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Beato Antonio Chevrier (1826-1879) “Un Cristiano es igual que Cristo. Como el Cristo del pesebre, un hombre desprendido; como el Cristo del Calvario, un hombre crucificado; como Cristo en la Eucaristía, un hombre entregado a todos” Datos biográficos del Beato Antonio Chevrier Nace en Lyon (Francia) el 16 de abril de 1826 y muere el 2 de octubre de 1879. Sacerdote de la diócesis de Lyon ; es fundador de la obra del Prado para la evangelización de niños y adolescentes pobres y de la Asociación de los Sacerdotes del Prado. Sus orígenes familiares son de condición modesta (su padre era empleado de la oficina de impuestos y su madre era tejedora de seda en la propia casa). Ordenado sacerdote en 1850, después del recorrido clásico en el Seminario Menor de L’Argentiére, y luego en el Seminario Mayor de San Ireneo, de Lyon, es enviado como vicario parroquial a una parroquia de nueva creación en las afueras de Lyon, en el margen izquierdo del Ródano : la parroquia de San Andrés, de La Guillotière, que entonces era un municipio independiente, habitado sobre todo por obreros, no tenía buena reputación, el gobierno municipal era de izquierdas, y por razones de orden público, será anexionado a la ciudad de Lyon por un decreto imperial del 24 de marzo de 1852. Antonio Chevrier descubrió allí la miseria obrera en todas sus formas. En un sermón sobre el amor a los pobres, no vacilaba en hablar del espectáculo cada vez más hiriente de la miseria humana que crece. Se diría que, a medida que los grandes de la tierra se enriquecen, a medida que las riquezas se encierran en algunas manos ávidas que la buscan, crece la

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Beato Antonio Chevrier

(1826-1879)

“Un Cristiano es igual que Cristo. Como el Cristo del pesebre, un hombre desprendido; como el Cristo del Calvario, un hombre crucificado;

como Cristo en la Eucaristía, un hombre entregado a todos”

Datos biográficos del Beato Antonio Chevrier Nace en Lyon (Francia) el 16 de abril de 1826 y muere el 2 de octubre de 1879. Sacerdote de la diócesis de Lyon ; es fundador de la obra del Prado para la evangelización de niños y adolescentes pobres y de la Asociación de los Sacerdotes del Prado. Sus orígenes familiares son de condición modesta (su padre era empleado de la oficina de impuestos y su madre era tejedora de seda en la propia casa). Ordenado sacerdote en 1850, después del recorrido clásico en el Seminario Menor de L’Argentiére, y luego en el Seminario Mayor de San Ireneo, de Lyon, es enviado como vicario parroquial a una parroquia de nueva creación en las afueras de Lyon, en el margen izquierdo del Ródano : la parroquia de San Andrés, de La Guillotière, que entonces era un municipio independiente, habitado sobre todo por obreros, no tenía buena reputación, el gobierno municipal era de izquierdas, y por razones de orden público, será anexionado a la ciudad de Lyon por un decreto imperial del 24 de marzo de 1852. Antonio Chevrier descubrió allí la miseria obrera en todas sus formas. En un sermón sobre el amor a los pobres, no vacilaba en hablar del “espectáculo cada vez más hiriente de la miseria humana que crece. Se diría que, a medida que los grandes de la tierra se enriquecen, a medida que las riquezas se encierran en algunas manos ávidas que la buscan, crece la

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pobreza, disminuye el trabajo, no se pagan los salarios. Se ve a pobres obreros trabajar desde el amanecer hasta la noche para a duras penas ganar el pan y el de sus hijos. Y, sin embargo, ¿no es para todos el trabajo el medio para comprar el pan ?” (Ms IV, 57, 1). El vicario de San Andrés denunciaba las condiciones inhumanas y degradantes de los talleres y las fábricas, el trabajo de los niños, de los que se hacía “máquinas de trabajo para enriquecer a los amos” (Ms III, 2,2). En la Nochebuena de 1856 Mientras rezaba ante el pesebre, meditando sobre la pobreza de Jesucristo y su amor por los hombres, recibe la luz que rompe toda su vida. Él mismo dijo: "Así que me decidí a seguir a Jesucristo más de cerca...

La conversión de Navidad llevó a Antonio Chevrier a seguir más de cerca de Jesucristo, “para ser más eficaz”, es decir, fecundidad apostólica. Si quiere evangelizar, que tendrá que escuchar a Cristo y hacer lo que hizo, compartiendo la vida de los pobres y ser pobres como ellos… En 1857 Antonio Chevrier se encuentra con Camilo Rambaud, rico empresario de la seda en Lyon, que afectado por la problemática social, acababa de fundar una “ciudad obrera” en la orilla izquierda del Ródano destinada a acoger a las víctimas de la catastrófica inundación de mayo de 1856. El Padre Chevrier, como se le dirá desde entonces, se consagrará principalmente, con la ayuda de algunos voluntarios, a la formación religiosa de muchachos y muchachas que no iban a la escuela ni a la catequesis. En 1860 se separa de Camilo Rambaud y alquila al principio, después la comprará, una sala grande de baile que se llamaba “El Prado”, en uno de los barrios más desfavorecidos de la Guillotière.

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Allí acogía durante unos seis meses, a “jóvenes adolescentes de ambos sexos vagabundos y abandonados, que por su edad y su ignorancia eran excluidos de la participación en las lecciones de la escuela y de la parroquia” (Informe de la Academia de Lyon del 23 de febrero d 1861). Allí les preparaba para la primera comunión con una catequesis intensiva. La Inspección académica del Ródano le autorizó a abrir una escuela, y de este modo recibían además una enseñanza elementar de lectura, escritura y cálculo.

Desde este “pequeño pensionado para los pobres” (Ms X, 15ª) del 10 de diciembre de 1860, día en que el Padre Chevrier adquiere el Prado, hasta el 2 de octubre de 1879, día de su muerte, fueron acogidos de 2300 a 2400 muchachos, de los cuales, aproximadamente, las dos terceras partes eran chicos y un tercio chicas. A diferencia de otros establecimientos del mismo tipo, el Padre Chevrier rechazó el que se hiciera trabajar a los niños acogidos. A pesar de la falta de ingresos de modo regular, no quería contar, como decía, más que con la Providencia y la generosidad de los pobres para con aquellos que eran más pobres todavía que ellos. Si para el grueso de las obras de acondicionamiento del Prado contó con la colaboración de Edouard Frossard, Director de los Talleres de “La Buire” (empresa metalúrgica, importante por la construcción de los raíles del tren, que estaba en plena expansión), fueron, sobre todo, las gentes del pueblo quienes aseguraban el mantenimiento diario de los niños del Prado.

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La señorita Chapuis, que era propietaria de un taller en la colina de la Croix-Rousse, ha explicado cómo en bastantes talleres textiles “las obreras ponían todos los días una o dos monedas de su sueldo ; al fin de la semana suponía una cantidad que una de ellas llevaba el domingo al Padre Chevrier”. Muchos gestos humildes de este estilo posibilitaban la supervivencia en el Prado día a día. Al constatar que no había sacerdotes preparados seriamente para ejercer un ministerio de este estilo, en contacto con los pobres, el Padre Chevrier se decidió, en 1866, a fundar en el Prado mismo una “escuela clerical”.

La misma Srta. Chapuis relató cómo el Padre Chevrier le abía dicho un día : “Francisca, desearía hacer un semillero de sacerdotes que fueran educados con los niños para que les comprendan bien”. A su muerte el 2 de octubre de 1879, esta “escuela clerical” había aportado al Prado sus cuatro primeros sacerdotes ; junto con el anexo de Limonest, contaba con unos cincuenta alumnos ; este fue el punto de partida de la Asociación de Sacerdotes del Prado. No se encuentra en los escritos de Antonio Chevrier un análisis de la condición obrera, ni en las cartas, ni en las predicaciones o comentarios al Evangelio, ni siquiera en “El Verdadero Discípulo”, el libro que escribió para la formación de sus sacerdotes ; pero se constata, en su lectura, que en este hombre había un verdadero conocimiento de las cargas que pesaban sobre los trabajadores, una real simpatía por ellos y gran sufrimiento ante el comportamiento de gente de Iglesia que les distanciaba injustamente. El Verdadero Discípulo hace una descripción cruelmente lúcida de las costumbres eclesiásticas de la época, tal como eran percibidas por la población obrera de las ciudades.

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El Padre Antonio Chevrier no vacila en escribir que “Dios envía revoluciones” para amonestar la avaricia de algunos sacerdotes y su apego excesivo a los bienes de la tierra : “Es lo primero que hacen todos los revolucionarios : despojarnos, hacernos pobres. ¿No podemos decir que Dios quiere castigarnos por nuestro apego a los bienes de la tierra y, a través de ello, forzarnos a practicar la pobreza, ya que no la queremos practicar voluntariamente ?” (El Verdadero Discípulo, p. 316).

Los funerales del Padre Chevrier el lunes, 6 de octubre de 1879, demostraron de modo evidente el aprecio que el pueblo obrero de la Guillotiere tenía por el fundador del Prado, a quien habían reconocido en este humilde sacerdote a uno de los suyos. “No he visto nada parecido en su funeral, manifestaba uno de sus antiguos compañeros. El cuerpo estaba en la iglesia de San Luis cuando todavía seguía la procesión por el Prado. Las aceras no podían contener a la masa en todo el recorrido. Sobresalían la presencia de los obreros, tanto en la comitiva cono en las aceras ; apenas había ropas finas. El Padre Chevrier era el sacerdote de los pobres” (Declaración del sacerdote C. Ardaine en el proceso de beatificación). “Toda la Guillotière estaba en la calle”, precisa otro testigo. “El recogimiento de todo el mundo era impresionante. Incluso los talleres estaban en el recorrido dejaron de trabajar durante el desfile fúnebre”.

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El periódico de Lyon “El Progreso”, poco dado a simpatizar con la Iglesia, escribía en su edición del jueves, 9 de octubre de 1879 : “Nunca es tarde para rendir homenaje a la memoria de los hombres de bien y, sea el que sea el partido al que pertenezcan, olvidamos las disensiones políticas para no ver en ellos más que el lado digno de respeto y admiración. El Sacerdote Chevrier, fundador de la Providencia del Prado, era uno de estos hombres, cuyo recuerdo merece que no quede borrado por el tiempo. Él tuvo compasión de los pequeños vagabundos que andaban por las calles sin protección alguna contra las tentaciones del vicio, sin ninguna atención, y ha consagrado toda su actividad a la educación perseverante de estos niños. Tal ha sido su finalidad al fundar esta Providencia de La Guillotière. La masa que se apiñaba en los funerales del sacerdote Chevrier y que se ha calculado en más de 5000 personas es una justa manifestación del reconocimiento público. En cuanto a nosotros, que no somos sospechosos de simpatía por el clero, celebramos con tanto mayor respeto, cuanto que esto nos ocurre raramente, la memoria de este sacerdote que ha obrado como un buen ciudadano” http://sacerdotesprado.wordpress.com/2-el-p-chevrier-y-los-origenes-del-prado/

De la homilía de S.S Juan Pablo II en la Misa de Beatificación (Lión, 4 de Octubre de 1986)

1. «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,25). Estas palabras las pronunció por primera vez Jesús de Nazaret, hijo de Israel, descendiente de David, Hijo de Dios; ellas constituyeron un giro fundamental

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en la historia de la revelación de Dios al hombre, en la historia de la religión, en la historia espiritual de la humanidad. Fue entonces cuando Jesús reveló a Dios como Padre y se reveló a Sí mismo como Hijo, de la misma naturaleza que el Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt 11,27). Sí, el Hijo, que pronunció estas palabras con un profundo «estremecimiento de gozo bajo la acción del Espíritu Santo» (cf. Lc 10,21), reveló a través de ellas al Padre a los pequeños. Pues el Padre se complace en ellos. 2. Hoy la Iglesia universal celebra la fiesta de San Francisco de Asís: también él puso su alegría en seguir a Cristo en la mayor pobreza y humildad; en el siglo XIII, San Francisco hizo que sus contemporáneos redescubrieran el Evangelio. El padre Chevrier fue un ferviente admirador del pobrecillo de Asís; perteneció a la Tercera Orden Franciscana. En la habitación donde murió, puede verse una imagencita de San Francisco, e igualmente una imagencita de San Juan María Vianney, al que fue a consultar en Ars en 1857, cuando, joven sacerdote, se interrogaba sobre el camino de pobreza que el misterio de Belén le sugería. Estos tres Santos tienen en común el ser «pequeños», «pobres», «dulces y humildes de corazón», en los que el Padre del cielo encontró su gozo pleno, a los que Cristo reveló el misterio insondable de Dios, dándoles a conocer al Padre, como sólo el Hijo lo conoce y, al mismo tiempo, dándoles a conocer a Él mismo, el Hijo, como sólo el Padre lo conoce. Con Jesús proclamamos, pues, también nosotros la alabanza de Dios por estas tres admirables figuras de Santos. Ellos estuvieron animados por el mismo amor apasionado de Dios y vivieron en un desprendimiento parecido, pero con un carisma propio. San Francisco de Asís, diácono, con sus compañeros, despertó el amor de Cristo en el corazón del pueblo de las ciudades italianas. El Cura de Ars, solo con Dios en su iglesia rural, despertó la conciencia de sus parroquianos y de innumerables personas ofreciéndoles el perdón de Dios. El padre Chevrier, sacerdote secular en ambiente urbano, fue, con sus compañeros, el apóstol de los barrios obreros más pobres de las afueras de Lión, en el momento en que nacía la gran industria. Y fue esta preocupación misionera la que lo estimuló a adoptar también él un estilo de vida radicalmente evangélico, a buscar la santidad. Miremos hoy especialmente a Antonio Chevrier; él es uno de estos «pequeños» que no puede ser comparado con los «sabios» y «prudentes» de su siglo y de los otros siglos. Constituye una categoría aparte, tiene una grandeza plenamente evangélica. Su grandeza se manifiesta precisamente en lo que se podría llamar su pequeñez o su pobreza. Viviendo humildemente, con los medios más pobres, fue un testigo del misterio escondido en Dios, testigo del amor que Dios lleva a las gentes «pequeñas» que se parecen a Él. Él fue su servidor, su apóstol.

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Para ellos, fue el «sacerdote según el Evangelio», para retomar el primer título de la colección de sus exhortaciones sobre «el verdadero discípulo de Jesucristo». Para los numerosos sacerdotes aquí presentes, comenzando por los del Prado que él fundó, es un guía incomparable. Pero todo los laicos cristianos que forman esta asamblea encontrarán también en él una gran luz, porque él enseña a cada bautizado cómo anunciar la Buena Noticia a los pobres, y cómo hacer presente a Jesucristo a través de su propia existencia. 3. Apóstol, esto es lo que quiso ser el padre Chevrier cuando se preparaba al sacerdocio. «Jesucristo es el Enviado del Padre; el sacerdote es el enviado de Jesucristo». Los pobres mismos avivaron en el padre Chevrier el deseo de evangelizarlos. Pero fue Jesucristo quien lo «captó». La meditación ante el belén en la Navidad de 1856 lo transformó de una manera especial. Desde entonces tratará siempre de conocerle mejor, de ser su discípulo, de conformarse a Él, para mejor anunciarlo a los pobres. Él revive especialmente la experiencia del Apóstol Pablo, cuyo testimonio acabáis de oír: «Pero lo que tenía por ganancia lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aun todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3,7-8). ¡Qué radicalismo en estas palabras! He aquí lo que caracteriza al apóstol. En Cristo, «participando en sus sufrimientos» y «experimentando la fuerza de su resurrección», él encuentra la «justicia divina ofrecida a la humanidad pecadora, ofrecida a cada hombre como don de la justificación y de la reconciliación con el Dios infinitamente santo». El apóstol es, pues, un hombre «captado por Cristo Jesús». El apóstol tiene la confianza absoluta de que, «conformándose a Cristo en su muerte, podrá llegar él también a resucitar de entre los muertos» (cf. Flp 3,11). Él es también el hombre de una esperanza escatológica que se traduce en la esperanza de cada día, en un programa de vida cotidiana, a través del ministerio de salvación que él ejerce para los demás. El padre Chevrier trata de alcanzar con todas sus fuerzas este conocimiento de Jesucristo, para mejor captar a Cristo, como él había sido captado por Él. Medita sin cesar el Evangelio; escribe miles de páginas de comentarios para ayudar a sus amigos a ser ellos mismos verdaderos discípulos. Él mismo trata de reproducir la vida de Cristo en su propia vida. «Nosotros debemos representar a Jesucristo pobre en su pesebre, Jesucristo sufriente en su pasión, Jesucristo que se deja comer en la santa Eucaristía» (Le veritable disciple [=V.D.], Lión 1968, pág. 101). Y más aún: «El conocimiento de Jesucristo es la clave de todo. Conocer a Dios y a su Cristo eso lo es todo para el hombre, todo para el sacerdote, todo para el santo» (Carta a sus seminaristas, 1875). He aquí la oración que culmina su meditación: «¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo! ¡Qué bello sois! ¡Qué grande eres!... Haz que yo te conozca y te ame, Tú eres mi Señor, y mi solo y único Maestro» (V.D., pág. 108). Tal conocimiento es una gracia del Espíritu Santo. Desde ese momento el padre Chevrier está completamente disponible para la obra de Cristo: «Conocer a Jesucristo, trabajar por Jesucristo, morir por Jesucristo» (Cartas, pág. 89). «Señor, si tenéis necesidad de un pobre..., de un

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loco, aquí estoy..., para hacer vuestra voluntad. Estoy contigo. Tuus sum ego» (V.D., pág. 122). 4. El Salmo de esta liturgia traduce bien los sentimientos del Apóstol que se deja impregnar de Jesucristo: «No he tenido encerrada tu justicia en mi corazón..., salten de gozo y alégrense en Ti todos los que te buscan» (Sal 39,11.17). «Señor Jesús, tu amor me ha captado: anunciaré tu nombre a mis hermanos» (Antífona cantada del Salmo). El padre Chevrier se dejó absorber plenamente por el servicio a los demás. Sus hermanos son ante todo los pobres, aquellos que el Señor le ha hecho encontrar en el barrio inundado de La Guillotière en 1856, los «sin techo». Son los niños de la ciudad del Niño Jesús que le ha hecho conocer Camille Rambaud, un laico. Son aquellos que él ha recogido, junto con otros de más edad, en la sala del Prado, no escolarizados y no educados en la fe, incapaces de seguir, por otra parte, la preparación a la primera comunión. Ellos habían sido quizá abandonados, a menudo menospreciados, explotados; ellos se convertían, decía él, «en máquinas de trabajo hechas para enriquecer a sus amos» (Sermones, Ms. III, pág. 12). Ellos son también miserables de toda clase, marginados, que son conscientes de «no tener nada, no saber nada, no valer nada». Los enfermos, los pecadores, son también parte de estos pobres. ¿Por qué el padre Chevrier se siente especialmente atraído por aquellos que, según el Evangelio, reciben el nombre de «los pobres»? Él tiene una viva conciencia de sus miserias humanas, y él ve al mismo tiempo la fosa que los separa de la Iglesia. Él siente por ellos el amor y la ternura de Cristo Jesús. A través de él, es Cristo mismo quien parece decir a sus contemporáneos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). El padre Chevrier sabe que Jesús ha dado como primer signo del reino de Dios esto: «La Buena Noticia es anunciada a los pobres» (cf. Lc 3,18; Mt 11,15). Él mismo ha constatado que los pobres que reciben el Evangelio renuevan muy a menudo en los otros la inteligencia y el amor de este Evangelio. Verdaderamente, el Señor le ha dado un carisma especial para hacerse próximo a los pobres, y, a través de él, Cristo ha hecho entender de nuevo sus bienaventuranzas a esta ciudad de Lión y a la Francia del siglo XIX; por medio de este Beato, Cristo nos vuelve a decir hoy: «Bienaventurados los pobres de espíritu..., bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia..., bienaventurados los misericordiosos» (Mt 5,3.6.7). Cierto, todos los ambientes han de ser evangelizados, han de ser evangelizados los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes. Nadie ha de ser objeto de incomprensión, de negligencia, menos aún de menosprecio por parte de la Iglesia. Todos son, en cierto sentido, los pobres de Dios. Pero en las condiciones en que vivió el padre Chevrier, el servicio a los pobres era un testimonio necesario, y lo continúa siendo hoy allí donde se encuentra la pobreza. Él es uno de los muchos apóstoles que, en el curso de la historia, han realizado lo que nosotros llamamos la opción preferencial por los pobres.

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El padre Chevrier los mira evangélicamente, los respeta y los ama en la fe. Él encuentra a Cristo en los pobres y, al mismo tiempo, a los pobres en Cristo. No los idealiza, conoce sus límites y sus debilidades; sabe además que a menudo están faltos de amor y de justicia. Él tiene sentido de la dignidad de todo hombre, rico o pobre. Él quiere el bien de cada uno de ellos, su salvación: el amor quiere salvar. Su respeto le lleva a hacerse igual a los pobres, a vivir en medio de ellos, como Cristo; a trabajar a veces como ellos; a morir con ellos. Espera que de ese modo los pobres comprenderán que no están abandonados de Dios, que les ama como un Padre (cf. V.D., pág. 63). En cuanto a él, vive esta experiencia: «En la pobreza el sacerdote encuentra su fuerza, su poder, su libertad» (V.D., pág, 519). El sueño del padre Chevrier es formar sacerdotes pobres para llegar a los pobres. 5. Hoy le pedimos al Beato Antonio Chevrier que aprendamos cada día más el respeto y el interés evangélico por los pobres. Queridos hermanos y hermanas: Vosotros sabéis que existen estos pobres en nuestro mundo actual. Son todos aquellos que tienen falta de pan, pero también de empleo, de responsabilidades, de consideración de su dignidad, aquellos también que tienen falta de Dios. Ya no es sólo el mundo obrero el afectado, sino otros muchos ambientes. En una civilización de consumismo a ultranza, existen paradójicamente los «nuevos pobres» que no tienen el «mínimo social». Hay multitud de ellos que sufren el paro, jóvenes que no encuentran empleo o personas de edad madura que lo han perdido. Sé que muchos de vosotros, en el seno de movimientos de jóvenes en particular, se preocupan con interés de aportarles una ayuda eficaz. Pensamos también en los extranjeros, en los trabajadores inmigrados, muy numerosos en esta región, y que en este tiempo de crisis económica se sienten más amenazados a causa de su estatuto precario. Si bien el problema de su integración continúa siendo complejo, en consideración del bien común del país, la Iglesia no se resignará a todo aquello que suponga una falta de respeto hacia sus personas y sus raíces culturales, o una falta de equidad ante sus necesidades y las de sus familias que tienen necesidad de vivir con ellos. Los cristianos ocuparán el primer lugar de aquellos que luchen para que sus hermanos originarios de otros países disfruten de las legítimas garantías, y para que las mentalidades se abran de una manera más acogedora al extranjero. Estarán atentos a sus dificultades y ayudarán a los emigrantes a hacerse cargo de sí mismos. Sí..., la Iglesia se hará también en este campo la voz de los que no tienen voz. Ella se esforzará en ser la imagen y la levadura de una comunidad más fraternal. [...] 6. Sí, es preciso contribuir a liberar al hombre de tantas esclavitudes, sin mezclar en nuestra lucha solidaria la violencia, el odio, la toma de posición ideológica de clase que conducirían a males peores que los que se quieren eliminar. La esperanza no habita verdaderamente en el corazón del hombre más que cuando hace la experiencia del Salvador. La Palabra de Dios es entonces una fuerza de liberación del mal, comprendido el pecado. Anunciar el Evangelio es el más alto servicio rendido a los hombres.

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El padre Chevrier quiso liberar a los pobres de la ignorancia religiosa. En Prado, trató a la vez de procurar a los jóvenes la instrucción, lo que hoy se llamaría la alfabetización, y la enseñanza de la fe para permitirles participar en la Eucaristía. Y para esta tarea él suscitó y formó un buen equipo de hombres y mujeres. «Todo mi deseo es preparar buenos catequistas en la Iglesia y formar una asociación de sacerdotes que trabajen para este fin» (Carta a sus seminaristas, 1877). Ellos irían por todas partes «para mostrar a Jesucristo», como testigos que prediquen a través de su catequesis -sencilla y cuidadosamente preparada-, pero también a través de su vida. Él mismo consagró a ello gran parte de su tiempo, con medios pobres pero adaptados, comentando concretamente cada palabra del Evangelio, y también el Rosario y el Vía Crucis. Él decía: «Catequizar a los hombres, ésta es la gran misión del sacerdote de hoy» (Cartas, pág. 70). Los pobres tienen derecho, en efecto, a la totalidad del Evangelio; la Iglesia respeta las conciencias de aquellos que no comparten su fe, pero tiene la misión de testimoniar el amor de Dios hacia ellos. Hoy el contexto religioso ya no es el de la época del padre Chevrier. Nuestro tiempo está marcado por la duda, el escepticismo, la increencia, e incluso por el ateísmo, y una reivindicación maximalista de libertad. Pero la necesidad de proponer clara y ardientemente la fe -la totalidad de la fe- se hace sentir cada vez más. La ignorancia religiosa se extiende de manera desconcertante. Sé que muchos catequistas han tomado conciencia de ello y consagran generosamente su tiempo y sus talentos a poner remedio a este problema. La llamada del padre Antonio Chevrier nos debe estimular a todos y mantenernos en esta misión. ¿Acaso no escucháis su exclamación: «¡Qué hermoso es saber hablar de Dios!» (Carta, 1873)? [...] 8. Y tú, padre Antoine Chevrier, guíanos en el camino del Evangelio. ¡Bienaventurado eres tú! Tu figura se eleva y resplandece en la claridad de las ocho bienaventuranzas de Jesús. Esta ciudad de Lión te llamará bienaventurado, ella que, desde el día de tu muerte, te rodeó ya de veneración. Del mismo modo la Iglesia venera en ti al «pequeño» -exaltado por Jesús más que los sabios y los prudentes-, al sacerdote, al apóstol, al servidor de los pobres. Como Pablo, tomado por Cristo, tú has vivido olvidando lo que quedaba detrás de ti, en tensión total hacia delante. Sí, tú te has vuelto totalmente hacia el Futuro, hacia el gran futuro de todos los hombres en Dios. Tú has corrido hacia la meta para ganar el premio que Dios nos llama a recibir allá arriba, en Cristo Jesús. ¡Este es el precio del amor! ¡Esto es el Amor!

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-X-1986)

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EL COMBATE DE LA FIDELIDAD Y DE LA PRUEBA

Las cartas a las siete Iglesias reflejan la lucha de aquellas comunidades por permanecer fieles a Jesucristo, frente a la tentación de pactar con el imperio, con la gnosis, alejándose de seguir al Cordero degollado... La época que estamos viviendo se ilumina en este mismo marco. La Iglesia ha de buscar ser fiel al Crucificado-resucitado, estar en continuo proceso de conversión y vivir de la fe. “Cargar alegre y amorosamente cada día con la cruz que proviene ... de la fidelidad a la Iglesia” (Const 10) El libro del Apocalipsis (“revelación”), en un lenguaje cifrado y simbólico, alimenta la fe y la esperanza del pueblo cristiano, convocando a la fidelidad en el seguimiento de Jesucristo, el Buen Pastor, el “Cordero Degollado”. Los destinatarios son comunidades que viven situaciones de dificultad y de cambios profundos, con amenazas exteriores (persecuciones) e interiores (seducción de los ídolos, la gnosis y la falsa religión). Es un mensaje de consuelo y esperanza para estas comunidades que están naciendo. Dios sale a nuestro encuentro en este momento de la historia, en que vivimos profundas mutaciones, que afectan a lo hondo de nuestra fe personal y eclesial. Son tiempos de desafíos a la fe, (para algunos, los tiempos de “los últimos cristianos”). Las cartas a las 7 Iglesias (los “primeros cristianos”) nos conducen a ahondar en la fidelidad a nuestra vocación humana y cristiana. También hoy, como hace 2000 años en Asia Menor, somos llamados a ver la

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“otra cara” de los acontecimientos, no solamente desde los análisis sociológicos (nuestra percepción inmediata de los hechos), sino desde la mirada honda de Dios, la mirada del amor fiel, que “tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Único” (Jn 3,16). La mirada desde la perspectiva de la cruz, necedad para los paganos, locura para los judíos, pero fuente de salvación para los que creen en Jesucristo (Cf. 1 Cor 1,17-25). El Cordero Degollado (Ap 5,12) desvela el sentido de los acontecimientos. Los discípulos del Cordero están llamados a seguirle en fidelidad. ¿Cómo se expresa y se vive la fidelidad a la Iglesia en estos capítulos del Apocalipsis? ¿Qué significa “cargar con la cruz que proviene de nuestra fidelidad a la Iglesia? ¿Adónde nos conduce cargar con esta cruz?

1 LA FIDELIDAD A JESUCRISTO, “EL TESTIGO FIEL”

La vocación y misión de la Iglesia es actualizar la presencia viva de Jesucristo en medio del mundo; como un sacramento, ser presencia significativa: “iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia” (LG 1). Con imágenes diversas el Apocalipsis se refiere a Jesucristo, “el testigo fiel Jesucristo, Luz del mundo Jesucristo es como el sol y la luz: “su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza” (Ap 1,16; 21,23; 22,5). Ante la luz del sol “que brilla con toda su fuerza”, todas las demás luces quedan relativizadas. El fruto de la fidelidad es el encuentro con el “Sol luciente de la mañana” (Ap 2,26), regalo gratuito de Dios, el nuevo día, el Día del Señor. Frente a las luces distorsionadas de la gnosis de todos los tiempos que atemorizan y deslumbran, el Sol de la mañana, el Cristo de la Pascua no es una aportación más, una luz más entre otras, no es solamente un rayo de luz, sino toda la luz: “Por Jesucristo recibimos la vida y la luz, la verdadera luz, para distinguir esta luz de lo alto de todas esas pequeñas luces humanas y terrestres que vienen a iluminar a menudo entre dos luces ... Cuando queremos, pues, conocer algunas cosa, estimarla, juzgarla, darla su valor, no tenemos otra cosa que buscar la luz, Jesucristo” (VD 90-91). No faltan, sin embargo, tentaciones de buscar otras luces, otra lógica, otros criterios de eficacia, distintos de los caminos elegidos por el Siervo Glorificado. Las comunidades del Asia Menor, destinatarias directas del Apocalipsis, habían experimentado ya, en pocos años, el deslumbramiento de otras luces,

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aparentemente más eficaces, como el prestigio y el poder (Ap 3,17). Hemos de preguntarnos cómo realmente nuestras Iglesias, comunidades, grupos eclesiales... en su ser y actuar vivimos de la referencia al “sol que brilla con toda su fuerza”. La fidelidad de la Iglesia la debe llevar a mostrar en su vida el rostro del Señor crucificado y resucitado para poder ofrecerlo al mundo como signo de esperanza. “¿No es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?”(NMI, 16). Jesucristo, el Viviente, el Primero y el Último “Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su mano derecha sobre mí diciendo: «No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,17). El término del camino del Crucificado no es la muerte, sino la vida. El Cristo del Apocalipsis pone su mano sobre el hombro del discípulo y el apóstol, un gesto que es, a la vez, de confianza y de fortaleza. Él no es un personaje ilustre del pasado, que dejara una doctrina extraordinaria, sino el Viviente, el Compañero permanente de camino. Vivimos el tiempo del Resucitado, que convoca a la transformación del mundo en Reino de Dios. La verdadera fidelidad se fundamenta en la fe, que experimenta la mano amiga del Resucitado, el cual invita a sus discípulos a cargar con su cruz cada día (Mc 8,35) y morir dando vida: “cuanto más muerto se está, más vida se da” (VD 535). Jesucristo, Palabra que juzga “De su boca salía una espada aguda de dos filos” (Ap 1,16) Jesucristo es la Palabra, que habla con autoridad, que penetra hasta el fondo, hasta el hondón de la vida y de la conciencia (Heb 4,12-13): el que juzga y verifica lo que hay dentro. La fidelidad a la Palabra, como espada que autentifica el interior, no está en formalidades exteriores, como la fidelidad de los fariseos (Mt 23,1), pues la letra mata, pero el espíritu es el que da vida (2 Cor 3,6). Es la palabra que no se queda en las ideas, sino que llega al corazón, que se hace carne y engendra nueva vida. La Iglesia está convocada a dejarse juzgar por la Palabra, tomando conciencia de que no es dueña, sino servidora de la Palabra recibida, para que el mundo y, sobre todo los pobres, alcancen la Buena Noticia de la salvación (Lc 4, 18 s), Jesucristo, el Testigo fiel La fidelidad de la Iglesia es la fidelidad a Jesucristo, “el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,4), obediente hasta la muerte (Flp 2,5). En Él se manifiesta la eterna fidelidad de Dios, que nunca abandona a sus hijos: “Él permanece fiel” (2 Tm 2,13); “no os dejaré huérfanos” (Jn 14,18). La fidelidad tiene, pues, su fuente en el mismo Dios, siempre fiel a su pueblo, “el Dios que era, es y será” (Ap 1,8). Yo te seré fiel en esta hora de la prueba que se avecina sobre el mundo entero” (Ap 3,10). El Testigo fiel no exime de las pruebas y de la dificultad, pero

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acompaña a su Iglesia con su fidelidad. Ha asegurado a los suyos que no les faltarán las pruebas, que el camino no siempre es fácil (Jn 16,33), pero Él ya ha vencido al “mundo” de la muerte, es fiel al pueblo que se ha formado y que ha puesto en camino. La Iglesia, a su vez, vivirá entre la fidelidad y la infidelidad. Las cartas a las siete Iglesias en conjunto expresan bien esta permanente tensión: “conozco tus obras... pero tengo contra ti que...” 2 LA CRUZ QUE PROVIENE DE LA FIDELIDAD A UNA IGLESIA FIEL A causa de la Palabra y del testimonio La fidelidad al Evangelio conduce al evangelizador a la persecución y el destierro. La cruz da garantía de calidad al vidente de Patmos, solidario con el sufrimiento de los hermanos: “Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación, del reino y de la paciencia, en Jesús. Yo me encontraba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Ap 1,9). El discípulo no es más que su Maestro (Mt 10,24). El Maestro había anunciado las persecuciones por la fidelidad a la Palabra (Mc 4,17). Cargar con la cruz de la fidelidad a la Palabra de Dios y al testimonio de Jesús. ¿Qué palabra y qué testimonio? El anuncio del único nombre que se nos ha dado y en el que somos salvados (Hch 4,12). La persecución y la cruz no viene por ofrecer unas normas éticas entre otras, ni unos ritos diferentes, sino por el testimonio de que Jesucristo es el único Seño (Ap 22,13). Desde la presentación del libro aparece en la misma persona del remitente cómo la fidelidad a la Iglesia que se mantiene fiel en la confesión del único Señor es causa de cruz y de persecución. Cargar con la cruz que proviene de la fidelidad a la Iglesia se expresa bien con la frase de A. Chevrier “Dar la vida por las palabras” (Cf. Cuadro de S. Fons, VD 535). Al acercarnos al texto del Apocalipsis somos invitados a admirar y acoger el testimonio de tantos hermanos de camino, que, como el autor del Apocalipsis, cargan con la cruz de la fidelidad “a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús”. Su palabra adquiere garantía de calidad, como la de Pablo (“creí, por eso hablé” 2 Cor 4,13). Algunos son conocidos públicamente (así, el vietnamita Cardenal Nguyen van Thuan, que pasó 13 años en la cárcel y que, con el título “Testigos de esperanza”, predicó el año pasado los Ejercicios Espirituales al Papa); otros, los más, sólo son conocidos en el pequeño ámbito de su comunidad y de su pueblo, pero ellos mantienen encendida, con su fidelidad, la lámpara de la fe y de la esperanza. Son los testigos (mártires) de la fe; cada uno de nosotros tenemos nombres y rostros de hermanos que dan la vida por la fidelidad a la Palabra. Fidelidad hasta dar la vida “Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Ap 2,10)

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Permanecer en el amor y en la pobreza es camino que lleva a la vida (“el vencedor no sufrirá daño de la muerte segunda” Ap 2,11). El apoyo y la fuerza para mantenerse en el camino de la fidelidad no está en las seguridades adquiridas, sino justamente en quien vive despojado porque ha puesto su confianza en el Señor: “conozco tu tribulación y tu pobreza”. Dios no pide a todos las mismas cosas y al mismo tiempo; la fidelidad a la Iglesia llevará a “algunos” a la cárcel: “El diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis tentados, y sufriréis una tribulación de diez días” (Ap 2,10). La cárcel, como la cruz, es signo de ignominia; la fidelidad de los “confesores de la fe” de todos los tiempos, encarcelados con distintos métodos según la costumbre de la época, es, como el martirio, semilla de cristianos. Es la manifestación de la fuerza de la debilidad (2 Cor 12,10) y de que el Señor no abandona a los que llama. A Pedro le ha anunciado que no le faltarán pruebas, que Satanás lo ha requerido para tentarle, pero que Él ya ha rogado por Pedro para que no falle en la fe (Lc 22,31). El criterio de selección de los “encarcelados por el Evangelio” parece que está en los “miembros más fuertes” (Cf. 1 Cor 12,12s.). Paradójicamente, los que parecería que habría que guardar y proteger con más cuidado, dada su relevancia en el cuerpo eclesial, son los primeros en ser encarcelados, en definitiva, en seguir a Jesucristo más de cerca (Mt 16,24; Lc 22,31). La paradoja sin embargo no es otra que la paradoja de la cruz y del camino del Servidor: el criterio de las relaciones eclesiales no es el de los que mandan (Mc 10,41), sino el de los que sirven; los que mandan según el mundo se protegen con su guardia (Jn 18,37), los que son llamados al servicio de la fe de los discípulos de Jesús, serán los primeros encarcelados: “dichosos vosotros cuando os persigan y os excluyan...” (Mt 5,11). Conocemos bien quienes son, en el Nuevo Testamento, “algunos” encarcelados: Pedro, Juan, Santiago, Pablo... (Hch 5,17 s; 12,1 s; 16,23 s); Son los sarmientos elegidos, que serán podados para dar más fruto (Jn 15, 2). Mantener la fe en un contexto difícil:

“Sé dónde vives: donde está el trono de Satanás. Eres fiel a mi nombre y no has renegado de mi fe, ni siquiera en los días de Antipas, mi testigo fiel, que fue muerto entre vosotros, ahí donde habita Satanás” (Ap 2,13).

Una Iglesia “que vive donde tiene el trono Satanás”, es decir, donde está implantado el paganismo en forma de culto imperial. En un contexto en el que era obligatorio rendir culto al emperador resultaba difícil y peligrosa la confesión de la fe. “No podéis servir a dos señores...” (Lc 16,13); “aunque en el mundo haya muchos dioses y señores, para nosotros sólo hay un Señor” (1 Cor 8,5-6). Ante la permanente tentación de asimilarnos a los “señores” de este mundo (en las diferentes versiones del “culto al emperador”) la confesión de fe en el único Señor pasa por la cruz de la intemperie: la Iglesia no se apoya en elementos exteriores, sino en aquel que tiene Palabras de vida eterna, el único fundamento de la construcción (1 Cor 3,11).

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El P. Chevrier nos recuerda cómo este despojo nos hace más libres en la fidelidad: cuando no nos despojamos de modo espontáneo (como el que todo lo ha vendido por el único tesoro) los “revolucionarios” ejercen de mediación para facilitar a la Iglesia un despojo que la hace libre para el seguimiento: “¿No es frecuente que Dios envíe revoluciones para castigar nuestra avaricia y nuestro apego a las cosas de este mundo y que nos haga despojarnos por los mismos fieles de todo aquello que poseemos? Es lo primero que hacen los revolucionarios: despojarnos, empobrecernos” (VD 316).

3 “PERO TENGO CONTRA TI QUE...” (Ap 2,4.20)

La cruz también procede de la propia infidelidad de la Iglesia; cargar con las infidelidades de nuestra Iglesia. En la pasada Asamblea General del Prado, decía el Cardenal de Lyon, Mons Billé al concluir su exposición en el Retiro que dirigió a los participantes: “Forma parte de nuestra pobreza asumir nuestra solidaridad con una Iglesia que nunca ha sido ni es totalmente fiel al Evangelio”. Las cartas a las Iglesias indican caminos de solidaridad con una Iglesia, santa y pecadora, que no acaba de ser fiel al Evangelio. Perder el amor primero (amor “fundante”) Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Recuerda, pues, de dónde has caído (Ap 2,4) Sólo lo que nace del amor (“ágape”) es fecundo. La verdadera fecundidad no está en las obras, sino en la fidelidad a la raíz (Jn 15,5); el amor primero no es un mero sentimiento o entusiasmo inicial, sino la referencia absoluta al único fundamento y razón de ser de la Iglesia, llamada a hacer fructificar en medio del mundo la semilla del reino (Mt 13,1 s.). Se pueden hacer “grandes obras”, cosas importantes, resistir en las dificultades, mantener la ortodoxia... pero pierde su fuerza de salvación y transformación si el fundamento no está en el “ágape” de Dios: “Ya podría dejarme quemar vivo.. Si no tengo amor, no soy nada” (1 Cor 13,3). Es el “ágape” que se manifiesta en la misericordia entrañable del buen pastor, que cada día sale al encuentro de la oveja perdida. “Vuelve a tu conducta primera. Si no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero” (Ap 2,5). La Iglesia de Éfeso, si no se convierte al amor primero, perderá su rango de metrópoli religiosa: “cambiaré de su lugar tu candelero” (Cf.. nota de la Biblia de Jerusalén). El espíritu de Dios (la fidelidad) no está en los títulos ni en el prestigio, sino en el interior, en el amor que nace de Dios (VD 219 ). A la luz de la parábola del Padre misericordioso (Lc 15), se trataría de una Iglesia situada en la perspectiva del hijo mayor, “que jamás ha dejado de cumplir una orden” (Lc 15,29) (“conozco tus fatigas” Ap 2,2), pero que ha olvidado la experiencia de la gratuidad y del amor entregado del Padre. La conversión pasa, en primer lugar, por “darse cuenta” del origen (recuerda de dónde has caído). Es la experiencia del hijo menor, que toma conciencia de su realidad de hijo y le lleva a hacer el camino de cruz hasta el encuentro con el Padre: “cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan...” (Lc

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15,17). Es un camino a la vez de dolor y de gozo, pues, en definitiva, es el amor el motor del camino hacia la casa del Padre (“La cruz es la salvación, es la gloria” VD 330). Es en este amor primero donde se fundamenta la evangelización de los pobres, el amor del Buen Pastor que da su vida por las ovejas y sale en busca de la perdida. Pactar con los ídolos del momento “Tengo contra ti que mantienes algunos que sostienen la doctrina de Balaam... toleras a Jezabel” (Ap 2,14.24). La radicalidad evangélica lleva a la lucha contra los falsos profetas, contra la seducción y el engaño. La Iglesia debe discernir la verdadera fe a la luz de la Palabra. Aquí radica la fuerza para combatir la idolatría: “lucharé contra esos con la espada de mi boca” (Ap 2,16). La seducción (“se os abrirán los ojos y seréis como dioses” Gn 3,5 ) ha de dejar lugar a unos oídos de discípulo, que se mantiene en la escucha (Is 50,4). Así, son elogiados “los que no conocen los secretos de Satanás” (Ap 2,24) A ellos se les pide permanecer firmes en la fe en el Señor Jesús y en el combate contra los ídolos y la falsa religión (VD 461). Cultivar las apariencias “Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto” (Ap 3,1). El Señor envía a sus discípulos para que den fruto. Esa es la gloria del Padre: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos” (Jn 15,8). El árbol se conoce por el fruto: “de las zarzas no se vendimian uvas” (Lc 6,44). La Iglesia está llamada a dar frutos de salvación para la vida del mundo. La denuncia de infidelidad es realmente dura; responde a la denuncia de Jesús a los fariseos: “sepulcros blanqueados” (Mt 23,27). Ante la admiración de los discípulos por la grandeza de las construcciones (“mira qué piedras y qué construcciones...”) el Señor señalaba la caducidad de las grandes construcciones y la permanencia de la aportación de la viuda (Lc 21,1-4). La infidelidad por el cultivo de las apariencias, que tiende a fortalecerse en la época en que vivimos, caracterizada por el culto a la imagen, es una tentación que está en los comienzos de la Iglesia y de la cual el P. Chevrier se hace eco con un lenguaje muy directo: “No son las piedras, ni los cálices, ni los ornamentos, ni las lámparas, ni los altares hermosos, ni los bellos púlpitos los que convierten; atraen por curiosidad, pero no convierten, ni curan. Y hoy, sin embargo, se trabaja mucho más en hacer bellas iglesias, bellas casas curales, que en hacer santos. Es que es más fácil hacer una bella iglesia que hacer un santo. Y no se podrá jamás reemplazar la santidad por las más hermosas cosas externas” (VD 297). La conversión de Navidad llevó a Antonio Chevrier a seguir más de cerca de Jesucristo, “para ser más eficaz”, es decir, para una fecundidad apostólica. La fecundidad de la Iglesia está en el interior, la garantía de calidad del exterior está en el interior, como el árbol natural; “que el Espíritu produzca en nosotros el exterior” (VD 221), no en las grandes construcciones y en los signos de

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grandeza. La fidelidad pasa por “reanimar lo que queda” (Ap 3,2): la pequeña levadura, la pequeña semilla. Y lo que queda es el amor (1 Cor 13,8). Reanimar lo que queda es ir al pesebre, que es donde comienzan las obras de Dios: “en el despojo, la sencillez y la pobreza, para poder así enriquecer al mundo” (Carta 52; 2 Cor 8,9). Miedo al riesgo “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!” (Ap 3,15) Una Iglesia que vive sin comprometerse con su fe, que se mantiene “entre dos aguas”, cristiana y pagana a la vez, con referencia a Jesucristo, pero fundamentada en sí misma, en sus propias riquezas (“dices: soy rico, nada me falta” Ap 3,17), de tal modo que está incapacitada para el riesgo del anuncio del Evangelio, como la sal que se vuelve sosa (Lc 14,34). Como el joven del evangelio no está dispuesta a venderlo todo (Mt 19,22). Necesitaría vivir la experiencia del hijo pródigo para valorar lo que significa perderlo todo. En contraposición con la tibieza denunciada por el Testigo fiel está el fuego de Pentecostés, que provoca a los apóstoles a salir a la intemperie, al encuentro de una multitud plural y anunciar a Jesucristo muerto y resucitado como único Señor (Hch 2,1s). Es la fe en la resurrección, que le lleva a Pablo a asumir los riesgos del Evangelio: “Y nosotros mismos ¿por qué nos ponemos en peligro a todas horas?” (1 Cor 15,30). El discípulo ha de estar dispuesto a arriesgar la vida para ser fecundo en una vida nueva (Jn 12,25). Cargar con la cruz que viene de la fidelidad a la Iglesia es salir de las claves de la acomodación y del acondicionamiento; no poner por nuestra cuenta límites al seguimiento: cristianos, sacerdotes, sí, pero “dentro de un orden”, unos niveles de exigencia y radicalidad puestos por la propia conveniencia o la propia cultura. El P. Chevrier distingue entre los sacerdotes cumplidores -los buenos- (buenos funcionarios, diríamos hoy), y los que buscan la perfección: “el que busca la perfección no ve más que a Jesucristo, ama a Jesucristo y hace que Jesucristo pase ante todo” (VD 121). “El riesgo no es una conversación atrevida al calor del fuego en una noche oscura. No, el riesgo exige inseguridad; exige una apuesta audaz por lo deseable pero incierto. El riesgo es una fe que la razón no limita. El riesgo camina con Dios como su único y seguro compañero” (J. CHITTISTER, El fuego en estas cenizas, p. 93)

4. CONSECUENCIAS E IMPLICACIONES (LLAMADAS A LA CONVERSIÓN) Abrir los ojos, darse cuenta” (Ap 1,1; 2,5; 3,17.18.22). El Apocalipsis es “revelación” del sentido profundo y oculto de los acontecimientos, que viene de Jesucristo. Contemplar la vida más allá de las apariencias. Es creer en el Resucitado, que ha vencido al mundo. Es una gracia a pedir y cultivar: “que tu luz nos haga ver la luz” ( Sal 36,10) La atención

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a la vida, la lectura creyente de la realidad, ver cómo Dios hoy está actuando en medio del mundo y de la historia. “Abrir los ojos” como el Buen Pastor, que se estremece al contemplar a la gente “como ovejas sin pastor” (Mt 9,36) y que llora al contemplar Jerusalén (Lc 19,41). Es la misericordia entrañable, la mirada que salva, que hace entrar a la gente en el corazón, para que brote en él la compasión de Dios . Cargar con la cruz de la fidelidad a la Iglesia es “abrir los ojos”. Antonio Chevrier se deja cuestionar por el Cristo del pesebre y contempla así su barrio de la Guillotière y se pregunta “¿qué vemos?”. A partir de ahí “ver” supone “hacerse cargo”, “cargar” con la cruz de la vida de los pobres, cargar también con las consecuencias, con la incomprensión en relación con la Iglesia de su tiempo, abrir los ojos y el corazón a la luz nueva del Espíritu. Es preciso pedir este don del Espíritu. De este modo escribe a sus seminaristas para que aprendan a ver y comprender: “Quien ama comprende, quien ama puede obrar... la operación del Espíritu Santo es, por así decirlo, la más necesaria, porque ¿de qué sirve ver si no se comprende lo que se ve?, ¿de qué sirve oír si no se comprende lo que se oye? ¿de qué sirve incluso comprender si no se ama? Ojalá podáis comprender bien esta operación del Espíritu Santo en nosotros para que podáis pedirle que actúe en vosotros y no pongáis ningún obstáculo a su acción” (Carta 93). Bienaventuranza. “Dichoso el que lea y escuche...” (Ap 1,3) A lo largo del Apocalipsis aparece con frecuencia la proclamación de bienaventuranzas (Ap 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7; 22,14). La fuente de las bienaventuranzas está en la escucha y cumplimiento de la Palabra, como el elogio que Jesús hizo de su madre (Lc 11,27). Coinciden la primera y la última bienaventuranza: “dichoso el que lea y los que escuchen y guarden...” (Ap 1,3); “dichoso el que guarde las palabras de este libro” (Ap 22,14). Dichosa la Iglesia que escucha, lee y proclama la Revelación de Dios; el conocimiento del proyecto salvador de Dios hoy es fuente cierta de felicidad. Es una llamada a vivir la alegría de ser cristiano: Tendrá la corona de la vida (Ap 2,10), no sufrirá la muerte segunda (Ap 2,11), recibirá el maná escondido (Ap 2,17), el poder sobre las naciones (Ap 2,26), el Lucero de la mañana (Ap 2,28), será revestido con vestiduras blancas (Ap 3,5), será puesto como columna en el santuario de Dios (Ap 3,12). Urgencia “El tiempo está cerca” (Ap 1,3) Tomar conciencia de la gravedad del momento. Es la urgencia escatológica de los cielos nuevos y la tierra nueva. Es preciso equiparse bien: “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego” (Ap 3,18). Es el tiempo de valorar “lo único necesario”: el amor purificado. Con el peso del tiempo se van adquiriendo adherencias, sobrecarga que dificulta la marcha gozosa y la espera del Señor. En estos momentos de cambios profundos (un cambio de época) no es tiempo para entretenerse en el camino, dispersos en preocupaciones accesorias o estéticas, sino en ahondar en lo esencial: “el oro acrisolado”, ahondar en el dinamismo del amor (agape) que viene de Dios para poder así ofrecerlo al

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mundo y construir el Reino de Dios. Abrir la puerta: “Estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,21). Concluimos con la bella reflexión sobre este texto que el P. Chevrier hace en el Verdadero Discípulo: “Una puerta puede estar en diversas posiciones, y cuando alguien llama a esta puerta y uno viene a ver para abrir, se la puede dejar cerrada y no dejar entrar en absoluto, se puede entreabrir solamente y dejar a la puerta a los que vienen, finalmente se puede abrir del todo y dejar entrar a los que llaman. Esto mismo lo podemos hacer nosotros con Jesucristo nuestro Maestro en relación a la puerta de nuestro corazón, cuando él trata de entrar. El que no abre su puerta, es el que rehúsa dejar entrar al Maestro y el que rehúsa recibir a su Maestro para seguirlo, el que prefiere seguir sus ideas, sus pasiones, al mundo. El que no abre más que a medias, es aquel que escucha, pero no deja entrar del todo al Maestro en su casa; sigue siendo dueño de la puerta, dueño de su casa, no quiere recibir a nadie, sigue siendo dueño de su casa y de su corazón. Escucha, pero toma sólo lo que quiere, hace lo que quiere, no toma más que lo que le conviene y deja todo aquello que no le agrada. Recibe al Maestro con reserva y prudencia y escucha más a su razón, a sus pequeñas pasiones que son sus dueñas, que al verdadero Maestro que quiere entrar, desconfía, le da miedo, no abre su corazón más que a medias, y el Maestro no puede entrar para mandar, como debería hacerlo. El último abre su puerta completamente, y deja entrar en su casa al Maestro que llama. Está feliz de recibirle y ofrecerle un lugar de honor; le escucha feliz y no desea más que una cosa. Comprender lo que dice y ponerlo en práctica” (VD 125). CONCLUSIÓN Esta es nuestra Iglesia, fiel e infiel al mismo tiempo. Las siete cartas nos urgen al discernimiento, desde la palabra y la luz del Señor: discernir si las cruces que cargamos son propias de la misión, tienen su origen realmente en la fidelidad al Evangelio, o, justamente lo contrario, de la propia resistencia a “venderlo todo”, a “saber morir”, y que se traducen en permanentes lamentaciones en añoranza de tiempos pasados o de temores al futuro. La cruz que proviene de la fidelidad a la Iglesia puede llegar por caminos diversos: por la fidelidad a la Iglesia fiel y por sufrimiento de las propias infidelidades del cuerpo eclesial (Cf. 1 Cor 12,27). El P. Chevrier describe los verdaderos trabajos, la verdadera cruz, que es fecunda cuando se fundamenta en la fe: “Dios no paga sino a los que trabajan para él” (VD 321).

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Artículo aparecido en la Revista del Prado n 168

Ángel Marino García Cuesta

http://www.contemplavida.org/17Prado/Combate_A_Marino.pdf