busco libertad, paz y justicia · 2016-07-12 · les encanta nadar los días de sol en el río,...

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1 PAZ y justicia BUSCO LIBERTAD, COLECCIÓN DE CUENTOS

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PAZ y justiciaBUSCO LIBERTAD,

COLECCIÓN DE CUENTOS

COLECCIÓN DE CUENTOS

LA CONSTITUCIÓN: Incursión literaria, democrática e infantil en las leyes

ASAMBLEA NACIONAL

Gabriela Rivadeneira BurbanoPresidenta

MIEMBROS DEL CAL

Gabriela Rivadeneira BurbanoPresidenta

Rosana AlvaradoPrimera Vicepresidenta

Marcela AguiñagaSegunda Vicepresidenta

Virgilio HernándezVocal

Rocío Valarezo Vocal

Ricardo MoncayoVocal

Libia Rivas Secretaria General

CONSEJO EDITORIAL

Libia Rivas Marcelo Bonilla

Nazim FloresRichard Ortiz Ortiz

Darwin ReyesMónica RodríguezDalia María Noboa

COORDINACIÓN GENERALUNIDAD DE TÉCNICA LEGISLATIVA

Mónica RodríguezDalia María Noboa

AUTORES

Maribel MeloGraciela Eldredge

Max VegaVinicio León

COORDINACIÓN DE EDICIÓN

Roman Acosta Chávez

CORRECCIÓN DE ESTILO

Gabriela Vallejo FloresAndrea Armijos Robles

Pamela EscuderoRichard González

DISEÑO E ILUSTRACIÓN

Tito MartínezMaría José Carvajal

Freed Flores

COLABORACIÓN

Willian CarrilloMaribel Melo

Carolina Espinosa

VOLUMEN III: BUSCO LIBERTAD, PAZ Y JUSTICIA

ISBN 9942-9918-8-1DERECHOS DE AUTOR

043736IMPRESIÓN

GRAFIPRINT EDICIONES

PAZ y justiciaBUSCO LIBERTAD,

PRESENTACIÓNQueridos niños, niñas y adolescentes:

Cuando tenía su edad, lastimosamente no había libros ni cuentos para enseñarnos sobre nuestros derechos. En la adolescencia, pocas veces podíamos encontrar materiales que nos hicieran saber que la justicia es un derecho para todas y todos así como lo importante que es el derecho a vivir en paz, para prepararnos responsablemente y ejercer nuestra libertad. No sabíamos cómo estar conscientes de que podíamos ir de un país a otro con seguridad y contar con la protección de nuestros padres y autoridades.

Hoy en día las cosas están cambiando para bien y la Colección de cuentos que estoy feliz de presentarles, es parte de ello, porque trata sobre estos temas de una manera entretenida e interesante. Espero que les guste tanto como a mí.

En el Ecuador de hoy, existen cada vez más niñas, niños, adolescentes y adultos que somos conscientes de nuestros derechos y eso garantiza la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.

Espero que disfruten estos cuentos y que les sirvan de herramienta para conversar con amistades, familiares y vecinos sobre lo importante que son nuestros derechos que nos invitan a reflexionar de qué manera contribuyen a la nueva patria que estamos construyendo todas y todos.

Cariñosamente,

Gabriela Rivadeneira BurbanoPRESIDENTA DE LA ASAMBLEA NACIONAL DEL ECUADOR

Bajo el mismo SolMovilidad humana y cuidadanía universal

Vicente y el Cóndor de FuegoLibertad y responsabilidad

El Mago de El PanecilloPaz y fraternidad

La Justicia Tiene los Ojos AbiertosJusticia y verdad

ÍNDICE

Presentación 5

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MISMO SOL

Maribel Melo

BAJO EL

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Las niñas, los niños y adolescentes tenemos derecho a ir de un país

a otro con seguridad y a contar con la protección

de nuestros padres y autoridades.

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MOVILIDAD HUMANA Y CUIDADANÍA UNIVERSAL

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l sur de Quito, entre las montañas existe un pueblo pequeño y escondido, bañado por el Sol y a veces por la Niebla. Sus montes son verdes en distintos tonos y un hermoso río cristalino lo atraviesa. En este paisaje el Sol habla con el Viento y con el Arroyo. El pueblo se llama Lloa y pocos lo conocen.

Nadie imagina que aquí vive Luisa, una niña muy inteligente y exploradora. Acaba de cumplir diez años y siente cariño especial por Diego, uno de sus amigos, quien asiste a su misma escuela.

Cuando Diego llegó a la escuela no tenía amigos. Luisa lo vio solo en el recreo, se acercó a él y le brindó parte de su colación. Muchas veces después de la escuela, los dos niños van juntos a casa. Les encanta nadar los días de sol en el río, imaginando que atraviesan el mar, como Sirena y Tritón.

Un día, los dos niños sentados a la orilla del río conversaban amigablemente:

- Luisa, el Sol está hablando con las montañas – dijo Diego.- Claro que sí, el Sol es nuestro padre Inti y está casado con nuestra mamá, la Pacha Mama (Madre Tierra). Eso me enseñaron mis abuelos – contestó Luisa –. Ellos me contaron que todo lo que hay sobre la Pacha Mama tiene vida. Las Montañas, la Luna, las Estrellas, la Lluvia, los Árboles y las Piedras tienen espíritu.

Los nombres de los elementos de la naturaleza están con inicial mayúscula porque son los personajes del cuento.

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Ustedes deben saber que los abuelos de Luisa, se llaman Pablo y Juana. Ellos son indígenas kichwas que viven en Lloa.

- Yo no tengo papá, pero el Sol es mi taita y cuando lo miro le pido que abrigue a mi mamá y el Inti me responde con más resplandor, dijo Luisa.

- ¿Dónde está tu mamá? – preguntó Diego.

- Mi mamá se fue a España porque allá iba a ganar mucha plata para darme lo que necesito. Ella trabajaba en Quito en casa de unos señores muy ricos, que le pagaban poco. Mi madre guardó todo sus ahorros en uno de esos bancos, que un día se quedaron con el dinero de mucha gente. Mi mamá sin dinero se fue a Murcia, lejos de mí.

Luisa guardaba lindos recuerdos de cuando su mamá vivía en Lloa. Así, ella acostumbraba contar:

- Mi mamá tiene piel trigueña y cabello negro. Cuando ella me cuidaba era muy cariñosa, jugábamos después de que yo terminaba mis deberes. Salíamos a caminar por la noche y juntas veíamos las estrellas. Ella me decía:

- ¡Vamos a salir adelante, tú eres mi fuerza, hija mía!

Mientras Luisa recordaba a su mamá, sus ojos brillaban. Muchas noches Luisa soñó que dormía en los brazos de su mamá.

Luisa todas las mañanas tenía la costumbre de levantarse temprano, se bañaba, compartía el desayuno con su abuelita y corría a la única escuela ubicada cerca de su casa.

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La pequeña escuela tiene paredes blancas amarilladas por el Sol. Un día, Luisa entró a clases segura de que le iría bien porque había hecho todos los deberes.Llegó el momento favorito de Luisa, el recreo. Con alegría las niñas y los niños se dedicaron a jugar y divertirse mucho.

Luisa se sentó en una banca y se puso a meditar:

- ¿Por qué mi profesora será tan seria? ¿Por qué aprender no es tan divertido como jugar? ¿Por qué no jugamos para aprender? Bueno, ahora es el momento de jugar – se dijo a sí misma.

Y jugó con Diego a las cogidas, corriendo por todo el patio de la escuela.

En un momento que Luisa corría a gran velocidad, un niño grande le puso el pie y ella cayó.

¡Ten cuidado! - dijo Luisa al levantarse.

El niño grande llamado Mateo, era conocido por ser grosero y quitar las colaciones a los más pequeños.

- No me digas lo que tengo que hacer, además tú no tienes familia, no tienes papá ni mamá, estás sola y nadie te va a defender – contestó Mateo.

Luisa se sintió muy triste. Ella quería gritar y explicarle a Mateo que sí tenía mamá, que ella la amaba y que era su tesoro más preciado. Pero, las palabras no salían de sus labios, solo lágrimas de sus ojos. Se alejó silenciosa, hacia el aula.Su mejor amigo se acercó a reanimarla:

- Luisa, ¿extrañas mucho a tu mamá? - le preguntó Diego.

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- Sí, la extraño, ahora vivo con mis abuelos, pero ellos ya son mayores y no les gusta jugar ni pasear como a mi mamá. Sabes Diego voy a ir a buscar a mi mami para que nadie diga que estoy sola y que ninguna persona puede defenderme. Mi mamá me mandó una postal y ahí está su dirección. Solo tengo que cruzar el Océano Atlántico.

¿No te parece que está muy lejos y es difícil llegar allá? – dijo Diego.

- ¡No! El Espíritu de los Océanos me cuidará cuando viaje por sus Mares y el Sol me abrigará. El Viento es mi amigo y me ayudará a llegar a ese país muy lejano. ¡Voy a encontrar a mi mamá, voy a encontrarla! – repetía la niña con voz firme.

En ese momento, finalizó el recreo y los estudiantes entraron al aula. La clase se volvió interesante, pues la profesora explicaba sobre el descubrimiento de América.

- Pero, si América nunca fue descubierta, ¡siempre ha existido! La Pacha Mama está presente en todo y en todas partes, no comprendo a los que se inventan la historia – pensaba Luisa.

La niña dejó de atender la clase, su mente y corazón estaban lejos, muy lejos de Lloa y de la escuela.

En la tarde, Luisa tras hacer sus tareas, salió a caminar por las faldas de la Montaña. El Cielo estaba gris. La pequeña, sentada al borde de la Montaña, miraba con asombro cómo la Niebla se movía.

La Niebla se parecía a unos copos de algodón que se movían inquietos. Cubría las pocas casas que existían. El Pasto desaparecía entre ella.

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La niña que extrañaba a su mamá con todo su corazón, se dio cuenta que los espíritus de las Montañas sintieron su dolor y nostalgia.

- ¡Guagua (niña) no estés triste! – susurraron voces a lo lejos. No queremos verte triste – hablaron más fuerte los espíritus de las Montañas. La pequeña antes había hablado con el Sol, pero nunca escuchado a las Montañas.

El Viento presente en ese momento, empezó a vibrar fuerte; los Árboles se agitaron mientras las voces de los Montes se elevaron hacia el Cielo.

- Sí, lo vamos a lograr, llamaremos a nuestro amigo el Cóndor para que te lleve volando sobre la Tierra y el Mar - dijo el Viento.

- Vamos a encontrar a tu mamá – afirmaron el Viento y los Montes.- ¿Cómo saben lo que me pasa? - preguntó Luisa.

- Mucha gente no se da cuenta que tenemos vida y que estamos aquí presentes, miramos todo lo que hacen y dicen. El Sol, la Luna y las Estrellas nos contaron que eres su amiga. Tú nos escuchas, por eso nosotros te entendemos – explicó el Viento.

- Es verdad, mi abuelo me contó que yo podía conversar con ustedes que son los guardianes de la Pacha Mama.

- Así es Luisa. La Naturaleza tiene vida, no solo el hombre, la mujer y las plantas sino también las Piedras, los Ríos, los Cerros,...

- Es así, aunque muy pocos abren su corazón y nos sienten – dijeron los Montes.

El Viento empezó a vibrar más y con silbidos llamó al Cóndor que habitaba en la cima de la Montaña. El ave apareció de manera majestuosa. Sus plumas eran

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grises y brillosas, sus inmensas alas parecían abarcar el Cielo, en su cuello rosado tenía una bufanda blanca de plumas. Sus patas, grandes y fuertes. Todo un caballero del aire.

Hola buenos amigos – saludó el Cóndor.

- Hola – respondió el Viento.

- Es un gusto verte – expresaron en coro los espíritus de las Montañas.

- ¡Qué bueno saludarte! – exclamó Luisa muy emocionada.

- Amigo de los aires y las alturas, queremos hacer un pacto contigo, dijeron los espíritus.

- ¿Qué quieren pactar conmigo?

- Mira, ella es Luisa y tiene que cruzar el Océano Atlántico, luego el Mar Mediterráneo para llegar a una ciudad llamada Murcia, en España.

- ¿Y por qué ese gran viaje? – preguntó el Cóndor.

- Voy en busca de mi mamá, ella viajó hace unos años a España y vive en Murcia. Yo quiero estar con mi mamá, ¡ayúdame Cóndor! -dijo la niña.

- ¿Por qué no te quedas en Lloa y la esperas? - insistió el Cóndor.

- ¡No! Voy a buscarla, nadie me lo va a impedir – manifestó con energía la niña.

- Tranquila. Te cuento que como ave puedo volar libre por el Cielo, pero los humanos tienen otras reglas y se olvidan que la Tierra es de toda la humanidad – comentó el Cóndor.

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- No comprendo si el Sol nos calienta a todas y todos y si la Tierra es nuestra madre, ¿por qué hay límites?, ¿cuáles son esas reglas?

Mira Luisa, muchos humanos han olvidado que la Tierra, el Sol, el Viento y los Animales tenemos vida. Somos sus amigos y todos nos debemos cuidar unos a otros. Muchas personas que tienen poder han dividido a nuestra Madre Tierra y niegan que ella sea una sola. Ellos creen que son dueños del suelo y ponen barreras para que la gente viaje y recorra la creación. El mundo es de toda la humanidad. Todas y todos somos ciudadanos del universo – explicó el Cóndor.

- Señor Cóndor lo que usted me cuenta es muy triste, pero yo tengo que encontrar a mi mamá, ¡por favor ayúdeme! -dijo Luisa.

En el fondo de su corazón, una llama se agitaba, era esa poderosa fuerza del amor por su madre, ese deseo de tenerla cerca, de abrazarla y ver con ella las estrellas.

- Está bien, niña, pero recuerda que nuestro viaje no es seguro y hay muchos peligros. Además el Mar, el Viento, el Sol, los Ríos y la Tierra nos tienen que ayudar, porque realmente es muy difícil el viaje –señaló el Cóndor.

- Cuenta conmigo y seguro que el Sol y nuestros demás hermanos de la creación nos ayudarán – dijo el Viento.

- Muy bien, mañana al amanecer saldremos de viaje, ponte ropa abrigada y ármate de valor – dijo el Cóndor.

- Seguro que sí – exclamó Luisa con sus ojos llenos de alegría, esperanza y agradecimiento.

Era el día del gran viaje. El Sol salió al amanecer y con sus rayos cálidos ingresó por la ventana de Luisa.

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- Luisa, es hora. Esta mañana alumbraré para ti, ya me contaron todo el Viento y los Espíritus – comentó el Sol.

- Hija siempre cuando hablo contigo, mi corazón se emociona y por eso resplandezco más. Yo te amo y en tu viaje te voy a cuidar - le dijo el Sol.

Luisa se vistió rápidamente y guardó en el bolsillo de su blusa la postal que le envío su mamá. Caminó despacio y dejó sobre la cama, una carta para sus abuelos.

Salió de su casa y bajó la Loma. Corrió hacia el Río, saltó sobre las Piedras muy apresurada.

- ¿Tan aprisa vas?, te deseamos mucha suerte – le animaron las Piedras del camino.

- Gracias amigas – respondió Luisa y siguió corriendo rumbo a la Montaña más alta. Allí le estaba esperando su amigo, el Cóndor de Los Andes. Luisa iba hacia la cima y con dulzura el Viento acariciaba su cara.

Ese día, toda la naturaleza se había puesto de acuerdo para ayudar a la niña que le abrió su corazón. Ya en la cima de la montaña, habló el Cóndor:

- Buen día Luisa, ¿estás lista para nuestro viaje?

- ¡Sí estoy lista para volar, cruzar cielos y mares! ¡Voy a estar otra vez con mi mamá!

En el firmamento, el Sol resplandeció. La Tierra se conmovió dentro de sí misma, el Viento sopló más fuerte para que la gran ave tenga más impulso. Los espíritus de las Montañas susurraban:

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- ¡Buen viaje, guagua. Todos nuestros hermanos ya saben de ti y van a estar contigo donde tú vayas!

La Pacha Mama sentía una gran emoción al ver que una hija se arriesgaba a buscar a su madre.

El gran Cóndor voló muy alto. Para tomar impulso dio un gran giro en el aire y se acercó como un avión a punto de despegar hacia Luisa. La chiquilla se subió en la espalda del Cóndor y con sus manos se sostuvo de la base de las alas. El Cóndor la llevó hacia el cielo.

Era la primera vez que Luisa volaba. Divisó desde lo alto las Montañas y el pequeño pueblo. El Viento los impulsó con toda su fuerza y el Sol los calentaba. Poco a poco, las casas se hicieron más pequeñas y se fueron alejando.

- La ciudad es muy grande – dijo Luisa.

- Así es, pero espera a que conozcas otras ciudades por las que vamos a sobrevolar – respondió el Cóndor.

Durante el vuelo la niña miró un gran Volcán cubierto de Nieve al sur de la ciudad y la Cordillera a su alrededor. Las Montañas irregulares subían, bajaban. En unos minutos, el Cóndor sobrevoló por el centro de la ciudad.

El Cóndor se detuvo en una Colina sobre la estatua de una gran virgen con alas. Desde ahí los dos viajeros podían observar los techos anaranjados y las cúpulas de unas bellas iglesias de la ciudad.

- Vamos a comer, bajemos a la ciudad –habló Luisa a su amigo Cóndor.

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- No, pequeña, la ciudad no es un lugar seguro para un Cóndor. Los humanos no nos cuidan, nos quieren atrapar, lastimar y quitarnos nuestra libertad – expresó el ave con cierta amargura.

- ¿Por qué? No comprendo cómo pueden hacer eso si es tan bello verte libre y volar tan alto.

Ellos aún no han abierto su corazón. Se han olvidado de ver al Sol y dar gracias por su calor. Nunca conversan con el Viento, la Lluvia y las Estrellas. El corazón de mucha gente está lleno de egoísmo. Si ven a un ser libre, quieren aprisionarlo. No están conectados al Cosmos.

- Es difícil comprenderte ¿Por qué dices que están desconectados?, preguntó Luisa.

- Porque los humanos no nos sienten, ellos no se dan cuenta que somos sus hermanos y que estamos aquí. Están separados de su Madre Tierra, del padre Inti y del Universo. Están lejos de sus orígenes y por eso se sienten solos, tan solos.

- Es como yo, sin el amor de mi mamá, siento que algo me falta y por eso, ¡la voy a buscar! –dijo Luisa.

- ¡Sí, así es, mi niña!, todos volvemos a nuestro origen.

El Cóndor emprendió de nuevo el vuelo junto con la niña. Para Luisa su viaje no era un simple traslado, significaba un momento para observar y comprender más cosas que existían y que nunca había visto en su pequeño pueblo rodeado de montañas.

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Luisa ya estamos cerca del aeropuerto de Quito. Allí están unos aviones grandes que van hacia otros lugares, tras el océano. Viajan muy rápido. He visto a mucha gente subirse en ellos y volar hacia el Viejo Mundo. He mirado niñas, niños, jóvenes y adultos que se despiden de sus seres queridos y miran con tristeza al Cielo cuando despegan las aves de metal.

- Hermoso Cóndor comprendo que mucha gente se va porque quiere trabajar y tener plata para vivir mejor, así como mi mamá que se fue hace tres años porque no tenía trabajo.

- Sí amiga, ahora voy a volar más alto y rápido por ti.

El ave, se elevó tanto que traspasó las nubes y la niña sintió que viajaba entre algodones gigantes. El Sol brillaba y sonreía.

El Viento los impulsaba con mayor fuerza. Luisa se sentía libre.

En pocas horas el Cóndor atravesó Los Andes. Llegaron a la Selva frondosa y verde con Árboles parecidos a brócolis. Los Ríos eran como brazos que se abrían entre el follaje. El calor de la Amazonía empezó a sentirse.

El Sol, al encontrarse en el ocaso con su luz anaranjada, cubría todo el Cielo mientras el Cóndor iba veloz sobre la espesa Selva. Luisa nunca había visto lo distinto que era observarlo cuando se disponía a dormir en la Amazonía. Seguía hermoso, pero diferente.

Empezó a oscurecer entre tonos azules, el cielo se hizo gris y las Estrellas titilaron con fuerza.

- Es hora de descansar. Mañana continuaremos nuestro viaje. Atravesaremos el Océano Atlántico – indicó el Cóndor.

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- Ha sido un viaje muy emocionante, lo he disfrutado mucho y tú me has cuidado, pero ya quiero dormir.

El Cóndor descendió en una playa de río. Se recostó sobre la Arena y acunó a la niña. Esa noche durmieron juntos en la Selva.

El Sol salió al amanecer. La majestuosa ave abrió sus alas, Luisa se subió sobre ella y continuaron su viaje.

- Mira Luisa, este es el río Putumayo, este río divide a Ecuador y Colombia. Ahora viajaremos sobre la selva colombiana – explicó el Cóndor.- Yo no veo ningún muro que divida al río, la Pacha Mama es una sola.

El Cóndor sonrío y siguieron volando libres.

El ave tenía tanta energía que sobrevolaron sobre Montañas, Ciudades y Selva.

- Cada día amo más a mi Madre Tierra, ¡es tan abundante! – dijo Luisa.

- Mira, Luisa, esta es otra frontera, ¿vez?, al otro lado está Venezuela, el país donde nació El Libertador Simón Bolívar.

- Las fronteras no deberían existir, sería magnífico poder unirnos como lo soñaba Bolívar. Todos nos necesitamos y somos hermanos, ¿por qué separarnos?

- Sí mi pequeña es un sueño y como todos los sueños, se puede hacer realidad. Sigamos adelante.

- ¡Oh qué hermoso! Mira ese macizo montañoso que recorre la tierra y llega hasta la costa. Estamos cerca del mar -exclamó Luisa.

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El fuerte Cóndor y la niña habían llegado al Océano Atlántico y empezaron a sobrevolarlo. Las alas del ave se extendieron aún más sobre el cielo. Existía una unión entre el Sol, el Viento, el Cielo y el Cóndor.

- Ahora llegaremos a España, vamos chiquilla - anunció el ave.

El corazón de Luisa latía con mayor rapidez y emoción, pues se acercaba la hora de llegar al lugar donde estaba su madre. Volaron varias horas sobre el extenso océano. Desde el Cielo veían ballenas, aves y peces. Luisa miraba el azul verdoso del Mar y recordaba los ojos de Diego.

- Estoy un poco cansado, haré una parada en la costa en la Playa. Mira las casas blancas, calles estrechas y esa forma tan distinta de distribuir sus viviendas – dijo el Cóndor.

El Cóndor y la niña descansaron en la costa. Luisa miró algo que le sorprendió mucho:

- Mira amigo Cóndor ese montón de personas en la canoa pequeña sobre el Mar. Esa mujer que se halla junto a la niña pequeña está embarazada. Ese hombre es grande y fuerte. También hay un anciano, niñas y niños que parecen que tienen mi edad. Todos están embarcados, ¿hacia dónde van?

- Recuerdas que te conté que este viaje sería peligroso. Mira Luisa, esas personas son africanos, que salen de sus países porque allá hay mucha pobreza. Toda la gente que ves, va hacia España. ¿Te has dado cuenta que en el mundo existen países pobres y ricos? Mucha gente viaja hacia el norte, sin importar lo que arriesgan porque quieren trabajar. Bastantes mueren en el viaje. Esas embarcaciones que observas se llaman pateras, son lanchas muy inseguras y frágiles. Unos viajeros llegarán a su destino y otros no.

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- Lo que me cuentas es muy triste amigo Cóndor, es la primera vez que veo esas barcas llamadas pateras ¿Por qué las personas de África viajan así? – preguntó Luisa con su corazón lleno de tristeza.

- Para los migrantes es muy difícil conseguir un permiso para llegar a España.

Ahora comprendo lo que me dijiste, amigo, que los gobernantes dividen el mundo y ponen barreras, se olvidan que este terruño es de todas y todos. Cómo quisiera que los migrantes tuvieran un amigo tan poderoso como tú, Cóndor, que cruce el océano y les ayude a llegar sin miedo a su destino. Voy a pedir al Mar, al Cielo, al Sol y al Universo que cuiden a los navegantes, que igual que yo, quieren llegar a España. El Mar se tranquilizó, el Sol disminuyó su calor y el Viento sopló más fuerte para ayudar a todos los viajeros a alcanzar su deseo de llegar a Europa. El Cóndor y la niña descansaron y luego retomaron el vuelo.

El Cóndor elevó sus alas y empezó a volar sobre el mar Mediterráneo. La gente de la patera estaba impresionada al observar un ave nunca vista por esos territorios y con una niña en su espalda. Luisa desde lo alto se despidió con sus manos y fue alejándose. Los hombres, las mujeres, las niñas y los niños les sonreían y saludaban.

- Cada vez estamos más cerca de llegar adonde vive tu mamá – dijo el Cóndor.

- Mi mamá trabaja en el campo de Cartagena. Allí cosecha habas, melones, sandías, pimientos y tomates. Vamos para allá amigo.

Empezaron a sobrevolar por el lugar y desde el Cielo vieron gente trabajando en las parcelas. El Cóndor descendió sobre los campos.

- Amiga hemos llegado, te voy a dejar en medio de las parcelas, anda y busca a tu madre, yo continuaré volando muy alto y desde el cielo te cuidaré – dijo el Cóndor.

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Luisa se bajó del Cóndor y miró a los ojos de su buen amigo con alegría y agradecimiento. Lo abrazó muy fuerte y el ave movió sus grandes alas.

Luisa sintió una alegría intensa y fue corriendo hacia los sembradíos, apretando la postal contra su pecho. Entró apresurada en el primer solar, vio mucha gente ecuatoriana, a la que reconoció por su forma de hablar.

Buenas tardes, estoy buscando a Isabel Caiza. Ella recoge frutas y verduras, ¿la han visto? – preguntó Luisa.

- No pequeña, ella trabaja dos parcelas más al norte. Corre pronto que ya mismo es la hora de salida – le dijo con cariño un migrante ecuatoriano.

Luisa corrió con todas sus fuerzas, estaba muy cerca de encontrar a su madre. A pocos metros observó que muchas mujeres y hombres empezaban a salir de los terrenos. Se acercó alegremente a una mujer de cabello negro y piel trigueña.

- Mamá, mamá – le gritó Luisa.

La mujer regresó a ver y Luisa se dio cuenta que no era su madre. Los migrantes ecuatorianos la tranquilizaron al notar su desesperación. Siguió corriendo, entre la gente y a la distancia alcanzó a mirar a su madre. Era ella, nadie camina como ella. ¡Está muy hermosa! – pensó Luisa.

Se apresuró y empezó a gritar:

- ¡Mamaaaaaaaá, mamá, mamá…..!

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El corazón de la madre latió apresuradamente al escuchar la voz de Luisa y regresó a ver. ¡No lo podía creer!, era su hija. La madre dio la vuelta y empezó también a correr hacia ella con sus brazos abiertos. Estos dos seres que se amaban tanto, se unieron en un solo abrazo. Luisa cogió las manos de su madre mientras miraba sus ojos llenos de lágrimas.

- Tus manos están secas y toscas mamá – dijo Luisa.

Hija mía, he trabajado tan duro con el fin de mandarte dinero para la alimentación, la educación y estoy ahorrando para comprar nuestra casa. ¿Cómo has llegado hasta acá mi corazón?, tus abuelos me avisaron que desapareciste de la casa hace dos días. Estaba tan preocupada que iba a regresar al Ecuador a buscarte - le dijo su mamá.

- Mamita no necesitas buscarme, ya te encontré – afirmó Luisa abrazando a su madre, con los ojos mojados y con gran alegría en el corazón.

Desde el Cielo el Cóndor observaba el poder sublime del amor. Alzó sus grandes alas de regreso a Los Andes. El Viento cantaba, el Cielo jugaba con las Nubes, la Pacha Mama se conmovía en sus entrañas porque existe una sola Tierra para todas y todos bajo el mismo Sol.

Fin

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VICENTE Y EL CÓNDORDE FUEGO

Graciela Eldredge

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Las niñas, los niños y adolescentes debemos

prepararnos para ejercer nuestra autonomía, tomar

nuestras decisiones y cumplir con los deberes que

nos corresponden.

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LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

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ra una mañana de julio, el viento frío del páramo silbaba entre los pajonales y con su frescura, acariciaba las mejillas de Vicente o “Viche”, como le llamaban con afecto.

Desde muy temprano, había salido hacia el pedregal, figuraba como uno de los encargados de cuidar los toros y caballos que allí vivían. Era el mayor de cuatro hermanos: dos varones y dos mujeres. Todos iban a la escuela de la hacienda.

Después de terminar el séptimo año de escuela, anunció a sus padres que ya no quería seguir estudiando, sino que deseaba trabajar en la hacienda, junto a su papá. Le gustaba el campo y compartir con los animales.

Si deseaba continuar con sus estudios en el colegio del pueblo, debía quedarse a vivir en la casa de un tío y eso no le hacía gracia. Quería estar con sus padres, hermanos y su querido perro Valiente.

Lorenzo, su padre, era administrador de una hacienda en el Antisana y deseaba que su hijo estudiara la secundaria y luego veterinaria en la universidad, para que pudiera atender de manera especializada y con mayores conocimientos a los animales.

- A mí –le dijo – me gustaría que tengas una preparación mejor para desarrollar las labores de la hacienda. Pero si este es tu deseo, conversaré con tu madre y decidiremos.

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Esa tarde, cuando conversó con mamá Olivia, ella exclamó:

- ¡Eso no es posible; Viche es todavía un niño y no sabe lo que es mejor para él!

- He pensado que en lugar de rechazar su propuesta, le vamos a poner a trabajar como peón en la hacienda durante las vacaciones, para que se dé cuenta de que las labores en el campo no son fáciles como él se imagina – comentó su marido.

- Me parece una buena idea, pero tendrá que vivir como todo un peón, sin ninguna preferencia, para que sepa que el trabajo en el campo no es un juego de niños. Pero nosotros siempre estaremos atentos para apoyarle – completó la madre.

Así, Viche fue nombrado capataz de “El Pajonal”; se le asignó a un grupo de trabajadores y enviado a compartir sus condiciones de vida y responsabilidades.

Lorenzo le encomendó su entrenamiento a José, el mayoral, y le pidió que acogiera a Vicente en su casa, para que junto a su hijo Marco, aprendiera las labores del páramo; que no tuviera ningún consentimiento con él, pues debía llegar a ser un verdadero trabajador.

Cambió su cama suave de la casa paterna, por un camastro de madera, duro y frío, que en lugar de colchón tenía un cuero de borrego y le dieron una cobija de lana, un poncho, un par de botas, pantalones abrigados, un sombrero de paño negro, un par de zamarros de lana de oveja para los días fríos y una huasca para lazar los toros.

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Con esa vestimenta se veía de más edad de la que tenía, era un chico sano, robusto y más alto que el común de los niños.

Los peones irían a caballo y él debía ir con Marco, pues no tenía montura propia, aunque cabalgaba muy bien, aprendió a hacerlo desde pequeño. Payasito, el potro que él montaba, había sido vendido hace poco porque la escuela quedaba en la hacienda y no lo necesitaba con frecuencia. Recordó la gran pena que sintió cuando esto ocurrió y el recuerdo de su potrillo siempre estaba en su corazón.

- No tenemos ningún caballo disponible –le dijo su padre.

- Pero, Bravo, el que está en el corral de arriba, no tiene dueño – respondió tímidamente Vicente.

- Sí, pero ya sabes por qué, nadie lo ha podido domar, mucho menos un niño como tú.

- Yo no soy ningún niño, ¡ya tengo trece y ya soy un peón! –contestó.

Tienes que demostrarlo– le dijo su padre –. Toma tus cosas, despídete de tu mamá y tus hermanos; desde ahora vivirás con los peones. Tú lo has decidido y no hay vuelta atrás.

Los primeros días fueron muy duros para Vicente. Los huesos le dolían y le salieron algunos moretones en la piel por la dureza del camastro. Además, debía levantarse de madrugada para salir al monte; tenía que servirse su comida y lavar sus trastos. Extrañaba la compañía de sus hermanos y de Valiente, con el que solía vivir aventuras, pero sabía que todos estaban pendientes de él y no podía defraudarlos.

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El primer día que salió al páramo, fue junto a Marco, un poco mayor que él, quien era hijo de José y que se convirtió en su amigo. Era un joven de mirada franca y cara seria. Justamente en esos días había terminado el bachillerato y estaba trabajando con su papá durante las vacaciones, para aprender el oficio de ganadero.

También estaba Segundo, un muchacho de unos dieciocho años, quien desde el primer momento le mostró antipatía y se burlaba de él llamándole “protegido del mayoral”.

Marco le aconsejó que no le tomara en cuenta, Segundo era así, cuando recién entró a la peonada, había querido demostrar que no le tenía miedo a nada y sin tomar en cuenta las indicaciones de prudencia para acercarse a los cimarrones, se aventuró entre ellos sin conocerlos y uno le corneó. Se salvó de milagro, pero le quedó como recuerdo de su irresponsabilidad, la herida que tiene en la cara. Esto le volvió un poco amargado. Así que, ten mucho cuidado con él, cuando te invite a rodear las reses.

La primera jornada de trabajo fue cansada para Vicente, él no estaba acostumbrado a madrugar tanto, ni a pasar todo el día fuera de su casa. El páramo nublado y húmedo, le dio la bienvenida.

Una fría llovizna cayó durante toda la mañana, mientras vientos helados soplaban con fuerza.

Marco le fue presentando a algunos animales bravos que aparecían entre el pajonal:

- El toro de la mancha blanca en la frente es el Estrellado; y el de pelo rojizo es el

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Bermejo. El de más allá es el Manchado, hijo de la vaca más brava de todas…Al mediodía compartió con los otros peones el cucayo, que consistía en tostado, raspadura, pan con queso y agua y, al regreso, Marco lo trajo en su caballo.

Cuando llegaron al caserío, se sirvieron mazamorra hecha con maíz, papas y coles, preparada por las mujeres de la casa. Tenía tanta hambre, que le pareció la comida más deliciosa. Esa noche durmió de un solo lado y no extrañó para nada la comodidad de su lecho.

Así, día tras día, Vicente iba aprendiendo las faenas del campo, pero, a pesar del pedido de su padre, José, su hijo Marco y los demás le cuidaban y le protegían.

Se sentía asombrado con los cambios del clima, la imponencia del nevado cercano y la cordialidad de los peones. Cierto es que él había vivido siempre en este lugar, sin embargo, ahora que estaba en contacto abierto con la naturaleza, la sentía más poderosa e interesante. Pero lo que más le llamaba la atención era el vuelo de los cóndores, que con frecuencia aparecían muy arriba, entre los riscos de la montaña.

Pronto algo iba a cambiar su imagen ante sus padres, sus hermanos y los demás campesinos. Por las tardes, sin que nadie se diera cuenta, se colaba en el corral de Bravo y trataba de domarlo. Solo Valiente solía ir a verlo y a esperar que salga para jugar con él.

Recordaba cómo trataba a su querido Payasito y se acercó con cariño y prudencia a Bravo, que al verle todos los días y comprender que no quería hacerle daño, fue haciéndose su amigo. Después, ya pudo aproximarse y acariciarlo, mientras le hablaba suavemente.

Una tarde intentó montarlo a pelo, pero Bravo lo lanzó por los aires.

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Todo adolorido regresó a la casa de José y se durmió sin quejarse con nadie. Esa noche, Valiente lo acompañó y con sus lamidas amortiguó su dolor. Desde entonces se quedó con él.

Recordó que a Payasito le encantaba la raspadura y, a la tarde siguiente, se guardó en su bolsillo, los trozos que le dieron ese día para evitar el soroche.

Cuando llegó al corral de Bravo, conversó con él, se acercó y le acarició el lomo. Valiente le esperaba afuera.

Le dio unos pedazos de raspadura y este los comió rápidamente. Los días pasaban y el animal se iba haciendo más confiado. Vicente se acordó de la montura de Payasito y pensó en ir a su casa para traerla y ensillar a Bravo.

Con la ayuda de su hermana Rosaura, entró a la caballeriza cuando no había gente y sacó la silla de montar. Regresaron al corral y tal como hizo con su Payasito, comenzó a enseñarle a soportar la silla sobre el lomo, ceñida por la cincha. Poco a poco, este la fue aceptando y en un proceso, mitad firmeza, mitad dulzura, llegaron a entenderse y Bravo aprendió a aceptar la rienda y a aguantar el bocado del freno en el hocico.

Una tarde ensilló al caballo, se montó y no aguantó ni dos segundos, antes de salir despedido por los aires, para aterrizar sobre el pasto. Volvió a intentarlo y consiguió mantenerse sobre Bravo. Rosaura, que lo acompañaba, abrió la puerta del corral y Vicente seguido de cerca por su hermana y Valiente, salió montado en el caballo y se dirigió a su casa.

Cuando su madre le vio llegar, lanzó un grito de asombro y llamó a su marido.

- ¡Lorenzo…! ¡Lorenzo...! ¡Lorenzo…!

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- ¿Qué pasa, Olivia? Por qué esos gritos.

Al ver a Vicente, montado sobre Bravo, su padre le dijo:- ¡Ya era hora, hijo! ¡Cuántas tardes te has demorado! ¡El caballo es tuyo!

Le hizo desmontar y le dio un cariñoso abrazo. Sin que él se diera cuenta, el papá había estado observando su tarea de domador.

Montado en Bravo llegó al anochecer a la casa de Marco y ante las felicitaciones de todos, dijo:

- ¡Desde mañana ya puedo ir en mi propio caballo y, además, me acompañará mi perro!

Esa noche soñó que cabalgando en Bravo, viajaba por una llanura sin límites, que el viento despeinaba sus cabellos y acariciaba su cara, mientras un cóndor les seguía de cerca. La sensación que tenía era de total libertad y alegría.

A partir de aquel día, en el lomo de Bravo y junto a Valiente y a Marco, salió a cumplir su faena en el páramo. Sentía que algo había cambiado en su interior, estaba más seguro de sí mismo y más independiente. Incluso los peones ya no le miraban como el “protegido del mayoral”, sino como a uno más de ellos. Así aprendió a lazar toros y a reunirlos en manada para llevarlos a los corrales de la hacienda. A veces, alguno quería salirse del grupo, pero él, con la ayuda de Valiente y los demás vaqueros, volvía a meterlo en la manada.

Algunas noches se reunían a cantar alrededor de una fogata, acompañados por la guitarra y el rondador. En esas ocasiones, el chico tenía la oportunidad de escuchar diversas anécdotas de boca de los mayores.

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Las que más le gustaban eran las que hablaban de los cóndores. Él les había visto muchas veces sobrevolando el páramo y, además, en la parte superior del Escudo Nacional que estaba en el altar patrio de su clase. Sabía que representaban la energía y el esfuerzo, pero pronto conocería que simbolizaban algo más.

Esa noche, José relató, por pedido de Vicente y ante los peones arropados en sus ponchos: El cóndor de fuego.

- Era una tarde de verano. Mis taitas y mis hermanos subíamos por el camino de la hacienda. Habíamos salido desde muy temprano al pueblo, para vender borregos y gallinas.

Regresábamos satisfechos, la venta había sido buena y pudimos comprar varias cosillas que hacían falta en la casa.

El cielo se había puesto naranja y dorado sobre las cimas de los montes. Se respiraba el olor de los eucaliptos y los árboles se movían con el viento. Todos estábamos impresionados ante la belleza del paisaje.

De pronto, mi hermana Teresa pegó un grito.

- ¡Vean! ¡Vean!, ¡allá arriba, encima de la montaña! ¡Parece un cóndor!

- ¡Sí!, contestamos todos los guaguas, mientras regresábamos a ver hacia lo alto.

- ¡Pero parece envuelto en candela! –gritó mi hermana.

- ¡Es el cóndor de fuego!– dijo mi mamita – santiguándose, mientras mis hermanos se cogían de los lados de su pollera, asustados.

¡Sí! –dijo mi taita emocionado –. ¡Es el cóndor de fuego!

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Al ver la cara de mis taitas, yo pregunté:

- ¿Es malo ese animal?

- No, al contrario. Es un ave sagrada, para nosotros representa la libertad del cuerpo y del alma.

Cuando los Incas vinieron a estas tierras, tuvieron varias batallas con nuestros antepasados que vivían en estos lugares y se cuenta que hubo una especialmente sangrienta. Fue cuando se le vio por primera vez al cóndor de fuego. Bajaba al campo de batalla y cogía con sus enormes garras a los valientes que habían muerto en la lucha y los llevaba en cuerpo y alma, muy, pero muy alto, hasta donde están nuestros dioses, para que vivan allá en libertad, sin que nadie los esclavice.

- Es un anuncio – dijo mi mamita –. Nos ha venido a avisar que algo va a pasar. Hay que estar preparados.

Después de un rato, vimos cómo se perdía en el cielo, ¡arriba, muy arriba!”

- ¿Y después pasó algo malo, don José? –preguntó Vicente.

- ¡Sí! Después de pocos días fue el terremoto de Ambato, que se sintió en todas partes. Como nosotros estábamos alertas, cuando el viento dejó de soplar y la tierra se quedó silenciosa antes de comenzar a temblar, salimos corriendo a un pastizal cercano y allí estuvimos hasta que todo pasó. ¡El cóndor de fuego vino a avisarnos!

Los rostros de los presentes, sobre todo, el de Vicente, demostraban emoción ante lo escuchado. Después de entonar pocas canciones se fueron a dormir, porque al otro día debían madrugar.

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Vicente volvió a soñar que montado en Bravo, y seguido por Valiente, galopaba por una llanura sin límites, completamente libre, que el viento despeinaba sus cabellos y acariciaba su cara, mientras un cóndor les seguía de cerca; solo que esta vez era un cóndor de fuego.

A la mañana siguiente, en la hacienda se recibió un mensaje: en los próximos días vendría un científico defensor del medio ambiente, con su equipo, para hacer una investigación sobre los cóndores del Antisana. Se alojaría en la casa de don Lorenzo, el padre de Vicente.

Todos estaban a la espera de los visitantes.

En efecto, a los dos días, en las primeras horas de la tarde, apareció un carro 4x4, con el sello de una institución defensora del medio ambiente, que se detuvo delante de la casa del administrador.

Don Lorenzo salió a recibir a los viajeros, junto a su mujer y a algunos trabajadores, que se habían acercado llevados por la curiosidad.

Qué sorpresa al ver que del carro descendían una mujer de mediana edad, una chica y un joven.

¿Y el científico?, se preguntaban todos.

La mujer se presentó:

- Buenos días. Soy la doctora Alicia Arroyo, estos son mis ayudantes: Sofía y Hugo. Formamos parte del Instituto para la Defensa del Medio Ambiente, con sede en la Amazonía. Nuestra misión es hacer un censo de la población de cóndores que habita en esta montaña, que es uno de los pocos santuarios de esta ave, la cual se encuentra en grave peligro de extinción.

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Nos informaron que ustedes son personas que cuidan las especies animales y vegetales, por eso nos recomendaron que viniéramos a la hacienda “El Pajonal”.

- Bienvenidos, doctora, estamos listos para ayudarles. Cuenten con nosotros para lo que necesiten – dijo don Lorenzo.

De inmediato, les ayudaron a bajar los equipos y les llevaron al interior de la casa para indicarles sus habitaciones.

Los recién llegados acomodaron en perfecto orden su equipo, sobre una mesa del dormitorio de Alicia, que sería a su vez, la oficina base del trabajo. Sobre esta se veían: computadora, teléfonos móviles, GPS para rastrear las aves, walkie-talkie o comunicador portátil, bitácoras de trabajo de campo, cámaras fotográficas, binóculos, mochilas, botas montañeras, ropa de abrigo, ponchos de agua y otros materiales auxiliares.

Rosaura miraba con interés todo lo que sucedía alrededor y procuraba ayudar en lo que estaba a su alcance. Estaba muy emocionada y decidió pedirle a su papá, que le dejara acompañar a la expedición.

Mientras tanto, don Lorenzo, con la secreta ilusión de que su hijo Vicente formara parte del equipo y con ese estímulo reconsiderara su idea de no seguir estudiando, le asignó junto a Marco y Segundo, que sirviera de guía en la montaña, pues la conocían muy bien. Pero no contaba con que su hija Rosaura, también quería ir con ellos.

- Aún eres muy pequeña – dijo a su hija, cuando esta le pidió acompañar a la expedición.

- Yo también conozco muy bien todos estos lugares y puedo ayudar.

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- Bueno, pero irás con el grupo cuando no sea muy peligroso, es decir, cuando no tengan que ir muy arriba de la montaña.

Luego, doña Olivia les brindó una comida caliente y deliciosa, que todos saborearon con gusto.

Después se retiraron a dormir temprano, para madrugar al día siguiente.

Al amanecer, después del desayuno y bien protegidos contra el frío, salieron hacia el monte. Llevaban en las mochilas el equipo necesario, colgados del cuello, binóculos y cámara fotográfica. Rosaura y los peones iban abrigados por sus ponchos.

El sol empezaba a asomar y su luz iluminaba el paisaje con suaves matices. Como para darles la bienvenida, el nevado estaba despejado y brillaba como inmenso diamante de colores. Soplaba un viento helado, pero reconfortante.

Cada uno de los integrantes sentía el momento de diferente manera. Para los científicos era la oportunidad de conocer una realidad prevista, pero no comprobada: el número de cóndores era cada vez menor. Vicente pensaba en el cóndor de fuego. Rosaura quería aclarar que no era una niñita inútil. Marco quería ser un buen guía. Segundo deseaba demostrar que era un peón responsable.

A paso rápido, los expedicionarios se alejaron de la casa de hacienda, entre los ladridos de inconformidad de Valiente, que debió quedarse en casa para no espantar a los cóndores. Pronto fueron un punto lejano en la distancia.

Subieron durante un largo rato cuando, sobre sus cabezas, aparecieron planeando dos cóndores.

Sofía enfocó los binoculares y dijo:

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- Son macho y hembra. El más grande tiene cresta. Parece que buscan algo. Se ven inquietos.

Tal vez haya alguna res muerta – comentó Segundo –. Yo les he visto bajar cuando hay alguna carroña cerca. Voy a investigar.

- Llévate el walkie-talkie para que nos avises cualquier novedad – pidió Alicia.

Le indicó cómo funcionaba el transmisor y Segundo se alejó.

El resto del grupo siguió avanzando. Los cóndores, extrañamente, se acercaron tanto que Hugo, quien tomaba las fotografías, pudo hacer unas buenas tomas.

- ¡Qué, raro! Este no es el comportamiento habitual de estas aves -comentó Sofía.

Mientras tanto, Segundo hizo un terrible descubrimiento. Un grupo de hombres desconocidos había bajado de dos camiones, junto a sus caballos.

Se acercó cuanto pudo y escuchó cuando uno de ellos decía:

- Parece que estos chagras han reunido una buena manada de ganado bravo.

- ¡Nadie sabe para quién trabaja! Je, je, je –añadió otro.

Hay que reunir las reses enseguida y subirlas a los camiones.

Un tercero, tenía en su mano un costal, dentro del que se agitaba algo y dijo:

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- Yo, además, tengo aquí al cóndor guagua, que me encontré entre los matorrales. Parece que está aprendiendo a volar. En el pueblo me han de pagar bien, dicen que su carne es buena para el reumatismo.

Alarmado, Segundo emprendió el regreso hacia donde estaban los demás, para avisarles del problema. Iba tan asustado, que no se fijó que pisaba unas rocas sueltas y estas cayeron.

- Alguien anda cerca – comentó uno de ellos –. Vamos en su busca.

Subieron hacia el lugar de donde cayeron las piedras y descubrieron a Segundo que iba monte arriba. Hicieron tres disparos y el peón se detuvo. Se escondió detrás de unas ramas y permaneció allí mientras los cuatreros seguían subiendo. Trató de hacer funcionar el walkie-talkie, pero no pudo.

Creyendo que era Segundo que volvía, la doctora Alicia preguntó:

- ¿Qué sucede? Oímos disparos.

- ¡Nadie se mueva!, ordenó el jefe de los malhechores, mientras los otros les apuntaban con las pistolas.

- No les haremos daño, si nos dejan hacer nuestro trabajo.

Les amordazaron y les condujeron a una cueva cercana. Allí les dejaron atados de pies y manos. Por el apuro, el bandido que tenía el costal con el polluelo de cóndor, lo dejó olvidado junto a los cautivos.

- Vamos a lo que acordamos – dijo el jefe –. ¡Los toros nos esperan! Con las huascas procedieron a lazar a los animales para subirlos a los camiones.

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Mientras tanto, en la oscuridad de la cueva, los prisioneros pasaban momentos angustiosos.

Vicente pensaba en lo que sucedería si no venían a rescatarlos. Cuando cayera la noche, el clima se enfriaría y podrían morir congelados. Recordaba sus paseos a caballo, cuando se sentía libre y feliz. Sofía y Rosaura lloraban y los sollozos estremecían su pecho. Los otros, se sacudían para tratar de zafarse de las ataduras, pero inútilmente, estaban muy bien amarrados.

Por su parte, Segundo había emprendido el camino de regreso a la hacienda. Mientras corría se encontró con uno de los vaqueros. Le contó lo que pasaba y se montó detrás del caballo de su compañero. Cuando llegaron dieron la voz de alarma y don Lorenzo, José y varios peones formaron una partida de rescate.

En la cueva, mientras tanto, sucedía algo extraordinario. Se comenzó a escuchar una especie de raro silbido y el aletear del polluelo dentro del costal.

De pronto, en la entrada de la cueva se recortó la silueta de un enorme cóndor con las alas desplegadas, que contra la luz exterior parecía iluminado. ¡El cóndor de fuego!, pensó Vicente. Y algo extraño ocurrió: él y el cóndor se comunicaron muy bien.

- ¿Dónde está mi hijo? – le preguntó el ave.

- En el costal. Los cuatreros lo encerraron allí – respondió Vicente.

El cóndor se dirigió hacia donde estaba el polluelo; con su fuerte pico rompió la bolsa que lo contenía y este salió saltando, medio entumecido. Se dirigió hacia fuera, donde estaba esperándole su madre, que lo recibió con una especie de arrullo. Creo que ningún ser humano habrá asistido a una escena tan tierna, entre estas aves grandes y hermosas.

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Luego, el cóndor padre se dirigió hacia Vicente y le dijo mentalmente:

- Si hay algo que los cóndores y todos nuestros hermanos de la naturaleza, apreciamos como nuestra vida, es la libertad. Ser soberanos para volar, cruzar los aires, dominar las alturas y buscar nuestro alimento.

- También para los humanos, la libertad es lo más importante de la existencia – respondió Vicente –. Recordó lo aprendido en la escuela y agregó: ser libres para tener una vida digna, sin violencia ni discriminación y poder elegir.

- Sé que nunca atentarás contra la libertad, porque tienes el alma noble –replicó el animal.

Acto seguido, se acercó a Vicente y le cortó las ataduras de las manos con su pico. Rápidamente salió de la cueva y junto con su pareja y su hijo se alejó hacia las alturas.

El chico se quitó la mordaza y las amarras de los pies. Soltó a Marco y juntos liberaron a los demás, que suspiraron aliviados.

La doctora Alicia le dijo:

- Viche, eres el héroe de la jornada. Casi me muero de susto cuando el cóndor se acercó a ti, parecías hipnotizado.

- Estábamos conversando – contestó el chico.

- Ya me explicarás eso más tarde. Ahora recuperemos nuestro equipo y emprendamos el regreso antes de que caiga la noche.

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A su vez, la partida de rescate que había salido de la hacienda, rodeó a los cuatreros y los tomó prisioneros. Bajó de los camiones a unas cuantas reses que ya habían sido embarcadas para llevárselas.

Un grupo se preparaba para ir con los maleantes a la hacienda para luego entregarlos a las autoridades, mientras otro, iba en busca de los expedicionarios. Pero, los gritos de saludo de Viche, la doctora, Rosaura, Marco, Sofía y Hugo, resonaron en la cercanía.

Don Lorenzo, José y los demás, les recibieron con alegría.

- ¡Ya íbamos a buscarlos! Fue Segundo quien nos alertó sobre lo que estaba sucediendo.

- Gracias, amigo. Eres muy valiente –le dijo Vicente –. Sin tu ayuda, no sé qué nos habría pasado.

Segundo sintió que una enorme satisfacción le invadía, pues había tenido la oportunidad de demostrar que era un hombre responsable, pero sobre todo, un buen compañero.El grupo se dirigió hacia la hacienda, donde les esperaban doña Olivia y las demás mujeres y los niños, muy preocupados.

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Don Miguel telefoneó a la policía para que viniera a hacerse cargo de los delincuentes.

Durante el resto del verano, continuaron los trabajos de investigación con la doctora Alicia y su equipo. Levantaron un censo de los cóndores que habitan en el Antisana y se constató que en efecto, si no se protege a estas aves, su extinción está cercana.

Para despedir al equipo de protectores de la vida silvestre, hubo fiesta alrededor de la fogata y Vicente le pidió a su papá, delante de todos los presentes, que le enviara al colegio porque había decidido continuar los estudios; que luego quería ir a la universidad y especializarse en la protección del medio ambiente, pero especialmente de los cóndores.

- Parece que yo también me encontré con el cóndor de fuego -le dijo con sonrisa cómplice a José, el mayoral.

Fin

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EL MAGO DEEL PANECILLO

Max Vega

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Todos los seres humanos tenemos derecho a vivir en

paz y a rechazar la violencia y la guerra.

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PAZ YFRATERNIDAD

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sa mañana de enero de 1995, sería distinta de las demás en el colegio. Luego de la formación y el minuto cívico, mi maestra de tercer curso, la profesora Inés, tomó la palabra para leer una noticia del periódico del día: “Tropas ecuatorianas y peruanas se están movilizando hacia la región del Alto Cenepa, en el Oriente. Se han reportado ya las primeras víctimas mortales por el enfrentamiento. Es probable que se desencadene una nueva guerra”. Hicimos un minuto de silencio por las víctimas y nos retiramos a nuestras aulas. La profesora no necesitó pedirnos que reflexionemos sobre el asunto porque cada uno lo hicimos por nuestro lado. En los rostros de mis compañeros se notaba el temor cada vez más grande por la explosión de otra guerra entre Ecuador y Perú. El ánimo de los pequeños se desbarató pronto, rompiendo en llanto y griteríos hasta que sus respectivas tutoras los calmaron. Yo, por mi parte, me alegré de ser mujer, porque estamos exoneradas de ir al campo de batalla y feliz de vivir en una ciudad, que al menos en ese momento, estaba lejos de tales horrores.

Aunque los jóvenes tenemos nuestros propios problemas: las tareas del colegio, los consejos de nuestros padres, el bullying de los abusivos, el tráfico, la delincuencia, la contaminación, etcétera, creo que hay regiones en el mundo donde los jóvenes tienen muchos más. Dudo que una guerra de grandes proporciones, como la que mató a millones de personas en los años cuarenta, ocurra en nuestro país, pero sí siento mucha lástima hacia los pueblos que aún no son capaces de superar sus conflictos y, en lugar de ello, reaccionan con violencia, llevándose vidas inocentes en sus absurdos pleitos.

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Ya en el salón, la profesora nos pidió disculpas por amargarnos así la mañana, pero creyó justo que tomemos conciencia de las cosas que pasan en nuestra frontera. Un compañero, Ernesto, le respondió que no se preocupe, que nada puede afectarlo y mucho menos una noticia de gente que ni siquiera conocía.

Las reacciones y desaprobación frente a tan rudo comentario no se hicieron esperar. El criterio general fue que si bien nos encontrábamos lejos de la zona de conflicto, se trataba de nuestro país y, si llegara a darse el caso, deberíamos defenderlo hasta las últimas consecuencias. La segunda conclusión a la que llegamos es que desde la niñez debemos tomar conciencia de lo delicado de la guerra y lo importante y necesaria que es la paz.

El resto de la jornada transcurrió normal. Mis compañeras y compañeros pronto se olvidaron del asunto y salieron muy contentos al recreo. Yo no podía olvidar la noticia y tampoco dejaba de preguntarme por qué el hombre siempre busca agredir a sus semejantes. Algo había cambiado dentro de mí, quizá para siempre. La profesora Almeida no dejaba de observarme; en varias ocasiones la noté con ganas de acercarse, pero nunca lo hizo.

Era como si adivinara lo que yo estaba sintiendo; entonces tomó las medidas del caso. Antes de que el día termine, propuso como deber desarrollar un ensayo, teníamos que escribir una reflexión producto de nuestra conciencia y sensibilidad, era posible consultar con otras personas.

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Nos dio una semana de plazo para presentar el trabajo, y con tiza blanca, en letras mayúsculas, con mucha habilidad, anotó el tema del trabajo de una forma divertida para que nos resulte más fácil hacerlo: ¿Cuál es la magia para obtener la paz?

Aunque ya imaginaba su respuesta, les pedí ayuda a mis padres. Por supuesto, me dijeron que estaban ocupados y que vaya a la biblioteca. A mi hermano mayor, ni hablar. Así que recurrí a la única persona que podía ayudarme: mi abuelo materno, Alfredo.

Afortunadamente, su casa quedaba muy cerca de la mía, en la colina más alta del barrio La Tola, y como yo estaba por cumplir catorce años, ya podía movilizarme sin problema por la ciudad.

Si bien la tarea debía ser presentada en el plazo de una semana, no pude esperar a pedirle ayuda al abuelo y escuchar alguna de sus historias, de las que siempre me contaba cada vez que lo visitaba, brindándome, además, una taza de chocolate con galletas de coco. No lo había visto en mucho tiempo, seguro me estaba esperando.

Llegué cerca de las cuatro de la tarde, hora en que él estaría despertando de su siesta y si nadie lo visitaba, se disponía a leer el periódico o a ver algún programa en la televisión. Nunca necesité una llave ni tocar la puerta para entrar. Una vez descubrí un túnel atrás de la fachada de la casa donde cabía mi cuerpo.

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Recurrí a él como siempre y en un santiamén estuve en el patio trasero de la propiedad y en menos tiempo aún, dentro de la sala. Alfredo no se vio sorprendido al verme.

- Hola mi querida Elisa, ya era hora de que te acuerdes de este pobre viejo.

- Abuelito, disculpe. He querido venir tantas veces pero ya sabe, con los deberes del cole, las tareas en casa, pues no he tenido tiempo. ¿Cómo está?

- ¡Oh! ¡Disculpe doctora! Ji, ji, ji. Cualquiera que te escuche diría que tienes más ocupaciones que el Presidente. Estoy normal, mija; los achaques de siempre, la gente cada vez se acuerda menos de mí. Pero bueno, cuéntame, qué te trae por aquí.

- Me mandaron una tarea muy especial en clase. Tengo que hacer una reflexión del siguiente tema: ¿Cuál es la magia para obtener la paz? Seguro que usted puede ayudarme, abuelo, ¿verdad? No sabe cuánto se lo voy a agradecer.

- ¡Qué tema tan bello! Has venido al lugar correcto. Y, al contrario, quien al final terminará agradeciéndote seré yo porque has traído a mi memoria una de las historias más maravillosas que viví en mi juventud, cuando apenas era algo mayor que tú y que, por muchos años, la he tenido guardada. Creo que es lo que necesitas para escribir tu pequeño ensayo.

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- ¡Me muero por escucharla!

- Ven, vamos a la sala, toma asiento y descansa, mientras traigo chocolate y escucha con atención.

Era el invierno del año 1954. Yo tenía quince años y estaba solo. Mis padres, que habían amasado una fortuna exportando textiles a Francia y Alemania, sufrieron las duras consecuencias de la Segunda Guerra Mundial que azotó a toda Europa. Cayeron en bancarrota, ni siquiera teníamos dónde vivir.

Ellos tuvieron que ir a probar suerte en Estados Unidos y a mí me encargaron en un internado para los hijos de los extranjeros de todo el mundo, que venían inmigrantes de la mencionada Guerra. El internado se ubicaba en la esquina de las calles Venezuela y Ambato, el corazón del tradicional barrio de San Roque, en pleno Centro Histórico de Quito. La loma de El Panecillo nos protegía de los fuertes rayos de sol que entraban inclementes en las mañanas.

Ciertamente, no era un internado para gente adinerada, porque recuerdo que pasamos muchas necesidades allí. Sin embargo, contaba la leyenda que, estaba ubicado junto a la mansión de un misterioso Mago a quien poco se le observaba de día, pero de noche recorría los caminos de la loma de El Panecillo.

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Efectivamente, en el internado había niñas, niños y adolescentes de todas las nacionalidades. No obstante, cada región armaba sus propios grupos y se portaban agresivos y hostiles con aquellos que no pertenecían a su comunidad. Los alemanes se juntaban solo con alemanes, los italianos solo con italianos, los pocos japoneses que había solo se juntaban entre ellos; de igual manera, los españoles. Y lo mismo ocurrió con los ecuatorianos que, por supuesto, éramos la minoría, apenas tres, pero hicimos una estrecha y profunda amistad.

Nunca olvidaré a esos dos jóvenes que hicieron llevaderos aquellos interminables días dentro de esa prisión: Mara, hermosa y vivaracha, de ascendencia indígena, tenía dieciocho años y era la mayor del grupo, siempre daba la cara cuando algún desubicado trataba de molestarnos y Cirilo, de raza afroecuatoriana, de dieciséis años de edad, el más tímido y bondadoso de los tres. Nunca nos separamos mientras estuvimos allí. Ellos fueron mi familia.

Durante los recesos, los tres solíamos jugar con una pelota desinflada que logramos rescatar del pabellón de judíos. Siempre jugábamos pelota nacional hasta quedar agotados.

Ese juego nos daba felicidad, desarrollamos para él una habilidad impresionante. Una mañana de abril, por accidente, Cirilo lanzó la bola fuera del internado; con qué fuerza la arrojó, que salió volando directamente a la propiedad contigua. La casa del Mago.

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Aquel joven mago, solitario, poco sociable y, según todos en el internado, con habilidades especiales, un buen día ocupó la casa abandonada posterior al internado y la convirtió en un palacio.

Y nunca nadie ha visto su rostro. Razones más que suficientes para que, esa misma noche, Mara, Cirilo y yo armemos una expedición a su casa. En realidad, escapar del internado no era difícil, pero nadie lo hacía porque no teniendo adónde ir, eran preferibles sus lúgubres instalaciones al frío y la desolación de la calle.

Mis compañeros de aventura y yo encontramos un agujero entre los matorrales que dividían ambas propiedades por donde podíamos pasar sin problema. Una vez fuera del agujero, miramos hacia todas direcciones para hallar un acceso que nos permita ingresar al viejo caserón. El patio estaba colmado de espesura vegetal, las enredaderas no tenían fin, los arbustos parecían palmeras y de la fachada original de la casa no quedaba nada. Nuestra expectativa y emoción fueron en aumento.

Atravesar esa pequeña jungla nos resultó muy difícil; pronto nos vimos frente a la entrada posterior de la mansión. Imaginamos que el ingreso no sería tan sencillo así que buscamos alguna ranura junto a la rendija de la puerta y cuando la descubrimos, Mara deslizó su brazo y quitó el seguro de la cerradura.

La sala era impresionante. Contemplábamos un auténtico palacio. Las figuras que lo decoraban eran de todo tipo de materiales: mármol, bronce, cristal;

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la mueblería databa de siglos pasados; las alfombras parecían recién salidas de la fábrica, y las ventanas estaban adornadas por tres tipos distintos de cortinas.Nosotros encantados. El lugar parecía tomado de un cuento de hadas y el ambiente sombrío que reinaba le daba un toque encantador. Poco nos preocupamos en continuar con el recorrido y buscar la bola. No pasó mucho tiempo para que el Mago se presente ante nosotros y, en lugar de retarnos por invadir su propiedad, nos dé la bienvenida sosteniendo la pelota en una mano y mostrándonos un truco de magia.

Sacó de su bolsillo un puñado de monedas, regándolas en una charola de plata. Luego le pidió a Cirilo que tome una (lo recuerdo bien, se trataba de una moneda de un sucre), que la marque con un alfiler y nos la enseñe a Mara y a mí. Enseguida el Mago sacó un pañuelo de otro bolsillo y, tomando sus cuatro puntas en una mano, confeccionó una improvisada bolsa. Trastornó las monedas de la charola dentro de la funda de tela y le pidió a Cirilo que arroje la suya también, luego las revolvió. Su propósito era encontrarla entre las demás.

Una vez revueltas las monedas, el Mago las devolvió a la charola, inclinó la cabeza, demostró una gran concentración y de repente una de las monedas empezó a elevarse sola; quedó flotando en el aire unos segundos, tiempo suficiente para que podamos comprobar, con sorpresa, que se trataba de la misma moneda que Cirilo había marcado.

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A pesar de haber sido identificado como un mago, su apariencia era la de un tipo normal, llevaba puesta una camisa blanca y una corbata roja, tenía alrededor de cuarenta años de edad, poco cabello, tez blanca, grandes orejas y siempre llevaba una pipa en la mano derecha. Se presentó con el nombre de Albert Lamorisse.

Era un cineasta francés que vino a Ecuador en 1945, en calidad de inmigrante de la Segunda Guerra Mundial y sobre la base del diseño de novedosos juguetes pudo, en menos de diez años, amasar una cuantiosa fortuna, en una tierra que le brindó las oportunidades de progresar.

- Así que usted es el famoso Mago – dijo Mara.

- No creo merecer semejante calificativo – respondió el Mago –. No he hecho nada extraordinario para ser llamado así. Apenas unos sencillos trucos, seis o siete cortos cinematográficos e inventar unos pocos juguetes. ¿Cuáles son sus nombres?

- Eso para mí es magia – dije –. Ella es Mara, él es Cirilo y yo Alfredo.

- Mucho gusto y bienvenidos. Los estaba esperando. Saben, la magia está en cualquier cosa que hagas, siempre y cuando la realices con pasión.

- ¿Entonces usted no tiene poderes mágicos? – inquirió Cirilo.

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- Ja, ja, ja. Por supuesto que no. Me llaman mago porque me encanta el ilusionismo, coleccionar objetos (muchos de ellos descompuestos, pero siempre encuentro la manera de hacer que funcionen), el cine, los cómics y sobre todo los juguetes. Desde pequeño he tenido la afición de coleccionar y arreglar objetos. ¿Y saben qué descubrí? Que los verdaderos magos son quienes han diseñado y fabricado dichos objetos.

Para mí solo es la habilidad de poder hacer tal o cual cosa – dije –. Si naciste con ese talento pues, ¿qué otra cosa queda sino sacar provecho de él?

- La magia no está en construir un juguete o una historieta, sino para qué y para quién lo haces.

- Porque no tiene otra cosa que hacer de su vida – replicó Mara.

- En parte sí. Pero especialmente por hacer el bien, un bien para sí mismo y para muchas personas más.

- Denos un ejemplo – dijo Cirilo.

- Con mucho gusto. Acompáñenme a mi museo, en él tengo una enorme colección de objetos raros, juguetes y cómics. Y tal vez les muestre una primicia, un nuevo juguete que he inventado.

El Mago cumplió su palabra, nos llevó a un auténtico museo de figuras impresionantes.

Parecía que nadie más que él lo visitaba y esa noche estaba haciendo una gran excepción con nosotros. Tenía la forma de una juguetería, con estantes que pertenecían a una temática diferente. El cuidado que el Mago le daba, era impecable.

Todo el museo estaba iluminado por luces de color azul que provenían del piso, pero su resplandor no molestaba nuestros ojos, al contrario, iluminaba espléndidamente nuestra senda.

Cada pieza descansaba en su propio cubículo y cada uno pertenecía a la sección que agrupaba los objetos por su naturaleza y también por la zona del mundo en la que fueron construidos. Iniciamos el recorrido en Gran Bretaña, siglo VI, en la época y región del Rey Arturo y el mago Merlín. Vimos armaduras, lanzas, escudos y cascos de los soldados de caballería de cuando las guerras se libraban en cruentas batallas, violentas y sangrientas, cuerpo a cuerpo. Por fortuna ya solo son un dato histórico del pasado o la escena final de un poema épico.

Pasos más adelante, observamos estantes repletos de espadas, dagas y catapultas, armas tan grotescas como caducas.

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El Mago nos explicó que la humanidad tardó más de mil años en terminar definitivamente con el uso de las armas blancas en las batallas.

Encontramos en otro pabellón las primeras carabinas, esas, por desgracia, - nos dijo - el hombre todavía no ha podido desmantelar.

El recorrido era alucinante, aunque, hasta entonces, solo apreciamos elementos de colección de la edad media y parte del renacimiento. En la sección de objetos del siglo XIX observamos un artefacto muy similar a una máquina de escribir, con la diferencia que era más compacto y solo tenía nueve teclas; su utilización, sin duda, era destinada para alguien con problemas de la vista.

- ¿Qué es esto? – preguntó Cirilo.

- Un tablero braille – dijo el Mago.

- El instrumento que sirve para que los no videntes puedan comunicarse – dijo Mara.

Exacto. ¿Ahora se dan cuenta a lo que me refería sobre quiénes son los verdaderos magos? El sistema braille fue inventado a mediados del siglo XIX por un muchacho del mismo apellido. Luego de perder la vista en un accidente en el taller de su padre, se las ingenió para adoptar un sistema de comunicación militar, creando una cuadrícula de seis puntos colocados en dos hileras de tres puntos

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cada una; así, por ejemplo, para representar la letra a, se realza el primer punto de la primera hilera, para representar la letra b, se realzan el primer y segundo puntos de la primera hilera y así sucesivamente.

Como ustedes pueden ver, he tenido el privilegio de nacer en un país de grandes hombres, llenos de sabiduría y creatividad. Con este noble trabajo aquellos genios supieron, en primer lugar, mantener sus mentes ocupadas, lejos de vicios y malos pensamientos, para después hacer el bien a la humanidad.

También tenemos, por ejemplo, el estetoscopio de Laënnec, el proyector de cine de los hermanos Lumière, entre otros. Ellos tuvieron el poder de mejorar la vida de miles de personas y eso, sin duda, es la esencia de la paz.

- ¿Cómo llegó un tablero braille hasta su museo? – preguntó Mara.

- Me lo regaló un viejo anticuario de Sangolquí que compraba artículos viejos y descompuestos para arreglarlos y venderlos. Sin embargo, al no poder componerlo, me lo dio cuando se lo pedí. Me costó trabajo pero pude repararlo.

Lo utilicé en uno de mis cortometrajes, el único que he filmado en Quito, justo aquí en las laderas de la loma de El Panecillo. ¿Y saben de qué me di cuenta? Esa loma se ve bastante triste así, solitaria. Debería existir algo que la decore. No sé, quizás una estatua o algo así.

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- ¿Usted también participa en películas? – pregunté.

- Sí. Aunque pienso que no soy muy bueno, nunca me he atrevido a intervenir en un largometraje, tal vez algún día lo podré.

- ¿Por qué el tablero braille está en una vitrina ahora? – curioseó Cirilo.

- Después del rodaje del corto, decidí darle otro uso.

- Abrí una pequeña oficina, sin fines de lucro, en la que transcribía cartas en lenguaje braille para las personas que tenían parientes no videntes.

- ¿Y qué pasó? – inquirió Mara.

- Tuve una espléndida acogida. Llegaban cientos de usuarios al día. Lastimosamente, cualquier artefacto, una vez reparado, pronto vuelve a descomponerse. Por más intentos que hice ya no pude componerlo y decidí añadirlo a mi colección. Este noble aparato ya ayudó a mucha gente.

Cuando cambiamos de sala, finalmente estuvimos recorriendo los escaparates del siglo XX. Las variedades de armas desaparecieron por completo para dar paso a otra sutil y vistosa expresión de la imaginación humana: juguetes. No podíamos tocarlos pero sí verlos y deleitarnos con el cuidado y el cariño con el que el Mago mantenía cada pieza. Vimos desde los primeros modelos de fichas lego, pasando

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por carros en miniatura, muñecas de todo tipo, hasta la más completa colección de las figuras del señor cara de papa. Y, a pesar de que nuestros años de infancia quedaron atrás hace poco, no pudimos evitar albergar una enorme felicidad en el corazón por conocer una auténtica juguetería, aquí en Quito.

En los últimos pasillos del museo-juguetería observamos algo diferente: una colección completa de historietas, cuyo súper héroe no habíamos visto antes. Vestía traje de frac, antifaz y sombrero negros y un bigote delgado. De este personaje emanaba un encanto misterioso. A pesar de no conocerlo, Mara, Cirilo y yo, nos quedamos boquiabiertos frente a su estampa.

No teníamos que ser muy ingeniosos para adivinar que este súper héroe era el antecesor de Batman.

- ¿Quién es el enmascarado? – preguntó Cirilo.

- El primer súper héroe moderno de la historia: El Zorro.

- Su aspecto es tenebroso – replicó Mara.

- No tanto. El Zorro fue creado en 1919 por el señor McCulley. Se lo considera uno de los primeros héroes de la cultura moderna. La verdadera identidad de El Zorro es don Diego de la Vega, un noble californiano y hacendado de la época colonial española. Es un justiciero, siempre está pendiente de las fechorías del

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alcalde de Los Ángeles para pillarlo y mantener el orden y la paz del pueblo. El Zorro es lo bastante astuto como para no dejarse atrapar por las autoridades, quienes son humilladas en público por él.

- Esos villanos dan chiste – dije – ya quisiera ver al Zorro contra el Guasón, Magneto o Galactus.

- Ponlo frente al enemigo que gustes y te aseguro que El Zorro sabrá cómo enfrentarlo. Él es el terror de todos los villanos, ladrones, embusteros y bribones. En otras palabras, lucha por mantener la paz.

- Los que buscamos mantener la paz somos los seres humanos no los héroes de papel – observó Mara.

- En eso te equivocas. Cuando estalló la Guerra, toda Europa entró en pánico, no se diga las niñas y los niños. Y se me ocurrió llevar al Zorro a Europa y escribir sus aventuras en historietas, las mismas que produjimos junto con un amigo que tenía una imprenta y las distribuimos gratuitamente, a través del correo, en casi todo el continente.

- La Guerra continuó, es cierto, pero con los cómics de EL Zorro ofrecimos a los niños un escape en el cual refugiarse, en el mundo fantástico e ideal que construimos. Ellos no sufrieron tanto las calamidades y crecieron, de alguna manera, con normalidad y sin tanto dolor en el alma.

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- ¡Yo conozco las historietas de Marvel y DC! – exclamé –. Me encantan las aventuras de Spiderman, Hulk, Wolverine, Batman, Flash y Superman.

- El Zorro es el padre de todos los súper héroes que has nombrado y muchos más. Pero sus apariciones, en Norteamérica, han quedado relegadas únicamente a la literatura y a alguna mala película. Cuando los Estados Unidos decidieron entrar en la Segunda Guerra Mundial, copiaron nuestra idea y crearon superhéroes a su estilo, con características propias de su medio ambiente y sociedad.

- Pueden notar que, precisamente, Batman, al igual que El Zorro, usa un antifaz y es el único miembro de la Liga de la Justicia que no tiene súper poderes. Su verdadero poder se encuentra en su espíritu, voluntad y gran sabiduría.

- ¿Eso significa que El Zorro también tenía súper amigos? – preguntó Cirilo.

- Por supuesto que sí. El Zorro tenía un poderoso equipo que lo respaldaba y estaba liderado por él.

- ¡Háblanos de sus integrantes!–, pidió Mara – ¿Hay alguna chica?

- Desde luego, se llama Esmeralda, valiente y hermosa. Es la novia del héroe. Al principio trabajó como mesera del único restaurante de Los Ángeles, pero luego se convirtió en la aliada de El Zorro.

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Esmeralda es la mejor espía del mundo y no hay hombre que se resista a sus encantos. Es la pura imagen de la belleza, inteligencia y nobleza de la mujer latina. Ahora que lo pienso, se parece mucho a ti, Mara.

- ¿Y los demás? – insistí.

- En otra ocasión les hablaré del resto del equipo. El tiempo se acaba y pronto tendrán que regresar al internado. Ahora, finalmente quiero mostrarles el juego de mesa que inventé y pienso que dará la vuelta al mundo.

Observamos el último escaparate. El gigantesco museo parecía haber llegado a su fin, sin embargo, una puerta semiabierta nos advirtió que había algo más.

El Mago se adelantó y cruzó dicha puerta invitándonos a pasar. Se trataba del taller donde nuestro anfitrión reparaba los artefactos descompuestos, escribía sus guiones e historietas, y además, trabajaba en un proyecto tan original como fascinante.

El lugar era grande, no solo en su tamaño sino también en su altura. En unos sectores se podía apreciar cierto orden y en otros notamos mucho descuido: retazos de tela desparramados, escombros de todo tipo de materiales (plástico, madera, metal, cartón, cerámica) y un poco de basura completaban el escenario.

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En el centro del taller encontramos el juego que nos prometió. Vimos un tablero macizo de cartón que tenía dibujado el mapa del mundo con los seis continentes, cada uno representado en un color distinto y estos, a su vez, mostraban a los países más extensos. Así podía contemplarse a nuestro planeta dividido, tal cual el ser humano lo ha dispuesto desde el inicio de la historia.

Sobre el tablero se levantaban unos pequeños muñecos en forma de soldados, unos a pie y otros a caballo, además de un cañón que, como luego nos explicaría el Mago, equivalía a diez soldados de pie de artillería. Unas tarjetas (con el mapa y el nombre de cada país en el juego) acomodadas en una esquina del tablero, constituían el objetivo al finalizar cada turno y junto a ellas, cinco dados (tres de color rojo y dos de color blanco), completaban las piezas de este enigmático juego que, sin lugar a dudas, era la perfecta representación a escala de una verdadera batalla.

- ¿Ya tiene pensado cómo se va a llamar este juego? – pregunté.

- He pensado en varios nombres – dijo el Mago –. Por ejemplo, “La conquista del mundo” o “Preparen, apunten, ¡fuego!” Pero creo que definitivamente lo llamaré “Riesgo” o por su nombre comercial: “Risk.”

- ¿Cómo se juega? – preguntó Cirilo.

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- Es muy fácil. Pueden participar de dos a seis jugadores. Al empezar el juego cada jugador recibe un mismo número de tarjetas y debe poner un soldado en cada país que señala la tarjeta. El objetivo del juego es llegar a ocupar todos los países del mundo con nuestro ejército. Para lograrlo es preciso atacar los países que estén en nuestras fronteras. Y la única forma de tener éxito en nuestra campaña de expansión es, al igual que en el ajedrez, adoptar la mejor estrategia. Al final, siempre vence quien haya movido mejor sus fichas.

- ¿Cómo se ataca? – pregunté.

- El primer requisito para atacar a un país enemigo es tener más de un soldado en nuestro territorio. Igual que en la vida real.

- ¿Y luego? – indagó Mara.

- Arrojamos los dados rojos. Mientras más dados podamos usar tendremos más ventaja. El número de dados que vamos a lanzar dependerá de la cantidad de soldados que ocupe nuestro país atacante. Si tenemos dos soldados lanzamos un dado; si son tres, lanzamos dos y, si tenemos cuatro o más, lanzamos los tres. Luego lo hace el oponente quien, por supuesto, tiene la oportunidad de defenderse.

- ¿El que ataca tiene ventaja? – preguntó Cirilo.

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- Efectivamente, porque si llegamos a atacar con tres dados, el bando defensor máximo puede lanzar dos.

- ¿Cómo se determina quién vence? – inquirí.

- El bando que obtenga los números más altos en los dados vence. Si es el defensor, mantiene sus soldados en su territorio; si es el atacante, el defensor pierde ejército; y, si ya no quedan soldados el bando atacante puede ocupar ese país.

- ¡Qué interesante! – exclamé –. Pero me parece que va a tomar mucho tiempo llegar a conquistar todos los países.

- El juego está programado para durar de dos a ocho horas. Pero el tiempo pasa volando porque el juego resulta muy divertido, didáctico e instructivo. Además de entretenerse, el niño, el adolescente o el adulto van a aprender mucho de Geografía Universal e Historia.

- ¿Por qué lo ha inventado? – preguntó Mara.

- Porque el mundo lo necesita. Conozco que ahora la Unión Soviética está haciendo pruebas nucleares, lo que significa que podría estallar una nueva guerra mundial, esta vez de proporciones catastróficas. La idea es que el Risk, en un futuro, venga a reemplazar a las guerras auténticas. En lugar de que la

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gente se mate en la vida real, con un fusil o una granada, mejor que lo haga simbólicamente en el tablero del juego.

- Ahora entiendo por qué realmente te llaman mago – manifesté –. Haces milagros con el poder de tu imaginación. Y si en verdad logras lo que estás diciendo, el juego que has inventado va a salvar miles de vidas.

- Gracias por tus palabras, Alfredo. Mi trabajo nunca ha pedido recompensa ni reconocimiento de nadie. Todo lo que he hecho es por mi afán y necesidad de ayudar a quien lo necesita. Como uno de los héroes de las historietas, quizá. Tal vez sea por esa actitud que me gané muchos enemigos quienes no soportaban ver que se hacía el bien. Me persiguieron y agredieron, pero afortunadamente, pude escapar y no encontré un mejor sitio en el mundo que su país para continuar con mi labor. Y encontrarme con gente como ustedes, lo confirma y hace que todo mi esfuerzo y sacrificio valgan la pena.

- Lo único que no entiendo es cómo piensa llegar con el Risk a todos los hogares del planeta – dijo Mara.

- Estoy en conversaciones con la empresa norteamericana de juguetes Parker Brothers, no me ofrecen mucho dinero pero me aseguran que, si el juego tiene éxito en Estados Unidos, lo van a comercializar en Europa y luego Asia y América Latina y voy a pedir que el Ecuador sea el primero en recibirlo.

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- Eres un buen hombre, Albert – expresé –. Y nos gustaría mucho que el juego llegue pronto a nuestro país.- ¡Se ve muy divertido! – exclamó Cirilo –. ¿Podríamos jugar una partida?

- Por supuesto que sí. Pónganse cómodos. Tú Cirilo, podrías ayudarme acomodando las tarjetas. Tú Mara poniendo cada ejército en su caja y tú Alfredo acomodando estas sillas. Yo traeré limonada.

Mara pidió las fichas rojas, Cirilo las verdes, el Mago las amarillas y yo las azules. En el juego finalmente venció nuestro anfitrión. El resultado del juego fue por demás predecible al tratarse de la persona que lo inventó, y era lo de menos. Había asistido a una de las experiencias más interesantes de toda mi vida: jugué una de las primeras partidas de Risk de la historia nada más ni nada menos que con Albert Lamorisse, el Mago de El Panecillo.

Ya era tarde y llegó la hora de despedirnos, con un poco de nostalgia, debo admitirlo. Regresamos en silencio a nuestras respectivas habitaciones y juramos que nadie más que nosotros sabría de esta aventura. Tú eres la primera en saberlo en más de cuarenta años.

Todo lo que vivimos y aprendimos esa noche quedó guardado para siempre en nuestros corazones, desde aquel día siempre procuramos luchar por lo que es justo y por mantener la paz con todo lo que esté en nuestras manos, que puede sonar a poco, pero imagina lo que pasaría si todos los seres humanos hiciéramos lo mismo.

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Al poco tiempo mis padres me rescataron del orfanato, abandonamos San Roque, para regresar a nuestro hogar. Me despedí de El Panecillo (lo noté más solitario que nunca y comprendí las palabras del Mago), de Mara y de Cirilo con un abrazo interminable y aguantando las lágrimas. Nos prometimos no perder el contacto y volver a vernos algún día y, aunque han pasado cerca de cuatro décadas de ausencia, aún recuerdo sus rostros y no pierdo la esperanza de cumplir esa promesa.

- Qué historia abuelo – le dije mientras terminaba de beber el chocolate.

- Con lo que me ha contado, creo que ya sé perfectamente cómo voy a escribir el ensayo. ¿Qué será ahora del Mago?

- Supe que regresó a su país poco tiempo después y comercializó el Risk por todo el mundo y le ha ido estupendo. Te das cuenta por qué lo llamaban mago. No solo debido a sus extraordinarios trucos (aunque nunca nos reveló el secreto del truco de la moneda) o gracias a aquella mágica habilidad de arreglar cualquier clase de artefacto, sino porque él, con ese don cambió la vida de mucha gente.

El juego que inventó está en casi todos los hogares del mundo y de las guerras, como las que azotaron a la humanidad en la primera mitad del siglo XX, ya solo queda un vago recuerdo.

El Mago, así como otros grandes seres humanos, utilizando su inventiva e ingenio, canalizaron los malos pensamientos y el ocio en fabricar sueños y esperanzas. Y, al igual que con el tablero braille, las historietas de El Zorro y el Risk, Lamorisse hizo algo maravilloso por nosotros.

Mi respeto a este enigmático personaje y a toda persona brillante que haya puesto su grano de arena para hacer de la tierra un lugar mejor. Se nota que los franceses son geniales.

- Pero no creas que solo los franceses o norteamericanos son grandes inventores y artistas. Aquí, en el Ecuador, han habido grandes personalidades que sirven de ejemplo para todas las generaciones que llegaron después y que vendrán ahora. Eugenio Espejo, por ejemplo, el primer científico ecuatoriano y fundador del diario que marcó la historia periodística del país: “Primicias de la Cultura de Quito”; Juan Montalvo, uno de los escritores y pensadores más grandes de Latinoamérica y el padre de la crítica social en contra de los gobiernos tiránicos; Eloy Alfaro, “El Viejo Luchador”, primer presidente ecuatoriano en luchar por los derechos de la mujer y la igualdad entre los dos géneros.

También tenemos a Jorge Icaza y José de la Cuadra, padres de la literatura indigenista y montubia y los precursores de reivindicar los derechos de los oprimidos a través de las letras; Oswaldo Guayasamín y Eduardo Kingman, quizás los más grandes pintores de la historia del país. Cuando observes los cuadros de Guayasamín podrás fijarte en el rasgo característico de las manos gigantescas y

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desproporcionadas de la clase obrera y trabajadora, sin duda una fuerte crítica a la explotación que los indígenas han sufrido siempre por parte de sus patrones.Ahora, en esta época, se están viendo los frutos al ser ellos considerados nuestros hermanos y tratados con los mismos derechos y privilegios que un mestizo de piel blanca.

En el futuro, muchas personas notables aportarán decisivamente al desarrollo y progreso de la nación; y por qué no pensar, mi corazón, que tú puedes llegar a ser una de esas grandes personalidades, en el área que más te guste y quieras cultivarte como profesional.

Tú también puedes ser como Lamorisse o Marie Curie y utilizar todo tu ingenio y dedicación a inventar cosas, juegos o historias que sean el deleite de mucha gente, al tiempo que alejarías a muchos jóvenes del camino equivocado.

- Tiene toda la razón, abuelo. Y déjeme decirle que desde ahora pondré todo mi esfuerzo y dedicación para convertirme en alguien de bien e influir en el pensamiento de las personas, ya sea llegando a mucha gente con el cine o de manera silenciosa, como el Mago. Solo me quedan dos preguntas: la primera, en definitiva, ¿cuál es la magia para obtener la paz?

- En realidad, es una magia que tiene dos caras, como las de una moneda; dos fases, por llamarlo de alguna forma, la una sin la otra no podrían funcionar. Esas dos caras, mi querida Fernanda, son el trabajo y la imaginación. ¿Cuál es la segunda pregunta?

- ¿Qué fue lo que hizo el Mago por todos nosotros?

- ¡Oh! Lo olvidaba. Y es que, ¿acaso no lo imaginas? Quince años después Lamorisse regresó, pero no vino solo; arribó acompañado del arquitecto español Agustín de la Herrán Matorras, el diseñador y constructor de la estatua, a escala, de la Virgen de Legarda o como hoy se la conoce popularmente: La Virgen de El Panecillo.

Fin

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LA JUSTICIA TIENE LOS OJOS

ABIERTOSVinicio León

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En Ecuador en una ciudad llamada “La Torre de San Sebastián”, atravesada por dos ríos, una joven mujer esperaba traer al mundo unos niños gemelos. Pero, no todo salió como ella lo quería. Los hijos que venían a este mundo le dieron una sorpresa y adelantaron su nacimiento a la fecha que habían indicado los doctores. Ambos pequeños lucharon por sobrevivir, pero por su debilidad, solo uno de ellos pudo hacerlo. Al niño que sobrevivió, su mamá lo llamó Mauricio.

Mauricio nació sin la capacidad de ver y observar todo lo que le rodeaba. Solo podía visualizar figuras como sombras.

Él fue creciendo y en su vida desarrolló capacidades diferentes a las de los demás. Tenía mucha habilidad para el dibujo y la música. Aprendió a sentir y oír mejor que el resto de personas. Desde que cumplió los seis años, preguntaba a su mamá:

- Mami: ¿qué color tiene el cielo?

Las niñas, los niños y adolescentes conocemos

que la justicia es un derecho para todas y todos

sin discriminación.

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Con el mayor cariño su madre le respondía:

- Es blanco como tu sonrisa y azul como tu corazón que te ayuda a distinguir entre las buenas y malas personas que hay en este mundo.

Al niño le encantaba escuchar esta respuesta, por eso a cada momento hacía esta pregunta a su mamá.

Algunas personas colaboraban en el buen crecimiento de Mauricio, entre ellas, sus abuelitos: la “mamita Tuca” y el “papito Viche”, quienes eran padres de María, su mamá. Ellos querían mucho a Mauricio y se preocupaban por su salud y por enseñarle buenas costumbres y modales.

Siempre desayunaban juntos, antes de que el “papito Viche” le acompañe a la escuela, María no lo podía hacer porque tenía que salir muy temprano a su trabajo: era profesora de un colegio.

La “mamita Tuca”, con el ánimo de que la visión de

JUSTICIA Y VERDAD

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odos estaban de acuerdo en que la Comuna de Bellavista era un buen lugar para vivir, en medio de un extenso valle, rodeado por las altas y verdes cumbres de la cordillera de Los Andes. Sus trescientos y tantos moradores vivían sencillamente de la agricultura y la ganadería, pues ninguno era propietario de grandes cultivos ni de muchas cabezas de ganado.

En Bellavista, como en toda población, había una iglesia grande y antigua en la cabecera de la plaza; esta albergaba la imagen de San Isidro Labrador, ella no medía más de cincuenta centímetros de altura, pero había sido tallada hace cerca de trescientos años por un maestro escultor oriundo del mismo pueblo y estaba considerada como una joya artística nacional.

En una de las calles que conducían a la plaza, estaba la escuela para niños y niñas, de primero a octavo año de básica. La escuela era un poco vieja y con solo cuatro maestros; dos de ellos estaban casados y vivían con sus familias en el mismo pueblo. La señorita Gloria y el señor Rosales eran solteros. Este último, alto con lentes de montura plateada, como de cuarenta años y bastante calvo; el señor Rosales tenía toda la pinta de maestro y las malas lenguas del pueblo, que eran muchas, aseguraban que estaba loco de amor por la señorita Gloria.

Las casas mejor construidas y las más tradicionales se levantaban en los cuatro costados de la plaza y en algunas, había tiendas y otros negocios.

El resto de los moradores habitaba en viviendas bajas y en pequeñas propiedades agrícolas ubicadas por todo el llano. En cuanto a vestimentas, nadie dictaba ninguna moda, unos usaban los ponchos o las blusas y faldas tradicionales y otros se adaptaban mejor a la ropa que llevaba la gente de las ciudades. Y esta libertad para elegir era buena, porque evitaba diferencias que podían herir sentimientos de unos o de otros.

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En la esquina más concurrida de la plaza se destacaba una casa grande de dos plantas. En la planta baja había un comercio cuyos artículos más vendidos eran los insumos agrícolas y ganaderos; aunque, si se requería un jarabe para la tos o una sierra de cortar madera, también los vendían.

En resumen, era un comercio para todo y con gran éxito económico. Su propietario era Julio Ramos, que vivía en la planta alta de la misma casa y a quien todos llamaban respetuosamente don Julio. Tenía esposa, doña Hortensia y cuatro hijos: Heriberto, Isidoro, José y Conchita.

Hay que decirlo, Julio Ramos no había tenido con sus hijos la misma fortuna que con sus negocios. De los tres varones, solo José había completado el bachillerato en la capital de la provincia; volvió al pueblo y entró a cargar sacos de abono como dependiente de la tienda de su papá. Isidoro terminó el séptimo año de educación básica y no quiso ni oír ni hablar de más estudios y también ingresó como ayudante de la tienda. Heriberto, el mayor, completó el octavo año de básica, viajó con mucho estruendo a la capital provinciana para continuar su educación, pero varios años después reapareció en Bellavista argumentando que su vocación era el negocio del transporte y pedía que su papá le comprara una camioneta.

Don Julio contrariado se negó, exigiéndole que si quería una camioneta, debía presentarle antes el título de bachiller. Triste y lloroso, Heriberto desapareció una o dos semanas. Volvió un día intimidando a propios y extraños con que desaparecería para siempre, emigrando a buscar fortuna al otro lado del mundo. Intervino doña Hortensia, que como todas las mamás era más buena que el pan, y Heriberto consiguió su camioneta. La menor de la familia Ramos, Conchita, era una chica preciosa, terminó el octavo año de educación básica y ayudaba a su madre en las labores de la casa.

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Como todo hombre acaudalado, Julio Ramos también poseía tierras. En realidad, era el mayor terrateniente de la comarca. Sus pastos alimentaban a un crecido número de cabezas de ganado de la mejor raza. Lo conveniente habría sido que alguno de sus hijos se ensuciara las botas en el oficio de ganadero, sin embargo, el predio corría desigual fortuna en manos de un mayordomo y seis jornaleros.

Además de la iglesia, de las finanzas de don Julio, de las buenas hortalizas y las vacas lecheras de Bellavista, había en el pueblo otra familia con otro oficio, no tan próspero como el de Julio Ramos, pero conocida en toda la comunidad por la honradez y laboriosidad de sus dueños. Justo Pérez, Justo a secas, tenía dedos de pianista, pero arreglaba lo que le ponían delante.

Era mecánico de toda la vida y tenía un taller y su casa, en la calle que lindaba con el muro posterior de la iglesia. Su especialidad eran los automotores, pero podía devolverle el buen uso a una plancha eléctrica que no calentaba, a una máquina de coser que no cosía, a un azadón abollado, lo mismo que a una reja de arado desgastada por el uso. Era uno de esos afortunados seres humanos que son capaces de ganarse la vida cargando piedras, si la ocasión se junta con la necesidad.

Justo estaba casado con doña Blanquita y tenía dos hijos varones: Paco, el mayor, que trabajaba en la mecánica con su padre y era tan buen mecánico como él, y Roberto de once años que cursaba el séptimo de básica, buen estudiante, con aspiraciones de convertirse en ingeniero y, en la época que transcurre esta historia, disfrutaba de las vacaciones de fin de curso. Como no viajaban a la playa ni tenían familiares en otro lugar, las vacaciones Roberto las pasaba en el pueblo.

De repente, en medio del verano de un mes de julio soleado, algo como un viento helado comenzó a soplar entre las casas y las calles de Bellavista. La primera ráfaga de malas noticias la trajo el repartidor de refrescos que dos veces a la semana llegaba con su camión al pueblo. Este atemorizado informó en la tienda

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de víveres, que dos o tres maleantes escapados de la cárcel de la ciudad, habían sido vistos en los alrededores de Bellavista. La novedad se propagó por todas partes y los tranquilos pobladores comenzaron a cerrar temprano, con trancas y cerrojos sus puertas y ventanas, que antes permanecían abiertas a la honradez de todo el mundo.

Tres días más tarde, una vaca de Teodomira parió un ternero con cinco patas y eso se interpretó como señal de malagüero. Los más temerosos colgaron sartas de ajos en las puertas de sus viviendas para evitar la entrada del mal aire y las emanaciones de la mala suerte.

Otra de las consecuencias del viento frío del verano pasó por la mecánica de Justo Pérez, que había llegado a la edad en que otros se jubilan. Él había sido minero en su juventud y el polvo de los barrenos y la humedad de la mina habían afectado sus bronquios, al punto que el aire encontraba grandes dificultades para llegar a los pulmones de Justo.

El mismo día que llegó la noticia de los presos fugados, tuvo que guardar cama, su esposa Blanquita, cojeando por el reuma, se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a su marido. La mecánica quedó a cargo de Paco, que en plena época de cosechas, no se alcanzaba con el arreglo de un montón de herramientas averiadas. Y Roberto, en lugar de ir a pescar truchas en el río, que tanto le gustaba, se unió al taller para ayudar a su hermano.

Así marchaba el pueblo cuando un lunes por la tarde, la camioneta de Heriberto Ramos entró como un bólido en el patio del taller mecánico atendido por Paco Pérez. A primera vista se notaba que el vehículo había sufrido algún percance grave. El guardafangos derecho tenía una profunda abolladura, los faros estaban destrozados y el guardachoque venía suelto y a punto de desprenderse.

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Cuando Heriberto abrió la portezuela para salir del vehículo, el pie derecho se enredó en los pedales, se le trabaron los reflejos y se dio un suelazo de campeonato. El golpe fue violento y a Heriberto le hizo falta la ayuda combinada de Paco y de Roberto para levantarse. En el momento que los dos hermanos lo ayudaban a ponerse en pie, percibieron el aliento avinagrado de aguardiente.

- No debes conducir en ese estado -le reprochó Paco-. Mira cómo dejaste la camioneta nueva y pudiste haber matado a alguien.

- No pasa nada -refunfuñó Heriberto-. Lo que quiero es que la arregles pronto y sin que mi papá sepa nada. ¿De acuerdo?

Después de un largo regateo, convinieron en el precio y la fecha de entrega para ese mismo fin de semana. Paco y Roberto tendrían que trabajar duro y corrido. Una vez cerrado el trato, Heriberto aún parecía desorientado. Dio un par de vueltas por el taller, al parecer buscando algo, tomó una herramienta y la volvió a dejar; tomó otra y se demoró haciendo preguntas. Dio una vuelta más, tropezó en la salida y se marchó dejando en el aire el mal olor de su embriaguez.

El viernes fue la víspera de la fiesta patronal de Bellavista, en honor de San Isidro, patrono de los labradores, el que quita la lluvia y pone el sol. A las cinco de la tarde la plaza ya estaba engalanada y comenzaron a llegar los priostes, la banda de música, dos cantantes de moda y todo el que quería pasarlo en grande.

En los costados de la plaza se instalaron juegos de bingo, puestos de tiro al blanco, la gitana que leía la suerte, algodón de azúcar, la mujer barbuda del circo y toda clase de atracciones. A eso de las siete de la noche, la fiesta había entrado en su mejor ritmo. A las ocho se prendieron los fuegos artificiales. Todo el que sabía bailar, lo hacía con alegría.

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Paco y Roberto ocupados en terminar los arreglos de la camioneta, que debían entregar a la mañana siguiente, fueron los únicos en Bellavista que continuaban trabajando mientras todo el pueblo se divertía. A las once de la noche ajustaron las últimas tuercas, entraron a darse un baño y a las doce menos cuarto por fin se unieron a la fiesta con cuatro horas de retraso. La primera en verlos llegar fue Conchita Ramos quien, con su hermano José, bailaba a ratos y el resto del tiempo se aburría sola. La llegada de Paco encendió un brillo de alegría en el rostro de la menor de los Ramos. Paco avanzó resuelto hacia ella y la sacó a bailar. No era ningún secreto que mantenían una amistad muy fuerte y cercana, incluso entre los dos ya hablaban de casorio. Roberto y el hermano de Conchita se unieron a la parranda buscando cada cual con quién bailar.

A pesar del compromiso de Heriberto de retirar su vehículo el sábado por la mañana, no se presentó hasta el lunes por la tarde. Saludó a los mecánicos con grandes muestras de simpatía, inspeccionó la camioneta por todos lados y por último agarró a Paco por el brazo y se lo llevó al interior del taller.

- Mira Paco, no vine antes porque no tengo el dinero -le dijo en voz baja-. Te pagaré con esto que vale mucho más.

Sacó del bolsillo un envoltorio de polvo blanco que intentó poner en las manos del mayor de los Pérez.

- ¡Ni hablar! -protestó Paco-. Ese no fue el trato. Me das mi dinero.

Heriberto insistió, acusó a Paco de mal amigo y egoísta y lo amenazó con impedir que viera a su hermana Conchita. Cuando comenzó a gritar y a volverse agresivo, Paco lo detuvo con el único recurso que tenía a mano.

- Llévate tu carro -le dijo-. Me pagarás cuando puedas.

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Heriberto bajó el tono.

- Está bien, volveré mañana; pero no le digas nada a nadie. Es un secreto.

Puso en marcha el motor y salió como alma que lleva el diablo. Volvió esa misma noche cerca de las doce, cuando en casa de los Pérez estaban todos en la cama, y Justo, el padre enfermo, se llevó un sobresalto de muerte al escuchar fuertes golpes en la puerta. Era Heriberto. Paco lo condujo hasta el portón del patio. - Toma el pago por tu trabajo -dijo Heriberto, subió a su camioneta, que había dejado en punto neutro y se alejó haciendo chirriar las ruedas en el suelo reseco.

Paco no supo qué sucedía hasta que oyó un mugido. Entro en su casa, tomó una linterna eléctrica y volvió al portón; junto a este, una vaca de muy buena casta rumiaba mansamente el rico pasto que comió en la tarde.

- ¡Santo cielo! ¿Qué es esto? -dijo Paco, llevándose las manos a la cabeza. Luego recordó lo dicho por Heriberto acerca del pago por su trabajo y creyó entenderlo.

Al final de cuentas, no tuvo otra opción que llevar al animal al patio de su casa, cerrar el portón por dentro y ya devolvería mañana la vaca a don Julio, cobrando por su trabajo. Que se enterase o no del choque de la camioneta y otros secretos de su hijo, era algo que a Paco ya no le interesaba. Y por si hubiera alguna duda, se lo explicaría todo a Conchita. Fastidiado por el resultado de la compostura del vehículo, apagó las luces y se fue a dormir.

El otro día era martes, y lo primero en despertar a Paco, a las seis de la mañana fue el agudo repicar de las campanas de la iglesia. Los martes nunca había misa y si las campanas llamaban solo podía ser por un incendio, de modo que llamó a

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Roberto y salieron juntos a la plaza.

Un grupo de personas encabezado por el presidente de la comuna, hablaba acaloradamente. Alguien, por la noche, había forzado una ventana del templo y sustraído la valiosa y antigua talla de San Isidro Labrador. Nadie pensó en otros culpables que en los maleantes escapados de la cárcel, vistos unos días antes rondando por Bellavista. Una vez que Paco y Roberto se informaron del robo, lo lamentaron mucho por San Isidro y como no había incendio que extinguir, ni nada que pudieran hacer en favor del Santo, retornaron a su casa a tranquilizar a sus padres y prepararse para otro día de trabajo.

Conforme corrían los minutos llegaban más lugareños a la plaza. A eso de las seis y media ya había un nutrido grupo. Los primeros en aparecer habían sido los representantes de la comuna: Félix Ruano, el presidente, y los cinco vocales: Mariano Anchundia, Rosa López, Benigno Puertas, Elvira Santos y Porfirio Macas.

Don Julio Ramos todavía dormía a pierna suelta cuando tocaron con seis golpes propinados con una piedra a la puerta de su casa. Isidoro saltó de la cama y bajó corriendo. “Pensé que era terremoto” -contó después-. Quien así golpeaba era el mayordomo de la hacienda. Se llamaba Pedro y era de la confianza de don Julio.

- ¡Se han robado la vaca mocha! -dijo, todavía jadeando por el susto-. ¡Y Manuel está herido!

La racha de la mala fortuna había caído de nuevo sobre los habitantes del llano de Bellavista. Las dos novedades se echaron a volar juntas y antes de las siete de la mañana todo el pueblo se había volcado a la plaza. Don Julio bajó a encararse con su mayordomo.

-¿Qué dices que pasa?

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- Anoche han entrado ladrones al establo y se han llevado la vaca mocha –repitió- Pedro, y agregó todo cuanto sabía, que era poco. El Manuel había estado de guardia en la caseta del establo, sintió ruidos y salió a ver. Un hombre le dio con un fierro en la cabeza y le dejó tendido en el suelo. No pudo ver quién era, oyó el ruido de un carro y esta mañana la vaca no estaba. La herida de Manuel era grande y por eso casi no podía andar. El mayordomo sacó de un costal una palanca de hierro de regular tamaño y la presentó a don Julio. Era nada menos que el arma del delito.

Una vez que don Julio recibiera las malas noticias que a él le afectaban, se acercó al grupo de personas, cada vez más numeroso, que discutía en el centro de la plaza. El sacristán, un tal Jeremías, que fue quien tocó las campanas, vivía en el mismo pueblo cerca de la iglesia. Se comprometió a informar del robo al párroco, padre Romero, quien atendía esa parroquia solo los domingos. El padre Romero celebraba misa en Bellavista de ocho a nueve de la mañana y se marchaba a repetir la misa y el sermón en otro pueblo; él dispondría las medidas que habría que tomar en torno al robo de la imagen. El sacristán aceptó también reparar y reforzar la ventana destrozada por los amigos de lo ajeno.

Sin embargo, la mayoría no se conformaba con tan poco. Los representantes de la comuna y muchos de los curiosos, se mostraban muy dolidos por la desaparición de San Isidro y exigían la recuperación inmediata de la imagen, con todas las fuerzas de su propia ley. En eso llegó don Julio con la novedad del robo de su vaca y con el arma del crimen en la mano.

Antes de las nueve, se hizo evidente que nadie había asistido a sus trabajos y la población entera parecía haber emigrado a la plaza. Todo el mundo decía algo y lo decía a gritos. Alguien tenía que poner orden. El presidente de la comuna, en rápida consulta con los personeros del Comité, decidió instalar allí mismo una “comuna abierta”, donde todos tenían derecho a opinar, hablando uno a la vez y pidiendo la palabra. Los asuntos del orden del día quedaron reducidos a tres:

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1.° Robo de la imagen de San Isidro Labrador.

2.° Robo de la vaca de don Julio.

3.° La sentencia que debían aplicar a los ladrones. Gracias a las acertadas disposiciones del presidente, se había recuperado la calma; es más, reinaba un silencio sepulcral. Por uno de los costados que conducía a la plaza, apareció Paco Pérez tirando de una soga, al final de esta venía, moviendo el rabo de lado a lado, la vaca mocha, seguida de cerca por Roberto Pérez, que con una rama en la mano apuraba a la vaca a dar un paso tras otro.

Durante un minuto eterno todo pareció haberse congelado, hasta que estalló un solo grito que quedó vibrando en el aire frío de la mañana: - ¡El ladrón de la vaca mocha!

Todo sucedió en un parpadeo; con los puños en alto, hombres y mujeres se abrían paso a duras penas para arrojarse sobre los desalmados ladrones de la vaca.

Sin embargo, aún debía quedar algún resto de indulgencia, cuando don Julio Ramos se plantó delante de los alborotadores y los detuvo con su voz autoritaria. Antes de enfrentarse con Paco Pérez, don Julio hizo un gesto de silencio que todo el mundo acató.

- ¡Por qué te robaste mi vaca! -dijo, amenazándole con el puño.

Paco, con los ojos abiertos como platos, comenzó a balbucear.

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- No, don Julio…, yo no robé nada…

- ¡Pero esa es mi vaca! Y casi le matas al Manuel.

- ¡Criminal!-gritó una voz desde el anonimato de la multitud.

- Sí, claro que es su vaca, don Julio -intentaba explicar Paco, en medio del griterío-. Solo venía a devolverle porque…

Félix Ruano, presidente de la comuna, había dado tres pasos al frente para hacerse cargo de la situación en persona.

- Primero te robas la vaca y después vienes a devolver -dijo, moviendo las manos como para dar un discurso-. Eso también es robo y hay que castigar.

- Culparon a otros del asalto a la iglesia para despostar a la vaca, dijo de muy mal modo la representante Rosa López.

- ¡Yo no compro ganado robado y menos si es de don Julio! -gritó la voz del carnicero Jacinto Simbaña.

Los gritos y las acusaciones volvían a crecer y multiplicarse. Paco y Roberto Pérez, aún agarrados la soga de la vaca, alzaban los brazos y las voces tratando de hacerse oír.

- ¡Somos inocentes! -gritó Roberto con toda la fuerza que le permitió la voz.

- ¡Mentira! -replicó la delegada Elvira Santos-. Si robaron la vaca también robaron la iglesia. Se merecen un castigo ejemplar para que en este pueblo no haya más ladrones.

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Elvira recibió un aplauso.

Alguien entre el público gritó: ¡Justicia!, y un conjunto de trescientas voces indignadas comenzó a corear: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia…!

El presidente levantó los brazos reclamando: ¡Orden… Orden… Orden…! Aclaró su voz y decidió:

- Escuchando la voz del pueblo, se resuelve que la justicia se aplique mañana, a las ocho de la mañana. Y que todos estén presentes.Aplausos…

- Se pueden fugar -sugirió amablemente el representante Anchundia. - Claro compadre -repuso el presidente-. Que los encierren donde siempre.

Paco y Roberto Pérez quedaron recluidos en un cuarto pequeño. En las calles y en los campos, la vida recuperaba el ritmo normal de siempre. En casa de don Julio, Conchita lloraba a mares, jurando una y mil veces a su madre que Paco era incapaz de robar un alfiler, cuanto menos una vaca. Don Julio estaba en la tienda y era de la opinión que la justicia debía seguir su curso. La vaca mocha, paso a paso, volvía a su establo, atada con la misma soga con la que la trajo Heriberto Ramos, que ese martes de sustos y disgustos nadie sabía por qué techos andaría. Justo Pérez, ahogándose con la tos de sus propios bronquios salió a preguntar por sus hijos.

En la tienda de Casimiro solo le dijeron que habían robado la talla de San Isidro y que al otro día a las ocho, los dos serían ortigados y bañados con agua fría, hasta que devuelvan el Santo.

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Ese martes de calamidades, el único teléfono disponible en Bellavista era el de la sacristía de la iglesia, de tal manera que al sacristán no le causó ninguna molestia llamar al padre Romero e informarle del robo de la imagen. El sacerdote se pegó un susto tremendo, pidió ayuda al Cielo y salió a poner la denuncia ante las autoridades policiales del cantón.

Y como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, a las ocho en punto de la mañana del miércoles, los delegados de la comuna, Rosa López, Elvira Santos y Porfirio Macas, retiraron las trancas y barrotes de la prisión, sujetaron con sogas de domar potros las manos de los acusados y los condujeron al centro de la condena. Sobre una tarima improvisada, junto a la pileta de la plaza, esperaban el presidente y los otros dos representantes de la comuna. Los trescientos moradores del llano de Bellavista, aguardaban en silencio la aplicación de la justicia ancestral. Aquellos que se habían situado desde muy temprano en las primeras filas, llevaban los instrumentos para la aplicación de la pena, consistentes en ramas de ortiga y variados recipientes para acarrear agua de la fuente. Solo faltaba la orden del presidente para dar comienzo a la sanción.

Los dos acusados fueron conducidos hasta la tarima de los representantes de la comuna. El presidente avanzó un paso.

Paco y Roberto Pérez -dijo- Para que aprendan a no robar más, serán castigados por el pueblo.

- ¡Un momento! -gritó Paco Pérez, adelantándose hasta la tarima-. Quiero decir algo.

Un largo silbido de protesta se levantó de la multitud impaciente. Pero alguien se abrió paso a través del gentío y se detuvo al llegar a la primera fila. Era el profesor de la escuela, el señor Rosales.

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- Estoy aquí para recordarles algo -dijo, en voz lo bastante alta para que todos oyeran-.

Deben permitir hablar a este hombre, porque cualquier ley dice que todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Y este hombre quiere hablar en favor de su inocencia ¿No es así, Paco?

El procesado movió afirmativamente la cabeza.

- Está bien, que hable -dijo el presidente, por no contradecir al maestro.

- Se va a cometer una terrible injusticia -clamó Paco-. Mi hermano y yo vivimos de nuestro trabajo y no necesitamos robar nada. Aquí, ante todo el pueblo, podemos demostrar nuestra inocencia. Se oyeron algunos chiflidos.

- Orden, orden -dijo el presidente, levantando las manos.

- Tenemos un testigo -prosiguió Paco.

Un brusco silencio de admiración cayó sobre la multitud.

- ¿Un testigo? ¿Y cuál es ese testigo?

Se llama Manuel, es el jornalero que cuidaba el establo la noche que se llevaron la vaca; y sé que está aquí ¡Manuel! -llamó con voz bastante alta-. ¿Quieres venir, por favor?

Un hombre como de cuarenta años, con poncho y con un gran vendaje en la cabeza, se acercó a la tarima arrastrando un poco los pies.

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- Yo no sé nada -dijo, antes que alguien le preguntara algo.

- Tranquilo, Manuel -dijo Paco-. ¿Cómo está tu cabeza?

- Bien, gracias -el jornalero no parecía de humor para testificar. -Solo te haré unas pocas preguntas -aseguró Paco-. ¿Está bien?

Manuel dijo que sí. - ¿Viste quién te golpeó la noche que robaron la vaca?

El jornalero miraba indeciso al presidente, observaba a Paco y veía acobardado a los encargados de aplicar el castigo. Luego pareció animarse, dobló el poncho sobre los hombros y contó que no llegó a ver con claridad a su atacante, porque las pilas de su linterna estaban viejas y solo pudo alumbrarlo desde el suelo y cuando ya se iba con la vaca. Después se desmayó. Entonces Paco reanudó el interrogatorio como antes:

- Manuel, si lo viste por detrás y con poca luz, tal vez puedas decirnos a quién se parecía el que te golpeó esa noche.

- No sé -volvió a decir el jornalero.- Vamos Manuel, cuéntanos ¿Era alguien parecido a mí o era más alto?Manuel lo pensó un rato mientras se rascaba la coronilla.

- Parecía un poco más bajo y también más gordo.

-Vamos a ver Manuel -siguió Paco-. ¿Sería alguien parecido al compañero presidente de la comuna? Míralo bien, está sentado allá arriba.

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Al presidente no le hizo ninguna gracia la comparación y se removió inquieto.

- A él sí podía parecerse -asintió Manuel.

- Fíjate bien, Manuel, ¿de los que están a tu lado, hay algún otro que pueda tener la estatura y el peso del que viste en el establo?

El jornalero de don Julio Ramos volvió a rascarse la coronilla, miró en torno suyo y por fin llegó a una conclusión:

- Claro -dijo-. Aquí hay muchos como ese. Hasta yo me parezco.

- Por último, dinos con toda franqueza, ¿piensas que fui yo?

- No, no -negó el jornalero-. A vos te habría reconocido a la primera; te conozco desde chico, eres el hijo de Justo Pérez que es un buen hombre.

Mientras tenía lugar el interrogatorio, usando brazos, rodillas y codos, todo aquel que pudo atravesar la multitud, se acercaba a la tarima con el propósito de no perderse palabra de las declaraciones de Manuel. Incluso Conchita, cuando vio desde el balcón de su casa, que su querido Paco estaba en apuros, bajó a toda carrera y no paró hasta llegar a la primera fila.

Se acercó a Paco y le entregó una bolsa de plástico.

- Esto encontré en mi casa, creo que lo trajo mi hermano Heriberto -dijo, para que todos la oyeran.

Paco abrió la bolsa y ante los ojos pasmados de la directiva y de los que estaban en la plaza, sacó una corta y negra barra de hierro, que quedó identificada como la palanca de accionar la gata para cambiar las ruedas de los carros.

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El presidente, Félix Ruano, estaba por llamar a consulta a los representantes de la comuna, cuando otra voz interrumpió la tarea del presidente.- ¡Yo también quiero hacer uso de la palabra! -esta vez era el otro acusado, Roberto Pérez.

Los miembros de la comuna se miraron unos a otros.

- Bien, di lo que tengas que decir, pero que sea rápido -aceptó el presidente.

En ese instante, el profesor, señor Rosales, se acercó a Roberto y le entregó un pequeño libro blanco. Con este en la mano, Roberto comenzó a hablar. Al comienzo se lo veía bastante inseguro, pero poco a poco fue ganando confianza.

- Con las pruebas presentadas por mi hermano queda demostrada nuestra inocencia -comenzó diciendo Roberto-. Pero, yo quiero hablar de la Justicia, tal como he aprendido en la escuela y leyendo la Constitución de este país.

Roberto se armó de valor y tomó aliento para continuar:

- Desde hace mucho tiempo, nuestras nacionalidades indígenas han administrado su propio sistema de justicia, que está basado en su experiencia y cultura ancestrales. Este sistema tiene la intención de que la persona que ha cometido un delito pueda reconocer su falta y no la repita nunca. Nuestra justicia tiene carácter sanador y de purificación.

En esa parte, la Conchita, muy bien instalada en la primera fila, aplaudió fuerte.

- ¡Bravo, así se habla! -dijo. Roberto sonrió y siguió adelante.

- Mi profesor, el señor Rosales, me acaba de entregar este pequeño libro

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-y Roberto levantó el brazo para que todos lo vieran-. Aquí está escrita la Constitución de la República, que es la ley que todos los ecuatorianos debemos obedecer sin ninguna diferencia. Este libro dice que la justicia indígena está reconocida como una de las leyes del Ecuador y tiene el mismo valor que la justicia ordinaria. Es decir, una vez que el individuo es sancionado por la justicia ancestral, ya no puede ser condenado otra vez por la justicia común.

De repente, el presidente de la comuna dijo de mal humor:

- Si es lo mismo la una que la otra, para qué hay dos. La nuestra es mejor y más barata.

La objeción del presidente era difícil de contradecir, pero Roberto había estudiado la Constitución y sabía lo que debía contestar.

- Señor presidente, le puedo responder que nuestra Constitución dice que la justicia indígena solo se aplicará en nuestros pueblos y comunas, no en todo el territorio nacional.

La multitud reunida en la plaza emitió un coro de protestas; sin embargo, Roberto esperó a que volviera la calma y siguió adelante:

- Apreciados amigos, cuando lean nuestra Constitución vigente, podrán ver lo que dice el artículo 66 -Roberto abrió el libro y comenzó a leer en voz alta-: “El Estado garantizará la integridad física, psíquica, moral y sexual de las personas, y prohíbe la tortura, la desaparición forzada, los tratos y penas crueles, inhumanos o degradantes”. Por lo tanto, la justicia indígena debe respetar y garantizar estos derechos.

Nuevos silbidos y abucheos llenaron la plaza. Roberto no tenía mucho éxito con su intervención.

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Con las protestas del público, el presidente se sintió apoyado para pedir explicaciones sobre esa supuesta contradicción entre las dos formas de justicia. Y las quería en ese instante. Por suerte, el profesor Rosales, atento a lo que podía ocurrir, pidió la palabra y para que todos lo escuchen, subió a la tarima.

- La inquietud del presidente es justa -dijo-. Nuestra Constitución acepta que los dos sistemas de justicia son legales, sin embargo, como bien ha señalado Roberto no coinciden el uno con el otro.

¿Qué debemos hacer? Lo que haría todo buen ciudadano cumplidor de las leyes: acatar y respetar en cada comuna, parroquia, pueblo o ciudad, lo que para cada cual manda la Constitución, teniendo en cuenta el mayor respeto a los derechos humanos y la dignidad de las personas, además de mostrar mucha compasión y generosidad, que son dos de los atributos más nobles de los seres humanos.

¿Y qué más podemos hacer? -Prosiguió el profesor Rosales: Educar a nuestra juventud en la democracia, en la tolerancia y en la igualdad de todas y todos ante la Ley, para que sean ellos, los jóvenes, quienes en un futuro cercano dicten leyes obligatorias, suprimiendo cualquier clase de diferencias que nos alejan de la igualdad y fraternidad entre los habitantes de un mismo país.

El señor Rosales dijo gracias y bajó de la tarima mientras sonaban algunos aplausos, sobre todo entre la gente joven y las personas de buena voluntad dispuestas a aceptar los cambios de mentalidad que exige el desarrollo del pensamiento de los seres humanos.

Había pasado más de dos horas desde que los presuntos delincuentes fueron llevados ante la tarima de la justicia. El presidente Félix Ruano se puso de pie.

- Bueno -dijo-. Ese asunto de la vaca ha quedado aclarado; pero, ¿qué me dicen del robo de la imagen de San Isidro?

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El sacristán se adelantó con la mano alzada, como pidiendo autorización para hablar.

- Permiso señor presidente -dijo-. El padre Romero acaba de llegar con dos policías y como todos están presentes quieren iniciar una investigación.

El pueblo entero congregado en la plaza, no hizo más que dar media vuelta y quedar con la cara hacia el templo. En efecto, el sacerdote, acompañado de dos detectives vestidos de paisanos, esperaba que termine la asamblea.

El párroco explicó cuál sería la labor de los investigadores. Estos citaron a declarar en primer lugar al sacristán, quien no hizo más que repetir lo que tantas veces había contado desde que descubrió la falta del Santo. Uno de los policías, armado de libreta y bolígrafo, tomaba nota de todo cuanto decían los declarantes.

Luego le tocó el turno al carnicero, por si sabía algo de la desaparición de San Isidro, pero sobre todo como posible cómplice del robo de la vaca.

También interrogaron al presidente de la comuna y a los cinco de la directiva, por representar al pueblo y ser responsables de todo cuanto en él sucedía.

Conforme avanzaba la investigación, la plaza de Bellavista quedaba vacía. Todo el mundo quería volver a su vida en paz y concordia. Los únicos que permanecieron hasta el final de la práctica policial, fueron el presidente con los miembros de la directiva, interesados en conocer el resultado de las primeras pesquisas o si podían ayudar en algo.

Tanto los detectives como los integrantes del directorio de la comuna, ingresaron en la tienda de don Julio, en la que la familia esperaba con cierto nerviosismo. Los detectives comenzaron la investigación por el dueño del establecimiento: cédula

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de identidad, dirección del domicilio, edad, profesión y más datos personales. Preguntas acerca de dónde se hallaba y qué hacía a la hora del robo de la imagen y, por las dudas, también a la hora del robo de la vaca. Don Julio contestó con claridad, pero muy molesto por ser objeto de investigación sobre su propia vaca.

Sus dos hijos varones, Isidoro y José, respondieron a todo; no obstante, cuando los detectives preguntaron por su hermano Heriberto, se les trabó la lengua al decir que se había ausentado a realizar un trabajo en una de las provincias de la Costa.

¿Qué trabajo y en cuál provincia?, Ni la esposa ni sus hijos sabían nada de nada. De repente, ocurrió lo que nadie esperaba, don Julio Ramos, pálido y nervioso, aún tenía algo que decir.

- Esperen -dijo, cuando los policías y los comuneros ya salían de la tienda-: señor presidente de la comuna, todavía no se ha descubierto quién robó mi vaca, ni quién hirió la cabeza de Manuel.

Esta mañana, por poco se castiga a dos jóvenes inocentes y eso no es justicia. Yo sé quién se robó la vaca y es hora de que el culpable reciba un castigo ejemplar, no solo por esa, sino por todas sus fechorías.

- ¿Quién es? -preguntaron todos a la vez.

Don Julio, tragándose las lágrimas, demoró en responder.

- Mi hijo Heriberto. Fue él. Su madre lo tiene escondido en el piso de arriba. Lo traeré para que reciba su merecido. Heriberto ya es un hombre y necesita dinero, pero nunca ha hecho nada por ganarlo. Espero que ahora aprenda la lección. El dueño de la tienda subió al primer piso y al poco rato reapareció con la mano en la oreja de Heriberto, que venía gimiendo por el dolor y el miedo a lo que podía pasarle.

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Llévenselo y espero que le den un buen escarmiento -dijo don Julio, a la vez que entregaba a su hijo en manos de los comuneros.

- Cuando llegue la hora del castigo ancestral me avisan para estar presente -dijo por último y regresó a continuar con sus negocios.

Doña Hortensia se secó una lágrima y subió a su casa de prisa y corriendo.

Terminados los interrogatorios, los policías se dirigieron a “constatar el lugar de los hechos”; en otras palabras, entraron en la iglesia, donde comprobaron los destrozos de la ventana y con cinta métrica en mano tomaron medidas por todas partes, anotando los resultados junto con datos de la estatura y peso de cada uno de los sospechosos. Luego sacaron una lupa de detective y buscaron huellas digitales por todo el ámbito del templo.

Lo más notable de toda esta compleja operación policial, resultó ser que los cinco miembros de la directiva siguieron paso a paso cada uno de los movimientos de los detectives y, cada vez que no entendían algo, insistían con más preguntas. Era de esperar que algo aprendieran. Las cosas volvían a la normalidad. Al final del día casi todos habían comprendido que lo más necesario en Bellavista era educarse, trabajar y progresar. Incluso el amor florecía. Paco pidió formalmente la mano de Conchita. A eso de la tardecita, se podía ver a la señorita Gloria y al señor Rosales tomados de las manos, paseando junto al río.

El domingo siguiente, desde el púlpito, el padre Romero presentó a la iglesia llena, la imagen recuperada de San Isidro Labrador, con la buena noticia de que la policía había pillado, con las manos en la masa, a los malhechores escapados de la cárcel y, a esa hora, ya se encontraban de regreso en sus celdas, sometidos a las leyes ordinarias.

Fin

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Maribel Melo CartagenaMáster en Ciencias Sociales con mención en Relaciones Internacionales, FLACSO, Quito. Doctora en Jurisprudencia y Abogada de los Tribunales, Universidad Central del Ecuador, Quito. Licenciada en Ciencias Públicas y Sociales, Universidad Central del Ecuador, Quito.

Graciela Eldredge CamachoMagíster en Tecnología Educativa, ILCE, México. Doctora en Ciencias de la Educación, Universidad Central del Ecuador, Quito. Licenciada en Literatura y Castellano, Universidad Central del Ecuador, Quito. Publicaciones: Leyendas Infantiles Ecuatorianas (1981), Ecuador. La Edad Encantada (1985), Ecuador. Carmen en la Ciudad de los Espantos (2002), Ecuador. De los Andes a los Pirineos (2006), Ecuador. Ojos de Luna, la Llama Náufraga (2009), Ecuador. Manuela (2009), Ecuador. Ecuador: Leyendas de Nuestro País (2009), Ecuador. Leyendas de América (2009), Ecuador. Leyendas Universales (2010), Ecuador. El Padre Encantado (2008) Primer Premio del concurso Alicia Yánez Cossío del Consejo Provincial de Pichincha.

Max Ivo Vega MoraEgresado de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Licenciatura en Comunicación Lingüística y Literatura. Publicaciones: Las máscaras extrañas (2013), Segundo Lugar en el Concurso Literario Ángel Felicísimo Rojas, Ecuador.

Vinicio León ManchenoMiembro 1029 de la Asociación de Escritores de España. Publicaciones: El aprendiz de alquimista (2012), España. Premios: Los Relojes Blandos, Premio Nacional a Libro de Cuentos (1998), Ecuador. Un Diamante en la Alcantarilla, Primer Premio Concurso de Cuentos, Quito-Ecuador (2012).

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