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Pluralidad de normas en el español de América Author(s): Carlos Garatea Grau Source: Revista Internacional de Lingüística Iberoamericana, Vol. 4, No. 1 (7), Lenguas criollas de base lexical española y portuguesa (2006), pp. 141-158 Published by: Iberoamericana Editorial Vervuert Stable URL: http://www.jstor.org/stable/41678016 . Accessed: 28/07/2013 19:06 Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at . http://www.jstor.org/page/info/about/policies/terms.jsp . JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. . Iberoamericana Editorial Vervuert is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Revista Internacional de Lingüística Iberoamericana. http://www.jstor.org This content downloaded from 128.119.168.112 on Sun, 28 Jul 2013 19:06:06 PM All use subject to JSTOR Terms and Conditions

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Pluralidad de normas en el español de AméricaAuthor(s): Carlos Garatea GrauSource: Revista Internacional de Lingüística Iberoamericana, Vol. 4, No. 1 (7), Lenguas criollasde base lexical española y portuguesa (2006), pp. 141-158Published by: Iberoamericana Editorial VervuertStable URL: http://www.jstor.org/stable/41678016 .

Accessed: 28/07/2013 19:06

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Carlos Garatea Grau*

Z> Pluralidad de normas en el español de América

1. Introducción

No obstante lo mucho que se ha avanzado en el conocimiento de las variedades del español americano, todavía hay cierta resistencia a asumir sus consecuencias en lo referi- do a la fisonomía del español de América. La discusión en torno a la norma hispánica y, con ella, la antigua polémica sobre la unidad y la diversidad del español son, probable- mente, los dos temas en los que más se necesita integrar esos resultados porque ambos determinan la imagen del español americano, como objeto histórico, y el lugar que corresponde en ella a las comunidades que lo han hecho posible. Un obstáculo es el malentendido producido por la distinción entre lingüística interna y lingüística externa, que, tal vez por desconocimiento o simple ceguera, repite muchos de los errores cometi- dos por la lingüística de fines del siglo xix y primeros años del xx, errores, digo, que ali- mentan la creencia de que se puede alcanzar la objetividad de las ciencias naturales en la comprensión de los fenómenos lingüísticos. Por esa aspiración, una serie de propuestas teóricas y metodológicas justifican el carácter autónomo de la lingüística y la validez de estudiar a las lenguas como entidades ideales, abstractas, autosuficientes e independien- tes de todo contexto de realización. Ahí no hay espacio para considerar los fenómenos normativos, ni su dimensión simbólica, porque resultan hechos espurios, carentes de interés científico. Encarar el problema de la norma es una manera de recuperar el carác- ter social y simbólico con los que existen los usos de toda lengua y, en un ámbito más general, es situar al español de América, junto con el de España, en su temperamento de lengua histórica, con todo el espesor que determinan los procesos culturales, políticos y económicos que se abrieron paso con el Descubrimiento.

Como esa orientación implica una perspectiva -digamos- más comunicativa, la sola afirmación acerca de que los fenómenos lingüísticos deben ser explicados en sus respec- tivos contextos sociales no es suficiente. Hay que contar con los usos y los hablantes, pero también hay que reconocer que una misma persona puede emplear más de una

* Carlos Garatea Grau es profesor asociado, sección lingüística y literatura, en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde, además, se desempeña como editor responsable de Lexis. Revista de lingüísti- ca y literatura. Hizo sus primeros estudios doctorales en El Colegio de México y los segundos en Lud- wig-Maximilians-Universität München, donde se doctoró. Sus principales líneas de investigación están concentradas en la historia del español, español de América e historiografía lingüística. Entre sus publi- caciones recientes destacan: El problema del cambio lingüístico en Ramón Menéndez Pidal. El indivi- duo, las tradiciones y la historia. Tübingen: Narr, 2005; "Español de América, español del Perú", en: Lexis XVIII (1-2), 2004. Actualmente estudia las tradiciones textuales presentes en la difusión del espa- ñol en América, sobre todo en el Perú (ss. xvi-xvii). Correo electrónico: [email protected].

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variedad, de acuerdo a sus propósitos expresivos, a su percepción de los elementos invo- lucrados en el contexto y al modo que considera apropiado para asegurar el éxito de su discurso. Así se define la práctica verbal de todo hablante y, por su intermedio, se actua- liza el horizonte de interpretaciones que hace suyo la persona cuando actúa lingüística- mente. En efecto, el habla no está orientada únicamente por normas de corrección lin- güística, sino también por usos sociales y tradiciones verbales, que guían la construcción del discurso y expresan los valores con los que la comunidad ha identificado a la lengua histórica. De manera que "el concepto de norma no es un concepto descriptivo" (Lara 2004a: 41), ni puede sostenerse que una norma tiene la misma fuerza para todos los hablantes de una lengua (Caravedo 2005). Pero el reconocimiento de la diversidad nor- mativa implica ponerla en relación con dos hechos conocidos: el que una lengua de cul- tura, como el español, en su modalidad peninsular o americana, suponga la coexistencia de variedades diversas (diatópicas, diastráticas y diafásicas) y el que una de esas varieda- des, la llamada estándar, ordene jerárquicamente las distintas normas existentes en una comunidad. Las páginas siguientes tienen el propósito de situar los temas aquí esbozados en cuanto resultan útiles para comprender el español de América como objeto histórico que admite la unidad y la diversidad entre sus rasgos esenciales.

2. La autoridad castellana en América

Nadie duda hoy en reconocer que la variada y sostenida producción textual del siglo XIII, especialmente durante los años que cierran esta centuria, en la Península, favoreció la proyección del castellano en términos de lo que más tarde sería la lengua nacional y, gracias a las primeras tentativas de normalización, robusteció una conciencia y una refle- xión, ciertamente intuitivas, de los hablantes sobre la lengua y su carácter identitario. Si bien la promoción del castellano durante los reinados de Fernando III y Alfonso X es un hecho importante, notable, es de considerar que su adopción en las tareas jurídicas res- ponde, entre otras razones, a una decisión práctica de evidente contenido político: asegu- rar la eficacia del poder del rey a través de la comprensión de las leyes y ordenanzas, cuando aumentaba la población castellanohablante, con sus asimilados, y ampliaba ella su presencia geográfica a medida que se resolvía la conquista territorial ( cfr. Lodares 1995: 53). De cualquier manera, en esta marcha, el latín, lengua que, sin perder su presti- gio, había reducido su vigencia, y el árabe, que ponía a la vista su fuerte peso cultural, fueron las dos lenguas que, en grados diversos, contribuyeron a definir la estampa del español como lengua de cultura. Fue, sin embargo, durante el siglo xv, cuando esta len- gua afianza su marca de lengua nacional,1 merced a sucesos políticos, sociales e ideoló- gicos, que impulsan el ensanchamiento funcional del castellano,2 pero merced también al Humanismo, que perfila la imagen de la nación española e influye en la proclamación del castellano como lengua del Imperio, durante el reinado de Isabel y Fernando, quie-

1 La bibliografía sobre los hechos aludidos es extensa, pero, para un panorama general, desde distintas perspectivas, véase, entre otros, Cano Aguilar ((1999 [1988]) y 2004), Eberenz (2000), Jacob/Kabatek (2001), Lapesa (81980), Lara (2004a) y Rivarola (en prensa). 2 Sobre el particular se ha ocupado recientemente Eberenz (2000) y Eberenz/De la Torre (2003).

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nes, por lo demás, encontraron en Nebrija a la persona indicada para codificarlo por pri- mera vez. Con Nebrija y, más tarde, por intermedio de distintos agentes del Estado, entre los cuales habría que incluir a la Real Academia Española, desde el siglo xvm, la lengua castellana logró constituirse en principio de identidad para las comunidades hispanoha- blantes, principio que ha penetrado en la conciencia colectiva y ha marcado los procesos de educación (Lara 2002: 3 1 5),3 otorgándole sentido a tradiciones verbales forjadas durante siglos y definiendo nuestra percepción del español como lengua histórica.

Escritura y gramática fueron, entonces, las dos dimensiones que fijaron la identidad del castellano como lengua de Estado; mejor dicho: el Estado se sirvió de la escritura y de la gramática para afianzar el carácter nacional del castellano como vehículo de comu- nicación general. Vino así a integrarse la supremacía del poder político con el sustento de autoridad que, en definitiva, goza toda gramática normativa. Pero, al menos, en lo que toca al siglo xvi, cuando el español americano inicia su andadura, esa autoridad muestra fundamentos distintos (Pozuelo Yvanco 1986: 78): unas veces reposa en la opinión de los sabios, otras prefiere los usos populares, en ocasiones opta por los paradigmas greco- latinos y no falta oportunidad para combinar el prestigio de los sabios con la efervescen- te realidad popular, donde, como se sabe, estaba en marcha una serie de procesos diacró- nicos que habrían de distinguir al español moderno, procesos que obviamente no borraron diferencias dialectales, aunque sí recompusieron la variación en los niveles diastrático y diafásico. Basta repasar, por ejemplo, los razonamientos y las preferencias que opone Valdés, en el Diálogo de la lengua (1535), tanto en lo que ellos tienen de tra- dicionales como de originales,4 frente a Nebrija, para reconocer que es una simplifica- ción afirmar que la reflexión lingüística del xvi era uniforme y carecía de aristas. Lo que se tiene es un complejo mundo intelectual, alimentado por influencias e intereses de dis- tinta talla, escasamente uniforme, sobre todo ante la idea de norma y uso. Hay, pues, que matizar el hecho de asimilar la noción de autoridad a los clásicos,5 aunque haya algo de cierto en ello. Pero, no obstante esa amalgama de criterios, otra cosa es lo que sucede con la política lingüística impulsada por la Corona en suelo americano. Ella, si bien con variantes, responde a una cuestión de Estado, de política colonial, que corre por un carril paralelo y, en gran medida, lejano de los procesos lingüísticos que empezaron a gestarse desde las primeras expediciones conquistadoras. Esa política contribuyó a que penetrara en la conciencia colectiva americana y, con otro alcance, también en la peninsular una percepción cargada de juicios de valor sobre el español hablado en América y la suerte de esta lengua cuando las antiguas colonias ganaron su independencia.

Como se sabe, el español llegó a tierras americanas en boca de colonizadores de dife- rente origen dialectal. Pero, por donde se mire la migración hacia América, hubo un mar- cado predominio andaluz o meridional, especialmente durante el primer siglo; menor fue el número de castellanos, viejos y nuevos, y de extremeños noroccidentales durante el

3 Para la función de la burguesía y del Estado en el proceso arriba descrito remito a Lara (1997: 32-72). Cfr. Gauger ( 1 996), Guitarte (1974) y Rivarola (1998). Para la reflexión lingüística durante el renaci- miento español, puede consultarse Carrera de la Red (1988) y Ruiz Pérez (1987). Véase también Gon- zález Ollé (2002). 5 Pozuelo Yvancos (1986: 80 y ss.) muestra cómo Quintiliano, autoridad indiscutible, en ese contexto, defiende posiciones distintas e incluso, por momentos, contradictorias.

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mismo período. Claro que esta distribución varía si se consideran otros segmentos tem- porales o si se atiende a sus puntos de destino. Alta fue la presencia, por ejemplo, de tole- danos en México y de cacereños en el Perù del siglo xvi, mientras que destacan numéri- camente los castellanos viejos y vascos en Chile a mediados del siglo (Rivarola 2000: 99-100). Hubo, además, zonas, como Santo Domingo, Cuba o México, que recibieron el español directamente de la Península; otras, en cambio, como Paraguay, lo hicieron desde tierras previamente castellanizadas (Lope Blanch 2003: 44). Sea como fuere, los componentes de la primera etapa pudieron verse reforzados o debilitados según la com- posición de las capas de colonizadores que llegaron a suelo americano en los siguientes períodos y, por cierto, según también el grado de resistencia de las lenguas y culturas indígenas, que, como se sabe, varió mucho de un territorio a otro. Por otra parte, desde el conocido trabajo de Rosenblat (1964), la afirmación tantas veces repetida acerca de que la base de la población de Hispanoamérica estuvo compuesta por malhechores, campesi- nos ignorantes y todo tipo de gente de origen social bajo, ha quedado desvirtuada, al menos, en cuanto a la primera etapa.6 Ya Las Casas, en 1518, ante la necesidad de llevar a América un contingente de labradores, se quejaba de no encontrar ni veinte que estu- vieran dispuestos a acompañarlo. Cinco años antes, en 1513, Núñez de Balboa escribió al Consejo de Indias pidiendo que se diera por concluida la emigración de abogados, debido a la alta proporción que residía en el Nuevo Mundo y a los problemas que causa- ban con sus litigios, invocaba, más bien, que se favoreciera el viaje de carpinteros, sas- tres, herreros, entre otros. Pero el panorama cambió conforme se desarrollaron las cam- pañas de conquista. Una vez concluidas empezaron a cruzar el mar gente de escasa o nula fortuna y mínima formación cultural. Hernán Cortés alude a ello en carta dirigida a Carlos V, informándole que los españoles que llegan a México son "de baja manera, fuerte y viciosos de diversos vicios y pecados".7 Ahora bien, interesan los asuntos men- cionados por cuanto el español implantado en América hubo de definir su fisonomía sobre la base de una diversidad dialectal, social y cultural, que habría generado procesos de acomodación y nivelación, aún no del todo claros,8 pero cuyos resultados dieron al español americano una impronta andaluza o meridional. Esa diversidad de origen está íntimamente vinculada con una evolución lingüística diferenciada y con el problema de la norma -mejor dicho- de las normas americanas. Y es que se tiene modos de hablar entre cuyos hablantes podría darse cierta afinidad en los usos, pero no una identidad absoluta, en tanto representaban diferencias diastráticas, y porque, como ha demostrado la investigación contemporánea, quien goza de mayor nivel puede controlar mejor sus rasgos dialectales, sobre todo si su ideal de lengua está orientado por la norma que consi- dera más prestigiosa.

La modalidad americana resultante, difundida a desigual ritmo por el continente y expuesta a situaciones de contacto de cuño y espesor distintos, no fue apreciada en rela-

6 Los testimonios expuestos por Frago Gracia (1999: 1-100) inciden positivamente en este sentido. 7 Tomo ésta y las anteriores referencias de Lope Blanch (2000: 33-38). 8 Hay que decir que Cuervo se refirió a los procesos señalados en su conocido trabajo de 1901 . Por otra

parte, los modelos historiográficos planteados para explicar los orígenes lingüísticos de Hispanoaméri- ca y la discutida hipótesis de la koiné primitiva han sido analizados y discutidos por Rivarola (2000: 59- 105). Una amplia y matizada exposición de la koiné y sus consecuencias se encuentra en Granda (1994: 13-92); con otros criterios, Fontanella de Weinbeig (19923). Véase también Guitarte (1998).

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ción de igualdad con la peninsular. La relación política y administrativa entre la metró- poli y sus colonias fue trasvasada a la cuestión lingüística mediante argumentos y juicios que en nada diferencian lo primero de lo segundo, sino que, más bien, los engloban como elementos de lo mismo. Buena cantidad de testimonios afirma que el español hablado fuera de España es menos puro y elegante. Pero no se crea que ese sentimiento de superioridad corría únicamente a cuenta de peninsulares. Muchos nativos que, por razones diversas habían adoptado el punto de vista de aquellos, eran de igual parecer. Esta situación, ya estudiada por Guitarte (1991a y 1991b), hizo que en América se esti- mara como forma superior de hablar español la modalidad peninsular, en concreto, la variedad castellana, que se convirtió en punto de referencia de los usos americanos y que, a la par, distribuyó funcionalmente ambas modalidades: la americana, coloquial y vulgar, mientras la peninsular, culta. De ahí que contengan tono de sorpresa y conmise- ración los testimonios en los que se alaba el habla americana. Guitarte (1991b: 67) recuerda el caso del quiteño fray Gaspar de Villaroel, que vivió en España entre 1627 y 1637 y predicó muchas veces en la capilla real. En una de sus prédicas, hubo un ministro que tras oír el sermón, preguntó al vecino: "¿Cómo si este padre es indio predica tan español y es tan blanco?"9 Que el sentimiento de inferioridad lingüística caló en la con- ciencia americana es asunto confirmado por las reiteradas quejas sobre lo mal que se habla en América, desazón que permanece viva en la frecuente inquietud de tantos por ubicar el país americano en el que mejor se habla español, en que se habla como en España, deberían decir. Ha sido también Guitarte (1991b: 68-69) quien llamó la atención sobre el verso 41 de la silva a "La agricultura de la zona tórrida" de Andrés Bello, en la que se lee: "sus rubias pomas la patata educa", descartándose la americana y etimológi- ca papa, que, sin embargo, figura en las primeras redacciones; y sobre la preferencia de Rubén Darío, en 1 888, por santiagués, -a, para llamar a lo propio de Santiago de Chile, sencillamente porque santiaguino,-a no figuraba en el Diccionario de la Academia, y pasando por alto que santiagués, -a designaba al natural de Santiago de Compostela. La persistencia de esos afectos, junto a las razones que se mencionan más adelante, explica, a mi modo de ver, el que un 39% de mexicanos, encuestados por Moreno de Alba (1999), identifique a Madrid como la ciudad en la que mejor se habla español, y un 29% diga que es en México. Resultados semejantes se han encontrado entre hablantes peruanos, cuando se les pregunta no por la ciudad sino por el país: 35% dice que es en España y un 27% señala que es en el Perú.10

Aunque los testimonios de Bello y Darío corresponden al siglo xix, cuando las anti- guas colonias españolas en América declararon su independencia, lo que en términos generales ocurrió fue que la autonomía política alentó una nueva aproximación a la len- gua y nuevos juicios sobre los usos. Ella sembró el terreno para discutir sobre la conve-

9 Otros testimonios de este tipo de alabanzas han sido recogidos por Martinell Gifre (1994). En relación con la percepción de las primeras muestras de español andino, puede consultarse, por ejemplo, Cerrón Palomino (2003: 135-169, 199-219). 10 Tomo los datos que corresponden al Perù de una investigación actualmente en proceso, realizada por Luis Naters. Aunque el trabajo debe estar concluido durante el primer semestre de 2006, no tiene aún un título definitivo, sino uno provisional: "Actitudes y prejuicios de los hablantes peruanos". Por esta razón no he incluido la referencia en la bibliografía final. Agradezco a Naters por autorizarme a citar los resultados arriba señalados.

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niencia de afirmar una lengua que tuviera el grado de autonomía que se aspiraba lograr en la vida política. Nada extraño tiene en este marco el tinte antiespañol de muchos argu- mentos, claro reflejo del pasado reciente. De cualquier manera, el español de América ingresó al debate académico por intermedio de una profusa actividad recopiladora, esen- cialmente lexicográfica, que al mismo tiempo que respondía a un interés por lo propio, lo nacional, no dejaba de emplear a la modalidad peninsular como punto de referencia y criterio ordenador.11 Los llamados diccionarios de regionalismos, incluso hasta bien entrado el siglo xx, sirvieron, en su mayoría, para censurar barbarismos, vulgarismos y solecismos; en buena cuenta, esos diccionarios sólo extendieron la preeminencia docu- mental y normativa del diccionario académico. Quiero decir con esto que, no obstante las aspiraciones nacionales, la codificación y normalización peninsular, iniciada por Nebrija e institucionalizada siglos después por la Real Academia, continuó siendo la única codificación válida del español; es decir, se mantuvo el carácter monocéntrico, como en los siglos anteriores, y las variedades nacionales o regionales siguieron su desa- rrollo sin una normalización explícita autónoma (Rivarola en prensa). Ejemplo singular de ese monocentrismo es que sólo a mediados de 1950, la Real Academia dejó de consi- derar el seseo como vicio de dicción. No sorprende, entonces, por citar otro caso, que el uso etimológico de los pronombres átonos de tercera persona lo/los, la/las y le/les, tan extendido en América, aunque algunas variedades no han seguido esa tendencia, haya sido registrado como arcaizante. Sabido es que el leísmo es fenómeno corriente en caste- llano desde, por lo menos, el Siglo de Oro, como atestiguan algunos de los mejores escri- tores de la época. Su pujanza fue tal que, en 1796, la Real Academia lo declaró único uso correcto para el acusativo de masculino (Lapesa 8 1980: 471), prefiriéndolo al uso etimo- lógico de lo en función de complemento directo. Cierto que más tarde la Academia se rectificó haciendo algunas concesiones al empleo de lo, hasta calificarlo de preferible.

Mientras no se asuman y sitúen críticamente los asuntos expuestos se seguirá incu- rriendo en juicios apresurados y se crearán falsas imágenes sobre la realidad lingüística de América. Por lo pronto, no hay razón para mantener a la variedad castellana, en con- creto, a la variedad madrileña culta, como ejemplar exclusivo del buen empleo de la len- gua. Sin duda que esa variedad tiene un altísimo prestigio, ganado por circunstancias bien conocidas. Pero hoy es una variedad más del español. Pasar esto por alto es confun- dir al castellano con la lengua misma. La lengua española no es ahora la castellana, al menos no desde el siglo xvi, sino un complejo sistema constituido por hablas nacionales o regionales, con sus respectivas variedades, normas y con sus propios criterios para identificar usos de prestigio, todas ellas integradas, con igual legitimidad, en el amplio espacio hispanoamericano y español; incluso, podría invertirse la figura expuesta líneas arriba y calificar de divergente o anómalo algún uso castellano que no coincida con el uso más extendido en la comunidad de habla española. Ahora bien, el mencionado mono- centrismo no sólo ha retrasado el conocimiento de las formas comunes a las naciones y regiones hispánicas o de los ámbitos en los que la variación es más acentuada, sino que también ha introducido el concepto de lengua estándar en la discusión.

11 Las características de la tradición lexicográfica hispánica, han sido estudiadas por Lara (1996). Sobre el fin de los diccionarios de americanismo puede consultarse Zimmermann (2003).

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3. Lengua literaria, el estándar y los usos

Según las tesis que, en 1 929, planteó el Círculo de Praga, durante el I Congreso de Filología Eslava, la lengua literaria ( cfr. Trnka et al. 1971, 44-46) expresa "la vida de cultura y de civilización" de una comunidad lingüística; vale decir: es un producto social elaborado de acuerdo con el desarrollo del "pensamiento científico, filosófico y religio- so, político y social, jurídico y administrativo". Situada en ese ámbito, la lengua literaria no sólo restringe su existencia a la escritura, sino que, debido a las exigencias que impo- ne su dependencia al mencionado universo cultural y conceptual, amplía e "intelectuali- za" el vocabulario y explora nuevos usos sintácticos, con la finalidad de transmitir ese conocimiento. Esta función va ligada a una actitud "más exigente hacia la lengua" y a "un carácter más regulado y más normativo" (Ibid.: 45), que, si bien comporta un aleja- miento de la lengua común, influye en los usos orales, porque se constituye en pauta definidora de corrección y precisión lingüísticas. Cuando, en 1964, Paul Garvin denomi- na lengua estándar a la lengua literaria, la expresión se libra del sesgo que aporta en ella el adjetivo y gana la neutralidad que reclama la investigación lingüística moderna. Pero las cosas no han ido para mejor, porque esa neutralidad obstaculiza el aprecio de la cons- trucción histórica de las lenguas modernas (Lara 2004b, 1 1 9) y, por tanto, se vuelve impermeable al carácter simbólico contenido en el prestigio de algunas formas lingüísti- cas, hecho que se presenta, incluso, sin que medie un desarrollo en los términos propues- tos por el Círculo de Praga, como ocurre en varios pueblos nativos de América.12

Como ha sido señalado, desde la época de la conquista hasta una vez encaminado el siglo XX, el estándar de la metrópoli fUe trasladado al continente americano y asumido como único punto de referencia respecto a las novedades que iba mostrando el español en ese continente y que la investigación se encargaba de revelar. Pero las innovaciones americanas, aquello que escapaba del estándar metropolitano, aparecían como señal de peligrosa disidencia. El siguiente pasaje de Andrés Bello, tomado de su Gramática cas- tellana, cuyo título completo es Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), ilustra claramente esos temores, haciéndose eco de la teoría de la corrupción, ya presente en el famoso prólogo con el que Nebrija acompañó su Gramáti- ca en 1492. Dice Bello en este conocido fragmento:

Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispanoamérica. Juzgo impor- tante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. [...] el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neo-

12 Pienso, por ejemplo, en algunos pueblos de los Andes y de la Amazonia del Perú que, por razones histó- ricas y políticas, no han logrado revertir la situación de desamparo en la que se encuentran desde hace siglos, pero en cuyos actos de habla es posible reconocer la existencia de formas que gozan de mayor prestigio que otras, a pesar de que, muchas veces, son pueblos que carecen de escritura y de una codifi- cación explícita de sus respectivas modalidades lingüísticas. Este fenómeno ha sido especialmente caro a los programas de educación intercultural, pues, con frecuencia, introducen elementos y criterios aje- nos a la historia de esas comunidades, distorsionando la percepción de la realidad lingüística y repitien- do los errores que se pretende corregir.

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logismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de los que se escribe en Améri- ca, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irre- gulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elabora- ción reproducirán en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín (Bello [1847(1982)]: 33-34).

Igualmente conocida es la opinión de Rufino José Cuervo, hecha pública en 1901, acerca de que "estamos pues en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del imperio Romano: hora solemne y de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo" (Cuervo 1901: 35). 13 Como el tiempo ha demostrado que esos temores carecían de fundamento y que la realidad de una lengua se desarrolla por otros cauces, hay que admitir, por lo pronto, que la ya mencionada necesidad de intelectualización del vocabulario y la exigencia normativa que configuran el estándar han producido no una sino varias lenguas estándar, igualmente válidas, con distintos radios de influencia, en el español americano, pero también en el peninsular. Claro que al mismo tiempo existe una lengua literaria relativamente homogénea y unida, sobrepuesta a los estándares naciona- les o regionales. Que esto añade complejidad -y riqueza- a la fisonomía del español de América, no cabe la menor duda. Obviamente, no hay en ello disidencia ni fractura algu- na porque lo que ocurre es un equilibrio entre la unidad de la época colonial y la frag- mentación del período independiente, equilibrio, digo, que articula estructuras, voces y fonemas generales con formas de origen nacional. Por esta razón, debe rechazarse cual- quier afirmación que pretenda justificar un ideal de lengua para toda la comunidad hispa- nohablante, porque esta idea, propia del período colonial, además de inaceptable, es falsa. Que existe un ideal de lengua es cierto, que en él pueden reconocerse formas comu- nes también lo es; pero igualmente cierto es que ese ideal no es el mismo para todos y que, con más frecuencia de lo que se admite, muchos rasgos nacionales o regionales son considerados "ejemplares" por sus hablantes, aún cuando tienen un limitado espacio de vigencia.

Y es que el estándar representa una variedad diastrática (o social) y diafásica (o esti- lística) connotada positivamente, resultado de un largo proceso histórico que ha llevado a que los hablantes le reconozcan ese valor. El estándar es una forma de lengua con pres- tigio, ejemplar, que combina su área de difusión con una innegable estabilidad y unifor- midad lingüísticas (Oesterreicher 2002: 282). Se trata, en realidad, de una norma que sirve de referencia para las distintas variedades, ella actúa como criterio evaluador del estatus de los fenómenos lingüísticos y orienta la actuación linguística de los hablantes. Precisamente estas características son las que establecen el carácter diferencial del están- dar respecto de las demás normas existentes en el interior de la misma lengua histórica.

13 Resulta del mayor interés confrontar los razonamientos de los autores citados con las ideas expuestas por Ramón Menéndez Pidal, en 1962, en su articulo "Sevilla contra Madrid. Algunas precisiones sobre el español de América", en: Diego Catalán (ed.): Miscelánea homenaje a André Martinet. Estructuralis- mo e historia. Santa Cruz de Tenerife: Universidad de la Laguna, 99-165; pero también con otro trabajo de don Ramón, elaborado antes, en 1944, con el título "La unidad del idioma", incluido en id., (1945): Castilla la tradición, el idioma. Buenos Aires: Espasa-Calpe, 173-218. Me ocupo de las ideas pidalia- nas en relación con el español de América en un trabajo actualmente en preparación.

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Por eso, algunos fenómenos de difusión regional representan, en América, un estándar, gozan de prestigio y, por consiguiente, no hay razón para interpretarlos como desviacio- nes del estándar peninsular (Oesterreicher 2002: 278 y 283). Para ilustrar esta idea me permito mencionar un puñado de ejemplos: uno de ellos es el conocido tratamiento unifi- cado. La oposición entre las formas del plural vosotros y ustedes, propia del estándar europeo, no existe en América, donde se registra sólo ustedes, fenómeno emparentado además con el uso del posesivo vuestro y las funciones americanas de su y suyo. Es cier- to que la preferencia americana de ustedes ocurre también en las Islas Canarias y en Andalucía occidental, pero hay una diferencia de estatus: en América es forma del están- dar, mientras en España ese uso tiene una marca diatópica, vale decir: "canario" o "anda- luz occidental"(ç/Ã: Oesterreicher 2002). 14 Ocurre lo mismo con el estatus del seseo, pero no con la palatalización de los fonemas velares, sordo y sonoro, /x/ y /g/, con desarrollo de yod (p.e [x'jénte]), rasgo exclusivo del español chileno. Si se atiende al léxico, voces como mina, aguacate y ojota, son términos propios de estándares regionales fácilmente reconocibles, mientras que oraciones como Mi hermano un auto compró, María linda es, Usted tomas un jugo y Usted quieres un plátano parecen constituir ya estructuras del estándar de ciertas zonas de la región andina; el uso del doble posesivo, del tipo de Juan su casa, es reconocida, en el Perú, como estructura propia del español andino y amazóni- co, a diferencia de su casa de Juan que es asumida sólo como característica del español andino, aunque, debido a la fuerte migración de hablantes andinos a la costa, durante los últimos treinta o cuarenta años, ahora sea de uso relativamente frecuente en boca de hablantes no andinos, costeños de origen, pero sin que le reconozcan el estatus que posee en los Andes.

Sin duda que el carácter prescriptivo de la lengua estándar se da a conocer mediante textos escritos, pero ella se normaliza por intermedio de textos que explicitan su sistema, es decir, sus características internas, como sucede con las gramáticas y los diccionarios; en buena cuenta ambos son agentes normativos que contribuyen a formar la conciencia metalingüística de los hablantes y a transmitir los valores con los que cada hablante habrá de reflexionar sobre los usos de su lengua y los de los otros. De ahí que el espacio ideal para comunicar el estándar sea la enseñanza escolar,15 porque un efecto de la exis- tencia de la lengua estándar es su carácter simbólico identitario y la escuela es a todas luces el espacio más indicado para afianzarlo y demostrar su validez. El estándar se constituye en una idea integral de la lengua para los miembros de la comunidad y es a partir de esa idea que los hablantes reconocen y juzgan las múltiples realizaciones que perciben en el entorno inmediato (Lara 2004b: 123). Sin embargo, para nadie es una

14 Para Menéndez Pidal (1962), el tuteo desplazó al voseo existente primitivamente en América, para asentarse sobre todo en México y Lima, gracias a su fuerza de repulsión hacia lo dialectal y de capta- ción para lo cortesano. Recientemente Bustos Gisbert y Ramón Santiago (2002: 1131) han planteado en relación con la coincidencia en la generalización de ustedes como plural de tú la siguiente cuestión: si la época de difusión de usted-ustedes es posterior al momento en que se trasladaron a América los demás rasgos andaluces, ¿cómo es posible que afectara por igual a todo el continente americano? y ¿cuál fue el uso de vosotros, si existió, en el español americano?

15 Digo ideal porque la enseñanza escolar no ha cumplido satisfactoriamente con esa tarea, sino que se ha convertido más bien en espacio de transmisión de modelos ajenos a las experiencias lingüísticas de los muchachos, modelos que muchas veces rezuman actitudes valorativas y discriminatorias.

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novedad el hecho de que, en ocasiones, se produce una tensión entre las formas descritas como parte del estándar y el comportamiento lingüístico de los hablantes e, incluso, que éstos no reconozcan en aquellas muestras apegadas a sus experiencias de lengua. Sucede esto cuando la selección de las formas responde a criterios de evaluación ajenos a los procesos sociales e históricos de la comunidad, como el que una forma sea preferida por su prestigio literario o académico, por el peso de una tradición cultural o simplemente por encajar en postulados teóricos desconectados de los hablantes reales ( cfr. Caravedo 2002: 120). Los problemas que ocasiona ese tipo de tensiones afectan directamente la conciencia lingüística y ponen en entredicho el efecto identitario y normativo que en principio debe caracterizar al estándar: los hablantes descubren que las formas propues- tas como ejemplares no son las que ellos valoran positivamente en su comunidad, enton- ces o deciden ignorar la propuesta, encaminando sus actuaciones sobre la base de otros puntos de referencia, o reducen su espacio de vigencia a determinados contextos, a ruti- nas específicas, como una tarea escolar, pero sin reconocerle mayor trascendencia para su vida diaria, o, debido a la fuerza de los agentes normativos y a los discursos en los que ellos se constituyen como tales, los hablantes asumen que los modelos de prestigio adquiridos en su vida social no son válidos, que estaban equivocados, porque no reciben valoración positiva alguna, sino que, más bien, son sancionados como incorrectos, expre- siones incultas, barbarismos, todo lo cual termina arrastrando inevitablemente la percep- ción de su variedad lingüística, identificándola con patrones que habría que evitar para "hablar bien", aun cuando ello exija adoptar modelos de actuación en principio extraños y claramente impuestos. En este marco, es evidente que ese estándar en nada colabora con el sentimiento de identidad social, ni con el reconocimiento de la variación, ni con el aprecio de la diversidad lingüística. Lamentablemente ese ha sido el curso mantenido por la educación escolar oficial en la mayoría de -si no en todos- los países hispanoame- ricanos.16 Y, en otro orden de cosas, en ese tipo de imposiciones radica el hecho de que la diversidad de normas no haya tenido cupo en el debate sobre la fisonomía del español de América, situación que, en los últimos años, parece estar cambiando.

4. ¿Una o varías normas?

Adoptada una perspectiva más amplia y flexible que la tradicional, el primer rasgo del español americano -acaso la principal característica- es su diversidad, una pluralidad de formas, modos de uso y grados de prestigio unidos por su convergencia en la misma lengua histórica. Una diversidad ciertamente apreciable en distintos niveles de lengua, pero, al mismo tiempo, una diversidad que, de paso, muestra el carácter relativo de tér- minos como rusticismo, vulgarismo y arcaísmo -¡tan frecuentes en la evaluación del

16 En relación con lo arriba afirmado pongo el siguiente ejemplo: un libro de ejercicios, llamado Minka, usado en el curso de español, en los Andes peruanos, ofrece a los niños de segundo grado de primaria algunos ejercicios en los cuales los pequeños deben identificar qué formas son correctas y cuáles no. Uno de esos ejercicios presenta como oración incorrecta lavados son algunos monumentos. Sin embar- go, se trata de una estructura típica del español andino, la variedad en la que se comunican habitualmen- te esos niños con los miembros de su entorno inmediato (Vigil 2003: 253). Me he ocupado de este caso en Garatea Grau (2004).

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español de América!- y cuyo empleo, de mantenerse, no puede depender de las formas consideradas en sí mismas, aisladas, sino del valor que les otorga la comunidad hablan- te.17 Significa esto que cuando la investigación atiende al uso real, es decir, al hablar espontáneo de los individuos en sus respectivas comunidades, subordinado a las formas tomadas en ellas por ejemplares, todas las realizaciones aparecen en relación de igual- dad; sus diferencias sólo pueden ser reconocidas por intermedio de una escala gradual, pragmática, elaborada sobre la base de principios que tipifiquen las distintas situaciones comunicativas y aclaren el grado de adecuación que posee cada discurso {cfr. Koch/Oes- terreicher 1990; Narbona 2001: 4). Por cierto que esa adecuación no se limita a si el medio empleado es oral o escrito, sino que incluye la serie de dimensiones que guía la actuación lingüística de los hablantes y que esclarece el grado de aceptación social de un acto comunicativo cualquiera.18 Son estas razones las que hacen del español europeo y del español americano designaciones que agrupan un conjunto de variedades jerarquiza- das, con distinta fuerza normativa, con desiguales áreas de influencia y prestigio. Aten- diendo a esto último, es evidente que, por ejemplo, una construcción interrogativa como ¿qué tú quieres? goza de un radio de influencia claramente regional, caribeño, que, al mismo tiempo, es sentida como extraña en otras regiones americanas, en las que se espe- ra ¿qué quieres tú? En la misma situación se encuentra el loísmo entre hablantes de espa- ñol andino en contraste con los no loístas, por citar otro caso.

Ningún apresuramiento hay, entonces, si se postula que la situación del español actual expresa una cultura lingüística pluricéntrica, que comprende el extenso territorio en el que se habla esa lengua.19 En términos reales, afirmar el pluricentrismo del español

17 Para ilustrar esa valoración podría mencionarse la ocurrencia, en contextos formales, en España, de for- mas como esamen , aksoluto , prespectiva , sin que su presencia cause mayor rechazo. En América, ocu- rre lo contrario cuando son dichas en el mismo tipo de contextos. Opuesta valoración recibe también la diptongación de hiatos en casos como pior o tiatro , perceptibles en el habla culta de algunas regiones americanas, pero que en España son tenidas por vulgares o rústicas ( cfr. Lope Blanch 2003: 36). En este marco, resultan interesantes los resultados ofrecidos por Martín Butragueño (2003) sobre la elisión de -d- habitualmente considerado como fenómeno prestigioso en el habla de Madrid. El estudio de ese fenómeno en Getafe, municipio del área metropolitana de Madrid, le permite al autor afirmar que "en un período relativamente breve se avanza en la dirección más normativa casi en uno de cada dos casos. Lo cual, dicho sea de paso, parecería contradecir la opinión de que la elisión de -d- intervocálica se ha vuelto prestigiosa en Madrid", pero luego matiza esta afirmación diciendo que "lo más probable es que ambas observaciones sean correctas y que lo que ha ocurrido es que la variante antes encubierta [...] salió a la luz [. . .]" (Ibid.: 39-40). 18 Para el fundamento de lo expresado arriba, remito, sobre todo, a Koch/Oesterreicher (1985, 1990, 2001); Oesterreicher (2001); y Schlieben-Lange (1975 y 1983). 19 Esta característica del español ha sido recientemente subrayada por Oesterreicher (2001 y 2002) y Riva- rola (en prensa). Pero tiempo atrás Guitarte (1991b: 82) había advertido esa característica, aunque se refirió a ella en otro contexto de reflexión, pero no alejado de lo razonado en este trabajo. Las palabras de Guitarte son las siguientes: "La existencia de estos veinte españoles nacionales significa la presencia de otros tantos centros lingüísticos, o sea que, dicho en términos técnicos, la situación del español actual es de policentrismo [...] Lo que importa observar es que el policentrismo no supone forzosamente una fragmentación de la lengua. La lengua se puede conservar fundamentalmente uniforme, con variaciones nacionales que no alcanzan categoría de idiomas diferentes Y, como recuerda Lope Blanch (2003: 56), Rosenblat, en 1967, llamó la atención sobre la existencia de diversas normas cultas. Decía Rosen- blat que "no hay más remedio que admitir que el habla culta de Bogotá, de Lima, de Buenos Aires o de México es tan aceptable como la de Madrid. La realidad lingüística postula, para la lengua hablada

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es admitir la existencia de varios centros que constituyen modelos estándares de presti- gio y que, por consiguiente, son irradiadores de normas para un país o para una región (Rivarola en prensa). Carece de sentido, por ello, pensar que los hablantes son conscien- tes del estado general de la lengua histórica. Sus interpretaciones de la realidad lingüísti- ca son siempre parciales e, incluso, pueden ser contrarias a las de hablantes situados en otro lugar en el que también se hable español, porque la percepción que cada uno elabo- ra sobre su lengua responde esencialmente a su experiencia en el marco de una comuni- dad histórica; de ahí que la conciencia metalingüística de los hablantes contenga un com- ponente simbólico, muchas veces también ideológico, firmemente identificado con usos específicos de lengua, que se pone de manifiesto en las actuaciones verbales y en la valo- ración de los modos de usar la lengua.20 Contradice la realidad quien pretende ubicar un país o una región en donde se hable "buen español" o quien somete al mismo rasero, con el propósito que sea, a las distintas variedades del español. El carácter pluricéntrico de esta lengua hace que el "buen hablar" -si existe algo así- sea, en todo caso, comportarse lingüísticamente a la altura de las condiciones comunicativas, es decir, según las normas que delimitan tanto la adecuación de los discursos como las expectativas de los oyentes. Importa tener en cuenta que la mayoría de esas normas carece de una codificación explí- cita, pero ello no impide su reconocimiento por parte de los hablantes, quienes, por lo demás, les atribuyen fuerza prescriptiva y las distinguen según las circunstancias en las que se enmarca el acto verbal. No significa esto que una lengua de cultura pueda prescin- dir de una codificación externa, ni que la investigación deba limitarse a atestiguar lo que ocurre en la práctica. Sólo quiere decir que la codificación tiene que corresponder al carácter pluricéntrico antes señalado, lo que implica admitir alternativas en determinados puntos del sistema (cfr. Rivarola en prensa). Claro que esas alternativas suponen un costo para el rigor absoluto con el que, por ejemplo, se pretende describir a una variedad están- dar. Sin embargo, el provecho es mayor si se lo mira en función del grado de aceptación y de tolerancia que se consigue con la propuesta.

De manera que si las normas lingüísticas son los medios por los cuales la comunidad asegura su identidad, conserva tradiciones y, sobre todo, asegura la mutua inteligibilidad de los hablantes, resulta que ellas pierden ese alcance cuando se toma a la norma como simple concepto descriptivo o mera realización habitual del sistema, en tanto se vuelve

culta, una pluralidad de normas". Véase también las obras citadas en la nota 13. En conjunto, estas pocas referencias muestran que el tema de la diversidad lingüística de América no fue un hecho com- pletamente desconocido ni desatendido durante el siglo xx; lo que sí hacía falta era enmarcar teórica- mente esa realidad con el objetivo de explicar la información que ofrecía el trabajo empírico y situar los datos como evidencias de la misma lengua histórica.

20 Son precisamente estas consideraciones las que, dicho sea al pasar, subrayan la intervención de lo sub- jetivo en la percepción y en la valoración de los hechos lingüísticos, dimensiones que, como se indica arriba, resultan de la esfera comunicativa en la que el individuo adquiere y usa su lengua, lo que com- promete desde el ámbito familiar hasta el escolar, laboral, cultural, etc. Cuando Caravedo (2001) demuestra la importancia de estas cuestiones en relación con el español de América, plantea la siguien- te pregunta que ilustra bien el centro del problema: "¿Qué justificación objetiva puede existir, por ejem- plo, para que la palatal lateral sea subvalorada y estigmatizada en ciertas regiones hispanoamericanas, a diferencia de su estatuto en el español peninsular estándar, si se trata de la misma lengua, y sobre todo, del mismo sistema de creencias sobre ella supuestamente derivado de un único ideal?" (Caravedo 2001 : 64). Véase la nota 16.

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incapaz de abarcar las distintas magnitudes que le dan sentido y vigencia sociales y que, por cierto, la integran en las experiencias acumuladas durante la historia de una lengua, en un espacio determinado.21 Precisamente estas características otorgan a la norma un alcance relativo, no absoluto; relativo a las comunidades que comparten una lengua his- tórica, a la percepción y a la valoración que han elaborado los hablantes sobre los usos de lengua. Conviene entender, además, que las diferencias entre las normas son de grado, unas más codificadas que otras, unas más conscientes que otras. Lo que explica que un mismo hablante pueda actuar de manera diversa, según normas y tradiciones distintas, de acuerdo a los contextos y a los propósitos comunicativos inmediatos, posibilidad que ocasiona que muchas investigaciones limitadas a la cuantificación de variables como el género, la edad o la condición económica de los hablantes sean incapaces de representar y explicar, adecuada e integralmente, las características que tiene el empleo de una len- gua en sus respectivos espacios de vigencia. Más adecuado -y hasta preferible- es dife- renciar tipos de contextos, apoyándose en una escala que vaya de lo más inmediato, la comunicación cara a cara, a las situaciones de mayor distancia comunicativa, una escala que, como se dijo antes, admite una graduación pragmática y cuya flexibilidad favorece la incorporación de criterios no previstos en los modelos, pero que resultan relevantes para la explicación de los fenómenos.22 Así, por ejemplo, el hecho de que las caracterís- ticas del contexto exijan en el hablante un mayor nivel de control en la realización del discurso, como sucede en un diálogo entre cuyos participantes no existe una relación previa o en un acto verbal efectuado ante un auditorio, permite reconstruir los criterios normativos que guían la actuación del hablante. Esto se hace más evidente cuando el individuo reajusta, corrige, su discurso con la finalidad de adecuarlo al contexto, porque esa actitud muestra un ideal preceptivo, acoplado a su conocimiento, en el que intenta encajar su actuación verbal. Son autorregulaciones que dan luces sobre la percepción social de los usos de lengua y son ellas, además, las que permiten medir el grado de com- patibilidad entre las formas empleadas en la comunicación y las del estándar.

Por otra parte, como se anticipó párrafos atrás, el pluricentrismo del español supone aceptar la existencia de normas lingüísticas con campos distintos de aplicación, que estable- cen una jerarquía entre ellas. En un trabajo reciente, Lara (2004a: 67) distingue, por ejem- plo, normas generales, las de la lengua literaria, que sirven en buena cuenta para conservar la unidad de la lengua; las de la lengua escrita, no literaria, y las de la lengua oral, general- mente de alcance regional (p.e. del español antillano) o nacional (p.e. del español mexicano, peruano o peninsular). Las normas prescriptivas académicas actúan sobre la lengua literaria, lo que favorece su aceptación por la mayoría de hispanohablantes. Pero, según el autor, como no es en la lengua literaria en donde cada región o cada país logra una identificación propia, cada uno recurre a la valoración de los usos locales, en contraste con las normas lite- rarias, y crea lenta e implícitamente sus propias normas. Con esa distribución estaría asegu- rada la unidad en la diversidad regional y nacional del mundo hispanohablante. Si esos cam- pos son vistos a manera de una jerarquía, las normas de la lengua literaria y las ortográficas encabezan la lista; siguen las de alcance nacional o regional, con sus respectivos correlatos

21 Luis Fernando Lara se ha referido a este asunto en varias oportunidades: 1976, 1990, 2002 y 2004a. En este sentido resulta de la mayor utilidad la escala propuesta por Koch y Oesterreicher en las obras citadas en la bibliografia final.

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en lo fonético, morfològico, sintáctico y en el léxico (Lara 2004a: 68), que la investigación debe precisar con el rigor del caso. Sin embargo, es ya evidente que, por ejemplo, muestras de la diversidad hispánica se obtienen en los niveles morfológicos y sintácticos, en los cua- les se han desarrollado fenómenos particulares de derivación, de perífrasis, de usos verba- les, de complexión sintáctica, entre otros procesos (Lara 2004a: 143). Igualmente evidente es que esos niveles son los que acusan mayor influencia de la normativa académica, al menos en ciertos tipos de discursos, aquellos que exigen un mayor grado de control por parte de los hablantes, pero otros son los resultados si la observación atiende contextos -por así decir- más espontáneos o informales. Distinto es el caso del nivel fonético y también del léxico. En el primero suelen participar normas que adjudican valores sociales a la pronun- ciación, que llevan a identificarla con variedades históricamente consideradas prestigiosas o desprestigiadas y que son extrapolados a los hablantes por el hecho de emitir un sonido de tal o cual manera. Este hecho es notorio en espacios en los que conviven lenguas distintas o variedades surgidas de un secular contacto lingüístico, como en muchos territorios america- nos, y cuyos efectos, cuando no son debidamente atendidos, comprometen de manera direc- ta las posibilidades de integración nacional. A manera de ilustración puede citarse la conoci- da alternancia vocálica (p.e. ausinte, memurea, espusa, tovierá), la falta de concordancia en género y número ( los notificaciones, camisa blanco, los libros es de él) y el orden OV (pan voy comprar, a la iglesia está yendo) que, entre otros rasgos, caracterizan al español andino, rasgos todavía percibidos, en el Perù, por hablantes de la variedad costeña, sobre todo por los de las clases media y alta limeñas, como indicadores de poca formación escolar, que dan paso a actitudes discriminatorias; prejuicios y actitudes tan fuertes que, incluso, en ocasio- nes, quienes actualizan esos rasgos niegan su procedencia andina para presentarse como costeños de origen.23 En cuanto al léxico, el caso no es muy distinto. El uso de ciertos voca- blos está encajonado también por normas que responden a valores del mismo tipo, e inclu- so, como muestra Lara (2004a: 144), a juicios ideológicos, religiosos, de cortesía, etc., a par- tir de los cuales se desarrollan actitudes de rechazo o aprecio del desempeño verbal del individuo. Son estos hechos los que demuestran que las normas lingüísticas no son fenóme- nos que puedan ser restringidos a la estrechez de una descripción formal o, si se quiere, estructural, ni que pueda afirmarse (a priori) la existencia de normas absolutas para el amplio mundo hispanohablante. Las normas son fenómenos esenciales a la sociabilidad de los individuos y están inmersas en la historia de la comunidad hablante. De ahí que la fiso- nomía del español de América esté configurada sobre una evidente pluralidad normativa, que, sin poner en peligro la unidad, presenta la riqueza de su diversidad como una realidad que debe ser asumida, en toda su amplitud, por la investigación contemporánea.

5. Conclusiones

Urge un cambio en la actitud científica. Quiero decir: es necesario ponderar el susten- to y las consecuencias de las tradiciones científicas con las cuales se ha intentado explicar

23 Las consecuencias sociolinguísticas de fenómenos como los arriba señalados, atendiendo a situaciones de contacto y migraciones, en lo que corresponde al español del Perú, han sido analizadas y debidamen- te ejemplificadas por Caravedo (1992 y 1996). Para un alcance más general, véase Gadet (1992).

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las características del español hablado en América. Desde luego, no significa esto que ellas sean descartadas de plano o que se les endilgue el ribete de obsoletas sencillamente por razones cronológicas. No sería un juicio serio. Para ponderar adecuadamente esas tra- diciones hay que situarlas en sus respectivas coordenadas de elaboración, en el fondo epistemológico que las sostiene, en las deudas ideológicas que presentan y, por cierto, en su capacidad para explicar la realidad de los fenómenos lingüísticos. Vale ciertamente lo mismo para perspectivas más contemporáneas que arropadas en discursos "científicos" desgajan a las lenguas de su dimensión social e histórica y las convierten en regulares modelos de laboratorio. Si el español de América tiene el estatus de objeto científico, el investigador debe explicarlo tal como se muestra y no como él quisiera que se muestre. Y ello -qué duda cabe- exige situar la investigación en los usos sociales y en las caracterís- ticas de los contextos, valorando, por cierto, la función de los textos escritos y de la len- gua literaria en la configuración de cada espacio comunicativo. Para lograrlo, será perti- nente todo aquello que colabore a explicar la adecuación de un discurso y el prestigio que tienen unas formas a diferencia de otras. Es la única manera de no contradecir lo que efectivamente sucede en la realidad; de asumir el componente simbólico e histórico que da contenido y vigencia a las normas que guían a los hablantes en las diversas comunida- des americanas de habla española. Por eso, el cambio de actitud científica exige que, junto a la evaluación de las tradiciones científica, las normas dejen de ser consideradas simples manifestaciones habituales del sistema y, más bien, sean entendidas como una compleja red de valores, juicios e ideologías, asentados en la memoria colectiva y evi- denciados, al interior de la comunidad, en las maneras en que se habla español; finalmen- te, son los hablantes -y no los lingüistas- quienes deciden la suerte de una lengua.

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