ancianas, garmendia

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ANCIANAS La vieja más horrible que creí haber visto en mi vida, fue una ancianita de aspecto candoroso, toda menuda y de cabellos blancos, que parecía hecha a la medida de una minúscula ventana donde podía encontrarla en cada mediodía, al ir a mi trabajo. La casa era, a su vez, una vivienda enana, pintada de blanco, con una puerta muy estrecha, aquella única ventana y un alero exiguo que empezaba a pudrirse. Desde la acera opuesta, del lado de la sombra, podía detallar a la vieja, según pensé, con toda precisión: era una de esas criaturas sin tiempo que sobreviven en un estado de dulce demencia. Sus ojos miraban al vacío y podía imaginar su cerebro blanco, restituido a una infancia sin miedos ni visiones. En uno de tantos mediodías —usando acaso de una facultad de la mirada, capaz de traer al exterior vetas y caracteres de naturaleza más oculta que las apariencias superficiales de un objeto observado de paso en muchas ocasiones—, encontré en sus manos, que reposaban en el quicio puestas al sol, una tonalidad rojiza repugnante. Desde ese momento, la curva inesperada en que habían entrado mis últimas observaciones se agudizó hasta un extremo de ansiedad maniática. Descubrí, por ejemplo, que su rostro harinoso, al que debían faltarle algunos huesos, se movía dilatándose y encogiéndose gradualmente, en una operación apenas perceptible que se producía de adentro hacia afuera, de mayor a menor, hasta disolverse en la superficie. El día en que decidí pasar directamente frente a la ventana, ocurrió algo inesperado. Observé que la vieja se animaba toda con una casi crepitación anhelosa. Seguí la dirección de su dedo y me agaché a recoger una bola de estambre que me señalaba. En el acto, un dolor terrible me dejó paralizado, en cuclillas. Eran sus manos, sin duda, las que se habían aferrado a mis cabellos y apretaban con una fuerza realmente ponzoñosa y maligna que centuplicaba el dolor. Por suerte, al día siguiente fue domingo, de modo que salí a dar una vuelta por la plaza. Las parejas y los grupos familiares que volvían de misa, propagaban un aire de ocio sano y confortante. Entonces vi venir a la vieja (realmente era ella entre millones), apoyada en el brazo de una criatura maravillosa, quizás una linda sobrina, un ser sin duda angelical. Para mayor sorpresa, la pareja hizo alto y ostensiblemente la vieja señaló en dirección a mí. El gesto iba dirigido a la muchacha y era una manera de decirle: "míralo, ése es”, o algo parecido. Por supuesto, no me atreví a moverme. Entonces ella llevó a la muchacha hasta un banco, la dejó allí sentada y se alejó. Apenas estuve a su lado, descubrí que era una figura de pasta, un maniquí perfecto,

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Texto del autor venezolano Salvador Garmendia.

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Page 1: ANCIANAS, Garmendia

  ANCIANAS La vieja más horrible que creí haber visto en mi vida, fue una ancianita de

aspecto candoroso, toda menuda y de cabellos blancos, que parecía hecha a la medida de una minúscula ventana donde podía encontrarla en cada mediodía, al ir a mi trabajo.

La casa era, a su vez, una vivienda enana, pintada de blanco, con una puerta muy estrecha, aquella única ventana y un alero exiguo que empezaba a pudrirse. Desde la acera opuesta, del lado de la sombra, podía detallar a la vieja, según pensé, con toda precisión: era una de esas criaturas sin tiempo que sobreviven en un estado de dulce demencia. Sus ojos miraban al vacío y podía imaginar su cerebro blanco, restituido a una infancia sin miedos ni visiones.

En uno de tantos mediodías —usando acaso de una facultad de la mirada, capaz de traer al exterior vetas y caracteres de naturaleza más oculta que las apariencias superficiales de un objeto observado de paso en muchas ocasiones—, encontré en sus manos, que reposaban en el quicio puestas al sol, una tonalidad rojiza repugnante. Desde ese momento, la curva inesperada en que habían entrado mis últimas observaciones se agudizó hasta un extremo de ansiedad maniática. Descubrí, por ejemplo, que su rostro harinoso, al que debían faltarle algunos huesos, se movía dilatándose y encogiéndose gradualmente, en una operación apenas perceptible que se producía de adentro hacia afuera, de mayor a menor, hasta disolverse en la superficie.

El día en que decidí pasar directamente frente a la ventana, ocurrió algo inesperado. Observé que la vieja se animaba toda con una casi crepitación anhelosa. Seguí la dirección de su dedo y me agaché a recoger una bola de estambre que me señalaba. En el acto, un dolor terrible me dejó paralizado, en cuclillas. Eran sus manos, sin duda, las que se habían aferrado a mis cabellos y apretaban con una fuerza realmente ponzoñosa y maligna que centuplicaba el dolor.

Por suerte, al día siguiente fue domingo, de modo que salí a dar una vuelta por la plaza. Las parejas y los grupos familiares que volvían de misa, propagaban un aire de ocio sano y confortante. Entonces vi venir a la vieja (realmente era ella entre millones), apoyada en el brazo de una criatura maravillosa, quizás una linda sobrina, un ser sin duda angelical. Para mayor sorpresa, la pareja hizo alto y ostensiblemente la vieja señaló en dirección a mí. El gesto iba dirigido a la muchacha y era una manera de decirle: "míralo, ése es”, o algo parecido.

Por supuesto, no me atreví a moverme. Entonces ella llevó a la muchacha hasta un banco, la dejó allí sentada y se alejó. Apenas estuve a su lado, descubrí que era una figura de pasta, un maniquí perfecto, primorosamente conservado, que habría sido sacado pocas veces a la intemperie.

Los ojos alargados de la muñeca vibraron sin perder su fijeza, y en un movimiento entrecortado el cuello giró hasta hacer coincidir nuestros rostros. Fue como el último respiro del mecanismo. La rigidez final me dio a entender que había agotado en aquel gesto su postrer ración de energía.

El lunes fui puntual, como de costumbre, en la oficina. Me acerqué a la cabina de la recepcionista a fin de retirar mi correspondencia, y mientras ella revisaba la casilla, descubrí en aquel ser a una anciana como pocas había visto en mi vida. Al volverse me ofreció por entero su rostro cargado de estigmas y señales que debían guardar, andando el tiempo, revelaciones más ocultas. Desde entonces, me invade el desgano cuando paso de nuevo frente a la pequeña casa en ruinas, un trasto olvidado de albañilería que ha dejado de esperar su muerte.

Salvador Garmendia

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