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Alfonso Ramírez

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Yo, Franco Quijano

Alfonso Ramírez

Mérida República Bolivariana de VenezuelaOctubre de 2015

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Yo, Franco Quijano© Alfonso Ramírez© FUNDECEM

ColeCCión Temas y auTores merideños

Gobierno Socialista de MéridaGobernador Alexis Ramírez

Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida - FUNDECEMPresidente Pausides Reyes

Ilustración: Leomar Alarcon

Editor Gonzalo Fragui

Depósito Legal: LF07420159203514ISBN:

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Yo, Franco Quijano:Novela de Confluencias

Juan Ramón Suárez Zambrano

IOcho capítulos conforman esta novela póstuma, es-

crita por el más grande y connotado cronista de nuestro pueblo tovareño: Alfonso Ramírez Díaz, “El Polaco”, (To-var, 21/09/1929-29/06/2014); cuya escritura y redacción culminó en el mes de septiembre de 2012, cuando apenas acababa de cumplir sus 82 años.

Dos días antes de su lamentable desaparición -27 de junio-, le visité en horas matutinas (diez de la mañana, aproximadamente); y con su rostro apesadumbrado y voz cadenciosa, me pidió redactara las presentes líneas, “No muy largas, que no pasen de unas dos hojas de extensión”.

Asumí tan honrosa petición, estrechándole sus ma-nos y agradeciéndole -no sé si con un gesto de despedi-da- todos sus aportes y orientaciones a mi humilde tarea intelectual, retirándome de sus aposentos, con lágrimas en los ojos.

IIAunque el autor ofrece una advertencia introducto-

ria en el Preliminar del libro, en la cual expresa: “Lo que aquí escribo no es una biografía ni una novela. Es el rela-to de una vida que solo puede contarse tal como ella fue: una realidad inmersa en la mentira, o una fantasía sobre la base de hechos ciertos. Si el protagonista mintió hasta cuando decía la verdad, el que refiere sus hazañas [Alfonso Ramírez], si quiere ser fiel al personaje, tiene que actuar

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más como actor que como autor”; esta obra, presenta el en-tramado narrativo/descriptivo; de una novela cuyo estilo, caracterización y valoración la conlleva a ser un ensamble narratológico novelado de carácter histórico/biográfico, novela mixta, convergente o de confluencia, por la forma como está concatenada la trama, secuencia de aconteci-mientos y acciones del personaje principal.

Yo, Franco Quijano está contada a través de un na-rrador protagonista homodiegético (homo, “igual”, diége-sis, “narración” o “relato”), o en primera persona testigo, representado -en este caso por el autor- quien asume en carne y hueso los hechos, incorporándose o encarnando psíquica y cognitivamente al personaje original (Juan Fran-cisco Franco Quijano), para darle vida a sus actuaciones y vivencialidades autobiográficas, convirtiéndose de esta manera en actor más que autor. Es decir, desdoblándose y metamorfoseándose -a la vez- en personaje narrador.

La tesis que pudiéramos manejar -de acuerdo a nues-tro instinto perceptivo- es que estamos ante la presencia de un personaje multifacético, de laberíntico y contradictorio proceder.

Es Franco Quijano, el epicentro, eje vinculativo o co-nectivo entre todas las matrices, focalizaciones y confluen-cias de la novela: Correlaciones temáticas, interconexiones temporales -pasado/presente o viceversa-, indagaciones argumentativas, ubicación espacial/geográfica, conflictos sentimentales (idilio frustrado entre Franco Quijano y Ofe-lia Mora), acontecimientos históricos, ficcionalizaciones, lirismos, religiosidad, paganismo y cultismos filosóficos, entre otros. Por lo tanto, él es el hilo conductor o nervio principal en el desarrollo del relato novelístico.

En realidad la formación intelectual, filosófica, aca-démica, teológica y lingüística de este ambiguo persona-

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je, es retratada -con todos sus atributos y defectos- en esta obra.

¿Cómo logra Alfonso Ramírez pernoctar, descifrar e interpretar el pensamiento de Franco Quijano? Sencilla-mente, confrontando mediante acuciosas lecturas cada una de sus facetas; apoyado en la oralidad, su obra escrita y los criterios de quienes le admiraron y adversaron. Además, el autor conoció al personaje y estuvo ligado -profesional-mente- a uno de sus laboriosos desempeños o procesos ju-rídicos.

Pero el pretexto fundamental del estudio de este enigmático personaje es su exquisita poesía; aquella que dejó plasmada en sus cantos y en la prosa lírica y elegante de sus composiciones (principalmente representadas, en sus refinados y rítmicos tercetos); cuestión que destaca “El Polaco”, en el desarrollo de la novela.

IIIAlfonso Ramírez -con la sutileza de un arquitecto de

la palabra y de la creación literaria- va incorporando y es-tableciendo distintas conexiones entre las obras del autor (intratextualidad) con obras de otros autores (transtextua-lidad), fusionadas a su valiosa aportación narrativa.

Extrae párrafos elocuentes y representativos de las obras escritas por el personaje Franco Quijano, tanto a nivel de la prosa como de la poesía: Melancolía Medieval, Nocturnos, Los Fantasmas, Grecomanias, La filosofía tomista de Venezuela, Romance de Ximénez de Quesada, Nubes y Brisas, Los Collares de Ofelia. O hace alusión a episodios, personajes y hechos -citados por Franco Quijano-, a partir de autores universales como Cervantes, Dante, Goethe, San Ansel-mo de Cantórbery, Montaigne, Aristóteles, Santo Tomás

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de Aquino, Kant, o el distinguido doctor Caracciolo Parra León, autor del libro: Filosofía Universitaria Venezolana, al cual dedica, respetuosos comentarios.

Seleccionando los textos más exactos, contundentes y fidedignos, Alfonso Ramírez, arma el rompecabezas es-tructural de su novela, donde la biografía o semblanzas del personaje, elementos históricos y temáticos, van creando el magnífico engranaje argumental.

De estas conexiones, conjeturas o rompecabezas tex-tuales, se van a derivar algunos otros aspectos relevantes en la obra, los cuales denominaremos ensambles narratológi-cos, subdivididos en categorías más específicas: temáticos argumentales, filosóficos/sociológicos; estilísticos e histó-rico/geográficos, que hacen de ésta, una novedosa y mag-nifica creación literaria.

Otro elemento estilístico transcendente es la utiliza-ción del lenguaje artepurista, estético y magníficamente interconectado entre la prosa elegante y la lírica de rítmica y sonora musicalidad, derivada de la poética francoquijo-tiana.

Este arqueo lingüístico, donde la objetividad des-criptivo/narrativa, expositiva y antológica se congregan, dan al libro, un valor y dimensión de excelentes cualidades aportativas a la literatura tovareña, regional y connacional.

IVTeniendo como premisa que el estilo representa la

marca o esencia personal/particular de cada creador en el concepto, elaboración o consolidación de su obra -sea artística, filosófica, arquitectónica, musical, intelectual- en esta novela Yo, Franco Quijano, Alfonso Ramírez utiliza

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-como ya señalamos- yuxtaposición o secuencialización de segmentos intra o transtextuales, fusionados a sus criterios analítico creativos, los cuales, caracterizan y asignan a la misma, una particular autenticidad.

Mediante esa estructuración de bloques contextua-les, va construyendo la edificación argumental de la no-vela, cuya columna de sostén principal -como ya dijimos- descansa en la prismaconcrética figura del personaje bio-grafiado: Franco Quijano (Nacido en Soacha, Colombia, el 24/01/1896, radicado en Santa Cruz de Mora, Edo. Mérida en 1914 y fallecido en Caracas en 1973).

Con trascendente, erudita y magistral indagación, Alfonso Ramírez Díaz, logra así -en esta novela- plasmar, toda la imaginación y concentración, dedicación y entrega para el logro de sus objetivos: descubrir y dar vida a la me-moria y multiplicidad cognitiva de un hombre a quien la vida y el destino le brindaron glorias y fracasos.

Yo, Franco Quijano, viene a constituir un hito en la novelística tovareña, y a escala regional, ya que su inno-vadora concepción, amalgamada de diversidad y fluidez narrativa, inmortaliza la esencia creativa de un intelectual, nacido en esta tierra del Mocotíes, cuya ilustridad y ejem-plo quedará perenne en la inmensidad de su luminosa per-sonalidad y la extraordinaria aportación, de su memorable obra escrita.

Tovar, 29 de Julio de 2014. (A un mes de su partida hacia la eternidad).

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Preliminar

Lo que aquí escribo no es una biografía ni una no-vela. Es el relato de una vida que sólo puede contarse tal como ella fue: una realidad inmersa en la mentira, o una fantasía sobre la base de hechos ciertos. Si el protagonista mintió hasta cuando decía la verdad, el que refiere sus ha-zañas, si quiere ser fiel al personaje, tiene que actuar más como actor que como autor. Pero él no siempre fue falso. La sinceridad, que no caracterizó su discurrir en la política, en la filosofía, en la abogacía ni en sus relaciones sociales, sí la estampó en la poesía. Tan auténtica es que al cantar su amor inalcanzable, lo oculta, por ser la confesión de su inti-midad, detrás del escenario donde piruetean sus argucias. La otra cara de su vida, la más conocida, deja en la sombra sus versos y sus prosas apasionados. Su amor lo elevó a una distancia mucho mayor que la distancia a la cual lo descendió su profesión puesta al servicio de la política.

Esta no es una obra edificante; porque su protago-nista tiene más de cínico que de héroe, y como su vida, a pesar de sus cantos muy sentidos, no es la adecuada para que la cuente un predicador; quien hoy la narra se limita a presentarla sin hacer juicios morales. Por ello, es una narra-ción en primera persona.

Los que escriben sus memorias acostumbran poner punto final una vez que refieren lo último que les aconte-ció antes de entregarle su alma a Dios. Como no sabemos a quién le entregó Franco Quijano la suya, es natural que estas seudomemorias se prolonguen más acá de su muerte.

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Si el presente relato arranca una sonrisa al lector (a ratos festiva, a ratos piadosa), ésta será la mejor apreciación de aquella extraña conducta.

Cumplo un deber de justicia al expresar mi profundo agradecimiento a los señores Leonardo Mora Arias, Néstor Abad Sánchez, Mario Rosales Altuve, Sobeira Nieto, Luis Alberto Paparoni Bottaro, José Emiliano Páez y al doctor Luis Hernández Contreras, por el aporte invalorable de libros, periódicos y datos relativos a la vida del doctor Juan Francisco Franco Quijano, que estos amigos genero-samente me han suministrado. De igual manera a Mónica y Alfonso Ramírez Medina, por su trabajo de trascripción y corrección.

Tovar, setiembre de 2012Alfonso Ramírez

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CAPITULO IColombo-venezolano

Soy ante todo abogado y voy a defender mi caso, pero en mi defensa no puedo olvidar el interés de mi clien-te, que son las personas que supieron de mis actuaciones en la vida y por quienes he decidido hablar. Si hay contra-dicciones entre mi relato personal y el de mi defendido, declaro antes de iniciarlo que la verdad no es una sola. El que va a juzgarme es el lector, quien sabrá escoger entre dos verdades que para mí no son opuestas.

El 24 de enero de 1896 nací en Soacha, “ciudad del dios varón”, en lengua chibcha. En esa mi patria chica fue donde contrajo matrimonio, en 1836, el general Francisco de Paula Santander. Mi padre, el doctor en Farmacia Juan Pablo Franco Lizardo, había emigrado en 1895 de Maracai-bo, su tierra natal, debido a la persecución de que fue ob-jeto por el mandatario del Estado Zulia. Mi madre, Adela Quijano Daza, era cundinamarquesa. Soacha queda muy cerca de Bogotá y a esta capital fui enviado para cursar estudios de educación primaria y secundaria. Mis padres habían advertido que yo era un niño que no compartía con los de mi edad sus juegos y travesuras: me consideraban muy serio. Me parece que estaban equivocados; porque yo me divertía, pero con los libros. Para leer cuantos estu-vieron a mi alcance, aprendí latín y griego, y poco a poco, pues tenía facilidad para los idiomas, leía libros en italiano, francés, inglés.

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A un amigo que escribiría sobre mí le dije que nací en Mérida y que tenía partida de nacimiento de esta ciudad. Ni él ni nadie me creyeron. ¿Quién le cree al Registro Civil? Todos me tildaban de colombiano, aunque la Constitución de Venezuela me otorga la nacionalidad venezolana: soy hijo de padre venezolano, y yo quise tener la nacionalidad de mi padre. Ciertamente, esta manifestación de voluntad tuvo lugar tiempo después de mi mayoría de edad; ya que en la dedicatoria para el doctor José Luis Perrier, residente en Nueva York, de mi librito La Filosofía Tomística de Vene-zuela, dije lo siguiente: Porque soy colombiano y rosarista y porque el doctor Perrier ha dicho bien en sus obras tanto de mi patria como de este Colegio Mayor, le dedico estos pobres renglones. Más adelante, en el mismo opúsculo, afirmo: El gran pecado de Venezuela es una síntesis de la historia de la república hermana: hermana de Colombia.

Entre mis apellidos el Daza es romano de adopción y famoso por un César estulto; por lo Franco soy galo; por lo Quijano, castellano, y si hay un académico de la Historia curioso, podría averiguar si desciendo de la sobrina de don Alonso Quijano.

En 1914 mis padres se residenciaron en un pueblito de los Andes merideños llamado Santa Cruz de Mora, que no tenía sino medio siglo de existencia, donde me hice de muchos amigos de mi edad, pero también de personas ma-yores, varios de los cuales tenían apellidos italianos. Res-petuoso como he sido de muchachos y de adultos, y como allí no había otros jóvenes experimentados en el escribir, me desempeñé como secretario de la Junta Comunal.

Por contar mi padre con amistades en Maracaibo tuve acceso al diario Panorama, que me brindó la oportu-nidad de publicar artículos míos y, en 1917, un poemario al que puse el nombre de Brisas y Nieblas, las brisas y las

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nieblas que cubrían como una tenue gasa los contornos del pueblecito donde discurrió mi primera juventud.

Junto a mi familia regresé a Colombia. Para 1916 es-taba yo en Bogotá. En el Colegio de San Bartolomé, de los jesuitas, enseñaba literatura el padre Jesús María Ruano, S. J., quien le dedicaría su libro Literatura Preceptiva a la Vir-gen María, “reflejo de la hermosura increada, ideal de toda creada belleza”. Pero el más antiguo y legendario Colegio Mayor del Rosario fue el que me recibió entre sus alumnos. Monseñor Rafael María Carrasquilla era allí mi profesor de Metafísica, Lógica y Teología y, siendo yo un asiduo estu-diante, me fue asignado el cargo de bibliotecario y fueron aceptadas mis colaboraciones para la revista del Colegio. Un día me dijo Monseñor: “Juan Francisco, ¿cuándo puede un maestro saber con certeza que su discípulo es su hijo intelectual?”. En efecto, la paternidad intelectual es para mí más importante que la biológica.

Al término de mi carrera estudiantil fui exonerado de presentar el examen y mi maestro aprobó mi tesis doc-toral. Hasta llegué a ser condecorado, en presencia de la intelectualidad bogotana, en el centenario de la batalla de Boyacá.

Mi admiración por la Edad Media y sobre todo por las figuras de Santo Tomás de Aquino y de Dante Alighieri se corporizó en una serie de artículos que publicó la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Son artícu-los de un bibliófilo, pues nunca pretendí enjuiciar su obra, sino simplemente revivirla; pero siempre fui un bibliófilo que leía los libros y en los idiomas en que fueron escritos. El resultado fue una monografía que titulé Melancolía Me-dioeval. En ella confieso mi entusiasmo por aquella época:

Yo admiro la obra de la Edad Media y venero el es-fuerzo ciclópeo de sus hombres, que nos dieron una

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honda lección de perseverancia y de trabajo, para en-señar a los amantes de los triunfos fáciles que, como el pan del cuerpo, el pan del espíritu lo ganamos con el sudor de la frente y que, como el reino de los cie-los, el reino de las ideas padece violencia.

Para el poeta medioeval la Edad de Oro no está en los orígenes del linaje humano, como en Platón, sino más allá de las puertas del sepulcro. Esto lo confirmé, ya maduro, en mis Nocturnos:

Lo que en la literatura griega, clásica, es vida y ar-monía, en la literatura medioeval es pensamiento profundo de la muerte y risueña y embriagadora contrastación de esperanza. En su mundo, de valores eternos, esta contraposición de la muerte a la vida y de la esperanza al hedonismo, es de muy alta estética y una muy noble trascendencia. Porque si la armo-nía embellece y da su sentido más dulce a la vida, la esperanza no menos embellece y le da su sentido trascendental a la muerte.

Para mí la Suma Teológica y el Quijote tienen un naci-miento semejante. Si no es melancólico afirmarlo, para mí es indudable el parecido: Así como Cervantes no tuvo más deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fin-gidas y disparatadas historias de caballerías, pero con tan corto deseo escribió la epopeya de la humanidad, así To-más, con el mero pretexto de enseñar a los que principian y no a los adelantados de la ciencia, hizo la síntesis admirable de una civilización que llevaba en sus entrañas los gérme-nes de la nuestra; de modo que la Suma es el monumento científico más estable y sólido que se halla en los confines de la Edad Media y nuestros tiempos, perteneciendo por

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igual a ambos. En la segunda parte hablo de Dante, a quien veo tan cerca de mí que mis amores los considero como una modesta repetición de los que hizo inmortales el autor de la Divina Comedia.

Cuando estuve de nuevo en el Estado Mérida qui-se publicar en un librito mi Melancolía Medioeval y, desde luego, acudí al único mecenas que había en Venezuela, el general Gómez, y para interesarlo le escribí que quería re-futar a José Vasconcelos y a otros por sus “erróneos prejui-cios que sobre el actual estado intelectual de la República difundían por toda América”. Esto tuvo lugar en 1922. El librito fue editado en la Tipografía Los Andes, de Mérida.

La urgencia de publicar este pequeño ensayo justifi-ca que en otro librito mío, al que he titulado Nocturnos, y que contiene datos autobiográficos (está inédito, pero mi amigo Adolfo Altuve Salas recibió una copia, que tiene a la vista el que aquí me pone a hablar), haya afirmado yo (y lo repitió mi heterónimo Martín Rujano en su prólogo a Los Fantasmas) que la Melancolía Medioeval la escribí en Blandusia, nombre que en homenaje a Horacio le di a la zona selvática donde viví desde 1926 en adelante. Martín Rujano era mi criado, a quien enseñé filosofía, latín y grie-go. Por algún misterio el pie de imprenta es de cuatro años antes: 1922.

La ubicación geográfica de Blandusia está en los pa-rajes selváticos de Culegría y Onia, cerca de la hoy populo-sa ciudad de El Vigía. Este ensayo –dije allí–, escrito en la selva y con la sinceridad que la naturaleza impone.

Lo evoqué en mis Nocturnos: el sol es sólo el broche, para aplacar el espanto de las golondrinas, cuando no ven subir al cielo la oración de los hombres. Declara mi heteró-nimo en Los Fantasmas: “el mundo del arte es más verda-dero que el de la naturaleza y el de la historia, porque nin-

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guna existencia real expresa lo ideal como lo hace el arte”. Creo que estoy más de acuerdo con Martín y que soy más artista que filósofo. Si lo narrado por mí no es muy real, me acojo al dictamen de Aristóteles, quien fue el primero que afirmó haber más verdad en la poesía que en la historia.

Lo que paso a decir no es ninguna aclaratoria, pues en efecto nada voy a aclarar. Mi vida está signada por la contradicción, como cuando afirmé que escribí un libro cuatro años después de haberlo publicado. ¿Una aporía, como dicen los universitarios que escriben a tres manos y que no conocen el griego etimológico de esta palabra? ¿O aquella de que un romance escrito en el siglo XX fue com-puesto en el siglo XVI?

Los misterios de la cronología son insondables, como fue el caso del autor del bíblico Libro de Daniel, escrito en el año 164 de nuestra era. Se tiene entendido que el profeta Daniel fue contemporáneo de Nabucodonosor, quien vivió cinco siglos antes de escribirse el libro. De todos los profe-tas resultó ser Daniel el más acertado. ¡Todas sus profecías se cumplieron!

Estaría incurso en el delito de anacronismo nada menos que Goethe; porque presenta a Fausto leyendo a Nostradamus. Históricamente, Fausto es anterior a Nos-tradamus. Esto no es un anacronismo, digan lo que dijeren los académicos de la historia, sino la manera artística de expresar que Fausto es de todos los tiempos.

Un compendio de lo que escribí en Bogotá, o en la selva, (es igual), se encuentra en el siguiente párrafo que aparece en el introito de Nocturnos:

En Blandusia escribí dos libros: Melancolía Medioeval y Grecomanías. En el primero estudié la noble tristeza de los pensadores de la Edad Media, principalmente de Tomás de Aquino y de Dante Alighieri. Con res-

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pecto a Tomás, aquella obra señaló un nuevo rum-bo: era necesario, para comprender al gran teólogo, explorar las fuentes de la Suma, inconclusa, y yo las indiqué, las clasifiqué y puse las bases del nuevo mé-todo seguido hoy. Con relación a Dante, asomé una nueva interpretación de la Comedia, de la cual hay rastros en el Dante vivo de Papini, principalmente en el capítulo XLV, y abrí el camino para la aceptación de Il Fiore como obra del poeta.

Desde Blandusia enviaba mis versos y prosas para el periódico que encabezaba en Tovar mi colega José Ra-món Rangel, quien castellanizó la ortografía del apellido del inventor de la imprenta al bautizar este semanario con el nombre Gutemberg. Una cincuentena de números alcan-zó este periódico. En su edición N° 34, del 21 de enero de 1922, aparecieron tres sonetos míos, Octava trilogía de la amada (pues antes había publicado otras siete trilogías), es-critos con i como conjunción ilativa, en lugar de y, según aconsejaba Bello, y con mayúsculas al comienzo de cada verso. El gusto literario de la época armonizaba con mi lira. He aquí los dos primeros cuartetos:

En las tersas mejillas desfalleceSuave matiz de perlas orientalesI al múrice i la grana i los coralesEl carmín de tu boca empalidece.

Abres los grandes ojos i amanece,Que eterno fuego de astros inmortalesEn ellos arde como dos fanalesI sólo si los cierras se oscurece.

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Grecomanías es otra de mis manías. La publiqué por entregas en Atlántida, una revista editada por mí en Santa Cruz de Mora. Es algo más que un libro: es que Grecia fue para mí una obsesión que nunca me abandonó. Julio Sardi, escritor merideño, luego embajador de Venezuela en Por-tugal, Chile y Brasil, a quien dediqué mis Grecomanías, es testigo de ella. Cuando me envió un libro de William Ja-mes, puso al margen esta acotación: “El recuerdo de Fran-co Quijano asalta al que lea estas páginas. Franco Quijano, ciudadano ateniense en los montes de Onia”.

Los montes circunvecinos de Santa Cruz le brinda-ron albergue a mi errar entre ellos. Estaban cultivados; no eran agrestes como los de Onia; pero su belleza inspiró mi alma de poeta. Una de estas aldeas, Maporal, se alejó de la selva para acercarse a mí:

¡Maporal, Maporal! Cerco infinitode collados circuye tu horizonte,inmenso anfiteatro de granitobajo el palio estelar que azula el monte.

Más allá de últimas colinas,hundido en el efluvio de las frondas como el ponto sumido entre neblinas,sacude el bosque su follaje en ondas.

Rota por la silueta de palmaresque se cimbrean voluptuosamente,la línea de los cielos y los maresrecorta austera la llanura ardiente.

De donde emergen como quitasoles,abierto a la rosa de los vientos

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entre el incendio de los arrebolesmelancólicos, trágicos y lentos.

Cuando el sol, al celaje de la tarde, borra su disco en el confín lejano,¡qué excelsitud grandiosa con la que ardela majestad selvática del llano!

¡Qué sonoros los ríos entre piedrasarrastran oro en torturados lechos!Y hay en las playas un temblor de yedras,vaivén de ramas y vibrar de helechos.

Un retazo de selva todavía,frontero a ti, no hollado por el hombre,conserva huraño libertad bravíasin violador, sin amos y sin nombre.

Mi Tomística no fue la única producción mía que aco-gió la revista del Colegio Mayor del Rosario. Salieron allí tres poemas míos: Rimas, Por qué temblar y Hallazgo, y cinco artículos cuyos títulos menciono a continuación: Un lógico colombiano, Historia de la filosofía en Colombia, Suárez el eximio en Colombia, Unas ruinas y unos programas y Documentos im-portantes; estos dos últimos de índole histórica. Todo ello ocurrió entre 1915 y 1919.

El 14 de mayo de 1917, el obispo de Mérida, monse-ñor Antonio Ramón Silva se dirigió a mi padre (yo me en-contraba en Bogotá) para decirle que había leído mi opús-culo La filosofía tomística en Venezuela, el cual contó con su aprobación, y agregó que el autor tenía tanta madurez de juicio “que más parece obra de un profesor envejecido en la cátedra que de un joven de veintiún años” y le dio la

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razón a monseñor Carrasquilla por haberme nombrado Di-rector de la revista del Colegio. Fui, en realidad, solamente un colaborador de esa prestigiosa publicación.

Dividí en ese estudio el movimiento filosófico vene-zolano en tres períodos: tomista, de 1498 a 1806; antitomis-ta, de 1806 a 1848, y de renacimiento escolástico, de 1848 a 1916. Dentro del segundo período censuré a Andrés Bello por no ser escolástico, pero sostuve que eran dignos de un genio sus Principios de derecho internacional. Dentro del ter-cero destaqué el legado de Cecilio Acosta, en cuyas obras “corren parejas la robustez del pensamiento con los atrac-tivos del estilo” y exalté al jurista maracaibero Francisco Ochoa, filósofo tomista que contrarrestó “la influencia per-niciosa de los escritos de José Gil Fortoul”.

Para impugnar el ateísmo de este último, me prestó la retórica un gran servicio, pues le reclamé a Gil Fortoul: ¿A qué tanta injusticia contra esa religión que constituye lo mejor de la humanidad? ¿Acaso no impone silencio esa sublime institución que no es otra cosa que la historia de la divinidad, escrita por doscientos cincuenta pontífices, con la sangre de treinta millones de mártires, sobre el polvo de veinte centurias?

Mi padre, tomista como yo, sostiene exactamente lo contrario de Gil Fortoul. Lo incluí en mi ensayo. Paso a citarme a mí mismo:

Juan Pablo Franco.- Nació en Maracaibo el 25 de ene-ro de 1873. Recibió las borlas de Doctor en la uni-versidad con un trabajo titulado La física y la química están en armonía con la filosofía escolástica, en el cual se desarrollan las siguientes tesis tomísticas: las cien-cias naturales no pueden separarse de la metafísica, que es como el espíritu que las vivifica (1); el méto-do tiene dos procedimientos: análisis y síntesis (2);

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el elemento es lo primero en la síntesis y lo último en el análisis (3); lo primeramente creado fueron los elementos (4); el mundo fue creado de la nada, libre-mente y por Dios (5); los cuerpos constan de materia prima y forma substancial, y la materia prima es sus-ceptible de recibir sucesivamente varias formas subs-tanciales (6); el espacio es un ente real y no la exten-sión de los cuerpos (7). Hasta aquí el doctor Franco sienta las tesis tomistas con robusta argumentación y amplitud de criterio, trayendo de vez en cuando algunas observaciones que nos parecen originales.

Un tío mío, Francisco Franco Lizardo, andaba por el mismo camino de mi padre. Fue Deán de Mérida y en los días en que escribí mi opúsculo se encontraba en el mani-comio de Maracaibo. De mi tío eran las Rapsodias homéricas; luego fueron mías. Sobre este ejemplar escribí las Grecoma-nías, que rememoran aquellos versos:

Germina eternamente y nunca brota,pero inquieta y tortura y hasta irrita;es águila que tiene un ala rotay mira hacia la bóveda infinita,

con nostalgia de cielo en los antojos;con nostalgia de cumbres en los remos,con nostalgia de estrellas en los ojos:¡verso inmortal, así te poseemos!

Otro representante del tomismo venezolano fue el señor A. Briceño Valero, de quien cito estas rotundas afir-maciones: “Todos los hombres descienden de un solo pa-dre”, “el Génesis es el único auténtico y verídico documen-

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to con que cuenta la historia universal en la antigüedad y a sus etnológicas informaciones han apelado todos los historiadores cuando han necesitado explicarse el origen de las naciones”.

El epílogo de mi obra lo escribió el presbítero En-rique María Dubuc, quien sería Obispo de Barquisimeto. El encanto literario de la prosa de este clérigo marchaba a la par con su generosidad, pues al ponderar mi escrito concluyó diciendo: “Como venezolano le significo también mis gracias expresivas por haber bosquejado con pluma científicamente bien tajada el tomismo de mi patria”. Su alabanza me elevó a superior altura en el penúltimo párra-fo de ese epílogo que él tituló Santo Tomás y la juventud.

Digna, pues, de aplauso es la labor del inteligente e ilustrado joven don J. F. Franco Quijano. De él pue-de decirse lo que David decía del hombre justo… es árbol robusto que plantado y desarrollado a orillas de la fuente blanca y vivificadora del tomismo que fertiliza ese vergel de grandes hombres, que se llama el Colegio del Rosario, se levanta cuajado de espe-ranzas y satisfacciones para sus padres y maestros, ya que está produciendo los frutos sazonados de su cerebro, que son orgullo muy santo de las letras co-lombianas y glorias muy legítimas que sumará a las ya muy abundantes de su patria.

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CAPITULO IIPoesía del conquistador

La gente de pluma colombiana se lamentaba, duran-te la segunda década del siglo XX, de la ausencia de poetas que, en la época de la fundación de Bogotá, abrevaran sus cantos en los acontecimientos de la Conquista. Sólo se sa-bía que el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada era hombre de letras; pero éstas eran las propias de un general que debía rendir cuenta de su actuación política y de los estatutos que regirían la nueva sociedad.

Con él venía el fraile Antón de Lezcámez, capellán y letrado al servicio del fundador de Bogotá. Como los que escribían entonces sobre las andanzas de los conquistado-res eran o soldados o clérigos, supuse que había un poeta entre ellos y que utilizaría el verso preferido de esos cronis-tas: el romance. La biblioteca del Colegio Mayor del Rosa-rio estaba a mi cuidado y en ella había libros que databan de cuatro siglos y más. ¿No habría entre esos libros algún viejo romance? Me puse a la tarea y he aquí mi hallazgo: el 1° de octubre de 1919 la Revista del Colegio Mayor de Nues-tra Señora del Rosario publicó mi artículo “La Poesía más antigua del Nuevo Reino de Granada”, que da relación de lo acontecido en los primeros días de la Conquista en la Nueva Granada.

El padre Lezcámez era mejor sacerdote (atendía compasivamente a los soldados enfermos) que poeta. Aunque en verso, su poesía era bastante prosaica y su rima

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no es asonante, la propia del romance, sino consonante y no cambia la desinencia ía en los cuarenta versos pares de aquel romance de ochenta versos.

Un grueso volumen de medicina, cuyo autor es el célebre Avicena, tenía los márgenes de sus páginas muy anchos, tal vez para que aquellos lectores que no supieran latín consiguieran que el profesor les pusiera en esos már-genes la traducción castellana. O para que los romancis-tas de entonces, ante la escasez de papel en la época de la conquista, dejaran allí escritos sus romances. Esto último es lo que dio lugar al hallazgo del Romance de Ximénez de Quesada.

No habían transcurrido sino veintiocho días desde la fundación de Bogotá cuando el fraile Lezcámez compu-so su romance. Está fechado el 3 de setiembre de 1538, y su autor ostenta el título de Don. Esto es extraño, porque ese distintivo sólo podía usarse gracias a una cédula real, y lo cierto es que para la fecha no había ningún Don en Santa Fe. El comienzo del Romance es el siguiente:

Fernández de Valençuela Ansí a Ximénez decía:No vos acuiteis, Gonçalo,Mostrad vuestra valentía.Una vez todos muramosY no tantas en un día;

Continuando la versificada relación, ese acompa-ñante del fundador se permite alentarlo en su empresa, usando las palabras reconfortantes de entonces:

No vos acuiteis, GonçaloQue con vos viene García,

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Muchos omes trae consigoDe a caballo y peonía.Buen como cuadra a un cristianoNo vos sintáis cobardía;Sois granadino cumplidoEn mañas y valentía;Mostrad la cara sin ceño,La ánima con alegríaY arremeted esforçadoContra natura bravía,Como si fuera escuadrones De herejes y morería.

Jiménez de Quesada responde haciendo valer su denuedo:

No era Fernández que yoExcusar la lid quería,Que por no volver atrásToda mi sangre daría.Vos sois, Valençuela, buenoY leal en demasía,Y con vos por compañero Gran coraçon echaría,Y conquistara este reynoY estas cumbres vencería,Y domara cuatro mundos Y ánimo me sobraría,Y al Rey, y a España y a míGrandes loores daríaCon haçañas de mi braço,Nata de caballería,Y en después yo propio fabla

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De mis gestas contaría,Que soy Letrado y la plumaComo espada esgrimiría.

Además de esforzado capitán y que añora su tierra granadina y La Alhambra, Jiménez de Quesada era Licen-ciado y, en esta condición suya, adivina que la ciudad por él fundada sería algo así como lo que siglos más tarde lla-marían la Atenas de América:

Y fundaremos ciudadesDe honores y cortesía,De Perlados y Arçobispos,Doctores de gran valía,Y poetas y cantoresQue cantes su cantería,Y vivan como christianos,Sean hijos de molatía;Y la más bella ciudad Granada la nombraría,En memoria de tristeças,Que en el camino tenía.

Durante trece años mi hallazgo fue una botija de oro desenterrada para obsequio de los historiadores de la lite-ratura colombiana. Resonó en América Latina como si yo aportara el más preciado descubrimiento. José María Ver-gara y Vergara, que se quejaba de la falta de un romance sobre el nacimiento de la capital neogranadina, al fin sa-tisfizo sus esperanzas. Gustavo Otero Muñoz alabó sin re-servas el poema. Manuel José Forero lo incorporó a sus in-vestigaciones folklóricas. Ismael Moya, de la Universidad de Buenos Aires, escribió sobre fray Antón de Lezcámez:

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“unió a su celebridad de poeta primigenio de América, la de haber sido el que rezó las misas inaugurales de Santa Fe de Bogotá”. Ugo Gallo lo comentó en su Historia de la Literatura Hispanoamericana. Emilio Rodríguez Demorizi, dominicano, lo saludó también como el primer romance de América.

Las artes mágicas nunca me han abandonado. Mis condiscípulos me bautizaron con el remoquete de El Mago. Entre éstos sobresalían Darío Echandía y Eduardo Zuleta Ángel, quienes serían Presidente y Canciller de Colombia. –¿Cómo estás, Darío?– le pregunté a aquél en Barranquilla durante mi exilio por culpa de los que ascendieron al po-der en Venezuela el 18 de octubre de 1945, y él me recordó mi apodo de colegial.

Pasaron trece años y el historiógrafo Enrique Otero D’ Costa calificó de apócrifo el romance de fray Antón. Buscó en la biblioteca del Colegio del Rosario y no lo en-contró. El doctor Otero D’ Costa buscó donde no se halla-ba. Tampoco creyó él que el fraile incluiría en su equipaje un libro tan pesado y voluminoso, con el fin de escribir al margen, y que de nada le serviría para curar enfermedades ajenas a las que estudió Avicena. Además, el doctor Otero D’ Costa culpa a fray Lezcámez de retroceder tres siglos el romanticismo literario, que comenzó en 1830. ¿No será más bien que en 1538 lo hizo avanzar tres siglos?

Cuando los reparos de este severo crítico se expla-yan contra el pobre religioso es al analizar los vocablos em-pleados por él. A don Ramón Menéndez Pidal sí le pareció adulterada la edición del romance. Y Otero D’ Costa halló arcaísmos que habían entrado en desuso, como “acuitéis” y “omes”, junto a neologismos como “yo propio” y “bra-vío”, que es un adjetivo sólo introducido en el español del siglo XIX.

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El doctor Otero D’ Costa concluye atribuyéndome la paternidad del romance: “no es un documento auténtico de principios del siglo XVI del Nuevo Reino de Granada, sino una superchería literaria, proveniente de la pluma de su editor, el señor J. F. Franco Quijano”.

Treinta años después de la búsqueda infructuosa en la biblioteca del Colegio por parte del doctor Otero D’ Cos-ta, una buscadora de tesoros ocultos, doña Gisela Beutler, fue a la biblioteca y encontró el libro de Avicena, en cuya portada está la firma, descolorida, del Arzobispo Cristó-bal de Torres, y en tinta negra, fresca, halló el texto del ro-mance. El rector del Colegio para 1962 le informó que yo había estado de regreso de Venezuela por unos días y que seguramente aproveché mi estadía de paso para copiar el romance en grafía antigua, agregar unos dibujos, estampar la rúbrica del padre Lezcámez y dibujar un perfil aguile-ño de este último. La desenterradora de tesoros tomó esto como una burla.

Antonio Gómez Restrepo era de opinión que yo de-clarara mi autoría del romance, “que ha podido pasar por auténtico”, lo cual significaba para él “un mérito no vul-gar”. ¿Podía yo defraudar a un historiador de la literatura como José María Vergara y Vergara? ¿Y al doctor Otero Muñoz, a Ismael Moya, a Ugo Gallo y a tantos insignes comentaristas?

Germán Arciniegas, de quien nunca se supo cuándo hablaba en serio, cuándo en broma, escribió la biografía novelada de Gonzalo Jiménez de Quesada. Me cita entre sus fuentes y, al referirse a la Conquista, hace esta burlona afirmación: “Mezclados a la pandilla van, naturalmente, el fraile y el burro. Es todo el romance de España”. Y le da remate a su comedia diciendo lo siguiente:

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Que el precioso romance del cura Lezcámez, ese nido de versos admirables en donde se cuenta cómo Que-sada abandonó a Granada por alguna fichoría; no lo escribió en el siglo XVI Lezcámez, sino en el siglo XX un señor Franco Quijano.

Dicen, pues, que soy el autor del Romance de Jimé-nez de Quesada. Y en esa creencia general halló argumento un joven que escribía desde una universidad de Noruega (supongo que era joven, por lo inmaduro) para negar el arranque de la literatura colombiana a partir del fundador de Bogotá. Porque éste escribió, según el crítico residencia-do en Oslo, como español y no como americano. ¿Y cómo escriben los americanos? ¿En español o en chibcha? Este joven no acepta lo que ya es un lugar común en las veinti-dós Academias de la Lengua Española, representantes del habla de tres continentes: que el idioma español es tan de América como de España. Pero sí cree en culturas nacio-nales. ¡Como si la cultura no fuera obra de muchos siglos y de muchos pueblos, incluyendo la nación chibcha, por supuesto, y sin excluir a escritores anglosajones y france-ses, tan caros al censor colombiano-noruego; pero no ex-cluyendo a España! Qué honor tan grande rinde este mozo al autor del romance cuando le brinda los vituperios que para él merecen todas las primeras letras escritas en Co-lombia. Como se ve, este joven crítico es nacionalista, y “el nacionalismo –según Jorge Santayana– es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía”

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CAPITULO IIISanta Cruz de mis recuerdos

Quería ser venezolano y decidí asentarme en el pue-blito de los Andes donde viví siendo adolescente. Allí permanecí siete años. Ejercí mis profesiones de abogado, agrimensor, traductor de lenguas muertas y vivas, geógra-fo y cronista de la comarca, agricultor y, finalmente, poeta, como después se verá. En 1920, al frente de un grupo de jó-venes fundé en la casa de don Matías Márquez la Sociedad Andrés Bello, que era un club y un hogar para las artes que allí se iniciaban. Fomenté entre los niños mayores el gusto por el teatro, la música y la poesía. En las veladas escolares los circunstantes acompasaban disimuladamente con los pies no sólo el ritmo que brotaba de las canciones acom-pañadas por bandolinas y guitarras, sino el de los versos parnasianos que les enseñé, como aquellos de Guillermo Valencia, que son pura armonía:

Dos lánguidos camellos, de elásticas servicesde verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,los cuellos recogidos, hinchadas las narices,a grandes pasos miden un arenal de Nubia.

El número de mis amigos, que en Nocturnos enume-ré, llegaba a veinticinco; porque, como decía Milton, nadie es feliz en la soledad. Estaban orgullosos de que viviera en su tierra un hombre de tantos saberes, allí donde lo que más se oía era el añejo castellano en que se entendían los

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labriegos; porque los hijos de italianos, que abundaban, no aprendieron la lengua de sus padres, y estos mismos ha-bían casi olvidado el italiano. Entre mis amigos estaba Leo-nidas Pinto, esposo de Mary Salinas, padre de Leonidas, el jesuita, y de Antonio, el poeta, mi adversario político en un principio y después víctima del mismo régimen que me mantuvo prisionero durante cuatro años.

Marín es el apellido de Diomira, la hacendosa mujer que solícitamente me atendió primero en Santa Cruz y lue-go en Caracas. Marín es también el apellido de Ludovico, santacrucense que figuró entre los obreros de la refinería de petróleo de Curazao que acompañaron a Gustavo Ma-chado en la toma militar de esa isla en 1929. Ese Ludovico, contraído su nombre en Ludo, fue compañero de partido y de farras del poeta Antonio, quien le inventó un verso con motivo de haber amanecido tendido en un campo de la aldea Puerto Rico, entonces casi despoblada. Al despertar, Ludo se vio rodeado de zamuros, y a éstos les dirigió los siguientes heptasílabos:

Zamuros de este puertoque voláis a mi lado,no creáis que estoy muerto,lo que estoy es rascado.

A la luz de la luna y acompañado de mis amigos, violé el silencio de aquel apacible Santa Cruz de mi juven-tud. Ofelia, a quien ofrendaría seis cantos engarzados en tercetos, reprochó mi bohemia:

– ¡Trasnochador, bohemio! Me ha dicho Martín que acabas de acostarte; son las seis de la mañana. ¿Así cum-ples tus promesas? Buena hoguera voy a hacer con la flauta de Manuel, el violín de Camargo, la guitarra de Arturo, el bandolín de Antonio, el bombardino de Lesmes y el vio-

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loncelo de Silveira. El domingo vas a escuchar el sermón del padre Granados. ¿No te da pena conmigo?

– No se puede, Ofelia, buscar ni hallar selenotropio en estas comarcas, ni en ninguna región, sino de noche, a la luz de la luna llena, con música y vino siciliano.

Amigos míos fueron, entre los veinticinco que re-cuerdo, el maestro Jacinto Mora, Rafael el farmacéutico, el francés Armando D’ Ory, médico bohemio, tres Paparoni, un Santaromita, dos Bottaro y cuatro tovareños: Elímenas Hernández, José María Rondón Márquez y los hermanos Jaime y Ricardo Musche Burguera. Colega y amigo mío era el doctor José Ramón Rangel Molina, residente en Tovar, cuyo hijo Domingo Alberto sería dirigente del partido que más me adversó. Rangel me asoció a un litigio que se tra-mitaba en los tribunales. Se trataba de un interdicto que debía tramitarse en Bailadores, “tierra de grandes bandi-dos”, como la llamó el poeta festivo Pedro María Patrizi. Esto, desde luego, es una calumnia levantada contra un pueblo laborioso, motivada tal vez por los crímenes come-tidos allí a fines del siglo XIX y que indujeron a Cenobio Salas a publicar un libro titulado Los vivos, muertos y resuci-tados. Yo había recibido un regalo de mi cliente el general Nicolás Méndez, hermano del general José María Méndez, caído en el combate de Tovar el 6 de agosto de 1899, duran-te la guerra encabezada por Cipriano Castro. Se trataba de un brioso corcel caucano. En él cabalgué hasta Bailadores, pues no existía aún la carretera trasandina, y me hospedé en casa del párroco. Después de la cena, el sacerdote, quien se veía preocupado, me hizo esta pregunta:

– ¿Qué diligencia tribunalicia viene usted a realizar?– He venido –le respondí– a practicar una medida

interdictal mañana en la mañana.– ¿Contra quién?

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– Contra un señor llamado Pacomio Medina.– Con razón he notado unos raros movimientos cerca

de la casa parroquial. Doctor: ¡Usted regresa esta misma noche! No quiero que lo maten.

A medianoche monté a caballo y a galope regresé a Tovar. Fui perseguido; porque llegando al caserío San Pa-blo me hicieron unos disparos.

Ricardo y Jaime Musche Burguera no podían ser per-sonas más diferentes. Mientras Ricardo era populachero y disfrutaba de los holgorios parroquiales, a los cuales con-curría de brazo con la negra Catalina, que contrastaba con su blancura; mientras Ricardo era el padrino de las para-duras más famosas de Tovar, cuyos gastos en pólvora y en música (contrataba la banda de don Emilio Muñoz) los pagaba de su bolsillo, Jaime era un auténtico aristócrata: sus amistades las seleccionaba, sus vinos los importaba de Francia y Alemania, sus gustos eran refinados en la mesa; vestía de chaleco y sombrero al estilo inglés, usaba bastón; su automóvil era un largo Rolls-Royce, conducido por un chofer uniformado llamado Miguel Ángel Useche. Ambos hermanos habían estudiado en Berlín y hablaban alemán. Este idioma de nada servía a Ricardo cuando levantaba con su amigo Chucho Rosales el inventario de las haciendas de la casa Burguera; pero Jaime no sólo leía libros alemanes sino que me enseñaba esa lengua, y yo, por mi parte, le daba clases de latín.

Visitaba en Tovar a Claudio Vivas, un poeta en prosa de muy depurado estilo. Nuestras conversaciones versa-ban sobre literatura, especialmente los clásicos castellanos. Recitaba de memoria las coplas de Jorge Manrique y “el dulce lamentar de dos pastores” de Garcilaso. Su pluma, una de las más finas que conocí, convertía las páginas en

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un cristal más límpido que la tersa superficie de las lagu-nas del alto Mariño paramero.

En 1950 yo recibiría en Caracas, de manos de Don Claudio, su bello libro Huellas sobre las cumbres, en cuya guarda anterior él escribió, con impecable caligrafía, esta afectiva dedicatoria, indicadora de que nuestra amistad estaba por encima de toda pequeñez: “Al Dr. J. F. Franco Quijano, maestro en el gay saber, en el docto escribir y en el humano trato: cualidades que dan sentido a la vida, ma-nifiestan la verdad, dan expresión sensible a la belleza e infunden la bondad en las experiencias convivientes.– Con el viejo cariño, de condición permanente, que nunca fue turbado por una triste cosa.– Caracas, 1950 (firmado) Clau-dio Vivas”.

El doctor Andrés Quintero Méndez era colega mío en la abogacía y la agrimensura. Se mantuvo fiel a su filia-ción castrista y lo proclamaba en sus frecuentes libaciones. Los jefes civiles gomecistas lo consideraban inofensivo y oían con indulgencia sus vivas al general Castro. Nadie más se atrevía a nombrar al derrocado jefe de la Revolu-ción Restauradora. En cambio, don Jesús María Gallegos, miembro de una ilustre familia, que había estudiado en la universidad de Mérida y quien era hermano de un ad-mirado amigo mío, el padre José Ramón Gallegos, poeta y bienhechor de los pobres, concluía sus discursos en las fiestas patrias con una consigna contraria a la del doctor Quintero: - “¡Viva Gómez y adelante!”.

La imprenta de don Vicente De Jesús publicaba pe-riódicos y libros, entre éstos uno del presbítero Juan Bautis-ta Arias, cura de Tovar durante medio siglo. A una cuadra de su imprenta vivía un hijo suyo que no tenía su apellido: Antonio Mora, dueño de una zapatería y esposo de Josefa Elena Romero, en cuya escuela presentaban obras de tea-

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tro y conciertos. Sus hijos, Miguel, Antonio y Alfonso, eran músicos, y su hija, Efigenia, era una beldad tan perfecta que hacía perder el habla a los forasteros que la veían pasar por las calles del pueblo.

Había en Tovar, lo mismo que en Santa Cruz y en todos los pueblos, personajes pintorescos. El más original era Gumersindo, el que cargaba en un costal los morteros de don Ricardo en las paraduras. Vivió su vida como una comedia. Llegaba a los talleres de costura exhibiendo un bigote postizo y anteojos, y portando un maletín. Las mo-distas fingían no conocerlo. Les hablaba a las costureras imitando al señor Gudel, con acento alemán. No abría el maletín, porque lo que había adentro eran viejas revistas, y terminaba su charla de vendedor ambulante despojándose del bigote y los anteojos y diciendo en su acento aprendido en el barrio El Añil: – Yo soy Gumersindo.

Yo planifiqué la torre de la iglesia de Santa Cruz de Mora, y el padre Luis Apolinar Granados, quien fue paisano mío cuando yo era colombiano, la costeó con el aporte compulsivo de ricos y pobres del campo y del po-blado. Uno de los ricos, avaro incorregible, prometió pagar las puertas del templo… y se murió antes de que llegara el momento de instalarlas.

En el acta levantada el 6 de enero de 1922 no soy mencionado como planificador sino como redactor de un documento “escrito en tinta china sobre pergamino”, que se colocó dentro de un cofrecito de cristal, debajo de la primera piedra del templo. Esto quedó bajo tierra; lo que sobresale, que es la torre, lo diseñó el arquitecto Bosetti, diseñador también de la catedral de Mérida.

¿Habrá otra acta que desmienta mi inclinación por las torres? No englobaré dentro de este número la de Pisa, puesto que está inclinada, sin que yo haya intervenido en

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ello; pero me inclino a proclamar esa ancestral inclinación mía en mis imaginativas memorias:

No he podido jamás pasar frente a una torre sin sen-tir y realizar el deseo de subir a ella a contemplar el horizonte. Esta curiosidad la cargo en la sangre. Mis antepasados han sido constructores de torres. Uno solo de ellos levantó una en Maracaibo, otra en San Cristóbal, otra en El Rosario de Cúcuta y otra en Chi-nácota. Fue Manuel María Lizardo, el hermano de mi abuela paterna. Mi tío Amable Generoso Franco, que era las tres cosas personificadas, alzó una en Laguni-llas y otra en Panamá. Mi tío Francisco Franco Lizar-do construyó una en Santa Bárbara y otra en San An-tonio. Mi tío Rafael Lizardo edificó la de Gibraltar, a cuya sombra duerme bajo noble epitafio. Yo puse la primera piedra de las de Soacha y de Santa Cruz de Mora, cuyos planos estructuré. Junto a las gárgolas y las quimeras de Nuestra Señora de París, evoqué a Víctor Hugo ante el Diablo que se mira en las aguas del Sena; y en aquella torre cuya imagen ondula en el inquieto cristal del Adigio y donde Goethe estuvo, imaginé a Mefisto con la amplia capa roja al vien-to de la tarde, señalando la campana y diciéndole al poeta: –Nuestra vida no es más que un sueño inter-polado entre un tin y un tan.

En Santa Cruz no podía hacerse nada sin el consen-timiento del párroco Granados. Lo llamaban la primera autoridad, eclesiástica y civil, del municipio. “¿Los canóni-gos burgueses –pregunta Goethe– representan el espíritu de Cristo?”. Todo lo contrario era Eliseo Antonio Moreno, vicario de Tovar, quien era tolerante con el ambiente di-sipado que prevalecía en esta ciudad, a la cual el jesuita

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Zumalabe, rector del colegio San José de Mérida, calificó de París en miniatura.

No todos sucumbían a la dictadura del padre Grana-dos. Raúl Gutiérrez Vega disfrutaba de la lectura de Voltai-re, Eça de Queiroz, Vargas Vila y Pocaterra. Sería colabora-dor mío en mis correrías electorales. No decía administrar sino comprar justicia, pues tal vez, por haberse graduado de abogado, no creía en la que impartían los tribunales, ni en potestades divinas ni humanas. Años después, cuando fue derrocado el primer gobierno de Acción Democrática, les dijo a sus amigos de ese partido: – Ustedes afirmaban que gobernarían durante veinte años, y yo les creí.

Un santacrucense cosmopolita era Rafael Rivas. Lo llamaban Rafaelito, diminutivo que no guardaba relación con su estatura y su porte distinguido. Quiso conocer los cinco continentes y lo consiguió, no obstante su pobreza. En La Guaira ofrecía en los barcos que navegaban por todo el mundo sus servicios de ayudante de cocina y de aseador. Al desembarcar en cualquier puerto, bajaba ves-tido con su terno inglés, gemelos en los puños de la ca-misa, sombrero de fieltro y lustroso calzado. No hablaba sino español, pero lo pronunciaba a veces con entonación francesa, a veces alemana, a veces italiana, a veces inglesa, a veces norteamericana, a veces argelina. Los caraqueños suponían que era vástago de alguna de las familias opu-lentas de Santa Cruz, y Rafaelito se sentía muy honrado con esa suposición.

En mi revista Atlántida, que yo editaba en Santa Cruz de Mora, sostuve en 1924 una polémica con un es-critor de Maracaibo que no se dignó identificarse. Fue un torneo de eruditos. Yo citaba a Epicteto, que era cojo, y a su discípulo Arriano, a los Padres de la Iglesia, a mi predilecto Giovanni Papini. Él me endilgó el juicio de Malebranche:

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“tipo de esos autores brillantes y vacíos que tienen la facul-tad de persuadir sin razones”. Yo repliqué citando a Que-vedo: “Si hubiera musas de alquiler como mulas, el crítico debía alquilar una recua”. Oí decir que mi detractor no era una sola persona sino varios integrantes del grupo litera-rio Seremos. Resolví no continuar la polémica hasta tanto él descubriera su identidad.

Un agente viajero alemán, Guillermo Giorgi, factor mercantil de la Casa Brewer, de Maracaibo, enviaba car-tas a sus padres en Alemania en las que les comunicaba sus impresiones sobre la región andina. En Tovar vio no sólo un movimiento comercial sino también cultural: un famoso colegio, dos bandas de música, estudiantinas, un club para las familias adineradas (donde yo pronuncié una conferencia), campos de tenis, un consulado de Italia y otro de Estados Unidos, hogares que tenían pianos, veladas tea-trales y literarias. En la espaciosa casa de dos plantas de don Pablo Briceño, situada frente a la plaza Bolívar, di una conferencia sobre Dante, que reseñó en su periódico Mon-cho Rangel, el colega mío que me comisionó a Bailadores. Don Elías Burguera trajo una institutriz inglesa para sus hijas. De Tovar se deshace Giorgi en elogios, pero de Santa Cruz dice que lo único bonito que tiene es que queda cerca de Tovar. El alemán detuvo su vista en la geografía tan inclinada y siguió de largo.

Dentro de la población de Santa Cruz tenía mi escri-torio jurídico, en el cual evacuaba consultas y redactaba es-crituras que eran registradas en la capital del Distrito. Me habían dado en arrendamiento una pequeña finca agrícola. Gustaba viajar a los campos vecinos, como un paseo que realicé junto con varios jóvenes, montados en mulas andi-nas, hasta el páramo de San José. Aludí a esta excursión en mi libro Los Fantasmas. ¿Qué opinaría el doctor Caracciolo

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Parra León de que su crítico incluyera en una polémica fi-losófica un episodio lugareño? El páramo de San José se yergue a considerable altura y desde él, le diría yo al doctor Parra León, se domina mejor el panorama de la filosofía.

Un año antes de ser publicada la Guía de Venezuela, en 1928 salió la Guía de Tovar. Mis amigos me pidieron que escribiera acerca de la geografía de sus cuatro municipios, y también un resumen de su historia. Recorrí caminos de Zea, Mesa Bolívar, Santa Cruz y del municipio capital. Puse en práctica mis conocimientos geográficos y astronó-micos. Me documenté del pasado escudriñando archivos y conversando con ancianos. Gran utilidad me prestó una relación debida a la pluma del doctor Codina. Los datos que no logré recabar los suplí con mi propia inspiración, pues antes que historiador soy poeta, como lo ratifiqué al contemplar el paisaje bañado por el río Mocotíes desde la vieja casona de la hacienda Cucuchica: en su parte inferior más parece un sueño de poeta que un patrimonio de burgueses.

Mérida era una ciudad recoleta. El clero me daba la bienvenida; pero había almas distantes de la Iglesia, como el escritor Felipe Massiani, como el poeta Emilio Menotti Spósito, como el escritor Eloy Chalbaud Cardona, gran-des amigos míos. En la surtida biblioteca de este último sostenía con su dueño largas conversaciones, en las cuales salían mal paradas la historia y la religión prevalecientes.

Me vinculé a la Universidad de Los Andes y trabé amistad con sus estudiantes. Esto me hacía evocar a los de la Edad Media: Por qué no meterme entre aquel corro de estudiantes alegres y pendencieros, terciado el manto para esconder la beca y, alzado el pecho, reforzar el coro:

¡Ave salmantina Civitas gloriosa, gloria litterarum

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semper especiosa!Vinum in taberna summere et gustare;vinum sine nummissemper degustare.

No sólo en latín; en castellano, en el placentero cas-tellano de Cervantes, yo repetía ante mis amigos que es-tudiaban en la Universidad las palabras con que la Pipota de Rinconete y Cortadillo aconsejaba a los pícaros jóvenes: “Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo, que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdisteis en la moce-dad, como yo los lloro”.

Aunque las palabras fuertes de nuestro idioma no son de mi agrado, no puedo resistir la tentación de trans-cribir una cuarteta que estudiantes merideños escribieron en la pared de la casa de don Pío Nono Picón, padre de Mariano, inocente éste de los timos tramados por su proge-nitor, y hermano de Margarita, cuya ligereza de cascos re-sonaba en el empedrado de la ciudad. Decía así la cuarteta:

A la familia Picónla nobleza se le escruta,a Pío Nono por ladrón y a Margarita por puta.

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CAPITULO IVLos collares de Ofelia

Los prejuicios arraigados en las mentes han causa-do más desgracias que las guerras. Ninguna otra herida ha lastimado tanto el corazón humano como el convenciona-lismo de las familias que se han encumbrado socialmente. La literatura de todas las lenguas, pero en particular de la española, ha degradado el sentido de la vieja tragedia al miserable argumento del qué dirán.

Es un tramado de falsedades tan imbuido en las cos-tumbres de la llamada buena sociedad que los más nobles sentimientos sucumben en su maraña de mentiras. Padres que sacrifican el amor a sus hijos ante el altar inhumano de una supuesta honra. Hijos que miran impasibles el sufri-miento de sus padres si éstos intentan zafarse de esa cárcel de prejuicios que los envuelve.

Porque los progenitores han engendrado y han sus-tentado a sus niños, ¿alcanzaron el derecho de disponer de ellos? ¿Tan caro cobran su contribución? Yo he sido víc-tima de esa injusticia, pero la cometida con Ofelia exige que se divulgue, a fin de que nuevas generaciones puedan librarse de semejante maldad.

Pobres muchachas a quienes su madre y sus herma-nos les arrebataron el fruto de su amor con la excusa de que éste no fue concebido posteriormente a una ceremonia eclesiástica, o que han sido sepultadas en un convento por haberse entregado al hombre que amaban. Sobre jóvenes

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mujeres que antes asistían a los salones recayó la excomu-nión de sus amigas si aquéllas tuvieron la debilidad de apartarse de una rígida norma según la cual el honor resi-de en un pellejo denominado himen.

Simplemente, yo era un forastero; se rumoreaba que yo era casado (sí: muy joven contraje matrimonio en Soacha con Victoria Monroy, la madre de mi hija Adela, de Pedro Pablo y de Juan Francisco; pero el divorcio no era admitido ni en Colombia ni en Santa Cruz), y por mi edad aventajaba a Ofelia en quince años; pero al parecer sus padres le tenían previsto “un buen partido”. Como el amor prendió entre nosotros y ella estaba dispuesta a hacer su voluntad, la secuestraron en una habitación de su casa, le prohibieron comunicarse con el exterior, la sometieron al encierro más completo. El buen nombre de la familia en aquella sociedad pacata de Santa Cruz tenía más peso que el cariño filial. Mejor dicho, éste desapareció y en su lugar se irguió el fingimiento.

Nuestro amor se sublimó. Si siempre fui un devoto de Dante, ahora tenía mi propia Beatriz. Se llamaba Ofelia. Yo no la olvidé ni en los mejores ni en los peores momen-tos de mi vida; volé en su auxilio, muchos años después, durante la grave enfermedad que la aquejó; escrito está lo que le confesé:

Yo he sido leal en mis traiciones a ti; porque después de perder los tuyos, en todos los ojos en que me he mirado, si me he mirado dos veces, ha sido porque la primera vez pestañearon cual los tuyos. Y en las lindas bocas y en las hermosas manos, más he busca-do su semejanza con las que ya no puedo besar, que su propio beso y sus propias caricias. Y siguiendo el andar musical de unos pies, me he extraviado en las grandes ciudades, soñando con otros pies que un día oprimí contra mi corazón.

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Pagué caro mi amor; en mí se cumplió el castigo con que condenó el diablo a Fausto: fui proscrito. Y ella pagó su parte en la condena: un cancerbero armado la privaba de dirigirme una sola mirada; un hermano de ella dispa-ró contra mí. La reclusión contó con el visto bueno de las familias vecinas y el cura ultramontano para quien Santa Cruz era un feudo suyo, le impartió su bendición a seme-jante iniquidad, una bendición inquisitorial que parecía emanada de la más negra época de brujas quemadas en la hoguera.

Y ella jamás me abandonó, ni cuando se casó por des-pecho, ni cuando me visitó en la cárcel, ni cuando pidió mi consejo el día en que quiso separarse de su esposo, ni en mi postrera enfermedad: mi última mirada se detuvo en su rostro.

Colgué de su cuello mis Collares; le canté a su belle-za, que para mí fue un deslumbramiento inmarchitable. Pero esos mismos collares tuvieron aristas que zahirieron a quienes intentaron enfrentar nuestro amor. Cuando canté a los verdores de su tierra, su silueta estaba difuminada en el paisaje. Y ya maduro, empecé en mi prisión seis can-tos en dantescos tercetos que me elevaron desde el infierno de nuestros enemigos, pasando por el purgatorio de mis pecados incontables, hasta el cielo donde reina mi adora-da e irrebatable Beatriz. En mi último Nocturno, que lla-mé inesperado, digo que tengo un nuevo amor (casi una niña: estaba a punto de cumplir quince años, los mismos que tenía Ofelia cuando ésta torció el rumbo de mi vida… en una vuelta del sendero por el que yo transitaba); pero este nuevo amor no destruyó sino que elevó al primero. En el cielo de mi divina comedia mi Beatriz fue Ofelia: el amor que nos unía venció los prejuicios, y juntos alcanzamos la bienaventuranza.

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Mi adhesión al autor de la Divina Comedia data de mi adolescencia. En mi Melancolía Medioeval consigno esta fra-se: “Amó Dante a una mujer que nunca poseyó y a otra con la cual contrajo matrimonio; ¿qué mucho, pues, que el más grande de sus amores literarios fuera Virgilio?” ¿Y que el mío fuera Dante?

Hasta su prisión familiar yo le enviaba de contraban-do mis cartas amorosas, que ella me contestaba en igual forma. Vino a suceder que mi correo clandestino entregaba mis cartas al comerciante que nos servía de intermediario; pero éste, con aviesa intención, sólo llevó unas pocas, las primeras, a su destinataria. Ofelia me escribía pero no re-cibía respuesta. Despechada contra mí y asediada por el comerciante que se había prendado de ella, convino al fin en su propuesta matrimonial. Tampoco esta decisión suya fue aceptada por sus padres y hermanos; porque el pre-tendiente era divorciado de su primera esposa, conocida en el pueblo como Margarita La Talera (era natural de La Tala, antiguo nombre de Mesa Bolívar). Pero Ofelia, mujer de temple, terminó imponiéndose. Las buenas familias de Santa Cruz rechazaron su enlace. ¡Un matrimonio con un divorciado equivalía a un concubinato! Más tarde La Tale-ra murió y de esta manera, a los ojos de las quisquillosas damas santacrucenses, ya Ofelia pasó de concubina a ser la segunda esposa de un viudo.

Lo que ella me dijo en la cárcel fue para mí tan cruel que el verso en que lo vertí me traspasó de dolor:

…paralizado la escuché: “Tú preso,¡ya nunca más! Yo vine a libertarte;a Dios, yo, pecadora me confieso:

me casé sin amor, para ultrajarteen mi cuerpo. La noche de mis bodas

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la calculé con un diabólico arte:saber te la hice al tiempo en que yo a todas las lujurias de un muy fácil maridome entregué cual las lúbricas beodas.

No el puñal, no el veneno, no el chasquidobuscó del latigazo mi venganza,sino el verte en el alma misma herido,

condenarte a mi amor sin esperanza,destrozarte el espíritu, ser tuyafija en el corazón como una lanza.

Mi copa de plata tiene esta inscripción grabada en ella, después que Ofelia me hizo romper tres copas de cris-tal:

Trazó la luz mi sombra tras de un mundo;el seno de una virgen fue el diseño,y en mí hallará tu corazón profundo¡oh nauta!, estrella y ponto, barca y sueño.

Condenado y perseguido por los prejuicios y con la sola compañía de un ayudante, una medianoche huí de Santa Cruz, cuyos humildes moradores habían visto en mí uno más de sus vecinos. Descarté las vías que conducen a las ciudades y transité los caminos de herradura del sur del Estado Mérida, que entonces desconocían las carrete-ras y la electricidad. El Padre Adonay Noguera me abrió sus brazos de viejo cristiano y me interné en las soledades de aquella tierra que vivía aún en el siglo XIX. Surqué las caudalosas aguas del río Caparo.

El resentimiento de Ofelia contra su marido perduró en ella desde que, en los días inmediatos a su matrimonio,

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él le entregó mis cartas retenidas. El enojo se mantuvo a pe-sar de los tres hijos que procrearon, hasta que por fin resol-vió separarse formalmente de él. El joven abogado a quien solicitó sus servicios profesionales se extrañó que su cliente le dijera cuáles eran los trámites legales que debían seguir-se para obtener la separación judicial. “Debe de haber sido enviada por un colega” pensó. (Aquel joven abogado es hoy el autor de este libro) Su sospecha se confirmó cuando el esposo, atendiendo la citación que le hizo, le manifestó: “Lo que pasa, doctor, es que Ofelia siempre ha estado ena-morada del doctor Franco”.

Los primeros collares que he escogido son los del na-ciente amor:

Pensamiento que llora, ternura que medita,alto amor, sueños rotos y un poco de belleza;y leyéndolo, Ofelia, sabrás cómo palpitaun corazón latino, que alegra su tristezainfinita.

Y entonces sentí –rememoro en mi Nocturno– que se resbalaba lentamente sobre mi mejilla derecha una cabe-llera caudalosa y perfumada y comprendí perturbado que era una mujer, la cual, con un rápido movimiento de la mano izquierda, cruzó sus cabellos desplomados sobre mi hombro y, zafando la mano derecha, tan hábilmente me vendó los ojos que todavía hoy, treinta años después, lo que puedo ver de los dos Universos, el de la carne y el del espíritu, sólo acierto a mirarlo por entre los intersticios de sus crenchas sombrías. En un soneto, Tus manos sobre mi cabeza, reitero mi evocación de aquella escena:

Manos como las blancas azucenasque abren el cáliz a la luz de mayo,

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la luna os infundió en estilo rayosu candidez en las noches serenas.

Transparenta la red de vuestras venasun suave azul de lilas en desmayo;manos de reina; un beso por lacayopara vosotras, de armonía llenas.

¡Qué excelsitud tendrá vuestra caricia!El peso de una alondra es la deliciasuprema que ha encorvado mis rosales

cuando una vez mi cabellera oscuraos sintió a una…, como la más puracorona de laureles musicales.

De los collares que muerden el pescuezo de los ator-mentadores, aparto los siguientes:

Oh lunaa ti vuelan mis versos todavíasaturados de ensueño y de melancolía.Por fortuna,luna mía,el oro viene a mis manosy se vuelve poesía;para los sórdidos parroquianoses sólo mercancía

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Arruga de los Andescon un clima de fiebre.¿Qué más quisiera un mono

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con monas, plata y clientes?Tus señores ilustressólo comen y beben;tus señores ilustressólo compran y venden;tus señores ilustressólo engendran y duermen.

Yo casi soy ilustre,mas me distingo de ellospor mi gran vida excéntricay el arte de los versos.¿Qué más quisiera un monocon obsesión de ensueños?Y dice el diablo curaque soy el diablo suelto.

Y de lo que busqué y no conseguí, descuelgo estos versos en su recuerdo:

Lejos hoy de tu amor, suspiro por tus besosy a mi copa vacía, como perlas desnudas,van rodando mis lágrimas malditas.¡Felices los que amaron y quedaron ilesos!Mas yo, lleno de hastío, de tristeza y de dudas,lloro sobre mis rosas ya marchitas.¿Libre? ¿Por qué acaricio entonces las cadenascon que ligué por siempre mi corazón al tuyoen la embriaguez de todas las pasiones?¡Libre… para enrostrarme que están de sombra llenascual las selvas taladas, que ilumina el cocuyonictálope, mis muertas ilusiones!

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Escribí para ella, viva en mí, ayer, hoy y mañana, mi libro Nocturnos, que sigue inédito y que culmina en mi poema Con Dante vivo, con quien nos uniremos en la eter-nidad. Tanto el uno, en prosa, como el otro, en tercetos, proclaman este amor. Soy un Dante en mi ideal, mientras tú, Ofelia, eres una Beatriz inalcanzable. Mis primeros ter-cetos lo dicen:

Triunfa el amor del Sino y de la Suerte,la carne y no el espíritu fracasa:la vida es luz… en un carbón de muerte.

Fáustico y demoníaco, en la brasaque yace bajo un velo de ceniza,tal vez oculto el viejo amor se abraza,

y el errabundo soplo que lo atizavenga de lo Infinito, como el vientofresco del Sur que el sándalo destriza.

Quemo en la hoguera de mi pensamientoseis veces milenario, los carbonesde unos ojos de asombro y de portento;

pérfidos iris, de constelacionesde puntos de oro y chispas de diamantedestellan, como el Orión tras los halones

de plenilunio en noches de Levante;pupilas donde el helio fosforecey arde el cósmico uranio latitante.

¡Oh espíritu! La carne desfallece,¡ampárame de mí contra lo que amo!Al quererlo olvidar, más se embellece.

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En mi prisión recibí su visita, para mí inolvidable:

Esa mujer que penetró al recintodel calabozo militar, era Ella,la que ha veinte años me entregó el jacinto

oriental de su boca, y fue más bellaque la vivaz estrella matutinay de la tarde la otoñal estrella.

Besé la rosa y me clavó la espina;le di la esencia de mi vida en cantosde ritmo helénico y pasión latina;

y ardió su corazón con los encantosdel sibilino presentir, y pudocomprender las rameras y los santos;

y poseyó mi Espíritu desnudode carne, y de mi Espíritu posesa,era Palas desnuda tras su escudo.

Más que Beatriz, que Laura o la Princesadel Toboso, fue amada con delirio;quiso entregarse y la contuve ilesa.

El jardinero no mancilla al lirio,el sacerdote al Dios nunca acaricia.Salvé su honor al precio del martirio.

Por años –le dije– tu corazón no tuvo para mí ningún secreto y yo, como un buzo, descendía a sus profundidades en busca de las perlas fascinantes que allí pulía el Espíritu.

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Confrontando tu diario con el mío, mil veces he comproba-do que en los tres momentos del día en los cuales debíamos simultáneamente pensarnos y escribirnos, en dondequiera que nos encontrásemos, una misma inquietud, una misma elación, una misma ternura, un mismo pensamiento y has-ta unas mismas palabras suscitaba el amor, por encima de los páramos y a través de las llanuras.

Ella me declaró su proceder, que yo traduje en ter-cetos, y en tercetos le respondí con la placidez que da un amor que el tiempo, en lugar de borrarlo, le dio valor de eternidad:

Entonces yo: Sin reina en la colmenadel alma, toda ciencia es irrisoriay vida y arte, barca sin entena.

A ti el amor y el canto: a ti la gloriay el laurel y el acanto; a ti el anheloy la esperanza de alas de victoria.

A ti el halo lunar pliegue su velo,de Iris y de Orión desciña su diademaa la noche para enjoyar tu pelo.

Suspenda la cigarra el dorio temay a la fosforescencia de tus ojosemulo, su fanal que arde y no quema,

aproxime el cocuyo y sienta enojos;a ti la luna su carcaj de plata y escudo de marfil rinda de hinojos,

mientras confiado el corazón desatacomo un collar de lágrimas y estrellasen las rimas la dulce serenata.

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Esta paz inspirada, estas querellasde angustia y alborozo, en la penumbrade la más bella de las noches bellas,

tal vez no la soñamos; mas si alumbracon tal fulguración sólo un delirio,place más delirar, que apesadumbra.

Pero tú estás aquí; yo tengo el liriode tu mano en la mía, y la rosade tu mejilla, que enalbó el martirio,

sobre mi pecho pálida reposa,y me halaga tu aliento apasionadocon un roce de inquieta mariposa.

¡Duerme; duerme, mi niña, sin cuidado!¡No haya diamantes en tu ojera lila!Nadie podrá apartarte de mi lado.¡Sobre mi corazón duerme tranquila!

¡Mis Nocturnos, este libro íntimo y secreto, lo escribí para ti, mujer de nombre oriental! Por su espontaneidad, no encontrarás orden en ellos; porque han brotado de mi pluma sin plan alguno, dispersos como mis besos, tal como los he vivido; pero no los leerás hasta que no termine el Dante vivo.

El 26 de diciembre de 1956, después de veintisiete años de no vernos, Ofelia vino a verme y pasó una hora conmigo, la hora más dulce de mi vida. Concurrí a su cita, emocionado como si aún fuera mi novia, y en sus grandes ojos, cuya belleza ha respetado el tiempo, pude leer su tra-gedia y encontré la llamada del amor, más bella a través

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de sus lágrimas. Nos besamos; pero aún no le he cumplido la promesa de entregarle la copia de este libro que ansía tener.

He tallado su imagen en un maravilloso bloque de corazón de caoba milenaria, tal vez de Onia, y la he es-culpido tal como era cuando tenía quince años: de frente, como es difícil la talla, con la trenza derecha que le cae so-bre el hombro y le rueda sobre el pecho, mientras se teje la izquierda en el caudal desordenado que acaricié tantas veces.

Terminan aquí los Nocturnos, porque hay nuevos Nocturnos escritos en la cárcel y que, como aquéllos, están en poder de mi hija, pero en forma de cartas.

Los ojos de Ofelia quemaron tantas cosas en mi cora-zón que sólo pudo salvarse de aquel incendio de vorágine, una cuna. En esa cuna sonreía Adela, la única mujer que ha leído este libro, confesión del padre a su hija, para que la hija llore a Cristo por su padre.

Había de llorar también por su hija Marianela, des-aparecida sin dejar rastros en una conflagración que calci-nó una parte del litoral guaireño. Mis cenizas, sepultadas en Caracas, no pudieron mezclarse con las de mi nieta, de-voradas en 1983 por las llamas de Tacoa.

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CAPITULO VPagano y cristiano

Dije en mi libro Los Fantasmas que fui designado para fijar la posición astronómica del pueblo. ¿Cuál? San Mi-guel, en la margen del río Caparo. Cerca de ese poblado estuve durante mi evasión de Santa Cruz a los Pueblos del Sur: los que quedan entre las montañas merideñas y los llanos barineses.

El Caparo es un río llanero solemne y majestuoso y San Miguel (decían los primeros que lo mencionaron en sus re-ferencias geográficas) estaba a la izquierda del río, pero los mapas oficiales lo situaban a la derecha.

Pasajero en una curiara y con la sola compañía del boga remonté el río. A las primeras lumbres de la aurora di-visé a la margen derecha la mole oscura de una mata y al lado de ésta se oía un repique de campanas. Mi acompañante se santiguó con fervor y me dijo:

– Hemos llegado, y con ésta son dos veces que escucho las campanadas de San Miguel.

– ¿Y qué hay de raro en eso? – le pregunté.– Nadita, patrón; sino que las campanas deben estar ente-

rradas con iglesia y todo, en el corazón de la mata, donde a veces suenan al amanecer, pues el caserío queda a este otro lado del río, donde no hay templo, ni torre, ni cura ni campanas.

Mi asombro fue inaudito. Seis días después, en las excavaciones que dirigí en la mitad de la selva, logramos

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identificar el sitio donde fue la iglesia del pueblo desapa-recido, que aún pintan en los mapas; pero no hallamos las campanas que oímos como el eco de un mundo perdido.

Mi guía por la aguas del Caparo, Feliciano María Páez, me enseñó los nombres de cuarenta y cuatro peces comestibles de su río y me nombró los dos caribes y el tem-blador, que son pescado bravo. Sus coplas me parecieron tan poéticas que con ellas terminé mi libro Los Fantasmas:

Cuando la noche es la nochees cuando brillan estrellas,y el Caparo es el Caparocuando en él se miran ellas.

Tengo un cayuco de orura,que no es el cayuco míomás que cuando están desnudaslas estrellas en el río.

No hay saber en el conuco;la ciencia está en el batiente;la raya busca la arenay el marino la corriente.

Hazte marino, doctor,marinero del Caparo;no hay libro como un buen río,ancho, angosto, turbio o claro.

Dejé la región merideña y, tras muchas correrías por Zulia, Falcón, Trujillo y Portuguesa, me instalé en la capital de la República, donde ejercí mi profesión de abogado. Me vinculé a círculos literarios; pronuncié en el Ateneo una

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conferencia sobre Goethe, La interpretación del Fausto, que en 1940 publicaría Vanguardia, de San Cristóbal. En mis Nocturnos recordé haber escrito un Ensayo sobre Dante. En 1936 di varias charlas en el Colegio Sucre, tituladas Clasi-ficación de los sistemas filosóficos. Publiqué en Cultura vene-zolana mi tributo a Homero, a quien llamé el poeta de los jurisconsultos.

Mi admiración por la Edad Media, que difundí entre los intelectuales caraqueños, la consigné en un párrafo es-crito por mí muchos años después:

¡Salve, Edad Media de los caballeros y de los trova-dores, de las catedrales góticas y de las catedrales del pensamiento, de la noble melancolía de ser hombre y de la insaciable embriaguez de saber, del razona-miento macizo, de la expresión sincera, de la vida ardida, del corazón fogoso en la guerra y en la paz, de los facistoles, de las cotas de malla, de la ojiva y el órgano, de Carlomagno y Saladino, de Alberto el Grande y Francisco de Asís, de las universidades y de los doctores, de la reconquista española y de las cruzadas a Jerusalén, de las peregrinaciones y las ro-merías, de los filtros y los embrujamientos, de Abe-lardo y Eloísa, de los güelfos y de los gibelinos, de la República de Venecia, del Papa y el Emperador! ¡Oh, haber vivido entonces!

De la Edad Media ¿no son admirables los razona-mientos escolásticos, como éste que hallé en la obra de San Anselmo de Cantórbery sobre el misterio de la San-tísima Trinidad?: “Si se hubiese encarnado cualquier otra persona, serían dos hijos de la Trinidad, el Hijo de Dios, que ya es Hijo antes de la encarnación, y aquél que por la

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encarnación se hace Hijo de la Virgen, y por ende, habría desigualdad, según la dignidad de los nacimientos en las personas, que siempre deben ser iguales. Además, si se hu-biera encarnado el Padre, habría dos nietos en la Santísima Trinidad, porque el Padre sería el nieto de los padres de la Santísima Virgen por la encarnación, y el Verbo, sin te-ner nada de hombre, sería sin embargo nieto de la Virgen, porque sería hijo de su hijo, todo lo cual es mucho inconve-niente y no se da en la encarnación del Verbo”.

Atendía mi morada Diomira Marín, de Santa Cruz, quien me prodigaba sus cuidados, y en mi mesa, y de mis convidados, servía los vinos que acompañaban sus deli-ciosos platos, junto con el díctamo real y el café traídos de su tierra. Montaigne decía: “Yo no siento hambre sino en la mesa”; pero mi apetito reclamaba además buena com-pañía.

Mi lectura de la Filosofía universitaria del doctor Ca-racciolo Parra León azuzó mi espíritu polémico; porque, siendo yo universitario, encontré en esa obra afirmaciones que no concordaban con los conocimientos que adquirí en los escritos de los autores del pasado colonial en América y los subsiguientes del siglo XIX.

En primer término, el prologuista doctor Ayala habla de “la innoble hipótesis de Darwin”. Cuando pasé revista a los filósofos tomistas venezolanos, ya había encontrado reproches semejantes; pero la ciencia había avanzado, y ahora mi reproche insurgía contra el doctor Ayala.

El doctor Parra León enumera tesis que él halló en los archivos de la Universidad caraqueña. Yo indagué en esos archivos y no conseguí sino los títulos de las tesis; pero sí observé que Aristóteles no estuvo nunca ni en verdad ni en espíritu bajo los techos de la real y pontificia Universidad ni del seminario de san Buenaventura.

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… a Caracas no llegó el verdadero Aristóteles, sino el espectro peripatético, que fue desafiado a lucha singular en la Real y Pontificia Universidad, por un tal Valverde, y con el que se peleó un tal Marrero, hombre decidido este último, dice el doctor Parra León, y a quien creo realmente decidido, cuando peleó con un fantasma, sin haber logrado por ente-ro que el fantasma desocupara la Universidad. Persistieron sus huellas, dice el doctor Parra León.

En la Edad Media a Aristóteles lo conocieron en tra-ducciones monstruosas: “Tomás de Aquino es la más elo-cuente demostración de lo que digo: de las setecientas citas que de Aristóteles hay en la primera parte de la Summa, ciento treinta y seis están erradas. Si hoy viviera Tomás, las corregiría”. Lo conocido después es el neotomismo, cuya crítica me permití con la acritud propia del que conoce el genuino tomismo, ya que la Suma Teológica quedó incon-clusa y a su autor lo convirtieron en un fantasma de piedra. Santo Tomás murió joven, cuando se desplazaba de Aristó-teles a Platón y todo el trabajo de su genio han querido reducirlo a la construcción de fórmulas eternas, petrificadas. Pero él no rompió nunca con su maestro Aristóteles.

Lo del neo lo conceptúo importante, porque enfoca la crítica desde el neotomismo: cuando esta partícula de neo se antepone al nombre de un sistema, significa ante to-das las cosas que el sistema mismo ha envejecido y muerto. Dejó de ser Filosofía, para ser materia de la Historia de la Filosofía. Abandonó la vida, dejó de ser problema, y fue llevado, embalsamado o no embalsamado, al panteón de los filósofos: urnas de bronce, urnas de mármol, urnas de granito, y encima la estatua del pensador, con el clásico dedo índice en la frente, o en la mejilla, o en la boca o en el aire. Sobre todo en el aire. Y en espera de que alguien llegue y grite ante él la maravillosa palabra, más milagrosa

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que la de sésamo; la divina palabra de juventud: neo. Son los Lázaros, disgregados por la lepra y por la muerte, que aguardan en su sueño de piedra al Cristo que les diga: Le-vántate, Lázaro.

Kant llegó a América antes que a España. Aquí lo lla-maron Kancio y vino el mismo año en que Miranda trajo la bandera tricolor. ¡Kant era también republicano!... Kant no estuvo nunca en la Real y Pontificia Universidad de Cara-cas. En las tesis estudiadas por el doctor Parra León no se le cita ni una sola vez.

Creo, pues, que como ninguno de estos grandes pen-sadores estuvo en verdad en la Real y Pontificia Universi-dad de Caracas, en vez de estudiar los vestigios de la ense-ñanza filosófica en aquel instituto, debemos afanarnos por introducir en la Universidad de hoy toda la ciencia de los antiguos, con el espíritu de Aristóteles; toda la ciencia de los hombres de la Edad Media, con el espíritu de Tomás de Aquino; toda la ciencia de los modernos, con el espíritu de Kant, para someterlas a crítica y para que, como lo quería el divino Luis de León, se abrace y se eslabone toda esta máquina del universo.

En vano he buscado la página que me emocionara profundamente; pero el libro carece de aquel poder evo-cador sin el cual la historia degenera en crónica… Porque como lindamente lo dice el austero e insospechable Luis de Granada, “aun después de levantadas las paredes de una casa, las encalamos y guarnecemos, para que parezca más hermosa”.

El libro carece de matices y el estilo es curialesco, uniforme y pesado como aquel in eterno faticoso manto bajo el cual miró Dante que desfilaban los frailes boloñeses. Ni un pensamiento grave, ni un pensamiento profundo, ni un pensamiento original se halla en este libro árido como

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el desierto; pero no como el desierto que tiene sus ibis y sus camellos y sus encendidos atardeceres, y que aun fue ornamentado por el hombre con pirámides y esfinges y asociado a la gloria, a la más alta gloria humana, porque sobre él dejaron su huella todos los conquistadores, desde el errabundo Hykso hasta el atormentado Corso. ¿Dónde está el oasis, y si no está el oasis, al menos el espejismo del oasis?

Mi comento carcelario sobre este pesado volumen lo hice dos décadas después, en unas semimemorias que bau-ticé con el nombre de Nocturnos:

Cuando leí la Filosofía universitaria venezolana del doctor Parra León, me encontré ante un muro. No pude ni podía ver más que un muro, y mi cultura está habituada a las lejanías. Pensé que detrás del muro tal vez hubiese algo; resolví perforarlo y le abrí un hueco. Me asomé por él: ¡pero allá no había nada!

El hueco me pareció horrible y entonces determiné adornarlo. Después me retiré a mirarlo de lejos, y resul-tó que estaba a un lado y no en el centro de aquel muro. Amante de la simetría, tuve que abrirle otro hueco al pare-dón en opuesto lugar y lo adorné igualmente. Torné a reti-rarme para contemplarlo; pero me pareció que, a pesar de la ornamentación, los agujeros quedaban muy separados el uno del otro, y rasgué una ventana central equidistante. Entonces sucedió lo que tenía que suceder: ¿qué significa-ban esa ventana y esas dos claraboyas si no había nadie que pudiera asomarse por aquélla, ni a quien darle luz a través de las otras?

Mi trabajo estaba perdido irremediablemente, por-que ¿sabes tú lo que es perforar tres veces un murallón de calicanto, para nada? Pero como soy imaginativo, se me ocurrió un medio estrafalario para disimular mi decep-

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ción; y como en el muro decía en letras romanas FILOSO-FÍA UNIVERSITARIA VENEZOLANA, hice, con algunos retazos de erudición, unas figuras fantasmales: plasmé las caretas de todos los Aristóteles de que tenía noticia, las co-loqué en los espantajos, y debajo de la inscripción citada escribí, también en caracteres romanos: A ESTAS HORAS KANT NO HA PASADO POR AQUÍ.

Hubo escándalo en las Academias; pero amainó la tempestad cuando se supo que el prologuista de Los Fan-tasmas era mi criado, a quien yo había enseñado a leer y a escribir, y a entendérselas con el Doctor Angélico, con el Doctor Sutil y con el Doctor Fausto.

Titulé mi polémico libro con ese nombre tenebroso porque donde están los filósofos se hallan también los fan-tasmas, según afirmó Mefistófeles, a quien Fausto prome-tió con sangre la entrega de su alma.

Para encontrar un símil con el libro del doctor Parra León subí con mi amigo Rafael Alcántara a la torre de la iglesia de Petare. Desde esa atalaya, carcomida pero im-ponente, contemplamos la residencia del pintor Tito Salas, llamada el Toboso, cuna de Dulcinea, que me rememoró a mi envidiado e inasible pariente Alonso Quijano, más co-nocido como El Quijote.

En el libro del doctor Parra León hay teología. Pero esta teología es como la torre de Petare: tiene la campana mayor rota y sin badajo y se alza en medio de una campiña risueña, pero desamparada de murallas.

Le falta el ímpetu elevador, el vuelo atrevido, el ale-tazo de águila, y por eso no hay ecuación alguna entre su libro y cualquier otro libro en que palpite el alma española, magistral, doctoral, teológica.

España fue una teología de carne humana divina-mente apasionada.

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Confieso mi profundo cristianismo, que hunde su raíz en mi devoción por la figura de Cristo, más grande que su obra, y que he fortalecido con la lectura del Evange-lio de San Juan. Mi admiración por Grecia se acendró cuan-do descubrí que quien comprendió mejor el pensamiento griego ha sido Cristo, dueño y señor de la Historia y redentor del mundo.

Grecia es un paraíso perdido, que descubrió Pablo cuan-do predicó en Atenas. Los romanos y los judíos no enten-dieron el misterio de la redención; aquéllos porque lo que esperaban era un jardín virgiliano y éstos porque no conce-bían que el mesías pudiera morir en la cruz. Si el cristianis-mo le descubrió a Grecia el sentido divino de su historia, Grecia le descubrió al cristianismo todo su sentido humano, esto es, su sentido universal. Su politeísmo no era sino una bella figura retórica. Detrás de todos los dioses no había sino un solo Dios.

El paganismo es como una de aquellas mariposas que no podemos aprisionar sin teñirnos de azul y de oro los dedos. El alma pagana es bella y frágil como las ma-riposas del trópico, hijas del sol y de los grandes ríos. El alma antigua, el alma griega era inquieta y juguetona como una de estas mariposas.

El cristianismo, cuando surgió, fue una revolución, y por esto lo combatieron. Si los esclavos tomaban senti-miento de hombres libres en Cristo, no menos admirable es que los nobles, para mantener ileso el título de cristia-nos, no sólo aceptaban la confiscación sino lo que es infini-tamente más grave: la degradación cívica, que los dejaba a ras con los plebeyos. Hay una profunda y desconocida exultación igualitaria en los orígenes del cristianismo, que con cierto orgullo lo expresa San Pablo en frase lapidaria: “Ora siervos o libres, todos hemos bebido de un mismo espíritu”.

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Juliano el Apóstata quiso detener el curso de la his-toria, conduciendo el río desbordado de los siglos a su an-tiguo cauce. ¡Salve César, último pagano!, limpio de bajos apetitos atacaste al cristianismo en su universalidad e in-tentaste oponerle la universalidad de una civilización ago-nizante. Pero tu extravío implica el reconocimiento de la divinidad de Cristo, quien por esto perdona tu apostasía.

La figura de Cristo es más grande de lo que relatan los evangelistas, en quienes a menudo encontramos inge-nuas comparaciones con el incomparable… Su gesto se ha perdido definitivamente para nosotros, pero debió ser más eficaz que sus palabras, cuando confirmaron su fe en Él.

Hasta hoy, desde hace veinte siglos, ninguna revo-lución ha triunfado sino aparentemente, y muchos de los sedicentes triunfadores, aun antes de su muerte, y acaso el mismo día del triunfo, presos de inexplicable melancolía, han llorado su propia victoria en silencio y a solas.

El único hilo maestro de la historia de Occidente es la Iglesia de Cristo, porque es el único que no ha tenido solución de continuidad. Los demás poderes que pudiéra-mos tomar como coordenadas históricas no han sido sino fenómenos de tres o cuatro siglos, los más largos; de un siglo, los más fecundos; de una generación, el resto. Pero en cualquier siglo en que nos situemos hallamos al pontifi-cado. Lo hallamos vigoroso cuando los demás poderes aún no existían; lo hallamos poderoso cuando los demás pode-res van desapareciendo, dejando un recuerdo nefando de violencias y de incomprensiones.

La Iglesia oficial, por el lado externo de su continui-dad, no es la que representa la continuidad de la obra de Cristo. Esta continuidad está en su interior y se encuentra en las almas. Pero hay muchas almas que no son de la Igle-sia oficial y son almas de Cristo; porque la obra de Cristo

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trasciende no sólo a todo lo humano, sino a todo lo vivo y a todo lo que es. No hay ser que se escape de la Redención sino los espíritus que se opusieron a la encarnación.

Porque si hemos de dar a Dios lo que es de Dios y a César lo que es del César, el oro de Dios no está acuñado, pero se derrama en los celajes del crepúsculo y rueda en ondas de cascada en la desgreñada cabellera de los niños.

Mi conflicto está hecho de las contradicciones de la mente cristiana con el corazón cristiano, de la inteligencia cristiana con la voluntad cristiana, de la Edad Media con el Renacimiento, pero paralelas a las contradicciones de ser hombre pagano naturalmente y hombre naturalmente cris-tiano. Hombre cristiano por la reacción del bautismo en mi naturaleza humana, hombre pagano por la reacción de la carne atacada en sus más diabólicos fueros. Cristo, el puro, el noble, el incomparable Maestro, vive entre mis pequeñe-ces y mis impurezas.

La lucha entre mis dos naturalezas, de cristiano con-feso y de pecador contra el sexto mandamiento, tuvo su primera manifestación en el Colegio del Rosario: el anciano y grave teólogo moral que iba a expulsarme del Colegio, al oír mi relato (mi pecado en la biblioteca) se olvidó que era el Rec-tor indignado, y estrechándome contra su pecho de maestro, con aquella voz que apasionó a las multitudes y a las academias, me dijo emocionado: – Tú sí sabes amar, hijo mío.

Si no hubiese disonancias no habría armonías. Las diso-nancias entre el espíritu y la carne, en mi caso las revelo en los Nocturnos cuando menciono las mujeres por mí ama-das: Rosa, Margarita, Violeta, nombres de mujer y de flor; Berta, Olinta, Lydia, Laura… Cierta noche en que las tres vi-nieron a cenar conmigo, fue resuelto por ellas quedarse a estudiar en mi casa hasta el otro día, cierto librito mío, Las Mujeres de Horacio, que al acaso hallaron en mi biblioteca y al cual desata-ron las cintas colgantes con ciertos amuletos fantásticos.

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Martín Rujano (Mefistófeles dice que la alcahuetería es el más noble de los oficios), el propio y real prologuista de Los Fantasmas, que sirvió a la mesa y escanciaba el vino, generoso también para él, en un momento de euforia abo-gó por las encantadoras amigas y alzando su dedo índice tomista, exclamó:

–Soy de opinión que se queden y que se rifen el corazón del doctor.

Entre alegres risas acepté con ellas, pero condicioné la suerte a la decisión del rocío. Entonces a cada una le pedí una guedeja para exponer las tres a la eterna hoguera de los astros, siendo entendido que aquella guedeja que ma-yor cantidad de rocío exhibiera en la mañana, ligaría por siempre mi corazón; pero Morella agregó:

– Tu corazón y tu copa.

Debí palidecer. Mi copa de plata simbolizaba mi li-bertad, después que rompí las tres copas de cristal que me ligaron a Ofelia.

Sin decir sí ni no –porque hay momentos en que la copa vale más que el corazón, cuando el corazón está roto–, recogí los perfumados cabellos de mis adora-bles amigas y, colocándolos separadamente sobre el infinito labio de mi copa de plata, salimos al jardín, y la copa, con su carga de rizos desconcertada, quedó expuesta a la luz de las estrellas, para que decidie-ran… Ya clareaba el Oriente y todavía no estábamos de acuerdo sobre qué mujer había influido más sobre

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el alma de Horacio; mas, cuando la luz de la mañana lo iluminó todo, corrimos al jardín.A Margarita le hice esta declaración:

Yo, Margarita, no sé más que amar a… Margarita. Te amo como nadie puede ni podrá amarte en la existencia y te amaré hasta más allá de la muerte. Mi Fausto ha descubierto que Helena no tiene alma y no ama a Helena. Mi Fausto ama el cuerpo y el alma de Margarita y vive en la llama de tu esperanza. Pero en tu lámpara maravillosa no ha de consentir mi Fausto que Mefistófeles vierta a hurtadillas la fatal esencia que causa el desencanto. Serénate. Enjuga ese llanto. Debo estar a tu lado, más cerca a esta hora. Devuél-veme la copa que simboliza tu esperanza y reclina tranquila tu frente sobre mi corazón… Y aquel beso tenía estrellas.Soy franco, igual que mi apellido, en mis amores, así como soy franco en el descubrimiento de un viejo ro-mance, como soy franco en mi apego a la escolástica, como soy franco en el servicio del bando electoral cuya promoción me fue encomendada, con la fran-queza de los abogados que, según el malicioso ada-gio de los rusos, tienen conciencia de alquiler.Y ésta era la mujer que estaba frente a mí esa noche y que dudaba sobre lo primero que haría. Miró a un lado y a otro, como para convencerse de nuestra so-ledad; pero sus ojos se detuvieron de pronto sobre la copa de plata que se hallaba en mi mesa y se pre-cipitó sobre ella. Nunca la vi más bella que, cuando al identificarla, con las dos manos la oprimió contra su corazón y luego, llorando, la llevó a sus labios, la besó con voluptuosidad y como quien goza y sufre a la vez, lentamente exclamó:

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– Sólo por el pensamiento se puede tomar posesión del es-píritu.Y hay alguien que reza por mí en un convento…Sin embargo, continúa el conflicto en las almas y continuará mientras el beso de una boca perfecta sea equiparable a un bello raciocinio de filósofo griego, para ir hacia la liberación soñada, que siempre ha sido en realidad una nueva forma de esclavitud. El Hombre no es un ser abstracto. El Hombre es cada uno de nosotros, de naturaleza contradictoria, de la que fluye el inexhausto río pasional. Sólo el hombre posee verdaderas pasiones, porque sólo el hombre puede dar conciencia a sus emociones.Si mi Margarita no fue condenada, como la de Faus-to, acaso se debió a que fue oída mi plegaria: ¡Señor, a ellas les hablé de Ti. Perdónalas también, y casti-ga en tu siervo los pecados de las que tanto amé! Es duro; pero es justo y misericordioso.El más angustioso de mis problemas no ha sido el de mis relaciones con Cristo, gran amigo, el mejor ami-go de los pecadores, el único verdadero amigo de los pecadores, de los grandes pecadores como yo. Fue-sen las que hubiesen podido ser las circunstancias en que me hubiera encontrado en aquel tiempo mien-tras de Él me hubiera ido irrevocablemente, no sólo por su doctrina sino también por su persona. Más aún: yo no he seguido a ningún hombre por ser este hombre una determinada persona ni por estar dota-do de especial personalidad. Mi sentido crítico no me lo permite, ni mi ideal lo consiente. Pero a Cristo lo hubiera seguido yo ciegamente, por su mero ademán de Dios. No hay nada más bello, no hay nada más fascinante en la historia.

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… Por tal motivo poderoso yo hubiera querido ser pastor, de los pastores que fueron a Belén, de prefe-rencia a haber sido padre, de los padres que fueron a Nicea. Con mi cayado, con mi perro, con la más linda de mis ovejas, las sandalias húmedas de rocío, tal vez descalzo y roto, pero con este corazón que le adora. Con qué ternura, con qué piedad, con qué confianza me hubiera arrodillado para decirle no sé qué cosa íntima, ni con qué palabras; pero tengo la más abso-luta convicción de que el Divino Infante me hubiera mirado largamente y hubiera sonreído dulcemente ante mi confesión de su realeza y de su divinidad.Con esta fe quiero morir.

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CAPITULO VIOrganizador de elecciones

De abogado rural me convertí en capitalino. En mis lides abogadiles de la capital entré en comunicación con un colega que, además de abogado, tenía relaciones de amis-tad con los gobernantes más poderosos del país, siendo el más connotado de todos el general Eleazar López Contre-ras, presidente de la República. Ese colega era el doctor Luis Gerónimo Pietri, quien le dijo al Presidente que cono-cía a un venezolano por naturalización, experto no sólo en Derecho Electoral sino en organizar elecciones.

En la tierra natal del general López Contreras abun-daban sus enemigos izquierdistas, pues hasta el viejo Par-tido Liberal, en su mayoría, coincidió con la juventud que sentía la influencia de las ideas marxistas. Fui enviado allá para evitar una catástrofe. Me armé con los textos de An-tokoletz, González Calderón, Cameau, Concha y la Enciclo-pedia Jurídica Española. Aunque mis adversarios contaban con gente ilustrada, no tenían por qué hallarse al tanto, como yo lo estaba, de las disciplinas jurídicas que se re-lacionan con sufragios, escrutinios, cómputos, circunscrip-ciones, sistemas y subsistemas.

Me instalé en San Cristóbal, donde fui objeto de las atenciones de su gente y de la proverbial hospitalidad ta-chirense, y en la calle Bolívar de esta ciudad abrí mi escrito-rio. El aviso que publiqué en la prensa decía: “Doctor Juan Francisco Franco Quijano. Todo asunto jurídico serio”. El más serio de todos era tratar de ganar las elecciones.

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Los libros han sido mis compañeros inseparables. Desde muy joven, cuando tenía a mi cargo la biblioteca del Colegio Mayor del Rosario, me aficioné a ellos. Estudiando los que se referían al derecho electoral, adquirí gran domi-nio sobre este tema que en general desconocían los juristas venezolanos. Los leí en inglés, en italiano, en francés, en español, y hallé asociación con la materia comicial en los clásicos griegos y latinos. Para la época de mis operacio-nes electorales, desde mediados de los años treinta hasta la mitad de los cuarenta, como me estaba vedado publicar nada al respecto, sólo un folleto salió de mis manos, edita-do en San Cristóbal en 1937: Ensayo del voto acumulativo en las elecciones del Táchira. Sugiero en él la aplicación del voto acumulativo en el proceso electoral que se llevaría a cabo en ese Estado fronterizo. La explicación que en dicho fo-lleto hice del voto acumulativo la ampliaría en 1968, en un tratado formal y exhaustivo que titulé Sistemática Electoral. En este libro lo defino así: “Por el sistema de voto acumu-lativo, llamado también de Marshall, que reconoce a cada elector tantos votos cuantos candidatos hay que elegir; per-mitiendo al votante acumularlos al candidato de su pre-ferencia, o distribuirlos a su arbitrio; entonces, la minoría participante puede atribuir todo el acervo de sus votos a su candidato, para que así acumulados, le sean imputados en el escrutinio, logrando su objeto”. Si los izquierdistas de todo el país se escandalizaron por la aplicación de este sistema, ¡que culpen a mi maestro Marshall, no a mí, que aprendí de él!

Pero estos términos de derecha y de izquierda, según una profunda observación de Aristóteles, son distinciones de función pero no de posición, siendo la derecha en don-de se inicia naturalmente el desplazamiento; la opuesta, que naturalmente depende de ella, es la izquierda.

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Los cálculos aritméticos armonizan con el derecho, la lógica, la metafísica y la filosofía. Como demostración de mi sabiduría electoral, escribí el mencionado folleto de veintiuna páginas, el cual, para finalizar, luego de muchas elucubraciones, dice en su penúltimo párrafo: Hemos esco-gido para el ensayo del voto acumulativo a los distritos de San Cristóbal, de Junín y de Bolívar por razones que más tarde expli-caremos. Estas razones no eran sino una sola: comprobé que la izquierda se había granjeado la simpatía del pueblo, por lo menos en San Cristóbal, Rubio y San Antonio. A pesar del prestigio popular del general López Contreras, los ha-bitantes de estos tres distritos rechazaban la supervivencia de los gomecistas en su gobierno. Por ejemplo, el periodis-ta Carlos Pompilio Maldonado inició en 1936 una campaña en su periódico El Pobre para que se le quitara su nombre a la plaza “19 de Diciembre”, fecha del entronizamiento del general Gómez en 1909, y en mayo del año siguiente el Concejo tuvo que aceptarlo, rebautizándola como Plaza Urdaneta. Parecía inevitable que los izquierdistas ganaran las elecciones municipales y para la Legislatura, que se ce-lebrarían el 24 de octubre de 1937.

El derecho y la aritmética vinieron en mi auxilio. El primero, mediante el voto acumulativo; la segunda, divi-diendo por cuatro el número de votos que a duras penas alcanzaba un poco más de un tercio del número de sufra-gios con que contaba la oposición, y luego multiplicando este cociente por el número de concejales por elegir, que eran siete. Esto último no es arbitrario: las matemáticas lo contemplan, y yo había sido un alumno aprovechado en esta asignatura durante mis estudios en el Colegio del Ro-sario. Mis contendores izquierdistas apenas sabían sumar votos y, en consecuencia, les fallarían sus cálculos.

Aplicando el voto acumulativo, el votante, que tenía derecho a elegir siete concejales, podía dárselos a uno solo

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y de esta manera su elección estaba garantizada. El proble-ma era que un único concejal así elegido, o dos que salie-ran por este sistema, serían minoría en el Concejo; pero si los electores partidarios del Gobierno se dividían en cua-tro grupos y los votos de cada grupo se multiplicaban por siete, que es el número de concejales que debían elegirse, era seguro que la minoría gubernamental se convertiría en mayoría. Pero no fue esto lo que expuse por radio, a través de La Voz del Táchira, sino una alocución papal que repro-dujeron el Diario Católico y Vanguardia, en la que hablé de reemplazar la algazara de derecha e izquierda por una verdadera democracia, del elector disciplinado y de otras virtudes teo-logales que, a la verdad, no convencieron ni a los propios lopecistas.

Mas los presidentes del Estado que había designado el general López Contreras tampoco eran muy duchos en matemáticas y prefirieron la fuerza bruta a la fuerza su-til que respalda al derecho. Al director de El Pobre, el po-bre periodista Carlos Pompilio Maldonado, el gobernador Abigaíl Colmenares lo redujo a prisión junto con los otros seis candidatos al Concejo que lo acompañaban, y tres días antes de las elecciones los remitió al Castillo de San Carlos, en Maracaibo, cárcel utilizada por los gobiernos desde mu-cho antes del general Gómez para recluir allí a los presos políticos. En Colón fueron detenidos Luis Hurtado Higue-ra, Víctor Manuel Guerrero y el doctor Luis Altagracia Ra-mírez Navas, muy conocido este último como el padre de un venezolano que muchos años después se haría famoso internacionalmente, a quien distinguían con el mote de El Chacal.

Otra víctima de la brusquedad del gobernador Col-menares fue el bachiller Leonardo Ruiz Pineda, candida-to izquierdista por Rubio para diputado de la Asamblea

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Legislativa. Manu militari fue enviado para la capital de la República el día 2 de octubre.

El voto acumulativo no tuvo en el estado Táchira el éxito esperado. En Rubio la derrota del Gobierno fue aplas-tante, a tal punto que los dos diputados elegidos para la Asamblea Legislativa eran opositores, entre éstos el depor-tado Leonardo Ruiz Pineda. En San Antonio también se impuso la izquierda. En cambio, en San Cristóbal la Junta Electoral no le concedió sino dos concejales y un diputado a la oposición. Ésta interpuso un recurso ante el juzgado superior del Táchira; pero este tribunal, que al principio había acogido el dictamen del Consejo Supremo Electo-ral, presidido en Caracas por el doctor Carlos Morales, en definitiva lo que acogió fue mi punto de vista. La ciudad capital de esa entidad vio coronados mis esfuerzos, de los cuales dejé constancia en mi folleto sobre el voto acumula-tivo. Este trabajo mío significó una contribución a la ciencia jurídica, para que incrementara su acervo doctrinario.

En Caracas el presidente López Contreras se sentía un poco frustrado porque, a pesar de los golpes que logró asestarles a sus antiguos amigos, los gomecistas, y de haber iniciado una transición hacia la democracia, los políticos de izquierda habían conquistado para sí la adhesión del pueblo caraqueño. En las primeras elecciones municipales, celebradas el primero de julio de 1937, los partidarios del General lograron ocho puestos en el Concejo, mientras los izquierdistas obtuvieron catorce concejales. Al escrutinio, que tuvo lugar en el Nuevo Circo de Caracas, acudió el Presidente en persona y comprobó la desconsoladora de-rrota de sus seguidores. Año y medio después, la izquierda arrolló de nuevo a la derecha. Dispuesto a no sufrir más reveses, el Presidente se lo hizo saber al doctor Pietri. Éste reiteró la buena apreciación que tenía de mis aptitudes para

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el ejercicio de la abogacía, tanto civil como electoral. Por mi parte, habría de conquistar cierto prestigio como abogado, debido especialmente a la derrota que en estrados le infligí a una compañía petrolera, actuando yo en representación de la nación venezolana.

Para mí fue muy honroso prestar mis servicios profe-sionales a un Presidente a quien admiraba, pues además de admiración por su destreza en salir airoso de las embosca-das tendidas contra él por los viejos gomecistas, mis ideas coincidían con las suyas: mi pensamiento era conservador y sentía una natural aversión a los comunistoides. Encima, el doctor Pietri me ofreció jugosos honorarios, no tan altos, como hubiera sido mi deseo, pero suficientes para permi-tirme la vida de rico que, sin serlo, gustaba de disfrutar. “La posesión de la salud -sentenciaba Quevedo- es como la de la hacienda, que se goza gastándola y si no se gasta, no se goza”.

Empecé por preparar un proyecto de ley electo-ral que se ajustara a las conveniencias de mi presidencial cliente. Una vez concluido, el doctor Pietri lo estudió junto con los ministros y los juristas correligionarios suyos. Tuve reuniones con ellos; les aclaré puntos que no entendían, acepté sugerencias, sopesé los pros y los contras, y me dis-puse, con la paciencia que adquirí leyendo a Santo Tomás, a considerar más los contras que los pros. De los primeros, los más vehementes aparecieron en el Congreso Nacional cuando allí fue presentado mi proyecto.

Los ataques los recibe uno de las personas menos sospechadas. No esperaba yo que la andanada en contra de mi meditado diseño jurídico partiría de un poeta y, para complemento, el poeta más popular de Venezuela. Su oposición a mi obra me llenó de orgullo, dado el alto sitial que ocupaba el doctor Andrés Eloy Blanco, no sólo en el

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pueblo y en las letras nacionales y en las de España y de América, sino en las bancas de la Cámara de Diputados. Y era él, después del insigne novelista Rómulo Gallegos, la figura intelectual más prestante del partido opositor que se estaba formando. Ganas sentía de debatir con el poe-ta; pero mi actuación en la vida pública nunca fue pública sino clandestina. Y esta clandestinidad la había exigido mi gobernante cliente.

El doctor Blanco era un combativo litigante, si bien declaró una vez que lo más notable en él como abogado era la falta de clientela. Lo peor para mi humilde proyecto legislativo fue que mi ilustre contrincante dominaba, como nadie en el parlamento, todos los recursos: los que debió de haber aprendido leyendo a William Hamilton y los na-turales en él. Mi obra era muy seria, pero él se burló de ella. Sus sarcasmos arrancaban la risa, no sólo de las barras sino de los propios sostenedores de la proyectada ley. Ésta se titulaba Ley de Censo Electoral y de Elecciones, y él la llamó de descenso electoral. Ciertamente, para la izquierda significaba un decisivo descenso; pero para la derecha, cu-yos intereses estaba yo obligado a defender, tenía el valor de un gran ascenso.

A pesar de esconderme tras las mamparas del go-bierno, a mí me señalaron como autor de la calculada ley. Ganas no me faltaban de dejar mi escondite y salir a pro-clamar las bondades de mi obra; pero esto habría violado el compromiso que adquirí con el doctor Pietri y, a través de éste, con el general López Contreras. De todos modos, no me perdía las reseñas periodísticas del debate parla-mentario que se llevaba a cabo y hasta conseguía subrep-ticiamente copias de las transcripciones que cumplían los taquígrafos en la Secretaría de Diputados. Mi seriedad es-tuvo en vilo cuando el poeta, que era también un consuma-

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do humorista, destapó la verdad que indujo al Gobierno a contratarme: evitar más derrotas en las elecciones cara-queñas. Así lo reveló: a esta ley “sólo le falta un lazo azul y una tarjeta para dedicársela el día de su santo al Concejo Municipal del Distrito Federal”. Aunque me formé como hombre solemne durante mi educación en Bogotá, al vivir en Caracas aprendí a reírme hasta de lo que antes conside-raba más sacrosanto.

El doctor Blanco debió de ser un buen cristiano, por-que sus invectivas tenían un fondo humano. Dijo de mí: “En Venezuela… hay gentes que todavía creen que el doc-tor Franco Quijano es una entelequia; que el doctor Fran-co Quijano, abogado y poeta, no existe. Y en realidad, el doctor Franco Quijano existe; es ilustrado abogado y buen poeta. Tengo de él un pequeño libro de versos titulado Los collares de Ofelia, que contiene poemas muy bien escritos y algunos de éstos muy inspirados”. El doctor Blanco nunca llegó a humillarme; fue un despiadado detractor de lo que escribí, pero respetó mi integridad personal. En definitiva, yo salí triunfador y él salió perdedor: lo mío se convirtió en una ley de la República y lo de él fue rechazado. Su partido, que bajo López Contreras se llamaba PDN, tuvo que afrontar los reveses que mi ley propició. En todo caso, es una lástima que a mi triunfo lo hayan empañado las ci-catrices impresas a lo largo de aquel fragoso debate parla-mentario, que trascendió a la prensa.

No sólo el producto de mi trabajo como proyectista fue vulnerado. Salí descalabrado en mi reputación. Me es-tamparon el estigma de la fraudulencia. Al diputado Mar-tín Vegas, quien no obstante ser un eminente leprólogo es distinto a mí en lo escrupuloso, mi trabajo le provocó asco. El poeta Blanco (y los poetas somos vates: hacemos vatici-nios) le anunció al presidente Medina un agorero nubarrón

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para su gobierno si no espantaba a tiempo la negrura que presagiaba la ley aprobada. En lo que no estuvo acertado fue en su amenaza de que la corriente por él representada triunfaría de todas maneras; pero al proferirla, despecha-do como estaba, emitió una lacerante apreciación que -su-pongo- era dirigida a mi persona: “…el pueblo del Distrito Federal que aquí represento, para el cual especialmente se reformó esta ley, tendrá ocasión ahora de librar la más her-mosa de sus batallas electorales; porque con esta ley, y con el agente viajero colombiano que trafica en fraudes electo-rales, ganará sus elecciones”.

No fue así. El primero de febrero de 1942 hubo elec-ciones en Caracas, y el gobierno conquistó quince conce-jalías, en tanto que la oposición con gran esfuerzo alcanzó seis. Yo había observado que el partido de Betancourt se estaba extendiendo en Venezuela y propuse al general Ló-pez Contreras, por intermedio del doctor Pietri, crear las Asociaciones Cívicas Bolivarianas, con el oculto propósito de que sirvieran de organizaciones destinadas a la propa-ganda y a la consolidación de favorables resultados para su régimen. Habría de ratificarlo en mi declaración ante el juez que instruyó el sumario del crimen perpetrado en la persona del coronel Carlos Delgado Chalbaud: “A mí me tocó fundar en toda la República las Agrupaciones Cívicas Bolivarianas, que respaldaron al gobierno del general Ló-pez Contreras, incluso hasta en la elección del presidente Medina Angarita. Por esta época y quizás antes y después de ella, con motivo del movimiento electoral que se agitaba en Venezuela, fui consultado por algunos personajes polí-ticos de la oposición al gobierno de Acción Democrática”.

Mi idea de constituir las Juntas Bolivarianas fue aceptada y, para implementarla, viajé por todo el país. En el Estado Mérida las asocié con los círculos, urbanos y ru-

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rales, dominantes en la región, cuyo jefe era el doctor Hugo Parra Pérez. Así, en Tovar las Cívicas Bolivarianas tuvie-ron su comando en la hermosa mansión de mis amigos los hermanos Musche Burguera, uno de los cuales era esposo de una hija del general López Contreras. Otro amigo mío, Salvador Bottaro, reclutaba campesinos analfabetos en la víspera de los comicios y durante la noche los enseñaba a dibujar los nombres de los candidatos parristas, para que al día siguiente reprodujeran estos dibujos de letras en los espacios vacíos de las listas electorales, pues para votar era exigencia legal saber escribir.

El analfabetismo era absoluto en gran parte de los electores; pero en los concejales electos era relativo. Ha-bía mucha ignorancia, y a ella aludió el guasón del doctor Blanco en un mitin que celebró su partido en el Nuevo Cir-co. Allí improvisó esta copla:

Mano Pancho llegó en burroa la mesa electoral,Mano Pancho salió a piey el burro de concejal.

Al gobierno del general Medina indiqué un sistema electoral según el cual, en mi concepto, debía continuar la evo-lución que se realizaba después del período de la dictadura. Esta revelación la hice ante un tribunal una década después.

Al segundo año del gobierno del general Medina, sucesor impuesto por el general López Contreras, diver-gían los intereses de ambos. Cambié entonces de patroci-nante; pero todavía las Cívicas Bolivarianas fueron útiles durante los dos primeros años del régimen medinista, tanto para mi persona como para el antiguo y el nuevo presidente.

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El líder de la oposición, Rómulo Betancourt, salió de-rrotado en las elecciones del 19 de enero de 1943. Año y medio antes había conseguido legalizar su PDN, para lo cual tuvo que cambiarle el nombre por el de Acción De-mocrática. Este partido, al contestar las preguntas que le formuló mi gran amigo el doctor Luis Gerónimo Pietri, ele-vado al cargo de Gobernador del Distrito Federal, se vio constreñido a confesar que ya sus sostenedores no profe-saban el comunismo. El doctor Pietri y yo, lo mismo que el general Medina, sabíamos de antemano que ellos habían abjurado del ideario comunista; pero era bueno que rene-garan en público de su antigua fe.

Gracias a mi ley, la oposición sufría en las eleccio-nes desastre tras desastre, señaladamente en el interior del país. La ley anterior confería la facultad de nombrar las Juntas Electorales a los concejos; la mía les atribuía este poder a los tribunales. Éstos siempre han marchado al paso que les marca el gobierno, como sucedió el año 37, cuando la Corte Federal y de Casación anuló la elección del doctor Gonzalo Barrios como senador y la de los diputados Jóvito Villalba y Juan Oropesa.

Que ahora fuera mi patrocinante el general Medina y no el general López Contreras, era para mí irrelevante; porque siempre he repetido una sabia máxima que formu-lo así: yo no cambio; los que cambian son los gobiernos. Pero un grave tropiezo me aguardaba: el 29 de junio de 1944, uno de mis agentes, el periodista Avelino Sánchez, fue descubierto en Caracas manipulando una mesa para-lela de inscripción electoral, a la que mis enemigos le pu-sieron el mote de pirata, como si Avelino tuviera un ojo vendado y una pierna de palo y empuñara una cimitarra. Acciondemocratistas y comunistas, que no se querían, se confabularon y sorprendieron en plena faena de confor-

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mar listas al pobre Avelino. El que llevó la voz cantante contra él en la Cámara de Diputados, habría de ser mi ad-mirado poeta Andrés Eloy Blanco. Éste lo hizo con tal pe-ricia, dividiendo las filas del PDV gobernante entre un ala sombría y un ala luminosa, que consiguió que la Cámara compartiera su denuncia de fraude. Lo malo fue que en sus palabras el doctor Blanco expresó las siguientes: el dipu-tado López Sierra dijo “que no conocía a Franco Quijano; ello no importaba, pues éste era una institución y andaban por allí dos o tres Franco Quijanos pequeños que querían heredarlo”. Para complemento, los comunistas, que respal-daban el régimen del general Medina, me vituperaron en todos los tonos y al Presidente no le quedó otra alternativa que prescindir de mis servicios.

… durante el período de noventa y nueve meses en que yo guie esta evolución, no sólo indiqué los medios ju-rídicos para solucionar todo conflicto, sino que no hubo un solo caso de sangre durante los ardorosos procesos. Este caso es excepcional en la historia de los movimien-tos democráticos, en los cuales casi es imposible evitarlos, por la exaltación de las pasiones. Enseñé, no sólo a votar a mi pueblo, sino también a solucionar jurídicamente los conflictos, eludiendo siempre toda violencia para buscar la concordia y la tranquilidad.

Dicen que en política no funciona la gratitud. Es cier-to. Yo había aconsejado inventar un partido propio para el gobierno del general Medina. Mi proposición fue acogida. El primer nombre que se les ocurrió a los medinistas para designar la nueva organización fue el de Partidarios de la Política del Gobierno; pero sus iniciales darían nacimiento a un verbo que sonaba algo así como el mexicanismo pepe-nar, o sea, rebuscarse, y de este verbo extraerían los enemi-gos el sustantivo pepejeo, que evocaba la denominación con

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que los españoles de 1812 se burlaban de la Constitución liberal: viva la Pepa.

En definitiva mi idea fue exitosa: el partido se fundó. Se llamó Partido Democrático Venezolano, PDV, el mis-mo nombre (sólo que Democrático, en vez de Demócrata) que el doctor Blanco trató de hacer tragar a la Corte Fe-deral para que ésta admitiera un partido constituido por los que tres años después integrarían Acción Democrática. La maligna lengua del poeta haría mofa del segundo PDV al hacer esta comparación: “la diferencia que existe entre Rómulo Gallegos y el PDV es que Rómulo Gallegos es el presidente de un partido y el PDV es el partido de un pre-sidente”.

Terminaron proscribiéndome. Ya mis amigos gober-nantes habían aprendido mis enseñanzas electorales y no me necesitaban; pero también la oposición aprendió de mí: el doctor Luis Beltrán Prieto, líder de Acción Democrática, quien además de educador era abogado, reconoció poste-riormente los méritos de mi libro dedicado a sistematizar la teoría y la técnica electorales.

Me desquité refiriendo al jefe de redacción del dia-rio El País, de Betancourt, un resumen de mi actuación en favor de los dos gobiernos: Yo he organizado y movilizado 120.000 electores dentro de las Cívicas Bolivarianas;… he re-corrido tres veces el país;… no tengo arte ni parte en el actual proceso electoral (el de octubre de 1944). Yo los conocía a todos: amigos y enemigos. Le dije a mi entrevistador que Acción Democrática sólo contaba con diez mil adheren-tes. Y Betancourt, quien durante tres años del lopecis-mo y cuatro del medinismo había armado una urdimbre de adeptos por todo el país, no lo negó. Quizás tenía en mientes algún recurso extralegal para aumentar el nú-mero de sus conmilitones. Esta vez sí logró salir elegido

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concejal; pero don Rómulo Gallegos y el doctor Blanco fueron derrotados.

Por lo acontecido, primero en el Táchira y luego en Caracas, a mí me cubrieron de injurias, sin percatarse de que fueron los políticos quienes infringieron las leyes; no yo, que las redacté. La superabundancia de partidos man-cilla a los que saltan a la arena pública en Venezuela. De 1941 para acá, la democracia venezolana, a semejanza del Orino-co, que rinde su tributo al mar por diecisiete bocas, se desparrama en los procesos electorales en diecisiete partidos. Y semejante proliferación no se aviene con las bases programáticas que ellos proclaman, pues son similares las unas a las otras. Un sinnúmero de electores está en posesión de carnets de dos, de tres, de cuatro y hasta de seis partidos. Pagan sus capitaciones, concu-rren discretamente a todos los mítines como curiosos y otros sir-ven de espías mutuos en las agrupaciones. Por lo demás, el voto es secreto. La corrupción viene de lo alto: un diputado que votó por don Rómulo Gallegos, al saberse el resultado de las elecciones y que este insigne maestro sólo había obtenido trece votos, se puso de pie y comenzó su discurso diciendo:

– He dado mi voto por el general Isaías Medina Angarita.

Mi lealtad con el general López Contreras se man-tuvo incólume durante mi destierro posterior al 18 de octubre de 1945. Para él elaboré un memorándum en que estudié, distrito por distrito, las posibilidades de los resultados, según el censo que se había levantado, memorándum que fue difundido entre los grupos interesados en la oposición a Acción Democrática.

No sólo a las órdenes de los generales López Con-treras y Medina Angarita estuvieron mis conocimientos y habilidades. También la Junta Militar que gobernó en los

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años 1949 y 1950 solicitó, siempre a través del doctor Luis Gerónimo Pietri, que les organizara sus elecciones. Di mi opinión sobre el estatuto que se estaba elaborando y aseso-ré sobre los aspectos técnicos del proceso, relacionados con la organización de grupos adictos al gobierno. Colaboraron con-migo los señores Samuel Bustamante y Sotillo Guillén, jun-to con el Director del Ministerio de Relaciones Interiores, doctor Carlos Tinoco Rodil. Yendo a lo práctico, comencé a establecer una oficina discreta, a fin de controlar los datos recabados y con ellos hacer el cálculo de los resultados que esperábamos. Convine en arrendar parte de mi casa para que fuera la sede de dicha oficina, por un alquiler men-sual de cuatro mil quinientos bolívares, más otros cuatro mil que me pagarían por mis honorarios, y el doctor Pietri se comprometió a acondicionar el inmueble por valor de quince mil bolívares.

Quería que las elecciones que se avecinaban fueran tan pacíficas como las celebradas bajo los presidentes Ló-pez y Medina; pero el ambiente popular había cambiado. Una revolución que enardeció los ánimos y que a mí, como a tantos otros, me condujo fuera del país, y una contrarre-volución que no pudo apaciguar esos ánimos, alteraban la paz que yo habría deseado. La violencia produjo frutos muy adversos a mis esperanzas. Poco antes de las vota-ciones se perpetró el homicidio del doctor Leonardo Ruiz Pineda, al que seguiría el de Antonio Pinto Salinas, hijo de don Leonidas Pinto, uno de mis viejos amigos santa-crucenses. Un tercer líder andino, el merideño doctor Al-berto Carnevali, moriría encarcelado. Los malos presagios se unieron a mi malhadada suerte personal. Mis amigos preferidos eran en su mayoría hombres dispuestos a las soluciones amigables de los problemas, ¡y yo me hice com-padre de un general adicto a resolver los conflictos por las

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vías violentas! No porque la fuerza no esté detrás del de-recho, el cual caracterizó mi propio estilo para zanjar los antagonismos, sino porque la violencia en que se apoya el derecho es la llamada compulsiva: no hace falta disparar, basta apuntar con el arma. El medio en que se desenvolvie-ron las elecciones era desfavorable a los militares gober-nantes, y estuve impedido de prestarles mi ayuda. Sin una bien madurada preparación electoral era muy difícil ganar las elecciones. Mucho pudo haberse hecho para impedir, o siquiera disfrazar, el triunfo del doctor Jóvito Villalba en 1952, y se habría evitado incurrir en el desconocimiento de su victoria; pero se aplicó la fuerza inmoderada y al doctor Villalba lo expulsaron al exterior, mientras en el interior yo, en una prisión, no podía poner en práctica la experien-cia que en catorce años había acumulado.

El doctor Elías Pino Iturrieta, cuyas dotes de histo-riador no están a la altura de las de periodista (pues en un artículo suyo que voy a citar pone al Partido Conservador de Colombia a festejar el triunfo de su adversario López Pumarejo y sostiene que unas Cívicas Bolivarianas todavía nonatas arrasaron en las elecciones municipales de 1938, que por cierto no las ganó sino que las perdió el que patro-cinaría dichas juntas), me endilgaría el siguiente homenaje póstumo:

… en nombre del Libertador puso (yo, Franco Quija-no) a votar a los muertos, distribuyó dinero entre los vivos, ordenó la confección de una tinta que se podía manipular, seleccionó a los escrutadores para que contaran los sufragios según el interés del gobierno, fraguó las estadísticas de acuerdo con el antojo del patrón e instruyó personalmente a los gobernadores para que nada fallara en el trapiche de sus compo-

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nendas. Fue tan exitoso en su faena que Medina An-garita lo contrató después como consejero del PDV. – Pero no fue un tramposo corriente. Mantenía una columna en la prensa de Maracaibo, escribió un libro sobre filosofía tomista y un volumen sobre la melan-colía medieval.

A mí me han inculpado de todos los delitos electo-rales en el pasado, en el presente y en el futuro. Caído el general Pérez Jiménez, donde no había testigos en las me-sas electorales, resultaban mayoritarios los minoritarios; las leyes calificaban de votaciones de primer grado a las de segundo grado. Fue por esto que el 24 de junio de 1968 me permití dirigirles una carta a los candidatos presidenciales, que encabecé con esta salutación: muy distinguido colega, pues todos los candidatos eran abogados. En ella les for-mulé la siguiente advertencia:

la carta fundamental ordena que las elecciones de senadores, de diputados y de presidente deben ser hechas por votación directa; pero la ley orgánica res-pectiva infringe, viola y burla este precepto; porque es voto eminentemente indirecto el que se realice me-diante tarjetas de colores distintos que equivalgan a listas también distintas, previamente confeccionadas por los partidos y que el votante de ninguna manera puede modificar a su voluntad, voluntad que resulta totalmente suplantada, con la consecuencia de que los así elegidos no son representantes de la nación sino del partido. A lo que se agrega que el Consejo Supremo Electoral elige unos senadores y unos dipu-tados adicionales, cuando ya está agotado el derecho del elector, contradiciendo el carácter universal y di-recto del sufragio.

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Los destinatarios de la carta comprendieron mi re-paro y, desde entonces, las leyes electorales de Venezuela le amputaron la pierna derecha al enfermo; pero dejaron intacta la izquierda, que tampoco está sana, y gracias a di-cha cirugía, el elector llega con muletas a la mesa electoral. Años después sucedió que un número de electores supe-rior a la mitad de los votantes se convirtió, mediante un artilugio que no es de mi cosecha, en un número de diputa-dos que apenas llegaba a la tercera parte de los integrantes de la Asamblea Nacional, para la cual fueron elegidos. Y mi nombre, treinta y nueve años después de mi muerte, figura en el listado (así se llama porque tiene más listas que un tigre) de electores y electoras entre ciento once y ciento vein-ticinco años de edad. Allí se dice que quienes figuramos en dicha lista debemos comprobar que estamos vivos. Estas mismas páginas no lo comprueban, y mi interés por las vo-taciones, junto con todo lo demás de esta vida, desapareció en 1973, año en que me despedí de ella.

La estadística electoral es la más engañosa entre todas las estadísticas, porque las cifras que pueden ser los fun-damentos del cálculo no sólo dependen de la versatilidad de las adhesiones voluntarias, sino también de fenómenos naturales imprevistos. Un rumor, un disturbio callejero, un prolongado aguacero, la obstrucción de un camino suelen echar por tierra los resultados de las ecuaciones más escru-pulosamente formuladas.

Si la lucubración tiene por fin calcular las cantida-des de dinero movilizadas por los partidos, o por los can-didatos, o por los grupos plutocráticos interesados en las elecciones, para indagar si hubo compraventa de votos, incidirá en el Derecho Penal Electoral, cuya máxima figura o tipo es el delito de ambitus, el cual puede también con-sumarse por medio de dones, halagos y promesas; por lo

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cual Cicerón definió el soborno electoral como Diligentia in munere candidatorio fungendo. En Atenas era castigado con pena de muerte el ciudadano que hubiera dado dos votos, y también se sancionaba con la misma pena de muerte la compraventa de votos, reputándose tales actos como ho-micidas engaños contra la soberanía popular. Plinio nos relata el caso de Quinto Coponio, condenado a muerte por haber regalado un ánfora de vino a un ciudadano que le había concedido su voto.

Como mi ley de elecciones terminó siendo aprobada contra todos los esfuerzos desplegados por el doctor An-drés Eloy Blanco, éste se desahogó poniéndome en berlina con un ácido artículo que publicó en El País el 21 de julio de 1945. So pretexto de hablar de historia, arremetió contra mí:

Germán Arciniegas, en su estudio admirable sobre el gran conquistador (Jiménez de Quesada), al referirse a Franco Quijano, se deja de circunloquios, se pone realmente pesado, se suelta el pelo del mal humor y declara tranquilamente que lo de Franco Quijano es una mixtificación. Trata de hacer ver Arciniegas que Franco Quijano ha inventado tal romance (el de Jimé-nez de Quesada) o algo por el estilo, y en resumen, asegura que se trata de un engaño histórico. Y aquí viene la parte anecdótica, cuya veracidad no sosten-go, sino que doy a título de referencia.Cuéntase que Franco Quijano se indignó ante la radi-cal aseveración de Arciniegas. Ofendido por tan gra-ve acusación, se va a la calle y encuentra a un escritor amigo. Aborda el comentario del asunto, y con tono exaltado, manifiesta:– ¡El señor Arciniegas no me conoce! ¡El señor Ar-

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ciniegas tampoco conoce la historia! ¡El señor Arci-niegas ignora que yo soy un hombre serio y que la historia es una cosa seria! ¿Cómo se atreve el señor Arciniegas a decir que yo puedo mixtificar una cosa tan seria como el proceso histórico? ¿Acaso la histo-ria es un proceso electoral?

Termino la relación de esta fase de mi vida con una cita post mortem que tomo de un periodista famoso por su latiguillo así son las cosas. La maledicencia siempre andu-vo atrás de mí y el periodismo atrás de ella. He aquí dos muestras extraídas de dicha cita: “todas las trampas electo-rales que ocurrieron en Venezuela tras la muerte de Gómez hasta 1945 se les atribuyen a Franco Quijano” y “poca gen-te sabe que escribió la obra El voto acumulativo en el Táchira. ¿Qué diría del voto electrónico? Imposible saberlo; pero de lo que sí estamos seguros es que si Quijano estuviera vivo, alguien habría dicho: Franco Quijano fue el responsable de esa vaina”.

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CAPITULO VII¿Culpable yo del magnicidio?

Fui sorprendido, como todos los venezolanos, por el ascenso al poder de mis enemigos jurados, las huestes de Betancourt. Pedí asilo al embajador de Colombia, el doc-tor Fabio Lozano y Lozano, quien me lo concedió. Allí viví hasta diciembre de 1945. Sólo recibía en la embajada la vi-sita de mi hija Adela y cumplí al pie de la letra mi obliga-ción de no tratar de asuntos políticos mientras permanecí asilado.

Obtuve el salvoconducto del gobierno y el propio embajador me acompañó hasta la escalerilla del avión que me condujo, en unión de mi hija, a mi primera patria. Me establecí en Barranquilla y, en mi condición de venezolano exilado, actué en aquella ciudad, asiento de expatriados, con extrema cautela, en razón de que las leyes colombia-nas prohibían cualquier movimiento subversivo contra el régimen que había instaurado en Venezuela el partido Ac-ción Democrática, respaldado por el Ejército. Sin embargo, el cónsul venezolano nombrado por el nuevo gobierno no tenía experiencia consular y yo gustosamente lo ayudé a instalarse y le impartí una somera enseñanza de sus atri-buciones, con el consejo de proveerse de ciertas leyes que las determinaban.

Con las autoridades colombianas logré poco a poco su benevolencia, ya que a sus ojos les parecía un compatrio-ta suyo. Y no les faltaba razón. Mi acento bogotano nunca

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me abandonó; mis modales eran los propios del personaje a quien despectivamente definen con el cognomento de ca-chaco; la cortesía estaba tan arraigada en mí que siempre signó mis relaciones sociales, tanto como con los podero-sos como con los humildes; hasta mi atuendo, a pesar del calor barranquillero, me acercaba más a los colombianos, tan ceremoniosos, que a los venezolanos, tan propensos a la familiaridad. Por lo menos en Venezuela me traicionó mi concepto de la elegancia, que era el de Brummel: “es el arte de pasar inadvertido”; porque mis trajes y corbatas oscuros, mis zapatos lustrosos, mi blanco pañuelo saliente del bolsillo superior, llamaban la atención de mis segundos compatriotas.

Durante mi exilio padecí múltiples penurias. Vivía en una casa destartalada que ni siquiera tenía muebles. Mi hija y yo teníamos que dormir en hamacas. Acababa de dejar nuestra casa en la urbanización Santa Eduvigis de Caracas; pero después del 18 de octubre de 1945 apareció una nota de prensa exigiendo que me fuera confiscada. No hubo confiscación, mas la hipoteca que pesaba sobre ella se incluyó en la lista de bienes de mi acreedor. Luego de va-rios traspasos, la casa y el terreno adyacente pasaron a ser propiedad de mi hija Adela Franco Monroy, quien asumió la carga del gravamen hipotecario.

Sufrí varias enfermedades, entre ellas reumatismo, paludismo y una ceguera que sólo empezó a ceder a los cuarenta días. Sobreviví fabricando carteras de cuero. Para no perjudicar al cónsul venezolano a quien había hecho fa-vores como abogado, apenas lo saludaba en la calle. Me vinculé a la intelectualidad de Barranquilla, no a los esca-sos venezolanos que llegué a conocer.

A mediados de 1947 se me presentó el general Rafael Simón Urbina, a cuya esposa, junto con el señor Antonio

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Aranguren, conocía desde mi asilo en la legación de Co-lombia. Aquél, con su familia, alquiló una casa en un ba-rrio residencial elegante, donde lo visité y me sorprendió su mobiliario lujoso. Sus visas de turismo estaban a punto de vencerse y a instancias suyas realicé un viaje a Bogotá, con el resultado de que se normalizó su permanencia en Colombia, lo que empeñó su gratitud. En los días aciagos de mi prisión, la señora María Isabel Caldera, para enton-ces viuda de Urbina, declaró ante el tribunal que su esposo entabló conmigo una amistad íntima, y fue por recomen-dación suya que el señor Antonio Aranguren me facilitó en préstamo tres mil bolívares, en unos días en que me encon-traba padeciendo graves estrecheces.

El general López Contreras llegó a Barranquilla, de paso para Medellín. Algunas cartas me había cruzado con él. Recibí su equipaje, y como el General estuvo poco tiem-po en Colombia y regresó a Estados Unidos, despaché su equipaje para Nueva Orleáns. Mis relaciones con él data-ban de años atrás. También me entrevisté con el doctor Ho-norio Sigala y con el general León Jurado, con quien me asocié para instalar una fábrica de bloques. Y a los milita-res que se alzaron contra el gobierno adeco el 11 de diciem-bre de 1947, capitaneados por el mayor Carlos Maldonado Peña, les conseguí residencia, ayudado por abogados co-lombianos, condiscípulos míos.

Fui el enlace de los venezolanos que preparaban una revolución contra el gobierno: tres de apellido Jurado, el general José Antonio González, el coronel Eleazar Niño, el doctor Altuve Carrillo, Eustoquio Gómez, el doctor Mi-guel Ángel Burelli Rivas, el coronel Celestino Velasco y otros compatriotas, de apellidos Bottaro, Müller, Parra y Peña. En Cúcuta me entrevisté con el doctor Hugo Parra Pérez y con el doctor Mejías. Hice un viaje a Panamá y

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varios a Bogotá. Me dediqué a los negocios como colabo-rador del general León Jurado en la compra de ganados y whisky, junto con el teniente Poveda, y en la fábrica de bloques que tenía en sociedad con el general León Jurado; pero no olvidé mi participación en actividades literarias: tuve el honor de que se me recibiera como Individuo de Número de la Sociedad Bolivariana de Barranquilla, el mismo día en que fue recibido con igual carácter el nuevo Gobernador del Depar-tamento.

El asesinato de Gaitán repercutió en Barranquilla, donde hubo incendios, saqueos, explosiones, creación de juntas revolucionarias y la destitución del Gobernador; pero nuestros temores se disiparon con el paso del tiempo. La caída de Gallegos el 24 de noviembre de 1948 me regoci-jó y, para ayudar al reconocimiento de la Junta Militar, me trasladé a Bogotá y allí obtuve apoyo de mis amigos con-servadores. En diciembre regresé a Caracas como acom-pañante del doctor Carlos Baptista y, después de entrevis-tarme con figuras descollantes de la política venezolana, volví a Barranquilla e inicié una campaña de prensa tanto en diarios conservadores como liberales. Calcé con mi fir-ma artículos para El Siglo, de Bogotá; El Colombiano, de Me-dellín; El Relator, de Cali; contando con el auxilio financiero de los doctores Carlos Baptista y Laureano Vallenilla. Di cuenta de mis diligencias cuando retorné definitivamente a Caracas en enero de 1949, y a mediados del año siguiente, después de haber ocupado varias residencias, me instalé en la casa de mi hija, que estaba enmontada y abandonada, y me dediqué a reconstruirla, al tiempo que ejercía mi pro-fesión de abogado, y saboreaba una vida de holgura para mí y de desprendimiento para mis amistades, pues nunca olvidé la observación de Jacinto Benavente: “al morir sólo nos queda lo que hemos dado”.

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En Caracas reanudé mi amistad con Urbina y lo visi-té en su casa, solo o en compañía de mi hija. A veces llega-ba don Antonio Aranguren, quien había sido y seguía sien-do su generoso protector, y ambos se retiraban a conversar aparte. Con el señor Aranguren fui una mañana a Maique-tía para recibir a Urbina, que regresaba de Norteamérica. A éste le desagradó la fórmula empleada para la devolución de sus bienes, que habían sido confiscados por el régimen anterior. Me lo manifestó como amigo, pues en Venezuela no le presté mis servicios profesionales, como sí lo había hecho en Colombia. Mi respuesta fue que esa fórmula me parecía equitativa.

Hubo dos fiestas en casa de Urbina. Una tuvo lugar con motivo de los quince años de su hija mayor. Yo no bai-lo; y agrego: la exaltación que han hecho de la danza y del deporte los ha convertido en sendas profanaciones: la pri-mera, del arte, y la del segundo, del patriotismo. Parece que mis contertulios disfrutaban más de la conversación. A ésta me reduje en aquel sarao, hablando con el doctor Juan Penzini Hernández, con el cónsul de Colombia y con otros invitados distinguidos. La otra tuvo lugar en enero de 1949, cuando se llevó a cabo el bautizo de los últimos cuatro hijos del matrimonio Urbina-Caldera. Mi hija Ade-la y yo fuimos los padrinos de Francisco, el mayor de los cuatro, y a esta fiesta, que salió reseñada y fotografiada en la prensa, asistió el comandante Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar que sucedió en el mando a don Rómulo Gallegos.

Mi hija Adela tenía serios padecimientos del corazón y de los riñones y estaba siendo tratada por el cardiólo-go doctor Eloy Dubois y por el nefrólogo doctor Rhode. De acuerdo con ambos facultativos, decidí llevar mi hija a París. Como asumí con el doctor Luis Gerónimo Pietri

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el compromiso de organizar el proceso electoral previsto por la Junta Militar, solicité su anuencia para el viaje, jus-tificándolo también en la conveniencia de proveerme de los libros, antiguos y recientes, más reconocidos sobre la materia de derecho público que me fue encomendada. El 4 de octubre de 1950 partí de La Guaira en el vapor Argenti-na; hicimos escala en Tenerife y en Barcelona y arribamos a Génova el día 18, donde compré gran cantidad de libros, que despaché por barco para Venezuela, junto con las en-ciclopedias jurídicas faltantes en mi biblioteca y que había adquirido en Barcelona. Como era el Año Santo, peregriné a Roma, cuyos históricos monumentos visité. Aquí compré los libros de Bartolo, jefe de la escuela jurídica que dominó durante los siglos XIV y XV. Mi afición inveterada por la obra de Dante la satisfice recibiendo un ejemplar muy anti-guo de la Divina Comedia.

Estuve en Nápoles, donde visité la catedral de San Genaro, la iglesia de San Francisco de Paula y los monu-mentos españoles, y desde allí envié tarjetas postales a mis viejos amigos Pedro Sotillo y doctores Pulido Villafañe y Altuve Carrillo, muy encumbrados en el poder. En París visité la catedral de Notre Dame y la tumba de Napoleón. Me entrevisté con el general Antonio Chalbaud Cardona y con Ángel Mancera Galleti. Compré más libros en la ca-pital francesa. El 31 de octubre, habiendo dejado a mi hija en París para que siguiera su tratamiento, me embarqué por avión para Amsterdam. Era exigencia del doctor Pietri no prolongar mi viaje por más de treinta días, y el 2 de noviembre estaba de regreso en Maiquetía. Al periodista Guillermo Tell Troconis, conocido mío desde Maracaibo, quien cubría las noticias del aeropuerto, le rogué no men-cionar mi arribo en su periódico.

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El doctor Pietri me había entregado únicamente el importe de los pasajes marítimos, y por la premura del via-je no pude recibir la cantidad de veinte mil bolívares que fue convenida por el acondicionamiento de mi casa para la oficina que teníamos planeada, incluyendo en dicha suma el primer canon mensual de arrendamiento. En su lugar obtuve un préstamo personal y acepté recibir a mi regreso lo ofrecido por el doctor Pietri. A mi retorno no pude hacer efectivo ese pago, debido a los desgraciados sucesos del 13 de noviembre de 1950. Durante los once días anteriores a esa fatídica fecha, que llevó la tragedia a muchos hoga-res venezolanos, particularmente al mío, mis únicas acti-vidades fueron, en primer lugar, limpiar mi biblioteca y ordenarla con los libros recién traídos en mi equipaje y con los que inmediatamente llegaron por vía marítima; luego, disponer la reanudación de los trabajos de albañilería ad-yacentes a mi casa, y por último, visitar amigos, clientes unos, políticos influyentes otros y uno de mi afecto: mi compañero de ascenso a la torre de la iglesia de Petare, el doctor en Farmacia Rafael Alcántara.

Los pormenores de mis ocupaciones en esos once días previos al magnicidio los referí al tribunal que levan-taba el sumario. Acaso el juez no prestó atención a mis siete largas declaraciones; en cambio les dio fe a las deposicio-nes de testigos iliteratos y parciales y a damas de cuya ve-racidad todo juzgador consciente debe considerarlas con cautela. Conociendo su liviandad, un juez de gran expe-riencia, cuando ante su tribunal iba a declarar una mujer, le ordenaba a su secretario: –Que la testigo diga primero la edad; después le tomaremos el juramento.

El domingo 12 de noviembre no recibí ninguna vi-sita, ya que estuve fuera de mi hogar. En la mañana del día siguiente llevaron a mi casa a los hijos de Urbina, cosa

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que hacían a menudo, y en un segundo viaje su hija mayor llevó unos perritos. Jugaban en el jardín cuando sorpresi-vamente se presentó mi comadre, la señora de Urbina, y se retiró con los niños. Al prestar su testimonio, me contradi-jo, pues declaró que cuando llevaron a su esposo herido, todavía ella se encontraba en mi casa. Esto es posible, ya que mi memoria a veces falla. De lo que no tengo dudas, es que me dijo muy alarmada que en Caracas había bochin-che y que ella se dirigía a la embajada de Nicaragua. Su primera patria era este país centroamericano.

Al rato unos hombres armados llegaron con Urbina en andas, quien sangraba por un pie. Lo sentaron en una cama. Le pregunté qué había sucedido y le manifesté que si había hecho algo indebido, yo no podía darle protección. Me negué terminantemente a llamar un médico, como pedían con insistencia sus acompañantes. Entonces él dijo: “Vá-monos”, y casi alzado se lo llevaron.

Al poco rato se presentó don Antonio Aranguren y preguntó por Urbina. Le informé de lo sucedido en mi casa, y comentó: “Entonces no le salieron a él las cosas como pensaba”. Supuse que algo tenía que ver al respecto. Con el revólver en la mano se aflojaba la faja de los pantalones pidiéndome permiso para ir al excusado. Se retiró sin despe-dirse. E inmediatamente llegaron unos militares armados, me pusieron preso y me montaron en una camioneta que, pitando, me condujo a un calabozo del palacio de Miraflo-res. Tres días después fui trasladado a la presencia de los comandantes Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez, quienes me interrogaron. Les revelé mi compadraz-go con Urbina, a quien censuré por tomar como escudo a niños inocentes; negué haber tenido reuniones secretas con él y ratifiqué a mis inquisidores mi adhesión a su go-bierno.

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Pero un primo de Rafael Simón Urbina, Domingo Urbina, declaró al mismo juez ante quien yo formulé mis declaraciones que él estuvo en mi casa la víspera de los he-chos; que le impresionó el tamaño de mi biblioteca, y que con él estaban Urbina y mi comadre. Por cierto que ésta declaró que ese día su esposo me había solicitado en al-quiler un apartamento que formaba parte de mi vivienda, porque se había disgustado con don Antonio Aranguren, propietario de la casa que ellos habitaban, y que le respon-dí que estaba a su orden no sólo el apartamento sino toda la casa. Y agregó ella en su declaración que, a la salida de mi casa, le reprochó a su esposo haberme mentido, ya que las relaciones de amistad entre Urbina y Aranguren no ha-bían cambiado. El señor juez tomó en cuenta la parte del testimonio relativa a la visita que supuestamente recibí en mi casa el domingo 12, pero no el reproche de la declarante a su marido, que comprueba mi ignorancia de las inten-ciones que tenía Urbina. Éste prefirió mentirme al solicitar que le proporcionara vivienda. Por su parte, la viuda del comandante asesinado me incluyó a mí en la lista de acu-sación.

El jefe de la comisión militar que me hizo preso de-claró que el piso de mi casa estaba recién lavado. ¿No dije yo que Urbina sangraba? ¿Es ilícito limpiar de sangre el piso de nuestra casa cuando un visitante herido la vierte en ella? Encima me atribuyó la afirmación de que yo no había salido de mi casa el domingo 12, y que le manifesté un imaginario parentesco de primos terceros entre Urbina y yo. Y un tal Honorio Gutiérrez elevó a quince el fantás-tico número de los que se reunieron en mi residencia la víspera del crimen, y agregó que él fue un segundo dete-nido que conmigo iba en la camioneta que se desplazaba en dirección a Miraflores, y que, al yo montarme en dicho

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vehículo, le dije estas palabras vulgares, las que nunca han formado parte de mi vocabulario: ¡Qué buena vaina me has echado, muchacho!

Seis meses después del asesinato, el Tribunal dictó auto de detención en mi contra. Nombré como defensor al doctor Manuel Maldonado, viejo amigo mío desde que él era presidente del Estado Zulia. Gustosa y desinteresa-damente aceptó el cargo, que era necesario según la ley, si bien yo fui mi propio defensor. Asistido por él apelé del auto de detención; pero ésta habría de durar cuatro años. El juez que dictó la sentencia definitiva el día 14 de agos-to de 1956 le dio credibilidad al cargo de encubridor que se formuló contra mí y, en efecto, dictaminó que yo había incurrido en el delito de encubrimiento, ¡como si yo hubie-ra presenciado el crimen! Por cierto, quedó comprobado que el mismo Urbina no tuvo intención de matar. Esto lo declararon todos sus compinches, sin excepción. Lo que hubo fue que éstos efectuaron dos disparos imprevistos: uno mató a Delgado Chalbaud y otro hirió a Urbina en un pie. Desde luego, el secuestro que se proponía contra un presidente de la República constituía un delito muy grave; pero yo no podía encubrirlo, porque ignoraba ese propó-sito y porque no llegué a conocer los hechos sino después que me arrestaron.

En el año anterior a la sentencia del sedicente encu-brimiento salí en libertad, en virtud de que la pena había prescrito. Fue éste el arbitrio de que se valió el tribunal para justificar mi largo cautiverio. Porque ser amigo y compa-dre de alguien que cometa un delito no significa que uno lo esté ocultando. Lavar un piso ensangrentado no quiere decir que la herida causante de la sangre fue inferida en la casa donde el herido la vertió, pues, como en este caso, se había ocasionado en otro sitio.

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Mi condena, de acuerdo con la ley, no podía exce-der nunca de la prevista para el delito de falso testimonio, por haber negado yo algunos hechos de la averiguación y haber trocado otros; pero habría sido una traición a mi existencia, ésa que Dios me dio, si hubiera prescindido de las ficciones que conforman mi propia idiosincrasia. Aun-que mi visión es simétrica, mi alma es estrábica. Yo no sa-bía, porque el sumario es secreto, que otros testigos habían contradicho las negativas con que respondí a las preguntas del juez instructor. Si esos declarantes me refutaron, yo no podía contradecirme. Era mejor negar; porque habría incu-rrido en las cómicas incoherencias del chiste judío, según el cual, alguien que citado ante la autoridad para que devol-viera un caldero que le habían prestado, se defendió con estos tres alegatos sucesivos: – Primero, a mí no me pres-taron ningún caldero; segundo, cuando me lo prestaron, el caldero estaba roto; tercero, cuando lo devolví, el caldero estaba bueno.

Yo era simplemente un testigo poco confiable, y el sentenciador ha debido tomar en cuenta, además de que mis verdades siempre han sido relativas, la circunstancia de que los abogados somos malos testigos. Una cosa es el derecho y otra la abogacía. ¿Será Mefistófeles o será el pro-pio Goethe el que se formó este juicio sobre el derecho?: “Las leyes y el derecho son como una enfermedad incu-rable que se trasmite de generación en generación. Es un arte que con frecuencia convierte la razón en sinrazón y el agravio en beneficio. Se depende de las leyes, como nacido de ellas, en vez de nacer con nosotros nuestro derecho”.

Llegará el día en que las leyes desaparezcan, y con ellas las infracciones.

¿Por qué la justicia estará en manos de jueces y abo-gados? El aforismo escrito en latín de que la voz del pueblo

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es la voz de Dios, si se aplica a las actuaciones judiciales, ese mismo pueblo, cuando habla en castellano, lo traduce en este cáustico epigrama que afecta tanto a quienes te-nemos el oficio de pedir justicia como a quienes tienen el deber de administrarla, que también son mis colegas: “la justicia es ciega porque los abogados le sacaron los ojos”.

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CAPITULO VIIIConquistador de la poesía

Encarcelado Fray Luis de León dejó escritas en la pared de su celda dos famosas quintillas que empiezan: “Aquí la envidia y mentira me mantuvieron encerrado”. Durante el cuatrienio de mi reclusión escribí seis cantos, en el segundo de los cuales Boecio, el gran filósofo del siglo VI que, cautivo como yo, dio a la filosofía el papel de consola-dora de las injusticias, me habló en estos versos que en su nombre compuse:

Los poderosos que acudieron antesa ti, buscando en el jurisconsultolaudos para sus testas ignorantes

tus enemigos son, porque, sepulto, no podrás enrostrarles feloníay agregarán a la traición su insulto.

Y sé que se extremó la villaníahasta aherrojarte con esposas, cuando del calabozo al tribunal –fungía

de juez, usurpador de contrabando–,se ordenó conducirte a interrogarteen nombre de la ley, la ley violando.

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La recidiva de antiguas dolencias me asaltó en los cuatro años de cautiverio. Además, pedí en vano que re-tiraran la guardia apostada en la casa de mi hija. Mi sufri-miento moral acreció al saber las muertes de viejos ami-gos. Cuando Ofelia me vendó los ojos con su cabellera, enumeré veinticinco camaradas. De éstos murieron dieci-séis. En la cárcel prendí dieciséis velas mientras dormían mis hermanos, los presos. El violín de Camargo, mi compa-ñero de las serenatas en Santa Cruz, enmudeció definitiva-mente. Diomira enloqueció. Me ocultaron el fallecimiento de mi gran amigo Rafael Alcántara. Y mi maestro Monse-ñor Rafael María Carrasquilla (literato de cuerpo entero, según lo definió Jesús M. Ruano, S. J.) rindió la frente pen-sadora. La muerte se ha atrevido con su segur a borrar del libro fiel, nombres amados. De las personas a quienes se lo dediqué, Flor y Aminta yacen ahora en distantes campo-santos, sin que haya podido yo todavía visitar sus tumbas, que guardan parte de mi corazón; pero algún día el sepul-turero se sorprenderá de encontrar sus sepulcros cubier-tos de orquídeas.

Mitigué mis penas de prisionero sirviéndole de ayu-dante a un maestro de cocina de nacionalidad húngara, cuyo arte no sólo fue tolerado sino estimulado, debido a que el alcaide, el médico y algún otro jefecillo carcelario disfrutaron de su sabiduría culinaria. Yo había cocinado para mis amigos, y sobre todo mis amigas, en mi casa; pero en la cárcel superé mis destrezas en el arte de Francisco Va-tel. Excarcelado, ¡cuántas veces visité a Eloy Chalbaud Car-dona en Mérida y a Adolfo Altuve Salas en Cúcuta, provis-to de ingredientes y utensilios de cocina! En amables tertu-lias que duraban todo un día saboreábamos los platos que me enseñó el húngaro y escanciábamos, en nuestras copas de viejos amigos, añosos vinos de Burdeos y Borgoña.

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Porque mis verdaderos amigos eran los de mi época dichosa en el Estado Mérida. El número de los que frecuen-té en Caracas disminuyó después del magnicidio, pues me vinculaban a la picaresca, como si yo hubiera sido un nuevo Lazarillo de Tormes. En la capital volví a ejercer la abogacía. Recuerdo haber acudido a un tribunal adminis-trativo en representación de un cliente y me encaré a un juez que me preguntó en un tono impropio del respetuoso que usaban sus paisanos santacrucenses: ¿Es usted el célebre Franco Quijano? Mi respuesta fue la muy cortés que usaban los campesinos de su tierra: Para servirle.

En Caracas sostuve principalmente relaciones profe-sionales y las inherentes a cualquier jurista, que versaban sobre puntos de derecho, como el dictamen que emití so-bre la naturaleza bilateral de la hipoteca convencional. Se exigía en los documentos hipotecarios solamente la firma del deudor, y yo señalé que, derivándose del contrato de hipoteca obligaciones para ambas partes, el acreedor tam-bién debería suscribir el respectivo documento. Cité juris-consultos y jurisprudencias, acudí al derecho comparado, y pareció tan convincente mi opinión que desde entonces ambas partes firman los documentos hipotecarios. Lo que me reservé, por si acaso llegara a corresponderme hacer va-ler algún documento que fuera redactado según la antigua modalidad, fue el inocente argumento de que si un acree-dor pide la ejecución de una hipoteca no suscrita por él, el solo hecho de demandarla significa que está aceptándola, sin importar que la manifestación de su consentimiento sea posterior a la fecha del contrato.

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Tres años después de mi deceso, un detective que trabajaba no para esclarecer delitos sino para publicarlos en la prensa, donde los exageran a fin de que los fisgones satisfagan su curiosidad, escribió sobre un soborno petrole-ro, en el cual señaló como sobornado al industrial Antonio Rivero Vásquez y como sobornante a la Occidental Petro-leum Company. Mi nombre también figuró en la gacetilla. Si fui apoderado de la viuda del industrial en el procedi-miento de la aceptación de la herencia deferida por su ma-rido, según informó el detective periodista, mi actuación nada tenía que ver con el origen de los dólares dejados a sus herederos por el causante, quien por cierto no era fun-cionario público.

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Mi pasión por los libros data de mi infancia. Mis compañeros fueron ellos, no los otros niños. Cuando es-tudié en el Colegio Mayor, por algo me nombraron biblio-tecario. Aparte de los textos jurídicos que tanta utilidad me prestaron, especialmente en materia electoral, compré ediciones antiguas de mis autores preferidos, verdaderos incunables algunos. Yo tenía, en griego, las Rapsodias ho-méricas, que pertenecieron a mi tío Francisco, el Deán de Mérida que enloqueció; y adquirí un ejemplar griego de Esquilo. Fueron míos las Confesiones de San Agustín, en la celebérrima edición de Plantino; la versión griega del Viejo Testamento; el Nuevo Testamento, en la paráfrasis de Eras-mo; la Divina Comedia, de 1578, que me regaló en Roma Attilio Nardecchia; el Fausto, de 1832. Eran más de seis mil mis amados libros; porque mi riqueza no estaba compues-ta por piedras preciosas ni por dinero (el poco que tuve lo prodigué, de lo cual nunca me arrepentí); mi tesoro era

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mi biblioteca. Cuando estuve en la cárcel, a los familiares y amigos que me visitaban, y a los propios funcionarios judiciales, les rogaba verificar si mis libros seguían en buen estado.

La ignorancia salvó lo mejor de mi biblioteca, porque la policía no lee griego, ni latín, ni hebreo, ni árabe, ni ale-mán, ni italiano, ni francés, ni mallorquín, ni portugués, ni inglés; pero en el saqueo, con la vajilla de plata, se robaron mi copa.

A un pulpero de libros, pues ni siquiera es librero, le atribuyeron haber dicho que mi placer no era escribir, ni leer ni comprar libros, sino buscarlos. Sí, a diferencia de él, yo los buscaba pero los compraba y no los vendía, sino que los leía y los atesoraba. El día en que desmantelaron mi biblioteca, él llegó tarde para hacerse dueño de los míos.

No habría de saber, porque la providencia divina se compadece de los pecadores, que en mi agonía la biblioteca de todos mis desvelos sería desbaratada; que mis manus-critos cubrirían la calle frontera de mi apartamento, y que con los preciosos libros por mí coleccionados durante más de sesenta años, unos herederos insipientes cometerían un gravísimo pecado, más imperdonable que todos lo que me fueron enrostrados a lo largo de mi vida: ¡los vendieron por kilos!

* * *

Tal vez por mi educación teológica y por mi afición a las obras latinas fue que siempre contemplé extasiado la cultura medioeval, cuyo sello eclesiástico es imposible bo-rrar. Los poetas de la baja latinidad me hacían soñar con ser yo su contemporáneo. La Bogotá de mis primeros años, no obstante la preponderancia de la jerarquía católica, que

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dejó su impronta en mi formación, no podía compararse con aquel ambiente intelectual anterior a la Edad Moderna en que quise haber vivido. Esta faceta de mi personalidad no fue la destacada por mis detractores, tan talentudos ellos, a quienes era aplicable la siguiente caracterización formulada por Fausto: “Eso que se llama talento suele ocul-tar una inteligencia pobre y se muestra, casi siempre, como una pedantería”. Estos fariseos a duras penas lograron vis-lumbrar una de mis aptitudes, la que encasillaron despec-tivamente bajo el rótulo de técnica electoral. Ignoraban que mi mente soñaba nostálgica con una Edad que para mí no fue Media sino la más alta de la historia humana. He aquí lo que vacié de mi corazón en mis Nocturnos cuando añora-ba la poesía de aquella época:

El poeta medioeval siente toda la lascivia de la carne, en la vida y en los sueños, y a veces aborda el pro-blema con un crudo realismo. A diferencia del poe-ta latino clásico, se expresa en un lenguaje popular, fresco, bullente, rudo, chispeante, relampagueante como las férreas armaduras bruñidas por el sol de las batallas inmortales. Es el latín de la baja latinidad, no peinado y repulido a la griega, como el de Hora-cio y Virgilio, de Ovidio o de Catulo, sino honrado y legítimo descendiente y heredero del que hablaban los muleteros de la Puerta Capena, un tanto lavado y aliñado por gramáticos y retóricos del trivium y el quadrivium y al cual la lógica le presta cierto orden romano, de imperio y decoro, para ser puesto al ser-vicio de las multitudes que colmaban las catedrales y las plazas y de los estudiantes que hervían en las plazas y en las universidades.

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Sería el colmo de la petulancia si intentara el más mínimo parangón con Goethe; pero sí me miré a mí mis-mo como un vástago degenerado de los genios. “Yo llevo en mi pecho dos almas; ambas forcejean. La una me aferra al mundo; la otra me eleva a las regiones puras de los go-ces sublimes”, según manifestó Fausto, cuyo pecado, el de amar, terminó siendo perdonado.

… dijo Aristóteles que había hombres naturalmen-te esclavos. Porque la esclavitud también es un status del hombre interior. La esclavitud resulta de la hegemonía de los valores efímeros sobre los valores eternos. Bien dijo Goethe: “la libertad no la merece quien no la conquista”. La libertad es adusta como la pampa de Apure, ceñuda como el viejo Loroima, huraña como las fuentes del Orino-co, celosa como la selva sagrada de Canayaúpa.

La esclavitud de Fausto a Margarita en mí encontró el mismo embarazo para mi libertad. Dije que no he se-guido a ningún hombre; pero fui un esclavo de mi propia Margarita, la que conmigo se sentó frente a frente sobre la sabana:

…si Fausto es de todos los tiempos, para ser más ver-dadero debe poder vivir proyectándose de manera actual en lo futuro, infuturarse, para usar una palabra bella in-ventada por Dante, y para infuturarse necesita de alguna manera vivir como profeta de profetas y dejar que Dios realice sus sueños, porque ¡Dios se asocia al trabajo del ar-tista!

– Juan Francisco, me enamora tu Fausto.– En cualquier tiempo, Margarita; en cualquier lugar, el

espíritu, burlándose del lugar y del tiempo, busca al espíritu y por esto…

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– Tú y yo no estamos en este momento en Santa Cruz de Mora.

– Pero el espíritu está pronto y la carne es flaca.– Comprendo ahora qué es lo clásico.– Sacrificar el espíritu a la carne.

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La palabra giraluna no la registra el diccionario. Con ella el poeta Andrés Eloy Blanco bautizó a su novia:

Y escondida en los naranjosencontré la nueva flor.Encontré la giraluna,la novia del girasol.

Estos versos aparecen en su poemario Giraluna, pu-blicado a comienzos de 1955, el mismo año de su muerte. Yo usé el vocablo en mis Nocturnos; pero el hallazgo no se debe a mí. Inventó la fantasía de los griegos (¿o sería la mía?) una maravillosa planta, que si bien no se halla cla-sificada en ninguna botánica, debiera existir en la natura-leza, pues sin ella parece que hubiera una laguna en los herbarios. La llamaron selenotropio, o si se quiere, giraluna. Su virtud era volverse de continuo a la luna, como al sol el heliotropo, el girasol. Hay tantas anticipaciones de la poe-sía a la ciencia que tal vez en la flora de América algún día la encontremos.

El bardo cumanés no pudo conocer este descubri-miento mío, por la sencilla razón de que mis Nocturnos no han sido publicados. Era imposible que él tuviera conoci-miento de esas memorias mías, escritas en la cárcel. Por lo que se desprende de dicho poemario, cuando el nombre se le ocurrió al poeta Blanco fue en:

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Una boda al aire librede Valencia, por la tarde,los novios por los jardinescomo jugando a casarse.

El encuentro del poeta con su novia tuvo lugar mu-chos años antes de la publicación de Giraluna y, desde luego, de la escritura de mis memorias. Pero nada de esto tiene intención de ganar derechos de autor, ni de obtener créditos, como los llaman los gerentes culturales. Los dos somos poetas, aunque no lo admitan los inventores de nue-vos estilos poéticos, y ni él ni yo mezclamos la poesía con la crematística. Creo que fue Cioran quien hizo esta observa-ción: la poesía no está reñida ni siquiera con el crimen; con lo que está reñida es con los negocios. Mis medios de vida derivaron de otras fuentes, jamás de mis versos; porque “sobre las rosas –como se lee en Fausto– se puede hacer poesía; pero si se trata de manzanas, hay que comerlas”. Y él, igual que yo, nunca puso la poesía al servicio de la política. Aunque la política nos colocó frente a frente, fui-mos dos cultivadores de la botánica lírica que herborizó y clasificó una flor a la que ambos pusimos el nombre de gi-raluna. Esta flor surgió a sus ojos como la novia de un poe-ta; ante los míos, como un éxtasis frente al misterio de la naturaleza. Pero yo también prendí del pecho de mi amada una giraluna, a la que llamé por su nombre griego:

Tú amas las flores, Ofelia. Siempre estás provocán-dome con un botón de rosa sobre el pecho o con un clavel entre los labios. Siempre me envías entre tus cartas pensamientos, aun cuando los tuyos son más bellos. ¿Qué me darías tú por una flor parecida a la gardenia en la figura y en la fragancia inmensa,

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pero de pétalos azulinos y tan delicados como los de la rosa y constelados de punticos de plata? Y no es todo: está sustentada por un tallo largo y grácil como el de la amapola, el cual se curva durante el día al dulce peso de la flor cerrada y dormida; pero que le permite, cuando llega la noche de plenilunio, ir-guiéndose, abrir el cáliz a la luz de la luna, enviar su perfume a la luna y seguir orientado a la luna hasta el amanecer, en que se duerme y se inclina lentamente soñando con la luna. Las hojas de esta planta son se-mejantes a las del laurel con que se coronan los poe-tas. Ninguna mujer hasta hoy ha podido prender una flor de selenotropio en sus trenzas, y esta flor sabe los secretos de la luna y los secretos de nuestra alma.

* * *

Fui un rendido devoto de Dante, porque es el poeta que pudo escribir de lo conocido y de lo desconocido. Es el genio que entendió el pasado, como si se lo hubiera con-tado Homero, y que adivinó el futuro, como si los grandes científicos del milenio posterior al suyo le hubieran ense-ñado sus descubrimientos. Dante no quiso otra cosa que reivindicar la vida trascendental para el hombre, lo dije en mi Melancolía Medioeval. Los seis cantos que escribí en ter-cetos son un tributo a su inmortal obra, y si en ellos pon-go a Ofelia como mi musa inspiradora, es porque, como Dante, tuve mi Beatriz; pero, también como él, la carne en-ciende mi espíritu cristiano. Lo afirmo en mis Nocturnos al comentar la Divina Comedia: No se crea que en el paraíso de Dante la carne desaparece. Afirmar esto es convertir al austero maestro de ternura, al hombre de corazón mater-nal, en el más inhumano de los seres; porque sería ponerle

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en contradicción con su misma sensibilidad, creadora del Paradiso.

Mi último canto termina poniendo en boca de Ca-ronte, el que trasporta en su barca las almas al infierno, una profecía desoladora para su oficio. ¿Por qué ha de quedar él sin trabajo? O la humanidad, como sugiere el verso, yacerá insepulta sobre la faz de la tierra (pues Ca-ronte sólo acepta pasajeros que tienen sepultura), o todas las almas, entre ellas la mía, irán al paraíso.

De fuegos fatuos a la lumbre escasabajando fuimos hasta el Aqueronteque, como el Nilo Rojo, es de onda grasa.

Con pupilas de brasa, allí, Caronte,al compás de su remo temerarioque se enreda en sus barbas de bisonte,

va con almas y vuelve solitario.Saber nuestra llegada nos adviertey transportó del uno al otro estuario:

“Cantad la barcarola de la Muerte,viajeros que bogáis al trimileniosin verdad y sin fe que amor despierte.

“Dudoso el Occidente de su genio,sin ideal que alumbre el postrer drama,se estremece el telón ya en el proscenio

“a la pirámide que lo proclama,a Juan, a Nostradamo y la Sibila,responderá de la fisión la llama.

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“La vieja Europa espera al nuevo Atilay antes de la batalla, ya en derrota,en medroso placer se refocila;

“el oro americano da al ilotasólo lo que se compre con el oro,pero el oro no suelda un alma rota.

“Cuando la Química su meteorodesencadene, quebrará todo arcoalzado al Bien. Ya acaso lo avizoro,y a quien pasar ya no tendré en mi barco”.

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Yo, Franco Quijano: Novela de Confluencias

PRELIMINAR

CAPIT ULO I Colombo-venezolano

CAPITULO IIPoesía del conquistador

CAPITULO IIISanta Cruz de mis recuerdos

CAPITULO IVLos collares de Ofelia

CAPITULO VPagano y cristiano

CAPITULO VIOrganizador de elecciones

CAPITULO VII¿Culpable yo del magnicidio?

CAPITULO VIIIConquistador de la poesía

ÍNDICEPágs.

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Este libro Yo, Franco Quijano

se diseñó en la Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM en octubre de 2015.

En su elaboración se utilizó papel bond, gramaje 20, y la fuente Book Antigua en 11 y 14 puntos.

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