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52 [[[STRING1]]] _esquire Andrés Roca Rey por Mario Vargas Llosa L a gran estrella de la pasada temporada taurina en Espa- ña fue el peruano Andrés Roca Rey. La crítica ha sido unánime y también el público aficionado que lo sigue a través de todas las plazas de la península lo aplaude a ra- biar, hace flamear los pañuelos blancos pidiendo que se le concedan las orejas –y a veces el rabo– y a menudo lo saca en hombros después de sus faenas memorables. Todo ello está más que justificado: Andrés Roca Rey es una de esas raras fi- guras que aparecen de pronto en el mundo de los toros, ele- vándose sobre todas las otras con ese estilo personal y único que hace de los grandes pintores, músicos, escritores y artis- tas los símbolos de una época. Tiene apenas 24 años, pero su biografía es ya larguísima. Nació el 21 de octubre de 1996, en Lima, y, aunque usted no lo crea, a los siete años toreó su primera becerra en la plaza Torocuma, de Pachacamac, que le regaló el ganadero Rafael Puga. Andrés pertenece a una familia, los Roca Rey, tradicio- nalmente taurina y que desde hace varias generaciones fo- menta con entusiasmo las corridas de toros y la formación de jóvenes espadas. Un hermano de Andrés, Fernando, es tam- bién matador; tiene un tío, José Antonio, que fue rejoneador, y uno de sus ascendientes administró durante muchos años la plaza de Acho, en Lima, que es, después de la española de Ronda, la más antigua del mundo. Los padres de Andrés alentaron siempre, desde la niñez, la vocación taurina de su hijo y lo enviaron cuando tenía 17 años a que perfeccionara su talento bajo la dirección del maestro José Antonio Campu- zano, en Andalucía. Los toros forman parte de la historia peruana desde que llegaron los conquistadores españoles. La primera corrida tuvo lugar en la plaza de Armas de Lima y desde entonces la afición taurina se extendió por todo el virreinato y, sobre todo, prendió en las comunidades indígenas de la sierra. Por eso hay sembradas en muchas localidades rurales de los An- des antiguas placitas de toros y, según el antropólogo Juan Ossio, más de 300 comunidades indígenas en el Perú celebran sus fiestas patronales con corridas de toros. Una de las más hermosas novelas de José María Arguedas, Yawar Fiesta, des- cribe precisamente una de estas corridas que, apartándose de las reglas tradicionales y con participación de toda la colecti- vidad, tiene lugar en una de estas comunidades donde pasó su infancia el novelista peruano. Cuando era todavía un niño, Andrés Roca Rey toreó en muchas de estas plazas serranas, donde recibió un entusiasta aliento para esa vocación suya to- davía en embrión. He visto torear muchas veces a Andrés Roca Rey y casi siempre he sentido ese escalofrío que nos produce, en ciertas corridas extraordinarias y fuera de lo común, esa extraña complicidad que se establece de pronto entre el toro y el tore- ro, algo que sublima la fiesta y la enriquece con una dimen- sión espiritual y anímica, porque allí, en el coso, ha surgido algo que expresa la condición humana de manera visible, aquella tensión entre la vida y la muerte en la que estamos siempre sumidos los seres humanos. Es verdad que todas las grandes obras –literarias, musicales, pictóricas–, cuando al- canzan la condición de obras maestras, nos revelan también la esencia de lo que somos, de nuestra presencia en este mundo, pero probablemente ninguna obra maestra exprese de mane- ra tan evidente como la fiesta de los toros lo precaria que es la vida, la manera como en todas circunstancias la rodea esa nada que es la muerte: ese espectáculo tiene lugar solo en ciertos momentos privilegiados del arte taurino. Que yo recuerde, solo creo haber vivido momentos así en un tendido en algunas tardes de Antonio Ordóñez o, más cerca de nuestro tiempo, la única vez que vi, encerrado con seis to- ros, en Francia, a José Tomás. Después de ellos, creo que solo Andrés Roca Rey me ha hecho sentir, durante sus pases esta- tuarios y su sabiduría y valentía sin par, dominando a la fiera tumultuosa que se le echa encima y a la que termina siempre sometiendo, la naturaleza profunda de esa vida pasajera y frá- gil que tenemos y que es inseparable de la extinción que nos precede y continúa. Roca Rey es muy delgado, alto, y representa a veces ese to- reo trágico del que fueron emblemas un Manolete o (solo ciertas tardes) el mexicano Procuna. Puede ser también festi- vo, risueño, juguetón, cuando se enreda y desenreda en gao- neras y chicuelinas, y esa versatilidad es una de sus caracterís- ticas más originales. Pero también lo he visto imponer uno de esos silencios que sobrecogen a veces la plaza de Sevilla, FOTOGRAFÍA JAVIER BIOSCA ESTILISMO ÁLVARO DE JUAN Camisa de Mirto.

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Page 1: Andrés Roca Rey por Mario Vargas Llosa · por Mario Vargas Llosa L a gran estrella de la pasada temporada taurina en Espa-ña fue el peruano Andrés Roca Rey. La crítica ha sido

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Andrés Roca Rey por Mario Vargas Llosa

La gran estrella de la pasada temporada taurina en Espa-ña fue el peruano Andrés Roca Rey. La crítica ha sido unánime y también el público aficionado que lo sigue a través de todas las plazas de la península lo aplaude a ra-biar, hace flamear los pañuelos blancos pidiendo que se

le concedan las orejas –y a veces el rabo– y a menudo lo saca en hombros después de sus faenas memorables. Todo ello está más que justificado: Andrés Roca Rey es una de esas raras fi-guras que aparecen de pronto en el mundo de los toros, ele-vándose sobre todas las otras con ese estilo personal y único que hace de los grandes pintores, músicos, escritores y artis-tas los símbolos de una época.

Tiene apenas 24 años, pero su biografía es ya larguísima. Nació el 21 de octubre de 1996, en Lima, y, aunque usted no lo crea, a los siete años toreó su primera becerra en la plaza Torocuma, de Pachacamac, que le regaló el ganadero Rafael Puga. Andrés pertenece a una familia, los Roca Rey, tradicio-nalmente taurina y que desde hace varias generaciones fo-menta con entusiasmo las corridas de toros y la formación de jóvenes espadas. Un hermano de Andrés, Fernando, es tam-bién matador; tiene un tío, José Antonio, que fue rejoneador, y uno de sus ascendientes administró durante muchos años la plaza de Acho, en Lima, que es, después de la española de Ronda, la más antigua del mundo. Los padres de Andrés alentaron siempre, desde la niñez, la vocación taurina de su hijo y lo enviaron cuando tenía 17 años a que perfeccionara su talento bajo la dirección del maestro José Antonio Campu-zano, en Andalucía.

Los toros forman parte de la historia peruana desde que llegaron los conquistadores españoles. La primera corrida tuvo lugar en la plaza de Armas de Lima y desde entonces la afición taurina se extendió por todo el virreinato y, sobre todo, prendió en las comunidades indígenas de la sierra. Por eso hay sembradas en muchas localidades rurales de los An-des antiguas placitas de toros y, según el antropólogo Juan Ossio, más de 300 comunidades indígenas en el Perú celebran

sus fiestas patronales con corridas de toros. Una de las más hermosas novelas de José María Arguedas, Yawar Fiesta, des-cribe precisamente una de estas corridas que, apartándose de las reglas tradicionales y con participación de toda la colecti-vidad, tiene lugar en una de estas comunidades donde pasó su infancia el novelista peruano. Cuando era todavía un niño, Andrés Roca Rey toreó en muchas de estas plazas serranas, donde recibió un entusiasta aliento para esa vocación suya to-davía en embrión.

He visto torear muchas veces a Andrés Roca Rey y casi siempre he sentido ese escalofrío que nos produce, en ciertas corridas extraordinarias y fuera de lo común, esa extraña complicidad que se establece de pronto entre el toro y el tore-ro, algo que sublima la fiesta y la enriquece con una dimen-sión espiritual y anímica, porque allí, en el coso, ha surgido algo que expresa la condición humana de manera visible, aquella tensión entre la vida y la muerte en la que estamos siempre sumidos los seres humanos. Es verdad que todas las grandes obras –literarias, musicales, pictóricas–, cuando al-canzan la condición de obras maestras, nos revelan también la esencia de lo que somos, de nuestra presencia en este mundo, pero probablemente ninguna obra maestra exprese de mane-ra tan evidente como la fiesta de los toros lo precaria que es la vida, la manera como en todas circunstancias la rodea esa nada que es la muerte: ese espectáculo tiene lugar solo en ciertos momentos privilegiados del arte taurino.

Que yo recuerde, solo creo haber vivido momentos así en un tendido en algunas tardes de Antonio Ordóñez o, más cerca de nuestro tiempo, la única vez que vi, encerrado con seis to-ros, en Francia, a José Tomás. Después de ellos, creo que solo Andrés Roca Rey me ha hecho sentir, durante sus pases esta-tuarios y su sabiduría y valentía sin par, dominando a la fiera tumultuosa que se le echa encima y a la que termina siempre sometiendo, la naturaleza profunda de esa vida pasajera y frá-gil que tenemos y que es inseparable de la extinción que nos precede y continúa.

Roca Rey es muy delgado, alto, y representa a veces ese to-reo trágico del que fueron emblemas un Manolete o (solo ciertas tardes) el mexicano Procuna. Puede ser también festi-vo, risueño, juguetón, cuando se enreda y desenreda en gao-neras y chicuelinas, y esa versatilidad es una de sus caracterís-ticas más originales. Pero también lo he visto imponer uno de esos silencios que sobrecogen a veces la plaza de Sevilla,

F O T O G R A F Í A J A V I E R B I O S C AE S T I L I S M O Á L V A R O D E J U A N

Camisa de Mirto.

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“... representa a veces

ese toreo trágico del que fueron

emblemas un Manolete o

el mexicano Procuna...”

En la página anterior, camisa y traje de BOSS, zapatos de Etro, calcetines de Punto Blanco y pañuelo Carré de Hermès.En esta página, camiseta y americana de Prada, pulsera Love y reloj Tank, ambos de Cartier.

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sobre todo cuando cita al toro con desplantes a mucha distan-cia y el animal se arranca, veloz y feroz, y parece que fuera a destrozar en su embestida aquella figurilla petrificada, que, sin embargo, se las arregla en el último instante para quedar indemne porque el toro pasó solo rozándolo.

La valentía, la temeridad, es solo uno de los aspectos indis-pensables en la maestría de un torero. Pero, por sí solo, hacer-se derribar o cornear tiene que ver poco con el arte supremo del toreo, en el que, además del coraje, son indispensables el conocimiento y los secretos de esa técnica compleja, difícil, matemática que es la tauromaquia. Andrés Roca Rey tie-ne ambas cosas: valentía y sabiduría, un arriesgarse hasta ex-tremos suicidas y un dominio de las formas que le permite hacer pases asombrosos –esos derechazos o naturales lentísi-mos, por ejemplo–, desafiando al toro hasta extremos suici-das, e ir dominando poco a poco a la fiera más indócil. En ese juego teatral, en esa danza en que la vida y la muerte parecen confundirse, Roca Rey es maestro supremo. Solo los grandes toreros son capaces de producir esa complicidad con el toro que convierte al diestro y al animal en una pareja de baile, que danzan, juegan, se acercan a las orillas de la muerte, y luego se distancian, en un entendimiento que disimula y borra toda la violencia recóndita que significa siempre una faena.

Es interesante que la figura extraordinaria de Andrés Roca Rey haya surgido en esta época. Quiero decir, en una época en la que la llamada corriente ‘animalista’ se ha desencadena-do tanto en España como en América Latina –no así en Fran-cia, el primer país en declarar patrimonio nacional la fiesta de los toros–, pidiendo que se prohíba la fiesta por la crueldad que supuestamente habría en ella. Quienes piensan esto, y desde luego que tienen derecho a pensarlo, se hacen una idea muy equivocada de lo que es una corrida. Este es un arte muy antiguo, cuyo origen se pierde en un mundo de mitologías y ritos religiosos, cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos. El toro de lidia no es un animal pacífico. Por el contrario, la violencia forma parte de su ser; es un animal he-cho para embestir y matar, y, por eso, quienes piden el final de la fiesta taurina, si lograran su objetivo, no conseguirían que los toros de lidia sobrevivieran paseando por los campos y espantando mariposas con el rabo. Solo conseguirían su ex-tinción. El toro bravo existe porque existe la fiesta de los to-ros. Esa es la única razón por la que hay reses bravas y cria-dores que dedican su vida y su for tuna a cr iarlas, tratándolas con infinitos miramientos y cuidados. El toro bra-vo desaparecería para siempre si se prohibieran las fiestas de los toros. Es verdad que este es un arte violento y nadie que no pueda tolerar el espectáculo de la sangre está obligado a pisar una plaza en días de corrida. Si los toros desaparecieran, la vida se empobrecería, ni más ni menos que si se prohibie-ran la pintura, la música, la literatura. Los toros son un arte,

hecho de danza, música, pintura y, además, dotado de una simbología propia que tiene que ver con la condición huma-na, un arte que produce una exaltación del ánimo y un enri-quecimiento de la sensibilidad, y nos hace sentir, en sus gran-des momentos, aquello de lo que estamos hechos, es decir, de vida y de muerte entremezcladas.

Andrés Roca Rey es uno de esos milagros que de cuando en cuando produce la fiesta de los toros. He tenido ocasión de conocerlo de cerca, y me ha sorprendido su sencillez, la timi-dez incluso que muestra cuando se le acercan los aficionados a abrumarlo de elogios. Parece intimidado con esas muestras de simpatía y entusiasmo y es tan joven y tan franco que al-guna vez le he oído decir, con absoluta naturalidad, que toda-vía no ha aprendido a hacerse el nudo de la corbata. Sin em-bargo, en ese joven amable y educado, cuando viste el traje de luces y sale a la plaza, se opera una verdadera transfiguración. Allí, jugándose la vida a cada instante, arriesgando todo lo que le permite el carácter del animal que enfrenta, surge el ge-nio, la intuición que le permite saber hasta dónde puede lle-gar a desafiar al astado y su soberbio manejo de la técnica taurina. De todo ese esfuerzo va resultando el dominio que suele imponer a la fiera, obligándola a pasar una y otra vez bajo el engaño, en alardes y pases que hacen las delicias de los tendidos. Los aficionados sentimos exaltación y al mismo tiempo miedo, pánico, de que aquellas figuras tan hermosas, en las que el toro y el torero parecen una misma cosa insepa-rable, pudiera terminar en tragedia. Por desgracia, ha estado a punto de ocurrir algunas veces, como en Las Ventas de Ma-drid, hace tres años, cuando Roca Rey recibió tres cornadas y sin embargo consiguió matar a su enemigo antes de ser lleva-do en hombros a la enfermería.

La vocación es algo misterioso, que está en los genes de un ser humano, en el entorno en que se cría y en ciertas aptitudes y cualidades que, en un momento dado, asume la conciencia. Ser un torero, en el fondo, es semejante a ser un poeta o un músico o un escultor. Pero la vocación es solo un punto de partida: hay que cuidarla, educarla y convertirla en una forma de vida. Cuando uno lee la biografía de Andrés Roca Rey, descubre que su vocación precoz no hubiera significado nada si no se hubiera dedicado a ella con tanto empeño y disciplina a lo largo de toda su infancia y juventud. Desde esa becerra que le regaló Rafael Puga a los siete años, sorprende saber que no ha hecho otra cosa que torear, en las plazas de toros de todo el Perú, y luego en las de México, y en las de Venezuela y Ecuador, y por fin, en España. Ahora lo hace en todas las pla-zas del mundo. En su propio país ha estado en todas partes, incluso en las más humildes fiestas taurinas, como en Celen-dín, Chalhuanca, Cutervo y Huamachuco. Y, desde que vino a España, ha trabajado sin descanso, depurando sus conoci-mientos y su destreza bajo la guía del maestro Campuzano, que ahora lo representa. Esa entrega total ha convertido su vo-cación en la sabiduría y la solvencia que hoy luce en las plazas y que sigue empeñado en sutilizar y embellecer todavía más. Lo que significa que, al igual que en todas las artes, la voca-ción debe ser alimentada a diario a base de constancia, terque-dad, autoexigencia, de modo que así brote el talento y, algunas raras veces, el genio. Es el caso de Andrés Roca Rey y ojalá que para el arte de los toros siga así por mucho tiempo, des-lumbrando a los aficionados y convirtiendo cada faena en una experiencia sublime que nos hace gozar y nos ayuda a enten-der mejor lo que somos y hacia dónde vamos.

“... la vocación es solo un punto de partida: hay que cuidarla, educarla...”

Camiseta de Prada, americana de BOSS y pantalón de Mirto.

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