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1 JESÚS ANTE LA RELIGIOSIDAD JUDAICA ANTONIO SALAS, OSA

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JESÚS ANTE LA RELIGIOSIDAD JUDAICA

ANTONIO SALAS, OSA

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JESUS ANTE LA RELIGIOSIDAD JUDAICA

El judaísmo palestino del siglo primero se debatía entre la vida y la muerte.

El pueblo sencillo acusaba cada vez más los golpes de una opresión

lacerante. Los romanos gravaban a los pobres con tributos, mientras los

poderosos gozaban de amplias exenciones a cambio de un vil

colaboracionismo. Quienes detentaban el poder se afanaban por imprimir un

sesgo religioso a sus intereses mezquinos. Ello suscitó tal descontento que

pululaban por doquier grupos de protesta acallados casi siempre con ríos de

sangre. Y obviamente toda represalia cruenta se pretendía legitimar con

argumentos de cuño religioso que solo servían para enconar aún más los odios

y los rencores. Jesús respiró ese ambiente.

Residiendo en Nazaret –pueblecito galileo- no pudo vivir de espaldas a la crisis

socioeconómica y religiosa que tan hondo sacudía a aquella región, cuyos

aldeanos se morían de hambre por el alarmante aumento de las tasas fiscales.

Solo los ricos medraban. Estos, embebidos en un gratificante consumismo,

rehuían todo debate cifrado en activar la fuerza realizante de la fe yahvista. Les

resultaba mucho más cómodo encerrarse en encuadres religiosos desde donde

se incitaba al estricto cumplimiento de normas y leyes. Pues bien, Jesús jamás

estuvo dispuesto a seguirles el juego. Antes al contrario: puso todo su afán en

depurar la vivencia religiosa infundiéndole la carga de una fe vivida más allá de

todo condicionante externo. Basta adentrarse en los evangelios para

comprobar cómo todo su mensaje respira unos aires de denuncia que armoniza

con la más ilusionada esperanza, fruto esta de recobrar y encarnar los genuinos

valores de la fe yahvista.

Es falso pensar que todo el pueblo judío estuviera a la sazón mediatizado por el

nomismo. Incluso entre sus líderes religiosos no faltaban quienes traducían su

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disconformidad en virulentas denuncias. Así ocurría con un calificado sector de

fariseos, cuyos grandes rabinos pugnaban por avivar los valores existenciales

de cada creyente. Muchos críticos modernos se afanan por acentuar los nexos

entre el mensaje de Jesús y las inquietudes de ciertos círculos farisaicos. No

faltan incluso quienes osan convertir a Jesús en un fariseo tan sobrado de

nobleza como falto de doblez. Aunque tal hipótesis pueda tildarse de

exagerada, ayuda a reivindicar las pretensiones de un amplio sector fariseo

de la época, harto ya de las injusticias y las tropelías cometidas poco menos

que en nombre de la divinidad. Cierto que los evangelistas presentan a Jesús

en continuo conflicto con la facción farisaica. Mas tal encuadre acaso se deba

más a motivos apologéticos que a razones históricas.

De hecho, la religiosidad oficial gravitaba en torno al templo de Jerusalén,

cuyo culto corría a cargo de sacerdotes y levitas, reclutados

mayoritariamente entre la facción saducea. Y esta sí que proclamaba una

religión anclada en normas y leyes. En tiempo de Jesús existía un consenso

tácito entre el sumo sacerdote (autoridad religiosa) y el procurador romano

(autoridad civil). Ambos compartían el interés por conservar un «statu quo»

que explotaban en provecho propio. Potenciaban e incluso apadrinaban las

festividades oficiales del templo, pues les reportaban pingües ganancias. No

en vano confluían en los atrios del templo cantidad de peregrinos ansiosos de

aplacar con un sacrificio cruento a la divinidad presuntamente ofendida. Ello

contribuyó a convertir el recinto santo en centro de especulación crematística,

acremente denunciada por Jesús. De hecho el relato de los mercaderes (Mt

21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-4; Jn 2,14-16) pretende resaltar su drástica

repulsa hacia todo intento de manipulación religiosa.

Por su parte, las escuelas rabínicas estaban divididas. Mientras los shammaítas

confundían la perfección con el rigorismo, la tesitura comprensiva de los

hillelitas infundía un rayo de ilusión a los atormentados espíritus del pueblo

llano. Los discípulos del rabino Hillel -entre ellos figuraba Gamaliel (Hch 5,34;

22,3)- pretendían forjar un ideal ético anclado no en la observancia sino en el

compromiso. Solo así suponían viable una vivencia religiosa acorde con las

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exigencias de Yahvé. Este siempre se mostró inmisericorde con quienes

adulteraban la genuina vivencia de fe. Y así había ocurrido cuantas veces la

religión quedaba atenazada por convencionalismos formales, que

atemperaban la vivencia de fe hasta convertirla en un artículo superfluo a la

hora de dimensionarse con la divinidad. Solo los ritos parecían capaces de

aplacarla. Tal actitud -aberrante en extremo- hizo que la religión fuera

asfixiando la fe a base de ritos externos y cultos ostentosos.

Jesús de Nazaret rehuyó los rigorismos ya que estos se anclaban en los

postulados de una religiosidad ritualista puramente externa y cultual. Como

judío comprometido, sabía que la ley mosaica exigía observar el sábado. Lo

hacía acudiendo normalmente a las asambleas sinagogales (Mt 13,53-58; Mc

6,1-6; Lc 4,16-30; 13-10 ...), pero sin dejarse atrapar por el legalismo obtuso en

el que incurriera el judaísmo de su tiempo. Así lo demuestra el relato de las

espigas arrancadas en sábado (Mt 12-18; Mc 2,23-28; Lc 6,1-5), actitud que

justifica con el famoso axioma: «no ha sido hecho el hombre para el sábado

sino el sábado para el hombre» (Mc 2,27). Denuncia con él toda espiritualidad

cifrada en la simple observancia externa de los preceptos.

Jesús quiere una vivencia religiosa donde las necesidades del ser humano

ocupen un lugar preferencial (Lc 13,10-17). Por más que sus enemigos le tilden

de inobservante y busquen la forma de eliminarle (Jn 5,16-18), él replica

apelando a la propia legislación mosaica (Num 28,9), donde se prevé que en

determinadas circunstancias la infracción de la ley se supone exenta de culpa

(Mt 12,3-5). Jesús también se aviene a compartir banquetes con presuntos

pecadores, por más que la intransigencia ortodoxa le tilde de beodo y

comilón (Lc 7,34). Incluso cuando un pecador adopta el porte por él exigido,

no rehúsa hospedarse en su casa por más que ello escandalice a los

gendarmes de la ortodoxia (Lc 19,1-10). Su forma de proceder no solo rompe

los módulos legalistas sino que proclama una religiosidad cimentada en la

entrega a los semejantes.

Siendo la religión un fenómeno de incidencia colectiva, lógico es que se vea

afectada por la trayectoria de la sociedad que la encarna. Así

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ocurrió de hecho en la andadura véterotestamentaria, donde la experiencia

religiosa se supo condicionada por la situación sociopolítica y económica del

pueblo elegido. Mientras este luchó por definir su identidad, fue fraguando

una religiosidad cifrada en un futuro reino de plenitud. Mas, una vez

establecido en el país cananeo, tuvo que defender sus intereses contra los

envites de otros imperios que, ansiosos de expansión, ponían en continuo

peligro no solo su autonomía sino incluso su subsistencia.

Ello hizo que la religión se viera inmiscuida en avatares sociopolíticos, donde

el apoyo de la divinidad se convertía en su mejor arma defensiva. Por eso los

israelitas fueron acentuando el carácter externo y ritual de su religión. Esta

venía considerada como el estandarte de identidad nacional, con fuerza para

ahuyentar todo acoso enemigo. Cierto que para ello era precisa la ayuda de

Yahvé, mas este la prodigaba -así se creía- cuando el pueblo le tenía contento

a causa de su fidelidad, reflejada sobre todo en el boato cúltico que gravitaba

en torno al templo.

La situación dio un cambio radical en el destierro babilónico ya que poco antes

el templo había sido destruido. Durante su experiencia de cautiverio el

pueblo fraguó una religiosidad más intimista, cifrada en un futuro reino de

plenitud. Sin embargo, la erección del nuevo templo volvió a implantar los

ritos cultuales, que el pueblo convirtió en talismán frente a cualquier evento

sociopolítico de signo adverso. Tal planteamiento se mantuvo durante la

larga experiencia del judaísmo, que en tiempos neotestamentarios

atravesaba un período crítico, pues los romanos atentaban contra sus más

genuinos valores. Cierto que en todo momento respetaron sus convicciones

religiosas, pero se servían de ellas en provecho propio. Las autoridades judías

acostumbraban a secundar sus planes, recibiendo a cambio un trato de

excepción. Todo ello hizo que en tiempo de Jesús la vivencia religiosa del

pueblo estuviera mediatizada por intereses económicos y políticos, que no solo

depauperaban al país sino que lo sumían en un alarmante desconcierto

religioso.

Puede, en consecuencia, afirmarse que la religión estaba politizada, fenómeno

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por lo demás bastante común en la experiencia religiosa de la humanidad.

Jesús no podía compartir tal encuadre si de verdad deseaba que su mensaje

brindara esa fuerza plenificadora que tanto anhelaba su pueblo. Así pues,

adentrándose en la religiosidad judaica, propugnó una vivencia religiosa

donde cada ser humano pudiera ante todo explotar sus propios valores. Cierto

que, para lograrlo, jamás debería desentenderse de la andadura del país en el

que le había tocado vivir. Mas la religión no ha debía doblegarse ante los

intereses económicos y políticos de quienes detentan el poder.

La religiosidad que Jesús proclama conlleva una denodada defensa de los

derechos humanos. Y es que sin justicia no hay religión. Así lo había

aseverado ya el profetismo. Mas para que todos los creyentes pudieran

realizarse, era preciso que también los pobres y desvalidos, recibiendo un

trato digno, tuviesen opción de explotar sus cualidades personales. Vista así,

la vivencia religiosa -tal como la formula Jesús- tiene claras reivindicaciones

políticas, pues clama por un modelo social donde impere la equidad. Y

obviamente denuncia todo enfoque donde se sacrifiquen las aspiraciones de

los débiles en aras de los poderosos. Jesús clama por una vivencia religiosa

tan depurada que conlleve un cambio drástico en la sociedad de su tiempo,

donde los abusos sociopolíticos se querían justificar con una

pseudorreligiosidad anclada en las apariencias.

El proceder y el mensaje de Jesús pretenden integrar la vivencia religiosa en

la dinámica existencial del ser humano, ansioso de libertad realizante. Para

ello es preciso no solo emancipar la religión del control tiránico del

ritualismo sino engarzarla con toda la esfera existencial de los individuos. Y

estos siempre han vivido inmersos en la dinámica de sociedad. Vista así, la

religión recaba una clara proyección política, pues ha de conectar con la

andadura de la sociedad a la que pertenecen quienes pugnan por su

realización integral.

Jesús no tuvo, en consecuencia, el mínimo reparo en desenmascarar cuantas

situaciones sociopolíticas pretendían servirse de la religión para encubrir los

mezquinos intereses de los poderosos. Su anuncio evangélico clama más

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bien por un módulo religioso que, incidiendo en la dinámica de la sociedad,

jamás se deje esclavizar por ella. Y es que solo conservando su autonomía

puede resultar útil a quienes acuden a la religión esperando que esta les

señale el camino de su realización plenificante.

Por eso Jesús -así lo atestiguan los evangelios- no ceja de mostrar sus

preferencias por los marginados. Cierto que su mensaje contiene elementos

válidos para toda la humanidad. Pero cada individuo concreto solo se

beneficiará de él si de verdad pugna por liberarse de la opresión generada

por el pecado. Y quien comparte tal inquietud jamás podrá adherirse a los

encuadres opresores de cuantos detentan el poder.

La religiosidad que fluye del mensaje de Jesús denuncia toda política

opresora a la par que propugna una visión de la vida donde el ser humano se

integre en la dinámica de la sociedad para así reconquistar -con la ayuda del

Dios que actúa- su lugar de privilegio perdido a causa del pecado. Y ello exige

ante todo liberar la religión de los ritualismos asfixiantes y conectarla con

una genuina vivencia de fe. Así trató de hacerlo Jesús, si bien sus afanes

chocaron con los intereses grupistas de quienes fomentaban un régimen

sociopolítico saturado de injusticias.

Cuando una religión queda atenazada por los módulos estructurales y a su

vez mediatizada por intereses políticos y económicos, resulta muy difícil que

contribuya a activar los resortes de fe. Así le ocurrió al judaísmo palestino,

que llevaba ya más de un siglo arropando con una supuesta fe yahvista sus

aspiraciones nacionalistas. Estaba aún fresco el recuerdo de las guerras

macabeas, donde sus antepasados habían traducido su lucha por la libertad

en un compromiso con el Dios de la alianza. Este se había comprometido a

guiar a su pueblo con tal de recibir en respuesta un porte de fidelidad.

Hartos ya de tantas barahúndas sociorreligiosas, los judíos decidieron

traducir sus inquietudes de fe en un grito de guerra capaz de ahuyentar la

injusticia. Si bien en un principio creyeron logrados sus objetivos, poco

tardaron en constatar que sus nuevos monarcas hasmoneos -aunando el

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poder religioso con el civil- convertían la religión en soporte de sus propios

intereses. Y así la fe iba acusando una asfixia gradual. El conflicto se agravó

tras la presencia de los romanos, pues sus procuradores eran auténticas aves

de rapiña, cuya codicia venía refrendada por las autoridades religiosas del

pueblo.

Sería falso suponer que todas las fuerzas vivas del judaísmo palestino

compartieran esa depauperación religiosa. La gente sencilla anhelaba un

retorno al genuino compromiso de fe, para instaurar el reino mesiánico que

los profetas vaticinaran con tanta unción. Y quienes así pensaban se

mostraban dispuestos a que la situación diera cuanto antes un cambio

drástico.

Tal actitud era del todo comprensible al ser ellos los más perjudicados por el

patrón sociológico imperante. Sin embargo, todo cambio requiere lucha. Y

para activarla eran precisos algunos líderes que, empalmando con el antiguo

ideal profético, vitalizasen al máximo la fe yahvista. Esta exigía un

compromiso tal con la divinidad que cada individuo -fiel al pacto aliancista-

recibiera la ayuda divina necesaria para explotar sus valores creacionales,

librándose así de la marginación a la que le sometían los detentores del poder.

En el siglo primero no faltaron líderes políticos y religiosos que lucharan con

denuedo por recobrar la perdida identidad nacional. Sin embargo, no todos

daban primacía a los imperativos de la fe. Tal es el caso de los famosos

zelotas, cuya máxima -y casi única- ilusión se cifraba en sacudirse el yugo de

Roma para terminar con la crisis económica que gravaba sobre amplios

sectores del pueblo. Cierto que los zelotas denunciaban la corrupción de las

autoridades religiosas sobre todo a causa de su colaboracionismo con el

opresor. Pero sus aspiraciones, aunque caldeadas con motivos religiosos,

perseguían objetivos de puro cuño social. Luchaban, en efecto, por mejorar el

nivel de vida de los más perjudicados. Y eran conscientes de que, para

lograrlo, se imponía depurar la vivencia religiosa de toda contaminación

alienante.

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No obstante, también ellos sufrían los efectos de una fe hipotecada por

intereses materiales a los que se trataba de caldear con una tenue aura de

religiosidad. Como excepcional se presenta, al respecto, el mensaje del

bautista que invitaba a la «metanoia» (Mt 3,8-11; Mc 1,4; Lc 3,3-8). Mas esta

debía cimentarse no sobre una simple religiosidad cúltica sino sobre una

incondicional entrega a los intereses divinos. Cada judío se sabía invitado a

entroncar con el ideal profético y recuperar los valores de la fe yahvista,

hipotecada por una religiosidad al servicio de objetivos pragmáticos.

La proclama del bautista postulaba la hegemonía de la fe, como fuerza

vinculante con la divinidad y capaz por ello de activar los valores existenciales

de cada individuo. Pues bien, aun cuando unas minorías -siempre suele ocurrir

así- aceptaran al bautista como un nuevo profeta, el resto del pueblo estaba

tan absorbido por otras preocupaciones que apenas le prestó la menor

atención, mostrando así cuán devaluadas estaban las coordenadas de fe.

Tanto que solo la presencia de un líder comprometido en su defensa podría

liberarlas de una religiosidad ritualista, esclavizada por meras inquietudes

sociopolíticas. Tal misión iba a correr a cargo de Jesús.

El porte histórico de Jesús demuestra que la liberación integral del hombre

exige romper antes las redes de toda religiosidad que, anclada en puros

resortes sacros, se deje asfixiar por el hechizo de la ley. El evangelio rompe

sin remilgos los moldes religiosos que el judaísmo fraguara con tanto afán. Y

es que solo una vivencia religiosa que se adentre en la profanidad

conseguirá erradicar la fuerza del pecado en sus diversas manifestaciones.

Tal mensaje es no solo novedoso sino también revolucionario. De hecho, en

la historia de la humanidad jamás una religión había antepuesto las justas

reivindicaciones de los creyentes a los drásticos imperativos de la ley.

El planteamiento de Jesús quiebra, pues, todo módulo religioso, al clamar

por una vivencia donde el ser humano se sienta protagonista de su proyecto

de salvación. Es obvio que solo saldrá airoso si cuenta con esa ayuda que

Dios nunca niega a quien se la pide, no con fórmulas o palabras, sino con

una profunda dinámica de fe. Si esta rige la andadura del creyente, fraguará

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en él una religiosidad tan entrañablemente humana que activará a fondo los

resortes de su realización existencial. Pues bien, Jesús lanza un reto a toda la

humanidad, invitándola a regirse por tal mensaje.

En realidad la proclama de Jesús brinda al ser humano lo que este siempre

anheló: una posibilidad real de liberación realizante. Obvio que, al exponer

su proyecto, se inspirara en los parámetros religiosos del judaísmo, pues no

en vano él era judío de raza y de religión. Sin embargo, al ver cómo la praxis

religiosa de su pueblo carecía de fuerza para domeñar al egoísmo, decidió

apuntalar su mensaje con un soporte religioso muy distinto. Y así, en vez de

cimentarlo sobre los imperativos de la ley, lo ancló en dinámica existencial

del ser humano. Tras hurgar en la interioridad de los individuos, les hizo

comprender que solo dando a su vida un sentido de plenitud lograrían

sacudirse el yugo de su limitación. Mas ¿cómo infundir tal sentido a la

existencia?

La respuesta viene dada no con conceptos teóricos sino con una praxis donde

imperen las categorías de una fe hecha entrega y compromiso. Tal fue, de

hecho, cómo promulgó Jesús su mensaje. Este, al engarzar con la inquietud de

cuantos suspiraban por su realización integral, fue gestando una vivencia

religiosa donde primaban vivencias de fe. Así lo entendió el cristianismo

naciente, cuya máxima ilusión se cifraría en fraguar una praxis acorde con la

de Jesús. Y este -muchos aún lo recordaban- nunca había escatimado

esfuerzos para activar una dinámica de fe libre de los condicionantes

impuestos por las leyes y normas del judaísmo contemporáneo.

Jesús renuncia a teorizar sobre el hombre. Partiendo más bien de su

situación concreta, ve cómo todo ser humano choca con su propia

limitación. Y esta deja paso libre al egoísmo, cuya fuerza destructora no se

puede contener con organigramas legales supuestamente refrendados por

la divinidad. La experiencia muestra cómo, cuando impera el egoísmo, la

sociedad se divide en opresores y oprimidos. ¿Son acaso malos los primeros

y buenos los últimos? ¡En absoluto! Mientras el ego mantenga su poder

hegemónico, todo viraje sociológico no hará más que dar rostros nuevos a la

opresión. De hecho todo oprimido es un opresor en potencia. Así lo sugiere

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un somero análisis de la historia humana. ¿Cómo evitar que en el futuro

ocurra igual? ¡Erradicando el egoísmo! Y tal es la meta que se propone

alcanzar Jesús. Por ello todo su mensaje gravita en torno al amor, la única

fuerza capaz de exterminar la hegemonía del ego.

Si el ser humano quiere romper el freno de su angustia, ha de enriquecer su

existencia con unos valores que -engarzando con el proyecto creacional- le

permitan realizarse en plenitud. ¿Cómo? Jesús le muestra el camino. Y lo

hace no tanto con planteamientos sofisticados cuanto con un mensaje

fraguado en su propio compromiso de vida. No en vano desde su bautismo

adoptó una actitud de lucha por implantar el amor en el mundo. Jesús, al no

ser un teórico, vio que tal empresa no solo era del todo arriesgada sino que

podía incluso costarle la vida. Actuaba de hecho en una sociedad donde

primaban esos criterios egoicos que siempre han gestado muerte y opresión.

La tradición evangélica no puede ser más explícita al evocar cómo Jesús se

consagró en alma y cuerpo a dignificar al ser humano, invitándole a valorar la

sublimidad del amor. Tal tesis la fue desarrollando a lo largo de su existencia,

la cual -vista desde la fe- se presenta como un grito amoroso que conlleva

una denuncia frontal de cuanto genera egoísmo opresor. Sin duda por ello

Jesús estuvo siempre al lado de los oprimidos. No porque estos fueran

mejores, sino por estar más necesitados de ayuda y mostrarse más proclives

a recibirla. De hecho, nadie luchará con tanto empeño contra el egoísmo

opresor como quienes acusan en su propia vida el poder tiránico de sus

envites. Así se explica que, al ofertar Jesús su mensaje, solo los oprimidos y

marginados se mostraran dispuestos a escucharlo. El resto de la sociedad

estaba ofuscada por unos intereses egoicos que se trataban de justificar con

una religiosidad cimentada en ritos y fórmulas. Jesús nunca se harta de

evidenciar que toda religión vivida desde la exterioridad carece de fuerza

para liberar al hombre de su angustia.

El anuncio de Jesús exige ante todo que cada individuo se enfrente a sus

propios condicionantes. Sería, en efecto, ridículo pensar que estos puedan

sofocarse sin la decidida cooperación de quien los encarna. De poco sirve

parapetarse tas los ritos y las leyes, si se quieren cauterizar de verdad las

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heridas fraguadas en el interior de la persona. Ello exige más bien sostener

una lucha titánica en el fondo mismo del ser. ¿Cómo hacerlo si quien lo

intenta se sabe bloqueado por sus propias frustraciones? Jesús enseña que

todo individuo -por más que le acose su poquedad- cuenta al respecto con la

ayuda del Dios que es amor. Todo su mensaje se cifra, de hecho, en mostrar la

mejor forma de recabar tal ayuda.

Quien sienta el peso de su angustia, deberá combatirla a base de fe y

confianza en ese Dios que Jesús presenta como una divinidad que se revela

no tanto desde la ley como desde el porte honrado de quien pugna por

entronizar en el mundo el amor. Jesús apuntala su doctrina con el ejemplo

de su propia vida, que no es sino la encarnación misma del amor

plenificante. Visto así, su mensaje se torna desafío para cuantos ansían

romper los frenos de la angustia, optando por una realización gratificante.

Pues bien, el gran reto de Jesús viene aceptado únicamente por quien ajusta

su existencia a una religiosidad caldeada, no con puros ritos y normas, sino

con una genuina vivencia de fe.

Quiera Dios que sea tal nuestra actitud de vida