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Etienne Balibar

S P I N O Z A Y L A P O L I T I C A

Prefacio de Diego Tatián

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índice

Prefacio 9 

Prólogo 17 

1. El partido de Spino za 21 

El "partido de la libertad" 22 

¿Religión o teología? 24

Predestinación y libre arbitrio:

el conflicto de las ideologías religiosas 28

Iglesias, sectas y partidos:

la crisis de la República holan desa 35

2. El  Tratado teológico-político:

un manif iesto demo crát ico 43

Derecho de soberanía y l ibertad de pensam iento 43

El Estado "más natura l": la dem ocracia 49

¿Una filosofía de la historia? 53

La herencia de la Teocracia 59

3. El  Tratado político:  una ciencia del Estado 67 

Después de 167 2: nueva problemática 68 

E l p l a n d e l

  Tratado político

  7 2

Derecho y poder 74 

El "cuerpo político" 79

El alm a del Estado; la decisión 86  

4. La Ética:  una antro polo gía política 91 

La sociabilida d 91

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¿Qué es la obed iencia? 104

Ética y comun icación 110

5. La política y la com un icac ión 115 

Poder y libertad 118

"El deseo es la esencia mism a del hom bre" 122

La aporía de la comunicación

y la cuestión del cono cimien to 131

Bib l iograf ía 143 

Cronología 147

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Prefacio

Importantes debates recientes de la filosofía política han recibido

el impacto de Spinoza dando lugar a una nueva  Spinozarenaissance  de

gran fecundidad política y teórica, a partir de una alianza entre spi-

nozismo y marxismo que dura ya casi c incuenta años. Una pequeña

arqueología de ese encuentro nos remonta hasta los seminar ios

colectivos en tomo de Althusser hacia mitad de los años sesenta, que

darían lugar a una importante tradición de lectura desarrollada por

althusserianos como Pierre Macherey o Etienne Balibar, y que deja-

ron su huella en la ref lexión política de f i lósofos como Jacques

Ranciére, Miguel Abensour o Alain Badiou.

Desde esos seminarios hasta sus últimos escritos, Althusser busca-

ba en Spinoza (también en Epicuro, Maquiavelo o Rousseau, según

él la "verdadera tradición materialista"), el "camino real" hacia Marx;

no sólo una anticipación del concepto de ideología en la extraordi-

naria denuncia del imaginario religioso realizada en el   Tratado teoló-

gico-político,

  s ino en par t icular una forma - " l a más profu nd a"- de

mater ia l ismo, donde e l marxismo encuentra su " f i losof ía" . La de

Spinoza sería así, ni más ni menos, la filosofía del marxismo. "Nada

más materialista -escribía Althusser- que este pensamiento sin ori-

gen y sin fin", el cual servirá de m ode lo para su teoría d e una historia

y una verdad como procesos "sin sujeto".

Hacia fines de los '60, también en Francia, aparecen otras lecturas

decisivas como las de Martial Gueroult, Alexandre Matheron (quien

en 1977 editará en la revista  Cahiers Spinoza  los cuadernos con las

anotaciones sobre Spinoza del joven Marx) y Gilíes Deleuze, cuya

tesis doctoral da lugar a un lib ro extraordin ario,

  Spinoza y el problema

de la expresión   (1968) -al que con el t iempo se añadirían otros dos:

Spinoza: filosofía práctica   (19 70 ) y los célebres "seminarios de los mar-

tes" realizados entre 1980 y 1981 en Vincennes, conformando una

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lectura de impronta anarquista que ha signif icado un contrapunto

muy preciso por relación al marxismo spinozista arriba mencionado.

Y si bien este renacimiento del filósofo amstelodano tiene su epicen-

tro de I'rancia, el recurso a Spinoza corno desbloqueo del marxismo,

posibilidad de im comunismo no burocrático y clave de interpreta-

ción de la actualidad, tuvo también un significativo desarrollo en

intelectuales de la izquierda italiana como Emilia Giancotti (cuyos

importantes trabajos permanecen casi desconocidos en la Argentina),

Toni Negri^ Paolo Virno, Augusto llluminati (y más recientemente

Vittorio Morfino, I-'ilippo del Lucchese, Stefano Visentin,,,).

Procedente de ese contexto filosófico, el itinerario propuesto por

Etienne Balibar en esta "introducción" al pensamiento de Spinoza

toma como hilo conductor la dimensión política de su obra filosófi-

ca y mantiene, en el análisis de los tres libros mayores que la compo-

nen, una original interrogación por la singularidad de una filosofía

estricta en su universalidad a la vez que inscripta en las tempestades

políticas (teológico-políticas) de su tiempo, y permeada por ellas.

La opción de acceder a la comprensión de una obra filosófica clásica

a partir de su contenido político -explícito e implícito- no es muy fre-

cuente ni es posible con to dos los filósofos. En este caso, Balibar transita

esa vía mostrando en las ideas de Spinoza la implicancia recíproca de

filosofía y política -el contenido filosófico de su política y el contenido

político de su filosofía-y la consiguiente dislocación respecto de las dico-

tomías tradicionales entre teoría y praxis (entre un a filosofi'a especulati-

va primera y una filosofi'a aplicada con asiento en ella) para operar una

transformación tanto de la filosofi'a como de la política. Una transfor-

' Quizás n ingún l ibro en la h is tor iograf ía sp inozis ta actual ha ten ido e l

impacto po l í t ico y teór ico de

  La anomalía salvaje. Poder y potencia en Spinoza,

que Negr i escr ib ió en la cárce l en tre 1979 y 1983 . Se t rata de un l ibro que no

só lo ha reconfigurado la discusión académica sobre Sp inoza -con fuer tes cr í -

t icas de h is tor iado res y estudiosos q ue le reprochan desatend er e l texto y des-

cuidar lod o asp ecto filológico-, sin o que asim ism o resulta decisivo para la

noción de "poder const i tuyente" , con la que Negr i qu iere pensar la po l í t ica

desde paradigmas no contractual is tas . Se t rata de un escr i to tan sugest ivo

c o m o d i s c u t i b l e , e n m u c h o s a s p e c t o s t r i b u t a r i o d e l a v í a a b i e r t a p o r

Althusser , y a l que luego se sumar ía un con junto de ensayos agrupados ba jo

el t ítulo

  Spinozíi subversivo

  ( 1 9 9 2 ) .

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mación que acusa las marcas de la historia y tal vez por ello Balibar

comienza por el

 Tratado

 teológico-polüico (libro m ilitante y de intervención

que sin embargo pon e en juego una idea de libertad irreductible a los tér-

minos del com bate entre el campo m onárquico y el campo republicano

en el que tiene su contexto), para continuar con el

 T ratado político

 y con -

cluir con la Ética,  considerada una "antropología política".

Definido pues como un "manifiesto democrático" que debe ser

cuidadosamente diferenciado de la tradición erasmiana centrada en la

idea de tolerancia, el ITP conjunta dos tesis aparentemente inconci-

liables: soberanía absoluta del estado y libertad de pensar y de palabra

extremas (con la única excepción de aquellas opiniones que constitu-

yen de por sí o implican acciones contra la seguridad del Estado). Sin

embargo, afirma Balibar, la vía spinozista n o con siste en la separación

liberal de lo público y lo privado, sino en una afirmación conjunta de

la soberan ía del Estado y la libertad del individuo, las que si bien con-

servan entre ellas una tensión -de gran fecundidad política-, en rigor

no se contradicen -por lo que no cabe separarlas ni, por lo mismo, se

trata de conciliarias. Sin opon erlos, Spin oza lee el orden en la libertad

y la libertad en el orden, o dicho en los términos de la nota introduc-

toria al TTP: ". . . la libertad de filosofar no sólo se puede conceder sin

perjuicio para la piedad y para la paz del estado, sino qu e no se la pue-

de abolir sin suprimir con ella la paz del Estado, e incluso la pieda d"^.

La l iber tad es aquí condic ión de la potenc ia de un Estado -e l

poder tiene la exacta medida de la libertad y po r consiguien te un in te-

rés en ella-y al revés, pues la relación de poder y libertad es de inma-

nencia estr icta. Exactamente a esto confiere Spinoza el nombre de

"democracia", la que por tanto no sería solam ente un régimen entre

otros sino el contenido último o la "verdad" de cada uno de ellos: "la

exigencia inman ente de todo Estado"3.

2 S p i n o z a ,  Tratado teológico-polüico,  vers ión de At i lano Dom íngu ez, Al ianza,

Madr id , 1986 , p . 60 .

^ Según Balibar, la ausencia de un capítulo sobre la democracia en el TP no se

d e b e s ó l o a l h e c h o d e h a b e r q u e d a d o i n t e r r u m p i d o d e b i d o a l a m u e r t e d e

S p i n o z a , s i n o a c i e r t o s p r o b l e m a s c o n c e p t u a l e s i n h e r e n t e s a s u d e f i n i c i ó n .

Demoaacia es an te todo una " tendencia" en acto en cualquier régimen pol í t i -

co, y sólo secundariamente un régimen en sentido estr icto, lodo Ivstado estable

es "absoluto", en la medida en que su estructura realiza la tendencia democr.i-

t ica. Spinoza rehusaría pues definir la democracia como una forma propia de la

relación imperium-multitudo,  y má s bien procura distinguir "diversos géneros de

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A su vez, Balibar detecla ya en el TTP lo que se volverá nítido en el

'imlíido político:  el "movimiento de masas que determina la suerte de

los l istados" como aspecto fundamental de la historia. Ese movi-

miento será decodif icado en términos naturalistas a partir de las

"pasiones del cuerpo social" que establecen el ámbito propiamente

histórico-político -en particular el "miedo de las masas", tanto en

sentido objetivo como subjetivo del genitivo. El miedo recíproco de

las masas y los gobernantes revela la contraimagen de la institución

democrática, y conforma la condición social de la tiranía tanto como

de la guerra civil. Si democracia es el nom bre de una co njun ción entre

poder y libertad, el desencadenamiento del miedo produce al mismo

tiempo las condiciones para el despotismo en el

  imperium violenturn

 y

la imp oten cia explosiva de las masas. Así, el TEP es un m anifiesto que

revela los efectos de la alianza entre teología y régimen monárquico,

para fundar el vínculo histórico-político que mancomuna democra-

cia, libertad de filosofar y verdadera religión.

La segunda estación del itinerario baliba riano se detiene en la últi-

ma obra, inconclusa, de Spinoza. Según se advierte inmediatamente,

con respecto al TTP el TP m antien e imp ortantes con tinuidades en rela-

ción al derecho natural, a la vez que establece mpturas y radicaliza-

ciones. La

 libertas philosophandi

  -q u e se hallaba en el centro del planteo

político en el libro de 1670- es ahora desplazada, al igual que des-

aparece por completo - f i lo lógica y conceptualmente- la noc ión de

"pacto" en tanto mecanismo constitutivo de la sociedad civil. Es rele-

gado asim ism o el motivo de la reforma que cond uce de la superstición

a la   vera religio,  que era concebida en el TTP como conjunto de pre-

ceptos simples para la orientación práctica, despojada de cualquier

aspiración especulativa. De modo que la temáüca política se autono-

miza de la cuestión teológica, lo cual modifica el punto de partida de

la argumentación: no será ya el análisis de un pueblo histórico y la

Escritura que transm ite el relato produ cido po r él, sino el tejido pasio-

nal de las sociedades hum anas que, según se afirma en la célebre aper-

tura del TP, los "filósofos" raramen te han sido capaces de comprender.

Una analítica de los regímenes políticos desplaza aquí el esfuerzo

-que constituía uno de los propósitos principales del TTP- por desac-

dem ocracia" . Ba jo ese aspecto , ta l vez e l p lanteo del TP no sea com pletam ente

extraño a la d iscusión acerca del "popul ismo", renovada desde hace a lgunos

años en América Latina por influjo de la obra de Ernesto Laclau.

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tivar las causas de la superstición y sus efectos sociales. Irrumpe ahora

un concepto que antes del TP no presentaba una relevancia teórica

particular, seguramente forjado en el contexto de la derrota del repu-

blicanismo liberal expresado por el Partido de los Regentes de Jan de

Witt y la restitución en el poder del monarquismo orangista. En efec-

to, el concepto de "multitud" -de singular fortuna en la filosofía polí-

t ica ac tual - estab lece una problemática nueva: los movimientos

populares c om o m edida de la fuerza y la impoten cia de los Estados. Y

con ello una extensión y una radicalización de la teoría del derecho

natural concebido en tanto ejercicio de una potencia que en la socie-

dad civil se vuelve colectiva y pública, c on prescindencia de un orden

jurídico previo y trascendente a ese ejercicio que recono cería derechos

inactivos (expresión autocontradictoria en Spinoza) o los garantizaría

con independencia de su práctica efectiva. El carácter absoluto de un

régimen político no se define ya proporcionalmente a la libertad de

los individuos sino en función de la  potentia multitudinis.

Por último, Balibar localiza en la Ética los implícitos subyacentes en

la argumentación explícitamente política del TTP y del TP, mostra ndo

la politicidad q ue encierra la teoría de la naturaleza hum ana desarro-

llada en la parte IV. Al final del recorrido se corrobora la recíproca

implicancia de filosofía y política, que pe rmite leer al TP com o un libro

filosófico y a la Ética com o un libro político . Allí, la sociabilidad hum a-

na es interrogada a partir de la mecánica afectiva determinada por la

imitatio  y, según un a de las tesis más originales del libro, B alibar m arca

la centralidad del odio en tanto pasión que establece un lazo social pri-

mario conforme una dinámica imaginaria en virtud de la cual el otro

no está dado, sino que se constituye como "objeto afectivo".

Contra todo moralism o, el realismo de Spinoza nunca destituye el

lugar del conflicto en la vida humana; antes bien lo somete una ela-

boración política, a una inserción institucional y a una articulación

con la razón pública. Con ello, Balibar alcanza lo que considera la

idea más profunda de Spinoza: la comunicación.

Las soc iedades humanas -y la re lac ión de los hombres con la

naturaleza toda- son regímenes de comunicación y producciones de

comunidad, determinadas por transiciones de la potencia de ser y de

pensar colectivamente. En su implicancia epistemológica y práctica,

las "nociones comunes" constituyen el concepto fundamental a par-

tir del cual, en el último capítulo del libro -agregado con posteriori-

dad, pues se trata de una conferencia de 1989 que no integraba la

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odie ion francesa original (1 9 8 5 )- , Balibar desarrolla la idea de comu-

nicación, considerada como efecto de la presuposición mutua de filo-

sofía y política mostrada a lo largo del libro.

I.a desembocadura de esta lectura balibariana de Spinoza como

una "filosofía de la comunicación" (en la que se desvanecen los dua-

lismos tradicionales de cuerpo y alma, naturaleza y cultura, bien y

mal, individuo y totalidad, etc.) redundará poco tiempo después en

la noción de "transindividualidad", ya esbozada aquí y plenamente

desarrollada en los años noventa^ bajo el influjo del debate provoca-

do por el redescubrimiento de las ideas de Gilbert Simondon^ -de

quien proviene el término "transindividual".

Spinoza  Y la política  com plem enta su perspectiva con un im portan-

te ensayo del mismo año  -Spinoza, l'anti-Orwell. La cminte des masses-

en el que Balibar destaca como fundamental la pregunta por la con-

versión de la muhitud en sujeto democrático. Si bien el aspecto "sub-

versivo" de Spinoza es "hab er adop tado el punto de vista de las masas

respecto de la política y el Estado" y haber abjurado de toda com-

prensión abstracta y privada de los asuntos socio-históricos, la  multi-

tudo  -concepto al que llega al cabo de una evolución terminológica

muy precisa- presenta un carácter aporético y ambivalente (expresa-

do en el

  dictum

  de Tácito que afirma que la masa "causa pavor si no

lo tiene", respecto del cual el propio Spinoza es ambivalente'^). El

^ En particular ver la conferencia leída en Rijnsburg el 15 de mayo de 1993,

Spinoza: from individuality ta transindividuality,  Eburon Delft, Med edeling en van-

wege het Spinozahuis 71, 1997 [hay trad. española:  Spinoza: de la individualida d

a la transindividualidad,  versión de An selm o Torres, Rieuwertzs / Biblioteca de

filosofía spinozista. Encuentro Grupo Editor , Córdoba, 2009]; también el artí-

culo "Individualité, causalité, substance: Réflexions sur Tontologie de Spinoza",

en  Spinoza: issues and directions,  T h e P r o c e e d d i n g s o f t h e C h i c a g o S p i n o z a

Conference , Editado por Edwin Cur ley y Fierre Franco is Moreau , E . J . Br i l l ,

Leiden 1990 ; y "A Note on "Consciousness / Conscience" en   Studia Spinozana,

N ° 8 ( 1 9 9 4 ) ,

  Spinonza's Psychology and Social Psychology.

^ Cfr. en particular L'individuation psychique et collective á la lumiére des notions de

Forme, Information, Potentiel et Métastabilité,  Aubier , París, 198 9; tamb ién  Gilbert

Simondon. Une pensée de l'individuation et de la tecnique,  editado por G. Chátelet ,

Bibliothéque du College International de Philosophie, Albin Michel, París, 1994.

6 Cfr . TP VII , § 27.

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ITP puede ser leído como el documento de la posición tomada por

Spinoza en relación a la "masa religiosa", que amenaza a la repiibli-

ca holandesa desde el interior. Esta misma masa es la que sería nece-

sario disolver para privar de su base a la subversión mo narq uista, a la

vez que extender para constituir la base democrática de la república.

La masa aloja la intolerancia y la superstición, a la vez que un poten-

cial emandpatorio. En esta ambigüedad radica, dice Balibar, la actua-

lidad y la fecundidad del spinozismo político.

La investigación del TI', por su parte, tiende a sacar todas las con clu-

siones de esta reciprocidad del miedo entre multitud y gobemantes,

para determinar un punto de equilibrio en el que el miedo mutuo se

neutraliza. Balibar considera a Spinoza como el anti-Orwell, en la medi-

da en que, al considerar indis oda bles la individualidad y la mu ltitud, su

pensamiento sustrae cualquier base a las teorías del "totalitarismo" que

consideran a los movimientos de masas como el mal radical mismo, a

los que les oponen la fe en el eterno renacimiento de la "conciencia

humana" y la institución del reino de los "derechos del hombre"^.

Elaborada en paralelo con la perspectiva abierta por La  anomalía

salvaje  de Antonio Negri, la interpretación balibariana de Spinoza

procura conservar el carácter problemático de la multitud (traducido

como "masa") , que Negri parece descuidar al acentuar su carácter

constituyente -bajo el modo de autoorganización desjerarquizada-

con prescindencia de cualquier tipo de mediación y de representa-

c ión®. El problema const i tut ivamente aporét ico de la mult i tud,

entiende Balibar, plantea una tarea política ineludible: la de crear las

condiciones para su inserción en el horizonte de una comunicación

afectiva que minimice el peligro de altemativas integristas, transfe-

rencias alienantes del deseo o identificacion es con liderazgos m esiá-

nicos, al que siempre se halla expuesta.

Diego Tatián

' ' "Sp inoza, l ' an t i-Orwel l - La cra in te des ma sses" .

  Les Temps Modenws,

  n° 470 ,

sept . 1985 (una vers ión más cor ta aparece en   Spinoza nell'350 Anniversario

Delta Nasita,  A t ti d e l C o n v e n g o d i l l r b i n o a c u r a d i L m i l i a G i a n c o t t i ,

B i b l i o p o l i s , N a p l e s , 1 9 8 5 ; t r a d . I n g l . r e i m p r e s a e n  Mass es, Classes, Ideas,

Rout ledge, New Cork, 1993) .

® Para un co te jo de las posic iones de Negri y i la l ibar en lom o al sp in ozis mo

y la noción de mult i tud, ver Cél ine Spector , "Le sp inozis ine po l i l iquc lu i jour -

d 'hui . Toni Negr i , i i t ienne Bal ibar . . . " ,  I'sprii,  ir334, mayo de ' .•OO?.

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Prólogo

"Yo no presumo de haber hal lado la mejor f i losof ía , s ino

que sé que ent iendo la verdadera . . . ya que lo verdadero es

índice de s í mismo y de lo fa lso" .

Sp inoza, Car ta LXXVI a Burgh .

"Era un hombre que detestaba la coerc ión a la conciencia ,

y g r a n e n e m i g o d e l a d i s i m u l a c i ó n "

Bayle , ar t ícu lo "Sp inoza" del Dicc ionar io

Spinoza y la política: ¡qué paradoja, a primera vista, en esta sim-

ple form ulació n Si la política es del orden de la historia, he aqu í un

filósofo en el cual todo su sistema se presenta co m o el desarrollo de

la idea de que conocer es conocer a Dios; y que Dios es la Naturaleza

mism a. Si la política es del orden de la pasió n, he aq uí un filósofo

que se propone conocer  (intelligere)  los deseos y las accion es de los

hombres "a la manera de los Geómetras ( . . . ) como si fuera cuestión

de curvas, superficies y volú men es"  [Ética,  prefacio de la parte III). Si

la política es la tom a de partido en la actualidad, he a quí un filósofo

para quien justamente la sabiduría y el soberano bien consisten en

conc ebir todas las cosas singulares "desde el punto de vista de la eter-

nidad"  (sub aeternitatis specie) {Ética,  parte V) ¿Qué nos podría decir,

que no sea pura especulación?

Sin embargo, él mis mo no vio ninguna contradicción, muy por el

contrario, en la combinación de la inteligencia y la convicción del

concepto y la práctica. Al comenzar su  Tratado Político,  y re tomando

las mismas expresiones, se propone alcanzar "las conclusiones que

concuerdan mejor con la práctica", "deduciéndolas de la propia con-

dición de la naturaleza hum ana" ( . . . ) con la mism a libertad de espí-

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ridi n la cual los matemáticos nos tienen acostumbrados" a fin de

c<)nt)ccr  (intclligcre)  las acciones hu ma nas po r sus causas necesarias,

"en lugar de budarse de ellas, deplorarlas y maldecirlas" (capítulo I).

Y la primera gran obra de su madurez, el  Tratado Teológico-Político,

había sido un libro de combate, un manifiesto filosófico y político en

el cual no sería diñ'cil encontrar algunos detalles irónicos o de preo-

cupación, si no de condena. Es verdad que más de un lector atento

creyó poder concluir que Spinoza había sido incapaz de mantenerse

fiel a sus intenciones, o más aún que la primacía reconocida al con-

cepto en su pensamiento constituye en realidad una máscara de

pasiones demasiado humanas. . .

En este pequefio libro, me inspiro en esa dificultad clásica para

propo ner una experiencia: introducirse a la filosofi'a de Spinoza, bus-

cando su unidad, a partir de los problemas de su política. Esta intro-

ducción se presentará como un trayecto de lecturas y discusiones, a

través de las tres obras principales que se acaban de mencionar.

E d i c i o ne s , t r a d u c c i o ne s , i ns tn i m e nto s d e t r a b a j o .

Dos ediciones clásicas proporcionan el texto original (en latín u

holan dés) de las Obras de Spinoza; la de Van Vloten y Land,  Benedicto

de Spinoza Opera quotquot reperta sunt,   La Haya, 1895, 4 vol. (reimpre-

so en 2 vol.), que no contiene el  Compendio de gramática hebrea,  y que

incluye errores de texto corregidos en la edición crítica de Cari

Gebhardt,  Spinoza Opera,  4 vol. , Heidelberg, 1924, a la cual remiten

hoy los com entado res. A partir de la edición de Gebhardt, algunas pie-

zas de la corresponden cia han sido agregadas al Corpus  clásico.

Existen dos e diciones fi-ancesas mo dernas , bastantes accesibles, de

las principales obras de Spinoza:

• la de Appuhn:  CEuwes de Spinoza, 4 vol., réédition Gamier-

Flammarion,

  1965

  (vol. 1: Court

 Traite, Traite

 de la reforme de

 Venten-

dement, l^ncipe.^ de la philosophie de

 Descartes,

 Pensées métaphysiques;

vol. 2: Traite

 théólogico-politique;

  vol. 3: Ethique; vol. 4:

 Traité politicjue

et coirespondance);

• la de la  Biblio thé de la Pléiade (éd. Gallimard, 1954) al cui-

dado de M. Francés, R. Caillois y R. Misrahi, que contiene una

biografía de Spinoza.

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Entre la ediciones separadas, señalamos la del  Traité de la reforme

de  V entendement

  (bilingü e) de A. Koyré (Vrin, 195 1), y dos edicio nes

bilingües del Traité PoMque,  una de Sylvain Zac (Vrin, 19 68 ), y la otra

de Pierre-Frangois Moreau (Editions Réplique, 1979). El texto latino

de la Ética  y la traducción de Appuhn, antes publicadas en los "clási-

cos de Garnier" fueron reproducidos por Ediciones Vrin^.

Por mi parte, cito el Tratado Teológico-Polüico  (TTP) según la pagina-

ción de la edición de Gamier-Flammarion, pero recuperando la mayo-

ría de las veces la traducción de Appuhn. La num eración de los cap ítulos

y los párrafos del T ratado Político (TP) es la misma en todas las ediciones:

cito la traducción de P.-R Moreau, con algunas modificaciones, inspi-

rándome a veces en las soluciones de Sylvain Zac. Para la

 Ética,

  hice

todas las traducciones; en cuan to a las referencias, las partes están desig-

nadas en números romanos y las proposiciones en números arábigos

(ej. rV, 37: proposición 37 de la parte IV de la Ética);  a continuación de

una proposición figura su demostración así como, en ciertos casos, uno

o más "corolarios" y "escolios" (es decir comentarios del autor).

No cito dentro del texto ningún comentario crítico. Se encontrará

al final una Bibliografía selectiva. Para indicaciones más completas,

remitirse a: Jean Préposiet,

  Bibliographie Spinoziste,

  París, Les Belles-

Lettres, 1 97 3, y para los trabajos recientes a: Th eo Van derWerf, He ine

Siebrand, CoeWester-veen,  A Spinoza Bibliography 1971-1983,  Leiden,

E. J. Bríll, 1984.

Por ú l t imo, un prec ioso instrumento de trabajo es e l  Lexicón

Spinozanum   de Emilia Giancotti-Boscheríni (2 vol. , La Haya, Martines

Nijhoff, 1969) que, para cada término significativo del lenguaje teó-

rico de Spinoza, reúne y clasifica lógicamente los pasajes importantes

de las diversas obras (en la lengua original).

^ Bemard Pautrat publ icó en 1988 una nueva t raducción de la   Íítica  .kiuii

pañada de la reproducción del texto latino a partir de la edicirtn de

  (

U

-

I i I m h I i

(edic iones de Seui l ) , [Nota de la 2da edic ión]

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B i B L i O T E C A

KTRO OF  ¡NVtSVlGACIONE

í n í e h ü i s c i p l i h a r i a s e n

ÜCNC I S y HUM N ID DES

1. El partido de Spinoza

Publicado sin nombre de autor y bajo una firma de editor ficticio

(pero rápidamente atribuido al "judío ateo de Voorburg"), el  Tractatus

theologicus-politicus  fue un escánda lo , y ese escándalo perdu ró.^

"Libro pernicioso y detestable", a decir de Bayle. Durante un siglo, lo

vemos acompañado de una larga estela de denuncias y refutaciones.

Pero también vemos sus argumentos frecuentar la exégesis bíblica y

la literatura "libertina", el derecho político y la crítica de las autori-

dades tradicionales.

No se podría decir que Spinoza fue tomado desprevenido por esas

reacciones violentas. A partir de su prefacio, en el cual aún ho y es per-

ceptible la extrema tensión, lo vemos con sciente del doble r iesgo que

asume, en una coyuntura llena de contradicciones y peligros: de ser

demasiado bien comprendido por los adversarios a los cuales arrui-

na los instrumentos de dominac ión inte lec tual , y de ser muy mal

comprendido por la masa de lectores, incluso aquellos de los cuales

él se creía muy cerca. ¿Por qué asumir ese riesgo? Él mismo nos lo

expone en detalle en sus primeras páginas (TTP, 66-73).

"Expondré las causas que me impulsaron a escribir." A saber, la

degeneración de la religión en superstición, flindada en el tem or deli-

rante hacia las fuerzas naturales y humanas, y en el dogmatismo inte-

resado de las Iglesias. De donde resultan la guerra civil , abierta o

latente (a menos que toda disidencia no sea aplastada por el despo-

2 No doy una b ib l iograf ía es tructurada de Spinoz a (c f . B ib l iograf ía ) . Pero me

parece indispensable s i tuar los momentos dec is ivos que const i tuyen las t res

grandes obras en re lac ión a l contexto his tórico. Puede consul tarse a cont i -

nuación la cronología ubicada a l f inal de l volumen.

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tism o), y la man ipulación de las pasiones de la multitud por los pose-

edores del poder. ¿Qué es necesario hacer para remediar esto?

Distinguir dos géneros de cono cim iento (lo que no q uiere decir, ya lo

veremos, oponerlos): el "conocimiento revelado" que puede extraerse

de una lectura rigurosa de las sagradas Escrituras y que "no tiene otro

objeto más que la obediencia", y el "conocimiento natural" -digamos

provisoriamente la ciencia o la razón- que no tiene otro tem a más que

la Naturaleza, accesible al entendimiento humano universal. "Estos

dos conocimientos no tienen nada en común, pero pueden el uno y e

otro ocupar su propio dominio sin combatir al menos sobre el mun-

do y sin que ning uno de los dos deba ser el sirviente del otro." De esto

resultará en primer lugar una liberación de las opinion es individuales

en ma teria de fe, siempre que estas opinione s tiendan efectivamente al

amor hada el prójimo, luego una liberación de las opiniones indi\a-

duales en relación con el Estado, siempre que éstas sean compatibles

con su seguridad. En particular, una liberación total de la investigación

filosófica sobre Dios, la naturaleza, las vías de la sabiduría y la salva-

ción de cada uno. De aquí la definición de una regla fundamental de

la vida en sociedad: el derecho público será "tal que sólo los actos

podrán ser perseguidos, las palabras jamás serán castigadas". Un

Estado en el cual esa regla fundamental es observada será el que

Spinoza llamará much o después una demo cracia. La "República libre"

de Ámsterdam constituye así una forma aproximada (¿la mejor posi-

ble en las condiciones de su tiempo?, habrá que ver). Monárquicos

"absolut istas" y teólogos la amenazan, exactamente de la misma

man era y por las mism as razones que am enazan la verdadera Religión

y la filosofía. Democracia, religión verdadera (lo que las Escrituras lla-

man "la caridad y la justicia") y filosofía tienen así pues, prácticamen-

te, un solo y mismo interés. Este interés es la libertad.

El "par t ido de la l iber tad"

¿Por qué, en estas condiciones, el malentendido ronda sin embar-

go permanentemente (de alguna manera de antemano) en torno a la

argumentación del TTP? Existen muchas razones sobre eso que sub-

yacen constantemente en nuestro texto.

En primer lugar, ninguna noció n es más equívoca que la de "liber-

tad". A excepción de muy pocas, ninguna filosofía, ninguna política

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(incluso cuando se trata prácticamente de una dominación) se presen-

tan de otro mod o m ás que com o em presa de liberación. Es por ello que

las doctrinas filosóficas y políticas se contentan raramente con antíte-

sis simples entre libertad y coacción, o libertad y necesidad. Éstas se

presentan muy a me nud o c om o tentativas de establecer (o restablecer)

una definición "exacta" de la libertad contra las demás. Spinoza, lo

veremos, ilustra esta situación de manera ejemplar.

Pero si esto es así, no es solame nte d ebido a las ambigüedad es y las

antinom ias por las cuales la noción mism a de libertad estaría m arcada

desde el origen, y que no pertenecerían más a una época que a otra. Las

marcas de la cojointura histórica son omnipresentes en el TTP, por lo

cual desde ese punto de vista no se puede leer com o u na o bra "pura-

mente teórica", escrita sobre un solo registro. Vemos a Spinoza interve-

nir en una controversia teológica de una actualidad candente. Lo vemos

proponer las medidas que permitir ían romper desde el principio la

colusión del Partido monárquico y de la propaganda "integrista" de los

pastores calvinistas. Estos objetivos reunían directamente aquellos dos

gmpos sociales de los cuales Spinoza, en su época, se encontraba y m os-

traba más próximo: ante todo la élite dirigente de la República holan-

desa. De hecho, ésta había llegado a designarse a sí misma como "un

partido de la libertad": heredero de una lucha de liberación nacional,

paladín de las libertades dvicas contra una concepción mo nárquica del

Estado parecida a aquélla que triunfaba por ese entonces en la Europa

"absolutista", defensor de la libertad de conciencia individual, de la

auton om ía de los doctos, y hasta cierto punto, de la libre circulación de

las ideas. ¡Sorprendente declaración sin embargo ésta Spinoza, ya lo

veremos, no la tomó como propia, a pesar de su compromiso con la

"libre Repiiblica". Descubriendo un problema en lo que se había pre-

sentado com o la evidencia de una solución -com enz and o por la idea de

que la libertad pudo identificarse con la política de un cierto grupo, con

sus intereses "universales"-^ llegó a definir la libertad en términos dia-

metralmente opuestos a como lo hicieron aquellos que se reclaman

como sus amigos. Es decir, implícitamente, criticando la ilusión de la

que se alimentab a su convicció n de luchar por una causa justa. ¿Es nece-

sario asombrarse en esas condiciones, de que el TTP -m ás adelante vere-

mos que se pretende un libro "revolucionario"- haya debido aparecer

enseguida com o subversivo a algunos y más m olesto que útil para otros?

Pero el malentendido tiene dos causas más profundas aún. Si el ITP

persigue un objetivo político, es en el campo de la filosofía que éslc

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intenta cons taiir sus tesis. Las dos grandes cuestiones que atraviesan todo

el libro son la de la certeza (por lo tanto la relación entre "verdad" y

"autoridad ") y la de la relación entre la libertady el derecho o "pote nda "

del individuo. ¿Filosofía y política conforman dos dominios distintos?

¿La filosofía es una "teoría" de la cual podría deducirse una "práctica"

política? ¿Y de dónde sacaba Spinoza una idea filosófica de la libertad,

susceptible de disiparlas ilusiones desú s propios defensores? Al término

de la obra, podemos comprender, si no demostrar, que  filosofi a y políti-

ca se implican recíprocamente. Planteando los problemas específica-

mente filosóficos, Spinoza no toma una vía indirecta para tratar la

política, no efectúa una transposición hada otro lugar, en un elemento

"metapolítico", sino que intenta darse los medios para conocer exarta-

mente, "adecuadamente" diría él mismo (cf.

 Ética,

  II, def 4; prop. 11, 34,

38 a 40; y Carta LX), lo que está en juego y las relado nes de fuerza de la

política por sus causas. Pero tam bién, organizando la investigación filo-

sófica a partir de las cuestiones de la política, n o se aparta nada de una

interrogación sobre la esenda de la filosofía. Al contrario, toma una vía

que permite (¿por si sola?, no podemos responder a esta cuestión por

ahora ) determ inar qué son los intereses y los problem as filosóficos.

Desde este punto de vista, el dilema de un a filosofía "especulativa" y una

filosofía "aplicada" a la política no está sólo desprovisto de sentido, éste

es el obstáculo por excelencia para la sabiduría. Pero esta unidad no es

nada simp le y fádl de com prender. Para el propio Spinoza ésta no pud o

ser lograda más que al término de una experiencia del pensamiento, de

un trabajo intelertual que obliga a la filosofi'a a rectificar sus propias cer-

tezas inidales (¿sus propias "ilusiones"?).

El TTP es esa experiencia. Esto quiere decir concretamente que, en

su progresión, la concep ción de la filosofía no está fija, sino en movi-

miento. Hay un giro en la obra dentro del pensamiento de su autor.

Giro necesario, pero en parte imprevisible. Más delicado aún precisar

que él no invoca simplemente dos términos, sino tres (filosofía, polí-

tica, teología), incluso cuatro (filosofía, política, teología, religión).

Es necesario, para ver aquí má s claro, reconstituir la ma nera en la cual

éstos se le presentan.

¿ R e l i g i ó n o t e o l o g í a ?

Del giro que constituyó la escritura del TTP en el pensamiento de

Spinoza, encontramos la huella bien clara en su correspondencia, en

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particular con O ldenburg. Vemos que Spinoza, ciebido a los elementos

de su "sistema" que había hecho circular oralmente o por escrito, era

objeto de una dem anda apremiante: "Voy ahora al punto que nos preo-

cupa particularmente y comienzo por preguntarle si usted acabó esta

obra de gran interés en la cual trata del origen de las cosas, de su d epen-

dencia de la causa primera, com o así tambié n d e la purificación d e nues-

tro entendimiento. Ciertamente, mi querido amigo, no veo que

ningun a publicac ión pu eda ser más agradable que aqu ella parecida a los

tratados de los verdaderos sab ios.. ." (Carta XI, 1 66 3). Pero Spinoza, al

mismo tiempo que continúa trabajando en la Ética y carteándose sobre

los temas de la física y la metafísica con un d rcul o de amigos, elude prác-

ticamente esa demanda

 y,

 sobre el fin de 16 65, después de haber evoca-

do la evolución de sus concepciones filosóficas, escribe a Oldenburg:

Y o c o m p o n g o a c t u a l m e n t e u n t r a t a d o s o b r e la m a n e r a e n l a

cual considero las Escr i turas , y mis mot ivos para empren-

der lo son los s igu ientes : 1° los pre ju ic ios de los teó logos ;

e f e c t i v a m e n t e s é q u e s o n p r e j u i c i o s q u e s e o p o n e n s o b r e

tod o a que los homb res pu edan d edicar su esp ír i tu a la f ilo-

so f ía , juzgo por lo tan to ú t i l poner a l desnudo esos pre ju i -

cios y quitárselos a los espíritus;  2°  la op in ión que t iene de

mí e l vu lgo , que no cesa de acusarme de ate ísmo; me veo

obl igado a combat ir la en la medida que pueda; 3° la l iber -

tad de f i losofar y de decir nuestra op in ión ; deseo estable-

cerla por todos los medios: la autoridad excesiva y el celo de

los predicantes t ienden a supr imir la . . . (Car ta XXX)

Se nota la diferencia con la actualidad política (la acusación d e ate-

ísmo, levantada contra un amigo de los dirigentes de la República, es

parte de la predicación d e los pastores calvinistas que in tentan impo -

ner una o rtodoxia religiosa ). Pero la idea principal, correspo ndiente al

objetivo proclamado a todo lo largo del TTP, es la separación radical

de los dominios de la filosofía y la teología. Detengámonos en este

punto: ¿qué quiere decir exactamente "separar"?

La fórmula no tiene absolutamente nada de original. Descartes,

por ejemplo, en las Meditaciones metafísicas  (1641, traducida al holan-

dés por un amigo de Spinoza) , había proc lamado, é l también, la

separación de las dos "verdades" de la Razón y de la Fe, reservando a

una las demostraciones metafísicas, y dejando enteramen te de lado la

cuestión de la revelación, los fundamentos tradicionales de la autori-

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dad de las Iglesias.^ Todo se presta a pensar que el tratado de "filoso-

f ía primera", susceptible de fundar la certeza de la nueva ciencia

matemática y experimental de la naturaleza, que Oldenburg y los

demá s esperaban de Spinoza, podía inscribirse en una perspectiva tal.

La confrontación con la teología surgiría entonces de una manera

secundaria, en una suerte de exterioridad: del he cho de la censura que

ésta pretendía ejercer sobre la "filosofía natural" en nombre de un

dogma perimido. La teología, por su empresa intelectual y su posi-

ción oficial, obstaculizaba el reconocimiento de la verdadera metafí-

sica. Para pens ar y estudiar según la verdad, bastaba con liberarse de

ella y, más en general, "purificar el ente ndi mie nto" , es decir enunciar

con toda claridad sus propios principios.

Pero este obstáculo, si "resiste" la evidencia de lo verdadero y se

niega a dejar el campo libre, ¿no conviene atacarlo por sí mismo? Es

decir ¿criticar el discurso teológico a la vez com o ideología de una cas-

ta socialm ente pudiente y como form a general de relación con los

objetos del saber, de una "verdad", articuladas al interior de la misma?

A lo q ue se viene a agregar una cuestión más inquietante para el filó-

sofo: ¿por dónde pasa exaaamente la línea de demarcación entre filo-

sofía y teología? Desde el momento en que el conocimiento se

desarrolla en total autonomía respecto de sus aplicaciones como de

sus principios teóricos, determinand o por la razón lo que es la "causa

primera" y las leyes universales de la naturaleza -o las "verdades eter-

nas"- ¿cómo evitar reconocer que éste no depende solamente de una

metafísica, sino de una teología explícita o implícita? Al contentarse

con apartar el obstáculo teológico tradicional, el sabio-filósofo bien

podría encontrarse prisionero de otra teología, m ás sutil. . . ¿No es a lo

que había llegado Descartes, a lo que llegaría más tarde Newton?

Estamos quizás menos asombrados, entonces, de la paradoja que

el rrP reserva a sus lectores: ¡el objeto principal al cual se aplica la

3 "Hay que remarcar que yo no t rato de n inguna manera ( . . . ) del pecado , es

decir del er ror que se comete en la persecución del b ien y del mal : s ino so la-

mente de aquél que se a lcanza en e l ju ic io y e l d iscern imiento de lo verda-

dero y lo fa lso . Y que no in tento aquí hablar de cosas que per tenecen a la fe ,

o la conducción de la v ida, s ino so lamente de aquél las que conciernen a las

v e r d a d e s e s p e c u l a t i v a s y c o n o c i d a s p o r l a a y u d a d e l a s o l a l u z n a t u r a l "

(Descar tes ,

  Resumen de ¡as Meditaciones).

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filosofía así liberada de la cond ición te ológ ica será justam ente la vali-

dez de la tradición bíblica y la cuestión del contenido verdadero de la

Fe Llevado al extrem o, el desarrollo del racion alism o produce un

resultado que parece contradecir su formulación inicial: su objetivo

se vuelve disolver la confusión que recubre el término "teología", y

liberar la fe de la teología, denu nciada co m o una "especu lación" filo-

sófica extraña a la "verdadera Religión".

(...) aunque la Religión tal como la predicaban los

Apóstoles, en cuanto se limitaban a narrar la historia de

Cristo, no cae bajo el dom inio de la Razón, cualquiera pue-

de, sin embargo, alcanzar por la luz natural una síntesis de

la misma, ya que consiste esencialmente, como toda la doc-

trina de Cristo, en enseñanzas morales. Es decir, aquella

que Jesucristo había enseñado en la montaña y que men-

ciona M ateo, cap. 5 y ss. (TTP, 282, y nota). .

(...) La doctrina de las Escrituras no contiene sublimes

especulaciones, ni temas filosóficos, sino tan sólo cosas

muy sencillas, que pueden ser entendidas por cualquiera,

por torpe que sea. Por eso no consigo admirar lo suficiente

el ingenio de aquéllos (.. .) que

 ven

 tan profundos misterios

en la Escritura, que no pueden ser explicados en ninguna

lengua humana, y que introdujeron, además, en la religión

tantas especulaciones filosóficas, que la Iglesia parece una

Academia y la religión una ciencia o más bien un altercado.

(.. .) la intención de la Escritura no fue enseñar ciencias (. ..)

no exige de los hombres más que la obediencia y tan sólo

condena la contumacia, pero no la ignorancia. Como, por

otra parte, la obediencia a Dios consiste exclusivamente en

el amor al prójimo (...) se sigue que la Escritura no reco-

mienda otra ciencia que la que  es necesaria a todos los hom-

bres para obedecer a Dios conforme a ese precepto ( .. .) Las

demás especulaciones, que no tienden directamente a esto,

ya se refieran al conocimiento de Dios, ya al de las cosas

naturales, no atañen a la Escritura, y hay que separarlas, p or

tanto, de la religión revelada (...) ahí se decide el significa-

do de toda religión (TTP, 300-301).

Posición más que incómoda. ¡No es simplemente como antif i lo-

sof ía que Spinoza ataca la teología , s ino como antir re l ig ión

¡Partiendo de una defensa de la l ibertad de pensamiento contra la

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teología, desembocamos en una apología de la verdadera Religión

(siemp re ligada a la revelación) que se dirige tam bién a los filósofos

Como si el adversario único, aquel que tiene como adversario a quie-

nes buscan la verdad y practican la obediencia, fuera un cierto dis-

curso "metapsico-teológico" dominante. Spinoza corre el r iesgo de

oponerse no sólo a los teólogos, sino también a la mayor parte de los

filósofos: unos porque viven especulando racionalm ente sobre los

objetos de la religión metamorfoseados en objetos teóricos, los otros,

porque intentan constituir la filosofía en un discurso antirreligioso.

Él mismo no puede eludir algunas cuestiones difíciles. ¿Por dónde

pasa exactamente la diferencia entre la fe y las especulaciones que la

hacen degenerar en "superstición"? Spinoza admitirá que ciertas tesis

o "verdades" filosóficas so n n ecesarias para comprender lo q ue une la

obediencia, el amor y la salvación, y que éstas son problemáücas. El

uso mismo del par Religión revelada/verdadera Religión, es la muestra

de esto. Por otra parte, ¿cómo se explica la formación de la teología?

¿Es necesario suponer dentro de la religión una tendencia a pervertir-

se a sí misma? ¿Es necesario suponer en la masa de los hombres (el

"vulgo") una "necesidad" de especulación teórica en la cual se justifi-

can los teólogos? ¿Una sim ple m anipu lación de las masas por parte de

estos hombres hábiles? ¿O más aún reconocer en la superstición una

modalidad de dependencia recíproca entre la fe del "vulgo" y la reli-

gión "erudita" de la cual unos y otros serían prisioneros?

Predest inación y l ibre arbi t r io : e l confl ic to

de las ideologías religiosas.

I.a investigación sobre la teología, es decir sobre las formas que

reviste la confusión teológica de la religión y la especulación, se de-

sarrolla sobre dos planos: doctrinal e histórico. Remontándose a los

"orígenes", ésta desemboca en la actualidad inmediata. Lejos de enca-

sil larse en una descripción exterior , se compromete con la lógica

misma del discurso y proporciona de este modo el material de lo que

será, en la Ética,  una teoría general de la imaginación (cf. en particu-

lar el apéndice de la lera parte).

Existe una teología de Moisés: fundada sobre una cosmología de

la creación y del milagro, una ética de la obediencia y una escatolo-

gía del "pueblo elegido", ésta sirvió para justificar los mandamientos

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de la ley hebraica, para hacerlos comprender por las masas de su

tiempo y de su nación (TTP, 10, 23, 64, etc.). Lo que no quiere decir

que Moisés forjó una ideología artificial para dominar a sus conciu-

dad anos: al contrario, él se creyó a sí m ism o la verdad revelada de su

teología, percibió en ella los "signos" irresistibles, lo que le permitió

jugar el rol de un fundador de Estado y de la religión. Del mismo

modo, hay una teología, o más exactamente varias teologías de los

Profetas, que divergen sob re ciertos punto s neurálgicos: en particular,

ya, sobre la cuestión de la salvación (¿depende de la sola elección

divina, o también - y en qué sen tido - de las acciones buenas o m alas,

conformes o no a la ley, de cada uno?). Estas divergencias manifies-

tan un rasgo esencial de la teología: ésta introduce el conflicto en la

religión. Se las encuentra amplificadas en el cristianismo primitivo

(entre las doctrinas de los Apóstoles, notablemente Pablo, Jacobo y

Juan) (TTP, 168-171, 298) . Finalmente, ellas son institucionalizadas

a través de la división contemporánea de las Iglesias.

La cuestión de la gracia, se sabe, no cesó de nutrir las controversias

teológicas. Si el homb re es pecad or-culp able de una falta original q ue

se perpetúa en su atracción hacia el mal, en el hecho de que él "quie-

re lo prohibido"- éste no puede ser salvado más que por la misericor-

dia divina. Es ésta la que se manifiesta en la historia, por la me diació n

de Cristo, redentor de la humanidad, encamación de la gracia. Pero,

¿qué es lo que vive en Cristo? ¿Cuál es la "vía" de la salvación? ¿Có mo

opera la "eficacia" de la gracia? A estas tres antiguas preguntas (que

animan toda la representación del vínculo personal entre el hombre y

Dios eterno), la Reforma dio una importancia creciente en las discu-

siones sobre la fe, la ascesis y el examen de conciencia, los roles de la

disciplina interior y la dirección sacerdotal en la vida del buen crisüa-

no. Calvino, rechazando toda concesión a las fuerzas mismas de la

naturaleza humana corrompida, presenta su teología de la salvación

por la gracia sola como un retomo a la ortodoxia de Pablo y de san

Agustín. Él revela com o presun ción hum ana la idea de la salvación por

las "obras" -se trata de la observación de los mandamientos, que

garantizaría en cierto modo la misericordia divina, o la "cooperación"

del libre arbitrio del hombre en su Uberación del pecado. A sus ojos,

se trata de una tentativa de la criatura por "glorificarse" ante su crea-

dor, lo cual es la esencia misma del pecado. Radicalizando el debate,

él opone a la doctrina del libre arbitrio aquella de la predestinación,

que parece significar que la salvación ha sido siem pre ya decidida por

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Dios, de modo que los hombres son previamente divididos en "elegi-

dos" y "condenados". Más allá de que sus acciones influyen sobre la

gracia de Dios, es ésta la que, misteriosamente, les da o les quita la

fuerza de amarlo exclusivamente. En el siglo XVII esta controversia no

distancia tanto al catolicismo romano de las Iglesias protestantes,

como lo que divide, en realidad, cada uno de estos dos campos. En

Francia, enfrenta a los jesuítas contra los jansenistas, intransigentes

acerca de la eficacia de la gracia sola, que querían de cierto modo vol-

ver sus propias armas contra el calvinismo. En Holanda, opone dos

tendencias organizadas: la de los pastores ortodoxos, partidarios de la

predestinación, y la de los "Arministas" (del nombre del teólogo

Harmensen o Arminius) que sostienen la tesis del libre arbitrio.

¿Spinoza, a su ma nera en el TTP, no tom ó parte en ese debate? Sin

duda, pero las proposiciones que él enuncia no podían satisfacer a

nadie. Según él, la doctrina constante de las Escrituras, librada de

variaciones circunstanciales, sería inequívoca. "La fe no salva por sí

misma, sino sólo en razón de la obediencia, o, como lo dice Santiago,

la fe sin obras está muerta (. . .) Aquel que es obediente posee necesa-

riame nte una fe verdadera y salvífica (. . .) De do nde se sigue, una vez

más, que no podemos considerar a ninguno como fiel o infiel , a no

ser por las obras." (TTP, 311-31 2). El dogma funda men tal de la verda-

dera Religión es, en efecto, que el amor a Dios y el amor al prójimo

no son más que uno solo. Esto parece ir en el sentido de una teología

del l ibre arbitr io, o al menos de una crítica de la predestinación.

Excepto por el valor salvífico de las obras caritativas hacia el prójim o

esto no se deduce de una elección ("arbitrio") entre el bien y el mal,

sino de la obediencia.. . Además, Spinoza no acuerda en ningún lugar

ni con la idea de arrepentimiento, ni con aquella de una "redención"

del pecado original. En efecto, éste es radicalmente eliminado, es una

representación imaginaria que acompaña las acciones de los hom-

bres cuando éstas son malvadas por sí mismas (una "mala concien-

cia": la

  Ética

  elaborará la teoría de la tristeza religiosa). Todo esto

sucede pues como si Spinoza, repudiando un resto de fatalismo que

acompaña a los partidarios del libre arbitrio, llevara su tesis al extre-

mo, más allá de lo que éstos pueden admitir como cristianos: toda la

cuestión del valor religioso de las obras se reduce a la cualidad intrín-

seca de la acción presente.

Turbad o po r esta distorsión, el lector lo estará más aiin por el otro

aspecto de las proposiciones de Spinoza. Al tratar sobre la "elección"

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de Israel (prototipo, según la mirada de los cristianos, de la elección

individual por la gracia de Dios), afirma: "Dado, en efecto, que nadie

puede hacer nada, sino en virtud de un orden predeterminado de la

naturaleza, es decir, por el gob ierno y el decreto eterno de Dios, se

sigue de allí que nadie elige para sí una forma de vida ni hace nada,

si no es por una singular vocación de Dios, que eligió a éste, y no a

otros, para esta obra o para esta forma de vida" (TTP, 119). ¿No es a

la tesis de la predestinació n a lo que Spino za parece sum arse esta vez?

De hecho, él c ita además con predilección la fórmula de Pablo

(Epístola a los romanos, IX, 21) según la cual el hombre está en poder

de Dios "como la arcilla en la mano del alfarero, quien hace de ella

vasos para el hono r y el desh ono r. . . " (cf.

  Pensamientos metafisicos,

  II,

8; Tratado Político, II, 22 ). Desd e este punto de vista, el libre arbitrio es

una ficción. Pero la diferencia salta a la vista: Spinoza no id entifica "la

decisión eterna de Dios" con la gracia, por oposición a la naturaleza

humana; con un verdadero abuso de autoridad, él la identifica con la

naturaleza misma, en su totalidad y necesidad. En el capítulo VI del

ITP (sobre los milagros), esta tesis es completamente desarrollada: si

es posible decir que D ios predeterminó tod o, es que debe entenderse

a Dios como "las leyes eternas de la Naturaleza" (TTP, 175). "De ahí

que, si en la naturaleza se produjera algo que no se siguiera de sus

leyes, contradiría necesariamente el orden que Dios estableció para

siempre en ella mediante las leyes universales de la naturaleza; ese

hec ho estaría, pues, en con tra de las leyes de la naturaleza, y la creen-

cia en él nos haría dudar de todo y nos conduciría al ateísmo" (TTP,

177). Toda otra idea de la potencia divina sería absurda: ésta llevaría

a imaginar que D ios se contradice a sí mism o, infringiendo sus pro-

pias "leyes" en beneficio del hombre: por lo cual la teología calvinis-

ta es, ella también, a pesar de su "teocentrismo" riguroso, el fruto de

un compromiso con e l humanismo. . .

De hecho, el teólogo "liberal" y aquél de la predestinación, ven el

uno y el otro un milagro en la redención: milagro de la voluntad hum a-

na en contra de la necesidad natural (o del hombre), milagro de la gra-

cia divina que debe "vencer" una libertad humana pervertida. La ficción

común en los teólogos adversarios es aquella de un mundo moral o

espiritual opuesto a un m un do natural. Supriman esta ficción, y la cues-

tión de las relaciones entre la libertad de los hombrc,s, y el orden del

mundo cesará de aparecer como un enigma angustiante: éste no sólo

podrá devenirun problema práctico, racionalmente inleligible, sino (|uc

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fácilmente resoluble. Pero es volviendo las tesis teológicas contra sus

intenciones qu e Spinoza intenta hacer esta demo stración. Desde enton-

ces, él mismo puede proponer una "definición" de salvación que englo-

be a la vez la beatitud temporal (seguridad, prosperidad), la virtud

moral y el conocimiento de las verdades eternas (TTP, 119-120).

¿Por qué esta "dialéctica" corrosiva y riesgosa? ¿Por qué no haber

puesto directamente que la salvación resulta de la obediencia a una

regla de vida caritativa y justa, que se impone tanto al "sabio" capaz de

concebir la necesidad natural, como al "ignorante" para quien "es

indispensable considerar las cosas como posibles" (TTP, 136), sin que

esta desigualdad intelectual entrañe una diferencia práctica? Es que, se

quiera o no , en la idea de una "regla de vida", figura siempre la no ción

de una ley. Traduciendo el "decreto eterno de Dios" por "las leyes uni-

versales de la Naturaleza", no hicimos más que desplazarla. En tanto

no aclaremos el sentido de esta metáfora (este es el objeto del capítu-

lo IV del TTP), no saldremos del círculo teológico. La cuestión de la

diferencia entre la verdadera Religión y la superstición/especulación

recae sobre esta dificultad.

Las leyes de la Naturaleza "no están adaptadas a la religión, que

sólo busca la utilidad humana, sino al orden de toda la naturaleza, es

decir, al decreto eterno de Dios, que n os es desco nocid o. Esto parecen

haberlo concebido otros más oscuramente, ya que afirman que el

ho m bre pued e pecar contra la voluntad de Dios revelada, pero no co n-

tra su eterno decreto con el que predeterminó todas las cosas .. ." (TTP,

347-348) . Lo que los teólogos calvinistas "concibieron obscuramen-

te", es la desproporción entre la potencia del hombre y aquella de la

naturaleza en su totalidad de la cual él depende. Pero todos -para

compensar la angustia que ésta les inspiraba, como a todos los hom-

bres- proyectaron sobre ésta una ilusión fundamental: ellos "imagi-

naban a Dios como un rector, un legislador o un rey misericordioso,

justo, etc. Pero todos estos no son más que atributos de la naturaleza

humana" (TTT, 144). El vulgo "imagina, pues, dos poderes numérica-

me nte distintos, a saber, el poder de Dios y el pod er de las cosas natu-

rales (. . .) imagina el poder  (imperium)  ̂ de Dios co m o la autoridad de

S e ñ a l a m o s a c o n t i n u a c i ó n e l p r o b l e m a q u e p l a n t e a e l t é r m i n o   imperium:

yo me incl inaré por t raducir lo según los contextos por poder , mando , gobier -

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cierta majestad real y el poder de la de la Naturaleza com o u na fuerza

o un ímpetu" (TTP, 169 ) D e este mod o la historia de la Naturaleza les

pareció un drama cósm ico, en el cual la victoria del Bien sobre el Mal

sería lo que está en juego, y en el cual las acciones hum anas serían los

instmmentos. Simplemente algunos quisieron ver en Dios un juez fle-

xible, del cual los hombres pueden obtener el perdón por sus pruebas

de amor, aunque, en esas condiciones, su "libertad" de acción depen-

de siempre de un señor que los pone a pru eba. . .

Mientras que los otros, menos optimistas, lo imaginaron co m o un

juez inflexible, habiendo decidido de una vez y por todas, arbitraria-

mente, cuáles hombres serán fieles y cuáles serán rebeldes, privándo-

los así de toda libertad real para reservársela en su totalidad.

Pero en todos los casos, sea que se tienda hacia una representa-

c ión "contrac tual" o hac ia una representac ión "absolut ista" del

poder de Dios y de su ley, no sé hace más que atribuir a Dios com-

portamientos antropomórf icos , toman do co m o m odelo la exper ien-

cia de las relaciones entre los hombres mismos: pero idealizadas,

sacadas de toda l imitac ión o " f ini tud" humana. Concib iendo la

voluntad de Dios como un libre arbitr io, un poder de hacer o no

hacer, dar o negar, crear o destruir, aunque "sobrepasando infinita-

mente" toda potencia humana, teólogos y f i lósofos componen un

cuadro fantasmal de la "psicología de Dios", del cual Spinoza hará

el protot ipo de la imaginac ión, conocimiento inadecuado de las

relaciones naturales necesariamente ligadas a la impotencia relativa

de los hom bres. Esta f icción no tiene otra base m ás que la experien-

cia común: el hecho de que sea imposible vivir sin desear la salva-

ción (felicidad, seguridad, conocimiento) , pero también imposible

no . Estado , poder de Estado , pero todas estas nociones están a la vez implí -

c i tamente presentes (un mando expresa un poder , que emana del Estado , o

según su modelo . Inversamente , e l término "Estado" del cual es tamos habi-

tuados a hacer e l concepto central del pensamiento po l í t ico , y que nos pare-

c e u n í v o c o , c o r r e s p o n d e e n S p i n o z a a m u c h o s t é r m i n o s l a t i n o s , c a d a u n o

de los cuales resume una t radic ión :

  imperium , civitas, respublica

  (s in con tar

summa potestas:  e l "sob era no" ) . Su uso evo luciona de una obra a la o tra , sin

q u e l a e q u i v a l e n c i a p a r c i a l s u p r i m a t o d a d i f e r e n c i a : e s t a c o m p l e j i d a d s e

aclarará en e l cap í tu lo IV. Tanto c om o sea necesar io , indicaré en tre p arén lc

sis el término del cual se sirve Spinoza.

i i

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conocer la causalidad real, inmanente al proceso continuo de trans-

formación de las cosas, y excluyendo todo "azar" como todo "pro-

pósi to" , No obstante , proyectando de este modo la impotenc ia

humana sobre la naturaleza en su totalidad, en la figura invertida de

un Dios antropomorfo, los teólogos agregaron a la oscuridad inicial

una oscuridad suplementaria, y crearon un "asilo para la ignorancia"

de donde resulta difícil sacarla. Volvieron la imagen de Dios total-

mente incomprensible, l legando hasta hacer de esta oscuridad un

dogma que expresaba la esencia de Dios.

Esta paradoja no es gratuita. En primer lugar, implica para los teó-

logos un beneficio en absoluto secundario: el de aparecer como los

intermediarios indispensables entre Dios y los hombres, únicos capa-

ces de interpretar la voluntad divina. Inevitablemente, este beneficio

deviene un fin en sí mismo: buscan el poder para ellos mismos, no

sería más que el (de hecho exorbitante) enseñar a cada uno lo que

debe pensar y hacer a cada instante para obedecer a Dios. Que ellos

mismos estén imbuidos de las i lusiones de las cuales procede esa

intención no hace más que agregar a su tiranía una dimensión de

fanatismo: ¿el seiior más despótico no es el que se cree investido de

una misión sagrada para la salvación de los que domina, humilde

instrumento de otro Señor al cual es inconcebible resistir? En segun-

do lugar, el antropomorfismo de las representaciones teológicas sin

importar cuál ficción sea, es un imaginario esencialmente monárqui-

co, una monarquía idealizada. El cristianismo mismo (al menos des-

de que se instituyó como Iglesia), si planteó que, en la persona de

Cristo, "Dios se hizo Hombre", no lo hizo más que para confirmar

f inalmente la imagen monárquica del Dios- Juez (en "e l re ino de

Dio s", el C risto sentado a la derecha del Padre sobre su tron o). Y a los

monarcas cristianos no les hizo falta uülizar esta garantía ideológica

para sacralizar su poder. Cada figura sagrada del poder expresa una

misma impotencia de los hombres al pensar su salvación colectiva

como su obra propia (ITP, 356) .

Y ¿si la "necesidad teológica", en sus formas históricas, más que

una debilidad general de la naturaleza humana, reenviase a un géne-

ro de vida social, a la incapacidad de los individuos humanos para

organizar conscientemente sus propias relaciones? Entonces, al dis-

cutir las relaciones entre Religión, Teolog ía y Filosofía, penetram os en

un terreno que es en realidad el mismo que el de la política.

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Iglesias, sectas y partidos: la crisis de la República holandesa

La redacción del TTP se extendió por varios años: años de crisis para

la Europa clásica (revueltas endémicas, revoluciones, guerras, epide-

mias. • •) y en particular para las Provincias-Unidas, situadas en el cora-

zón de "equilibrio europeo" en vías de constitución, e intentando a la

vez adquirir una posición hegemónica (aquello que los historiadores

denominaron retrospectivamente el "Siglo de oro" de Holanda).

Desde la "revuelta de los pordioseros" de 1565, Holanda práctica-

mente no había cesado de estar en guerra. La forma misma de la

expansión mercantil ista, fundada sobre los monopolios del mercado

y la colonizac ión, implicaba la guerra permanente . A pesar de la

potencia de su marina, las Provincias eran muchas veces invadidas y

asoladas. Cada vez se planteaba el problema de la constitución de un

verdadero Estado nacional, mientras que cada provincia había obte-

nido en la guerra de independencia una gran autonomía. Al exterior

como al interior, sin embargo, dos políticas se enfrentaban, sosteni-

das por dos gm pos dirigentes rivales.

La familia principesca de Orange-Nassau, descendiente de a ntiguos

"condes" de país, era tradicionalmente investida del mando militar y

de la función ejecutiva de "stathoud er". El gmpo de los "Regentes" bu r-

gueses detentaba la administración de las ciudades y la gestión de las

finanzas públicas, confiadas a los "pensionarios" provinciales y, por

"Sus Grandes Potencias, los Estados generales de las Provincias-

Unidas", a un "Gran Pensionario". Tres grandes crisis habían marcado

el conflicto a lo largo del siglo XVII. En 1619, el Gran Pensionario

Oldenbarnevelt, acusado de traición y de colusión con los pastores

armienses, era condenado a muerte por la instigación del stathouder

Maurice de Nassau. La familia de Orange devenía hegem ónica. Pero, al

mismo tiempo, el poder de las compañías burguesas (Compañías de

las Indias occidentales y orientales, B anco de Ámsterdam) progresaba

considerablemente. En 1650-1654, el día después de la independencia

definitiva, una nueva crisis, una inversión de las relaciones de fuerza:

por primera vez Orange intenta encamin ar el Estado hacia un régimen

monárquico, pero esta tentativa fracasa, el principal dirigente del parti-

do de los Regentes, lan de Witt, deviene Gran Pensionario y hace decre-

tar la exclusión perpetua de la familia Orange de los cargos militares, y

luego la abolición de la condición de stathouder. Pero, a partir dr los

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años  ] 66 0 el partido de Orange -con du cido por el joven Guillermo III,

futuro rey de Inglaterra- dirige una agitación cada vez más fuerte en

contra del poder de los Regentes. Esta desembocará en 1672, al

momento de la invasión francesa, en un motín popular: Jan de Witt y

su padre son degollados por la muchedumbre el stathouderat es res-

taurado con poderes extendidos. La "Repiáblica" sin stathouderat no

había durado de hecho más que veinte años.

Regentes y orangistas son los unos y los otros descendientes de la

clase dirigente que había conducido la guerra de independencia

nacional. ¿Se puede decir que éstos expresan intereses de clase dis-

tintos? En este caso, principalmente debido a los gmpos que se enco-

lumnan detrás de ellos, pero aquí se manifiesta una formidable

paradoja. Los príncipes de Orange son en primer lugar los jefes de

una nobleza restr ingida de propietarios rurales de las provincias

"interiores", mientras que los Regentes surgen de una gran burguesía

urbana, marítima, industrial y comerciante. Entre la aristocracia

orangista y la burguesía mercante, los vínculos de personas e intere-

ses se mantendrán siempre numerosos. Pero el grupo de los Regentes

se enriqueció fabulosamente en medio siglo, y se transforma a su vez

en una casta: son algunas familias estrechamente emparentadas (los

Witt, los Beuningen, los Burgh, los Mudde, etc.) que proveen, por

cooptación, a la vez a los puestos dirigentes de las compañías finan-

cieras y a los cargos públicos colegiados. De lo cual resulta que éstos

se aislan cada vez más de la burguesía media (artesanos, comercio

interior, pescadores) que está de hecho privada de poder. Finalm ente,

a la par del pueblo pobre del campo, la acumulación capitalista cre-

ce en pocos años en Amsterdam; en Leiden, un proletariado misera-

ble, en estado de revuelta latente.

Sin embargo la diferenciación social no habría podido jamás con-

ducir a la "mu ltitud" a reconocerse en el Partido orangista, sin la con-

vergencia de la crisis militar y la crisis religiosa, que plantea la

cuestión cmdal de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

En las Provincias Unidas, la reforma calvinista combinó el recha-

zo a "la idolatría romana" con el patriotismo anti-español -más tarde

anti-francés. Ésta es la religión oficial, pero no linica. Una importan-

te minoría católica conserva el derecho de organizarse. Lo mismo

sucede, notémoslo, con los judíos, sobre todo de origen español y

portugués, que forman en Ámsterdam una comunidad próspera .

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Pero el calvinismo holandés se escindió en dos tendencias de las cua-

les el conflicto permanentemente va a sobredeterminar los antago-

nismos sociales y la formación de los "partidos" políticos.

La primera es la de los Remontrants, en la que se encuentran los

defensores de la teología arm inista (que hab ían dirigido a los Estados,

en 1610, una "Reprimenda" exponiendo sus posiciones). Partidarios

del libre arbitrio, lo eran también, dentro la tradición de Erasmo, de

la tolerancia religiosa, debid o a la importan cia que atribuían a la

libertad de conciencia. Aspiraban a una "paz religiosa" que disminu-

yera la influencia de los cuerpos eclesiásticos y dejara a los fieles la res-

ponsabilidad de su salvación. A la disciplina de la obediencia,

constantemente cultivada por la predicación, oponían la distinción de

la religión exterior (institucional), que no tenía más que una función

pedagógica, y la de la religión interior, única constitutiva de la comu-

nidad de los creyentes. Pero esta distinción abre la posibilidad de una

concepción "laica" de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, en la

cual el Estado se aseguraba, a los fines del orden público, el control de

las manifestaciones de la religión exterior, prohibiéndosele interferir

con la religión interior, por otra parte fuera de su alcance.

Por tradición y por convicción, la aristocracia de los Regentes se

inclinaba hacia el arminismo. En esta clase se reclutaban los matemá-

ticos, médicos e inventores que hacían de la Holanda de ese entonces

uno de los focos de la ciencia moderna (de Witt mismo, Hudde,

Huygens el más grande de todos, etc.). Frecuentemente alineados al

cartesianismo, estos encontraban una armonía entre la teología del

libre arbitrio, la exigencia de la libre investigación intelectual, la m eta-

física de las "ideas claras y disfintas" y del Dios racional. Algunos sin

embargo iban más le jos: se puede suponer que tendían hacia un

escepficismo religioso, en el aial convergían las influencias del natu-

ralismo antiguo y de la política "científica" en ese entonces expuesta

por su contemporáneo inglés Hobbes. En el corazón de sus preocupa-

ciones figuraba la noción de un "derecho natural", fundamento uni-

versal de la moral y el derecho, pero también de los intercambios y la

propiedad. Sea lo que sea, el parfido de los Regentes acorda ba con los

Remontrants en dos puntos esenciales: la tolerancia, condición de la

paz civil y religiosa, por lo tanto de la unidad nacional; y el primado

del poder civil sobre la organización de las Iglesias (que se presenta-

ban tam bién co mo un m odo de refrenar los movim ientos p opulares) .

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Hsta última tesis debía afirmarse en una serie de escritos teóricos,

comenzando por el del gran jurista Hugo de Groot (Grotius), publi-

cado en 1647 después de su muerte, De   imperiosummarum protestarum

arca sacra (Del poder del Soberano en materia religiosa)  del cua l su ec o es

directamente p erceptible en Spinoza. No témo slo, sin embargo, la atri-

bución al Estado del "jus circa sacra" es perfectamente co mp atible con

una intolerancia interna -en cierto modo "privada"- a las comunida-

des que éste subsume.

En lodos estos puntos, el antagonismo era inconciliable con la otra

tendencia mayoritaria, la de los Contra-Remontrants o "gomaristas"

(del nom bre de F. Gom ar, teólogo adversario de Arminius en Leiden ).

Calvinistas ortodoxos, defienden la tesis de una doble obediencia del

crisdano: en materia temporal, a los magistrados o al príncipe; en

materia espiritual, a la Iglesia. Totalmente autónoma en relación al

Estado, ésta posee por lo ta nto un derecho absoluto a elegir sus minis-

tros, reunir a los fieles, predicar y enseñar. No obstante, si la obedien-

cia es doble, la ley procede de una única fuente de autoridad; Dios

mis mo . Ésta se inscribe en un único plan divino de salvación y no defi-

ne más que una única "sociedad cristiana", de la cual la Iglesia y el

Estado no son más que realizaciones imperfectas. Es por esto que la

relación es de hecho disimétrica: el príncipe temporal no tiene un

derecho absoluto de ser obedecido si no es efectivamente un "prínci-

pe cristiano", cuidando de que la verdadera fe sea expandida por toda

la nación. En la práctica, los pastores formados en las Universidades

reclaman por lo tanto de las municipalidades y del Estado una vigi-

lancia rigurosa de las herejías que amenazan al Pueblo de Dios, des-

crito en el lenguaje de la Biblia co mo una nueva Israel. De este mo do,

una confesión religiosa que, en otros contextos, podía constituir una

fortaleza de resistencia al absolutismo, adquiría en Holanda una

función represiva. Y sin em bargo, ésta no expresaba me nos las aspira-

ciones populares. El pueb lo d e la camp iña, el proletariado, era mayo-

ritariamente calvinista, lo m ism o q ue la pequeñ a burguesía en la que

se reclutaban los pastores "gom aristas" que aspiraban a jugar un rol de

dirigentes de masas. Al mismo tiempo que denunciaban el laxismo

teológico de los Regentes, esos "predicadores" denunciaban también

su modo de vida opulento y su control de la cosa pública, lo que se

puede considerar como un elemento "democrático". No obstante el

arminismo no era el único adversario de la ortodoxia, que tenía aún

otras "herej ías" como enemigos, las de los adeptos a la "segunda

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Reforma", que se pueden reunir bajo el nombre de "cristianos sin

Iglesia", según la expresión propuesta por Kolakowski. Entendemos

por esta una m ultiplicidad de gmpos, entre los cuales reinaban cierta-

mente grandes diferencias, pero que estaban unidos por una misma

exigencia de interiorización, y por consecuencia de individualización

de la fe. La mayor parte tenían en com iin co n los arministas la afirma-

ción del libre arbitrio y el rechazo a la predestina ción. Algunos tendí-

an al misticismo, otros, por el contrario, estaban próximos a una

"religión natural". Los socinianos (del nombre Faust Socin, reforma-

dor italiano instalad o en P olonia, fue la obs esión de los teólogos de la

Europa clásica) consideran los dogmas de la Trinidad y el pecado ori-

ginal como supersticiones impuestas po r la Iglesia en contra d e la uni-

dad del ser divino (de la que procederán las sectas "unitaristas" o

"antitrinitaristas"). Desde esta perspectiva Cristo no es más una per-

sona di\ána, sino una alegoría de las virtudes morales y de la perfec-

ción interior . Su función de redentor de la humanidad pierde su

significación. La conflue ncia se hacía fácilmen te entre una tal teología

depurada de los grandes "misterios" de la fe y una filosofía racionalis-

ta de inspiración cartesiana (aunque Descartes mismo había sido un

católico romano convencido). Muchos "cristianos sin Iglesia" no eran

menos sensibles a los temas mesiánicos, esperando y anunciando el

reino de la libertad y la justicia divina, por lo cual éstos bu scab an des-

cifrar los signos de la inm inen cia en los eventos conte mp orán eos (por

ejemplo: la conversión de los judíos). En las comunidades de tradi-

c ión anabaptista ( "menonitas" , "colegiantes" ) re inaba e l modelo

evangélico: una libre reunión de creyentes sin jerarquía eclesiástica.

Otra forma de demo cratismo, opuesta a la de los calvinistas, pero que

influenciaba en parte en los mismos medios.

Para algunos, especialmente los colegiantes, ese modelo valía

también para la sociedad civil; estos denegaban al Estado el derecho

de exigir a sus súbditos que infringieran el mandamiento "No mata-

rás" y apelaban a sus votos de una sociedad igualitaria, un comunis-

mo del trabajo y del amor al prójimo.

En 161 9, el Sínodo de Dordrecht había cond enado las tesis arminis-

tas y prohibido el ministerio a los pastores que lo profesaban. La

polémica proseguía, sin embargo, y ios arministas jugaban un rol

importante en la vida intelectual, debatiendo con los emditos y los teó-

logos de otras confesiones (incluidos los judíos, como Menasseh ben

Israel, uno de los ma estros del joven Sp inoz a). La vigilancia de los "pro-

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dicaclores" era más ágil aún cuando la ejecución de las direaivas del

Sínodo dependía de las municipalidades, y en muchas ciudades una

tolerancia de hecho se había instituido. Podía parecer que, desde 1650,

el arminismo se había impuesto en el seno del Estado. En el mismo sen-

tido -el de la "libertad de pensamiento"- iba la libertad de publicación

que reinaba en Ámsterdam sin equivalentes en la época. Las "sectas"

anabaptistas, los cuáqu eros de origen inglés, los milenaristas, desplega-

ban una intensa actividad que irritaba considerablemente a los teólogos,

pero que también podía inquietar los poderes piíblicos. Ahora bien, a

partir de 1610, por cálculo más que por convicción religiosa (La Haya

valía bien u na pr édica .. .) los pn'ncipes de Orange se habían hecho pro-

tectores de la Iglesia calvinista, y no había n cesado de utilizar su presión

contra el partido de los Regentes. Inversamente, si el gomarismo perse-

guía ante todo sus propios objetivos confesionales, el hecho es que éste

había elegido apoyar la tendencia monárquica contra la "república sin

stathou der". Esta alianza correspo nde en un a parte y en la otra a una tác-

tica m ás que a una verdadera unidad de concepciones, se imponía más

aún cuando la masa del pueblo se inclinaba hacia el calvinismo estricto

y -al menos en los periodos críticos- acudía al recurso de los Príncipes

más que a la confianza hacia los Regentes, sospechados de poner sus

intereses antes que la salvación nacional. De donde podemos, simplifi-

cando, esquem atizar una configuración com o la qu e sigue;

N

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¿Es posible, en esta compleja topografía, inestable, situar al indivi-

duo Spinoza y su pensamiento? Nacido en la comun idad judía "portu-

guesa" de Ámsterdam estrechamente asociado a las actividades

comerciales y coloniales que hacían a la potencia de la dase dirigente

holand esa, y de la cual su padre era uno de los nota bles, fue acogido des-

pués de su "excomunión" de 1656 en los medios esclarecidos de la

pequeña burguesía, particularmente en los gmpos de colegiantes y car-

tesianos, entre los cuales redutará, hasta su muerte, el "círculo" de sus

amigos y distípulos. Bajo la influenda de su filosofía, que éstos inter-

pretarán como un racionalismo "ultra-cartesiano" sino como un ateís-

mo puro y simple, algunos adoptarán posiciones radicales (en particular

Adriaan Koerbagh, condenado por impío en 16 68 ; su muerte en prisión

determinará probablemente a Spinoza a publicar anónimamente el

TTP). Pero simultáneam ente, otras reladones, nad das de sus actividades

científicas, lo llevan al entomo inmediato del poder de los Regentes,

sino propiamente h abland o entre los "con sejeros" de Jan de Witt.

Lo que se comprende retrospectivamente, es que Spinoza fue el

objeto de una triple demanda filosófica, heterogénea, a veces soste-

nida por los mismo s ho mb res: aquella que viene de la ciencia, aque-

lla que viene de la religión y aquella que viene de la política

republicana. Se puede decir que escuchará todas estas demandas, sin

responder a ningun a conform e a su expectativa.

La escritura misma del TTP refleja el sentimiento de la urgencia.

Urgencia de reformar la filosofía para eliminar de su interior los pre-

juicios teológicos, "vestigios de una antigua servidumbre" (TTP, 65).

Urgencia de comb atir las amenazas contra su libre expresión, y de ana-

lizar las causas de la colusión entre el prindpio de autoridad monár-

quico y el integrismo religioso, que permite movilizar la "multitud"

contra el interés de la patria, es decir en definitiva contra su propio

interés. Urgenda por comprender en que género de vida se enraiza el

sentimiento de impotenda que suscita las i lusiones teológicas como

una segunda naturaleza. A partir de esto sería po sible representarse la

libertad, interior y exterior, individual y colertiva, no como una ame-

naza, sino como la condición misma de la seguridad.

No cabe ninguna duda del "campo" de Spinoza, si al menos se

admite que, en la coyuntura en la cual se elabora y aparece el TTP, la

denominac ión del adversar io es suf ic iente para determinar lo . Su

intervención "teológico-poh'tica", inscribiéndose en una h'nea que se

remonta al menos hasta Grotius, aparecerá como un manifiesto del

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I' , inicio republicano, pero un manifiesto molesto. La toma de partido

di' Spinoza no implica que él se identifique con la ideología y los

intereses de los Regentes tal como estos son dados, ni mucho menos

que él se identifique con los doctos o los "cristianos sin Iglesias",

quiene s no precisam ente coin ciden. En un sentido, el verdadero "par-

titlo de la libertad", es a construir, y sus elementos yacen, divididos,

en muchos flancos que no se comunican entre ellos. ¿Simple malen-

tendido, que la teoría puede disipar? Al proyectar implícitamente el

modelo de un género de vida y conciencia social, en el cual pudieran

articularse el igualitarismo de la mu ltitud y la construc ción d e un

Estado capaz de asegurar la salvación pública, la religión de la certe-

za interior y el conocimiento racional del encadenamiento de las cau-

sas naturales, ¿Spinoza no construyó una quimera? ¿Formuló los

principios que perm itirían superar las fallas y las contradicciones del

republicanismo burgués (tal como lo ilustra la clase de los Regentes),

o solamente intentó preservar un compromiso histórico para el cual,

de hecho, ya era demasiado tarde? Estas entre otras tantas cuestiones

quedan planteadas.

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2. El  Tratado teológico político:

un manif ies to democrá t ico

Lo que hace a la dif icultad -y al interés- de la teoría política

expuesta en el TfP, es la tensión que ésta conlleva entre nocion es apa-

rentemente incompatib les (y que no de jan hoy de ser perc ib idas

com o tales) . Esa tensión nos parece enseguida co mo una tentativa de

superar los equívocos de la idea de "tolerancia". Lo analizaremos exa-

min ado primero las relaciones entre la sob eranía del Estado y la liber-

tad individual. Lo que nos coi\ducirá, por una parte, a cuestionar la

tesis del fundamento "natural" de la democracia, y por la otra, a dis-

cutir la concepció n spinozista d e la historia y su original cla sificación

de los regímenes políticos ( teocracia, monarquía, demoaacia) .

D e r e c h o d e s o b e r a n í a   y  l i b e r t a d d e p e n s a mi e n t o

Toda soberanía del Estado es absoluta, si no ésta no sería tal. Los

individuos, nos dice Spinoza, no podrían substraer su actividad de

ésta sin encontrarse en la posición de "enemigo público", con sus

riesgos y peligros (cf. Cap. XVI). Por lo tanto todo Estado, si quiere

asegurar su estabilidad, debe conceder a los individuos mismos una

libertad máxima de pensar y expresar sus opiniones (cf Cap. XX).

¿Cómo conciliar estas dos tesis, de las cuales una parece inspirada en

una concepción absolutista, por no decir totalitaria, mientras que la

otra parece expresarnos un pr inc ip io democrát ico fundamental?

Spinoza nos lo dice él mismo al final de su libro: aplicando una regla

fundamental, que reposa sobre la distinción de los pensamientos y

los discursos por un lado, y las acciones por el otro:

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El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. Hemos vis-

to, además, que, para construir el Estado, éste fue el t ínico

requisito, a saber, que lodo poder de decisión estuviera en

manos de todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el

l ibre juic io de los hombres es sumamente variado y que

cada uno cree saberlo todo por s í solo; y como no puede

suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que

hablen al unísono, no podrían vivir en paz, si cada uno no

renunciara a su derecho de actuar por exclusiva decisión de

su alma  (mens).  Cada individuo renu nció , pues, al derech o

de actuar po r propia dec is ión, pero n o de razonar y de juz-

gar Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho de

las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos;

pero sí puede pensar, juzgar e incluso hablar, a condición

de que se l imi te exc lus ivamente a hablar o enseñar y que

sólo defienda algo con la simple razón, y no con engaños,

iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad

de su dec is ión, a lgo nuevo en e l Es tado. Supongamos, por

e jemplo, que a lguien prueba que una ley contradice a la

sana razón y est ima, por tanto, que hay que abrogarla. Si ,

a l mismo t iempo, somete su opinión a l juic io de la supre-

ma potes tad ( la única a la que incumbe dic tar y abrogar

leyes) y no hace, entre tanto, nada contra lo que dicha ley

prescr ibe , es hombre beneméri to ante e l Es tado, como e l

mejor de los ciudadanos. Mas, si , por el contrario, obra así

para acusar al magistrado y volverle odioso a la gente; o si ,

con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de

la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y

un rebelde. (TTP, 411-412)

Esta regla plantea m ucho s problem as. En primer lugar de interpre-

tación: nos hace considerar lo que Spinoza explicaba en el capítulo

XVll a propósito de la obediencia. Ésta no reside en el móvil por el

cual se obedece, sino en la conformidad con el acto. "Por tanto, del

hecho de que un hombre haga algo por propia decisión, no se sigue

sin más que obre por derecho propio y no por el derecho del Estado"

(TTP, 351). El estado en este sentido es el autor supuesto de todas las

acciones conform es a la ley, y todas las acciones que no son contrarias

a la ley son conformes a la ley. A continuación, un problema de apli-

cación; como Spinoza mismo lo muestra, ciertos discursos son accio-

nes, en partiailar aquellos que enuncian juicios sobre la política del

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Estado y que pueden serle un obstáculo. Será necesario por lo tanto

determinar "hasta qué punto se puede y debe conced er a cada uno esa

libertad" (TTP, 410), o más aún "qué opiniones son sediciosas en el

Estado" (TIT, 413). Ahora bien la respuesta a esta cuestión no depen-

de solamente de un principio general (excluye las opiniones que,

implícita o explícitamente, tienden a la alteración del pacto social, es

decir los llamados a "cambiar la forma" del Estado que ponen en peli-

gro su existencia misma), sino del hecho de que el Estado sea o no

"cormpto". Es solamente en un Estado sano donde la regla, que den-

de precisamen te a su conservación, es claramente aplicable.

Pero esto nos co ndu ce a un tercer prob lem a: aq uel del sentido teó-

rico de la tesis de Spinoza.

Descartemos inmediatam ente una interpretación que podría parecer

ir de suyo: la disdndón operada por Spinoza reproduciría la de lo pri-

vado (las opiniones) y de lo público (las acciones). En la tradición libe-

ral, en efecto, soberanía política y libertad individual se despliegan en

dos esferas diferentes, que normalmente no se interfieren, pero se

"garantizan" retíprocamente. Se puede entonces inscribir allí, en parti-

cular, un arreglo del conflicto de las autoridades políticas y religiosas,

que tomará lógicam ente la forma de una "separación de la Iglesia y el

Estado". Ahora bien, esta concepción (que Locke no tardará en ilustrar)

no conviene aquí claramente. Ésta atribuye muy poco "derecho" tanto

al individuo como al Estado. Al individuo, porque el dominio esencial

de su libertad de opinión debe ser la política misma. Al Estado, porque

su control, directamente o indirectamente, debe extenderse a todas las

relaciones que los hombres mantienen entre ellos, por lo tanto prácti-

camente a todas sus acciones (esto comprende las acciones piadosas,

puesto que la experiencia muestra que, cuand o éstos determ inan su con -

ducta hacia el "conciudadano" o el "prójimo", los hombres no hacen

jamás abstracción de las opiniones religiosas). Aunque la distinción de

lo público y lo privado es una institución necesaria del Estado (TTP,

34 3), ésta no puede ser un principio de su constitución. Y la regla enun-

ciada por Spinoza n o puede tener el sentido de una simple separación.

De hecho, lo que él intenta demostrar es una tesis bastante más fuerte

(sin dudas bastante más riesgosa): soberanía del Estado y libertad indi-

vidual no tienen que ser separadas, ni propiamente hablando concilia-

das, porque ellas no se contradicen. La contradicción sería oponedas.

Spinoza no niega que entre estos dos términos no haya un con-

flicto posible, pero es de esta misma tensión que es necesario hacer

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surgir la solución. Se lo demostrará examinando lo que sucede cuan-

do el Estado intenta suprimir la libertad de opinión. "Pero suponga-

mo s qu e esta libertad es oprimida y que se logra sujetar a los h om bres

hasta el punto de que no osen decir palabra sin perm iso de las supre-

mas potestades" (TTP, 414) . Una práctica tal conduce sin falta al

Estado a su ruina, no por injusta o inmoral en sí, sino porque es psí-

quicamente insoportable:

Los hombres son , por lo general , de ta l índole , que nada

sopor tan con menos paciencia , que e l que se tenga por un

cr imen opin iones que e l los creen verdaderas , y que se atr i -

buya como maldad lo que a e l los les mueve a la p iedad con

Dios y con los hombres . De ah í que detesten las leyes y se

atrevan a todo contra los magistrados, y que no les parezca

vergonzoso , s ino muy digno , inci tar a la sedic ión y p lane-

ar cualquier fechor ía . Dado , pues , que la naturaleza huma-

na está así constituida, se sigue que las leyes que se dictan

para repr imir a los mal in tencionados , s ino más b ien para

ir r i tar a los hombres de b ien , y que no pueden ser defendi-

das sin gran peligro para el Estado. (TTP, 415).

De este modo, por una "ley de la naturaleza", cuanto más violen-

ta es la coacción ejercida sobre la libertad individual, más violenta y

destmctiva es la reacción misma. Cuando cada individuo es sumido

en alguna suerte de pensar com o o tro, la fuerza productiva de su pen-

samiento deviene destructiva. En el l ímite, se obtiene a la vez una

suerte de locura (furia) de los individuos y una perversión de todas

las relaciones sociales. Esta contradicción se manifiesta evidentemen-

te de manera aguda cuando el Estado se identifica con una religión,

sea que el poder civil sea absorbido por el poder religioso, sea que se

imponga a los individuos una "visión del mundo" que compite con

la de la religión y así, se quiera o n o, de la m ism a na turaleza que ésta.

Un sistema tal no podría durar más que si todos los individuos

pudieran efectivamente creer en el mismo Dios de la misma manera

y en los mismos términos. Pero una uniformidad tal es imposible e

impensable. En toda sociedad, sea esta bárbara o civilizada, cristiana

o "idólatra", se observa un perpetuo resurgir de opiniones opuestas

sobre la divinidad, la piedad y la moralidad, la naturaleza, la condi-

ción humana. Es que, en lo esencial , las opiniones de los hombres

son del orden de la imaginación, y dado que, de manera irreductible,

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en última instancia intolerables para los individuos, no existe ningu-

na solución p osible.

Esta supo ne en p rincipio que el Estado se reserva un derecho abso-

luto sobre la práctica religiosa  - jus circa sacra -  delegándolo a las

Iglesias solamente en la medida en la cual él controle su uso. De

hecho "la religión no sólo alcanza fuerza de derecho por razón de

aquellos que detentan el derecho estatal y que Dios no ejerce ningún

reinado especial sobre los hombres, sino a través de quienes tienen el

poder del Estado" (TTP, 393). Pero esta soberanía absoluta sanciona-

da por la mis ma distinció n de la religión interior y la religión exterior

hace del sobera no "el intérprete de la religión y la piedad" (TTP, 39 8) ,

pero le prohibe, p or su propio interés, prescribir u oficializar las "opi-

nio nes ", es dec irlos mo delo s de pensam iento y virtud, más allá de las

"nociones comunes" de caridad y justicia hacia el prójimo. En esas

condiciones, si las Iglesias y los profesionales de la fe aislados se

muestran autónomos, es que reina un consenso implícito (mucho

más eficaz) sobre los valores fundamentales, gracias al cual los ciu-

dadanos se sentirán "obligados por el amor" m ás que "coaccionados

por el temor a un mal" (TTP, 351-352).

A partir de esta liberación inicial, que condiciona prácticamente

todas las otras, el Estado debe abrir por sí mismo un campo lo más

amplio posible para la expresión de las opiniones particulares. La

"complexión" propia de los individuos no aparece entonces más

como un obstáculo para el poder  (potestas]  del soberano, sino como

un elemento activo, constitutivo de la potencia  (potentia)  del Estado.

Cuando los individuos contribuyen conscientemente a la constitución

del Estado es que éstos desean naturalm ente su autoridad y su conser-

vación. El Estado, que por la libertad de opinión, maximiza sus posi-

bilidades de tomar decisiones racionales, coloca al mismo tiempo a

los individuos mismos en la posición de escoger la obediencia como

la única conducta ventajosa. De aquí entonces, los pensamientos y los

discursos se vuelven acciones, en un sentido fuerte. Y si es necesario

que los individuos obedezcan a una ley dada, incluso absurda (pues-

to que el peligro que resultaría de la desobediencia es siempre mayor

que el de un error, incluso el de una locura del soberano) (TTP, 388-

339), es aún más importante para el Estado favorecer la expresión de

todas las opinio nes, incluso absurdas y riesgosas, puesto que su utili-

dad es mayor que el inconveniente de su represión. Considerado de

una manera no formal, en su aplicación efectiva, la soberan ía se reve-

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la como una construcción colectiva continua, un proceso de "transfe-

rencia" de potencias individuales a la poten cia púb lica y de estabiliza-

ción de las fluctuaciones ideológicas, que se da por la palabra. El

límite que implica la existencia de un Estado (subordinación de los

actos a la ley, y proh ibición de las opin ione s "subversivas") no expre-

sa en sí misma otra cosa que la eficacia de ese proceso constitutivo.

El Es tado má s natur al : la dem ocra c ia

Por esta limitación recíproca, tanto más eficaz que cada uno de los

términos -el Estado, el individuo- "interioriza" más la util idad del

otro, un máximo de potencia real substituye al fantasma de una

potenc ia i l imitada (Spinoza habla de "moderac ión" , TTP, 410) . Es

pues una auto-limitación. Para emplear una categoría de la metafísi-

ca spinozista, decimos que ésta expresa una causalidad inmanente a

la construcción del Estado.

El lector, sin em bargo, no pued e eludir la cuestión de sab er si esta

argumentación vale para todo Estado (o para el Estado "en general").

¿No está ella en realidad ya implícitamente exigida en la hipótesis de

un Estado democrático? Si el argumento negativo (la violencia ejerci-

da contra las opiniones se vuelve contra el Estado mismo) tiene un

alcance universal, su contraparte positiva (la expresión de las opinio-

nes divergentes libera el interés común y construye la potencia del

Estado) no parece aplicable más que a una democracia, donde los

individuos pensantes conforman ellos mismos el soberano:

Así , pues , se puede formar una sociedad y lograr que todo

p a c t o s e a s i e m p r e o b s e r v a d o c o n t o d a f i d e l i d a d , s i n q u e

e l l o c o n t r a d i g a a l d e r e c h o n a t u r a l , a c o n d i c i ó n q u e c a d a

uno transf iera a la sociedad todo e l derecho que é l posee ,

de suer te que e l la so la mantenga e l supremo derecho a la

naturaleza a todo , es decir , la potestad suprem a, a la q ue

todo e l mundo t iene que obedecer , ya por propia in ic iat i -

va , ya por miedo a l máximo supl ic io . E l derecho de dicha

sociedad se l lama democracia ; és ta se def ine , pues , como la

a s o c i a c i ó n g e n e r a l d e l o s h o m b r e s , q u e p o s e e c o l e g i a l -

m e n t e e l s u p r e m o d e r e c h o t o d o l o q u e p u e d e . ( I T P , 3 3 8 )

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¿No hay entonces como un círculo del pensamiento spinozista?

Circulo teórico: el Estado democrático finalmente no aparece como

e más estable, sólo porque, desde el principio, los postulad os im plí-

citamente democráticos fueron investidos en la definición de todo

Estado. Círculo práctico: los Estados no democráticos, los más igno-

rantes del hecho de que potencia y l ibertad se implican necesaria-

mente, t ienen muy pocas posibilidades de controlar su propio

arbitrio, así pues de escapar a las disensiones, revueltas y revolucio-

nes, cuando ellos tendrían la mayor necesidad de hacerlo. Mientras

que el Estado que verdaderam ente efectuara el cálculo racio nal de las

ventajas de la libertad y se anticipara acerca de la violencia que indu-

ciría la censura ideológica, es el que de hecho funciona ya según ese

principio. En la perspectiva política de Spinoza, como vimos, un cír-

culo tal sólo dejaría un margen de intervención muy estrecho en perí-

odo de crisis: conjurar una deriva aún más limitada, o reducir una

distancia provisoria entre la esencia democrática de la "l ibre

República" y las dificultades de su práctica.. .

Se comprendería el tono patético de ciertas frases del TIT, donde

parece expresarse el temo r de que n o sea dem asiado tarde ya, es decir

que la "forma" republicana no haya ya de hecho cambiado secreta-

mente de contenido.

La dificultad es real. Es difícil, sin jugar con la palabra "naturaleza "

misma (que algunas veces incluye necesariamente la violencia, y algu-

nas veces se opone a ésta), sostener a la vez que todas las formas de

Estado existentes son el efecto de causas naturales, y que la democracia

es el Estado "más natural", el que "se acerca más al Estado de

Naturaleza" (TIT, 417). En el capítulo X\1 ("De los fundamentos del

Estado; del derecho natural y civil del individuo; y del derecho de las

supremas potestades") Spinoza parece hallarse claramente enfrentado

al proble ma , al juzgar por la manera en la cual su texto oscila entre una

definición del Estado en general (o una descripción de los "orígenes"

de toda sociedad civil) y un análisis de las formas propias de la demo-

cracia. Todo sucede entonces como si el concepto de democracia reci-

biera una doble inscripción teórica. Es un régimen político particular,

efecto de causas determinadas. Pero es tam bién la "verdad" de todos los

regímenes, a partir de la cual se puede medir la consistencia interna de

su constitución, determinar las causas y las consecuencias ten denda les.

Ese privilegio teórico de la democracia se expresa en el uso estre-

chamente solidario de los conceptos de "pacto social" y de "razón".

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Toda sociedad civil puede ser considerada c om o resultante de un pac-

to, "tácito o expreso", porque es racional huir de la miseria y la insegu-

ridad del "estado de naturaleza" en el cual los hom bres sólo siguen su

deseo (o apetito) particular. En efecto, "es una ley universal de la natu-

raleza human a, que n adie desprecia algo que considera b ueno , si no es

por la esperanza de un b ien m ayor o por el mie do de un mal m ayor; y

que no sufre ningún mal, si no es por evitar un m al m ayor o por la espe-

ranza de un bien mayor" (TTP, 33 5). Pero es la democracia la que p on e

en evidencia el resorte de todo pacto: la "puesta en común" de las

potencias individuales o la "transferencia integral" de la cual resulta la

obediencia cívica. Y es esta que hace la razón un principio práctico:

( . . . ) t a l e s a b s u r d o s s o n m e n o s d e t e m e r e n u n E s t a d o

democrát ico ; es cas i imposib le , en efecto , que la mayor par -

te de la asamblea , s i és ta es numerosa , se ponga de acuerdo

e n u n a b s u r d o . L o i m p i d e , a d e m á s , s u m i s m o f u n d a m e n t o

y su fin, el cual no es otro, ( . . . ) que evitar los absurdos del

apet i to y mantener a los hombres , en la medida de lo posi -

ble, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en

paz y concordia (TTP, 339) .

La democracia aparece así como la exigencia inmanente de todo

Estado. Esta tesis crea lógicamente un problema, pero ella tiene una

significación política muy clara. Todo Estado instituye una domina-

ción y, correlativamente, una obediencia, la cual asujeta a los indivi-

duos a un orden objetivo. Pero la condición de sujeto no se identifica

por lo tanto a la del esclavo. Una esclavitud generalizada no es un

Estado. El concepto de Estado incluye a la vez el  imperium  y la respubli-

ca .  En otros términos, la condición del sujeto presupone la ciudada-

nía, es decir la actividad (así pues la igualdad, en la medida que esta

es proporcion al a la actividad) a la cual el Estado dem ocrático presta

su pleno desarrollo: "(. . .) nadie transfiere a otro su derecho natural,

hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que

lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una par-

te. En este sentido, siguen siend o todo s iguales, com o antes en el esta-

do natural" (TTP, 339) . Ahora bien esta adecuación máxima de la

forma y el contenido es a lo que tiende ya el consentimiento sobre el

cual reposa la ftierza real de los Estados. La forma puede pemianecer

en la de la pasividad, el contenido no implica siempre más que una

actividad m ínim a, un a actualización y una expresión del interés de los

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individuos. Antes incluso de que la soberanía pueda ser definida

como "soberanía nacida del pueblo", un "pueblo" existe ya, irreducti-

ble a la multitud de una plebe o de una muchedumbre pasiva.

Se comprende por esto mismo en qué sentido es necesario man-

tener unidos los atr ibutos "teóricos" y "prácticos" de la soberanía,

que aparecían como contradictorios:

• "la potestad suprema no está som etida a ninguna ley (TTP, 33 8 )

• "( . . . ) la salvación del pue blo es la suprema ley, a la que deb en

responder todas las demás, tanto humanas como divinas" .

( ITP, 398)

• "( . . . ) muy rara vez puede acontecer que las supremas potesta-

des manden cosas muy absurdas, puesto que les interesa

muchísimo velar por el interés común y dirigirlo todo confor-

me al dictado de la razón. Pues, como dice Séneca, nadie man-

tuvo largo tiempo gobiernos violentos" (TTP, 339)

• "Pues yo concedo que las supremas potestades tienen el dere-

cho de reinar con toda la violencia o de llevar a la muerte a los

ciudadanos por las causas más baladíes. Pero todos negarán

que se pueda hacer eso sin atentar contra el sano juicio d e la

razón. Más aún, como no pueden hacerlo sin gran peligro para

todo el Estado, incluso podemos negar que tengan un poder

absoluto para estas cosas y otras similares; y tampoco, por tan-

to, un derecho absoluto, puesto que hemos probado por qué

el derecho de las potestades supremas se determina por su

poder" (TTP, 409-410)

Lo que define la "fuerza" de un Estado sea cual sea éste, es su capa-

cidad de durar conservando la fuerza de sus instituciones. Pero desde

el momento en que los ciudadanos ignoran los mandatos del sobera-

no (esto incluye echarse culpas los unos a los otros), el germen de un a

disolución se ha creado. Un Estado fuerte es así pues, conaetamente,

aquel en el cual los subditos no desobedecen jamás al soberano en lo

que éste decreta como interés general, tanto en tiempos de paz como

en tiempos de guerra (TTP, 341-343). Pero esta definición no tiene

más sentido que si se pregunta en qué condiciones un resultado tal

puede ser logrado. A falta de explicación, una política sea la que sea

sería sólo una ficción. "Por consiguiente, tendrá el supremo derecho

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sobre todos, quien posea el poder supremo, con el que puede obli-

garlos a todos por la fuerza o contenerlos por el miedo al supremo

suplicio, que todos temen sin excepción" escribe Spinoza. Pero ense-

guida agrega: "Y sólo mantendrá ese derecho en tanto y en cuanto

conserve ese poder de hacer cuanto quiera; de lo contrario, mandará

en precario, y ninguno que sea más fuerte, estará obligado a obede-

cerle, si no quiere" (TTP, 338). Y luego: "(. . .) las supremas potestades

sólo poseen este derecho de mandar cuanto quieran, en tanto y en

cuanto tienen realm ente la suprema po testad; pues si la pierden, pier-

den, al mismo tiempo, el derecho de mandarlo todo, el cual pasa a

aquel o aquellos que lo han adquirido y pueden mantenerio" (TTP,

33 9) . La idea es fuerte y paradójica. El carácter absoluto de la sobera-

nía es un estado de hecho. Las revoluciones son por definición ilega-

les e i legítimas -su proyecto mismo es un crimen: (TTP, 344) . . .

¡aunq ue éstas no se hayan llevado a cab o En cuan to estas tuvieron

lugar, llevando a la instauración de un nuevo poder, ellas instauran

incluso un nuevo derecho que no es men os -o m ás - indiscutible que

el precedente. Lo que vuelve, no a proclam ar un "derecho de resisten-

cia" (contra los regímenes "tiránicos"), sino a tomar nota, en la teoría

misma, del hecho de que los regímenes precarios se desmoronan,

com enza ndo por aquellos en los cuales la fuerza aparente expresa sólo

la impotencia provisoria de sus súbditos, y que las órdenes jurídicas

sancionan una relación de potencias. Pero entonces, la máxima segiín

la cual "la forma de cada Estado debe ser necesariamente mantenida"

(TTP, 391) no puede presentarse como un principio incondicional.

Esta tiene también un significado prácüco (de "prudencia"), y obüene

su validez de la experiencia que m uestra que, muy a me nud o, el derro-

camiento de un soberano o de un régimen no lleva más que a una

situación parecida o peor (Spinoza toma el ejemplo de la revolución

inglesa). Es solamente en un Estado que sea el más libre y que reine

así "sobre las almas  (animus)  de los súbd itos" (TTP, 35 2) , que ésta se

volvería una verdad necesaria. Pero entonces no haría más que expre-

sar en el modo normativo la consecuencia natural de su constitución.

¿U na f ilosofía de la hi sto ria ?

Todas las nociones que venimos enlazan do fueron pensadas en el

terreno de la naturaleza. Spinoza no cesa de insistir sobre el hecho de

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que ellas constituyen los desarrollos del "derecho natural", que él

define como equivalente a la potencia de actuar (TTP, 331 y s.). En

este sentido, si es necesario marcar una diferencia entre la condición

hipotética de individuos aislados y la construcción política -que se

puede presentar como un pasaje del estado de naturaleza a la socie-

dad civil- esta diferencia no corresponde a ninguna "salida" del mun-

do natural para entrar en otro (no tiene nada que ver, por ejemplo,

con el pasaje de la animalidad a la humanidad), contrariamente a lo

que tiene lugar en otros teóricos del derecho natural. Los mism os ele-

me ntos se encuentran en una parte y en la otra redistribuidos de dife-

rente mod o por una causalidad inmanen te.

Se podría creer que un naturalismo bastante radical priva a la

noción de historia de todo significado. La lectura del TTP demuestra

que esto no es así. Más aiin, la "naturaleza" de la cual tratamos aquí no

es otra cosa que una manera nueva de pensar la historia, según un

méto do de explicación racional que apunta a la explicación por las cau-

sas. Al respecto, no sería abusivo decir que, en el TTP, conocer a "Dios"

de manera adecuada, es esencialmente conocer la historia de manera

incluso inman ente. El lenguaje teórico "naturalista" debe de este mo do

poder traducirse a cada instante en el de una teoría de la historia. Se lo

ve bien cuando Spinoza desplaza la cuestión tradicional de la compa-

ración de los regímenes políticos h acia la tendencia democrática inhe-

rente a todo orden social. Pero se lo ve también cuando él analiza las

nociones de origen histórico, como la de "nación": "¿Por naturaleza

acaso? Pero ésta no crea las naciones, sino los individuos, los cuales no

se distribuyen en naciones sino por la diversidad de las lenguas, de

leyes y de costumbres practicadas; y sólo de estas dos, es decir, de las

leyes y las costumb res, pu ede derivarse que cada nació n tenga un talan-

te especial, una situación particular  y,  en fin, unos prejuicios propios"

(TTP, 375). El concepto que expresa aquí la diferencia ente la singula-

ridad individual y la singularidad de un gm po constituido en la histo-

ria es el mismo que el que expresaba ya la esencia de la singularidad

individual

  (ingenium).

  Pero el hec ho de pasar de un pu nto de vista al

otro puede atribuir la verdadera implicancia de las dificultades que se

nos presentaron, sin resolverlas definitivamente.

La consdtudón de un discurso histórico no va de sí mismo. Una

parte entera del TTP (los capítulos VII al X) está consagrada a discutir

sus condiciones. En el centro de la discusión figura la noción de rela-

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to. El relato histórico es fundamentalmente una práctica social de

escritura, que toma sus elemen tos de la imagina ción de la masa, y que

tiende recíprocam ente a producir un efecto sob re ésta. Es por ello que

la ciencia histórica debe ser un relato de segundo grado -Sp in oz a dice:

una "historia crítica" (TTP, 193, 211)- que toma a la vez por objeto el

encadenamiento necesario de los hechos, en la medida en la que se lo

pueda reconstituir , y la manera en la cual los actores históricos,

inconscientes de la mayoría de las causas que los afectan, imaginan el

"sentido " de su historia. Pero un métod o tal no puede permanecer ais-

lado de su aplicación. A lo largo de todo el TTP, Spinoza se convierte

a sí mismo en historiador tomando por objeto la relación existente

entre la ma nera en la cual sus contem porá neos perciben su propia his-

toria, y el modelo de interpretación por excelencia, el gran relato del

destino de la Humanidad, que constituyen para ellos las Sagradas

Escrituras. De allí que él encuentra necesario afrontar las cuestiones

del profetismo (cap. I-II), del mesianismo (cap. III), del clericalismo

(cap. VII, XII). Veremos que él saca también de allí los elementos de

comparación para comprender lo que, substancialmente, se repite en

la vida de los pueblos, y lo que, al contrario, es quizás irreversible. Si

todos los aspectos de esta investigación condujeran hada un esquema

de explicación unívoca, se podría decir que se tiene enfrente a una filo-

sofía de la historia. El caso quizás no es tal.

El aspecto principal del análisis de Spinoza constituye lo que,

según Matheron, podemos denominar una teor ía histór ica de las

"pasiones del cuerpo social" . Una nueva dimensión del problema

pol í t ico , hasta entonces implíc i to , surge ahora para nosotros : e l

movimiento de masas que determina la suerte de los Estados. (c£ en

particular los capítulos XVII y XV III).

"(. . .) su Estado (el délos hebreos) pudo ser etemo", a juzgar por la

perfección fo mial del meca nism o de obedien cia y cohesión social de la

cual éste había sido dotado por Moisés (TTP, 379-380). Pero precisa-

me nte n o lo fue, y ningún o tro Estado m ás que él lo puede ser. La diso-

lución de los Estados no tiene fijado un términ o con anterioridad, pero

ésta no tiene nada de accidental. Incluso cuando resulta del "encuen-

tro" con un adversario exterior más potente, lo que la explica en última

instancia es el desarrollo de los antagonismos interiores que corrom-

pen las institucion es y el dese ncad enam iento de las pasion es de la

masa  (multitudo).  (TTP 70-72, 352, 381-388) En tanto sus antagonis-

mos no fueron irreconciliables, el Estado Hebreo pudo reconstituirse

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má s allá de las peores pruebas. Éste murió p or su degene ración hacia el

fanatismo. Pero ¿de dónde provienen éstos? Ante todo de las institu-

ciones m ismas, en la medida de que éstas yuxtaponen los poderes que

suscitan ambiciones enfrentadas, sancionan las desigualdades de dere-

chos y riqueza, identifican la justicia y la obediencia con un género de

vida fijado de una vez por todas, lo que lo puede satisfacer indefinida-

men te el deseo hu ma no. En este sentido, las instituciones son siempre

ambivalentes: según las condiciones corrigen sus propias debilidades

internas, o precipitan a los pueblos y los Estados hacia la violencia.

De hecho, esta fluctuación inevitable no cuestionaría la existencia

de los Estados (y por su interm edio de las naciones) si toda la historia

no se desarrollase en el ámbito del temor de las masas: el que sufren, el

que inspiran. Inicialmente, un sistema de instituciones políticas cons-

tituye el medio de contener el temor que inspiran la fortuna y la vio-

lencia. Pero este resultado no se obtiene más que utilizando el tem or

mismo como resorte de la autoridad de los gobemantes, y en conse-

cuencia dirigiéndolo hacia otros objetos. Es suficiente con que éste

devenga recíproco, que los gobemantes aterrorizados por la potencia

latente de las masas busquen ellos aterrorizarlos (o  maniobralos  para

aterrorizar a sus rivales), y que el encadena miento de pasiones hostiles

(odio de clases y de partidos, de religiones) conduzca irreversiblemen-

te a la guerra civil. La degeneración de las instituciones, la transforma-

ción del pueb lo en una "multitud feroz" incapaz de percibir su propio

interés son las dos fases del mism o proceso . La firanía hace de la masa

una combinación explosiva de temor e ilusiones revolucionarias, pero

la impotencia y la división de la masa crea la aspiración de "hombres

providenciales", que tienen todas las posibilidades de transformarse en

tiranos. Por ejemplo: Cromwell (TTP, 389-390).

No debe decirse, sin emb argo, que la "ley" de la historia es la gue-

rra de todos con tra todos, q ue sólo la fuerza de los Estados im pediría

que ésta se declare a cada instante. Fundamentalmente, el exceso de

pasiones antagónicas no representa más que una perversión del

deseo de conservación, presente hasta en el temor, y manifiesto en el

hecho de que éste s iempre está acompañado de una esperanza

(incluso dirigida hacia objetos imaginarios) . En algunos pasajes,

Spinoza parece sugerir también que la existencia de las sociedades

civiles proporciona las condiciones para un progreso del conoci-

miento y del género de vida -de la "barbarie" hacia la civilización-,

sea en la historia-de cada nación, sea incluso para la humanidad en

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su totalidad (TTP, 165-166, 379-380) . Reduciendo la ignorancia, se

debilita el temor y la superstición, por lo tan to las pasion es de la mul-

titud. Pero esta indicación es hipotética.

El verdadero problema del TTP, es el del significado del

Cristianism o. Se ve que éste no " mo ralizó " la historia, es decir que n o

cambió nada en la naturaleza de las fuerzas presentes. Más bien se

sumó él mismo al juego natural de los antagonismos sociales (TTP,

capítulo XIX). Su nacimiento sólo corresponde al cumplimiento de

una promesa o a una intervención providencial . No determinó al

menos, luego, una ruptura decisiva. ¿Por qué?

Lo que hay de enigmático -pero no de "misterioso"- en la perso-

na misma de Cristo, es su capacidad extraordinaria de "comunicarse

(communicare)   con D ios de alma a alm a" (TTP, 84 ), es decir de perci-

bir el mand am iento del amor al prój imo com o un a verdad universal,

y de expresarlo no en el lenguaje propio de una nación tal , o tal

"complex ión" individual, sino en el de las "opinio nes y convicciones

de todo el género hum ano , es decir , a las nocion es comu nes y verda-

deras" (TTP, 145) . Pero este conocimiento no es i l imitado puesto

que, confrontado a la ignorancia y a la resistencia del pueblo, éste

produjo tam bién una confusión entre el lenguaje de la necesidad y el

de la ley. (TTP, 1 45 ). En realidad tod os estos aspectos de la revelación

de Cristo no se comprenden si se niega el hecho de que, como ciertos

profetas cuya enseñanza prefigura la suya (Jeremías), él vivió en un

periodo de disolución del Estado (TTP, 183 , 39 8- 40 2) . Ninguna segu-

ridad pública, ninguna solidaridad subsistente, le fue necesario

extraer de la tradición bíblica ( l igada a la historia nacional de los

hebreos y su Estado) las enseñanzas morales com unes a toda la espe-

cie humana y presentarías como una ley divina universal que se diri-

ge a cada uno en particular, de manera "privada". Por profundamente

verdadera que sea la idea que hubiera te nid o C risto, implica po r sí un

elemento de abstracción y de ficción: el de creer que la religión con-

c ieme a los "hombres en tanto que hombres" , no solamente como

iguales sino abstraídos de toda vinculación política y viviendo como

"en el estado de natura leza". D e allí la posib ilidad de una perversión:

que el mand amien to de una caridad universal ( tod o ho mb re mi pró-

j imo ) se transforme en un manda miento de humildad (ama a tu ene-

migo, "br inda la otra mej i l la" ) . E inc luso de una inversión: los

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primeros discípulos de Cristo (Pablo en particular) viviendo ellos

mismos un período de crisis política en una escala aún mayor (la cri-

sis del Imperio romano que se identificaba segvm ellos con la huma-

nidad civilizada), codif icaron aquella representación de una "ley"

independiente de la existencia de una sociedad civil , y por consi-

guiente superior a su propia ley (TFP, 348, 411). Ellos le dieron un

cont enid o espiritualista (conde nació n de la "carne ") y la legitimaron

divinizando a la persona de Cristo. Desde entonces, en un tercer

momento, se abría la posibilidad de utilizar la enseñanza de Cristo

contra los Estados históricos, constru yend o una "Iglesia universa "

con su propio aparato de ceremonias, dogmas y ministros, quedando

expuesta a sus propias divisiones. (ITP, 153-155) Lo mismo que el

"error" inicial de Moisés -haber conferido a los Levíticos un mono-

polio hereditario de funciones sacerdotales (TIT, 37 5- 37 8 )- hab ía

pesado sobre toda la historia del Estado hebreo, el de Cristo se paga

con conflictos indisolubles a largo plazo.

Sin em bargo, a pesar de o en razón de sus contradicciones, el cris-

tianismo imprime a la historia de la humanidad un giro irreversible.

Tenemos un indicad or esencial de esto en el hech o de que no hay más

profetas después de Cristo ( 'ITP, 293-297), es decir hombres excep-

cionalm ente virtuosos, dotados de una imaginación suficientemente

viva com o para representarse los eventos naturales o sus propios p en-

samientos com o "signos" de Dios, y capaces de com unica rla eviden-

cia de esta revelación a sus conciudadanos para corregir sus

costum bres y anim ar su fe. (ITP, capítulos I y II). Se compren de fácil-

mente porque, todas las naciones tuvieron profetas, pero la vocación

de los Profetas de Israel traduce una con figuración histórica singular:

Moisés había anunciado la ley divina bajo la forma de un manda-

miento acompañado de amenazas "aterradoras" y recompensas de

las cuales la principal era la prosperidad de la nación. Identificada de

manera exclusiva con el derecho del Estado hebreo, la ley estaba

materialmente inscripta sobre las tablas conservadas en el Templo. La

piedad consistía por definición en la observancia rigurosa de sus dis-

posiciones. Más aún era necesario que ellas sean comprensibles y

conserven su poder apremiante. Los Profetas son esos mediadores

vivientes que recuerdan la existencia de la ley en el lenguaje mismo

del pueblo, que reactivan sus amenazas y sus promesas interpretan-

do la histor ia nac ional , disponiendo e l corazón

  (anirnus)

  de los

hebreos a la obediencia, en particular en los momentos de pmeba

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donde resulta difícil tener fe en la "elección" de Israel. Su función es

pues necesaria a causa de la exterioridad de la ley, la que exige una

constante reanimación, una verificación actualizada de su sentido, ya

que el legislador que la enunció no está más allí para testimoniar su

revelación (la  Ética  teorizará sobre la fuerza superior de las impresio-

nes presentes en relación a las impresiones pasadas, y del "reforza-

mie nto" de éstas por aquéllas: parte IV, prop. 9 a la 13 ).

Pero con la prédica de Cristo, la situación se invierte. No sola me nte la

ley no es más enunciada para una sola nación, sino que ella es interiori-

zada, y en consecuencia siempre actualizada. Así como Cristo no conci-

bió la revelación como la audición de un mensaje físico, sino como una

iluminación inteleaual, igualmente él la "inscribió en el fondo de sus

corazones" (TTP, 146 .) A partir de aquí el fiel no tien e que bu scar fuera

testimonios de la promesa divina, que garanticen su permanencia, sino

descubrir en sí mismo las disposiciones actuales de las cuales Cristo

brindó el modelo, las señales interiores de "la vida verdadera" (TIP, 30 5) .

La salvación se le aparece como una consecuencia de su virtud (que se

puede llamar una gracia). Y -c om o se lo ve enseguida con el cambio de

estilo que caracteriza la prédica de los Apóstoles (TTP, cap. X I) - las cues-

tiones que se plantean a propósito del sentido de la revelación no pue-

den encontrar una respuesta más que por los razonamientos accesibles

al entendimiento, en lugar de ser zanjados por los milagros que lo con-

tradicen. A partir de aquí cada uno es en última instancia su propio

mediador, pero en contrapartida ninguno puede ser realmente el media-

dor religioso de los demás. Por esta razón "cada un o está obligado, com o

ya hemos dicho, a adaptar estos dogmas de fe a su propia capacidad e

interpretados para sí del mo do en que, a su juido , pueda aceptarlos m ás

fácilmente, es decir, sin titubeos y con pleno asentimiento intemo, de

suerte que obedezca a Dios de todo corazón " (TTP, 31 6). C ualquiera que

se diga, o se crea. Profeta, no sería m ás que un "falso profeta" (por el con -

trario nada im pide pensar que haya otros C ristos).

La herencia de la Teocrac ia

Así, sin darles la forma de un esquema sistemático, Spinoza bos-

queja en el TTP los temas de ima filosofía de la historia. Resta pre-

guntarse en que modifican éstos nuestra comprensión del problema

de la libertad, y si permiten superar las dificultades del mismo.

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1  laga lo que se haga, no impedirá al lector experimentar un sen-

timien to de contradicció n al confrontar la letra de ciertos textos. Así,

cuando en el capítulo VII Spinoza concluye su crítica al modo en el

cual las Iglesias y los filósofos se apropiaron de las Escrituras, este

excluye todo "pontif icado" religioso. Puesto que la verdadera

Religión, universal, "no co nsiste tanto en las acciones externas, cuan-

to en la sencillez y en la sinceridad del ánimo, no constituye ningún

derecho ni autoridad pública (. . .) Puesto que cada uno tiene el dere-

cho de pensar libremente, incluso sobre la religión, y no se puede

concebir que alguien pueda perderlo, cada uno tendrá también el

supremo derecho y la suprema autoridad para juzgar l ibremente

sobre la religión y, por tanto, para darse a sí mismo una explicación

y una interpretación de ella (. . .) la autoridad suprema para explicar

la religión y emitir un juicio sobre ella, residirá en cada uno (...) la

norma de interpretación de ser nada más que la luz natural, común a

todos, y no una luz superior a la naturaleza ni ninguna autoridad

externa". (ITP, 218) Por lo tanto, cuando Spinoza demuestra (en el

capítulo XIX) que la Religión no adquiere fuerza de ley (ni enuncia

"ma nda mien tos") sino que por la decisión del Soberano, la situación

se invierte: "es de incumbencia exclusiva de la suprema potestad

determinar qué es necesario para la salvación de todo el pueblo y la

seguridad del Estado, así como legislar lo que estime para ello nece-

sario. Por tanto, sólo a la potestad suprema incumbe determinar en

qué sentido debe cada uno practicarla piedad con el prójimo, esto es,

en qué sentid o está obliga do a obed ecer a Dios. A partir de ahí enten-

demos claramente en qué sentido las supremas potestades son los

intérpretes de la religión. Entend emos , adem ás, que nadie puede obe-

decer adecuadamente a Dios, si él ( . . .) no obedece, por tanto, a todas

las decisiones de la potestad suprema. Pues, como estamos obligados

por precepto divino a practicar la piedad con todos (sin excepción

alguna) y no inferir daño a nadie, se sigue que a nadie le es lícito ayu-

dar a uno, si ello redunda en perjuicio de otro o, sobre todo, de todo

el Estado, y que nadie, por tanto, puede practicar la piedad con el pró-

jim o según el precepto divino, a menos que adapte la piedad y la reli-

gión a la urilidad pública" (TTP, 398-399).

Sin duda se dirá que el primero de estos textos apunta a la religión

interior, o la fe, y el segundo a la religión exterior, o el culto. No se

suprimirá de este modo toda contradicción ya que lo que está en jue-

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go principalmente: los actos (es decir las "obras", las "acciones pia-

dosas para con el prójimo") están incluidos a la vez en una y en la

otra. Hay que reconocer que al imponer su ley -en el mejor de los

casos aquella de la "salvación pública"- a toda religión exterior, el

Estado interfiere necesariamente con las obras, por lo tanto con la fe,

ya que "la fe sin las obras está muerta", lo cual expresan precisamen-

te las nociones de "justicia y caridad". Por lo tanto no es abolida del

todo, y no puede serlo, la unidad que existió en otro tiempo entre la

soberanía política y la comunidad religiosa. No sería este el mismo

caso, si al cristianismo histórico, viniera a substituirlo una "religión

natural" impart iendo la misma enseñanza fundamental que éste ,

pero independiente del hecho de la revelación. (TTP, 343-347).

Así la concepción spinozista de la relación entre la religión y la

política parece condenada a permanecer "impu ra" e inestable - l o que

se podna expresar diciendo que subsiste siempre, a pesar de su iden-

tidad de principio, una brecha entre el punto de vista de la naturale-

za y el de la historia. ¿No sería éste por lo tanto, en otro sentido, el

punto fuerte de la reflexión de Spinoza? Y ¿si la contradicción, antes

de residir en los textos, en las palabras que la pon en en evidencia, fue-

ra en primer lugar una realidad (ella misma histórica), para la cual

sería necesario forjar un nuevo instmmento de análisis? Se lo puede

verif icar examinando la articulación de los conceptos de teocracia,

monarquía y democracia, que substituyen en el TT? a las clasificacio-

nes tradicionales de los regímenes políticos.

Spinoza no inventó el término "teocracia", que tom a prestado del

historiador antiguo Flavius Joseph, principal fuente no bíblica con-

cerniente a la historia y las instituciones del pueblo judío. No es para

menos, parece ser el primero en hacer de éste un uso sistemático. En

todo caso el primero en hacer de éste un concepto teórico:

( . . . ) una vez que los hebr eos sa l ie ron de Egipto , ya no esta-

b a n s u j e t o s a l d e r e c h o d e n i n g u n a o t r a n a c i ó n ( . . . )

Estando , pues , en este es tado natural , decidieron , por con-

s e j o d e M o i s é s , e n q u i e n t o d o s c o n f i a b a n p l e n a m e n t e , n o

entregar su derecho a n ingún mortal , s ino só lo a Dios ; y ,

s i n a p e n a s d i s c u s i ó n , p r o m e t i e r o n t o d o s a l u n í s o n o o b e -

decer to ta lmente a Dios en todos sus preceptos y no reco-

n o c e r o t r o d e r e c h o a p a r t e d e l q u e é l e s t a b l e c i e r a p o r

revelación profét ica . ( . . . ) Só lo Dios , pues , gobernaba sobre

los hebreos , y só lo su Estado se l lamaba, con derecho , r c i -

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no de Dios en v ir tud del pacto , y con derecho también se

l lamaba Dios rey de los hebreos . Por consiguiente , los ene-

migos de este Estado eran enemigos de Dios y los c iudada-

nos que in tentaran usurpar lo eran reos de lesa majestad

divina, y, en fin, los derechos del Estado eran derechos y

mandatos de Dios . E l derecho c iv i l y la re l ig ión , que , como

hemos demostrado , se reduce a la obediencia a Dios , eran ,

pues, una y la misma cosa en este Estado. Es decir , los dog-

m a s d e l a r e l i g i ó n n o e r a n e n s e ñ a n z a s , s i n o d e r e c h o s y

mandatos ; la p iedad era ten ida por just ic ia , y la impiedad

por cr imen e in just ic ia . Quien fa l taba a la re l ig ión , de jaba

d e s e r c i u d a d a n o y e r a t e n i d o i p s o f a c t o p o r e n e m i g o ;

quien mor ía por la re l ig ión , se consideraba que mor ía por

la patria; y, en general, no se establecía diferencia alguna

entre el derecho civil y la religión. Por eso, pudo este Estado

r e c i b i r e l n o m b r e d e t e o c r a c i a ( . . . ) ( T f P , 3 5 6 - 3 5 8 ) .

El capítulo XVII en su conjunto desarrolla esta definición en un

cuadro completo de las instituciones del Estado hebreo teocrático

(hasta el establecimiento de la realeza), pero también de su "econo-

mía" y de su "psicología social", para obtener de allí una explicación

de las tendencias de su historia. Por un lado, en consecuencia la

"Teocracia" no designa más que una singularidad histórica, aparente-

mente linica en su género. Pero esta "esencia singular" se caracteriza

también por las consecuencias a largo plazo que ésta supone en la

historia del pueblo judío, y más atin, por la marca, constantemente

reactivada por las circunstancias, que ésta deja en toda la historia de

la hum anid ad a través del cristianism o. En este sentido , se puede con-

siderar metafóricamente que la herencia de la teocracia manifiesta la

imposibilidad, para las sociedades políticas modernas de ser total-

mente contemporáneas con ellas mismas: el "retraso" o el desfasaje

interior que no cesa de afectarlas. En efecto, por otro lado, -muchísi-

mas indicaciones de Spinoza van en este sentido- el análisis de la

Teocracia tiene una implicancia general; ésta constituye un tipo (se

está tentado de decir: "un tipo ideal") de organización social, de com-

porta mie nto de la "multitud" y de representación del poder en el cual

se puede encontrar el equivalente, al menos aproximado, en los otros

Estados o en las tendencias políticas que éstos presentan. Quizás en

todo Estado real. De allí la importancia que conlleva el TTP al eluci-

dar la dialéctica misma de la teocracia.

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De hecho, lo que la caracteriza es una profunda contradicción

interna. Por un lado las instituciones mosaicas representan una reali-

zación casi perfecta de la unidad política. Esta tiende en primer lugar

al equilibrio sutil de poderes y derechos, q ue prod uce ya en la prácti-

ca una "autolimitación" del Estado (de este modo en la designación

de los jueces y los jefes militares, o en la distribución de competen-

cias religiosas entre los sacerdotes y profetas o en las reglas que decla-

ran la propiedad del suelo inalienable) . Sobre todo, ésta hace al

principio mismo del Estado, es decir la identidad de la ley civil y de

la ley religiosa, puesto que supone una ritualización integral de la

existencia, que prohibe a los indi^dduos cualquier duda y cualquier

desviación de su deber, y una identificación completa de la salvación

individual con la salvación colectiva. La elección de todo el pueblo

condiciona el amor que se tengan los ciudadanos. Es por esto que la

teoría de la teocracia es al mismo tiempo una teoría del nacionalismo

en tanto que es el resorte pasional más potente del patriotismo (TFP,

370 -37 3) . Es verdad que todos estos caracteres tienen por condición

material una cierta "barbarie" o primitivismo de la cultura de los

hebreos (Spinoza habla de su "infantil ismo": TTP, 111) . Y con ello

encontramos la contrapartida de esta excepcional solidaridad. La cul-

tura política de la obediencia es una cultura de la superstición. Esta

no puede identificar soberanía y autoridad divina más que presupo-

niendo o imponiendo la percepción de toda la naturaleza (y de la

"fortuna") co mo un orden acabado co ncebid o por Dios. Y es una cul-

tura del temor bajo su forma más incoercible: el temor de Dios, temor

obsesivo de la impiedad (así pues de la tristeza permanente: la teo-

cracia es esencialmente triste). La solidaridad, ya que reposa sobre la

identificación de los individuos, cambia a su contrario: una amena-

zante soledad. Cada uno, temiendo a cada instante el juicio de Dios,

proyecta esta angustia sobre el otro y vigila su conducta, que es sos-

pechosa de atraer sobre la comunidad la cólera de Dios, termina por

considerarla como un "enemigo interior" en potencia. El "odio teo-

lógico" puede entonces investir todos los conflictos de opiniones y

ambiciones y volverlos inconciliables.

Esta contradicción se aclara si admitimos que la teocracia, bajo la

apariencia unitaria de su principio, recubre de hecho (y contiene en

germen) dos tendencias políticas antitéficas. En seguida Spinoza nos

advierte: "toda esta" (es decir la transferencia de la soberanía a Dios

solamente) "era más una opinión que una realidad" ( ' ITP, 358) . Lo

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que no quiere decir que se trataba de una pura ficción sin efectos prác-

ticos, o lo que mejor dicho quiere decir, que en la teocracia la ficción

misma determina la práctica, actúa como una causa inmanente a la

realidad. Sus efectos no pueden ser más que ambivalentes. En efecto,

por un lado, la teocracia equivale a una democracia: poniendo el

poder en Dios, los hebreos no se lo remiten a ningún hombre, todos

partes iguaim ente benefíciarias de la "alianza" con  Dios, éstos se

constituyeron, a pesar de su barbarie, en ciudadanos, fundamental-

mente iguales ante la ley, los cargos públicos, el deber patriótico, la

propiedad. El templo, "casa de Dios" fue una casa común, comparti-

da por el pueblo y símbolo de su derecho colectivo. (TTP, 361) Pero

esta modalidad imaginaria de institución de la democracia -¿única

forma bajo la cual ésta puede comenzar a existir?- supone precisa-

mente una figuración, un desplazamiento de la soberanía colectiva

hacia "otro" escenario; el lugar de Dios  (vicem Dei)  (TIT, 35 9) debe ser

materializado y ocupado por una autoridad que metamorfosee las

reglas de la vida social en obligaciones sagradas. ¿Este lugar no puede

ser ocupado por "alguien"? En principio, lo fue por Moisés en tanto

que profeta legislador, hablando en el nombre de Dios y a quien el

pueblo entregó voluntariamente todos los poderes. Luego éste quedó

"vacío", pero no desaparece: los diferentes individuos que ejercen los

cargos civiles y sacerdotales se dirigen hacia él para determinar su pun-

to de acuerdo, confirmar mutuamente su legitimidad (y también para

discurirla). Finalmente, debe ser de nuevo ocupado - a pedido del pue-

blo mismo-por un individuo que será "el ungido del Señor", es decir,

un ind ividuo a la vez real y simb ólico . A partir de allí, toda mo narq uía

histórica deberá conllevar un elemento de origen teocrático, lo que

traduce la noción de "derecho divino" de los reyes. En efecto, los

mon arcas, en tanto que individuos, no poseen por naturaleza más que

un poder ínfimo en relación con el de la masa, y éstos son fácilmente

sustituibles uno s por otros. Además son mortales y su sucesión no está

siempre asegurada. Se les hace necesario, por lo tanto, reactivar a su

favor la memoria de la soberanía divina, redoblar la obediencia que

exigen, el tem or

 y

 el amor que inspiran, en temo r

 y

 amor a Dios, y apa-

recer como sus representantes sobre la tierra. Cerrando así toda posi-

bilidad de quebrantar la superstición. Pero esto no impedirá, al

contrario, q ue surjan en contra de ellos, sostenidos p or las esperanzas

o las revueltas populares, otros representantes de Dios: usurpadores,

conquistadores, pontífices, profetas o reformadores.. .

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Volvamos ahora a la democracia propiamente dicha;  ¿se  puede

decir que a partir de que los individuos se muestran capaces de ejercer

directamente la soberanía colectiva, sin recurrir a la ficción de una

alianza con Dios (es decir sin desplazamiento imaginario de la sobe-

ranía), por un "pacto social" explícito, el prob lema desapareció? No es

éste manif iestamente e l caso , inc luso independientemente de la

superstición d e las masas. El Estado demo crático, cons tituido s obre la

base de la reciprocidad de deberes y la igualdad de derechos, es gober-

nado según la ley de la mayoría, q ue es la resultante de las opinio nes

individuales. Para que ésta se impon ga efectivamente, n o es suficiente

que el soberano disponga de un derecho absoluto de mandar las

acciones que conciernen al interés público, y los medios para hacerla

respetar. Es necesario además que reine un consenso en cuanto a la

necesidad de hacer prevalecer el amor al prójimo sobre las ambicio-

nes, es decir "amar al prójimo como a sí mismo". Es incluso más nece-

sario aún que la libertad de opinión y expresión sea mejor reconocida

como la base y la finalidad del Estado. Pero, lo vimos, sería contradic-

torio e inoperante querer imponer ese consenso por la autoridad del

Estado. Puesto que depende completamente de la "complexión"

(ingenium)  y del "corazón"  (animus)  de cada uno . Éste no puede ser

logrado más que indirectamente. Es lo que se producirá (o se produ-

ciría), si el Estado asegurase por su parte un control formal de todas

las manifestaciones religiosas (reprimiendo en caso de necesidad sus

excesos), y los individu os adoptase n por su parte, co m o pr incipio

regulador de sus opiniones y su comportamiento recíproco, los

"dogmas" de una "fe universal" tal como Spinoza la describe en el

capítulo XIV del TTP. Es decir una "verdadera Religión" con la cual

el Cristianismo tiende a identif icar su enseñanza moral esencial .

Entonces D ios no será más representado en ning una parte, pero lo

será tam bién por doquier, "en los corazones" de cada individuo, prác-

ücam ente indiscernible de su esfuerzo por vivir virtuosamen te.

Así, los dos temas del TTP -la "verdadera Religión" y el "derecho

natural del soberano", y sus correlatos: la libertad de conciencia religio-

sa y la libertad de opinió n p úbli ca- no se confunden pero forman nece-

sariamente un sistema. Cada uno limita al otro en sus posibles

perversiones. Cada uno co nsütuye para el otro una con dició n d e su efec-

üvidad. Una brecha subsiste sin em bargo entre el "pacto " social y la "ley

divina" interior, aunque los individuos en tanto que fieles no sean otros

que los individuos en tanto que ciudadanos. En esa brecha no hay lugar

(v'j

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para imaginar un Dios trascendental, pero debe haber allí lugar para el

discurso de la filosofía, o de un filósofo. Y tam bién para la aspiración de

la multitud a la paz civil. A condición de que éstos coincidan .

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3. El  Tratado político:

una c iencia del Estado

Algunos años separan e

Tratado político,

  inconcluso a la muerte de

Spinoza, del Tratado teológico-político. Sin emb argo tenemos la impresión

de cambiar de universo. No se trata más de una extensa argumentación

exegéüca, tampoco de una estrategia persuasiva destinada a hacer com-

prender poco a poco al lector las causas de una crisis inminente y los

medios para conjurarla, sino más bien de una exposición sintética -si no

"geométrica" como en la Ética-  que reenvía explícitamente a los princi-

pios racionales y presenta todos los rasgos de la ciencia.

La diferencia no es solamente de estilo: se apoya también sobre

articulaciones teóricas, y sobre el sentido político de la argumenta-

ción. Más de un lector se habrá confundido con ella. De una obra a

la otra relevamos ciertos elementos esenciales de continuidad: ante

todo la "definición" de derecho natural del poder, a la cual, veremos,

Spinoza confiere ahora un significado radical. Igualmente encontra-

mo s la tesis del TTP la cual propon e qu e la libertad de pensar es inco-

ercible y así queda pues fuera del alcance del sob erano (TP, III, 8). S in

embargo ya no está atada indisociablemente a la l ibertad de expre-

sión de las opiniones, al menos explícitamente. Pero los contrastes no

son menos impresionantes: Spinoza no hace más referencia al "pac-

to social" como un momento constitutivo de la sociedad civil. La tesis

contundente -casi una prescripción- según la cual "la finalidad del

Estado es la libertad" no es más enunciada. Por el contrario, encon-

tramos allí: "La finalidad de la sociedad civil no es ninguna otra que

la paz y la seguridad" (TP, V, 2) . Por l i lt imo, aunque Spinoza nos

reenvía varias veces a los análisis del TTP referidos a la religión, el

lugar de ésta en la construcción política aparece subordinado, si no

marginal, y su concepto incluso parece profundamente modificado.

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' La "teocracia" no tiene derecho más que a una alusión, y no designa

más que un modo de elección del rey entre otros. (TP, VII, 25). La

noción de una "verdadera Religión" no juega ningtin rol; por el con-

trario Spinoza introduce, a propósito de la aristocracia, la de una

"religión de la patria", que suena más bien como un eco de la tradi-

ción de las ciudades antiguas.

Todo esto perfila finalmente cualquier otra relación con la histo-

ria. Por este hecho, incluso el concep to de historia n o puede ser exac-

tam ente el mism o. Subo rdinad a a la teoría, la historia consrituye para

ésta un campo de ilustración e investigación, no un marco orientado

en el cual los "momentos" irreversibles impondrían sus obligaciones

a la política. En consecuencia, la Biblia no tiene que jugar más un rol

central , más que como histor ia "santa" , inc luso sometida a una

refundación crítica, no es una fuente de enseñanzas políticas privile-

giadas. Más que un desplazamiento de ciertos conceptos, parece más

bien que nos enfrentásemos con una problemática nueva.

D e s p u é s d e 1 6 7 2 : n u e v a p r o b l e má t i c a

¿Por qué estas transformaciones? Sin duda éstas corresponden al

género diferente de la obra. En lugar de una ínteivención militante,

obligada a tener en cuenta los cuestionamientos y el lenguaje de

aquellos que debe combatir o convencer, el TP se presenta como un

libro de teoría que tiene por objeto, más allá de tal o cual coyuntura,

los " fundamentos de la pol í t ica" -estos fundamentos que e l TPP

había evocado aplazando su elaboración completa para más tarde.

Sin duda éste recalca enseguida  qu e  la teoría y la práctica  (praxis)  son

indisociables, pero para agregar de inmediato -demarcándose de la

Política de Aristóteles- que "la experiencia  (experientia)  ya mos tró

todos los tipos de Estado  (Civitas)  que pueden concebirse, para ase-

gurar la concordia entre los hombres" (TP, III, 1).

Pero esta razón es atín demasiado formal. Ella recubre, me parece,

una causa más decisiva: la conjunción de las dificultades internas del

ITP (de las cuales intenté de dar una idea) y del acontecimiento históri-

co que sobrevino entre tanto, la "revolución" orangista marcada por la

derrota del Partido de los Regentes y por la irmpdón efímera de la vio-

lencia de masas en la política de las Provincias Unidas. Encontramos

indicadores inequívocos de ésta en los pasajes donde Spinoza se inte-

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rroga sobre las causas de disolución de los regímenes aristo aático s, a los

cuales asimila ahora a la República holandesa (TP, IX, 14; XI, 2). Y más

en general en su búsqueda verdaderamente obsesiva de los medios para

"contene r a la multitud " (TP, I, 3; VII, 25; VIII, 4-5; VIII, 13; IX, 14 ).

¿Podemos, según el contenido mis mo que él da a su teoría, recons-

tmir la man era en la cual ese acon tecim iento se le apareció? Pasada la

primera reacción de dolor y de indignación causada por el asesinato

de sus amigos y la caída del régimen que le parecía com o el me jor; n o

es cierto que Spinoz a haya visto en la "revolució n" de 1 67 2 la realiza-

ción exacta de los temores que él compartía con los adversarios del

partido monárquico. El hecho es, en principio, que el príncipe de

Orange defiende victoriosamente la patria (contra la invasión france-

sa). Por otra parte, el poder personal que se le atribuye no es institu-

cionalmente una monarquía hereditaria. Forzada a someterse a la

"dictadura" del jefe militar, la clase de los Regentes no es completa-

mente desplazada del poder: un compromiso interviene. Finalmente,

es verdad que el nuevo régimen satisfacía ciertas reivindicaciones del

partido calvinista en materia de censura de opiniones (es en 1674 que

los Estados prohib en oficialme nte el TTP y la obra del cartesiano Louis

Meyer amigo de Spinoza sobre la interpretación de las Escrituras, al

mismo tiempo que el Leviatán  de Hobb es y la selección de textos de la

"herejía" sociniana: abanico completo de todo lo que los predicado-

res juzgan peligroso para la fe; Spinoza renuncia entonces a publicar

la  Ética).  Pero de esto no resulta sin embargo una sujeción completa

del Estado a las autoridades religiosas. Más bien se ve disociarse el

"frente" heterogéneo de adversarios de la República. Por una parte, el

partido "teoaático" fmstró sus esperanzas y la unidad de la dase diri-

gente se recom pon e en torno de un nuevo equ ilibrio, q ue puede pare-

cer bastante más inestable que el precedente.

La cuestión de la libertad permanece así pues planteada. Mejor: ella

debe ser planteada respecto de cada régimen, no como una cuestión

incondicional, sino com o un p roblema práctico de los efectos de su fun-

ciona mie nto. (TP VII, 2; VII, 15 -17; VII, 31; VIII, 7; VIII, 44; X, 8, etc.) Si

no son todos equivalentes, ningún régimen es formalm ente más incom -

patible con la afirmación de la individualidad, con lo que el TP (V, 7)

llama una "vida humana". Se trata de descubrir las condiciones de ésta

para cada uno. Por el contrario, lo que se vuelve más enigmático, es el

senüdo que se acuerda conferir a la noció n de absolutism o.

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lis necesario aquí traer a la memoria el largo debate conte mpo ráneo

en torno a esta noción del cual no evocaremos más que algunos aspec-

tos. Es sabido que en esa época, tanto en Holanda como en Francia o

Inglaterra, frente a los teóricos del absolutismo del derecho divino

(com o Bossuet, quien había leído detenidam ente el TTP), otra concep-

ción del absolutismo se nutría de la lectura de Maquiavelo, de la cual

los "libertinos" sacaron la doctrina de la razón de Estado. No es una

casualidad que, a partir de su primer párrafo, el TP nos presente una

antítesis entre dos tipos de pensamiento político. Uno es denunciado

como "utópico" (según el título del famoso libro deThomas Moro): el

de los filósofos p latónicos que buscan deducir la constitución ideal de

la Ciudad de la Idea de Bien y de la hipótesis de una naturaleza huma-

na racional, atribuyendo los defectos de las constituciones reales a sus

"vicios" y perversiones. El otro, realista (y potencialmente científico),

sería el de los "prácticos", los "políticos", de los cuales Maquiavelo es

el caso. Aunque Spinoza remarca que el propósito de éste no está total-

m ente claro (TP, V, 7) , lo defiende y lo discute (cf. tam bién , TP X, 1). Él

saca de allí la idea de que el valor de las instituciones no tiene nada que

ver, ni con la virtud, ni con la piedad de los individuos. Este debe p oder

manifestarse independientemente de esta condición. La regla funda-

men tal so bre la que basa el TP es enunciada muchas veces:

Por consiguiente , un Estado cuya sa lvación depende de la

buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien adminis-

trados si quien es los dirigen quieren hacerio con fidelidad, no

será en abso luto estable . Por e l contrar io , para que pueda

mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de

tal modo que quienes los administran, tanto si se guían por

la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a

ser desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del

Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar

bien las cosas, con tal que sean bien administradas. En efec-

to, la l ibertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada,

mi enu as que la virtud del Petado es la seguridad. (TP, I , 6)

S i la naturaleza humana estuviese const i tu ida de suer te que

l o s h o m b r e s d e s e a r a n c o n m á s v e h e m e n c i a l o q u e l e s e s

más útil , no haría falta ningún arte para lograr la concordia

y la fe l ic idad. Pero , como la naturaleza humana está con-

formada de modo muy dis t in to , hay que organizar de ta l

forma e l Estado , que todos , tan to los que gobiernan , como

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l o s q u e s o n g o b e r n a d o s , q u i e r a n o n o q u i e r a n , h a g a n l o

que exige e l b ienestar común ( . . . ) (TP , VI , 3 ) .

De estas formulaciones ¿concluiremos q ue Spinoza retoma po r su

cuenta e l pesimismo antropológico que la tradic ión conservó de

Maquiavelo ("Los hombres son malvados": El príncipe,  capítulo 18)?

Encontraremos esta cuestión más adelante. La confrontación que se

imp one más de inmediato, es la del TP y el pensamien to de H obbes,

aquella de las dos obras mayores, la De Cive

  {Tratado del Ciudadano,

164 2) y el Leviatán  (1651) que habían sido rápidamente introducidas

y discutidas en Holanda. Hobbes considera en primer lugar que las

nociones de "derecho" y de "ley" son antitéticas, "como la libertad y

la obligación". El derecho natural del hombre, es decir su l ibertad

individual originaria, es por lo tanto en sí misma ilimitada. Pero es

también autodestructor, puesto que cada derecho invade sobre todos

los demás, en una "guerra de todos contra todos", en la cual su vida

misma está amenazada. Lo que engendra una contradicción insoste-

nible, puesto que el individuo busca ante todo su propia conserva-

ción. Así pues, es necesario salir de la misma. Para que se establezca

la seguridad, es necesario que el derecho natural ceda el lugar a un

derecho civil, a un orden juri^dico que no puede resultar más que de

una ob l igac ión super ior absolutamente indiscut ib le . AI estado de

naturaleza (es decir a los individuos independientes) lo substituye

entonces un individuo "artificial", un "cuerpo polídco", en el cual la

voluntad de los individuos está completamente representada por la

del soberano (la ley). Por el "contrato social" se supone que los indi-

viduos instituyen por sí mismos esta representación. Al mismo tiem-

po e l cuerpo pol í t ico aparece indivis ib le ( tanto t iempo como é l

subsista) , del mism o mo do que la voluntad del sobe rano. La equiva-

lencia del poder y del derecho está establecida (o restablecida), pero

ésta no vale más que para el soberano mismo, excluyendo a los ciu-

dadanos privados a quienes les son concedidos espacios de libertad

condicional, más o menos grandes según lo exijan las circunstancias.

Es verdad que se encuentra siempre incluida en ésta com o m ínim o la

propiedad privada, cuya garantía por el Estado es la contrapartida del

contrato. Tal es, esquemáticamente, el absolutismo de Hobbes, fun-

dado sobre lo que se puede llamar un "individualismo posesivo".

A partir del año 1660, los teóricos del partido republicano holandés

(uno de ellos Lambert de Velthuysen, corresponsal de Spinoza: cf. cartas

XLII-XLIII y LXIX) habían utilizado la teoría hobb esiana a su vez contra la

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idea del "derecho divino" y contra la de un "equilibrio" de poderes entre

el Estado y los cuerpos de magistrados municipales o provinciales. No sin

paradojas: puesto que el absolutismo jurídico en Hobbes, es de hecho

indisodable de una tom a de posición por  la monarquía; solamente la uni-

dad de la persona del soberano garantiza la unidad de su voluntad, así

pues la indivisibilidad del cuerpo político contra las facciones.

Spinoza, ya lo veremos, com parte el objetívo de un "Estado fuerte" y

la exigencia de indivisibilidad que se asignaban los teóricos republicanos.

Reconoce la convenien cia del principio propuesto p or Hob bes: el Estado

cumple con su finalidad cuando, concentrado todo el poder, asegura al

mis mo tiempo su seguridad y la de los individuos. Pero él rechaza explí-

citamente la distinción de "derecho natural" y "derecho civil" (cf. carta L

a Jelles y nota XXXIII agregada al TTP) y con esta, los con ceptos de "con -

trato social" y de "representación ". Además, no co ntent o con afirmar que

la democracia puede, ella también , ser "absoluta", sos tiene-co ntra todos

sus contemporáneos- que el Estado "absolutamente absoluto"  (omnino

absolutum) sería, en ciertas condiciones, la democracia (TP, VIII, 3; VIII, 7;

X, 1). Pero se pregunta al mismo tiempo porqué la "República libre" de

los grandes burgueses de Ám sterdam y de La Haya no era y no podía sin

duda volverse "absolu ta" en este sentido. Lo que lo con duce a una cues-

tión que no se planteaba n ni H obbe s ni incluso Maquiavelo; y que el TTP

no había tratado más que de una manera unilateral: la de los fijnda-

mentos populares de la fijerza de los Estados, en los movimientos de la

"multitud" misma. Cuestión inédita, al menos en tanto que objeto de

análisis teórico, de la cual se podría decir que obligaba a mostrarse más

"polírico" aún que los "políticos" mis mo s.. .

El plan del

  Tratado político

En una primera parte (capítulos I al V), Spinoza caracteriza así

pues el método de una ciencia política, define las nociones funda-

mentales (derecho, Estado, soberanía, libertad civil) y plantea el pro-

blema general: el de la "conservación" de los regímenes políticos. En

una segunda parte (a partir del capítulo VI), él examina la manera en

la cual este problema puede ser resuelto por cada uno de los tres

regímenes típicos: monarquía, aristocracia y democracia.

Sin embargo, en tanto la obra queda inacabada, la demostración per-

manece en suspenso en el momento decisivo. Bajo ciertas condiciones,

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la monarquía y la aristocracia pueden ser "absolutas". ¿Qué sucede con

la demoaacia? Esta laguna, en apariencia accidental, no cesa de con-

fundir a los comentadores y de apelar a su imaginación. ¿Es posible de

subsanar? Todo depende de la manera en la cual se comprenda el orden

de esa exposición. Ahora bien, son posibles muchas lecturas.

Si consideramos las nociones iniciales como "verdades primeras"

(o "primeras causas") dadas, no quedará más que hacer de éstas la

aplicación en detalle. En úldma instancia, poco importa entonces

que la redacción esté inconclusa: lo esencial ha sido dicho en un prin-

c ip io . Sacando provecho de a lgunas anotac iones ant ic ipadas, se

podrá reconstituir por el razonamiento la teoría del régimen demo-

crático, que había sido propuesto desde el principio como "el mejor".

Quizás la intención de Spinoza fue proceder así, deductivamente.

Cuando se entra en el tema del TP, uno se convence, me parece, de

que prácticamente a él no le ocurre exactamente lo mismo. El TP, es

también una investigación, la cual no es seguro a priori que culmi-

nará. Sin duda, le son necesarias nociones generales. Pero para

Spinoza las nociones generales no son co nocim iento efectivo, que no

puede apoyarse más que sobre las realidades singulares. Y, en última

instancia, sólo un Estado histórico, es una realidad singular: los tipos

de régimen no son más que un ins trumento teórico para analizar esa

singularidad. Es necesario pues invertir el principio de lectura: las

nociones generales no resuelven nada de antemano, éstas sirven para

plantear un problem a. Definir el derecho com o "poder", es descubrir

tan pronto que la cuest ión fundamental de la conservac ión del

Estado está l lena de di f icu l tades y contradicc iones. Examinando

cómo esta se plantea en los diferentes regímenes, se intenta acercarse

cada vez más a las condiciones de un a solución. De dond e la cuestión

que deberá quedarnos en la memoria es: ¿progresó esa solución?

pasando de la monarquía a la ar istocrac ia , luego a la hipotét ica

democracia. Un hilo conductor parece bastante man ifiesto: cuanto

menos el soberano se identif ica f ísicamente con una fracción de la

sociedad (en el peor de los casos: un solo individuo), cuanto más

tiende a coincidir con el pueblo entero, más puede ser estable y pode-

roso. Pero también, más difíciles de concebir y complicadas de orga-

nizar son su unidad (son unanimidad) y su indivis ib i l idad (su

capacidad de decisión).. . (cf. TP, VI, 4).

Ahora bien, otra lógica, más indirecta, puede ser percibida en el

texto. Distinguiendo diferentes "regímenes" (según una clasificación

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tradicional) Spinoza puede aislar diferentes aspectos del problema de

la soberanía absoluta e investigar las implicancias. Tendremos que

vérnoslas con un juego de "modelos" intermediarios entre la idea

abstracta del Estado y la complejidad de la política concreta, permi-

tiendo dar un paso hacia el realismo entre cada uno de ellos, sin que

su sucesión consütuya una simple progresión. De este modo el aná-

lisis de la monarquía, puesto que está confrontado a la cuestión de la

herencia de la función real, y los privilegios de la nobleza, gira en tor-

no de la contradicción latente entre los dos tipos de solidaridad

social; la del parentesco y la del derecho (o de la ciudadanía). Con la

primera forma de aristocracia (Capítulo VIH), la cuestión de la lucha

o la inequ idad de clases entre patricios y plebeyos es lo que pasa a pri-

mer piano. Introduciendo una segunda forma de aristocracia "fede-

ral", formada por la alianza de varias municipalidades relativamente

autón om as (Capítulo IX) , Spinoza se hace de ios medios para "sobre

determinar" el problema de clases por otra contradicción: la del cen-

tralismo y del provincialismo. Y de este modo confrontar la cuestión

de la unidad del poder a la unidad nacional de los territorios y las

poblacion es. ¿A cuál problem a suplementario correspondería enton -

ces el análisis de la democracia? Pod emo s postular la hipótesis de que

ésta obligaría a afrontar por sí misma, en su generalidad, la cuestión

de las pasiones de la mu ltitud que, en todo funcion amien to colecti-

vo, obstaculizan la decisión racional, puesto que "todo el mundo

desea que los demás vivan según su propio criterio   (ingenium),  y que

aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia" (TP,  I,

5), lo que en la  Ética  define como la ambición. Detrás de la cuestión

que se plantea a todo régim en: ¿ta multitud es gobern able?, surge otra

que la condiciona en diversos modos: ¿en qué medida la multitud

puede gobernar sus propias pasiones?

D e r e c h o y p o d e r

La "definición" de derecho que Spinoza había enunciado en el

TTP bajo la forma de tesis ("el derecho de cada uno se extiende hasta

donde alcanza su poder determinado") (TTP, 332) , y que desarrolla

en el TP hasta sus últimas consecuencias, manifiesta desde el princi-

pio su originalidad teórica. Tomada al pie de la letra, ésta significa

que la noción de "derecho" no está primera: la noción primera es la

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de "poder". Se puede decir que la palabra "derecho"  (Jus)  expresa la

realidad originaria del poder  (potentia)  en el lengu aje político. Pero

esta expresión no introduce ninguna separación: ésta no significa ni

"emanar de", ni "fundarse sobre" (es por esto que, especialmente,

toda interpretación de la noción spinozista como una variante de la

idea de que "el derecho es la fuerza", es manifiestamente errónea). En

efecto, la cuestión no es dar una justificación del derecho, sino for-

mar una idea adecuada de sus determinaciones, de la manera en la

cual éste opera. Y en principio la fórmula de Spinoza significa, res-

pecto a esto, que el derecho del individuo incluye todo lo que él es

efectivamente capaz de hacer y de pensar en las condiciones dadas:

A partir del hecho de que el poder por el que existen y actúan

las cosas naturales es el mism ís im o pod er de Dios , com pren-

demos, pues, con facilidad qué es el derecho natural. Pues,

como Dios t iene derecho a todo y e l derecho de Dios no es

o tra cosa que su mismo poder , considerado en cuanto abso-

lutamente libre, se sigue que cada cosa natural t iene por natu-

raleza tanto derecho como poder para existir y actuar. Ya que

el poder por el que existe y artúa cada cosa natural no es sino

el mism o poder de Dios , e l cual es abso lutam ente l ibre . "

"Así pues , por derecho natural en t iendo las mismas leyes o

reglas de la naturaleza conforme a las cuales se hacen todas

las cosas , es decir , e l mismo poder de la naturaleza . De ah í

que e l derecho natural de toda la naturaleza y , por lo mis-

m o , d e c a d a i n d i v i d u o s e e x t i e n d e h a s t a d o n d e l l e g a s u

p o d e r . P o r c o n s i g u i e n te , t o d o c u a n t o h a c e c a d a h o m b r e e n

vir tud de las leyes de su naturaleza , lo hace con e l máximo

d e r e c h o d e l a n a t u r a l e z a y p o s e e t a n t o d e r e c h o s o b r e l a

naturaleza como goza de poder (TP , I I , 3 -4) .

Com prendemos así pues que el derecho de cada uno es siempre una

parte del poder de toda la naturaleza: la que le permite actuar sobre

todas las otras partes. En consecuencia la medida del derecho es tam-

bién la de la individualidad, puesto que la naturaleza no es un todo

indiferendado, sino por el contrario un com plejo de individuos distin-

tos, más o menos autónomos, más o menos complejos ellos mismos.

Comprendemos igualmente que la noción de derecho corresponde a

una actualidad, y por consecuencia a una actividad. Así una fórmula

común, "los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho"

no tendría aquí ningiin sentido. El hecho es que en la práaica , los ho m-

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bres tienen poderes desiguales, salvo que alguna correlación de poderes

inteivenga para igualarlos (un cierto tipo de Estado).

En cuanto al nacimiento, c iertamente n o marca el mo men to en el

cual ios individuos pueden afirmar sus derechos, sino por el contra-

rio, es aquel en el que, por ellos mismos, son lo más impotentes: son

los otros quienes protegiéndolos les procuran derechos. De manera

general, la idea de un derecho "teórico", concebido como una capa-

cidad de actuar, susceptible de ser o no reconocido y ejercido, es un

absurdo o una mistificación. Ésta designa inadecuadamente, sea la

esperanza de un incremento de poder, sea la añoranza de un poder

pasado que es actualmente suprimido por otro.

Dos concepciones clásicas del derecho son así excluidas:

• po r una parte, la que ata el derecho de los individ uos o las

comunidades a la existencia previa de un orden jurídico dado

(sistema de instituciones o " justicia" eminente, por e jemplo

divina) , es decir un "derecho objetivo" que autoriza ciertas

acciones, ciertas tomas de posesiones, y prohibe otras;

• po r otra parte, la que hac e de ésta la manifestación de la libre

voluntad del individuo hum ano por oposición a las "cosas" (o

a todo lo que pueda ser reputado como "cosa") , es decir un

"derecho subjetivo" que expresaría una característica universal

de la humanidad, y que exigiría ser reconocido (Spinoza criti-

ca explícitamente esta concepción: TP, II, 7).

La consecuencia de esta doble exclusión: la noción de derecho no

se define, en un principio, en relación con la de deberes. Ésta no tie-

ne originariamente "contrario" o "contrapartida" más que la poten-

cia que expresa. Pero de hecho tiene necesariamente l ímites: un

derecho il imitado expresaría una potencia infinita, noción que no

tiene sentido más que para Dios o la naturaleza entera. A la idea abs-

tracta de derechos y deberes definidos de una vez y para siempre, la

sustituye entonces otro par de nociones correlativas: el que opone,

para un individuo, el hecho de ser independiente, de determinarse

sin obligación a actuar o de "ocuparse de su propio derecho"  (suijuris

esse),  al hecho de ser dependiente del derecho de uno o muchos otros

individuos (es decir de su poder)  (esse alterius juris, sub alterius potes-

tate)  (TP, II, 9 y s.). Ésta es la relación fundamental.

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De hecho, no puede tratarse de una antítesis absoluta. Sólo Dios,

ya lo vimos (es decir la naturaleza entera, la sum a de todas las poten-

cias naturales), es absolutamente independiente (puesto que él inclu-

ye en si m is m o todas la individualidades y todas las alteridades). En la

práctica, tratándose de cosas naturales finitas, particulares, que son

todas interdependientes las unas de las otras, hay una com bin ació n de

dependencia e independencia. Cada hombre, en particular, afirma su

individualidad contra los otros hombres (y otros individuos no

humanos: animales, fuerzas psíquicas, etc.) desde el momento en el

cual él depende de éstos más o menos completamente. Si el derecho

de cada uno expresa su potencia, éste incluye necesariamen te esos dos

aspectos. Por definición, es una categoría que reenvía a las relaciones

de fuerza, que pueden variar, y que necesariam ente evolucion an.

Tengamos cuidado sin embargo de no interpretar esta definición

sobre el modo del conflicto. Sin duda éste existe, y Spinoza llama

"estado de naturaleza" a una situación límite en la cual las potencias

individuales serían prácticamente incompatibles entre ellas. En una

situación tal, la dependencia sería total para cada individuo, sin con-

tribuir para nada a su independencia: es la individualidad misma la

que estaría inmediatamente amenazada. Un estado tal "de naturale-

za" es por naturaleza inviable, si no impensable (salvo en las catás-

trofes históricas en las que la sociedad se disuelve, o aún -pero se

podría preguntar si no se trata más que de una metáfora- en los regí-

menes absolutamente tiránicos en los cuales los individuos son redu-

cidos por debajo de toda "vida humana". . . ) .

Estar en poder del otro, dependiendo de su potencia, puede tam bién

constituir una condición positiva para conservar y afirmar su propia

individualidad hasta un cierto grado. La cuestión que se plantea enton-

ces es saber en qué nivel se establecerá este equilibrio : en q ué m edida los

derechos de los individuos se sumarán, o mejor se multiplicarán, o por

el contrario se neutralizarán, incluso se destmirán redprocamente.

Precisamente sobre esta base se puede analizar la articulación

entre los "derechos", dentro de la constitución del sistema jurídico:

como una articulación de potencias. Son compatibles derechos que

expresan potenc ias que se suman o se mult ip l ican; a la inversa ,

incompatibles aquellos que corresponden a potencias que se des-

truyen mutuamente.

De la adecuación del derecho y la potencia, Spino za saca en segui-

da consecuencias críticas importantes para el análisis político:

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prec isamente , ¿cómo la dist inc ión de la pasión y la razón

intei-viene en la definición del derecho? Siguiendo la misma

regla: existe un derecho de la pasión y un derecho de la razón,

y cada uno expresa una potencia natural. Sin embargo, este

par no es simétrico: si la pasión es excluyente de la razón y la

destruye, la razón no es en sí destmcción de toda pasión, sino

la adquisición de una potencia superior que la domina. La

relación es estrecha con el problema de la dependencia/inde-

pendencia: Spinoza denomina libertad el derecho del indivi-

duo para quien la razón prevalece sobre la pasión y la

independen cia sobre la depend encia. ¿Un a es causa de la otra?

Para poder afirmarlo sería necesario establecer no solamente

que la vida de las pasiones crea una dependencia en relación

a la potencia del otro (lo que parece enseñar la experiencia),

sino que la razón procura la independencia, lo cual es menos

evidente. Así las cosas, es verosímil que los individuos más

razonables serán también los menos dependientes de las

pasiones de los otros. (TP, II, 5; II, 7-8). Somos conducidos a

la diferencia entre "independ encia" y aislamien to o soledad,

es decir al ñmcionamiento concreto de las sociedades civiles.

La razón aconseja buscar la paz y la seguridad, por la puesta

en común de las potencias individuales, que procura a su

tiempo el máximo de independencia real.

El cuerp o pol í t ico

Qu e la política sea la ciencia (teórica y aplicada) de la conserva-

ción de los Estados, es lo que dice Spinoza de una punta a la otra del

TP. La política tiene así un fin (lo que no quiere decir, se comprende

bien, que pueda recurrir a argumentos finalistas que representan más

bien su propia "superstición"). Del punto de vista del Estado mismo,

este fin aparece con la exigencia superior de la "salvación pública" y

del "orden público" (paz, seguridad, obediencia a las leyes). O tam-

bién, la política tiende a conservar a la vez la "materia" del Estado y

la "forma" de sus instituciones (así pues el derecho-potencia del

soberano, sea éste un rey, una aristocracia o el pueblo). Pero como la

materia del Estado no es otra cosa que cierto sistema de relaciones

estables entre los movimientos de los individuos  (Jacies civitatis:  TP,

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VI, 2), estas dos fórmulas corresponden a una única realidad: la con-

servación de la individualidad propia del Estado).

El Estado debe ser pensado él mismo como un individuo, o más

exactamente como un individuo de individuos, que posee un "cuer-

po" y un "alma" o un pensam iento  (mens)  (TP, III, 1 -2 ; III, 5; IV, 2; VI,

19; IX, 14; X, 1) "Ahora bien, en el estado político, todos los ciuda-

danos en conjunto deben ser considerados como un hombre en el

estado natural (. . .)" (TP, VII, 22) Lo que parece inscribir rápidamen-

te a Spinoza en la línea de Hobbes (Leviatán) y más en general de

toda una tradición que define al Estado como individuo, y que atra-

viesa la historia desde los griegos hasta nuestros días. Sin embargo,

no se puede atenerse a esta asimilación, puesto que un enunciado

semejante recubre aquí dos concepciones extraordinariamente diver-

gentes: depende de si la individualidad del Estado es pensada como

metafórica o real, "natural" o "artif ic ial" , como una solidaridad

mecánica u orgánica, una autoorganización del Estado o un efecto de

su destino sobrenatural. . . Todo está supeditado, de hecho, al conte-

nido que Spinoza m ismo da a esa definición.

Conservación del individuo humano y conservación del indivi-

duo Estado deben someterse a la aplicación del mismo principio de

causalidad:

C u a l q u i e r c o s a n a t u ra l p u e d e s er c o n c e b i d a a d e c u a d a m e n -

te, tan to s i ex is te com o s i no exis te . De ah í que , as í com o no

se puede de ducir de la def in ic ión de las cosas naturales que

comiencen a ex is t i r , tampoco se puede deducir que cont i -

núen exis t iendo , puesto que su esencia ideal es la misma

d e s p u é s q u e c o m e n z a r o n a e x i s t i r q u e a n t e s . P o r c o n s i -

g u i e n t e , a s í c o m o d e s u e s e n c i a n o s e p u e d e d e r i v a r e l

c o m i e n z o d e s u e x i s t e n c i a , t a m p o c o s e p u e d e d e r i v a r l a

perseverancia en la misma, s ino que e l mismo poder que

necesi tan para comenzar a ex is t i r , lo neces i tan para cont i -

nuar ex is t iendo . De donde se s igue que e l poder por e l que

exis ten y , por tan to , actúan las cosas naturales no es dis t in -

to del mismo poder e terno de Dios . Pues , s i fuera a lgún

o t r o p o d e r c r e a d o , n o p o d r í a c o n s e r v a r s e a s í m i s m o n i

tampoco , por tan to , a las cosas naturales , s ino que e l mis-

mo poder que neces i tar ía para ser creado por é l mismo, lo

neces i tar ía también para cont inuar ex is t iendo (TP , I I , 2 ) .

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Este principio de producción continua se aplica de manera idénti-

ca a los individuos humanos (que Spinoza designa preferentemente

con el indefinido  unusquique:  "cada uno", "un cada uno") (TP, II, 5-8;

III, 18) y al cuerpo político (TP, III, 12). En los dos casos la existencia

es pensamiento, no sólo como una producción natural, sino como

una reproducción de los com ponentes del individuo y de la poten cia

que los une, permitiendo resistir a las fuerzas exteriores (la "fortu-

na"). Una necesidad interna se encuentra así definida, pero ésta no

suprime el efecto de "la naturaleza como totalidad". Lo que Spinoza,

estratégicamente en su obra, expresa en un juego de palabras: el

Estado al igual que individuo humano no están en la naturaleza

como "un Imperio dentro del Imperio"  (imperium in imperio)  en el

sentido de una autonomía absoluta.

Entre el individuo humano aislado y este "individuo de indivi-

duos" que es el Estado, hay sin embargo una diferencia considerable

de grado en la potencia, que entraña una diferencia cualitativa. Los

individuos aislados son prácticamente incapaces de conservarse a sí

mismos durante mucho tiempo, mientras que el Estado puede, si está

bien constituido, durar por sus propias fuerzas (TP, III, 11). A la esca-

la de las vidas individuales, se puede incluso im agina r que su d uración

limita con "una suerte de eternidad". Aquí la analogía se transforma

en reciprocidad, idea ya mucho más concreta: para conservarse a sí

mismos, los individuos tienen necesidad los unos de los otros; éstos

deben así ser llevados, por la consecución de su propio interés, a dese-

ar la conservación del Estado (TP, VII, 4; VIL 22; VIIL 24; VIII, 31; X,

6). Recíprocamente, el Estado para conservarse debe tender a la con-

servación de los individuos, asegurándoles la seguridad qu e es la co n-

dición fundamental de la obediencia cívica: en un Estado tomado por

la anarquía o subyugado por el poder de sus enemigos, la lealtad de-

saparece (TP, X, 9-10; y todo el capítulo IV). El "mejor régimen", por

definición, es así pues el que establece la correlación más fuerte entre

la seguridad d e los individuos y la estabilidad de sus institucion es:

Cual sea la mejor const i tución de un Estado cualquiera se

deduce fác i lmente del f in del es tado po l í t ico , que no es o tro

que la paz y la segundad de la vida. Aquel Estado en el que

los hombres v iven en concordia y en e l que los derechos

comunes se mant ienen i lesos es , por tan to , e l mejor . Ya que

no cabe duda de que las sediciones, las guerras y el despre-

c io o in fracción de las leyes no deb en ser impu tados tanto a

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Étienne Bal ibar

la mal ic ia de los súbditos cu anto a la mala const i tución del

Estado. Los hombres, en efecto, no nacen civilizados, sino

que se hacen . Además, los afectos naturales de los hombres

son los mismos por doquier . De ah í que , s i en una sociedad

impera más la mal ic ia y se cometen más pecados que en

otra , no cabe duda de que dicha sociedad no ha velado

debidamente por la concordia n i ha inst i tu ido con pruden-

cia suficiente sus derechos. Por eso, justamente, no ha alcan-

zado todo e l derecho que le corresponde. Efect ivamente , un

estado po l í t ico que no ha e l iminado los mot ivos de la sedi-

c ión y en e l que la guerra es una amenaza cont inua y las

leyes, en fin, son con frecuencia violadas, no difiere mucho

del mismo estado natural, en el que cada uno vive según su

propio sentir y con gran peligro de su vida (TP, V, .2).

Si esta correlación pudiera ser total, es decir, si la forma del Estado

no "am enaza se" más la seguridad de los individuos de io que la acti-

vidad de los individuos no pusiese en riesgo las instituciones, se ten-

dría un cuerpo político perfecto, qu e se podría llamar libre o racional

(TP, V, 6; VIII, 7). Pero también , de una cierta manera, n o h abría m ás

historia ni política.. .

Hasta el presente Spinoza no ha hecho más que sistematizar razo-

namientos que estaban esbozados en elTlT. Dicho de otro modo, no

hizo más que sacar las consecuencias de una concepción estr icta-

mente inmanente de la causalidad histórica, en la cual no intervienen

más que potencias individuales, composiciones de potencias indivi-

duales, y la acción retíproca de unas y otras (el término figura en la

carta XXXII a Oldenbu rg, y refleja bien el sentido de las d emo stracio-

nes de la Ética  sobre la conservación de la form a de los individuos: cf

Parle II, prop. 9 , y pequeña exposició n so bre la naturaleza del cuerpo

a continuación de la proposición 13). Pero, lo dijimos más arriba, lo

que en el ' ITP pasaba por una solución se muestra ahora como un

problema. ¿Cuál es la modalidad de acción recíproca que caracteriza

la existencia del cuerpo político? Para definirla más concretamente,

sigam os a Spinoza en su búsqu eda respecto a las causas de disolució n

de los diferentes regímenes.

Algunas son enunciadas en los términos propios de una forma de

Estado. Las otras son generales y tom an una form a variada en fun ción

de la estmctura de las instituciones. Primero, están las causas exter-

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ñas: ante todo la guerra. Este peligro amenaza a toda sociedad, pues-

to que los Estados son entre ellos como los individuos en el estado de

naturaleza (TP, III, 11; Vil, 7). Los Estados defienden tanto más su

integridad en cuanto que son interiormente más fuertes; pero tam-

bién todas las causas que les hacen preferir la guerra a la paz (exis-

tencia de castas militares, ambición de gloria del soberano, tentación

de exportar los conflictos interiores o de neutralizarlos con la guerra

de conquista) son causas indirectas de destrucción. Una abstracción

de la parte irreductible de la "fortuna " o del "d estin o", las verdaderas

causas son así pues internas.

Ellas mismas constituyen una gradación, en la cual encontramos

en primer lugar los efectos del ilegalismo de los individuos: desde la

desobed iencia abierta hasta la simple tentativa de interpretar según su

agrado las decisiones del soberan o (TP, III, 34) . En el hec ho m ism o de

que un ciudadano o un grupo de ciudadanos pretenda saber mejor

que el Estado lo que conviene a la salvación pública, reside un fer-

mento de disolución (TP, III, 10; IV, 2). Simétricamente, tenemos lo

arbitrario del poder, su degeneración tiránica. Se puede tratar de la

pretensión de un mo narc a de ejercer un poder que excede su potencia

real (TP, VI, 5), o de la transformación de un patriciado aristocrático

en casta hereditaria (TP, Vlll, 14). Se puede tratar de imp one r a un pue-

blo una forma de gobierno contraria a sus tradiciones históricas (TP,

VII, 26; IX, 14). En todos los casos, una cierta impotencia intenta com-

pensarse sirviéndose del terrory la corm pción (TP, VII, 1 3, 21; VIII, 2 9)

y no logra más que agravarla: el ejercido mism o del poder es enton ces

percibido por los individuos como una amenaza contra su existencia

o su dignidad (TP, IV, 4). Cuando el Estado "delira" al punto de ame-

nazar el mínimo incomprensible de individualidad de los hombres

que lo componen -debajo del cual estos serían como muertos para

ellos mismos- produce finalmente la indignación de la multitud, que

lo destruye (TP, III, 9; VII, 2; X, 8; y todo el capítulo IV).

En definitiva, sea que la violencia de los individuos provoque la

del Estado, sea que los individuos no pudiesen resistir más ellos mis-

mos la violencia del poder, sino con la violencia (TP, VII, 30), des-

embocamos en esta constatación: el cuerpo político no existe más

que bajo la amenaza latente de la guerra civil (las "sediciones"), sea

entre los dominantes mismos, sea entre los dominantes y los domi-

nados. Es la causa de las causas, que determina en última instancia la

eficacia de todas las otras. De allí la tesis fund am ental: el cuerpo polí-

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tico está siempre más amenazado por sus propios ciudadanos  (cives)

que por lo enemigos exteriores  (hostes)  (TP, VI, 6). Cada régimen lo

experimenta. En la monarquía las sediciones nacen de la existencia

de una nobleza hereditaria (TP, VII, 10), de recurrir a los ejércitos de

mercenarios (TP, VII, 12), de las rivalidades dinásticas (TP, VI, 37). En

la aristocracia de la inigualdad entre los patricios (TP, VIII, 11), de la

corrupción de los funcionarios (TP, VIII, 29), de la rivalidad de las

ciudades entre ellas (TP, IX, 3; IX, 9), de la ambición de los jefes mili-

tares -favorecida por las situaciones de miseria, en las que el pueblo

sueña con un salvador (TP, VIII, 9; X, 1); finalmente y sobre todo de

la lucha de clases entre patricios y plebeyos, que so n c om o los extran-

jeros en la ciudad (TP, VIII, 1-2, 11, 13-14, 19, 41, 44; X, 3).

¿Cómo interpretar estos análisis? Sin duda prolongan la dialéctica

de las instituciones que había esbozado el TTP, diversif icándola

segtin los regímenes. Éstos mu estran la inutilidad de una den uncia de

ios "vicios" de la naturaleza humana (o de un grupo tal de hombres),

puesto que la causa fundamental de los "vicios" de los ciudadanos

(como sus virtudes) reside siempre en el movimiento de las institu-

ciones mismas (TP, III, 3; V, 2-3; VII, 7; VII, 12; IX, 14; X, 1-4). Se con-

cluirá que la clave de la salvación, para el cuerpo político, reside en la

calidad de las instituciones. Pero, a lo largo de ios análisis, algo nue-

vo surgió, que modifica el sentido de esta conclusión. Todas las cau-

sas de disolución del cuerpo político conforman un ciclo, él mismo

completamente inmanente a la constitución natural del Estado, es

decir no expresan do otra cosa que una cierta relación (contrad ictoria)

entre las potencias que lo co mp one n (TP, II, 18; IV, 4) . O, para decir-

lo de otro modo, la naturaleza se idgnfifica efectivamente con la his-

toria. Y más aún: la multitud como tal, no solamente en el sentido

cuantitativo (el "gran número" de ciudadanos) , sino en el sentido

cualitativo (el comportamiento colectivo de individuos en gran

número) devino el concepto determinante en el análisis del Estado.

El problema político no es más un problema planteado en dos tér-

minos, sino en tres: "individuo" y "Estado" son en realidad abstrac-

ciones, que no tienen sentido más que en relación la una con la otra;

cada uno expresa en definitiva una modalidad bajo la cual se   realiza

la potencia de la multitud como tal.

Por eso, si encontramos bien la idea de un equilibrio, de una

"autolimitadón" (es decirla idea de que el Estado "fuerte", "absolu-

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to", es el que controla su propio poder: el menos "absoluto" de todos

los Estados es el que intenta prohibir con la ley los vicios que él mis-

mo produce) (TP, X, 4-6), parece ahora que ésta incluye necesaria-

mente, siempre, la idea del antagonismo. Puesto que la potencia de

la multitud es tanto potencia de discordia como potencia de la con-

cordia. Es en el elemento de sus "pasiones" que se plantea el proble-

ma del equi l ibr io o de la moderac ión, de una "neutral izac ión"

relativa de su antagonismo, y no (no más) en términos de simple

"gobierno". El punto de apoyo que permitir ía gobemar la multitud

desde el exterior es inhallable, comprendido bajo la forma imagina-

da por Hobbes. En una página soberbia, Spinoza explica que la dege-

neración de las instituciones corrompe a la vez a los "amos" (o los

dominantes) y a los súbditos (o los dominados) :

Quizás lo que acabo de escr ib ir sea perc ib ido con una son-

r isa por par te de aquel los que só lo ap l ican a la p lebe los

v ic ios inherentes a todos los m ortales . A saber , que e l vu l-

go no t iene moderación a lguna, que causa pavor , s i no lo

t iene ; que la p lebe o s irve con humildad o gobierna con

soberbia , que no t iene verdad n i ju ic io , e tcétera . Pero lo

c ier to es que la naturaleza es una y la misma en todos . S in

embargo , nos de jamos engañar por e l poder y la cu l tura , y

d e a h í q u e d i g a m o s a m e n u d o , a n t e d o s q u e h a c e n l o m i s -

m o , q u e e s t e l o p u e d e h a c e r i m p u n e m e n t e y a q u é l n o ; n o

porque sea dis t in ta la acc ión , s ino quien la e jecuta .

Lo caracter ís t ico de quienes mandan es la soberbia . S i se

e n o r g u l l e c e n l o s h o m b r e s c o n u n n o m b r a m i e n t o p o r u n

año , ¿qué no harán los nobles , que t ienen s iempre en sus

manos los honores? Su arrogancia , no obstante , es tá reves-

t ida de fastuosidad, de lu jo y de prodigal idad, de c ier to

encanto en los v ic ios , de c ieña cu l tura en la necedad y de

cier ta e legancia en la indecencia . De ah í que , aunque sus

v i c i o s r e s u l t a n r e p u g n a n t e s y v e r g o n z o s o s c u a n d o s e l o s

considera uno por uno , que es como más destacan , parecen

dignos y hermosos a los exper tos e ignorantes .

Que, por o tra par te , e l vu lgo no t iene moderación a lguna y

que causa pavor, si no lo t iene, se debe a que la l ibertad y

la esc lav i tud no se mezclan fác i lmente . F inalmente , que la

p lebe carece en abso luto de verdad y de ju ic io no es nada

extraño , cuando los pr incipales asuntos del Estado se t ra-

tan a sus espaldas y e l la no pue de s in o hacer con jetu ras por

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los escasos datos que no se pueden ocultar . Porque sus-

pender el juicio es una rara virtud. Pretender, pues, hacerlo

todo a ocu ltas de los c iudadan os y que éstos no lo vean c on

m a l o s o j o s n i l o i n t e r p r e t e n t o d o t o r c i d a m e n t e e s u n a

necedad supina. Ya que s i la p lebe fuera capaz de domi-

n a r s e y d e s u s p e n d e r s u j u i c i o s o b r e l o s a s u n t o s p o c o s

conocidos o juzgar correctamente las cosas por los pocos

datos de que dispone, es tá c laro que ser ía digna de gober -

nar , más que de ser gobernada.

P e r o , c o m o h e m o s d i c h o , l a n a t u r a l e z a e s l a m i s m a e n

todos ( . . . ) (TP , VI I , 27) .

Traducimos: dominantes y dominados, soberano y c iudadanos

forman igualrnente parte de la multitud. Y la cuestión fundamental

es siempre, en tiltimo análisis, la de su aptitud para gobernarse a sí

misma, es decir de acrecentar su propia potencia. Pero esto quiere

decir concretamente dos cosas:

• la demo cracia es un concepto prob lemático, puesto que ella

correspondería al modo de existencia de una multitud ya equi-

librada, substancialmente "unánime";

• el equilibrio no existe más que de una manera estática, com o

una distribución de órganos o un dispositivo jurídico: éste sur-

ge cuando los individuos construyen una obra común. En otros

términos, el "alma" del cuerpo político no es una representa-

ción, s ino una práctica. Es el problem a esencial de la decisión.

El alma del Estado: la decisión

Los individuos raramente "deciden", en el sentido fuerte del tér-

mino: a menudo lo que éstos toman por su voluntad no es más que

la ignorancia de los móviles pasionales que los empujan a preferir

ciertas acciones por otras. Incluso la conciencia de sus intereses, ese

mínimo de racionalidad, no los protege de los fantasmas de la impo-

tencia o la omnipotencia, el fatalismo o la superstición. En cuanto a

la multitud como potencia contradictoria, interiormente dividida,

ésta no decide nada de nada. Le falta la coherencia mínima que le

permitiría rectificar sus errores, ajustar fines y medios. En la mayor

parte de las sociedades, ella está privada de derechos e información,

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y no constituye más que el medio por el cual las pasiones entran en

resonancia, llevando a los extremos la "fluctuación" del alma de la

ciudad. Sin embargo, si debe emerger una voluntad a nivel del

Estado, es necesario que la multitud esté implicada en su formación.

¿Cómo es esto materialmente posible?

Tomemos el caso de la monarquía. Primera pregunta: ¿quién decide

en realidad? En apariencia es el rey mismo. De hecho, incluso haciendo

abstracción de ios casos frecuentes donde el rey es un individuo débil de

cuerpo o espíritu, un ún ico individuo es incapaz d e sopo rtar la carga del

Estado (TP, VI, 5). Le hacen falta consejeros para informarse, amigos o

parientes para cuidarse, dependientes para transmitir su voluntad y

supervisar su ejecución. Son éstos quienes deciden en realidad. Las

monarquías "absolutas" son así pues aristocracias ocultas, donde el

poder en realidad es compartido por una casta. Ahora bien, esta (corte,

nobleza) está dividida por ambiciones rivales. Remplazar un solo hom -

bre a la cabeza del Estado es la operación más sim ple qu e existe (TP, VIL

14, 23). Es incluso una tentación natural, desde el momento en que el

rey es mortal y cada sucesión hace surgir el riesgo de "regresar a la m ul-

titud"  (TP, VII, 25 ). Para cuidarse de sus rivales, asegurar su sucesión, un

rey teóricamente omnipotente mantiene esas rivalidades, privilegiando

ciertos favoritos, "te ndien do una trampa a sus súbd itos" (TP, V, 7; VI, 6;

VIL 29). Así se paraliza a sí mismo.

Para conferir a la monarquía la potencia que ésta puede sin

embargo alcanzar, no hay más que una estrategia racional: eliminar

todos los corporativismos, asentar la deliberación en las masas,

garantizando completamente la unidad irrevocable de la decisión

final. De allí las reglas draconianas que se imponen para la consütu-

ción de consejos, encargadas de reunir y hacer converger hacia el

monarca las "opciones" políticas (TP, Vil, 25, VII, 5). Remarquemos

que los mecanismos descriptos por Spinoza no son s olame nte repre-

sentativos, sino los más igualitarios posible. El rey no debe tener nin-

gún rol en la deliberación, la elaboración poh'tica. A fortiori él debe

repudiar toda prácrica del "secreto de Estado" (TP, Vil, 29). Él no es

por lo tanto un "jefe", que supone que posee la vía hacia la salvación

común. No concluimos de esto que su función sea superflua: delibe-

rar no es aún decidir; incluso la sanción de una opinión mayoritaria

es una acción efectiva, y sobre todo, sin esta función central, el siste-

ma sería incapaz de producir un resultado, no podría más que oscilar

entre distintas mayorías. Asamblea y monarca, repartiéndose los

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momentos de la decisión (luego el del control de la ejecución) eli-

minan la incertidumbre del sistema, estabilizan la multitud. O mejor

dicho: la multitud se estabiliza a sí misma "eligiendo" en su propio

seno (por un mecanismo regular cualquiera) un individuo a quien le

corresponde el momento de concluir. Se puede decir entonces que,

en el cuerpo político, el rey es el único individuo que no tiene nin-

guna "opinión" propia, ninguna interioridad, que por sí mismo no

"piensa" nada más que la multitud, pero sin el cual la multitud no

pensaría nada claro y distinto, y sería incapaz de salvarse. En este sen-

tido, pero sólo en este sentido, se puede decir rigurosamente que el

rey es "el espíritu de la ciudad" (TP, VI, 18-19).

¿Qué sucede ahora en la aristocracia? En ciertos aspectos es lo

inverso. Una aristocracia no puede, sin derrumbarse, devenir un régi-

men igualitario: es una dominación de clase que debe preservarse

como tal. Es necesario así que la plebe sea totalmente excluida tanto

de la deliberación como de la decisión final. Políticamente, los sub-

ditos no ciudadanos son en ella como extranjeros en el Estado (TP,

VIII, 9). Para que las decisiones del patriciado sean puestas al res-

guardo de contestaciones, éstas deben intervenir bajo la forma de

votos secretos, lo que evita la formación de clientelas, o grupos de

presión (TP, VIII, 27). Por otra parte, no es cuestión de vaciar las

asambleas patricias de su personalidad concreta: por el contrario, es

necesario a los fines de que, persiguiendo su propio interés (de cla-

se), éstas persigan en consecu encia el interés general (TP, X, 6-8 ). Esta

convergencia puede ser lograda porque, a diferencia de un monarca,

una asamblea es "eterna", remplazando sus miembros muertos, vie-

jos o enfermos por recién llegados (TP, VIII, 3; X, 2).

Sin embargo este sistema no remplaza la necesidad de una base

popular. De allí la regla fundam ental: una aristocracia para ser viable

debe am pliarse al máx imo (TP, VIII, 1-4; 11-13 ), a su vez para aume n-

tar su propia fuerza, y reflejar "estáticam ente" todas las opinion es de

la masa. Más numeroso es el patriciado, mejor éste se reserva efecti-

vamente las decisiones, por lo tanto el poder (TP, VIII, 3, 17, 19, 29,

etc . ) . De hecho, un patriciado tal es una clase dominante abierta,

expansiva (¿una "burguesía"?),

Pero esta regla no resuelve todas las dificultades. ¿Cómo evitar que

un cuerpo político con muchas cabezas no sea de hecho, un "cuerpo

sin cabeza"? (TP, IX, 14) La elección de un presidente es un artificio

-o un cambio de régimen (TP, VIH, 17-18). La verdadera solución es

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la aplicación de un principio mayoritario puro: todos los dispositivos

constitucionales (complejos. . . ) t ienen por f inalidad for jarlo y pre-

servar su regularidad (TP, VIII, 35 y sig.). Rem arquem os que este prin-

cipio es "representativo", pero que excluye la formación de partidos

permanentes. Spinoza parece seguir aquí dos ideas diferentes: la idea

de que las asambleas de gobierno colectivo pueden por la discusión

tomar decisiones racionales; y la idea según la cual si todas las opi-

niones son partes beneficiarias en el proceso de selección de las deci-

siones, el resultado tiene grandes posibilidades de corresponder con

el interés general, por lo tanto ser aceptado por todos. La formación

de partidos, reduciendo el número de opiniones a una pequeña can-

tidad, sería consecuentemente la causa de errores sistemáticos.

Una última observación sin embargo: de que una decisión sea

racional, no se sigue que ésta será automáticamente respetada. Un

último mecanismo interviene entonces, que corresponde a la distin-

ción de dos aparatos, uno de gobierno, el otro de administración: la

plebe está apartada de los consejos de decisión, pero es en su seno

que deben ser reclutados los funcionarios (TP, VIII, 17; VIII, 44). Las

clases, desiguales respecto a la soberanía, están de este modo impli-

cadas la una y la otra en el fun cion am iento del Estado. Cada una pue-

de investir en éste un interés propio. En consecuencia, el principio

mayor i tar io puede reproducir la unanimidad. No solamente la

asamblea dominante podrá ser dirigida "como por solo espíritu" (TP,

VIII, 19), sino que ese espíritu se impondrá a la totalidad del cuerpo

político com o si la multitud formase un solo individuo.

Los mecanismos de decisión en los cuales piensa Spinoza persi-

guen simultáneamente un doble objetivo. Por una parte, constituir lo

que nosotros l lamaríamos un "aparato de Estado" como verdadero

poseedor del poder político. Según diferentes modalidades, el "sobe-

rano" de cada régimen tiende a identificarse con la unidad funcional

de ese aparato. Por otra parte, comprometerse en un proceso de

"dem ocratización" del aparato mism o. Sin duda la cuestión de las ins-

tituciones y del modo de regulación de los conflictos en un régimen

en principio democrático permanece enigmática. Pero esta aporía es

com pensa da por el hech o de que cada uno de los otros regímenes, ten-

diendo a su propia "perfección", abre una vía hacia la democracia.

Enten dem os p or esto qu e las instituciones que tienden a extraer, de la

"fluctuación de los espíritus", una opinión única y una elección, son

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consecue ntem ente proclives a alcanzar en los hechos la "un ión" de los

corazones y los espíritus en to m o del interés com ún. Pero a partir de

acjuí, se puede pensar qu e la m ultitud se gobiern e a sí m isma. Y cuan-

to más efectivo este resultado sea, más la distinción jurídica entre una

"monarquía" o una "aristocracia" y una "democracia" devendrá for-

mal y abstracta: en última instancia, una simple cuestión de nombre.

Ciertos postulados de Spinoza pueden sorprender. Por ejemplo la

hipótesis de una m onarq uía independiente de toda casta nobiliaria.

Sin embargo esta derivación corresponde bastante a una tendencia de

los Estados "absolutistas" clásicos. Mejor aún: el igualitarismo de la

mon arquía spinozista corresponde a la hipótesis de una "mona rquía

burguesa", y parece anticiparse a los regímenes "presidenciales" o

"imperialistas" porvenir. . . El modelo aristocráüco es diferente: pare-

ce reposar en principio sobre una capacidad racional de decisión

colectiva, no puede preservarla de las tensiones internas más que

expandiendo la clase dom inante a la dimensión del pueblo entero, a

la excepción sin embargo de esos "dependientes naturales" que son

las mujeres y los servidores (TP, VIII, 14; XI, 3-4). Lo que supone sin

duda el postulado del crecimiento indefinido de la riqueza de todos.

Sea lo que sea, la democracia del TP no es pensable más que a partir

de la dialéctica de estas dos formas de racionalización del Estado; de

las cuales una privilegia en p rincipio la igualdad, y la otra la libertad.

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4. La

  Ética:

  una antropología pol í t ica

Hemos seguido a Spinoza en las dos etapas de su teoría política,

subrayando su encadenamiento y sus diferencias. Lejos de haber ter-

minado con la cuestión que nos pareció decisiva -la de la implicación

recíproca entre filosofía y política- es aquí en un sentido que todo

comienza: ¿Podemos decir que el mismo Spinoza, planteó explícita-

mente esta cuestión, y reflexionó sobre esta unidad? Es necesario cre-

er que sí , puesto que desarrollando en su mo me nto los conceptos de

una antropología (o una teoría de la "naturaleza hum ana ") , cons-

tantemente subyacentes en la argumentación del TTP y el TP, él con-

firió una significación inmediatamente política a la diferencia entre

su filosofía y todas aquellas que la habían precedido.

Para aclarar este último punto, e xam inarem os tres problem as: el de

la sociabilidad, el de la obediencia y el de la comunicación.

Continuaremos tomando prestado e lementos de los dos  Tratados,

pero nos serviremos sobre todo de la   Ética,  la obra sistemática en la

cual Spinoza trabajó durante quince años de su vida, enmendándola

constantemente; a la cual sus amigos y sus enemigos esperaban impa-

cientemente proyectando de antemano sobre ella sus interpretaciones,

y que finalmente apareció días después de su muerte en 1677.

La sociabi l idad

"Naturaleza", "naturaleza humana" y "sociabilidad" no fueron

jamás cuestiones filosóficas separadas. ¿Existen "sociedades naturales",

por su organización o su función? Si no es así, ¿es necesario considerar,

como diría Spinoza, que la institución de las sociedades y los Estados

"perturba el orden de la naturaleza"? Pero tod o d epende de la man era

misma en la cual se defina un "orden" tal (¿como armonía cósmica? o

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¿com o proceso causal?). Y de las antítesis que se le opon gan (violencia ,

artificio, otro orden jurídico o espiritual. . .) . La concepción que una

filosofía se hace de la natura leza no es genera lmen te má s que una

manera de preparar de lejos, las determinaciones de la individualidad

y de la comunid ad hu man as. Pero hay m ás. La tesis de una sociabilidad

natural (tal como la enuncia por ejemplo Aristóteles; "El hombre es por

naturaleza un ser viviente para la ciudad" -lo que los escolásficos tra-

dujeron "animal social"-, o Bossuet: "La sociedad puede ser considera-

da com o un a gran familia", o M arx: "en su realidad la esencia hum ana

es el conjunto de relaciones sociales"), puede, en el curso de la historia,

cambiar considerablemente de sentido y "servir" a las más diversas

políticas. Ocurre lo mismo con la tesis simétrica, que ve la sociedad ins-

tituirse luego de, si no contra el movimiento espontáneo de la natura-

leza; sea que ésta simplemente contenga una disposición a la vida en

sociedad, incapaz de realizarse por sí misma (así en Rousseau el ho m-

bre natural demuestra por su semejante un "senüm iento so cial" que es

la piedad), sea que ésta contenga un destino moral en la comunidad

hum ana, a la cual las pasiones obstaculizan (com o en Kant), sea inclu-

so que la naturaleza humana sea esencialmente "egoísta" y antisocial

(como en Hobbes para quien la condición natural de los hombres es

una "guerra de todos contra to dos "). Es forzoso constatar sin em bargo,

incluso que cuando el senrido y la función de estas tesis cambian radi-

calmente de un contexto al otro, la antítesis misma se conserva desde

la Antigüedad griega hasta la época moderna. Lo que lleva a pensar que

ésta com porta en sí misma un sentido, y sugiere que recubre un h echo

ineludible. Pero, ¿es este un hecho mismo de la realidad o del pensa-

miento? ¿Qué hay así pues de común en la idea de una sociabilidad

natural y la de una sociabilidad de la institución, más allá de su orien-

tación antropológica divergente? Quizás esto de que la sociabilidad es

siempre pensada como un lazo que debe "unir" a los hombres, expre-

sar su necesidad recíproca, su "amistad" (la philia  de los griegos, la paz

o la concordia de los cristianos y los clásicos), y que la sociedad repre-

senta el orden en el cual éstos viven la realización de este lazo.

Spinoza se sale de estas pistas clásicas y abre otra, en la cual la

alternativa de la "naturaleza" y la "insütución" se encuentra despla-

zada, lo que obliga a plantear de otro modo el problema de la rela-

ción social . Pero nuestra cultura histórica que nos acostumbra a

percibir esta alternativa c om o ineludible, nos hace d ifícil leer las tesis

de Spinoza sobre la sociabilidad. Hagamos la prueba dirigiéndonos

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en principio a las formulaciones que las resumen, tales como se las

puede encontrar en un texto central: la proposición 37 de la parte IV

de la

 Ética

  con sus dos demostraciones y sus dos escolios^.

"El bien que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará

también para los demás hom bres, y tanto más cuan to mayor cono ci-

miento tenga de Dios."

Demostración: Los hombres, en cuanto que viven bajo la guía de

la razón, son lo más útil que hay para el hombre (por el Corolario 1

de la Proposición 35 de esta Parte) , y de esta suerte (por la

Propos ición 19 de esta Parte), es conform e a la guía de la razón el que

nos esforcemos necesar iamente por conseguir que los hombres

vivan, a su vez, bajo la guía de la razón. Pero el bien que para sí ape-

tece todo el que vive según el dictamen de la razón, esto es (por la

Propos ición 24 de esta Parte), el que sigue la virtud, consiste en con o-

cer (por la Proposición 26 de esta Parte); por consiguiente, el bien

que todo aquel qu e sigue la virtud apetece para sí, lo deseará tam bién

para los demás hombres. Además, el deseo, en cuanto referido al

alma, es la esencia mism a de ésta (por la Definic ión 1 de los afectos);

ahora bien, la esencia del alma consiste en el conocimiento (por la

Proposición 11 de la Parte II) , que implica el de Dios (por la

Proposición 47 de la Parte II) y sin el cual (por la Proposición 15 de

la Parte I) no puede ser ni concebirse. Por tanto, cuanto mayor cono-

cimiento de Dios está implícito en la esencia del alma, tanto mayor

será el deseo con que el que sigue la virtud querrá para otro lo que

apetece para sí mismo. Q.E.D.

De otra manera: El homb re amará con m ás constancia el bien que

ama y apetece para sí si ve que otros aman eso mismo (por la

Propo sición 31 de la Parte III), y de este m od o (por el Corolario la

misma Proposición) se esforzará en que los demás lo amen; y dado

que ese bien (por la Proposición anterior) es común a todos, y todos

^ T r a d u z c o s i s t e m á t i c a m e n t e

  affectus

  por "afecto" , devenida hoy palabra de

uso corr ien te , para preservar la d i ferencia con  affectio  ( a f e c c i ó n ) y  passio

(pa sión ) . A la inversa , apo yán do me en la equ ivalen cia (a l grado de "co n-

c iencia" próxima) p lanteada por e l propio Sp inoza  [Ética,  I I I , 9, escolio), tra-

d u z c o p a r a s i m p l i f i c a r y e v i t a r u n c o n t r a s e n t i d o a p p e t i t u s t a n t o c o m o

cupiditas  p o r " d e s e o " ,  appetere  t a n t o c o m o  cupire  por "desear" .

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pueden gozar de él, se esforzará entonces (por la misma razón) para

que todos gocen de él, y tanto más (por la Proposición 37 de la Parte

111) cuanto más disfrute él de dicho bien. Q.E.D.

Escolio 1: Quien se esfuerza, no en virtud de la razón, sino en vir-

tud de solo afecto, en que los demás a men lo que él ama, y en que los

demás acomoden su vida a la índole de él, actúa sólo por impulso, y

por ello se hace odioso, y sobre todo a aquellos a quienes agradan

otras cosas, y que, por ello, se em peña n y se esfuerzan a su vez, tam -

bién por impulso, en que los demás acomoden sus vidas a la índole

de ellos. Además, puesto que el supremo bien que los hombres ape-

tecen en virtud del afecto es, a menudo, tal que uno solo puede pose-

erlo, de aquí proviene que los que aman no sean consecuentes

consigo mismos, y, al mismo tiempo que se complacen en cantar ala-

banzas de la cosa que aman, temer ser creídos. Pero quien se esfuer-

za en guiar a los demás según la razón, no obra p or impulso, sin o con

hum anidad y benignidad, y es del todo consecuente consigo mism o.

Todo cuanto d eseamos y hacem os, siendo nosotros causa de ello en

cuanto que tenemos la idea de Dios, o sea, en cuanto que conocemos

a Dios, lo refiero a la religión. AJ deseo de hacer el bien que nace de la

vida según la guía de la razón, lo llam o m oralidad . Ai deseo po r el cual

se siente obligado el hom bre que vive según la guía de la razón a unir-

se por amistad a los demás, lo llamo honradez, y llamo ho nroso lo que

alaban los hombres que viven según la guía de la razón, deshonroso

por contra, a lo que o pon e al establecimiento de la amistad. Aparte de

esto, he mostrad o tamb ién cuales son los fundam entos del Estado. (. . .)

Escobo 2: (. . .) Cada cual existe por derecho supremo de la natu-

raleza, y, por consiguiente, cada cual hace por derecho supremo de la

naturaleza lo que d e su naturaleza se sigue necesariamente, y, por tan-

to, cada cual juzga, por derecho supremo de la naturaleza, lo bueno

y lo malo, y mira por su util idad según su índole propia (ver

Prop osicio nes 19 y 20 de esta Parte) , y tom a venganza (ver el

Coro lario 2 de la Propos ición 40 de la Parte III), y se esfuerza en con -

sen/ar lo que ama y en destruir lo que odia (ver Proposición 28 de la

Parte III). Pues bien, si los ho mb res vivieran según la guía de la razón,

cada uno (por el Corolario 1 de la Proposición 35 de esta Parte)

detentaría este derecho suyo sin daño alguno para los demás. Pero

como están sujetos a afectos (por el Corolario de la Proposición 4 de

esta Parte) que superan con mucho la potencia o la virtud humana

(por la Proposición 6 de esta Parte), son por ello arrastrados a menu-

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do en diversos sentidos (por la Proposición 33 de esta Parte), y son

contrarios entre sí (por la Proposición 34 de esta Parte), aun cuando

precisan de la ayuda mutua (por el Escolio de la Proposición 35 de

esta Parte). Así pues, para que los hombres puedan vivir concordes y

prestarse ayuda, es necesario que renun cien a su derech o na tural y se

presten recíprocas garantías de que no harán nada que pueda dar

lugar a daño ajeno. Co mo pueda suceder esto -a saber, que los hom -

bres, sujetos necesariamente a los afectos (por el Corolario de la

Proposición 4 de esta Parte) , inconstantes y volubles (por la

Proposición 33 de esta Parte) puedan darse garantías y confiar unos

en otros- es evidente por la Proposición 7 de esta Parte y por la

Proposición 39 de la Parte III. A saber; que ningún afecto puede ser

reprimido a no ser por un afecto m ás fuerte que el que se desea repri-

mir, y contrario a él, y que cada cual se abstiene de inferir un daño a

otro, por temor a un daño mayor. Así pues, de acuerdo con esa ley

podrá establecerse una sociedad, a cond ición de que ésta reivindique

para sí el derecho, que cada uno detenta, de tom ar venganza y de juz-

gar acerca del bien y el mal, t enien do así la potestad de prescribir una

norma común de vida, de dictar leyes y de garantizar su cumpli-

miento, no por medio de la razón, que no puede reprimir los afectos

(por el Escolio de la Prop osició n 17 de esta Parte), sino po r medi o

de la coacción. Esta sociedad, cuyo ma ntenim iento está garantizado

por las leyes y por el pod er de conservarse, se llama E stado, y los q ue

son protegidos por su derecho se llaman ciudadanos. Por todo esto,

entendemos fácilmente que en el estado de naturaleza no hay nada

que sea buen o o malo en virtud del comiin consenso, dado que todo

el que se halla en el estado natural mira sólo por su utilidad, y con-

forme a su índole propia, y decide acerca de lo bueno y lo malo úni-

camente respecto de su utilidad, y no está obligado por ley alguna a

obed ecer a nadie más que a sí mi sm o. Por tanto, en el estado natu-

ral no puede concebirse el delito. Pero sí, ciertamente, en el estado

civil, en el que el bien y el mal son decretados por común consenso,

y donde cada cual está obligado a obedecer al Estado. El delito no es,

pues, otra cosa que una desobediencia castigada en virtud del solo

derecho del Estado, y, por el contrario, la obediencia es considerada

com o un mérito del ciuda dano , pues en virtud de ella se le juzga dig-

no de gozar de las ventajas del Estado. Además, en el estado natural

nadie es dueño de cosa alguna por consenso común, ni hay en la

naturaleza nada de lo que pueda decirse que pertenece a un hombre

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más bien que a otro, sino que todo es de todos, y, por ende, no pue-

de concebirse, en el estado natural, voluntad alguna de dar a cada

uno lo suyo, ni de quitarle a uno lo que es suyo, es decir, que en el

estado natural no ocurre nada que pueda llamarse "justo" o "injus-

to", y sí en el estado civil, donde por común consenso se decreta lo

que es de uno y lo que es de otro. (. . .)

Una proposición de la  Ética  no es nada sin su demostración, la

cual fija el sentido de ésta dem ostrand o su conex ión necesaria con las

otras. Ahora bien, ésta -caso raro, y siempre significativo -implica a

dos, y que representan argumentaciones completamente diferentes.

Para comprender lo que son los "fundamentos del Estado", nuestra

tarea de lectores se impone por sí misma; examinar en qué estas

demostraciones son distintas, en que sin embargo éstas expresan una

misma necesidad. Para guiar nuestra discusión, adjunto un cuadro

simplificado de las relaciones de IV, 37 con varios grupos de propo-

siciones complementarias o previas.

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"El Deseo es la esencia misma del hombre"

[Ética,  111, pro p. 9, esc ol io y

def in ic ión I de los Afectos)

Ética,  I I I , prop . 29-35

Imaginación de los o tros/de s í

como causa exter ior de

Felicidad y de Tristeza para

s í /para ¡os o tros : "Cada uno

desea que los otros vivan

segt jn su índole"

\

Ética,

  IV , 32 -3 4 : F luctu ación

pasional del lazo socia l

entre el amor y el odio.

Ética,

  IV, prop. 18- 31

Conveniencia natural de la

utilidad propia de los seres

humanos: "Nada es más ú t i l

p a r a u n h o m b r e q u e o t r o

h o m b r e "

Etica,

  IV , 35-36 :

Racional idad de la sociedad

c o m o c o n s t i t u c i ó n d e l B i e n

\

c o m ú n .

Defin ic ión por par te del Estado del B ien y

del Mal, de lo Justo y de lo In justo

[Élica,

  IV, 37 , escoli o I I )

S e g u n d a d e m o s t r a c i ó n

(por la imitación afect iva)

\

P r i m e r a d e m o s t r a c i ó n

( p o r e l c o n o c i m i e n t o )

" F u n d a m e n t o s d e l E s t a d o "

La v ir tud propiamente humana es e l Deseo de dis frutar

e n c o m ú n d e l B i e n c o m ú n  {Ética,  IV, 37 y esc olio I )

Impotencia de la razón :

neces idad de pasiones

malas en  sí  para disc ip l inar

la mult i tud  [Ética,  IV, 54 y 58)

Potencia de la razón :

m á x i m o d e l i b e r t a d , d e a m i s -

tad y de equidad en e l Estado

[Ética,  IV , 70-73)

Esfuerzo

  (conatus)

  para causar por la razó n las acc ione s a las

cuales nos determinan las pasiones  [Ética,  IV, 59 ; V, 5- 10 )

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Veamos la primera demostración. Nada más clásico, se dirá: la

sociabilidad es una reciprocidad en la participación del soberano

bien que define la razón; es por el conocimiento de la verdad (por lo

tanto de Dios, de las cosas) que los hombres están dispuestos a dese-

ar ese Bien com ún, así pues su utilidad recíproca, dicho de otro m od o

a amarse los unos a los otros. No asombrará que el escolio 1 llame

rápida me nte Religión y Moralidad a esta mo dalidad "raciona l" del

Deseo. Pero esta demostración reenvía a dos proposiciones prece-

dentes. Aquí las cosas se complican a causa de una pequeña palabra

que organiza todo: "en la medida" (en latín:  quatenus):

Proposición 35 de la Parte IV, demostración: En la medida en que

los hombres sufren afectos que son pasiones, pueden diferir en natu-

raleza (por la Proposición 33 de esta Parte), y ser contrarios entre sí

(por la Proposición 33 anterior) . Pero de los hombres se dice que

obran sólo en cuanto viven bajo la guía de la razón (por la

Proposición 3 de la Parte III), y, de esta suerte, todo lo que se sigue

de la naturaleza humana, en cuanto que definida por la razón, debe

ser entendido por la sola naturaleza humana en tanto que causa pró-

xima de ello (por la definición 2 de la Parte III). Y puesto que cada

cual, en virtud de las leyes de la naturaleza, apetece lo qu e juzga bue-

no y se esfuerza por apartar lo que juzga malo (por la Proposición

19 de esta Parte) , y como, además, lo que juzgamos bueno o malo

según el dictamen de la razón es buen o o m alo necesariamen te (por

la Proposición 41 de la parte II), resulta que sólo en la medida en

que los hombres viven según la guía de la razón obran necesaria-

me nte lo que n ecesariamente es bueno para la naturaleza hum ana y,

por consiguiente, para cada hombre, esto es (por el Corolario de la

Proposición 31 de esta Parte), lo que concuerda con la naturaleza de

cada hombre. Y, por tanto, los hombres también concuerdan siem-

pre necesariamente entre sí en la medida en que viven bajo la guía

de la razón. Q.E.D.

Co rolario 1: No hay cosa singular en la naturaleza que sea más útil

al hombre que un hombre que vive bajo la guía de la razón. Pues lo

más útil para el hombre es lo que concuerda más con su naturaleza

(por el Corola rio de la Propos ición 31 de esta Parte), esto es (com o es

por sí notorio) , el hombre. Ahora bien, un hombre actúa absoluta-

m ent e en virtud de las leyes de su naturaleza cuando vive ba jo a guía

de la razón (por la Definición 2 de la Parte III), y sólo en esa medida

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concuerda siempre necesariamente con la naturaleza de otro ho mb re

(por la Proposición anterior) ( . . . )

Corolario 2: Cuanto más busca cada hombre su propia utilidad,

tanto más útiles son los hombres mutuamente. Pues cuanto más bus-

ca cada cual su utilidad y se esfuerza por conservarse, tanto más dota-

do está de virtud (por la Proposición 20 de esta Parte) o, lo que es lo

mismo (por la Definición 8 de esta Parte), de tanta mayor potencia

está dotado para actuar según las leyes de su naturaleza, esto es (por la

Proposición 3 de la Parte III), para vivir según la guía de la razón. (...)

Escolio: Lo que acabamos de decir lo atestigua también diaria-

men te la experiencia, con tantos y tan impresio nantes testim onios que

está prácticamente en boca de todos el dicho: "el hombre es un dios

para el hombre". Sin embargo, sucede raramente que los hombres

vivan según la guía de la razón, pues sus cosas discurren de manera

que la mayoría son envidiosos y se ocasionan daño unos a otros. Y,

con todo, difícilmente pueden soportar la vida en soledad, de suerte

que la definición según la cual el hombre es "un animal social" suele

complacer grandemente a la mayoría; y, en realidad, las cosas están

hechas de manera que de la sociedad común de los hombres nacen

muchos más beneficios que daños. Ríanse cuanto quieran los satíricos

de las cosas humanas, detéstenla los teólogos, y alaben los melancóli-

cos cuanto puedan una vida inculta y agreste, despreciando a los hom -

bres y admirando a las bestias: no por ello dejarán de experimentar

que los hombres se procuran con mucha mayor facilidad lo que nece-

sitan mediante la ayuda mutua, y que sólo uniendo sus fuerzas pue-

den evitar los peligros que los amenazan por todas partes (. . .)

La razón que determina un acuerdo necesario entre los hombres

no tiene así pues nada de trascendental: ella no expresa otra cosa que

la potencia de la naturaleza h uma na, q ue se manifiesta y se desarrolla

en la búsqueda de la "utilidad propia". Sí ella implica necesariamente

la idea de Dios, es que los hombres encuentran esta idea en su propia

actividad. Sin embargo la Razón no podría definir por ella misma la

naturaleza humana: a l contrar io , Spinoza insiste constantemente

sobre esto, la naturaleza hum ana se define a la vez por la razón y por

la ignorancia, la imaginación y la pasión. Pero, hay más: los hombres

acuerdan y viven cond ucidos por la Razón en la medid a en la que rea-

lizan completamente las leyes de su propia naturaleza; lo que quiere

decir que éstos realizan también otras leyes igualmente naturales.

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Volvamos entonces un poco más arriba en la "cadena" spinozista,

hacia las pro pos icion es 18 a la 31 de la parte IV. Ellas preparan esta

demostración evidenciando que el principio mismo de la Razón natu-

ral (su "re com end ación ") entraña para cada individuo a la vez la nece-

sidad de conservar su propio ser por un esfuerzo con stante  (conatus) y

el de com pon er con otros individuos de igual naturaleza un individuo

más potente, para equilibrar las "causas exteriores opuestas a su natu-

raleza". Concretamente, estas dos necesidades, no hacen más que una

y derivan al mismo tiempo de la esencia del hombre que es el deseo

de perseverar en la existencia (III, prop. 6 a la 9). Spinoza concluye de

esto lo absurdo de las doctrinas que quisieron opon er individualismo

y sociabilidad como la inmoralidad y la moralidad. Pero esta demos-

tración obtiene toda su validez del hecho de que los hombres son

individuos naturales, "cosas singulares", de potencia limitada, como

existen infinidad de otros en la naturaleza.. .

Desem bocam os así a un conjunto de tesis más complejo de lo que

parecía al principio:

1. como todos los individuos naturales, los hombres tienen un

interés inmediato a "acordar" entre ellos, en la misma medida

en ¡a cual ellos tienden a conservarse;

2. la experiencia y el razon am iento d emuestran esta necesidad de

la sociedad, y en los h echos ésta se realiza;

3. la razón, en este sentido, es parte de la naturaleza huma na: ella

no tiene que ser "importada" de exterior;

4. sin embargo ella no la define ni exclusivamen te (ella concierne a

una naturaleza general, infinita me nte más vasta) ni totalmen te

(puesto que el Deseo humano implica también esencialmente

otros modos opuestos: los afectos pasionales que hacen que los

hom bres n o se "conduzcan por la Ríjzón" sino por la "pulsión").

Volvamos entonces sobre la segunda demostrac ión de la

Proposición 37 de la parte IV, remontando de la misma manera a sus

presupuestos (esencialmente las Proposiciones 29 a la 35 de la Parte

III, y 32 a la 34 de la Parte IV). Descubrimos rápidamente que esta

segunda "cadena" demostrativa precisamente se relaciona con la

"otra" de la razón humana, es decir con los mecanismos pasionales

(Alegría y Tristeza, Esperanza y Temor, Amor y Odio) que no expre-

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san la potencia que tiene el individuo para conservarse dominando

-relativamente- las causas exteriores, sino que a la inversa expresan

su sumisión relativa a esas mismas causas; no el conocimiento ade-

cuado que el hombre puede adquirir para su "utilidad propia", sino ,

la imagen que éstos se hacen de ésta a causa de la ignorancia de su

propia naturaleza. Ahora bien, esta vida pasional de los hombres

resulta exactamente igual a la razón en su esfuerzo por perseverar en

la existencia: ella expresa un modo igualmente natural, pero "inade-

cuado" del Deseo humano. ¿Vamos a concluir entonces que las pasio-

nes, causas de conflictos permanentes entre los hombres, representan

la antítesis de la sociabilidad? En absoluto. Lo que Spinoza nos mues-

tra, es que hay otra génesis (o "pro duc ción ") de la sociedad a partir

de las pasiones mismas, en su constitución, aunque esta vez no con-

duce a ningún acuerdo necesario. Veamos más de cerca esta idea.

¿Qué dicen las proposicion es 31 a la 34 d e la parte IV? Esencialm ente

esto: en la medida en la cual están sometidos a las pasiones (que expre-

san "afectos" contradictorios), en efecto los hombres no tienen en

común más que una impotencia, una "negación"; no se puede decir que

acuerdan por naturaleza, puesto que no tienen ningún o bjet o de utilidad

com ún. Además, esta situación correspon de para cada uno al máx im o de

inestabilidad e incertidumbre: no solamente no acuerdan entre ellos,

sino que no acuerdan consigo mismos. Aquí el lector pensará quizás que

ajalquier moralista podría suscribir a este tipo de generalidades... pero

veamos la forma que tomará este acuerdo. Ésta depende (P ropos ición 34

y escolio de la parte I\') de una econ om ía psíquica de la Tristeza, es decir,

la conciencia que tiene el individuo de su impotencia, y que entraña el

odio de sí como el de los otros. Aliora bien, los ho mb res n o estarían tris-

tes y no se odiarían si estuvieran to talm ente aislados. Además, no se odia-

rían si no experimentaran el temor a propósito del amor que sienten

ha da tal o cual objeto, y la esperanza de deshacerse de las causas exterio-

res que temen por su amor, comenzando por los demás hombres. Los

hom bres se odian en tanto que aman diferentemente el mis mo objeto,

o que aman objetos incompatibles, o más fundamentalmente que ima-

ginan diferentemente los objetos que éstos aman en conjunto (lo que

constituye su "naturaleza" singular).

Una idea sorprendente se esboza aquí: el odio es, no s olam ent e

una pasión social (o racional) , sino tamb ién una forma (desde luego

contradictoria) de "lazo social" , de sociabilidad. Para comprender

cómo esta tesis se sostiene, remitámonos a la proposición 31 de la

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Parte III, sobre la cual reposa precisamente la segunda demostración

de "ios fundamentos del Estado";

"Si imaginamos que alguien ama, o desea, u odia algo que nos-

otros mismos amamos, deseamos u odiamos, por eso mismo amare-

mos, etc. , esa cosa de un modo más constante. Si, por el contrario,

imaginamos que tiene aversión a lo que amamos, o a la inversa,

entonces padeceremos fluctuación del ánimo."

"

 Demostración: Por el solo he cho de que imaginam os que alguien

ama algo, amaremos eso mismo (por la Proposic ión 27 de esta

Parte). Pero supongamos que lo amamos sin esto; se añade entonces

al amor una nueva causa que lo alienta, y así amaremos lo que ama-

mos, por eso mismo, con más constancia. Además, por el hecho de

que imaginam os que alguien aborrece algo, lo aborrecemo s nosotros

(por la misma Proposic ión) . Ahora b ien, s i suponemos que a un

tiempo amamos eso mismo, entonces lo amaremos y aborreceremos

al mismo tiempo, o sea (ver Escolio de la Proposición 17 de esta

Parte), padecemos fluctuación de ánimo. Q.E.D."

"Corolario; De aquí, y de la Proposición 28 de esta Parte, se sigue

que cada cual se esfuerza, cuanto puede, en que todos amen lo que él

ama y odien lo que él odia; (. . .)"

"Escolio: Este esfuerzo por conseguir que todos aprueben lo que

uno ama u odia es, en realidad, ambición (ver Escolio de la

Proposición 29 de esta Parte), y así veremos que cada cual, por natu-

raleza, apetece que los demás vivan como él lo haría según su índole

propia, y como todos apetecen lo mismo, se estorban los unos a los

otros, y, queriendo todos ser amados o alabados por todos, resulta

que se odian entre sí."

Tres ideas están aquí es trecham ente ligadas (y su ligazón es fuerte,

original) : la de la identif icación, mecanismo psíquico fundamental

que hace com unicar lo s afectos de un individuo al otro a través de sus

imágenes; la de la ambivalencia que amenaza, desde el origen, los

afectos de Alegría y Tristeza, así pues de am or y odio , y que hace fluc-

tuar el alma (o el corazón:  animus)  de cada uno; y finalmente, la del

temor a las diferencias, por el cual cada uno se esfuerza por superar

esa fluctuación, y que a cambio lo sostiene indefinidamente.

Este análisis es de una importancia extrema: de hecho desplaza

toda la problemática de la sociabilidad. El "semejante" -el otro indi-

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viduo con quien nos podemos identif icar , con quien experimenta-

mos sentimientos "altruistas", el que la religión llama "prójimo" y la

política "co nciu dad an o"- no existe com o tal naturalmente, en el sen-

tido esta vez de un ser ahí dado. Sino que es constituido por un pro-

ceso de identi f icac ión imaginar ia que Spinoza l lama " imitac ión

afectiva"  (affectuum imitatio)  (prop osició n 2 7 de la Parte III), y que

actúa en el reconocimiento mutuo de los individuos tanto como en

la formación de la "multitud" como agregado inestable de pasiones

individuales. ¡Los hom bres, si bien tienen "la mism a naturaleza", no

son "sem ejantes" Sino que estos devienen semejantes. Y lo que pro-

voca la identificación es una "causa exterior", a saber la imagen del

otro como objeto afectivo, Pero ésta imagen es profunda mente amb i-

valente: atractiva y repulsiva a la vez, tranquilizadora y amenazante.

La misma causa está así pues en el origen de los comportamientos

anti té t icos que respect ivamente "soc ia l izan" , e l Amor y e l Odio

(Proposición 3 2 y Escolio de la Parte III). A saber, la Hu m an ida d-" el

deseo de hacer lo que agrada a los otros hombres, y de omitir lo que

les desagrada-" cercana a la M iseric ord ia-"e l amor, en cuanto afecta

al hombre de tal modo que se goza en el bien del otro y se entristece

en su maldad". Y, simétricamente, la Ambición -"Deseo inmoderado

de gloria, el cual mantiene y fortifica a todos los afectos", "esfuerzo

para hacer algo (y también por omitir lo) a causa solamente de com-

placer a los hombres ( . . . ) sob re todo cuando nos esforzamos de agra-

dar al vulgo  (vuígus)  con tal celo que hacemos u omitimos ciertas

cosas en daño nuestro o ajeno". Ahora bien, es de la Ambición que

resulta directamente la posibilidad de hacer de algún mod o que -p or

un tiempo- los hombres tengan los mismos gustos, las mismas cos-

tumbres, juicios u opiniones (Escolio de la Proposición 29 de la Parte

III). Así se constituye la imaginación de un bien común, es decir, de

objeto de am or Pero ésta será por definición inseparable del temo r y

del odio, es decir de la imaginación de un mal (o una desgracia) del

que huir en común, o aún más del mal que podría resultar de que el

otro persiga otro bien por su lado (lo que recuerda aquí el "odio teo-

lógico" delTTP).

Gracias a estas dos cadenas demostrativas, estamos en condicio-

nes de comprender la notable complej idad de los "fundamentos del

Estado". Por definición, el conocimiento racional del Bien como uti-

lidad común no es ambivalente, éste no puede en tanto tal invertirse

en su contrario (ni, de causa de Alegría, devenir causa de Tristeza).

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Inversamente, el esfuerzo de cada uno para que los otros "vivan con-

forme a su índole" o pervivir él mismo "conformemente a la índole

de los otros", oscila necesariamente entre el amor y el odio. La socia-

bilidad es así pues la unidad de una conv eniencia real y de una am bi-

valencia imaginaria que producen, la una y la otra, efectos reales. O

también: la unidad de los contrarios (identidad racional y variabili-

dad pasional, pero también singularidad irreductible de los indivi-

duos y "similitud" de los comportamientos humanos) , no es otra

cosa que lo que nosotros llamamos sociedad. A partir de esto el con-

cepto clásico del "lazo social", y las alternativas de la naturaleza y la

institución , se revelan como insuficientes. Esto es lo que muestran los

escolios de la Proposición 37 de la Parte IV. Para que una tai unidad

efectivamente exista, es necesario que se forme un poder (potestas)

que polarice los afectos de los individuos, dirija sus movimientos de

amor y odio definiendo de una vez por todas, el bien y el mal comu-

nes, lo justo y lo injusto, la forma bajo la cual los hombres se con-

servan combinando sus potencias individuales. En una palabra es

necesario que la Sociedad sea también un Estado (aquí;  civitas),  y

estos conceptos no podrán designar más que una única realidad. No

se podría decir que los hombres son "originariamente" sociables: sin

embargo es necesario decir que están siempre ya socializados. No se

podría decir que el Estado sea "contra natura", pero tampoco es posi-

ble representárselo como una pura realización de la razón, o tampo-

co como la proyección en los asuntos humanos de un orden general

de la naturaleza. Sociedad y Estado constituyen una única relación a

la vez imaginaria y racional en la cual se expresa la singularidad n atu-

ral de los individuos humanos.

¿Qué es la obediencia?

Desde los a nálisis del "ÍTP hasta los del TP, y éstos de las proposi-

ciones de la

  Ética,

  la producción de la obediencia se nos aparece

como la relación social fundamental; y la historia de los Estados

como las vicisitudes de la obediencia. ¿Estamos ahora en condiciones

de definir completamente el concepto de ésta? ¿Cómo comprende-

mos al f in de cuentas la signif icación de una f i losofía que afirma

simultáneamente que la sociedad es el Estado, por lo tanto la obe-

diencia, y que la libertad se realiza únicamente dentro de los límites

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de la sociedad? ¿No corre el riesgo de parecemos como una apología

indirecta de la "servidumbre voluntaria"?

Antes de responder a esas cuestiones, es necesario co nsiderar de nue-

vo ciertas proposicione s de la Ética sobre las cuales - n o por casualidad -

se concentró desde hace mucho tiempo el debate del spinozismo. Del

mismo modo que Spinoza desplaza las discusiones clásicas sobre la

naturaleza y la institución, y por razones m uy parecidas, desplaza aque-

llas que tratan sobre la servidumbre y la libertad, una tradición que va

de Aristóteles a Descartes -y que se prologa más allá- quiere en efecto

que, para comprender la relación de obediencia que somete ciertos

hombres a otros (el esclavo al amo, la esposa al marido, los niños al

padre, los subditos al príncipe), sea necesario primero comprender la

obediencia del cuerpo al alma, es decir la potenda "voluntaria" del alma

(o del espíritu) sobre el cuerpo*^. Mandar sería en primer lugar querer, y

"subyugar" al cuerpo por su voluntad, m ientras que ob edec er sería hacer

mover su cuerpo conforme men te a una idea que el alma form ó recono-

ciendo la voluntad del otro, y haciéndola "suya" pe rlas buenas o por las

malas. Es un enigma, sin embargo: ¿cómo actúan las almas sobre los

cuerpos? ¿Cómo "comandan" sus movimientos?

A esta cuestión aparentemente ineludible, Spinoza da una respuesta

radical: las almas no artúan sobre los cuerpos, más de lo que los cuer-

pos actúan sobre las almas. "Ni el cuerpo puede determinar al alma a

pensar, ni el alma puede determinar al cuerpo al movim iento ni al repo-

so, ni a otra cosa alguna (si la hay)"   {Ética, Propo sición 2 de la Parte III).

Es verdad que "es muy difícil poder convencer a los hombres de que

sopesen esta cuestión sin prejuicios, hasta tal punto están persuadidos

firmemente de que el cuerpo se mueve o reposa al m ínim o m anda to del

alma, y que el cuerpo obra m uchas cosas que dependen exclusivamen-

te de la voluntad del alm a y su capacidad de pensam iento. Y el hecho es

que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo (. . .) De

donde se sigue que cuando los homb res dicen que tal o cual acción del

^ En la primera versión del   Contrato social,  Rousseau lo repet irá : "Así como

en la const i tución del hombre la acc ión del a lma sobre e l cuerpo es e l ab is -

mo de la f i losof ía , del mismo modo la acc ión de la vo luntad general sobre

la fuerza públ ica es e l ab ismo de la po l í t ica en la const i tución del Estado . Es

al l í donde todos los legis ladores se perdieron . . . " (Cf . también   Contrato social,

l ibro I I I capítulo I ).

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aierpo proviene del alma, por tener ésta imperio sobre el cuerpo, no

saben lo que dicen, y no hacen sino confesar, con palabras especiosas,

su ignorancia (. . .) (ibíd., escolio)." Por el contrario, lo que hay que

admitir, en virtud de la manera mism a en la cual Spinoza analizó la cau-

salidad natural (P ropos iciones 7-9 , 21 y escolio de la Parte II), es que el

encadenamiento (o el "orden y la conexión") de las ideas del alma es la

misma que la de los movimientos del cuerpo. (Proposiciones 13 esco-

lio, 39 corolario de la Parte II; Proposiciones 11 y sig. de la Parte III;

Proposición 39 de la Parte V). Admitamos com o un axioma esta propo-

sición, de la cual la demostración reenvía a la concepción spinozista de

la naturaleza, en la que el "alma" y el "cuerpo" no consütuyen dos "sus-

tancias" distintas, sino una "sola y misma cosa" (en este caso un solo y

mismo individuo) concebida unas veces como un complejo de ideas

(Spinoza dice; "b ajo el atributo del pensa mien to"), otras como un com -

plejo material ("bajo el atributo de la extensión"), lo que conduce a

definir el alma c om o la idea del cueq30 (Prop osicion es 11-13 y 15-21 de

la Parte II; Proposición 3 de la Parte III). Retengamos de ésta la conse-

cuencia crítica que aclara mejo r su significación; en lugar de imaginar un

alma activa en la m edida en la cual el cuerpo sería pasivo, y a la inversa;

es necesario pensar una actividad, o una pasividad, simultáneamente

concernientes a las almas y los cuerpos. Y preguntémonos cómo esta

tesis unitaria de la cual se eliminó todo principio jerárquico, se articula

con el análisis de la sociabilidad y el Estado.

El TTP hab ía religado la constan cia de la obe dien cia a una "acción

interna del alma" (TTP, 352). Pero él no se contaba con esta genera-

lidad. Había descrito largamente la obediencia como un comporta-

miento, un género de vida, mejor aún: como una práctica (TTP, 157

y sig., 33 8 y sig.) ¿D e qué está hecha esta práctica? Es en primer lugar

una sum isión de los mo vimiento s corporales a r itos organizados, una

disciplina colectiva que periódicamente reduce los cuerpos a las mis-

mas posturas, y que refuerza sus hábitos por sensaciones presentes.

Correlativamente, en las almas, es la sumisión de los encadenamien-

tos de ideas a los modelos de acción y pensamiento que alimentan

los relatos históricos y morales percibidos como una verdad revelada.

Disciplina y memoria, o también repetición e imaginación temporal,

constituyen las dos caras de un mismo escenario. Éstas proceden de

hecho del mismo complejo afectivo.

Con las proposiciones de la  Ética  el análisis se profundiza. Decir

que la práctica de la obediencia implica temor y esperanza, es decir

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que el sujeto obediente -cuerpo y alma unidos en un solo "deseo"-

imagina un a potencia su perior a la suya. Para que éste obedezca cons-

tantemente, es necesario que la potencia del sujeto que manda se le

aparezca tan grande com o sea posible. No basta entonces ya con expe-

rimentar un temor, ni incluso de representarse una voluntad enun-

ciando la ley: es necesario que el sujeto mandante sea imaginado

como omnipotente , y en pr imer lugar sobre s í mismo, de manera

que sus man datos n o dejen lugar a ningu na indecis ión, y que su mo di-

f icación sea incluso indiscutible. En otros términos, es necesario

imaginarlo como "libre", en el sentido de la ausencia de cualquier

determ inación exterior, Pero lo que los hom bres imag inan así co m o

una potencia libre, son ellos mismos, luego los otros hombres a partir

de la idea que se hacen de sí mismos, y finalmente Dios concebido

como una soberana potencia sobre el modelo humano. Ahora bien,

esta imaginación es mucho más ambivalente que cualquier otra:

"El am or y el odio hacia una cosa qu e imagina mo s libre deben ser

mayores, siendo igual la causa, que los sentimientos hacia una cosa

necesaria."

Demostración: Una cosa que imaginamos ser l ibre, debe (por la

Proposición 7 de la Parte I) ser percibida por sí misma, sin las otras.

Así pues, si imaginam os que ella es causa de alegría o tristeza, po r eso

mismo (por el Escolio de la Proposición 13 de esta Parte) la amare-

mos u odiaremos, y ello (por la Proposición anterior) con el amor o

el odio más grande que pued e surgir de un afecto dado . Pero si la cos a

que es causa del mism o afecto la imagin amo s com o necesaria, en ton-

ces (por la misma Definición 7 de la Parte I) imaginaremos que es

causa de ese afecto no ella sola, sino unida a otras cosas, y de esta

suerte (por la Proposición anterior) serán menores el amor o el odio

hacia ella. Q.E.D. (Proposición 49 de la Parte III).

El sujeto mandante que nos imaginamos como libre en ese senti-

do, lo tomamos por el tínico responsable del bien y el mal que resul-

tan para nosotros de nuestra obediencia. Así, la imaginación de la

libertad del otro multiplica los efectos ambivalentes de la obediencia

a los hombres: ésta explica que los gobiem os sean a su tumo excesi-

vamente adulados u odiados por la masa. Ésta explica, por el contra-

rio, que sea un Estado más estable aquél en el cual los ciudadanos

tengan todas las razones para creer (a causa de la forma misma de las

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instituciones, y sobre todo de su funcionam iento) que los gobernan-

tes no son "omn ipotentes ", sino que en realidad están determinados

fii sus decisiones por una necesidad general.

Más aún, ésta explica la ambivalencia de los efectos de la religión,

('uando nos imaginamos a Dios como un Legislador o un Amo al que

sería inconcebible odiar (sin experimentar una angustia intolerable);

la inceriidurnbre nacida de los movimientos contrarios del afecto

(proposició n 18 y escolio de la Parte

 111)

 se desplaza, del mi sm o m od o

que se desplaza el odio coexistente con el amor (Proposición 17 y

escolio de la Parte III): es a nosotros mismos y a los otros hombres

entonces que tenemos tendencia a odiar sin límites; de allí la tristeza

religiosa, la humildad, los "odios teológicos". Si por el contrario -lo

que es la definición misma de la razón- concebimos a Dios como

necesario, es decir como la Naturaleza misma en su totalidad imper-

sonal, todo el temor a su "cólera" desaparece. El amor que le tenemos

deviene de lo que la Parte V de la   Ética  l lama "amor intelectual de

Dios", es decir de hecho un co nocim iento y un deseo de conocimien-

to (Propo siciones 20 y 32 -3 3 de la Parte V). Entonces cesa mos de per-

cibir a Dios como un sujeto mandante. Pero, en contrapartida, somos

capaces de amar a los otros hombres, pero no como sujetos ficticia-

mente libres, ni como criaturas obedeciendo y desobedeciendo a su

creador, sino como los seres naturales que nos son lo más útil, y por

lo tanto lo más necesario: lo que, paradójicamente, nos libera y los

libera al máximo de la dependencia pasional. Esto es lo que Spinoza

llama amistad (Proposición 70-73 de la Parte IV).

Estas dos ideas, concebir a Dios como necesario y amar a los hom-

bres, y por lo tanto b uscar su am istad a causa de su utilidad recíproca,

fienen inmediatamente una implicancia ética. Son indisociables, por-

que prácticamente determinan exactamente la misma relación entre

los cuerpos. Una relación en la cual, de manera tendencial, la obe-

diencia se anula en sus propios efectos, en la med ida que el amor y la

razón prevalecen sobre el temor y la superstición. Ahora bien, éstas

subyacían ya en los razonamientos del TTP y el TP, aunque en moda-

lidades diferentes. Al describir la organización de una sociedad dem o-

crática, en la cual el soberano (por su propio interés) garantiza la

libertad de expresión, y don de la religión tom a la forma de una fe uni-

versal interiorizada por cada uno, Spinoza parece ubicarse en una

situación límite. Todo elemento de disciplina, al mismo tiempo que el

tem or a un castigo, eran ajeno s al Estado, pero esta disciplina tendía a

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coincidir con la constmcdón colectiva del interés común (es por esto

que tomaba una forma contraaual) . Todo elemento de esperanza, al

mismo tiempo que la creencia en los relatos de salvación, eran ajenos

a la (verdadera) religión, pero ésta tendía a coincidir con la certeza

inmediata que acompaña la acción virtuosa y el amor hada al próji-

mo. Inseparables en la práctica, estas dos "reglas de vida"

  [ratio vitae:

TFP. 136, 315, 333, etc.) no funcionaban sin embargo pura y simple-

mente. Intercambiaban a menudo su propia eficacia; por un lado, la

forma de la ley y el ma nda mien to, p or el otro, la pot end a afectiva del

amor entre los hombres. Porque los cristianos viven al mismo tiempo

en un Estado, su fe interior  (Mes)  es percibida por ellos com o una ley;

porque los ciudadanos son al mismo tiempo fieles que se ven mutua-

mente com o "prój imos", su obediencia a la ley tom a la forma de una

constante lealtad  {fides  en igualdad).

Sin embargo, se puede pensar que este dispositivo sutil permane-

ce presa de un equívoco. La norma colectiva de la obediencia no es

aquí abolida, más bien al contrario, puesto que ésta consiste en últi-

ma instancia en la conformidad de los actos a una regla, cualquiera

sean los móviles y los medios para obtenerla, co m o lo señala Spino za

(TTP, 351-352). Pero, para que en la práctica los conflictos y la vio-

lencia que engendra la imaginación de la libertad del otro, sean neu-

tralizados, y se abra al máximo el campo de la libertad real de cada

uno, es necesario suponer que la masa ya controló colectivamente sus

propias pasiones, es decir que interiormente se "liberó". ¿No es supo-

ner el problema resuelto de una m anera utópica?

Es significativo que precisamente el TP recuse enseguida cualquier

utopía, señaland o la antítesis irreductible de las nocio nes de obed ien-

da y libertad (TP, IV, 5). Hacer pasar la obedienda en tanto que tal por

la libertad es una mistificación. La libertad real es sinó nim o de poten-

da e independencia, mientras que la obedienda traduce siempre una

dependencia. Pero es aquí que comienza nuevamente una dialéctica

notable: en la cual la Razón no "manda" nada, pero muestra que un

Estado ordenado, capaz de conservarse a sí mism o, es la cond ición de

cualquier búsqueda eficaz de la utilidad. Guiados por la razón, los indi-

viduos deben desear la existencia de un Estado tal, al cual obedecerán

al igual que todos los dvidadanos, Recíprocamente, el Estado "absolu-

to", en el sentido que definimos, tiende prindpalmente a su conserva-

ción. Desde este punto de vista, en efecto, le es indiferente que los

individuos obed ezcan p or temor o por amor. Pero, para que obedezcan

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constantemente, es necesario que el Estado garantice su seguridad, la

paz interior, y que no amen ace el m ínim o de individualidad irreducti-

ble. Toda la organización del Estado "absoluto", lo vimos, tendrá que

procurar que los hom bres ind ividualmente guiados por la pasión actú-

en como si estuvieran guiados por la razón (TP, X, 4-6). Se puede decir

en este sentido que una racionalidad colectiva incluye a la vez, como su

cond ición de posibilidad, la obedien cia de los individuos men os razo-

nables y la de los más razonables, sean éstos gobernantes o gobema-

dos. Es esta regla común la que desestima el con ocim iento (o la razó n)

sobre las pasiones de la multitud, ya que, al permanecer cada uno sólo

consigo mismo, la razón sería impotente.

Comprendemos entonces que las proposiciones de Spinoza sobre

la obediencia, y sobre la superación de la obediencia, no tienen el

mismo séntido a nivel de los individuos aislados, si no es por una

abstracción provisoria. Los "encadenamientos" de ideas, como los de

los movimientos corporales, relacionan entre ellos, poco a poco, a

todos los individuos de la naturaleza, aunque esta determinación no

es nunca percibida completamente. Cuando un individuo es pasivo,

es que su alma está subyugada por la circulación de afectos y por las

"ideas generales" de la imaginación colectiva (según los procesos de

"imitación" afectiva que describimos). Es así pues que su cuerpo está

simultáneamente subyugado por la presión incontrolada de todos

los cuerpos cercanos. Cuando un individuo es activo es porque, al

contrario, los encuentros de su cuerpo con otros cuerpos se organizan

de manera coherente, y las ideas en su alma se encadenan conform e

a las "nociones comunes" -en el doble sentido de: comunes a todos

los hombres, y de: comunes a los hombres y la naturaleza entera (es

decir objetivas). En los dos casos estamos frente a modalidades de la

com unica ción: la forma mism a ba jo la cual se realiza la individuali-

dad aparece como el resultado de un cierto modo de comunicación.

Con esta noción, desembocamos sobre lo que quizás es la idea más

profunda de Spinoza.

Ética  y  c o m u n i c a c i ó n

Recapitulemos en efecto. Tres problemas se planteaban clásica-

mente a propósito de la obediencia a la ley: ¿Cuál es su mecanismo

psíquico (o psicosomático)? ¿Qué relación mantiene con el temor (o

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la coacción) y el amor? ¿Cóm o se articulan la obediencia y el conoci-

miento, y, correlativamente, qué relaciones pueden existir entre los

"doctos" y los "ignorantes", entre el saber y el poder? Para Spinoza

estos tres problemas no son más que uno y reciben una única solu-

c ión. Pasión y razón son en ú l t ima instanc ia modal idades de la

comunicación entre los cuerpos, y entre las ideas y los cuerpos. Del

mismo modo, los regímenes políticos deben ser concebidos como

regímenes de comunicación: los unos conflictivos e inestables, los

otros coherentes y estables. O mejor dicho: unos, en los cuales el

aspecto conflictivo supera tendencialmente a la coherencia, los otros,

en los cuales la coherencia supera tendencialmente al conflicto.

De hecho, todo Estado real incluye en sí mismo esas dos tenden-

cias, y en consecuencia Spinoza designa los dos estados límites a tra-

vés de las hipótesis de una "barbarie", y de una comunidad de

hombres "guiados por la Razón".

Reunidos por el temor hacia un amo cuyo poder es a la vez real e

imaginario {aunque más imaginario que real), y el cual es presa del

temor de aquéllos que le temen, los individuos comulgan en los mis-

mos afeaos, experimentan por él semejante fascinación y repulsión,

pero no tienen verdaderamente un objeto en común. Comunicación

mínima por lo tanto, tan midosa como sea, en la cual el estado de la

sociedad no se distingue más que nominalmente de un "estado de

naturaleza". M ultitud es entonces s inón im o de soledad (TP, V, 4; VI, 4),

y la unanimidad no resiste demasiado tiempo al antagonismo latente.

Ahora bien, por más represiva que ésta sea, el estado incluye sin em bar-

go siempre ya "algo en com ún" (Ética, Proposición 29 de la Parte IV).

Incluso allí donde no hay aún bien común (este bien que, a partir del

Tratado de la reforma del entendimiento,  el joven Spinoza había llamado

un "bien comunicable", sin poder desarrollar las implicancias del mis-

mo), cada uno comienza a desarrollar su potencia al máximo utilizan-

do la de los otros, y en consecuencia a producir una solidaridad

objetiva. No siendo ningún individuo rigurosamente "semejante" a los

otros, teniendo cada uno su "índole" propia, la multitud deviene

entonces sinónimo de intercambios (en el sentido amplio: el inter-

cambio de propiedades no es más que un aspecto) y de libre comuni-

cación entre singularidades irreductibles.

De allí una tensión permanente entre dos encadenamientos de ide-

as y movimientos. Pero esta tensión n o tiene ningún sentido si la con-

cebimos como un vis-á-vis inamovible: ésta coincide en realidad con

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un esfuerzo de los individuos (sin fin preestablecido) para transformar

su propia "índole" colectiva. ¡Aquí se manifiesta claramente el error

que cometeríamos si interpretáramos la noción spinozista de "conser-

vación" del cuerpo político en un sen tido .. . conservador A medida

que el cuerpo político -individuo de individuos- desarrolla su propia

potencia, la complejidad real-imaginaria de la relación social, tal como

la concibe Spinoza, aparece por el contrario como el principio de un

movimiento. La obediencia misma (con la representación correlativa

de una "ley"), tal como la institucionalizan el Estado, la religión y la

moral, no es un dato fijo, sino el pívot de una transición en curso.

Mejor (puesto que ningún progreso está garantizado): es lo que está en

juego en una práctica -¿diremos una lucha?- en la cual el momento

decisivo es la transfoirnación del modo de comunicación mismo.

A esta práctica Spinoza la define como un esfuerzo de los indivi-

duos por provocar por la razón, representándose su necesidad, las

acciones a las cuales éstos están muy a menudo determinados por sus

pasiones  [Ética,  Proposición 59 de la Parte IV). Efectivamente, la for-

ma más eficaz de la comunicación es la que se realiza en el conoci-

miento rac ional . Es necesar io s iempre -puesto que la razón

individual por sí misma es débil- recurrir a pasiones que en sí mis-

mas son malas (fuentes de tristeza: la gloria, la ambición, la humil-

dad, etc.) para com bat ir los afectos los unos po r los otros y disciplinar

a la multitud  [Ética,  Proposiciones 55 y 58 de la Parte IV). Pero el

conocimiento es un proceso continuo de per fecc ionamiento de la

comunicación. Éste multiplica la potencia de todos. Ciertos indivi-

duos, sin duda, conocen más que otros. Sin embargo estamos en con-

tra de la idea del "filósofo rey" (o de la atribución del poder a los

poseedores del saber), como de la idea de una "salvación por el cono-

cimiento", concebida como una fortaleza especulativa. La una y la

otra tienen además esto en común: para parafrasear a Spinoza, que

ellas se representan las relaciones del conocimiento y la práctica

como si se tratara de potencias numéricamente distintas, o de un

"Estado dentro del Estado". Notemos aquí que Spinoza, después de

haber analizado la utilización (y la perversión) del saber en el régi-

men de la superstición "teocrática", jamás planteó que el conoci-

m iento racional, co m o tal, pueda servir para instaurar una relación de

obediencia entre aquéllos que saben y aquéllos que ignoran. Por lo

que se ve, éste se transformaría así nuevamente en superstición, y los

filósofos o los doctos en teólogos y en pontífices.

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Por el contrario, el TTP remarcó de paso que existe en el lenguaje al

m enos un elemen to -el sentido de las pala bras - irreductible a las mani-

pulaciones de los teólogos porque "la lengua es conservada por el vul-

go junto con los doctos" (TTP, 20 3) . Lo que quiere decir que el sentido

de las palabras está determinado por el uso común que hacen de ella

los "doctos" y los "ignorantes", en tanto que se comunican entre ellos.

Analizando las formas de los "géneros de conocimiento" sucesi-

vos ( imaginación, razón científ ica y "amor intelectual de Dios") , la

Ética nos

  permite desarrol lar esta indicac ión. El conocimiento

comienza con la utilización de las palabras del lenguaje, en descrip-

ciones y relatos. Este primer género es por naturaleza inadecuado: su

principio consiste en efecto en recubrir las experiencias irreductibles

de cada uno (sensaciones, recuerdos, afectos) con nombres comunes,

es decir noc ione s abstractas y generales  (Ética,  Proposición 40 y esco-

lio de la Parte II). Sin embargo, el conocimiento racional de los últi-

mos dos géneros no es una evasión fuera del elemento común del

lenguaje, hacia una "visión" incomunicable (aunque Spinoza conti-

núa ut i l izando e l término ant iguo "conocimiento intui t ivo" para

designar la explicación de las cosas singulares por sus causas inma-

nentes). Éste es más bien el trabajo intelectual que permite rectificar

ese primer uso, y encadenar las palabras conforme a la necesidad

natural (Proposición 18 y escolio de la Parte II, Proposición 1 de la

Parte V): lo que son de hecho precisamen te las nociones com unes. El

lugar del conocimiento en la vida de la multitud se precisa entonces:

si nadie piensa jamás solo, se puede decir que conocer realmente, es

pensar cada vez menos solo, sean cuales sean los individuos que por-

tan ideas verdaderas. Además todos los individuos tienen al menos

"una idea verdadera" (sólo sería la de la util idad que contiene la

ecuación de la l ibertad y la potencia de actuar) , susceptible de ser

encadenada con otros  (Ética,  Proposiciones 43 y 47 de la Parte II).

La sociedad política posee de este m odo la potencia inm anen te de

transformarse en el sentido de una vida propiamente "humana", es

decir alegre.

Porque la vida social es una actividad de comunicación, el conoci-

miento es doblemente práctico por sus condiciones, y por sus efectos. Si

admitimos con Spinoza -en la medida en la cual lo admitimos- que la

comunicación está estmcturada por relaciones de ignorancia y saber, de

superstición, de antagon ismo ideológico, en los cuales se inviste el deseo

hum ano y que expresan una actividad de los cuerpos mismos, debem os

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también admitir con él que el conocimiento es una práctica, y que la

lucha por el  conocimiento (la filosofía) es una práctica política. Po r la fal-

ta de esta práctica, los procesos de decisión tendencdalmente demoaáti-

cos descriptos en el TP permanecerían ininteligibles. Comprendemos

con ello porqué el aspecto ese nda l de la democracia spinozista es en pri-

mer lugar la libertad de comunicación. Comprendem os también que la

teoría del "cuerpo político" no es ni una sim ple fi'sica del poder, ni una

psicología de la sumisión de las masas, ni el medio para formalizar un

orden jurídico, sino la bú squeda de una estrategia de liberación colecti-

va, en la cual la máxima enunciaría: ser la mayor cantidad posible para

pensar lo más posible  {Ética,  Proposiciones 5-10 de la Parte V).

Finalmente comprendem os porqu é la toma de posición del filósofo -s u

"ética"- no es preparar o anundar la revoludón, sino correr públicamen-

te el riesgo de la inteligencia. Es verdad que muchas revoluciones no

están aún en este punto.

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5. La polít ica y la comunicación

Como hemos visto, las diferemes modalidades de comunicación

ocupan un lugar central en el argumento de la   Ética  de Spinoza. En

este último c ap ítu lo/ quiero tanto explorar más este tema co mo vol-

ver sobre algunas de las principales conclusiones a las que he llegado

hasta el momento. Mi propósito al hacerlo es mostrar cómo toda la

filosofía de Spinoza, en la medida en que hace la metafísica insepa-

rable de la política (y esta unidad o presupo sición recíproca es preci-

samente lo que aquí entendemos por "é t ica") puede entenderse

como una filosofía de la comunicación muy original.

Los desacuerdos sobre la filosofía de Spinoza siempre se han cen-

trado en tres cuestiones principales:

1. La cuestión de la naturaleza: Spino za hoy es famos o, y alguna

vez fue muy reconocido, por haber identif icado a "Dios" con la

"naturaleza"  (Deus sive natura)  y por haber escrito toda la rea-

lidad como un "modo" de esa sustancia única.^ ¿Fue por lo

^ Este ú l t imo cap ítu lo , que no aparecía en la edic ión or iginal en francés de

Spinoza and Politics,  se basa en una conferencia dada ante una audiencia de

profesores de f i losof ía en la Univers idad de Créte i l y or iginalmente publ ica-

da en e l per iódico

  Questions de philosophie,

  n r o . 3 9 , j u n i o d e 1 9 8 9 .

® La expresión

  Deus sive natura

  se convir t ió con rap idez en un lema que se

s o s t u v o p a r a r e s u m i r l a e s e n c i a d e l p e n s a m i e n t o d e S p i n o z a , y e n c i e r t a

medida s igue s iéndolo . No obstante , es necesar io hacer t res sa lvedades . En

pr imer lugar , a pesar de que la frase resuma a la per fecc ión las doctr inas

expuestas en la pr imera par te de la

 Ética

  ( s i e n t e n d e m o s

  Deus

  y

  Natura

  c o m o

dos "nombres" equivalentes de la substancia in f in i ta) , en real idad no apare-

ce en el texto de la

 Etica

  hasta el prefacio de la cuarta parte. Eso no reduce su

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tanto su f i losofía una forma de panteísmo? ¿Fue una visión

radicalmente mecanicista? ¿Y dicha tesis conduce inevitable-

mente a un absurdo, es decir, a la aniquilación de todos los

valores morales? Bayle fue uno de los primeros en hacer una

observación irónica acerca de este tema: "en el sistema de

Spinoza todos aquellos que dicen que los alemanes mataron

diez mil turcos se equivocan y hablan con falsedad, a menos

que con ello quieran decir que Dios modificado en los alema-

nes mató a Dios modificado en deiz mil turcos".^

2. La cuestión del homb re: ¿cuál es la antrop ología de Spinoza?

Lo que acabamos de decir apunta a una primera aporía, pues

desde una perspectiva naturalista tal la realidad humana pare-

cería estar por necesidad privada de toda autonomía. Spinoza

llega a sostener una estricta correlación entre el alma y el cuer-

po, dado que la primera es sólo "la idea" del último. (A esta

importancia , pero muestra que e l uso que hace Sp inoza de e l la es contextual ,

como e l an t ídoto per fecto para e l s is tema de "esc lav i tud humana" que es e l

tema de esta secc ión . En segundo lugar , se la puede ver como un desp laza-

miento o invers ión de aquel las fórmulas " tauto lógicas" que son la expres ión

pr imordial (y to ta l i tar ia) de las ideo logías teo lógicas y teo lógico -pol í t icas :

"Dios es Dios", "La ley es la ley". Ése es el origen de su poder subversivo. En

tercer lugar, la aparición de esa frase no carece de precedentes sino que de

hecho const i tuye la e tapa f inal de una pro longada h is tor ia . Las dos e tapas

precedentes más importantes fueron , por un lado , e l uso que los es to icos y

los neoesto icos h ic ieron de lo s imétr ico y propiamente la fórmula pante ís ta

Natura sive Deus  (ver Jacqueline Lagrée,  Juste Lipse et la restaumtion áu stoicism

[París: Librair ie Vrin, 1994, págs. 52 y ss.] y, por otro lado, la sexta de las

M e d i t a c i o n e s d e D e s c a r t e s : " p o r n a t u r a l e z a c o n s i d e r a d a e n g e n e r a l , n o

e n t i e n d o a q u í m á s q u e a D i o s m i s m o

  ¡per naturain... nihil nunc aliud quam

vel Deum ipsumj, o  e l o rden y disposic ión  ¡coordinalionemj  que Dios ha esta-

b lec ido entre las cosas creadas" (Descar tes , "Meditat ions Synopsis" , en

  The

Philosophkal Writings of Descartes,  t r a d . J o h n C o t t i n g h a m , R o b e r t S t o o t h o f t y

Dugald Murdoch [Cambr idge; Cambr idge Univers i ty Press , 1984] , vo lumen

Vn, pág. 64) .

^ P ierre Bayle , "Sp inoza" , observación N. lVen e l  Dictionna ire historique et cri-

tique  ( 1 9 6 9 ) c i t a d o e n B a y l e ,  Ecrits sur Spinoza,  textos se lecc ionad os y pre-

s e n t a d o s p o r F r a n c o i s e C h a r l e s - D a u b e r t y P i e r r e - F r a n g o i s M o r e u ( P a r í s :

í . ' au tre Rive-Berg In ternat iona Editeur , 1983) , pág. 69 .

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posición en general se alude como "paralelismo", aunque el

término no aparece en los escritos de Spinoza y posee, en últi-

ma instancia, un significado equívoco). ^̂   Sin embargo, nada

de eso evita que Spinoza describa la perfección humana como

conocimiento intelectual y el logro de la libertad.

3. La cuestión del derecho : en sus obras exp lícitamen te po líticas,

Spinoza propone que el derecho no es sino poder (el del indi-

viduo o el de la colectividad): "por e jemplo, los peces están

determinados por la naturaleza para nadar y los grandes a

comerse a los más pequeños. De ese modo, es por derecho

natural soberano que los peces habitan en agua y los grandes

se comen a los más pequeños" (TTP, 237) . Entonces de inme-

diato sostiene que esa definición contiene dentro de sí misma

un fundamento para la libertad, en este caso la libertad civil,

dado que existe en el Estado y mediante él. Sin embargo, esta

afirmación lejos está de ser sincera, como lo muestran sus dos

principales obras políticas (el  Tratado teológico político  y el

Tratado político)

  cuando l legan a conc lusion es co nsiderable-

mente diferentes desde este único principio. Donde defiende la

limitación del Estado, la otra defiende su carácter absoluto. En

estas condiciones, es apenas sorprendente que su herencia teó-

rica haya sido tan variada, dado que el

  Tratado teológico-político

es para los teóricos del Rechsstaat ("Estado de derecho") lo que

el  Tratado político  es para quienes def ienden e l Machsstaat

("Estado de la fuerza"). De esa manera, los dos términos que la

definición de Spinoza unif icaba de ma nera paradój ica se sepa-

raron de nuevo, o si bien no se separaron, se interpretó que se

privilegiaba a uno por sobre el otro.

El término "parale l ismo" parece haber s ido inventado por Leibn iz , que lo

apl icó a su propia teor ía de la correspon denc ia en tre el a lma y e l cuerpo , qu e

s e b a s a b a e n l a d o c t r i n a d e l a " a r m o n í a p r e e s t a b l e c i d a " . P o r u n a e x t r a ñ a

mala in terpretación , que merecer ía un anál is is deta l lado , más tarde los h is -

toriadores de la fi losofía pasaron a utilizarlo para referirse sobre todo a la

concepción de la ident idad entre e l "orden y la conexión" de pensamiento y

la extensión de Sp inoza.

  Ética,

  I IP7 y esco l io . Cf G. Deleuze ,

  Spinoza el le pro-

blbne de l'ex¡)ression  (Par ís : Edit ions de Minuit , 1968) , pág. 95 .

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 • n  este capítulo final, no trataré de resolver todos, estos proble-

mas. Pero sí quiero mostrar cuánto se los puede aclarar al interrogar

las consecuencias de la idea de que la filosofía de Spinoza es, en un

fuerte sentido de la palabra, una f i losofía de la comunicación -o,

mejor aún, de los modos de comunicación -en la cual la teoría del

conocimiento y la teoría de la sociabilidad guardan una cercana rela-

ción. Spinoza mismo abordó esta idea en su teoría de las "nociones

comunes". Mediante este concepto, se refería a la vez a la universali-

dad de la razón y a la insdtución de una colectividad. Las nociones"

comunes son las verdaderas ideas que subyacen en cualquier ciencia

demo strativa y que son "por igual en sus partes com o en el todo "  {Éti-

ca ,  IIP37), es decir, son inherentes a la naturaleza humana en parti-

cular tal como lo son a la causalidad natural en general. Tam bién son

comu nes a todos los hom bres en la medida en que éstos se unen para

vivir y para pensar, cualquiera sea su grado de sabiduría o su condi-

ción social. Es esta noción fundamental la que debemos ahora anali-

zar si queremos comprender con mayor claridad la relación entre la

función y las formas del Estado, la definición de la individualidad y

la verdadera naturaleza de la libertad. De esta ma nera, veremos cóm o

el problema que proporcionó a Spinoza su premisa teórica resulta ser

también el objetivo práctico de su filosofía.

Poder y l iber tad

El tema de la com un icació n ya está presente en el primer texto que

puede, con certeza absoluta, atribuírsele a Spinoza, el

  Tratado sobre la

reforma del entendimiento  (TRE), que escribiera alrededor de 166 0.

Com ienza de la siguiente manera:

D e s p u é s d e q u e l a e x p e r i e n c i a m e h u b i e r a m o s t r a d o q u e

todas las cosas que co n frecuencia ocurren en la v ida com ún

son vacías y fútiles. . . resolví por fin a intentar averiguar si

habr ía a lgo que no fuera un b ien verdadero , capaz de com u-

nicarse  ¡verum bonum. et sui communicabile]  y que sólo afec-

te a la mente después de haber rechazado todo e l resto , un

bien cuyo descubr imiento y poses ión tuv iera por resu l tado

una etern idad de goce soberano . (TRE, 1)

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Ese bien resulta no ser otro que el con ocim ient o o, para pon erlo en

los término s m ism os de Spinoza , la verdadera idea de las cosas singu-

lares. Su adqu isición parece depender sob re todo de la ascesis mora l e

intelectual, a la cual Spinoza llama la "vida verdadera". Por cierto

tenemo s que entender que aquellos hom bres qu e aspiran a tal cono-

cimiento se encontrarán atraídos hada una comunidad libre e iguali-

taria entre sí (es decir, la amistad). Pero es difícil pensar en una

comunidad semejante como cualquier cosa que no sea un alejamien-

to de las realidades políticas. Sin embargo no hay señal alguna de un

alejamiento semejante en las tres grandes obras de madurez de

Spinoza, el

 Tratado teológico-poMco,

  la

 Ética

 y el

 Tratado p olítico.

  Pueden

diferir en gran medida en cuanto a contexto y estilo, pero las tres son

a la vez obras de filosofía y de investigación política. U no de los aspec-

tos más originales del pensamiento de Spinoza, com o ya hem os m os-

trado, es haber eliminado las separaciones y el orden jerárquico que

existía entre los diferentes dominios del conocimiento. En este aspec-

to, su enfoque de la filosofía fue considerablemente nuevo, y hasta el

presente ha encontrado pocos discípulos. Su obra no está dividida en

una metafísica (u ontología) por un lado y una política o ética, que se

han considerado aplicaciones "secundarias" de la filosofía "primera",

por el otro. Desde el principio m ism o, su metafísica es una filosofía de

la praxis, de la actividad; y su política es una filosofía, dado que cons-

tituye el campo de la experiencia en el cual la naturaleza hu ma na actúa

y se esfuerza por lograr la liberación . Es necesario insistir con este pu n-

to, que con frecuencia se ha entendido mal. Con demasiada frecuen-

cia las obras de Spinoza se han separado en dos: los "metafísicos" se

ocupaban de la Ética,  que colocaban en la gran secuencia de ontologí-

as y teorías del conocimiento que va desde Platón hasta Descartes,

Kanty Hegel, mientras que los "científicos políticos" se concentraban

en los dos tratados, que colocaban dentro de la clase de las obras de

Locke, Hobbe s, G rotius y Rousseau com o las teorías clásicas del dere-

cho natural y el Estado. Como resultado, el hecho de que el centro

mism o de la

 Ética

 sea un análisis de la sociabilidad h a perman ecido en

gran medida inexplorado. Sin embargo, sin este análisis, las definicio-

nes del derecho y el Estado de Spinoza serían ininteligibles. Tanto el

Tratado teológico-político  com o e l  Tratado político  comienzan con las

definiciones idénticas de derecho como poder. Esta definición es uni-

versal: se aplica al derecho del individuo, al derecho del Estado, al

derecho de la Naturaleza como un todo y de todas sus partes.

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Simplemente no es una definición, es una tesis: todo derecho es limi-

tado (excepto el derecho de Dio s), pero sus límites no tienen nada que

ver con una prohibición o una obligación. Son tan sólo los límites de

un poder real. Llevado a sus consecuencias lógicas, ese principio es

extraordinariamente subversivo. Su realismo total socava absoluta-

mente cualquier pretensión de autoridad que sea superior a los inte-

reses del individuo. Un estado que no puede imponer su autoridad

sobre sus súbdilos, sea por coacción o por consenso, no tiene derecho

sobre ellos y, por lo tanto, no tiene derecho a existir. Los contratos de

todo tipo no tienen validez más allá de los beneficios que puedan

obtener las diferentes partes de ellos. Pero, a la vez, los individuos no

pueden alegar tener derecho algun o sob re el estado o en contra de él,

excepto aquel que, solo o con otros, sea capaz de hacer respetar. El

estado más poderoso es también el que tiene el derecho más amplio.

Pero la experiencia muestra qu e dich o estado n o es el Estado autorita-

rio, mu cho me nos un estado que e sté regido por la violencia y que, tar-

de o temprano, se derrocará mediante la violencia. Es el Estado

razonable el que infunde la mayor obediencia, dado que "reina sobre

las almas de sus súbditos" (TTP, 251; traducción m odificad a) es decir,

dado que obtiene la lealtad interna de cada hombre hacia el orden

público. De igual manera, el individuo más poderoso es también el

individuo que tiene el derecho más amplio. Pero no es un individuo

que, por alguna ficción insosten ible, procura vivir en aislam iento total

de todo el resto de los hombres (u opuesto a ellos). El aislamiento es

un sinó nim o de pobreza y el antagonism o implica un sistema de am e-

naza y coacción recíprocas. El derecho del individuo, al igual que el

del Estado, consiste más bien en todo aquello que en efecto es capaz

de hacer (y pensar) en una situación dada.

Todo esto equivale a decir que la idea de un "derecho teórico",

concebido en la línea de una capacidad o una autoridad que pudiera

existir independientemente de que se la e jerza, es absurdo. Todo

derecho se define en relación con una realidad concreta, dado que

corresponde a la artividad de uno o más individuos. Eso explica por

qué a Spinoza le gustaba distanciarse de Hobbes en este punto ftrn-

damental, dado que en el pensamiento de Hobbes, " la Ley y el

Derecho se diferencian tanto como la Obligación y la Libertad",^^ y

r h o m a . s M o b b e s ,  Leviathan,  e d . R i c h a r d T u c k ( C a m b r i d g e : C a m b r i d g e

llniversity Press, 1991) parte I , capítulo 14, pág. 91.

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los derechos naturales deben ceder ante los derechos civiles. La natu-

raleza debe reemplazarse por un orden jurídico artif ic ial si ha de

haber seguridad y protección entre los hombres con intereses opues-

tos. "En referencia a la teoría poh'tica, la diferencia entre H ob be sy yo,

que es el tema de su pregunta, consiste en qu e yo siempre preservo e

derecho natural en su totahdad y considero que el poder soberano en

un Estado tiene derecho sobre un sujeto sólo en proporción al exce-

so de su poder sobre el de un súbdilo. Ése es siempre el caso en un

estado de naturaleza"

  (Las cartas,

  L, pág. 258) . Deberíamos recordar

que el soberano, para Spinoza, puede cobrar cualquier forma, puede

ser un monarca o la ciudadanía (que son, de esa manera, sus propios

"súbditos") . Haya conflicto o colaboración entre los poderes, des-

igualdad de nacimiento o desigualdad civil, guerra civil o domina-

ción de poderes extranjeros, toda situación concreta está

determinada, en diferentes grados, por el derecho natural. Así, no

existe contradicción entre los derechos positivos y los derechos natu-

rales. De hecho, los primeros no sólo reemplazan a los últimos, sino

que, en la medida en que son efectivos, son idénticos a ellos. ^^

Esta concepción del derecho tendrá tres consecuencias de particu-

lar importancia:

1. La libertad del individuo, quienqu iera qu e fuere, y en la medi-

da en que no se la haya reducido a una pretensión puramente

formal, puede verse amenazada por sus debilidades internas y

por los enemigos externos. El individuo que es sui generis

(independiente) no está exento de obedecer la ley, pero no está

obligado (o sólo en la menor medida posible) por los demás

ni por el derecho en general.

2. La noción del estado de naturaleza tal como la concebían los

teóricos clásicos, es decir, como origen, histórico o ideal y sin

El poder e fect ivo de los derechos posi t ivos es lo que Kelsen más tarde l la -

maría su  Wirksamkeit,  dado que son adic ionales a l orde n de la legi t imida d o

Rechtfertigung.  Para esta com par ació n , ver Ma nfred Wa lther , "Sp inoza und

der Rechstposi t iv ismus" , en  Spinoza nel\'350 Anniversario della nascita. Actas

del Primer Congreso Internacional Italiano sobre Spinoza,  e d . E m i l i a G i a n c o t t i

( N a p o l i : B i b l i o p o l i s , 1 9 8 5 ) .

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un estado de inocencia (el "salvaje noble" de Rousseau) o de

perversidad (el  puer robustus  de Hobbes) tiende aquí a privarse

gradualmente de su objeto. En el caso extremo, el argumento

de Spinoza conducirá a la paradoja de un derecho natural sin

un estado de naturaleza correspondiente.

3 . La "muchedumbre" no es (como lo es para Hobbes y para

mu chos otros) la antítesis del "pueb lo", al cual se opone com o

el estado salvaje se opone a la sociedad ordenada. Spinoza

vivió en una época de considerable malestar político y vio con

claridad que no se puede tratar de evacuar la violencia de las

masas, expulsarla del espacio común, para enfrentar el proble-

ma (manifiesto o latente) que ésta supone. Por el contrario, el

verdadero o bjet o de la política es llegar a un acuerdo con la vio-

lencia. Sin embargo, como veremos, Spinoza cambió de pare-

cer considerablemente en este aspecto en los años posteriores

El deseo es la esencia misma del hombre

Las tesis que hemos estado exponiendo contienen una a ntropolo-

gía implícita. Es decir, sugieren una respuesta original para la antigua

pregunta: "¿qué es el hombre?". La Ética  recopila esta respuesta, y la

asienta sobre una proposición fundamental: "el deseo es la esencia

misma del hombre" (IIIP95) . Esta proposición misma deriva de un

principio ontológico: "cada cosa, en la medida de sus posibilidades,

y en cuanto se encuentra en sí misma, se esfuerza   [conatur]  por per-

severar en su ser" (es decir, lo hace en la med ida de sus p osibilidades

por su propio poder y de acuerdo con su esencia) (IIIP6; traducción

modificada). ¿Cómo debemos entender estas af irmaciones?

Spinoza utiliza el término deseo  (appetitus, cupiditas)  para referir-

se tanto al esfuerzo del individuo por preservar su propio ser (su pro-

pia forma) como a la conciencia con peculiaridad humana de ese

esfuerzo. Pero con meticulosidad distingue entre el deseo y la volun-

tad. La voluntad es el nombre que damos al esfuerzo de cada hombre

por preservarse a sí mismo cuando, por una ficción, pensamos en el

alma separada d el cuerpo. El deseo, por otro lado, es el mism o esfuer-

zo cuando une "inseparablemente el alma con el cuerpo" (traducción

modificada). Definir al hombre por su voluntad nos dará una idea

parcial e inadecuada de lo que es el hombre. Todo hombre es una

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unidad de cuerpo y alma. No es ni el compuesto de una forma y una

sustancia (como lo concibe la tradición aristotélica) ni la unión de

dos sustancias (según la reinterpretación que Descartes h ace de la tra-

dición cristiana) . Más bien, alma y cuerpo son dos expresiones de

una única entidad, es decir , de uno y el mismo individuo (IIP7S) .

Quizá nos convenga revertir el orden habitual de estas nociones y

entender la idea de Spinoza de la siguiente manera; la unidad del

hombre es la de un único deseo de autopreservación, que a la vez se

expresa mediante las acciones y las pasiones del cuerpo y mediante

las acciones y las pasiones del alma (es decir, mediante las secuencias

de movimientos y secuencias de ideas). Estas secuencias son substan-

cialmente idénticas, porque expresan la misma esencia individual,

pero lo hacen de manera diferente y, por lo tanto, expresan la irre-

ductible multiplicidad de los órdenes de la causalidad natural.

Debemos admitir que es una tesis dif ícil , pero su importancia

política es muy clara. Spinoza rechaza todas las formas tradicionales

de jerarquía entre el alma y el cuerpo. Ese rechazo en efecto rehabili-

tará el cuerpo y anulará, tanto en la ética como en la política, nues-

tras suposiciones acerca del dominio y de la obediencia. Esto es así,

sea que la relación de la obediencia sea para con uno mismo o para

con una autoridad "externa" -un individuo o una idea, como la idea

de Dios, que por necesidad está relacionada con un cierto movi-

miento del cuerpo. Según Spinoza, no sabemos cuán lejos se extien-

de el poder del cuerpo. Por lo tanto no tenemos razón alguna para

imponerle límites arbitrarios y represivos y, en particular, ninguna

razón para prohibirle tener acceso al conocimiento. Por el contrario,

deberíamos pensar el alma en general como "la idea del cuerpo"

(JIPI3) . Esa idea nunca puede ser por completo adecuada, pero su

aspecto "primero y principal" siem pre es "el esfuerzo... por afirmar la

existencia del cuerpo" (IIIPIOD). No obstante, esta rehabilitación no

ha de lograrse por cierto mediante la reducción del alma al cuerpo,

dado que ninguno es la esencia o la causa del otro. Spinoza no es

"espiritualista", pero tampoco es materiaUsta, al menos en el sentido

común del término. Sostiene, de manera paradójica, que debido a la

identidad de las secuencias de las que están compuestos, el alma no

puede actuar más sobre el cuerpo de lo que el cuerpo puede actuar

sobre el alma. El problema mente-cuerpo, la principal obsesión que

recorre toda la historia de la filosofía, se elimina de un so lo golpe. En

lugar de pensar el alma co mo activa en la medida en que el cuerpo es

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pasivo y viceversa, tene m os que im aginar una actividad y una pasivi-

dad que conciernen de manera simultánea tanto al alma como al

cuerpo. Como resultado, las relaciones sociales también deben ima-

ginarse como relaciones tanto ideológicas (de almas) como físicas

(de cuerpos) que tienen una exacta correlación entre sí y que expre-

san el mismo deseo de autopreservación por parte del individuo, sea

ese deseo com paüb le o no con los deseos de otros individuos y com-

plejos de individuos (como la nación o el Estado).

El deseo, según lo entiende Spinoza, no es la expresión de una

carencia. Por el contrario, es esencialmente positivo (dado que todo

individuo de la naturaleza tenderá a preservar su ser y su forma -de

hech o, esa actividad es su "esen cia"). Pero es la expresión de una fm i-

tud, una f initud que ya hemo s encontrado en conexión con la noción

del derecho, pues ningún individuo tiene el poder de preservarse

absolutamente a sí mismo. Todo lo que podemos hacer es obstruir ,

con más o menos éxito y permanencia, aquellas causas internas y

externas que tienden a su destm cción. Por esa razón debe perseguir o

escaparse de ciertos objetos, que pueden ser humanos (y, por lo tan-

to, portadores de otros deseos) o no, imaginarios o reales, objetos de

la fe o del conocimiento. Una gran parte de ¡a originalidad de

Spinoza es haber propuesto que el objeto de deseo no está ni prede-

terminado ni ya definido, sino que es cambiable y puede sustituírse-

lo. La excepción a esta regla es el deseo de conocimiento racional

(conocimiento "por causas"), cuyo objeto es cualquier cosa singular.

Esa es la razón por la cuál la distinción esencial aquí no es entre lo

consciente y lo inconsciente, sino entre la actividad y la pasividad,

según el individuo esté dominado por el objeto sobre el cual se ha

enfocado su deseo o si él mismo se convierte en "causa adecuada" de

ese ob jeto. Todas las formas p olimo rfas del deseo no son sin o un cier-

to grado de actividad que es suficiente para superar la pasividad, un

diferencial (po sitivo) entre la vida y la muerte.

A las claras, entonces, el término "esencia" se está utilizando aquí

en un sentido bastante poco común. Los contextos de las definicio-

nes que he citado más arriba son muy claros en este punto: "esencia"

no se refiere a una idea general de la humanidad, un concepto abs-

tracto bajo el cual se subsumen todos los individuos y sus diferencias

neutralizadas. Por el contrario, se refiere precisamente al poder que

singulariza a cada individuo y le confiere un destino único. De esa

manera, afirmar que el deseo es la esencia del hombre es afirmar que

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cada individuo es irreductible en la diferencia de su propio deseo.

Podr íamos dec ir que es una forma de "nominal ismo" , dado que

Spinoza considera que la especie humana es una abstracción. Sólo

los individuos existen en el sentido fuerte del término. Pero este

nominalismo no tiene nada que ver con el individualismo atomísti-

co: decir que todos los individuos son diferentes (o, mejor, que actú-

an y sufren de maneras diferentes) es decir que se los puede aislar a

los unos de los otros. La idea de un aislam iento s em ejante es sólo otra

abstracción mistificadora. Es la relación de cada individuo con otros

individuos y sus acciones y pasiones recíprocas lo que determina la

forma del deseo del individuo e impulsa su poder. La singularidad es

una función transindividual. Es una función de la com unicación.

Pero esa definición de deseo tiene incluso otra consecuencia, dado

que Spinoza rechaza la distinción tradicional entre conocimiento y

afectividad. Un a vez más, en lugar de reducir un aspecto al otro, des-

plaza los términos del debate mismo . Lo hace mediante la extensión

de la crítica de la noción de voluntad. La noción de voluntad no es

sólo una abstracción, que se deriva de una falsa idea del alma, sino

que se apoya sobre una incapacidad absoluta de entender qué es una

idea. Una idea, o un complejo de ideas, no es una ilustración, una

imagen de las cosas depositada "en el alma"; es una acción por parte

de un individuo pensante que a la vez es afectado por otros indivi-

duos (hu ma nos o no) o por varios individuos que piensan juntos, es

decir, que forman la misma idea. No hay por lo tanto razón alguna

después del acontecim iento para agregar un acto especial de la volun-

tad o un efecto especial producido por una emoción para que esta

idea pase de la esfera del pensamiento a la esfera de la praxis. Cada

idea siempre ya está acompañada por un efecto (alegría o tristeza y

-como consecuencia- amor u odio, esperanza o temor, etc . ) . Por el

contrario, todo afecto está unido a una representación (una imagen

verbal o un concepto). Las ideas más fuertes y, en particular, las ideas

"adecuadas", que son intrínsecamente verdaderas, son también los

afectos más fuertes. Para Spinoza, son dichosas porque están ligados

al esfuerzo del hombre por imaginar aquellas cosas que aumentan el

pode r de su cuerpo para actuar y, por lo tanto, también el poder de su

alma (IIIPll y escolio) . Pero los afectos más violentos son aquellos

que son inherentes a las imágenes más vividas, sean claros e inteligi-

bles o no. Cuando conocem os las cosas de manera inadecuada (" por

sus causas") no estamos de ese modo aislados del registro afectivo;

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por el contrario, tendemos a convertir todos nuestros afectos en

pasiones dichosas. Por el contrario, sería por completo falso pensar

que la vida de las pasiones, que se caracteriza por la "vacilación del

alma" y por el conflicto interno, corresponde a la ausencia de todo

conocimiento; pues si estamos pensando (y sufrir es pensar), enton-

ces tamb ién sab emos algo, aunque de la forma más débil posible - la

de imaginar objetos externos en base a los efectos que producen en

nosotros, enfrentados con lo que no sentimos relativamente impo-

tentes. Eso es, por supuesto, una ilusión o una mala interpretación.

Pero incluso una ilusión semejante no es una ausencia de conoci-

miento; es también una "forma de conocimiento". Spinoza dice que

el hom bre siempre está pensando (pero no siempre piensa de mane-

ra adecuada). Podríamos agregar que siempre sabe algo, así como

que siempre está afectado por la alegría o la tristeza en sus pensa-

miento s y para los objetos de su pensamiento. Aquí Spinoza anticipa

con claridad a Freud, cuya doctrina se caracteriza menos por la

importancia que atribuye a la afectividad que por la importancia que

concede a la función del pensamiento en la afectividad.

La distinción artificial entre conocimiento y afectividad, que es

parte de la doctrina tanto de los intelectualistas como de los irracio-

nalistas, debe por lo tanto reemplazarse por otra distinción; la que

existe entre los diferentes tipos de conocimiento, que corresponde a

diferentes regímenes afectivos. Juntos, estos dos elementos forma una

"forma de vida". Hay dos tipos principales de conocimiento, a los

cuales Spinoza se refiere com o im aginación y razón, y que se o pon en

el uno al otro como pasivo y activo. Una vez más, nos enfrentamos

con una distinción antropológica cuya importancia política es evi-

dente de inmediato. Algunos hombres viven en el mundo de la ima-

ginación. Spinoza da indicios de manera continua de que ése es el

destino de las masas, al menos en la mayoría de las situaciones his-

tóricas, lo cual explicaría los disturbios a los cuales son p ropen sos los

regímenes fundado s en la superstición, en especial las teocracias y las

monarquías. Una minoría de hombres tiene acceso al mundo de la

razón, gracias a sus circunstancias y a sus esfuerzos personales.

Parecería que, si se produjera un régim en en verdad dem ocrático, esa

minoría tendría que convertirse en una mayoría. No obstante, si

miramos con más atención el argumento de la

 Ética

 y del

  Tratado teo-

lógico-político,   veremos que esta presentación sirr iple es demas iado

mecánica. En realidad, todos los hombres viven tanto en el mundo

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de la imaginación como en el de la razón. En todo hombre ya hay

algo de razón (es decir, algunas ideas verdaderas y algunas pasiones

dichosas) , cuando menos debido al conocimiento parcial que tiene

de su propia util idad; y en todo h om bre hay aún algo de im aginación

(incluso cuando haya adquirido muchas ideas verdaderas mediante

la ciencia y la filosofía y de su propia experiencia), cuando menos

debido a su propia capacidad para dominar todas las causas externas

(a las cuales podemos referirnos, en su conjunto, como "fortuna"). El

problema fundamental de toda la políüca, que ya es el problema de

las instituciones políticas y de la preservación del Estado, es saber

cómo interactúan la razón y la imaginación, cómo contribuyen a la

sociabilidad. En el capítulo anterior , vimos cómo Spinoza analiza

esta cuest ión mediante una "doble demostrac ión" y un "doble

comentario" (escolio) de la proposición 37 en la cuarta parte de la

Ética,  dond e expon e "las bases de la Ciudad ".

La primera demostración y el primer escolio explican la génesis

racional de la ciudad. Los hombres que están guiados por la razón (y

en la medida en la que están guiados por ésta) buscan lo que es útil

para ellos. Lo que es más útil para cualquier hombre son otros hom-

bres, cuya fortaleza, cuando se combine con la suya propia, le pro-

porcionará la mayor seguridad, prosperidad y conocimiento. El deseo

de autopreservación, por lo tanto, implica para cada hombre, desde

el punto de vista racional, que deben'a desear lo que es bueno para

otros y querer formar una asociación estable con ellos. Debe enfati-

zarse que, en la mism a línea de las tesis antropológ icas expuestas m ás

arriba, los hombres son útiles los unos a los otros no en la medida en

que son idénticos e intercambiables (que cada uno puede tomar el

lugar de cualquier otro y "establecer la máxima de su acción como

una ley universal", como diría Kant un tiempo más tarde), sino pre-

cisamente en la medida en que se diferencian el uno del otro por su

"temperamento"  (ingenium),  es decir, porsu s capacidades y sus carac-

teres. Desear el bien de otros como una función de mi propio bien (y

de ese mod o anticipar mi propio bien med iante el bien de otros) para

poder utilizar a los otros y que los otros m e utilicen n o es, por lo tan -

to, de ninguna manera desear que los otros deban ser como yo,

deban actuar como yo y adoptar mis opiniones. Por el contrario, es

desear que sean diferentes, desarrollen sus propios poderes y sepan

qué es útil para ellos cada vez de manera m ás adecuad a. En otras pa la-

bras, la Ciudad que se concibe de manera racional y se construye

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me diante la actividad diaria de sus mie mb ros es en realidad una indi-

vidualidad colectiva, unida por los afectos de la amistad, la morali-

dad y la religión, pero no se funda en la uniformidad. De ese modo

es en sí mism a el me dio por el cual cada hom bre puede afirmar y for-

talecer su propia individualidad.

Como hemos visto, la génesis afecüva contradice la génesis racio-

nal en un punto central: para que los hombres se aboquen en efecto

a un bien común, ése bien debe ser, para cada hombre, un objeto de

amor en su imaginación. El amor que siento por algo se ve aumenta-

do por el hecho de que ese objeto también es amado (y por lo tanto

deseado) por otros, y aumenta cada vez más con cuantas más perso-

nas lo amen. La convergencia de todos estos afectos y su refuerzo

recíproco puede constituir una forma de vínculo social. Pero es nece-

sario hacer dos salvedades sobre este esquema simple. En primer

lugar, el refuerzo que está aquí en cuestión es en realidad un benefi-

cio objetivo (como hemos visto más arriba), pero se apoya sobre una

mecánica de la i lusión: imagino que otros aman lo mismo que yo

(que nuestro amor es por el mismo objeto) y que lo aman de la mis-

ma manera (con el mismo amor que yo siento). En segundo lugar, ese

refuerzo es ambivalente, pues depende del sentimiento que tengo de

ser impotente para obtener el bien que deseo, de mi esperanza de

poder obtenerlo mediante los otros y de mi temor de que ellos pue-

dan privarme de lo qu e deseo. Por lo tanto es capaz de convertirse en

cualquier mo me nto en su contrario; de hecho, contiene a su contra-

rio. Como resultado, la Ciudad que está constituida de esa manera se

apoya en la economía psíquica que es a la vez muy poderosa y muy

inestable: eso es lo que Spinoza llama "la imitación de los afectos"

(imüatio affectuum)  a lo cual, traducido a térm inos mo dem os, podrí-

amos hacer referencia como identificación. Si los hombres fueran por

completo criaturas razonables, las comunidades que forman estarían

cimentadas por completo por la utilidad recíproca y de esa forma por

la diferencia en la similitud. Pero dado que los hombres son todos,

aunque en diferentes grados, criaturas imaginativas, sus comunida-

des también deben depende de mecanismos de identi f icac ión, es

decir, de un exceso (imaginario) de similitud.

Spinoza coloca la ambición entre las relaciones de identificación.

La ambición es el deseo de los individuos de verse según sus propias

opiniones, y mostrar a  los  otros una imagen de si  mismos que los

complazca, con la cual se puedan identificar. Spinoza atribuye las

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representaciones colectivas de clase y de nación a las mismas causas

(IIIP46). Esos casos pueden servir para ilustrar los corolarios de la

identificación afectiva, a saber, el miedo y la mala interpretación de

las diferencias entre los individuos. Los análisis del

  Tratado teológico-

polüico  nos permiten agregar a las Iglesias como otra institución de

ese tipo y, de hecho, a cualquier comunidad fundada en la identifica-

ción recíproca entre creyentes de un dogma religioso compartido.

Todos estos e jemplos muestran que no existe el amor (por nuestro

prój im o, por nuestros conciudadanos, por nuestro com pañ ero) sin el

odio (el odio de clase, el odio nacional, el odio teológico) y que esas

dos pasiones contrarias se dirigen por necesidad no sólo a ob jeto s

que se diferencian entre sí , sino también a los mismos objetos, tal

como se los percibe similares o diferentes en la imaginación. (De allí

que el creyente ame a su prójimo en Dios pero también le tema o lo

odie por ser pecador y hereje.)

La sociabilidad arraigada en las pasiones es por lo tanto conflicti-

va por necesidad. Pero sin embargo es una sociabilidad.real. Uno de

los mayores actos de coraje intelectual de Spinoza fue romper con la

alternativa tradicional según la cual si cada individuo se opone al

otro la sociedad se disuelve  (homo homini lupus),  o la sociedad se

constituye como un todo y, por lo tanto, reinan la paz y el amor entre

sus miembros  (homo homini deus).  Sin embargo, el odio social, ahora

que hemos admitido su existencia, y todas las formas de vacilación

afectiva entre el amor excesivo y el odio excesivo en general, deben

preservarse dentro de ciertos límites. Esos límites son impuestos por

el Estado, es decir, por un poder cuyas coacciones cobran la forma de

leyes. Ésa es la razón por la cual, en el segundo escolio de la proposi-

ción 37 de la cuarta parte de la

 Ética,

  Spinoza deduce del conflicto de

las pasiones la necesidad de que los individuos alienen parte de su

poder (o su derecho) en favor de una institución pública que defina

el bien y el mal, la justicia y la injusticia, la piedad y la impiedad, en

térm inos universales. Eso codificará las reglas de propiedad y justicia

("da r a cada uno lo suyo ") y eso asegurará que los individuos reciba n,

según las verdades del caso, castigo por sus faltas o recompensa por

sus méritos. De esa manera, el eje del argumento pasa de la noción

del bien común a la de la obediencia civil.

Por lo tanto debemos entender que estos dos relatos antitéticos de

la génesis de la ciudad no corresponden a dos tipos de Ciudad, e inclu-

so menos a oposición alguna entre la ciudad ideal (que es, en cierto

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sentido, "celestial") y las ciudades reales (que son irremediablemen te

"terrenales"). Representan dos aspeaos de un único proceso complejo

o, si lo prefieren, dos m om ent os de una única dialéctica. Toda ciudad

real siempre se funda simultáneamente tanto en una génesis activa

como en una génesis pasiva: en un acuerdo racional "libre" (o, más

bien, liberador) por un lado, y un acuerdo imaginario cuya ambiva-

lencia intrínseca sup one la existencia de una coa cción, p or el otro. En

el análisis final no existe otra causa para la sociabilidad que el esfuerzo

de los individuos por alcanzar la autopreservadón

 y,

 por lo tanto , la uti-

lidad mutua. Si, por alguna ficción metodo lógica, consideráramos una

cierta cantidad de individuos "aislados", como podrían haberlos ima-

ginado Hobbes o Rousseau, tendríamos que verlos aplastados por el

poder de su ambiente natural e incapaces en la práctica de protegerse.

La Ciudad no sólo es inherentemente racional, sino que la conducta

racional siempre forma parte del proceso por el cual se constituye, sea

la racional subyacente econó mica , m oral o intelectual. Sin esos afectos

que están relacionados con la razón (el amor y la alegría), ning una ciu-

dad sería capaz de sobrevivir. Pero no puede existir ninguna dudad

sobre una base sólo radon al ni lo contrario. De ese mod o, si es verdad

que los hombres de hecho viven en ciudades o sociedades que gozan

de una relativa estabilidad, debe de ser porque, de alguna manera, la

interacción de la imaginación y la coacción pública determinan y

refuerzan la lógica colectiva de los intereses individuales. Por sobre

todo, es debido a que el Estado obliga a los individuos a comportarse

como si sus vidas estuvieran "guiadas por la razón" y lo hace mediante

un trabajo sobre sus pasiones. En ese caso, ¿deberíamos decir que, para

Spinoza, el Estado es un ma l necesario? ¿O es más bien un b ien relati-

vo (incluso cuando Sp inoza insiste en el hecho de que, para disciplinar

a la masa, que es "aterradora si es impertérrita", tanto el Estado como

la Religión debe n recurrir a pasione s "tristes" que son, en sí, malas, tales

com o la Humildad y el Arrepentimiento [IVP54 Sj)?

Al repasar de nuevo esta dialéctica, hemos podido explorar con

mayor profundidad algunas de las consecuendas de la definición de la

naturaleza humana de Spinoza. Tanto al razón como la pasión son

aspectos de esta naturaleza, co m o lo so n de la naturaleza en general. Los

hom bres s on partes singulares de la naturaleza y pod em os tend er a con-

cederles privilegio, pero no tienen ningún título intrínseco de trata-

miento espedal. La razón no está por end ma de la naturaleza y la pasión

no es la "perversión" de la naturaleza. La constmcción de la sodabilidad

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y la Ciudad sigue siendo un proceso por com pleto inma nente a la natu-

raleza, es dedr, que se puede explicar med iante causas determinadas. O

mejor dicho, es precisamente esta dialéctica de la razón y de la pasión,

de la utilidad y del conflicto, lo que nos permite entender la forma que

cobra la causalidad natural en el orden hum ano .

La aporía de la comunicac ión y la cuest ión del conocimiento

No obstante, el marco que acabo de delinear sigue siendo un tanto

abstracto. Una genu ina teoría política no puede tan sólo propo ner una

serie de principios de inteligibilidad. También debe tratar de dar cuen-

ta de las realidades conaetas de la historia, la singularidad de los regí-

menes políticos existentes, las causas inmanentes inmediatas de su

estabilidad e inestabilidad y las condiciones que permiten a los hom-

bres aumen tar su libertad y de ese mod o su propia utilidad. Es en estos

dos tratados (el T ratado teológico político y e l T ratado político]  que Spinoza

aborda cuestiones tan concretas. Como hemos visto en los capítulos

precedentes, existen considerables diferencias entre los puntos de vista

de estas dos obras. Sin duda, esas diferencias podrían explicarse por las

circunstancias en las qu e se las escribió y por la inte nció n estratégica de

su autor, las cuales habían cambiado en el período intemiedio. Pero

dado que, a partir de premisas idénticas, estas dos obras sacan conclu-

siones que en parte se contradicen entre sí, ese cambio de perspectiva

también debe analizarse como un problema teórico.

En el Tratado teológico-político  Spinoza representó el régimen repu-

blicano de las Provincias Unidas ("la República Libre") como una

democracia (o como el régimen históricamente más cercano a una

democracia) , y definió la democracia com o "el Estado más n atural" .

Representó la institución de la democracia como la verdad originaria

y el modelo de todo Estado, bajo la forma de im contrato (pactum)

de asociación entre individuos. Por ese contrato, cada individuo

transfiere a la soberanía colectiva (de la cual él mismo forma parte)

el derecho a legislar, a comandar o a castigar delitos tanto públicos

com o privados. La palabra clave de este argumen to era la libertad. P or

otro lado, "el propósito del estado es, en realidad, la libertad" (TTP,

29 3) . Por otra parte, los medios po r los cuales puede garantizarse la

libertad de las instituciones es la libertad de opinión y de expresión

de opinión. Cuando se suprimen estas ]ibertade,s, el resultado es la

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sublevación y la guerra civil. Por el contrario, cuando existen, permi-

ten a los ciudadanos construir una voluntad común y determinar su

bien común. La cuestión crucial que luego surge es la de la relación

entre la religión y la Ciudad.

Para resolver esa cuestión, Spinoza emprende una enorme digre-

sión cuyo objetivo no era menos que la reforma absoluta de la ima-

ginación teológica. No tiene sentido separar la esfera privada de la

pública, inscribir la opinión religiosa en la esfera privada y establecer

una tolerancia formal, si los hombres siguieran pensando que la sal-

vación tanto en la tierra como en el cielo dependiera de adherirse a

un credo dad o y que el rechazo de ese credo p or parte de otros es una

amenaza a su propia salvación. Tal creencia es, en un sentido, nece-

saria, pues nadie puede decidir no vivir su fe de acuerdo con su pro-

pio temperamento. Y eso puede incluso ser útil, dado que insta a los

hom bres a amar a su prój im o. Nuestro objetivo, entonces, debería ser

extraer de las Escrituras un núcleo dogmático absolutamente univer-

sal para cambiar el contenido mismo de la fe. El contenido de ese

dogma consistiría por completo en el amor al prójimo, la esperanza

de salvación y la afirmación de una Ley divina que exija nuestra obe-

diencia. Entonces podría mostrarse que estos dogmas son compati-

bles con todas las opiniones f i losóficas y con todas las variantes

individuales de la representación de la divinidad. Es por lo tanto res-

ponsabi l idad del Estado (democrát ico) "desmit i f icar" e l dogma

mediante la formulación de esta distinción e imponerlo como una

regla colectiva a todos. No debería hacer eso por sí mismo, tomando

el lugar de las Iglesias, sino mediante el control de las actividades

públicas ("religión exterior") y estableciéndose como el único intér-

prete autorizado de las consecuencias políticas de la fe (la justicia, la

caridad y los "trabajos" en general). Esa solución supera por mucho

a las claras la idea clásica de la tolerancia. Por un lado, establece una

equiva lencia total y una igualdad ab soluta de derechos entre todas las

profesiones de fe diferentes, por el otro, subordina por completo el

aparato de la Iglesia al aparato del Estado.

Al formular estas tesis, Spino za sin lugar a dudas esperaba ayudar

a combatir la creciente ola de fanatismo que, en confabulación con el

partido monárquico, amenazaba con sacar ventaja del temor de las

masas a la guerra y la crisis inminentes y acabar con la República. La

experiencia le demostraría (de manera trágica) que sus miedos no

habían sido en vano y que la solución que había propuesto era una

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ilusión. Parecería que sus reflexiones sobre el asesinato de los her-

manos de Witt lo condujeron a dos conclusiones. La primera era que

el régimen republicano de los años 1650 a 1672 no había sido una

verdadera "democracia" sino más bien una oligarquía cuyas formas

no igualitarias habían constituido una de las causas del conflicto

social. La segunda era que había sobrestimado los efectos del argu-

mento racional en las opiniones de las masas

  (vulgus, multitudo)

  en lo

que a política y a teología respecta. En un nivel más profundo, había

sobrestimado su capacidad de gobernar su propio comportamiento

de manera racion al y gobern arse a sí mis mo s. Es verdad que estas dos

proposiciones en cierta medida se compensaban entre sí , pues la

intemperancia de las masas es en sí, en parte, una consecuencia de la

falta de democracia. Pero más allá de lo que eso significara, por cier-

to había sobrestimado la capacidad de los hombres de establecer ,

más allá de las circunstancias y en conformidad con la "naturaleza",

un régimen democrático.

En este contexto, podemos leer los capítulos completados del

Tratado político co mo el registro de su conversión a una nueva forma de

ver las cosas. La cuestión de la libertad no desaparece, así, de la pers-

pectiva. Por el contrario, Spinoza extiende el alcance de su investiga-

ción a las condiciones de libertad aun más. Ahora quiere saber cómo

puede garantizarse bajo los diferentes tipos de regímenes políticos,

cualquiera sea la forma que la soberanía cobre (monarquía, aristocra-

cia, de m oa aci a), pero la libertad ya no es el "propó sito" declarado del

estado. La preocup ación central a hora es la paz civil o la seguridad (TP,

V, 2). La cuestión política fundamental es por lo tanto cómo garanti-

zar la estabilidad de un régimen político -para decirio de manera sim-

ple, cómo evitar las revoluciones-mediante diferentes sistemas de

instituciones. Co mo resultado, la idea del contrato s ocial ya no es una

idea de las bases del Estado. En su lugar está la descripción del proce-

so m ediante el cual los individuos con su derecho natural (es decir, su

propio poder) llegan a crear un individuo colectivo, es decir, el Estado

com o individuo de individuos. Ese individuo colectivo tiene un "cuer-

po" que se produce por la combinación de los poderes corporales de

todos y cada uno de ellos y el alma, que es la idea de ese cuerpo. Esa

alma tiene muchas funciones: es una forma en la cual ese cuerpo pue-

de representarse en la imaginación y en la razón; es la condición de

decisión efectiva (es decir, el gobierno); y es también un instrumento

de la expresión de las pasiones colectivas.

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Spinoza entonces recupera una categoría qu e estaba en el centro del

debate político de aquella época y le da un giro extraño. Para él, el

Bstado es absoluto cuando es capaz de constituirse como una indi\á-

dualidad estable. Su axioma fundamental, sacado tanto de su propia

experiencia como de los teóricos polítícos "realistas" (en particular de

Maquiavelo), es que la mayor amenaza para el ciieipo políüco es siem-

pre el conflicto interno (en otras palabras, sus propios ciuda danos) y no

los enemigos externos. De esa manera, sólo un Estado organizado para

garantizar ¡a seguridad de sus propios ciudadanos y, de ese modo, anti-

cipar y reducir la tensión de los conflictos que podrían causar las dife-

rencias de ideología o de clases, puede aspirar a la estabilidad. En teoría,

todo tipo de régimen puede lograr eso y, por lo tanto, ser "absoluto". A

a demo cracia ya no se le concede n inguna sup erioridad teórica. Spinoz a

afirma que la dem ocracia efectiva sería "el más abs oluto" Estado  (omni-

no absoluCiim),  es decir, combinan'a la mayor libertad e igualdad posibles

con la mayor seguridad posible. Pero no demuestra su afirmación, por-

que faltan los capítulos pertinentes. Además, también parecería que el

tipo de régimen más difícil de establecer sería la democracia.

Es entend ible que m uch os lectores s ientan q ue el Tratado político  de

Spinoza haya renegado de sus ideas anteriores. La filosofía de la liber-

tad se vio suplantada por la filosofía del cuerpo social. El Estado fun-

dado en el derecho se vio reemplazado por el estado fundado en el

poder. Sin embargo es precisamente esta distinción la que, desde el

punto de vista de Spinoza, es absurda. Por lo tanto no puede ser esa la

interpretación correcta. Volvamos atrás , entonces , y observemos con

más detenimiento la lógica interna del pensamiento de Spinoza. Sin

duda a lguna, las circunstan cias históricas ftieron d ecisivas a la hora de

conducir el argumento del  Tratado político  por un nuevo mmbo. Pero

eso en sí puso en cuestión el principio fun dam enta de su teoría polí-

tica o su antropología: la identidad del derecho y del poder. Es esa

identidad lo que funda el proyecto de Spinoza para la liberación del

hombre . ¿Por qué entonces adopta ahora un nuevo modelo de la

constm cción del Estado? Creo que Spinoza se dio aien ta de que había

una contradicción en el modelo que había adelantado en el  Tratado

teológico político,  la cual reflejaba una debilidad intrínseca en su con-

cepc ión de la "hber tad" . E l

  Tratado político,

  entonces , es admirable

como intento de superar esa debilidad al incorporar a su teoría lo que

había s ido su otro original - la pesadi l la que lo acechaba pero que no

había logrado, desde el punto de vista conceptual, pensar en su totali-

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dad. Ésa fue la fundón específ ica de las masas

  (multitudo) y

  de los

mo vim ientos de masas en la pol ít ica y en la historia. Spinoza , enton -

ces, no ha dejado a un lado la libertad para abocarse a la seguridad.

Sólo está tratando de definir las condiciones reales de la libertad.

Desde esta perspectiva, el  Tratado teológico-político  podría verse como

un gran argumento negativo, una  reductio ad absurdum.  Si los deredios-

poderes de los individuos no se combinan de manera armoniosa ,

entonces la sociedad civil se destruirá. Vemos cómo sucede eso cuando

la represión de las opiniones conduce a luchas ideológicas

 y,

 por lo tan-

to, al ciclo infernal de la revolución y la contrarrevolución. Para los

indiwduos, la destrucción de la sociedad civil es el preludio inmediato

de su propia destmcción. Ésa es la razón por la cual los hombres con

mucha frecuencia establecen y respetan reglas mediante las cuales se

combinan sus poderes individuales . Al promover la comunicación de

opiniones , esas reglas conducen a una transferencia permanente de

pod er de los individuos a la autoridad p iiblica. El resultado práctico de

esa transferencia (sea que tome la forma de un pacto táci to o de un pac-

to deliberado) es una multíplicación de los poderes de todos, sin dis-

t inción, es decir , una mult ipl icación de sus derechos. Al perder su

autonomía absoluta, el Estado y el individuo han perdido sólo una

l ibertad f ict ic ia, una impotencia. A cambio, se han comprometido de

manera activa al proyecto de su propia liberadón.

Cuanto mejor esté adaptada la regla que gobierna la combinación

de poderes a la diversidad de deseos y temperamentos individuales ,

m ás efectivo será su resultado. Ésa es la razón por la cual el

  Tratado teo-

lógico-político   especifica qu e la fomaa de esa regla debería ser la abso lu-

ta libertad de expresión, l imitada sólo (pero de manera rigurosa) por la

necesidad de garantizar la obediencia de la ley (TTP, capítulo XX).

Como hemos visto, el significado esendal de dicha regla es que no pue-

de forzarse a nadie a pensar com o otra persona o ind uso a hablar c om o

otra persona ("mediante la boca de otro", por as í dedrlo) . De hecho,

en el caso extremo, es una imposibilidad física, dado que implican'a

que los cuerpos en cuestión son indistinguibles, en la línea de la fanta-

sía políüco-religiosa del "cuerpo místico". Si se observan esas condi-

ciones, entonces puede suponerse que el estado es el autor colectivo de

toda acdón individual que esté en conformidad con la ley, porque la

causa real de las acciones del Estado (la prim era d e las cuales es el esta-

blecim iento de la ley) es la acd ón redpro ca de individuos que en cuen-

tran en la existencia del Estado los medios para su utilidad o su placer.

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"Si bajo la ley civil sólo se procesaran hechos y las palabras no se

castigaran", entonces dicha sedición, que se debe al hecho de que "la

ley se impone en el reino del pensamiento especulativo y se juzga y

se condena como delitos a las creencias", se consideraría imposible

(ITP, 51) y su ilegitimidad sería de inmediato obvia. De ese modo, la

mo narq uía y la aristocracia tienden a destruirse a sí mism as, mientras

que el régimen democrático puede conocer sus propios límites y de

ese modo trabajar para extenderlos de manera indefinida.

Este argumento es muy sutil y muy verosímil. Encarna una buena

cantidad de las motivaciones que llevó a los principales filósofos y

ciudadanos de toda la historia a considerarse demócratas. Sin embar-

go, resulta ser insosten ible. Para empezar, contiene una contradicción

interna que es visible tanto en la práctica como al compararla con la

antropología de la  Ética.  Toda la solución "democrática" del  Tratado

teológico-político   se apoya en la posibilida d de establecer una clara dis-

tinción entre el discurso y el pensamiento, por un lado, y las acciones

por el otro. Pero la idea de un "derecho" entonces ya no equivale a

poder. Se ha revertido a un criterio form al, que a lguna autoridad afir-

ma a priori. Desde la perspectiva del poder, que es la de la realidad,

las palabras y los pensamientos que más efectivos son (y en particu-

lar aquellos que atacan la injusticia y los males del Estado actua l), son

las acciones mismas. Son, de hecho, las acciones más peligrosas de

todas, pues inevitablemente incitan a otros hombres a pensar y a

actuar como ellos. Así, ese criterio resulta ser inutilizable precisa-

mente en el punto en el que más indispensable es. Spinoza mismo

descubrió la verdad de esto cuando publicó el  Tratado teológico-políti-

co .  Por supuesto, podn'amos decir que el problema aquí es de hecho

el de la constitución de un consenso por la necesidad de un pacto

social y de valores democráticos fundamentales. Pero tal consenso

sólo existe cuando el Estado no es corrupto o, como diría Spinoza,

"violento". Si seguimos esta l ínea argumentativa entonces, se nos

conduce en una regresión infinita. Esa regresión es, en un sentido, lo

más interesante acerca del

  Tratado teológico-político.

  Para garantizar

que el parto civil se mantenga, es necesario redoblarlo con un parto

religioso, es decir, con un acuerdo sobre aquellas exigencias de la fe

que son comunes a todas las tendencias teológicas. A su vez el pacto

religioso supone algtin vínculo comiin de pasión. Spinoza identifica

ese vínculo con el patriotismo. Pero la noción de un patriotismo

democrático inevitablemente se dividiría en nacionalismo ( la ideo-

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logia de la elección divina de un pueblo) y universalismo (la afirma-

ción dé la identidad del ciudadano y el pró j im o). Eso es más que sólo

problemático . De hecho, hemos encontrado nuestro camino de

regreso al mismo círculo vicioso del que partimos.

Es esta aporía, entonces, la que Spinoza se aboca a estudiar en el

Tratado p olítico.  ¿Cómo podemos producir un consenso, no sólo en el

sentido de la comunicación de opiniones preexistentes, sino sobre

todo como la condición de la creación de opiniones comunicables

(es decir, opinion es que no se excluyen entre sí)? ¿Y có m o puede pro-

ducirse ese consenso dado que, como hemos visto, el "asunto" de la

política está constituido no por individuos aislados sino por una

masa, cuya pasión más frecuente es el temor y a la cual pertenecen

todos, los gobernantes y los gobernados, por igual? Pues una masa,

en este sentido, es algo temeroso, no sólo para quienes gobiernan,

sino incluso para sí mism a  (terrere, nisi pavea nt).

Tanto las circunstancias históricas como las dificultades internas

de su propia teoría impusieron esta perspectiva a Spinoza, la cual lo

llevó a examinar en detalle los modos de operación de las institucio-

nes. Estas instituciones no sólo son leyes  (leges),  s ino también

"aparatos del Estado"  (imperium),  que están comp uestos por una

administración y sistemas de vigilancia, representación, decisión y

control. Por ende implican una distr ibución de poderes, de cargos

públicos y de condiciones sociales, que se diferenciarán de iin régi-

men a otro (monarquía, aristocracia unitaria o federal, democracia).

Es decir, las instituciones organizan la relación entre los gobernantes

y los gobernados, considerados como clases. Spinoza no renuncia a

su idea de que, en el análisis final, los individuo s están m otivados por

el deseo de su propia preservación y, por lo tanto, por la búsqueda de

lo que les resulta más útil. Pero abandona por completo la idea de

que el Estado esté construido sobre la base de poderes "indepen-

dientes". Por decirlo de otra forma, destierra todo resto de la ficción

de un estado de naturaleza que quedara en la idea de un pacto social

acordado entre individuos que tan sólo se yuxtaponían entre sí. Pues

los individuos no so n inde pendien tes ("^ui ju m j. Sólo p uede pasar a

serlo en una mayor o menor medida. De ese modo, la importancia

esencial de las instituciones como problema de la teoría política pro-

viene del hecho de que la verdadera sustancia de la política es la

masa. Cuando los individuos se representan sus intereses a sí mis-

mos, es decir, cuando piensan y actúan, lo hacen de maneras imagi-

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de sus decisiones reciban la mayor publicidad posible (con lo cual se

opon drá a la tradición del  arcana imperii  o secret d'Etat)^  ̂ como a edu-

car a los ciudadanos mismos mediante el ejercicio de su juicio en los

asuntos públicos. Spinoza muestra que el secreto que rodea al poder

no es un efecto de la incompetencia y de la violencia de aquellos que

están gobernados, sino su causa (TP, VII, 27).

El resultado es que el Estado "absoluto" es también un Estado en

el cual la clase gobernante está en una continua expansión. ¡Spinoza

desarrolla esa hipótesis co n referencia especial al régimen aristocráti-

co, al punto de sostener que la clase gobernante debe constituir la

mayoría de los ciudadanos ^^ Esta hipótesis tiene un corolario: las

instituciones deben generar las condiciones para la mayor diversifi-

cación posible de opinión, de manera que las decisiones que tomen

puedan basarse efectivamente en la com binación de todos los pun tos

de vista existentes. Eso explica la hostilidad de Spinoza hacia los par-

tidos político-religiosos, no debido a que estén en desacuerdo con la

opinión pública, sino porque son mecanismos para reducir su com-

plejidad, al canalizarla en categorías preestablecidas. De esa forma

distorsionan el intento de alcanzar decisiones generales que sirvan a

los intereses del pueblo como un todo. Cuanto más adecuadamente

llegue a conocerse la masa, es decir, llegue a conocer las diferentes

singularidades de las cuales está compuesta, menos probable será que

se atem orice a sí mism a. Y viceversa.

Permítanme, a manera de conclusión, repasar de manera esque-

mática cinco puntos que han surgido de este argumento.

En primer lugar, la política de Spinoza confirm a, en térm inos con-

cretos, todo lo que su metafísica n os hab ría llevado a esperar. Los dua-

^^ Sobre la ¡dea del "secret d'Etat" y su función en las teorías preclásicas del

poder , c f . Michel Senel lar t ,  Machiavélisme et raison d'Etat, XlIe-XVIle siécle

(Par ís : Presses Univers i ta ires de France , 1989) ;  Les arts de gouverner. Du regi-

men m édicval aii concept de gouvernement  (Par ís : Seu i l , 19 95 ) .

^^ Ser ía in teresante comparar en profundidad e l concepto de ¡ a repúbl ica

como estado fundado en e l gobierno de la mayor ía de Locke y e l concepto

d e d e m o c r a c i a c o m o c o n c e p t o l i m i t a n t e , u o b j e t i v o , p a r a l a t r a n s f o r m a c i ó n

de )a c lase gobernante en una mayor ía de Sp inoza,

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l ismos que habían estmcturado la antropología, la moralidad y la

política desde la antigüedad quedan desplazados de manera radical.

Eso incluye el dualismo de la naturaleza y la cultura (instituciones,

artificio), el cual es responsable por la cuestión de si el individuo o la

sociedad deberían considerarse "naturales"; el dualismo del alma y el

cuerpo (de lo espiritual y lo material), que es el origen de nuestra

visión jerárquica del individuo y de la sociedad, y, sobre todo, el dua-

lismo m oral de la bon dad y la perversidad, que es la fuente de la opo-

sición entre los filósofos para los cuales "nadie es voluntariamente

malo" (Platón) o para los que el hombre es por naturaleza bueno con

sus conciudadanos (Rousseau) y aquellos como Maquiavelo y Hobbes

que basan su concepción de las relaciones sociales en la hipótesis de

la maldad humana o, al menos, en la idea de que el dominio que tie-

nen sus intereses sobre los hombres los conduce a comportarse como

si se odiaran unos a otros. En lugar de estas alternativas esendalistas,

Spinoza establece una analítica del deseo y de sus formas múltiples,

alineada en torno de la polaridad de la actividad y la pasividad.

En segundo lugar, para Spinoza la naturaleza también es historia:

una historia sin  propósito, en  realidad, pero no  carente de un proce-

so ,

  no carente de un movimiento de transformación (es decir, ningu-

na transformación particular se "garantiza" en ningún momento). Al

analizar todas las configuraciones históricas posibles de la "dialécti-

ca" entre la razón y la pasión que estructura la vida de la ciudad, lle-

gamos a cono cer la naturaleza human a en sí mism a -y, de ese mod o,

la naturaleza en general. Pero la política es la piedra de toque del

conocimiento histór ico . Por lo tanto , s i conocemos la pol í t ica de

manera racional (de manera tan racional como conocemos la mate-

mática) , entonces conocemos a Dios, pues Dios concebido de mane-

ra adecuada es idéntico a la multiplicidad de poderes naturales.

En tercer lugar, no es necesario agregar la libertad a la naturaleza

o prometerla como otro "reino" que ha de llegar. La libertad por cier-

to se opone a la coacción (cuanto más fuerte es la coacción, menos

libertad tiene uno ), pero no se opon e al determinism o o, más bien, a

la determinación, es decir, no consiste en la ausencia de causas para

la acción humana. No es ni un derecho que adquirimos en el naci-

miento ni una perspectiva escatológica que de posterga se manera

indefinida, pues nuestra l iberación ya ha comenzado. Es el  conatus

mismo, el movimiento por el cual la actividad prepondera sobre la

pasividad. Pero eso tiene el corolario de que la liberación siempre es

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ya un "esfuerzo" por tener una existencia adecuada, mediante el

conocimiento de nuestras causas. En la práctica, si la imaginación es

el campo de la política (la "sustancia" de las relaciones sociales) y si

las esperanzas y los mied os de las masas (el am or y el odio a nu estros

"conciudadanos") son inherentes a la imaginación colectiva, enton-

ces el Estado es el instmmento necesario de nuestra liberación. Pero

eso es así sólo con la condición de que él también esté esforzándose

para liberarse. Sólo un estado que esté trabajando de manera perma-

nente para desarrollar su propio proceso de democratización puede

"organizar el Estado  [imperiumj  de man era que todos sus miemb ros,

tanto gobernantes como gobemados, hagan lo que requiere el bien-

estar común, lo deseen o no" (TP, VI, 3), con lo cual pasan a ser cada

vez más útiles los unos a los otros.

En cuarto lugar, la diferencia entre quienes gobiernan y aquellos a

quienes se gobierna es una diferencia entre una clase dominadora y

una clase dominada por muchas razones diferentes. Pero esa diferen-

cia por f in termina por enfocarse en un monopolio del conocimien-

to al nivel del Estado, en cuyo nombre se exige obediencia. Esta

situación, de una intrínseca ambivalencia, puede revertirse con facili-

dad, pues la inseguridad del Estado está vinculada con la ignorancia

de los individuos de quiénes son ellos mismos, y de cómo los afecta

su dependencia mutua. La historia de los estados teocráticos muestra

cómo e l mo nopol io del conocimiento se convier te en un mo nop ol io

de la ignorancia (y podríamos decir lo mismo de los estados tecno-

cráticos en los que vivimos hoy en día). Por otro lado, aquellas insti-

tuc iones "vivientes" que pueden generar la democrat izac ión del

Estado son también aquél las que ponen a disposic ión e l conoc i -

mien to y, por lo tanto, son la condición por la cual el c ono cimien to

en verdad se constituye como tal. No son por lo tanto sólo una con-

dición externa del conocimiento o la sabiduría, sino una condición

intrínseca. La autarquía del sabio y la del rey filósofo son, desde esta

perspectiva, absurdas por igual.

En quinto lugar, el problema de la comunicación política, tal como

lo expone Spinoza, nos permite superar la alternativa entre el indivi-

dualismo y el organicismo (o el corporatismo) tal como la ha entendi-

do la filosoft'a política desde la antigüedad hasta el presente -es decir,

como una cuestión de origen, de fundamentación. Sin embargo, para

Spinoza el problema sigue siendo si lo que está dado en el principio es

el individuo (concebido como un arquetipo o como un ejemplo aza -

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roso de humanidad, un "hombre sin propiedades") o el "animal

social" de Aristóteles y los escoláticos, el Gran Ser de Auguste Comte

(para quien el individuo es una mera abstracción). Co m o he mo s visto,

para Spinoza, el concepto de individuo es absolutamente central, pero

tiene "varios significados". El individuo no es una creación de Dios

según el m odelo eterno ni es una gen eración de la naturaleza co mo una

suerte de materia prima. El individuo es una constmcdón. Esa cons-

tmcción es el resultado de un esfuerzo   (conatm)  del individuo mismo,

dentro de tas condiciones determinadas de su "forma de vida". Y esa

"forma de vida" no es sino un régimen de comunicación dado (afecti-

vo, económico e intelectual) con otros individuos. Los diferentes regí-

menes de comunicación forman una secuencia a través de la cual se

está produciendo un esfuerzo colectivo -el esfuerzo de transformar el

modo de comunicación, de pasar de relaciones de identificación (es

decir, del modo de communion)  a relaciones basadas en el intercam bio

de bienes y de conocim iento. El estado político mism o es en esencia un

régimen tai. Pero a definición de Estado de Spinoza, a pesar de seguir

siendo en rigor realista, es, a las claras, también mucho más amplia que

la forma jurídica y administrativa a la cual se hace referencia con ese

nom bre en el período mo derno (es decir, el período del estado-nación

burgués). De ese modo , esa definición puede ayudamos a imaginar, al

menos en teoría, formas históricas del Estado diferentes a la forma

actual. Y también nos ayuda a identif icar el mecanismo decisivo

mediante el cual se pueden cjrear esas nuevas formas: la demoaatiza-

dón del conocimiento.

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Bibiiografía

Desde hace tres siglos, la filosofía de Spinoza no ha cesado de ali-

mentar discusiones e interpretaciones contradictorias, quizás más aún

que otras. La literatura spinoz ista es por lo tanto inm ensa . Nos atendre-

mos aquí a las obras que, a un título o a otro, com plemen tan lo que se

viene de leer o pemiiten discutirlo, señalando con * las más accesibles.

Al respecto, dos pequeñas obras recientes constituyen introduc-

ciones al spinozismo según una perspectiva diferente de la que yo

adopté: ^Pierre-Fran^ois Moreau,  Spinoza,  col . "Ecrivains de tou-

jours", Editions du Seuil, 1975;  * Guille Deleuze,  Spinoza philosophie

pmtique,  Editions de Minuit, 1981.

No existe, lamentablemente, equivalente en francés de la excelente

biografía de Theun de Vries,  Spinoza in Selbestzeugnissen und

Bilddokumenten,

  Hambourg, Rowohlt Taschenbuch, 1970. Aquéllos que

desearan infonnadón sobre la vida de Spinoza, su contexto histórico,

las tradiciones ideológicas con las cuales él entro en contacto, disponen

ahora de un instmmento irremplazable: la traducción del l ibro de

*Meinsma, Spinoza et son árele,  aumentado y actualizado por un equipo

de investigadores franceses y holandeses (Vrin, 1983). Se encontrará, a

la par de un es aito muy vivo, notas detalladas sob re las relaciones de

Spinoza con la comunidad judía de Ámsterdam y las corrientes de la

"segunda Reforma" (sodnianos, colegiantes, milenaristas, etc.) El libro

de  * L. Mugnier-Pollet, La philosophie politique de Spinoza, Vrin, 197 6, bue-

na exposición en con junto, vale sobre todo por los resúmenes muy da -

ros que brinda de los conflictos teológicos y políticos en las Provindas

Unidas, y sus antecedentes, en fundón de la explicadón de los textos

spinozistas. El de Madelain e Francés,  Spinoza dans les pays néerlandais de

la seconde moitié du XVIIe siécle,   Alean, 1937, muy discutido y en parte

contradictorio con el punto de \ista de Meinsma, brinda u na fuente de

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cuestiones estimulantes sobre los lazos de Spinoza con la coyuntura

política de su país.

Si se desea m ejorar o refrescar el conocim iento de la historia ho lan-

desa del siglo XVII, se referirá en principio a   * Fierre Jeannin ,  L'Europe

du Nord-Ouest et du Nord aux XVlIe et XVIlle siédes,  PUF, 19 69 , col.

"Nouvelle Clio" (la cual presenta también la ventaja de estudiar en

paralelo la situación inglesa). Más completa, sobre la cuestión cmcial

del pensamiento y la acción del partido de los Regentes: Herbert H.

Rowen,

  John de Witt, Grand Pensionary of Holland, 1625-1672,

Princeton University Press, 1978. El lugar de las Provincias Unidas en

el juego de las grandes potencias es analizado por Immanuel

Wallerstein,  Le mercantilisme et la consolidation de l'économie-monde

européenne, 1600-1750,  cap. II: "La période d'hégé mo nie hollan daise",

Flammarion, 1984. (Ver también Femand Braudel,  Civilisation maté-

rielle, Economie et Capitalisme (XMe-X VIII e siécle),

  t. 3, Le tem ps du

monde, cap. 3: "En Europe, les économies anciennes á domination

urbaine : Amsterdam " Armand Colin, 1979.) Sobre los aspectos pro-

piamente políticos: *RobertMandrou,  L'Europe

 

absolutiste

  ,

  Raison et

Raison d'Etat, 1649-1775,

  Fayard, 19 77 . Sobre la posteridad de

Maquiavelo en ese contexto, se consultará la obra clásica de Friederich

Meinecke,

  L'idée de la Raison d'Etat dans l'histoire des Temps modernes,

trad. francesa, Droz, Genéve, 1973, que consagra un capítulo a

Grotius, Hobbes y Spinoza. Una exposición detallada del conflicto

entre arminianos y gomaristas la da Douglas Nobbs,  Theocracy and

Toleration, Cambridge University Press, 1938. Un estudio exhaustivo y

una interpretación apasionante de las corrientes religiosas disidentes

y místicas del siglo XVII, especialmente en Holanda, es objeto de un

libro Leszek Kolakowsky,  Chrétiens sans Eglise,  trad. francesa,

Gallimard. 1969, al cual hice referencia. La profunda repercusión del

spinozismo (especialmente del 'FTP) sobre el período siguiente ha

sido estudiada ante todo por Paul Vemiére,  Spinoza et la pensé frangai-

se avant la Révolution,  PUF, 2e ed., 1982.

Indicamos ahora las obras o selecciones críticas (disponibles en fran-

cés) que estudian la filosofía de Spinoza dándole un lugar importante o

central a la cuestión política y la cuestión teológica, y en las cuales yo m e

inspiré para desarrollar un punto de vista completamente propio:

Michéle Bertrand,  Spinoza et l'imaginaire,  PUF, 1983 (única obra de

envergadura c]ue estudia la din ám ica y las funciones sociales de lo im a-

ginario segtin Spinoza, iluminándolas en comparación con Freud)

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Stanislas Bretón,  Spinoza, Théologie et politique  (Desc lée , 1977)

(punto de vista de un teólogo riguroso y no conformista)

Gilíes Deleuze,  Spinoza et le probléme de l'expression,  Minuit, 1968

(un gran libro difícil, que se puede com enz ar por el final, a partir del

capítulo XVI: "Visión ética del mundo")

Alexandre Matheron,  Individu et communauté chez Spinoza,  Minuit,

1969;  Le Christ et le salut des ignorants chez Spinoza,  Aubier-Montaigne,

1971 (Mathe ron d educe la política de Spinoza de los principios de su sis-

tema con una asom brosa precisión, iluminand o la correlación del pun-

to de vista del individuo y el pun to de vista del Estado. Yo me arriesgué a

seguir el orden inverso, a título de in trodu cción)

Antonio Negri, L'anomalie sauvage, puissanse et pouvoir chez Spinoza,

PUF, 1982 [renueva  totalmente nuestra lectura ubicando el concepto

de " multitud " en el centro de la metafísica spinozista, que éste opo-

ne a la tradición dialéctica).

André Tosel,

 Spinoza ou le crépuscule de la servitude,

  Aubier-Montaigne,

1984 (estudia el TTP como el " manifiesto de una filosofi'a de la libera-

ción" fundado sobre el análisis concreto de la ideología religiosa).

Sylvain Zac,  Spinoza et l'interpréution de l'écriture,  PUF, 1965 (indis-

pensable sobre las relaciones entre la crítica histórica y la exegesis bíbli-

ca, en tanto que propedéutica para la filosofía);

  * Philosophie, théologie,

politique dans

  Vozuvre

  de Spinoza,  Vrin, 1979 (selección de artículos que

se pueden leer separadamente, excelentes análisis del "modelo" del

Estado hebreo en el TTP).

Para finalizar, damos una selección limitada de artículos que ilu-

minan los puntos que traté muy rápidamente:

Madelaine Francés, "La morale de Spinoza et la doctrine calvi-

nienn e de la prédestination",  Revue d'histoire et de philosophie religieu-

ses,  1933, n° 4-5 .

Alexandre Matheron, *" Politique et religión chez Hobb es et Spino za",

en  CE RM , Philosophie et religión,  Editions Sociales,  1974; "Femmes et serva-

teurs dans la démoaatie spinoziste", en   Reme Philosophique,  1977, n° 2 et

3 [actualmente reeditados en

  Anthropologie et politique au XVlle siécle

(Etudes sur Spinoza), Vrin, 1986, la cual contiene igualmente el artículo

esencial "Spinoza et la décom position de la politique thomiste " j.

Emilia Giancotti-Boscherini, "Liberté, démocratie et révolution

chez Spinoza", en

  Tijdschrift voor de Studie van de Verlichting,

  1 9 7 8 ,

n° 1-4 ; "Réalisme et utopie: limites des libertés politiques et perspec-

t ive de l ibérat ion dans la phi losophie pol i t ique de Spinoza" , en

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Spinoza's Political and Theological Thought,  edited by C. De Deugd,

North Holland, 1984.

Pierre-l 'ran( ;ois Moreau, "La notion d'Imperium dans le Traité

poliliquc", en  Acies du Collocjue d'Urbino, Spinoza nel 350 Anniversario

dellíi nascita,  Naples, Bibliopoüs, 1985 ; "Poliüques du iangage"

(sobre Hobbes y Spinoza) , en  Revue philosophiquc,  1985, n° 2.

Elienne Balibar, "Spinoza, l'anti-Orwell. La crainte des masses".  Les

leinps nwdeines,

  septiembre 1985 ; "Spinoza, poliüque et communica-

tion",

  Cahiers philosophiques,

  Centre national de Documentation péda-

gogique (29, me d'Ulm, 75005 París), n° 39, junio 1989. El volumen 1

(1985) de los  Studia Spinozana  (Walther & Walther Verlag, Aliing)

[Konigshausen & Neumann, Würzburg, RPAS, a partir del vol. 4] está

enteramente consagrado a la política de Spinoza (aitíailos en alemán,

inglés, francés e italiano); el volumen 3 (19 87 ) a "Spinoza y Hobbes"

La asociación de Amigos de Spinoza (9, rué Dupont-des-Loges,

París, 7e) edita un Bulletin períódico y publica en Editions Réplique

la serie de los Cahiers Spinoza (5 volúmenes editados).

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1536 Calvino publica la  Institución de la religión cristiana.

156 5 Co mie nzo de la guerra de indep ende ncia de los Países Bajos

españoles.

157 9 "Un ión de Utrech "; fundación de las Provincias Unidas.

159 4 Publicac ión del libro de Socin sob re Cristo  (De Christo

Sermtote).

Hacia 1600 La familia de Spinoza emigra de Portugal a Nantes, y

luego a Amsterdam.

160 2 Fund ación de la Com pañía de las Indias Orientales.

16 03 Arminius y Gom ar se enfrentan en Leyden sobre la tolerancia

y el libre arbitrio.

160 9 Fund ación del Banco de Ámsterdam .

1610 Uytenbo gaert, discípulo de Arminius y conse jero de

Oldenbarnevelt, redacta el Manifiesto de los Remontrants.

1614 H. de Groo t com ienza a escribir el De imperio Summarum

potestarum circa sacra  (publicado en 1647) .

1619 Sínodo de Dordrecht condena al armin ianism o y ejecución

de d'Oldenbarnevelt; fundación de la secta de los

Colegiantes. En el mismo momento comienza la guerra de

los Treinta Años (Descartes se alista en el ejercito de Mauricio

de Nassau).

16 28 Descartes se instala en Holanda.

163 2 Nacim iento de Bam ch de Spinoza en Ámsterdam.

163 3 Co nde na definitiva de Galileo.

1636 Llevados clandesrinamente a Ámsterdam, los  Discursos sobre

dos nuevas ciencias  de Galileo son editados por Elzeiver.

16 38 Fund ación de la gran sinagoga "portuguesa" de Ám sterdam;

Spinoza es alumno de la escuela rabínica.

163 9 Naudé, teórico "l ibertino", publica

  Consideraciones políticas

sobre los golpes de Estado,  inspirado en Maquiavelo.

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16 40 Co mie nzo de la guerra civil inglesa.

1641 Descartes publica las

  Meditaciones metafísicas;

  Jansenio publi-

ca el Augustinus.

164 2 llob be s publica De ave.

164 5 Milton publica Aeropagitica,  manifiesto por la libertad de

prensa, y Herbert De Cherbury el  De religione gentililum.

16 48 Paz de Münster: independ encia definitiva de las Provincias

Unidas; en Francia, comienzo de la Fronda.

16 49 Ejecución de Carlos lero de Inglaterra.

16 50 El golpe de Estado derroca a Guillerm o II de Orange; Jan de

Witt deviene pensionario de H olanda.

1651 Cromw ell insütuye el Acta de Navegación; Hobbe s publica el

Leviatán.

165 4 El stathouderat es suprimido en Holanda.

16 56 Spinoza es excomulgado de la Com unidad judía de Amster-

dam. Estudia humanidades latinas, ciencias y filosofi'a en la

escuela del ex lesuita Van den Enden .

16 60 Restauración de los Estuardo en Inglaterra. Spinoz a es obliga-

do a dejar Amsterdam: se instala en la casa de los colegiantes

de Rijnsburg y trabaja en un  Tratado de la reforma del entendi-

miento

  que queda inconcluso (publicado en 1677) .

1661 Co m ienz o del "reinado personal" de Luis XIV.

16 62 Fund ación de la Sociedad Real de la cual Oldenburg es el

secretario, y de cual forma n parte Boyle y Newton.

16 63 Spino za se instala en Voorburg, publica los "Principios de la

filosofi'a de Descartes" como apéndice de las   Meditaciones

metafísicas.

166 5 Com ienzo de la segunda guerra anglo-holandesa.

16 68 Co nde na de Adriaan Koerbagh, discípulo de Spinoza.

1670 Spinoza publica de manera anó nim a el Tratado Teológico Político;

en el mismo año de la publicación postum a de los

Pensamientos de Pascal.

1671 Spino za se instala en La Haya, detiene la traducción ho lan-

desa del TTP, probablemente a pedido de J. de Witt (cf. Carta

XLIV de Spinoza a Jelles)

167 2 Luis XIV invade Holanda, los hermanos de Witt son masacra-

dos por la multitud, Guillermo III deviene stathouder.

16 73 Spin oza rechaza una cátedra de filosofía en-Heidelberg, es invi-

tado al bando del príncipe de Condé. H uygens publica

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Horologium oscillatorium   (sobre la teoría del péndulo y la cons-

trucción de aonómetros) .

16 74 Los Estados de Ho land a conde nan el TTP y otros escritos "heré-

ticos" o "ateos". Ma lebranche publica  La búsqueda de la verdad

(I) por el cual que se lo acusará de incluir tesis "spino zistas".

167 5 Spinoza concluye la Ética  pero renuncia a publicarla y

comienza el  Tratado Político.

16 76 Spinoza recibe la visita de Leibniz. El síno do d e La Haya pide

que se "bus que" al autor del TTP.

16 77 Muerte de Spinoz a; sus amigos publican las  Obras postumas,

que serán condenadas al año siguiente.

1681 Bossuet escribe Política según la Santa

 Escritura,

  publica Discurso

sobre la historia universal

 y hace prohibir la

 Historia crítica del

Viejo Testamento de Richard Simón, de la cual el método recuer-

da al del TTP.

16 85 Revocación del edicto de Nantes por Luis XIV.

168 7 Newton ( influenciado por la teología "unitarista") publica

lo s Principios matemáticos de la filosofía natural.

16 88 "Revolución Gloriosa "; Guillermo III deviene rey de

Inglaterra.

16 89 Locke publica la

 Carta sobre la tolerancia y el Ensayo sobre el

gobierno civil.