anexo, ocho argumentos sobre lo sagrado

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ANEXO NEXO O CHO CHO ARGUMENTOS ARGUMENTOS SOBRE SOBRE LO LO SAGRADO SAGRADO SERGIO ESPINOSA PROA Das Heilige, lo Sagrado, palabra augusta, llena de relámpagos y como prohibida, que tal vez, por la fuerza de una reverencia muy antigua, sólo sirve para disimular que no puede decir nada” 1 . La pregunta que estas páginas recortan está, en su yema, dirigida a semejante disimulo. Lo sagrado: ámbito —o, al menos, término— definitorio de toda religiosidad, pero también, y eso es parte esencial de lo que se tendría que averiguar, matriz semioculta y retraída de la filosofía y de lo poético. ¿También de lo técnico? Pues la pregunta que en muy primera instancia irrumpe y nos asalta es si lo sagrado mienta el (no) lugar propio del pensamiento o si anuncia, por el contrario o quizá al mismo tiempo, el espacio que siempre termina por disolverle y/o expulsarle: por declararlo antagonista y, dado el caso, superfluo. Es muy probable que admita otros nombres, más o menos neutros, más o menos aureolados —y circunscritos— por las tradiciones vigentes. Porque en realidad la idea de lo sagrado no remite forzosa o exclusivamente a la (humana) nostalgia de la unidad perdida, y tampoco a la (¿demasiado humana?) esperanza de una futura y pletórica reconciliación, sino, quizá, al agujero que ambas dejan en la piel de la memoria, de la experiencia y del saber cuando son, sin escapatoria posible, asimilados a los omnímodos poderes que 1 Maurice Blanchot, La conversación infinita, tr. I. Herrera, Arena Libros, Madrid, 2008, p. 45

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Page 1: Anexo, Ocho Argumentos Sobre Lo Sagrado

AANEXONEXO OOCHOCHO ARGUMENTOSARGUMENTOS SOBRESOBRE LOLO SAGRADOSAGRADO

SERGIO ESPINOSA PROA

“Das Heilige, lo Sagrado, palabra augusta, llena de relámpagos y como prohibida, que tal vez, por la fuerza de una reverencia muy antigua, sólo sirve para disimular que no puede decir nada”1. La pregunta que estas páginas recortan está, en su yema, dirigida a semejante disimu-lo. Lo sagrado: ámbito —o, al menos, término— definitorio de toda reli-giosidad, pero también, y eso es parte esencial de lo que se tendría que averiguar, matriz semioculta y retraída de la filosofía y de lo poéti-co. ¿También de lo técnico? Pues la pregunta que en muy primera ins-tancia irrumpe y nos asalta es si lo sagrado mienta el (no) lugar propio del pensamiento o si anuncia, por el contrario o quizá al mismo tiempo, el espacio que siempre termina por disolverle y/o expulsarle: por de-clararlo antagonista y, dado el caso, superfluo. Es muy probable que admita otros nombres, más o menos neutros, más o menos aureolados —y circunscritos— por las tradiciones vigentes. Porque en realidad la idea de lo sagrado no remite forzosa o exclusivamente a la (humana) nostalgia de la unidad perdida, y tampoco a la (¿demasiado humana?) esperanza de una futura y pletórica reconciliación, sino, quizá, al agu-jero que ambas dejan en la piel de la memoria, de la experiencia y del saber cuando son, sin escapatoria posible, asimilados a los omnímodos poderes que hacen de este mundo algo incómodamente soportable — ¿o cómodamente insoportable?

Pascal decía que cuando no se sabe la verdad de una cosa, es bueno que haya un error común susceptible de fijar el espíritu de los hombres2. Fijación que nos conduce a interrogar menos la verdad de

1 Maurice Blanchot, La conversación infinita, tr. I. Herrera, Arena Libros, Madrid, 2008, p. 45

2 “… como, por ejemplo, la Luna…”. cfr. Pensamientos, fragm. 744, tr. J. Llansó, Alianza, Madrid, 1986, p. 223. Un ejemplo que responde y expande Rilke: “como la Luna, seguramente la vida tiene también una cara siempre oculta que no es su contrario, sino lo que le falta para la perfección, la com-pletitud, para la verdadera, salva y completa esfera del ser”, cit. por Martin Heidegger en “¿Y para qué poetas?”, Caminos de bosque, tr. H. Cortés y A.

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algo en particular que la imposibilidad de pasárnosla sin algún tipo de verdad en general. Los humanos, se sabe, siempre andan necesitados de fármacos. Lo sagrado, en definitiva, no sería precisamente un “tema” de estudio sino el modo de nombrar, por cierto que inútilmen-te, aquello que entre otras gracias parece resistirse a ser tematizado. En otros términos: el resultado de una pregunta como ésta sólo podría ser, para serle fiel, otra pregunta. La pregunta más perentoria hace señas no al principio sino al otro extremo del túnel — que sólo es otro puente suspendido en el vacío. Así las cosas, ¿el resultado es la cohe-rencia de una argumentación continua o más bien el producto de la estratificación de un siempre recomenzado cuestionamiento? Conceda-mos que si la pregunta no es precisa, la respuesta podría permanecer, quizá por mera inercia, en estado de suspenso. En tal sentido, las refle-xiones que en este marco se ofrendan apuntan a hacer de la pregunta el lugar mismo, es decir, un territorio —¿un firmamento? ¿un entre-dos?— habitable, y no sólo ocupable —colonizable— por una voluntad teórica, por una convocatoria investigativa: al cabo, preguntar por lo sagrado es interrogar, en reversa y como de contrabando, sobre el sentido propio de todo investigar. En cualquier caso, esta interrogación ha podido cristalizar, confiemos en que sólo de manera pasajera, en ocho argumentos preliminares.

Primero. Las perspectivas y estrategias convencionales de estudio de los fenómenos religiosos no podrían simplemente servir de incontami-nada guía. O, de hacerlo, sería en todo caso a la contra. La categoría de “lo numinoso” que Rudolf Otto colocó en el centro de su reflexión es precisamente lo que toda reflexión —toda religión— debe neutralizar, canalizar, refinar, domesticar, dulcificar... y, de ser posible, poner a trabajar. Lo numinoso excede a la razón, pero ello no priva a ésta de la exigencia de someterlo a su arbitrio — a fin de, en su dominio, fundar comunidad. Lo sagrado es concebido ya en Goethe como una potencia demoníaca que conviene mantener a raya. Un exceso de significación que no es ni divino ni diabólico, ni angélico ni maligno, ni azaroso ni providencial, pero en cualquier caso terrible e indiferente a toda mo-ral... En breve, algo de lo cual hay que salvarse. Las religiones apare-cen así como medios de escape de lo sagrado, y no ya como modalida-des de su administración. Lo sagrado alude a la parte animal del hom-bre, a esa región donde ya no son aplicables categorías éticas, donde “lo humano” ya no es reconocido en cuanto tal. Mienta la fuente de un poder que no es identificable con el poder moral, que no se confunde con la fuerza de la Ley. Y precisamente de ese tránsito —que conduce a la irremediable sacralización de la Ley, que satisface la necesidad de

Leyte, Alianza, Madrid, 1996, p. 272

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investir la voluntad humana con la fuerza de aquello que le rebasa— habla toda la Historia, la Gesta de la Civilización, el Destino Manifiesto del mundo Occidental. “Pensar lo sagrado” —en el justo sentido de convertir sin restos lo sagrado en pensamiento— es una tarea inscrita ya en los comienzos —¡y en los fines!— de semejante Odisea. Es, en suma, el trabajo del espíritu sobre la naturaleza: la sujeción del animal. En ella participan también las principales tentativas (teóricas) de re-ducción de lo sagrado a un esquema representable, ajustable al orden de la razón. Se trata de un amplio y complejo programa de conexiones entre lo sagrado, lo racional, lo afectivo y lo histórico: programa que a pesar de sus notorias diferencias termina dando fe de una progresiva humanización del elemento que en general permanece irreductible al lenguaje y al trabajo — al lenguaje del trabajo y al trabajo del lenguaje.

Segundo. La pregunta se ha de enmarcar en la reflexión sobre la es-encia de lo contemporáneo. En el fin de la modernidad no se está des-pidiendo una época para entrar, alegre o tristemente, en otra: lo que con esa expresión se mienta es ante todo el cumplimiento generaliza-do de un proyecto consistente en subordinar la particularidad (salvaje) al ideal (civil) de una comunidad universal de individuos humanos li-bres y asegurados en su existencia gracias al dominio técnico-político del mundo. Occidente aparece como esa línea que disuelve lo particu-lar sin acertar a desembarazarse completamente de ello. Metafísica, nihilismo, cristianismo y modernidad pertenecen así a un horizonte común, al horizonte del proyecto que define a la empresa occidental en su conjunto. Por ello, lo sagrado no es ninguna sustancia, sino eso contra lo cual se destaca la línea “progresiva y polémica”, la línea de fractura en que consiste Occidente. De todos modos, la universal fungi-bilidad del ente manifiesta sus límites, su revés. Es que el proyecto piloteado por la ratio se encuentra internamente fisurado, expuesto desde dentro a su Otro. En el nihilismo realizado, Prometeo recuerda a su hermano marginado, a Epimeteo. No hay Odisea sin Naufragio, no existe Promesa sin Catástrofe. El sujeto no se sostiene ni se concibe ya como un espacio de transparencia sino como un residuo que se resiste al proyecto — y a su legalidad. Y no se trata tampoco de imaginar que este proyecto de universalización está inconcluso o que no se ha mate-rializado “como debía de ser”; es la idea nuclear de que el hombre puede adueñarse de su “destino” lo que, a pesar de su imponente ins-talación y despliegue tecnológico, está puesto en entredicho. Esta exi-gencia de remoción de lo sagrado y su reemplazo por lo santo —la re-ducción de la experiencia religiosa a su dimensión ética— que opera como condición y consecuencia del proyecto civilizatorio occidental se halla claramente formulada en la filosofía de Kant. Sin embargo, es en Hegel donde la eliminación del componente numinoso será “elevada a

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concepto”, estableciendo la identidad —mediada— de la sustancia con el sujeto, y poniendo íntegramente la negatividad de lo humano al ser-vicio del Proyecto. La Muerte es asumida, pero inmediatamente puesta a trabajar, con lo cual desaparece en cuanto problema.

La pregunta se dirige precisamente a eso que semejante proyec-to remueve. Lo sagrado no es lo divino, sino su muerte y su ausencia; no es la claridad sino la noche, la inmediatez, la singularidad, la irremi-sión e insensatez de lo sensible, la imposible experiencia del erotismo y de la muerte. Lo sagrado es lo que se echa en falta, lo que sobra y se desentiende del proyecto. En el (con)fin de la modernidad, se asiste a la revelación de su esencia: la revelación de la razón, la revelación de la técnica, la revelación de lo humano como proyectarse. Pero es éste un proyecto sostenido en el vacío y en el terror a la muerte. El nihilis-mo es el mundo sobrepuesto a ese terror esencial, la virtud que consis-te en “sacrificar la naturaleza para merecer el cielo”, la Cruzada contra el elemento salvaje y rebelde del animal humano, contra su mortali-dad. Ese fondo indisponible retorna inevitablemente como neurosis: como una promesa que es también, y lo es de modo esencial, una amenaza — porque, como la vida, es una herida que no admite cicatri-zación. En el Proyecto, lo sagrado es lo que ha de morir para que el Todo siga funcionando, el chivo expiatorio que asegura la utilidad de la violencia convirtiéndola en una violencia “civilizada”. Lo sagrado apa-rece en este horizonte como lo no pensado de la —humana, demasia-do humana— religión de la técnica, como el perfume de las cosas mor-tales.

Tercero. Rastrear las articulaciones maestras de esta remoción exige reconocer la estrategia básica de anulación de la finitud: el someti-miento —filosófico, religioso— de la mortalidad, la hybris que sirve de condición a la colonización de la totalidad de lo ente, su reducción a mero correlato de un sujeto pensante y deseante, individual y/o colec-tivo. El miedo a la muerte se troca por estas artes en simulacro de eternidad. La filosofía, con Sócrates, nace precisamente como una for-ma de guerra contra el cuerpo (y su caducidad); el miedo a la muerte se vence mediante el desprecio de la vida, mediante la mortificación de lo mortal. Se asiste con ello a la invención del alma, un concepto construido como resultante directo de la negación del cuerpo. Un pro-ceso que continúa y se profundiza con el triunfo y la expansión del cris-tianismo. El sacrificio del Hijo alcanza el valor absoluto de una victoria sobre la muerte. Tal es el contenido profundo de toda redención, la remoción de ese mal radical que es la muerte. Mas, a pesar de todo, a pesar de los esfuerzos enderezados a derrotarla, minimizarla o domes-ticarla, la muerte sigue apareciéndosenos como un límite absoluto. En la modernidad, ha sido Hegel, una vez más, quien vuelve a hacerse

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cargo de este límite aparentemente infranqueable. Su operación bási-ca consiste en interiorizar la alteridad radical que es la muerte en el corazón mismo de la subjetividad. No es merced al entendimiento (Verstand), sino a la razón (Vernunft), que la muerte deviene compren-sible, deviene propia. Pero atendiendo al hecho de que ella no es un “objeto de saber”, sino lo que está en juego en todo saber. Semejante interiorización de la muerte termina no obstante fraguando un saber incontinente, una Razón omniinclusiva incapaz de dejar ser a lo otro de sí en su —irremisible— alteridad. Porque, en el cosmos cristiano, la muerte es menos muerte —menos fatal— si se le adscribe un sentido. El sacrificio de lo mortal ha de ser un sacrificio útil, práctico, rentable. La mortificación —la abnegación— es el precio de la redención, porque de lo que se trata en todas estas estrategias es precisamente de libe-rarse del cuerpo, de vengarse de la (fugacidad de la) vida. Montaigne, Nietzsche, Blanchot, entre otros, mostrarán el revés de la estrategia: la muerte como fulguración, como lujo, como posibilidad radical de lo hu-mano.

Esta situación nos remite forzosamente a Hegel. En cuanto pen-sador del cristianismo, Hegel piensa en términos de resurrección. Y, en cuanto pensador moderno, lo hace en términos de comunidad. El cris-tianismo es la “religión revelada” porque en ella se consuma la profa-nación de la naturaleza —de la inmediatez, de lo “sagrado”— en nom-bre del espíritu — de la cultura, de la eticidad, de lo “santo”. En la sen-da de Kant, y en contrapunto con el judaísmo, el reino de la Ley sólo puede existir si es asumido por individuos autónomos. Tal asunción es tarea de la razón, o, en terminología cristiana, del “amor”: Jesús es la invención del sujeto, la identidad (mediada) entre la inclinación —la naturaleza— y la Ley — el espíritu. El sistema de Hegel —el cometido de toda filosofía— consiste en absorber la finitud en el desterritorializa-do vientre del espíritu, en declarar nulo al existente finito. El escándalo de la cruz remite a esta anulación, a esta muerte de la muerte. La ra-zón es la presencia de lo infinito en el hombre finito — una finitud que es preciso negar a fin de que la razón pueda realizarse, para que el espíritu sea “en su comunidad”. El espíritu ha de liberarse del lastre de la materia, la sociedad ha de desalojar la accidentalidad de la naturale-za — si lo que busca es reconciliar lo que su propio despliegue desga-rra. La muerte de lo particular encuentra su sentido en la resurrección de lo universal. El Fénix (Occidente) sólo resucita de sus cenizas, de la combustión de lo combustible. Una y otra vez, Hegel reconoce la exte-rioridad — mas sólo como un momento de la interioridad. Lo divino es que todo —en el fuego de la razón— sea revelado... pues las cenizas cenizas permanecen. Las cenizas, es decir, lo finito, lo sensible, lo ani-mal, ese gozo y ese dolor que sólo en la comunidad del espíritu y para ella cobran verdadera existencia. Hegel —el saber absoluto— cumple lo que en la religión funge como promesa.

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Pero un cumplimiento que, extrañamente, prevalece bajo un horizonte en el que la promesa de reconciliación es experimentada ahora como una suerte de amenaza. Quizá el tiempo de la plena etici-dad está pospuesto hasta que se encuentre el modo de reciclar todos los residuos que el proyecto sin cesar arroja al mundo. La polémica sobre la secularización ofrece argumentos que nos permiten sospechar que ahora se vive en las ruinas —realizadas— del proyecto. Weber des-cribiendo las formas en que ese destino, decidido ya desde la mixtura de profetismo hebreo y de racionalismo griego que caracteriza a Occi-dente, se viene cumpliendo empíricamente. Löwith observando la pro-gresiva introyección de la escatología cristiana en la historia profana. Heidegger rechazando el teorema de la secularización —que se mueve en un plano religioso— para remontarse a un suelo más primigenio, a las decisiones que abren el espacio de la metafísica y del nihilismo. Blumenberg intentando poner de relieve los aspectos inéditos del mun-do moderno, su discontinuidad respecto del pasado. Arendt enfatizan-do el carácter íntimamente contradictorio de la modernidad, un pro-yecto de conquista que se paga con la alienación del sujeto. El fondo de esta polémica es, como hemos visto, la realización (perversa) del proyecto, la ambigüedad de una época cuya religión consiste justa-mente en la remoción de lo sagrado. En tal sentido, el cristianismo aparece más como una política (provista, en cuanto tal, de elementos numinosos) que como una religión. Cuando el hombre en general es colocado en el centro de la representación, el resultado no puede ser otro que el sacrificio útil, racional, productivo, de la naturaleza (interna y externa).

Línea de fractura, la modernidad no tiene un solo rostro. Es en sus negaciones y revueltas donde florea momentáneamente su identi-dad, es en sus nostalgias donde asoma quizá lo más propio de sí, es en lo que le hace falta donde mejor se reconoce. La esencia de esta época es la quiebra, la crisis su estructura, la discordia su reposo, la borradu-ra su imagen, la huida de sí su meta. Al apostar por la centralidad ab-soluta del sujeto, la modernidad se abisma en la abertura que la funda: decae en la infinita opacidad, en la intratable viscosidad de todo aque-llo que para sostenerse ha de rechazar. Lo moderno es el tiempo de la dislocación de los tiempos — que sueña irremisiblemente con su cum-plimiento.

Cuarto. Por convención, se admite que la modernidad es un proceso de desencantamiento y desacralización del mundo. Sin dejar de reco-nocerle sus méritos, también suele cuestionársele por ello. Pero hay críticas de la modernidad que identifican a esta época con una (deplo-rable) sacralización del mundo (profano). Podrán multiplicarse ejem-plos de variantes discursivas que coinciden en la postulación de un

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“más allá” de la modernidad cuya meta final es reafirmar la autoridad de un ego que se imagina dueño del ser o bien que intenta huir de él merced a diversas operaciones de antropomorfización de lo numinoso. El primer ejemplo lo suministran las apologías (ilustradas) del mono-teísmo, como la que propone J. B. Metz. Es éste un “horizonte irrenun-ciable” si se quiere permanecer fiel a una idea del hombre que le redu-ce al estatuto de animal político. La deidad trascendente, en cuanto que (inviolable) centro dador de sentido, es condición de obediencia, es decir, garantía de control social, un control que la proliferación míti-ca que acompaña a la modernidad no da muestras de garantizar. No obstante, esta defensa parece completamente irrelevante cuando ad-vertimos hasta qué punto el monoteísmo se encuentra íntegramente realizado en el imperio tecno-científico. El segundo ejemplo puede ser el del “nuevo espíritu científico” (Dumézil, Corbin, Jung, Eliade), un “nuevo humanismo” centrado en una presunta esencia religiosa del anthropos que la razón ilustrada debe reconocer y admitir en pie de igualdad. Sin embargo, la perspectiva excesivamente optimista de este nuevo paradigma da fe de una profunda ceguera ante el carácter cons-titutivamente escindido de una expresión como “naturaleza humana”. El tercer ejemplo (M. Meslin) es el intento de fundar una ciencia de las religiones que consiste en una enésima vuelta al monoteísmo: lo numi-noso —lo radicalmente Otro— cede educadamente su sitio al Tú (di-vino). En general, una trama (onto)teo-lógica sigue en todos estos ca-sos sirviendo como soporte (¿inconsciente?) de una más o menos mo-dernista e ilustrada urdimbre científica. Por ello, como cuarto ejemplo, habrá que remitirse a los resultados de la sociología de la religión — y, para el caso, de la sociología en general. La ciencia, teología encarna-da, hereda los halos mistéricos de la religión, llevándola, a pesar de amenazarla, a cierta perfección. Toda racionalización engendra sus fantasmas familiares. Más aún: la ciencia se ve forzada a aceptar que la razón sólo puede asentarse en lo irracional. Paradójicamente, la ra-zón sociológica desemboca en el reconocimiento de un núcleo imper-meable a toda racionalización — haciendo de ello, no obstante, objeto de su propio saber.

La discusión sobre lo sagrado exige necesariamente una incur-sión sobre el problema del mal, sobre el mal en tanto que problema. Es posible mostrar que el mal no se encuentra excluido de lo sagrado, ni es lo contrario del “orden”, sino que, en cuanto resultado de la incon-mensurabilidad entre el deseo y la realidad, forma inestable pero nece-saria unidad con el bien. De hecho, en la modernidad se producen in-sólitas reversiones entre uno y otro: el caos puede ser “mejor” que el orden, la claridad meridiana tendría que dar paso a cierta oscuridad, etc. Pero, en general, el mal es banalizado hasta el extremo de conver-tir el dolor (o el placer) en mero espectáculo, lo cual termina por quitar al mal su carácter “normal”. En breve: el mal pertenece al orden que

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sólo en apariencia le rechaza y exorciza. La postura de cierta fenome-nología religiosa sirve como medio de contraste para ilustrar otras aproximaciones: la religión no es una “respuesta a interrogantes eter-nos”, sino un modo de generar y eludir determinadas cuestiones; no es una forma de “salvar al hombre de la desesperación” sino un conjunto de propuestas cuyo incumplimiento suscita desasosiego y angustia, etc. Si las religiones “salvan”, lo hacen bajo el supuesto —introducido por ellas mismas— de que la existencia humana y la vida son una es-pecie de prisión.

Que lo sagrado sea lo contrario de lo santo es, por otra parte, una profunda convicción del monoteísmo hebreo. La modernidad no es desacralización, sino, por el contrario, recaída en la inmanencia sagra-da del anónimo hay. En este sentido, el antídoto propuesto por pensa-dores como Emmanuel Levinas no es filosófico, sino ético-religioso: ya no se trata de la libertad (de uno), sino de la responsabilidad (ante el otro). La pregunta de la ontología (¿porqué el ser y no más bien la nada?) es reemplazada por la pregunta moral: ¿porqué (hay) el mal y no —mejor— el Bien? Pero el desvío ético por la trascendencia del “otro-ahí” no elude la ontología, sino que la lleva a su paroxismo: la infinita nostalgia de la presencia total de aquello que el signo difiere sin remedio conduce directamente a la petición de un nuevo funda-mento (un neues Denken dirá Rosenzweig) que revelaría la “incurable alergia hacia lo Otro”. El pensamiento judío, que se presenta como una alternativa a la ontología griega, al idealismo y a la modernidad, no deja de ser por ello uno de los polos en que se despliega la línea de fractura que, como se ha dicho, es propiamente Occidente. También en este pensamiento de la trascendencia absoluta asoma la alergia a lo sagrado en cuanto indisponibilidad y ausencia. La crítica a la moder-nidad es interior a la modernidad porque permanece en una órbita me-tafísica, esa misma órbita de la que Nietzsche y Heidegger, con éxito desigual, intentarán zafarse.

Quinto. En oposición a este horizonte, parece necesario esbozar algu-nas figuras de la compleja subversión nietzscheana. Ya no se trata aquí de una mera “crítica”, sino de una suerte de re-iteración paródica de la traza metafísica a fin de propiciar una irrupción de la diferencia y de la corporeidad en la piel de la palabra, en la experiencia del pensar. La filosofía se destaca contra un fondo mítico sin abandonar esa vocación esencial consistente en someter el cuerpo al dictado del espíritu, en asentar el despotismo de la moral —la tiranía de lo idéntico— sobre la plural opacidad de la physis. Nietzsche remonta esta (de)cadencia abriéndose a una experiencia trágica que suspende la exigencia de reconciliación y que hace de la muerte de Dios uno de los enigmas car-dinales de la existencia humana. Un enigma, pues se trata de adivinar

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su sentido al margen y en contra de la solución dialéctica, que, como se ha dicho, pone a la muerte —a lo negativo—al servicio del proyecto. Hay una muerte de Dios (del Dios-Seguridad) que es más bien una transmigración, una capilarización de la trascendencia, un desplaza-miento de lo divino hacia todo un enjambre de garantes mundanos, cuya “trinidad” serían la Ciencia, el Capital y el Estado. El Dios que asegura la preeminencia del Debe sobre el Es —el Dios que juzga la vida— permanece oculto tras esas máscaras. Por otro lado, hay una muerte de Dios (del Dios-Verdad) que representa una liberación de las fuerzas sometidas: la disolución del “mundo verdadero” —tan sólo una ilusión convenida— permite una afirmación incondicional de la vida, una redención del azar que la constituye. Esa muerte significa que el discurso-de-la-verdad desemboca exclusivamente en la verdad-del-dis-curso. Ese Dios-Moral que se refugia en lo universal —en la nada— lle-va en sí mismo su propio antídoto: el mundo edificado en y con el mie-do a la (irremisión de la) vida termina destruyéndose a sí mismo. Ese Dios no es una proyección de atributos humanos, sino una alucinación derivada de su incapacidad para mantenerse en la inmanencia de su vida, una introyección de la impotencia. El fundamento último coinci-de, en su confín, con la ausencia de fundamento. La frase Dios ha muerto anuncia así un nuevo espacio para el pensar. Nietzsche se pre-gunta si el Dios de la moral y de la metafísica no es sino una metamor-fosis perversa de lo sagrado inmemorial, pre-religioso, innombrable. Un Dios-Misericordia que termina asfixiado por su propia compasión (pues ha decidido juzgar el sufrimiento como ajeno a la vida); un Dios-Vigi-lante que muere a manos de los hombres (pues ante su mirada impla-cable e incesante todo es fealdad); en ambos casos, un Dios exterior al devenir que se imagina en posición de juzgarlo, de reducirlo a mero instrumento de realización del Absoluto.

Dionisos da nombre a esa divinidad secreta, furtiva, plural, ínti-ma, individual, extática e incomunicable que aquél Dios racionalizado, principio de totalización y conciencia incesante, intercepta. Dionisos no es un Dios exterior al devenir, sino el modo en que están enlazados los extremos. Lo divino no es el Todo, porque no “hay” totalidad — y por-que la voluntad de poder no es omnipotente: lo divino es, precisamen-te, la imposibilidad de representarnos la existencia como un Todo: la quiebra de lo Idéntico, de la unidad del Principio y del Fin, la derrelic-ción de la mirada exterior: lo inasequible. En rigor, para Nietzsche lo sagrado no es lo real, sino el sentimiento que sueña el imposible nexo que mantiene juntas a todas y cada una de las cosas que (nos) pasan. Un sueño instantáneo, una interrupción del tiempo orientado por la conciencia y el trabajo, un —pasajero— estado máximo de las fuerzas. Lo sagrado incluye su decadencia, su paso. Es la “alegría ante la muer-te” que deriva de una asunción de la extrañeza, la incertidumbre y la desposesión. Es, por darlo en una fórmula, la afirmación incondicional

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e ilimitada del devenir, porque la existencia simplemente no es una prisión: lo sagrado es “como una ventana de luz que se abre sobre la noche”. La vida no reclama ninguna redención, ninguna justificación — sólo necesita ser afirmada.

Abierto a lo desconocido, el gesto de Nietzsche sigue siendo un modo de conocimiento. Un saber de la vida, es decir, un saberse y que-rerse mortal. Lo divino está de este lado, que es emergencia y decai-miento, forma y disolución. Lo que redime a este mundo es aceptarlo en su irremisión; nada hay en el más allá que sea digno de emoción o alabanza, nada qué amar. El saber de Nietzsche es trágico porque in-tenta resistir la calumnia de la metafísica contra todo lo que, por apa-recer, se extingue. Por ello, la frase Dios ha muerto puede leerse me-nos como un acontecimiento exterior que como un destino: el Dios que muere ha estado, de siempre, muerto, es la muerte, un cadáver meta-físico. Un concepto — ante el cual todo devenir se fuga y se vuelve irri-sorio. La afirmación incondicional de la vida implica así “fidelidad al espíritu de la Tierra” (amor a lo que perece) y anhelo de eternidad (anulación del pasado inmodificable). La redención del azar no se pro-duce en la circularidad del tiempo, sino en el relampaguear del instan-te, fulguración que anula de golpe toda la duración concebida como “imagen móvil de la eternidad”. Instante trágico y finito, alteridad re-comenzante, abismo, experiencia decisiva, morada del hombre y labe-rinto de su andadura.

Sexto. La muerte de Dios, como se ve, constituye la condición indis-pensable para abrirse al pensamiento de lo sagrado. También Heide-gger arranca de este presupuesto. Se trata de pensar aquello que ha sido negado: el dolor, la muerte, el amor. La amenaza consiste en creerse —en quererse— a salvo merced a la voluntad (es decir, a la técnica). El peligro consiste en eludir el peligro. Heidegger atiende a la palabra del poeta justamente porque habita en el riesgo y el peligro: en lo abierto. Porque la esencia del hombre no reside en él, sino en la solicitación que procede del ser. Y su naturaleza no consiste en domi-nar la naturaleza, sino en ser “el huérfano del ser”. Pero su pertenen-cia a él se verifica en el lenguaje. El ser puede pensarse a condición de saber que al darse se retira. Es el silencio que late en el decir verdade-ro. El ser no es Dios, porque el “ser supremo” es un concepto lastrado por el valor. A lo sagrado no se llega por las vías paralelas de la metafí -sica y la teología, sino descendiendo a la pobreza del ec-sistente. Hay que pensar antes la verdad del ser, y ello no tiene eficacia alguna por-que lo que se busca es dejar que las cosas advengan a la palabra. En la palabra poética el hombre está en lo que Heidegger llama la aurora de lo sagrado. Lo sagrado no es “el bien”, sino la presencia de la au-sencia, el ser de la nada, la extrañeza propia de la cercanía y la senci-

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llez. El hombre no tiene que dar razón de su existencia, ni tampoco justificarla, sino acogerse a la diferencia entre el ser y lo ente, por lo cual su palabra —suspendida, aporética, tentativa, múltiple, itinerante, aquiescente, vulnerable, fallida... — aparece menos como propiedad suya que como “prenda del lenguaje”. Lo sagrado es la abertura, la falla, el claro, lo que mantiene unidos-en-su-diferencia a los cuatro ex-tremos del mundo. Caos, abismo, a-letheia.

Para Heidegger, Lethé es anterior a toda a-lethéia. El oculta-miento y el olvido no sólo pertenecen al ser, sino que son anteriores al claro. Y si Platón, inicialmente, lleva a discurso la borradura de ese ocultarse del ser, es Nietzsche quien lo consuma. A pesar de todo, Nie-tzsche sigue situando al hombre en el centro del ser, sigue sin poder acogerse a la diferencia entre el ser y lo ente. He aquí un ejemplo. La afirmación incondicional de la vida pasa por la experiencia del Eterno Retorno, el pensamiento de pensamientos, el peso mayor: la afirma-ción simultánea de la felicidad y del dolor. La tragedia comienza con esa afirmación de los extremos, con el fin de la ilusión de un lugar aparte: no hay nada seguro. La enseñanza del eterno retorno consiste en saber que la eternidad está en el instante. Imaginar el ente en su totalidad como eterno retorno equivale a concebirlo como caos — lo cual impide “humanizarlo”, es decir, moralizarlo. Impide, en una pala-bra, representarlo. Heidegger indica sin embargo que “caos” sigue siendo una humanización de lo real. La idea del eterno retorno es inca-paz de romper la lógica de la representación porque se mantiene refe-rida a un sujeto (humano). No hay palabra que escape de la humaniza-ción del ente. De cualquier manera, el pensamiento del eterno retorno marca una discontinuidad (interna) en la historia del nihilismo. En su torno cristaliza el proyecto nietzscheano de invertir el curso entero de la filosofía. Pero oponerse a la metafísica, dice Heidegger, es un movi-miento metafísico. Ni la remisión al instante como de-cisión, ni la exi-gencia de remover el nihilismo, ni el recurso al eterno retorno escapan al horizonte de la metafísica, porque en Nietzsche la estructura del preguntar sigue impensada. La metafísica pregunta por el ente como ese Uno que no admite ningún Otro. Termina por ello confundiendo al ser con algún ente. La operación de Nietzsche conjunta a Heráclito y a Parménides: el ser del ente es el devenir. Se remonta al inicio, pero no abre un nuevo espacio al pensar. Si se pregunta: “¿qué es... ?” cual-quier respuesta será metafísica — y teológica, pues “¿qué es el ser?” remite por fuerza a un supuesto “super-sujeto” ante el cual la totalidad de lo ente podría desplegarse, podría re-presentarse. Ante el héroe, la tragedia; ante el semi-dios, la sátira; ante el dios, el mundo.

Heidegger desconstruye el texto nietzscheano revelando en sus nudos discursivos un orden metafísico. En su crítica a la primacía de la razón y de la representación en la tradición filosófica, Nietzsche sólo puede oponer el cuerpo y el deseo (la voluntad) — lo cual tiene por

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resultado revelar que la esencia de la subjetividad es voluntad de po-der, ansia de disposición del ente (Heidegger no distingue entre poder y dominio), voluntad de voluntad. El hombre sigue siendo la medida de todas las cosas, el fundamento del ente. La verdad es la verdad del dominio. Nietzsche, enfrentándose a la metafísica y al cristianismo, no hace otra cosa que revelar(nos) sus entrañas. Por su parte, Heidegger ha insistido una y otra vez en que toda verdad y toda presencia están cruzadas por una inexpugnable “sombra”: la extrañeza en medio de lo más familiar, la oscuridad en el centro de la luz. De allí, quizás, el arriesgado (re)torcimiento a que somete a todo el lenguaje.

De allí, seguramente, la dificultad de localizar el texto heidegge-riano. Si no es ciencia y no es metafísica, ¿es religión? De hecho, se han producido apropiaciones teológicas de su pensamiento. Pero lo esencial es que sus referencias a lo divino, marcadas por Nietzsche y por Hölderlin, se verifican sobre el fondo de la muerte y de la ausencia. Heidegger piensa bajo la sombra del primero sin acompañarlo hasta el final del camino, porque no se trata de invertir la tradición, sino de abrirse a su impensado. Y lo impensado de la metafísica —del nihilismo— es, justamente, la nada: la finitud, la muerte. El Dasein habita en lo innominado, la muerte es lo propio. La noche del mundo no cesa con un retorno a la fe. Es preciso encarar el abismo. Es preciso permanecer en la ausencia y la lejanía del Dios. Es en la noche más profunda donde aparecen las estrellas. Hölderlin proporciona a Heidegger un lenguaje que no encontró en Nietzsche, un ámbito otro para la pregunta. La muerte de Dios no basta —siempre se puede usurpar su trono—: es necesario pensar en la ausencia del dios, allí donde nada está decidi-do. La palabra poética da fe de esta retirada: lo desconocido es su me-dida, y por ello revela el misterio — sin anularlo. Ella preserva la huella de lo invisible. Lo sagrado en su doble faz —terrible, fascinante: entre el dios muerto de la metafísica y el divino que nunca llega— es el es-pacio para la experiencia del pensar, no para el desplegarse de la ra-zón. Y es precisamente en la máxima indigencia donde puede producir-se el “giro”, la torsión hacia ese afuera del pensar-de-lo-ente. Lo divino no es el ser, sino una de sus cuatro “regiones”, junto con la tierra, el cielo y los mortales, el “juego de espejos” que hace que las cosas más “simples” resplandezcan en su simplicidad; lo divino es un modo de aparición del ser — que se oculta. A su vez, lo sagrado —el poema— es sólo la cercanía (distante) de lo divino, el claro donde se da el cruce entre los cuatro extremos del mundo, la frontera que separa a los dio-ses de los mortales, el canto a la fuga de lo divino, la respuesta a un llamado que escapa al deseo porque viene del silencio y del misterio, espacio abierto, expuesto al viento de la “existencia desnuda”, expre-sión de lo callado. La poesía está así al margen de toda “revelación establecida”, porque lo sagrado es un ad-venir que nunca clausura la pregunta. El poema es una exposición a lo divino, una inserción en la

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tierra, una apertura del mundo y una fundación del ser-ahí. Su función es retener la huella en tanto que huella. Lo sagrado adviene a la pala-bra, pero no cabe en ella, pues lo que media no puede a su turno ser mediado: porque es lo in-mediato. El poema no puede traer a lenguaje esa inmediatez, sino abrirse a la extrañeza. El sueño es divino aunque no se sueñe con dios alguno: es la fiesta de no querer el querer sino de escuchar la (silenciosa) voz de lo intacto.

Séptimo. ¿Qué hay después de Nietzsche y de Heidegger? ¿Qué otros textos podríamos interrogar? Lo que se ha visto hasta aquí es cómo lo sagrado (nocturno, materno, chtonio, retráctil) tiene que ser exorciza-do por el divino logos (Freud), que es como una —redentora— luz diur-na: Edipo contra la Esfinge. Pero lo que también se ha visto es que este combate tiene por resultado no una reducción de lo sagrado, sino una interiorización de la fisura: el héroe se resquebraja por dentro. El concepto no puede borrar la mancha: él mismo se contagia y se sacra-liza para lograrlo. Lo reprimido no se extingue. El Proyecto de Dominio mina desde dentro al sujeto que lo concibe — y al mundo que en su acción se despliega. El sujeto está mutilado, lo real es (sólo) un signo. La metafísica objetivista desemboca en la “semiosis infinita”, como la llama Carlo Sini. Pero lo que no es signo es el “evento” del signo, la apertura del espacio de la interpretación. Esta apertura no es “lo abso-luto” ni lo “suprasensible”, sino, al contrario, el tiempo, es decir, la ca-ducidad. La metafísica objetivista de la ratio simplemente se priva de pensar las cosas en cuanto que cosas. Todo su exterior se vuelve indi-ferente — ella esta cegada a su propio “afuera”, que es concebido como mero “enfrente”. Al final, la voluntad de saber que desencanta al mundo termina desencantándose a sí misma. Y es que la técnica es la verdad de la religión: producir almas para domesticar a los cuerpos. Terrorismo “pedagógico” que “libera” al cuerpo (gracias a la invención del alma) y al mundo (gracias al despliegue de la historia). En realidad, pensar el ser como presencia constante equivale a encadenar(nos) al pasado. Sini llama a esta esclavitud la “estrategia del alma”, que, in-ventando una suerte de naturaleza interior, hace del cuerpo su “otro”, su instrumento. Los signos se convierten en medios de comunicación, las cosas se conciben en cuanto entidades abstractas, matemáticas. Lo que esta estrategia de remoción del animal amenaza es justamente la apertura del espacio de la interpretación, el darse (el “evento”) del signo: el juego del mundo. El sacrificio no desaparece, sólo queda su-blimado, sólo se ha “civilizado”. Si se trataba de conjurar a la violencia, ésta retorna emboscada en la violencia del logos — que por no ser mortal (es decir, por ser lo contrario del cuerpo) amenaza como violen-cia absoluta.

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Una segunda línea de reflexión que puede ser explorada es la de Maurice Blanchot, que somete a la pretensión filosófica del “existo” (y a todo lo que en ella se pone en marcha) la experiencia desnuda del lenguaje. El lenguaje no puede “decir la verdad” —del hombre, del tiempo— pero en su relampaguear “deja ver” el nacimiento y la muer-te. Pensando en el lenguaje como escritura (es decir, violencia, inscrip-ción, truco, simulacro), Blanchot reconoce en su plenitud su propia nu-lidad: el poder absoluto en la impotencia radical. La pregunta por la literatura planta de lleno en la (imposible) relación de la vida con la muerte. Por el lenguaje disponemos de las cosas — pero prescindiendo de ellas, de su materialidad: el significado suprime las cosas para “dár-noslas”. El lenguaje nos da exactamente aquello que nos arrebata. La verdad del lenguaje —la verdad del arte— remite a la mirada de Orfeo. Lo profundo —la noche— nunca se entrega “de frente”, sino disimula-da en la obra. Nombrar es negar la materialidad inasible de lo que es — y por ello es como un asesinato diferido. Lo que habla en la lengua es la ausencia, la “posibilidad en obra” de la muerte. El lenguaje se pone “allí donde el ser ha sido tachado”. Las palabras “empiezan por el fin”... de las cosas. Gracias a ello, la literatura podría mantener a la muerte en el horizonte, ese poder de negación que en ella persevera disolviéndose. De todo esto extraeremos una lección: la muerte es la (única) posibilidad de ser hombres, y cualquier cosa que nos invite a salvarnos de ella, a salir de ella, cualquier redención que anule la muerte es una invitación a cerrar todas las salidas. La red que se teje entre el lenguaje y la muerte afecta esencialmente a la idea de comu-nidad. Si, como se ha visto, en la metafísica el lenguaje se reduce a mero “medio de comunicación”, cualquier alteración o distorsión afec-tará a la “esencia comunitaria” de los hombres. El lenguaje, según esto, se opone a la violencia. Pero entretanto los presupuestos de esta metafísica se han deteriorado. Ni es seguro que el hombre tenga una “esencia”, ni el lenguaje tiene una connotación “ética”, ni la compren-sión consiste en “apropiarse del otro”. Benjamin ya había señalado que lo indecible —el silencio— no es exterior, sino interior al lenguaje, cosa que impide hacer de éste un instrumento neutro para transmitir men-sajes dentro de una intersubjetividad preexistente. En suma: en el len-guaje se plasma —adviene— lo incomunicable. Y si el lenguaje es esa fuerza de anulación, su nexo con la violencia es esencial. Blanchot no pretende “extirpársela”, sino, multiplicándola, volverla contra sí mis-ma: el poder de negación puede trocarse en negación del poder.

Del horizonte del signo es factible saltar al del símbolo; el recur-so al arte —a lo “simbólico”— en la historia de Occidente manifiesta esa voluntad de re-mediar lo que el proyecto de domesticación de la particularidad salvaje disloca, escinde y opone (cuerpo/alma, instinto/inteligencia, sensibilidad/razón). El símbolo aparece como bisagra que atenúa la disyunción, como “luz enturbiada”, como encuentro de los

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extremos, como índice de lo sagrado. ¿Es el re-medio, el punto de equilibrio entre la fusión de la animalidad y la integración de la razón? El símbolo es pensado como el pliegue, la diferencia, la fricción, la dis-tancia que media entre esos extremos sin con-fundirlos, algo así como una idea-sensible. Otra vez: cortocircuito, relámpago, instante en el que fulgura la ausencia, la retirada del dios. Esta fulguración, no obs-tante, reclama su (dis)cernimiento, su dramatización, dando origen al mito y, en su cristalización lógica, a la filosofía.

Octavo. Todo lo anterior nos induce a abordar el polémico e inestable vínculo de la filosofía (entendida grosso modo como “voluntad de siste-ma”) con la literatura (concebida también grosso modo como “exposi-ción a lo abismático”). La literatura se va constituyendo un poco al margen y a la contra de la filosofía, un poco con sus restos, con su par-te excluida. En la historia de la metafísica, la “literatura” casi podría definirse como la parte manchada, transgresiva y demoníaca del len-guaje. Quizá esta oposición esté un poco “trucada”, pero vale para ejemplificar actitudes posibles —simétricas— ante esa “multiplicidad ciega carente de concepto” a que se refería Hegel en la Ciencia de la lógica. (Es decir, no se trata de sostener que la filosofía sea de por sí “voluntad de sistema” y que toda literatura sea “angustia del singu-lar”, sino de reconocer en sendas características algo así como la voca-ción dominante en una y otra). Podría decirse que la literatura es el lenguaje asumido en su propia ab-errancia, en su incapacidad de esta-blecer un orden universal, en su nostalgia del silencio: el lenguaje pen-diente de la “parte insensata del alma” según la expresión de Platón, allí donde no puede decirse (propiamente) nada y donde no hay (ni siquiera) el poder de callar. De allí su afinidad con el mal y con la muerte, con el reverso de la Ley. De cualquier modo, la literatura no sería “lo contrario” del imperio de lo universal, sino el espacio (neutro) donde esa polaridad termina borrándose. La esencia de la literatura, como dice Blanchot, es su inesencialidad. Y su “lugar” es ese borde donde, como dice Bataille, “azota la violencia” y se pierde toda cohe-sión. Es el “abrirse de la noche”, pero una “noche impura”. No es un pasaje a lo otro, sino la intersección entre lo humano y lo que le reba-sa. En ese límite que es precisamente la muerte de lo divino y la expo-sición a lo sagrado — allí donde no llegan los dioses. Blanchot —a dife-rencia de Heidegger, que continúa pensando el lenguaje en términos de “morada”, de “conjunción de signos”— sugiere que el lenguaje re-mite sin remedio no a un origen, sino a la falta de origen, a la ausencia de centro. La literatura responde a lo que desaparece, a la di-vergen-cia del ser respecto de sí mismo, a su fisura. Pero estar abierto a lo que se hunde es precisamente la clave de su permanencia. En este sentido, lo sagrado mienta lo particular — que emerge y se extingue.

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Eso que la Idea (Hegel) declara “error, turbiedad, opinión, esfuerzo, arbitrio y caducidad”. En la literatura —en la poesía— habla la alteri-dad. (Aunque debe decirse una vez más que la filosofía no está impedi-da “genéticamente” para alojar lo impensado de y en su historia mis-ma, convirtiéndose en una “ontología de la facticidad”). Pero en cual-quier caso es un hablar imposible, porque el singular concreto, el esto es justamente lo que el lenguaje, todo lenguaje, para ser, aniquila. Pues lo que el poema dice no es (el) esto, sino su propia decibilidad — aunque en ella, enigmáticamente, resuena lo no dicho.

Y ello nos lleva a Georges Bataille. Éste se sitúa fundamental-mente con relación a Hegel: el sistema del saber absoluto no tiene más función que “conjurar la locura” mediante el trabajo (dialéctico) de la muerte. Y con relación a Nietzsche: no hay ni origen ni modelo ni centro inmóvil, sino una infinita repetición (paródica). El proyecto de Bataille es acoger en el discurso lo que el Proyecto excluye: menos una antropología que una heterología, que comprende a lo humano en su ambigüedad, su duplicidad, su “escisión ontológica”, en su “tensión esencial”. Lo “propio” del hombre es todo lo que resulta capaz de sa-carle de quicio, a saber, “la conciencia y la angustia de la muerte”. Me-nos que una esencia, lo humano es por ello una tensión sin resolución. (La escritura es en este sentido el lugar donde la angustia podría trans-mutarse en delicia). En este plano, el problema de la religión alcanza una importancia crucial. Bataille opone una economía sacrificial (que identifica en la muerte el “fulgor” de la vida) a una economía de la sal-vación (que es la intrusión del orden profano en lo sagrado): en la pri-mera no se espera retribución, mientras que la segunda es sólo una transacción. Lo profano es el orden de la razón, es decir, del proyecto, de la subordinación del instante a un resultado futuro: es el orden que asegura la supervivencia; junto a ese orden, contra él, persiste lo sagrado, que consiste por un lado en la generosidad apasionada y por otro en la imposible nostalgia por la naturaleza negada. El sacrificio no necesariamente equivale a “matar”, sino a abandonar y dar. Si lo sagrado es violencia, lo es en virtud de exigencias profanas. Lo sagra-do es la abundancia, el dispendio, la prodigalidad — la inmanencia. La invención de Dios responde a la incapacidad de concebir la muerte como condición —y fulgor— de la vida, a la búsqueda de una duración a salvo de toda destrucción: es la caída en la servidumbre. Allí no se puede amar, porque sólo se ama lo que perece. Para Bataille, lo que el mundo homogéneo, profano, ha de desalojar para constituirse es me-nos la “naturaleza” en general que uno de sus aspectos: su mortalidad. La soberanía escapa del miedo a la muerte porque, al ser afirmación del instante, impide la utilización de la muerte que está en obra en la subordinación al futuro. De lo que se trata es entonces de dejar de su-blimar: dejar que “lo bajo permanezca en su bajeza” — humillar a lo Más Alto. Escribir para que al caer en el libro no pueda salirse nunca.

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Hegel enarbolaba la ilusión de una espiritualización (sin residuos) de la materia, una curación de la fisura constitutiva; Bataille opone a esa ilusión esa llaga incurable que es el cuerpo. La obsesión de Occidente es el Uno, cuyos nombres pueden ser Dios, Razón o Naturaleza, y, en cualquier caso, un “tranquilo reino de leyes” — pero el universo real puede prescindir de toda unidad, sustento y justificación. Dios —y el “Bien común”— se hacen coincidir porque, a fin de asegurar la supervi-vencia, es preciso poner lo sagrado a trabajar. Es decir, pasar de la soberanía a la servidumbre. Pero este paso no se sostiene, porque la existencia humana no sólo consiste en conservar la vida, sino en inten-sificarla — y no hay intensificación sin peligro. La poesía coincide así con lo sagrado, porque lo sagrado nos arroja fuera de nosotros mis-mos, porque allí se comprende que la muerte no es lo contrario de la vida. Lo poético es lo impolítico — la esencia de la religión es política, poder de sumisión. Lo poético es despertar a (en) la noche. “Dios no es el límite del hombre: es el límite del hombre lo que es divino”.

María Zambrano ha sugerido que lo divino —la imagen, la pala-bra— es necesariamente una transacción entre lo sagrado (inhumano) y la existencia propiamente humana. Los dioses pacifican el terror hu-mano ante lo desconocido, dándole una vía de escape al delirio. En Grecia conviven los dioses de la transparencia con la experiencia trági-ca que remite no a la luz racional sino a la “caverna ciega” de la pa-sión. Y en ella emergen también la poesía, abierta a la pluralidad de lo sensible, y la filosofía, empeñada en encontrar la unidad por debajo de lo múltiple. El triunfo de la filosofía coincide con la entronización del logos, de un dios abstracto que satisface a la inteligencia mas no a la sensibilidad. Ello abre la exigencia de una divinidad pasional, una dei-dad que se conmueva con los hombres, que muera con y por ellos. Un Dios que pueda ser amado, y que en tal virtud esté presente a los hombres. Pero esa exigencia no puede ser satisfecha, porque lo huma-no es la posibilidad misma de la desviación. No es necesario, después de todo, fundar comunidad en un origen común, sino en la falta de ese origen: en la orfandad. Después de todo, “sólo podemos despertar hundiéndonos en nuestro sueño”, como reconoce también María Zam-brano: el poema como una flecha perdida en la noche (Bataille) que se abre a lo desconocido y se mantiene en la penumbra, aquello que per-siste afuera aun cuando todo se ha abarcado (Pessoa).

Coda. El eje de toda la interrogación ha sido, en breve, la actitud ante lo irremediable — y su faz positiva: la tentación de lo eterno. Occidente —la filosofía— es el intento de privar a la muerte de sí misma para convertirla en poder esencial de privación. Lo inmediato es imposible — para los mortales y para los inmortales. Nuestra relación con lo sagrado ¿exige una sola cosa: rodearlo de infinita reserva? Lo sagrado es el esto — que retorna como amenaza. Levinas ha sublimado —ha-

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ciendo de lo Otro un “rostro”— la espantosa viscosidad del hay. (El es-píritu es la capacidad de transformar la ausencia en presencia, la in-sensatez en sentido y la pérdida en trabajo). Lo inmediato es imposi-ble, pero no trivial ni indiferente: es la cuestión de la cuestión, la “cosa” del pensar. El lenguaje no es la “casa” del ser, sino el “espacio de su retirada”, su fuga. Lo inmediato es la carne, el cuerpo que se opone a las leyes del espíritu. El poema no puede decirlo — pero es esa imposibilidad en acto. La poesía nos alimenta y nos aniquila, nos da la palabra y nos condena al silencio: es una búsqueda del sentido —de la realidad— que ella misma expele.

Es el habla de la muerte baldía, el habla del solo nada — que nada pide a cambio.

Epílogo. La pregunta “nace” de un texto de Blanchot, y desemboca en Bataille porque su concepción de lo sagrado ofrece una síntesis muy instructiva —acaso la más instructiva— para situar (problemáticamen-te) a Hegel, a Nietzsche, a la etnología y, de manera oblicua o tangen-cial, a Heidegger. Observaremos cómo la cuestión de lo sagrado se desplaza irremediablemente desde las ciencias hacia la filosofía y de ésta hacia la literatura (o la poesía), por lo cual al final parecería tam-bién inevitable caer en cierto maniqueísmo. Lo sagrado no es un obje-to, sino el fondo del que todo objeto (y todo sujeto) emergen. La cien-cia no puede aprehenderlo, y cuando la filosofía lo admite como su im-pensado se convierte en poesía. Pero la poesía tampoco puede “decir-lo”: es poesía porque se abre sobre la noche, sin reducirla o convertir -la, sin restos, en “día”. No se trata entonces de postular la “superiori-dad” del poema sobre el discurso (filosófico), sino de observar sus “transformaciones” en torno de ese no-objeto.

Quizá no haga falta decir que lo que se encuentre en estos argu-mentos no es el recorrido para responder a la pregunta por lo sagrado (ni siquiera para justificarla), sino sólo una de sus vías posibles. No so-lamente se habrá tenido que pasar demasiado apresuradamente por nudos problemáticos de extrema complejidad, sino que se habrán de-jado de lado medios de acceso y modos de análisis que apenas al final de este recorrido comienzan a aparecer en su verdadera dimensión.

Confesaré por último que la pregunta por lo sagrado me ha servi-do menos como “hilo conductor”, que como pretexto fantasmático para penetrar en laberintos discursivos que siempre me han parecido particularmente atrayentes: Hegel, Nietzsche, Heidegger, Levinas, Ba-taille, Blanchot… Ha sido una especie de contraseña, pero por lo mis-mo he dejado sin reconocer infinidad de pasadizos. El resultado, a de-cir verdad, es ambiguo: no se ha disipado la cuestión de lo sagrado porque cada autor la formula en contextos diferentes y con propósitos a veces encontrados. Hegel y Levinas podrán coincidir en un mismo

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rechazo a lo sagrado pero por razones antagónicas. Nietzsche y Heide-gger tendrán coincidencias en el punto de partida pero sus caminos se bifurcan para no volver a tocarse. Bataille hará una explosiva mixtura entre Hegel y Nietzsche a la que Blanchot agregará a Heidegger… Cualquier intento de síntesis estará destinado al fracaso.

La pregunta sigue abierta, y eso parece mejor resultado que una tesis-lápida. Por lo demás, el punto al que ha llevado esta exploración no representa ningún puerto seguro. O, por seguir la metáfora, es un puerto que se abre a un interior tan desconocido y presumiblemente tan turbulento como el mar.