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Carretas del Espectro Carlos B. Delfante

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La obra de historia y ficción “Carretas del Espectro” se fundamenta en los hechos reales que ocurrieron durante el periodo de la primera Invasión Inglesa a Buenos Aires, cuando un gran tesoro compuesto por el acumulo de lingotes y monedas de plata que pertenecían a la Corona Española, debieron de rebato ser evacuados sigilosamente de la Capital del Virreinato del Río de la Plata. El principal período del relato en el cual se desentraña esta aventura, ocurrió durante el invierno de 1806, cuando aún el territorio argentino vivía su penúltimo Virreinato.

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Carretas del

Espectro

Carlos B. Delfante

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El valor del dinero es que con él

podemos mandar a cualquiera al

diablo. Es el sexto sentido que te

permite disfrutar de los otros cinco.

William Somerset Maugham

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Introducción

La obra de historia y ficción “Carretas del

Espectro” se fundamenta en los hechos reales que

ocurrieron durante el periodo de la primera Invasión

Inglesa a Buenos Aires, cuando un gran tesoro compuesto

por el acumulo de lingotes y monedas de plata que

pertenecían a la Corona Española, debieron de rebato ser

evacuados sigilosamente de la Capital del Virreinato del

Río de la Plata.

Por tratarse de una historia romanceada, la obra se

convierte en un florilegio descriptivo y verídico asentado

sobre datos y documentos que permitieron al autor

imaginar lo que en verdad ocurrió con los satélites

personajes que participaron de los hechos durante un corto

lapso de tiempo, cuando algunos de los actores fidedignos

se vieron obligados a defender políticas particulares y

estratégicas vitales para ambas Coronas, y entre los que se

pueden encontrar integrantes de la corte del Virrey

Sobremonte, sujetos de estirpe que pertenecían a algunas

familias aristocráticas españolas y criollas, el clero, donde

cada uno a su vez le fue impuesto tener que defender

diferentes ideas y los intereses del momento.

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El principal período del relato en el cual se

desentraña esta aventura, ocurrió durante el invierno de

1806, cuando aún el territorio argentino vivía su penúltimo

Virreinato.

Por aquel entonces, parte de un gran Tesoro fue

substraído por el ejército invasor y prontamente enviado a

la Corte Inglesa, empero, una buena parte del mismo

desapareció para siempre… ¿Será?

Al elaborar la obra, se buscó llevar adelante una

minuciosa copelación de datos que compusieron esta

antología, y donde ha sido menester destacar y relatar todo

el escenario previo a los acontecimientos, así como

describir el ambiente donde habitaban los personajes.

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Durante aquella la noche y parte de la madrugada, el

capitán Martín había conseguido atravesar con éxito las

pocas leguas de distancia que lo separaban de su destino.

La orden que había recibido fuera extrema y la situación le

parecía ser más aún. Pero para lograrlo, había sido

ineludible tener que cabalgar el tiempo todo a galope

limpio y sin dar tregua alguna a su bayo, en cuanto se

sentía protegido por un seguro grupo de soldados

Blandengues de su confianza.

Para alcanzar tal encargo con éxito, le bastaron

algunas paradas rápidas para aguar los pencos, mientras

que el resto fue realizado a toda carrera entre pastizales y

campos vacíos. Sin embargo, durante el desolado

transcurso, el brioso oficial no pudo dejar de percibir que

sus caballos estaban agobiados, sudados, pero mismo así

no quiso realizar cualquier pausa desnecesaria hasta que

finalmente llegasen a la localidad de “El árbol Solo”.

Una vez allí, pronto traspusieron el río para llegar al

centro de la Villa. Más precisamente, aquella topa se

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dirigía a la casona del Alcalde de la Villa de Luján, don

Manuel de la Piedra.

Luego después de la partida, aquella silueta alta y

delgada que iba ahorcajada en la montura, se había

colocado por delante del pelotón, y así cabalgó durante el

tiempo todo. El yermo escenario no llegaba a apremiarlo

en lo más mínimo, pero de cierta forma, durante todo el

recorrido buscó mantenerse reticente, silencioso, evasivo,

como si estuviese buscando esquivarse de alguna mirada

inquisidora. Entendía que no era necesario que les dijese a

sus subordinados cuales eran los motivos de aquella

urgente partida.

-De que valía hablar, si todos ya lo sabían -pensó el

capitán Martín durante algunos instantes de duda, soplos

de vacilación que luego apartaba como celoso militar que

era.- El país estaban siendo invadidos -recapacitaba-, y eso

requería movilización, premura y ejecución de órdenes

ciegas.

Por otro lado, también entendía que el aprieto de la

situación no era para menos, y por eso no quería perder

tiempo tejiendo comentarios desnecesarios con quien

fuese. Si se había requerido de él para llevar adelante un

plan que podría salvar los valores del erario de la Corona,

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entonces ¿para qué ilustrar el asunto con otros pormenores

que nada decían a la tropa?

Al capitán Martín le bastaba con que la orden que le

fuera entregue esa misma tarde directamente del Virrey

del Río de la Plata, estuviese clara, mismo que de ella

resultase imperioso el sacrificio que el grupo sobre su

comando debería realizar a toda costa. Por tanto, las

emergencias no le habían dejado espacio a otras

maniobras. Empero, aquella conversación continuaba a

darle vueltas en la cabeza durante el apurado viaje:

-Le pedí para que viniese deprisa, señor Martín,

porque ya está todo decidido. Acabamos de nos reunir con

el Obispo Benito Lué y Riega y con al secretario del

Consulado de Buenos Aires, don Manuel Belgrano. Por lo

tanto, ahora requiero su máximo esfuerzo. No hay más

tiempo a perder -le anunciara el virrey con un tono de voz

molesto.

Mientras permanecía con el torso encuadrado frente

al gobernante, el capitán notó que el virrey Rafael de

Sobremonte estaba con el semblante agobiado, pero no

cansado. Era una tensión diferente a la de los otros días la

que ahora se le veía estampada en su fisonomía. Pensaba

que era más bien a causa de la exacerbación, aunque para

el oficial ya no era novedad verlo así durante algunos días

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del último mes. Desde que les había llegado la mala

noticia, el palacio se había visto siempre lleno de gentes

esnobs que se avecinaban para traerle sus pesadumbres y

enterarse de cuáles serían los planos para sortear la

situación.

-¿Llevaré conmigo las carretas, señor? -le había

preguntado el capitán, a la vez que cavilaba lo que su

señor se traía en mente, y permitiéndose imaginar por

algún momento, de que su cometido fuese más sugestivo

en lo relativo a la acción a desempeñar.

-No, no. El punto de la orden a que me refiero, es

otro, señor Martín. Por ahora definimos que los caudales

saldrán más tarde, luego después que se le adjunten

algunos otros peculios. Aún me falta ver lo que don

Manuel de Sarratea quiere hacer -le había expresado el

hombre de forma sensata y clara.

Ante la expresión determinada del virrey, el oficial

se mantuvo en posición de sentido, pero casi sin querer

había fruncido el ceño cuando escuchó el nombre de

Manuel, un sujeto que el capitán Martín consideraba ser

un engomado impertinente, hijo de su tocayo, Martín

Simón de Sarratea Idígoras, un nativo de Oñate,

Guipúzcoa, y que no hacía mucho tiempo había vuelto de

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Madrid, a donde su padre lo enviara orgullosamente para

apurar su educación.

-El hombre aún no se ha definido sobre lo que quiere

hacer con los caudales que pertenecen a la Compañía de

Filipinas, -agregó el virrey mientras se paseaba impaciente

a lo largo de la sala haciendo resonar los tacos de su botas,

a la vez que su ayudante de órdenes se avivaba después de

haberse perdido entre pensamientos nada conspicuos.

-Si es así, Señor, así se hará, pero le reitero qué creo

que frente a la situación que nos apremia, lo mejor sería

que nos llevásemos ahora la parte de los caudales del Rey

-le manifestó el contrariado oficial, percibiendo que aun

habían dudas en la determinación de su superior, las cuales

no se las había ventilado.

No en tanto, el exacerbado virrey pronto notó que en

la fisonomía de su auxiliar existía un sentimiento de

preocupación desnecesario, y no demoró en insinuar:

-Comprendo el tamaño de su desvelo, señor Martín,

pero no se preocupe con ese tipo de emergencias, ya que le

advierto que no seré capaz de dejar aquí una sola moneda

para esos británicos, menos aún los lingotes de plata…

Justamente en ese momento, las palabras de

Sobremonte habían sido interrumpidas cuando un lacayo

maestresala hacía alzar su voz grave al solicitar permiso

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para entrar en la sala, advirtiéndole al virrey que ya estaba

en palacio el ya esperado señor Manuel. Pero antes de que

el virrey autorizara su ingreso a la habitación, se volvió de

forma ríspida para su asistente personal, y le anunció

impertérrito:

-Lleve esta carta mía para el señor Alcalde de la

Villa de Luján y, una vez allá, diríjase a la capilla y

encuentre al padre Vicente Montes Carballo, a quien le

entregará este otro mensaje del señor Obispo Benito Lué,

el cual contiene las recomendaciones específicas que el

señor capellán deberá seguir… ¿Entendido? -recalcó el

abrumado virrey.

-¿Y una vez cumplida la misión, Señor, que hago? -

quiso saber el comedido oficial.

-Por ahora, ya es suficiente con esto. Sólo necesito

que usted llegue lo cuanto antes en aquel paraje, y que me

tenga todo pronto para cuando nosotros lo alcancemos.

-¡Si, Señor! -reverenció el capitán-. Llegaré allí lo

antes posible y aguardaré por usted. -Martín anunció de

forma tajante, rostro serio, la frente alta y los ojos

flamígeros. Obediente como se requería de él.

Mientras tanto, en aquel mundo de la Madre de

Dios, enclavada en medio de una llanura casi inhóspita

que se explayaba de una manera casi plana desde el oeste

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de la ciudad de Buenos Aires, quedaba la que era llamada

de Villa de Luján, y resguardada de alguna forma por las

estacas generadoras de atmosfera pastoril que cruzaban

aquel desierto paraje.

En ese momento, el padre Vicente Montes Carballo

ya se encontraba encausando los preparativos necesarios

para la misa de la mañana.

La localidad tenía por aquel entonces menos de

cuatrocientos habitantes o quizás un poco menos, y por lo

general los vecinos eran campesinos y de otras labores

más, quienes no en tanto esperaban morirse de alguna

forma antes de tener que regresar a otros pagos. Además

de la tropa del fortín, existían algunos otros lujanístas

conversos que se ganaban la vida trabajando como

vaqueros y peones en ese emponzoñado desierto.

Sin embargo, el padre Vicente sabía exactamente

cuántos eran los que asistían a la capilla para la misa de

cada mañana. Eran cuatro: la anciana doña María, una

viuda que, según los rumores que circulaban en la región,

había terminado por asesinar a su esposo en una tormenta

de polvo como treinta años antes; también acudirían los

hermanos López, ambos peones que por algún motivo

incierto preferían concurrir a la capilla por la mañana; e

incluso el misterioso hombre viejo de cara marcada por la

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viruela, que invariablemente se arrodillaba en el último

banco y nunca tomaba la comunión. Todos los demás

habitantes preferían acudir a la capilla en otro horario.

Pero ese mañana de casi invierno, en aquel paraje de

mala muerte, a Dios se le había antojado hacer soplar una

fastidiosa tormenta de polvo.

-No hay caso. Está clavado, siempre sopla una

tormenta de polvo antes de que comience a llover, -

murmuró entre dientes el agobiado padre Vicente cuando

tuvo que correr desde la casa parroquial de adobe hasta la

sacristía, mientras buscaba proteger de algún modo la

sotana y el sombreo con una capucha de lienzo negro.

En ese momento, el cura llevaba el breviario

hundido en el bolsillo para mantenerlo limpio. Pero de

nada le servía. Sabía que a cada noche, cuando se quitaba

la sotana y colgaba el sombrero en un gancho de la pared,

la tierra y el polvo caían como si fuesen una cascada

rojiza, como si aquello fuese sangre seca de algún reloj de

arena roto. Y cada mañana, cuando volvía a abrir el misal,

la arena crujía entre las páginas y le ensuciaba los dedos

de polvo.

-Buenos días, padre Vicente -le saludó Pedro

mientras el sacerdote entraba apurado en la sacristía, y

buscaba de algún modo cubrir de inmediato el marco de la

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puerta usando una cortina que había sido confeccionada de

yute bruta por alguna piadosa del pueblo; justamente, para

intentar evitar de alguna manera la entrada de polvo en

aquel templo de la Sagrada Virgen.

-Buenos días. Pedro, mi monaguillo más fiel -le

respondió el cura con una breve sonrisa, palabras que

pronunció en cuanto pensaba para sí que, en realidad,

aquel era su único monaguillo. A seguir se recogió a su

silencio sacerdotal.

Pedro era un muchacho simple, tanto en el sentido

de ser mentalmente lento, como en el sentido de ser

honesto, sincero, leal y afable. El chiquillo ayudaba al cura

a decir la misa todos los días de la semana a las seis y

media de la mañana y dos veces a los domingos, aunque

también a la primera misa dominical sólo asistieran las

cuatro personas de siempre y el puñado restante apareciese

al medio día.

El muchacho sonrió y aquella satisfecha sonrisa

desapareció por un instante mientras se ponía la

sobrepelliz limpia y almidonada sobre la túnica de

monaguillo.

El padre Vicente siguió de largo, acariciándose el

cabello oscuro, y definitivamente abrió el baúl. Afuera, la

mañana invernal estaba oscura como noche de desierto,

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mientras la tormenta de polvo ambicionaba de alguna

manera devorar el amanecer, y la mortecina lámpara de la

sacristía era en el momento la única iluminación de esa

habitación fría y desnuda. Entonces Vicente Montes

Carballo se hincó de rodillas, rezó fervientemente y a

continuación se puso la ropa de su profesión.

Luego el cura se puso el amito, que se deslizaba

sobre la cabeza como una túnica y le llegaba a los tobillos.

El amito de lino blanco estaba inmaculado a pesar de las

tormentas de polvo, y también el alba que venía a

continuación. A la sazón se ciñó el cincho, rezando una

plegaria. Alzó la estola blanca, la sostuvo con reverencia

en ambas manos y se la colgó al cuello, cruzando las dos

franjas de seda.

Detrás de él, el afable Pedro se había quitado las

botas sucias y buscaba calzar un par de zapatillas blancas

de yute que su madre le había ordenado guardar allí para la

misa.

En ese ínterin, el padre Vicente se puso la tunicela,

la prenda externa que mostraba una cruz bordada en la

frente. Era blanca, con una sutil orla púrpura. Esa mañana

-pensó taciturno- él daría una misa de bendición mientras

administraba en silencio el sacramento de la penitencia

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para la presunta viuda y asesina, y para el desconocido que

se arrodillaba siempre en el último banco.

Pedro se le acercó, sonriendo de puro nerviosismo.

El padre Vicente le apoyó la mano en la cabeza, tratando

de aplastarle el cabello rebelde al tiempo que tranquilizaba

al muchacho. Alzó el cáliz, apartó la mano derecha de la

cabeza del joven para cubrir la copa velada y murmuró su

sentimiento.

Pedro dejó de sonreír, embargado por la gravedad

del momento, y lo precedió en su marcha hacia el altar.

Así que transpuso la puerta, el padre Vicente notó de

inmediato que había cinco personas en la capilla, en vez de

las cuatro de siempre. Los feligreses habituales estaban

allí, los que al momento del padre entrar, todos se pusieron

de pie y se volvieron a arrodillar en sus lugares de

costumbre. Pero había alguien más, una persona alta y

silenciosa ubicada en las sombras más profundas, allí

donde el pequeño atrio entraba en la nave.

No hubo caso, esa presencia extraña no dejó de

perturbar al padre Vicente Montes Carballo durante el

transcurso de la misa, por mucho que éste intentaba

concentrarse en el sagrado misterio del cual formaba parte

desde hacía poco.

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-Dominus vobiscum -pronunció el padre Vicente en

voz alta, al mismo tiempo que pensaba que hacía más de

mil y ochocientos años, según lo juzgaba él, que el señor

estaba con ellos, con todos ellos.

-Et cum espiritu tuo -volvió a decir el sacerdote,

quien mientras Pedro repetía las palabras, movió la cabeza

para ver si la luz caía un poco más sobre aquella silueta

alta y delgada. Pero desventuradamente notó que aún

seguía oculta entre las sombras.

Durante el canon, el escrupuloso cura olvidó la

misteriosa figura y logró concentrar toda su atención en la

hostia que elevó presa en sus dedos romos.

-Hoc est enim corpus meum, -pronunció claramente,

sintiendo dentro de él todo el poder de esas palabras y

rogando por la enésima vez que la sangre y misericordia

del Salvador le lavara los pecados de violencia que había

cometido antes de ser ordenado sacerdote.

Como de costumbre, solamente los hermanos López

se aproximaron a tomar la comunión. Luego a seguir el

padre Vicente pronunció otra vez las palabras santas y les

ofreció la hostia. En ese momento resistió sin muchas

ganas al impulso de querer mirar hacia donde se

encontraba la figura misteriosa.

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La misa terminó casi en la misma oscuridad en que

había iniciado. El aullido del viento ahogó las últimas

plegarias y respuestas. La pequeña iglesia no tenía

electricidad, nunca la había tenido, y las diez velas

fluctuantes de la pared parecían no hacer mucho esfuerzo

para disparar una penumbra que se incrustaba estremecida

y titilante en la cal de la pared.

Entonces el padre Vicente dio la bendición final y se

llevó el cáliz a la oscura sacristía, apoyándolo sobre el

altar más pequeño. Pedro se apresuró a quitarse la

sobrepelliz y ponerse su cazadora.

-¡Hasta mañana, padre Vicente! -pronunció el

muchacho así que calzó sus viejas botas y guardó las

zapatillas blancas.

-Sí, gracias Pedro. No te olvides…

Demasiado tarde para responder. El niño ya había

salido corriendo en dirección hacia la carpintería donde

trabajaba con su padre y sus tíos. Mismo así, el sacerdote

pudo percibir que una ligera nubecita de polvo rojizo

enturbió el aire cuando el muchacho abrió la cortina.

Normalmente, el padre Vicente se habría quitado sus

prendas para guardarlas en el baúl. Más tarde las habría

llevado para la casa parroquial para lavarlas. Pero esta

mañana se quedó de tunicela y estola, alba y cincho y

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amito. Intuía que las necesitaría, así como ya había

necesitado ciertas veces de una armadura militar durante

las operaciones de atropello que habían hecho miles de

veces los malones indígenas.

De repente, aquella figura alta y delgada, aun

sumida en las sombras, estaba ahora de pie en la puerta de

la sacristía.

El padre Vicente esperó, resistiéndose como pudo al

impulso de querer persignarse o de alzar la hostia como si

buscase con su descabellado acto protegerse contra

siniestros vampiros o el propio demonio. Le pareció que

afuera, el chillido del viento se había convertido en un

aullido espectral.

Entonces vio la figura avanzar discretamente a paso

comedido bajo la luz roja de la lámpara de la sacristía. En

aquel momento Vicente reconoció que pertenecía al

Teniente Coronel Martín, edecán, asistente personal y

enlace del virrey Rafael de Sobremonte.

-No, -se corrigió de inmediato al darse cuenta de su

error-. Ahora era el capitán Martín, aunque los galones del

cuello de su uniforme sólo eran visibles en la luz roja.

-¿Padre Vicente Montes Carballo? -le preguntó el

capitán con voz firme.

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El sacerdote lo miró serio y lo confirmó con un

gesto de cabeza. Eran sólo siete y media de la mañana en

ese mundo de veinticuatro horas. Sin embargo, el padre

Santiago tuvo el vago presentimiento de que, por algún

motivo, se sentía cansado.

-¿Qué lo trae por aquí a estas horas, Capitán? ¿En

qué puedo ser útil? -le preguntó con una pronunciación

cordial, aunque en el fondo se imaginase que las horas a

seguir pronto alternarían su tranquila rutina.

-Padre Vicente Montes Carballo -repitió el capitán y

esta vez el tono no era interrogatorio-. Estoy aquí para

convocarlo para una reunión urgente en la casa del Alcalde

de la Villa, el señor Manuel de la Piedra. Tiene usted diez

minutos para recoger sus pertenencias y acompañarme. La

convocatoria es efectiva y de inmediato -anunció con el

mismo tono con el que comandaba a la tropa.

El sacerdote suspiró y cerró lentamente los ojos.

Casi sin querer apretó las mandíbulas y sintió locas ganas

de gritar:

-¡Por favor, mi Señor, aparta de mi este cáliz!

Cuando abrió los ojos, notó que el cáliz aún estaba

sobre el altar y el capitán Martín todavía lo esperaba a

resguardo en la penumbra.

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-¿Necesito ir con mis vestimentas sacerdotales? -

preguntó un sorprendido cura.

-No, no es necesario que lo haga, Padre. La situación

por la cual se le requiere, es otra, padre Vicente -manifestó

el oficial al dejar escapar un gesto de maledicencia.

-Está bien. -Murmuró el clérigo demostrando respeto

y obediencia, y a seguir comenzó a quitarse lentamente las

prendas consagradas.

-Si usted no se incomoda, lo aguardaré aquí mismo,

en la sacristía, Padre, pues el viento allí afuera está

insoportable.

-Sí, sin problemas, capitán Martín. Ya estoy casi

pronto -concordó el padre, que en esos momentos se sentía

tomado por un torbellino hecho de pensamientos aciagos

en su cabeza.

Cuando al fin salieron de la sacristía, el

empalidecido y macilento sol que se encontraba

encubierto por nubarrones, se encargaba de a poco de

disipar las negruras de la madrugada, y el abusivo e

intolerante viento daba señal de querer sosegar, lo que de

alguna manera hacía prever que la lluvia los alcanzaría en

ese día.

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2

A medida que el siglo XVIII fue avanzando en el

territorio argentino así como en las demás regiones

hispanoamericanas que fueron conquistadas por los

ibéricos, la carreta pasó a ser el principal vehículo de

transporte que acabó siendo utilizado por miles de criollos,

hábito que luego fue pasando de generación en generación,

y terminando por constituirse en el importante símbolo de

una época en la cual fue forjada la economía de una nación

que supo transitar con éxito el camino de la conquista

desde la época de la colonia española hasta la

independencia y mismo tiempos después.

Consta que también fue de preponderante

importancia en la ruta de la plata (minería), donde se

aprecia la evolución del transporte terrestre partiendo del

uso de la energía humana, pasando por la utilización de

animales, hasta llegar al empleo de maquinaria. Fue por

tanto, a partir de la conquista española, cuando entonces

llegan al territorio americano las bestias de carga, que

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entonces se sustituye el trabajo bruto de los indios en los

más diversos territorios sudamericanos.

Ocurre que durante el período novohispano, el

transporte de mercancías se hacía por medio de una recua

de mulas, y sólo a partir de cierto momento fue pasando

gradualmente del uso de la energía humana al uso de la

energía animal. Más tarde, la actividad comercial

igualmente hizo uso de la carreta, un vehículo grande de

dos o cuatro ruedas que tenían la capacidad de poder

transportar hasta 1,800 kilos, y era tirada por 6 u 8 mulas o

bueyes enganchados de dos en dos.

El cargamento más valioso de las carretas que

transitaban hacia los puertos era, desde luego, la plata que

ya refinada y acuñada se enviaba a España. Efectivamente

también transportaban cobre, cueros, sal, vicuña y azogue

entre otros menesteres, con destino hacia los centros

mineros lejanos o intermedios. En cambio, a su retorno,

estas mismas carretas llevaban para la creciente población

interiorana, una gran variedad de abastos a modo de

equipo minero como mercurio, plomo además de otras

herramientas destinadas principalmente a las labores tanto

de la ciudad como del campo. Del mismo modo que para

la vida doméstica eran llevados alimentos de todo tipo;

ropa y calzado; productos elaborados o en bruto y de otras

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regiones tropicales; yerbas olorosas y especias; artículos

ultramarinos; enseres domésticos; artículos para el aseo y

limpieza, así como para la salud y demás requerimientos

que se exigiesen por entonces y que no fuesen posibles de

ser elaborados en aquella región.

Consecuentemente, para llevar dichas cargas de

una ciudad a otra, se empleaban estos carretones rústicos

que eran construidos de maderas ensambladas y atadas con

tientos de cuero crudo, y los que en un principio tampoco

empleaban clavos ni tornillos para ajustarse las partes. Sus

ruedas con frecuencia tenían más de dos metros de

diámetro, lo que les posibilitaba poder sortear todos los

obstáculos del camino, en cuanto que la caja del carromato

estaba techada con paja o cuero, según los casos. La gran

mayoría contaba con ejes hechos con madera de naranjo y

ruedas de lapacho, sin llantas, contando sólo con algunas

grampas de hierro, mientras sus paredes eran la mayoría

de las veces quinchadas con parantes de caña tacuara y su

techo de juncos, cubiertos algunas veces con cuero de

potro en su exterior, siempre atados con tientos.

Como fue dicho, estas carretas o carromatos eran

arrastrados normalmente por cuatro o seis yuntas de

bueyes a los que dirigía el carretero, sentado en el yugo. Y

salvo casos excepcionales, las carretas, bien sea

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Carretas del Espectro Página 24

aprovisionadas de agua, alimentos o los bártulos y

cacharros que fueran, marchaban en caravanas o tropas

para que sus carreteros pudiesen defenderse mejor en caso

de ataque de gentes beligerantes.

Por ejemplo, en la propia Argentina, la tradición

permitió que a posterior se la conociera por la “carreta de

San Martín”, y una muestra similar es conservada hasta

entonces en la finca del general Don Pedro Pascual

Segura, quien fuera dos veces gobernador de Mendoza, y

dueño del solar donde estuvo el campamento del ejercito

de los Andes, denominado el Plumerillo, situado a una

legua de la ciudad, y en donde San Martín hizo construir

cuarteles de tapias para alojamiento de los jefes, oficiales

y tropas.

Consta que en ese célebre campamento se acantonó

años después el ejército argentino desde 1814 a 1817, no

faltando espaldones para tirar al blanco, una fábrica de

pólvora, el famoso batán, donde se preparaba el género

para confeccionar uniformes, la maestranza y otras

dependencias; en fin, no carecía de nada el ejercito que iba

a realizar la proeza militar más grande del nuevo mundo.

Pero esta ya es otra historia que si bien comienza algunos

años más tarde de la que ahora se pretende abordar, no se

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puede desechar que tuvo su inicio luego después de lo que

aquí comenzó a ocurrir con el Virrey.

Por lo tanto, estas eran las pesadas carretas de

antaño que, a pesar de su lentitud, durante muchos años y

todo uso, recorrieron las pampas en medio de los peligros

ocasionados por los salvajes y salteadores, desafiando

como podían las inclemencias de la naturaleza en viajes

llenos de peripecias, y hasta sufriendo vuelcos en los

arroyos y pantanos.

Consta en registros históricos, que para su mayor

seguridad, al igual que lo hicieron durante siglos los

beduinos con sus camellos, las tropas de carretas formaban

en los viajes una partida en caravana con el fin de salvar

grandes distancias, mientras sus hombres se armaban

como les fuese posible para resistir a los indios. También

las utilizaron varios de los Generales que extendieron sus

guerras por los cuatro puntos cardinales del continente,

destinándolas al transporte de toda clase de víveres,

cajones de fusiles, sables, carabinas y otros artículos

indispensables para el parque y la maestranza, y

convirtiendo el viaje, por ejemplo entre Buenos Aires y

Mendoza, una travesía de 200 leguas, a ser realizado en no

menos de tres meses entre ida y vuelta.

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Cabe destacar que en algunas áreas rurales de la

Argentina, una legua equivale a 40 cuadras, es decir, 5.196

m (algunos la establecen en 5.190 metros). Dicho fondo de

la legua significó inicialmente (siglo XVI) la distancia

máxima desde el frente (la entrada) hasta el fondo (linde

opuesto a la entrada) de una propiedad del tipo quinta,

aunque luego la frase “fondo de la legua” pasó

frecuentemente a significar el límite máximo que en una

hora (e incluso una jornada) podía recorrer un jinete.

Pero esta medida variaba según el uso que se le

daba. Por ejemplo: la legua francesa medía 4,44 km (4.440

m), la legua de posta medía 4,00 km (4.000 m). No en

tanto, la legua castellana se fijó originalmente en 5.000

varas castellanas, es decir, 4,19 km (4.190 m) o unas 2,6

millas romanas; y variaba de modo notable según los

distintos reinos españoles, e incluso según distintas

provincias, quedando establecida en el siglo XVI como

20.000 pies castellanos; es decir, entre 5,572 y 5,914 km

(5.572 y 5.914 m).

Efectivamente, esta carreta, aparte de su tradición

histórica, pasó a ser uno de los vehículos más antiguos de

transporte que se utilizaba en la República Argentina,

siendo su característica más notable el tener los ejes y

ruedas de madera sin llantas, las que al rodar iban

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Carretas del Espectro Página 27

produciendo un estridente chillido que en el silencio del

campo hacía anunciar su llegada desde varias cuadras de

distancia.

Pero como sabemos que las carretas no andaban

solas y querer hablar de los bueyes y mulas no tiene razón

alguna, el asunto preponderante es destacar el surgimiento

del nuevo oficio de los troperos, un elemento humano que

al explorar el servicio pronto acabó por convertirse en un

espacio eficaz de cambio social. Pero lo que resulta más

notable, es advertir cómo, en un tiempo relativamente

pequeño o corto, esos carreteros lograban mejorar su

posición económica, así como el acumular capital y reunir

bienes.

Tal suposición se desprende de la lectura de

algunas memorias y testamentos dejados por algunos

troperos, y en los cuales se indica por un lado, los bienes

que estos entraron al matrimonio y luego, los que ellos

poseían en el momento de testar. Lo que en varios casos

puso en evidencia que, en relativamente poco tiempo,

estos habían logrado sensibles mejoras en sus vidas.

Para enriquecer mejor como eso sucedió, al tomar

algunos casos paradigmáticos de lo que representó esa

mudanza social, incluimos aquí los registros de los señores

Melchor Videla y Mateo Delgado, troperos principales que

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Carretas del Espectro Página 28

circularon por el interior argentino en la segunda mitad del

siglo XVIII.

-“Al contraer matrimonio –testó Melchor Videla–

traje a él seis carretas aperadas cuyo número de bueyes

eran los necesarios para viajar… Luego recibí como

herencia de mis padres una cantidad de bienes no

definida”. Pero también consta que su escuadrilla de

carretas subió bruscamente, pues llegó a fletar partidas de

hasta 38 carretas, y terminó por convertirse en el mayor

tropero de la región.

Por su parte, la historia de la movilidad social o el

crecimiento económico de Mateo Delgado la podemos

conocer a través de sus propias palabras:

-“Cuando contraje matrimonio tenía por bienes

míos propios seis carretas con algunos bueyes, de seis a

siete por cada una. Don Francisco Basualdo mi suegro,

después de casado, para hacer viaje para esta ciudad, me

avió con 8 carretas y 100 bueyes, con cargo que le pagase

en esta ciudad a don Santiago Puebla $100 y a don

Ambrosio Vargas otros $100, lo que efectué. Verificados

estos pagos, me aproveché de dichas carretas y bueyes con

cuya ayuda y mi costo principal he reunido lo que hoy

poseo”.

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Carretas del Espectro Página 29

A partir de su propio esfuerzo y trabajo personal,

de a poco don Mateo logró consolidarse dentro de lo que

podríamos llamar de “gremio de los carreteros”. Y dentro

de las jerarquías que hemos usado en el presente texto,

Delgado actuó como tropero principal, y logró ser el

segundo empresario del rubro más importante de la región,

después de don Melchor Videla. Según los registros de la

Aduana, este servía la ruta de Buenos Aires a Mendoza

con tropas de hasta 34 carretas.

Pero notase que la evolución de su patrimonio fue

muy interesante; al casarse, éste aportó al matrimonio

bienes por valor de $1.000, en tanto que su mujer “no trajo

cosa alguna”. Pero con su trabajo a través del tiempo logró

acumular un capital que fue, a su vez, redistribuyendo

entre sus hijos.

-“Cuando se casó mi hija, doña María del Carmen,

le di el dote de $1.000. Además, a mi hijo don Juan

Francisco le tengo dado a cuenta de su legítima (herencia),

14 carretas y un carretón con 150 bueyes escogidos, 12

mulas mansas y $300 en plata”.

Consta que también compró propiedades raíces,

como la estancia que adquirió a Norberto Guevara. La

prosperidad de sus negocios le permitió realizar una

acumulación de capital que luego se tradujo en una

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Carretas del Espectro Página 30

notable capacidad de operar como agente financiero, tal

como se examinará más adelante.

Otros dos grandes empresarios del rubro, como lo

son Agustín Videla y Tomás Carrasco, experimentaron un

proceso similar: “Cuando contraje matrimonio –señaló

Videla– traje a él nueve carretas aviadas”. Pero resulta que

con el tiempo logró crear una empresa floreciente. Su flota

llegó a poseer 37 carretas que según él: “están bien

aviadas, de todos los utensilios necesarios para ellas”.

Además, Videla llegó a poseer viñedos, campos con

alfalfares y ganado mayor, incluyendo bueyes, mulas y

caballos. Poseía también “12 esclavos hombres y mujeres,

entre chicos y grandes”.

Pero más notable aún puede ser el caso de

Carrasco; quien al casarse, ni él ni su mujer poseían

bienes: “no trajimos cosa alguna al matrimonio, por lo que

todo cuanto hay y hoy tenemos y poseemos, son

gananciales”. Ello incluía, según él:

-“El sitio en que vivo con lo edificado y plantado;

cuatro alfalfares chicos; tropa de 12 carretas con 300

bueyes; las mulas y caballos que sirven a la tropa; un

carretón usado y otro viejo; todo el ganado que se

encuentra en la estancia de Melingüe a cargo de Colman, y

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Carretas del Espectro Página 31

lo que se encuentre en la esquina y pulpería que está a

cargo de Feliciano Núñez”.

Por tanto, el caso de Tomás Carrasco es muy

relevante, porque con su trabajo, no sólo acumuló un

apreciable capital, sino que se erigió como uno de los

troperos principales de la región. Por otra parte, don

Antonio Lemos sostuvo que: “traje al matrimonio dos

alfalfares y una huerta de higueras; y mi mujer trajo una

hijuela y una esclava”. Luego él se dedicó a los fletes y

llegó a figurar en la categoría de troperos muy frecuentes,

con partidas de hasta 15 carretas.

Siguiendo la misma línea, los troperos Pascual

Álvarez y Justo Alvarado, también muestran con claridad

aquello que fue un nuevo fenómeno de movilidad social.

Álvarez comenzó sin capital alguno y, en relativamente

poco tiempo, con su trabajo, logró constituir una posición

relevante. Tanto es que dentro del gremio del flete, don

Pascual Álvarez llegó a figurar entre los troperos

frecuentes; se especializó en la ruta de Buenos Aires a

Mendoza, pero podía realizar servicios también entre éste

y San Nicolás de los Arroyos; llevando en sus partidas

entre 14 y 23 carretas. En su testamento, don Pascual

afirma que:

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Carretas del Espectro Página 32

-“…cuando contraje matrimonio no entré en él

bienes ningunos ni la dicha mi mujer tampoco. Todos los

bienes que hoy poseemos son habidos durante dicho

matrimonio”.

Al cabo de su vida, sus propiedades incluían: “una

tropa de 20 carretas aperadas con 300 y tantos bueyes, 30

mulas mansas, poco más o menos, una parte de estancia

que compré en El Carrizal, y en ella 150 cabezas de

ganado siendo 60 y tantas de ganado menor, 40 y tantas de

ganado mayor y 80 y tantos caballos”. Además, tenía:

“140 vacas en invernada, siete cuadras de tierra en

alfalfares y otras junto a lo de Figueredo con alfalfares y

una casita”; asimismo poseía dos viñas y otras dos carretas

que había cedido a una hija.

Pero la historia de don Justo Alvarado exhibe

muchos aspectos parecidos. En el momento de casarse,

cuenta que ingresó al matrimonio “…diez varas de terreno

en el sitio de mi morada, en la traza de esta ciudad, y en

las acequias de Gómez, $54 en un sitio que se me debía

por legítima herencia paterna, pues todo el resto de su

valor lo pagué con los gananciales”. Con su trabajo logró

armar una sólida posición económica. Dentro de este

oficio, Alvarado actuó como tropero frecuente en la ruta

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Carretas del Espectro Página 33

de Buenos Aires a Mendoza. Llegó a tener tierras

cultivadas con alfalfa y una flota de más de 30 carretas.

La movilidad ascendente se nota también en el

caso de Eusebio Rodríguez, quien relata que al casarse

“…no trajo mi mujer bienes algunos y yo traje una carreta

con sus correspondientes bueyes”. Luego, tras la muerte

de sus suegros, recibieron algunos bienes más, pero la

base del crecimiento fue exclusivamente su trabajo

personal. Llegó a poseer varias propiedades, incluyendo

seis viviendas. Y así fue que en el oficio del transporte,

don Eusebio Rodríguez llegó a estar en la categoría de

troperos principales y se dedicaba exclusivamente a servir

la ruta Mendoza-Buenos Aires; sus caravanas eran de

hasta 26 carretas.

La trayectoria de Francisco Coria es un otro buen

ejemplo de la ascendente prosperidad social de los

troperos de antaño. Natural de Santiago de Chile, don

Francisco se avecindó en Mendoza, donde contrajo enlace

con Isabel Quiroga, nacida en esa ciudad. Llega a citar que

en el momento del matrimonio: “no entré bienes algunos y

mi mujer trajo el sitio y casa en que vivimos”. Durante su

vida de trabajo, Coria se desempeñó como carretero en la

categoría de tropero poco frecuente, con viajes de

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Carretas del Espectro Página 34

Mendoza hacia Buenos Aires y Santa Fe. Como resultado

logró mejorar su posición expectante.

Al redactar su testamento, declaró que tenía, junto

con los bienes originales: “el demás terreno que se

encuentra en el sitio, parral de moscatel y todos los demás

árboles y plantas que son habidos durante el matrimonio.

Incluso, compré a Temporalidades 20 cuadras de tierra a

censo redimible en $470”.

Pero este fenómeno ascendente lo experimentaron

no sólo los troperos principales, sino también los más

modestos. Por tanto, Pedro Martínez también muestra la

capacidad de avance social de este grupo. Martínez llevó

al matrimonio: “$500 y mi mujer no trajo bienes

ningunos”.

Pero con el trabajo personal, este llegó a operar

como tropero entre Mendoza y Buenos Aires, fletando

caravanas de hasta 12 carretas. Luego logró mejorar el

patrimonio familiar, el cual llegó a contar con “el sitio en

que tengo edificada la casa de mi morada y además un

viñedo en el Alto Godoy, entre otros bienes”.

Creo que los casos aquí mencionados ya alcanzan

como ejemplos para mostrar un sistema que operaba con

bastante eficacia. Por lo tanto, el oficio de tropero fue un

canal de ascenso y prosperidad social de singular

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Carretas del Espectro Página 35

importancia en la época colonial, sin requerir para ello

nada más que mucho coraje e intrepidez.

Muchas familias se iniciaron casi sin bienes, o con

recursos muy modestos, y al cabo de una vida de trabajo

duro al frente de las tropas de carretas, en viajes fatigosos

y no menos peligrosos a través de las pampas, lograron

una acumulación de capital de distintas dimensiones, pero

sin duda, capaz de exhibir una evolución clara del

patrimonio, de menos a más.

Pero no se puede descartar que el transporte

carretero tuviera una doble función desde el punto de vista

de la movilidad social, pues para aquellos criollos pasó a

ser un mecanismo útil para ascenso y enriquecimiento.

Empero, ese dispositivo sólo se lograba conjuntamente

con la consolidación del proceso de explotación de otras

capas sociales, fundamentalmente la situación de los

esclavos de origen africano, que eran una parte importante

de la rentabilidad que se generaba a través del transporte

carretero. En este sentido, se puede aseverar que el

sufrimiento humano de los esclavos, sin duda alguna, fue

parte importante de la prosperidad de los hispano-criollos

del Cono Sur.

Tampoco podemos pensar que, tanto para los

troperos, como la misma realización de los viajes, no

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Carretas del Espectro Página 36

representaban riesgos calculables para los empresarios,

pues el viaje de las tropas de carretas a través de las

pampas llegó a plantear dificultades de diferentes tipos.

Por ejemplo, para llegar de Mendoza a Buenos Aires, las

carretas debían recorrer más de 200 leguas, atravesar ocho

ríos y superar largos trechos sin agua. Por tanto, debían

llevar provisiones, incluyendo agua para beber. Así

mismo, a los problemas naturales habría que añadirse los

culturales: no con poca frecuencia las caravanas eran

asaltadas por malones indígenas; además, estaban las

dificultades para disciplinar a los peones, especialmente en

el plano del consumo de alcohol.

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Carretas del Espectro Página 37

3

Historiadores llegan a manifestar que el fuerte de

Río IV tenía por misión principal, garantizar la seguridad

de la población de Córdoba, además de la de los troperos y

arrieros que recorrían el camino entre Mendoza y Buenos

Aires. Consecuentemente, Río IV se fue convirtiendo poco

a poco en un lugar de gran animación, tanto por la

presencia permanente de los viajeros y sus carretas,

hombres que llegaban a este punto a fin de reponer

fuerzas, encontrarse en una pulpería, hablar de negocios y

practicar aquella entrañable amistad de los viejos amigos.

Pero Río IV se convirtió también en un lugar de

conflicto cuando en 1740, el gobernador de Córdoba del

Tucumán resolvió gravar el aguardiente en tránsito

aplicándole un impuesto especial. Por aquel entonces se

obligó a los troperos a detenerse, destapar sus botijas para

verificar si llevaban vino o aguardiente, y entonces pagar

el correspondiente tributo de $6 por botija

(posteriormente, a mediados de 1741, este valor fue

reducido a la mitad).

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Carretas del Espectro Página 38

Empero, esa decisión acabó por causar un gran

impacto en la industria de bebidas espirituosas, pues

anualmente Cuyo remitía más de 8.000 botijas de

aguardiente a Buenos Aires. Además, la tasa impositiva

era altísima, ya que esta significaba casi el 50% del valor

del producto que, tanto en Mendoza como en San Juan, su

valor comercial por botija oscilaba entre $11 y $11 con 4

reales.

Con tal ordenanza, las tropas de carretas tuvieron

que acatar estas disposiciones, lo cual pronto acabó por

generar una serie de consecuencias inesperadas. En primer

lugar, los empresarios vitivinícolas debieron entregar

dinero en efectivo a los troperos, para que estos lo llevaran

en el viaje y pagaran dicho impuesto. Bajo estas

circunstancias, tampoco tardó en producirse una

conflictiva situación con el manejo del dinero, el que

muchas veces terminaba por ser robado.

Un informe que fue emitido por el Cabildo de

Mendoza, aseveró que: “los guardias les quitan el dinero y

las botijas de aguardiente”. Pero no conformes con esto,

los guardias aun llegaban a despojar a los troperos de otros

bienes. Así consta, por ejemplo, un registro que dice: “a

don Pedro Sánchez le quitaron los platos de plata,

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Carretas del Espectro Página 39

cucharas, mate, pie y bombilla, ponchos, frenos y avíos, y

lo mismo a don Domingo Morales”.

Hubo también casos de cohecho o soborno: “…los

guardas de Río IV obligaban a los troperos a realizar

pagos ilegales para incentivarlos a no usar de la fuerza

para entorpecerles el viaje”. Lo que también consta en un

documento elaborado por el Cabildo de Mendoza, donde

se da cuenta que con frecuencia: “se ve precisado el dueño

a darle algo más de lo que le quitaron para que lo dejen

pasar”. Por tanto, además del impuesto, los guardias

sobornaban a los troperos para permitirles transitar hacia

Buenos Aires.

Sin embargo, el hecho de tener que destapar las

botijas en medio del camino, terminó por generar un serio

problema técnico. Los viticultores cuyanos habían logrado

un importante avance en sus métodos de envasado y

conservación de sus vinos y aguardientes para llegar hasta

los puntos de venta con una calidad razonable. Pero estos

procedimientos, que se constituía en el tapado de la botija

con yeso y otros materiales, se hacían en las instalaciones

de las bodegas, y hacía muy difícil repetir la operación en

medio de las pampas. Por lo tanto, ante el registro que

efectuaba la aduana de Río IV, las botijas debían continuar

viaje de allí a Buenos Aires en malas condiciones.

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Carretas del Espectro Página 40

Los documentos de la época han explicado el

problema en los siguientes términos:

“…para reconocer las dichas guardias de Río IV

si son botijas de vino o aguardiente, las abren, y

como nunca pueden taparse con la seguridad que

se hace en Mendoza, porque van ya de camino en

la carretería, se vierte muchísimo caldo, con lo

que se ladea o zangolotea la botija en las

caminatas, demás del mucho que hurta la

peonada en el discurso del camino”.

Resulta que al romperse el tapado original de las

botijas, se generaban tres problemas: se deterioraba el vino

en el largo viaje hacia Buenos Aires; se derramaba parte

del líquido por causa del movimiento de las carretas; y se

generaba una situación tensa con los peones, los cuales se

veían tentados con la posibilidad de beber los vinos y

aguardientes. Un otro documento insiste con estos temas:

“se vierte muchísimo aguardiente, además del

que votan los peones de la carretería con

canutos, o del modo que pueden por causa de

dicha apertura. Por tal motivo, llega a Buenos

Aires la botija muy mermada”.

Para simular el hurto, bastaba con usar un poco de

la viveza criolla, y entonces los peones optaron por

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Carretas del Espectro Página 41

agregarle agua, lo cual deterioraba aún más la calidad del

producto. Otro documento explica el fenómeno en los

siguientes términos:

“como (las botijas) quedan mal tapadas, con el

zangoloteo de la carreta, se vierten, además del

mucho caldo que hurtan los peones en la

distancia del camino que media de Río IV a

Buenos Aires, a más que por que se llene la

botija, los peones le echan agua y se echa a

perder todo el vino o aguardiente”.

Como puede ser notado, los viticultores cuyanos se

vieron seriamente afectados por el destape de las botijas y

el cobro de los impuestos. Sintieron que la industria de la

vid y del vino estaba amenazada y pusieron en marcha un

plan para obtener la derogación de la medida. Sobre todo,

porque este tributo se sumaba a una abultada carga

impositiva que aplicaba la Corona a una producción que

no tenía ningún interés en fomentar, pues le hacía

competencia directa a una de las pocas industrias que

tenían los españoles en su propia tierra.

Bajo estas circunstancias, muchos empresarios

cuyanos consideraron que debían luchar con todos sus

medios contra este impuesto. Para avanzar en esta

dirección, los Cabildos de Mendoza y San Juan enviaron

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Carretas del Espectro Página 42

al viticultor don Miguel de Arizmendi como su Procurador

a la ciudad de Lima, para que lograra del virrey del Perú la

supresión de este impuesto. Tal como se ha estudiado en

otra parte, el viaje de Arizmendi a Perú se vio coronado

con éxito. Pero la derogación del impuesto de Río IV

demandó varios años.

Mientras tanto, el problema seguía pendiente y los

empresarios cuyanos buscando la forma de eludirlo. Por

ello, luego trataron de atravesar las pampas al sur del

fuerte de Río IV, para evitar de alguna forma los controles.

Pero entraron así a territorio indígena, y las consecuencias

fueron todavía más traumáticas.

En efecto, los carreteros, huyendo de esta cobranza

abrieron nuevo camino por el despoblado haciendo que los

guardias de Río IV los persiguieran…

“A algunas tropas de mulas, cargadas de

aguardiente, para huir de la cobranza del

impuesto, las han perseguido y a los arrieros,

comisándolos, los guardias de Río IV, y los han

llevado a la ciudad de Córdoba, donde han

experimentado el perjuicio de perder su

hacienda”.

Por tanto, tenemos que los guardias encargados del

cobro del impuesto no sólo controlaban el camino de Río

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Carretas del Espectro Página 43

IV, sino un amplio radio de acción alrededor de este

punto. Ellos patrullaban la zona para atrapar a los troperos

que trataban de eludir el control, el destape de las botijas y

el pago del impuesto. Y los problemas que se generaban a

partir del subterfugio eran muy costosos: el tropero era

arrestado, conducido por la fuerza a Córdoba, castigado y

afectado en sus bienes y compromisos comerciales.

Frente a esta amenaza, los troperos buscaron

alternativas fuera del control real y efectivo de los

hispano-criollos. Mientras más al sur de Río IV se

realizara la travesía, menos riesgo tenían de caer en manos

de los guardias, pero paralelamente aumentaba otro

peligro: el malón indígena. Consta que la muerte del

tropero Hermenegildo Quiroga fue el resultado de este

intento de los carreteros por eludir la guardia de Río IV y

sus impuestos.

Don Hermenegildo debía viajar de Cuyo a Buenos

Aires con 50 cargas, 200 mulas y 10 personas. Pero en

lugar de seguir por la ruta tradicional, se internó por las

pampas abiertas, al sur del fuerte del Río IV. Grande fue

su sorpresa al encontrarse, inesperadamente, rodeado por

un malón indígena, ante el cual se hallaba indefenso. Los

hechos fueron narrados por don Vicente Delgado, vecino

natural de la ciudad de San Juan, el cual señaló que don

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Carretas del Espectro Página 44

Hermenegildo fue por el despoblado, dio en manos del

enemigo y perdió la vida con sus peones; más de siete

mataron los indios bárbaros y se llevaron todas las mulas,

los arreos y cargas; solo tres quedaron vivos.

La muerte de don Hermenegildo Quiroga y siete de

sus peones no fue un hecho excepcional. Era parte del

riesgo que corrían los troperos y arrieros en la realización

de su oficio. Así que también hubo muchos otros casos de

heridos y muertos en estos desolados caminos. Entre ellos

podemos mencionar los que se suscitaron en torno a las

pulperías del Desaguadero, en 1805.

Sin embargo, las pulperías aisladas de la campaña,

también podían convertirse en espacio de alta

conflictividad para las tropas de carretas. Sobre todo si los

peones se entregaban al consumo de alcohol, se

embriagaban y perdían luego todo sentido de la

responsabilidad con las tareas y obligaciones asumidas

antes de iniciar el viaje.

En este aspecto, los sucesos de las pulperías tanto

del río Desaguadero como otras, muestran un ejemplo

interesante ocurrido por aquella época. Las pulperías de

Desaguadero surgieron a fines del siglo XVIII, a unas 40

leguas al este de la ciudad de Mendoza, en la ruta entre

ésta y Buenos Aires. Por lo tanto, el permanente flujo de

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Carretas del Espectro Página 45

carretas terminó por asegurarles una clientela importante,

y el negocio luego prosperó. Una tras otra, fueron

abriéndose varias pulperías en este sector.

El lugar elegido era muy adecuado para estos fines:

era una parada casi obligatoria, pues allí se debía preparar

el vado del río, ya que cuando este disfrutaba de mucho

caudal de agua, podía ser preciso descargar las carretas

para facilitar el cruce; luego era necesario volver a

cargarlas, con lo cual, el trabajo era pesado e intenso. O

bien, se podía aguardar unos días, hasta que el agua

descendiera, y cruzar más fácilmente el río. En resumidas

cuentas, sea para aguardar el momento oportuno, o para

reparar fuerzas, la zona de Desaguadero pasó a ser muy

adecuada para levantar allí un polo se servicios,

abastecimiento y proveeduría para los troperos y

carreteros.

Los peones llegaban a este lugar después de cuatro

o cinco días de un viaje cansador desde la capital cuyana.

Por tanto, estos ingresaban con gran ansiedad a las

pulperías para reparar fuerzas, alimentarse y gozar de un

encuentro con amigos que llegaban de otras regiones.

Entonces el vino circulaba con generosidad y algunos se

emborrachaban. Al encontrarse achispados y en malas

condiciones, a veces los patrones y capataces tenían

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Carretas del Espectro Página 46

problemas para lograr que estos retomaran sus tareas,

sobre todo en la delicada misión de cruzar el Desaguadero

en balsas. No faltaron peones que se resistieron a sus

capataces, e hicieron estallar conflictos. En algunos

ocurrieron malos tratos, golpes, heridos y consta que hasta

muertos hubo en los incidentes del 14 de abril de 1805,

cuando un mes más tarde el caso ingresó a la Justicia.

Consta que un grupo de siete troperos, entre

patrones y capataces, se presentó ante las autoridades para

denunciar los hechos y solicitar la clausura inmediata de

todas las pulperías de Desaguadero. Estas fueron

calificadas en términos de:

“…escoria, tropiezo y mal de todas las tropas del

Reino, pues, acostumbrados ya los peones a

parar en ellas y haciendo uso de las bebidas que

se les franquean, no sólo faltan a todo el trabajo,

se quedan y abandonan las tropas y boyadas,

sino que también defectúan de las balseadas

donde hacen peligrar la carga, siendo

imponderables los estrechos en que nos vemos

los amos y capataces sin poder hacer caminar las

tropas, sacar de aquellas pulperías a los peones,

ni contener sus peleas y averías que han repetido

con eso, sin que en tan riesgosas circunstancias

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Carretas del Espectro Página 47

puedan los amos valerse, en aquellos

desamparos, de arbitrio alguno ni libertar sus

tropas y cargamentos que transitan expuestos por

la embriaguez de las peonadas”.

El documento de los troperos expresaba la acción

de las pulperías en el sentido de romper las pautas de

disciplina laboral entre los peones. Además del problema

laboral, se produjo también una situación de rebelión

general de los peones contra sus capataces y patrones,

hasta llegar al derramamiento de sangre. El documento

señala al respecto que:

“…era notorio que asesinaron hace poco a don

Joaquín Moyano sus propios peones; que

caminaron enojados con el peón que los obligó a

salir de las expresadas pulperías en las que

mataron el 14 de abril a un mozo, los peones de

don Manuel Peralta, habiendo estropeado

malamente al hijo de don Miguel Salomón que

iba con su tropa de carretas sin que sea posible

remediar los males que en general a todos

causan aquellas pulperías y las embriagueces en

ella de todas las peonadas en las tropas”.

Los peones, alegres y borrachos en las pulperías,

no estaban en condiciones de acatar las órdenes de sus

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Carretas del Espectro Página 48

mandantes. Se rebelaron, mataron a un peón y a un

empresario, a la vez que golpearon al hijo de otro

“notable” del ramo de tropas de carretas. Lejos de la

fuerza pública y de la autoridad oficial, en medio del

desierto y desinhibidos por el alcohol, los peones se

revelaron en forma clara y franca contra sus patrones.

Claro que estos tipos de conflictos eran recurrentes

dentro del gremio. Los troperos afectados por estos hechos

eran empresarios conocidos en el medio. Don Miguel

Salomón figuraba en los registros de Aduana desde 1797,

prestando servicios en la ruta entre Mendoza y Buenos

Aires. Por su parte, don Manuel Peralta era uno de los

mayores troperos de la región. Llevaba cerca de un cuarto

de siglo en este oficio. Su principal trabajo se encontraba

entre Mendoza y Buenos Aires, aunque servía también las

rutas entre la capital cuyana y otras ciudades, como

Córdoba y Santa Fe.

En los nueve años que fueron registrados por la

aduana entre 1782 y 1799, don Manuel realizó 42 viajes

con 633 carretas. Era uno de los cuatro troperos más

importantes de Mendoza. A pesar de todo, se encontró

ante esta difícil y conflictiva situación.

Al observa lo relatado como un todo, tenemos que

las pulperías aisladas de la campaña, la prepotencia de los

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Carretas del Espectro Página 49

guardias y fortineros, la irrupción del malón indígena y los

conflictos con los peones, eran sólo una parte de las

dificultades que debían afrontar los troperos para llevar

adelante su oficio, mantener diligente el servicio del

transporte y garantizar el sistema regular de cargas entre

cualquier ciudad del interior y Buenos Aires.

Pero pesar de todos los obstáculos, el servicio de

los troperos se abrió camino y logró asegurar el

abastecimiento y el acceso a los mercados.

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Carretas del Espectro Página 50

4

Antes de proseguir con esta historia, y a manera de

explicar un poco más como era el escenario general en el

cual se desarrolló todo el contexto en inicio de los 1800´s,

resalto que en el año 1514, la entonces reina Juana I de

Castilla le concedió a Lorenzo Galíndez de Carvajal, para

sí y sus herederos, un muy distinguido título que le

permitía explorar el Correo Mayor de Indias y con ello el

monopolio del correo en la América hispánica, contando

con el menudo goce de todos los beneficios que este

servicio postal pudiese producirle. Este privilegio

posteriormente fue confirmado por el rey Carlos V, lo que

permitió que la familia Carvajal monopolizase los

servicios por más de dos siglos hasta 1768. Finalmente, en

1748 el correo llegó en definitiva a Buenos Aires sin ser la

prerrogativa privilegiada de un solo hombre.

Por entonces, el rey de España Carlos III durante la

segunda mitad del siglo XVIII, llegó a consolidar un

sistema de postas por medio de la utilización de caminos

que permitiesen la gestión de realizar cambios de caballos

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además de proporcionar el descanso de los usuarios de los

medios de transporte de la época. Por consiguiente, los

caminos por los cuales viajaban los correos se convino

llamar: carreras de postas.

Por aquella época, antes de la creación del

Virreinato del Río de la Plata, -hecho que ocurrió en el año

1776-, la región administrativa que actualmente

corresponde a la República Argentina, dependía de Lima,

actual capital de Perú, situada a miles de kilómetros de

distancia y con la consecuente peripecia que significaba

tener que comunicarse a través de zonas inhóspitas,

salvajes y yermas. Por lo tanto, fueron creados los

caminos que permitiesen unir los centros poblados más

importantes, tales como Buenos Aires, Santiago en Chile,

Potosí, en la actual Bolivia y Lima, además de otros

vecindarios importantes que empezaron a surgir con la

colonización.

En Argentina, este recorrido pasó a ser conocido

como el Camino Real del Oeste y comenzaba en la actual

Provincia de Buenos Aires, y en él fueron instaladas las

postas con sus no siempre bien vistas pulperías.

Consecuentemente, partiendo de Buenos Aires y hablando

exclusivamente de esta provincia, las postas estaban

ubicadas en Puente de Márquez (7), Cañada de Escobar

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(6), Villa de Luján (8), Cañada de Rocha (2), Cañada de la

Cruz (5), Areco (6), Chacras de Ayala (5), Río Arrecifes

(7), Pueblo de Arrecifes (8), Fontezuelas (5), Arroyo de

Ramallo (6) y Arroyo del Medio (5). Así seguían estas a lo

largo de todo el recorrido del Camino Real hasta su

destino, Lima, sin necesidad de agregar que por este

camino comenzaron a circular los troperos con sus

enormes caravanas de carretas y mulas.

Esta iniciativa generó la oportunidad de que

germinara, casi siempre por motivos económicos de

ocasión coyuntural, la fundación de las famosas pulperías,

unas bodegas exploradas por los visionarios hispanos-

criollos para aprovechar el permanente flujo de carretas

que aseguraba una clientela importante, y generaba a su

vez otros prósperos negocios. Pero en aquella época el

límite entre la civilización y el desierto era bastante

confuso.

En lo que por entonces se convino llamar de

desierto, vivían numerosas tribus indígenas como los

Pampas (Tandil y Sierra de la Ventana), los Ranqueles (en

la región central de la pampa seca), los Pehuenches (en la

zona del río Neuquén y al sur de la cordillera) y los

Voroganos (en el sur de Buenos Aires). Por tanto, vivir en

la frontera de la civilización hasta ese momento existente,

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no era nada fácil, pues a veces hasta el hambre llegaba a

ser un enemigo más peligroso que los propios indios.

Con frecuencia, las provisiones se acababan antes

de tiempo y los vecinos tenían que ingeniárselas: cazar

mulitas, avestruces y cuises, comer caballos o los pocos

yuyos duros que se encontraran en la pampa y hasta hervir

las cinchas de cuero de los arreos para meter en el

puchero. Además, las enormes distancias entre un lugar y

otro entorpecían las comunicaciones y, si se necesitaban

refuerzos o armas... no había más remedio que esperar.

Pero antes de comenzar los años del 1800, no

podemos dejar de considerar que los indios atacaban no

solo a las caravanas de carretas, y sí a las estancias o

poblaciones que se fueron fundando a lo largo y a lo

ancho del inmenso territorio. Y a estos acontecimientos se

les pasó a llamar de “Malón”, pues los fieros indígenas se

llevaban las haciendas además de cautivar a los niños y

mujeres como un trofeo. Por tanto, a consecuencia de

estos ataques se dio origen a la creación de una línea de

frontera y a los llamados por entonces fortines, los que

fueron establecidos aquí y allí como forma de protección.

Pero la vida dentro de sus demarcaciones era muy dura y

llena de castigos y penalidades.

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Carretas del Espectro Página 54

Explícitamente en Argentina, estos fueron el

principal punto estratégico de batalla para la “Conquista

del Desierto”, o sea, un territorio no controlado por los

españoles y luego explorado por los criollos. Por ende, se

convino la construcción de líneas de fortines que

avanzaban dentro del “desierto”, aunque ocasionalmente

esas mismas líneas retrocedían ante los contrataques de los

pueblos aborígenes, o avanzaban si se conquistaba una

nueva región.

En tales fronteras bastante móviles, los fortines

solían estar localizados entre sí a unas pocas “leguas”,

frecuentemente a unos 10 kilómetros, -o de acuerdo con la

medición tradicional de la legua en Argentina-, a tan sólo

“un par de leguas” uno de otros. Por entonces, las dos

principales líneas de fortines se encontraban una al sur,

entre la región pampeana y el Cuyo, y una otra al norte, en

la región chaqueña. Pero hacia finales de los 1880s, la

función de los fortines en lo que se denominaba por

entonces como “lucha contra el indio”, se volvió obsoleta.

Aunque no parece haber existido nunca un modelo

único para todos los fortines, cabe decir que estos solían

estar construidos del siguiente modo: emplazados sobre el

terreno más elevado, con una rústica empalizada de

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troncos dispuestos verticalmente en forma de “palo a

pique”.

Tal empalizada era con frecuencia el único muro

perimetral, o sea, un muro de planta rectangular que

rodeaba a un recinto de unos 100 a 500 mt². En el interior

del recinto se ubicaban ranchos que hacían las veces de

cuadras y barracas, y los tales ranchos generalmente eran

la vivienda de la oficialidad o del comandante fortinero.

Además estaban la barraca de las tropas, un arsenal, una

rudimentaria prisión o celda, un depósito de alimentos, un

establo, y más raramente existían una capilla, una

enfermería e incluso una pulpería.

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Dentro del recinto estaba ubicado un corral para la

caballada y un mangrullo o torre de vigía de no más de 10

metros de altura, confeccionada casi siempre con leños y

recubierta en ocasiones por un techado de “sacate”. Un

pequeño cañón era usado con la pretensión de infundir

temor a los posibles atacantes, aunque la más de las veces

se utilizaban sus salvas a modo de “telégrafo” para dar

señales a otros fortines.

Aparte del muro perimetral, si el suelo así lo

permitía, estaba este en su parte externa circundado de un

foso lo más ancho y profundo posible, como para ser

permisible detener o dificultar la acometida de fuerzas a

caballo.

No obstante, para sus habitantes, la vida en un

fortín no era fácil: la alimentación era mala, estaban mal

vestidos y podían ser castigados por cualquier motivo,

además de que los soldados ni siquiera tenían la certeza de

recibir la paga a tiempo.

Por consiguiente, debido a su valor estratégico, los

caballos -sin los cuales no se podía salir detrás de los

indios-, eran considerados más importantes que los

hombres. Tanto es así, que por las noches, pese a las

bajísimas temperaturas, los animales eran los únicos que

tenían mantas aseguradas.

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Todos aquellos que servían como soldados, se

levantaban al alba y trabajaban todo el día. Atendían la

caballada, fabricaban adobe, cavaban fosas y preparaban la

tierra destinada a chacras estatales, todo al margen de las

patrullas cotidianas.

Así lo escribió el comandante Manuel Prado en su

obra La Guerra al Malón (Eudeba, l960):

“... Las mujeres de la tropa eran consideradas

como fuerza efectiva de los cuerpos; se les daba

racionamiento y, en cambio, se les imponían

también obligaciones: lavaban la ropa de los

enfermos, y cuando la división tenía que marchar

de un punto a otro, arreaban las caballadas.

Había algunas mujeres -como la del sargento

Gallo- que rivalizaban con los milicos más

diestros en el arte de amansar un potro y de

bolear un avestruz. Eran toda la alegría del

campamento y el señuelo que contenía en gran

parte las deserciones. Sin esas mujeres, la

existencia hubiera sido imposible. Acaso las

pobres impedían el desbande de los cuerpos”.

Con el pasar de los años, muchos de estos fortines

fueron los que dieron lugar al surgimiento de las ciudades

interioranas de Argentina, como por ejemplo las de Tandil,

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Bahía Blanca, Villa Mercedes, San Rafael, Morteros,

Chascomús, San Antonio de Areco, Salto, Rojas, Lobos,

Navarro, Monte, Ranchos, Chos Malal, Río Cuarto,

Banderaló, General Daniel Cerri, etc.

Al margen de todo esto, la pulpería pasó a ser casi

hasta los inicios del siglo XX, el establecimiento

comercial representativo de las distintas regiones de

Hispanoamérica, encontrándose ampliamente difundidas

desde centro América a los países del Cono Sur.

Su origen data de mediados del siglo XVI, y por

entonces proveía todo lo que fuera indispensable para la

vida cotidiana: comida, bebidas, velas (bujías o candelas),

carbón, remedios y telas, entre otros enseres.

También era el centro social de las clases humildes

y medias de la población rural, cuando allí se reunían los

personajes típicos de cada región a conversar y enterarse

de las novedades. Era en estos lugares donde se podía

tomar bebidas alcohólicas, se realizaban riñas de gallos, se

jugaba a los dados, a los naipes, entre otros diferentes

retozos.

Los establecimientos no eran más que la viva

expresión de la cultura local, como en el caso rioplatense

en donde los parroquianos solían contar con una o dos

guitarras, para que los gauchos “guitarreasen” y cantasen,

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como igualmente organizaran payadas y bailes entre los

mismos.

Las primeras referencias que quedaron escritas,

pertenecen a cronistas y viajeros del siglo XVII. La más

antigua delinca de Garcilazo de la Vega, refiriéndose al

pulpero con esta denominación, y diciendo que éste era un

“...nombre impuesto a los más pobres vendedores...”. Pero

quien primero legisló su actividad fue Felipe IV en 1631,

y en la Ley XII las avala por “... Necesarias para el

abasto”.

“Las pulperías. Lugar mítico, espacio real,

escenario común, institución y leyenda. Fue

refugio de la paisanada, encuentro obligado para

el ocio y el esparcimiento, alto en la huella, punto

de referencia social, reducto de los excluidos y

provisión de vidas no reclamadas para la

“defensa” de la frontera. Pero también fue el

modo de vida elegido por el sencillo comerciante

español primero, el criollo después y finalmente

recurso del gringo”.

En un documento del Archivo General de la

Nación, se las describe como teniendo una ventana

enrejada al exterior, bajo una enramada, con los

concurrentes a pie o a caballo detrás de la tranquera. Otras

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descripciones realizadas por los viajeros del sur de la

provincia de Buenos Aires, las refieren como una pieza

muy larga, con “cielorraso” de paja, poca luz proveniente

de estrechas ventanas de vidrio polvoriento, o tan solo

como una choza miserable para el despacho de

aguardiente.

El comandante Manuel Prado en su libro “La

Guerra al Malón”, dirá que... “Era un rancho largo, sucio,

revocado con estiércol, especie de fonda, prisión, pulpería

y fuerte...”. En fin, un enclave para todo en el confín de la

frontera con el indio.

En general, todos coinciden en describirla como

una casa también de barro, cuadrada o larga, baja, rodeada

de una zanjita para que corra el agua, cocinada por el sol y

como una isla en una mar de pastos duros. No en tanto, un

poco mejores, por el mayor acceso a materiales, como la

piedra, la madera o el hierro, eran las de los suburbios de

Buenos Aires o Montevideo (hablando de las

rioplatenses).

Sin embargo, en la región rural todas eran

parecidas. Nada más que un espacio mal iluminado con

algún farol, de piso de tierra, mesas y bancos de madera y

cuero, siempre deteriorados. En el fondo, algún estante

rodeado de un amplio mostrador, siempre enrejado,

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característica esencial y peculiar de la pulpería, para

defensa del dueño de posibles ataques de gauchos

“achispados” por la bebida, o de ánimo matrero.

Cuando buscamos referencias a su nombre, vemos

que existen dos corrientes explicativas: de los

“americanistas” que hacen derivar el nombre de la voz

mejicana “pulque”, o de la mapuche “pulcu”, o de los

“hispanistas” que se apoyan en el latinismo “pulpa”. En el

primer caso, es poco probable que ese sea su origen, dado

que el contacto con el indio como para incorporar

vocablos fue muy posterior al 1600, cuando definimos que

ya se conocían las pulperías.

En cuanto a la denominación española, el

“pulpear” era comer bien, por llamar pulpa a la carne. Pero

volviendo al vocablo mejicano, “pulquear” era tomar

aguardiente de maíz, que se elaboraba por la fermentación

de la pasta machacada del maíz, que llamaban “pulpa”.

Así que probablemente, de la conjunción de estas dos

voces puede que derive el término “pulpería”. De todas

formas, hay más crónicas históricas que apoyarían a la

génesis hispánica, dado que en el 1600, no tenía el Río de

la Plata casi contacto con viajeros provenientes de Méjico.

Una otra narración cuenta que en el caluroso

mediodía del 13 de febrero de 1788, Ramón Gadea, que

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ejercía el oficio de pregonero de la ciudad de Buenos

Aires, acompañado en el momento por el escribano, tropas

y banda militar, leía a viva voz un bando que emitiera el

Gobernador Intendente don Francisco de Paula Sanz:

“…los pulperos debían colocar un mostrador en

la puerta o esquinas de sus despachos,

impidiendo así el paso de concurrentes al

interior”.

La intención era que quienes viniesen, compraran y

se fueran, sin reunirse a tocar la guitarra acompañada de

abundante vino carlón y aguardiente. Es que varios hechos

delictivos, peleas y muertes terminaron por alarmar a las

autoridades del momento. Pero el cumplimiento del bando

para el pulpero, no era negocio. Y así, encubiertos por las

sombras de la noche, el 5 de Marzo, diversos grupos

recorrieron las calles destruyendo los mostradores que

colocaban los pulperos obedientes al mando. No en tanto,

el sumario que se levantó para investigar el hecho, no

arrojó resultado positivo alguno.

Comenzó entonces una larguísima puja entre el

Gobierno defensor de las buenas costumbres y el orden y

el interés de los pulperos. El argumento más eficaz de

éstos (quienes debieron organizarse en gremio para su

mejor defensa), era que llovía muy seguido en Buenos

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Aires y no se podía atender la clientela en la puerta. Este

extenso conflicto acompaño al gobierno de la Colonia

hasta el cambio de siglo a la Revolución de 1810, y a las

juntas y los triunviratos.

Finalmente el 15 de Junio de 1812, se dio por

encerrado este largo capítulo entre las autoridades

españolas primero y nacional después, merced al escrito

del Caballero Intendente de Policía, don Miguel de

Irigoyen que proponía al triunvirato:

“…No saquen a la calle los mostradores, pero sí

que entre el camino de la puerta y el mostrador

haya una 1/2 vara para que las gentes puedan ser

bien atendidas a la vez que se impida la junta de

borrachos”.

Por entonces se recomendaba también tener gente

de confianza que ayudase a mantener el orden. Así fue

como terminó de configurarse oficialmente la fisonomía

de estos locales, con su espacio mostradores y rejas.

Por otro lado, aquel breve lapso de las invasiones

inglesas, para los pulperos resultó ser una novedad la

aparición de ellos en el Río de la Plata, pues a pesar del

asombro y la exasperación que causó la incursión, no

dejaron estos de atender sus comercios.

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Consta que una vez iniciada la organización de la

defensa de la cuidad a cargo de don Santiago de Liniers, se

restringió el horario y la permanencia de gente en la

pulpería y cafés, a fin de que estos se ocupasen de la

obligación civil de instrucción militar para la defensa y

fabricación de pertrechos.

Esta restricción continuó a posteriori, dado que el

gobierno patriota detectó en estos lugares sociales como

los más propicios para la confabulación contra las

aspiraciones independentistas. Sin embargo, en la medida

que los comercios, por el paso de los años, pasaron de

dueños españoles a criollos, este peligro disminuyó.

También han quedado registros de coplas, nunca

editadas, que ilustran la costumbre que surgió de arengar

las corrientes políticas del momento mediante el canto.

Las primeras coplas registradas son alusivas a la lealtad a

Fernando VII, con marcado tinte político adverso a los

franceses:

“…para libertarnos de las anarquías y lo

Francmasones de la Francia impía, La

Provisional y Gubernativa Junta que ha formado

Buenos Ayres viva”.

Éste es solo el estribillo de una extensa

composición que ilustra la puja surgida en la junta de

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Carretas del Espectro Página 65

Buenos Aires, ante la situación en España. Pero luego

aparecieron las composiciones que exaltaban el espíritu de

la independencia. El exponente más conocido de esta

expresión y realidad literaria de la época, fue Bartolomé

Hidalgo.

Sus cielitos, cuya aparición se registra en el Río de

la Plata entre 1810 y 1816, compuestos por él o recogidos

en sus viajes pampeanos, llegan a transmitir el estado

emocional de los criollos de la época:

“Paisanos, los maturrangos. Quieren venir a

pelear. Preparemos los lazos. Para echarles un

buen pial, Cielito, cielo que sí, Cielito de mi

consuelo. Como sigue la historia”.

A pesar de las continuas penalidades dirigidas

hacia las reuniones en las pulperías, éstas continuaron

dado que estaban integradas en el alma del pueblo, que

heredó del espíritu Hispánico el gozo por las reuniones en

las posadas. Además, con distintos nombres, estos

comercios existían desde Lima hasta los confines

fronterizos con el indio.

Pero en la medida en que la Gran Aldea fue

creciendo y derivando en ciudad, sus distintos gobiernos

(Martín Rodríguez y sobre todo Rivadavia) legislaron para

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Carretas del Espectro Página 66

desarraigar esta costumbre que consideraban anacrónica

para una sociedad civilizada.

Después, cuando el criollo de la Pampa pasa a ser

perseguido y reclutado para incluirlo en las levas de

gauchos para la frontera, Martín Fierro dirá en sus versos:

“De carta de más me viá, sin saber a dónde

dirme, más dijeron que era vago, y entraron a

perseguirme”.

Es que el gaucho perseguido se acercaba a las

pulperías y ahí caía la Partida con el Juez de Paz, que

hacía una arriada en montón. Claro que esa misma leva

también fue una vieja costumbre hispana trasladada a

nuestra tierra.

Pero como todo pasa del apogeo a la marginación,

cabe mencionar que desde el mismo momento de la

fundación de Buenos Aires por parte de Juan de Garay,

existían leyes que determinaron la aparición de las luego

llamadas pulperías, para utilizarlas como provisión y

medio de vida. Luego se legisló, como vimos, sobre su

forma, también sobre el funcionamiento y sobre todo,

todos los impuestos que debían abordar.

Los nuevos siglos, las nuevas ideas, las

concepciones políticas, sociales y culturales, hicieron que,

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junto a las nuevas leyes que regían su existencia, las

llevaran lentamente a la marginación y la desaparición.

En las ciudades, las pulperías se fueron

transformando en almacenes, pero en los suburbios fue

donde más sobrevivieron, y también en el campo, ya con

la forma y designación de almacén de ramos generales.

Por lo tanto, la pulpería y el pulpero, como toda

creación humana conllevan en sí como tal, con toda la

carga de imperfección y de necesidad del momento

histórico en que le toca ser, fueron un período destacado

de la historia nacional y mantienen la aureola vernácula

que recubre la inmensidad anónima de hombres hechos e

instituciones que nos precedieron en el entramado

complejo de nuestra identidad.

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5

Puede que lo dicho hasta el presente en la

narración de la epopeya que esta obra busca abarcar,

signifiquen meros detalles fastidiosos por no ser más que

sentencias que revelan informaciones periféricas. Empero,

aunque no se busca dilatación al intentar entender las

diversas fisiologías políticas, económicas y sociales de una

época colonial en lo interiorano de Argentina o

Sudamérica, es imperativo querer desarrollar tanto el

ambiente de los personajes como el escenario que conllevó

a la gesta en cuestión, principalmente por causa de

invasión inglesa en las aguas del Plata y lo que con ella

acaeció.

Por ello, tiene una especial preeminencia

comprender como se desarrolló el local principal de aquel

teatro. Y eso ocurrió a partir del año de 1615, cuando

entonces surge el primer núcleo poblacional en el Camino

Real desde Buenos Aires a Perú, justamente en el cruce

del río Luján.

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Aunque antes de comenzar a incursionar por este

histórico poblado, vale destacar que aquellas primeras

moradas que se construían en las villas que iban surgiendo

aquí y allí, eran muy humildes. Eran casonas de adobes

con techos de caña y barro. Y que recién alrededor de

1800 los registros historiográficos hablan de casas con

revoques de barro pintados a la cal, y a veces con un

zocalillo de distinto color o revestido de piedra laja. En

casi todas ellas era característica la ancha puerta a la calle,

de hojas macizas de algarrobo, adornadas con clavos de

cabeza y un gran aldabón redondo. Por su vez, las

ventanas tenían rejas de madera o de hierro forjado.

Los solares urbanos, por lo general, tenían 24

metros de frente por 60 de fondo, aunque los había

bastantes mayores. En las casas de las familias más

pudientes, la puerta de calle se abría a un zaguán interno

con arco de medio punto y piso enladrillado o con un

camino de lajas, con habitaciones a uno y otro costado.

Muchas de esas casas tenían hasta tres patios. El primero

se comunicaba con la sala en la que se recibían las visitas;

el segundo estaba rodeado por las habitaciones, mientras

que el tercero, al fondo, era destinado a la huerta familiar,

la cocina y las industrias domésticas.

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Invariablemente, por el fondo de todas las casas

normalmente corría la acequia que proveía de agua a la

familia. Donde era común ver dos tinas, una para aclarar el

agua de consumo y otra para el baño.

La vida familiar interiorana en la época de la

colonia también tenía costumbres y rutinas muy

arraigadas. Sólo los hijos varones podían estudiar y ayudar

a sus padres en los negocios o la política, o de lo contrario

iban a servir a la iglesia. Las mujeres se casaban muy

jóvenes y estaban totalmente dedicadas al hogar, aunque

también podían servir al clero. Muy pocas aprendían a leer

y escribir en sus casas.

Luego de un día de actividad, que incluía un

almuerzo familiar y una larga siesta, al atardecer las

campanas de las iglesias o capillas llamaban a la oración.

En ese momento la familia se reunía con sus criados y el

padre o la madre guiaban el rezo del rosario. Terminado el

rosario, y a la luz de las velas, se cebaba mate y luego la

familia hacía una comida sobria. Aunque antes de irse a

dormir, en algunas casas se jugaba a las cartas o se leía en

voz alta. Por los sábados, los amigos de la familia se

reunían en tertulias en las que se conversaba y se

escuchaba tocar algún instrumento musical.

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Por su vez, el gran número de iglesias y capillas

daban la idea de que el país tenía un alto grado de

religiosidad. Era común por las noches hacer sonar las

campanas, bajo cuyo sonido acudía una multitud de fieles.

Las costumbres de la época mostraban que clases bajas

asistían temprano, y las grandes señoras iban a misa de las

doce, llevando grandes mantos negros sobre el rostro,

además de rosarios y crucifijos, y una esclava las seguía

detrás portando el devocionario.

También las fiestas religiosas eran populares y muy

solemnes. Por ejemplo, la de Nuestra Señora de Luján,

patrona de esa Villa, era tan importante que en ella

formaba el ejército, y concurrían las principales

autoridades de la región para asistir al Tedeum en la

iglesia. También se celebraba con gran pompa la fiesta de

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Corpus Christi, cuando la tradicional procesión recorría las

calles más centrales de la ciudad, a la que asistían

autoridades eclesiásticas, congregaciones, pueblo y

ejército.

Por otro lado y en forma semejante, la fiesta de

Santa Clara, la segunda Patrona de Buenos Aires, se

celebraba también con gran suntuosidad. Asimismo eran

innumerables las fiestas realizadas en honor a distintos

santos, además de destacarse especialmente las

celebraciones de Semana Santa.

Y como todo lo sucedido en esta historia se propició

especialmente en este paraje que mencionamos, eso nos

lleva a buscar datos desde su origen, cuando encontramos

que fue el 3 de febrero de 1536, o sea 44 años después de

Colón descubrir el continente, que Mendoza, el hijo de

doña Constanza de Luján, acabó por fundar el fuerte a

orillas del Plata en honor a la Virgen protectora de los

navegantes, y al que llamó “Puerto de Santa María del

Buen Aire”.

Desde aquellos lejanos tiempos viene la raíz

histórica de esta ciudad, ya que entre los 800 hombres que

descendieron de aquellas 14 carabelas que atracaron por

estos litorales, se encontraba un caballero que dejaría su

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nombre a un pueblo y a una Virgen generadora de un

gigantesco movimiento de Fe: el Capitán Pedro de Luján.

Empero, algunas hipótesis llegan a sostener que el

nombre de Luján deriva de la nación de los indios Lojaes

(primitivos habitantes de esas tierras), mientras que

basados en antiguos documentos, otros biógrafos alcanzan

a afirmar que el río ya llevaba el nombre de Huyan o

Sehuyan. Sin embargo, la discusión quedó cerrada por el

peso de la tradición, o de la versión histórica que pasó a

ser la más aceptada, aquella que afirma que el río lleva el

nombre del capitán español que perdiera la vida en sus

orillas, luego de la batalla que los conquistadores fueron

derrotados en su lucha contra los indios Querandíes, un 15

de junio de 1536, día en que se celebraba la festividad de

Corpus Christi.

Mismo pareciendo una fábula romanceada, la

historia cuenta que los indios poco esperaron para

incendiar las naves y el caserío de los intrusos, y que

entonces, unos 300 españoles salieron en son de

escarmiento y en procura de víveres. Al toparse con los

nativos, sufrieron una avasalladora derrota que les

ocasionó 38 bajas, entre las cuales se encontraba Diego de

Mendoza y el Capitán Luján.

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Durante el fragor de la batalla, el caballo del capitán

Pedro de Luján se “espantó” sin que éste pudiera sujetarlo

por encontrarse mal herido; y llegando a la orilla derecha

de un río que hoy lleva su nombre, el caballero español

cayó ya sin vida, siendo su despojo encontrados días

después y su caballo pastando en las cercanías.

Según aseveran algunos otros estudiosos, el combate

debió haberse librado no muy lejos de donde 100 años más

tarde se produciría la milagrosa detención de la Carreta de

la Virgen, y el Capitán Luján, habría venido a sucumbir en

los alrededores de un paraje que años más tarde fue

llamado “El Árbol Solo”, y en donde tiempo después

nacería la gran ciudad mariana de Luján.

Se dice que desanimados por la indómita bravura

presentada por los Querandíes, los conquistadores no

tardaron en abandonar estas tierras. Entre tanto, en aquella

inmensa desolación, el ganado vacuno y caballar que

transportaban empezó a multiplicarse a gran escala y en

estado salvaje, al tiempo que los indios comenzaban a

familiarizarse con estos animales y a adquirir una

inigualable destreza en el manejo del caballo, elemento

con el que dieron vida a aquellos aterradores malones que

tanto atormentaron posteriormente a los españoles.

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Luego de pasados otros 44 años, en 1580, los

conquistadores vuelven a la carga, esta vez a las órdenes

de don Juan de Garay, quien fundó un nuevo fuerte en el

mismo lugar donde lo había hecho don Pedro de Mendoza.

En ese mismo momento, el explorador e colonizador

comenzó a repartir tierras entre sus acompañantes, y un

límite natural para la citada distribución de “suerte de

estancia”, lo constituyó el propio río Luján, el cual, a la

llegada de Garay, ya era llamado con ese nombre. Queda

claro entonces que el río era llamado Luján, y la vasta

región que éste atravesaba, era denominada “Valle de la

Muerte”, “Valle de la Matanza”, o “Valle de Corpus

Christi”, por causa de la batalla del 15 de junio de 1536; y

dentro de esta zona estaba lo que se concilió llamar de “El

Árbol Solo” (posiblemente hasta fuese un solitario sauce),

el cual sirvió de referencia geográfica para el reparto de

estas tierras.

Pero aquel sitio no era nada más que campo pelado

cuando sucedió el “Milagro de la Carreta” en 1630. No era

nada más que la imponente soledad de la pampa, un sauce

y un vado de tierra firme por donde atravesar el río.

Tampoco se puede dejar de tener en cuenta que las

primeras “suerte de estancia” en esta región fueron

adjudicadas en los primeros años del siglo XVII, cuando

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se da fe que al capitán don Marcos de Sequeyras, le fueron

asignadas estas tierras el 24 de octubre de 1637. Poco

tiempo después, el hombre construyó el casco de su

estancia -un simple rancho de adobe y paja- a orillas del

río.

Pero la razón por la cual debieron transcurrir algunas

décadas desde el primer reparto de tierras, hasta que en el

paraje llamado “El Árbol Solo” se establecieran los

primeros españoles, parece no ser la gran extensión de

tierras asignadas, ni la riqueza natural que ellas ofrecían,

ni la abundancia del ganado vacuno y caballar que parecía

manar de la tierra, pues estos no resultaron ser elementos

suficientes para que los conquistadores vieran sus sueños

realizados.

Más bien, esto ocurrió porque la soledad encontrada

en esas tierras, sumado a la constante acechanza de los

malones, fue lo que en la mayoría de los casos hizo con

que los improvisados estancieros decidieran finalmente

cambiar sus extensas tierras por un poco de tranquilidad,

la cual seguramente la encontraban en Buenos Aires,

abandonando así sus sueños de ser terratenientes. Por esta

razón, sucesivamente las tierras volvían a ser asignadas y

nuevamente abandonadas por idéntico motivo, hasta que

un día volvían a recibir a nuevos dueños.

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Carretas del Espectro Página 77

No obstante, en cada nuevo intento, cada estancia

iba transformándose en un puesto de avanzada, en un

puesto de frontera. Por tanto, nada más que eso fue este

paraje en sus orígenes, un puesto de frontera en medio de

una inmensidad de la pampa; y antes aún, nada más que un

punto perdido en medio del reino del silencio que

gobernaba esas interminables soledades.

Un lugar sin nombre siquiera, y sin motivo alguno

para tenerlo, pues la fustigaban los pastos resecos por el

sol de enero, o la ingobernable furia del pampero, además

de la siempre acechante ferocidad de la indiada, notándose

explayada alguna yunta de ñandúes allá a lo lejos y poco

más, muy poco más...

Pero cuentan que en los tiempos de la escarcha, era

peor aún, pues una rotunda nada se cernía sobre estos

campos, nada que delatase la presencia de la vida, donde

nada más grande, abierto, callado y misterioso que la

profundidad del silencio de estos campos donde hoy se

yergue una ciudad en la cual los caminos de la Fe y de la

Historia se han dado cita, y que permite elevar el nombre

de Luján hasta un sitial de privilegio en la historia social,

política y religiosa de la nación Rioplatense.

Y fue así que, con todas aquellas marchas y

contramarchas, en medio de esa falsa calma que precedía a

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la tormenta tanto de los malones como del pampero, que el

español se fue abriendo paso a través de la inmensidad.

Aquello era Luján, el imperio de la incertidumbre, de la

amenaza y de una monotonía impregnada de constante

zozobra.

Corría el año 1630, y si bien era Lima la capital del

Virreinato, y el centro cultural y económico de América

del Sur tenía lugar en Potosí, era hacia esos lugares que

había que dirigirse por cualquier asunto de cierta

importancia. En consecuencia, los más diversos viajeros

que partían desde Buenos Aires para aquellos distantes

parajes, se veían obligados a tener que atravesar por el

vado del río que se encontraba en las cercanías de un

punto geográfico llamado “El Árbol Solo”, en cuya zona,

años más tarde nacería la ciudad de Luján.

Pero vale resaltar que al inicio, éste no era el único

camino para dirigirse hacia las Provincias del Norte, ya

que había un otro que seguía poco más o menos el

recorrido de la actual Ruta Nacional Nº 8, y el cual

terminó por ser declarado en desuso en 1663, al mismo

tiempo que se ordenaba la utilización obligatoria del que

pasaba por el pueblo de Luján, el cual recibió además,

como ya mencionamos, el nombre de “Camino Real para

los Reinos de Chile y Perú”.

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Carretas del Espectro Página 79

En todo caso, las raíces más profundas de esta

historia, nos llevan hasta un nombre, el de don Antonio

Farías de Sáa, un portugués residente en Sumampa

(jurisdicción de Córdoba del Tucumán, hoy Santiago del

Estero), quien por aquel entonces quiso construir una

capilla en su propiedad, para dedicársela a la Imagen de la

Pura y Limpia Concepción de la Santísima Virgen María.

Dicen que en aquel momento le encargó a un amigo

suyo que vivía en Pernambuco (al nordeste de Brasil), una

imagen de María, sabiendo que aquel lugar, al igual que

Bahía, ya era famoso por la fabricación de imágenes

religiosas construidas en terracota. Equivalentemente, el

centro y sureste de Brasil, (Minas Gerais y São Pablo),

también fueron prestigiosos centros de fabricación de este

tipo de imágenes, y documentos recientemente

descubiertos, parecen indicar que en el Valle de Paraíba

(jurisdicción de San Pablo) fue donde se modeló la

referida a efigie.

Pero por otro lado, lo que no está en discusión es el

origen brasileño de la estatua, pues en general, las

imágenes importadas procedían de Europa o del Alto Perú

y eran de madera policromada. Nunca se supo la razón,

pero lo cierto fue que el paisano de Brasil, en lugar de una,

le envió a Sáa dos imágenes. Una conforme lo había

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solicitado Farías, que era la de la Pura y Limpia

Concepción de la Santísima Virgen María, y la otra era de

la Madre de Dios con el niño Jesús en sus brazos, y que

fue la que realmente llegó a Sumampa, ya que la otra

imagen fue la protagonista del milagro fundador del culto

a la Virgen de Luján.

El 21 de marzo de 1630, el navío “San Andrés”

arribó al puerto de Buenos Aires transportando las dos

sagradas imágenes, las que junto con el resto de las

mercancías fueron decomisadas en la Aduana, en tanto que

Andrea Juan (dueño del navío) y sus acompañantes,

fueron detenidos, posiblemente por tratarse de un asunto

de contrabando.

La oportuna intervención de don Bernabé González

Filiano, de gran poderío económico en aquellos tiempos, y

un amigo de Andrea Juan y de Farías, hizo posible que

todos fueran liberados y que pudieran proseguir con el

itinerario preestablecido. Por lo demás, después de

solucionar su problema con la Aduana, el portugués

Andrea Juan debió esperar un tiempo hasta que una

caravana de carretas partiera con el mismo rumbo que él

debía emprender y así unirse a ellas, ya que tan largo viaje

no podía ser realizado de otra manera. De modo que, a

principios del mes de mayo comenzaron la marcha como

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un viaje más, ignorando que a pocas leguas les aguardaba

un hecho sobrenatural que inscribiría su nombre en los

libros de historia y que daría origen a unos de los cultos

más grandes de la fe mariana.

La lógica recomendaba tomar por el camino de “El

Árbol Solo”, pero razones comerciales o de amistad,

hicieron que marcharan por el otro. Fue así que, al

anochecer del primer día, la caravana se detuvo frente al

río de las Conchas, en un lugar llamado más tarde de paso

de Morales (hoy partido de la ciudad de Morón), y una vez

que reanudaron el camino y vadearon el río, llegaron al

atardecer del segundo día, a orillas del río Luján en la

localidad de Villa Rosa, haciendo noche en una propiedad

que entonces se conocía como la estancia de Rosendo.

La permanente amenaza que constituían los indios,

sumada a otros peligros propios de esas desolaciones,

hacían necesaria la presencia de jinetes armados que

custodiaran la caravana a lo largo de todo el viaje, y fue de

esta manera como llegaron a acampar toda la noche,

formando una especie de fortín con las carretas para

protegerse entre sí, mientras los animales pastaban, bebían

agua en el río y se reponían del cansancio de una larga

jornada de trajín.

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Carretas del Espectro Página 82

Los viajeros, reunidos en torno a la fogata, nos

permite imaginar que conversarían seguramente de sus

cosas, mientras se iba poniendo a punto la carne en el

asador, y una vez saciado el apetito, a medida que el fuego

se iba apagando, uno a uno los troperos eran vencidos por

el sueño, mientras que un centinela de turno vigilaba las

inmediaciones. Y cuando las primeras luces del nuevo día

comenzaron a asomar en el interminable horizonte para

dar vida a una nueva mañana de aquella primera quincena

de mayo de 1630, los preparativos para reanudar la marcha

estaban llevándose a cabo, cuando entonces lo

sobrenatural se hizo presente.

Como si estuviese amarrada a la tierra por una

fuerza invisible, la carreta no se movía de su lugar, muy a

pesar de que los robustos y pacientes bueyes emplearan

todas sus fuerzas. No advertido del misterioso suceso, el

carretero ató otras yuntas, a la vez que los troperos de la

caravana iban rodeando la carreta, movidos por la

curiosidad y con ánimo de ayudar. Luego de mil inútiles

tentativas, por consejo de los demás, el carretero bajó toda

la carga al suelo (que no era mucha) y los bueyes lograron

mover la carreta con toda facilidad. El caso mantenía

perplejos a todos los presentes, dado que con esa misma

carga se había viajado normalmente los días anteriores.

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Carretas del Espectro Página 83

Se cargaron nuevamente los bultos, y la carreta

volvió a quedar inmóvil. Los rudos y experimentados

troperos estaban atónitos. Uno de ellos (quizá por

inspiración Divina) sugirió bajar a uno de los cajoncitos,

pero los bueyes no pudieron avanzar. Se propuso entonces,

subir dicho cajón y bajar el otro, con lo cual, la carreta

volvió a moverse con toda normalidad.

Aquí fue cuando llegó la admiración a romper el

silencio, al soltarse la lengua de todos en piadosos

clamores y con los ojos a liquidarse en lágrimas de

enternecimiento, levantando todos ellos el grito y

repitiendo a una voz:

-¡Milagro! ¡Milagro! ¡Esto es obra de Dios!

Pasado este primer momento, se apoderó de todos

ellos la natural curiosidad de contemplar la prenda de

tanto valor que estaba encerrada en aquella arca. Uno de

los asistentes, no sin profunda emoción, y sí con legítimo

estremecimiento, procedió a la apertura del cajón; y todos

fueron testigos de que el tesoro que contenía era bien en

efecto, como lo había declarado el portugués conductor

del carretón, un bello simulacro del bulto de la Purísima

Concepción de la Virgen, como de media vara de alto.

¡Encantadora y hermosa se presentó a los ojos de

todos los circunstantes la Sagrada Imagen de María

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Inmaculada! Y cuenta la leyenda que llenos todos de la

más dulce emoción y piedad y postrados en tierra la

veneran; e imprimen en ella sus más fervientes besos,

entre los tiernos afectos que pronuncian sus lenguas en

alabanzas a Dios y a su dulcísima madre, y abundantes

lágrimas de gozo y de consuelo que corren de sus ojos.

Así estuvieron algún tiempo suspensos, llenos de

alegría ante la Sagrada Imagen; pero, luego que sus tiernas

demostraciones de amor dieron lugar a los discursos,

cuando entonces resolvieron llevarla todos juntos y con el

mayor respecto y devoción a la propia morada de don

Rosendo.

Formaron, con este fin, todos los asistentes, una

procesión sencilla y acompañaron así formados a la Santa

Imagen, con más fervor y enternecimiento que aparato y

solemnidad. Llegados a la humilde morada de don

Rosendo, la depositaron luego en el aposento más decente

de ella, y habiéndola colocado en el rústico trono que, en

medio de sus cortos alcances, le improvisaron,

nuevamente se postraron unánimes a rendirle homenaje.

Después de haber, de esta suerte, satisfecho las

ansias de su devoción para con la Soberana Señora, los

felices troperos con harto sentimiento se despidieron de la

venerable Imagen, para proseguir su camino hacia su

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Carretas del Espectro Página 85

destino, llevándose consigo aquella otra Imagen destinada

a la Ermita de Sumampa, y esparciendo la voz de los

prodigios de que habían sido testigos, por todos los pagos

de su tránsito; de modo que al poco tiempo, la fausta

nueva fue conocida en todos los ámbitos de la

Gobernación del Río de la Plata y de la de Tucumán.

También cabe mencionar que la detención de la carreta

habría sucedido en la actual localidad de Villa Rosa,

(partido de la actual ciudad de Pilar) ubicada sobre la ruta

que une la ciudad de Pilar con la de Escobar.

No demoró mucho para que el Milagro comenzase a

difundirse, al tiempo que los fieles iban llegándose hasta la

estancia de don Rosendo. Y tres años del portento fueron

necesarios para construir una ermita junto a la casa que en

principio había servido de improvisado oratorio; y de tal

forma que un modesto rancho de adobe y paja, con una

cruz en lo alto era que lo distinguía en aquella dilatada

soledad, y lo que fue la nueva morada de la Santa Imagen

que estaba colocada en un nicho apoyado sobre un rústico

altar. Y así, en aquella pequeña y humilde ermita,

transcurrieron unos 40 años más, durante los cuales el

primer y principal propagador del culto fue un esclavo de

nombre Manuel que había venido como una mercadería a

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Carretas del Espectro Página 86

más en el cargamento que vino desde Brasil acompañando

a la Imagen.

Desde el momento del Milagro, el negro Manuel fue

consagrado por completo al cuidado de la Santa Imagen,

aseando el altar y no dejando que por causa alguna le

faltase luz ardiente a su ama, reconociéndose él mismo

como el verdadero y exclusivo esclavo de la Virgen.

Atendiendo a los enfermos, enseñando el camino de Dios

y consolando a los afligidos, eran las obras de misericordia

en las que los peregrinos lo veían siempre ocupado.

En su venerable ancianidad, vestido de tosco sayal,

con una larga barba blanca a manera de ermitaño, y con un

profundo aspecto místico, lo encontró la muerte,

supuestamente en 1686, a los 82 años de edad, cuando el

esclavo de la Virgen había alcanzado una gran influencia

sobre los creyentes, llegando a ser amigo y consejero de

todos ellos.

Y hallándose el negro Manuel en la última etapa de

sus enfermedades, dijo un día que su ama le había

revelado que había de morir un viernes, y que el sábado

siguiente lo llevaría a la gloria. En efecto, su muerte

aconteció el día mismo que había dicho. Y por tradición y

por sus insuperables méritos, su cuerpo fue sepultado

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Carretas del Espectro Página 87

detrás del Altar Mayor, descansando a los pies de su

siempre bien amada Madre.

No resultaría extraño que, a la distancia de tantos

años, alguno datos sobre Manuel hayan sufrido algunas

deformaciones, y que el pueblo llegara a idealizar un tanto

la vida de quien sin duda, fue la figura más querible de

esta monumental obra de fe, siendo por ello que su

memoria ha de perdurar siempre bendita en el corazón de

los creyentes.

Pero corría ya el año 1666, y tanto la estancia de

Rosendo como la capilla, debido a la indolencia de los

dueños, habían caído en un total abandono, debiéndose al

negro Manuel que el culto hubiese permanecido vivo en

aquellos largos años de desolación. Casi cuarenta años

habían pasado desde aquella gloriosa mañana de mayo de

1630 y el culto aún no había sido oficializado.

La máxima jerarquía eclesiástica hasta entonces no

se había expedido sobre el “Milagro de la Carreta”, y

siendo sus dueños clérigos de gran influencia, creyeron

mejor librarse de un problema al vender la sagrada Imagen

a doña Ana de Matos (viuda de Sequeyra), cuando esta le

destinó una habitación de su casa para el culto de María,

siempre cerca del río, pero ahora en la cercanía de “El

árbol Solo”, en donde años más tarde florecería el caserío

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Carretas del Espectro Página 88

fundacional de lo que es hoy Luján, la ciudad mariana de

nombradía internacional.

Empero, la firme voluntad de quedarse para siempre

en esas tierras, había sido expresada por la Madre de Dios

mediante el histórico prodigio con el que se iniciaba la

gloriosa cadena de mil gracias y favores de tan grandiosa

trascendencia.

Pero las dificultades no faltarían, y esto nos enseña

que en la vida, ningún logro auténtico, firme y perdurable,

se obtiene sin perseverancia, sin tenaz lucha en los

momentos difíciles.

Por aquel entonces todo parecía atentar contra el

culto: los devotos, muy obedientes de la voz oficial de la

Iglesia, observaban con preocupación que a 40 años del

Milagro, el culto no había sido oficializado; la estancia y

la capilla habían sido abandonadas por sus dueños; el

camino había sido anulado por el Gobierno, y el negro

Manuel era reclamado por sus dueños desde Buenos Aires.

Un sombrío panorama insinuaba la irremediable extinción

del culto.

Pero no era voluntad de Dios que esto sucediera. En

aquella inmensa desolación sólo surcada por el indio y el

furioso viento pampero, el estoico “Esclavo de la Virgen”,

sin recursos materiales, con su sola inspiración Divina,

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pudo mantener viva la llamada de aquel agonizante culto a

María. Pero la oportuna aparición de doña Ana de Matos,

cambiaría felizmente tan angustiante situación.

Doña Ana se presentó entonces ante el rector de la

Catedral de Buenos Aires para adquirir los derechos sobre

la Sagrada Imagen, pues Juan de Oramas (el heredero

universal de don Diego Rosendo), quien siendo un hombre

absolutamente práctico como administrador, no dudó en

acceder al deseo de la dama mediante el pago de $200.

Una vez cumplida la correspondiente tramitación, la

señora acudió presurosa a la desolada ermita, y se trajo

consigo a la Santa Imagen, dejando allí al negro Manuel.

Pero una vieja tradición afirma que esa misma noche, la

sagrada Imagen volvió por sus propios medios

(translocación) a la ermita de Rosendo, junto al negro

Manuel. En consecuencia, al día siguiente, en la casa de

doña Ana se agotaron todos los recursos buscándola sin

éxito, hasta que un presentimiento los llevó hasta la vieja

ermita, donde la hallaron junto a su fiel negro.

Colmada de asombro, no comprendiendo del todo a

aquella extraña situación, Ana de Matos dio la orden para

que el traslado se efectuara nuevamente hacia su estancia,

y volvió a colocar la efigie en el mismo lugar del día

anterior; y para mayor tranquilidad, dispuso de una

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guardia especial en torno a la habitación, para que no se

repitiera el extraño suceso de la jornada anterior. No

obstante tales medidas de seguridad, sin que nadie pudiera

explicarse cómo, la Sagrada Imagen volvió a desaparecer,

siendo hallada junto a su devoto esclavo, quien había

quedado desolado en la abandonada estancia de Rosendo,

sumido en la decepción y la angustia más profunda.

Entonces, sintiéndose seriamente afligida por la

doble desaparición, doña Ana comenzó a presentir que en

todo aquello había algo de sobrenatural, algo de origen

divino; razón por la cual no se atrevió a efectuar un tercer

traslado sin antes exponer debidamente el misterioso

problema ante el obispo Fray Cristóbal de Mancha y

Velazco, y ante el Gobernador don José Martínez de

Salazar.

Luego de un exhaustivo y concienzudo examen de la

singular situación, ambas autoridades coincidieron en la

necesidad de tomar una imperiosa decisión: efectuar ellos

mismos el traslado. Y eso fue exactamente lo que sucedió,

conformándose a tal efecto una gran comitiva integrada

por lo más representativo de la sociedad de Buenos Aires

y una considerable cantidad de público que se unió a ella.

Una vez en la estancia de Rosendo, el Obispo

procedió a informarse minuciosamente de todo lo

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sucedido, inspeccionando el lugar, examinando uno a uno

a todos los testigos de las misteriosas desapariciones, y

luego de esto reconoció sí, la invisible intervención de la

mano de Dios, antes de autorizar la histórica traslación.

Fue así entonces que, la Sagrada Imagen fue levantada en

andas y, en solemne procesión comenzó de a pie aquel

traslado encabezado por un obispo y un gobernador, muy

ancianos ya, mientras también iba entre todo aquel público

un esclavo, el preferido de la Virgen, el negro Manuel.

Según algunos biógrafos, dicho traslado debió

efectuarse en los finales del año 1671, y que quizás en una

fecha muy cercana al 8 de diciembre, como preparativo de

una fiesta de la Pura y Limpia Concepción. El trayecto fue

cubierto en dos jornadas sucesivas de peregrinar rezando a

través del campo, hasta que por fin arribaron al rancho de

Ana de Matos, en donde por espacio de tres días se

celebraron solemnes misas, se rezó el Santo Rosario, se

cantaron las letanías y los himnos a María Inmaculada.

Finalmente, el Prelado dejó autorizado oficialmente

el culto a la Pura y Limpia Concepción del Río Luján,

quedando así, luego de 40 años del Milagro, canonizada la

devoción de un pueblo y proclamado por siempre, el

nombre de Nuestra Señora de Luján.

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Carretas del Espectro Página 92

Ahora sí, la Imagen de María se quedaría para

siempre en estos lugares. Vendrían luego el oratorio junto

a la casa de doña Ana, y más tarde distintas capillas

antecesoras de su octavo lugar de culto, la actual Basílica

Nacional de Luján.

Pero resulta que una vez que fue oficializado su

culto, la afluencia de peregrinos fue creciendo a pesar de

que el pequeño oratorio no tenía clérigo estable, razón por

la cual, los oficios religiosos no eran más que

acontecimientos aislados. Pero la siempre creciente ola de

devotos hizo pensar a doña Ana de Matos en la

construcción de un lugar más propicio para albergar la

Imagen de María. Y a título de donación perpetua, cedió

entonces un predio para edificar una Capilla, más una

cuadra a la redonda para que allí se establecieran los

primeros pobladores, y más una porción de estancia al otro

lado del río, que ayudaría a solventar los gastos

demandados por el culto.

Por tanto, con fecha 2 de octubre de 1682 quedó

formalizada la donación, aunque en 1677 por cargo del

Fraile Juan de la Concepción (conocido por la historia

como Fray Gabriel), se habían comenzado a cavar los

cimientos y se estaba construyendo el horno de ladrillos

necesario para la obra.

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Carretas del Espectro Página 93

Igualmente, agrupándose junto a la capilla,

dispuestos a hacer frente común a la indiada, los primeros

vecinos lujanenses fueron dando forma al caserío

fundacional, aunque en un principio más que pobladores

estables, eran sólo devotos que pasaban algunas noches en

improvisadas chozas, dejaban sus súplicas y ruegos, y

volvían a sus lugares de origen.

Así nació este pueblo: humilde y silencioso, sin la

llegada de un enviado del Rey para presidir la ceremonia

de fundación, como era de costumbre en aquellos lejanos

años. Y tal vez a eso se deba el hecho de que, aunque la

aldea hubiera nacido antes, sólo en base a la

documentación puede confirmarse su existencia hacia

1740.

Pero las paredes del Sagrado Recinto estaban a

medio levantar y algunos materiales se hallaban acopiados

para continuar con los trabajos, cuando el Fray Gabriel

debió trasladarse a Chile, con lo que la obra quedó

virtualmente paralizada.

Sin embargo, un nuevo y trascendental suceso

vendría a dejar una profunda huella en esta historia, al

aparecer en escena un protagonista clave: el primer

Capellán de la Virgen. Se llamaba don Pedro de Montalbo,

y quien era licenciado además de clérigo presbítero.

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Carretas del Espectro Página 94

Radicado en Buenos Aires, el hombre de Dios se hallaba

al borde de la muerte, cuando impulsado por su gran

devoción por la Santísima Virgen, decidió realizar el

penoso y largo viaje en un pesado carretón, hasta los

mismos pies de la Sagrada Imagen de Luján.

La tisis pulmonar que padecía, complicada con una

severa afección cardiaca lo redujeron al último extremo,

tanto que, una legua antes de llegar hasta el pequeño

Oratorio junto a la casa de doña Ana de Matos (hoy calle

Dr. Muñiz junto al río) “una crisis respiratoria terminó

con su vida”, según el parecer de los que lo conducían.

Y en ese estado lo presentaron ante el negro Manuel,

quien de inmediato le frotó el pecho con el sebo de la

lámpara que ardía sin cesar ante la Bendita Imagen, hasta

que el moribundo volvió en sí. Mientras esto sucedía,

Manuel le hablaba de la confianza que debía tener en

María, ya que ésta “lo quería para su primer Capellán”. Le

preparó además una infusión con abrojos y cardillos, y

más un poco de lodo que él solía recoger del vestidito de

la Sagrada imagen al regresar Ella de aquellas misteriosas

fugas nocturnas de las que habláramos anteriormente.

Al tiempo de comenzar a ingerir este brebaje en

nombre de la Santísima Virgen María, ya encontrándose

bastante reestablecido, el licenciado prometió entonces

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cuidar a la Santa Imagen hasta sus últimos días de vida, en

caso de recuperar definitivamente su desahuciada salud. Y

sin más, quedó libre de su ahogo asmático y enteramente

sano, a lo que todos los testigos no dejaron de calificarlo

como un nuevo Milagro. Una vez que cumplió el buen

hombre con su promesa, ya que provisto formalmente del

título de Capellán, vivió y trabajó en Luján, hasta el día de

su muerte.

Como mencionamos, al momento de llegar

Montalbo a Luján, las paredes del proyectado Santuario se

encontraban a medio levantar, y convencido de que la

Virgen se merecía algo más grande que el pequeño

oratorio en donde se encontraba, se dedicó

empeñosamente a terminar la obra.

Movió todas sus relaciones, inclusive obtuvo un

importante respaldo económico del Gobernador de la

Provincia, venció mil obstáculos, hasta que finalmente

logró la inigualable satisfacción de inaugurar el nuevo

Santuario al que se trasladó la imagen en solemne

procesión, en 1685, posiblemente, el 8 de diciembre,

pudiendo considerarse a este año, como el punto de partida

de las tradicionales fiestas de los 8 de diciembre.

Por su vez, la fama del Santuario llegó incluso hasta

el Viejo Mundo y eran muchos los hombres de mar que al

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lanzarse en sus intrépidos viajes, se encomendaban al

patrocinio de tan Milagrosa Madre. Y muy pronto la

nombradía de tan excelsa Señora, llegó a Roma, y fue el

Papa Clemente XI quien concedió la primera indulgencia

plenaria:

“a la Capilla Pública de la Santísima Virgen

María, llamada de Luján, situada en la campaña

de Buenos Aires, en las Indias”.

El Fundador del primer grande templo a María de

Luján, falleció en 1701 y sus restos fueron sepultados en

este Santuario; su fe religiosa y su celo por el culto a la

Virgen, pasaron a la posteridad como modelo y ejemplo;

su título de Primer Capellán de la Virgen, es con el cual la

historia trata de rendir homenaje a la memoria del

Licenciado don Pedro de Montalbo.

Casi cien años se pasaron sin que hubiese otros

eventos significativos, a no ser la evolución económica de

la región y los adelantos que ella siempre trae consigo.

Pero vale destacar algunas de esas efemérides, como

aquella que, buscando poblar la región, en 1771 el

gobierno central quiso crear la Reducción Jesuítica de San

Francisco Javier con indios pampas traídos de la región

de Córdoba e instalarlos en la zona de Luján, la que fue

abandonada por los indígenas a los pocos meses, al

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declararse otra epidemia de viruela. En todo caso, la

primera escuela se funda no de forma oficial en el año

1722, y en 1730 Luján es erigida en parroquia, cuyos

límites eran la cañada de la Cruz, el río de la Plata y el de

Las Conchas (hoy Reconquista).

Finalmente, en 1740 la Santa Imagen es colocada en

un templo provisorio hasta que se concluyera el que

comenzara a levantar el obispo Juan de Arregui nueve

años antes. Aunque en 1742, doña Magdalena Gómez,

viuda de Díaz Altamirano y dueña de la estancia que fuera

de doña Ana de Matos, por medio de su testamento dona

una manzana con destino a plaza pública y le ordena a sus

herederos que vendan los solares necesarios para la

formación del pueblo en torno al santuario mariano, cosa

que se practica al año siguiente.

Otra disposición que trajo mudanzas, ocurrió en

1752, ya que para frenar los constantes ataques de los

aborígenes se crea el cuerpo de Blandengues y la Guardia

de Luján. Y en 1753 se derrumba en definitivo la iglesia

iniciada por el obispo Arregui, destruyéndose la “capilla

de Montalbo”. Mientras que el 24 de agosto de 1754, se

comienza la edificación de un templo parroquial bajo la

dirección de don Juan de Lezica y Torrezuri, quien se

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sentía agradecido por los favores recibidos por parte de

Nuestra Señora.

Pero Lezica y Torrezuri logra que el Cabildo de

Buenos Aires aprobase la construcción de un puente sobre

el río Luján, contando con el subterfugio de que cuyos

ingresos de los primeros años se destinarán a las obras del

templo parroquial.

Se pasa otro año, y el 11 de junio 1755 el rey

Fernando VI al fin permite la obra del puente y aprueba

que su producido se aplique a la edificación del templo.

Por consecuencia, el 17 de octubre el gobernador de

Buenos Aires, José Andonaegui, accediendo al pedido de

los vecinos del santuario de Luján representados por

Lezica y Torrezuri, le da el título de Villa a la aldea

formada en torno al templo parroquial, de 260 habitantes.

Ya contando con el título de Villa, en 1756 se instala

el Cabildo, Justicia y Regimiento (único de españoles en la

campaña bonaerense), y la jurisdicción se extiende entre

los ríos Areco, de la Plata y Las Conchas, aunque el rey

Fernando VI sólo ratifique la erección de Luján y la Villa

y la creación de su cabildo recién dos años después, en

1759. Todo iba viento en popa y en 1758 se concluye el

puente sobre el río Luján, -primero de la campaña

bonaerense-, y el Cabildo de Luján proclama al rey Carlos

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III con la acuñación de una medalla conmemorativa, teatro

y corrida de toros.

Durante la década de 60 se instituye a la Virgen

como Patrona y se inaugura, el 8 de diciembre, el templo

construido bajo la dirección de Lezica en el mismo lugar

en que hoy se levanta la Basílica. Además se instala en

Luján la primera estafeta y se crea la primera escuela

oficial de la campaña bonaerense.

Así es que Luján obtiene su primera escuela, con

maestros que antes de luchar contra el analfabetismo

deben hacerlo con los padres de los niños, que se niegan a

enviarle sus hijos, al punto que uno de ellos golpea

fieramente a un maestro, “estropeándole la máquina

humana”, según lo grafica un acta del Cabildo.

Pues bien, Lujan tiene ahora escuela y el primer

médico rentado. Y en poco dos abogados iniciales. Ambos

recibidos en Charcas. Y ciudadanos americanos. Uno es

José Francisco de Ugarteche, paraguayo, futuro diputado

en las asambleas de 1813 y 1825. El otro, Julián de Leiva,

vecino de Luján, quien como síndico del Ayuntamiento de

Buenos Aires, el 25 de Mayo de 1810 tendrá una pregunta

famosa y no menos evidente: “¿Dónde está el pueblo?”.

Santuario, posta, villa, paradero de Blandengues,

defensa contra el malón salvaje, “poblao” en mitad del

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campo, Luján ve pasar de tanto en tanto las carretas,

muchas de ellas salitreras que vienen de las Salinas

Grandes, proximidades de Bahía, rumbo a Buenos Aires.

Así había terminado el siglo XVIII en la Villa, ya

contando con la primera Oficina de Correos y terminando

la construcción de la Casa Cabildo y Cárcel, hasta que, en

1806, el virrey Sobremonte se detiene en la Villa de Luján

de viaje a Córdoba.

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6

Al abrir la puerta, una vieja sirvienta de tez mestiza

y con el aspecto de ser una buena y servicial matrona, se

hizo a un lado para que el padre Vicente y el capitán

Martín entrasen, no sin antes bajar la cabeza calladamente

en un atento movimiento de genuflexión con el que les

exteriorizaba un buen día apenas susurrado.

-¡Pasen, por favor! -les ordenó ella a seguir,

mientras sujetaba la aldaba de la pesada puerta.

-El señor Manuel dijo que los aguarda en el salón

principal -aclaró enseguida con voz disminuida como si

estuviese contándoles alguna inconfidencia.

Luego después de cerrar la puerta, la mujer se

adelantó a ellos y los precedió por el corto camino

mientras iba arrastrando los pies y emitiendo una leve

farfulla al estilo de quien busca con el mínimo esfuerzo no

despertar al que aun duerme, o quizás esconde en sus

pasos el descontento que los años le proporcionan.

-¡Buen día, señor Alcalde! -expresó el cura, al ser el

primero a trasponer el dintel de la habitación. Su rostro

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demostraba estar indiferente, aunque en su interior

bullesen mil incógnitas.

Al entrar, sin querer sus ojos recorrieron toda la

estancia y no pudo dejar de observar que un mobiliario

austero tomaba cuenta del lugar. Era la primera vez que el

padre Vicente visitaba esa parte de la casa.

Don Manuel los recibió parado debajo de un

crucifijo donde un Jesucristo de rostro severo e implacable

expresaba una mirada que parecía dividir a los hombres en

buenos y malos, rectos y probos. Al padre Vicente le

pareció que para los ojos de ese Cristo no existía un tercer

grupo.

-Buen día para usted también, señor Padre. -

Pronunció el alcalde al momento que doblaba la carta que

había estado leyendo.

-Por favor, arrímese aquí para que podamos

conversar entre todos. Usted también, señor Martín.

-Antes de más nada, le comunico que tengo una

carta del señor obispo Benito Lué y Riega para usted,

padre Vicente, pero le adelanto que no necesita tomarse el

trabajo de leerla, por lo menos ahora, -le aclaró don

Manuel frunciendo los labios-, ya que la urgencia de los

asuntos que nos reúne aquí, exigen cierta premura.

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-¿Usted está al tanto de lo que sucede ahora en

Buenos Aires, Padre? -preguntó a seguir, con el rostro

severo que exponen todos aquellos que pronuncian

palabras inexorables.

-Digamos que en parte, sí -concordó el cura, a la vez

que buscaba recoger un poco el vuelo de la sotana y se

sentaba en un confortable sillón de terciopelo rojo.

-¿De qué “parte” usted se refiere? -quiso entender el

alcalde, mientras dirigía una mirada inquisidora hacia el

capitán Martín.

-Si disculpa mi intromisión, señor Alcalde, le diré

que no he conversado aun con el padre Vicente, pues

entendí que sería mejor que estuviésemos todos juntos.

Al escuchar el pretexto dado por el oficial, el cura no

pudo esconder un gesto de desconformidad, ya que ambos

hombres estaban hablando de alguna cosa que decía a su

respecto y de lo cual no imaginaba que fuese.

-Está bien, señores, pues ya que ahora estamos todos

aquí en esta confortable sala, no necesitamos andar con

evasivas. Para Dios, -pronunció el padre antes de mudar el

tono de voz-, no hay diablo que le impida ni demonio que

le estorbe; pues ni todos los demonios juntos, ni toda la

creación entera revelándose, oponiéndose, resistiéndole,

pueden detener la mano de Dios.

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Carretas del Espectro Página 104

-No es para tanto, señor Padre -acotó el oficial,

sintiéndose desorientado por causa de la jaculatoria.

-Pues en Lucas 11:20 está dicho que, “Por su dedo

son echados fuera los demonios”, porque en Su

Supremacía, Él es infinitamente superior a todo -le recitó

el sacerdote, quien juntó la palma de sus manos para

acentuar un poco más su plegaria.

-¡Amén! -respondió don Manuel sin llegar a

persignarse.

-Entonces, ¿me van a decir qué ocurre? -Demandó el

padre Vicente mientras buscaba la mirada de sus

interpelantes. Pensaba que su invocación había logrado

despertar la atención de los dos.

-¿Sabe usted algo sobre esos herejes de los ingleses?

-Se adelantó a preguntarle el capitán.

-Que hace como un mes que ellos están en nuestra

costa y tienen insanas intenciones de atacarnos -le

respondió el padre Vicente con segura alusión.

-O tal vez… -pausó su frase en un suspenso-, como

puedo deducir por vuestro comportamiento actual, pienso

que ya nos han vencido. -dijo con una fehaciente certeza.

-Parte de lo que usted dice es verdad, Padre -

concordó don Manuel mientras se reburujaba en su sillón-.

Pero también es vedad que quizás a estas horas, esos

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bastardos ya se encuentren pisando nuestro suelo, si es que

nuestros valerosos habitantes y las milicias que se

encuentran acantonadas y comandadas por el inspector

Arce para ejercer la defensa de la ciudad, no lograron

parar su avance.

-¡Sí! ¿Quién sabe? Hasta ayer por la mañana los

barcos aún estaban rondando las orillas de Quilmes… -

señaló el capitán, pero fue interrumpido por una nueva

pregunta del padre:

-¿Es verdad que sus barcos superan las dos docenas?

-Por ahora se ha visto a seis barcos de transporte y

seis de guerra. Pero puede que algunos otros luego acudan

en su ayuda. No lo sabemos aún -esclareció el demacrado

capitán, en quien las horas de desvelo ya le comenzaban a

imprimir una aureola negra alrededor de los ojos.

-¿Y supongo que nuestra reunión tenga algo a ver

con eso? -El padre Vicente preguntó con tono desconfiado

mientras mantenía sus ojos clavados en los ojos del

cansado capitán.

-Exactamente, Padre -le afirmó don Manuel-. Por lo

tanto, debo confesarle que se ha preparado una rápida

evacuación de los fondos acumulados en lingotes y

monedas de plata que pertenecen a la Corona, y se ha

dispuesto su expeditivo envío para la ciudad de Córdoba

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por medio de un convoy de carretas custodiadas con tropas

de caballería.

-¡Madre Santísima! -exclamó el clérigo

persignándose tres veces, y abriendo sus parpados de tal

forma, que sus ojos parecían querer saltar de las orbitas.

-¿Esa es una confesión que debo considerar como

siendo una clériga confidencia? -Preguntó estupefacto.

-¡No es para tanto, señor Padre. -Le respondió don

Manuel-. No estamos en su iglesia y todo esto luego se

sabrá… Empero, -continuó a decir el alcalde-, tenemos

entendido que el señor Rafael de Sobremonte traerá

consigo a su familia y un grupo de amigos, ya que está

predispuesto a dejar pronto la capital del Virreinato en

manos de sus segundos, para que, según las circunstancias,

estos negocien honrosamente la capitulación en caso de

que nuestras líneas se rindan.

Mientras el alcalde le explicaba cuáles eran los

planos del virrey, el capitán Martín no pudo esconder un

bostezo y abrió una boca enorme para expulsarlo. El hecho

de estar sentado le iba aflojando los músculos después de

tantas horas de resistencia. Pero mismo así alcanzó a

escuchar el sermón del padre Vicente:

-Pues pienso que la comprensión de todo esto nos

debe motivar, mis hermanos, a hacer un cambio radical en

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Carretas del Espectro Página 107

“nuestra actitud de fe”, basados en la Supremacía de Dios.

Pues el mismo Señor Jesucristo dijo: “Si puedes creer, al

que cree todo les es posible” -Marcos 9:23-; y si nos

parece difícil decir a un monte: “pásate de aquí para allá”

y que éste se pase -Mateo 17:20-, y veamos lo que hizo

Dios cuando honró la fe de Josué…

-¡Amén! ¡Señor! -corroboró el oficial

interrumpiéndole la cantilena en cuanto se despabilaba

pasándose las manos sobre el rostro.

-Sí, amén, Padre; que Dios nos perdone y también

nos bendiga. Quizás en los próximos últimos días, Él hará

de nosotros dos o tres. -Asintió don Manuel doblando el

pescuezo para mirar la imagen del exánime crucifijo que

estaba sobre su cabeza.

-¿Para cuándo se espera la llegada del convoy? -

Indagó el cura, ya con el rostro circunspecto.

-No creo que demore mucho -anunció un reservado

oficial, cuyo acento de falta de duda sobre lo que ocurriría

no alcanzó a sorprender al alcalde.

-En verdad, suceda cuando suceda y lo que suceda,

padre Vicente, nosotros debemos estar preparados para

recibir el séquito y su escolta -manifestó don Manuel

empujando su pera hacia el frente, como si con ello

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estuviese dando mayor importancia a lo que sobreviniese a

futuro.

-Cuando llegué, usted me dijo que tenía una carta

del obispo Benito Lué… -exteriorizó el sacerdote con

palabras dirigidas para el alcalde, y dejando que la

vacilación asomase en su mensaje.

-¿Por acaso, es un pedido de apoyo a la causa? -

terminó por ponderar.

-Justamente, señor Padre -le confirmó el capitán

Martín al apuntar repentinamente hacia el rostro del

clérigo con el dedo índice.

-Por lo que usted me describe, señor Manuel,

entiendo que serán algunas docenas de carretas las que

llegarán día más día menos -corroboró el cura con las

manos unidas como quien se dispone a rezar una plegaria.

-Yo diría que pueden ser más de un centenar. -

Corrigió el rendido soldado-. No se olvide que además del

tesoro real, debe venir también la familia del señor

Sobremonte acompañada por una muchedumbre de los

amigos de siempre.

-Entonces, déjeme recapitular -exteriorizó el padre,

al comprender un poco mejor la situación-. Cómo no se

trata de simples troperos ni de tan sólo soldados o milicias,

nosotros necesitaremos acomodar confortablemente a

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todas esas nobles familias. ¿Es verdad? -raciocinó con

serenidad.

-Por supuesto que su especulación está correcta,

padre Vicente -confirmó el alcalde enarcando las cejas

para dar más énfasis-. Es por ello que el capitán Martín

precede a la comitiva.

-Este siervo cuya fe es un producto de conocer, -

comenzó a pronunciar el sacerdote con voz solemne-,

entiende y confía en la Supremacía de Dios, y coloca

nuestra capilla a disposición de la familia del Virrey y de

los amigos que lo acompañan. Creo que podremos

priorizar mujeres y niños para cobijarlos bajo el humilde

techo de la casa de Nuestra Señora de Luján -afirmó,

dándose una palmada sobre su rodilla.

Al querer ser tan perentorio en sus palabras, el cura

Vicente imaginaba que ese mismo sería el contenido de la

misiva que le fuera enviada por el señor obispo y la que

aún no había logrado echar mano.

-Evidentemente que sí, Padre -afirmó don Manuel-.

Pero entiendo que le faltará ayuda para llevar adelante tan

noble encomienda. Por lo tanto, me tomé el atrevimiento

de mandar llamar a don Andrés de Migoya, para ver si su

señora esposa puede auxiliarlo en el cometido. Está un

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poco atrasado, pero creo que pronto lo tendremos por aquí

-aseveró el hombre, queriendo ser prevenido.

-No es necesario tanta preocupación de su parte, don

Manuel. Ya cuento con la ayuda de doña María del Pilar y

su beata hija Eugenia, pero no niego que manos

sobresalientes siempre serán bienvenidas -testificó el cura

moviendo lentamente la cabeza en subibaja para confirmar

su opinión.

-Óptimo, pues pienso que devotas demás no le han

de faltar, señor Padre -manifestó el capitán levantándose

del sillón que ocupaba, y cruzando las manos en la espalda

como si estuviese preparándose para meditar.

-Además, tenemos que solucionar otra cuestión que

nada tiene que ver con quién acompaña al señor Virrey -

apuntó el soldado luego de dar tres pasos en dirección a la

pared.

El padre Vicente miró sorprendido a ambos

hombres, pero luego se repuso al premeditar que el tema al

cual el capitán se refería, tendría que ver con los peculios

del tesoro real.

-Desde luego que sí, señor Capitán. -Afirmó don

Manuel, anteviendo que el asunto que deberían tratar

ahora serían los caudales del Fuerte, aparte de remediar las

acomodaciones de Rafael de Sobremonte y su familia.

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-¡Pues bien!, -exclamó el alcalde-. Me detuve a

meditar sobre ello, y concluí que lo mejor sería que los

guardásemos en el Cabildo -anunció el hombre con

firmeza en la vos.

-Tengo entendido, señor Alcalde, que nuestro Virrey

ha sido bien claro en sus disposiciones, y en lo que atañe

al resguardo de los caudales -enfatizó el soldado con el

rostro tenso.

-¿Tiene usted certeza que conviene guardarlos en el

Cabildo? -Le preguntó a quemarropa.

Si bien el tema que allí se estaba tratando no era de

desconocimiento de ambos hombres, no en tanto sí lo era

para un sorprendido clérigo que, ignorante sobre los

asuntos de estado, notaba que los meandros de la trama

escondían mucho más que el resguardo de un tesoro

fabuloso.

-Para una mayor seguridad, estoy dispuesto a

guardar las cajas en el propio Cabildo de la Villa. Aquí

quedarán depositadas bajo una severa vigilancia, y hasta

que el propio señor Sobremonte lo determine -enfatizó don

Manuel, totalmente consciente de que el lugar sugerido

ofrecía las debidas garantías.

-Pues al contrario de lo que usted ha pensado, señor

Alcalde, le diré que yo estuve recapacitando si no era

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mejor dividirlas -pronunció un sugestionado oficial al

hacer un alto en su vago caminar por la habitación.

-Claro que todavía no expuse mi idea al señor

Virrey, pero la lógica y la prudencia así lo indican -acotó

con discreción.

-Comprendo su reflexión, señor Martín, pero no se

olvide que aquí contaremos con el apoyo de toda la

soldadesca del fortín y de los custodios que vienen de

Buenos Aires -deliberó don Manuel, manteniendo la

mirada perdida a través de la ventana.

-Aunque en todo caso, creo que su sugerencia puede

hacer sentido, principalmente por las vicisitudes que nos

rodean. -Exteriorizó el hombre, al reconsiderar sobre

posibles emergencias.

-Pienso que no es prudente que se deje al acaso que

tanto capital sea responsable por quebrar la honradez de

quien sea, ni que este estimule el deseo de apropiarse de

él… -enunció el oficial, cuando de repente lo pillaron las

palabras del sacerdote:

-¿El señor Virrey se alojará en su casa, señor

Manuel? -preguntó el padre Vicente al sentirse sesgado de

todas aquellas deliberaciones.

-Por supuesto, señor Padre. En mi casa, y el la

contigua al Cabildo, la cual ya tomé las precauciones de

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Carretas del Espectro Página 113

mandar preparar para recibirlos -anunció el alcalde,

subrayando con más afectación “su casa”, como si esta

fuese un palacio a la altura del virrey.

-Me parece muy cordato de su parte, don Manuel -

expresó el cura, acentuando su afirmación con un

movimiento de cabeza, como si ello fuese una condición

para no querer melindrear al alcalde. Al final de cuentas,

le faltaba juego de cintura para esos tipos de oficios y

requiebros.

-En fin -suspiró don Manuel dejando hundir su

cuerpo en el sofá-. Pensar que hace tan sólo unos meses

llegamos a ventilar varias posibilidades, y hasta floreció

entre más de uno la intención de establecer la capital del

Virreinato aquí mismo, en Luján.

-¿No me diga? -manifestó de manera irreflexiva un

cura cada vez más sorprendido con lo que oía.

-En un principio, sí -se vio obligado a concordar el

capitán Martín, acompañando sus palabras con una mueca,

pues le pareció que el comentario realizados por el alcalde

estaba fuera del contexto de la reunión.

-Pero en aquel momento -comenzó diciendo el

concienzudo oficial- muchos de los engomados de la Corte

votaron contra, pues eso obligaría a ellos a tener que

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acantonarse en un lugar yermo y distante de las vieneses

que toda corte proporciona.

-Hace sentido lo que nos cuenta, Capitán. ¿Imagina

usted al obispo y toda la curia viviendo aquí, en la Villa? -

Comentó el cura con un tono jocoso.

-Y ni que hablar de los Sarratea, de los Belgrano, los

Escalada, los Rodríguez Peña, a don Juan José Paso,

Hipólito Vieytes, Agustín Donado, Terrada, Darragueira,

Chiclana, Castelli, French, Beruti, Miguel de Azcuénaga,

Manuel Alberti, Domingo Matheu, Juan Larrea, Mariano

Moreno, a los Viamonte y los Guido, así como tantos otros

-enunció el capitán como si estuviese rezando el rosario, y

con un beneplácito sonriso en el rostro.

-Pero qué eso hubiera resultado fantástico para

nosotros aquí, que no les quepa duda alguna, señores -

agregó el alcalde frotándose las manos al conjeturar no

solamente sobre el avance económico que eso daría a la

región, sino también en el propio impulso político que

ganaría la Villa, y el suyo propio.

-Pues bien, señores, mejor vamos a lo nuestro, que

esos sueños y utopías no nos conducen a nada -les expuso

el capitán de forma categórica, pretendiendo acabar de vez

con los ensueños y quimeras de simples pueblerinos.

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-¡Señor Alcalde! ¿No dijo usted, que ya mandó

llamar a don Andrés de Migoya? -le preguntó el oficial de

manera un poco impertinente-. Quiero conocerlo, para

tener certeza de que todos aquí hablamos la misma lengua.

-Hablar, ciertamente que la hablarán, Capitán, pues

el hombre es un español de pura cepa que se ha afincado

aquí en las redondeces -pronunció don Manuel dando una

carcajada.

-Sí, don Manuel, su broma hace sentido, pero es que

yo pretendía pegar un poco las pestañas antes de que nos

alcance el correo con las últimas noticias, -apuntó el

demacrado oficial, cuyas cuencas de los ojos se veían

rodeadas de un anillo negro.

No se puede poner en tela de juicio que dentro de

aquella sala, estaban reunidos tres indivisos individuos con

preocupaciones diferentes, con ansiedades e inquietudes

desiguales, las cuales de alguna manera los hacía soportar

las expectaciones del momento observándolas desde

diferentes ángulos de esperanza. Cada uno veía la

oportunidad que ahora se presentaba aportando una

perspectiva desigual, ya que a cada uno el futuro le era

incierto, preocupante.

Montones de preguntas ululaban en sus mentes,

pues, ¿qué sería del alcalde don Manuel de la Piedra si se

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instalase allí el Virreinato?; ¿qué sería del padre Vicente si

toda la Curia emplazase la administración de la Iglesia en

la Villa?; ¿qué sería del capitán Martín si el ejército

invasor alcanzara sus intenciones?

Eran muchas las dudas y las aprensiones que se

escondían en sus mentes, ya que dependiendo del

movimiento dado por el propio Rafael de Sobremonte y

los aristócratas caballeros y patricios que componían su

gobierno, esas determinaciones influenciarían de manera

diferente en sus vidas. Ni que decir de los británicos.

-Con su permiso, señor Manuel -advirtió la mestiza

sirvienta, luego que abrió la contrapuerta que daba para la

estancia.

-Sí, Josefa, puedes entrar. ¿Nos has traído el mate? -

le preguntó el alcalde una vez que la mujer asomó su

pesada silueta por la puerta entreabierta.

-No, señor Manuel, el mate no… -corrigió luego ella

con la mirada sumisa clavada directamente en el suelo en

un claro gesto de respeto a su amo.

-¿Entonces, qué?

-Ha llegado el señor Andrés, y pregunta por el

Señor. -avisó la humilde criada.

-¡En buena hora! -prorrumpió don Manuel saltando

de su sillón y poniéndose de pie-. No lo haga esperar,

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Josefa. Vaya, vaya, tráigalo aquí de inmediato -le ordenó

haciendo un ademán en arco con el brazo izquierdo.

El capitán y el padre no hicieron más que

entrecruzar sus miradas mientras observaban al alcalde

acomodarse a la bartola la pelliza afelpada con la cual se

abrigaba la espalda. El padre Vicente no se contuvo y

elevó de pronto sus ojos hacia aquel crucifijo de

contemplación severa, como si buscase en Él un

sustentáculo firme para los quebrantables pasos que

debería dar durante los próximos días.

-¡Buenos días, Señores! ¡Buenos días, Padre! -

resonó de pronto en la habitación la voz de don Andrés, la

cual venía acompañada de una delicada y sucesiva

inclinación de cabeza para confirmar el cumplido.

-Qué suerte que ha llegado, don Andrés. ¡Lo

esperábamos! -pronunció el alcalde aproximándose para

estrecharle la mano.

-Disculpen mi retraso, señores míos, es que a

camino me detuve en la casa de don Epifanio.

-Al padre Vicente usted ya lo conoce, señor Andrés,

pero quiero presentarle al edecán de nuestro Virrey, el

señor capitán Martín -le señaló don Manuel con una

sonrisa simpática en los labios con la cual apartaba

cualquier expectación.

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Pero sin que el hombre lo percibiese, el capitán ya

estaba observando de arriba bajo al recién llegado. Era

como si estuviese examinando a un forajido. Quizás en su

íntimo, desconfiase que, por la apariencia simple del

hombre, se tratara de un salteador cualquiera dispuesto a la

menor oportunidad hacerse con el botín. Pero al ver la

amenidad con que el padre Vicente y don Manuel lo

trataban, apartó luego esa idea de su cabeza.

-…El viento calmó un poco, pero les apuesto que no

pasa de hoy para que el tiempo mude y tengamos lluvia -

dijo el hombre, cuando el capitán Martín se dio cuenta que

estaba perdido en confusas cavilaciones. -Debe ser el

cansancio-, pensó.

-Si es así como usted lo afirma, señor Andrés -

comentó a seguir el oficial buscando encuadrarse de

alguna manera en la conversación-, los caminos pronto

quedaran estropeados, lo que perjudicará nuestro

cometido.

-¿Es verdad que van instalar el gobierno central

aquí? -Les preguntó don Andrés, mientras paseaba sus

ojos entre los tres hombres que en ese momento lo

miraban con cierta lasitud.

No obstante, el contexto de la pregunta cayó mal a

los oídos del desconfiado capitán, pues le pareció que

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había demasiada ansiedad en el comportamiento de ese

extraño.

-No se sabe, mi amigo -respondió al alcalde mientras

fue tomándolo por el brazo-, todo dependerá de cómo se

desembaracen las cosas en Buenos Aires. Seguramente

que hoy viernes 25 tendremos novedades.

-Pues entonces mande, don Manuel, que mi familia

y yo estamos a disposición para lo que se necesite -

anunció el hombre sacando pecho.

-Todo se sabrá a su debido tiempo, señor Andrés.

Mejor no precipitar las cosas -sugirió el capitán con

entonación recia, como si con el tono de sus palabras

estuviese encuadrando a un subordinado.

-Está bien. Será mejor que mantengamos la calma -

apaciguó el alcalde-, estamos todos nerviosos por saber lo

que sucede, y nada lograremos discutiendo sobre el sexo

de los ángeles en las nubes.

-¡Válgame Dios! -exclamó el padre al ser

sorprendido por aquella frase que le pareció inelegante.

-¿No tiene usted otros parangones para utilizar,

señor Alcalde?

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7

Los perturbadores hechos ocurridos durante aquel

periodo conflictivo, dejan en manifiesto lo que a algunos

historiadores como Enrique de Gandía o Rafael Garzón se

les dio por juzgar, al alegar que el descrédito sufrido por el

virrey Rafael Sobremonte podría haber correspondido a

las intrigas y conspiraciones elaboradas por las logias

masónicas de inspiración británica que por aquel entonces

buscaban favorecer la independencia en varios países de

América.

Por consiguiente, todo hace creer que como paso

previo a una posible revolución, se habría intentado

generar el mayor descrédito posible sobre la figura del

entonces Virrey. En cierto sentido, también puede decirse

que Sobremonte tuvo bastante mala suerte, mientras que

sus detractores fueron más afortunados, empezando

primero por Liniers y siguiendo por todos aquellos que

después liderarían la famosa Revolución de Mayo.

No obstante a lo realmente haya sucedido, la propia

historia y los historiadores han condenado a este hombre

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por su fracaso militar, y por haber preferido apoyarse en

las fuerzas del interior del territorio argentino antes que en

las de Buenos Aires, confundiendo así la historia

Argentina con la de su capital.

En todo caso, cabe destacar que mientras en la

provincia de Córdoba se recuerda a Sobremonte dándole

su nombre a calles, paseos y hasta un departamento de

dicha provincia, no existe en Buenos Aires lugar alguno

que lo homenajee.

Al nacer en Sevilla, el 27 de noviembre de 1745,

había sido bautizado como Rafael de Sobremonte y Núñez

del Castillo, Angulo Bullón y Ramírez de Arellano,

recibiendo posteriormente el título de III Marqués de

Sobre Monte, y de Caballero de la Orden de San

Hermenegildo. Así pues, este noble y militar de pomposo

nombre, fuera enviado por el rey a su protectorado

argentino donde a seguir se convirtió en Administrador

Colonial Español y en el Brigadier de Infantería de los

Reales Ejércitos, Virrey Gobernador y Capitán General de

las Provincias del Río de la Plata y sus Dependientes,

además de Subinspector General de las Tropas de todo su

Distrito, Presidente de la Real Audiencia Pretorial de

Buenos Aires, Superintendente General Subdelegado de

Real Hacienda, Rentas de Tabaco y Naipes, del Ramo de

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Azogues y Minas y Real Renta de Correos en este

Virreinato. Eses eran los encargos de Don Rafael de

Sobremonte, Núñez, Castillo, Angulo, Bullón, Ramírez de

Orellana, Marqués de Sobre Monte.

Consta que desde 1784, y durante casi quince años,

fue gobernador intendente de Córdoba del Tucumán,

destacándose allí como un excelente administrador. Bajo

su regencia, mandó limpiar y arreglar las calles de la

ciudad de Córdoba, ordenó la construcción de la primera

acequia que llevó agua corriente a esa ciudad, proveniente

del río Primero, y también la construcción de las defensas

contra las crecientes del río, como asimismo el Paseo de la

Alameda (hoy Paseo Sobremonte).

Actuando sobre su tutela, abrió la escuela gratuita y

del gobierno, mandó construir escuelas en la campaña,

creó la Cátedra de Derecho Civil en la Universidad de San

Carlos; mejoró administrativamente la atención del

vecindario al dividir la ciudad en seis barrios; como de

igual modo encargó el primer alumbrado público y fundó

un hospital de mujeres.

También durante su gestión se mejoraron las

condiciones de trabajo en las minerías, y se dio impulso a

las mismas en distintas provincias de la actual Argentina.

Consecuentemente, su actuación permitió mejorar la

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situación de la justicia, por entonces muy descuidada por

causa de la distancia con Buenos Aires.

No en tanto, para hacer frente a las contantes

beligerancias de aquella época, mientras ejercía su

administración, Sobremonte fue el responsable por el

establecimiento de diversos fortines y poblados como una

condición directa para lograr combatir a los malones

indígenas. Entre ellos se encontraban los fortines de Río

Cuarto, La Carlota, San Fernando, Santa Catalina, San

Bernardo, San Rafael (Mendoza), Villa del Rosario, y

otros más.

Pero no todo le fue fácil en Córdoba del Tucumán,

pues durante aquel gobierno debió hacer frente a un

partido opositor que por entonces era liderado por los

hermanos Ambrosio y Gregorio Funes, que vivían a

hostigarlo de manera casi permanentemente, ya que estos

se prevalían de la posición del propio Gregorio como

canónigo de la Catedral de Córdoba.

Sin embargo, después de desarrollar tan auspiciosa

administración provincial, en 1797 Sobremonte es

nombrado subinspector general del ejército del Virreinato.

Y fue actuando en ese cargo que se esforzó en asentar

condiciones de resistir militarmente a una posible invasión

británica, o hasta desde Brasil, pasando por entonces a

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Carretas del Espectro Página 124

fortificar especialmente las plazas de Montevideo y

Colonia del Sacramento. Y para lograr tal efecto, regentó

una espectacular maniobra de todos los cuerpos militares

disponibles en Colonia, realizando un entrenamiento para

buscar repeler una nueva invasión inglesa a esa ciudad,

como la ocurrida en enero de 1763 por el mal sucedido

capitán MacNamara.

Y ya procediendo como subinspector general del

ejército, se preocupó en preparar un reglamento de

milicias regladas para el virreinato, tomando como base

las instrucciones existentes en el Reglamento de Cuba.

Como consecuencia, el rey Carlos IV termina por aprobar

el reglamento el 14 de enero de 1801, cuando lo pasó a

denominar como:

“Reglamento para las Milicias disciplinadas de

Infantería y Caballería del Virreynato de Buenos

Ayres, aprobado por S. M. y mandado observar

inviolablemente”.

Por esa época, el entonces virrey Joaquín del Pino

Sánchez de Rozas Romero y Negrete, ya septuagenario,

cayó enfermo en abril y murió diez días más tarde. Por

tanto, el 11 de abril de 1804, al producirse su fallecimiento

deja designado a Rafael de Sobremonte como su sucesor

en el virreinato del Río de la Plata.

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Carretas del Espectro Página 125

Es preponderante también destacar que en aquel

mismo año, Gran Bretaña y España acababan de declararse

la guerra luego después de producida la hostilidad contra

cuatro fragatas Reales españolas, así como el consecuente

arresto de un millonario tesoro en el cabo de Santa María,

a orillas de Portugal, motivos por los cuales la sede de

gobierno de Buenos Aires quedaba expuesta a un ataque

inglés en cualquier momento.

Anteviendo una posible ofensiva británica es sus

territorios, Sobremonte buscó pedir auxilio a la corte

española, pero el primer ministro Manuel Godoy le

contestó que la Corona no disponía de recursos, a la vez

que le sugería que lo principal era que los vasallos del rey

se defendiesen como mejor pudiesen.

Tal vez por faltarle vivencia en las armas, el nuevo

virrey creyó que el casi seguro ataque inglés se produciría

en las costas del territorio de la Banda Oriental, y por tanto

buscó fortificar especialmente la ciudad de Montevideo,

una plaza amurallada que era fácil de defender por tropas

españolas, pero también por los posibles invasores que por

ventura la ocuparen. Por ende, envió allí a las mejores

tropas que entonces disponía.

En aquel período, los cuerpos militares del virreinato

habían sufrido muchas bajas durante los últimos tiempos,

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Carretas del Espectro Página 126

en particular, durante la sublevación indígena liderada por

Túpac Amaru II en el territorio peruano. Sin embargo,

toda la ayuda que Sobremonte recibió de la Corte fueron

unos cuantos cañones y la sugerencia de armar al pueblo

para la defensa. Pero en un primer momento, el virrey tuvo

miedo en darle armas a los criollos, sugestión que no

admitió llevar en cuenta por considerar que esta era una

estrategia peligrosa para los intereses de la Corona.

Por consiguiente, fue así que, en el momento crucial

de la invasión, puede decirse que los oficiales con que

contaba eran pocos e incapaces, y la flota de guerra a su

disposición era aún más reducida que antes. Existe

constancia de que en 1806 su ejército contaba con 2.500

hombres, casi todos milicianos, que por entonces no

sabían ni cargar un fusil.

Entre otras medidas que el virrey hallaba pertinentes

tomar ante un posible ataque, fue la de nombrar al francés

Santiago de Liniers como el comandante del puerto de

Ensenada de Barragán, lugar distante a unos 70 km al sur

de Buenos Aires, y con la misión específica de proteger la

costa.

Luego todo se precipitó, y a principios de junio de

1806 se da inicio a los entretantos de la primera de las dos

Invasiones Inglesas. Efectivamente, el 24 de junio, el

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Carretas del Espectro Página 127

virrey Sobremonte recibió el informe referente a la

aparición de los barcos británicos en la costa Argentina

mientras él asistía con su familia a una función en el

teatro, cuando entonces fue interrumpido por un oficial

que le comunicó el amago de desembarco del enemigo en

dicha localidad, lo que finalmente acabó por no

concretarse ese día.

La comunicación que le había sido enviada por

Liniers, le señalaba que se trataba de “despreciables

corsarios, sin el valor y resolución de atacar”. Pero a

pesar de ello, Sobremonte se retiró del teatro antes de que

terminara la función, dirigiéndose de inmediato al Fuerte

de Buenos Aires, donde redactó una orden para organizar

la defensa.

Revisando documentación sobre la época,

encontramos que una crónica de aquel momento

destacaba:

Jueves, 24.06.1806 – sociales

ÚLTIMO MOMENTO: 19.00 horas

El Señor Virrey ya se encuentra en el Teatro

Argentino frente a la Iglesia de la Merced.

Función de gala con el estreno, para América,

del gran éxito de Leandro Fernández de Moratín,

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Carretas del Espectro Página 128

“El sí de las niñas”, estrenado exactamente cinco

meses antes, en el Teatro de la Cruz de Madrid.

Vale recordar por si existe algún distraído en

Buenos Aires que no sepa que es una velada muy

especial para el señor virrey, el marqués de

Sobremonte: festeja el cumpleaños de su futuro

yerno, don Juan Manuel José de Marín y

Quintana, novio de su hija María del Carmen.

Tras el banquete en el Fuerte, alrededor de las

seis y media de la tarde, la familia del virrey se

dirigió al teatro, donde ya estaba reunida la

crema y nata de la sociedad porteña. Iluminación

con lámparas de aceite para alumbrar a las

aristocracias españolas (Alzaga, Santa Coloma,

Sarratea, Villanueva, Rezábal) y criollas (Lezica,

Ocampo, Basualdo, Peña, Balbastro,

Anchorena).

Se espera que este momento de esparcimiento

sirva, además, para esfumar los inquietantes

rumores que circulan desde hace más de un mes,

sobre la presencia de una escuadra inglesa

paseándose por el estuario del Río de la Plata.

Hagamos silencio. La función ya está por

empezar.

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Carretas del Espectro Página 129

A la mañana siguiente, los barcos enemigos

aparecieron nuevamente frente a la costa de Buenos Aires

y fueron bombardeados desde el fuerte, pero a las pocas

horas pusieron rumbo a las costas del sur de la ciudad.

El virrey Sobremonte no estaba seguro de que se

tratara de un verdadero ataque, por lo que envió al

brigadier inspector Arce a impedir un posible desembarco

en la localidad de Quilmes. Pero estando al frente de 500

hombres, éste los dejó desembarcar sin atacarlos, seguro

de que los ingleses no podrían cruzar los bañados que

separaban (y separan aún) la playa de las barrancas. Pero

los invasores cruzaron y los hombres de Arce huyeron,

con lo que el 26 de junio los ingleses pudieron iniciar su

marcha sobre la ciudad.

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Carretas del Espectro Página 130

8

Al observar los acontecimientos desde el obtuso

ángulo que envolvía las políticas imperialistas del Viejo

Mundo y las muchas luchas que se sucedieron en los

mares y sus ayuntamientos, cabe destacar que la Inglaterra

del Siglo XVI no era una potencia para ser colocada al

mismo nivel de España, ya que recién estaba comenzando

a desarrollar su marina. Y los que por aquella época

actuaban mayormente en los mares, eran tan sólo los

piratas, como Drake que asolaba las costas americanas, así

como Cavendish y otros.

Vale decir que lo que en realidad hizo Inglaterra

durante los siglos XVI y XVII, no fue más que hostigar a

España en el mar y en los puertos americanos,

desarrollando por doquier una especie de guerra de

guerrillas marítimas a través del uso de algunos

“empresarios” privados. Flagelos a lo que también se le

sumó Portugal y Holanda.

Como ejemplo de esa política, vale mencionar que

en 1760 los sajones llegaron a colaborar con los

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Carretas del Espectro Página 131

portugueses en un ataque a la Colonia del Sacramento

(Uruguay). Después, en 1962 fue la expedición “privada”

del Almirante Robert MacNamara, la que salió de Gran

Bretaña con escala en Río de Janeiro, contando con nueve

buques de guerra y 3.000 soldados, quienes atacaron

Colonia como paso previo a invadir Buenos Aires. Pero

fracasaron en el intento y el Almirante murió en el primer

combate.

En 1765 estos también hacen un paso fugaz por las

Islas Malvinas, reclamando su soberanía y creando en ese

entonces las bases “ilegales” para en 1833 buscar

ocuparlas definitivamente, echando entonces a sus

pobladores, a los colonos y a los presos del Río de la Plata

que allí redimían su pena con la sociedad. Pero eso ya es

otra historia a ser contada, y desde entonces y en lo

restante de ese siglo, sólo se dedicaron al contrabando de

mercaderías y a la venta de esclavos negros en las

colonias.

Mismo antes de los 1800´s, los ingleses, siempre

ávidos no sólo de gloria sino de los bienes ajenos, habían

incursionado por el Río de la Plata ya que Montevideo

había sido fundada en 1726.

Pero el 5 octubre de 1804, un día antes de llegar a

Cádiz, justo en el cabo de Santa María, en la costa

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Portuguesa, el comodoro inglés Graham Moore sirviendo

a las órdenes de S.M. británica, mismo no estando ambas

naciones en guerra, ataca y apresa tres de las cuatro

fragatas españolas que, desde Montevideo y al mando de

su ex gobernador y ahora Comandante de la flotilla Don

José Bustamante y Guerra, transportaban un millonario

tesoro español que se dice, estos debían de entregar a

Francia; un hecho fundamental que acabó por motivar la

declaración de guerra por parte de España a Inglaterra.

Vale recordar que en una de esas naves, la “Nuestra

Señora de las Mercedes”, viajaba a España la familia del

ex-gobernador de las Misiones Jesuíticas Mayor Don

Diego de Alvear, falleciendo en aquel ataque su mujer y

siete de sus hijos, mientras Don Diego y su hijo mayor

Carlos, que pertenecía al Cuerpo de los Dragones del

Ejército Argentino, salvaron la vida por encontrarse en

otra nave, “La Medea”. Pero la carga fue apresada y todos

fueron llevados a Londres, donde con el tiempo Don

Diego vuelve a casarse, y recibiendo su hijo Carlos la

educación en institutos ingleses. Posteriormente el

muchacho ingresará al Ejército de España.

Como consecuencia de una guerra que terminaría

por marcar el nuevo vértice de la historia naval en el

mundo futuro, el lunes 21 de octubre de 1805 los ingleses

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Carretas del Espectro Página 133

terminan por derrotar en Trafalgar a las flotas aliadas de

España y Francia. Como resultado, los sajones se quedan

con el dominio naval sobre todos los mares. Pero es sabido

que mismo después de la gran batalla naval, España aún

continuaba entregando fuertes sumas a su estimado

“aliado” Napoleón, las cuales obtenía de los “tesoros”

extraídos de sus colonias americanas.

Por tanto, ya hacia fines de 1805, la posibilidad de

una invasión inglesa corría suelta por las calles porteñas y

preocupaba a la gran mayoría de las familias de Buenos

Aires. Y no era para menos, pues esta capital

sudamericana, con sus 45.000 habitantes, era uno de los

puertos más prósperos del Nuevo Mundo, después de

Nueva York, la ciudad más grande por entonces en la

América anglosajona, quien ya contaba con unos 85.000

habitantes.

Por ende, sopesando los acontecimientos

beligerantes que venían siendo desarrollados por los

británico, fue que el entonces virrey del Río de la Plata,

Rafael de Sobremonte, halló mejor solicitar refuerzos

militares a España, un pedido que reiteró sin éxito en

varias oportunidades.

Más bien lo hiso por entender que los cuerpos

militares del virreinato habían sufrido muchas bajas

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Carretas del Espectro Página 134

durante la sublevación indígena liderada por Túpac Amaru

II en Perú, aunque siempre le fuera reiterado como única

respuesta, que armara lo mejor posible al pueblo para que

ellos mismos luchasen por su defensa. Pero el virrey

seguía insistiendo en negarse a darles armas a los criollos,

pues muchos de ellos ya actuaban influenciados por las

mal vistas ideas revolucionarias, y creía que esa sería una

estrategia peligrosa para los intereses de la corona.

Sin embargo, el jueves 2 de enero de 1806 arribó al

puerto de la Ensenada de Barragán, el bergantín mercante

Espíritu Santo, cuyo capitán fue entonces interrogado por

el alférez Navarro por orden del Capitán de Puerto,

Santiago de Liniers, hombre de origen francés al servicio

de la corona española.

En su momento, el capitán del navío mercante,

Francisco Paula de Fernández, informó haber avistado una

flota británica en el puerto de Todos Los Santos, Bahía,

Brasil, el pasado mes de diciembre de 1805. No en tanto,

les comunicó que esa flota era parte de la expedición

organizada por Sir David Baird, y que se dirigía a la

colonia holandesa del Cabo de la Buena Esperanza.

Cuando el virrey Sobremonte recibió la confidencia

de que una gran flota británica se había aprovisionado en

el puerto de Bahía, buscó expeditivamente seguir las

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Carretas del Espectro Página 135

medidas estipuladas por la corona, y más que de prisa

organizó las escasas tropas virreinales de que disponía

para la defensa del estratégico puerto de Montevideo, el

único fondeadero que poseía suficiente calado para

permitir la entrada de buques de guerra, lo que de por sí ya

lo convertía en la plaza militar más importante sobre el

Río de la Plata.

Fue Santiago de Liniers, entonces, quien recibió la

orden de armar una flota para resguardar ambas costas del

río y cerciorarse de la libre navegación entre Montevideo y

Buenos Aires, siendo para ello designado comandante del

puerto de Ensenada de Barragán, a unos 70 km al sur de

Buenos Aires. Vale agregar que Liniers había sido enviado

a estas tierras en 1788, para desempeñarse como Capitán

de Puerto, y era hermano del Marqués de Liniers, un

poderoso comerciante francés que vivía en Buenos Aires.

No obstante, es sabido que ambos hermanos pertenecían al

grupo de porteños que en aquella época simpatizaban con

Francia.

Dando proseguimiento al tema, y no queriendo dar

vistas largas al asunto ya que el momento le parecía

apremiante, el entonces gobernador de la Plaza de

Montevideo convocó de inmediato a los habitantes y a las

milicias para organizar la defensa ante una posible

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Carretas del Espectro Página 136

invasión inglesa. A dicha convocatoria pronto acudió Juan

Bautista Azopardo, segundo comandante de la fragata

corsaria Dromedario; y a este se le asignó la lancha de

obuses Invencible Nº4 para que realizara las misiones de

vigilancia costera. Por entonces, la tripulación tuvo que

componerse con parte de la perteneciente a la lancha

Dromedario.

Dando proseguimiento a los hechos de aquel

entonces, en ese mismo enero de 1806 se producía la

segunda conquista del Cabo de la Buena Esperanza por un

ejército británico al mando del teniente general David

Baird. Por consiguiente, la captura para la corona británica

de la colonia holandesa del Cabo, en Sudáfrica, había sido

lograda con aquella misma flota que había causado alarma

en el Río de la Plata.

Consecuentemente, también por esos días Napoleón

triunfaba en las batallas de Jena y Auerstaedt, hecho que

consolidaría a Francia como una potencia hegemónica en

Europa. Empero, no podemos olvidarnos que Inglaterra ya

dominaba casi todo el acceso comercial marítimo entre el

Océano Atlántico y el Océano Índico.

A su vez, por esa misma época, el Comodoro

Popham mantenía asiduos contactos con algunos

comerciantes establecidos en Buenos Aires, entre ellos

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Carretas del Espectro Página 137

William Pío White, a quien le debía una importante suma

de dinero.

En consecuencia, y no sólo pretendiendo recibir la

deuda que Popham tenía con él, el 28 de marzo llega al

Cabo proveniente de Buenos Aires, el barco negrero

Elizabeth, el cual habría llevado en su correo una carta de

White en la que éste indicaba al Comodoro que se

encontraba en la ciudad de Buenos Aires un tesoro de más

de un millón de pesos originarios de las minas de Potosí, y

que se encontraba listo para ser enviado a España en la

mejor oportunidad. En la carta lo incitaba a comandar el

asalto a esa ciudad, ya que una vez apropiado del botín,

Popham bien podría saldar su deuda.

En in primer momento, el oportunista y codicioso

comodoro intentó persuadir al Gobernador Baird para que

éste le brindara su apoyo para invadir los territorios en el

Río de la Plata, valiéndose para ello de varios argumentos

y evidencias mencionadas por su amigo White en la carta,

además de garantizarle que recibirían el apoyo de la

población local. Pero en aquella primera intentona de

persuasión, el general no accedió a su pedido.

Empero, la cosa muy rápido mudó, y el 14 de abril la

flota británica finalmente se encuentra pronta para cruzar

el Atlántico en dirección al Río de la Plata, cuando

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Carretas del Espectro Página 138

entonces el Gobernador Baird nombra general al coronel

William Carr Béresford y lo designa para que lidere el

pretendido ataque a Buenos Aires. Así es que el 29 de

abril finalmente llega la escuadra a Santa Elena, una isla

del océano Atlántico ubicada a más de 2.800 kilómetros de

distancia de la costa occidental de Angola, en África.

Fue por entonces que Popham logra persuadir al

gobernador de la isla para que le facilite otros 280

soldados para lograr efectuar su misión con éxito, y envía

una carta a Londres dando a conocer los motivos por los

cuales se dirigía a Sudamérica, asentando todos sus

argumentos en el memorándum de 1804.

Pero lo que Popham desconocía en ese momento, era

que el entonces primer ministro William Pitt había muerto

recientemente, y que en su lugar había asumido William

Wyndham Grenville, del partido opositor Whig.

Empero, una vez que ya estaban de este lado de la

orilla del Atlántico, ahora en el mes mayo, Popham decide

enviar a la fragata HMS Leda por delante de la escuadra

para que sondease la situación en el Río de la Plata, y el

día 19 despacha a un oficial y tres marineros con un bote

rumbo a las costas cercanas de Santa Teresa, para que

estos tomasen notas del litoral y la zona.

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Carretas del Espectro Página 139

Pero resulta que los infortunados hombres fueron

capturados por una partida de milicianos que luego los

trasladan sin demora a Buenos Aires, donde después de

tomarles declaración, el Virrey resolvió no tomar ninguna

medida adicional a las ya convenidas, quizás porque no

obtuvo ninguna información del cautivo oficial, o porque

estos prisioneros muy probablemente desconocieran todos

los detalles del plan (por causa de su bajo rango).

Entonces los cautivos resultaron confinados en Las

Conchas.

Por consiguiente, a partir de aquel año las cosas

comenzaron a mudar por estas latitudes cuando se

instalara entonces la estación naval británica en África del

Sud, desde donde los ingleses habían comenzado la

ocupación del territorio sudafricano, echando de allí a los

colonos holandeses hacia el interior del país.

Poco tiempo después la toma del Cabo, la tropa

inglesa ya estaba ociosa, aunque cabe enfatizar que la

propia mente del Contralmirante Home Riggs Popham no

se encontraba holgazana, ya que este continuaba

sugestionado con la idea venir de robar el tesoro que se

estaba acumulando en las colonias españolas del Río de la

Plata.

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Si bien que en los planes del gobierno de Gran

Bretaña ya figuraba una invasión posterior a varios lugares

del continente americano, por causa de otras prioridades

consideradas más urgentes, ellos habían encarpetado

momentáneamente los mismos. Así que, lo que en aquel

momento sucedió en estas bandas, nos lleva a creer que la

misión que comenzó a gestarse en costas africanas, pueda

ser definida como una especie de “empresa privada” o

“piratería”, ya que no contaban con órdenes expresas de

S.M. Británica ni con la aprobación de su gobierno.

Por lo tanto, todo hace creer que una vez convencido

Popham de las inmensas riquezas que habría guardadas en

Buenos Aires y de la indefensión de la misma, amén del

apoyo local -según las palabras del propio White- que le

prestaría la población, éste se convierte en la “cabeza”

mentora del emprendimiento.

Efectivamente, gastando poca saliva y usando muy

buenos argumentos, ya que en ciertos casos el dinero

facilita las cosas, que finalmente Popham consigue

convencer al comandante David Baird, a que le

“suministrase” los 1.600 hombres necesarios, a cambio de

una buena “comisión” del botín obtenido.

El General Baird definitivamente da su visto bueno

para que se realizara la tarea, pero como ya mencionamos,

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Carretas del Espectro Página 141

antes termina por nombrar al General William Carr

Béresford, hombre de su entera confianza, como el Jefe de

la expedición. Cabe aludir que en ese momento Baird

podría encontrarse en una posición algo incómoda, lo que

explicaría por qué le otorgó a Popham el Regimiento 71

escocés, uno de los cuerpos más sólidos del ejército del

Reino Unido, por entonces al mando del teniente coronel

Denis Pack, para que se consumara una misión que no

había sido aprobada oficialmente.

En todo caso, también vale recordar que los

gobernadores ingleses de las colonias remotas, tenían el

poder de decidir acciones militares de urgencia. Y por su

vez, la ley británica también establecía porcentajes

específicos sobre los botines de guerra capturados y que

eran entregues a los participantes y, en particular, a los

militares de alto rango, quienes podían recibir importantes

sumas. Además, todo nos hace pensar que si la expedición

partía sin la ayuda de Baird y fracasaba, Popham podría

acusar a Baird ante un tribunal de guerra.

Pero como sea, antes de llegar al Río de la Plata,

estos sujetos habían tejido una inmensa red espionaje para

garantir las posibilidades exitosas de la invasión, a través

del uso de espías, comerciantes de la ciudad y simples

mercenarios.

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En definitiva, una vez que partieron, estos

concluyeron que debían dirigirse directamente a Buenos

Aires, porque la oficialidad lo creyó más conveniente; y

esto nos hace pensar que en esta decisión influyó la

seguridad de hallarse en la ciudad los tesoros reales pronto

a embarcarse rumbo a España.

Pero sobre el tema de la elección de Buenos Aires

como plaza a ser atacada, existen documentos en los

cuales consta que Béresford le comunica a Baird que él era

partidario de ir contra Montevideo, pero se decidió a

aceptar el plan de Popham, de atacar Buenos Aires, porque

la flota carecía de todo, y ya se habían consumido todas

las provisiones: “fue nuestra propia escasez la que nos

decidió atacar primeramente a esta plaza”.

Ya a principios de junio de 1806, seis barcos de

transporte y seis de guerra navegaban dentro del Río de la

Plata; historiadores registran que uno de ellos, la fragata

Narcissus:

(…) detuvo una goleta de bandera portuguesa,

un poco más arriba de Montevideo (…) había

además a su bordo un escocés llamado Russel,

(Oliver Russell) quien se ocultó y fingió no

comprender nuestro idioma, pero después de un

prolijo examen, confesó ser súbdito naturalizado

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de Buenos Aires, después de una residencia de

años, que desempeñaba el puesto de practico real

en el Plata. (…) La noticia dada por Mr. Russel

fue que una gran suma de dinero había llegado a

Buenos Aires desde el interior del país para ser

embarcada con rumbo a España en la primera

oportunidad, y que la cuidad estaba protegida

solamente por poca tropa de línea, cinco

compañías de indisciplinados blandengues,

canalla popular (…)

No obstante, fue el propio Russell quien les informa

sobre la conveniencia de desembarcar en Quilmes, ya que

este era un lugar de fácil acceso hacia el interior del país,

según lo es reconocido posteriormente por Béresford.

De todas formas, es aleatorio pensar que ellos ya

tenían prefijados los posibles lugares de desembarco, y

que uno de ellos era Quilmes.

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El centinela de la torre del fortín distinguió desde su

puesto, la tenue nube de polvo que el apresurado caballero

levantaba atrás de sí con su veloz galopar. Sin embargo, el

soldado no se sobrecogió con la imagen que sus ojos

percibían. Así como estaba siente que no era necesario que

esperase por la aproximación del subrepticio jinete, pues

ya sospechaba quién sería.

Minutos después, el excitable teniente Antonio entró

en la pieza donde se encontraba descansando el capitán

Martín, para despertarlo.

-¡Señor!, parece que un correo se aproxima -le avisó

al moverle levemente el brazo.

-¿Ya llegó? Tráigalo aquí inmediatamente -le

respondió el somnoliento capitán todavía aletargado por el

sueño.

-A estas horas ya debe estar entrando en el fortín,

Señor.

-Óptimo, entonces hágalo que venga sin más

demoras y me entregue el mensaje lo cuanto antes.

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Necesitamos prepararnos para lo que vendrá -dispuso

Martín, mientras se acercaba a la jofaina, determinado a

echarse agua en el rostro para despabilarse de vez.

-Así será, Señor -le respondió el solícito teniente

haciendo la venia y dándole la espalda para retirarse de la

habitación.

El capitán Martín buscó componer de algún modo su

zurrado uniforme pasando la mano para alisarlo y

ajustando la chamarreta, mientras pensaba con ansiedad

sobre los últimos acontecimientos que estarían ocurriendo

en la capital. En ese momento eran tantos los enigmas que

le atormentaban el pensamiento, que el hombre no llegó a

percibir la entrada del cabo de su pelotón, perfilándose y

extendiendo la mano derecha con el sobre que contenía la

tan esperada misiva.

-Gracias, señor Cabo -pronunció el sorprendido

capitán, a la vez que extendía su mano para tomar el

pliego del correo.

-Póngase a voluntad, pues sé que ha dado todo de sí

para llegar aquí lo antes posible -expresó el capitán, en

agradecimiento por el esfuerzo que el cabo había

realizado.

-¡Si, Señor!

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-¿Cómo están los caminos? -le preguntó el oficial

con una suave sonrisa mientras desataba el folio.

-Los caminos están tranquilos y desiertos, Señor,

pero creo que en bastante mal estado para las carretas que

saldrán esta noche de la capital.

Aquel cometario lo cogió de sorpresa, y Martín

suspendió por un segundo el mecánico movimiento que

sus dedos realizaban para abrir el despacho, en cuanto

cruzaba sus ojos con los de su subordinado, quien lo

miraba impasible.

-Y se pondrán peor si llueve -alcanzó a comentar el

capitán justo en el momento que abría la hoja y pasaba a

concentrarse en la lectura de la información recibida.

-Pues creo que antes de que ellas lleguen hasta aquí,

se descortinará una lluvia descomunal, Señor -llegó a

comentar el cabo, manteniendo la firmeza de su postura.

-No se preocupe con esos detalles, hombre de Dios,

seguramente también sortearemos con éxito ese

inconveniente -refutó el capitán, abstraído en la lectura.

-Ahora puede retirarse -le ordenó-. Descanse un

poco, que seguramente más tarde necesitaré de sus

servicios.

Minutos después el presuroso oficial salía de la

pieza y se dirigía a paso firme hasta el ayuntamiento en

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busca del alcalde Manuel de la Piedra. Pretendía

comunicarle las nuevas que había recibido desde la capital.

-Veo que ha descansado un poco, señor Martín -

pronunció el alcalde así que le estrechaba la mano-. ¿Ha

llegado el correo? -preguntó al suponer el motivo de la

visita.

-¡Sí! Y si las carretas parten de Buenos Aires esta

misma noche, conforme está previsto, yo creo que el

domingo ya estarán por aquí, señor Alcalde -manifestó el

capitán con el rostro circunspecto.

-¿Hay alguna mención de cómo nosotros debemos

proceder a su llegada? -inquirió el hombre, pensando más

en la honorable comitiva que llegaría y en lo que debería

providenciar para el resguardo de los valores que estos

traerían junto.

-Primero, debo advertirlo que se trata solamente de

los caudales reales… -comenzó a explicar el oficial, en un

remilgo.

-Ya me lo imaginaba, señor Martín, pues pienso que

nuestro Marqués querrá defender primero nuestras

posesiones sin el constreñimiento de salvaguardar

solamente el oro Real.

-Nunca se sabe, mi Señor, lo que en realidad puede

pasar por la cabeza de un noble aristócrata, pero no creo

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que sea prudente nosotros discutirlo ahora. -Ponderó el

oficial con reluctancia.

-Entonces, dígame pues que novedades nos envían

ahora.

-En el caso específico que le mencioné, el señor

Sobremonte dictamina que, por las dudas, se separen los

caudales del Rey y los recursos de la Real Compañía de

Filipinas, de todos aquellos que se hallaban depositados en

la Caja Real pertenecientes a particulares.

-Me parece muy sabia medida -manifestó Manuel de

la Piedra, al momento que cavilaba la oportunidad de

agregar los propios a la Caja Real-. Principalmente -acotó-

si los invasores vienen en busca de ellos.

-¿Tiene algo en mente, señor Alcalde? -quiso saber

el oficial al percibir que la imaginación del hombre

discurría por caminos diferentes.

-Creo que sí, pero es mejor que primero lo hablemos

con el padre Vicente, al final de cuentas, pienso que en las

iglesias siempre hay un lugar secreto donde los curas

guardan sus Santos Secretos -pronunció el hombre junto

con una carcajada comedida, no fuese que Dios lo

castigase por su infame apostasía.

-Bueno, hombre, esa parte se la dejo a usted -avisó

Martín sin inmutarse-. Yo me retiraré dentro de poco con

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un pelotón de apoyo, yendo al encuentro de la caravana

para reforzar su custodia.

-Está bien, así lo haré. Pero cuénteme más, Capitán.

¿Cómo está la situación en la capital? ¿Se menciona algo?

¿Hemos logrado contener la invasión?

-Usted tiene muchas preguntas y yo muy pocas

respuestas -señalo el concienzudo oficial, no queriendo

con su relato generar miedos innecesarios.

-Pero si no las tiene usted, por aquí no las tiene

nadie, Hombre -rebatió el contrariado alcalde-. No sea tan

comedido, pues todos aquí estamos dentro del mismo

barco -agregó el regidor de ceño fruncido.

Al sentirse intimado a tener que contar sobre el

desarrollo de los acontecimientos, el rostro del oficial se

contrajo en una duda, pero consideró que no había porqué

negar lo que dentro de muy poco todos ya lo sabrían.

Reflexionó entonces sobre su determinación y comenzó:

-Señor Manuel, cuando yo partí, el señor Virrey

estaba festejando el cumpleaños de su futuro yerno, don

Juan Manuel José de Marín y Quintana, que, como usted

sabrá, es el novio de su hija María del Carmen.

-Sí, ya sabía sobre el noviazgo de su amada hija, -

expuso el alcalde alzando las cejas.

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-Pues bien, ese fue el último momento que yo estuve

con él. Pero estaba informado que tras el banquete en el

Fuerte, como alrededor de las seis y media de la tarde, él y

su familia deberían dirigirse al Teatro Argentino, que

queda frente a la Iglesia de la Merced.

-¿No me diga? -ilustró el hombre, sintiendo una

puntada de envidia de todos aquellos que llevaban una

vida distinguida en la capital.

-¿Y se puede saber qué obra esplendorosa ellos

pretendían asistir mientras se nos quema el rancho? -

agregó como si se juzgase celoso de lo que ocurría.

-Creo que su comentario es imprudente y

precipitado, Señor. Pues mismo que la situación fuese

apremiante, comprenderá que hay compromisos

ineludibles a los cuales el señor Virrey está obligado a

participar, mismo como usted lo menciona, “que se nos

esté quemando el rancho”.

-Le expreso mis más humildes disculpas, Capitán. -

manifestó el descuidado alcalde bajando sus ojos al suelo-.

No fue mi intención manifestar cualquier disconformidad

con las prontitudes del señor Virrey y su familia, ni

tampoco con la crema y nata de la sociedad española o

porteña. Tal vez sean estas soledades lo que hace perturbar

mis pensamientos. No se olvide usted que pronto nos

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llegaran muchas responsabilidades -expresó con voz

comedida y un rostro imperturbable, buscando salvar la

situación.

-Acepto sus justificaciones sin más ponderación,

pero le recalco, señor Manuel, que no podemos perder la

cabeza ante cualquier imperiosa circunstancia que se nos

presente -enunció el capitán Martín, no sin dejar de

percibir que la mirada del alcalde se mostraba conturbada.

-En todo caso, -agregó a seguir-, le diré esa era una

función de gala con el estreno, para América, del gran

éxito de Leandro Fernández de Moratín, “El sí de las

niñas”, el cual ha sido estrenado exactamente hace cinco

meses en el Teatro de la Cruz de Madrid. Dicen que es una

obra maravillosa -acotó por fin.

-Que esplendido sería si un día se nombra a Luján

como la Capital del Virreinato. Bien que esos tipos de

acontecimientos distinguidos y linajudos los podríamos

tener bajo nuestras propias narices. ¿No le parece,

Capitán?

-Sepa disculparme, señor Manuel, pero tales

conjeturas no agregan nada en este momento. Yo debo

partir dentro de poco, así que tenga usted a bien

dispensarme de esta grata tertulia, y no se olvide de

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encontrar lo cuanto antes una solución junto al padre

Vicente.

Luego del intercambio de los cumplidos habituales,

el capitán se marchó hacia el fortín en busca del teniente

coronel Antonio de Olavarría. Pretendía comunicarle de

las primicias contenidas en el correo, si es que este ya no

las sabía.

-Hay aquí acantonadas dos compañías con 150

soldados cada una, señor Teniente. Por lo tanto, le

comunico que tengo órdenes expresas de partir lo antes

posible con por lo menos 80 Blandengues, como forma de

reforzar las tropas que se encuentran bajo el mando del

inspector Pedro de Arce, quien en estos momentos debe

estar observando el posible desembarco británico en

Quilmes.

Sin embargo, mientras pronunciaba esta resolución,

mal sabía el capitán que por esas horas del día 26, los

sucesos eran bien diferentes de lo se imaginaba, y los

ingleses ya se encontraban en suelo argentino. Por otro

lado, el propio teniente Antonio ya desconfiaba que esa

disposición le llegaría tarde o temprano, pero acreditaba

que él sería incluido en ella, pues al final de cuentas,

aquella región era puro pajonal y desierto en derredor,

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recostada sobre el río que servía también de antemural

para los indios pampas, serranos y tehuelche.

-¿Alguna objeción, señor Teniente? -preguntó el

capitán con voz autoritaria, cuando percibió trazos de

aspereza en el semblante del subordinado.

-No, Señor, ninguna.

-No es eso lo que dice o expresa su rostro, Teniente.

Su propia fisonomía lo acusa.

-Bueno, señor Capitán, es que yo estoy totalmente

dispuesto a acompañar a mi tropa bajo cualquier

circunstancia, pues pienso que de nada serviría que me

queda a guardar un local como este, si nos vemos

invadidos por la canalla inglesa.

-Bien dicho, mi Teniente. Estoy seguro de que si

tenemos muchos otros soldados con su mismo temple,

nuestro Ejército saldrá triunfador en esta contienda -

manifestó un agradecido oficial que había cambiado su

tono de voz y ahora le estaba dando solemnidad a sus

palabras.

-Gracias, mi Capitán. ¿Quiere que elija a alguien

específico para hacer parte de la tropa? -le respondió el

feliz teniente, al considerarse parte integrante del pelotón.

Sin más demora, el destacamento luego quedó

organizado y al caer la tarde ya se veía a los hombres

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galopar a todo trote en busca de su destino. Sin embargo,

ya no se podía advertir la común polvareda que se

desprende de los cascos de los caballos cuando cabalgan a

toda prisa, pues una lluvia fina e insistente había

comenzado a caer y ya fijaba charcos en las hondonadas

del camino.

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En efecto, al producirse la primera invasión inglesa a

Buenos Aires, los sucesos dejaron claro que las órdenes

que impartían del virrey Sobremonte desnudaban

cualquier otros intentos que no fuesen los de revelar una

monarquía española en América, organizada únicamente

con el intuito de extraer y acumular “tesoros” en sus

territorios, a la vez que marginaba con su terca intentona

todo lo relativo a la política gubernamental, social y de

defensa militar de sus provincias.

Por tanto, Sobremonte, al ser colocado frente a ese

duro y difícil trance, probó que su carácter no estaba a la

altura de la situación. Y hasta llegó a creer que los

invasores no realizarían sus propósitos con las escasas

fuerzas que traían, descuidando aun entonces, de armar y

disciplinar a los vecinos. Le bastó a él con limitarse a

organizar algunas partidas para que vigilaran las costas

durante las noches.

Así venía ocurriendo desde el 17 de junio, día en que

fueron vistos los buques ingleses en el estuario, y hasta el

27 del mismo mes, en que desembarcaron en las playas de

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Quilmes y marcharon arrogantemente sobre la ciudad,

cuando por esos días el Virrey no hizo más que dar

órdenes y contraórdenes, se movió de un lado para otro

lado, paseó por las calles acompañado de grandes

comitivas de ayudantes y, en el momento que se decidió a

distribuir armas y municiones, lo hizo en una forma torpe,

inconveniente y ridícula.

Al tomar los apuntes de Pedro Cerviño, vemos que

en su diario nos da los siguientes datos acerca de esa tosca

distribución realizada el día 25 de junio, y allí

encontramos que:

“A las dos de la tarde -dice Cerviño- tocaba de

nuevo la generala, y dada la señal de alarma

corrieron todos con precipitación al cuartel; allí

recibieron de mano del sargento distinguido que

hacía de Brigada don Antonio del Nero, una

espada, una pistola, una canana y porta-espada,

entregándosele suelta una piedra y cuatro

cartuchos. Inmediatamente, y sin darles lugar a

la colocación del armamento expresado, los

hicieron salir a tomar sus caballos en la calle, en

donde el ayudante de plaza, don José Gregorio

Belgrano, sin permitirles la menor demora, los

hizo partir con la mayor precipitación, llevando

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por esta razón todo el armamento en las manos,

hasta el puente de Gálvez, en donde hallaron al

capitán general con algún tren volante y varios

edecanes, que los hizo hacer alto. Con ese motivo

procedieron los soldados a acomodar su

armamento, del que ya habían perdido alguna

parte de los cartuchos y piedras, faltando en

todas las llaves, la zapata para colocar

aquellas”.

Igualmente, se sabe que un otro momento singular

que llegó al extremo de ser considerado risible, se produjo

cuando dos esclavos que ingresaban a la ciudad después

de haber presenciado en la playa de Quilmes el

desembarco de los ingleses, fueron llevados de una

guardia a otra guardia, hasta trasladarlos a la presencia del

Virrey, aunque también conste que más tarde llegaron

otros informantes trayendo noticias abultadas e inexactas.

Pero solamente aquellos dos negros, esclavos de la chacra

de don Juan Antonio Santa Coloma, fueron los que vieron

bien y narraron los hechos sin fantasía.

Al enterarse de los pormenores, y según la expresión

de un privado del Virrey, “aquello no era cosa de broma”,

y fue en virtud de esos datos que se resolvió avanzar con

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las fuerzas disponibles hacia el camino que traían los

ingleses.

Realizándose este propósito y ya frente al enemigo,

se revisaron las armas distribuidas, y que consistían en:

“…espada y pistola: de éstas, las más estaban sin

piedra por el desorden y precipitación con que se

les hizo su entrega, y las demás, o todas las que

carecían de ese efecto, tenían el que las balas de

los cuatro cartuchos por individuo, no venían, de

modo alguno, al cañón de la pistola”.

Esta desbarajustada circunstancia, mismo que

probase la absoluta nulidad de los jefes militares y la del

propio virrey, no amedrentaron a la gente dispuesta a la

lucha, y antes no hizo más que estimularla a pedir que se

les permitiese la entrada, proponiéndose la derrota

enemiga con sólo la atropellada de los caballos.

El brigadier Arce, que por entonces mandaba aquella

malaventurada división de soldados bisoños y desarmados,

se concretó a presenciar la marcha de los invasores,

colocándose en medio de un cuadro formado por los

Blandengues y las milicias.

“…de modo que estaba cubierto por dos filas de

hombres así por vanguardia, como por

retaguardia, sin el menor recelo de ser herido,

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pues aunque estaba a caballo, éste era un petizo

semiburro”.

Cuando el oficial resolvió salir de esa equivocada

inacción, fue para ordenar algunas operaciones

descabelladas que no llevaron perjuicio alguno a las filas

invasoras. Momentos después hizo tocar retirada, y ésta se

convirtió en una desordenada fuga.

Fue a la distancia que se logró reunir a la mayor

parte de los dispersos, y entonces el brigadier Arce no hizo

más que increpar a soldados y oficiales, declarándoles que

“lo habían dejado solo”, y al subir el tono de su voz, como

si con ello buscase contestar a los posibles reproches de su

conciencia, exclamó:

“¡Si alguien cree que ordené la retirada por

cobardía, desafío al más valiente para que salga

en el acto a batirse de hombre a hombre

conmigo!”

Mientras estas escenas ridículas se desarrollaban en

el campo de los defensores, del otro lado, los soldados

ingleses seguían tranquilamente su marcha sobre la

capital, donde el Virrey buscaba poner en orden sus cosas

particulares, dispuesto que estaba a encabezar la huida.

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-¡Está todo dispuesto, Señor! -avisó el brigadier José

Ignacio de la Quintana, en ese entonces Jefe Militar de la

ciudad y Comandante de las Fuerzas del Virrey.

-¡Mi amigo! -exclamó el sugestionado virrey-,

¿quién has dejado tú, como responsable por la instrucción

a ser dada a los solados de la defensa? -le preguntó el

magnetizado Sobremonte.

-No hay por lo qué preocuparse, Señor. Ya está todo

preparado. Será el Inspector Arce aquí en la ciudad,

mientras que la artillería estará al mando de Antonio

Olondriz, además, el Capitán Liniers les dará todo el

apoyo posible por el río. También tengo dispuesta la

caravana para partir, así que usted lo disponga, mi Señor.

-¿Y quién ha encargado usted de tan difícil

comisión, amigo José Ignacio? -quiso saber Sobremonte,

impaciente, más que nada, en querer preservar los

caudales y poco preocupado en defender una ciudad que

ya le parecía indefensable.

-Será el adiestrado carretero Mateo Delgado. Y no se

alarme, mi Señor, pues este es un hombre muy ducho en

sus oficios, y que, además de ser de nuestra entera

confianza, conoce al dedillo aquellos caminos -le

comunicó el tío político del virrey.

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Carretas del Espectro Página 161

-¡Óptimo! Entonces creo conveniente que

mandemos llamar a los señores Belgrano, Villanueva,

Rezábal y los otros, para que podamos ultimar cuanto

antes los detalles. -Concretó el hombre de Su Majestad por

estas orillas, pretendiendo avisar a los intimados sobre el

resguardo de los caudales de la corona y otros menesteres.

-Mi Señor, ¿tiene usted algún inconveniente de que

haya dejado la artillería bajo el mando del sexagenario

Olondriz? -preguntó el brigadier, más que nada para

certificarse que su determinación era de agrado del virrey.

-No veo inconveniente alguno en su determinación,

mi amigo, para el caso en que los enemigos fuercen el

paso del Riachuelo, aunque creo que habría que ordenarle

a éste la defensa del Fuerte sin reparar en los perjuicios

que ello pudiera ocasionar en la ciudad y sus edificios. -

Manifestó Sobremonte con la mirada perdida.

Poco después Sobremonte también se puso en

marcha junto con unos 600 hombres. Era la tropa de

caballería que había pernoctado en Barracas, además de la

anexión de otros voluntarios que habían venido de Olivos,

San Isidro y las Conchas. En ese momento iban con rumbo

hacia el oeste.

Muchos de los que componían su séquito, entendían

que, con su actitud, el virrey buscaba atacar a los ingleses

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por la retaguardia, cruzando el Riachuelo por el Paso de

Burgos, mientras las fuerzas defensoras buscaban cerrar el

avance inglés por el Paso de Gálvez. Pero cuando el

virrey, desde la Convalescencia alcanzó a ver a las fuerzas

defensoras retrocediendo ante el decidido avance

británico, percibieron que él había mudado de opinión

cuando giró ligero hacia el oeste y, al llegar a la calle de

las Torres (hoy Rivadavia), abandonó la ciudad por los

corrales de Miserere.

Vicente Fidel López, que en ese momento se

encontraba junto al grupo también formado por algunos de

los jefes militares, alcanzó a comentar y más tarde anotar:

-“estos van cabalgando como si los persiguieran

de cerca”.

Pero antes de emprender la huida, Sobremonte quiso

recordar una vez más a su tío político, el brigadier don

José Ignacio de la Quintana, -entonces jefe militar de la

ciudad-, las órdenes que tenía de defenderla, aunque le

prescribiera que si la suerte le fuera adversa, que buscase

negociar con el enemigo una capitulación honrosa.

-“Si tiene tropa y armamento, señor de la Quintana,

le cabe defender la ciudad; pero si no lo tiene, entonces

entréguela” -le dijo el virrey al acompañar sus palabras

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Carretas del Espectro Página 163

con un gesto displicente, mientras ordenaba con la mano

para que su adalid se retirase de la sala.

A esta altura la suerte ya estaba echada. El día 27 de

junio, convencido de la ineficiencia de todas sus

contradanzas, y cuando los invasores ya pasaban el

Riachuelo y entraban en la ciudad, estando ya con el pie

en el estribo, aún tuvo tiempo para orientar al coronel José

Pérez Brito para que éste se reuniera con algunos jefes

militares, cabildantes e integrantes de la Real Audiencia, a

las 7 de la tarde, para que acordasen juntos los puntos de

la capitulación.

A esas alturas, Sobremonte ya había despachado

los fondos reales a Luján y su propia familia estaba

reunida en la quinta de Liniers (cercana a Plaza Once o

Miserere) para emprender el viaje al interior cuando lo

quisiera el virrey.

Y así entraron las tropas inglesas en una ciudad a la

que habían abandonado sus autoridades, sin dar a los

vecinos más noticia del gravísimo hecho, que aquellos tres

cañonazos de alarma disparados en la fortaleza.

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Carretas del Espectro Página 164

El ejército invasor, bajo las órdenes del mayor

general William Carr Béresford, estaba formado por un

total de mil seiscientos cuarenta hombres y plasmaba una

plaza con sus diez y seis caballos y ocho cañones de

diversos calibres.

Todas esas fuerzas habían venido en doce diversos

navíos: Diadem, Reasonable, Diomede, Narcisus, Leda,

Encounde, Walker, Triton, Methanto, Ocean, Wellington y

Justinia.

Lo que vale agregar, es que las fuerzas mencionadas

habían logrado pasar el Riachuelo el día 27, sin haber

encontrado en su camino de avance ningún obstáculo que

les pusiese limitación, lo que permitió que en la tarde del

mismo día al fin entrasen en la ciudad en desfile por

columnas. Luego llegaron a las puertas de la fortaleza y

tomaron posesión de ella.

“Fugado el virrey, rendidos los jefes y soldados,

resignadas las autoridades, inerme y al parecer

conforme la población, pudo el conquistador

creer en la realidad de su conquista. Al día

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Carretas del Espectro Página 165

siguiente de estar instalado Béresford en la

fortaleza, comenzaron a acudir las

corporaciones, haciendo cabeza el obispo y su

clero; se juramentaron oficiales y empleados,

prestaron pleito homenaje y ofrecieron su valioso

concurso “moral” los prelados y priores de

convento. Pronto volvieron a abastecerse los

corrales y mercados, a abrirse las tiendas y

pulperías, como que, por circular en manos

inglesas, no perdían los pesos y doblones su

conocida efigie española.

Si no hubo función de comedias en todo julio,

lidiáronse toros en el Retiro, jefes oficiales

colorados formaban relaciones en sus respectivas

esferas. Las mismas familias en cuyas casas se

hospedaban los oficiales, trataban a éstos con

afabilidad… Decididamente, aquello andaba a

maravilla y la contagiosa ilusión del comodoro,

se trasmitió al general. Como Sancho en la ínsula

Barataria, comenzó Béresford a creer en su

gobernación, y prodigó las órdenes, decretos y

reglamentos, a nombre del soberano británico.

Así irían pasarse algunas semanas sin que los

incautos vencedores se dieran cuenta exacta de la

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situación. Habiendo asaltado la casa y con

facilidad suma desalojado a sus dueños, los

intrusos se instalaron en ella y armaron

francachela, sin sospechar que los propietarios

estuvieran juntando a los vecinos y preparándose

para volver”.

A su vez, los registros oficiales dan cuenta que el

dinero que irían tomar los invasores, formaba un total de

1.438.514 pesos. Pero del dinero que posteriormente fuera

entregue a Popham, quien por entonces mandaba la

escuadra inglesa, sólo fue posible recuperar 130.000.

No en tanto, la sorpresa de las primeras horas se

cambió más tarde por indignación, cuando el numeroso

vecindario de Buenos Aires se dio cuenta de que el miedo

vergonzoso del Virrey los había arrojado bajo la

dominación de un poder extraño.

“Buenos Aires era conquista inglesa: y lo era por

el abandono que de su derecho y su honor

hicieron los agentes de la corona castellana. En

ese día caducó la soberanía de los reyes. El

pueblo no podía esperar la reivindicación de su

nombre y la emancipación de su persona, sino de

su propia energía y su naciente conciencia

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Carretas del Espectro Página 167

nacional. Días futuros reservaban un alto

galardón a su ánimo viril…”

Por lo tanto, Santiago Liniers, nada más que por

inspiración propia, y ayudado después por los principales

vecinos, quiso tomar a su cargo la obra de la reconquista.

Y en la tarea, secretamente cumplida en cuanto abarcaba

los preparativos en la misma ciudad que había sido

conquistada, tomaron participación algunos miembros del

Cabildo, los comerciantes y los vecinos.

En esos precisos instantes se formó la conciencia

popular que hizo desaparecer el poder de los virreyes,

gobernadores, capitanes, etc., del régimen monárquico,

cuando cada individuo salió a buscar unión con su vecino

para desalojar al invasor, y ponía en juego su voluntad

inspirándola en un ideal. La victoria en esas condiciones,

tenía necesariamente que revelar una gran trascendencia

política, como así quedó revelado posteriormente en la

historia argentina.

Sobre el “amor a los monarcas”, una frase de

declamaciones inconscientes, había un orgullo de raza,

herido por el invasor, y además otros dos sentimientos. El

primero, a pesar de todo, más fuerte que el segundo: el

sentimiento católico de la religión tradicional en el

virreinato, y el amor al suelo en que se había nacido o se

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tenía el hogar y la familia. Pero no es conveniente

saltearnos la historia y su secuencia de hechos, ya que para

que todo esto sucediera, tendrían que pasarse otros treinta

días.

En resumo, gobernaba el virreinato el Señor

Sobremonte, un funcionario que era apegado al

formalismo de las altas posiciones administrativas y sin

contar con las virtudes esenciales de un patriota. Con esas

cualidades, no servía de garantía alguna para la colonia ni

para los pueblos del virreinato, cuando se vivían tiempos

en que España sufría el desorden interior y los ultrajes del

absolutismo napoleónico, y justo cuando en los pueblos

americanos empezaba a sentirse el movimiento de una

idea emancipadora.

Lo que se vio en realidad durante esos días, es que

Sobremonte, sin armas y sin fuerzas militares, ordenara a

último momento armar las milicias, mientras buscaba

ejercer una débil defensa de la ciudad. Sin embargo, al

contrario de buscar aparejarse para hacer frente a las

fuerzas invasoras, lo que éste tenía muy bien organizado,

era una rápida evacuación de los fondos acumulados en

lingotes y monedas de plata, los que rápidamente buscó

enviarlos a la ciudad de Córdoba con un convoy de

carretas custodiadas con tropas de caballería, además de

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llevar consigo a su familia y amigos, y dejando a la capital

del Virreinato en manos de sus segundos para que

negociaran la capitulación.

Como en ese momento el comodoro Popham

mantenía bloqueados los puertos de Buenos Aires,

Montevideo y Maldonado, el iluminado Santiago de

Liniers sintió que era su tan aguardado momento de

intervenir, y concluyó que lo mejor sería emitir una

patente de corso a favor de Juan Bautista Azopardo, quien

pronto alistó la goleta Mosca de Buenos Aires. Esta

patente le permitía ejercer la vigilancia en el área del Río

de la Plata a la vez que tenía comisionada la atención

sobre la escuadra enemiga y la notificación de cualquier

otro posible desembarco.

Desde un principio, la flota británica fuera avistada

frente a Montevideo el 8 de junio, y el 24 de junio

Béresford había amagado un desembarco en la Ensenada,

realizando maniobras frente a Punta Lara y abriendo fuego

contra las fortificaciones.

Recapitulando los hechos, el 25 de junio una fuerza

de unos 1.600 hombres al mando de Béresford, entre ellos

el Regimiento 71 de Highlanders, al fin desembarcó en las

costas de Quilmes sin ser molestados. Recién al día

siguiente se dispuso en Buenos Aires la marchar hacia

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ellos, bajo el mando del nuevo inspector del Ejército,

coronel Pedro de Arce, quien cuando estuvo frente al

enemigo rompió fuego, aunque la carga posterior de las

tropas invasoras forzase a una retirada general de los

defensores.

El desembarque en Quilmes

Se sabe que Sobremonte intentó una estrategia de

defensa, armando tardíamente a la población y apostando

sus hombres en la ribera norte del Riachuelo, confiando en

poder atacar a los británicos de flanco. Pero el reparto de

armas resultó ser un caos, y las desorganizadas tropas no

pudieron detener el rápido avance inglés, de modo que el

virrey quedó fuera de la ciudad, sin posibilidad de intentar

nada en contrario.

Cuando el día 27 de junio las autoridades virreinales

que permanecieron en la ciudad aceptaron la intimación de

Béresford y entregaron Buenos Aires a los británicos, en la

tarde de ese mismo día, las tropas británicas desfilaron por

la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo) y enarbolaron en el

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fuerte la bandera del Reino Unido, que permanecería allí

por 46 días. Entonces, el territorio bajo dominio británico

fue rebautizado bajo el nombre de Nueva Arcadia, en

alusión a la tierra pastoril griega de tanto peso en las

fábulas neoclásicas.

A su vez, Manuel Belgrano, secretario del

Consulado de Buenos Aires (y de todo el virreinato) y

Capitán Honorario de Milicias Urbanas, manifestó la

necesidad de reubicar el Consulado en el mismo lugar en

donde el Virrey estuviese, y se dirigió ante Béresford a

presentar la solicitud. Mientras tanto, los demás miembros

del Consulado juraron el reconocimiento a la dominación

británica. Cabe destacar que Belgrano prefirió retirarse

“casi fugado”, según sus propias palabras, a la Banda

Oriental del Río de la Plata, donde pasó a vivir en la

capilla de Mercedes, dejando en claro su postura al

pronunciar su célebre frase:

“Queremos al antiguo amo o a ninguno”.

Por otro lado, el formalista virrey abandonó la

capital en la mañana del 27 de junio y se retiró con destino

hacia Córdoba junto con algunos centenares de milicianos

que no obstante no tardaron en desertar. Contrario a lo que

menciona una persistente leyenda, este no llevaba consigo

los caudales, ya que los mismos habían sido evacuados

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dos días antes de acuerdo a un plan que había sido trazado

anteriormente.

Pero una vez que el enemigo se encontró en el

poder, su comandante, Béresford, demandó la inmediata

entrega de los caudales del Estado y advirtió a los

comerciantes porteños que, en caso contrario, retendría las

embarcaciones de cabotaje capturadas e impondría

pesadas contribuciones.

Pero aun estando en la Ensenada de Barragán

cuando se produjo la invasión inglesa comandada por el

codicioso comodoro Home Popham, el capitán Liniers vio

pasar los buques y dio aviso al virrey Rafael de

Sobremonte, pero no recibió orden de atacar, sino de

regresar a Buenos Aires.

Cuando el 27 de junio se encontró frente al hecho

consumado de la toma de Buenos Aires por parte de los

británicos y la huida a Córdoba del virrey, entonces

Liniers consiguió permiso del gobernador británico para

visitar la capital.

Una vez llegado allí se puso en contacto con los

grupos que organizaba Martín de Álzaga para intentar la

expulsión de los ingleses, y viajó luego a Montevideo,

donde su gobernador, Pascual Ruiz Huidobro, lo proveyó

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de hombres, armas y municiones, además de una

escuadrilla de botes.

Por otro lado, en una de las salidas de la Mosca, el

bergantín HMS Protector y una goleta británica no

identificada a la fecha, entablaron combate con la nave

corsaria. Dada la inferioridad de fuego, Azopardo decidió

fijar rumbo a la costa sur del río con dirección a Quilmes,

donde quedó varado intentando salvar el navío. Los

británicos aprovecharon la oportunidad para asaltar el

buque corsario desembarcando cuatro embarcaciones

livianas que izaron bandera negra. La primera barca fue

capturada con un oficial y cinco marineros, mientras que

las tres restantes regresaron a los buques que se

encontraban fondeados fuera del alcance de los cañones de

la Mosca.

Previsor, Azopardo organizó en tierra una posición

defensiva ante un posible contragolpe británico, y cuando

volvió la crecida, volvieron a balizas. Empero, los

prisioneros fueron remitidos a Buenos Aires y las bajas

totales del navío corsario computaron tres marinos.

Dentro de esa cadena de hechos, en julio de 1806, el

almirante Sir Charles Stirling, que había participado de la

Batalla del Cabo Finisterre, fue designado comandante del

navío HMS Sampson con la orden de transportar las tropas

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Carretas del Espectro Página 174

del general Samuel Auchmuty a Buenos Aires para brindar

soporte a Popham.

A su vez, en Montevideo, la noticia de la caída de

Buenos Aires en manos de los ingleses produjo una gran

preocupación, ya que era previsible que el objetivo final

de los ingleses fuera apoderarse de toda la rica región del

Plata. Por lo tanto, Pascual Ruiz Huidobro no era

partidario de enviar una expedición a reconquistar Buenos

Aires, dado que en esos momentos solamente contaba con

una dotación militar de alrededor de quinientos hombres.

Sin embargo, los habitantes de Montevideo, de los campos

y los poblados vecinos, se pusieron a disposición del

Cabildo y del Gobernador dejando el ofrecimiento de

contribuir con hombres y recursos para reclutar un

ejército, y así desalojar a los intrusos ingleses de Buenos

Aires antes de que les llegaran nuevos refuerzos.

En una sesión que se realizó en el Cabildo de

Montevideo el día 18 de julio de 1806, se resolvió declarar

que el abandono de su puesto por el Virrey Sobremonte, y

el juramento de sujeción a los ingleses realizado por el

Cabildo de Buenos Aires, colocaba al Gobernador de

Montevideo como la máxima autoridad delegada del Rey

de España en esta parte del continente; y en consecuencia,

éste debía emplear esa autoridad para desalojar a los

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Carretas del Espectro Página 175

invasores de Buenos Aires y así preservar a la ciudad de

Montevideo.

Bajo ese auspicio se reclutó en pocos días un ejército

de 1.600 hombres, encuadrados en las unidades militares

con asiento regular en la ciudad. Pero ocurrió, entretanto,

que los barcos de la escuadra inglesa aparecieron frente a

Montevideo, creando una importante amenaza para su

seguridad. De modo que el Gobernador decidió

permanecer al frente de las defensas; y encomendó el

mando de la fuerza expedicionaria que se dirigiría a

Buenos Aires, a Liniers. Éste llegó a la Colonia del

Sacramento y allí lo esperaba una escuadrilla reunida por

el capitán de fragata Juan Gutiérrez de la Concha dejando

el suelo oriental el 3 de agosto.

Como por entonces Popham vigilaba las costas y el

río de la Plata, las fuerzas de reconquista lideradas por

Liniers esperaron que se precipitara cierta tormenta

conocida en la región como sudestada: un temporal que

dura días y que produce un intenso oleaje. Por

consiguiente, mientras se desplegaba la sudestada,

cruzaron el río sin ser vistos, a metros de los buques

ingleses y llegaron al Tigre a principios de agosto. Pero al

desembarcar, se encontró con la desagradable sorpresa de

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Carretas del Espectro Página 176

que los ingleses habían logrado desbaratar un contingente

de fuerzas leales, que supuestamente debían unírsele.

Fue de tal modo que finalmente el 12 de agosto de

1806 se iniciaba la reconquista de Buenos Aires, cuando

Liniers atacó la ciudad, venció a los ingleses y obligó a su

gobernador, William Carr Béresford a rendirse. En ese

momento los rioplatenses se apoderaron de 26 cañones y

de las banderas del regimiento 71. Posteriormente estas

insignias británicas fueron expuestas en la iglesia de Santo

Domingo de Buenos Aires.

Pero nuevamente avanzamos demás con la historia,

y este hecho no hace más que dejar pasar por alto las

maquinaciones del entonces virrey, ya que la noche del 25

de Junio de 1806, el alcalde de la Villa de Luján, Manuel

de la Piedra, había recibido una orden directa del Virrey

Rafael de Sobremonte para que custodiase hasta la ciudad

de Córdoba las 104 barras de plata y 42 cajones de plata

sellada, que formaban parte del tesoro real amenazado por

los ingleses.

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Carretas del Espectro Página 177

12

Durante el trayecto, el convoy se movía lento, no

solamente por lo estropeado que se encontraba el camino,

sino por el cuidado que ese diverso centenar de personas

tenía con las bestias y con la carga. El propio don Mateo

Delgado, un carretero habituado a esas lides quien durante

la travesía de la columna venía ahorcajado en una de las

carretas, también estaba preocupado, pues desconfiaba el

ejército enemigo podía aparecer de vez para tomar lo que

por derecho no era de ellos. Perdidos en esos

pensamientos azarosos, de repente el hombre escuchó el

aviso:

-¡Atención! ¡Una partida se nos viene por el lado del

poniente! -Gritó de repente uno de los troperos que venía

por delante de la larga fila.

-Son de los nuestros -exclamó de inmediato uno de

los soldados, una vez que distinguió las divisas de aquella

leva que se les acercaba, buscando con su voz determinada

aquietar los ánimos de los compañeros y el suyo propio,

pues no había duda de que todos estaban tensos, nervioso

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y preocupados con la responsabilidad de la faena que

traían entre manos.

Cuando finalmente las dos fuerzas se encontraron, el

alivio cundió sobre ellos y el capitán Martín pudo

enterarse de algunos pormenores, si bien que no eran

muchos, pues al salir las carretas en la noche del 25, las

fuerzas enemigas ya habían desembarcado en Quilmes y

eso el capitán ya lo sabía, salvo que el señor Virrey había

dispuesto el uso de un grupo de defensores para cerrarles

el paso y hacerlos volver a los barcos.

-¡Teniente Olavarría! -Vociferó de repente el capitán

Martín sin más demora.

-Es mejor que usted siga directo hacia el Riachuelo

con toda la fuerza que traemos, y se una lo cuanto antes al

inspector Arce en la defensa de la ciudad.

-Así será, Señor -respondió el satisfecho teniente al

percibir la oportunidad que tenía de poder mostrar sus

destreza militar.

Mientras el anhelante grupo de oficiales y

subalternos parlaban a un lado del embarrado camino

cambiando opiniones sobre lo que resultaría mejor en ese

momento, las carretas continuaron a pasar lentamente por

ellos haciendo chirriar sus ruedas, en cuanto escuchaban a

los bueyes bufar por causa del esfuerzo que realizaban.

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Carretas del Espectro Página 179

-Creo que si proseguimos con este ritmo de mala

muerte, no llegaremos nunca -comentó el preocupado

capitán Martín.

-¿Qué nos sugiere? -preguntó alguno.

-No sé, -respondió el sesudo capitán-, pero lo que

más me pregunto es cómo haremos para acelerar la

travesía hasta Luján -agregó, esperando a que alguno de

sus subalternos contribuyese con alguna bendita sugestión.

-Lo mejor sería que no parásemos más -anunció uno

de ellos.

-Sólo resta saber si don Mateo concuerda y si los

bueyes aguantan el tirón sin descansar -comentó otro.

-Déjenlo por mi cuenta -les respondió a seguir el

recio capitán Martín-. Yo me encargaré de convencerlo

para que mañana al amanecer podamos entrar finalmente

en Luján.

Mismo siendo temprano y la lluvia persistiera

aunque sin mucha intensidad, la llegada de esa multitud a

la ciudad causó luego un singular rebullicio, tal era la

aglomeración de carretas, soldados, troperos y peones que,

aliados a los pueblerinos y una plétora de perros que no

paraban de roznar mientras les ladraban porfiados a los

cansados bueyes y caballos, se fueron reuniendo de a poco

frente a la puerta del Cabildo.

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Frente a esa misma puerta estaba parado un solemne

alcalde acompañado por el cura Vicente que, en un gesto

maquinal, se entretenía bendiciendo a cada carreta. Habían

sido avisados de antemano, durante la madrugada, por un

prudente mensajero del ejército.

-Si me permite, señor Alcalde -pronunció el capitán

Martín con una leve inclinación de cabeza en señal de

respeto a la autoridad constituida, mientras lo tomaba por

el brazo y lo apartaba del agitado grupo que lo rodeaba.

-Le diré que mis sugerentes pensamientos fueron

hechos realidad, ya que una nueva resolución del señor

Sobremonte, nos ruega que se separen las cajas que

contienen los valores.

-En buena hora me lo dice, señor Capitán. ¿Tiene

usted noción de como las identificaremos? -quiso saber

don Manuel alzando una ceja.

-Bien fácil. Debemos separar todas aquellas que no

tengan el sello Real o de la Compañía de Filipinas. -

Anunció el capitán en susurros.

-Así lo haremos entonces -concordó el subrepticio

alcalde en un murmullo.

-¿Por acaso, usted ya tiene algún lugar definido? -le

preguntó el capitán Martín, mientras movía la cabeza de

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un lado a otro para cerciorarse de que nadie los estuviera

escuchando.

-Pienso que lo mejor, por ahora, es que dejemos

todas las cajas juntas aquí en el Cabildo, pero por la noche

llevaremos aquellas correspondientes para la bóveda

subterránea de la Iglesia. Creo que en aquel lugar estarán

más que seguras. -Manifestó el alcalde poniendo cara de

circunstancia para disimular un poco su revelación.

-¿Por acaso el padre Vicente Montes Carballo ya

está de sobre aviso? Imagino que usted no ha perdido

tiempo en preparar las cosas para que no nos cojan

desprevenidos -pronunció el capitán Martín con

entonación socarrona, mientras que en su delgado y

demacrado rostro se dibujaba una sonrisa suspicaz.

-No sería para menos, señor Martín, al final de

cuentas, de alguna manera yo también defiendo los

intereses del Rey de sus súbditos, mismo que vivamos en

este fin de mundo.

En ese momento, al realizar una pausa en sus

religiosas consagraciones exorcistas dirigidas a quienes

pasasen a su frente, el padre Vicente percibió que aquellos

dos hombres mantenían una coloquial conversación

apartados a un lado de la entrada del Cabildo. Sin más

comedimientos buscó acercarse a ellos, para enterarse si

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alguna nueva disposición alteraría lo que ya había sido

combinado.

-¡Buenos días, padre Vicente! -saludó el capitán con

una sonrisa-. Disculpe no haberlo saludado antes, pues no

quise interrumpir sus devotas intenciones. -Agregó

recomponiendo el rostro y dejándolo más solemne.

-Desde ya dese por disculpado, señor Capitán, pues

hoy por la mañana, de diferentes maneras, todos tenemos

nuestros propios compromisos ante Dios y nuestro Rey -le

respondió el clérigo con voz afable.

-Es verdad, Padre, aunque creo que para algunos esa

tarea sea más ardua que para los demás. -Concordó don

Manuel de la Piedra de manera cordial.

-Si no los interrumpo, señores, puedo saber si todo

continúa como combinado -apuntó el cura, dirigiendo su

mirada hacia los dos para ver si descubría en alguno de

ellos alguna confidencia.

-Todo continúan como antes en el cuartel de

Abrantes -le respondió jocosamente el alcalde, mucho más

para despistar los oídos de algún vivaracho que estuviera a

observarlos.

-Si usted no se incomoda, señor Capitán, me gustaría

saber de qué cantidades estamos hablando. Nada más para

estimar el espacio necesario dentro de la bóveda -

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cuchicheó el cura juntando las palmas de la mano como si

estuviese rezando una plegaria al Santísimo.

-Estamos hablando de 104 barras de plata y 36

cajones de plata sellada de a dos mil pesos cajón, padre

Vicente. Aunque no todo se guardara allí. ¿Cree usted que

haya algún inconveniente en lo que planeamos? -preguntó

el alcalde para cerciorarse que todo estaba bien.

-¡Válgame Dios! -Dijo el cura en voz alta- ¡Por la

Virgen Santísima!, -añadió-, si con todo ese dinero se

podría construir un enorme Santuario para Nuestra Señora.

-Ni pensarlo, señor Padre -murmuró el oficial

encarándolo con severidad-, nosotros somos los

guardianes de esos valores, mismo que ellos sirvan para

muchas finalidades que no aquellas que Su Majestad le

dará.

-Quédese tranquilo, hombre de Dios, que mi hablilla

no fue nada más que un pecaminoso acto de mi parte,

como hombre de frágil carne que soy. Le prometo que me

penitenciaré por haber pensado algo así -le expuso el padre

Vicente bajando su mirada al suelo en señal de humildad.

-Por las dudas -anunció el capitán Martín-, les

comunico que he mandado llamar al señor Valentín

Olivares, que como saben, es el Alguacil Mayor de esta

Villa.

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Carretas del Espectro Página 184

Al escuchar el nombre de don Valentín, el alcalde lo

miró extrañado. Era la primera vez que escuchaba entre

ellos mencionar al alguacil y no esperaba que el capitán lo

quisiese incluir en el grupo que estaría al tanto de los

pormenores.

-¿Le parece a usted, señor Capitán, que es menester

circunscribir otras personas para dar cuenta de este

enfadoso encargo? -inquirió el alcalde, buscando entender

que ideas tenía el cauteloso oficial.

-Diría que no. Ya somos suficientes…

-¿Y entonces, por qué? -preguntó el padre Vicente

antes que el oficial completase su esclarecimiento.

-En todo caso, digamos que es mejor así, señores.

Por lo menos don Andrés de Migoya estará mejor vigilado

y menos tentado a cometer un disparate.

-¿Usted se refiere al español? -acotó don Manuel

con cara de espasmo al registrar su protesto-. Pero si ya le

dije que el hombre es de confiar, señor Capitán.

-Qué se yo -señalo éste-, tal vez quiera proteger

mejor lo que nos han confiado, y como no lo conozco y no

sé muy bien aún a que grupo este hombre pertenece, nada

mejor que rodearnos de todas las providencias posibles.

-No hay dudas de que su mente maquiavélica

raciocina diferente que la nuestra, señor Martín -arguyó el

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cura, sopesando la astuta salida del capitán, al pretender

incluir un esbirro que otorgaría más seguridad a lo que se

pretendía.

-¡Sí! Nada de confiarse solamente en las

providencias que nos dará Dios.

Cuando todo estuvo descargado de las carretas y

guardado en una bien custodiada habitación del Cabildo,

don Mateo Delgado se despidió del capitán Martín y de

don Manuel de la Piedra, anunciándoles que luego más se

retiraría a las afueras del pueblo y acamparía en las orillas

del rio para aguar los bueyes y los caballares, además de

permitir el descanso de los agotados peones y carreteros.

En todo caso, si era menester continuar con el trayecto

hacia Córdoba, no era más que avisarlo.

-Todo depende de cómo se precipiten las cosas en la

capital, señor Mateo, pero así que sepa algo, le avisaré de

inmediato.

-Por pura intuición -insinuó el cansado don Mateo-,

nomás le diré que la cosa se pondrá fea por aquellos

pagos.

-¿Tiene usted alguna información que nosotros aun

no disponemos? -quiso saber el exaltado alcalde

allegándose a su lado como garrapato al perro.

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-Nada más que lo que saben ustedes, señores, pero lo

dicho no es nada más que una subjetividad de mi parte en

esos asuntos un tanto ladinos.

-Pero su visión beatífica nos augura lo peor, señor

Mateo -pronunció el cura Vicente mirándolo a los ojos,

mientras buscaba en la mirada de los otros dos hombres

por alguna respuesta sagaz.

-Es que pienso que si no tomamos las debidas

providencias cuando todavía era posible, calculo que ahora

es un poco tarde para que reaccionemos ante esa canalla

británica que nos acecha en nuestras propias orillas. -

Recitó el hombre dando de hombros para quitar

importancia a sus palabras.

-Bueno, no hay que precipitarse y pensar en lo peor.

Lo mejor es mantener el espíritu en alto y tener fe en el

Señor. Quizás cuando nos lleguen nuevas informaciones

sobre el desarrollo de la contienda, todo no pase de un

gran sobresalto. -Enunció el clérigo dando aliento a los

que dudaban.

Cuando la noche del sábado 26 cayó en la Villa,

todos los vecinos ya se habían recogido a sus casas para

rezar el rosario y pedir unidos en familia por el buen

término de la disputa que se entablaba en la capital, y para

que ella no los alcanzase allí, en ese desolado paraje.

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Por alguna que otra ventana, desde sus postigos se

escapaban hilos de luz que se había fugado de algún

candil. Vez que otra se escuchaba el ladrido de algún perro

haciendo frente a la sospechosa oscuridad de la noche.

Desde lo lejos, a veces se oía el relincho de un caballo

mañoso y asustado por causa de algún movimiento en la

lobreguez de la noche. Y salvo el crepitar de la leña del

brasero que la tropa había encendido para asar la carne con

que saciarían su hambre, enfrente al Cabildo y a la iglesia

todo estaba quieto.

-Los hombres ya están prontos, señor Capitán -

anunció un teniente de voz ronca.

-Entonces comencemos lo cuanto antes. Pero antes

hágame otro favor, vaya a buscar al señor Cura, y dígale

que se prepare.

Poco después el capitán Martín partió al encuentro

del soliviantado alcalde para concretar el inicio del

traspaso de los caudales que ellos guardarían en el

subterráneo de la iglesia.

-Ya vamos comenzar, don Manuel. -le anunció con

voz firme-. Usted se queda aquí y anota con precisión cada

bulto que salga de esta habitación.

-¿Y los demás? -preguntó el hombre, mismo no

haciendo sentido lo que decía.

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¿El dinero? -respondió el oficial con otra pregunta.

-¡No! Pregunto por los otros, por aquellos que….

-Yo estaré allí afuera, con el resto de la tropa y en

prontitud -se anticipó a responder el capitán-. El padre

Vicente y don Andrés, se quedarán en la bóveda de la

iglesia, mientras que don Valentín permanecerá en la

sacristía volviendo a anotar cada volumen que allí ingresa.

-Me parece correcto, así no corremos riego alguno -

confirmó don Manuel, ya más tranquilo.

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13

La llegada del soldado que portaba un nuevo correo

los sorprendió cuando ya era noche adentro, luego después

que ellos habían terminado de separar y guardar los

valores, y los mayorales se encontraban reunidos frente al

calor de la estufa de la casa de don Manuel, charlando

conjeturas mientras tomaban vino y licor para alegrar el

espíritu.

-¿Qué noticias nos trae? -sondeó el frenético alcalde,

así que el capitán levantaba los ojos de la nota que el

prestadizo soldado le había entregado, el cual mientras la

leía, se le había ido crispando el rostro al sabor de lo que

contenía la misiva.

El soldado, que hasta ese momento se mantenía

inmóvil, de pie, a sólo dos pasos de la puerta, dejó pasear

su mirada por aquel insólito grupo compuesto por el

alcalde, el cura Vicente, el alguacil, el colono de cara

redonda, Andrés de Migoya, y el delgado capitán Martín.

Pero lo que a él más le llamó la atención, fueron las

manchas de polvo y barro que había en el ruedo de la

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sotana del padre, llevándolo a pensar que eso era algo

infrecuente cuando se trataba de una tertulia en la casa de

algún noble patricio. Y en esas especulaciones estaba

perdido el hombre, que no alcanzó a escuchar la pregunta

realizada por don Manuel.

-¿Noticias graves, señor Capitán?

-¡Señores! -anunció reciamente el capitán Martín

haciendo con que su voz se tornase estridente en la sala-.

Con grande pesar, debo comunicarles que nuestras fuerzas

no fueron competentes lo suficiente para detener al invasor

inglés, y a estas horas sus huestes ya deben haber

traspasado fácilmente el Riachuelo -esclareció a seguir el

oficial con un acento de congoja en la pronunciación.

-¿Pero, cómo? ¿No lograron detenerlos en el puente

de Gálvez? -indagó el alguacil, a quien se le instaló una

mueca de espasmo en el rostro cuando hizo la pregunta.

-Dicen que el puente fue quemado -aclaró el

consternado capitán-, y que los ingleses llegaron tarde

para impedir su destrucción, aunque cuando estos

alcanzaron la pasarela fueron recibidos por el fuego de

artillería de nuestros defensores que, en ese momento,

estaban apostados en la otra orilla del Riachuelo.

-¡Que tragedia! ¿Quién los comandaba? -quiso saber

el cura, también con el rostro afligido.

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-¿A los Ingleses? -le respondió el capitán con otra

pregunta, mientras la hoja de la misiva le temblaba al estar

presa reciamente en la mano derecha.

-Por supuesto que no. Me refiero a los nuestros -

aclaró el padre Vicente.

-Pues le diré, que por lo que mencionan, era don

Miguel de Azcuénaga y el coronel de ingenieros Eustaquio

Giannini a quienes se les había establecido la obligación

de conducir la fuerza de infantería, mientras que nuestra

artillería estaba al mando del sexagenario Antonio

Olondriz.

-¡Joder! -protestó español Andrés de Migoya en un

arrebato de ira, mientras el rostro se le encarnecía.

-Disculpe, padre Vicente. No pude contener mis

ínfulas ibéricas -se justificó a seguir, más ruborizado que

antes.

-No se preocupe, ciertamente el Señor, con su

bondad Divina sabrá comprender los motivos de su ira,

señor Andrés -le respondió cortésmente el clérigo.

-Pero cuéntenos, Capitán, ¿qué es lo que ha pasado?

-insistió el preocupado alcalde.

-¡Un desastre, don Manuel! ¡Un desastre!

-¿Cómo que un desastre? -indagó el alcalde.

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-Pues me comunican que el señor coronel José Pérez

Brito iría a reunirse hoy a las 7 de la tarde, hecho que a

estas horas ya debe haberse cumplido, con algunos jefes

militares, cabildantes e integrantes de la Real Audiencia,

para entonces comunicarles oficialmente que el señor

Sobremonte les participa su intención de retirarse al

interior, para el caso que los enemigos forzasen el paso del

Riachuelo; no sólo eso, sino que le habría confiado al

coronel el mando militar de la plaza, ordenándole “la

defensa del Fuerte sin reparar en los perjuicios que

pudiese ocasionar en la ciudad y sus edificios”.

-¡Una catástrofe, señores! -pronunció entonces el

alguacil-. Pues la decisión de este hombre me hace parecer

que la suerte de la ciudad está echada.

-¿Y ahora, qué? -insistió el cura, sin llegar a

comprender muy bien la extensión de lo sucedido.

-Nuestro Virrey -comenzó a relatar el capitán,

realzando la voz para dar más afectación a lo que debía

contar-, logró reunir cerca de 3 mil hombres con los que

marchó a Barracas, con la supuesta intención de enfrentar

allí a los ingleses. Y afirman que se ubicó en la

Convalescencia para observar el movimiento inglés, y que

llegó a constituir su cuartel general en la quinta del

sevillano don Antonio Dorna, en Barracas, ordenando

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movimientos para una tropa que ya estaba fatigada por el

encuentro con los ingleses en Quilmes.

-¡Joder! No hizo nada más que movimientos

estratégicos tardíos e inconsecuentes -protestó el español

con el puño cerrado.

-Además, señores, nuestro Virrey ubicó a un millar de

los “urbanos” en el edificio de Marcó, al pie de la barranca

y dejando el Parque Lezama a sus espaldas -continuó

relatando el afectado oficial.

-¿Y en qué resultó? -indagó el alguacil con el rostro

duro.

-Otro grupo, los oficiales y soldados del “Fijo”,

reforzado con voluntarios, ocuparon la ribera interna del

Puente Gálvez, con la orden de quemarlo en cuanto se

acercara el enemigo, cosa que se hizo alrededor de las 4 y

media de la tarde.

-¿Entonces, quiere usted decirme que fuimos

nosotros los culpados? -manifestó el cada vez más

indignado Andrés de Migoya.

-Sí, sobre este hecho no hay duda alguna, -tuvo que

concordar el capitán Martín-, pero lo han hecho con tanta

desorganización que, en la otra orilla, dejaron en pie

algunas casas, tras las cuales se guarecieron los invasores

ingleses y hasta desampararon allí varias lanchas y botes

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que sin duda les serán a ellos de mucha valía para cruzar

más tarde el río, si es que ya no lo hicieron.

-Mucho me temo -pronunció el cura, persignándose-

, es que todo se torne incontrolable y esos canallas herejes

de los británicos destruyan nuestra capital, y luego todo el

país.

-¡Calma! No nos precipitemos lanzando augurios

fementidos, señor Padre. En algún punto del territorio,

ciertamente nuestras fuerzas y la unión de los vecinos nos

tornará capaces de poner freno a ese caballo desbocado. -

Declamó el alguacil, depositando la mano derecha sobre la

culata del revólver que llevaba colocado ostensivamente

en la cintura.

-¿Por acaso, señor Martín, se menciona algo en la

misiva sobre las disposiciones del señor Virrey, con

respecto a mudarse para nuestra Villa?

-¡No!, no comentan nada -afirmó el capitán Martín,

frunciendo la boca en un gesto molesto.

-Pienso que todo dependerá de cómo se salga

nuestro señor Virrey en Barracas. -comentó un absorto

alcalde que, con la mano en la barbilla, no paraba de

caminar nervioso por el recinto.

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-No en tanto, yo pienso que si la mala suerte sigue

acompañando al Marqués, en dos o tres días también lo

tendremos por aquí. -Conjeturó el meditabundo alguacil.

-Para mí, el Marqués de Sobremonte no tiene mala

suerte ni lo acompaña la fatalidad, pues él me resulta muy

protocolar, culón, lampiño y pelucón -protestó don

Andrés, haciendo resaltar más de lo normal en sus

palabras el típico acento ibérico.

-¿Quién sabe, si en lugar de mencionar escarnios tan

sólo movidos por la exaltación de nuestros sentimientos

exasperados, nos unimos todos para orar y suplicar por el

alma de todos aquellos que han donado valientemente sus

vidas para defender los territorios y las poses se Su

Majestad? -Profirió el cura Vicente, repasando la mirada

por los rostros de sus compañeros.

Mientras aquellos cinco hombres se explayaban en

ese parloteo sin ton ni son y dominados por el

enardecimiento, el soldado que había traído la misiva

permanecía en pie junto a la puerta, de tal modo que a él le

daba la impresión de que allí nadie se había molestado en

llevar su presencia en consideración. Fue cuando el

individuo halló por bien carraspear para llamar la atención

de ellos.

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-¿Qué hace usted aquí, señor infante? -le preguntó el

capitán, al sorprenderse por la presencia del mismo.

No en tanto, el cura Vicente llegó a pensar que

aquella postura tiesa del hombre, más se asemejaba a una

fría estatua de sal, como le había ocurrido a la esposa de

Lot cuando se volteó a ver cómo era destruida Sodoma.

Enseguida se persignó.

-Aguardo su determinación, Señor -le expuso el

cansado soldado.

-Está dispensado. Vaya a descansar. Si por acaso

luego necesito de sus servicios, se lo haré saber -concluyó

el superior, haciendo un ademán para que se retirara de la

habitación.

-Creo que nosotros también deberíamos descansar

un poco, pues tengo certeza que mañana tendremos

muchas novedades con lo qué ocuparnos -propuso el

demacrado alcalde, después de mirar las agujas del reloj

de pared.

Sin embargo, el cura alzó su vista y la clavó en aquel

extraño crucifijo mientras enmendaba una plegaria

silenciosa.

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14

No obstante, se sabe que durante la noche del sábado

26 los ingleses no intentaron realizar el cruce del río, dado

lo avanzado de la noche. Pero durante toda la madrugada

ellos tuvieron que soportar los disparos realizados desde

los dos cañones que los defensores habían acercado hasta

la orilla del río.

El propio virrey Sobremonte constituyó su cuartel

general en la quinta de su compatriota sevillano Antonio

Dorna, en Barracas, donde pasó la noche del 26

reflexionando sobre cuál debería su siguiente paso.

Y así amaneció el domingo, de un lado, los 1600

ingleses esperando por las luces del alba para forzar el

cruce del Riachuelo; mientras del otro, los 500 defensores

de la ciudad, mal armados, todos mojados, esperaban

guarecidos como podían tras unos cercos de tunas.

Pero luego que el capitán Kennet cumpliera la tarea

de reconocimiento que fuera ordenada por Béresford, y

como tal vez para ellos, los ingleses invasores, la situación

y circunstancias no podían admitir la menor demora, su

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comandante mandó acercar 11 piezas de batería cerca de la

orilla, haciéndola escoltar por la compañía de Cazadores

del 71, con la infantería detrás, que quedó puesta a

cubierto en las casas que no se habían destruido durante la

quema apresurada del puente.

El intercambio del fuego fue nutrido de ambos lados,

pero un grupo de marineros ingleses logró cruzar a nado el

río, bien en medio del fuego cruzado, y logró volver con

botes y lanchas. Los primeros fueron usados para el paso

de la infantería, mientras que los segundos para,

amarrados unos a los otros, armar un puente provisorio

que permitiera el paso de la artillería y de los caballos.

Cuando los primeros botes ingleses llegaron a la otra

orilla, las fuerzas defensoras de la ciudad se desbandaron,

dejando la ciudad a merced de las fuerzas invasoras.

En ese momento, la defensa de la ciudad presentó

notorios errores tácticos que ya han sido comentados

anteriormente, así como los comandantes se dieron el lujo

de desoír otras ideas, como la de atacar al ejército inglés

por la retaguardia, así que estos lograsen franquear el río,

una solicitud que fue realizada por 500 marinos mercantes

que requirieron el préstamo de fusiles para llevar adelante

la acción.

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Carretas del Espectro Página 199

Luego después de haberse establecido el recio

combate, el virrey Sobremonte marchó con unos 600

hombres, la misma tropa de caballería que había

pernoctado con él en Barracas, además de la unión de

otros vecinos voluntarios que habían venido desde Olivos,

San Isidro y las Conchas, y juntos tomaron rumbo al oeste.

Muchos de los que hacían parte de su escolta

presumieron al inicio que, con ese movimiento táctico, el

virrey intentaría atacar a los ingleses por la retaguardia,

cruzando el Riachuelo por el Paso de Burgos, mientras las

fuerzas defensoras se ocupaban de cerrar el avance inglés

por el Paso de Gálvez.

Mero engaño, pues cuando Sobremonte pudo ver

desde la Convalescencia que las fuerzas defensoras

retrocedían sin demoras ante el agresivo avance inglés,

enseguida dio orden para que todo el grupo virase hacia el

oeste. Pero al llegar a la calle de las Torres (actual

Rivadavia), algo lo hizo mudar de opinión y abandonó la

ciudad atravesando a galope los corrales de Miserere,

junto a sus jefes militares.

La caravana llegó a la chacra de Monte Castro

cuando era casi medio día. Era una amplia propiedad

cubierta de sauces, ombúes y durazneros, donde

Sobremonte almorzó junto a su querida Juana María de

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Larrazábal y la Quintana, la hermosa esposa porteña con

quien había tenido doce hijos y, mismo así, aun

exteriorizaba un aspecto jovial dentro de sus 43años.

Todos allí lo aguardaban ansiosos para saber los

pormenores de los acontecimientos y poder entonces

enterarse del incierto futuro que los aguardaba. Allí

estaban reunidos desde el mayor de sus hijos, Rafael de

casi 23 años, hasta el menor de todos, José María Agustín,

con tan sólo 6 años recién cumplidos, además de los

amigos y los lameculos de siempre que se ocupan de

merodear toda corte.

-Mi querida Juana, -le dijo su marido cuando estaban

solos en su dormitorio-, tened todas las cosas prontas, pues

dependiendo de las noticias que me traigan esta tarde,

partiremos lo cuanto antes para Córdoba.

-¿Y nuestros hijos, qué será de ellos? -le preguntó

ella con pequeñas lágrimas en los ojos.

-Por supuesto que vendrán con nosotros, mi amada

Juana. He ordenado para que preparen cuatro galeras, a fin

de que ellos viajen confortables junto a nosotros.

-¡Ay!... -suspiro ella entre sollozos, llevándose

enseguida un pañuelo a los ojos para enjuagar un par de

gotas de lágrima que pretendían escaparse por ellos.

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Carretas del Espectro Página 201

-No te preocupes, amada mía -le dijo su marido con

un tono consolador-. Nosotros estaremos muy bien

escoltados por nuestra guardia cordobesa, además de

contar con la protección que nos ofrecen estos rudos

soldados de aquí y toda la comitiva que nos acompañará -

manifestó el virrey de forma cordial manteniendo la voz

tranquilizadora, a la vez que le tomaba sus manos entre las

suyas para reconfortarla.

-Si no es por eso que lloro, mi amado marido. -

Acotó Juana entre gimoteos-. Más bien, pienso en lo que

dejaremos para atrás y lo que será de los pretendientes de

nuestras hijas. -pronunció en entrecortados suspiros.

-No te preocupes con tantas puerilidades, querida

mía, que cuando establezca nuevamente la corte en

Córdoba, no escatimaré esfuerzos para reunir una fuerza

de voluntarios para intentar la reconquista de la capital.

A la hora del té, Sobremonte se reunió con parte del

séquito de comparsas que le acompañaban, para discutir y

barajar con ellos las posibles alternativas. Fue cuando por

fin creyó que en ese momento, lo mejor era nombrar a su

tío político, el brigadier José Ignacio de la Quintana, como

Jefe Militar de la Ciudad, dándole órdenes expresas de

defenderla, pero no sin dejar de recalcarle que, si la suerte

le fuera adversa y Dios no lo asistiese como era de esperar,

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que entonces buscase negociar con el enemigo una

capitulación honrosa.

En esas estaba el virrey cuando de repente le piden

audiencia y hacen entrar en la sala al cabo Guanes que

venía acompañado de varios oficiales.

-¿Quién dijo que era usted, Señor? -le pregunta el

sorprendido virrey.

-Cabo Bernardo Guanes, su Excelencia, para lo que

usted guste mandar. -Enunció el hombre con aquel tipo de

pronunciación que es muy peculiar entre los paisanos

crecidos en los pampas, y a su vez sonando chusca al ser

comparada con la de los engominados que estaban en la

habitación.

-Pues entonces diga de una vez a qué ha venido -le

reprochó el nervioso virrey ante el silencio y la admiración

de quien lo cortejaba en la sala.

-Me habían dicho que estaba descansando, pero veo

con orgullo que no es cierto, su Excelencia. -anunció el

cabo.

-Pues, ya ve que no. Así que me abrevie de

hipocresías desnecesarias.

En ese momento, los asombrados componentes de la

comitiva se entregaron a cuchichear sobre las posibles

ocurrencias que estarían aconteciendo en el campo de la

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contienda, llegando a sospechar que los apóstatas

británicos se les venían encima.

-Yo le traigo una partida de gentes -anunció el cabo

con voz sonante-, y es para plantarles lucha a esos

bandidos; pues se dice que una tropa inglesa salió para

acá. Para eso, yo aporto dos cañones, tres carretas de

munición y siete artilleros… ¡Estoy a sus órdenes, patrón!

Sobremonte lo miró de soslayo por escasos segundo

y, en silencio, recorrió la mirada de los presente en la

tertulia, como si estuviese esperando que ellos le

confirmasen lo que él iría a responder. Nadie dijo nada.

-Pues le diré, señor Cabo, que ya puede usted

llevarse todo, porque aquí no hace falta -anunció el virrey

de forma prepotente.

Guanes le responde atónito: -Perdone, su

Excelencia, pero aquí estamos para lo…

-¿Ya escuchó al Marqués, paisano? -le gritó el

exaltado brigadier José Ignacio.

-El Virrey ha de partir de inmediato, y lo que precisa

no son más carretas, sino más prisa… -continuó a

explicarle cuando se vio obstaculizado por el rampante del

virrey.

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-Está dispensado, Cabo -le interrumpe el virrey

moviendo la mano en abanico para indicarle que se retirara

de inmediato.

De pronto el cabo Guanes se encuadra juntando los

pies y haciendo sonar fuertemente los talones,

respondiéndole en voz alta:

-Pues, Señor, si usted dispensa brazos y municiones

estando con el enemigo al frente, será porque estamos

perdidos… -lo increpa- …o porque recula y nos vende a

todos.

-¿Recula? ¡¿Recula y nos vende?! -le gritó el virrey,

con el rostro tomado por la ira y con los labios tremiendo.

Pero justo en ese momento Sobremonte retrocede

algunos pasos y se cae al piso, mientras continúa a

vociferar a todo pulmón y con el rostro enrojecido,

concreta:

-¡Tírenle, maldito, mátenlo!

-¡Que lo hagan! -le retrocó el cabo sacando pecho-.

Yo soy de aquellos que prefiere morir de un tiro que

escondido en el monte…

En ese instante, un oportuno oficial que había venido

con la comitiva, desenvaina rápidamente su sable y lo

apoya sobre el sombrero del cabo Guanes, pero realizando

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Carretas del Espectro Página 205

el mandoble sin darle el golpe, mientras le dice en voz

baja:

-Cállese, paisanito, que esto ya no tiene remedio…

-¡Amárrenlo! ¡Amárrenlo! -continua a gritar el

virrey desde su ingrata posición.

Cuando fue agarrado con cierta violencia, finalmente

el hombre es detenido por orden del virrey, mientras éste

es auxiliado por sus secuaces a levantarse y componer la

ropa.

-Se lo ha ganado. ¡Que lo estaqueen! -ordena el

brigadier José Ignacio de la Quintana cuando ya se están

llevando al cabo de la habitación.

-¡No! ¡Que lo fusilen! -Vocifera el Marqués de

Sobremonte queriendo hacer valer las prerrogativas de su

cargo.

-No importa, mi Señor. El hombre morirá de todos

modos, bajo la lluvia y la helada -concreta su tío político

de manera apaciguadora.

-Pienso que ahora será mejor que usted se prepare

para partir, mientras yo me voy al Fuerte. -Le avisó el

brigadier, dando a entender que la reunión estaba

liquidada.

Todos salen de la sala, menos Sobremonte, que

recomienza a pasearse por la habitación con las manos

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Carretas del Espectro Página 206

sujetas atrás de la espalda, poniéndose a meditar sobre los

pasos a tomar. De repente, la puerta se abre de vez y nota

la agitada llegada de su esposa.

-¿Qué os ha pasado, esposo mío? -dijo ella con las

manos aun sujetando un poco en alto el revoloteo del

vestido, como intentando de que el ruedo no le

imposibilitase dar los largos pasos con que debió dirigirse

a la habitación.

El hombre la miro con cara de espanto, como si

viese en su mujer la aproximación de Satanás. Quiso

balbucear alguna cosa, pero las palabras se negaron a salir

de su boca. La indignación causada por el malcriado cabo

aun persistía, y era claro que aquella actitud había hecho

mella en su ánimo.

-¿Estás herido, Rafael? Me han dicho que estabas en

el suelo… ¿Qué ha sucedido? ¡Pensé que los ingleses ya

estaban en nuestra puerta! -exclamó la mujer de manera

frenética y con los ojos enrojecidos por causa del llanto.

-No ha sido nada, mi querida Juana. Tastabillé y caí

al suelo. Pero estoy bien, no te preocupes.

-¿Y esos gritos, qué fueron? -Indagó la enternecida

esposa, sujetándole el brazo en una evidente muestra de

que buscaba en su esposo la manera de aplacar el miedo

que sentía.

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Carretas del Espectro Página 207

-Pues ya ves, te digo que no ha sido nada, mi linda

Juana. Fue sólo un desentendido con uno de los paisanos

que quiso faltarme con el respeto, y me vi obligado a

ponerlo en su lugar.

-¡Ay! -suspiró ella- ¿Cuándo será que tendremos paz

otra vez? -agregó ahogando su lamento con un lloriqueo.

-Será cuando lleguemos a Córdoba. Te lo aseguro,

Juana de mi alma -manifestó el marido con voz calma,

mientras le tomaba las manos entre las suyas.

-Te pido ahora que te cerciores lo cuanto antes de

que todo esté pronto, pues al alba partiremos, mi querida -

concluyó, dándole un beso en la mejilla.

-¿Es verdad lo que me dices, Rafael? -pronunció la

esposa imprimiendo una leve sonrisa en sus labios.

-¡Sí! Estoy determinado a partir, Juana. Ya tomé las

precauciones necesarias y he dejado a de la Quintana

como jefe militar de la ciudad.

-Entonces vamos, pero antes necesitas descansar un

poco, mi querido Rafael. El viaje nos será largo y fatigoso

con este tiempo horrible -señaló ella, al tomarlo de la

mano retirándose juntos del salón.

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Carretas del Espectro Página 208

15

Una copiosa e inclemente lluvia se había

descortinado durante toda la madrugada, pero mismo así,

al clarear el día 28 la caravana ya estaba formada y a

camino, lo que hacía que los caballos, burros y bueyes

hundiesen sus patas sin compasión en el barro de aquella

vía rumbo a Luján. Al hacerlo, las ruedas de las carretas

iban dejando profundos surcos que el agua pronto se

ocupaba de llenar.

Buenos Aires había quedado para atrás, así como las

tierras de Monte Castro, ya que, en la cabeza del Marqués,

esa ciudad representaba poco y nada para la economía

virreinal de aquella época; por tanto, Sobremonte se

disponía en el momento a consolidar y apuntalar su

posición militar desde Córdoba, donde una vez allí podría

reunir las tan anheladas fuerzas necesarias para gestionar

una nueva lucha por la reconquista; esa vez sobre bases

militarmente más sólidas, se había dicho en cierto

momento, pero eso debía ser realizado antes de que a los

invasores les llegasen nuevos refuerzos desde Inglaterra.

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Carretas del Espectro Página 209

Fue así que, colocándose al frente de una columna

de más de 2.000 hombres, entre ellos soldados, hidalgos,

patricios, vecinos, paisanos, sirvientes, pajes y todo aquel

arquetipo de gente disímil que hace agigantar una

multitud, el virrey emprendió su melancólico traslado

hacia la Villa de Luján primero, pues era allí que se

encontraba guardado el tesoro real hasta su llegada.

Sin embargo, una vez tomada oficialmente la ciudad

de Buenos Aires por el jefe inglés, los comerciantes

locales no perdieron tiempo en ofrecerle los caudales

públicos a cambio de que éste hiciese la devolución de los

barcos y lanchas que les habían tomado, así como

entregarle también los capitales privados que se había

llevado Sobremonte.

Todo se principió luego después que el general

Béresford se había instalado en la fortaleza, cuando

entonces comenzaron a acudir al fuerte las más diferentes

corporaciones.

Haciendo cabeza de ellas concurrió el obispo y su

clero, a la vez que le ofrecieron su valioso concurso

“moral” los prelados y priores del convento. Luego le

siguieron y juramentaron diversos oficiales y empleados

gubernamentales que se dispusieron a prestarle el

respetuoso homenaje, de tal forma, que pronto se

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volvieron a abastecer los corrales y los mercados, se

abrieron las tiendas y las pulperías, como que, por circular

en manos inglesas, no perdían los pesos y doblones su

conocida efigie española.

Vale resaltar que un poco antes de concurrir al

fuerte, el obispo Benito de Lué y Riega, el fray Francisco

Tomás Chambo, además de otros curas y prelados, se

hallaban reunidos alrededor de un candente brasero,

confabulando y buscando esquivar el frio. Pero aquel

cenáculo no ocurría en la catedral, y sí en la casona de un

destacado importador de sotanas.

-¡Hijos!, -pronunció de pronto el obispo en aquella

inusitada reunión, mientras el fray Tomás se masajeaba los

pies-, debemos tomar, con la ayuda de Dios, decisiones

urgentes.

-Es verdad, señor Obispo -concuerda el fray-.

Nuestra ciudad de Santa María de los Buenos Aires acaba

de ser invadida por protestantes, que, sin considerar aquí

otros males, su sola presencia es una ofensa a la Virgen

Santísima.

-También he de recordarles que estos infieles

siempre tuvieron el alma habitada por el demonio y,

después de los judíos, constituyen la raza más codiciosa de

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la tierra. -Agregó el fray Tomás mientras continuaba

frotándose los pies helados.

-Digamos pues, que desviados, alejados de Roma, y

ahora aquí, los vemos izando sus banderas y pregonando

sus beneficios comerciales -concluyó el obispo con voz

harmoniosa, así como si estuviese recitando un Salmo.

-Con todo respeto, señor Obispo, -interrumpió el

fray Tomás-, pero creo que con su sermón nos toma usted

para el pedorreo.

En ese momento, la fisonomía de los curas se puso

tiesa ante las inconvenientes palabras mencionadas por el

fray Tomás, pero notaron que el obispo, en lugar de

enojarse, se sonreía.

-Todos aquí sabemos que estos ingleses son infieles

y endiablados -añadió el fray-. Pero también es cierto, su

Excelencia, que debemos tener en cuenta que estos infieles

han vencido, que ocupan hoy el Fuerte, y que nuestro muy

católico Virrey Sobremonte halló mejor huir para salvar el

pellejo; pero aquí estamos nosotros, los sacerdotes de la Fe

de Roma, sin armas y a su merced.

-Eso también es verdad, hijo mío. ¿Por acaso tiene

alguna sugerencia… directa y práctica, Fray Tomás? -le

preguntó el obispo refregándose las manos entumecidas

por el frío.

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-¡Por favor, su Excelencia! La cosa es más que

evidente. -acota el fraile con el rostro ceñido- ¿O acaso

olvidamos que la religión nos prohíbe a nosotros,

humildes pastores, maquinar contra las potencias

seculares…?

-¡Sí! Ante todo, estuve meditando que es necesario y

urgente dejar en claro esta cuestión ante el Comandante

Béresford, que por lo demás, es todo un caballero… -se

justificó el obispo.

Frente a tal disertación compasiva, los curas callaron

piadosos. Entonces el fray Tomás se levanta, fastidiado,

busca un documento que había dejado guardado dentro de

su breviario, y regresa a sentarse y refregarse sus pies.

-Curas, curas teníamos que ser… -protesta el fraile

una vez acomodado en su silla-. Si me permiten, desde

hace unos días he estado tomando nota de mis plegarias.

Veamos si la Gracia ha querido iluminarme…

-¿Pretende leerlas? -le pregunta el demacrado obispo

sin mover un músculo del rostro. Al final de cuentas, si en

su ascenso hubo algo de nepotismo, eso no significó que él

no fuera el mejor hombre para el puesto. Era

excepcionalmente inteligente, de gran integridad,

ocurrente, magnánimo y agudamente consciente del

absurdo de los hechos y la gente que lo rodeaba. A la vez,

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estaba profundamente convencido de que, como principal

vicario de Cristo en Santa María de los Buenos Aires,

tenía autoridad sobre todo el mundo por debajo de Dios

pero por encima del hombre. Alguien que juzga a todos y

que no es juzgado por nadie.

-Si usted me permite, sí, mi Excelencia -expresó el

fraile apartándolo de sus reflexiones.

Los demás prelados allí reunidos no entendían, o no

hacían cuestión de entender lo que allí ocurría. Prefirieron

todos permanecer en silencio.

Pero tras obtener el consentimiento que le fuera

otorgado por el nuncio con aquel movimiento universal de

cabeza que significa aprobación, la voz del fray Tomás

comenzó a resonar cadenciosa en la cálida habitación:

“Excelentísimo Señor: -les comenzó diciendo-.

Venimos en nombre de los cuerpos que representamos y

en cumplimiento de las capitulaciones celebradas, a dar a

Vuestra Excelencia la debida obediencia y las gracias

afectuosas por la humanidad con que nos han tratado; y

aunque la pérdida del gobierno en que se ha formado un

pueblo suele ser una de sus mayores desgracias, también

ha sido muchas veces el principio de su gloria…”

-¿Qué les parece hasta aquí? -les preguntó el fraile

Tomás al levantar los ojos del papel.

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Finalizada la pregunta, se escuchó un leve murmurio

tomar cuenta de la sala, y el hombre se entretuvo en

observar los gestos de aprobación que le fueron dados por

todos. Entonces, fray Tomás, de pie, retoma la lectura:

-…“Confiamos en que la suavidad del gobierno

inglés nos consolará del que hemos perdido, pues aun

cuando nosotros y Vuestra Excelencia podamos profesar

distinta religión, convenimos todos en que hay un Dios

que premia a los buenos y castiga a los pérfidos…”

-Justísimas palabras, fray Tomás -manifestó el

obispo, dando leves golpecitos de aplauso con las palmas

de la mano, pero más bien era un gesto realizado para

apartar el frío que sentía. Entonces agregó de forma

cordial:

-Y ahora, ¿qué les parece si tomamos un té?

El revoloteo de sotanas que se siguió a la propuesta

del obispo, significaba que todo el grupo concordaba con

la sugestión, y el fray Tomás no tuvo más remedio que

suspender su lectura. Entonces, éste se separa del grupo,

que sigue charlando y bebiendo té. Minutos después, el

obispo le ordena que se junte con los demás y continúe

con su lectura.

-“…La fidelidad a este principio divino, -les

comenzó a decir-, ornamento principal de la Nación

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Inglesa, nos inspira confianza en que Vuestra Excelencia

observará cuanto nos ha concedido generosamente. Y

podéis confiar en que no faltaremos en nada a lo

prometido, y que nuestra conducta y persuasión servirán

de ejemplo y de estímulo a todos los demás”.

A su última palabra le siguió un silencio general, y

repasando la mirada entre los asistentes, anunció con voz

tierna:

-Y así concluimos, señores. ¿Están ustedes de

acuerdo? -finalizó, esperando ahora por comentarios que

no vinieron.

-En todo caso, -advirtió el obispo-, hay que ver lo

que es mejor, si entregarla personalmente, o enviársela por

anticipado por manos de un mensajero.

-Soy de la opinión de que es mejor llevarla

personalmente, y discutir luego con el Comandante

Béresford cualquier punto que sea necesario -puntualizó el

fray Tomás, ya contando con la anuencia de todos.

En todo caso, esa misma tarde del lunes 28 de junio,

una vez que el enemigo ya se encontraba en el poder, su

comandante, el general Béresford, halló por bien

demandar al brigadier de la Quintana y sus oficiales por la

inmediata entrega de los caudales del Estado, además de

hacer incluir en su petición todos los fondos públicos que

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estuvieran en Buenos Aires el día 25, advirtiéndolo que de

no siendo atendido prontamente su reclamo, haría saber a

todos los comerciantes porteños que retendría las

embarcaciones de cabotaje capturadas y les impondría

pesadas contribuciones.

De tal modo que, poco antes de redactar el primer

bando del nuevo gobierno, Béresford pregunta

nuevamente a los cabildantes dónde estaban los caudales

del tesoro real, y porque estos no habían sido entregados

hasta ese momento.

Los cabildantes pretendieron argumentar que esos

caudales habían salido de la ciudad, la noche del 25 de

junio, por orden expresa del Virrey, y que por lo tanto

estos no quedaban comprendidos en las capitulaciones

propuestas por Buenos Aires y aprobadas bajo palabra por

el propio Béresford.

-¿Capitulaciones? -el comandante pronunció de

manera colérica-. Es verdad que el gobernador me remitió

un papel, pero también lo es que yo no lo tomé en cuenta.

Y si entramos en la ciudad, no fue por virtud de ese papel,

sino por no haber hallado oposición -argumentó Béresford.

-Entonces, su actitud nos lleva a creer que ha habido

poca formalidad de su parte, al negarse Vuestra Excelencia

a firmar dicho documento antes de que sus tropas entrasen

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a la ciudad. -Los cabildantes le contestaron de inmediato

con entonación socarrona, haciendo notar la natural y

característica viveza criolla.

-No se olviden, nobles Señores, que cuando yo

intimé al gobernador para que hiciese entrega de la plaza,

le ofrecí respetar la religión, las personas y las

propiedades; y lo he cumplido, así como también le exigí

el tesoro real. -Pronunció Béresford levantando la voz en

demasía, mientras lanzaba en sus palabras una velada

amenaza a la ciudad.

No bien acababa de pronunciar su ultimátum, en ese

preciso momento llega uno de sus edecanes y le informa

que había llegado al fuerte el brigadier de la Quintana,

quien volvía para hacerle una visita de cortesía. Béresford

le indica que lo dejen entrar y lo recibe sumamente

enojado, no perdiendo oportunidad para recriminándole la

falta de cumplimiento en la entrega de caudales. De la

Quintana entonces le contesta:

-¿Pues qué quiere usted, Vuestra Excelencia? ¿Qué

nosotros tengamos que ponernos a pelear entre hermanos

por los caudales que ahora se reclaman?

-Por si no fui claro antes, le reitero por última vez,

señor brigadier de la Quintana, que quiero ya los caudales

reales -vociferó el hombre, visiblemente fuera de sí.

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-Entonces -argumentó el brigadier-, creo que no me

queda más recurso que escribirle al señor Virrey para

reclamar por los caudales -pronunció el hombre haciendo

un displicente movimiento de hombros.

Un profundo silencio tomó cuenta de la habitación,

mientras los dos hombres mantenían las miradas

desafiantes clavadas en los ojos de uno y otro.

-Pues bien, que sea éste el momento -concordó

finalmente Béresford el brazo a torcer.

Como no había tiempo para andarse con más

demoras, el brigadier de la Quintana decide escribir la

lacónica carta a Sobremonte, poniéndolo al tanto del

requerimiento de Béresford, mientras agrega en su última

estrofa:

-…esta ciudad se ve al mismo tiempo reconvenida

por lo mismo y con el sentimiento de que, por defecto de

esos caudales, pueda variar el general de los sentimientos

de humanidad y protección que le ha asegurado.

Sin más vacilación, establece entonces que el propio

inspector Arce sea el responsable de llevar en manos el

referido mensaje, no sin antes avisarlo que esperaba por la

respuesta ese mismo día.

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-Imposible, Señor. -alega el oficial abriendo sus ojos

en demasía-. A estas horas la comitiva ya debe estar en la

Villa de Luján…

-Ni que la vaca tosa, señor Arce -le gritó el brigadier

con severidad-. Estoy seguro que saliendo ya, usted

encontrará el cortejo aun en medio del camino. Por tanto,

le recomiendo que tome todo cuidado para que esta vez las

cosas le salgan bien, ¿comprendió, señor Arce?

El inspector, afligido, se retiró para reunir una

escolta de pocos hombres y luego se lanzó a toda carrera

por los campos encharcados. Una lluvia fina y un viento

ladino le ofuscaban la vista y le ocultaban el sendero.

A la mañana siguiente los hombres retornaron al

fuerte cansados, por causa una larga noche de cabalgada, a

la vez que portaban la respuesta del testarudo de

Sobremonte.

Cuando el brigadier de la Quintana recibe la

correspondencia de manos de Arce, rompe el lacre y se

pone a leerla con cierta impaciencia. La carta era sucinta y

despertó en el hombre cierto grado de ofuscación.

-“Responda a ese usurpador británico, que en la

rendición, estos no estaban comprendidos en los derechos

que da la guerra, como tampoco los recursos de la Real

Compañía de Filipinas que, aunque se hallen bajo la

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protección real, es una compañía particular de

comerciantes” -estaba sucintamente escrito.

Sin demostrar estar de malhumor o algún otro

vínculo de destemplanza en su fisonomía, el brigadier de

la Quintana se dirige nuevamente en busca de Béresford,

para entregarle oficialmente la respuesta de su señor

Virrey, aunque dentro de sí ya anteveía cual sería la

reacción del dominador Comandante.

-¡Maldito sea! -protestó éste cuando se enteró de la

respuesta- ¿Qué se cree este prepotente? ¿Qué se saldrá

con la suya? -despotricó furioso mientras el brigadier lo

miraba con cara de circunstancias.

-¡Créame, Señor! -anunció el irritado comandante-.

Ahora seré yo mismo quien le mandará un nuevo y

definitivo ultimátum.

-Por estas horas, seguramente que lo encontrará en la

Villa del Luján -le respondió de la Quintana haciendo una

mueca.

-Qué sea, señor de la Quintana. ¡Que sea! Pero

puede que también lo sea en el infierno -agregó el colérico

hombre dejando escapar unas gotitas de saliva por entre

sus labios.

-Y le digo más, señor Brigadier, si ese brabucón de

media onza insiste en continuar negándose a entregar los

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caudales, le mandaré también un pelotón inglés para que

vea que no estoy para bromas.

Poco más tarde, el comandante Béresford hizo

despachar nuevamente al inspector Arce, esta vez

portando un mensaje claro, de que no aceptaría otra

alternativa que el envío de los tesoros reales sacados “de

extranjis” por Sobremonte.

Ante la premura que el caso exigía, y ante la

perspectiva de que fuesen decretadas las pesadas

contribuciones que el usurpador les impondría si no se

devolvían los caudales, el Cabildo no vaciló en enviar

también una urgente comisión a Sobremonte, rogándole

que entregara el tesoro a un destacamento inglés que

habría de ser enviado dentro de poco en persecución del

mismo.

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Esa noche el virrey durmió en Luján, más

precisamente, se albergara en la casa contigua al Cabildo,

no para custodiar los valores allí depositados, sino más

bien porque era la única vivienda en condiciones de

abrigar con un poco de comodidad a toda su familia.

-Maldita lentitud -llegó a quejarse Juana una vez que

los dos se encontraban solos-. Además, este barrizal y esta

humedad me dan asco.

El marido la miró sin contestarle nada, o quizás no

quiso en ese momento echar más leña en la hoguera de las

vanidades de su mujer.

-¿A qué hora piensas que podremos retomar la

marcha, mi querido Rafael? No me siento segura aquí, tan

cerca de Buenos Aires -recriminó la mujer haciendo

pucheros con los labios, una vez que su marido se

mantenía callado.

-Pienso que no será posible hasta la salida del sol.

Pero tú no deberías alterarte así, mi amada Juana. Esto ya

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estaba previsto. El problema es este exceso de gentes y,

aparte de tener que movilizar los caudales completos.

-¿Qué pretendes decirme con eso de los “caudales

completos”? -interpeló la esposa.

-¿Qué esperabas tú, abandonar la única razón de esta

incomodidad? -recriminó ella, visiblemente ofuscada.

-¡No! Sólo te digo que el transporte se nos hace muy

lento. Pero pienso que aún podemos agilizarlo -le

respondió su marido, mientras comenzaba a quitarse la

ropa para irse a dormir.

-¡Pues yo no veo cómo las carretas puedan, como tú

mismo me dices, “agilizarse”, teniendo que andar en

medio de este barro del infierno y con esta lluvia del

infierno! -protestó ella, subrayando lo que decía respecto a

la ligereza del convoy.

-Tómalo con calma, amada Juana, con calma. Por

favor, no me exasperes más de lo necesario.

-¡No veo cómo! -insinuó ella.

-Pues verás que mañana la plata se transportará a

buen paso. Garanto que tú nunca has visto como nueve mil

onzas trajinarán tan veloces… Deberías tranquilizarte -le

aconsejó sin remilgos.

-Pues yo te digo que haber llegado ya a Córdoba, es

lo único que me tranquilizaría -manifestó la impertinente

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mujer, que en ese momento estaba sentada frente al espejo

pasándose el peine sobre la larga cabellera.

-Olvídate de todo, Juana de mi alma. Descansa, que

pronto todo se ha de solucionar.

-Si es así, entonces habrá que tener calma. Pero

pienso que lo que retrasa la marcha no es tu oro, sino la

plata… las siete carretas, el tesoro del Rey… -agregó la

perturbada esposa.

-¿Ah sí? Entonces, dime cómo transportarlo sin

carretas y… -pronunció el virrey, parando en seco lo que

estaba haciendo.

-Calma. Con calma -respondió Juana con desprecio.

-Si tú osas usar otra vez la palabra “calma”, juro que

te desheredo -rezongó el esposo mientras miraba la

imagen de ella que se proyectaba linda a través del espejo.

-No hará falta, mi querido Rafael. -Sonríe ella-. Al

César lo que es del César… y al Marqués lo que es del

Marqués. ¿No lo crees?

Sobremonte no vio motivos de por qué no reírse con

lo que acaba de escuchar, y al hacerlo, le responde: -Eres

una maldita cínica…

-Gracias, mi amado esposo, pero aun pienso que la

frase bien podría ser otra. ¿No te parece?

-¿Cómo cuál, por ejemplo?

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-¡Al Inglés lo que es del Rey, y al Marqués su propio

oro! ¿No te suena mejor?

-Tienes razón, mujer. Es una buena sugerencia…

Pero aquellas palabras del virrey fueron cortadas de

repente por los sorpresivos golpecitos de los nudos de

alguna mano en la puerta de la habitación. Los dos

enmudecieron y les tomó de asalto nuevas dudas.

-¡Sí, adelante! -ordenó tajante el hombre, mientras

su esposa se ponía de pie y se cubría el torso con una

mantilla.

-¡Disculpe, señor Rafael! -se justifica su mayordomo

con voz remilgada-. Es que el señor de la Piedra me pide

para verlo con urgencia.

-Pues bien, lo veré ya. ¡Dígale que me aguarde! En

un par de minutos estaré con él -Concuerda, al mismo

tiempo que frunce el rostro en un mar de vacilaciones.

Minutos después, Sobremonte entra en una amplia

sala donde ya lo aguardaban el alcalde, el capitán Martín,

el cura Vicente, un par de vecinos que no conocía, y el

alguacil de la Villa.

-¿A qué debo la interrupción de mi descanso,

Señores? -pronunció el virrey con voz insolente.

-Hallamos mejor conversar hoy, su Excelencia -se

disculpó su edecán.

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-Pues bien, ¿sobre qué?

-Nuestra intención es preguntarle lo qué hacer con el

tesoro, su Excelencia -anunció el alcalde flexionando un

poco la rodilla derecha y bajando la cabeza en señal de

respeto.

-¿Qué hacer? -le contestó el hombre haciendo

resaltar la voz en demasía.

-Pues les diré que mañana temprano se irá conmigo -

enmendó con firmeza.

Todos permanecieron mudos, hallaban que esa sería

la respuesta de su virrey, pero la intención de la visita era

otra.

-No se queden ahí parados, -increpó el virrey-,

donándome sus miradas inquisidoras, sabuesas y

curiosas… Ustedes parecen vacas en el brete del matadero.

-Si me disculpa, señor Virrey, -articuló el capitán

Martín-, pensamos que se podría organizar una línea de

defensa con una pequeña división de voluntarios de

milicias, como para plantarle frente a esos bandidos,

mientras usted…

-¿Con qué? ¿Con quiénes? -arguyó Sobremonte-.

Eso ya lo hemos tentado antes contra esos bárbaros sin

obtener efecto alguno.

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Nadie tuvo tiempo para responder pues el hombre

estaba poseso y con la voz alterada.

-Y ya lo ven ustedes, -enmendó el virrey un poco

recompuesto-, aquí estoy yo reculando como se puede

para mi querida Córdoba.

-Debo decirle, su Excelencia, que nos han llegado

noticias frescas de que, tras la captura de Buenos Aires por

parte del ejército inglés, muchos de los voluntarios se han

negado a aceptar la rendición y se ocultaron en las quintas

y en los campos, mientras en la ciudad se están

comenzando a organizar ya algunos focos de resistencia -

comentó el capitán Martín.

-Quizás si les hacemos frente por aquí, -buscó

articular el alguacil saliendo en defensa de lo que fuera

dicho por el capitán-, podemos dividir sus fuerzas y

vencerlos.

El virrey observaba en silencio a esos potestativos

hombres y sus enaltecidas ideas patrióticas, que se les

había antojado llegar a esas horas a perturbar su descanso.

Maquinalmente, se puso a sopesar las alegaciones que los

inflamados hombres le hacían, y buscó evaluar el riesgo

que representaba, una vez que fuesen derrotados

nuevamente por los ingleses, tener que interrumpir sus

planes de llegar sano y salvo a Córdoba.

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-Como no tenemos un uniforme en común, su

Excelencia -mencionó el cura párroco de la villa, Vicente

Montes Carballo-, hasta pensé en proveer a esta tropa con

cintas celestes y blancas de treinta y ocho centímetros de

largo, que son exactamente los colores de nuestra Virgen

Santísima, y las que les servirían como un elemento de

identificación…

-¡Joder, señor Padre! Qué estas no son horas de que

andemos con mariconadas -protestó el siempre acalorado

de don Andrés de Migoya, interrumpiendo la disertación

del cura.

-¡Señores! -anunció el virrey haciendo resonar

nuevamente su voz-. ¡Está decidido! Partiré apenas claree

el día. Ahora disculpen que me retire, pues necesito

descansar.

-Pero, Señor -intercedió el capitán Martín con la

fisonomía conturbada-. Si usted parte ahora con los

caudales, de seguro que no logrará recorrer una legua, ya

que el barro y la lama del camino cubrirán de inmediato

las ruedas de los carromatos.

-En ese caso, -respondió Sobremonte sin mover un

músculo de la cara-, partiré con mi séquito al amanecer, y

usted, señor de la Piedra, será el responsable por custodiar

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hasta la ciudad de Córdoba las 104 barras de plata y los 42

cajones de plata sellada que le he enviado.

El alcalde lo miró boquiabierto al ser sorprendido

por tal determinación. Sin duda que esa epicúrea osadía

echaba por tierra sus planes de instalar en la Villa la nueva

sede del virreinato. Pero no tuvo como negarse a tan

inoportuno pedido. Mismo así, intentó esbozar un último

alegato:

-Si nuestro Excelentísimo Virrey así lo dispone, así

se hará. -Le respondió de forma pusilánime-. En todo caso,

mientras los caminos no mejoren, debemos precavernos

ante la posible llegada de esos bárbaros.

-Ni siquiera haré un desvío en nuestra marcha hacia

Córdoba, pero les dejaré aquí los caudales del Rey, bajo la

protección de Dios, que como saben, tiene predilección

por su Majestad. -le respondió el petulante del virrey.

-¡Y por su Virrey! -acotó el alguacil con una

disfrazada sonrisa-. Porque si esos piratas encuentran un

millón de pesos fuertes en Luján, no creo que insistan en

perseguirlo a usted, Señor.

-Si deja los caudales aquí, mi Señor, ¿qué partida,

por más británica que sea, se arriesgaría a atacar a vuestra

escolta? -Enmendó el capitán Martín

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-¡Sí! -concordó uno de los vecinos con los ojos más

abiertos que lechuza a media noche-. Déjenos algunos

hombres en Luján para custodiar el cebo…

-¡Ninguno! Los necesito a todos -retrucó el virrey al

interrumpir el pedido del hombre-. Y usted, señor Alcalde,

tome las providencias necesarias -dictaminó con énfasis.

-¡Que Dios y la Santísima Virgen nos ampare! -

manifestó el cura Vicente mientras se persignaba tres

veces.

Al amanecer, mientras se organizaba la partida, los

alcanza el sudado inspector Arce con una escolta de

caballeros que les traía nuevas noticias. No eran muy

alentadoras para el virrey, ya que al leerla fuera informado

del ultimátum del comandante inglés y su obstinación en

echar mano de una vez a los caudales.

-¿De extranjis? -grita el virrey cuando lee la misiva

del inglés.

-Ya llegará el momento oportuno de darle a este

majadero su propio merecido -agregó de pecho inflado y

con el pie apoyado en el pescante de su carruaje.

-¿Debo volver con alguna respuesta, su Excelencia?

-Le pregunta el impaciente Arce, ya cansado de tantas idas

y venidas en vano.

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-¡Señores! -anunció con pompa el virrey-. Mi

silencio será suficiente para que a este inglés le sirva como

respuesta. Todos a sus puestos, saldremos ya -ordenó

implacable, pero alguien se le acercó y colocó su mano

sobre el antebrazo.

-Si me permite, su Excelencia -notificó el capitán

Martín sin afectar la voz.

-¿Qué es lo que sucede ahora, señor Capitán?

-Es que varias de las familias y de las milicias

porteñas que lo acompañan, han manifestado su deseo de

interrumpir aquí el viaje.

-Eso no me sorprende para nada -le contestó el

virrey enarcando una ceja-. De seguro, ellos también

estarán invocando algún motivo oportuno e impertinente,

imagino.

-Señor, es que su mayor parte se niega a tener que

abandonar sus hogares.

-Pues entonces que se queden con esos bárbaros

canallas, a quienes también les han de lamer sus botas

mañana -pronunció finalmente el virrey arreglándose el

gorro.

-De prisa, vámonos ya de aquí -le gritó al auriga

antes de cerrar la puerta de su galera con fuerza en

demasía.

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Mientras la caravana empezaba a moverse con

parsimoniosa lentitud, el desilusionado virrey se entregó a

meditar sobre lo sucedido, dejando que su vista se perdiera

en los desolados campos de la región.

-¡Rafael, mi querido Rafael!… -le dijo de repente su

amada Juana para ver si lo sacaba de su desaliento.

-¿Te das cuenta? Apenas dejamos Luján y ya el

barro nos cubre la mitad de las ruedas. Noto que nuestra

galera avanza, pero es como si no avanzara. Como si el

barro quisiese detenerla para siempre, como sucedió una

vez aquí con la Virgen.

-Lo sé, amada mía, lo sé, Y es más, ahora ya son

baqueanos y arrieros los que me persiguen; no los

invasores.

-Tal vez tú no te has dado cuenta, querido Rafael,

pues estabas absorto en tu meditación, pero varios han

llegado a pegar el hocico a los vidrios, y hasta me han

escupido. Además, los niños pordioseros me arrojaron

piedras y ratas muertas.

-Nunca lograremos comprenderlos -murmuró el

marido, aun con los ojos perdidos en un horizonte cada

vez más incierto.

-Pueblo miserable. Suciedad de gentes. Perros de

lomo negro y patas descalzas... -comenzó a blasfemar

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Juana-. ¿Me pregunto qué es lo que hace el Marqués de

Sobremonte metido entre la espuma rabiosa de los

bárbaros?

-Yo mejor diría, ¿qué hace el Virrey huyendo del

criollo, y ya no del inglés? -le respondió el entristecido

esposo.

-¡Sí! ¿Qué hace?

-Pues te digo que debo huir. No hay otra cosa que

esta huida. Es el destino, por eso que los brutos que aquí

se quedan, jamás podrán comprenderlo.

Juana sonríe de manera irónica y le advierte: -Yo

creo que igual, no podremos hacerlo…

-¿Cómo, qué no?

¿No lo has advertido, Rafael? Sólo nos queda la

escolta cordobesa; los demás han desertado… -ella

pronunció balbuceante.

-Pronto percibirás que es mejor así, mi querida

Juana. Verás que sin ellos avanzaremos más rápido…

¡Sí, mi amado esposo! Pero noto que mi carroza se

hunde entre ellos…

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Durante el transcurso del día, la extraña procesión

del virrey fue alcanzada por una nueva partida de soldados

que venían acompañados por cabildantes de Buenos Aires.

Le traían una carta pidiéndole la entrega del tesoro que se

había llevado, y le relataban que el nuevo comandante

inglés estaba dispuesto a valerse de severas sanciones

económicas y comerciales, además de éste estar dispuesto

a formar un destacamento con órdenes expresas de

perseguir y obtener los caudales como fuera, Tropa esta

que por esas horas imaginaban que se encontraba ya a

camino.

-Este hombre es de una persistencia de hierro -

comentó el virrey, rodeado por sus cohortes y los quejosos

cabildantes.

-Persistencia y tenacidad, su Excelencia, como no la

he visto igual y encontrada entre muy pocos -agregó el

capitán Martín.

-¿Qué opinión tiene usted, señor Martín?

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-Diría que mientras se salven los dedos, pienso que

es mejor que se vayan los anillos, mi Señor -murmuró el

oficial en vos baja.

-¿Cómo así? No lograré entenderle si a usted sigue

insistiendo en hablarme por metáforas -protestó el virrey

con la mirada ambigua.

-Pues a mí me parece que bastaría con que le

entreguemos sólo una parte de los caudales, para que

saciemos la sed de esos herejes, su Excelencia.

-¿Cuándo tú dices “una parte”, te refieres a la mayor,

o a la menor?

-Pienso que usted debe entregarles la mayor, su

Excelencia, ya que esta es más difícil de guardar y

defender -aconsejó el capitán con disimulo.

-Al final de cuentas, recuerde que ellos saben que el

tesoro es de más de un millón de pesos plata, mi Señor.

-¡Ay! -suspiró Sobremonte- Allá se van los caudales

de Su Majestad…

-¡Sí! Ciertamente se irán, pero de igual modo usted

continuará con vida y con su fortuna -le dijo el oficial al

cortar el lamento de su amo.

-Entonces, creo conveniente que juegue la última

carta de que dispongo ahora. Tiene usted razón, mi

estimado Capitán. Y si todo sale bien, no deje que me

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olvide de tener en cuenta su notoria ayuda -acentuó el

aturdido virrey ante la mirada seria de su subordinado.

-¡A ver! -pronunció el virrey en voz alta- Que

alguien traiga ya una pluma y papel para redactar un

mensaje.

-Disculpe mi intromisión, su Excelencia -preguntó

uno de los cabildantes que hacía parte del grupo, pero que

los discretos hombres lo mantenían apartado mientras

confabulaban.

¿Se la enviará al señor ministro de real hacienda don

Félix Pedro de Casamayor, o al general Carr Béresford?

-A este petulante no le daré ni las horas -comentó el

intransigente del marqués frunciendo el ceño.

-Pero si usted no manda entregar el tesoro, arderá

Troya -retrucó un cabildante con expresión de sorpresa.

-¡No sea tan melodramático, Hombre! -rezongó el

virrey mirándolo de reojo-. ¿Por acaso piensa su señoría

que no sé lo que estoy haciendo?

-No estoy poniendo a tela de juicio sus ordenanzas,

su Excelencia, pero pienso que últimamente no nos

quedan muchas alternativas…

-Pues entonces, mejor sería que usted cierre su boca

y deje de ser teatral -refunfuño el virrey, que ya se

preparaba para dictar la misiva.

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La misma estaba dirigida al alcalde de la Villa de

Luján, y en ella hacía constar que se entregasen y que sólo

volviesen a Buenos Aires, los caudales del Rey y aquellos

encargados a Manuel de Sarratea que pertenecían a la

Compañía de Filipinas, debiendo continuar los demás del

Consulado y particulares que se hallaban depositados en la

Caja Real en dicho día, así como los suyos propios y otros

de similar naturaleza, y que no se los comprendiese en el

retorno, dándose a estos al destino que ya le había

señalado anteriormente.

El virrey mandó sellar la carta y ordenó que

colocaran el nombre del destinatario en el espejo frontal.

Finalmente se dirige al cabecilla de la partida que había

tenido la impertinencia de interrumpir su camino a

Córdoba, y le orienta para que vuelva lo antes posible a

Luján.

Sin embargo, esa misma mañana el general

Béresford no estaba dispuesto a continuar perdiendo

tiempo. Su propio ayudante, el capitán Arbuthnot, del

Regimiento 20 de Dragones Ligeros, fue inmediatamente

designado a perseguir y obtener los caudales reales que se

imaginaba se encontraban a camino de Córdoba.

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-¡Señor Arbuthnot! -le dijo el comandante así que el

hombre se perfiló a su frente-. Confío a usted tan delicada

misión, porque sé que está capacitado para comandarla.

-¡Gracias, Señor! ¿Puedo escoger la escolta, Señor? -

manifestó el agradecido capitán, al advertir que su

superior lo encontraba idóneo para llevar a cabo una

gestión de suma importancia.

-Por supuesto. Pero tenga a bien elegir su escolta

entre los 30 mejores soldados del invencible Regimiento

71 “Highlanders”.

-¡Sí, Señor! Creo que también destacaré a los

tenientes Graham y Murray para que me acompañen en la

misión.

-También he tomado providencias -acotó el

comandante de forma determinada-, para que el criollo

Francisco González le oficie de guía en el trayecto.

-¡Sí, Señor! Gracias. Sin duda alguna será un

excelente apoyo -elogió el capitán de forma rimbombante.

-Pues bien, capitán Arbuthnot. Ya que hablamos de

contar con “excelente apoyo”, también creo conveniente

que usted lleve junto al señor William White.

-¿El señor White? -quiso saber el hombre, sin

alcanzar a comprender los motivos de tan asombrosa

indicación. Al fin de cuentas, era un extraño para él.

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-No es menester que le diga, señor capitán, que este

prestigioso señor, además de ser un compatriota, ha sido

nuestro principal aliado e importante mentor de nuestra

llegada, al mismo tiempo que conoce la región tan bien

como la palma de su mano -concluyó el general Béresford

de manera elocuente y fastuosa.

-Le daré todo mi apoyo, Señor. Nunca está demás

poder contar con quien conoce el talante de estos salvajes

latinos -finiquitó Arbuthnot, dejando aparecer en su rostro

una sonrisa de satisfacción.

-Pues entonces, ande, hombre, que el dinero vuela y

el tiempo se evapora -ordenó el comandante una vez que

daba por terminada la reunión. Antes de traspasar el

umbral, el capitán retrocede sobre sus pasos y lanza una

última pregunta:

-¿Por casualidad, Señor, tenemos alguna

información de donde se encuentra el pecio? -sonsacó el

capitán, para cerciorarse de qué dirección tomar.

-El virrey se ha retirado para Córdoba tomando el

Camino Real, y sé que se detuvo ayer en la Villa de Luján.

Por lo tanto, puede que aun esté allí, o haya partido

recientemente. Cabe a usted descubrirlo, Capitán. -

determinó el superior.

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Por suerte, mientras esto ocurría en el Fuerte, el

Alcalde Manuel de la Piedra había recibido el mensaje del

virrey a buena hora, y había tenido el tiempo justo de

reunirse con el alguacil Valentín Olivares y con el clérigo

Vicente Montes Carballo, antes que el pelotón de los

ingleses llegara a la Villa esa noche.

Cuando la tropa llegó a la una de la mañana a la villa

de Luján, los hombres se sorprendieron de no ver el

destacamento del fortín apertrechado para combate, ni la

existencia de defensas que indicasen una posible

protección del lugar. Todo les pareció que estaba tranquilo

demás.

-¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó el suspenso

White al notar tanta serenidad entre los pobladores, a

quienes, mismo siendo tarde de la noche, se los imaginaba

asustados e impresionados cuando viesen llegar el

contingente de invasores.

-¡No lo sé, señor! -le contestó el también

impresionado capitán Arbuthnot-. Pero busquemos ya por

la autoridad del fuerte para saber lo qué ha ocurrido -

agregó con determinación.

No fue necesario que lo hicieran, pues la figura de

los tres hombres apareció de repente frente a la puerta del

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Cabildo, como si ellos estuvieran al acecho resguardados

por las sombras de la noche.

Pero ocurrió que la partida británica que se

encontraba al mando del capitán Thomas Arbuthnot,

estaba lejos de comportarse con la debida corrección

británica que todos allí esperaban.

-¡Los aguardábamos, Señores! -pronunció el alcalde

con cierta parsimonia, pero con voz resuelta de quien sabe

lo qué hacer.

El capitán, los tenientes y el propio White cruzaron

sus miradas buscando entender la extraña escena que

tenían por delante. Todos fruncieron el ceño por hallar que

se trataba de alguna celada, pero al fin decidieron

desmontar de sus caballos y aproximarse al triunvirato que

los recibía con una detractora sonrisa, mismo que esta no

fuese amarilla. Entonces los tenientes buscan detener al

alcalde de la villa, amenazándolo de muerte si no le decían

dónde estaban escondidos los caudales.

-Economicemos tiempo, señores. Traigo órdenes

expresas de mi comandante, para coger los caudales que se

han llevado de Buenos Aires -articuló el capitán después

de hacerles la venia con cortesía.

-¿Saben ustedes a dónde están? -agregó perentorio.

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-Aquí mismo, señor Capitán -le respondió el alcalde

no sin antes mirar el rostro de sus comparsas.

-¿Aquí…? ¿Aquí en esta Villa? -tartamudeó a seguir

el incrédulo White, quien aún desconfiaba que se trataba

de alguna estratagema de los lugareños y de su virrey.

-Claro que sí, Señor -aclaró el cura Vicente, que el

tiempo todo había estado con el crucifijo que le colgaba

del cuello agarrado entre sus manos.

-Pues entonces, señores, tengan a bien indicarme en

donde lo han guardado, para que lo retiremos lo cuanto

antes…

-Por supuesto -dijo el alguacil-, pero me interesaría

saber cómo es que han de llevarlo, si ni carretas o mulas

traen.

Nuevamente el capitán, los tenientes y el propio Pío

White intercambiaron sus miradas indagadoras, ya que ese

punto había sido desconsiderado.

-Queremos verlo primero -les señaló White para

salvar el momento.

-¡Sí! Llévenos hasta donde está, señores -ordenó el

capitán como medida paliativa, mientras reconsideraba un

solución de cómo llevárselo.

-Síganme, Señores, es por aquí -les indicó el alcalde

señalando con la mano derecha la puerta del Cabildo.

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Ya apropiados de la casa capitular, los soldados

ingleses no dudaron en comenzaron a saquear los archivos

y a romper los muebles del lugar… “Rompieron las llaves

que guardaban el archivo, sacaron y rompieron los

papeles que quisieron”, según lo señaló un testigo de la

época.

Empero, una vez que los siete hombres hubieron

ingresado por el pasillo que los llevaba hasta la habitación

donde se encontraban guardadas las reservas, los celosos

Blandengues que custodiaban el tesoro tomaron sus armas

e hicieron mención de apuntarlas, pero de inmediato el

alguacil les hizo señas para que se tranquilizasen. Cuando

entonces abrieron la puerta, los cuatro británicos se

quedaron perplejos ante la visión de tamaño botín.

-¡Señores! -anunció el alcalde sin mucho alarde a la

vez que buscaba apaciguar aquella horda de valentones.

-Aquí están las 75 barras de plata y los 36 cajones de

plata sellada de a dos mil pesos cajón. Es todo lo que

tenemos.

-Vuelvo a preguntarle, señor Capitán, ¿cómo

pretenden llevarlas? -Indagó el alguacil sin elevar la voz.

Al percibir su error, de inmediato, el capitán

Arbuthnot ordenó a sus dos tenientes para que estos

eligiesen a la mitad de los hombres de la tropa, y que

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saliesen lo cuanto antes en busca de carretas, mulas o

cualquier cosa que fuese de interesante para efectuar el

trasporte.

-Si los vecinos no le hacen la entrega por las buenas,

tráiganlos juntos para que los pasemos por el chicote -les

ordenó el capitán con el rostro colorado.

-¡Si, señor Capitán! -Respondieron estos al unísono

y se retiraron a toda prisa.

El alcalde, el cura y el alguacil nada digieren. Se

limitaron a observar las determinaciones que los hombres

tomaban mientras ellos intercambiaban miradas

cautelosas, regocijándose por dentro de haber logrado

eludir a los ingleses sin despertar sospecha.

Los británicos se apoderan del tesoro en la Villa de Luján en 1806.

Acuarela de F. Fortuny.

Actualmente en el Museo Histórico de Luján

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Agregando una nota de color, el restante de los

soldados del Regimiento 71 que se habían quedado en la

plaza, se entretuvieron jugando al fútbol, rompiendo las

tejas de la cárcel y calabozos, cuando subían a buscar, sin

ningún cuidado, la pelota que se colgaba en el techo.

-“Quebraron todas las tejas de la cárcel y

calabozos, pues con motivo de bajar la pelota

con que se divertían andando sobre las tejas,

como si caminaran sobre sólido terreno”-llegó a

testificar uno de los vecinos.

Cabe preguntarse: ¿será esta mención el primer

antecedente histórico de haberse jugado al fútbol en la

Argentina?

En fin, no se sabe, pero cuando aquella tropa partió a

la mañana siguiente rumbo a Buenos Aires, se llevaron

con ellos a un par de carretas y dos docenas de mulas

cargadas.

Nada desconfiaron estos hombres que en las bóvedas

de la iglesia habían quedado escondidas otras 29 barras de

plata y 6 cajones de plata sellada.

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18

La caravana que retornaba alcanzó la capital en la

mañana del día 2 de julio. El general Béresford los recibió

personalmente en el Fuerte, donde ya había instalado su

comandancia. Tanto al capitán Arbuthnot como al

distinguido señor William White, se les veía hinchados de

orgullo y vanidad por el deber cumplido, mismo que los

motivos de uno no fuesen iguales a los del otro.

-¿Lo han traído todo? -preguntó el comandante con

los ojos brillantes de alegría.

-¡Sí, Señor! -anunció el capitán con una sonrisa

indulgente-. Son 75 barras de plata y 36 cajones de plata

sellada…

-Ya lo veo, pero me gustaría mucho poder saber cuál

es al valor en metálico a que todo esto corresponde, señor

Arbuthnot.

El oportunista de White ya lo tenía todo calculado, y

dando un paso adelante, pronunció canoro:

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Carretas del Espectro Página 247

-El botín consiste en la suma de un millón

doscientos noventa y un mil trescientos veintitrés pesos

plata, señor Comandante.

-¡Nada mal, mi amigo! Nada mal -exclamó el

comandante con un amplio sonriso y los ojos brillando aún

más que antes.

-Si me permite, señor General, allí está el señor

Francisco González y su gente, queriendo recibir su paga.

-Comunicó el extremado capitán.

-Lo sé. Habíamos combinado que los honorarios se

los pagaría a su retorno -manifestó el comandante-. Pero

que espere un poco más, porque ahora los convido a entrar

y a brindar por nuestro bien merecido triunfo. Al final de

cuentas, es por ello que vinimos -razonó el hombre

señalando las cajas con el pecio que ya estaba en su poder.

Sintiéndose de buen humor como hacía días no lo

concebía, o tal vez achispado por el alcohol con el que

festejó la recuperación del tesoro, el general Béresford

terminó por firmar el acta donde estaban impresas las

condiciones de la rendición de Buenos Aires.

-Al final de cuentas, ya no hace sentido alguno

negarme, pues tenemos en nuestro poder los caudales del

virreinato -pronunció magnánimo para su edecán.

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Carretas del Espectro Página 248

Cuando al fin quedó sólo en la que había sido la sala

de trabajo del virrey, Béresford se entregó con placidez a

recordaciones sobre lo sucedido. Las informaciones del

espía inglés William Pío White al final de cuentas tenían

cabimiento. El tesoro que había sido reunido en la capital

del virreinato y que aguardaba por el mejor momento para

ser enviado a España, estaba ahora sobre su custodia.

Tampoco tenía dudas de que correspondía a una fortuna en

lingotes y monedas de plata; además de que, al contar con

la información correcta sobre la poca o nula defensa

militar de la ciudad, todo no había significado más que

una oportunidad que no había sido desaprovechada.

Luego después se entregó a garabatear cálculos y

cómputos en un papel. Y observando con cuidado la

ordenanza vigente del régimen de S.M. británica sobre

presas, llegó a la conclusión que debería separar del botín,

la suma de un millón para ser enviada a Inglaterra.

Sobraban así 291.323, 00 pesos plata para ser distribuido

entre la pandilla, a lo cual habría que restarle primero la

abultada parte que correspondería para sí y para los jefes

de la expedición saqueadora.

Cuando creyó que la lista había quedado concluida y

revisada, mandó llamar al contralmirante Pohopan y al

capitán Arbuthnot para que se reuniesen con él.

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-He aquí la lista que elaboré, determinando con la

exactitud que corresponde, los valores correspondientes al

reparto del botín que obtuvimos en esta exitosa

expedición… -les manifestó elocuentemente con una

sonrisa burlona.

-Saqueadora -le murmuró lisonjeramente el

contralmirante.

Sin hacer reparos al inconveniente comentario de

Pohopan, a quien sólo lo miró arqueando una ceja, el

comandante propuso leerles el inventario:

-Por la gracia a mi concedida por Su Majestad, blá,

blá, blá…, determino la paga de los valores

correspondientes:

- Al señor gobernador del Cabo, General David Baird,

quien nos facilitó las tropas a cambio de una buena paga:

la suma de veintitrés mil novecientos noventa libras

(Libras 23.990,00)

- Al señor general William Carr Béresford: once mil

ciento noventa y cinco libras (Libras 11.195,00)

- Al señor contralmirante Pohopan: siete mil libras

(Libras 7.000,00)

- A los señores Jefes de Tierra o Capitanes: siete mil

libras (Libras 7.000,00)

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- A los señores Capitanes y Tenientes de marina:

setecientos cincuenta libras (Libras 750.00)

- Para los señores Tenientes de Tierra o Alféreces de

marina: quinientas libras (Libras 500,00)

- Para los señores Sargentos o Suboficiales: ciento

setenta libras (Libras 170,00)

- Para cada soldado y marinero: treinta libras (Libras

30,00)

-¡Óptimo, mi general! Me parece que ha hecho un

buen trabajo -pronunció el contralmirante al levantar el

vaso de whisky para agradecer por la parte que le cabía.

-Más que óptimo, señor Contralmirante. Diría más

bien… ¡Excelente por lo que a mí me toca! -corrigió el

capitán Arbuthnot con un sonriso ancho dibujado en su

rostro.

-No en tanto, mi estimado Comandante, -ponderó

Pohopan ahora con el rostro serio-, creo oportuno

recordarle que, como jefe de las Fuerzas Navales de S.M.,

puesto que me cupo honrar al sojuzgar ésta bien sucedida

misión, soy de la opinión que, una vez obtenido y

apresado el botín, que éste se embarque de inmediato en

alguno de nuestros barcos, y que levantemos anclas lo

cuanto antes alejándonos prontamente de estas extremadas

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playas, no sin antes, mi Señor, realizar un previo

bombardeo a esta maldita ciudad.

-Bien recordado, señor Pohopan, y aunque no esté

totalmente de acuerdo con eso de “un previo bombardeo”,

concuerdo que no debemos confiarnos en estos criollos y

mucho menos en esos linajudos españoles que ahora nos

quieren lamer las botas.

-Pues a eso mismo me refiero, señor Béresford.

Estamos rodeados de bárbaros, y muchos de ellos ya están

exteriorizando de alguna manera sus ínfulas de protesta y

reconquista… -expuso el contralmirante interrumpiendo

su pensamiento para sorber un trago de su bebida.

-Principalmente en lo tocante al tesoro que le

robamos -subrayó a seguir el alegre Pohopan.

-Hasta puedo imaginar, previdente como es usted,

señor Pohopan, que ya tenga algo premeditado a ese

respecto. ¿Correcto?

-Pues bien, señor Comandante. En los últimos días

me he ocupado en conjeturar sobre algunos pormenores, y

he deducido que no es conveniente que nuestra flota se

retire de vez de estas orillas. Por tanto, creo que lo mejor

sería escoger a la fragata Narcissus, al mando del

venerable capitán Donelly. -Expuso el hombre que hacía

con que sus palabras retumbasen en el ambiente.

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-¿No le parece peligroso enviar solamente a este

hombre? -preguntó el dubitativo capitán Arbuthnot-. Al

final de cuentas, debemos considerar que serán dos meses

de viaje -agregó con preocupación.

-¿Quién osará querer atacar la bandera de Su

Majestad Imperial? ¿Por acaso ha quedado algún

bergantín en pie después de Trafalgar? -le respondió el

contralmirante a los gritos y de manera colérica.

-¡Señores! ¡Señores! Calma, que nuestra pelea es

contra otros -interfirió Béresford al percibir que sus

hombres se exaltaban por nada.

-Sepa excusarme, señor Comandante. Creo que todo

lo ha ocurrido en estos días nos ha dejado con los nervios

de punta -pronunció el capitán con cara de circunstancia,

ponderado a tiempo que, de seguir discutiendo con el

orgulloso de Pohopan, tendría todas la de perder.

-Es verdad, mi Señor. A veces perdemos la

compostura por bobadas -buscó disculparse el

contralmirante, sin al menos mirar al capitán.

-Imagine usted por un instante, mi Comandante,

como no estarán los ánimos de estos serviles del rey

español y la de todos los engomados que le hacían la corte

al huidizo e hipócrita de su virrey -acotó con sarcasmo.

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-Debo concordar una vez más con usted, señor

Pohopan. ¿Y por acaso, puede usted decirme cómo piensa

convencer al capitán Donelly? -investigó el comandante.

-Pienso que no será difícil, mi Señor, pues además

de lo que le corresponderá recibir como parte del botín, le

ofreceré otras cinco mil y quinientas libras por concepto

de flete, para que lleve los caudales a Portsmouth.

-Un valor justo -concordó Béresford cómodamente

sentado en su sillón.

-¡Concuerdo! -intervino el capitán que, después de la

amonestación, se había mantenido en silencio-. Al final de

cuentas, le corresponderá trasladar una carga de un total de

alrededor de cinco toneladas de pesos plata.

Pero mientras estos parloteos ocurrían dentro de las

paredes del Fuerte en Buenos Aires, distante de allí, en la

Villa de Luján, acontecía una otra reunión no menos

peculiar, donde estaban cuatro hombres de aspectos

totalmente diferentes, así como eran diferentes sus

motivos y deseos. Sin embargo, el verdadero porqué de

estar allí reunidos, era sólo uno. Y sobre él discutían,

-Pues yo les digo que estos ingleses no son nada

bobos. Pronto descubrirán que los hemos engañado y se

nos vendrán encima como abejas a la miel -increpó el

alguacil, buscando apabullar a sus comparsas.

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Carretas del Espectro Página 254

-Comprendo su inquietud, don Valentín, pero

bastará con mantener la boca cerrada para que los

británicos no sepan donde lo hemos guardado -arguyó el

padre Vicente con la candidez característica de un persona

religiosa.

-¡Coño! No me haga reír, Padre. ¿Piensa usted que

está en el paraíso, por si acaso? -despotricó don Andrés de

Migoya haciendo destacar su peculiar acento español.

-Las blasfemas no nos ayudaran a librarnos de

nuestros pecados. Dios dejará caer el peso de su mano

sobre todos aquellos que maldigan en vano… -comenzó a

ensalzar el cura con un sermón insípido.

-¡Señores! -interrumpió el acalde-. Recuerden que

asumimos una responsabilidad enorme cuando nos

dispusimos a hacer valer el último pedido de nuestra

Excelencia, el señor Virrey.

-Además, debemos considerar que todos sabemos

que es imposible guardar secreto cuando tanta gente ha

participado de nuestra burla y, en especial, cuando el

asunto envuelve una fortuna de por medio. -Justificó el

alguacil, moviendo la cabeza con un tic nervioso.

-Ni lo podríamos defender, mismo que formemos

tropas de voluntarios y los juntemos a los pocos soldados

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Carretas del Espectro Página 255

que han quedado en el fortín. Seríamos fácilmente

derrotados -articuló el padre Vicente como disculpa.

-Yo soy de la opinión que lo saquemos de aquí lo

cuanto antes -apuntó el alcalde.

-¡Ah, sí! ¿Y se puede saber para donde quiere usted

mandarlo, don Manuel? -quiso saber don Andrés junto con

una careta.

-Pues si el propio señor Virrey no fue competente

para defender lo que le era por obligación, lo justo sería

que le entreguemos lo que hemos salvado poniendo en

peligro nuestras propias vidas -alegó don Manuel.

-Es lo justo -apoyó el padre Vicente-. Se lo

enviaremos a Córdoba junto con las plegarias de nuestros

vecinos -manifestó al momento que se persignaba con

fervor.

-Déjese de santiguados, Padre, que las papas queman

-protestó don Andrés-. ¿No se da cuenta usted, que si se lo

mandamos ahora, con el estado en que están los caminos,

no tardarán esos impíos sajones en echar mano encima?

-Pero podemos sacarlo de aquí, ahora, avanzar un

poco por el camino. Luego escoger un lugar seguro en

donde enterrarlo hasta que disminuya el interés o se

cansen de buscarlo -argumentó el alguacil con

determinación.

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Carretas del Espectro Página 256

-¿A usted le parece conveniente? -preguntó el

alcalde.

-Si están de acuerdo con el plan, conozco un lugar

excelente para nuestro propósito -anunció el ministril.

-¿Por acaso podemos saber primero a dónde es? -

investigó don Andrés.

-Estaba pensando en la cañada de los Leones, por

tratarse de un paraje con cerrito, pozos y lagunas capaces

de confundir al más hábil de los baqueanos.

-Me parece que es muy lejos -opinó el alcalde,

sopesando el tiempo que llevaría para alcanzar el objetivo.

-No tanto. Son tan solo unos 130 km. al Noroeste,

señor Manuel. Y nos bastará con dos días de viaje para

llegar y cumplir con el cometido -anunció don Valentín

Olivares, quien ya se incluía entre los que harían parte de

la misión.

¿Quién puede ir en esta misión? -quiso saber don

Manuel.

-Yo no podré acompañarlos -testificó el padre

Vicente-. No puedo dejar la parroquia abandonada, y

mucho menos mis prácticas monacales.

-Lamento, pero yo tampoco los acompañaré -

refrendó don Manuel-. No es posible que deje sin amparo

a esta Villa -argumentara con el rostro serio y reflexivo.

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Carretas del Espectro Página 257

-Es verdad, don Manuel. ¿Quién sabe lo que se le

puede ocurrir a esos impíos? -Comentó el español,

quedándose perdido en sigilosos pensamientos al igual que

sus comparsas.

-Bueno, agregó-, si así lo determinan vuestras

mercedes, sobramos el señor Valentín y yo -concluyó don

Andrés sin ninguna reluctancia.

-Como Alguacil Mayor de esta Villa, creo que tengo

la obligación de conducir a los comisionados en esta ardua

tarea.

-Además, es solo usted quien conoce el lugar -

argumentó el padre Vicente.

Una vez organizada la partida y cargadas las

carretas, el alcalde de la Piedra ordena entonces a sus

dependientes que sigan por el camino real y que dirigiesen

su ruta a las Pampas, y así que posible, enterrasen las

barras y cajones en el paraje delante de los cerrillos, y en

distancia igual hasta la cañada de los Leones (actual

partido de Suipacha, Provincia de Buenos Aires).

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Carretas del Espectro Página 258

19

Como fue posible apreciar hasta aquí, los problemas

del alcalde de la Piedra no culminaron cuando una parte de

aquel tesoro volvió a Buenos Aires, sino que pronto

aumentaron, porque días después los ingleses se enteraron

de la trampa que les habían tendido cuando el resto de los

caudales no habían sido adjudicados.

-¡Malditos! ¡Sinvergüenzas! ¡Canallas! -comenzó a

maldecir e insultar de forma rabiosa el general Béresford,

así que fuera enterado por William White, de que una

parte de los caudales habían quedo escondidos en la Villa.

-Y no son pocos los valores, mi Comandante -agregó

el espía británico, al observar la turbación del hombre.

-¿De cuánto se trata? -Gritó el agitado general,

dejando aparecer algo de espuma rabiosa en la juntura de

sus labios.

-Se habla de que son 29 barras de plata, y de 6

cajones de plata sellada que nada dicen en los informes

presentados -agregó el interlocutor, haciendo un mohín de

desprecio.

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Carretas del Espectro Página 259

-¡Malditos! -volvió a vociferar el conturbado

general-. ¿Se piensan por acaso estos desfachatados, que

pueden lograr estafarme tan fácilmente?

-Seguro que no, mi Señor. Por eso creo que debemos

actuar sobre lo caliente…

¿Se sabe, por un acaso, para donde se lo han

llevado? -interrumpió el comandante un poco más

sosegado y razonando mejor sobre la estratagema de los

adalides locales.

-Aun, no, señor Comandante. Pero seguramente que

si nosotros torturamos a más de uno allá en la Villa, creo

que pronto lo sabremos.

-Tiene usted razón, mi amigo White -concordó el

inquieto general, que no paraba de andar de un lugar a otro

por la espaciosa sala.

-¿Puedo darle mi sugestión, señor Béresford?

-¡Sí! Sabe usted que siempre la he estimado. Ya nos

ha dado buenas muestras de que sus insinuaciones y

consejos son atinados. ¿Por qué no tenerlas en cuenta

ahora? -propuso el general con determinación.

-Pienso que sería conveniente que ordene al capitán

Arbuthnot que reúna de inmediato una partida de hombre

dispuestos a todo, y salga lo cuanto antes.

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-En eso mismo estaba pensando, mi estimado White.

Inclusive, pienso que debe llevar junto con él al

comisionado Francisco González. El hombre ya demostró

estar de nuestro lado…

-Por supuesto, Señor -confirmó el inglés con una

inclinación de cabeza-. Bien se ha merecido la paga por su

labor, aunque pienso que su trabajo no ha sido completo y

no merece ahora otro jornal.

-Prometo que lo tendré en cuenta, señor White -

confirmó Béresford haciendo una mueca.

-Aún más -intervino el confidente soplón-, tengo un

grupo de doce españoles que dispuestos a terciar con

nuestros hombres en esta maniobra.

-Me parece formidable, señor White. Me parece

formidable ver como usted transita con frugalidad entre

esos hombres de aspecto sospechoso. Admiro su temple.

-Gracias, Señor. Aunque le confieso que un poco de

temor siempre se siente, mismo cuando se anda de ojos

bien abiertos.

-Óptimo, señor White. Pero le recuerdo que mientras

nosotros nos entretenemos con esas mesuras, se nos va el

tiempo y el dinero, incluso el tesoro escondido -manifestó

Béresford para encerrar el dialogo que mantenían.

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-Pues bien, no le tomaré más el tiempo que lo

necesario. Ahora cabe a usted tomar las riendas del asunto

-declaró el espía del rey, y luego se retiró.

A su salida, el general se dirigió a su mesa y allí

garabateó algunas órdenes para su capitán. Luego

enseguida mandó que fuesen llamarlo a su presencia.

-¿Sabía usted, señor Capitán, que parte del tesoro ha

sido robado? -anunció el flemático general con ojos

saliendo chispas.

-¡Imposible! -advirtió el sorprendido oficial-.

¿Cuándo ha sido? -Interpeló estupefacto.

-No ha sido aquí, ni parte de lo que hemos capturado

-notificó el general, buscando aquietar el ánimo de su

exaltado oficial-. Me refiero a lo que estos desfachatados e

insolentes criollos han escondido en algún lugar.

-¿Pero cómo, si yo mismo verifiqué la nómina de los

caudales antes de retirarlos del Cabildo?

-Usted verificó lo que le dieron para verificar,

Capitán -respondió Béresford arqueando las cejas.

-Ellos han buscado engañarnos en cierto momento.

No sé si durante el trayecto cuando los caudales salieron

de aquí, o cuando estaban sobre custodia de algún acólito

atrevido y lameculos del virrey.

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Carretas del Espectro Página 262

-Supongo que usted pretenda que me encargue de la

misión de encontrar y traer los caudales perdidos -expresó

el oficial de manera inclemente.

-¡Perdidos, no! ¡Robados! -corrigió el general de

manera exacerbada.

-Como sea, Señor. Estoy dispuesto a asumir tal

encargo con toda determinación -articuló el capitán

Arbuthnot postrándose con firmeza ante su superior.

-Pues bien, no esperaba menos de usted, mi Capitán.

Ahora acaudille de una vez a su tropa y se junte al criollo

Francisco González, además de una docena de españoles

que ha reunido el eficiente del señor White.

Una vez que se logró reunir a todo el contingente,

los determinados caballeros salieron a revienta caballo

rumbo a la Villa de Luján. Nuevamente nadie los

esperaba. Mejor dicho, no los aguardaban dentro del punto

de vista de defensa ante un posible ataque enemigo. Todo

en el pueblo demostraba estar en el más perfecto orden.

-¿Nuevamente por aquí, señor Capitán? -pronuncio

el alcalde gesticulando estar sorpresa por la nueva visita

de un contingente de invasores.

-Sabía usted que tarde o temprano nosotros

descubriríamos el desfalco que ha sido realizado -

pronunció el oficial aun sobre su montura.

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Carretas del Espectro Página 263

-Nosotros no sustrajimos nada -anunció el increpado

alcalde, sintiéndose ofendido con la acusación que le

hacían.

-Sus palabras no hacen más que demonstrar que es

verdad mi imputación sobre la causa en cuestión, Señor.

-Los caudales que ahora usted busca, señor Capitán,

no han sido robados, escamoteados o sustraídos por nadie,

pues ellos no pertenecían ni eran propiedad del tesoro de

nuestro Rey -recitó don Manuel con parquedad dictando

un discurso ya imaginado de ante mano.

-Eso se verá después, señor Alcalde. Ahora estoy

dispuesto a usar la fuerza si necesario, para que

descubramos el paradero de la plata que se ha evaporado.

-Le parece que encontrará aquí, a algún vecino

dispuesto a traicionar a Su Majestad y al propio virrey,

señor Oficial. Su retórica es muy bonita, pero a mí me

suena insustancial.

-Eso lo veremos -respondió el hombre-. ¡Desmontar!

-ordenó de un grito.

Los soldados obedecieron de inmediato y se

perfilaron en posición de ataque como si estuviesen ante

un enemigo oculto, pues ante sus ojos sólo se veía a algún

que otro curioso en la plaza.

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-No es necesario tanto alarde, señor Capitán -se oyó

decir entre el barullo de los sables al ser desenvainados.

Era la voz del cura Vicente, que al observar la comitiva

desde la iglesia, se apuró en salir en ayuda del alcalde.

-Noto que tan noble comitiva no viene en misión de

paz, señor Capitán -agregó luego de ser saludado por el

soliviantado oficial.

-Si ustedes así lo quieren, juro que no habrá paz

hasta lograr nuestro cometido -amenazó el oficial mirando

hacia el alcalde.

-¡Por favor! señor Capitán, no jure en vano. Dios no

tiene por costumbre perdonar a los infieles que hacen uso

de votos insustanciales y frívolos -le retrucó el clérigo con

una mirada suave y penetrante.

-Pues bien, les voy a repetir la pregunta una vez

más. De no obtener la respuesta que satisfaga mi

curiosidad, seré obligado a obtenerla por medio de la

intimidación y hasta la tortura si así se lo requiere -

amenazó nuevamente el capitán Arbuthnot colocándose

frente al alcalde con las piernas abiertas y los brazos en

bocajarro.

-Ahórrese las palabras, Señor, pues si lo que usted

quiere es saber el destino del pecio, nada tenemos a

confesar, pues este ha salido ya con destino seguro a

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Córdoba hace tres días -declaró el cura Vicente, ante la

mirada furibunda de don Manuel, quien si pudiese, le

hubiese dado un bofetón en la cara.

-¿Por el Camino Real? -fue lo único que atinó a

preguntar el oficial.

-Por el único que es posible llegar con cierta

seguridad, aunque nadie está libre de sufrir algún ataque

malón en el medio del camino -expuso el cura poniendo

cara de circunstancia.

Los engañados invasores no tuvieron más remedio

que montar a toda prisa, y así siguieron durante dos días el

camino de Córdoba persiguiendo el rastro de las carretas

con el dinero.

Cansados de tan inútil esfuerzo, al volver del

infructuoso viaje, ellos, junto a los rastreadores españoles,

encontraron finalmente las marcas de las ruedas apuntando

en dirección a los pozos y lagunas de Los Leones, donde

en verdad estaban enterrados los caudales.

-¡Señor Francisco! Tenga por bien ordenar a sus

baqueanos para que encuentren de una vez ese maldito

tesoro -dictaminó el frustrado capitán, a quien el

agotamiento de tantos días cabalgando le habían

consumido las energías.

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Carretas del Espectro Página 266

-¡Señor Teniente! Que la tropa descanse mientras

estos hombres hacen las pertinentes diligencias -le

comunicó a seguir a los no menos extenuados soldados.

Así transcurrieron las horas del tercer día, unos

descansando mientras que otros buscaban afanosamente lo

que el destino se negaba de cierta forma revelarles.

-Señor Capitán -le comunicó el comisionado

Francisco González, embarrado hasta el alma-, hemos

recorrido estos pajonales de arriba abajo, y nada. Parece

cosa del diablo, pero aquí no hay nada.

-¿Cómo, que nada? -pronunció de voz alterada el

oficial-. ¿Y el rastro de las carretas, que son?

-Pues no sé decirle, Señor. Ellas llegan a cierto

punto y se separan en diferentes direcciones. Algunas de

esas huellas, el barro las ha ocultado, mientras que surgen

otras más adelante sin llevarnos a lugar alguno.

El capitán Arbuthnot no tuvo más remedio que

volver a Buenos Aires de manos vacías, presintiendo

desde ya lo que lo aguardaría a su llegada.

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21

Al relatar los imaginarios hechos paralelos que se

supone ocurrieron con los personajes de esta historia,

algunas reseñas han sido encontradas que merecen ser

mostradas aquí, aunque hasta el presente mucho se ha

escrito y especulado sobre la suerte que corrió el famoso

Tesoro Real desde cuando los ingleses se dejaron ver en el

Río de la Plata en aquel lluvioso invierno de 1806, cuando

luego de tantas idas y venidas, parte del mismo terminó en

manos del invasor.

Aun así, han quedado preguntas sin respuesta, como

por ejemplo: ¿qué parte de él llegó a sus manos? ¿Es

verdad o no, que una parte fue escondida en algún lugar?,

y si fue así, ¿todo se entregó a los ingleses, o un porcentaje

quedó “perdido” para siempre, o cayó en manos de algún

oportunista?

¿Es verdad lo que cuentan sobre el español afincado

en Luján, don Andrés de Migoya, que alcanzó a manotear

un cajón de metálico, agregando que con ese dinero

levantó una casona, en la que ocho años después se

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Carretas del Espectro Página 268

hospedaría el general Belgrano al cabo de sus derrotas en

Vilcapugio y Ayohuma?

A pesar de que muchos historiadores han buscado

informaciones con el esmero y la dedicación que el caso

exigía, no se han encontrado registros oficiales que

viabilicen la solución de tantos rompecabezas y acertijos,

no pasando lo que se cuenta, de simples iniciativas y

ficciones de aplicados escritores.

Mismo así, con el respecto que se merece quien lo

escribió, me tomo la libertad de transcribir aquí de manera

cronológica, algo de lo que ocurrió durante del mes de

julio de 1806, según lo ha publicado Marcelo de Biase en

el sitio “lagazeta.com.ar”.

Viernes, 02.07.1806 – capitulaciones

Condiciones concedidas a los habitantes de la ciudad

de Buenos Aires y de sus dependencias por los Generales

en Jefe de las fuerzas del mar y tierra de Su Majestad

Británica:

1° Se permite a las tropas de Su Majestad

Católica que estaban en la ciudad al tiempo que

entraron las de Su Majestad Británica, juntarse en

esta Fortaleza y salir de ella con todos los honores

de la guerra, rindiendo entonces las armas y

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Carretas del Espectro Página 269

quedando prisioneros de guerra; pero los

Oficiales que sean naturales de la América del

Sur, o casados con nativas del país, o domiciliado

en él, podrán continuar residiendo aquí mientras

se conduzcan como buenos vasallos y

ciudadanos, jurando fidelidad a Su Majestad

Británica, o podrán ir a la Gran Bretaña con los

debidos pasaportes, dando previamente su palabra

de honor de no servir hasta que se haga el canje

regular.

2° Toda propiedad privada, de buena fe,

perteneciente a los empleados, así militares como

civiles, del gobierno anterior, a los Magistrados y

habitantes de esta ciudad y sus dependencias, al

Ilmo. Sr. Obispo, clerecía, iglesias, conventos,

monasterios, colegios, fundaciones y otras

instituciones públicas de esta clase, permanecerá

como siempre libre y en nada se le molestará.

3° Toda persona, de cualquier clase y condición

que sea, de esta ciudad y sus dependencias, será

protegida por el Gobierno Británico, y no se le

forzará a tomar las armas contra Su Majestad

Católica, ni persona alguna de la ciudad y sus

dependencias las tomará, ni obrará hostilmente

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Carretas del Espectro Página 270

contra el Gobierno o tropas de Su Majestad

Británica.

4° El Ilustre Cabildo con todos sus miembros, y

los habitantes conservarán todos los derechos y

privilegios de que han gozado hasta ahora, y

continuarán en el pleno y absoluto ejercicio de

sus funciones legales, así civiles como criminales,

bajo todo el respeto y protección que se les pueda

dar por el Gobierno de Su Majestad Británica,

hasta saberse la voluntad del Soberano.

5° Los archivos públicos de la ciudad tendrán

toda protección y ayuda del Gobierno de Su

Majestad Británica.

6° Quedan como hasta ahora los varios derechos

e impuestos que exigían los Magistrados y

oficinas recaudadora; quienes cuidarán por ahora

para recolectarlos y aplicarlos del mismo modo y

a igual efecto que antes, por el bien general de la

ciudad, hasta saberse la voluntad de Su Majestad

Británica.

7° Se protegerá el absoluto, pleno y libre ejercicio

de la Santa Religión Católica, y se prestará el

mayor respeto al Ilmo. Sr. Obispo y todos sus

venerados Ministros.

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Carretas del Espectro Página 271

8° La Curia Eclesiástica seguirá en el pleno y

libre ejercicio de todas sus funciones y

precisamente en el mismo orden que antes.

9° Se conceden gratuitamente a sus dueños todos

los buques del tráfico de la costa del Río, según la

proclamación 30 del próximo pasado.

10° Toda propiedad pública, de cualquier clase

que sea, perteneciente a los enemigos de Su

Majestad Británica, se deberá fielmente entregar a

los apresadores; y así como los Generales en Jefe,

se obliguen a hacer cumplir con exacta

escrupulosidad todas las condiciones anteriores

para el beneficio de la América del Sur, así el

Ilustre Cabildo y Tribunales se obligan de su

parte a hacer que esta última condición se cumpla

fiel, debida y honorablemente.

Dada con nuestro sello y manos en esta Fortaleza

de Buenos Aires hoy 2 de julio de 1806: W. C.

Béresford, Mayor General, Home Popham,

Comodoro, Comandante en Jefe José Ignacio de

la Quintana, Gobernador y Brigadier de

Dragones.

Witness the above signatures - Testigos de la

firma

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Carretas del Espectro Página 272

Francisco de Lezica

Anselmo Saenz Valiente

Geo. W. Kenett, Secretario Militar

Viernes, 02.07.1806 - carta a Baird

Béresford remite los primeros informes al General

Baird en Ciudad del Cabo y al Ministro de Guerra, partes

que saldrán recién a mediados de julio, cuando zarpen los

barcos respectivos.

“Aunque tengo motivo para creer que la conducta

observada con los habitantes de esta ciudad,

desde el momento de nuestra ocupación, los ha

reconciliado en alguna forma con nosotros, como

un gran número de ellos es afecto a un gobierno

que ha existido aquí desde la fundación de la

colonia -escribe a Baird-, algunos aprovecharían

sin duda la oportunidad, de dejar nosotros la

plaza con una débil guarnición, para irritar al

pueblo y sublevarlo contra nosotros”.

Con visión profética, en un informe técnico, prevé

que ante un ataque, no podrá sostener durante 24 horas su

posición en el Fuerte, pues está dominado por casas de

altos. Reclama de Ciudad del Cabo 2 mil infantes y 600 de

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Carretas del Espectro Página 273

caballería para asegurar la ciudad que parece (sólo parece)

mansa.

Sábado, 03.07.1806 - igual que ayer, igual que hoy,

igual que siempre

“Hace hoy seis días que los ingleses han tomado esta

plaza con sólo 1.600 hombres; el pícaro, vil, cobarde e

indigno Virrey que teníamos nos ha entregado con la

mayor ignominia, separando sin duda a designio cuantas

fuerzas teníamos, y llevándoselas consigo, para franquear

el paso al enemigo”… De una carta de Juan Manuel de

Pueyrredón a su tío y suegro, don Diego.

Domingo, 04.07.1806 - fidelidad al Rey

Por intermedio del Cabildo, el gobernador Béresford

exigió a las autoridades civiles que seguían en sus puestos

que, a las doce del 7 de julio de 1806, ante su presencia y

la del comodoro Popham para que prestaran su “juramento

de obediencia y lealtad a S. M. Británica”.

Cabe recordar que el día 2 de julio, de acuerdo a las

capitulaciones firmadas en esa fecha, la tropa española, sin

sus oficiales, formó en la calle 25 de Mayo, frente a las

oficinas del capitán Alexander Gillespie y juró su lealtad

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Carretas del Espectro Página 274

al rey Jorge III, a cambio de no ser embarcados y

retornados a España.

Lunes, 05.07.1806 - llegaron los caudales

Custodiados por los soldados del Regimiento 71,

llegaron de Luján los caudales reales devueltos por

Sobremonte. Se presentaron reclamos de algunos vecinos,

indicando que había en esos fondos, montos particulares.

Béresford prometió analizar caso por caso y hacer lugar al

reclamo de ser justificado.

Miércoles, 07.07.1806 – juras

Respondiendo a la convocatoria de Béresford, al

mediodía se presentaron para jurar fidelidad a Su Majestad

Jorge III de Inglaterra, los funcionarios que ocupaban

cargos públicos, militares y eclesiásticos prestaran

juramento. El juramento fue realizado por todos los

funcionarios, con la excepción de la Real Audiencia y de

Tribunal de Cuentas, cuyos miembros pidieron permiso

para retirarse de la ciudad y unirse a Sobremonte.

Otros que no se presentaron al juramento fueron

Francisco Ignacio de Ugarte, Manuel Belgrano y su

sustituto en el Consulado, Juan José Castelli. Belgrano

adujo enfermedad, para evitar el juramento, saliendo de la

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Carretas del Espectro Página 275

ciudad, porque Béresford estaba decidido a que prestara el

juramento.

“Los demás individuos del Consulado, que

llegaron a extender estas gestiones, se reunieron

y no pararon hasta desbaratar mis justas ideas y

prestar el juramento de reconocimiento a la

dominación británica, sin otra consideración que

la de sus intereses” -cita Belgrano.

“No digo a Vuesa Merced nada sobre el

juramento de estos benditos veteranos hechos de

motu propio” -escribe el vecino Gaspar Santa

Coloma en una carta personal-. “Abiertas las

calles de Buenos Aires para salir y quedar fuera

y aptos para la reconquista, el teniente coronel

Gutiérrez, con cuatrocientos hombres, en el paso

Chico, bajó a prestar el juramento de su motu

propio; mi paisano Rameri, con cien hombres

blandengues de Santa Fe, destinado en la

Ensenada, bajó a hacer su juramento, y por este

tenor procedieron todos los militares, que es una

vergüenza y también muchos vecinos que

prestaron su juramento, a bien que no fui yo”.

Miércoles, 07.07.1806 – bandos

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Carretas del Espectro Página 276

“El Exmo. Sr. Gobernador tiene por justo

mandar por esta proclamación que, todos los que

tengan armas (…) las entreguen a los Alcaldes de

sus respectivos barrios, bajo el concepto de que

él no lo verifique hasta el 12 del corriente mes, y

se le encuentren las armas será castigado

pagando doscientos pesos de multa”.

Bando del gobernador de Buenos Aires, general

William Carr Béresford

Jueves, 08.07.1806 – convivencia

Mientras las autoridades virreinales y los vecinos

más acomodados recibieron de buen grado a los ingleses,

dando muestras de hospitalidad y colaboración, las clases

más bajas, el pueblo en general, se mostró opuesto a los

ingleses, como lo señala la anécdota citada de la moza de

la fonda Los Tres Reyes.

Ya Alexander Gillespie señalaba la buena recepción

a la ciudad, de parte de las mujeres porteñas.

“Los balcones de las casa estaban alineados con

el bello sexo, que daba la bienvenida con

sonrisas y no parecía de ninguna manera

disgustado por el cambio”.

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Carretas del Espectro Página 277

Una joven Mariquita Sánchez de Thompson (de 19

años entonces) declaraba en su libro de memorias “Las

milicias de Buenos Aires:

…es preciso confesar que nuestra gente de campo

no es linda, es fuerte, robusta, pero negra. Las

cabezas como un redondel, sucios; unos con

chaqueta otros sin ella, unos sombreritos

chiquitos encima de un pañuelo, atado a la

cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos,

otros punzós; todos rotos, en caballos sucios, mal

cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las

armas sucias, imposible dar ahora una idea de

estas tropas. De verlos aquel tremendo día, dije a

una persona de mi intimidad: si no se asustan los

ingleses de ver esto, no hay esperanza”. En

cambio, “El Regimiento 71 de Escoceses,

mandando por el general Pack; las más lindas

tropas que se podrán ver, el uniforme más

poético, botines de cinta punzó cruzadas, una

parte de la pierna desnuda, una pollerita corta,

una gorra de una tersia de alto, toda formada de

plumas negras y una cinta escocesa que

formaban el cintillo; un chal escocés como banda

sobre una casaquita corta punzó. Este lindo

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Carretas del Espectro Página 278

uniforme, sobre la más bella juventud, sobre

caras de nieve, la limpieza de estas tropas

admirables, ¿qué contraste tan grande?”.

A pedido de Béresford, sus oficiales fueron alojados

en las casas de los principales vecinos. Eso les permitió a

los ingleses convivir y confraternizar con los vecinos más

importantes de la ciudad.

La proverbial belleza de las porteñas no había

pasado desapercibida para los ingleses.

“El bello sexo es interesante, no tanto por su

educación como por un modo de hablar

agradable, una conversación chistosa y las

disposiciones más amables” -cita Gillespie-.

“Era invierno cuando nos adueñamos de Buenos

Aires; durante esa estación se daban tertulias, o

bailes, todas las noches en una u otra casa. Allí

acudían todas las niñas del barrio, sin

ceremonia, envueltas en sus largos mantos, y

cuando no estaban comprometidas, se apretaban

juntas, aparentemente para calentarse, en un sofá

largo, pues no había chimeneas y se utilizaba el

fuego solamente con frío extremo, trayéndose al

cuarto en un brasero, que se coloca cerca de los

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Carretas del Espectro Página 279

pies, y entonces ningún extranjero deja de sufrir

jaqueca por los vapores del carbón”.

Por las tarde, la banda del 71 de Highlanders ofrecía

conciertos en el paseo de la Alameda, oportunidad que las

damas más requeridas de la ciudad (como las Marcó del

Pont, Escalada o Sarratea) paseaban del brazo con .los

oficiales británicos, para delicia de los chismosos

porteños.

Un cadete del batallón de Santa Elena, se convirtió

al catolicismo y se casó con una criolla, sirviendo como

oficial (capitán, anota Gillespie) de Liniers, luego de la

Reconquista.

Béresford, con Pack, Campbell y Folley, eran

infaltables al mate de la tarde, que los convidaba la familia

Rubio (José Rubio de Velasco y Juana Rivero, los

anfitriones) que tenía su casa en la calle San Carlos (actual

Alsina). En cierta oportunidad, tras pasear por la huerta

con el anfitrión, Béresford descubrió a la pequeña hija de

José Rubio, la graciosa María del Rosario, ataviada con la

capa, el kepí y la espada del general, dando órdenes a un

pequeño regimiento que había formado con los sirvientes

y esclavos de la casa. El padre reprendió duramente a la

niña que se puso a llorar; Béresford alzó a la niña y le

prometió traerle un regalo al día siguiente. Cumpliendo la

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Carretas del Espectro Página 280

promesa, le trajo un tambor y un bastón de mando,

nombrándola mariscala de su ejército. La pequeña Rosario

se tomó en serio su cargo, porque visitaba los cuarteles

británicos, acompañada de un esclavo negro que llevaba el

tambor, dándoles órdenes a los soldados que fingían seguir

sus órdenes, para regocijo del general Béresford. Desde

entonces, la pequeña Rosario sería reconocida como la

“mariscala del 71”.

“Los más de nuestros oficiales se alojan en

familias particulares -recuerda Gillespie- que les

otorgaban las más bondadosas atenciones que

asentaron el cimiento de amistades recíprocas.

Dieron muchos ejemplos de bondad natural de

corazón y era tan frecuente y tan generalmente

demostrada, que nos convencieron de que la

benevolencia era una virtud nacional”.

Tal vez, confiado en esa hospitalidad, Béresford

había hecho desembarcar su puro sangre, al que solía

montar algunas tardes, llegándose sin custodia hasta los

altos de Barracas, desde donde podía divisar, con su

catalejo, la ciudad a su mando, la flota británica en el Plata

y la pampa, infinita, extendiéndose contra el horizonte.

Pero bajo la superficie, la reacción contra el invasor,

ya se estaba gestando.

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Carretas del Espectro Página 281

Viernes, 09.07.1806 – el héroe de la Reconquista

“Poco después de la rendición de Buenos Aires, el

coronel Liniers, emigrado francés y capitán de su armada

bajo la monarquía, que mandaba una poca fuerza en

Ensenada, consciente de su insuficiencia para defenderla,

resolvió servirse de los desastres recientes de su gobierno,

mediante un sagaz golpe de artería” -escribe Alexander

Gillespie sin disimular su disgusto por el héroe de la

Reconquista.

“Cuando en 27 de junio de 1806 se apoderaron los

ingleses de esta capital; me hallaba yo en la ensenada de

Barragán, comisionado por el Virrey Marqués de Sobre

Monte; reconociendo que este súbito acontecimiento

había ocasionado en los espíritus el último desaliento” -

escribe Santiago de Liniers.

Anteriormente lo vimos asistir, casualmente, al

desbande de las fuerzas defensoras en el Riachuelo. Se

retiró a su quinta, en las afueras y esperó los

acontecimientos. “Me determiné, ante que los infortunios

del Estado se propagasen más, a acercarme a esta ciudad

con el fin de examinar las fuerzas de los enemigos, su

disciplina y método de servicio. Hice con vista de todos

mis combinaciones y el resultado de ellos me aseguraban

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Carretas del Espectro Página 282

la probabilidad de la reconquista, siempre que encontrase

gente esforzadas que voluntariamente quisieran seguirme

a la grande empresa”.

Dos días después, el martes 29, Liniers arriba a la

ciudad, alojándose en la casa de su suegro Martín de

Sarratea, gerente y socio de la Compañía de Filipinas,

frente a Santo Domingo. Por su condición de militar,

Liniers gestionó un permiso ante las autoridades

británicas, permiso concedido con la ayuda de su amigo,

colaborador de los invasores, Tomás O’Gorman.

Según los informes de Béresford, Liniers se presentó

ante el gobernador invasor, aduciendo que estaba

disgustado con el servicio español por lo que iba a dejar la

carrera de las armas y dedicarse al comercio, con su

suegro Sarratea, quien avaló su afirmación. Por tal motivo,

no le exigió a Liniers, como al resto de los oficiales

españoles, su palabra de no combatir contra los ingleses.

“Fingió una gran franqueza enviando su sumisión y

la de su guarnición al general Béresford, con el pedido de

que se le permitiese entrar en la capital, cuando

consumase su ofrecimiento, empeñando su palabra como

prisionero de guerra; estableciendo también su intención

de abandonar la carrera militar para dedicarse como

antes al comercio” -atestigua Gillespie-. “Bajo esta

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Carretas del Espectro Página 283

seguridad fue admitido, y aunque por su delicadez no se le

arrancó una promesa escrita, sin embargo una,

igualmente imperativa, fue declarada por él verbalmente,

a ese fin, bajo palabra”.

Ese mismo día 29, Liniers asiste a misa, en la Iglesia

de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento. Tras las

conquista, según el libro de actas de Santo Domingo, “se

experimentó decadencia y cierta frialdad en el Culto por

la prohibición que se expusiese el Santísimo Sacramento

en las funciones que de la Cofradía que tuvo a bien

mandar el ilustrísimo señor Obispo de esta Diócesis. El

domingo primero de julio no hubo más que una misa

cantada sin manifiesto, y habiendo concurrido a ella el

capitán de navío señor don Santiago de Liniers y Brémont,

que ha manifestado siempre su devoción al Santísimo

Rosario, se acongojó al ver que la función de aquel día no

se hiciera con la solemnidad que se acostumbraba”.

Allí pasa de la iglesia a la celda prioral y encuentra

al prior fray Gregorio Torres (el de la arenga obsecuente a

Béresford) y le asegura: “Hoy mismo, en el transcurso de

la misa, he hecho ante la imagen sagrada de la Virgen un

voto solemne. Le ofreceré las banderas que tome a los

británicos si la victoria nos acompaña. Yo no dudo que la

obtendré si marcho a la lucha con la protección de

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Carretas del Espectro Página 284

Nuestra Señora”. No obstante la tradición, para Paul

Groussac, la promesa de las banderas no fue hecha el 1° de

julio, sino el 9 o 10 de julio, cuando se embarca para

Colonia.

Liniers asiste a la velada en agasajo a Béresford, por

la devolución de las embarcaciones a sus originales

propietarios, realizada en la casa de su suegro. Allí conoce

al general conquistador y a sus oficiales.

“La permanencia de Liniers en Buenos Aires no

duró más tiempo que el suficiente para darse cuenta de

nuestro número, de nuestro sistema militar, y establecer,

con algunos elegidos en el poder, un plan de revuelta

simultánea” -anota Gillespie.

Tras recorrer la ciudad, tomando debida nota de las

debilidades de los invasores, Liniers pasa a transformarse,

naturalmente, en el líder de la resistencia. Convence a las

otras facciones conspiradas (como la del grupo de

Sentenach) de seguir su plan: viajar a Montevideo y

pedirle al gobernador Pascual Ruiz Huidobro, 500

hombres con experiencia militar, con los que planeaba

reconquistar la ciudad, sumando a los voluntarios que

pudiera reclutar Juan Martín de Pueyrredón en la campaña

bonaerense.

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Carretas del Espectro Página 285

“En este tiempo y desde mucho antes, enjambres de

agente franceses estaban desparramados en el país, cuyas

personas y residencias se conocían bien por este

aventurero desleal” -dice con encono Gillespie, de

Liniers-. “Justamente contaba con ellos como cómplices,

siempre que sus servicios fueran necesarios, y aunque no

pudiera reclamar aquellas habilidades, o esa presa, sin

embargo compensaba aquellas deficiencias con una

artería sin principios y con una confianza mayor en los

recursos ajenos, que en los propios. Una vida disoluta y

los hábitos despreciables que usualmente engendran

semejantes asociaciones, lo habían hecho generalmente

conocido y quizás popular entre muchos de clase inferior.

De estos podía sacar miles que le siguiesen al campo”.

Esa noche del 9 de julio de 1806, Santiago de

Liniers pasa la noche en oración, en el santuario de la

Recoleta, rezando por el éxito de su intento de

reconquista, que se iniciará al día siguiente cuando parta

hacia la Banda Oriental.

Sábado, 10.07.1806 – 58 fieles a SMB

Tras la jura de los funcionarios, Béresford ofreció la

posibilidad de que los vecinos de Buenos Aires juraran,

voluntariamente, su fidelidad al monarca inglés. Para eso

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Carretas del Espectro Página 286

habilitó una oficina, en la calle Santo Cristo (actual 25 de

Mayo), adonde podían acercarse los vecinos desde el 10

de julio de 1806. Quien recibía los juramentos, era nuestro

conocido capitán Alexander Gillespie: “… casi todas las

tardes, después de oscurecer, uno o más ciudadanos

criollos acudían a mi casa para hacer el ofrecimiento

voluntario de su obediencia al gobierno británico y

agregar su nombre al libro, en que se había redactado

una obligación. El número llegó finalmente a cincuenta y

ocho y la mayor parte coincidían en decir que muchos

otros estaban dispuestos a seguir su ejemplo; pero se

contenían por desconfianza del futuro y no por ningún

escrúpulo político, o falta de apego a nosotros”.

De esos 58 vecinos porteños que juraron fidelidad a

Jorge III no se conservan sus nombres, al desaparecer el

libro que registraba sus nombres. Posteriormente a la

Reconquista, Liniers solicitó dicho cuaderno a Béresford

que adujo haberlo perdido en esos días en que las fuerzas

porteñas recuperaron la ciudad. Pero el libro estaba

celosamente guardado por Gillespie que lo entregó al

Foreign Office en 1810. En los archivos ingleses no se

encuentra el libro, aunque sí las cartas que obran de recibo

de la entrega del libro por Gillespie a las autoridades

británicas. El libro pudo ser retirado del archivo por el

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Carretas del Espectro Página 287

marqués de Wellesley, Ministro de RREE británico, o

destruido por el ministro Canning para no comprometer el

nombre de los juramentados.

Lo que sí es más que probable, es que los nombres

de Juan José Castelli y Cornelio Saavedra estuvieran en

ese grupo de 58 vecinos que juraron fidelidad a la corona

británica. En una nota de septiembre de 1810, Gillespie

expresa “de los seis miembros que constituyen la primera

junta revolucionaria de Buenos Aires, tres se registran en

esa lista”.

Sábado, 10.07.1806 – parte Liniers

Discretamente y sin llamar la atención, tras la noche

en oración en el santuario de la Recoleta, Santiago de

Liniers se embarcó en el puerto de Las Conchas hacia

Colonia, en la Banda Oriental (Uruguay). En las mismas

horas, Juan Martín de Pueyrredón hace lo propio y se

encontrarán en los próximos días en Montevideo.

Domingo, 11.07.1806 – confianza

“Tengo confianza en que la conducta adoptada para

con la gente aquí, tendrá como resultado el hacerles

comprender el honor, la generosidad y la humanidad del

carácter inglés…”

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Carretas del Espectro Página 288

De una carta del gobernador William Carr Béresford

a Lord Castlereagh, Secretario de Guerra británico.

Domingo, 11.07.1806 – el gran equilibrista

Por sus espías, Béresford estaba al tanto de los dos

grupos políticos que se perfilaban en la sociedad porteña:

los criollos y los españoles. Béresford planeó manipular a

ambos bandos, para sostenerse en el poder, hasta que

pudieran llegar los refuerzos británicos que avalaran los

frutos de la aventura militar que perpetraron con Popham.

Por eso, sus primeras medidas son de mantener a todos en

sus cargos, respetar las costumbres de la población y

liberar el comercio, reduciendo los derechos de aduana,

para ganarse el favor de los criollos.

En un primer momento, mientras descifraban la

actitud futura de Béresford, el grupo esperó antes de tomar

una decisión. La primera oposición a los conquistadores

provino del grupo de los españoles que veían en peligro su

cómoda posición económica. El grupo criollo mantuvo

reuniones con Béresford para que Gran Bretaña asegurase

la independencia de la colonia, a cambio de ayudar a

Inglaterra en su expedición. El miedo principal de los

criollos era que, de colaborar con los ingleses, debieran

soportar la devolución de la colonia a España (como

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Carretas del Espectro Página 289

Inglaterra había hecho con Guadalupe y Martinica, más de

una vez, tras sendos tratados de paz) y soportaran la

represalia de los españoles, una vez que éstos recuperaran

el poder. Cuando Béresford no pudo prometer el apoyo

británico (básicamente porque no tenía órdenes para eso,

porque su gobierno no había aprobado inicialmente la

operación militar), el grupo criollo dejó al gobernador

británico librado a su suerte. Algunos como Castelli o

Belgrano, en una actitud prescindente; otros, como

Pueyrredón, uniéndose a las fuerzas españolas y yendo,

directamente, al enfrentamiento militar con los invasores.

Un hecho fortuito reforzó el fracaso del coqueteo

con los criollos. Para estos días, se supo en Buenos Aires

de la muerte del primer ministro William Pitt y el desalojo

de los tories del gobierno británico; en su lugar, asumió la

oposición, los whigs, partidarios de la conquista militar,

más que de los acuerdos políticos.

Como citara Cornelio Saavedra en sus Memorias:

“Pasado el primer espanto que causó tan inopinada

irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron

sacudirse del nuevo yugo que sufrían”.

Lunes, 12.07.1806 - las andanzas de Sobremonte

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Carretas del Espectro Página 290

Tras su huida del campo de batalla, llegó a Córdoba

el marqués de Sobremonte, donde se ordenó un Te Deum

en agradecimiento por el feliz arribo a la ciudad

mediterránea. De inmediato, se puso a reclutar gente para

reconquistar la ciudad que (él todavía no sabía) había

perdido definitivamente. Lejos estaba de sospechar que

sus días como virrey estaban por llegar a su fin y que

Liniers le arrebataría la gloria.

Durante su estada en Córdoba, Sobremonte tuvo la

mala idea de interceptar la correspondencia privada que

iba de Buenos Aires a Perú para conocer la opinión que el

pueblo porteño tenía de su persona. No encontró una sola

carta en que no se lo tildara de traidor, cobarde e ignorante

en las artes de la guerra. Encolerizado amenazó a los

vecinos de Buenos Aires con la horca y la guillotina,

cuando reasumiera el poder, discursos que llegaron a la

ciudad y dispuso a los porteños a no esperar su expedición

“salvadora” para reconquistar por sí mismo la ciudad.

“Desde que se supo en Buenos Aires que venía

Sobremonte no cesaron los porteños de tomarles el pelo a

los cordobeses” -escribe el historiador Carlos Roberts. La

imagen de Sobremonte (el “virrey Tras del Monte” desde

su huida) era de mofa y burla. Las coplas populares

circularon por la ciudad tras la toma inglesa, que

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Carretas del Espectro Página 291

mostraban la gracia y la improvisación criolla que hicieron

decir a Alexander Gillespie “como en todos los países

lindantes con un estado natural, la poesía parece el genio

conductor de las clases inferiores en esta parte de

América del Sur, pues al pedírsele a cualquiera que tome

la guitarra, siempre la adaptará a estrofas improvisadas y

convenientes, con gran facilidad”.

Desde el lado inglés, la opinión sobre Sobremonte

no distaba de la de los porteños. Gillespie acierta en un

breve párrafo:

“El marqués de Sobremonte, virrey de la

provincia, había sido de los primeros en

abandonar el campo, y fue también el primero en

dejar el asiento de su dignidad y gobierno. Todas

las lenguas hablaban libremente de su conducta,

y no dudo de que su fuga precipitada dio un

golpe serio y duradero a la autoridad y al honor

de la Corona, en la estimación popular”.

Pero, la más clara de las opiniones de

Sobremonte, provienen del propio Béresford,

cuando juzga, con acertada previsión, la amenaza

de reconquista del virrey: “Si un jefe activo y

emprendedor viniera mandándolas, sin duda

podríamos hallarnos en una situación

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Carretas del Espectro Página 292

desagradable. El virrey, sin embargo, no es de

manera laguna de tal carácter y siendo

impopular frustrará, espero, en gran parte, las

disposiciones de cualquier suyo de energía y

habilidad. Fue con estas esperanzas que no hice

ninguna tentativa para apoderarme de S.E., lo

que podría haber hecho, pues viaja con toda su

familia en coches, sobre caminos casi

intransitables por las lluvias, y yo había juntado

400 caballos para montar ese número de

infantes, para con dos piezas, perseguirlo; pero

las consideraciones mencionadas me indujeron a

desistir”.

Martes, 13.07.1806 - planes de reconquista

Uno de los primeros pedidos de Béresford a los

cabildantes, fue que se cumpliera con las raciones

solicitadas para su ejército. Por motivos estratégicos,

Béresford solicitaba raciones por mayor cantidad que la

que necesitaban sus hombres. Como escribe Alexander

Gillespie:

“Para disimular nuestra debilidad se exigían

raciones más allá de las necesidades reales, pero

nuestras guardias formaban todas las mañanas y

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Carretas del Espectro Página 293

marchaban desde la plaza principal, donde a

veces se reunía mucha gente, entre la que había

oficiales disfrazados que, contando la fuerza de

cada una y estableciendo sus diferentes puestos

de servicio, fueron, naturalmente, en menos de

una semana, perfectos dueños de la relación de

nuestros efectivos, junto con los puntos más

vulnerables de la ciudad que ocupaban

respectivamente”.

Cuando la población porteña comprendió que las

fuerzas inglesas eran menores de la pensada en un primer

momento, se empezó a poner en marcha los planes

subversivos para retomar la ciudad. Tres planes operaban

simultáneamente. En primer lugar, la expedición de

Sobremonte desde Córdoba. Desde Montevideo, se estaba

preparando otra expedición, al mando del gobernador

Pascual Ruiz Huidobro. La tercera era una insurrección en

la misma ciudad, que contó con el financiamiento de

Martín de Álzaga.

Desde el 29 de junio, empezaron los planes

conspirativos en Buenos Aires. El grupo de la revuelta

urbana estaba encabezada por el ingeniero Felipe

Sentenach, Gerardo Estevé y Llac, Fornagueira, Valencia,

Franci, Esquiaga, Anzoátegui y Dozo, entre otros. Se

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armaron comisiones secretas para ir reuniendo armas,

fondos, promover la deserción de los soldados ingleses,

etc.

La labor del clero, erosionando la posición inglesa,

no se limitaba sólo a arengar a los feligreses, como

atestigua Gillespie:

“los sacerdotes, en distancia considerable,

ejercían aún los domingos todas sus facultades

para estimular a sus oyentes a tomar las armas”.

Una anécdota, revela el compromiso del clero en la

rebelión. En esos días, los ingleses habían interceptado

una manada de alpacas y vicuñas que venían del altiplano,

a Buenos Aires, como regalo de España a la Emperatriz

Josefina, la esposa de Bonaparte. Los ingleses pensaron

cambiar de mano el regalo y enviarlos al duque de York.

Hasta embarcarlo a Londres, los ingleses confiaron la

manada a un paisano, José Díaz, que todos los días entraba

y salía del Fuerte con su manada. Pero Díaz hacía algo

más que sacar a pasear al rebaño: ponía al tanto al fray

Pedro Agustín Cueli de todo lo que ocurría en el Fuerte,

amén de lograr la deserción de dos soldados ingleses,

escondiéndolos en la calera de San Francisco, en Monte

Grande.

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Carretas del Espectro Página 295

El 3 de julio se avisó a Montevideo de este

movimiento urbano y el 8 de julio se llevó una gran

reunión en casa de Martín de Álzaga, rico comerciante

vasco, uno de los principales vecinos de Buenos Aires.

En las labores de espionaje, el capitán Juan de Dios

Dozo (hombre de Álzaga) logró ingresar a la logia

masónica inglesa Southern Cross, instalada en Buenos

Aires por los oficiales del ejército invasor, donde trabó

contacto con Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla y

Juan José Castelli, criollos integrantes de la logia.

Varios planes se barajaron, sin mucho orden. Una

propuesta fue una pueblada para tomar de improviso al

ejército inglés cuando estuviera formado en la plaza,

tomando lista, degollándolos antes que tuvieran tiempo de

reaccionar. Otro plan era tomar las naves británicas

ancladas frente al Fuerte, abordándolos con botes, y

llevarlos a Montevideo. Esta última idea parece que llegó

a oídos de Béresford, a través de su red de espías locales,

pues dispuso un operativo, desembarcando tropas de

marinería, con el objeto de tomar por sorpresa a los

conjurados si intentaban desarrollar su plan esa noche,

cosa que no se hizo.

Otra idea, propuesta por el rico estanciero Martín

Rodríguez, era raptar a Béresford y sus oficiales cuando

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Carretas del Espectro Página 296

salían a pasear por Barracas, a la altura del Puente de

Burgos. Se lo hizo desistir de ese intento y se le

encomendó que juntara fuerzas con Pueyrredón. Hubo un

plan, sí, que empezó a ponerse en marcha: volar el cuartel

de la Ranchería, donde estaba establecido el Regimiento

71.

Ni la expedición de Sobremonte ni la rebelión

urbana, reconquistarían Buenos Aires. El héroe de esa

acción sería Santiago de Liniers que había elegido, con

intuición militar y política, la opción más promisoria para

sus objetivos (reconquistar la ciudad y sacarse de encima

al virrey Sobremonte): pedir la ayuda a Montevideo.

Miércoles, 14.07.1806 - Córdoba capital del virreinato

Sobremonte nombró a Córdoba como capital

provisional del Virreinato y ordenó que ninguna persona

fuera de Buenos Aires, debiera obedecer a las autoridades

de facto de la ciudad. El mismo día, llega a Montevideo

Juan Martín de Pueyrredón con sus amigos Arroyo y

Herrera para conferenciar con el gobernador Ruiz

Huidobro.

Jueves, 15.07.1806 - jura española

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Carretas del Espectro Página 297

En este día, vencía el plazo que tenían los oficiales

españoles, tomados prisioneros por los británicos, para

decidir si querían ser embarcados de regreso a Europa o

permanecer en Buenos Aires, dando su palabra de tomar

parte en la guerra. Todos optaron por esta última

alternativa, por lo que debieron presentarse cuatro veces

por semana, en la oficina del capitán Gillespie, para

testimoniar su presencia.

Jueves, 15.07.1806 - reunión conspirativa

El 15 de julio fue nombrado Sentenach como jefe de

la revolución urbana financiada por el comerciante español

Martín de Álzaga. La conspiración se puso bajo la

advocación de Nuestra Señora de la Concepción. Detrás

del apoyo de Álzaga, se adivinaba la intención de bloquear

un eventual acuerdo entre los independistas y Béresford

(todavía en búsqueda del apoyo inglés a la independencia

del Río de la Plata) y su apetencia por tomar el poder,

cuando se lograra la Reconquista. En su camino se cruzará

Liniers que contará con el apoyo criollo, el primer choque

entre dos figuras que protagonizarán la vida política

porteña de los siguientes años, paradójicamente ambos

fusilados por la Revolución de Mayo, por su fidelidad al

monarca español.

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Carretas del Espectro Página 298

También en este día, Llac recibió una carta del

gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro

comunicándole que preparaba una expedición de

reconquista que desembarcaría en el puerto de Olivos,

instándolo a tomar la ciudad si Béresford salía a batirlo y,

en el caso que así no fuera, intentara tomar los cuarteles.

Viernes, 16.07.1806 - ciudad tranquila

“Esta ciudad y alrededores aparenta no sólo

tranquilidad, sino que cada día aumenta la

satisfacción del pueblo; y de mi información

puedo afirmar que los comerciantes, y sin

distinción todo habitante no español, en mayoría,

desean permanecer bajo la protección de

S.M.B.”.

De una carta del gobernador William Carr Béresford

a Lord Castlereagh, Secretario de Guerra británico.

Viernes, 16.07.1806 - Liniers llega a Montevideo

Llegado seis días antes a Colonia, este viernes arribó

a Montevideo, Santiago de Liniers con el objeto de

entrevistarse con el gobernador Ruiz Huidobro para

ofrecerle un plan para reconquistar la ciudad de Buenos

Aires.

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Carretas del Espectro Página 299

Sábado, 17.07.1806 - llegó Pueyrredón

Proveniente de Montevideo, llegó Juan Martín de

Pueyrredón tras entrevistarse con Liniers y Ruiz Huidobro.

Llegado a San Isidro, Pueyrredón, junto a sus amigos

Arroyo y Herrera, se pusieron a la tarea de reclutar

hombres en los partidos de San Isidro, Morón, Pilar y

Luján, para colaborar en el intento de Reconquista de la

ciudad.

Sábado, 17.07.1806 - se van los fondos

Debido al mal tiempo reinante, recién el sábado 17,

al mando del capitán Donnelly pudo zarpar la Narcissus

en la que había sido embarcado, los días previos, los

tesoros reales devueltos por Sobremonte sumados a los

otros fondos incautados en la ciudad.

“Me encuentro ahora en condiciones de enviarle mi

estado de cuentas del dinero que ha sido recibido como

premio, bajo los términos de mi acuerdo con el

gobernador en ejercicio de la plaza, previo a mi entrada a

la ciudad” notifica escrupulosamente Béresford en una

nota al Secretario de Guerra británico. La suma ascendía a

1.086.208 dólares, con la deducción hecha de otros

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Carretas del Espectro Página 300

205.115 dólares, “para las exigencias del Ejército y de la

Escuadra”.

Domingo, 18.07.1806 - reunión cumbre

Se produce en Montevideo, la reunión entre

Santiago de Liniers y el gobernador Pascual Ruiz

Huidobro (“un marino muy acicalado y cuyo cuerpo

evaporaba más olores que una perfumería” según

recuerda Paul Groussac), con su junta de guerra.

Tras la caída de Buenos Aires, el Cabildo de

Montevideo declaró que el gobernador Ruiz Huidobro era

la autoridad suprema del Río de la Plata y el indicado para

encabezar el intento de reconquista de la ciudad. En esta

decisión, se deja olímpicamente de lado al virrey

Sobremonte.

Huidobro estaba en los preparativos de la expedición

reconquistadora, cuando el 10 de julio recibió una carta de

Liniers, poniéndolo al tanto de la situación de la ciudad y

ofreciendo sus servicios como militar. Con 500 hombres,

prometía, él estaba seguro de reconquistar Buenos Aires.

El gobernador lo convocó a Montevideo, para la reunión

que tenía lugar ese domingo 18.

Liniers encontró que Huidobro estaba muy avanzado

en la formación de las tropas y que, lo único que lo

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Carretas del Espectro Página 301

detenía, era el aviso de Sobremonte que estaba llegando

con sus tropas de Córdoba. Huidobro dudaba de sí esperar

al virrey, para compartir fuerzas. Liniers lo convenció de

no esperar al virrey y el gobernador, con acuerdo del

Cabildo, dispuso darle el mando de las tropas, mientras él

se quedaba a esperar el posible ataque de Popham sobre la

ciudad de la Banda Oriental.

Esta reunión destrabó los conflictos y puso a Liniers

de cara a su destino.

Lunes, 19.07.1806 – deserciones

“Habiéndose probado sin la menor duda que

muchos habitantes de esta ciudad y otros en la

campaña están poniendo en uso todo medio para

inducir a los soldados y sujetos ingleses a que

desistan de su fidelidad y deserten sus banderas

(…) cualquier habitante u otro que sea

descubierto, empeñándose en seducir así algún

soldado o sujeto inglés, será castigado

inmediatamente con pena de muerte”

Con estas palabras, el bando del gobernador de

Buenos Aires, general William Carr Béresford ponía en

evidencia el trabajo de zapa de la insurgencia porteña para

debilitar al invasor. Uno de los aliados en el intento de

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Carretas del Espectro Página 302

seducir a soldados ingleses para desertar, fue el clero,

aprovechando la existencia de muchos católicos irlandeses

en las filas británicas, muchos reclutados contra su

voluntad; además, se buscaba atraer a los mercenarios

italianos, alemanes y españoles que acompañaban a los

invasores.

Poco después de este bando, León Sanginés, oficial

de Blandengues, fue sorprendido tratando de hacer

desertar a un británico; su pena de muerte se conmutó por

prisión, la que efectuó en Inglaterra, liberado recién en

1809.

Carlos Roberts cita el caso del asesinato de un

soldado británico que había desertado, por la misma

persona que lo había inducido a desertar y que lo tenía

escondido en su casa, atemorizada de ser ajusticiada si era

descubierta su acción.

Martes, 20.07.1806 – Dios bendiga a los sudamericanos

“Acá estamos en posesión de Buenos Aires, el

mejor país del mundo, y de lo que veo de las

disposiciones de sus habitantes, no dudo que si el

gabinete accediera a sus proposiciones y lo

mandara a usted acá, que su plan tendría tanto

éxito de este lado como del otro. Trate mi amigo

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Carretas del Espectro Página 303

de venir. (…)Desearía que Ud. Estuviera acá. Me

gustan prodigiosamente los sudamericanos, Dios

los bendiga mi querido general”.

Carta de Sir Home Popham a Francisco de

Miranda

Martes, 20.07.1806 – cambios de aire

En informes a su gobierno, Béresford dice que a

mediados de julio tuvo noticias de las conspiraciones en

Buenos Aires y de que Liniers había salido

clandestinamente de la ciudad. El 20 de julio tomó

conocimiento, con gran disgusto, que su amigo

Pueyrredón estaba reclutando gente en la campaña. A fines

de julio vería como muchas familias empezaban a irse de

la ciudad y aumentar la deserción de sus tropas.

El humor estaba cambiando en la ciudad

conquistada.

Miércoles, 21.07.1806 – el túnel

Entre los tantos planes conspirativos urbanos, la

mayoría desechados por impracticables, hubo uno que

empezó a ponerse en marcha: volar el cuartel de la

Ranchería, donde estaba establecido el Regimiento 71. La

idea era excavar un túnel, desde el Colegio San Carlos,

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Carretas del Espectro Página 304

hasta llegar bajo el cuartel. Una vez allí, se minaría el

lugar y al explotar el reducto inglés, se combinaría el

atentado con el ataque de unos 500 hombres que

Pueyrredón estaba reuniendo en la quinta de Perdriel. El

propio Sentenach, disfrazado, entró al cuartel de la

Ranchería, para reconocer la disposición de los

dormitorios y estimar las medidas que debían utilizar los

excavadores. Desde los altos del café de Pedro José

Marcó, enfrente de la Ranchería, vigilaban los

movimientos de los ingleses.

El túnel comenzó a excavarse, pero el plan no se

llevó a cabo. Liniers logró disuadir a los conjurados

urbanos de posponer sus planes, por el temor de que una

acción fuera de tiempo provocará una represalia sangrienta

contra los habitantes de la ciudad. En su lugar, pidió reunir

hombres, al tiempo que él mismo pediría el apoyo de

Montevideo.

No obstante la precaución con que fueron llevadas

las obras de excavación del túnel, los ingleses ya estaban

al tanto del hecho, como lo prueba las anotaciones del

capitán Alexander Gilespie:

“Frente al cuartel del regimiento 71 había un

seminario perteneciente a la orden de San

Francisco, que con todas las casas contiguas,

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Carretas del Espectro Página 305

gradualmente se abandonaron por los

estudiantes e inquilinos. Una calle angosta

mediaba entre ambos y se cavó una mina desde el

colegio hasta el ángulo suroeste de las cuadras

de los soldados. Un muchacho tambor en una de

ellas dio cuenta a su sargento de haber sido

repetidamente molestado por un ruido durante la

noche, como si procediese de trabajadores

subterráneos. Se acudió a un expediente,

poniendo varios mosquetes, cañones para arriba,

suavemente asegurados en el suelo, sobre los que

se colocaron algunos alfileres, de modo que se

desarreglaran a la menor concusión. Una

mañana se hallaron en el suelo, mas, aunque se

ordenó una investigación, nada se descubrió,

porque la boca de la mina no pudo retrasarse;

pero el hecho se descubrió después: se trataba de

un infernal complot para hacer volar nuestros

hombres mediante treinta y seis cuñetes de

pólvora”.

Jueves, 22.07.1806 – instrucciones

“En tal inteligencia se pondrá Vuestra Señoría hoy

mismo en marcha; pues que todo está dispuesto para que

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Carretas del Espectro Página 306

no se demore un momento” rezaba las instrucciones del

gobernador Ruiz Huidobro a Santiago de Liniers, dadas el

22 de julio de 1806. “se le confirió el mando, no solo de

los quinientos hombres escogidos de la mejor tropa, y más

también se aumentó este número con el de cien de la

compañía de Migueletes que se acaba de formar en esta

Plaza, armada y uniformada en los mejores términos,

haciendo extensivo el mando en jefe de Vuestra Señoría a

las fuerzas de mar que están a las órdenes inmediatas del

Capitán de Fragata Dr. Juan Gutiérrez de la Concha y los

buques que transportan la artillería, municiones y víveres

para las tropas de la expedición”

Entre aclamaciones, la expedición sale de

Montevideo el 22 de julio, cruzando el portón de San

Pedro. Liniers viste “el brillante uniforme azul y rojo,

flordelisado de oro, de capitán de navío, y en el pecho, la

cruz de caballero de Malta; con su alta estatura, su

robusta presencia, su belleza risueña y varonil que formó

parte de su prestigio entre las muchedumbres. Saludaba,

eterno feminista, a las mujeres apiñadas en los balcones y

azoteas, anunciando la victoria que le tenía prometida

aquella voz secreta, misterioso confidente de todo

conquistador. ¡Al fin tenía su hora histórica!” describe

con orgullo su compatriota Paul Groussac.

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Carretas del Espectro Página 307

Lo que no contaban las instrucciones era la fuerte

sudestada, temporal que afectarás las operaciones militares

de los próximos días, tanto para las fuerzas invasoras

como para las de la Reconquista.

Sábado, 24.07.1806 - Lady Shore

“No había cerrado la noche cuando se nos

acercaron algunos paisanos nuestros, sobre cuyas historia

individuales se cernía mucha oscuridad” nos cuenta

Alexander Gillespie sobre unos compatriotas que se

acercaron a las tropas inglesas, la noche de la toma de

Buenos Aires. “La mayor parte eran personas poco

recomendables” los cita Carlos Roberts. “Algunos, según

se nos dijo, habían sido sobrecargos, o consignatarios,

que abusaron de la confianza en ellos depositada,

haciéndose así eternos desterrados de su país y de sus

amigos, mientras otros se componían de ambos sexos que,

por una violación de nuestras leyes, habían sido

desterrados de su protección, y cuyos crímenes, en parte

de ellos, habían sido todavía más oscurecidos en su tinte,

como perpetradores de asesinato. Estos eran algunos

culpables del delito de Juana Shore” prosigue Gillespie.

¿Qué era el delito de “Juana Shore”? Carlos Aldao,

traductor y anotador del diario de Gillespie, “Buenos Aires

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Carretas del Espectro Página 308

y el Interior” aclara: Jean Shore era la favorita del rey

Eduardo IV de Inglaterra cuya historia sirvió de base a una

tragedia escrita por Nicolas Rowe (“The Tragedy of Lady

Shore”). El eufemismo alude al crimen de adulterio.

Pero Carlos Roberts tira otra pista: “Criminales de

ambos sexos que habían llegado en la fragata Lady

Shore”. En 1797, se produjo un motín en el barco inglés

“Lady Shore” que llevaba prisioneros a la colonia penal

de Australia. Los amotinados entraron a Montevideo con

bandera francesa, pero las autoridades españolas

confiscaron el navío, apresaron a los hombres y

distribuyeron a las mujeres (alrededor de unas setenta)

entre las familias de ambas orillas del Plata. Algunas

cayeron en la prostitución, pero otras lograron afincarse en

estas tierras, como Mary Clarck (“Doña Clara, la inglesa”)

quien se casó con el capitán Taylor y, en 1810, abrió el

primer hotel de Buenos Aires, en la actual 25 de Mayo,

entre Corrientes y Sarmiento.

“Quienes nunca hayan salido de su tierra para una

región lejana del mundo, no pueden tener sino débil idea

de los nobles sentimientos inspirados por la

consanguinidad nacional. Cada ser brotado de ella, con

quien nos encontramos, parece que mereciese no

solamente nuestra atención sino nuestra amistad; los

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Carretas del Espectro Página 309

errores se borran y lo estrechamos contra nuestro pecho.

Todos los de esa lista, exceptuando una sola mujer

disoluta, fueron colocados en empleos decentes y se

condujeron bien y todos compitieron en buenos oficios

para nosotros. Los servicios parciales de algunos pocos

para nuestros desamparados soldados, mientras

estuvieron prisioneros, expiaron muchos grandes

pecados” los recuerda Gillespie.

Mal mirados por la clase acomodada porteña, los

desterrados británicos eran, sin embargo, bien recibidos

por el pueblo, porque se habían convertido al catolicismo

para adaptarse a su nueva tierra del exilio. “Las clases

superiores señalaban este grupo con execración -atestigua

Gillespie- pero el populacho los recibía como campeones

de la causa católica, por haber librado al mundo de tantos

herejes abominables, mientras la iglesia los recibía como

preciosos elegidos en sus campañas espirituales, y como

súbditos convenientes para sus absoluciones impías y

expiatorias”.

Lunes, 26.07.1806 - bando de los esclavos

Cuando los ingleses tomaron la ciudad, los negros

esclavos porteños creyeron que había llegado su hora para

la libertad y comenzaron a sublevarse en masa.

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Carretas del Espectro Página 310

Pueyrredón (entonces coqueteando con los ingleses) le

pidió a Béresford que tomara medidas, para reestablecer el

“orden”. El gobernador inglés dictó un bando en la que

informaba “que habiéndose notado en la ciudad que los

negros y mulatos esclavos, después de tomada la plaza

han pretendido y pretenden sacudir la subordinación a

que por su estado están ligados, faltando a la obediencia

que deben a sus respectivos amos, y negándose a todos

aquellos ejercicios, en que por su constitución han sido

empleados hoy; se le haga entender que permanecen en el

mismo estado en que estaban, sin variación alguna, que

deben estar sujetos a su amos, obedecerles en un todo con

absoluta subordinación, y no andar ociosos por las calles,

bajo la más rigurosas penas que tenga a bien imponer el

Exmo. Señor Mayor general británico”.

El bando aprovechaba para exigir la apertura de

pulperías, tiendas y almacenes que habían cerrado por la

inseguridad que se vivía en la ciudad, con la promesa

británica de que se impondría una férrea vigilancia. Para

los negros esclavos de Buenos Aires, la invasión británica

no representaba ningún cambio en su estado.

Martes, 27.07.1806 – concierto en la Alameda

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Carretas del Espectro Página 311

Ya con el aire enrarecido y con las noticias de que se

estaba preparando la resistencia a la invasión, Béresford

presenció el concierto de la banda de gaiteros del

Regimiento 71, junto a sus oficiales, en el Paseo de la

Alameda (la costa del río, hoy Leandro N. Alem – Paseo

Colón).

Eran habituales, a la tarde, los conciertos de la banda

del regimiento 71 de Highlanders en el paseo de la

Alameda, oportunidad que las damas más requeridas de la

ciudad (como las Marcó del Pont, Escalada o Sarratea)

paseaban del brazo con .los oficiales británicos, para

delicia de los chismosos porteños. Fueron tan populares

esos conciertos que su director fue requerido como

maestro de música por las familias más acomodadas de la

ciudad.

“Tal era la pasión femenina por la música, que el

maestro de banda del regimiento 71 fue invitado a

convertirse en profesor, muchas discípulas acudieron a él,

y como era excelente compositor, sus pequeñas

composiciones se compraban inmediatamente” -anota

Alexander Gillespie-. “Hicieron todo lo posible para

retenerlo después que nos enviaron al interior, sin

lograrlo; pero amasó dinero suficiente para asegurarle

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Carretas del Espectro Página 312

comodidades mientras estuvo prisionero en aquel

continente”.

Pola Suárez Urtubey señala que, no obstante este

interés, había profesores de música en la Buenos Aires

colonial. Enumera a don Víctor de la Prada quien se

destacaba en la flauta traversa y clarinete, Carlos Neuhaus

(violinista húngaro) y David C. De Forest norteamericano,

quien vivía en la casa de Bernardino Rivadavia y fue

corneta del cuerpo de Húsares de Pueyrredón.

Miércoles, 28.07.1806 – en una chacra en las afueras de

Buenos Aires

“Más o menos del día 20 de julio supe también que

algunas personas, que por la Capitulación se habían

convertido en súbditos británicos, habían abandonado la

ciudad y estaban reuniendo tropas” escribió Béresford.

Por estos días, Juan Martín de Pueyrredón y el

comandante de Blandengues Antonio de Olavarría estaban

reclutando gente en la campaña bonaerense, para apoyar a

las fuerzas de Liniers que venían en camino.

“Había un Pueyrredón, una persona que con

frecuencia había estado conmigo, uno de los más

encumbrados, tanto en honor como en fortuna, que estaba

dispuesto a utilizar lo primero y sacrificar lo último para

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Carretas del Espectro Página 313

lograr su objetivo” escribe con despecho Béresford.

Pueyrredón, perteneciente al partido criollo de la

independencia, había tanteado la posibilidad de que la

aventura inglesa desembocara en una emancipación

asistida por los británicos. Cuando comprendió que

Béresford no tenía órdenes para asegurar esa alternativa,

se puso en el bando de la Reconquista.

Desde su regreso de Montevideo, Pueyrredón reclutó

caballadas y hombres de los partidos de San Isidro, Pilar,

Luján y Morón. Contó también con el apoyo de los

caciques más cercanos que pusieron a su disposición las

indiadas para pelearles a los ingleses.

En principio, acumuló sus fuerzas en Luján, pero el

28 de julio marchó a las Chacras de Perdriel (actual

partido de San Martín, cerca de Campo de Mayo) la

estancia de don Domingo Belgrano, padre de Manuel (en

esa estancia nacería, años después, José Hernández, el

autor del “Martín Fierro”, hoy un museo), punto más

cercano a la ciudad.

Jueves, 29.07.1806 – ejercicios militares

Tal vez como parte de una campaña psicológica,

Béresford comandó los ejercicios militares que se

realizaron en la fecha. Partieron del cuartel de la

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Carretas del Espectro Página 314

Ranchería, 600 ingleses en formación hacia la Recoleta y

luego, hacia los corrales de Miserere (la actual Plaza

Once), terminando la tarde con una parada militar en la

Plaza Mayor.

Justamente, en el amanecer de ese día, el Encounter

había divisado una flotilla de cañoneras en las cercanías

del puerto de Colonia. La flota, al mando de Gutiérrez de

la Concha atacaron al bergantín inglés que aprovechó el

viento para escapar, si bien con algunas averías, de los

barcos enemigos.

Ese mismo día, también, llegó Santiago de Liniers a

Colonia, dos días antes que sus tropas, retrasadas por la

fuerte sudestada.

Sábado, 31.07.1806 – la víspera de Perdriel

Béresford obtuvo de sus espías, la información de

que se estaban reclutando las milicias, en la noche del 31

de julio, “en un punto que se llamaba Perdriel”. Esa

noche, tras concurrir a un concierto en el Teatro de la

Comedia, se puso al frente de poco más de 500 hombres

del regimiento 71, 50 infantes de Santa Elena y 6 piezas de

artillería y salió al encuentro de los conjurados.

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Carretas del Espectro Página 315

Epílogo

La Reconquista de Buenos Aires tuvo inicio y

conclusión en la Villa de Luján. De allí salieron las tropas

de voluntarios juntados por Juan Martín de Pueyrredón

para pelear a los ingleses en Perdriel. Y allí recalaron

vencidos el general Carr Béresford y varios de sus

oficiales, entre ellos el coronel Pack, jefe del 71

Regimiento de rifleros escoceses. Confinados en los altos

del Cabildo, en 1807 ambos son remitidos a Catamarca

ante la inminencia de una segunda invasión británica. Pero

al llegar cerca de Pergamino aparecen los señores

Saturnino Rodríguez Peña y Aniceto Padilla, quienes

arguyen órdenes verbales de Liniers para que les sean

entregados los prisioneros. Así se hizo. Y todos huyeron.

Rodríguez Peña y Padilla se radicarán en Río de Janeiro

con pensión vitalicia de 300 libras anuales, giradas por la

corona inglesa.

Recapitulando antes de avanzar con los relatos, en el

Combate de Perdriel, librado el 1 de agosto de 1806 a 20

km de la ciudad de Buenos Aires, las tropas británicas

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vencieron y dispersaron a una pequeña división de

voluntarios de milicias, inferior en número, armamento,

organización y entrenamiento. Sin embargo, al ser

incapaces de eliminar por completo las fuerzas reunidas en

la campaña, estos no pudieron evitar su reunión con el

ejército que al mando de Santiago de Liniers

reconquistaría la ciudad pocos días después, el 12 de

agosto de 1806, poniendo fin a la primera invasión inglesa

al Río de la Plata.

Como antecedentes a estos hechos, dice el coronel

José Melián en sus Apuntes Históricos:

“Pronto encontramos un caudillo. Don Juan

Martín de Pueyrredón nos pasó la palabra, que

al instante halló eco en todos nuestros amigos.

Nos alistamos más de 300 que debíamos

reunirnos armados en un día dado en la

Chacarita de los Colegiales. Desde allí nos sería

fácil conmover la campaña”.

Mientras tanto, en el periodo que va del 9 al 17 de

julio, en Montevideo, comisionado secretamente por el

cabildo de Buenos Aires, el 9 de julio Pueyrredón pasó a

la Banda Oriental junto a su socio y amigo Manuel Andrés

Arroyo y Pinedo y a Diego Herrera. Allí llegó el día 14 y

se reunió con su gobernador Pascual Ruiz Huidobro,

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sumándose luego el capitán de navío Santiago de Liniers

quien arribó el día 16.

Ese mismo día Pueyrredón recibió el encargo de

volver a Buenos Aires para organizar fuerzas voluntarias

de apoyo, además de juntar caballadas y víveres para la

fuerza principal que partiría de Montevideo al mando de

Liniers. El 17 regresó con Arroyo y Diego Herrera y tras

desembarcar en San Isidro con la ayuda principal de

Herrera, encaró su misión de levantar la campaña.

Por su vez, la Villa del Luján fue el centro de

reunión elegido. Y en el periodo que va del 18 al 30 de

julio, allí convergieron también las fuerzas de

Blandengues de los fuertes de Chascomús, Salto, Rojas y

Luján y de paisanos y peones de San Isidro, Pilar, Morón,

Navarro, Exaltación de la Cruz, y otras poblaciones de la

zona.

El comandante Antonio de Olavarría, responsable

del regimiento de Blandengues, marchó a unirse junto a

Pueyrredón con sus hombres y dos pedreros de a 2 traídos

de los fortines de la frontera. Muchos de aquellos paisanos

respondían a caudillos o hacendados de quienes eran

clientes. Pero en ese momento era Pueyrredón quien

asistía a sus milicianos con sus propios recursos y con los

suministrados por el asturiano Diego Álvarez Barragaña,

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cubriendo los jornales de 4 y medio reales con que se los

compensaba por el trabajo perdido.

El propio capitán Manuel Luciano Martínez de

Fontes mencionaría tiempo después que reunió y costeó

una fuerza de 200 hombres que llevó a Luján para

entregarlos al comandante Olavarría, montando muchos en

caballos de su propiedad.

Como no tenían un uniforme en común, el cura

párroco de la villa, presbítero Vicente Montes Carballo les

proveyó de cintas celestes y blancas de treinta y ocho

centímetros de largo (colores y altura de la virgen

respectivamente), que desde ese entonces les servirían

como elemento de identificación.

El día 28 la fuerza de apoyo salió de Luján con 800

hombres siguiendo por el Camino Real y, tras cruzar el río

Las Conchas (Río Reconquista), se dirigieron rumbo a la

Cañada de Morón. De allí siguieron entonces a la Chacra

de Perdriel, en la actual localidad de Villa Ballester Oeste,

Partido de General San Martín y propiedad entonces de

Domingo Belgrano, padre de Manuel Belgrano, secretario

del Consulado y futuro general patriota, a quien le había

sido alquilada a esos efectos por Martín de Álzaga.

Al anochecer del 31 de julio de 1806 llegaban a

Perdriel alrededor de 1050 hombres, al sumarse las fuerzas

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del hacendado Martín Rodríguez. Allí habían ido

sumándose en pequeños grupos los 900 hombres

reclutados en Buenos Aires a las órdenes de Juan Trigo y

Feijoó.

Estratégicamente Perdriel había sido elegido como

campamento por su posición trascendental, ya que estaba

ubicada a cerca de 20 km al oeste noroeste de Buenos

Aires, pero también de Olivos (13 km) y de Las Conchas

(15 km), que eran los lugares donde Liniers podía

desembarcar.

No obstante el sitio elegido presentaba desventajas:

“…nuestro punto de reunión no fue bien elegido,

pues a tan corta distancia de la ciudad era muy

fácil sorprendernos. Béresford no tenía

caballería. Si nos hubiéramos situado en la

Cañada de Morón o en el Puente de Márquez,

podíamos haber juntado más de 1000 paisanos.

Entonces sin atacar de frente a los ingleses, a

fuerza de amagos y escaramuzas, los habríamos

fatigado, hécholes quemar sus municiones; y

estando cortados, sin retirada, habría quedado

en nuestro poder el coronel Pack con sus

tropas”.

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Carretas del Espectro Página 320

Confiando en no haber sido detectados y contando

con días para el arribo de Liniers y el inicio de la campaña,

los hombres recibieron permiso para ausentarse y muchos

se dirigieron a la ciudad. De los restantes, sólo unas pocas

decenas contaban con armas de fuego.

El entrenamiento y organización de las milicias era

prácticamente inexistente. Los voluntarios respondían

fundamentalmente a su caudillo y se carecía de oficiales y

suboficiales que los dirigieran. Incluso el mando superior

era confuso: si bien Juan Martín de Pueyrredón contaba

con el encargo del Cabildo y el mandato de Huidobro, no

tenía jerarquía militar alguna, mientras que Olavarría era

militar de carrera y comandaba a las únicas tropas

veteranas, que por otra parte constituían hasta el momento

el grueso de la división. Esto se tradujo en la división de

hecho de las fuerzas. Mientras los voluntarios de

Pueyrredón permanecían acantonados en el casco de la

chacra, las fuerzas de Olavarría permanecieron separadas

al noroeste de la posición, cercanos al río de las Conchas y

en lo que sería la retaguardia ante un avance británico

desde Buenos Aires.

Pero finalmente llegó el día del ataque (1 de agosto).

Desde mediados de julio el comandante inglés William

Carr Béresford sabía que se conspiraba, y desde el 20 de

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Carretas del Espectro Página 321

ese mes que Pueyrredón reunía voluntarios en la campaña.

Esa misma noche del 31 de julio, mientras disfrutaba con

sus oficiales de una función en el Teatro de la Comedia,

recibió informes confirmando la reunión de tropas en

Perdriel. Dispuso de inmediato que parte de las fuerzas

quedaran acuarteladas en estado de alerta y otras, al

mando del coronel Denis Pack, jefe del regimiento 71

Highlanders, se aprestaran a marchar.

Sobre el futuro de los principales personajes de esta

historia, nombramos primero la destitución de

Sobremonte, ya que el 14 de agosto de 1806 un Cabildo

Abierto en Buenos Aires había quitado al virrey el mando

militar de la ciudad. Sobremonte, quien entonces viajaba a

Buenos Aires junto con tropas reclutadas desde Córdoba,

se vio en la necesidad de recibir una comisión enviada a

convencerlo de no entrar en la ciudad. Finalmente aceptó

el virrey delegar el mando de las fuerzas de la capital en

Liniers y el mando político de la ciudad en la Audiencia,

trasladándose las tropas cordobesas a Montevideo.

El 12 de octubre llegó a esa ciudad, pero recibió un

rechazo general, por esa razón instaló su campamento con

las fuerzas que había llevado en las Piedras, a cuatro

leguas de Montevideo.

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Carretas del Espectro Página 322

Sobreponiéndose las fechas, es 12 de agosto se

rindieron en Buenos Aires las fuerzas inglesas de la

primera invasión al mando del general Béresford, ante el

comandante de las Fuerzas Patriotas, el capitán de navío

Santiago Liniers y Brémond.

La Reconquista de Buenos Aires. William Carr Béresford entregó su espada a Santiago

de Liniers.

Fueron un poco más de 1500 oficiales, suboficiales y

soldados, además de unas 60 mujeres y niños que

acompañaban la expedición. Entre ellos un general, varios

jefes de regimiento, oficiales antiguos y de rango,

músicos, banderas, banderolas de regimiento y guiones.

No en tanto, la flota naval inglesa al comando del

contralmirante Sir Home Riggs Popham se retiró de

Ensenada sin presentar combate, abandonando a su suerte

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Carretas del Espectro Página 323

a los derrotados soldados ingleses ya “prisioneros de

guerra”.

Ya considerados prisioneros, los oficiales y tropa

reciben sus sueldos normalmente, pagos por las

autoridades de Buenos Aires y, durante los primeros

tiempos que viven en la ciudad de Buenos Aires, fueron

alojados en el Fuerte, en la “Ranchería” fuera del fuerte, y

en los cuarteles abandonados de la ciudad. No en tanto, los

oficiales se alojaron en casas de familias importantes,

comiendo en las posadas y pulperías de la ciudad.

Con respecto a los heridos ingleses, algunos, los

menos lesionados, se encontraban alojados en casas de

familia bajo atención médica, mientras que los más fueron

enviados para el Hospital Belén, quien fuera creado para

estos fines, donde llegaron a estar hospitalizados 37

ingleses. Dicho nosocomio estaba bajo la dirección del

Fray José Vicente, de San Nicolás, el enfermero mayor

Fray Blas, de Dolores, y como secretario y ayudante el

Fray José, del Carmen.

No obstante, ante las noticias previas y

posteriormente confirmadas de una nueva invasión inglesa

a Maldonado (en la Banda Oriental), el Cabildo de Buenos

Aires le ordena a Liniers que providencie el traslado y la

internación de la totalidad de los prisioneros. Muchos de

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Carretas del Espectro Página 324

ellos ya se encontraban detenidos en los fortines de

campaña, como la Guardia de Salto, Rojas, San Antonio

de Areco, Villa de Luján y otros más.

Por consiguiente, se decide internar bajo fuerte

custodia a 500 de los prisioneros en los fortines del oeste,

a otros 500 a los del norte, y 500 prisioneros más en los

del litoral y Misiones, todos a cargo de los Húsares de

Puyrredón.

Cabe mencionar que los principales jefes ingleses ya

se encontraban encarcelados en la Villa de Luján gozando

de amplias facilidades y consideraciones, cuando fueron

entonces destinados a Catamarca de forma urgente, al

recibir los integrantes del Cabildo bonaerense el informe

de que Montevideo estaba en manos inglesas.

Por consiguiente, el 10 de febrero de 1807 se da

inicio a la marcha a caballo desde dicha Villa a los

siguientes prisioneros: el general Béresford; al jefe del

Regimiento 71, coronel Dennis Pack; el capitán y asistente

Robert W. Patrick, al mayor de brigada Alexander Forbes;

al capitán de Dragones y edecán del general, Roberth

Arbutnot; al teniente Alexander Mac Donald de la Real

Artillería; al teniente Edgard L´Estrange del Regimiento

71; y al cirujano Santiago Evans también del 71.

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Carretas del Espectro Página 325

A cargo de la custodia de estos, es designado el

capitán de Blandengues Manuel Luciano Martínez de

Fontes, destinado al fuerte de Rojas, quien debió

presentarse en Luján dos días antes, y allí le fue impuesta

la misión por el oidor del Cabildo de Buenos Aires, Juan

Bazo y Berry, acompañado por el teniente de infantería

Pedro Andrés García, quienes se habían dislocado a Luján

para entregar las dictámenes del traslado de los prisioneros

quienes fueron custodiados por 18 hombres y el tropero

Manuel Álvarez, con órdenes directas de proveer carne a

la escolta y a los prisioneros. El general inglés sería

transportado en una sopanda.

Dicha custodia cesaría en el paraje conocido como

“La Encrucijada”, donde comenzaba el camino que

conducía hacia Catamarca, destino final de los prisioneros.

Allí debían entregar los ingleses a otra escolta que sería

enviada especialmente desde Córdoba, para su cuidado y

vigilancia hasta Catamarca. En ese momento, el capitán

Martínez debería requerir del oficial a cargo de la nueva

custodia, la entrega de un recibo con la cantidad de

prisioneros constando en el mismo el nombre de cada uno

de ellos.

El día 12 de febrero los baqueanos eligen acampar

en la estancia de los Padres Betlemitas, próxima a

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Carretas del Espectro Página 326

Arrecifes, a unas 40 leguas de Buenos Aires. Desde allí el

capitán Martínez oficia al gobernador de Córdoba,

Victorino Rodríguez para que prepare todo lo atinente para

que los prisioneros ingleses continúen su camino hasta

Catamarca. En el oficio explicaba que el equipaje de los

ingleses iba acomodado en siete carretas con sus peones,

otra con galleta y además una sopanda con cajones y para

uso del general inglés. Informaba aun, que los oficiales

ingleses eran 8, acompañados por 4 mujeres con dos niños

y quince criados.

El 16 llegaron Saturnino José Rodríguez Peña y

Manuel Aniceto Padilla a la estancia de los curas

Betlemitas, acompañados por los soldados Machuca y

Medina del Batallón de los Cuatro Reinos de Andalucía

participantes de la reconquista de Buenos Aires.

Como acotación extra, se menciona que la hermana

del capitán de Blandengues Manuel Luciano Martínez de

Fontes, María Magdalena, estaba casada con Juan Ignacio

Rodríguez Peña, hermano del mencionado Saturnino J.

Rodríguez Peña. Este vínculo familiar estaba acrecentado

porque Manuel Luciano se había casado con María de la

Concepción Amores, hermana de Gertrudis Amores, quien

se había casado a su vez con Saturnino José Rodríguez

Peña.

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Carretas del Espectro Página 327

Pues bien, al llegar, estos manifestaron que debían

entregar una carta de Liniers al general Béresford, y que le

tenía que transmitir al capitán Manuel Luciano una orden

verbal impartida por Liniers y por el Cabildo de Buenos

Aires, que decía “que debía entregar bajo custodia al

general inglés y a otro oficial prisionero”, con la finalidad

de trasladarlos a Buenos Aires, que así lo exigían “razones

de servicio, el bien del monarca español y los intereses de

la Patria”.

Comunicado esto último, el general inglés eligió que

lo acompañase su amigo y futuro cuñado, el coronel

Dennis Pack, a la vez que se le informó al capitán Manuel

Luciano que este debía esperar con sus custodios en la

estancia de Fontezuelas durante siete días, que allí

recibiría nuevas órdenes.

A los seis días este recibió una carta de Saturnino

Rodríguez, en la que le avisaba que al llegar a Buenos

Aires, encontraron tan mal la situación, que debieron

viajar con los oficiales ingleses a Montevideo. Fue

entonces que el capitán Martínez de Fontes advirtió que

había sido víctima de una trampa. A seguir, el capitán se

presentó detenido el día 8 de marzo ante el teniente

Mariano Gazcón, quien lo condujo arrestado a sus órdenes

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Carretas del Espectro Página 328

hasta Buenos Aires, donde fue entregado a las autoridades

locales.

Al enterarse de la “fuga y traición”, la clase media y

baja que había sido la que formara el principal núcleo de

las fuerzas de reconquista, quedó contrariada e irritada con

los oficiales ingleses que se habían fugado. Estos mismos

hombres habían dado su pala de honor de “No” escaparse,

ni volver a tomar las armas contra la ciudad, el virreinato

del Rio de la Plata y de España. No aceptaban que al

haberse dado todo tipo de facilidades y libertades bajo su

palabra de honor, estos demostraron ser los caballeros que

no eran.

El proceso final a los verdaderos culpable, lo inicia

el Fiscal Caspe el 6 de diciembre de 1808, encontrándose

algunos de ellos prófugos. De cualquier manera, ha

quedado la duda, si la orden que transmitió Saturnino José

Rodríguez Peña al capitán Martínez de Fontes fue una

orden verdadera o falsa, dado los intachables antecedentes

del secretario privado de Liniers, Saturnino Rodríguez

Peña y del Secretario privado de Martín Álzaga, Juan de

Dios Dozo.

En todo caso, los tres principales involucrados

fueron embarcados el día 8 de septiembre de 1807 desde

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Carretas del Espectro Página 329

Montevideo hacia Rio de Janeiro en un navío de guerra

inglés enviado por británico almirante Murray para tal fin.

Como premio por la organización y fuga del general

Béresford y del coronel Dennis Pack, y por su actitud a

favor de Gran Bretaña, Saturnino José Rodríguez Peña,

Manuel Aniceto Padilla y Antonio Luis de Lima -patrón

de la balandra portuguesa “Flor del Cabo”-, fueron

gratificados con una pensión de trescientas libras anuales

hasta su muerte.

Ha quedado pendiente hasta el momento la

información referente al destino que se dio al Tesoro

confiscado. Y sobre él, retrocediendo algunos meses, el

día 17 de septiembre el capitán Donelly finalmente lo

desembarcó en Portsmuth en ocho carros de tiro. Cada uno

de ellos con seis caballos de tiro adornados con banderas,

penachos y cintas azules. Allí fue acompañado por la

banda militar del apostadero y una escuadra de marineros

de Pophan, con uniformes rojos y el capitán sentado

sonriente en uno de los carros.

El día 20 del mismo mes llegaron a las afueras de

Londres, y el tesoro desfiló por las calles de la ciudad. En

ese momento, los “Voluntarios Leales Británicos” bajo las

órdenes del coronel Prescot, escoltaron el tesoro y sobre

las banderas estaba escrita la palabra “Tesoro”.

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Carretas del Espectro Página 330

Cerraban la columna los “Voluntarios de Claphan” y

una excelente banda británica tocaba “Dios Salve al Rey”

y “Rule Britannia”. Pararon entonces en la casa del

coronel Davidson cuya señora ofreció cintas con letras de

oro que decían: “Buenos Aires - Pophan - Béresford -

Victória”. Finalmente el tesoro llegó al Banco de Londres

donde más de dos millones de dólares de aquellos tiempos,

fueron depositados.

En definitiva, el gobierno inglés, dado el éxito de la

expedición, la autoriza post facto y sus bucaneros son

aplaudidos como héroes del imperio.

Pero todo eso ocurrió dos meses después que parte

de aquel tesoro fuera embarcado en Buenos Aires, y

mientras tanto ellos aún no sabían en Inglaterra que aquel

baluarte territorial había sido perdido.

Con respecto a aquella parte del tesoro que había

sido tan bien escondida, nada se sabe de aquellas 29 barras

de plata en el valor de cuarenta y tantos mil pesos que

escaparon a la diligencia de los invasores. Hemos

investigado si existe algún otro documento que hable

sobre el particular pero no hemos hallado ningún rastro

hasta el momento.

En verdad, el expediente de su búsqueda se inicia

con un pedido de informe a Manuel de la Piedra para que

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Carretas del Espectro Página 331

identifique la cantidad exacta de barras de plata y cajones

con plata sellada que los ingleses desenterraron de las

lagunas y pozos de Los Leones. De la Piedra aduce que él

no sabe con exactitud y que sus dependientes tampoco.

En un otro informe solicitado a Valentín Olivares,

Alguacil Mayor de la Villa de Luján, sobre el particular,

éste dice que los ingleses se llevaron 75 barras de plata y

36 cajones de plata sellada de a dos mil pesos cajón y que

dejaron de buscar por no poder hallar más el restante de

los caudales. Por lo tanto, además de las 29 barras de

plata, les falto desenterrar 6 cajones de plata sellada que

nada dicen los informes presentados.

En definitiva, parece que parte del tesoro de

Sobremonte fue enterrado a unos 130 km. al Noroeste de

Buenos Aires, en pozos y lagunas que forman el

nacimiento del actual río Luján (en el partido de

Suipacha), y no encontrado por los ingleses que, cansados

éstos de buscar dejaron unas 29 barras de plata y 6 cajones

de plata sellada; las que suponemos volvieron a la capital,

y, guardadas por celosas manos, sirvieron para financiar

los futuros movimientos independentistas de la República

Argentina; aunque no hemos encontrado indicios

documentados de ello.

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Carretas del Espectro Página 332

Biografías

Azopardo, Mercedes G. (bisnieta) (1961) Coronel de Marina

Juan Bautista Azopardo Serie C Biografías Navales Argentinas

Nº 3. Capítulo I. Invasiones Inglesas. pág. 20-21 .Secretaria de

Estado de Marina, Subsecretaria, Departamento de Estudios

Históricos Navales.

Martínez de Fontes y la fuga del General Béresford. Pág. 88.

Escrito por Oscar Tavani Pérez Colman, Oscar Ricardo Tavani.

Publicado por Editorial Dunken, 2005

Junta Departamental de Colonia - Segunda Invasión Inglesa

(1807)

http://www.lagazeta.com.ar/robo.htm - EL ROBO Y LA

TRAICIÓN DE LA INVASIONES INGLESAS - 1806/1807]

Emilse y Marta Echeverría. 2006. ¿Dónde descansan los

muertos británicos? Invasiones Inglesas 1806-1807.

Jorge A. Bossio. “Historia de las Pulperías”. Archivo General

de la Nación (en adelante AGN), División Colonia, Sección

Gobierno. Cabildo de Buenos Aires. Archivo. Sala 9 19-5-5,

Fojas 670 en adelante. Dpto. Documentos Escritos del Archivo

General de la Nación.

Scenna, Miguel Ángel. Las brevas maduras. Memorial de la

Patria, Tomo I, Ed. La Bastilla, Bs. As., 1984.

Garzón, Rafael. Sobremonte, Córdoba y las invasiones

inglesas, Ed. Corregidor Austral, Córdoba, 2000.

Page 333: Carretas del Espectro

Carretas del Espectro Página 333

Bischoff, Efraín, Historia de Córdoba, Ed. Plus Ultra, Bs. As.,

1989.

Roberts, Carlos, Las invasiones inglesas, Ed. Emecé, Bs. As.,

1999.

Ruiz Moreno, Isidoro J., Campañas militares argentinas,

Tomos I y II, Ed. Emecé, Bs. As., 2004-2006.

Lozier Almazán, Bernardo, Martín de Álzaga, Ed. Ciudad

Argentina, Bs. As., 1998.

Wiñazki, Miguel. “Sobremonte. Una historia de Codicia

Argentina”. Ed. Sudaméricana. Bs. As. 2001

Crónica Histórica Argentina. Tomo I, Ed. CODEX, Bs. As.,

1968.

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lieutenant general Whitelocke — London, 1808;—2vol.

www.lagazeta.com.ar/robo.htm

www.lujanet.com.ar/detmus.htm

conocelujan.blogspot.com

www.taringa.net

http://www.revistacontratiempo.com.ar/alonso_tesoro_sobremo

nte

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Carretas del Espectro Página 334

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Nombre: Carlos Guillermo Basáñez Delfante

País de origen: República Oriental del Uruguay

Fecha de nacimiento: 10 de Febrero de 1949

Ciudad: Montevideo

Nivel educacional: Cursó primer nivel escolar y secundario

en el Instituto Sagrado Corazón.

Efectuó preparatorio de Notariado en el

Instituto Nocturno de Montevideo y dio

inicio a estudios universitarios en la

Facultad de Derecho en Uruguay.

Participó de diversos cursos técnicos y

seminarios en Argentina, Brasil, México

y Estados Unidos.

Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico &

Cia, donde se retiró como Vicepresidente

de Ventas y Distribución, y

posteriormente, 15 años en su propia

empresa. Realizó para Pepsico

consultoría de mercadeo y planificación

en los mercados de México, Canadá,

República Checa y Polonia.

Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil,

donde vivió en las ciudades de Río de

Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente

mantiene residencia fija en Porto Alegre

(Brasil) y ocasionalmente permanece

algunos meses al año en Buenos Aires

(Rep. Argentina) y en Montevideo

(Uruguay).

Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de

Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el

“Manual de Entrenamiento para

Vendedores” en 1984, confeccionó el

“Guía Práctico para Gerentes” en 3

volúmenes en el año 1989. Concibió el

“Guía Sistematizado para Administración

Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender

con Éxito” en 2006. Obras concebidas en

portugués y para uso interno de la

empresa y sus asociados.

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Carretas del Espectro Página 335

Obras en Español: Principios Básicos del Arte de Vender –

2007

Poemas del Pensamiento – 2007

Cuentos del Cotidiano – 2007

La Tía Cora y otros Cuentos – 2008

Anécdotas de la Vida – 2008

La Vida Como Ella Es – 2008

Flashes Mundanos – 2008

Nimiedades Insólitas – 2009

Crónicas del Blog – 2009

Corazones en Conflicto – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. II – 2009

Con un Poco de Humor - 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. III – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. IV – 2009

Humor… una expresión de regocijo -

2010

Risa… Un Remedio Infalible – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. V – 2010

Fobias Entre Delirios – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VI – 2010

Aguardando el Doctor Garrido – 2010

El Velorio de Nicanor – 2010

La Verdadera Historia de Pulgarcito -

2010

Misterios en Piedras Verdes - 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VII – 2010

Una Flor Blanca en el Cardal - 2011

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. VIII – 2011

¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? -

2011

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. IX – 2011

Los Cuentos de Neiva, la Peluquera -

2012

El Viaje Hacia el Real de San Felipe -

2012

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Carretas del Espectro Página 336

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. X – 2012

Logogrifos en el vagón del The Ghan -

2012

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas

Vol. XI – 2012

El Sagaz Teniente Alférez José

Cavalheiro Leite - 2012

El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013

Carretas del Espectro - 2013

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