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Barichara, Quane i| Zapatoca Peregrinación—10

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Barichara, Quane i| Zapatoca

Peregrinación—10

CAPITULO XIII

El camino más directo del Socorro a Barichara es el que toma para el norte, atraviesa el río San Gil en el paso llamado Sardinas y mide cinco leguas de longitud de pueblo a pueblo. Elegírnoslo, y durante las dos primeras leguas transitamos por terreno quebrado, descendiendo siempre hacia el mencionado río, en medio de labranzas y casitas que a derecha e izquierda cubren el suelo totalmente, ora siguiendo sus ondulaciones en incesan­te alternativa de colinas y cañadas profundas, ora dispuestas en anfiteatro, recostadas sobre la falda de los cerros mayores y vistiéndolos desde el pie a la cima. La luz del sol, clara y bri­llante en un cielo sin nubes, reflejada por aquella serie de pla­nos inclinados e interrumpida con fuertes sombras en las angos­tas quiebras del terreno, producía una suave graduación de tin­tes, desde el colorido vigoroso de los maizales próximos, hasta el verde amarillento de los lejanos campos de caña ceñidos por vallados de arbustos de oscuro follaje salpicado de flores. Todo esto realzado por el brillo de las aguas vivas y animado con la presencia de los cultivadores, formaba un conjunto verdadera­mente bello y hacía bendecir desde el fondo del corazón los be­neficios de la paz y envidiar la tranquila independencia de la vida campestre. Cerca del río el camino se hunde por cuestas rápidas de terreno arcilloso, incrustado de fragmentos de rocas y pie­dras rodadas, sustituyéndose a las anteriores escenas de culti­vo y feracidad un paisaje agreste cubierto de matorrales, que gradualmente disminuyen hasta faltar del todo sobre los bancos de brechas desnudas que ciñen el río, el cual lleva tumultuosa­mente sus aguas al Sarabita, corriendo a saltos por entre gruesos peñascos de arenisca micácea compacta y fina.

Orillas del río y en un lugar donde estrechan su cauce po­derosas rocas y donde ya es tierra caliente (28° centígrados), se encuentran las casas del señor Philips y a continuación el her­moso puente de madera que este hábil constructor ha echado sobre el río San Gil. La obra descansa en dos altos muros o estri-

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bos de cal Y canto y un grueso pilar levantado cerca de la ri­bera izquierda, fuera de la acción de la corriente principal. Tie­ne el puente 45 varas de longitud, y el piso lo constituye una tra­bazón de maderos cuyo largo no pasa de tres varas, afirmados en tirantes que bajan de dos grandes semiexágonos, los cuales, al mismo tiempo que suspenden el piso, sostienen el ligero techo de zinc que cubre la fábrica, elegante y aérea, sin perjuicio de una extremada solidez. Como la dificultad con que se tropezaba para establecer puentes en el Sarabita era la escasez de vigas tan enormes cual el antiguo sistema de construcción exigía que fuesen, ahora que se ha demostrado cuánto más firmes y dura­deros quedan nó empleando en ello sino trozos cortos de madera fácilmente escogida, es probable que veamos desaparecer el bár­baro recurso de las cabuyas, disimulable sólo cuando se descono­cían los baratos puentes de suspensión semejantes al de Galán, nombre que lleva el recién construido por el señor Philips.

Delante del puente se alza un cerro continuo tallado en escalones, que dejan al descubierto en anchas fajas los estratos calizos de que está formado. Como hay que subir este cerro para llegar a la explanada de Barichara, naturalmente se pregunta uno por dónde irá el camino, pues de pronto no se concibe que la estrecha vereda que serpentea en cortos giros, vía recta y por entre los estratos o cinchos, sea el tal camino. Sin embargo, no hay otro ni hay comparación que pueda pintar el contraste del hermoso puente de Galán con el rastro de cabras que continúa la ruta: economías mal entendidas, pues por no gastar una su­ma i-azonable para trazar un camino tendido y duradero, a lo que se presta sin dificultad el cerro, se ha bosquejado una senda en el filo de los despeñaderos, la cual muy luego será borrada por las lluvias, interrumpiendo la comunicación entre dos can­tones importantes y ricos. Salvados los precipicios, gracias a la ciencia y mansedumbre de las muías, llegamos a la extensa mese­ta en cuyo centro, al noreste, se encuentra Barichara, 1.320 me­tros sobre el nivel del mar. Es una linda villa de 4.000 vecinos, situada en el borde occidental de la meseta formada por una masa continua de margas arenosas impregnadas en parte de óxido de hierro hasta el punto de aproximarse al ocre rojo, pero siempre deleznables, abiertas por las aguas y sólo contenidas por la base de estratos calizos que la sostienen y levantan sobre las ruinas del resto de la meseta que, hundida y revolcada, constituye hacia el oriente un pequeño y profundo valle ribereño del Sarabita.

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Barichara es de reciente fundación y debe su origen a un pedazo de piedra y a la superstición de algún labriego. A prin­cipios del siglo pasado, fecundo en santos aparecidos, hubo de hallarse alguien por allí una piedra en la que sus ojos se empeña­ron en ver la imagen de la Virgen; y no sólo se persuadió de que la veía, sino que persuadió a otros de lo mismo, en términos que para 1705 se promovieron diligencias sobre el caso, se compro­bó el hecho con el testimonio de los interesados y mandóse colocar la piedra por el cura de San Gil en una ermita que, tomando el nombre de la comarca, llamaron de Barichara. Por de contado que no faltaron milagros, a la fama de los cuales concurrió gente, edificaron casas y quedó establecido un sitio y capilla decente, según refiere el libro de cofradías abierto por los devotos en 1733, y conservado en el pueblo como monumento de familia. Diez años después fue un visitador especial a examinar la piedra milagro­sa, declaró que no tenía imagen alguna sino una sombra imper­fecta, cuyo culto era idolatría pura, y a fin de contentar a los me­nos fanáticos, erigió el sitio en viceparroquia. Alborotáronse los vecinos, trataron de ciego al visitador y siguieron adorando su piedra con más fervor que nunca, por lo mismo que se lo querían prohibir. Tanto hicieron, que en 1751 obtuvieron título.de parro­quia independiente de San Gil, y entusiasmados por el cura Mar­tín Pradilla determinaron levantar un costoso templo donde co­locar su ídolo; y en efecto, al cabo de veinte años de trabajo se concluyó la iglesia que hoy es ornamento de la plaza principal. Orden de arquitectura no hay que buscar en el edificio, mas sí la expresión de las ideas menguadas y espíritu paciente de aque­llos tiempos, inscrita en las minuciosas labores que cubren cada piedra y en la profusión de columnitas sin capitel ni base que recargan la fachada en medio de mascarones y arabescos regados por el constructor con mano larga. Disfrutó la piedra de los ho­nores y pompa del culto hasta el año de 1838, en que el actual ar­zobispo, con escándalo y horror de las beatas, la hizo romper a martillazos, dando desastrado punto a las glorias del ídolo, al cual no puede negársele el mérito de haber originado la fundación y fomento de una villa bien trazada y alegre, residencia de mu­chas personas recomendables por su carácter benévolo, su ilus­tración y republicanismo.

Las calles de Barichara son anchas, limpias y hacia el cen­tro del poblado empedradas. Las casas, bien construidas en lo general y algunas con cierto lujo de amplitud y de ventanas ras­gadas que recuerdan el estilo de las tierras calientes, adecuado al

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clima del lugar, donde el termómetro centígrado marca 23 gra­dos por término medio. Cuatro fuentes públicas, de las cuales la de la plaza mayor, curiosamente labrada, surten al vecindario de limpia y abundante agua; y el pobre o el anciano desvalido encuentran cama y asistencia en la pequeña pero aseada casa que sirve de hospital de caridad. Mas no se han contentado los ba-richaras con mirar por la suerte de los enfermos indigentes, ni con atender a la instrucción de sus hijos, fundando escuelas en que 180 niños y 30 niñas reciben instrucción primaria y educa­ción religiosa, sino que han tendido una mano protectora a las mujeres pobres, abriéndoles las puertas de ocho talleres gratui­tos, donde 100 jóvenes aprenden a tejer sombreros de nacuma (jipijapa), cuya venta semanal les asegura la subsistencia inde­pendiente y honrada. Hay, además, otra maestranza de sombre­ros, establecida por un particular como empresa fabril y como escuela, puesto que no sólo concurren obreras ya instruidas en la preparación y tejido de la nacuma, sino aprendices que en­sayan las fuerzas de su ingenio al amparo de la tolerancia del empresario. Ciertamente interesaba el espectáculo de tantas jó­venes sustraídas a la miseria y a la degradación, reunidas en tor­no de la maestra, inclinadas sobre el blanco manojo de nacuma en que sus dedos ágiles se ocultaban y reaparecían incesantemen­te, dirigiéndose aquellas medias palabras que la imaginación viva de las mujeres transforma en conversación seguida, las unas serias y recogidas, encendiéndose como la grana cuando se las pedía que dejaran ver su labor, las otras bulliciosas, comprimien­do la risa en sus inflados cachetes, hasta que la más animosa disparaba sobre el visitador algún epigrama en voz baja, que circulaba por el taller como chispa eléctrica y producía la explo­sión de la antes aprisionada risa; todas ellas contentas con estar ocupadas y teniendo delante de los ojos la esperanza de una ga­nancia segura, sin las amarguras de la servidumbre ni las zozo­bras de un jornal insuficiente y precario. ¡Pobres hijas del pue­blo, tan dóciles y sufridas, tan fáciles de conducir por el buen camino, y sin embargo desamparadas en medio de la sociedad, que por lo pronto se encarga de extraviarlas para después im­ponerles castigos por esos mismos extravíos en que las sumer­gen a sabiendas los que debieran protegerlas!

La explanada de Barichara concluye al oeste, inmediatamen­te después de las últimas casas, con una cortadura repentina y vertical de 300 metros de profundidad, a la cual sigue, como dije antes, el valle onduloso en que se hallan los pueblos de Cabrera

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y Guane, el primero al sur y el segundo al norte de este valle, limitado en lo más bajo por el Sarabita. Frente a frente de Ba­richara, al otro lado del río y a distancia de dos leguas y cuarto en línea recta, queda el último distrito del cantón, siendo su ca­beza el pueblo de La Robada, situado en lo alto de otra meseta que en realidad es un fragmento de la gran mesa destrozada por la irrupción de las aguas de Fúquene, y dividida en dos zonas patentes en una extensión de trece leguas, desde la confluencia del Oiba y el Sarabita hasta el límite sur del cantón de Zapatoca. Las desnudas rocas de uno y otro lado, la serie de capas sedi­mentosas que suben hasta el borde de la meseta cuyo plano con­cluye al pie de la altiva serranía y en las cuales el geólogo sor­prende, por decirlo así, los secretos de las diferentes formacio­nes inorgánicas, constituyen un horizonte geológico tan raro como vasto, y comprueban, por la identidad de la naturaleza, que en tiempos no muy remotos no existía la cortadura colosal que hoy divide el terreno y en parte impide la comunicación di­recta entre varios pueblos. El país perdió en continuidad pero ganó en lo pintoresco, pues la vigorosa vegetación equinoccial se apresuró a cubrir aquellas ruinas con el lujo inagotable de sus flores y follaje, y las corrientes de agua se encargaron de dar vida al paisaje con numerosas cascadas, algunas de las cuales sumamente bellas, como la de Paramosa, cerca de Barichara, que tiene 250 metros de caída, dividida en dos saltos y protegida por una cavidad semicircular que se prolonga hasta el fondo del es­tanque labrado por las aguas al pie del terrible precipicio.

Para llegar al pueblo de Guane, saliendo de la cabeza del cantón, hay que bajar al valle inferior por un camino en extremo pendiente y rodeado de barrancos profundos. Parece que los pri­mitivos constructores de caminos en el Socorro, imbuidos en el axioma de que la línea recta es la más corta de un punto a otro, se propusieron realizarlo sobre el terreno, sin hacer caso de las serranías que atravesaban, y en consecuencia se descolgaron por precipicios y treparon directamente por encima de altos pica­chos, trazando caminos tan ásperos a veces, que en realidad la línea recta es en ellos más larga que cualquier curva desarrolla­da, de fácil tránsito y en menor tiempo. La bajada de Barichara a Guane es uno de esos caminos rectilíneos capaces de desensillar las bestias por la cabeza, y de ningún modo adecuados al tráfico activo que el aumento de población e industria va estableciendo en la provincia. Es Guane un pueblo antiguo de indígenas que el transcurso del tiempo y el haberse avecindado en él algunas

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familias blancas lo han mejorado mucho. Tiene 1.000 vecinos, buena iglesia y escuela de primeras letras, a la que asisten, a pesar de los padres, veinte niños; y no hay que extrañar esta oposición, pues lo cierto es que el método de enseñanza observado en las escuelas es tan dispendioso de tiempo, que un muchacho gasta sus mejores años en aprender a gritar, no a leer, y adquie­re algunos vicios adicionales, en lo cual tienen razón de no con­venir los padres, particularmente los agricultores, que tanto ne­cesitan del auxíHo de sus hijos.

Los pocos indios puros que aún hay en Guane son de regular estatura, cuadrados de espalda y muy fornidos de pierna, efec­to de su continuo subir y bajar cerros cargando pesadas male­tas ; la fisonomía maliciosa y los rodeos que emplean para res­ponder a cualquier pregunta indican la desconfianza con que miran a los blancos, escarmentados como están de salir siempre mal en sus tratos y relaciones. Visten ancho calzón de lienzo, ca­misa de lo mismo, cubierta con la indispensable ruana de lana; ellos y sus mujeres, que conservan el chircate nacional en vez de enaguas, gastan sombreros de paja grandes y gruesos a prueba de agua y aun de tiempo. Durante la semana están metidos en los ranchos de sus estancias de labor, y los domingos y días fes­tivos los pasan en el pueblo, andando por las calles a son de ti­ples, tamboriles y una especie de gaitas que llaman clarines, des­quitándose de las tareas y dieta de la semana con interminables tragos de chicha; de donde les resulta una confusión de ideas tal, que si las mujeres, más prudentes y sobrias que ellos, no los llevaran a sus casas, ni acertarían en el camino, ni dejarían de quedarse regados por los campos, disfrutando del rocío de la noche. Toda la instrucción que reciben se reduce a un cúmulo de nociones supersticiosas, que con el nombre de religión cristiana les inculcan; de ahí para adelante no hay que buscar nada; su alma se encuentra sumergida en las tinieblas; su existencia pu­ramente material los entorpece y degrada. Nada se ha hecho ni se hace para sacarlos de esa miseria moral y levantarlos a la altu­ra del hombre civilizado, el cual se contenta con cruzar los bra­zos y decir sentenciosamente desde lo alto de su cabeza: "Esta raza es incapaz de civilización y de progreso"; y en consecuencia menosprecian al indio y se prevalen de su ignorancia y sus vi­cios para quitarle con inicuos contratos la triste porción de la tierra de sus padres que los conquistadores le permitían poseer bajo el nombre de resguardo.

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El cantón Barichara se compone de cuatro distritos parro­quiales, y abraza 16 leguas cuadradas de territorio, con una po­blación total de casi 28.000 habitantes blancos, robustos y labo­riosos, consagrados al comercio interior y a la agricultura, cuyos principales ramos son maíz, yuca, papa, frísoles, variedad de legumbres, tabaco, algodón y caña dulce de donde sacan panela en cuarenta trapiches movidos por caballos o bueyes, y a las manufacturas de algodón, fique y sombreros de tres calidades por razón de la paja que emplean. Calculando aproximadamen­te la cantidad que de aquellos productos queda sobrante para el comercio después de satisfecho el consumo doméstico, y apre­ciados en el valor que les dan allí, resulta un movimiento anual de 113.000 pesos en las ventas y cambios con otros cantones y provincias. Hay minas de cobre, hierro, azufre y carbón de tie­rra, nitrerías naturales y acaso también sal gema, si se ha de juzgar por algunas fuentes salobres y por la proximidad del terreno secundario, que frecuentemente se halla descubierto has­ta sus capas inferiores; pero nadie labra estas minas, ni lo harán en muchos años, pues la agricultura y el pequeño comercio ab-* sorben todos los capitales y brazos disponibles, dando ganancias que no son eventuales como las de la industria minera. En 1849 se registraron en el cantón 750 nacimientos, 114 matrimonios y 451 decesos; hubo, pues, un balance de 299 individuos a favor de la población. Con respecto a la moral, resulta que los nacimien­tos ilegítimos son a los legítimos como 18 es a 100, cuando en el cantón Socorro están a la razón de 46 a 100, consecuencia de la diferente situación de las mujeres pobres. Los delitos juzgados y sentenciados en el transcurso de un año consistieron en algu­nos hurtos de menor cuantía, riñas sin gravedad e injurias co­munes, de manera que ni por su número ni por su calidad me­recen especificarse; la seguridad de las personas, de la honra y los bienes, no ha sido perturbada, porque la consagración de todos al trabajo y la abundancia de medios de vivir alejan de aquellos habitantes las dos causas más fecundas del crimen, que , son la ociosidad y la miseria desesperada.

Cuatro y media leguas al norte de Guane queda Zapatoca, villa cabecera del cantón de su nombre. La primer legua del camino es de bajada fácil hasta llegar al río Sarabita, que se pasa por una cabuya de 104 varas de longitud, con.las mismas detenciones y cabriolas que indiqué al hablar de la de Simacota. Sigúese una subida de dos leguas, al cabo de las cuales se llega a la explanada de Zapatoca, muy semejante a la de Barichara y

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de la misma naturaleza geológica. Entre el fin de la cuesta y el paso del río hay una diferencia de 1.257 metros de altura sobre el mar, pasándose repentinamente de 30 grados centígrados de calor a sólo 19°; de la tierra de los tunos y cardones, a la tierra de las rosas silvestres y las llanuritas vestidas de menuda grama; del calor que evapora toda humedad apenas nace el sol, a la fres­cura del ambiente que deja brillar intactas sobre la yerba las diáfanas gotas del rocío de la noche, durante las primeras per­fumadas horas de la mañana. La legua y media restante se ca­mina teniendo a mano izquierda las serranías montuosas que van a perderse en la hoya del Opón y sus afluentes, y a mano de­recha la cadena de cerros que concluyen a cercén sobre el des­garrado y profundo cauce por donde llevan bramando sus aguas los ríos Sarabita y Chicamocha, que reunidos allí mismo forman el Sogamoso, tributario principal del ancho Magdalena.

Cuenta Zapatoca cerca de 2.000 vecinos bien aposentados en casas de teja ventiladas y limpias, distribuidas en manzanas cuyas calles empedradas se cortan en ángulos rectos. Situada en terreno abierto y cultivado a 1.723 metros de altura sobre el mar, goza de una temperatura constante de 19 a 20 grados del centígrado, de aires puros, bien batidos y, por consiguiente, de clima sano, como lo testifican la larga vida de los viejos y la ro­busta y elevada estatura de los naturales. Tiene una buena igle­sia de piedra y dos capillas menores; cinco escuelas primarias de las cuales una pública gratuita con 120 alumnos, mal surti­da de útiles y no muy bien dirigida; las cuatro escuelas privadas apenas merecen este nombre, pues en todas ellas no se numeran más de 20 párvulos de ambos sexos. El viajero que llegue a Za­patoca un día de trabajo, juzgará desierto el pueblo, pues ni en las ventanas ni en las calles se ve gente, salvo tal cual criada que va presurosa a su mandado, y algún hombre que atraviesa las calles, atento a sus negocios; todos los demás no están vi­sibles. Los hombres pasan la semana en las estancias cuidando y mejorando sus labranzas, o andan en viajes de comercio por las ardientes soledades del Opón o por los pueblos inmediatos. Las mujeres viven en sus casas tejiendo sombreros de nacuma, en cuya industria son tan hábiles, que no hay labor que no imi­ten, ni forma de gorra extranjera que las arredre: todo lo in­tentan y en todo salen bien. Es admirable la perseverancia de estas mujeres en el trabajo, pues no lo dejan de la mano desde el amanecer hasta la noche, y llegada ésta se reúnen diez o doce en casa de una amiga, costean a escote un buen candil de aceite.

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y sentadas en derredor sobre esteras puestas en el suelo, siguen tejiendo parte de la noche. Si por ventura llega visita, le procu­ran asiento y sostienen la conversación, pero sin alzar las manos ni los ojos del naciente sombrero, que indispensablemente debe ser rematado y blanqueado el sábado en la noche para venderlo el domingo en 8, 12 o 32 reales, según la finura de la obra. Llega el esperado día, y desde temprano se las ve salir a misa vestidas de traje entero de zaraza fina, pañolón decente, sombrero de reducidas dimensiones, fino y blanquísimo, adornado con ancha cinta de lujo, y el breve pie ceñido por el alpargate nuevo y cru-jidor. Ni un vestido sucio, ni un harapo de miseria mancha el cuadro animado que después. de misa forman en la plaza del mercado estas mujeres ejemplares y la concurrencia de hom­bres vestidos de blanco, casi todos con ruana, descollando los tostados rostros por encima de los forasteros, ninguno de los cuales les iguala en la talla, y pocos en el despejo del semblante y del ademán. A las tres de la tarde cesa el comercio de som­breros, cuyo valor anual se calcula en 31.200 pesos, las mujeres vuelven a sus casas con manojos de nacuma ,̂ y desde entonces comienzan el sombrero que habrán de vender el otro domingo. Para ellas no hay ociosidad, no hay paseos, y rara vez en el año alcanzan la diversión del baile en la noche de un día de fiesta: sus costumbres, como ya deja inferirse, son buenas y por extre­mo sencillas; su trato amable y natural; y en el semblante lle­van la expresión de serenidad que nace del sentimiento de su valer y de la satisfacción de no necesitar ajeno auxilio para cu­brir los gastos de la familia.

Sobre este pueblo afortunado y tranquilo cayó de repente el azote de los tinterillos. Uno de ellos preparó el campo y regó la simiente de mil enredos, que su sucesor, más experto y audaz, ha hecho fructificar copiosamente; y ora tramando por su pro­pia cuenta, ora empleando su infernal habilidad en fomentar las rencillas que no faltan entre vecinos, ha creado tal cúmulo de causas criminales, que la mitad de ellos se hallan comprometi­dos como reos de imaginarios delitos, y la otra mitad como testi-

' La nacuma es una planta vivaz que crece espontáneamente en los climas templados, en forma de palmera sin tronco. Sus hojas abanicadas y compuestas se desarrollan y abren a los lados de un pecíolo fuerte y fibroso, que verdaderamente es el tallo multiplicado de la planta. Para los sombreros eligen las hojas centrales o cogollo aún no abierto, sin otra pre­paración que rajarlas menudamente a lo largo y hervirlas en agua para que las pequeñitas cintas se enrollen sobre sí mismas y queden como esparto, según se ve en los sombreros.

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gos, a quienes de intento ha hecho perjurar para sumariarlos, si no le rinden obediencia. Por último, no teniendo a quién en­causar, desde el cura para abajo, había levantado sumarios a san Joaquín y a la Virgen, por contrabandistas de tabaco, va­liéndose para ello de que en tierras de la iglesia descubrió al­gunas matas de aquella planta. Por manera que cuando estuvi­mos en Zapatoca se hallaban divididos los moradores en dos ban­dos enemigos: los secuaces del tinterillo y sus opositores o víc­timas. El ha sabido insinuarse en los negocios cantonales y ha introducido una especie de policía chicanera, sin cuya interven­ción y licencia no puede darse un paso, nadie puede reunirse ni aun para la diversión más inocente. Confieso que el influjo y predominio de esta polilla sobre un vecindario entero me pare­cieron extraordinarios; pero cuando más adelante tuve ocasión de contemplar la ruina de dos pueblos que fueron prósperos. Mogotes y El Páramo, convertidos en campos de discordia y de desolación por otros malvados del mismo oficio, cesó mi admi­ración y comprendí hasta dónde puede llegar la candidez de nuestros pueblos agricultores y la maldad de algunos hombres, en cuyas manos las leyes destinadas a proteger la sociedad se transforman en armas venenosas que la hieren por todas partes y la matan.