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Carlos García Gual Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943) es un escritor, filólogo, crítico y traductor español.
Se formó con grandes helenistas, como Manuel Fernández Galiano, Francisco Rodríguez Adrados y Luis Gil. Es catedrático de filología griega en la Universidad Complutense de Madrid, tras haberlo sido de la Universidad de Granada, la Universidad de Barcelona y la UNED. Especialista en antigüedad clásica y literatura, ha escrito numerosos libros y artículos sobre literatura clásica y medieval, filosofía griega y mitología en revistas especializadas.
Entre sus obras, destacan libros como Los orígenes de la novela, Primeras novelas europeas, Epicuro, Historia del rey Arturo, Diccionario de mitos, El descrédito de la literatura o Apología de la novela histórica, Viajes a la Luna: de la fantasía a la ciencia-ficción. Su último libro hasta el momento, Encuentros heroicos. Seis escenas griegas, ha sido publicado en 2009. Le han acompañado algunas reediciones y actualizaciones de sus obras más importantes. Entre ellas destacan Las Primeras novelas: desde las griegas y las latinas hasta la edad media (Gredos, 2008), que reúne dos de sus libros de referencia sobre la novela antigua y medieval y Prometeo, mito y literatura (Fondo de Cultura Económica, 2009), que revisita y actualiza uno de los temas míticos que más ha estudiado.
Como crítico literario reseña libros en El País, Revista de Occidente, Claves de Razón Práctica, etc. Es editor y colaborador habitual de la revista Historia National Geographic, entre otras. Además, es director de la parte de la que es especialista de la colección de clásicos grecolatinos Biblioteca Clásica Gredos, con más de cuatrocientos títulos publicados, difundiendo la cultura clásica en español. Asimismo ha dirigido la colección de clásicos universales Biblioteca Universal Gredos, con cerca de cincuenta títulos.
Destaca además su labor como traductor de clásicos (ha traducido tragedia, filosofía y poesía griega, textos medievales, etc.). Le fue concedido el Premio Nacional de Traducción en dos ocasiones; en 1978 fue galardonado con el Premio de traducción Fray Luis de León, por su versión de Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, de Pseudo Calístenes; en 2002 se le otorgó el Premio Nacional al conjunto de su obra de traducción.
Las últimas obras que ha traducido son la nueva versión de la Odisea de Homero y las Vidas de filósofos ilustres de Diógenes Laercio, ambas aparecidas en Alianza Editorial (esta última, la primera traducción completa al castellano
De dioses, mitos y literatura Más allá de 'El Decamerón', queda otro Boccaccio
Con sus obras latinas abrió camino a los humanistas del Renacimiento
CARLOS GARCÍA GUAL 4 JUL 2013 - 00:02 CET
Los lectores actuales identifican a Boccaccio
como el autor de El Decamerón, el gran
fabulador de relatos eróticos y pícaros,
indudable pionero de la novelística europea.
Pero queda otro Boccaccio, que con sus obras
latinas abrió camino a los humanistas del
Renacimiento. Y convendría no olvidarlo ahora
al celebrar el séptimo centenario de su
nacimiento.
Me refiero al autor de la gran enciclopedia
mitológica sobre los dioses y héroes antiguos,
ese extenso y doctísimo repertorio, en quince
libros, en el que trabajó durante sus últimos
veinticinco años, titulado Genealogia deorum
gentilium y publicado al fin de sus días, de
asombrosa difusión e influencia durante los dos
siglos siguientes. Recibió el encargo de escribir
ese vademecum sobre “los dioses de los
gentiles” del rey de Chipre, Hugo IV de
Lusignan, hacia 1350, y lo dejó concluido hacia
1375. En tal empeño fue alentado también por
su gran amigo Petrarca, y logró concluir esa
amplia y magnífica recuperación de la herencia
mítica del paganismo, concebida no sólo como
un prodigio de erudición, sino, ante todo, como un rescate de la gran narrativa poética de
los antiguos, no ya mensaje teológico sino una incomparable fiesta de la fantasía.
En su torrencial prosa latina quiso reconquistar el encanto de los antiguos mitos y lo hizo
con inusitado fervor hacia ese mundo pagano, despreciado por los clérigos medievales.
En el admirable Libro XIV reivindica con vivo entusiasmo el valor de la poesía para la vida
y el conocimiento del mundo, adelantándose al Humanismo.
Todo el fervor pagano del Renacimiento lo anuncia ya Boccaccio a través de su
manifiesta simpatía hacia la poesía que pervive en los mitos antiguos. Él fue además,
recordémoslo, el primero en lograr leer en Occidente, tras muchos siglos de
desconocimiento, La Odisea y La Ilíada de Homero, traducidas a petición suya por un
turbio monje bizantino, y pudo enorgullecerse de inaugurar el contacto con esos textos
aurorales. Fue también Boccaccio quien descubrió en la abadía de Monte Casino los
primeros manuscritos de Apuleyo y de Tácito, entre otros.
Busto de Nefertiti en el Neues Museum. / DONATION JAMES SIMON © STAATLICHE
MUSEEN ZU BERLIN. ACHIM KLEUKER
Desde 1461 el amigo de Petrarca no escribió novelas en su vivaz italiano, sino doctos
textos en latín: la Genealogia y un par de obras menores. Pero, evidentemente, este otro
es el mismo: el inaugurador de la novelística en lengua vulgar, el escritor de El
Decamerón, laFiammetta y el Corbaccio, que, algo más viejo, contempla el mundo
humano desde su atalaya con renovado vigor poético y vuelve su mirada hacia los mitos
clásicos. Más allá de las distintas lenguas y diversos temas, el autor mundano y satírico
novelista y el erudito latinista no dejan de ser un mismo y único y genial Boccaccio. Es
fácil ver un eje común entre una y otra etapa: el inagotable amor a la fantasía narrativa, lo
que Goethe llamaba Lust zu fabulieren.
La admiración y la deuda de nuestra literatura europea hacia Boccaccio, estupendo
narrador y temprano humanista, resulta, por tanto, doble.
Rostros para la eternidad CARLOS GARCÍA GUAL 5 DIC 2012 - 20:39 CET
Si buscáramos una figura griega que contrastar, por su intrigante atractivo, con el rostro
de la bella reina egipcia, yo propondría la del famoso auriga de Delfos, el atleta broncíneo
que, erguido y tenso como una columna dórica, tiende en su única mano las riendas rotas
de una cuadriga desaparecida. Como la seductora Nefertiti, también tiene un rostro
dotado de rara serenidad; como si supieran ambos que su retrato iba a fijarse para la
eternidad. También esta estatua griega fue un estupendo hallazgo de arqueólogos
modernos. Lo encontraron sepultado por las rocas y escombros del antiguo terremoto
que sumergiera hace muchos siglos el gran santuario de Apolo. El joven auriga resurgió a
la luz quince años antes que el busto de la esposa del gran faraón hereje de Tell-el-
Amarna. ¡Curiosa coincidencia en su resurrección!
Pero, aunque parecen igual de jóvenes, y lo son ya para siempre, la bellísima egipcia era
mucho más antigua —unos novecientos años— que el apuesto atleta anónimo. Quien,
probablemente, no está retratado con sus rasgos propios , sino que el escultor lo
representó en imagen idealizada. Era tan sólo el experto cochero que un magnánimo
príncipe siciliano envió a competir con cuadriga de veloces potros en las renombradas
fiestas griegas de Delfos o de Olimpia. Conocemos su nombre: Polizelo, hermano del
tirano de Siracusa que fue patrón del poeta Píndaro. El cochero tiene solemne actitud de
héroe pindárico y pitagórico. Es perfecto: “un teorema de bronce” , según un crítico.
El auriga es uno de los pocos bronces griegos que aún conserva sus pupilas, de pasta de
vidrio y color miel oscura, pero sin expresión vivaz; guarda silencio y nos mira. Su estilo
es aún algo arcaico. Pero la mirada de Nefertiti —la de su única pupila pintada, la
derecha—, como las de tantas imágenes egipcias, apunta al infinito. Por eso inquieta. Su
rostro, de grandes ojos y rojos labios sensuales, parece estar más allá de lo humano. Su
vida, junto al revolucionario y místico Akenatón, debió de ser tempestuosa, por más que
en algunos relieves veamos a la pareja faraónica, de aguzados perfiles, gozando en
familia de las caricias de su dios único, el Sol. Ni las penas ni los años han dejado
marcas en la piel tostada de Nefertiti. Las imágenes egipcias derrotan al tiempo efímero.
Un inagotable frescor intelectual CARLOS GARCÍA GUAL 26 NOV 2012 - 20:23 CET
Es extremadamente difícil resumir en breves líneas la trayectoria de Francisco Rodríguez
Adrados, no solo por su amplísima producción científica y literaria (de unos 50 libros y
centenares de artículos a lo largo de los últimos 60 años), sino también por el carácter
poliédrico de la misma. Helenista, filólogo de muy amplios horizontes, traductor de
clásicos griegos, defensor perenne e incansable de los Estudios Clásicos y la formación
humanística, ha sido un formidable investigador en Lingüística General y en diversas
lenguas indoeuropeas e historiador de la lengua griega y sus influencias en la española, y
en los últimos años un intelectual comprometido y muy crítico respecto a la deriva de la
cultura europea.
Todo ello unido a su incesante actividad como profesor universitario en Madrid, y como
conferenciante en foros y congresos internacionales. Ya que me resulta imposible dar no
ya una idea exhaustiva, sino tampoco cuenta cabal de esa inmensa obra investigadora,
quiero ahora recordar, al pronto, algunos de sus títulos más resonantes: Ilustración y
política en la Grecia clásica (1966), Fiesta, comedia y tragedia (1972), Lingüística
indoeuropea (1975), Historia de la fábula greco-latina (1977), El mundo de la lírica
griega (1981), Historia de la lengua griega (1999), De Esopo al Lazarillo (2005) y El reloj
de la historia: Homo sapiens, Grecia antigua y mundo moderno (2006).
Son, evidentemente, unos pocos libros espigados en su vasta obra, pero dan una idea,
creo, de la variedad de sus enfoques, en los que la originalidad crítica prima sobre la
erudición, pero siempre están en la avanzada de la Filología más actual. Añadamos su
enorme labor como director del monumental Diccionario griego-español y claras
versiones de Tucídides, Líricos, Aristófanes e innumerables introducciones y prólogos. La
obra del profesor Rodríguez Adrados goza de un amplio reconocimiento internacional y
es académico no solo de la RAE, sino también de algunas otras academias. Pero, con
todo, lo que sigo admirando más, todavía, en el profesor Rodríguez Adrados, maestro y
amigo durante muchos años, es su inagotable frescor intelectual, su actitud abierta a
nuevos enfoques, su audacia crítica para avanzar más allá de los límites de cualquier
cómodo reducto del especialismo. En fin, su talante inquieto y batallador, que rejuvenece
sus casi 90 años, y que no se verá alterado por tantos y tantos honores y premios, como
el de ayer.
Los mitos siguen vivos En la antigüedad se crearon relatos fabulosos que terminaron dando fondo a las
diversas culturas.
El libro 'Imagen del mito' recupera en todo su esplendor el universo simbólico
recopilado por Joseph Campbell. Mitos que hoy subsisten transformados.
CARLOS GARCÍA GUAL 24 NOV 2012 - 01:23 CET
Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula.
Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y
oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay
ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a
todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos
enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta
región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo
que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de
ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite
desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).
'Venus, Cupido y las pasiones del amor', pintura de Agnolo Bronzino. / NATIONAL
GALLERY
Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin
leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los
mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la
memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la
sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son,
en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes
una interpretación del sentido del mundo.
Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición
sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente,
esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación
paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso
y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los
individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a
los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el
rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón
opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de
“narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran
sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance
“del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy
cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la
razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no
creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo,
ya el mythosera una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una
ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís
Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la
comprensión cabal del mundo y la condición humana.
Ofrecen a la sociedad que los
alberga “una carta de
fundación"
Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como
brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento
religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia
bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene
su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones
dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se
recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha
transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido
una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía
griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación
de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y
reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen
designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y
enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros).
Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia,
populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa
por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador
de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja:
el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas,
resulta luego un fabuloso mitólogo.
Un mito no se inventa, sino que se
cuenta como un saber acreditado
Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su,
más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por
doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no
se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como
una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las
“historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo,
¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática.
Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por
qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la
muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa
justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas
varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los
prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la
codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans
Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al
“absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue
benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de
la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de
pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el
ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como
en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y
tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.
'El estado de Adán, representando el aspecto masculino'.
El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque,
desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor
calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y
fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus
viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o
nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura
y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes
impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos
viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite
a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual;
sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre
todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo
sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y
seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura,
luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada
puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos
coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus
límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista,
fascinante.
El personaje literario deviene mítico
tan solo cuando pasa a la memoria
colectiva
He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el
mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los
orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más
cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y
cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos
literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigreemás
moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios
(como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo
que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario
deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario
recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los
conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no
menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los
héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente
necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del
cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el
consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan
algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil.
(Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta
sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).
Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a
futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un
sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado
de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los
superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.
Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la
palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”.
En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde
con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar
exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas
“ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo
Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a
relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.
Un inolvidable filólogo CARLOS GARCÍA GUAL 2 NOV 2012 - 00:12 CET
Lo conocí como profesor en 1965. Llegó de Sevilla como catedrático de Latín, y lo tuve
en mi último curso de Filología Clásica (traducíamos las Sátiras de Horacio). Solo durante
unos meses; en febrero marchó al frente de una memorable manifestación que acabó con
una violenta carga policial frente a Medicina (y coincidimos ambos en los sórdidos
pasillos de la DGT). Luego se vio procesado y obligado a abandonar nuestra Universidad.
Siempre admiré en Agustín no solo al profesor de palabra clara (por quien sus antiguos
alumnos, ya desde Sevilla, sentían devoción total), sino al filólogo que combinaba su
sabiduría profesional —tanto en latín como en griego— con una sensibilidad poética
extraordinaria, realzada por aquella magnífica voz y su pose escénica. Pero son sus
libros los que ahora quiero recordar. Y lo hago según los voy rememorando, con nostalgia:
el Sermón del ser y no ser recobrando en rotundo verso castellano el poema de
Parménides, su Virgilio (mi manoseado tomo amarillo de Júcar), los ensayos lingüísticos
de Lalia, de una agudeza excepcional. Y, junto a ellos, las poesías machadianas de Del
tren, y sus brillantes ensayos teatrales. Y sobre todo sus vivaces traducciones: la cuidada
edición y versión de Heráclito en Razón común; así como, años después, ahora en
rotundos hexámetros castellanos y con su sonoro y fantasioso léxico, la Ilíada homérica
o La naturaleza del epicúreo Lucrecio. (Hizo una edición crítica ejemplar de ese difícil
texto, como antes con Heráclito). Y se contaba que se le había perdido una laboriosa
edición de Hesíodo.
En fin, tradujo a sus grandes clásicos con elegancia y una profunda y sincera lealtad. Era,
sí, un filólogo en el pleno sentido de la palabra, editor y traductor, buen prologuista e
intérprete de inteligencia afilada. Se manejaba con igual soltura frente a textos latinos y
griegos, y en su aparente estilo coloquial disimulaba muchas lecturas y análisis técnicos.
Quienes le conocieron recordarán su actitud y su figura, su criterio anarquista y su pose
arrogante, su aire bohemio, su resonante voz, su audacia dialéctica; pero yo quiero
evocarlo —más allá de los ecos periodísticos— como gran latinista y humanista
inolvidable, como lo prueban sus libros y los recuerdos de tantos discípulos.
Una humanista de nuestro tiempo La extensísima obra ensayística de Martha Nussbaum es ejemplar tanto por su amplitud
y coherencia intelectual como por su apuesta por una educación basada en la gran
tradición cultural para todos
CARLOS GARCÍA GUAL 13 OCT 2012 - 00:00 CET
No voy a descubrir a nadie la personalidad de la gran intelectual norteamericana
ganadora este año del Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, sólo quisiera
subrayar la relación de su actitud ética con su admirable formación humanista, en un
tiempo en que ese rasgo no es ya frecuente. La extensísima obra ensayística de Martha
Nussbaum (Nueva York, 1947), profesora en las prestigiosas universidades de Harvard,
Brown y Chicago, es ejemplar tanto por su amplitud y coherencia intelectual como por su
apuesta por una educación basada en la gran tradición cultural para todos. En su
temática y su estilo se define como una tenaz lectora de los grandes clásicos de la
filosofía y la literatura —desde los trágicos griegos, Platón y Aristóteles hasta Kant,
Proust, Freud y Nietzsche, por citar a algunos de sus autores predilectos—; y como
conocedora y muy aguzada crítica de los novelistas, pensadores y sociólogos más
actuales. Contamos con buenas y prontas traducciones de casi todos sus libros,
desde La fragilidad del bien (Visor, 1995) hasta Crear capacidades. Propuesta para el
desarrollo humano (Paidós, 2012). Como los mismos títulos me parecen reveladores y
significativos de esa perspectiva humanista, citaré además: La terapia del deseo, El
cultivo de la humanidad, Los límites del patriotismo, Las fronteras de la justicia, Paisajes
del pensamiento, India (todos en Paidós); Justicia poética (Bello); Libertad de
conciencia (Tusquets); Las mujeres y el desarrollo humano (Herder);El conocimiento del
amor: ensayos sobre filosofía y literatura (Antonio Machado), y, en fin, El ocultamiento de
lo humano y Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las
humanidades (ambos en Katz).
Al margen de estos libros, Nussbaum ha escrito multitud de artículos puntuales y menos
especializados en revistas de filosofía y en selectos periódicos académicos, e intervenido
activamente en debates actuales sobre política, ética y educación, no sólo en Estados
Unidos. Algunos años junto al economista hindú y premio Nobel Amartya Sen.
Con un talante liberal y una actitud personal muy decidida, Martha Nussbaum ha apoyado
reivindicaciones feministas y luchado en defensa de los derechos de inmigrantes y de las
gentes de otras culturas, defendiendo una verdadera igualdad social de oportunidades, y
lo que llama una universal “creación de capacidades” para el pleno desarrollo personal de
los individuos de cualquier cultura, raza y condición social. Ha insistido, por ejemplo, en
que no solo debe atenderse al PIB como único factor para evaluar el actual Estado de
bienestar de un país, sino a la educación y al marco cultural que permita una auténtica
realización personal, que va más allá de una mera visión del factor económico como
índice único para medir la libertad, la civilización y el progreso. De ahí su insistencia en
una educación atenta a todo lo humano, como un derecho esencial, que debe ir más allá
de “lo rentable” en su sentido más burdo; buscando una educación pública y universal,
abierta a la cultura y a la libertad, una paideia verdadera.
Pero no intento resumir las ideas de M. N., querría solo subrayar cómo en su tan brillante
trayectoria ha derivado desde los asuntos filosóficos de tono académico de sus primeros
tiempos hacia los libros más recientes, de amplia temática y crítica social. Es evidente
que textos amplios como La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía
griega, y La terapia del deseo: teoría y práctica en la ética helenística e, incluso, Paisajes
del pensamiento nos muestran a una helenista erudita, una perspicaz comentarista de
textos clásicos (no sólo griegos, sino también de Lucrecio, Cicerón o Séneca, y de
filósofos posteriores), que relee con hondura crítica los grandes textos de ética y política,
retórica y psicología. Con sus numerosas citas, notas y bibliografía erudita, la acreditaron
como ejemplar scholar (en la conocida línea de reivindicación y recuperación actual de
cierto aristotelismo, como la de Rorty y otros). Pero sus temas no se detenían en el
mundo antiguo, sino en los problemas de siempre, como evidencia su atención a la
tragedia y la novela, los sentimientos (como el amor, la compasión, etcétera) y, en
definitiva, la relación de la reflexión con la acción en la ética y la política. Es decir,
rememora las teorías clásicas como instrumentos y referencias para hoy. No en un
ejercicio de arqueología docta, sino de comprensión, para entender y juzgar mejor
nuestro presente; típica tarea del humanista. Las referencias a los grandes pensadores le
sirven para una mirada propia para enfocar con mirada más libre la circunstancia actual e
invitan así a sus lectores a nuevas perspectivas sobre esa tradición intelectual (que va de
las anécdotas vivaces de un Diógenes Laercio a textos de Platón, Kant y Nietzsche).
Desde esa atalaya de eruditos aires académicos, Nussbaum ha descendido con su
aguzado y claro estilo expositivo a las cuestiones más candentes de nuestros días con
todo su rigor crítico y su empeño humanista. En libros más breves sobre los asuntos de
siempre: la educación, los sentimientos, la libertad, la cultura y la democracia real. Los
títulos mismos ya lo apuntan. Y lo demuestran, entre otros, Cultivar la humanidad o Sin
afán de lucro, que podríamos recomendar a los programadores de nuestros planes
académicos, si su dudoso sentido crítico les permitiera leer y ser críticos al respecto.
Nuestra deuda con Atenas Charlatanes y discutidores, los griegos inventaron casi todos los caminos del saber
CARLOS GARCÍA GUAL 7 JUL 2012 - 00:07 CET
Inauguraron una actitud ante el mundo: tenían un inaudito afán de conocer y conocerse,
entusiasmo por la libertad, anhelo de belleza cotidiana y una animosa confianza en el
diálogo. En las orillas del mar, “sonrisa innumerable de las olas” y camino de infinitas
aventuras, inventaron leyes, exploraron el cosmos y teorizaron con entusiasmo. Para
retratar el carácter ateniense, Pericles dijo, según cuenta Tucídides: “Amamos la belleza
sin ostentación y buscamos el saber tenazmente”. Admirable lema para una ciudad y una
cultura. Y solo a un griego como Aristóteles se le pudo ocurrir como algo evidente que
“por naturaleza, todos los hombres anhelan el saber”. A otros pueblos los definen otros
afanes: aman la piedad religiosa, el dinero, las guerras de conquista, el fútbol o la
gastronomía. Solo en Grecia “filosofar” no fue un raro oficio profesional, solo allí fue la
política una tarea común de la democracia. En Atenas, la educación comenzaba por
saber poesía (Homero, sobre todo) y acudir al teatro de Dioniso. Otras ciudades
anteponían el atletismo, la gimnasia y las hazañas bélicas.
Los dioses griegos, hechos a imagen y semejanza de los seres humanos, incluso
demasiado humanos, pero más hermosos, frívolos y felices, no acongojaban la vida de
sus creyentes; fiestas colectivas y certámenes deportivos eran frecuentes y populares.
Frente al despotismo de otros pueblos, como los persas, los griegos —cuenta Heródoto—
se sentían orgullosos de obedecer solo a sus propias leyes; frente al hieratismo de los
sabios egipcios, creían en la vivacidad y la belleza de lo efímero con entusiasmo juvenil.
El arte en otros países es rígido, solemne y atemporal; el de los griegos expresa el amor
a lo humano embellecido y trágico, como hacen a su modo sus poetas y sus pensadores.
La inquietud intelectual, la exploración del mundo y de uno mismo, la pregunta por la
naturaleza y la condición humana son rasgos históricos del helénico estar en el mundo.
Sabiendo que “todo fluye” (Heráclito) y “no todo lo enseñaron desde el principio los dioses;
con el tiempo, avanzando en su busca, los hombres encuentran lo mejor” (Jenófanes), y
“el ser humano es la medida de todas las cosas” (Protágoras), y “la medida es lo mejor”
(uno de los siete sabios), y “la vida irreflexiva no es digna de vivirse” (Sócrates).
Los griegos inventaron o rediseñaron casi todos los caminos del saber: los más clásicos
géneros literarios (poesía épica y lírica, la tragedia y la comedia), la historia, la filosofía y
la medicina, las matemáticas, la astronomía, la política y la retórica, la ética y la
astronomía y la geografía, los juegos atléticos, la escultura y las artes plásticas, etcétera.
Pero más allá de los datos concretos, de todo el inmenso y prolífico legado que anima las
raíces de nuestra cultura, lo más admirable es esa apertura o inquietud del espíritu. Lo
que el léxico recuerda en tantísimos vocablos de abolengo heleno: kosmos, physis,
philosophía, téchne, nomos, demokratía, politiké, poíesis, mythos, logos, historía, arché,
théatron, etcétera. (Es decir, universo y orden, naturaleza, filosofía, arte y técnica, ley,
democracia, ciudadanía, poesía, mito, palabra y razón, historia, principio, teatro, etcétera).
Si nos pidieran definir lo griego en dos palabras, elegiríamos logos y polis, con el visto
bueno de Aristóteles, que definió el ser humano (ánthropos) como una animal de ciudad
(zoon politikón) que tiene logos. (Logos es intraducible por su amplio campo semántico:
significa “palabra, razón, relato, razonamiento, cálculo” y su sentido se precisa en el
contexto). Dios es fundamentalmente logos, dirá el evangelio de Juan. Como animal
lógico y político, el hombre necesita el diálogo y el ágora y el teatro. Exageraba Borges
cuando dijo: “Los griegos inventaron el diálogo”, pero ciertamente lo practicaron más que
ningún pueblo. Eran charlatanes y discutidores sin tasa. Platón escribió toda su filosofía
en diálogos dirigidos por Sócrates, inolvidable conversador.
Frente al logos estaba, como sabemos, el mythos (relato antiguo y memorable). En la
competencia de ambos, una historia bastante conocida, se impuso el primero, que
explicaba el mundo de modo más objetivo y, como diría alguno, más rentable. Porque
con él se podía razonar sobre todo: “Justificar las apariencias” o “salvar los fenómenos”
(según Anaxágoras) y demostrar que existe “una armonía oculta mejor que la visible”
(Heráclito). La lógica y los silogismos justificaban la realidad mucho mejor que los
fantásticos mitos. Aun así, el mito subsistió en la imaginación y la literatura.
Y debemos dar gracias (y no solo a los dioses) por los encantos de su espléndida
mitología. Aunque ya no sintamos devoción por los dioses griegos ni hagamos poemas a
sus héroes, pensemos qué pobre sería nuestro imaginario y nuestro arte sin sus figuras
seductoras, sin sus nombres y gestas. Sin Odiseo ni Hércules, sin Orfeo ni Edipo, sin la
bella Helena; sin Dioniso, sin Afrodita, sin Prometeo, y otros fantasmas familiares. No hay
en la cultura universal ningún otro repertorio fabuloso comparable en fantasía dramática
ni en prestigio literario.
No voy a insistir en los prestigios míticos, pero sí quiero apuntar que se prestan a
múltiples reciclajes y recreaciones (que fueron materia constante del teatro clásico). A
menudo de hondo trasfondo humanista. Un ejemplo: Prometeo les robó el fuego a los
dioses para dárselo a los humanos (que sin él habrían muerto pronto de hambre y frío).
Según Esquilo, inventó todas las artes y técnicas: de la navegación a la medicina,
incluyendo la escritura, los números (“el saber más alto”) y la mántica. Por ello, Zeus lo
castigó y tuvo que sufrir tormento en el Cáucaso, redentor rebelde y revolucionario. Había
irritado a los dioses su “amor a los humanos”, su titánico trópos philánthropos.
La philanthropía, otra clara palabra griega, está relacionada en un viejo texto hipocrático
con philotechnía (amor a la téchne, otra palabra de difícil traducción, es tanto “técnica”
como “arte, oficio”). Ambas cosas deben ir unidas, en la intención del viejo Titán y en la
del anónimo escritor. La filantropía es un hermoso concepto que se desarrolló sobre todo
en el helenismo, cuando algunos griegos posalejandrinos hicieron notar que la distinción
usual entre “griegos” y “bárbaros” no debía fundarse en la raza ni en el país de origen,
sino en la educación y la cultura (paideia). Solo esta marcaba la diferencia entre unos y
otros. Los estoicos, entonces, sostenían la fraternidad de todos los seres humanos,
miembros de una sola comunidad, que compartía el logos. En latín, paideia se tradujo
acertadamente como “humanitas”. (Se nos va quedando lejos la idea griega de educación,
cuando la reducimos a un aprendizaje de “destrezas” y manejo de diversas tecnologías
orientadas a lo más rentable, algo que no entraba en la idea antigua de la educación, la
que heredó y desarrolló a su sombra el humanismo europeo).
En las estatuas de los jóvenes y en las de los dioses se aprecia el sentido helénico de la
belleza, idealizada en la época clásica y más realista y apasionada luego. Un ideal de
belleza que ha perdurado siglos. Pero la seducción de sus imágenes no solo se halla en
los grandes monumentos y no solo anima los textos más clásicos, sino que animaba el
encanto de sus artes menores. Una copa o una urna griega reflejan el mismo afán por lo
bello. No solo nos fascinan los templos de esbeltas columnas o los vastos teatros, sino
también las pequeñas esculturas o las escenas de la humilde cerámica, que atestiguan
una vivaz y original artesanía de gracia inimitable. Incluso en sus logros más sencillos se
percibe la “noble sencillez y serena nobleza”, según la famosa frase de Winckelmann.
Platón escribió que el impulso natural del filosofar estaba en la admiración. Dice Heródoto
que la historia se escribe para salvar del olvido “hechos y cosas admirables”. Admirarse
del mundo motivó su incesante ardor creativo y su busca de explicaciones en los ámbitos
más diversos de la poesía y la cultura. Frente al moderno y fáustico homo
faber, entregado con furor a la tecnología y la mecánica, el griego era contemplativo y
dialogante, entusiasta de la belleza del cuerpo y del alma, experto en viajes odiseicos.
El amor por la Grecia antigua y el estudio histórico del mundo clásico marcaron el
humanismo europeo desde el Renacimiento hasta el siglo XX. La imagen idealizada de
Grecia revivió en el estudio filológico de los textos y la arqueología de sus ruinas. El
filohelenismo tuvo larga vigencia en la Europa ilustrada y la romántica. Keats dijo: “Los
griegos somos nosotros”. Son los europeos —alemanes, ingleses, franceses, italianos—
quienes han recobrado a fondo la cultura clásica en Grecia, quienes han estudiado tan a
fondo a Homero y a Platón. La nostalgia de lo helénico fue un síntoma europeo.
En su artículo ¿Por qué Grecia?, evocando el libro de J. de Romilly, Vargas Llosa
recordaba cuánto guarda Europa de su luminosa cultura. Tal vez, sí, nos estemos
alejando, a zancadas, de ella. Cierto es que la economía no suele ser compasiva con la
cultura. Cierto que los griegos de hoy no son los hijos de Pericles. Pero aun así, pensar
en una Europa que deje excluidos a los griegos, parece —no solo en un plano
simbólico— un gesto notablemente bárbaro, muy en contra de nuestra tradición
humanista.
La sabiduría de los maestros
antiguos Cuando se habla de los traductores, se suele pasar por alto a los imprescindibles
intérpretes de los textos clásicos. Pero en los últimos decenios se han multiplicado en
España las traducciones de autores griegos y latinos
CARLOS GARCÍA GUAL 24 MAR 2012 - 00:00 CET
Con los traductores tenemos todos, y en
especial los amantes de la literatura, una
deuda de gratitud, evidente y
frecuentemente olvidada. Gracias a su
mediación existe la literatura universal,
tal como resaltó George Steiner
en Después de Babel. Sin embargo,
cuando se resalta la importancia de tan
imprescindibles intérpretes, se suele
pasar por alto a los de textos antiguos, e
incluso cuando se habla de “los clásicos”
—como en unas páginas recientes de
Babelia— no encontramos ni mención de
los griegos y latinos, los clásicos más
universales, que leemos gracias a sus
traductores modernos. Supongo que no
se trata de un rechazo tácito, ni
helenofobia o latinofobia premeditada. Es
lo usual en enfoques periodísticos,
atentos a lo actual y despectivos de lo
que suena a vetusto, pátina inevitable de
lo clásico y de textos escritos en las
lenguas arcaicas y supuestamente
difuntas. En todo caso, un síntoma del desdén habitual en medios de amplia difusión,
incluso en los relacionados con la educación, muestra significativa del menosprecio
postmoderno del pasado y la cultura antes prestigiosa (pero ya no de moda) y hacia
lecturas que suponen un cierto esfuerzo intelectual por su contexto y referencias
históricas. En definitiva, hacia “la vieja literatura libresca”.
No es mera anécdota que un libro como El canon occidental de Harold Bloom dejara al
margen, silenciados, todos los textos antiguos, los que eran en las Poéticas más antiguas
los “clásicos por antonomasia”, al redactar su listado canónico (del griego kanon, un
invento alejandrino). Los griegos y latinos (que inventaron las listas de los clásicos) no
figuran en ese aclamado prontuario (que empieza con Dante). El profesor Bloom escribe
autoritariamente de los grandes autores y obras que conoce bien, y esa es su mejor
razón para no decir nada de los antiguos (aunque los cite de cuando en cuando). Hay
muchos críticos actuales que lo imitan; les resulta cómodo excluir todo aquello que
conocen mal, y suele pasarles con toda la literatura grecolatina. No me parece raro que
Bloom hiciera ese recorte, pero sí sorprendente que pocos lo notaran. Tampoco serán
muchos los lectores de las páginas aludidas sobre “clásicos y traductores modernos” que
hayan echado de menos alguna referencia a los clásicos más clásicos.
Harold Bloom deja al margen todos los
textos antiguos al redactar su listado
canónico Pero ese desdén —que va de los antiguos clásicos a sus modernos traductores— no
parece justificado, por más que, por otra parte, resulte entre nosotros bastante habitual.
España, como es sabido, tuvo una tradición humanista truncada y discontinua, y aquí
durante siglos apenas se han leído los textos resonantes de los autores griegos y latinos.
Si no tuvimos nunca ninguna “querella entre antiguos y modernos” —como en Francia e
Inglaterra—, fue porque la rivalidad entre los autores “modernos”, más bien mediocres, y
los antiguos, casi desconocidos, no existió. Y no hubo tampoco una filología clásica como
la que desarrolló la Europa moderna más ilustrada. En el prólogo a su traducción
de Dafnis y Cloe, en 1880, Don Juan Valera cuenta cómo sus amigos no le creían cuando
decía que leía a Homero por placer. (La Ilíada se tradujo al castellano por primera vez a
fines del XVIII, y que alguien, fuera de las aulas, leyera a Homero por gusto parecía en la
buena sociedad una extravagancia. ¡A finales del XIX!).
Si, en su ensayo Las versiones homéricas, Borges declaraba: “La Odisea, gracias a mi
desconocimiento del griego, es para mí una librería internacional de obras en verso y
prosa”, aludiendo a las diversas traducciones inglesas que él leía, ahora se podría hacer
un cotejo parecido con versiones españolas. Difiere mucho el leer la Ilíada en los versos
neoclásicos de Hermosilla (1830) a hacerlo en la prosa modernista de L. Segalá (de 1908)
o en la ágil y actual de Óscar Martínez (2010). La Ilíada ya se ha traducido al castellano
casi 50 veces, y la Odisea veintitantas. (Son muchas menos que las versiones al inglés,
pero la lista es notable). Nuestra lectura, en todo caso, está siempre marcada por la
lengua y el estilo del traductor.
Y en los últimos decenios las traducciones de autores griegos y latinos se han
multiplicado en España, en consonancia con un notable éxito de los estudios sobre el
mundo antiguo y las lenguas clásicas. El secular atraso en la versión de los antiguos
frente a otras lenguas europeas se ha remediado. Hoy día todos los textos del legado
helénico y latino, textos literarios y científicos, están asequibles en español y tan bien
editados como en cualquier país moderno. Y eso que los tiempos son muy adversos a las
empresas humanísticas, y cuando los planes de estudio han minimizado o arruinado la
presencia de las lenguas clásicas en la enseñanza. Paradójicamente, pues, a contrapelo
de la consigna oficial de “eliminar lo antiguo”, nunca ha sido tan extensa la lectura de los
clásicos. Nunca se ha podido leer tan fácilmente, en claras versiones, por placer y al
margen de las tareas escolares, a Homero, Platón, Virgilio, Hipócrates, Plutarco, Plotino,
Euclides y tantos otros. La amplia difusión de muchísimos textos antiguos en ediciones
de bolsillo, en versiones actuales, es un hecho evidente. Lo demuestran las series de
clásicos griegos y latinos en Alianza, Cátedra, Akal. Y, sobre todo, la extensa “Biblioteca
Clásica Gredos” que, con sus 400 tomos, ha realizado el anhelo de Ortega que, hablando
de la traducción, noble y utópica tarea, expresaba la necesidad de ver algún día en
nuestra lengua todo el legado clásico en versiones fiables y modernas. Ya las tenemos,
aunque tal vez a muchos ni les importe ni se hayan enterado.
Juan Valera cuenta cómo sus amigos no
le creían cuando decía que leía a
Homero por placer Insisto, pues, es injusto el usual olvido de tantos traductores, más marginados que los
que trabajan sobre lenguas modernas, a pesar de que sin ellos nadie podría acercarse a
los “clásicos” inmortales. No pasemos por alto que cada traductor, por fiel y austero que
sea, matiza y recrea el texto y deja su huella en el clásico que rescribe en lengua
moderna. Y que da luego al lector, romanceado con sus palabras, al trasladar la poesía
homérica, o la prosa o verso de cualquier clásico, dejando su impronta latente en una
lectura que puede ser decisiva para el amor o el rechazo del viejo autor. (Anoto otra
muestra absurda del menosprecio en las citas de textos clásicos. Es frecuente que
quienes citan un fragmento de un clásico, desdeñan nombrar al traductor, es decir, el que
hizo la traducción utilizada. No es raro ver que en la cita se nombre a la editorial, como la
responsable del fragmento).
Con razón los articulistas de Babelia insisten en los méritos del arduo oficio de traducir y
la esforzada tarea del traductor como intérprete e intermediario. Sí, una buena versión
actual renueva la claridad y eficacia poética del texto; así como un mal traductor lo
oscurece. De ahí la responsabilidad aún mayor en los que vierten a los clásicos, pues
deben justificar el renovado fervor, al verter en nuevos moldes las claras voces antiguas,
y para ello necesitan una arriesgada interpretación previa. De ahí su gran mérito, si la
versión refleja la belleza memorable original, o su fracaso, si no.
Más de una vez he opinado que las historias de la literatura deberían recordar a los
traductores, que tanto han influido en la difusión de las grandes obras al traerlas de otras
lenguas y tiempos. La literatura universal, como apuntaba Steiner, existe gracias a la
inmemorial labor de los traductores. En una historia literaria de horizontes abiertos
deberían figurar, calibrando sus méritos, sus ecos e influencias, los discretos, callados y
tan olvidados traductores de los clásicos antiguos. Como se merecen, desde luego.
Carlos García Gual es catedrático de Filología Griega de la Universidad Complutense de Madrid.
NECROLÓGICA:IN MEMÓRIAM
Jacqueline de Romilly, una
humanista auténtica CARLOS GARCÍA GUAL 26 DIC 2010
Se van yendo, uno tras otro, los grandes maestros, los helenistas que han sido, mucho
más que eruditos, profesores de humanismo de claro prestigio, maîtres à penser. Hace
algunos meses partieron Hugh Lloyd-Jones y Bernard Knox, y un poco antes Pierre Vidal
Jacqueline de Romilly, en diciembre de 2003 en París. / AFP
Naquet y Jean Pierre Vernant. Ahora, el 18 de diciembre, Jacqueline de Romilly,
indudable gran dama de las letras y la cultura francesa, ha fallecido en París. Tenía 97
años.
Nació, con el nombre de Jacqueline David, el 26 de marzo de 1913 en Chartres, hija de
un profesor de filosofía judío que murió al año siguiente en el frente, ya en la I Guerra
Mundial.
Estudiosa infatigable del mundo griego, ha dejado una obra escrita impresionante, tanto
por su extensión (cuarenta y tantos libros) como por su aguda inteligencia y su claro estilo.
Escribió mucho sobre los grandes autores clásicos: Tucídides, Esquilo, Eurípides y
Homero, y sobre los progresos y hazañas de los griegos y su perdurable vigencia actual.
Fue profesora durante más de 60 años -muchos en la cátedra de la Sorbona- y mantuvo
siempre un incansable fervor por la enseñanza del griego antiguo y una profunda
preocupación por el declive triste de las humanidades en los últimos tiempos. (Pensaba
sobre todo en Francia, donde el deterioro de la educación ha sido tremendo: el abandono
de las lenguas clásicas la angustiaba mucho). También sobre esto escribió una y otra vez,
sobre todo en su última etapa. Aun en sus últimos años, ya ciega, seguía pensando y
publicando con la misma pasión por lo helénico que en sus años de juventud (también
escribió una novela y relatos cortos).
Mostró siempre gran
preocupación por el abandono
de las lenguas clásicas
Tenía una gran memoria, muy precisa en su dominio admirable de todos los textos
clásicos; y no solo conocía los griegos. También podía citar con soltura unos versos de
Racine. Decía estar satisfecha de haber vivido compartiendo muchos años con Esquilo y
Pericles, y no lamentaba, a fin de cuentas, su balance vital: "Haber sido judía bajo la
ocupación, acabar sola, casi ciega, sin hijos ni familia, ¿es sensacional? Pero mi vida de
profesora ha sido, de un cabo al otro, lo que yo deseaba".
Consiguió numerosos premios y merecidos homenajes y honores: fue la primera mujer
profesora en el Collège de Francia (donde, tras la muerte de Claude Lévi-Strauss, era el
miembro más antiguo) y la segunda en entrar en la Academia Francesa (después de
Marguerite Yourcenar); tenía la Gran Cruz de la Legión de Honor francesa (y otras
muchas medallas); Grecia le otorgó la nacionalidad griega, y ahora ha lamentado
oficialmente su muerte como "una gran pérdida para el país"; había recibido el doctorado
honoris causa de las más prestigiosas universidades (en Oxford, Atenas, Heidelberg,
Dublín, Montreal y Yale).
Entre sus libros traducidos al español podemos recordar ¿Por qué Grecia?, El tesoro de
los saberes olvidados, Los fundamentos de la democracia, Alcibíades, Los grandes
sofistas en la Atenas de Pericles yLa Grecia antigua contra la violencia. En Francia son
muchos los que se han reeditado en ediciones de bolsillo.
Y recuerdo su voz en una lejana charla. Había hablado -era 1973, más o menos- sobre la
tragedia griega en la Universidad de Salamanca. A la salida se detuvo en los escalones
que dan a la plaza de Anaya, se quitó su abrigo de pieles, lo dobló y se sentó sobre él,
como cualquier estudiante, y hablamos de mitos y viajes un buen rato. Era, como los
otros ausentes que mencioné al comienzo, una intelectual rigurosa y brillante, una
escritora comprometida con la tradición clásica hoy; es decir, una humanista auténtica, en
el mejor sentido del término, algo ya muy poco frecuente.
Carlos García Gual es escritor, filólogo, crítico y traductor.
Fulgores del Peloponeso CARLOS GARCÍA GUAL 28 AGO 2007
En esta península que lleva el nombre de la isla de Pélope -y que ahora sí es una
isla gracias al istmo de Corinto- están los lugares de mayor prestigio mítico e
histórico de la antigua Grecia. Al noreste estuvo el poderoso reino de Argos, y en
su centro la ciudadela ciclópea de Micenas. Allí fue rey Agamenón, el caudillo de
la expedición aquea que destruyó la Troya homérica. En su palacio fue asesinado
a su regreso por su esposa Clitemnestra y con él su cautiva Casandra, la hija de
Príamo. Allí también Orestes mató a Clitemnestra y a Egisto vengando a su padre.
Quedan en la colina las ruinas imponentes excavadas por Heinrich Schliemann:
los muros micénicos, la Puerta de los Leones, y más allá, las tumbas de cúpula
donde se encontró el áureo tesoro de Atreo.
MÁS INFORMACIÓN
Grecia pierde la batalla contra el fuego pese a la
ayuda internacional
Hacia el oeste queda la hermosa tierra de Élide en torno a la ciudad de Olimpia,
donde se celebraron los famosos Juegos atléticos panhelénicos durante unos mil
años. Los arqueólogos han sacado a la luz las bases de templos y gimnasios, y el
viajero puede pasearse entre sus blancas columnas truncas e imaginarse, en
contraste con el sereno silencio, el bullicio de antaño y las voces resonantes del
gentío variopinto que aquí acudía de toda Grecia. Un excelente museo guarda
reliquias del antiguo esplendor.
Más al sur, en el centro, se extendía Lacedemonia, junto al amplio llano de
Mesenia, una comarca que los espartanos sometieron en la época arcaica. Allí se
alzó la renombrada y heroica ciudad de Esparta, patria de impávidos guerreros,
los hoplitas que supieron morir con Leónidas en las Termópilas y vencer luego a
los invasores persas en Platea, y más tarde derrotar a la democrática Atenas en
la larga guerra del Peloponeso.
Antes, en tiempos míticos, allí fue soberano Menelao, el esposo de Helena, y en
su palacio, según la Odisea, este regio matrimonio, tras la aventura de Troya,
albergó regiamente a Telémaco, hijo de Ulises, que buscaba a su viajero padre.
Escasas ruinas quedan de la orgullosa Esparta, que no edificó murallas, confiada
en que ningún enemigo llegaría hasta ella, ni grandes monumentos.
Ya Tucídides advirtió que por ello les sería difícil a las gentes futuras hacerse idea
del poderío de tan sobria polis. Junto a Esparta está su río, el Eurotas, y el monte
Taigeto , donde los espartanos arrojaban a los recién nacidos con algún defecto.
Sobre las cumbres vecinas se alzan las bellas cúpulas bizantinas del monasterio
de Mistras, que dominan un panorama magnífico.
Hay más lugares memorables. En la clara bahía de Pilos, las ruinas de un palacio
micénico recuerdan al iliádico Néstor. (En sus aguas tuvo lugar la batalla de
Navarino, decisiva para la Grecia actual). Cerca de Micenas está el gran santuario
de Epidauro, dedicado a Asclepio, con su espléndido teatro. Al otro lado del istmo
relumbró la rica Corinto, destruida por los romanos. Aún conserva interesantes
ruinas, y ecos de los lamentos de Medea y de un sermón de San Pablo.
Esas tierras helénicas que el fuego calcina o amenaza albergan nombres y mitos
que son un legado esencial de nuestra cultura europea. Con la tierra más antigua
de Grecia arde un paisaje de nuestro imaginario; algo nuestro arde en el
Peloponeso.
Carlos García Gual es catedrático de Filología Griega y autor de Diccionario de mitos.
El inolvidable emperador
tartamudo 'Yo, Claudio', la gran novela de Robert Graves, se ofrece mañana con EL PAÍS por 2,5
euros, y su continuación el martes
CARLOS GARCÍA GUAL 2 OCT 2005
Robert Graves escribió cinco novelas sobre el mundo antiguo. Son Yo,
Claudio (1934), su continuación Claudio el dios y su esposa Mesalina(1935), El
conde Belisario (1938), El vellocino de oro (1944) y La hija de Homero (1955).
Viendo los títulos ya se advierte que en ellas evoca épocas muy diversas dentro
de la historia y la mitología grecolatinas: la Roma imperial de Augusto y sus
sucesores, el Bizancio de tiempos de Justiniano, el viaje mítico de Jasón y los
Argonautas y la época arcaica en que se escribió La Odisea (según Graves no
compuesta por Homero, sino por una joven princesa de Sicilia). El poeta y
novelista, que había estudiado en Oxford griego, latín y literatura clásica,
aprovechó muy bien sus conocimientos sobre el mundo antiguo, por el que
siempre sintió una notable atracción, para componer estos relatos. Recordemos
que fue también traductor de Suetonio, Lucano, Apuleyo y Homero, además de
compilador y autor del amplio diccionario de Los mitos griegos.
Graves ofrece un retrato feroz y
divertido de la corte imperial
de Augusto
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'Aníbal'
Pero sobre el trasfondo de un buen conocimiento histórico, los relatos de Graves
destacan ante todo por su vivaz representación de ese mundo lejano. Tenía un
gran poder para evocar vivazmente épocas y figuras del pasado, como si los
antiguos dramas resurgieran ágiles en sus prosas. Pensaba que, con una clara
imaginación e iluminación poética, podía "resucitar a los muertos", según escribió
en un poema que es justo citar aquí:
"Resucitar a los muertos / no es ningún acto de magia, / pocos hay que estén
enteramente muertos: / sopla sobre las brasas de un difunto / y verás arder una
llama viva. / Deja que sus olvidadas penas vivan ahora, / y ahora sus marchitas
esperanzas. / Somete tu pluma a su escritura / hasta que resulte tan natural /
firmar con su nombre como el tuyo propio".
Yo, Claudio, como ya indica el título, está escrito en primera persona. Como si
fuera una autobiografía o unos apuntes de las memorias del emperador Claudio.
La idea de componer así el texto, como si fuera una confesión personal del
ambiguo sucesor de Calígula, se le ocurrió a Robert Graves en septiembre de
1929, después de una lectura de los textos de Tácito y Suetonio referidos a este
emperador, como contaba con precisión el propio Graves. Claudio había sido,
según esos historiadores romanos, un personaje bastante lamentable, desde que
llegó al trono casi por azar, tras la muerte del depravado Calígula: torpe,
tartamudo, erudito y cruel, estuvo casado primero con la lúbrica y viciosa Mesalina
y luego con la ambiciosa Agripina, que lo liquidó con un oportuno veneno. Su
sucesor, Nerón, hijo de Agripina, celebró su apoteosis, es decir, su conversión en
dios tras la muerte (como se había hecho con Augusto y se haría con otros
emperadores), pero en el poema Apolokyntosis ("transformación en calabaza"),
compuesto por Séneca, se decía que "renacer como calabaza" era lo adecuado a
los méritos de Claudio.
Graves reconstruye su imagen -y la de su mundo, la familia de Augusto y la corte
imperial de Roma- dándole la palabra al disimulado Claudio en sus memorias. En
esos apuntes secretos (continuados en Claudio el dios y su esposa Mesalina, que
EL PAÍS ofrece el martes) el taimado emperador, un testigo lúcido e implacable
de su tiempo, traza un retrato feroz y divertido de su familia y su tiempo, de la
corte imperial del poderoso Augusto y su esposa Livia. Bajo la púrpura de la corte
romana, donde Augusto ha ido forjando su poder absoluto, Claudio revela la
sórdida y sanguinaria crónica de la familia, asistiendo como el más inteligente
testigo de tanta depravación a un drama de múltiples episodios. El novelista se ha
documentado minuciosamente -a través de Tácito, Suetonio, y los redactores de
la Historia Augusta- para recrear el ambiente romano y sus intrigas palaciegas
con una singular frescura y fuerte color. Aquí están, en un primer plano, las
figuras de los miembros de la dinastía julio-claudia, vistos de cerca, con la
intimidad que el suspicaz y sufrido Claudio, considerado el idiota de la familia,
podía permitirse. Era una gran época histórica.
Tras una sanguinolenta y triunfante carrera hacia el poder absoluto, el astuto
Augusto lo había logrado. Bajo las apariencias más honorables, ahora como
príncipe bendecido por los dioses, el dueño de la Roma senatorial y restaurada,
gobernaba desde la cima de su mundo. Pero la mirada del suspicaz e irónico
Claudio nos describe ese tinglado imperial visto de cerca. La sensualidad, el lujo,
la ambición, la hipocresía, la traición, la crueldad, la superstición, montan en ese
escenario familiar un juego trágico. La corte imperial es una especie de selva
feroz y refinada que el sagaz y callado Claudio explora y describe con su aguzada
pluma. "La concentración de maldad que se encuentra en alguno de los
personajes femeninos del libro, particularmente en Livia Drusila, añade otra
fascinante dimensión a la novela" (M. Seymour-Smith). Los personajes de la
novela están descritos a través de sus actuaciones y conversaciones, las escenas
tienen un aire muy fresco y directo, todo el ambiente está presentado con una
ironía y un talento teatral que acredita el talento dramático y la gran imaginación
del narrador. (Acaso en la figura del titubeante e irónico Claudio late una "oblicua
caricatura" del propio Graves).
La novela de Graves representa una relectura y reinterpretación audaz de la
figura de Claudio y su época. En lugar del tipo necio y cobarde de Suetonio y
Tácito, su Claudio es un relator irónico y lúcido, que se disfraza de imbécil para
sobrevivir en el ambiente perverso y peligroso de la corte augústea. El poeta
Graves creía en su empeño de averiguar una verdad distinta a la versión oficial
acreditada por los relatos históricos. Reivindicar a un emperador romano, dándole
a él la palabra para su apología, se ha repetido en otras novelas. (Podemos leer
otras falsas memorias de Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina y Nerón, y desde
luego las de Adriano). Pero Yo, Claudio destaca sobre todas por su lograda
pintura de la época, por sus ágiles diálogos y su gusto por las anécdotas, en
definitiva, por su gran estilo, unido al magnífico dominio de sus fuentes. No
camufla en el texto ninguna ideología, pero deja percibir, bajo el cálamo con el
que el emperador tartamudo escribe sus ácidas memorias, una honda melancolía
y un hondo escepticismo acerca de la alta sociedad, las retóricas del poder y las
luces de la historia.
A un siglo de distancia de Los últimos días de Pompeya (1834), y algo antes
de Los idus de marzo, de T. Wilder (1948), y Memorias de Adriano, de
M.Yourcenar (1951), Yo, Claudio es, sin duda, una de las mejores novelas
históricas sobre el mundo romano. Fue pronto llevada al cine y más tarde a una
serie televisiva de notable fidelidad y gran éxito, en justo homenaje a la agudeza
psicológica y el talento escénico del novelista.
El viaje a otras épocas CARLOS GARCÍA GUAL 11 SEP 2005
Las novelas históricas invitan a sus lectores a viajar a un pasado más o menos
lejano. Es decir, a un tiempo que no es el actual y cotidiano. Suele tratarse de una
excursión atractiva, porque los novelistas acostumbran evocar momentos de vivaz
dramatismo y ambientes espectaculares, o, al menos, novedosos e intrigantes.
Nos proponen asomarnos al pasado que sirve de marco a una trama con figuras
interesantes, bien por su papel histórico o bien por su condición de testigos de
una época que aún guarda singular interés para el lector. Unas veces nos
presentan a grandes actores de la Historia; otras, a gentes ignoradas por los
historiadores que sufren su drama privado enmarcado en una época histórica de
fuerte colorido. Todo aficionado al género sabe que hay decorados y ambientes
predilectos de muchos autores y que se repiten: el Egipto faraónico, las intrigas de
la corte imperial de Roma, la Edad Media con sus misterios y paladines, y el
Renacimiento y la Revolución Francesa y la época victoriana dan mucho juego.
MÁS INFORMACIÓN
La gran novela de la historia
La novela histórica es un género mestizo y ambiguo. Por eso tiene poco prestigio entre
los críticos literarios y los historiadores. Pero en su carácter híbrido reside también su
atractivo. (Late una curiosa ambigüedad en el género, de mirada bizca: trata de otros
tiempos, pero siempre es para acercarlos y contrastarlos con nuestras vivencias). Es una
ficción, pero se apoya y encuadra en un contexto histórico. Una buena novela histórica lo
es en la medida en que su fantasía, su entramado y su estilo la avalan, pero necesita que
la evocación del pasado sea auténtica, y emotiva. La erudición no salva a ninguna novela,
pero los anacronismos burdos pueden hundirla. El novelista no rivaliza con el historiador,
pues no pretende darnos la verdad escueta, sino que construye o inventa su "historia"
atento a lo verosímil. Es más frívolo, y goza de una libertad de invención que el cronista
tiene limitada a sus datos. Quiere divertir y seducir, no levantar actas.
El historiador estudia y explica los sucesos de importancia colectiva, es notario de los
hechos memorables, grandes personajes públicos, resonantes batallas y vaivenes
políticos, según sus documentos fiables. En las novelas, en cambio, se cuentan los
aspectos más humanos, la vida y las pasiones, el drama de los individuos sumergidos en
la vorágine y sus destinos patéticos. El novelista rememora las peripecias de gentes sin
rango histórico, e incluso puede prestar la palabra a los vencidos y silenciados, y enfocar
el relato a través de un personaje, y rescribir falsas memorias, tan frecuentes.
Desde Walter Scott la novela histórica es un género popular, practicado en ocasiones por
grandes escritores (Tolstói, Flaubert, Galdós, T. Mann, etcétera) y de modo tenaz por
expertos en su trucos (H. Sinkiewicz, M. Waltari, R. Graves, etcétera). Conserva, a través
de su desarrollo, y pese a la avalancha de muchos textos muy mediocres, todos sus
encantos. El lector logra asomarse al pasado en sus momentos estelares, escuchar las
voces más o menos fingidas de los antiguos, aprender furtivamente algo de historia, y
evadirse del presente, como es urgente y saludable en una época tan unidimensional.
Erasmo y el humanismo CARLOS GARCÍA GUAL 26 SEP 2002
Salamanca ha sido el destino de una gran exposición que se ha inaugurado esta
semana dedicada al príncipe del humanismo, Erasmo de Rotterdam (1469-1536),
y que se puede contemplar hasta el 6 de enero de 2003. Es la primera de carácter
multidisciplinar que se exhibe en España sobre esta figura clave del pensamiento
europeo. Las 159 piezas que componen la muestra reflejan la época histórica en
la que vivió y reconstruyen su compleja personalidad como crítico social y
cortesano y como teólogo y reformador de la Iglesia.
¿Por qué ha permanecido tan grande? Porque la verdad es que sus esfuerzos
terminaron en fracaso... En aquel robusto siglo XVI no parece sino que era
necesaria la robliza fuerza de Lutero, la acerada agudeza de Calvino y el
candente ardor de San Ignacio; y no la suavidad aterciopelada de Erasmo'. (J.
Huizinga, al final de su Erasmo, Nueva York, 1924; trad. esp. Barcelona, 1946).
Algo después, también Stefan Zweig, en su Erasmo (1934), contrastaba el talante
tolerante y crítico del gran humanista con la fogosa intransigencia de Lutero y
otros reformadores.
Las guerras de religión que pronto ensangrentaron y desgarraron Europa
evidenciaron el fracaso del ideal pacifista de Erasmo y el triunfo de la violencia
religiosa. El llamado 'príncipe del humanismo' fue un severo crítico de los abusos
de la Iglesia -de los monjes hipócritas y los clérigos obtusos, de las huecas
ceremonias y la teología escolástica, no menos hueca-, pero no quiso, a la postre,
romper con el catolicismo. Le disgustaba el fanatismo y las actitudes ferozmente
dogmáticas. Buscaba una piedad sencilla, en línea con los evangelios y no reñida
con la razón, una Philosophia Christi. Reclamaba la lectura frecuente de los textos
bíblicos, depurados por la filología humanista de añadidos y malas traducciones.
Recomendaba con fervor el estudio de los antiguos, el trato directo y asiduo con
los grandes autores griegos y latinos, fundamento de la auténtica cultura.
Los Studia Humanitatis eran para él el punto de apoyo para entender el sentido
del mundo y para orientar la vida según la ética más noble.
Erasmo compuso todas sus obras en latín, un espléndido latín renacentista, de
empeños europeos y ciceronianos. Editó y tradujo muchos textos bíblicos,
compuso ensayos, escribió cientos y cientos de cartas, con un inmenso éxito de
público en toda la Europa docta. SusColloquia, sus Adagia, su Ciceronianus y
su Enchiridion militis christianimultiplicaron sus ediciones y resonaron por toda
Europa...
Pero ahora tan sólo el Elogio de la locura (Encomion Morías), un divertimento
menor, en su opinión, una bagatela satírica, sigue siendo leída. El estilizado latín
que tanto prestigió sus textos los ha ido luego marginando, a medida que se
reducían los latinistas. En lenguas vulgares guardaron sus ecos Rabelais,
Montaigne, Burton y Guevara, y muchos otros sagaces lectores. Como recuerda
Francisco Rico en El sueño del Humanismo, éste se expresó en ese latín
'antibárbaro'.
El erasmismo tuvo en España una honda y larga influencia, que estudió de modo
ejemplar Marcel Bataillon en su Erasmo y España (FCE, 1966), y más tarde, J. L.
Abellán (El erasmismo español, 1976) y otros (véaseEl erasmismo en
España, editado por M. Revuelta y C. Morón, Santander, 1986). También aquí los
erasmistas perdieron la partida ante el rigor inquisitorial: su lista va desde Vives,
Laguna y los Valdés hasta el mismo Cervantes.
Entre las versiones recientes de textos de Erasmo recordemos dos, muy
significativas, con claras introducciones y útiles notas bibliográficas: la de M. A.
Granada, Erasmo de Rotterdam. Escritos de crítica, religiosa y política (Círculo de
Lectores, 1996) y la de R. Puig de la Bellacasa,Adagios del poder y de la
guerra (Pre-Textos, Valencia, 2000).
Una cálida erudición CARLOS GARCÍA GUAL 22 OCT 1999
El subtítulo Ensayo de literatura comparada define el enfoque metódico de este
conjunto de siete estudios literarios. Versan sobre el exilio, la invención del
paisaje, la ficción epistolar, la expresión de la obscenidad, los comienzos de las
literaturas nacionales, las imágenes pintorescas sobre otros ("tristes tópicos") y la
unidad y diversidad de Europa. El comparatismo es el eje central de estos
recorridos a lo largo de varias literaturas sobre los temas apuntados. Itinerarios de
amplio horizonte, "a lo largo de los años y los siglos sobre interrogaciones que
hoy nos tocan y conciernen". Guillén va explorando el tema con muchas citas,
conversando con el lector, con una cálida erudición al servicio de la sensibilidad
actual. Nos invita a viajar junto a estupendos autores de la literatura universal.
(Así, por ejemplo, en El sol de los desterrados, un tema muy de nuestro tiempo,
evoca a filósofos griegos, líricos latinos, poetas chinos, exiliados modernos, y
concluye con un luminoso texto de Juan Ramón Jiménez).De la prestigiosa y
amplia obra de Guillén conviene destacar su libro Entre lo uno y lo diverso (1985),
manual de conjunto de gran solidez crítica. Su método comparatista combina una
reflexión personal sobre la teoría de la historia literaria con una atención
minuciosa a los textos y un estilo expositivo, elegante y preciso. A su magnífico
conocimiento de muchas literaturas añade su fina capacidad de comentario, lejos
de cualquier formalismo en sus análisis y atento siempre al contexto histórico.
Guillén es un enorme y penetrante lector, y en sus páginas perdura el aroma del
"placer del texto", que es, a fin de cuentas, esencial en un estudio literario, y un
mérito evidente de este claro libro.
El viaje sobre el tiempo o la lectura
de los clásicos Si los alumnos aborrecen los libros, si son malos lectores, el fracaso es también nuestro
No podemos confiar en que, sin educación, la gente prefiera la cultura a la diversión fácil
CARLOS GARCÍA GUAL 27 OCT 1998
1. Algunas palabras están tan desgastadas por la retórica oficial que parece difícil
usarlas con un significado escueto y preciso. Así ocurre con "humanidades",
"humanismo" o "clasicismo". Todo el mundo está a favor de su fomento
académico, pero son muchos menos quienes creen y confían en su valor en la
educación y la sociedad de hoy, a pesar de que el prestigio y la pervivencia de los
autores clásicos son la sustancia de las humanidades tradicionales y en sus
textos se configura el acceso a la tradición humanista europea.El arte de leer y
reinterpretar esos textos inolvidables desde nuestra perspectiva sigue siendo el
más sólido e ineludible fundamento de la formación humanística, una educación
que está marginada y angustiosamente amenazada por presiones pragmáticas,
urgencias sociales y modas pedagógicas. De modo que la enseñanza de
humanidades, en un tiempo prestigiosa, está en honda y extensa crisis. Tal vez se
nota más en nuestras aulas, pero no se trata sólo de un fenómeno escolar. Se
trata de una crisis amplia de la lectura y de la relación con el pasado. Es el
pasado el que ha perdido prestigio.
2. Lo que ha consagrado y define como clásicos a determinados textos y autores
es la lectura reiterada, fervorosa y permanente de los mismos a lo largo de
tiempos y generaciones. Clásicos son aquellos libros leídos con una especial
veneración a lo largo de siglos. Un libro clásico es un texto enormemente
sugestivo, que invita a nuevas relecturas. Italo Calvino, en un estupendo ensayo
recogido en su libro Por qué leer a los clásicos, daba 14 definiciones. Me gusta
especialmente la que dice: "Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo
que tiene que decir".
Acaso ahí reside el misterioso atractivo fundamental de esos textos: en su
inagotable capacidad de sugerencias. Siempre se puede encontrar en ellos algo
nuevo, sugerente y aleccionador. Frente a tantos y tantos libros sólo entretenidos,
ingeniosos, eruditos o muy doctos, pero de un solo encuentro, frente a tantos
papeles de usar y tirar, los textos literarios se definen por admitir más de una
apasionada lectura. Y los clásicos invitan a relecturas incontables.
Podríamos calificar a los libros clásicos como "la literatura permanente" -según
frase de Schopenhauer-, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero,
en contraste con los best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad.
Suelen llegarnos rodeados de un prestigio y una dorada pátina añeja, pero
conservan su agudeza y su frescura por encima del tiempo. Son los que han
pervivido en los incesantes naufragios de la cultura, imponiéndose al olvido, la
censura y la desidia. Algo tienen que los hace resistentes, necesarios,
insumergibles. Son los mejores, libros "con clase", como sugiere la etimología
latina del adjetivo classicus.
3. Pero eso no significa que esos textos se sitúen más allá de la historia, sino que
su recepción, su fulgor y permanencia dependen de la estima más o menos
constante de sus lectores y, por lo tanto, de las alternativas del gusto. Si se han
mantenido como clásicos es porque siguen diciendo algo valioso a muchos, como
una parte del "capital cultural" de una lengua o una nación o una cultura. Pero en
la lealtad del lector hacia esos textos y su apreciación hay aspectos subjetivos e
históricos que no debemos olvidar. Existe una valoración variable en el canon de
los clásicos. Cada época tiene los suyos y, si me permiten la imagen, diría que las
cotizaciones de la bolsa literaria tienen subidas y bajadas, más bien un tanto
lentas. Son las generaciones de lectores las que eligen a los clásicos.
4. El arte de la lectura, como comentara Pedro Salinas, es cada vez más difícil.
Requiere tiempo, silencio y una cierta disposición interior. En nuestra civilización
de consumo, apresuramiento y desarrollo tecnológico, es difícil dejar tiempo y
silencio para la lectura. Vivimos atiborrados de noticias inútiles, atontados por los
ruidos y asediados por una espesa banalidad. Tenemos tantísimos libros que es
difícil penetrar a fondo en algunos con pasión.
Pero los clásicos no son fáciles, piden un cierto reposo en la lectura y un empeño
por entenderlos a fondo. Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos,
atentos a los matices y a los ecos. Esa lectura despaciosa, que degusta a fondo el
texto, es ya un lujo raro.
5. No todos los clásicos poseen igual grandeza ni paralelos atractivos o idénticos
méritos, y no todos están situados a la misma distancia, en el tiempo y el idioma,
de la sensibilidad del lector. Podríamos insinuar aquí una distinción sencilla entre
los clásicos universales (aunque queda bien entendido que "universales" quiere
decir los de nuestra civilización occidental) y los nacionales (en los que el uso del
propio idioma resulta un rasgo decisivo para su valoración). Los primeros serían el
núcleo del canon: Homero, Esquilo, Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare,
Cervantes o Molière. Son los gigantes de la literatura, cuya obra se alza
esplendorosa por encima de su lengua, época y nación.
Los nacionales son los mejores representantes de una lengua y cultura, pero cuya
grandeza resulta mejor valorada en su propia tradición cultural. Su uso del idioma
los ha convertido en referencias indispensables de la escuela y la literatura
nacional. Son Quevedo,Góngora, Chaucer, Sterne, Corneille, Racine, Schiller o
Pushkin.
Y quizás podemos abrir una tercera lista, del todo subjetiva, de los clásicos que
calificaríamos de "personales". Como decía Calvino, son los que con amor has
seleccionado como "tus" clásicos, aquellos que uno considera amigos.
Es evidente que los clásicos han visto reducido en la escuela y la universidad el
lugar de honor que tuvieron antaño, pero se siguen reeditando en nuevas
traducciones. En España se publican más y mejor que en ningún tiempo.
La escuela, como señalaba Calvino, debe mantener un papel de primer orden en
la orientación de esas lecturas. El alumno debe encontrarse con algunos libros
maravillosos y con inolvidables nombres de la literatura. Por ahí debería empezar
su conocimiento elemental y su admiración hacia esos textos, en encuentros que
pueden marcar una vida.
En España apenas se estudian o se leen los llamados grandes libros, los clásicos
universales, en las escuelas ni en la universidad. No hay espacio para ellos en
ningún nivel de la enseñanza. No existe aquí, en ninguna facultad ni plan de
estudios, una asignatura de lectura y comentario de los "grandes libros", como en
algunas universidades de EEUU.
Entre nosotros se suelen leer y comentar en clase algunos clásicos hispánicos,
del grupo de los "clásicos nacionales", más modélicos por su dominio del idioma
que por su temática. Parece innegable el interés de tales textos, pero acaso sea
más dudoso su provecho cuando se estudian por obligación demasiado pronto.
Por poner un ejemplo, no creo que el Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita,
sea una de las lecturas más apropiadas para alumnos de bachillerato, ni por su
contenido variopinto ni por su amplísimo vocabulario medieval.
6. Siempre leemos a los clásicos desde nuestro momento y perspectiva. Siempre
los recibimos en nuestro propio contexto. Don Quijote no es para nosotros,
después de las lecturas de los románticos europeos, una novela cómica que
parodia los libros de caballerías, como fue para sus primeros lectores en el siglo
XVII. Su protagonista no es sólo un enloquecido hidalgo que parodia a los
caballeros andantes, entre burlas y delirios, sino un símbolo patético del héroe
hispano, idealista, envejecido, en choque con la realidad.
7. Otra cuestión importante es la del canon de los clásicos. El libro de Harold
Bloom El canon occidental (Anagrama) apuntaba lo esencial del problema,
aunque también suscitó algunas polémicas menores y, en mi opinión,
superficiales. Lo que Bloom destacaba muy bien, en su defensa lúcida y rotundo
alegato a favor de la lectura de los clásicos, era cómo esos grandes libros, antes
leídos y comentados en las aulas con respeto y dedicación, habían sido un núcleo
arraigado en la educación universitaria a través de épocas y generaciones, y que
esa educación humanista y literaria, anclada en la lectura de los grandes textos
del pasado, nunca estuvo tan agredida como ahora en EEUU.
8. La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una
responsabilidad evidente. Para su educación, los jóvenes deben encontrar una
pauta de excelencia, una lista sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores
escritores, artistas, creadores y pensadores del pasado. Es en la escuela donde
debería fomentarse y desarrollarse la lectura como instrumento formativo para los
más jóvenes. Allí debería orientarse su disposición a leer, de modo progresivo, y a
leer lo mejor, desde breves textos hasta adentrarse en los grandes libros. Y
hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el objetivo es que quienes se
educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos ni a aburrirse.
Enseñar a leer, a entender de verdad lo leído, a profundizar en su sentido con
mirada crítica e intentar expresar con claridad las propias respuestas frente a
esos textos impresionantes es un reto espléndido para un auténtico educador,
que va desde los comienzos hasta el final del periodo didáctico. Estimular la
imitación de los clásicos me parece bien; pero aún mejor es invitar al diálogo
perenne y vivo con sus textos.
Los profesores de letras, y desde luego los filólogos, somos maestros de la
lectura a fondo. Tarea de modesta apariencia y, sin embargo, esencial en todo
humanismo. ¡Si al menos supiéramos enseñar a leer, si lográramos transmitir el
entusiasmo por la lectura de los grandes textos, una lectura activa, inteligente y
personal! Si los alumnos aborrecen los libros, si son malos lectores, el fracaso es
también nuestro. Y en el desprestigio de la lectura tenemos una parte de culpa,
por no haber logrado infundirles el amor por los libros.
Pero no resulta menos claro, sin embargo, que los profesores tenemos sólo una
parte de responsabilidad, no la mayor, en ese estrepitoso fracaso. Las presiones
de la sociedad actual, orientada al consumo continuo, el progresivo imperio de
una cultura audiovisual, la opinión manipulada por los grandes medios de
comunicación y los incontables señuelos y artificios espectaculares de una
tecnología desbordada reducen a discretos márgenes la influencia de la
educación escolar en la vida.
El desprestigio de la enseñanza secundaria oficial atestigua un sintomático y
ubicuo malestar. La profesión docente ha descendido mucho en influencia y
aprecio. ¡Tristes profesores de enseñanza secundaria! Muchos de ellos
almacenan una excelente preparación profesional que les sirve de muy poco. Con
frecuencia se encuentran agarrotados, maltratados, confusos, desilusionados ante
los planes de estudio y las reformas que marginan sus enseñanzas -las
humanísticas y las científicas también- con horarios exiguos, y que privilegian el
aprendizaje de técnicas y saberes prácticos o de meros entretenimientos con
títulos políticamente correctos. Y que se ven desconcertados, a la vez, por la
desidia y el escaso interés de numerosos alumnos, poco atentos y mal civilizados,
y escasamente motivados, como se dice, en sus estudios por un contexto social
desfavorable.
La disciplina, la valoración del estudio esforzado, la memoria y la imaginación, el
disponer de tiempo para leer y refrescar las lecciones, requieren un apoyo y una
autoestima que se echa en falta en los centros, mientras prolifera la rutina
burocrática, las reuniones de tiempo perdido, el encasillamiento de las
asignaturas y una jerga pedagógica.
9. La enseñanza de las humanidades parece, en efecto, andar un tanto a
contrapelo de los tiempos, malos tiempos sin duda para la formación intelectual
en los viejos moldes humanistas. Y, sin embargo, justamente por ese ambiente
poco favorable, debemos insistir en su importancia, en su validez para
contrarrestar las modas. En un futuro en que previsiblemente cada vez habrá
menos horas dedicadas al trabajo, donde el tiempo de ocio debería ser cada vez
mayor, es cuando debería cuidarse más la educación de estilo humanista, es
decir, el cultivo de una formación integral, que permita acceder a los mayores y
más espléndidos logros de nuestra civilización.
Por otra parte, es la educación lo que permite y fundamenta una auténtica libertad
de elección. Es grave error recortar el valor de la misma reduciéndola a lo
pragmático y especializado. Insistamos en el valor de la educación como
formación general, como paideía. Sólo quien conoce el bien -como argumentaba
Sócrates- puede elegir lo más valioso. Porque no podemos confiar en que, sin
una previa educación, la gente vaya a preferir la cultura y el saber esforzado a la
mera diversión masiva y fácil. La mejor carta que juega la vulgaridad en su favor
es lo fácil y cómoda que resulta.
10. Hemos insistido aquí en el valor de los clásicos para la formación integral,
espiritual, del individuo, pero no debemos olvidar su mejor razón de éxito: leerlos
procura no sólo conocimiento, sino también un variado, vivaz, inmenso placer. Si
conocer es un anhelo natural del hombre, la mejor literatura, a la vez que nos
hace conocer el mundo y a nosotros mismos, nos emociona, eleva, instruye y
divierte. El placer que brindan los clásicos, cuando ya no se leen por obligación
escolar, sino por íntima decisión, es una experiencia mágica.
En memoria del helenista José S.
Lasso de la Vega CARLOS GARCÍA GUAL 1 OCT 1996
El profesor José S. Lasso de la Vega falleció el pasado 28 de septiembre en
Murcia. Los que fuimos discípulos suyos -y tuvo muchos durante sus más de
cuarenta años de profesor de Filología Griega en la Complutense- le
recordaremos siempre como un profesor de admirable erudición y precisión
ejemplar. En la universidad dio clases de todas las materias de la especialidad,
desde la lingüística indoeuropea, la morfología y la sintaxis griegas, a la métrica,
la crítica textual, la literatura y el comentario de textos. Nos impresionaba,
recuerdo, notar cómo iba comentando los textos más clásicos con una intensa y
personal devoción por los grandes nombres y estudios de la Filología Clásica
alemana, desde Wilamowitz a sus queridos Reinhardt y Snell.Fue un humanista
de muchas lecturas y un escritor de muy cuidado y algo abarrocado estilo literario.
Aunque escribió libros importantes, tanto de lingüística -como su amplio manual
de Sintaxis griega- como de tradición clásica -ahí están su De Sófocles a
Brecht en 1971, que le valió ese año el Premio Nacional de Literatura; De Safo a
Platón, 1976, sus estudios sobre Homero, y sus espléndidos prólogos a Sófocles
y Tucídides, entre otros- y más de un centenar de artículos en revistas
especializadas, que, como los más recientes sobre ardua crítica textual, dan clara
idea de su pericia filológica, creo que su labor personal como maestro de filólogos
clásicos ha dejado una huella tan memorable como su obra escrita. Dirigió
muchísimos traba os de investigación y dio siempre un ejemplo de dedicación a la
cátedra, por la que sintió una vocación exclusiva. Siempre trató de potenciar con
un empeño generoso el desarrollo de los estudios clásicos en España, y estuvo a
la disposición de sus alumnos con un desinterés y un apoyo constante.
Formaba parte de una generación de prestigiosos helenistas, como su maestro, M.
Fernández Galiano, y otros colegas suyos. Cuantos le trataron saben que fue
siempre un profesional intachable y excelente persona, algo introvertido, pero de
afable humanidad. Su repentina muerte, en su Murcia familiar, ha dejado hondo
pesar entre sus amigos y numerosos discípulos.
La lengua griega las playas de Homero CARLOS GARCÍA GUAL 19 MAR 1996
La literatura griega de este siglo tiene su género más representativo en la lírica.
Son numerosos y muy dignos de recuerdo los grandes poetas de esa prestigiosa
familia a la sombra de Cavafis y Seferis, que han sabido reavivar y recobrar con
voz propia, clara- e impresionante la herencia de la tradición clásica antigua, y ha
recreado con nuevas voces y tonos personales en la lengua de hoy los temas
líricos esenciales de siempre, con un renovado fulgor de música e imágenes.Entre
esos espléndidos poetas de la Grecia actual -que han sabido con enfoques varios
combinar las orientaciones más modernas con un fondo popular y una temática
eterna- Odiseas Elytis representaba la figura más conocida en Europa y muy
destacada tanto por' la amplitud de su obra, como por el rigor intelectual, la
riqueza formal y figurativa y la tensión lírica de su universo personal.
MÁS INFORMACIÓN
Muere Odiseas Elytis, el poeta del Egeo
Clasificado como miembro de la generación poética de 1930, combatiente luego
en la segunda guerra mundial, este cretense viajero, fue hombre de grandes
lecturas y, a la vez, un testigo alerta de una época llena de peripecias. Influido por
el surrealismo en sus comienzos, excelente pintor y sensible paisajista, traductor
de poetas franceses como Eluard, Lautréamont y también, conviene destacarlo,
de Alberti y Lorca, ha sabido construir su propio mundo poético con intensa fuerza
imaginativa y colorista.
Partiendo de una poética muy intimista, elaborada y mistérica, se fue acercando
luego a una lírica popular, sin rebajar el nivel de sus imágenes, pero con un
empeño poderoso e exaltación hímnica en el que se conjugan la evocación de los
elementos esenciales del paisaje griego con los recuerdos de la época antigua y
visiones personales de impresionante sencillez y eficaz patetismo.
Su libro más importante, Axion esti (1959), traducido como Dignum est,representa
su momento de plenitud. En libros posteriores como Monograma, o María
Nefeli ofrece renovadas muestras de su espléndida madurez lírica. Entre los
poetas españoles, Elytis se parece sobre todo a Alberti, con algún toque de
Neruda, a veces. En castellano,. hay buenas traducciones de sus mejores
poemas, por C. Carandell, J.A. Moreno Jurado, A. Silván, R. Irigoyen y otros.
Moderno aquí y ahora CARLOS GARCÍA GUAL 30 NOV 1992
En su Horacio en España (Madrid, 1885, 2ª edición) da Menéndez Pelayo una
lista de los traductores españoles del poeta latino en la que hay 165 nombres, y
muchos de ellos ilustres en la poesía española. Bien es verdad que la nómina de
los que habían traducido todas las odas al castellano abarca tan sólo una docena.
Pero aún así resulta lesionante la larga y extensa huella de Horacio en nuestra
tradición literaria, como el fervoroso y erudito estudio que don Marcelíno
Menéndez Pelayo documenta.Hoy se podría, pienso, duplicar casi es e índice de
nombres al considerar los traductores y poetas que se han ocupado de Horacio
en el siglo y pico transcurrido desde entonces. Pero es muy dudoso que
pudiéramos encontrar un poema en honor del vate latino tan entusiasta como el
que nuestro polígrafo montañés le dedicó al comienza de su libro.
Esa Epístola a Horacio ("Yo guardo con amor un libro viejo/ de mal papel y tipos
revesados,/ vestido de rugoso pergamino...") es un excelente poema, pese a su
lastre neoclásico, del joven Menéndez Pelayo, escritor que, dicho sea de paso,
convendría reivindicar no sólo como pensador y crítico, sino como sensible y
cuidado poeta, muy horaciano. El libro de Menéndez Pelayo cuenta también con
un fino prólogo de Juan Valera, quien no compartía todo el fervor del estudioso
por el poeta italiano. Valera encuentra a Horacio falto de pasión y entusiasmo
aunque elegante, sincero y de claro estilo.Preferencia
El desapasionado juicio de Valera explica bien la preferencia que muchos lectores
modernos sienten por otros poetas latinos -el delicado Virgilio, el vehemente
Catulo e incluso el apasionado Propercio- sobre el moderado, hedonista y un
tanto cínico Horacio. El erotismo y la melancolía, la angustia existencial y el goce
del instante fugaz encuentran expresión muy matizada en este sutil epicúreo,
oportuno panegirista de Augusto y amigo de Mecenas, tan poco romántico y tan
poco exaltado sentimentalmente, tan irónimo en las sátiras en sus suaves
devaneos amorosos.
Eso es verdad. Horacio rehúye el patetismo y los tonos excesivos. Pero
justamente en eso es moderno, más allá de modas y escuelas e ideologías. Lo
apreciaba Voltaire ("Voluptuoso Horacio que, fácil en tus versos y alegre en tus
discursos, cantaste el ocio dulce, el vino y el amor") como buen neoclásico, no
menos que nuestro Leandro Fernández de Moratín.
El XVIII fue un siglo horaciano. Pero, sin duda, Fray Luis de León ha sido nuestro
mejor traductor de sus poemas de la vida retirada, y hay, en mi opinión, una veta
horaciana en algunos de nuestros más sensibles poetas (como el último J. Guillén
o. Claudio Rodríguez, aunque no sé si por influencia directa o por afinidad de
carácter). Ese gusto por el poema perfecto, por la palabra precisa, por la alusión
discreta, por la musicalidad y la sensualidad, entroncan al poeta del Carpe
diem, tan helenístico, con la modernidad. Ese sentido del pasar del tiempo, tan
clásicamente horaciano, es una nota esencial también de la última poesía.
Entre las versiones castellanas de este siglo me gustaría recordar las realizadas
por Miguel Romero Martínez (Nueva interpretación lírica de las odas de
Horacio, Sevilla, Agrupación editora de Amigos de Horacio, 1950) y de Manuel
Fernández Galiano, Odas y epodos (Madrid, Cátedra, 1990) ambas en verso y
bilingües, y las de L. A. de Cuenca, enAntología de la poesía latina (Madrid,
Alianza, 1981), y V. Cristóbal, enHoracio. Epodos y odas (M., Alianza, 1985), en
muy cuidada prosa. La. más reciente traducción de las Sátiras es la de J. Guillén
en La sátira latina (M., Akal, 1991). Pero existen, sin duda, otras versiones
memorables y próximas.
Horacio no es, por sus mismas características, un poeta que suscite en rápida
lectura una adhesión inmediata. No es tanto un escritor para jóvenes, como un
autor que requiere ser leído con una cierta lentitud, degustando sus versos. Se le
aprecia mejor con los años, como al buen vino. La madurez lo distingue.
Es, como todo gran poeta, una voz inconfundible, de acento personal, incluso
cuando toca ciertos tópicos poéticos, como el elogio de la vida retirada, la amistad,
y el coloreado pasar de las estaciones. Por eso, cuando se cumplen los dos mil
años de su muerte, Horacio conserva una sorprendente frescura.