biografía la extraterritorialidad de jorge semprÚn · mármol sirvió de tema a un conmovedor...

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60 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 214 J orge Semprún (1923- 2011) dejó escrita su última voluntad sobre el lugar y la forma en que desea- ba ser enterrado, expresando así la doble contradicción –entre la identidad española y la identidad francesa, entre el recuerdo del exilio y la re- conciliación posfranquista– de su compleja existencia. Biriatu es un pueblecito vasco- francés emplazado a orillas del Bidasoa, frontera fluvial hasta su cercana desembocadura en el Cantábrico, que le servía de punto de descanso en sus via- jes clandestinos entre Francia y España durante la dictadura. Jorge Semprún elige esa línea de frontera, patria posible de los apátridas, como el lugar más adecuado para perpetuar su ausencia y dar testimonio de su doble pertenencia espa- ñola, de nacimiento, y fran- cesa, de elección. También expresa el deseo de que su cuerpo sea amortajado con la bandera de la Segunda Repú- blica española como símbolo de su fidelidad al exilio y al dolor de los suyos, pese a su convencimiento de que la ac- tual monarquía parlamentaria española es hoy la mejor for- ma de desarrollo de la res pu- blica. (ALV págs. 213-214). En el prólogo al libro de investigación de Evelyn Mes- quida sobre La Nueve, la co- lumna de la División del ge- neral Leclerc formada mayo- ritariamente por republicanos españoles que entró en París para liberarlo de los nazis an- tes de la llegada del resto de las fuerzas aliadas, Jorge Semprún rindió un último homenaje a las decenas de miles de exilia- dos que lucharon en la Resis- tencia o con el Ejército de la Francia Libre y que murieron en los campos nazis: “Aque- llos combatientes formaron, de manera inconsciente, el primer esbozo de una futura unión europea”. 1 Una lápida funeraria en la pequeña iglesia del pueblo cercana al cementerio reme- mora –Orhoitz Gutaz [Acor- daos de nosotros]– a los 11 hijos de Biriatu que murieron en las filas del Ejército francés durante la Gran Guerra. El mármol sirvió de tema a un conmovedor poema escrito por Miguel de Unamuno en los años veinte mientras vivía en el destierro impuesto por la dictadura del general Pri- mo de Rivera. Pero mientras esos versos constituyen una melancólica reflexión sobre la existencia rural (“Pasasteis como pasan por el roble / las hojas que arrebate en prima- vera / pedrisco intempestivo […] / Fuisteis como corde- ros, en los ojos / guardando la sonrisa dolorida / […] ¿Por qué? ¿Por qué?. Jamás esta pregunta / terrible torturó vuestra inocencia; nacisteis […] nadie sabe / por qué ni para qué”) 2 , Jorge Semprún dio sentido a su existencia a la luz de los valores y de los prin- cipios asumidos durante su adolescencia republicana. Ese trasfondo emocional, moral y político le conducirá, no de forma determinista sino como posibilidad realizada entre otras potencialidades, a la mi- litancia en la III Internacional primero, a la ruptura con el Partido Comunista de España (PCE) después y al apoyo del proyecto socialdemócrata de Felipe González finalmente. La lealtad compartida a la vo- cación de escritor, la reflexión teórica y la práctica política formó la trama de una bio- grafía explicable por la tesis de Scott Fitzgerald según la cual la señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, seguir funcionando. 1. Exilio, resistencia, militancia La sublevación militar del 18 de julio de 1936 contra la Re- pública sorprendió a un Jor- ge Semprún que todavía no había cumplido los 13 años veraneando con su familia en Lekeitio, un pueblo pesquero vizcaíno. Durante la Gue- rra Civil, vivió en La Haya, donde su padre, José María Semprún Gurrea, representó a las instituciones republica- nas hasta el final del conflicto. Refugiado en Francia desde 1939, ingresó en el Partido Comunista Francés, participó en el maquis de la región de Auxerre, fue detenido en oc- tubre de 1943, torturado por la Gestapo y enviado al cam- po de concentración de Bu- chenwald. Liberado en abril de 1945, a su regreso a París militó simultáneamente en las organizaciones comunista española y francesa hasta via- jar a España –con pasaporte falso– en 1953 para vivir en la clandestinidad hasta diciem- bre de 1962. Su expulsión del PCE en 1964 abriría una nueva etapa en su vida. Sería una tarea im- posible, sin embargo, tratar de localizar el punto exacto de la trayectoria donde Semprún habría sufrido la simbólica caída paulina del caballo en el viaje a Damasco. El proceso fue largo y complejo. Para Jorge Semprún la larga militancia comunista de casi dos décadas fue el pe- riodo más importante de su vida, “el más rico de aventura y experiencia”; a su juicio, las convicciones que le conduje- BIOGRAFÍA LA EXTRATERRITORIALIDAD DE JORGE SEMPRÚN JAVIER PRADERA 1 Evelyn Mesquida, La Nueve. Los españoles que liberaron París, Barcelona Ediciones B, 2008. 2 Miguel de Unamuno, Romancero del destierro, Sociedad El Sitio, 1981. www.elboomeran.com

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60 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 214

J orge Semprún (1923-2011) dejó escrita su última voluntad sobre el

lugar y la forma en que desea-ba ser enterrado, expresando así la doble contradicción –entre la identidad española y la identidad francesa, entre el recuerdo del exilio y la re-conciliación posfranquista– de su compleja existencia. Biriatu es un pueblecito vasco-francés emplazado a orillas del Bidasoa, frontera fluvial hasta su cercana desembocadura en el Cantábrico, que le servía de punto de descanso en sus via-jes clandestinos entre Francia y España durante la dictadura. Jorge Semprún elige esa línea de frontera, patria posible de los apátridas, como el lugar más adecuado para perpetuar su ausencia y dar testimonio de su doble pertenencia espa-ñola, de nacimiento, y fran-cesa, de elección. También expresa el deseo de que su cuerpo sea amortajado con la bandera de la Segunda Repú-blica española como símbolo de su fidelidad al exilio y al dolor de los suyos, pese a su convencimiento de que la ac-tual monarquía parlamentaria española es hoy la mejor for-ma de desarrollo de la res pu-blica. (ALV págs. 213-214).

En el prólogo al libro de investigación de Evelyn Mes-quida sobre La Nueve, la co-lumna de la División del ge-neral Leclerc formada mayo-

ritariamente por republicanos españoles que entró en París para liberarlo de los nazis an-tes de la llegada del resto de las fuerzas aliadas, Jorge Semprún rindió un último homenaje a las decenas de miles de exilia-dos que lucharon en la Resis-tencia o con el Ejército de la Francia Libre y que murieron en los campos nazis: “Aque-llos combatientes formaron, de manera inconsciente, el primer esbozo de una futura unión europea”.1

Una lápida funeraria en la pequeña iglesia del pueblo cercana al cementerio reme-mora –Orhoitz Gutaz [Acor-daos de nosotros]– a los 11 hijos de Biriatu que murieron en las filas del Ejército francés durante la Gran Guerra. El mármol sirvió de tema a un conmovedor poema escrito por Miguel de Unamuno en los años veinte mientras vivía en el destierro impuesto por la dictadura del general Pri-mo de Rivera. Pero mientras esos versos constituyen una melancólica reflexión sobre la existencia rural (“Pasasteis como pasan por el roble / las hojas que arrebate en prima-vera / pedrisco intempestivo […] / Fuisteis como corde-ros, en los ojos / guardando

la sonrisa dolorida / […] ¿Por qué? ¿Por qué?. Jamás esta pregunta / terrible torturó vuestra inocencia; nacisteis […] nadie sabe / por qué ni para qué”)2, Jorge Semprún dio sentido a su existencia a la luz de los valores y de los prin-cipios asumidos durante su adolescencia republicana. Ese trasfondo emocional, moral y político le conducirá, no de forma determinista sino como posibilidad realizada entre otras potencialidades, a la mi-litancia en la III Internacional primero, a la ruptura con el Partido Comunista de España (PCE) después y al apoyo del proyecto socialdemócrata de Felipe González finalmente. La lealtad compartida a la vo-cación de escritor, la reflexión teórica y la práctica política formó la trama de una bio-grafía explicable por la tesis de Scott Fitzgerald según la cual la señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, seguir funcionando.

1. Exilio, resistencia, militanciaLa sublevación militar del 18 de julio de 1936 contra la Re-pública sorprendió a un Jor-ge Semprún que todavía no

había cumplido los 13 años veraneando con su familia en Lekeitio, un pueblo pesquero vizcaíno. Durante la Gue-rra Civil, vivió en La Haya, donde su padre, José María Semprún Gurrea, representó a las instituciones republica-nas hasta el final del conflicto. Refugiado en Francia desde 1939, ingresó en el Partido Comunista Francés, participó en el maquis de la región de Auxerre, fue detenido en oc-tubre de 1943, torturado por la Gestapo y enviado al cam-po de concentración de Bu-chenwald. Liberado en abril de 1945, a su regreso a París militó simultáneamente en las organizaciones comunista española y francesa hasta via-jar a España –con pasaporte falso– en 1953 para vivir en la clandestinidad hasta diciem-bre de 1962.

Su expulsión del PCE en 1964 abriría una nueva etapa en su vida. Sería una tarea im-posible, sin embargo, tratar de localizar el punto exacto de la trayectoria donde Semprún habría sufrido la simbólica caída paulina del caballo en el viaje a Damasco. El proceso fue largo y complejo.

Para Jorge Semprún la larga militancia comunista de casi dos décadas fue el pe-riodo más importante de su vida, “el más rico de aventura y experiencia”; a su juicio, las convicciones que le conduje-

B I O G R A F í A

LA EXTRATERRITORIALIDADDE JORGE SEMPRÚN

JAVIER PRADERA

1 Evelyn Mesquida, La Nueve. Los españoles que liberaron París, Barcelona Ediciones B, 2008.

2 Miguel de Unamuno, Romancero del destierro, Sociedad El Sitio, 1981.

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ron a ingresar a los 19 años en el Partido Comunista fueron las mismas que le costaron la salida de la organización “en función de una misma exigencia de rigor y de cohe-rencia” (AFS, pág. 282). No cabe simplificar ni idealizar ese proceso: “fue un camino largo, lleno de emboscadas, de contradicciones” (AFS, pág. 131). Jorge Semprún dejó constancia en libros, artículos, guiones de cine y conferencias de los desengaños sufridos a lo largo de ese viaje. Pero su memoria no registró sólo los recuerdos sombríos de la trayectoria recorrida; “esa ver-dad objetiva no recubre toda

la realidad del partido, o sea de los comunistas de carne y hueso”: la fraternidad comu-nista de los combatienes en los maquis, los deportados de Buchenwald o los descono-cidos que le abrían la puerta pese a que al hacerlo introdu-cían en su vida el riesgo de la cárcel (AFS, pág. 179).

El recuerdo de Jorge Semprún de los tiempos de la lucha contra el nazismo y la deportación a Buchenwald se halla en las antípodas de la reflexión de Paul Nizan (“Te-nía veinte años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida”) en su novela Aden Arabie. Por el contrario,

“era feliz porque todo estaba claro. Sabía que estaba preso. Además, los malos estaban por un lado y los buenos por otro, como en los cuentos de hadas. Y yo estaba con los buenos. El fascismo era el Mal y nosotros luchábamos contra el Mal. Tenía veinte años y era feliz” (AFS, pág. 138). Cuan-do visita en 1992 por vez primera desde su liberación Buchenwald en compañía de sus nietos, las sensaciones que le asaltan al atravesar la verja de la entrada son semejantes: “Supe que volvía casa. No era la esperanza lo que tenía que abandonar, en la puerta de este infierno, sino todo lo con-trario. Abandonaba mi vejez, mis decepciones, los fracasos y los errores de mi vida. Volvía a casa, quiero decir al mundo de mis vente años: a sus iras, a sus pasiones, a su curiosidad, a sus risas. A su esperanza, so-bre todo. Abandonaba todas las desesperaciones mortales que se van acumulando en el alma, a lo largo de un vida, para recobrar la esperanza de mis veinte años que la muer-te había arrinconado” (EV, pág. 311).

Es cierto, sin embargo, que los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial no despiertan en Jorge Semprún esos emocionados sentimien-tos: el compromiso con la se-vera militancia comunista co-loreada por el seco catecismo

estalinista era duro de mante-ner y de cumplir. Las reunio-nes interminables de la célula, el adoctrinamiento ideológico y el reparto o la venta de la prensa y de los materiales del partido ocupaban con eviden-te desventaja el lugar dejado libre por el riesgo y la aven-tura de la Resistencia. El ma-niqueísmo de la guerra fría, el sectarismo estaliniano, el universo cerrado y hermético de la subcultura comunista y la disciplinada espera del gran día revolucionario daban a la militancia un sabor más pro-pio de la vida de los conventos que de las gestas heroicas.

En el terreno de la escritu-ra, el bloqueo psicológico de Jorge Semprún durante los años de posguerra para narrar los recuerdos de la Resistencia y de Buchenwald –años más tarde su gran fuente de crea-ción literaria– no deja a su escritura más territorio que las recensiones críticas, la poesía política y los artículos polémi-cos publicados en los periódi-cos y las revistas comunistas, además de los papeles guarda-dos en los cajones.

Eran los “años terribles” –rememora Semprún– de la excomunión de Tito, de las purgas sangrientas en los países recién incorporados al bloque soviético, de la guerra fría que dividió al mundo en dos campos antagónicos. Las condenas a muerte y las ca-

Jorge Semprún

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lumniosas sentencias dictadas contra Rajk en Hungría, Kos-lov en Bulgaria y Slansky en Checoslovaquia eran respal-dadas unánimente en los par-tidos comunistas occidentales “sencillamente por deseo cua-si religioso de identificación” con la organización a costa de chivos expiatorios inocentes. (AFS, 124-125). La dirección del PCE aprovechó la campa-ña contra la Yugoslavia de Tito y los procesos en las democra-cias populares para arreglar cuentas con sospechosos de heterodoxia como Quiñones, Monzón, Trilla y Comorera.

El revisonismo de la gue-rra civil y del franquismo ini-ciado por Pío Mora y otras eminencias de la escuela his-toriográfico-policial ha vuelto a poner de moda un vejatorio paralelismo entre los ex-nazis y los ex-comunistas, como si la inhumanidad teórica de los fascismos de todos los colores, prolongada inevitablemente en una práctica criminal, fue-se comparable con la trágica deriva opresora y sanguinaria de una ideología emancipado-ra. En cualquier caso, resulta innegable que las revelaciones del XX Congreso del PCUS en 1956 sobre los crímenes cometidos bajo la dictadura de Stalin, las posteriores investiga-ciones sobre los primeros años de la hegemonía bolchevique y la ampliación geográfica del dominio estatal comunista a China y los países europeos de la democracia popular no llaman solo a la conciencia moral de quienes los perpetra-ron, los toleraron a sabiendas por temor o fingieron igno-rarlos. Los ex-comunistas di-fícilmente pueden rememorar ese pasado como totalmente ajeno aunque aleguen su falta de información al respecto, la sinceridad de su apuesta por

los ideales ilustrados de eman-cipación, la barbarie compara-tivamente mayor de sus adver-sarios y su pertenencia a países donde los comunistas no sólo no ocupaban el poder sino en los que que eran torturados y encarcelados.

La obra de Jorge Sem-prún contiene de manera la-tente o expresa el interrogan-te sobre cuál hubiese sido su comportamiento de haberle tocado en suerte decidir des-de el poder sobre la vida y la muerte de gente inocente. Un día de otoño de 1952 lee en L’Humanité el resumen del acta de acusación dirigida contra Rudolf Slansky y otros dirigentes del PC checoslova-co, entre otros Josef Frank, se-cretario general adjunto de la organización comunista, que supuestamente habría confe-sado trabajar para la Gestapo durante su internamiento en el campo de concentración de Buchenwald. “Supiste de in-mediato que la acusación era falsa. Lo supiste con esa certe-za física y brutal que imponen las verdades materiales”. Frank y Semprún habían coincidido como presos en Buchenwald y compartido algunas misiones peligrosas ordenadas por la dirección comunista del cam-po.” Comprendiste en seguida que tanto la acusación contra él como su propia confesión eran falsas […] Era como una gota de ácido que corroía todas tus certidumbre […] No dijiste nada, sin embargo […] Decidiste permanecer en el partido. Preferiste vivir, dentro del partido, la mentira de la acusación contra Frank que vivir, fuera del partido, la verdad de su inocencia” (AFS, págs. 126-128)

Las afiliaciones a los par-tidos comunistas durante pe-riodos relativamente breves y dedicados a trabajos políticos

de escasa relevancia o relacio-nados exclusivamente con ac-tividades sindicales no suelen dejar excesivas huellas, espe-cialmente si no acarrean de-tenciones ni encarcelamientos prolongados. Es bien distinto, sin embargo, haber ocupado cargos dirigentes como revo-lucionarios profesionales. La militancia de los excomunis-tas para quienes la pertenen-cia al Partido desempeñó un papel crucial por su duración temporal y por la hondura del compromiso suele ser explica-da –tanto el ingreso como la eventual salida o expulsión– a lo largo de una línea continua de motivaciones.

Situada en uno de los extremos de esa imaginaria línea ininterrumpida de cau-saciones, algunos excomunis-tas atribuyen a terceros –los jefes o los camaradas– el ori-gen de los comportamientos viles y hechos reprobables en que pudo haber participado, pero explican tanto su adhe-sión como su ruptura con el credo comunista y con la or-ganización que lo administra, en cambio, por las más nobles motivaciones. La bibliografía de disidentes de este tipo de la III Internacional durante la guerra fría –como Jesús Hernández y El Campesino en España– es copiosa. En el extremo opuesto de esa línea continua figuran los antiguos comunistas dejados en la or-fandad por la implosión de la Unión Soviética, que niegan la veracidad de las acusacio-nes contra un pasado con el que se identifican o que las justifican por comparación con los males mayores causa-dos por los adversarios. Entre el imperio del mal finalmen-te destruido y el paraíso del proletariado abortado por la traición de Gorbachov y sus cómplices se alinean variantes

para todos los gustos imagi-nables.

Además del registro de motivaciones psicológicas personales ocultas a la obser-vación exterior, el ingreso, el tiempo de permanencia y la salida de un partido comu-nista guardan relación con un amplio conjunto de facto-res. La socialización infantil y adolescente en una familia de la clase media con su carga de creencias religiosas, defensa de la propiedad privada y apolo-gía de la ley y el orden se halla en las antípodas de los valores transmitidos a sus descen-dientes por trabajadores de la ciudad o del campo que han soportado represiones y en-carcelamientos.

Una vía peculiar de incor-poración a las organizaciones de la III Internacional, reser-vada especialmente a estu-diantes universitarios, inte-lectuales, escritores y artistas, fue el deseo de contribuir a la transformación del mundo durante el periodo dominado por la Revolución de 1917, la crisis económica de 1929 y el ascenso de los fascismos. Jor-ge Semprún llevaría en 1943 en la mochila de partisano L’Espoir de Malraux e Historia y conciencia de clase de Lukács. Asociadas a la voluntad de lle-var a la práctica los postulados de la teoría (en el sentido de las Tesis sobre Feuerbach de Marx), las adhesiones masivas a los movimientos revolucionarios en situaciones de exaltación y esperanza (la Guerra Civil es-pañola, la derrota de Hitler, la victoria sobre Estados Unidos en Vietnam) también se aso-cian con un cierto oportunis-mo histórico, entendido como deseo de ocupar una plaza en la locomotora de la historia enfilada hacia el futuro y no como esperanza de participar en el poder.

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Los militantes de base que reciben desde arriba consig-nas a veces contradictorias con anteriores instrucciones tampoco pueden ser equipa-rados con los miembros del aparato que imponen esos virajes y que sancionan dis-ciplinariamente a quienes los rechazan, tal y como ocurrió con la aceptación pacifista y neutralista del Pacto ger-mano-soviético de agosto de 1939 por los dirigentes de los partidos comunistas de la Europa occidental y el poste-rior llamamiento a las armas contra el ocupante alemán tras la invasión por Hitler de la Unión Soviética en junio de 1941. Los bruscos vaivenes de la III Internacional durante el periodo de entreguerras, desde la estrategia de clase contra cla-se a las alianzas del frente popu-lar, desde la descalificación de los socialdemócratas como so-cialfascistas a las propuestas de unificación de los dos partidos no pueden ser reprochados a los simples afiliados comunis-tas. E incluso podría aducirse, esta vez como atenuante para los dirigentes de los partidos sometidos a la hegemonía de la Unión Soviética, que su cie-ga obediencia a las directrices emanadas de Moscú les con-vertían en un equivalente de los militantes de base.

Evidentemente no fue lo mismo adherirse al movi-miento comunista cuando el partido luchaba contra una dictadura que hacerlo prag-máticamente para forjarse en una carrera meritocrática en un Estado del bloque sovié-tico. Los militantes que han sido torturados por la policía fascista, que han envejecido en las cárceles de un régimen autoritario o que sólo han conocido la muerte civil de la clandestinidad no pueden ser equiparados con los diri-

gentes llegados al poder por cooptación burocrática que han adoptado, encubierto o tolerado medidas como las puestas al descubierto por el Informe Jrushov o por las inda-gaciones sobre los crímenes de Katyn, China o Camboya.

En el ingreso a los 18 años de Jorge Semprún en el Partido Comunista francés confluyeron las motivaciones genéricas en los estudiantes e intelectuales (era un brillante alumno del Liceo Henri IV de París) y las circunstacias espe-fícas de su caso: la victoria de Franco en la Guerra Civil, el exilio en Francia tras la derro-ta de la Segunda República, la ocupación nazi de Francia en junio de 1940, la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941 tras la ruptura del pacto Ribbentrop-Molótov de 1939 y la aparente inminencia del triunfo de Hitler. Ciertamen-te, el marco familiar de su infancia había sido ajeno al mundo de los trabajadores. La rama materna de su árbol genealógico se insertaba en el tronco de la alta burguesía ennoblecida durante la Res-tauración por sus servicios políticos a la Corona. Susa-na Maura Gamazo era hija de Antonio Maura y de la hermana de Germán Gama-zo, dos políticos premiados con un título nobiliario. Por el lado paterno, José María Semprún Gurrea, abogado en ejercicio y escritor vinculado a los medios católicos de Cruz y Raya en España y de Esprit en Francia, procedía tam-bién de los sectores altos de la clase media. Los recuerdos de Semprún de su infancia y adolescencia en una amplia vivienda situada en el barrio más distinguido de Madrid –sus fronteras eran el Museo del Prado, la plaza de Cibe-

les y el Retiro– habrían sido probablemente indistingui-bles de las reminiscencias de cualquier otro hijo de familia de parecido estatus social si no hubiese sido por la militancia republicana de su padre y de su madre, seguramente influi-dos por su cuñado y herma-no, Miguel Maura Gamazo, ministro de la Gobernación en el Gobierno Provisional de la República.

Jorge Semprún evocó más de una vez las colgaduras de la bandera tricolor en los balco-nes de su casa familiar ordena-das por su madre el mismo 14 de abril de 1931. La salida de España hacia Francia por mar cuando las tropas de Franco avanzaban hacia Lekeitio es la línea divisoria de la exis-tencia de un adolescente que no volverá a su país hasta 17 años después. La simple con-dición de republicano español exiliado hubiese sido en teoría suficiente para que Jorge Sem-prún combatiese contra Fran-co sin otros encuadramientos ideológicos complementarios. No era fácil, sin embargo, que el débil liderazgo de los here-deros de Azaña instalados en Francia o en México y el pro-yecto de restauración de una democracia burguesa pudiera galvanizar a un muchacho en pleno fragor de una feroz guerra europea de la que el conflicto español había sido un ensayo general.

Pero ¿por qué ese compro-miso tomó como punto de destino al partido comunista, minoritario y marginal en la España de la Segunda Repú-blica hasta el estallido de la guerra, y no el PSOE hege-mónico antes de 1936 o el movimiento anarquista? Sin duda, la venta de armas de la Unión Soviética a la República frente al embargo de los países democráticos, la decisiva par-

ticipación del movimiento comunista internacional en el reclutamiento y envío de las Brigadas Internacionales y el papel desempeñado por los cuadros militares del PCE (los míticos Líster, Modesto, Ga-lán, Campesino, Tagüeña) en la reconstrucción del Ejército Popular y la estrategia de an-teponer a la revolución la vic-toria en la guerra habían dado un gran impulso a la organiza-ción comunista a costa de un PSOE dividido en facciones y de una CNT indisciplinada y errática. Cualificados sectores de la burguesía republicana, incluido el grupo de Cruz y Raya dirigido por Bergamín, y buen número de artistas, escritores, intelectuales apo-yaron al PCE partidario del Frente Popular después de que en 1931 hubiese recibido el cambio de régimen con el grito de “¡Abajo la República y vivan los soviets!”.

Tras la invasión de la Unión Soviética por la Alema-nia hitleriana, los comunistas españoles residentes en Fran-cia se alistaron en la resistencia antinazi. Era lógico que un muchacho de 18 años que no había podido combatir en la guerra de España y que se in-teresaba por la teoría marxista sentase plaza como partisano para luchar contra Hitler. Los tres años siguientes de guerra y la derrota final del fascismo no harían sino fortalecer su compromiso. La victoria de Stalingrado a comienzos de 1943, que cambió el rumbo de los acontecimientos de la guerra mundial, y la contri-bución rusa de 20 millones de muertos al triunfo aliado nim-baron de heroísmo el esfuerzo bélico de la Unión Soviética. Las experiencias del maquis y del campo de concentración de Buchenwald no harían sino reforzar el compromiso

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comunista de Jorge Semprún. La barbarie nazi parecía expli-car o incluso justificar la polí-tica de Stalin como precio ne-cesario para afrontar primero y ganar después la guerra. La doctrina del respeto a los de-rechos humanos no tenía es-pacio operativo dentro del es-cenario del feroz conflicto de 1939-1945 y sería enunciada sólo como promesa de futuro en la Declaración de Naciones Unidas de 1945.

2. La clandestinidad de Federico SánchezJorge Semprún pensaría vein-te años más tarde que fue “la suerte y no el mérito” la causa de haber sido cooptado a la dirección del PCE (primero como miembro del Comité Central elegido por el V Con-greso celebrado en el otoño de 1954 y después como dirigen-te del Buró Político cooptado en febrero de 1956) tras la muerte de Stalin y no antes.

El PCE había abandonado pocos años antes la lucha ar-mada y se disponía a seguir las instrucciones dadas por Stalin en 1948 a Dolores Ibarruri, Francisco Antón y Santiago Carrillo para abandonar la via insurreccional y llevar la “lucha de masas” a los sin-dicatos verticales. Ese viraje implicaba la reconstrucción de las alianzas políticas dentro del ámbito republicano que las semanas finales de la Gue-rra Civil (la resistencia de los comunistas al golpe del coro-nel Casado) y las peleas en el exilio y la guerra fría habían destruido. La cooptación a la dirección de un PCE deseo-so de clausurar los conflictos internos del bando republi-cano y de combatir la dicta-dura mediante la vía pacífica aprovechando los resquicios legales permitió a Jorge Sem-prún poner entre paréntesis la

historia y el funcionamiento de la organización durante los tiempos oscuros de la posgue-rra. La nueva línea del PCE y la cooptación a los órganos dirigentes de la organización le facilitaron la tarea de “ahu-yentar los fantasmas rigoristas y superególatras” de su etapa de simple militante “para re-basar las fronteras de un dis-curso político monolítico y monologante, monoteísta y monomaniaco, de una logo-maquia autosuficiente y auto-satisfecha” y para comenzar a escuchar las voces de la reali-dad. (AFS, págs. 130-131) .

Después del XX Congreso del PCUS, la cultura de partido continuaba exigiendo el ritual de las citas de Marx, Engels y Lenin en cualquier discusión, no sólo como argumento de autoridad dirimente sino también como doctrina juris-prudencial. Una de las bromas habituales de Jorge Semprún durante su etapa madrileña era citar con humor enfáti-co la frase atribuida a Lenin para restar importancia a los tropiezos y las malas noticias: “¡La Revolución, camaradas, no es la Perspectiva Nevsky!”, en alusión a la recta, llana, an-cha y larga avenida del centro de San Petersburgo.

El tiempo, en cualquier caso, había mejorado espec-tacularmente para los comu-nistas. En el PCE tenía un fuerte arraigo la costumbre de sustituir los análisis empíricos por las semejanzas respecto a un modelo histórico construi-do con materiales tomados de un proceso revolucionario anterior. La cita hegeliana de Marx según la cual las trage-dias históricas tienden a repe-tirse en forma de farsa termi-nó perdiendo el sesgo irónico empleado en El 18 Brumario de Luis Bonaparte para legi-timar el uso de la analogía

como método de diagnóstico político. Bolcheviques y men-cheviques dedicaron muchos esfuerzos a discutir si los acon-tecimientos de 1905 o 1917 se correspondían con una fase u otra de la Revolución Fran-cesa. A partir de la Revolución de Octubre los debates en la III Internacional girarían en torno a las analogías –toma-das como homologías– entre cualquier suceso de cualquier país y el Domingo Sangrien-to, la caída del zarismo o las vísperas del asalto al Palacio de Invierno. Trotski utilizó la re-ferencia histórica del Thermi-dor francés para conceptuali-zar al Estado staliniano.

Cada país incorporaba al santoral analógico las peculia-ridades de su propia historia; en España, por ejemplo, la convocatoria de la huelga ge-neral de diciembre de 1930, fracasada sólo cuatro meses antes de la proclamación de la República, serviría de consuelo a los promotores de la frustra-da Huelga Nacional Pacífica de junio de 1959. La caída de la Monarquía y la proclama-ción pacífica de la República el 14 de abril de 1931 eran la ilustración de una secuencia destinada a reproducirse. La primera vez que Santiago Ca-rrillo se entrevistó en París con Dionisio Ridruejo a comien-zos de los sesenta no pudo por menos de cuchichearle a Jorge Semprún: “¿Te has fijado en el parecido físico de Ridruejo con Kerenski?”.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el partido comunista francés se presen-taba ante los electores como el partido de los fusilados. El PCE también vinculaba su imagen con el heroísmo de sus militantes durante los años de resistencia. De aña-didura, la consigna ¡Franco sí, comunismo no! adoptada por

el régimen tuvo la paradóji-ca consecuencia de que una parte de los opositores al ré-gimen se la tomara al pie de la letra aunque cambiando la afirmación por la negación y afiliándose al PCE para en-cauzar su protesta.

Desaparecida oficialmente la Komintern (Internacional Comunista) en 1943 por or-den de Stalin para subrayar así el carácter nacional de la lucha soviética contra Hitler y sustituido por la Kominform (Oficina de Información Co-munista), los nexos e interac-ciones dentro de un mundo comunista rígidamente con-trolado por Moscú empezaron a cambiar tras el enfrenta-miento de Yugoslavia con la Unión Soviética, la emergen-cia de la China comunista y los primeros conatos de po-licentrismo. Durante los 10 años largos que transcurrieron desde el primer viaje a España de Jorge Semprún tras el exilio (apenas tres meses después de la muerte de Stalin el 5 mar-zo de 1953) y su expulsión del PCE (el mismo año del derrocamiento de Jrushov en 1964), su mundo ideológico de referencia sufrió profundos cambios. Cabe aventurar, sin embargo, que el factor deci-sivo de su transformación fue el redescubrimiento de la rea-lidad española tras 17 años de ausencia y la constatación de los cambios puestos en marcha bajo el franquismo en un país marcado todavía por la Guerra Civil y la autarquía

La vida española a media-dos de los cincuenta estaba ya muy alejada –se aceleraría todavía más a comienzos de los sesenta– de los recuerdos fijados en la memoria de los exiliados como las mariposas disecadas en la caja de un na-turalista. Tras la retirada tem-poral –a instancias de una re-

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solución de la Asamblea Ge-neral de las Naciones Unidas de 1946– de los embajado-res acreditados en Madrid, el correoso régimen franquista emprendió una contraofen-siva diplomática para tratar de regresar a la comunidad internacional y hacerse per-donar los estrechos lazos que le habían unido a los países del Eje perdedores de la Se-gunda Guerra Mundial. El concordato con el Vaticano y el tratado militar con Es-tados Unidos firmados en 1953 empezaron a quebrar el aislamiento de la dictadu-ra, roto definitivamente en diciembre de 1955 con la entrada de España en Nacio-nes Unidas.

La guerra fría ayudó a bo-rrar o al menos a disimular las huellas de la ayuda ar-mamentista, militar y eco-nómica prestada por Hitler y Mussolini a la sublevación militar contra la Segunda República de 1936 a 1939, así como el apoyo inicial a las potencias del Eje –de la neutralidad a la no beligeran-cia– del fascistizado régimen franquista durante la Segun-da Guerra Mundial, inclui-do el envío en 1941 al frente oriental de una División de voluntarios integrada en la Wehrmacht como su Divi-sión 250. La economía es-pañola sentaba las bases de lo que sería el desarrollo de los años sesenta gracias al tirón importador europeo de los treinta gloriosos años, a las inversiones extranjeras, al incremento de las exporta-ciones, al turismo y a las re-mesas de divisas de los emi-grantes. Como el viejo topo evocado por Marx, la demo-grafía también había hecho su trabajo bajo la superficie: en 1956 llegaba a la Univer-sidad la primera generación

nacida después de la Guerra Civil española.

A esa España que se re-incorporaba a la comuni-dad internacional, iniciaba el despegue económico que alcanzaría su máximo ritmo durante la década siguiente y cambiaba de piel mediante el remozamiento demográfi-co, llegó en la primavera de 1953 un Jorge Semprún de 29 años, documentado con el pasaporte falsificado de un amigo suyo francés llamado Jacques Grador, para estable-cer sus contactos iniciales con estudiantes e intelectuales de ideología o simpatías comu-nistas de Barcelona, Madrid y Salamanca. Con el paso de los años, la memoria del viajero retuvo sobre todo la visita del supuesto hispanista Jacques Grador a Vicente Aleixandre en su casa de Velintonia.

Un año después, asumida ya la identidad de Federico Sánchez como nombre de guerra (miembro de los ór-ganos dirigentes del partido y colaborador de su prensa), Jorge Semprún se instalaría durante largas temporadas en Madrid para montar desde la nada una amplia organización de estudiantes, intelectuales y artistas comunistas, establecer contactos con otros grupos de la oposición renuentes a rela-cionarse con los comunistas y dirigir la delegación del PCE en el interior del Buró Políti-co. No sólo la gran mayoría de los estudiantes, intelectuales, artistas y profesionales cap-tados para el PCE por Jorge Semprún entre 1953 y 1962 suelen dar testimonio de su fría valentía, inteligencia po-lítica, nivel cultural y calidad humana. También Santiago Carrillo, que decidiría su ex-pulsión del Buró Político, del Comité Central y del partido

a finales de 1964, rememoró elogiosamente casi cincuen-ta años después la figura de Jorge Semprún y su compor-tamiento como dirigente del PCE antes de ser purgado –junto a Fernando Claudín– de sus filas: según escribe el ex secretario general del PCE: “la mitad de la vida de Semprún” (esto es, hasta su expulsión) merece el elogio por su valen-tía e inteligencia 3.

Durante esa década, Jorge Semprún desaparece de escena y es sustituído por Federico Sánchez, no como un simple pseudónimo adoptado de for-ma obligada para burlar a la policía franquista (la Brigada Político-Social), sino como un heterónimo, al estilo de los poetas y escritores –sirva de ejemplo Fernando Pessoa– que se desdoblan con voces diferenciadas para expresar las identidades agrupadas dentro de su compleja personalidad. En términos estrictos, Federico Sánchez no es –claro está– sino el Jorge Semprún dedicado a reconstruir la organización del PCE en España en las peligro-sas y difíciles condiciones de la clandestinidad. Pero el heteró-nimo del periodo 1953-1964 terminó cobrando vida propia hasta el punto de que el autor agazapado detrás del personaje y el actor encargado de repre-sentarlo a veces lo contempló muchos años después desde la perspectiva del espectador.

Jorge Semprún conservó el manuscrito de una obra teatral escrita en 1947 sobre una huelga obrera de Bilbao en la que figuran ya algunos de los temas centrales de su obra posterior. Entre otros la clandestinidad, “no sólo como

aventura, o sea como placer o goce de situarse fuera de toda norma, sino como el camino hacia la conquista de una ver-dadera identidad”; la política “como destino individual, o sea como horizonte que no tiene por qué ser esencialmen-te el de la victoria y la conquis-ta del poder… sino como un arriesgarse y realizarse, tal vez a través de la muerte libremente contemplada”; y la libertad, “como factor decisivo de todo compromiso político y exis-tencial”. Sometido el texto a la censura previa de la direc-ción del partido, un miembro del Buró Político le transmitió su dictamen negativo: Soledad –así se titulaba la pieza– no era una obra positiva porque los personajes no parecían lo sufi-cientemente convencidos del inevitable y próximo triunfo de la lucha de masas en Es-paña. Con la perspectiva del tiempo, Jorge Semprún con-cluía en 1977 que Santiago, el protagonista del Soledad, “era en cierto modo la primera en-carnación imaginaria de Fede-rico Sánchez”, un ente de fic-ción preparatorio de su futuro heterónimo; “ese fantasma cargado de espesa realidad” de la obra de teatro no fue un puro azar de su existencia sino la expresión de una querencia muy profunda (AFS, págs. 94-101) .

Las referencias de Jorge Semprún a su etapa de clan-destinidad madrileña están empapadas de melancolía por el tiempo pasado, los amigos muertos y los riesgos afronta-dos; pero también por el Fe-derico Sánchez desvanecido, a la vez parte de su identidad y figura autónoma dotada de existencia propia. El protago-nista de la La guerre est finie, película dirigida en 1966 por Alain Resnais e interpreta-do por Yves Montand sobre

3 Santiago Carrillo, Los viejos camaradas, págs. 178-180, Planeta, Barcelona, 2010.

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guión de Jorge Semprún, vive la historia de Federico Sánchez, situado ante el dilema de man-tener sus posiciones políticas discrepantes de la dirección y ser expulsado del partido o de someterse a la disciplina a cos-ta de prestar obediencia. En esa dramatización fílmica de hechos reales (el comienzo del debate dentro de la dirección del PCE que desembocaría en la expulsión de Jorge Sem-prún y Fernando Claudín), Diego –Federico Sánchez– es a la vez Yves Montand y Jor-ge Semprún. Diez años antes, Juan Antonio Bardem se había inspirado en la figura de Jorge Semprún para un personaje de Calle Mayor, bautizado además con el nombre y apellido –Fe-derico Artigas–utilizado en el documento de identidad falso de Federico Sánchez.

Jorge Semprún aguantó en Madrid 10 años de clandesti-nidad sin que la Brigada Polí-tico-Social pudiera detenerle, pese a la convicción de que su heterónimo Federico Sánchez residía en España. Una dosifi-cada mezcla de prudencia y de audacia, de riesgo calculado y de valor frío, explica que uno de los hombres más buscados por la policía política fran-quista saliera indemne de la cacería tras una búsqueda de años. El respeto de las reglas de la clandestinidad incluía el secreto de su domicilio hasta para los colaboradores más cercanos y la utilización de casas de seguridad del partido para las citas más comprome-tidas. Al tiempo, Jorge Sem-prún aplicaba en ocasiones la lección del cuento de Poe en el que un documento es dejado bien visible al alcance de cualquiera como mejor escondite. El domicilio en Fe-rraz 12 –un ático frente al so-lar del Cuartel de la Montaña

asaltado tras el levantamiento militar por las milicias obre-ras– de Domingo González Lucas, hermano mayor de Luis Miguel Dominguín y cuñado de Antonio Ordóñez (los dos toreros de máximo cartel al final de los cincuen-ta), le servía a Jorge Semprún como lugar de encuentro con su círculo más cercano de ca-maradas. Domingo Domin-guín, a quien está dedicada la Autobiografía de Federico Sán-chez, había tomado contacto en México a mediados de los cincuenta con dirigentes del PCE en el exilio y prosiguió luego en Madrid una genero-sa labor de militante, protegi-do de la sospechas policiales por su pasado y por sus re-laciones sociales. Jorge Sem-prún ha contado cómo asistió con Juan Antonio Bardem en un repleto Estadio Bernabéu a un partido de futbol entre el Real Madrid y el Barcelona, pocas filas delante del célebre Conesa, destacado policía de la Brigada Político-Social.

A lo largo de esos años, Jorge Semprún dirigió con Simón Sánchez Montero y Francisco Romero Marín la delegación en el interior del Buró político del PCE. La or-ganización de intelectuales y artistas, profesores y estudian-tes universitarios, médicos, ingenieros y abogados fue en gran medida obra suya. Pero Jorge Semprún no se limitó al ámbito de la intelligentsia: también trabajó en la reor-ganización del movimiento obrero madrileño y la crea-ción de Comisiones Obreras. Los sucesos de febrero en la Universidad madrileña, las primeras huelgas obreras de envergadura en Madrid, la huelga de tranvías, la prepara-ción de las frustradas Jornada de Reconciliación de mayo de 1958 y Huelga Nacional

Pacífica de junio de 1959 y el apoyo en el resto de España de las huelgas mineras asturia-nas de abril y mayo de 1962 forman parte de ese historial. La década madrileña de Jorge Semprún le dio la oportuni-dad de conocer, dialogar y negociar con los líderes de los pequeños grupos de oposi-ción al franquismo: liberales, democristianos, republicanos y socialistas organizados al margen del PSOE.

La etapa de clandestinidad madrileña de Jorge Semprún fue también fructífera en términos literarios. Para los escritores, profesores, artistas y estudiantes madrileños, Fe-derico Sánchez era un intelec-tual interesado por las cues-tiones teóricas del marxismo desde un punto de vista filo-sófico que publicaba de vez en cuando artículos en la revista clandestina Nuestras ideas y jugaba con la idea de enfren-tarse con el legado de Ortega y Gasset al igual que había hecho Gramsci con Croce. A comienzos de 1960, una caída importante de miembros del PCE en manos de la policía le aconsejó tomar la medida de seguridad de permanecer en el piso que le servía de domicilio en la calle Concepción Baha-monde. “Fue una extraña va-cación del espíritu. A los dos días, sin pensarlo demasiado, sin proponérmelo delibera-damente, me puse a escribir El largo viaje”. Durante una semana fue escribiendo la no-vela de un tirón, “sin apenas interrumpirme para tomar aliento” (AFS, págs. 240-245). Aunque el libro quedara por el momento inconcluso, Jorge Semprún superó de esta forma en Madrid el bloqueo que le había impedido duran-te quince años –“la escritura o la vida”– escribir sobre su cau-tiverio por los nazis.

Durante su etapa en el interior, la constelación de factores históricos, políti-cos e ideológicos que Jorge Semprún había interioriza-do como motivadora de su compromiso comunista se vio sometida a un movimiento sísmico. La muerte de Stalin en 1953 inició el lento deshie-lo político e ideológico de la Unión Soviética, transforma-do en riada por la lectura del informe de Jrushov sobre los crímenes de Stalin en el XX Congreso del PCUS de febre-ro de 1956. La reconciliación entre Moscú y Belgrado relajó aparentemente el centralismo del bloque soviético pero la represión a sangre y fuego de la insurrección húngara del otoño de 1956 mostró los es-trechos márgenes de esa aper-tura. Aunque China iniciaría su herético despegue de la ortodoxia soviética ya a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, la profundidad del conflicto entre Mao y los sucesores de Stalin no era aun evidente. Tampoco las nacien-tes divergencias entre los par-tidos comunistas de Europa Occidental y el aflojamiento de sus vínculos de disciplina con Moscú eran vistos toda-vía como una amenaza para la unidad monolítica del mo-vimiento comunista interna-cional. El clima de guerra fría emitía señales contradictorias: los apaciguadores encuentros en la cumbre de los dirigentes de las grandes potencias alter-naban con el incidente de los aviones-espías de 1960 y la crisis de los cohetes en Cuba en 1962.

En cualquier caso, el opti-mismo histórico de los comu-nistas sobre su victoria en la lucha final continuaba siendo un dogma de fe. La planifica-ción central parecía garantizar un crecimiento armónico e

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ininterrumpido de la econo-mía llamado a superar a los países capitalistas a corto o me-dio plazo. “Os enterraremos”, había desafiado cortésmente Jrushov a sus adversarios tras anunciar la inminente supera-ción de Estados Unidos por la Unión Soviética en renta per capita. Las hazañas soviéticas en la carrera espacial, con la puesta en órbita primero de la perrita Leika y luego del astronauta Gagarin, así pare-cía demostrarlo en el terreno de la tecnología científica. El retraso en la producción de bienes de consumo duradero y en la construcción de vivien-da, sacrificados a la economía de guerra y a la industria pe-sada durante décadas, había sido considerado inevitable por los planes quinquenales

pero sería pronto recuperado. Si China se había incorpora-do a finales de los cuarenta al bloque socialista, Indonesia, Vietnam y otros países asiá-ticos estaban llamando a sus puertas; la teoría de las fichas de dominó sería durante los años sesenta la respuesta estra-tégica a esa amenaza puesta en marcha por Estados Unidos.

El movimiento de desco-lonización tras la Segunda Guerra Mundial había trans-formado el mapa del mundo y creado decenas de nuevos Estados sobre el solar abando-nado –a regañadientes o a la fuerza– por las potencias im-periales. La Unión Soviética aparecía ante las recién libe-radas colonias no sólo como un modelo a la vez histórico y operativo para la construc-

ción de las naciones-Estado dibujadas sobre las antiguas fronteras imperiales sino tam-bién como un poderoso alia-do militar potencial y un ge-neroso dispensador de ayuda. Carentes de infraestructuras, abrumadoramente agrarios, habitados por una población analfabeta, segmentados en tribus y carentes de aparato estatal, esos países apelaban a la experiencia histórica de una gran potencia nacida sólo cua-tro décadas antes y a su ayuda militar, económica, técnica y diplomática.

Así pues, desde la perspec-tiva de Jorge Semprún en la clandestinidad madrileña, los vertiginosos cambios produci-dos en el planeta desde la de-rrota de los fascismos parecían caminar con las botas de siete

leguas a favor del comunismo, pese a las ambigüedades y con-tradicciones de su desenvolvi-miento. Aunque la Unión Soviética había mostrado en 1956 oficialmente el lado te-nebroso del pasado staliniano, también había comenzado a examinar sus causas y a revisar las estructuras que lo produje-ron. Aplicando las categorías históricas creadas por Marx, cabía fantasear sobre la posibi-lidad de que, una vez construi-da la base económica del nuevo modo de producción socialista en la Unión Soviética, emerge-ría una superestructura estatal e ideológica que desarrollaría los principios de la emancipación, la solidaridad y el altruismo heredados de la ilustración. Al revés de la secuencia pre-vista por los clásicos del mar-xismo, las nuevas relaciones de producción habían precedido al impetuoso desarrollo de las fuerzas productivas; en el futu-ro se invertiría ese nexo causal y la prosperidad material de los países socialistas favorecería el despliegue de la libertad, la democracia y la extinción pau-latina del Estado.

Si la incorporación de las llamadas democracias po-pulares de Europa central y oriental al glacis soviético y la victoria comunista en China habían dilatado enor-memente las fronteras geo-gráficas del bloque socialista, la dinámica interna del mo-vimiento de liberación colo-nial iniciado tras la Segunda Guerra Mundial anunciaba la posterior ampliación de esas lindes. El capitalismo sería derrotado por el socia-lismo de forma pacífica, esto es, sin necesidad de insurrec-ciones violentas y sin que estallase la Tercera Guerra Mundial. En los países desa-rrollados la vía parlamenta-ria sustituiría a la vía armada

Jorge Semprún

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para tomar el poder y cons-truir el socialismo.

También en España las luces predominaban sobre las sombras y las certidumbres so-bre las dudas. Si el ingreso de España en Naciones Unidas significó la admisión del régi-men franquista en la comuni-dad internacional, la emigra-ción masiva de la población campesina hacia los países eu-ropeos y hacia las grandes ciu-dades españolas estaba cam-biando la estructura social del país. La industralización, las obras públicas y la construc-ción de viviendas incrementó la demanda de mano de obra del sector secundario, mien-tras el turismo y los servicios lo hacían con el sector terciario. También aumentó el número de estudiantes de la enseñanza secundaria y universitaria. El movimiento universitario y las huelgas obreras mostraron que la combinación de palo y de zanahoria, represión y adoctrinamiento, manejada hasta entonces con éxito por el régimen franquista, no había logrado extirpar la mala hier-ba de la oposición. El naciente turismo europeo no sólo se convertiría en un importante renglón de la balanza de pagos (junto a las remesas de los emi-grantes) sino que también se-ría la primera ventana al exte-rior para la entrada de nuevos aires –primero en el atuendo, más tarde en las costumbres y finalmente en la cultura– en una España sometida a veinte años de autarquía y cierre de fronteras.

El creciente peso de la Unión Soviética y el campo socialista en el escenario mun-dial había alentado durante la segunda mitad de los cincuen-ta desmesuradas esperanzas de los dirigentes comunistas del exilio. Esas expectativas

se extendían igualmente a la posiblidad de una gran alian-za contra el régimen (“Franco y su camarilla”) de las fuerzas políticas que habían comba-tido entre 1936 y 1939 en bandos opuestos pero que ol-vidarían el pasado para cons-truir el futuro en nombre de la reconciliación nacional.

Sin embargo, el abismo entre los recursos humanos desplegados por el PCE, de un lado, y los magros resulta-dos de la Jornada de Recon-ciliación Nacional del 5 de mayo de 1958 y de la Huelga Nacional Pacífica de 18 de ju-nio de 1959, de otro, alentó las dudas de Fernando Clau-dín y Jorge Semprún sobre la correspondencia entre la línea política del partido (los obje-tivos a corto, medio y largo plazo, la estrategia y la táctica para alcanzarlos) y la realidad política, económica, social y cultural de España veinte años después de concluida la Gue-rra Civil. Una acumulación de profundos y acelerados cambios nacionales e inter-nacionales de interpretación incierta invitaban a la revisión de los supuestos sobre los que descansaba la línea del PCE.

La dirección en el exilio del PCE (residente de manera estable en París, Moscú y Pra-ga), sin embargo, negaba la existencia de esas transforma-ciones económicas, sociales, culturales y políticas de la rea-lidad española y prohibía ana-lizarlas. El duro debate ideo-lógico librado por Fernando Claudín y Jorge Semprún a partir de 1962-1963 con sus colegas del Buró Político y del Comité Central, que conclui-ría con su expulsión del parti-do a finales de 1964 (comu-nicada públicamente en abril de 1965), versaría en torno a esos temas, aunque el tras-fondo orgánico del conflicto

fuese la voluntad de Santiago Carrillo de mantener su con-trol del PCE. La consecuencia operativa de esas discrepancias latentes fue que la dirección del PCE retirase a finales de 1962 a Jorge Semprún de su trabajo clandestino en Espa-ña, seguramente por temor a que su discrepancia se conta-giase a las bases, en vísperas de la áspera discusión que le costaría la expulsión del Buró Político y del Comité Central, primero, y del PCE, después.

3. La expulsión de PCEA partir de la muerte de Fran-co, el plagiario saqueo realiza-do por Santiago Carrillo de las líneas básicas defendidas a comienzos de los sesenta por Claudín y Semprún ha pro-yectado una nueva luz sobre aquel debate que, visto desde la perspectiva de hoy, tiene el aire entre bizantino y neoes-colástico de las discusiones ideológicas de la III Interna-cional fieles a la retórica leni-nista. El fondo de la discusión apuntaba, sin embargo, a las grandes cuestiones que el fu-turo posfranquista planteaba a la izquierda.

El debate se inició con la impugnación por Fernando Claudín y Jorge Semprún de la conveniencia de mantener en el programa del PCE la consigna “la tierra para quien la trabaja”, una reivindicación revolucionaria tradicional dirigida a exigir el reparto de las fincas de los grandes te-rratenientes entre los aparce-ros, arrendatarios y braceros. Claudín y Semprún argüían que la irrupción de las formas de explotación capitalista en la agricultura (maquinaria, in-versiones, especialización de la mano de obra) tras la Guerra Civil estaba desplazando el la-tifundismo semi-feudal en fa-vor del capitalismo agrario; en

consecuencia, resultaba con-tradictorio que el PCE garan-tizase a la burguesía no mono-polista el derecho a desarrollar sus actividades empresariales en la ciudad (la industria y los servicios) después de la caí-da del franquismo pero se lo negase en el campo (el sector primario).

Ese primer desacuerdo se extendería después a discre-pancias más amplias sobre el desarrollo económico después de la Guerra Civil. Santiago Carrillo negaba la existencia de transformaciones sustanciales que hiciesen necesario modi-ficar los marcos de análisis del PCE y acusaba a Claudín y Semprún de exagerar o de ma-nipular los datos sobre los que descansaban sus críticas. Pero la naturaleza del debate no era estadística sino política: de cuáles fuesen las conclusiones sobre el desarrollo de la econo-mía española a comienzos de los sesenta dependería que la línea política del PCE estuvie-se ajustada o no a los hechos.

Si Santiago Carrillo y la mayoría del Buro Político te-nían razón en sus análisis, la caída del régimen franquista sería compatible con la su-pervivencia de la burguesía nacional y de la pequeña burguesía pero implicaría la liquidación del capital monopolista (un concepto indeterminado, equivalente según los contextos a la ut-lización del aparato estatal por la “oligarquía” y el “gran capital” en su esquilmador provecho). La inminente re-volución democrática anun-ciada por Santiago Carrillo implicaba que la clase obrera y el PCE como su partido de vanguardia, o el PCE y la clase obrera como su soporte social, desempeñarían el pa-pel dirigente, lo que les per-mitiría marchar hacia la re-

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volución socialista. Claudín y Semprún, en cambio, soste-nían que la desaparición del régimen franquista no conde-naba a muerte al capital mo-nopolista, que podría coexistir –como había ya ocurrido en la Italia posfascista, la Alema-nia poshitleriana y la Francia pospetainista– con un sistema de democracia representativa tradicional y que situaba en un horizonte a medio plazo –aunque “no a décadas”– la construcción del socialismo.

Como solía suceder en los debates del bolchevismo ruso y de la III Internacional, las claves ocultas de esa discusión de corte cuasi-académico, que incluía un contenido empíri-co susceptible de verificación (los datos sobre el desarrollo económico) y otra dimensión hipotética referida a la confi-guración del futuro sistema político (un régimen de transi-ción hacia un Estado socialista o una democracia representa-tiva homologable con los paí-ses occidentales), remitían a la estructura de los partidos co-munistas y a las pugnas por el reparto del poder en su seno.

Las líneas potenciales de fractura interna en el PCE se superponían. La división entre el exilio y el interior no contaba en este caso de forma decisiva: aunque algunos de los miembros de la dirección pasaban temporadas más o menos largas en el interior, la clandestinidad y las medidas de seguridad forzaban su ais-lamiento. Tampoco la edad y la veteranía jugaban un papel determinante en el debate: la abrumadora mayoría de la dirección en el exilio del PCE había pertenecido a la JSU (la organización juvenil de socia-listas y comunistas unificada a mediados de los años treinta), combatido en la guerra y par-ticipado en la resistencia.

El origen social, en cam-bio, operaba como la ga-rantía de pureza o el pecado original de los militantes. Sobre ese yunque golpearon Santiago Carrillo y los demás dirigentes de la organización, liberados como burócratas del PCE del trabajo asala-riado pero nacidos y educa-dos en hogares proletarios. “Intelectuales con cabeza de chorlito”, imprecó Pasionaria a Claudín y a Semprún en la reunión de la primavera de 1964 que concluiría con su expulsión (AFS, pág. 342). El número especial de la revista clandestina del PCE Nuestra Bandera dedicado a refutar sus tesis advertía sobre el pe-ligro de que los intelectuales se convirtiesen en “una espe-cie de grupo de presión”: esa indeseable influencia tendría necesariamente “un conteni-do de clase pequeño burgue-sa”. Porque “es evidente que a no pocos intelectuales que vienen al Partido les cuesta asimilar lo que es el centralis-mo democrático, la discipli-na, los métodos clandestinos. No pueden desaparecer en un día las cargas de individualis-mo pequeñoburgués, las ten-dencias a sentirse superiores a los obreros ‘menos cultos’, la propensión a caer en extre-mismos de uno u otro signo y otros rasgos de mentalidad pequeñoburguesa”.4

Otra línea de fractura, esta vez internacional, sobrevolaba la discusión. El XX Congre-so del PCUS y el informe de Jrushov sobre los crímenes de Stalin había puesto en mar-cha dentro del movimiento comunista dos corrientes de signo opuesto pero críticas

ambas con las tesis soviéticas. De un lado, la China comu-nista empezó a criticar la re-visión del pasado staliniano y la estrategia de coexistencia pacífica de Jrushov; de otro, los comunistas italianos defen-dían la necesidad de ampliar el policentrismo del movimiento comunista y de profundizar en el análisis de las causas del llamado culto a la personalidad en la Unión Soviética. Jorge Semprún ha relatado –estuvo presente– la reunión celebrada en Moscú durante el verano de 1960 entre dos delegaciones del PCUS y del PCE en que Suslov regañó a los dirigentes españoles por haber excluido la lucha armada del repertorio de estrategias posibles, clara señal de que los soviéticos se preparaban para una pelea en dos frentes contra la desviación china y la desviación italiana.

Dentro de la tradición de los partidos marxistas-leninis-tas el secretario general ocupa siempre el centro en una lucha en dos frentes contra las des-viaciones simétricas de dere-cha y de izquierda. Santiago Carrillo aprovechó esa figura para asignar a Claudín y a Semprún el papel de campeo-nes de la desviación de derecha como agentes ocultos de los camaradas italianos mientras reservaba a los nostálgicos de Stalin dentro del Buró Político la desviación de izquierda.

En la presentación del vo-lumen que reúne los textos más importantes del debate de 1964, Fernando Claudín con-cluía que el tema central de la discusión era el “subjetivismo que devoraba a la dirección del partido, que no escuchaba a nadie y pretendía imponer a todo el mundo su propia visión de las cosas, que no ajustaba su

política a la realidad sino que pretendía ajustar la realidad a la política”5 La crítica del sub-jetivismo desembridado de la dirección del PCE respecto a la realidad de la España fran-quista y a la estrategia para de-rribar la dictadura era también un ataque a la estructura del partido y al funcionamiento del centralismo democrático de corte leninista que lo regía. Y esa causa estructural conducía a la necesidad de examinar las causas de la dramática historia de la Unión Soviética revelada por el informe de Jrushov ante el XX Congreso del PCUS y a la conveniencia de planterase la utilidad analítica y predicti-va del marxismo como canon interpretativo.

Se trataba en definitiva de reafirmar, o por el contrario, de poner en duda la capaci-dad del PCE para conocer la realidad, para diseñar la estra-tegia capaz de transformarla y para desempeñar el papel de vanguardia en la lucha re-volucionaria. Según Claudín y Semprún, la obcecada resis-tencia de la mayoría del Buró Político a admitir la evidencia del desarrollo de la economía española y de las transforma-ciones de su estructura social, así como de las posibilidades de una salida política al fran-quismo hegemonizada por partidos de la clase dominan-te, era la consecuencia de las equivocaciones, insuficiencias y deformaciones cognitivas del grupo dirigente del PCE su-perviviente de la Guerra Civil, debidas a la lejanía del exilio, a la escasa formación intelectual y a una aplicación dogmática y superficial del marxismo al análisis de la realidad españo-la. Para Santiago Carrillo y los dirigentes que le apoyaban, las tesis de Claudín y de Sem-prún, en cambio, no sólo eran profundamente erróneas sino

4 Fernando Claudín, Documentos de una divergencia comunista, págs. 292, 293. El Viejo Topo, Barcelona, 1978. 5 Ibidem, págs. IX-XX.

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que además desempeñaban el papel de Caballo de Troya al servicio del enemigo.

Los dos dirigentes mino-ritarios expulsados del PCE acertaron en los temas centra-les de sus intervenciones: los cambios económicos y socia-les producidos bajo la España franquista, la sustitución del franquismo por un sistema de democracia representativa, los errores de apreciación de la dirección del PCE sobre la si-tuación española tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En la discusión dedicada al llamado subjetivismo del Buró Político surgió una cuestión dolorosamente emocional: la quema de militantes enviados desde el exilio o reclutados en el interior para misiones im-posibles que pagaron con la vida o con largos años de cár-cel su disciplinada confian-za en las órdenes recibidas. Santiago Carrillo no negó ese subjetivismo sino que lo defendió como componente inevitable de la táctica revolu-cionaria: “La misma dialécti-ca de la lucha revolucionaria nos ha obligado a acentuar la perspectiva, incluso acer-cándola. Era tan lejana que si no hubiéramos hecho ese esfuerzo no hubiéramos lo-grado que hubiera esa lucha, no habrían afrentado los ca-maradas los riesgos que han afrontado, no hubiesen ido a la muerte”.6

Los tres aspectos estaban imbricados: la errónea idea del estancamiento económi-co de la sociedad española y la predicción equivocada de la inminente caída de la dic-tadura conducían a la aven-turera utilización de todos los recursos humanos disponi-

bles para dar el empujón final a esa casa en ruina.

La discusión contribuyó a iluminar dramáticamente las contradictorias motivaciones que impulsaron el comporta-miento altruista y tantas veces heroico de los dirigentes y cuadros de la III Internacional desde la victoria de la Revolu-ción de Octubre hasta la de-rrota del nazismo: de un lado, las convicciones morales de los militantes de carne y hueso animadas por la solidaridad y, de otro, las creencias pseu-docientíficas en leyes inflexi-bles superiores a la voluntad de los hombres que forzaban el acomodo de las relaciones de producción con las fuerzas productivas y hacían tan in-evitable la revolución como la salida del sol. La obra li-teraria de Jorge Semprún es una reflexión sobre esa aporía. Por arraigada que se hallase la supersticiosa confianza en la existencia de esas imaginarias leyes omnipotentes, híbrido de las regularidades de la fí-sica de Newton y de las nor-mas coactivas de los Estados, resultaba difícil admitir que los comunistas pusieran en juego su vida al servicio de la causa por un cálculo de coste/beneficio que, a diferencia de los sacrificios de los cristianos, no sería recompensado en la vida eterna.

A modo de conclusiónEntre 1936 y los comienzos de los cincuenta, los juicios de Moscú, Praga o Budapest contra los dirigentes comunis-tas juzgados por sus camaradas llevaron al paredón a sus vícti-mas y falsearon su historial re-volucionario con la acusación post mortem de haber trabaja-do para la Ojrana, la Gesta-po, el Inteligent Service o la CIA. Con posterioridad al XX Congreso del PCUS, el des-

viacionismo de los disidentes comunistas dentro del bloque soviético (definido humorísti-camente por ellos mismos con una metáfora automovilísti-ca: “Consiste en seguir recto cuando el partido gira a la de-recha o a la izquierda”) no les envió a la cárcel pero continuó siendo castigado con la expul-sión del partido, la privación de los privilegios que gozaban los miembros de la nomenkla-tura, y la marginación dentro de los círculos del poder.

Las rupturas dentro de los grupos dirigentes de los par-tidos comunistas de Europa Occidental producidas entre los estertores de la guerra fría y los años de plomo de Brezh-nev también se beneficiaron de la secularización del credo comunista, pero siguieron implicando elevados costes humanos y emocionales para los veteranos militantes que durante décadas habían con-sagrado su existencia al parti-do y habían vivido en el marco de una subcultura hermética-mente cerrada a las influencias de la sociedad exterior.

Después de abandonar el partido o de ser expulsado de sus filas, algunos ex comunis-tas suelen pasar por una eta-pa durante la cual –como los automovilstas que conducen en dirección contraria por una carretera de sentido único– se creen depositarios del verdade-ro espíritu comunista: cabría parafrasear la máxima bolche-vique para decir que el retorno desde el marxismo-leninismo hacia la izquierda democráti-ca no es la Perspectiva Nevski. Fuera del bloque soviético, esto es, allí donde el partido no se desdoblaba en aparato del Estado, los abandonos de las filas comunistas, especial-mente entre los intelectuales, empezaron a prodigarse desde la invasión soviética de Hun-

gría en el otoño de 1956. Las tentativas de linchamiento político y moral en Italia y en Francia de los discrepantes rara vez lograron sus propósitos.

A mediados de los sesen-ta, Fernando Claudín, Jorge Semprún y los claudinistas del interior o del exilio identifica-dos con sus posiciones fueron acusados de formar un grupo anti-partido oscuramente co-nectado con sectores del régi-men franquista. En cualquier caso, las consecuencias fueron distintas según los casos. Los dos años siguientes a su sali-da forzosa de la España del interior presenciaron la con-sagración de Jorge Semprún como gran escritor con la pu-blicación de la novela El largo viaje (premiada con el Premio Formentor y el Prix Femina), inicio de una brillante carre-ra literaria como narrador y guionista. Pero el coste de oportunidad de Fernando Claudín en aquellos momen-tos era incierto. Cumplidos los 50 años y revolucionario profesional desde su primera juventud, había abandonado los estudios de arquitectura para dedicarse al partido, den-tro de cuya subcultura dejaba a los amigos y conocidos que permanecían fieles a la línea del partido. La publicación de su importante investigación sobre La crisis del movimiento comunista internacional, edi-tada en el exilio por Ruedo Ibérico, sin embargo, y otros libros teóricos posteriores le proporcionarían el respeto del mundo académico y la presi-dencia de la Fundación Pablo Iglesias.

La triple expulsión de Jor-ge Semprún a comienzos de 1965 del Buró Político, del Comité Central y del PCE no le dejó sin voz ni le mantuvo apartado de la actividad po-lítica. El éxito como escritor 6 Ibidem, pág. 62.

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JAVIER PRADERA

71Nº 214 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

le situó en la posición privi-legiada de la que disfrutan los intelectuales en Francia desde que Zola asumiera ese papel en defensa del capitán Dreyfuss. Los guiones de Z, La confesión, La Guerra ha ter-minado, El atentado y Sección Especial le consagraron como un maestro del cine político; en 1972 rodaría en España el documental Las dos memorias, que recoge los testimonios de vencedores y vencidos durante la guerra.. Entre 1965 y 1969, dirigió con José Martínez, la primera etapa de la revista Cuadernos de Ruedo Ibérico, editada en París y órgano de la izquierda española situada al margen del PCE. Tras la muerte de Franco, estrecharía sus anteriores lazos de amistad personal y política con Felipe González, del que sería minis-tro de Cultura en 1988. No es casual que su libro de me-morias sobre sus experiencias gubernamentales se titulase precisamente Federico Sánchez se despide de ustedes.

Jorge Semprún murió en su domicilio parisino el 7 de junio de 2011 y fue ente-rrado en un pueblo cercano a la capital envuelto –como había sido su deseo– en una bandera republicana, sím-bolo de su exilio y de su combate contra la España de Franco, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y la Francia de Pétain. Su fa-milia y un grupo de amigos españoles y franceses han manifestado el propósito de dar cumplimiento íntegro a su última voluntad con al-gún testimonio que la haga presente en el pequeño ce-menterio de Biriatu, “en ese lugar fronterizo entre los dos ámbitos a los que pertenez-co: el español, que es de na-cimiento, con toda perento-

riedad, a veces abrumadora, de lo que cae de su propio peso; el francés, que es elec-tivo, con toda la incertidum-bre, a veces angustiosa, de la pasión”(ALV, pag. 213).

En su breve ensayo sobre la barbarie política del siglo XX que convirtió a Nabokov en exiliado no sólo de su tie-rra sino también de la lengua rusa, George Steiner afirma que “un gran escritor a quie-nes las revoluciones sociales y las guerras expulsan de len-gua en lengua es un símbolo cabal de la era del refugiado”; en efecto, “ningún exilio pue-de ser más radical, ninguna otra hazaña de adaptación a una nueva vida puede ser más exigente”. En paralelo a una civilización bárbara que ha despojado de su hogar a tantas personas y arrancado lenguas y gentes de cuajo, los creadores son seres sin casa, “vagabundos que atraviesan diversas lenguas”7

A esa tribu perteneció Jorge Semprún, que nunca perdió el pleno dominio de su español nativo, que apren-dió el neerlandés para poder seguir cursando sus estudios de adolescente en Holan-da al abandonar España en 1936, que escribió la mayor parte de su obra en francés (su segunda lengua a partir de los dieciocho años) y que recuperó en el campo de Bu-chenwald el alemán enseñado en su primera infancia para entenderse con sus carceleros y hablar con sus compañeros de deportación. Esa extra-territorialidad lingüística se extendió a otros ámbitos de la vida de uno de tantos re-publicanos perseguidos por la saña de los vencedores en la

Guerra Civil que les negaron el derecho a su nacionalidad cuando el III Reich ocupó Francia en 1940 y les envió a los campos de trabajo o de exterminio. El recuerdo de las decenas de miles de exiliados espa-ñoles enterrados en las fosas comunes de los lager y los cementerios anónimos de los combatientes contra Hitler en el Norte de Africa, en Fran-cia, en la Unión Soviética y en otros países fue una de las raíces mas profundas, junto a la memoria de la infancia y adolescencia madrileñas, de su identidad española. En los conmovedores libros de me-morias dedicados a la estancia Buchenwald, Jorge Semprún –clasificado como rotspanien por sus carceleros– rememora la recuperación del español como habla cotidiana después de varios años de inmersión en la lengua francesa: allí, en las mismas fronteras de la nada, “al este del olvido” [alu-sión a un poema de Paul Ce-lan] vuelve a encontrar como puntos de referencia las pala-bras de la niñez (VCN, pag, 102) La reafirmación de ser un exiliado español le asalta en el camino hacia París tras la liberación; al verse excluído en el campo de acogida de Lons-guyon de la ayuda monetaria y de los paquetes de cigarrillos reservados a los deportados de nacionalidad francesa, alguien le consuela con el argumento de que Francia es su patria adoptiva: “!Ah, no! –respon-de-- con una patria basta, no voy a pechar con otra más”. (LV, página 102).

El sentimiento de perte-nencia a la cultura francesa fue, sin embargo, una seña de identidad, no competidora, sino complementaria, de un patriotismo español dolorido y elegíaco que le hizo conser-

var siempre esa nacionalidad, al precio incluso de renunciar a la elección a la Academia Francesa si el precio a pagar era abadonarla. Aunque su domicilio permanente desde 1963 continuó siendo París, con excepción de los dos años y medio de estancia en Madrid como ministro de Cultura del gobierno de Felipe González, nunca abandonó la ensoña-ción de residir en la ciudad de su infancia y siguió con aten-ción casi diaria la vida política y cultural española. Pero la sociedad educada y formada bajo la dictadura y devota del casticismo de cartón piedra de sus tristes glorias literarias nunca terminó de entender del todo –ni política, ni cul-turalmente– a un hombre público y a un escritor que no sólo había vuelto del frío de un exilio inclemente aunque enriquecido por los mejores valores de la Europa democrá-tica vencedora del nazismo y sus aliados. Porque además el deportado 44.904 en los cam-pos nazis siguió haciéndose hasta el final de sus días una insidiosa pregunta sin respues-ta: “¿Había soñado mi vida en Buchenwald? ¿O, por el con-trario, mi vida no era sino un sueño desde que regresara de Buchenwald?” (AD, pag.67).

Abreviaturas de las obras de Jorge Semprún citadas en el texto

AD: Aquel domingo, Tusquets Editores, Barcelona, 1999.

AFS: Autobiografía de Federico Sánchez, Planeta, Barcelona, 1977.

ALV: Adiós, luz de veranos..., Tusquets Editores, Barcelona, 1998.

EV: La escritura o la vida, Tusquets Edi-tores, Barcelona, 1995.

LV: El largo viaje, Tusquets Editores, Barcelona, 2004.

VCN: Viviré con su nombre, morirá con el mío, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.

Javier Pradera es editor y periodista. 7 George Steiner, Extraterritorial,

pags. 21-24, Siruela, Madrid, 2002.

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