un americano de parís
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UN AMERICANO DE PARIS
JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST
UN AMERICANO DE PARÍS
POR
DUBUT DE LAFOREST
«… Millonario y sin corazón, ¡tú eres el rey del mundo!...»
Paris
Calmann Lévy, editor
Antigua casa Michel Lévy hermanos
Calle Auber, 3
1884
Se celebraba el baile del Château Rouge: se festejaba el Grand Prix de Paris, y la
administración de la avenida Clignancourt no había reparado en gastos para competir en
gracia y animación con Mabille, el baile de las casquivanas maquilladas y los príncipes
ociosos.
Allá, la alta sociedad, la aristocracia del placer; aquí, el pueblo con sus alegrías y
sus escandalosas risas.
El jardín, plantado de árboles verdes en los que se iluminaban farolillos
venecianos y globos de cristal multicolor, tenía un aspecto mágico: las paseos estaban
repletos de paseantes. Se bailaba en todos los rincones al son de la orquesta dispuesta en
la rotonda. Algunos jóvenes, de pie sobre una barca, haciendo equilibrios sobre un mar
negruzco, golpeaban con unas ramas una caseta de ladrillo donde un jabalí legendario
emitía sordos gruñidos. Muy cerca del estanque y a la derecha de la rotonda, aparecían
las montañas rusas hundiéndose en el abismo y remontando hacia el cielo, para gran
satisfacción de las muchachitas asustadas.
Por todas partes la animación era muy intensa, roces de vestidos, gritos y
estribillos de cancioncillas de moda que la majestad del director de la orquesta se veía
impotente en conjurar.
En medio de un grupo, se encontraba una joven cuya fisonomía relajada
contrastaba singularmente con los rostros radiantes de sus compañeras.
Se iniciaba la introducción de un vals, y aunque las bailarinas ya estuviesen en
brazos de los bailarines, la chiquilla permanecía allí, inmóvil y apoyada en uno de los
pilares de la rotonda.
–Marguerite… vamos, mi pequeña Margot…
–Octavie, no insistas… no sé bailar…
–¿Señorita? – dijo de pronto un individuo alto con voz ronca – ¿Señorita?...
–Señor… Señor…
Y el hombre, una especie de gigante flaco, repetía su petición, mientras que los
torbellinos pasaban y volvían a pasar cada vez más impetuosos y atrevidos.
–No puedes rechazar a papi… Un pequeño giro solamente… señorita…
–Se lo suplico…
–No te hagas la estrecha…Yo te llevo…. ¡Vamos!... ¡Que suene la música!...
Dos brazos vigorosos enlazaron a la joven y la transportaron en medio del baile,
bajo las risas y los bravos de los espectadores.
–¡Ligera como una pluma!... ¡soberbia!... La… la… la… i… la la… tin la… la.
i… tin… la… la… la…
Marguerite se sentía desfallecer; sus brazos se aferraban al bailarín en una
convulsión suprema; su rubia cabeza se movía a un rítmico balanceo, y sus ojos grandes
vacios parecían buscar un protector.
De pronto, sonó un bofetón; el hombre dio un traspié y la chiquilla se sintió
liberada.
–¡Me las vas a pagar, perro auvernés!
–No me insultes o te machaco – respondió el recién llegado que mantenía a su
adversario agarrándole la muñeca derecha.
–¡Suéltame!
–¡No!
–¿Ténard?...
–¡No!
–Una… dos…
–¡No!
–¡Pues bien, toma!...
–Y con la mano que le quedaba libre, el bailarín asestó un formidable puñetazo a
su adversario.
El dolor fue intenso. Ténard no pestañeó.
–Simon, no te soltaré hasta que te disculpes ante la señorita…
–¿Disculpas?...
–Sí… disculpas…
Los bailarines se habían detenido bruscamente y formaban un círculo alrededor de
los luchadores…
Marguerite se había reunido con sus amigos; y, aún emocionada, trataba de
interponerse; pero las mujeres, que encontraban aquello divertido, le cortaban el paso y
aplaudían.
Escuchar a Simon pedir disculpas, ese Simon, un obrero despedido de todos los
talleres, un buscabulla con el que había que contar las noches de baile, era para las
bailarinas una verdadera fiesta.
Las muchachas iban a ser vengadas asistiendo a la corrección infligida a ese
macarra; y cantaban, gritaban, saludaban el castigo; y parecía que a esa bendita hora,
fuesen liberadas del fango y que un rayo de alegría iluminaba en una risa idiota esos
rostros marchitos por el miedo y la humillación.
–Excusas y enseguida…
–No.
–Discúlpate o te rompo el brazo…
Se oyó un crujido y el dolor del vencido se exhaló en una risa forzada llena de
angustia.
Intervinieron los agentes.
–Seguidnos… Vamos…
Ténard no trató de resistir; pero al atravesar la fila de espectadores que clamaban
por su inocencia, busco los ojos de la joven a la que había socorrido. Marguerite ya no
estaba allí.
Mientras los agentes se llevaban a Ténard a la comisaría de policía del barrio,
Simon se había dirigido a una farmacia de la calle de Clignancourt.
El comisario procedía al interrogatorio del detenido:
–¿Cuál es su nombre?
–Pierre Ténard.
–¿Edad?
–Veinticinco años.
–¿Dónde trabaja?
–Soy empleado del Sr. Bélador, en la calle Saint-Jacques.
–¿Natural de?...
–Roquebrou.
–¿Roquebrou?... ¿Dónde está eso?...
–Roquebrou… Cantal.
–¿Así que es usted auvernés?... Habla demasiado bien el parisino, muchacho.
–Vivo en París hace cinco años.
–Vamos a ver… ¿Con qué derecho ha intervenido usted en el asunto Simon?...
Bastaba que la jovencita llamase a un agente de policía… Esa persona no es ni su
esposa, ni su hermana… ni su amante, supongo…
En ese momento, la puerta de la comisaría se abrió bruscamente y apareció
Marguerite.
–Señor Comisario… le juro que este señor no es culpable…
El representante de la ley se levantó de su asiento.
–Señorita, no he autorizado su presencia aquí… Le ruego que salga.
El comisario se desdijo.
–No… quédese… tal vez nos pueda ser útil… Decía a su defensor que no había
tenido ningún pretexto para intervenir en sus asuntos con el señor Simon… ¿Acaso
conocía ya ese muchacho?
–No, señor…
–Si aún fuese usted la amante de Ténard… Dese luego, no sería una excusa, pero
en fin…
–Señor, yo soy su amante.
El comisario no se dejó engañar.
–Esa es una bondadosa mentira, señorita, por lo que voy a pasarla por alto. Acaba
de probarme que usted tiene un buen corazón y que no olvida los favores; su decente
acto me dice también que no es una habitual del vicio… Todo esto habla singularmente
en su favor… Está bien… muy bien… Su disposición parece sincera… Se lo
agradezco… Puede retirarse. En cuanto a usted, Pierre Ténard, es libre, pero dispóngase
a comparecer mañana ante el juez de instrucción…
Ambos jóvenes salieron de la comisaría de policía, y los agentes que charlaban del
incidente, parecieron sorprendidos de ver a Ténard en libertad.
Pierre bajaba la cabeza.
–No ha debido comprometerse por mí, señorita…
–No lamento nada de lo que he hecho, señor Pierre… Usted tal vez no me crea,
pero le juro que no soy una mala chica…
Diciendo esto, la voz de Marguerite se había alterado; la conversación decayó.
Cuando llegaron a la calle de los Mártires, la joven pareció inquieta:
–Son las once… Me van a regañar…
–¿Sería muy atrevido por mi parte, pedirle permiso para acompañarla hasta su
casa, señorita?
–Gracias, señor, pero no quiero molestarle más… Usted no sabe quién soy… Mi
padre es escribano público… Vivimos en la calle Cardinal-Lemoine… muy lejos de
aquí, como usted ve…
–Yo vivo en la calle Saint-Jacques; casi somos vecinos, señorita…
–Entonces, señor Pierre, estaré encantada de presentarle a mi viejo padre… Somos
pobres. ¿No le espantará la visión de la miseria?
–La miseria me conoce, señorita, y a mendo me ha tratado como a un niño
mimado…
Ténard quería tomar el ómnibus; la joven se negó. Los incidentes de la velada la
habían impresionado intensamente. El aire libre le haría bien y quería recuperar sus
sentidos, pues temía alarmar a su familia con el rostro todavía tenso.
Pierre se volvió hablador, y, ambos demostraban gran interés en contarse su
historia, el camino no pareció largo.
En lo alto de la calle Cardinal-Lemoine, en el mismo lugar donde se acababa de
construir el edififico de la Escuela Politécnica, se elevaban en 1853 unas barracas de
madera que servían de refugio a algunos vendedores de periódicos y de juguetes para
niños. Sobre una de las puertas se leían estas palabras:
M. BRENIS
Escribano público
Habían llegado a los doce metros cuadrados de fachada de madera pintada de
verde donde vivía la familia de Marguerite.
–No es un palacio – dijo la joven abriendo la puerta, – pero aquí vivimos felices.
Un anciano estaba sentado ante una mesa repleta de papeles e iluminada por una
lámpara cuya tulipa había sido parcheada con viejos manuscritos.
–Buenas noches, padre – dijo Marguerite – tratando de sonreír.
–Buenas noches, hijita; regresas muy tarde… La señora Courtois no es muy
razonable reteniéndote un domingo tanto tiempo.
Y como Pierre Ténard permanecía en el umbral de la puerta contemplando la
austera figura del escribano público, escuchó la voz de la chiquilla que contestaba:
–Padre, tengo que decirte toda la verdad. No vengo de casa de la señora Courtois.
La patrona lo ha pensado mejor… no debemos trabajar los domingos por la tarde…
Tenemos permiso… He ido al baile…
–¿Al baile?
–Sí… al baile… a un lugar un poco sórdido… en el Château-Rouge… No tengo
nada que ocultar… Tu hija ha sido debidamente castigada por su curiosidad…
Entonces, Marguerite se puso a contar al anciano la escena del Château-Rouge, la
intervención de Ténard, la comparecencia ante el comisario de la calle de Clignancourt.
El Sr. Brénis oscilaba la cabeza.
–Me habías prometido no frecuentar a Alice y a Octavie… dos malas
influencias… Que esto te sirva de lección… ¡Oh! si pudiese tenerte conmigo, habrías
acabado con el taller de la señora Courtois… Pero hay que vivir…
–Querido padre…
–Hay que vivir – repitió dolorosamente. – En fin, tu defensor es un muchacho
valiente y estaría orgulloso de estrecharle la mano.
–Está ahí…
–¿Cómo, señor, se ha permitido? – dijo el padre Brénis dirigiéndose duramente a
Ténard quién, con los ojos mojados de lágrimas, no había perdido palabra de la escena.
–No te enfades, padre.
El escribano público se fue tranquilizando.
–Perdón, señor… Hay tantos miserables en la gran ciudad… Le agradezco… No
somos ricos… pero tenemos honor… Ha hecho usted bien en defender a una desdichada
muchacha…
–He cumplido con mi deber, señor; eso es todo.
–Hay que esperar que el asunto no tenga consecuencias…
–No se preocupe… seré sin duda absuelto, aunque tenga que pasar algunos días en
prisión…
–¿Prisión? – interrumpió vivamente Marguerite.
–¡Oh! señorita, no se preocupe por eso… Hay prisiones y prisiones… Pero usted
no ha contado todo… debo hablar a mi vez.
El obrero de la casa Bélador tomó asiento al lado del padre Brénis e hizo un
cuadro tan vivo y pintoresco de la súbita aparición de la joven en la comisaría de
policía, que el escribano público tuvo un impulso de orgullo.
–Sí… sí… – decía el Sr. Brénis, nuestra Marguerite es el ángel del hogar…
–¿Me permite usted venir a verlos? – preguntó Ténard levantándose para
despedirse…
–Se lo pido incluso, mi bravo muchacho… Estamos interesados en que su
abnegación no le comporte una desgracia.
No se produjo persecución judicial; y, como Ténard tomó por costumbre ir a
charlar con el Sr. Brénis, se estableció entre ambos hombres una simpatía muy intensa.
Pierre Ténard había nacido en plena Auvernia. – Muy pronto había abandonado su
país natal para unirse a la compañía de obreros caldereros que dirigía su único pariente,
François Lamoureux.
No había hecho más que estañar las cacerolas y parchear los calderos de cobre.
Pero ese muchacho de inteligencia delicada y voluntad férrea necesitaba otra ocupación.
Huérfano, sin más obligación que sí mismo, soñaba con la fortuna; y, de vez en cuando,
la mirada vigilante de su tío lo sorprendía con las manos desocupados y los ojos llenos
de ensoñaciones.
En la tienda recubierta de tela donde amontonaba los viejos estaños producto de
los intercambios, Pierre ocultaba cuidadosamente libros de aritmética y de geografía. Y,
durante las veladas de invierno, a medias acostado en las granjas del albergue, pasaba
casi todas sus noches absorbido en lecturas, disimulando lo mejor que podía la lámpara
que los muchachos le prestaban tras haber cuidado los caballos de los viajeros. Eran
visiones de tierras lejanas y maravillosas donde el oro se ganaba a espuertas: geografía y
matemáticas hacían aparecer a sus ojos deslumbrados teorías de tesoros inagotables que
las sumas más expensan no lograban contar.
¡Estar solo!... ¡estar solo!...
Era necesario estar solo para revolver el problema que en su trabajadora
imaginación había germinado.
Pierre dejó a su tío en una feria del país natal y vino a París en calidad de obrero
estañador de la casa Bélador. Por un momento, pensó que la soledad se hacía inútil
cuando no creaba tiempo libre y pensó en casarse.
Todo estaba calculado en esa singular organización. El joven se había dicho que
su situación no le permitía casarse con una joven rica: sus largas conversaciones con la
hija del escribano público le hicieron comprender que encontraría en Marguerite una
mujer inteligente y laboriosa que lo ayudaría a cumplir sus amplios proyectos.
El Sr. Brénis tenía cuarenta y dos años. Su vida no había sido feliz. Antiguo
empleado en el ministerio de la marina, se vio obligado a abandonar su puesto para
cuidar a su esposa, a la que una peritonitis se llevó algunos meses después de su parto.
Entonces se convirtió en el protector de su hija Marguerite, dedicando sus jornadas a dar
lecciones de música, hasta el momento en el que una parálisis de las dos piernas no le
permitió desplazarse, instalándose en calidad de escribano púbico en la calle Cardinal-
Lemoine.
La habitación del Sr. Brénis era un auténtico museo. Se veían serpientes
disecadas, jaulas llenas de pájaros cantores, una multitud de grabados, motivos
romanos, italianos, ingleses, colgados de pequeños clavos de hierro; aquí y allá, una
caja de violón, una linterna mágica, unas lozas y sobre todo un vaso de Bohemia que era
la admiración de todos los visitantes. Ese vaso contenía agua destilada disimulada bajo
un doble fondo. Cuando algún extraño se encontraba ante él, es escribano hacía el
ademán de arrojarle el agua al rostro. El cliente retrocedía espantado, preguntándose si
el hombre se había vuelto loco. Entonces, se veía el rostro del padre de Marguerite
iluminarse con una amplia risa; y muy dulcemente, con una abundancia de detalles y
una prolijidad de recuerdos penosos de escuchar, contaba la historia de su vaso que
había sido entregado por un príncipe austriaco a un general francés, el cual se lo había
regalado a él…. En fin, el vaso se encontraba entre las manos del Sr. Brénis que por
todo el oro del mundo no hubiese consentido en deshacerse de él. En sus escasos
momentos de reposo, el escribano público soplaba un flautín aires que repetía un mirlo
revoloteando en libertad sobre la mesa de trabajo.
Desde hacía algunos meses, un nuevo huésped había venido a refugiarse en la
pobre casa, la señora Zoé Bouleau, la hermana del Sr. Brénis. En la intimidad se la
llamaba Zouzou: era dulce y orgullosa aún, a pesar de sus numerosas desgracias, una
lamentable odisea.
Ténard se casó con Marguerite. Después de cinco años, tres pequeños mocosos
correteaban por el miserable apartamento de la calle Saint-Jacques. Había que alimentar
a los pequeños, ayudar al suegro, y el obrero estañador no sentía fuerzas para cumplir
tamaña tarea.
Pierre esgrimía razonamientos que arrancaban lágrimas a Marguerite.
Según él, se había casado a fin de poder descansar de las preocupaciones de la
vida material sobre una esposa laboriosa; ya no iba al taller porque reconocía que su
futuro estaba roto. ¡Ah! si hubiese sabido permanecer soltero, habría partido para el
extranjero; pero no, el deber estaba ahí…
–El deber – decía con voz reflexiva, razonando cual filósofo – El corazón
humano… que gran broma…
En sus horas de turbación, cuando las visiones de fortuna que lo habían invadido
durante su infancia lo volvían a envolver, una nube pasaba sobre su frente y una sonrisa
extraña crispaba sus labios.
Sin embargo, trató de resistir a sus malos instintos y retornó al taller.
Una noche en la que Ténard traía la paga de la semana a su esposa, fue tomado
por dos amigos riendo y filosofando.
–¿Y bien, Ténard, nos dejas? – dijo un alegre compañero de rostro alerta y cuerpo
delgado.
–Cuando se tiene esposa y se tienen hijos…
–Hijos en plural, sin duda, – intervino un gran diablo de ajustador de hierro cuya
barba roja, quemada aquí y allá por los estallidos del fuego, provocaba falsas
luminosidades.
–Sí… en plural… tres hijos… tres hijos…
–¿Y eres capaz de alimentar a tus mocosos?
–Ahorrando…
–Digno de un premio Montyon… Haré mi propuesta a la Academia francesa.
–Vamos, ven a tomar un vaso – dijo Françonnet, el primer interlocutor.
Pierre se dejó arrastrar; y, cuando los tres amigos estuvieron instalados en el
establecimiento del tío Huriot, situado en la calle Saint-Jacques, a algunos metros de la
casa de Ténard, Gallichet, el ajustador de hierro, tomó la palabra.
–Pierre, eres tres veces idiota por privarte de todo para educar a tus hijos…
–No puedo matarlos…– murmuró Ténard con voz sorda.
–No… pero puedes desembarazarte de ellos… Los hospicios no están hechos para
los perros…
–Yo, yo no estoy casado – dijo Françonnet– pero sé que no tiraría de la cola del
diablo para dar de comer a mis pequeños.
Siguieron bebiendo, y Gallichet retomó la conversación con la pipa entre los
dientes:
–Los ricos no son tan tontos… Un hijo… Nunca tienen más a fin de no verse
obligados a dividir la fortuna; han de ser los pobres los que pueblen la nación…
Después de haber sudado sangre y agua para educar a los hombres, se les envía a la
carnicería… para hacer paté en las guerras… Fijaos, ayer he ido a una conferencia… Un
ciudadano pronunció un discurso soberbio sobre la ley de Malthus…
–¿Qué es la ley de Malthus? – preguntó Françonnet.
–Espera.
Y solemnemente, el ajustador de hierro extrajo de su bolsillo un pequeño
periódico ennegrecido por el humo del taller.
–Tú eres inteligente e instruido, Pierre, tú nos explicarás lo que no podamos
comprender… –Esto es: «El aumento de los medios de subsistencia no es en absoluto
proporcional al aumento de la natalidad…»
–Eso es cierto,– exclamó Françonnet.
–No me interrumpas… «La población crece en progresión geométrica de veinte
años en veinte años, como de 1 a 2, a 4, a 8, a 16, mientras que los medios de
subsistencia no aumentan más que en progresión de 1 a 2, a 3, a 4, a 5…»
–Así pues – dijo Ténard pensativo – algún día llegaremos a morir de hambre…
–Tú lo has dicho… Continuo:… «En el interés general, el Estado debe emplear la
coacción para limitar el crecimiento de la población…»
Gallichet se levantó.
–Eso es demasiado fuerte, mi viejo colega… Me gustaría ver como el gobierno se
las ingenia para impedir a las mujeres tener hijos…
–Eso es imposible, en efecto,– objetó Pierre…
–Con multas se conseguirá el objetivo – continúo el lector – pero esa no es la
cuestión… Yo estoy casado; no tengo heredero… solo dos bocas a alimentar… Ténard
no gana más que yo y educa a tres ciudadanos para la patria… Ténard es un imbécil que
trabaja para el rey de Prusia…
–El estado debería alimentar a los niños – vociferó Françonnet lleno de
entusiasmo – ¡Tío Huirot, otra ronda, por favor!
–Aquí está, señores.
Y el tío Huriot, un hombre grueso y rojizo, llenó de nuevo los vasos de vermut.
–¿De qué estáis hablando? – preguntó el tabernero.
–Hablamos de política – respondió Françonnet que no le gustaba que ajenos se
mezclasen en la conversación.
El tío Huriot giró los talones esbozando una sonrisa.
–¡Vete moscón! – concluyó el ajustador de hierro.
Ténard mantenía apoyados los codos sobre la mesa y parecía reflexionar
profundamente:
–El Estado debe alimentar a los niños…
–Cuando se les entrega…
–El gobierno tendría que cumplir una gran misión –continuaba Ténard – habría
que crear una inmensa guardería fuera del perímetro de París…
–Pero eso ya existe – respondió el partidario de la ley de Malthus… los
hospicios… la administración de los niños asistidos…
–¡Bonita administración!... se confían los hijos a madrastras y, más tarde, se les
coloca como criados… Si los niños son inteligentes están perdidos para la sociedad…
–Gallichet sacudía la cabeza.
–Todo eso son tonterías… Lo mejor es no tener hijos… Abogo por Malthus… ¡A
la salud de Malthus!... ¡a la memoria del gran filosofo!… ¡Un tipo sabio!...
Los obreros permanecieron allí hasta la noche; y, cuando Pierre Ténard se levantó
de la mesa, a medias borracho, balbuceó:
–Si no tuviese mocosos… si no me hubiese casado… haría prodigios… viajaría…
me convertiría en alguien…
Gallichet daba el brazo al yerno del escribano público:
–Estoy seguro que si fueses libre, lo conseguirías… Tus conocimientos… tu
saber…
–Haría falta no tener corazón…
–El socio del patrón, el Sr. Weil, decía el otro día hablando de ti: «Ese muchacho
no es un hombre común, ha sido un loco en casarse; sus espíritu aventurero le destinaba
de un modo natural a audaces especulaciones…»
Ténard acompañó a sus amigos hasta su domicilio: quisieron llevarlo. El se negó.
Tenía necesidad de estar solo para reflexionar seriamente.
A lo largo de las calles, las ideas que acababa de emitir se revolvían en su cabeza.
Se decía que Malthus tenía razón… Los hijos eran la ruina de un padre. Un hombre no
podía llegar a algo excepto a condición de dirigir sus actos y de regular su conducta
según sus propias inspiraciones… Las preocupaciones por la familia, las necesidades de
la pareja, todo ello llevaba a un obrero inteligente a la miseria y al embrutecimiento…
¡Ah! había sido un loco al enamorarse de una muchacha, él, que había partido de
Auvernia con la intención formal de vivir soltero, de reunir algunos ahorros e ir un día
al extranjero a intentar fortuna… Triple idiota. En el Château-Rouge se había
comportado como un caballero galante; había arrancado a una joven de los brazos de un
macarra; resultado social: dos viejos, tres hijos y una mujer… Solo, estaba solo para
ganar el pan de todos… Las bocas a alimentar estaban allí, abiertas, hambrientas… Se
mataba a trabajar, y todos los grandes proyectos que en sus noches turbulentas había
preparad, y todas esas tierras soberbias donde la fortuna se obtenía sin esfuerzo, no los
ejecutaría ya, no los vería jamás…
¡Inteligente! Todos le decían que era inteligente, y que estaba condenado a
arrinconar todos sus sueños… Casado, padre de familia, he ahí las cadenas que debía
romper… Sentía en él un alma de filósofo; sabía que su poder intelectual no pedía más
que probar… ¿No era libre?.. Pues bien, habría que solucionarlo… Para tener éxito en
este mundo hace falta ser egoísta y poner una plancha de hierro en el lugar del
corazón… Batir los calderos de cobre, dar nuevo uso a las cacerolas viajes, quemarse el
rostro con las chispas de la forja, todo eso no disponía Ténard para la poesía
sentimental… Era un hombre práctico en toda la brutalidad de la palabra y lo
demostraría.
Hacía muchas horas que Marguerite esperaba a su esposo en la gran estancia fría y
desnuda que ocupaban en el quinto piso de una casa de la calle Saint-Jacques. La
habitación, antaño dividida por una celosía, aparecía con sus grietas a la altura del
zócalo. El propietario se negaba a hacer reparaciones. A pesar de todo, algunos muebles
de la familia estaban limpiamente mantenidos. La mujer estaba santeada junto a una
ventana que daba al patio y remendaba el jersey de su hijo más joven. Marguerite
prestaba oídos a los ruidos del corredor y, llena de angustia, retomaba su tarea,
levantándose de vez en cuando para escuchar dormir a sus pequeños, acostados los tres
en la misma cama.
Ya no era la joven encantadora y tímida del Château-Rouge. Una máscara de
dolor resignado había invadido sus rasgos; los ojos fatigados por las noches en vela
perdían poco a poco su brillo, y la boca, antes sonriente, adoptaba súbitas contorsiones,
mientras que la cintura, deformada por la maternidad, parecía desplomarse bajo el peso
de un fardo invisible. Solo la cabellera de oro conservaba sus brillos soberbios bajo el
casto gorro blanco que la cubría.
Se escuchó un paso y la puerta se abrió suavemente. Ténard no vio a su esposa,
sin duda; pues, sin hablar, se instaló junto a la chimenea, donde se extinguían algunas
brasas de madera.
–Pierre – dijo Marguerite – me has tenido muy preocupada.
El obrero estañador hacía rodar un cigarro entre sus dedos; tomó una brasa del
hogar y siguió con atención el humo que se escapaba de su boca.
–¿No me respondes?...
Marguerite se acercó a Ténard y lo tomó de la mano.
–Pareces muy absorto…
–Sí… muy absorto… Hoy he ido de juerga. Ya tengo bastante de esta vida de
prisionero… No quiero seguir siendo un tonto…
Se levantó bruscamente.
–Marguerite, ¿tú eres una mujer inteligente, sí o no?
–No lo sé… ¿Qué quieres decir?... Tu mirada me asusta…
–Ha llegado la hora de tomar una decisión. Nuestros hijos nos arruinan… Hay que
enviarlos…
–¿Enviarlos?...
–Al hospicio…
–¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú, Pierre, quién hablas así? No. Es imposible…
–Muy posible… Escucha…
Se sentaron los dos en un banco de madera situado en el marco de la ventana y
Ténard expuso fríamente su plan… Él no quería ser desgraciado; si su esposa consentía
en desembarazarse de los mocosos, él la llevaría con él en los viajes que contaba
emprender muy próximamente…
La mujer no le dejó acabar la exposición de su plan:
–No… no… Moriré de pena, pero me quedaré con mis pequeños…
–¿Marguerite?...
–No… No…
–Tus hijos están destinados a morir de hambre… Allí se les dará de comer…
–Una vez más, no.
–Comencemos por entregar uno… Luego veremos…
–¡Desgraciado¡… ¿es que no tienes corazón?...
–Tal vez…
Ella lo miró tristemente:
–Ténard, han sido tus camaradas los que te han perdido…
–Vamos, los camaradas… Yo soy un filósofo, eso es todo… La familia me
estorba para alcanzar mi objetivo. Me voy…
–¿Y tú quieres enviar a los Expósitos uno de nuestros pequeños ángeles?... ¿Y
cuál elegirías? – ¿Al más pequeño, al que más necesita a su madre?… Tú sabes como
mueren en los hospicios… Son acostados en la cama… No me atrevo a mirarte…
–Hay que acabar – intervino Ténard con voz estridente.
–Pues bien, puesto que lo quieres, elige… ¡Yo te desafío!...
Y la madre, enloquecida, se dirigió hacia la cama y apartó vivamente las sábanas.
Los pequeños seres estaban allí, tranquilos y reposados… Sus cabezas se tocaban
y se tenían cogidos de las manos como para defenderse los unos de los otros.
El padre se alzó de hombros y sobre ese rostro de hombre ningún músculo se
estremeció.
–¡Ténard!... ¡Ah! me matas…
Marguerite se arrodilló junto a la cama de sus hijos.
–Ruego a Dios que te devuelva la razón…
–Eso es, ruega a Dios… te garantizo que te enviará pan… Yo voy a dormir….
Veo que no hay nada que hacer con las almas sensibles… Puedes gimotear todo lo que
quieras…
Se echó en la cama y no tardó en dormir bajo la pesadez de la borrachera.
La madre permanecía allí, guardiana vigilante de la cuna. En un momento, el
mayor de los pequeños, aquel que entraba en su cuarto año, abrió los ojos. Con voz
temblorosa preguntó:
–Mamá… mamita… ¿Por qué papá quiere enviarnos al hospicio?
–¿Qué dices, desdichado? – suspiró Marguerite espantada.
–¡Oh! yo escuché… no dormía… Y tú sabes, mamá, si hay que elegir a uno, más
vale que sea yo… Yo soy más fuerte… Mi hermanito Jean moriría como una mosca…
Y al recuerdo de la cruel visión, el niño se puso a llorar desconsoladamente; una
convulsión lo sacudía y sus brazos suplicantes se elevaban hacia su madre, como a la
aparición de los ángeles, que por las noches pasaban entre sus sueños.
–Querido mío, no llores… Dios tendrá piedad de nosotros…
–Pero papá…
–Tu padre no piensa ya en esas malas ideas… Vamos, Charlot, hay que dormir…
duerme ángel mío… Tu madre os quiere a todos, con toda su alma… Ella vela por
vosotros…
Al día siguiente, como Marguerite había salido muy temprano para llevar a su
almacén la tarea que era urgente, Pierre se despertó. Buscó a su esposa… No estaba
allí… El hombre se frotó las manos y – según su lenguaje del taller – tuvo una sucia
mirada. Se visitó rápidamente, se acercó a la cama. Los niños dormían… Un chal estaba
extendido sobre una silla junto a la chimenea…. Ténard logró retirar al pequeño Jean de
los brazos de sus hermanos y lo envolvió en el chal…
Hecho eso, bajó a la calle provisto de su fardo.
–Con dos hijos solamente, – murmuró, – la madre podrá aún ganar el pan.
Continuaba con su plan. Si dejaba al niño en un hospicio de Paris, acabarían por
encontrarlo: tenía que llevarlo lejos. Se dirigió a la estación de Orleans y tomó un billete
para Limoges. Durante el camino, algunos viajeros de tercera clase parecieron
sorprendidos de ver a Ténard mecer al pequeño: contó que la madre esperaba a su hijo
en Limousin. Se bromeó sobre su rol de nodriza. El aceptó las bromas y se lanzó en un
elogio extraordinario de la paternidad, y, cayendo la noche, llegó a Limoges.
Conocía la ciudad par haber trabajado allí con tu tío Lamoureux; sabía las calles
casi desiertas que debía seguir para llegar al hospicio y depositar allí al recién nacido.
Marguerite había regresado a su habitación, donde faltaba uno de sus pequeños…
Grito, gritó tan fuerte la pobre que pronto toda la casa estuvo a pie… Los inquilinos,
espantados, miraban a la mujer que emitía aullidos salvajes, rodeada de dos niños que
también lloraban y gritaban con su madre:
–Mi hijo… Quiero a mi hijo…
Se retorcía los brazos; y ese pobre cuerpo de mujer iba y venía, como en una
danza macabra, sacudido y martirizado hasta en sus entrañas…
Se apeló a la justicia… Ayer aún, Ténard había dicho a su esposa que quería
desprenderse de uno de sus hijos… Las investigaciones no condujeron a nada.
Marguerite a punto estuvo de perder la razón; pero Charles, su hijo mayor, rodeándole
el cuello con sus brazos, le recordó que todavía era madre. Se enfrentó al dolor,
sufriendo siempre de un vacío que se había hecho en ella por el trozo de su corazón, del
pedazo de su carne que se le había arrancado.
En cuanto a Pierre Ténard, tras haber abandonado a su hijo en el hospicio de
Limoges, se dirigió a Burdeos y se embarcó en un trasatlántico. Algunos meses más
tarde, el obrero de París se hacía naturalizar ciudadano americano.
–¿La familia?... ¿La patria?... Todo eso eran bagatelas, – gruñía – Mi pequeño
Ténard, tú eres un hombre muy fuerte…
II
No hay región de Francia donde el hombre se aferre tanto al suelo natal como en
esas tierras un poco desheredadas del Limousin. Mientras los habitantes de la Creuse
van a buscar fortuna en París en calidad de albañiles, y los de la Dordoña abandonan los
campos para dedicarse a un oficio cualquiera, el campesino limousin vive con su tierra,
y el hijo sucede a sus antepasados en esos sombríos dominios demasiado a menudo
anegados por las lluvias de invierno. Amplios brezales, terrenos cuidadosamente
preparados por los abonos calcáreos; tallos sombríos, cortados por rutas blancas, y en
medio de las praderas, los estanques que duermen bajo los senderos de los iris y los
nenúfares, dan a ese país un aspecto solemne y desolado. Las tardes de invierno, en
medio de las avenidas de los castaños, se perciben cabañas hechas de madera seca y de
hojas, donde se refugian unos hombres que vigilan unos montículos enormes: allí se
prepara el carbón, y desgraciado el aldeano descuidado que no ha vigilado bien su
horno: el pan de la familia está en juego. La madera arde lentamente en la profunda
noche y los espesos copos que caen del cielo alejan los pájaros de presa que huyen a lo
lejos con graznidos y aleteos.
Pero cuando regresa la primavera, el paisaje se ilumina con un aspecto
completamente nuevo. El sol dora los floridos brezales, los cerros llenos de verdor
contrastan con los manteles de agua silenciosos y las tierras de labor que desparecen
bajo la lujuriosa cosecha. La vida está por todas partes, hasta en esos rincones de
sombra donde las chiquillas llevan a pacer sus ovejas, hasta en esas malezas seculares
que retienen mil ruidos de la naturaleza desplegada al sol.
Si la cosecha es buena, la alegría esta en todos los rostros; hace falta poco para vivir
en esos lejanos aislamientos.
En 1880, en una cálida jornada de septiembre, dos jóvenes aldeanos, sentados a la
sombra de los castaños que bordeaban el camino del pueblo de Nègre-Combe, charlaban
de sus amores. La muchacha, alta, esbelta, de caballos tan negros como las alas de los
cuervos que graznaban en las altas ramas de loa árboles, parecía hundirse en la mirada
del joven que la contemplaba. Vestida con una blusa de algodón gris, la cabellera
adornada con un puñado de margaritas arrancadas en un jardincillo vecino, hablaba
dulcemente a su enamorado:
–Debes disculpar a mi padre: el pobre hombre ha trabajado tanto…
–Si supieses, mi pequeñina, que feliz soy de que se hayan terminado todas las
negociaciones… No tenía en los oídos más que: «La mitad del prado de los
Granges;»… «Tanto para la boda»… « tanto para los trajes»… llegué a ver el momento
en el que tu familia me rechazaba porque no tenía dinero.. – Vosotros sois ricos…
–No bromees…
–Que importa; eres tú a quien yo amo y no tus bienes…
–¡Oh! por eso, amigo mí, pienso lo mismo, y, cuando no tenga ni un centavo…
–¡Querida Blanchette!...
–¿Me querrás siempre cuando sea tu esposa?
–¿Si te querré?... Tú llevas la dicha a todos los que te rodean… Eras el hada buena
del pueblo; me gustaría ser soldado: la suerte ha decidido que no haré más que un año
de servicio… A mi regreso de Limoges, te he encontrado tan devota y tan amante… y
más bonita que nunca…
–Sí, sé que desearías ser militar, convertirte en oficial…
–Y tú has sido bien feliz de que no hubiese formado parte del segundo
contingente... En fin, no tengo de que quejarme puesto que has sabido convencer a tu
padre a tomar por yerno a un bastardo, a un expósito…
–¿Un bastardo?... Pareces un marqués…
–Tú siempre me adulas… Pero ya está cayendo el sol …quiero terminar mi surco…
Unos se vuelve perezoso en el regimiento…
–Mi pequeño Jean, debías aburrirte mucho en ese cuartel…
–Trabajaba mucho… Es una gran satisfacción instruirse, y luego pensaba en mi
Blanchette y eso me daba valor…
Y, con los ojos llenos de amor, el joven aldeano arrojó su uniforme y se puso
audazmente a la tarea. Su azada se hundía en el suelo y salía enseguida para romper los
gruesos terrones.
Blanchette seguía el trabajo con aire inquieto.
–Jean, vas a ponerte malo, – murmuraba, mientras los grandes trigos de España a
los que el joven hombre daba el último toque, se llenaban poco a poco de esa dulce luz
de la tarde que invita al reposo a los rudos trabajadores del día.
Erguido como un roble, los cabellos rizados, la tez mate, el novio de Blanchette
trabajaba en mangas de camisa, vigoroso, casi elegante en su poderosa musculatura. El
año pasado en el regimiento le autorizaban a llevar gigote, distinción bastante rara entre
los aldeanos del Limousin.
Una vez terminada la tarea, los jóvenes retomaron el camino que llevaba al pueblo.
Él, con la azada sobre el hombro, el aire atento y afectuoso; ella, con las mejillas
rosadas, los ojos llenos de llamas, coqueta bajo su blusa de campesina, caminaban
ebrios de sol.
–¿Recuerdas, Jean, el día en el que buey de los Ridoin saltó las barreras del prado
Gardel?... Corría tras de mí porque yo tenía un fular rojo… Fuiste tú quien me salvó…
–No hablemos más de eso…
–Sí, hablemos… Sin ti estaría muerta.
–Entonces, tengo que besarte… Una vez por el padre Mathurin… Otra vez por la
madre Nicole, que te quiere tanto… A mi vez, queridita…
–Me estoy poniendo colorada…
–Es que eres muy bonita, amor mío.
–Ahora ya no tengo tristes pensamientos. Había temido a la señorita Suzette.
–La señorita Suzette, la hija del alcalde… ¡Oh! celosilla… ¿Acaso crees que ella
iba a querer a un aldeano?...
–¿Y si te quisiera?...
–Entonces… entonces… sería yo quién no quisiese.
Se detuvieron antes de llegar a la casa; y, en el gran silencio del campo que dormía,
se miraron a los ojos fijamente.
–Soy dichosa… mi Jean amado… feliz de pensar que dentro de algunos días
perteneceré a un hombre leal e inteligente… Me siento orgullosa de ti y no puedo
manifestar todo el orgullo que siento al confiarte mis alegrías y mis esperanzas…
–Sin embargo tenías donde elegir, mi Pequeñina; los pretendientes no te faltaban.
–Solo te amo a ti – dijo ella, alegre.– Sé bien que en la ciudad uno se burla de los
amores de una aldeana; pues que se sepa bien, la aldeana tal vez carezca de buenos
modales, pero tiene corazón como las demás…
–Querida Blanchette…
Cuando los Mathurin, pequeños propietarios del pueblo de Nègre-Combe,
perdieron a su hijo, la madre Nicole pidió y obtuvo del hospicio de Limoges la custodia
de un lactante. Fue un jueves, un día de mercado, cuando la Nicole fue a la ciudad y
volvió con un ser sufriente y moribundo entre sus brazos, cuya carita pálida revelaba
mudos dolores.
–¡Mujer, habrías podido elegir a otro más fuerte… A este niño no le quedan dos
días de vida!…
Nicole respondió:
–Mírale, hombre… ¿No se te parece al mismísimo difunto?... La misma boca, los
mismos ojos, la misma sonrisa… Incluso se podrían confundir… Es por eso por lo que
lo he tomado… No se sabe de dónde viene… Cuando fue abandonado en el hospicio, se
encontró alrededor de su cuello un trozo de papel sobre el que estaban inscritos su
nombre de pila y la primera letra se su apellido de familia: Jean T.
–Pequeño Jean… Pequeño Jean…
Y el campesino, muy conmovido por el recuerdo del hijo que había perdido,
acariciaba al niño con dulzura.
–¡Pobres expósitos!, – dijo Nicole – se dice que Dios los protege y que llevan la
felicidad a las familias que los recogen…
Los vecinos que examinaban los frágiles miembros del niño, aconsejaron a los
Mathurin que lo devolviesen al hospicio.
–Por supuesto se va a morir… Os vais a meter en un lío… A los inspectores no les
gusta eso…
–Si fuese el nuestro – concluyó Nicole – tendríamos que educarlo bien…
El niño creció y se obtuvo de la administración el derecho de conservarlo pagando
la cuota anual.
Dotado de una actividad increíble, el joven aldeano siguió cursos de adultos en la
escuela primaria; se convirtió en un sabio, permaneciendo siendo el primer trabajador
de la tierra. Supo el secreto de su nacimiento el día mismo en que los ancianos de la
comuna le dieron el nombre del pueblo, convirtiéndose en Jean Nègre-Combe.
La velada era admirablemente hermosa en el pueblo de Nègre-Combe, medio
perdido entre la sombra y el verdor. Bajo las ramas de los grandes robles, los aldeanos
charlaban entre ellos, y las mujeres, sentadas sobre sus sillas de paja, soñaban con los
recuerdos de antaño y también con las alegrías presentes. Pero la conversación versaba
sobre todo acerca del próximo matrimonio que iba a tener lugar. ¡Oh! todos los vecinos
querrían estar en la fiesta; pues, en esa región donde los hombres no son todos buenos y
donde algunas ancianas son malvadas, los unos y los otros eran unánimes en reconocer
que Jean Négre-Combe era el hijo adoptivo del pueblo.
En un instante, todos los conversadores estuvieron de pie y los rostros radiantes se
volvieron sombríos. Acaban de observar, llegando por el camino de Négre Combre, un
jinete que cabalgaba con las bridas tensas,. Corría tan rápido que se creyó que había
ocurrido una desgracia o un incendio.
Dos jóvenes se levantaron sobre el techo de una granja; y, como se esperaba con
impaciencia el resultado de sus observaciones, hacían señales con la mano de que no
podían aun decir nada y que el horizonte azul sobre el cual se destacaban las blancas
estrellas no había perdido nada de su esplendor.
Rodearon al mensajero y se le acosó a preguntas.
Un anciano, que había servido bajo el Imperio, levantó al aire su bastón:
–¡Vive Dios! Se nos anuncia el regreso de la emperatriz…
Otro viejo gritó: ¡Viva el Emperador!...
El jinete, que acababa de confiar su montura a uno de los hijos de los Bernot,
golpeó la puerta de Mathurin.
Nicole se presentó.
–Mi marido está acostado… ¿Qué quiere usted?...
–Hola, tía… usted me conoce bien…
–Sí… eres el hijo de Le Hallier, el posadero…
–Eso es, tía…
–¡Habla!…
–Vengo a decirle… necesito poner en orden mis ideas. Es mi padre… no, es un
caballero… un caballero rico quien me envía aquí… El conde ha dicho algo así a mi
padre: «¿Tiene usted un caballo? –Sí, señor conde. – Hay que enviar al crío al pueblo de
Négre-Combe… Es muy urgente… muy urgente…» Eso es… Luego el caballero me ha
dado una moneda de cinco francos, añadiendo: «Es importante que el tío Mathurin
venga aquí…» Y eso es todo…
Los comentarios amenazaban con convertirse eternos… Jean quería seguir a su
padre a casa de los le Hallier.
–No– dijo Mathurin – puesto que ese caballero tiene algo serio que decirme, le
molestaría ver gente… Me esperarás en lo alto del cerro…
–No tarde demasiado…
En el fondo, Mathurin no se iba con el corazón tranquilo. Intentaba sonsacar algo a
su conductor y no encontraba explicación. El muchacho le ofreció su montura. Él se
negó para pensar mejor a su gusto, y ambos, charlando de otras cosas, hicieron la ruta a
pie, el hijo de Le Hallier tirando por la cuerda del animal que había apretado tan
intensamente antes.
El albergue regentado por Le Hallier está situado en la encrucijada de cuatro
caminos que proceden del pueblo. Encima de la puerta principal, un bastidor soporta
una plancha de hierro representando unos jinetes magníficamente montados. Los jinetes
elevan sus estandartes de color rojo donde se leen estas palabras:
–«¿Adónde vais? A casa Le Hallier. – Buen albergue. – Buena mesa y lo demás.»
Era ahí donde los aldeanos se reunían los domingos y se jugaban los billetes en un
billar, un billar ajado, sucio, deshilachado, donde se hacía secar la ropa de la colada y
cuya tapiz, antaño verde, tenía el aspecto entristecido de una pradera segada cocida por
el sol.
El posadero esperaba a Mathurin. Con aire misterioso, tomó del brazo al aldeano y
pronunció lentamente estas palabras:
–Lo esperan ahí… en el saloncito…
Lo que Le Hallier llamaba saloncito era la única habitación empapelada del
establecimiento. Sobre la chimenea de madera imitando mármol, unos jarrones
descascarillados llenos de flores artificiales; en el marco, un espejo dorado, unos
cuadros de santos, una cruz, y a lo largo de las paredes, grabados de Epinal disimulando
aquí y allá, los desgarros hechos en el papel de un dudoso azul.
Mathurin atravesó la cocina, donde algunas aldeanos jugaban a las cartas bebiendo
vino blanco, y penetró en la estancia contigua. Le Hallier lo había introducido: a una
señal del personaje que se encontraba allí, el posadero desapareció saludando
obsequisamente.
–Quiere sentarse, amigo mío – dijo de un modo afectuoso el desconocido
caballero.– Soy el conde de Tinders, y si le he hecho venir aquí a pesar de la hora un
poco intempestiva, es que los asuntos de los que tenemos que ocuparnos son de la
mayor importancia.
El marido de Nicole tomó sitio sobre la silla que le era señalada, y, haciendo girar
su sombrero entre los dedos, esperó a lo que su interlocutor tenía que decirle.
El conde parecía tener una cincuentena de años. Alto, un poco delgado, cabellos
rizados, brillantes, la tez que da la vida pasada en países cálidos: una especie de máscara
grisácea.
–Mathurin, siempre he llevado abiertamente mis asuntos y voy a ir directo al grano:
El hospicio de Limoges, - la administración de los expósitos, si usted lo prefiere – le
confío, hace veinte y un años, la custodia de un lactante…
El aldeano tuvo un sobresalto; pero la mirada benevolente del conde le hizo retomar
su compostura.
–Sí… sí… nuestro Nègre-Combe… un gran chico y un valiente, se lo aseguro,
señor conde.
–¿Cuándo el niño fue destetado, usted obtuvo la autorización para mantenerlo?...
–Así es, señor conde, nosotros acabábamos de perder a nuestro querubín, y una casa
que no tiene un hijo es como un pájaro sin alas… Entonces el señor alcalde y el señor
cura hicieron las gestiones necesarias… En resumen, el pequeño abandonado se
convirtió en nuestro hijo… Somos felices: va a tomar esposa…
–¡Ah! ¿Se casa?...
–Y toma un buen partido…
–¿Usted quiere mucho a su hijo adoptivo?...
–¿Cómo me pregunta eso?... Cuando la Nicole, mi querida esposa, estuvo enferma,
el Nègre-Combe partió en medio de la nieve para ir a buscar al médico… Mi mujer
sangraba por la nariz tanto como podía… Yo había puesto unas llaves en su cuello, nada
conseguí… Finalmente, el Nègre-Combe trajo al señor Guinchamp y el doctor dijo: «Su
hijo es un muchacho valiente, ha corrido de tal modo que al llegar a mi casa cayó como
un fardo… Algunos minutos de retraso y yo hubiese sido impotente: su esposa hubiese
muerto…» Así pues, mire usted, mientras el médico contaba eso y la Nicole volvía a
renacer, tomé al muchacho entre mis brazos y me puse a llorar como un animal…
También hay que ver como lo quiere ella, a su salvador… En la casa, él es siempre el
primero en levantarse y el último en acostarse… es guapo… sabio… Sería muy difícil
superarlo en escritura y cálculo. ¡Si lo hubiese visto con uniforme de militar!...
¡Soberbio, señor!… ¡Estaba soberbio!...
–Así pues, tío Mahturin, usted considera al Nègre-Combe como su hijo, ¿y nunca
ha pesando que sus auténticos padres vendrían a reclamarlo?...
–Jamás, señor conde…
–Sin embargo, mi buen amigo, usted no debe ignorar que ese joven tiene un padre,
una madre, tal vez vivos todavía…
–Un hijo abandonado no tiene ni padre ni madre.
–En fin, si sus padres…
–Habría que ver…
–Desde luego, sería una injusticia no indemnizarle por los cuidados que usted y su
esposa han dado al niño…
–¿Indemnizarnos?...El Nègre-Combe nos ha dado más de lo que ha costado… Y,
por lo demás, señor conde, jamás hemos pensado…
–Lo que usted acaba de decir, Mathurin, honra su carácter… Pero, una vez más,
Nègre-Combe no es su hijo…
–Es como si lo fuese…
–¿Y si su padre viniese a reclamarlo?
–Me negaría a entregárselo.
–La ley…
–Me paso la ley por el forro…
–Vamos, tío Mahturin, tenemos que acabar con esto…
–¿Y bien?
–Yo conozco a su padre…
–¿Y?
–… Que me ha dado la orden de llevarlo inmediatamente a París.
–¿Su padre? ¿El padre de Nègre-Combe?... Usted se burla de mi… ¡Qué venga él a
buscarlo!... ¡Maldita sea! Le rompo la cabeza…
Mathurin se había levantado: sus ojos brillaban como brasas, y, con los brazos
cruzados, su bastón pasado por su axila derecha, miraba fieramente a su interlocutor.
–Sí… ¡dígale que venga él!...
–Tío Mahturin, ¡el padre… soy yo!
–¿Usted, señor conde?... No…no puede ser… no, usted no lo hubiese
abandonado… Soy yo… el padre… La Nicole es su madre…Él no conoce más que a
nosotros…
–Tio Mahturin…
–Ya no hay tío Mathurin que valga, aquí hay un hombre contra un hombre –
exclamó el aldeano golpeando la mesa con su bastón.
Pero de pronto, el habitante del campo cruzó su mirada con la de su interlocutor, y,
a su pesar, el hábito del respeto, o tal vez algún temor, le hizo curvar la cabeza.
–Usted ha querido burlarse de mí, señor conde… gastarme una broma… Yo no soy
más que un aldeano; debe excusarme… Cuando me ha dicho que el Nègre-Combe
estaba perdido para nosotros, no he comprendido el asunto… Era para ponerme a
prueba… He sentido que se me iba la cabeza… No estoy loco, señor conde… He
pasado la prueba…
–Yo soy el padre de Nègre-Combe, Mathurin.
–¡Bueno!... vuelta a empezar… Usted quiere enfermarme…
–Yo no bromeo… Usted y su esposa serán pagados, generosamente pagados, y mi
agradecimiento por ustedes será eterno… Para comenzar les daré diez mil francos…
–Diez mil…
–Veinte mil… treinta mil, incluso, para evitar toda dificultad…
–Un hijo no se vende – dijo Mathurin inclinando dolorosamente la cabeza.
–¿Cómo puede ustee suponer, mi bravo amigo, que yo haya querido reírme de
usted?--- Eso no hubiese sido gentil de mi parte… En otras palabras, esta es mi historia.
Yo era estudiante en París: había conocido a una joven obrera, bella, decente tanto como
modesta… Por desgracia murió dando a luz un niño, y mi familia, que, por las
indiscreciones de un amigo, sabía lo que pasaba, me obligó a abandonar la capital. Se
inventó un cuento y se me hizo creer que mi hijo había seguido a su madre a la tumba…
Yo viajé, buscando en el extranjero, en China, en América, en Australia, el olvido de un
dolor que no podía ser consolado… Me casé en Saigon, donde ejercí las funciones de
intérprete en un tribunal civil.. De mi unión con una joven inglesa nació un desdichado
ser deforme, odioso, por el cual la existencia no es más que un suplico y que me deja sin
esperanza… Vivo en Francia desde apenas hace seis meses. Hace algunos días
solamente, y por una providencial casualidad, he sabido que mi hijo estaba vivo y que
uno de mis tíos, para sustraerlo a mis búsquedas, había tenido la crueldad de llevarlo de
Paris y depositarlo en el hospicio de Limoges… Dios ha castigado a mi pariente que ha
muerto demente; fue por una nota escrita de su mano que supe la verdad… Dudaba
aún…. Finalmente, en Limoges la administración ha buscado en sus archivos… Jean,
mi pequeño Jean, había sido recogido por una familia honrada. – Mathurin, no se
preocupe, el chico no los olvidara.. Lo llevo a Paris para darle la situación que le
pertenece… Regresara a menudo al pueblo… Usted será siempre su padre…
Le Hallier, por orden del conde, había traído licores, pero Mathurin no quiso beber.
–Gracias… No… No tengo el corazón para la bebida… Es usted el padre de Nègre-
Combe… ¿Un caballero, nuestro Nègre-Combe?... ¿Quién lo habría dicho?... Cuando
Nicole lo trajo de allí no era nada… Tan solo un bebé enfermo…
–Fue en 1859, ¿no es así, Mathurin?
–Sí… 1859…
–En noviembre…
–Un poco antes de Santa Catalina… Hacía un frio de perros y la Nicole lo había
envuelto en mi capa…
El hombre se detuvo bruscamente, y luego de las palabras salió un estertor de su
pecho oprimido:
–¡Oh Dios mío!… ¿usted no sabe?... Preferiría que el fuego del cielo hubiese
incendiado nuestras granjas… ¡Ah!...me esperan en este momento… todos, en lo alto
del cerro… Nicole, Nègre-Combe, la Pequeñina, los vecinos también… todos… Van a
creer que me he vuelto loco…
–Es mejor que los prepare para la noticia, tío Mahturin… el golpe será menos
duro… Regresará aquí mañana por la mañana con …. nuestro hijo… Amigo mío, tenga
valor… Vamos, usted es un hombre, ¡qué diablos!.. y un hombre valiente…
El conde le estrechó las manos y el campesino quedó aturdido como si un martillo
le hubiese destrozado el cráneo.
Cuando atravesó la cocina del albergue trastabillaba. Los campesinos sentados lo
vieron tan pálido que insistieron en acompañarle.
Él no quiso.
El camino era blanco y los grandes árboles de los taludes, bañados de una suave
luz, destacaban como sombras en movimiento a los turbados ojos del aldeano.
Caminaba con la cabeza baja, pareciendo ignorar el camino o más bien retrardando su
marcha. Se hubiese dicho que unos seres fantásticos le cortaban el paso. Lleno de
angustia, permanecía en medio del camino, en una especie de extraña inmovilidad.
Conocía todos esos grandes árboles como si fuesen suyos, y sin embargo parecía pisar
una tierra desconocida.
Mathurin tenía miedo de llegar a casa, él, que los días de fiesta apresuraba el paso y
siempre llegaba antes de ocultarse el sol… Ahora se hacía el remolón, enjugando sus
lágrimas, escrutando el horizonte.
–Devolver a Nègre-Combe… eso no es posible…
Y gritaba en voz alta:
–¿Quién ha dicho eso? ¡Ah! ¡Eso habrá que verlo!...
Y como en la profunda noche nadie le respondía, se decía a sí mismo:
–Sin duda he soñado… Mis ideas no están claras… Reflexionemos un poco: han
venido a buscarme… He ido al albergue de Le Hallier… ¿He bebido? No… En la
cocina, los Bérias, los Moreau, los Vincent jugaban a la brisca… Pero ¿el conde?... ¡Ah!
sí… Me ha hecho hablar de mi Nègre-Combe… ¡Oh!... Nègre-Combe es su hijo… Él
debe obediencia a su padre… Sí, obediencia… Ya estoy llegando, voy a verles allá
arriba… ¡Ah! ojalá un trueno me fulminase…
En el pueblo comenzaban a estar preocupados. Mathurin no regresaba; hombres y
mujeres se habían sentado en el talud del camino:
–Ya sabéis como es Le Hallier… Seguro que están bebiendo con el caballero…
–Tengo un mal presentimiento – dijo la Pequeñina a Nègre-Combe.
–Vamos un poco más lejos – murmuró Nicole.
Todo el mundo se levantó, y, casi al mismo tiempo, observaron a Mathurin que
regresaba a paso lento.
Entonces comenzaron las bromas.
–¡Eh! ¡eh! tía Nicole, el padrecito se hace viejo.
–Cojea de una pierna – grito Berlureau.
–Cuando regresemos del mercado – dijo otro – nos veremos obligados a sacar la
lengua para seguirle…
Mathurin vio a su gente de pie y se puso a llorar; no se veía claramente su rostro y
todavía se divertían.
–Viejo pícaro, habrá encontrado algún conocido en el camino.
–Es que de joven era todo un galán.
–Un vigoroso mozo…
Las risas cesaron en el momento en que el aldeano apareció, sudoroso, con el rostro
deshecho. Estaba tan pálido que todos quedaron mudos y tan pálidos como él.
–¿Se encuentra mal, padre? – preguntó Nègre-Combe temblando.
–Por supuesto, se trata de una mala noticia – dijo Blanchette.
–¡Ven! –dijo la Nicole tomando violentamente a su marido por el brazo…
Los vecinos se habían dado cuenta que su presencia podía molestar a la familia y
permanecían en el camino.
–Los bueyes vendidos habrán tenido algún problema – dijeron los Boulard.
–Los Mahturin también son un poco presuntuosos – murmuró el gran Vigier – Se
oculta de nosotros… Eso es embarazoso…
–Es sabido – continuó el mayor de los Boulard – que Mathurin se infla como un
buey dese que su hijo se va a casar con la señorita Blanchette…
–Bah! el matrimonio todavía no ha tenido lugar…
Sin pronunciar palabra, los Mahturin, seguidos de la Pequeñina, que se la
consideraba ya como de la familia, habían regresado a la casa.
Nicole depositó la lámpara sobre la mesa; y, como Mathurin todavía guardaba
silencio, Blanchette quiso retirarse.
–Tal vez les moleste…
El aldeano levantó la cabeza:
–No… no… Tu presencia me permite llorar… Amigos míos… Nicole…Nègre-
Combe… Pequeñina… mis pobres amigos… somos muy desgraciados… ¡muy
desgraciados!...
Algo lo sofocaba… Hacía señales con la mano de que quería hablar y que no podía.
Se sentó en una de las sillas de la cocina y luego se levantó con un gran suspiro de
niño.
Apoyó su dolorida cabeza entre sus manos y lloró tan fuerte, él, el hombre de los
trabajos duros, que desde el camino se podían oír sus sollozos semejantes a gemidos de
animal herido. Por fin, se creyó más fuerte.
–Esto ocurre… Nègre-Combe ya no es nuestro hijo… Su padre ha venido a
buscarle… Va a abandonarnos…
Había dicho eso de un tirón para aligerarse de inmediato de ese peso.
Se produjo un silencio tras el cual Nicole tomó la palabra:
–Han querido reírse de ti, hombre.
–Ya sabía que me tomarías por un loco. Tengo mis razones…nuestro Jean es el hijo
de un conde… ¡nuestro hijo está muerto para nosotros!...
–¡Hijo de un conde! – exclamó la Pequeñina.
Y los bellos ojos de la chiquilla, que se habían dirigido a su novio, adoptaron una
expresión de tristeza y orgullo.
–Lo han engañado, padre – dijo Nègre-Combe con gran serenidad – Yo no tengo
más familia que la suya… No reconozco a nadie el derecho…
–Tu padre es rico…
–¡Eh! ¡Poco importa su fortuna!... El hombre que me abandonó en un hospicio no
podría ser mi padre…
–El conde de Tinders dice que jamás hubiese consentido en separarse de ti… Tu
madre ha muerto… Se hizo correr también el rumor de tu muerte… Fue un pariente del
conde que te localizó en Limoges… ¡Oh! ya no sé lo que digo…
–Lo que sé – respondió el joven aldeano – es que usted es mi padre… que la Nicole
es mi madre… que Blanchette será mi esposa…
–Vamos a acostarnos, hijo mío. Mañana…
–¿Mañana?...
–Te dirigirás a la posada de Le Hallier con Nicole…
–¡Qué desgracia!...
Y Blanchette, deplorada, se arrojó en los brazos de la madre de Nègre-Combe.
Por la mañana, el conde de Tinders se paseaba tranquilamente ante la puerta del
albergue, cuando vio venir a un joven con rostro dulce y distinguido. Detrás, el aldeano
caminaba con una vieja aldeana que enjugaba sus ojos rojos.
–¡Ah! Señor – suspiró el joven aldeano – me ha destrozado la vida…
–¿Su padre no le ha dicho…?
–Lo sé todo, señor…
–¿Y esas son las únicas palabras que se le ocurre decirme?
–Vamos, mi Nègre-Combe – dijo la Nicole, con un tono de dulce reproche – no hay
que ser así…
–Perdóneme, señor; pero esta extraña revelación…
El conde consideró a su hijo con benevolencia.
–Todavía no me atrevo a llamarle hijo mío; pero si hay algo en el mundo que pueda
convencerle de todo el amor que tengo por usted, es la profunda emoción que me
embarga en este momento… Es usted la viva imagen de su pobre madre… ¡Oh!
comprendo sus sentimientos de gratitud por sus padres adoptivos… No los
abandonará… volverá al pueblo todas las veces que lo desee…
–Sí… regresarás –decía la Nicole.
Jean Nègre-Combe habló así al conde:
–Escúcheme, señor… No me está permitido dudar… Usted es mi padre… yo le
obedeceré… Déjeme tan solo decirle que he prometido unir mi vida a la de una joven
muchacha digna de mi amor…
–Usted cumplirá con sus compromisos…
–¿Me dejaría…? ¡Oh! no, Señor… no quisiera partir con esta esperanza, si más
tarde…
–Usted será libre, señor…
–Entonces… es usted bueno… Yo lo quiero…
Y, con un abandono completamente filial, Nègre-Combre se dejó caer en los brazos
que su padre tendía hacia él.
–Y tú, madre… – dijo enseguida oprimiendo contra su corazón a la vieja Nicole –
Di, di a todos que los quiero mucho… que sigo siendo su hijo…
Una calesa alquilada en Limoges por el conde de Tinders esperaba ante el albergue.
Se pusieron el camino para tomar el tren que partía, esa misma tarde, para París.
III
El conde de Tinders vivía en un palacete de la avenida de los Campos Elíseos. Era
uno de eses exhuberantes extranjeros, – uno de esos hombres de fortuna exóticos que
plantan bruscamente su tienda en la capital. Venidos de no se sabe dónde, titulados no
se sabe por quién, su fortuna sirve de máscara a su pasado, y aquellos que los frecuentan
con asiduidad no tienen derecho a ser curiosos. Viven en la gran ciudad unos meses
apenas y ya son considerados como parisinos de toda la vida. Alegres vividores en su
mayoría, saben un poco de todo y mantienen ocultos sus antecedentes, mirando por
encima del hombro a los nuevos ricos.
Una especie de laboriosa intuición les mantiene al corriente de todo lo que se dice,
de todo lo que se prepara; y, como pagan generosamente a los que lo rodean y como las
personas serias no tienen nada que decir con su labia escandalosa, unos los admiran y
los otros se callan.
El conde era inmensamente rico. En París se decía que, independientemente del
considerable territorio que poseía en la baja Conchinchina, era propietario de varias
minas de oro en América. El noble extranjero había sido invitado en el «Círculo de los
Mirlitons» por uno de sus amigos, el joven barón de Boistel; y, desde hacía varias
semanas, se había divertido perdiendo grandes sumas de dinero en la ruleta y en el
bacarrá. La mala racha se le presentó como un hada bienhechora: arrojaba oro a manos
llenas, y los jugadores, de ordinario impasibles, miraban con una especie de inquietud a
ese hombre de rostro trágico, largos dientes blancos y barba gris, que se daba un
enfermizo placer viendo como la fortuna se cebaba contra él.
–¡Eh! querido conde, es usted uno de los príncipes de la tierra, y el nabab, el
famoso nabab del segundo imperio, apenas sería digno…
–¿El nabab?... No lo conozco – interrumpía con su voz brusca. – Un político, sin
duda… Yo desprecio la política… Francia necesita transformarse; ahora representa al
viejo mundo; hace falta que América le dé un poco de sangre nueva… Soy americano y
me vanaglorio de ello.
El americano sentía un deseo imperioso de provocar que hablasen de él. Ya se
citaban algunas de sus excentricidades. Así, un día, había invitado a un numeroso grupo
de amigos a cenar, y cada invitado había salido del palacete provisto de un soberbio
lingote de oro sobre el que había sido grabado el menú de la cena; otra vez, había escrito
al prefecto del Sena para obtener la autorización para iluminar el Arco del Triunfo. Se le
hizo observar que el Arco del Triunfo era un monumento nacional y que solamente se
iluminaba con ocasión de las fiestas públicas… El conde pareció muy contrariado con la
respuesta.
–¡Pues bien! Que me lo vendan – escribió al prefecto con una sangre fría que
maravilló a los periodistas parisinos.
El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido amueblado de un modo
principesco. A su regreso de Saigón, el conde se había instalado allí en compañía de su
hijo, un niño de doce años, un ser deforme al que los criados, entre ellos, llamaban el
príncipe Tam Tam, en recuerdo de los aventureros viajes que el amito les había contado:
una vieja dama inglesa, mistress Jackson, le servía de gobernanta en el apartamento que
ocupaba en el segundo piso. Todo el mundo en París ignoraba que el conde Tinders
tenía un hijo, de tal modo se había esmerado en sustraerlo a las miradas de sus
invitados. El principito vivía solo con la abnegada mujer que había jurado a la
moribunda madre dedicar su vida al niño maltratado por la naturaleza.
Sin embargo, desde hacía algunos días, el rostro del enano se había iluminado de
alegría. Su gobernanta le había confiado que su padre pronto traería un hermano, un
hermano mayor, y el príncipe presentía que encontraría en ese desconocido un sostén y
un protector.
–Hector, este es tu hermano – dijo el conde dirigiéndose al niño.
Jean Nègre-Combre – al que llamaremos a partir de ahora el vizconde Jean de
Tinders – observó al pequeño con una especie de terror.
Un metro de altura, un cuello de jirafa soportando una cabeza enorme, dos ojos
negros, seguramente muy hermosos en otra persona, pero espantosos sobre esa frente, a
causa de su desproporción con el resto del cuerpo: de tal modo se presentaba el príncipe
Tam Tam. Se había levantado a la llegada de su padre. Su espalda quedó curvada como
las alas de un pájaro replegadas antes del vuelo.
Un corazón de oro latía bajo esa envoltura tan informe; una inteligencia muy
intensa brillaba bajo ese cráneo que presentaba todos los estigmas de una vergonzosa
herencia. El niño había nacido en la baja Conchinchina, y se decía que su madre,
durante el embarazo, había tenido miedo de las horribles caricaturas de las pagodas
chinas.
El vizconde pareció vencer una repulsión instintiva; pero los grandes ojos negros
que se fijaban en él tenían una expresión tan dulce, que avanzó hacia su hermano y le
abrazó.
El enano sintió un estremecimiento correr a través de su ser; levantó la cabeza y se
echó a llorar.
–¿Por qué lloras, Hector? – preguntó el hermano mayor con bondad.
–Jamás… jamás nadie me ha abrazado como usted acaba de hacerlo… Yo lo querré
siempre… ¡Oh! lo querré con todo mi corazón, señor…
–Fíjese si soy desgraciado – dijo el conde que parecía insensible a esta escena
fraternal. – Vamos, venga, Jean… Habría dado todo el oro del mundo para ahorrarle la
vista del monstruo…
–Padre…
–¿Se imagina como es toda una vida permaneciendo frente a frente con él?...
Quisiera separarme… Más tarde, tal vez… Ahora, dejemos esas siniestras ideas y venga
conmigo. Voy a mostrarle el único lugar apacible donde se desarrolla mi desolada
existencia.
El conde y su hijo acababan de atravesar una suntuosa galería de cristal donde las
plantas trepadoras formaban una cortina de verdor; unos árboles, grandes árboles,
extendían sus ramas hasta lo alto del vidrio y las pasifloras arrojaban allí sus lianas en
un amoroso abrazo. Aquí y allá, en medio de verde césped, podían verse unos macizos
de azaleas, de camelias, de pivonias, de primaveras de la China, resedas y brezales
floridos. Todas esas flores vivían en plena tierra y la suave temperatura del invernadero
estaba embalsamada por los más dulces perfumes.
El conde levantó un gran paño que se encontraba oculto por una palmera gigantesca
e invitó a su hijo a penetrar en una pequeña habitación de la que cerró la puerta de
inmediato. Las paredes cubiertas con papel blanco de flores rosas, amueblada con
algunas sillas de paja. La habitación tenía un aspecto de chocante humildad, desde las
cortinas de muselina blanca que recubrían una cama de acajú hasta el reloj de péndulo
de porcelana y las mil naderías que encumbraban la chimenea de mármol.
Frente a la chimenea y encima de una ventana enrejada y destinada sin duda a
servir de refugio a los pájaros, aparecía un retrato al oleo; era la imagen de una mujer
llena de juventud y vida.
–Su madre – suspiró el conde descubriéndose.
La mujer era bella, con esa belleza radiante que posee un alma tranquila. Llevaba
un gorro blanco, y sus cabellos de oro pálido recogidos en trenzas sobre su frente,
enmarcaban su dulce rostro. Sus ojos tenían una expresión maternal y sus delicadas
manos estaban ocupadas en un bordado.
–Esta habitación representa exactamente la que su madre ocupaba en la calle Saint-
Jacques; mi memoria ha sido bastante fiel para no olvidar nada… Solamente los pájaros
de la ventana ya no cantan al haber desparecido de la tierra la que yo amaba; las horas
se han detenido; las flores de los jarrones están muertas; muertas también mis
esperanzas y mis alegrías… A menudo, estoy cansado del ajetreo y del lujo, harto de
París; y solo vengo aquí a rezar por ella. La calma de este retrato me hace descansar de
mi existencia pasada… Jean, he aquí el oratorio que su madre bordó durante los días de
nuestra felicidad; he aquí el sofá donde tenía por costumbre sentarse durante sus
laboriosas veladas…
La rigidez del aldeano se sumió en un impulso de ternura y apretó con efusión las
manos del hombre que le hablaba, de ese hombre tan frío y tan altivo en su amplio
chaleco abotonado y que, en ese momento, sollozaba como un niño.
–Usted ha sufrido mucho, padre…
–He sido muy desdichado, muy desdichado… Pero bendigo al Cielo que me ha
permitido encontrar el hijo que creía perdido para siempre. Jean, esta casa es la suya…
A partir de ese día, el vizconde comenzó su metamorfosis. Se le encargó a uno de
los más prestigiosos sastres de la capital que lo vistiese; Jean tuvo profesores de esgrima
y equitación.
El joven no había olvidado el pueblo. Escribió a los Mathurin y a la Pequeñina que
era feliz y que su padre pronto le autorizaría a ir a pasar algunos días a Nègre-Combe.
Una mañana, el conde de Tinders recibió la visita del director de una agencia de la
calle Montmartre, al que acababa de enviar una carta muy urgente.
–¡El Señor Lejet! – anunció un criado con librea azul y oro.
El visitante era un hombre viejo delgado, con la frente abombada y la mirada
cautelosa. Llevaba una perilla blanca en punta y tenía el resto de su rostro perfectamente
afeitado. Era un parisino, un auténtico parisino del bulevar Montmartre, así como él
mismo lo decía con una risilla metálica.
Desde hacía treinta años, dirigía una oficina de información; había pasado toda su
vida sumido en el estudio de ambiguos documentos, enseñando a los unos el modo de
hacer valer sus derechos en las sucesiones no heredadas, investigando las filiaciones,
ennobleciendo a estos, enriqueciendo a aquellos. Era conocido por los caballeros más
destacados de la capital como un auxiliar de los más preciosos. Allá, en su despacho de
la calle Montmartre, donde el sol jamás entraba, y donde su frágil cuerpecillo parecía
gritar contra el aire enrarecido, su cabeza de pájaro se hundía entre los polvorientos
documentos, y de allí siempre salía algo para mayor gloria del sumarial francés. Incluso
se decía en voz baja en el barrio, que la prefectura de policía había recurrido a él en
casos difíciles.
Ese hombre era al que el conde había encargado que se informase sobre el destino
de Jean Nègre-Combe.
El conde de Tinders mentía al tío Mathurin cuando afirmaba que la administración
de los expósitos de Limoges le había proporcionado las informaciones precisas al
respecto de la residencia de su hijo. Un incendio reciente había hecho desparecer los
documentos de los niños recogidos, por lo que el inspector departamental dedicado a la
recuperación de los registros, tan solo pudo dirigir al palacete de la avenida de los
Campos Elíseos, unas cartas poco definitivas.
El riquísimo americano se había confiado al Sr. Lejet. La delicada situación exigía
toda la atención del hombre. Un error sobre la persona hubiese tenido consecuencias
desastrosas… El Sr. Lejet no se sintió incapaz de acometer la tarea; le gustaban los
asuntos un poco tenebrosos; y, desde que el padre le contó la historia que más tarde
debía confiar al tío Mathurin, el director de la agencia se dirigió a la provincia de la Alta
Viena.
En las condiciones en las que el conde había afirmado que el niño había sido dejado
en el hospicio de Limoges, este entraba en la categoría de los abandonados y no en la
de los asistidos, siendo estos últimos reconocidos por la madre e inscritos en un registro
especial en el mismo momento de efectuar el depósito.
Al no poder contar con la recuperación de los documentos del hospicio, decidió
resolver el problema por la vía del razonamiento. Un hombre muy avispado, el tal Sr.
Lejet.
Con la fría lógica de un estadístico, llegó a convencerse que había cien
posibilidades contra diez de que el lactante hubiese sido adoptado en las proximidades
de Limoges, y eso a causa precisamente de la naturaleza enfermiza del recién nacido. La
estadística, ese testigo brutal pero irrecusable de toda verdad, le indicó aún que, sobre
cien lactantes, mueren treinta; que, entre los setenta restantes, hay cincuenta que
continúan viviendo hasta los veinte años con sus padres adoptivos… Pero el niño había
sobrepasado esa edad y no quedaban más que diez posibilidades sobre cien de que
todavía estuviese en los alrededores de Limoges. Ausente, era soldado o criado en
alguna provincia vecina: los asistidos o los abandonados no se resignan a permanecer
en la región donde su triste historia es conocida.
Lejet se dedicó a explorar los pueblos, preguntando a los aldeanos, y, de
investigación en investigación, después de dos meses de estancia en Limousin, llegó al
pueblo de Nègre-Combe.
El que lo había contratado le había dado órdenes tajantes: una vez bien seguro de
que el joven era el hijo del conde, debía averiguar si el campesino era inteligente y
susceptible de una completa transformación que le permitiese hacer honor a su apellido.
En caso contrario, el cliente se reservaba el derecho de actuar a su guisa.
Lejet actuó con un gran tacto en su misión, pues los Mathurin jamás pudieron
sospechar que el comprador de nueces, cuya cosecha aún no se había recogido, era un
enviado del padre de Nègre-Combe. Una vez completada su tarea, el director regresó a
París, orgulloso de los resultados obtenidos. El conde de Tinders se dispuso a asegurarse
por sí mismo de la verdad de los hechos alegados por su investigador.
–Estoy muy satisfecho de sus servicios – mi querido señor Lejet – dijo el conde al
director de la agencia; por desgracia, nos queda todavía mucho que hacer… Soy un
extranjero… me burlo de todo esa gente que viene a mis fiestas… Raramente puedo
llegar a amar a alguien: es precisamente a este egoísmo salvaje del trabajador a lo que
debo mi fortuna y mis secretas alegrías… Pues bien, hoy, que he encontrado a mi hijo, y
que más que nunca espero modelar esa joven inteligencia, me invaden súbitos
temores… Tengo miedo de que ese muchacho eche de menos la miserable vida que
llevaba en esa aldea… Ese tonto enamoramiento del que le he hablado parece tenerlo
enganchado… Hay que quitarle esa idea de la cabeza.
–¡Bien! – afirmó Lejet – pero ¿cómo?...
–¿Cómo?... No conozco la alta sociedad de París, aunque los periódicos repitan mi
nombre y mis pretendidas extravagancias… Señor Lejet, quiero casar a mi hijo y lo
antes posible…
–Señor conde – dijo Lejet – estoy por entero a sus servicios.
–¿Conoce alguna familia que esté dispuesta a actuar rápidamente?...
–¿El señor conde quiere a alguien de la nobleza?
–¡Por supuesto!
–Tengo lo que necesita.
–¿Cómo es eso?...
–En primer lugar, no hay dote.
–Me burlo de la fortuna.
–Una joven bonita como un ramillete de flores… Monta a caballo como el difunto
Franconi… Una perla… una auténtica perla…
–¿Cómo conoce usted a esa señorita?
–Por la amazona que le da las lecciones…
–¡Ah!...
–Sí, señor conde.
–¿Cuál es el nombre de esa persona?
–Señorita Lucienne de Dives-Laram… Su madre es una mujer de mucho arrojo a la
cual ya he hecho algunos pequeños servicios financieros.
–Muy bien… ¿Cuántos años tiene la señorita Lucienne?
–Dieciocho años… Rubia como el maíz… ojos de zafiro… una cintura de avispa…
–Habla usted como un poeta, señor Lejet…
–Se hace lo que se puede… Afirmo, señor conde, que su hijo se enamorará de la
señorita.
–Pero… ¿la entrevista?...
–Si usted quiere, señor conde, le diré dos palabras a la amazona…
–Tal vez no sea de buen gusto mezclar a un tercero… Aunque en realidad no tengo
tiempo para esperar…
–Nadie sabrá nada…
–Señor Lejet, actúe como quiera, no olvidaré sus servicios.
–El señor conde ha sido demasiado bueno conmigo…
–Está bien… ¿Cuándo cree que mi hijo puede encontrarse con la señorita?...
–¿La amazona?...
–No… la otra…
–Cuando haya visto a la señora Raphaël, tendré el honor de avisar al señor
conde…La señora Raphaël acompaña a veces a esas señoritas a Maisons-Laffite… a
Boulogne-sur-Seine. Dos jovencitas de la mejor sociedad… un escuadrón soberbio…
–¿Su amazona es honrada?
–¡Oh! señor conde – dio el Sr. Lejet sonriendo – soy yo quién le ha conseguido el
puesto…
–Entonces, apresure la entrevista… es necesario que el vizconde deje atrás sus
tonterías y que envíe a todos los diablos el recuerdo de la aldeana…
–Se desprenderá de ella como de sus botas… Yo me encargo de ello – concluyó el
director de la agencia, con un gesto de vanidad.
–¿Sabe usted, querido señor, que es usted muy fuerte… sí, muy fuerte?
–El señor conde me halaga…
–Apuesto a que no tiene familia… ni cargas… nadie que le preocupe… Si fuese de
otro modo, le sería imposible servir con tanta diligencia e inteligencia.
–Estoy solo en el mundo…
–¡Eh! Señor, en eso reside su fuerza…
El director de la agencia pareció reflexionar con esa frase e hizo con la cabeza un
ademán de aquiescencia.
Jean Tinders se adaptaba a su nuevo mundo; y si el rudo envoltorio de campesino
carecía aún de la elegancia aristocrática, los miembros bien formados, el pecho
admirablemente desarrollado, la esbelta figura, el cabello negro, la belleza del rostro
tostado por el sol meridional revelaban que pronto la metamorfosis soñada por el conde
sería una realidad.
En el palacete de la avenida de los Campos Elíseos, el joven aldeano había sido
acogido con una cortesía de la que poco podía imaginarse. Pensaba que su padre tenía
que tener una autoridad enorme sobre los criados que le servían para que esos rostros
plácidos no se inmutasen antes las torpezas del joven. A veces no se atrevía a dar
órdenes a esos hombres correctos, siempre correctos, que se inclinaban a su paso:
recordaba la inocente admiración de su infancia hacia los elegantes criados de los
castillos de Limousin.
El conde trataba sobre todo de eliminar la envoltura campesina; a continuación se
ocuparía de reformar su moral.
Cada mañana, un profesor de equitación venía a impartir lecciones al vizconde en el
gran patio del palacete. Y el alumno, que antaño montaba con una sola mano sobre el
jumento de los Le Hallier, asombraba a su maestro por su solidez y audacia. Las
lecciones solamente estaban dedicadas a la elegancia de la monta, y el profesor afirmaba
que, en algunas semanas, el vizconde estaría preparado para pasear por el Bois.
Igualmente ocurría con los ejercicios de esgrima; el puño, demasiado rápido aún,
acabaría por aligerarse; la respuesta era viva y la resistencia física sorprendente.
El joven ya había visitado la mayor parte de los monumentos de la capital; y, como
a veces su ingenua admiración se había expresado ruidosamente, el conde le había
repetido que él pertenecía a un mundo donde la discreción y el escepticismo están de
moda.
–Fíjese, Jean – continuaba el padre – habrá que ser reservado con algunos amigos a
los que le presentaré… Si se le pregunta sobre su pasada existencia, deberá responder
que perdió a sus padres a una edad en la que no podía conocerlos… Añadirá que fue
confiado al cuidado de una tía que vive en la Alta Viena… Para todos, su juventud la ha
pasado en el campo; debe hablar de agricultura, abonos calcáreos, todas esas cosas que
usted domina a las mil maravillas… Hablará de sus bosques, de sus tierras, de sus
estanques, de sus praderas… En París se admira a las personas que son propietarios…
Bastará que cuente esta historia una o dos veces a sus camaradas para que estos la
propaguen desde el café de la Paz hasta Tortoni.
–Pero padre, me autorizará a regresar al pueblo… Están preocupados… Mi novia
me ha escrito una carta que me ha entristecido mucho…
–¿Cómo? ¿Todavía piensa en esa aldeana estúpida?...
–Un juramento…
–Jean, usted tiene el deber de obedecer a su padre…
–Usted me prometió…
–Mantendré mi promesa… Regresaremos juntos a Nègre-Combre… Sus padres
adoptivos han tenido veinte años de su vida… Y yo, que lo he encontrado después de
una existencia atormentada, tengo derecho a gozar un poco de la presencia de mi hijo…
Jean era vencido por esas palabras pronunciadas con tono tan afectuoso, y ponía
todo su valor en rechazar en el fondo de su corazón el pesar que el recuerdo del pueblo
le invadía. Cuando el sastre acudió a llevarle el chaleco negro y el pantalón de color que
debían sustituir a su traje de los domingos; cuando su sombrero de fieltro de amplias
alas reemplazado por un sombrero de copa; cuando sus pesados zapatos planos dieron
paso a unos botines puntiagudos; cuando las camisas de batista sucedieron a las gruesas
camisas de tela almidonadas por la madre Nicole; cuando sus manos, aún callosas,
desaparecieron bajo unos guantes de piel, molestos a veces, pero siempre soportados, el
vizconde depositó religiosamente sus viejos enseres en el armario de espejo de su cuarto
de baño. Estaban allí, en el estante más elevado, los trajes del campesino, bien doblados,
bien extendidos entre ropa muy blanca: el sombrero y los zapatos habían sido
recubiertos de papel; el reloj también fue colgado de un clavo desde que el joven hubo
estado en posesión de un reloj Luis XV, un reloj de familia, según había dicho el Sr. de
Tinders.
A veces, por la noche, después de un paseo en coche o una visita al «Círculo de los
Mirlitons», en el momento en que el vizconde se retiraba a sus suntuosos aposentos y
abría las ventanas que daban al jardín del palacete, se sentía invadido por los recuerdos.
Las tuyas que se estremecían suavemente, los macizos de flores en todo su apogeo en
medio de la noche constantemente turbada por el murmullo que procedía de la avenida,
le sugerían mil pensamientos… Esos árboles polvorientos simétricamente podados, esa
arena fina que sembraba de tintes de oro las avenidas del jardín, esas largas murallas
recubiertas de un verdor oscuro, encerradas entre unos refuerzos de hierro, todo eso no
valía el Limousin.
Volvía a ver las profundas masas de helechos, las frondosidades más claras de las
colinas verdes; le parecía escuchar los aullidos de los lobos en el bosque Jamae, donde
iba a cazar los domingos en compañía de sus amigos. Los grandes estanques
silenciosos, las praderas completamente verdes, las canciones de los vaqueros, los
alegres resplandores del invierno, el esplendor de los cielos favoreciendo la cosecha, los
árboles sucumbiendo bajo el peso de los frutos, las danzas locas y tantas otras visiones
enervantes!... El espectáculo que se ofrecía a su vista le parecía pobre y
empequeñecido… Se ahogaba en ese magnífico domicilio…
Sin duda, comenzaba a expulsar el temor que obsesionaba su espíritu, con motivo
de los primeros días de su llegada a París, donde apenas se atrevía a sentarse en las sillas
de alto respaldo tapizadas de cuero del comedor; donde él, acostumbrado a beber en los
vasos de vidrio grueso, temblaba de espanto elevando el cristal de muselina conteniendo
vinos hasta entonces desconocidos… Qué valor y atención había que desplegar en cada
momento para vencer las malas costumbres, para vigilar sus codos dispuestos siempre a
invadir la mesa, para servirse convenientemente con el tenedor y el cuchillo de plata y
resistir al deseo de levantarse de la mesa para tomar a su derecha el pan que el vigilante
criado presentaba a la izquierda en una panera de plata.
–Míreme – decía el conde – Haga como yo…
El vizconde no perdía de vista los movimientos de su padre; y, a pesar de eso, no
había día en el que su educador no frunciese el ceño ante alguna torpeza.
Desde su habitación, miraba el cielo, del que no percibía más que un pedacito, y se
decía que en Nègre-Combre se veía más alto y más lejos. Poco le importaba, después de
todo, los colores deslumbrantes de las flores artísticamente dispuestas. A las sombras
perfumadas de los arbustos de hojas acharoladas que percibía en ese momento, prefería
el acre olor de los bosques en los que amaba perderse con su Blanchette y donde,
ambos, habían dormido tomados de las manos para despertarse mirándose a los ojos.
Cuando tomaba un baño en la sala adornada con estatuas de mármoles y pavimento
de mosaico, salía de la bañera envuelto en un péplum de satén azul, y las esencias
traídas del lejano país del pequeño príncipe Tam Tam lo sumían en una extraña
embriaguez; a menudo, el mayordomo, preocupado por el tiempo que su amo
permanecía en la gran bañera de mármol, entraba en la sala. De una manera
inconsciente, el joven salía del baño, se dejaba pasar la esponja, calzar, vestir, sin
pronunciar una sola palabra. Todo lo que veía, todo lo que sentía era tan ajeno a sus
pasadas costumbres, que en ocasiones se preguntaba si no era el juguete de alguna
alucinación.
A veces el sentimiento de lo real lo atenazaba por completo: consideraba fríamente
los objetos de lujo que lo rodeaban, y echaba de menos su vida de campesino… ¡Ah! el
joven aldeano había perdido su alegría y sonreía con amargura al recuerdo de las
bromas maliciosas que los muchachos del pueblo hacían a las chiquillas en la estación
de los baños… Se les ocultaban los vestidos bajo los montículos de alfalfa
recientemente levantados, y en medio de los arbustos de clemátides y de los sauces
llorones se dirigían las bonitas bañistas, semejantes a náyades a ocultarse entre los
rosales…
En sus horas de mayor turbación, el hijo adoptivo de los Mathurin se acordaba del
singular examen del que fue objeto en el albergue del pueblo: en verdad, su propio
padre lo había sometido a una verificación como la que los ganaderos imponían a los
bueyes, con motivo de las ferias de Saint-Georges y de Saint-Michel. No olvidaba
algunas preguntas indiscretas sobre su constitución, a las cuales había respondido
enrojeciendo y de las que el conde había extraído la siguiente conclusión: «El apellido
Tinders no morirá con nosotros.»
¿Qué habría ocurrido si hubiese tenido una deformidad como el príncipe Tam Tam?
Sin duda su padre no hubiese querido encargarse de un nuevo monstruo… El conde
había ido a tomarlo porque su hijo más joven le producía horror y tenía necesidad de
alguien para perpetuar su apellido… Pues bien, él lamentaba haber obedecido a su
padre: habría debido huir bien lejos con la Pequeñina, allá, al Poitou, del lado de Civray,
donde Blanchette tenía parientes… Todas las investigaciones hubiesen sido infructuosas
para descubrir su retiro; se casaría; el conde acabaría por olvidarle.
Así pensaba Jean de Tinders. No disfrutaba de las bellas veladas parisinas con las
que se pretendía entretenerlo y que ya conocía por los relatos que se publicaban en los
periódicos y en los libros: echaba de menos el pueblo; y en su cerebro añorante, pasaba
aún la visión de los bailes de casa Vincent, donde se acompañaba el violón del músico
con palmas. … Ahora estaría en el baile en compañía de los camaradas y las buenas
granjeras dispuesta a los lados de la enguirnaldada sala.
Hubiese sido aun espectáculo a la vez cómico y doloroso escuchar a ese apuesto
joven ricamente vestido, tarareando los aires de las canciones de su región.
Sucumbiendo bajo los efluvios que dilataban su enfermo corazón, el campesino
buscaba en su armario de espejo los vestidos de antaño que había depositado allí, y,
durante una gran parte de la noche, quedaba a llorar sus pérdidas alegrías. Por la
mañana, el conde viendole los párpados enrojecidos, trataba de darle ánimos.
–Le obedeceré, padre.
–Cuento con ello, Señor.
Sin embargo el hábito del bienestar comenzó a ganar esa naturaleza primitiva. Las
lecciones de esgrima y de equitación las interrumpía cuando lo deseaba, y sus propios
maestros parecían sorprendidos que pudiese mantener tan largo tiempo la fatiga. ¿Por
qué gritar contra la suerte?... había que ser razonable, y, puesto que toda su vida pasada
se representaba en su espíritu, el hijo no debía olvidar que antes, había protestado contra
Dios, cuando en medio de los rudos trabajos del invierno, se sentía tomado por el
cansancio y gemido bajo el peso de los infortunios que pesan tan rudamente sobre los
trabajadores de la tierra. A partir de ahora, ya no habría que temer los sabañones y podía
burlarse de las mordeduras más crueles del sol meridional.
Y, poco a poco, el vizconde vio desparecer la sonrisa obligada que crispaba sus
labios; se dejo vivir. Su existencia se hizo menos pesada, su risa se modeló y fue de
buen tono; su acento se volvió menos arrastrado; su continencia más asegurada; sus
manos perdieron un poco de su rugosidad; y, en el lenguaje parisino, hizo amplia
provisión de banalidades.
Él se decía que su familia adoptiva debía comprender su nueva situación; que, por
añadidura, él no olvidaba a nadie, comprando hoy una gargantilla de oro a la madre
Nicole y enviando mañana una colcha bordada a Blanchette. Y, se hacía servir con un
poco menos de timidez, imitando a veces los altivos aires de su padre, hablando a los
criados; adoptando finalmente los modales del mundo al que pertenecía. Pero en él
había algo que no podía combatir y que su primera educación había enraizado
profundamente, algo que el habitante del campo lleva en él y que se aferra a su vida
como un vestido de Nessus: el espíritu de parquedad.
El aldeano, en efecto, está habituado al ahorro: el hijo adoptivo de los Mathurin
había aprendido que el dinero se gana con esfuerzo y vacilaba en seguir al conde en sus
fastuosas prodigalidades. Contaba las monedas de oro que guardaba en su bolsillo con
una especie de religiosidad que daba risa a su padre:
–Somos ricos, extraordinariamente ricos – afirmaba el conde de Tinders.
Y, como su hijo no parecía convencido, el americano desplegaba ante él los
periódicos parisinos y leía en voz alta los artículos de los reporteros pagados
anunciando a Francia que un riquísimo extranjero, Mecenas de las Artes, honraba Paris
con su presencia.
Acabada la lectura, se frotaba las manos añadiendo:
–La prensa estará aún muy por debajo de la verdad… Propietario en China,
propietario en América, propietario en Francia… ¡Rico!... ¡rico!... Hijo mío, podemos
hacer el bien y el mal…
Jean quería hacer el bien; sabía que su viejo maestro de escuela, el Sr. Gauffier, era
pobre y que deseaba ardientemente comprar una casita en el pueblo. Escribió al notario,
pagó la casa e hizo entregar los títulos de propiedad al viejo instructor.
El conde de Tinders suscribía todas las generosas intenciones de su hijo.
–Los Mathurin no quieren dinero… Envíele regalos… Compre todo lo que le pase
por la cabeza.
El buen corazón del vizconde le conducía a menudo a los aposentos del segundo
piso del palacete, del cual la mayor parte estaba reservada a su desdichado hermano, el
príncipe Tam Tam.
A su partida de Saigón, el Sr. de Tinders manifestó el deseo de confiar su hijo a los
cuidados de una familia francesa de la baja Conchinchina; debió ceder a instancias de
mistress Jackson, la gobernanta del príncipe.
Fue convenido que el enano fuese a Francia, pero que viviría en París rodeado de
una especie de misterio, bajo la custodia de mistress Jackson. El padre no quería
exponer a su hijo a las burlas de sus amigos.
De alta talla, el rostro alargado, los rasgos fuertemente marcados, unas mechas
rubias aún a pesar del inevitable envejecimiento, ojos azules y unos modales
majestuosos y decididos, daban el aspecto de una reina exótica a la excelente mistress
Jackson. El príncipe la llamaba «mamá Josué», y era la única persona que él amaba en
el mundo.
Para distraer al pequeño prisionero, la gobernanta había tratado de reproducir la
instalación que él poseía en China. Las mismas alfombras donde el niño se tumbaba en
su vestido estampado, las mismas imágenes de colores deslumbrantes, las mismas
sombrillas pintadas, los quemadores de perfumes de bronce, la colección de armas
antiguas, los tinteros, las copas de concha, los minúsculos cofres, los juegos de ajedrez,
los abanicos, los instrumentos musicales con las cuerdas toscamente extendidas sobre
tallos de bambú, y hasta el palanquín en el que al príncipe le gustaba reposar.
Hector sabía que se le llamaba el príncipe Tam Tam. Reía con ese nombre, tanto
como está permitido reír a un infortunado cuya vida se pasa entre cuatro parees, tras
haber atravesado el mar más bien como un paquete que como un ser vivo. El enano
comprendía que era objeto de horror; y, cuando, por descuido, se acercaba a un espejo y
se veía tan feo, el niño se mostraba el puño a si mismo; luego, bruscamente, estallaba en
sollozos.
El palacete de la avenida de los Campos Elíseos había sido comprado por
correspondencia según las indicaciones el Sr. Lejet, ese diablo de hombre que se
encontraba por todas partes. Desde Marsella, se había venido directamente a París; unos
coches muy cerrados habían tomado a los viajeros en la estación y el enano había
circulado por la ciudad, hundido en una semioscuriad. Se le había prohibido ver París,
por temor a que se expusiese a las miradas indiscretas de la muchedumbre.
El vizconde Jean acababa de llamar a la puerta del apartamento del pequeño
príncipe.
Fue la propia mistress Jackson quién abrió.
–¿Puedo ver a mi hermano, mistress Jackson?... Hace tiempo que quería venir… No
es mi culpa…
El visitante había dejado caer esas palabras con un acento de sinceridad tan
convincente, que la digna mujer se emocionó. Ya había podido convencerse de la
generosidad de carácter de su joven amo, y ella le sabía de buen grado el ir a ver a ese
monstruo, cuyo desnaturalizado padre no se atrevía a mirar y que el aldeano llamaba
simplemente su hermano.
–¡Oh! señor vizconde… Hector estará muy contento… muy contento… ¡Qué bueno
ha sido usted al pensar en él!...
Y a continuación exclamó:
–¡Señor Hector!... ¡señor Hector!... Es su hermano quién viene a verle… Ya sabe…
el hermano Jean… el hermano mayor…
En ese momento, el enano estaba ocupado dibujando los árboles del jardín; sobre
sus rodillas estaba posada una plancha de marfil recubierta de numerosos croquis. Trató
de levantarse. Con un gesto afectuoso, el vizconde la rogó que permaneciese sentado, al
comprender que las pequeñas piernas no debían fatigarse.
El campesino tomó entre sus manos enguantadas las manos delicadas que se
tendían hacia él, y la presión que les dio fue tan dulce y tan fraternal, que el príncipe
mostró una risa de bebé.
–Es usted muy bueno… hermano, yo le quiero – decía con voz temblorosa.
–Soy tu hermano…
La gobernanta se había retirado.
Hector miraba a su interlocutor con ojos escrutadores.
–Oh, qué alto es, que grande; usted, que tiene rostro de hombre, dígame aún que
soy su hermano… ¿No tiene miedo de este monstruo? – continuó con los dientes
estrechados y el rostro completamente pálido.
–Héctor, tú eres mi hermano… Cuanto más te veo, más me siento presa de
compasión por ti, cuya vida es tan triste… Vendré a menudo a charlar contigo de tu
hermoso país… Traeré a nuestro padre…
–Nuestro padre…
–Sí… sabré convencerle para que ame a su hijo.
–Nuestro padre tiene miedo de mí… ¡El amo!… ¡oh! ¡el amo!... –suspiró,
temeroso.
–Mi Hector, te equivocas…
–¡No… no!...
–No quiero que llores.
Entonces fue el propio enano que, enardecido por esas buenas palabras, se arrojó en
los brazos del campesino.
–No… pequeño… no llorarás más…
–Nuestro padre me dijo: «Cuando lleguemos a Francia, te daré un hermano mayor.»
Enseguida pensé que era Dios quién te enviaba a mí para protegerme…
–¿Protegerte?...
–¡Oh! sí, usted no sabe nada, señor… Mamá Josué es buena; pero no es la más
fuerte y el amo quería dejarme allá, solo, ¡completamente solo!
La vocecilla se había alterado, e, inclinando su enorme cabeza, el enano añadió:
–Dios bien podría haberme hecho menos feo…
–Tu hermano te ama…
–¿Es entonces cierto que se puede amar a un monstruo?.... ¿En serio que no le
produzco horror, señor Jean… ?
–No me llames así… Llámame Jean… Soy tu hermano… ¿Echas de menos tu país?
–Sí… era muy bonito… con grandes árboles de hojas brillantes… casas
completamente blancas…
–París es una ciudad magnífica…
–No la he visto…
–Es cierto, pobre hermano… ¿Y te acuerdas de tu mamá?
–¿Mamá?... Era hermosa… bella como la Virgen que está ahí, encima de la
chimenea… Muerta… El abuelo muerto también… Muertos… Solo queda mamá Josué
para quererme… Allá había grandes fuentes… Y luego todo el mundo estaba vestido
con trajes de color…
–¿Te gustaría sentarte a la mesa con nosotros?
–No…
–¿Por qué?...
–Mi padre… El amo…
–Hablaré con él…
–No hay más que dos seres en el mundo a los que miro sin tener miedo, a mamá
Josué y a ti…
–Querido hermano…
Mistress Jackson entraba en la habitación.
–Señor vizconde, el señor lo llama…
–Me gustaría permanecer aquí un rato más…
–No – dijo el príncipe – el amo se enfadaría…
–No debes llamarle el amo…
–Hector, tu hermano tiene razón – afirmó la gobernanta.
–Mamá Josué, ¿no sería mejor para mí estar muerto que vivir infundiendo horror a
mi padre?...
IV
El director de la agencia de la calle Montmartre, el vivaracho Sr. Lejet, no veía la
hora de completar su obra casando lo antes posible al aristócrata campesino al que –
según él mismo se decía sonriendo– había ido a repescar en las aguas del Limousin.
El americano se había mostrado generoso: el investigador, lleno de entusiasmo, se
ocupaba ahora de la cuestión matrimonial, y contaba con el concurso de una cierta dama
llamada Raphaël que impartía lecciones de equitación a varias jóvenes de alta alcurnia
de París.
Era época de vacaciones y la mayoría de las alumnas habían dejado de asistir al
picadero de la calle Chaptal: unas habían regresado a sus castillos de provincia; otras se
encontraban aún en las estaciones termales del midi de Francia. No se veía en el
establecimiento más que un pequeño número de asiduas, jóvenes muchachas de alto
pedigrí pero escasa fortuna.
Gracias a las recomendaciones del Sr. Lejet, la señora Raphaël había sido admitida
en el picadero Lerain, el mejor picadero de París, el más equipado, el más aristocrático.
Alta, morena, la piel bronceada, esbelta y nerviosa como las amazonas del gran río,
la señora Raphaël se había convertido en profesora de equitación, después de una caída
en el Hipódromo, en la época en la que era jinete. Durante una carrera al galope, el
caballo de una de las participantes se había acercado demasiado a Joya de oro, montado
por Raphaël… El animal, presa del miedo, se trastabilló; la jinete y el caballo rodaron
juntos en medio de la pista… La amazona yacía en el suelo… La sangre afluía a su
nariz y a sus ojos: la creyeron muerta. La carrera se había detenido y los caballos
jadeantes, sorprendidos de sentirse retenidos, formaban un círculo alrededor de los
cuerpos, mirando con sus bondadosos ojos de bestia a la mujer y al caballo, inmóviles
ambos. Las otras amazonas bajaban una a una de sus caballos e iban a alinearse
alrededor de su compañera…
Se gritaba… se pedía auxilio… Fue en vano que la campana del starter pidiese
silencio… Avisado, el director hizo transportar a su pensionista a la farmacia vecina.
La levantaron y esta apareció en medio de la pista, desfalleciente, con el vestido
ensangrentado, sostenida por las otras jinetes. La representación continuó sin otro
incidente.
La Señora Raphaël estuvo cuatro meses en el Hospital; y poco a poco, la juventud
luchando contra el mal, se restableció. Una ligera claudicación recordaba esta aventura,
cuando el Sr. Lejet recomendó a la señorita al picadero Lerain. Joya de oro, – el caballo
que montaba Raphaël la tarde de su accidente – no formaba parte de las cuadras del
Hipódromo, pertenecía al conde de Lamaison, uno de nuestros deportistas más célebres;
el conde regaló el caballo a la jinete: el hipódromo le cobró una renta de treinta y dos
centavos al día y la pensionista del Circo pronto se convirtió en una de las mejores
profesoras de la escuela Lerain.
Desde que la señora Raphaël daba lecciones a las jóvenes nobles, había modificado
su conducta sensiblemente. Vivía en la calle Constantinopla, no recibía nunca a
hombres en su casa; y si, en ocasiones, iba de visita al domicilio de algunos amigos,
siempre lo hacía de modo que pudiese estar lista a las nueve de la mañana para sus
lecciones. Solamente los domingos podía disponer de más tiempo. Todo se daba de
maravilla para que la joven mujer continuase llevando una vida decente.
En París, las porteras se ocupan muy poco de sus inquilinas; pero el azar quiso que
la señora Raphaël se viese sometida a la vigilancia casi tiránica de su portera, la señora
Chapuzet. Esta, cuya memoria aún permanecía el incidente del Hipódromo, consideraba
a la jinete como una víctima de la suerte: la bonita coja le gustaba y vigilaba por ella
con una solicitud realmente extraña.
–Seña Phaël, tiene usted una bonita posición; debo conservarla… Los hombres son
unos mentirosos…
El Sr. Lejet debió usar de su astucia para entrar en el apartamento de su protegida.
Se presento como un pariente lejano de la dama.
La Señora Chapuzet se alzó de hombros.
–Vamos… vamos yo conozco a todos esos tíos de América… Usted nada tiene que
hacer aquí… ¡Oh! yo le conozco bien, a usted le gustaría que le tocase el gordo…
–¿Qué gordo, señora Cahpuzet?...
–¡Mi pequeña Phaël, caramba!... Ella ya no es una niña… merecería serlo. Pero,
señor, se mantiene convenientemente… Estaría muy mal acosarla… oh, sí, señor… muy
mal…
El director de la agencia expuso que no venía a cortejarla, sino como hombre de
negocios, y que era a él a quien la señora Raphaël debía su posición en el picadero
Lerain.
–¿Cómo, señor? ¿es usted el padrecito de la calle Montmartre?... Phaël le quiere
mucho… Suba, señor, usted no es un hombre, usted es un ángel… Phaël me ha hablado
mucho de usted… Déjeme mirarlo: se parece usted a mi pobre difunto…
Fue así como el Sr. Lejet, seguido por el comadreo de la vieja dama, escaló cinco
pisos y se detuvo en una puerta donde se leían estas palabras sobre una tarjeta impresa:
Madame Raphaël
Profesora de equitación en el “picadero Lerain”
De 9 a 11 horas, de 2 a 5 horas.
Llamó. Una criada fue a abrir, y, al ver a un hombre, retrocedió asombrada:
–¿Señor?...
–¿la Sra. Raphaël?... Dígale que soy su tío.
La criada exclamó:
–¡Señora… señora… su tío!...
Se oyó una voz entre los sones de un piano:
–¡Vaya broma! ¡mi tío! Decididamente la mamá Chapuzet está relajando su
vigilancia…
–Buenos días, Raphaël…
–Vaya… ¿papá Lejet?...
Se tomaron de las manos:
–¿Eres feliz?
–Sí…
–¿Prudente?...
–Prudente… Siéntese…
–¿Sabes que estás instalada como una princesa… bribona?... madera de
palisandro… armariio de espejo Luis XV… alfombras turcas…
–Una pizca de fortuna y de gusto, eso es todo – dijo la dama con un gesto gracioso.
La criada se alejó. Raphaël, en bata blanca, radiante con su peinado a lo perro, tomó
asiento sobre un sillón e indicó un sitio al visitante.
–En primer lugar, padre Lejet, la señora Chapuzet ha debido decirle que dejándole
entrar aquí, yo le hacía un gran favor… No recibo jamás a nadie… Las madres de las
señoritas a las que imparto lecciones me vigilan de cerca, y como comprenderá,
querido…
–Perfectamente, mi pequeña Raphaël. Comprendo todo esto y todo aquello…
Tampoco yo me prodigo en amores… Desde hace mucho que he pasado la edad de las
pasiones… Solo me dedico al trabajo…
Ella lo miró sonriendo. Sus piernas cruzadas se amoldaban bajo la tela de la bata;
sus pies estaban coquetamente calzados con unas zapatillas azules y su falda de cuerpo
casi continuo, dejaba percibir unas piernas nerviosas, y gradualmente redondas, sobre
las que se extendían las medias de seda de una blancura deslumbrante. Los ejercicios de
la mañana todavía empurpuraban los pómulos de sus mejillas, y su cabellera, rodeada de
una larga cinta de terciopelo rojo, se desperdigaba en bucles sedosos sobre su colorete.
Su mano derecha se levantaba a la altura de su frente y recordaba el ligero aire de
autoridad doctoral que sabía tomar durante sus lecciones.
La joven mujer era muy bonita. El Sr. Lejet no pestañeó. Continuó su arenga con un
tono neutro para disimular la importancia que concedía a sus preguntas.
–¿Tienes muchas alumnas, pequeña?
–¡Pfff!... una docena… Las vacaciones…
–¿La señorita de Dives-Laram está todavía en París?
–¿Conoce a la señortia Lucienne?
–Sí y no.
–No monta mal… la mano un poco dura, sin embargo… Es como la señorita
Marthe de Lumeur… No tiene bastante ligereza en los dedos…
La Sra. Raphaël hablaba con tono seco, con frases cortadas, sin percatarse de que su
interlocutor se interesaba muy poco en los detalles de la escuela.
–¿Verdad, padrecito, que su Raphaël tiene voz de mando? – dijo levantándose
bruscamente ante Lejet y disponiendo sus faldas con el reverso de la mano– Todo el
mundo dice que yo nací para ser militar… Un bonito militar que cojea…
–¿Eso no te molesta para montar a caballo?
–Dios mío, no… La pierna fracturada no es la que trabaja…
–¿Cuánto ganas?
–Treinta francos diarios… Soy profesora de los profesores… Podría tener mucho
más dinero; pero nos está expresamente prohibido recibir cualquier dádiva de esas
señoritas, incluso cuando las acompañamos de paseo…
–¿De paseo?
–¿Le sorprende, padrecito?... Ayer, yo estaba en Maisons-Laffitte con las dos
señoritas de Fontanges, ya sabe, las hijas del senador que pronuncia tan hermosos
discursos contra los republicanos… El otro día, acompañé al Bois a la pequeña baronesa
de Saint Mur, una mocosa que aún no tiene trece años… Cuando salimos del picadero,
mi miró con aire asombrado y enfurruñado: «¿Usted no se pone a mi lado, Señora?... –
Claro, claro que sí, señorita, – respondí – si la dejase ir sola, se rompería el cuello a los
veinte pasos…» Su madre le regañó… yo le hice trotar seco para castigarla…
Felizmente mis alumnas no son todas como la Saint-Mur… Las Laroche-Taillade, que
están en el castillo de Miremont, son encantadoras… Marthe de Lumeau es un bebé
gentil: se casa con un diputado legitimista… voy a tener un bonito regalo…
–¿Qué regalo?---
–¡Ah! ¿No lo sabe?... Debo explicárselo… Esas señoritas no nos dan nada al
margen de las lecciones; pero es costumbre que cuando se casan nos hagan un pequeño
presente… Mi Marthe, que vive en uno de los grandes palacetes de la plaza Vendôme,
me ofrecerá, estoy segura de ello, algo muy chic… Si todas fuesen como ella. Al lado
de ellas, hay otras… no ricas, aunque nobles… Así, Julie de Lansac-Terrace no tiene
casi nada que ponerse sobre el cuerpo…
–Háblame de la señorita de Dives-Laram.
–Es cierto… Usted ha pronunciado su nombre… Ya no me acordaba… ¿Qué es lo
que puede usted querer de la señorita Lucienne?... Un poco redicha pero buena chica…
sin un centavo… Siembre busca disputas con las Laroche-Taillade, con las Brunyhoy y
las Saint-Mur. ¿La madre?... ¡Oh! la madre… En fin, ¿qué quiere usted?... Monta a
rabiar y tiene un elegante toque para saludar al paso…
–Quiero casarla.
–¿También se ocupa de los matrimonios?
–Hago un poco de todo.
–Maravilloso.
–¿Está permitido a los hombres asistir a las lecciones?
–Por supuesto que no, querido… Cuando esas señoritas están con nosotras, ningún
hombre penetra en el picadero… ¡Faltaría más!... El Sr. Lerain no bromea con el
reglamento… Las damas solas, las madres, tías o primas que no montan son admitidas
en las tribunas… los caballeros esperan a la salida…
–¡Diablos!...
–Es así… Y no de otro modo… Esas señorita tienen sus aperos en las salas; vienen
en traje de vestir y luego se cambian con nosotras…
–¿Tus alumnas toman sus caballos en el Establecimiento?
–Las que no tienen un centavo, sí… La Lansac, por ejemplo… Las otras traen sus
animales, desde que saben montar. No hay caballo más bonito que mi Joya de oro, que
me regaló el conde de Lamaison… Desgraciadamente tiene una cola de rata…
–Gracias por tus informaciones, Raphaël: todo esto es muy interesante; ahora, he de
hablarte de algo serio.
–¿Por qué no lo dice inmediato? Vamos, hable…
–Te necesito para facilitar una entrevista a un joven hombre que desea esposarse
con la señorita de Dives-Laram.
–¿Es que no va por el mundo, su joven?
–Es un poco salvaje… Ha vivido siempre en provincias…
–¿Es noble?
–De la más antigua nobleza.
–Mejor, porque Lucienne jamás se casará con un arribista… ¿Es apuesto
muchacho?
–Gentil a más no poder.
–¿Alto?
–Talla por encima de la media… Unos bigotes soberbios…
–¿Es buen jinete?
–Le da lecciones Lejallais en el Hipódromo.
–¿Lejallais?... entonces yo conozco al joven… Lejallais no tiene tantos alumnos…
Sí, sí… debe ser ese muchacho.,.. un aldeano del Danubio…
–Perdón, de la Alta Viena.
–El vizconde de… de… Turlulutul…
–De Tinders…
–Jean de Tinders… Eso es… el hijo del loco que quería comprar el Arco del
Triunfo. Esas damasa hablaban el otro día… Lo vi en la avenida de las Acacias con su
criado… ¡Qué patán!... ¿Y ese es el que usted quiere?...
–Raphaël, hablas sin fundamento… El vizconde de Tinders es un gran señor…Ha
pasado su vida en el campo… Es un hombre capaz de dar placer a una mujer…
–No digo que no… no lo conozco… Fue Lejallais quien hablaba de él en muy
malos términos al Sr. Lerain… Siempre repetía: «¡Que idiota!... ¡qué paleto!...»
–Lejallais es un imbécil.
–Ya lo sé… pero, francamente, no creo que su hombre consiga el asunto…
–Tal vez…
–¡Eh!... ¿Es rico?
–Lo es…
–A pesar de todo, no me confiaría mucho… Lucienne mira de arriba abajo a los
hombres, con audacia. – Algunas veces me hace temblar…
–El vizconde no tendrá miedo.
–¿Qué edad tiene su vizconde?– continuó la señora Raphaël.
–Veinte años… veintiún años…
–Eso estaría muy bien… pero… pssst! Sapristi sería Lucienne la que se pagaría
hermosos caballos; y eso sí que haría rabiar a la Santa.Columba…
–¿Qué es la Santa Columba?
–Inmaculada-Concepcion-Dolores-Dora-Clémentine-Mercèdes-Augusta de Santa-
Columa, marquesa de no sé qué.
–Raphaél, volvamos a nuestros negocios; ¿quieres, si o no, ayudarme a casar a tu
Lucienne?
–Sí, porque estoy segura de tener un buen regalo…
–Tendrás dos regalos…
–Usted lo dará por su parte… ¿Sabe lo que me gustaría?... Unos arneses ingleses
para Joya de oro… La edad lo suavizará.
–Prometido.
–¿Seguro?
–¡Palabra de honor!
–Confío en usted, padrecito.
–Es imprescindible que el matrimonio tenga lugar lo más rápido posible.
–Entiendo…
–No… No entiendes… ¡Oh! pero no del todo… no del todo…
–¿El aristócrata campesino se ha enamorado de alguna muchacha?... ¿Eh?... ya
adivino… La Señorita Lucienne no vendrá hasta mañana martes… tal vez miércoles…
jueves por la mañana estará en e lpicadero con su amiga la vizcondesa de Brunoy…
Trataré de arreglar alguna excursión donde su joven amigo pueda encontrarnos…
–Eso es.
–¿Adónde le envío la respuesta?...
–A mi casa, si quieres… calle Montmartre, nº 5… en el primer entresuelo… Confía
en mí, querida… Veo que no has olvidado…
–No; usted ha sido muy bueno conmigo cuando salí del hospital.. Sin usted estaría
muerta… o peor aún, arrastrada por la acera…
–¡Pobre gatita, va!
–Es usted feo, pero lo quiero bien…
La Señora Raphaël se levantó de pronto:
–El tiempo cambia, va a llover… Mi pierna me duele…
–¿Todavía sufres?
–No es nada… El cambio de tiempo…
–Todo está convenido; vendrás a mi casa a informarme de lo que puedas hacer.
–¿Qué día?
–Viernes… desde las doce hasta las dos.
–De acuerdo… Hemos hablado mucho tiempo… Soy muy charlatana… ¿Desea
tomar un vasito de chartreuse?...
–Raphaël apretó un timbre eléctrico.
La criada acudió:
–Clorinde, el chartreuese y dos vasos!...
–¡Estupendo!...
–¡Ah! mi querido amigo, soy más feliz aquí que en el Hipódromo… y luego
frecuento la alta sociedad y he aprendido a comportarme… Tengo un solo defecto…
hablo demasiado… Si supiese que enojoso es enseñar algo a esas señoritas de buena
familia… Deben saludar con gracia… Si es una dama quien pasa en coche alta la cabeza
y bajarla gradualmente… Para saludar a un hombre, una simple señal de cabeza…
¡Hope!… ¡hop!... Hay que regresar al Bois para ver galopar a los caballeros; soy yo
quién lo arreglo…Yo las llevo… La pista tiembla en los Campos Elíseos….
–Vas a fatigarte, mi pobre hija.
La bonita Raphaël se embriagaba en efecto son su verborrea, tan alegre se
encontraba de hacer saber a su protector que había llegado a alcanzar una posición.
Brindaron por su salud recíproca y, aunque cojeando un poco, la señora Raphaël
acompañó al Sr. Lejet hasta la puerta de su apartamento.
–Escríbame, pero no venga más aquí, tío… mamá Chapuzet monta guardia…
¿Hombres? ¡Jamás!...
–Creo que quieres hacerte canonizar.
–No diga tonterías.
–Hasta el viernes…
–Hasta luego, padrecito.
El Sr. Lejet se frotó las manos y murmuró:
–Ahora, a casa de Tinders….
El vizconde Jean acababa de partir para Montmorency, en compañía de un miembro
del Círculo de los Mirlitons, un amigo de su padre, el joven barón Armand de Boistel.
Este último había recibido del conde la íntima misión de despabilar al campesino, y
aprovechaba aligerando incluso la cartera de su camarada.
El conde de Tinders esperaba al Sr. Lejet, el único hombre con el cual podría habar
libremente, y le hizo partícipe de sus esperanzas en relación con la transformación del
hijo adoptivo de los Mathurin.
–Sé – dijo – que el barón de Boistel, al que he confiado mi hijo, tiene una
reputación detestable… que es un jugador diabólico, acosador de actrices y un persigue
dotes… Es precisamente por eso por lo que he elegido… Quiero que Jean sea jugador,
desenfrenado; en definitiva, que tenga todos los vicios… todos los vicios… Lo
conseguirá, tiene una buena escuela… ¿Le sorprende mi lenguaje?
–Francamente sí, señor conde…
–Es que, mi querido señor, usted no pertenece a nuestro mundo. Para estar armado
contra el mal, hay que conocerle… Espero que antes de ocho días, el vizconde tendrá
por amante a la rubia Reither de la Comédie Française y que hará locuras por ella… A
propósito, si la señora Raphael decide que la entrevista en cuestión tenga lugar en el
Bois de Boulogne, no se preocupe en absoluto de nuestro jinete… Jean no es elegante
montando, pero es sólido como una roca… Ernest, el criado de las caballerizas, decía
hace un instante que hacía falta que el joven hombre tuviese un rudo cuerpo para montar
Feuille de Frêne, una bestia rabiosa… En lo que concierne a la esgrima, Jean se
convertirá en un buen espada… un brazo de acero y unas pantorrillas de hierro…El Sr.
Geanty, el maestro de armas, se declara tan satisfecho como Lejallais, el profesor de
equitación…
–El Sr. Vizconde está dotado de una inteligencia superior.
–Desde luego… los estudios que ha hecho en su provincia le han desarrollado
singularmente… Escribe con elegancia… Después de todo, la moral me importa poco;
sobre todo le recomendé que siempre se ponga guantes… Esas diablesas de manos me
dan pena con sus cicatrices; pero he encontrado la explicación: dirá por todas partes que
los médicos le han aconsejado dedicarse a las trabajos manuales, a casusa de la
debilidad de su constitución….
En el momento en que el director de la agencia de la calle Montmartre se retiraba,
mistress Jackson entraba contrariada en el despacho del conde.
–Señor… señor… el principito ha tenido un desvanecimiento… He venido a
advertirle… Mi Hector…
–Dé las ordenes para ir a buscar al doctor.
–Si el señor fuese tan bondadoso de venir a verle… El pobre pequeño sufre tanto…
y el señor vizconde no está aquí… Venga, señor., se lo ruego…
–Mistress, hoy no tengo tiempo… mi banquero…
–¡Oh! Señor…
–Si Dios fuese justo, él tomaría al monstruo.
La gobernanta miraba a su amo con los ojos llenos de lágrimas.
–Qué espantosas palabras, señor… ¡Que malvado se ha vuelto su rostro!...
–Por última vez, mistress..
–Jamás lo había visto con ese rostro… Me da miedo y me pregunto si es un hombre
el que habla…
–¡Insolente!...
–Usted no es bueno, señor, Dios le castigará.
La gobernanta regresó muy entristecida junto al desdichado niño.
–¿No ha querido venir?
–No – dijo ella con voz sombría,
El enano pronunció unas palabras tan amargas, que mistress Jackson le suplicó que
no hablase más.
–Mamá Josué, ¿estás segura de que ese hombre es mi padre?
Y luego, murmuró entre dientes:
–El amo decía el otro día que quería que me muriese… ¿Y si yo matase al amo?...
Por la tarde, el vizconde Jean y el barón de Boistel regresaron de Motmorency. La
jornada había sido soberbia. Esos caballeros habían ido en ferrocarril hasta Enghien, y,
allí habían alquilado unos caballos que los condujeron hasta el bosque de Montmorency.
Armand de Boistel era originario de la Dordoña; había hecho derecho en Rennes.
Habiendo sobrevenido algunos incidentes en su desordenada existencia, desde hacía
varios años vivía en París de las limosnas de su antigua amante, la señora Pauline
Télien, una de las jóvenes estrellas de la Ópera Cómica.
En el Círculo, el conde de Tinders aún se había dejado ganar unos centenares de
luises por Boistel; el barón se había convertido en íntimo del americano.
Siempre vestido a la moda inglesa, provisto de su monóculo y sus patillas rubias
ardientes, Armand de Boistel se enorgullecía de ser el mentor del provinciano.
Y, como a su pesar, se copia un poco el tono y las formas de las personas que viven
en nuestra intimidad, el vizconde Jean parecía comportarse ya como un gentleman.
El conde de Tinders miraba a su hijo con orgullo.
–Querido hijo, estoy orgulloso de ti; me consuelas de mis desdichas… ¡Ah!
Desgraciado el hombre que, llegado a la edad madura, no tiene otro él mismo para
sobrevivirle…
Y el conde añadió en voz baja:
–No siempre he pensado así…
V
El pueblo de Nègre-Combe estaba muy cambiado desde la marcha del hijo adoptivo
de los Mathurin.
Por todas partes se escuchaban los mismos lamentos.
–Es injusto abandonar a los hijos recién nacidos para que se planten aquí cuando
han crecido.
–Pero el Nègre-Combe no era hijo de los Mathurin… Su deber exigía que se
pusiese a las órdenes de su padre, feliz de encontrarle.
–El Nègre-Combe pertenecía a los Mathurin, puesto que fueron los Mathurin
quienes lo educaron y, sin ellos, el encontrado habría muerto con toda seguridad en el
hospicio de Limoges.
Eran comentarios interminables. Las malas lenguas se daban rienda suelta:
–Estaban demasiado orgullosos de un muchacho que no era suyo.
–Por supuesto que la Nicole perderá la razón, esa vieja avara que se privaba de todo
para hacer el ajuar al esposo de la Pequeñina.
–Se vanagloriaban de no tener más que un hijo para poder darle todo… ¡Eh! está
claro que si se quiere contar con el porvenir, hay que tener varios hijos.
–A los avaros no les gusta dividir su fortuna…
Pero los que estaban profundamente afligidos por la partida de Nègre-Combe eran
los ancianos del pueblo. Charlaban entre ellos por los taludes del camino y se
escuchaban las voces cascadas que se respondían, semejantes a un concierto de cigarras
ociosas.
–¿Quién nos lo habría dicho de Nègre-Combe?
–Ya lo ves, Nicolás, cuando hay un muchacho que sobresale un poco sobre los
demás, siempre hay algún diablo que se mezcla para meterle en la cabeza que abandone
el campo… También uno se asombra que los aldeanos permanezcan impasibles cuando
aquellos que podrían instruirles los abandonan… ¡Ah! en mis tiempos se estaba más
aferrado a la tierra… Si alguien se iba era con mucha pena, cuando el Emperador hacía
sus reclutamientos. Hoy, desde hace más de diez años que ya no se habla de guerra y
nuestros jóvenes todavía desertan aún de su aldea… ¡Condenación!, ven cosas bellas;
tienen hábitos más finos; y, si lloran al marchar, al cabo de algunos meses han olvidado
el pueblo. Nuestra provincia es todavía una de esas en las que el aldeano se vincula a la
tierra; pero, en realidad, os digo, está próxima la hora en la que el Limousin se verá tan
despoblado como la Creuse…
–Tío Pierre, usted lo ve claro…
–Todo se confabula para arruinar la agricultura… los impuestos son pesados… los
muchachos que nos quedan carecen de coraje al ver a sus compañeros en la ciudad, y
piensan, con razón, que estos ocupan un buen empleo y pueden burlarse de la helada y
de la escarcha… Llegará un día en el que Francia perecerá al no haber nadie que quiera
cultivar la tierra…
–¡Oh! ¡usted exagera, tío Pierre!
–Veo las cosas tal como son, Nicolás. Recientemente hemos perdido al hijo de
Pilou, que va a la Escuela Normal… De este no tengo nada que decir: será maestro y
será útil. Antaño no se sabía leer y era un error. Hoy es bueno que el aldeano aprenda a
leer, a contar, a gestionar el mismo sus pequeños negocios; pero más valdría
permanecer en la ignorancia que creerse obligado a desertar del suelo natal… Nuestros
jóvenes se van a las ciudades: Aquí, el aire libre hace hombres; allá, mueren como
moscones… El médico decía el otro día que los muchachos educados en el campo y
trasplantados a las ciudades se vuelven casi todos tísicos… El gobierno debería dar
primas a los que viven con la tierra y hacen vivir a los demás; habría que instituir cajas
de retiro para los agricultores… Está mal olvidar así a los campesinos y negarles todo
aliciente… Si Francia no levanta la agricultura, está perdida. Sí, amigos míos, ha sido la
fatalidad quien ha querido que ese muchacho – la esperanza del pueblo – nos fuese
violentamente arrebatado…. ¡Pobre Jean!... No era normal que fuese hijo de un conde,
él, que fue arrojado al hospicio como un perro. Recuerdo lo difícil que resultó sacar
adelante a ese mocoso tan frágil, tan delicado… Los médicos lo daban por muerto: se
decía que iba a morir… Pues bien, los Mathurin se desangraron por las cuatro venas
para hacer de él un hombre; se volvió más fuerte que el gran buey que abatía por los
cuernos; se instruyó en la escuela del Sr. Gauffier; aprendió latín con nuestro cura; y
cuando es robusto como un roble y sabio como un libro, se le viene a reclamar… Eso no
es justo… no señor, no es justo…
–Sin embargo, tío Pierre, los Mathurin han consentido en su partida…
–¿Qué han consentido, dices? Pero, Jéröme, ¿acaso podían oponerse? El conde les
demostró claro como el día que él era el padre y que iba a dar a su hijo una vida de
honor… ¿Consentido?... ¿Es que se puede rechazar algo a un señor, a un noble?... Veo
aún a la Nicole tan pálida como un lienzo tras la marcha de su hijo… Se había
contenido, la desdichada, pero el dolor era demasiado fuerte y lo ha ocultado en su
interior…
–La señorita Blanchette también está muy afligida…
–La Pequeñina, tan atenta y tan buena, pasa ahora sin saludar a nadie. Tiene como
vergüenza en el corazón… Emplea su tiempo en leer libros piadosos que le presta
nuestro cura, historias de santos y de santas… ¿qué sé yo?... El señor cura está siempre
repitiendo: «Aprende a sufrir, mi querida niña; es una cruel prueba a la que Dios te
somete; se fuerte…» ¿Fuerte?... Se volverá loca un día u otro, o bien partirá para Paris y
hará algo malo… Ella, tan risueña de ordinario, se niega a ir al baile; y, si nuestras
mujeres le hablan, ella las mira con sus grandes ojos vacíos… Se diría que el diablo se
ha llevado su alma… Por desgracia, todo va mal en el pueblo: no hay gusto por nada…
¡Oh! ese Nègre-Combe al que he hecho bailar sobre mis rodillas, si supiese todas las
desdichas que su ausencia nos depara…
–No se desolé, tío Pierre, el Nègre-Combe es un bravo corazón, regresará al país.
El orador inclinó la cabeza:
–¡Ah! usted conoce bien poco a los jóvenes de la ciudad… Una vez salidos de entre
nosotros… ¡se acabó!... Ya veremos si regresan ¿Y los de la ciudad se sorprenden a
veces de que nosotros les odiemos? En verdad, ¿cómo podemos amar a los que nos
roban nuestros hijos? Después de todo, es mejor que nuestros muchachos no regresen
jamás al pueblo… La ciudad los mima… Se toman grandes aires y tienen miedo de
ensuciarse tocando nuestras manos callosas… El sobrino de Bijard, el cardador, se
pavonea con un sombrero de copa: hace señas con su mano enguantada: «Adiós, mi
bravo… – Hasta luego, Pierre…» Y luego se va moviendo la cabeza y fumando cigarros
puros, él, que antes carecía de camisa y se conformaba con un puñado de castañas
cocidas que mi mujer le daba por conmiseración.
–El pequeño Neutrain, el empleado de la Banca no vale más que Bijard…
–¿Neutrain?... Ese es otro… Estaba pagado para hacernos votar… Nos seguía por
todas partes, el imbécil, pronunciando largas arengas en francés sin comprender que nos
moríamos de rabia al ver lo tonto que se hacía al parecer haber olvidado nuestro
patois…
–El Nègre-Combe no es así…
–¡Eh! ¡eh!...
–¿Es cierto que los Mathurin no han querido el dinero del conde?
–Ni un centavo… Ese oro que Le Hallier había recibido para ellos les quemaba en
las manos… El alcalde lo ha aceptado para el negociado de beneficencia… Y aún así, se
han encontrado pobres que no querían: se decía que era el precio de la sangre y que ese
oro traería desgracias…
La conversación cesó de repente: los ancianos acaban de percibir a Mathurin y a la
Pequeñina que caminaban juntos, indiferentes a los mil rumores de las hayas llenas de
cantos de pájaros y de batir de alas.
Él, muy ajado por la edad, con los ojos llenos de espanto y pareciendo buscar el
sentido a algún misterio inexplicable; ella, muda y pálida, con la mirada fija, y bella aún
bajo la máscara del dolor.
Loa pobrecilla se decía que las cartas se volvían cada vez más escasas y menos
familiares; y, como sus padres, los Pitois, no contaban ya con las promesas de Nègre-
Combe, la atormentaban para obligarla a tomar un buen partido.
Se temía por su cordura, pues quedaba largas horas sin hablar, rehuyendo a sus
compañeras, negándose a tomar parte en los bailes del domingo, y, cada noche, soñando
sobre su silla de paja e incapaz de hilar la lana blanca de la tejedora. La madre – una
mujer valiente – trataba de dar ánimos a su hija: le contaba que también había sufrido
mal de amores cuando había debido casarse con el apuesto Trallou, pero no se
arrepentía del sacrificio impuesto a su corazón. Todo lo que el buen Dios hacía estaba
bien hecho: ella se había casado felizmente con Pitois, uno de los granjeros más ricos y
trabajadores del país, y su enamorado de antaño, Trallou, – un gran pendenciero – había
sido condenado a dos años de prisión por haberse batido con un cantero… Blanchette
debía ser razonable; el Nègre-Combe estaba perdido para ella; encontraría más de veinte
partidos que le valdrían desde todos los puntos de vista… El hijo de Leuinard se habia
presentado… Pichier, el gran Pichier, aquel que poseía las tierras de la Vélette y los
bosques de Morebon, se ponía a la fila… Y François Béjeu, Béjeu el rico… Tendría
donde elegir…
La Pequeñina escuchaba a su madre con oído distraído, con ese inexorable
pensamiento de que estaba herida en su corazón y que jamás se curaría.
Mathurin y Blanchette se consolaban de su común infortunio:
–Ya ves, Blanchette, la dicha no está hecha para nosotros… Uno se mata
trabajando… ahorra,… pena toda la vida con la esperanza de dejar algo a alguien que se
ama, y luego…
–Yo también sufro mucho, padre Mathurin.
–Pobre pequeña…
–¿Y la madre Nicole?
–Ella se come por dentro…
–¡Oh! – dijo la joven con gesto de terror – si Jean supiese lo que pasa regresaría al
pueblo… Sí, su hijo regresaría…
–¿Mi hijo?... Ahora no… sin duda estoy maldito, puesto que Dios y los hombres se
confabulan para llevarse a mis pequeños… Maldito… sí… maldito… Blanchette, no te
des tanta prisa… Cuando regreso a casa, siempre me da la impresión de que hay algún
muerto…
El aldeano tenía razón. Su casa, antaño tan alegre, le parecía ahora una tumba…
Era conmovedor verlos así, a los reyes del pueblo de Nègre-Combe: Mathurin, sentado
ante un cesto de castañas que pelaba de una manera inconsciente, con la mirada perdida
en la llama de la lumbre; Nicole, vestida de negro, como al día siguiente de la muerte de
su primer hijo. Y ambos, pasaban las veladas con un tácito consentimiento para no
hablar de la eterna cuestión que los torturaba.
La cosecha había sido soberbia, a pesar de los comentarios de los ancianos del
pueblo; las granjas se plegaban bajo el peso de los granos amontonados; pero toda esa
magnificencia de la naturaleza era acogida con frialdad por los Mathurin… ¿Que les
daba la fortuna?... Siempre tendrían de que vivir… Después de su muerte, sus bienes,
amasados a base de trabajo y privaciones, irían a parar a unos sobrinos que apenas
conocían. Los vecinos, comprendido este inmenso dolor, no iban a llamar a su puerta, y
la gran cocina, donde antes se celebraban largas reuniones de inverno, estaba desierta;
solo la Pequeñina se atrevía a turbar el silencio de los dos viejos.
A esas benditas horas, parecía que un rayo de alegría iluminaba esos rostros
marchitos y los despertaba a la esperanza. Dulcemente, la Nicole se dirigía hacia la
alacena de la cocina; y allí, en un cajón donde se encontraba su corona de casada, su
gargantilla de oro y su alianza, tomaba algunas hojas de papel cuidadosamente plegadas
entre ellas.
Eran las cartas del ausente.
A la claridad de la lámpara de cobre, Blanchette leía en voz alta las cartas de su
novio. Se las sabía de memoria, pero todavía experimentaba placer escuchándolas. Jean
hablaba con ju alma: contaba la tristeza que lo invadía en medio del lujo que lo rodeaba;
manifestaba su profundo afecto por sus padres adoptivos, su esperanza de regresar al
país, su deseo legítimo de cumplir sus compromisos de infancia. Les decía también la
amargura que crispaba sus labios con el recuerdo de las alegrías desaparecidas, y su
tedio por las cosas nuevas y las recientes amistades. Su ausencia no podría durar… El
tiempo transcurría; y, desde hacía varias semanas, Nègre-Combe había guardado
silencio…
Mathurin y la Pequeñina llegaban a la casa. De pie, sobre el umbral de su puerta,
Nicole esperaba a su hombre. Cuando la valiente mujer los vio a ambos tan tristes y tan
desanimados, tanto al uno como al otro, no se atrevió a decir palabra. Blanchette la
abrazó muy fuerte y acepto la invitación a cenar que le era hecha.
Se sentaron a la mesa.
–Fue allí donde él se sentaba – dijo Nicole designando un lugar que permanecía
vacio.
–¡Qué grande se hace esto sin él! – observó la Pequeñina.
El hombre sacudía tristemente la cabeza.
–Dime Blanchette que todos los rumores que corren son falsos… que tú no tienes
prisa por casarte y que no te casarás con el hijo de Leuïnard… ni Pichier… ni Térain…
ni Béjeu el rico...
–No me casaré nunca… El otro día, la señorita Marie, la hija de nuestros antiguos
amos, vino a casa… Nuestra señorita, que me quiere bien, me decía dulces palabras,
haciéndome comprender que no podía pensar en casarme con el vizconde de Tinders.
–¿Y tú que has respondido?...
–He respondido que, el día que haya perdido toda esperanza, iría a ahogarme allá,
en el estanque de la Nauve…
–¡Desgraciada! – gritó Mathurin – desgraciada!... Eres capaz de hacer lo que
dices…
–¡Ah! – murmuró Nicole insegura– He intentando mantenerme bien para no
atormentar a la muchacha… Ahora ya no puedo más… no puedo más… Me ahogo...
Dejadme llorar…
Los sollozos la estrangulaban… La Pequeñina se puso de rodillas junto a ella y,
sacando fuerzas de su interior, habló de esperanza.
–No… no… – suspiraba la vieja – está perdido… Ha muerto para nosotros…
muerto…
Entonces, el aldeano, de ordinario tan temeroso, el viejo campesino, que cuando
hablaba a un caballero buscaba sus frases, se levantó irritado: cogió una botella y la
rompió sobre la mesa:
–Soy un cobarde… un canalla… Habría debido decirle a ese conde que el Nègre-
Combe era nuestro… que le prohibía llevárselo… Fui yo quién aconsejó a Jean seguir a
su padre… ¡Su padre!... ¿Y si el señor había mentido?... Hay hombres ricos que están
contentos de adoptar a los jóvenes bien formados… ¡en nombre de Dios! Si fuese cierto
sin embargo… Si fuese cierto, tomaría mi bastón y lo hundiría en el cráneo del señor…
–Mathurin – dijo Nicole – no pierdas la razón… El caballero estaba en regla.
La joven se había levantado:
–Tengo confianza.
Mathurin la contemplo con los ojos desorbitaos.
–Sí – repitió ella– voy a escribirle… Le diré que os morís aquí… Me
comprenderá… Tendrá piedad de vuestro dolor y de mi debilidad… Iré a París; me
pondré de rodillas ante el conde… Le diré que en esta casa se muere… Nègre-Combe
regresará…
Así era como se terminaba la conversación cada vez que la Pequeñina trataba de dar
ánimos a los Mathurin, no percibiendo ella misma que las rosas de sus labios se
transformaban en pálidas violetas y que se curvaba como una mujer vieja.
En el pueblo, las gentes no todas eran buenas, y aquellos que al principio, habían
percibido con alegría los lamentos causados por la ausencia de Nègre-Combe, decían
que Blanchette estaba loca por amar a un noble… Ya no eran tiempos en los que los
aristócratas hacían decentemente la corte a las campesinas… La Pequeñina se había
equivocado al querer elevarse por encima de su rango…
Se recordó que antes se ponía vestidos magníficos, los domingos, y que en la
iglesia copiaba las manera de las señoritas de ciudad. Uno incluso dio a entender que
había pasado algo indecente entre los novios… Sin eso, la señorita no hubiese
rechazado a Béjeu el rico, un partido tan ventajoso…
–¿El amor de un noble?... ¡un bonito asunto! pensaban los muchachos que
agasajaban a las muchachas… ¿Es que una persona decente debía continuar escribiendo
a un caballero que la plantaría y se casaría sin duda con la hija de un noble?...
¿Amar a otro?... Blanchette no podía.
También ella parecía indiferente a los comadreos de los que no comprendían, que
no comprenderían nunca toda la intensidad de su dolor. Se la veía en medio de los
caminos, con la figura herida, pensando en los mil cotilleos del pueblo… Ella quería
luchar…. La fría razón le aconsejaba expulsar de su alma el recuerdo de un hombre que,
a esta hora , tal vez la despreciaba… Su amor propio estaba en juego… Se burlaba de la
razón y sonreía amargamente con la idea de que sus esperanzas eran ridículas. Fue en
vano que en su cerebro oscurecido y en su alma turbada, se presentasen las imágenes de
su viejo padre y de su madre, suplicándole ambos que renunciase a sus insensatos
sueños…
Ella no escuchaba… No veía nada. Poco a poco, la noche se iba haciendo es su
frágil organización…
Podría ser las tres de las tarde. Blanchette se había sentado al borde de un prado en
compañía de los hijos de una amiga de su madre, dos mocosos, una chiquilla de seis
años y un crío de cuatro años. Esa jornada de invierno estaba llena de sol y los aldeanos
aprovechaban para llevar a cabo los trabajos: se escuchaba el ruido de las ruedas y los
engrases sobre la tierra y algunas canciones de vaqueros que se perdían en el aire.
–¡Qué triste estás, señorita! – dijo la chiquilla.
Los familiares la llamaban la Pequeñina; pero, para los demás, ella era señorita.
El pequeño, trató de repetir la frase de su hermana. Blanchette no respondió.
–Hable, señorita; háblenos…
–Sí… hábenos… hábenos… -decía el peqeuño asustado por el silencio de su amiga
mayor.
Blanchette tomó a la chiquilla sobre sus rodillas mientras el niño rodaba por la
hierba.
Pasaron unos muchachos. Regresaban del trabajo; eran los hijos de Bourlon, un
grueso granjero, primos de Béjeu el rico, el hombre que quería esposar a la Pequeñina.
–¡Eh! – dijo el mayor – aquí está la señorita Pitois.
–La vizcondesa – añadió el otro.
Caminaban con la azada sombre el hombro:
–Buenos días, señorita Blanchette.
Ella se inclinó.
–¿Qué hay de nuevo? – repitió el mayor de los Bourlon, una especie de coloso de
cabello pelirrojo y labios gruesos.
–¿Qué nos cuenta… Señorita? – intervino el hermano menor.
–No tengo nada que decirle, señor.
–¿Cómo?... ¿Entonces el vizconde ya no escribe, el miserable «encontrado» al que
se daba la levadura de los cerdos, cuando gritaba de hambre en nuestra casa?...
–Eso es falso… Los Mathurin…
–He aquí – continuó Boulon joven, que era un poco menos brutal que su hermano
mayor – También es culpa suya… Se aburre a morir… ¿Por qué no se casa con nuestro
primo Béjelu?...
–No quiero casarme, señor…
El mayor de los Bourlon dijo con feroz sarcasmo:
–Estás muy verde, mi Dulcinea… ¿Y eres lo bastante simple para creer que el
Nègre-Combe piensa en ti?
–Así lo creo.
–¡Pobre loca!... ¿crees que Paris carece de mujeres?… He estado en un cuartel de la
capital… Sé lo que hay allí… Sí, señorita Blanchette… hay mujeres bonitas a hacer caer
de culo…
–¡Qué despreciable, Bourlon!–, murmuró la Pequeñina, que se aferraba al cuello de
la pequeña y parecía querer protegerla contra los muchachos.
Blanchette se levantó y tomó a los niños por la mano.
–¿Eso te hace huir, vizcondesa?… Y sin embargo es la pura verdad… El Nègre-
Combe ya no padece… En París, al menos, no hay necesidad de ocultarse como aquí …
Todo el mundo sabe…
–Usted no se sabe nada… usted miente..
–Si Jean estuviese aquí, no me insultaríais…
El más joven del los Bourlon tomó la palabra:
–Querida, queremos hacerte entrar en razón… Béjeu es un muchacho decente, es
más rico que tú… Nuestro primo no te engañaría, mientras que tu vizconde, uno nunca
sabe… no se sabe… Reflexiona. – Está dicho… Hasta luego, señorita.
Y los dos campesinos continuaron su camino.
Blanchette se sentía desfallecer. En un momento, su rostro, iluminado por los rayos
del sol que descendían de las altas ramas, tuvo una expresión tan desgarradora y tan
desesperada, que los niños que jugaban a su lado tuvieron miedo y huyeron a lo lejos.
Pasó el cartero. Se dirigía al pueblo; encontró a la joven que permanecía inmóvil y
como petrificada en medio del camino.
–Señorita Blanchette, ¿qué mira usted?... ¿Tal vez ha adivinado?... Una carta para
usted… una carta de París…
–¡Oh! – dijo ella con un gran suspiro de niño – llevando las manos a su corazón.
Y, habiendo recibido la carta, caminó tan lejos y a tal paso, que el cartero también
la creyó loca.
¡Por fin estaba sola!... ¿Qué iba a decirle? Su rostro se iluminó con súbita alegría…
Ella era siempre la bien amada… Los Bourlon habían mentido… Jean le confiaba su
tristeza a todas horas, su imperioso deseo de volver a verla… Contaba a su hermosa
novia los supremos esfuerzos que intentaría para cumplir con sus compromisos… Su
estoica alma lo exhortaba al ánimo. Era a la Pequeñina a la quien correspondía consolar
a los Mathurin… Era ella quien debía mantener a Jean incólume contra las injurias y las
calumnias de los envidiosos… Todo el mundo podía sospechar de él; pero ella no, no
tenía derecho…
Blanchette estaba como transfigurada cuando llegó a casa de los Mathurin.
Fue una explosión de alegría: la Nicole lloraba y reía; el viejo Mathurin aplaudía y
danzaba en medio de la cocina…
Esa noche, Blanchette se durmió con una sonrisa en los labios.
VI
Un hombre atravesaba solo la avenida de los Campos Elíseos. La noche era
profunda y la luz del gas moría bajo la atmósfera de la niebla que pesaba sobre París. De
repente, el hombre se sintió agarrado por una mano invisible… Quiso huir… Un grito lo
clavó en su sitio… Le recorrió por la espalda una especie de estremecimiento y lo
invadió el terror, como si un espectro se hubiese levantado ante él.
–¡Marguerite!...
–¿Por fin me has reconocido?...
El paseante trató de ver a lo lejos… El silencio los rodeaba por todas partes y los
grandes árboles gemían, suavemente golpeados por el viento. Al fondo de la avenida, un
coche circulaba al paso.
–Y bien, sí, soy Pierre Ténard… Te creía muerta…
–¿Y ahora?
–Sí… acabemos… te daré dinero…
–¿Dinero?... eso no es precisamente lo que he venido a buscar… ¿Dónde está mi
hijo?...
–Muerto.
–¿Lo has matado?
–No, la enfermedad se ha encargado de eso.
–Mientes – dijo ella, con un grito de rabia. – Mi hijo está vivo… mi hijo es ese
joven que te acompaña…
–Loca…
–¿Loca?... No estoy loca… Desde el día que te encontré en la calle Vivienne…
¿Recuerdas?... Una mujer caída en la acera… Los transeúntes se agrupaban… Yo no
tenía nada, según dijiste… tenías prisa… Tu calesa marchó al galope, a pesar de las
súplicas del joven que estaba contigo… Mi hijo…¡oh! no estaba segura… He tenido el
coraje de callarme… Hoy…
–Viene gente… pueden vernos… Sígueme…
–Tal vez me mates… No tengo miedo… Quiero ver a mi hijo…
–Ven…
La mujer se colgaba del brazo del caballero, en contra la voluntad de él.
Llegaron al palacete Tinders. El hombre despidió bruscamente al criado que le
ofrecía sus servicios y entró seguido de la mujer en un magnífico despacho.
El fuego de la chimenea ardía con dulce calor, y la claridad de las lámparas
concedía aquí y allá tintes de oro a las viejas tapicerías de las paredes.
–Estás en el domicilio del conde de Tinders, mi bella.
Marguerite se dejó caer agotada sobre un sofá.
–Veinte años… veinte años de dolor…
–Nada de escenas, te lo suplico – dijo el conde. – No te has equivocado… El
chaleco del Sr. de Tinders oculta la blusa de Pierre Ténard… Pero el joven del que
hablas es mi hijo y no el tuyo… Tu hijo está muerto… Me he vuelto a casar después de
haberme hecho nacionalizar americano y…
Ella lo interrumpió con un sarcasmo lleno de angustia:
–¿Casado?... ¿Casado con otra mujer cuanto tu esposa no ha muerto?... Eso es falso.
Te digo que mientes… Mi hijo está aquí… Pierre, quiero a mi hijo…
–Pobre mujer…
–Ten cuidado, Ténard… Ha sido Dios quien me ha conducido hasta ti… La primera
vez temía haberme confundido… Pero una madre reconoce… a su hijo…
Los sollozos le cortaban la palabra y todo su ser temblaba en un movimiento
convulso.
Entonces el conde comenzó a hablar de una manera menos dura.
–Marguerite, reconozco todos mis errores… He ido a China… a América. He hecho
fortuna…soy rico… rico… Me dijeron que habías muerto, tú, tu padre, la tía Zoé, los
niños….
–Los niños han muerto… mi tía ha muerto… pero mi padre está vivo todavía,
gracias a Dios… He podido permanecer siendo honesta gracias a mi trabajo…
–A partir de ahora no te faltará de nada…
–Quiero a mi hijo,– aulló ella forzando la garganta.
–Voy a ponerte de patitas en la calle…
La mujer se tranquilizó y acabó por abandonarse.
–¿Quieres que te diga la vedad, sí o no? Me he casado en Saigón con una inglesa, y
ese joven del que hablas es el hijo de mi segunda esposa…
–Me engañas. No podías casarte estando ya casado…
–En Conchinchina recibí una carta desde Francia que me informaba de tu muerte…
–Infame…
–Dejemos de lado los insultos.
–Te digo que no te creo.
Ella se alzó ante él:
–Acaba tu obra, miserable… Mátame tras haber abandonado a tus hijos… ¡Oh! te
desenmascararé, conde de cartón… Tal vez nadie crea esa espantosa historia… quizá
me encierren en un manicomio; pero Dios, el Dios en el que creo y que te maldice,
tendrá piedad de mis angustias y de mis terrores…
El conde permanecía sentado sobre un cómodo sillón y nada en su rostro dejaba
traslucir su emoción: mostraba siempre la misma máscara apacible, los mismos ojos
surcados por salvajes brillos y la misma sonrisa sardónica.
Marguerite lo observó algunos instantes, y luego estalló en sollozos:
–¡Oh! te lo suplico, ten piedad de mi desesperación… Me hago más fuerte de lo que
soy… Tu fría mirada me da miedo… Ya he llorado mucho… Me engañaba a mí misma
cuando te dije que iba a contar esta historia…. ¿Quién iba a creer esa locura?… Pierre,
antes eras bueno; fueron tus compañeros y tus malas lecturas los que te han echado a
perder… Eres rico… no te pido nada… Mi padre y yo vivimos de nuestro trabajo…
Papá envejece; y, yo misma, sé que mis días están contados… Ténard, piensa en esta
existencia de amargura que me has impuesto… Recuerda aquel baile del Château Rouge
donde te mostraste tan generoso… Entrabas entonces en la vida con una buena acción…
Ten piedad de tu esposa, de esta desdichada criatura de Dios que ha metido a sus dos
pequeños en un ataúd… Déjame ver a mi hijo… o, si no quieres…
Ella hizo un gesto terrible.
–Tus amenazas no me dan miedo, Marguerite… Habrías debido darte cuenta ya…
No es así como vas a convencerme, ni a hacerme mejor…
–¿Qué debo hacer entonces?
–Olvidarme…
–¿Es eso posible?...
–Sí… Ahora estoy muerto para ti… El Ténard de antes no tiene nada en común con
el conde de Tinders que te habla… Él era un francés; el otro es un ciudadano
americano…
–¿Has renegado de tu patria?
–¡Por favor!
–No eres un hombre… Hay en ti algo diabólico…
–Tal vez…
–¿No has pensado que viniendo a París, llegaría un día en el que tu mujer te
desenmascararía?...
–¿Tú? Tú no existes para mí; en cuanto a mi otra esposa, murió en Saigón… Ya te
he dicho que os creía muertos a todos… Me han engañado…eso es todo… Las agencias
francesas son un desastre… En Inglaterra, semejantes errores no se hubiesen
producido…
–¿Y eso es todo lo que tienes que decirme después de veinte años de ausencia?...
–Una vez más, ¿qué quieres que te diga?... ¿No tendrás la pretensión de convertirte
en la condesa de Tinders?...
–No… pero pretendo obtener justicia y demostrar que el vizconde de Tinders, como
tú lo llamas, no es otro que Jean Ténard…
–La justicia se reirá en tus narices… Estamos en 1880 y uno ya no cree en esas
maquinaciones… Esas historias se dejan para los novelistas y los dramaturgos…
–Me voy; y mañana…
Marguerite se dirigió hacia la puerta.
–Mañana, tu hijo y yo habremos abandonado Paris para no regresar nunca más…
–Mi hijo… ¿partir?... ¿partir otra vez?... – dijo ella con voz ahogada dejándose caer
sobre su asiento. ¡Oh!... no… no…
–Tú lo has querido…
–No tienes corazón… no tienes corazón…
–Tú lo quieres… voy a decirte todo esta vez… Ese joven es tu hijo; pero no quiero
que sepa que tú eres su madre…
–Sí… sí… entiendo… se avergonzaría de su madre…
–Lo llevaré conmigo pronto al otro extremo del mundo… a nuestro hijo…
–¡Oh! Pierre, di otra vez más eso de «nuestro hijo»… Esas palabras me hacen
bien… Mira… Lloro, lloro de alegría… Nuestro hijo…
–… Va a casarse…
–¡Ah! ¿se va a casar? – pregunto con una entonación de bebé curioso y sumiso.
–Se casa con una señorita noble y tú no querrás hacerle sombra… Así que
cálmate… ¿De qué te serviría acudir a la justicia?... E, incluso admitiendo que te dieran
la razón, ¿no temes que el vizconde se mostrase poco halagado al encontrar a su mamá
arrugada bajo un chal de cuarenta centavos?....
–Entonces… hay que sufrir todavía… Pero, tú ¿me dejarás ver a mi hijo?...
–Sí, si me juras sobre el crucifijo que no te traicionarás… ¿Te sientes lo bastante
fuerte?...
–Me preguntas si seré fuete, a mí que, desde hace ocho días te he seguido paso a
paso, espiando en la sombra, dudando de mi misma y temiendo siempre un desprecio
fatal… ¡Oh! claro que sí, ¡seré fuerte!...
–Piensa en esto: a la primera alerta, te denuncio a la policía acusándote de locura o
de chantaje… Se te encerrará… Luego me llevo al jovencito y no nos volverás a ver
jamás…
–¿Jamás?
–Jamás.
–Pierre Ténard, estoy dispuesta a todos los sacrificios, con la condición de que
pueda ver a mi hijo, seguirle con la mirada entre la multitud… ¡Oh! puedes estar
tranquilo, no te importunaré… Tengo el corazón inmune a todos los dolores… Pero,
entiéndeme, no quiero que se marche… no quiero…
Marguerite estaba arrodillada ante el Sr. de Tinders, suplicante, enloquecida. Su
rostro marchito se contraía en un espasmo frenético, y sus miembros de vieja mujercilla,
parecían hacer chocar los huesos de su esqueleto bajo los tics y los sobresaltos de todo
su cuerpo, .
–Querida, no nos perdamos en súplicas inútiles…
–¡Eres un monstruo!... ¡Es el mismísimo Satán el que me habla!
–No, soy un poco americano, eso es todo… Pertenezco a la nueva escuela que
admite solamente las sensaciones y se burla de los sentimientos… He leído en alguna
parte – en las obras de un filósofo alemán, creo – que todas nuestras acciones se limitan
al interés personal… Es a esta regla de conducta, regla absoluta, a la que debo mi
fortuna… Veamos, estos son los hechos: elige de dos cosas una, o te retiras de aquí con
un juramento solemne de que no tendré problemas con tu presencia, o, desde mañana,
¿me entiendes?, desde mañana, encontrarás figuras de madera en este palacete…
–¿Qué opción me queda?...
–Vas a jurar no revelar a alma viva lo que ha pasado aquí y de no darte nunca a
conocer por tu hijo…
–Mi padre hubiese sido tan feliz…
–No se trata de tu padre… ¿Quieres prestar ese juramento?
–Sí.
El Sr. de Tinders se dirigió hacia un escritorio con incrustaciones de ébano. Tomó
un crucifijo.
–Aunque no creo ni en Dios ni en el diablo, soy un hombre precavido…
–¿No tienes miedo de Dios, Ténard?
–No del todo… Este crucifijo ha sido fabricado por unos chinos siguiendo mis
indicaciones… Es un regalo que destino a la dueña del castillo de Lusignan, una tía de
la novia de tu hijo…
–¿Es cierto entonces que se casa?...
–Muy cierto…Y, ya ves, si supiese que estás viva, el matrimonio no tendría lugar…
Se casa con una señorita de alta alcurnia… Una palabra tuya y todo está roto…
–Guardaré silencio…
–Así pues, vas a jurar sobre el Cristo…
–Voy a jurar…
–Levanta la mano… eso es todo… Jura que jamás dirás a tu hijo que eres su
madre…
–Lo juro.
–Bien… eres una mujer valiente…
–Soy una verdadera madre…
–Ahora, no olvides que si tienes necesidad de mi para ti o los tuyos…
–Los míos están muertos…
–¿No te queda tu padre?
–Mi padre trabaja…
–Ya es mayor…
–Estoy yo…
–Como quieras… Acuérdate de tu juramento… Hubiese preferido mucho más no
encontrarte… Agencias incompetentes… En fin… cuento con toda tu energía.
–Soy madre, Pierre Ténard.
La emoción contra la cual luchaba Marguerite era demasiado intensa. La exaltación
la sacudió aún en una especie de delirio:
–¡Oh! sí, mantendré mi juramento… Seré el ángel de la guarda de mi hijo…
Cuando pase en su bonito coche, no pensará que una mujer reza por él… Mi corazón
desborda amor… Pierre, ya no te odio… Yo lo quiero a él con toda mi alma… El día de
su boda me mezclaré entre la muchedumbre de los mendigos que pueblan el pórtico de
la iglesia, y cuando venga a mí, sonriente, mi corazón latirá muy fuerte; pero mi rostro
no me traicionará.
El conde tomó en su cartera un montón de billetes.
–Si esto no es para ti, que sea al menos para que tu viejo padre… Con esto podréis
poneros al abrigo de la necesidad…
Marguerite rechazó la mano que se tendía hacia ella:
–No me insultes… Ya no soy tu esposa…. Soy la madre de Jean…
–Maternidad platónica…
El viento entró en el corredor en el momento en el que Marguerite salía del palacete
Tinders y una lluvia fina comenzaba a caer…
–Fíjate – dijo el conde – no te he preguntado donde vives.
–¿Para qué?... No me volverás a ver más… Adiós… Yo, yo veré a mi hijo…
Tinders respiró ruidosamente, como si un peso enorme acabase de ser retirado de su
pecho.
–¡Vaya reencuentro!... Y decir que la agencia me había afirmado que estaban todos
muertos… ¿Y si ella hablase?... No… Es madre… Tengo la sartén por el mango…
El conde regresó a sus aposentos, muy feliz de no haber sido reconocido en
compañía de su hijo, que, esa noche, había solicitado pasar la velada junto al príncipe
Tam Tam.
Marguerite, mojada hasta los huesos, aunque hubiese llevado el chal sobre su
cabeza, llegaba a la calle Richelieu.
El escribano público y su hija ocupaban un pequeño entresuelo de una de las casas
que dan frene a la Biblioteca nacional. Habían aprovechado el benévolo ofrecimiento de
un vendedor de curiosidades que les alquilaba por nada, a condición de que el Sr. Brénis
llevase la contabilidad del almacén.
El padre Brénis ya era muy anciano. Sus cabellos habían encanecido en aquella
noche de dolores lejanos sin duda, pero siempre presentes en su pensmiento, donde dos
pequeños seres habían muerto llevados por la rubeola. Su rostro, antaño afeitado, estaba
recubierto de una barba grisácea y mal cortada. Sobre su cabeza, un gorro. El cuerpo
había engordado prodigiosamente debido a su inactividad física; la tez había adquirido
unas tonalidades amarillentas que procura la vida pasada lejos del sol. El escribano
público permanecía toda la jornada, y a menudo una parte de la noche, ante una mesa
estilo Napoleón I que tenía unos pesadas cerraduras con cabeza de águila; sus piernas
paralizadas estaban envueltas en mantas. A derecha y a izquierda, un poco por todas
partes, esos mil objetos bizarros, a la vez científicos y recreativos, que se encontraban
antaño en el tenderete de la calle Cardinal-Lemoine.
Margerite Ténard estaba irreconocible. Su figura, antes esbelta y delicada, se había
encorvado; los ojos rodeados de esas marcas rojo violáceas que producen los
innumerables sufrimientos y las noches de insomnio. La mujer tenía cuarenta y cuatro
años: todo el muncho le echaba sesenta. Las mejillas eran de una espantosa delgadez; y
se diría incluso que todo su ser había sufrido una involución, no solamente en sus
fuerzas, sino también en su estructura: los miembros eran pequeños, el cuello frágil, el
pecho menguado como el de una chiquilla.
Por lo común, salía vestida de negro, con la mayor sencillez. Pero, en la velada que
acaba de transcurrir se había echado por sus espaldas un viejo chal de lana y se cubrió la
cabeza con un sombrero color claro, un lujo de antes, pasado de moda, ajado y
demasiado grande para ella, puesto que todo su cuerpo fue desmoronándose poco a poco
en la nada. La joven mujer parecía una vieja proxeneta.
–Nada… Me había equivocado. – dijo cerrando la puerta.
El Sr. Brénis tuvo un sobresalto.
–¿Entonces no era él?...
–No.
–¿Estás segura, Marguerite?
–Le he hablado… El caballero se alzó de hombros… Y… he visto que estaba
equivocada.
–Es raro… Me habías hecho un retrato tan real…
Marguerite de desprendió de su chal mojado que extendió sobre dos sillas de paja,
ante el brasero de la chimenea.
–Es curioso, Margot; se diría que tratas de evitar mis preguntas…
–No, padre…
Y contó una historia que se había inventado durante el camino de regreso.
–¿Hay que desesperar?
–Sí.
–¿Y si ese hombre se ha burlado de ti?... Ténard es capaz de todo… un padre que
abandona a sus hijos…
–Tu cariño por mí es un poco cargante… Te lo ruego, dejemos esta conversación
que me apena más allá de todo lo que puedas imaginar… Ese caballero ha debido
pensar que estaba loca… Me he disculpadlo lo mejor que he podido…
El padre Brénis volvió a su trabajo: copiaba el manuscrito de una novela
contemporánea; y mientras su pluma corría sobre el papel, murmuraba:
–Qué razón tiene el autor al decir que una casa que no tiene niños es una casa
maldita… Un paisaje sin cielo…
La noche de la madre se pasó en una excitación febril: sin duda lamentaba haberse
visto obligada a mentir a su padre; pero tenía el deber de cumplir su juramento… En su
corazón destrozado, brillaba la esperanza… Ese apuesto hombre que había visto galopar
sobre un caballo de raza, era su hijo… ¿Qué le importaba Ténard y su terrible
egoísmo?... Ella vivía ilusionada por esa encantadora visión.
Por la noche, cuando la avenida de los Campos Elíseos se llenaba de sombras y
silencio, ella pasaba y volvía a pasar por delante del palacete Tinders, esperando
siempre encontrar a su bien amado… Al final del día, si un coche al galope huía a lo
lejos, dos ojos seguían ese coche para buscar en él la dulce visión. A menudo, del lado
de los teatros, bajo el peristilo de la Comedie Française, sobre los escalones de la Ópera,
una mujer se mezclaba con los vociferadores de programas, ansiosa, escuchando el
ruido de las voces, distinguiendo los coches que llegaban… A la menor alerta, la
sombra desparecía para reaparecer otro día, en las proximidades del Bois de Boulogne,
ante los espejos de los cafés de moda, en las puertas de los cabaret famosos… Jamás
una palabra, jamás un gesto.
La madre veía a su hijo; y él pasaba indiferente ante la forma humana que se
desvanecía a su proximidad, semejante a un espejismo maldito.
Ella sola poseía su secreto… ¡Oh! ella no se traicionaría. Una adivinación
misteriosa parecía desgarrar los velos que recubrían la existencia del joven hombre al
que ella seguía como su sombra.
Cuando Marguerite regresaba a la calle Richelieu, el padre Brénis con esa fuerza de
observación que poseen aquellos cuya vista está constantemente golpeada por los
mismos objetos, preguntaba a su hija.
–La verdad, Marguerite, es que desde hace algunos días, tu fisonomía cambia
bruscamente: unas veces es como un destello de alegría que ilumina tus ojos, como
otras es una especie de abatimiento doloroso que se abate sobre tu rostro… Tengo
miedo de que me estés ocultando algo…
Ella inventaba mil pretextos para explicar sus súbitas esperanzas y sus penas
diarias. Contaba que ciertas creencias abandonadas iban pronto a ser recuperadas… Una
y otra vez, dejaba comprender que había hecho progresos desde su última conversación.
Un día, sin embargo, a punto estuvo de delatarse. El vizconde Jean y su amigo
Armand de Boistel se habían detenido ante una exposición de cuadros del bulevar de los
Italianos. Muda por una fuerza invisible, Marguerite había seguido a los dos jóvenes y,
bruscamente, se había encontrado cara a cara con su hijo,.
–¿Quieres que le hable, querido? – murmuró el barón de Boistel – Ya hace varias
veces que me he encontrado con esta extraña mujer…. Alguna entrometida, sin duda…
La mujer desapareció.
VII
Gracias a la señora Raphaël, se había producido un encuentro entre el vizconde de
Tinders y la señorita Lucienne de Dives-Laram.
Era por la mañana. Hacía un día radiante de sol invernal: jinetes y amazonas
galopaban por las avenidas despojadas de hojas del Bois de Boulogne.
Esa cita de los parisinos tiene aires extraños cuando sus árboles elevan al cielo sus
brazos de esqueleto; como sus céspedes desecados toman tintes de ópalo y oro, y, aquí y
allá, en los matorrales dormidos cuelgan las perlas brillantes de las primeras heladas del
invierno…El paisaje crece… Uno quisiera estar solo para creerse transportado a alguna
región lejana, y nos invade como el lamento de que el lujo y la moda vengan a turbar el
silencio de la naturaleza muerta.
Así pensaba el vizconde de Tinders cuando, al girar la Avenida de las Acacias, se
encontró cara a cara con una amazona cuyo caballo, espantado por algún objeto
invisible, amenazaba con destrozarse contra los árboles del camino.
Se escuchó un grito de mujer… El jinete puso pie en tierra, y, con mano vigorosa,
dominó la montura.
La imaginación del Sr. Lejet había tenido mucho que ver en el incidente. El buen
hombre, pensando que las cosas más sencillas son las más prácticas, había simplemente
rogado a la señora Raphaël que hiciese encabritar al caballo de su alumna en el
momento en el que esta percibiese al vizconde.
La amazona no estaba en absoluto conmovida; solo, su compañera, la señora
Raphaël, se deshacía en agradecimientos.
–¿Podría saber el nombre de mi salvador? – dijo la joven con un tono que intentó
hacer serio.
–El vizconde Jean de Tinders, señorita, – respondió el alumno de Lejallais.
Fue entonces cuando la señora Raphaël que, después de haber levantado el gran
velo blanco que llevaba en su sombrero, signo distintivo de su profesorado, tomó la
palabra:
–Señor vizconde, ha salvado la vida a la señorita de Dives-Laram… Permítame
agradecérselo en su nombre.
Dicho eso, las dos jóvenes mujeres saludaron al vizconde.
A su regreso al palacete, Jean contó a su padre el pequeño incidente del Bois. No le
concedió ninguna importancia e informaba incluso que no había tenido ninguna
dificultad en ayudar a la señorita de Dives-Laram…
–¿De Dives-Laram? – interrumpió el conde de Tinders –Diablos, querido, pero
¿sabes que los Dives-Laram constituyen una de las más grandes familias de Francia?...
–No lo sabía.
–Lo que no debes ignorar es que tienes el deber de ir mañana mismo a solicitar
noticias de la señorita.
–No me han dado la dirección.
–¡Caramba! una joven de buena casa no da jamás su dirección; pero un gentleman
no debe buscar mucho tiempo… ¿El palacete de los Dives-Laram? Bulevar
Malesherbes…
–¿Y usted cree, padre, que no seré indiscreto?...
–No solamente no serás indiscreto, sino que absteniéndote faltarías a la más
elemental de las cortesías…
–¿Entonces…?
–Entonces, mañana, hacia las tres, se te conducirá…
–Nunca me atreveré….
–¡Ah! ¿de qué pasta estás hecho?... Tienes una ocasión espléndida para introducirte
en sociedad… Mañana temprano, será publicada una reseña en los Ecos de todos los
grandes periódicos de París… No se hablará más que de ti… Veinte o treinta francos la
línea, toda una ganga…
–No tengo merito por haber actuado como he hecho… Antaño, cuando salvé la vida
a Blanchette protegiéndola de un buey…
–Esas son historias que hay que olvidar…
–Pero no puedo olvidar mi país, mis padres… mi novia…
–¿Está usted loco, señor?
–Padre, recuerde que me ha prometido…
–Basta… lo que sé es que debes obedecerme… Eres mi hijo y a ninguno otro que
no sea yo….Acuérdate que mañana a las tres te espero en mi despacho.
Al día siguiente, a dicha hora, Jean bajó de su apartamento; encontró a su padre
vestido, él también, con un frac.
–He reflexionado… Te acompaño…
Se instalaron en el cupé que dos alazanos dorados transportaron al bulevar
Malesherbes.
Todo había sido previsto y decidido por adelantado. La Señora de Dives-Laram
esperaba a los visitantes.
La Señora de Dives-Laram pertenecía a una vieja familia de la Vandea1 y había
traído de su país toda la dignidad y altivez de su raza. Su marido había muerto en su
castillo de provincias y ella esperaba encontrar en Paris un buen partido para su hija.
Por desgracia, la dote era escasa. Habían vivido con lujos, incluso por encima de
sus posibilidades, pues en el barrio se comentaba que los acreedores estaban en actitud
amenazante y que, si la madre no lograba casar a su hija con un hombre rico, el palacete
hipotecado iba a ser vendido…
La señora de Dives-Laram era casi legendaria. No había fiesta de caridad, ni
concierto, ni baile, ni velada un poco tumultuosa que no llevase a su hija con
intenciones matrimoniales descaradamente acusadas. Por su parte, la señorita montaba
a caballo en el Bois, realizaba peticiones a domicilio para obras piadosas, y a pesar de
todo eso, los pretendientes se hacían de rogar.
Se decía que cierto marqués de Lafayolle se había presentado; pero la desgracia
había querido que el marqués estuviese también sin un centavo; y la mamá, a la que la
necesidad despertaba ideas prácticas, se aferraba ardientemente a la fortuna.
Por añadidura, Lucienne era muy capaz de atraer a los enamorados: alta, rubia
como los maíces maduros, ojos negros irresistibles, decía su madre; ligera, nerviosa,
esbelta, como las mujeres que Corot2 hace bailar al claro de luna; una tez diáfana, un pie
encantador, manos destinadas al moldeado de algún escultor, una nariz de parisina
moviéndose y dilatándose pequeña y graciosa al albur de sus impresiones; y además una
indolencia en sus poses, unas maneras de gata enamorada, unos modales, unas ligeras
migrañas, etc., etc.
Tenía veinticuatro años; apenas parecía tener dieciocho, de tal modo su sonrisa era
graciosa e infantil.
La joven se había acostumbrado muy rápido a la vida parisina, gracias a los
consejos de su madre, una vandeana de raza, pero una parisina por vocación.
1 Vandea (Vendée, en francés) (85), es un departamento francés situado al oeste del país, en la región de
Países del Loira. (N. del T.) 2 Jean-Baptiste Camille Corot (1796 –1875) fue un pintor francés de paisajes, uno de los más ilustres de
dicho género y cuya influencia llegó al impresionismo. (N. del T.)
Así pues, la madre acogió con gratitud las primeras gestiones del Sr. Lejet, del que
consiguió el préstamo de una suma bastante importante.
La dama no contuvo su alegría cuando supo que se trataba del hijo de un conde
americano del que todo París comentaba las excentricidades y también las colosales
rentas; no podía creer en lo que oía; pero el director de la agencia puso tanto esmero en
explicarle la situación del conde de Tinders, de ese conde que había encontrado a su hijo
después de largos años de ausencia, que creyó adivinar el enigma:
–Ya entiendo… Hay alguna historia que ocultar… El vizconde es hijo natural… El
conde lo ha adoptado… Si el joven está bien no buscaré gusanos en las cerezas, como se
dice en la Roche-sur-Yon3.
El conde de Tinders, advertido por Lejet, se había dirigido a la señora de Dives-
Laram. Los dos interesados fueron los únicos en ignorar que se preparaba su unión
mediante una entrevista repleta de negociaciones. Hubiese parecido más sencillo
presentar al joven a la señora de Dives; el conde hizo comprender que él tenía razones
serias para excitar así la imaginación de su hijo.
La señorita Lucienne, a su regreso al picadero Lerain, hizo en voz alta un elogio
pomposo de su salvador, y la señora Raphaël, que retiraba sus botas, se vio obligada a
morderse los labios para detener una carcajada que pugnaba por salir.
Mientras el conde y su hijo se dirigían al palacete del bulevar Malesherbes, la
señora Raphaël hacia su informe al director de la agencia.
Lejet se frotaba las manos.
–Sra. Raphaël, tu fortuna está hecha.
–Escuche… Entre nosotros, padrecito, ya estoy un poco harta del picadero, y si
pudiese retirarme a los alrededores de París…
–Tendrás un castillo en Bois-Colombes…
–¡Oh!... Bois-Colombes… eso mi iría muy bien…
–Arrullarás a gusto…
–Desde luego… ¿Sabe usted que su vizconde tiene aspecto de aldeano?...
–Mi pequeña… si quieres el castillo debes guardarte tus observaciones…
La Señora Raphaël seguía con los ojos al hombre que introducía papeles dentro de
grandes carpetas verdes.
–¿Así que esto es serio? – preguntó con voz jovial.
–Raphaël, no me esperaba esa pregunta… Todo lo que se hace aquí es serio.
–Confesará que la aventura es extraña… ¡Qué quiere usted! En el picadero Lerain
no estamos acostumbradas a asuntos serios.
–Sin embargo, el otro día decías que en lo referente a las costumbres…
La maestra de equitación se echó a reír ruidosamente.
–Sin duda… sin duda… una está a caballo sobre las costumbres… Pero ya es hora
de mis lecciones; adiós, padrecito, y ¡buena suerte con su vizconde paleto!... Mi
Lucienne se lo va a devolver…
La Señora Raphaël descendió precipitadamente la escalera del Sr. Lejet; y, como un
ómnibus atravesaba en ese momento la calle Montmartre, ella se subió en marcha como
una autentica gimnasta.
El conde y su hijo acababan de ser anunciados a la señora de Dives-Laram, y
esperaban a la dueña de la casa en un salón amueblado con un gusto exquisito.
Se apreciaba la mano de la mujer en esos paños sedosos de tonos azul celeste, en
esos asientos de madera negra tapizados de terciopelo, con una espaldera muy baja y
tallados al estilo Enrique II. Retratos de familia coronaban varias antiguas tapicerías de
3 La Roche-sur-Yon es un municipio (commune) francés, situado en el departamento de Vandea (N. del
T.)
Felletin. En el centro, una mesa sobrecargada de álbumes y libros dorados, dos
estatuillas de barro; una magnífica fotografía de la señorita Lucienne, medio oculta
entre un ramo de camelias blancas.
–¡Eh!... ¿Es bonita, no es cierto? – dijo el conde, mostrando el retrato a su hijo.
Jean parecía luchar contra una idea fija.
–Amigo mío, ponme otra cara…
–Padre…
–Te lo ruego.
El joven trató de sonreír.
–Eso está mejor… Levanta un poco el bigote… adopta un aire marcial… La pierna
bien derecha… El cuerpo suelto, sin estar agarrotado… Aquí, tu sombrero…
La señora de Dives-Laram se presentó. Estaba vestida con un traje negro muy
sencillo y un gorro de encajes con amplios flecos; en su cuello, por todo adorno, un
cameo de forma antigua. Su rostro largo y huesudo, enmarcado por largas mechas
grises, se iluminó con una benevolente mirada.
Con gesto gracioso, indicó unos asientos a los visitantes y tomó lugar en el diván
adosado a la pared.
El conde se inclinó.
–Señora, no había tenido el honor de volver a verla desde la velada de la señora de
Lumeau; estoy realmente feliz por la ocasión que me ha sido brindada para presentarle a
mi hijo Jean…
–¿El salvador de mi hija?... ¡Ah! vizconde, no sabría expresar toda mi gratitud.
Jean guardaba silencio. Bajo la mirada corrosiva de su padre, se atrevió a balbucear
algunas palabras:
–Estoy halagado, Señora… Señora…
Como se trababa en su frase, su padre le interrumpió:
–Mi hijo es de una modestia excesiva…
–Lo que no excluye valor – continuó la señora de Dives-Laram – Lucienne es una
buena jinete; su animal, parece ser, se espantó a la vista de un trapo blanco… En fin,
gracias al vizconde nos hemos ahorrado un buen susto… ¿Hace mucho que vive en
París, señor?
–No, señora, desde hace dos meses apenas. ¡Ah! mire usted, Señora, Jean es un
gran cazador ante Dios y ante los hombres… adora su país del Limousin, sus grandes
bosques, sus cacerías…
–¿El invierno, Señor, debe parecerle muy triste en estos lejanos aislamientos?...
–He sido educado en el campo, Señora.
–Hasta aquí, mi hijo era demasiado joven para atreverse en sociedad; mis
numerosos viajes a China, a América, un poco por todas partes, me han obligado a
confiarlo a una prima que vive en el castillo de Termel… Hoy, Jean está dispuesto a
hacer su aprendizaje en el mundo…
–Y no podía comenzar bajo el más glorioso de los auspicios… ¿Sabe, mi querido
conde, que la nota publicada en los periódicos nos ha atraído numerosas visitas?...
–Estoy realmente disgustado con todo ese jaleo, señora,–murmuró Tinders – Y mi
hijo aún me decía hace algunos instantes, que no quería verse citado en los periódicos…
–A fe mía que hubiésemos preferido que omitiesen nuestros nombres; pero no
debemos guardar rencor a la prensa parisina de ocuparse de nuestro mundo, cuando, por
lo común, ha encumbrado pretendidas proezas de personas plebeyas.
–¡Ah! la nobleza tiene necesidad de mantenerse, – suspiró el conde. Tal y como
marchan las cosas…
La Señora de Dives-Laram hizo una mueca:
–¡A mí me horrorizan los obreros!
–Y yo comparto absolutamente su repulsión – dijo fríamente Tinders.
El vizconde enrojeció visiblemente.
–Sin embargo, padre, el hombre que trabaja…
–¡Bah!, querido, todo eso pertenece a las teorías de moda… Sé que tu buen corazón
te invita a la indulgencia; pero tu nacimiento y tu apellido te obligan a dejar de lado
esas utopías…
–¿El señor vizconde es monárquico, supongo? – preguntó la dueña de la casa.
–Monárquico hasta llevar su propia cabeza al cadalso – respondió el conde. – De tal
padre, tal hijo…
–En verdad, he sido tonta en hacer semejante pregunta… Sin embargo, conde, ¿es
usted americano?...
–¿Americano?... Sí, señora… Pero republicano es otra cuestión… Es precisamente
todo ese mundo de obreros e industriales lo que me disgusta de mi país. Se habla de
libertad, Señora… ¡Ah! mis compatriotas tienen una bonita manera de comprender la
libertad…
El americano continuó:
–Señora, comienzo a tomar pie en Francia… Vengo precisamente de adquirir el
castillo de Saint-Front, en l’Oise.
–¿Va usted a ser vecino del conde de Berlier?...
–Espero convertirme en su amigo.
–El conde es un hombre encantador: tiene una colección de cuadros que es una
maravilla…
–Yo también tendré mi pequeña colección.
–Es usted tan rico… un nabab…
–¡Oh! Señora… un nabab sin pretensiones, sin ambiciones políticas… un nabab
que es feliz haciendo el bien y dejando un apellido honorable a su hijo.
–Un buen nabab, que…
–Sí, Señora.
–Uno es feliz de ser rico – continúo la dama – para dar limosna a los pobres que
merecen nuestra compasión; pues no tengo piedad para los obreros perezosos o
librepensadores…
El conde adopto un aire jovial:
–De entrada, desconfío siempre del obrero parisino… Orador y perezoso, esa es su
divisa…
–Hija mía…
–Los caballeros se levantaron y esperaron que la joven hubiese tomado lugar sobre
el diván, al lado de su madre.
–Lucienne, el Sr. vizconde Tinders ha tenido a bien asegurarse por si mismo que el
accidente de ayer no hubiese tenido consecuencias enojosas.
La señorita Lucienne se mordió los labios para no romper a reír.
–¿Sin duda tiene usted un caballo muy fogoso, señorita? – preguntó el conde.
–No, señor… Black es casi siempre dócil. Ha debido espantarse por unos jóvenes
que galopaban por la Avenida de las Acacias.
–¿Jinetes domingueros? – dijo la madre.
–Sí, mama… unos caballeros poco educados que blandían unas servilletas blancas
en el extremo de su fusta.
El conde se extendió en su sofá.
–Señorita, es lamentable que mi hijo no se hubiese percatado de la actitud de esos
granujas… Podría estar segura de que hubiesen sido castigados de importancia.
Jean se mantenía en actitud soñadora. Consideraba ampliamente a esa joven de una
belleza exquisita, y encontraba en sus rasgos una semejanza impactante con la amiga de
su corazón, con esa Pequeñina que debía llorar mucho allá, en algún rincón del pueblo.
Solo, la cabellera de oro de la señorita lo devolvía a la realidad. Se representaba a
Blanchette vestida también con ese elegante vestido, y se decía que su novia morena era
tan bella y más hermosa tal vez que la señorita Lucienne. Realmente, el campesino tenía
un aspecto divertido, casi grotesco.
–Jean, ¿en qué piensas? – dijo suavemente el conde.
El vizconde Jean tuvo una sonrisa tan beatífica y tan ridícula, que las damas
rompieron en una gran carcajada.
Tinders quiso disculpar a su hijo.
–El desdichado se dedica desde hace algunas semanas a un ejercicio muy violento.
Aquí el cansancio no tiene excusa…
–Muy gracioso – dijo sonriendo la madre de Lucienne – ¿Usted hace armas sin
duda, señor?
–Sí, señora, pero no soy fuerte.
El conde estaba siempre dispuesto a la respuesta.
–Jean maneja con soltura la espada.
–Lucienne también adora la esgrima.
La cosa pareció tan extraordinaria al vizconde, que, a su pesar, hizo un signo de
negación.
-–Pero, mi querido vizconde, no hay nada sorprendente en eso… Las jóvenes de las
mejores familias…
Tinders trató aún de sacar a su hijo de la situación:
–Es que, mire usted, Señora, en Limoges, en Pensol, en nuestros agujeros de
provincia, las señoritas no realizan ningún ejercicio corporal, y puedo afirmarle que
todos los provincianos encontrarían extraño que una joven muchacha supiese distinguir
un bastón de una espada…
–Eso es muy cierto – murmuró la señora de Dives-Laram con aire vivaracho. El Sr.
vizconde hace mucho que vive en provincias, se habituará…
–Él no desea otra cosa, Señora.
El mal humor de la señora de Dives-Laram no fue más que pasajero. Ya, ella
perdonaba al vizconde su ignorancia de las costumbres de la alta sociedad; incluso
encontraba que el Sr. Lejet había encargado el cuadro y que bastaría un barnizado de
algunas semanas para hacer un encantador esposo del ingenuo campesino. Las minas
del Colorado, el palacete de la avenida de los Campos Elíseos, el castillo de Saint-Front
le cantaban en el corazón: las exigencias de sus acreedores, las deudas adquiridas, el
deseo de mantener su rango, todo eso la volvía indulgente.
–Este es un aldeano a pulir – concluyó la dama en su fuero interno y se puso a
hablar amablemente con el muchacho.
–¿Es usted un buen bailarín, mi querido vizconde?
–Señora…
–¿En fin, baila?
–Baila, señora, – respondió Tinders.– Bailaba mal; pero, gracias al Sr.
Drombrowski,,,
–¡Ah! ¿toma usted lecciones del polaco?
–Si, señora.
–Un excelente maestro.
Y como los caballeros se levantaban para despedirse, la señora de Divers-Laram
dejó caer estas palabras:
–Próximamente organizo una pequeña reunión… Estarán los Lumeau, los Visconti-
Vernel, los Prieux… Si usted quiere, señor conde, aceptar para usted y su hijo una
invitación a mi velada…
–Señora…
–¡Oh! sin protocolo, sin ningún tipo de ceremonia… Habrá un poco de música para
irritar a nuestro tío el almirante Rouzon, que no baila y no le gusta demasiado ver
bailar…
La Señora de Dives-Laram tendió la mano al vizconde:
–A la inglesa, nuestro querido salvador.
El coche del conde retomó el camino del palacete de la avenida de los Campos
Elíseos. Las damas intercambiaron sus reflexiones.
–¿Qué dices, Lucienne?
–Ese vizconde es un paleto… torpe… desastroso…
–En fin, ¿te gusta?
–Y yo qué sé...
–Mi querida niña, hay que saber. Yo, cuando me casé no me fui por las
ramas…Estaba en Étretat con mi madre en el momento en que se nos anuncio que el Sr.
de Dives-Laram hacia el viaje para verme… Se tomó unos baños de mar… se cenó… se
tocó un poco el piano… se habló de Paris… y en seis semanas, el asunto estaba hecho…
–El vizconde de Tinders no ha tomado baños de mar… No toca el piano… No ha
hablado…
–Te salvó la vida; lo que, en lo que a mi concierne, vale más que el resto… El
conde ya me ha pedido tu mano para su hijo…
–¡Me ha salvado la vida!... ¡Me ha salvado la vida!... Es decir que ha mantenido un
instante mi caballo por las bridas…
–¿Lo encuentras un apuesto muchacho?
–No está mal… pero es de un vulgar…
–Un buen apellido… una gran fortuna…
–¿Los Tinders?... No hay nada de todo eso en Hozier…
–Las familias americanas no figuran allí, señorita…
–Eso es cierto…
–Créeme, Lucienne, harías bien en decidirte…
–Pero, mamá, ese joven…
–Ese joven te adora…
–¡Oh! es demasiado… No ha dicho ni veinte palabras…
–Su timidez…
–Di más bien su cerrazón… su falta absoluta de educación…
–¡Venga, Señorita! No está bien hablar así… De ese modo jamás te casarás…
–Mamá…
–Es que tienes que casarte… Este tren de vida nos está arruinando… ¡Qué feliz
serías mi Lucienne!... Piensa que se te saludaría como una reina en ese magnífico
palacete… caballos pura sangre… vestidos soberbios… un palco anual en la Ópera…
Las Lumeau, las Brunoy y las Prieux, todas las amigas se volverán locas de celos…
–Mamá, ya reflexionaré…
–A buenas horas… Ven que te abrace… Es el buen Dios que vela por nosotras…
Y la señora de Dives añadió mentalmente:
–… Y este viejo canalla del padre Lejet.
El vizconde Jean se había retirado al salón que precedía a su dormitorio: examinaba
atentamente una fotografía que Blanchette acababa de enviarle.
La Pequeñina estaba encantadora, con su gorro de cintas azules y su vestido
estampado de flores campestres… ¡Cuánto amor rezumaban sus grandes ojos!... El
vizconde se convertía en un «caballero»; un día, ella se convertiría en una «dama»…
Jean estaba en mitad de sus reflexiones, cuando golpearon a la puerta.
Francis, un criado en librea naranja con botones de plata, se encontraba de pie ante
su amo:
–El Sr. barón de Boistel pregunta si el señor está visible.
–Hágale entrar.
El vizconde metió la fotografía en su cartera y encendió un cigarro para relajarse.
El barón parecía radiante.
–¡Ah!, mi querido vizconde…. Vengo de mi círculo donde, sea dicho entre
nosotros, he perdido cincuenta luises; pero he sido ampliamente compensado por la
lectura del Figaro… ¿Usted ha sido un salvador de jóvenes, también?
–No tengo ningún merito…
–¿Qué es lo que ha hecho, amigo mío? Todo el mundo habla de usted…
Francamente, podría encontrar algo mejor que eso… El truco no es nuevo… Oh no
nuevo del todo… Veamos, ¿va a casarse con la señorita de Dives-Laram?
–No.
–He ahí una falta de confianza que me decepciona. Si le digo que el incidente del
Bois no es nuevo, es que yo mismo he intentado la misma aventura en Périgord para
casarme con una cierta señorita de Mersay… Me había puesto de acuerdo con su criado
John que hizo encabritar al caballo de su ama… Yo estaba allí, yo también, para acudir
en su auxilio… una mala suerte de todos los diablos… La señorita se había enamorado
de un médico…. Ella está muerta… El doctor debe estar loco en estos momentos… En
resumen, es una pequeña historia que ha dado que hablar a las damas de Lamete durante
más de ocho días… Uno se ha divertido a mi costa, el tío de los Blastier el primero…
Usted, es otra cosa… la presa esta con usted… Y además, en Paris, se es tan crédulo…
Veremos boda, ¿no es así?
–No quiero casarme.
–Pero su padre no piensa así…
–¿Le ha dicho él eso?
–¿Qué hay de sorprendente? ¿No soy su camarada?
–Sin duda…
–Y yo también, y me casaría sin dudar… La Señorita Lucienne es una mujer
bonita… buena música,….bailarina brillante… familia noble… No rica… Eso debe
darle igual, señor propietario de las minas de Colorado…
Jean escuchaba toda esa cháchara con aire despreocupado.
A decir verdad, no tenía gran confianza en la desbordante amistad del Sr. de
Boistel. A veces, en compañía del barón, sorprendía miradas irónicas y alusiones
ofensivas sobre su poco saber estar en sociedad; tenía necesidad de todo su aplomo para
no divulgar su historia entre esa multitud de aristócratas ociosos que su padre le había
dado por mentores.
A esta hora, algunas idean negras lo acosaban.
Protestaba contra el abandono al que había sido sometido el principito; se revelaba
contra la autoridad paterna, que le ordenaba vencer su corazón. Volvía a ver a las
mujeres deslumbrantes de belleza que se le arrojaban a su paso, cuando las finas cenas
de casa Riche o de la Casa Dorada… Él pensaba en su nueva amante, la señorita
Reither, la actriz; se decía que para todos y para todas, él era un ser ridículo y sin
voluntad…
Armand de Boistel retomó la conversación
–Vizconde, hay que complacer a su su padre… El conde tiene muchas esperanzas
depositadas en usted… Pues yo creo… usted me ha hablado de un hermano más
joven… de un hermano que vive en este palacete… un deforme… un enano… un
monstruo, que yo sepa… Debería mostrármelo…
–Señor de Boistel, se lo prohíbo, ¿me entiende?, le prohíbo hablar así de mi
hermano, – gritó Jean – temblando de cólera.
–Muy bien, querido, no he tenido la intención de ofenderle… Palara de honor… he
creído que me iba a estrangular…
–Me he contenido, Señor.
–Mil gracias… Pero donde ha tomado esas veleidades de boxeador?... Eso no está
muy bien visto en nuestro mundo, se lo aseguro… ¿Sería en América, vendedor? Ese
país y ese pueblo son tan extraños,… ¡En verdad, es usted desconcertante, señor
americano!...
Así, charlando, el barón encendía un cigarrillo y se acomodaba sobre su asiento.
–Si yo contase esa aventura a vuestra heroína de ayer, estoy seguro que obtendría
un éxito de loca risa…. Vamos, vizconde, no olvide que soy su amigo y que tengo que
hacer de usted un aristócrata prefecto. .. El conde tal vez se ha equivocado ocultándome
que usted tenía un hermano, – ¿cómo diría yo? – en un estado lamentable… Esas cosas,
mire usted, se descubren siempre… Lamento haberle apenado… Perdóneme…
Jean de Tinders se dejó ganar por esas buenas palabras y el barón tuvo mucho
cuidado en no molestar a su amigo cambiando de conversación:
–Una noticia. Me he hecho muy buen amigo de Pauline…
–La señorita Télien, de la que me ha hablado…
–Sí, la heroína del drama de Lamète… Sabe que ha tenido un éxito asombroso
–He ido a la Ópera Cómica una vez solamente… ella no actuaba…
Canta mañana en el papel de Mignon… un auténtico ruiseñor… Pasaremos con ella
una buena velada, si le apetece… Su apartamento está en la calle Lafayette… una
auténtica bombonera… Pero tal vez la rubia Reither…
–He roto definitivamente con ella…
–Después de un alegre maridaje… muy chic… Vizconde, recuerde esto: un hombre
se cotiza en París por el numero de bonitas mujeres que ha poseído en el mundillo de los
teatros.
–Es una máxima peculiar.
–Se ve bien que usted viene de provincias… Antes de un año, será usted de mi
opinión… ¿Qué hace esta noche? Hay un estreno en el Odeón…
–Quiero pasar una parte de la velada con mi hermano.
–Eso es de un buen corazón… ¿Vendrá al círculo a las once?...
–Sí…
-Bravísimo… Le hablaré de la Télien… toda una mujer… Ya son las siete… me
voy…
–¿No se queda a cenar?
–Gracias, querido… Tengo una cita… A propósito, me haría un gran favor si me
prestase algún dinero. Me avergüenza importunarle así…
Jean abrió su cartera y, con sombría indiferencia, preguntó a su amigo la suma que
deseaba.
–¡Oh!.... cien luises solamente… No le molesto por menos… es usted tan rico…
Y tomando en la mano los dos billetes que su amigo le entregaba, Boistel añadió:
–Con esto ya hacen ocho mil…. Le pagaré sobre mi granja de los Oseraies. Esos
malditos granjeros siempre se retrasan en su paga, desde que mi tío ha dejado Lamète…
¡Ah! es usted muy afortunado por tener minas de oro en Colorado… Yo no tengo más
que castaños en Périgod… Esta noche en el círculo, vizconde, y gracias… Tiene un
corazón como el de sus minas… de oro…Con y sin retruécanos…
–Hasta la noche.
Armand de Boistel ganó el cupé que, para la circunstancia, acababa de alquilar en la
estación del Gran-Hotel.
Francis, el mayordomo, había esperado la salida del barón para entregar al vizconde
una carta personal que un recadero acababa de traer. Como desde hacía varios meses, el
hijo Tinders recibía innumerables demandas de auxilio, Jean depositó sobre su
escritorio la reciente misiva, prometiéndose leerla al día siguiente. Pero el vizconde se
fijó que la escritura del sobre parecía haber sido escrita por una mano temblorosa; tal
vez había allí algún infortunio que había que socorrer sin demora. Abrió la carta y
empalideciendo leyó lo siguiente:
«La persona que escribe estas líneas jamás se dará a conocer ante usted… Pero
debe saber que, en este gran Paris que debe parecerle bien vacío, hay una alma que vela
por su existencia y que lo ama tanto como puede amar una criatura de Dios… En el
deseo, sin duda, de hacer de usted un aristócrata auténtico, su padre no ha dudado en
ponerlo en manos del barón de Boistel, un vividor arruinado, desconsiderado y capaz de
todas las infamias: usted tiene el deber de desconfiar de ese hombre, pero hay que ser
prudente: cesar inmediatamente toda relación con este personaje, sería exponerse a
verse rodeado de nuevos amigos que no valdrían más que su camarada. No voy a entrar
en las razones que determinan a su padre a iniciarle en la vida de desenfreno; tan solo, le
diré que permanezca fuerte contra sí mismo…
»Tenga también cuidado en comprometerse precipitadamente en el matrimonio que
se desea hacerle contraer… Vaya a las veladas del palacete del bulevar Malesherbes, y
juzgue por sí mismo si la señorita Lucienne es la mujer con la que usted debe casase…
Es usted joven; no conoce nada de Paris ni sus peligros… Déjese guiar por la voz amiga
y desinteresada que le habla en este momento… Su considerable fortuna le autoriza a
hacer el bien; continúe con sus buenas obras… Dé incluso a aquellos que parecen
indignos de sus bondades.
»Por añadidura, en cada instante de su vida, en cada peligro que lo amenace, será
prevenido como lo ha sido hoy, y sin que nunca pueda conocer a su protetor.
»Hoy le envío mi carta por un recadero; pero deseo que mis comunicaciones
permanezcan confidenciales… Esto es lo que mi amistad por usted me ha inspirado:
cuando vaya a escribirle, dejaré una nota casi imperceptible sobre la verja exterior del
hotel, entre el décimo y el onceavo barrote de hierro, del lado de la calle.»
El joven volvió a leer varias veces esta extraña carta; todo lo que se decía en ella,
ya lo había adivinado… Ese barón de Boistel, lo despreciaba profundamente, y, si
consentía en seguirle en medio de sus francachelas, era porque obedeciendo las órdenes
de su padre, experimentaban un cierto placer en penetrar en ese mundo parisino que no
conocía y que observaba, como aldeano curioso y desconfiado.
Siendo joven, sin duda tenía todos los deseos de un hombre en plena juventud, y no
trataba de ser un moralista ni un enemigo del placer… Pero estaba agradecido al
desconocido o a la desconocida que tejiese para él un nuevo hilo de Ariadna; agradecía
sobre todo a su misterioso protector el haber traducido tan bien sus sentimientos
respecto a la señorita Lucienne de Dives-Laram, y juraba a Dios que, fuese lo que fuese
que adivinase, la bonita amazona jamás sería su esposa. Tal vez debería abandonar la
esperanza de casarse con la Pequeñina; pero no se volvería un perjuro dando su apellido
a la joven que se le ofrecía con una desenvoltura que juzgaba odiosa y casi cínica.
Tras haber escrito una larga carta a los Mathurin, el vizconde se dirigió junto a su
hermano.
Mamá Josué siempre lo veía venir con alegría renovada:
–¡Oh! señor Jean, cuánto le agradezco que no abandone a mi principito…
–Hola, hermano – dijo el enano tendiendo sus brazos al vizconde.
–Querido Héctor, me gustaría verte más a menudo… Discúlpame…
–¡Oh! no te disculpes… Hay que obedecer al amo… a nuestro padre… Espera…
Tengo algo para ti… ¿Mamá Josué?...
–¡Ah! sí – dijo misteriosamente mistress Jackson, – el principito ha pensado en su
hermano… Va a ver, señor Jean… Nuestro Héctor es un artista…
La gobernanta abrió el cajón de un armario y tomó un cofre esculpido.
El vizconde no pudo retener un grito de admiración ante esa maravilla artística. La
caja de ébano estaba incrustada de un millar de personajes microscópicos: en una
primera ojeada se distinguían solamente unas cabezas de marfil que parecían tocarse y
confundirse; pero, alejando un poco el cofre, el conjunto de incrustaciones representaba
un mar sobre el que navegaba un velero: unos marfiles diversamente coloreados
imitaban de una manera perfecta la estela de la nave.
–¡Cuánto arte y cuánta paciencia!...
–He dedicado tres años a fabricar esto… El trabajo me ha impedido morir… El
cofre es para ti…
–Gracias, hermano… Lo conservaré siempre…
–Ahora, quiero hablarte delante de mamá Josué… He escuchado decir…
La gobernanta lo interrumpió:
–Héctor, tus temores son imaginarios…
–Déjame hablar, mamá. – Hermano, quiero que impidas al amo que me envíe a un
manicomio…
–¡A un manicomio, Dios mío!...
–¡No le crea! – dijo mistress Jackson, presa de la más intensa emoción.
–El otro día, el amo dijo a una persona que quería desembarazarse de mí, porque yo
podía ser un peligro para tu matrimonio…
–Eso es imposible…
–El amo lo ha dicho, hermano…
Los redondos ojos del enano estaban inyectados en sangre; su enorme cabeza
oscilaba penosamente sobre sus enclenques hombros:
–¡Oh! mamá Josué no quiere confesarlo… sé bien que sin ella hace tiempo que el
amo me hubiese ya echado… No quiero ir a esas sórdidas residencias… Prefiero morir a
volverme loco…
–Te juro, hermanito, que nunca irás…
–¿Me lo prometes?... Ya no tengo miedo…
El vizconde Jean se sentía conmovido hasta el fondo del alma.
–¿No te molesta que se te llame «El principito»?...
Mistress Jackson respondió por su querido Héctor:
–Una vez leyó en un hermoso libro que antaño había en China un príncipe Tam-
Tam que había procurado la dicha de su pueblo… Él está contento portando su
nombre…
Los dos hermanos charlaron largo rato y Jean volvió para reunirse con su padre en
el salón.
–Y bien, mi querido hijo, – dijo el conde con voz afectuosa, ¿estás repuesto de tanta
emoción?... ¿Es encantadora, la señorita Lucienne?...
–Sí, padre.
–¿Sabes que los periódicos de la tarde han reproducido los artículos de las noticias
de la mañana?
–Eso me aflige… Me temo que se burlen de mí… Boistel me ha dicho que
semejante aventura le había acontecido en Périgord…
–¿Y se ha casado él con la señorita?
–No.
–El barón no ha sabido aprovecharse… Tú te casarás… Soy yo quien te lo digo…
El rostro del novio de Blanchette adoptó una expresión tan dolorosa, que el conde
creyó deber cambiar de conversación y hablar a su hijo con una dulzura
desacostumbrada.
–Cuando estabas allá, en tu pueblo, ¿nunca pensaste que un día Dios te permitiría
volver a encontrarte con tus padres?
–¡Oh! sí… por la noche, al dormirme, pensaba en aquellos que me habían
abandonado… Trataba de formar en mi mente la imagen de la que debía ser mi madre;
y, cuando usted me ha mostrado la estancia consagrada a su memoria, me ha parecido
que volvía a ver aún mi buen sueño… Era así como me imaginaba a mi madre en mi
sueño poblado de dulces visiones blancas…
–Tu pobre mamá era una digna obrera… Si Dios le hubiese concedido vivir, yo
hubiese sabido resistir a los parientes tiránicos… ¡Por desgracia, me engañaron!... ¿Y tu
padre, bajo qué aspecto se te presentaba?
–Lo recuerdo menos… A veces, en su recuerdo había algunos repetidos espantos…
–¡Oh!...
–Perdón… Los sueños son mentirosos…
–¡He sido tan desdichado en mis lejanas excursiones!...
–¡Querido padre!...
–Jamás podrías imaginar mi alegría cuando regresé a Francia, al saber que el
maldito y desesperado revivía en otro él mismo, en un hijo del que está orgulloso… que
lo consuela del otro…
–Padre, hay que querer a mi hermano también… Es un corazón de oro que está
oculto en ese miserable cuerpo…
–¿Por qué me hablas del monstruo?...
El conde tuvo un gesto tan brusco y tan poco en armonía con la actitud que acababa
de mostrar al comienzo de esta escena, que su hijo quedó espantado.
–Es su hijo, padre… Y, puesto que hoy usted ha tenido hacia tan dulces palabras
para conmigo, permítame que le transmita el ruego del principito: tiene miedo de que
usted lo envíe a un manicomio…
–Si me desprendo de él, es por tu causa…
–Yo insisto, al contrario, para que usted lo mantenga aquí…
–Tú no sabes nada de la vida… Si se acaba sabiendo que una desgracia golpea
nuestra casa, es algo que puede hacer peligrar tu futuro, ¿me entiendes?...
–¿Qué me importa?
La voz del conde temblaba de cólera.
–¿No lo entiendes?... El odio invadirá tu corazón cuando las mujeres, más crueles
aún que los hombres, rumoreen que la familia de los Tinders no está limpia… En ese
momento te revolverías y lamentarías haber intervenido…
–Usted ha sido golpeado por una desgracia de la que no es responsable….
–¿Acaso el mundo se preocupa de las responsabilidades? ¡Antes se te perdonaría
por pertenecer a una familia de delincuentes y ladrones que por ser el hermano de un
monstruo…! ¡Ah! qué claro está que no has sido educado en medio de las astucias y los
artificios de la sociedad. Caminas por la vida con tu corazón, Jean… Te destrozarás…
–No temo nada… El deber fraternal…
–Así pues, los insultos, las bromas hábilmente lanzadas, las palabras que desgarran
el alma, todo eso te es indiferente… ¿Tú, el aldeano, quieres soportar solo un peso que
los más fuertes y aguerridos no se atreverían a afrontar, mientras que nos sería tan fácil
tener razón con las desgracias que nos amenazan? ¿Y crees que la sociedad tendrá en
cuenta esa abnegación, sublime tal vez, pero que te cubrirá de ridículo?... ¿Dónde está
tu sentido común? A tú edad, inteligente, guapo, rico como eres, no tienes el valor de
huir del suplicio que la bárbara naturaleza te inflige… ¿Te atreverás a decir que esa
masa informe que gime allá arriba a la que yo, su padre, no puedo ver sin terror, te
atreverás a decir que es tu hermano?...
–Sí.
–¿Por qué tanto interés en él? – murmuró Tinders vocalizando cada una de sus
palabras…– Conoces a Héctor hace pocos días, y yo sufro y espero desde más de doce
años una separación que por fin me proporcionaría la alegría de vivir…
–Héctor es mi hermano…
–Existen en París establecimientos donde se cuidan a los niños… cuando las
familias no pueden tenerlos con ellas…
–Establecimientos donde su hijo morirá de terror… Se lo digo fríamente, padre: si
Héctor abandona esta casa, no me volverá a ver jamás…
–Entonces, señor, no dude que un día u otro, oirá hablar del enano en Paris. ¡Cómo
se van a reír los periódicos…
–Usted los ha pagado el otro día para hablar; ahora páguelos para que se callen. En
cuanto a mí, estoy dispuesto a todos los sacrificios… Héctor es mi hermano. No puedo
olvidarlo… Y, puesto que su rechazo lo condena a vivir en su habitación, usted me
permitirá verlo a menudo y consolarlo… ¡Oh! estaré alegre, cuando me haya sido
concedido dar esperanza a ese rostro herido.. Ese pobre pequeño ser tiene derecho a
todo nuestro afecto…
El conde, inquieto por la exaltación de su hijo, se dulcificó.
–No puedo impedirte ser bueno y generoso. Actúa como te plazca; pero, por respeto
a tu apellido, guarda el secreto de nuestra desgracia.
–Sabré callarme…
Algunos días más tarde, regresando del círculo, el vizconde se encontró una
pequeña nota situado sobre la pared de la verja del hotel.
La carta era corta:
«Una gran desgracia ha golpeado a la persona que se interesa por usted… Acaba de
fallecer un hombre que os hubiese amado muchísimo… Su vida no ha sido más que un
largo sufrimiento… Estoy sola ahora para protegerlo y defenderlo. Rece por el difunto.»
Jean de Tinders se echó las manos a la frente:
–En verdad, todo esto es muy extraño… ¿Quién es la persona cuya muerte debería
apenarme?... ¡Oh ¡ ¡descubriré este misterio!
VIII
Fue en el momento en el que comenzó a disiparse de esa especie de embriaguez que
lo había invadido a su llegada a la capital, cuando el aldeano escribió sus impresiones.
A menudo, por las noches, tomaba la pluma con mano febril y libraba al papel, así
como decía él mismo, todo lo que le pasaba por la cabeza. Esas notas arrojadas aquí y
allá, consecuencia de observaciones pasajeras, las titulaba valientemente: Diario de un
Campesino en París.
10 de diciembre de 1880.
Ayer, a las once de la noche, Armand de Boistel me llevó a casa de la señora
Pauline Télien, una de nuestras artistas líricas más célebres. Mi padre me ha dejado
después de cenar; me dijo que iba a acudir a la Embajada de los Estados Unidos.
Cuando le hice partícipe de la propuesta del barón, pareció encantado.
–Diviértete, querido, diviértete… No solamente es el comercio lo que un Tinders
debe aprender de la vida parisina… Frecuentar esos ambientes da empuje, brío…
Cuando llegaste aquí parecías un seminarista… Un poco de fuelle… unos pasos más y
harás honor a tu apellido…
Fui acogido con la mayor amabilidad por la señora Télien, que regresaba encantada
de su éxito en la Ópera Cómica. En todos los rincones del salón, ramos de flores y,
sobre la mesa unos paquetes hermosamente decorados que contenían los regalos del día.
Armand me presentó a los invitados, diciendo a todos:
–Este es mi excelente amigo el vizconde Jean de Tinders, del que ya os he hablado.
Luego, indicándome al caballero que se encontraba cerca de mí:
–El señor conde Berck de Villemont, diputado.
–Creo que he tenido el honor de conocer al caballero en el Círculo de los
Mirlitons,– dije con una rápida inclinación de cabeza.
–La Señora María Vermont, de los Bouffes, – añadió la señora Télien.
–Señor de Manières…– continuó Boistel indicándome a un joven alto muy pálido,
tocado como una mujer y vestido con gusto excéntrico…– El Señor de Manieres es
subprefecto de la República…
–Y no republicano – dijo la señora Vermont, una joven mujer de cabellos rizados
como los de un perro y de nariz grande y respingona.
Se me hizo sentar y la diva me miró sonriendo:
–Esperábamos a nuestro amigo el ministro… No vendrá… Su esposa es una
pequeña tirana… ¿El Señor vizconde no está casado?
–No, señorita.
El diputado y el subprefecto hablaron de política. Armand se acercó a la señora
Vermont y me he visto en la obligación de hablar con la dueña de la casa.
Poco a poco, comencé a admirar sus cabellos de oro, semejantes a nuestros maíces
maduros, y también sus grandes ojos azules, límpidos y profundos como nuestros lagos
del Limousin. Sin embargo, algo me llamaba la atención: era ver a esa dulce figura
animarse de vez en cuando bajo una cruel sonrisa: hay en su rictus el misterio que
Leonardo da Vinci pintó en los labios de la Gioconda, y además una amargura que no
he encontrado en lugar alguno. Sobre todo me sedujo el timbre de su voz: parecía una
campanilla de plata que la Pequeñina colgaba al cuello de su cabra más bonita…
Parece que la llaman la princesa Curruca; y, a fe mía, el nombre le viene de perlas.
–¿Sabe usted, – me dijo con gracia exquisita – que soy mamá?... Usted me llama
«señorita»… Le estaría agradecida que me llamase «señora»… Lo que le pido, señor, es
un favor personal… Necesito parecer seria… Cuando una recibe diputados…
El conde Berck de Villemont se volvió hacia nosotros sonriendo:
–Querida señora, creo que estoy siendo aludido… No se debe actuar así más que
con los ausentes…
–Sí, he dicho pestes de usted…
–¡Oh!
–Pregunte al vizconde…
El joven subprefecto no cesaba de atormentar al diputado al que pedía su apoyo…
Yo escuché al conde murmurar: «Pero, mi querido subprefecto, yo no tengo
influencia… Mi tío no tiene más que yo… Si estuviésemos bajo el régimen del
Imperio…»
–Volveríamos a estar en la brecha – exclamó la actriz de los Bouffes-Parisinos – Yo
soy bonapartista… ¡Viva el príncipe Jerónimo!...
–Vamos, María, nada de política, te lo suplico – decía Armand.
–Nada de política… porque tú no te has atrevido presentarte en Lamète y un
desconocido te ha birlado la plaza.
–¿Qué no me he atrevido?... Pregunta a Pauline.
–El Sr. de Villemont ha sido elegido.
–Si yo hubiese tenido un subprefecto como Manières.
–Manières, el líder de la candidatura oficial – dijo la señora Télien. – Mi querido
Paul, usted ha nacido para vivir en tiempos del Sr. de Morny…
–¡Eh!, ¡eh! – respondió el subprefecto – el duque de Brévil, el antiguo presidente
del consejo, avalaba a Morny… Hoy, nuestros gobernantes son demasiado estúpidos y
avaros…. El capítulo XIII del ministerio del interior es letra muerta para nosotros…
El barón tomó la palabra:
–¿Cómo hacías para mantenerte?
–Hice alianzas.
Entonces el conde se puso a explicar la manera de cómo se había hecho elegir
diputado; y, yo, aldeano la víspera, comprendí lo simples que eran los campesinos
votando candidatos que, una vez nombrados, se burlaban de ellos a gusto.
El conde es un hombre muy elegante: lleva patillas de un negro de jade y habla con
un tono paternalista al subprefecto: parece que los funcionarios, a los que he visto tan
apuestos y emperifollados con motivo de los consejos de revisión, no son nada al lado
de los representantes del pueblo… Se ha hecho observar que antes los prefectos tenían
una influencia enorme y los diputados no les llegaban a la suela de los zapatos…
En un instante, la criada de la señora Télien entró en el salón para traer la tetera y
los pasteles: se retiró enseguida. Son las propias damas quienes hacen los honores, con
una simpatía perfecta.
Mientras sostenía en la mano una taza de plata antigua, la princesa Curruca dejó
caer estas palabras:
–Os recibo por completo en pequeño comité…
Ya voy comprendiendo con bastante facilidad las expresiones banales que circulan
en sociedad, y respondí con una sonrisa que trató de ser graciosa:
–Señora, usted hace las cosas de un modo encantador…
Todo el mundo estaba servido, y, esos caballeros y yo, tomamos el té, de pie,
volviendo la espalda a la chimenea.
Todo era muy serio, y me parecía que todo ese despliegue de austeridad, tan poco
en armonía con los gustos del camarada Boistel, había sido establecido por mi causa y
por mi ignorancia de las costumbres de esos ambientes. Hay que creer que estos
encargos pesaban mucho sobre los hábitos de la señora María; pues, bruscamente, se
sintió cansada y, con un gesto encantador, estiró sus brazos cargados de brazaletes y
especialmente de un colgante que soportaba un cerdito de plata.
–Esto parece un entierro de primera clase…
– Mira que eres tontuela, María – dijo el diputado, a quien la conversación del
subprefecto comenzaba a exasperar…
–Y bien, amigo Berck, cuéntenos la escapada de la esposa del notario, de tu Rosette
Parent…la hija de los Béries… Eso pondrá un poco de alegría… Tenemos necesidad de
ello…
–Rosette está muerta… ¡Deja descansar en paz a los muertos!...
–¡Oh! querido, hace casi diez años que la pobrecilla ha ido a ver a los ángeles…
Hay caducidad… Vamos, háblanos de la señora de Magnac…
Esas palabras desataron la elocuencia del Sr. de Villemont, y debo creer que el
dolor causado por el recuero de la muerte de su amante no era muy profundo; pues se
complació en detalles extraños sobre ciertas escenas de orgía que habían tenido lugar en
un apartamento de la calle Saint-Honoré. Esa señora Rosette Parent era, ella también,
una aldeana; tras haberse casado con un notario, había partido para Paris con su amante
Georges Loudois… Villemont había tomado la plaza del secuestrador… Toda esa
historia, narrada con un cinismo que daba asco, me revolvió el estómago…
Decididamente, la velada no debía ser alegre: Afortunadamente la Télien se sentó al
piano y conservó aún la impresión de esa voz encantadora.
Habiéndome Armand obligado a beber un poco más de la cuenta, canté alguna
copla del país, una canción patoise:
Las damas se rieron mucho de mi acento… El patois del Limousin fue considerado
ensordecedor… Se brindo en mi honor… Se jugó al bacarrá y perdí todo mi dinero…
Comenzaban a divertirse.
Bruscamente, la Télien emitió un gran estallido de risa; me tomó el brazo
diciéndome que estaba un poco cansada… que yo le resultaba muy simpático y que le
daría mucho placer que regresase a visitarla…
Armand me acompañó hasta mi coche.
–¿Es divertida, la princesa Curruca, verdad?
–Muy divertida.
–Una romana…
–… de la decadencia.
–¡Eh!...vaya… esa será la frase de la velada…
Pensé para mi mismo que este halago del barón me constaría varias centenas de
luises.
12 de diciembre.
El Sr. Lejet acudió al palacete esta mañana; se quedó mucho tiempo en el despacho
de mi padre… ¿Qué negocios pueden tener juntos?... Desde que el director de la agencia
se retiró, el conde me hizo llamar: – No olvides que el domingo vamos a pasar la velada
a cada de la señora de Dives-Laram…
Quise mostrar una carta que acababa de recibir de la Pequeñina y mi padre se
encogió de hombros.
-–Todavía no estás curado… Boistel es un idiota…
Comprendiendo que toda insistencia sería inútil, me despedí de mi padre, cuando
me llamó vivamente.
–Hoy hace un poco de sol… ¿Vienes al Bois?...
El tono con el que pronunció estas palabras no admitían una negativa; me incliné.
–Te ruego que des la orden de enganchar los caballos.
El Bois estaba espléndido. Se aprovechaba el primer sol de invierno… Lo que me
encanta sobre todo del Bois de Boulogne, es ver que hay rincones vírgenes, tierras que
se dejan en barbecho, exactamente como en mi país… Varias personas patinaban sobre
el lago, brillante como un espejo: los cuerpos delicados de las damas y de las señoritas
desaparecían bajo ricos abrigos… Al girar una avenida, percibí a Armand en el coche
de la señora Télien: considero que está mal para un hombre vivir a expensas de una
mujer… Dese luego, no es ese el caballero que yo hubiese elegido como compañero…
Mi padre me lo ha impuesto; hay que admitirlo… Después de todo, gracias al barón,
veo cada día cosas nuevas… Me formo, como él dice…
… He sentido el rubor subir a mis mejillas cuando nos hemos cruzado con mi
antigua amante, la señorita Reither; ella estaba más bonita y más rubia que nunca.
Enguantada de Tirol, conducía ella misma sus dos caballos, sin preocuparse del frío y
siempre armada con una ingenua sonrisa que sabe adoptar tan bien, mientras sus
lacayos, con los brazos bruzados, enfundados en sus abrigos verdes, se mantenían
inmóviles sobre el asiento de atrás. Me he separado de Blanche Reither, porque ella me
trataba de tacaño; es cierto, que en los primeros tiempos, no me atrevía a arrojar, como
hago hoy, el dinero por la ventana: es mucho más difícil de lo que se cree, gastar
locamente, sin tener costumbre… Mi discusión con Blanche procede de que,
habiéndole ofrecido un collar de la calle de la Paix, me lo devolvió con estas palabras
escritas a lapiz: «Puede usted ser un vizconde de contrabando; pero, seguro, es usted un
patán de raza.» Era poco halagador… Mi padre dijo que ella se comía la herencia del Sr.
Georges d’Hayuterive, un joven vinculado a la embajada francesa en Berlín…
Al regreso del Bois, Armand cenó con nosotros en compañía del capitán Gustave
Ohnel, un hombre galante, muy interesante, pero que el demonio del juego me parece
deber conducir a su pérdida… Lo conocí en singulares condiciones. Fue en el Círculo.
Lo había visto impaciente, rabioso, escrutador, creyendo en los sortilegios y en las
supersticiones. Sin pensar mal, mientras tomaba las cartas con un furor creciente, me
acerqué a la mesa para pedirle novedades.
–¡Por Dios! Déjeme jugar, se lo ruego; me gusta sentir mis codos libres.
Me retiré sin decir palabra, decidido a no turbar más a ese irritable jugador. Al día
siguiente, lo saludé con cortesía reservada: él comprendió y se acercó a mí:
–Querido señor, cuando juego no me reconozco… ¿Quiere disculpar mi
comportamiento?… El juego lo transforma a uno en un monstruo…
Había tal expresión de sinceridad y tristeza en la confidencia que me hacía a media
voz, que me apresuré a tomar su mano leal diciendo:
–Mi capitán, conozco placeres que valen más que el juego…
–Tiene usted razón, cien veces razón… pero, cuando se está en el engranaje… Mire
usted, me gustaría que se me enviase constantemente de maniobras…
–¿Así no jugaría?
–Sí… pero jugaría mucho menos… un paso hacia la perfección…
El capitán tiene una conversación encantadora; trabaja con ardor en los momentos
que su loca pasión se lo permite. Ayer, nos ha expuesto todo un sistema de defensa que
mi escasa instrucción no me permitía apreciar completamente, pero que ha confirmado
en mí esa ida ya antigua de que el Sr. Ohnel está dotado de una inteligencia notable. Es
a él a quien se debe la invención de las bombas luminosas destinadas a iluminar las
posiciones del enemigo. El capitán se ocupa aún de los perfeccionamientos a los que
está sometida la luz eléctrica, y admiraremos sus inventos en la próxima exposición de
electricidad. Si pudiese dejar el juego…
… Hemos ido al salón de fumadores para charlar con comodidad… Ohnel ha
encendido su gran pipa de espuma que siempre lleva consigo; yo he tomado un
cigarro…
Parecía un poco turbado para hablar; fue con voz sorda que murmuró, aspirando el
humo:
–¿Conoce usted desde hace tiempo al llamado Boistel?
–No, capitán.
–¿No es un amigo de la infancia?
–Lo he visto por primera vez a mi llegada a París…
–Es que…
Vacilaba en concluir; se decidió bruscamente ante mi interrogadora mirada:
–Es que es una mala compañía.
–Armand es ligero…
–Más que eso… Me apena mucho hablar mal de uno de sus amigos; su padre habría
podido elegir mejor… En París no se estiman demasiado a las personas que se
aprovechan de ser apuestos muchachos…
–La señora Télien…
–¿Apuesto a que lo ha llevado a la casa de esa mujer?
–Sí.
–¿Y la Télien es también su amante?
–¡Oh! capitán…
–¡Bah! … el barón lo ha llevado allí que para que eso ocurriese, un día u otro…
–He encontrado en casa de la diva a personas de la alta sociedad… El conde de
Villemont…
–Un loco…
–El Sr. de Manières, subprefecto…
–Un estafador… ¡Bonita sociedad!... Si me expreso con esta brutalidad, vizconde,
es que me siento invadido de un profundo afecto por usted… Su fortuna le permite
cometer todas las locuras; hay algo que hay que tener por encima de todo:
consideración… Uno no se ensucia con las amantes que se pagan, se puede deshonrar
convirtiéndose en amigo de sus protectores interesados.
–Capitán, mi padre me impone, por así decir, la compañía frecuente del Sr. de
Boistel…
–Peor para usted.
–Si usted pudiese hacerle entrar en razón…
–Lo intentaré… Que todo esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?... He aceptado la
invitación du su padre por amistad con usted, y no tengo ningún deseo de barajar las
cartas… ¡Bueno! he aquí expresiones de jugador…
Mi padre y Armand de Boistel acababan de reunirse con nosotros.
–¡Ah! mi querido conde, – exclamó Armand – el capitán malcría a su hijo…
Vizconde, páseme el paquete de cigarrillos, se lo ruego…
Me apresuré a satisfacerlo. Me lo agradeció sonriendo:
–Capitán, ¿usted fuma siempre de su vieja pipa?
–Siempre – respondió Gustve Ohnel.
La conversación se animó; se habló de política cotidiana: Mi padre contó varias de
sus aventuras en China y en América…
En el momento en que Armand de Boistel se despedía del conde, escuché que
murmuraba:
–Usted tiene un segundo hijo… No me había dicho nada…
Mi padre se puso pálido, y respondió con tono irritado:
–Un hijo enfermo… muy enfermo… No vivirá… Jean me consuela del otro…
Habiéndose restirado esos caballeros, el conde me tomó aparte:
–Te había prohibido hablar del monstruo. Cuando se tiene una desgracia en la
familia, habría que ser más inteligente para ocultarlo… Es absurdo lo que has hecho…
Boistel va a explotarnos… cuestión de chantaje…
–Reconozco mis errores…
–En fin, veamos lo que puede ocurrir… El público sabiendo que la familia
Tinders… Has sido un ridículo…
–Padre…
–El enano no vivirá… No, no vivirá…
–No diga eso…
–Es que sufro mucho… ¡Ah! has sido un insensato al obligarme a tener a ese
espanto en mi casa…
14 de diciembre.
Es extraño: he aquí al menos la vigésima vez que me encuentro con esa mujer
vestida de negro a mi paso… Esta mañana la había visto bajo las arcadas de la calle de
Rivole; esta tarde, la he encontrado en el bulevar Bonne-Nouvelle… Un día, Boistel la
insultó: ella ha huyó sin pronunciar palabra… A veces me mira con ojos de una dulzura
inexpresable… Sabré quien es y que quiere…
15 de diciembre.
¡Qué desgraciados deben ser los pobres!... Hace un frío terrible. Los transeúntes
patean el suelo para calentarse… Sobre las aceras del bulevar de los italianos y el
bulevar Montmartre, he visto muchachas tiritando bajo sus leves vestidos de color… Iba
a reunirme con el capitán Ohnel en el café de Madrid cuando una muchacha me ha
cortado el paso:
–Señor… Señor…
Se colgó de mi brazo; he llenado de monedas su temblorosa mano; y, toda
avergonzada, me dirigió unas asombradas miradas:
–¿No quiere nada, señor?
–No... no…
No la he escuchado más y he entrado en el café para encontrar al capitán… Bebía
absenta en compañía de sus camaradas y un sonrisa sufriente crispaba sus labios.
–Mi querido vizconde – dijo – he jugado toda la noche: Estoy tan limipio como un
vaso de cerveza…
Yo dudaba en ofrecerle mi cartera. Él me disuadió:
–Para eso no, amigo mío… Si se presta dinero a sus amigos, es para acabar
discutiendo con ellos… Yo deseo mantener buenas relaciones con usted…
Su mirada se perdía en el techo:
–Los amigos siempre han de estar ahí cuando se trata de hacer favores…
Y añadió muy bajo:
–Ese Boistel es un canalla: le llama por todas partes el vizconde Porta-monedas.
–¿El vizconde Porta-Monedas?... Armand se burla de mí, porque no sé negarle
nada…
16 de diciembre.
… ¡Por fin se ha terminado esta maldita velada!... ¡Qué mal lo he pasado en medio
de todos esos hombres que se apresuraban a mi alrededor porque soy vizconde y mi
padre posee las minas de oro del Colorado!… ¡Cuánta hipocresía!... Los criados más
humildes de mi país no son tan serviles como estos caballeros sin un centavo que me
hacían la pelota… Pobre campesino… qué cambiado estás… Tú, que antaño cenabas un
plato de castañas y de patatas estofadas bajo la ceniza… Nadie te reconocería bajo este
traje a la francesa, bajo esta camia de batista y estos zapatos a lo Moliere… Con corbata
blanca, evoca tus recuerdos: antaño, te estremecías de frio bajo tu traje de algodón,
cuando corrías descalzo por los caminos y los viejos del pueblo de trataban de
gamberro… Has olvidado las bonitas locuras que invadieron tu joven corazón, cuando
pedías a Nicole algunas monedas para ir la feria y subirte en los caballitos de madera…
Esos años quedan tan lejanos que tal vez hayas perdido la memoria del mástil de la
cucaña y del torniquete donde destacabas por tus proezas…
Todavía están allí tus alegres compañeros, animosos para los placeres y también
para el trabajo. Y tú, ¡has de vivir lejos de los que bendices y del pueblo que amas!... Al
menos, esta transformación de tu ser será impotente para someter tu alma: puedes
cambiar de trajes y cambiar de rostros, tu corazón resistirá a la metamorfosis…
… Mi padre, que es poseedor de todas las órdenes extranjeras conocidas en el
mundo, ha decidido que llevaré una condecoración. Un caballero muy correcto – creo
que ha sido enviado por el eterno Lejet – ha venido al palacete a tomar mis nombres y
apellidos; me ha inscrito sobre un registro y me ha entregado un diploma. Se encarga de
todas las gestiones en la prefectura del Sena y en la cancillería… El caballero tenía una
lista donde estaba indicado el precio de las condecoraciones; hay que decir que puede
hacer obtener la cinta de la Legión de honor a mi padre…
Estábamos sorprendidos.
–Este es el asunto, señor conde – dijo el hombre con tono solemne… – Encontraré
algún intelectual que escriba un libro sobre América o sobre China: el volumen será
impreso y publicado bajo su nombre… Haremos mucha publicidad en los periódicos,
sobre todo en las revistas serias o reputadas como tales… Veremos a los jefes de
división… el gabinete… el ministro… se harán apostillas por diputados influyentes…
Todo eso tal vez ascienda a más de veinticinco mil francos… A cuarenta mil, yo
respondo del éxito… ¿Quiere pensarlo, señor conde?… Regresaré para saber su
respuesta y ponerme a sus órdenes…
Me resulta imposible creer en las afirmaciones de ese tipo.
… Sea dicho sin petulancia, durante la velada de la señora Dives-Laram, se dirigían
sobre mi todas las miradas.
Unas jóvenes vestidas de satén blanco o rosa, unas damas en vestido escotado
deslumbraban con contornos inimaginables. La Señora de Dives-Laram tenía un vestido
de terciopelo, color hoja muerta; en medio de un grupo aparecía radiante la señorita
Lucienne; estaba vestida de blanco y no llevaba ninguna joya,. Por único ornamento,
una camelia rosa en sus cabellos. Mi amazona sonreía a sus compañeros, mostrando de
vez en cuando el piano, un gran piano de cola al lado del cual se encontraban de pie tres
o cuatro artistas de largos cabellos y barbas negras. Uno de ellos afinaba las cuerdas de
su violón; otro disponía unas partituras…
En la sala vecina, cuyas puertas estaban abiertas, algunos caballeros se paseaban,
otros se disponían a tomar asiento en las mesas de juego.
Tras haber saludado a la dueña de la casa, nos hemos inclinado ante cada grupo. Mi
padre me presentó al Sr. Rouzon, el contraalmirante, un viejo que me miró de arriba
abajo.
–¿Es su hijo, mi querido conde?... Es soberbio, mil felicitaciones… ¿Un producto
exótico, sin duda?...
–No, almirante, mi hijo nació en Francia.
–Felicidades, puñeta…
–El Señor Jean comienza su entrada en sociedad…
–Rayos…Cuando se es joven como él…
Ese viejo lobo de mar no puede pronunciar tres palabras sin acompañarlas de un
juramento.
Se anunció al barón de Boistel. La acogida fue glacial. Armand se sentía intimidado
y saludó bastante cabizbajo a la madre de la señorita Lucienne: yo tuve piedad de su
embarazo y fui a su encuentro en el mismo momento en el que el tío de la señora de
Dives-Laram, el chevalier Péraldi, recibía a Boistel en estos términos:
–¡Ah! ¿Usted, aquí?
Y el chevalier giró los talones simulando un ligero alzamiento de hombros. El
barón recobró su seguridad y nos sentamos el uno al lado del otro. No quería
preguntarle; fue él quien comenzó la conversación:
–¡Qué cretino, ese Péraldi!
–¿Te cae mal?
–Lo desprecio… Un estúpido que ha sido condenado a dos años de prisión en
Italia…
–¿Estás seguro de eso?...
–Tan seguro como de que existo.
Una mano se posó sobre el hombro del barón: era la del chevalier. Armand se
estremeció.
–¿Qué dice usted a este querido vizconde? – preguntó Péraldi retorciendo su rudo
bigote.
–Nada que pueda interesarle, Señor…
El chevalier se mantenía erguido sobre sus piernas de hierro; su voz se volvía
estridente:
–Vizconde, no debe creer nada de lo que este hombre le diga…
–Señor…
Creí que el barón iba a enfadarse; pero tímidamente curvó la cabeza, y Péraldi
continuó:
–Usted puede prestarle dinero… Pero le recomiendo que no haga de este hombre su
amigo.
La sangre me subía a la cara… Armand giraba cobardemente la cabeza, mientras
que el chevalier murmuraba a mi oído vocalizando cada palabra:
–¿Se asombra de que mi prima haya invitado a este caballero? En París, mire usted,
existen personas a las que hay que temer, aunque sean cobardes… La lengua es un
instrumento terrible…
Dicho eso, Péraldi giró los talones y Boistel me dijo:
–Está loco… Si no me hubiese contenido…
¡Cuanta hipocresía, Dios mío!...
Muy feliz de que el concierto comenzara y hubiésemos dejado atrás todas esas
vilezas.
Valiente, el barítono de la Opera cantó un fragmento de la Copa del rey de Tule:
«Tenía veinte años… sonreía a la primavera.» Luego llegó el turno de Tassard de la
Comédie-Française, que recitó algunos versos de un modo maravilloso…
Apenas se aplaudía a los artistas: las damas inclinaban la cabeza y la mayoría de los
caballeros hacían el simulacro de aplaudir.
–Yo esperaba a la Nestori – dijo una de sus vecinas a la señora de Dives-Laram.
–La Nestori está muy enferma – respondió un caballero alto llamado Victor de
Lumeau.
–Se habla mucho de la Télien.
El almirante Rozon se levantó con entusiasmo:
–La Télien, una gran artista, por todos los diablos…
–¿Cómo? – exclamó el chevalier Péraldi.
–Es un juramento de agua dulce, mi querido chevalier…
–No me gustan las carnes demasiado saladas, – concluyó una bonita rubia a la que
Péraldi devoraba con los ojos.
Mi padre mantenía una conversación seria con la dueña de la casa.
Se iba a bailar; la señora de Dives-Laram se acercó a mí:
–Vizconde, invite a mi hija…
Los hermanos Pressac, dos rubitos que están en Saint-Cyr; Georges de Féllières, un
joven distinguido que se prepara para las embajadas; Ambroise de Rivesalte, un grueso
ventrudo, que juega en Bolsa; Lionel de Fontanges; Marcel de Jamaye, Armand de
Boistel y muchos otros jóvenes de los que he olvidado sus nombres, ofrecieron el brazo
a esas damas y señoritas.
Se interpretaba una polca rusa, una especie de polca sonde hay que deslizarse con
movimientos de todo el cuerpo, manteniendo apenas la cintura de la pareja. Mi profesor,
el Sr. Dombrowski, me había enseñado esta danza; pero, como era la primera vez que la
ejecutaba en público, mi corazón latía muy fuerte… La señorita Lucienne, ligera como
una gacela, parecía alejarse de mis dedos para regresar aún y volver a partir de nuevo…
apenas la tocaba… Eso no es una danza, eso…
Mi padre me había dicho que es de buena costumbre en sociedad decir algunas
palabras a la pareja cuando hemos sido presentados. Me atreví con unas frases del tipo
de estas:
–El salón de su madre está radiante…
–Su vestido es delicioso…
–¡Qué excelente orquesta!...
–¡Esta música es embriagadora!...
–Un hombre encantador, el chevalier Péraldi…
–Uno consentiría en bailar toda una semana…
A cada una de mis banalidades, la joven sonreía con gracia, pero ella no hablaba en
absoluto. Yo tuve la extrema delicadeza de construir unas frases que no exigían
respuesta.
Mi bailarina me hizo el mismo favor.
–Usted no conoce aún a esas señoritas. De rosa y azul, la señorita Zélie de l’Angle-
Rochade; en rosa y blanco, Marthe de Lumeau, una de mis compañeras del picadero
Lerain;… a nuestro lado, en brazos del Sr. de Fontanges, Louise de Saulnier, una amiga
de pensión; … la señorita rubia que hace bailar al Sr. de Boistel… la vizcondesa de
Benoist; … la joven mujer en terciopelo cereza que acabamos de cruzarnos... la Señora
viuda de Lescure…
A medida que la señorita Lucienne me daba esas indicaciones, me inclinaba
ligeramente… la polca continuó aún algunos minutos… No hablamos más…
Acompañé a mi pareja hasta el asiento que acababa de abandonar y me despedí con
estas tres palabras: «Mil gracias, señorita…» Si esas son todas las emociones que se
experimentan en sociedad… esta sociedad es estúpida…
Se servía un buffet en la galería; encontré al almirante Rouzon que me golpeó en el
hombro:
–Truenos…Un pequeño matrimonio a proa… Mis felicidades, vizconde…
Yo no respondí, pero el Sr. Rouzon continuó:
–Pero usted no parece muy contento, rayos, lo que yo le digo…
Mi padre se unió a nosotros. Se inclino al oído del almirante:
–Los amores verdaderos siempre son discretos…
–¡Por todas las ballenas! Tiene usted razón… ¡caramba!...
De pronto Armand me tocó el codo.
Yo le pregunté por la vizcondesa de Benoist.
–Todo el mundo me concede una reputación infame… Todo el mundo se confabula
para perderme de vista…
¡Triste muchacho!... ¡Triste velada!...
18 de diciembre.
La Señora Télien ha sido sensible a las flores que le he enviado ayer a la Ópera
Cómica: es cierto que un par de brillantes acompañaban el regalo… La diva ha
encargado a su ayudante de vestuario que nos avisase de que nos esperaba en su
camerino… Armand me tomó por el brazo y, después de mil dificultades, pudimos
penetrar en bambalinas. ¡Qué feo es un teatro visto de cerca!...
Pauline estaba encantadora en su vestido del primer acto de Mignon. Se mantenía
de pie ante un gran espejo, con los hombros cubiertos de un manto negro; su ayudante,
la señora Adhémar, una especie de gigante con faldas, iba y venía por el camerino,
dejando en su lugar los objetos destinados al maquillaje… El olor de los frascos
dispersos y la ropa cálida saturaba la atmosfera y me llegaba a la garganta… Me sentía
incómodo…
Mignon vino hacia a mí, radiante:
–Es usted muy amable, vizconde… Estoy con usted en un instante…
Tenía en la mano el estuche que acababa de recibir; y, colgando los diamantes en
sus orejas, tarareaba el canto de las Joyas» de Fausto.
–¿Fausto?... dijo vivamente. Mi primer éxito en Rennes… Otros tiempos… otras
costumbres…
Si me atreviese únicamente
A ponerme un momento
Estos pendientes en las orejas…
…..
No haría daño a nadie…
Con el reverso de la mano, había arrojado el sedoso manto que la cubría… Estaba
bonita en ese vestido de bohemia, los cabellos dispersos sobre sus hombros, su sencilla
camiseta abotonada hasta arriba, su falda corta semejante a la de nuestras campesinas.
Yo la miraba emocionado; ella había despertado en mí los viejos recuerdos y sentía las
lágrimas invadir mis ojos; su voz de oro llenaba mi sueño:
Yo no hago daño a nadie…
Y Armand con su gruesa voz:
–Ni yo tampoco…
Pauline suspiró:
–¡Pobre muchacho!...
Y, acercándose a mí, Mignon me dijo:
–Vizconde , quiero besarle.
Sus labios quemaron mis mejillas:
–Este, por un pendiente… este otro, por el otro pendiente, y uno especial, por mi
cuenta personal… ¿Está satisfecho?
Yo me dejaba hacer con ese dulce pensamiento de que antes la Pequeñina me
besaba así…
Armand nos miraba con incomodidad:
–¿No me dices nada, Pauline?
–¿Estás celoso, barón? – preguntó la Télien… Eres bastante tonto para eso, mi
viejo…
Se llamaba para el primer acto: la Télien me interpeló de nuevo:
–Hoy solo actuaré para usted, Señor Jean…
Durante la representación, Armand de Boistel dijo amargamente:
–Pauline te ama…
–¡Venga ya!...
–Yo lo sé.
–Armand – le dije – aun cuando no fuese más que por consideración hacia tí,
jamás…
–¿Acaso tiene consideración por mi?... Tú eres rico; yo soy pobre… Fíjate: todo se
reduce a eso…
Boistel hablaba con animación:
–Sí, yo la amo… la amo… y es por eso que te conduje a su casa… Quiero que
Pauline tenga todo el lujo que necesita para vivir… Si yo pudiera satisfacer sus apetitos
ruinosos, no te habría ido a buscar… No puedo.. Me he arruinado por ella… Me
deshonraré si hace falta… Ella necesita a alguien… Mejor a ti que a otro…
–No te comprendo…
–¿No lo ves?... ¿No lo entiendes?... Yo soy uno de esos seres desgraciados que se
enganchan a una mujer y que mueren por ella… El chevalier Péraldi te ha contado que
yo era infame… Ha tenido razón al decirlo… Yo tengo un oficio innoble y soy capaz de
medir fríamente toda la extensión de mi abyección… Pero lo que el mundo no sabe, es
que estoy guiado por un amor infernal… Esa mujer puede conducirme a la cárcel… La
amo hasta tal punto, que estoy dispuesto a todos los sacrificios, a todos los dolores, a
todas las vergüenzas…
–Boistel, lo lamento con toda mi alma…
–¡Ah! sí, soy digno de compasión… Su supieses cuanto sufro al verla adorado por
otros hombres… Si pudieses comprender los celos que me causan los aplausos del
público… Pues bien, no hay nada que me domine y me anule: solo la divina sonrisa de
esa mujer… El mundo me desprecia… me río del desprecio. Voy a buscar a los
adoradores, como he mendigado los primeros bravos… Pauline me abofetearía el rostro
que yo bajaría aún la cabeza… la amo…Y aquellos que ignoran el secreto terrible que
porto en mí, se imaginan que la especulación juega su rol… que quiero enriquecerme a
expensas de una actriz de moda…
–Si la Télien supiese que la amas con tal pasión…
–Ella me podría poner de patitas en la calle para siempre, diciéndome que soy
grotesco…
20 de diciembre.
… He reflexionado ampliamente sobre la confesión de Armand. Si dice la verdad,
me parece casi justificable… ¿Haría yo por Blanchette lo que él hace por Pauline? El
medio en el que he vivido es tan diferente de este en el que se agita la pasión sensual de
Boistel, que no me siento capaz de resolver la cuestión...
Mi padre ha entrado esta mañana en mi cuarto. Yo leía los periódicos que mi criado
Francis acababa de traerme. El conde se sentó a mi lado:
–Si supieses que feliz soy de ver cómo te vas acostumbrando a tu nueva
existencia…
–Me aturde un poco…
–Eso es precisamente lo que hace falta.
El conde estaba radiante… Estaba muy satisfecho con mi conducta… Me cree
dichoso…
… Pues bien, no, todavía no he encontrado la felicidad ni siquiera el olvido… En
este preciso momento, estoy muy preocupado por las extrañas comunicaciones de la
buena alma que me vigila con tanta solicitud… La persona misteriosa parece adivinar y
prevenir todas mis incertidumbres; me pone en guardia contra las decisiones demasiado
fáciles y me señala cada día nuevos peligros. Pero tengo la firme convicción de que mi
corresponsal desconocido ignora el misterio de mi nacimiento… Se me habla, por
ejemplo, de la vida que he pasado en el extranjero... Tal vez crea que he vivido con mi
padre en China o en América… De ahí unas singulares contradicciones en los consejos
que me son tan generosamente dados… Sin duda, la labor sería más fácil si pudiese
aclararle… A mi vez, voy a escribir y depositaré mi carta en el mismo lugar de la verja
donde he ido tantas veces a tomar consejos, ánimos y esperanzas…
IX
Esta es la carta que el vizconde Jean dirigió a su misteriosa protectora… Al día
siguiente, se percató de inmediato que su nota había sido retirada, pues puedo leer estas
palabras escritas aprisa en un trozo de papel: «Tenga valor; le responderé.»
París, 20 de diciembre de 1880
«A una desconocida.»
» ¿Debo llamarla « madre », a usted que no conozco y que ya quiero con toda mi
alma? Sí, solo una madre puede encontrar en su corazón los tesoros de infinita bondad
que descubro en cada una de sus cartas… ¡Qué digo!... no sé quién es usted y no lo
sabré nunca, sin duda, puesto que una noche en la que quise sorprenderla, la sombra que
perseguía se desvaneció al acercarme… Pero todo me lleva a creer que, si usted no es
mi madre, es una mujer, una noble y digna mujer, y tengo un secreto deseo de saludar
esa sombra bendita que he encontrado tan a menudo a mi paso… Al menos esta
desconocida me ha procurado la alegría de contemplar sus rasgos: su dulce rostro me ha
aparecido algunas veces feliz y más a menudo inquieto y atormentado… Déjeme pues
confundirla con ella en un mismo sentimiento de reconocimiento y de amor filial…
Señora, déjeme llamarla « madre » : esta dulce ficción me permitirá expresarme con
más franqueza y amor… Le hablaré, como lo hacía antaño con la abnegada campesina
que me cuidó en mi infancia y que hoy llora, desesperada, al no verme regresar al
país… Si me equivoco, si no logro profundizar en el misterio que pesa sobre mi
nacimiento, al menos tendré el consuelo de haberle expresado todos mis sentimientos de
respeto y gratitud.
» Tan lejos como puedo recordar, y hasta el instante en el que un rico caballero ha
venido a arrancarme de mi vida de campesino y de las alegrías que yo había soñado,
jamás he conocido otros padres que los Mathurin, bravos campesinos que viven en el
pueblo de Nègre-Combe, situado en una de las tierras más bellas bañadas por el
Limousin. Me he educado con la idea de que era hijo legítimo del aldeano laborioso que
me introdujo en los trabajos manuales y de la afectuosa madre que me había mecido con
sus canciones. Fue más tarde, cuando crecí y la razón ha llegado, cuando supe la historia
de mi nacimiento y de mis primeros meses de vida.
» Mathurin no quería confiarme el asunto; decía que siempre había tiempo para
apenarme. Fue el cura de la parroquia quién aconsejó a la Nicole, mi madre nodriza, que
no esperase a que extraños me contasen que era un niño abandonado… Me acuerdo
como si fuese ayer de la noche en la que me fue hecha la confidencia: yo había
frecuentado la escuela del Sr. Gauffier con mucha asiduidad, y ya se hablaba de hacer
de mí un profesor. Esa noche, muy emocionado, con los ojos turbados, miraba al Sr.
Feuillard, el alcalde de la comuna, que hablaba seriamente con nuestro cura. Fue este
último quien tomó la palabra. Me contó en términos tan chocantes el viaje de la madre
Nicole a Limoges, su regreso al pueblo con un expósito del hospicio, las discusiones
que los dos aldeanos habían debido sostener contra sus vecinos por quedarse con un ser
tan enclenque, dispuesto a entregar el alma, que quedé allí sin poder ni llorar ni hablar,
hundido bajo el peso de una incomprensible angustia.
» –¡Siempre serás nuestro hijo! – exclamó Mathurin, con los ojos anegados en
lágrimas.
» –Sí… sí… nuestro hijo – repitió Nicole – para siempre.
» … Mi instrucción era muy superior a la de mis compañeros… leía obras de
ciencia y literatura; los domingos ayudaba a oficiar la misa al cura, que, después de
vísperas, me daba una lección de latín; pero todo eso no impidió convertirme en un
chico trabajador y ayudar al aumento del bienestar de mis padres adoptivos. Debo decir
todo, madre: allí me sentía incómodo; me parecía que había nacido para hacer algo
mejor que ser un campesino… Tenía sueños de loco… A veces, a mitad del día,
silbando con mis bueyes jadeantes, me ponía a pensar en cual podía ser la familia que
me había abandonado. ¿Mis padres?... ¿Obreros desdichados?... Mi padre, ¿tal vez un
vividor?... ¿Mi madre, una marquesa culpable de adulterio… Perdón, o una puta de las
calles?... En definitiva, unos seres infames que me habían arrojado al hospicio… No lo
sabía… No lo entendía…
» A mi lado creció una joven cuyos sentimientos estaban llenos de una delicadeza
que no observaba en sus compañeras… Pertenecía a una familia que la había educado,
por así decirlo, como una señorita… Era bella; era bella, madre… nos amamos; le
prometí consagrar mi vida, y la autoridad paterna se opone a que cumpla unos
compromisos libremente adquiridos… Blanchette es una aldeana… ¿Por qué no lograría
ella también en acostumbrarse a nuestro mundo?... Yo me habitúo bien, yo, que he
pasado mi vida al aire libre y mis manos conservan aún las marcas gloriosas de los
duros trabajos del campo…
» ¿Sería una mala boda? Pero mi padre me ha contado que, en esta locura de
hombres provistos de nombres ilustres, se mezclan a veces individuos procedentes de
las más humildes familias que acaban conformando sagas históricas… Se me ha dicho
también que los grandes apellidos desaparecen poco a poco; que los señores arruinados
se consideran muy felices de aliarse con las hijas del pueblo, y que había muy pocos
nobles en Francia cuyas desgracias o faltas no hubiesen abatido su orgullo… En cuanto
a mí, madre, soy feliz de no ser huérfano; pero le afirmo que me hubiese sido
indiferente saber que tenía por padre un campesino o un obrero, en lugar de un caballero
titulado y rico hasta no saber qué hacer con sus millones… Es incluso su apellido, su
educación, su fortuna que me lo hace menos justificable…
» En el emotivo relato que el conde me ha hecho de la muerte de mi madre y de su
obligación de desprenderse de mí para no exponerse a la censura de una familia, –
imaginaria, sin duda, puesto que nunca esta cuestión ha vuelto a surgir entre nosotros, –
intento darme cuenta de la legitimidad de su acto y no logro explicármelo… Al
principio me dijo que pensaba que yo había seguido a mi madre a la tumba; que un
pariente suyo se había encargado de llevarme a un asilo departamental; que veinte años
más tarde y por una providencial casualidad supo de mi existencia; ¿Qué sé yo? Es un
dédalo de contradicciones en el que mi razón se pierde…
» ¡Ah! el afecto que siento por usted tiene que ser bien grande para que descubra así
a una desconocida las llagas que hacen sangrar mi corazón; para que yo diga que, bajo
estos vestidos a los que mi cuerpo consigue habituarse, hay un alma que está cansada de
esta vida de incertidumbres y mentiras… ¿Es usted mi madre, verdad?... Usted tendrá
piedad de mí…
» Sí, ignoro las razones que han llevado a mi padre a dejarme sin protector… La
historia del pariente era una mentira… Fue él, fue mi padre, Señora, quien abandonó a
su hijo a la puerta de un hospicio… Él ha justificado su conducta, diciéndome que en
esa época era muy desgraciado y que las cargas de la familia le hubiesen impedido
conseguir fortuna. Ha caminado por la vida sin estorbos… Es rico… Y yo podía morir,
yo… ¿Qué me da su fortuna? Y ahora, todo son dulces conversaciones desde el día en el
que me condujo a la modesta habitación toda empapelada de blanco que protege el
recuerdo de mi madre: «Es aquí, me dijo, a donde vengo a fortalecerme para las batallas
de la vida… Es aquí donde lloro a la muerta.»
» El conde jamás ha mantenido su promesa, Señora; jamás ha venido a rezar por mi
madre… Un día, traté de sensibilizarlo sobre ese piadoso recuerdo… Me miró con
asombro, y luego sus labios mostraron una sonrisa de piedad que se me heló el
corazón…
» Todo esto me turba más de lo que podría expresar… Así pues, madre mía, si es
usted esa mujer que me ve pasar con los labios sonrientes, y la mirada reposada, que no
la tranquilice esa aparente calma y esa alegría ficticia… En medio de esos
divertimientos que parecen rondarme; en medio de ese mundo que es para mí
obsequioso y que se burla del campesino maleducado, me suben oleadas de cólera y
odio… Eso no es todo, Señora… Cuando veo a ese hombre que dice ser mi padre, mirar
sin sufrir a mi hermano menor, un niño destrozado por la naturaleza, al que le niega la
luz del día bajo el pretexto de que traería la vergüenza a la familia; cuando lo veo,
anhelando la hora bendita en la que su hijo entregue el alma y negándole una buena
palabra, quiera a mi vez destrozar su egoísmo salvaje… Él me ama a mí porque soy
fuerte y robusto; pero tortura a mi hermano porque ese niño es feo y deforme…
» ¿Piensa usted, madre, que todos esos razonamientos no son capaces de hacerme
odiar un día a aquel que me abandonó y que volvió a recuperarme porque sentía que
toda su fortuna no podía seguirle a la tumba?... En verdad, el afecto no se puede
imponer… ¿Qué me da, después de todo, esta vida de ocio tan poco en armonía con mis
pasadas costumbres, si, para mantenerla, debo perder la amistad y consideración de
aquellos que me amaban por mí mismo?... Al principio, lo confieso, he quedado
deslumbrado, fascinado… Esta metamorfosis de mi ser se iba produciendo sin que me
diese cuenta, sin pensar siquiera en oponerme a ella. La corriente me arrastraba… La
embriaguez de lo nuevo, una sed ardiente por lo desconocido, los torbellinos de este
gran París y sobre todo ese impulso de orgullo que cada hombre lleva consigo, me
hacían desligarme poco a poco de los viejos recuerdos y las antiguas devociones…
¡Pobre loco!... Al salir de esas magníficas veladas donde el corazón ocupa tan poco
lugar, me he enorgullecido de ser, o más bien de parecer alguien… Sentía como una
satisfacción de ver a esos grandes señores, que no conocía más que por las leyendas que
circulan por nuestros pueblos, tratarme como a un igual. Yo los miraba: eran hombres
como yo… Yo, el enclenque, el abandonado, al que los pequeños burgueses
consideraban con desdén, podría destrozar con mi grandeza y mi poder a todos aquellos
que antes me daban sus órdenes imperiosas… Para eso, bastaba pasear mi rusticidad de
salón en salón, de restregarla entre los hombres y las cosas, de cansarla y conseguir por
fin abandonarla por completo de tanto uso… La crisálida se transformaría en
mariposa… El aldeano se convertiría en aristócrata…
» De una nobleza tal vez cuestionable, iba a unirme con una de las grandes familias
de Francia.. ¡Yo era un señor, un hombre llegado a la cima!... Y bien, no, no puede ser
así; comprendo lo que tendría que hacer para eso y me niego… Madre, no podría volver
a mirarle a la cara a todos aquellos que me han recibido de pequeño; tendría que dejar
morir de vergüenza y dolor a mi dulce novia… No puedo. Me encuentro ya demasiado
mayor para todo eso… El niño ha crecido. Sin duda, si hubiese vivido mucho tiempo en
medio del mundo al cual se me ha precipitado, habría hecho añicos lo que llaman mis
prejuicios de aldeano… Mi corazón se hubiese modelado al contacto de los fuertes, y
habría aprendido a ahogar los generosos sentimientos que en este momento me ahogan a
mí… Allá, al contrario, rodeado del afecto de aquellos que no eran nada para mí, me he
habituado a creer que el corazón humano no era una vana palabra, y que no se puede
destruir sin destrozar al hombre mismo… En ese pueblo donde los aldeanos no son
todos buenos, el desheredado que le habla, ha tenido la dicha de ser educado por una
familia pobre que no ha retrocedido ante ningún sacrificio, ni ante ningún dolor… Es de
un modo honesto y simple como ha sabido amar a una joven muchacha digna de su
amor…
» ¿Y quisiera, madre, que ese joven hombre que un azar eleva de golpe por encima
de sus amigos de infancia, olvidase los primeros años de su vida y mirase con ojos
indiferentes los rostros envejecidos de aquellos que le han impedido morir?... ¿Qué sería
de mí, Dios mío, si mi madre adoptiva, habiéndome dado su leche, me hubiese devuelto
al hospicio?...
» Sin duda, como tantos otros, hubiese arrastrado la miseria sobre el pavimento de
las ciudades. Tal vez hubiese ido al extranjero como ha hecho mi padre… ¿Y mi padre
me hubiese encontrado, él, cuya existencia ha sido tan atormentada que le falta un
esfuerzo de memoria para recordar el nombre de mi madre y la profunda noche donde
debió amortajarme?... No… no… No puedo romper el corazón de aquellos que me han
educado al brillo del sol y a la claridad del honor… No puedo… No quiero…
» Ya se hacen escasas las cartas… También es mi culpa… No he encontrado en mis
escritos el afecto que me animaba antaño… Se me considera como perdido para
siempre… Y soy vizconde… Se me llama el vizconde de Tinders; antes, se me llamaba
Jean, simplemente. Los ancianos me dieron el apellido del pueblo y me convertí en Jean
Nègre-Combe… Jamás he estado tan orgulloso en mi vida…
» Perdón, Señora, por haberle contado tan ampliamente mis angustias y mis
miedos… No soy más que un aldeano, un ser sin experiencia… Pero no quiero
convertirme en un hombre deshonesto… Oh!, Señora, si usted fuese mi madre, si usted
conoció a mi madre, aconséjeme… Tengo miedo de París… Guardaré el secreto que le
impide acercarse a mí… Volveré a leer sus cartas y me sentiré más fuerte… El ingenuo
aldeano que pasea su sueño a través de las fiebres parisinas tiene necesidad de ser
fuerte, pues lo que ve y lo que escucha es tan extraño y tan doloroso, que tiene el alma
envenenada… La saludo, Señora… La quiero…
»JEAN».
23 de diciembre.
… La respuesta a mi envío se ha hecho esperar dos días: es corta, pero tan
afectuosa y tan maternal que me siento muy conmovido… Fue esta mañana cuando
percibí el pequeño extremo de papel en el lugar convenido. Llovía; y mi misteriosa
corresponsal había puesto mucho cuidado en envolver su carta en un trozo de tela negra:
« Querido muchacho, no intente conocer a la que ha jurado consagrarle su vida…
Solamente debe saber que hay en el mundo una mujer que no vive más que para usted y
solo es dichosa por usted… Usted le ha mostrado la delicadeza de su corazón y nada
podía causarle tanta dicha… Deje que sucedan los acontecimientos… Tal vez un día
Dios tenga piedad de su humilde sirvienta… Yo lo amo, mi bien amado.»
… Las lágrimas me suben a los ojos. No puedo escribir más…
24 de diciembre.
Armand de Boistel está ausente de París desde hace algunos días… Ha partido sin
dejar su dirección… Gustave Ohnel, apenado de verme solo, ha venido a pasar la
jornada conmigo… ¡Qué excelente hombre es ese capitán!... No sabe nada de mi
historia; no me ha preguntado nada…
–¿Sabe usted – me dijo – que lo estimo mucho?… Lo quiero, déjeme confesarlo,
hasta en sus defectos… Soy un hombre del Norte, y como todos los septentrionales,
desconfío de las gentes del Midi: muchos de entre ellos no valen más que por la
superficie. Usted no es así. Esa exuberancia que usted ha relacionado del país natal está
llena de franqueza y cordialidad… Su usted no tiene la reserva a menudo exagerada de
mis compatriotas, está en un justo medio… Un podo demasiado confiado tal vez… un
poco demasiado tendente a creer que todo lo que le interesa debe forzar el interés de sus
auditores: eso procede de lo que usted ha vivido en provincias y muy probablemente
con personas menos inteligentes que usted…
–Capitán, es usted demasiado indulgente…
–No, lo he estudiado: habla y actúa con el corazón… Allá, en sus pueblos, se
observa menos que en las grandes ciudades; se deja vivir… usted llega a Paris con sus
frescores e ingenuidades… Sus impresiones no son más intensas y reales. Lo que nos
hace sonreír a los habituales del bulevar y a los estrenos, debe fatalmente emocionarle…
Los parisinos no quieren ser crédulos, y eso es lo que explica la multitud de cosas y
hechos que escapan a su entendimiento… Para ser fuerte, mire usted, la observación no
debe contener el pudor de la ignorancia… Uno quiere conocer todo antes de haber
aprendido… De ahí la superioridad incuestionable de los hombres metódicos y
reservados que, sin admitir absolutamente el sistema de Descartes y hacer tabla rasa de
los conocimientos adquiridos, afrontan con decisión el examen atento de las nociones
recibidas y de las nuevas observaciones…
El capitán se detuvo sonriendo:
–Esas son grandes frases, ¿no es cierto? Hablo con franqueza, yo también. ¡Oh! no
me planteo ser un mentor ni un moralista. Usted es joven, es rico… Yo bromearía
haciendo de su existencia el objeto de un estudio de filosofía especulativa… Estaría
muy equivocado de no degustar el placer; es bastante prudente para no comprometer ni
su salud ni su fortuna… y yo, yo estoy bastante seguro de poder afirmarle que usted no
apagará su corazón…
… Yo estaba muy emocionado… Jamás persona alguna se había dirigido a mí en
tan bello lenguaje… Tomé sus manos en las mías.
–Capitán, tengo fe en usted… Será usted quien me aconseje…
Ohnel mi dirigió una mirada llena de tristeza:
–¿Usted no sabe que el hombre que le habla es un hombre maldito?... ¿Usted no
sabe que soy un jugador y que un jugador tiene su vida condenada? El juego… ¡oh! el
juego… Parece una burla… Se dice: «Las historia de jugadores las conocemos: son
viejas como el mundo. Es un catecismo trillado; se dique que todos los hombres son
jugadores; todos los jugadores son los mismos… Esas afirmaciones han llenado todos
los libros; es asunto de novelistas el edificar sus planes con chismes ya reiterados; ya se
ha dicho todo sobre el demonio del juego… ¡Qué estupidez!... Shakespeare, el mayor
genio de la humanidad, ha escrito maravillas; pero ningún poeta, ningún filósofo, ha
hecho un estudio completo del jugador… Y es que no es posible…Faltaría tiempo al
hombre mejor dotado: se puede analizar el corazón humano en todo lo que concierne a
las otras pasiones; pero el juego las encierra todas…
El capitán se exaltaba al hablar… me tomó del brazo y pareció dirigir él mismo mi
mirada hacia el objetivo misterioso que se levantaba ante el.. Su voz era ronca: era
como un estertor que salía de su pecho.
–Fíjese en este hombre que está sentado ante este tapete verde?... Joven o viejo,
sobre su rostro arrugado por una sonrisa sufriente, el idiota comienza… Espera las
cartas con más emoción que un amante espera a su amante… Las desliza ligeramente
entre sus dedos, con una mirada desconfiada hacia su vecino. No hay que creer en los
jugadores impasibles… la mirada tiene reflejos de domador… Las fichas de marfil le
producen extraños brillos… Son visiones estáticas… El ser entero se estremece; y
cuando más parece dueño de sí, su corazón está más desgarrado, lentamente,
penosamente, cuando la fortuna lo abandona!... Ya no hay familia, ni honor, ni patria…
Su cerebro se somete a tensiones que a otros les harían romper, pero que aquí
centuplican su fuerza… La visión se transforma… Son sueños que, durante algunos
minutos, lo mecen y lo enervan… Se enardece… Es un torbellino de pensamientos
exquisitos. Tiene para las fichas amontonadas ante él, y que antes va a cambiar por el
oro bien sonante, una vigilancia que no tendría por su esposa infiel; las acaricia con la
mirada como jamás ha acariciado a su hijo; las contempla con un respeto que nunca
tendría por su padre… La suerte aparece; lucha, lucha con una energía que no conocerá
nunca el hombre al que las llamas van a devorar o que el agua se apresta a engullir…
Todos sus conocimientos, todas sus facultades están puestas al descubierto: está allí,
atento, inteligente, escuchando todo lo que se dice sin parecer escuchar; viendo todo lo
que se hace y no parece ver nada… A veces, muestra heroísmos salvajes, un
entendimiento hasta ahora desconocido… Sin que se perciba, mete en su obra una
fuerza genial, enorme; … ¡Hete aquí venir la suerte! Es joven, amante; si no habla, su
voz podría murmurar palabras de amor como no hubiese encontrado jamás ante su
tierna novia… Tiene la mirada del general que ordena y la autoridad del hombre
responsable… Cree en el honor; cree en la verdad… El cuadro se desvanece… La
que como comparsas… La belleza de una mujer amada, la sonrisa de un niño, la
amistad de un padre, la patria y sus legítimas esperanzas no le dejan insensible tal vez;
pero todos esos grandes y eternos sentimientos no pueden acapararlo por entero: su
alma está en otro lugar… Y a veces, mire usted, cuando la mala suerte se ceba en usted,
se vuelve malo… Este hábito de impasibilidad salvaje y solamente aparente que se ha
contraído en el juego os sigue por todas partes… Se permanece insensible a las
emociones que agitan los hombres… Quisiera reír, amar, olvidar… Una voz canta la
llamada del recuerdo… Es la mano del Comendador que se posa sobre el hombro de
don Juan y le hace estremecer… Hay que huir del jugador, del temor de tomar su mal…
Felizmente tiene una máscara; ese ojo vidrioso, sospechoso, esa frente que se ha
arrugado antes de tiempo, esa boca con sou trisa desconfiada y contrahecha, tantos
estigmas indelebles… El juego engloba al hombre, lo aniquila,… Lo que hace que
tantos hombres tengan esa locura, es que el juego concede en una noche impresiones
súbitas, alegrías delirantes, cóleras, odios, éxtasis mudos que se tardarían diez años en
sentir en la vida ordinaria… El hombre se pierde; pero vive…
Gustave Ohnel se suavizó de repente:
–Quizá lo haya aburrido, amigo mío, con mi perorata; pues bien, no he dicho
todo… El hombre que pueda disecar el alma de un jugador obtendrá el prodigo más
extraño de la tierra… Fíjese, ¿usted ya no es un niño, verdad? Algunos meses antes de
la guerra, yo charlaba con el doctor Knauss, uno de los más grandes sabios de
Alemania, que me decía: «En la naturaleza humana hay dos estigmas sobre los que no
me equivoco en absoluto: uno físico, el otro moral: cuando un enfermo se presenta ante
mí y el carácter de su enfermedad no es clara, siempre pienso en la sífilis; si un hombre
se me presenta bajo el peso de una indefinible angustia, siempre pienso en el juego…
–¿¿Usted no jugará, verdad? – me dijo bruscamente el capitán.
–Jamás.
–Me alegra saber que no he perdido mi capacidad oratoria.
Ohnel extrajo su reloj de bolsillo:
–Son las cinco; me voy.
–Si usted se quedase, capitán… Podríamos celebrar la Noche Buena juntos…
–No – dijo perplejo – Se lo agradezco… Yo raramente ceno…
Yo iba a insistir.
–Quiero ser franco… En el círculo, hay una partida soberbia… Después de todo lo
que acabo de decir, usted me encontrará muy miserable, ¿verdad?... Jamás seré jefe de
escuadrón…
–Si usted pudiese dejar de jugar.
–¡Oh! jugaré muy poco dinero… Soy supersticioso… ¡Deme alguna prenda!...
–Lo que usted quiera…
–Mire… uno de sus guantes… la mano izquierda… ¿Sonríe?... Cuando se es
jugador se es estúpido… hasta luego y gracias… Esta es la última vez que juego; pero,
en honor a la fiesta de Navidad, no puedo impedir echar una partidita…
¡Pobre capitán!...
Mi hermano ha estado enfermo. He pasado la noche en su cabecera, a pesar de la
negativa de su devota gobernanta… El doctor Delangle ha examinado el cuerpo del niño
con una curiosidad que me hacía daño.
26 de diciembre.
Mi padre ha venido a la habitación, y luego salió al pasillo para hablar con el
doctor. Permanecí solo con mistress Jackson.
Se escuchaba un ruido de voces:
–Es extraño – decía el Dr. Delangle – he aquí un joven que padece todas las
afecciones de la primera edad… Pulmones de recién nacido… la madre era de una mala
constitución sin duda… Ha debido dar a luz bajo los efectos de una perniciosa fiebre…
atrofia muscular… Pobre hombrecito… Necesitaría aire y sol…
Durante la velada, el principito ha pedido de beber: se sentía mejor… mistress
Jackson y yo lo hemos ayudado a sentarse en su sofá… Estaba allí, completamente
triste:
–El amo quiere que muera – repetía lentamente.
¡Ah! esta vez, la cólera me dominó:
–No… no… no morirás, hermano, yo te salvaré… Hablaré con nuestro padre…
Entonces bajé al salón… El conde estaba ocupado en escribir:
–Padre, Héctor tiene un poco más de fuerzas hoy… ¿Me permite que lo lleve por
los alrededores de París?...
–El doctor no ha ordenado eso… En fin, si es tu deseo… Hazlo… El pobre niño
está condenado… Nada puede salvarlo… Se necesitaría un milagro…
–Dios hará ese milagro…
–Vete… vete… Pero vigila que nadie vea al monstruo… Sería la ruina de tu
futuro…
–Acostaré a Héctor en el coche bien cerrado… Se abrirá el landau cuando hayamos
superado los límites de París.
–¿Es que deseas tu desgracia?...
–Deseo justicia y humanidad.
–Está bien… pero sé prudente… Si se llegase a saber….
Corrí a la habitación del enfermo:
–Héctor… mamá Josué… os llevo a los dos… lejos, muy lejos,… en un hermoso
paseo en coche…
El principito aplaudía de lo alegre que estaba por el resultado de mi gestión. En el
landau, mamá Josué lo envolvió con cálidas mantas… ¡El estaba feliz!... y sonreía… En
medio del denso tráfico de coches y de peatones, nadie pensaba en nosotros… Las
persianas estaban bajadas; pero de vez en cuando, ayudaba al niño a levantarlas. Todo lo
que veía era nuevo para él y le sugería mil reflexiones encantadoras… Tomamos la ruta
de Mesnil-le-Roi y nos fuimos al campo… Mi querido hermano se sentía renacer a la
vida, y el sol, que es bueno, parecía brillar con un estallido sin par para calentar su
cuerpo transido… ¡Ah! la buena y hermosa jornada y ¡qué contento estoy de mí
mismo!...
28 de diciembre.
Héctor está convaleciente todavía… Saldremos juntos a menudo en el coche…
Hacemos proyectos para la próxima primavera… El principito vendrá conmigo a Nègre-
Combe, y juro a Dios que en mi presencia nadie se reirá de él… Yo quiero a mi
hermano; lo quiero con todas mis fuerzas… ¡Oh! ¿Por qué Dios da todo a unos y se
muestra tan bárbaro con otros? ¿Qué le había hecho ese pobre pequeño para venir al
mundo y ser el espanto de su padre! Yo lo quiero… lo quiero, a causa incluso de su
desgracia… Gracias a mí no irá a esa casa maldita que en sus sueños de niño ha
imaginado tan horrible… Me describía de una manera tan verosímil el gran patio
desnudo donde debía ser encerrado con monstruos, sus iguales, que a veces me
estremecía y le suplicaba que se callase… Desde que sé que dios me ha dado un
hermano tan desdichado, mi recuerdo viaja a las exhibiciones de las ferias de Pensol y
de Limoges. En los días de feria, mis amigos y yo entrábamos en las barracas de la
plaza y nos divertimos mucho… Había allí jorobados, niños de tres piernas, chiquillas
más bajas que muñecas, monstruos odiosos a los que los bromistas de la pandilla
planteaban preguntas indiscretas… El general Tom-Pouce, el viejo Marloc, la pequeña
Banban nos mostraban sus cuerpos grotescos… Monstruos y enanos se pavoneaban de
pies a cabeza; era espantoso; pero se reía hasta llorar… Sé perfectamente que no volveré
a reír…
29 de diciembre.
… ¡Oh! ¡la bonita nota perfumada!... Firmada Pauline Télien… Me siento atraído
hacia esta mujer… Pero, ¿Armand?... Armand me ha contado, hace algunos días, que
todo lo que me había dicho respecto de sus celos era una gran mentira… A fe mía, ella
me ha tocado el corazón… ¡Es adorable!... ¡Qué tonto soy al confiar todas estas cosas a
un papel!…
30 de diciembre.
Lo que demuestra que jamás mujer alguna tomará en mi corazón el lugar de
Blanchette, es que salgo victoriosa del terrible combate liberado por mis sentidos en
defensa de mi amor y de mi honor… No he querido ser más mojigato que nadie. Pauline
me había escrito que la fuese esperara a la salida de la Ópera Cómica. Yo he aceptado…
Boistel me perdonará este… ¿este engaño?... El capitán Gustave piensa que el barón se
ha alejado para dejarme el campo libre… Sí, soy un hombre digno de ese nombre: la
prueba era dura: no he dejado en el corredor ni mi valor ni mi orgullo…. Y sin embargo,
todo lo que una mujer puede tener en ella de lujuria y de deseo, lo ha puesto en
acción… No soy de piedra – y las personas me encontrarán ingenuo por hablar como
pienso, – pues bien, he estado embriagado largas horas por este adorable demonio… Ha
podido despertar en mí pasiones hasta ahora desconocidas… Ha podido llevar el
incendio a mi imaginación en delirio: una noche ha tenido razón de mi locura… Hoy,
tranquilo y frío, me digo que otra me posee por completo: aquella es simple e
inocente… Y, a esta hora, enrojezco por asociar su nombre al de la diva… Me callo…
31 de diciembre.
Ya ha regresado Armand. Parece no darse cuenta de que me había convertido en el
amante misterioso de la señora Télien. Regresaba, según me dijo, de Beauvais, donde lo
habían llamado sus asuntos… Yo todavía no estaba levantado, cuando él entró en mi
habitación.
–Mañana, el día de años nuevo… ¡qué rollo!...– exclamó dejándose caer sobre un
sillón… – ¡Eh!... las once… ¿No te levantas, Jean?...
Boistel almorzó en casa…
M i padre estaba de un humor jovial pronunciando estas palabras:
––Debes saber, Jean, que debes llevar una caja de bombones a la señora de Dives-
Laram… Es la costumbre… Cuando se ha sido invitado a cenar por una ama de casa y
no hay marido al que se pueda rendir cortesía, se ofrecen golosinas…
Armand se inclinó a mi oído:
–Matarías dos pájaros de un tiro si comprases también una bolsita para Pauline…
Cómpralos en casa Boissier…
Enrojecí hasta en el blanco de los ojos. El conde continuó:
–Señor de Boistel, ¿ha estado usted ayer en el concierto del Trocadero?
–Sí, mi querido conde…
–¿Ha visto el vestido de la señorita Lucienne?...
–Radiante…
–¿Opinas lo mismo, Jean?... Estás muy pensativo…
–Perdón…
–Decíamos que la señorita de Dives-Laram es una joven muy elegante y
distinguida…
–Sí, padre…
–Pues bien, querido, – dijo Boistel con una carcajada – es la primera vez que un
hombre encuentra bonita a la mujer con la que debe esposarse…
Después de la comida tomé a Armand aparte y le confesé que la señorita Lucienne
no me gustaba más que mediocremente y que no sería jamás mi esposa… En la mesa
había guardado silencio por temor a contrariar a mi padre.
El barón se frotó las manos.
–¡Ah! Siempre ocurre lo mismo. Uno siempre es el último en darse cuenta de que
se casa… Te casarás, vizconde, te casarás…
–No me caso, Señor…
–No es muy gentil de tu parte, hacerte el misterioso con estas cosas… Tu padre me
ha contado toda la historia… Yo te asisto en calidad de testigo con ese animal de
capitán…
3 de enero de 1881.
Ayer fui al Palacio de las Ventas… Después de haber comprado algunos cuadros
cuyo valor no conocía con seguridad, me he mezclado con el numeroso público que
estacionaba en la sala de los Pasos Perdidos… En la calle Drouot, enfrente justo del
palacete, la santa mujer que me vigila se mantenía inmóvil, esperando sin duda verme
aparecer… Invenciblemente me sentía atraído hacia ella… De pronto, su mitrada se
dirigió sobre mí, y comprendí que debía contenerme… Seguí por la calle y me volví
para verla aún, y me pareció que sus grandes ojos no se podían despegar de los míos.
¡Qué tortura!... Me hace prometer no preguntarle y debo mantener mi palabra…
… Mi padre ignora estas misteriosas relaciones… No lo ve… No lo sabe… Y yo
espero la hora en la que por fin me sea permitido hablar…
5 de enero.
La conducta de mi padre me parece inexplicable… Ayer vino a la habitación de
Héctor y hablo a su hijo con una dulzura inhabitual… El niño, temeroso, se dejaba
acariciar por el conde, que le decía:
–Tú también eres mi hijo, Héctor, y tengo por ti mucho, mucho afecto… Eres un
niño que sufre… una pobre alma dolorida… sí, te aseguro que te amaré, intentaré
hacerte la vida menos penosa… Abrázame…
Mistress Jackson estaba radiante.
Pero cuando el príncipe tendía los bracitos a su padre, el conde se alejó
bruscamente:
–Esto es más fuerte que yo. No puedo… no puedo… Deseo amarte… pero me
produces horror… horror… ¡Vete…Vete!...
¡Oh! todo eso es espantoso…
… He escrito a los Mathurin. He escrito a Blanchette… No ha habido respuesta…
¿Qué deben pensar de mí, allá?... Sin embargo, les contaba que mi nueva existencia no
había modificado en nada mis sentimientos y que un día regresaría a Nègre-Combe…
Tal vez sepan que no soy dueño de mi mismo y que una voluntad implacable me
doblega y me modela a su guisa… ¡Es eso! Mi padre desea que me case con la señorita
de Dives-Laram; y el chevalier Péraldi ya ha pensado en el banquete de bodas… Se ríen
de mis escrúpulos de campesino enamorado y de hijo demasiado tierno… Se hace de mi
un juguete… Este año es el de las experiencias científicas… Se habla de invenciones
sorprendentes… Sin duda soy un sujeto tan curioso en su género para mis
experimentadores como una experiencia de la Salpêtrière4.
7 de enero.
En verdad, debería ser despojado de sentido común para no percibir las bromas de
las que soy objeto… El conde se ha imaginado que mis nuevos amigos creían una sola
palabra de las fábulas que él propaga sobre mi existencia pasada... ¿Es que acaso tengo
el aire de un hidalgo?... La lectura de libros y periódicos quizá me haya dado la llave de
las banalidades que se repiten de continuo. Como los demás, puedo tararear, cuando la
ocasión se presenta, los aires trillados de los teatros líricos, recitar con énfasis los
aburridos poemas de los clásicos, citar a Jean-Jacques o a Paul-.Louis, fumar cigarros
enormes, hundirme en un abrigo sedoso, hablar mal de los ministros y del gobierno,
pavonearme por los bulevares, afirmar que mi patois es español, tutear a las camareras
del café de la Paix… Puedo hacer todo esto y aquello…
Pero la fatalidad quiere que la transformación sea gradual y no se produzca
instantáneamente como si se tratase de tocar una varita mágica. También me sucede
plantear preguntas tan extrañas a Boistel, que, a pesar de su evidente interés en
mantener buenas relaciones conmigo, el barón rompe en francos accesos de risa: a mi
camarada se le paga para que guarde silencio. Las damas de Divel-Laram y sus criados
4 Hospital parisino para alienados. Célebre por sus experiencias abiertas al público y dirigidas por el Dr.
Charcot. (N. del T.)
se burlan del campesino… Blanche Reither comentaba que yo le daba nauseas; y, mejor
que nadie, la astuta Pauline Télien adivina lo que soy y lo que he sido… Solo, un pobre
pequeño ser me retiene en París: sin mí, ¿qué sería de Héctor…? ¿Será Mistress Jackson
lo bastante fuerte para resistir al conde, que nos habla de ingresar al niño en un
hospicio?...
El conde quiere que me convierta en el marido de la señorita Lucienne, y no pone
en duda que conseguirá plegarme… Ese matrimonio sería una desgracia en mi vida...
¿Qué le importa?... ¿Es que el hombre que mira fríamente morir a uno de sus hijos se
iba a preocupar de la felicidad del hermano mayor?... ¡Ah! esto es demasiado, esta vida
de ociosidad me mata a fuego lento. Hay en mí una especie de lasitud general… Todo
se muestra ante mis ojos como un conjunto de errores y de mentiras… No más cartas
del país… No más cartas de la santa mujer que me vigila… Quiero saber…
14 de enero.
El conde ha amenazado a Héctor con enviarlo al manicomio, y el enano ha caído
enfermo… Contando esto, las lágrimas me oprimen… ¡Querido hermano!... Estaba allí,
acostado en su cama de ébano… Lo hemos velado tres noches seguidas… De vez en
cuando, su cabeza se volvía hacia nosotros; contaba que veía pasar los ángeles en su
sueño, y que sus protectores cazaban los diablos gesticulantes que volaban para
llevárselo…
En un momento, me acerqué a él:
–Ven,… ven más cerca de mí, hermano mayor…
El médico había ordenado una poción calmante, y era imposible a mamá Josué
hacer que el enfermo aceptase ese brebaje… El principito temía ser envenenado, pues
todas las veces que le presentaba la taza sacudía tristemente la cabeza: «El amo… licor
malo… no quiero…» Y, tapando su rostro con las manos, intentaba levantarse y
murmuraba con voz desgarradora: «¡Soy tan pequeño, Dios mío!... ¡soy tan feo!... ¿Por
qué sufro tanto?... Mi padre… El amo… El enano va a morir, por fin...»
Volvía a caer rendido con el rostro contraído y las manos juntas… Bebí ante él
varios tragos de la poción: me miró sin parecer comprender… Yo le rogaba… le
imploraba…
… El quería, y su valor no acudía… Sus manos crispadas reposaban sobre las mías
y Dios permanecía sordo a los ruegos de mistress Jackson que sollozaba en un rincón de
la habitación… De pronto, escuché el ruido de pasos detrás de la puerta… Mi padre
estaba allí, hablando en voz baja con un criado:
–¡Padre… padre… venga!...
El conde me miró con aire sorprendido.
–Su hijo se muere – exclamé anegado en lágrimas – Se lo suplico, venga
conmigo…
–¡Eh! el amo… veneno… no quiero… El principito morirá solo… completamente
solo…
Escuchamos, pálidos, la voz que se apagaba. Retrocedí de espanto. Los ojos del
moribundo desmesuradamente abiertos se fijaban en mí.
–¡Hermano, no me dejes!... ¡no me abandones!...
Creo que mi padre ha perdido el espíritu.. No… no… Dios no me habría dado un
monstruo por padre… El conde no me había hablado nunca como acaba de hacerlo hoy:
París se sorprendía al verlo encerrarse casi todos los días en la Biblioteca nacional,
consultando los libros antiguos, anotando los tratados filosóficos y guardando su trabajo
con mucha diligencia… Se abrió a mí y acabó por declararme que próximamente,
publicaría un gran volumen sobre una idea que había tenido, una idea que iba a
revolucionar el mundo.
En un instante, sus ojos se iluminaron con un fuego extraño:
–¿Sabes en lo que sueño? Escucha, y vas a juzgar por ti mismo que soy un ser
práctico y dotado de una tenacidad poco común… Hace más de veinte años que, por
pierna vez, concebí un inmenso proyecto: poner en aplicación la ley de Malthus, o más
exactamente, aportar una modificación a esa ley… En principio doy por hecho que
Francia, aunque sea una de las naciones menos fecundas en niños, está demasiado
poblada; mis investigaciones me han llevado a constatar que el Estado intentaría en
vano emplear la coacción para limitar el crecimiento de la población. Había que buscar
otras soluciones: las encontré. Solo la asociación es capaz de remediar el mal… Se
creará una inmensa guardería en las afueras de París; – por el momento, restrinjo mi
sistema a la capital; – los niños ricos o pobres serán depositados allí bajo la vigilancia
de administradores especiales, en el momento de su nacimiento…
Continuó:
–¿Es tu historia la que cuento?... No. Los hospicios no reciben más que hijos de
pobres, y falta dinero para mantener eso… Mi sistema comprenderá una base de
impuestos aplicables a todos los contribuyentes y creando, por esa misma razón,
recursos constantes… Los filósofos precedentes abolían el matrimonio. Yo lo mantengo
como regla necesaria a las buenas costumbres… Por añadidura, no contemplo más que
la cuestión de los hijos y la necesidad de remediar la sobrepoblación… La asociación
debe prosperar allí donde la individualidad muere… Todo está ahí… En definitiva, con
la ley promulgada y extendida a provincias, todos los franceses serán padres; todos los
niños serán soberbios, el Sena deberá reemplazar al Ganges en lo que respecta a los
idiotas y a los minusválidos…
Yo miraba al conde con estupor… Se paseaba febrilmente por la habitación,
arrugando las últimas hojas que acababa de escribir.
–Antaño, me faltaba dinero para exponer mi ley filosófica y social. Hoy, las minas
de oro me ayudarán a propagar mi idea… Y verás: será soberbio… Gracias a mis libros,
tendré un nombre en la historia.
… Mi padre ha pasado toda la noche trabajando, y mis exhortaciones no han podido
decidirle a descansar…
19 de febrero.
El otro día estaba casi feliz de pensar que el conde, exponiendo sus singulares
teorías filosóficas, no era responsable de sus palabras ni de sus actos; tuve que expulsar
de mí esa idea: el conde es un hombre malvado… Su vida no ha sido más que puro
egoísmo… No puedo impedir estremecerme escuchándole proclamar que, para ser
fuerte en la vida, es necesario desprenderse de los vínculos familiares… Entonces,
acuden a mi espíritu terribles pensamientos… ¿Tal vez el filósofo haya comenzado a
poner en práctica sus reformas sociales?...
Sea como sea, quiero abandonar París. Quiero regresar al pueblo… Sin embargo,
antes me hubiese gustado saber el secreto que planea sobre mi existencia y que la mujer
bendita que venero siempre se negó a contarme… He tenido que registrar Paris en todos
los sentidos, dirigirme a la Prefectura de Policía, pagar investigadores privados, me ha
sido imposible descubrir la dirección de mi protectora…
Sí, quiero regresar a casa de mis padres adoptivos: ya tengo suficiente de esta
maldita existencia … Blanchette, mi dulce novia, me posee por completo… El conde
decía, el otro día, que la señora Télien poseía mi corazón… Jamás la actriz ha llegado a
tanto… El vizconde de Tinders ya no existe… El parisino ha muerto… Vuelvo a ser
Jean Négre-Combe; y pronto, de todas esas raras cosas que he visto en menos de cinco
meses, no quedará más que un poco de lasitud y mucho asco…
X
El conde de Tinders se había dirigido, en compañía del chevalier Péraldi, al
domicilio del director de la agencia de la calle Montmartre para negociar la boda de su
hijo. El Sr. Lejet se frotaba las manos de contento.
–Para que se diga ahora que las agencias no sirven de nada…
–¡Bah! – decía Péraldi – soy como santo Tomás, necesito ver…
–El Sr. Lejet tiene razón – intervino Tinders – El matrimonio tendrá lugar dentro de
seis semanas como máximo…
–¿Y si su hijo se resiste?...
El conde se levantó:
–A mí no se me resiste, Señor.
–Palabra de honor, mi querido conde, es usted un hombre sorprendentes y también
un sabio… He escuchado con un interés muy profundo su argumento sobre la ley de
Malthus… El mundo es de los sabios…
El Sr. Lejet profirió una carcajada:
–¡El mundo es de los intermediarios!...
–Caballeros – dijo el conde – ni uno ni otro tienen razón… La auténtica fuerza
cosnsite en no dejarse conmover por la situaciones; en una palabra, a ser dueño de su
corazón…
–Pero entonces, – objetó el chevalier Péraldi – si se consigue destruir los
sentimientos o al menos dominarlos, hay que despedirse de los goces de este mundo…
–Ya es algo el poder reírse de todos los dolores…
–Sin duda; pero un hombre insensible está en una sociedad bien organizada…
¡Desgraciado el hombre solitario!
El conde tuvo un gesto tan violento, que el chevalier Péraldi cambió enseguida de
conversación:
–Así pues, mi querido conde, usted no vislumbra ningún obstáculo a la boda de mi
pequeña Lucienne…
–Si hubiese obstáculos, señor chevalier, el hombre solitario no temerá superarlos…
Mientras los tres interlocutores firmaban unos compromisos recíprocos respecto al
proyectado matrimonio, mistress Jackson entraba en el salón del vizconde.
Jean estaba tan pálido y tan deshecho, que la buena dama dudó en hablar.
–¿Se encuentra mal, Señor vizconde?
–Sí… muy mal, Mistress…
–Quería decirle – continuó ella con tono turbado – No me atrevo… Tal vez esté mal
lo que hago…
El vizconde miró con benevolencia a la gobernanta:
–Mistress, tengo por usted la mayor de las estimas… Hable…
Mamá Josué echó un vistazo a la antesala y al pasillo para asegurarse que nadie
podía escucharle y regresó suavemente junto al joven:
–Ha llegado una carta para usted… Una carta del pueblo…
–¡Oh! ¡por fin!...
–El señor conde me había prohibido entregarle su correspondencia – dijo ella
entregándole la carta –Pensé que esta venía de sus padre adoptivos; y, como es usted tan
bueno con mi principito…
Apenas el vizconde comenzó a leer, una oleada de sangre le subió al rostro…
Sollozaba con la cabeza entre las manos, y la gobernante trataba en vano de consolarle:
–Mi padre es un hombre abominable, Mistress.
–Señor vizconde…
–Sí… Yo sabía que él interceptaba mis cartas… para que se me olvidase… Esto
tiene que acabar… Tiene que acabar…
La carta decía:
«Pueblo de Nègre-Combe,
1 marzo de 1881.
» Jean, aceptaré sin quejarme la cruel separación que se me ha impuesto, si
estuviese segura de que actúas libremente; pero todos aquí piensan conmigo que tu
padre ha prohibido que nuestras cartas te fuesen entregadas… No puedes imaginar
nuestro dolor, cuando ha llegado una carta del conde para confiarnos que te casabas con
una señorita noble… Se nos dijo que en Paris el corazón de los hombres consigue
corromperse fácilmente y que las malas compañías estropean los mejores corazones…
» Hasta este día, he respetado tu memoria contra las suspicacias de los vecinos
celosos. He proclamado por todas partes que eres un hombre decente… Pero las horas
se hacen largas y las razones que otros alegan comienzan a debilitar mis creencias….
¡Oh! si vieses la tristeza de tus padres adoptivos no podrías retener las lágrimas:
Mathurin, tan bueno antaño, es presa de terribles cóleras; la Nicole está a punto de
perder la razón…
» Regresa, Jean, regresa a casa… Si no es por tu novia, que te ama con toda su
alma, que al menos sea por aquellos que te han impedido morir en el hospicio… Los
demás pueden desesperar… yo todavía espero…. Nada hará que deje de pensar en que
sigues siendo un hombre valiente y decente al que he amado y amaré siempre, con toda
mi alma. » BLANCHETTE PITOIS. »
Acabada la lectura, el vizconde Jean se sintió reconfortado.
–Sí… sí – decía – regresaré al pueblo… me casaré con Blanchette y llevaré con mi
familia adoptiva al pobre hermano que la desgracia ha puesto en mi camino…
A partir de este día, Tinders no tuvo más que una idea: desembarazarse de su hijo
menor internándolo en un hospital.
La ley de junio de 1838, que nuestros legisladores van a reformar pronto, favorece
los secuestros arbitrarios. Con un simple certificado médico, se puede enviar a un
hospital de alienados un ser desdichaco que podría recobrar la razón en la tranquilidad
de la familia y que el contacto con los locos va alejar para siempre de la sociedad:
Tinders sabía todo eso.
Obtuvo sin dificultad un certificado del doctor Delangle; y, como temía que el
asunto se complicase, decidió conducir él mismo al enano al asilo de la calle de Picpus.
Ese día, el pequeño Héctor no aparecía. Mistress Jackson iba y venía por el
palacete, inquieta, desesperada; y, de vez en cuando, la vieja dama acusaba a su amo,
gritándole a través de sus sollozos que él representaba una comedia infame y que había
llevado al príncipe a un manicomio.
Jean estaba ausente. Su padre se había puesto de acuerdo con Armand de Boistel
para que este retuviese al vizconde a la hora del almuerzo.
–Es usted, Señor, quién será la causa de la muerte de ese niño – continuaba la
gobernanta – Pero se lo contaré todo al Sr. Jean; acudiremos a la justicia…
Y como Tinders se alzaba de hombros, la vieja dama recorrió, enloquecida, todas
las habitaciones del palacete.
El conde regresó a su despacho.
Se acodó sobre la mesa y pareció reflexionar profundamente.
En un momento, un suspiro de niño le hizo girar la cabeza. Miró. Detrás del canapé,
– cerca de la panoplia – apareció la cabeza del enano, gesticulante, espantosa.
El padre corrió hacia él:
–¡Ah! ¿Estás aquí?... Te buscamos por todas partes…
–No me toque… no me toque…
Y mientras Tinders apartaba el canapé, el enano se hundió más aún.
–¡El amo!... tengo miedo…
–Vamos, Héctor, no quiero hacerte daño…
–No me toque…
–¡Vamos, ven!...
–No estoy loco… no estoy loco…
–Es el momento de acabar – gruñó el conde.
Y, acercándose a un cornete acústico, dio sus órdenes.
–Héctor – dijo con más amabilidad – hay que ser amable… Vamos a pasearnos
juntos en coche… un buen paseo en coche…
–No… no… he escuchado lo que usted dice al viejo señor, ayer por la noche, usted
quiere matarme…
–¡Idiota!...
–No… idiota no!...
–Ya es hora…
Entonces el conde, volcando brutalmente el canapé, se encontró cara a cara con su
hijo. El enano profirió un grito de terror: y de inmediato, se oyó la detonación de una
pistola. Hacía más de dos horas que el niño tenía esa arma entre sus manos: la bala pasó
a algunos centímetros de la cabeza de Tinders y se fue a hundir en la pared de enfrente.
El palacete se había llenado de ruido; la gobernanta y los criados acudieron:
–¡Han matado al príncipe!... ¡han matado al príncipe!...
Tinders se había precipitado sobre el niño, cuando una mano vigorosa se posó sobre
su hombro y le desequilibró.
El vizconde estaba allí.
–¿Qué ocurre?... ¿qué ocurre?...
–Ocurre que el loco ha querido matar a tu padre… juro por Dios que esto no
permanecerá más aquí…
–Padre, cálmese… Usted sabe perfectamente que Héctor está enfermo…
–Te digo que está loco…
–¿Loco?... – intervino la gobernanta. – Está loco porque usted es un mal padre…
–Cállese, Mistress… Se lo ordeno…
El enano, con las manos juntas, decía:
–No soy despreciable… El amo quería matarme…
–Padre – dijo Jean – déjeme un momento con él; voy a intentar calmarlo…
–Cálmalo… Pero esta noche partirá para el manicomio… una camisa de fuerza….
duchas… unos buenos golpes de fusta darán cuenta de él… ¡Ah! ya verás, cretino!...
–Miserable, miserable – vociferó mistress Jackson, sumida en llanto.
–Vamos, Mistress… ¡Basta!...
Los dos hermanos quedaron solos.
–¿Se ha ido, hermano?... ¿El amo se ha ido?...
–Sí.
–Estoy temblando.
–¡Cálmate!... ya no tienes nada que temer…
–¡Oh! cuanto tú estás ahí…
–Pobre pequeño, a punto has estado de cometer un crimen… el mayor de los
crímenes…
–Tú no lo sabes todo, hermano… Él me ha golpeado esta mañana… El amo es
despreciable… Mira…
Y el enano descubrió su brazo izquierdo cubierto de hematomas.
Jean no pudo reprimir un grito de horror y de piedad.
El niño continuó:
–Yo quería matarle… había tomado la pistola que está siempre sobre la chimenea
de su habitación…
–¿Matarle, desgraciado?... ¿matar a tu padre?...
Héctor abrió sus grandes ojos inquietos:
–¿Matar?... ¿Qué quiere decir matar?...
Esa misma noche, un coche cerrado llevaba al principito al manicomio de la calle
de Picpus.
XI
Transcurrieron ocho días, ocho días de duelo y sufrimiento para mistress Jackson y
para el vizconde, llorando al pequeño ser que había sido arrancado de sus brazos.
Ambos iban a visitar al prisionero encerrado en el manicomio.
Se producían escenas desoladoras. La gobernanta obtuvo del director del
establecimiento la autorización para cuidar ella misma a Héctor. La exaltación del
enano se calmó poco a poco…
Cada vez que Jean iba a verle, el principito se arrojaba a sus rodillas, y con las
manos juntas, le decía:
–No me abandones… Si mamá Josué muriese, quedaría solo en el mundo…
Llévame contigo a tu hermoso pueblo… Ya no estaré loco…
Fue en vano que el vizconde suplicase a su padre acceder a sus deseos, afirmando
que la estancia en el campo devolvería la razón a su hermano Héctor.
El padre fue inflexible.
Las doctrinas de Tinders le obsesionaban a todas horas… Una parte de su programa
de filosofía iba a ser ejecutado… Sí, sí, él era el hombre fuerte, el dueño de su corazón,
el americano de París, así como se llamaba a sí mismo… El sentido moral había
desparecido de esa organización diabólica….
A partir de ahora, el enano ya no estaría allí para reprocharle con su presencia un
matrimonio funesto, el castigo de su vida. Solo, la mujer que había abandonado podría
echarle en cara su crimen; pero esa mujer se había amordazado por un juramento
sobrehumano: el amor maternal respondía por ella.
Lo importante era casar a su hijo lo antes posible.
En la calle Picpus, muy cerca del manicomio, una mujer vestida de negro acababa
de acercarse al vizconde: le entregó un papel. La mujer envolvió al joven con una
amplia mirada, y luego desapareció. Un grito se escapó del pecho de Jean:
–¡Madre!...
Pero la dulce visión ya se había ido:
Jean abrió la carta y leyó lo que sigue:
« Vaya mañana al baile de la señora de Dives-Laram, y simule suscribir los
proyectos de su padre. »
Eso era todo.
El vizconde regresó al palacete; y, como su padre le preguntaba:
–¿Estás mejor?.... Créeme, el baile será soberbio… Me daría mucho gusto que me
acompañaras…
–Bajo una condición, padre.
–Dime.
–Que me permita llevar a Héctor a casa de los Mathurin.
–Tienes mi palabra.
Y, silbando una melodía de moda, Tinders, bien enfundado en su chaleco,
murmuró:
–La señorita Lucienne estará encantadora… Esta vez, lo conseguiré…
El baile del palacete del bulevar Malesherbes derrochaba animación, en el momento
en que un criado anunció:
–El señor conde de Tinders… El Sr. vizconde Jean de Tinders.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala.
Lejet, el barón Lejet – era barón desde la víspera – se inclinó al oído del chevalier
Péraldi.
–¡Aquí están, por fin!...
La Señora de Dives-Laram los acogió con la mejor de sus sonrisas. Aquí y allá,
senadores, generales, diputados y sobre todo muchas personas de rostro equívoco
reclutadas no se sabe dónde, que se decían españoles o portugueses, caballeros con
apellidos de cigarros – y a los que se llama: vividores.
Se veían hombres con bigotes de todas las formas, haciendo círculo alrededor de la
mesa de juego, dándose porte de militar, obsequiosos o insolentes, según la bolsa de
aquellos a los que se dirigían.
El chevalier Péraldi, el marqués de Santa-Molès, el conde Lorezzi, el coronel
Médiatinos, el vizconde Cuntchas se acercaron a felicitar a Jean de Tinders.
Jean no comprendía esa cortesía inusual; Armand de Boistel le sacó de su asombro:
–¿Para cuándo la boda, vizconde? – preguntó bruscamente.
La orquesta preludiaba. El conde tocó el codo de su hijo.
–Invita a la señorita de Dives-Laram…
–Padre…
–Varios grupos de bailarines pasaban en ese momento; la señorita Lucienne,
radiante en un vestido rosa, iba del brazo del marqués de Sant-Molès…
–Mira que eres torpe – dijo Tinders sarcástico – el marqués se te ha adelantado…
–No eres nada galante con tu novia – continuó Boistel.
–La señorita no es mi novia…
Pero Tinders ya arrastraba a su hijo al saloncito que precedía a la gran sala de
fiestas.
–Ven. Tengo que hablarte…
Se sentaros los dos, y, por primera vez, el campesino se atrevió a mirar fijamente al
conde.
–Señor, – dijo – aquí se está representando una comedia de la que voy a apresurar
el desenlace: no me casaré con la señorita de Dives…
–¿Y por qué?
–Porque no la amo y porque amo a otra…
El conde se levantó y tomó las manos de su hijo entre las suyas:
–Jean, me cuesta apenarte, pero tengo una desagradable noticia que darte…
–Espero…
–La señorita Blanchette se casa…
–Eso es falso... es falso…
–¿Quieres la prueba?...
–No necesito ninguna prueba, Señor… Usted ha retenido todas mis cartas; pero, a
Dios gracias, he podido burlar su vigilancia… Una carta del pueblo niega sus
alegaciones. Mañana habré abandonado el palacete…
–Silencio… Aquí llega la señorita Lucienne… Cálmate… cálmate…
La joven entró riendo:
–Vengo a solicitar a mi bailarín; pues el Sr. de Tinders parece haberme olvidado…
Jean balbuceó:
–Señorita… perdone…
El conde le cortó la palabra:
–Le ruego que disculpe a mi hijo, señorita… Jean es un poco tímido, pero no lo será
ante sus bellos ojos… La bisoñez del vizconde desaparecerá poco a poco: acabará
siendo un gentleman instruido y honesto que dedicará su vida a ser digno de usted…
Dicho eso, el conde se inclinó.
–Voy a reunirme con su madre – dijo con gracia exquisita.
Se oían los sones de la orquesta.
Lucienne y Jean estaban solos.
En un momento, la joven se volvió seria. Toda su coquetería había desaparecido. Se
acercó suavemente al vizconde:
–Señor – comenzó con voz emocionada – parece usted contrariado… muy
contrariado… Vamos, ¿quiere que nos digamos desde el fondo del corazón lo que
pensamos el uno del otro?
Jean levantó la cabeza.
–La escucho, señorita.
–¿Usted será también franco conmigo cara a cara?
–Sí, señorita.
–Pues bien, Señor, siéntese ahí…
Indicándole un asiento, ella tomó lugar frente a su interlocutor.
–Señor, nos quieren casar a cualquier precio… No nos podemos amar puesto que
apenas nos conocemos… Usted es rico; yo soy pobre…
–Señorita…
–¡Oh! déjeme continuar, Señor… Mi madre desea este matrimonio; lo desea sobre
todo para reparar la enorme brecha que hay en nuestra fortuna…
–Esa franqueza…
–¿Le sorprende?... Debía ser así… El mundo al que lo han arrojado bruscamente no
está demasiado habituado a semejantes confesiones… Tanto peor o tanto mejor, poco
me importa… La auténtica verdad es que a esta hora somos dos comparsas; la gran
comedia está representada por mi madre y por el conde, su padre, ¿cierto?
–Así es, Señorita.
–Pues bien, mientras los personajes principales se imaginan que preparamos la
intriga…. Dejémosles de lado y charlemos de nosotros, ¿quiere?
–Desde luego, señorita.
–Vizconde, soy una parisina o más bien una alocada venida de su agujero de
provincias… Desde hace tres años, mi vida pasa por buscar un marido… Tengo muchos
defectos… Soy frívola, un poco cabeza hueca; pero poseo dos cualidades preciosas…
Sin duda son las únicas, pero me son muy queridas: Jamás en mi vida he dicho una
mentira y agradezco el bien que se me ha hecho… Voy pues a juzgarle con mi
franqueza habitual… Mire, apostaría cien contra uno que, en su existencia hay alguna
historia misteriosa… A primera vista, he encontrado en usted algo extraño, incluso
salvaje… La segunda vez lo he examinado mejor… Mi profesora, señora Raphaël, no
estaba allí para imponerme el sentimiento de mi madre y he reconocido que, bajo sus
apariencias… ¿cómo decirlo para no ofenderlo?... campesinas… había un corazón
valiente, una firme voluntad, algo que lo distingue de los demás hombres… algo que
infunde respeto… Lo cual provocó que, cuando me pregunté si quería convertirme en su
esposa, he dicho sí enseguida… Ahora comprendo que usted jamás será mi marido…
Ignorando los acontecimientos de su pasada existencia, intuyo que usted no es feliz…
que ha sufrido… que tal vez sufra todavía… Lo adivino mirando sus enrojecidos ojos…
Lucienne le tendió la mano:
–Esta es mi confesión, Señor: es sincera… ¿quiere ser mi amigo?...
–¡Oh! señorita, gracias, – dijo el vizconde estrechando afectuosamente la
encantadora mano que la señorita le presentaba – quiero ser franco con usted… Si le
contase mi historia correría el riesgo de alejarme mucho de usted y de no interesarle…
Todo lo que quiero decirle, es que soy novio de una muchacha a la que amo… Es que
soy un aldeano y no un aristócrata… Mi vida está poblada de contradicciones y
mentiras…
El chevalier Péraldi se reunió con ellos tarareando:
No molestemos a los enamorados…
–¿Vizconde, su brazo?...
Jean y Lucienne entraron en el salón.
Los bailes habían continuado; cuando, de repente, los invitados retrocedieron de
espanto.
Una mujer de la calle entraba en el salón, alejando con la mano a los miembros del
servicio que querían oponerse a su paso.
–¿Quién es usted, Señora? – preguntó la señora de Dives-Laram…
–¡Que buena broma! – decían todos los caballeros – Un travesti… que idea más
original…
–Es una provocadora…
–¡Caramba! es la reina Pomaré – intervino alguien.
–François, Gérôme, vamos… echad a esa atrevida a la calle – gritó la dueña de la
casa.
La desconocida se dirigió al conde de Tinders, y, apartando el velo que le cubría el
rostro;
–Ha llegado mi hora, Pierre Ténard…
Y, mostrándole con el dedo:
–Este hombre es un miserable…
El conde se había levantado:
–Esta mujer está loca… Hay que echarla de aquí… Señora… señora de Dives-
Laram, le ruego que aleje a todo el mundo… Esto es una afrenta total…
Los invitados se retiraron a los salones.
El vizconde Jean se había quedado al lado de su padre.
Entonces, la mujer, olvidando todo su odio, se inclinó dulcemente sobre el hombro
de su hijo; su cabeza descansó allí como si después de mucho tiempo hubieses buscado
su apoyo; murmuró:
–Abrázame… Soy tu madre…
Jean la envolvió en sus brazos y la cubrió de dulces caricias.
–Miente… Digo que está loca – aulló el conde intentando separarlos.
–¿Miento?... ¿Dice que estoy loca?... Mi amado hijo, mira a este hombre… Hace
veinte años era un simple obrero… La miseria reinaba en casa… Vosotros erais tres
pobres niños hambrientos, vuestro padre os abandonó… Solo tú me quedas aún, hijo
mío… ¡Oh! no me abandones… ¡He sufrido tanto!...
Tinders intentó un último esfuerzo:
–Jean, comprueba como delira…
–Hable, señora…
–Te he buscado durante mucho tiempo… Tu padre te había abandonado en un
hospicio…
–Basta… basta, desgraciada – decía Tinders con la mirada inflamada.
El vizconde se desprendió del abrazo:
–Sé todo lo que hay que saber…
Y, mirando al conde:
–¿Y usted es mi padre, Señor?...
–¡Ella miente!... ¡ella miente!...
–¡Cállese ahora, Señor!...
Jean abrió bruscamente las puertas del salón:
–¡Entren… entren todos, caballeros!...
–Decididamente, la escena adopta un sesgo trágico – suspiró Armand de Boistel.
–Adoro los dramas, – continuó Lejet. – El conde es un luchador de primera clase…
–Esto es ridículo, – observó la señora de Dives-Laram – Voy a echar a toda esta
gente a la calle.
Se había formado un círculo de invitados alrededor de la mujer.
–Caballeros, – exclamó Jean, – el conde de Tinders es un hombre despreciable…
Merece todo su desprecio… Soy su hijo y no tengo el derecho de abofetearlo de otro
modo… Ven, madre…
Y, con la mirada elevada y orgullosa, el campesino atravesó los grupos de
aristócratas que ya no reían.
Al día siguiente, Armand de Boistel pidió el Figaro en el café de la Paix. Sus ojos
cayeron maquinalmente en mitad de la primera página:
CRÓNICAS PARISINAS
« No se comenta otra cosa en este momento más que la súbita desaparición del
riquísimo conde de T***, de ese nabab más extraño que todos los nababs del mundo…
El magnífico palacete de la avenida de los Campos Elíseos va a ser puesto a la venta
próximamente… Nos perdemos en conjeturas. El conde de T*** vivía en París hacia un
año apenas. Había querido implantar en Europa las costumbre orientales, y ya se había
hecho célebre por sus excentricidades. Recordamos la petición que hizo al consejo
municipal y al prefecto del Sena para adquirir el Arco del Triunfo e iluminarlo…
» Por último, el conde trabajaba en una gran obra sobre la ley de Malthus… La
iluminación del Arco del Triunfo y la publicación del libro han sido sin duda
indefinidamente pospuestas… Sic transit gloria mundi… »
El barón sintió un zumbido en los oídos; y, como observó al capitán Ohnel que
atravesaba la plaza de la Ópera, corrió hacia él con el periódico en la mano:
–Capitán… ¿ya sabe?...
–Sí – dijo Ohnel – el vizconde no perderá nada prescindiendo de su compañía.
–Capitán…
–He dicho, Señor.
Armand de Boistel no insistió. Ese gran diablo de militar, ese infernal jugador tan
benevolente con los demás, siempre la había tratado con dureza… El barón tomó un
coche, se hizo conducir al palacete Tinders, verificó el hecho y se dispuso a contar la
aventura a Pauline Télien.
El Sr. Lejet y la señora Raphaël tuvieron algunos desacuerdos por sus compromisos
recíprocos. La Señora de Dives-Laram, acostumbrada a las decepciones matrimoniales,
tuvo la última palabra en lo que respectaba al vizconde:
–Era un paleto; y un paleto no cambia nunca.
XII
Pierre Ténard se había retirado a Londres. Se le vio por los clubs y en los mítines
tratando de obtener adeptos a lo que llamaba: la nueva escuela filosófica y cuya síntesis
podía traducirse así:
« Para ser fuerte en la vida, hay que abstraerse de los sentimientos. »
La doctrina no era nueva: ya Kant había emitido la idea de que todas nuestras
acciones pueden conducirnos al interés personal.
Sea como sea, Ténard se decía filósofo y los acontecimientos de su existencia
pasada atestiguaban que había predicado con el ejemplo. Soñó con falansterios, y el
malthusiano de antes corrió una vez más hacia la alta sociedad, organizando
conferencias en las principales ciudades de Europa, escribiendo libros que debían
asegurar la felicidad a la humanidad.
Pero, poco a poco, el hombre se sintió menos fuerte. El conferenciante se convirtió
en el hazmerreír de los auditores. Este ser extraño pareció casi desfallecer: la soledad
que tanto había amado se convirtió para él en una tortura. Quemó sus libros y confió al
papel los desgarros de su alma:
«… ¡Estar solo!... No tener una mano amiga que descanse en la vuestra… decirse
que un día habrá que morir y que la muerte ya ha venido por el vacío presente
alrededor… ¡Estar solo!... Mirar pasar a la gente, ver caras radiantes y rostros cuvados
bajo la desesperación, y decirse que las alegrías y los dolores de los demás no son cosa
nuestra… No tener ni el derecho de llorar, ni el derecho de sonreir… Ser en todas partes
el extraño, como una hoja muerta al viento del exilio!...»
Eran notas dispersas donde gritaban sus rebeliones y sus rencores.
«… Pero levántate, Pierre Ténard… Hombre infernal, muestra a todos que tu sueño
era sublime… Es más fuerte que yo, no puedo… El obrero había madurado su corazón
bajo una placa de hierro: el aristócrata millonario la recubrió de un lingote de oro; y hete
aquí que el lastre de la vida la rompe…
» Antaños, yo era un valiente y sabía manejar un martillo cuando las enormes
llamas de la forja iluminaban el taller… mi esposa me daba ánimos… ahora los míos
vivos están muertos para mí… »
» … ¡Estar solo!... La pasada noche, en una habitación de hotel, fui presa de un
síncope: se decía que iba a morir… Al despertar miré a mi alrededor… Ni un objeto
familiar donde mi mirada pudiese detenerse… nada más que rostros ilndiferentes,
médicos y criados preocupados por su salario; el gerente del hotel alarmado por el
descrédito que un cadáver puede arrojar sobre su establecimiento… Entonces, en un
brillo desesperado, he vuelto a ver a los angelitos cuya madre acostaba hace veinte años
en su ataúd… He vuelto a ver a mi hijo Jean, que me echaba en cara el peso de mis
oprobios y cobardías… El enano también estaba allí, aterrorizado ante mi aparición…
¿Qué porvenir me espera?... Me gustaría dejar mi fortuna a mi esposa y mis hijos… La
rechazarán… Me dirán como esa mendiga que recorría las calles de Londres y a la que
arrojé una moneda en un movimiento de cólera:
» –Tu dinero trae desgracias; no lo quiero…
» … Pongo a Dios por testigo de que he intentado luchar contra mis funestas
inclinaciones: había algo en mí que no sé que me obligaba a actuar…»
Mientras Ténard maldecía su vida, la dicha reinaba en la granja de Nègre-Combe.
Se conversaba en la cocina, esperando la cena; una enorme llama en la chimenea
hacía brillar los cobres y las viejas porcelanas de las alacenas.
– Mira, Blanchette – decía Jean a su joven esposa,– me parece que he tenido un mal
sueño… Todas esas historias de París se van esfumando poco a poco… Ahora que mi
madre y mi hermano están con nosotros, olvido lo demás para no pensar en otra cosa
que no sea nuestra felicidad…
Y Blanchette con su bonita risa:
–Sin embargo, eres vizconde…
El enano, vestido con un encantador vestido de campesino, se acercó dulcemente a
ellos:
–¡Qué bueno es vivir en el campo!...
–Verás, principito, que todo será más bonito en la primavera…
–En primavera habrá flores, pájaros… ¡Oh, Dios mío, que feliz voy a ser… Mamá
Josué estará de regreso…
Héctor se detuvo bruscamente:
–Espero no volverme loco…
–Tú nunca has estado loco, Héctor. – intervino Marguerite – Fueron los malos
tratos los que te ponían enfermo…
–Sí; pero si el amo regresase me parece que perdería la cabeza…
–Ha partido para siempre – dijo la madre Nicole.
–Para siempre – suspiró Marguerite…
Los jornaleros de la granja, que habían depositado sus aperos en los cobertizos,
entraban en la cocina. Mathurin no estaba con ellos; había quedado un poco atrás para
decir unas palabras a los Pitois e invitarlos a la cena del domingo.
Se hizo un círculo alrededor del hogar. Sonaron las siete en el gran reloj de la
cocina.
–Es raro que nuestro hombre tarde tanto – murmuró Nicole disponiendo la mesa –
la curruca ha cantado la pasada noche y he tenido un mal presentimiento…
–Díganos pues, señor Jean – dijo Leuïnard, el jornalero – Se habla de nombrarle
alcalde de la comuna en las próximas elecciones…
Frente a la casa, arrimado a un castaño, un hombre miraba esa escena.
El mes de enero de 1883 tocaba a su fin. Hacía frío. Los rayos de la luna
iluminaban totalmente. El hombre dio algunos pasos hacia delante; luego se detuvo, con
el rostro deshecho. Un sudor helado discurría por su frente; sus miembros tiritaban…
Mathurin, con la azada sobre el hombro, había tomado el sendero de los
Borderages. Desde hacía un momento, miraba esa sombra en movimiento que se alejaba
de él. El aldeano apresuró el paso y los dos hombres se encontraron cara a cara.
–¡Él!... ¡él!... – aulló Mathurin.
Levantó la azada. El desconocido no hizo ademán de apartarse.
Entonces, el viejo aldeano, loco de cólera, corrió a la casa y abrió violentamente la
puerta de la cocina.
–Padre… padre… ¿qué ocurre?...
–¡Ah! ya lo decía yo – dijo Nicole – ¡una desgracia!...
–¡Un perro rabioso!... ¡Un perro rabioso!...
–¿Un perro rabioso?... ¡Rápido, los fusiles!...
Todos los criados estaban de pie. Jean había descolgado su arma del panel de la
chimenea. Mathurin la arrancó de las manos de su hijo:
–Tú no… tú no…
Se escuchó una voz lamentable que decía:
–¡Matadme!... Podéis ver que sufro demasiado…
–¡Pierre!... – gritó Marguerite juntando las manos.
–¡El amo!... ¡el amo!... – dijo el enano espantado.
Y el niño cayó desvanecido entre los brazos de Nicole y de Blanchette. Mathurin
armó su fusil.
–¡Piedad!... ¡piedad!... – pidió la madre de Jean – No lo matéis… Es mi marido…
No tenéis derecho a matarlo…
–¡Silencio, desgraciada!... viene a robarnos nuestros hijos… Hay que acabar con
esto…
Marguerite le cortó el paso:
–Me matará a mí también…
El hombre se encontraba en el umbral de la puerta: estaba tan pálido que el mismo
Mathurin se espantó.
–¡Entra! – dijo Marguerite.
Los criados se habían descubierto.
–Cubríos, amigos míos… Este que está ante ustedes no tiene derecho a vuestros
saludos…
Ténard se dejó caer sobre una silla.
–¿Tu mano, Jean?
El hijo se alejó del padre.
Se produjo un largo silencio.
–Mathurin – dijo Ténard – a partir de este día es usted propietario de esta granja; la
he adquirido a nombre de mis hijos: he aquí los títulos de propiedad.
–Lo rechazo… ¡Ah! el señor conde se imagina que aceptaremos sus caprichos…
Abandonaremos la granja, a los muchachos – continuó el viejo aldeano dirigiéndose a
sus jornaleros… – Ya me entendéis: hay personas a las que no se les puede servir…
–Mathurin tiene razón – dijo Leuïnard.
–Tiene razón,– repitieron los jornaleros – acercándose alrededor de su amo.
–Está bien… está bien…
Entonces, intervino el enano que se había repuesto de su vahído; lágrimas
temblaban en sus grandes ojos. Se acercó a su padre, tomándole las manos:
–El amo ya no es despreciable… no del todo… Llora… Hay que perdonar…
–¡Oh! ¡es horrible! Este niño del que yo he sido el verdugo… Déjame… déjame…
–Tú no eres despreciable, padre… Quiero tenerte conmigo… La vida es tan triste
cuando se está solo… Quédate con nosotros… te querremos…
Pierre Ténard permanecía sordo a todos los ruegos. Su decisión estaba tomada…
Partía para un largo viaje… un largo viaje… Había querido volver a ver a los suyos…
Ahora, el camino sería menos penoso…
–Te perdonamos –dijeron también Marguerite y Jean.
–No… no… He querido estar solo; a partir de ahora viviré solo… Mi presencia en
medio de vosotros os recordaría el pasado y el pasado está muerto…
La madre de Jean se persignó.
–Pongámonos de rodillas… recemos por él…
«En el nombre del Padre…»
Las mujeres arrodilladas y los campesinos de pie, con el sombrero en la mano,
miraron largo rato a un caballero que se iba por el camino blanco…
Pero de regreso al albergue de le Hallier, donde había dejado sus caballos, el conde
río secamente. El rostro del hombre recuperó su trágica placidez.
–Ensilla – dijo a su criado – Tomamos el tren para Limoges y regresamos a París.
Y luego, frotándose las manos, encendió un cigarrillo y murmuró:
–He sido estúpido… ¿Es que acaso el americanos va a chochear?... Ya no se juzgan
a los Judíos errantes en 1883… Dejemos las ternuras y las sensiblerías para esta vieja
Europa que se cree fuerte con su civilización, – la civilización, el fruto de las
convulsiones seniles de los pueblos!... En Francia, sobre todo, la tierra está usada y la
sangre es pobre… Que se hundan en la miseria todos esos obreros, todos esos patriotas
que hacen huelgas y revoluciones de risa, porque son cobardes, porque tienen miedo de
la sangre y de la muerte!... que revienten de miseria también todos esos artistas,
pintores, escultores que dan coba a los compradores: las obras de todos esos hombres
son insignificantes… He pagado sin ton ni son; pero como no me gustan los equipajes
inútiles, en el momento de mi partida, romperé todas las estatuas y quemaré sus
cuadros… ¡Pobres francesitos!... Antes de diez años, los hombres del Norte habrán
conquistado la Galia; y de París quedará lo que ha quedado de Cartago!... ¡Qué me
importa!... Yo soy del país de los yanquis!... No creo en nada… Todos esos campesinos
franceses no valen la cuerda con la que me gustaría prenderlos y los parisinos son tan
estúpidos como los campesinos… Esa es la herencia del viejo mundo… Esperando la
era nueva, regresaré a América para festejarlo con mujeres… Dólar y revólver, ¡esos
son mis dioses!... ¡Viva la vida!... ¡Millonario y sin corazón, eres el rey del mundo!...
FIN
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