capÍtulo i problemas historiográficos -...
TRANSCRIPT
7
CAPÍTULO I
Problemas historiográficos
En las siguientes páginas se emprenderá un recorrido histórico por las diversas maneras de
historiar las vanguardias hispanoamericanas a lo largo de los años. En ese sentido, la presente
reflexión se ubica en el campo de la historiografía literaria, la cual se ocupa de examinar la
historia de las historias literarias. Cabe señalar que cualquier historia de la literatura representa
“un esfuerzo de abstracción y construcción de un modelo de interpretación crítica de la
producción ficcional” (González-Stephan 38). Así pues, las historias literarias son el resultado de
una “operación teórica” (37) que convierte la producción literaria –un conjunto arbitrario de
obras determinadas– en un corpus organizado y sistematizado coherentemente. El historiador se
encarga de constituir su objeto de estudio –selecciona ciertas obras y relega otras– y de
organizarlo según criterios establecidos –geográfico, temporal, por género literario, por tema o
asunto, etc–, de tal modo que se perfile el proceso histórico que rige el conjunto de obras
seleccionado. Por supuesto, el modelo teórico elegido por el historiador conlleva una concepción
de la literatura y una perspectiva ideológica concretas.
Esta distinción básica entre producción literaria e historia literaria nos permite
comprender cómo una misma serie de obras relativamente invariable ha podido ser estudiada de
diversas maneras en el transcurso del tiempo. Desde una perspectiva hermenéutica, se puede
decir que cada época establece un diálogo particular con las obras literarias o culturas pasadas
entendidas como otros. De esta manera, mientras no sea considerado como un simple “depósito
inerte” que no concierne al presente, el pasado siempre estará sujeto a nuevas reinterpretaciones:
8
“la distancia temporal que nos separa del pasado no es un intervalo muerto, sino una transmisión
generadora de sentido. Antes de ser un depósito inerte, la tradición es una operación que sólo se
comprende dialécticamente en el intercambio entre el pasado interpretado y el presente que
interpreta” (Ricoeur 961). Así pues, en esta relación de diálogo entre el pasado y el presente se
cifra la imagen que se construya de las obras literarias o culturas pasadas.
La perspectiva hermenéutica nos ayuda a pensar el pasado no como una unidad cerrada y
muerta, sino como algo vivo que se transforma continuamente. Para Ricoeur, es necesario “luchar
contra la tendencia a no considerar el pasado más que bajo el punto de vista de lo acabado, de lo
inmutable, de lo caducado. Hay que reabrir el pasado, reavivar en él las potencialidades
incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas” (953). En ese sentido, es posible descubrir
posibilidades significativas que se habían mantenido ocultas para los ojos de la propia cultura
interpretada. Según sugiere Bajtín, “planteamos a la cultura ajena nuevas preguntas que ella no se
había planteado, buscamos su respuesta a nuestras preguntas, y la cultura ajena nos responde
descubriendo ante nosotros sus nuevos aspectos, sus nuevas posibilidades de sentido” (352).
Tanto Ricoeur como Bajtín sostienen, entonces, la idea de una reinterpretación continua del
pasado.
En el presente capítulo, con el objetivo de evidenciar la trayectoria que ha seguido el
estudio de las vanguardias hispanoamericanas, se analizarán las distintas concepciones de la
vanguardia a lo largo del tiempo. En cada caso particular se intentará mostrar el aparato teórico
que sustenta su formulación, así como sus implicaciones ideológicas. En la segunda parte se
revisará la historia de la recepción crítica de la narrativa hispanoamericana vanguardista. El
objetivo de este capítulo es asumir una noción de las vanguardias hispanoamericanas –y en
9
particular de la narrativa vanguardista– que resulte provechosa para el análisis de los textos
literarios del periodo.
1.- Debate en torno al vanguardismo hispanoamericano
En la temprana fecha de 1925, en pleno fragor vanguardista, Guillermo de Torre publicó
Literaturas europeas de vanguardia. Al mismo tiempo que una declaración de principios de un
escritor ultraísta, este libro representa uno de los primeros intentos de historiar los movimientos
literarios de vanguardia. La influencia de esta obra en los posteriores acercamientos teóricos al
fenómeno de la vanguardia probó ser determinante. En primer lugar, ayudó a asentar y difundir el
término “vanguardia” en la tradición crítica hispánica. Al respecto, es necesario recordar que
“vanguardia” –un vocablo de origen militar que se extrapoló al campo de las artes en la Francia
decimonónica– convivía en los años veinte con otras denominaciones como “arte nuevo” o
“sensibilidad nueva”, “ismos” (Ramón Gómez de la Serna), “arte joven” (José Ortega y Gasset) e
incluso “arte moderno”. Más allá de una mera cuestión de nombres, el predominio del término
“vanguardia” en las historias literarias enfatiza el aspecto beligerante y grupal de estos
movimientos literarios.
No obstante, “vanguardia” comparte un denominador común con los otros términos
mencionados: la categoría de “lo nuevo”. El propio Guillermo de Torre hace de esta categoría el
núcleo de su noción de vanguardia: “el verdadero papel de los jóvenes –dice el crítico español, él
mismo un joven de 25 años de edad–, de los pioneers resueltos que se adentran en las nuevas
10
regiones literarias, estriba cabalmente en este gesto de adelantados en reconocer y loar desde el
primer momento los signos y valores peculiares de su época” (56). Los vanguardistas son,
entonces, “adelantados” que saben descubrir los componentes novedosos de su época. Resulta
evidente que Guillermo de Torre se ocupa exclusivamente de “lo nuevo” en el terreno literario, es
decir, se propone dilucidar los elementos literarios que representan una renovación con respecto a
la tradición estética que los precedió. Según esta visión, antes que con el contexto en que fueron
engendradas, las obras literarias se relacionan con otras obras anteriores. De esta manera, el
proceso literario se concibe como una sucesión de rupturas y la vanguardia como uno de esos
momentos de quiebre:
Sus obras [las de Rubén Darío] y las de sus coetáneos más eximios representan para los
jóvenes actuales una muestra de altitud espiritual en la aurora imprecisa de este siglo,
como reacción derrocadora de las mediocridades postrománticas imperantes a la sazón.
Mas en modo alguno constituyen ya un ejemplo a imitar ni tampoco marcan una ruta de
posibles continuaciones. Hoy puede afirmarse que el rubenianismo había dado ya todo su
jugo en 1907. (De Torre 66)
Así pues, Guillermo de Torre se encarga de “extraer una estética o unos principios
teóricos vanguardistas comunes” (57) que diferencien a las vanguardias del período precedente.
Respecto al movimiento ultraísta del cual él mismo formó parte, el crítico español señala que
“sólo esta idea elemental de ruptura y avance, sólo este deseo indeterminado y abstracto de
iniciar una variación de normas, faros y estilos, descubriendo otros arquetipos estéticos y creando
nuevos módulos de belleza ya era en principio una solución y un ideal” (73). Esta concepción de
las vanguardias como ruptura ha encontrado formulaciones análogas a lo largo de las décadas,
entre las cuales destaca Los hijos del limo: del romanticismo a la vanguardia (1974) de Octavio
11
Paz. La noción de “tradición de la ruptura” que propone el escritor mexicano puede servir de
epítome de esta postura teórica.
Por otro lado, Literaturas europeas de vanguardia constituye un claro ejemplo del
modelo de interpretación genético que dominó el estudio de las vanguardias hispanoamericanas
hasta la década de 1980. Dicho modelo se caracteriza por un afán de dilucidar los movimientos
literarios de vanguardia “originales” –en el doble sentido de origen y de originalidad. Si el
proceso histórico de la literatura es una sucesión de rupturas, entonces es indispensable establecer
con precisión los momentos de quiebre e innovación. Así pues, se parte del supuesto de que es
posible discernir las vanguardias “verdaderas” o “legítimas” –las que efectivamente llevaron a
cabo una ruptura– de las imitativas y subsidiarias. Lo anterior se hace patente en la siguiente cita:
No he pretendido, empero, hacer una clasificación escrupulosamente completa de todos
los “ismos” unipersonales o escolares que irradian, en su mayor parte, desde París. Éstos
se han multiplicado ovípara y caprichosamente en los últimos años […] No hay que
dejarse asombrar ni desorientar por tal superabundancia […] Hace falta, únicamente,
saber discernir las verdaderamente justificadas y características, las nucleales y
promotoras. Así, en estas páginas sólo analizo detenidamente aquellas tendencias que de
modo indubitable pueden considerarse como las matrices de todas las subsecuentes y
paralelas. (De Torre 57)
Tomando en cuenta lo anterior, no resulta raro que De Torre dedique algunas páginas de
su libro a esclarecer la polémica en torno al creador original de las ideas creacionistas: Reverdy o
Huidobro. Si sólo las vanguardias “nucleales y promotoras” son realmente relevantes, no es
asunto menor para un historiador determinar el fundador de una de ellas. De esta forma, el
12
modelo de interpretación genético pone énfasis en el escritor o conjunto de escritores que
lograron por medio de su labor literaria que “lo nuevo” emergiera como un agente de ruptura. De
manera congruente, al trasladar este modelo de interpretación al estudio de las vanguardias de
Hispanoamérica, éstas serán concebidas como una prolongación imitativa de esos movimientos
originarios y originales, como irradiaciones subsidiarias de ese centro productivo que es Europa
occidental.
Por lo demás, dentro de esta línea de la tradición crítica también se ha llevado a cabo una
identificación plena de las vanguardias con una cierta concepción de la literatura como esfera
autónoma e independiente. Este punto de vista encuentra su teorización en La deshumanización
del arte (1925) de José Ortega y Gasset. En este libro el filósofo español establece una dicotomía
entre “realidad vivida” y “realidad artística”. Mientras que los artistas del siglo XIX intentaron
hacer corresponder una con la otra –y por lo tanto crearon un arte realista, es decir, que pretendía
representar fielmente la “realidad vivida”–, el arte nuevo se define por el prurito de “hacer que la
obra de arte no sea, sino obra de arte” (20). En ese sentido, las vanguardias representan una
especie de “arte artístico” que, más que copiar la realidad, procuran estilizarla: “estilizar es
deformar lo real, desrealizar. Estilización implica deshumanización. Y viceversa: no hay otra
manera de deshumanizar que estilizar” (30).
Según el fundador de la Revista de Occidente, el arte “deshumanizado” de las
vanguardias es producido y consumido por un grupo minoritario que “tiene la capacidad de
percibir valores puramente artísticos” (26). Por tal razón, el arte nuevo “divide al público en dos
clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos
poseen un órgano de percepción negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas
de la especie humana” (14). Así pues, en el proyecto teórico de Ortega y Gasset, La
13
deshumanización del arte representa una continuación, en el campo de la estética, de su teoría de
las minorías aristócratas que se encuentra en la base de su concepto de sociedad: “Se acerca el
tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos
órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares” (15).
Esta concepción del arte vanguardista como un arte autorreferencial y dirigido a una
minoría selecta, aunado al modelo de interpretación genético e inmanentista, ha representado una
manera recurrente de historiar las vanguardias hispanoamericanas. En la década de 1980, sin
embargo, surgió una nueva tendencia crítica en el estudio de las vanguardias. Esta tendencia vino
acompañada de un renovado interés por este periodo de la literatura hispanoamericana. En 1975,
Merlin H. Forster publicó “Latin American Vanguardismo: Chronology and Terminology”,
considerado por Rose Corral como “el primer mapa completo de las vanguardias históricas del
continente” (13). Más tarde aparecieron las antologías preparadas por Hugo Verani (1986),
Nelson Osorio (1988) y Jorge Schwartz (1991), las cuales por primera vez ponían al alcance de
un público más extenso los manifiestos y textos programáticos de las vanguardias
hispanoamericanas, al mismo tiempo que incluían estudios de conjunto preliminares. Además, se
imprimieron ediciones facsimilares de algunas revistas de la época: Martín Fierro, Amauta,
Ulises, Contemporáneos, entre otras.
El chileno Nelson Osorio representa uno de los críticos distintivos de esta nueva
tendencia. En primer lugar, ha procurado desarticular la línea de la tradición crítica que “tomando
como medida y modelo las manifestaciones más prestigiadas de las vanguardias en Europa
occidental, y a partir de ciertas escuelas canónicas (Futurismo, Cubismo, Dadaísmo,
Expresionismo, Surrealismo especialmente) y del registro de sus resonancias en algunas obras y
autores del continente, se forma un catálogo al que se reduce el „vanguardismo‟ en nuestro
14
medio” (Osorio 228). Para el crítico chileno, dicho modelo de interpretación genético “implica,
en último término, una perspectiva ideológica no explicitada que considera el Vanguardismo
hispanoamericano como un injerto artificial, como un simple epifenómeno de la cultura europea,
sin verdadera raigambre en condiciones objetivas de la realidad continental” (228).
Según el punto de vista de Nelson Osorio, el modelo genético contribuye a una visión
eurocentrista del análisis de la cultura hispanoamericana. Por el contrario, retomando una tesis de
Miklós Szabolsci en su ensayo La vanguardia literaria y artística como fenómeno internacional
(1972), el crítico chileno propone estudiar las vanguardias hispanoamericanas “en función de una
perfecta homología con respecto al conjunto de la vanguardia internacional, ligadas como están a
un proceso de universalización de las condiciones históricas que influyen en su aparición…”
(243). Al mismo tiempo, considera Nelson Osorio, es conveniente discernir las peculiaridades
que adquiere este fenómeno internacional en Hispanoamérica, así como cuál es la función que
cumplen en el sistema literario hispanoamericano.
Así pues, en una afán de proveer a las vanguardias de esta región de una “pertinencia y
legalidad histórica” (232), Nelson Osorio se propone relacionar su surgimiento con las
condiciones históricas particulares de Hispanoamérica en esa época. Según el crítico chileno, en
el aspecto económico la década de 1920 está marcada por el auge del sistema capitalista
norteamericano, el cual le asignaba un papel subordinado a los países hispanoamericanos. En lo
social, por el nacimiento de nuevas clases sociales medias como la burguesía urbana y el
incremento de la clase trabajadora. En lo político, por la proliferación de movimientos
antioligárquicos y antiimperialistas con un sustento social de las nacientes clases sociales medias
y las clases populares. En lo cultural, destaca la Reforma Universitaria que propugnó por una
nueva concepción del arte y la educación que tenía como eje el interés nacional y la
15
transformación social. El vanguardismo puede ser visto, entonces, como una manifestación
literaria de esa serie de mutaciones y ajustes en todos los ámbitos de las sociedades
hispanoamericanas.
Para Nelson Osorio, “todo esto hace patente y agudiza el paulatino desplazamiento de los
valores rurales y oligárquicos que dominaban en una formación anterior predominantemente
agraria, resquebrajándose así la superestructura ideológica que amalgamaba las sociedades, con
lo cual se abre un verdadero período de cuestionamiento y crisis en este plano” (236, 237). Queda
claro, pues, que el aparato teórico que sustenta las apreciaciones del crítico chileno es de
raigambre marxista, según el cual la estructura socioeconómica determina directamente las
manifestaciones superestructurales. En ese sentido, la vanguardia literaria –concebida como un
síntoma en el nivel de la superestructura de ese contexto de crisis– “se vincula en mayor o menor
grado a los impulsos de revolución social que movilizan a los sectores explotados” (230). Lo
anterior, por supuesto, le da “una dimensión distinta, más amplia, profunda y hasta cierto punto
„masiva‟ –en todo caso, menos elitesca...” a las vanguardias hispanoamericanas.
La perspectiva teórica de Nelson Osorio constituye una de las formulaciones más
radicales de una postura compartida en mayor o menor medida por otros críticos. Como se ha
podido ver, esta perspectiva difiere considerablemente de la tendencia dominante en décadas
pasadas. Mientras que esta última concibe las vanguardias como una ruptura de corrientes
literarias precedentes –y por lo tanto las estudia estrictamente dentro de la serie literaria–, la
postura teórica de los ochenta entiende las vanguardias como una manifestación de las
condiciones históricas de esa época –y en ese sentido vincula la esfera literaria con otras esferas
de la existencia social. De la misma manera, mientras que el punto de vista precedente
consideraba las vanguardias hispanoamericanas como meras copias de movimientos literarios
16
nacidos en Europa, la nueva perspectiva teórica pretende estudiarlas como expresiones legítimas
y propias de la realidad de Hispanoamérica.
Se puede decir que ambas tendencias historiográficas, al constituir su objeto de estudio de
acuerdo a determinados principios teóricos, han creado una imagen particular del fenómeno de
las vanguardias hispanoamericanas. La primer tendencia tiende a favorecer una imagen de las
vanguardias como proyectos literarios estetizantes y cosmopolitas que se insertan en el conjunto
internacional de manera poco conflictiva. La segunda tendencia, por su parte, instaura una
imagen de las vanguardias como movimientos estético-ideológicos comprometidos socialmente
con las transformaciones socioeconómicas de Hispanoamérica. Si bien rara vez aparecen de
manera pura, estas dos imágenes constituyen modos convencionales de entender las vanguardias
hispanoamericanas. De la misma forma, ambas tendencias historiográficas representan modelos
interpretativos que pueden tener formulaciones relativamente variables.
Existe una tercer perspectiva crítica en el estudio de las vanguardias que se podría
denominar ecléctica, en tanto que intenta reunir las dos imágenes del fenómeno anteriormente
mencionadas en una sola visión abarcadora. Uno de los críticos que han aportado al surgimiento
de esta tendencia ha sido Ángel Rama, quien en 1973 publicó el ensayo Medio siglo de narrativa
latinoamericana (1922-1972). En dicho estudio, el crítico uruguayo parte de una premisa cercana
a la formulada por Nelson Osorio: las vanguardias se originan por un afán de “evidenciar, en la
literatura, la mutación que registraban en la sociedad a la que pertenecían [los vanguardistas]”
(116). Así pues, según esta concepción, las vanguardias representan una manifestación o reacción
ante “el desajuste entre las formas literarias recibidas [realismo y modernismo] y la sociedad
latinoamericana” (116). Este conflicto entre lo viejo y lo nuevo –en términos de formas
artísticas– conforma el “trasfondo homogéneo de la ruptura vanguardista” (126), el cual “remite
17
al pasado la novela regionalista, que se está construyendo en estos años así como la poesía
simple, sincera y traslúcida que se le corresponde” (126).
Sin embargo, junto a este debate que une a las vanguardias en un frente común contra “lo
viejo”, se encuentra otro debate “instalado dentro del vanguardismo” (126) que destruye la
aparente homogeneidad de la vanguardia hispanoamericana. Según Ángel Rama, este segundo
debate
opone dos modos de la creación estética con relación a la estructura general de la
literatura (y, por ende, de la sociedad latinoamericana), y en su primera época genera
asociaciones ocasionales con otras corrientes artísticas; un sector del vanguardismo, más
allá del rechazo de la tradición realista en su aspecto formal, aspira a recoger de ella su
vocación de adentramiento en una comunidad social, con lo cual se religa a las ideologías
regionalistas; otro sector, para mantener pura su formulación vanguardista, que implica
ruptura abrupta con el pasado y remisión a una inexistente realidad que les espera en el
futuro, intensifica su vinculación con la estructura del vanguardismo europeo. Esto lo
forzará a crear un posible ámbito común para las creaciones artísticas de uno y otro lado
del Atlántico, lo que obligadamente pasa por la postulación de un universalismo. (126,
127)
De acuerdo al crítico uruguayo, aun cuando ambos sectores del vanguardismo encuentran
un terreno común en su afán de modernización de las formas literarias, dicha modernización toma
dos senderos opuestos. Por un lado se halla la modernización cosmopolita –de carácter
experimentalista y “artística” en el sentido apuntado por Ortega y Gasset– y, por el otro, la
modernización transculturadora –con una orientación americanista y con un componente social y
18
político más evidente. Según Ángel Rama, las obras literarias que pertenecen a estas dos
vanguardias “son distinguibles por los materiales diferentes y las circunstancias diferentes en que
trabajan, por la cosmovisión que reflejan, por la lengua que eligen y los recursos artísticos que
ponen en funcionamiento” (370). Mientras que el primer tipo de modernización intenta
incorporarse al sistema literario europeo y para ello adopta sus convenciones estéticas, el segundo
pretende adecuar los elementos externos al sistema literario propio, dándole preeminencia a lo
tradicionalmente autóctono. En ese sentido, el primer tipo de modernización es “futurista,
abriéndose a la perspectiva universal” y el segundo es “integrador, reconociendo el peso del
pasado” (370).
El crítico uruguayo sostiene que estos dos polos –el cosmopolita y el transculturador– son
la versión actualizada de un eje estructurador que recorre la historia de Hispanoamérica y que ha
obtenido diferentes denominaciones a lo largo del tiempo –peninsularismo vs. criollismo,
civilización vs. barbarie, cosmopolitismo vs. nacionalismo, etc. En el ámbito literario, estos dos
polos también han encontrado diversos representantes en las distintas generaciones. Ángel Rama
postula una serie de oposiciones entre escritores coetáneos en donde el primero personifica el
polo cosmopolita y el segundo, el transculturador: Rubén Darío vs. José Martí, Vicente Huidobro
vs. César Vallejo, Jorge Luis Borges vs. Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar vs. José María
Arguedas, Carlos Fuentes vs. Gabriel García Márquez, etc. Cabe agregar que el crítico uruguayo
concibe estos dos polos como “dos grandes círculos que se intersectan” (374), dando lugar a un
conjunto de posiciones intermedias que se inclinan más hacia un polo o hacia el otro.
De igual modo, Ángel Rama ha sido enfático en señalar que las dos posturas opuestas “no
implican equivalencia con unívocas posiciones políticas o sociales, como alguna vez se ha
aducido: en el cosmopolitismo han podido coincidir tanto los desarrollistas partidarios del libre
19
juego de las multinacionales como grupos revolucionarios contestatarios que también procuraban
la modernización violenta; en la transculturación han podido coincidir sectores conservadores
retardatarios con nacionalismos revolucionarios” (374). De esta manera, el autor de La ciudad
letrada advierte que ambas posiciones pueden radicalizarse hasta extremos indeseables: “el
cosmopolitismo podría dejar paso a la presencia foránea directa; la transculturación, al rigorismo
conservador tradicional” (375). Aun más, estas dos posturas pueden convivir en un mismo
escritor, como el caso de Borges quien comenzó cantándole al encanto porteño de Buenos Aires y
terminó abrazando una posición cosmopolita.
Así pues, resulta pertinente la concepción de las vanguardias como un “mosaico de
paradojas” que ha propuesto Alfredo Bosi. Su planteamiento parte de la convicción de que es
imposible para el historiador encontrar lineamientos estéticos e ideológicos que sean compartidos
por todas las vanguardias, ya que “no tuvieron la naturaleza compacta de un cristal de roca, ni
formaron un sistema coherente en el cual cada etapa refleja la estructura uniforme del conjunto”
(20). Aun así, en tanto que las vanguardias son producto de una serie de factores culturales
comunes, es posible establecer una dialéctica que rige sus diversas manifestaciones: “la dialéctica
de la reproducción del otro y el autoexamen, que mueve toda cultura colonial o dependiente”
(Bosi 21). De esta forma, en las vanguardias hispanoamericanas “conviven y se conflictúan, por
fuerza estructural, el prestigio de los modelos metropolitanos y la búsqueda tanteante de una
identidad originaria y original” (21).
Concebir las vanguardias como un “mosaico de paradojas” es apuntar a una noción que, al
mismo tiempo que no homogeneíza la pluralidad de posibles manifestaciones del fenómeno,
tampoco cancela su unidad derivada de la relación dialéctica que establece con circunstancias
socioeconómicas y culturales semejantes. En ese sentido, dicha noción resulta compatible con el
20
concepto de “totalidad contradictoria” que postula Antonio Cornejo Polar. Si bien fue pensado
para el estudio de las literaturas nacionales, regionales o latinoamericana, este concepto puede ser
igualmente provechoso para entender períodos literarios como las vanguardias. Según el crítico
peruano, un proceso histórico común puede afectar de distintas maneras –incluso contradictorias–
a los diversos grupos sociales de una comunidad. La literatura –que es determinada por y a la vez
constituyente del curso histórico– evidencia la diversidad de matices que engendra el proceso
histórico común. De ese modo, la labor del historiador es desentrañar esa “red de contradicciones
concretas” (Cornejo Polar 132) que estructura la totalidad de una literatura nacional o un período
literario.
En un intento de contribuir a dicha labor, resulta conveniente esbozar las coordenadas que
cruzan el mapa de las vanguardias hispanoamericanas. Como ya se ha mencionado, la
“modernización transculturadora” y la “modernización cosmopolita” pueden funcionar como dos
polos que permiten ubicar las diversas expresiones vanguardistas. Asimismo, es posible plantear
otras directrices que proporcionen puntos de referencia para situar las distintas obras literarias. El
crítico argentino Saúl Yurkievich propone tres directrices o dominantes que favorecen una
“distribución ordenadora de las manifestaciones de la modernidad, como si las trazas o marcas
que la inscriben literariamente se dejasen conectar y articular a lo largo de estos ejes” (94).
La primera de estas directrices se caracteriza por un afán de registrar los cambios
introducidos por la modernidad, ya sea en un nivel temático (“contemporaneidad explícita”) o en
el nivel de la forma (“contemporaneidad implícita”) al inventar “nuevos procedimientos textuales
para simbolizar la vertiginosa y heterogénea multiplicidad de lo real” (99). Esta dominante tiene
dos posturas opuestas: una afirmativa o modernólatra y otra agonista o pesimista. Por su parte, la
directriz formalista lleva al extremo el prurito de autonomía poética iniciado por el modernismo;
21
según esta concepción, la metáfora constituye “el recurso privilegiado para dotar al texto de la
máxima autonomía” (101). Por último, la directriz subjetivista se preocupa por representar los
terrenos oscuros y caóticos de la subjetividad y el inconsciente, lo cual implica un “desbarajuste
del discurso normativo para hacer estallar el sujeto convencional, para transgredir sus
represiones, contravenir sus censuras, abolir sus límites nocionales” (104).
En el mismo sentido, en el estudio introductorio a su Antología de la poesía
latinoamericana de vanguardia (1916-1935), Mihai G. Grünfeld divide la poesía vanguardista en
dos grandes secciones: “su deseo de afirmar lo nacional y lo latinoamericano por una parte, y por
otra su pertenencia a un movimiento internacional, cosmopolita” (16). Para cada uno de estos dos
polos –equivalentes a los de “modernización transculturadora” y “modernización cosmopolita”–
Grünfeld identifica componentes temáticos, formales y/o de visión de mundo que los definen. En
el polo de “carácter internacional de la vanguardia latinoamericana”, se encuentran los siguientes
aspectos: la ciudad moderna como “símbolo estético” de la época; el retrato misógino de la
mujer; la celebración de la revolución y la guerra; un afán de “poesía pura”, así como de
hibridación de los diferentes géneros literarios; y una tendencia a la “escritura interior-
surrealista” que explora el fondo inconsciente del individuo. Por otro lado, en el polo de “carácter
nacional y americano de la vanguardia”, se ubican las siguientes características: una orientación
nacionalista; la democratización del discurso y la inclusión de la voz popular; manifestaciones de
poesía indigenista y negrista; compromiso social y político con las condiciones históricas del
continente.
Por su parte, Merlin H. Forster en “Toward a synthesis of Latin American vanguardism”
considera que “Latin American vanguardism can perhaps best be approached through a series of
oppositions distributed along three axes” (7, 8). Estos tres ejes son: el geográfico-cultural, el
22
actitudinal, y el relativo a las técnicas y formas literarias. En el primero de ellos, se ubican las
oposiciones Europa/Hispanoamérica, Continente/Región o Nación y Urbe/Campo. En el segundo
eje se puede hallar las dicotomías Nuevo/Viejo, Ruptura/Continuidad y Esteticismo/Compromiso
social. Finalmente, el tercer eje contiene las bifurcaciones Teoría/Praxis, Poesía/Prosa e
Innovación artística/Formas convencionales. Según Forster, estos ejes y sus respectivas
dicotomías configuran un panorama inclusivo de las vanguardias hispanoamericanas. Tomando
en cuenta el lugar que ocupa cada caso particular de vanguardismo, se puede dar cuenta de la
heterogeneidad de propuestas artísticas que se presentaron en los años veinte.
La concepción de las vanguardias hispanoamericanas como un sistema de coordenadas
constituido por dos polos definidos y una serie de directrices que los cruzan en varias direcciones,
representa la tercer perspectiva crítica de las que se han analizado en el presente trabajo. Esta
concepción de las vanguardias como un “mosaico de paradojas” o una “totalidad contradictoria”
tiene la virtud de evitar las definiciones prescriptivas de fenómenos culturales sumamente
complejos que no se reducen al ámbito literario, sino que son constitutivos de un momento
histórico de Hispanoamérica. Asimismo, permite entender que si bien las obras literarias
vanguardistas mantienen relaciones con su lugar y momento de enunciación, dichas relaciones no
son unívocas y unidireccionales, sino que dan lugar a una serie de manifestaciones heterogéneas
en el nivel formal, temático, de visión de mundo, etc. Esta diversidad de manifestaciones
comparten un afán de proponer nuevos modos de percibir, pensar y sentir que proporcionen vías
alternativas a las ya establecidas.
23
2.- La narrativa hispanoamericana de vanguardia
En un ensayo de 1981, Nelson Osorio lamentaba que “hasta ahora la historiografía
tradicional, al referirse a las tendencias de vanguardia en nuestra literatura, ha tomado casi
exclusivamente en cuenta la producción lírica” (252). Según el crítico chileno, dicho enfoque
limitado produce una deformación de la imagen real de las vanguardias hispanoamericanas. Por
ejemplo, al considerarse sólo la obra poética de escritores como César Vallejo y Vicente
Huidobro, una buena parte de su producción total –la que pertenece a los géneros narrativo y
dramático– permaneció desatendida por la crítica. De esta manera, se encasilló a ciertos escritores
vanguardistas como “poetas” y se les estudió sólo en cuanto tal. Para Nelson Osorio, era
indispensable trascender esa limitación metodológica si se pretendía lograr una “caracterización
más objetiva del Vanguardismo literario en el continente” (250).
La narrativa vanguardista hispanoamericana pasó desapercibida por la mayoría de la
crítica y los lectores hasta la década de 1980. Los estudios panorámicos Medio siglo de narrativa
latinoamericana (1922-1972) (1973) de Ángel Rama y La novela hispanoamericana del siglo XX
(1975) de John S. Brushwood constituyen dos excepciones notables. Más tarde se llevó a cabo
una revalorización de los textos narrativos de vanguardia gracias a libros como el de Gustavo
Pérez Firmat [Idle fictions. The hispanic vanguard novel 1926-1934 (1982)] y la recopilación de
ensayos críticos editada por Fernando Burgos [Prosa hispánica de vanguardia (1986)]. De la
misma manera, la antología preparada por Hugo J. Verani y Hugo Achugar [Narrativa
vanguardista hispanoamericana (1996)] constituyó un aporte significativo en este campo de
estudio, ya que se propuso por primera vez “diseñar el espacio canónico de la narrativa de
24
vanguardia en Hispanoamérica entre 1922 y 1932” (17). Recientemente han surgido nuevas
aproximaciones a este fenómeno literario con estudios como el de Katharina Niemeyer [Subway
de los sueños, alucinamiento, libro abierto. La novela vanguardista hispanoamericana (2004)] y
los de Yanna Hadatty Mora [Autofagia y narración: estrategias de representación de la narrativa
de vanguardia (1922-1935) (2005); La ciudad paroxista: prosa mexicana de vanguardia (1921-
1932) (2009)]
Estos libros representan esfuerzos significativos por llamar la atención hacia un corpus
literario tradicionalmente menospreciado e ignorado. Una de las razones esgrimidas para explicar
la poca atención crítica que recibió la narrativa hispanoamericana de vanguardia es el lugar
marginal que ocupó en relación a otras tendencias narrativas de la misma época: “Como toda
narrativa que quebrantaba normas consolidadas fue marginada por el apogeo del regionalismo
mundonovista, que produjo la llamada novela de la tierra, expresión nacional de incuestionable
arraigo popular, y por la formalidad académica y estetizante del modernismo crepuscular”
(Verani 41). En ese sentido, se puede decir que el éxito que obtuvieron La vorágine (1924) de
José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929)
de Rómulo Gallegos ocultó la trascendencia de textos coetáneos como El café de nadie (1926) de
Arqueles Vela, El habitante de su esperanza (1926) de Pablo Neruda, La tienda de los muñecos
(1927) de Julio Garmendia, entre otras. De esta manera, al repasar la narrativa hispanoamericana
de los años veinte la historiografía ha creado una corriente hegemónica, dejando de lado una
producción “más abundante y considerable de lo que suelen reconocer las historias de la literatura
hispanoamericana” (Verani 41).
Este proceder ha sido reforzado por una concepción del proceso de la novela
hispanoamericana muy extendida en las historias de la literatura. En 1969, Carlos Fuentes y
25
Mario Vargas Llosa publicaron sendos ensayos (La nueva novela hispanoamericana y Novela
primitiva y novela de creación, respectivamente) en los que la “nueva novela” que ellos
defendían era considerada una ruptura con la tradición narrativa anterior, supuestamente realista y
documental. Esta ruptura era concebida como un paso de lo rural a lo urbano y de lo local a lo
universal. Si bien ambos reconocían a ciertos “precursores” como Onetti, Yánez o Rulfo, se daba
por hecho que ellos mismos representaban la madurez del género novelesco en Hispanoamérica.
Se trataba, pues, de un esquema interpretativo que “partía en dos la evolución de la novela y que
asignaba a la primera mitad las poéticas tradicionales de un realismo caduco y a la segunda las
propuestas transgresoras definidas por el riesgo y la ambición formal” (Becerra 17).
Este esquema promovido por los propios protagonistas de la llamada “nueva novela” se
popularizó en buena parte de las historias de la literatura de esos años. El debate parecía consistir
en determinar cuándo se llevó a cabo esa ruptura con el sistema literario realista: en la década de
los 40, 50 ó 60. Cedomil Goic, en su Historia de la novela hispanoamericana (1972), argumentó
que la generación de escritores que encarna la “fractura” con la tradición –entre los que menciona
a Asturias, Borges, Marechal y Carpentier– comenzó a publicar en la década de los 40, si bien se
nutrió del espíritu de las vanguardias en los años veinte. Por su parte, en su ensayo Las
genealogías secretas de la narrativa: del modernismo a la vanguardia (1986), Iván A. Schulman
enfatizó las líneas de continuidad que une a las manifestaciones narrativas de estos dos
movimientos literarios. Según este crítico, Lucía Jerez (1885) de José Martí –considerada “la
primera novela de la Modernidad hispanoamericana” (36)– inició el proceso de ruptura con las
formas narrativas decimonónicas, proceso que se prolonga e intensifica en el período
vanguardista.
26
Más allá de la discrepancia al momento de definir el punto de ruptura, estas formulaciones
comparten el mismo esquema interpretativo que se fundamenta en la postulación de un proceso
de perfeccionamiento en el que una etapa es “superada” por otra. Mientras que en la primer etapa
–considerada “primitiva” o “caduca”– se reúnen una serie de corrientes narrativas definidas por
sus propiedades referenciales, en la segunda se congregan propuestas renovadoras que incorporan
técnicas experimentales para la representación del mundo. Así pues, este esquema homogeniza
una diversidad de manifestaciones literarias en dos bloques sucesivos que, además, son
concebidos como totalmente opuestos y libres de influencia mutua. Por todo lo anterior, resulta
pertinente recurrir a paradigmas más flexibles que permitan dar cuenta de los múltiples caminos
que toma la producción cultural en un mismo momento histórico.
Se puede partir, entonces, de la premisa de que no existió una “ruptura” en el proceso del
género novelesco en Hispanoamérica. Por el contrario, desde finales del siglo XIX –del
modernismo, pasando por las vanguardias, hasta llegar a la “nueva novela”– han surgido distintas
olas de renovación de las formas narrativas. La narrativa vanguardista constituye, pues, una de
esas olas de renovación que, al igual que las otras, no cancela de golpe la estética regionalista.
Esta última, si bien retoma los principios literarios del realismo, representa también una
innovación con respecto a la tradición de la que proviene. Como ha argumentado Roberto
González Echevarría en su libro Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, la
novela de la tierra se nutrió del discurso antropológico para formular una serie de preguntas sobre
la identidad nacional. De este modo, es necesario concebir la década de 1920 como
un proceso renovador de amplio espectro, cuyos cauces más definidos se pueden
determinar por tendencias a primera vista polarizadas, pero que no hacen sino establecer
los límites dentro de los cuales se mueven una variedad concreta de manifestaciones cuya
27
taxonomía no es fácil de elaborar. Estas dos polaridades serían el criollismo o
mundonovismo, por una parte y los diversos brotes vanguardistas por la otra. Entre ambos
polos, ora aproximándose a uno ora al otro, oscila y se concreta la producción literaria de
la primera postguerra. (Osorio Literatura de postguerra, 116)
Del mismo modo, es conveniente concebir el regionalismo y el vanguardismo como dos
posturas frente al proceso de modernización de las naciones hispanoamericanas. Eduardo Barrera
ha sostenido que “el regionalismo de comienzos del siglo XX concreta las aspiraciones de un
sector letrado que, en medio de un nuevo impulso modernizador de las sociedades
latinoamericanas, expresaron desde esos modelos su reacción a las propuestas modernistas”. No
obstante, dicha interpretación resulta poco pertinente al tomar en cuenta que algunas novelas de
la tierra como Doña Bárbara revelan un definido proyecto de modernización para la sociedad. De
manera análoga, no se puede decir que las vanguardias hispanoamericanas promueven y exaltan
la modernización –la vertiente modernólatra de las vanguardias–, ya que también existe una
tendencia agonista o pesimista frente a los fenómenos que implican la modernidad. Así pues,
estas dos poéticas manifiestan las relaciones conflictivas que los países hispanoamericanos han
entablado con la modernidad desde el siglo XIX.
El modelo propuesto por Osorio tiene la virtud de que permite considerar las
manifestaciones de lo que Rama denomina “las dos vanguardias”. Entre estos dos polos se puede
insertar tanto la corriente de las vanguardias hispanoamericanas que se opone radicalmente al
realismo mundonovista –“modernización cosmopolita”–, como la que pretende retomar de la
estética regionalista su “vocación de adentramiento en una comunidad social” (Rama 126) –
“modernización transculturadora”. Este modelo permite, pues, pensar las poéticas narrativas que
confluyen en este momento –la novela de la tierra, por un lado, y la narrativa vanguardista, por
28
otro– no como dos compartimentos clausurados, sino como dos corrientes con fronteras
imprecisas que dan lugar a un conjunto de manifestaciones híbridas o “contaminadas”. Este
último es el caso de textos narrativos como El habitante y su esperanza de Pablo Neruda o
Panchito Chapopote de Xavier Icaza.
Más allá de estas manifestaciones híbridas, se puede decir que, mientras la llamada novela
de la tierra perpetúa las convenciones estilísticas del realismo decimonónico, la narrativa
vanguardista se adscribe a la tradición de la “prosa artística” iniciada en el modernismo. Como ha
observado Aníbal González, “la noción de „prosa artística‟ es esencialmente resultado de la idea
filológica de que el lenguaje es un objeto, con una historia y con una concreción propia y que las
palabras individuales se pueden manipular como „coleccionables‟, sólo por su valor estético, sin
estar totalmente subordinadas por su función significativa” (“La prosa” 121). Asimismo, algunos
temas recurrentes de la novela modernista se continuaron explotando en la narrativa de
vanguardia, entre los que cabe mencionar la exploración de la subjetividad y el personaje
intelectual.
Según Iván A. Schulman, la renovación de las formas narrativas que lleva a cabo la
tradición modernista-vanguardista consiste en un movimiento del polo metonímico –propio de la
narrativa realista– al polo metafórico característico de la novela moderna. En ese sentido, la
diferencia entre la novela modernista y la vanguardista es sólo “una diferencia de grado, una
diferencia que se mide en la inclinación del eje realista/modernista en una escala de lectura que
va desde lo metonímico a lo metafórico” (40). De la misma manera, en su análisis de las novelas
de los Contemporáneos Guillermo Sheridan resaltó “la importancia de la máquina metafórica ya
no como un ingrediente sino como la energía impulsiva misma del texto” (250) y señaló que
“desplazar el impulso metonímico por el metafórico provenía de los comportamientos dadaístas,
29
del culto del cinematógrafo y del espíritu burlesco de la metáfora como equivalente del proceso
cognoscitivo muy de moda en los años veinte” (250).
La relevancia de la metáfora en la novela vanguardista puede ser vista como uno de los
resultados de un proceso de mayor alcance que podría llamarse poetización de la prosa, esto es,
un enriquecimiento de la narrativa por medio del diálogo fructífero con el discurso poético. Al
respecto, Ángel Rama llamó la atención sobre el hecho de que casi todos los escritores que
escribieron prosa vanguardista eran poetas. Más allá de este hecho con valor anecdótico, el crítico
uruguayo planteó que la narrativa de vanguardia se construyó al trasladar a la prosa “los recursos
con que estaban procediendo a la renovación de la lírica” (141). Rama señaló algunas
consecuencias de este proceso de poetización de la prosa:
la liquidación de las matrices convencionales de la poesía correspondía al abandono de la
forma cuento o novela tradicionales; los tropos, y en especial Su Majestad la metáfora que
la narrativa realista había ido eliminando pacientemente, recobraban su imperio en la
prosa cuentística; la composición del personaje realista, ya mediante el psicologismo o el
costumbrismo, resultaba aventada y sustituida por un bocetado plano y colorista; el
discurso lógico, puramente referencial, que pusiera su sello en las páginas iniciales de
Doña Bárbara, resultaba subvertido por una imaginación que desquiciaba los órdenes
racionalizados; el desarrollo unitario y planificado del cuento en torno a una anécdota
precisa era sustituido por sucesiones de fragmentos, bruscos pantallazos desordenados,
iluminaciones entrecortadas y esquemáticas. (Rama 141)
Así como se ha reconocido la tradición de la que proviene la narrativa vanguardista, de la
misma manera se ha señalado la continuidad que establece con la narrativa posterior, en
30
particular, la llamada nueva novela hispanoamericana. Como ya se ha mencionado, Carlos
Fuentes y Mario Vargas Llosa sólo admitían ser continuadores de la narrativa publicada en los
años cuarenta y cincuenta. No obstante, Ángel Rama –siempre atento a iluminar las genealogías
que cruzan la literatura de Hispanoamérica– enfatizó tempranamente que
Esa nueva narrativa tiene su período germinal desde el vanguardismo de los veinte,
cuando se formula en oposición a los patrones de la novela regionalista, se consolida en
los treinta y los cuarenta amparada por la fuerte urbanización que presencia la
implantación de las editoriales culturales que diseñan un primer circuito global de
comunicación interna, y alcanza su eclosión en los cincuenta y los sesenta al contar con el
apoyo de un acrecido nuevo público que procura respuestas a los conflictos que vive el
continente en la circunstancia de su mayor integración al mercado –económico, técnico,
social, ideológico– del mundo. (Rama 321)
De este modo, el crítico uruguayo propone concebir el modernismo, las vanguardias y la
nueva novela –a las que denomina “las tres irrupciones de la modernidad” (147)– como
diferentes etapas en un mismo proceso de renovación de las formas narrativas, el cual tiene como
correlato los distintos impulsos de modernización de las sociedades hispanoamericanas. Dicha
propuesta interpretativa fue retomada por Fernando Burgos en su libro Vertientes de la
modernidad hispanoamericana (1995). Según este crítico, las obras literarias de estas tres etapas
se fundamentan en una misma noción de modernidad definida por los siguientes aspectos: “una
visión lanzada a las figuraciones de lo porvenir; un hacerse en la lucha contra el atrapamiento del
presente […] una afición por la creación de discursos radicales; una confrontación encarnada con
el propio medio artístico; una apología del pluralismo estético; una pasión por el descontrol de
programas artísticos como puntal anti-estacionario” (19, 20).
31
Esta aproximación a los fenómenos literarios de la modernidad resulta pertinente en tanto
que pone énfasis en las líneas de continuidad que recorren la literatura hispanoamericana de
finales del siglo XIX en adelante. Las vanguardias –como una etapa de un proceso de mayor
alcance: la modernidad literaria– constituyen “una versión de la modernidad radicalizada y
fuertemente utopizada” (Calinescu 104). Para efectos de esta investigación, la etapa vanguardista
incluye igualmente otras propuestas renovadoras coetáneas que, si bien no son consideradas
“vanguardistas” según la definición estricta del término,1 demuestran una afinidad en el proyecto
vanguardista de postular nuevas formas culturales que cuestionen radicalmente los hábitos
instituidos. Como se ha intentado mostrar en la primera parte de este capítulo, concebir las
vanguardias hispanoamericanas como un “mosaico de paradojas” implica que no existe
exclusivamente un modo de representación vanguardista, sino que pueden convivir diferentes
manifestaciones en un espectro que va del polo cosmopolita al transculturador.
1 Un ejemplo de definición estricta de las vanguardias se puede encontrar en “Los
Contemporáneos: la vanguardia desmentida” de Luis Mario Schneider. En este ensayo, Schneider
concluye que es equivocado calificar de vanguardistas a dicho grupo mexicano, ya que no
despliega una serie de rasgos imprescindibles según su conceptualización de vanguardia:
conciencia de grupo que niega la independencia de sus integrantes, postulados éticos y estéticos
divulgados por medio de manifiestos, actitud de ruptura y rechazo de la tradición.