angustia y culpa gion condrau

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GION CONDRAU ANGUSTIA Y CULPA, PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA PSICOTERAPIA fk EDITORIAL GREDOS, S. A. MADRID

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Angustia y Culpa Gion Condrau

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GION CONDRAU

ANGUSTIA Y CULPA, PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA PSICOTERAPIA

fk EDITORIAL GREDOS, S. A.

M A D R I D

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G I O N C O N D R A U

A N G U S T I A Y C U L P A

Angustia y culpa son fenómenos fun-damentales de la existencia humana y por tanto responsables en gran medida de la conducta. La angustia se ha convertido en la "enfermedad" de nuestro siglo. In-fluye en la vida individual y colectiva y se muestra con especial fuerza en los neu-róticos. El encuentro del hombre con la angustia le lleva a preguntarse por el sen-tido de su vida. Le advierte de la obliga-ción de hacer suyas todas las posibilidades que le son esencialmente propias en cuan-to hombre y a las que anteriormente había sabido sustraerse. De este modo la angus-tia abre los ojos del hombre a la acep-tación de su responsabilidad y su culpa-bilidad existencial.

En el rechazamiento y represión de esta "culpa" ve el autor el fundamento de toda enfermedad neurótica. En Psicotera-pia no se trata de borrar del mundo el "sentimiento de culpa" ni de hacer al hombre "libre de culpa". Muy al contra-rio, lo propio de una Psicoterapia seria tiene siempre que ser capacitar al hombre para reconocer su culpabilidad, para ha-cerse más sincero frente a sí mismo y frente al mundo, para conseguir madurez y responsabilidad.

La significación del presente libro radi-ca en que para exponer los problemas de angustia y culpa la Psicoterapia se eleva hasta cuestiones de naturaleza filosófica, teológico-moral y de derecho. Así, este li-bro constituye para el psicoterapeuta una aportación importante a la teoría de las neurosis y, al mismo tiempo, permite al teólogo moral y al sacerdote penetrar pro-fundamente en la esencia de la compren-sión psicoterapéutica del hombre y encon-trar el punto de partida para una discusión seria. Ofrece además a los psiquiatras, psi-cólogos y pedagogos, e incluso al profano, una vía de penetración hacia las causas primarias que explican los modos de com-portamiento humano.

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A N G U S T I A Y C U L P A , P R O B L E M A S F U N D A M E N T A L E S DE L A P S I C O T E R A P I A

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BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA Y PSICOTERAPIA DIRIGIDA POR J U A N JOSÉ L Ó P E Z IBOR

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GION CONDRAU

ANGUSTIA Y CULPA, PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA PSICOTERAPIA

VERSION ESPAÑOLA DE

MARIANO MARÍN CASERO

EDITORIAL GREDOS, S.. A. . M A D R I D

SCHVVEIZENSCHE LAP4DESBlBLIOTHEK j£¡p§1 BiBLIOTHÉQUE NATIUNALE SUISSE X*.rj : BIBLIOTECA NAZ10NALE SV1ZZERA

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O EDITORIAL GREDOS, S. A., Sánchez Pacheco, 83, Madrid, 1968, para la versión española.

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Título original; ANGST UND SCHULD ALS GRUNDPROBLEME DER PSYCHO THERAPIE, VERLAG HANS HUBER, Bern, 1 9 6 2 .

Depósito Legal: M, 684- 1968. ' Gráfica» Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 83, Madrid, 1968. —2975.

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P R O L O G O

La angustia y la culpa son problemas esenciales de la existencia hu-mana. En tanto que afectan a todos los hombres y cada hombre en par-ticular tiene que soportarlos, su influjo en el desarrollo de la cultura, de la religión y de la sociedad humana tenía que ser de una importancia decisiva. La angustia ha dejado de ser hace ya tiempo un problema indi-vidual; se ha convertido en la «enfermedad» de nuestro siglo. Se manifiesta no sólo en la vida del individuo, sino también en lo colectivo, en la so-ciedad. Angustia y temor se han convertido en objetos de ensayos artísti-cos y poéticos, pero también en tema de especulaciones científicas y filo-sóficas. La Psicología y la Psicoterapia poseen, en su enfrentamiento inmediato con el hombre enfermo, un nuevo camino para aclarar el pro-blema de la angustia y de la culpa.

Desde Sigmund Freud, el psicoanálisis ha prestado una particular aten-ción al problema de la angustia, pues la angustia juega un papel esencial en la formación de las neurosis. Pero, junto a la angustia, constituye también el problema de la culpa una de las vivencias más impresionantes y aleccionadoras de todo tratamiento psicoterapéutico, teniendo lugar este encuentro en un terreno esencialmente distinto a aquel en que acontecen, por ejemplo, la opinión pública, la moral o la ley. El enfrentamiento del hombre con el problema de la culpa refleja ampliamente su posición in-terna ante la propia culpabilidad, teniendo ésta que estar influenciada esencialmente por la angustia, pues a la culpa tiene que seguir inevitable-mente el castigo y la expiación. La Psicoterapia, al no juzgar ni castigar a los culpables, se coloca en aparente contradicción a las normas de la opinión pública, de la teología moral y de la ley; aparente, porque la po-sición del acento es diferente. Es cierto que el psicoanálisis de orientación científico-natural no consigue descubrir la naturaleza propia del hombre culpable. Se ocupa, en primera línea, de los sentimientos de culpabilidad y niega que tales «sentimientos» correspondan a una «culpa» real. Hasta que la Psicoterapia no dio a su estructura teórica una orientación filosó-fica nueva, no logró una comprensión del hombre en la que angustia y

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culpa obtuvieran una nueva interpretación, a la vez que plena justifica-ción de su existir. La angustia radica, en última instancia, en la culpa, el no haber llevado la propia existencia a aquel desarrollo pleno y maduro al que estamos llamados en atención a nuestro ser-en-el-mundo. La culpa existencial no siempre se cubre con la culpa «teológica» o «jurídica». Por ejemplo: para el neurótico obsesivo escrupuloso y anancástico, su culpa no se encuentra en el plano por él afirmado, sino en su aspiración a ale-jar de sí algo que le pertenece esencialmente, a saber: la capacidad de poder-llegar-a-ser-culpable.

Cuando decimos que la angustia y la culpa son problemas fundamen-tales de la Psicoterapia, no podemos decir otra cosa sino que en ellas se trata sencillamente de problemas fundamentales del hombre. La angustia y la culpa pertenecen en tal forma a la «concepción del mundo» de cada hombre que, al hablar de su problemática psicoterapéutica, tenemos tam-bién que esclarecer sus aspectos moral-teológicos y jurídicos. El enfermo que va en busca del psicoterapeuta no está, como un ser aislado, en un mundo conformado casualmente de una manera determinada; más bien está aprisionado en la historicidad de su existencia, exigiendo no raras veces su maduración propia y auténtica en cuanto hombre un enfrenta-miento con esta historicidad. Si nosotros exigimos del hombre este en-frentamiento, también es tarea nuestra darnos cuenta constantemente del suelo cristiano-occidental sobre el que estamos. Ésta debe ser la humilde contribución del presente trabajo.

ZUrich, otoño de 1962. GION CONDRAU

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CAPÍTULO PRIMERO

LA ANGUSTIA EN LA EXISTENCIA HUMANA

1. E L PROFUNDO ENRAIZAMIENTO DE LA VIDA HUMANA Y ANIMAL EN LA ANGUSTIA

En donde hay hombres, allí encontramos angustia y culpa participando decisivamente en sus vivencias y sentimientos; son, en gran medida, res-ponsables del hacer y del actuar humanos. La angustia y la culpa son tan propias del ser humano que no sólo nos las encontramos a diario —aun cuando sean mantenidas ocultas—, más aún, tenemos que enfrentarnos con ellas en cuanto problemática humana. Y esto, sobre todo, porque somos reclamados por estos mismos fenómenos. Aun siendo ya significativos para la vida cotidiana, se manifiestan de una manera especial cuando el hom-bre no puede ya disponer de la angustia y de los sentimientos de culpa-bilidad como dispone de otras emociones, cuando el hombre es dominado totalmente por ellos; en la enfermedad.

Por principio es ocioso, por no decir imposible, hablar de la angustia y de la culpa —en cuanto fenómenos fundamentales de la existencia hu-mana— en particular y por separado. De aquí que no podamos evitar in-cluir también la culpa en el apartado sobre la angustia, o, al revés, ocu-parnos también de la angustia al hablar de la culpa. Pese a esto, nos parece importante, al menos desde el punto de vista del método, some-terlas primeramente a una consideración por separado. Si nos ocupamos primero de la angustia, es porque en el acontecer psicoterapéutico repre-senta la mayoría de las veces lo que está en primer plano, lo que nos sale al encuentro de una manera inmediata, a menudo el propósito primario del enfermo. La angustia lleva, en forma abierta o solapada, a la mayoría de los hombres al psicoterapeuta. Mucho más frecuentemente que los sen-timientos de culpabilidad, que pueden ser reprimidos con gran éxito, im-pulsa la angustia a los hombres a aquel estado de desesperación que se

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la posición en la vida y en la profesión hasta el fracaso total. Los hombres angustiados son desgraciados, inseguros, esclavos. Su vitalidad, su ener-gía, su ánimo, incluso su total equilibrio corporal y anímico están afec-tados en cierto modo. La angustia pesa sobre el hombre como una carga grave que no puede arrojar sin más, de la que no puede deshacerse.

La angustia, pese a sus múltiples formas de manifestación y a la di-versidad de sus causas, cuenta entre aquellos fenómenos que no precisan de ninguna explicación definitoria, sino que se entienden por sí mismos. Pertenece a la vivencia de naturaleza afectiva, no es nunca ni intelectual ni espiritual; tampoco es nunca un proceso exclusivamente corporal, a pesar de ir acompañada de síntomas corporales y posibilidades de exte-riorización. Si al tratar del problema de la culpa nos vemos precisados a distinguir entre la llamada «culpa objetiva» y un sentimiento de culpa-bilidad llamado «subjetivo», en la angustia desaparece semejante distin-ción. Es siempre sentimiento de angustia. También cuando hablamos de temor y nos referimos con ello a una angustia comprensible y «objetiva-ble» a partir de una situación de peligro (sobre la problemática justifica-ción de tal diferenciación tendremos que volver después), no puede nunca ser otra cosa que una vivencia de naturaleza afectiva y dependiente siem-pre del respectivo hombre por ella afectado. Cierto que la situación de peligro puede influir en la intensidad de la angustia. Esto lo conocemos por las vivencias de horror que repentinamente sobrevienen al hombre llenándole de estupor. Una caída de aludes o un deslizamiento de un monte en la sierra pueden provocar, aun en el más valiente, reacciones de an-gustia. Igualmente el encuentro con una serpiente, con una fiera o con un toro bravo puede producir angustia, y esto de una manera tan inmediata y elemental que la carencia de angustia en tales casos podía llevar a la suposición de que el hombre sin angustia estaría enfermo. Se habla de psicópatas «sin angustia» o «sin temor», es decir, de hombres para los que la angustia es una cosa tan extraña como el dolor de muelas para al-gunas personas. La pregunta de si en realidad hay hombres libres de an-gustia la dejamos provisionalmente planteada. En todo caso, en los «psi-cópatas» libres de angustia pudiera tratarse más bien de hombres que pueden reprimir su angustia de una forma tan completa que ya no se manifiesta fenomenológicamente.

Así, pues, la angustia, como hemos observado ya, no es algo vinculado a la existencia de una situación de peligro externa y manifiesta. Hay hombres angustiados que no precisan del encuentro con una serpiente venenosa o con un toro bravo para llegar a una situación de pánico. Dó-ciles animales domésticos, como los gatos o los perros, animalitos inofen-sivos del campo y del bosque les infunden angustia. Piénsese, si no, en el miedo a los escarabajos o a los ratones, de todos bien conocido. Por muy

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absurda que su angustia pueda parecer, a tales hombres les sublevaría el que se les considerase como «anormales» o «enfermos» o el que tuviesen que acudir al psicoterapeuta a causa de tal angustia. Es cierto que en la práctica psicoterapéutica nos encontramos también con otras formas de angustia que parecen con frecuencia grotescas y absurdas. Hay hombres que son atormentados sencillamente por un sentimiento de angustia in-explicable, otros que se angustian «de los hombres» o «del futuro». Más frecuentes son las llamadas fobias, es decir, estados de angustia que se han adherido a determinados objetos y se repiten continuamente: angus-tias que están vinculadas a determinados lugares o tiempos. Las encon-traremos de nuevo cuando hablemos de la concepción freudiana de la angustia. Las más conocidas son la angustia de muchos hombres a estar en locales llenos de gente (claustrofobia), o la angustia a cruzar un lugar al descubierto (agorafobia)l, También es de este tipo la angustia de cier-tos hombres con respecto a su salud (hipocondría), o la angustia a una enfermedad grave, por ejemplo, a volverse locos, a un tumor de cerebro o al cáncer (carcinofobia). Finalmente, todo psiquiatra conoce aquella an-gustia que, al parecer de una manera totalmente infundada, agarra al hombre y lo impulsa a la psicosis, la angustia ante los enemigos malignos, ante las fuerzas supraterrenas, malévolas. Un paciente esquizofrénico no consentía ser echado en su cama, porque, en una angustia delirante, creía que en ella había un nido lleno de serpientes venenosas. Pero tampoco en la psicosis carece la angustia de fundamento o es absurda, sólo porque no seamos capaces de descifrar inmediatamente su sentido oculto. Hay tam-bién angustias neuróticas2, cuyo sentido no se hace manifiesto sin desci-framiento. Hagamos aquí referencia, a modo de ejemplo, al caso impresio-nante de aicmofobia descrito por Verena Séquin-Hess y que casi puede con-siderarse como curiosidad psicoterapéutica3. El aicmófobo se angustia ante los objetos puntiagudos. Bleuler4 menciona, además, la misofobia («délire du toucher»), la ceraunofobia (angustia de ser matado por el rayo), la nictofobia y, finalmente, la angustia de la angustia, la fobofobia. Freud observa, además, que toda la serie de estas fobias, con su ostentosa no-nomenclatura griega, «suena» «como la enumeración de las diez plagas de

1 En la consulta médica nos encontramos a menudo con la llamada eritrofobia, ei miedo a enrojecer (llamada también ansia de enrojecer), la mayoría de las veces apareciendo en relación con la represión de impulsos sexuales. (Véase, por ejemplo, E. Blum, «Aus der psychoanalytischen Behandlung einer Erythrophobie», en Der Psychologe, tom. VI, cuaderno 7-8, 1954, págs. 275 y sigs.)

2 J. J. López Ibor, «Nórmale Angst und krankhafte Angst», en Topical Problems of Psychotherapy, 3, Basilea, 1960, págs. 48 y sigs.

3 Conferencia en el Instituto de Psicoterapia Médica de Zurich, 1959. E. Bleuler, Lehrb. d. Psychiatñe, 7.' edición, 1943, pág. 395.

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Egipto, sólo que su número las sobrepasa en mucho»5. Como objetos o contenidos de una fobia enumera él: oscuridad, aire libre, lugares descu-biertos, gatos, arañas, orugas, serpientes, ratones, tormentas, puntas agu-das, sangre, locales cerrados, concentraciones humanas, soledad, atrave-sar puentes, viajes por mar y en ferrocarril, etc.6.

La angustia actúa contagiosamente. No sólo es un fenómeno individual, sino también de gran importancia para la humanidad como colectividad. La angustia puede apoderarse de grupos humanos enteros, llegar a ser determinante para las medidas económicas y sociales, para acciones mili-tares y políticas. Juega un papel no despreciable en la guerra y conforma-ción de las religiones y, sobre todo, en el mundo religioso del individuo. La importancia de la angustia para todo lo desconocido, lo inquietante, lo amenazador, adquiere expresión de una manera especialmente clara en las religiones primitivas. Recuérdense las diversas prescripciones —ta-bú—, los sacrificios humanos y las representaciones jurídicas y médicas determinadas por la fe en los espíritus y por la oscura magia, que están todas ellas envueltas en un manto religioso. A la angustia en el cristianis-mo ha dedicado Oscar Pfister7 amplios estudios.

Existen dos «posibilidades de evasión» típicas para la angustia, a sa-ber, la colectivización o la huida. De un modo particular, la angustia no experimenta en la colectivización una disminución, sino más bien una intensificación. Mientras que en casi todas las formas de sufrimiento del hombre, conforme al principio popular de que «un sufrimiento compar-tido es medio sufrimiento», se produce en el encuentro con el prójimo una distensión o descarga, esto no ocurre cuando se trata de dos hom-bres angustiados. Al contrario, se aumenta la angustia. Esto tiene validez aún en mayor medida para la angustia que se apodera de una masa; entonces la angustia conduce al pánico, a la histeria de masas, que ha sido hábil y estratégicamente aprovechada por las revoluciones y las gue-rras. Y en ello no juega un papel esencial que la angustia sea una reali-dad, es decir, que esté radicada en una situación de peligro amenazante, o que se trate de una angustia (neurótica) «ajena a la realidad». Las reacciones de angustia colectivas de la humanidad ante lo desconocido en el umbral del espacio cósmico encuentran expresión en numerosos li-bros, revistas y películas. Lo desconocido actúa a menudo como provo-cador de angustia8. En la falta de familiaridad con lo desconocido están cofundamentados la angustia profunda, la constante desconfianza, y, final-

5 S. Freud, Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse. Ges. W., XI, pá-gina 413.

« El New Gould Medical Dictionary de Blakiston cita 217 fobias. ' O. Pfister, Das Christentum und die Angst, Zürich, 1944. • Véase, a este respecto, O. Liebeck, Das Unbekannte und die Angst, Leipzig, 1928.

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mente, el odio que albergan unos pueblos contra otros. Este odio que, como peligro de guerra potencial, aumenta aún más la angustia, cierra el circulus vitiosus. Con frecuencia tropezamos en el mundo de la política con fenómenos de angustia colectiva. Urs Schwarz señala el hecho de que la agresión como medio de defensa contra ta angustia es una medida co-lectiva hartamente conocida, tanto individual como colectiva9. La angus-tia individual y colectiva lleva a la crueldad y al terror 10.

Lo que Curzio Malaparte ha escrito en una novela sobre la angustia y la crueldad en el pueblo alemán vale igualmente para todos los pueblos, para los que el poder está a su disposición como instrumento de su an-gustia. Durante mi larga experiencia en la guerra había observado que el alemán no teme al hombre fuerte y armado que le ataca valientemente o que le mantiene a raya. El alemán teme al indefenso, al débil, al en-fermo. El tema de la angustia, de la crueldad alemana como consecuencia de la angustia se convirtió en tema fundamental de todo mi investigar. Quien la observa rectamente en el espíritu cristiano de la época se llenará de vergüenza y compasión a causa de ella, y nunca había despertado en mí tanta vergüenza y compasión como ahora en Polonia, donde se mani-festó sólo su cara mujeril y horrorosa en toda su diversidad de formas. Lo que lleva a los alemanes a la crueldad, a las acciones crueles realizadas con la mayor frialdad, planeadas científicamente, es la angustia ante los oprimidos, los indefensos, los débiles, los enfermos; la angustia ante los ancianos, las mujeres, los niños, la angustia ante los judíos n . La angustia produce terror, pero el terror produce también, a su vez, angustia, y así, no es de maravillar que los dominadores de ciertas formas de Estado, que contraponen la colectivización en forma obligatoria a un desenvolvi-miento libre del ser humano, se sirvan del terror para la producción de la angustia. Piénsese en la Revolución Francesa (Robespierre hizo ajusti-ciar solamente en París 1.376 personas desde el 10 de junio de 1794 hasta su caída el día 28 de julio de 179412. Algo parecido han vivido Hungría y

9 U. Schwarz, «Die Angst in der Politik», en Die Angst, Studien aus dem C. G. Jung-Institut, Zürich, 1959, pág. 118.

10 A la relación de agresividad y angustia volveremos aún cuando tratemos de los intentos de explicación psicoanalítica. Anticipemos aquí que no sólo en la gran política, sino también en las sociedades más pequeñas, la angustia y la agresividad aparecen a menudo ayuntadas y se condicionan mutuamente una a otra. E. L. Herbert ha indicado a modo de ejemplo que «el comportamiento sadomasoquístico de algunos maestros» representa «una defensa contra la angustia», pues su conducta muestra todos los síntomas de un estado de angustia. («Die Anwendung von Gruppen-Verfahren in der Lehrerbildung», Psyche, XIV, pág. 318.)

u C. Malaparte, Kaputt, Nápoles, 1944. Según U. Schwarz, en el lugar citado, página 120.

U. Schwarz, en el lugar citado, pág. 116.

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Cuba en nuestros días); en el pueblo alemán, que se dejó angustiar con los fantasmas nacionalsocialistas, que «abrió las puertas a las crueldades más horrorosas que el mundo haya visto» ,3; o piénsese en la angustia en la Revolución Rusa, tal como fue descrita por Iwan Iljin: «La primera fuente del terror es el temor en el alma del terrorista mismo. Intenta amedrentar porque siente angustia y en la medida en que la siente; en el sistema del terror llevado a cabo de una forma fría, irrumpen luego furiosas olas de rabia que tienen su manantial en la angustia. Pero esta angustia surge, por su parte, de un sentimiento firme de haber encontra-do algo, sobre toda medida, asombroso y absolutamente imperdonable: las naves están quemadas por detrás; no hay ni conversión, ni refle-xión, ni evolución, ni perdón; no hay cambio de opinión, se ve uno obli-gado a seguir penetrando, a imponerse, a perseverar hasta el fin y dejar correr sangre sobre sangre. El peligro trae consigo intranquilidad y an-gustia; la angustia es apaciguada por una nueva intimidación»14. El te-rror como medio de producción de angustia no constituye, naturalmente, un privilegio de los estados particulares. También organizaciones crimi-nales (por ejemplo, la Maffia o el gangsterismo en Norteamérica), incluso asociaciones de culto religiosas, se sirven de él despreciando el manda-miento del amor al prójimo. Irrupciones de angustia «de histeria popu-lar» podemos observarlas en el oriente y en el occidente de Europa en las agitaciones de la guerra fría; se mostraron, entre otros lugares, en los escándalos escolares de integración en los Estados del Sur de U. S. A. Esta angustia constituye un síntoma de enfermedad del hombre moder-no. El que haya experimentado en nuestra época un incremento desme-dido en extensión e intensidad hay que referirlo, en parte, a su rápida colectivización, que se ha hecho posible gracias a la moderna técnica; cuando estalla una epidemia infecciosa en el Asia oriental o explota una bomba atómica en el Pacífico, lo sabemos poco después en Europa. Schwarz ve sobre todo, a consecuencia de la evolución de la ciencia na-tural y de la técnica, los factores provocadores de la angustia para la colectividad en tres esferas: en la posibilidad de la desintegración del núcleo atómico, en el dominio del espacio y del tiempo, inclusive la pe-netración en el espacio cósmico, y, finalmente, en el progreso de la hi-giene médica que conduce a un «período de aumento explosivo de la población de la tierra»15.

Cuando hablamos de la colectivización de la angustia como una de las posibilidades de evadirnos de ella, nos damos perfecta cuenta de que con

U. Schwarz, en el lugar citado, pág. 125. M Iwan Iljin, Welt vor dem Abgrund. Según U. Schwarz, en el lugar citado,

página 126. 15 En el lugar citado, pág. 139.

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ello no alejamos la angustia de la vivencia individual. También en lo co-lectivo es siempre el hombre el portador de la angustia. Allí donde ésta es superada por el individuo, no puede desviarse a lo colectivo. Por ello, la angustia como fenómeno de masas sigue siendo, a fin de cuentas, siem-pre un fenómeno del hombre individual.

Más cercana a nuestro propósito está la segunda forma de la evasión de la angustia, la huida ante la angustia. Podría decirse que es una ten-dencia natural del hombre ponerse a seguro ante el peligro, ya se trate de naturaleza real o irreal. Así, pues, la angustia impulsa, en primer lu-gar, a la huida. Esto no es algo reservado sólo al hombre; si no nos fuera posible a nosotros mismos esta posibilidad de evasión, no tenemos más que observar los animales. Casi todos están expuestos constantemente a amenazas: la angustia es en ellos, casi por necesidad, un fenómeno de cada día. «Si contemplamos el reino animal, observamos que en todas partes y de una manera continua reina la amenaza. No hay, por así de-cirlo, animal que no tenga enemigo; todo animal tiene que estar con-tinuamente sobre aviso. Lo primero que la naturaleza exige es aprender a temer» ,6. El animal se mantiene en la vida «por una huida oportuna y conveniente». El estado del eterno estar sobre el que-vive, que es tan ca-racterístico para todo el reino animal, puede muy bien compararse con «el temor crónico o, quizá, con la angustia permanente». En analogía con la angustia del animal, Freud, cuando habla de la angustia real (como reacción a la percepción de un peligro externo), indica que esta angustia es una manifestación del instinto de propia conservación y «va unida con el reflejo de huida». «El animal asustado se angustia y huye, pero lo conveniente en este proceso es la huida, no el angustiarse»17. La angustia puede hacerse tan intensa que no «permita» ya ni siquiera la huida; en tal caso actúa paralizando, y conduce ba jo determinadas circunstancias al reflejo de fingirse muerto. Este reflejo lo observamos no sólo en los animales, sino también en los hombres. O la angustia puede (cuando se cierra la posibilidad de huir) provocar una agresión, que, en el fondo, no es otra cosa que una huida impedida, es decir, defensa por necesidad. Huida, reflejo de fingirse muerto y agresión como consecuencias de la angustia las encontramos tanto en los hombres como en los animales. Braun describe signos de reacciones de huida en los enfermos de cora-zón; aceleración extremada del pulso y la respiración o parálisis muscu-

H. Hediger, «Die Angst des Tieres», en Die Angst. Studien aus dem C. G. Jung-Institut, Zürich, 1959, pág. 15.

" S. Freud, en el lugar citado, págs. 408 y sig. 18 L. Braun, Herz und Angst, citado según Hediger, en el lugar citado, pág. 31. 19 B. Staehelin, «Gesetzmássigkeiten im Gemeinschaftsleben schwer Geistes-

kranker», Schweiz. Arch. Neuroí. Psychiat., tom. 72, 1953, págs. 277-298.

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lar18. Staehelin ha comprobado tendencias de huida en los enfermos mentales 19.

En todo caso, sería falso suponer que la observación de la angustia en los animales podría seguir ayudándonos en el conocimiento de la na-turaleza de la angustia en el hombre. Nunca podrá comprenderse lo más desarrollado, a partir de lo primitivo, de lo inferiormente organizado. Cuando Hediger, por ejemplo, defiende el punto de vista de que el cri-terio esencial en el proceso de la génesis del hombre se forma por el do-minio del fuego, y, con ello, por «la liberación del estado primitivo de constante amenaza por los enemigos-animales superiores», y de que así «se ha dado propiamente la base para la formación de una cultura»20, no hace otra cosa que documentar una inversión de la situación real. No es a partir de la angustia del animal como podemos comprender la angustia en el hombre, sino que, a lo sumo, a partir del hombre podemos inter-pretar la conducta del animal. Hay, sin duda, hombres que en su angus-tia no se han apropiado otras posibilidades de conducta diferentes a las que encontramos precisamente en el reino animal. Y, sin embargo, es propio de la naturaleza del hombre enfrentarse a la angustia de forma distinta a como lo hace el animal. El hombre ha llegado a ser portador de cultura no por el hecho de haber perdido la angustia (animal) ante la amenaza, sino que precisamente porque es ya hombre y lleva en sí la posibilidad de cultura, ha logrado vencer la angustia.

Sin embargo, la angustia en el animal (con su posibilidad de eludir en la huida) nos da muchísimas posibilidades de puntos de partida para establecer comparaciones con la angustia del hombre neurótico. Las fá-bulas de animales muestran de una forma particularmente impresionante cuán emparentados están el estar angustiado del hombre y el de los ani-males que viven en libertad en sus modos de expresión. Los poetas tienen a menudo una sensibilidad excepcional para el hombre y para el animal. Recordemos aquella historia de Tolstoi que es designada por Hediger como una reproducción acertada de la vivencia animal de la angustia. Un ermitaño entra en diálogo con diversos animales del bosque, tratándose el tema de cuál sea el origen del sufrimiento en el mundo. El cuervo hace responsable de ello al hombre; la paloma, al amor, y la serpiente, al mal. Pero el ciervo dio la siguiente explicación: «Ni el hombre, ni el amor, ni tampoco la maldad son la causa del dolor; sólo la angustia produce todo el dolor del mundo. Si no fuese necesario sentirse angustiados, cuán hermoso sería todo en el mundo. Tenemos piernas ligeras y fuerza en exceso. De un pequeño animal nos defendemos con la cornamenta, de uno grande podemos huir. Pero no, la angustia no nos abandona. Si cruje

20 H. Hediger, en el lugar citada, pág. 27.

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una rarnita en el bosque, o corre un susurro entre las hojas, es suficiente para que te coja un temblor, el corazón casi se te sale del cuerpo, y huyes tan rápido como puedes. Si una liebre sale corriendo en tu camino, si un pájaro aletea, si se quiebra una rama seca, te figuras que alguien te persigue, y así vienes a parar a un peligro real. O quieres escapar de un perro y caes en la trampa de un cazador. Con frecuencia te asustas y huyes sin mirar el camino, cayendo mortalmente por un despeñadero. Incluso en el sueño vigilas con un ojo, estás siempre a la escucha y tiem-blas de miedo. Nunca ni en lugar alguno encuentras tranquilidad. Todo el sufrimiento procede de la angustia»21.

La última frase de esta fábula parece confirmarse no sólo en el reino animal. SI pensamos en la situación en la que está enclavado el hombre moderno, nos sentimos tentados a decir que también la vida del siglo xx (¿quizá la de todos los siglos?) está rezumando la angustia. Ya nos hemos referido a la angustia como móvil y factor poderoso de la política. Junto a Urs Schwarz le han dedicado también detalladas consideraciones Karl Schmid22, Peter Dürrenmatt2 3 y Wifried Daim2 4 . Schmid describe la an-gustia del europeo en su posición entre Oriente y Occidente. Dürrenmatt explica la naturaleza de la angustia existencial política por el temor de las masas a una guerra, y Daim, por último, pone en relación (cierto que no literalmente, pero sí en cuanto a su sentido) la angustia de la huma-nidad con la naturaleza de las castas y de la culpabilidad edipal que en ellas se manifiesta. Salvador de Madariaga25 habla de una época de la angustia y opina: «Padecemos de una angustia con doble raíz, de un mal de nuestro siglo que hace que éste aparezca al mismo tiempo vacío y sustancial y conmovedor, como aquellos paisajes coloreados de rosa y ceniza, en que Picasso colocaba sus acróbatas en su gran época.» Pero es, sobre todo, Hermann Hesse en Glasperlenspiel quien dibuja de una forma más expresiva la angustia de nuestros contemporáneos. «En aque-llos tiempos, miles y miles de hombres, que en su mayor parte realiza-ban t rabajos pesados y vivían una vida difícil, permanecían en sus horas libres doblados sobre cuadrados y cruces llenos de letras, para rellenar sus espacios vacíos según ciertas reglas de juego. Nos guardaremos muy bien de ver solamente su aspecto risible o disparatado y nos abstendre-mos de burlarnos de ellos. Aquellos hombres con sus jeroglíficos infanti-les y sus ejercicios formativos no eran, en modo alguno, niños inofensi-

2t H. Hediger, en el lugar citado, págs. 16-17. 22 K. Schmid, Hochmut und Angst, Zürich, 1958. » P. Dürrenmatt, «Die Angst ais Treibende Kraft in der Politik», en Die Angst

und ihre Vberwindung, Schwarzenburg. 24 W. Daim, Die kasienlose Cesellschaft, Miinchen, 1960. 2= S. de Madariaga, Von der Angst tur Freiheit, Bern, 1959, págs. 27-28.

ANGUSTIA Y CULPA.—2

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vos o juguetones; más bien se encontraban llenos de angustia en medio de agitaciones y emociones políticas, económicas y morales; llevaron a cabo una serie de luchas espantosas y de guerras civiles, y sus insignifi-cantes juegos instructivos no eran sólo niñerías vacías y sin sentido, sino que respondían a una profunda necesidad de cerrar los ojos y huir de los problemas no resueltos y de los angustiosos presentimientos de ruina hacia un mundo aparente, a ser posible inofensivo. Aprendían con perse-verancia a conducir automóviles, a jugar difíciles juegos de cartas y se dedicaban ensoñadoramente a resolver crucigramas, pues se encontraban indefensos, casi a las puertas de la muerte, de la angustia, del dolor y del hambre, sin que la iglesia pudiese ya consolarles, abandonados del espíritu. Ellos, que leían tantos artículos y oían tantas conferencias, no encontraban tiempo ni se esforzaban en hacerse fuertes contra el temor, en combatir en sí mismos la angustia ante la muerte; iban viviendo con-vulsos y no creían en un mañana... La inseguridad e inautenticidad de la vida espiritual de aquella época, que, por lo demás, en ciertos aspectos mostraba energía y grandeza, nos la explicamos hoy como un síntoma del asombro que embargó al espíritu cuando, al final de una época de aparentes victorias y adelantos, súbitamente se encontró frente a la nada, frente a una gran necesidad material, en un período de tempestades políticas y guerreras y ante una desconfianza de sí mismos, de su propia existencia, surgida de la noche a la mañana»26.

La problemática de la angustia la encontramos no sólo en los escritos políticos, sociológicos, psicológicos, teológicos o literario-poéticos, no sólo en los tratados y diccionarios filosóficos (Julius Streller), sino, de una forma totalmente impresionante, en la experiencia dialéctica de la vida diaria. La angustia nos grita desde las páginas de la prensa, nos ríe ner-viosa desde los locales deportivos, en las asambleas políticas y en los cócteles. Un periódico americano27 ha dedicado hace poco un número es-pecial al problema de la culpa y de la angustia con el título «Guilt and Anxiety». Los informes sobre asesinatos, suicidios, robos, raterías, aten-tados contra la moral, alcoholismo, accidentes de tráfico, divorcios, todos son, de una u otra forma, expresión de la angustia del hombre. También las pequeñeces y niñerías de la vida cotidiana revelan la angustia: un apretón de manos demasiado débil o demasiado fuerte, el fumar nervio-samente un cigarrillo tras otro, una cita olvidada, el quedarse parado a mitad de la frase, el tartamudeo, todas las formas de acciones fallidas

n Hermann Hesse, Das Glasperlenspiel, Zürich, 1943, tom. I, págs. 31 y sigs. » Time, 1961, núm. 31. 28 E. Storring habla de «estados de angustia larvados», y describe, siguiendo a

Hecker («über larvierte und abortive Angstzustande bei Neurasthenie», en Zbl. / . Nervenheilk., 1893), también el anhelo, la nostalgia, el mareo, incluso el hambre ca-

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I.xi angustia en la existencia humana 19 Los americanos hablan de una «social anxiety», de un «desperate need for contact», como expresión de la ansiedad. Es conocido el miedo a ha-cerse viejo, a ponerse gordo, a fracasar en la profesión, el miedo a hacer el ridículo, a casarse, y a todas las decisiones de importancia para la vida. Zbinden cita, además, el miedo a la elección de profesión, «el temor del hombre de hoy a la vinculación y a la responsabilidad en general», el miedo a la enfermedad y a la pobreza. «En lugar de las an-gustias de ia naturaleza han aparecido las angustias de la civilización.» «Las angustias del hombre de hoy, en la edad del pensar racional, de la técnica, de la instrucción general, parecen dar tan poca importancia a las fórmulas de curación del sentido ilustrado, a las inteligentes in-terpretaciones de la Psicología y de las teorías de la cura de almas, como en los primitivos a las fórmulas mágicas del curandero y conjura-dor. Así, en lugar de un exterminio de las angustias, en el fondo ha tenido lugar sólo una dislocación, un cambio en las formas, en las más-caras y caricaturas, pero no una disminución de su número y de su poder paralizador»29.

La tradición cristiana concibió la angustia como un problema humano que había aparecido en el mundo con el pecado original y que era pro-pio del ser del hombre. La «angustia del más allá», la preocupación por la salvación eterna del alma puede muy bien haber sido en la Edad Media

nina, como «grados débiles de la angustia». Indica el hecho de que en un principio se intente «diferenciar los estados de angustia conforme a su intensidad por la des-cripción de síntomas corporales concomitantes». Como pruebas de ello son citados Darvvin (Der Ausdruck der Gemütsbewegungen bei den Menschen und den Tieren, Stuttgart, 1872), A. Mosso (Die Furcht, Leipzig, 1889) y Hoche («Pathologie und The-rapie der nervosen Angstzustande», Dtsch. Zschr, f. Nervenheük., tom. 41, 1911). Storring distingue en los «grados superiores» dos estados de angustia diferentes, «una angustia con paralización... y una angustia con descargas motrices, como se nos mues-tra en el temor supremo, en la «rabia». La angustia desconcertadamente tensa hay que considerarla también como angustia sin descargas motrices, como la observamos en primera línea en los esquizofrénicos. Es difícil decir con seguridad qué angustia es más intensa, la que va acompañada de descargas motrices o la otra. Exteriormente, los estados de angustia que discurren con excitación psicomotriz (por ejemplo, mu-chos estados de angustia de los epilépticos o de los pacientes en depresión agitada) imponen como especialmente intensos. Pero éstos probablemente no son los más fuertes. Por las descargas motrices tiene lugar probablemente una amplia desvia-ción del estado de angustia; se habla también, como hemos de exponer más adelante» con toda razón de que un estado de angustia puede ser abreaccionado «a la motri-cidad». Mucho más temible y martirizador tiene que ser cuando el individuo se en-cuentra como paralizado por la angustia, y, para decirlo con expresión de Goldstein, no es otra cosa que angustia» (E. Storring, Zur Psychopathologie und Klinik der Angstzustande, Berlin, 1934, págs. 16-17).

29 H . Zbinden, «Lebensangste des Alltags», en Die Angst und ihre Vberwindung, página 19.

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—y en los tiempos modernos— la razón más profunda de ciertas peni-tencias o peregrinaciones ascéticas. «Poseídos de un temor atormentador ante la muerte y lo cósmico, trataban por ello de hacer penitencia en cualquier ocasión, para vencer así una angustia que sobrepasaba en mu-cho a la angustia actual ante el espanto de una guerra atómica»30. Al perder el cristianismo en la época de la Ilustración su posición monopolista en el pensar del hombre occidental, el hombre quedó referido ampliamente a sí mismo. La razón reemplazó a la fe hasta tal punto que Spinoza pudo escribir que el temor se origina en una debilidad del espíritu. Al fracasar también la razón, hubo que crear artificialmente divinidades (desde Scho-penhauer y Freud, por ejemplo: ¡el inconsciente!). Pero, finalmente, todo retrocedió a la «protoangustia» (Reinhold Niebuhr) del hombre, de la que dice Kierkegaard: tiene a su disposición más torturas que un inqui-sidor general.

2 . LA ANGUSTIA EN EL AMBITO DE CULTURA CRISTIANO-OCCIDENTAL

La angustia constituye un problema general humano. No es específica ni para un grupo humano ni para un pueblo determinado o para una época en particular. Si nos limitamos aquí a esclarecer de una manera breve el encuentro cristiano-occidental con la angustia, es porque esta limitación es necesaria por diversas razones. Una amplia descripción de la angustia en la sociedad humana presupondría extensísimas conside-raciones sociológicas y filosóficas, de psicología de la religión e históricas. Y éste no es el sentido de nuestro proyecto: no queremos ni esclarecer la angustia en su significación puramente filosófica, ni penetrar en la es-fera elevada de la teología. Pero, en tanto que para acercarnos a la com-prensión psicológica de la angustia son necesarios presupuestos tanto filosóficos como teológicos, no podemos renunciar a preguntar también en esa esfera, aunque lo hagamos con toda humildad. En última instan-cia, el hombre no es un ser independiente del mundo, sino que está siem-pre enraizado en su origen y tradición. El hombre vive históricamente, es decir, su pasado actúa en él, y vive también en el presente. De aquí que nos parece importante dirigir nuestra atención al problema de la angustia y de la culpa y a los intentos de superación en el pensamiento cristiano, problema al que nosotros y una gran parte de nuestros pa-cientes estamos obligados. Nos ocupará especialmente la pregunta de en qué medida ha encontrado eco la angustia humana en el pensamiento

30 H. Haching, «Jenseitsangst und Wandertrieb», en Tages-Anzeiger, Zürich, 1961, número 74.

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cristiano y cómo este pensamiento señala un camino para su superación. El psicoterapeuta, en su encuentro con el paciente cristiano, ha de co-nocer las fuerzas de la fe que actúan como productoras de angustia y también como resolutivas de ella. En qué medida participa la angustia misma en la génesis y conformación de las formas religiosas y de las leyes nos parece una cuestión que hemos de dejar a filósofos y psicólo-gos de la religión.

Las religiones cristianas contienen, «especialmente en sus formas bá-sicas moral-teológicas y moral-éticas», motivos tanto de naturaleza pro-ductora de angustia como resolutora de ella. En el doble aspecto de Dios como fascinosum y tremendum están indicadas las dos posibilidades de vencer la angustia y de despertarla: Dios, según las palabras del Nuevo Testamento, es no sólo un padre bondadoso, indulgente, amante, sino también un «Dios terrible», para citar una frase de Pfister, Él arroja a los infieles a las tinieblas: «allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt., 8, 12). «Una representación de Dios de esta naturaleza —dice Pfis-ter— tiene que provocar temor. El castigo del eterno tormento del in-fierno tiene su origen no en el amor, sino en una justicia separada de él, y a la que el amor está subordinada, justicia que no reconoce a Dios como bondad absoluta para cada individuo, ni ve la enmienda como finalidad del castigo. El Dios amenazador tiene su equivalente en Satanás y su reino... La esfera de dominio de Satanás es grande. El reino de Dios y el reino de Satanás luchan por el dominio, aunque no ha de hablarse de un dualismo metafísico propiamente dicho y rigurosamente prac-ticado» 31.

La psicoterapia produce continuamente en nosotros el conocimiento de que detrás del visible acontecer enfermizo neurótico yace oculto el anhelo de un desenvolvimiento pleno de las posibilidades de ser huma-nas. En sus esfuerzos por ampliarlo, el hombre avanza hacia regiones que aparecen inasequibles o, al menos, extrañas a su experiencia inmediata y personal. Así, el psicoterapeuta se encuentra colocado ante problemas que, en lo esencial, son de naturaleza de concepción del mundo o reli-giosa. Sin embargo, no raras veces el enfrentamiento religioso va acom-pañado de un malestar tanto por parte del psicoterapeuta como del pa-ciente; esta realidad encuentra su explicación en la anterior dependen-cia de los dogmas de la Iglesia y en la hipotética impotencia frente a ellos (pero, a fin de cuentas, principalmente en la interpretación a me-nudo neurotizada, errónea y subjetiva de los contenidos teológicos obje-tivos). Así. no es de maravillar que, en el curso de una psicoterapia, el enfrentamiento con Dios y el Diablo, los problemas acerca del cielo y

31 O. Pfister, en el lugar citado, págs. 176-177.

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del infierno se conviertan en "posición clave" de los esfuerzos analí-ticos •

No hace mucho trataba J. Rudin, en aclaración crítica, los aspectos de nuestra actual imagen de Dios33, en parte neuróticamente oculta, lle-gando a la conclusión de que las razones que condujeron a una neuroti-zación estaban, de una parte, en la trasmisión individual o colectiva de una imagen de Dios parcialmente mutilada, predominantemente en la ju-ventud temprana; de otra, en una discrepancia entre la imagen de Pios transmitida y la personalmente experimentada; pero esencialmente, en el sentido de la psicología yunguiana, en un estrangulamiento de la vida individual y también de las situaciones colectivas conscientes de su en-raizamiento arquetípico, la falta de un contacto vivo entre la imagen de Dios consciente y el arquetipo inconsciente de Dios.

Así, pues, si la imagen de Dios es desfigurada y sacudida a consecuen-cia de los procesos neuróticos, no nos está permitido pasar por alto que los mismos procesos psíquicos pueden, incluso, desterrar y aniquilar la imagen de Dios. Con lo cual no se crea a «Dios» a partir del mundo (di-gamos a par t i r de este mundo neurótico), sino exclusivamente su «ima-gen», y precisamente en tanto que pertenecía al mundo interior de este hombre y en tanto que daba sentido y realización a su existencia. Dios es vivido en verdad, pero sólo en la negación; no en el estar uno con otro y junto a otro, sino más bien, exclusivamente en el estar lejos y uno-fuera del otro. Esta vivencia de Dios, que pretendemos comprender psicológicamente, la conocemos ya, en su aspecto teológico, como el concepto del infierno: un estado «del alma después de la muerte, en el cual es apartada de la contemplación de Dios en castigo de sus pecados». Si la imagen de Dios neurotizada radica esencialmente en un error que garantiza al hombre perturbado una esperanza recia, pero, a menudo, también engañosa, en un paraíso, en la vivencia del infierno cae radical-mente esta perspectiva para dejar sitio a una desesperación desconsola-dora e infinita, pues «de este país de los muertos no hay retorno»34. Ex infierno, nulla redemptio! En todo caso, este ser apartados de la con-templación de Dios no se realiza voluntaria y conscientemente, como, por ejemplo, en el ateo y en el que niega a Dios racionalmente, sino que el neurótico vive su desposesión y distanciamiento de Dios como un castigo que corresponde a sus sentimientos de culpabilidad, castigo que se le

31 G. Condrau, «Das Erlebnis der Hollé im psychotherapeutischen Geschehen», en íahrb. f . Psychologie, Psychotherapie u. med. Anthropologie, 8, 1-2, 1961, págs. 124 y sigs.

« J. Rudin, Psychotherapie und Religión, Olten, 1960, pág. 149. * Pohle, Lehrbuch der Dogmatik, Paderborn, 1933, tom. III, pág. 678.

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ha impuesto y contra el cual nada puede hacer. Está condenado eterna-mente.

La teología dogmática católica llama al infierno la muerte eterna del pecador. La Iglesia declara dogma la existencia, la eternidad, la causa y la naturaleza del infierno, diciendo así el primer artículo de la fe : Existe un estado de castigo en la otra vida, en el que los que han pecado mor-talmente, rechazados por Dios y arrojados por Él, reciben su merecido en eterno alejamiento de Dios. Esta imagen del infierno es usual para muchos hombres educados cristianamente. El neurótico absolutiza el in-fierno, haciéndolo zona nodular de su concepción religiosa del mundo. Para él, el infierno no está en la otra vida, sino que en su angustia es anticipado ya como una potencia de esta vida. Así se plantea la pregunta de si este estado de alejamiento de Dios tiene que ser, realmente, sólo en el «más allá». O ¿puede el hombre estar al mismo tiempo «en esta vida y en la otra»? En esta vida, en cuanto ser creaticio; en la otra, en cuanto ser psíquicamente aún no nacido o muerto ya; muerto interiormente en una autodestrucción neurótica, como aquella paciente que ha vivido el infierno en una forma que apenas podría ser descrita en un tratado de teología clásica, en su martirio interno del alma caracterizado por una «total desesperanza, por la desesperación, por una sensación única del odio delirante contra Dios, apareado con el total endurecimiento y obsti-nación que no es capaz de desprenderse de sus pecados, sino que tiene que volver siempre a su vileza interna («como el perro a lo que ha vo-mitado»), a la que ha venido a parar por la ruina de su personalidad» J s . No vamos a entrar en más detalles sobre el criterio de la «eternidad» de esta perdición. Sólo queremos acentuar que el sentimiento subjetivo de lo eterno, de lo irrevocable, de lo que nunca tendrá fin, corresponde al estado de aquel instante de depresión o de angustia neurótica. El hombre depresivo, todavía más que el que se siente rechazado, percibe su exis-tencia en cada momento como eterna e irrevocablemente maldita. Ésta es la razón y la parte de su indecible carencia de esperanza.

Si nosotros hacemos aquí una exposición psicológica de la tempora-lidad, o bien de la eternidad del castigo del infierno, los dogmáticos lo han hecho ya hace mucho por medio de una determinada interpretación del espacio en tanto que suponen que el infierno no es un lugar, sino un estado del alma; por ello Pohle, en su manual de dogmática, establece: «Con razón se dice que los condenados llevan consigo el infierno»36.

En el fondo, todo neurótico vive en un infierno (en el estado del ser apartado de la felicidad), haciendo imposible la entrada en el paraíso

35 A. Kunz, Katholische Glaubenslehre, 1946, tom. I, pág. 242. 36 Pohle. en el lugar citado, pág. 667.

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la irrealización de sus posibilidades de existencia, la deficiente realización de sí mismo. Y no sólo en el individuo puede un «concepto semejante del infierno» provocar los estados de angustia más penosos. La historia de la cultura del Occidente cristiano, con la amenaza dominante en la Edad Media a causa de los procesos de brujas e Inquisiciones, da idea clara de la colectivización de la «angustia» diabólica. ¿Quién no la sentiría a la vista de las «escenas del infierno» del arte religioso cristiano? Las re-presentaciones del infierno deben producir angustia, pero han surgido también de ella. Encontramos en los dibujos de los pacientes neuróticos de angustia las mismas figuras demoníacas y caricaturas de animales, sin que éstas hayan sido incitadas por un tema del infierno declarado (figu-ras 1 a 3). La joven que ha realizado estos dibujos no tenía conciencia, en absoluto, de su culpa en sentido moral, teológico, y, sin embargo, en sus sueños y en sus fantasías en estado de vigilia era perseguida por aquellos monstruos que pueblan el infierno en las fantasmagorías de los pintores y poetas medievales. Los dibujos 4 y 5 son obra de otro enfer-mo, el cual todo lo impulsivo-masculino sólo lo podía encontrar en la figura de diablos salvajes. El dibujo 6 es la expresión angustiosa de una joven de diecisiete años que en la pubertad fue violada por un empleado árabe de su casa. No hemos de achacar al acaso que las figuras del in-fierno en los dibujos y en la fantasía se parezcan a aquellas posibilidades de expresión de una instintividad deshumanizada a la que de una forma particular temen precisamente los neuróticos de angustia. La angustia conduce al desamparo, y el desamparo a la falta de esperanza. ¿Dónde hay menos esperanza que en el infierno?

...pues que ya en mi compañía no has de estar. De ella te arroja mi poder. Desciende a donde te atormente tu ambiciosa condición eternamente entre penas y congojas.

(Calderón, El gran Teatro del Mundo, w . 1527-1532.)

Ahora bien, precisamente la angustia religiosa, en especial la angustia ante el castigo eterno, está indisolublemente unida con el problema de la culpa57. El infierno, el purgatorio, los castigos con los que amenaza Cristo, el juicio del mundo, sólo para los culpables poseen la cualidad de lo temible. Aquel que no ha sido privado de la paternidad divina no necesita temer. El Nuevo Testamento menciona expresamente los graví-

" Véase T. Bovet, Die Angst vor dem lebendigen Gott, Bern, 1948.

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I.xi angustia en la existencia humana 25

simos castigos de los incrédulos. La incredulidad es la negación de Diosr

pero el reconocimiento de la capacidad de culpa es también carencia de amor. No es difícil de comprender (piénsese en los escrupulosos) la an-gustia del transgresor de la ley ante el castigo del infierno. El infierno co-rresponde a una necesidad de castigo, y ésta a una culpa que es mucho más profunda que la culpabilidad manifiesta. Abraham de Santa Clara sabía ya que un predicador desde el púlpito interesa más a los oyentes cuando habla del infierno que cuando habla del amor al prójimo o del cielo. El hombre creyente encuentra en las palabras de Cristo y de la Iglesia suficientes esperanzas y consuelo para enfrentarse de una manera eficaz con su angustia. ¿Cómo había de entenderse si no a Cristo como Dios salvador? También la justicia constituye sólo una parte de aquel amor de Dios a los hombres sin el cual no hubiera sido posible una sal-vación auténtica. El amor y la bondad caracterizan el concepto cristiano de Dios, que sólo puede comprender el que sabe por sí mismo lo que es amor y bondad. «La justicia y la santidad... sólo pueden comprenderse como atributos de la caridad»38. La parábola del hijo pródigo nos hace ver claramente cómo Dios concede su gracia al arrepentido pecador sin exigir pena alguna para él (Le. 15, 11-32). Dios, según una expresión de Rudolf Otto, no es ya «el Dios que destruye al pecador, sino el Dios que busca al pecador». El Dios salvador y misericordioso dador de la salva-ción. «Ha pasado ya el ambiente de sordo temor ascético al día de la ira de Dios»39. El hombre ha sido elevado por el conocimiento del Dios Jesús a la dignidad del hijo de Dios, y, en la medida en que está predispuesto a la paz (Mt. 5, 9) y ama a sus enemigos (Mt. 5, 45), incluso a hijo de Dios. «No sólo los judíos, sino también los gentiles buenos deben ser admitidos en esta familia cuyo padre es Dios mismo. Jesús, como en-viado, se interesa de una manera muy especial de los publícanos y peca-dores, de los detractores y despreciados. Por ello, para aquel que conoce al Padre en el cielo no son ya posibles, en modo alguno, los cuidados penosos. A Dios corresponde el cuidado de todas sus criaturas: por ello tiene que extinguirse la angustia que se manifiesta en la tristeza y en el ofuscamiento de la visión del futuro»4 0 .

Cristo no es un «Dios de la ley». Él nos da un solo mandamiento: Amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo (Me. 12, 30-31). Este reconocimiento ha llevado a psicoterapeutas católicos eminen-tes a una exigencia éticamente importante, es decir, a colocar de nuevo en el primer mandamiento el acento que la doctrina cristiana católica ha-

O. Pfister, en el lugar citado, pág. 155. w R. Otto, Reich Gottes und Menschensohn, 2." edic., 1940, pág. 57. * O. Pfister, en el lugar citado, pág. 157.

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26 Angustia y culpa

bía puesto en el sexto41. Se ha comprobado que las palabras de Cristo «ama a tu prójimo como a ti mismo» son de suma importancia para li-berarse de la angustia. Con ello se ha dado la exhortación al amor de sí mismo, no ciertamente en el sentido narcisista de estar-enamorado-de-sí-mismo, sino en el sentido del cuidado auténtico de sí mismo, del estar-hecho-para-sí-mismo, de preocuparse-por-sí-mismo. El psicoterapeuta expe-rimenta continuamente la relevancia de esta exigencia. Jamás puede un hombre que se niega a sí mismo encontrarse con sus prójimos con aquel amor y franqueza que, a fin de cuentas, es lo que hace en primer lugar que el ser humano sea tal y lo que conforma la vida con valor de vida. La falta de capacidad para amar es la que en primera línea impulsa al hombre a la angustia, y con ello a la neurosis. De aquí que el orden divino no exige en primer lugar el castigo del culpable, sino la remisión de la culpa. Pedro preguntó a Cristo: «Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?». Y Jesús le res-pondió: «¡No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete!» (Mt. 18, 21-22). Cristo exige también de los hombres aquella disposición a perdonar que Él muestra en la parábola del «Rey y su siervo»: «¿No era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero como la tuve yo de ti?» (Mt. 13, 33). Y «así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón» (Mt. 18, 35). Todo conocedor de las enfermedades neuróticas sabe cuán graves males se pueden originar cuando no se practica activamente la capacidad de per-donar. Si la obligación de perdonar está contenida ya en el Padre Nues-t ro : «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nues-tros deudores» (Mt. 6, 12; Le. 11, 4), del mandamiento del amor de Cristo (descubierto ahora como exigencia psicoterapéutica) se deduce la prohi-bición de juzgar: «¡No juzguéis, y no seréis juzgados!» (Mt. 7, 1). El Nue-vo Testamento da ciertas referencias de cómo Cristo mismo, por medio de la palabra y de la acción, ha vencido la angustia del hombre por la fe en la salvación. Pero la salvación radica en la caridad; por ello puede decirse en la I epístola de Juan: «En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en la caridad» (Jo. 4, 18).

Es imposible comprender la angustia en el cristianismo si no nos ac-tualizamos el influjo decisivo del Apóstol Pablo, por el que la comunidad primitiva, y posteriormente toda la Iglesia, estuvo determinada en gene-ral hasta nuestros días en los puntos esenciales. Pablo tuvo que andar un largo camino hasta conseguir él mismo superar aquella angustia que lo determinaba esencialmente como perseguidor del cristianismo. «Desde el

<1 S. Daim, Umwertung der Psychoanatyse, Wien, 1951.

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transfondo de su angustia religiosa —escribe Pfister— tuvo que recono-cer a su piedad un carácter fanático en cuanto era una actividad reactiva, es decir, una idea que aparecía en la conciencia, un movimiento del afec-to o manifestación de la voluntad que encubría una moción contraria y penosa radicada en el inconsciente... El que atacaba a la ley, el único me-dio santo para la tradición del pueblo para mitigar la angustia, tenía que provocar por ello su cólera.» Padecía «bajo el miedo de la cólera de Dios..., se sentía como el esclavo, el prisionero sin salvación», mientras los cris-tianos estaban libres de angustia y poseídos de un entusiasmo «que ilu-minaba incluso el espanto de la muerte»42 .

Así, para Pablo como perseguidor de los cristianos valía también la misma ley que nosotros hemos formulado ya al hablar de las relaciones entre angustia y odio, a saber, la ley de la crueldad. Aunque está com-probado que la angustia continuó viviendo en Pablo aún después de la experiencia de Damasco y que nunca le abandonó por completo. Él, en cuanto apóstol, en su visión de Dios consumó el cambio de lo tremendum a lo fascinosum, y por ello superó en lo esencial la angustia. Sobrepa-sando el pensamiento judaico, la mística paulina de Cristo descansa en la caridad, conduce a la filiación divina, a la redención, remisión de la culpa y a la salvación.

Ahora bien, la caridad de Pablo no debe ser entendida en el sentido que hoy es usual de referencia al hombre. Esta caridad se refiere más bien al ágape, palabra bíblica que no puede traducirse adecuadamente a ninguna otra lengua. Tampoco la palabra latina caritas, de la que se de-rivan la francesa charité o la inglesa charity, responde plenamente al sentido del ágape. «La mística de amor y eros consiste, desde sus comien-zos en Tristán e Isolda hasta el Romanticismo de los siglos xix y xx, en una religión en la que el eros se mezcla con el deseo de la muerte y la desesperación: el estilo del amor y la muerte... El ágape cristiano, por el contrario, no es idolátrico; no representa ningún intento en una adora-ción de la criatura, no desemboca en la nada, es vida y esperanza. El ágape es un amor que se mantiene libre de todo filtro, de toda magia, de toda esclavitud, de toda desesperación. Es un amor que no destruye, sino crea; que no produce tristeza, sino alegría y paz»41. Pfister escribe que entre Pablo y Cristo existe una diferencia; mientras Cristo predica una remisión de los pecados sin condiciones, la gracia de Dios no impera ya de una forma tan poderosa en la fe paulina. Pablo exige penitencia, exige el sacrificio, y de esta forma permanece apegado esencialmente al

4 2 O. Pfister, en el lugar citado, pág. 189. « C. Tresmontant, Paulus in Selbstzeugnissen und BUddokumenten, Rowohlt, 1960,

página 139.

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mundo de ideas religioso-judaico. Pablo hace «del Padre Jesús bondadoso, compasivo, celestial, un Dios severo que piensa en categorías de derecho penal»44. Tampoco su doctrina de la predestinación, que después fue acentuada por Calvino, está ideada de manera que produzca una desapa-rición de la angustia. No podemos seguir esta concepción de Pfister. En primer lugar, la remisión de los pecados tampoco en Cristo es «sin con-diciones», y, por otra parte, es precisamente Pablo quien antepuso de una forma especial la caridad y la gracia a la ley, como lo demuestra, po r ejemplo, la epístola a los Gálatas. Es cierto que hay en Pablo «una can-tidad enorme de poderes inquietantes del mal», así como también «la muerte, la ley, la carne, hay que imputarlas más bien al reino de las ti-nieblas del maligno»45; es cierto que el hombre, según la concepción paulina, aparece como una «criatura depravada», pecadora a priori. Es «carne del pecado» (Rom. 8, 3), «cuerpo del pecado» (Rom. 7, 24), pero por el bautismo es purificado de sus pecados. En la fe se manifiesta la caridad; en ella no hay lugar para la angustia. El bautismo significa, después de la admisión en la comunidad de los cristianos, alivio y segu-ridad. Una defensa contra la angustia aún más intensa acontece por la comunión, la unión amorosa con Dios mismo. En ella, en la eucaristía cristiana Dios no es un Rex tremendae majestatis, no es un Dios del te-mor, sino exclusivamente Dios de la caridad. Por lo tanto, no se puede hablar de una diferencia esencial entre Cristo y Pablo. Pues Pablo ad-vierte contra la recepción inválida de los sacramentos: «así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor. 11, 27). La manera como estas palabras, precisamente, pueden actuar produciendo angustia en el hombre neuró-tico lo saben de sobra los psicoterapeutas y los curas de almas por su trato con los escrupulosos. Ahora bien, con respecto a Pablo, que en su índole dialéctica reúne en sí tantas cosas contradictorias, no nos está permitido nunca caer en una forma de consideración unilateral. Sabe-mos que su posición respecto al matrimonio ha dado pie a juzgar a bulto los principios morales de la ética paulina. Pfister escribe, incluso, que sólo la aversión personal del apóstol al matrimonio «pudo inspirar tal monstruosidad»4 6 . Sin embargo, podría ser importante establecer que las leyes y valoraciones éticas y morales son siempre también un reflejo de la época y de la respectiva cultura de un pueblo.

El Pablo martirizado por el «aguijón en la carne» se convirtió en el Pablo enemigo del instinto. Y, sin embargo, precisamente Pablo mues-

44 O. Pfister, en el lugar citado, pág. 202. 45 O. Pfister, en el lugar citado, pág. 206. 46 En el lugar citado, pág. 229.

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tra también el camino al cristiano atormentado por la angustia en su culpa de la ley: «La letra mata, pero el espíritu da vida» (2 Cor. 3, 6). El «Cristianismo de abecedario» fustigado por Pablo se ha conservado hasta nuestros días, como, por ejemplo, lo demuestra Rudin. Lo encon-tramos en aquellos hombres cuya idea de Dios abarca parcialmente sólo un aspecto, un artículo de la fe : Dios es el «Señor absoluto», un «Dios arbitrario», un tirano inhumano «que igual predestina impávido a un hombre a la condenación eterna como trata a otro, sin razón alguna, como su preferido: el Rex tremendae majestatis». Permanece en una le-janía inasequible, o es sólo bondad, un jovial caballero, o un socio co-rrecto. A un segundo grupo pertenecen las ideas moralizadoras de Dios: el rígido Dios de la ley, «el Dios contador totalmente insignificante que, pedante y atrabiliariamente, lleva los asientos en los libros de la vida de los hombres; que asienta el debe y el haber y hace un balance inmiseri-c o r d e : Liber scriptus proferetur, in quo totum continetur, unde mundus judicetur...». En la imagen de Dios secularizada, el poder divino es trans-ferido al Estado o a un caudillo que absolutiza e idolatriza la ciencia. En cuarto y quinto grupo se encuentran aquellos hombres cuya imagen de Dios está magnificada o demonizada. Se convierte en inquietante, incalcu-lable, abismal e insidiosa. «Los rasgos de la crueldad y de la maldad rebrillan con una luz fantasmal junto a esta imagen»47.

Lo que dice Rudin sobre la imagen de Dios neurotizada, enfermiza, está dirigido especialmente a los hombres católicos. Pero sería falsa la suposición de que en éstos los sentimientos de angustia se originan sólo o principalmente por la culpa religiosa. El mismo Pfister, que, en un desconocimiento esencial del pensamiento católico, sobrevalora el papel de la Iglesia en la formación y activación de la angustia («si al catoli-cismo le falta la base de la angustia, queda sin una de sus principales raíces y no puede vivir»)48, concede que la angustia aparece con igual frecuencia en el protestante, a quien son desconocidos tantos «mecanismos obsesivos» y dogmas provocadores de angustia. Todo psicoterapeuta puede confirmar esto. Las neurosis de angustia no aparecen en el hombre cató-lico con mayor frecuencia que en el no católico; y existe también una ética protestante (puritana) que aún sobrepasa a la católica en rigor y amenaza. En caso de que queramos hacer responsable de muchas afirma-ciones de los maestros de la Iglesia católica al encuentro personal con la angustia, esto vale también en la misma medida para los reformadores.

Sabemos que la angustia acompañó a Martín Lutero en su juventud, más aún, durante toda su vida, como una sombra. «Se me acostumbró

47 J. Rudin, Psychotherapie und Religión, págs. 149 y sigs. 48 0. Pfister, en el lugar citado, pág. 297.

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desde m i niñez de f o r m a q u e t ema que asus ta rme y pal idecer c u a n d o oía el n o m b r e de Cristo; pues no se me había enseñado o t ra cosa q u e a te-ner lo p o r un juez r iguroso y a i rado» 4 9 . Lutero era un escrupuloso, y e n los esc rupu losos lo esencial es, j u n t o a su conducta neurótico-obsesiva, la angustia 5?. H a s t a la «experiencia de la torre» en el convento de Wit ten-berg n o consiguió apac iguar su angust ia po r el conocimiento d e q u e n o las ob ra s del hombre , su h a c e r y ac tua r a t raen la gracia divina, s ino la f e exclusivamente. Pe ro que , a pesa r de ello, Lutero no logró d e s t e r r a r p o r comple to el miedo a Dios q u e vivía den t ro de él, y que sus doc t r i na s es tán m u y inf luenc iadas p o r aquel miedo, se de ja ver c la ramente e n los tes t imonios de sus con temporáneos . Lutero vivía en u n m u n d o de demo-nios, b r u j a s y diablos. E n Ulrico Zuinglio, la angustia es taba r e fe r ida a las penas de la o t r a vida. Pe ro den t ro de la Iglesia p ro tes tan te h a s ido la doc t r ina de la predes t inac ión la que ha producido los mayores e fec tos

49 O. Pfister, en el lugar citado, pág. 299. 50 Martín Werner atribuye a la vivencia del convento de Martín Lutero una sig-

nificación central para su evolución posterior. La personalidad de Lutero constituyó, en su genialidad fascinante, la materia básica de muchos ensayos psiquiátricos, y psicológicos, siendo resaltada varias veces por psiquiatras renombrados (por ejem-plo, E. Kretschmer) de una manera especial su constitución maníaco-depresiva. Po-demos preguntarnos si, mediante un análisis psicopatológico de tal naturaleza, no puede ser menoscabado el mérito de una personalidad del formato de Lutero. Somos de la opinión de que no es éste el caso, sino que, precisamente por la apreciación psicológica de una personalidad, puede reportarse una mejor comprensión de la labor de su vida. Estamos completamente de acuerdo con M. Werner cuando escribe: «La oposición tradicional de los biógrafos protestantes de Lutero a todo reconocimiento de lo anímicamente patológico en Lutero radica en el malentendido de que tales comprobaciones en la vida de personalidades históricamente importantes tendrían que representar ya en sí y por sí una degradación en un sentido u otro. Pero a la esencia de la auténtica grandeza humana no es propio, en modo alguno, el quedar libre, por puro destino, del sufrimiento anímico. La personalidad alcanza histórica-mente altura significativa la mayoría de las veces precisamente sólo a través del sufrimiento. Realiza sus mayores posibilidades por el modo y manera como se abre camino luchando a través del sufrimiento» («Psychologisches zum Klostererlebnis Martin Luthers». Schweiz. Zschr. f . Psychologie, tom. VII, 1948, pág. 3). : f

Un estudio psicológico detallado sobre Lutero lo ha publicado recientemente Erik H. Erikson. En situaciones vitales decisivas, Lutero se sintió afectado con frecuencia de angustia de pánico. En uno de estos estados de angustia (durante una tormenta) decidió el reformador, contra la voluntad de su padre, hacerse monje y consagrar su vida a Dios. En su primera misa experimentó otra vez un ataque de angustia, mientras su padre bramaba de rabia. Erikson designó estos ataques como «crisis de identidad». Ya en época anterior, en el año 1500 (por tanto, cinco años antes de su decisión de entrar en el convento), debió haber experimentado una de estas crisis de angustia, o, como dice Erikson, «crisis del yo», cuando, arrodillado en la iglesia, gritó: Non sum, non sum (E. H. Erikson, Young Man Luther. A Study in Psychoana-tysis and History, New York, 1958). ... • o ."

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de angustia: doctrina que encontramos en Lutero y Zuinglio, pero de la forma más acusada en Juan Calvino. «Frente a los pocos elegidos, a los que Dios ama, se encuentra la total humanidad que él ha predestinado desde antes de la creación del mundo a la condenación eterna y a las penas del infierno, y a la cual desde toda la eternidad no la ha amado paternalmente, sino que la ha odiado, como demuestra la figura de Esaú» (Pfister). ¿En qué otro lugar podía tener su causa más profunda seme-jante doctrina de reprobación si no es en un sentimiento de angustia y culpa no reconocido?

Por la angustia ante el castigo se explica, al mismo tiempo, la soli-citud en confesar la culpa, si bien toda confesión hay que considerarla como una posibilidad para asegurarse de nuevo el amor de aquel al que se ha ultrajado, mitigando así el castigo. El confíteor, ego te absolvo, se convirtió en una columna de la lucha cristiana contra la angustia. Por otra parte, cuando hablemos de la culpa hemos ver todavía que no es necesario que la confesión de la culpa y la culpa se correspondan entre sí. Sólo a partir de la angustia han de comprenderse aquellas confesio-nes de la culpa que, por ejemplo, impulsan al escrupuloso a acercarse al confesionario casi a diario, o aquellas «declaraciones» grotescas en los procesos políticos de los Estados autoritarios.

Sin embargo, en la consideración de los motivos provocadores de la angustia en el cristianismo no se ha hecho patente todavía su núcleo esencial, a saber, el vencimiento de la angustia. Este vencimiento está garantizado en un doble aspecto: primero, en la fe en el Dios que todo lo sabe y todo lo comprende, el cual no sólo es creador, sino también salvador, y segundo, en la seguridad producida por la comunidad cris-tiana. En ella no hay lugar para la angustia. (Algo parecido vemos en la práctica psicoterapéutica. Incluso en los neuróticos de angustia más gra-ves desaparece su síntoma, en el momento en que se sienten seguros frente al analista, mucho antes de que se haya «analizado» la angustia.) La seguridad de la comunidad cristiana está aún respaldada por un sis-tema de seguridades que garantiza, en una forma terapéutica, la defensa contra la angustia. Si la familia constituye ya un tesoro enterrado en la vida cristiana, también esta última se continúa en la escuela y en la edu-cación religiosa e ideológica igualmente cristianas. La autoridad de los padres y su seguridad encuentran una continuación en la parroquia, en la diócesis, y, finalmente, en la cabeza suprema de la Iglesia, en el «Santo Padre». Pero este enraizamiento tradicional del hombre occidental en la comunidad de fe cristiana ha experimentado en nuestro tiempo ciertas sacudidas. En qué medida representa la angustia del hombre ateo una angustia de la nada o una angustia de la culpa es algo que pertenece al transfondo filosóGco de la existencia humana. Pero, sin duda, la salida

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de la comunidad cristiana sazona un estado de desprendimiento que, por su parte, trae consigo nuevamente imprevisibilidad e inseguridad. «Tiene que repetirse necesariamente el destino del hombre que se hizo ateo en torno a la torre de Babel»51. Los hombres llegarán a ser inquietantes unos para otros, desaparecerá la confianza mutua, la anarquía pedirá a gritos otras medidas más violentas. Antes, el hombre estaba entregado al cuidado de un Dios bondadoso; ahora, a un portador mundano del poder. En lugar de eslabones vinculados como en la jerarquía eclesiás-tica, aparece ahora un extendido sistema policíaco; en lugar del clero, los partidos. La fe en el más allá es sustituida por la aquendidad «paradi-síaca» del materialismo dialéctico; el Estado desplaza a la Iglesia; el in-fierno se convierte en campo de concentración o en trabajos forzados. En lo que toca a la angustia del hombre no se ha variado nada en lo esencial. Los mismos «motivos» angustian al hombre sin Dios que al temeroso de Dios. Pero el hombre dispone también de los mismos medios para vencer su angustia. En tanto que observa las prescripciones y los mandamientos del Estado, no tiene por qué atemorizarse. Esto tiene va-lidez sólo para las formas de Estados autoritarios. En todo Estado, el ciudadano obtiene la liberación de la angustia a cambio de una pérdida de libertad personal.

Aquella tragedia que se manifiesta de una forma sobrecogedora en la visión de Jean Paul52 radica en que los hombres están solos, aislados. «Un muerto que acaba de ser enterrado en la iglesia yacía todavía en su almohada sin que su pecho temblase, y ante sus ojos tenía un sueño fe-liz. Pero entró un vivo, y se despertó... Alzó sus manos y las plegó en una oración; pero los brazos se le alargaban y se le desprendían, y las manos cayeron a lo lejos plegadas... Ahora, la figura elevada y noble cayó desde la altura sobre el altar con un dolor imperecedero, y todos los muertos gritaron: '¡Cristo! ¿No hay un Dios?' Él respondió: 'No lo hay...' Cristo prosiguió: 'Yo fui por los mundos, subí a los soles y volé con las vías lácteas por los desiertos del cielo, pero no hay ningún Dios. Yo bajé hacia abajo tan lejos como el ser arroja sus sombras, y miré en los abismos y grité: Padre, ¿dónde estás? Pero sólo oí la eterna tempestad a la que nadie gobierna...'

Entonces vinieron al templo, horroroso para el corazón, los niños muer» tos que habían despertado en el campo del Señor, y se arrojaron ante la elevada figura que estaba en el altar y dijeron: 'Jesús, ¿no tenemos padre?' Y él respondió, con lágrimas corriendo a torrentes: 'Somos todos huérfanos: yo y vosotros estamos sin padre.'

si H. Thielicke, «Theologische Dimensionen der Angst», en Angst und Schuld. Edi-tado por Wilh. Bitter, Stuttgart, 1959, pág. 23.

52 Según Thielicke, en el lugar citado, págs. 30-31.

- j

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... así elevó él, grande como el más grande de los mortales, sus ojos hacia la luz, y hacia la vacía inmensidad, y di jo: '¡Rígida, muda nada! ¡Fría, eterna necesidad! ¡Acaso delirante! ¿Conocéis esto entre vosotros? ¿Cuándo destruiréis el edificio y a mí? ¡Cómo está cada uno tan sólo en la amplia sepultura del espacio! Me encuentro solo junto a mí. ¡Oh Pa-dre! ¡Oh Padre! ¿Dónde está tu pecho infinito para que yo descanse en él? ¡Ah!, si cada yo es su propio padre y creador..., ¿por qué no puede ser su propio ángel exterminador?'

El soñador despierta en el instante de máxima tribulación, cuando la serpiente gigantesca en el horizonte comienza a enlazar al mundo y estruja y aniquila la totalidad del cosmos. Su 'alma llora de alegría' cuando toda la tenebrosidad vivida se disipa como un horroroso sueño y ve ante él el mundo de Dios en su esplendor.»

Thielicke hace referencia al proceso de la «deshumanización» de una forma que no podríamos encontrar en los anteriores procesos culturales, y Karl Jaspers confirma la angustia en una humanidad que, en su «proceso de evolución», camina de lo viviente a lo carente de vida: «ahora, quizá, está ante nosotros un nuevo proceso de desecho, la formación de una nueva especie animal por el camino de la técnica rígida como su forma de exis-tencia, y se formará un nuevo ser humano, y, visto desde él, esta masa aparecerá como otra especie, algo puramente vivo, pero que ya no es hu-mano» 53.

Es la incertidumbre sobre la evolución posterior, sobre la salida, sobre el fin lo que produce angustia. La pregunta acerca del sentido de la vida es eludida, o no llega a plantearse ya. «La cumbre del escepticismo nihi-lista, y, con ello, de la angustia, no está en que se responda a la pregunta sobre el sentido de la vida con un desesperanzador «¡ningún sentido!», sino en que de pura desesperanza no llegue a plantearse siquiera la pregunta.» De esta forma, la carencia de sentido no es superada, sino afirmada abier-tamente y aceptada como algo invariable. El mayor peligro de colectiviza-ción del hombre lo vemos en la masificación y embotamiento, que, cierta-mente, neutraliza la angustia, pero también estrangula la búsqueda de sen-tido, el ser hombre. La neutralización de la angustia no produce una «anu-lación», una «liquidación» de la misma; sólo puede tratarse de una repre-sión. En lugar del hombre tenemos el funcionario o el simpatizante colec-tivo. La angustia sólo puede aflorar allí donde existen todavía estados de transición entre la tradición burguesa y la forma de vida colectiva. «Tan pronto como ha avanzado el desimismamiento, cesando con ello la confron-tación personal con el sentido, desaparece también la angustia. Pues el animal, como el ciudadano de los estados de termitas, pueden no tener

53 Según Thielicke, en el lugar citado, pág. 33.

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angustia, porque no se plantean la pregunta acerca del telos, y, por ello, tampoco puede martirizarlos la posible falta de telos» 54

Ahora bien, hay, sin duda, hombres que, para escapar a esta angustia, se apropian, por así decirlo, una religión por motivos oportunistas, se pro-veen de una fe. ¿Acaso no es cierto que la religión cristiana —según las pa-labras del Evangelio de Juan: «En el mundo estáis angustiados, pero no os desconsoléis, yo he vencido al mundo»— promete la liberación de la an-gustia? Sólo una «fe» que no pretende otra cosa que la lucha contra la an-gustia es una fe inauténtica. Esta fe inauténtica no puede conjurar la an-gustia, sino que crea un círculus vitiosus que produce un agudizamiento de al angustia. Pero ¿qué es fe «auténtica», y qué, fe «inauténtica»? Todo psi-coterapeuta sabe que forman una legión los hombres que creen más por miedo que por amor. La culpa de esto no hay que buscarla exclusivamente en el individuo. También en la educación cristiana, en el confesionario y desde el pulpito se predican ciertas cosas que producen angustia. Pero si el temor de Dios debe ser algo bueno, necesario y querido por Dios, ha de serlo sólo en tanto que es «profundo respeto»; lo que equivale a decir: su-misión voluntaria, respeto, veneración. El verdadero temor de Dios es siem-pre profundo respeto. Jamás puede ser angustia sin sentido, una angustia que significa lo contrario que el respeto profundo, a saber, desconfianza y terror. Incluso Hans Urs von Balthasar, al que, con toda seguridad, no se le puede hacer el reproche de que esté orientado «psicoterapéuticamente», pregunta si no es el Nuevo Testamento mismo el que refuerza y sienta de una manera definitiva el crepúsculo entre temor y esperanza, la promesa y la amenaza. «¿No .se pierde el cristiano, cuando obra seriamente con el pecado y la salvación, en una dialéctica sin salida, en la que todo aumento en gracia lleva consigo un aumento en indignidad, por no decir en culpa, y en esta espesura la religión se convierte en un infierno propiamente ha-blando? Y ¿no es aquí precisamente donde el psicoanálisis más desconside-rado no encuentra dificultades?»55. Mientras que Balthasar, desde un punto de vista teológico, da una respuesta extraordinaria a la primera pregunta, queda de nuestra parte demostrar que tampoco el «psicoanálisis más des-considerado» (en otro lugar habla Balthasar del «venenoso contraveneno de la psicoterapia»)56 pretende perjudicar a una cristianismo auténtico; es más, que no puede. Es cierto que la psicoterapia en sentido teológico no está obli-gada a ninguna religión. Ni hay una psicoterapia «católica» ni «protestante» como puede darse, por ejemplo, una medicina «cristiana» o «mahometana». Pero hay algo que en el proceso psicoterapéutico es sacado a a luz con

W En el lugar citado, pág. 35. 55 H. U. von Balthasar, Der Christ und die Angst, Einsiedeln, 1953, págs. 55-56. * En el lugar citado, pág. 10.

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toda claridad, en cierto modo decorticado de un mundo vivencial complejo, a saber, la autenticidad de toda vivencia religiosa, cualquiera que sea la estructura teológica del hombre.

Al comienzo de su escrito Von der Angst unserer Zeit transcribe Xa-vier von Hornstein aquel cuento de los hermanos Grimm de «uno que par-tió para aprender a temer», con la referencia aclaratoria de que el temor es algo proto-humano y de que no existe ningún hombre que no esté entre-gado a él. Pero ¿debe seguirse que el temor y la angustia son propios esen-cialmente del hombre por el hecho de que todos los hombres experimenten de una u otra forma la existencia del temor? ¿Que le ayudarían a conseguir su ser humano? Otros autores que con tanto agrado reprochan a los filó-sofos existenciales tendencias nihilistas, carencia de sentido y de esperanza, porque hicieron de la angustia, de una manera fundamental ontológica, una «situación básica de la existencia», afirman «psicológicamente» la angustia en una forma igualmente intensa. La angustia de muerte de Cristo en la Cruz es tomada como modelo en el que la vivencia de angustia del cristiano puede confirmarse continuamente como un requisito auténticamente cris-tiano, «porque la salvación eterna está asegurada en Dios, pero no en el hombre»57. «Desde el día en que el temor de Dios invadió a Adán a causa de sus pecados está el hombre preso en las garras de la angustia, y teme a la muerte cada vez que Dios le sale al paso de una forma o de otra. «jUna relación con Dios poco consoladora si pensamos que ningún hombre se encuentra ante Dios libre de culpa y de pecado! También Balthasar habla de aquella «angustia» de la revelación «siempre existente en el hombre». La palabra de Dios no ha venido al mundo para guardar a los hombres terre-nos del dolor y de la muerte, y menos aún para apartar de ellos o ahorrar-les la angustia, como pretendió hacer la filosofía estoica; como, a fin de cuentas, intenta hacerlo, más o menos claramente, toda filosofía y máxima de vida y todo humanismo intramundano. Mostrar al hombre una situación a partir de la cual puede acabar con estos tres poderes tenebrosos»58. Balthasar habla de una angustia «neutral» que se adhiere a la existencia como tal, de su «vanidad, que la penetra con el «no ser» del antes y el des-pués, tal como esta vanidad es propia de igual modo a los buenos y a los malos, a los que se entregan a Dios y a los que se apartan de Dios»59. Pero luego hace una distinción rigurosa entre la angustia de los malos y la an-gustia de los buenos: la de aquéllos ante el castigo que esperan, la de éstos por la salvación prometida, siendo para los católicos, a consecuencia de la apropiación participadora de la salvación en la cruz, «el camino de la angus-

57 X. v. Hornstein, Von der Angst unserer Zeit, Frankfurt, 1954, pág. 29. 58 H. U. v. Balthasar, Der Christ und die Angst, Einsiedeln, 1953, pág. 13. 59 En el lugar citado, pág. 16.

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tia del pecado a la angustia redentora un camino real»60. Mounier ha sido el primero en enfrentarse al pesimismo cristiano, aunque habla también de un optimismo «trágico». Para él, el Apocalipsis no es un canto del ho-rror, sino un himno del triunfo, «la anunciación de la victoria definitiva de los justos y el canto embriagado por el reino final de la plenitud»61.

Antes de que nos ocupemos del concepto psicoterapéutico de la culpa y de la angustia, vamos a hablar de aquel filósofo cuyo enfrentamiento con la angustia llegó a ser una sobresaliente confesión personal y cris-tiana, y sigue siendo tanto para la Filosofía como para la Psicología de una significación de la que ya no puede prescindirse.

3 . SÜREN KlERKEGAARD: EL CONCEPTO DE LA ANGUSTIA Y DEL PECADO

Hans Urs von Balthasar llama al escrito de Kierkegaard sobre el con-cepto de la angustia «el primero y último intento de una superación teológica de este tema»62. Arnold Künzli explica la angustia del hombre moderno en la vida y el pensamiento de Kierkegaard, en cuyo pecho her-vía «ya hace cien años lo diabólico de la catástrofe en la que la Europa de nuestros días corre el peligro de desangrarse», y en cuyos «desgarra-dores gritos de angustia» se anunciaba «el desamparo y soledad del mo-derno Occidente»63. En su crítica a Hegel, el cual unificó essentia y exis-tentia, para el que la razón significaba la realidad que absolutizó el inte-lecto y rebajó a Dios y al cristianismo a una función de la lógica, Kier-kegaard se convirtió en el fundador de las modernas filosofías existencia-Ies: «La única realidad de la que un existente conoce algo más es la suya propia, que él está ahí»64. Se volvió no sólo contra la intelectualiza-ción del cristianismo, sino también y de igual forma contra la masifica-ción y superficialización. «Todo hombre», así se expresa él, «que observa con seriedad lo que llamamos en general 'la cristiandad', o la situación de un país llamado cristiano, y pretende ver, aunque sólo sea un poco, tiene, en una forma que no admite duda, que volverse inmediatamente en extre-mo crítico. | Qué sentido tiene, pues, que todos estos miles y miles se lla-men sin más cristianos! Tantos y tantos hombres de los que la enorme mayoría, en lo que nos está permitido juzgar, tiene la vida en categorías

«> En el lugar citado, pág. 59. M E. Mounier, Angst und Zuversicht des XX. Jahrhunderts, Heidelberg, 1955,

página 12. 62 En el lugar citado, pág 7. 63 Arnold Künzli, Die Angst ais abendliindische Krankheit, Zürich, 1948, pág. 3. « S. Kierkegaard, Abschliessende wissenschaftliche Nachschrift, 2.» parte. Ges. W.

(obras completas), Düsseldorf, 1958, capítulo 16, pág. 17.

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totalmente distintas, de lo que podemos convencernos con la más simple observación. ¡Hombres que probablemente no van nunca a la iglesia, ja-más piensan en Dios, nunca dicen su nombre, a excepción de cuando maldicen! Sin embargo, todos estos hombres, incluso aquellos que afir-man que Dios no existe, todos son cristianos, se llaman cristianos, son reconocidos por el Estado como cristianos, son sepultados por la Iglesia como cristianos, y como cristianos son despedidos para la eternidad!»65.

Pero en este reproche de Kierkegaard a la humanidad está fundamen-tada también la propia tragedia del gran danés. Pues tampoco él consi-guió, pese a su vehemente sublevación contra Hegel y el cristianismo secu-larizado, realizar su propio ser cristiano de modo que pudiera vencer en él mismo la enfermiza angustia vital; por esto se dijo que ella desmiente su cristianismo. La vida y los trabajos filosóficos de Kierkegaard estu-vieron determinados por la angustia.

El influjo de Kierkegaard en la moderna Psicología y Filosofía es innegable. También los teólogos discuten acerca del gran hombre. Todos están de acuerdo, con pocas excepciones, en los círculos católicos y pro-testantes, en que era un pensador «cristiano», y, en consecuencia, tam-bién actuó prácticamente sobre la Teología. En todo caso, parece inne-cesaria la disputa sobre si Kierkegaard «en el fondo» era católico o pro-testante. Romano Guardini, Ernst Michel y Theodor Haecker lo reclaman para el catolicismo66. Erich Przywara habla de su «catolicismo incons-ciente» 67, lo que, a su vez, levanta la protesta de Walter Nigg, que ve en él una «figura típicamente protestante»68. De todas formas, Kierkegaard es elevado por Grisebach, Karl Barth y Emil Brunner al pedestal «de un auténtico gran pensador que fue cristiano, y de un auténtico gran cris-tiano que fue pensador»69, mientras que Künzli le niega rotundamente aquella actitud básica cristiana: «Kierkegaard no podía amar a Dios, pues estaba unido a Él en la forma personalmente interesada del neuró-tico, es decir, era su esclavo. Y la esclavitud significa siempre amor de si mismo»; «era un sutilizador y escéptico intelectual que hablaba de la existencia cristiana sin ser él mismo un ser cristianamente existente»; «en Kierkegaard se muestra que el alma del hombre moderno ha per-manecido pagana, primitiva, hasta 'bárbara', y sólo la inteligencia ha cap-tado la tradición del cristianismo». Künzli formula en otro lugar la reli-

as Geismar, Soren Kierkegaard, pág. 216. Según Künzli, en el lugar citado, pá-ginas 26-27.

66 En el lugar citado, pág. 270. 67 E. Przywara, Das Geheimnis Kierkegaards, München, 1929, págs. 171 y sigs. 6S W. Nigg, Religiose Denker, Bern, 1942, pág. 92. 69 E. Brunner, Offenbarung und Vernunft, Zürich, 1941. Según Künzli, en el lugar

citado, págs. 26-27.

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giosidad de Kierkegaard como «inhumana, maligna, acristiana y enferma», su cristianismo como «vana apariencia bajo la cual ocultaba él la tradi-ción de un 'capitalismo' e intelectualismo burgueses. La religión de Kier-kegaard es sencillamente enfermedad anímica»70. En todo caso, cuando Künzli, hacia el final de su libro, se atreve a afirmar que Kierkegaard representa «existencia de angustia desesperada», «malicia para el pró-jimo», «neurosis de renta», «huida narcisista de la realidad», no hace en-tonces justicia a la personalidad del danés. En Kierkegaard se pueden comprobar numerosos rasgos neuróticos, y puede suponerse con mucha probabilidad que su biografía ejerció un influjo esencial en su pensamien-to filosófico y cristiano. Pero cómo pueda llegarse a «identificar» sin más ni más la virtud vital neurótica de Kierkegaard con la obra de su vida, y, en una forma casi incomprensible y generalizadora, proyectarla sobre el hombre moderno (para emplear una expresión de la psicoterapia yun-guiana, de la que tan a menudo echaba mano Künzli), es algo que per-manece problemático. ¿Qué tendríamos que pensar de la afirmación de «que desde Kierkegaard parte un camino recto que conduce a Hítler», y «de la advertencia» a los cristianos modernos «a no investigar en sus propias almas a la manera de Kierkegaard'?»71.

Si Kierkegaard era o no un auténtico cristiano es algo que queda fuera del ámbito de investigación de este trabajo. Ésta sería una pregunta di-fícil de contestar en una perspectiva histórica póstuma. A nosotros nos interesa mucho más Kierkegaard en su relación con la angustia y la culpa, en tanto que aquélla era para él no sólo un problema personal, sino que alcanzaba una significación psicológica y teológica.

El examen de la biografía de Kierkegaard, en la medida en que nos es conocida, especialmente por sus diarios, no nos permite dudar de que la experiencia vital personal ha contribuido ampliamente a su posición pesimista ante el mundo. La disposición anímica básica del gran pensa-dor danés era depresiva. En todos sus escritos repercute esta tónica fun-damental; también allí donde es acallado por el asomo de ironía o incluso por los ataques impetuosos a la sociedad. La melancolía de Kierkegaard, en la que le antecedió ya su padre, muestra aquellos rasgos de sufrimien-to autoatormentador que en la práctica psicoterapéutica tan frecuente-mente experimentamos en los depresivos. A menudo, la depresión lleva a cabo la expresión emocional de la angustia y de la culpa. Apenas si existe otra enfermedad en la que se manifiesten tan claramente, tan al desnudo, estos fenómenos fundamentales. «En lo más hondo de cada hombre ha-bita la angustia, que tenga que estar solo en el mundo, olvidado de Dios,

«> A. Künzli, en el lugar citado, págs. 79, 169, 174, 182 y 191. 71 En el lugar citado, págs. 272 y 275.

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I.xi angustia en la existencia humana 39

dejado a un lado entre los millones y millones de la inmensa economía doméstica. Mantenemos alejada a la angustia porque vemos en torno a nosotros a muchos a los que estamos unidos por la sangre y la amistad; pero la angustia está ahí, a pesar de todo. Apenas si podemos imaginar-nos lo que nos ocurriría si desapareciera todo esto»72. Ahora bien, la vi-vencia más atormentadora del depresivo lleva en sí aquel sentimiento de soledad, del estar —sólo— consigo mismo, en su angustia y en su culpa. Es la carencia de esperanza, la certeza del encontrarse-perdido-sin-salva-ción, la que hace que el hombre igual que el animal «se desperece»; en este último llega a producir el reflejo del fingirse muerto, que paraliza tanto las funciones psíquicas como las físicas. La depresión representa, en cierto modo, una muerte anticipada. Y en ello la «lucha con la muerte» se convierte para el que es atormentado por la angustia y por la culpa en su martirio insoportable; Kierkegaard lo llama «desesperación calla-da». Nos habla de su padre y de él como «de los dos hombres probable-mente más melancólicos que hayan vivido desde que el mundo es mun-do»73. Kierkegaard se describe a sí mismo como «delicado, delgado y débil; en lo que toca a lo corporal, casi sin las condiciones corporales que son necesarias para poder ser tenido por un hombre completo, como los otros: melancólico, enfermo del alma, de varios modos desgraciado desde lo más profundo...» Después de la vivencia del «terremoto» escri-be: «Desganado como estaba en mi interior, sin perspectiva alguna de llevar una vida feliz en sentido terreno, 'que me vaya bien y que viva mucho tiempo en la tierra' sin ninguna esperanza en un futuro feliz y agradable»74.

Para Kierkegaard, la melancolía no es otra cosa que expresión de cul-pabilidad profunda, como dice duramente en su ensayo sobre Nerón: «El ser de Nerón es la melancolía. Hoy en día ser melancólico es tenido como algo grande..., pero yo sigo pensando como la primitiva doctrina de la Iglesia que contaba la melancolía entre los pecados capitales... Un hombre no es melancólico porque sufra y esté preocupado, y sufra quizá hasta tal punto que el sufrimiento no le abandone ya en toda su vida; esto hasta puede ser auténtico y hermoso. Un hombre se hace melancó-lico no por el sufrimiento impuesto, sino solamente por su propia culpa»75. Kierkegaard se refiere aquí manifiestamente a Tomás de Aquino: «se

72 S. Kierkegaard, Die Tagebücher. Colección y traducción de Th. Haecker, Inns-bruck, 1923, tom. I, pág. 349.

En el lugar citado, pág. 214. '4 Citado según Arie Sborowitz, «Beziehung und Bestimmung». Psyche, 1948-49,

tom. II, pág. 41. 75 S. Kierkegaard, «Ñero und die Schwermut». Psyche, 194849, tom. II, págs. 321

y sigs.

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llama pecado capital aquel pecado que anula la vida espiritual. Por su categoría, la tristitia es pecado capital». La tristitia del de Aquino y la melancolía de Kierkegaard son la carencia de esperanza, la resignación, la desesperación. Pero si la esperanza es una de las tres virtudes teolo-gales, el hombre en estado de desesperación está sin esperanza, y por ello es pecador. «Sin esperanza no se es cristiano.» Pertenece a la esencia del cristianismo «el despertar y fortalecer la esperanza, pero también el exi-girla»76. Si el cristiano pierde la esperanza, entonces se entrega a sí mismo; entregarse a sí mismo significa entregar a Dios: Kierkegaard y Tomás de Aquino explican, por lo tanto, el estado de la melancolía, de la tristeza, como un estado de pecado. Pero ¿en qué está la culpa en la formación de la depresión?

Podríamos nosotros preguntar al depresivo: «¿Qué le falta a usted?» O bien él decir: «Me falta algo.» Puede faltar algo que nosotros nunca po-seímos o algo que ha dejado de ser nuestro. La desazón depresiva nos indica que tendríamos que hacer algo para lo que manifiestamente no nos encontramos con fuerzas, o que deberíamos condescender con algo que provisionalmente todavía rechazamos, o que debemos apropiarnos algo a lo que nos oponemos. En la psicoterapia aparecen depresiones cuando se avecina algo «nuevo». Son anunciadoras de nuevas posibilida-des de vida que sólo pueden alumbrarse después de mayores obstáculos: de aquí la comparación con los dolores del parto al término del embara-zo. Podría decirse que el depresivo está preñado de sus posibilidades no vividas; mientras tanto es culpable, y sólo el parto trae la salvación. Pero ¿quién puede sentirse más salvado que aquel hombre que, habiendo so-portado su depresión y finalmente maduro, sale de ella como «regene-rado?»

La claridad «psicoterapéutica» que poseyó siempre Kierkegaard se muestra, sobre todo, por la siguiente descripción de la depresión (la cual frecuentemente encontramos caracterizada en el lenguaje popular tam-bién como tinieblas «espirituales»). «En la melancolía hay algo inexpli-cable. Quien tiene preocupaciones y cuidados, sabe lo que éstos produ-cen en él. Si se pregunta al melancólico qué es lo que le hace ser tan melancólico, qué es lo que pesa tan gravemente sobre él, responderá: 'No lo sé, no lo puedo decir'. Esto es lo que hace al melancólico tan infinita* mente melancólico. Además, su respuesta es totalmente cierta; pues tan pronto como él se comprende en su melancolía desaparece ésta, mientras que la preocupación no es anulada con el conocimiento de su causa. Pero la melancolía es pecado, propiamente el pecado instar omnium; pues la

Luise Rinser, «Félix Tristitia», en Erbe und, Auftrag, Beuron, 1961, año 37, pá-gina 13.

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melancolía es el pecado de no querer profunda e internamente, y esto es la madre de todos los pecados»77.

La culpa y la angustia están en Kierkegaard íntimamente unidas con la propensión al pecado del hombre, como también ya San Agustín nom-braba conjuntamente angustia y pecado original. «La consecuencia o la actualización del pecado original en el individuo es la angustia, que sólo cuantitativamente es diferente a la del Adán. En el estado de inocencia, y de tal estado ha de poderse hablar también en los sucesores de Adán, el pecado original tiene que tener la equivocidad dialéctica, de la que brota la culpa en salto cualitativo. Por el contrario, la angustia podrá ser en un individuo posterior más reflejada que en Adán, porque el aumento cuantitativo que lleva tras sí el género se deja sentir en él. Sin embargo, la angustia tanto ahora como entonces no se convierte en una imperfec-ción que se adhiere al hombre; al contrario, hemos de decir que cuanto más primitivo es un hombre, tanto más profunda es su angustia, porque habrá de hacer suyo aquel presupuesto de la propensión al pecado que tiene como base su vida individual, toda vez que él aparece en la historia del género. Hasta aquí la propensión al pecado ha conservado una gran fuerza, y el pecado original está en crecimiento. El que haya hombres que no sienten en absoluto la angustia hay que entenderlo como si dijé-ramos que Adán no la habría sentido en el caso de que hubiera sido me-ramente animal»78.

Kierkegaard no habla exclusivamente de culpa, sino también de pe-cado, si bien su concepto de pecado no se cubre ya con el concepto pri-mitivo del pecado original o del pecado sin más. En él se trata de la antítesis de sensualidad y espíritu. Kierkegaard encuentra comprobado esto en Nerón. «El espíritu desea siempre abrirse paso, pero nunca llega a aparecer. Aspira a una existencia superior, en la que es continuamente engañado y se le paga con un placer que le excita pero no le satisface. Entonces el espíritu se encuentra en él como una nube tenebrosa, su có-lera descarga sobre el alma de Nerón y produce una angustia que no se retira ni en el momento del goce»79.

Sobre todo dos escritos de Kierkegaard han llegado a ser de una im-portancia básica para nuestros conocimientos psicoterapéuticos, a saber: El concepto de la angustia (1844) y la Enfermedad de muerte (1849). En-ambos libros toma expresión el enfrentamiento dialéctico entre espíritu y estructura anímico-corporal del ser humano, haciendo Kierkegaard de la propia problemática personal de su vida punto de partida de sus con-sideraciones científicas. Kierkegaard llama enfermedad de muerte a la-

77, S. Kierkegaard, «Ñero und die Schwermut», en el lugar citado, pág. 325. 7S S. Kierkegaard, «Der Begriff Angst». Ges. W., Dusseldorf, 1958, pág. 51. TO S. Kierkegaard, «Ñero und die Schwermut», en el lugar citado, pág. 323.

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desesperación; es una enfermedad en el espíritu, en el «sí mismo»; el «sí mismo» se convierte en fundamento del existencialismo cristiano de Kierkegaard y es investigado con agudeza dialéctica en su triple relación: con Dios, con el mundo y consigo mismo. El sí mismo del hombre vive en las diversas formas de la desesperación sus relaciones tirantes con Dios y consigo mismo. «Así, pues, esta enfermedad en el sí mismo, la enfermedad de la muerte, es desesperación. El desesperado está enfermo de muerte. Son las partes más nobles, en un sentido muy distinto a como ocurre en una enfermedad, las que ha atacado el mal y, sin embargo, el hombre desesperado no puede morir. La muerte no es el término de la enfermedad pero la muerte es siempre lo último. Ser liberado de la muerte por esta enfermedad es imposible, pues la enfermedad y su tor-mento (y la muerte) es precisamente que no se pueda morir» Pero la desesperación es pecado, «no querer uno mismo estar desesperado de Dios, o querer estar uno mismo desesperado de Dios»81. Por consiguiente, tanto la «debilidad potenciada» como también la «tozudez potenciada». Lo contraposición al pecado no es, en modo alguno, la «virtud», lo que sería en parte un «modo de ver pagano», que se contenta con una medida puramente humana, que no sabe ciertamente que sea pecado, que todo pecado está delante de Dios. No, lo opuesto al pecado es la fe. Y una de las determinaciones más decisivas para todo el cristianismo es precisa-mente ésta: «que lo opuesto al pecado no es la virtud, sino la fe». Fe es que «el sí mismo, en tanto que es sí mismo y quiere ser sí mismo, se fundamente diáfanamente en Dios». Determinado por su propia educa-ción que fue muy rigurosa, pensaba Kierkegaard como una cosa «abso-lutamente cierta que a menudo un hombre, precisamente a causa de la rigurosa educación que ha experimentado en el cristianismo, ha caído en determinado sentido en el pecado porque toda su visión cristiana ha sido demasiado severa para él, especialmente en un período temprano de su vida...»82. Esto puede ser una alusión a la pietista «religiosidad de campesinos» de su melancólico padre, en la que él mismo fue educado. Una exigencia capital de esta «concepción del mundo» pietista era la negación de todo lo mundano, sensual, la «mortificación de la carne». La educación paterna hizo que el mundo apareciese al joven Soren como sencillamente malo: «todo lo sensual, lo mundano, lo alegre, lo normal-mente insignificante, lo colorista, todo lo que alegra el corazón de un niño y significa un mundo para él, le era representado como prohibido y que había que superar. El alma infantil del joven Soren fue enajenada

S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode. Ges. W., Düsseldorf, 1957, pág. 17. 81 En el lugar citado, pág. 81. 82 En el lugar citado, pág. 80.

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en un código moral pietista, en el que tuvo que ahogarse. Y aunque su padre era el único hombre del que afirmaba que le había querido, los diarios de Kierkegaard están llenos de gritos de desesperación sobre esta tenebrosa educación, en la que fue 'educado' por un viejo para (ser) viejo»83. Pero Kierkegaard ha hablado a menudo también en un sentido positivo acerca de la severa educación en el cristianismo (que él mismo había experimentado por su padre).

Este padre tenía ya cincuenta y seis años al nacer su hijo único y más querido. La madre, de cuarenta y cinco años (la segunda muje r del padre), había sido antes ama de casa de la familia Kierkegaard, y espe-raba, poco después de la muerte de la primera mujer del padre de Kier-kegaard, el primero de sus siete hi jos: grave pecado que a todas vistas probablemente no le perdonarían nunca ni el padre ni el hijo. Murió cuando Kierkegaard tenía veintiún años, y nunca fue nombrada directa-mente en sus escritos. Sin duda, la relación con su madre estuvo trastor-nada en una forma que encontramos con frecuencia en los neuróticos. El padre de Kierkegaard padecía de vacilaciones religiosas obsesivas y de melancolía. Fue atormentado por la angustia del pecado, comunicándo-sela, en discusiones sin fin, también a su hijo Soren. «El padre se sentía responsable de haber acarreado por sus pecados una maldición sobre toda su familia...»84. Para él, el cristianismo era sufrimiento, y nada más que sufrimiento. Para un hombre para el que todo lo sensitivo, lo mun-dano, lo de esta vida, lo afectuoso era pecado sin espíritu, la vida sólo podía ser un lastre atormentador; para dar a esta vida un sentido, la familia tenía que convertirse en seguidora de Cristo. Pero en este sufri-miento el amor no tenía lugar. «Como niño fui educado severa y grave-mente en el cristianismo —escribe Kierkegaard—, una educación absurda humanamente hablando. Ya desde mi más temprana infancia me había desarticulado en impresiones bajo las cuales se derrumbaba incluso el anciano melancólico que las había puesto sobre mí. Un niño que de un modo absurdo había sido ayudado para ser un melancólico: jqué cosa más horrorosa! ¿Es, pues, de maravillar que a veces me apareciese el cristianismo como la crueldad más inhumana?»85 . Ahora, después de estos conocimientos sobre el desarrollo personal de Kierkegaard, nos parece menos asombroso que un hombre que creció en esta total negación de todo lo sensitivo corriese el peligro de ser anegado por la angustia y la melancolía. El fracaso en su vida personal y en su carrera profesional, pero también en el contenido humano de referencia amorosa (como se

83 A. Künzli, en el lugar citado, pág. 53. 84 En el lugar citado, pág. 55. 85 Según A. Künzli, en el lugar citado, pág. 53.

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manifestó claramente en su comportamiento neurótico con Regine Olsen), la impotencia sexual y la lucha contra sus conciudadanos, no son otra cosa que «síntomas» de una In-humanidad que excluye las posibilidades esenciales del ser. Lo sexual fue escarnecido como algo animal, primi-tivo, sin espíritu: la mujer se convirtió en «puerca», el hombre fue de-gradado a «tipo de cría» capaz de reproducción o, en cuanto marido, a «caballo semental». Por el pecado de Adán, la sensualidad se convirtió en fragilidad. «Después que apareció el pecado en el mundo, la sensuali-dad se hizo pecado; pero lo que ha llegado a ser no lo fue de antemano» M, O en otro lugar: «La fragilidad no es, pues, sensualidad, en manera al-guna, pero no hay sensualidad sin pecado»87. Este punto de vista de Kier-kegaard, la unión de pecado y sexualidad, en sí no es nada nuevo. Apenas sí hay esfera de actividad humana que esté cargada en tal medida con el «tabú» del pecado como la de la sexualidad. «Nos apoyamos en la histo-ria de la caída en el pecado y no tenemos en cuenta a propósito que no es la sexualidad el proto-pecado, sino el comer prohibido del árbol del conocimiento, es decir, el autodespotismo que quiere ser como Dios»88.

Freud, desde el punto de vista del pensamiento científiconatural, ha señalado las próximas relaciones entre la sexualidad y la neurosis de angustia. Todo lo reprimido, lo subyugado, constituye un constante pe-ligro; por esto, también el intelecto viene a parar en la angustia ante ello tan pronto como ha implantado su posición de poder frente a lo afectivo, a lo instintivo. Pues la represión en sí significa ya culpa, pecado contra el creador que dio al hombre también aquellos afectos «reprimidos» como posibilidades de vida perfectamente válidas.

La angustia se origina cuando el hombre se siente oprimido, cuando es empujado a la estrechez (angustias), cuando se encuentra bajo coac-ción. «Que lleguemos a la angustia —dice Johannes Neumann, el cual pre-tende llegar a una síntesis entre Kierkegaard y la Psicología individual de Adler— nos está dado con nuestra existencia en el mundo y es superado con el respectivo trascender de la situación hacia lo nuevo que nos exige... si uno permanece anclado en la situación, si no resuelve la tarea a él encomendada o la resuelve inadecuadamente, es decir, que, al no ade-cuarse ni a la situación externa ni a su ser, por la no solución o la solu-ción fallida de una situación externa o interna se desarrolla un estado duradero, en tal caso se origina una situación interna que, con Kierke-gaard, llamamos desesperación»S9. Kierkegaard distingue la angustia del

86 S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, pág. 58. 87 En el .lugar citado, pág. 47. Si A, Künzli, en el lugar citado, pág. 112. 89 J. Neumann, «Die Entstehung des Selbst aus der Angst», en Angst und Schuld.

Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1959, pág. 124.

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temor. Aquélla la compara con el vértigo. «Aquel que es obligado a mirar hacia la profundidad de un precipicio llega a sentir vértigo.» «La angustia de Kierkegaard es la de aquel precipicio, la de la nada, en cuya profun-didad acecha el pecado.»

La literatura reciente se ha marcado la tarea de estudiar psicológica-mente el concepto de la «angustia», sin perder de vista el dogma del pe-cado original. Así, pues, la angustia, si bien de un modo implícito, tiene algo que ver con el concepto del pecado original dice el danés en su introducción al Begriff Angst (Concepto de la angustia). La angustia cons-tituye el presupuesto del pecado original, pero ella misma es, al mismo tiempo, el pecado original que se repite en cada individuo.

No es sencillo seguir el pensamiento de Kierkegaard en lo referente a la angustia y al pecado. Parece también contradecirse, por ejemplo, en la antítesis: sin pecado no hay sexualidad; por tanto, la sensualidad en sí no debe ser pecaminosa. Precisamente esto último lo ha destacado con-tinuamente Kierkegaard: «Lo sexual como tal no es lo pecaminoso...» «La s e n s u a l i d a d no es pecaminosidad» Lo sexual o sensual sólo llegó a ser pecaminoso por el pecado de Adán, y se hace de nuevo pecaminoso en cada hombre como consecuencia de la repetición de aquel pecado. Por él se manifestó en lo erótico lo instintivo, frente a lo que el espíritu perma-nece ajeno. Así, pues, la angustia «se halla presente en todo gozo erótico no porque éste sea pecaminoso en modo alguno; y, por tanto, tampoco serviría de nada que el pastor bendijese a la pareja diez veces»91. Pero ¿por qué esta angustia? Porque el espíritu no puede hallarse ya presente en el punto culminante de lo erótico. Aquí Kierkegaard documenta que él92, en el fondo, considera lo sexual como pecaminoso, pues siempre que el hombre no realiza su ser-sí-mismo se hace culpable. Según la concep-ción de Kierkegaard, el hombre es espíritu, y éste el «sí mismo». ¿Cómo podría, pues, un hombre en el acto sexual realizar su sí mismo si el espí-ritu como algo «extraño», no participa en él? Es cierto que el danés hace de la necesidad una virtud al escribir que la angustia no precisa ser tras-tornante, sino un «factor inherente»93; si «lo erótico es puro, inocente y bello, en tal caso esta angustia es agradable y suave...» Entre tanto queda sin contestar la pregunta: ¿Cuándo es lo erótico «puro e inocente y bello», y cuándo no lo es? Éste podría ser el caso, según la concepción cristiana, en el matrimonio. Pero también aquí se pone de manifiesto la vergüenza, pues «es una gran locura suponer que basta el casamiento eclesiástico o

*> S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 11, 68 y 80. 91 En el lugar citado, págs. 71 y sigs. 92 S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, págs. 8 y sigs. 93 S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 71 y sigs.

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temor. Aquélla la compara con el vértigo. «Aquel que es obligado a mirar hacia la profundidad de un precipicio llega a sentir vértigo.» «La angustia de Kierkegaard es la de aquel precipicio, la de la nada, en cuya profun-didad acecha el pecado.»

La literatura reciente se ha marcado la tarea de estudiar psicológica-mente el c o n c e p t o de la «angustia», sin perder de vista el dogma del pe-cado original. Así, pues, la angustia, si bien de un modo implícito, tiene algo que ver con el concepto del pecado original dice el danés en su introducción al Begriff Angst (Concepto de la angustia). La angustia cons-tituye el presupuesto del pecado original, pero ella misma es, al mismo tiempo, el pecado original que se repite en cada individuo.

No es sencillo seguir el pensamiento de Kierkegaard en lo referente a la angustia y al pecado. Parece también contradecirse, por ejemplo, en la antítesis: sin pecado no hay sexualidad; por tanto, la sensualidad en sí no debe ser pecaminosa. Precisamente esto último lo ha destacado con-tinuamente Kierkegaard: «Lo sexual como tal no es lo pecaminoso...» «La sensualidad no es pecaminosidad»90. Lo sexual o sensual sólo llegó a ser pecaminoso por el pecado de Adán, y se hace de nuevo pecaminoso en cada hombre como consecuencia de la repetición de aquel pecado. Por él se manifestó en lo erótico lo instintivo, frente a lo que el espíritu perma-nece ajeno. Así, pues, la angustia «se halla presente en todo gozo erótico no porque éste sea pecaminoso en modo alguno; y, por tanto, tampoco serviría de nada que el pastor bendijese a la pareja diez veces»91. Pero ¿por qué esta angustia? Porque el espíritu no puede hallarse ya presente en el punto culminante de lo erótico. Aquí Kierkegaard documenta que é l e n el fondo, considera lo sexual como pecaminoso, pues siempre que el hombre no realiza su ser-sí-mismo se hace culpable. Según la concep-ción de Kierkegaard, el hombre es espíritu, y éste el «sí mismo». ¿Cómo podría, pues, un hombre en el acto sexual realizar su sí mismo si el espí-ritu como algo «extraño», no participa en él? Es cierto que el danés hace de la necesidad una virtud al escribir que la angustia no precisa ser tras-tornante, sino un «factor inherente»93; si «lo erótico es puro, inocente y bello, en tal caso esta angustia es agradable y suave...» Entre tanto queda sin contestar la pregunta: ¿Cuándo es lo erótico «puro e inocente y bello», y cuándo no lo es? Éste podría ser el caso, según la concepción cristiana, en el matrimonio. Pero también aquí se pone de manifiesto la vergüenza, pues «es una gran locura suponer que basta el casamiento eclesiástico o

90 S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 11, 68 y 80. 91 En el lugar citado, págs. 71 y sigs. 92 S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, págs. 8 y sigs. 93 S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 71 y sigs.

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la fidelidad por la que el hombre se atiene exclusivamente a su compa-ñera de matrimonio». ¿Puede, pues, ser la angustia «agradable y suave»?

Mucho más claro es Kierkegaard en su concepto del pecado. En él se pone de manifiesto qué «carga de angustia» tenía para él este concepto. Y, como para demostrar una conocida experiencia psicológica, está ahí «como máximum... lo espantoso de que la angustia ante el pecado pro-voca el pecado».

Por la culpa, «la nada, que es el objeto de la angustia, llega a ser, por decirlo así, más y más algo»94. La nada en el sentido de Kierkegaard no corresponde a la «nada» expuesta posteriormente por Heidegger. En Kier-kegaard no es la angustia sino un algo desconocido. «Del mismo modo que el médico puede muy bien decir que tal vez no existe un solo hom-bre que esté completamente sano, así también podría decirse, cuando se conoce bien al hombre, que no hay ningún hombre que no esté un poco desesperado, que no sienta en lo más profundo un desasosiego, una des-dicha, una disarmonía, una angustia ante las posibilidades de la existencia o una angustia ante sí mismo...»95.

Este «algo» se manifiesta en el pensar de Kierkegaard como dos cosas: la polaridad de bien y mal, y en uno también ambas cosas: el mal tanto como el bien. En la «angustia ante el mal» se contrapone de nuevo al arrepentimiento, el miedo del hombre al pecado, a entregarse al mal y, con ello, erigir una realidad «injusta». Wandruszka observa que la nada no puede angustiar, ni tener algo aterrador. «La nada puede producir an-gustia sólo cuando en su base más profunda aguarda un algo, un horror, un mal.» La nada «produce angustia no porque es la nada, sino porque en ella resuenan los pasos del juicio... Entre la angustia y la nada están el placer y el sufrimiento. Toda angustia tiembla por un bonum, ante un malum; por un bien: el placer, la alegría, la vida amada; ante un mal: el sufrimiento, el dolor, el martirio de la vida...»96 Pero precisamente Kier-kegaard, a quien a menudo se le reprocha solamente de puro pesimismo, de falta de esperanza, ha mostrado en el ejemplo de la angustia ante el mal la posibilidad de «desarmar» la angustia. «Lo único que de verdad puede desarmar el sofisma de la angustia es la fe, el valor para creer que el estado mismo es un nuevo pecado; valor para renunciar a la angustia sin angustia, y esto puede hacerlo solamente la fe, sin que por ello ani-quile la angustia, sino que, permaneciendo ella misma eternamente joven, se desembaraza más y más del instante mortal de la angustia. Esto sólo

w En el lugar citado, pág. 61. 95 S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, pág. 18. 96 M. Wandruszka, «Was weiss die Sprache von der Angst?», en Angst uttd Schuld.

Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1959, págs 19 y sigs.

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puede hacerlo la fe; pues sólo en la fe es posible la síntesis para siempre y en cada momento»97.

La hipótesis de Wandruszka de que la angustia es, «en última ins-tancia, siempre angustia del mal», puede ser muy bien verdadera en tanto que en el mal se trata siempre de algo cargado de displacer. Pero con ello no está totalmente caracterizada la angustia: puede también ser por-tadora de placer. Así Kierkegaard, en un presentimiento de experiencias psicoterapéuticas posteriores, pudo demostrar que existe también una angustia del bien. El bien en sí anula el pecado y la angustia. En la si-tuación «demoníaca» de Kierkegaard, el hombre permanece apegado al mal y se angustia del bien. «La esclavitud del pecado es una situación carente de libertad en relación al bien.» Esta angustia demoníaca ante el bien nos es hoy comprensible cuando pensamos en la angustia del neuró-tico a renunciar a su sufrimiento, a un sufrimiento que significa en ver-dad autodelito, y, por lo tanto culpa, pero que, por otra parte, trae al hombre el tan conocido «aumento secundario de placer». Para el neuró-tico, curación implica aceptación de responsabilidad, apropiación de po-sibilidades de vida hasta ahora no tenidas en cuenta o rechazadas. Es la angustia «demoníaca» la que le hace echarse atrás lleno de horror ante un análisis psicoterapéutico, la que produce en él resistencias, y la que le hace buscar posibilidades de evasión. Lo demoníaco quiere decir reserva, lo que se opone a -todo- movimiento. Pues ¿no significa el encuentro un estar abiertos? La reserva es falta de libertad. «Ahora bien, si la libertad afecta a la reserva, ésta se convierte en angustia»98. Pues «en el lenguaje radica propiamente la comunicación». Un obstinado criminal, por ejem-plo, se opone a la confesión en tanto que se niega, mediante la aceptación de la pena, a ponerse en comunicación con el bien. En el fondo, lo mismo ocurre a menudo con la represión del neurótico. También ésta es una re-nuncia a la confesión. ¿Es casual que Kierkegaard recomiende para «neu-róticos obstinados» el procedimiento del silencio que medio siglo después recomienda Freud al analista como actitud básica? «El hombre que no tiene la conciencia tranquila no puede aguantar el silencio»99, ya sea el inquisidor quien emplee este silencio contra el criminal, ya sea éste pre-sentado por el psicoterapeuta «a los demonios» de su paciente. Asimismo, Kierkegaard podría ser considerado como el precursor de la psicoterapia cuando señala que tales demonios reprimidos y pertinaces no se dejan espantar por la compasión, la «más noble de todas las habilidades y artes de la sociedad». «La compasión está tan lejos de hacer bien al paciente

fi S. Kierkegaard, Der Begriff Angst, págs. 120 y sigs. 98 En el lugar citado, pág. 128. » En el iugar citado, pág 129.

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que más bien rodea con ello su egoísmo»100. En la compasión, dice Kier-kegaard, el hombre no muestra una auténtica condolencia, sino exclusi-vamente la preocupación «por sus propias cosas». Lo demoníaco es tam-bién lo vacío de contenido, lo aburrido: en lo esencial, pérdida de la li-bertad. Esta pérdida de la libertad puede ser somático-psíquica («excita-bilidad exagerada», «histeria, hipocondría») o pneumática (espiritual). La libertad significa verdad; la reserva, mentira. Incredulidad y superstición, hipocresía, escándalo, orgullo y cobardía cuadran también aquí. El mismo Kierkegaard no era capaz de realizar sus reflexiones teóricas en su propia vida. Esto apenas si se le puede reprochar cuando se necesitó un siglo para integrar sus ideas (revolucionarias para su tiempo) a aquella ciencia que fue fundada por primera vez por Sigmund Freud —también en aguda antítesis a su época—.

4 . INTENTOS PSICOANALÍTICOS DE EXPLICACIÓN DE LA ANGUSTIA

S. Freud ha dedicado, entre otras cosas, dos explicaciones de clase al estudio de la angustia en el hombre neurótico, de las cuales la segunda se ocupa especialmente de las relaciones entre la angustia neurótica y la vida instintiva. Distingue en primer lugar la angustia real de la angustia neurótica. La angustia real representa una reacción a la percepción de un peligro externo, es manifestación del instinto de propia conservación y va unida al reflejo de huida. Esta disposición a la espera es un mecanismo de protección contra la amenaza. Si la disposición a la angustia desapa-rece, entonces el peligro que aparece produce el síntoma del pavor. Así podría decirse que «el hombre se protege del pavor mediante la angustia».

Freud opina que la angustia neurótica hay que referirla a la vivencia originaria del acto del nacimiento101 que provoca angustia en un doble respecto: primero, a consecuencia de las sensaciones fisiológicas corpora-les sobre una base tóxica, y, segundo, psicológicamente por la separación de la madre. El acto del nacimiento representa no sólo la fuente (primi-tiva), sino también el modelo de todos los posteriores afectos de angustia. Freud defiende insistentemente la idea de que «la disposición a la repeti-ción del primer estado de angustia está tan fundamentalmente incorpo-rado al organismo por la serie de innumerables generaciones, que ni un solo individuo puede escapar al efecto de angustia ni aun cuando, como el legendario Macduff, 'fuese cortado del seno de su madre', es decir, que no haya experimentado el acto del nacimiento».

«» En el lugar citado, pág. 123. '«i S. Freud, Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanályse. Ges. IV., XI, pá-

gina 141.

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I.xi angustia en la existencia humana 49

Cuando Freud, consecuentemente, intenta demostrar esta teoría del proceso del nacimiento como modelo de la angustia o, al menos, hacerlo plausible, se queda demasiado corto diciendo que lo ha tomado en prés-tamo «del pensar ingenuo del pueblo». Puede ser instructivo exponer esta deliberación. Freud escribe: «Quizá pueda interesar a ustedes oir cómo se puede llegar a la idea de que el acto del nacimiento es la fuente y el modelo del afecto de angustia. La especulación tiene en ello la parte más pequeña; más bien lo he tomado en préstamo del pensar ingenuo del pueblo. Cuando hace ya muchos años, siendo jóvenes médicos de hospital, estábamos sentados en la pensión para la comida de mediodía, un asis-tente de la clínica de ginecología nos contó lo que él creía una anécdota graciosa del último examen de comadronas. Se preguntó a una aspirante qué significa cuando en el parto aparecen meconios (la porquería del niño, excrementos) en las aguas, y respondió al momento: que el niño tiene miedo. Se rieron de ella y fue suspendida. Pero yo, sin decirlo, tomé su partido y empecé a vislumbrar que la pobre mujer, basándose en el sentido imperturbable del pueblo, había puesto al descubierto un estado de cosas importante»102.

Este fragmento de Freud constituye la primitiva fundamentación de su tesis de la angustia. ¿Es, acaso, algo más que una pura especulación? Cierto que la expulsión de excrementos puede estar en relación con la angustia (a esto se refiere la expresión popular «cagarse de miedo»). Igual-mente el proceso del nacimiento, en tanto que representa un ser expulsa-do de la seguridad paradisíaca del seno materno, como con frecuencia también «regeneraciones» posteriores en la vida del hombre, puede ser un acontecimiento que produce angustia; sin embargo, esto no lo sabemos sin más por el recién nacido. A partir de la vivencia psíquica del naci-miento en la persona adulta podemos deducir exclusivamente que el na-cimiento es para el niño mismo un suceso provocador de angustia. Aún menos nos da derecho a hablar de una «repetición» de la angustia del proceso (fisiológico) del nacimiento la hipótesis de una «angustia del na-cimiento» en la persona adulta. Pues la regeneración en la persona adulta es sólo posible por su muerte (en sentido psicológico rectamente enten-dido). Pero el hombre se atemoriza ante la muerte.

Si Freud es a menudo deficiente en sus consideraciones teóricas y demostraciones, sus descripciones prácticas son, sin embargo, de gran exactitud. Distingue la angustia neurótica de expectación, que él llama «neurosis de angustia», de las llamadas «fobias», que «están vinculadas a ciertos objetos o situaciones» y se subdividen en tres grupos: primero, aquellas fobias en las cuales los objetos temidos tienen también para la

IM En el lugar citado, pág. 412.

ANGUSTIA Y CULPA.—4

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persona normal algo de inquietante (por ejemplo, el temor a las serpien-tes); segundo, aquellos casos en los que existe aún una relación con el peligro, a la que normalmente estamos acostumbrados (por ejemplo, el miedo en el ferrocarril), y tercero, aquel grupo que «se escapa totalmente a nuestro conocimiento». Entre estas fobias cuenta Freud los estados de agorafobia y las fobias animales, siendo patognómica en estas últimas la innocuidad de los animales temidos (por ejemplo, los gatos o ratones), «En las fobias animales, que encuadran aquí, no puede tratarse de un aumento de las antipatías generalmente humanas, pues, para demostra-ción de lo contrario, existen numerosos hombres que no pueden pasar al lado de un gato sin llamarlo y acariciarlo. El ratón, tan temido de las mujeres, es, al mismo tiempo, un nombre afectuoso de primer orden; alguna joven que se oye llamar así con satisfacción por su amado, grita de horror cuando ve al gracioso animalito de este nombre»103.

Freud llega, pues, a la asombrosa afirmación de que ambas formas de la angustia, tanto la angustia de expectación que flota libremente, como también la que aparece como fobia, son totalmente independientes una de otra; es más: sólo excepcionalmente, y en este caso, como por casua-lidad, se dan juntas. Las fobias las adscribe él a la histeria de angustia.

Ciertas formas de angustia neurótica nos ponen ante el problema de que en ellas perdemos de vista totalmente la relación entre angustia y peligro amenazador. No se puede hablar en absoluto de un peligro o de un motivo que por exageración haya podido ser erigido a este respecto ,04. Esta angustia se manifiesta cuando «excitaciones sexuales intensas no consiguen un transporte suficiente; la angustia es la consecuencia de fe-nómenos de impotencia o de coitus interruptus; con otras palabras, com-pensación de la libido».

Para hacer comprensible la generación de la angustia como compen-sación de la libido y como repetición del acto del nacimiento, echa mano Freud de la ansiedad de los niños. En este caso es difícil distinguir entre la angustia real y angustia neurótica. El niño se atemoriza ante lo ex-traño, lo desconocido; sin embargo, Freud saca la conclusión de que no es lo desconocido en sí lo que produce la angustia, sino la ausencia de lo conocido, a saber, de la madre que da confianza al niño, a la que el niño está vinculado libidinosamente. «Pero el niño no se angustia ante las per-sonas extrañas porque los crea con malas intenciones y compare su de-bilidad con su fuerza, identificándolas como peligros para su existencia, seguridad y carencia de dolor... Sino que el niño se asusta de la figura extraña porque está adaptado a la mirada de la persona querida y que

En el lugar citado, pág. 414. io* En el lugar citado, pág. 415.

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le inspira confianza: en el fondo, de la madre. Es su decepción y anhelo lo que se transforma en angustia, es decir, la libido que se ha hecho inuti-lizable, que ahora no puede ser mantenida en expectación, sino que es transportada en forma de angustia. Tampoco puede ser casual que en esta situación modelo para la angustia infantil se repitan las condiciones del primer estado de angustia durante el acto del nacimiento, a saber, ia separación de la madre» ,05. Así equivale, pues, la angustia infantil a la angustia neurótica de la persona adulta y se origina de la libido inutili-zada, siendo sustituido el objeto amoroso ausente por un objeto del mun-do exterior o por una situación.

Pero el mismo Freud no estaba satisfecho de su teoría de la generación de la angustia. Él revisa en los años posteriores sus puntos de vista en el' sentido de que la angustia no se origina de la represión, sino, al contra-rio, produce la represión. Sólo el yo se angustia, jamás el ello o el super-yo. La angustia del ello corresponde a la llamada angustia de castración del niño; es decir, la angustia ante el castigo (castración) del muchacho ligado edipalmente a su madre. Ahora ya no constituye la angustia, como Freud suponía antes, una compensación de la libido. No es la libido misma la que se transforma en angustia, sino que esta última tiene su doble raíz unas veces como consecuencia directa del factor traumático; otras veces como señal de que amenaza la repetición de aquél. Como el& mentó traumático designa Freud «aquel estado en el que fracasan los esfuerzos del principio del placer», de modo que llegó a la conclusión de que lo temido o el objeto de la angustia es siempre la aparición de un' factor traumático que no puede ser despachado según las normas del principio del placer.

Para comprender esto tenemos que actualizarnos qué entiende Freud por principio del placer. Es una expresión que encontramos continua-mente en sus escritos y a la que él concede una gran importancia en la teoría de las neurosis. La neurosis consiste, entre otras cosas, también en las discrepancias de ambos principios, a saber, del principio del'pla-cer y displacer, por una parte, y del principio de la realidad, por otra. Los procesos anímicos inconscientes, dice Freud106, tienden a> conseguir placer. El displacer es reprimido. El yo consuma en el curso del desarrollo una transformación del yo del placer en el yo-real, la cual, al mismo tiempo, encierra en sí un aumento de importancia de los actos de con-ciencia. Ahora bien, la tarea del trabajo psicoanalítico es «mover al en-fermo a la renuncia de un aumento próximo e inmediato de placer».

ra En el lugar citado, pág. 422. S. Freud, «Formulierungen über die zwei Prinzipien des psychischen G«-

schehens». Ges. W., VIII, pág. 231. •

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persona normal algo de inquietante (por ejemplo, el temor a las serpien-tes); segundo, aquellos casos en los que existe aún una relación con el peligro, a la que normalmente estamos acostumbrados (por ejemplo, el miedo en el ferrocarril), y tercero, aquel grupo que «se escapa totalmente a nuestro conocimiento». Entre estas fobias cuenta Freud los estados de agorafobia y las fobias animales, siendo patognómica en estas últimas la innocuidad de los animales temidos (por ejemplo, los gatos o ratones), «En las fobias animales, que encuadran aquí, no puede tratarse de un aumento de las antipatías generalmente humanas, pues, para demostra-ción de lo contrario, existen numerosos hombres que no pueden pasar al lado de un gato sin llamarlo y acariciarlo. El ratón, tan temido de las mujeres, es, al mismo tiempo, un nombre afectuoso de primer orden; alguna joven que se oye llamar así con satisfacción por su amado, grita de horror cuando ve al gracioso animalito de este nombre» , 0 \

Freud llega, pues, a la asombrosa afirmación de que ambas formas de la angustia, tanto la angustia de expectación que flota libremente, como también la que aparece como fobia, son totalmente independientes una de otra; es más: sólo excepcionalmente, y en este caso, como por casua-lidad, se dan juntas. Las fobias las adscribe él a la histeria de angustia.

Ciertas formas de angustia neurótica nos ponen ante el problema de que en ellas perdemos de vista totalmente la relación entre angustia y peligro amenazador. No se puede hablar en absoluto de un peligro o de un motivo que por exageración haya podido ser erigido a este respecto ,M . Esta angustia se manifiesta cuando «excitaciones sexuales intensas no consiguen un transporte suficiente; la angustia es la consecuencia de fe-nómenos de impotencia o de coitus interruptus; con otras palabras, com-pensación de la libido».

Para hacer comprensible la generación de la angustia como compen-sación de la libido y como repetición del acto del nacimiento, echa mano Freud de la ansiedad de los niños. En este caso es difícil distinguir entre la angustia real y angustia neurótica. El niño se atemoriza ante lo ex-traño, lo desconocido; sin embargo, Freud saca la conclusión de que no es lo desconocido en sí lo que produce la angustia, sino la ausencia de lo conocido, a saber, de la madre que da confianza al niño, a la que el niño está vinculado libidinosamente. «Pero el niño no se angustia ante las per-sonas extrañas porque los crea con malas intenciones y compare su de-bilidad con su fuerza, identificándolas como peligros para su existencia, seguridad y carencia de dolor... Sino que el niño se asusta de la figura extraña porque está adaptado a la mirada de la persona querida y que

mí En el lugar citado, pág. 414. im En el lugar citado, pág. 415.

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le inspira confianza: en el fondo, de la madre. Es su decepción y anhelo lo que se transforma en angustia, es decir, la libido que se ha hecho inuti-lizable, que ahora no puede ser mantenida en expectación, sino que es transportada en forma de angustia. Tampoco puede ser casual que en esta situación modelo para la angustia infantil se repitan las condiciones del primer estado de angustia durante el acto del nacimiento, a saber, la separación de la madre»105. Así equivale, pues, la angustia infantil a la angustia neurótica de la persona adulta y se origina de la libido inutili-zada, siendo sustituido el objeto amoroso ausente por un objeto del mun-do exterior o por una situación.

Pero el mismo Freud no estaba satisfecho de su teoría de la generación de la angustia. Él revisa en los años posteriores sus puntos de vista en eF sentido de que la angustia no se origina de la represión, sino, al contra-rio, produce la represión. Sólo el yo se angustia, jamás el ello o el super-yo. La angustia del ello corresponde a la llamada angustia de castración del niño; es decir, la angustia ante el castigo (castración) del muchacho ligado edipalmente a su madre. Ahora ya no constituye la angustia, como Freud suponía antes, una compensación de la libido. No es la libido misma la que se transforma en angustia, sino que esta última tiene su-doble raíz unas veces como consecuencia directa del factor traumático> otras veces como señal de que amenaza la repetición de aquél. Como ele-mento traumático designa Freud «aquel estado en el que fracasan los esfuerzos del principio del placer», de modo que llegó a la conclusión de que lo temido o el objeto de la angustia es siempre la aparición de un factor traumático que no puede ser despachado según las normas del principio del placer.

Para comprender esto tenemos que actualizarnos qué entiende Freud por principio del placer. Es una expresión que encontramos continua-mente en sus escritos y a la que él concede una gran importancia en la teoría de las neurosis. La neurosis consiste, entre otras cosas, también en las discrepancias de ambos principios, a saber, del principio del1 pla-cer y displacer, por una parte, y del principio de la realidad, por otra. Los procesos anímicos inconscientes, dice Freud106 , tienden a conseguir placer. El displacer es reprimido. El yo consuma en el curso del desarrollo una transformación del yo del placer en el yo-real, la cual, al mismo tiempo, encierra en sí un aumento de importancia de los actos de con-ciencia. Ahora bien, la tarea del t rabajo psicoanalítico es «mover al en-fermo a la renuncia de un aumento próximo e inmediato de placer».

«5 En el lugar citado, pág. 422. it» S. Freud, «Formulierungen über die zwei Principien des psychischen Ge-

schehens». Ges. W„ VIII, pág. 231.

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El paciente «debe, bajo la dirección del médico, alcanzar un adelanto desde el principio del placer al principio de la realidad, que distingue al hombre maduro del niño» 107. La renuncia voluntaria sólo será posible ba jo la protección del amor concedido por el médico. Si, a pesar de ello, el enfermo no está dispuesto a realizar esta «renuncia preliminar», entonces ofrece a la maduración progresiva una resistencia casi insalvable.

El mismo Freud encontró insuficiente esta simplificación de la vida anímica del hombre en la fórmula del principio del placer. Lo designa como «la zona más oscura e inaccesible de la vida del alma» y muestra algunos modos de comportamiento del hombre que no se dejan reducir al principio del placer. Los explica, en parte, por la necesidad de repeti-ción que le llevó, «en primer término, a rastrear el instinto de muerte» I08. De este modo, dice Freud, «he arribado de improviso al puerto de la filo-sofía de Schopenhauer», para el que la muerte es el «resultado verda-dero», y «así como la muerte es finalidad de la vida, el instinto sexual es la personificación de la voluntad de vivir». Sin embargo, queda por decir que Freud no estableció la unión inmediata del instinto de muerte con la angustia. Ésta tuvo que ser supuesta indirectamente, al part i r Freud de que el instinto de muerte es eficaz independientemente del principio del placer y, por otra parte, la angustia tampoco puede ser liquidada después de dominarla. Freud llegó al concepto del instinto de muerte, que se con-vierte en antagonista del eros, tomando como base la conclusión de que los instintos se empeñan en «conseguir una antigua meta por nuevos y viejos caminos», una «meta última que ha de ser un estado antiguo, un estado de desenlace al que dejó una vez lo vivo y al que tiende otra vez a través de todos los rodeos. Si nos está permitido suponer, como expe-riencia sin excepción, que toda vida muere por razones internas, que tien-de a lo inorgánico, podemos decir entonces: La meta de toda vida es la muerte, y, empezando ab ovo, lo carente de vida existía antes que lo vivo»1C9.

Si creemos que Freud, por su propia declaración de que la meta de toda vida es la muerte, llegó a una nueva determinación de la angustia, nos llevaremos una desilusión. Primeramente tuvo que enfrentarse con el hecho de que la angustia neurótica no es, en modo alguno, angustia de la muerte. «En el inconsciente no ha existido nada que pueda dar contenido a nuestro concepto de la destrucción de la vida» n o , y la angustia de la muerte plantea al psicoanálisis «un problema difícil, pues la muerte es

s . Freud, «Einige Charaktertypen aus der psychoanalytischen Arbeit». Ges. W., X, pág. 365.

«os S. Freud, «Jenseits des Lustprinzips». Ges. W., XIII, pág. 60. .. «09 , En el lugar citado, pág. 40.

no S. Freud, Hemmung, Symptom und Angst. Ges. W., XIV, pág. 160.

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un concepto abstracto de contenido negativo, para el que no puede en-contrarse un equivalente inconsciente»m . Por el contrario, Freud con-cibe la angustia de la muerte como una analogía de la angustia de cas-tración, y sospecha «que la situación a la que reacciona el yo es el ser abandonado por parte del super-yo protector —a las fuerzas del destino—, con lo que encuentra un fin de seguridad contra todos los peligros». Mientras que Freud en la angustia de castración habla de una pérdida de objetos, «representable por la cotidiana experiencia de la separación del contenido intestinal y por la pérdida del pecho materno experimentada en el destete» m , ahora lo hace de un ser abandonado y de las fuerzas del destino.

Cuando Freud en su obra fundamental para la psicología de la angus-tia, Inhibición, síntoma y angustia, revista ciertos puntos de vista ante-riores, esto no lo entiende él, por ejemplo, como corrección, sino que a los primeros les llama descripciones fenomenológicas en contraposición a la exposición metapsicológica. Además, en este escrito concede al «acto del nacimiento» en cuanto modelo de la proto-angustia menos importan-cia, y «considera injusto suponer que en toda manifestación de angustia tenga lugar algo en la vida del alma que equivalga a una reproducción de la situación del nacimiento»u 3 . Él discute la exactitud del punto de vista de Rank n \ según el cual las fobias más tempranas del niño mues-tran relaciones con el proceso del nacimiento y ve en la «ausencia de la madre» el peligro, «a cuya aparición el lactante da la señal de angus-tia» n s . El lactante, que sólo hacia el octavo mes deja reconocer una cierta disposición a la angustia, está acostumbrado a la madre como la persona que satisface sus necesidades. Ella, que primeramente había col-mado todas las necesidades del feto por medio de la disposición de su cuerpo, prosigue «la misma función en parte con otros medios también después del nacimiento; la vida intrauterina y la primera infancia son una continuidad mucho más de lo que nos permite creer la sorprendente cesura del acto del nacimiento. La situación fetal biológica es sustituida para el niño por el objeto-madre psicológico. No debemos olvidar que en la vida intrauterina la madre no era un objeto y que entonces no existían

ni S. Freud, Ges. IV., XIII, pág. 288. 112 S. Freud, Ges. W., XIV, pág. 160.

En el lugar citado, pág. 121. m En el lugar citado, págs. 166 y sigs. '15 Wolfgang Loch menciona que ya en el feto hay tensiones del estímulo que

resuelven angustia («Begriff und Funktion der Angst». Psyche, XIII, pág. 808); y H. Bach describe «la llamada vivencia pregenital y su importancia en el tratamiento de los enfermos de angustia» (Zschr. f. Psychosomat. Aíed., año 6, cuad. 4, págs. 254 y sigs.). :

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objetos», y (Bally añade en oposición a Freud) «tampoco en la primera época posnatal, en la que el niño está todavía totalmente encerrado en el mundo de la madre, existen objetos»116. Siempre sigue siendo antropo-

lógicamente importante que Freud haya reconocido la gran importancia del ser abandonado para la formación de la angustia, aunque le conce-diese también, de acuerdo con su teoría de la libido, un contenido dis-tinto al que le concedemos nosotros actualmente. Mientras que Freud, anticipando la teoría de Portmann sobre la primavera extrauterina, habla de un peligro del «mundo exterior» y de objetos contra los que hay que .protegerse, Portmann ye correctamente (como escribe Bally) «que el niño generalmente sólo puede llegar a ser hombre en el contacto social y que en la relación madre-hijo no ocupa el primer plano la protección de los .peligros, sino la transmisión de un estilo de existencia sólo en el cuál ¡puede manifestarse la existencia humana. Precisamente esta estructura-ción del 'yo' en el modelo ideal de los padres, que, por su parte, sólo son Jos primeros exponentes del grupo al que el niño ha de pertenecer, ha sido investigada de una manera especial por Freud, y ha señalado cómo es el amor, y precisamente como amor materno, su primer por tador» i n . .Pero ahora, según Freud, la angustia de castración se desarrolla en sen-.tido de preocupación interior y augustia social.

En el .encuentro con las necesidades humanas experimentó Freud por ¿primera -vez que el conflicto más profundo del hombre es el cargo de con-ciencia. El super-yo funciona como portador de las mociones de la con-ciencia m .

La preocupación interior, según Freud, es en lo esencial angustia de culpabilidad. Lo que antecede a la preocupación interior es la posibilidad •del llegar a ser culpable. Por la represión de las representaciones penosas .origina en el neurótico una conciencia de culpabilidad insoportable que tiene su origen en que el hombre, supuestamente, fracasó en la lucha

i » G. Bally, «Die Psychoanalyse S. Freuds», en Hdb. Neurosenlehre und Psycho-itherapie, III, pág. 93.

U7 En el lugar citado, ¡pág. 94. lis jgor Caruso dice en su crítica a la concepción freudiana del super-yo: «El

super-yo puede conducir a un notable perfeccionismo del yo, a un esfuerzo constante por hacer al propio yo tan perfecto que correspondería moralísticamente a la imagen ideal. Este estado de cosas puede hacer olvidar que, junto a un afán de perfección, existe aquí también detención del yo. Esta adhesión virtuosa del yo no es conciliable con la verdadera humildad. En el yo inmanente se sigue buscando únicamente la .disolución gnosticista del sí mismo. Que el afán de perfección presupone lucha radica .en la naturaleza humana. Pero existe un afán neurótico de "tener-perfección". Tener (Perfección para su yo: en lugar de que el yo se abra a la perfección, en lugar de •que el yo desaparezca en un tú, en lugar de que la perfección "nos tenga".» («Person und Gewissen», en Jahrb. f . Psychologie u. Psychotherapie, 1954, pág. 351.)

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contra las representaciones y aspiraciones por él rechazadas. La concien-cia de culpabilidad le impulsa a la enfermedad, como Freud demuestra en la angustia de conciencia del neurótico obsesivo. «Puede decirse que el que padece de obsesión y prohibición se comporta como si estuviese bajo el dominio de una conciencia de culpabilidad de la que él, en todo caso, nada sabe; de una conciencia de culpabilidad inconsciente que opone resistencia a todo razonamiento pertinente» 119. Pero ¿en qué se funda, a fin de cuentas, esta conciencia de culpabilidad? ¿Qué representaciones y mociones han de ser rechazadas? Son, sobre todo, «aquellas mociones del instinto y del deseo ancladas profundamente en el inconsciente humano, que originariamente están dirigidas a la muerte del padre y al incesto. Ambas pertenecen al patrimonio primitivo de la humanidad. Mitos, le-yendas, religiones, ritos, instituciones jurídicas, incluso celebraciones y fiestas, pero también mociones del individuo que surgen del insconsciente, todo ello anuncia estos procesos fatídicos primitivos en nuestro incons-ciente» 12°. Freud ve en el complejo de Edipo una fuente principal de la conciencia de culpabilidad. La culpa de Edipo está en el amor a su ma-dre, es decir, en su deseo incestuoso. Por ello se convierte en el rival de su padre, al que odia por dos motivos: primero, porque el padre le arre-bata la madre o la retiene, la posee; segundo, por miedo al castigo (an-gustia de castración). El deseo de la muerte del padre potencia la culpa-bilidad del muchacho. Para escapar a este círculo endiablado, pero tam-bién para prevenir la angustia de los padres ante los deseos de incesto y muerte de sus hijos, se establecieron las prescripciones —tabú—. La pa-labra polinesia «tabú» significa santo, consagrado, pero, al mismo tiempo, también inquietante, peligroso e impuro. «Nuestra combinación 'temor santo' se cubriría a menudo con el sentido del tabú», dice Freud en Tótem y tabú El tabú esclarece también la naturaleza y formación de la con-ciencia moral. «Pues ¿qué es conciencia moral? Según el testimonio del lenguaje, pertenece a aquello que se conoce más concienzudamente; en algunos idiomas, su relación apenas si se diferencia de la conciencia psicológica. Conciencia moral es la percepción interna del rechazo de determinadas mociones optativas existentes en nosotros; el acento está en que este rechazo no precisa apoyarse en otra cosa, sino en que está seguro de sí mismo. Esto aparece aún más claramente en la conciencia de culpabilidad, de la percepción de la condena interna de aquellos actos por los que nosotros hemos realizado ciertos impulsos del deseo. Una

U9 S. Freud, Zwangshandlungen und Religionsübungen. Ges. W. (obras comple-tas), VII, pág. 135.

120 E. Blum, «Freud und das Gewissen», en Das Gewissen. Studien aus dem C. G. Jung-Institut, Zürich, 1958, pág. 174.

S. Freud, Tótem und Tabú. Ges. W., IX, pág. 26.

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fundamentación superflua; toda persona que tiene una conciencia moral tiene que haber notado en sí la justificación de la condena, el reproche de la acción realizada. Pero la conducta del salvaje frente al tabú muestra este mismo carácter. El tabú es un mandamiento de conciencia: su trans-gresión hace que surja un sentimiento espantoso de culpabilidad, el cual es tan comprensible como su origen desconocido» m . Así, pues, concien-cia moral, según Freud, es «la percepción interna», la conciencia, el co-nocimiento del «rechazo» de determinadas mociones del deseo; encierra en sí «la justificación de la condena»; con otras palabras, no es otra cosa que conciencia de culpabilidad anticipada. Según esto, la conciencia mo-ral tiene que producir angustia en tanto que alberga en sí, en cierto modo, in statu nascendi, la posibilidad de culpa.

Resumiendo, Freud distingue, pues, tres clases de angustia, represen-tando la angustia-real, en cuanto angustia del yo propiamente dicha, un protosentimiento contra las amenazas del mundo exterior y «debiendo poner condiciones al organismo para la lucha, o para la huida, o para fingirse muer to» m . La angustia libidinosa procede del inconsciente, y representa la angustia del ello o la angustia instintiva, produciendo an-gustia tanto los instintos sexuales 124 como los agresivos125. El conflicto

'22 En el lugar citado, pág. 85. 123 B. Sommer, «Über neurotische Angst- und Schuldgefühle», en Angst und Schuld.

Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1959, pág. 41. 124 A. Künzli: «Cuando el pudor degenera en neurosis de angustia, la sexualidad

fue violentada a partir del intelecto.» En el lugar citado, pág, 113. 125 Freud mismo dice: «No importa si la "suma de excitación" que se transforma

en angustia está poseída libidinosa o agresivamente. Es "indiferente de qué tipo" pueda ser el afecto, "si agresión o amor": normalmente es transformado en angustia.» (S. F r e u d , Angst und Triebleben. Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse. Ges. W., XV, pág. 90.) Las situaciones de peligro producen siem-pre tendencias agresivas, de modo que J. Flescher deduce de ello que la angustia es un sustituto de las tendencias agresivas que no pueden llegar a realización por temor a la represalia (J. Flescher, «A Dualistic Viewpoint on Anxiety», en J. Am. Psychoanal. Ass., III, 1955, pág. 415. Citado según W. Loch, «Begriff und Funktion der Angst in der Psychoanalyse». Psyche, XIII, pág. 805). Según H. Nunberg, los impulsos agre-sivos son una fuente de la angustia en la medida en que llegan a actuarse de un modo sadomasoquista, mientras Melanie Klein, a cuya teoría de la angustia nos he-mos de referir todavía, se basa «en sus concepciones» en Abraham, «que ya en 1924 se había dado cuenta de las relaciones entre canibalismo, angustia y culpa en la fase oral». Pero ella va mucho más allá de esta concepción, y, apoyándose en la teoría del instinto de muerte de Freud, opina que la angustia está condicionada ex-clusivamente por el peligro que amenaza al organismo desde el instinto de muerte. (Loch, en el lugar citado, pág. 805.) Wolfgang Loch intenta, pues, siguiendo la «tan brillante exposición» de David Rapaport («On the Psycho-Analytic Theory of Affects», en Int. J. Psycho-Analysis, XXXIV, 1953, pág. 177), resolver la contradicción «a la que ahora han venido a parar, a causa de la simultaneidad de ambas concepciones.

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I.xi angustia en la existencia humana 57 entre el yo y el inconsciente produce una angustia libremente flotante; en la neurosis de angustia, ésta radica en estancamientos del instinto y es vivida conscientemente como tal, mientras que en la histeria de an-gustia se «convierte» en síntoma corporal, siendo de esta forma desco-nectada de la conciencia. En las fobias, finalmente, la angustia se trans-forma en terror en tanto que la angustia primitiva es reprimida o des-plazada y se hace consciente en un «objeto-sustitutivo». «En todos los hombres neuróticos encontraremos que prefieren temer a algo que expe-rimentar angustia»126. Con la formación del super-yo se origina, pues, en el hombre la tercera forma de la angustia: la angustia de conciencia. En el niño se manifiesta como angustia de daño o de castigo. El papel de las personas de autoridad, padres y educadores, que en el niño representan ampliamente a partir del exterior la representación del super-yo, es inte-grado posteriormente por el yo e incluso aceptado inconscientemente, como ideal del yo en la identificación amorosa, como super-yo en la iden-tificación culpable. Según Freud, la identificación representa la manifes-tación más temprana de vinculación afectiva infantil a otra persona. El niño desearía ser como esta otra persona. Aquella persona a la que él ama y la que él desearía ser se convierte en ideal del yo. «El niño busca constantemente, en la familia o fuera de ella, un hombre en el que pueda tener un apoyo; un hombre que lo acepte tal como él es, y mala cosa si el niño no es confirmado por nadie. Cuando él se siente realmente seguro, posteriormente puede aceptarse a sí mismo y a otros, sólo entonces puede aprender a confiar. Quizá hasta podemos decir que para un hombre que siendo niño nunca experimentó la seguridad, incluso el camino hacia Dios puede ser después muy difícil, a no ser que a posteriori encuentre

la angustia = libido transformada y la angustia = agresión transformada», en tanto que pone en relación la angustia con la teoría freudiana del afecto; se pone de ma-nifiesto asi que la angustia, en cuanto estado afectivo, está referida de antemano a conductos de transporte y estímulos de umbral congénitos. En el estadio de los pro-cesos primarios hipotéticos en el que los instintos tienden a una descarga inmediata, el afecto de angustia se origina, «como, a su vez, también todos los otros afectos, cuando el objeto instintivo real está ausente, no siendo posible una descarga inme-diata de las crecientes energías del instinto». Finalmente, la angustia obtiene una función de señal («los afectos son domados por este camino, es decir, su descarga se hace cada vez menos apremiante, y, además, tiene lugar una transformación de su carácter»), «con lo que la angustia, al mismo tiempo, es tomada al servicio del exa-men interno y externo de la realidad». Resumiendo, deduce Loch: Siempre que se provoca un estado de excitación en extremo tensa, que es percibida como displacer, tiene lugar una paralización del principio del placer. Resulta un factor traumático, un «estado de desamparo», el «objeto de la angustia» (Freud). Al «objeto de la an-gustia» corresponde, pues, la «magnitud de la suma de la excitación». (En lugar ci-tado, pág. 807.)

«M B. Sommer, en el lugar citado, pág. 42.

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un hombre que ande este camino con él»127. Pero identificación quiere decir no solamente un ser-igual amoroso, sino también «sustituir», y esto puede significar quitar de en medio, y, con ello, ser un equivalente de la mortificación. Este proceso primitivo del hombre se repite, según Freud, en el complejo de Edipo y conduce a la formación del super-yo. Ahora bien, si no se consigue la disolución del conflicto edipal, en tal caso tam-poco se llega al proceso de madurez, y el hombre no alcanza la capacidad de volverse de una forma madura a otros hombres. De aquí que en la práctica psicoterapéutica experimentamos la neurosis de angustia con la mayor intimidad cuando se exige al individuo una tarea, como cónyuge o en el papel de madre, para la que no se muestra todavía capacitado a consecuencia de su propia inmadurez edipalmente condicionada. A tal hombre se le exige demasiado, y por ello está cargado de angustia, y a menudo, por una elección de pareja desgraciada, está expuesto a una acen-tuada disposición a la angustia.

El problema de la angustia ha sido tratado, con pequeñas divergen-cias, por la mayoría de los investigadores psicoanalíticos ba jo el aspecto de las formulaciones freudianas. La relación de dependencia entre angus-tia y trauma del nacimiento fue recogida por Otto Rank y expuesta mo-nográficamente. Después, Wilhelm Stekel se ha ocupado ampliamente del tema. La angustia aparece como «reacción contra el empuje del instinto de muerte, originado por la opresión del instinto sexual o el instinto de vida».

El instinto sexual aparece siempre acompañado del instinto de vida y de su contrario, el instinto de muerte. Se identifica directamente con el instinto sexual; en el lenguaje del pueblo, «gozar la vida» no quiere decir otra cosa «que satisfacer el instinto sexual» m . En todo caso, Stekel aduce, a diferencia de Freud, que, según su experiencia, el instinto de vida puede provocar también angustia sin componentes sexuales. La an-gustia puede ser también angustia de sí mismo, de mociones criminales en el propio interior.

Si en Stekel la represión actúa produciendo angustia, según Szondi, la angustia guarda relación con la «atrevida empresa» de hacer conscien-tes elementos del ello inconscientes, irracionales: y precisamente de modo que en ello la persona no se separa totalmente de la realidad del mundo. Esta tendencia fuerza al hombre a tensar al máximum los frenos de la conciencia. Así, está oscilando constantemente encima de los profundos abismos, «sujetándose a la cuerda del yo», que une el inconsciente irra-

127 En el lugar citado, pág. 43. 12« W. Stekel, Nervose Angstzustande und ihre Behandlung, Wien, 1921, pág. 5.

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Lámina 3

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cional con el consciente racional. El grado del angustiarse en el hombre •parece depender del grado de concienciación del inconsciente129.

Mientras que Adler y sus discípulos fundamentan su teoría de la an-gustia en el desamparo e inferioridad del niño frente a la persona adulta y hacen responsable de la angustia neurótica posterior a la falta de con-fianza en sí mismo que radica en faltas de educación, al desaliento y al sentimiento de debilidad, Wilhelm Bitter acentúa también los mimos exa-gerados, la falta de actitud consecuente que, como factores provocadores de angustia, son de tanta importancia como, por ejemplo, una frustra-ción demasiado intensa, severidad, dureza y brutalidad. Schultz-Hencke descubrió en la formación de la inhibición la participación de sentimien-tos de angustia y culpabilidad. Si se amenaza al niño con castigos o re-tirándole el cariño, o si no es confirmado en su sentimiento de auto-valo-ración, puede entonces reaccionar con angustia. Pero como ésta es un sentimiento cargado de displacer, es reprimida con frecuencia. Si el hom-bre inhibido viene a parar a la situación de tentación o de fracaso, en este caso pueden ser movilizados los sentimientos imprecisos, difusos, de a n g u s t i a y de culpabilidad y pueden quebrantar la defensa.

La concepción de C. G. Jung sobre la angustia y la culpabilidad se origina en los primeros tiempos de sus experiencias psicológicas como asistente de Eugen Bleuler en la clínica psiquiátrica Bürgholzli en Zürich. Ya en 1908 pudo comprobar que la angustia en la irrupción de la esqui-zofrenia corresponde a u n a amenaza del yo a consecuencia del desborda-miento de las partes conscientes de personalidad por el inconsciente. D e s p u é s , Jung desprendió este concepto de la angustia de la imagen psi-cótica de la enfermedad y lo aplicó al hombre neurótico. «Son mucho m á s numerosos los hombres que se angustian ante el inconsciente que lo que podría esperarse. Se angustian ya de su propia sombra. Si se llega hasta el ánima y el ánimus, entonces se eleva hasta el pánico. Y la supe-rac ión de esta angustia significa, ya en sí, un rendimiento de dimensiones desacostumbradas» 133. Para comprender esto mejor hemos de detenernos un poco en la concepción psicológica que Jung tiene del hombre. Seguimos aquí la exposición de J. Jacobi y W. Bitter y, pese a la problematicidad de las exposiciones esquemáticas del ser humano, queremos partir del esquema del alma de Jung111.

En el centro del grabado —y del hombre— se encuentra el sí mismo. Constituye el núcleo de la personalidad, la meta jamás alcanzable del proceso de individuación; «corresponde al oro o a la piedra preciosa de la

i » L. Szondi, Triebpathologie, Bern, 1952, pág. 488. «30 C. G. Jung, Aion, Zürich, 1951, págs. 58 y sigs. i3« 3. Jacobi, Die Psychologie v. C. G. Jung, Zürich, 1945, pág. 202.

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alquimia, a la centellita del maestro Eckhard, al pequeño grano de mos-taza que se convierte en gran árbol, a la perla valiosa, al tesoro oculto en el campo, a la ciudad celestial. Es el equivalente psicológico al reino de Dios» I32.

MUNUO EXTERIOR

Incons.

Antepuesto en dirección al mundo exterior está el yo como centro de la conciencia, después la persona como «compromiso entre la individua-lidad y la sociedad sobre lo que uno aparenta». A la persona pertenecen el hombre, el título, el cargo; «el modelo de la persona es el padre».

En el inconsciente, el equivalente al yo es la sombra, la cual repre-senta lo reprimido, lo rechazado y repudiado como moralmente insopor-table. Según Jung, esta cara es tenida como inferior en nosotros mismos, la que «proyectamos» con preferencia a los prójimos. En los sueños ex-perimentamos la sombra como personas totalmente diferentes de nos-otros. «Es el hombre-judío interior, que no soporta la luz de nuestra potencia consciente moral.» La tarea del psicoterapeuta consiste, pues, «en hacer consciente esta sombra y así quitarle su pérfida peligrosidad», lo que, especialmente en nombre «de moralidad», tropieza con una fuerte resistencia, como vemos continuamente en el tratamiento de la neurosis de escrúpulos. «Pero así como no puede imaginarse la luz sin la sombra, tampoco la formación humana sin el reconocimiento de la necesidad de nuestra sombra», dice Bitter refiriéndose a la expresión de Martin Buber de que habría «que recoger los malos instintos en el amor a Dios». Así, también el reconocimiento del pecado es un hacerse genuino del hombre

»32 W. Bitter, Angst und Schuld, Stuttgart, 1959, pág. 176.

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delante de Dios. «La semejanza a Dios, el querer jugar a ser Dios es de lo que tiene que ser libertado el hombre. Ésta es su autenticidad, su in-humanidad» 133.

En el inconsciente colectivo se encuentran, como prototipos, arque-tipos de género contrario en el hombre, el anirnus o el ánima. Correspon-den «a la condensación de todas las experiencias de todos los tiempos» que, por ejemplo, el hombre ha hecho en lo femenino o la mujer en lo masculino, prototipos que son llamados por Jung arquetipos. Hace sola-mente referencia a la crítica y demanda hecha a la psicología yunguiana especialmente por parte del análisis existencial, y nos recuerda los fenó-menos concretos inmediatamente dados del hombre y de las cosas. En todo caso, no podemos compartir la opinión de Bitter de que estas cons-trucciones yunguíanas se deducen de una manera inmediata de los pro-tofenómenos de la vida. La interpretación como «prototipos» no responde ya a lo fenomenológicamente comprendido; sin embargo, toda «imagen» es siempre o una reproducción (por lo tanto, no lo primitivo) o algo cul-tivado, y, por consiguiente, elaborado artificialmente. Lo mismo puede decirse de los símbolos, y como tales se manifiestan los arquetipos, se-gún la concepción yunguiana, en los sueños y visiones. Como tal símbolo se considera, junto al dragón, sobre todo la serpiente, cuyo significado fálico en Freud es ampliado por Jung a símbolo mitológico, y Thielicke, en un informe sobre las dimensiones teológicas de la angustia, lo demues-tra en el ejemplo de la serpiente Migdar de los germanos. «Lo que teoló-gica y filosóficamente aparece como enlazamiento, y con ello estrecha-miento, del espacio vital, se convierte en determinadas fases del proceso analítico, en vivencia provocadora de angustia, en una experiencia psico-lógica. Bien como serpiente, dragón u okeanos, los poderes primitivos caótico-títánicos se manifiestan como arquetipos amenazadores del alma y se hacen accesibles en símbolos oníricos, bajo determinados supuestos, al yo soñante, es decir, capaces de conciencia. En la medida en que esto ocurre, pierden su carácter enlazante y provocador de angustia»134.

Para Jung, la angustia permanece también unida con los sentimientos de culpabilidad y con la conciencia moral. La culpabilidad surge por la negación de la «tendencia de centralización» en el proceso de individua-ción. Para Jung, el inconsciente es autónomo, «autogenética y filogenéti-camente más antiguo que la conciencia» (afirmación que Jung, por otra parte, nunca pudo demostrar) y ampliamente independiente de 1a voluntad consciente. Sólo a causa de la autonomía del inconsciente llega, además, a ser posible que los sueños amonesten, pero también engañen, con lo que

H3 En el lugar citado, pág, 178. 134 En el lugar citado, pág. 180.

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la conciencia moral se convierte en una función no sólo de la conciencia, sino también del inconsciente. Las normas impuestas por Freud como super-yo, que alcanzan también al inconsciente, son puestas por Jung en parte en la persona, en parte en el yo. Equivalen a la expectación de la sociedad con su código moral vinculado a la tradición. Independiente-mente de ello actúa la llamada conciencia moral individual, que, como «saber interno, transcendente», coincide con la sabiduría. «No es el tener-por-verdadero, sino el tomar-como-verdadero la tendencia a la totalidad, a la individualización... La conciencia moral tiene su condensación en la función de la referencia al valor y está en relación con la función del sentimiento yunguiano: sentimiento como pensar y juzgar con el cora-zón. Si no seguimos esta voz de la conciencia moral, entonces nos hace-mos culpables» U5.

Jung niega a la concepción freudiana del super-yo tal función de con-ciencia moral, ya que el super-yo representa una «convención y tradición humanas». Pero tal convención, un código de costumbres impuesto por la sociedad, no puede nunca significar conciencia moral. «La conciencia moral (cualquiera que sea su fundamentación) requiere al individuo a seguir su voz interior, a no calcular el peligro. Podemos negar la obedien-cia a este mandamiento apelando al código de costumbres apoyado por la concepción religiosa, en todo caso con la sensación dudosa de haber cometido una infidelidad» B6.

Los autores americanos especialmente, entre otros, siguen caminos propios en la investigación de la angustia. Erich Fromm, Harry Sullivan y Karen Horney acentúan, sobre todo, los influjos sociológicos y cultu-rales. Ni la agresividad ni el instinto sexual juegan el papel decisivo, sino que es la sociedad humana con su «opinión pública» la que ejerce una presión sobre el individuo. «Sólo en la medida en que la sociedad con sus determinaciones normativas hace fracasar nuestras posibilidades instin-tivas, se originan el rencor y la hostilidad, que tienen que recaer en la represión» 137.

Mientras que la angustia fue descrita por Kurt Goldstein todavía bio-lógicamente, como reacción a catástrofes 13s, en Karen Horney la angus-

1J3 En el lugar citado, pág. 181. 134 C. G. Jung, «Das Gewissen in psychologischer Sicht», en Das Gewissen, pág. 195. 137 W. Bitter, en el lugar citado, pág. 171. 133- Nunberg distingue entre angustia biológica y psicológica. M. Schur escribe que

la angustia es «una reacción a una situación traumática o a un peligro, ya sea pre-sente a anticipado. En esta reacción hemos de distinguir entre el estado afectivo angustia, que representa una reacción del yo, y los fenómenos de descarga, que son manifestaciones del ello». («The Ego and the Id in Anxiety», en The Psychoanalytic Study of the Child, XIII, London, 1958, pág. 217. Según W. Loch, en el lugar citado, página 811.) Loch menciona, además, algunos autores que reservan el nombre de

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I.xi angustia en la existencia humana 63 t ia bás ica del h o m b r e cons i s te e n el s en t imien to del e s t a r s o m e t i d o y en t r egado a u n m u n d o concebido , t a l vez, hos t i lmen te . E l n e u r ó t i c o e s i m p u l s a d o p o r los sen t imien tos del a i s lamiento , del d e s a m p a r o , d e la angus t i a y de la hos t i l idad. A p e s a r de ello t i ene q u e a d a p t a r s e al a m b i e n t e real . Los sen t imien tos d e angus t i a n o t i e n d e n a u n a sa t i s facción, s ino a la s egur idad . H o r n e y habla , e n p r i m e r t é r m i n o , de u n a «angus t ia no rma l» , c o n lo q u e se refiere, s in d u d a , a la p r o t o a n g u s t i a de la c r i a tu r a . E s t a p r o t o a n g u s t i a es esenc ia lmente d i s t in t a de la angus t i a neu ró t i ca , p u e s le f a l t a lo ca rac te r í s t i co de es ta ú l t ima , la hostility. «Neuro t ic anxiety a n d he lp lessness a r e n o t t he resu l t of a rea l i s t ic view of i nadequacy of p o w e r , b u t a r i se ou t of an i n n e r conf l ic t b e t w e e n dependency a n d hos t i l i ty of o the r s» I39. La angus t i a p r o d u c e m e d i d a s d e defensa , « tendencias neuró -t icas» con las que , p o r e j emplo , el n i ñ o i nde fenso se e n f r e n t a al m u n d o «amenazador» . T a m b i é n la neu ros i s obses iva r e p r e s e n t a u n i n t en to pa-rec ido de segur idad . E s t a s m e d i d a s de d e f e n s a p r o v o c a n t a m b i é n , p o r su p a r t e , angus t ia . La de fensa c o n t r a a t a q u e s potenc ia les p r o d u c e u n a acti-t u d host i l , los impu l sos agres ivos son r e p r i m i d o s , y de es ta r e p r e s i ó n se

«angustia» solamente para la angustia de señal, que, considerada enérgicamente, tiene un carácter de tensión, y para las vivencias a ella correspondientes; tales como E. Zetzel («The Concept of Anxiety in Relation to the Development of Psychoanalysis», en J. Atner Psychoanal. Ass., III, 1955), P. Greenacre («The Biologic Economy of Birth», en The Psychoánalytic Study of the Child, I, London, 1945), C. Brenner («Addendum to Freuds Theory of Anxiety», en Int. J. Psychoanal, 34, 1953), L. Rangell («On the Psychoanalytic Theory of Anxiety», en Amcr. Psychoanal Ass., III, 1955) y René Spitz (Die Entstekung der ersten Objektbeziehungen, Stuttgart, 1957). Szekely habla de una reacción de temor heredada (L. Szekely, «Biological Remarks on Fears Originating in Early Childhood», en Int. J, Psychoanal, 35, 1954), igualmente G. Heilbrunn («The Basic Fear», en J. Amer. Psychoanal ^ss., III, 1955). I. Ramzy y R. S. Wallerstein ponen la angustia en relación con el dolor («Pain, Fear, and Anxiety», en The Psy-choanalytic Study of the Child, XIII, London, 1958). Pero el dolor como punto de partida de la angustia fue mencionado ya por Fenichel: «The pain of the unavoida-ble early traumatic states, still undifferentiated and therefore not yet identical with later defmite affeets, is the common root of different later affeets, certainly also of anxiety» (O. Fenichel , The Psychoanalytic Theory of Neurosis, N e w York , 1954, página 42), mientras que, para E. Jones, la angustia es un mecanismo de defensa («Angst, Schuldgefühl und Hass», en Int. Zeitschr. f . Psychoanal., XVI, 1930, pág. 17), como también para Anna Freud (véase Loch, en el lugar citado, pág. 813). La neutra-lización de la angustia debe, según Fenichel, acontecer de dos formas: primero, en tanto que la angustia se convierte en angustia del placer, y después, por la dependen-cia, amor o actitudes sexuales («Defense against Anxiety particularly by Libidiniza-t ion» , en Int. Zschr. / . Psychoanal, XX, 1934, pág . 476).

139 R. May. The Meaning of Anxiety, New York, 1950, pág. 140. A este respecto hay que mencionar también a Sandor Radó, para el que la angustia primeramente fue una violación del yo por el masoquismo (la angustia de castración en las mu-jeres), después de un criterio de la función de emergencia (S. Rado, Psychoanalysis of Behaviour, New York, 1956, págs. 134 y sigs.).

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originan angustia y sentimientos de culpabilidad. Horney habla de Basic Anxiety, poseyendo la palabra «basic» un doble aspecto: primero, como fundamento, base de las neurosis; segundo, en el sentido de que se ma-nifiesta originariamente, es decir, que se desarrolla en la primera infancia. «The typical conflict leading to anxiety in a child is that between depen-dency on the parents —entranced by the childs feeling of being insolated and intimated— and hostile impulses against the parents» 14°. Mientras que el niño normal puede elaborar sus sentimientos de agresión contra los padres, integrarlos, el niño neurótico no lo logra. Los reprime. El mérito de Karen Horney en lo que respecta a la teoría de la angustia está en haberse desprendido de la antigua concepción freudiana, según la cual el hombre es exclusivamente un ser autoerótico, narcisistamente cerrado, cuya angustia debe estar exclusivamente vinculada al instinto y ser dependiente del super-yo. En Karen Horney, el hombre permanece siempre enmarcado en una estructura sociológica, y la angustia indica el enfrentamiento con la misma.

La hipótesis de la angustia de Harry Stack Sullivan da un paso más hacia la relación interhumana. Su concepto de la angustia descansa en la «Apprehension of disapproval in interpersonal relations». El acento prin-cipal está en la pérdida del bienestar en el niño, que se ve enfrentado a un mundo de mandatos y prohibiciones, así como de reproches y casti-gos. El hombre, para Sullivan, es esencialmente un «fenómeno interper-sonal», comenzando con la fecundación en el útero hasta la plena ma-duración en la edad adulta. La vida humana se muestra en la realidad como preformada y encauzada por la relación del niño con la madre. Los esfuerzos del hombre tienen una doble meta: primero, la satisfacción de sus necesidades (comer, beber, dormir); luego, la consecución de seguri-dad. Mientras que la primera meta afecta, sobre todo, a las funciones del cuerpo, la segunda es «more closely to man's cultural equipment than to his bodily organisation» y «ordinarily much more important in the human being than the impulses resulting from a feeling of hunger, or thurst», incluso más importantes que las exigencias sexuales141. De la necesidad de enfrentarse con experiencias que provocan angustia se forma el sí mismo. «The selfdynamism is built up out of this experience of appro-bation and disapproval, reward and punishment.» ¡

La «psicología humanística» de Erich Fromm acentúa la necesidad de independencia y la repulsa del joven a los deseos autoritarios de los pa-dres, por ejemplo, en la elección de profesión. La oposición, tozudez y rebelión producen de nuevo angustia. Para Fromm, la evolución del hom-

140 K. Horney, New Ways in Psychoanalysis, New York, 1939, pág. 82. ni Harry Stack Sullivan, Conceptions of Modern Psychiatry, Washington, 1947,

páginas 6 y sigs.

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I.xi angustia en la existencia humana 65

bre para la libertad alberga en sí el peligro del aislamiento, ya que en la naturaleza dialéctica de la libertad está no sólo la libertad para algo, sino también la liberación de algo. Evolución para la libertad significa indi-viduación (en ella descubre el hombre, sin embargo, que él está solo). «This separation from a world which in comparison with one's own in-dividual existence is overwhelmingly strong and powerful, and often threatening and dangerous, creates a feeling of powerlessness and anxiety. As long as one was an integral part of that world, unaware of the possi-bilities and responsibilities of individual action, one did not need to be afraid of it» ,42. Los mecanismos esenciales de huida de la angustia están dados al hombre cuando se adapta a las exigencias de la sociedad (auto-matón conformity). El hombre llega a ser entonces como todos los otros y como éstos exigen que debía ser. De esta forma entrega la libertad y se transforma en un «autómata». La persona «who gives up his individual self and becomes an automaton, identical with millions of other automa-tons around him, need not feel alone and anxious any more»143. Es ca-racterístico que el hombre que se liberó de la autoridad de la Iglesia y del Estado buscase un nuevo sustituto interno en la seguridad de las catego« rías científico-naturales. Fromm habla de «autoridades anónimas», que devuelvan al hombre, aparentemente emancipado, la primitiva seguridad y alivio.

Melanie Klein y su escuela se encuentran todavía totalmente fascina-das por las formulaciones freudianas y del pensamiento científico-natural. La primera vivencia de angustia se produce por la proyección de las pro-pias tendencias enlazantes y destructoras. «Ya en los primeros meses de la vida, el lactante tiene impulsos sádicos que se dirigen no sólo contra el pecho de la madre, sino pronto también contra el interior de su cuerpo; impulsos para agotar este interior, para ahogarlo, destruirlo con todos los medios del sadismo»144. El niño proyecta su propia agresión sobre los «objetos» que podrían convertirse en perseguidores peligrosos para su sentimiento. «La neurosis del niño iguala a la psicosis de la persona ma-yor en que la neurosis de los niños representa una mezcla de los dife-rentes rasgos y mecanismos neuróticos y psicóticos que conocemos úni-camente en un desarrollo más o menos puro en la persona adulta» Tam-bién la neurosis obsesiva representa el intento de superar la angustia psicótica de las capas tempranas. El mundo lleno de peligros del niño es representado por Melanie Klein de una forma especialmente expre-

M2 E. Fromm, Escape from Freedom, New York, 1941, pág. 29. i « En el lugar citado, pág. 186. 144 m. Klein, «Zur Psychogenese der manisch-depressiven Zustande». Psyche, XIV,

página 256. "i M. Klein, Die Psychoanalyse des Kindes, Wien, 1932, pág. 166.

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siva, si bien también de forma excesivamente mecanicista. «El niño es-pera encontrar en el interior de la madre el pene del padre, excrementos y niños que él equipara a las materias comestibles. Sus fantasías más tem-pranas del coitus de los padres ('teorías sexuales') son en el sentido de que el pene paterno o bien todo el padre es incorporado en la madre. Los ataques sádicos, dirigidos contra ambos padres, ataques en los que éstos son despedazados a mordiscos, descuartizados, cortados en pedazos, tri-turados en la fantasía, provocan la angustia del castigo de ambos padres unidos entre sí —una angustia que, a consecuencia de la introyección sádico-oral de los objetos, se interioriza también, y de este modo está dirigida a los objetos externos y a los introyectados, por consiguiente, también al joven super-yo. Estas situaciones de angustia de los primeros estadios se me han mostrado como las más profundas y avasalladoras. En el ataque perpetrado en la fantasía al seno materno corresponde un papel muy significativo al sadismo uretral y anal, que, según mis experiencias, se constituye en estrecha unión al sadismo oral y muscular. Los excre-mentos se transforman en la fantasía en armas peligrosas (el orinar se equipara a un cortar, pinchar, quemar, inundar; las defecaciones, a las armas de ataque y al disparar)»146. Además: «The fear of being devoured by the father derives from the projection of the infants impulses to de-vour hís objects. In this way first the mothers breast (and the mother) becomes in the infants mind a devouring object and these fears soon extend to the fathers penis and to the father» 147. La angustia, nacida, a fin de cuentas, del instinto de muerte, se convierte, según Klein, en motor del desarrollo psicosexual148 y juega un papel decisivo en la formación del síntoma. La angustia es «la que pone en marcha el mecanismo de la identificación. Los deseos de destrucción contra los órganos representan-tes de los objetos —pene, vagina, pecho— producen angustia de los ob-jetos. La angustia contribuye a la equiparación de estos órganos con los objetos de angustia e impulsa después a alejarse de las cosas transfor-madas por esta equiparación en objetos de angustia hacia equiparaciones siempre nuevas y diferentes, que constituyen la base para un interés vincu-lado a estos objetos y para el simbolismo» m . De esta forma se convierte la angustia no sólo en fundamento de toda actividad de la fantasía y de las sublimaciones, sino también del establecimiento de las relaciones con

146 M. Klein, «Die Bedeutung der Symbolbildung für die Ichentwicklung». Psyche, XIV, pág. 242.

«7 M. Klein, «On the Theory of Anxiety and Guilt», en Developmenís in Psycho-Analysis, London, 1952, pág. 271.

En el lugar citado, pág. 291. 149 M. Klein, «Die Bedeutung der Symbolbildung für die Ichentwicklung», en el

lugar citado, pág. 243.

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el medio ambiente y con la realidad en general. Así, pues, mientras que el niño está rodeado por objetos de angustia, de esta realidad «irreal» «parte paulatinamente, en consonancia con la evolución del yo, el esta-blecimiento de una verdadera relación de realidad. Evolución del yo y reacción de realidad están, así, en dependencia de la mejor o peor capaci-dad del yo completamente inmaduro para soportar la presión de las primeras situaciones de angustia, tratándose nuevamente de determinado óptimum de los factores concurrentes. Un grado suficiente de angustia es la base para una rica formación de símbolos y actividad de la fantasía; una capacidad suficiente del yo para soportar la angustia es la condición previa para una elaboración lograda de esta angustia, para el curso fa-vorable de esta fase fundamental y para el logro del desarrollo del yo» 15°. Wolfgang Loch recuerda a este respecto a Gabriel Marcel: «Todas las cua-lidades especiales, que la inquietud emplea con preferencia, representan otras tantas defensas contra la angustia» 1M. Además, la angustia actúa, en cierto modo, como catalizador, pues pone en marcha los procesos, pero no entra como elemento en su resultado. «Si, a la inversa, realizamos el intento de disolver los síntomas, o si vemos derrumbarse la lograda adaptación y el dominio de la realidad, como en la psicosis, como puede conseguirse por medio de efectos tóxicos sobre el sistema nervioso cen-tral, etc., entonces tropezaremos sin más remedio con la angustia, enton-ces la angustia se hace manifiesta» 152.

Apenas si existe un cuadro clínico psiquiátrico en el que no participe de una manera decisiva la angustia. Elisabeth Zetzel describe la angustia en la depresión partiendo de la concepción de K. Abraham de que la de-presión, del mismo modo que la angustia, hay que referirla a la repre-sión: «La depresión, como la angustia, está comprendida en la evolución y experiencia humanas, pudiendo considerársela como la reacción del yo a un infortunio amenazador, y la depresión como reacción a un infortunio en acción. Ambas reacciones alcanzan desde una señal débil hasta sín-dromes patológicos aniquiladores»153. Melanie Klein hace referencia a la importancia de la angustia en la formación de los estados maníaco-depre-sivos o en la paranoia. Los métodos de defensa paranoicos van dirigidos a la aniquilación de los «perseguidores» 1S4. Benedetti observa que preci-

iso En el lugar citado, pág. 244. 151 G. Marcel, Der Mensch ais Problem, Frankfurt, 1956, pág. 147. 152 W. Loch, en el lugar citado, pág. 815. 153 E. R. Zetzel, «Zum Krankheitsbild der Depression». Psyche, XIV, pág. 649. 154 M. Klein, «Zur Pathogenese der manisch-depressiven Zustánde». Psyche, XIV,

página 258. Una exposición interesante de la «angustia de separación» se encuentra también en J. Bowlby (Psyche, XV, págs. 411 y sigs.), que se enfrentan con las ideas de M. Klein, E. Jones, E. Kris y otros.

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sámente en el delirio, pero también en la fobia y en la obsesión, la an-gustia conserva aquel «carácter equívoco específico» que pone al enfermo en contacto con aquellas situaciones en las que se encuentran sus pro-babilidades de vida, y también obstaculiza la realización de estas proba-bilidades. El enfermo de delirio se angustia ante situaciones del encuen-tro, en las que hay esencialmente una posibilidad de liberación; la oca-sión nunca aprovechada de su hacerse hombre se convierte para él en persecución» ,55. Pero si en la espera de la psicosis vivimos de una forma especial el desmoronamiento de un mundo que hasta este punto garanti-zaba al hombre enfermo un apoyo, aunque éste se transparente y esté ya gastado, entonces esto tiene también validez para la espera descubierta actualmente de las graves enfermedades neuróticas y psicosomáticas 156-157.

En época muy reciente y de una forma detallada, Rollo May se ha ocupado del problema de la angustia. En The Meaning of Anxiety somete a una valiosa crítica las anteriores interpretaciones filosóficas, biológicas, psicológicas y culturales. El hombre moderno sigue siendo un prisionero de sus aspiraciones al bienestar y al poder, al éxito y al prestigio. «What-ever threatens this goal is therefore the occasion for profound anxiety for the individual in our culture because the threat is to valúes held essential to his existence as a personality, i. e., essential to his worth and prestige as a personality»J58. Ahora bien, la base de la angustia está no solamente en el riesgo de la consecución de un objetivo vital externo. La angustia aparece más bien cuando el hombre queda deudor en algo a sí mismo, a sus propias posibilidades, es decir, cuando no

155 G. Benedetti, «Die Angst in psychiatrischer Sicht», en Die Angst. Studien aus dem C. G. Jung-Instítut, Zürich, 1959, pág. 162. Paul Matussek destaca en la angustia de los esquizofrénicos de una manera especial la angustia de la vinculación («Die Angst in der schizophrenen Psychose». Zeitschrift für Psychosomat. Med., año 6, cuad. 1, págs. 10 y sigs.).

156 Compárese Mara Selvini Palazzoli, «Emaciation as Magic Means for the Re-moval of Anguish in Anorexia Mentalis». Acta Psychother. et Psychosom., vol. 9, 1961, págs. 37 y sigs.

157 En el acontecer psicosomático, dice Elhardt, es eliminada la parte vivencial psí-quica de la angustia de la vivencia consciente, mientras que, para la parte somática de la angustia, con frecuencia no existen tales posibilidades de eliminación. (S. Elhardt, «Angst und psychosomatisches Geschehen». Zschr. f . Psychosomat. Med., año 6, cuad. 1, páginas 16 y sigs.) Incluso en las «distrofias musculares orgánicas progresivas» pudo ser comprobado el influjo de la angustia (H. J. Baltrusch, «Der mogliche Einfluss emotionaler und sozialer Faktoren auf die Entwicklung und auf den Verlauf von progressiven Muskeldystrophien». Zschr. Psychosomat. Med., año 6, cuad. 3, páginas 165 y sigs.). Held, por ejemplo, acentuó el papel de la angustia en la formación del dolor del parto (E. Hed, «Die Stellung des Geburtsschmerzes im Schmerzsystem». Schw. Med. Wschr., 1951, 10, 227).

158 R. May, en el lugar citado, pág. 182.

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alcanza su objetivo «existendal». Este «ser-deudor existencial» y la an-gustia que de él se origina no pudo descubrirlo anteriormente el psico-análisis porque el fundamento científico-natural no basta para semejan-te modo de consideración adecuado al hombre. Sólo en la superación del condicionamiento científico, naturalmente entendido mediante la aceptación de problemas científico-espirituales, logró la psicoterapia dar el paso a la comprensión de la naturaleza humana, la cual sólo configura con pleno sentido nuestros esfuerzos en torno al hombre ahogado en la angustia y la culpabilidad.

5 . ANGUSTIA Y EXISTENCIA

La existencia humana está, en cuanto existencia finita, tensa entre el nacimiento y la muerte. Nada hay tan seguro para la vida humana, tan rica en posibilidades de destino, como el hecho de la muerte, del «no poder seguir-ya-siendo» (Boss), y por ello no debe sorprendernos que la angustia por la existencia o bien la angustia de su aniquilación acompañe siempre al hombre, oculta o abiertamente, en su peregrinación. Sin em-bargo, con esta fórmula sencilla no debería explicarse y comprenderse plenamente la naturaleza de la angustia humana, pues queda sin contes-tar la pregunta de por qué la capacidad inmanente de la muerte tiene que producir angustia en el hombre. En nuestra consideración sobre la an-gustia y la culpabilidad en la dimensión del pensar científico-natural he-mos venido a parar a un callejón sin salida, de forma que tenemos que decidirnos por una neurotización. Un primer punto de partida para ello lo encontramos en el esclarecimiento antropológico de la naturaleza del fenómeno angustia. Cierto que también la teoría antropológica, tal como es representada particularmente por v. Gebsattel, Straus y Kunz, insiste en haber recibido sus impulsos filosófico-psicológicos de Jaspers y Hei-degger. Pero nosotros veremos en las exposiciones de los «antropólogos» que su pensar no pudo liberarse del todo de las categorías científico-na-turales.

Y, sin embargo, el concepto antropológico de la angustia difiere esen-cialmente de las formulaciones psicoanalíticas: mientras que el psicoaná< lisis ve en la angustia predominantemente un síntoma de «enfermedad» neurótico, Gebsattel se opone de la forma más crítica a la tendencia a equiparar angustia y sufrimiento. Aunque es verdad que la angustia es siempre un estado de sufrimiento de una u otra forma configurado, sin embargo, no es una enfermedad sin más, y por ello no es objeto de la patología, «a no ser que nos abandonemos a la infame superficialidad que ve en la disposición básica del hombre a tener que padecer, una

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disposición patológica». Tanto desde un punto de vista antropológico como también ético-religioso es característica de la angustia una natu-raleza equívoca, que puede ser productiva o paralizadora: «a uno lo mue-ve a una autoliberación, a otro le pone grillos, tanto que unas veces ac-túa como estímulo para la mayor singularización de la existencia, en otras circunstancias se convierte en causa de la masificación del indivi-duo. A éste lo devuelve al ser, a aquél al abismo de la nada. Se encuentra unida con el placer (placer en la angustia) pero también con el tedio (angustia del tedio), con lo bello (la escultura antigua como defensa má-gica contra lo efímero), pero también con la desesperación. Como un fascinosum, tan pronto puede atraer (atracción del horror) como repeler en cuanto algo tremendum (la medusa). La lucha contra ella la conservará en muchos casos; entregarse a ella y comprenderla, produce con frecuen-cia su fin. En el plano social es la fundadora del mundo hostil, que aisla al individuo, lo intimida y lo desalienta o bien hace retroceder, como prin-cipio de conocimiento, al déserteur du monde, al ejército del amor creador de sociedad. Sólo cuando es experimentada como encarnación de lo per-turbador y destructivo nos muestra el dedo indicador a lo transcen-dente» ,59.

Cuando hablamos de «Antropología» nos referimos a aquellas orienta-ciones de la psicología clínica que, en un punto de partida e impulso filo-sófico esencialmente nuevo, intentaron retroceder más allá del «supuesto filosófico, la mayoría de las veces ingenuo e impreciso, de las ciencias naturales; a saber, la llamada objetividad; más allá del supuesto hipoté-tico aparentemente lógico, y por ello tácito, de que hubiera de antemano algo así como objetividad. Un intento de vuelta a la subjetividad de la vivencia humana, de la existencia humana sin más. Todas las divisiones mentales artificiales de la existencia en las representaciones de cosas del cuerpo, del alma, del espíritu y del mundo exterior había que anularlas de nuevo y considerarlas como formaciones conceptuales derivadas de un modo de ver unilateral» I6°. Sin embargo, cuán alejado quede tal modo de pensar, incluso de una liberación real del pensamiento objetivante, se pone de manifiesto en las frases arriba citadas. Ya en v. Gebsattel encon-trábamos la observación de que la angustia podía «conducir» al ser o a la nada. ¿Cómo debemos entender esto si no es en el sentido de que sólo por la angustia como médium o función el sujeto «hombre» habría de ser conducido al ser o a la nada como un proyecto del mundo «objetivo» independiente del hombre subjetivo? ¿Cómo podría el hombre, primera-

159 V. E. v. Gebsattel, «Die phobische Fehlhaltung», en Hdb. Neurosenlehre und Psychotherapie, 1959, tomo II, pág. 103.

lóo M. Boss, Sinn und Gehalt der sexuellen Perversionen, 1.* edición, Bern, 1947, página 17.

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mente, arrojar las «representaciones» e «imágenes» que le salen al en-cuentro, prestarles, en cierto modo, un contenido de significación, sin ser un sujeto y sin contemplar el mundo como exterior objetivo, como obje-to? En esto está precisamente la gran equivocación de la Antropología: en que cree haberse liberado, a causa de la apropiación de las «formu-laciones de Heidegger (no hablamos expresamente de conceptos porque éstos encierran un com-prender), del pensamiento subjetivista, objetiva-mente, y sin embargo dio, al mismo tiempo, al ser-en-el-mundo de Hei-degger un contenido significativo cuyo fundamento es la subjetividad. Este malentendido lo encontramos tanto en v. Gebsattel como en Binswanger. Éstos no han podido realizar aquella separación heidegeriana de la rela-ción sujeto-objeto, por lo que también su pensar trajo consigo solamente una liberación aparente del curso de ideas científico-naturales de Freud. Y, entretanto, aún menos lograron el salto deliberador todos aquellos in-vestigadores que intentaron agregar un concepto tan diversamente defi-nido como el de «persona» al pensar existencial y aquellos que hablan de Psicología «personal» (Psicoterapia) como lo hace preferentemente la es-cuela de Viena con Caruso y Frankl. Por eso también la «persona pro-funda» de v. Gebsattel, así como el concepto de un «fundamento perso-nal de la existencia», nos parecen como una disociación de la existencia personal en diferentes esferas del ser. Sólo así puede ser explicada «an-tropológicamente» la angustia como una sacudida del equilibrio «en el anfiteatro de la personalidad», a saber cuándo una «elevación del poten-cial de la persona primitiva en el hombre» conduce a una «despotencia-ción de los centros espirituales de dirección» y se imponen los desconsi-derados instintos de poder, de valoración y de dominio. La teoría antro-pológica basa la angustia en la pérdida de la integridad de los actos básicos que —tomados de la ideología cristiana— están ahí como fe, caridad y esperanza. ¿No debiera existir una relación entre la pérdida del fundamento personal de la existencia, que actúa como desintegración de aquellos actos básicos, y el crecimiento de la angustia, inclusive de la elevación potencial de la persona primitiva?, pregunta Gebsattel, y con-testa en sentido afirmativo: «Esta relación existe de hecho»161. Después que la angustia ha dejado de «ser la oportunidad privada del individuo», es interpretada en su dimensión histórica como una consecuencia del «nihilismo», como una desvalorización de los valores supremos, como una «pérdida del centro». En tanto que precisamente la existencia per-sonal es esencialmente espíritu, la fatídica amenaza originada por la des-valorización cae no solamente dentro de la esfera de aquellos hombres, «que someten su existencia a una ideología que impresiona por su nihi-

161 V. Gebsattel, en el lugar citado, pág. 105.

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lismo», sino también de aquellos cuya ideología está «en orden» —diría-mos mejor que parece estarlo—; «cristianos, por ejemplo, que siempre se llaman justificadamente «cristianos», pero que en la práctica de su vida cotidiana sucumben de modo muy sorprendente bajo un nihilismo exis-tencial que contradice la norma valorativa de su razón»162 (¡teniendo que poner en duda, en todo caso, si tales hombres se pueden llamar justifica-damente «cristianos»!). La nada de la angustia es un «acontecimiento que pone en cuestión la consistencia básica del hombre». Pero v. Gebsattel nos hace recordar en todo a Binswanger con su observación de que el hom-bre podría «elevarse sobre sí mismo o descender por debajo de su propio nivel», podría sacrificar y parar la vida; «siendo ser privado del ser». Lo que Boss, a este respecto, mantiene frente a Binswanger, tiene también validez aquí. Así como la existencia no puede subir o caer, así tampoco el hombre, en la medida en que precisamente nunca le es posible salir de su existencia, puede subir o caer, y no digamos elevarse sobre sí mismo. En la neurosis puede todavía menos ser privado del ser, sino, a lo sumo, «olvidar» el ser.

Podemos muy bien mostrarnos de acuerdo con que el hombre en su existencia puede errarse a sí mismo, a saber, cuando no se hace cargo de las obligaciones a él encomendadas como suyas, haciéndose así exis-tencialmente culpable. Pero, y nunca podremos destacarlo suficiente-mente, en parte alguna se manifiesta tan claramente la confusión de los límites ontológicos y psicológicos como en el ámbito de la antropología médica, en la que precisamente la «caracterización cualitativa de la exis-tencia» no halla aún aceptación. «Mas, de este modo, el ser-en-el-mundo del hombre como un soportar de la zona iluminada pretendida por el ser en el sentido de Heidegger ha de transformarse regresivamente en una concepción, más útil y no reducida solamente a una sola cosa, de la subjetividad de la antigua representación sujeto-objeto»163. Tampoco «un sujeto en su subjetividad puede ser nunca imaginado de otro modo que como una inmanencia primaria. Pues, con el pensamiento de una sub-jetividad, ya de antemano hemos atribuido siempre y necesariamente a todo lo demás el carácter de objetividad, y con ello, por de pronto, he-mos separado radicalmente al hombre de lo que le sale al encuentro. Ahora, en su subjetividad puede, a lo sumo, enfrentarse aún a los objetos aislados de él para objetivizárselos como objetos en su conciencia, para contra-arrojárselos». De este modo, al pensar antropológico no le queda otro remedio que deducir la existencia de la inmanencia de su subjetivi-dad, de atribuirle una propiedad subjetiva del ser-en-el-mundo y, con su ayuda, hacer que la existencia pase por encima en el «mundo». «En su

162 En el lugar citado, pág. 105. 163 M. Boss, Psychoanalyse und Daseinsanalytik, Bern, 1957, pág. 90.

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mundo de representación se da un «incesante jugar uno en otro de transcendencia subjetiva y objetiva», porque ella en la percepción ve también las cosas remontarse y penetrar en el hombre. Finalmente llega a serle posible representarse la existencia bien como ascendiendo, bien como cayendo, o, en el caso de ciertos enfermos mentales, puede incluso imaginársela dominada y subyugada por otra cosa: en la manía perse-cutoria, por ejemplo, por el «tema» de la hostilidad» ,64.

La exposición de la angustia se hace esencialmente más clara en la literatura antropológica, en la que se trata de la comprensión psicológica y psicoterapéutica de la misma. Así, cuando dice v. Gebsattel que en la an-gustia no hay lugar para la fe, la esperanza y la caridad, jamás puede tratarse aquí de un enunciado ontológico, si bien, probablemente, sí de una formulación atrevida de la vivencia psicoterapéutica con el hombre neurótico. La angustia como estado representa una vivencia insoportable que, sin embargo, tiene que ser vivida. Es un lastre que el hombre tiene obligación de seguir soportando. En todo caso, su razón primera o su cumbre raras veces se manifiesta, «pues así como las cumbres de las montañas quedan frecuentemente ocultas en la niebla, así también per-manece oculta la cúspide de la angustia; eficaz en verdad, pero solamente accesible a la meditación exhaustiva. Precisamente es típico de la natu-raleza de la angustia humana que su sentido propio se escape a la con-ciencia del individuo y que temores de primer plano o periféricos oculten la angustia radical»165.

Si las ideas antropológicas fundamentales van más allá de la angus-tia, pues «una amenaza en la ejecución de la auto-realización o del ser personal de un modo sumamente lleno de sentido» puede convertirse en causa de ella, en tal caso, según la misma teoría, toma la forma del te-mor allí donde no puede experimentar su sentido propio. En el temor, las amenazas, con frecuencia pequeñas y mezquinas, de la vida adquieren una significación acentuada en exceso. Una parte de este ocultamiento de sentido se traduce después en el hombre en la multiplicidad de las lla-madas fobias; otra parte la conoce todo psicoterapeuta como el cuadro clínico de la neurosis de angustia. El esclarecimiento antropológico del s e r conforme a la actitud fallida fóbica puede transformar el temor en huida o defensa; si esta salida no tiene lugar, entonces el temor se con-vierte en angustia. «La huida y defensa consumen, por decirlo así, al t e m o r si ambos son impedidos, entonces se conserva el temor, y el te-mor hecho capaz de reacción, y por ello conservado, deja al hombre indefenso y sin salida, expuesto a la amenaza—; ésta es la situación de

IM En el lugar citado, págs. 91-92. i« v . E. v. Gebsattel, en el lugar citado, pág. 107.

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la angustia. Cuando la angustia se imputa a algo paralizante y cautivante, se imputa precisamente porque es el producto de una parálisis de las formas de reacción del temor que inicia la seguridad»166. Ahora se nos plantea la pregunta de qué formas de la angustia conducen a una reac-ción esténica, es decir, que rechaza activamente, y qué otras a una reac-ción asténica, es decir, que sufre pasivamente. El temor no precisa ser esténico en el sentido de la angustia objetiva de amenaza; sin embargo, sabemos por la experiencia diaria que precisamente una amenaza inme-diata puede paralizar. Por esto hemos de revisar de nuevo el problema y orientarlo de otro modo. No qué formas de la angustia, sino qué hom-bres se inclinan más fácilmente a la reacción esténica o asténica en la vivencia de angustia. Hemos visto también reacciones esténicas y asté-nicas en un mismo hombre. El mismo v. Gebsattel observa que la refe-rencia a una «reacción psicoasténica» es propia también del análisis de síntomas: por lo tanto, no es ya fenomenológico.

El subjetivismo de la orientación antropológica se manifiesta de un modo claro especialmente allí donde se habla del «reflejo de una reali-dad anímica en el mundo»; «se proyecta al mundo exterior una realidad del interior»167. Pero ¿en qué modo debería corresponder una realidad exterior a una interior? ¿De qué naturaleza es una comunicación de este tipo? En verdad que no es tal que lo exterior corresponda a una «ima-gen» o que pueda proyectarse algo desde el interior al exterior; más bien ocurre exclusivamente, de modo que precisamente el hombre es un ente de naturaleza específica y en contraposición a cualquier otro ente mera-mente existente ya fuera-en-las-cosas-de-este-mundo. Sólo en su estar abierto primario al mundo la angustia obtiene aquella significación, no en tanto que se atribuye a ella, o a la amenaza que la provoca, una «imagen» o «un carácter simbólico».

Hemos de aclarar ahora en qué medida hay que delimitar en la exis-tencia humana la angustia del temor. Cuando hablamos de angustia y de temor, decimos implícitamente que, conceptualmente, la angustia es di-ferenciable del temor; que se trata, por tanto, de dos fenómenos dife-rentes. Esta distinción conceptual está a punto de constituirse en la ac-tualidad en un modo de expresión natural en nuestra terminología filo-sófica y antropológica. Ya Freud la diferencia al decir que el temor exige un objeto determinado por el que uno se atemoriza; y de este modo «se emplearían injustificadamente temor y angustia como expresiones sinó-nimas», puesto que la angustia representaría «un cierto estado como de espera del peligro y preparación al mismo, aunque este peligro fuese

166 En el lugar citado, pág. 112. 167 En el lugar citado, págs. 121 y sig.

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también indeterminado». La angustia, según esto, es designada general-mente como un estado indeterminado independiente de una situación concreta de peligro, mientras que el temor no puede separarse del con-cepto de la amenaza inmediata. Heidegger contempla el temor como un «modus de encontrarse», al que corresponde tanto un «ante que» como un «por qué». El ante que, a saber, «lo temible, es siempre algo que hace frente intramundano desde la forma de ser de lo a mano, de lo ante los ojos o del ser-ahí-con». Aquello que se teme tiene el carácter de lo amenazador, el temer mismo es el dejar libre a lo amenazador, deján-dose herir. Aquello por lo que se teme, por el contrario, «es el ente mismo que se atemoriza, el ser-ahí. Sólo el ente para el que en su ser le im-porta este mismo, puede atemorizarse»168. Aun en el caso de que noso-tros. por ejemplo, temamos por un prójimo, aunque temamos por nues-tra capacidad, no existe aquí contradicción alguna con lo dicho a la sazón, pues el estar-ahí es como ser que se preocupa siempre del «ser-en-el-mundo». El temor puede convertirse en espanto si lo amenazador irrum-pe repentinamente, o en terror si «lo amenazador tiene el carácter de lo absolutamente desconocido». Si el hombre se encuentra al mismo tiem-po ante lo espantoso y lo terrorífico, el temor se convierte en pavor. Como otras variantes del temor menciona Heidegger la timidez, la pusilanimidad, la mediocridad y la zozobra. Designa el «ser temeroso» como «posibilidad existencial del esencial encontrarse del ser ahí en general, que, sin duda, no es la única»169. La angustia, por el contrario, pertenece en Heidegger, en cuanto encontrarse al «ser-en-el-mundo». El «ante que» de la angustia es el estaer-arrojado-en-el-mundo y su «por lo que» es el poder-ser-en-el-mundo. El fenómeno pleno de la angustia muestra, según esto, la existen-cia como ser-en-el-mundo existente de hecho. Si el temor es, por lo tan-to, una «angustia impropia y oculta a sí misma como tal», entonces la an-gustia es el «encontrarse básico de la concepción esencial de la existencia del ser-en-el-mundo» y «radicalmente distinta del temor. Nos aterroriza-mos siempre de este o aquel ente determinado, que nos amenaza en este o aquel respecto.. . la angustia revela la nada.»

Esta distinción de temor y angustia no fue formulada por pr imera vez ni por Freud ni por Heidegger, sino ya por Kierkegaard, en el que la an-gustia se origina cuando la libertad queda rígida en la nada, en cuyo fondo acecha el pecado. De ahí que la angustia en Kierkegaard signifique esen-cialmente angustia de culpabilidad.

El temor se equiparó a menudo con el concepto de la angustia real pre-cisamente en aquel desconocimiento funesto, según el cual sólo al t emor se

isa m. Heidegger, Sein und Zeit, 8.* edición, Tübingen, 1957, págs. 140-141. 169 En el lugar citado, pág. 142.

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contrapone una amenaza real, mientras que en la angustia se trata de algo «irreal», «incomprensible». No vamos a examinar aquí más detenidamente hasta qué punto puede defenderse filosóficamente semejante distinción. Sin embargo, para nuestra comprensión psicoterapéutica se nos plantea la pregunta de si se puede admitir la separación sin el menor reparo e incondicionalmente. Mario Wandruszka expresaba ya cierta duda desde el punto de vista lingüístico. Resaltaba que «todas las intuiciones fenome-nológicas y especulaciones existencialistas sobre una diversidad básica esencial de temor y angustia... no soportan una revisión a partir de la lengua». A la vista de muchos ejemplos puede demostrarse cómo precisa-mente en el uso idiomático vulgar no se hace ninguna distinción entre «angustiarse» y «atemorizarse». Si yo me atemorizo o me angustio de una pena, no implica dos contenidos lingüísticos distintos de significación. In-cluso Rilke, por ejemplo, emplea arbitrariamente las expresiones temor de la muerte y angustia de la muerte, y Hermann Hesse designa el temor de la muerte como la angustia de todas las angustias. «En todo caso, distinguíamos a menudo muy claramente una diferencia de estilo entre temor y angustia. A veces sólo podemos emplear una palabra, a veces solamente otra. Sin embargo, en este punto nuestro uso actual no coin-cide ya con las lenguas europeas más emparentadas, con las que nos une la doble tradición del vocabulario antiguo y cristiano. Nuestro temor de Dios (Gottesfurcht), nuestra veneración (Ehrfurcht) corresponde en in-glés unas veces a fear, otras a awe; pero también nuestro término an-g u s t i a (Angst) c o r r e s p o n d e m u y f r e c u e n t e m e n t e a fear, y n o a anguish o anxiety, que se han formado de la misma raíz de Angst. Lo mismo p u e d e d e c i r s e del f r a n c é s crainte, peur, f r e n t e a angoisse, anxiété, y d e l italiano timore, paura, junto a angoscia, ansietá, etc. En cada lengua, y casi en cada siglo, estas expresiones se delimitan entre sí nuevamente de forma diferente, se interfieren de modo diferente»170. También la compa-ración de lenguas diferentes nos lleva más bien a la hipótesis de que una diferenciación entre temor y angustia no está justificada. La palabra la-tina angustia, de la que procede «angustia» (Angst), no significa otra cosa que estrechez, estrechamiento, aprieto. A la misma raíz pertenecen ma-nifiestamente las palabras alemanas eng, bange, también el francés an-goisse, el italiano angoscia y el inglés anguish. El contenido significativo de todas estas expresiones, que manifiestan una estrechez, una opresión, según Wandruszka, no aparece solamente en el ámbito de Phobos, sino que se manifiestan también «en relación con el dolor, la ira, la codicia, el placer». Sólo a par t i r de Lutero «se ha destacado cada vez más la

170 M. Wandruszka, «Was weiss die Sprache von der Angst?», en Angst und Schuld. Editado por W. Bitter, Stuttgart, 1950, pág. 15.

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angustia a costa del temor»; es, por lo tanto, la palabra más joven, «po-see todavía una relación más o menos clara con un proceso corporal perceptible, a saber, el de la opresión; de ahí que a menudo sea empleada como la expresión más fuerte, más vigorosa —angustia como aumento del temor—, y con especial frecuencia cuando el estado anímico-corporal, en cuanto tal, está más en el primer plano que el motivo». Así Wan-druszka llega a la conclusión de que el intento de separar la angustia del temor hace violencia a la lengua viviente. «Angustia de algo y por algo, del mal, del odio, por el bien, por el amor, éste es el cuadro amplísimo de la angustia que podemos deducir de la lengua»171.

W. Schwidder emprendió el interesante intento de clasificar las dife-rencias lingüísticas entre angustia y temor y sus distintos matices a par-tir de la contraposición del contrario. En un cuadro contrapuso las ex-pres iones l a t i n a s metus, pavor, horror y , f i n a l m e n t e , timiditas y angor a sus expresiones contrarias, correspondiendo las primeras a temor, y an-gor, a angustia. Metus significa temor, recelo, inquietud, pero también ve-neración, estremecimiento y peligro amenazante; sus opuestos son confi-dentia y spes —seguridad, confianza, esperanza—. De este modo, metus se convierte en «temor ante lo que no ofrece confianza, ante el peligro que amenaza, y, al mismo tiempo, es el respeto profundo, el estremeci-miento respetuoso», mientras que en timor, cuyos opuestos son ánimo, decisión, valentía y atrevimiento, toma «expresión el temor del actuar y de la decisión». Al timor pertenece también el respeto religioso, mientras que pavor representa «un grado superior del temor con temblor» y hor-ror supone «estremecimiento, miedo que eriza el cabello y terror». Ti-miditas significa cobardía, apocamiento, miedo. El concepto propio de angustia deriva de angor (en un principio de origen griego) y no significa otra cosa que ahogar, estrangular, constreñir, oprimir. De angor derivan angores, angustiae, anxietas. Como expone Schwidder, de la contempla-ción de este último concepto de la angustia resulta «casi una pequeña teoría de las neurosis». Donde se emplea el plural (angores), la palabra designa la melancolía. Muchas pequeñas angustias se entrelazan en la estructura del carácter y llegan a convertirse en agobio. En el concepto angustiae toma expresión el empobrecimiento de la personalidad desde la escasez de inteligencia hasta el egoísmo. Anxietas designa el carácter temeroso, que también, según nuestras experiencias, desarrolla tendencias impulsivas de seguridad, y, de este modo, una exactitud exagerada y pe-dantería. Formido caracteriza a una angustia acentuada que se origina del miedo intenso y del horror. . . La inquietud interior alentada por la angus-tia, la excitación y precipitación sin plan que encontramos continuamente

171 En el lugar citado, pág. 21.

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en las estructuras histéricas, toma expresión en los dos conceptos de solli-citudo y trepidatio m. Schwidder hace referencia al hecho de que en el uso idiomático alemán se esfuman las diferenciaciones. Tanto en francés (peur, crainte, angoisse, anxiété) c o m o en inglés (fear, fright, dread, anguish, anxiety, pang) h a y m á s c o n c e p t o s q u e e n el i d i o m a a l emán , e n el que de hecho estamos constreñidos a temor (Furcht) y angustia (Angst).

Al aparecer tan fascinantes las derivaciones lingüísticas, uno tendrá y se verá precisado a decir que, tal vez, ciertos matices encuentren eco en los diversos conceptos, pero que no pueden demostrarse diferencias fundamentales. Al menos éste es el caso en alemán, en el que desaparecen totalmente las fronteras entre temor y angustia; en algunos dialectos suizos faltan por completo las palabras temor y temer (Furcht y fürch-ten) m. También los poetas, que poseen un sentimiento lingüístico es-pecial, emplean temor y angustia independientemente de la situación de peligro.

¿Qué ocurre ahora con la fundamentación psicológica de una dife-renciación conceptual entre angustia y temor? En cuanto psicoterapeutas, ¿hemos de enfrentarnos realmente —como opina aún Freud— con dos fenómenos diversos? ¿Descubrimos en nuestros pacientes algo así como temor, en contraposición con algo totalmente distinto que tendríamos que designar como angustia? Incluso Benedetti añade este concepto a aquel otro de «angustia vital» o «tribulación», representando el último «un impacto más o menos agudo en la organización corporal que conduce a las puertas de la muerte». El hombre se siente directamente amenazado por enfermedades corporales agudas (envenenamiento, delirio alcohólico, agonía) «en la posibilidad fáctica de su supervivencia material»174. Si el hombre padece de una carcinofobia, que manifiestamente no tiene «fun-damento», porque no existe ningún punto de apoyo médico para un car-cinoma; o de una carcinofobia que es justificada, porque existe una ame-naza real por metátesis cancerosa, no varía en modo alguno el carácter de la angustia o del temor. En ambos casos, el «aníe que» de la angustia o del temor no es el cáncer, sino la consecuencia posible, el peligro de muerte. De este modo, la angustia del cáncer se convierte en angustia de la muerte, y el problema del enfermo afecta no a su enfermedad (aunque esto aparezca así en primer plano), sino a su muerte. Entre tanto podría

172 W. Schwidder, «Angst und Neurosestruktur». Zschr. f . Psychosom. Med„ 1960, cuaderno 2, pág. 93.

ira Véase sobre esto, entre otros, J. Amstutz, «Die Bedeutung der Angst für das Menschenleben», en Die Angst und ihre Überwindung, Schwarzenburg, pág. 6.

iw G. Benedetti, «Die Angst in psychiatrischer Sicht», en Die Angst, Zürich, 1959, página 15.

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decirse que el peligro de muerte «objetivamente existente» produce temor precisamente porque la posibilidad de la muerte está empujada a una cercanía inmediata, mientras en otros casos no existe tal amenaza inme-diata por la que se provoque la aparición de la angustia (indeterminada). Sólo que esto no significa otra cosa que querer comprender el concepto de la angustia no a partir del hombre mismo que se angustia o que se atemoriza, sino a partir del ¿ante qué? de la angustia, es decir, de la existencia o no existencia de algo amenazante. Mas ¿podemos compren-der al hombre en su angustia si no partimos de él mismo?

Schwidder emplea los conceptos de angustia y temor «en una forma muy circunscrita, como ya lo había hecho Freud», en la psicología de las neurosis. «Vemos en nuestros pacientes angustia indeterminada en forma que flota libremente, es decir, la vemos aparecer, en apariencia, sin objeto. En realidad, existen ya objeto y motivo, pero el paciente no los puede percibir. La parte de representación de su vivencia queda repri-mida. Otros pacientes informan que «tienen angustia ante algo», pero sólo aparentemente tienen angustia ante este objeto. En realidad, es un objeto desplazado, suplementario, pues el motivo verdadero y el objeto permanecen inaccesibles a la vivencia. Podemos, por tanto, designar como angustia un fenómeno vivencial con cualidades emocionales y de sensa-ción de fácil descripción, cuyo verdadero objeto y cuyo motivo permane-cen inaccesibles a la vivencia. En el temor, por el contrario, el vivenciante puede producir la relación con el objeto verdadero y el motivo. Así, po-demos estar contentos en la terapia cuando logramos transformar la vi-vencia de angustia en temor. Pues mientras la angustia oprime y para-liza, el que teme puede ver el peligro; puede decidirse y obrar. Tiene las posibilidades de dominar el peligro y de desarrollar en esta acción ánimo, valentía, confianza y seguridad; de huir y evitar el temor, de temer, de preocuparse por algo o de reconocer lo que le sobrecoge y la limitación de las fuerzas humanas y de vivir profundo respeto y sumisión»175. Esto no significa otra cosa sino que la angustia en el hombre conduce a una reacción llamada asténica —a la paralización, a entregarse, a dejarse caer—, mientras que el temor produce una reacción esténica —la defensa impetuosa—. Con seguridad podemos decir que un peligro conocido ofre-ce al hombre más posibilidades de defensa contra la angustia que lo des-conocido. Hasta este punto está justificado el esfuerzo psicoterapéutico por transformar la angustia «libremente flotante» en un determinado «temer ante algo». Sólo que ninguna observación empírica nos permite sacar la conclusión de que la angustia y el temor en el hombre conducen a reacciones corporales diferentes. La reacción esténica significa acción

175 w. Schwidder, en el lugar citado, pág. 93.

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del simpático, contracción de los vasos, elevación del tonus de la muscu-latura, mientras que la reacción asténica representa una acción parasim-pática del vagus con dilatación de los vasos y disminución del tonus muscular. Pero ahora sabemos por numerosas observaciones que hom-bres diferentes en la misma situación de peligro —por lo tanto, en el te-mor— muestran unas veces una reacción esténica y otras veces asténica. Según la personalidad del que se atemoriza, reaccionará esténica o asté-nicamente, pero nunca su reacción es determinada exclusivamente por la «angustia» o por el «temor».

Siempre sigue siendo el hombre que tiene angustia, «que vive en an-gustia», «que está abandonado a la angustia», «que se atemoriza». Puede estar tan constreñido en sus posibilidades existenciales que, aunque sea «dominado por la angustia», sin embargo, sigue siendo él mismo el punto de partida. Y así hemos llegado a lo esencial: al encontrarse. Pues esto es lo decisivo, no el peligro externo, no la amenaza que viene de fuera. Pues ¿cómo podrían, de otro modo, hombres diferentes vivir de forma total-mente distinta la misma situación de amenaza? La angustia corresponde a un estado de ánimo posible del hombre y depende de su disposición anímica general, de su constitución permanente propia o de la dependen-cia, del estar entregado a la amenaza exterior.

La señora Matilde, de treinta y nueve años, esposa de un titulado uni-versitario, nos fue remitida para su tratamiento, porque padecía de una carcinofobia que la atormentaba. La carcinofobia representa, como es conocido, una de las fobias más destructivas. Raras veces se siente un hombre tan agobiado como en la angustia del cáncer —éste llega a con-vertirse en demonio atormentador para aquellos que son atacados por ella, pero tiraniza también a la familia, incluso a todo el ambiente del enfermo. ¿Era la angustia de nuestra enferma justificada o injustificada? En su familia se han dado varios casos de enfermedades carcinomatosas; una tía murió, durante el tratamiento de nuestra paciente, a consecuencia de un cáncer de pecho. Esto puede representar un cierto lastre psíquico «familiar» para la paciente. Sin embargo, lo que actuó como desencade-nante para el ataque agudo de angustia fue la propia vivencia de una amputación total de la mama derecha «por sospecha de cáncer». Ella misma vivió la operación como algo terrible; todas las seguridades de los cirujanos de que el examen microscópico no había descubierto células sospechosas de cáncer no dieron fruto alguno (se trataba de un ademona benigno; la operación total se hizo necesaria manifiestamente porque el tumor se encontraba próximo a la mamilla y porque no cabía la posi-bilidad de excluir que degenerase en un tumor maligno). La paciente fue haciéndose crecientemente depresiva, falta de interés y apática. Descuidó totalmente las labores domésticas, los dos niños y a sí misma. Siendo

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antes elegante y vistiendo de acuerdo a su clase, ahora llevaba durante semanas el mismo vestido, y exteriormente daba la impresión, si no de abandono completo, sí de descuido. Se desperezaba como un gato en la gatera.

Hasta aquí había que suponer que la angustia de la enferma tenía un fundamento real y comprensible en la posibilidad de una amenaza pato-lógica. La angustia ante una enfermedad mortal que se avecina nos parece tan comprensible como la que se experimenta, por ejemplo, ante una fiera que ataca. Y ¿quién puede rehusar comprensión para la angustia depresiva de una mujer que debía soportar un impacto que tanto muti-laba su femineidad? Pero ¿fue determinada la angustia por una situación real de amenaza y, consecuentemente, a convertirse en temor? ¿El carci-nófobo padece de temor o de angustia?, o ¿no se muestra precisamente aquí que una distinción tal no solamente no es posible, sino incluso equi-vocada? Primeramente se ha de hacer notar que, según comunicaciones personales de varios médicos a los que preguntamos sobre esta cuestión, el número de mujeres que experimentan estados de angustia después de la amputación de mama es más bien pequeño. Sólo un tanto por ciento muy reducido de estos pacientes precisa después de la operación la ayuda de un psicoterapeuta. Pero vemos también, incluso en el caso de nuestra enferma, que la carcinofobia no significa simplemente temor en el sentido limitativo arriba descrito. Pues cuando el temor es determi-nado por un peligro llamado «objetivo», entonces habría que suponer que el temor quedaría anulado tan pronto como desaparece el peligro. Pero en nuestra enferma no era éste el caso, como tampoco en todas las de-más fobias; el hombre que teme a las serpientes, fieras, tempestades, catástrofes, no queda libre del temor a la vista de la falta real del peli-gro. Se atemoriza siempre de las serpientes, tanto si las encuentra en su habitación como si las ve en la pantalla del cine o dibujadas en un libro; tanto si se las imagina solamente como si las ve ante sus ojos; es más, ¡sueña exclusivamente con ellas! Hemos, pues, de suponer que el temor es en el hombre algo inmanente que, ba jo determinadas condicio-nes, se manifiesta en cualquier «objeto». En este caso teníamos que de-mostrar que la disposición al temor está presente en el hombre ya antes de la aparición de lo temido. Éste era el caso en nuestra enferma de un modo impresionante, aunque ella misma limitaba su «temor» a la época de la operación: Matilde es la hija única de un médico rural, muerto algunos años antes, en extremo t rabajador y concienzudo, absorbido por su profesión; su muje r murió cuando la niña tenía seis años. Debido a que el padre estaba absorbido casi totalmente por su profesión, se hizo cargo de la educación de Matilde la abuela y un trío de tías solteras, cuyos métodos educativos abarcaban de forma alternativa todas las for-

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mas que van desde los mayores mimos hasta la negación fría y autori-taria. «Propiamente», hubiera debido ser un muchacho; ni el padre, ni los parientes, ni Matilde misma, aunque ésta en menor grado que todos los demás, podían resignarse a que ella no hubiera sido un hijo. Matilde jugaba solamente con los niños del pueblo, se peleaba con ellos y era admitida en sus salvajes juegos como un compañero más. Sólo dos tras-tornos emocionales enturbiaron su niñez. Uno fue echar de menos el amor inmediato del padre —éste no tenía tiempo para ella, siempre estaba fuera, y cuando se encontraba en casa, no era para ella—. Es, pues, asombroso que junto a esta falta del acogimiento paterno se manifestase también un segundo trastorno, a saber, la angustia. Se atemorizaba de todos los poderes posibles e inquietantes. Si en el pueblo era sacrificado un cerdo —lo que en nuestras zonas montañosas y rurales se realiza tan a la vista de todos que los niños pueden contemplarlo y el chillido de los animales que penetra hasta los tuétanos ha de oírse hasta en la úl-tima casa—, le molestaba. Entonces, a lo largo de días daba un rodeo en su camino hacia la escuela lejos del lugar donde tenía lugar el «sacrifi-cio»; ello era motivo de burla por parte de sus compañeros, e incluso de los mayores. Sus fobias infantiles afectaban, además, a «figuras in-quietantes» con las que su fantasía poblaba las habitaciones de la bo-dega de la casa. Matilde pudo «dominar» y «reprimir» tanto su angustia que aun hoy está convencida de que su niñez y juventud fueron absoluta-mente dichosas. Sólo raras veces tuvo lugar la irrupción de la angustia; entonces siempre caía en ataques de «delirio de furia». Con su padre po-día provocar escenas que acababan en discusiones escandalosas. Tales «escenas» eran suscitadas por ella al parecer sin fundamento; se compor-taba de una forma «histérica», queriendo incluso tirarse por la ventana. También en su matrimonio se repitió este comportamiento, en tanto que podía «explotar» contra su marido a causa de diferencias de opinión in-significantes. Siempre estaba en tensión, en movimiento, intranquila. Siem-pre debía pasar «algo» o no podía estar ni un solo segundo en sosiego; andaba sin parar de un lado a otro de la casa, salía disparada con su coche deportivo a la ciudad, se encontraba con sus amigas y tenía que hacer infinidad de recados.

La parte afectiva de Matilde encontraba así un cauce muy estrecho. Nunca se le dio una ilustración sexual, todo lo instintivo era considerado en casa (al lado de sus tías solteras) como algo sucio y pecaminoso. El matrimonio, según indicaciones de la paciente «en extremo feliz», en realidad no era otra cosa que una camaradería convencional. La extraor-dinaria disposición represiva de la paciente le hacía posible también so-portar relativamente bien los no desdeñables golpes del destino: su padre murió después de sufrir en la consulta un ataque cerebral en pleno in-

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vierno; después murió la abuela, muy querida por la enferma; finalmente, una tía de cáncer de pecho. La misma Matilde tuvo que someterse a una difícil operación de ojos. Después de tener un hijo, ahora de doce años, que padece de asma y de fiebre del heno, y después de un aborto espon-táneo en el cuarto mes, quedó embarazada de nuevo. El embarazo discu-rrió con grandes dificultades, la paciente enfermó de nefropatía, sufrió un parto prematuro, con peligro de muerte para el niño en el puerperio. Entonces tuvo que ponerse bajo tratamiento psiquiátrico porque se sin-tió atormentada por ideas obsesivas de matarse a sí misma y al niño. Algunos meses después se comprobó un endurecimiento en el pecho de-recho que condujo, finalmente, a separar el tumor por operación. A par-tir de esta fecha buscaba cada día en su cuerpo nuevos tumores; cada «pústula» descubierta provocaba en ella un miedo pavoroso.

El caso de Matilde muestra, pues, claramente cuán precavidos hemos de ser en la «clasificación» de la angustia. El concepto de «temor» como «condicionado por un peligro» es equivocado y conduce a desvíos. Si lo aceptamos, entonces nos quedamos, por decirlo así, en el primer plano. Así como en el sentimiento de culpabilidad el lugar propio de la culpa-bilidad puede ser otro totalmente distinto a aquel en donde aparece pri-meramente, así también la angustia no se deja a menudo «penetrar con la mirada». Pero así como en la psicoterapia nunca se puede llegar hasta el fundamento primero del hombre si no se penetra detrás de la culpabi-lidad de primer plano (por ejemplo, detrás de la culpabilidad moral teo-lógica de la ley) hasta la culpabilidad fundamental, que es la única real y existencial, en tal caso nunca se comprenderá la esencia de la angustia mientras nos mantengamos en la esfera del llamado «temor». Sólo que ¿cómo encontramos el acceso a esta angustia de segundo plano y la au-auténtica?

Si la enferma, en su tendencia a la «represión», nos niega la informa-ción sobre la verdadera proto-causa de su angustia, la psicoterapia, y sólo ella, nos ofrece un acceso extraordinario, una verdadera vía regia para el esclarecimiento precisamente de esto reprimido: los sueños. Si en tiem-pos de los babilonios y de los egipcios, incluso todavía en el Antiguo Tes-tamento, era una cosa natural escuchar los sueños como anunciadores de revelación y verdad, como portavoces de la divinidad, así también te-nía que ser descubierta de nuevo esta realidad onírica en nuestra época; en todo caso, no como herencia común de la humanidad, sino «exclusi-vamente» como «instrumentos técnicos» del psicoterapeuta. Ni tan sólo una vez concedió la psiquiatría clásica a los sueños más que una signifi-cación «sintomática». Si Freud se aferró hasta su muerte a la «interpre-tación» de los sueños causal-mecanicista procedente del pensar objetiva-mente científico-natural, el análisis existencial, por su parte, muestra

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caminos esencialmente nuevos. Ni por medio de una redución unilateral-mente regresiva, ni por la violencia al sueño en la interpretación de «sím-bolos» o «imágenes» logramos una comprensión más profunda y autén-tica del hombre, sino exclusivamente porque tratamos de comprender al hombre soñante en su realidad, al igual que al hombre despierto. Pero esto no quiere decir otra cosa sino que la existencia del hombre se realiza también ya en su vivir soñante, y se hace tan manifiesto que somos afec-tados de una forma inmediata por esta realidad.

Nuestra paciente de carcinofobia vivía el impacto —desde el punto de vista quirúrgico tan inofensivo— de un modo tan aniquilador que hubo de soñar varias veces que todo su cuerpo se disgregaba sangriento; en un sueño cavó su propia fosa, mientras que soñando, a su vez, vivió su ruina espiritual como angustia de volverse loca. Ahora alguien podría objetar que estos sueños son comprensibles en relación con una opera-ción de tal tipo; no son otra cosa que una repercusión posterior del alma con respecto al impacto corporal; no son nada más ni nada menos que la consecuencia de una amenaza moral vivida a la sazón. Pero ¿por qué, hemos de preguntarnos igualmente entonces, no puede la paciente com-probar, en un respiro también soñando, que ha sobrevivido a la operación, que le ha sido extirpado el tumor ante el que tanto temía? Pero, sobre todo, no prestaríamos en absoluto atención a la personalidad de Matilde si le interpretamos los sueños exclusivamente como «consecuencia» de la amputación de mama. Pues en los sueños de nuestra enferma se mues-tra su estrechez existencial a part i r de la cual se hacen comprensibles no solamente los sueños, sino también el estado de fascinación angus-tiosa de la joven muchacha ante el sacrificio sangriento de los animales, su inclinación posterior a las amenazas histéricas de suicidio (siempre con un cuchillo de cocina); es más, hasta probablemente la irrupción fa-tídica de sus enfermedades y finalmente la operación mutiladora. El ma-rido de Matilde siempre estuvo convencido de que en ella la angustia no procedía de la operación, sino que existía antes como algo inherente a la naturaleza de su muje r y condujo propiamente a la formación de un tu-mor de apariencia cancerosa. En todo caso, la relación de nuestra pacien-te con el mundo se despliega como una relación de disgregación, de ruina, de aniquilación. Pero aniquilación no significa otra cosa que la posibili-dad de la existencia para la anulación, para aquel tú-puedes-también-no-existir. Considerado desde este plano, encontramos, tal vez, el acceso ver-dadero a la angustia. Pues precisamente Matilde muestra, en el doble aspecto del horror y la fascinación, que la actitud del hombre a la vista de la nada es doble: «percibe la tentación de arrojarse a este abismo para escapar así de la angustia, así como también la angustia puede provocar la entrega a aquello ante lo que nos angustiamos, posiblemente llevados

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por el impulso a la anulación, a la auto-entrega, a la destrucción...»176. El «ante que» de la angustia es el ser-en-el-mundo en cuanto tal, nos

decía Heidegger; pero el «por qué» de la angustia no es simplemente un determinado modo de ser o posibilidad de la existencia. Más bien el ser-en-el-mundo se muestra también como aquello por lo que la angustia se angustia. «Aquello por lo que la angustia se angustia se descubre como aquello ante lo que ella se angustia: el ser-en-el-mundo. La mismidad del «ante que» de la angustia y de su «por qué» se extiende incluso al mismo angustiarse. Pues éste es en cuanto encontrarse un modo básico de ser-en-el-mundo. La mismidad existencial del descubrir con lo descubierto, y ciertamente de tal forma que en éste es descubierto el mundo en cuanto mundo, el ser-en como poder ser individualizado, puro, yecto, hace evi-dente que, con el fenómeno de la angustia, un encontrarse eminente se ha convertido en tema de la interpretación. La angustia aisla, y descubre así el ser ahí como solus ipse. Pero este «solipsismo» existencial traslada tan poco a un sujeto aislado al vacío inofensivo de un degenerar carente de mundo, que pone al ser-ahí precisamente en un sentido extremo ante su mundo en cuanto mundo, y así, al él mismo ante sí mismo como ser-en-el-mundo» 177. Encontrarse quiere decir «cómo le va a uno», y en la angustia le va a uno inhóspitamente; «inhóspito» quiere decir la inde-terminabilidad de la existencia, la nada y el en ninguna parte.

Ahora bien, la nada no es simplemente no ser, pues de lo contrario la nada seria realmente una contradicüo; a la «nada» corresponde siem-pre un «algo». Pero la nada tampoco es la negación del ser; a lo sumo podemos decir que el ser en los entes está limitado conceptualmente por la nada. Como en la Matemática el cero no es nada, no representa la pura negación de un ente, el vacío, así tampoco la nada es, en modo alguno, pura negación o vacío. Cuando nosotros, según esto, decimos de un hombre que cae en la nada, que se ve frente a la nada o que está ante ella, en tal caso queremos decir siempre «algo» con lo que se docu-menta la inherencia de la nada en el ser de los entes. En los entes puede haber vacío, pero jamás puede haber entes en el vacío. Así es posible una privatio boni en prevaricación de sí mismo —pero no como dismi-nución del ser, como opina v. Siebenthal, porque el ser no puede ser dis-minuido, a lo sumo los entes—, pero una privatio máli, en la medida en que uno identifica malum y nada. Pues una «disminución de la nada» no puede darse, y v. Siebenthal lo compara con el peso, que se puede au-mentar o disminuir, mientras que un aumento o disminución de la ca-

ra W. v. Siebenthal, Schuldgefühl und Schuld bei psychiatrischen Erkrankungen, Zürich, 1956, pág. 176.

177 M. Heidegger, en el lugar citado, pág. 188

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rencia de peso es precisamente imposible. Si el ser llevase inherente la nada, entonces habríamos de representárnoslo como una isla en el mar de la nada. El ser estaría rodeado por la nada. «Pero esto precisamente no tiene sentido. En torno a algo sólo puede haber algo, pero no la nada. El ser sólo puede radicar en el ser, solamente en el ser y como ser. Lo esente sólo puede delimitarse f rente a otro esente, pero no frente a la nada. De ahí que no haya límites «entre» ser y nada. Solamente se puede pasar de entes a ente, pero no, en consecuencia del postulado (falso) «el ser está inherente en la nada», pasar de ente a nada. Puesto que no hay límites entre ser y nada, precisamente por eso la nada está ilimita-damente en medio del ser, está metida en todo ente. Pero los entes no puede estar metido en la nada» m . De esto se pone de manifiesto que, precisamente porque la nada es inherente al esr, le es al ente también posible experimentar la nada. Así, la comprensión del ser originaria e inmediata lleva en sí también originaria e inmediata comprensión de la nada. Mejor que la negación del ser podría designarse la nada como una «amenaza» contra el ser. La amenaza del ser quiere decir, entretanto, no la mera posibilidad de la muerte, del morir . Por eso es también proble-mático hablar de una «estructura de vida» o de una «estructura de muer-te» (v. Siebenthal) de la existencia. La existencia sigue siendo siempre un ser para la muerte; para esto no precisa de una «estructura» especial, y con toda razón nos falta cualquier justificación para contraponer anti-pódicamente, por decirlo así, una «estructura de vida» a una «estructura de muerte». Por el contrario, es la nada precisamente aquel algo que anula al ente, en el sentido, por ejemplo, de que la existencia está ame-nazada en su auto-realización. Desde este punto de vista llega a ser com-prensible la privado boni: en tanto que ésta contiene siempre implícita» mente lo malum, el mal. Por eso aparece siempre, por ejemplo, como un mal entendido cuando el «encuentro», a modo de escalada de un monte, «con la nada» m , ve en ésta únicamente la posibilidad anticipada del mo-rir, y, con ello, la lucha contra los factores anuladores en la escalada. Menos todavía podemos ver esto último —para quedarnos con este ejem-plo— como un encuentro esencial con la nada. Nunca llegamos a lograr la comprensión del ser «en tanto que destacamos el ser f rente a la nada», por lo que tampoco el sentido del escalar la montaña puede ser una «con-ciencia del ser intensiva destacando el ser f rente a la nada». Siente an-gustia quien no se ha apropiado todavía como suyas las posibilidades de existencia que le pertenecen, y. en correspondencia con esto, no ha reali-

178 w . v. Siebenthal, en el lugar citado, pág. 93. 179 K. Greitbauer, «Begegnungen mit dem Nichts». Die Alpen, 1959, cuaderno 4,

página 289.

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I.xi angustia en la existencia humana 87 zado su existencia180. Así se inicia también la explicación de la angustia del escalar la montaña: solamente aquel que se ha encaramado al monte y se ha extraviado en él, se encuentra en peligro; aquel que quiso sobre-pasarse a sí mismo no puede permanecer en sí mismo. En esto está, finalmente, la osadía prometeica del hombre que intenta extraviarse del ser de sí mismo para querer ser Dios. Aquí se da, además, la compren-sión de la angustia de los dictadores, de aquellos hombres que han aban-donado el proto-fundamento asegurador del ser del hombre, y ahora, en su soledad, se encuentran frente a la nada, la prevaricación de sí mismos, la culpa.

¿Se origina la angustia realmente de la anticipación de la posibilidad de la muerte? m . ¿Es toda angustia —como se ha afirmado con frecuen-cia—, a fin de cuentas, angustia de la muerte? ¿Está la angustia de tal modo unida a la existencia humana que esta última está ya en la angus-tia como un ser-para-la-muerte? Entonces la angustia, en cuanto algo existencial, constituye un modus de la existencia, y de ahí que ésta, como asimismo el hombre finito, no sería pensable sin ella. Partiendo de aquí hemos de comprender la f rase: «a la concepción esencial de la existencia del ser-en-el mundo»... le es propia «la angustia como encontrarse bási-co»182. «Mundo» significa, según Heidegger, en sentido ontológico-existen-cial, un rasgo del carácter de la existencia misma, y, en cuanto tal, es la iluminación del ser. Aquel hombre al que en la altura vertiginosa le sor-prende la angustia, llega a ser consciente, a la vista de peligro de muerte que le amenaza, de que él sobrevalora en forma desmedida sus posibili-dades, y, por lo tanto, se da cuenta que ha pecado contra sí mismo. Ésta es su culpa; sólo a part ir de ella llega a ser comprensible y significativa

H. Gartmann dio expresión a ideas parecidas cuando informaba sobre la an-gustia de los aviadores. La angustia, así opina Gartmann, «surge siempre que es puesta en cuestión, en el sentido más amplio, la auto-realización; siempre que se hace im-posible una realización, ya se trate en ésta de la continuación de la vida, de la sa-tisfacción de un instinto importante, de la consumación de una tarea impuesta, de una realización interna de la responsabilidad o de cualquier superación del propio yo. En dónde esté el punto de gravedad depende, sobre todo, de la naturaleza de la personalidad respectiva y de las posibilidades del ser que le sean ofrecidas en la más tierna infancia» (H. Gartmann, «Uber die Angst beim Fliegen», Mschr. Psych u. Neur., vol. 125, 1953, pág . 394).

181 James K. Hall afirma en su ensayo dedicado a Gregory Zilboorg: «Every one fears death. The bravest man would not deny it. In all those conditions that are commonly spoken of as nervousness, the fear of death is the basic feature.» («Fear of Death», en Southern Medicine and Surgery, vol. 106, núm. 6, 1944.)

182 M. Heidegger, en el lugar citado, pág. 189. Hemos de volver sobre ello al hablar de la angustia neurótica.

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su angustia. Ya no es más angustia de la muerte, sino, como a fin de cuentas toda angustia, angustia de la culpa183.

Pero ¿cómo enlazamos la culpa con la angustia de la muerte? ¿No ocurre de modo que, con frecuencia, cristianos muy piadosos y fieles a la ley viven en una angustia de la muerte inquietante? ¿Puede hablarse también aquí de angustia de la culpabilidad? Cierto, pues la fidelidad a la ley no excluye en modo alguno el llegar a ser culpable en sí mismo. Jores explica, en verdad, el hecho de que la mayoría de los hombres mueren sin angustia por el factor psicológico decisivo de la falta de es-peranza de «encontrar otra vez las posibilidades de una vida cumplida, de un despliegue de la vida» 184. Por el contrario, los enfermos de insufi-ciencia cardíaca, particularmente los de angina pectoris y los que pa-decen trastornos de la función respiratoria, experimentan vivencias de angustia en la hora de la muerte. «En las enfermedades mortales de los órganos digestivos o del cerebro, el hombre no experimenta angustia.» Ahora bien, si sabemos la importancia del corazón y de la respiración para la existencia humana, comprendemos también que toda vez que lo «cardíaco», lo sentimental o emotivo es amenazado se manifiesta la an-gustia. Cualquier limitación de las posibilidades anímicas de vida lleva a ella. El letargo, la auto-entrega desesperada, sin embargo, no constituye oposición a la angustia, sino a menudo una forma de defensa contra la angustia. La angustia desaparece cuando el hombre se resigna «a lo inevi-table» y no puede ya escapar, por lo tanto, también a la vista de la muerte. Por eso, los hombres en los campos de concentración mueren como los animales en las jaulas, sin angustia, pero apáticos y resigna-dos. Están ya muertos como prisioneros y hombres deshumanizados. «Con otras palabras, la conservación de la vida llega a convertirse en algo sin importancia cuando está impedido el despliegue de la vida» ,8S. En una exposición extraordinaria, Jores hace referencia a que el hombre —en ra-dical oposición al animal— está descargado relativamente de instintos, liberado ampliamente de «la camisa de fuerza de las acciones instintivas». El modo como conforma su vida sigue siendo de su propia apreciación. «El despliegue de la vida» le está dado como problema, como tarea. Jores llega, en todo caso, a establecer que el hombre actual descuida precisa-mente en una medida asombrosa esta tarea y «que las condiciones de vida actuales, y no en último término por causa de la civilización técnica, le hacen cada vez más difícil un despliegue lo más diverso posible de sus posibilidades.» Es cierto que, por una parte, el desarrollo técnico ha di-

1*3 «Culpa», entendida aquí en sentido ontológico-existencial. i»4 A. Jores, «Lebensangst und Todesangst». Die Angst, en el lugar citado, pá-

gina 177. 185 En el lugar citado, pág. 181.

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versificado infinitamente las «posibilidades del hombre para el dominio de la vida», pero ha contribuido esencialmente a la comodidad. La técnica quita tanto al hombre que «él se deja servir a sí mismo por ella, a menu-do de un modo puramente pasivo, quedando así atrofiadas y en barbe-cho sus capacidades propias». Por eso, también la profesión «se ha con-vertido en una ocupación sumamente unilateral de la que no podemos decir que exija de él mucho. En Alemania se realizó hace poco una en-cuesta en un grupo representativo, la cual dio como resultado que por lo menos la mitad de todas las personas preguntadas no experimentaban ya satisfacción en su profesión. Ahora, cuando se ha realizado el trabajo profesional, el hombre se entrega al llamado esparcimiento, es decir, ex-perimenta, a su vez, pasivamente, sin despliegue de sus propias posibi-lidades, esto o aquello únicamente para llenar el tiempo, para no quedar expuesto al aburrimiento»186. Precisamente el hombre angustiado es impe-dido en su plena posibilidad de despliegue. Jores encuentra aquí el enlace con la formación de la conciencia moral y con la auténtica fe cristiana al escribir: «Con esto surge aquí la pregunta de si el hombre no tiene un co-saber del cumplimiento de aquella ley fundamental de todo lo vivo. Esta pregunta hemos de afirmarla incondicionalmente. Se da un co-saber del hombre de aquello que debe ser propiamente, de aquello que es ade-cuado y conforme a él. Ésta es, con seguridad, la raíz más profunda de aquel fenómeno que designamos conciencia moral. Así se origina la pre-c i n t a de si una fuente de angustia, especialmente del hombre trastorna-do neuróticamente, no descansa en un co-saber profundo, no consciente de que é l está a punto de malograr decisivamente su vida. Esta angustia

' y tiene que ser, al mismo tiempo, también angustia de la muerte, pues ahora amenaza el fantasma pavoroso de tener que salir de este mundo sin haber consumado realmente la tarea que se ha puesto al hombre. El pensamiento que ha encontrado su expresión condensada en la fe cristiana está ya extraordinariamente cercano: que si al hombre se le ha dado la vida como tarea, tiene que rendir cuentas también una vez de hasta qué punto ha dominado esta tarea. Nos está permitido, pues, decir que una fuente de la angustia es el co-saber profundo del hombre del fracaso de su vida. Aquí comprendemos también ahora la inmensa alarma que encierra en sí tales estados de angustia, particularmente cuan-do los observamos ya en hombres algo mayores, en los que se dan mucho más frecuentemente que en los jóvenes.»

Una segunda, y no menos importante, fuente de la angustia se origina de la desconfianza del hombre moderno. La inseguridad le traspone en la angustia, pues el hombre precisa de la seguridad para su vida. «Esta

iw En el lugar citado, pág. 182.

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seguridad está no solamente en un ambiente exterior famil iar (confiado), sino que está dada también por el saber de un orden en el que él está , po r la orientación de su vida hacia fines y puntos de vista más elevados no determinados por él mismo; digamos l lanamente por una fe»187. De aquí resulta que el hombre neurótico de angustia no posee una fe reli-giosa «auténtica», pues angustia y fe se excluyen tanto como se incluyen fe y caridad. Timor non est in caritate.

*87 En el lugar citado, págs. 183-184.

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CAPÍTULO I I

A N G U S T I A Y C U L P A E N L A P S I C O T E R A P I A

1. PSICOPATOLOGÍA DE LA ANGUSTIA NEURÓTICA

D e s p u é s que hemos discutido la problemática filosófico-psicológica de la angustia, sentamos como resultado dos afirmaciones fundamentales: 1) la angustia se manifiesta allí donde el hombre ha malogrado su propia r e a l i z a c i ó n : es por lo tanto angustia de culpabilidad. Las posibilidades de ajuste de la existencia son limitadas, están constreñidas l . 2) La angus-tia se origina en el terreno de la inseguridad, de la falta de amor. La in-s e g u r i d a d constituye, en cierto modo, el substrato a partir de l cual puede crecer la angustia, pues el amor deficiente y la comprensión deficiente c o n d i c i o n a n , por su parte, en primera línea el malograrse a sí mismo. Ahora bien, un hombre no logra nunca la auto-realización plena en su existencia finita, y, por esta razón, queda siempre expuesto a la culpabi-lidad y a la angustia2. Pero ¿cómo llega a ser la angustia neuróticamente patológica?

Al evadirse el hombre —defendiéndose contra la angustia— de sus propias posibilidades, de sus obligaciones. Cuando no soporta ya la an-gustia, se entrega a la neurosis3. «El apartarse de Ja vivencia de la

1 M. Boss, Lebensangst, Schuldgefühle und psychotherapeutische Beratung, Bern und Stuttgart, 1962.

2 Boss hace referencia a que tanto los psicólogos de animales como los médicos de niños dan, con razón, una gran importancia a la angustia ante la pérdida de la seguridad de la tierra natal o del cuidado maternal, pues tal pérdida representa siempre «el mayor peligro posible de muerte». Pero mientras Boss considera la an-gustia y la culpa como dos fenómenos esenciales inherentes «de un modo necesario» a la vida, nosotros pretendemos una unión de ambos, y de tal naturaleza que la angustia del hombre por su existencia aparece en tanto que y en la medida en que él y tanto como él permanece culpable a su existencia.

3 Véase, además, H. Hafner, Schulderleben und Gewissen, Stuttgart, 1956.

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angustia es una actitud básica en la neurosis»4 . J. H. Schultz define ésta como una falsa actividad vital tendente al ahorro de angustia5 . No existe duda de que muchos neuróticos se encuentran bastante menos angustiados que el término medio de los hombres, en la medida en que no padecen de una neurosis de angustia declarada. Alcanzan la disminución de la angus-tia contraponiendo a la «carga del yo» del auto-ser individual neurótico «mecanismos de descarga del yo» (Háfner). Esta «descarga del yo» con-duce al ocultamiento de aquellas zonas de vivencias en las que pudiera i r rumpir en la «conciencia» la angustia. Pero si esta defensa fracasa, entonces el neurótico opone resistencia a los factores que la aceleran. Háfner sigue diciendo que las diferentes formas de la descarga del yo, y, por tanto, de la defensa contra la angustia, pueden encontrarse no solamente en los enfermos neuróticos, «sino también en la estructura psicológica de ciertas concepciones del mundo y formaciones comuni-tarias». A su servicio están, además, los lugares de placer y las modernas posibilidades de diversión, el sumergirse en el «uno» (Man) de Heidegger. La Psicología Profunda puso al día otras posibilidades de reducción de la angustia: afán de poder y de valoración (Adler), afán de poseer (Schultz-Hencke) y sexualidad (Freud). Uno de nuestros pacientes intentaba acallar su angustia abismal por medio de un proceder desconsiderado en los nego-cios, que, por cierto, le llevó comercial, financiera y políticamente a un poder elevado, pero también acentuó en tal medida sus impulsos al reco-nocimiento que, finalmente, resultó una gran discrepancia entre su poder exterior y su debilidad interior. Algo por el estilo dejó ver otro enfermo cuyo transporte de la angustia se manifestó en un aumento rápido de pro-piedades, pero en un empobrecimiento interior manifiesto, a pesar de la riqueza externa. El dinero hoy es no solamente objeto de cambio y contra-valor para mercancías, sino, «en cuanto portador de aumento incesante de posesiones», también un medio de «fortalecimiento del yo». La sexualidad ayuda, sobre todo, a superar la soledad. La angustia ante ésta constituye, con frecuencia, la base y proto-causa del instintivo a agotar sus fuerzas in sexualibus. El afán podría ser muy bien la defensa contra la angustia más extendida en el hombre neurótico. Conocemos alcohólicos crónicos que sin alcohol están expuestos a una angustia insoportable y sólo se sienten seguros en el aturdimiento producido por el alcohol. Lo mismo hay que

* En el lugar citado, pág. 19. 5 Frente a esto, acentúa Hans Góppert que la angustia es «el síntoma más central

de la neurosis», aunque no siempre sea muy evidente; sino que a menudo sólo se revela en el curso del análisis. «Es la angustia ante la angustia que la disfraza a los ojos del médico y a la auto-vivencia del enfermo.» («Psychotherapie der Angst». Jahrb. / . Psychologie, Psyshotherapie u. Med Anthropologie, año 7, 1960, pág. 214.)

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decir del afán de medicamentos, de los morfinómanos y de los pequeños afanes de cada día.

Otras posibilidades de defensa contra la angustia son, por ejemplo, los intentos neuróticos de la «regresión a la dependencia de la niñez temprana del hombre en relación con sus padres; la pérdida de la individualidad con su subordinación voluntaria a la autoridad de los llamados «modelos» o tipos ideales, con otras palabras, el «conformismo», y, finalmente, sobre todo, también la evasión a los sistemas colectivos de descarga. Lo colectivo carga con la responsabilidad y, al mismo tiempo, con la superación de la angustia, de la que es eximido el individuo. Es evidente que lo colectivo puede ejercer solamente su función aseguradora y acogedora cuando, por último, se refiere al individuo y puede prometerle al menos una mejora de las condiciones de vida, o hasta el paraíso en la tierra. «Pero esta pro-mesa ha de ser tal que siga siendo siempre dinámica y nunca se cumpla totalmente; de lo contrario, lo colectivo mismo sería desposeído de su di-námica de valor portadora y no podría realizar ya ninguna función de descarga»6. Pertenecen igualmente a los modos patológicos de la defensa contra la angustia: primero, la amplia esfera de las enfermedades lla-madas psicosomáticas; después, la evasión a la criminalidad psicopática y, finalmente, a la psicosis.

Jamás podremos comprender la angustia «neurótica» sin enfrentarnos con la angustia en la persona sana. No solamente teólogos, sino también filósofos y psiquiatras intentaron hacérsela comprensible antropológica-mente y ponerla como atributo humano ineludible. Son, en su mayoría, investigadores los que —al esforzarse por mitigar la suerte de la huma-nidad, que, por consiguiente, minuciosamente examinada, tenía que apa-recer insoportable— atribuyeron al sufrimiento en sí, y, con ello también a la angustia, un sentido «enaltecedor». Miiller-Eckhardt escribe de la «en-fermedad de no poder estar enfermo». Más claro aún llega a ser v. Geb-sattel cuando dice que la angustia no es, en modo alguno, una enferme-dad; más bien es una disposición anímica fundamental del hombre; le presta incluso el papel positivo «para la tarea de la antropogénesis del individuo». Hemos de admitir el no poder ver en todos estos aspectos «positivos» de la angustia nada provechoso. Cuando llega el caso, no sigue siendo, sin embargo, otra cosa que una emoción que pone en movimiento «algo», pero sin dar a este algo dirección y meta. A modo de ejemplo po-demos imaginarnos que el temor ante el castigo puede impedir una mala acción, o la angustia del examen puede aguijonear a un mayor estudio. Sólo que puede decirse que ambas cosas se pueden hacer también sin angustia; aún más, que el valor moral es mucho mayor, aunque no haya

é H. Háfner, en el lugar citado, pág. 27.

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existido en general, cuando no va implicada en ello la angustia. Así, la concepción del ser del hombre de Mounier nos parece estar sobre un terreno bueno: «Del cristiano de hoy, que presume de ángel mientras huye y maldice del hombre, no se puede exigir ya más sino que llegue a ser hombre, que llegue a ser hombre plena y totalmente, de modo que se pueda decir de todo hombre sin excepción que ha podido llegar a ser hombre, hombre plena y totalmente»7. No otra cosa queremos decir nos-otros al hablar de la neurosis como enfermedad que impide al hombre llegar a ser hombre. Partiendo de aquí comprendemos nosotros el acon-tecer neurótico, ya lo designemos con Freud como descarga del yo, o con Boss como estrechamiento del ser-en-el-mundo, o posibilidades limitadas de ajuste de la existencia (Háfner), o como inhibición del llegar a ser (v. Gebsattel). Así, lo neurótico se origina sin límites precisos a partir de lo sano; por esto se hace también comprensible que la llamada al des-pliegue de sí mismo vaya dirigida a cada hombre, y no solamente al neu-rótico. Pero mientras el hombre sano puede crear a partir de sí mismo la fuerza para este despliegue de sí mismo, el neurótico necesita ayuda y dirección, por lo menos un apoyo. Si logra y cómo logra alcanzar la meta no depende, en primera línea, de la naturaleza y gravedad de la enferme-dad neurótica, sino de la robustez del yo, de la capacidad y voluntad para perseverar, de la inteligencia del enfermo. Ningún psicoterapeuta puede llevar adelante a un enfermo más que cuando éste quiere; ningún camino psicoanalítico va más allá de donde ha querido ir el analizando. Muy a menudo se le concede a la neurosis un «valor positivo»; pero en sí nunca puede ser «positiva» —como tampoco la angustia—, pues significa siem-pre un estrechamiento del ser del hombre. Puede ser «positiva» solamente allí donde saca al hombre de la monotonía e indiferencia de la vida dia-ria y lo obliga a actuar.

La angustia en la neurosis se manifiesta fundamentalmente en dos formas diametralmente contrapuestas entre sí. Unas veces falta como fe-nómeno externamente reconocible: da neurosis se muestra como una re-presión de la angustia. Otras veces prefiere revelarse fenomenológicamente como angustia, bien sea sobrepasando en su intensidad la medida normal, destacando gracias a su carácter cualitativo de absurdo, como ocurre en ciertas fobias. Resumimos las formas últimas bajo el concepto de neuro-sis de angustia.

^ En el lugar citado, pág. 180.

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A. Defensa contra la angustia. La actitud maniaca fallida

El ejemplo clásico de defensa contra la angustia es la manía. Manía (Sucht) viene de «buscar» (Suchen), y éste del antiguo alto alemán suht o siech, que significa tanto como peste o enfermedad. Los hospitales an-tiguos se llamaban (Siechenhauser) casas de enfermos incurables; estar enfermo crónico era un «ir cayendo» (Dahin-Siechen), pero la palabra siech se convirtió también en una palabra injuriosa suizo-alemana; signi-fica a la vez, según el contexto en el que se emplee, un «homenaje». Entre los niños, uno que es particularmente aplicado es un Siech, refiriéndose la aplicación, en general, primero a las cualidades corporales y después a las espirituales. En esta doble significación de la palabra radica, pro-bablemente, también la doble significación de la manía: estar enfermo y querer ser un Siech, es decir, buscar enfermizamente algo que lo saque a uno de la vida diaria normal. El maníaco está enfermo porque está eter-namente insatisfecho; y porque está insatisfecho está constantemente descontento y persiste en su buscar. En esto se muestra el parentesco de la manía con la ambición, por ejemplo, de poder, de dinero, de bienes, y con el furor, por ejemplo, de coleccionar, de trabajar, o con la locura (andromaníaco, loco de amor). «No creemos equivocarnos al suponer que todas estas manías, pasiones y locuras, la ambición y el furor están fun-damentados en generalidades amplias; que a todos estos maníacos, ambi-ciosos, furiosos, apasionados y locos les falta algo decisivo, y que buscan precisamente llenar esta falta con ayuda de la manía. Ya aquí se deja ver la gran contradicción de la manía (¡y de la enfermedad en general!), a saber, que debe obtenerse algo que falta por algo patológico, pertenecien-do lo fallido en sí ya a la enfermedad»8 . Con esta última frase ha acer-tado v. Siebenthal en lo más esencial de la manía neurótica, a saber, que lo fallido es ya la enfermedad. De aquí que la manía puede interpretarse como un intento de terapia, si bien de este modo el neurótico expulsa, a fin de cuentas, al diablo con Belcebú. Pero, al mismo tiempo, también en esto radica la tragedia del maníaco: que nunca alcanza su meta, nunca encuentra lo que busca propiamente. Pero ¿qué busca el maníaco pro-piamente?

Si reconocemos la gran escala de las manías, vemos al momento que sus «objetos» no nos dan luz sobre la meta propia del maníaco. Empe-zando desde las pequeñas manías cotidianas hasta las grandes enferme-dades maníacas, la manía se adhiere, además de a la desmesura cuantita-tiva, también a la particularidad cualitativa de la manifiesta «falta de

» V. Siebenthal, en el lugar citado, pág. 78.

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sentido». Tomemos como ejemplo el coleccionar «apasionado»: afirmar de los coleccionistas de sellos que son maníacos, o decir de los coleccio-nistas de monedas que están enfermos, encontraría poca comprensión. Llama más la atención ya un coleccionista de carteritas de cerillas o de soportes de vasos de cerveza; y aparece como patológico un coleccionista de trozos viejos de papel o de trapos hechos jirones. Teniendo en cuenta esto no se puede decir que la manía o el furor de coleccionar tenga pre-cisamente su causa en Ja falta originaria de los objetos coleccionados. Incluso en la ambición de dinero radica la causa, no en la carencia de dinero, pues la encontramos sobre todo, entre la gente bien situada, y no entre los pobres. Lo mismo puede decirse de la manía de récords, de la codicia de bienes, del hambre de poder; lo mismo de los deseos sexuales, que son colocados por muchos como el prototipo de toda manía (v. Sie-benthal habla de la «proto-forma» de la manía). ¡Ningún Don Juan o Ca-sanova encuentra en la casa de mujeres y en el goce sexual lo que le falta propiamente!

Matussek intenta establecer una distinción radical entre actitud fallida y manía. Sólo que tal discriminación significa, a fin de cuentas, que ponemos entre una actitud maníaca y la manía clínica una frontera más o menos artificial: un proceder que no nos parece ni justificado ni nece-sario. También la diferencia entre manía y hábito como la postula la organización de higiene mundial, nos parece superflua. Una empresa se-mejante parte del supuesto de que hay drogas que producen hábito, que «provocan» siempre una exigencia impulsiva hacia la droga y una depen-dencia de ella «y, por otra parte, fármacos» que nunca producen una exigencia fuerte, pero «que pueden ser experimentados tan agradables mente por algunos individuos que la toma del medicamento se convierte en hábito»9 . Ambas drogas, las que producen manía y las que producen hábito, no pueden ser retiradas sin graves trastornos. Esta distinción está también motivada por el presupuesto de que la droga es causa del efecto. Pero sobre todo puede hacerse notar que, incluso en un estupe-faciente específico, nunca podrá originarse una manía, si en el enfermo respectivo no «existe» ya una «disposición natural a la manía». Recien-temente destacaba Manfred Bleuler con toda agudeza que precisamente no hay ninguna droga específica que produzca manía, sino que prácti-camente cualquier medicamento calmante del dolor encierra en sí la po-sibilidad del abuso maníaco: «Continuamente podemos comprobar la fu-nesta noticia según la cual nuevas drogas producen el mismo efecto que la morfina, pero no pueden hacer maníacos. Continuamente ha sido di-

9 P. Matussek, «Siichtige Fehlhaltungen». Hdb. Neuroseníehre und Psychothera-pie, tomo II, pág. 189.

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fundida esta afirmación con la propaganda para la droga que quiere ser introducida en lugar de la morfina. Continuamente ha encontrado perso-nas que la han creído. Continuamente ha sido rebatida con furia tan pronto como pasó el tiempo suficiente para permitir que se desplegase la manía. No hay ninguna droga que combata el dolor mejor que la mor-fina y que no cree hábito»10. Esto vale tanto para los calmantes como para las drogas para dormir y tranquilizarse y también para las aminas estimulantes.

La importancia de la angustia en la génesis de las actitudes maníacas fallidas la vemos en el siguiente caso patológico, en el que, junto a tras-tornos de potencia sexuales, existía una situación de una cliradonmanía acentuada. El empleado, de veinticuatro años, sufrió a los diez años un trauma craneano grave. En una excursión dominical, su padre chocó la motocicleta con otro motorista; conductor y paquete del vehículo que venía en dirección contraria murieron en el acto y el padre de nuestro paciente murió a las tres horas del accidente. Roland sufrió una grave fractura de cráneo, fracturas de brazo y piernas y «shock nervioso». En dependencia de esto sobrevino un enflaquecimiento, que después fue reemplazado por una adiposis. Finalmente se añadieron cólicos agudos de gravedad; se inyectó a Roland con morfina, visitó un gran número de médicos y combatió los dolores y la falta de sueño con cliradón, llegando a tomar por el espacio de cuatro semanas 80 tabletas por término medio.

En sí, uno se inclina a querer comprender el habituamiento al clira-dón del paciente a partir de los dolores corporales. El diagnóstico médico probable de piedras biliares o ulcus de estómago no pudieron com-probarse. Se mostró también que los cólicos y trastornos del sueño des-aparecieron rápidamente en el tratamiento psicoterapéutico. Pero en su lugar aparecieron ahora en primer plano los estados de angustia durante tanto tiempo reprimidos, y solamente al penetrar profundamente en .la historia de la vida y del sufrimiento de Roland, en la confrontación del paciente consigo mismo, pudo hacerse superflua también la toma de cli-radón.

Roland estaba en una relación muy ambivalente respecto a su padre. Mientras que con su madre no tenía ningún contacto digno de mención, «estaba apegado» al padre, a pesar de que no recibía más que golpes de é s t e . Siendo niño se encerró en una actitud de obstinación. Se hizo fresco y cínico; reía provocador y despreciativo cuando era castigado por su padre o sus maestros, más tarde por sus prefectos, y provocaba a los mismos (¿a causa de una necesidad «inconsciente» de castigo?) precisa-mente a que le castigasen corporalmente. En el instituto de enseñanza

10 M. Bleuler, «Iatrogene Geistesstorungen». Praxis, 1961, 12, pág. 251.

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media consiguió que le expulsasen después de haberse marchado de pa-seo sin permiso, volviendo finalmente borracho. Esto significaba, además, el final de su «planeada» carrera «académica»; se hizo empleado de co-mercio.

Seis meses antes del accidente de moto provocó en su casa un peli-groso incendio en la cocina, callando durante muchos años su autor. El accidente lo concebía como castigo por esta culpa, toda vez que creía también haber confesado inválidamente por este ocultamiento y haber recibido, también inválidamente, la extremaunción. Al darle de alta en el hospital, es decir, diez semanas después, se le comunicó la muerte de su padre. No pudo llorar, de niño nunca pudo llorar. Ocho años después, el paciente sufrió de nuevo un trauma craneano con conmoción cerebral. A los veinte años llevó a cabo un intento de suicidio, planeándolo de un modo tan refinado que debía aparecer como un accidente. Por entonces tenía graves preocupaciones amorosas; el intento de suicidio fracasó.

A los veintidós años se casó con una guapa vendedora; el matrimonio fue un fracaso en todos los aspectos. A la falta de armonía espiritual se asoció una impotencia sexual casi completa. Sólo tres veces durante el primer año logró el paciente un coito normal —posteriormente, la eyaculación sólo podría provocarse por masturbación. Roland había sido seducido a los diecisiete años por una mujer casada, habiendo reaccio-nado a su primera experiencia sexual con trastornos del sueño y sen-timientos de culpabilidad. Desde su época escolar se masturbaba regu-larmente. Dos intentos con prostitutas fracasaron de tal modo que en él ni siquiera se produjo la erección. Se sintió humillado, y reaccionó con sentimientos de culpabilidad que degeneraron en fobias formales. Cavi-laba continuamente sobre su porvenir; por la calle realizaba el ceremo-nial impulsivo de ir siempre por la orilla de la acera. En las callejuelas estrechas le acometía la angustia de lugares abiertos, en la clase de nata-ción sentía angustia de sumergirse. Pero lo que más le martirizaba —en contraposición paradójica a su impotencia— era el «instinto sexual». La vista de mujeres ligeramente vestidas por la calle provocaba al punto la efusión de semen a menudo varias veces al día. ¡Sólo por el cliradón se sintió distendido y tranquilizado!

Otro paciente buscaba la distensión y apaciguamiento, no por medio de medicamentos, sino en la embriaguez alcohólica crónica. El empleado público de treinta y cuatro años con funciones autónomas nos fue en-viado para examen psiquiátrico y tratamiento psicoterapéutico después de haber cometido una falta grave de abuso de confianza en la oficina.

Antón creció en un ambiente campesino sencillo y extremadamente ordenado y se desarrolló de una forma normal. En la familia existe una inclinación al alcohol por parte materna; también el padre de Antón de-

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bió emborracharse gravemente de cuando en cuando. Pero, sobre todo, Antón sufrió ya siempre bajo los modos bruscos e imperiosos de su padre.

La elección de profesión no se hizo de acuerdo con sus deseos, sino que se realizó bajo la presión familiar. Trabajaba en la hacienda paterna y ayudaba a su madre en el negocio, del que tuvo que hacerse cargo él mismo después de la muerte de aquélla. Emocionalmente parece haber perdido pie por la muerte de su madre.

Toda la vida de Antón estaba penetrada por la angustia. En la niñez temía a su padre, habiendo de decir que tanto la angustia como el infan-tilismo continuaron existiendo hasta edad adulta avanzada. Aun durante la terapia sufría bajo el temor de hacer algo mal en el negocio, a no poder bastar a su mujer como hombre o a venir a parar otra vez a dis-cusiones con su padre. El paciente se refugió en el alcohol. Particular-mente a la muerte de su madre, que nunca pudo superar totalmente, se entregó sin voluntad a su manía de beber. No se hizo un alcohólico como el que sale todas las noches y va de bar en bar buscando sociedad. Más bien era el tipo del bebedor callado, sin sociedad. Todas las noches per-manecía en su casa bebiendo allí en secreto. Durante varios años tomó a diario algunas botellas de cerveza, además de uno a tres litros de vino y dos copas de aguardiente. Aunque el paciente iba regularmente a sesio-nes de psicoterapia, no se podía conseguir mucho respecto al alcoholis-mo tratándose de una personalidad de yo tan débil. Su estado psíquico y corporal era cada vez más crítico. Despertaba una impresión de aban-dono total, a veces llegaba borracho a las sesiones de psicoterapia; tem-blaba de tal modo que no podía ya escribir, y mostraba ya transforma-ciones alcohólicas graves en el cuerpo: un aumento intenso del hígado, tremor recio, y, además, suma labilidad afectiva. Antón tenía continua-mente las lágrimas a punto de brotar, su t remor se manifestaba también en la mímica y en el habla. Aunque durante el período de la psicoterapia mejoraron esencialmente las relaciones con su padre y con su mujer , no logró el paciente acabar con sus hábitos de beber. Finalmente, no nos quedó más remedio que enviar a Antón a una clínica para que se some-tiese a la llamada cura de apomorfina. Él mismo estuvo de acuerdo; la cura de desnaturalización se realizó, y dio como resultado un éxito com-pleto. Al abandonar la clínica se asoció a un movimiento antialcohólico y pudo mantenerse alejado, ba jo ciertas medidas, durante los meses y años siguientes.

La cura de apomorfina consiste en que los alcohólicos reciben alco-hol en intervalos regulares de tres a cuatro horas y, al mismo tiempo, una droga llamada de desnaturalización, a saber, la apomorfina, que pro-voca un estímulo intenso de vomitar. El sentido de la cura está en que debe llevarse al paciente a percibir un estímulo intenso a vomitar ya a

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la mera vista de una bebida alcohólica, y posteriormente al olerlo o sa-borearlo. De este modo debe producirse un «reflejo condicionado» que finalmente llegue a ser para el alcohólico tan desagradable que prefiera renunciar a cualquier efusión alcohólica. V. Siebenthal hace notar, con razón, que al lado de la acción de la apocura, condicionada más bien fi-siológicamente, hay que añadir, sobre todo una significación psicológica —a saber en el sentido de un castigo. «Es cierto que la apocura es un medio terapéutico de primera categoría, pero no se puede discutir que la cura de desnaturalización tiene carácter disciplinario.» Ahora bien, su valor terapéutico está precisamente en que el sentimiento de culpabilidad existente en todo alcohólico «se puede destruir y hacerlo no perjudicial de la mejor manera mediante un castigo con carácter expiatorio». «En el alcohólico que raras veces está inclinado a hablar de un sentimiento de culpabilidad es deseado precisamente un castigo de este tipo... todo el odio contra sí mismo y el asco de sí mismo y de la situación en la que ha venido a parar puede ser «vomitado» muy realmente sin psicologis-mos complicados, y el paciente se siente, además, justificado al descargar su cólera en el personal y en los médicos. Además, el alcohólico —y esto es muy importante para el sentimiento valorativo mágico— es castigado precisamente con el medio con el que él ha faltado, y le facilita después con frecuencia el que vaya dejando poco a poco su manía de beber. De un modo casi simbólico puede ahora salir a la luz todo lo que ha per-dido y todo lo que ha incubado dentro de sí y ha corrido por debajo con intención insana y secreta. El desorden y suciedad internos encuen-tran salida al exterior del cuarto de apocura. De cualquier modo, el paciente puede finalmente desahogarse y beber también en su manía, beber y sólo beber. Y todo esto es, a la vez, castigo y posible expiación.» Ahora bien, no nos está permitido contemplar la acción disciplinaria de una cura de desnaturalización de apomorfina solamente como una acción terapéutica negativa, pues el cumplimiento de la necesidad de castigo puede ser ya un paso «en el camino hacia la auto-realización, en tanto que el castigo tiene carácter de sufrimiento y su aceptación presupone la disposición para el sufrimiento. En este estado de cosas vuelve a ser manifiesta la idea antiquísima de que el sufrimiento libremente soportado supone una conditio sine qua non de la auto-realización»

Este caso muestra claramente cómo precisamente en el intercambio de culpa y angustia se origina aquel círculo vicioso funesto que conduce al estado maníaco. Se ha destacado siempre en la manía la tendencia a la destrucción, y se ha atribuido a ésta una significación central en la génesis de la manía. V. Siebenthal la designa como «la raíz de todas las

u W. v. Siebenthal, en el lugar citado, págs. 62-63.

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manías»; la tendencia a la destrucción en la manía es un «ir cayendo en la estructura de la muerte de la existencia», y compara al maníaco con el masoquista, que se causa a sí mismo dolores, o con el psicótico en su impulso a no ser. V. E. v. Gebsattel habla igualmente de una «manía de auto-destrucción» del maníaco que lo arroja a los abismos, a cuyo borde él «primeramente camina en una danza loca». Pero tanto esta concepción como aquella otra de que la manía es, a consecuencia de su desmesura, una protesta contra el término medio, tocan sólo marginalmente su na-turaleza antropológica. Mientras el masoquista «goza» en la provocación del dolor y en la auto-destrucción, en el maníaco la realización de deseos no está ni en la degradación ni en la ruina, sino, como ya observamos antes, en la huida de este abismo, en el que ellos, «en ayunas», tan cla-ramente ven. Es cierto que a la manía le es propio algo destructor, como a toda huida de la realidad y a todo auto-engaño le es inmanente un factor auto-destructor. Sólo que el maníaco toma esto como una conse-cuencia. Se encuentra al borde del abismo; en lugar de confrontar y dis-cutir consigo mismo esta realidad y esforzarse en aceptarla y en supe-rarla, cierra los ojos, lo olvida y ¡cae! Así, la protesta contra el término medio, en lo que v. Siebenthal ve supuestamente la mesotes aristotélica, representa solamente la manifestación externa de la manía. Es cierto que los maníacos chocan «contra la columna básica de toda conducta mo-ral» 12; pero ¿quiere decir esto que nosotros hayamos comprendido ya al «hombre maníaco como persona moral»? En modo alguno. La protesta contra el término medio determinante no es algo específico de la manía; caracteriza a todo neurótico. Éste se encuentra siempre en conflicto con ta mesotes, pero no por una sublevación libre, sino porque, en la medida en que sigue siendo dependiente del término medio normativo, está vincu-lado a él como un esclavo; cuanto más alto resuena su protestar, cuanto más desmesuradamente se comporta, tanto más «mesurado» es en el fondo de su ser. El maníaco busca —por muy paradójico que pueda pa-recer— la norma, aunque en su camino nunca pueda alcanzarla.

Nos acercamos mucho más a la comprensión antropológica de la ma-nía incorporando el problema de la culpa y de la angustia. Aquí estamos de acuerdo con Siebenthal cuando escribe acerca de un sentimiento de culpabilidad del maníaco, que descansa en la negación de una auto-reali-zación bajo determinadas circunstancias llenas de sufrimiento. Aquí le es propio a la culpabilidad un carácter existencial que dibuja aquel hombre que no valora exhaustivamente sus posibilidades de existencia, o, en sen-tido bíblico, que no acrecienta sus talentos, sino que los disminuye. Una culpabilidad tal produce angustia, por lo menos cuando es reprimida. La

12 En el lugar citado, pág. 81.

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• l Í £ Angustia y culpa

culpabilidad es mucho más fácil de reprimir que la angustia. Su represión requiere medios adicionales: medicamentos, alcohol, sexo.

B. Neurosis de angustia. La actitud fóbica fallida : . í • : .

Freud contaba las neurosis de angustia entre las llamadas neurosis actuales, diferenciándolas del grupo de las psiconeurosis propias o de lasJ neurosis de transferencia. A las neurosis de angustia, entre las que incluía también la neurastenia, no podía llegarse con el método psicoa-nalítico; Freud no les concedía significación psicológica alguna; su génesis sintomática no sería psicógena, sino somatógena; se trataba de averías tóxicas en el sistema nervioso, «averías que pasaban inmediatamente al órgano de ejecüCión respectivo, es decir, al corazón, al estómago, al in-testino, etc., e incluso, bajo determinadas circunstancias, también a la psique; por lo tanto, en principio, se originaban exactamente igual a como se produce, por ejemplo, una parálisis intestinal como consecuencia in-mediata de una intoxicación de atropina, o como se produce un aminora-miento del pulso y extrasístoles después de una acción digital crónica»13. Una neurosis actual se origina, según Freud, cuando en el acto sexual el transporte de la libido es insuficiente, anormal (neurastenia), o está in-hibido totalmente (neurosis de angustia). Un transporte de la libido in-sat'isfactorio, por tener lugar esencialmente en la fantasía, lo veía Freud en el onanismo. Esta concepción debería hoy estar liquidada, no sola-mente porque está rebatida por el hecho de que solamente un escaso tanto por cierto de los onanistas enferma de neurastenia, y nosotros, además', conocemos neurasténicos que se abstienen de cualquier actividad sexual y también autoerótica, sino también porque ha sido construida sobre presupuestos teóricos falsos. Esto lo vemos claramente en la neu-rosis de angustia M. Aun en el caso de que hubiéramos de reconocer como hecho la superación —en absoluto indemostrada— de una segregación masiva de hormonas en la sangre o una acumulación de adrenalina a conáecüenbia del transporte inhibido, habría siempre que explicar el salto —y ciertamente no sólo a través de la barrera homoencefálica al cerebro— de lo somático á lo psíquico, de cualquier tipo que fuese. El camino desde el estancamiento hormonal de la libido hasta la neurosis de angustia sigue estando cargado para el pensar científico-natural actual de tantos imponderables e hipótesis indemostrables que por él no llegamos a nin-guna meta. Freud distingue, pues, la neurosis de angustia también sinto-

' '.i R. Brun, AUgemeine Neurosenlehre, Basel, 1942, pág. 77. «•» S. Freud, en el trabajo «Zur Kritik der Angstneurose». Ges. W., I, págs. 355

y sigs., intentó refutar las reflexiones críticas de L. Lowenfeld, hechas ya en 1895.

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•Angustia y culpa en la psicoterapia 103

máticamente de las fobias y de los remordimientos de conciencia. Como angustia de los neuróticos de angustia vale solamente la angustia libre-mente flotante y sin contenido y objeto, constituyendo el síntoma car-dinal el ataque agudo de angustia, la llamada crisis caconal (v. Monakow). Nosotros mismos pudimos observar estas «crisis caconales» en un pa-ciente de treinta y tres años que padecía ataques de sensación de ardor en el abdomen, mareo seguido de debilidad general y hambre canina sin inconsciencia, sin perturbaciones del sensorio y sin contracciones epilep-tiformes de los miembros. Estos ataques iban unidos a una sensación intensa de angustia y se repetían periódicamente, a veces dos a tres veces por semana. Su duración era de ¡media a diez horas! En este paciente no se pudieron comprobar «resultados positivos» de la existencia de una neurosis durante una consulta policlínica. Ni de la historia clínica ni del examen se puede deducir con seguridad la existencia de tal neurosis. Es verdad que se trataba de un hombre extraordinariamente sensible, que prefería eludir las dificultades eventuales antes que superarlas. También en el t rabajo se había pedido demasiado a sí mismo. Por entonces —hace casi veinte años— escribimos, casi en la misma línea de la concepción científico-natural de Freud: «Los trastornos de la libido y los sentimien-tos de angustia aparecen a veces secundariamente como consecuencia de una enfermedad orgánica, especialmente del sistema nervioso vegeta-tivo, o también en estados alérgicos.» Freud encontró, además, en la sin-tomatología de estas crisis agudas de angustia una concordancia amplia con las características de la actividad sexual: «En el ataque de angustia correspondiente de nuestra neurosis, uno tiene ante sí aislados y acen-tuados la disnea, la palpitación del corazón y del coito.» Se trata, por tanto, en los síntomas de las neurosis de angustia, en cierto modo, de «sucedáneos de la acción específica omitida en la excitación sexual»13. En qué medida Freud se sentía obligado al convencimiento de la génesis, «en último término» orgánica, de todos los síntomas psíquicos se deduce de que él todavía en sus obras postumas expresa la esperanza de que el futuro pueda traernos el progreso de «poder influir directamente con ma-terias químicas especiales en las cantidades de energía y sus distribuciones dentro del aparato anímico. Tal vez se originen todavía otras posibilida-des impresumibles para la terapia; de momento no podemos ofrecer nada mejor que la técnica psicoanalítica, y en esto radica el que no debamos despreciarla a pesar de sus limitaciones»16. Ya Stekel, en su monografía sobre estados de angustia nerviosos, rechazaba la concepción freudiana

15 s . Freud, «Über die Berechtigung, von der Nurasthenie einen bestimmten Symptomenkompiex ais 'Angstneurose' abzutrennen». Ces W., I, pág. 338.

« S. Freud, «Abriss der Psychoanalyse». Schrifíert aus dem Nachlass. Ges. W., XVII, pág. 108.

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•104 Angustia y culpa

de la fisiogénesis de las neurosis de angustia. Escribió: «No creo en la lesión física del sistema nervioso provocada por una excitación frustrada. En toda neurosis de angustia he encontrado causas anímicas»

A pesar de las diferentes concepciones de cada uno de los discípulos de Freud, se tomó en consideración una orientación fundamental, nueva, como hemos visto, en las teorías antropológicas. V. E. v. Gebsattel subor-dina las neurosis de angustia, incluyendo la histeria de angustia y las fobias, a una acción fóbica fallida. Ésta, «en su conformación última», es «nihilismo involuntariamente vivido» 1S. Primeramente parece una em-presa problemática echar mano de la angustia como síntoma central, como prueba de un nuevo cuadro patológico. Pues, finalmente, la angustia juega en todas las «grandes» neurosis un papel que no hay que menospre-ciar. Desde este punto de vista, también las «neurosis obsesivas», incluso las manías descritas por nosotros, serían, a fin de cuentas, «neurosis de angustia». No de otro modo se presenta la situación respecto a las en-fermedades depresivas y a la histeria, pero también en la psicosis. J. H. Schultz, al distinguir entre neurosis de angustia y angustia de compañía en otras formas de neurosis, se apoya todavía en Freud al escribir: «Así, encontramos en una comunicación anímica totalmente diferente la an-gustia del histérico a ser descubierto, la tendencia patológica de seguri-dad originada de una angustia de la realidad en los anancásticos, la an-gustia, que fluye de la importancia vital, de los depresivos, y la angustia procedente de una petrificación interna en el comportamiento esquizoi-de» 19. Frente a este, v. Gebsattel acentúa que el esclarecimiento psicopa-tológico del aspecto estructural y genético de las fobias, que él designa como «neurosis complejas de situación», se ha quedado demasiado corto a consecuencia de un corto circuito etiológico y que la actitud «fóbica» fallida abarca conceptualmente las «neurosis de angustia».

Cuando nosotros hablamos, a continuación, de neurosis de angustia o de actitud fóbica fallida, nos referimos con ello a aquellos hombres cuyo desarrollo neurótico fallido está caracterizado por el «síntoma» sobresa-liente de la angustia. Consideramos menos favorable la expresión «en-fermedades de temor»2 0 (Bitter), porque, por una parte, el «temor» (aun-que también sin razón) lleva adherido el odio de lo que va unido a un determinado objeto, en contraposición a la angustia libremente flotante, y porque, por otra parte, estamos acostumbrados a ver en el enlace del

" W. Stekel, Nervose Angstzustande und ihre Behandlung. Wien, 1921, pág. 35. 18 V. E. v. Gebsattel, «Die phobische Fehlhaltung». Hdb. Neurosenlehre und Psy-

chotherapie, II, pág. 115. i ' Según v. Gebsattel, en el lugar citado, pág. 110. » w. Bitter, Angst und Schuld in theologischer und psychotherapeutischer Sicht,

Stuttgart, 1959, págs. 68 y sigs.

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síntoma principal con la neurosis la caracterización del estado de cosas fenoménico. «Enfermedad de temor» sigue siendo también la manía; aparte esto, nosotros no la designamos como neurosis de angustia.

Para la terapia de las neurosis de angustia no carece de importancia su interpretación teórica presupuesta. Si el hombre es, de hecho, «un su-jeto» frente al que el mundo está «como objeto» y sus síntomas son sola-mente símbolos o imágenes, en tal caso, un método de doma o de per-suasión puede conducir muy bien a objetivos satisfactorios. V. Gebsattel, por ejemplo, pondera con respecto a la angustia de expectación el influjo del terapeuta: «Estímulos, entrenamiento autógeno, activación de los complejos neuro-vegetativos de alteración.» Nosotros mismos, con todo este proceder, hemos observado hasta ahora únicamente resultados pasa-jeros si no se comprende, al mismo tiempo, al hombre enfermo en su totalidad y se le da la posibilidad de una maduración psicoterapéutica.

Rosmarie, mujer de cuarenta y cinco años, propietaria de unos locales públicos de diversión, padece desde hace dos años de estados graves de angustia; tiene dolores en el pecho, opresiones en la zona del corazón, y cree que va a morir de repente. Su camino de dolor la llevó de médico en médico y, finalmente, por poco tiempo, a un sanatorio nervioso, sin que se hubiera mostrado mejoría en su estado. Ya no se atreve a viajar en tranvía o en coche, por lo que tiene que hacer a pie todos sus asuntos, a veces recorriendo grandes distancias. Las habitaciones cerradas le pro-vocan pánico, y, en su angustia de la muerte, no puede cruzar sola la calle. Su marido la ha de acompañar cada día y cada hora. Aún más, no se atreve a quedarse sola en casa.

La angustia de la muerte de esta paciente parece primero ser com-prensible cuando experimentamos que la grave enfermedad se originó a raíz de una vivencia de pánico. Su hijo fue víctima de un accidente de tráfico y estuvo durante seis días entre la vida y la muerte. Sin duda, una vivencia tal es apropiada para producir en una madre una grave depre-sión reactiva acompañada de estados de angustia. Sin embargo, experi-mentamos que este hijo, nacido del primer matrimonio, es producto de una comunidad matrimonial que fue todo menos armónica. El primer marido de la paciente, un cuchillero manifiestamente brutal y primitivo, le pegaba y engañaba constantemente con otras mujeres, hasta tal punto que, después de cuatro años de matrimonio, se divorció. La paciente que-dó en manos del hijo en un martirio placentero, y después de la sepa-ración, transfirió sus bienes del padre al hijo, al que cuidó con un cariño ciego y angustioso hasta el presente. Ningún sacrificio, ningún esfuerzo le parecían suficientes si se trataba de su hijo. Sólo en el transcurso de la psicoterapia expresa también el odio que latía profundamente en su alma contra este hijo, cuyas exigencias hicieron de su vida un infierno.

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•106 Angustia y culpa

El consentido joven malgastaba todo el dinero de la madre afanosamente ganado, contraía constantes deudas que ella tenía que pagarle, traía a su casa muchachas de la vida y enfermedades venéreas. El hijo fue evolu-cionando a grandes pasos hacia un retrato fiel del padre y tiranizaba de igual modo a la madre. Ella soñaba también muy a menudo que al joven le ocurría una desgracia, que se caía de la ventana de una casa de varios pisos o que venía a parar debajo de un coche. Cuando sus «sueños optati-vos» parecían encontrar, finalmente, un cumplimiento real en el accidente efectivo del hijo, aparecieron por primera vez los sentimientos de culpa-bilidad. Entre tanto se puso de manifiesto, al seguir estudiando el destino vital de la paciente, que los sentimientos de culpabilidad representaban solamente una de las muchas raíces de su angustia. Se casó por segunda vez con un hombre inválido, afeminado y de mal parecido, que padecía de ejaculatio praecox y con el que no podía encontrar satisfacción se-xual Z1. Por consiguiente, también ella no tardó en serle infiel, y encontró en otros hombres la satisfacción sexual que se le negaba en el matrimonio. Esto, a su vez, condujo en la mujer , que de todos modos se inclina a la beatería religiosa, a sentimientos renovados de culpabilidad y necesidad

' de castigo. Los médicos de la clínica de nervios, que albergó a la paciente durante dos semanas, designaron a la enferma como un «carácter inesta-ble», más bien extravertido, con una neurosis de angustia que había que explicar, por excepción, al modo de Freud; neurosis que se exacerbó al «no salirle las cuentas a la paciente en lo sexual». Que este juicio erró la meta en lo esencial parece evidente, toda vez que se sabe que la neurosis de angustia preexistía y se acentuó aún más, precisamente a consecuen-cia de los sentimientos de culpabilidad, que fueron atizados por las rela-ciones extramatrimoniales. Penetramos más cerca de la estructura básica de la personalidad total de nuestra paciente sabiendo que ya antes de su primer matrimonio, embarazada de un golfo criminal, dio a luz una h i ja ilegítima. Este embarazo extramatrimonial y el parto llegó a convertirse en problema nodular de la paciente durante la psicoterapia. Nos da una impresión casi fatídica el comprobar que el embarazo prematrimonial en cierto modo poseía una significación suprapersonal, radicaba en la fami-

21 Franz Baumeyer escribía en «Zur Symptomatologie und Genese der Agorapho bie» (Zschr. / . Psychosomat, Medizin, año 6, cuaderno 4, págs. 231 y sigs.), que estas mujeres se casan «a menudo con hombres débiles, faltos de iniciativa e ineptos eco-nómicamente o sexualmente inactivos, frente a los cuales pueden imponer su papel director». Un examen catamnéstico de 100 casos de hombres y mujeres agoráfobos dio como resultado que «casi todas las mujeres examinadas por nosotros» tenían trastornos del orgasmo o estaban casadas con hombres con los que quedaban insa-tisfechas. «Las agoráfobas tenían la calle como lugar de la revancha agresiva o como lugar de la tentación sexual.»

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•Angust ia y culpa en la psicoterapia 107 lia; tan to su madre como también su abuela y su bisabuela dieron a luz u n niño antes del matr imonio.

La madre es una m u j e r inclinada a reacciones histéricas agudas que educó a la paciente con el mismo odio-amor que ésta a su propio h i jo . Rosmar ie nunca ha perdonado a su madre, a pesar de una «identifica-ción» radical con ella, el h i jo extramatr imonial .

A par t i r de esta repulsa de su propia culpa, a saber, en la negación del poder —ser— culpable, hemos de entender la neurosis de angustia de nues t ra paciente. La culpa ético-moral de un embarazo antes del ma-t r imonio no puede ser el pun to de par t ida de un estrechamiento existen-cial tan grave, sino más bien el intento de echar de sí todo lo instintivo (a lo que pertenece, al lado de la sexualidad, también la agresión), borrar -lo, en cierto modo, de la propia humanidad 2 2 . Así, pues, la paciente no puede salir ya del círculo fa ta l de conciencia moral de culpabilidad y de necesidad de castigo. Lo que queda es la angustia, que es acentuada s iempre que el círculo es roto algo violentamente (accidente de coche del h i j o en correspondencia al deseo agresivo de la madre , relaciones extra-matr imoniales , embarazo prematr imonial ) . Sólo en el curso de la psico-te rap ia pudo Rosmarie integrar en sí misma su corporal idad y sus nece-s idades instintivas, de tal modo que se ampliaron sus posibil idades existenciales y su existencia obtuvo un sentido esencialmente nuevo. Pero además se anuló también su estrechez, pudo salir fue ra de su cárcel y moverse l ibremente.

2 , E l e n c u e n t r o p s i c o t e r a p é u t i c o c o n l a c u l p a y l o s s e n t i m i e n t o s

d e c u l p a b i l i d a d

Los sentimientos de culpabilidad nos salen al paso a diario en la prác-tica psicoterapéutica, y no hay ninguna enfermedad ni curso de la terapia en el que la confrontación con el enfermo, que se figura a sí mismo en ,1a cu lpa más profunda , no pertenezca a la vivencia h u m a n a más impresio-

22 Baumeyer escribe que el agoráfobo aparece como una persona «que vive en gran constreñimiento, pero que tiene a disposición demasiada motricidad en nece-sidades de libertad muy vivas, en impulsos muy activos orales, agresivos y sexuales, y, por ello, sienten la calle como una tentación particularmente intensa» (en el lugar citado, pág. 240). También Michael Balint ha aportado contribuciones interesantes al problema de la agorafobia y de la claustrofobia, de las que nosotros no podemos ocuparnos aquí más detenidamente (M. Balint, Angstlust und Regression. Beitrag zur psychologischen Typenlehre, Stuttgart, 1960).

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•108 Angustia y culpa

nante23. Corresponde, sin embargo, a la individualidad del hombre neuró-tico (y del sano) experimentar los sentimientos de culpabilidad de diversa forma y con distinta intensidad y, conforme a esto, ofrecerlos al psicote-rapeuta en variantes diferentes. Por ejemplo, en la depresión endógena pueden dominar totalmente la enfermedad. El depresivo se colma de los más graves reproches contra sí mismo; su estado anímico se caracteriza por quejas e improperios contra sí mismo que para el «hombre medio» (especialmente a los familiares) aparecen incomprensibles en su forma de manifestarse y en sus dimensiones. Los psicóticos melancólicos se sienten responsables de las desgracias de su familia, de la muerte de los suyos, incluso del desencadenamiento de guerras mundiales. Recientemente Meer-wein hacía referencia de forma breve a que el motivo aparente para tales sentimientos de culpabilidad lo ofrecen a menudo las bagatelas más pe-queñas, que en los casos extremos son vividas como «pecados contra el Espíritu Santo», y por los que se espera como castigo la pobreza, la en-fermedad y la reprobación eterna. Sigue resaltando, «a primera vista, la desproporción descomunal entre la importancia social del hecho supues-tamente realizado, la razón del sentimiento de culpabilidad y el tamaño del castigo que se espera»24, impulsando el sufrimiento subjetivo del hom-bre que va unido a ello a la soledad más profunda y a la desesperación más dolorosa. En la puesta en relación, incomprensible para el que está fuera, del sentimiento de culpabilidad con una culpa supuesta, en la dis-crepancia entre la culpa jurídica o moral-teológica comprensible y el sen-timiento de culpabilidad totalmente independiente de esa culpa, se des-cubre el hecho de que esto pertenece al «fondo vital propio» del hombre y que, a fin de cuentas, siempre responde a una «culpabilidad existencial».

De un modo menos manifiesto que en los depresivos nos salen al paso los sentimientos de culpabilidad en los neuróticos de angustia, y queda-mos siempre asombrados de la forma tan refinada en que se dejan «sus-tituir» recíprocamente, lo que pudiera llevar erróneamente a la opinión equivocada de hacer determinantemente responsables de una enfermedad a los sentimientos de culpabilidad de primer plano, sin haber alcanzado el lugar propio de la culpabilidad del paciente25.

23 G, Condrau, «Die psychotherapeutische Begegnung mit Schuld und Schuldge-fühlen». Praxis, 1960, núm. 21, págs. 534 y sigs.

24 F. Meerwein, «Überlegungen zum Schuldproblem bei Depressiven». Protokolle und Bericht d. Schweiz. Ges. f . Psychiatrie, Zürich, 1959, pág. 35.

25 En la psicoterapia no se trata sencillamente de «dar de lado» a la culpa. Konrad Wolff destaca, en su libro Psychologie und Sittlichkeit (Stuttgart, 1958). que las realidades antropológicas de primerísimo rango, como la culpa y el arrepenti-miento, han de tomarse seriamente, en todo caso sin moralizar. Los juicios morales no deben ser valorados en absoluto en su cualidad moral por el analista, sino ser analizados en el sentido de las actitudes que los fundamentan. «Pues lo mejor que

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•Angustia y culpa en la psicoterapia 109

No es posible tratar aquí de modo exhaustivo la riqueza formal de los sentimientos de culpabilidad en el acontecer psiquiátrico. Hemos encon-trado sentimientos de culpabilidad en los maníacos (alcohólicos) y sabemos que aquéllos imprimen su cuño también en las neurosis obsesivas y en las psicosis depresivas. Vamos a mencionar aquí a dos enfermos en los que los sentimientos de culpabilidad se manifestaban de un modo que encon-tramos con frecuencia en la consulta psicoterapéutica. Se trata en ambos casos de jóvenes que fueron educados en un ambiente religioso muy rigu-roso y que vinieron a parar en conflictos con carácter de culpabilidad a causa del problema del onanismo, tan conocido para el cura de almas, ma-nifestándose, sin embargo, su neurosis de modo diferente.

En el primer paciente se trata de un ajustador de veintidós años que padece de sentimientos de inferioridad, estados de angustia, trastornos de estómago crónicos e inseguridad vital en general. No puede encontrarse ya con sus amigos y conocidos, desearía con gusto llevar gafas oscuras para así poder observar a los otros sin tener necesidad de que le miren a los ojos. Es asustadizo y sueña por la noche siempre con catástrofes. De la historia vital y clínica de este paciente y del tratamiento psicoterapéu-tico no vamos a ocuparnos aquí en particular. Unicamente vamos a indi-car en qué forma nos salen al paso los sentimientos de culpabilidad, con cuya descripción escrita, precisamente saboreada de modo placentero, el paciente irrumpió impetuosamente en el tratamiento psicoterapéutico.

«A los cinco años —así escribe— comenzaron los primeros pecados de mi vida. Éstos fueron primero de carácter sexual. Una hermana seis años mayor que yo me hizo testigo del onanismo mutuo que ante mis ojos prac-ticaba con una amiga de la niñez. Manipulaban conmigo mientras yo las dejaba hacer sin comprender bien. Ya entonces tuve conciencia de que aquello tenía que ser algc malo. La amenaza de mi hermana de matarme a golpes si soplaba algo rindió sus efectos.» A la edad de diez años em-pezó Arthur una actividad homosexual y masturbatoria que en su escrito designó como «los más graves pecados mortales». «Por entonces no tenía conciencia de la gravedad de los delitos de mi hermana —sigue diciendo— para callar sus consecuencias... Bajo ninguna circunstancia hubiera con-tado a mis padres algo sobre mis extravíos, pues la consecuencia hubiera sido un castigo inmisericorde. Llegó la fecha de mi primera confesión. El cura del lugar, un hombre muy severo, pero justo, nos preparó para aquel sacramento. Al tratar la castidad, me di cuenta repentinamente con temor de que en mi alma de niño había ya pecados mortales.. . Temí un castigo

se puede hacer con el juicio moral es dejarlo o corregirse a sí mismo cuando uno 110 lo puede compartir» (pág. 149). La psicoterapia actúa con otros medios en la misma dirección que el drama trágico, la filosofía, la cura de almas y la teología;

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•110 Angustia y culpa

por parte de este hombre, creí también que se lo comunicaría a mi padre, y así oculté en mi primera confesión, y también en las siguientes, mis ex-travíos, que se repetían sin cesar. Con aquella confesión inválida creció mi conciencia de culpabilidad, y creció aún más cuando empecé a quitar a mi padre pequeñas cantidades de dinero de la caja de la tienda para com-prarme golosinas... Después vino la explicación sobre las cosas sexuales por parte de un compañero de la escuela. Tuvo lugar de un modo tan vulgar que incluso empecé a distanciarme de mi madre... Practicaba cada vez más la masturbación. Fui obligado por mis padres, y también por el párroco, a confesar y comulgar con frecuencia. Así se acumuló sacrilegio tras sacrilegio, y la culpabilidad fue cada vez mayor. Intenté reprimir el sentimiento de culpabilidad diciéndome a mí mismo que nuestra religión era solamente superstición, pura invención de los hombres. Pero la con-ciencia no me dejaba en paz. Día y noche fui atormentado por las dudas. Rezar no podía ya, aunque en lo profundo de mi ser tenía que reconocer el dominio de un Creador invisible. El resultado fue un ser triste, descon-tento, sin apoyo y sin meta.»

Una enfermedad de tuberculosis pulmonar la entendió Arthur como castigo por sus «desórdenes». A pesar de que posteriormente confesó sus pecados con un sacerdote comprensible, no quedó libre de sus sentimien-tos de culpabilidad. Sólo en el curso del tratamiento psicoterapéutico se mostró cuán de primer plano eran también en este caso los sentimientos de culpabilidad y que tras esta fachada se ocultaba una personalidad cuyo reconocimiento resultó para el paciente mucho más difícil que la «confe-sión de la culpabilidad», primeramente engañosa, expuesta con tanta ve-hemencia.

En contraposición a esta auto-acusación que acabamos de describir, sólo en el curso del tratamiento pudimos sacar a la luz del día los sentimien-tos de culpabilidad en el otro paciente nuestro, es decir, sacarlos a la con-ciencia de la que habían sido desplazados desde hacía mucho tiempo.

El comerciante de treinta y un años no tiene conciencia alguna de pe-cado ni de culpabilidad. Vive en una situación plenamente ordenada como solterón en casa de sus padres, como hijo bueno observa sus mandatos, va regularmente a la iglesia y está considerado como un hijo modelo. De su padre aprendió a no hacer nada que se «salga de la norma», a ser aho-rrador y a darle a todo el mundo sus derechos. De la madre heredó una cierta rigidez religiosa, un ciego sentimiento germánico del deber. Sobre problemas sexuales nunca se habló en la familia. Todos los hermanos del paciente son inteligentes, pero también inhibidos.

Dieter viene a la consulta porque ha empezado a ser vergonzoso. No se encuentra a gusto en sociedad, se pone temblón y enrojece cuando le

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•Angustia y culpa en la psicoterapia 111 miran. Ante las chicas se encuentra cohibido, con los jefes empieza a tar- 1

tamudear. En la calle tiene la sensación de que toda la gente le mira. En el curso del tratamiento se puso de manifiesto que el paciente se

masturbaba por la noche en el sueño. Está convencido de que sus inhibi-ciones tendrían su origen en este hecho porque miran en él sus peca-dos nocturnos. Pero no son pecados, pues acontecen durante el sueño, y él nada puede hacer en favor ni en contra. Y ahora, este joven, que 1

ha quedado estancado en la fase de pubertad, devana ante nuestros ojos de un modo impresionante todo el problema de la «represión». Sien-do niño comenzó a masturbarse, presentándosele la masturbación como pecado grave que pudo comunicar y que confesó también celosamente. Con la buena intención —que, sin embargo, tuvo un influjo pernicioso— de aligerar al joven de su lastre de culpabilidad, el confesor le expuso que la masturbación tenía lugar poco antes de dormirse y, probablemente, ya en un estado en que no había plena imputabilidad: de aquí que no fuera pecado grave en el sentido de la ley. Es muy comprensible que núes- ' t ro paciente no dejase escapar tal oportunidad para dejar curso libre al onanismo de un modo no pecaminoso y culpable. Por la noche se mas-turbaba, durante el día hablaba de la virtud y de la fuerza de voluntad que ennoblecen al hombre.

Los resultados de este auto-engaño no se dejaron esperar. Los senti-mientos de culpabilidad reprimidos en lo más profundo se manifestaron, primero, sólo en trastornos vegetativos y fenómenos neuróticos ligeros. El paciente podía caer sobre los «otros» pecadores, criticar la conducta de la juventud actual, hacer propaganda de sí mismo como defensor de la moralidad y el orden; sin embargo, en él mismo reinaba todo menos orden. Mi siquiera una vez pudo encontrar en sí mismo la «moralidad» que tan a menudo voceaba. No podía pasar por la aceptación de su propia culpa-bilidad, de su poder-ser-también-malo. Prefería ser bueno ante el mundo más que malo ante sí mismo, olvidando siempre de nuevo que la adjudi-cación valorativa de «bueno» o «malo» dependía también esencialmente de él mismo

Este último ejemplo muestra cómo la represión del sentimiento de cul-pabilidad conduce a un círculo vicioso en tanto que ella provoca precisa-mente el sentimiento de culpabilidad, o, como dice v. Siebenthal, «la re-presión es el primer paso para prevaricar de sí mismo, la primera negación

26 Rosa Tanco Duque hace referencia al papel del proceso humano de la subli-mación y de los ideales-valorativos sociales en la génesis de los sentimientos de cul-pabilidad. «Toda transgresión de este afán sublimador... es fuente de sentimientos normales de culpabilidad». («Schuldgefühl und soziale Entfremdung*. Zschr. f . Psy-chosomat. Meá., año 7, cuaderno 3, pág. 190.)

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•112 Angustia y culpa

de la verdad sobre sí mismo, el primer oscurecimiento de sí mismo, el primer engaño de sí mismo»27.

El psicoanálisis trajo, en verdad, por primera vez el conocimiento de que el hacer conscientes los sentimientos de culpabilidad reprimidos cons-tituyen un presupuesto para la curación de los fenómenos neuróticos. El analista encuentra no solamente sentimientos de culpabilidad «conscien-tes», sino también «inconscientes, reprimidos», de los que sabemos que intranquilizan profundamente al hombre, aunque a menudo aparezcan to-talmente incomprensibles y «sin sentido» tanto al especialista como al lego en la materia. Es mérito de Freud haber descubierto los mecanismos de su represión y haber hecho referencia a su relación con el estar enfermo. «Uno llega finalmente a la idea —dice— de que se trata de un factor moral, por decirlo así; de un sentimiento de culpabilidad que encuentra su satis-facción en el estar enfermo y no quiere renunciar al castigo del sufri-miento. Hemos de aferramos definitivamente a esta explicación tan poco consoladora. Pero este sentimiento de culpabilidad es mucho para el en-fermo; no le dice que es culpable..., sino enfermo. Este sentimiento de culpabilidad se manifiesta solamente como resistencia difícilmente redu-cible frente al restablecimiento. Es también particularmente difícil con-vencer al enfermo de este motivo de su permanecer enfermo; él se apoyará en Ja explicación, más a la mano, de que la cura analítica no es el medio acertado para ayudarle»23.

El propósito de Freud y del psicoanálisis va no sólo a liberar al hom-bre de una culpa consciente y a hacerlo insensible e inmune en general para el sentimiento de culpabilidad. Zilboorg y otros discípulos de Freud rechazan este reproche afirmativo con la observación de que el concepto psicoanalítico del sentimiento de culpabilidad se refiere esencialmente a la culpabilidad neurótica, inconsciente, irracional e irreal que impulsa al hombre a la enfermedad. El psicoterapeuta, sin embargo, en su enjuicia-miento de los sentidos de culpabilidad no actúa —tampoco cuando se trata de sentimientos de culpabilidad fundamentados, objetivables y conscien-tes— ni como exponente, que juzga y castiga, de la legislación, ni como representante valorador o desvalorador de la opinión pública. No puede ni siquiera mantenerse fiel a su misión como auxiliar del enfermo. Esta acti-tud dio fama al psicoanálisis, tal vez no del todo sin razón, de ser una doctrina parcialmente individualista. No obstante, apenas sería posible prescindir de él mientras la temática de culpa y castigo dentro de la so-ciedad no haya experimentado una revisión fundamental.

27 W. v. Siebenthal, Schuldgefühl und Schuld bei psychiatrischen Erkrankungen, Zürich, 1956, pág. 59.

28 S. Freud, «Das Ich und das Es». Ges. W., XIII, pág. 279.

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•Angustia y culpa en la psicoterapia 113

También en la concepción de los llamados sentimientos de culpabilidad «inconscientes, reprimidos» divergen diamentralmente una de otra las opi-niones del observador lego en la materia y del psicoterapeuta. Todo fa-miliar, amigo o pariente de un enfermo mental o de un hombre neurótico se inclina a tildar los sentimientos de culpabilidad, que se manifiestan pa-tológicamente, como sin sentido, de locura o pura fantasía —al menos como algo de lo que no es responsable, sobre algo que no puede pasar por alto, incluso como algo que uno ha de rechazar de sí mismo. Se hace de la llamada culpabilidad una bagatela, algo ridículo, «y al enfermo se le disuade, se le convence, se le pulveriza y aniquila. Se intenta eximir al en-fermo de su responsabilidad de los sentimientos de culpabilidad de los hombres atormentados, descargarlo. Pero de este modo se pone precisa-mente en marcha aquel proceso que oprime aún más profundamente al neurótico en su neurosis, porque en su necesidad se siente incomprendido, y, en medida creciente, como un apóstata de la sociedad.

¿Cómo se comporta, pues, el psicoterapeuta en esta situación? En su lenguaje peculiar, hacía notar Freud en «el yo y el ello» que la lucha con-tra la barrera del «sentimiento inconsciente de culpabilidad» no es fácil para el analista. Directamente no se puede hacer nada en contra; indirec-tamente nada más que descubrir lentamente sus fundamentaciones incons-cientemente reprimidas, transformándose así poco a poco en «sentimiento consciente de culpabilidad».

Esta observación de Freud pudiera apoyar la idea de que bastaría al enfermo mental el conocimiento en cuanto tal para despojarse de sus sentimientos de culpabilidad. Entretanto, el mismo Freud admitió que «él en actitud de pensamiento intelectual ha valorado demasiado el conoci-miento de lo olvidado por el enfermo». No es el desconocimiento en sí el factor patógeno, sino la fundamentación del desconocimiento en resisten-cias internas, que son las que han provocado primeramente el desconoci-miento y las que ahora lo siguen alimentando todavía. Combatir estas re-sistencias es la tarea de la terapia... Si el conocimiento (en sí) fuera tan importante para el enfermo, entonces bastaría para su curación que el en-fermo escuchase clases o leyese libros. Pero estas medidas ejercerían so-bre los síntomas nerviosos del sufrimiento el mismo influjo que sobre el hambre la distribución de cartas de menú en épocas de necesidad. La comparación, así se expresa Freud, es utilizable incluso más allá de su pri-mera aplicación, pues la comunicación precavida de lo inconsciente al enfermo tiene normalmente como resultado que se acentúe en él el con-flicto y que aumenten los dolores. Así, pues, Freud desplazaba el acento principal del «conocimiento» a las «resistencias» que, por su parte, han provocado el desconocimiento, y acentuó que, en el psicoanálisis, el actuar es más importante que el recordar; o, como formula Boss: El analizando

ANGUSTIA Y CULPA.—8

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si 3 2 Angustia y culpa

reproduce lo olvidado y reprimido de su biografía primeramente «no como recuerdo, sino como acción; lo repite sin saber naturalmente que lo repite. El analizando no narra, por ejemplo, que se acuerda de haber sido obsti-nado e infiel a la autoridad de los padres, sino que primeramente se com-porta del mismo modo contra el médico. Así repite todo el proceso de sus inhibiciones, actitudes inutilizables y rasgos patológicos de carácter en la relación con el analista»29.

29 M. Boss, Psychoanályse und Daseinsanalytik, Bern, 1957, pág. 12.

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C a p í t u l o I I I

LA CULPA EN LA EXISTENCIA HUMANA

1. A s p e c t o s m o r a l - t e o l ó g i c o s y j u r í d i c o s d e l a c u l p a

La discusión común de la problemática moral-teológica y jurídica de la culpa no debe implicar que identifiquemos los aspectos teológicos y jurí-dicos, que los equiparemos entre sí. Tenemos conciencia de la diferencia en el planteamiento de la cuestión de ambas ciencias; por una parte, es cierto que descansan al menos en una comunidad esencial, a saber, la incorporación de la culpa en lo colectivo, en la sociedad y en sus leyes. Está lejos de nosotros querer discutir aquí exhaustivamente los problemas teológicos y jurídicos. Esto no es ni el sentido ni la misión de nuestras investigaciones; nos falta para ello, sobre todo, la competencia. Y, sin embargo, no podemos ignorar esta problemática cuando nos ocupamos, en cuanto psicoterapeutas, con el hombre. Pues el hombre es un individuum que, en auto-afirmación solitaria, sólo puede vivir su propia existencia singular. ¿No sigue estando obligado tanto a su individualidad como a Jo objetivo? De aquí que, en el proceso de maduración, todo hombre, y tam-bién todo neurótico, se muestre en su culpabilidad más o menos aprisio-nado en las normas moral-teológicas o jurídicas.

La teología moral se ha ocupado siempre del problema de la enferme-dad y de la culpa; pero la culpa en sentido teológico es pecado. «Para la teología, el concepto de culpa es uno de los conceptos más fundamentales, pues la teología se ocupa de Dios y de su palabra a los hombres. Pero esta palabra, que va dirigida al hombre en la totalidad de su ser, muestra al hombre como pecador delante de Dios, que es salvado por Dios y por su obra»1. Así se hace evidente la delimitación de la culpa, entendida teoló-gicamente, de las faltas contra las ordenaciones ciudadanas o contra la

i K. Rahner, «Schuld und Schuldvergebung ais Grenzgebiet zwischen Theologie und Psychotherapie», en Schriften zur Theologie, tomo II, Einsiedeln, 1960, pág. 279.

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•116 Angustia y culpa

ley penal: «Culpa, en sentido teológico, no es tampoco una nueva acción fallida, en la medida en que ésta, dañando, destruyendo y enfermando, actúa poniendo en conflicto con el medio ambiente físico o social. Más bien, ©1 pecado y la culpa, en sentido teológico, se dan solamente allí donde el hombre hablado por Dios, correspondiendo a la voluntad de Dios, obra ante Dios y con Dios, si bien el reprimido no querer reconocer esta reali-dad, el refrenar esta verdad, pertenece a la estructura dialogal de la culpa, a los factores esenciales de la culpa y sólo es admitido en el apartamiento de la gracia: tibi soli peccavi.» Ahora bien, al concepto teológico de culpa pertenece el actuar real, libre y consciente. No hay pecados involuntarios e inconscientes. Todo pecado es un acto, un hecho cometido por voluntad libre y en conocimiento pleno de su pecaminosidad. De aquí que jamás es enfermedad, nunca es neurótico o inconsciente. En este punto se apro-xima, en cierto sentido, el concepto moral-teológico de la culpa al jurí-dico2, cuando, por ejemplo, en los seminarios se plantea la pregunta de si un criminal poseía la suficiente comprensión (conocimiento, conciencia) de la injusticia de su hecho y pudo también actuar en correspondencia a su comprensión (libertad de voluntad). En todo caso, libertad de voluntad no expresa, en modo alguno, libertad ilimitada de actuación. De dos po-sibilidades contrapuestas podemos elegir una, pero no las dos. Puedo se-guir avanzando o quedarme parado, pero nunca andar y a la vez estar pa-rado. Podemos imaginarnos que llegamos a una situación de tener que elegir entre dos «males», entre dos tipos de maldad, dos posibilidades de llegar a ser culpables. Esto no es posible teológicamente. El hombre no se encuentra nunca ante la elección entre dos pecados, sino sólo ante la elección entre lo justo y lo injusto. Pues en tanto que la culpa teológica sigue estando siempre referida a Dios, el hombre puede ser culpable o no culpable solamente en el acto moral. «En tanto que sólo puede haber culpa ante uno y el mismo Dios y ante su voluntad una, y, a fin de cuen-tas, la única obligatoria, tampoco puede haber objetivamente situaciones trágicas en el sentido de que el hombre pueda elegir solamente entre uno u otro llegar a ser culpable y, por eso, eligiendo de este o de otro modo, tenga que llegar a ser siempre culpable. Puede ocurrir que sólo esté dada la posibilidad de elegir entre dos acciones de las que cada una pueda ser contemplada, bajo un respeto determinado, como acción fallida perjudi-cial; pero, objetivamente, no se da impulso situacional para la culpa. Pues esto supondría el contrasentido de que Dios obliga a aquello que a la vez también condena»3. Rahner concluye que es «por esto también con-tradictorio e inmoral hablar de un aprendizaje del ánimo para la culpa y

2 La relación con Dios, fundamental para el concepto moral-teológico de la culpa, no juega, según la inteligencia, ningún papel en la cuestión jurídica.

3 K, Rahner, en el lugar citado, págs. 281 y sig.

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La culpa en la existencia humana 117 recomendar éste»; contrariamente a esto el hombre tendría que aprender «a realizar también animosamente una acción que, ba jo aspectos estrictos y determinados, le perjudica a él o a otros en una esfera determinada de la existencia». No podemos admitir las frases últimas sin ningún reparo, pues están en oposición a la exigencia psicoterapéutica: levantar el ánimo para el reconocimiento de la culpa existencial.

En pr imer lugar se plantea la pregunta de si el concepto psicoterapéu-tico de la culpa coincide con el teológico. La teología habla de una culpa consciente; el psicoanálisis, entretanto, habla también de sentimientos de culpabilidad inconscientes. Esto no quiere decir otra cosa sino que se da una culpa sin conciencia de culpabilidad y, por otra parte, hay senti-mientos de culpabilidad sin culpa. La formulación última la encontraremos de nuevo al discutir las concepciones psicoanalíticas. Mas ¿qué quiere decir conciencia de culpabilidad? La culpa, del antiguo alto alemán sculd o scult, significa obligación4, «lo que uno debe o a lo que está obligado, una obli-gación o una actividad a la que uno está vinculado»5 . La culpa en la signi-ficación ética de «culpa» jurídica radica en la concepción germánica anti-, gua del derecho conforme a la cual «una infracción puede compensarse mediante el pago de dinero para el Ejército o mediante una penitencia, al igual que en la doctrina de la Iglesia que para cada pecado exige una sa-tisfactio operis»; o, según Grimm: «Una injusticia cometida que tiene que repararse o expiarse»6. «Conciencia (Bewusstsein) es un concepto creado por primera vez en el siglo x v i i i por la filosofía alemana como sinónimo del griego syneidesis y del latín conscientia, y abarca, según el Thesaurus linguae latinae, tanto la communis complurium scientia como también el animi status quo quis alicuius reí sibi ipse conscius est (Kunz); con otras palabras, pues, no es solamente un saber, sino más bien la totalidad dé las percepciones internas y una relación constante de actualidad de determi-nados objetos con el yo7 . Así, pues, según esto, la conciencia de culpa llevaría consigo ciertamente sentimientos de culpabilidad, pero precisa-mente en la medida en que estos últimos son «percibidos», es decir, se hacen conscientes. Queda excluido «todo lo subconsciente, lo que no per-tenece a la esfera del yo». Ahora bien, la conciencia de culpa, en tanto que «el concepto de conciencia moral se ha constreñido en el curso del tiempo a la conciencia de la obligación personal por un deber moral», es también

4 j7# Kluge-A. Goetze, Etymologisches Wdrterbuch der deutschen Sprache, Berlín, 1951, pág. 698.

5 L. Kunz, Das Schuldbewusstsein des mannlichen Jugendlichen, Luzern, 1949, página 5.

6 J. G. und W. Grimm, Deutsches Wdrterbuch, Leipzig, 1899, tomo 9, págs. 1870 y sigs.

7 R, Eisler, Wdrterbuch der philosophischen Begriffe, Berlín, 1927-1930.

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una función parcial de la conciencia moral. La división escolástica de sus aspectos en funciones anticipadoras, ordenadoras, preventivas y subsiguien-tes, alabadoras de lo bueno y reprendedoras de lo malo, determina una coincidencia del concepto de la conciencia psicológica de culpa con el de la mala conciencia8. Así coincide también el concepto de pecado, tal como lo defiende Rahner, con el de mala conciencia.

J. Rudin designa la conciencia moral como una disposición de la na-turaleza total del hombre. Esta disposición natural no está dada o agre-gada, en cierto modo, al hombre desde fuera, sino que «está en el inte-rior del hombre como plan básico de estructura dada y como ordenación fundamental permanente. Es su naturaleza misma, en la medida en que ésta presiona a su totalidad y unidad como a su meta y se sabe obligada a ello. Se trata de aquello que la Escolástica ha designado como syndere-sis, mejor como syneidesis...»9. Esta disposición natural se manifiesta en las tres dimensiones de la esfera intraindividual, de la vinculación social y de la relación transcendente. A la dimensión de la esfera intraindividual pertenecen la disposición biológica y psicológica, ya las denominemos como instintos, como sentimientos internos, percepciones internas, como hor-monas <v. Monakow) o como arquetipos (C. G. Jung). La disposición y vinculación sociales no implican que el hombre en su disposición de conciencia moral sea dependiente del mundo exterior, y, por consiguiente, de una conciencia moral extraña, pues tal concepción no representaría «en realidad conciencia moral, sino un contra-argumento contra la con-ciencia moral que despersonaliza al hombre y de este modo lo desarmo-niza profundamente». Pero la naturaleza humana sigue estando «referida profundamente y orientada a un campo social, sólo en el cual puede llevar a cabo su desarrollo natural». En este punto, como también en otros, la filosofía católica ha seguido la tesis aristotélica según la cual la vida en la comunidad o en la sociedad es constitutiva para el hombre. «El hombre no es una mónada cerrada en sí, sino un ser abierto hacia todos lados. Sólo en la comunidad puede realizar su mejor sí mismo» 10. Lo específico de la concepción cristiana de la conciencia moral se muestra, entretanto, en la tercera dimensión, a saber, en la relación transcendente del hombre con Dios. Ya Ovidio hablaba de Deus in nobis, y Séneca, cuya conciencia moral es un «Dios junto a ti, contigo, dentro de ti», escribió: «En nosotros habita un espíritu santo, el observador de nuestras malas y buenas accio-nes.» Así, pues, el hombre también según la concepción cristiana sigue estando expuesto en sus exigencias de conciencia a la voz de Dios perso-

8 L. Kunz, en el lugar citado, pág. 6. • 9 J. Rudin, «Das Gewissen in katholischer Sicht», Das Gewissen, Zürich, 1958, página 144.

10 En el lugar citado, pág. 147.

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nal. A causa del bautismo tienen lugar para el cristiano una «elevación y transformación reales, una participación con lo divino... La disposición de conciencia obtiene por el principio interno de la vida cristiana, el Espí-ritu Santo, una fuerza nueva que nos debe conducir a toda verdad. La con-ciencia es así también el organon de Dios, que no sólo ha creado maravi-llosamente la dignidad de la naturaleza humana, sino que también la ha redimido de un modo más maravilloso todavía, como se dice en una ora-ción de la santa misa»11.

Pero la conciencia moral constituye no solamente una disposición na-tural firmemente establecida y obligante de la naturaleza humana total, sino que «se manifiesta definitivamente como decisión personal en el jui-cio de la conciencia», realizando así un acto de libertad. A esta compren-sión de la conciencia nos referimos al comparar el concepto de conciencia psicológica de culpa con aquel otro de conciencia moral. Nos hemos referi-do ya a la conscientia antecedens, que, en cierto modo, advierte al hombre del bien, representando así la primera fase del acto libre de decisión. La segunda fase fue interpretada especulativamente por los escolásticos de modo diferente, representando San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino una teoría intelectualista; San Buenaventura y Enrique de Gante, una teoría voluntarista. «En esta esfera de la libertad personal no existe ya determinación del exterior. También el cristiano católico, en esta fase de su decisión de conciencia, existe sólo para sí mismo, y en esto no se diferencia ni de los protestantes ni de un humanista auténtico, aunque éste no sea creyente. También el cristiano católico ha de seguir este fallo de la conciencia, incluso en el caso de que éste deba ser objetivamente erróneo, incluso en el caso de que le llegue a separar de su Iglesia. Pues el fallo de la conciencia es absolutamente obligatorio. Obliga a los hombres ante sí mismos y ante Dios. Aquí no hay disculpa ni apelación a manda-tos de superioridad militar o eclesiástica. La conciencia personal es insus-tituible, incambiable. Toda autoridad tiene valor entonces sólo en la medi-da en que puede mostrarse ante un fallo de la conciencia maduro e ilus-trado, como instancia competente y obligatoria» n . Pensamos también aquí en la sentencia del de Aquino: «La fe en Cristo es buena y necesaria para la salvación; pero si existiera un cristiano que considerase malo creer en Cristo, entonces pecaría.» Esto no quiere decir otra cosa que, según la exégesis católica, el hombre puede dejarse llevar también por una concien-cia que, objetivamente, se equivoca. El que yerra sin culpa, el que ha obrado según el mejor saber y conciencia, no puede ser juzgado moral-mente, incluso cuando, según el convencimiento general, obrara inmoral-

11 En el lugar citado, pág. 150. 12 En el lugar citado, pág. 156.

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mente. Con esto queda dicho lo que veíamos ya en Karl Rahner, a saber, que la conciencia de culpa pertenece a la realidad del pecado. En todo caso, ha de añadirse aquí la observación limitadora de que la libertad de conciencia no equivale, en modo alguno, a una libertad arbitraria sin los valores obligatorios de la verdad y del orden moral. «La libertad de con-ciencia no puede ser un passe partout para una moral universal raída»13.

El concepto del pecado y de la culpa es interpretado moral-teológica-mente de una forma tan unitaria que, junto a la obra mala, se presuponen también el conocimiento pleno de su carácter y la voluntad libre; así trata ya «el Antiguo Testamento de la culpa por debilidad, falta de atención o ignorancia, y de pecados que son cometidos con la mano levantada, es decir, deliberadamente, por mala intención» 14. Se indica aquí, pues, de un modo claro la «ignorancia», y, además, queda por establecer que Santo Tomás de Aquino tampoco concibe la ignorantia como algo siempre incom-patible con el concepto de pecado: antes bien, diferenciando una ignoran-tia vincibilis y u n a ignorantia invincibilis, d e m u e s t r a t a m b i é n l a pos ib i l i -dad de una responsablidad para la ignorancia.

La historia de la Teología moral cristiana encierra, a la vez, en sí la tradición eclesiástica del acervo bíblico de la revelación sobre la culpa y pecado. La Teología patrística conserva todavía la vinculación inmediata con las Sagradas Escrituras. Teófilo de Antioquía compara la culpa con una fuente turbia de la que, desde el pecado en el paraíso, manan sobre la humanidad el esfuerzo, el dolor, el sufrimiento y, finalmente, la muerte. Ireneo de Lyon ve en ella la pérdida de la primitiva vestidura de la san-tidad, causada por Satán, que desde un principio ha rondado al hombre para que pise el terreno a la divinidad.

Los Padres designan con frecuencia el pecado como «muerte del alma»; así San Agustín: «Todo el que peca, muere. Pero así como todos los hom-bres temen la muerte del cuerpo, son pocos los que temen la muerte del alma.» San Gregorio Nacianceno afirma hacia finales del siglo iv: «Todo pecado mortal produce la muerte al alma», y su contemporáneo Gregorio de Nisa cree que, a causa de la unión de alma y cuerpo, «a la muerte del cuerpo le es propio un cierto parecido con la muerte del alma. Pues así como, en la carne, el expirar de la vida sensible se le llama muerte, así también se da el mismo nombre, tratándose del alma, a la separación de la vida verdadera». De un modo correspondiente, las formas menos gra-ves de la culpa son comparadas por los Padres con las heridas o enferme-dades del alma. Este modo de hablar está fundamentado en la Escritura. La frase «No precisan los sanos del médico, sino los enfermos», es utili-

*3 En el lugar citado, pág. 162. 14 L. Weber, «Schuid und Siinde in der Sicht der katho'ischen Moraltheologie».

Conferencia no publicada.

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zable aún hoy, pero en el enjuiciamiento, por ejemplo, de las enfermeda-des mentales respecto a la interpretación somato-psíquico adecuada de ciertos procedimientos relacionados con la culpa y el pecado, actúa de modo que confunde. Por el contrario, numerosas frases que encontramos en San Agustín dan una impresión de modernidad. «Puedes asegurarte como quie-ras, pero a una cosa no puedes escapar, a tu conciencia, cuando la culpa-bilidad de tus pecados comienza a roer.» O: «Culpa es la consecuencia de una obra o de un deseo contra lo mandado por la ley eterna.» Y de nuevo r «De Dios no te separa nada más que la voluntad mala; destruye este muro de separación del pecado y estarás al lado de Dios»15, un pensamiento que ya encontramos expresado en Pablo.

Estimulada por la genialidad de San Agustín —casi siempre a través del Papa Gregorio el Grande y de sus obras—, la Escolástica primitiva y alta intentó realizar una penetración y elaboración sistemática de la problemá-tica teológica del pecado y de la culpa.

Según Santo Tomás de Aquino, de toda desviación del orden divino no se origina culpa. Según esto, la culpa es una característica del pecado en tanto que éste es entendido en su sentido propio, es decir en el moral. Presupuesto para ello sigue siendo siempre la comprensión real de la situación y la libertad del querer humano. «Pues solamente será imputado a alguien como culpa toda desviación del obrar ordenado sobre el que es dueño conforme a su querer.» «La culpa está, pues, en el querer desorde-nado.» Este querer desordenado es, según Santo Tomás, pecado, o una transgresión de lo mandado o un abuso de poder —en cualquier caso, siem-pre (como ya expresaba San Agustín) una palabra, una obra o un deseo contra la ley eterna—. Esta palabra, obra o deseo constituyen, según el modo de expresión escolástica, «la materia del pecado»; sin embargo, «la forma» que fundamenta al pecado como tal está en la contradicción a la lex aeterna. Por esto puede decir Santo Tomás: «La naturaleza propia y plena del pecado consiste en el apartamiento interno de Dios»16. Tan pronto como el hombre de un modo desordenado se vuelve a los bienes cambia-bles de la creación y se aparta del bien inmutable, es decir, de Dios, le sale al paso la culpa. Por lo tanto, dos cosas hay que tener en cuenta en todo pecado: el viraje equivocado hacia los bienes perecederos —lo que determina más su aspecto de primer plano— y el apartamiento interno de Dios, del bien supremo y eterno —en lo que se consume la esencia propia del pecado—.

Desde el renacimiento del tomismo en el siglo pasado han vuelto a te-ner gran eficacia en la Teología moral católica estas formulaciones de la

15 Según Weber, en el lugar citado. 16 Según Weber, en el lugar citado.

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alta Escolástica. No obstante, en la actualidad se echa mano también de tendencias extraescolásticas cuando se trata de una visión unitariamente amplia del alcance de la Teología moral. Como complemento a la elabo-ración sistemática del concepto teológico de culpa, discurren otras líneas de desarrollo cuya importancia no hay que menospreciar.

Conseguimos alguna luz en las interpretaciones de carácter litúrgico y pastoral, que están entre la mística y el derecho eclesiástico, a partir de los sacramentos y de los libros penitenciales que alcanzan hasta el si-glo XII, y, finalmente, de la suma penitencial y de las obras de casuística pastoral, que, después del cisma occidental, incluyen ya en sí misma una comprensión psicológica. Un comportamiento que contradice a la ley moral «puede imputarse al hombre como culpa moral sólo cuando acontece en conocimiento de la ilicitud y con libertad interna. Asimismo se originará culpa grave sólo allí donde el hombre tiene conocimiento de la magnitud de la falta y, a pesar de ello, la comete libremente. Cuando existe un tras-torno mental, o sorpresa, o una inhibición de otro tipo del obrar libre, en un grado tal que queda excluida la decisión personal, no llega a haber culpa grave, aunque la acción en sí sea contraria a la naturaleza o a la ley. Decir en cada caso aislado quién se ha hecho o no culpable personal-mente ante Dios, transciende toda capacidad humana y sigue siendo un misterio que hay que dejar a Dios. Para esta esfera intrahumana tienen validez las palabras del Señor: «¡No juzguéis, y no seréis juzgados!» El que quisiera juzgar, finalmente, para bien o para mal, el núcleo más íntimo de la personalidad moral de un hombre —y no solamente los modos de actuación visibles externos, como se manifiestan, por ejemplo, a la activi-dad judicial pública—, se apropiaría derechos divinos, y por ello, dado el caso, sería él mismo culpable»17. También Weber acentúa que un modo de actuación en apariencia objetivamente justificado, y externamente en correspondencia a la ley moral, puede estar, para un hombre determinado, internamente muy cargado de culpa; «a saber, cuando falta la participa-ción personal interna exigida, que es mucho mayor que sólo la buena intención».

El pecado es culpa contra Dios: destrucción del orden interno y apar-tamiento de él. De aquí que se realice no como simple infracción del orden jurídico, si bien es verdad que, precisamente en la Teología moral cris-tiana, encontramos un orden jurídico riguroso que se ha desplegado a partir del Concilio de Trento. Por esto, Karl Rahner y Michael Schmaus, enlazando con las investigaciones de Klaus Mórsdorf —como ha expuesto L. Weber en su conferencia—, pudieron demostrar «que la legislación tri-dentina, en el transcurso de los años, t ra jo consigo una acentuada discu-

17 L. Weber, en el lugar citado.

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sión sutil casuística de cada una de las deudas pecaminosas de los hom-bres en mortales y veniales, y que la doctrina de fe de este concilio, según la cual la absolución sacramental del sacerdote es un acto judicial, fue vista en épocas posteriores en demasía solamente según el lado del juzgar sobre pecados graves o no graves»18. Ahora bien, entretanto, precisamente a la posibilidad de encuentro, conservada en el cristianismo, con la culpa, en el sentido de la absolución y el perdón, se apropia un aspecto totalmente nuevo y diferenciado frente al punto de vista jurídico y social. El polo opuesto a la culpabilidad no lo constituye aquí el castigo, sino el amor en el que también el hombre cargado de culpa puede sentirse seguro. En el «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nues-tros deudores» (Mí. 6, 12) está indicada ya aquella liberación de la culpa procedente del amor. Todavía más claro habla Cristo llegando con toda agudeza a aquellos moralistas y curas de almas con carácter de jueces que no distinguen entre la terminología jurídica del mundo y la cristiana: «Debes amar a tu prójimo como a ti mismo»; y : «Como yo os he amado, así debéis amaros entre vosotros, y en esto deben conocer que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros.» Sin embargo, en el cristianismo se realiza la anulación del castigo, en cuanto consecuencia directa de la culpa, no sólo a causa de la recepción del hombre culpable en la omnipo-tencia del amor, sino más bien se exige del hombre el reconocimiento de su ser culpable para conseguir la curación; expresado en términos pasto-rales: la contrición. Dado que la aceptación del mea culpa la mayoría de las veces se da difícilmente y el hombre no desea que se le recuerde su culpa y la necesidad de enfrentarse con ella, comprendemos fácilmente por qué el sentimiento de culpabilidad es desplazado tan frecuentemente de la conciencia. La religión cristiana, no obstante, contrapone a la culpa no solamente el amor, sino también la gracia, causa primera para que exista posibilidad de una descarga de la culpa. La gracia hace posible el perdón de la culpa.

El encuentro normal con los sentimientos de culpabilidad y con la culpa no procede, en general, de la concepción cristiana; más bien, ésta refleja ampliamente la actitud interna del hombre culpable para con su propia culpabilidad. Sigue siendo esencial para esto el influjo de la cul-tura y concepción del mundo, el influjo de las normas sociales; además, la acción posterior de una educación severa o suave; finalmente, el poder de la opinión pública y la angustia de ella dependiente. Esta angustia de-termina también aquel propósito, unido indisolublemente con el concepto de la culpa, de nuestro orden social: el castigo. La culpa, en cuanto tal, no puede existir en sí; sin pecado y castigo, sería como un polo sin polo

18 L. Weber, en el lugar citado.

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opuesto, como un péndulo que oscila sólo por un lado. Esta concordancia se origina de una necesidad que hay en el hombre, la cual caracteriza, en lo esencial, el encuentro con la culpa, o con el hombre culpable en la vida cotidiana. En aquella necesidad de castigo está, al menos, una raíz también de la relación jurídica con la culpa. La otra raíz podría extenderse, por decirlo así, hasta el suelo colectivo, y esto de modo que el individuo pueda llegar a ser culpable frente a la sociedad y ésta tenga que protegerse de él. La correspondencia más importante de la culpa jurídica consiste, por tanto, no, como en el cristianismo, en la absolución y el perdón, sino en el castigo y la reparación.

Pero la poca seguridad del derecho mismo en la concepción jurídica de la culpa la deja ver el hecho de que ha de concederse derecho no sola-mente a lo colectivo, a part ir de lo cual una acción aparece como culpa-ble, y, por tanto, punible, sino también al individuo «culpable». Esto sig-nifica que el derecho hace distinción entre culpa («objetiva», enjuiciada a partir de la sociedad) y culpa («subjetiva», considerada desde el panto de vista del ejecutor). Por ejemplo, un hombre puede robar manzanas a un campesino, siendo culpable por ello de un robo en el sentido de la ley. Si las da a un niño hambriento, la intención se transforma en buena, y la acción culpable acontece, a fin de cuentas, accidentalmente. Además, el derecho moderno concede incluso al culpable ciertas posibilidades de exo-neración de la culpa, que encontramos ya en la exposición moral-teológica de la culpa. Así como aquí, junto a la gravedad del hecho, se han de tener en cuenta el conocimiento de su bajeza y la decisión libre de la voluntad como factores constitutivos, así también nuestra judicatura pregunta, co-rrespondientemente, acerca de la capacidad de imputación del culpable, apoyándose en conceptos psiquiátricos. Además, lo que el derecho penal toma en préstamo a la psiquiatría es muy dudoso. Mientras el concepto jurídico de culpa incluye en sí la idea de que un hecho criminal tiene como origen o motivos malos o el estado de enfermedad del ejecutor, para el psiquiatra todo hombre que sufre él mismo o hace sufrir a los otros es un «enfermo». M. Bleuler expuso esto en una conferencia ante juristas. Cuando el jurista pregunta al médico si se ha formado la voluntad a causa de un menoscabo de la salud mental, quiere decir tácitamente: ¿es-taba el ejecutor enfermo, o era simplemente malo? Mientras que, desde el punto de vista médico, incluso el hombre malo está enfermo, la maldad en cuanto tal representa un menoscabo de la salud mental. Ahora bien, la enfermedad en sí no actúa siempre, sin más, exonerando de la culpa. La psicopatía, por ejemplo, fue definida como una enfermedad en la que cier-tos rasgos congénitos del carácter conducían a faltas contra las exigencias de la cultura y de la sociedad. De aquí que los hombres malos pertenezcan a los psicópatas, siendo su psicopatía tanto más grave cuanto peores son.

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Así, pues, sería desorbitar el sentido de la ley penal, más aún, de toda ordenación jurídica, dice Bleuler, si se quisiera equiparar absolutamente un concepto de este tipo de la ley penal, originado del modo de pensar médico, con una norma de la salud mental en el sentido del lego en la materia. La maldad del ejecutor no puede servir nunca, sin más, como motivo de disculpa, aunque sea patológica. «Si cualquier psicopatía de un ejecutor, que consiste solamente en una maldad, significara una merma de la salud mental, entonces sólo quedarían sometidos a la ley penal los que tuvieran un carácter sano y fueran buenos. Y entonces se podría po-ner por título a la ley penal: Será castigado plenamente sólo el culpable de alto valor moral; el culpable malo será tratado tanto más suavemente cuanto peor sea» l9. Lo mismo puede decirse de los criminales neuróticos. El hecho criminal y la existencia de una neurosis por sí solos no bastan jamás para exonerar a un hombre de la culpabilidad. De otro modo, todo crimen se podría explicar como psicopático, neurótico o patológico. Aquí no tiene ni siquiera validez la fórmula tradicional del comprendre c'est tout pardonner. El código penal suizo, por ejemplo, admite una irrespon-sabilidad personal sólo si el inculpado no era capaz cuando ocurrió el hecho, a causa de enfermedad mental, idiotismo o trastorno grave de la conciencia, de ver la injusticia de su acción o de obrar conforme a su idea de la injusticia del hecho. Así, pues, o bien la capacidad intelectual tenía que hacer imposible el conocimiento claro, o bien las cualidades afectivas, instintivas y caracterológicas del criminal impedir la formación libre de la voluntad. Puede —siempre en relación al hecho inculpado— faltar lo uno o lo otro, o ambas cosas. Inculpados que, cuando ocurre el hecho, están mermados en su salud mental o en su conciencia, o con des-arrollo mental deficiente, de modo que su capacidad para comprender la injusticia del hecho o para actuar conforme a esta comprensión está me-noscabada, están considerados en el código penal suizo como sujetos de imputabilidad disminuida que ofrece al juez la posibilidad de reducir co-rrespondientemente la magnitud de la pena20 .

i? M. Bleuler, «Wesen und Bchandlung der Unzurechnungsfahigkeit». Conferencia. Véase también del mismo autor «Richter und Arzt». Schweiz. Zschr. f. Strafrecht, 1944, cuaderno 1.

20 En la literatura norteamericana se ha destacado especialmente Gregory Zil-boorg por sus trabajos en el campo de la psiquiatría forense. Por citar solamente algunos, «A Step toward Enlightened Justice» (The University of Chicago Law Re-view, 22, 2, 1955), «The Role of the Psychiatrist as an Expert Witness in Criminal Court» (Bul. of the New York Academy of Medicine, 32, 3, 1956). «The Contribution of Psycho-Analysis to Forensic Psychiatry» (the Inter. J. of Psycho-Analysis, XXXVII, IV-V, 1956) y otros.

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•126 Angustia y culpa

2 . LA INTERPRETACIÓN PSICOANALÍTICA DE LOS SENTIMIENTOS

DE CULPABILIDAD

El sentimiento de culpabilidad descansa, según Freud, en el hecho de que al neurótico le falla la defensa de las nociones y representaciones por él mismo proyectadas. En estos pacientes «existió salud psíquica hasta el momento en que surgió un caso de intolerancia en su vida de representa-ción, es decir, hasta que en su yo apareció una vivencia, una representa-ción o sensación que despertó un afecto tan penoso que la persona deci-dió olvidarlo porque no se encontraba con fuerzas para resolver por me-dio de una labor mental la contradicción de esta representación insopor-table con su yo»21. Mediante una represión de este tipo, el yo consigue ciertamente la libertad de contradicción, «pero a cambio de esto se ha cargado con un símbolo mnémico que se aferra en la conciencia a modo de un parásito y que continúa existiendo hasta que tiene lugar una con-versión en sentido inverso». Pero esto representa un conflicto de concien-cia, y, de acuerdo con esto, habla Freud de la angustia de conciencia que se origina de la conciencia de culpabilidad en los enfermos obsesivos. Sobre esto distingue él, como forma de conciencia más antigua, una con-ciencia-tabú y una conciencia de culpabilidad-tabú como consecuencia de la transgresión de un tabú.

Según Freud, ahora las prescripciones-tabú deben haber sido dirigidas contra las mociones del instinto y deseos inconscientes referidos a la muer-te del padre y al incesto que actúan como motivos de la culpa; «no cabe duda alguna que hay que ver en el complejo de Edipo una de las fuentes más importantes de la conciencia de culpabilidad». Aún más : Freud ex-presaba la suposición «de que tal vez la humanidad, como totalidad, ha adquirido su conciencia de culpabilidad, la fuente última de la religión y de la moral, al comienzo de su historia en el complejo de Edipo»22.

Según Freud, los sentimientos de culpabilidad pueden reducirse a una tensión entre yo y conciencia, esta última entendida como una función del super-yo. «El super-yo es para nosotros la representación de todas las limitaciones morales, el defensor del afán de perfeccionamiento; en una palabra, lo que ha llegado a ser comprensible psicológicamente para nos-otros de esas fuerzas llamadas superiores en la humanidad.. . Portador de

21 S. Freud, Die Abwehrneuropsychosen. Ges. W., I, págs. 61 y sig. Véase también M. Klein, «On the Theory of Anxiety and Guilt». Developments in Psycho-Análysis, London, 1952.

22 S. Freud, Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse. Ges. IV., XI. pá-gina 344.

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la tradición, de todos los valores resistentes al tiempo que, por este ca-mino, se han reproducido a través de generaciones... en las ideologías del

El neurótico está sometido a la dialéctica entre el principio de placer super-yo pervive el pasado, la tradición de la raza y del pueblo»23, y el principio de la realidad. La satisfacción instintiva del ello sirve al principio del placer, mientras el super-yo defiende siempre las exigencias de la realidad. En el niño, lo mismo que en el hombre primitivo, origina-riamente sólo el principio de placer es determinante. Sin embargo, está limitado por los mandamientos del mundo exterior, por los padres, los educadores y la sociedad. El niño ha de aprender a obedecer, el hombre primitivo se somete a los ritos y usos de la tribu. Poco a poco son «acep-tados» los mandamientos y prohibiciones extrañas aportados desde fuera; el individuo los hace suyos, se los apropia. En esto consiste el proceso del desarrollo del super-yo, que conduce a formar el soporte de la auto-obser-vación, de la conciencia moral y de la función ideal. Con el concepto del super-yo se defiende Freud contra aquellos que negaban al psicoanálisis ni-vel moral y seriedad ética. «Se ha reprochado infinidad de veces al psico-análisis de no ocuparse de lo superior, moral, suprapersonal en el hombre. El reproche era doblemente injusto, histórica como metódicamente. Lo primero, porque desde un principio se asignó a las tendencias morales y estéticas en el yo el impulso para la represión; lo último, porque no se quiso ver que la investigación psicoanalítica no podía hacer su aparición como un sistema filosófico con un cuerpo de doctrina perfecto y acabado, sino que tenía que abrirse el camino para la comprensión de las compli-caciones anímicas paso a paso, mediante la desmembración analítica tanto de los fenómenos normales como de los anormales. No necesitábamos compartir la preocupación temblorosa por el paradero de lo superior en el hombre mientras tuviéramos que ocuparnos del estudio de lo reprimido en la vida del alma. Ahora que nos atrevemos a pasar al análisis del yo, podemos contestar a todos aquellos que, conmovidos en su conciencia moral, se han quejado de que tiene que haber un ser superior en el hom-bre; ciertamente, y éste es el ser superior: el ideal del yo o el super-yo, lo que representa la educación de nuestros padres. Cuando éramos niños, conocimos estos seres superiores, los admiramos y temimos; después lo hemos incorporado a nosotros mismos»24.

Sigue siendo asombroso de qué modo tan diferente es valorada e inter-pretada la concepción freudiana de culpa y sentimientos de culpabilidad. Blum va tan lejos que habla de una manifiesta «concordancia de Freud con Heidegger, Jaspers, Kierkegaard y otros filósofos y psicólogos de orien-

23 s. Freud, Das lch und das Es. Ges. W., XIII, págs. 264 y sig. 24 S. Freud, en el lugar citado, pág. 264.

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tación antropológica y existencial»25, mientras Boss defiende el punto de vista de que Freud no admite en absoluto la «culpa», sino exclusivamente «sentimientos de culpabilidad». No obstante, se podía mantener la inter-pretación freudiana entre estas dos interpretaciones extremas. En reali-dad, Freud habla predominantemente de sentimientos de culpabilidad o de conciencia de culpabilidad. Esta última la menciona, por ejemplo, en re-lación con el complejo de castración en la perversión masoquista. Pero lo que Freud destaca continuamente —y con razón— es que la conciencia de culpabilidad no necesita estar en correspondencia, en cuanto al conte-nido, con una culpa determinada. En una conferencia ante juristas se ex-presó Freud literalmente: «Ustedes pueden equivocarse en su examen del neurótico, el cual reacciona como si fuera culpable, aunque no lo es, por-que una conciencia de culpabilidad que subyace ya y acecha se apodera de la acusación de este caso especial... Ocurre que un niño al que se le re-procha una mala acción, niega con decisión la culpa, pero al mismo tiempo llora como un pecador convicto... El niño no ha cometido en realidad la mala acción de la que se le acusa, pero en su lugar ha cometido otra parecida... Por tanto, niega con razón su culpa —en una cosa—, descubrién-dose su conciencia de culpabilidad, por la otra»26 . Y en otro lugar: «Cuando existe una discrepancia entre contenido de representación y afecto —por tanto, entre la magnitud del proyecto y el motivo del proyecto—, el lego en la materia diría que el afecto es demasiado intenso para el motivo, es decir, exagerado, y, por lo tanto, que la consecuencia deducida del proyecto de ser un criminal es falsa. El médico, por el contrario, dice: No, el afecto está justificado, no puede seguir criticándose la conciencia de culpabilidad, pero pertenece a otro contenido que no es conocido (inconsciente), y que primero ha de ser buscado. El contenido de representación conocido ha venido a parar a este lugar solamente por un enlace equivocado. Pero no estamos acostumbrados a percibir en nosotros afectos intensos sin conte-nido de representación, y de ahí que, al faltar un contenido, tomamos como sucedáneo otro que encuadre de algún modo; algo así como nuestra Poli cía, que, cuando no puede descubrir al asesino verdadero, encarcela en su lugar a otro que no es culpable»27. Estas frases, tan importantes para la comprensión del problema psicoterapéutico de la culpabilidad, están saca-das de la discusión de un caso hecha por Freud. El paciente, un joven gra-duado, padecía de representaciones obsesivas sobre la idea de que a su padre y a una dama muy respetada por él les iba a «acontecer algo». Per-cibía impulsos obsesivos, por ejemplo, a cortarse el cuello con una navaja

25 E. Blum, Freud und das Gewissen, en Das Gewissen, Zürich, 1958, pág. 181. 26 S. Freud, Tatbestandsdiagnostik und Psychoanalyse. Ges. W., VII, págs. 13 y sig. 27 S. Freud, «Bemerkungen über einen Fall von Zwangsneurose». Ges. W„ .VII,

páginas 399 y sig.

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de afeitar, y se obligaba con prohibiciones referentes a cosas indiferentes. Este paciente, cuyo padre murió mientras dormía, fue atormentado por sentimientos graves de culpabilidad. Nada más empezar el análisis, plantea Freud la pregunta: «¿Cómo puede propiamente tener valor curativo la comunicación de que existe el reproche, la conciencia de culpabilidad?» Freud opina que no es esta comunicación la que obra, «sino el hallazgo del contenido desconocido al que pertenece el reproche». De esta respuesta se deduce que Freud consideraba la conciencia de culpabilidad no como una simple ilusión, como irreal, sino que la tenía por algo justificado; sin em-bargo, veía la culpabilidad como falsamente «localizada». En esto existe, en verdad, una cierta concordancia con el pensar analítico-existencial, a saber, que una conciencia de culpabilidad no se refiere incondicionalmente a la culpabilidad propiamente dicha, sino más bien a una supuesta. El re-conocimiento de la justificación de la conciencia de culpabilidad por parte de Freud lleva consigo también el reconocimiento de una culpa. Ahora se plantea la pregunta de si la «culpa» de Freud coincide con la culpa «exis-tencial». Blum lo afirma con la referencia de que el dar un sentido más profundo a la agresión, su mezcla con el eros .y su sublimación hace de la conciencia una instancia moral. «Nosotros evitamos la injusticia, el mal, no ya porque está prohibido, porque nos amenazan el castigo y la priva-ción de amor, sino por un mandamiento interior, a partir de nuestro ser. El sentimiento de culpabilidad primitivo, que se origina de la angustia ante la autoridad, se transforma en nuestro ser culpable interiormente, nos obliga a un enfrentamiento interior como acontecer dialogal entre yo y super-yo. No se puede aquilatar suficientemente la importancia de esta idea en la función de la conciencia en todos los fenómenos morales, de con-flicto o fracaso éticos, de naturaleza patológica o como expresión del fra-casar humano y del fallar en su lucha con nuestras pasiones. Sin embargo, nuestra aspiración, ya sea terapéutica o educativa, ya sea de carácter «so-cial» plenamente general, está dirigida a conducir al hombre a una interio-rización de las exigencias sociales y éticas que no consista solamente en la formación de una instancia del super-yo armónica, no solamente en la conformación de un yo, sino en la maduración de una forma del yo, en la que yo y super-yo se complementen mutuamente y lleguen a plena realiza-ción. Pero esto es, en primera línea, la aspiración de nuestra conciencia»28. De esta aspiración crece su ser como «la disposición a sentirse culpable». De este modo «ha realizado Freud la unión de su concepción básica de la conciencia moral con todas las doctrinas filosóficas y teológicas». Pero así pudo Blum interpretar y juzgar a Freud de un modo que apenas si le hace justicia. Pues para él la culpabilidad no constituye un atributo primario

28 e . Blum, en el lugar citado, págs. 181 y sig.

ANGUSTIA Y CULPA.—9

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del hombre, sino que se origina únicamente de forma secundaria a conse-cuencia de la incongruencia con las pretensiones del super-yo; por tanto, según esto, el hombre nunca es culpable a priori; y tampoco coincide la concepción de Freud con todas las «doctrinas filosóficas», por lo menos no con la de Heidegger . S o b r e t o d o la conciencia como función del super-yo nunca representa el ser propio del hombre. S igamos leyendo a F r e u d : « E s fácil demostrar que el ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean al ser superior del hombre. Como formación compensatoria de la nostalgia del padre, contiene en sí el germen del que se han formado todas las religiones. El juicio de la propia insuficiencia en la comparación del yo con su ideal da como resultado el humilde sentir religioso en el que se apoya el creyente anheloso. En el curso posterior del desarrollo, los maes-tros y autoridades han desempeñado el papel de padre: sus mandatos y prohibiciones han quedado poderosos en el ideal del yo y ejercen ahora la censura moral como conciencia. La tensión entre las pretensiones de la conciencia y la actividad del yo es percibida como sentimiento de culpabi-lidad. Los sentimientos sociales descansan en identificaciones con otras a base de parecido ideal, del yo»29. Así, pues, según Freud, la nostalgia del padre, el papel paterno y la censura moral de la conciencia son los que producen los sentimientos de culpabilidad. En ninguna parte se encuentra el concepto de la culpa en sentido teológico o filosófico. Freud habla ex-clusivamente de sentimiento de culpabilidad o de conciencia de culpabi-lidad. En la medida en que se hace, esto, implica, en verdad, la culpa; sin embargo, nunca es citada explícitamente30.

29 S. Freud, Das Ich und das Es. Ges. W., XIII, pág. 265. 30 Friedrich Tramer hace referencia, a este respecto, al parentesco espiritual de

Freud con Nietzsche, al escribir que para Nietzsche la «mala conciencia no es otra cosa que una enfermedad mental grave en la que el hombre tuvo que caer cuando él, en correspondencia a su naturaleza inicial, que le llevaba, «como bestia rubia», a ser una fiera errante, a abandonarse a sus impulsos e instintos primitivos, se hizo infiel y fue atraído al hechizo de la sociedad, de la paz y del bienestar». «Por esta desnaturalización se perdieron de una vez en el inconsciente sus instintos adorme-cidos al menos por su conciencia... A partir de entonces quedó referido a un inte-lecto, al cálculo y combinación, a su razón, sin que, pese a esto, los instintos re-nunciaran a su dominio en su esfera.» Dado que, según Nietzsche, también los ins-tintos tienen conocimiento evidentemente de una «voluntad de poder», se invirtie-ron —después que quedó cerrado el camino hacia fuera— hacia dentro, y produjeron el sentimiento de culpabilidad. «Los instintos que, al igual que animales salvajes, presos por la nostalgia de la libertad, se producen heridas en los barrotes de sus jaulas, martirizan al hombre constreñido en la estrechez agobiante del bienestar y de las costumbres, y producen en él la mala conciencia y el sentimiento de culpa-bilidad...» (F. Tramer, «Friedrich Nietzsche und Sigmund Freud». Jahrb. f . Psycho-íogie, sychotherapie und Medizinische Anthropologie, año 7, 1960, pág . 327).

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Ahora bien, la conciencia de culpabilidad sirve a Freud para incorporar los sueños de angustia o de castigo a su teoría de la realización de los sueños. En estos sueños no está de una forma manifiesta la realización de los deseos; «solamente ponen en el lugar de la realización de los deseos prohibida el castigo a ellos debido; son, por tanto, la realización de los deseos de la conciencia de culpabilidad que reacciona al instinto rechaza-do»31. La conciencia de culpabilidad realiza una función autónoma del super-yo, del que se origina la necesidad de castigo. No obstante, Freud no establece una diferencia de principio entre conciencia de culpabilidad y sentimiento de culpabilidad; de otro modo no podría hablar de una con-ciencia de culpabilidad inconsciente32. En todo caso, Freud opina que el sentimiento de culpabilidad se manifiesta en el análisis como resistencia a la curación, razón por la que un encubrimiento y transformación en un sentimiento de culpabilidad consciente en «lucha contra el obstáculo del sentimiento de culpabilidad inconsciente», como él observa en una nota a pie de página33, abre al analista el camino posterior del análisis. El senti-miento de culpabilidad se pone de manifiesto especialmente en dos enfer-medades de extraordinaria importancia: primero, en la neurosis obsesiva; después, en la melancolía. En la neurosis obsesiva «está permitido el sen-timiento de culpabilidad, pero no puede justificarse ante el yo. De ahí que el yo del enfermo se oponga a la suposición de ser culpable y exija del médico ser fortalecido en su repulsa a estos sentimientos de culpabilidad. Sería una locura acceder a sus deseos, pues todo sería en vano. El análisis muestra entonces que el super-yo es influenciado por procesos que han permanecido desconocidos para el yo. Realmente se pueden encontrar los impulsos reprimidos que fundamentan el sentimiento de culpabilidad. El super-yo sabe, en este caso, más del «ello» inconsciente que el yo». En la melancolía, «el yo no eleva ninguna protesta, se confiesa culpable y se somete al castigo». Vemos el papel tan importante, a la vez que cruel y vio-lento, que Freud concede al super-yo; que se encoleriza contra el yo con una intensidad despiadada, como si se hubiese apoderado de todo el sa-dismo disponible en el individuo. «Ahora bien, Freud sabe ciertamente que el hombre normal no solamente es mucho más inmoral de lo que él cree, sino también mucho más moral de lo que él sabe...»34.

El sentimiento de culpabilidad nace, pues, de la doble raíz del super-yo «como resultado de dos factores altamente significativos: el largo desam-paro de la niñez y la dependencia del hombre, y del hecho de su complejo de Edipo...»; cuanto más de prisa tiene lugar su represión «bajo el influjo

31 s . Freud, Jenseits des Lustprinzips. Ges. W., XIII, pág. 32. 32 s . Freud, Zwangshandlungen und Religionsübungen. Ges. W., VII, pág. 135. 33 S. Freud, Das Ich und das Es. Ges. U'„ XIII, pág. 279. » En el lugar citado, págs. 280 y sigs.

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si 3 2 Angustia y culpa

de ía autoridad, de la doctrina religiosa, de la enseñanza, de las lecturas, tanto más severamente el super-yo como conciencia moral, tal vez, como sentimiento inconsciente de culpabilidad dominará después al yo»35. Sin embargo, el:hombre logra de hecho reprimir el sentimiento de culpabili-dad, de modo que hay «también neurosis obsesivas sin ninguna conciencia de culpabilidad. El yo se ahorra su percepción mediante una serie de ¡síntomas, acciones disciplinarias, limitaciones tendentes al auto-castigo»36. En el escrito «El malestar en la cultura» explica Freud, por segunda vez, Ja génesis del sentimiento de culpabilidad a part ir de dos fuentes, a saber: de la angustia originaria ante la autoridad y de la angustia posterior ante el super-yo. El concepto de culpabilidad (aquí habla Freud por primera vez de la «culpa» en una nota a pie de página) está estrechamente vincu-lado al concepto del mal. Pero ¿qué es el mal? En todo caso, no es siem-pre algo perjudicial o peligroso para el yo, sino, «al contrario, también algo que él desea y que le depara placer»37. Si el yo obra contra las exigencias del exterior, entonces será castigado. Mas el castigo es privación de amor. Así, el mal significa «aquello por lo que uno es amenazado con la pérdida del amor». A este estado, que aparece por primera vez en la niñez, lo llama Freud mala conciencia. Con el desarrollo del super-yo se cambia la situa-ción, en tanto que no solamente la obra mala, sino también la voluntad para esta obra, llega a ser punible, y, por lo tanto, cargada de culpa. La conciencia, que se ha hecho desconfiada e Intolerante en el segundo grado del desarrollo, se comporta «tanto más severa y desconfiadamente cuanto más yirtuoso es el hombre; de modo que al final es llevada de modo más amplio, precisamente en la santidad, a culparse de la fragilidad más grave». Pagando así la virtud una parte del salario a ella prometido; el yo dócil y austero no goza de la confianza de su mentor; se esfuerza en vano, al parecer, en despertarlo. «Ahora bien, se estará dispuesto a replicar que esto son dificultades preparadas artificialmente. La conciencia más severa y despierta es precisamente el rasgo característico del hombre moral, y si los "santos quieren pasar por pecadores, no lo hacen sin razón apelando a las tentaciones para satisfacer el instinto, a las que están expuestos en una gran medida, pues es sabido que las tentaciones arrecian mediante una negación constante, mientras que, al satisfacerlas ocasionalmente, amainan al menos temporalmente.» Otro hecho en el ámbito, rico en pro-blemas, de la ética es que la adversidad, es decir, el fracaso externo, es-timula en gran medida el poder de la conciencia en el super-yo. Mientras al hombre le va bien,,también su conciencia es pacífica y deja al yo «ope-

35 ' En el lugar citado, pág. 263. 36 S. Freud, Hemmuúg,' Sympíom und Angst. Ges. W., XIV, pág. 147. " S. Freud. Das Unbehagen in der Kultur. Ges. W., XIV, pág. 483.

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r a r de diferentes modos»; pero si le ha caído en suerte una desgracia, hace examen de conciencia, reconoce su fragilidad, aumenta sus exigencias de conciencia, se impone abstenciones y se castiga con penitencias. «Pueblosi enteros se han comportado igualmente y se comportan siempre así. «Esto se explica cómodamente partiendo del primer grado infantil de la con-ciencia, que, después de la introyección en el super-yo, no desaparece totalmente, sino que continúa existiendo al lado y debajo de éste. El des-tino se considera como substituto de la instancia paterna; cuando se sufre una desgracia, esto significa que no se es querido ya por el poder supremo, y, amenazado de este modo con la pérdida del amor, se doblega de nuevo ante la representación de los padres en el super-yo, al que se quiso aban-donar en la dicha. Esto se pone de manifiesto de un modo claro cuando, en sentido estrictamente religioso, se ve en el destino solamente la ex-presión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se había considerado como el preferido de Dios, y, cuando el Gran Padre dejó caer sobre este su pueblo adversidad tras adversidad, no se desconcertó por esta relación-o poder y justicia indudable de Dios, sino que produjo los profetas que-le mostraron su fragilidad y sacó de su conciencia de culpabilidad las prescripciones en extremo severas de su religión sacerdotal. Es digno de notar de qué modo tan diferente se comporta el hombre primitivo. Cuan-do ha tenido una adversidad, no se echa a sí mismo la culpa, sino al fe-tiche, que, manifiestamente, no ha realizado su culpabilidad; y le muele a: palos, en lugar de castigarse a sí mismo»38.

Ahora bien, no hay duda que ni la deducción freudiana del sentimiento de culpabilidad del super-yo o de la autoridad paterna ni su determina-ción conceptual del mal pueden satisfacer. Una culpa de este tipo, que no representa otra cosa que una privación de amor, sería, en el mejor de los casos, idéntica con la culpa en sentido moral-teológico y jurídico. De todos modos, en el encuentro psicoterapéutico con el hombre neurótico se pone de manifiesto continuamente que los sentimientos de culpabilidad no están vinculados exclusivamente a las representaciones y normas autoritarias.-¿De qué otro modo podríamos explicarlos, pues, en el onanismo, manifes-tándose también a veces en hombres que nunca en su vida experimenta^ ron una prohibición de este tipo, si no es en el sentido de que ellos han-llegado a sentirse culpables al fracasar en su auto-realización con res-pecto a una forma más madura de la sexualidad? ¿Cómo se podrían com-prender ellos (o sus substitutos) en hombres que no pecan, ni de pensa-miento, ni de palabra, ni de obra, contra las exigencias ético-morales de la Iglesia y del Estado? Si la tarea principal del psicoanálisis consiste en la liberación de los sentimientos de culpabilidad, entonces tendríamos que

38 En el lugar citado, págs, 485 y sig.

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admitir siempre que los esfuerzos psicoanalíticos no tenían sentido. Sin embargo, tampoco el mal puede originarse como un efecto de la angustia por la pérdida de amor. Más bien puede ésta, a lo sumo, ser una conse-cuencia secundaria del mal, y la angustia de ella, bajo determinadas cir-cunstancias, estar enlazada a la obra mala. Esto se desprende siempre también de la concepción cristiana del pecado como una cesura en la relación amorosa con Dios, como un apartamiento voluntario de la segu-ridad de Dios amoroso. Es cierto que ahora hay que distinguir entre «mal» como valoración ético-moral —en ei cual es voluble, individualmente di-verso y sometido a cambios—, el mal en sentido psicoanalítico (en el que incluimos también el concepto de la sombra en la psicología yunguiana) y el mal en sentido filosófico-analítico existencial. Aquí no podemos ver el mal sino como una consecuencia de la culpa existencial. De aquí que, como psicoterapeutas a un padre que en su relación paterna con sus hijos es «culpable» lo designaremos malo, aunque él no se «sienta» culpable de ninguna falta. Conocemos padres que dieron a sus hijos todo lo que éstos necesitaban: habitación, vestido, alimentación y dinero; los mejores edu-cadores y maestros; educación religiosa, cultura y ciencia. Se preocuparon por asegurarles un puesto en esta vida y en la otra. Sin embargo, los hijos fueron desgraciados. Aparentemente, nada les faltaba, y, sin embargo, carecían de lo más necesario: el amor. Los padres no podían comprender por qué sus hijos les hacían reproches, que ellos percibían como injustos, como ingratitud; después de todo; ¡lo que habían hecho por ellos! En su auto-justificación nunca surgió la duda de no haber querido y obrado siempre rectamente. Sin embargo, nosotros pudimos siempre poner en cuestión su auto-justificación, recordándoles la obligación divina de amar al prójimo.

Freud distingue entre un sentimiento de culpabilidad, que hay que designar como arrepentimiento, el cual se refiere a una obra mala come-tida, y otro que no hace referencia a hecho alguno. Así, a causa del odio contra el padre, pudiera surgir el deseo de matarlo sin que se realizara lal deseo; no obstante, el deseo produce sentimientos de culpabilidad. «De hecho, no es decisivo si uno ha matado al padre o se ha abstenido de la acción; en ambos casos hay que sentirse culpable, pues el sentimiento de culpabilidad es la expresión de conflicto ambivalente de la lucha eterna entre el eros y el instinto de destrucción o de m u e r t e » 3 A q u í logra Freud, finalmente, la explicación de aquellos sentimientos de culpabilidad aparen-temente «sin base». Después del asesinato del padre primitivo, que pro-dujo en los hijos arrepentimiento como consecuencia de la «ambivalencia sentimental originaria» (los hijos le odiaban y amaban al mismo tiempo),

39 En el lugar citado, págs. 491 y sig.

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se identificaron en su super-yo con el padre. Este super-yo, que introyecta al padre, se venga ahora por la acción cometida contra él. Además, crea los presupuestos y limitaciones para evitar su repetición, a saber, los sentimientos de culpabilidad, o la conciencia moral: «Yo creo que ahora comprendemos, por fin, dos cosas con plena claridad: la parte del amor en la formación de la conciencia y la inevitabilidad fatal del sentimiento de culpabilidad». Este conflicto se repite no solamente en la relación del hijo con el padre, sino siempre que se plantea al «hombre la tarea de la vida en común»; dentro de la familia se manifiesta en el complejo de Edipo; en la comunidad ampliada, en otras formas. «Lo que se inició en el padre, se consuma en la masa». El precio por el progreso de la cultura se paga, según Freud, «en la merma de felicidad por el aumento del sentimiento de culpabilidad...»40. Ahora bien, el propósito propio de Freud lo constituye quitar al super-yo aquella elevación autoritaria y dirigida contra la feli-cidad del yo. «De aquí que nos veamos muy a menudo precisados, en intención terapéutica, a combatir al super-yo y nos esforcemos por reducir sus exigencias»41. Los mismos reproches que contra el super-yo individual, dirige también Freud contra el «super-yo de la cultura», con otras palabras contra la ética superindividual que hace su aparición con la fe equivocada en el hombre; concede al yo «el dominio ilimitado sobre su ello» y exige de él seguir mandamientos que, bajo determinadas circunstancias, le im-pulsan a la sublevación o a la neurosis.

3. CULPA Y EXISTENCIA

El análisis existencial no se ocupa sólo de los sentimientos de culpa-bilidad o de la conciencia de culpabilidad; Gustav Bally dice, con razón, que el sueño del hombre que llega a liberarse de la culpa por el psicoaná-lisis está acabado42. Considerado analítica-existencialmente, el hombre es ya culpable, en tanto que él es «culpable» de algo precisamente para su existencia. Este ser-culpable, totalmente diferente de un senttVse-culpable indeterminado, comienza con el nacimiento y termina con la muerte; en el marco de ambos acontecimientos, el hombre está llamado a desplegarse y a hacerse suyas las posibilidades a él inmanentes. Sin embargo, sola-mente puede realizar una selección de ellas —para las otras es culpable—. Este ser-culpable lo llama Heidegger un existencial, es decir, pertenece esencialmente a la existencia humana. La culpa existencial se manifiesta en

40 En el lugar citado, pág. 494. 41 En el lugar citado, pág. 503. 42 G. Bally, «Das Schuldproblem und die Psychothcrapie». Schw. Arch. Neur. Psych.,

1952, tomo LXX, pág. 238.

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la conciencia moral. Es, como ya se ha dicho, algo más que un mero sen-timiento de culpabilidad o una conciencia de culpabilidad; más que una mera función de un super-yo de una o de otra índole, sigue siendo culpa real, y jamás se puede eliminar mediante una cura psicoanalítica. La tarea de la psicoterapia no puede consistir en llevar al hombre a un «proto-estado paradisíaco de carencia de culpa», sino más bien en ayudarle a reconocer y soportar su culpa. Pero su afirmación nunca conduce a una glorificación de la culpa, ni ésta, por ello, es purificada o «neutralizada». La «concien-ciación» de la culpa existencial no la anula; al contrario, plantea exigencias y pretensiones; por lo que se explica, a su vez, la causa de que surjan ob-jeciones contra su aceptación. Pero ¿a qué es llamado el hombre por la voz siempre preparada de su conciencia? Se trata del mismo requerimiento que Cristo hizo al hombre en la parábola de los talentos: la apropiación de todas las posibilidades a él dadas para el despliegue de su existencia, para la maduración y perfeccionamiento43. La iglesia plantea la misma exigencia a los creyentes para la consecución del reino celestial, estando la culpa (pecado) en el no lograr la santidad. Pero el hombre no llega a ser santo en la tierra, sino sólo en la otra vida.

Un hombre que reconoce su ser culpable existencial y lo ha aceptado del modo más íntimo (no sólo intelectualmente), queda libre de senti-mientos neuróticos de culpabilidad. Pero también está libre del llamado super-yo, que no representa otra cosa que la apropiación de normas ex-trañas. Cuanto más se somete un hombre al dominio moral ajeno, tanto mayor llega a ser su culpa existencial. Puede llegar a ser existencialmente culpable precisamente en el seguimiento de leyes morales difundidas y usuales o de decretos públicos. Son conocidos aquellos «justos» que viven conforme a la ley, pero de los que ya Cristo dijo: «Vosotros sois tenidos por justos ante los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones. Lo que aparece grande a los hombres, es un crimen ante Dios» (Le. 16, 15). En nuestra época conocemos, tocante a esto, a aquellos esbirros del poder público que, en señal de obediencia a un régimen, hicieron cosas inhuma-

43 Según Binder, la conciencia moral es «siempre una vivencia ética, porque en ella se trata siempre de la propia culpa o no culpa» (H. Binder, «Zur Problematik von Gemüt und Gewissen». Studia Philosophica, 1959, vol. XIX, pág. 62), mientras que, por ejemplo, Nachmansohn resume en el concepto de conciencia moral todos los impulsos motores que resultan de las tareas vitales auténticas en correspondencia a un «plan estructural» auténtico. Distingue también entre conciencia moral auténtica e inauténtica, debiendo entenderse la primera en sentido existencial. Por eso puede decir que las «instituciones públicas, como el Estado, la Iglesia, y la moral general pueden contribuir a cultivar precisamente la conciencia moral inauténtica y a po-nerla en conflicto con la auténtica» (M. Nachmansohn, «Gewissen und Aufgabe». Se-parata de una conferencia en Psychiatr. Neurolog. Verein, Zürich, 1935. Véase también M Nachmansohn, Wesen und Formen des Gewissens, Wien, 1937.

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ñas ; ¡Ante el Estado, ante el Movimiento, ante el partido, héroes; ante sí mismos, culpables!

Así, Boss, al que agradecemos en lo esencial estas ideas, puede esta-blecer que un hombre que alcanza la meta analítico-existencial de la aceptación libre de su culpabilidad existencial, realiza también la im-posición de] objetivo de Freud, a saber: la plena capacidad de t rabajo y de goce. Ni el trabajo ni la alegría de vivir están ya al servicio de las tendencias egoístas del poder y del placer, sino que son la expresión de su afán por la auto-realización y de su despliegue libre y unitario.

El concepto de culpa, del que nosotros hablamos en el análisis exis-tencial, está referido originariamente al modo de consideración ontológico-fundamental de Heidegger. La existencia es culpable en su estructura bá-sica, es decir, la culpa no constituye algo causal accidentalmente inhe-rente al hombre, ningún «atributo» de :1a existencia, sino que es co-entendida en el concepto de la existencia. La culpa está «en el ser de la existencia en cuanto tal», y precisamente de modo que la existencia es culpable en tanto que existe de hecho44. En la sensatez cotidiana, el ser culpable se pone de manifiesto en varias formas. Primero, lo conocemos como un tener una deuda, ser deudor de algo a alguien, llegando así a hacerse «un modo de ser conjuntamente con otros en el campo de la preocupación en forma de aportación y enseñanza». Además, el ser cul-pable tiene la significación de plan primitivo, de relación de causa; es el «ser culpable en». Ambas formas en sus significados vulgares pueden discurrir juntas en «hacerse culpable», en el que está incluido el hacerse-punible- En sentido ontológico, el llegar a ser deudor a otros no implica únicamente una lesión del derecho, sino una «culpa existencial», porque yo tengo culpa de que el otro sea amenazado, equivocado o incluso cortado en su existencia. Este hacerse culpable en otros es posible sin lesión de la ley «pública». El concepto formal del ser culpable en el sentido de haber llega-do a ser culpable en otro puede, pues, definirse: ser causa de una falta en el «ser ahí» de otro, de modo que este ser causa mismo se presente como «imperfecto» a partir de su «para qué». Esta imperfección es la insuficiencia frente a una exigencia que va dirigida al ser existiendo con otros4 S .

En el concepto del ser culpable hay, pues, mucho más que mero en-deudamiento, o incluso conciencia de culpabilidad. El endeudamiento no es la causa del ser culpable, sino que, a la inversa, es solamente posible a base de un ser culpable originario. En tanto que el ser de la existencia es la preocupación, ésta está también «penetrada en su esencia más y más

44 M. Heidegger, Sein und Zeit, Tübingen, 1957, pág. 281. 45 En el lugar citado, pág. 282.

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por el «no ser»; esto no quiere decir otra cosa que el ser, como tal, es culpable. Sin embargo, el no ser existencial... no tiene, en modo alguno, el carácter de una privación, de una carencia frente a un ideal impuesto que no se alcanza en la existencia, sino que el ser de este ente, ante todo lo que él puede proyectar y logra la mayoría de las veces, como proyecto es ya «no ser». De aquí que el ser culpable es «más primitivo que todo saber de él», y así, anteriormente a toda conciencia de culpabilidad. Por tanto, la culpa existe no solamente cuando se despierta una conciencia de cul-pabilidad, sino que precisamente se manifiesta el ser-culpable originario allí donde «duerme» la culpa. Y solamente «porque la existencia es cul-pable en el fondo de su ser, y en cuanto víctima aherrojada se cierra para sí misma, es posible la conciencia con tal que la voz haga ver en el fondo este ser culpable»46. La voz de la conciencia es la llamada de la preocu-pación, por lo que Heidegger dice que el ser culpable constituye el ser que llamamos preocupación. Ei estado de temor, en que la existencia ori-ginariamente hace causa común consigo misma, lleva a «este ente a su desenmascarado no ser, que es inherente a la posibilidad de su poder ser más propio». En cuanto preocupación, a la existencia le importa su ser, y así, la conciencia no es otra cosa que la llamada o retrollamada de la existencia desde el «uno» a su sí mismo. Para el «uno-mismo» sigue es-tando velado su ser culpable. En el «uno» que conocemos como lo neutro, el no ser-sí mismo propio; más bien como el ser-determinado-por-otros, pero también como el término medio, el anonimato, la irresponsabilidad y superficialidad, como impropiedad, la culpabilidad tiene únicamente el sentido de la regla, de la opinión pública y de la norma. Choques contra éstas son las que toma en cuenta y trata de compensar. Se ha evadido de su ser culpable más propio, para hablar de faltas con tanta mayor fuerza. Mas en la invocación el «uno mismo» es invocado al ser culpable más propio del sí mismo. Comprender la llamada es elegir, pero no elegir la conciencia, que, en cuanto tal, no puede ser elegida. Es elegido el tener-conciencia como ser libre para el ser culpable más propio. Comprender la invocación significa: querer-tener-conciencia. «En este querer-tener-con-ciencia no quiere indicarse simplemente la conciencia en cuanto concien-cia, sino únicamente la disposición para llegar a ser invocado». El querer-tener-concíencia es tan ajeno a una búsqueda de endeudamientos fácticos como a la tendencia a una liberación de la culpa en el sentido de lo «cul-pable existencial»47. Heidegger resalta continuamente el carácter de lla-mada de la conciencia. Lo llamado por la conciencia es el «ser ahí» mismo. «La llamada de la conciencia tiene el carácter de la invocación del «ser

« En el lugar citado, págs. 285 y sigs. 47 En el lugar citado, pág. 288.

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ahí» a su más propio poder-ser-sí-mismo, y esto al modo de la llamada del ser culpable más peculiar» 4S. El «ser ahí» es el vocador y el invocador, como llamada de la preocupación al «ser ahí» yecto para el «uno». El «uno» mismo es llamado en la invocación del propio sí mismo a su poder ser, y, ciertamente, como «ser ahí»; es decir, ser-en-el-mundo que se pre-ocupa y ser con otros. A la invocación es propio el comprender, el oir a, la disposición para aceptar. Este comprender la llamada es el querer-tener-conciencia. El estado de ánimo en el que acontece tal comprender y en el que el «ser ahí» se descubre en su inhospitalidad es el encontrarse de la angustia. «El factum de la angustia de la conciencia es una verificación fenoménica de que el «ser ahí» es puesto en el comprender la llamada ante la inhospitalidad de su sí mismo. El querer-tener-conciencia pasa a ser disposición para la angustia»49; la conciencia, entre tanto, llama en silencio, porque el «ser ahí» se da a comprender en la invocación a su poder ser más propio. La conciencia llama sólo silenciosamente; es decir, la llamada viene del silencio total de la inhospitalidad y retrollama al llamado «ser ahí», en cuanto se hace callado, al mutismo de sí mismo. El querer-tener conciencia, por tanto, comprende únicamente en forma ade-cuada este habla silenciosa en el mutismo. Ella priva de la palabra a las habladurías comprensivas del «uno». Heidegger resalta expresamente el malentendido que puede resultar del mutismo de la conciencia; la llamada interpretación comprensiva que se atiene rigurosamente a los hechos, toma a menudo como ocasión el hablar callado de la conciencia para ca-lificar la conciencia como algo en absoluto comprobable y existente. «De el hecho de que» oyendo y comprendiendo solamente pura palabrería, uno no puede constatar llamada alguna, «se le hace un cargo a la con-ciencia, diciendo que es muda, y por ello no presente». Sólo que, con esta interpretación, el «uno» encubre su peculiar dejar oir la llamada y el limitado ámbito de su oir. Despliegue y cumplimiento pueden significar un enriquecimiento del «ser ahí». En esta medida, el hombre está llamado a realizar aquellas posibilidades que le son propias. Sigue siendo respon-sable de aquello que no es otra cosa que el reemplazar su propio ser cul-pable. Declinar la responsabilidad significa la huida, pero la huida aumenta la culpa.

¿Hay un objetivo más elevado y una tarea más seria para el psicoaná-lisis que conducir a los pacientes a él confiados de la irresponsabilidad a la responsabilidad, de la (aparente) inocencia al ajuste de la culpa? Hafner ve cumplido el sentido del análisis «cuando el paciente ha con-seguido la capacidad de encontrarse con su culpa personal»50, y Bally

48 En el Jugar citado, pág. 269. En el lugar citado, pág. 296.

» H. Hafner, Schulderleben und Gewissen, pág. 180.

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exige del hombre «soportar la culpa como una posibilidad humana inalie-nable...» 51. Bodenheimer pregunta: «¿Cómo puede alimentarse jamás una esperanza a liberarse de la culpa, emanada de un tratamiento psicotera-péutico?» Más aún, ¿cómo puede surgir «el propósito de llevar al hombre con medios psicoterapéuticos a actualizarse la culpa?»52. Con seguridad se puede decir que el psicoanálisis no ha adoptado esta actitud frente al problema de la culpa. El afán del hombre era dar un rodeo a la culpa, negarla, desconectarla de su conciencia. Una de las experiencias más des-agradables del hombre es reconocerse una culpa, tener que tomar sobre sí la responsabilidad de una obra que es mala. Cuando Bally escribe que la Teología moral orientada casuísticamente ha andado el mismo camino en lo que afecta al problema de la culpa que la Psicoterapia, podemos darle nuestro asentimiento en la medida en que ambos, tanto el psicoanálisis como la teología, han abandonado sólo parcialmente sus puntos de vista. Para las «Psicologías declaradas», es excluido en sí el ser culpable por la «psicologización del poder-ser-culpable». «Pero esta reducción del pro-blema de la culpa a algo psicológico acontece solamente con la intención de eliminar el problema de la culpa para el individuo, y, finalmente, para todos los hombres. Todos los intentos por investigar la génesis histórica racial e individual del sentimiento de culpabilidad se originaron de la idea de, al descubrir la causa de la culpa, desenmascarar y anular la culpa misma con una ilusión»53. Entretanto, el psicoanálisis y la Teología moral mantienen, primeramente, un punto de vista contrapuesto. Mientras ésta sustrae de la crítica humana sus normas morales, refiriéndolas a la Sa-grada Escritura por la palabra de Dios, y ya la 'duda' le da el cuño de pecado, «.. . la Psicoterapia afirma y ve bien la duda de la validez, esca-moteada a la crítica, de los mandamientos y prohibiciones existentes y transmitidos. Se erige en defensora de los impulsos oprimidos y regulados por estos usos». A diferencia de la Teología, que, primariamente, no va tras los motivos internos del hacerse-culpable, sino que se contenta con hacer volver a los culpables a la comunidad de Cristo, el psicoanálisis54

de cuño freudiano pregunta de un modo irrespetuoso y herético sobre las condiciones bajo las que se han originado las normas y leyes, y, aceptadas por el individuo en calidad de super-yo, las declara culpables. Pero en este proceder se despoja a las normas incluso de su seguridad y perfec-tibilidad dogmáticas. Bally refiere a razones sociológicas el apartamiento

51 G. Bally, en el lugar citado, pág. 238. 12 A. R. Bodenheimer, «Beitrag zum Schuldproblem». Schw. Arch. Neur. Psych-,

1959, tomo 83, pág. 39. 53 G. Bally, en el lugar citado, pág. 228. 5* Un planteamiento de la cuestión que encontramos ya antes de Freud, por ejem-

plo en Nietzsche.

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de los cristianos del cura de almas. Desde que, como consecuencia dél modo actual de producción y distribución de mercancías, no se da ya a la familia, en la que, a fin de cuentas, se apoya la comunidad religiosa, importancia alguna en la vida pública, de un modo parecido tampoco la Iglesia garantiza ya al individuo la seguridad y protección que antes. Pero, al perder apoyo y seguridad, se han perdido también para la comunidad la importancia autoritaria y las exigencias de ella resultantes. «De esta constelación ha nacido el individualismo, que, visto así, aparece como expresión de una necesidad, es decir, que pierden su capacidad de soporte los trasfondos colectivos, el individuo se ve referido a sí mismo en sus determinaciones. El individuo duda de la familia y comunidad amadas por Dios y del estilo de comportamiento representado y exigido por ellas, y así duda también del concepto de culpa que le hacían ver la comunidad y sus representantes»55.

Es algo dudoso si el individualismo puede ser juzgado únicamente desde esta perspectiva. No nos está permitido ver con seguridad la eman-cipación del individuo de la comunidad solamente como una consecuencia de la disminución en importancia de lo colectivo. Más bien parece seña-larse aquí una evolución que conduce al hombre hacia el «ser-sí mismo». El individualismo es no solamente «expresión de una necesidad»: es igualmente la documentación de una madurez humana que no se podría realizar sin la liberación de las cadenas de lo colectivo. Vivimos las con-secuencias inmediatas de una tal «liberación» en todo su dramatismo no solamente, por citar un ejemplo, en los disturbios políticos de los Es-tados que se han hecho «independientes», sino también en la consulta del psicoterapeuta. ¡Con qué fuerza se desbordan con frecuencia los instintos sexuales mantenidos hasta ese momento en reclusión esclavizada, cuán «injusta» y vehementemente se descargan las agresiones reprimidas con-tra los padres educadores! Es cierto que un comportamiento de esta na-turaleza no constituye nunca el objetivo de una psicoterapia, y todo aná-lisis que es interrumpido en un estado tal no ha cumplido su sentido. No obstante, como episodio provisional, no sólo es disculpable, sino hasta necesario. ¿Es, pues, tan difícil entender que también el psicoanálisis, en su afán por liberar a la humanidad de las postrimerías del siglo xix, pe. trificada en su «culpa de la ley», sobrepasó su objetivo? Y ¿no encontró precisamente en la falta de comprensión de la sociedad occidental que se encendió contra él un compañero en la prueba de la cuerda en torno al alma humana?

Sólo en este enfrentamiento, en que ninguna de las dos partes había de ganar, se logró la reconsideración propia sobre la naturaleza del hom-

55 G. Bally, en el lugar citado, pág. 232.

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bre. La Teología Moral cambió su posición dogmática en intereses esen-ciales hacia una visión comprensiva y más profunda del ser humano. La solución percibida como liberadora, de la que era portador el psicoaná-lisis, se mostró, sin embargo, como un engaño. El hombre podía, cierta-mente, liberarse de los sentimientos de culpabilidad, mas, a pesar de ello, seguía siendo víctima de la culpa.

Pero ¿cómo aconteció el «redescubrimiento del individuo como hombre» en el seno del psicoanálisis? El único compañero del hombre en su proceso analítico de maduración sigue siendo el psicoterapeuta. En el terreno de esta relación nace y crece aquel mundo germinal de nuevas posibilidades, que, «por una parte, enriquecen insospechadamente al mundo, pero, por otra, descubren también abismos y peligros que hasta entonces permane-cían ocultos»5S. Si ambos fenómenos, el de la resistencia y el de la transfe-rencia, caracterizan las líneas directrices de la relación entre médico y paciente en el psicoanálisis freudiano, de ello se pone de manifiesto cómo el camino de curación del neurótico se marca en un enfrentamiento doble con el psicoterapeuta, en una relación cambiante de tensión y distensión, en una atmósfera mutua de confianza y desconfianza. Esta relación sigue teniendo validez también hoy como fundamento de todo actuar psicote-rapéutico, aunque en el curso de decenios, desde la fundación del psico-análisis, haya cambiado sus nombres y su significación. Así, como destaca especialmente Maeder, el concepto de la transferencia ha experimentado una transformación, «en tanto que de él deriva un nuevo concepto de la relación interhumana (interpersonal relation), que no está en dependen-cia de la biografía individual como la transferencia» 57. Ludwig Binswan-ger llama a la «comunicación existencial» entre el médico y el paciente «un ser uno con otro y uno para otro», una actitud interna que respeta y acepta amorosamente al paciente con su culpa íntegra, libre de prejuicios con-vencionales y normas sociales. Sin embargo, una actitud tal del médico en modo alguno es congénita al psicoterapeuta. Solamente el enfrenta-miento consigo mismo anterior a su actividad de projimidad, con su propia culpabilidad, le puede capacitar a encarar abiertamente el proble-ma de culpa del enfermo. En esto está fundamentada, en último término, la perplejidad del médico; «su interés personal» por el prójimo que se consume en sentimientos de culpabilidad, el desasosiego interno, «y no solamente en la sublevación a que haga algo tan horroroso»58 . Según sea la capacidad de penetración radical propia del psicoterapeuta, según su procedencia confesional y de concepción del mundo, o según a la «es-

56 G. Bally, en el lugar citado, pág. 233. 57 A. Maeder, Der Psychotherapeut ais Partner, Zürich, 1957, pág. 7. 58 W. v. Siebenthal, en el lugar citado, págs. 23 y sigs.

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cuela filosófica a que pertenezca», tal será el matiz del ser afectado por los sentimientos de culpabilidad del enfermo. El médico tiene que dife-renciarse del hombre medio en que su reacción a la culpa del prójimo, ya sea ésta «objetiva» o «subjetiva», de naturaleza abierta u oculta, no llega a convertirse en sublevación, en una sublevación a que el hombre y el mundo no sean así como uno se los imagina gustosamente o como de-berían ser conforme a un plan previo determinado de tipo antropológico.

Si, a base de las experiencias cualitativas, hemos llegado a la idea de que un encuentro terapéuticamente eficaz con los sentimientos de culpabilidad no es posible en la repulsa y el castigo, sino solamente en la aceptación amorosa del hombre culpable, hemos de lanzar ahora la otra pregunta acerca de la justificación ético-moral de semejante toma de posición, que obliga al psicoterapeuta —al menos aparentemente— a una posición que queda fuera del orden de valores social. ¿No está él, debido a un influjo directo sobre el hombre enfermo, obligado precisamente a afirmar reno-vadamente las normas colectivas también allí donde han ido perdiendo terreno? ¿No está obligado a mantener a raya las fuerzas asocíales y agre-sivas del instinto en favor de una «espiritualidad» provechosa para la colectividad? Tal conducta no solamente erraría plenamente su fin —la curación del paciente—, sino que más bien iría contra el principio funda-mental del actuar médico, a saber, la comprensión de la totalidad del hombre enfermo. A ésta pertenece también la culpabilidad existencial, que no puede ser eliminada ni por el castigo ni por el perdón. El psico-terapeuta no quiere quitar una culpa real, como se le ha reprochado tan a menudo, sino que presta su ayuda al paciente en sus esfuerzos por acep-tar su culpabilidad «personal» como perteneciente a su estructura vital individuada. Que esto no puede acontecer por el camino usual de los mandamientos, prohibiciones y castigos, sino en la única forma posible de la paciencia amorosa, ha sido reconocido también por parte de la Iglesia, y encuentra expresión en la alocución papal del 10 de abril de 1953, en la que Pío XII di jo: «La psicoterapia nunca debe aconsejar al enfermo a seguir haciendo tranquilamente lo materialmente erróneo porque es realizado sin culpa subjetiva, pero debe soportar lo que por el momento es inevitable»59.

Según esto, tiene validez para el psicoterapeuta, en el encuentro con los sentimientos de culpabilidad, lo que Medard Boss en su libro sobre psicoanálisis y análisis existencial exige del médico, «ser afectuoso en la medida recta para un enfermo de este tipo, a veces de un modo casi igual

39 Anima, 1952, cuaderno 4, pág. 294, y Geisí und Leben, 1953, cuaderno 2, pá-ginas 136 y sigs.

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a la madre que lleva a su hijo bajo el corazón, hacer que el médico coexista con el enfermo en la existencia propia concebida dentro de ordenaciones humanas maduras, y esto, a veces, a lo largo de años, lo mismo que un embarazo corporal dura meses»60. Sólo en esta actitud será posible al psicoterapeuta ayudar al hombre neurótico a conseguir aquella libertad interior en la que también su culpa tiene razón de ser.

Nos queda ahora por aclarar la cuestión de en qué puntos se aparta el modo de consideración analítico-existencial del cristiano-teológico-moral, o bien si en el fondo se diferencia en general de éste. En primer lugar hemos de decir que, ciertamente, ha de verse una diferencia esencial en que la culpa existencial a menudo no coincide con la culpa en sentido teológico-moral, y en ocasiones incluso la contradice. Éste puede ser el caso cuando un hombre, a causa de la represión de sus instintos, está libre de culpa teológico-moralmente, pero existencialmente es culpable precisamente porque sigue siendo culpable en algo a su existencia. El no reconocer esta culpa conduce a la neurosis. Así, un hombre puede —como consecuencia de un voto de castidad, en apariencia de fundamento reli-gioso, que le aparta de toda relación matrimonial, pero que en su moti-vación más profunda no corresponde a una religiosidad auténtica, sino más bien es únicamente señal de una repulsa de instinto— ser existencial-mente culpable, pero no teológico-moralmente. ¿O sí? Nos parece que que aquí propiamente existe contradicción no entre análisis existencial y Teología moral, sino solamente dentro de esta última. Nadie puede, en su respecto determinado, estar enfermo y, al mismo tiempo, sano. Si está en-fermo (neuróticamente), entonces también la valoración ética de su acción desde el punto de vista teológico-moral tiene que ser distinta. Por lo tanto, un hombre que, por razones neuróticas, realiza un voto de castidad, no cumple, por eso, una obligación de alto valor moral, y, en su medida, tam-poco es inocente teológico-moralmente. Sigue existiendo, pues, una exi-gencia teológico-moral que a menudo es pasada por alto de un modo pecu-liar, a saber, que el hombre es responsable de su salud. En la Iglesia católica se considera como pecado el hecho de que el hombre en estado de enfermedad no adopte las medidas necesarias para sanar. Pero lo que es tomado en consideración para una pneumonía, una tuberculosis o una fractura, tiene validez en mayor medida con respecto al acontecer neu-rótico de la enfermedad, que abarca al hombre en su personalidad total.

De modo parecido ocurre con la culpa social o jurídica. Sabemos que la sociedad plantea exigencias al individuo que, bajo determinadas cir-cunstancias, comprometen a éste en grado sumo. Como ejemplo aterra-dor, mencionábamos aquellos hechos criminales cometidos por individuos

60 M. Boss, en el lugar citado, pág. 134.

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La culpa en la existencia humana 145-p o r mandato y en nombre de la superioridad estatal. Estos individuos podían muy bien disculparse diciendo que los realizaban «por mandato», y, por tanto, «por obediencia». Ya Pío XII hizo referencia a que tal con-cepción está fundamentada en un error esencial. No existe el individuo para la comunidad, sino la comunidad para el individuo. En la medida en que la justificación moral de un hecho se apoya en la orden de la autori-dad estatal, por ende en la subordinación del individuo a la comunidad, del bien individual al bien común, descansa en una representación equi-vocada. La comunidad, según la concepción cristiana del mundo, repre-senta el gran medio, querido por la naturaleza y por Dios, para la regu-lación del intercambio, con cuya ayuda se satisfacen las necesidades mu-tuas para dejar desplegar plenamente a cada uno, correspondientemente a su personalidad, sus cualidades individuales y sociales. La situación dentro de una unidad física es distinta que en la comunidad moral y que en cualquier organismo de carácter puramente moral. La totalidad en este caso no tiene en sí unidad subsistente, sino una unidad simple de fin y de acción. Los individuos en la comunidad son solamente colaboradores e instrumentos para el logro del objetivo comunitario61.

Así, pues, si queremos hablar de culpa existencial, estamos obligados a reconsiderar de nuevo nuestra existencia como individuo dentro de la comunidad. Sin duda seremos culpables, si, negándonos a nosotros mis-mos, nos sumergimos en cierto modo en la comunidad. Pero ¿podemos li-brarnos de esto? ¿No estamos ya desde el comienzo de nuestra vida en-raizados de tal modo en la comunidad, vinculados a ella y dependiendo de ella, que apenas es posible ya un despliegue libre de nuestro sí mismo? ¿No somos predeterminados por la tradición, educación y herencia de modo que nos quedan solamente posibilidades restringidas para nuestra realización humana propia? Esta pregunta exige la discusión de dos as-pectos : primero, nos obliga a una reflexión sobre el papel de lo colectivo y de su influjo en el individuo; por otra parte se inicia una responsabilidad a par t i r del individuo. El psicoterapeuta oye continuamente la queja : «Yo he llegado a ser así porque me han hecho así... No soy capaz de nada porque no me hicieron aprender... Odio a todos los hombres porque sólo he vi-vido odio.» Seguro que el «ellos» —los prójimos, los educadores— es por-tador en este caso de una co-culpa en la culpa del paciente. En la medida en que la comunidad se arroga un influjo sobre el individuo, será tam-bién siempre co-responsable de su devenir, de su hacer y actuar. Ser hombre quiere decir siempre al mismo tiempo, ser miembro, tener parte en una época determinada de cultura, en una concepción tradicional del mundo, en un orden estatal concreto. Bally observa que los hombres na-

61 «Alocución papal del 14-3-1952». Schweiz. Kirchenzeitung, 1952, núm. 40.

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turales no existen fuera de nuestro anhelo romántico. «El ser regenerado sólo será hombre y solamente en la medida en que sea aceptado en la responsabilidad de los padres o de los educadores. Ellos son los exponen-tes del grupo y de su tradición en la esfera íntima de la familia. Esta acep-tación acontece en el marco de una promesa. Se atestigua al dar un nom-bre. Damos nombres también a los animales, a las cosas. Así designamos su lugar y su empleo. El dar un nombre al hombre es más, es un pro-grama: Tienes que llegar a ser hombre bajo este nombre, y nosotros va-mos a ayudarte a que vivas de acuerdo con este nombre. Es más, debemos ayudarte a que hagas honor a este nombre»6 2 .

De aquí también la gran importancia de la imposición del nombre en los ritos de iniciación de los primitivos, en el bautismo, al entrar en las comunidades monásticas de la Iglesia. Si el hombre lograse realizar todo lo que él quisiera ser, estaría resuelto el problema de la culpa. Sin embargo, esto tendría como presupuesto que las exigencias de la comunidad ten-drían que coincidir plenamente con las del individuo y que éste tendría que ser capaz de cumplir aquellas exigencias. Si —para citar algunos ejem-plos de la vida cotidiana— toda persona que toma parte en el tráfico de una ciudad fuera perfecta en su consideración a los demás, entonces so-brarían todas las leyes de tráfico, todo derecho de preferencia, todas las señales de tráfico, todas las señales de parada. Si todo hombre tuviera conciencia de su responsabilidad para con los prójimos, entonces no preci-saríamos de leyes penales, ni siquiera del derecho civil. Pero, debido a que el hombre, en tanto que es «algo», no es precisamente otras muchas cosas, sigue siendo siempre deudor para sí mismo, y ciertamente tanto más cuanto más intensamente se deja determinar en su vida por otros.

Othmar es contable. «En realidad», quiso elegir otra profesión, pero su padre lo determinó así, y él se doblegó a su decisión. Su padre era, por otra parte, todo menos un contable; quebró su existencia en la exactitud ordenadora y en la formalidad penosamente exacta. Vivía como un bebedor empedernido, abandonando a la familia, tiranizándola y trayéndola al borde de la ruina económica. En sus accesos de rabia y borracheras ame-nazaba el cuerpo y la vida de su muje r y sus hijos. El paciente escuchó escenas aterradoras y también ataques sexuales brutales del padre a la madre.

Dos cualidades fueron el resultado de estas vivencias en la vida pos-terior de Othmar: de una parte se convirtió en un tenedor de libros anancástico y pedante, siendo esto no solamente su profesión, sino que también acuñó toda su actitud vital63. En él, todo estaba repartido, calcu-

« G. Bally, «Schuld und Existenz», Wege zum Menschen, 1960, cuaderno 9, pág. 308. 63 G. Condrau, «Psychotherapie eines Schreibkrampfes». Zschr. f . Psychosomat.

Med., año 7, 1961, 4, págs. 255 y sigs.

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lado, contabilizado. No es, pues, ningún milagro que sus relaciones con los demás se atrofiasen. En especial no podía soportar aquellos que lle-vaban una vida más libre o más desordenada que él. En su lugar de tra-bajo, donde su exactitud era apreciada ciertamente, pronto llamó la aten-ción por una actividad crítica y reformadora, procediendo de un modo muy contrario al compañerismo. Fueron suprimidas las pausas para to-m a r café, y todo retraso del trabajo, incluso las charlas, hasta entonces corrientes, entre los compañeros de empleo rigurosamente recriminados. A su pedantería iba unida una gran repulsa instintiva. Era ajeno a toda relación con chicas. Rechazaba cualquier actividad sexual, «ya de pensa-miento, de palabra o de obra». Al oir, por fin, que «pertenecía» a la vida el casarse, y al conocer, a través de una oficina matrimonial, a una joven, sus relaciones se estancaron durante mucho tiempo en un grado de dis-cusiones intelectuales y estéticas.

Este hombre —aunque no lo sabía, y en el análisis apareció sólo pos-teriormente— estaba metido por completo en el círculo de su padre aunque en protesta. La repulsa sigue siendo siempre solamente una liberación aparente, nunca auténtica. La protesta significa tanto depen-dencia como subordinación. Así, pues, cuando el paciente contrapuso al desorden paterno el principio del orden, cuando a la instintividad del padre contestó con su propia hostilidad instintiva, se encontraba, a su modo, fascinado y apresado por Jas mismas fuerzas que su progenitor. A pesar de su indignación moral sobre la vida «inmoral» de su padre, per-manecía siempre aferrado en gran medida a él. Así llegó a ser culpable en un doble aspecto: primero, porque —por protesta— alejó de sí, rechazó y condenó posibilidades de vida que, aunque ocultas, siguieron siendo en él no menos eficaces que en su padre; y después, sobre todo, porque su repulsa contra el padre hizo imposible para él cualquier liberación y realización de sí mismo.

«Propiamente», Othmar, externa y aparentemente un dechado de vir-tudes en cualquier respecto —nunca tenía nada que confesar, pues no contravenía ningún mandamiento—, tenía que haberse sentido por com-pleto inocente. ¡ No tenía conciencia de ninguna culpa! La culpa, a lo sumo, la llevaría su padre. Y, sin embargo, se le originó una contracción espasm¿ dica de los dedos que le imposibilitó no sólo profesionalmente, sino que, además, produjo en él sentimientos de inferioridad, angustia e insociabi-lidad. También esto se lo imputó a su padre. Fue preciso un análisis de varios años, hasta que pudo ser aceptada la propia culpabilidad por el paciente y vio que no podía consumar el desprendimiento del dominio paterno a consecuencia de su ser culpable colocado en él. Sólo a partir de aquí pudo también reconocer como suyas y apropiarse las «otras» posibilidades hasta ahora enterradas. Sus relaciones con su novia se hi-

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cieron más humanas, cesaron la contracción de la actitud vital y el comportamiento asocia!, y Othmar pudo casarse.

Durante el análisis se imponía continuamente una pregunta esencial: ¿por qué podía afirmar como ia única posible la mencionada actitud vital? La respuesta era siempre: «porque mi padre así lo exigía»; o : «porque lo he aprendido así»; o : «la culpa la tiene mi padre»; o : «porque no pudo oponer resistencia». A Othmar no le llamaba la atención que su hermana, que había crecido junto a él en las mismas circunstancias, había realizado una elaboración totalmente distinta de aquellas vivencias y llegó a ser mucho más libre que él. Aquí se dejaba ver que el devenir consciente y la repetición de las experiencias de la primera infancia no producían en el paciente cambio alguno de su aferramiento neurótico. Sólo la referencia, constantemente repetida, a sí mismo; la pregunta per-manente de por qué él «ahora» tenía que seguir aferrado a este o aquel influjo de su padre y lo que un tal comportamiento significaba en relación a sus propias posibilidades de maduración, le abrió la posibilidad de acep-tar la propia responsabilidad, y asimismo también la culpa.

La existencia de este enfermo respondía, en su limitación y estrechez, á una «felicidad dudosa», como dice Bally, «porque hoy una vida de este tipo, que se realiza en actitudes institucionalizadas y transmitidas y modos de conducta, nos aparece como un existir en una habitación sin ventanas, como círculos sin sentido ni meta, como un estar vencido y cautivo» &4. No podemos existir sin ser algo determinado, pero tampoco sin ser muchas cosas indeterminadas. Si no hemos llegado a ser esto o aquello bajo la presión de la culpabilidad y la angustia, entonces estamos vencidos de hecho; entonces somos, como «uno debiera ser». Pero someterse al «uno» significa hacerse culpables. En la voz de la conciencia el hombre es requerido para «ser» no simplemente el ente yecto que él es, sino para comprender como su razón. «Así soy culpable existiendo, es decir, soy en la culpa existencial, a fin de ser proyecto vano de una razón vana —pues yo existiendo no soy mi razón que yo he de aceptar decidido y soportar como mi no ser, porque yo no he elegido las posibilidades del existir del otro ni las he podido elegir. Yo existiendo para mí he de seguir siempre siendo deudor de la existencia. En el ser deudor está el que yo existiendo no soy posible»65.

El hombre de hoy ha cesado de aceptar incondicionalmente las tradi-ciones como monedas de ley y de orientar su vida según ellas. De este modo se impone una nueva fundamentación de nuestra existencia, a con-secuencia de la cual la exigencia de la comunidad tiene también que pos-

64 G. Bally, en el lugar citado, pág. 309. « M. Heidegger, Sein und Zeií. Según Bally, en el lugar citado, pág. 310.

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ponerse a la obligación del individuo, «dejar el horizonte abierto a todas las posibilidades de la realización propia y del mundo».

La culpa existencial no es —en contraposición a la culpa jurídica y moral-teológica— una culpa de la ley. Además, se distingue de otro modo. Mientras que la sociedad y la Iglesia vinculan la culpa al conocimiento, de ella, la voz de la conciencia existencial permanece independiente del conocimiento o desconocimiento. Tampoco se puede averiguar la proce-dencia de la justificación de tal distinción. Pues, en tanto que el hombre, es responsable de su propio despliegue, no lo es solamente para una parte del mismo. Pero, sobre todo, sigue siendo responsable de la represión en la medida en que, de esta manera, se engaña a sí mismo. Por esto, el tener que oir continuamente la afirmación de que despertar de su laten-cia y hacer conscientes deseos e instintos reprimidos, no solamente no es necesario, sino que es perjudicial, y de ahí que tenga que prohibirse por razones morales no significa otra cosa que poner en tela de juicio la justificación de la existencia para un existente, apoyar un auto-engaño. O ¿debemos negar la «realidad» a tales «deseos oníricos» reprimidos y acó rralados, rechazados y despreciados? ¿Es éticamente de buena ley aquella paciente en su llamada actitud vital consciente que, obligada por el voto de castidad, era atormentada todas las noches por «sueños de terror», en los que se entregaba a orgías sexuales? El hecho de que en estos sueños siempre fuese violada cambia algo en su culpabilidad propia, sumamente personal. Es cierto que trata de salir bien librada diciendo que en, los sueños son «otros» los que consuman en ella estas acciones prohibidas; que ella no puede hacer nada en contra, que no es responsable de sus sueños. ¿No lo es? Todo psicoterapeuta puede comprobar continuamente que los sueños no llegan hasta el hombre de cualquier parte, sino que están en íntima relación con la vida vígil. De aquí que el hombre también sea «culpable» de aquello que acontece en sus sueños. Éstos dejan ver —esto lo sabemos desde Freud— precisamente aquella parte del hombre que el psicoanálisis y también la psicología popular designan como el inconsciente, lo reprimido. Mas si la realidad es así, entonces no tiene sentido alguno negarla. Sin embargo, la concienciación no implica, en modo alguno, la intención —y en esto se pone de manifiesto el gran malentendido de la crítica teológico-cristiana para con la psicoterapia— de colocar el deseo instintivo reprimido como moralmente bueno e «ino-cente», y todavía menos de dejarlo pervivir en todo caso y en toda su amplitud. Los deseos «reprimidos» abarcan grosso modo dos complejos de instintos del hombre: la agresividad y la sexualidad. Para ambos tiene validez la ley psicológica fundamental de que, en la medida en que existen, nunca pueden ser reprimidos «impunemente». Pero la pena sigue a la culpa. Por esto el no reconocimiento de las tendencias agresivas o sexuales

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hay que equipararlo siempre y sin excepción a una culpabilidad existen-cial, a pesar de una aparente «inocencia» moral-teológica.

Cuando hablamos de inocencia «aparente», pensamos en una sentencia de Hegel que reprocha al hombre de hoy que no toma «sobre sí el volu-men total de lo que ha hecho». «Pero el carácter heroico no hace esta distinción, sino que se hace responsable de su hecho con su individualidad total. No quiere compartir la culpa y no sabe nada de esta oposición de las intenciones subjetivas y del hecho objetivo y sus consecuencias»66. Bally observa, además, que el presupuesto de tal actitud, de cuyo error atestigua el sentimiento inconsciente de culpabilidad, es el reconocimiento del ser culpable fundamental del hombre, de una prevaricación para la que no es competente ningún tribunal humano. Un ser culpable real que está encubierto hasta que oímos la voz que nos revela nuestro cautiverio. El canto del gallo que abrió a Pedro los ojos para la verdad que hasta entonces había estado oculta para él, o la aparición de Cristo que des-lumhró a Saulo y que dio a Pablo ojos para ver a qué ministerio era llamado, acaban con este cautiverio. Por esta experiencia, Pablo pudo de-cir : «Para mí es algo insignificante ser interrogado por vosotros o por cualquier otro tribunal humano. Ni siquiera me interrogo a mí mismo, pues aun en el caso de que no tenga conciencia de nada, por eso no estoy todavía justificado, El que va conmigo al interrogatorio es el Señor»67.

No ocurre, además, de modo que entre la culpa jurídica y la culpa existencial tenga que existir un abismo insalvable. Uno puede ser culpa-ble en sentido moral-teológico y, a consecuencia del no reconocimiento de su culpa, hacerse también existencialmente culpable. Sólo que, y esto es lo esencial, detrás de cualquier culpa se encuentra el hombre en su re-lación con el amor y la gracia divinos. Solamente partiendo de aquí hay que entender la parábola de Samman —que no ha sido aceptada en la Biblia oficial—: «En el mismo día dijo a uno que vio t rabajar en sába-do: 'Hombre, si sabes verdaderamente lo que haces, eres bendito, pero si no lo sabes, eres maldito y un transgresor de la ley'» (en Luc. 6, 4, Codex Bezae). Mas no necesitamos siquiera el Codex Bezae68 para de-mostrar la concordancia del concepto psicoterapéutico de culpa con el cristiano. ¿No ha fustigado el mismo Cristo con las palabras más se-

« G. W. Hegel, Aesthetik, I, tomo XII, pág. 257. 67 G. Bally, en el lugar citado, pág. 313. 68 Manuscrito del siglo vi que contiene gran parte de los Cuatro Evangelios y de

la Historia de los Apóstoles. Este manuscrito se encuentra en Lyon desde el siglo ix; fue robado en el saqueo del convento de San Ireneo por los hugonotes y vino a las manos de Theodor Beza, un amigo y seguidor de Calvino, que lo envió a la Bi-blioteca de Cambridge. Este códice D contiene algunos pasajes que no aparecen en ningún otro manuscrito, Por esto no fue aceptado en el texto usual.

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veras y amenazado con las penas más terribles a aquellos que, en una «inocencia» aparente, seguían justificados ante la ley, pero en realidad estaban ciegos para su profunda culpabilidad, los fariseos?

4. ANGUSTIA, CULPA Y ENFERMEDAD

La angustia y la culpa están íntimamente unidas entre sí. No pueden ser tratadas ni investigadas por separado. Pese a las múltiples formas en que nos sale al paso, la angustia se condensa, finalmente, en una sola: en la angustia ante la culpa. Toda angustia es, a fin de cuentas, angustia de la culpa —también la angustia de la muerte—. El hombre es culpable desde su nacimiento en tanto que él en su existencia sigue estando lla-mado de por vida a aquella auto-realización que sólo al morir puede lle-gar a cumplirse. Cuanto más distante se encuentra un hombre de esta auto-realización suya, tanto más culpable es. La culpa puede pasar a su lado inadvertida, no es menester que sea categóricamente un lastre para él. Hay hombres que, en la seguridad de sus esquemas religiosos o po-líticos, nunca llegan a acordarse de su culpa original, o que anulan el sentimiento de culpabilidad valiéndose de una «escrupulosidad» aparen-te; otros consiguen ahogar ya en germen la culpa. Son aquellos «hombres justos» e « inocentes» que no sufren en su frialdad y dureza de corazón, pero, por esto mismo, hacen sufrir más a los otros.

Sin embargo, aquellos otros que no han conservado ni rastro de hu-manidad, no pueden escaparse a la voz de su conciencia existencial. Es la angustia que continuamente refiere a los hombres a sí mismos y les recuerda su culpa. La angustia significa, no obstante, también enferme-dad, ya sea padecida en la forma acentuada de la neurosis de angustia o como neurosis represora de la angustia. Solamente así se deja com-prender su sentido más profundo: apelando a la propia actitud fallida, y así, a la existencia que se falta a sí misma.

¿Cómo puede la Psicoterapia penetrar en el problema, el más antiguo del hombre, de la «auto-realización»? ¿De dónde toma justificación para tal quehacer y de qué modo acontece esta penetración? El psicoterapeuta no cumple, en el fondo, otra tarea que la que se ha encomendado a cada hombre. Ya el estar junto a los hombres y las cosas de este mundo sig-nifica, a la vez, aceptar una responsabilidad. ¿Qué significa responsabi-lidad? ¡Dar respuesta a la llamada de la conciencia! Responsabilidad es obligación dentro del ser uno con otro, porque ser hombre implica siem-pre el ser prójimo; estando ahí, somos también permanentemente co-deudores al mundo. Los problemas fundamentales del hombre, según esto, aparecen con un carácter de projimidad. El sentido de la realiza-

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si 3 2 Angustia y culpa

ción del hombre no está en el aislamiento, sino en la superación. El mundo no es «mundo del objeto» frente al que el hombre está como sujeto y al que él proyecta hacia «dentro». Por esto, tampoco la relación médico-paciente es nunca exclusivamente «transferencia» o «proyección», sino, desde su comienzo, relación auténtica. En este sentido nos está per-mitido decir que ni la psique freudiana, primariamente autoerótico-nar-cisista, que sólo secundariamente se apropia el mundo exterior, ni la tesis yunguiana, como consecuencia de la cual el mundo contemporáneo re-presenta una proyección de contenidos arquetípicos, hacen justicia al ser propio del hombre.

El psicoterapeuta está especialmente vinculado a su tarea de ayudar al prójimo por dos razones: primera, por su vocación de médico que concibe la ayuda no solamente como deber humano, sino que hace de ella adicionalmente una tarea profesional; pero, además, en tanto que, a causa de su propia formación, le ha sido asignada en el análisis doc-trinal aquella visión que sólo en raras ocasiones se ofrece al hombre medio. En esto está —y esto lo vio genialmente Freud— la razón esen-cial de exigir un análisis propio como presupuesto para la psicoterapia. La técnica, en el peor de los casos, podría aprenderse en los libros o por análisis de control. Pero ¿cómo podría un psicoterapeuta encontrarse junto a un paciente de un modo saludable si él mismo no tuviese cono-cimiento de su propia «enfermedad»? Mucho más importante que la téc-nica psicoanalítica —cuya importancia en modo alguno queremos menos-preciar— sigue siendo aquel que la manipula. El psicoterapeuta tiene que haber experimentado la «transferencia» y la «resistencia» en su «propio cuerpo» para comprender su sentido propio. Por esto, también el paciente ha de tener, primeramente, la posibilidad de realizar en los terapeutas todo aquello para lo que en su vida anterior no se le ofreció oportunidad. Si le faltó el padre, ha de poder hacer del psicoterapeuta un «padre»; asimismo, éste ha de aceptar el papel de la madre, ser para el enfermo hermano, hermana, maestro y padre espiritual. Poder ser todo esto sin el peligro de sobrevalorarse a sí mismo, renunciando a la satisfacción narcisista, constituye la exigencia suprema para el psicoterapeuta. Ser amado y odiado según las posibilidades de su paciente. Soportar esto y garantizar al enfermo la posibilidad de ensanchar su mundo sin peligro de ser mal entendido es su responsabilidad. Abrir el mundo significa, a la vez, descubrirse, entregarse, renunciar a la protección, ponerse en ma-nos de; todo esto sigue estando unido a la angustia, que siempre es tam-bién angustia de llegar a ser descubierto. Pero lo que se descubre es la culpa.

En las resistencias del hombre al psicoanálisis podemos sondear, entre otras cosas, la naturaleza propia de la angustia. Rudin dice que la angus-

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t ía ante el psicoanálisis es más general que la angustia de la psicología. Puede tomar formas grotescas si pensamos, por ejemplo, en las curiosas reacciones que suscita el nombrar a un «psiquiatra» entre la gente. El psiquiatra es todavía en muchos lugares —a pesar de que aparente-mente se ha convertido en algo «perteneciente a la sociedad»— una per-sona inquietante que «penetra con la mirada», que desenmascara. «¿No son los psicólogos personas inquietantes, al penetrarle a uno y descubrir los motivos secretos de nuestro obrar y de nuestros sentimientos? ¿Al reco-nocer y poner al descubierto despiadadamente las tendencias de sexua-lidad inconsciente de condición perversa, o de un afán de valoración que excede las dimensiones normales? ¿Al sacar a la claridad de la conciencia los complejos reprimidos durante años y al poner ante los ojos del yo como hecho incontrovertible las mociones inferiores del instinto cuidado-samente preservadas incluso para este yo propio, y, a la inversa, al colo-car de súbito un negro interrogante a modos de comportamientos nobles y a virtudes celosamente practicadas? ¿No ha de sentir uno entonces an-gustia, y, tal vez, hasta un malestar intenso, ante un análisis que no pone f reno a conocer aquellos pequeños auto-engaños, cariñosamente acaricia-dos, que hacen la felicidad de ciertos (tal vez de muchos) hombres? O ¿al ser perforado más y más el tejido sutilmente tejido de la gran mentira de la vida?»69.

Posibilidades de evasión existen en abundancia. Primero se quita valor al psiquiatra, se le degrada. Apenas si hay una profesión que esté tan ex-puesta a las críticas maliciosas como la de psiquiatra. Su saber profesio-nal es puesto en duda, su vida personal es enjuiciada desde un punto de vista moral, religioso o económico. La legislación y la opinión pública lo vigilan con ojos bien abiertos y condenan cualquier paso en falso, supues-to o real, razón por la que se dice de él, a modo de burla, que está con un pie en el periódico y con el otro en la cárcel. El psiquiatra ofrece también una figura chistosa de moda; pues la risa sigue siendo una de las mejores posibilidades de escapar a la angustia. Si el chiste en sí ofrece ya una reacción defensiva excelente (Freud70, Redlich71), el llamado chiste «psiquiátrico» la ofrece de una forma especial. Al lado de estos medios de defensa más o menos conscientes de la angustia ante la psiquiatría, se dan otras medidas, las de aquellas personas que quieren trabar amistad, por decirlo así, con el «peligro». Hay gente que no se harta de «psicología», no pierde conferencia de un psicólogo o psiquiatra, lee y discute todos los artículos sobre psicología y se interesa por todo lo que tenga algo que ver «con el alma». Ahora bien, cualquier psicoterapeuta experimentado-

69 J. Rudin, en el lugar citado, pág. 28. TO S. Freud, Der Witz und seine Beziehung zum Unbewussten, Ges. W., XI, 71 F. Redlich, The Inside Story, New York, 1953.

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p u e d e c o m p r o b a r , e n c ientos d e e j emplos d e su consul ta , cómo u n a con-d u c t a in te lec tua l d e es te t ipo no es sino u n a de fensa , y es ta de fensa n o deno ta o t r a cosa que la angust ia .

La angus t i a a n t e la ps ico te rap ia n o es, p o r e jemplo , la expres ión d e u n a h u m a n i d a d «pr imit iva» o de u n inte lecto deficiente. Al con t ra r io , p u e d e a f e c t a r a cua lquiera , s in m e n o s c a b o de su nivel espi r i tual . S i e m p r e sigue siendo, a p e s a r de la racional ización de los a rgumen tos , u n f a c t o r decisivo. S a b e m o s de inves t igadores sobresa l ien tes cuya ac t i t ud hac ia el ps icoaná-lisis no h a sobrepasado , en el fondo , la res is tencia de u n s imple neuró-tico, a u n q u e c rean jus t i f i ca r su ac t i t ud de u n m o d o (casi) evidente 7 2 .

N o es el p ropós i t o d e n u e s t r a exposic ión ver ha s t a q u é p u n t o la an-gus t ia d e u n ana l izando p u e d e e s t a r « f u n d a m e n t a d a » p o r la c o n d u c t a e r rónea del anal is ta , como, p o r e j emplo , se descr ibe de t a l l adamen te p o r Gor re s 7 3 7 4 . Un ana l i s ta p o d r í a a b u s a r de la conf ianza de su pac ien te ; po-

72 Pensamos, por ejemplo, en Ludwig Klages, que designa al psicoanálisis —para él idéntico con la disolución anímica— «como un bastardo no auténtico, de carácter histórico-espiritual, fruto de un matrimonio desigual todavía más inauténtico», a saber, el casorio de la atomística imaginativa de Herbart y la filosofía del auto-en-gaño de Nietzsche. (L. Klages, Die Grundlagen der Charakterkunde, pág. 263.) En la misma nota, Klages escribe poco después: «Para el psicoanalista verdadero, uno está predeterminado plasma-germinalmente como para un cristiano ortodoxo.» Friedrich Tramer, entre otros, demuestra, apoyándose en algunas afirmaciones de la autobio-grafía de Theodor Lessing, que la crítica destructiva e injustificada de Klages sobre el psicoanálisis tiene como fundamento tendencias de tipo racial-biológico (antise-míticas). (F. Tramer, en el lugar citado, pág. 328.) En época reciente, KarI Jaspers se creyó llamado a ponerse al frente de un ataque contra el psicoanálisis, que, sin embargo, no logró alcanzar mayor pretensión de ciencia y conocimiento del problema que los ataques panfletistas de L. Klages. La Schweizerische Arztezeitung (núms. 43-44 y 45, 1959) publicó un artículo de K. Jaspers, «Der Arzt im technischen Zeitalter», en el que, entre otras, se encuentran las siguientes frases: «Mas dentro de aquello que lleva el nombre de psicoanálisis, Psicología Profunda, Psicosomática, se ha originado algo distinto. Apenas es posible definirlo; de la forma más sencilla, sería lo que procede de Freud, quien es venerado como el abuelo común.» Si sabemos ahora que, según Jaspers, psicoterapia es simplemente aquello que procede de Freud, probable-mente Freud mismo, post morten, se asombraría en extremo de oir: «En la terapia se impone a la fuerza una opinión de fe a las domadas almas», o hasta: «en el análisis doctrinal acontece la grabación, inconscientemente refinada, de una fe por medio de ejercicios que confirmaron de un modo inquebrantable lo que por medio de ellos ha tenido lugar en una conversión.» Y a todos los psicoterapeutas que quie-ren ser «para el paciente un hombre personal existiendo con él» Jaspers les reprocha: «La mascarada de una lucha amorosa debe conducir al despertar de la existencia en el paciente, previo pago. Pero la comunicación planeada tiene que convertirse en un producto falso.» Jaspers, después, tuvo que sufrir también la respuesta de un joven colega que no le fue a la zaga en claridad (F. Meerwein, Schweiz. Arztezeitung, número 51, 1959).

73 A. Gorres, Methode und Erfahrungen der Psychoanatyse, München, 1958. 74 Hay que hacer referencia, a este respecto, a los diversos problemas de la lia-

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dr ía acceder a un deseo instintivo-sexual, ceder a una seducción; podría hacer vacilar una posición religiosa de concepción del mundo aparente-mente firme75. Tales acciones analíticas fallidas no pueden valorarse sino como defectos de técnica de otros médicos. A pesar de todo, ninguna per-sona pondría en duda los esfuerzos sinceros de la medicina solamente porque fracasen algunos médicos en particular.

Por el hecho de que una persona se confíe a un analista no cesa, en modo alguno, para aquélla la responsabilidad de su obrar. Sería un error creer que con el comienzo de un análisis se cambia la responsabilidad del destino posterior exclusivamente del lado del analista, aunque esto pri-meramente se entienda así por la mayoría de los neuróticos, y aún más por sus allegados. Si un analista no aparece como juez o censor ante una paciente atormentada por impulsos de onanismo, en tal caso es él, desde ahora, «culpable» si se masturba. En otros casos, el análisis ha de ser responsable de un empeoramiento de las relaciones matrimoniales o de la repulsa (la mayoría de las veces ya largo tiempo consumada) de los hijos a la autoridad de los padres. Además, el paciente tiene que apren-der paulatinamente —y sin este conocimiento nunca llega a término un análisis— a aceptar también el proceso psicoterapéutico como una parte de su propia responsabilidad; pertenece también siempre al análisis la sacudida de una relación de dependencia «demasiado» ciega del analista, pues dependencia significa siempre menoscabo en la auto-realización. De ahí que nunca pueda acabar un análisis sin que el paciente se haya ela-

mada «contratransferencia», en especial a la «angustia de contratransferencia». Como llevaría demasiado lejos desarrollar aquí detalladamente esta problemática, nos con-tentamos con al referencia a la literatura respectiva. Si las resistencias a las transfe-rencia muestran conexiones estrechas con la angustia, también la angustia es a me-nudo un factor determinante en la contratransferencia. Esto fue comprobado ya por H. Racker («Meaning and Uses of Countertransference». Psychoanalyt. Quart., 1957, 26, 303), H. Heigl («Die Gegenübertragungsangst und ihre Bedeutung». Zschr. /. Psy-chosomat. Med., 1959, año 6, cuaderno 1, pág. 29) y F. Riemann («Bedeutung und Handhabung der Gcgeniibertragung». Zschr, f . Psychosomat. Med., año 6, cuaderno 2, página 223).

75 Viktor v. Weizsiicker expresó una vez el juicio certero de que compensa muy poco aceptar limitaciones, restricciones y difamaciones del psicoanálisis que, la ma-yoría de las veces, proceden de personas que no se ocuparon en absoluto del trata-miento de personas enfermas o que no conocen el psicoanálisis por su propio trabajo, es decir, que enjuician con un diletantismo ligero, a modo del que presencia un es-pectáculo de variedades y da noticia de los números que no le han gustado. «Si el psicoanálisis perjudicara, no hubiera sido aplicado en absoluto. Y si es bueno, tam-bién es verdadero. Resultado de este examen es también que uno no puede partir la verdad. Si tenemos la cortesía de conceder que el psicoanálisis aspira a la verdad, no podemos distinguir entre el valor y la falta de valor del psicoanálisis, sino solamente entre el éxito o el fracaso en sus aspiraciones » V. v. Weizsacker, «Wert und, Unwert der Psychoanalyse». (Schweizer Rundschau, 1948, cuaderno 8-9, págs. 723-724.)

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borado la posibilidad firme y libre de la auto-determinación. Así como es importante que el hombre inseguro y sin esperanzas en sí mismo pueda encontrar provisionalmente, en el «modelo» del analista, seguridad, amor y apoyo, así también es indispensable que no permanezca fijado a esta «línea directriz». Por esto, «sólo aquel que supera la sobrevaloración ca-racterística del médico y la entrega incondicional a la doctrina por él re-presentada... puede alcanzar una forma de existencia nueva y más per-fecta, que es de lo que se trata propiamente en la psicoterapia y que es el presupuesto para una curación verdadera»76. El camino para esta supe-ración lleva al hecho en el que el paciente se elige a sí mismo en el sentido de Kierkegaard. Sólo entonces llega a ser «el individuo consciente de sí mismo como este individuo determinado, con estas inclinaciones, estos instintos, estas pasiones, bajo el influjo de este ambiente determinado. Quien se hace consciente de sí mismo así, acepta todo esto en su respon-sabilidad. No se detiene, tanto si debe acabar con el individuo o no, pues sabe que pierde algo más excelso si no lo hace. De este modo, el indi-viduo ético se conoce a sí mismo; mas este conocimiento no es una con-templación (en tal caso, el individuo sería concebido meramente según su necesidad); más bien se vuelve sobre sí mismo, y esto es una acción, razón por la que yo, intencionadamente, tampoco he hablado de un cono-cerse a-sí-mismo, sino de un elegirse a-sí-mismo». Pero elegirse a sí mismo quiere decir aceptar la plena responsabilidad de una existencia como «ser en el mundo y ser con». Olvidándose de sí mismo, desvanecerse en un modo de ser narcisista-egoísta implica igualmente culpa. El hombre ha perdido irremediablemente «la autoridad de una tradición irremediable» (Bally). Desprendidos de esta envoltura, liberados hasta convertirnos en individuos sin patria, estamos expuestos a la angustia y a la soledad. Ésta es nuestra pérdida. Mas lo que hemos ganado es el conocimiento de que, más allá de toda tradición, somos esencialmente prójimos. Obedeciendo al amor, como vuelta impulsiva y pasional al prójimo, el individuo des-esperanzado se descubre como prójimo que solamente puede ser indivi-duo gracias a la comunidad»77.

¿Cómo fundamentamos la tesis a consecuencia de la cual precisa-mente en la angustia del hombre ante la psicología, ante la psiquiatría y psicoterapia se revela su esencia propia? Contestar a esta pregunta sig-nifica atribuir al hombre una tendencia a no dejarse descubrir. La angus-tia ante el psiquiatra es angustia a llegar a ser descubierto. El psicoaná-lisis es rechazado por muchos con el argumento de que es un compro-metimiento de las esferas más íntimas, un penetrar sin distancia en lo

76 G. Bally, «Das Schuldproblem und die Psychotherapie», en el lugar citado, pá-gina 235.

77 En el lugar citado, pág. 237.

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m á s personal. Comprometer tiene, además del sentido del quitar todo lo q u e tapa, la significación del estar expuesto a la contemplación y del tener que-avergonzarse. El hombre sólo siente angustia ante el comprometi-mien to cuando, en el fondo, tiene que ocultar algo. Ocultar quiere decir, al mismo tiempo, rechazar, no reconocer, avergonzarse; significa también se r poco sincero. No ser sincero con relación a sí mismo puede significar s e r impropio, no ser-propio para sí mismo. Pero quien no es para sí mis-mo , fal ta contra sí mismo, queda en algo deudor a sí mismo. De aquí que, a fin de cuentas, en toda angustia se oculte la angustia al reconocimiento de la culpa. Un hombre que tiene conocimiento de su culpa existencial, que la afirma y hace lo posible por reducir aquella culpa, que obedece a la l lamada de la conciencia, que renuncia al intento prometeico de recha-zar la culpabilidad, no ha menester de la angustia ni siquiera a la vista de la muerte. Pues en él vive, en lugar de aquélla, la confianza, la espe-ranza.

¿Cuál es la situación del hombre para con su enfermedad? ¿Realiza ésta únicamente su menoscabo fatídico y no influenciable de la existen-cia?; o ¿es la pena hecha visible por sus faltas morales?; ¿se documenta en ella la ira de la divinidad o una debilidad humana?

Existe la «enfermedad de no poder estar enfermo». Con ello quiere decirse, propiamente, la «culpa de no poder estar enfermo». Huida de la enfermedad y defensa contra ella puede tener carácter de culpa, así como ésta, a la inversa, no se origina «sin culpa». Para explicar esta afirma-ción, al parecer paradójica, vamos a citar a un enfermo que padecía de un estado anímico depresivo. El paciente, un médico de cincuenta y siete años, de origen rumano, pero que posteriormente emigró a Estados Uni-dos, cayó repentinamente, cuando realizaba su t rabajo en una consulta rural , en una depresión grave, acompañada de ideas persecutorias y de relación. Sus intenciones de suicidio determinaron el internamiento en una clínica privada norteamericana. El doctor Georgu, naturalmente, no se consideraba enfermo. Quería trabajar, y no podía entender por qué se le impedía hacerlo. Sin embargo, se consideraba culpable. Este senti-miento de culpabilidad respondía a una necesidad de castigo que le hacía suponer en todas partes policías o jueces, espías y ladrones. Se veía ya en prisión juzgado, penado y ejecutado. A él mismo le parecía que estar enfermo era una fuga; por tanto, tenía también que estar aquí. No le estaba permitido estar enfermo, pues contra el enfermar nada se puede hacer; ¡sólo él podía hacer algo por su estado! Como médico, nunca se le había ocurrido la idea de que a la enfermedad podía ir unida una res-ponsabilidad; aquélla seguía siendo para él algo fatídico, inevitable. La misión de su actuar médico se agotaba en la ayuda y en el alivio —tal vez entraba también en consideración en pequeña escala el intento de ir

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contra las fuerzas del destino—. Más de treinta años lleva esta lucha con-tra la enfermedad y la muerte, contra algo supuestamente sin sentido. Era considerado como un médico concienzudo que día y noche estaba a disposición de sus enfermos, y, sin embargo, él mismo no era capaz de aceptar su enfermedad, su poder-estar-enfermo. Se revelaba contra ello y se envolvía crecientemente en la culpa. Su estado anímico depresivo ad-quiría a todas luces un carácter psicótico. Sólo cuando se logró llevar al paciente a aquella visión de la enfermedad que no significa resignación, sino integración, pudo ponerse en marcha el proceso curativo.

¿Con qué fundamento podemos afirmar que este paciente, que proba-blemente llegó a ser culpable por no aceptar su enfermedad, era ya res-ponsable de la formación de la misma? ¿Cómo este hombre, que no hacía otra cosa que su deber, pudo enfermar, y en su enfermedad llegar a sen-tirse culpable? La biografía nos mostró que él, como nos dijo su mujer, era the most perfect man. Su vida consistía en la entrega a sus enfermos. La esposa hacía de él un dios. Su desarrollo sexual era discreto. El doctor Georgu no bebía alcohol, no fumaba; el dinero no jugaba para él otro papel que el de cubrir sus necesidades de acuerdo con su clase. En una palabra, era un buen médico rural.

Y sin embargo, precisamente porque su vida se desvanecía en el tra-bajo, había quedado deudor de algo, y, con ello, responsable de su «llegar a estar enfermo». Esta culpa estaba en el ya referido «no hacer otra co-sa». En la exploración psiquiátrica emergió un hermano del paciente que llevaba una vida ajena, contrapuesta a él, que se permitía algo, que gozaba de la vida —con el doctor Georgu había roto toda relación, desde hacía veinte años, precisamente por esta razón—. ¡No podía aceptar en su hermano una vida que él tenía que negarse a sí mismo bajo el mayor sacrificio!

Otra es la situación en el caso de un millonario sudamericano que durante toda su vida no tuvo otra aspiración que la gloria, el lujo eco-nómico y la libertad de impulsos, pero que, finalmente, cayó en una de-presión grave. Su dinero le permitía emprender viajes por todo el mundo y consultar los médicos más caros. Mas precisamente, tratándose de él, la psicoterapia era inútil, porque en ningún momento se encontraba dis-puesto a permanecer por algún tiempo en su depresión y a dar oído en su interior a la voz de la conciencia. Su pretensión, incluso en la enferme-dad, era mezquina y comercial: ¡Cúreme lo más pronto posible! Así, iba dando tumbos de electroschock en electroschock, y no percibía que él, en cuanto hombre, se iba convirtiendo en un ser solamente capaz de goce y de trabajo; que no estaba dispuesto a sobrellevar ni la culpa ni la res-ponsabilidad.

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Tampoco podía estar enfermo aquel hijo, de treinta años de edad, de una acomodada familia norteamericana, que en su vida no había cono-cido ni el trabajo ni las obligaciones. Su vida la pasaba en viajes de placer en barco, en avión o coche por todo el mundo. Acompañado de muje res que, la mayoría de las veces, cogía al paso en cualquier bar o local nocturno, vivía su vida «disipadamente». Con un yate propio, con casas propias en todos los continentes, con amigos y amigas, y, sin em-bargo, estaba solo. Y tenía miedo de esta soledad. Pues, en la falta de sentido de su existencia, era incapaz de establecer una relación auténtica con sus prójimos, El respeto de los amigos lo conseguía por una fortuna gigantesca y por su liberalidad financiera. Las mujeres le interesaban únicamente como camaradas sexuales de juego. Siempre que amenazaba producirse una relación humana y obligante, caía en una depresión pro-funda . Temporalmente estuvo hospitalizado, varias veces intentó salir de sus depresiones por caminos psicoanalíticos. Sin embargo, regularmente fracasaba la psicoterapia en el momento en que su relación con el ana-lista se hacía «peligrosa» para él. No podía dar el paso que le llevase a la projimidad, y, con ello, a la aceptación de responsabilidad y culpa, por-que entre aquello que era hasta ahora y lo que debía llegar a ser existía un abismo enorme, una tierra de nadie que no se atrevía a pisar. Del mismo modo que rompía siempre bruscamente sus amistades, así tam-bién rompía con el análisis, quedando, la mayoría de las veces, también libre de sus depresiones de una forma espontánea. Que nunca —ni siquie-ra durante un tratamiento analítico que abarcó más de dos años— estuvo dispuesto a reconocer su estar enfermo como necesidad y amonestación, es algo que cae por su peso en este hombre, cuyo único afán era la con-secución de placeres meramente superficiales. Apenas quedó psico-fármaco que no se procurase clandestinamente para acortar sus «períodos de dolor».

Estos casos nos retrotraen a la cuestión principal del entrelazamiento de culpa y enfermedad. En primer lugar hemos de dejar sentado aquí nuevamente que la «culpa» puede ser considerada bajo diferentes aspec-tos. Cuando hablamos de enfermedad y de culpa, no nos referimos a la culpa en sentido «moral». El médico rumano era, en verdad, moralmente «inocente»; el millonario sudamericano, juzgado desde el punto de vista de las normas éticas, llevaba una vida desde todo punto no carente de culpa, y, sin embargo, esta culpa con respecto a su estar enfermo no cae dentro del sector teológico-moral. Lo mismo puede decirse de nuestro joven trotamundos. La culpa en sentido psicoterapéutico es siempre una culpa existencial. Siempre, y particularmente cuando un hombre niega la justificación existencial a sectores esenciales de su ser-sí mismo, se hace culpable. Cuando, por ejemplo, Bodenheimer escribe que «radica en

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l a n a t u r a l e z a de la a c t i t u d del m é d i c o y del p s i c o t e r a p e u t a q u e el m o d o d e ve r del p s i c o t e r a p e u t a y q u e el t i po d e c o n t a c t o m é d i c o y ps ico te ra -p é u t i c o n o a c t ú e n d e s a d e u d a n d o n i d is-culpando» 7 S , e s to a t a ñ e exclusiva-m e n t e a la cu lpa en s en t ido teológico-moral o ju r íd ico . La p r e g u n t a d e si tal a c t i t u d del t e r a p e u t a es p e r m i t i d a y f u n d a m e n t a b l e , la h e m o s con-t e s t ado ya en el s en t ido d e q u e el m é d i c o e n cua lqu ie r caso, en c u a n t o m é d i c o , h a de serv i r al h o m b r e , n o a cua l e squ ie ra «general idad». E s t a a f i rmac ión , al p a r e c e r apodíc t ica , p u e d e q u e p r o v o q u e a s o m b r o in te r ro -gan te , p e r p l e j i d a d o r e p u l s a ab i e r t a . Mas n o debe se r m a l e n t e n d i d a . B a j o la «genera l idad» n o e n t e n d e m o s a q u í a los «ot ros» h o m b r e s , s ino exc lus ivamen te lo colect ivo c o m o ins t i tuc ión social , ya se a p r o p i e é s t a u n c a r á c t e r re l igioso o j u r íd i co . E l m é d i c o q u e es t á al servicio de u n a ins t i tuc ión , q u e d e j a a u n l ado el s e r h u m a n o indiv idual , q u e d a p r i v a d o d e la h o n r o s a denominac ión d e « ja t ros» , de t e r a p e u t a . A lo sumo, es to-dav ía u n f u n c i o n a r i o con conoc imien to s méd icos .

H e m o s d e s t a c a d o c o n t i n u a m e n t e la a c t i t u d a m o r o s a del p s i c u t e r a p e u t a f r e n t e a la t o m a de pos ic ión va lo ra t iva (moral- teológica) y j uzgan te ( ju-r íd ica) E s t a a c t i t u d a m o r o s a a p a r e c e n a t u r a l si se re f lex iona s o b r e el s e r h u m a n o . Sólo que , en ella, el h o m b r e sigue e s t a n d o o r i e n t a d o a l p ró-

78 A. R. Bodenheimer, en el lugar citado, pág. 41. 79 Edith Weigert designa la angustia como una señal de peligro que indica el

aislamiento amenazante y la pérdida de confianza. «La amabilidad firme y permanente frente a las angustias del paciente puede vencer sus resistencias, su vergüenza, su desconfianza, como también sus ataques ofensivos. Pero el ánimo del terapeuta ha de ser auténtico y convencido. El paciente ha estado expuesto a muchas desconfianzas, promesas fingidas de amor y falseamientos de la verdad. Él mismo puede pedir tempestuosamente falsas seguridades como apoyo de su egoísmo defensivo. Es im-portante que el terapeuta sea sensible a la necesidad, profundamente reprimida, de confianza en un mínimo de opiniones preconcebidas y sin prejuicios morales. La simpatía sentimental y el prejuicio moral sirven a las propias pretensiones egocéntri-cas del terapeuta. Sólo mediante una apertura sin reservas puede el terapeuta obte-ner descubrimientos verdaderos y ayudar al paciente a descubrir de nuevo sus per-didas posibilidades de confianza» («Einsamkeit und Vertrauen». Psyche, XIV, pá-ginas 541-542). Y sigue: «Una relación basada en la confianza no da de lado a los sen-timientos existenciales de culpabilidad. Pero esta culpa existencial no es una derrota maldita. En la relación yo-tú, la culpa puede ser mirada verdaderamente como acon-tecimiento que daña la vida. La culpa puede ser superada si puede ser vivida en humildad auténtica; y esta humildad crece solamente en la atmósfera de la con-fianza. El psicoterapeuta, que trata los sentimientos de culpabilidad de un hombre solitario, ha de distinguir entre las heridas y las cicatrices de un narcisismo herido y la culpa existencial real. Su confianza en la verdad reveladora de una relación crea-dora le preserva de los extravíos de los prejuicios personales y de las consolaciones falsas. Su confianza puede templar el ánimo del enfermo, penetrar verazmente sus fracasos, dar con sus decisiones éticas propias y leencontrar la originalidad que ha perdido parcialmente en su soledad.» (En el lugar citado, págs. 543-544.)

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j i m o . La angustia, según decíamos, crece sobre el terreno de la falta de amor . ¿De qué otro modo podría ser anulada si no es por el amor? Bo-denheimer postula una instancia mediadora para el psicoterapeuta que desea hacer reinar el amor en una relación impuesta voluntariamente y n o nacida de la espontaneidad del acaso. «Pues el despertar y la práctica del amor es un proceso único vinculado al encuentro de dos personas, sustraído al arbitrio, y, por ello, tal vez accesible al encuentro terapéutico, y no acomodable, bajo determinadas circunstancias, en una situación terapéutica. Donde él, arrancado a la espontaneidad y al acaso, debe convertirse en un medio del encuentro, ha de ser transmitido con la ayuda de un elemento que lo porte» 80. Un elemento de este tipo puede cumplirse p o r medio de una filosofía o una confesión religiosa. Sin embargo, esta interpretación del amor psicoterapéuticamente ofrecido nos parece que no corresponde a la esencia de la actitud psicoterapéutica. El psicoterapeuta no ha menester «instancia mediadora» alguna en la relación con el en-fermo; no precisa ni de una filosofía ni de una profesión confesional es-pecífica. También el postulado de la «espontaneidad» y del «acaso» sigue siendo una limitación inconveniente del amor; pues abarca mucho más que el encuentro de dos personas. Está contenido ya en la existencia, en el cuidado, y, por lo tanto, le es propio esencialmente a la existencia, por lo que no necesita de mediación alguna. Por el contrario, el psicoterapeuta mismo actúa como «mediador» del amor y de la comprensión, y sólo en la medida en que se encuentra dispuesto a serlo es también psicoterapeuta. Esto le plantea grandes exigencias, no, por ejemplo, de tipo de concepción del mundo, como se exige por Nuttin8 1 y otros, sino de naturaleza pu-ramente humana. O. Mowrer habla de personal maturity82, K. Jaspers destaca que «el médico sólo a base del constante esclarecimiento de sí mismo, con la distancia para consigo mismo y para con el enfermo, con-sigue a la vez su madurez». El presente de una personalidad y su voluntad de ayudar no es lo único que hace el bien. «La existencia de una persona razonable con la fuerza del espíritu y la acción convincente de un ser absolutamente bueno despierta en el otro, y así también en el enfermo, las fuerzas incalculables de la confianza, del querer vivir, de la veracidad, sin que se diga una palabra sobre ello. Lo que el hombre puede ser para el hombre no se agota en conceptualidades»83.

En la «incondicionalidad» del amor y la bondad del médico está el se-creto del actuar psicoterapéutico. Es cierto que el enfermo experimenta también en la vida cotidiana una seguridad amorosa, mas siempre bajo

so a. r . Bodenheimer, en el lugar citado, pág. 41. si J. Nuttin, Psychoanalyse und Personlichkeit, Fribourg, 1956, págs. 83 y sigs. 82 O. Mowrer, Journal of consulting Psychology, 1951, 15, pág. 274. 83 K. Jaspers, «Die Idee des Arztes». Schweiz. Antezeitung, 1953, 27, pág. 257.

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determinadas condiciones: en la religión, en la medida en que se atiene a los mandamientos de la Iglesia; en la familia, en el matrimonio, en la sociedad, en el círculo de sus amigos, en la medida en que puede «amol-darse» a los demás. El amor y la bondad, considerados en el fondo, son mucho más raros y mucho menos «espontáneos» de lo que se supone ge-neralmente. El padre ama al hijo cuando y en la medida en que obedece; la novia ama al novio cuando y mientras él la quiere a ella y le perma-nece fiel. La amistad dura mientras el amigo complace al amigo. Aquí toma origen la disposición a desplazar de la conciencia todo lo desagra-dable, lo malo, lo bajo, que uno ve tan claramente en los padres, parien-tes, superiores y amigos, porque no es compatible con el amor. Alguna persona neurótica vive por primera vez en la psicoterapia que el amor sólo puede ser amor auténtico cuando no se vincula a condiciones. No representa una mercancía que se «cambia» por buenas obras o por amor recíproco; más bien sigue siendo un regalo que es ofrecido voluntaria y desprendidamente y sin equivalente. Sólo sobre este terreno puede el en-fermo encontrarse con el analista con aquella apertura que le hace po-sible abrirse, a su vez, a sí mismo y a los prójimos. También en el amor tiene lugar el enfrentamiento del paciente con su angustia y culpa, últi-mamente con su «enfermedad».

Sobre el «sentido» de la enfermedad se ha escrito ya mucho. Desde que el concepto de enfermedad fue liberado de la estrechez científico-na-tural, el péndulo osciló hacia el «lado contrario» del pensar filosófico. Ya la concepción cristiana de la vida habla de la disposición al sufrimiento; también de la humildad de aceptar las enfermedades como carga querida por Dios; incluso del sentido de la enfermedad como expiación de pecados pasados. Jores pudo decir, en su discurso de toma de posesión de recto-rado en Hamburgo, que la «enfermedad es consecuencia del pecado», so-breviene para «curación del alma» y para «llegar a la madurez»84 . Impe-ra también la idea de que la enfermedad «tiene que ser algo bueno»; cuando Dios ama especialmente, manda necesidades y enfermedad. Nuttin habla de los motivos «que llevan a cada uno a la aceptación noble de una prueba o de un sufrimiento», y pretende hacer de esto propósito central de la actitud cristiana de la vida85. En la vinculación a la culpa radica todo el sentido de la enfermedad, estando a menudo fundamen-tada en una forma que no nos está permitido aceptar sin crítica. La en-fermedad, según esto, debe ser, pues, como castigo, una consecuencia de la culpa del pecado, mas no debe ser, en cuanto tal, en sí misma una culpa. Jores da expresión a este punto de vista cuando habla de la culpa

m Según K. Jaspers, en el lugar citado, pág. 255. «5 J. Nuttin, en el lugar citado, pág. 142.

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trágica, que, según la doctrina cristiana, descansa en que el mundo está «caído». «Con la transgresión de un claro mandamiento de Dios por la p r imera pareja humana ha entrado en el mundo el pecado, y la enfer-medad como su consecuencia, y se ha continuado de generación en gene-ración como pecado original»8Ó. Nos parece que sabemos todavía dema-siado poco sobre el hombre para poder afirmar tal cosa de él y de su enfermedad. El ser-humano lleva ya en sí también la posibilidad del en-fe rmar . Si esto es una consecuencia fatídica del atrevido deseo de «ser como Dios», por lo tanto resultado del pecado original, deben decirlo los teólogos. Sólo nos está permitido decir con seguridad: la enfermedad no descansa en la culpabilidad personal del hombre que transgrede el decá-logo. «Ni el ladrón ni el asesino enferman como consecuencia de sus obras. Esta circunstancia ha traído siempre consigo que el tema de en-fermedad y culpa haya sido percibido por los profanos y por los médicos como totalmente descaminado. La psicoterapia incluso tiene el conoci-miento de una realidad contrapuesta; existen trastornos neuróticos que pueden originarse por sentimientos de culpabilidad, falsos, o, por lo me-nos, exagerados, frente a este tipo de conciencia moral»87. Además, es un hecho conocido que, en este «valle de lágrimas», los «inocentes» tienen que sufrir aún más que los «pecadores».

El problema de la culpa se ha convertido en demanda central en la teoría de las neurosis, de modo que el psicoterapeuta ha de encararlo seriamente tanto en el aspecto teórico como también en la labor práctica cara al enfermo. E. Fromm88 , I. Caruso89, A. Maeder90 y otros investiga-dores le han dedicado excelentes estudios. También Martin Buber consi-dera un error psicoterapéutico que «uno pueda justificar su tarea como médico de hombres culpables por el mero desalojamiento de los senti-mientos de culpabilidad»91. Tanto mayor es nuestro asombro de que por ignorancia, incluso las obras más recientes sobre psicoterapia, como, por ejemplo, Krankheit und Gesundung, de Erwin Reisner, reprochen a los psicoterapeutas que disculparon lo patológico con vivencias de la niñez, en lugar de confrontar al enfermo con su culpa92. Háfner hizo hincapié en que la libertad de la culpa se da «solamente al precio de rehusar la voz de la conciencia; por tanto, siendo víctima el sí mismo de un menos-cabo.,.»; y Frankl habla del objetivo de la psicoterapia tendente a la

86 A. Jores, Der Mensch und seine Krankheit, Stuttgart, 1956, pág. 83. 87 A. Jores, en el lugar citado, págs. 77 y sigs. 86 E. Fromm, Psychoanalyse und Ethik, Zürich, 1954. «9 I. Caruso, Psychoanalyse und Synthese, Wien, 1952. 90 A. Maeder, Wege zur seelischen Heüung, Zürich, 1955. 91 M. Buber, Schuld und Schuldgefühle, Heidelberg, 1958, pág. 18, 92 E. Reisner, Krankheit und Gesundung, Berlín, 1957, pág. 178 y sig.

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«responsabilidad». H. Kuhn dice que la aspiración a «llegar a ser un sí mismo libre de culpa» está tentada a convertirse en la aspiración a pre-ferir no ser «sí mismo»93.

Precisamente la psicoterapia, que hoy nuestro mundo positivista y tec-nificado refiere de nuevo al hombre, no está fundamentada en una psico-logización, sino en una consideración a su «metafísica». «No hay ser hu-mano sin metafísica», dice Rorarius apoyándose en los «más grandes pen-sadores», sobre todo en Platón94. La liberación de la medicina de la cauti-vidad dentro de categorías técnicas y puramente científico-naturales con-dujo, en primer lugar, estimulada por v. Weizsácker, a la concepción de que la génesis y naturaleza de la enfermedad puede ser comprendida con sentido pleno en su hic et nunc a partir de la biografía respectiva del en-fermo95 . Además, esto trae consigo también el peligro de la «disculpa» c o n f o r m e a la c o n c e p c i ó n p o p u l a r de l comprendre c'est pardonner, a la que ya hemos hecho referencia. La enfermedad dis-culpa en nuestra época civilizada de cultura. El enfermo es considerado como impedido, inferior, perjudicado; de ahí que sea menos responsable de su obrar y actuar: sus acciones están disculpadas. Necesita de la ayuda y del apoyo, y es, asi-mismo, acreedor de compasión. Hemos visto que tanto la religión como el derecho tienen en cuenta el estar enfermo en el enjuiciamiento de la culpabilidad. Del mismo modo, la opinión pública está de parte del en-fermo. ¡Qué descanso produce en los familiares de un criminal saber que su hijo, su hermano o su padre han cometido sus hechos en un estado «irresponsable»! En el convencimiento de que su hijo tenía una enfer-medad mental, el padre de un hijo que había incurrido en pena por tras-tornar el tráfico, exigió Ja comprobación psiquiátrica de su irresponsabi-lidad. Mas su «enfermedad mental» se manifestaba únicamente en que tenía la «manía» de arrancarse los pelos de la barba.

El hombre sigue haciendo esfuerzos por liberarse de la culpa, por arro-jarla, por descargarse de ella. En este afán, viene en su ayuda la enfer-medad. Si no la experimenta en sí mismo, sino en los prójimos, entonces, en el fondo, se disculpa a sí mismo al disculpar a los otros. Mas cuán problemático es este comportamiento se pone de manifiesto de la forma más clara en la relación médico-enfermo. Si el paciente no es culpable de su enfermedad, ni responsable de ella, en tal caso, como observa correc-tamente Bodenheimer, no es ya una pareja válida. Pudiéramos dar un paso más, y decir que un enfermo totalmente «dis-culpado» no puede ser tra-tado por el médico de otro modo que como, por ejemplo, un animal do-

93 H. Hafner, Schulderleben und Gewissen, Stuttgart, 1956, pág. 178 y sig. 94 W. Rorarius, «Sinn der Krenkheit», Wege zum Menschen, 1958, 9, pág. 289 y

siguiente. 95 En el lugar citado, pág. 293.

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mést ico por el veterinario. No haciendo la distinción, que encontramos e n Jores, de que hay enfermedades «específicamente humanas» y otras que, a u n siendo de naturaleza «animal», podrían también afectar al hombre. Todas las enfermedades del hombre son «especialmente humanas». El h o m b r e jamás puede enfermar de un modo simplemente «animal». In-cluso en una enfermedad infecciosa o degeneración «orgánica» enferma s iempre el hombre, y no meramente su tejido. Limitamos aquí el proble-m a de la culpa al acontecer neurótico, y, con ello, al proceso psicotera-péutico. Al parecer, no solamente entre los médicos, sino también ya entre el público se impone el conocimiento de que el neurótico pudiera ser co-culpable de su estar enfermo. En todo caso, la suposición, con visos de certeza, de la culpabilidad del enfermo nos obliga a una revisión de nues t ra actitud ante la culpa. Bien entendido, no se trata de purificar ésta mediante una «psicologización»; más bien el nuevo modo de ver se realiza en encontrarse con el enfermo en su ser-culpable y en ayudarle, mante-nerle y soportarle. No atañe, en absoluto, al médico ni el perdón ni el castigo; él sólo puede fortalecer a su paciente en su propósito de tomar sobre sí su culpa, con todas las posibles consecuencias. «Ante este aspecto, ía culpa no se manifiesta ya como el peor de los males; en tanto que el disculpado desde fuera ofrece su frente a su culpa, desde ese momento se ha reencontrado para la dignidad plena»96.

Apenas hay cuadro clínico en que el problema de la culpa se exprese de modo tan claro como en la depresión. Los sentimientos de culpabilidad del depresivo, la mayoría de las veces, no responden ciertamente a la culpa propiamente dicha (en la actualidad, por ejemplo, Tournier hace referencia a la existencia de sentimientos de culpabilidad auténticos y falsos en el neurótico)57; sin embargo, sería a todas luces erróneo darles de lado, por ello, como irreales y sin importancia. Por ejemplo, puede apa-recer sin sentido a los hijos si su madre, que fue durante toda la vida una servidora fiel de la Iglesia, en el atardecer de su vida cae en una depresión grave perseguida por ideas religiosas de endeudamiento y pe-cado. ¿Pero quién nos dice que este «pecado» sea sólo imaginación, que aquellas ideas no tengan una justificación? ¿Quién nos atestigua que la vida premórbida de la paciente era, en realidad, auténticamente religiosa? Meerwein observa que se precisa del «reconocimiento de un ser culpable fundamental y de un estar cautivo, pertinente esencialmente al hombre, dentro de la culpa para poder justificar la vivencia de la culpa del me-lancólico»9S. Pues la culpa del depresivo radica precisamente en que re-

96 A. R. Bodenheimer, en el lugar citado, pág. 46. 97 p, Tournier, Echtes und falsches Schuldgefüht, Zürich und Stuttgart, 1959. 98 F. Meerwein, en el lugar citado, pág. 37.

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chaza, en el fondo, su poder-ser-culpable. Llamábamos a este círculo vi-cioso equivocación de sí mismo.

Por esto, cuando Kierkegaard y Tomás de Aquino designan como «pe-cado mortal» la melancolía o la tristitia, quieren decir, sin duda, lo mismo que nosotros al interpretar como culpa la melancolía", la depresión, la tristeza profunda I0°, el desaliento, la desesperanza y desesperación. Nos remite de nuevo a la pregunta originaria acerca del sentimiento del estar-enfermo. Pues precisamente la aceptación de la culpa ha de tener como fundamento la comprensión humana que supera todo lo que experimen-tamos en el diario trasiego y en la agitación de nuestra insignificante re-lación de aquendidad, que está determinado por la actualización perma-nente de nuestra existencia como la de un ser para la muerte. En ninguna parte se nos recuerda de un modo tan impresionante este ser para la muerte como en la enfermedad. Ésta ha de ser el estímulo para que es-cuchemos esta voz de la conciencia. El hombre está llamado a abrir a su existencia aquellas posibilidades que le conduzcan a la muerte no en la angustia, sino más bien en responsabilidad y aceptación plenas de la culpa.

99 H. Tellenbach, < Ges tal ten der Melancholie», Jahrb. Psychol., Psychother. und Med. Anthropologie, 1960, 1-2, pág. 10.

100 L. Rinser, «Félix Tristitia». Erbe und Auftrag. Benediktinische Mschr., 1961, 1. Pág. 11.

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I N D I C E S

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I

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INDICE DE NOMBRES PROPIOS

Abraham, K., 56, 67. Abraham de Santa Clara, 25. Adler, A., 44, 59, 92. Agustín, San, 41, 120, 121. Alberto Magno, San, 119. Amstutz, J., 78. Aristóteles, 101.

Bach, H., 53. Balint, M., 107. Balthasar, H. U. von, 34, 35, 36. Baltrusch, H. J., 68. Bally, G„ 54, 135, 139, 140, 141, 145, 146,

148, 150, 156. Barth, K., 37. Baumeyer, F., 106, 107. Benedetti, G., 67, 68, 78. Beza, Th., 150. Binder, H., 136. Binswanger, L., 71, 72, 142. Bitter, W., 32, 44, 46, 56, 59, 60, 61, 62,

76, 104. Blakiston, 12. Bleuler, E., 59, 124, 125. Bleuler, M., 11, 96, 97. Blura, E., 11, 55, 127, 128, 129. Bodenheimer, A. R., 140, 159, 160, 164, 165. Boss, M., 69, 70, 72, 91, 94, 113, 114, 128,

137, 143, 144. Bovet, T., 24. Bowlby, J., 67. Braun, L., 15. Brenner, C., 63. Brun, R., 102. Brunner, E., 37. Buber, M., 60, 163. Buenaventura , S a n , 119.

Calderón, 24. Calvino, J., 28, 31, 150. Caruso, I., 54, 71, 163. Condrau, G., 22, 108, 146.

Daim, W., 17. Darwin, 19. Dürrenmatt, P., 17.

Eckhart, 60. Eisier, R., 117. Elhardt, S., 62, Enrique de Gante, 119. Erickson, E. H., 30.

Fenichel, O., 63. Flescher, J., 56. Frankl, V., 71, 163. Freud, A., 63. Freud, S., 7, 11, 12, 15, 20, 44, 47 y sigs.,

61, 62, 71, 74, 75, 78, 79, 83, 92, 94, 102, 103, 104, 106, 112, 113, 125, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 134, 135, 137, 140, 149, 152, 153, 154.

Fromm, E., 62, 64, 163.

Gartmann, H., 87. Gebsattel, V., von, 69, 70, 71 y sigs., 93,

94, 101, 104, 105. Geismar, 37. Goldstein, H., 19, 62. Góppert, H., 92. Górres, A., 154. Greenacre, P., 63. Gregorio Nacianceno, San, 120. Gregorio de Nisa, 120. Greitbauer, H., 86.

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170 Grimm, 35, 117. Grisebach, 37. Guardini, R., 37.

Haching, H., 20. Haecker, T., 37, 39. Hafner, H., 91, 92, 93, 94, 139, 163, 164. Hall, J. K., 87. Hecker, 18. Hediger, H., 15, 16, 17. Hegel, G. W., 36, 37, 150. Heidegger, M., 46, 69, 71, 72, 75, 85, 87,

92, 130, 135, 137, 138, 139, 148. Heigl, H., 155. Heilbrunn, G., 63. Held, E., 68. Herbart, 154. Herbert, E. L., 13. Hesse, H., 17, 18, 76. Hoche, 19. Horney, K., 62, 63, 64. Hornstein, X., von, 35.

Iljin, I., 14. Ireneo de Lyon, 120.

Jacobi, J., 59. Jaspers, K., 33, 69, 127, 154, 161, 162. Jones, E., 63, 67. Jores, A., 88, 89, 162, 163, 165. Juan, San, 26, 34. Jung, C. G., 59, 60, 61, 62, 118.

Kierkegaard, S„ 20, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 75, 127, 156, 166.

Klages, L., 154. Klein, M., 56, 65, 66, 67, 126. KIuge-Goetze, 117. Kretschmer, E., 30. Kris, E., 67. Kuhn, H„ 164. Kunz, A., 23. Kunz, H., 69. Kunz, L., 117, 118. Künzli, A., 36, 37, 38, 43, 44, 56.

Lessing, T., 154. Liebeck, O., 12. Loch, W., 53, 56, 57, 62, 63, 67. López Ibor, J. J., 11.

Angustia y culpa

Lówenfeld, L., 102. Lutero, M., 29, 30, 31.

Madariaga, S. de, 17. Maeder, A., 142, 163. Malaparte, C., 13. Marcel, G., 67. Matussek, P., 68, 96. May, R., 63, 68. Meerwein, F., 108, 165. Michel, E., 37. Monakow, v., 103, 118. Morsdorf, K„ 122. Mosso, A., 19. Mounier, E., 36, 94. Mowrer, O., 161. Miiller-Eckhardt, 93.

Nachmansohn, M., 136. Nerón, 39, 41. Neumann, J., 44. Niebuhr, R., 20. Nietzsche, 130, 140, 154. Nigg, W., 37. Nunberg, H., 56, 62. Nuttin, J., 161, 162.

Otto, R., 25. Ovidio, 118.

Pablo, San, 26, 27, 28, 29, 121, 150. Paul, J., 32. Pfister, O., 12, 21, 25, 28, 29, 30, 31. Picasso, 17. Pío XII, 145. Platón, 164. Pohle, 22, 23. Portmann, 54. Przywara, E., 37.

Racker, H., 155. Radó, S., 63. Rahner, K., 115, 116, 118, 120, 122. Ramzy, I., 63. Rangell, L., 63. Rank, O., 53, 58. Rapaport, D., 56. Redlich, F., 153. Reisner, E., 163. Riemann, F., 155.

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índice de nombres propios 171 Rilke, 76. Rinser, L., 40, 166. Robespierre, 13. Rorarius, W., 164. Rudin, J., 22, 29, 118, 152, 153.

Sborowitz, A., 39. Schmaus, M., 122. Schmid, K., 17. Schopenhauer, 20, 52. Schultz-Hencke, H., 59, 92, 104. Schur, M., 62. Schwarz, U., 13, 14, 17. Schwidder, W., 77, 78, 79. Selvini-Palazzoli, M., 68. Séneca, 118. Séquin-Hess, V., 11. Siebenthal, W. v., 85, 86, 95, 96, 100, 101,

111, 112, 142. Sommer, B., 56, 57. Spínoza, 20. Spitz, R., 63. Staehelin, B., 15, 16, 17. Stekel, W., 58, 103. Storring, E„ 18, 19. Straus, 69. Streller, J., 18.

Sullivan, H. S„ 62, 64. Szekely, L., 63. Szondi, L., 8, 59.

Tanco Duque, R., 111. Tellenbach, H., 166. Teófilo de Antioquía, 120. Thielicke, H„ 32, 33, 61. Tolstoi, 16. Tomás, Santo, 39, 40, 119, 120, 121, 166. Toumier, P., 165. Tramer, F., 130, 154. Tresmontant, C., 27.

Wallerstein, R. S., 63. Wandruszka, M., 46, 47, 76, 77. Weber, L., 120, 121, 122, 125. Weigert, E., 160. Weizsacker, V. von, 155, 164. Werner, M„ 30. Wolff, K., 108.

Zbinden, H., 19. Zetzel, E., 63, 67. Zilboorg, G., 87, 112, 125. Zuinglio, 30, 31.

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ÍNDICE GENERAL

Págs.

PRÓLOGO 7

CAPÍTULO PRIMERO.—La angustia en la existencia humana 9

1. El profundo enraizamiento de la vida humana y animal en la angustia 9

2. La angustia en el ámbito de cultura cristiano-occidental ... 20 3. Sóren Kierkegaard: El concepto de la angustia y del pecado. 36 4. Intentos psicoanalíticos de explicación de la angustia 48 5. Angustia y existencia 69

CAPITULO II .—Angust ia y culpa en la psicoterapia 91

1. Psicopatología de la angustia neurótica 91 A. Defensa contra la angustia. La actitud maníaca fallida... 95 B. Neurosis de angustia. La actitud fóbica fallida 102

2. El encuentro psicoterapéutico con la culpa y los sentimien-tos de culpabilidad 107

CAPÍTULO III.—La culpa en la existencia humana 115 1. Aspectos moral-teológicos y jurídicos de la culpa 115 2. La interpretación psicoanalítica de los sentimientos de cul-

pabilidad 126 3. Culpa y existencia 135 4. Angustia, culpa y enfermedad 151

INDICE DE NOMBRES PROPIOS 169