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ARTICULOS
EL CLERO M EXICANO Y EL M O V IM IEN TO IN SU R G E N TE D E .1810*
D av id A. B r a d in g
Universidad de Cambridge
I
El movimiento insurgente mexicano de 1810 se diferenció de los movimientos sudamericanos contemporáneos en favor de. la independencia por tres elementos claves: el liderazgo del clero rural, la amplia participación de las masas rurales, y la elaboración de una ideología nacionalista. En otros trabajos he examinado el despliegue del culto guadalupano y el indigenismo histórico como medios de incentivar el patriotismo criollo, y he asimismo analizado la compleja y variada estructura de la producción agrícola en el Bajío que subyacía a la movilización popular de ese período1.
En el presente trabajo trato de delinear los rasgos déla iglesia mexicana que pueden haber predispuesto al clero a tomar parte en el movimiento insurgente. Creo oportuno hacer dos salvedades. Dado que sólo una minoría participó de hecho en la rebelión, cualquier observación sobre el clero en general no puede lógicamente explicar las acciones de esa minoría activa. En segundo lugar, nuestros comentarios se limitan al clero secular de la diócesis de Michoacán, que en esa época comprendía los actuales estados de Guanajuato, Michoacán, la mayor parte de San Luis Potosí, y partes de Guerrero y Jalisco. En esta gran provincia se inició la insurgencia y precisamente en esta región fue donde más duró y de donde se reclutaron sus líderes.
* Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.
En este punto nos parece adecuado recordar que ya se ha dado una explicación de este fenómeno en términos políticos. Nancy Harris en Crown and Clergy in Colonial México señala que la participación clerical en la in- surgencia dimanó de una reacción en contra de ciertas medidas del Estado borbónico que habían minado o destruido los privilegios, la jurisdicción y las finanzas eclesiásticas. En prácticamente todos los frentes, la Iglesia hallaba su autoridad cuestionada por la Corona y sus ministros. El período se abrió con la expulsión sin reservas de los jesuítas en 1767 y se cerró con el decreto de Consolidación de 1804 por el cual se exigía la venta de los bienes de la Iglesia y el depósito del capital eclesiástico en el tesoro real. En el ínterin, la jurisdicción eclesiástica en los asuntos temporales había sido reducida sistemáticamente, o, en donde sobrevivió, se hallaba sujeta a apelación por parte de los tribunales civiles; su control exclusivo en el cobro de diezmos había sido cuestionado, aunque en este caso infructuosamente; y el principio vital de la inmunidad clerical ante los tribunales civiles había sido abrogado en casos de criminalidad grave. La desamortización no sólo echó abajo el control de la Iglesia sobre sus recursos sino que amenazó además la subsistencia misma de todos los curas que dependían de capellanías para la obtención de ingresos. Enfrentados a este persistente ataque a sus prerrogativas, no es de extrañar que el clero tomase las riendas en 1810 del ataque en contra de la dominación peninsular. Nos hallamos, pues, ante una interpretación que concuerda con los hechos conocidos acerca de la situación y que debe obviamente figurar en cualquier explicación sobre los motivos que impulsaron a los curas a encabezar a sus feligreses en contra del régimen colonial2. Se trata además de una interpretación que se hallaba implícita en la famosa defensa de la inmunidad clerical presentada a la Corona por el obispo y clero de Mi- choacán en 1799.
Pero el autor de esta protesta, Manuel Abad y Ouci- po, canónigo de la catedral, juez del tribunal de capellanías, obras pías y testamentos, y obispo electo de Michoa- cán entre 1810 y 1815, dio una explicación muy diferente sobre la participación clerical en la insurrección. En marzo de 1811 hizo circular un edicto en el que prohibía la ordenación de candidatos al sacerdocio que no contasen con un beneficio o una capellanía. Atribuía el “influjo escandaloso” de tantos clérigos en la rebelión al hecho de que “se han aumentado excesivamente el Clero con detrimento suyo y perjuicio del público, por la gran facilidad que ha habido en promover a las órdenes a título de administración, título nominal que deja al promovido sin oficio necesario, ascripción determinada o residencia fija”. Muchos clérigos así ordenados de hecho no se dedicaban a la administración de los sacramentos y permanecían sin medios de subsistir. Además, los afortunados que poseían una capellanía —una renta vitalicia clerical— a veces también carecían de suficientes ingresos para mantenerse debido a pleitos o a la suspensión del pago de intereses. Este tipo de clero a menudo no hacía mucho más que celebrar las misas a cargo de la capellanía. En cualquier caso, los curas de la diócesis sufrían: los precios se habían duplicado en los últimos 30 años pero la gente seguía pagando al celebrante medio peso, mientras que en otras áreas la tasa se había elevado a un peso. Al mismo tiempo, Abad y Queipo admitía que debido a la negligencia de las autoridades diocesanas y a la mal entendida caridad de los laicos, se había producido un inadecuado escrutinio de los candidatos a las órdenes de tal modo que “se han introducido muchos en el clero sin educación, virtudes ni talentos, con hábitos groseros, sin idea del honor, dignidad y santidad del sacerdocio; que trastornando el concepto de las cosas, toman la inmunidad personal que es el estímulo y premio de la virtud que presupone en el estado, como escudo para la licencia y la osadía”.3
Para fundamentar estas aseveraciones, Abad y Queipo señalaba que mientras el clero secular de la diócesis se elevaba a 1 200 individuos, había solamente 114 parroquias, y 38 sacristías con beneficio, quedando de este modo más de mil clérigos sin beneficio o morada fija. Entre estos —calculaba— la mitad más o menos se dedicaba de hecho al ejercicio de su ministerio y “los otros 500 quedan siempre sin ocupación ni destino, en estado de indigencia y en ocasión próxima de apartarse de su instituto”. Para poner remedio a este estado de cosas, Abad y Queipo decretó que en el futuro todos los candidatos al sacerdocio debían entregar una prueba positiva de una crianza y educación decentes y, lo que es más importante, demostrar que poseían un beneficio o una capellanía. En adelante a todos los candidatos se les exigía pasar seis meses antes de la ordenación en el Seminario Tridentino o en el Colegio de San Nicolás. Finalmente elevó la tarifa de las misas a un peso.
Se trata, pues, de una interpretación social de la in- surgencia de 1810. El aumento en el número de clérigos, en cierta medida provocado por la entrada de individuos en busca simplemente de un modo de vivir, había llevado a un amplio desempleo y pobreza entre los clérigos, dado que no había corrido parejo a un aumento equivalente en beneficios o estipendios. Para sopesar la exactitud de esta afirmación, es de recordar que Abad y Queipo había llegado en compañía del obispo Antonio de San M iguel (1784-1804) y a partir de entonces había jugado un papel importante en la administración diocesana. Como español peninsular, sin embargo, era vehementemente opuesto a la insurgencia y, por tanto, le asistían buenas razones para despreciar los motivos del clero patriota. Con todo, la precisión de sus observaciones provenía obviamente de su profundo conocimiento de la diócesis, de ahí que merezcan respeto. Como explicación de la participación clerical en la insurgencia complementa más que contradi-
s
ce el énfasis en la reacción a la campaña realista contra las prerrogativas eclesiásticas.
II
Si el clero secular figura en tantas relaciones de la iglesia mexicana de fines del siglo XVIII, se debió a que las ordenes religiosas habían entrado en un período de decadencia, caracterizado por una disminución de sus miembros, pérdida de parroquias y un fervor decreciente. La única gran excepción a esa regla, la Compañía de Jesús, fue expulsada de la Nueva España en 1767. En la diócesis de Michoacán, los colegios de Valladolid, Pátzcuaro, San Luis de la Paz, León, Guanajuato y San Luis Potosí fueron desocupados, sus edificios e iglesias tomados por el clero secular o los oratorianos o, como en el caso de Valladolid, usados como correccionales para el clero delincuente. De la noche a la mañana, la balanza del prestigio y la influencia dentro de la iglesia mexicana osciló en favor del clero secular.
El impulso de esta oscilación se vio favorecido por la continua secularización de las parroquias, a menudo administradas por las ordenes medicantes desde el siglo XVI, proceso que precedió y siguió a la expulsión de los jesuítas. La escala de esta operación no ha sido suficientemente apreciada. En la diócesis de Michoacán, recayó en el obispo Pedro Anselmo de Tagle (1758-72) poner en vigor el decreto real de 1753, que ordenaba la transferencia de todas las parroquias en manos de religiosos a la muerte de los curas en funciones. Tras algunas protestas, agustinos y franciscanos recibieron la dispensa de retener dos de sus parroquias.4 Sin embargo, en el transcurso de dos decenios el resto fue entregado al clero secular. En algunos lugares fueron abandonados los mismos conventos pues fue difícil separar la iglesia parroquial del claustro adyacente. De este modo, el convento de Tzintzuntzan —la casa franciscana de Michoacán— fue
abandonado. En total, 30 parroquias administradas por los agustinos y al menos 17 regidas por los franciscanos fueron secularizadas, es decir, unos dos quintos del total de parroquias anotadas por Abad y Queipo. Además, si bien algunas de estas antiguas doctrinas se encontrabano oen el campo, tal es el caso de la de Charo o Tzintzuntzan, otras abarcaban ciudades importantes como Celaya, Zitá- cuaro, Uruapan y Salamanca. En resumen, se abrió una fuente importante de beneficios nuevos para el clero secular como resultado de esas transferencias. En contraste, los religiosos fueron relegados a un número limitado de conventos urbanos y en los años 1770 se les sometió a una inspección general que obligaba a limitar el reclutamiento.
Para asegurarse un número suficiente de curas y aprovechar las oportunidades creadas por la transferencia de las parroquias, el obispo Sánchez de Tagle fundó un nuevo Seminario Tridentino, alojado en un magnífico edificio frente a la catedral. Dado que Valladolid, la capital diocesana, ya poseía el colegio de San Nicolás Obispo, no faltaban instalaciones educativas para preparar al clero secular. El nuevo seminario era financiado mediante un pequeño impuesto al ingreso clerical total, junto con una colegiatura anual de 100 pesos de los alumnos. Se dejaron disponibles algunas plazas para candidatos de talento. A pesar de la fama de Valladolid y del Colegio de San Nicolás como centros ilustrados, el nuevo seminario tenía un curriculum muy tradicional; los libros de Aristóteles constituían los textos de filosofía hasta bien entrados los años 1790. A pesar de estas limitaciones, la nueva fundación proporcionaba a individuos de escasos medios los títulos académicos necesarios para su entrada al sacerdocio.
Carecemos de datos sistemáticos sobre el medio social del clero en la época. Cierto que los ordenados tenían que entregar pruebas escritas sobre la calidad de su familia, educación y moral. Las amonestaciones de todos ]c?,
candidatos eran leídas en la misa mayor de sus parroquias natales. Ahora bien, el peso de las pruebas no se centraba tanto en la cuestión de clase social como en la del estatus étnico. Era obligatorio para todos los candidatos demostrar que provenían de familias cristianas viejas sin mezcla de la “sangre mala” de judíos, moros, negros o mulatos. Por estas fechas, la sangre indígena no se tomaba como barrera. Así en 1792, un tal José González y Ramírez, de San Miguel el Grande, solicitó la primera tonsura, cuatro ordenes y el subdiaconado con el título de idioma oto- mi. Sin embargo, su padre era un indígena puro, aunque su madre contaba como española5. Con un certificado de buena moral y educación en San Miguel y en el Colegio de San Nicolás, fue aceptado. Podrían citarse otros ejemplos; la autorización legal partía de un decreto real del 12 de marzo de 1697 que permitía la entrada de mestizos e indios a las ordenes religiosas y al clero secular. En contraste, se mantenía la prohibición a los candidatos con antepasados negros o mulatos. Huelga decir que si los testigos decidían mentir o mantener silencio acerca de tales antepasados y nadie protestaba cuando se publicaban las amonestaciones, en ese caso las solicitudes de ordenación eran aceptadas. Pero, una vez planteado el asunto, la solicitud era suspendida de inmediato hasta que fuesen entregadas pruebas con otros testigos o extractos del registro bautismal legalizados ante notario.
En un caso de Guanajuato la polémica se centró en la abuela materna de un solicitante quien en 1770 abiertamente confesó su imposibilidad de cubrir los costos de cualquier averiguación judicial o substanciación. Alegaba que “la mucha pobreza obscurece siempre los linajes de suerte que no pudiendo los pobres ni versarse con gente de calidad ni vestirse como ella, su misma pobreza los degrada, confundiéndoles con la gente vil”. En este caso, se consiguieron otros testigos quienes declararon que, si bien su abuela era tan pobre que cuando asistía a misa
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cubría la cabcza volteando una de sus faldas, de hecho no llevaba la 'saya de embrocar’, que aparentemente era la señal especial de las mulatas. La opinión general era que se trataba de una india o mestiza, y el registro bautismal de 1704 corroboró que ella y su hermana fueron asentadas como mestizas. Los testigos hostiles resultaron ser enemigos del padre del candidato6.
N o todos los casos se resolvían felizmente. En 1788, Rafael Ramírez Becerra, nativo de Zapotlán el Grande, que había estudiado en los colegios de San Miguel el Grande y de San Nicolás, pidió la primera tonsura presentando certificados de excelente conducta y una solicitud como estudiante. Pero cuando se publicaron las amonestaciones, los testigos aseguraron que una de sus abuelas o bisabuelas había sido una esclava mulata y que otros de sus antepasados posiblemente eran de la misma raza. En este caso, Ramírez apeló al Consejo de Indias, pero sin resultado alguno. El procurador a cargo de la apelación en Valladolid declaró tajantemente: 'porque en esta especie de gentes se han notado malas y perversas inclinaciones, como porque se reputan por despreciables y por personas viles entre las honradas que componen la República”. De este modo, a pesar de que Ramírez declaró: “de público y notorio y en la común estimación soy tenido por legítimo español sin tacha o defecto alguno”, hecho probado por su entrada en dos colegios, fue proscrito sumariamente del sacerdocio. La apelación a Madrid lo había dejado insolvente, enfrentado al prospecto de la pobreza, dado que debía mantener a su madre viuda y a tres hermanas solteras7.
Si bien muchos deseaban la ordenación como un medio de asegurarse la vida y de ayudar a sus familias, es obvio que sus expectativas se veían defraudadas a menudo. Como institución, la Iglesia era sin duda rica pero las filas más bajas del clero con frecuencia no lograban sino una precaria subsistencia. Había poca equidad en
el modo en que el ingreso de la Iglesia estaba dividido, e incluso entre el clero beneficiado existían grandes disparidades. Por ponerlo de una manera sistemática, existían tres grandes fuentes de ingreso: el diezmo, las capellanías y los derechos parroquiales. Pero todos los diezmos iban a dar a Valladolid para el mantenimiento del obispo, el cabildo catedralicio, la catedral misma, y el hospital situado en la capital. En 1787 el ingreso neto por diezmos fue de 333 827 pesos, de los cuales 88 202 fueron para el obispo en persona8. Cierto que su puesto había acumulado varias pensiones y otros cargos, sin embargo, el ingreso neto disponible seguía siendo de 54 603 pesos. El cabildo se quedaba con la parte del león de los diezmos: 144 505 pesos a dividir entre el deán, 10 canónigos y 12 prebendados. El resto se destinaba a la Corona, al edificio de la catedral y al hospital de Valladolid. Así pues, el propósito del diezmo era sostener una capital episcopal y mantener la celebración de la liturgia en todo su esplendor. La catedral poseía orquesta y coro, junto con un cuerpo de capellanes que ayudaban a los prebendados. En resumen, a la producción agrícola de toda una región se le exigían impuestos para mantener la celebración litúrgica diaria. En un informe se señala que se gastaban3 250 pesos anuales en cera para velas.
La segunda fuente importante de ingresos para el clero eran las capellanías, fondos invertidos generalmente en haciendas que daban un 5% de interés. Estas a menudo se fundaban para beneficiar a los miembros de un linaje particular, y sus fondos normalmente mantenían a curas de familias que poseían haciendas o las habían tenido en el pasado. A falta de descendientes aptos, los fondos revertían en el tribunal diocesano para su asignación posterior. En los años 1790 el ingreso total de esta fuente se elevó a 147 787 pesos9. Por estas fechas, sin embargo, las capellanías originales de 1 000 ó 2 000 pesos habían sido unidas, puesto que debido a la inflación se estimaba
necesario garantizar un ingreso de 200 pesos por lo menos; lo que al 5% implicaba un capital de 4 000 pesos. Aun a esta tasa se proporcionaba sólo una subsistencia sencilla. Además, como la capellanía incluía la obligación de celebrar múltiples misas a lo largo del año, a menudo impedía al beneficiario obtener otros ingresos de otras funciones eclesiásticas.
La tercera y más importante fuente de ingreso clerical eran los derechos cobrados en las parroquias por la celebración de misas y otros ritos litúrgicos, y por la administración de los sacramentos. La cifra exacta de este ingreso está aún por calcular pero es muy probable que sobrepase la de los diezmos. Un arancel fijo estipulaba el costo de todas las funciones litúrgicas. La principal fuente de in gresos provenía de la administración de tres sacramentos —bautismo, matrimonio y funerales—, con una cierta variedad de servicios suplementarios respecto a los últimos, que generaban una suma adicional. La mayoría de las parroquias tenía una serie de dotaciones por la celebración de misas los domingos y días de fiesta. Las cofradías locales financiaban otras misas y funciones. Así, al nivel parroquial, el clero mexicano subsistía proporcionando servicios sagrados que sólo ellos podían efectuar. Aunque el arancel oficial ordenaba explícitamente a los curas administrar gratis los sacramentos a los pobres, la necesidad de obtener un ingreso a cambio de sus servicios obviamente se volvió un punto de fricción entre el clero y el pueblo.
Una ojeada, por más superficial que sea, a las cifras del ingreso parroquial revela grandes disparidades entre el clero beneficiado. Mientras los dos curas de Guanajuato ganaban 4 641 pesos, el de Taretan, en la sierra tarasca, recibía solamente 1 044 pesos. En general, se trata de una distinción entre las ciudades y el campo, y entre el Bajío y la sierra y la costa. Los encargados de las ricas parroquias urbanas formaban una élite, hombres que normalmente habían continuado sus estudios hasta obtener
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un doctorado en teología o una licenciatura en derecho; a menudo habían pasado algún tiempo en la ciudad de México. Sus ingresos se igualaban a los de los prebendados de la catedral y de hecho podían aspirar a una promoción al cabildo catedralicio en calidad de prebendados o canónigos. En contraste, el clero rural raramente había pasado el nivel del bachillerato; sus parroquias requerían más trabajo y atención; tenían menos ayuda; y su única esperanza era cambiarse a otra parroquia con mejor clima o mayor ingreso. Ser enviado a una parroquia en la costa tropical era una sentencia temible pues unos cuantos años de servicio eran a menudo suficientes para quebrantar la salud. En 1792 el cura de Yrimbo escribió a su obispo, quejándose: “cuento ya cuatro años y cuatro meses de purgatorio en este curato de cuyas insufribles penas y mayores que fuesen me hacen acreedor de culpas. No es posible explicar a V.S.Y. en poco, lo mucho que he sufrido en esta terrible soledad, donde amargura ha sido para mí pan de día y noche, todo pensar y sentir, llevándolo con paciencia y ofreciéndole a Dios hasta que su Majestad mejore sus horas. . . ” En compensación por 30 años de ministerio, solicitaba ser transferido a la parroquia vacante de Indaparapio, donde el clima era más benigno para su estado de salud I0. Oué diferente era el caso del Dr. Antonio Lavarrieta, hijo de un regidor y alcalde ordinario de Valladolid, que tras estudiar en San Nicolás y obtener el primer puesto de su clase en el seminario, estudió Derecho Canónico y Jurisprudencia civil en el Colegio de San Ildefonso de la ciudad de México, y después de trabajar como abogado por un corto período, decidió ordenarse, después de lo cual obtuvo un doctorado en derecho canónico un año antes de su ordenación. Menos de seis años después, en 1800, fue nombrado párroco y juez eclesiástico de Guanajuato, un beneficio de prim era11.
Por debajo del nivel del clero beneficado se hallaban los curas que eran ordenados con el título de administrá
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ción o de un idioma indio. Sin aun el modesto apoyo de una capellanía, estos hombres ofrecían sus servicios al clero parroquial o servían de capellanes en conventos o santuarios. Era posible pasar toda la vida en este nivel sin jamás conseguir una parroquia. La recompensa no era grande. El cura de Zitácuaro, una ciudad próspera, estimaba su ingreso anual en unos 5 182 pesos durante el quinquenio 1800-1804, con el cual mantenía a tres vicarios a 260 pesos cada uno; otro cura que se encargaba de un pueblo separado recibía 755 pesos. Otros datos sugieren que estos hombres podían doblar su ingreso mediante los derechos por misas. A veces, los vicarios realizaban la mayor parte de las funciones parroquiales. En algunos distritos con una vasta población indígena, estos curas eran ordenados con el título del idioma otomí o tarasco, y se encargaban de esta sección de la comunidad. U n ejemplo de una carrera a este nivel puede sacarse de la solicitud del Bachiller Salvador Zacarías y Cervantes de un beneficio vacante. Había estudiado en los conventos franciscanos de Tlalpujahua y Querétaro y en los seminarios de la ciudad de México y de Valladolid. Fue ordenado con el título del idioma otomí y mazahua, y en adelante sirvió por 16 años como vicario, a intervalos distintos, en no menos de siete parroquias diferentes12. Huelga decir que los puestos en la ciudad eran más solicitados que en el campo. Los curas de la tierra caliente se quejaban de la dificultad para conseguir ayuda. Así, el cura de Axuchitlan, con una parroquia que se extendía en una zona árida y montañosa, 30 leguas en una dirección y 12 en la otra, se vio obligado a pedir al obispo que le buscase un vicario. Lo que llevaba a los individuos a aceptar puestos en las parroquias tropicales no era aparentemente tanto la devoción como la desesperación financiera. Por ejemplo, en 1802 el Bachiller José Antonio Iturriaga, un nativo de Salamanca, después de trabajar 9 meses como vicario en el pueblo de Tarímbaro descubrió que no le había redituado
suficiente para pagar los costos cíe su familia que vivía en Salamanca, mucho menos para cancelar las deudas en que había incurrido para hacerse cura. Solicitó, por esta razón, un nombramiento en la tierra caliente, dado que el clima y la escasez de vicarios obligaba a los curas a pagar salarios razonables. En este caso, fue envido a Cosamala.
Exactamente cómo sobrevivía el clero urbano es algo misterioso. Pues todas las ciudades de la diócesis tenían un buen número de clérigos desocupados. En 1799 había 62 curas seculares en Guanajuato, de los cuales sólo 33 tenían capellanía. Empero dos curas párrocos sólo mantenían a seis vicarios junto con otros tres ministros con una dotación para que oyesen confesión. En 1771 un estudio de Valladolid registraba al menos 39 curas, varios de entre ellos sin ocupación13. El cura de la parroquia adjunta a la catedral se quejaba d e '“la dispersión con que viven los clérigos en esta ciudad sin ninguna asistencia en las funciones públicas”. A algunos los describe como afectos al juego y sobre el diácono de una capellanía se lamenta: “el Bachiller Juan Francisco Ochoa Barragán esta ordenado con título de capellanía y totalmente loco. No da perjuicio pero suele verse en la calle desnudo y con la mayor indecencia. Sería obra de caridad el recogerle”. En respuesta a una circular enviada por el ob\s po en 1809, los curas de Irapuato, Lic. Diego Antonio Sal- vago, y el Dr. Juan Antonio de Salvador, observaban que la parroquia, situada en el corazón del Bajío cerca de Guanajuato, albergaba a 32 clérigos seculares. Comentaban la modestia de sus vestidos y la atribuían a que “anden vestido talares de turcas o cabrioleces como es costumbre del país. . . por la infelicidad y miseria de los más, que aún tengan capellanía, no se sabe como alcanzan a mantenerse. Son pocas las limosnas de sus misas. . . Es constante la pobreza y falta de arbitrios para los eclesiásticos en el Reyno. Cuando mueren son enterrados, normalmente con limosnas”. Sin embargo, el bajo clero “de este feliz
curato es inconcusamente de los mejores del obispado —hu mildes, dóciles, arreglados, asistentes en los Divinos oficios y sin agravio de nadie”.
Obviamente, no todos los clérigos encajaban dentro de esta existencia un tanto pasiva. En 1773 el cura de Patamban informaba que el único cura, aparte de él, en la parroquia, era el Bachiller Pascual Hernández, nativo del pueblo de San José en el mismo distrito; fue “ordenado con el título de idioma tarasco y no está en administración de almas algunas: sólo se ocupa en una continua negociación de arriería, curtiduría, zapatería y comercios de distintas especies”. Además, en varias ocasiones los curas de Pátzcuaro, San Miguel el Grande y Guanajuato se quejaron de que, a pesar de los numerosos curas residentes en las ciudades, era difícil obtener ministros suficientes para administrar los sacramentos.
Independientemente de los orígenes precisos y de los medios de vida del clero mexicano en vísperas de la in- surgencia, parece bastante obvio que las observaciones de Abad y Oueipo estaban totalmente justificadas. Dada la desviación del ingreso por diezmos hacia Valladolid, el clero parroquial dependía de los derechos cobrados por misas y sacramentos. El clero seguía teniendo pretensiones de nobleza, el cura ejercía un poder considerable en asuntos morales. Por tanto, se esperaba que los párrocos serían mantenidos en un nivel económico apropiado, expectativa que impedía la división y multiplicación de beneficios. En particular, la dispersa población de la tierra caliente no podía mantener más que unas cuantas parroquias a pesar de las grandes distancias. En general, el sistema creó una clara jerarquía dentro de la Iglesia, con los canónigos y curas de las ciudades más importantes formando una élite clerical en razón de su educación supe- rio (a menudo resultado de recursos familiares mayores) y de su ingreso. Bajo ellos se hallaba todo un proletariado clerical de curas rurales y vicarios pobres, con una edu
cación inferior, y bajos ingresos. Cómo se mantenía e] resto del clero es todavía un misterio. Presumiblemente, los que tenían capellanías a menudo heredaban propiedades o tenían otras fuentes de ingreso. En cuanto a los demás, los curas ordenados por título de administración o idioma que no conseguían un beneficio o empleo, a uno sólo se le ocurre que vivían de la agricultura o el comercio, algunos cobros y limosnas pasajeras o de la generosidad de sus familias. Ciertamente no era nada extraordinario que un cura pidiese limosna de casa en casa para sobrevivir.
III
Aunado al número excesivo de curas y a su empobrecimiento, se producía una mengua del fervor y un sentimiento creciente de disgusto ante los constantes ataques a que se hallaba sometido el clero de parte de los ministros de la Corona y de los laicos en general. Para fines del siglo XVIII, el clero mexicano era muy consciente de que vivía en una época de ilustración. En el curso de una carta rutinaria al obispo sobre una disputa con sus párrocos, un cura solicitaba permiso de alejarse para evitar una ruptura abierta, apoyándose en que “considerando que estamos en una época tan de hierro que somos los Eclesiásticos el objeto de la más severa crítica del secularismo” u.
El impacto de la actitud cambiante hacia la religión y el clero se ve claramente ejemplificado en la correspondencia del obispo Antonio de San Miguel sobre la conveniencia de elevar las tarifas corrientes de los derechos parroquiales. En un escrito de 1798 a la audiencia, hacía notar que en los 60 años transcurridos desde la promulgación de la tarifa se habían producido cambios considerables en las costumbres y los valores monetarios, in cluida “una decadencia notable en el culto público y funciones religiosas en que están adictos los estipendios de los Ministros de la Iglesia”, acompañada en los últimos años
por un “exorbitante aumento de precios ” en todas las cosas. Mientras que la dote de una monja era de 2 000 pesos a principios de siglo, a finales se había elevado a4 000. Igualmente, si a principios del siglo XVII una capellanía de 2 000 pesos daba un ingreso suficiente para mantener a un cura, a mediados del siglo XVIII se requerían 4 000 pesos. Mientras, aún 30 años antes, los curas pagaban a sus vicarios 300 ó 400 pesos, ahora era neceasrio darles entre 700 y 800 pesos, “sin embargo de estar muy aumentada la clerecía de este obispado”. No obstante estas consideraciones, el obispo confesaba que él había tratado de reducir más que de aumentar los derechos cobrados por los tribunales y secretariado diocesanos. En cuanto al clero parroquial, dejaba sus derechos prácticamente intocados; y añadía: “Mis predecesores establecieron entonces una dotación de ministros cómoda y proporcionada al aprecio que lograban en aquellos tiempos; yo establezco la que es absolutamente necesaria por ser la que es conforme a las presentes en que a Ja veneración y al respeto ha sucedido la crítica y la sátira”. De hecho, habría aumentado la tarifa “si las opiniones y costumbres del día no hiciesen tan odiosas las contribuciones a la Iglesia”. De este modo, no fue sólo el ataque continuo a los privilegios eclesiásticos lanzado por la burocracia real lo que minó la autoridad tradicional de la Iglesia sino también el cambio de opinión entre los laicos lo que disuadía al clero de cualquier afirmación de sus prerrogativas15.
Simultáneamente, como hijos de su tiempo, el clero mexicano ya no aprobaba la mezcla de celebraciones temporales y litúrgicas tan típicas de épocas anteriores. Trató de prohibir las fiestas populares y el carnaval. Así, en 1804, el obispo San Miguel prohibió las procesiones y carrozas que se exhibían en varias ciudades en Nochebuena puesto que la multitud había convertido “este devoto acto en espectáculo escandaloso”. En el futuro, sólo podía sacarse en procesión a la Virgen María acompañada de
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sus fieles portando velas. Dos años después, el subdelegado de Celaya protestó de que la prohibición había sido muy resentida dado que se trataba de una gran fiesta para la ciudad y el campo, con gentes que afluían de 10 leguas a la redonda. Había la costumbre de sacar en procesión varios pasos en los que ‘‘visten niños de ambos sexos de Imágenes y Pastores”. Su súplica fue escuchada y se le dio licencia para la procesión a condición de que los niños fuesen decorosamente vestidos, incluso los que hacían de Adán y Eva, y de que la función terminase a las 9 de la noche. Pero en 1807, después de recibir ulteriores infor- jnes de un clérigo local de que los pasos ponían en ridículo la religión —citaba las vestiduras de los Reyes Magos y el degollamiento de los Santos Inocentes como grotescos— todas las procesiones de este tipo fueron terminantemente prohibidas en toda la diócesis16. Para complacer la demanda popular, el alcalde de Salvatierra ideó un compromiso ingenioso: autorizó un “paseo cívico”, con una cabaña de pastor llevada en carromato acompañada de danzas de pastores, sin ninguna imagen o figura sagrada. Esta diversión secular fue aceptada por fuerza por las autoridades diocesanas a condición que el carromato y danzantes partiesen después de que la procesión del Rosario hubiese entrado a la iglesia, logrando de este modo que no hubiese mezcla de júbilo sagrado y secular.
La disminución del prestigio clerical y la creciente separación de lo sagrado y lo secular corrió pareja a un fervor decreciente entre el clero. Este fenómeno era más claro en las órdenes religiosas. Estas, en los últimos años del siglo XVII, se vieron plagadas de disensiones internas y una fiebre de secularización individual. En 1797, el Consejo de Indias estaba suficientemente preocupado por la ola de solicitudes religiosas para abandonar sus comunidades e incorporarse al clero secular, que ordenó a los obispos no aceptar todas las dispensas pontificias que llegaban de Roma sin aprobación real, señalando “el daño
que se experimente al irse despoblando los Conventos de aquellos dominios”. Volviendo al tema, en 1805, el Consejo hacía notat que el decreto real, lejos de contener las solicitudes “se han visto multiplicarse éstas hasta un nú mero escandaloso” 17. Por estas fechas, el prior de un convento carmelita de San Luis Potosí escribió al obispo pidiéndole que no permitiese a un miembro secularizado de su comunidad vivir en la ciudad, pues su ejemplo animaría a otros frailes a buscar su libertad. En cualquier caso, se esperaban cinco breves o dispensas pontificias para otros tántos miembros del convento. Tan grave era la situación “de suerte que si Nuestra Señora no se digna a poner remedio, dentro de pocos años verá su fin la Santa Provincia de San Alberto”. Los franciscanos participaron asimismo en este abandono del claustro, la única excepción eran los colegios misioneros que todavía recibían un flujo constante de dedicados frailes de la península. Tal vez la orden más decadente eran los agustinos, que se hizo trizas por las feroces pugnas partidistas. Buena parte de la energía de la provincia parece haber sido absorbida en el manejo de sus posesiones. En este caso, las solicitudes para dejar la orden eran a veces impulsadas por el temor a la subida al poder del partido opuesto. Todos estos frailes exclaustrados contribuyeron a inflar el número de clero sin beneficio que buscaba un modo de vida o simplemente vivir de caridad v de la celebración de unas cuan-ytas misas.
No entraremos aquí a referir el impacto de la legislación real sobre los privilegios clericales y su posición en la sociedad. Es indudable que esta campaña fue amargamente resentida. En 1805, el cabildo catedralicio de Valladolid escribía al virrey que “el clero de América, que habiendo sufrido con la más generosa resignación las novedades introducidas de treinta años a esta parte, con que casi se han extinguido la Jurisdicción Eclesiástica en ma
terias temporales y la inmunidad de la Iglesia y sus ministros”. En otra parte, hacían notar que su ingreso había caído en comparación con el de los otros miembros de la sociedad. El reto de la sociedad civil venía de todos los niveles. Huelga decir que, a lo largo de la historia colonial, Iglesia y oficiales de la Corona habían encontrado múltiples causas de pugna. Pero, con la proliferación de la burocracia durante,la época borbónica, la Corona tenía finalmente funcionarios asalariados apoyados por los jueces de la audiencia que eran muy críticos del clero. Para ilustrar el grado al que se habían agriado las relaciones entre Iglesia y Estado, examinemos un ruidoso incidente ocurrido en 1796 en la ciudad de Salamanca, que alojaba uno de los grandes conventos agustinos. Aparentemente, cuando uno de los frailes, Fray Joaquín Romero, fue al correo a recoger las cartas del convento, el director local de correos, Pedro de Mier, aprovechó la oportunidad para denunciar al Provincial que acababa de poner una queja por el retraso del servicio. Según un testigo posterior gritó que “el Provincial era un indigno, cochino, que no sabía su obligación. . . un hipócrita. . . qualesquiera acomodado en la renta de Correos era más hombre de bien que toda la Provincia que todos eran unos indignos. . . etc, etc.” Furioso ante esta diatriba “tiró el Padre a agarrarle, ciego ya de la cólera, y saliéndosele de las manos, hizo Mier igual acometimiento, tirando a herirle la cara del Rev. Padre con las uñas” . . . Ante la repulsa, el religioso agarró unas tijeras de la mesa gritando “déjeme matar a este perro”; fue detenido por un sargento que estaba casualmente presente y por el hijo de Mier, que de rodillas le rogaba que desistiera de su intento. Ante esto, el religioso recobró el sentido, dejó las tijeras, y partió. En justicia, es de señalar que el director de correos sostuvo que lo único que había dicho era que su servicio manejaba sus asuntos con mayor lisura que los frailes sus celdas. Afirmaba asimismo que desde el principio Rome
ro había tomado las tijeras y el fraile se había herido a sí mismo con ellas durante la refriega.
El resultado final del asunto fue que el obispo ordenó la inmediata excomunión de Mier, y la sentencia fue publicada en tableros afuera de las iglesias de Salamanca. Era culpable de “el horroroso y sacrilego crimen” de herir la persona de un cura, lo que de inmediato implicaba “la cadena temible de la anatema”. Poco más de una semana después, sin embargo, la excomunión fue levantada, una vez que Mier, persuadido por sus amigos, fue al convento a pedir de rodillas perdón al Provincial y a Romero. Sus excusas fueron presentadas de tan mala gana que el párroco local sólo le dio la absolución para evitar un mayor escándalo. De vuelta en su puesto, Mier enseguida reunió pruebas en su favor sacadas de su hijo y un empleado que había presenciado la última escena del incidente, y las despachó al director general del servicio postal. El caso llegó al Virrey Miguel de Azanza, un futuro afrancesado, y al Fiscal de la Corona para la Real Hacienda, quienes, sin mayor investigación del asunto, aceptaron la versión de los hechos y se indignaron ante el ataque de Romero a un oficial de la Corona y, sobre todo, ante la excomunión. Azanza envió una carta al obispo en términos sumamente severos exigiendo que se librase a Mier de cualquier censura y se presentase un caso en contra de Romero18. Aquí quedó el asunto, pues el obispo simplemente envió una versión opuesta de los sucesos, junto con pruebas. Era claro que Romero había sido arañado pues las heridas mostraban claramente que fueron hechas con las uñas y no con las tijeras. El hijo de Mier había ofrecido distintas versiones de los hechos en ocasiones diferentes. Abrir el caso de nuevo sólo provocaría un mayor escándalo público.
En muchos aspectos, el caso habla por sí mismo. Prueba la libertad que sentía un oficial real para tratar con desprecio al clero y la reacción bien mundana con que
el fraile se enfrentó a los insultos a su Orden y a sus compañeros. Igualmente reveladora resulta la decisión del obispo de excomulgar a un funcionario real sin consulta alguna con las autoridades seculares y, viceversa, la complacencia del Virrey, del Juez y del Director General en aceptar la versión de los hechos por parte de Mier, sin tratar de buscar un testimonio independiente. El poder secular yo na trataba de sostener el brazo espiritual. Al contrario, el clero se había vuelto objeto de sospecha, su inmunidad se percibía como un reto a la autoridad real. Leviatán no iba a tolerar rivales en sus dominios.
IV
Para 1810, la Iglesia mexicana, en la diócesis de Mi- choacán, se caracterizaba por un reclutamiento excesivo de clero secular hasta el punto que surgió un proletariado clerical carente de medios que no fueran una parca subsistencia. El aumento, además, provenía no de una renovación religiosa sino de la expectativa de un medio de vida. De hecho, el fervor religioso iba menguando. Al mismo tiempo, el clero se fue poniendo a la defensiva ante la campaña lanzada por la Corona en contra de las prerrogativas eclesiásticas y por la censura creciente al clero entre los laicos. Cuando tantos curas decidieron unirse a la insurgencia, es difícil rechazar que estas consideraciones deben haber estado totalmente ausentes de sus mentes. Pueden albergarse escasas dudas de que, aunque muchos clérigos se espantaron ante los excesos de las fuerzas de Hidalgo, apoyaron los objetivos generales de autonomía de Madrid, de ahí su entusiasmo subsiguiente por Iturbide y el Plan de Ayala. En cierta medida, la insurgencia de 1810 fue un intento lanzado por el clero provinciano por recobrar el liderazgo de la sociedad colonial que ellos consideraban su natural prerrogativa.
1 Véase Brading Los orígenes del nacionalismo mexicano, México: Ediciones Era*, 1980; y Haciendas and ranchos in the Mexican Bajío: León 1700-1860, Cambridge University Press ̂ 1979.
2 N .M . Harris Crown and Clergy in Colonial México. The Crisis of Ecclesiastical Privilege, 1759-1821, Londres, 1961.
3 Edicto impreso, Manuel Abad y Queipa, obispo electo de Michoa- cán, Valladolid; 7 de marzo de 1811.
4 Consúltese José Guadalupe Romerq, Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, México», 1862.
5 Archivo Casa de Morelos (en adelante citado como ACM), sección siglo XVII, legajo 725, admitidos tonsura, marzo de 1792.
6 ACM». XVIII, 387, caso de José Manuel Apresa; octubre 1770-agos- to 1771.
7 ACM, XVIU, 649, Caso del Br. Rafael Ramírez Becerra, 1788; 92.8 Claude Morin, Michoacán en la Nueva España del Siglo XVII.
Crecimiento y desigualdad en una economía colonial^ México, 1979, p. 102.
9 Manuel Abad y Queipoj, Escritos, en José María Mora, Obras sueltas, México,, 1963, pp. 183, 231, 235.
10 ACM,, XVIII, 673; José Vicente de Ochoa, 7 de Mayo de 1792.11 Labarrieta era cura de Guanajuato en 1810. Véase Lucas Ala-
mán, Historia de Méxicof México, 1969, Vol. II. pp. 50-1.12 ACM., XIX, Negocios diversos; 34 ocurso 1804.13 ACM, XIX, ND, 15 (2) informe, 26 junio 1773.14 ACM, XVIII,, 508, Fr. Miguel Viana, 16 de Nov. 1798.15 Véase Manuel Abad y Queipo “Representación sobre la inmuni
dad personal del c le ro ...”, en Mora, Obras sueltas, pp. 175-213.16 Estas procesiones todavía perduran en Celaya. Me ocupo más
prolijamente del tema de las fiestas populares en el trabajo presentado al Segundo Coloquio sobre Antropología e Historia Regional. El Colegio de Michoacán,, Zamora, junio de 1980. {Memoria, en prensa).
17 ACM, XIX, Cédulas reales y decretos, I; real cédula, 12 de agosto 1805.
18 ACM¡, XVIII, 747, carta del Provincial; 4 oct. 1796, sentencia 19 oct. 1796; carta al virrey Azanza, 18 de junio de 1799.