económicos- puede invocar a Hayek con arrogancia en momentos de bonanza y exigir con aplomo la intervención del Estado cuando está a punto de despeñarse porque sabe que su impunidad es proporcional a nuestra dependencia. Por eso mismo -admitámoslo- los ciudadanos europeos convocados a un hipotético referéndum kantiano (“el banco o la vida”) responderíamos sin duda con realismo a favor de los bancos, conscientes de que todo lo que nos importa –desde el abrazo de nuestras novias hasta la sonrisa de nuestros niños- es una concesión suya. La minoría organizada que nos gobierna ha tomado como rehén a la humanidad y, si no acudimos en ayuda de los secuestradores, puede ahora rematarnos a todos.

Para una humanidad cautiva es realista ceder al chantaje y dejar a un lado la verdad, la compasión, la sensibilidad, la solidaridad. Un sistema que, cuando las cosas van bien, mata de hambre a 1.000 millones de personas y que si van mal puede acabar con todo el resto, es un sistema no sólo moral sino también económicamente fracasado. En esto tiene razón el periodista Iñaki Gabilondo y es bueno, casi ya revolucionario, que lo escuche mucha gente [1]. Pero se equivoca al evocar la caída del Muro de Berlín, por muy retóricamente eficaz que sea la ocurrencia, porque si algo tuvo que ver el capitalismo en la derrota de la Unión Soviética, no puede decirse que la Unión Soviética –ya desaparecida- sea la causa de la agonía capitalista. El capitalismo, sencillamente, no funciona.

Hay algo hermoso, emocionante y precursor en el hecho de que seis Estados poderosos hayan coordinado una acción concertada para intervenir masivamente en la economía: eso es lo que se llama “planificación”. En tiempos de Marx, el capitalismo era sólo “una excepción en algunas regiones del planeta” y, si ha llegado a cubrir el conjunto de la superficie del globo, ha sido gracias a una permanente intervención estatal, a una “planificación” ininterrumpida que combinaba y combina los desalojos de tierras, las acciones armadas, las medidas proteccionistas, los golpes de Estado y los acuerdos internacionales. Nunca a lo largo de la historia un experimento económico ha dispuesto de medios más poderosos ni de condiciones más favorables para demostrar su superioridad. En los últimos sesenta años, la minoría organizada que gestiona el capitalismo global se ha visto apoyada, a una escala sin precedentes, por toda una serie de instituciones internacionales (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, el G-8, etc.) que han excogitado en libertad, y aplicado contra todos los obstáculos, políticas de liberalización y privatización de la economía mundial. Después de 200 años de existencia libre, apoyado, defendido, apuntalado por todos los poderes y todas las instituciones de la tierra, el trasto viejo y homicida nos ha traído hasta aquí: 1.000 millones de seres humanos se están muriendo de hambre y, si no corremos ahora a socorrer a los culpables, los demás quizás acabemos enterrados con los más pobres después de habernos matado unos a otros.

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Parece, pues, que planificar para salvar bancos y aseguradoras no sirve. ¿Y planificar para salvar vidas? Esto no lo hemos probado aún. Capitalismo y socialismo no se retaron en mundos paralelos y en igualdad de condiciones, cada uno en su laboratorio desinfectado y puro, sino que el socialismo nació contra el capitalismo histórico, para defenderse de él, y nunca ha fracasado porque nunca ha tenido ni medios ni apoyos para poner a prueba su modelo. Lo poco que intuimos en la actualidad es más bien esperanzador: a partir de una historia semejante de colonialismo y subdesarrollo, el socialismo ha hecho mucho más por Cuba que el capitalismo por Haití o el Congo. Cuando se habla de “socialismo en un solo país” se olvida que igualmente imposible es “el capitalismo en un solo país” y que por eso se ha dotado de una musculosa organización internacional capaz de penetrar todos los rincones y todas las relaciones. ¿Qué pasaría si la ONU decidiese aplicar su carta de DDHH y de Derechos Sociales? ¿Si la FAO la dirigiese un socialista cubano? ¿Si el modelo de intercambio comercial fuera el ALBA y no la OMC? ¿Si el Banco del Sur fuese tan potente como el F.M.I? ¿Si todas las instituciones internacionales impusiesen a los díscolos capitalistas programas de ajuste estructural orientados a aumentar el gasto público, nacionalizar los recursos básicos y proteger los derechos sociales y laborales? ¿Si seis bancos centrales de Estados poderosos interviniesen masivamente para garantizar las ventajas del socialismo, amenazadas por un huracán? Podemos decir que la minoría organizada que gestiona el capitalismo no lo permitirá, pero no podemos decir que no funcionaría.

Cuba es el único país del mundo en el que, incluso después de un ciclón que ha destruido el 15% de sus viviendas, lo realista sigue siendo salvar vidas y lo demagógico robarle la comida a un hermano. En EEUU, tras el paso del mismo ciclón, lo realista es que la fiscalía de Texas monte un dispositivo para proteger de los delincuentes sexuales a las víctimas de la catástrofe y lo demagógico es pedir ayuda económica al gobierno. Ahora Iñaki Gabilondo se lo ha dicho a millones de españoles que creían esto eterno y natural: planificar para salvar bancos no sirve. ¿Y planificar para salvar vidas? Es el único medio que existe para que el realismo deje de ser criminal y la verdad, la compasión y la solidaridad dejen de ser demagógicas.

[1] Véase la noticia: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=72951&titular=i%F1aki-gabilondo:-%22el-modelo-econ%F3mico-vigente-ha-fracasado%22-

10-09-2008

Ciudadania y capitalismo

Santiago Alba RicoHerria-2000

Empecemos con un cuento.

Había una vez un pedagogo que salió de viaje y se perdió en el desierto. Caminó y caminó sin encontrar ni casas ni alimentos y al cabo de algunos días estaba tan cansado y tenía tanta hambre que se sentó en el suelo y se puso a hablar con las piedras que lo rodeaban. Las adulaba, las amonestaba, las aleccionaba con convicción y paciencia. Llevaba así muchas horas cuando acertó a pasar por allí un hada, a la que llamó la atención el extraño comportamiento de nuestro hombre.

- ¿Qué estás haciendo? –le preguntó-.

El pedagogo la miró altivo, un poco molesto por la interrupción.

- Estoy educando a estas piedras para que se conviertan en panes.

- Eso te puede llevar mucho tiempo –respondió el hada-. Con esto lo harás más deprisa.

Y sacó de su zurrón una varita mágica.

El hombre, furioso y despechado, le respondió:

- Soy un ser racional. No creo en la magia.

Y, volviendo la cabeza, siguió explicando a tres pequeñas rocas la composición molecular de la harina.

No puede haber cuentos sin magia. Había una vez un niño que, huyendo de un ogro, detuvo su carrera y se puso a educar a sus botas para que volasen. Había una vez una doncella desgraciada, anhelante de abrazos, que se pasó la vida educando a una rana para que se transformase en un príncipe. Había una vez una esclava maltratada que dedicaba todos los días varias horas, junto a la chimenea, a educar a sus vestidos para que se cubriesen de oro, a educar a una calabaza para que se convirtiese en carroza y a educar a dos

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ratones para que se convirtiesen en dos apuestos cocheros. Así no se hacen los cuentos. Podemos imaginar muy bien el triste final de estas historias y la frustración radical de los lectores.

Mucho más irracional que la magia es creer que se va a alcanzar lo imposible sin ella. De hecho, en la discusión entre el PP y el PSOE sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” (véase el recuadro), el PP tiene todas las ventajas: cree abiertamente en la magia o, al menos, en las varitas -es decir, en la religión y en la represión- mientras que el PSOE cree o finge creer que se puede hacer un cuento convincente sin intervenciones taumatúrgicas o peripecias sobrenaturales. En todo caso la discusión tiene para ambos la ventaja de dejar fuera la verdadera cuestión, que no es la de la “asignatura de ciudadanía” sino la de la ciudadanía misma.

En 1765, en el artículo correspondiente de la Enciclopedia, bisagra intelectual entre dos regímenes y dos épocas, el ilustrado Diderot aclaraba que “el nombre de ciudadano no es adecuado para quienes viven sojuzgados ni para quienes viven aislados; de donde se deduce que los que viven completamente en estado de naturaleza, como los soberanos, y los que han renunciado definitivamente a este estado, como los esclavos, no pueden ser considerados nunca como ciudadanos”. Y esto precisamente -añade el filósofo francés- porque lo que distingue al “ciudadano” del “súbdito”es que “el primero es un hombre público y el segundo es un simple particular”. En el orden privado, entre particulares , la relación es siempre de “subditaje” mientras que el acceso a la ciudadanía es inseparable de la “civilización” de los humanos, entendiendo el término “civilización” en el mismo sentido que Antoni Domènech, no como opuesto a “barbarie” sino a “domesticación”. Lo contrario de un hombre público, de un “ciudadano” o “civilizado”, es un “doméstico” o “domesticado”. Allí donde el soberano es el rey, todas las relaciones son relaciones privadas; cada miembro de la sociedad se sujeta individualmente a la voluntad del monarca, a partir de cuyo arbitrio el país entero deviene una gran familia; es decir -en su sentido original- un conjunto de fámulos , “domésticos”, “servidores”, “criados”. Allí donde, como en la antigua Grecia, la ciudadanía es limitada a los varones libres, los lugares que quedan fuera del espacio público, como recintos puramente privados, son el gineceo y la ergástula, donde la mujer y el esclavo subvienen a la pura reproducción de la vida en su calidad de particulares aislados y sometidos. Lo que en todo caso comprendieron bien los griegos, como también lo comprendieron los revolucionarios jacobinos, es que el proceso de “civilización” es en realidad la lucha contra la “domesticidad” de las dependencias particulares y que el acceso al espacio público no es el resultado de la adquisición de “valores” éticos o culturales (que los esclavos y las mujeres, en la antigua Grecia, compartían con los ciudadanos libres) sino de la adquisición de recursos materiales. Por contraste con los “individuos”, que dependían casi biológicamente del marido o del amo para sobrevivir, la condición de la ciudadanía (a partir, al menos, de Clístenes) fue siempre la autarquía económica: los derechos civiles y políticos se desprendían naturalmente de la propiedad sobre los medios de producción (en este caso la tierra). Para salir del ámbito doméstico de las relaciones particulares -la casa y la ergástula, la familia y la fábrica- es necesario ser “dueño de uno mismo” y esto, paradójicamente, implica sustraerse al orden de los intercambios individuales -propios de la esclavitud y el patriarcado, regímenes de aislamiento y sumisión- para participar de la riqueza pública y general. Por eso es posible concebir el estatuto de ciudadanía sin verdadera democracia, como en la antigua polis ateniense o en las sociedades liberales censitarias; y por eso, a la inversa, la democracia sólo puede establecerse a partir de la generalización de las condiciones materiales de la ciudadanía. Podemos imaginar perfectamente un régimen social en el que los esclavos escogieran mediante votación a sus amos o las mujeres eligieran a sus violadores domésticos y en el que, sin salir nunca de casa , sin que sus acciones fuesen jamás políticas ni adquirir jamás la dignidad ciudadana, esclavos y mujeres reprodujesen voluntariamente una relación de “subditaje”. El ser humano deja de ser “súbdito” para convertirse en “ciudadano” a través, no del derecho al voto o del adoctrinamiento “humanitario”, sino del disfrute rutinario de ciertas garantías materiales: alimentación, vivienda, salud, instrucción y -claúsula de todas ellas- propiedad sobre los medios de producción (sobre eso que en otras ocasiones he llamado “bienes colectivos” para distinguirlos de los “universales” -el arte o la Tierra misma- y los “generales” -el pan o la ropa).

Sólo una alucinación ideológica ha podido convencernos de que el capitalismo es la vía natural, y la única posible, a la ciudadanía general. Precisamente el mercado capitalista se concibe a sí mismo como una suma de intercambios aislados y particulares, las dos características que Diderot atribuía a la relación de “subditaje”, y sólo es capaz de aprehender a los hombres, por tanto, en su condición de aislamiento y particularidad. El mercado únicamente reconoce “simples hombres privados”, en permanente estado de naturaleza, que establecen relaciones particulares -sin embargo- en un medio social histórica y estructuralmente construido a partir del despojamiento desigual. Estos sujetos ficticios son formalmente dueños de sí mismos allí donde de hecho sólo pueden “contratar” su redomesticación; allí donde sólo entran precisamente después de renunciar a la ciudadanía misma y para negociar su condición de súbditos mediante un contrato privado. El mercado, como la monarquía, generaliza el orden doméstico, el orden de los domesticados, la extensión y hegemonía de los vínculos familiares sin necesidad de una legitimación exterior sobrenatural o

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mitológica: precisamente ese régimen imaginario en el que los esclavos eligen a sus amos y las mujeres a sus violadores. En este contexto, la ciudadanía o “politeia” se convierte en una combinación de “politesse” y “policía”; es decir, en un régimen de domesticación en el que los ricos, alternativa o simultáneamente, educan y reprimen a los pobres. En cuanto al ámbito público, también ha sido completamente despolitizado o domesticado, identificado con la exhibición en televisión del gineceo y la ergástula: lo que -fraudulenta inversión- llamamos “publicidad” para designar la invasión totalizadora del espacio común por parte de los intereses y los deseos privados.

Tras derrotar al jacobinismo republicano, el capitalismo hizo lo mismo que la Roma imperial y por motivos parecidos: urgida por su propio crecimiento y por la presión popular, extendió la ciudadanía formal al mismo tiempo que despojaba ininterrumpidamente a los humanos de sus condiciones materiales de existencia. Se ajustó así el concepto de ciudadanía al nuevo instrumento de gestión de la vida económica: el Estado-Nación. Como recuerda el jurista italiano Danilo Zolo en un libro de título elocuente ( De ciudadanos a súbditos ), el término “ciudadano” dejó de oponerse a “súbdito” para oponerse sencillamente a “extranjero”. Uno ya no es un “civilizado” universal, depositario de derechos materiales de los que se desprende naturalmente el ejercicio de derechos civiles y políticos, sino un “ciudadano español” o un “ciudadano francés”, cuyos derechos aleatorios están sujetos al intercambio desigual de la economía global capitalista y se definen contra los derechos del “ciudadano senegalés” o el “ciudadano boliviano”. En un contexto de soberanía desigual, en el que la “españolidad” -por ejemplo- deriva sus relativas ventajas cívico-políticas (incluida la de viajar libremente por el Tercer Mundo) de su agresividad neocolonial, basta poner, uno al lado del otro, al turista y al inmigrante para calibrar toda la inconsistencia e injusticia de la “ciudadanía nacional”. El inmigrante, en efecto, es el no-ciudadano por excelencia, no sólo el doméstico voluntario sino el “bárbaro” irrecuperable; no ya el súbdito familiar sino el in-humano extraño e inasimilable. Bajo el capitalismo, nuestras ciudades están habitadas por seres humanos doblemente “incivilizados”: los “domésticos” nacionales, que negocian en privado su derecho a la existencia como súbditos precarios, y los “bárbaros” extranjeros, individuos puros que entran en el mercado sin posibilidad de negociación, privados al mismo tiempo de nacionalidad y de palabra. El retroceso creciente de las libertades formales se inscribe en el marco muy funcional de una guerra entre “domesticados” y “bárbaros”; es decir de una guerra cada vez más agresiva, no por la ciudadanía, sino entre no-ciudadanos.

La ciudadanía no se adquiere en la escuela ni leyendo la Constitución ni votando cada cuatro años a un nuevo amo o a un nuevo violador. No se puede educar para la ciudadanía como no se puede educar para la respiración o para la circulación de la sangre. Al contrario, la ciudadanía misma es la condición de todo proceso educativo como la respiración y la circulación de la sangre son las condiciones de toda vida humana. A la escuela deben llegar ciudadanos ya hechos y la escuela debe educarlos para la filosofía, para la ciencia, para la música, para la literatura, para la historia. Es decir -por citar a Sánchez Ferlosio- debe “instruirlos” en el patrimonio común de un saber colectivo y universal. Mientras el mercado produce materialmente súbditos y bárbaros de manera ininterrumpida, se exige a los educadores que, a fuerza de discursos y “valores”, los transformen en ciudadanos. La escuela, verdadera damnificada del proceso de globalización capitalista, se convierte así en el chivo expiatorio del fracaso estrepitoso, estructural, de una sociedad radicalmente “incivilizada”. Se le reclama que eduque para la libertad, que eduque para la tolerancia, que eduque para el diálogo mientras se entrega a la Mafia la gestión de las montañas y los ríos, el trabajo, las imágenes, la comida, el sexo, las máquinas, la ciencia, el arte. Educados por las Multinacionales y las leyes de extranjería, por el trabajo precario y el consumo suicida, por la Ley de partidos y la televisión, reducidos por una fuerza colosal a la condición de súbditos -de piedras, ratones y calabazas-, la escuela debe corregir con buenas palabras los egos industriales fabricados, como su función económica y su amenaza social, en la forja capitalista.

¿Enseñar anti-racismo e integración? El gobierno español firma la expulsión de ocho millones de inmigrantres de la Unión Europea. ¿No es ese gesto mucho más educativo?

¿Enseñar Estado de Derecho? Solbes, ministro de Economía, nos dice que “no soy partidario de grandes leyes que den reconocimiento de derechos para toda la vida”. ¿No son estas declaraciones, y la “liberalización” económica que las acompaña, mucho más influyentes que un artículo de la Constitución?

¿Enseñar no-violencia y tolerancia? EEUU, el país más “democrático” del mundo, invade Iraq por televisión y tortura a sus habitantes en directo. ¿No es esta una demostración mucho más convincente de que la violencia en realidad es útil?

¿Enseñar espíritu deportivo de participación? Una sola carrera de fórmula-1 (fusión material de rivalidad bélica, ostentación aristocrática y competencia interempresarial) enseña más que 4.000 libros de filosofía.

¿Enseñar igualdad y fraternidad? Seis horas de publicidad al día condicionan nuestra autoestima al ejercicio angustioso, pugnaz, de un elitismo estándar.

¿Enseñar respeto por el otro? Basta cualquier concurso de televisión para comprender que lo divertido es reírse de los demás y lo emocionante es verlos derrotados y humillados.

¿Enseñar solidaridad? El mercado laboral y el consumo individualizado convierten la indiferencia en una cuestión de supervivencia cotidiana.

¿Enseñar respeto por el espacio público? Las calles, los periódicos, las pantallas, están llenas de llamadas publicitarias a hacer ricas a unas cuantas multinaciones y a matar a decenas de miles de personas en todo el mundo.

¿Enseñar la resolución dialogada de los conflictos? Leyes, detenciones, torturas, periodistas y políticos dejan claro en todo momento que con “terroristas” no se habla ni se negocia.

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¿Enseñar humanitarismo, compasión, dignidad, pacifismo? En agosto de 2007 siete pescadores tunecinos fueron detenidos, aislados y procesados, de acuerdo con las leyes italianas y europeas, por haber socorrido a inmigrantes náufragos a la deriva. Ningún discurso humanitario puede ser tan decisivamente pedagógico.

Hemos entregado la infancia a Walt Disney, la salud a la casa Bayer, la alimentación a Monsanto, la universidad al Banco de Santander, la felicidad a Ford, el amor a Sony y luego queremos que nuestros hijos sean razonables, solidarios, tolerantes, “ciudadanos” responsables y no “súbditos” puramente biológicos. El mercado capitalista nos trata como piedras, ratones y calabazas y luego pedimos a los maestros y profesores que nos conviertan en humanos “civilizados”. Nada tiene de extraño que cada vez menos gente crea en los discursos y cada vez más gente crea en Dios. Si aceptamos el capitalismo, si no acometemos una verdadera transformación que asegure que a la escuela llegan ciudadanos y no súbditos, el futuro -incluso electoralmente- es de los fanáticos, los fundamentalistas y los fascistas. Como ya lo estamos viendo.

05-09-2008

Consumo y compasión

Santiago Alba RicoLa Calle del Medio (Cuba)

El 8 de agosto del 2007 siete pescadores tunecinos rescataron a 44 náufragos en las aguas del Mediterráneo y los condujeron a la isla de Lampedusa, en Italia, a unas pocas millas de donde se encontraban. Allí los salvadores recibieron el trato que merecían: fueron encarcelados e incomunicados durante 32 días y ahora aguardan el resultado de un proceso judicial que puede acarrearles penas de hasta 15 años de cárcel por “favorecimiento de la inmigración clandestina”. Las leyes del mar y de la humanidad obligan a socorrer al prójimo; las leyes de la UE prohíben y castigan la compasión.

La verdad es que tampoco hace falta prohibirla. A finales del pasado mes de julio una imagen terrible dio la vuelta al mundo. Era la fotografía de dos bañistas italianos, semidesnudos sobre la arena de una playa napolitana, que comían y bebían plácidamente a pocos metros de los cadáveres de dos adolescentes gitanas que habían muerto ahogadas a la vista de todos sin que nadie las socorriera. Así son las cosas: a los compasivos se les manda a la cárcel, a los indiferentes se les recompensa con comida, bebida y toda clase de mercancías baratas.

Porque no son la ignorancia o el miedo lo que nos impide reaccionar frente al dolor del prójimo; es que el dolor del prójimo, de un modo u otro, nos produce placer. También en Italia, también a finales de julio, cientos de visitantes hacían cola en un parque de atracciones de Milán para obtener, a cambio de un solo euro, el goce barato de una experiencia extrema: un simulacro de ejecución en el que un maniquí muy realista se retorcía y humeaba encadenado a una silla eléctrica. Madres y padres compartían alborozados el espectáculo con sus hijos y el dueño de la máquina exultaba de alegría viendo aumentar minuto a minuto sus ganancias. Se dirá que se trataba de una simulación inocente y que en realidad nadie moría achicharrado; pero lo cierto es que lo que el espectador sentía no era el alivio de que no hubiera realmente un hombre sentado a la silla sino el placer de que lo pareciera. Y por lo tanto el deseo inconsciente de que lo fuera o al menos la desilusión de que no lo fuera.

En Iraq, los torturadores estadounidenses en la prisión de Abu-Ghraib se hacían fotografiar ingenuamente junto a sus víctimas iraquíes imitando precisamente a los visitantes de Disneylandia (o de las Pirámides). Sabrina Hartmann, la angelical sargento asesina, no hacía nada muy distinto de las madres y niños de Milán. Su pureza aterradora, frívolamente turística, no expresa la maldad humana ni los horrores intemporales de la guerra; desnuda más bien el infantilismo cruel de una sociedad llamada de “consumo” en la que uno no puede comer chocolatinas en Madrid sin reproducir la esclavitud de los 284.000 niños esclavos que recogen cacao en Africa Occidental y en la que, al mismo tiempo, la imagen de una ejecución o una escena de tortura producen el mismo placer que una chocolatina. No hay ninguna diferencia, o muy poca, entre los torturadores de Iraq y los visitantes del parque de atracciones de Milán; y que las cámaras de suplicio y los parques temáticos son triviales experiencias de consumo capitalista, inscritas en un horizonte común, lo demuestra el hecho de que los ocupantes que han destruido Iraq van a levantar ahora sobre sus ruinas, en el centro de Bagdad, una filial de Disneylandia para que los hijos de los torturados y desaparecidos consuman o vean consumir diversión manufacturada estadounidense.

Si uno se fija bien, la indiferencia de los bañistas italianos, con sus sándwiches en la mano, es muy semejante a la de los que mueren en el Tercer Mundo de inanición, sin nada que llevarse a la boca, desinteresados ya de todo lo que no sea su pura supervivencia biológica. La hambruna extrema y la extrema abundancia producen los mismos síntomas: la necesidad del canibalismo y el desprecio por todos los lazos humanos. Para eliminar la compasión no hacen falta leyes ni cárceles; tras el fin de la segunda guerra mundial, Europa y EEUU se dedicaron –paradoja capitalista- a alimentar el hambre de sus ciudadanos, convirtiendo todos los objetos en mercancías; es decir, en cosas de comer que excitan, y no calman, el apetito. Ningún etíope, ningún haitiano, ha tenido nunca tanta hambre como un consumidor medio occidental: nos comemos no sólo el pan y la carne sino también los carros, las lavadoras, los teléfonos celulares, los cuerpos, los monumentos, los paisajes, las imágenes, a una velocidad que deja fuera todos los placeres que no tengan que ver con la destrucción inmediata (que es lo que etimológicamente quiere decir la palabra “consumo”). Este modelo es ya universal y modela las cabezas de todos, incluso –o sobre todo- de los que no pueden acceder al mercado. Para comerse un mango o un bistec hay que destruirlos; para amar un cuerpo, un niño, un cuadro, un libro, un árbol, hay que

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conservarlos. En España hay más teléfonos celulares que habitantes y los españoles cambian de modelo cada seis meses; cada seis meses mueren 200.000 congoleños extrayendo el coltán necesario para fabricarlos. Pero una madre tarda nueve meses en gestar un niño; un enamorado tarda años en explorar el cuerpo de la amada; un poeta tarda décadas en gestar una metáfora; un pueblo tarda siglos en construir una historia; y un dios cualquiera tarda milenios en construir un mundo. Destruir un mango con los dientes es muy agradable, sobre todo cuando se hace en compañía; pero destruir en solitario –con los ojos y con la billetera- la ropa, los electrodomésticos, las casas –cada vez más deprisa, cada vez más deprisa- no produce placer: produce sólo hambre. Y el hambre es incompatible con la civilización.

Los soldados de Abu-Ghraib se formaron no en el ejército sino en Disneylandia; los bañistas de Nápoles y los visitantes del parque de Milán se formaron no en la guerra sino en la televisión y en el centro comercial. Por eso todo esta gente tan normal es tan peligrosa.

13-05-2008

El mundo guardó silencio cuando morimos

Santiago Alba RicoLadinamo 27

En diciembre de 1971, mientras redactaba sus recuerdos de cárcel, el escritor nigeriano Wole Soyinka, galardonado quince años más tarde con el Premio Nobel de Literatura, estaba pendiente del estado de salud de un compatriota brutalmente apaleado por los soldados de la dictadura. El escueto telegrama de un amigo le reveló el destino de la víctima y, con él, el del conjunto del país: “El hombre ha muerto”. Soyinka leyó la frase con un estremecimiento integral, como si se la hubiese oído susurrar a los árboles y a las palomas en un mundo ya vacío o procediese del informe de un dios que pasa lista a sus criaturas, y a continuación decidió dar este título (“El hombre ha muerto”) al libro que acababa de terminar.

El Hombre ha muerto tantas veces durante el siglo XX, ha muerto tantas veces durante los primeros años del presente siglo, sigue muriendo tantas veces todos los días, que no estoy seguro de que conservemos todavía suficiente “Hombre” para distinguir a nuestro vecino de un ladrillo o de una hiena, para diferenciar una buena de una mala noticia o para que sepamos dónde debemos pararnos si queremos llegar a alguna parte. Huelga aclarar que cuando digo “Hombre” estoy pensando también o sobre todo en las que, precisamente porque lo encarnan hasta el final, son las víctimas más vulnerables de los que ya lo han perdido: los hombres másculos, en efecto, matan al Hombre con particular saña en las mujeres. Huelga asimismo aclarar que cuando muere el Hombre no sobreviven los árboles y las palomas, también amenazados, sino los no-hombres, los inhomos o poshomos que imitan al tanque y al acero (y no al perro o a la rata). La cópula mortal de dos poshomos para poblar el mundo de vástagos poshumanos se llama guerra.

El Hombre murió, por ejemplo, en Biafra en 1967. Los que nacimos en los años sesenta recordamos ese nombre como el estandarte victorioso de la caridad burguesa: las imágenes de los niños escurridos sobre un suelo cuarteado eran los bastoncitos con que nuestras madres nos infligían hasta el final un plato de lentejas y las huchas tintineantes de las campañas del Domund contra el hambre medían la distancia que nos separaba a las clases medias franquistas de ese brutal manotazo de la naturaleza. “Biafreño” era sinónimo de muerto de hambre y se lanzaba a los compañeros flacos, en la escuela, casi como una acusación: la culpa oscura que devora la carne desde dentro. No sabíamos que el gobierno dictatorial de Nigeria había estimulado y apoyado la cacería de las minorías igbo; que el Este del país, para protegerse de la agresión, había declarado su independencia; y que Biafra, la nueva y fugaz nación, había sucumbido a una desigual guerra de tres años, abandonada por las dos grandes potencias de la Guerra Fría, privada de socorros y alimentos. Wole Soyinka estuvo en las cárceles nigerianas precisamente por su oposición al genocidio, pero es una jovencísima escritora biafreña, Chimamanda Ngozi Adiche, la que nos cuenta hoy esta historia olvidada en una larga, trabajada, comprometida, estremecedora novela, cuyo título evoca las esperanzas inscritas en la bandera malograda: Medio sol amarillo (Mondadori, Barcelona 2007, traducción de Laura Rims Calahorra).

Las buenas novelas se leen con el cuerpo, con todo el cuerpo, porque obligan a reconocer a desconocidos; porque fecundan artificialmente en nuestras entrañas a un extraño que no es nuestro hijo. Mientras los mercados, las guerras y hasta las leyes bombean sin cesar cuerpos fuera de la humanidad, las buenas novelas -cada vez más raras- los devuelven uno por uno, mucho más despacio, a su interior. Hace falta el talento de Ngozi Adiche para que comprendamos que el hambre, como el cáncer o el SIDA, puede afectar a nuestros amigos y que las toneladas de alimentos que nos separan de la inanición forman en realidad una tela de araña tan inicua como frágil. Hace falta todo el talento de Ngozi Adiche para que tomemos conciencia con horror de que ninguno de nosotros lleva dentro tanto “Hombre” como para no sucumbir al coito mortal entre poshomos que llamamos guerra y de que el amor que tiene que construir nuestra humanidad es tan artificial como el acero que la destruye. Hace falta todo el talento de Ngozi Adiche, en fin, para que experimentemos en las rodillas y en el pecho, como un reuma intolerable, la verdad muy general que el joven Ugwu -que no sabía nada de Iraq ni de Afganistán ni de Haití ni de Somalia- deja escrito en la cabecera del libro que -dentro del libro- se ha visto obligado a escribir para recordar la tragedia de Biafra: El mundo guardó silencio cuando morimos. Los árboles y las palomas lo saben: el Hombre ha muerto. Ahora nosotros, los muertos, lo sabemos también.

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03-05-2008

En favor de la censura

Santiago Alba RicoLa República

“Si los periódicos que uno lee pueden decir lo que quieran”, escribía el poeta y crítico Mattew Arnold, “uno tiende a creer que está bien informado”. O de otra manera: llamamos “libertad” a la privatización de la censura.

Conviene distinguir de entrada entre libertad de expresión y libertad de información. La libertad de expresión pertenece al ámbito privado y puede ser más o menos desbocada, pero nunca objeto de planificación institucional. Todos somos más o menos libres de decir lo que queramos, a condición de que lo escuche poca gente (nuestra familia, nuestros compañeros de parranda, nuestros novios, los miembros de nuestro club). Como el ámbito privado está interferido por toda clase de relaciones de poder, ocurre que, bajo una dictadura, uno tiene miedo de alzar la voz en un café; y bajo un patriarcado una tiene miedo de llevar la contraria a su marido; y bajo una cultura racista uno finge estar de acuerdo con los blancos. En todo caso, el mecanismo que limita la libertad de expresión es siempre la “autocensura”, que en unos casos es buena y en otros no: entre un superego razonable (condición del reconocimiento social) y un silencio aterrorizado cabe una modulación casi infinita en la intimidad de relaciones sociales muy variadas y desigualmente negativas. En este sentido, la revolución de internet consiste en que ha ensanchado sideralmente el campo de la libertad de expresión al tiempo que ha erosionado, para bien y para mal, los confines entre libertad de expresión y libertad de información. En la misma dirección, cabe también añadir que esta frontera viene siendo sistemáticamente borrada desde hace años por una cultura mercantil, impuesta desde los medios de comunicación, en virtud de la cual el campo de la expresión invade, y suplanta, el campo de la información: y acabamos leyendo en un periódico o escuchando en televisión palabras que sólo deberían pronunciarse en un café, en un club, en un dormitorio, cuando no exclusivamente en el recinto cerrado de la propia cabeza.

Al contrario que la libertad de expresión, la libertad de información pertenece al espacio público, al que sólo se puede acceder a través de ciertos medios de producción y ciertas mediaciones tecnológicas. Por eso, de la misma manera que la libertad de expresión es en realidad libertad de autocensura, la libertad de información es en realidad libertad de censura. Creo que, expuestas de esta manera, se entienden mejor las cosas. Ciertos órganos, ciertas instituciones, ciertos colectivos, reciben del Estado el derecho soberano a censurar públicamente un número casi ilimitado de voces. La teoría nos dice que la multiplicación de los órganos de censura es precisamente la que garantiza la comparecencia de una pluralidad completa. Eso será bajo el socialismo. Porque bajo el capitalismo, el Estado delega el derecho de censura, no en manos de ciudadanos libres o, en el extremo, de partidos y colectivos civiles, sino de grandes multinacionales que son las que, directa o indirectamente, redactan los periódicos y programan las cadenas de televisión. Los mismos que deciden quién come y qué comemos, quién puede beber y qué bebemos, quiénes van a matarse y con qué armas, quién puede ir al colegio y qué estudiamos, quién puede tener una casa y dónde vivimos, quién puede llevar zapatos y cómo nos vestimos, son los que deciden quién puede hablar y qué escuchamos.

Los que defendemos el derecho individual y generalizado a la censura, ¿debemos permitir que –pongamos- Lyonnaise des Eaux, Westinghouse o Chase Manhatan Bank tengan el monopolio de la censura? ¿Nos sentimos bien informados y seguros porque Murdoch y Berlusconi pueden decir y hacer lo que les da la gana? La paradoja de Arnold dice en realidad lo siguiente: mientras las fuerzas que destruyen el planeta puedan expresarse libremente, nosotros seguiremos sintiéndonos libres, protegidos y satisfechos.

24-04-2008

Leer, ¿para qué?

Santiago Alba RicoRebelión

Manifiesto por la lectura. II Jornada de reflexión sobre la lectura. Cuenca 22 abril 2008.

La necesidad de renovar una y otra vez los llamados a la lectura -de promover, estimular y colorear las letras- revela una doble angustia. Los lectores -primera- sentimos los libros amenazados. Los lectores -segunda- nunca encontramos argumentos convincentes a favor de nuestro vicio.

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Es verdad que los hombres se han quejado siempre de las inclemencias del tiempo, pero sólo hoy podemos hablar de cambio climático. Es verdad que ya Cicerón se lamentaba de la escasa pasión por la lectura de los jóvenes romanos, pero sólo hoy podemos hablar de un cambio de paradigma. Instrumento de dominio y de liberación, la escritura está en peligro como lugar de construcción y decisión de los destinos humanos. Algunos datos sumarios así lo expresan. Mientras aumenta el número de títulos y las cifras de ventas, disminuye el de lectores efectivos. Mientras se mantiene el analfabetismo real en los países pobres, aumenta el analfabetismo funcional en los países ricos. Mientras se multiplican los medios tecnológicos de registro y archivo de la humanidad, flaquea y agoniza la memoria individual de los humanos. Pocos somos capaces ya de recordar un poema, una canción, una cita de memoria; pocos somos capaces de recordar -como un fuego vivo bajo nuestros pies- los acontecimientos más recientes: la caída del muro de Berlín es para las nuevas generaciones tan antigua, tan inexpresiva, tan irrelevante, como la caída de Roma; incluso la invasión de Iraq es tan remota y está tan desprovista de sentido como la conquista de Granada o las Cruzadas. La Historia ha desaparecido en el instantáneo y sucesivo consumo de imágenes muy intensas, muy solubles, que no dejan más rastro que el apetito de una imagen nueva, de una visualidad ininterrumpida: la mirada se ha convertido en una extensión del sistema digestivo.

En estas condiciones, los libros no hace falta ni quemarlos: se descatalogan solos a medida que salen de la imprenta. En estas condiciones, los libros -pobrecitos- no pueden denfenderse a sí mismos. En la mitad pobre del mundo son inalcanzables; en la mitad rica se distinguen ya mal de una chocolatina o de un electrodoméstico. Si queremos salvarlos -junto a los elefantes, los glaciares y los niños- habrá, por tanto, que cuestionarse el modelo en su conjunto. Si queremos salvar a Joyce y a García Lorca -aunque sólo queramos salvar a Joyce y a García Lorca- tendremos que salvar los elefantes; si queremos salvar La Iliada y el Quijote -aunque sólo queramos salvar la Ilíada y el Quijote- tendremos que salvar también los glaciares y los niños.

Pero, ¿por qué salvar los libros? ¿Para qué leer? Es verdad que la lectura enseña, pero también enseña cosas erradas o perjudiciales. La lectura libera, pero también ata a prejuicios y sinsentidos. La lectura entretiene, pero es más entretenido el sexo, la montaña rusa o la televisión. La lectura informa, pero también manipula. La lectura hace pensar, pero, ¿quién quiere pensar? La lectura puede cambiar el mundo, pero hoy casi nos conformaríamos con conservarlo. La lectura ayuda a conservar el mundo, pero mucho me temo que no podremos conservarlo sino con las manos y todos juntos. Entonces, ¿para qué leer?

El crítico y escritor George Steiner sostiene que precisamente en esta indeterminación -anfibia entre el bien y el mal- radica la fuerza de la literatura. Yo diría que radica más bien en el hecho de que esta indeterminación es absolutamente determinada. Es decir, en que esta indeterminación luce una caperuza roja o una barba azul; o se nos presenta “pequeña, peluda, suave, tan blanda por fuera que se diría toda de algodón”; o parece “verde que te quiero verde”; o tiene cincuenta años y es “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”; o ha nacido en un lugar concreto llamado Macondo.

La vida, decía Kafka, es un enigma del que hemos olvidado la clave. Los libros, al contrario, son claves -llaves- cuyo enigma no hemos localizado todavía. Las grandes novelas, los grandes relatos, los buenos poemas, dan respuesta a preguntas que aún no no nos hemos hecho, que todavía no hemos encontrado. La vida es un cuaderno de ejercicios; los vamos haciendo sin saber jamás si hemos dado o no con la solución justa. Frente a ella, los buenos libros proporcionan siempre soluciones justas -precisísimas- a problemas que luego hay que reconocer y plantear. Sabemos que está ahí la solución, pero no sabemos cuál es ni a qué dilema responde. Sabemos, en todo caso, que se trata de problemas radicales y generales cuya solución es una flor concreta de retama agarrada a la falda del Etna, una niña concreta que quiere tocar el violín y acaba trabajando de cajera en unos almacenes, un pirata concreto con una pata de palo concreta y un loro concreto posado en el hombro; o una concreta mañana de mayo en que un viejo lama concreto llega a la concreta ciudad de Lahore. Cada vez que leemos a Leopardi o a Carson McCullers o a Stevenson o a Kipling nos embarga la certidumbre maravillosa de haber llegado a alguna parte, aunque no sepamos a dónde, y de haber resuelto alguna adivinanza, aunque no sepamos cuál.

El enigma de una solución concreta -una flor concreta, una niña concreta, un pirata concreto, un lama concreto- es que no sabemos a qué enigma responde. Por eso, la maravillosa satisfacción, la apaciguadora certidumbre de los buenos libros va acompañada enseguida de una insatisfacción no menos intensa: porque una clave sin enigma es un nuevo enigma cuya solución habrá que buscar en un nuevo libro. De ahí que leer sea tan peligroso; empezar es azaroso, imprevisible, incoercible; terminar es imposible. Hay un cuentecito en el que un sabio oriental trata de concentrar toda la sabiduría humana en una página, luego en una frase, por fin en una palabra; y acaba por sumirse en el silencio e imponer silencio a todo el mundo. Hay escritores que sueñan con escribir el último libro, el libro definitivo, el libro después del cual ya no habrá que leer más libros. Y están las religiones llamadas del Libro, que consideran que la Biblia o el Corán vuelven ociosos o redundantes todos los libros y que, a fuerza de imponer la lectura de un solo libro, acaban por impedir precisamente la lectura. El monoteismo, el monobiblismo, es el silencio del mundo antes del big-bang de la creación.

La lectura no tiene fin porque se compone de muchos comienzos y sólo podemos comenzar algunos de ellos antes de que nuestra vida termine. No es un proceso, como la reproducción de la vida o la acumulación de riqueza, sino una sucesión, sí, de paradas y comienzos (como el recorrido de un tren o la línea de un autobús). Sólo los niños muy pequeños, los militares y los capitalistas cuentan los números. Las cosas finitas, los hombres concretos, son incontables. Por eso no los contamos sino que los contamos. No hacemos cuentas con ellos sino cuentos. Por eso, al mismo tiempo, la literatura es lo contrario de la tecnología: podemos decir que el ordenador ha suprimido la máquina de escribir, pero no que Coetzee ha suprimido a Balzac o Roberto Bolaño a Dickens. En todos ellos encontramos por igual la emoción alboral de ese nuevo comienzo contenido en el había una vez de los relatos: el placer cardinal, el suspense local -localizador- de que haya algo en lugar de nada (o de yo mismo); la excitación subracional de que ocurran cosas que no hemos decidido nosotros y que pueden cambiar una vida concreta en un espacio concreto -quizás también nuestra vida y nuestro espacio.

Pero, ¿quién puede querer dedicar su vida -un solo minuto de su vida- a acumular soluciones para las que hay que buscar luego un enigma? ¿A encadenar respuestas a las que aún les falta la pregunta? Cualquier ser humano que tenga problemas; es decir, cualquier ser humano digno de ese nombre.

¿Y quién puede querer concentrar su atención -un solo minuto de atención- en un terreno en el que hay innovaciones y descubrimientos pero no progreso? Cualquier ser humano que tenga antepasados; es decir, cualquier ser humano digno de ese nombre.

Entonces, ¿para qué leer? Marcel Proust escribía que, de la misma forma que no percibimos la rotación de la tierra, tampoco percibimos el paso del tiempo y que las novelas son por eso -y la suya más que ninguna otra- relojes paradójicos que, al acelerar el

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tiempo, lo introducen allí donde habitualmente no sentimos su movimiento. Se dirá que no tenemos tiempo para la lectura. Pero esto es como decir que no tenemos tiempo para el tiempo; que no tenemos tiempo para la duración. Tenemos tiempo, en cambio, para ignorarlo durante horas, para abolirlo ilusoriamente durante días; para despreciarlo durante toda una vida. Tenemos tiempo para ir a Australia, pero no para llegar hasta la cocina o hasta la casa de enfrente; tenemos tiempo para fotografiar un millón de veces las Pirámides, pero no para levantar en la playa un castillo de arena; tenemos tiempo para dar la vuelta al mundo en una pantalla, pero no para pelar una patata. Tenemos, claro, ese minuto que basta para la destrucción de un mundo, pero ya no los siete días que hacen falta para crear uno. Tenemos tiempo, en fin, para la digestión y para la televisión, pero no para la duración.

Los libros no quitan sino que dan tiempo, nos devuelven el tiempo; nos devuelven precisamente el tiempo geológico que necesitan las montañas para formarse, los niños para crecer, la atención para fijar la mirada, las manos para prestar cuidados, la lengua para conservar su riqueza, los cuerpos para conocerse, la inteligencia y la imaginación para interesarse por un objeto o un ser humano concretos. En ese tiempo -que el reloj del relato nos restituye y que es el tiempo propiamente humano- pueden ocurrir cosas terribles. Pero sin ese tiempo, las buenas, las mejores, aquellas de las que dependen la salvación de los elefantes, los niños y los glaciares, son imposibles. El problema hoy no es el desprecio por la realidad sino el desprecio por el relato, la degradación de esa trabajada ficción -aprendizaje del tiempo- desde la que hemos venido juzgando durante los últimos siglos la consistencia real del mundo exterior. Se puede leer y abandonar a los propios hijos; se puede leer y conquistar a sangre y fuego otro país; se puede leer y colaborar en un genocidio. Pero, ¿cómo va a impresionarnos la muerte de Aischa y Omar en Bagdad si no nos impresiona la muerte de Jo en Casa Desolada? ¿Cómo va a afectarnos el dolor de los palestinos si no nos afecta el de los liliputienses? ¿Cómo vamos a interesarnos por el destino de la humanidad si no nos interesamos por el de los unicornios o el de los mulefas?

De la misma manera que ningún argumento de un ateo sensato podrá jamás persuadir a un fanático religioso para que use la razón, tampoco ningún argumento a favor de la lectura podrá jamás persuadir a un fanático fugitivo del tiempo, disuelto en sus imágenes intensas, para que lea a Stendhal, a Jack London o a Proust. Creo que en un mundo menos injusto habría más gente razonable; y creo que en un mundo más lento la lectura tendría aún una oportunidad. La justicia y la lentitud habrá que defenderlas a la intemperie. Entre tanto, por misteriosas razones que tienen que ver con el fracaso parcial de la lógica en los cuerpos concretos, siguen siendo posibles, como en los cuentos, las conversiones: bajo el contacto de un beso inesperado -un aburrimiento desarmado, un maestro heroico, un revés movilizador- algunas ranas se convierten todavía a la conciencia y a la literatura. Por eso, aunque sea en las catacumbas, tenemos que seguir pronunciando en voz alta el nombre de la justicia y la libertad: por eso, aunque sea en las catacumbas, tenemos que seguir pronunciando en voz alta los títulos de nuestras obras preferidas. Para salvar los elefantes, los glaciares y los niños -si conseguimos salvar los elefantes, los glaciares y los niños- estas palabras y estos libros nos serán indispensables.

16-02-2008

Malas y buenas noticias

Santiago Alba RicoRenderén*

Hay siempre malas y buenas noticias.

La buena noticia es que en España circulan 26 millones de automóviles privados; que 8.000 km2 están ocupados por carreteras, calles y aparcamientos; que hay 43 millones de teléfonos móviles; que utilizamos 60.000 millones de envases de plástico y cartón; que comemos 175 kilos de carne por persona y año; que sólo en la Comunidad de Madrid hay 500.000 casas vacías; y que cada minuto gastamos en distintas chucherías -comestibles o electrodomésticas- 600.000 euros.

La mala noticia es que, según la OMS, unos trece millones de personas mueren cada año en el mundo debido al deterioro del medio ambiente, 200.000 de entre ellas como consecuencia directa del cambio climático.

La mala noticia es que, según Al Gore, “el casquete polar nórdico está derritiéndose y desmoronándose y podría desaparecer completamente durante el verano en menos de 22 años”.

La buena noticia es que, según la periodista Amy Goodman, “las grandes empresas ya están celebrando la ruptura del casquete polar, pues abrirá una ruta marítima en el norte desde el Atlántico al Pacífico, creando una vía más barata para transportar más cosas innecesarias”.

La buena noticia es que arrojamos a la atmósfera, todos los días, 70 millones de toneladas de partículas contaminantes.

La mala noticia es que las empresas que contaminen por encima de lo previsto en los protocolos de Kioto tendrán que comprar a otras empresas su derecho a sobrecontaminar a un precio de aproximadamente 10 euros por tonelada de CO2.

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La buena noticia es que 80 millones de aviones sobrevuelan nuestras cabezas todos los años y que en el año 2010 el número de viajes turísticos alcanzará los 1.100 millones.

La mala noticia es que, según Francesco Frangialli, director general de la Organización Intermacional del Turismo, los destinos preferidos de nuestros consumidores -paradisíacas playas y centros de esquí- habrán desaparecido quizás en pocos años.

La mala noticia es que consumimos 75 millones de barriles de petroleo al día y para el 2015 la demanda habrá aumentado en un tercio más.

La buena noticia es que para afrontar la inevitable escasez de combustible y la correspondiente crisis energética y alimentaria, los ricos de EEUU tendrán que deshacerse en los próximos cincuenta años de 92 millones de estadounidenses si quieren mantener sus niveles de crecimiento y consumo; los del resto del mundo deberán suprimir a 4.250 millones de seres humanos.

La buena noticia es que en este mundo y bajo estas condiciones es muy difícil distinguir las buenas de las malas noticias. ¿O es ésta quizás la mala noticia?

Durante dos décadas, gobiernos y multinacionales -con EEUU a la cabeza- han negado, cuestionado o matizado la realidad del cambio climático. Ahora, la concesión del premio Nobel de la Paz a Al Gore, millonario ex-vicepresidente del país más ambientalmente agresivo del mundo, viene a revelar, no la conciencia repentina de un desastre inminente y la voluntad de autocorrección, sino la necesidad de gestionar esa conciencia -asentada desde hace tiempo en gran parte de la población- sin cuestionar el modelo del que proceden las amenazas. Mediante el control institucional de la alarma ecológica, gobiernos y multinacionales buscan obtener ventajas de un peligro que no pueden ya ocultar. En primer lugar, tratan de generar la tranquilizadora ilusión de que se están tomando medidas, de que hay siempre una solución tecnológica a los excesos de la tecnología y de que hay una alternativa capitalista a los desastres del capitalismo. En segundo lugar, orientan la atención hacia la responsabilidad individual, con el doble efecto de afirmar el espejismo de nuestras libertades atómicas dentro del mercado y de impedir las conexiones colectivas, tanto en las causas como en las respuestas. Por último y como resultado de lo anterior, el cambio climático queda inscrito dulcemente en la ecuación naturaleza-capitalismo bajo la forma de un Sujeto o Agente mitológico, fuente él mismo de los males que nombra, hacia el que las víctimas no pueden dejar de dirigir su rencor: “El Cambio Climático alarga el verano”, “el Cambio Climático aumenta el riesgo de tsunamis”, “el Cambio Climático eleva el nivel de los mares”. El cambio climático deja de ser el resultado de una intervención estructural a gran escala sobre y contra la naturaleza para convertirse más bien en el objeto natural -adverso y tenebroso- de un haz de intervenciones individuales salvíficas magistralmente coordinadas por Unión Fenosa, Repsol y Monsanto.

¿Desarrollo sostenible? ¿Crecimiento sostenible? ¿Canibalismo sostenible? La fuente de toda riqueza, recordaba Marx a los socialdemócratas alemanes, “no es el trabajo sino la naturaleza”. Bajo el capitalismo, la fuente de toda riqueza no es la naturaleza ni el trabajo ni la explotación ni el saqueo sino la hipótesis material de una acumulación -y una destrucción- ilimitadas. Hace ya tiempo que la humanidad, empujada por una combinación mortal de tecnología y capitalismo, ha cruzado ese umbral a partir del cual la fuerza misma de la que depende nuestra supervivencia depende de nuestra intervención para sobrevivir. La naturaleza que nos sostiene ya no se sostiene a sí misma. Frente a ella lo único que se sostiene a sí mismo, el único “organismo” autorregulado e irreformable, es precisamente el capitalismo que la destruye sin cesar, amenazando su supervivencia como hogar y nodriza de los seres humanos (por no hablar de aves, mamíferos y plantas). Sólo la pusilanimidad o el interés más ciegos pueden creer aún que es posible estar al mismo tiempo en contra del cambio climático y a favor del mercado. “Deprisa, deprisa”, escribía Primo Levi en un poema de 1987 dirigido con amargura a los responsables de esta fragilidad sin precedentes de la especie humana: “deprisa, deprisa, ampliemos el desierto/ en las selvas del Amazonas/ en el corazón vivo de nuestras ciudades/ en nuestros propios corazones”. Deprisa, deprisa -más deprisa aún- debemos expropiar las empresas, planificar la economía, regular el consumo, ralentizar nuestras ciudades, poblar nuestros corazones, como última posibilidad de mantener con vida una naturaleza que hemos combatido, saqueado, vencido y a la que ahora -tal vez demasiado tarde- hay que sostener y regular desde fuera -expresión ominosa del daño infligido y del peligro creciente.

La mala noticia es que el capitalismo ni se detendrá ni se destruirá solo -salvo para destruir con él la humanidad misma.

La buena noticia es que todavía respiramos.

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* Renderén es el nombre de un colectivo anarquista gallego y de una revista en papel cuyo primer número, que acaba de salir, está dedicado a "La falacia de la sustentabilidad". Escrito en su mayor parte en lengua galega, los interesados en obtener información complementaria pueden consultar: http://renderen.blogspot.com.

31-12-2007

Utopías cumplidas

Santiago Alba Rico

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Novas da Galiza

Lo más temido ocurre siempre, decía Kafka. Mucho peor: lo más deseado también.

Había una vez un hombre que anhelaba trabajar menos y el capitalismo lo dejó en paro.

Había una vez un hombre que soñaba con viajar más y el capitalismo lo metió en una patera.

Había una vez una mujer que buscaba amor y el capitalismo la arrojó a la prostitución.

Había una vez una mujer que deseaba una máquina de coser y el capitalismo la encadenó a una maquila.

Había una vez un niño que deseaba que su padre no le pegara y el capitalismo lo dejó huérfano.

Había una vez una niña que no tenía ganas de estudiar matemáticas y el capitalismo bombardeó su escuela.

Había una vez un hombre y una mujer y un niño y una niña que deseaban vivir felices y libres de preocupaciones y el capitalismo les dio la televisión.

Había una vez un presidente de los EEUU que tenía en su despacho una lámpara, la frotó con la manga y salió un genio: “Pide tres deseos y te los concederé”. “Nuestro deseo”, respondió el magnate en nombre de su país, “es tener más deseos. Ya nos ocuparemos nosotros de que se cumplan”. Y el genio le cedió todos los sueños, todos los pensamientos buenos, todas las imágenes nobles de la Humanidad para que materializara su destrucción a ras de tierra.

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Hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque puede venir Monsanto (o Repsol o el Pentágono) y hacerlo realidad. No hay un solo anhelo decente concebido por un hombre bueno o por un pueblo sediento, no hay una sola utopía liberadora excogitada en los últimos 8.000 años que el capitalismo no haya hecho realidad bajo la forma de una maldición. Los mitos de cornucopias, mesas siempre cubiertas de viandas y cofres sin fondo se han visto cumplidos bajo la forma de una abundancia asesina que genera 6000 millones de toneladas de basura al día y mata de hambre todos los años a 10 millones de personas. El sueño de una tecnología liberadora de brazos y multiplicadora de tiempo ha aterrizado en el infierno de las maquiladoras y los talleres flotantes y en las miserias del desempleo. La utopía de una Naturaleza dócil, dúctil, adaptada a las necesidades de los seres humanos se ha volteado de hecho en la disolución de los glaciares, la extinción de miles de especies y el desplazamiento de poblaciones asaltadas por tsunamis y desiertos. Hacia 1820, el socialista utópico Charles Fourier adelantó el diseño de una sociedad idílica en la que los hombres podrían regular el clima, ajustar las estaciones y modificar a capricho la meteorología para poder comer cerezas en enero y producir trigo todo el año. El cambio climático es ahora una realidad amenazadora y no sólo como efecto colateral de una desbocada economía de destrucción generalizada sino como una premeditada acción de guerra. Desde 1992, el programa HAARP del ministerio de Defensa de los EEUU investiga en Alaska el desarrollo de “armas climáticas” capaces de generar lluvias, niebla y tormentas y de modificar el clima exterior con el propósito –dice Michel Chossudovsky- “de desestabilizar economías, ecosistemas y la agricultura”, así como de “devastar los mercados financieros y comerciales y aumentar la dependencia alimentaria”. La gran utopía mística de un retorno humano a la Naturaleza se invierte y se realiza en esta definitiva disolución de la Naturaleza –al contrario- en las mallas de la tecnología humana. El cambio climático, subsidiario o premeditado, constituye la última vuelta de tuerca de una economía que, basada en la erosión material de todas las diferencias (guerra/paz, destrucción/producción, comer/usar/mirar), acaba de derribar la última de ellas: la que separa la muerte natural de la muerte provocada. Una vez enteramente derrotada la Naturaleza, ¿se puede seguir hablando de “muertes naturales”? Pero si ninguna muerte es ya “natural”, si no podemos distinguir ya las que lo son de las que no lo son, ¿no es precisamente porque el capitalismo se ha vuelto más natural que la Naturaleza misma?

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Tenemos que tener cuidado, en cualquier caso, con lo que deseamos. Había una vez un hombre llamado Mohamed Farag que viajó a una boda en Jordania y fue detenido, torturado y entregado en secreto a la CIA. Durante 19 meses desapareció en un desagüe oscuro sin acusación ni proceso; encadenado a la pared de una celda, con la luz encendida noche y día, aturdido por la estridencia de una música continua, intentó suicidarse dos veces e incluso eso le impidieron. Durante ese tiempo no vio más que a sus verdugos y no salió sino para ser interrogado; y tanta era su desesperación, tanta era su soledad, tan horrible su sensación de estar muerto y enterrado en una tumba como expresa esta frase casi poética en su elocuencia negra: “Cada vez que veía una mosca en mi celda me llenaba de alegría”.

Que no se entere, por favor, la CIA. O puede ocurrir que los centenares –o miles- de desaparecidos en cárceles secretas vean cumplido este deseo y tengan que expiar su inocencia en una celda invadida por una plaga de moscas.

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17-12-2007

Comunicar lo común

Santiago Alba RicoLadinamo

Comunicar, decía Rafael Barrett, es expresar lo común. En este sentido, los dos grandes medios de comunicación de la humanidad son la guerra y la poesía. La guerra, con su creciente neutralidad tecnológica, generaliza la ruina, universaliza el instinto, destapa el olor salvaje y marrón que nos une a los perros, restablece –en fin- el cero vesánico contra el que una madre cose un vestido y un albañil coloca un ladrillo (y una lengua defiende un saludo). La poesía, a punto de perder su pugna eterna con la propaganda, amenazada por la distinción de los uniformes, sigue tratando “de cosas primordiales y convencionales”, si es que hemos de estar de acuerdo una vez más con Chesterton. Poeta no es el que acumula más y más palabras para expresar sentimientos privados e innombrables sino el que sabe liberarse de tantas como haga falta para desprender –de un solo golpe- imágenes comunes; el que sabe renunciar a lo que sabe para descargar en el aire una concreción compartida. O por decirlo con el poeta coreano Ko Un (Revista Minerva, mayo 2007), “el que retrata una porción máxima de universo con una cantidad mínima de palabras”. Mientras que la guerra comunica la unión que nos separa, la poesía comunica esa distancia que nos une y que de otra manera llamamos sencillamente arroz (o pan o estrella o pez o espalda).

Hubo una gran guerra mal llamada Segunda y bien llamada Mundial que acabó –en medio de un gran resplandor inaugural- con todas las diferencias. Esa guerra comunicó Alemania con Egipto, Francia con la India, Marruecos con Australia, Inglaterra con Corea y de alguna manera, después de ella, es más fácil traducir de unas lenguas a otras: hay parientes de muerte como hay parientes de leche y ese nuevo parentesco negro no tiene ya más límites que la especie. De esa Guerra Mundial y su olor perruno (que siguió y sigue azotando su país) salió baldado Ko Un y contra ella tuvo que recorrer 10.000 vidas (título de uno de sus libros: Madrid, Verbum 2004) antes de agavillarlas todas en un poema. Nihilista suicida, monje budista, militante de izquierdas, Ko Un acabó por encontrar esas cuatro palabras coreanas que pueden traducirse a cualquier idioma sin necesidad de misiles y explosiones. Su antología Fuente en llamas (Ourense, Linteo 2005) nos ofrece algunos ejemplos contagiosos. “¡La sirena del barco en la noche!/ Quiero marcharme./ Pero arreglo el edredón de mi niñito/ y lo arropo nuevamente”. Hay que ser muy coreano para ser tan español. O también: “Un mosquito me ha picado./ ¡Gracias!/ Estoy vivo”. Hay que ser muy coreano para ser tan francés. O también: “Vivir, luego morir, es una cosa maravillosa,/ pero de todo,/ ¿no será sembrar lo más valioso?/ Aun cuando esas semillas sean las de la maldad,/ cuando la maldad crece,/ los hombres verdaderos luchan contra ella;/ y si esa pelea se extiende hasta el fin de la tierra/ será espléndido”. Hay que ser muy coreano para ser tan terrestre.

“Un poema sólo puede serlo verdaderamente cuando las cuestiones personales se solapan con las públicas”, dice Ko Un en la revista Minerva. Pero la guerra avergüenza y empequeñece a los poetas. “A menudo me pregunto qué hemos hecho los intelectuales por la humanidad y la respuesta es deplorable: prácticamente nada”. Este reproche da

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toda la medida de la grandeza y de los límites de la poesía; también de la necesidad de custodiar en general los límites. La poesía es conservadora porque conserva la distancia que nos une y la posibilidad de traducirla; porque protege la palabra arroz y su concreción compartida; porque desempolva y restaura de noche lo que las bombas (también las periodísticas) ensucian y destruyen de día. No es poco. Lo primero que destruye una guerra no es la verdad sino el lenguaje mismo. La guerra continúa. La poesía debe seguir su pista y levantar a sus víctimas. Porque la supervivencia es –hoy más que nunca- una cuestión de comunicación.

23-10-2007

El hambre en Occidente

Santiago Alba RicoPúblico

El pasado mes de julio se celebró en Coney Island el campeonato del mundo de devoradores de hot-dogs. El joven estadounidense Joey Chestnut batió en la final al japonés Takeru Kobayashi y superó todas las anteriores marcas mundiales al engullir 66 perritos calientes en 12 minutos ante el delirio de los más de 50.000 espectadores que presenciaron en directo la hazaña. Como premio, el campeón recibió un bono de 250 dólares en compras de un centro comercial y un año entero de hot-dogs gratis en la cadena Nathan's.

En este instante, mientras redacto estas líneas, se celebra el campeonato mundial de perdedores de peso. Cada segundo cinco personas disputan la final -un haitiano, un somalí, un ruandés, un congoleño, un afgano- y los cinco obtienen la victoria. El premio es la muerte. El apetito de Joey Chestnut no es nada comparado con el que ha devorado -digamos- a René, Sohad, Randia, Sevére y Samia: cada 12 minutos la pobreza mata de hambre a 3.600 hombres, mujeres y niños en todo el mundo. O lo que es lo mismo: cada 5 hot-dogs en Honey Island 300 seres humanos mueren de inanición en Africa.

En 1876, el virrey de la India, lord Lytton, organizó en Delhi el banquete más caro y suntuoso de la historia para festejar el entronizamiento de la reina Victoria como Emperatriz colonial. Durante una semana 68.000 invitados no dejaron de comer y de beber; durante esa semana, según cálculos de un periodista de la época, murieron de hambre 100.000 súbditos indios en el marco de una hambruna sin precedentes que se cobró al menos 30 millones de vidas y que fue inducida y agravada por el “libre comercio” impuesto desde Inglaterra. Mientras los colonialistas ingleses comían perdices y corderos, los supervivientes indios se comían a sus propios hijos. El hambre, lo sabemos, disuelve todos los lazos sociales e impone el canibalismo. Hace falta tener mucha hambre para comerse con lágrimas en los ojos el cadáver de un vecino, pero hace falta tener muchísima más hambre para devorar alborozadamente 66 perritos calientes en 12 minutos. Confesaré que cada vez que pienso en hambrunas no me viene a la cabeza el vientre abultado de René ni la teta escurrida de Samia sino la voracidad aplaudida de Joey Chestnut, como símbolo publicitario de una economía que no puede permitirse siquiera calmar el apetito de los saciados. Chestnut no es un caníbal, no, pero en cierto sentido se alimenta del adelgazamiento de los etíopes, los tailandeses y los egipcios: la tercera parte de la cosecha mundial de cereales sirve para engordar los animales que nos comemos los occidentales (1 kilo de carne por persona y día los estadounidenses, más de ½ kilo los europeos) y bastaría reducir un 10% la producción de pienso para dar de comer a la tercera parte de los 850 millones de personas que, según la FAO, pasan hambre en el mundo. Exagerar es medir lo inconmensurable, hacer aprehensible lo irrepresentable. Exageremos: Chestnut es un canibal. Delante de las 50.000 personas que lo aplaudían, se comió a René, Sohad, Randia, Sevére y Samia y a otros 3.595 hombres, mujeres y niños. Ni siquiera Bokassa demostró jamás tanto apetito.

A Chestnut se le puede pedir que coma menos e incluso que se enfrente a su gobierno, pero en realidad es sólo otra víctima del hambre. Está el hambre de los que no tienen nada y el hambre de los que nunca tienen suficiente; el hambre de los que quieren algo y el hambre de los que quieren siempre más: más carne, más petróleo, más automóviles, más teléfonos móviles, más imágenes, más juguetes y -también- una moralidad superior. La relación entre ambas insatisfacciones es un sistema global. Queríamos un hombre libre y tenemos un hambre libre. Confieso que cada vez que pienso en el hambre no me viene a la cabeza el esqueleto de Sohad ni los inmensos ojos febriles de Sevére sino el ejército de los EEUU en Iraq y la alegría depredadora del Carrefour. Exagerar es empequeñecer lo ilimitado, reducir lo descomunal a escala humana. Exageremos: el canibalismo es, no ya obligatorio, sino elegante. Unos pocos millones de mentes privilegiadas (desde gobiernos y multinacionales) dedican todo su esfuerzo a encontrar la manera de que a todo el mundo, en todas partes, le falte algo; de que los niños de Haití y Sierra Leona pasen hambre y se desesperen por ello y de que los consumidores occidentales, después de devorar bosques, ríos, minerales y animales (con sus imágenes), se queden con hambre y se alegren de ello. El capitalismo quita a los países pobres sus recursos y al mismo tiempo las fuerzas para resistir; el capitalismo nos da mercancías a los occidentales y al mismo tiempo el hambre necesario para engullirlas sin parar; y el hambre se convierte así, de un lado y de otro, en la desgracia objetiva de Africa, Asia y Latinoamérica y en la felicidad subjetiva de una humanidad cultural y materialmente insostenible y condenada a la destrucción.

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La hambruna disuelve, sí, todos los lazos sociales e impone el canibalismo. La pobreza relativa aviva el ingenio, inventa soluciones colectivas, improvisa solidaridades y crea redes sociales de resistencia. Pero por debajo de cierto umbral, cuando el hambre amenaza la supervivencia, las tramas se deshacen y sólo quedan impulsos atómicos, solitarios, animales: individuos puros enfrentados entre sí. Sólo en este sentido -biológico y casi zoológico- puede decirse que nuestras sociedades occidentales son “individualistas”. Alguna vez he expresado la regla de la satisfacción antropológica con la siguiente fórmula: “Poco es bastante, mucho es ya insuficiente”. Por debajo de “poco” hay hambre y son imposibles la conciencia, la resistencia y la solidaridad; por encima de “bastante” hay más hambre y son imposibles también la conciencia, la resistencia y la solidaridad. “Demasiado” siempre quiere “más”. Hemos superado ya ese punto a partir del cual lo único que tenemos -ni coches ni carne ni casas ni imágenes- es hambre; y nuestra voracidad, como la de Joey Chestnut, se está comiendo, mientras redacto estas líneas, no sólo a Samia y Sohad y Sevére, tan borrosos y lejanos, sino a los propios hijos.

26-06-2007

Cultura y nihilismo: el “gag” de las Torres Gemelas

Santiago Alba RicoLa Jiribilla

Intervención en el V Congreso Cultura y Desarrollo celebrado en La Habana, junio 2007

 

Me gustaría empezar estas modestas reflexiones desde fuera y a partir de una oposición muy elemental que -así lo espero- revelará enseguida toda su potencia explicativa. Me refiero a la oposición entre relato y gag . Doy por supuesto que todos entendemos más o menos lo mismo bajo el término “relato”: ese dispositivo cultural universal que encadena los acontecimientos al tiempo y produce además el tiempo mismo que los encadena e inviste de sentido. En cuanto al gag , forma parte de la tradición cómica y teatral, especialmente circense, y define algo así como una unidad cerrada de hilaridad pura: tiene que ver con el gusto muy infantil y muy primitivo por la sorpresa desintegradora, por el desorden irrumpiente, con el placer muy instintivo de que las cosas se salgan de su sitio, caigan o se desplomen inesperadamente, descarrilen fuera de su curso natural (la tarta en la cara del clown o la silla rota que desbarata la solemnidad del payaso “listo”). Si el arte es la posibilidad -según Kant- de pensar al margen del concepto, el “gag” es la obligación de reírse sin mediación racional o narrativa: una especie de “universal” de las vísceras.

Entendámonos. El “gag” más antiguo de la historia, al menos de la historia occidental, nos lo cuenta la Biblia: es lo que he llamado en otro sitio “el gag de David”. Todos recordamos la escena. Filisteos y hebreos han decidido fiar el desenlace de la guerra que los enfrenta a un combate singular entre dos de sus paladines. Por parte de los primeros avanza Goliat, un gigante de dos metros de altura, musculoso, macizo, feroz, que se golpea el pecho con el puño en señal ya de victoria; frente a él, desprendiéndose de la muchedumbre de los judíos, la escena nos muestra a David, un pastorcillo canijo, todavía un niño, débil y asustado, sobrecogido por la desigualdad de las fuerzas. Los filisteos se regocijan detrás de su campeón, convencidos de su superioridad; los hebreos tiemblan detrás del suyo, seguros ya de su derrota. Y de pronto David hace un gesto rápido y leve con su mano y cien metros más allá el gigante Goliat se desploma con gran estruendo. Y hasta los filisteos, inconscientes todavía de lo que ha pasado y de sus

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consecuencias, no pueden dejar de reírse un instante -podemos imaginarlo- antes de abandonarse a la desesperación. Olvidemos los nombres de los pueblos, olvidemos el relato que le da sentido, olvidemos el uso fraudulento que de ese relato sigue haciéndose hoy en día: tomada la escena en sí misma, hay que decir que el “gag” es muy bueno y ofrece, por así decirlo, el molde o esquema de todos los que desde entonces, sin que jamás lleguemos a aburrirnos, nos ofrecen una y otra vez, en diferentes versiones, el cine, el teatro y la televisión. La eficacia del “gag” es tan mecánica que puede repetirse hasta la saciedad saciando siempre las expectativas del espectador y arrancando sin descanso esa risa víscero-universal irresistible.

Una versión reciente del “gag de David” -cuya continuidad, por cierto, pretende sugerir- la encontramos en una de las películas de la serie de “Indiana Jones”. Me refiero a esa escena famosa, de todos conocida, en la que Harrison Ford, cuando se cree ya a salvo tras una trepidante persecución, se da de bruces contra un gigantesco árabe que lo reta a un duelo singular mediante una gran exhibición de musculosa bravuconería. La relación de fuerzas es tan desgigual y nuestro héroe está tan cansado que el espectador aguarda una victoria in extremis tras una brutal y emocionante danza de golpes. Pero nuestro héroe está precisamente tan cansado que hace lo más fácil, que en este caso es lo que más puede sorprendernos: saca su pistola y descerraja un tiro en el pecho a su rival. Incluso el gigantón -imaginamos- se habrá reído a carcajadas antes de expirar en el suelo ante semejante inconsecuencia. Dejando a un lado el hecho no trivial -directamente ideológico- de que el enemigo bárbaro del refinado antropólogo orientalista es un árabe, la diferencia entre el “gag de David” original y su remedo hollywoodense es que el primero se inscribe en el relato -fraudulento o no- de emancipación de un pueblo mientras que la ocurrencia de Harrison Ford forma parte de una monda concatenación de “unidades cerradas de hilaridad pura”, de esa sucesión de “gags” potencialmente infinita a la que tiende a reducirse cada vez más la producción tecnológica de imágenes en nuestros días. Considerados en su pura condición de “gags”, en cualquier caso, hay pocas diferencias entre las dos escenas. Lo que se nos escapa -y aceptamos con naturalidad- en el gesto de Indiana Jones, al igual que en el de David (o en el de los aviones israelíes que bombardean Palestina y el Líbano) es precisamente su radical facilidad, asociada a la superioridad tecnológica del vencedor como prueba también de su superioridad moral. El “gag” nos impone en forma de risa víscero-universal, nos imprime como divertida e hilarante la sencillez de despreciar al otro sin moverse del sitio, la facilidad tranquila y natural -e incluso moralmente justa- de apartar un obstáculo de nuestro camino desde lejos y mediante una fuerza mecánica irresitible.

Pero hay otro “gag” más reciente, colofón del género, al que desde entonces tratan de imitar todos los formatos y todos los autores. Me refiero al derribo de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del año 2001. Decir esto puede parecer escandaloso o provocativo, pero la verdad es que, en términos estrictamente técnicos, fue un buen “gag”, un “gag” excelente, en cierto sentido (lo que lo hace doblemente peligroso) un “gag” insuperable. Tan bueno es que incluso los supervivientes lo disfrutaron y siguen disfrutando; tan bueno es que todos sentimos la tentación de verlo una y otra vez; tan bueno es que las televisiones nos lo repitieron y nos lo repiten sin que lleguemos nunca a cansarnos. Es la obra maestra del género y lo que tenemos que preguntarnos más bien es si este género, incompatible con el relato, debe o no dominar el horizonte de nuestra percepción y qué consecuencias tiene para la humanidad misma su dominio. Al “gag” de las Torres Gemelas siguió luego el “gag” de Afganistán, el “gag” de la destrucción de Bagdad, el “gag” de Abu-Gharaib, el “gag” del bombardeo

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de Beirut, mezclados con otros “gags” menores, como el del tsunami de Indonesia, el terremoto de Pakistán o... el cabezazo de Zidane. Junto a todos ellos, y como su referencia “ideal” o “eidética”, tenemos el “gag” cotidiano de esa falsa cosa que llamamos mercancía, la cual se nos aparece en su novedad estrepitosa, desprovista de historia, fuera de todo relato, agotada en su fulgurante y breve aparición, derrocada inmediatamente por el gag-objeto que la desplaza en el mercado (horizonte de todos nuestros intercambios y todas nuestras percepciones). El gran poeta francés René Char escribió un poema necesariamente corto: “El relámpago se me hace largo” (“l'eclair me dure”). Pues bien, a nosotros, frente al gag y frente a la mercancía, los relatos se nos hacen largos; los libros, las catedrales, las explicaciones, las conversaciones se nos hacen largas; la muerte de 3.000 personas o la de 1.000.000 se nos hace larga; la realidad misma se nos hace larga. Y también, claro (para los que estamos en eso), la revolución se nos hace larga.

(Imaginemos, dicho sea de paso, lo larga que se nos hace la revolución cubana, lo impacientes que nos pone, tan poco divertida, tan alejada del “gag”, tan empeñada desde hace 50 años en construir un relato, el género más obsoleto, el más moderno, el menos post-moderno, en medio de esta sucesión hilarante de destructivos y emocionantes pasatiempos).

La pregunta que quiero hacerme aquí es si el tiempo de la mercantilización tecnológica de todo lo existente (lo que he llamado “gag”) es compatible con el tiempo de la cultura, si la combinación capitalista de tecnología y mercancía admite en su seno alguna forma de cultura. Pero para responder a esta cuestión conviene comenzar por definir este término, que tantas veces utilizamos de forma equívca o polisémica. Podemos interpretar el término “cultura”, en efecto, al menos de cuatro maneras:

- Por oposición a Naturaleza, como el conjunto de prácticas, técnicas y operaciones mediante las que el hombre toma distancia –y conciencia- respecto del ámbito natural, al que permanece sin embargo sujeto en la misma medida en que se opone a él (“el rechazo”, dirá Eagleton, “tanto del naturalismo como del idealismo, afirmando contra el primero el hecho de que dentro de la naturaleza hay algo que la excede y la desmonta; y contra el idealismo, que incluso la producción humana más elevada echa sus más humildes raíces en nuestro entorno biológico y natural”). Como diferencia antropológica elemental, la cultura implica la insuperabilidad del tiempo y del espacio, la división de la vida social en órdenes de existencia independientes (economía, política, religión) y en la discriminación de los propios productos (cosas de comer, cosas de usar, cosas de mirar). La condición paradójica de la obra de la cultura es que sólo puede ser una operación inconclusa; en efecto, esta actividad mediante la que los hombres se están separando ininterrumpidamente de la naturaleza por todos los medios no puede acabar nunca y una cultura capaz de triunfar definitivamente sobre la naturaleza se convertiría inmediatamente en otra naturaleza, tan inhumana como lo es la que regula la vida de los helechos o la reproducción de los insectos. En este sentido, la forma “mercancía”, como horizonte insuperable de la percepción, es sobre todo in-diferencia: consiste en borrar la frontera -laboriosamente mantenida bajo todas las civilizaciones anteriores- entre las cosas-de-comer, las cosas-de usar y las cosas-de-mirar para convertirlas todas por igual en puras satisfacciones digestivas, fuente inmediatamente de una insatisfacción superior. El capitalismo “se come” indistintamente (lo que llamamos “consumo”, servidumbre biológica de la existencia humana) manzanas y catedrales, hamburguesas y automóviles, helados y paisajes. Al mismo tiempo, esta in-diferencia es

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inseparable de la ilusión de i-limitación: el “gag” mercancía no es más que la publicidad de un sistema que publicita la eternidad de sí mismo; es decir, la victoria definitiva y total sobre la naturaleza de que la que, sin embargo, depende. Esta ilusión imperial de inmortalidad es a un tiempo velo y motor de la destrucción irreversible del planeta y de todos sus recursos; esta ilusión de inmortalidad -por así decirlo- mata; esta ilusión de inmortalidad amenaza por igual el mundo natural y el mundo cultural, que sólo puede superar al primero sosteniéndose en él.

- La “cultura” puede ser también concebida como uno de los órdenes concretos de la diferencia antropológica, aquél que reúne en un lugar social separado (para la producción y para el disfrute) un conjunto de obras (artísticas, arquitectónicas, musicales, literarias), orientadas a establecer simultaneamente un tiempo más largo que la vida de un hombre y un espacio compartido por todos los hombres. Es el lugar precisamente de las “maravillas” o “cosas de mirar” (con los ojos o con la mente), el cual en nuestra tradición occidental ha sido casi enteramente identificado con lo que llamamos “alta cultura”. Pues bien, la disolución de todos los órdenes de la existencia en el gag cotidiano del “consumo” acelerado e ininterrumpido de mercancías no respeta tampoco el tiempo largo de los objetos culturales. La privatización de las semillas, del color azul de los güipiles guatemaltecos, de las posturas de Yoga -como denunciaba hace poco el gobierno indio- amenaza con afectar también al Partenón o al Coliseo de Roma, cuya gestión se ha propuesto confiar a una empresa privada; y abate bajo su lógica hilarante los libros, los monumentos y los museos. No hay nada eterno bajo el capitalismo, salvo su propia capacidad para destruir y reproducirse. La necesidad subjetiva de imitar a la mercancía por parte de un cuerpo expuesto al envejecimiento y la muerte ha convertido el negocio de la cosmética y la cirugía estética en el sector económico más rentable después del de las armas y el de las drogas: el cuerpo mismo debe ofrecerse como un “gag” siempre nuevo en una sociedad en la que hay que escoger entre ser consumido o despreciado. El diario español El País resumía el asunto muy bien el 13 de marzo del 2005 en un reportaje sobre la cirugía estética de título “Bisturí para todos”, dedicado a “hombres que no quieren perder oportunidades laborales por unas ojeras”. Pero, ¿y Las Meninas de Velázquez? ¿Y La Maja Desnuda de Goya? El problema de las Meninas es que no se pueden mejorar, no necesitan rejuvenecer, no se pueden “renovar” : son siempre iguales a sí mismas y su valor consiste precisamente en que lo sigan siendo por encima de modas o tendencias. Por eso la página web Marketing para Museos, dirigida por María Rosario Sanguinetti, explica por ejemplo cómo convertir el museo en un supermercado entre cuyas mercancías -una más junto a las postales, los libros y los sandwich de la cafetería- se encontrará tembién la “resistente” obra clásica, que habrá que vender como “nueva” cada cierto tiempo para que la disminución de público-mercancía no acabe perjudicando el negocio. Leyendo los consejos de esa página, los españoles podemos deducir que la mayor parte de las restauraciones de cuadros del Museo del Prado en los últimos años, sospechosamente frecuentes, son en realidad estrategias de marketing destinadas a convertir en “gag” visual el relato trabajoso del que depende la comprensión de Velázquez o de Goya. Cuerpos y cuadros, “restaurados” por igual, desaparecen en el horizonte indiferente de la digestión.

- La “cultura” define también un conjunto de valores, creencias y reglas idiosincrásicas (la paideia de un grupo social) por oposición a las de otros grupos o comunidades humanas. Se habla así de “cultura francesa” o de “cultura occidental” o de “cultura islámica”, aunque cada vez es mayor la tendencia a sustituir este término por el de

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“civilización”, cuyas prestaciones ideológicas son más claras; así, por ejemplo, la “cultura occidental” sería una “civilización” mientras que la “cultura islámica” sería más bien una “cultura antropológica”. El paso –quizás no inevitable, pero sí históricamente frecuente- del primer al tercer concepto de cultura, y las confusiones a las que se presta, viene ilustrado por la propia evolución etimológica del vocablo: la raíz latina colere (habitar y cultivar, el gran salto adelante del hombre neolítico) da lugar a la palabra colono, de donde se deriva colonialismo, la práctica violenta del que va a habitar y “cultivar” la tierra de otros y al mismo tiempo a imponerle sus creencias y sus valores. A medida que la naturaleza ofrece menos resistencia a “nuestra” cultura, las otras culturas ocupan el lugar de la naturaleza. También en este sentido el capitalismo ha demostrado todo su poder de destrucción. Si hay algún peligro en identificar teóricamente diversidad biológica y diversidad cultural (porque las culturas no son ecosistemas en los que, por ejemplo, la ablación del clítoris, la persecución de las “brujas” o el linchamiento sean necesarios para la reproducción del conjunto), la misma in-diferencia mercantil que se apropia y reduce la variedad natural, se apropia y reduce también la variedad cultural: desde las semillas -uno de los grandes inventos del hombre- hasta la música, la plurilocalidad cultural va cediendo terreno a una monotonía industrial en colores que necesita, además, justificar teológicamente su agresión nombrando una y otra vez aquello precisamente que destruye: la civilización. La capacidad del capitalismo para producir mercancías -falsas cosas- es inversamente proporcional a su capacidad para producir relaciones concretas . El mismo movimiento con el que creemos defender la “cultura estadounidense” o la “cultura occidental” destruye la posibilidad de contratos identitarios entre los hombres y entre los pueblos y, en consecuencia, la posibilidad misma de toda diferencia cultural.

- Tenemos finalmente, el concepto de “cultura” como opuesto a “ignorancia”; es decir, como las condiciones materiales y mentales de un acceso vertical descendente a la propia tradición (memoria), un acceso horizontal a la existencia de los otros (imaginación) y un acceso vertical ascendente a la comunidad invisible de los hombres y de las cosas (pensamiento). Este triple acceso, desigualmente explorado por las distintas sociedades, parece hoy paradójicamente bloqueado por la posibilidad tecnológica misma, sin precedentes, de almacenar datos, fabricar imágenes y universalizar conceptos. En este sentido, el capitalismo opera siempre en el marco más utópicamente radical que quepa representarse. Apunta siempre, y siempre con un éxito dolorosísimo, a la cuadratura del círculo: quiere que haya cada vez más mercancías y cada vez menos cosas, quiere que haya cada vez más imágenes y menos imaginación, quiere que haya cada vez más libros y menos lectores, quiere que haya cada vez más información y menos conocimiento, quiere que haya cada vez más archivos y menos memoria. Esta contradicción cultural, inscrita en la ráiz material misma del capitalismo, sólo puede conducir -salvo una intervención revolucionaria- o a la destrucción de la cultura o a la destrucción de la humanidad misma.

En esta breve intervención no tengo tiempo sino para plantear la cuestión; es decir, para invitar a reflexionar sobre el modo en que estos cuatro conceptos de “cultura” sobreviven –y conviven- bajo la agresión sin precedentes de un régimen de producción económica y de constitución social “idealista” (en el sentido de Eagleton) que parece haber triunfado definitivamente sobre la Naturaleza –material y filosóficamente- y en el que sobrehumanidad y prehumanidad se confunden sobre el horizonte de la renovación acelerada de las mercancías, “la reproductibilidad técnica de la vida” (por decirlo con De Carolis) y la guerra permanente con medios incontrolables. Lo que desde los años

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cincuenta el filósofo alemán Gunther Anders llamó “desnivel prometeico”, respecto de la tecnología pero también respecto del “aparato” íntegro de las relaciones globales, conduce a una especie de catástrofe de las representaciones, al derrumbe definitivo de nuestra “capacidad de representar”. De otra manera, esta disolución de las “representaciones” en el tiempo continuo del “gag” puro es lo que otro filósofo, esta vez francés, Bernard Stiegler, ha llamado “miseria simbólica” para referirse a la erosión estructural (que él interpreta sobre todo en clave tecnológica) de nuestra capacidad para establecer “vínculos” o “contratos” a través de depósitos u objetos materiales inscritos en un espacio común. Para Stiegler esta erosión induce el colapso del principio de individuación mismo, así como de ese “narcisismo primordial” que determina que uno no pueda amarse a sí mismo sino a través de una instancia común o colectiva, de una comunidad social, política y cultural elaborada mediante una acción compartida. Lo que queda es eso que yo llamo “el yo en la época de su reproductibilidad tecnológica”, una inflación de “egos estereotipados” conectados por separado, como en una hemodiálisis venenosa, a la misma duración privada, privatizada, mercantilizada; conectados de espaldas al mismo gag, asqueados y necesitados de esta interminable digestión. Ninguna imagen puede rendir cuentas mejor de este destino que la que me ha proporcionado la cabina del avión en que he llegado hasta Cuba y que me evocaba esa otra, forjada por Platón hace 2400 años, del conocido mito de la Caverna. He viajado, sí, en uno de esos aviones nuevos en los que cada asiento tiene su propia pantalla de televisión y en la que, por tanto, ni siquiera hay que alzar la cabeza -con el peligro de un encuentro o una conversación- para ensimismarse en la pasividad temporal generalizada. La tecnología ha permitido también personalizar el abandono de uno mismo, individualizar las vías de perderse en el estereotipo vacío de la separación común. Esta es la imagen del mundo que yo veía desde la parte de atrás de la cabina del avión: la de una fila de hombres, unos detrás de otros, que se están dando la espalda... y en la espalda de cada uno de ellos, donde se le ha incrustado una pantalla, el que viene detrás está viendo un gag .

No hace falta ni siquiera propaganda. El capitalismo es materialmente un nihilismo. Un filósofo chino contemporáneo de Sócrates expuso hace muchos siglos la paradoja del individualismo extremo: “No sacrificaré un solo cabello de mi cabeza aunque de ello dependa la salvación de todo el universo”. Bajo el dominio capitalista del gag, la misma paradoja adopta hoy esta nueva formulación: “No me importa nada que sobrevenga el apocalipsis con tal de que pueda verlo por televisión”.