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CULTURAS Y GENERACIONES. ACTITUDES Y VALORES HACIA
LA EDUCACIÓN, EL TRABAJO Y EL CONSUMO EN TRES
GENERACIONES DE JÓVENES ESPAÑOLES
CULTURES AND GENERATIONS. ATTITUDES AND VALUES TO
EDUCATION, LABOR AND CONSUMPTION IN THREE GENERATIONS OF
YOUNG SPANISH
José Francisco Durán Vázquez
Universidad de Vigo
Eduardo Duque
Universidade Católica Portuguesa
Recibido: 06/05/2016 - Aceptado: 01/09/2016
Resumen
El presente artículo tiene por finalidad describir y analizar las actitudes y los valores
hacia la educación, el trabajo y el consumo, así como las representaciones del tiempo,
de tres generaciones de jóvenes españoles durante las etapas del capitalismo de
producción y el de consumo. Durante este periodo los jóvenes de estas generaciones
cambiaron su orientación hacia estos ámbitos, cambiando también sus identidades. En la
primera parte del artículo se mostrará el contexto social general en el que se producen
dichos cambios, mientras que la segunda parte estará dedicada enteramente a la
descripción y al análisis de las generaciones que son el objeto principal de este estudio.
Aposta. Revista de Ciencias Sociales · ISSN 1696-7348 · Nº 72, Enero, Febrero y Marzo 2017http://www.apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/duran2.pdf
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apostarevista de ciencias socialesISSN 1696-7348 Nº 72, Enero, Febrero y Marzo 2017
Formato de citación: Durán Vázquez, J. F. y Duque, E. (2017). “Culturas y
generaciones. Actitudes y valores hacia la educación, el trabajo y el consumo en
tres generaciones de jóvenes españoles”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales,
72, 129-165, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/duran2.pdf
Palabras clave
Generaciones, educación, trabajo, consumo, tiempo.
Abstract
This article aims to describe and analyze the attitudes and values towards education,
work and consumption, as well as representations of time, three generations of young
Spaniards during the stages of capitalist production and consumption. During this
period the young people of these generations change their orientation to these areas,
also changing their identities. In the first part of the article will be shown the general
social context in which these changes will be displayed. While the second part will be
devoted entirely to the description and analysis of the generations that are the main
object of this study.
Keywords
Generations, education, work, consumption, time.
1. INTRODUCCIÓN
El objetivo del presente trabajo es describir y analizar los valores y las actitudes con
respecto al trabajo, la educación y el consumo, así como las representaciones del tiempo
de tres generaciones de españoles a lo largo del proceso que va del capitalismo de
producción al de consumo.
Según el planteamiento realizado, durante este periodo de tiempo las distintas
generaciones de jóvenes habrían modificado su orientación hacia cada uno de estos
ámbitos, modificando también sus valores y sus actitudes. De esta forma, la primera
generación se correspondería con la etapa del capitalismo de producción, momento en el
que la ética del trabajo y la cultura educativa tendrían todavía una importante dimensión
integradora en relación con los valores de una modernidad sólida, en la que rige también
una concepción del tiempo vinculada al mundo educativo y productivo. En este
contexto, la cultura del consumo aparece supeditada a la lógica imperante en las otras
dos culturas.
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La segunda generación coincide con un periodo de transición entre el capitalismo de
producción y el de consumo. Así, en una primera etapa, aproximadamente hasta
comienzos de los años 80, todavía se mantienen relativamente sólidas la cultura del
trabajo y la del consumo, pero a partir de este momento la cultura del consumo
comienza a cobrar una mayor fuerza en un contexto presidido por el paro, la precariedad
laboral y la prolongación de la edad escolar. De este modo, los valores del consumo
penetrarán gradualmente en las otras dos culturas, imponiendo su propia lógica y
también su particular representación del tiempo.
En la tercera generación la cultura del consumo logra una dimensión todavía más
preeminente, identificándose con ella la mayoría de los jóvenes. Dicha cultura incidirá
claramente en las otras dos –la del trabajo y la educativa–, que adquirirán un carácter
cada vez más instrumental. En este contexto se producirá una creciente separación entre
los universos de la educación, el trabajo y el consumo.
De acuerdo con este planteamiento, se han diferenciado tres generaciones de jóvenes:
los del periodo 1935-1945; los nacidos en la etapa 1955-1965; y finalmente los de la
generación 1975-1985. Cada una de estas generaciones será descrita y analizada en
función de su vinculación con la cultura escolar, la laboral y la del consumo, así como
con su particular representación del tiempo.
No obstante, como los cambios generacionales que vamos a analizar abarcan las dos
grandes etapas del capitalismo occidental –la de producción y la de consumo–, etapas
durante las cuales se han transformado las tres culturas aquí analizadas, y con ellas
también la identidad juvenil, consideramos necesario dedicar la primera parte del
presente trabajo a mostrar en qué han consistido dichos cambios, para así analizar con
más perspectiva las tres generaciones de jóvenes españoles objeto de nuestro estudio.
De este modo, el texto que sigue consta de dos grandes partes. Una primera en la que se
describe someramente las transformaciones de la educación, del trabajo y del consumo
en el contexto del proceso que va del capitalismo de producción al de consumo en el
mundo occidental. Una segunda parte, más extensa, que constituye el núcleo del
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presente trabajo, en la que se describen y analizan las tres generaciones de jóvenes
españoles en el contexto antes descrito, en relación con su orientación a la cultura
educativa, la laboral y la del consumo, así como con sus vivencias y representaciones
del tiempo. Finalizaremos con una síntesis a modo de conclusión en la que se expondrán
los principales resultados de este análisis.
2. LA EDUCACIÓN, EL TRABAJO Y EL PRIMER ESPÍRITU DEL
CAPITALISMO
La escuela emergió en el contexto de la sociedad industrial como una institución
eficiente, jerárquica y disciplinaria (Bowen, III 1985: 554 y ss; Varela, 1991: 175 y ss;
Fernández Enguita, 1990: 136; Gaudemar, 1986; Pollard, 1987: 257 y ss; Luzuriaga,
1994). Con este carácter se irá institucionalizando a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, tanto en Europa como en América (Bowen, III 1985: 554 y ss; Varela, 1991: 175 y
ss; Fernández Enguita, 1990: 136; Luzuriaga, 1994).
No obstante, la expansión de los sistemas educativos en la mayoría de los países
occidentales no se producirá hasta después de la Segunda Guerra Mundial (Prats-
Reventós, 2005: 230). En efecto, en un contexto de fuerte crecimiento económico, la
educación fue impulsada como uno de los principales agentes de dicho crecimiento
(Ortega, 1993: 89). Y por ello también como uno de los más importantes instrumentos
de la ideología moderna del logro. La jerarquía en ella imperante, con todas sus
regularidades disciplinarias (Foucault, 1999), fue percibida como la contrapartida
necesaria al esfuerzo que requería la lucha por el éxito académico.
Aquellos que no se integraban en este régimen escolar, porque no aspiraban tampoco a
futuros logros académicos, aceptaban sin embargo aquellas otras disciplinas del mundo
laboral, que comportaban también sus propias recompensas (Willis, 1988: 131). De este
modo, la cultura escolar y la del trabajo mantenían su coherencia, produciendo y
reproduciendo sus distintas recompensas, pero también sus órdenes jerárquicos y
disciplinarios. Esta situación era la propia de un momento en el que la cultura del
trabajo todavía se mantenía viva en una buena parte de la juventud, y en el que aún era
posible desarrollar dicha cultura sin las trabas del desempleo juvenil.
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Todo esta realidad comenzará a cambiar, especialmente a partir de la década de los 80
del siglo pasado, en un contexto presidido por el incremento de las tasas de desempleo
juvenil (Artiaga-Tovar-Fernández, 2014; Serrano, 2000; Beck, 2006: 144), y por la
prolongación de la edad escolar. En este escenario empezaron a perder fuerza los
valores del logro y del estatus vinculados al mundo laboral y al educativo, y con ellos
también las estructuras disciplinarias que regían en estos dos ámbitos.
Paralelamente, la cultura del consumo, ya plenamente establecida en el mundo
Occidental, al menos desde mediados del siglo pasado, cobró un mayor protagonismo
en la construcción de la identidad juvenil.
3. DE LA ÉTICA DEL TRABAJO A LA CULTURA DEL CONSUMO
El consumo asociado a la juventud empezó a cobrar fuerza, primero en Norteamérica
entre los años 20 y 30, y más tarde, después de la Segunda Guerra Mundial, en Europa
(Ewen, 1983; Savage, 2007; Bocock, 1995: 47-48). La incorporación a la edad adulta,
hasta ese momento presidida por los ritos de paso asociados a la transición al trabajo o a
la formación de una familia, se retrasó y se reemplazó por otro tipo de experiencias
vinculadas a los valores y a los estilos de vida promovidos por la cultura del consumo
(González-Anleo Sánchez, 2014: 96; Pais, 2003 y 2009).
A la amplia difusión de esta cultura contribuyó también el desarrollo de los sistemas
educativos de masas, que retrasaron y dilataron la incorporación de los jóvenes al
mundo del trabajo, prolongando su exposición al ámbito del consumo.
A partir de este momento comenzará a crecer la distancia entre jóvenes y adultos, a
medida que los primeros se afirmen cada vez más con respecto a los segundos en virtud
de sus particulares estilos de vida relacionados con el mundo del consumo.
Posteriormente –en Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial– esta
oposición se resolverá en imitación, cuando la juventud se erija en el modelo
generacional por excelencia de la cultura occidental.
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Comenzó así a crecer gradualmente la distancia entre jóvenes y adultos, a medida que
los segundos tenían menos experiencias que comunicar a los primeros para que éstos se
integrasen en un mundo que ya no era el suyo. Hasta hace poco tiempo –escribió
Margaret Mead–, “los mayores podían decir: ¿sabes una cosa?, yo he sido joven y tú
nunca has sido viejo. Pero los jóvenes de hoy pueden responder: tú nunca has sido
joven en el mundo en el que yo lo soy, y jamás podrás serlo” (Mead, 1971: 92). La
antropóloga norteamericana sintetizó así la idea de una ruptura generacional, a la que
conceptualizó con el término de prefiguración (1971: 91). En las culturas prefigurativas
–dijo– “hemos de reconocer que no tenemos descendientes, del mismo modo que
nuestros hijos no tienen antepasados” (Mead, 1971: 109).
Una de las manifestaciones más claras de dicha ruptura generacional, en un contexto de
prolongación de la edad escolar y de incremento del desempleo juvenil, fue la erosión
de la ética del trabajo y de las normas y los valores educativos bajo el imperativo de la
cultura del consumo (Moya, 1984: 339-40). Hasta ese momento ambas culturas, la del
trabajo y la educativa, habían coexistido, bien alimentándose, o incluso oponiéndose. En
este último caso, como bien había demostrado Willis (1988), los ritos de liberación de la
cultura escolar conllevaban la adhesión a los valores del trabajo identificados con el
mundo adulto. Dicho de otro modo, la oposición y la exaltación de la subjetividad
juvenil que tenía lugar en la esfera educativa, resultaba compensada en cierta medida
por la asunción del deber productivista vinculado a la edad adulta.
La cultura del consumo actúa, sin embargo, en otra dirección. Se expresa más en
términos del deseo que en el de la renuncia o el sacrificio. Se vincula más con la
independencia, la autonomía y la expresión de la propia identidad, que con la
pertenencia institucional. Apela más a los derechos del individuo que a los deberes
colectivos (Lipovestky, 2003: 39-40; 1994: 164 y ss; Featherstone, 2000: 142; Bauman,
2007). Es una cultura, en suma, más identificada con los ritos de liberación que con los
de incorporación (Bell, 1977: 164). Y por eso mismo también más vinculada al presente
que al futuro.
De una cultura del rechazo, más propia de los años 60 y 70, se pasó así a otra de
secesión (Gauchet, 2002: 138-39), escenificada por la creciente separación entre los
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espacios y los tiempos consagrados al ocio y al consumo y aquellos otros dedicados a la
educación y al trabajo.
Los rituales delatan la dirección y el significado de este cambio. Si para las
generaciones más socializadas en la cultura educativa y productiva marcaban los
distintos momentos de una trayectoria a través de los diferentes universos
institucionales, celebrando la liberación de un orden para ingresar en el otro. Para los
jóvenes más socializados en la cultura del consumo se identifican más con los ritos de
liberación que con los de incorporación (Bell, 1977: 164); ritos que se desenvuelven en
el ámbito de su esfera más estrecha y particular (Conde, 1999: 64; González-Anleo,
2014: 130-131), sin otras proyecciones que las del presente.
En la segunda parte de este trabajo queremos ilustrar la dinámica de este cambio
generacional a través del análisis de tres generaciones de jóvenes españoles en relación
con sus actitudes hacia la educación, el trabajo y el consumo, y también con sus
representaciones del tiempo.
4. EDUCACIÓN, TRABAJO Y CONSUMO EN TRES GENERACIONES DE
JÓVENES ESPAÑOLES
4.1. CONCEPTOS, OBJETIVOS Y FUENTES
Antes de adentrarnos en el objetivo principal de la segunda parte de este trabajo, es
preciso aclarar, aunque sea brevemente, tres de los conceptos centrales que lo articulan;
a saber, juventud, generación y culturas.
Desde una perspectiva elemental pueden considerarse jóvenes todas aquellas personas
que han abandonado la infancia sin haber alcanzado todavía plenamente la edad adulta.
Pero, como es evidente, esta diferenciación es poco clarificadora, toda vez que cada
sociedad tiene su propia manera de entender esta etapa de la vida (Becci y Julia, 1998;
Lévi y Schmitt, 1996).
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Desde este punto de vista, en las tres generaciones que se analizarán a continuación la
duración de la juventud estará determinada por la más temprana o tardía incorporación
de los jóvenes a los ámbitos institucionales propios del mundo adulto [1]. Y la identidad
juvenil vendrá conformada a partir de las experiencias sociales y culturales que
constituyen el marco de la historia compartida por los miembros de cada generación
(Margulis y Urresti, 1996: 26). Estas experiencias se construirán, en el caso de las tres
generaciones que hemos diferenciado en este estudio, a partir de la participación de los
sujetos en las tres culturas objeto de nuestro análisis- la educativa, la laboral y la del
consumo- configurando así una determinada memoria, y también una serie de valores y
de expectativas.
En este contexto cobra precisamente sentido el concepto de generación (Manheim,
1990). En efecto, la generación es más que una coincidencia cronológica (Martín
Serrano, 1994: 18), puesto que conlleva una serie de experiencias, actitudes y valores
comunes en relación con diversos ámbitos sociales y culturales. Experiencias y actitudes
que serán más o menos fuertes en virtud de su capacidad para articular la vida social e
individual de los miembros de cada generación.
El trabajo, la educación y el consumo han funcionado precisamente a lo largo de las
distintas etapas de la modernidad como universos culturales que han condicionado las
experiencias, los valores y las aspiraciones de los individuos. El trabajo y la educación
al ser los instrumentos principales del progreso individual y colectivo; los medios más
legítimos de posicionar a los individuos en la sociedad, y también los escenarios por
antonomasia de la integración social y del cumplimiento del deber moral. El consumo,
al haber impulsado, en una segunda fase de la modernidad, una cultura más
individualista centrada en la autonomía y la expresión del propio yo; más inclinada al
hedonismo y al bienestar personal, y también más focalizada en el presente.
En la medida en que estos tres ámbitos culturales han sido reconocidos por los jóvenes
de cada generación como parte importante de sus procesos de socialización, otorgando
un determinado sentido a sus respectivas biografías, más han entrado a formar parte de
1 Así, por ejemplo, la encuesta de Juventud de 1960 estableció como periodo juvenil el comprendido entre
los 16 y los 20 años, considerando que a los 21 años se incorporaban los varones al servicio militar,
abandonando así la juventud para integrarse en los escenarios del mundo adulto (De Miguel, 2000: 22).
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sus particulares mundos de vida. Por el contrario, cuanto menos capacidad han tenido
para producir y reproducir la identidad juvenil, para articularla y otorgarle un
determinado sentido, más ajenos han estado a sus experiencias, valores y expectativas
de vida. Con este criterio se analizará la fuerza de cada una de estas culturas en las tres
generaciones objeto de este estudio.
Precisemos una importante cuestión más. La juventud no puede ser percibida
únicamente como una categoría de edad, en ella influyen otras variables que también
intervienen en su configuración, como por ejemplo la clase social (Martín Criado, 1998:
67 y ss). La cuestión que en este caso se plantea es si estas variables ejercen tanta
influencia que no tendría sentido referirse a la juventud como una experiencia socio-
cultural común.
Sin negar la diversidad de circunstancias que configuran la condición de ser joven,
creemos que es posible observar ciertas actitudes y experiencias comunes relativas a la
juventud de cada periodo que es posible analizar, explicar y comprender en términos
generacionales (Elzo, 1999: 404-405). Estos elementos comunes se vinculan, en el caso
particular de este estudio, a la relación mantenida por los miembros de cada generación
con las esferas de la educación, del trabajo y del consumo en el contexto del proceso
que va del capitalismo de producción al de consumo.
Con este criterio hemos diferenciado tres generaciones. La primera se correspondería
con los nacidos en el periodo 1935-1945, socializados fundamentalmente en la ética del
trabajo. Con una mayor orientación al logro en relación con sus deseos de movilidad
social proyectados sobre el ámbito laboral. La mayoría de los jóvenes de esta
generación quieren liberarse de las ataduras del mundo tradicional para entrar en las
estructuras institucionales y disciplinarias del mundo urbano e industrial. Miran por ello
al pasado desde su situación presente con la intención de mejorarla en el futuro.
La segunda generación, periodo 1955-1965, pertenece a un momento de transición, en
el que la cultura del consumo va cobrando un mayor protagonismo con respecto a la del
trabajo y a la educativa, pero sin erosionarlas sustancialmente. Los miembros de esta
generación –especialmente los que están en la segunda etapa de su juventud–
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mantendrán todavía por tanto una orientación hacia el logro educativo y el laboral,
aunque esta orientación será bastante más débil, sobre todo en los nacidos al final de
este periodo, anunciando los valores dominantes en la siguiente generación.
Es una juventud que pretende liberarse de los esfuerzos y de los sacrificios de sus
padres, pero aceptando aún en cierta medida la sumisión a las estructuras institucionales
del mundo educativo y productivo; aunque esta aceptación va perdiendo fuerza, sobre
todo en los jóvenes nacidos en la década de los 60. En este contexto comienzan a
adquirir un mayor protagonismo los valores del consumo, interviniendo cada vez más
en la conformación de las biografías juveniles. Y con ellos también emerge una
representación del tiempo cada vez más vinculada al presente.
Por último, la tercera generación, la de los nacidos entre 1975-1985, es la conformada
por los jóvenes que se definen ante todo como consumidores, tal como lo atestiguan las
diferentes encuestas desde 1994 (González Blasco, 1999: 252). Se trata, por ello, de la
generación más plenamente socializada en los valores del consumo, que van a ejercer
una mayor influencia sobre el ámbito educativo y el laboral, contribuyendo a
transformar las expectativas de los jóvenes hacia cada una de estas culturas, que
finalmente resultarían atravesadas por la cultura del consumo. Su meta es la autonomía
y la liberación, más que la incorporación. Es por ello la generación más rupturista, con
una orientación temporal presentista, sin vínculos ni proyecciones hacia el futuro.
Para realizar este estudio se han analizado fundamentalmente los Informes de Juventud
que se vienen publicando periódicamente en España desde 1960 bajo el patrocinio de
distintas instituciones. Informes que proporcionan un completo cuadro temporal de la
evolución de las actitudes de este grupo de edad (De Miguel, 2000: 15).
4.2. GENERACIONES
En lo que sigue se describirán y analizarán las principales características de cada una de
las generaciones que hemos diferenciado en función de su vinculación con las culturas
de la educación, del trabajo y del consumo, así como con sus representaciones del
tiempo.
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4.2.1. GENERACIÓN 1935-1945
Es la generación menos identificada con una hipotética cultura juvenil o adolescente,
puesto que en su juventud el modelo social a imitar era aún el de los adultos,
representados sobre todo por la figura del padre. En este rol paterno se reconocían
todavía muchos de ellos, y por tanto también en las estructuras de una familia jerárquica
con fuertes divisiones de género. Así aparecía al menos reflejado en la encuesta de
Juventud de 1960 [2] (De Lora, 1965: 63 y ss; 119 y ss).
Se trata también de la generación que más tempranamente abandonará la juventud,
debido a su pronta incorporación a los escenarios del mundo adulto. De hecho, la
mayoría de estos jóvenes aspiraban como ideal de vida a conseguir un trabajo y a
casarse (De Miguel, 2000: 22; De Lora, 1965: 169).
Es una generación educada todavía en su infancia en la cultura del ahorro vinculada al
capitalismo de producción; cultura con la que romperá más tarde, ya en edad adulta,
coincidiendo con la etapa del desarrollismo de los años 60. Es también la generación
más socializada en la ética del trabajo, en virtud de su corta trayectoria académica, su
temprana incorporación al mundo laboral y de su reducida capacidad de consumo.
Al coincidir con el comienzo del desarrollismo y de la industrialización, muchos de
estos jóvenes provenientes del mundo rural tradicional, apostarán por ingresar en las
estructuras institucionales y disciplinarias del mundo urbano e industrial como parte de
sus aspiraciones de movilidad social. Hecho que ya era bien visible estadísticamente a la
altura de 1960 (De Miguel, 2000: 45 y 62-63).
Es una generación en la que predomina una dimensión temporal en la que el pasado
todavía cuenta, aunque sea como deseo de superación hacia el futuro. Un futuro que en
unos casos –el de la mayoría de los estratos sociales– representa la expectativa de
mejorar la posición social de los padres; y en otros –en el de los grupos sociales más
favorecidos– se visualiza como reproducción de experiencias de clase.
2 La encuesta de Juventud de 1960 se realizó a una muestra de jóvenes comprendidos entre los 16 y los 20
años de edad; concretamente a 1318 varones y a 421 mujeres (vid. nota 1).
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Tracemos, pues, a continuación más pormenorizadamente las características de los
jóvenes de esta generación desde el punto de vista de su orientación hacia las culturas
objeto de nuestro estudio.
• Educación
Desde la perspectiva educativa es la generación con más baja participación académica,
tanto en estudios secundarios como en universitarios. En 1960 únicamente estudiaban el
25% de los jóvenes comprendidos entre 15 y 20 años, con un importante componente de
clase (Beltran, 1984: 24). En efecto, según los datos de la encuesta de juventud de 1960,
8 de cada 10 estudiantes procedían de padres de clase media u acomodada, mientras que
sólo 1 de cada 10 tenía padres obreros (De Lora, 1965: 57-58). Todavía en 1970
únicamente el 8% de los estudiantes universitarios eran hijos de obreros (De Miguel,
2000: 44 y ss). La educación actuaba así como un potente mecanismo de reproducción
social, pues no sólo eran mayoría los estudiantes de niveles medios y superiores que
procedían de familias con cualificaciones académicas –únicamente el 8% eran hijos de
obreros–, sino también los que elegían estudios del agrado de sus padres (De Lora,
1965: 69). Padres con los que los estudiantes se sentían tan identificados, que los
consideraban modelos a imitar, incluso por encima de personajes históricos o públicos
(De Lora, 1965: 119).
No obstante, y a pesar de su escasa participación educativa, la educación era percibida
por los hijos de los obreros como un mecanismo de movilidad social, en relación con las
posibilidades que parecía ofrecer el medio industrial, pero también por el prestigio que
se atribuía a la posesión de un determinado nivel cultural. Así, en la encuesta de
juventud de 1960, la mayoría de los jóvenes con trabajos no agrarios, al ser preguntados
por los estudios que desearían realizar, la mayoría optaba preferentemente por los de
carácter técnico de nivel medio (De Miguel, 2000: 64); considerando, asimismo, que la
cultura era “lo más importante para situarle a uno en la sociedad”, aunque eso sí, por
detrás del dinero (De Lora, 1965: 174). Se trataba sin embargo de una aspiración más
que de una posibilidad, pues, tal como se ha visto, en la inmensa mayoría de los casos,
la educación actuaba como un mecanismo de reproducción social.
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• Trabajo
La cultura del trabajo era relativamente fuerte en los jóvenes de esta generación. En
realidad, para muchos de ellos no existían otras culturas que compitiesen eficazmente
con la laboral, ocupación principal de la mayoría [3]. Esta presencia temprana del
trabajo reforzaba, pues, sus vínculos con esta esfera. Así aparecía reflejado en su
sistema de valores. En efecto, entre las cualidades que más decían admirar de sus padres
los jóvenes de 1960, con independencia de su clase social [4], se encontraba el “ser
trabajador” y el tener “sentido del negocio” (De Lora, 1965: 59-60). El trabajo como
ideal de vida conformaba de este modo la mentalidad de la mayoría de ellos, no sólo por
razones de orden material –las del salario– sino también por lo que significaba en
términos de cumplimiento del deber personal, social y moral (Muñoz Carrión, 1994:
216). El mundo laboral y el familiar constituían de este modo el fundamento de las
aspiraciones de los miembros de esta generación (De Lora, 1965: 168-169).
Esta valoración del trabajo seguía estando presente muchos años después en los que
habían sido jóvenes en la primera mitad de los años 60, y que se encontraban en la
mediana edad en 1994. En efecto, tal como ponía de manifiesto la encuesta del CIS de
ese año, en la que se preguntaba sobre “si la autorrealización personal se conseguía en el
trabajo o fuera de él”; entre el 42 y el 44% de los adultos de mediana edad encuestados
respondieron que era allí donde la lograban, frente al 28-24% que situaba esta
realización fuera de esta actividad. Por el contrario, en los jóvenes de 15 a 25 años esta
relación prácticamente se invertía (Andrés Orizo, 2001: 236-344).
• Consumo
Mientras que la cultura del trabajo tenía una fuerte ascendencia para los jóvenes de esta
generación, la del consumo apenas estaba presente. La moda, que será una de las
principales manifestaciones de dicha cultura en los jóvenes de las generaciones
3 Según la encuesta de Juventud de 1960, el 66% de los jóvenes encuestados entre 16 y 20 años se
encontraba precisamente en dicha situación (De Miguel, 2000: 141). 4 En la citada encuesta de 1960 se dividió a los jóvenes en 3 grupos: estudiantes, campesinos y
trabajadores (De Lora, 1965).
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posteriores, apenas era valorada por la mayoría de la juventud de esta genración, al
menos a tenor del escaso repertorio de su vestuario (De Miguel, 2000: 36). En cuanto al
ocio, otro de los aspectos que posteriormente más se vinculará con el estilo de vida
juvenil, no aparecía entre las dimensiones que estos jóvenes consideraban que iban a ser
más importantes en sus experiencias futuras. Así, la encuesta de juventud de 1960, al
preguntar a los estudiantes –que tradicionalmente son los que más tiempo y más libertad
tienen para disfrutar de la vida– sobre las “actividades que en el futuro esperaban que
les fueran a dar mayor satisfacción”, únicamente el 8% destacaba el ocio entre ellas,
frente al 47% que valoraba la profesión (De Miguel, 2000: 63-64). Aun así, en contraste
con sus padres, comenzaban a apreciar el entretenimiento y la diversión como ámbitos a
tener en cuenta también en la vida (De Lora, 1965: 65). El sacrificio y el trabajo duro,
como principales ejes de la existencia, empezaban a compaginarse, en una generación
que ya no había conocido la guerra, con otras actitudes más proclives a disfrutar algo de
la vida. Pero este disfrute se concebía más como el necesario descanso reparador que
compensaba los sacrificios y los esfuerzos laborales, que como un tiempo cargado con
su propio significado (Comas, 2000: 15).
• Tiempo
Las representaciones del tiempo juveniles se vinculaban con el deseo de superar el
pasado de la sociedad agraria y preindustrial para integrarse en el futuro del mundo
urbano e industrial. En otras palabras, los sacrificios del presente estaban orientados a la
superación del pasado, pensando en una mejor vida futura. Esta idea de la gratificación
postergada quizás se relacione con el desacuerdo que mostraban la mayoría de estos
jóvenes –concretamente el 63%–, con la pregunta que se les planteaba en la encuesta del
CIS de 1967, a saber “el futuro es tan inseguro para los jóvenes que mejor es vivir al
día” (De Miguel, 2000: 258; Muñoz Carrión, 1994: 213-214). El futuro representaba
para la mayoría de ellos, por el contrario, la posibilidad de superar las limitaciones del
presente o, cuando menos, en el caso de los hijos de las clases más privilegiadas, de
reproducir sus condiciones sociales; por ello, acaso, más de la mitad de los jóvenes
(52%) creían en 1968 que les aguardaba un futuro prometedor, siendo muy pocos (16%)
los que lo enfrentaban con una actitud pesimista (Muñoz Carrión, 1994: 207-208).
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En resumen, se trata de una generación situada a medio camino entre el mundo
tradicional y el moderno. Que continúa valorando las estructuras de una familia basada
en las divisiones de género, con todas las jerarquías que de ella se desprenden, sin
abiertas discrepancias con sus padres, a los que aún ven como modelos (De Lora, 1965:
119 y ss). Se trata de una juventud que valora también el ámbito del trabajo y de la
educación, no sólo como parte del cumplimiento de un deber moral, sino también como
la expresión del deseo de progreso social e individual.
No obstante, comienzan a reclamar más libertad, aunque se trate de una libertad de
hacer más que de pensar (Velarde, 1994: 107). Si bien el ocio no está en el centro de sus
preocupaciones presentes o futuras, aspiran ya a una vida más desahogada en la que
quepan también momentos para el entretenimiento (De Lora, 1965: 62 y ss), aunque al
margen de lo que pudiera llamarse una cultura del ocio (Comas, 2000: 13-14).
Apuestan más por la integración que por la liberación, como lo pone de manifiesto la
aceptación de los valores jerárquicos e institucionales, señalados por la actitud positiva
de la mayoría de ellos hacia las instituciones más vinculadas con la autoridad y el orden
(De Miguel, 2000: 67 y ss).
Muchos de las actitudes y de los valores de los jóvenes de esta generación van a
experimentar importantes cambios en la juventud de la siguiente generación. Cambios
que, como veremos, emergerán gradualmente, haciéndose más visibles en los nacidos
iniciada ya la década de los 60.
4.2.2. GENERACIÓN 1955-1965
Se trata de la primera generación de jóvenes que participa en las tres culturas –la
educativa, la laboral y la del consumo– coincidiendo con la fase de transición entre el
capitalismo de producción y el de consumo.
Su experiencia en el mundo del consumo será por ello cada vez más fuerte, mientras que
su actitud con respecto a las otras dos culturas será más cambiante, pasando de una
orientación educativa y laboral más sólida –aproximadamente hasta comienzos de los
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años 80–, a otra en la que se debilitan ambas culturas. Todo ello incidirá también en sus
actitudes temporales, que adquirirán un carácter cada vez más presentista.
A diferencia de la anterior, los jóvenes de esta generación muestran una actitud más
rupturista con sus padres, a medida que se identifican cada vez más con los amigos.
Contrariamente también a los jóvenes que les precedieron, la mayoría de estos jóvenes
manifiestan un abierto desacuerdo con las estructuras familiares patriarcales, siendo
partidarios de una familia más igualitaria y participativa (Velarde, 1994: 108 y ss).
Analicemos seguidamente el contenido de sus actitudes hacia cada una de las culturas
objeto de este estudio.
• Educación
En el ámbito educativo, será la generación que protagonizará –especialmente los
nacidos en la década de los 60– la expansión educativa en sus distintos niveles [5]. No
obstante, al coincidir dicha expansión con una etapa de crisis económica, se observa
también un progresivo descenso de las expectativas con respecto a los estudios. De
hecho, en 1975 el 21% tenía confianza en que los estudios le sirviesen para tener éxito
en la vida; sin embargo en 1982 esta cifra había descendido al 10%. Este descenso de
las expectativas escolares se reflejaba también en el porcentaje de jóvenes que entre
1977 y 1982 optaban por continuar sus estudios o comenzar a trabajar. Los primeros
eran más en 1977, 59% frente a 36%, invirtiéndose la situación en 1982, 38% y 59%
respectivamente; inversión que era todavía mucho más clara en las clases bajas y
medias-bajas que en las medias y medias-altas, en las que un 41% de los jóvenes
confiaban en que los estudios mejorarían su vida. A partir de mediados de los años 80
estas cifras se reequilibran, manteniéndose así hasta el final de la década (Martín
Escudero, 1994: 130-131). No obstante, en general, seguían siendo mayoría los que
albergaban la esperanza de que sus títulos les ayudasen a conseguir un trabajo
satisfactorio, tal como mostraban las encuestas realizadas entre 1974 y 1984 (Martín
Escudero, 1994: 146; Beltrán, 1984: 65 y ss).
5 Mientras que en 1960 sólo el 25% de los jóvenes menores de 21 años estaba estudiando, a mediados de
los 80 esta cifra se había elevado al 60%, y en el 91 era ya del 64% (Beltrán, 1984: 55; De Miguel, 1992:
593).
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No obstante, en este contexto se observaban importantes diferencias de clase. Al menos
estas eran las conclusiones que extraía Alfonso Ortí de sus análisis de los Grupos de
discusión organizados en 1982 entre jóvenes de las distintas clases sociales (citado en
Beltrán, 1984: 200-201). En dichos grupos los jóvenes de clase alta y media-alta tenían
una orientación positiva hacia los estudios como camino para el éxito profesional,
mientras que los de las clases obreras urbanas aspiraban a incorporarse al trabajo para
poder así integrarse en el mundo adulto. A medio camino entre unos y otros,
compartiendo ambas actitudes, se situaban los hijos de las clases medias-bajas urbanas.
En estas circunstancias no existía, pues, una clara oposición entre la cultura laboral y la
escolar. Para los jóvenes de clase obrera urbana, la liberación de la cultura escolar
suponía la adhesión al mundo del trabajo con todas las obligaciones requeridas; para los
jóvenes de clase alta y media-alta, la vinculación al curriculum escolar se relacionaba
con un posterior logro profesional.
Esta situación iba a cambiar gradualmente a partir de mediados de los años 80, a medida
que se reducían las expectativas sobre los estudios en relación con un mundo laboral
cada vez más precario, hecho que, tal como se ha visto, comenzaba ya a apreciarse en la
encuesta de 1982. En efecto, la gratificación aplazada vinculada a la educación iba a
proyectarse en unos casos como deseo inaplazado sobre el mundo del empleo, un
mundo que cada vez ofrecía menos oportunidades; en otros iba a convertirse en el
medio para postergar la entrada en el mundo del trabajo. Entre 1981 y 1991 el paro
juvenil se redujo del 23% al 12% como consecuencia de la ampliación del número de
estudiantes (De Miguel, 1992: 593). Estas circunstancias contribuirán a debilitar la ética
del trabajo y la cultura educativa en un contexto de creciente socialización de los
jóvenes en la cultura del consumo.
• Trabajo
¿Qué ocurre con la cultura trabajo? Se advierte también una transición, sobre todo a
partir de los años 80. En primer lugar, en lo que se refiere a la tasa de actividad juvenil,
que comienza a descender notablemente a partir de mediados de los años 70,
acentuándose dicho descenso en los 80, hasta situarse en el 19% en 1982 para la
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población comprendida entre 15 y 20 años. Proceso que corre paralelo, como cabría
esperar, al incremento constante de la población escolar (Beltrán, 1984: 25 y ss).
Este contexto, en el que se prolonga la etapa de una juventud cada vez más alejada del
mundo trabajo y más estrechamente en contacto con otros ámbitos de socialización,
influirá notablemente en la mentalidad juvenil (González Blasco, 1994: 65-66), y en
particular en el ámbito de sus actitudes con respecto al trabajo.
En efecto, hasta comienzos de los años 80 el trabajo todavía estaba asociado a la
obligación moral y a la realización personal y social, aunque con importantes
diferencias de clase. Al menos esto era lo que se desprendía de la investigación
cualitativa realizada por Alfonso Ortí en 1982 (citado en Beltrán, 1984: 200-201). Así,
para los jóvenes de familias urbanas obreras el trabajo se consideraba como el medio
principal para incorporarse al mundo adulto; pero también como parte de una relación
intergeneracional que implicaba ciertas obligaciones de los hijos para con los padres
para saldar así una deuda familiar reconocida. Sin embargo, para los estudiantes de BUP
y COU de clases medias-altas y altas, el valor positivo del trabajo se asociaba al título
académico, como principal camino para lograr el éxito profesional, configurando así un
relato que era expresión de los valores y de las expectativas de clase. Por último, en los
jóvenes pertenecientes a las clases medias-bajas urbanas, convivían ambas actitudes;
aquella que percibía el trabajo como un modo de integración en el mundo adulto, y la
que lo concebía como un medio de realización personal desde una perspectiva de clase
(Beltrán, 1984: 200-201). No obstante, y a pesar de estas diferentes actitudes, todos los
grupos de jóvenes atribuían al trabajo un carácter positivo como camino para lograr
distintos objetivos en la vida (Beltrán, 1984: 200-201). Parecida opinión tenían la
mayoría de los trabajadores jóvenes encuestados en 1974 y en 1984 (Martín Escudero,
1994: 146). Más de la mitad consideraba, según la encuesta del CIS de 1984, que
ascender en su trabajo era más importante desde el punto de vista profesional que por el
incremento salarial (Martín Escudero, 1994: 160).
A partir de mediados de los años 80 se aprecia, como anteriormente se ha señalado, un
cambio en las actitudes laborales de los jóvenes, que ponía de manifiesto que el trabajo
estaba perdiendo centralidad en sus vidas (Andrés Orizo, 1995: 99).
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Este hecho era posible constatarlo comparando las encuestas de 1981 y de 1990. En
ellas se situaba a los entrevistados ante la tesitura de que en el futuro “fuera a disminuir
la importancia del trabajo en nuestras vidas”. En 1981 un 49% contemplaba esa
posibilidad como mala, frente al 38% que la percibía como buena. En 1990 el 53%
consideraba que esa opción era buena frente al 35% que entendía que era mala, siendo
además los jóvenes los que más valoraban el trabajo en relación con el tiempo libre (De
Miguel, 1992: 589-590). En 1994 la tendencia continuaba siendo básicamente la misma,
y un 53,9% de los jóvenes consideraban que su realización se producía fuera del trabajo
(González Blasco, 1994: 41).
Esta pérdida de la relevancia del trabajo como conformador de la identidad juvenil,
quizás se debiese a que ya no tenía el ascendente social y moral que había tenido para
los jóvenes de los años 60 (De Miguel, 1992: 589), y que todavía conservaba en cierta
medida en los de comienzos de los 80 (Andrés Orizo, 1989: 196). A partir de este
último periodo el trabajo iba a adquirir sin embargo un carácter cada vez más
instrumental, vinculado a aspectos tales como los ingresos, la seguridad, la estabilidad y
las relaciones sociales; al tiempo que perdía importancia desde la perspectiva de la
utilidad social y del logro (Andrés Orizo, 1983: 264-65). Esta tendencia, que era ya
perfectamente observable desde comienzos de los años 80, se mantendrá a lo largo de
toda esta década y la primera mitad de la siguiente. Así, en el periodo 1981-1994, entre
las “cosas” que los jóvenes de 18 a 24 años consideraban “importantes en un trabajo”,
se encontraban a la cabeza los “buenos ingresos” (+70%), que hubiese “agradables
compañeros de trabajo” (+ 60%) y “buena seguridad en el empleo” (64%, 1981; 58%
1994). Por el contrario, resultaba mucho menos valorado que el trabajo fuese “útil para
la sociedad” (46% 1981; 36% 1994), que existiesen “buenas oportunidades de ascenso”
(42% 1981; 32% 1994), que en el trabajo se “pueda lograr algo” (43% 1981; 32%,
1994) o “que esté bien considerado” (39%, 1981; 23%, 1994) (Andrés Orizo, 2001:
232-233).
Esta pérdida progresiva de la importancia del trabajo como fuente de identidad personal
y de estatus social quedaba también constatada en la encuesta del CIS de 1989, en la
que algo más de la mitad de los jóvenes encuestados entre 15 y 29 años –el 53%
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exactamente– declaraban preferir un buen sueldo antes que un trabajo con prestigio y
peor pagado; asimismo, eran muchos más los que optarían, llegado el caso, por un
trabajo decente y no muy absorbente, antes que por otro que les quitase más tiempo,
aunque ganasen más y tuviesen mejores perspectivas de futuro (Martín Escudero, 1994:
162). Todo lo cual nos situaría ante una progresiva erosión de la cultura del trabajo entre
los jóvenes (Andrés Orizo, 1989: 196), situación que iba en la dirección contraria a lo
que estaba ocurriendo en el mundo del consumo.
• Consumo
En efecto, mientras que los valores y las actitudes asociados a la actividad laboral
comenzaban a hacerse más instrumentales a partir de comienzos de los años 80, los
valores del consumo se consolidarán cada vez más a partir de esta fecha. Tal es así, que
en el año 1981 los jóvenes comprendidos entre 18 y 20 años, y entre 21 y 24, eran los
más disconformes con la pregunta que se les planteaba, a saber, “es agradable pensar en
volver de nuevo al trabajo”; únicamente el 7% de los pertenecientes al primer grupo de
edad y el 17% del segundo se mostraban de acuerdo con esa cuestión. El 63% de los
primeros y el 57% de los segundos lamentaba además con pesar que se acabase el fin de
semana (Andrés Orizo, 1983: 286).
Esta mayor inclinación de los jóvenes a apreciar y disfrutar del tiempo libre se
relacionaba, naturalmente, con una mayor apetencia por el consumo y, en sentido
contrario, por una desvalorización de la mentalidad del ahorro. Así, en 1982 menos de
la mitad de los jóvenes comprendidos entre 18 y 24 años –el 46% exactamente– estaba
de acuerdo con la afirmación de que “sólo el disponer de algo ahorrado es lo que puede
dar seguridad en esta vida”, frente al 61% de las personas de otras edades. Asimismo,
algo más de la mitad de estos jóvenes –el 55%– respondieron afirmativamente a la
pregunta: “cuando uno se lo pasa bien, no hay que pensar en el dinero que se gasta”
(Andrés Orizo, 1985: 55).
Todos estos datos mostraban que se estaba produciendo un cambio de actitudes en una
juventud que se orientaba cada vez más hacia los valores hedonistas y de autoexpresión
personal, vinculados a un mayor deseo de vivir el presente a costa de la renuncia a los
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valores de la gratificación postergada. Todo lo cual indicaba una determinada manera de
vivir y de concebir el tiempo.
• Tiempo
Este cambio en la concepción del tiempo se advierte ya desde comienzos de los años 80.
En efecto, hasta ese momento todavía eran mayoría los jóvenes que preferían pensar en
el futuro antes que “vivir al día”. Pero en el 81 eran más, por el contario, los que
manifestaban una mayor vinculación con el presente, sin que esta orientación se viese
modificada significativamente por otros factores como la clase social (Muñoz Carrión,
1994: 213-214). Concretamente, un 60% de los jóvenes entrevistados comprendidos
entre los 18 y los 20 años contestaron afirmativamente a la pregunta de que el “futuro es
tan incierto, que lo mejor es vivir al día”, porcentaje que se elevó unos años más tarde,
en 1987, hasta el 70% (Andrés Orizo, 1985: 54; 1995: 15; De Miguel, 2000: 258).
Recapitulando lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que la generación de los nacidos en
el periodo 1955-1965 se correspondería con un momento de cambio en el contexto del
proceso de transición entre el capitalismo de producción y el de consumo. En esta
situación la cultura educativa y la laboral experimentan una mutación a partir de
comienzos de los años 80, a medida que se van erosionando los valores más vinculados
al logro y al estatus social, que hasta ese momento habían gozado de un relativo
predicamento, emergiendo en su lugar otros valores y otras actitudes más
instrumentales. Al mismo tiempo, la cultura del consumo comienza a cobrar una mayor
importancia, especialmente para aquellos jóvenes, nacidos ya en la década de los 60,
que prolongan su escolarización retrasando así su incorporación al mundo del empleo.
En este contexto emerge una orientación temporal, a partir también de los años 80, cada
vez más vinculada al presente.
Todas estas transformaciones se harán todavía más patentes en las décadas siguientes,
tal como tendremos ocasión de comprobar al analizar la generación de los nacidos en el
periodo 1975-1985.
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4.2.3. GENERACIÓN 1975-1985
Es la generación de jóvenes más plenamente socializada en la cultura del consumo,
cultura que, como se verá, ejercerá una enorme influencia en la conformación de sus
actitudes, incidiendo sustancialmente en la relación que mantendrán dicha juventud con
las otras dos culturas, la laboral y la educativa. Es también la generación con una
mentalidad más presentista; la que más se desvincula por ello del pasado, y también la
que menos proyecciones hace de futuro.
¿Cómo se manifiestan todas estas actitudes en la relación que mantienen estos jóvenes
con cada una de estas culturas?
• Educación
Para analizar la cultura educativa es preciso tener en cuenta el contexto social en el que
opera dicha cultura. Un contexto que entre finales del siglo pasado y comienzos del
presente estaba caracterizado por unas elevadas tasas de población escolarizada
(González-Anleo, 1999: 164-165). Situación que no sólo alejaba a los jóvenes del
mundo laboral, sino que contribuía a integrarlos también cada vez más en la esfera del
consumo (Martín Serrano, Velarde, 2000: 250).
En estas circunstancias, los estudios y la formación van perdiendo gradualmente
importancia en relación con aquellos otros aspectos de la vida más valorados por los
jóvenes –la familia, la salud y los amigos–, hasta situarse por detrás del ocio y del
tiempo libre, que no deja de ganar en consideración desde 1999 hasta 2010, colocándose
en esta última fecha 10 puntos por encima de la formación y de los estudios (González-
Anleo Sánchez, 2006: 115-116 y 2010: 14-15; Funes, 2008: 23).
Este declive continuado de la formación hasta el año 2010 se vincula –tal como se podía
comprobar en la encuesta de 1999– con la pérdida de importancia de los factores más
relacionados con el estatus social (lo más importante únicamente para el 4,6% de los
jóvenes), con el “ser útil a la sociedad” (importante sólo para el 2,5% de los
encuestados), con la cultura (que citaba en primer lugar sólo un 7% de los jóvenes), o
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con la obligación moral y social (muy importante solamente en 1999 para el 1,7% de
los jóvenes estudiantes). Pero también con aquella dimensión más relacionada con la
reproducción social (únicamente el 8,7% de los estudiantes encuestados en 1999
manifestaron seguir la voluntad de los padres o de la familia) (González-Anleo, 1999:
170). La razón más importante que la mayoría de los jóvenes ofrecían para continuar su
formación era el título (que situaba en primer lugar el 30% de los encuestados); seguido,
en segundo lugar, a mucha distancia, de la pretensión de conseguir un trabajo (Muy
importante para el 19,8% de los jóvenes). No obstante, la relación con el título y con el
trabajo eran básicamente utilitarias e instrumentales (González-Anleo, 1999: 170-171;
197-198). Tampoco era demasiado importante para la mayoría de los jóvenes el centro
educativo en la conformación de su identidad, situándose desde este punto de vista muy
por debajo de la familia, del grupo de amigos, e incluso de los medios de comunicación
(González Blasco, 1999: 198).
En contraste con la poca apreciación que tenían los estudiantes por la enseñanza en
relación con el logro y la conformación de su identidad, estaba la gran confianza que les
merecía el sistema educativo como institución, valoración que por otra parte se venía
repitiendo en todas las encuestas desde hacía más de dos décadas (González-Anleo,
1999, 163-164; González-Anleo Sánchez, 2006: 124-125 y 2010: 60-61). Dicha
confianza era, sin embargo, compatible con una actitud crítica hacia otros muchos
aspectos de la institución. Así, un porcentaje significativo de los estudiantes
encuestados estaba “poco o nada satisfecho” con los profesores (el 34, 1%), con los
métodos de enseñanza (36,3%), con la organización, las normas y la participación
(41%), o con la capacitación para el trabajo (27,7%) (González-Anleo, 1999: 170).
Esta actitud, aparentemente contradictoria, quizás se explique por la importancia que
concedían estos jóvenes a las dimensiones más extrínsecas de la formación académica,
y en particular a la relación con los pares, con los que el 92,7% manifestaba estar “muy
o bastante satisfechos” (González-Anleo, 1999: 167). A esta confianza institucional
probablemente contribuyese también el hecho de que aquellas dimensiones más
jerárquicas y disciplinarias de la educación habían quedado bastante relegadas, por lo
que incluso los estudiantes menos comprometidos con sus estudios se sentían cómodos
en sus centros. Por esa razón, acaso, únicamente el 12% de los jóvenes encuestados se
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ubicaban en el grupo de los que podrían denominarse “objetores escolares” (González-
Anleo, 1999: 170). No obstante, en este escenario se observaban también importantes
diferencias relativas a las distintas clases sociales, tal como se ponía de manifiesto en
los grupos de discusión organizados por Conde en 1999. En efecto, para los jóvenes de
clase media-alta los estudios todavía se vinculaban con el deseo de lograr el éxito
profesional y un buen estatus social, de acuerdo con sus expectativas de clase, tal como
ocurría con los miembros de la generación anterior. Aún albergaban un cierto proyecto
de promoción personal y social vinculada a su formación; una cierta idea de la
gratificación postergada (Conde, 1999: 32 y ss).
Sin embargo, para los jóvenes pertenecientes a las clases medias y medias-bajas, la
formación se percibía cada vez menos como una actividad orientada al logro personal y
social, y cada vez más en función del deseo de encontrar un trabajo que procurase los
ingresos necesarios para el consumo. Estudiar no suponía, pues, para ellos una fuente de
compensaciones, sólo el dinero compensaba como medio para conseguir un consumo
inmediato. De ahí, que fuese también en este grupo en el que más se simultaneasen los
estudios con el trabajo, y también en el que mayor índice de fracaso escolar existía
(Conde, 1999: 45 y ss). Las familias de estos jóvenes eran asimismo las que menos
alentaban el estudio de sus hijos. En ellas era en donde más se habría agotado el modelo
meritocrático, tal como se venía ya detectando desde comienzos de los años 90 (Conde,
1999: 48-49).
• Trabajo
La cultura del trabajo experimenta también una importante erosión en los jóvenes de
esta generación en relación con sus dificultades de inserción laboral, la precariedad del
empleo y la carencia de expectativas laborales más o menos sólidas (Conde, 1999: 26 y
ss). Pero también por la prolongación de la edad escolar [6]. En este contexto cobran una
mayor importancia otras dimensiones de la existencia, y en particular el universo del
consumo, plenamente integrado en el estilo de vida juvenil. Así, en las encuestas de
finales del siglo pasado y la primera década del presente la valoración del tiempo libre y
del ocio, ámbito por antonomasia del consumo, no ha dejado de crecer en detrimento del
6 En efecto, en 1999 la mayoría de los jóvenes entre 15 y 20 años estaban estudiando, y más de la mitad
de los que tenían entre 21 y 24 años (Elzo, 1999: 164).
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trabajo. De hecho, en 2010 se igualaban por primera en la valoración de muy
importantes ambas esferas de la vida (González-Anleo Sánchez, 2010: 14-15).
En consonancia con esta situación, la actitud hacia el trabajo se hace cada vez más
individualista, hedonista e instrumental, tal como se venía ya detectando,
particularmente desde mediados de los años 80 (González-Anleo, 2006: 116). Los
jóvenes de esta generación otorgan así mucha más importancia a la hora de valorar lo
que significa triunfar en la vida, a “trabajar en lo que me gusta” (25%), antes que a
“lograr el éxito en el trabajo” (7,3%) (Funes, 2008: 27). Quizás sea este el motivo por el
que desde los años 90 el trabajo aparezca cada vez menos entre las principales causas de
felicidad para los jóvenes (Muñoz Carrión, 2010: 83).
Dicha felicidad se encuentra mucho más asociada a las relaciones personales que
procuran otros ámbitos, y especialmente el del consumo, que interviene cada vez más en
la cultura del trabajo modificando su sentido. Al menos así lo manifestaban los
integrantes de los Grupos de discusión organizados por Conde en 1999 (1999: 31),
sobre todo los de clase media y media-baja. Para estos jóvenes, en efecto, el trabajo se
concebía como el medio de lograr los ingresos necesarios para invertir en un consumo
inmediato. Para ello era imprescindible contar con trabajos, habitualmente precarios,
que se alternaban en ocasiones con los estudios [7]. En otros casos simplemente se
abandonaba la formación en busca del dinero requerido para mantener un determinado
nivel de consumo (Conde, 1999: 40 y ss). Esta situación suponía un cambio con
respecto a las actitudes manifestadas por los jóvenes de la generación anterior
pertenecientes a las clases obreras urbanas, que en 1982 afirmaban concebir el trabajo
como una manera de ayudar a la familia, adquiriendo así las responsabilidades propias
del mundo adulto (Beltrán, 1984: 200-201). Los jóvenes de 1999 valoran bastante
menos, sin embargo, todos los aspectos del trabajo vinculados al logro económico y
social (Andrés Orizo, 1999: 58). Lo que comenzaban a valorar realmente era todo lo
relacionado con el universo del consumo.
7 Según la encuesta del CIS de 1997, un 10% de los jóvenes entre 15 y 29 años trabajaban y estudiaban al
mismo tiempo (Citado en Conde, 1999: 40). No obstante, una encuesta posterior, la de 1999, rebajaba esa
cifra al 6% para la población joven entre 15 y 24 años (Elzo, 1999: 165).
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• Consumo
El consumo emerge en este escenario, efectivamente, como una de las más importantes
fuentes de identidad juvenil, tal como mostraban las encuestas de finales del pasado
siglo y de comienzos del presente, en las que los jóvenes españoles se definían a sí
mismos ante todo como consumidores (CIS, 1997; González-Anleo, 1999: 177;
González Blasco, 1999: 252, Elzo, 2006: 75; López Ruíz, 2006: 345 y ss; González-
Anleo Sánchez, 2010: 104) [8]. Para la juventud de esta generación, en efecto, el
consumo se había convertido en la principal forma de expresión y de realización
personal, mientras que el trabajo adquiría un carácter cada vez más instrumental
(Conde, 1999: 91 y ss). Así, los jóvenes de finales de los 90 y de los primeros años del
presente siglo valoraban el tiempo dedicado al ocio, y por tanto también al consumo,
entre las cosas más importantes de su vida, por delante incluso de los estudios, y
después únicamente de la familia, la salud, el trabajo o el dinero; dinero necesario, por
otra parte, para invertir en el tiempo dedicado al consumo y el ocio (Andrés Orizo,
1999: 58; Laespada-Salzar, 1999: 360; González-Anleo Sánchez, 2010: 14-15). Esta
tendencia se acentúa al final de la primera década del presente siglo, cuando el tiempo
libre y el ocio igualan en valoración al trabajo, y amplían su distancia con respecto a la
formación y los estudios, nada menos que en 10 puntos (Muy importante para el 37% de
los jóvenes frente al 47% que consideraban muy importante el ocio y el tiempo libre)
(González-Anleo Sánchez, 2010: 14-15). La cultura del ocio, del tiempo libre y del
consumo arraigaba así entre los jóvenes de todas las clases sociales, y especialmente en
los de las clases más elevadas, por disponer de un mayor poder adquisitivo (González-
Anleo, 1999: 177, Elzo, 2006: 99).
En este contexto, se asiste a una creciente separación entre los espacios y los tiempos
consagrados a la educación, al trabajo y al consumo. Separación que es menos el fruto
del rechazo que de la escisión entre estos mundos de vida. Así, a los momentos
monótonos de la semana ocupados en el estudio y en el trabajo, le suceden los largos
8 En efecto, el porcentaje de los jóvenes que se definen a sí mismos como consumidores no ha dejado de
aumentar a lo largo de este periodo. En 1997 el 39% de los jóvenes entre 15 y 29 afirmaban que la
juventud era muy consumidora, un 51% que era bastante consumidora y sólo un 8% de estos jóvenes
consideraba que era poco consumidora (Citado en Conde, 1999: 86). Dos años más tarde, en 1999, la
cifra de jóvenes entre 15 y 24 años que se definían a sí mismos como consumidores se había elevado por
primera vez al 46,4% (Elzo, 1999: 177); 6 años después –en 2005– este porcentaje era ya del 59,8%,
(Elzo, 2006: 75).
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fines de semana de fiesta y de celebración ritualizada (Conde, 1999: 91 y ss; Comas,
2003: 60 y ss), en el que los jóvenes salen –tal como manifestaban el 86% de los
jóvenes encuestados en 2006– para “desconectar de la rutina cotidiana” (Muñoz
Carrión, 2010: 89). La noche es precisamente el escenario por antonomasia de esa
celebración, el momento en el que los jóvenes se sienten más libres; cuando se apropian
de su tiempo para hacer algo diferente (González Blasco, 1999: 227; Funes, 2008: 139;
Pallarés-Feixa, 2015: 31 y ss). Por eso, la mayoría de ellos asocian ese momento del día
con una forma de vivir “especial y propia” (Funes, 2008: 139; González-Anleo Sánchez,
2010: 246). Se produce así una cesura entre los tiempos y los espacios de ocio festivo,
consumista y relacional, y aquellos otros mucho más rutinizados, racionalizados y
normativizados pertenecientes al mundo de la educación y del trabajo. Frente a estos
últimos, la esfera del ocio consumista promete liberación, ya no de nada ni de nadie, ni
tampoco contra nadie; simplemente liberación sin incorporación, obligación, ni sanción.
A media que la cultura del consumo adquiere un mayor protagonismo entre los jóvenes
en detrimento de la ética del trabajo y de la cultura escolar, las transiciones entre la
juventud y la edad adulta se van debilitando (Conde, 1999: 224). Dicho de otro modo,
cuanto más aspiran los jóvenes a consumir, más consuman sus aspiraciones en este
ámbito, y menos proyectan sus deseos sobre otros escenarios, como el laboral y el
educativo. Estos escenarios, o bien se valoran por la utilidad instrumental que procuran,
al ser, en muchos casos, el soporte material del ocio consumista; o bien porque
posibilitan la relación entre pares; entre los que comparten un mismo estilo de vida. La
cultura del consumo acabaría así por atravesar las otras dos culturas, la laboral y la
educativa, llenándolas con su propia lógica y con su particular sentido. El sentido de
unos jóvenes que tienen también su propia manera de vivir y de concebir el tiempo.
• Tiempo
La representación del tiempo de la juventud de esta generación se articula
fundamentalmente sobre el eje del presente, tal como mostraban las encuestas de finales
de los años 90 y de los primeros años del presente siglo (González-Blasco, 1999: 251;
Elzo, 2006: 75; González-Anleo Sánchez, 2010: 104; Muñoz Carrión, 2010: 72-73). En
efecto, 3 de cada 4 jóvenes encuestados respondieron afirmativamente en 2005 a la
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pregunta que se venía haciendo regularmente a las distintas generaciones de jóvenes
desde los años 60; a saber, “el futuro es tan incierto que lo mejor que se puede hacer es
vivir al día” (Muñoz Carrión, 2010: 72-73).
Esta mentalidad presentista estaba relacionada con la voluntad y la necesidad de vivir al
día; con la preocupación de ganar el dinero suficiente para gastarlo casi inmediatamente
(Conde, 1999: 22 y ss; 46). Un dinero que se invierte en los largos fines de semana,
buscando vivir intensamente, al margen de los tiempos rutinarios del trabajo y del
estudio, en un tiempo juvenil propio (Comas, 2003: 60 y ss; Muñoz Carrión, 2010: 86-
87).
Por otra parte, tampoco el trabajo y la educación tienen ya la capacidad para articular
otras temporalidades que no sean la presente. En efecto, tal como vimos anteriormente,
estos universos son cada vez más instrumentales, y por tanto cada vez menos vinculados
con la promoción y el estatus, que necesariamente implican proyecciones hacia el futuro
(González-Anleo, 1999: 170; Funes, 2008: 27). Todo lo cual empuja a vivir, pues, en
una temporalidad corta pero intensa; en “presentes perpetuos” (Featherstone, 2000:
204); en momentos que parecen encerrar en un instante lo eterno (Bauman, 2007: 52).
La temporalidad, en suma, de una generación con una débil conciencia institucional,
que procura más la liberación que la integración.
Una vez finalizado el análisis de las tres generaciones objeto de nuestro estudio, ha
llegado el momento de resumir lo hasta aquí dicho. Resumen con el que concluiremos el
presente texto.
5. CONCLUSIONES
Nos hemos planteado al comienzo de este trabajo el análisis de tres generaciones de
jóvenes españoles en relación con sus actitudes hacia el trabajo, la educación y el
consumo, y también con respecto a sus concepciones del tiempo, en el contexto del
proceso de transición entre el capitalismo de producción y el del consumo. Los
resultados confirman básicamente nuestros presupuestos de partida.
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En efecto, la primera generación, la de los nacidos entre 1935-1945, es la que muestra
una mayor valoración de la educación y del trabajo; valoración que se manifiesta en su
orientación hacia el logro y el estatus como camino para superar o para reproducir sus
condiciones de clase. Por todo ello, es también la juventud con una más clara
proyección futurista. Y la que permanece aún vinculada a los valores tradicionales,
sobre todo en lo que respecta al mundo de la familia. Su valoración del ocio y del
tiempo libre, y por tanto también del consumo, es todavía muy escasa, y está supeditada
al tiempo dominante que es el productivo. Es también la generación con una mayor
conciencia institucional, manifestada en el respeto por los valores vinculados a la
autoridad y a la jerarquía, y por una mayor orientación a la integración que a la
liberación.
La segunda generación, la del periodo 1955-1965, integra por primera vez las tres
culturas, siendo la del consumo la que comienza a ejercer una mayor influencia sobre
las otras dos, fundamentalmente en los jóvenes nacidos en los años 60. Se situaría desde
este punto de vista en el proceso de transición entre los valores materialistas y los
postmaterialistas (Inglehart, 1990). De este modo, hasta principios de la década de los
80 la cultura de la educación y la del trabajo mantienen un significado vinculado todavía
al estatus y al logro. Pero, a partir de esta fecha, ambas culturas comienzan a adquirir un
carácter más instrumental, por su incapacidad para atender a sus objetivos proclamados,
debido a la precariedad y a la falta de expectativas laborales, en un contexto de
prolongación de la edad escolar. En este escenario comienzan a ser mediadas por los
valores del consumo. Simultáneamente se observa un cambio en las concepciones del
tiempo, imponiéndose gradualmente los valores del presente. Un presente vinculado a
las actitudes hedonistas de una juventud que quiere vivir su tiempo cada vez más
intensamente.
Toda esta situación prefigura los valores dominantes en la siguiente generación, la de
los jóvenes nacidos entre 1975-1985. En ella se impone definitivamente la cultura del
consumo sobre las otras dos culturas, rompiendo el equilibrio, que ya estaba seriamente
resquebrajado en la juventud que había nacido en los años 60. En efecto, debido a la
débil integración que procuran las esferas de la educación y del trabajo, cada vez menos
vinculadas con los valores del logro y del estatus, y al auge del universo del consumo,
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con el que se identifican mayoritariamente los jóvenes, ambas culturas serán penetradas
por la del consumo adquiriendo una dimensión fundamentalmente instrumental. Esta
dimensión se relaciona fundamentalmente con los ingresos y la autorrealización
personal, en el caso del trabajo; y con las redes de amistad entre pares que comparten un
mismo estilo de vida, en el ámbito educativo.
Como consecuencia de todo este proceso se dilata la juventud, y por tanto también las
transiciones al mundo adulto. Y se produce también una creciente separación entre las
tres culturas aquí estudiadas. Separación que se escenifica en la oposición, entre el
tiempo hedonista y expresivo del consumo, y el tiempo más rutinizado, normativizado y
racionalizado del mundo productivo y educativo, cada vez más vacío de sentido. Esta
creciente escisión entre la esfera institucional y la relacional; entre la que apela más a la
incorporación y la que lo hace sobre todo a la liberación, se pone de manifiesto en el
deseo de la juventud de vivir al margen de las ataduras institucionales, en comunión
inmediata con sus iguales. Y se materializa en la manera que tienen los jóvenes de
habitar los espacios y de vivir el tiempo. Un tiempo con un significado propio, que
tratan de aprovechar intensamente sin preocuparse demasiado por el mañana.
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José Francisco Durán Vázquez es doctor y licenciado en Sociología; licenciado en Ciencias
Políticas y en Geografía e Historia. Profesor de Sociología en Universidad de Vigo. Sus
principales líneas de investigación son los discursos y las formas de integración y legitimación
en el mundo de la educación, el trabajo y el consumo; las representaciones y las vivencias del
tiempo; las culturas y las identidades juveniles y la teoría social de la educación, el trabajo y el
consumo.
Eduardo Duque es doctor en Sociología. Profesor de Sociología en Universidade Católica
Braga y miembro de CECS Universidade do Minho. Sus principales líneas de investigación son
las culturas religiosas comparadas; las actitudes, los valores y las identidades juveniles
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