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SERAFITA HONORATO DE BALZAC Ediciones elaleph.com

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A LA SEÑORA EVELINA DE HANSKA,NACIDA CONDESA RZEWUSKA

Señora, he aquí la obra que usted me ha pedido;dedicándosela a usted tengo la dicha de poderle tes-timoniar el respetuoso afecto que ha consentido queyo le demostrase. Si después de haber intentado res-catar este libro de las profundidades del misticismose me acusara de impotencia, tras haber queridoalcanzar con él las luminosas poesías de Oriente, laculpa recaería sobre usted. ¿Acaso no ha sido ustedquien me alentó en este combate, parecido al deJacob, diciéndome que por imperfecta que fuera laobra por usted soñada, como lo fue por mí desde lainfancia, seguiría teniendo algo de valor? Pues bien,he aquí ese algo. ¿Por qué esta obra no podría estarreservada a nobles espíritus selectos, como el de

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usted, que se protegen de la mezquindad mundanacon la soledad? Ellos son los que podrían enrique-cerla con los melodiosos compases que le faltan yque, puesta en las manos de tino de nuestros poetas,la hubiera transformado en la gloriosa epopeya queFrancia espera; pero los poetas la aceptarán conouna dé las balaustradas esculpidas por un artistaembargado por la fe, sobre la que los peregrinos seapoyan para meditar sobre el fin del hombre, altiempo que contemplan el coro de una bonita igle-sia.

Muy respetuosamente soy, señora. su devotoservidor,

DE BALZAC

París, 23 de agosto de 1835.

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SERAFITUS

Viendo sobre un mapa las costas de Noruega,¿quién no se maravillaría ante su fantástica silueta,largo encaje de granito, donde rugen incansable-mente las olas del mar del Norte? ¿Quién no ha so-ñado con el majestuoso espectáculo que nosofrecen esas costas sin playas, las caletas, las ense-nadas, y las pequeñas bahías, más bellas las unas quelas otras, que no son sino abismos impenetrables?¿No se diría que la naturaleza se ha complacido endibujar, con estos imborrables jeroglíficos, el sím-bolo de la vida Noruega, dando a sus costas la con-figuración de la espina de un inmenso pescado?Pues es la pesca lo esencial de su comercio y ofrece

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a los hombres, anclados a las áridas rocas como unamata de liquen, casi toda su subsistencia. Allí, dondesobre catorce grados de longitud apenas viven sete-cientas mil almas. Gracias a los peligros sin gloria ya las nieves eternas que los picachos de Noruegareservan a los viajeros, cuyo solo nombre da ya es-calofríos, sus cautivadoras bellezas han conservadosu virginidad y se armonizan con los hechos huma-nos, vírgenes también, por lo menos para la poesía,que allí se desarrollaron y que aquí se relatan.

Cuando una de aquellas bahías, simple grieta pa-ra los eiders, es lo bastante ancha para que el marno se hiele totalmente, aprisionado entre las piedrasque golpea día y noche, los nativos dan a este pe-queño golfo el nombre de fiordo, palabra que casitodos los geógrafos del mundo han tratado de natu-ralizar en sus respectivas lenguas. Pese al parecidoque entre ellos tienen, cada uno de estos canalesofrece características particulares: en todos ellos elmar invade sus hendeduras, pero por todas parteslas rocas se han agrietado de muy distinta manera ysus tumultuosos precipicios desafían la caprichosaterminología de la geometría: aquí, la roca se nospresenta dentada como una sierra; allí, sus plata-formas están demasiado empinadas para que en

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ellas descanse la nieve o puedan echar raíces los ai-rosos abetos del Norte; y, más allá, las conmocionesdel globo han redondeado coquetas sinuosidades,modelando hermosos valles, cuyos rellanos estánpoblados por árboles de negro plumaje. Estamostentados de llamar a este país la Suiza de la mar.Entre Drontheim y Cristianía, se encuentra una deesas bahías, llamada el Stromfiord. Si el Stromfiordno es precisamente el más hermoso de aquellos pai-sajes, tiene por lo menos el mérito de ser el com-pendio de las magnificencias terrestres de Noruegay haber sido el teatro de retazos de una historia enverdad celeste.

La forma global de Stromfiord es, a primeravista, la de un embudo desportillado por el mar. Elcorredor que el mar había labrado allí reflejaba laexacta dimensión de la lucha entre el Océano y elgranito, potentes creaciones de la Naturaleza: lo unopor inercia y lo otro por su movilidad. Y, como tes-timonios del combate, ahí están algunos escollos,con formas fantásticas, impidiendo el paso de losbarcos. Los intrépidos niños de Noruega puedensaltar de una roca a la otra, como si tal cosa, sin in-mutarse si bajo sus pies hay, en determinados luga-res, abismos que rebasan las cien varas de

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profundidad. Aquí, un frágil y tembloroso pedazode gneiss une dos rocas. Allí, los cazadores o lospescadores han colocado unos troncos de abeto amodo de puente, para enlazar dos estrechas plata-formas, y bajo el cual rugen las olas. Aquella peli-grosa garganta serpentea hacia la derecha hasta quese topa con un picacho, de unas trescientas varassobre el nivel del mar, y cuya base forma un bancovertical de una media legua de longitud y en la queel inflexible granito no empieza a agrietarse más quea unos doscientos pies encima de la mar. Si éstairrumpe con violencia en las hendeduras, la fuerzade inercia de la montaña la rechaza con idénticaviolencia, obligándola a replegarse hacia otras orillasa las que el vaivén de las olas ha dado suaves silue-tas. El fiordo se termina con un bloque de gneisscoronado de bosques, por donde se despeña, encascadas, un río, el cual, cuando se funden las nie-ves, forma una capa de agua muy extendida, por laque el río vomita viejos abetos y antiguos alerces,apenas emergidos entre las tumultuosas aguas. Vio-lentamente arrojados a las profundidades del golfo,estos árboles reaparecen pronto en la superficie, sejuntan, formando islotes que acaban embarrancan-do en la orilla izquierda, donde los habitantes del

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pueblecito que está asentado al borde delStromfiord los recogen rotos, quebrantados, algunasveces enteros, pero siempre desnudos y sin ramas.La montaña del Stromfiord, cuyos pies aguanta losasaltos del mar y cuya cima cabalgan los vientos delnorte, se llama Falberg. Su cresta, siempre cubiertade un manto de nieve y de hielo, es la más aguda deNoruega, donde la proximidad del polo norte pro-duce, a unos mil ochocientos pies de altura, el mis-mo frío que en las montañas más altas de la tierra.La cima de este macizo roqueño que por el lado delmar cae casi verticalmente, por el lado opuesto, ha-cia el este, desciende gradualmente y acoge las cas-cadas del Sieg, con sus valles escalonados en los queel frío no deja crecer más que los brezos y sufridosárboles. La parte del fiordo, por donde se escapanlas aguas, orilleando los bosques, se llama elSiegdalhen, palabra que podríamos traducir así:"vertiente del Sieg", que es el nombre del río. Lacurva que da cara a las plataformas del Falberg sellama el valle de Jarvis, y es un paisaje muy bonito,dominado por colinas cargadas de abetos, de aler-ces, de abedules y de algunos robles y hayas, for-mando así la más rica y la más hermosa de lasalfombras que la Naturaleza del Norte ha tendido

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sobre aquellas ásperas rocas. A simple vista se pue-de distinguir la línea donde se encuentran las tierrascalentadas por el calor solar y en las que aparecenlos cultivos y se diversifica la flora noruega. En di-cho lugar, el golfo es bastante ancho para que elmar, rechazado por el Falberg, venga a expirar,murmurando al pie de las laderas, a una orilla bor-dada de fina arena, sembrada de mica, de lentejue-las, de esbeltos cantos, de pórfidos, de mármoles demil tonalidades, que el río ha traído de Suecia, deescombros marinos, de conchas, de flores de mar,que acarrean las tempestades, y que vienen del polonorte o del mediodía.

Al pie de las montañas de Jarvis se encuentra elpueblo, que se compone de unas doscientas casasde madera, en donde vive una población caída allí,como los enjambres de abejas en un bosque y que,sin pena ni gloria, liban su vida en la salvaje natura-leza que los rodea. La anónima existencia de estepueblo se explica fácilmente: muy pocos hombresse atrevían a arriesgarse por los arrecifes para llegarhasta el mar y darse a la pesca, que es lo que hacen,en gran escala, los noruegos que viven en parajescosteros menos peligrosos. En verdad el pescadodel fiordo da casi de comer a sus habitantes; los

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pastos de los valles les dan la leche y la mantequilla,y buenas tierras les permiten cosechar centeno, cá-ñamo, y legumbres que los campesinos saben de-fender contra los rigores del frío y el ardor pasajero,pero temible, de su sol, con una habilidad muy ca-racterística en el noruego. La escasez de vías de co-municación, ya sea por tierra, donde los caminossuelen ser impracticables, ya sea por mar, por dondesólo pueden entrar pequeñas embarcaciones, impideque se puedan enriquecer vendiendo sus maderas.Por otro lado, para limpiar el canal del golfo y abrirun paso hacia el interior de las tierras harían faltasumas de dinero muy importantes. Las carreteras deCristianía a Drontheim se apartan todas delStromfiord y cruzan el Sieg por un puente situado avarias leguas de su punto de caída. La costa, entre elvalle de Jarvis y Drontheim está poblada por in-franqueables bosques, y el Falberg, para redondearsu aislamiento, se encuentra también separado deCristianía por una serie de inaccesibles precipicios.El pueblo de Jarvis quizás hubiera podido comuni-carse con el interior del país y con Suecia por elSieg; pero, para ponerse en relación con la civiliza-ción, el Stromfiord deseaba un hombre de talento.Y este hombre, en efecto, iba a aparecer: fue un

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poeta, un sueco religioso, que murió admirando yrespe-fiando las bellezas de este país, como una delas más hermosas obras del Creador.

Ahora, los hombres a los que el estudio ha do-tado de una visión interior y cuya rápida percepciónlleva hasta su alma, como en un cuadro, los paisajesmás contrastantes del globo, pueden abarcar elconjunto del Stromfiord con suma facilidad. Sola-mente ellos podrían, quizás, adentrarse por los tor-tuosos arrecifes de la garganta, donde se debate lamar, y dejarse llevar por sus olas a lo largo de lasplataformas eternas del Falberg, donde las blancaspirámides se funden con los espesos nubarrones deun cielo teñido de gris perla casi permanentemente;y admirar la escotada laguna que forma el golfo, yescuchar las cascadas por donde se precipita el Sieg,partido en múltiples arroyuelos, sobre un pintorescotapiz de hermosos árboles, diseminados confusa-mente y medio escondidos entre fragmentos degneiss; y, por fin, descansar, con los risueños cua-dros que presentan a nuestros ojos las coli-nas bajasde Yarvis, donde se yerguen los más ricos vegetalesdel Norte, por familias, por miríadas: aquí, la de losgráciles abedules; allá, las columnatas de centenariasy musgosas hayas, y por todos lados, el contraste de

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sus variados verdes, las blancas nubes coronandolos negros abetos, los páramos de brezos purpura-dos y matizados al infinito, es decir: todos los colo-res y todos los perfumes de esta flora que tantasmaravillas esconde. ¡Extended las proporciones deestos anfiteatros, impulsaos hasta las nubes, perdeosentre las rocas, donde descansan los perros de mar,pero vuestro pensamiento no abarcará la riqueza, nila inmensa poesía de este lugar de Noruega! ¿Vues-tro pensamiento podría ser tan grande como elOcéano que amojona, podría ser tan caprichosocomo las fantásticas sombras que dibujan sus bos-ques, sus nubes, ysus cambiantes luces? ¿Ven uste-des, más allá de las praderas que bordean las playas,hacia el ondulado repliegue que hay al pie de las al-tas colinas de Jarvis, las dos o trescientas casas cu-biertas naever, con esos techos construidos concorteza de abedul, esas casas tan frágiles, achatadas,y que se asemejan a gusanos de seda sobre una hojade morera que el viento hubiera depositado ahí? Porencima de esas humildes y pacíficas viviendas desta-ca una iglesia construida con una simplicidad que searmoniza con la miseria del pueblo. Un cementeriosirve de cabecera a la iglesia y al otro lado está elpresbiterio. Algo más allá, sobre un cerro, hay una

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casa, la única que está construida con piedra y porlo que, la gente del pueblo, la llama "el castillo sue-co".

Treinta años antes del día en que da comienzoesta historia, un hombre rico vino desde Suecia y seestableció en Jarvis, con la intención de hacer pros-perar su fortuna. Aquella casita, construida con laidea de alentar a los nativos a imitar al sueco, teníauna solidez admirable y notable a causa del muroque la rodeaba, cosa poco usual en Noruega, dondeincluso para acotar terrenos se usan vallas de made-ra. La casa quedaba protegida, así, contra la nieve,pese a que estaba sobre un otero y en medio de uninmenso patio. Las ventanas estaban protegidas porunas marquesinas enormes, que descansaban sobregruesos abetos labrados, que dan a las edificacionesdel Norte esa inconfundible fisonomía patriarcal.Desde ellas se podía admirar la salvaje desnudez delFalberg, y comparar la gota de agua del espumosogolfo al infinito mar que lo acunaba, o escuchar elvasto derramamiento del Sieg, cuya laguna, vista delejos, parecía inmóvil, al caer en su copa de granito,bordada por tres leguas de glaciares del Norte, enuna palabra: el inmenso paisaje en el que iban a su-

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ceder los sobrenaturales y simples acontecimientosde esta historia.

El invierno de 1799 a 1800 fue uno de los máscrudos en el recuerdo de Europa; el mar de Norue-ga fue apresado en los fiordos, en los que, habi-tualmente, la violencia de la resaca impedía que sehelara. Un viento, cuyos efectos lo asemejaban allevante español, había barrido el hielo delStromfiord, empujando las nieves hacia el fondo delgolfo. Hacía mucho tiempo que los habitantes deJarvis no habían podido ver reflejados los coloresdel cielo, en pleno invierno, sobre el ancho espejode las aguas del mar; era un curioso espectáculo quemuy raramente se daba al pie de aquellas montañas,cuyas formas habían ido siendo niveladas por suce-sivas capas de nieve y en las que aristas y precipiciosno eran sino simples pliegues al lado de la inmensatúnica que la naturaleza había extendido sobre aquelpaisaje, que se nos presentaba entonces resplande-ciente y monótono a la vez. Las grandes cascadasformadas por el Sieg, súbitamente heladas, descri-bían una enorme arcada bajo la cual hubieran podi-do pasar los habitantes, al resguardo de lostorbellinos, si alguno de ellos se hubiera atrevido ahusmear por las afueras del pueblo. Pero los peli-

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gros de la menor salida retenía en su casa a los másintrépidos cazadores, que temían perderse y termi-nar cayendo en un precipicio o alguna grieta. Nadieanimaba, pues, con su presencia, el inmenso de-sierto blanco donde la única voz que de vez encuando se oía era la de la brisa del Polo Norte. Elcielo, casi siempre grisáceo, daba a los lagos el colordel acero. A veces un viejo eider surcaba impune-mente el espacio, abrigado por su plumón, el mismosobre el que se forjan los sueños de los ricos, queignoran los peligros con que dicho plumón se ad-quiere; mas, como el beduino, que surca solo losdesiertos de África, el pájaro pasó completamentedesapercibido; la atmósfera aterida, privada de suscomunicaciones eléctricas, no retransmitía ni su fe-bril aleteo, ni sus alegres gritos. ¿Qué mirada hu-biera podido resistir el resplandor de aquelprecipicio, piqueteado de fulgurantes cristales, o lostenaces reflejos de la nieve, apenas irisada en las al-turas por los pálidos rayos de un sol que, a ratos,parecía un moribundo que estuviera avergonzado deseguir viviendo? A menudo, cuando un montón denubes grises, cruzando como escuadrones sobre lasmontañas y los abetos, escondían el cielo bajo untriple velo, la tierra, falta de luces celestes, se ilumi-

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naba ella misma. Aquí, por lo tanto, se daban citalos majestuosos fríos que de costumbre sentabansus reales en el Polo Norte, y cuyo principal rasgoera el silencio real en el que viven los monarcas ab-solutistas. Todo principio extremo lleva en sí la apa-riencia de una negación y los síntomas de la muerte:¿acaso la vida no es el combate entre estas dos fuer-zas? Aquí, nada daba testimonio de vida. Una solapotencia, la fuerza improductiva del hielo, reinabaen ama y señora de todo. El rumor de la alta marapenas se oía en aquella silenciosa cuenca, donde lanaturaleza se afana, en las tres breves y alegres esta-ciones del año, para ofrecer a aquel paciente pueblolas flacas cosechas necesarias para su subsistencia.En las copas de algunos pinos talludos se recorta-ban festones de nieve, y las inclinadas barbas quependían de sus ramas completaban el luto de aque-llas cimas. Cada familia se sentaba frente al hogar,con la casa cuidadosamente cerrada, con bizcochos,mantequilla, pescado seco, y otras provisiones alma-cenadas para resistir los siete meses de invierno.Apenas se distinguía el humo de sus chimeneas. Ca-si todas las casas estaban medio enterradas en lanieve y preservadas contra ella por medio de largastablas de madera, que partían del techo de la casa y

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se apoyaban sobre sólidas estacas colocadas alrede-dor de ella, con lo cual quedaba rodeada de un ca-mino cubierto. Durante estos terribles inviernos, lasmujeres tejían y teñían las telas de lana o de lona,con las que se confeccionaban su vestimenta, mien-tras los hombres leían o se entregaban a profundasmeditaciones, que engendraron las no menos pro-fundas teorías, los sueños místicos del Norte, suscreencias, sus completísimos estudios sobre unpunto concreto de la ciencia que sondeaban incan-sablemente; costumbres medio monásticas, queobligan al alma a reaccionar contra sí misma, a en-contrar su propio alimento espiritual, y que hacendel campesino noruego un ser exótico entre los eu-ropeos. Tal era, pues, la situación en el Stromfiord,a mediados del mes de mayo del primer año del si-glo XIX.

Una mañana, con un sol resplandeciente, quesembraba el paisaje de lucecillas, como efímerosdiamantes, provocadas por la cristalización de lanieve y del hielo, dos personas pasaron sobre el gol-fo, lo atravesaron y volaron a lo largo de las plata-formas del Falberg, hacia cuya cima subieron, defriso en friso. ¿Eran dos personas o se trataba dedos flechas? Cualquiera que las hubiera visto a tal

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altura las hubiera tomado por dos eiders tomandoaltura, emparejados, a través de las nubes. Ni el mássupersticioso de los pescadores, ni el más intrépidode los cazadores no hubiera podido creer que erandos seres humanos los que andaban por los estre-chos senderos de granito, por los que la pareja sedeslizaba con esa increíble soltura que sólo poseenlos sonámbulos cuando, olvidando las leyes de lagravedad y los peligros del menor traspiés, se van depaseo por los tejados y se mantienen en equilibrioprotegidos por no se sabe qué fuerza desconocida.

-Detente, Serafitus -dijo la pálida muchacha-, ydéjame recuperar. Recorriendo las murallas de esteprecipicio, no he hecho más que mirarte a ti. ¿Quéhubiera sido de mí, si no? En el fondo no soy másque una personilla muy frágil. ¿Te canso?

-No -respondió el otro sobre cuyo brazo seapoyaba la muchacha. Sigamos andando, Minna,porque este lugar no es el más apropiado para des-cansar.

De nuevo se oyó el crujir de las tablas, que lle-vaban atadas a los pies, al resbalar sobre la nieve, yluego llegaron al primer zócalo que el azar habíalabrado sobre aquel abismo. La persona que Minnallamaba Serafitus se apoyó sobre su pie derecho pa-

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ra levantar la tabla, larga aproximadamente de unavara, estrecha como el pie de un niño, y que llevabaatada a su borceguí con dos correas hechas con pielde perro de mar. Dicha tabla, de dos dedos de espe-sor, estaba forrada con piel de reno, cuyo pelo, alerizarse sobre la nieve, detuvo a Serafitus; retirósuavemente su pie izquierdo, cuyo patín debía medirsus buenas dos varas de largo, giró rápidamente so-bre sí mismo, tomó en sus brazos a su miedosacompañera, pese a los molestos patines que llevaba,y la sentó en un bloque de piedra, tras haberla lim-piado de nieve con su pelliza.

-Aquí estarás más segura, Minna, y podrás respi-rar tranquilamente.

-Ya hemos escalado un tercio del Gorrito deHielo -dijo ella, mirando el pico al que dio el popu-lar nombre con el que se le conoce en Noruega-.No creo -añadió.

Pero, como estaba muy cansada y no podía ha-blar, sonrió a Serafitus, quien, sin responder, tenía lamano puesta sobre su corazón, escuchaba las irre-gulares palpitaciones, tan precipitadas como las deun pajarillo atemorizado.

-Aunque no corra palpita a menudo así -le ex-plicó ella.

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Serafitus inclinó su cabeza, sin desdeño ni frial-dad, y pese a la gracia con que hizo el gesto, casisuave, éste delataba una negativa y que, hecho poruna mujer, hubiera sido de una embriagadora co-quetería. Serafitus abrazó a la muchacha con vivaci-dad. Minna interpretó aquella caricia como unarespuesta y siguió mirándolo. En el instante en queSerafitus levantó su cabeza, echando hacia atrás,con ademán casi impasible, los dorados bucles de sucabellera, para destapar su frente, vio transparentarla felicidad en los ojos de su compañera.

-Sí, Minna -dijo él, con una voz paternal, quetenía algo de encantador en un adolescente-. Míra-me y no bajes la vista.

-¿Por qué?-¿Quieres saberlo? Pues, prueba a ver.Minna fijó rápidamente la mirada en sus pies y

dio un grito, como un niño que se hubiera topadocon un tigre. El horrible sentimiento de los abismosse había apoderado de ella y al desviar su miradahabía bastado para contagiarla de tan angustiosaimpresión. El fiordo, al tanto de su presa, tenía unavoz potente con la que aturdía a sus víctimas y seinterponía entre ellas y la vida. Luego, a lo largo desu cuerpo, por el espinazo, le corrió un escalofrío,

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glacial primero, pero que pronto vertió sobre susnervios un insoportable calor, recorrió sus venas yquebró sus extremidades, con descargas eléctricasparecidas a las que propina el pez torpedo. Muy frá-gil para resistirse, Minna se sintió atraída por unafuerza desconocida hacia abajo, donde creía ver aun monstruo que le arrojaba veneno y cuyos ojosdespedían un magnetismo que la encantaba, con laboca abierta, como si ya estuviera triturando a suvíctima.

-Muero, Serafitus mío, y no he amado a nadiemás que a ti -dijo la muchacha, haciendo maquinal-mente además de precipitarse en el vacío.

Serafitus sopló dulcemente sobre su frente ysobre sus ojos. De pronto, Minna sintió desaparecersu profundo malestar, disipado por aquel cariñosoaliento que penetró en su cuerpo, inundándolo co-mo de balsámicos efluvios.

-¿Quién eres tú? -dijo ella, con un sentimientode dulce terror-. Pero, ya lo sé: eres mi vida. Y ¿có-mo puedes mirar hacia el abismo sin morir? -añadióella, tras una breve pausa.

Serafitus dejó a Minna asida al granito y como sifuera una sombra se posó sobre la plataforma, des-de donde vertió su mirada hacia las profundidades

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del fiordo, como desafiándolo; su cuerpo se mantu-vo inmóvil, su frente permaneció blanca e impasi-ble, como la de una estatua de mármol: abismocontra abismo.

-¡Si me quieres, vuelve, Serafitus! -gritó la mu-chacha-. Si peligras, mis dolores reviven. ¿Quiéneres tú, que a tan temprana edad tienes esa fuerzasobrehumana? -le preguntó, cobijándose de nuevoen los brazos del muchacho.

-Pero si tú miras espacios aún más inmensos,sin temor alguno -respondió Serafitus.

Y aquel singular personaje, con la mano lemostró la aureola azul que las nubes dibujaban, de-jando un espacio encima de sus cabezas y en el quese veían las estrellas, en pleno día, en virtud de leyesatmosféricas aún inexplicadas.

-¡Qué diferencia! -dijo ella, sonriendo.-Tienes razón -respondió él-, hemos nacido para

alcanzar el cielo. La patria, como la cara de una ma-dre, no asusta nunca a un niño.

Su voz vibró en las entrañas de su compañera,que había enmudecido.

-Vamos, ven -agregó él.Entonces, la pareja se deslizó resueltamente por

los estrechos senderos que surcaban la montaña,

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devorando las distancias y volando de una plata-forma a otra, con la rapidez del caballo árabe, esepájaro del desierto. En breve espacio de tiempo lle-garon a una alfombra de césped, de musgo y de flo-res, sobre la que nunca se había sentado nadie.

-¡Qué hermoso soeler! -exclamó Minna, dandoal prado su auténtico nombre-. Pero, ¿cómo puedeencontrarse a semejante altura?

-Aquí se detiene, es cierto, la vegetación de laflora noruega -le precisó Serafitus-, pero estas floresy esta hierba viven aquí gracias a esas rocas que lasprotegen contra el frío polar.

Y cogiendo una flor se la tendió a la muchacha.-Toma -le dijo-, ponla en tu pecho, Minna. Es

una suave creación que no ha podido admirar nin-gún humano; guárdala como el recuerdo de estamañana única en tu vida. Porque ya no volverás aencontrar un guía para llegar a este soeler.

Dándole aquella planta híbrida, que sus ojos deáguila le habían hecho descubrir entre silenos acau-les y saxifragáceas, la obsequiaba con una maravillo-sa creación evangelical. Minna la tomó condiligencia infantil. Era de un verde transparente ybrillante, como el de una esmeralda, con hojitas en-rolladas en forma de cucurucho, ligeramente teñidas

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de caoba clara en su base y cuyas puntas estabancortadas verticalmente con una delicadeza infinita.Las hojitas estaban tan prensadas que se confundíany parecían rosetones. En aquella hermosa alfombradespuntaban, por doquier, estrellas blancas, borda-das de un hilillo de oro, de donde surgían anteraspurpuradas, sin pistilo. Un aroma, en el que se mez-claba el olor de las rosas y el cáliz de los naranjales,salvaje y fugitivo, impregnaba la misteriosa flor deun no sé qué celeste y que Serafitus contemplabacon melancolía, como si de aquel aroma se des-prendieran quejumbrosas ideas que sólo él podíacomprender. A Minna el fenómeno se le antojó uncapricho de la naturaleza, que se dedicaba a rodearaquella pedrería llena de frescura con la molicie y elfuerte perfume de las plantas.

-¿Por qué será única? ¿Acaso no volveré a co-nocer ninguna mañana más como ésta? -preguntó lamuchacha a Serafitus, que se sonrojó y desvió brus-camente la conversación.

-¡Sentémonos, gira y admira el paisaje! Quizás atal altura ya no te dé por hablar. Los abismos sontan profundos que no alcanzarás a distinguir sumisterio; ya no son sino una perspectiva en la que seunen la mar, las olas de nubes, el color del cielo; el

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hielo del fiordo es una bonita turquesa; y en losbosques de abetos te parecerá que ves leves pince-ladas de bistre; para nosotros, Minna, los abismosdeben estar siempre adornados así.

Serafitus lanzó aquellas palabras con aquella un-ción, en el tono y en el gesto, que sólo conocenaquellos que alcanzan las más altas cimas de la tie-rra, unción involuntariametne contraída, pues elmás orgulloso de los maestros se ve obligado a tra-tar al guía como a un hermano y no vuelve a creersesuperior hasta que desciende a los valles, donde vi-ven los hombres. Serafitus se había arrodillado a lospies de Minna y le estaba quitando los patines. Laniña se maravillaba del imponente espectáculo queNoruega le ofrecía, al abarcar con la mirada aquellosmacizos roqueños, cuyas heladas cimas tanto laemocionaban, sin que pudiera encontrar palabrascon que expresar su admiración.

-No hemos llegado hasta aquí únicamente conrecursos humanos -observó ella, juntando las ma-nos-. Debo estar soñando, sin duda.

-Llamáis hechos sobrenaturales a todo aquellocuyas causas no comprendéis -respondió él.

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-Tus respuestas -dijo ella- son siempre muy pro-fundas. Pero a tu lado todo es más fácil para mí.¡Ah, me siento libre!

-Lo que ocurre es que ya no necesitas llevar pa-tines.

-¡Oh! -exclamó Minna-. Hubiera querido sacartelos tuyos y besarte los pies.

-Guarda esas palabras para Wilfrido -replicó Se-rafitus con dulzura.

-¡Wilfrido! -repitió Minna, colérica primero yapaciguada después, cuando fijó su mirada en elmuchacho-. ¡Tú no te enfadas nunca! -añadió ella,tratando vanamente de cogerle la mano-. ¡Siempreeres intachable, de una perfección descorazonadora!

-¿Te parece que soy insensible a todo?Minna vio, atemorizada, cómo se posaba sobre

ella la mirada lúcida del muchacho, adivinando supensamiento.

-Está probado que nos entendemos muy bien -respondió ella, con esa gracia propia de las mujeresamorosas.

Serafitus movió ligeramente la cabeza, mirán-dola triste y dulcemente a la vez.

-Tú, que lo sabes todo -volvió a decir Minna-,dime por qué la timidez que me dominaba, allá

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abajo, a tu lado, se ha disipado subiendo aquí arriba;por qué me he atrevido a mirarte cara a cara, porvez primera, mientras que antes sólo osaba mirarte aescondidas.

-Será porque aquí nos hemos despojado de lasmezquindades de la tierra -respondió, al tiempo quese quitaba su pelliza.

-Nunca estuviste tan guapo -dijo Minna, sen-tándose en una roca cubierta de musgo, y como en-cantada contemplando al ser que la había conducidohasta aquel picacho inaccesible.

Nunca, en efecto, Serafitus había estado tan fa-vorecido como entonces. Y ello se debía al resplan-dor que el aire puro de la montaña y el brillo de lanieve dan a las caras. Y quizá, también, por esareacción interior que libera al cuerpo de una pro-longada tensión. Puede ser que fuera producida, a lavez, por la aurífera claridad del sol contrastada conla sombra que proyectaban las nubes, en que la pa-reja había zambullido sus cuerpos. Y es posible quea todas estas causas se pudiera añadir los efectos deuno de los más bellos fenómenos que pueda ofre-cer la naturaleza humana. Ya que, si un fisiologistaexperto hubiera examinado aquella criatura, cuyafiera mirada y altiva frente parecían las de un mu-

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chacho de diecisiete años; si hubiera indagado losrecursos de aquella vida llena de vitalidad, bajo unapiel tan blanca como jamás se viera en un hijo delNorte, hubiese tenido que creer en la existencia deun fluido fosforescente, que atenuaba el relieve quelos nervios imprimen a la epidermis, o a la presenciade una luz interior que coloreaba a Serafitus comose iluminan interiormente los objetos de alabastro.El muchacho se había sacado los guantes y con susfinísimas manos desataba los patines de Minna, conuna fuerza como la que el Creador ha puesto en lasdiáfanas pinzas de un cangrejo. El fuego que despe-dían sus ojos luchaba con los rayos de sol, a los queparecía darles luz, en lugar de recibirla de ellos. Sucuerpo, delgado y frágil como el de una mujer, apa-rentaba ser una de esas naturalezas débiles pero queen realidad tienen una fuerza semejante a la de susdeseos. De estatura corriente, Serafitus se crecía yparecía disponerse a despegar hacia las alturas. Suscabellos, rizados por la mano de una hada, que flo-taban animados por el aire, completaban la ilusiónde su aérea actitud; pero este comportamiento, sinesfuerzo, era más bien el resultado de un fenómenomoral que de una costumbre corporal. La imagina-ción de Minna se hacía cómplice de esta terca aluci-

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nación, bajo cuya influencia hubiera sucumbidocualquiera, y que daba a Serafitus el aspecto de unpersonaje de ensueño. Minna no pedía, en modoalguno, imaginar silueta tan majestuosamente viril, yque, bajo una mirada masculina, hubiera eclipsado,por su gracia femenina, a las mejores cabezas deRafael. Este pintor de cielos reflejó siempre en susobras una alegría tranquila, una amorosa suavidadde líneas a cuantas bellezas salían de sus manos; pe-ro, a menos de contemplar a Serafitus, ¿qué almapodría crear la tristeza mezclada de esperanza, quedesaparecían levemente bajo el velo de los inefablessentimientos que se transparentaban en su cara?¿Quién sería capaz, aun con toda la fantasía de quees capaz un artista, de vislumbrar las sombras queproyectaba un misterioso terror sobre aquella inteli-gente cabeza que parecía interrogar los cielos ycompadecer la tierra? Aquella cabeza le aplastabadesdeñosamente, como una sublime ave de presacuyos gritos desgarran el aire, al tiempo que semostraba resignada, como una tórtola, cuya vozvierte toda su ternura en las entrañas del silenciosobosque. La tez de Serafitus tenía una blancura des-lumbradora, sobre la que destacaban aún más susrojizos labios, sus negras cejas y sus sedosas pesta-

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ñas, únicos trazos que contrastaban con la palidezde su cara, cuya perfección no impedía que sus res-plandecientes sentimientos se reflejasen sin violen-cia alguna, con esa majestuosa y natural gravedadque solemos admirar en los seres superiores. Todo,en aquella marmórea figura, respiraba la fuerza y eldescanso. Minna se levantó para tomar la mano deSerafitus, con la esperanza de atraerlo hacia ella ydepositar un beso en su frente inspirado más bienpor la admiración que por el amor; pero una miradadel muchacho, que penetró en ella como un rayo desol atraviesa un prisma, enfrió a la pobre mucha-cha. Ella sintió como se abría un abismo entre ellos,volvió la cabeza y lloró. De pronto, una potentemano la cogió por el talle y una voz muy suave ledijo:

-¡Ven!Minna obedeció, posó su cabeza, súbitamente

despejada, sobre el pecho del muchacho, el cual,acompasando su paso al de ella, dulce y atento, lallevó hacia una plazoleta desde la que podían admi-rar la radiante decoración de la naturaleza polar.

-Antes de mirarte y de escucharte, dime, Sera-fitus, ¿por qué me rechazas? ¿Acaso estás enfadadaconmigo? ¿Cómo ha sido, dímelo? No quisiera te-

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ner nada mío, y que las riquezas terrestres fuerantuyas, como ya lo son las riquezas de mi corazón;que la luz no me llegara más que por tus ojos, asícomo mi pensamiento nace del tuyo; así no temeríaofenderte devolviéndote los destellos de tu alma, laspalabras de tu corazón, la luz de tu luz, como de-volvemos a Dios la contemplación con la que élalimenta nuestros espíritus. ¡Quisiera ser en todocomo tú! ¡Ser tú!

-Está bien, Minna, pero espera, pues un deseoconstante es una promesa que formula el porvenir.Pero, si quieres ser pura, mezcla la idea del Todo-poderoso a los afectos de aquí abajo. Entoncesamarás de verdad a todas las criaturas y tu corazónse elevará por encima de todo.

-Haré lo que tú quieras -respondió ella, levan-tando los ojos y mirándole tímidamente.

-Yo no podría ser tu compañero -dijo Serafitus,tristemente.

Y, reprimiendo algunos pensamientos que leasaltaban, extendió los brazos hacia Cristianía, quedestacaba como un punto sobre el horizonte, y ledijo:

-¡Mira!-Qué pequeños somos -respondió ella.

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-Sí, pero nos volvemos grandes por el senti-miento y por la inteligencia -agregó Serafitus-. Ennosotros, Minna, empieza el conocimiento de lascosas; lo poco que aprendemos sobre las leyes delmundo visible nos hace descubrir la inmensidad delos mundos superiores. No sé si ya será hora de quete hable así, pero lo hago porque quisiera comuni-carte la llama de mis esperanzas. Quizás un día es-temos juntos en ese mundo en el que el amor nomuere nunca.

-¿Y por qué no vamos ya ahora y nos quedamosen él para siempre? -preguntó ella, con una voz casiimperceptible.

-Aquí nada es seguro -replicó él, con desprecio-,ya que la felicidad pasajera de los amores terrenalesson lucecillas más duraderas, así como el descubri-miento de una ley de la naturaleza permite a seresprivilegiados el tener un presentimiento de la reali-dad inmensa. ¿Acaso nuestra frágil felicidad no es lamuestra de una felicidad mayor, como la tierra, quees un fragmento del mundo, es testimonio del uni-verso? Nosotros no podemos medir la órbita inco-mensurable del pensamiento divino, del quenosotros no somos más que una parcela tan dimi-nuta como Dios es grande, pero lo que sí podemos

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es presentir su grandeza, arrodillarnos, adorar, espe-rar. Los hombres se equivocan siempre en sus in-vestigaciones científicas, al no darse cuenta de queen nuestro globo todo es relativo y que todo con-verge hacia una revolución general, a un constantelaborar que nos lleva, insoslayablemente, hacia elprogreso y hacia un fin determinado. El mismohombre no es aún una obra que esté rematada. ¡Sinlo cual Dios ya no existiría!

-Pero, ¿cómo tuviste tiempo de aprender tantascosas? -le preguntó la muchacha.

-Lo que tengo es muy buena memoria -respondió él.

-Me pareces más bello que todo lo que estoyviendo.

-Nosotros somos una de las obras más perfectasde Dios. ¿Acaso no nos ha dado la facultad de re-flexionar sobre la naturaleza? ¿No la ha concentradoincluso en nosotros mismos, como si fuera untrampolín, con el que podemos proyectarnos haciaél? Nos amamos con mayor o menor intensidad,según la porción de cielo que encierran nuestrasalmas, Minna. No seas injusta, sin embargo, y con-templa el espectáculo que se ofrece a tus pies. ¿Note parece maravilloso? A tus pies, el Océano se ex-

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tiende como una alfombra, las montañas son comolas paredes de un gran circo y el cielo le sirve de cú-pula, y aquí se respira el pensamiento divino comoel mejor de los perfumes. ¡Mira! Las tempestades,que rompen las naves cargadas de hombres, fíjate,vistas desde aquí no parecen sino débiles murmu-llos, y si levantas la cabeza, verás cómo allá arribatodo es azul. Es como una inmensa diadema de es-trellas. Aquí desaparecen los matices de las expre-siones terrenales. Con la vista puesta en estanaturaleza, sublimizada por el espacio, ¿no sientes lallamada de su profunda espiritualidad? ¿No te dascuenta que nuestra energía supera nuestra voluntad?¿No notas que nuestras sensaciones nos son inspi-radas desde fuera, más allá de nosotros? ¿No tesientes crecer alas? Recemos.

Serafitus se arrodilló, puso sus manos en cruzsobre su pecho y Minna cayó de rodillas llorando. Yasí estuvieron durante unos instantes, y la aureolaazul que serpenteaba por el cielo, sobre sus cabezas,se dilató y, sin que ellos lo notaran, se encontraronenvueltos por sus luminosos rayos.

-¿Por qué no lloras tú cuando yo lloro? -le pre-guntó ella, con voz entrecortada.

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-Los que son todo espíritu no lloran -respondióSerafitus, levantándose-. ¿Cómo he de llorar? Yo yano veo la miseria de los humanos. Aquí, el bienestaralcanza toda su plenitud; mientras que allí abajo sú-plicas, quejas y angustias forman el aspa de los dolo-res, que vibra en las manos del espíritu cautivo.Desde aquí oigo el concierto de armoniosas harpas.Abajo tenéis la esperanza, que es el hermoso co-mienzo de la fe, ¡pero aquí reina la fe, que es la es-peranza realizada!

-Tú no me amarás nunca, porque soy muy im-perfecta y porque en el fondo me desprecias -dijo lamuchacha.

-Minna, has de saber que la violeta que se refu-gia al pie del roble también dice: "El sol no llegahasta mí porque no me quiere." Y, en cambio, el soldice: "Si la iluminara con mis rayos, esa florecilla semoriría." Y, como es su amigo de verdad, filtra susrayos a través de las hojas del árbol, y, atenuándo-los, da color a la corola de su amada. A mí me cu-bren escasos velos y temo que la visión que de mítienes no esté bastante atenuada. Si me conocierasmejor temblarías de miedo. Escúchame bien: losfrutos de la tierra no tienen para mí el menor gusto.Vuestras alegrías no poseen, para mí, el menor

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atractivo. Y, como esos desvergonzados emperado-res de la Roma profana, todas esas cosas me causanuna profunda aversión, pues yo he recibido el donde verlo todo tal como es en realidad. Vete, déjame-dijo Serafitus, dolorido.

Y se fue a sentar sobre un pedazo de roca, de-jando caer la cabeza sobre su pecho.

-¿Por qué me desesperas así? -le preguntó Min-na.

-¡Vete! -le gritó Serafitus-. Porque yo no tengonada de lo que tú deseas de mí. Tu amor es muyvulgar para mí. ¿Por qué no te dedicas a querer aWilfrido? Él es un hombre, un hombre forjado en lapasión, que sabrá tenerte en sus brazos, que te aca-riciará con sus manos fuertes y generosas. Tieneunos hermosos cabellos negros, y sus ojos estánrepletos de pensamientos humanos. Y tiene un co-razón que vierte la lava torrencial de las palabrasque salen de su boca. Él sabrá hacerte estremecercon sus caricias. ¡Será tu amante, tu esposo! ¡Wilfri-do es para ti!

Minna se puso a llorar desconsoladamente.-¿Te atreves a decir que no lo quieres? -

preguntó Serafitus, con una voz desgarradora.

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-¡Apiádate de mí! -suplicó ella-. ¡Ten piedad demí, Serafitus mío!

-Quiérelo, criatura terrestre, en esta tierra en laque el destino te ha clavado para siempre -dijo elterrible Serafitus agarrando a Minna y arrastrándolahasta el borde del soeler, y en cuyo escenario, unamuchacha romántica podía soñar que ya estaba enotro mundo-. Yo deseaba un compañero para entraren el reino de la luz y he querido mostrarte este pe-dazo de barro y veo que aún estás ligada a él.¡Adiós! Quédate aquí, obedece a tu naturaleza y go-za con todos tus sentidos, palidece con los hombrespálidos, sonrójate con las mujeres, juega con losniños, reza con los culpables y cuando te embargueel dolor, pon tus ojos en el cielo; tiembla, espera,que tu corazón siga latiendo, y así tendrás un com-pañero y podrás reír y llorar, dar y recibir. Yo nosoy más que un proscrito, alejado del cielo; y, comoun monstruo, también estoy alejado de la tierra. Micorazón ya no late más; ya no vivo más que en mí ypara mí. Siento a través de mi espíritu y respiro pormi frente, y veo a través de mi pensamiento y mue-ro de deseo y de impaciencia. Nadie, aquí abajo,puede colmar mis deseos, ni calmar mi impaciencia

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y ya no sé llorar. Estoy sólo y espero, resignada-mente.

Serafitus miró hacia el floreado otero en el quehabía dejado a Minna y luego dirigió su mirada hacialas montañas, cuyos picachos estaban coronadospor densas nubes, sobre las que cabalgaban sus pen-samientos.

-¿No oyes ese delicioso concierto, Minna? -preguntó con una voz dulcísima, borrando con ellala mala impresión del tono agresivo anterior-. ¿Nose diría que es la música que los poetas, con susharpas de viento, introducen en bosques y monta-ñas? ¿No ves aquellas inapresables formas que pa-san con esas nubes? ¿No apercibes los pies aladosde quienes preparan los decorado del cielo? Estosrumores refrescan el alma; el cielo dejará caer muypronto las flores de la primavera, ya el polo nortenos envía su luz. Huyamos, antes de que sea tarde.

En un santiamén se volvieron a colocar sus pa-tines y descendieron las vertiginosas pendientesFalberg, dirigiéndose hacia los valles del Sieg. Unamilagrosa intuición guiaba su carrera o lo que másbien parecía un vuelo. Cuando encontraban unagrieta, ligeramente cubierta de nieve, Serafitus to-maba a Minna en sus brazos y pasaban sobre el

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abismo con la ligereza de un pájaro. Cuando llega-ban a un precipicio, o para evitar una piedra o unárbol, que Serafitus adivinaba como los marinerosintuyen los escollos, gracias al color del agua o porsus remolinos, tomaban de nuevo altura y salvabanel obstáculo. Hasta que llegaron al camino deSiegdalhen, por el que era fácil deslizarse, en línearecta, sin el menor peligro, hasta los hielos delStromfiord. En llegando allí, Serafitus detuvo aMinna y le preguntó:

-¿No tienes nada que decirme?-Creí que queríais que os dejara solo con vues-

tros pensamientos -respondió respetuosamente lamuchacha.

-Démonos prisa, guapa, que la noche se nos vaa echar encima -añadió él.

Minna, oyendo la voz de su guía, y aquel tonoinhabitual en él, sintió un ligero escalofrío; era unavoz pura, como el de una muchacha, que disipaba lafantástica luminosidad del sueño sobre el que habíacabalgado hasta entonces. Serafitusiba desprendién-dose de su virilidad y dulcificaba la viva inteligenciareflejada en su mirada. Poco después desembocaronen el fondo, llegando a la nevada pradera que sepa-raba la orilla del golfo de las primeras casas de Jar-

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vis. Luego, acuciados por la falta de luz, subieron alpresbiterio, como si bajo sus pies hubieran desfiladolos peldaños de una gran escalinata.

-Mi padre debe estar preocupado -dijo Minna.-No creo -respondió Serafitus.La pareja había llegado ya ante el umbral de la

humilde casa del señor Becker, el pastor de Jarvis, elcual, esperando a su hija, estaba leyendo.

-Estimado señor Becker -dijo Serafitus-, aquí letraigo a Minna, sana y salva.

-Gracias, señorita -respondió el anciano, qui-tándose los lentes y dejándolos sobre el libro-. De-béis estar cansadas.

-No, en absoluto -respondió Minna, sintiendocomo su compañera le echaba el aliento sobre lafrente.

-¿Queréis venir a tomar el té con nosotros, pa-sado mañana por la noche, pequeña?

-Con mucho gusto, querida.-¿Vendrá con usted, señor Becker?-Naturalmente, señorita.Serafitus inclinó la cabeza, con ademán coqueto,

saludó al anciano y se despidió de ellos. A los pocosinstantes ya estaba en el patio del castillo sueco. Uncriado octogenario apareció bajo el inmenso cober-

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tizo con una linterna en la mano. Serafitus se quitólos patines, con la delicadeza propia de una mujer,entró en el salón, se dejó caer desmayadamente so-bre un gran sofá cubierto de hermosas pieles y sequedó inmóvil.

-¿Qué tomará usted? -le preguntó el anciano, altiempo que encendía las larguísimas velas, que seusan corrientemente en Noruega.

-Nada, David, no tomaré nada, pues estoy muycansado.

Serafitus se sacó la pelliza forrada de marta, seenrolló con ella y se quedó dormido. El viejo criadose quedó a su lado durante largo rato, contemplan-do cariñosamente a aquella singular persona, quedescansaba ante sus ojos y cuya especie era muydifícil de definir, incluso por parte de los entendi-dos. Al verlo así, envuelto con su atuendo habitual,que tanto se parecía a un salto de cama como a unaprenda masculina, con aquellos pies diminutos, queasomaban por debajo de la pelliza, hubiera sido difí-cil afirmar que no eran los de una mujer; pero, sufrente, el perfil de su cabeza, por el contrario, dabanfe de una fuerza, de una potencia humana muy de-sarrollada.

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"Ella sufre y no quiere decírmelo", pensó elviejo. "Se nos está muriendo como una flor bajo losrayos del sol." Y el anciano se puso a llorar.

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II

SERAFITA

Durante la noche, David volvió a entrar en elsalón.

-Ya sé a quien me vais a anunciar -le dijo Sera-fitus, con voz apagada-. Diga a Wilfrido que puedeentrar.

Oyendo estas palabras, un hombre apareció sú-bitamente y se sentó al lado de ella.

-¿Sufre usted, mi querida Serafita? La encuentromás paliducha que nunca.

Ella se sintió halagada, se volvió lentamente ha-cia él, tras haberse retocado su cabellera, con elgesto de una mujer guapa agobiada por la jaqueca ysin fuerzas ya para quejarse.

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-He cometido una locura -dijo Serafita- atrave-sando el fiordo con Minna y escalando el Falberg.

-¿Os queríais matar? -exclamó Wilfrido, exterio-rizando sus temores de amante.

-No se preocupe, mi buen Wilfrido, que cuidémuy bien de Minna.

Wilfrido dio un fuerte manotazo sobre la mesa,se levantó, dio unos pasos hacia la puerta, al tiempoque dejaba escapar una dolorosa exclamación. Lue-go, volvió sobre sus pasos y murmuró una levequeja.

-¿Por qué armáis tanto ruido, si creéis que su-fro? -le preguntó Serafita.

-Perdonadme -exclamó Wilfrido, arrodillándo-se-. Castigadme, imponedme todo lo que la cruelfantasía de una mujer es capaz de concebir comopenitencia; pero, amada mía, no dudéis un sólo ins-tante de mi amor. Empleáis a Minna como si fuerauna hacha y me golpeáis con ella sin piedad. ¡Apia-daos de mí!

-¿Por qué me habla así, amigo mío, sabiendoque esas palabras no sirven para nada? -respondióella, echándole unas miradas de un tal ternura queWilfrido no le quitaba el ojo de en-cima.

-¡Nadie se muere de pena! -dijo él.

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-¿Sufre usted? -agregó ella, con una voz quecausaba en él el mismo impacto que sus ojos-. ¿Quées lo que puedo yo hacer por usted?

-Ámeme como yo la amo a usted.-¡Pobre Minna! -exclamó ella.-¡Yo no traigo nunca armas conmigo! -gritó Wil-

frido.-Usted es un buen demoledor -dijo Serafita son-

riéndose-. ¿Acaso no he obrado como esas parisinasque cuentan primores de aquellos cuyos amores meha contado?

Wilfrido se sentó, se cruzó de brazos y contem-pló a Serafita con mirada triste.

-Os perdono, dijo él, pues no sabéis lo que oshacéis.

-Ya sabéis que desde que apareció Eva -añadióella-, una mujer hace el bien y el mal a sabiendas.

-Así lo creo, en efecto -replicó él.-Estoy segura de ello, Wilfrido. Es precisamente

nuestro instinto el que nos da tanta perfección. Loque los hombres aprendéis, nosotras lo presenti-mos.

-¿Por qué no presiente, pues, todo el amor quesiento por usted?

-Porque no me ama.

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-¡Dios mío!-¿Por qué os quejáis tan angustiosamente? -

preguntó ella.-Esta noche se está usted ensañando conmigo,

Serafita. Es usted un auténtico demonio.-No. Lo que ocurre es que tengo la facultad de

comprenderlo todo y esto es terrible, Wilfrido, escomo una luz que ilumina nuestra vida.

-¿Por qué escalastéis el Falberg?-Minna se lo dirá, yo estoy muy cansada para

explicárselo. Usted tiene ahora la palabra, usted, quetodo lo sabe, que lo conoce todo, y que ha vadeadotantos escollos sociales. Le escucho. A ver si logradivertirme.

-Y, ¿qué diré yo que usted no sepa? Su ruego noes más que una burla. Usted es incapaz de aceptarnada de este mundo, cuyos reglamentos, leyes, cos-tumbres, los sentimientos, y las ciencias, despreciatomando altura y reduciéndolo todo a sus justasproporciones.

-¿Se da cuenta que yo no soy una mujer? Se haequivocado, amándome. ¿Qué quiere decir esto?Yo, que bajo de las regiones etéreas de mi pretendi-da fuerza, me vuelvo humildemente pequeña, medoblego como las pobres hembras de cualquier es-

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pecie, y usted se apresura a realzarme. Estoy deshe-cha, rota, y le pido que me socorra, pues necesitoapoyarme en un brazo fuerte. Y usted me rechaza.No nos comprendemos, desde luego.

-Es mucho más mala usted hoy que otras veces.-¡Mujer mala! -dijo ella, lanzándole una mirada

que fundía todos sus sentimientos en una sensacióncelestial-. No, no sufro, que quede claro. Así quemárchese, amigo mío. ¿No actuará usted, así, comoun hombre? Nosotras debemos gustaros, distraeros,estar siempre alegres y no tener más caprichos queaquellos que os divierten. ¿Qué debo hacer, amigomío? ¿Quiere que cante, que baile, aunque el can-sancio me deje sin voz y sin piernas? ¡Señoresnuestros, aunque estemos a dos pasos de la agonía,debemos sonreíros! Esto se llama, según creo, reinaren amo y señor. ¡Pobres mujeres! Dígame, cuandosalís de viaje, las abandonáis, ¿no es así? ¿Acaso notiene ya corazón mi alma? Pues se lo voy a decir:¡Yo tengo más de cien años, Wilfrido. Ya se puedemarchar! ¡Vaya a postrarse a los pies de Minna, co-rra!

-¡Oh, mi amor eterno!

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-¿Sabe usted lo que es la eternidad? Cállese, Wil-frido. Usted me desea y a la vez no me desea. Dí-game, ¿no le recuerdo yo a alguna mujer coqueta?

-¡Oh, sí, es verdad! No reconozco en usted lapura y celestial muchacha que vi por vez primera enla iglesia de Jarvis.

Al oír estas palabras, Serafita se pasó la manopor la frente y cuando Wilfrido descubrió de nuevosu cara quedó asombrado de la religiosa y santa ex-presión que en ella se reflejaba.

-Tiene usted razón, amigo mío. Más me valdríano ser un ángel, desde luego.

-Eso es, querida Serafita, sea mi buena estrella yno se mueva de mi alrededor. Siga proyectando so-bre mí su fulgurante luz.

Y, al decir estas palabras, intentó coger la manode la muchacha, que la retiró sin inmutarse. Wilfridose levantó bruscamente y se fue hacia la ventana,asomándose a ella para que Serafita no viera las lá-grimas que resbalaban por su mejilla.

-Una muchacha que se deja tomar la mano,¿Acaso no hace con ello una promesa y debe cum-plirla? Sabe que no puedo pertenecerle. Debe saberque el amor lo dominan dos clases de sentimientosy son los que seducen a las mujeres de la tierra. O se

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entregan a seres que sufren, a los degradados o a loscriminales, a los que ellas desean consolar, levantaro redimir; o se dan a seres superiores, sublimes,fuertes, a los que anhelan poder adorar, comprendery por quienes son aplastados muy a menudo. Ustedha sido humillado, pero se ha purificado en el fuegodel arrepentimiento y hoy posee incluso cierta gran-deza; y no me siento muy débil para ser su igual, ysoy demasiado religiosa para humillarme ante al-guien que no sea el Altísimo. Su vida, amigo mío,puede traducirse así: nos encontramos en el Norte,entre las nubes donde las abstracciones son monedacorriente.

-Hablándome así me desmoraliza, Serafita -respondió él-. Sufro mucho viendo cómo emplea lamonstruosa ciencia con la que despoja todas las co-sas humanas de las propiedades que les da el tiem-po, el espacio, la forma, para considerarlasmatemáticamente, bajo una expresión pura cual-quiera, tal y como procede la geometría con loscuerpos de los que desprende la solidez.

-Está bien, Wilfrido, le obedeceré. Dejemosesto. ¿Qué le parece esta alfombra de piel de oso,que el pobre David ha colocado aquí?

-Pues, muy bien.

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-¿No conocía usted esta doucha greka?Era una especie de cachemira forrada con piel

de zorro negro, y cuyo nombre significa "calentadorde almas”

-¿Cree usted -preguntó ella- que haya algún so-berano, de la corte que sea, que posea una piel pare-cida?

-Es muy digna de quien la lleva.-Y usted la encuentra bonita, ¿verdad?-Las palabras humanas no dicen gran cosa en tal

circunstancia. En ellas lo que conviene es hablarcon el lenguaje del corazón.

-Wilfrido, no sabéis lo que os agradezco quetratéis de atenuar mi dolor, con tan bondadosas pa-labras... que ya debéis de haber dicho a otras.

-¡Adiós!-Quédese. ¡Os quiero a los dos, a usted y a Min-

na, créame! Pero, a los dos los fundo en un sólo ser.Así reunidos sois para mí como un hermano, o endistinto, trance, como una hermana, Cásese, que yola vea feliz antes de abandonar para siempre estacharca de sacrificios y dolores. ¡Algunas mujeres lohan conseguido todo de sus amantes, Dios mío! Leshan dicho: "¡caballeros! y ellos se han quedado mu-dos. Les han dicho: "¡Ámame de lejos!", y ellos se

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han mantenido a distancia, como hacen los cortesa-nos con sus soberanos. Les han dicho: "¡Casaos!" yse han casado en un abrir y cerrar de ojos. Yo deseoque seáis felices y usted me rechaza. ¿No tengo elmenor poder sobre usted? Venga, acérquese, Wilfri-do, que quiero decirle algo: si es verdad que no meagradaría que se casase con Minna, no lo es menosque cuando yo desaparezca... prométame que seunirán, porque el cielo los ha hecho el uno para elotro.

-La he estado escuchando con inmenso placer,Serafita, y sus palabras, por incomprensibles quesean, no por ello dejan de ser sumamente encanta-doras. Pero, ¿qué quiere decir con esto?

-Tiene razón. Soy demasiado cuerda, en lugar deser esa alocada criatura, cuya debilidad tanto osagrada. A usted, que ha venido a estos parajes sal-vajes buscando el descanso, no hago más que ator-mentarlo. A usted, que está roto a causa de losimpetuosos asaltos de un genio desconocido. A us-ted, que está extenuado por las pacientes tareascientíficas y cuyas manos han orillado el crimen yque llevan las huellas, en su carne, de las cadenas dela justicia humana.

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Wilfrido se había desvanecido sobre la alfom-bra. Serafita sopló levemente sobre la frente delhombre, que se había dormido inofensivamente asus pies.

-Duerme, descansa - dijo levantándose pausa-damente.

Luego puso sus manos sobre la frente de Wil-frido y pronunció, quedamente, unas frases, con untono cadencioso, melodiosas, con una bondad quemanaba a borbotones de sus labios, así como la dio-sa profana derrama castamente su flujo sobre elpastor que sólo concilia el sueño sabiéndose prote-gido por ella.

-Ante ti sí que puedo mostrarme como real-mente soy, querido Wilfrido, porque tú eres unapersona fuerte.

"Ha llegado la hora en que las luminosas lucesdel porvenir iluminan las almas, la hora en que elalma se debate libremente.

"Ahora ya puedo confesarte cuán grande es miamor ¿No ves cuán desinteresado es? ¿Qué es unsentimiento que sólo para ti vive? ¿Que mi amor escomo una luz, que te sigue sin cesar, para iluminartu porvenir? Pues este amor es la verdadera luz. ¿Tedas cuenta ahora cuán ardientemente deseo que te

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desprendas de esta vida y que te acerques más almundo en el que el amor reina sobre todo? ¿No seha despertado en ti la sed de un amor eterno?¿Comprendes ahora a qué alturas se eleva una cria-tura humana cuando ama tanto: ama el que es inca-paz de traicionar al amor y al que adoramosrendidamente?

"Quisiera tener alas, Wilfrido, para protegerte,poder derrochar fuerza y dártela a ti, para queirrumpieras con ímpetu en el mundo donde reinanlas más puras alegrías y los más imperecederos la-zos, que en esta tierra pueden darse. Y querría darte,también, sombra en este día radiante, que se acercapara iluminar y alegrar los corazones. Perdona queun alma amiga te haya echado en cara tus faltas, conla caritativa intención de atenuar tus remordimien-tos, ¡y escucha el concierto del perdón! ¡refresca tualma respirando la aurora que se levantará para timás allá de las tinieblas de la muerte! Sí, ¡tu vida estáen el más allá!

"Que mis palabras sean el brillante atuendo detus sueños, que, adornándose con santas imágenes,destellen y desciendan hasta ti. Sube, sube hasta quedistingas bien a los hombres, aunque los veas cómoson: pequeños y apretujados, como granos de la

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arena del mar. La humanidad se despliega como unasimple cinta.

Fíjate en los distintos matices de esta flor de losjardines celestes. ¿Ves aquellos que están faltos deinteligencia, y los que comienzan a adquirirla, y losque están baqueteados, los que son todo amor, losque están inmersos en la sabiduría y que aspiran aun mundo inundado de luz?

"¿Comprendes, ahora, cuál es el destino de lahumanidad? ¿De dónde viene, adónde va? ¡Sigue tucamino! Y, cuando llegues al término de tu viaje,oirás los clarines del Todopoderoso y los gritosvictoriosos y unos compases tan potentes, que consólo uno de ellos se podría hacer temblar la tierraentera. Esos compases que se pierden en un mundosin oriente y sin occidente. ¿No comprendes, po-brecito mío, que sin cierto atrevimiento, sin los ve-los del sueño, estos espectáculos destrozarían tuinteligencia, como la tempestad desgarra el frágilvelamen de las naves y privarían a un hombre derazón para el resto de sus días? ¿No comprendesque el alma sola, incluso en toda su plenitud, nopuede resistir, durante el sueño, a las voraces comu-nicaciones del espíritu?

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"Vuela aún a través de las brillantes y luminosasesferas; admira, corre. Volando, descansa, anda sincansarte. Como todos los hombres, sé que tú tam-bién quisieras estar siempre inmerso en esferas dedistintos perfumes, y de una luz por la que tú ale-teas, con la ligereza de tu desvanecido cuerpo y alasque tan sólo accedes por el pensamiento! Corre,vuela, goza durante unos instantes de esas alas, queconquistarás cuando el amor llenará tu vida, alpunto que quedará inconsciente y que serás todointeligencia y todo amor. ¡Cuando más alto subesmenos ves los abismos, pues en el cielo no hay pre-cipicios. Mira, si no, a éste que te habla, a éste quete sostiene encima de este mundo de los abismos.Mira, contémplame aún un rato, pues cuando meveas a la luz del pálido sol terrestre, mi silueta seráborrosa, imperfecta."

Serafita se puso en pie y se quedó inmóvil, conla cabeza ligeramente inclinada, y con la cabellerasuelta, en esa postura aérea, con que los grandespintores han plasmado a los mensajeros celestes: lospliegues de sus vestidos tenían la gracia indefinidaque sorprende incluso al artista, al hombre que todolo traduce con el sentimiento, ante las deliciosas lí-neas del velo de la Polimnia antigua. Luego extendió

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la mano y Wilfrido se levantó. Cuando miró a Sera-fita, la blanca muchacha estaba acostada sobre lapiel de oso, con la cabeza apoyada en una mano, elrostro tranquilo y una mirada tranquila.

Wilfrido la contempló en silencio, pero su caradelataba un temor respetuoso, que traicionaba tam-bién su contenida timidez.

-Sí, querida -dijo él, como si contestara a unapregunta-, vivimos separados, en dos mundos muydiferentes, pero me resigno y no puedo por menosque adorarla, ¿qué sería de mí abandonado a misuerte?

-Pero, ¿no tiene usted a Minna, Wilfrido?El hombre bajó la cabeza.-¡No sea usted tan altivo! Una mujer, con amor

es capaz de comprenderlo todo; y cuando ella no locomprende, lo siente; y cuando no lo siente, lo ve; ycuando ella no lo ve, ni lo siente, ni lo comprende,este ángel de la tierra os adivina para poder protege-ros y disimula su protección con la gracia del amor.

-¿Acaso soy digno de pertenecer a una mujer,Serafita?

-De pronto se ha vuelto usted muy modesto.¿no será una trampa? ¡No olvide que una mujer essiempre sensible a la glorificación de sus debilida-

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des! Pues bien, pasado mañana por la tarde venga atomar el té a mi casa; el bueno del señor Becker es-tará con nosotros; y verá usted a Minna, que es lamás cándida de las criaturas de este mundo. Ahoradéjeme sola, mi querido amigo, pues tengo que re-zar mucho para expiar mis faltas.

-Pero, ¿cómo puede usted pecar?-Mi pobre amigo, el abusar de nuestro poder

¿acaso no es un acto orgulloso? Creo, sinceramente,que me he portado muy orgullosamente... ande,márchese, y hasta mañana.

-Hasta mañana -respondió quedamente Wilfri-do, mirando fijamente a aquella criatura, como siquisiera conservar de ella una imborrable imagen.

Quería marcharse, pero una fuerza inexplicablelo retuvo durante un buen rato, de pie, extasiadoante la luz que se filtraba por las ventanas del casti-llo sueco.

-¿Qué habré visto? -pensó-. No es una simplecriatura, apercibida entre velos y nubes, los recuer-dos retumban en mí como un dolor que se ha des-vanecido, parecidos a la sorpresa que producen ennosotros los sueños, en los que oímos los gemidosde las generaciones pasadas, que se mezclan conaquellas voces armoniosas de las esferas elevadas,

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donde todo es luz y amor. ¿Estoy despierto? ¿Oestoy todavía dormido? ¿Habré guardado mis sue-ños en mi memoria, en estos ojos ante los cualesretroceden luminosos espacios, hasta el infinito?Pese al frío de la noche, mi cabeza arde. Me voy alpresbiterio, con el pastor y su hija y allí podré coor-dinar mis ideas.

Pero, siguió sin moverse, en aquel sitio desde elcual podía apercibir el salón de Serafita. Esta miste-riosa criatura parecía ser el polo de atracción miste-rioso, en el que reinaba una atmósfera más densaque la de otros seres; cualquiera que entrase en ellaera sometido a un torbellino de claridad y de vora-ces pensamientos. Obligado a luchar contra aquellainexplicable fuerza, Wilfrido se liberó, pero fue acosta de grandes esfuerzos. Y, tras franquear el re-cinto de la casa, reco-bró su libre albedrío, se fueprecipitadamente hacia el presbiterio y se encontró,de pronto, debajo del alto cobertizo, que hacía lasveces de peristilo, en la casa del señor Becker. Abrióla puerta, profusamente adornada con noeyer, ycontra la cual el viento había amontonado la nieve.Traspuesta aquella primera puerta, Wilfrido aporreóvirilmente la segunda, diciendo:

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-¿Me permite, señor Becker, que pase la veladacon ustedes?

-Sí -le respondieron dos voces, que se confun-dieron en el espacio.

Al penetrar en el vestíbulo, Wilfrido tuvo la im-presión de que resucitaba. Saludó muy cariñosa-mente a Minna, dio un apretón de manos a su padrey se quedó mirando un cuadro, cuya influencia erasosegadora, y que frenaba los vivo impulsos de sunaturaleza física, en un fenómeno parecido al queestán sometidos los hombres que practican prolon-gadas contemplaciones. Si algún pensamiento raptaen sus quiméricas alas a un sabio o a un poeta y loaísla de la vida exterior, en la que está encerradoaquí abajo, y lo transporta hacia regiones sin fronte-ras, donde los hechos se encadenan abstractamente,donde las creaciones de la naturaleza son retratosvivos, donde una gran maldición castiga a quiendistrae sus sentidos y encarcela su alma viajera entresus huesos y su piel. El choque de estas potencias: elcuerpo y el espíritu, engendran sufrimientos inau-ditos. El cuerpo exige el retorno de la llama que loconsume. Pero, esta fusión no es más que un hervi-dero, en el que combaten los cuerpos enemigos,entre torturas que la química pone en evidencia, y

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que parece complacerse en reunir incansablemente.De un tiempo a esta parte, cada vez que Wilfridoentraba en la casa de Serafita, tenía la impresión deque caía en un abismo. Con su sola mirada aquellacriatura lo arrastraba, espiritualmente, hacia las esfe-ras en las que la meditación sume a los sabios o a lasque uno se siente transportado por la religiosidad,donde la visión conduce al artista y al que todos loshombres acceden gracias al sueño, pues cada unoposee sus medios para llegar a los abismos superio-res, y su guía para ir hasta ellos, y todos conocen elsufrimiento del retorno. Solamente allí es donde sedesgarran los velos y se muestra desnuda la Revela-ción, ardiente y terrible testimonio de un mundodesconocido del que aquí abajo no conocemos, es-piritualmente hablando, más que pobres harapos.Para Wilfrido, las horas pasadas en casa de Serafita,por breves que fueran, parecían un sueño, a esesueño a que tan aficionados son los thériakis, en losque el mínimo parpadeo se transforma en el polo deun radiante gozo. Salía de aquella casa roto, depri-mido, como una muchacha que ha corrido tras laszancadas de un gigante. El frío empezaba a sosegar,con sus aceradas caricias, la mórbida trepitaciónproducida por la combinación de dos naturalezas

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violentamente separadas; pero volvía siempre por elpresbiterio, atraído hacia Minna por el vulgar es-pectáculo de la vida del que estaba sediento, comotiene sed de su patria el aventurero europeo quesurca tierras orientales, pese a las cautivadoras reali-dades que en Oriente se dan. Pero, esta vez, el ex-tranjero, más cansado que nunca, se dejó caer en unsillón y estuvo mirando a su alrededor, como al-guien que acaba de despertar. El señor Becker y suhija, sin duda acostumbrados al curioso comporta-miento de su huésped, seguían hacienda sus cosas.

El vestíbulo estaba adornado por una colecciónde insectos y de conchas de Noruega. Aquellas cu-riosidades estaban hábilmente dispuestas sobre elfondo amarillento de la madera de abeto que cubríalas paredes de la casa y el humo del tabaco las habíateñido con filigranas fuliginosas. En el fondo, frentea la puerta principal, había una enorme estufa dehierro forjado. Como la criada lo fregaba cuidado-samente, la estufa brillaba como si fuera de aceropulimentado. Sentado en un sillón mullido, cerca dela estufa, con los pies metidos debajo de una mesita,en una especie de folgo, el señor Becker leía un in-folio colocado sobre unos libros, al lado de una ja-rrita de cerveza, y de una humeante lámpara de

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aceite de pescado. El ministro del Señor parecía te-ner unos sesenta años y su perfil se asemejaba al delos tipos a que tan aficionado era Rembrandt; eransus mismos ojitos vivarachos y rodeados de arrugas,y protegidos por unas espesas y encanecidas cejas;eran los mismos cabellos blancos que salían, rebel-des, por debajo del gorrito de terciopelo negro, conuna frente ancha y con no menos anchas entradas; yaquella cara, cuya barbilla achatada la hacía cuadra-da; y la profunda tranquilidad que da una impresiónde fuerza: el rango que da el dinero, el poder tribu-nicio del alcalde, la conciencia del arte o la fuerzacúbica de la ignorancia humana. Aquel hermosoviejo respiraba una robusta salud a través de suabultada barriga, iba vestido con un batín de felpavulgar. En la boca aprisionaba una larga pipa de es-puma de mar, de la que salía a veces alguna espiralde humo que el viejo seguía con su mirada, mientrasparecía sumido en la meditación digestiva de lospensamientos del autor, cuyas obras estaba consul-tando. Al otro lado de la estufa, y cerca de la puertade la cocina, Minna se transparentaba a través deaquella niebla humeante, a la que estaba ya acos-tumbrada. Ante ella, sobre otra mesita, había pren-das que esperaban algún zurcido: toallas, medias, y

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una lámpara parecida a la que iluminaba las páginasde los libros en la mesita vecina, sobre la que su pa-dre estaba trabajando. Su fresco rostro, al que suarmoniosa silueta daba un aspecto de gran pureza,reflejaba, con su blanca frente y sus aclarados ojos,una candidez infantil. Estaba inclinada hacia la luz,para trabajar mejor sin duda, y, sin darse cuenta deello, mostraba un escote bellísimo. Iba vestida conun salto de cama de blanca tela de algodón, y conun sencillo gorrito de percal, que cubría apenas sufrondosa cabellera. Aunque parecía sumida en algu-na contemplación secreta, no por ello dejaba decumplir su tarea con una gran meticulosidad, ofre-ciendo con esto la mejor imagen del tipo de mujerdestinada a las tareas terrestres, cuyas miradas pue-den taladrar el nublado ambiente del santuario, peroque un pensamiento humilde y caritativo mantiene ala altura del hombre. Wilfrido estaba sentado en elsillón que había entre las dos mesitas y contemplabaaquella escena con cierto arrobamiento, a la cual lasnubecillas de humo ni siquiera enturbiaban.

La única ventana que iluminaba el vestíbulo du-rante el verano permanecía cerrada entonces. Amodo de cortinas colgaba de un palo, formandopliegues, un gran tapiz. Allí no había nada que pu-

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diera ser tenido por pintoresco, sino que reinabauna rigurosa simplicidad, un ambiente auténtica-mente bondadoso, una cierta dejadez natural, esdecir: todo lo que refleja una vida sin complicacio-nes de ninguna clase. Muchas viviendas parecensalidas de un sueño y los destellos pla-centeros sediría que esconden realidades menos halagüeñas;pero aquel vestíbulo era realmente sublime, con unaarmonía de colores que despertaba las ideas patriar-cales de una vida intensa v recogida. El silencio sóloera turbado por el ajetreo de la sirvienta que prepa-raba la cena, y por el temblorcillo del pescado secoque, con manteca salada, según costumbre del país,se freía en la sartén.

-¿Quiere usted fumar una pipa? -preguntó el se-ñor Becker, aprovechando un instante en que Wil-frido parecía atento a su palabra.

-Muchas gracias, señor Becker -respondió él,amablemente.

-Parece estar menos en forma que otras veces -le dijo Minna, sorprendida por la flojedad de la vozdel visitante.

-Cada vez que salgo del castillo me pasa lomismo.

Minna se estremeció. Y Wilfrido prosiguió:

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-El castillo está habitado por una persona muyextraña, señor pastor. Hace seis meses que estoy eneste pueblo y no me he atrevido a hacer la menorindagación sobre ella y aún hoy me he de forzar pa-ra hablarle de este asunto. Le diré que sentí muchotener que interrumpir mi viaje, por culpa del invier-no, y verme obligado a vivir aquí; pero, desde esedía, hace ya dos meses, las cadenas que me atan aJarvis parecen ser más fuertes y mucho temo termi-nar aquí mis días. Usted sabe de mi encuentro conSerafita y la impresión que me causaron su mirada ysu voz y en qué condiciones fui recibido en su casa:como nadie hasta entonces lo había sido. El primerdía, recuérdelo, ya vine a verle, a preguntarle cosassobre esta misteriosa criatura. Aquí comenzaron,para mí, esta serie de encantamientos...

-¿Encantamientos, dice? - gritó el pastor, ha-ciendo caer la ceniza de su pipa en una especie deescupidera, en parte llena de arena -. Pero, ¿acasoexisten los encantamientos?

-Usted, que está leyendo Sortilegios, de JeanWier, comprenderá seguramente la explicación quevoy a darle sobre las sensaciones que he experi-mentado - añadió Wilfrido -. Si estudiamos bien lanaturaleza, ya sea en sus grandes revoluciones, ya

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sea en sus pequeños cambios, no es posible ignorarla posibilidad de que se produzcan encantamientos,si damos a esta palabra su verdadero significado. Elhombre no crea fuerzas, sino que emplea la únicaque existe y que las resume a todas y cuyo movi-miento viene insuflado, incomprensiblemente, porel soberano fabricante de los mundos. Las especiesestán muy bien delimitadas para que el hombre co-meta el error de confundirlas; el único milagro deque la mano humana era capaz ya se realizó con lacombinación de dos sustancias opuestas. ¡Incluso lapólvora es hermana del rayo! Toda creación requie-re tiempo y el tiempo no se adelanta ni se atrasa anuestra guisa. Así, al margen de nosotros, la natura-leza plástica obedece a leyes en cuyo orden y evolu-ción la mano del hombre no juega ningún papel.Pero, después de haber determinado la parte queasume la materia, no sería razonable que descono-ciéramos en nosotros la existencia de un monstruo-so poder cuyos efectos son tan inconmensurablesque ninguna generación los ha podido identificarcorrectamente. No le hablo de la facultad que te-nemos de aislarnos, de forzar a la naturaleza a refu-giarse en el verbo, acto gigantesco ante el cual elvulgo no reflexiona bastante, al tiempo que ignora

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el movimiento, y que ha conducido a los teósofosindios a explicar la creación por medio de un verborevestido de la potencia inversa. La más pequeñaporción de su alimento: un simple grano de arroz enel que nace la Creación y en el que esta misma Crea-ción se resume alternativamente, les ofrecía unaimagen tan pura del verbo creador y del verbo aisla-dor, que era imposible no aplicar este sistema a lafundación de los mundos. La mayor parte de loshombres tenían que conformarse con el grano dearroz sembrado en el primer versículo de todas lasgénesis. San Juan, al decir que el verbo estaba enDios, no hizo más que complicar las cosas. Pero, lagerminación y la madurez de nuestras ideas son po-ca cosa, si comparamos esta propiedad, repartidaentre muchos hombres, a la facultad individual decomunicar a dicha propiedad fuerzas más o menosactivas por medio de yo no sé qué concentración ytrans-portarla a la tercera, a la novena, o a la vigési-ma séptima potencia, que hiciera mella en las masasy obtener así resultados mágicos, al condensar losefectos de la naturaleza. Pues yo llamo encanta-miento a la laboriosa acción que las dos membranasdesarrollan sobre la funda de nuestro cerebro. En lanaturaleza inexplorada del mundo espiritual se en-

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cuentran algunos seres armados de estas increíblesfacultades, sólo comparables a la terrible potenciade los gases en el mundo físico y que, en combina-ción con otros seres, actúan de forma que provocansobre estos pobres ilotas unos sortilegios contra losque están prácticamente indefensos: los encantan,los dominan, los someten a una terrible esclavitud yhacen pesar sobre ellos las magnificencias y el cetrode su naturaleza superior, así como el pez torpedoelectriza y entontece al pescador que lo toca; es co-mo una dosis de fósforo que exalta o acelera la vida,como un opio que adormece el cuerpo, desata elespíritu, dejándolo vagar por el espacio; le muestrael mundo a través de un prisma y le extrae su ali-mento preferido; obra como la catalepsia, que anulatodas las facultades, en provecho de una sola visión.Los milagros, los encantamientos, los sortilegios, enfin: los actos impropiamente llamados sobrenatura-les no son posibles, ni pueden explicarse más quegracias al despotismo con el que un espíritu nosconstriñe a someternos a los efectos de una ópticamisteriosa que crece, que empequeñece, que exaltala creación, que la hace moverse dentro de nosotrosa su guisa, que nos la desfigura o nos la embellece,que nos sube al cielo o nos desciende al infierno,

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que son los dos términos en los que se expresa elplacer extremo y el dolor mayor. Estos fenómenosestán en nosotros y no fuera de nosotros. El ser quellamamos Serafita se me antoja que es uno de esosraros y terribles demonios, a los que es dado elabrazar a los hombres, de exprimir a la naturaleza yde compartir el poder oculto de Dios. El curso desus encantamientos ha comenzado para mí con elsilencio que me ha sido impuesto. Cada vez que in-tentaba interrogarle sobre ella me parecía estar apunto de revelar un secreto del que tenía la obliga-ción de ser un incorruptible protector; cada vez quehe querido preguntarle algo sobre ella, algo can-dente ha sellado mis labios, haciendo de mí el mi-nistro involuntario de esta misteriosa criatura. Meveis aquí por la centésima vez: abatido, roto, porhaber jugado con el alucinante mundo que lleva enella esa muchacha, dulce y frágil a ultranza, pero queha sido para mí la más cruel de las brujas. Sí, ella espara mí como una bruja que, en su mano derecha,esgrime un instrumento con el que mueve al mun-do, mientras que, en su mano izquierda, apresa elrayo capaz de disolverlo todo, a su gusto. No puedomirarla de frente, porque se desprende de ella unaclaridad cegadora sin igual. Soy demasiado torpe, al

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orillar los abismos de la locura, para callarme. Meagarro, pues, a estos instantes, en los que las fuerzasno me abandonan del todo, para resistir a estemonstruo, que me arrastra tras de él, sin pararmientes en mis posibilidades. ¿Quién es ella? ¿Laconoció usted cuando era joven? ¿Ha nacido siquie-ra entre nosotros? ¿Tuvo padres? ¿Fue concebida,acaso, conjuntamente por el hielo y el sol? Porquenos hiela, nos quema, se esconde y se nos aparece,como una verdad recatada, me atrae y me repele,me da la vida y la muerte y la quiero y la odio a lavez. No puedo vivir así. Quiero estar en el cielo oen el infierno, plenamente.

Conservando la pipa, recién cargada, en unamano, mientras en la otra sostenía la cajita del taba-co, el señor Becker escuchaba atentamente a Wilfri-do, con aire misterioso, echando vistazos a su hija,que parecía comprender aquel lenguaje mejor quesu padre, tan en armonía con el ser que lo inspiraba.Wilfrido era bello como Hamlet al oponerse a lasombra paterna, aquella sombra tangible con la queconversaba, al verla erigirse, tan sólo para él, en me-dio del mundo de los vivos.

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-Esto se parece mucho a la plática de un hom-bre enamorado -dijo bonachonamente el buenpastor.

-¿Enamorado yo? -replicó Wilfrido-. Bueno, sí,según la opinión de la gente vulgar. Pero, queconste, señor Becker, que ninguna palabra puedeexpresar el frenesí con el que me siento empujadohacia esa salvaje criatura.

-¿La queréis, entonces? -preguntó Minna, contono de reproche.

-Mire, señorita, se produce en mí tal escalofríocuando la veo, y se apodera de mí una tristeza tanprofunda cuando no la veo, que cualquier hombrellamaría a esto amor; mas este sentimiento acercaardientemente a los seres humanos, mientras que ennuestro caso, entre ella y yo se abre una especie deabismo de frialdad, que me da esos escalofríoscuando estoy frente a ella y que cesan en cuanto mealejo de ella. Y cada vez que me separo de ella midesolación es mayor, y cada vez vuelvo a su ladocon mayor ardor, como los sabios que acorralan elsecreto que quieren descubrir y a los que la natura-leza repele, o como el pintor que quiere plasmar suvida sobre una tela y fracasa, aun cuando pone enjuego, en la tentativa, todos los recursos del arte.

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-Pero todo esto me parece muy justo, señor -respondió cándidamente la muchacha.

-¿Cómo lo sabes tú, Mina? -preguntó el pastor.-¡Ah, padre mío! Si vos hubierais ido esta maña-

na con nosotros hasta la cima del Falberg y la hu-bierais visto rezando, no me haríais estas preguntas.Diríais, como el señor Wilfrido, cuando la vio porvez primera en el templo: "Es un genio de la plega-ria."

-¡ Es cierto! -replicó Wilfrido-. ¡Ella no tiene elmenor parecido con las criaturas que se agitan enlos innumerables abismos de este mundo!

-¿Habéis estado en el Falberg? -exclamó el viejopastor-. Y, ¿cómo os las habéis arreglado para llegarhasta allí?

-Lo ignoro -respondió Minna-. ¡Yo escalé aque-llo como si fuera un sueño, del que ya no conservomás que un leve recuerdo! Casi como si tal pruebano hubiera realmente existido.

Y, al decir esto, sacó una flor de su regazo. Lostres fijaron sus miradas en aquella bonita saxífraga,todavía lozana, la cual, pese a la luz de aquellas tris-tes lámparas, brillaba, a través de las nubecillas dehumo, con incomparables destellos.

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-He aquí algo que es sobrenatural -dijo el ancia-no, al ver abrirse una flor en pleno invierno.

-¡Un abismo! -exclamó Wilfrido, impresionadopor su perfume.

-Esta flor me da vértigo -dijo Minna-. Me pare-ce oír su voz, que es como una música del pensa-miento, tal como veo la luz de su mirada, que espuro amor.

-Mi querido huésped -respondió el anciano, lan-zando una bocanada de humo-, para explicaros elnacimiento de esta criatura sería necesario desenma-rañar los más tupidos nubarrones de todas las doc-trinas cristianas, y no es fácil alcanzar tal claridadtratándose de la más incomprensible cae las revela-ciones, el último destello de la que se haya proyec-tado sobre el montón de fango que es nuestromundo. ¿Conoce usted Swedenborg?

-Tan sólo de nombre; pero la verdad es que deél, de sus libros y de su religión, no sé nada.

-Pues bien, le voy a contar Swedenborg de caboa rabo.

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III

SERAFITA - SERAFITUS

Tras una pausa, durante la cual el pastor parecíaestar agavillando sus recuerdos, comenzó su relato:

-Emmanuel de Swedenborg nació en Upsala,Suecia, en el mes de enero de 1688, según algunosautores, y en 1689, si se da crédito a su epitafio. Supadre era obispo de Sflara. Swedenborg vivióochenta y cinco años, muriendo en Londres, el 29de marzo de 1772. Conste que si utilizo esta manerade hablar es para expresar un simple cambio de es-tado, ya que, según sus discípulos, a Swedenborg sele vio, posteriormente a dicha fecha, en Jarvis y enParís... ¡Que conste, también, querido Wilfrido -añadió el señor Becker, haciendo ademán de opo-

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nerse a cualquier interrupción-, que cuento los he-chos sin afirmar que son ciertos, como tampoconiego su veracidad! Escuche y luego piense de todoesto lo que mejor le parezca. ¡Cuando yo juzgue,critique o discuta dichas doctrinas, ya lo avisaré, conel fin de que constate mi neutralidad básica entre larazón y ÉL!

"La vida de Emmanuel Swedenborg estuvo di-vidida en dos partes -precisó el pastor-. De 1668 a1745 el barón Emmanuel de Swedenborg apareció alos ojos del mundo como un hombre de una culturavastísima, estimado, querido por sus virtudes, irre-prochable en todo instante, útil en toda circunstan-cia. A la vez que asumía cargos en Suecia, de 1709 a1740, publicó numerosos libros sobre mineralogía,física, matemáticas y sobre la astronomía, que faci-litaron grandemente las investigaciones de los sabiosdel mundo entero. Inventó métodos de construc-ción de puertos y muelles navales. Ha escrito sobrelas cosas más importantes: en torno a la posición dela Tierra y sobre el fenómeno de las mareas. Cadavez que se dedicó a una ciencia determinada fuepara hacerla progresar. En sus años jóvenes estudiólas lenguas hebrea, griega, latina y las orientales, conlas que se familiarizó tanto que célebres profesores

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lo consultaron a menudo y gracias a lo cual pudodescubrir, en Tartaria, los vestigios del más antiguolibro de la Palabra, llamado Las Guerras de Jehová yLos Enunciados, de los que hablan Moisés en losNúmeros (XXI, 14, 15, 27-30), Josué, Jeremías ySamuel.

Las Guerras de Jehová constituyen la parte his-tórica, y Los Enunciados la parte profética de estelibro, que es anterior al Génesis. Swedenborg haafirmado incluso que El Jaschar o el Libro del Justo,del que habla Josué, existía en la Tartaria oriental,con el culto de las Correspondencias. Se cuenta queun francés ha confirmado recientemente las previ-siones de Swedenborg, al revelar el descubrimiento,en Bagdad, de varios extractos de la Biblia, com-pletamente desconocidos en Europa. Cuando aque-lla discusión habida en París, en torno almagnetismo animal, en 1785, y en la que tomaronparte activa casi todos los sabios del mundo, elmarqués de Thomé vengó la memoria de Sweden-borg al hacer hincapié en los asertos que escaparona los comisarios, nombrados por el rey de Francia,para dictaminar sobre el citado magnetismo. Aque-llos señores pretendían que no existía ninguna teoríaen torno a la imantación, sobre la cual, por lo tanto,

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ya se había inclinado Swedenborg en 1720. El señorde Thomé aprovechó la ocasión para demostrar lascausas de aquel olvido en el que habían dejado alsabio sueco los más reputados investigadores, con elfin de registrar sus tesoros y procurarse datos paraenriquecer sus propios trabajos. Entre los más ilus-tres hubo algunos, dijo el señor de Thomé, hacien-do alusión a la Teoría de la Tierra, de Buffon, quetuvieron la debilidad de adornarse con plumas aje-nas, sin tener la delicadeza de decirnos de dónde lashabían sacado."

En fin, iba a probarnos, con gloriosas citas, ex-traídas de la obra enciclopédica de Swedenborg, queeste gran profeta se había adelantado, en varios si-glos, a la lenta progresión de las ciencias humanas:basta leer, en efecto, sus obras filosóficas y minera-lógicas para convencerse de ello. En un párrafo sepresenta como el precursor de la química actual, alafirmar que todo lo que produce la naturaleza estásujeto a descomposición y desemboca en dos prin-cipios puros; que el agua, el aire y el fuego, no sonelementos; en otro pasaje, en pocas palabras, alcan-za las profundidades de los misterios magnéticos,arrebatando así la primacía en este terreno a Mes-mer.

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-Y he aquí -dijo el señor Becker, enseñando unalarga tabla, sobre la que descansaban libros de todasclases- diecisiete obras distintas, de las que una sola,sus Obras filosóficas y mineralógicas, publicadas en1734, tienen tres volúmenes infolio. Estas obras,que dan fe de los conocimientos positivos del señorSwendeborg, me han sido facilitadas por el señorSerafitus, su primo, que no es otro que el padre deSerafita. En 1740, Swedenborg se sumió en un si-lencio absoluto, del que no saldría más que paraabandonar definitivamente sus ocupaciones tempo-rales y dedicarse nuevamente a las espirituales. Re-cibió las primeras órdenes del Cielo en 1745. Heaquí cómo nos explica su vocación:

"Una noche, estando él en Londres, y tras haberhecho una cena opípara, una espesa niebla se exten-dió en su habitación. Cuando se disiparon las tinie-blas, de un rincón de la habitación surgió unacriatura con forma humana, la cual, con una vozterrorífica, le dijo:

"-¡No comas tanto!"Entonces, a partir de aquel día, observó una

dieta rigurosísima. A la noche siguiente se le apare-ció el mismo hombre, tan radiante de luz como lavíspera, y le dijo:

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"-Soy un enviado de Dios y has de saber que tehe escogido para explicar su palabra a los hombres,asi como su Creación. Voy a dictarte lo que debesdecirles.

"La visión duró breves instantes. El ÁNGEL,según él dijo, iba vestido de púrpura. Aquella mismanoche, la mirada de su hombre interior pudo con-templar el cielo, el mundo de los espíritus, así comoel infierno; tres esferas diferentes en las que encon-tró personas conocidas, muertas, físicamente, desdehacía mucho tiempo o recientemente. Desde aquelinstante Swedenborg vivió constantemente unaexistencia espiritual y asumió en nuestro mundo elpapel de enviado de Dios. Si su misión fue puestaen duda por los incrédulos, su conducta fue indis-cutiblemente la de un ser superior. En primer lugarse limitó a vivir con lo estrictamente necesario.

" Su inmensa fortuna la destinó a ayudar a sussemejantes y en particular a poner a flote empresasa punto de quebrar, salvando así de la miseria a im-portantes grupos humanos. Nadie hizo un llama-miento a su generosidad en vano, desde luego. Uninglés, que formaba parte de los incrédulos, salió enbusca de él y lo encontró en París, y cuenta que laspuertas de su casa estaban siempre abiertas de par

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en par al visitante. Un día el criado de Swedenborgse quejó de ello, temiendo verse acusado algún díade fechorías cometidas por algún viajero.

"-No se preocupe, en absoluto -dijo Sweden-borg, sonriendo-. Hay que perdonarle que sea tandesconfiado. Es porque no ha visto el vigilante quetengo guardando la puerta -añadió.

"Es cierto que, doquiera que viviera, no cerrónunca la puerta, y cierto también que jamás existiótal vigilante, no dándose nunca el caso del menorrobo.

"En Gothembour, villa situada a sesenta millasde Estocolmo, anunció, tres días antes de que llega-ra el correo, la hora exacta en que se iba a declararun incendio que asolaría Estocolmo, señalando quesu casa no se quemaría: y así fue. La reina de Sueciale contó a su hermano el rey, en Berlín, lo que lehabía ocurrido a una de sus damas de compañía: sele había muerto su marido, y como alguien le recla-mara una suma de dinero, que el difunto habíaadeudado, pero que ella sabía haber sido pagada porsu marido antes de morir. Entonces ella se puso abuscar el recibo y no dio con él. Al día siguienteSwedenborg recibió su visita y la dama le rogó quele preguntara a su marido dónde estaba el recibo

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que buscaba. A las veinticuatro horas Swedenborgle indicó dónde se encontraba el papel. Pero, esmás: a petición de la esposa, su difunto marido se leapareció vestido con el batín que llevaba poco antesde morir, y le confirmó el lugar donde se encontra-ba el recibo. Un día, al embarcarse en Londres, enun barco mandado por el capitán Dixon, oyó a unadama que preguntaba si el navío llevaba muchasprovisiones.

"-No hacen falta tantas -le respondió Sweden-borg-, ya que dentro de ocho días, a las dos de latarde exactamente, echaremos el ancla en el puertode Estocolmo. -Y así fue.

"La potencia visionaria que Swedenborg era ca-paz de poner en juego, respecto a las cosas de laTierra, y que maravilló a cuantos constataron susefectos, no era más que una pequeña muestra de loque era capaz de hacer en el Cielo. Entre sus visio-nes hay que destacar aquella que narra sus viajes portierras astrales, figura entre las más curiosas y ladescripción sorprende sobre todo por los cándidosdetalles que da. Un hombre como él, con sus in-contestables alcances científicos, capaz de concebir,de imaginar, y con aquella carga de voluntad, de ha-ber tenido que inventar aquellos viajes, los hubiera

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imaginado aún más maravillosos. La literatura fan-tástica de los orientales no puede compararse a laasombrosa de Swedenborg, cuya poesía lo inundatodo. Admitiendo, naturalmente, que las obras de lafantasía árabe puedan ser comparadas a la produci-da por un creyente. El rapto de Swedenborg por elángel que le sirvió de guía en su primer viaje es su-blime a ultranza, y sobrepasa, de toda la distanciaque Dios ha colocado entre la Tierra y el Sol, lasepopeyas de Klopstock, de Milton, del Tasso y deDante. La parte inicial de su obra sobre las tierrasastrales no ha sido publicada nunca; forma parte delas contradicciones orales legadas por Swedenborg alos tres discípulos que más quería. El señor Silve-richm lo posee por escrito. El señor Serafitus haquerido hablarme de ella alguna vez, pero el recuer-do de la voz de su primo estaba tan candente, queapenas pronunciaba sus primeras palabras volvía aenmudecer, quedando sumido en una especie desomnolencia de la que nadie conseguía arrancarlo.Según cuenta el barón, el discurso en el que el án-gel demostró a Swdenborg que dichos cuerpos noestán hechos para errar ni tampoco para permane-cer desiertos, es de una lógica divina tan aplastante

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que su grandeza empequeñece todas las cienciashumanas existentes.

"Al decir del profeta, los habitantes de Júpiterno cultivan las ciencias que llaman de las sombras;los de Mercurio detestan expresar las ideas con pa-labras, porque es un medio demasiado materializa-do, y prefieren hacerlo en un lenguaje ocular; los deSaturno están siempre bajo la tentación de los malosespíritus; los de la Luna son pequeños como niñosde seis años: la voz les sale del abdomen y andanarrastrándose; los de Venus tienen una estatura degigantes, pero son estúpidos y viven de raterías; sinembargo, en una parte de ese planeta hay seres muydulces, que no viven más que para hacer el bien. Enfin, describe las costumbres de los pueblos de estosglobos y refleja su razón de existir insertos en eluniverso, con asombrosa precisión, y explica contanta justeza los efectos de su tangible revolución enel sistema universal, que algún día los sabios tendránque acudir a tan luminosas fuentes. He aquí -dijo elseñor Becker, abriendo un libro en un punto deter-minado-, las palabras con las que termina dichaobra:

"Si alguien dudara que he estado en un grannúmero de tierras astrales, que recuerde mis obser-

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vaciones sobre las distancias en la otra vida; en rea-lidad no existen, en el estado externo del hombre,más que relativamente; pero como yo estaba pre-dispuesto como un espíritu angelical, tuve el inmen-so privilegio de conocerlas." Las circunstancias quenos han rodeado en este lugar del barón Serafitus,primo querido de Swedenborg, me han permitidovivir íntimamente todos los acontecimientos de tanextraordinaria vida. Últimamente se le acusó de im-postor en algunas publicaciones de Europa, lascuales, inspiradas en una carta del caballero Beylon,relataban el siguiente hecho: Swedenborg, informa-do por unos senadores de la correspondencia cru-zada entre la difunta reina de Suecia y su hermano,el príncipe de Prusia, reveló a la princesa que cono-cía dicha correspondencia gracias a sus poderes so-brenaturales.

"Un hombre digno de crédito, el señor Charles-Léonard de Stahlhammer, capitán de la guardia realy caballero de la Espada, rebatió en una carta estacalumnia."

El pastor buscó en el cajón de la mesa, entre suspapeles, y sacó una gacetilla, que entregó a Wilfrido.Éste se puso a leerla en voz alta:

Estocolmo, 13 de mayo de 1788.

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"He leído con cierta sorpresa la carta que relatala entrevista que ha tenido con la reina Louise-Ulrique el famoso Swedenborg; las circunstanciasson totalmente falsas y espero que el autor me per-donará si, por medio de irrefutables testimonios, dedistinguidas personas que aún viven, le demuestrohasta qué punto se ha equivocado. En 1758, pocodespués de la muerte del príncipe de Prusia, Swe-denborg vino a la corte: a la que acostumbraba a ir amenudo. Apenas lo apercibió, la reina le preguntó:"A propósito, ¿ha visto usted a mi hermano, señorasesor?" Swedenborg respondió negativamente yentonces la reina añadió: "Si lo ve, no deje de salu-darlo de mi parte." Al decir esto la reina bromeaba,ya que el estado de su hermano no le interesaba enabsoluto. Ocho días más tarde, y no veinticuatro nien audiencia particular, Swedenborg volvió a lacorte, pero en hora tan temprana que sorprendió ala reina en la cámara blanca, que era donde, al le-vantarse de la cama, solía conversar con sus damasde honor y otras damas de la corte. Swedenborg noesperó siquiera que la reina saliera a su encuentro,sino que penetró en la cámara y le dijo unas pala-bras en voz baja ala oreja. La reina sufrió entoncesun desvanacimiento, tardando bastante rato en vol-

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ver en sí. Cuando recobró sus sentidos dijo a laspersonas que la rodeaban: "¡Sólo Dios y mi herma-no sabían lo que me acaba de decir!" Y confesó quele había hablado de la correspondencia secreta sos-tenida últimamente con su hermano y cuyo conte-nido sólo era conocido por ellos dos. No puedoexplicar cómo se enteró Swedenborg de aquel se-creto; pero lo que sí puedo asegurar, bajo mi palabrade honor, es que ni el conde H..., como dice el au-tor de la carta, ni nadie más ha interceptado o leídolas cartas de la reina. El senado, entonces, le permi-tía escribir a su hermano con la mayor seguridad, yconsideraba tal correspondencia sin interés particu-lar para el Estado. Está claro que el autor de la cartano tiene la menor idea de la personalidad del condeH... Es un señor muy respetable, que ha prestadoinapreciables servicios a su patria, y que a su talen-toso espíritu une las cualidades de su gran corazón.Aunque de avanzada edad, el conde conserva in-tactas su lucidez y sus dotes personales. Durante sugestión desarrolló una política inteligente, inspiradaen la más escrupulosa integridad y haciendo oídossordos a las intrigas y a los sordos manejos de unosy otros, que él consideraba indignos de ser emplea-dos. El autor de la carta tampoco tiene una idea

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muy clara de la clase de hombre que es el asesorSwedenborg. La única debilidad que tuvo estehombre, honesto de pies a cabeza, como queda di-cho, era la de creer en las apariciones de los espíri-tus; pero yo, que lo conozco desde hace muchísimotiempo, puedo afirmar que él estaba persuadido deque las entrevistas y las conversaciones con los espí-ritus eran reales, tan seguro como estoy yo, ahora,de estar escribiendo lo que escribo. Como ciudada-no y como amigo era un hombre íntegro, al que ho-rrorizaba cualquier falsedad, y que observó siempreuna vida ejemplar. Así, pues, la versión que de talhecho ha querido dar el caballero Beylon es com-pletamente infundada; y la visita que una noche lehicieron a Swedenborg los condes H... y T... es,asimismo, enteramente inventada. Por otra parte, elautor de la carta puede tener la certeza de que nosoy un incondicional de Swedenborg y que única-mente me mueve el amor a la verdad. Por esto hecontado este hecho, tan falseado, con la mayor ve-racidad posible, todo lo cual reafirmo, estampandomi nombre y mi rúbrica, al pie de mi escrito."

-Los testimonios aportados por Swedenborg entorno a su secreta misión acerca de las familias deSuecia y de Prusia, dieron pábulo a creer lo que sólo

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existe en la imaginación de ciertos personajes deambas cortes -añadió el señor Becker, al tiempo quevolvía a guardar la gacetilla en el cajón de la mesa-.Sin embargo -prosiguió-, no os contaré todos losdetalles de su tangible vida material: sus costumbresestán en oposición en lo que respecta su entrañableconocimiento. Vivía retirado, ajeno a cualquier enri-quecimiento material, y totalmente despreocupadocon relación a su celebridad personal. Tenía inclusocierta repugnancia a hacer prosélitos, se confiabamuy poco y sólo lo hacía con aquéllos en cuyo espí-ritu resplandecía la fe. Tan sólo mirándolos adivina-ba el estado de ánimo de quienes se acercaban a él yelectrizaba a los que quería enriquecer, en lo másprofundo de su alma, con su palabra. Sus discípulos,desde el año 1745, no le vieron nunca actuar movi-do por el menor interés humano. Una sola persona,un pastor sueco llamado Mathéssius, lo acusó deloco. Por un extraordinario azar, este Mathéssius,enemigo de Swedenborg y de sus escritos, se volvióloco más tarde, y hace apenas unos años aún vivíaen Estocolmo, gracias a una pensión que le habíaconcedido el rey de Suecia. El elogio de Sweden-borg ha sido confeccionado minuciosamente entorno a su vida, y fue pronunciado en 1786 por M.

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de Sandel, consejero del colegio de minas, en la gransala de la Real Academia de Ciencias. En fin, unadeclaración llegada a manos del lord-alcalde deLondres, da fe de los últimos instantes de su vida yde la muerte de Swedenborg, asistido por el señorFerelius, distinguido eclesiástico sueco. Las perso-nas que comparecieron afirman que Swedenborg nosólo no renegó de sus escritos, sino que estuvo con-firmándolos uno tras otro.

"-De aquí a cien años -dijo al señor Ferelius-, midoctrina será reconocida por la Iglesia.

"Predijo el día y la hora de su muerte con granexactitud. Ese mismo día, el domingo 29 de marzode 1772, pidió la hora.

"-Son las cinco -le respondieron."-Bien, esto se termina -dijo-. ¡Que Dios os

bendiga!"Y diez minutos más tarde, tras un leve suspiro,

expiraba tranquilamente. La simplicidad, la humil-dad y y la soledad fueron los signos esenciales de suvida. Cuando terminaba uno de sus tratados, toma-ba el barco y se marchaba a Londres o a Holanda yno hablaba de ello con nadie. Así publicó, sucesi-vamente, veintisiete tratados diferentes, dictadostodos ellos por los ángeles. Que esto sea o no ver-

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dad, pocos hombres son capaces de resistir a su sin-gular encantamiento. Helos aquí todos -dijo el señorBecker, mostrando una tabla, sobre la cual descan-saban algo más de medio centenar de libros-. Lossiete tratados, en los que Dios introdujo sus lumi-nosas enseñanzas, son: Las delicias del amor conyu-gal, El Cielo y el Infierno, El Apocalipsis revelado,La Exposición del sentido interno, El amor divino,El Verdadero cristianismo. La Sabiduría angélica dela omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia deaquellos que comparten la eternidad y la inmensidadde Dios.

"Su explicación del Apocalipsis -añadió el señorBecker, tomando el libro que tenía más a mano, yabriéndolo- comienza con estas palabras: "Aquí nohay nada que sea mío, he hablado por inspiracióndel Señor, el cual, por mediación del mismo ángel,dijo a Juan: Tú no sellarás las palabras de esta pro-fecía. (Apocalipsis, 22, 10.)"

"Mi querido señor -dijo el doctor, mirando aWilfrido-, he temblado terriblemente, durante lasnoches de invierno, leyendo las obras de este hom-bre, en las que relata cosas tan maravillosas con unainsuperable inocencia.

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"He visto, dice, el cielo y los ángeles. El hombreespiritual descubre al hombre espiritual muchomejor que el hombre terrestre no lo hace con elhombre terrestre. Relatando las maravillas del cieloy de lo que hay debajo de él, obedezco a las órdenesque en tal sentido he recibido del Señor. Cada cual,es libre y puede o no creerme, pues yo no puedotrasladarles el influjo que Dios ejerce sobre mí; nodepende de mí que puedan conversar con los ánge-les, ni de operar otras transformaciones que los dis-ponga para entender ciertas cosas; ellos solos sonlos únicos instrumentos de su exaltación angélica.Ya hace veintiocho años que entré en el mundo es-piritual de los ángeles, y que estoy con los hombresen la tierra; ya que así lo ha decidido el Señor,abriéndome los ojos del espíritu, como se los abrióa Pablo, a Daniel y a Elíseo.

"Sin embargo, algunas personas perciben elmundo espiritual gracias al aislamiento que les pro-cura el sonambulismo, separando su entidad exte-rior del hombre interior.

"En tal estado, subraya Swedenborg, en su Tra-tado de la sabiduría angelical (número 257), el hom-bre puede elevarse hasta la luz celestial, dado quesus sentidos corporales han sido insensibilizados y

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que la influencia del cielo se ejerce sobre el hombreinterior sin la menor restricción.

"Muchas personas, que no ponen en entredicholas revelaciones celestes de que habla Swedenborg,piensan, no obstante, que todos sus escritos no es-tán impregnados de inspiración divina. Otros, auncuando exigen una adhesión absoluta hacia Swe-denborg, admiten que hay en sus cosas muchospuntos oscuros; pero creen, también, que la imper-fección del lenguaje terrestre no ha permitido alprofeta la perfecta expresión de sus visiones espiri-tuales, y cuyos ángulos oscuros desaparecen bajo lamirada de quienes han sido regenerados por la fe, yaque, según la admirable frase de su mejor discípulo:la carne es una generación exterior. Para los poetasy los escritores, todo en él es maravilloso; para losvidentes, todo es pura realidad. Sus descripcioneshan sido para algunos cristianos motivo de escán-dalo. Algunos críticos han ridiculizado la sustanciaceleste de sus templos, de sus palacios, ricamenteornamentados, y de las magníficas residencias en lasque evolucionan los ángeles; otros se han reído desus bosquecillos de misteriosos árboles, de sus jar-dines, cuyas flores hablan, donde el aire es blanco, yen los que las piedras preciosas, místicas, la sardóni-

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ce, el crisolito, la crisoprasa, la calcedonia, el berilo,el urim y el thumim, tienen vida propia, expresanverdades celestes, y a las preguntas que se les puedehacer, ellas responden con intermitencias luminosas(Verdadera Religión, 219); y muchos excelsos espí-ritus no aceptan estos mundos, donde los coloresorganizan auténticos conciertos, cuyas palabras fla-mean, y en los que el Verbo se escribe con angélicafiligrana (Verdadera Religión, 278). Incluso en elNorte, ciertos escritores se han mofado de suspuertas de perlas y de diamantes, con los que tapi-zaba las casas de Jerusalén, donde los menores de-talles están com-puestos por las más raras sustanciasde este mundo.

"-Pero, si estos objetos son raros en este mundo-preguntan sus alumnos-, ¿es ello una razón paraque abunden en el otro? En la Tierra están hechosde sustancias terrestres, mientras que en el Cielotienen una apariencia celeste y son angelicales porcompleto.

"El mismo Swedenborg ha dicho, repetida-mente, a este respecto, las mismas palabras de Jesu-cristo: "Os enseño utilizando palabras de la tierra yno me comprendéis; y si os hablo con el lenguaje

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del cielo, ¿cómo podríais comprenderme? (Juan, 3,12)."

"Yo señor, he leído la obra entera de Sweden-borg -añadió el señor Becker, con ademán enfático-.Lo digo con cierto orgullo, puesto que no he perdi-do la razón. Y afirmo que, leyéndolo, o se pierde larazón o se transforma uno en vidente. Pese a que yohe sabido resistir a las dos tentaciones, confieso quea menudo se ha apoderado de mí una sensacióndesconocida, algo así como un profundo encanta-miento, una alegría interior, que sólo son posiblescuando se está en plena posesión de la verdad y laluz celeste vivifica nuestra alma. Todo aquí abajoparece mezquino cuando el alma recorre las devo-radoras páginas de estos tratados. Es imposible queuno no se sienta profundamente asombrado al pen-sar que, en el espacio de treinta años, este hombreha publicado, sobre las verdades del mundo espiri-tual, veinticinco volúmenes in-quarto escritos enlatín, y que el más pequeño no tiene menos de qui-nientas páginas. Y que todos, están impresos en le-tra menuda. Y se dice que ha dejado otros veinte enLondres, en manos de su sobrino, el señor Silve-richm, ex capellán del rey de Suecia. Parece indiscu-tible, pues, que este hombre, que de veinte a sesenta

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años se ha consumido en la publicación de esta es-pecie de enciclopedia, haya tenido que recibir ayudasobrenatural, para poder componer estos admira-bles tratados, precisamente en la edad en que lasfuerzas del hombre empiezan a decaer. En estosescritos, encontramos infinidad de proposicionesnumeradas, y ninguna de ellas se contradice. En to-dos sus escritos reina la exactitud, el método, suespíritu sereno, presencias que no son concebiblessin la existencia de los ángeles. Su Verdadera Reli-gión, donde se resume todo su dogma, obra vigoro-sa y luminosa, fue concebida y realizada a losochenta y tres años. En fin, su ubicuidad, su omnis-ciencia no ha sido desmentida por ninguno de suscríticos, ni por ninguno de sus enemigos. Sin em-bargo, cuando yo bebí en este torrente de luces ce-lestes, Dios no me había abierto los ojos interiores yjuzgué estos escritos con el criterio de hombre noregenerado. Así, he llegado a creer, a menudo, queel INSPIRADO Swedenborg, alguna vez que otra,había comprendido mal a los ángeles. Me he reídode algunas visiones, ante las cuales, según los vi-dentes, hubiera tenido que estar asombrado y admi-rado. No he podido concebir cuál era la afiligranadaescritura de los ángeles, ni sus correas más o menos

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recubiertas de oro. Por ejemplo, si esta frase: Hayángeles solitarios, de pronto, me enterneció, al re-flexionar sobre ello no he podido armonizar tal so-ledad con sus casamientos. Como tampocoentiendo por qué la Virgen María conserva, en elCielo, sus hábitos de raso blanco. No me he atrevi-do a preguntarme la razón de la existencia de losgigantescos demonios Enakim y Hephilim y por quéla emprendían, a todo instante, con los querubines,en los apocalípticos campos de Armageddon. Igno-ro cómo los endemoniados pueden aún discutir conlos ángeles. El barón Seraphitus me objetaba queesto sólo afectaba a los ángeles que vivían en la tie-rra, con formas humanas. A menudo, las visionesdel profeta sueco están embadurnadas de figurasgrotescas. Uno de sus Memorables, como él los lla-mó, comienza con estas palabras: "Yo vi unos espí-ritus reunidos, con sombreros puestos." En otro desus Memorables dice haber recibido del Cielo unpapelito sobre el que estaban escritas unas letras,nos dice, parecidas a aquellas que empleaban lospueblos primitivos, compuestas por líneas curvascoronadas con anillitos. Para asentar mejor tal ase-veración, me hubiera gustado que depositara dichopapelito en la Real Academia de Ciencias de Suecia.

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Pero, en fin, es posible que yo esté equivocado yque estas cosas absurdas que yo veo diseminadas ensus obras tengan, en el fondo, una significación es-piritual. Si no, ¿cómo explicaríamos la creciente in-fluencia de su religión? Pues su Iglesia cuenta hoy,en Estados Unidos y en Inglaterra, con setecientosmil adeptos, y en el primero de estos países se leagregan diferentes sectas, mientras que, en la solaciudad inglesa de Manchester, se cuentan siete milpartidarios de Swedenborg. Por otro lado, tanto enAlemania, como en Prusia, o en el Norte, distingui-dos sabios han adoptado públicamente las creenciasde Swedenborg, más consoladoras, desde luego, quelas de otras comunidades cristianas. Ahora quisieraexplicarle, en pocas palabras, los puntos esencialesde la doctrina que Swedenborg estableció para suIglesia, aunque mi exposición, confiada a la memo-ria, comporte necesariamente algunos fallos. Portanto, no puedo permitirme hablarle de los arcanosque rodean el nacimiento de Sérafita."

Entonces el señor Becker hizo una pausa, comosi estuviera recopilando recuerdos, y luego agregó:

-Tras haber establecido, matemáticamente, queel hombre vive eternamente en esferas que son infe-riores, en unos casos, y superiores, en otros, Swe-

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denborg califica de espíritus angelicales a aquellosseres que, en nuestro mundo, están inspirados porel Cielo, en el que se transforman en ángeles. Segúnél, Dios no ha creado los ángeles de la nada. No hayningún ángel que antes no haya sido hombre en latierra. La tierra es el vivero del cielo. Los ángeles noson ángeles, por lo tanto, así como así (Sabiduríaangelical, 57); sino que se transforman tras unaconjunción íntima con Dios, a la que Dios no seniega nunca, ya que la esencia de Dios no es negati-va en ningún caso, sino ininterrumpidamente activa.Los espíritus angelicales conocen tres fases delamor, puesto que el hombre no puede ser regenera-do más que progresivamente (Verdadera Religión).En primer lugar, el AMOR DE SÍ MISMO: la su-prema expresión de este amor es el genio humano, através de cuyas obras se cultiva el culto. Luego, elAMOR DEL MUNDO, que produce los profetas,los grandes hombres que la tierra adopta comoguías y saluda con el nombre de divinos. En fin, elAMOR DEL CIELO, que hace los espíritus angéli-cos. Estos espíritus son, por decirlo así, las flores dela humanidad, que se resumen en ella y que se es-fuerzan por identificarse con ella. Deben tener unprofundo amor al Cielo, o, en su defecto, la sabidu-

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ría del Cielo; pero siempre los encontramos en elamor antes que en la sabiduría. Así, la primeratransformación del hombre es el AMOR. Para llegara este primer grado, su existir anterior ha tenido quepasar por la esperanza y la caridad, que lo preparanpara la fe y la plégaria. Las ideas adquiridas, en elejercicio de estas virtudes, se transmiten a cada en-voltura humana, bajo la cual se esconden las sucesi-vas metamorfosis del SER INTERIOR; pues nadase separa y todo se complementa: la esperanza novive sin la caridad y la fe no se concibe sin la plega-ria; las cuatro caras de este amor son solidarias. "Sifalta una de estas virtudes -dice-, el espíritu angelicales como una perla rota." Cada existir es, pues, uncírculo en el que se condensan las riquezas celestesdel estado anterior. La gran perfección de los espí-ritus angélicos proviene de una misteriosa progre-sión, en la que se preservan todas las cualidades,sucesivamente adquiridas, hasta llegar a su gloriosaencarnación; ya que, en cadar, transformación, sedespojan, insensiblemente, de su carne y de suserrores. Cuando vive en el amor, el hombre haabandonado todas las malas pasiones: la esperanza,la caridad, la fe, la plegaria, según las palabras deIsaías, han ahechado su interior, para que no les al-

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cance ninguna contaminación terrestre. De aquí lacélebre frase de San Lucas: Construíos un tesoroque no se deteriore en el Cielo. Y la de Jesucristo:Dejad este mundo a hombres, pues es de ellos, vol-veos puros y venid a casa de mi padre. La segundatransformación es la de la sabiduría. Esto es: lacomprensión de las cosas celestes, cuyo espíritu senutre de amor. El espíritu del amor ha conquistadoa la fuerza; es el resultado de todas las pasiones te-rrestres vencidas, y ama ciegamente a Dios; pero elespíritu de la sabidurías inteligente y sabe por quéama. Unas alas se han desplegado y lo conducenhacia Dios, mientras que otras alas se han replega-do, aterrorizadas por la ciencia: conoce a Dios. Eluno desea ver a Dios ardientemente y se precipitahacia Él, mientras que el otro lo toca y tiembla. Dela unión de un espíritu de amor y de un espíritu desabiduría nace una criatura divina, cuya alma esMUJER y su cuerpo HOMBRE, última expresiónhumana, en el que el espíritu domina a la forma, yen que ésta se debate aún contra el espíritu divino;ya que la forma, es decir: la carne, ignora, se sublevay quiere ser grosera. Esta suprema prueba engendrasufrimientos inauditos, que sólo el Cielo percibe, yque el Cristo conoció en el huerto de los olivos.

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Tras la muerte, el primer ciclo se abre ante esta do-ble naturaleza humana purificada. Por eso, mientrasel espíritu muere en el arrobamiento, los hombresmueren en la desesperanza. Por eso, lo NATURALes el estado de los seres no regenerados; loESPIRITUAL, es el de los espíritus angélicos, y elDIVINO, aquel en el que vive el ángel antes deromper su envoltura. Estos son los tres grados delexistir por los que transita el hombre hacia el Cielo.Un pensamiento de Swedenborg ilustra maravillo-samente la diferencia que existe entre loNATURAL y lo ESPIRITUAL:

"Para los hombres -dice-, lo natural pasa por loespiritual; consideran el mundo bajo sus formas vi-sibles y lo perciben como sus sentidos ¡se lo pre-sentan: como una realidad preconcebida. Pero, paraun espíritu angélico, lo espiritual pasa por lo naturaly considera el mundo según su entraña, no según suforma."

"Por lo tanto, nuestras ciencias humanas no sonmás que el análisis de las formas. El sabio, según elmundo, es puramente exterior, al igual que su sabi-duría. Su interior no le sirve más que para conservarsu aptitud para el conocimiento de la verdad. El es-píritu angélico va más allá: su sabiduría es el pensa-

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miento, del que la ciencia humana no es más que lapalabra; extrae el conocimiento de las cosas del ver-bo, aprendiendo LAS CORRESPONDENCIASpor las cuales los mundos concuerdan con el Cielo.LA PALABRA de Dios fue enteramente escrita abase de puras correspondencias, en ella se contieneun sentido interno o espiritual, el cual, sin la cienciade las correspondencias no es comprensible. DiceSwedenborg que existen innumerables ARCANOSen el sentido interno de las correspondencias (Doc-trina celeste, 26). Por lo tanto, los hombres que sehan mofado de los libros en que los profetas hanrecogido la Palabra, lo hicieron porque estaban su-midos en ese estado de ignorancia, en que aquíabajo viven los hombres que ignoran todo de lasciencias, y que se mofan inconscientemente de lasverdades de las mismas. Conocer las corresponden-cias de la Palabra con el Cielo, conocer las corres-pondencias que existen entre visibles y ponderablesdel mundo visible y las cosas invisibles e imponde-rables del mundo espiritual, es tener el cielo en elentendimiento. Todos los objetos de las diversascreaciones emanan de Dios y contienen necesaria-mente una significación no revelada, como se con-signa en las importantes palabras de Isaías: La tierra

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es una vestidura (Isaías, 5, 6). Este misterioso lazoentre las más íntimas parcelas de la materia y elCielo constituye lo que Swedenborg llama unARCANO CELESTE. Así que, su Tratado de losarcanos celestes, en el que se explican las corres-pondencias o significaciones de lo natural a lo espi-ritual, nos da, según la expresión de Jacob Boehm,los signos de todas las cosas. Por esto se extiendesobre dieciséis volúmenes y a través de unas trecemil proposiciones.

"Este maravilloso conocimiento de las corres-pondencias, que la bondad de Dios derramó sobreSwedenborg, dice uno de sus discípulos, es el se-creto del interés que despiertan tales obras. Segúneste comentarista: "aquí, todo sale del Cielo, todorecuerda el Cielo". Los escritos del profeta son su-blimes y claros: habla en el cielo y se le encuentra enla tierra; a partir de una de sus frases se podría es-cribir un libro.

"Y, entre mil otras, el discípulo cita ésta:""El reino de los cielos -dice Swedenborg (Ar-

canos celestes)- es el reino de los motivos. LaACCIÓN se realiza en el Cielo, y de allí pasa almundo, gradualmente, por pequeñas dosis; comolos efectos terrestres están ligados a las causas ce-

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lestes, todo contribuye a reflejar SUCORRESPONDENCIA Y SU SIGNIFICADO.Ya que el hombre es el lazo que une lo natural a loespiritual.""

"Los espíritus angélicos conocen lo esencial delas correspondencias que ligan cada cosa terrestre alCielo, y conocen el íntimo sentido de las palabrasproféticas, que revelan sus revoluciones. Para estosespíritus, todo, aquí abajo, tiene su significación. Lamás pequeña flor es un pensamiento, una vida quecorresponde a unos cuantos trazos del gran con-junto, y del que son una insistente insinuación. Paraellos, el ADULTERIO y los libertinajes de que ha-blan las Escrituras y los profetas, a menudo desna-turalizadas por pésimos escritores, reflejan el estadode las almas que, en este mundo, se empeñan eninfectarse de afecciones terrestres, divorciándose asídel Cielo. Las nubes son los velos con los que secubre Dios. Las antorchas, los panes de proposi-ción, los caballos y los caballeros, las prostitutas ylas piedras preciosas, todo ello, en la Escritura, tieneun sentido exquisito y revela el porvenir de los he-chos terrestres en sus relaciones con el Cielo. Todospueden penetrar la verdad de los ENUNCIADOSde San Juan, que la ciencia humana demuestra y

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prueba materialmente más tarde, como este, queSwedenborg señala repleto de ciencias humanas: Viun nuevo cielo y una nueva tierra, ya que el primercielo y la primera tierra habían pasado (Ap., XXI, 1).Conocen los festines en los que se come carne derey, de hombre libre y de esclavo, y a los que unángel, montado en un sol, nos invita. (Apoc., XXI,11-18.) Ven a la mujer alada, revestida de sol y alhombre siempre armado (Apoc.). El caballo delApocalipsis es, según Swedenborg, la imagen visiblede la inteligencia humana, cabalgada por la muerte,pues ésta lleva en ella misma su esencia destructiva.En fin, reconocen los pueblos disimulados bajoformas que a los ignorantes parecen fantásticas.Cuando un hombre está dispuesto a recibir la insu-flación profética de las correspondencias, ésta des-pierta en él el espíritu de la palabra; comprende,entonces, que las creaciones no son más que trans-formaciones; le vivifica su inteligencia y provoca enél una inmensa sed de verdades, que no podrá cal-mar más que en el Cielo. Según la perfección más omenos acabada de su espíritu, concibe la potenciade los espíritus angélicos y se dirige, movido por eldeseo, que es el estado menos imperfecto del hom-bre no regenerado, hacia la esperanza, que le da la

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llave de los cielos. ¿Qué criatura no desearía mos-trarse digna de entrar en la esfera de las inteligen-cias, que viven dedicadas secretamente al amor y ala sabiduría? Aquí abajo, estos espíritus conservansu pureza; su visión, su pensamiento y su expresiónno son las de los otros hombres. Existen dos for-mas de percepción: la interna y la externa; el hom-bre es todo él externo; el espíritu angélico es internoen toda su dimensión. El espíritu va al fondo de losnúmeros, posee la totalidad y conoce sus significa-ciones. Dispone de movimiento y se asocia todopor la ubicuidad: Un ángel, según el profeta sueco,se le presenta a otro cuando lo desea (Sab. Ang. deDiv. Am.); pues tiene el don de separarse de sucuerpo, y ve los cielos como los han visto los pro-fetas, y como el mismo Swedenborg los veía.

"En este estado, dice (Verdadera Religión, 136),el espíritu del hombre se traslada de un lugar a otro,sin que el cuerpo se mueva, tal como me ha ocurri-do a mí durante veintiséis años.

"Debemos entender así, pues, todas las palabrasbíblicas donde se dice: Y el espíritu venció. La sabi-duría angélica es para la sabiduría humana lo que lasinnumerables fuerzas de la naturaleza son para laacción, que es una. Todo revive, se mueve, existe

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espiritualmente, pues está en Dios: como se expresaen las palabras de san Pablo: In Deo sumos, move-mur et vivimos (vivimos, nos movemos y estamosen Dios). La tierrano representa el menor obstáculoy la palabra no le ofrece la más mínima oscuridad.Su próxima divinidad le permite ver el pensamientode Dios velado por el verbo, a la vez que, viviendointeriormente, el espíritu comunica con los sentidosíntimos, que se esconden tras las cosas de estemundo. La ciencia es el lenguaje del mundo tempo-ral y el amor es el del mundo espiritual. Por lo tanto,el hombre más que explicar describe, mientras queel espíritu angélico ve y comprende. La ciencia en-tristece al hombre, mientras queel amor exalta alángel. La ciencia aún busca. El amor ya lo ha en-contrado. El hombre juzga la naturaleza según susrelaciones con ella; el espíritu angélico la juzga porsus relaciones con el Cielo. En fin, todo comunicacon los espíritus.

Los espíritus han penetrado todos los secretosde la armonía que existe entre las creaciones; y searmonizan con el espíritu de los sonidos, con el es-píritu de los colores, y con el de los vegetales: soncapaces de interrogar al mineral y éste responde co-rrectamente. ¿Qué significan para ellos las ciencias y

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los tesoros de la tierra, cuando los abarcan cons-tantemente con la vista, y los mundos, que tanpreocupados traen a los hombres, no son para losespíritus más que el último peldaño desde el que sevan a proyectar hacia Dios? El amor del Cielo o lasabiduría del Cielo se anuncia a ellos con un círculode luz que los envuelve y que sólo distinguen loselegidos. Su inocencia, de la cual la de los niños noes sino la forma exterior, posee unos alcances queno tienen los niños: son a la vez inocentes y sabios.

"Y la inocencia de los cielos hace tal impresiónsobre las almas, dijo Swedenborg, que aquellos aquienes afecta conservan un arrobamiento que lesdura toda su vida, que así lo experimenté yo. Bastatener una leve percepción de ella para que nuestravida se encuentre cambiada, que se despierte en no-sotros el deseo de ir al Cielo y que entremos así enla esperanza.

"Su doctrina sobre los casamientos puede resu-mirse en pocas palabras:

"El Señor ha tomado la belleza, la elegancia dela vida del hombre y la ha depositado en la mujer.Cuando el hombre no se armoniza con dicha belle-za y con la elegancia, se muestra severo, triste y

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malcarado; en cambio, cuando está en ellas, estáalegre y adquiere una admirable plenitud.

"Los ángeles son siempre de una belleza inco-rruptible. Sus casamientos son celebrados duranteceremonias maravillosas. En esta unión, que no daniños, el hombre ha dado EL ENTENDIMIENTOy la mujer ha dado la VOLUNTAD: y son un soloser, UNA SOLA carne, aquí abajo; luego, tras re-vestir su forma celeste, van al Cielo. Aquí abajo, ensu estado natural, la inclinación mutua de los dossexos hacia las voluptuosidades es un EFECTO quecansa y asquea; pero, en su forma celeste, la pareja,que es un mismo espíritu, encuentra, en sí misma,una inagotable fuente de voluptuosidad. Sweden-borg vio este casamiento de los espíritus, el que,según san Lucas, no tiene bodas (20, 35), y que noinspira más que placeres espirituales. Un ángel seofreció para hacerle testigo de un casamiento y lollevó sobre sus alas (las alas son un símbolo y nouna realidad terrestre). Lo vistió con su traje defiestas y cuando Swedenborg se vio vestido de luz,preguntó la razón de ello.

"-En tal circunstancia -respondió el ángel-,nuestros trajes se iluminan, resplandecen y se trans-

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forman en vestidos nupciales. (Deliciae sap. de Am.conj., 19, 20, 21.)

"Entonces, apercibió dos ángeles que se acerca-ban a él. Uno venía del mediodía y el otro deloriente; el ángel del mediodía iba en un carro tiradopor dos caballos blancos, cuyas riendas tenían elcolor y el resplandor de la aurora; pero, cuando es-tuvieron más cerca de él, en el cielo, no volvió a verni los carros ni los caballos. El ángel de oriente,vestido de púrpura, y el ángel del mediodía, de ja-cinto, llegaron como un soplo y se confundieron:uno era el ángel del amor y el otro el ángel de la sa-biduría. El guía de Swdenborg le dijo que estos dosángeles habían estado unidos en la Tierra por unaamistad interior, aunque separados por el espacio.El consentimiento, que es la esencia de los buenoscasamientos en la tierra, es el estado habitual de losángeles en los cielos. El amor es la luz de su mundo.El arrobamiento eterno de los ángeles procede de lafacultad que Dios les comunica, para que le devuel-van a él la alegría que ellos experimentan. Esta reci-procidad, en el infinito, es su razón de vida. En elcielo, se vuelven infinitos nutriéndose de la esenciade Dios, que se engendra a sí misma. La inmensidadde los cielos, donde viven los ángeles, es tan grande

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que si el hombre estuviera dotado de una vista tanrápida como la luz del sol y que no parara de mirar,durante la eternidad, seguramente no encontraría unsólo horizonte donde posar su mirada. Sólo la luzexplica la felicidad del Cielo. Es como una exhala-ción de la virtud de Dios, dice (Sab. Ang., 7, 25, 26,27), una emanación pura de su claridad, al lado de lacual nuestros días más claros no son más que puraoscuridad. Ella lo puede todo, lo renueva todo y nose absorbe, rodea al ángel y logra que llegue hastaDios, a través de goces infinitos, que se multiplicanespontáneamente. Esta luz mata a los hombres queno están preparados para recibirla. Nadie, aquí aba-jo, ni en el Cielo, puede ver a Dios y seguir vivien-do. He aquí por qué se ha dicho (Ex. XIX, 12, 13,21, 22, 23): La montaña desde la cual Moisés hablóal Señor estaba vigilada, pues se temía que alguienhubiera venido a tocarle y muriera. Y (Ex. XXXIV,29-35): Cuando Moisés trajo las segundas Tablas, surostro brillaba tanto que, para no matar a nadie, alhablar al pueblo, se le tuvo que cubrir con un velo.La transfiguración de Jesucristo reflejó también laluz que es capaz de reflejar un mensajero del cielo,con inefables goces, que sobre los ángeles derramala luz de arriba. Su rostro, dice San Mateo (XVII, 1-

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5), resplandece como el sol, sus vestiduras son co-mo la luz y una nube cubrió sus discípulos. En fin,cuando un astro no contiene más que seres que noquieren entregarse al Señor, cuya palabra es ignora-da, y que los espíritus angélicos han acudido de to-das partes, Dios envía un ángel exterminador paracambiar la masa del mundo refractario, el cual, en lainmensidad del universo, no es más que lo que espara la naturaleza un germen infecundo. Al acercar-se al globo, el ángel exterminador, a caballo sobreun cometa, lo hace girar sobre su eje: los continen-tes se vuelven entonces fondos de mar, las más altasmontañas se transforman en islas, y los países otroracubiertos por los mares vuelven a emerger, con unafrescura rejuvenecedora, obedeciendo así a las leyesdel Génesis; la palabra de Dios recupera entoncestoda su fuerza sobre una nueva tierra, cuya fazguarda intactas las huellas del agua terrestre y delfuego celeste. La luz, que el ángel trae de arriba, ha-ce palidecer al sol. Entonces, como dice Isaías (19-20), los hombres entrarán por los grietas de las ro-cas, se agazaparán en el polvo. Gritarán (Apoc., VII,15-17) a las montañas: ¡Caed sobre nosotros! Y almar: ¡Tráganos! Y al aire: ¡Guárdanos del furor delcordero! Porque el cordero es la representación de

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los ángeles desconocidos y que aquí abajo son per-seguidos. Por eso Cristo ha dicho: ¡Dichosos losque sufren! ¡Dichosos los pobres de espíritu! ¡Di-chosos los que aman! Swedenborg es todo esto: su-frir, creer, amar. ¿Para amar bien no es necesariohaber sufrido y no es necesario creer? El amor en-gendra la fuerza y ésta da la sabiduría y de ahí sale lainteligencia, ya que la fuerza y la sabiduría engen-dran la voluntad. ¿Ser inteligente, no es acaso saber,querer y poder, que son los tres atributos del espí-ritu angélico?

"-¡Si el universo tiene un sentido, he aquí el quees más digno de Dios! -me decía el señor Saint-Martin, durante el viaje que hice a Suecia.

"Pero, señor -siguió diciendo el señor Becker,tras una pausa-, ¿qué significan estos harapos com-parados con la grandeza de una obra que sólo escomparable a un río de luz o a incesantes oleadas dellamas? Cuando un hombre se zambulle en ella esarrastrado por una corriente irresistible. El poemade Dante Alighieri parece ser un simple punto allado de los innumerables versos con los que Swe-denborg nos ha hecho palpar los mundos celestes,como Beethoven, que construyó sus palacios dearmonía con miles de notas, y como los arquitectos

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han edificado sus catedrales, con miles y miles depiedras. Caeréis en unos abismos sin fin, donde nosiempre tendréis el apoyo de vuestro espíritu. Esbien cierto, que es necesario tener una inteligenciabien enraizada para volver sano y salvo a nuestrasideas sociales.

"Swedenborg -prosiguió el pastor- tenía parti-cular estima por el barón de Seraphitz, cuyo nom-bre, según una vieja costumbre sueca, llevaba, desdetiempo inmemorial, la terminación latina us. El ba-rón fue el más aplicado discípulo del profeta sueco,que le había abierto sus ojos interiores y lo habíapreparado para una vida en armonía con las órdenesde las alturas. Buscó un espíritu angélico entre lasmujeres y Sweden-borg se lo encontró en una desus visiones. Su novia fue la hija de un zapatero deLondres, en el cual, según Swedenborg, se habíadespertado la vida del Cielo. Tras la transformacióndel poeta, el barón vino a Jarvis para celebrar susbodas celestes, por medio de las plegarias. Encuanto a mí, señor, que no soy un vidente, no hevisto más que las obras terrestres de dicha pareja: suvida ha sido la de los santos y las santas, cuyas vir-tudes son la gloria de la Iglesia romana. Entre losdos han endulzado la miseria de los habitantes de

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este pueblo y han dado a todos ellos una fortuna,que requiere cuidado y trabajo, pero con la cual cu-bren sus necesidades más perentorias; las personasque vivieron a su alrededor no sorprendieron nuncaen ellos un gesto de cólera o de impaciencia; hansido bondadosos y dulces, muy amenos y llenos degracia y de auténtica ternura; su casamiento fue laarmonía de dos almas eternamente unidas. Dos ei-ders volando hermanados, el sonido y el eco juntos,el pensamiento en la palabra, son ejemplos insufi-cientes para ilustrar tal unión. Aquí, cada uno denosotros los quería de verdad, con un amor quesólo se podría expresar comparando el amor que laplanta le tiene al sol. La mujer era simple en susmaneras, bella de formas, guapa de cara y de unanobleza parecida a la de las más augustas personas.En 1783, cuando tenía veintiséis años, esta mujerdio a luz un niño: su gestación fue marcada por unaalegría teñida de gravedad. Los dos esposos expre-saban así su despedida de este mundo, pues me dije-ron que tan pronto como su hijo abandonara lavestidura de carne ellos se transformarían. Nació elniño y era una niña: Serafita; apenas fue concebida,sus padres vivieron más solitariamente que nunca,exaltándose en sus plegarias al cielo. Su esperanza se

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cifraba en llegar a ver a Swedenborg y la fe hizo quesu deseo se realizara. El día que nació Serafita, Swe-denborg se dejó ver por Jarvis, y la habitación don-de estaba naciendo el niño se llenó de luz. Se diceque dijo estas palabras:

"La obra está cumplida. ¡Que el Cielo se alegre!"Las gentes que vivían en la casa oyeron soni-

dos extraños y una melodía que, según dijeron, pa-recía llegar de los cuatro puntos cardinales, mecidapor los vientos. El espíritu de Swedenborg condujoal padre fuera de la casa y se fue con él hasta el fior-do, abandonándolo allí. Algunos hombres de Jarvis,que se habían acercado al señor Seraphitus, oyeroncomo pronunciaba estas suaves palabras de las Es-crituras:

"-¡Qué bellos se nos aparecen, en lo alto de lamontaña, los pies del ángel que nos envía el Señor!

"Cuando yo salía del presbiterio, para ir al casti-llo a bautizar al niño, y cumplir los deberes que im-ponen las leyes, encontré al barón.

"-Su ministerio es superfluo -me dijo-; nuestroniño debe vivir en esta tierra sin nombre. No podéisbautizar con el agua de la Iglesia terrestre a quien hasido bautizado por el fuego del Cielo. Este niño seráflor, y no lo veréis envejecer, lo veréis pasar; usted

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tiene el existir, él tiene la vida; usted tiene sentidosexteriores y él no Él es todo interior.

"Estas palabras fueron pronunciadas con unavoz sobrenatural, que me afectó mucho, y más to-davía, por el esplendor del rostro inundado de luz.

"Su aspecto era el de las fantásticas imágenesque concebimos en los inspirados, cuando leemoslas profecías de la Biblia. Pero tales efectos son fre-cuentes en nuestras montañas, donde el nitro de lasnieves eternas produce en nosotros asombrososfenómenos. Le rogué me dijera la causa de su emo-ción.

"-Swedenborg ha estado aquí. Me voy porquehe respirado el aire del cielo -me dijo él.

"-¿Cómo se os ha aparecido? -pregunté yo."-Bajo una apariencia mortal, vestido como la

última vez que lo vi en Londres, en casa de RichardShearsmith, en el barrio de Cold-Balh-Field, en juliode 1771. Vestía un traje de ratina, brillante, conbotones de metal, la magistral peluca de siempre, ysu inefable corbata blanca. Los rizos de su cabelleraestaban ligeramente empolvados en los lados y de-lante dejaban al descubierto una frente despejada yluminosa, muy en armonía con su gran rostro cua-drado, toda potencia y calma. He reconocido la na-

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riz con sus anchas ventanas llenas de fuego y su bo-ca eternamente sonriente, la boca angélica de la quehan salido palabras rebosantes de felicidad: "¡Hastapronto!" Y he sentido los efluvios del amor celeste.

"La convicción que brillaba en la cara del barónimpedía cualquier disensión. Escuchaba en silencioaquella voz, de una calor contagiosa, que me calen-taba las entrañas. Su fanatismo agitaba mi corazón,como la cólera ajena nos hace vibrar los nervios. Loseguí con el mismo silencio y fui a su casa, donde vial niño sin nombre, acostado sobre su madre, que loenvolvía misteriosamente. Serafita me oyó llegar ylevantó su cabecita hacia mí; sus ojos no eran los deun niño corriente; me dio la impresión de que yavenían y ya pensaban, pese a ser los de un reciénnacido. La infancia de este niño predestinado fueacompañada de extraordinarias circunstancias. Du-rante nueve años, los inviernos han sido menosfríos y nuestros veranos más largos que de costum-bre. Estos fenómenos provocaron varias discusio-nes entre nuestros sabios, cuyas explicaciones quizásatisfacieron a los académicos, pero que cuando selas comuniqué al barón, le hicieron sonreír. A Sera-fita nunca se la vio desnuda, como a otros niños, ynunca la tocó ni un hombre ni una mujer, y no se la

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oyó gritar ni una sola vez. Y vivió virgen sobre elseno de su madre. El viejo David puede confirmarleesto que le digo, si le preguntáis cosas sobre su ama,hacia la cual siente una adoración parecida a la quetenía por la santa arca el rey cuyo nombre lleva.

"Desde la edad de nueve años, empezó a rezar:la plegaria es su vida; usted la ha visto en nuestrotemplo, en Navidad, que es el único día en que apa-rece por allí; está siempre muy ale-jada de los otrosfieles. Si no hay suficiente espacio entre ella y loshombres sufre. Por esto sale tan poco del castillo.

"Se desconocen los momentos más importantesde su vida, pues se la ve muy poco; sus facultades,sus sensaciones, todo es interior; la mayor parte deltiempo se lo pasa en su estado de contemplaciónmística que era habitual, dicen los escritores papis-tas, en los primeros cristianos solitarios, en los quese conservaba la tradición de la palabra de Cristo.Su entendimiento, su calma, su cuerpo, todo en ellaestá virgen como la nieve de nuestras montañas. Alos diez años, era tal como la ve usted ahora. Cuan-do cumplió los nueve años, sus padres expiraronjuntos, sin dolor, sin enfermedad visible, tras haberanunciado la hora en que cesarían de vivir. De pie,al lado de la cama, los miraba con serenidad asom-

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brosa, sin que se reflejara en ella ni la tristeza nidolor, ni curiosidad; sus padres le sonreían. Cuandofuimos a llevarnos los cuerpos, nos dijo:

"-¡Lleváoslos!"-¿No le ha afectado la muerte de sus padres,

Serafita? -le pregunté-. ¡Ellos que te querían tanto!"-¿Muertos? -dijo ella-. No. Están en mí para

siempre. Esto no es nada, agregó, señalando loscuerpos que nos llevábamos, sin mostrar la menoremoción.

"Era la tercera vez que la veía desde su naci-miento. En el templo era difícil apercibirla, pues secolocaba cerca de la columna que sostenía el púlpi-to, en un rincón oscuro en el que era imposible re-conocer a una persona. De los sirvientes de aquellacasa, en aquel trance, sólo quedaba el viejo David,que tenía ochenta y dos años, pero que se bastabapara cuidar a su ama. Algunos habitantes de Jarvishan contado cosas maravillosas sobre esta mucha-cha. Como sus relatos adquirieron cierta consisten-cia en este país, muy inclinado a las cosasmisteriosas, me puse a estudiar el Tratado de losencantamientos, de Jean Wier, y las obras relativas ala demonología, en los que se consignan los preten-didos efectos sobrenaturales en el hombre, con el

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fin de buscar unos hechos análogos a aquellos quese le atribuían."

-¿Entonces, usted no cree en ella? -preguntóWilfrido.

-Sí, claro -replicó, con aire bonachón, el pastor-,yo veo en ella una muchacha extremadamente ca-prichosa, mimada por sus padres, que le han trasto-cado la razón con las ideas religiosas que acabo deformular.

Minna dejó escapar una mueca, que expresabadiscretamente su desaprobación.

-¡Pobre muchacha! -exclamó el pastor, prosi-guiendo su relato. Sus padres le han legado la fu-nesta exaltación que extravían a los místicos yprovoca en ellos una locura más o menos aguda. Sesomete a dietas que descorazonan al pobre David.Este pobre viejo parece una planta raquítica, que elmenor soplo de viento puede torcer, y que revivecuando le toca el más leve rayo de sol. Su ama, cuyoincomprensible lenguaje se le apegó a él, es suviento y su sol; los pies de ella son para él comodiamantes y su frente la vesembrada de estrellas; ellaanda rodeada de una luminosa y blanca atmósfera;su voz va siempre acompañada de música: tiene eldon de volverse invisible. Si queréis verla se os res-

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ponderá que está de viaje por las tierras astrales. Esdifícil creer en tales fábulas. Ya sabéis que cualquiermilagro se parece, más o menos, a la leyenda deldiente de oro. El caso es que en Jarvis tenemos undiente de oro. El pescador Duncker afirma haberlavisto, ya sea zambulléndose en el fiordo, del quesalía en forma de un eider, o caminando sobre lasolas, durante la tempestad. Fergus, que lleva los re-baños hasta los soeler, dijo haber visto, en tiempolluvioso, el cielo siempre claro encima del castillosueco, y siempre azul encima de la cabeza de Sera-fita, cuando ella salía. Varias mujeres aseguraronhaber oído los sonidos de un órgano inmensocuando Serafita entraba en el templo y preguntabana las que estaban al lado de ellas si acaso no lo oíantambién. Pero mi hija, a la que Serafita ha tomadocariño desde hace dos años, no ha oído música nin-guna y no ha sentido los perfumes del cielo que,según dicen, embalsaman el aire cuando ella se pa-sea. Minna ha vuelto a menudo del paseo hablán-dome de su cándida admiración de muchacha porlas bellezas de la primavera; venía ebria de los aro-mas que se desprenden de los primeros retoños delos alerces, de los pinos o de las flores, que en sucompañía había descubierto; claro que, tras un largo

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invierno, estas expansiones son muy naturales. ¿Lacompañía de este demonio no tiene nada de ex-traordinaria, verdad, mi niña?

-Sus secretos no son los míos -respondió Min-na. Cerca de él lo sé todo; lejos de él ya no sé nada;cerca de él yo ya no soy yo; lejos de él olvido total-mente las delicias de la vida. Verlo es como un sue-ño cuyo recuerdo puedo conservar a mi antojo. Asíhe podido oír, sin volverme a acordar de ello cuan-do estoy lejos de él, esa música de que hablan lamujer de Bancker y la de Erikson; cerca de él hepodido oler los perfumes celestes, y contemplar ma-ravillas, que ahora, aquí, sería incapaz de recordar.

-Lo que más me ha sorprendido desde que laconozco, fue ver que os podía soportar a su lado -dijo el pastor, dirigiéndose a Wilfrido.

-¡ Cerca de ella! -exclamó el extranjero-. Pero, sino me ha dejado que le besara la mano ni una solavez, ni siquiera que se la tocara. Cuando me vio porvez primera, su mirada me intimidó, al decirme:"Sed bien venido aquí, pues teníais que venir." Pa-recía como si me conociera. Me puse a temblar. Elterror hace que crea en ella.

-Y yo el amor -dijo Minna, sin inmutarse.

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-¿No se mofa usted de mí? -dijo el señor Be-cker, riendo bonachonamente-: tú, hija mía, preten-diendo ser un espíritu de amor y usted, señor,presentándose como un espíritu de sabiduría.

Bebió un vaso de cerveza y no se dio cuenta dela singular mirada que Wilfrido le echó a Minna.

-Bromas aparte -prosiguió el pastor-, confiesoque a mí me ha sorprendido saber que hoy, porprimera vez, estas dos locas han escalado las cimasdel Falberg; ¿no será más bien que han subido acualquier colina? Porque, en esta época es imposiblesubir hasta la cima del Falberg.

-Padre -dijo Minna, con voz emocionada-, debehaber estado bajo el poder del demonio, sin duda,porque os aseguro que he escalado el Falberg conél.

-Esto se pone serio -dijo el señor Becker-, por-que Minna no miente nunca.

-Señor Becker -volvió a decir Wilfrido- le asegu-ro que Serafita ejerce sobre mí unos poderes tanextraordinarios, que soy incapaz de definirlos. Meha revelado cosas que tan sólo yo puedo conocer.

-¡Puro sonambulismo! -exclamó el viejo-.

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Esto lo ha explicado muy bien, en sus informes,Jean Wier, como fenómenos muy inteligibles, queen el pasado fueron observados en Egipto.

-Présteme las obras teosóficas de Swedenborg -dijo Wilfrido-, pues quiero sumergirme en esosabismos de luz, de la que estoy tan sediento.

El señor Becker dio un volumen a Wilfrido, yéste se puso a leerlo en seguida. Eran aproximada-mente las nueve de la noche. La sirvienta se dispusoa servir la cena. Minna hizo el té. Cuando termina-ron de cenar, siguió reinando un gran silencio: elpastor leía el Tratado de los encantamientos, Wilfri-do estaba tratando de captar el espíritu de Sweden-borg, mientras la muchacha cosía, al tiempo quesumida en sus recuerdos. Fue una auténtica veladade Noruega, una velada apacible, estudiosa, repletade pensamientos, de las flores bajo la nieve. Devo-rando las páginas del profeta, Wilfrido había cesadode vivir exteriormente, no vivía más que con sussentidos interio-res. A veces, el pastor, medio enserio y medio en broma, lo mostraba a Minna, y éstase sonreía con algo de tristeza. A ella, Seraphitus sele mostraba alegre, por encima de aquella nube dehumo que los cubría a los tres. Dieron las doce. Y lapuerta exterior se abrió violentamente. Se oyeron

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pasos pesados y precipitados, eran los pasos de unviejo atemorizado, que resonaban en la especie deantesala que se encontraba entre las dos puertas. Depronto, el viejo David apareció en el salón.

-¡Violencia! ¡Violencia! -gritó-. ¡Vengan! ¡Vengantodos! ¡Los satánicos se desmandan! ¡Llevan mitrasde fuego! ¡Son los Adonis, los Vertumnos, las sire-nas! ¡Lo están tentando, como lo fue Jesús en lamontaña! ¡Venid a echarlos!

-¿Reconocéis el lenguaje de Swedenborg? -preguntó, riendo, el pastor-. Pues aquí lo tenéis contoda su pureza.

Pero, Wilfrido y Minna miraban al viejo Davidaterrorizados. Con sus cabellos canos enmarañados,sus ojos extraviados y sus piernas temblorosas ysalpicadas de nieve, ya que había venido sin patines.Se agitaba sin cesar, como si un viento interior tu-multuoso lo atormentara.

-¿Qué ha ocurrido? -le preguntó Minna.-Que los satánicos esperan y quieren recon-

quistarlo.Estas palabras alarmaron a Wilfrido.-Ya lleva cinco horas de pie, con los ojos clava-

dos en el cielo y los brazos extendidos; ella sufre yclama a Dios. Yo no puedo cruzar la raya, pues el

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infierno ha colocado a los Vertumnos de centinelas.Han levantado murallas de hierro entre ella y elviejo David. Si ella me necesita, ¿cómo la ayudaréyo? ¡Socorredme, venid a rezar!

La desesperación del pobre viejo era espantosa.-¡La claridad de Dios la protege! Pero, ¿y si ella

cede a la violencia? -añadió David, con seductorasinceridad.

-¡Silencio, David, no diga más extravagancias!Esto es algo que tenemos que verificar. Vamos aacompañarle -dijo el pastor-, y verá usted que en sucasa no hay ni Vertumnos, ni satánicos, ni sirenas.

-Su padre está ciego -musitó David a Minna.Wilfrido, a quien la lectura del primer tratado de

Swedenborg había causado un violento impacto,había salido ya al pasillo y se estaba poniendo lospatines. Minna se preparó rápidamente. Ambos,dejando rezagados a los dos viejos, se dirigieron ha-cia el castillo sin perder un instante.

-¿Oye usted este crujido? -le preguntó Wilfrido.-El hielo del fiordo se mueve -respondió Minna,

pero es porque se acerca la primavera.Wilfrido se quedó silencioso. Y cuando estuvie-

ron los dos en el patio del castillo, no se sintieroncon fuerzas, ni con voluntad, para entrar en la casa.

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-¿Qué piensa usted de ella? -dijo Wilfrido.-¡Qué claridad! -gritó Minna, colocándose ante

la ventana del salón. ¡Ahí está! ¡Dios mío, qué guapoque es! ¡Oh, Seraphitus mío, llévame contigo!

La exclamación de la muchacha quedó encerra-da en su pecho. Veía a Seraphitus de pie, levementeenvuelto de una neblina de color ópalo, que se des-prendía de aquel cuerpo casi fosforescente.

-¡Qué guapa es! -exclamó mentalmente Wilfrido.En aquel momento llegaba el señor Becker, se-

guido de David; viendo a su hija y al extranjerofrente a la ventana, se acercó a ellos y dijo:

-Lo veis, David está rezando.-Señor, tratad de entrar -replicó David.-¿Para qué vamos a molestar a los que rezan? -

respondió el pastor.Entonces, una rayo de luna que iluminaba el

Falberg, brotó sobre la ventana. Todos quedaronestremecidos por aquel hecho sobrenatural, y cuan-do recobraron su aplomo vieron que Serafita habíadesaparecido.

-¡Qué extraño es esto! -dijo Wilfrido, sorprendi-do.

-Pues yo todavía oigo unos sonidos deliciosos -dijo Minna.

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-¿Bueno, qué? -exclamó el pastor-. Ha ido aacostarse, seguramente.

David se metió en la casa y ellos tres regresarona la suya, sin comprender muy bien aquello y conuna impresión distinta: el señor Becker dudaba,Minna estaba encantada y a Wilfrido le acuciaba eldeseo.

Wilfrido era un hombre de treinta y seis años. Yaunque estaba muy desarrollado, su cuerpo era ar-monioso. Su estatura era mediana; su pecho y sushombros eran anchos y tenía un cuello más biencorto, como el de los hombres cuyo corazón seacerca ala cabeza; sus cabellos eran negros, finos yespesos; sus ojos, de un amarillo oscuro, despren-dían un resplandor solar, que parecía anunciar loávida que estaba aquella naturaleza de luz. Si surostro denunciaba virilidad y trastornos era porqueno gozaba de aquella tranquilidad interior que otor-ga una vida interior sin tempestades, pero, sin em-bargo, daban fe de recursos inagotables: de sentidosfogosos y de apetitosos instintos; sus movimientosindicaban un equilibrio físico perfecto, la flexibili-dad de los sentidos y la exactitud de sus acciones.Este hombre podía luchar contra un salvaje y, comoéste, adivinar la presencia del enemigo en la lejanía

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del bosque, y oler el perfume del camino y leer en elhorizonte el mensaje de un amigo. Su sueño era li-gero, como el de aquellas criaturas que no quierendejarse sorprender. Su cuerpo se armonizaba rápi-damente con el clima de los países a los que le con-ducía su tempestuosa existencia. El arte y la cienciahubieran encontrado en él motivos de admiración,por ser un modelo humano poco corriente; en éltodo era equilibrio: la acción y el corazón, la inteli-gencia y la voluntad. A primera vista, parecía queera un tipo esencialmente instintivo, de los que seentregan ciegamente a las necesidades materiales;pero, muy tempranamente, había irrumpido en elmundo social guiado por sentimientos nobles: elestudio había desarrollado su inteligencia, la medita-ción había aguzado su pensamiento y las cienciashabían ampliado sus conocimientos y su entendi-miento. Había estudiado las leyes humanas, el juegode los intereses enfrentados por las pasiones, y pa-recía haberse familiarizado muy pronto con las abs-tracciones que regulan la vida de las sociedades.Había palidecido leyendo el libro de la vida com-puesto con las vanas acciones humanas y habíatrasnochado en todas las capitales europeas en fies-ta, y se había despertado en más de una cama extra-

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ña. Posiblemente había dormido también en elcampo de batalla, durante la noche que precede elcombate y durante la que sigue a la victoria; quizá sutempestuosa juventud lo había arrojado sobre elcombés de un corsario, a través de los países másexóticos del globo; así pudo conocer las accioneshumanas llenas de vida. Sabía del pasado y del pre-sente; la historia doble: la de ayer y la de hoy. Mu-chos hombres han sido, como Wilfrido, fuertes porla mano, el corazón y la cabeza; como él, la mayoríahan abusado de su triple poder. Y, si era cierto queeste hombre aún estaba ligado, por su envoltura, ala parte limosa de la humanidad, no era menoscierto que pertenecía igualmente a la esfera donde lafuerza es inteligencia. Y, pese a los velos que envol-vían su alma, de él se desprendían los indescifrablessíntomas, que sólo perciben los ojos puros de aque-llos niños cuya inocencia aún no ha manchado elsoplo de maldad, o los del viejo que ha recobrado lasuya; aquellos síntomas eran los de un Caín que aúntenía alguna esperanza, en busca de alguna absolu-ción, aunque para ello tuviera que ir hasta el fin delmundo. Minna sospechaba que el forzudo era elresponsable de la gloria de aquel hombre y Serafitadebía conocerlo; las dos lo admiraban y lo compa-

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decían. ¿De dónde le venía aquella presciencia? Na-da era tan sencillo ni tan extraordinario a la vez. Encuanto el hombre puede penetrar en los secretos dela naturaleza, donde no existen los secretos, dondetodo está abierto a la mirada, se da cuenta que lascosas maravillosas tienen la sencillez y la simplicidadpor origen.

-Seraphitus -dijo una noche Minna, algunos díasmás tarde de la llegada de Wilfrido a Jarvis-, ustedlee en el alma de este extranjero, mientras yo norecibo más que vagas impresiones. Me hiela o mecalienta; pero usted parece conocer las causas deeste frío o de este calor; usted puede décirmelo, yaque usted sabe todo lo que le afecta a él.

-Sí, he visto cuales son las causas -respondió Se-raphitus, disimulando sus ojos bajo sus anchos pár-pados.

-¿Cuál es ese poder? -preguntó la curiosa Minna.-Tengo el don de la especialidad -añadió él-. La

especialidad constituye una especie de visión inte-rior que lo penetra todo y cuyo alcance no puedescomprender más que mediante una comparación.En las grandes ciudades de Europa se crean obras,en las que la mano de obra del hombre trata de re-presentar los efectos de las dos naturalezas: la moral

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y la física, y entre ellos hay hombres sublimes queexpresan esas ideas con el mármol. El escultor, almodelarlo, introduce en el mármol un mundo depensamientos. Hay mármoles que el hombre hadotado de la facultad de representar todas las cosassublimes de este mundo o todo el lado malo de lahumanidad; la mayoría de los hombres sólo ven unrostro humano y nada más; algunos otros, coloca-dos un poco más altos en la escala humana, perci-ben una parte de los pensamientos traducidos por elescultor y admiran, sobre todo, las formas; pero, losiniciados en los secretos del arte se compenetrantodos con el artista: viendo su mármol descubren enél el inmenso mundo de sus pensamientos. Estosson los príncipes del arte y son como un espejo enel que se refleja la naturaleza, hasta en sus más pe-queños detalles. Pues bien, en mí existe ese espejo,en el que se reflejan la naturaleza moral con sus cau-sas y sus efectos. Adivino el porvenir y el pasado yme introduzco así en las conciencias. ¿Cómo?, meseguirás preguntando. Haz que el mármol sea elcuerpo del hombre, haz que el escultor sea el senti-miento, la pasión, el vicio o el crimen, la virtud, lafalta o el arrepentimiento; entonces comprenderáscómo he leído en el alma del extranjero, sin expli-

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carte, por ello, la especialidad, ya que para concebirese don, es necesario poseerlo.

Si Wilfrido encarnaba las dos primeras porcio-nes de la Humanidad, tan diferentes entre sí, la delos hombres de fuerza y la de los hombres de pen-samiento, sus excesos, su atormentada vida y susfaltas lo habían conducido a menudo hacia la fe,pues la duda tiene dos vertientes: la de la luz y la delas tinieblas. Wilfrido había apurado los recursos deambos mundos, el de la materia y el del espíritu,para no estar sediento, ahora, de lo desconocido,del deseo de ir más allá, adonde los hombres quesaben, pueden y quieren, quedan sobrecogidos. Pe-ro, ni su ciencia ni sus acciones ni su voluntad te-nían rumbo fijo. Había huido de la vida social pornecesidad, como el gran culpable busca refugio enun claustro. El remordimiento, esta virtud de losdébiles, no le alcanzaba. El remordimiento es unaimportancia y lo más fácil es que vuelva a delinquir.El arrepentimiento sólo es una fuerza, con él se po-ne punto final a todo. Mas, recorriendo el mundoque él había transformado en un claustro, Wilfridono encontró en parte alguna un bálsamo para susheridas; en ningún sitio había encontrado una natu-raleza a la que dedicarse. La desesperanza había se-

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cado sus fuentes del deseo. Era uno de esos espíri-tus que habiendo luchado con las pasiones y ha-biéndolas vencido, se encuentran, de pronto, sinnada a qué agarrarse; de los que, sin poder acaudillara sus iguales, para poder aplastar con el casco de susmonturas pueblos enteros, querrían comprar al pre-cio que fuera, aunque fuera a costa de un horriblemartirio, la facultad de hundirse creyendo en algo.Como esas rocas sublimes que esperan ser tocadaspor una varita mágica inaccesible y ver surgir de susentrañas lejanos manantiales. Arrojado por su in-quieta existencia por los caminos de Noruega, elinvierno lo había sorprendido en Jarvis. El día quevio, por primera vez, a Serafita, este encuentro lehizo olvidar todo su pasado. La muchacha provocóen él sensaciones increíbles, que ya creía muertaspara siempre. Pero, de las cenizas todavía surgió unatenue llamita, alentada por el ligero soplo de su voz.¿Quién ha sentido alguna vez volver la juventud,después de haberse revolcado en la impureza y ha-berse enfriado en la vejez? De pronto, Wilfrido amócomo no había amado nunca; amó secretamente,con fe, aterrorizado, con íntimas locuras. Su vida seagitaba en las fuentes de la misma vida, con sólonotar la presencia de Serafita. Oyéndola, se sentía

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transportado a mundos desconocidos; ante ella sequedaba mudo, fascinado. Allí, bajo la nieve, entrelos hielos, la flor celeste de sus deseos había crecido,lozana, y su presencia despertaba en él ideas frescas,y las esperanzas, y sentimientos que se agolpan ennosotros, para elevarnos a regiones superiores, co-mo los ángeles elevan al cielo a los elegidos y cuyavisión figura en los cuadros simbólicos encargados alos pintores por algún genio de la familia. Un per-fume celeste ablandaba el granito de la roca, una luzque hablaba derramaba sobre él dulces melodías,que acompañaban al viajero terrestre en su viaje ha-cia el cielo. Es después de haber apurado la copaterrestre cuando sus dientes la trituraron, y entoncesvio el vaso de los elegidos, en el que brillaban lasondas límpidas, que da una inmarcesible sed de de-licias, al que llega a posar sus labios tan ardientes defe que no hagan estallar su cristal. Aquel muro debronce, que tanto había buscado en la tierra, lo teníaahora frente a él. Entró impetuosamente en casa deSerafita, dispuesto a expresarle toda su pasión, bajola cual brincaba como el caballo de la fábula bajo eljinete de bronce, al que nada conmueve, y al que losesfuerzos del fogoso corcel imprimen dureza y pe-sadez. Llegaba para explicar su vida, para pintar la

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grandeza de su alma a través de la grandeza de susfaltas, y para enseñar las ruinas de sus desiertos; pe-ro, apenas franqueó el recinto, y se encontró en lazona iluminada por el relampagueante azul de aque-llos ojos, que no dejaban nada en la oscuridad, sevolvía tranquilo y sumiso, como el león que, co-rriendo tras su presa por una llanura de África, reci-be, de pronto, un mensaje de amor, traído por lasalas del viento, y se detiene en su carrera. Abrió unabismo en el que iban cayendo las palabras de sudelirio; y del que salía una voz que lo transformaba:ahora era como un niño de dieciséis años, tímido ymiedoso frente a la muchacha que se mostraba se-rena, frente a aquella forma blanca, cuya calma,inalterable, parecía la cruel impasibilidad de la justi-cia humana. Y el forcejeo no cesó en toda aquellanoche, en la que ella lo había doblegado, como elgavilán, tras haber hecho mil piruetas en torno a suvíctima, antes de llevársela a sus dominios, de unamirada. Está en nosotros el acometer largas luchas,cuyo remate está en una de nuestras acciones, quees como un envés para la humanidad. Este envés esde Dios y el derecho es de los hombres. Más de unavez, Serafita se complacía en demostrar a Wilfridoque ella conocía muy bien dicho envés, tan variado,

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con el que se componía una segunda vida a loshombres. A menudo, con su voz de tórtola, Serafitale había dicho: "¿Por qué este enfado?", cuandoWilfrido se prometía raptarla, para, al fin, realizaralgo por cuenta propia. Wilfrido era el fúnico quepodía lanzar el grito de protesta que había lanzadoen casa del señor Becker, y que sólo el relato delviejo había logrado apaciguar. Este hombre tanbromista, tan faltón, veía, al fin, alborear la claridadde una creencia sideral, que taladraba su noche; sepreguntaba si Serafita no sería una exiliada de lasesferas superiores que regresaba a la patria. Las dei-ficaciones, de las que tanto abusan los amantes detodos los países, él se guardaba bien de aplicarlas aaquel lis de Noruega. Creía en ella. Pero, ¿por qué sequedaba en el fiordo? ¿Qué hacía ella allí? Para él,Serafita era de aquella materia marmórea, inmóvil,pero ligera como una sombra, que Minna habíavisto acostarse al borde del abismo: Serafita adopta-ba siempre aquella postura cuando se encontrabaante un abismo, inmutables, como si estuviera enparajes inalcanzables. Era, pues, un amor sin espe-ranza, pero no sin interés. En cuando Wilfrido sos-pechó la naturaleza etérea del hada que le habíacomunicado el secreto de la vida, a través de armo-

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niosos sueños, trató de someterla, de quedarse conella, raptársela al cielo, donde quizá la esperaban. Lahumanidad, la tierra recuperaban su presa y él iba arepresentarlas.

Su orgullo, único sentimiento que pueda exaltaral hombre largo tiempo, le haría feliz para el restode sus días. Su sangre hervía en las venas y su cora-zón se hinchaba. Si no triunfaba, la destrozaría. ¡Estan natural el destrozar lo que no se puede poseer,de negar lo que no se comprende y de insultaraquello que se envidia!

Al día siguiente, Wilfrido, preocupado por elcúmulo de ideas, que nacían del extraordinario es-pectáculo observado la víspera, quiso interrogar aDavid, pretextando que iba a preguntar por Serafita.Pese a que el señor Becker creía que aquel hombrehabía retrocedido hasta su infancia, el extranjero fióa su perspicacia el descubrimiento de las parcelas deverdad que, en el torrente de sus divagaciones, libra-ría el viejo sirviente.

David poseía la inmovilidad y la indecisa fiso-nomía de un octogenario: debajo de su blanca cabe-llera aparecía una frente ruinosamente arrugada. Surostro estaba burilado como el lecho de un torrenteseco. Su vida parecía haberse refugiado enteramente

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en los ojos, donde todavía brillaba un rayo de luz;pero, esta luz parecía cubierta de nubes, y reflejabaun extravío activo, a la vez que la estúpida fijeza dela embriaguez. Sus movimientos, pesados y lentos,anunciaban los hielos de la edad y contagiaban a losque se paraban a mirarlo, pues su torpor irradiabatambién fuertemente. Su limitada inteligencia no sedespertaba más que cuando oía la voz de su ama, ocuando la veía o simplemente la recordaba. Ella erael alma de aquel fragmento materializado. Viendo aDavid sólo hubierais creído encontraros ante uncadáver: Serafita ¿hacía acto de presencia?, ¿o ha-blaba?, ¿o alguien se refería a ella?, entonces elmuerto salía de su tumba y recuperaba el movi-miento y la palabra. En ningún caso, ni cuando elsoplo divino reanimó los huesos secos en el Vallede Josafat, la imagen apocalíptica había estado me-jor representada que por aquel Lázaro que salía re-petidamente de su sepulcro a la llamada de lamuchacha. Su lenguaje, figurado casi siempre, y amenudo incomprensible, impedía el contacto conlos habitantes; pero respetaban en él un espíritu yprofundamente desviado de su ruta ordinaria, y queel pueblo admira instintivamente.

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Wilfrido lo encontró en la primera sala, aparen-temente dormido al lado de la estufa. Como el perroque reconoce a los amigos de la casa, el viejo abriólos ojos, vio al extranjero pero no se movió.

-¿Dónde está ella? - preguntó Wilfrido al viejo,sentándose al lado suyo.

David agitó sus manos por el aire, como si qui-siera imitar el vuelo de un pájaro.

-¿Ya no sufre? - volvió a preguntar Wilfrido.-Sólo las criaturas destinadas al cielo saben su-

frir sin que el sufrimiento disminuya su amor. Estoes la prueba de la verdadera fe - respondió grave-mente el viejo.

-¿Quién os ha inspirado tales palabras?-El Espíritu.-¿Qué le ocurrió, pues, ayer por la noche? ¿Vio,

al fin, los Vertumnos montando la guardia y forzósu cerco? ¿Habéis cruzado entre los Mammons?

-Sí - respondió David, como despertando de unsueño.

El confuso brillo de su mirada se fundió con laluz salida del alma, el cual lo transformó gradual-mente, dándole el esplendor de una águila y la inte-ligencia de un poeta.

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-¿Qué habéis visto? - le preguntó Wilfrido,asombrado de aquel súbito cambio.

-¡He visto las Especies y las Formas y he oído elEspíritu de las cosas; he visto la revuelta de losMalos y he escuchado la palabra de los Buenos! Hanvenido siete demonios y han bajado siete arcángeles.Los arcángeles estaban lejos y nos miraban con elrostro velado. Los demonios estaban cerca y brilla-ban y actuaban. Mammon vino en su concha denácar y bajo la forma de una bella mujer desnuda; lanieve de su cuerpo lo deslumbraba todo, nunca lasformas humanas tendrán tanta perfección, y nosdijo: "¡Soy el Placer y tú me poseerás!" Lucifer, elpríncipe de las serpientes, vino con su atuendo desoberano, el hombre, en él, era de una belleza ange-lical, y dijo: "¡La humanidad te servirá!" La reina delos avaros, la que no devuelve nada de lo que le de-jaron, la Mar, vino envuelta en su verde manto;abrió su seno y nos enseñó su estuche de piedraspreciosas, vomitó sus tesoros y nos los ofreció; ellatrajo las olas de zafiros y de esmeraldas; sus crea-ciones han abandonado sus mansiones y han habla-do; la más bella de las perlas desplegó sus alas demariposa, derramando sobre nosotros toda suertede músicas marinas y ha dicho: "Las dos somos hi-

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jas del sufrimiento, porque somos hermanas; ¡espé-rame, que nos marcharemos juntos tan pronto mevuelva mujer!" Un pájaro con alas de águila y patasde león, una cabeza de mujer y la grupa de un caba-llo, se tendió a sus pies, lamiéndoselos y prometien-do setecientos años de abundancia a su querida hija.El más temible, el Niño, colocándose en las rodillasdel Animal, se puso a llorar y le dijo: "A mí, que soydébil y que sufro, ¿serías capaz de abandonarme?¡No te vayas, madre!" En realidad aquello era unjuego para él, difundiendo la pereza en derredorsuyo, y el cielo se hubiera dejado influir por susquejas. La Virgen del canto puro hizo oír los con-ciertos que dilatan el alma. Los reyes de Orientevinieron con sus esclavos, sus armas y sus mujeres;los Heridos le pidieron auxilio y los Desgraciados letendieron la mano: "¡No nos dejéis! ¡No nos dejeís!"Incluso yo grité: "¡No os marchéis! ¡Os adoramos!¡Quedaros!" Las flores salieron de su semilla y rode-ándolo con su perfume le decían: "¡Quedaros!" Elgigante Enakim salió de Júpiter, llevándose el Oro ysus amigos, y los Espíritus de las tierras astrales, quese habían agregado a él, y todos dijeron: "Seremostuyos durante setecientos años". En fin, la Muertebajó de su pálido caballo y dijo: "¡Yo te obedeceré!"

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Todos se postraron a sus pies y había que verlos,llenando la inmensa llanura, gritándole: "Nosotroste hemos criado. Eres nuestro hijo. No nos aban-dones". La Vida salió de sus rojas rosas y dijo: "Note dejaré". Luego, al ver a Serafita tan silenciosa, laVida, brillando como un sol, gritó: "¡Yo soy la Luz!""¡La Luz está aquí!", gritó, a su vez, Serafita, seña-lando las nubes donde estaban los arcángeles; pero,la muchacha estaba cansada, pues el Deseo le habíadestrozado los nervios y ya no podía gritar más que:"¡ Dios mío!" ¡Cuántos espíritus angélicos, tras haberatravesado las montañas y estando a punto de llegara la cima, han tropezado en una vulgar piedrecitaque los ha hecho caer de nuevo en el abismo! Estosespíritus decaídos admiraban su constancia; estabantodos allí, formando un coro inmóvil, llorando ydiciéndole: "¡Ánimo!" En fin, ella consiguió venceral Deseo, que se había arrojado sobre ella bajo todaslas formas y en todas las especies. Ella se quedó re-zando y cuando levantó los ojos al cielo, vio los piesde los ángeles, revoloteando por los cielos.

-¿Ha visto los pies de los ángeles? - insistió Wil-frido.

-Sí - respondió el viejo.

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-¿Era un sueño, acaso, esto que os contó? - pre-guntó Wilfrido.

-Un sueño tan serio como el de vuestra propiavida - replicó David -. Yo estaba allí.

La calma del viejo sirviente sorprendió a Wilfri-do, que se marchó preguntándose si aquellas visio-nes eran menos extraordinarias que las que relatabael propio Swedenborg y que había leído la víspera.

-Si los espíritus existen, deben actuar - se decíapara sí, al entrar en el presbiterio donde se encon-traba el señor Becker solo -. Querido pastor - dijoWilfrido -, Serafita no está con nosotros más queexternamente y su forma es impenetrable. No metrate de loco ni de enamorado, pues una convicciónno se discute. Convierta mis creencias en suposicio-nes científicas y tratemos de ver más claro. Mañanapodemos ir los dos a su casa.

-¡ Está bien! - dijo el señor Becker.-Si su ojo ignora el espacio - prosiguió Wilfrido

-, y si su pensamiento es una visión inteligente quele permite descubrir la esencia de las cosas y tren-zarlas con la evolución general de los mundos; si, enuna palabra, ella lo sabe y lo ve todo, sentemos lapitonisa sobre su pedestal y forcemos esta águilaimperial a desplegar sus alas, ¡aunque para ello ten-

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gamos que amenazarla! ¡Ayúdeme!, pues tengo enmí un fuego que me devora, y que quiero apagar odejarme consumir por él. En fin, he descubierto unapresa y la quiero.

-Sería una conquista bastante difícil - dijo elpastor -, pues esta pobre muchacha... es...

-¿Es...? - preguntó Wilfrido.-Está loca - precisó el ministro del Señor. -No

niego su locura, pero usted no me niegue su supe-rioridad. Sepa, querido señor Becker, que me hasorprendido a menudo con su erudición. ¿Ha viaja-do esa muchacha?

-De su casa al fiordo.-¿Cómo? ¿No ha salido de aquí - exclamó Wil-

frido -. Entonces, debe haber leído mucho. -¡Nada,ni una sola letra! Yo soy el único en Jarvis que tengolibros. Las obras de Swedenborg, las únicas que hu-bo en la aldea, helas aquí.

Ni una sola tomó ella en sus manos.-¿Trató usted de charlar con ella alguna vez?-¿Para qué?-¿No ha vivido nadie con ella?-No. No tiene otros amigos que Minna y usted,

ni otro sirviente que David.

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-Entonces, ¿nunca oyó hablar de artes y deciencias?

-¿Quién le hubiera hablado de ello?-Entonces, cuando habla pertinentemente de

estas cosas, como yo la he oído tantas veces, ¿quéhay que pensar de esto?

-Que esa muchacha ha adquirido, durante estosaños de silencio, las facultades de que gozaba Apo-lonio de Tyane y otros pretendidos magos que laInquisición quemó, al negarse ésta a admitir la posi-bilidad de una segunda visión.

-¿Qué hacemos, pues? - preguntó Wilfrido -.Ella conoce ahora cosas de mi vida, cuyo secretoguardaba yo celosamente.

Ya veremos si ha comunicado pensamientosmíos, que yo no he confiado nunca a nadie. - dijo elseñor Becker.

Minna entró en aquel instante.-¿Qué tal, hija? ¿Qué es de tu demonio?-Sufre, padre - respondió ella, al tiempo que sa-

ludaba a Wilfrido -. Las pasiones humanas, envuel-tas en falsas riquezas, lo han acuciado durante todala noche, organizándole actos de una pomposidadinaudita. Pero, a usted estas cosas se le antojancuentos, ya lo sé.

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-Pero son cuentos bonitos para quien los lee ensu cerebro, tan hermosos como puedan ser los delas Mil y Una Noches para la gente vulgar - replicóel pastor, sonriendo.

-Entonces - prosiguió ella -, ¿acaso no es ciertoque Satanás llevó al Salvador hasta el templo, mos-trándole las naciones a sus pies?

-Los evangelistas -respondió el pastor- han co-rregido las copias bastante mal, puesto que existenvarias versiones.

-¿Usted cree en la realidad de estas visiones? -preguntó Wilfrido a Minna.

-¿Quién puede dudar de ello, cuando él locuenta?

-Él? -preguntó Wilfrido-. ¿Quién es él?-Ese que está ahí -respondió Minna, señalando

el castillo.-¿Habla usted de Serafita? -volvió a preguntar

Wilfrido-. Parece que se complazca usted turbán-dome. ¿Quién es? ¿Qué piensa usted de ella?

La muchacha bajó los ojos, tras echarle una mi-rada teñida de cierta malicia infantil.

-Lo que yo presiento -confesó la muchacha,sonrojándose.- es algo inexplicable.

-¡ Estáis locos! -gritó el pastor.

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-¡Hasta mañana! -dijo Wilfrido.

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IV

LOS NUBARRONES DEL SANTUARIO

Existen espectáculos en cuya creación cooperantodas las fuerzas magnificentes del hombre. Nacio-nes de esclavos han buscado en las arenas de losmares, en las entrañas de las rocas, hasta dar con lasperlas y los diamantes con que se adornan los es-pectadores. Transmitidas de herencia en herencia,tales joyas han brillado con todo su esplendor en lasfrentes coronadas, y si ellas tomaran la palabra noscontarían, sin duda, la más auténtica de las historiashumanas. ¿Acaso no conocen ellas el dolor y la ale-gría de los más grandes y de los más pequeños?Ellas han sido llevadas por todos lados: con orgulloen las fiestas, con desesperación cuando las deposi-

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taban en manos de un usurero, en medio de la san-gre y del escándalo, cuando no en los saqueos, oincrustadas en las obras de arte, creadas para salva-guardarlas. Con excepción de la perla de Cleopatra,ninguna de ellas se ha perdido. Los grandes, los sa-tisfechos, se han reunido, aquí o allí, para ver coro-nar a un rey con aderezos creados por la mano delhombre, y cuya púrpura, aunque gloriosa, es menosperfecta que una simple flor silvestre. Estas esplén-didas fiestas llenas de luz, preñadas de música, enlas que la palabra del hombre gusta de sobresalir, unpensamiento, un sentimiento es capaz de aplastartodas las vanidades. El espíritu puede reunir alrede-dor del hombre y dentro del hombre las luces mejo-res, hacerle oír las más armoniosas melodías, yextender sobre las nubes brillantes constelacionesque el hombre interroga: ¡el corazón todo lo puede!El hombre puede encontrarse cara a cara con unasola criatura y en una palabra, con una sola mirada,un peso tan grande, de un resplandor tan luminoso,de un sonido tan penetrante, que sucumba y le obli-gue a hincar la rodilla. Las magnificencias, aun lasmás tangibles, no son objetos, están en nosotrosmismos. ¿Acaso un secreto de la ciencia no es parael sabio un mundo entero de maravillas? Las trom-

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petas de la fuerza, las relucientes riquezas, la músicade la alegría, un inmenso coro de hombres, ¿loacompañan durante la fiesta? No, él se cobija encualquier rincón oscuro, en el que, a menudo, unhombre pálido y que sufre le dice una sola palabra aloído. Esta palabra, como una antorcha arrojada enun abismo, ilumina las ciencias. Todas las ideas hu-manas, ataviadas con las más atractivas formas quehaya inventado el misterio, rodeaban al ciego queestaba sentado, al borde del camino, sobre el barro.Los tres mundos: el natural, el espiritual y el divino,con todas sus esferas, se descubrían ante los ojosdel proscrito florentino: iba andando rodeado degente feliz y de gente desgraciada, de unos que re-zaban y de otros que gritaban, de ángeles y de en-demoniados. Cuando el enviado de Dios, que todolo sabía y todo lo podía, apareció ante tres de susdiscípulos, lo hizo, una tarde, en la mesa común dela más pobre de las posadas; entonces, la luz estalló,resquebrajó las formas materiales e iluminó las fa-cultades espirituales; y lo vieron en toda su gloria, yla tierra huía bajo sus pies, como una sandalia que sedesprende.

El señor Becker, Wilfrido y Minna estaban des-compuestos tan sólo de pensar que se estaban acer-

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cando a la casa del ser extraordinario, al que se ha-bían propuesto interrogar. Para todos ellos el casti-llo sueco se presentaba a sus ojos como unespectáculo gigantesco, parecido a aquellos cuyamasa y colorido son tan sabiamente, tan armonio-samente, dispuestos por los poetas, y cuyos perso-najes, imaginarios en la mente de los hombres, sonreales para quienes comienzan a deambular por elmundo espiritual. En las gradas de semejante coli-seo, el señor Becker aposentaba las grises legionesde la duda, sus mezquinerías y sus negras ideas; allíconvocaba los distintos mundos filosóficos y reli-giosos que se enfrentan y se combaten, aquellos quese nos aparecen como el Tiempo configurado por elhombre, como el anciano que en una mano esgrimela hoz y en la otra arbora un universo más bien fla-co: el universo humano.

Wilfrido, por su parte, reunía allí sus primerasilusiones y sus últimas esperanzas; depositaba allí eldestino humano y sus luchas, la religión y sus triun-fantes dominaciones. Minna apercibía, por un fugazresquicio, el cielo; un amor que levantaba una corti-na bordada de misteriosas imágenes y los sonidosarmoniosos que despertaban, aún más, su curiosi-dad. Para ellos aquella noche era algo así como la

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cena de los tres peregrinos de Emmaus, lo que fueuna visión de Dante o una inspiración para Home-ro; para ellos, las tres formas reveladas del mundo,los desgarrados velos, la incertidumbre disipada ylas tinieblas inundadas de luz. La humanidad, entodos sus recovecos y esperando la luz, no podíaestar mejor representada que por aquella muchacha,por aquel hombre y por aquellos dos viejos, uno delos cuales era lo suficientemente inteligente paradudar, mientras que el otro era lo bastante ignorantepara creer. Raramente un trance fue más simple enapariencia y tan real en toda su extensión.

Cuando entraron en la casa, siguiendo los pasosdel viejo David, encontraron a Serafita de pie, allado de la mesa, en la cual se veía todo lo que esnecesario para tomar el té, que es la bebida que sus-tituye, en el Norte, las alegrías del vino, reservado alos países meridionales. Nada en ella la predisponíaa ser vista como un ser con doble apariencia, y nadadelataba, por lo tanto, los distintos poderes de quedisponía. En seguida se consagró a las atencionescorrientes que un ama de casa tiene con sus hués-pedes, ordenando a David que pusiera leña en laestufa.

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-Buenos días, vecinos - dijo ella-. Mi queridoseñor Becker, ha hecho muy bien usted en venir; meven viva quizá por última vez. Este invierno me hamatado. -Y dirigiéndose a Wilfrido, le dijo-: Siénte-se, señor, por favor. Y tú, Minna, ponte aquí -le di-jo, señalándole un sillón, al lado del muchacho-.¿Has traído trabajo para bordar? ¿Has dado con elpunto? El dibujo éste es muy bonito, sí. ¿Para quiénes? ¿Para tu padre o para el señor? -agregó, mirandoa Wilfrido-. ¿No le dejaremos un buen re-cuerdo delas muchachas de Noruega, antes de que se marche?

-Entonces, ¿todavía sufrió usted ayer? -preguntóWilfrido.

-No es nada -respondió ella-. Este sufrimientono me desagrada; me es necesario para salir de lavida.

-¿No le da miedo la muerte? -dijo el señor Be-cker, sonriendo, pues no creía lo del sufrimiento.

-No, mi querido pastor. Hay dos maneras demorir: para los unos la muerte es una victoria y paralos otros es una derrota.

-¿Y usted cree haber vencido? -preguntó Minna.-No lo sé -respondió Serafita-. Quizá no sea

más que un paso hacia adelante.

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El lechoso esplendor de su frente se alteró, susojos se disimularon bajo sus párpados, lentamenteentornados. Este simple movimiento picó la curio-sidad de los tres, inmóviles y emocionados. El señorBecker fue el más atrevido:

-Querida hija -dijo-, es usted la candidez en per-sona; y hace gala de una bondad divina; de usted,hoy, desearía algo más que su té y sus golosinas. Sihemos de creer a ciertas personas, usted conocecosas extraordinarias; pero, si esto es así, ¿no seríacaritativo de su parte el disipar algunas de nuestrasdudas?

-¡Ay! -exclamó ella, suspirando-. Yo ando sobrelas nubes y soy amiga de los abismos del fiordo. Elmar es como una caballería a la que domino y freno.Sé dónde crece la flor que can-ta, dónde irradia laluz que habla, dónde viven los colores que perfu-man la existencia; tengo el anillo de Salomón, soyuna hada, que siembra al viento sus órdenes, y éstelas ejecuta como un esclavo sumiso; veo los tesorosde la tierra; soy la virgen a cuyo paso salen las perlasy...

-¿Y podemos escalar sin riesgos el Falberg? -añadió Minna, interrumpiéndola.

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-¡Y tú también! -respondió aquel ser, echándolea la muchacha una mirada luminosa, que la turbómucho-. Si yo no tuviera la facultad de leer envuestros ojos lo que os trae hasta mí, ¿tendría yo esapersonalidad que vosotros creéis que tengo? -añadióella, envolviendo con su mirada a los tres, con in-sistencia, y ante la gran satisfacción del viejo David,que se marchó restregándose las manos-. ¡Ay! -prosiguió ella, tras una breve pausa-, habéis llegadohasta mí dominados por una curiosidad muy infan-til. Usted se ha llegado a pedir, mi pobre señor Be-cker, si es posible que muchacha de diecisiete añossepa uno de los mil secretos que los sabios andanbuscando, con la vista clavada en la tierra, cuando loque debieran hacer es levantar su mirada hacia elcielo. Si yo les dijera cómo y por dónde la plantacomunica con el animal, ustedes comenzarían a du-dar de sus dudas. Confiesen que venían dispuestos ainterrogarme, ¿no es verdad?

-Sí, mi querida Serafita -respondió Wilfrido-.Pero, ¿acaso este deseo no es natural en los hom-bres?

-¿Queréis que esta criatura se aburra? -dijo ella,acariciando con la mano la cabellera de Minna.

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La muchacha levantó los ojos y se hubiera dichoque quería fundirse con él.

-La palabra -prosiguió gravemente el ser miste-rioso- es un bien común. Desgraciado aquel que secalla en medio del desierto, creyendo que nadie looye: todo habla y todo escucha aquí abajo. La pala-bra mueve los mundos. Anhelo, señor Becker, nodecir la menor palabra sin sentido. Conozco las difi-cultades que más le preocupan: ¿acaso no sería unmilagro el querer asumir, ante todo, el pasado de suconciencia? Pues bien, el milagro se realizará. Escú-cheme: usted no se ha confesado a sí mismo, ente-ramente, sus dudas, todas sus dudas sin excepción;solamente yo, con mi indestructible fe, puedo desci-frárselas y hacer que tenga miedo de su propia per-sona. Usted se encuentra en la vertiente más negrade la duda; usted no cree en Dios, y todo, aquí aba-jo, se vuelve intrascendente a los ojos de aquellosque atacan el principio de las cosas. Dejemos delado las vanas discusiones en torno a falsas filoso-fías. Las generaciones espirituales no estuvieronmenos empeñadas que la nuestra en querer negar lamateria, con una tenacidad que no tenía nada queenvidiar a la de las generaciones materialistas pornegar el espíritu. ¿Para qué tanta discusión? ¿Acaso

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el hombre no ofrecía, a los unos y a los otros, irre-batibles pruebas de lo que era? ¿Acaso no llevaba enél acusados signos de materialidad y un inconfundi-ble aroma de espiritualidad? Sólo un loco puede ne-gar el más mínimo átomo de materia en el cuerpohumano; descomponiéndolo, vuestras ciencias noencuentran mucha diferencia entre sus principios ylos de otros animales. La idea que surge en el hom-bre cuando compara los objetos a nadie se le ocurrepretender que es algo que pertenece al dominio dela materia. Conste que yo no me estoy pronuncian-do, porque aquí no estamos hablando de mis certe-zas, si no de vuestras dudas. A vosotros, como a lamayor parte de los pensadores, la relación que po-déis llegar a descubrir entre las cosas cuya presenciaos es anunciada por vuestros sentidos, tampoco pa-rece tener que ver nada con la materia. El universonatural de las cosas y de los seres culmina, pues, enel hombre y en el universo sobrenatural de los pare-cidos o de las diferencias que él percibe entre lasinnumerables formas de la naturaleza, relacionesque se multiplican al punto de parecer infinitas; yaque, si hasta hoy nadie ha podido enumerar lascreaciones terrestres, ¿quién se atrevería a enumerarlas relaciones? ¿Acaso la fracción que conocéis no

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es, con relación a su todo, lo que es un númerocomparado con el infinito? Y aquí ya caéis en lapercepción del infinito, mediante lo cual ya podéisconcebir un mundo puramente espiritual.

No hay duda, pues, de que el hombre presenteindiscutibles pruebas de su doble personalidad: lamaterial y la espiritual. En él se concentra un uni-verso completo; en él comienza un universo invisi-ble e infinito, dos mundos que no se conocen entresí: las piedras del fiordo, ¿acaso tienen conciencia desus armoniosos juegos, a merced de las aguas?¿Acaso tienen conciencia de los colores que en ellasven los hombres? ¿Oyen, acaso, la música de lasolas que las mecen y acarician? ¡Saltemos, sin son-dearlo, el abismo que se ha creado con la unión deun universo material y de un universo espiritual: unacreación intangible, invisible, imponderable, comocolofón de una creación visible, tangible y pondera-ble; ambas completamente opuestas, separadas porla nada, reunidas por razones incontestables, unidasen un ser que todo lo debe a la una y a la otra! Fun-damos en un solo mundo estos dos mundos incon-ciliables de hecho. Por abstracta que el hombre laimagine, la relación que une dos cosas entre sísiempre ofrece un testimonio inconfundible, una

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huella. Pero, ¿dónde? ¿Sobre qué? Nosotros no es-tamos buscando, ahora, qué punto de sutileza puedealcanzar la materia. Si tal es la realidad, no com-prendó por qué quienes han situado los astros a in-conmesurables distancias, por medio decoordenadas físicas, para hacerse un velo, no ha-brían podido crear sustancias pensantes. ¡Ni veotampoco por qué le podríais prohibir que dieran uncuerpo material al pensamiento!

"Por lo tanto, vuestro invisible universo moral yvuestro visible universo material constituyen unasola y única materia. Nos guardaremos mucho deseparar las propiedades y los cuerpos, ni tampocolos objetos y las relaciones. Todo lo existente, loque nos oprime y nos aplasta, sobre nosotros, o de-bajo de nosotros, o ante nosotros, o en nosotros; loque nuestros ojos y nuestros espíritus perciben, to-das estas cosas nombradas o innombradas, con elfin de adaptar el problema de la Creación a la medi-da de vuestra lógica, ya que, si fuera infinito, Diosya no podría dominarlo. Aquí, según usted, queridopastor, de cualquier manera que se intente mezclarun Dios infinito con este bloque de materia finita,no se puede admitir que Dios existe con los atribu-tos con que le inviste el hombre; pidiéndoselo a los

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hechos, no es nadie; pidiéndoselo al raciocinio, si-gue sin ser nadie; espiritual y materialmente Diosresulta imposible de concebir. Escuchemos el verbode la razón humana llevado hasta sus últimas conse-cuencias.

"Poniendo a Dios frente al gran conjunto, nosencontramos ante dos entidades que son, conjun-tamente, viables. La materia y Dios son contempo-ráneos, y Dios era lo único que existía antes que lamateria fuera tal. Aun suponiendo que toda la razónque ilumina las razas humanas estuviera acumuladaen una sola cabeza, esta cabeza sería incapaz de in-ventar una tercera manera de ser, a menos que sesuprimiera la materia y Dios. Y, aunque las filosofíashumanas amontonen montañas de palabras y deideas, y que las religiones acumulen imágenes y cre-encias, revelaciones y misterios, siempre desembo-caremos en el mismo dilema: tener que escogerentre las dos proposiciones que la componen; perono hay por qué optar, en realidad, ya que ambasconducen la razón humana a la duda. Planteando asíel problema, ¿qué importa la marcha de los mundos,hacia un lado o hacia el otro, si el ser que la conduceestá convencido de su resultado absurdo? ¿Para quéindagar si el hombre se dirige hacia el cielo o regresa

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de él, si la creación se eleva hacia el espíritu o des-ciende hacia la materia, puesto que los mundos inte-rrogados no dan la menor respuesta? ¿Quésignifican las teogonías y sus ejércitos? ¿Qué signifi-can las teologías y sus dogmas, dado que, cualquieraque sea el camino escogido por el hombre, frente alos dos problemas, su Dios ya no existe? Recorra-mos la materia y supongamos que Dios es contem-poráneo de la materia. ¿Es ser Dios, en verdad, si sesomete a la acción o a la coexistencia de una sustan-cia ajena a la suya? En este sistema, ¿acaso Dios nose transforma en un agente secundario, que se veobligado a organizar la materia? ¿Quién lo ha obli-gado a ello? Entre su vulgar compañera y él, ¿quiénde los dos fue el árbitro? ¿Quién ha pagado el sala-rio de las seis jornadas que se atribuyen a este granartista? Si hubiéramos encontrado ante nosotrosalguna fuerza determinante, que no fuera Dios ni lamateria, y viésemos a Dios obligado a fabricar lamáquina de los mundos, sería tan ridículo llamarlosDios como de calificar a un vulgar esclavo de ciu-dadano de Roma. Por otro lado, se presenta a no-sotros una dificultad tan poco soluble por una razónde peso: que también lo es para Dios. Colocar talproblema en otras alturas, ¿no es caer en la manera

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de proceder de los indios, que colocan el mundosobre una tortuga, a la tortuga sobre un elefante yque son incapaces de decir sobre qué descansan lospies del elefante? Esta voluntad suprema, que brotade la lucha entre la materia y Dios, este Dios máspoderoso que Dios, ¿acaso puede haber atravesadouna eternidad, sin querer lo que quería, admitiendoque la eternidad pueda estar partida en dos tiempos?¿Qué importa dónde esté Dios, si él no ha conocidosu pensamiento posterior, acaso su inteligencia in-tuitiva desaparece? ¿Quién lleva razón de estas doseternidades? ¿Es la eternidad increada o la eternidadcreada? Si siempre quiso al mundo tal como es, estanueva necesidad, muy en armonía con la idea de unainteligencia soberana, implica la coeternidad de lamateria. Y el que la materia sea coeterna, por vo-luntad divina, obligatoriamente parecida a sí mismaa través del tiempo, no impide que la voluntad y lapotencia de Dios, al tener que ser absolutas, perezcacon su libre albedrío; siempre encontrará en él unarazón determinante que lo habrá dominado. ¿Es serDios, en verdad, si no puede separarse de su crea-ción ni en la eternidad posterior ni en la anterior?¿Es insoluble, en su raíz, esta cara del problema?Examinemos dicha raíz por sus efectos. Si Dios,

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forzado de crear el mundo de toda eternidad, pareceinexplicable, lo es también, en igual grado, en lo queafecta a su perpetua cohesión con su obra. Dios,obligado a convivir eternamente con su creación,queda obligado a su primera condición de obrero.¿Conciben ustedes un Dios que es incapaz de inde-pendizarse de su obra y depender siempre de ella.Examinad y escoged la explicación. Que destruya suobra o no, tanto en un caso como en otro, el térmi-no será fatal a los atributos sin los cuales es incapazde existir. ¿Acaso el mundo es un ensayo, una formaperecedera, cuya destrucción es inevitable? Inconse-cuente: ¿no debería ver el resultado antes de aco-meter la experiencia? ¿Y por qué tarda tanto enromper lo que deberá romper? Impotente: ¿debíacrear un mundo imperfecto? Si la creación imper-fecta desmiente las facultades que el hombre atribu-ye a Dios, démosle la vuelta a la pregunta:supongamos la creación perfecta. La idea se armo-niza con la existencia de un Dios soberanamenteinteligente, que no puede haberse equivocado enpunto alguno. Pero, entonces, ¿por qué existe ladegradación? ¿Por qué existe la regeneración? Yaque el mundo perfecto es necesariamente indes-tructible y sus formas no deben perecer; el mundo

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no avanza ni retrocede nunca, sino que gira en unaeterna circunferencia de la que no saldrá jamás.Dios estará, pues, pendiente de su obra y dependeráde ella; ella le es coeterna, lo cual pone de nuevosobre el tablero una de las proposiciones que ma-yormente atacan a Dios. Imperfecto: el mundo ad-mite una marcha, un progreso; pero, si es perfecto,es estacionario. Si es imposible admitir un Diosprogresivo, no conociendo toda la eternidad de sucreación, ni su resultado, ¿el Dios estacionario exis-te? ¿No nos encontramos ante el triunfo de la mate-ria? ¿No es ésta la más grande de todas lasnegaciones? En la primera hipótesis, Dios perecepor su debilidad; en la segunda, perece por la po-tencia de su inercia. Así, tanto en la concepcióncomo en la realización de los mundos, para cual-quier espíritu de buena fe, el suponer que la materiaes contemporánea de Dios, es sencillamente negar aDios. Obligados a escoger, para gobernar las nacio-nes, entre las dos caras de este problema, genera-ciones enteras de grandes pensadores han optadopor ésta. De ahí el dogma de los principios del ma-gismo, que de Asia pasó a Europa bajo la forma deSatanás luchando con el Padre eterno. Pero estafórmula religiosa y las innumerables divinizaciones

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que de ella se derivan, ¿acaso no son crímenes delesa majestad divina? ¿De qué manera se podría lla-mar, si no, la creencia que da por rival de Dios auna personificación del mal, debatiéndose eterna-mente bajo los esfuerzos de su omnipotente inteli-gencia, sin poder alcanzar triunfo alguno? Vuestraestática dice bien claramente que dos fuerzas, en-frentadas en tales condiciones, se anulan recíproca-mente.

"¿Queréis interpretar correctamente la segundacara del problema? La que dice que Dios preexistíasolo, único.

"No volvamos sobre los precedentes argumen-tos, que se presentan con toda su fuerza, respecto ala escisión de la eternidad en dos tiempos: el tiempoincreado y el tiempo creado. Dejemos de lado, tam-bién, las cuestiones planteadas por la marcha o porla inmovilidad de los mundos y contentémonos conafrontar las dificultades inherentes al segundo tema.Si Dios preexistía solo, el mundo emanó de él, lamateria fue extraída de su esencia. Por lo tanto: ¡lamateria no aparece por ningún lado! y todas lasformas son velos tras los cuales se esconde el espí-ritu divino.

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Pero, ¡entonces el mundo es eterno, el mundoes Dios! Esta proposición, ¿acaso no es aún másfatal que la precedente respecto a los atributos con-cedidos a Dios por la razón humana? Procedente dela entraña de Dios, siempre ligada a él, ¿puede ex-plicarse, actualmente, el estado de la materia? ¿Có-mo llegar a creer que el Todopoderoso, que essoberanamente bueno en su esencia y en sus facul-tades, haya engendrado cosas tan diferentes de él, yque no fueran en todo, y en todas partes, fiel ima-gen suya? ¿Llegaría a deshacerse de los lastres nega-tivos de los que era quizá portador? Esta coyunturaera menos ofensiva o ridícula que terrible, ya quevolvía a poner en primera línea los dos principiosque la tesis precedente daba como inadmisibles.Dios debe ser UNO y no puede partirse, so pena derenunciar a la más importante de sus condiciones.¿Es posible, pues, considerar a una fracción de Diosque no sea Dios? Esta hipótesis pareció tan criminala la Iglesia romana que prescribió un artículo de fede la omnipresencia en las más ínfimas parcelas dela Eucaristía. ¿Cómo suponer, en este caso, la exis-tencia de una inteligencia omnipotente que es inca-paz de triunfar? Y tal naturaleza busca, ensaya,rehace, muere y resucita; y ella se agita todavía más

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cuando crea que cuando todo está ya en fusión; ellasufre, gime, ignora, degenera, hace el mal, se equi-voca, anula, desaparece y vuelve a recomenzar.¿Cómo justificar el desconocimiento casi general delprincipio divino? ¿Por qué la muerte? ¿Por qué elgenio del mal, este rey de la tierra, ha sido creadopor un Dios soberanamente bueno en su esencia yen sus facultades, el cual no debía de crear nada queno fuera de conformidad con el mismo? Pero, siésta es la consecuencia implacable que nos conduceal absurdo, primero, ¿cuál será el fin que podemosasignar al mundo, si entramos en detalles?

Si todo es Dios, todo es, a la vez, efecto y causa;o, más bien: no existe ni causa ni efecto; todo esUNO como Dios, y no veréis ni la salida ni la llega-da de nada. El fin real, ¿será quizás una rotación dela materia que se sutiliza poco a poco? Cualquieraque sea el sentido en que esto ocurra, ¿no es un jue-go de niños esto de que el mecanismo de tal materiasalga de Dios y vuelva a él? ¿Por qué se mostraríagrosero? ¿Bajo qué forma Dios es más Dios?¿Quién tiene razón, entre la materia y el espíritu,cuando ni lo uno ni lo otro se alejan de la verdad?¿Quién podría reconocer a Dios en medio de estepermanente teje maneje, en el que se escinde en dos

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naturalezas, una de las cuales no sabe nada y la otraes un pozo de sabiduría? El Dios de la precedentehipótesis, este Dios anulado por la potencia de suinercia, parece más asequible, si tuviéramos que es-coger en el terreno de lo imposible, que el otroDios, bromista y estúpido, que se fusila a sí mismo,cuando dos porciones de la humanidad están pre-sentes, con las armas en la mano. Todo lo cómicaque pueda parecer esta suprema expresión de la se-gunda cara del problema, lo cierto es que fue adop-tada por la mitad del género humano, en aquellasnaciones que se crearon risueñas mitologías. Estasamorosas naciones eran consecuentes: en ellas todoera Dios, incluso el miedo, y sus cobardías, el cri-men y sus bacanales. Aceptando el panteísmo, lareligión de algunos grandes genios humanos, ¿quiénsabe de qué lado se encuentra la razón? ¿En un sal-vaje libre en el desierto, vestido con su desnudez,sublime y justo en todos sus actos, ya sea escuchan-do el sol o hablando con el mar? ¿O en un hombrecivilizado, que todos sus grandes goces los debe a lamentira, que oprime y estruja la naturaleza para col-garse un fusil de la espalda, y que ha utilizado suinteligencia para anticipar la hora de su muerte ypara salpicar todos sus placeres de enfermedades de

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toda suerte? Cuando el rastrillo de la peste o el ara-do de la guerra, cuando el genio de los desiertos hapasado por un rincón del globo, y ha borrado todorastro de vida, ¿quién tiene razón, el salvaje de Nu-bia o el patricio de Tebas? Las dudas bajan siemprede arriba, y lo abarcan todo, tanto el fin como losmedios. Y, si el mundo físico parece inexplicable, elmundo moral aporta aún más pruebas contra Dios.¿Dónde está, entonces, el progreso? Si todo se per-fecciona, ¿por qué se mueren los niños? ¿Por quélas naciones, por lo menos, no se respetan? Elmundo nacido de Dios y contenido en Dios, ¿esestacionario? ¿Viviremos una vez? ¿Vivimos aún? Sivivimos una vez, apresurados por la marcha delGran Todo, cuya forma desconocemos, actuemoscomo mejor lo entendamos. ¡Y, si somos eternos,preocupémonos de otras cosas! ¿Tiene culpa lacriatura de haber nacido en el instante de las transi-ciones? ¿Y si peca en la hora de la gran transforma-ción será castigada después de haber sido la víctima?¿En qué queda la bondad divina si nos traslada a laspretendidas regiones felices? ¿Qué es de la prescen-cia de Dios, si ignora el resultado de las pruebas alas que nos somete? ¿Por qué esa alternativa, quereservan al hombre todas las religiones, de acabar

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yendo a parar a una caldera hirviente, o pasearsecon una túnica blanca, con un palmón en la mano ycon la cabeza aureolada? ¿Cuál es el espíritu genero-so que juzga digno del hombre y de Dios la virtudpor el cálculo, que promete una eternidad de place-res, ofrecida por todas las religiones al que cumple,durante unas cuantas horas de su existencia, algunosrequisitos, que, las más de las veces, son contra na-tura? ¿No es ridículo proveer al hombre de impe-tuosos sentimientos y prohibirle que haga uso deellos? Por otra parte: ¿a qué vienen esas flacas obje-ciones, cuando el mal y el bien son anulados, juntos,sin contemplaciones? Si la sustancia, bajo todas susformas, es Dios, el mal es también Dios. La facultadde razonar, así como la de sentir, ha sido dada alhombre para que la utilice, y nada es menos imper-donable que el buscar un sentido al dolor humano einterrogar el porvenir; si el razonar con cierto rigory seriedad conduce a tal atolladero, ¡vaya confusión!Por lo tanto, este mundo no tendría estabilidad al-guna: nada avanza ni nada se detiene, todo cambia ynada se destruye, todo vuelve a aparecer tras su cu-ración; ya que, si en vuestro espíritu no queda clarocuál es el fin, es igualmente imposible demostrar elaniquilamiento de la menor parcela del material: ésta

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puede transformarse, pero no aniquilarse. Y, si lafuerza ciega declara vencedor al ateo, la fuerza inte-ligente es inexplicable, ya que, emanando de Dios,tropieza con obstáculos y su triunfo no puede ser,sin duda, inmediato. ¿Dónde está, pues, Dios? ¿Silos vivos no lo ven, lo verán, por lo menos, losmuertos? ¡Hundíos, idolatrías y religiones! ¡Caed,débiles piedras angulares de todas las bóvedas so-ciales, ya que no habéis podido impedir la caída ni lamuerte, ni el olvido de las naciones pasadas, porfuertes y poderosas que hubieran sido! ¡Derrum-baos, morales y justicias! Nuestros crímenes sonpuramente relativos; ¡son los efectos divinos cuyascausas nos son desconocidas! Todo es Dios. ¡O no-sotros somos Dios o Dios no existe! ¡Somos hijosde un siglo que ha puesto, año tras año, sobre tufrente, sobre tu anciana cabeza, los hielos de susincredulidades! He aquí el resumen de tus ciencias yde tus largas reflexiones. Querido señor Becker,usted ha puesto su cabeza sobre la almohada de laduda, encontrando en ella la mejor de las solucio-nes, actuando, así, como la mayor parte de los hu-manos, que suele decirse: "No pensemos más eneste problema, pues para darle una solución Diosnos ha hecho la gracia de hacernos una demostra-

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ción algebraica, al tiempo que nos ha dado la clavepara ir de la tierra a los astros con toda seguridad."¿No los he puesto, por el contrario, bien en eviden-cia? Ya sea el dogma de los dos principios, antago-nismo en el que Dios perece por la misma razón:que, siendo el más poderoso, se entretiene en com-batir el panteísmo absurdo o, por el contrario, sien-do Dios, Dios no existe, y las dos fuentes, de dondemanan las religiones cuyo triunfo él se empeña enconseguir en la tierra, son igualmente nocivas. Heaquí, pues, arrojada contra nosotros el hacha de do-ble filo, con la que cortáis la cabeza a este venerableviejo, que vosotros mismos habíais entronizado so-bre nubes pintadas.Ahora, ¡dadme el hacha!"

El señor Becker y Wilfrido miraron a la mucha-cha con marcado pavor.

-¡ Creed -agregó Serafita, abandonando su vozmasculina y hablando con dulzura femenina-, por-que creer es un don del cielo! Creer es sentir. Paracreer en Dios es menester sentirlo en uno mismo.Este sentido es una facultad que se adquiere lenta-mente, como se adquieren los sorprendentes pode-res que admiráis en los grandes hombres, en losfamosos guerreros, en los artistas y en los sabios, es

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decir: en los que saben, en los que producen y enlos que actúan.

El pensamiento, haz de las relaciones que ustedve establecidas entre las cosas, es una lengua inte-lectual que se aprende, ¿no es verdad? La creencia,haz de verdades celestes, es también una lengua,pero tan superior al pensamiento, que el pensa-miento lo es con relación al instinto. Esta lenguatambién se aprende. El creyente responde con unsolo grito, con un solo gesto; la fe pone en sus ma-nos una espada llameante, con la cual, a la vez quecorta, lo ilumina todo. El vidente no despega delcielo, lo contempla y se calla. Es una criatura quecree y ve, que sabe y puede, que ama, que reza y queespera. Resignada, aspira a alcanzar el reino de laluz, y no cae en el desprecio del creyente ni en elsilencio del vidente; es una criatura que escucha yresponde. Para ella, la duda de los siglos tenebrososno es un arma mortífera, si no un hilo conductor;acepta el combate en todas sus formas y adapta sulengua a todos los lenguajes; no se enfada nunca, nise queja de nada; no condena ni mata a nadie, sinoque salva y consuela; no tiene la acerbidad del agre-sor, sino la dulzura y la tenuidad de la luz, que todolo calienta, lo penetra y lo llena de luz. A sus ojos, la

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duda no es una impiedad, ni una blasfemia, ni uncrimen, sino una transición de la que el hombre re-gresa a través de las tinieblas, por caminos trillados,o por la cual se dirige hacia la luz. Así que, mi que-rido pastor, tratemos de razonar. Usted no cree enDios. ¿Por qué? Dios, según usted, es incomprensi-ble, inexplicable. Enteramente de acuerdo. Yo nopretendo que usted comprenda plenamente a Dios,porque esto significaría que es Dios; no le diré,tampoco, que lo que usted niega por inexplicable,me da pie a afirmar lo que me parece creíble. Enusted hay un hecho evidente que nace SERAFITAde usted mismo. En usted la materia desemboca enla inteligencia; ¿y usted piensa que la inteligenciahumana desembocaría en las tinieblas, en la duda yen la nada? Si Dios le parece incomprensible, inex-plicable, confiese, por lo menos, que usted ve entodas las cosas puramente físicas la mano de unobrero sublime y consecuente. ¿Por qué su lógica sedetendría en el hombre, que es su mejor creación?Y, si esta cuestión no es bastante convincente, re-conozca que exige, por lo menos, algunas medita-ciones. Si usted niega a Dios, afortunadamente, conel fin de concretar sus dudas, usted reconoce unaserie de hechos con doble filo, que cercenan sus

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razonamientos con tanta fuerza como éstos preten-den matar a Dios. Nosotros también hemos llegadoa la conclusión que la materia y el espíritu eran doscreaciones difícilmente conciliables, que el mundoespiritual se componía de relaciones infinitas, en lasque, inevitablemente, desemboca el mundo materialfinito; y que si nadie, en esta tierra, podía identifi-carse, a través de la potencia de su espíritu, con elconjunto de las creaciones terrestres, peor podíaelevarse hasta el conocimiento de las relaciones queel espíritu descubre entre tales creaciones. De estamanera, negándole facultades para comprender aDios, pronto liquidaríamos este asunto, y esto por lamisma senda que usted emplea para negar a las pie-dras del fiordo que existen por el hecho de que nopueden ni verse ni contarse. ¿Sabe usted que a lomejor las piedrecillas ésas también niegan al hom-bre, aunque éste de fe de su existencia al cogerlaspara edificar su casa? Hay un hecho que le aplasta:el infinito; si usted lo presiente, ¿por qué no admitir,también, sus consecuencias? ¿La obra terminadapuede implicar, forzosamente, un completo cono-cimiento del infinito? Si usted no puede abarcar lasrelaciones que, según confiesa, son infinitas, ¿cómoabarcaría el lejano fin en el que ellas se resumen? El

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orden, cuya revelación es una de sus necesidades,siendo infinito, ¿puede su limitada razón captarlo?Y no me pide que le explique por qué el hombre nocomprende siempre lo que ve, pues ocurre, tam-bién, que ve lo que no comprende. Y si yo le de-mostrara que su espíritu ignora todo lo que seencuentra a su alcance, ¿me concederá usted que lesea imposible concebir lo que no alcanza a com-prender? ¿Tendré razones yo para decirle, entonces:"Uno de los extremos, en los que el tribunal de surazón condena a Dios, es verdadero, pero el otro esfalso?"; como la razón existe, usted siente la necesi-dad de un fin; ¿y acaso este fin no debe ser bello?Pues, si la materia tiene la inteligencia como remate,en el hombre, ¿por qué se confor-maría usted consaber que el fin de la inteligencia humana es la luzde las esferas superiores, a las que está reservada laintuición de este Dios que a usted le parece un pro-blema insoluble? Las especies que están por encimade nosotros no tienen idea del existir de los mun-dos, mientras que usted sí que la tiene; ¿por qué noexistirían, más allá de nosotros, especies más inteli-gentes que la nuestra? Antes de emplear su fuerzaen medir la dimensión de Dios, ¿acaso el hombreno debería, antes, tratar de conocerse mejor a sí

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mismo? Antes de amenazar a las estrellas, que loiluminan, y antes de atacar a las elevadas certezas,¿no debería concretar, en primer lugar, las certezasque le son cercanas? Pero lo cierto es que a las ne-gaciones de la duda yo debo responder, también,con negaciones. Entonces, yo le pregunto: ¿Qué hayaquí abajo, suficientemente evidente, por sí mismo,que pueda despertar mi fe en ello? En un abrir ycerrar de ojos le voy a demostrar que usted creefirmemente en cosas que se mueven, que no sonseres que puedan engendrar pensamientos y que notienen espíritu, que son abstracciones vivas, quenuestro entendimiento es incapaz de apresar, queno están en parte alguna, pero que usted encuentrapor doquier; que no tienen nombre, pero que ustedha nombrado; las cuales, parecidas a ese Dios decarne que usted se ha creado, perecen bajo lo inex-plicable, lo incomprensible y lo absurdo. Y entoncesyo le pregunto, cómo puede haber aceptado estascosas tan a la ligera, reservando sus dudas paraDios. Usted cree en el número, que es la base sobrela cual se asienta el ''edificio de las ciencias que us-tedes llaman exactas. Sin el número no existen lasmatemáticas. Pues bien, ¿qué misterioso ser, in-mortal a través de todas las eternidades, podría de-

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cir, y en qué lenguaje, el número capaz de contenerlos números infinitos cuya existencia está demostra-da por su pensamiento? Pídaselo al mayor de losgenios humanos, si estuviera sentado mil años, de-dicado plenamente a ello, ¿qué cree que le contesta-ría? Usted no sabe dónde empieza el número, nidónde termina, ni cuándo terminará. Aquí lo lla-máis: el tiempo; allí lo llamáis: el espacio; sin él nadaexiste; sin él todo sería una sola y única sustancia,pues sólo él puede calificar y diferenciar. Para vues-tro espíritu el número significa lo mismo que lamateria: un agente in-comprensible. ¿Haréis de él undios? ¿Es acaso un ser? ¿Es acaso un soplo emana-do de Dios para organizar el universo material en elque nada toma forma más que a través de la divisi-bilidad que es una consecuencia del número? ¿Aca-so las más diminutas como las mayores creacionesno se distinguen entre ellas por atributos engendra-dos por el hombre: las cantidades, las cualidades,sus dimensiones y su fuerza? El infinito de los nú-meros es un hecho probado por vuestro espíritu,pero de ello no se puede dar ninguna prueba mate-rial. El matemático os dirá que el infinito de losnúmeros existe y que no se demuestra. Dios, queri-do pastor, es un número dotado de movimiento,

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que se siente y que no se demuestra, le dirá el cre-yente. Como la unidad, empieza con números conlos cuales no tiene nada de común. La existencia delnúmero depende de la unidad, la cual, sin ser unnúmero, los engendra a todos. Dios, querido pastor,es una magnífica unidad que no tiene nada que vercon sus creaciones y que, sin embargo, las engendra.

Convenga, pues, conmigo que usted ignoratanto dónde empieza como dónde acaba el número,y que ignora dónde empieza y dónde termina laeternidad creada. ¿Por qué creéis en el número ynegáis a Dios? ¿Acaso la creación no se sitúa entreel infinito de las sustancias inorganizadas y el infi-nito de las energías divinas, como la unidad se en-cuentra entre el infinito de las fracciones, que desdehace poco ustedes llaman decimales, y el infinito delos números que ustedes llaman enteros? Ustedesson los únicos, en la tierra, que comprendéis al nú-mero, primer escalón del peristilo que conducehasta Dios, y, sin embargo, vuestra razón ya se tam-balea. ¿Qué le parece? Usted no puede medir ni laprimera abstracción que Dios le ha entregado, niapresarla siquiera, ¿y quisiera usted que los fines deDios se colocaran a su mezquino nivel? ¿Qué pasa-ría si yo le sumergiese en los abismos del movi-

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miento, que es la fuerza que organiza el número?Por lo tanto, cuando yo le diré que el universo no esmás que número y movimiento, usted se darácuenta de que estamos hablando un lenguaje dife-rente. Yo comprendo lo uno y lo otro, y usted nolos comprende en absoluto. ¿Qué ocurriría si yoagregara que el movimiento y el número están en-gendrados por la palabra? Esta palabra, la razón su-prema de los videntes y de los profetas, los que enel pasado captaron el soplo divino que cautivó a sanPablo, os causa risa, a vosotros, a los hombres, cu-yas obras, las sociedades, los monumentos, los ac-tos, las pasiones y tantas otras cosas, proceden de lapalabra, de la débil palabra, los cuales, sin ella, se-ríais semejantes a esta especie que tanto se parece alos negros: el hombre de la selva. Vosotros creéisfirmemente en el número y en el movimiento, fuer-za y resultado inexplicables, incomprensibles, a cuyaexistencia puedo aplicar el dilema que os dispensabahace poco de creer en Dios. Usted, que raciocinacon tanta fuerza, ¿por qué no me dispensa de tenerque demostrarle que el infinito debe ser, aquí y allí,conforme a sí mismo? Y que es necesariamenteUNO. Dios sólo es infinito, pues está claro que nopuede haber dos infinitos. Utilizando palabras hu-

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manas: si algo que, aquí abajo, esté demostrado osparece infinito, tened la certeza de que ahí hay unade las caras de Dios. Mas prosigamos. Se han apro-piado, ustedes, un lugar en el infinito del número, lohabéis acondicionado a vuestra conveniencia,creando, admitiendo que seáis capaces de crear algo,la aritmética, base sobre la cual descansa todo, in-cluso vuestra sociedad. Y, así como el número, quees lo único en que creen vuestros pretendidos ateos,organiza las creaciones físicas, la aritmética, que esel empleo del número, organiza el mundo moral.Tal numeración debería ser absoluta, como todo loque es auténticamente fiel a sus orígenes; pero espuramente relativa, no existe en términos absolutosy de ella no puede dar la menor prueba tangible. Ysi es cierto que esta numeración pone hábilmente enorden las sustancias organizadas, no lo es menosque, con relación a las fuerzas organizadas, que sonfinitas las unas e infinitas las otras, su impotencia esflagrante. El hombre, que concibe el infinito a tra-vés de su inteligencia, no sabe manejarlo a su anto-jo; sin lo cual sería Dios. Si es cierto que vuestranumeración es auténtica con relación a los detallesque percibe, no lo es menos que es falso con rela-ción al conjunto que no percibe, ya que dicha nu-

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meración se aplica a las cosas finitas y no al infinito.Si la naturaleza es fiel imagen de sí misma, ya seadentro de las fuerzas organizadoras o en los princi-pios que son infinitos, no lo es, en ningún caso, enlos efectos finitos; de la misma manera que no en-contraréis dos objetos idénticos en plena naturaleza:en el orden natural, dos y dos no harán nunca cua-tro, pues se tendrían que juntar unidades exacta-mente iguales y usted sabe que es imposibleencontrar dos hojas idénticas en un mismo árbol, nidos árboles semejantes en la misma especie de ar-bustos. Este axioma de vuestra numeración, falsoen la naturaleza visible, es igualmente falso en eluniverso invisible de sus abstracciones, cuya varie-dad se da incluso en vuestras ideas, que son las co-sas del mundo visible, aunque se extiendan, en susrelaciones, mucho más allá de ellas mismas; de talforma, las diferencias son aún más notables en talescasos que en otros. Todo se relaciona, en efecto,con el temperamento, con la fuerza, con las cos-tumbres, con los usos de los individuos, tan dife-rentes entre sí, ya que los más insignificantesobjetos son reflejo fiel de los sentimientos persona-les. Está claro que si el hombre ha podido crearunidades, ¿acaso no ha sido dando un peso y un

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valor idéntico a pedazos de oro? Pues bien, juntenun ducado de pobre y un ducado de rico y díganse,y díganselo el Tesoro Público, que son dos cantida-des iguales, pero a los ojos del pensador, uno deellos tiene mayor valor moral que el otro; uno deellos representa un mes de bienestar, mientras queel otro todo lo más que representa es un caprichoefímero. Dos y dos no son cuatro más que a travésde una falsa y monstruosa abstracción. La fracciónno existe, tampoco, en la naturaleza, y lo que en elladesignáis como un fragmento es, en realidad, unacosa finita en sí; ¿acaso no ha ocurrido a menudo,hay mil pruebas de ello, que la centésima parte deuna sustancia tiene mayor fuerza que lo que llamáisun entero? Si la fracción no existe, pues, en el ordennatural, menos existe en el orden moral, donde lasideas y los sentimientos pueden ser distintos, comolo son las especies del orden vegetal, que son, entodos los casos, enteros. La teoría de las fraccioneses, todo lo más, una curiosa a complacencia devuestro espíritu. El número, con sus pequeñísimaspartículas y sus totalidades infinitas, es, por lo tanto,una fuerza, de la que sólo una pequeña parte os esdable conocer, y cuyo alcance os escapa. Os habéisconstruido una choza en el infinito de los números,

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la habéis adornado con jeroglíficos, sabiamente ali-neados y dibujados, y habéis exclamado: ¡Aquí seencierra todo! Pero, ahora, pasemos del nombrepuro al número corporizado. Vuestra geometría es-tablece que la línea recta es el camino más cortopara ir de un punto a otro, pero vuestra astronomíademuestra que Dios lo ha realizado todo empleandolas curvas. He aquí, por lo tanto, en la misma cien-cia, dos verdades igualmente evidentes y confirma-das: una, es el testimonio de vuestros sentidos,ampliados por el telescopio, y la otra es el testimo-nio de vuestro espíritu, y no cabe duda que ambasse contradicen. El hombre, entidad capaz de errar,afirma lo uno, y el obrero de los mundos, en el queno habéis podido encontrar nunca el menor fallo, lodesmiente. ¿Quién tomará una determinación entrela geometría rectilínea y la geometría curvilínea?¿Entre la teoría de la recta y la teoría de la curva? Ensus obras, el artista que sabe alcanzar milagrosa-mente el fin que se propone, no emplea la línearecta más que para cortarla y hacerse una curva, nosiempre puede operar según sus deseos: una bala decañón, que el hombre quiere lanzar en línea recta,describe una curva para alcanzar el objetivo, pará-bola imprescindible para cumplir su cruel misión.

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Ninguno de nuestros sabios ha llegado a sacar laconclusión de que la curva es la ley principal de losmundos materiales y que la línea recta es la de losmundos espirituales: la una es la teoría de las crea-ciones finitas y la otra es la teoría del infinito. Elhombre, que es el único, aquí abajo, que conozca elinfinito, es el único, también, que pueda conocer lalínea recta; él sólo tiene conciencia de la verticalidadcolocada en un órgano especial. La inclinación hacialas creaciones curvilíneas, ¿no es acaso, en el hom-bre, la indicación de la impureza de su naturaleza,ligada todavía a las sustancias materiales que nosengendran? Y el amor de los grandes espíritus haciala línea recta, ¿no denuncia en ellos un presenti-miento de la realidad celeste? Entre estas dos líneashay un abismo, como entre lo finito y lo infinito,como entre la materia y el espíritu, como entre elhombre y la idea, entre el movimiento y el objetoque se mueve, entre la criatura y Dios. ¡Pedid alamor divino sus alas y podréis franquear este abis-mo! En el más allá comienza la revelación del Ver-bo. Esas cosas que llamáis materiales, en todaspartes poseen un profundo arraigamiento; las líneasno son sino el término de una solidez que engendrauna fuerza de acción, que vosotros suprimís en

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vuestros teoremas, cuya falsedad, con relación a latotalidad de los cuerpos, es notable; de ahí esaconstante destrucción de todos los monumentoshumanos que vosotros nutrís, inconscientemente,de propiedades actuantes. La naturaleza está forma-da de cuerpos, vuestra ciencia, en cambio, no com-bina más que apariencias. Por esto la naturalezadesmiente, a cada paso, todas vuestras leyes: ¿cono-céis una sola que no haya sido desaprobada por unhecho? Las leyes de vuestra estática son abofeteadaspor mil accidentes de la física, ya que un simplefluido derriba las más altas montañas, y esto pruebaque las sustancias más pesadas pueden ser levanta-das por sustancias imponderables. Vuestras leyessobre la acústica y la óptica quedan anuladas por lossonidos y por la luz de un sol eléctrico, cuyos rayostan menudo os agobian. Vosotros no sabéis cómo laluz se transforma en inteligencia, como tampocosabéis por qué simple procedimiento, y con quénaturalidad, se transforma en rubí, en zafiro, enópalo, en esmeralda, en el cuello de un pájaro de lasIndias, mientras que la misma esmeralda, colgada enel cuello de un pájaro que viva en la nublada Euro-pa, es gris y ennegrecida, mientras que aquí, en elseno de la naturaleza polar, se conserva blanca. No

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podéis explicar si el color es una propiedad de queestán dotados los cuerpos o si ello se debe única-mente al efecto que produce la afusión de la luz.Admitís el amargor del mar, sin haber comprobadoque toda el agua del mar es salada. Habéis reconoci-do la existencia de varias sustancias que surcan loque creéis que es el vacío y las cuales son comple-tamente, inapresables, materialmente hablando, yque se armonizan unas con otras por encima de to-dos los obstáculos. Por añadidura, creéis en los re-sultados obtenidos por la química, pese a que ellasea incapaz de calcular el efecto de los cambios ope-rados con el flujo y reflujo de dichas sustancias, quevan y vienen, a través de vuestros cristales y devuestras máquinas, sobre los inapresables filones delcalor y de la luz, conducidas y exportadas por lasafinidades del metal o del pedernal vitrificado. Noobtenéis más que sustancias muertas de las que ha-béis expulsado la fuerza desconocida, sólo capaz deoponerse a las múltiples descomposiciones de aquíabajo, y cuya atracción, vibración, cohesión y pola-ridad no son más que puros fenómenos. La vida esel pensamiento de los cuerpos; éstos no son, en su-ma, más que el medio de fijación de aquélla, decentrarla en su marcha; si los cuerpos fueran seres

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vivos, con fuerza propia de vida, serían causa y nomorirían nunca. Cuando un hombre comprueba losresultados del movimiento general, que es absorbi-do por todas las creaciones según su capacidad deasimilación, lo proclamáis sabio por excelencia, co-mo si la genialidad consistiera en explicar lo que es.El genio, por contrario, debe poner los ojos muchomás allá de los efectos. Los sabios se reirían si lesdijeráis: "Hay una relación entre dos seres, que estéel uno en la isla de Java y el otro, aquí, y que, en elmismo momento, podrían sentir una emoción se-mejante, tener conciencia de ella, interrogarse sobreello y responder sin titubear y correctamente." Sinembargo, hay sustancias minerales que tienen afini-dades entre sí, pese a lejanías idénticas a la ya citada.Vosotros creéis en la fuerza de la electricidad quecontiene un imán, y negáis el poder de la que sedesprende del alma. Según vosotros, la Luna, cuyainfluencia sobre las mareas es de todos conocida, notiene ninguna sobre los vientos, ni sobre la vegeta-ción, ni sobre los hombres; ella mueve el mar y co-rroe el vidrio, pero tiene que respetar a losenfermos; ella tiene relaciones indiscutibles con lamitad de la humanidad, mientras que con la otramitad no tiene la menor relación. He aquí vuestras

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famosas certezas. Pero vayamos más lejos. ¿Ustedcree en la física? Pero el caso es que vuestra físicacomienza, como la religión católica, con un acto defe. ¿Acaso no reconoce una fuerza externa, distintade los cuerpos, y a los cuales la física comunica elmovimiento? ¿Usted ve los efectos, no es eso? ¿Pe-ro qué es esto? ¿Dónde está ella? ¿Cuál es su esen-cia, su vida? ¿Qué límites tiene? ¡Y usted niega aDios!

"Así, la mayor parte de vuestros axiomas cientí-ficos, verdaderos, con relación a los hombres, sonfalsos respecto al conjunto. La ciencia es una y, sinembargo, ustedes la han troceado. Para conocer elauténtico sentido de las leyes fenomenales, ¿no seránecesario conocer las correlaciones que existen en-tre los fenómenos y la ley del conjunto? En todaslas cosas hay siempre algo que llama la atención ydespierta nuestros sentidos; bajo esta apariencia, semueve un alma: hay el cuerpo y hay la facultad.¿Dónde enseñáis el estudio sobre las relaciones queligan las cosas entre sí? En alguna parte. ¿No dispo-néis de nada que sea absoluto? Vuestros temas másreputados descansan sobre el análisis de las formasmateriales, cuyo espíritu menospreciáis en todoinstante. Existe una ciencia elevada que algunos

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hombres descubren demasiado tarde, sin atreverse aconfesarlo. Estos hombres han comprendido la ne-cesidad de considerar a los cuerpos, no solamentepor sus propiedades matemáticas, sino en su con-junto, también, en sus afinidades ocultas. El másgrande de todos vosotros ha podido adivinar, en elocaso de sus días, que todo era, a la vez, causa yefecto; que los mundos visibles estaban coordena-dos entre ellos y sometidos a unos mundos invisi-bles. ¡Y se ha dolido al haber tratado de implantarpreceptos absolutos! Contando sus mundos, comogranos de uva desparramados por el éter, el hombreha explicado la coherencia a través de las leyes de laatracción planetaria y molecular; y vosotros 'habéisreverenciado a ese hombre... Pues bien, yo os digo:ese hombre se ha muerto sumido en la desesperan-za. Suponiendo que las fuerzas centrífuga y centrí-peta sean iguales, que él inventó para tener perfectoconocimiento del universo, y el universo se detenía,entonces admitía el movimiento, en un sentido in-determinado por lo menos; pero, suponiendo esasfuerzas desiguales, acto seguido asistíamos a la ex-trema confusión de los mundos. Sus leyes no eran,por lo tanto, absolutas, existía un problema aún máselevado que el principio sobre el que se asentaba su

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falsa gloria. La trabazón entre los astros y la accióncentrípeta de su movimiento interno, ¿no ha sidoobstáculo para que indagara dónde estaba la cepaque sostenía su racimo? ¡Desgraciado! Sí, cuandomás ensanchaba el espacio, más pesada se volvía sucarga. ¿Os ha dicho cuál era el equilibrio que existíaentre las partes o hacia dónde se dirigía el todo?Contemplaba la extensión, infinita para el hombre,por la que vagaban estos grupos de mundos, de losque sólo una parte muy pequeña puede ser captadapor nuestros telescopios, pero cuya inmensidad serevela por la rapidez de la luz. Esta sublime con-templación le ha permitido percibir los mundos in-finitos, que están plantados en el espacio como lasflores en el prado, que nacen como los niños, cre-cen como los hombres y mueren como los ancia-nos; que viven asimilando las sustanciasatmosféricas que utilizan como alimento, que tienenun principio de vida y un centro vivificador que leses propio, que se garantizan con sus respectivasáreas; que, a semejanza de los planetas, absorben yson absorbidos y que componen un conjunto dota-do de vida y con destino singular. ¡Ante esto, estehombre ha temblado! Sabía que la vida la produce launión de la cosa con su principio, que la muerte o la

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inercia, y la gravedad, es producida por una rupturaentre un objeto y el movimiento que le es propio;entonces es cuando ha presentido el crujido de losmundos, que se desquebrajarían tan pronto comoDios les retirase su palabra. Y se ha dedicado a bus-car en el Apocalipsis las huellas de esta palabra.Usted ha creído que estaba loco, pero, sépalo deuna vez: lo que pretendía era hacerse perdonar porsu sabiduría. Usted, Wilfrido, ha venido para ro-garme que resuelva ciertas ecuaciones, que me elevesobre una nube repleta de lluvia, que me sumerja enel fiordo y que reaparezca en forma de cisne. Si laciencia o los milagros fueran la finalidad que persi-gue la humanidad, Moisés nos habría legado el cál-culo de las fluxiones; Jesucristo hubiera hecho la luzsobre la oscuridad de vuestras ciencias; sus apósto-les os hubieran dicho de dónde surgen esos inmen-sos regueros de gas o de metal en fusión, pegados anúcleos que giran para solidificarse, buscando supuesto en el éter y que, a veces, irrumpen violenta-mente en un sistema, en cuanto se combinan conun astro, y lo golpean y lo rompen al chocar con él,o lo destruyen al inundarlo con sus gases mortífe-ros. En lugar de haceros vivir en Dios, san Pablo oshubiera explicado cómo el alimento es el lazo se-

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creto entre todas las creaciones y el lazo evidenteentre todas las especies animales. Hoy, el mayormilagro consistiría en descubrir la cuadratura delcírculo, problema que usted debe juzgar de imposi-ble solución y que ha sido, sin duda alguna, resueltoen la marcha de los mundos, con la intersección dealguna coordenada matemática, cuyos vericuetos nopueden ser vistos más que por los espíritus que sehan elevado hasta las esferas superiores. Créame: losmilagros están en nosotros y no fuera de nosotros.Así se han realizado los hechos naturales que lospueblos han tomado por sobrenaturales. ¿Habrásido injusto, Dios, al dar fe de su poder a unas gene-raciones y escondiéndoselo a otras? La virgen debronce es de todos. Ni Moisés, ni Jacobo, ni Zo-roastro, ni Pablo, ni Pitágoras, ni Swedenborg, ni losmás oscuros mensajeros, ni los más esclarecidosprofetas de Dios, no han demostrado mayor supe-rioridad que la que usted pueda poseer. Pero haytrances en que los pueblos hacen gala de la fe. Si elobjetivo de los esfuerzos humanos fuera la cienciamaterial, reconozca que las sociedades, estos inmen-sos hogares en los que los hombres están reunidos,no estarían siempre tan genial y providencialmentedistribuidas. Si la civilización fuera el objetivo de

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nuestra especie, ¿perecería la inteligencia?, ¿se limi-taría al campo puramente individual? La grandezade todas las naciones que fueron grandes estabaasentada sobre cazones excepcionales: en cuanto laexcepción cesó, el poder murió. Los videntes, losprofetas, los mensajeros, ¿no hubieran echado ma-no de la ciencia, en lugar de apoyarse en las creen-cias? ¿No hubieran llamado a los cerebros, en lugarde llamar a los corazones? Todos han venido paraempujar a los pueblos hacia Dios; todos han pro-clamado la santa vía, diciéndoos, con palabra senci-lla, lo que conducía al reino de los cielos; todos,ardiendo de amor y de fe, todos ellos inspirados enla palabra que vuela sobre las comunidades, las en-vuelve, les da vida y las hace ir hacia adelante, todosla emplearon sin el menor interés humano. Vuestrosgrandes genios, los poetas, los reyes, los sabios, es-tán todos sumergidos en sus ciudades, y el desiertolos ha cubierto con su manto de arena; mientras quelos nombres de esos buenos pastores, siempre ben-decidos, sobreviven a todos los cataclismos. Estáclaro que no podemos coincidir ni mínimamente.Estamos separados por un gran abismo, por mu-chos abismos; vosotros estáis del lado de las tinie-blas y yo vivo en la verdadera luz. ¿Esta es la

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palabra que deseabais? Os lo digo con el corazónalegre: esta palabra puede cambiaros. Sabedlo, pues:hay ciencias de la materia y ciencias del espíritu.Donde vosotros veis cuerpos, yo veo fuerzas que seentrelazan, creando un fuerte movimiento genera-dor. Para mí el carácter de los cuerpos es el índicede sus principios y el signo de sus posibilidades.Estos principios engendran afinidades que no sabéisapresar y que dependen de centros neurálgicos. Lasdistintas especies, por las que corre la vida, sonfuentes inagotables íntimamente relacionadas. Ycada una de ellas da frutos peculiares. El hombre esefecto y causa; es alimentado y, a la vez, da alimen-tos. Al nombrar al Dios Creador, lo empequeñecéis;él no ha creado, como creéis, ni las plantas, ni losanimales, ni los astros; ¿acaso podía emplear variosmedios a la vez? ¿Acaso no ha actuado siguiendo elprincipio de la unidad de la composición? Por lotanto, ha facilitado los principios que debían desa-rrollarse, según su ley general, al aire de los mediosen los que evolucionaban. Es, pues, una sola sus-tancia y el movimiento; una sola planta, un soloanimal, pero con relaciones ininterrumpidas. Porqueasí es, en efecto, todas las afinidades están unidaspor similitudes contiguas, y la vida de los mundos es

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atraída hacia los centros por una aspiración ince-sante, hambrienta, como vosotros sois empujadospor el hambre hacia la comida.

Para daros un ejemplo de afinidades ligadas a lassimilitudes, que es la ley secundaria sobre la quedescansan las creaciones de vuestro pensamiento, lamúsica, arte celeste, es la puesta en marcha de esteprincipio: ¿no nos encontramos ante un conjuntode sonidos armonizados por el número? ¿Acaso elsonido no es una modificación del aire, comprimi-do, dilatado y repercutido? Ya conocéis la composi-ción del aire: ázoe, oxígeno y carbono. Como no esposible obtener un sonido en el vacío, está claro quela música y la voz humana son el resultado de sus-tancias químicas organizadas que se mueven al uní-sono con las mismas sustancias que, dentro devosotros, ha preparado su propio pensamiento, co-ordinadas por medio de la luz, la gran nodriza denuestro globo: ¿habéis podido contemplar losmontones de nitro que la nieve ha depositado?¿Habéis podido ver las descargas del rayo y a lasplantas aspirando en el aire los metales que necesi-tan? ¿Y no habéis llegado a la conclusión de que elsol funde y distribuye la sutil esencia que nutre todolo que vive aquí abajo? Ya lo ha dicho Swedenborg:

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¡la tierra es un hombre! Vuestras ciencias actuales, loque os engrandece a vuestros propios ojos, no sonmás que datos miserables comparados con la luzque inunda las pupilas de los videntes. Cesad, cesadya de interrogarme, que nuestros lenguajes son dis-tintos. Si he utilizado, a ratos, el vuestro, ha sidopara lanzar hacia vuestra alma un relámpago de fe,para daros un pedazo de mi capa y para arrastraroshacia las hermosas praderas de la plegaria. ¿Es Dios,acaso, el que debe rebajarse hasta vosotros? ¿Nosois vosotros los que os tenéis que elevar hasta él?Si la razón humana ha apurado la escala de sus fuer-zas, al extenderse sobre Dios para tratar vanamentede reconocerlo como tal, ¿no es evidente que hayque buscar otros caminos para encontrarlo? Estoscaminos los tenemos en nosotros mismos. El vi-dente y el creyente tienen ojos más perspicaces quelos de quienes sólo se dedican a mirar las cosas te-rrestres. Por eso aquéllos aperciben una aurora. Yoídme esta verdad: vuestras ciencias, aún las másexactas, vuestras meditaciones más atrevidas, vues-tras más hermosas claridades, no son sino negrosnubarrones. El santuario, del que brota la verdaderaluz, está por encima de todo ello.

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Serafita se sentó y guardó silencio, sin que surostro, tranquilo y pálido, acusara el más leve rictus,como suele ocurrir a los oradores, tras sus enfureci-das intervenciones.

Wilfrido se inclinó hacia el señor Becker y ledijo al oído:

-¿Quién le ha dicho todo eso?-No sé -respondió el pastor.Serafita se pasó la mano por los ojos y, sonrién-

dose, dijo:-Están ustedes muy pensativos esta noche, se-

ñores. Nos tratan a Minna y a mí, como a hombresa los que se habla de política o comercio, en lugarde tratarnos como muchachas a las que, tomando elté, debieran relatarles cuentos, tal como se estila enlas veladas de Noruega. Veamos, señor Becker,cuénteme alguna saga que yo no conozca. La deFrithiof, por ejemplo, que es una crónica en la queusted cree y que me tiene prometida. Cuénteme esahistoria del hijo de un campesino que poseía unbarco que hablaba y que tenía un alma. ¡Yo he so-ñado siempre en la fragata Ellida! ¿No le parece quees a bordo de esa hada con velas donde tendríanque navegarlas muchachas?

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-Puesto que volvemos a Jarvis -dijo Wilfrido,cuya mirada estaba prendida de Serafita, como losojos de un ladrón, escondido en la sombra, quedanpegados al lugar donde se encuentra el botín queanhela sustraer-. Dígame -añadió-, ¿por qué no secasa usted?

-Ustedes nacen todos viudos o viudas -respondió ella-. Pero, en lo que a mí se refiere, micasamiento ya estaba preparado cuando nací y estoycomprometida...

-¿A quién? - dijeron los tres a la vez.-Déjenme que guarde mi secreto -respondió

ella-. Les prometo invitarles a mi misteriosa boda, sinuestro padre da su consentimiento.

-¿Y será pronto?-Eso espero.Y luego se hizo un largo silencio.-Ha llegado la primavera -dijo Serafita-. El ruido

de las aguas y de los hielos rotos ya ha estallado.¿No vienen conmigo a saludar la primera primaverade nuestro siglo?

Y se levantó, seguida de Wilfrido. Los dos seasomaron a una ventana que David había abierto depar en par. Tras el prolongado silencio del invierno,las aguas hervían debajo del hielo y su eco retumba-

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ba en el fiordo como una música; pues eran sonidosque el espacio depura y que llegan a nuestros oídoscomo olas repletas de luz y de frescor.

-Cese, Wilfrido, cese de rumiar malos pensa-mientos que, si se realizan, le serían muy crueles deafrontar. ¿Quién no leería sus deseos en su chis-peante mirada? ¡Sea bueno, haga un paso hacia elbien! ¿No es ir más allá del amar de los hombres, elsaber sacrificarse completamente por la felicidad dela mujer querida? Obedézcame y lo conduciré hastaun camino por el que podrá obtener todas las gran-dezas con que sueña, y en las que el amor será real yverdaderamente infinito.

Estas palabras de Serafita sumieron a Wilfridoen profundas reflexiones.

-Esta muchacha -se dijo-, podría ser la profetisaque acaba de provocar la iluminación de mis ojos,cuya palabra ha atronado sobre el mundo, cuya ma-no ha esgrimido contra nuestras ciencias el hacha dela duda. ¿Acaso hemos velado durante algunos ins-tantes?

He aquí lo que se preguntó Wilfrido.-Minna -dijo Seraphitus, acercándose a la hija

del pastor-, las águilas vuelan por encima de los ca-dáveres y las palomas lo hacen por donde hay ma-

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nantiales risueños, a la sombra de verdes y apaciblesprados. El águila se eleva hacia el cielo, la palomabaja de allí. Detente, no te aventures hacia regionesen las que no encontrarías ni manantiales ni sombraapacible. Si otras veces has podido contemplar elabismo sin caer en él, guarda ahora tus fuerzas paradedicarlas al ser que te amará. Vete, pobre mucha-cha, pues ya sabes que yo tengo mi novia.

Minna se levantó y, con Seraphitus, se acercó ala ventana donde estaba Wilfrido. Los tres oyeron elSieg brincar bajo la presión de las tumultuosasaguas, que ya empezaban a rescatar los troncos deárbol presos en los hielos. El fiordo había recupera-do su voz. Las ilusiones se habían disipado. Todosse quedaban admirados ante la naturaleza, que seliberaba de sus trabas y con sus sublimes compasesparecía estar contestando aquel espíritu cuya voz loacababa de despertar.

Cuando los tres huéspedes de este ser misterio-so se marcharon, iban poseídos de un vago senti-miento, que no es el sueño, ni el entumecimiento,pero que a todo esto se parecía un poco; que no erael crepúsculo, ni la aurora, pero que da sed de luz.Todos estaban pensativos.

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-Empiezo a creer que esta muchacha es un espí-ritu recubierto, escondido, por una forma humana -dijo el señor Becker. Wilfrido, repuesto, tranquilo yconvencido, no sabía cómo luchar con fuerzas tandivinamente majestuosas.

Minna se decía:-¿Por qué no quiere que lo ame?

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V

LA DESPEDIDA

Cuando los espíritus meditativos quieren descu-brir el secreto que encierra la marcha de las socieda-des y dar unas leyes progresivas al movimiento de lainteligencia, hay que reconocer que el hombre, co-mo punto de partida, es un fenómeno desesperante.Por grave que sea un hecho y por grandioso quefuera un milagro realizado públicamente, si pudie-ran existir los hechos sobrenaturales, la luz de estehecho, el rayo de este milagro se ahogaría en elocéano moral, cuya superficie apenas se alteraríacon un ligero remolino, recobrando en seguida elritmo de sus fluctuaciones habituales.

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¿Acaso es para hacerse oír, que la voz pasa porel hocico del animal? ¿Es la mano la que ha trazado,en el friso de la sala donde se regodea la corte, losafiligranados caracteres? Y, ¿es el ojo el que iluminael sueño del rey? ¿El profeta explica el sueño? ¿Lamuerte, que se evoca, se yergue en las regiones lu-minosas donde reviven las facultades? ¿El espírituaplasta la materia al pie de la escalinata mística delos siete mundos espirituales, amontonados losunos sobre los otros por el espacio y que navegansobre las olas brillantes que resbalan sobre los pel-daños del atrio celeste? Por muy profunda que seala revelación interior y por muy tangible que sea larevelación exterior, Balaam sospecha en seguidatanto de su burra como de sí mismo y Baltasar yFaraón hacen comentar la palabra por dos videntes:Moisés y Daniel. El espíritu acude y se lleva alhombre a las alturas, levanta los mares y le enseñalas profundidades, y las especies desaparecidas, davida a los resecos huesos que salpican con su polvoel gran valle: ¡el Apóstol escribe el Apocalipsis!Veinte siglos más tarde, la ciencia humana apruebaal Apóstol y traduce en axiomas sus imágenes. ¿Quéimporta? La masa sigue viviendo como vivía ayer,como vivía en los tiempos de la primera Olimpíada,

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como vivía después de estallar la Creación, o en lavíspera de la gran catástrofe. La duda lo cubre todocon sus espesas olas. Las mismas olas golpean almismo tiempo el granito humano que hace las vecesde mojones en el océano de la inteligencia. Traspreguntarse si es verdad que ha visto lo que ha vis-to, si ha oído las palabras oídas, si un hecho es unhecho, y si la idea es una idea, el hombre recuperasu ritmo normal, se dedica a sus asuntos, obedece ano se sabe qué criado de la muerte, al olvido, que,con su manto negro, cubre una antigua humanidad,de la cual la que nace no tiene el menor recuerdo. Elhombre no para de ir y venir, de andar, de vegetar,hasta el día en que el hacha cae sobre su cabeza. Y,si la potencia de estas olas y si la alta presión de es-tas aguas amargas impide cualquier progreso, quizáproteja también la muerte. Sólo los espíritus repara-dos por la fe, entre los espíritus superiores, puedenapercibir la escalinata mística de Jacobo.

Después de haber oído la respuesta de Serafita,al ser interrogada tan severamente, y haber vistocómo daba fe de su inmensa inspiración divina,cómo el órgano de una iglesia llena el sagrado re-cinto con sus mugidos y revela el universo musical,bañando con sus graves sonidos las más inaccesibles

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bóvedas jugando, como la luz, con las flores de loscapiteles, Wilfrido regresó a su casa profundamentedescoranozado, al ver a toda aquella gente, hundiday sin recursos, derramada sobre desconocidas clari-dades que las manos de la muchacha lanzaban gene-rosamente. Al día siguiente el recuerdo estaba aúnfresco en él, pero ya estaba más tranquilizado; suspasiones y sus ideas se despertaron frescas y fuertes.Se fue a desayunar a casa del señor Becker y lo en-contró sumido en el Tratado de los encantamientos,que estaba hojeando toda la mañana, a fin de tran-quilizar a su huésped. Con la infantil buena fe de lossabios, el pastor había ido plegando los cantos delas páginas en las que Jean Wier transcribía pruebasauténticas que demostraban la posibilidad de losacontecimientos ocurridos el día antes; ya que, paralos doctores, una idea es un acontecimiento, y losacontecimientos más importantes no son, para ellos,más que una simple idea. A la quinta taza de té, lamisteriosa velada de los dos filósofos se había trans-formado en una velada normal. Lo que parecíanverdades celestes eran razonamientos más o menosbien asentados, pero susceptibles de ser examina-dos. Serafita les pareció una muchacha más o me-nos elocuente; había que tener en cuenta su

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encantadora voz y su seductora belleza, su fasci-nante ademán, es decir: todos los recursos oratoriosmediante los cuales un actor pone en una frase atodo un mundo de sentimientos y de pensamientos,mientras que la frase en sí no es, a menudo, más queun conjunto de palabras vulgares.

-¡Bah! -exclamó el buen ministro, haciendo unamueca filosófica, mientras extendía la mantequillasalada sobre su tostada-. La última palabra de estoshermosos enigmas se encuentra a seis pies bajo tie-rra -añadió el pastor.

-No obstante -dijo Wilfrido, poniendo azúcaren su té-, yo no comprendo cómo una chica de die-ciséis años puede saber tantas cosas, pues, con supalabra, no ha dejado escapar el menor detalle denada.

-Hay precedentes -respondió el pastor-. ¡Lea lahistoria de esa jovenzuela italiana que, a los doceaños, ya hablaba cuarenta y dos lenguas antiguas ymodernas; y la historia del monje que por el oloradivinaba el pensamiento! En la obra de Jean Wier yen una docena de otros tratados, que le prestaré,hay miles de pruebas.

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-Completamente de acuerdo, querido pastor;pero, Serafita, es para mí una mujer cuya posesióndebe ser divina.

-Toda ella es inteligencia -respondió dudosa-mente el señor Becker.

Y pasaron algunos días, durante los cuales lanieve de los valles se fundió insensiblemente; elverdor de los bosques despuntó con la energía de lahierba nueva, la naturaleza noruega parecía pararsede sus más bellas joyas para las bodas de un día.Durante este tiempo, en que la temperatura tibiaautorizaba los paseos, Serafita se encerró en su so-ledad. La pasión de Wilfrido no podía por menosque agudizarse, ante la presencia de la mujer amadaque no da la menor señal de vida. Cuando este raroser recibió la visita de Minna, ésta constató en él losestragos de un fuego interior: su voz se había vueltoprofunda y su tez empezaba a sonrosarse; y, si hastaentonces los poetas hubieran comparado su palideza la de los diamantes, la de Wilfrido poseía el res-plandor del topacio.

-¿La ha visto usted? -preguntó Wilfrido, que sepaseaba alrededor del castillo sueco, esperando queMinna volviera.

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-Lo vamos a perder -respondió la muchacha,con los ojos inundados de lágrimas.

-¡No se ría de mí, señorita! -gritó el extranjero,reprimiéndose, usted no puede amar a Serafita másque como una muchacha ama a otra muchacha, yno con el amor que me inspira a mí. ¡No sabe elpeligro que correría si despertara justificadamentemis celos! ¿Por qué no puedo acercarme a ella?¿Acaso es usted la que pone tantos obstáculos?

-¿No sé con qué derecho hurga usted en mi co-razón? -respondió Minna, tranquila en apariencia,pero presa de un terror profundo en realidad-. Sí, yolo quiero -dijo ella, recobrando el aplomo suficientepara confesar las inclinaciones de su corazón-. Peromis celos, tan naturales cuando se ama, en este casono tienen razón de ser. ¡Ay de mí! Estoy celosa deun sentimiento escondido que me corroe. Hay entreél y yo unos abismos que soy incapaz de saltar. Qui-siera saber quién lo quiere más que yo. Ni siquieralas estrellas. ¡Y cuál de los dos se consagraría máspronto a la felicidad del otro! ¿Por qué no puedo yodeclararle mi amor? ¡Frente a la muerte podemosconfesar todas nuestras preferencias, y Seraphitus,señor, se muere!

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-Se equivoca usted, Minna, la sirena que yo hemecido tan a menudo en el lecho de mis deseos, yque permitía que se la admirase, coquetamenteechada sobre el diván, amena, débil y triste, no es unmuchacho.

-¡Señor! -respondió Minna, turbada-, el que consu fuerte mano me guió por el Falberg, llevándomehasta el soeler acunado por el Gorrito-de-Hielo, allá-dijo la muchacha, señalando con la mano la cimadel picacho-, no es tampoco una muchacha! ¡Si us-ted lo hubiera oído haciendo profecías! Su poesíaera como la música del pensamiento. Una mucha-cha era incapaz de despertar mi alma con aquellavoz tan grave y varonil.

-Pero, ¿tan segura está usted de ello?... -preguntó Wilfrido.

-¡No tengo más pruebas que las de mi corazón!-dijo la muchacha, confusa, interrumpiendo al ex-tranjero.

-Pues bien, yo, que sé muy bien lo arraigado queestá su amor hacia mí, le probaré que está ustedequivocada -gritó Wilfrido, echándole a Minna unamirada terrible, que reflejaba un deseo y una vo-luptuosidad mortífera.

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En aquel mismo instante, cuando las palabras seamontonaban en la boca del muchacho y que lasideas se mezclaban en su cabeza, Wilfrido vio salirdel castillo a Serafita, acompañada de David. Aque-lla aparición lo tranquilizó.

-Vea usted misma -dijo él-, sólo una mujer pue-de mostrar tal gracia y tal blandura.

-Él sufre y se pasea por última vez -dijo Minna.David, obedeciendo a un gesto de su ama, se

alejó, y Wilfrido y Minna se acercaron a ella.-Vamos hasta las cascadas del Sieg -les dijo

aquel ser, como un enfermo expresa un deseo, quetodos los que le rodean se apresuran a complacer.

Una tenue neblina blanca cubría los valles y lasmontañas del fiordo, cuyas cimas, resplandecientescomo las estrellas, lo agujereaban, dándole la apa-riencia de una vía láctea en movimiento. El sol sedejaba ver a través de aquel humo terrestre, comoun globo de hierro candente. Pese a las últimas dia-bluras del invierno, algunos soplos de aire tibioanunciaban la bella primavera del Norte, veloz ale-gría de la más melancólica de las naturalezas. El aireestaba impregnado por el aroma del abedul, ador-nado ya con sus doradas hojas, e inundado por losperfumes que desprendían los alerces, cuyas borlas

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de seda se mecían suavemente, y de todas las brisas,el incienso y los suspiros de la tierra resucitada. Elviento empezaba a disolver el velo de nubes queescondía, a ratos, la vista del golfo. Los pájaroscantaban. La corteza de los árboles, allí donde el solno había podido borrar los senderos de escarcha,que se deslizaban por susurrantes regueros, alegra-ban la vista con sus fantásticas apariencias. Los tresandaban silenciosos por la playa. Wilfrido y Minnaeran los únicos que contemplaban aquel mágicoespectáculo, para ellos que aún conservaban en susojos la visión invernal de aquel mismo paisaje. Sucompañero andaba pensativo, como si en el con-cierto de la naturaleza quisiera reconocer una voz.Llegaron al borde de las rocas, donde desembocabael Sieg, por entre una larga avenida de viejos abetos,que la corriente del arroyo había dibujado en elbosque, y cuyas copas lo arropaban como las bóve-das de una catedral. Desde aquí se veía enteramenteel fiordo y el mar res-plandecía en el horizonte co-mo una inmensa hoja de acero. El cielo azul quedócompletamente despejado. Por todas partes, en losvalles, alrededor de los árboles, revoloteaban aúnlucecillas, polvo de diamante barrido por la frescabrisa, y de sus ramas pendían engarces de gotas he-

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ladas. El torrente rugía a sus pies. De su capa deagua se desprendía un vapor que el sol matizaba conmil colores y haciendo brotar de ella el fuego demiles de prismas, cuyos reflejos se entrechocaban.Aquel muelle salvaje estaba alfombrado por variasespecies de liquen, como una tela irisada por la hu-medad, parecida a una magnífica colgadura de seda.Los brezos ya habían florecido y coronaban las ro-cas con sus guirnaldas hábilmente trenzadas. Todoel follaje, bajo el influjo de la frescura de las aguas,mecía su cabellera en el espacio; los brezos movíansu encaje, acariciando los pinos, inmóviles comoancianos preocupados. Aquella lujuriosa visiónofrecía agradables contrastes: la gravedad de las an-tiguas columnatas que semejaban los bosques ex-tendidos sobre la montaña y la capa de agua delfiordo extendida a los pies de los tres espectadores yen la que el torrente ahogaba su furor y el mar, en-cuadrando la página escrita por el más grande de lospoetas, el azar, al que es debido esta mezcolanza dela creación, tan desordenada en apariencia. Jarvir eraun punto perdido en medio de este paisaje, enaquella inmensidad, sublime como todo lo que, altener una vida efímera, ofrece una rápida imagen dela perfección; ya que, por una ley determinada, que

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sólo es fatal para nosotros, las creaciones aparente-mente finitas, este amor de nuestros corazones y denuestras miradas, no viven más que una primavera.En lo alto de aquella roca, los tres seres podían cre-er que eran los únicos habitantes de la tierra.

-¡Qué voluptuosidades! - exclamó Wilfrido. -Lanaturaleza también tiene sus himnos -dijo Serafita-.¿No es deliciosa esta música? Confiéselo, Wilfrido,ninguna de las mujeres que usted ha conocido no hapodido construirse un refugio tan hermoso. Aquí,uno siente aflorar sentimientos que los espectáculosde la ciudad raramente inspiran, y que me incitan aecharme sobre la fresca hierba y a no moverme deaquí, donde con la mirada puesta en el cielo, el co-razón dilatado, y perdida en la inmensidad, me deja-ría cautivar por el suspiro de una flor, recién abierta,y por los gritos del eider, impaciente por sentirsecrecer las alas, y recordando los deseos del hombre,que es hijo de todos los deseos. Pero, ¡todo, esto,Wilfrido, es poesía para mujeres! Usted descubre unvoluptuoso pensamiento en esta humeante exten-sión líquida, a través de este bordado de nubes, enel que la naturaleza se pavonea como una novia co-queta y en esta atmósfera en la que perfuma su ver-de cabellera para sus himeneos. Usted quisiera ver la

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forma de una náyade en esta gasa de vapores y, se-gún usted, yo debería escuchar la voz viril del to-rrente.

-¿Acaso el amor no está aquí, como la abeja enel cáliz de la flor? -respondió Wilfrido, el cual, porvez primera, veía en la muchacha las huellas de unsentimiento terrestre y creyó llegado el momento deexpresarle su candente ternura.

-¿Siempre? -preguntó, riendo, Serafita, a quiénMinna había dejado sola, que estaba escalando unasrocas en cuya cima había visto unas saxífragas azu-les.

-¡Siempre, sí -insistió Wilfrido-. Escúcheme -añadió él, echándole una mirada dominadora que seestrelló contra una armadura de diamante-. Ustedno sabe lo que yo soy, lo que yo puedo y lo que yoquiero. ¡No rechace mi último ruego! ¡Sea mía y dis-frute de esa inmensa felicidad que usted cobija en sucorazón! Sea mía, para que yo pueda tener una con-ciencia pura, para que una voz celeste se oiga dentrode mí y me inspire las más altas empresas que hayaconcebido el hombre, en lugar del odio inspiradocontra las naciones, y que realizaré, por su bien, siusted está a mi lado. ¿Qué mejor misión podría us-ted asignar al amor? ¿En qué mejor misión puede

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soñar una mujer? Sepa que he venido a estos para-jes, meditando un gran proyecto.

Se impuso un corto silencio entre los dos.-¿Y sería capaz de sacrificar -dijo ella-, tanta

grandeza a una muchacha simple, que usted amará yque le acompañará en una vida tranquila?

-¡No me importa nada! ¡Lo que me importa esusted! -respondió él, prosiguiendo su perorata-.Usted debe conocer mi secreto. He recorrido todoel Norte, este gran taller donde se forjan las razasnuevas, que se extienden sobre la Tierra como capasde agua humanas encargadas de remozar las enveje-cidas civilizaciones. Yo quería comenzar mi obrapor uno de estos puntos y conquistar el imperio quedan la fuerza y la inteligencia sobre el pueblo, for-jarla en el combate, empezar la guerra, extenderlacomo un incendio, devorar a Europa, gritando li-bertad a unos, pillaje a otros; gloria al uno y placeral otro; pero conservando, en mí, la faz del Destino,implacable y cruel, andando como la tempestad queva recogiendo por la atmósfera las partículas que leson necesarias para componer el rayo, comiendohombres, como la plaga voraz. Así, yo hubiera con-quistado Europa, pues ésta se encuentra en instan-tes críticos: espera el Mesías nuevo que debe asolar

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el mundo para poder rehacer las sociedades. Europano creerá más que en quien la destrozará y la piso-teará. Un día, los poetas y los historiadores habríanjustificado mi existencia, me habrían glorificado, mehabrían prestado sus ideas, a mí, para quien estainmensa burla, escrita con sangre, no es sino la rea-lización de una venganza. ¡Pero, querida Serafita, loque he observado me ha hecho asquear el Norte, lafuerza es demasiado ciega y yo sueño y estoy se-diento de las Indias! Mi duelo con un gobiernoegoísta, cobarde y mercantil me seduce mucho más.Además, es mucho más fácil despertar la imagina-ción de los pueblos que están al pie del Cáucaso,que convencer al espíritu de los países helados enque nos encontramos. Me acucia la tentación, pues,de atravesar las estepas rusas, llegar a las puertas deAsia y recorrerla hasta el Ganges, cubriéndolo todocon mi avasalladora ola humana, y allí derrotar lapotencia inglesa. Siete hombres realizaron, en otrasépocas, un plan semejante. ¡Rejuveneceré el arte,como hicieron los sarracenos, que Mahoma arrojósobre Europa! No seré un rey mezquino, como losque gobiernan hoy unas antiguas provincias del im-perio romano, riñendo con sus propios súbditospor un simple litigio fiscal. ¡No, nada detendrá ni el

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rayo de mis miradas, ni la tempestad de mis pala-bras! Mis pies cubrirán un tercio del mundo, comolos de Gengis-Khan, y mi mano cogerá Asia, comoya la tomó la de Aureng-Zeyb. ¡Sea mi compañera,siéntese, bello y blanco rostro, sobre un trono!¡Nunca he puesto en duda el éxito; pero si está us-ted en mi corazón, estaré seguro de él!

-Yo ya he reinado -dijo Serafita, sin dar impor-tancia a las impetuosas palabras de Wilfrido.

Estas palabras resonaron como el hachazo queda el hábil leñador, al pie del árbol, que se derrumbabajo sus golpes. Sólo los hombres saben qué gradode rabia puede despertar una mu-jer en su alma,cuando ésta, ante la demostración de fuerza, de in-teligencia y de superioridad, inclina su caprichosacabeza y dice: "¡Esto no es nada! " o cuando, hastia-da, ella sonríe y dice: "¡Eso ya lo sabía!", porque, alfin, para ella la fuerza es una nimiedad.

-¿Cómo? -gritó Wilfrido, desesperado-, las ri-quezas de las artes, las riquezas de los mundos, elesplendor de una corte...

Ella lo detuvo, con una ligera inflexión de suslabios, y dijo:

-Seres más poderosos que usted me han ofreci-do mucho más.

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-Entonces, ¿es que acaso no tienes alma, si no teseduce la perspectiva de consolar a un gran hombre,que es capaz de sacrificarlo todo para vivir contigoen una casita al borde de un lago?

-Pero, aclaró ella, a mí ya se me ama con unamor sin límites.

-¿Quién te ama? -exclamó Wilfrido, acercándosefrenéticamente hacia Serafita, como si fuera a preci-pitarla en las humeantes cascadas del Sieg.

Ella lo miró y, extendiendo el brazo, le enseñó aMinna, que acudía blanca y rosada, bonita como lasflores que traía en la mano.

-¡Niño! -dijo Seraphitus, saliendo a su encuen-tro.

Wilfrido no se movió de la roca, inmóvil comouna estatua en su pedestal, extraviado en sus pen-samientos, como queriendo dejarse arrastrar por elSieg, como uno de aquellos árboles que desfilabanante sus ojos y que el golfo se tragaba incansable-mente.

-Las he cogido para usted -dijo Minna, ofre-ciendo el ramillete al ser querido- Una de estas flo-res -añadió, sacándola del ramillete-, es parecida a laque cogimos en lo alto del Falberg.

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Seraphitus paseó su mirada por la flor y luego laposó sobre Minna.

-¿Por qué esto? ¿Acaso dudas de mí?-No -respondió la muchacha-, mi confianza en

usted es infinita. Es para mí más bello que la bellananuraleza que nos rodea y me parece más inteli-gente que la humanidad entera. Cuando le he visto,he creído que rezaba a Dios. Quisiera...

-¿Qué es lo que quieres? -la interrumpió Sera-phitus, lanzando sobre la muchacha una mirada quereflejaba los infranqueables abismos que los separa-ban.

-Quisiera sufrir con usted... sufrir por usted...-He aquí -se dijo Seraphitus-, la más peligrosa

de las criaturas. ¿Acaso es un gesto criminal el que-rer presentártela, oh, Dios mío? ¿No te acuerdas delo que te dije allí, en lo alto? -agregó él, dirigiéndosea la muchacha y mostrándole la cima del Gorrito-de-Hielo.

-Ya se ha vuelto terrible otra vez -se dijo Minna,estremecida.

El rugimiento del Sieg acompañó los pensa-mientos de estos tres seres, que permanecieron reu-nidos durante unos instantes en aquella saliente

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plataforma de rocas, pero separados, en realidad,por los abismos del mundo espiritual.

-Pues bien, Seraphitus, enséñemelo -dijo Minna,con una voz plateada como una perla y dulce-. En-séñeme lo que debo hacer para no amarle. Pero,¿quién podría dejar de admirarle? Si el amor es algoque no se rinde nunca.

-¡Pobre niña! -dijo Seraphitus, palideciendo-. Nose puede amar así más que a un solo ser.

-¿Quién? - preguntó Minna.-Ya lo sabrás -respondió él, con una voz débil,

como la de alguien que se dispone a expirar.-¡Socorro! -gritó Minna-. ¡Que se nos muere!Wilfrido acudió rápidamente, y viendo aquel ser

tendido graciosamente sobre un fragmento degneiss, cubierto éste por una capa de lustrosos lí-quenes, esos musgos salvajes que el sol satina, dijo:

-¡Qué guapa es!-He aquí la última ocasión que se me presenta

para admirar esta bella naturaleza en movimiento -dijo ella, sacando fuerzas de flaqueza para levantar-se.

Serafita se fue hasta el borde de la roca, desdedonde podía admirar, floridos, verdosos, animados,los espectáculos que ofrecía aquel sublime paisaje,

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que hasta hacía poco había dormido bajo una túnicade nieve.

-¡Adiós -dijo ella-, hogar ardiente de amor, en elque todo se mueve ardorosamente, desde el centroa los extremos, que se parecen a la cabellera de unamujer, y con los que puedes trenzar la coleta desco-nocida, gracias a la cual sigues ligado, en el indiscer-nible éter, al pensamiento divino.

"Ved a quien, doblegado ante el surco regadocon su sudor, se levanta para interrogar al cielo; a laque recoge a unos niños para nutrirlos con su leche;o el que anuda las cuerdas en plena tempestad; o laque, en el regazo de una roca, espera el retorno delpadre. Ved todos los que, tras una existencia gastadaen ingratas tareas, tienden su mano. A todos ellos,¡paz y ánimo! y ¡adiós!

"¿Oís el grito del soldado que muere, descono-cido de todos, el clamor del hombre engañado, quellora en el desierto? A todos: ¡Paz y ánimo! A todos:¡Adiós! a los que morís por los reyes de la tierra.¡Adiós, también, a los pueblos sin patria, adiós a lospueblos sin tierras, a los unos que anhelan lo otro ya todos los que desean lo mismo! ¡Adiós, a ti, sobretodo, que no tienes donde inclinar tu cabeza, subli-me proscrito! ¡Adiós, queridos inocentes, arrastra-

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dos por los pelos por haber amado demasiado!¡Adiós, santas madre, que protegéis en vuestro senoa vuestros hijos que agonizan! ¡Adiós, santas muje-res heridas de muerte! ¡Adiós, los pobres! ¡Adiós,mártires del pensamiento, que os conduce hacia laverdadera luz! ¡Adiós, esferas estudiosas, en las queoigo las quejas del genio ofendido y el suspiro delsabio, iluminado para su desdicha demasiado tarde!

"He aquí el angelical concierto, la brisa de per-fumes, el incienso del corazón exhalado por los querezan, que os consuelan, derramando la luz divina yel bálsamo celeste en las almas tristes. ¡Ánimo, corodel amor! Vosotros, a los que los pueblos gritan:"¡ Consoladnos, defendednos!" ¡Animo y adiós!¡Adiós, granito, que te volverás flor; adiós, flor, quete volverás paloma; adiós, paloma, que serás mujer;adiós, mujer, que serás sufrimiento; adiós, hombre,que serás creencia; adiós, a vosotros, que seréis todoamor y plegaria!

Hundido por el cansancio, este inexplicable serse apoyó por vez primera en Wilfrido y en Minna,para volver a su casa. Wilfrido y Minna experimen-taron la misma sensación: se sintieron poseídos poruna fiebre desconocida. Poco después, aparecía Da-vid, que llegaba llorando.

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-¿Se nos va a morir?, ¿por qué la habéis traídohasta aquí? -les gritó desde lejos.

Serafita se fue con el anciano, que parecía habervuelto a recuperar las fuerzas de sus años jóvenes. Yel anciano emprendió el vuelo hacia el castillo sue-co, como un águila que lleva a su nido a una ovejablanca.

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VI

EL CAMINO QUE CONDUCE AL CIELO

Al día siguiente de haber presentido Serafita sufin y haberse despedido del mundo, como un pri-sionero contempla su celda antes de abandonarlapara siempre, ella sintió unos dolores que la obliga-ron a observar la completa inmovilidad de quienessufren graves dolencias. Wilfrido y Minna fueron averla y la encontraron acostada en un diván cubiertode pieles. Su alma, todavía envuelta por la carne,resplandecía y daba a su cuerpo una blancura divina.Los progresos del espíritu iban minando la últimabarrera que la separaba del infinito, la enfermedad,acercándose a aquella hora de la vida que se llamamuerte. David lloraba viendo sufrir a su ama, que

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no quería escuchar sus consuelos. El anciano era tanpoco razonable como un niño. El señor Beckerquería que Serafita se cuidara, pero todos los inten-tos eran vanos.

Una mañana ella llamó a los dos seres que máshabía querido, y les dijo que aquel día sería el últimode sus malos días. Wilfrido y Minna, aterrorizados,no supieron qué decir: estaban seguros de que ibana perderla para siempre. Serafita sonrió, con esasonrisa de los que saben que se van hacia otromundo mejor, inclinó la cabeza, como una flor de-masiado cargada de escarcha, que muestra por últi-ma vez su cáliz y en-trega al aire sus últimosperfumes; la melancolía con que ella los miraba se lainspiraban ellos; ella no pensaba ya en ella para na-da, y estas sensaciones tanto Wilfrido como Minnalas sentían en lo más profundo de sí mismos, y su-frían de no poder expresarle su dolor, en el que semezclaba su agradecimiento. Wilfrido se quedó depie, callado, inmóvil, perdido en una contemplaciónlejana, que nos hace ver, aquí abajo, la inmensidadsuprema de las alturas. Alentada por la debilidad deun ser tan poderoso, o movida, quizás, por el miedoa perderla, Minna se inclinó sobre él para decirle:

-Seraphitus, déjame que vaya contigo.

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-¿Acaso puedo prohibírtelo?-Entonces, ¿quiere decir esto que no me quieres

bastante para quedarte conmigo?-Aquí, yo no podría amara nadie ni nada.-¿Qué es lo que amas, pues?-El cielo.-¿Y eres digno del cielo, tú, que desprecias así a

las criaturas de Dios?-Minna, ¿podemos amar dos seres a la vez? ¿Se-

ría un ser querido, si no llenara él sólo nuestro cora-zón? ¿No debe ser él el primero, el último, el único?¿La que es todo amor, acaso no lo abandona todopor su amado? Su familia no es más que un recuer-do y no tiene más que un familiar: ¡él! Su alma ya noes de ella, sino de él. Si ella conserva en ella mismaalgo que no le viene de él, ella no lo ama. Amar ti-biamente, ¿es acaso amar? La palabra del ser queri-do la vuelve alegre y su sangre riega sus venas comopúrpura más roja que la propia sangre; su mirada esuna luz que la inunda toda ella, que se funde en ella.Donde está él todo es hermoso. Da calor a las al-mas, todo lo ilumina. Cerca de él no se tiene frío, nies nunca de noche. No está nunca ausente, estásiempre en nosotros, que pensamos en él, y para él.Es así, Minna, como yo amo.

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-¿A quién? -interrogó Minna, dominada porunos celos devoradores.

-¡A Dios! -respondió Seraphitus, cuya voz brillóen las almas como un fuego de libertad que se en-ciende montaña tras montaña. ¡A Dios, que no trai-ciona nunca! ¡A Dios, que no nos abandona nunca yque colma nuestros deseos, que es el único quepuede calmar la sed de sus criaturas con una alegríaconstante y de un pureza infinita! ¡A Dios, que nose cansa nunca y que sonríe sin cesar! ¡A Dios, que,constantemente, riega nuestra alma con sus tesoros,que todo lo purifican, donde nada es amargo, y todoes armonía y llama eterna! ¡A Dios, qué entra ennosotros para florecer nuestras entrañas, para satis-facer nuestros anhelos, que no abusa de nosotros,aún cuando sabe que somos todos suyos, y que seda enteramente a nosotros, que nos encanta, quenos multiplica en él! ¡En ese Dios! ¡Te quiero, Min-na, puesto que tú puedes pertenecerle! ¡Te quiero,porque si vas hacia él, serás mía!

-Pues bien, guíame -dijo ella, arrodillándose-.¡Tómame de la mano, que no quiero separarme másde ti!

-¡ Guíanos, Serafita! -gritó Wilfrido, que, brus-camente, se reunió con Minna-. ¡Sí, guíanos, porque

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tú nos has dado sed de luz y sed de palabra; mi co-razón, a causa de tu amor, está sobresaltado, y sóloa tu lado podré conservar tu alma en la mía; di loque quieres que haga y le haré. Si no puedo conse-guirte, quiero conservar en mí todos los sentimien-tos que de ti iré recibiendo. ¡Si no puedo unirme a timás que contando con mis únicas fuerzas, me con-sagraré a ellas, como el fuego se consagra a lo quedevora! ¡Habla!

-¡Ángel! -gritó este ser incomprensible, envol-viendo a los dos con una mirada que parecía unmanto de azur-. ¡Ángel, tuyo será el reino de loscielos! -añadió Serafita.

Y se hizo un gran silencio, tras el increíble im-pacto que aquella exclamación causó en las almas deWilfrido y de Minna. Era como el primer compásde una música celeste.

-Si queréis acostumbraros a andar por el caminoque conduce al cielo, sabed que los comienzos sonmuy duros -dijo aquella dolorida alma. Dios quiereque se le ame por lo que es. Os quiere enteros, sinrestricción, y cuando os entreguéis a él, ya no osabandonará más. Os voy a dar las llaves del reino enel que brilla su luz, allí estaréis siempre en el senodel padre y en el corazón del esposo. Ningún centi-

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nela defiende las proximidades del reino; podéisentrar en él por donde queráis; nada está guardado:ni su palacio, ni sus tesoros, ni su cetro. Él dice atodos: "Tomadlos". Pero, hay que desear ir hastaallí, de verdad. Y, como para emprender un viajehay que abandonar su casa, decir adiós a los amigos,a su padre, a su madre, a su hermana y a sus herma-nos pequeñitos, y decirles un adiós eterno, pues yano volveréis más, como los mártires en marcha ha-cia el patíbulo no volvían sobre sus pasos; en fin,tenéis que despojaros de los sentimientos y de cosasa los que los hombres acostumbran a tener apego;pues de no ser así, no podríais dedicaros entera-mente a vuestro viaje. Haced por Dios lo que ha-cíais para vuestros ambiciosos proyectos, o lo quehacéis dedicándoos a un arte, o lo que habéis hechocuando amabais a una criatura más que a él, o cuan-do ibais en pos de un secreto de la ciencia humana.¿Acaso Dios no es la ciencia, el amor, la fuente detodo poesía? ¿Acaso su tesoro no puede excitar lacodicia? ¡Su tesoro es inagotable, su poesía es infi-nita, su amor es inmutable, su ciencia es infalible ysin misterio! No deseéis nunca nada y os lo darátodo. En su corazón encontraréis bienes incompa-rablemente superiores a los que habéis dejado en la

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tierra. Lo que os digo es la verdad: tendréis su podery usaréis de él a vuestro antojo, como usáis de loque es de vuestro amante o de vuestra amante. ¡Ayde mí! La mayoría de los hombres dudan, están fal-tos de fe, de voluntad y de perseverancia. Si algunosse ponen en camino, en seguida se ponen a mirarhacia atrás y vuelven sobre sus pasos. Pocas criatu-ras saben escoger entre estos dos extremos: o que-darse o marcharse, o el fango o el cielo. Todos ycada uno de ellos vacilan. En la debilidad está elcomienzo del extravío, la pasión lo conduce hacia lamala vía, el vicio, que se vuelve costumbre y atascaal hombre, que no puede progresar hacia mejoresregiones. Todos los seres conocen una vida primeraen la esfera de los instintos, en la que trabajan enpro de la renuncia a los tesoros terrestres, tras habersufrido lo indecible para acumularlos. ¿Cuántas ve-ces se vive en este primer mundo, antes de abando-narlo, debidamente preparado, para acometer otraspruebas en la esfera de las abstracciones donde elpensamiento se ejerce sobre las falsas ciencias, ydonde el espíritu se satura de la vana palabra huma-na? Ya que, cuando la materia se agota, entoncessurge el espíritu. ¿Cuántas formas del ser prometidoal cielo ha aniquilado antes de alcanzar a compren-

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der el precio del silencio y de la soledad, cuyas este-pas estrelladas son el atrio de los mundos espiritua-les? Tras haber experimentado el vacío y la nada, losojos se vuelven hacia el buen camino. Hay que gas-tar otras existencias, entonces, para llegar al senderodonde brilla la luz. La muerte es la etapa de esteviaje. Las experiencias se realizan, en este punto, ensentido inverso: a menudo es necesaria toda unavida para adquirir las virtudes que son lo contrariode los errores entre los que el hombre ha vividoprecedentemente. Así, primero llega la vida en laque se sufre, y cuyas torturas despiertan la sed delamor. Luego viene la vida en la que se ama y en quela afección hacia las criaturas es el comienzo delamor al Creador, y donde las virtudes del amor, susmil mártires, su angélica esperanza, sus alegrías queengendran dolor, su paciencia, su resignación, exci-ten el apetito de las cosas divinas. Después viene lavida, en la que, a través del silencio, se buscan lashuellas de la palabra, y en donde se alcanza la hu-mildad y la caridad. Y, acto seguido, la vida del de-seo. Y la vida de plegaria. ¡Aquí está el eternoMediodía, aquí están las flores, aquí están las cose-chas! Las cualidades adquiridas, que se desarrollanen nosotros lentamente, son lazos invisibles que

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ligan cada uno de nuestros existers, y que sólo elalma recuerda, ya que la materia no puede acordarsede ninguna cosa espiritual. Sólo el pensamiento po-see la tradición de lo anterior. Este legado perpetuodel pasado al presente y del presente al porvenir, esel secreto de los genios humanos: los unos poseenel don de las formas y los otros el don de los núme-ros, y algunos otros el don de las armonías. Es unprogreso permanente en el camino de la luz. Sí,cualquiera que posea uno de estos dones alcanzauna diminuta parcela del infinito. La palabra, de laque sólo os revelo aquí algunas notas, ha sido re-partida por la tierra, reduciéndola a puro polvo, ysembrándola en sus obras, en sus doctrinas y en suspoesías. Si un impalpable grano brilla sobre unaobra, exclamáis: "¡Esto es grande, esto es auténtico,esto es sublime!" Tan poca cosa os hace vibrar ymerma el presentimiento del cielo. A unos la en-fermedad que nos separa del mundo, a los otros lasoledad que nos acerca a Dios, y a éste de la poesía;en fin, todo aquello que os obliga a replegaros sobrevosotros mismos, que os golpea y que os aplasta,que os eleva o que os rebaja, todo es una repercu-sión del mundo divino. Cuando un ser trenza unsurco recto, le basta para que los otros surcos lo

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sean: un solo pensamiento surcado, una voz que seoye, un sufrimiento vivo, un eco en vosotros de lapalabra, por débil que sea, cambia vuestra alma. To-do desemboca en Dios, y andando recto ante uno escomo hay mayores probabilidades de encontrarlo.Y, cuando llega el feliz día en que conseguís ponerel primer pie en el camino y que comienza vuestraperegrinación, la tierra no comprende lo que estáocurriendo, ya que no os entendéis con ella, ella estáen vosotros. Los hombres que alcanzan el conoci-miento de estas cosas y que pronuncian algunasnotas de la verdadera palabra, estos hombres sonlos que no encuentran dónde dejar descansar su ca-beza, los que son perseguirdos como bestias salvajesy los que perecen, a menudo, en los patíbulos anteel pueblo reunido y resplandeciente de alegría,mientras que los ángeles les abren las puertas delcielo. Vuestro destino es, por lo tanto, un secretoentre vosotros y Dios, como el amor es un secretoentre dos corazones. Vosotros seréis el tesoro es-condido sobre el que andan los hombres ham-brientos de oro, sin sospechar lo que yace bajo suspies. Entonces, vuestra existencia es activísima; cadauno de vuestros actos tiene un sentido que conducea Dios, como en el amor todas vuestras acciones y

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vuestros pensamientos están inspirados por la cria-tura amada; mas, el amor y sus alegrías, el amor ysus placeres limitados por los sentidos, es la imagenimperfecta del amor infinito que os une al celestenovio. Toda alegría terrestre acarrea angustias y dis-gustos; para que el amor no sea repugnante, es ne-cesario que la muerte lo cercene cuando está en suapogeo, cuando aún no habéis empezado a verlotransformado en cenizas; pero, aquí, Dios transfor-ma nuestras miserias en delicias, la alegría se multi-plica por sí misma, crece y no tiene límites. Así, enla vida terrestre, el amor pasajero se termina conconstantes tribulaciones, mientras que, en la vidaespiritual, las tribulaciones de un día se terminan enalegrías infinitas. Vuestra alma ha alcanzado la ale-gría eterna. Se siente a Dios muy cerca de uno, enuno mismo; da a todas las cosas un sabor santo,ilumina vuestra alma, os contagia su dulzura, osayuda a despegar de la tierra, por vuestro propioesfuerzo, y os deja que ejerzáis su poder. Hacéis ensu nombre las obras que él os inspira: secáis las lá-grimas, actuáis como él, ya no hacéis nada sin con-tar con él, amáis a las criaturas como las ama él: conun amor sin fin; quisierais ver acercarse a él a todaslas criaturas del mundo, como un amante quisiera

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ver a todos los pueblos del mundo obedecer al serquerido. La última vida, en la que se resumen todaslas demás, hacia la que convergen todas las fuerzas yen la que los méritos deben abrir la puerta santa alser perfecto, es la vida de la alegría. ¿Quién os harácomprender la grandeza, la majestad y las fuerzas dela plega-ria? Que mi voz atrone en vuestros corazo-nes y que los cambie. ¡Sed ahora mismo el que se-ríais tras las duras pruebas! Hay criaturasprivilegiadas, los profetas, los videntes, los mensaje-ros, los mártires, todos aquellos que sufren por lapa-labra o que la han proclamado; estas almas fran-quean de un salto las esferas humanas y se elevan degolpe a la plegaria. Así, los que son devorados por elfuego de la fe. Sed una de esas osadas parejas. Diosacepta la temeridad y gusta de ser conquistado conviolencia y no se niega nunca a quien ha llegadohasta él. Sabedlo, el deseo, este torrente de vuestravoluntad es tan potente en el hombre que un solochorro puede forzar la decisión, un solo grito bastaa veces para imponer la fuerza de la fe. ¡Sed uno deesos seres vigorosos, anhelantes y repletos de amor!Sed victoriosos en la tierra. ¡Que la sed y el hambrede Dios se apoderen de vosotros! ¡Corred hacia élcomo el ciervo sediento corre hacia la fuente! El

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deseo os dará alas; las lágrimas, flores del arrepen-timiento, serán como un bautismo celeste del quevuestra naturaleza saldrá purificada. ¡Arrojaos en lasolas de la plegaria!

El silencio y la meditación son los medios máseficaces para ir por este camino. Así podrá operarsela separación necesaria entre la materia, que os harodeado durante tanto tiempo con sus tinieblas, y elespíritu que nace en vosotros y que os ilumina, puesentonces en vuestra alma todo será claridad. Vues-tro destrozado corazón está completamente inun-dado de luz. Y en vosotros no sentís ya unasconvicciones, sino resplandecientes certezas. ¡Elpoeta expresa, el sabio medita, el justo actúa; pero elque ya se encuentra al borde de los mundos divinos,reza; y su rezo es, a la vez, palabra, pensamiento yacción! Sí, su plegaria encierra todo esto, lo contienetodo, y termina de esculpir vuestra propia naturalezarevelándoos el espíritu y el sentido de vuestra mar-cha. Blanca y luminosa muchacha de todas las vir-tudes humanas, arca de la alianza entre la tierra y elcielo, dulce compañera que tiene algo de león y algode paloma, la plegaria os dará la llave de los cielos.Osada y pura como la inocencia, fuerte como todolo que es puro y simple, esta hermosa e invencible

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reinase apoya sobre el mundo material, es más: seha apoderado de él; ya que, al igual que el sol, loaprisiona con un círculo de luz. El universo perte-nece a quien lo quiere tomar, al que sabe, al quepuede rezar; pero hay que querer, saber y poder; enuna palabra, poseer la fuerza, la sabiduría y la fe. Deesta manera la plegaria que nace de tantas pruebases el crisol donde se fun-den todas las verdades,todas las fuerzas y todos los sentimientos. Es elfruto del desarrollo laborioso, progresivo, incesante,de todas las propiedades naturales animado por elsoplo divino de la palabra, ella desplega actividadesencantadoras y representa el último culto: que no esni el culto material, que se representa a través deimágenes, ni el culto espiritual, que se manifiesta através de fórmulas; es el culto del mundo divino.Nosotros ya no rezamos, el rezo se enciende en no-sotros mismos, es una facultad que se ejerce por símisma; ha conquistado este tipo de actividad que lacoloca por encima de las formas; ella liga así el almade Dios, con quien ustedes se unen como la raíz delos árboles se une a la tierra; vuestras venas depen-den del principio de las cosas y vosotros vivís de lamisma vida que los mundos. La plegaria os ofrece laconvicción exterior haciéndoos penetrar en el mun-

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do material mediante la sincronización de todasvuestras facultades con las sustancias elementales;ella os da la convicción interior desarrollando vues-tra esencia y mezclándola a la de los mundos espi-rituales. Para poder llegar a rezar así, debéisdespojaros completamente de la carne, lograr en elfuego del crisol la pureza del diamante, pues estacomunicación no se obtiene más que con el descan-so absoluto, con el apaciguamiento de todas lastempestades. Sí, la plegaria, auténtica aspiración delalma enteramente separada del cuerpo, transformatodas las fuerzas y las aplica a la constante y perse-verante unión de lo visible y de lo invisible. Al po-seer la facultad de rezar sin cansarse, con amor, confuerza, con certeza, con inteligencia, vuestra natu-raleza espiritualizada se refuerza en seguida de unasingular potencia. Como un viento impetuoso, co-mo el rayo, ella atraviesa y participa en el poder deDios. Vosotros tenéis la agilidad del espíritu; en uninstante, hacéis acto de presencia en todas las regio-nes, como la palabra, voláis de un extremo a otrodel mundo. Se trata de una feliz armonía, en la queparticipáis; de una luz, que veis; de una melodía,cuyos compases están en vosotros. En tal estado,sentiréis cómo se desarrolla vuestra inteligencia,

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crecer, y su vista alcanzar distancias prodigiosas:para el espíritu no hay lugar ni existe el tiempo. Elespacio y la duración son proporciones creadas parala materia, y el espíritu y la materia noi tienen nadade común. Aunque estas cosas se desarrollan en lacalma y el silencio, sin agitación, sin movimientoexterno, toda la acción está en la plegaria, pero esuna acción viva, despojada de toda sustancialidad, yreducida a manifestarse, como el movimiento de losmundos, con una fuerza invisible y pura. Ella sepresenta a nosotros tal la luz, y da vida a las almasque se encuentran bajo sus rayos, como la naturale-za se comporta bajo el sol. Ella resucita por doquierla virtud, purifica y santifica todos los actos, pueblala soledad, nos da una muestra de las delicias eter-nas. Una vez que habéis gustado las delicias de laembriaguez divina, engendrada por vuestros traba-jos interiores, entonces, ¡ya se ha dicho todo! Unavez que poseéis el sistro sobre el que canta Dios, yano lo abandonaréis más. De ahí procede la soledad,en la que viven los espíritus angélicos, y su despre-cio de lo que provoca las alegrías humanas. Yo os lodigo: se han separado de los que deben morir; sicomprenden sus lenguajes, ya no comprenden lasideas; ellos se extrañan de sus movimientos, de lo

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que se llama política, leyes materiales y las socieda-des; para ellos ya no hay ningún misterio, no haymás que verdades. Los que con sus ojos ya han al-canzado la puerta santa y que, sin echar un solovistazo hacia atrás, y sin expresar el menor pesar,contemplan los mundos al tiempo que penetran ensus destinos, mientras éstos se callan, esperan y su-fren sus últimas luchas; la más difícil de éstas es laúltima, la virtud suprema es la resignación: estar enexilio y no quejarse, perder el gusto de las cosas deaquí abajo y sonreír, pertenecer a Dios y permane-cer entre los hombres. Oís muy bien la voz que osgrita: ¡Anda! ¡Anda! A menudo, en las visiones ce-lestes, los ángeles descienden y os envuelven consus cantos. Hay que asistir a su regreso a la colmenasin lloros ni murmuraciones. Quejarse significaríaderrumbarse. La resignación es el fruto que maduraen la puerta del cielo. ¡Qué poderosa y hermosa esla sonrisa tranquila y la frente pura de la criaturaresignada! ¡Su frente está radiante de luz! ¡El quevive en su mismo aire se vuelve mejor! Su mirada espenetrante, y enternece. Es más elocuente con susilencio que el profeta con su palabra, y triunfa consu sola presencia. Ella afina el oído, como el perrofiel que espera a su amo. Más fuerte que el amor,

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más viva que la esperanza, más grande que la fe, ellaes aquella adorable muchacha que, acostada en elsuelo, guarda la palma durante unos instantes,mientras deja la huella de sus pies blancos y puros.Y, cuando se habrá marchado, los hombres acudi-rán en masa y gritarán: "¡Mirad!" Dios la mantienecomo una figura a cuyos pies se arrastran las formasy las especies de la animalidad, buscando su camino.A ratos, ella se sacude la luz de su cabellera; ella ha-bla y se la oye, y todos dicen: "¡Milagro!" A menudoella triunfa en nombre de Dios; los hombres, asus-tados, reniegan de ella y le dan muerte; ella se des-prendió de su espada y sonrió a la hoguera, despuésde haber salvado tantos pueblos. ¿Cuántos ángelesperdonados han ido del martirio al Cielo? El Sinaí yel Gólgota no están en parte alguna; el ángel es cru-cificado en todas partes, en todas las esferas. Lossuspiros llegan a Dios desde todos los lugares. Latierra en donde nos encontramos no es más que unade las espigas de la cosecha, la humanidad es una delas especies en el inmenso campo donde se cultivanlas flores del cielo. En fin, por todas partes Dios essemejante de sí mismo y, por doquier, rezando, sellega fácilmente hasta él.

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Tras estas palabras, que caían de sus labios co-mo de los de otra Agar en el desierto, pero que alalcanzar el alma la sacudían como flechas lanzadaspor el verbo de Isaías, este ser se calló bruscamente,como si estuviera apurando sus últimas fuerzas. NiWilfrido ni Minna se atrevieron a hablar. Y, depronto, ÉL se levantó para morir.

-Alma de todas las cosas, ¡oh, Dios mío!, tú queyo quiero sólo por lo que eres. ¡Tú, Juez y Padre,sondea el ardor que no puede compararse más quecon tu infinita bondad! ¡Dame tu esencia y tus fa-cultades para que yo sea mejor que tú! ¡Tómamepara que yo no sea mí mismo! ¡Si mi materia noaprovecha para otra cosa, haz con ella la hoja de unarado o la espada victoriosa! ¡Y si no soy bastantepuro, devuélveme al horno! Concédeme algún mar-tirio resplandeciente, en el que yo pueda proclamartu palabra. Rechazado, bendeciré tu justicia. ¡Si elexceso de amor obtiene en un instante lo que se hanegado a gente dura, tras pacientes trabajos, sácamede tu carro de fuego! ¡Que me des el triunfo o nue-vos dolores, seas bendito! Pero, ¿acaso no es triun-fo, también, el sufrir por ti? ¡Coge, apresa, arranca,llévame! ¡Si así lo deseas, recházame! Tú eres el ado-rado que no sabe hacer el daño. ¡Ay! -gritó él, tras

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una pausa-, los lazos se rompen. ¡Espíritus puros,rebaño sagrado, salid de los abismos, volad sobre lasuperficie de las olas luminosas! ¡Ha sonado la hora,venid, reuníos todos! Cantemos en la puerta delsantuario y nuestros cantos disiparán las últimasnubes. Unamos nuestras voces para saludar la auro-ra del día eterno. ¡He aquí el alba de la verdaderaluz! ¿Por qué no puedo llevarme a mis amigos?¡Adiós, pobre tierra! ¡Adiós!

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VII

LA ASUNCIÓN

Estos últimos cantos no fueron expresados nipor la palabra, ni por la mirada, ni por el gesto, nipor ninguno de los signos que utilizan los hombrespara comunicarse sus pensamientos, sino como elalma que se habla a sí misma; ya que, en el instanteen que Serafita se despojaba de su verdadera natu-raleza, sus ideas ya no eran las esclavas de las pala-bras humanas. La violencia de su última plegariahabía roto aquellos lazos. Como una blanca paloma,su alma permaneció en el cuerpo unos instantes,sobre aquel cuerpo cuyas sustancias agotadas iban aaniquilarse.

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La aspiración del alma hacia el cielo fue tancontagiosa, que Wilfrido y Minna, viendo las ra-diantes chispas de la vida, no vieron a la muerte.

Se habían postrado de rodillas cuando Él se ha-bía levantado, cara a su oriente, y compartieron suéxtasis.

¡El temor del Señor, que crea al hombre una se-gunda vez y lo libera de su limo, había contagiadosus corazones!

Sus ojos se cerraron ante las cosas de la tierra yse abrieron ante las claridades del cielo.

Aunque embargados por el temblor de Dios,como lo fueron algunos de aquellos videntes que loshombres llaman profetas, permanecieron comoellos, al encontrarse en un rayo en el que brillaba lagloria del ESPÍRITU.

El velo de la carne que les había escondido ladivina sustancia, se fue evaporando insensiblemen-te. Aún aguardaron la llegada del crepúsculo de laaurora naciente, cuyas débiles luces los preparabanpara la verdadera luz, a oír la palabra viva sin porello morirse.

En aquel estado, los dos empezaron a concebirlas inconmesurables diferencias que separan las co-sas de la tierra de las cosas del cielo.

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La VIDA aquella, al borde de la cual estaban,abrazados el uno contra el otro, iluminados y tem-blando como dos niños se abrazan huyendo de unincendio, aquella vida no ofrecía ningún porvenir asus sentidos.

Las ideas que les sirvieron para tener una visiónde la realidad, comparadas a las cosas entrevistas,fueron lo que los sentidos aparentes del hombrepueden ser para su alma: el envoltorio material deuna esencia divina.

El ESPIRITU estaba por encima de ellos, em-balsamaba sin olor, era melodioso sin tener que re-currir a los sonidos; allí, donde se encontraba lapareja, no había ni superficies, ni ángulos, ni aire.

No se atrevían ni a contemplarlo ni a interro-garlo. Estaban a su sombra, como bajo los ardientesrayos de sol del trópico, sin osar levantar los ojospor miedo a perder la vista.

Sabían que estaban cerca de él, sin poder expli-carse cómo, por qué medios, se habían sentado,como en un sueño, en la frontera de lo visible y delo invisible. Ni tampoco cómo no podían ver lo vi-sible y en cambio percibían lo invisible.

Ellos se decían: "¡Si nos toca, nos moriremos!"Pero el ESPIRITU se encontraba en el infinito, y

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ellos ignoraban que ni el tiempo ni el espacio noexisten ya en el infinito, que estaban separados de élpor un gran abismo, aunque en apariencia parecieraque estaban cerca de él.

Sus almas no estaban preparadas para asimilarenteramente el conocimiento de las facultades deesta vida, por lo que no pudieron recibir más queunos rumores confusos, a tenor de su menguadacapacidad de percepción.

De otro modo: cuando se oyó retumbar laPALABRA VIVA, cuyos lejanos sonidos llegaron asus orejas y cuyo sentido entró en su alma como lavida se funde con los cuerpos, un solo acento deesta palabra los habría absorbido como un torbelli-no de fuego consume un montón de paja.

No vieron más que lo que su naturaleza, soste-nida por la fuerza del espíritu, les permitió que vie-ran; y oyeron más que lo que podían oír.

Pese a estos temperamentos, tuvieron un esca-lofrío cuando estalló la voz del alma en pena, elcanto del ESPÍRITU, que esperando la vida, la im-ploraba a gritos.

Este grito les heló hasta la médula de los hue-sos.

El ESPÍRITU llamó a la PUERTA SANTA.

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-¿Qué es lo que quieres? -preguntó un CORO,cuyo interrogatorio retumbó por los mundos.

-Ir hasta Dios.-¿Has vencido?-He vencido la carne con la abstinencia, he ven-

cido la palabra falsa con el silencio, he vencido lafalsa ciencia con la humildad, he vencido el orgullocon la caridad, he vencido la tierra con el amor, hepagado mi tributo al sufrimiento, y me he purificadoen la fe, he deseado la vida mediante la plegaria: es-pero adorando y estoy resignado.

No se oyó la menor respuesta.-¡Que Dios sea bendito! - respondió el

ESPÍRITU, creyendo que iba a ser rechazado.Sus lágrimas resbalaron y cayeron como gotas

de escarcha sobre los dos testigos arrodillados, quetemblaron ante la justicia de Dios.

De pronto sonaron las trompetas de la victoriaconseguida por el ÁNGEL en la última prueba, losecos retumbaron por los espacios como un sonidoininterrumpido, llenándolos y haciendo temblar eluniverso, que Wilfrido y Minna sintieron empeque-ñerce bajo sus pies. Presos de la angustia causadapor la aprensión de aquel misterio que debía reali-zarse, la pareja se estremeció.

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Se notó, en efecto, un gran movimiento, colmosi las legiones eternas se pusieran en marcha, dispo-niéndose en espiral. Los mundos eran presos detoda suerte de torbellinos, como nubes empujadaspor el viento desencadenado. La mutación fue rapi-dísima.

De pronto los velos se rasgaron y vieron en to-do lo alto el más brillante de todos los astros, quese descolgó y cayó como el rayo, chispeando a supaso por el espacio como el relámpago y haciendopalidecer todo cuanto hasta entonces se había to-mado por la LUZ.

Era el mensajero encargado de anunciar la bue-na nueva, y cuyo casco llevaba como penacho unallama de vida. Y tras de él dejaba unos surcos que serellenaban en seguida con olas de luz que el astroiba sembrando.

Había una palma y una espada, él tocó elESPÍRITU con su palma. El ESPÍRITU se transfi-guró y sus blancas alas se desplegaron silenciosa-mente.

La comunicación de la LUZ, que cambiaba elESPÍRITU en SERAFÍN, el revestimiento de suforma gloriosa, armadura celeste, provocaron tales

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irradiaciones que los dos videntes fueron fulmina-dos.

Como los tres apóstoles ante los que se aparecióJesús, Wilfrido y Minna volvieron a sentir su pesoterrenal, que frenaba la intuición completa de LAPALABRA y de LA VERDADERA VIDA.

Entonces comprendieron la desnudez de susalmas y pudieron darse cuenta de la escasa claridaden que se estaban moviendo, al compararse con laaureola del serafín, en la que se encontraban, vi-niéndola a manchar vergonzosamente.

Un ardiente deseo de volver a sumergirse en elfango del universo se apoderó de ellos, y sufrir suspruebas, a fin de poder, un día, repetir triunfalmenteante la PUERTA SANTA las palabras del radianteserafín.

Aquel ángel se arrodilló ante el SANTUARIO,que al fin podía contemplar cara a cara, y señalán-dolos, dijo:

-Permitidles que entren y vean más cosas. Ama-rán al Señor y proclamarán su palabra.

Ante aquel ruego, un velo cayó. Entonces, co-mo si la fuerza desconocida que aplastaba los dosvidentes hubiera momentáneamente borrado susfuerzas corporales, o que hubiera empujado su espí-

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ritu hacia fuera, ellos sintieron en su entraña cómose equilibraban lo puro y lo impuro.

Los lloros del serafín se extendían a su alrede-dor como un vapor que disimulaba, a sus ojos, losmundos inferiores, y, envolviéndolos, los transpor-tó, imponiéndoles el olvido de los significados te-rrestres, poniendo a su alcance el poder decomprender el sentido de las cosas divinas.

La verdadera luz apareció, iluminando las crea-ciones, que les parecían áridas, cuando vieron elmanantial del que los mundos terrestres, espiritualesy divinos extraían el movimiento.

Cada uno tenía su centro hacia el que tendíantodos los puntos de la esfera. Estos mundos eran, asu vez, otros tantos puntos que convergían hacia elcentro de su especie. Cada especie tenía su centroen las grandes regiones celestes, que estaban en co-municación con el inagotable y llameante motor detodo lo que es.

Así, desde el mayor hasta el más pequeño de losmundos, y desde el más pequeño de los mundoshasta la más diminuta porción de los seres que lacomponían, todo era individual y, sin embargo, to-do era uno.

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¿Cuál era el anhelo de este ser, fijado en suesencia y en sus facultades, que lo transmitía sinperderlas, que las manifestaba fuera de él, sin sepa-rarse de sí, que concretaba fuera de él todas aquellascreaciones fijadas en su esencia y mudables en todassus formas? Los dos invitados a aquella fiesta admi-raban el orden y la disposición de los seres y su fininmediato. Sólo los ángeles iban más allá, conocíanlos medios y comprendían el fin.

Pero lo que los dos elegidos pudieron contem-plar, y cuyo testimonio directo iluminó sus almaspara siempre, fue la prueba de la acción de losmundos y de los seres y la conciencia del esfuerzocon el que forjaban el resultado.

Oyeron las distintas partes del infinito, queformaban una melodía viva; y, cada vez que el com-pás se dejaba oír como si fuera una inmensa respira-ción, los mundos arrastrados por este unánimemovimiento se inclinaban hacia el Ser inmenso, elcual, desde su impenetrable centro, lo sacaba todofuera de él y lo volvía a recuperar, atrayéndolo haciasí.

Esta incesante alternativa de voces y de silencioparecía la medida del himno santo, que retumbaba yse prolongaba por los siglos de los siglos.

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Wilfrido y Minna comprendieron entonces al-gunas de las misteriosas palabras de aquel que sehabía aparecido a cada cual en una forma que le fueasequible, a uno como Seraphitus, al otro como Se-rafita. Y lo comprendieron cuando vieron que allítodo era homogéneo.

La luz engendraba la melodía, la melodía en-gendraba la luz, los colores eran luz y melodía, y elmovimiento era un número dotado de la palabra; enfin, todo era, a la vez, sonoro, diáfano, móvil; demanera que, como cada cosa se penetraba en otra, laextensión era llana, sin obstáculo, y podía ser reco-rrida por los ángeles en toda la profundidad del in-finito.

Ellos reconocieron la puerilidad de las cienciashumanas de las cuales él les había hablado.

Ante sus ojos apareció la visión sin línea de ho-rizonte, un abismo hacia el que los empujaba unacuciante deseo; pero, atados a su miserable cuerpo,ellos poseían el deseo, pero estaban desprovistos depoder.

El serafín replegó ligeramente sus alas para em-prender su vuelo, sin volver la vista para nada: yaestaba completamente separado de la tierra. Se lan-zó hacia el espacio: la inmensa envergadura de su

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centelleante plumaje tapó a los dos videntes comouna sombra bienhechora, que les permitió levantarla vista y admirarlo volando hacia su gloria, acom-pañado por el alegre arcángel.

Tomó altura como un sol radiante que sale de laentraña de las olas; pero, más majestuoso que el as-tro y prometido a más hermosos destinos, porqueno podía estar encadenado a una vida circular comolas creaciones inferiores; siguió la línea del infinito yse dirigió directamente hacia un centro único, pararecibir, en sus facultades y en su esencia, el poder degozar por el amor, y el don de comprender por me-dio de la sabiduría.

El espectáculo que, de pronto, descubrieronante sus ojos, aplastó a los dos videntes por su in-mensidad. Se sentían como dos puntos cuya peque-ñez no podía compararse más que a la menorfracción que el infinito de la divisibilidad permiteconcebir al hombre, una vez confrontada con elinfinito de los números que sólo Dios es capaz deconsiderar, igual que se considera a sí mismo.

¡Qué humillación y qué grandeza en aquellosdos puntos: la fuerza y el amor, que el primer deseodel serafín trenzaba como dos anillos, para unir la

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inmensidad de los universos inferiores a la inmensi-dad de los universos superiores!

Comprendieron que lazos invisibles ataban losmundos materiales a los mundos espirituales. Acor-dándose de los sublimes esfuerzos consentidos porlos más bellos genios humanos, encontraron elprincipio de las melodías al oír los cantos del cielo,que daban la sensación de los colores, de los perfu-mes, del pensamiento, y que recordaban los innu-merables detalles de todas las creaciones, como uncanto de la tierra resucita los más íntimos recuerdosdel amor.

Habiendo alcanzado un grado inaudito de exal-tación en sus facultades, a un punto tal que no pue-de calibrarse, pudieron posar su mirada, duranteunos instantes, sobre el mundo divino. Allí es don-de se desarrollaba la fiesta.

Miríadas de ángeles llegaban, en un mismovuelo, sin la menor confusión, todos iguales y todosdesiguales a la vez, simples como la rosa de los pra-dos, inmensos como los mundos.

Wilfrido y Minna no los vieron llegar, ni tampo-co cuando se marcharon. Sin embargo, de pronto,los ángeles sembraron el infinito con su presencia,así como las estrellas brillan en el indiscernible éter.

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El centellear de sus diademas reunidas se en-cendió en los espacios, como los fuegos del cielocuando el día asoma detrás de nuestras montañas.

De sus cabelleras salían olas de luz y sus movi-mientos producían estremecimientos ondulados,parecidos a las olas de un maravilloso mar fosfores-cente.

Los dos videntes vieron al serafín, oscuro, enmedio de las legiones inmortales, cuyas alas erancomo el inmenso penacho de los bosques agitadopor el soplo de la brisa.

En seguida, como si todas las flechas del arque-ro hubieran sido disparadas a la vez, los espíritus, deun soplo, expulsaron los vestigios de su antiguaforma y, a medida que se elevaba, el serafín iba vol-viéndose puro; hasta que ya no parecía ni sombra delo que había sido: unas líneas de fuego sin sombra.

Se iba alzando poco a poco, y a medida quecruzaba los círculos, uno tras otro, iba recibiendoun don nuevo, y el signo de su purificación setransmitió a la esfera superior hacia la que se eleva-ba purificándose.

Todas las voces clamaban y el himno se propa-gaba, de mil maneras:

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"¡Bienaventurado el que se eleva vivo! ¡Ven, florde los mundos! ¡Diamante salido del fuego del do-lor! ¡Perla sin tacha, deseo sin carne, lazo nuevo dela tierra y del cielo, hazte luz! ¡Espíritu triunfador,reina del mundo, vuela hasta tu corona! ¡Vencedorde la tierra, toma tu diadema! ¡Sé nuestra!"

Las virtudes del ángel resplandecían de nuevocon una belleza sin igual.

Su primer deseo, en el cielo, apareció infantil,como si brotase otra vez su infancia.

Como otras tantas constelaciones, sus accionesse adornaron con su resplandor.

Sus actos de fe brillaron como el jacinto delcielo, que es el color del fuego sideral.

¡La caridad le echó sus perlas orientales, las be-llas lágrimas recogidas!

El amor divino lo envolvió con sus rosas, y supiadosa resignación, con su blancura, lo limpió decualquier vestigio terrestre.

Ante los ojos de Wilfrido y Minna pronto nohubo más que un puntito llameante, que jugueteabaconstantemente con el viento, y cuyo movimientose perdía en la melodiosa aclamación con la que secelebraba su llegada al cielo.

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Aquellos celestes compases hicieron llorar a losdos desterrados. Y, de pronto, un silencio de muer-te, que se extendió como un velo negro desde laprimera hasta la última esfera, sumió a Wilfrido y aMinna en una angustiosa espera.

En aquel mismo instante el serafín desaparecíaen el santuario, para recibir allí el don de la vidaeterna.

Entonces se operó un movimiento de profundaadoración, que llenó a los dos videntes de una sen-sación en la que el éxtasis iba hermanado con el te-rror.

Ambos sintieron que en las esferas divinas, enlas esferas espirituales y en el mundo de las tinieblastodo era prosternación. Los ángeles hincaban la ro-dilla para celebrar su gloria, los espíritus hincaban larodilla para dar fe de su impaciencia; en los abismosse hincaba la rodilla con estremecimientos de terror.

Un inmenso grito de alegría brotó, como brotaun manantial por vez primera, con sus múltiplesramilletes de perlas líquidas, que el sol transformaen diamantes, cuando el serafín reapareció resplan-deciente y gritó:

-¡ETERNO! ¡ETERNO! ¡ETERNO!

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Los universos lo oyeron y lo reconocieron; pe-netró en ellos como Dios lo hace y tomó posesióndel infinito.

Los siete mundos divinos se emocionaron al oírsu voz y le respondieron.

Entonces, se notó otro gran movimiento, comosi los astros enteros purificados se elevaran en me-dio de cegadoras claridades eternas.

¿Quizás el serafín había recibido por primeramisión la de atraer hacia Dios a todas las creacionespenetradas por la palabra?

Pero la ALELUYA ya retumbaba en las mentesde Wilfrido y de Minna, como las últimas ondula-ciones de una música finita.

Las luces celestes ya se estampaban como losmatices de un sol que se vierte sobre unas mantillasde púrpura y de oro.

Lo impuro y la muerte recobraban su presa.Volviendo a los lazos de la carne, de los que

momentáneamente el espíritu los había separadogracias a un sueño sublime, los dos mortales se sen-tían como si despertaran de una noche repleta debrillantes sueños, cuyo recuerdo caracolea por elalma, pero cuya conciencia es extraña a cualquier

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cuerpo, y que el lenguaje humano no puede expre-sar.

La noche profunda, en cuyos limbos se mecían,era la esfera en la que evoluciona el sol de los mun-dos visibles.

-Bajemos hasta allá abajo -dijo Wilfrido a Min-na.

-Hagamos lo que él nos ha dicho -respondióella-. Después de haber visto los mundos en marchahacia Dios, ahora conocemos el buen camino.Nuestras diademas están allá arriba.

Cayeron en los abismos y volvieron a penetraren el polvo de los mundos inferiores. Vieron la Tie-rra como un paraje subterráneo, cuyo espectáculoestaba iluminado por la luz que ellos traían en sualma y que aún los envolvía, y que, al disi-parse, re-petía vagamente las armonías del cielo. Este espec-táculo era el mismo que otras veces habíansorprendido los ojos interiores de los profetas. Eranministros de distintas religiones, pretendidamenteverdaderas las unas y las otras, reyes consagradospor una fuerza unos y por el terror otros, guerrerosy grandezas repartiéndose los pueblos, sabios y ricospor encima de una masa ruidosa y sufrida, que tritu-raban con sus pies: todos iban acompañados por

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sus sirvientes y sus mujeres, todos iban vestidos detúnicas de oro, de plata, de azur, cubiertos de pedre-rías arrancadas a las entrañas de la tierra o robadasal fondo de los mares, y en cuya conquista la huma-nidad había penado, sudado y blasfemado. Pero es-tas riquezas y estos esplendores, edificados consangre, no parecían, a los dos proscritos, más queviejos harapos.

-¿Qué hacen ahí, alineados e inmóviles? -lesgritó Wilfrido.

Nadie respondió.-¿Qué hacen ahí, alineados e inmóviles?Nadie respondió.Wilfrido les impuso las manos, gritándoles:-¿Qué hacen ahí, alineados e inmóviles?En un movimiento unánime y decidido, todos

entreabrieron sus vestidos y mostraron sus cuerposdisecados, devorados por los gusanos, corrompidos,pulverizados, roídos por horribles enfermedades.

-Vosotros arrastráis las naciones a la muerte -lesdijo Wilfrido-. Vosotros habéis adulterado la tierra,desnaturalizado la palabra, prostituido la justicia.¡Después de haberos comido la hierba de los pra-dos, ahora matáis las ovejas! ¿Acaso os creéis a sal-vo mostrando vuestras llagas? Avisaré a mis

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hermanos, a aquellos que todavía pueden oír la Voz,para que puedan ir a beber en los manantiales quehabéis escondido.

-Guardemos nuestras fuerzas para rezar -le dijoMinna-. Que a ti no te corresponde ni la misión delos profetas, ni la del reparador, ni la del mensajero.Apenas si hemos llegado a las orillas de la primeraesfera. Tratemos, pues, de atravesar los espaciossobre las alas de la plegaria.

-¡Tú serás mi amor entero!-¡Tú serás toda mi fuerza!-Hemos barruntado los altos misterios y, aquí

abajo, el uno y el otro somos el único ser a travésdel cual la alegría y la tristeza nos sea abordable acada uno de nosotros. Recemos y andemos, puestoque ya conocemos el camino.

-Dadme la mano -dijo la muchacha-; si andamosjuntos el camino será menos pesado y menos largo.

-Solamente contigo sería capaz de atravesar lagran soledad sin exhalar una queja -respondió elmuchacho.

-Y juntos iremos al cielo -dijo ella.Las nubes se fueron acumulando y formaron un

dosel oscuro. De pronto, los dos amantes se en-contraron arrodillados ante un cuerpo que el viejo

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David protegía contra la curiosidad de unos y otrosy que él quería enterrar solo.

Fuera estallaba, en su magnificencia, el primerverano del siglo XIX. Los dos amantes creyeron oíruna voz en los rayos de sol. En las flores reciénabiertas respiraron un espíritu celeste y, dándose lamano, se dijeron:

-El inmenso mar que brilla allá abajo es la ima-gen de lo que hemos visto allá arriba.

-¿Adónde vais? -les preguntó el señor Becker.-Queremos ir hasta Dios -le respondieron-.

Venga con nosotros, padre.

Ginebra y París, diciembre 1833 - noviembre 1835.