ciencia vs religion (creo)
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Problemas Fundamentales de la Ciencia
A Parte Rei 47, Septiembre 2006
Dos breves ensayos sobre los problemas fundamentales de la Ciencia
Héctor Martínez Sanz
I. El conflicto entre ciencia y religión
A día de hoy, vivimos una época escandalizada con la religión, la
teología y todo lo que huela, mínimamente a lo trascendente. El recién
acabado siglo XX ha sido el escenario de los últimos coletazos de las
ortodoxias religiosas cristianas. Decir hoy, reconocerse como religioso,
supone algo así como reconocerse manipulado, alienado y momificado
en el tiempo. Una reacción que viene manifiestamente provocada por
tres factores: el profundo resentimiento antieclesiástico, la manida idea
de la oposición entre progresismo y conservadurismo, y la
recuperación de una razón ilustrada y la confianza moderna en ésta,
que ya no necesita de la hipótesis de Dios para la explicación científica
del mundo natural –como asegurara Laplace. Secundariamente, la
eclosión de las políticas sociales y de izquierdas, socialistas y
comunistas, son un ingrediente que dio y da sabor al caldo cocinado. al
fin y al cabo, en la mayoría de los casos, la lucha contra la ortodoxia
religiosa, no ha sido más que una batalla por el trono del poder y el
gobierno social.
¿Ocurre lo mismo en la ciencia? ¿Puede hablarse de alineación con la
religión, como si fuera ésta opio para la ciencia, o es por el contrario el
estimulante y madre paridora de la segunda? ¿Existe esa batalla entre
el progresismo y conservadurismo?
Esto es, la cuestión que se nos plantea sugiere la discusión sobre la
recursiva imagen de “guerra”, “lucha” o “conflicto” entre ciencia y
religión, tal como ante el poder y la cultura manifiesta la historia. Quiero
decir, ¿es viable sostener la tesis del conflicto, al menos de igual modo
que en los otros ámbitos mencionados?
Beltrán Marí, en su obra Galileo, ciencia y religión, tematiza el asunto
de la autenticidad de la tesis a través de diversos puntos que no dejan
de ser curiosos.
Advierte él dos circunstancias: primera, que gran número de científicos
y pensadores han sido o son creyentes sin apenas complicaciones para
sus investigaciones y desarrollos; segunda, que el debate en torno a la
tesis no pasa meramente por decantarse a favor o en contra, sino que
previo a ello existe una exigencia de tomar conciencia de la complejidad
del debate.
Por la primera circunstancia, no resulta difícil a muchos sostener la
compatibilidad entre ciencia y religión, y negar de pleno el conflicto. Sin
embargo, seguirán chirriando casos como Giordano Bruno, las
excomuniones o las listas de libros prohibidos. Por la segunda
circunstancia, la complejidad queda declarada desde el momento en
que autores que rechazan la tesis, sin embargo, no pueden dejar de
admitir ciertos roces. Así cita a Whitehead, Wildman o Michael Heller. Se
puede aducir a esta aparente contradicción que el uso del término
“conflicto” o “guerra” en estos últimos se da más por costumbre que
por convicción de ello (Lindberg y Numbers citan este hecho en sus
Historical essays que veremos más tarde).
Por otro lado, Beltrán Marí caracteriza a la religión misma en dos
momentos: el cristianismo inicial, empujado por el ánimo de la libertad
religiosa y el cristianismo en su segundo nivel histórico,
institucionalizado en su acceso a los asientos del poder, y convertido
así en apostolado, represivo, antiliberal y controlador (pp.265-266).
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Héctor Martínez Sanz Así expuesto resulta que: Después de todo,
digámoslo claro, se puede discutir si el conflicto ha sido más o menos
superficial, más o menos frecuente o más o menos circunstancial, pero
no se puede negar en absoluto que ha habido conflicto.
Aunque reconoce que no se trata de la religión propiamente dicha, sino
que, La religión institucionalizada sí ha estado en claro y abierto
conflicto con la ciencia a lo largo de la historia. Es decir, si bien no
puede negarse el conflicto, ha de tenerse en cuenta lo distinto que
resulta considerarlo sobre “ciencia y religión” que sobre “ciencia y
religión institucionalizada”. En la segunda formulación habría clara
unanimidad, y es posible que sea en ella en la que Whitehead, Wildman
o Heller vean los conflictos aun negando de lleno la tesis. Mientras
tanto, la primera formulación de la tesis del conflicto como conflicto
entre “ciencia y religión” pasaría a avalar la compatibilidad entre
ambas. Quiero decir, existe diferencia entre religión como “credo
personal” y como “aceptación de una ortodoxia”, siendo la ortodoxia la
que muestra claramente en la historia su violenta reacción sobre la
ciencia moderna. Por así decirlo, no era la religión quien quemaba a las
gentes, sino la inquisición sujeta al dogma y la ortodoxia de la
Institución eclesial. O de otro modo, no puede reducirse, sin caer en la
barbaridad, la religión a la Iglesia.
Entonces, la simpleza y facilidad con que algunos sostienen la
tesis ocurre por este reduccionismo. El problema es, como se ve, y
como Beltán Marí pone de manifiesto, algo bastante más complicado.
Afirmado el conflicto entre ciencia e Iglesia, aún queda impoluto lo que
verdaderamente se trataba de poner sobre la mesa: ¿existe conflicto
entre ciencia y credo personal? O dicho más claramente, ¿se puede ser
científico y creyente?
A este respecto, y recogiendo algo de lo que empecé diciendo, la
actitud que se ha venido desarrollando ya no ha sido sólo contra la
Iglesia, sino incluso contra la religión como credo personal. Este credo,
en muchos casos, es visto como un prejuicio perjudicial para el
progreso de la investigación científica, la cual ha llegado hasta el punto
de admitir a Dios, tan sólo como una hipótesis o como solución a los
problemas aún no contestados por la ciencia. Es decir, y en esto ciencia
e Iglesia van de la mano: queda Dios relegado al hueco del misterio y lo
desconocido todavía. Aún más, la ciencia parece ir comiendo terreno al
lugar que antes estuviera o se pusiera a Dios:
Donde la ciencia dice <<no sé>>, la teología dice <<Dios>> (...)
Pero me temo que aquí ya no es posible la discusión racional, el
diálogo. O lo creemos o no lo creemos, pero, por definición, no
podemos esperar argumentos racionales.
Es aquí, en esta otra disputa en que la ciencia es vista como la
descubridora y conquistadora de tierras nuevas, antes no conocidas,
donde Beltrán sitúa la tercera de sus afirmaciones si bien la primera era
la distinción entre ortodoxia y credo personal, y la segunda el
enfrentamiento abierto entre ciencia y ortodoxia, a saber: que la religión
como credo personal no es necesariamente incompatible con la
actividad científica, haciéndose eco de la afirmación de Antonio F.
Rañada:
Por sí misma, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios ni
lo acerca a Él. Es completamente neutra respecto de la religión. La
decisión de creer o no se toma por otros motivos ajenos a la actividad
científica, pero, una vez tomada, la ciencia ofrece un medio poderoso
para racionalizar y reafirmar la postura personal O lo que es lo mismo,
religión –como credo personal- y ciencia, están tan separadas como
unidas, esto es, no se oponen aunque se las considerase separadas.
Ahora bien, Rañada tiene varios apuntes importantes que han de
reseñarse: que dice de la ciencia ser neutra en cuanto a la religión, pero
no dice nada sobre la inversa; además está considerando que el
fenómeno del creyente pertenece al ámbito de una decisión, y en
ningún momento considera que sobre la ciencia pueda ocurrir lo
mismo, puesto que esta reafirmaría la postura tomada. ¿Acaso no se
puede tomar igualmente una postura frente a la ciencia? –sobre la
tiranía de la ciencia hablaremos algo más tarde, en el segundo ensayo
que en parte se centrará en Feyerabend. Luego, bien que no hay
conflicto entre ciencia y credo personal mirando la relación desde la
ciencia, y sin atender a la pretensión natural y actual de la ciencia que
Beltrán enuncia, y según la cual, cada vez más se busca una ciencia
que armonice todo sin necesidad de Dios.
Así, Rañada no parece ser del todo concluyente.
Por su parte, desde la religión tenemos también una visión
reconciliadora sostenida por el fallecido Papa Juan Pablo II, cimentada
sobre el principio agustiniano que viene a decir:
Puesto que la verdad es una y proviene de Dios, la verdad de la
ciencia y la verdad de la revelación –(...) lo que descubrimos en la
creación y lo que leemos en el texto bíblico- no pueden contradecirse.
En este punto, a mi juicio, Beltrán Marí se deja exaltar demasiado
por su espíritu crítico contra la Iglesia de nuestro tiempo. Arguye que
Juan Pablo II no está sosteniendo el principio agustiniano en todas sus
consecuencias, sino desde la ambigüedad. Beltrán asegura que:
El principio agustiniano (...) afirma que si una teoría científica está
probada, es decir, si es verdadera, el texto bíblico correspondiente
también contiene y afirma esa misma verdad, y el asunto queda
aclarado y zanjado de una vez por todas. En cambio Juan Pablo II no
quiere comprometerse con ningún sentido concreto de los textos
bíblicos. Sólo a posteriori, cuando todo el mundo considere una teoría
como una verdad establecida, entonces la Iglesia simplemente dará por
supuesto que dicha teoría es perfectamente compatible con los textos
bíblicos, que estos ya la contenían.
Primeramente Beltrán hace corresponder teorías y textos bíblicos,
como si cada teoría científica, según el principio agustiniano, se
contuviese por capítulos en la Bíblia. Quiero decir, no tiene porqué cada
teoría científica identificarse con unas líneas determinadas de los
textos sagrados. Pero aún así, que tan difícil concibo comprometerse
con un sentido u otro del texto bíblico como asegurar una teoría
científica como verdad inamovible. No creo que sea tan criticable una
ambigüedad tal, si ambos ámbitos la sostienen, y ninguna da el primer
paso a establecer una vedad sólida. Esperando unos y otros al “a
posteriori”, la casa se queda sin barrer. ¿Por qué?
Porque una teoría como verdad establecida, hasta Beltrán lo sabe, no
es tan verdad ni tan establecida aunque cien años dure:
Pero, por más similitudes que hayan descubierto entre la teología
y la ciencia, hay una característica que las sigue diferenciando y que
quiero mencionar aquí. Tanto los propios científicos como los filósofos
y sociólogos de la ciencia de distintas escuelas aceptan que una
característica esencial de la ciencia es su falsabilidad. No hace falta en
absoluto ser un popperiano para aceptar que incluso las teorías más
asentadas hoy, seguramente están equivocadas y serán sustituidas por
otras. Creo que hoy es un principio poco menos que universal.
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Héctor Martínez Sanz
Beltrán está objetando a la Iglesia que haga lo que la propia
ciencia no hace: si la Iglesia se compromete con un sentido bíblico
según las teorías científicas, estaría comprometiéndose a dogmatizar
también la teoría científica en cuestión –cosa que ya ocurriría con
Aristóteles y se le echa en cara a la Iglesia toda esa época como
contenido de la tesis del conflicto. Y esto sólo si se compromete a
posteriori, mientras que el carácter falsable de la teoría no lo hace
viable desde la propia ciencia. Esto es, Beltrán pone un cepo a la
Iglesia: que se comprometa con un sentido bíblico y se atenga, si lo
hace a priori, a que no haya teoría científica correspondiente; y si a
posteriori, a que dicha teoría quede refutada mañana por otra.
Lo que sin duda hace el principio agustiniano en lo que aquí se
debate es retar al atrevimiento de ambas partes, y que alguna dé la cara
frente a la otra. Pero por ello mismo, lo que se logra es que cada una
quede quieta, excusándose en la falsabilidad o en la ambigüedad de
una lectura por analogía de la Biblia. En resumidas cuentas, lo que
parecía un principio de diálogo, lo devuelve todo al conflicto que ya
establecimos entre ciencia e Iglesia. Y me parece tremendo que Beltrán
exija lo que exige sin ver la incompatibilidad de San Agustín y Karl
Popper en cuanto a sus principios.
Pero aún hay algo más grave en el discurso de Beltrán, que anda
relacionado con lo dicho sobre la falsabilidad. En el último punto de la
parte que trato del libro de Beltrán –esto es, el capítulo 7, ciencia y
religión, punto 6- éste sostiene que en el posible diálogo entre teología
y ciencia, la primera no aporta nada, donde percibo yo en ese verbo
“aportar” bastante de pretensión progresiva del conocimiento
científico.
Beltrán está pretendiendo que la teología empape su discurso de
aportaciones que hagan “progreso” tal como la ciencia; mejor dicho,
que la teología se haga ciencia. Si bien veo esto difícil, más aún me
parece sostener esa idea de aportación y progreso junto a la
falsabilidad científica. Esto es, Beltrán está poniendo implícitamente el
carácter de “progresión” como columna vertebral de un diálogo entre
ciencia y teología. Parece necesario que en el diálogo se aporte por
parte de ambos algo para que éste exista y sea válido. Está imponiendo
al diálogo caracteres que son propios de la ciencia, sumiendo a la
teología a la bota científica.
¿Qué aportan cada una de ellas?, nos podemos preguntar. La
ciencia aporta teorías curiosamente demostradas y establecidas cuya
duración en el tiempo es dudosa pues siempre es aceptado su
refutabilidad. La teología aporta verdades supuestas, en principio
indemostrable, sumergido entre misterios cuya piedra angular para su
establecimiento no es la demostración, sino la fe, esto es, no es
conocimiento seguro sino creencia. Luego parecen tener bastante en
común, y tan sólo se diferencian en esa falsabilidad de la ciencia y la
infalibilidad de Dios y el Papa.
Pero aún podemos desentrañar algo más en torno a la tesis del
conflicto si tomamos en la mano el texto de Lindberg y Numbers. Al
descorrer el telón aparece el verdadero escenario de la posibilidad del
conflicto: la ciencia y la Iglesia –esta última con la voz propia de la
teología. O lo que es lo mismo: la razón explicativa y humana de la
naturaleza y la razón al servicio de la Palabra.
De las mencionadas me interesa resaltar la tesis de
Gillespie. Este autor sostiene la distinción entre la “vieja ciencia” y la
“ciencia positiva”, esto es, la razón teológica y la razón positiva,
enfrentadas en el marco del caso Darwin. Es decir, Gillespie se sitúa en
la polémica “creacionismo contra evolucionismo”, pero matizando que
el evolucionismo ateo no agota todas las variantes en que derivaba el
evolucionismo mismo. El debate, para Gillespie, concentra más el
desarrollo de la propia ciencia que intenta dejar atrás todos sus
supuestos de la “ciencia antigua”. Así, la polémica y el conflicto quedan
reducidos a la discusión existente en el seno de la propia ciencia y su
progreso.
Es importante resaltar esta identificación entre teología y “vieja
ciencia”, pues supone un paso más en el esclarecimiento del trasfondo
de la tesis. Esta “vieja ciencia” no tenía tanto que ver con la doctrina
bíblica como con los sistemas antiguos de explicación del mundo
natural, especialmente de Platón o Aristóteles:
Greek scientific knowledge also became an important ingredient
in Christian worldviews (...) The often-repeated notion that Christian
thinkers attempted to obtain their worldview from the Bible alone is a
ludicrous distortion of the facts. From the beginning of the thirteenth
century onward we see a persistent effort to integrate Aristotelian
natural philosophy with Christian theology, a goal that was not achieved
without soul-searching and struggle. In the end, Christianity took its
basic categories of thought and much of its metaphysics and
cosmology from Aristotle.
Así por un lado, la Iglesia, la teología en concreto, supone un
capital transmisor del conocimiento griego para occidente y la historia
de la ciencia:
Of course, the church transmitted Greek scientific knowledge.
Y por otro, se pone de manifiesto que el conflicto no sería más que
con estas doctrinas metafísicas, lo cual se pudo en claro desde la
proclamación del positivismo en el Círculo de Viena.
Luego, los verdaderos actores de algún posible conflicto, están en
las tesis metafísicas de la filosofía y las tesis de una razón positiva en
ciernes. Desde una perspectiva así, la Iglesia queda tan sólo como mera
transmisora e intermediaria entre la antigüedad y la modernidad
científicas. Es decir, en última instancia, el enfrentamiento entre el
progresismo y el conservadurismo eclesial es sólo un efecto
secundario de una batalla aún mayor.
Posicionarse entre la armonía o el conflicto, en una postura
creyente o atea, es sólo arañar muy de pasada el asunto sin profundizar
en su trasfondo. Se trata de la revolución intrínseca a la ciencia misma,
y su reacción emancipadora del discurso metafísico del que ella nace.
La Iglesia tan sólo aportó la dosis suficiente de dogmatismo –siguiendo
su principio de infalibilidad- para que las posturas chocasen
violentamente. Un choque que no se puede negar; una intermediación
eclesial que tampoco podemos eliminar; pero un choque que al
estudiarse, no debe caer en el error de implicar al mensajero más de lo
que en realidad participó.
II. El problema de la demarcación de la ciencia: evidencia y objetividad
De la anterior exposición sobre la tesis del conflicto entre ciencia y
religión, venimos a parar a este problema fundamental que es el de la
demarcación de la ciencia, la distinción clara entre ciencia y
pseudociencia. Hemos podido comprobar como antes, Beltrán Marí,
quizás inconscientemente, sostenía una postura marcadamente
científica y trataba de imponer los métodos y características de la
ciencia, como el “progreso”, al otro lado de aquel conflicto. Otro lado
que terminamos por identificar con la metafísica. De hecho, el
conocimiento metafísico ha sido considerado como conocimiento
pseudocientífico, junto al de la religión, los curanderos, la magia o la
brujería. La pregunta es muy pertinente, ¿qué criterio es el que permite,
por un lado, distinguir entre lo científico y lo pseudocientífico para esa
razón positiva, y por otro, someterlo todo a su tiranía? La pregunta por
un criterio y sus consecuencias que ejemplificaremos en Imre Lakatos y
Paul Feyerabend respectivamente.
Pero además, el problema de la demarcación es sólo el enunciado
de cuestiones más puntuales en torno a los tres pilares fundamentales
de la ciencia como ciencia: el progreso, la objetividad y la evidencia
[conocimiento seguro]. Lo que es el progreso, lo hemos dibujado un
poco en la anterior exposición. En cuanto a la evidencia y la objetividad,
como pilares de esa demarcación, traeremos las reflexiones de
Chalmers y Rorty al debate.
Feyerabend, en La ciencia en una sociedad libre, hace una dura
crítica a la tiranía a la que estamos sometidos por la ciencia en las
sociedades actuales, llamadas democráticas y libres. Baste para saber
de la dureza de su discurso el ver como sostiene que el papel que antes
jugaba la Iglesia aliada al Estado, ahora lo ocupa la ciencia:
Además, la ciencia no es ya una institución especial; forma ahora
parte de la estructura básica de la democracia de la misma manera que
la Iglesia constituyera en su tiempo la estructura básica de la sociedad.
Naturalmente la Iglesia y el Estado están cuidadosamente separados en
la actualidad. El Estado y la Ciencia, sin embargo, funcionan en
estrecha asociación.
Ahora bien, la cuestión fundamental, a parte de una alianza con el
poder, está, para Feyerabend, en saber qué es aquello que valida por
encima de cualquier conocimiento al científico y relega a otro tipos de
conocimiento a un segundo plano casi desapercibido. ¿A qué se debe
esta tiranía en una supuesta sociedad libre? De otro modo, ver si existe
algún criterio y descripción que efectivamente muestre la superioridad
de la ciencia por encima de los demás conocimientos, además de esa
estrecha relación que hay con el estado.
Imre Lakatos empieza la Introducción de sus Escritos filosóficos
planteando la cuestión en sus directrices más específicas y en sus
soluciones más recurridas.
Primero atiende a la más recurrida y la enuncia del siguiente
modo: Muchos filósofos han intentado solucionar el problema de la
demarcación en los términos siguientes: un enunciado constituye
conocimiento si cree en él, con suficiente convicción, un número
suficientemente elevado de personas.
Sin embargo, no hace falta tener muchas luces para darse cuenta
de lo insostenible de un criterio parecido: atendiendo sólo al número de
personas creyentes en Dios, los enunciados que a la religión
pertenecen serían conocimiento. Por otro lado, ¿cuántas veces se ha
creído numerosamente en cosas absurdas? Así, un enunciado que
realmente fuera científico y otro que fuera pseudocientífico, podrían
intercambiar sus papeles en caso de que el segundo tuviera mayoría de
adeptos. En conclusión:
La profesión de fe ciega en una teoría no es una virtud intelectual
sino un crimen intelectual.
En segundo lugar, analiza el criterio experimental, esto es, el
fundamento de los hechos que han de avalar la teoría. Las teorías
deben estar apoyadas por los hechos como un criterio de honestidad
científica. También esto ha sido desmontado desde la critica al
verificacionismo positivista, por el cual se decía que ningún número de
casos o hechos finitos validaba objetivamente una teoría, ni eran
testimonio de su verdad. Es, sin lugar a dudas, la critica al
procedimiento inductivo-verificacionista, que invalida la demostración
de las teorías a partir de los hechos.
En tercer lugar, aparece el criterio de la probabilidad, elaborado
también por la lógica inductivo-positivista como parche al
verificacionismo, que Lakatos enuncia del siguiente modo:
La lógica inductiva trató de definir las probabilidades de diferentes
teorías según la evidencia total disponible. Si la probabilidad
matemática de una teoría es elevada ello la cualifica como científica; si
es baja o incluso es cero, la teoría es no científica.
Pero esta probabilidad se ve desbancada desde el incipiente
popperismo, que demostraba que la probabilidad de cualquier teoría
para cualquier magnitud de evidencia es cero. Esto es, toda teoría tenía
la misma probabilidad de ser válida científicamente, como de no serlo.
Precisamente por lo último, Popper diseña un nuevo criterio, el más
admitido hasta incluso hoy, que es la falsabilidad. La falsabilidad
llevada a lo más profundo puede prescindir perfectamente de los
hechos, bastando la especificación de un caso, que de ser observado,
de darse, invalidaría la teoría. Pero no es necesario que se dé, sino tan
sólo que pueda darse. Así, todo aquello que permita aceptar su
falsabilidad podrá ser considerado ciencia. Pero Lakatos ve como este
criterio no es criterio científico sino metodológico, formas de proceder,
pero no el proceder mismo. Y de hecho, El criterio de Popper ignora la
notable tenacidad de las teorías científicas. Los científicos tienen la piel
gruesa. No abandonan una teoría simplemente porque los hechos la
contradigan.
Aparte que el programa de Popper supone que la ciencia funciona
a modo de ensayo y error, esto es, como conjeturas y refutaciones. Lo
cual es un criterio bastante pobre del proceder científico.
Imre Lakatos nos da su particular criterio, basado en los
resultados de la teoría, que es el de la predicción; o lo que es lo mismo,
el adelanto o atraso con respecto de los hechos:
El distintivo del progreso empírico no son las verificaciones
triviales: Popper tiene razón cuando afirma que hay millones de ellas.
No es un éxito para la teoría newtoniana el que al soltar una piedra esta
caiga hacia la tierra, sin que importe el número de veces que se repite el
experimento. Pero las llamadas <<refutaciones>> no indican un fracaso
empírico como Popper ha enseñado, porque todos los programas
crecen en un océano permanente de anomalías. Lo que realmente
importa son las predicciones dramáticas, inesperadas, grandiosas;
unas pocas de estas son suficientes para decidir el desenlace; si la
teoría se retrasa con relación a los hechos, ello significa que estamos
en presencia de programas de investigación pobres y regresivos.
Con una puntualización, y es que el hecho de que una teoría sea
regresiva en un momento dado, no quiere decir que no pueda ser
válida. Para Lakatos, un programa regresivo puede ser sostenido para
convertirlo en progresivo.
De alguna manera, Lakatos logra concordar a Popper y la
falsabilidad para distinguir, no ciencia y pseudociencia, sino un estado
progresivo o regresivo de una teoría con respecto a su citación frente a
los hechos. Por otro, logra quitar algo de hierro al asunto que
Feyerabend ponía a la cara a la ciencia: la tiranía de sus concepciones y
métodos. Lakatos, además, no podría aceptar una situación de
relativismo, en tanto que está tomando en consideración a la teoría
científica en su movimiento interno junto a los hechos, y no en cuanto a
su estatismo explicativo de los mismos; esto último aún mantendría
que los hechos han de apoyar la teoría.
Luce, sin embargo, la situación problemática en esta relación entre
hechos y teoría que Chalmers pone de manifiesto: el problema de la
percepción. Pareciera como si la validación de una teoría como
científica y su verdad estuviera dependiente de la percepción subjetiva
que el científico tuviera de los hechos y de cómo enjuicie la relación
entre teoría y hechos. Lakatos se apresura a rechazar la influencia
subjetiva:
El valor cognoscitivo de una teoría nada tiene que ver con su
influencia psicológica sobre las mentes humanas. (...) El valor científico
y objetivo de una teoría es independiente de la mente humana que la
crea o la comprende. Su valor científico depende solamente del apoyo
objetivo que prestan los hechos a esa conjetura.
Así Chalmers nos dice:
Aunque todavía creo que hay muchas cosas acertadas en esa
crítica de los supuestos empiristas respecto a los fundamentos del
conocimiento, deseo oponerme a una conclusión que a menudo se saca
de ella y que, por ejemplo, mis estudiantes extraen repetidamente, a
saber, que la observación es, necesariamente, subjetiva, de modo que
los “hechos” observables son relativos a los observadores y dependen
de su psicología, su historia y su cultura. Entonces, si no es por esa vía
psicologista de la observación de los hechos, que derivaría nuevamente
en relativismo y que es sostenida por Feyerabend, ¿por dónde anda la
crítica de Chalmers a la supuesta objetivación empirista del
conocimiento? Primeramente hay que saber que Chalmers no está
negando la posibilidad de la objetividad de la ciencia como uno de los
pilares fundamentales de la ciencia, pero tampoco da crédito a una
objetivación como la empirista. Ceba su crítica en ese supuesto
empirista de la disponibilidad de una base empírica, fáctica, como una
base segura para la elaboración de una teoría. Esto es, el error
empirista es aferrarse al hecho mismo y no entender que la objetivación
de la ciencia está en el problema de qué consideramos hechos
observables. ¿Consideramos hechos observables las diferencias de
tamaño de la luna, o tenemos en cuenta una objetivación por medio del
telescopio y mediciones para comprobar que tal hecho del cambio de
tamaño no existía, que la luna sigue teniendo el mismo tamaño? Esta
introducción del telescopio, lo que proporciona es, una herramienta
para el discernimiento de los hechos observables, y una mayor
rigurosidad para evitar que la percepción subjetiva interfiera en el
hecho. Esto es, la crítica de Chalmers se cifra en la distinción entre la
objetivación de hechos observables –por cualquiera- y la empirista
objetivación de los hechos observados –por alguien. “Hecho
observable” y “hecho observado”, marca, ya de primeras, una
diferencia lingüística importante, así como una distinción práctica
concluyente.
El error de la crítica a la objetivación empirista, al “hecho
observado”, de Feyerabend, está precisamente en estar considerando
como los empiristas el “hecho” que se observa y si es dato fiable o no,
cuando la cuestión capital sería previa: discernir el hecho como
observable objetivamente, y no sentar el dogma sobre el hecho
observado como base de una determinada teoría. Hace falta una
postura crítica frente al hecho, y no aceptarlo como tal de buenas a
primeras. Por poner el ejemplo más representativo, nos parece lógico
que de antiguo se pensase que el sol se movía alrededor de la tierra; así
lo podía observar cualquier persona, y así lo podemos seguir
observando hoy día. Sin embargo, ¿es un hecho esa observación que
también podría servir para sostener la teoría contraria, pues ninguna
diferencia habría en la observación del hecho? Se trata, entonces, de
hacer justicia a la observación del hecho.
Ya varias veces nos ha surgido el tema del relativismo, y es
ocasión de tratarlo con respecto a la pretendida objetividad de la
ciencia, con ocasión del texto de Rorty Objetividad, relativismo y verdad
en sus capítulos I y II. Allí califica Rorty dos posturas típicas ante la
objetividad científica como la “solidaridad” y la “objetividad”, o sus
respectivas categorías de “pragmatismo” y “realismo” según pretendan
supeditar la objetividad a la solidaridad, o al contrario, la solidaridad a
la objetividad. Del primer modo, los realistas, se admite la distinción
platónica entre conocimiento y opinión y la noción de verdad en los
términos de adecuación o correspondencia con la realidad. El
pragmatista sostiene una noción de verdad como aquello que nos es
bueno creer –en palabras de William James-, donde el acento recae en
el “nos”, como una identificación de comunidad que intenta ser llevada
lo más lejos posible. Es decir, no hay una distinción entre creencia y
conocimiento basada en la validación de las creencias por
correspondencia con los hechos. Por esa afirmación de la solidaridad, o
de la comunidad, viene a ser considerado el pragmatismo como una
forma más del relativismo. Sin embargo, Rorty defiende que este
denominado pragmatismo comparte bastante del holismo de Putnam en
que se reacciona contra la imposición de un pensamiento guiado por
criterios racionales supuestos. De hecho, Putnam cree estar dando una
tercera posibilidad que pasa por en medio de los posibles realismos y
relativismos.
El problema que enfrenta Rorty es el siguiente:
En nuestra cultura, las nociones de “ciencia”, “racionalidad”,
“objetividad” y “verdad” están soldadas entre sí. Se piensa que la
ciencia ofrece la verdad “dura” y “objetiva”: la verdad como
correspondencia con la realidad, el único tipo de verdad digno de ese
nombre. (...) Tendemos a identificar la búsqueda de la “verdad objetiva”
con el “uso de la razón”, y consideramos a las ciencias naturales como
el paradigma de la racionalidad. También concebimos la racionalidad
como algo consistente en seguir los procedimientos fijados de
antemano, de seguir un proceder “metódico”. Así, tendemos a utilizar
como sinónimos los términos “metódico”, “racional”, “científico” y
“objetivo”.
Rorty encuentra precisamente en esa sucesión de identificaciones
actuales el problema que plantea la famosa pretensión de objetividad, y
en segundo plano, aparece nuestra primaria cuestión del criterio de
demarcación. Entender la racionalidad como lo metódico, al modo en
que nos fue legado desde la modernidad filosófica, supone no
considerar a las humanidades como algo racional; supone la actual
separación entre las ciencias –ya sean naturales, ya sean matemáticas,
o químicas etc.- y las letras, en tanto que estas últimas no siguen el
paradigma racional basado en lo metódico y en la satisfacción de
criterios. Así, efectivamente, existe una tiranía científica –Feyerabend-,
existe una confusión de términos en cuanto a la racionalidad, y provoca
una distinción muy difícil de defender entre humanidades y ciencias.
Ahora bien, si entendiéramos la racionalidad como lo razonable, al
modo de una serie de virtudes morales que permiten un estado
civilizado de la sociedad, nos aproximaríamos más a una identificación
con lo “civilizado” que con lo “metódico”. La idea que sugiere esta
situación “civilizada” es, precisamente, una posición contraria a una
tiranía dogmática y casi sacralizada de la ciencia actual entendida como
una racionalidad metódica:
En este sentido, “racional” significa algo como “sensato” o
“razonable” en vez de “metódico”. Designa un conjunto de virtudes
morales: tolerancia, respeto a las opiniones de quienes nos rodean,
disposición a escuchar, recurso a la persuasión antes que a la fuerza
(...) Así entendida, la distinción entre lo racional y lo irracional no tiene
nada en especia que ver con la diferencia entre las artes y las ciencias.
Según esta concepción, ser racional es simplemente examinar
cualquier tema (...) de un modo que descarte el dogmatismo, la actitud
defensiva y la radical indignación.
Y todo deviene de la pretensión y anhelo de objetividad, un anhelo
que haría converger toda indagación hacia un mismo punto que es
llamado la Verdad. Así, rechazar la objetividad, es rechazar, hasta cierto
punto, la Verdad; no como tal, sino en su sentido de convergencia de
opiniones, teorías o indagaciones. En este punto es en el que aquel que
no abandona el ideal de objetividad, ni la convergencia de todo en un
punto “Verdad”, esto es, el realista que concibe la verdad como
adecuación, tildará al pragmatista, al que sostiene la postura solidaria,
de “relativista”. La ciencia, por el contrario, para el pragmatista, en su
ideal de racionalidad como “civilización”, debe representar el modelo
de racionalidad para la estructuración de la cultura y la sociedad. Debe
ser espejo también la ciencia, de esa estructura de respeto y
solidaridad que cohesiona a una sociedad verdaderamente próspera y
duradera.
Sin sostener un paradigma de la racionalidad, lo que si es cierto, o
a lo menos, lo parecer, es que el pragmatista está supeditando la
estructura de algún tipo de conocimiento a una actitud, a una forma de
comportarse, a una ética; esto es, una manera menos científica de
llamar a la racionalidad “método”, sin que deje de seguir siendo
método. Por otro lado, lo supedita al ideal de una sociedad
perfectamente civilizada, convirtiéndolo en realidad necesaria de darse
–sin discutir aquí las posibilidades de que esta se de-, como un punto
de convergencia. O lo que es lo mismo, la única diferencia está en
sostener un convergencia dogmática o una convergencia consensuada.
Pero una diferencia radical, que adquiere los tintes relativistas por,
justamente, esa subsumisión a un estado ideal de armonía en la opinión
frente a la Verdad única. Y lo único que puede decirse en estos casos es
que, sin avalar ninguna concepción para que no se piense que me
adhiero a algún bando, hasta la democracia necesita de los medios
totalitarios para defenderse y preservarse.
Por muy libre que pueda ser una sociedad democrática, tal como
expone Feyerabend, lo cierto es la trágica realidad de que el hombre no
es capaz de consensuar o respetar, o tolerar siempre y por parte de
todos o cada uno de los individuos. Los estados ideales de cosas,
órdenes o sociedades parecen ser vana ilusión “objetiva” de lo que
debiera ser y no es, aunque por ser tal no necesariamente han de ser
rechazados. Fuera de las críticas racionalistas del relativismo, el
principal problema que este encuentra es que no es compatible en
muchos casos con la propia naturaleza humana, como si el hombre,
que es capaz de plantearse dichos ideales, sin embargo los planteara
demasiado altos como para ser él mismo quien los ponga en práctica.
Dentro de las críticas, habría que situar la objetivación que hace el
propio relativismo de una actitud ética o moral. Tan sólo sustituye
Verdad única para todos por Igualdad de respeto para todos. En lugar
de converger epistemológicamente, hace converger al hombre
moralmente.
http://serbal.pntic.mec.es/AParteRei/
LA CIENCIA (del latín scientia 'conocimiento') es el conjunto de
conocimientos sistemáticamente estructurados obtenidos mediante la
observación de patrones regulares, de razonamientos y de experimentación
en ámbitos específicos, de los cuales se generan preguntas, se construyen
hipótesis, se deducen principios y se elaboran leyes generales y esquemas
metódicamente organizados.1
La ciencia utiliza diferentes métodos y técnicas para la adquisición y
organización de conocimientos sobre la estructura de un conjunto de hechos
suficientemente objetivos y accesibles a varios observadores, además de
basarse en un criterio de verdad y una corrección permanente. La aplicación
de esos métodos y conocimientos conduce a la generación de más
conocimiento objetivo en forma de predicciones concretas, cuantitativas y
comprobables referidas a hechos observables pasados, presentes y futuros.
Con frecuencia esas predicciones pueden formularse mediante
razonamientos y estructurarse como reglas o leyes generales, que dan
cuenta del comportamiento de un sistema y predicen cómo actuará dicho
sistema en determinadas circunstancias.
LA RELIGIÓN es un sistema de la actividad humana compuesto por
creencias y prácticas acerca de lo considerado como divino o sagrado, tanto
personales como colectivas, de tipo existencial, moral y espiritual. Se habla
de «religiones» para hacer referencia a formas específicas de manifestación
del fenómeno religioso, compartidas por los diferentes grupos humanos. Hay
religiones que están organizadas de formas más o menos rígidas, mientras
que otras carecen de estructura formal y están integradas en las tradiciones
culturales de la sociedad o etnia en la que se practican. El término hace
referencia tanto a las creencias y prácticas personales como a ritos y
enseñanzas colectivas.
Problemas de la ciencia (I)
La adoración hacia la ciencia ha alcanzado su más alto grado, hasta el
punto de verse en ella la posibilidad de solución de todos los problemas que
pueda tener el ser humano, incluidos los de índole espiritual; la ciencia ha
llegado a ser, según la expresión de Ortega, “la fe de que vive el hombre
europeo actual”. Pero resulta que, desde hace nada menos que casi siglo y
medio, existía ya entre los propios científicos niveles considerablemente altos
de desconfianza hacia su propia validez.
Es opinión generalizada que la validez de las ciencias se fundamenta en
dos grandes soportes: la experimentación objetiva, es decir, la observación
más o menos directa de la realidad, y la formulación matemática de sus
contenidos. Empecemos por la observación:
Digamos, para introducirnos de una vez en el tema, que el problema
actual de la credibilidad de la ciencia hay que inscribirlo en el marco de una
profunda actitud de duda respecto a la capacidad humana de conocer. De
hecho, se trata, el de la credibilidad de la ciencia, de un episodio más de una
larga historia de desconfianza con respecto al valor general de nuestros
conocimientos, desconfianza que empieza a manifestarse en filosofía muy
tempranamente -siglo V a.C.-, pero que logra su expresión más decisiva y
cargada de consecuencias con Descartes, en los comienzos mismos de la
Edad Moderna. No obstante, conviene aclarar que Descartes no fue un
escéptico. Para él todas nuestras facultades pueden llevarnos a la verdad. La
cuestión se plantea en su filosofía sólo respecto a la posibilidad de encontrar
una primera verdad absolutamente segura que pueda servir de fundamento y
punto de partida de todas las demás verdades. Ahí sí que tuvo dificultades
Descartes.
A partir de Descartes el problema no hace sino ir in crescendo hasta
nuestros días. Y hoy ya, con respecto al valor y los límites de nuestra
capacidad de conocer, se admite, al menos, sin graves dificultades algo muy
importante, aunque pueda parecer una perogrullada: que el conocimiento
humano es conocimiento “humano”, es decir, propio del hombre, y que, por
consiguiente, cada tipo de ser tiene su forma propia, peculiar de conocer. De
aquí se desprende, y pronto veremos las consecuencias de esta afirmación,
que si nosotros tuviésemos unas facultades distintas a las que tenemos,
conoceríamos el mundo de manera diferente a como lo conocemos.
Esto es ya claro en cuanto a nuestra percepción de las cosas. En primer
lugar, porque el ser humano conoce inicialmente a través de los sentidos, los
cuales tienen una constitución determinada y una organización específica.
Están formados, por ejemplo, por ciertos tipos de células: los conos y los
bastoncitos, entre otras, para el sentido de la vista, que nos permiten,
respectivamente, captar la luz o ver en la oscuridad; las células de Corti para
el sentido del oído, etc. Y todas estas clases de células son distintas entre sí.
Es decir, tenemos unos sentidos que son de cierta manera, y ello constituye
una condición inamovible. Funcionan de una manera determinada, y porque
son como son y funcionan así, percibimos de la forma en que lo hacemos. Si
no tuviéramos células adecuadas para captar la luz, nos sería imposible ver
los colores y, de hecho, hay animales que no ven los colores, o que ven otros
diferentes, como animales que no oyen. Lo que quiere decir, en definitiva,
que de ser nuestros órganos sensoriales distintos, la realidad se nos
presentaría también de manera distinta. ¿Cómo es la realidad, entonces?
¿Podemos afirmar que las cosas son como las percibimos?
Y no se crea que se trata sólo de un problema de grado: que el animal,
por ejemplo, perciba menos o más que nosotros. Se trata de un problema de
otro tipo, de un carácter cualitativo más acentuado. Ya Müller, con su ley de
la especificidad de los sentidos, había demostrado que el tipo de sensación
que tenemos no depende tanto de las características del estímulo exterior
cuanto de la naturaleza del propio órgano.
Enriquezcamos un poco estos datos con un caso más complejo: el del
oído. Lo menos que con respecto al oído podemos decir es que lo que oímos
no es sino el resultado final del funcionamiento, en milésimas de segundos,
de ese simple pero impresionante mecanismo que, empezando por el
tímpano y continuando por la cadena de huesecillos y un cierto medio
líquido, el líquido endolinfático, transmite las vibraciones de la membrana
timpánica hasta los nervios auditivos centrales que, a su vez, reenvían ese
impulso hasta cierto lugar del cerebro, que es donde se produce la
sensación. No son, por tanto, los sonidos los que penetran en el oído. Los
sonidos es lo que surge al final del proceso. Fuera de nosotros habrá con
toda probabilidad algo que ponga en marcha ese proceso, pero ese algo no
tiene por qué ser necesariamente “ruidoso”. Es posible, incluso, que fuera de
nosotros no exista ruido alguno. No es ningún disparate pensar que acaso
estemos en un mundo silencioso, tan silencioso como el silencio de los
espacios infinitos de que hablaba Pascal. En otras palabras, los sonidos,
como tales sonidos, son producidos por nosotros.
Y no es esto sólo lo que determina nuestra percepción de las cosas. Hay
ciertos factores subjetivos, pero de mayor calado aún que lo anterior, que
actúan, sin duda, deformando o, al menos, desvirtuando la realidad. Fueron
Stratton y, posteriormente, Köhler, a través de unas célebres experiencias
realizadas con unas gafas prismáticas, que tienen la virtud de invertir las
imágenes en nuestra retina, quienes nos demostraron hasta qué punto las
vivencias tenidas con anterioridad configuran nuestra captación presente de
las cosas.
Y, por último, juegan asímismo un papel decisivo en la percepción los
estados afectivos, los intereses personales, las propias expectativas, la
sugestión, etc. Factores todos ellos que singularizan y subjetivizan nuestra
percepción de la realidad hasta un punto que, en cada caso concreto, es
prácticamente imposible determinar.
Sabemos, por lo tanto, cómo percibimos la realidad, pero no sabemos
cómo es en sí misma la realidad que percibimos.
Me hago cargo de la sorpresa que todo esto puede causar a algunos de
vosotros. Pero así son las cosas, y tanto la fisiología, como la psicología y
hasta la misma física se encuentran hoy en día en condiciones de certificar
cuanto acabo de decir.
A. Rodríguez Sánchez: La Credibilidad de las Ciencias
La teología (del griego: theos 'Dios' y logos: 'estudio, razonamiento, ciencia',
significando 'el estudio de Dios' y, por ende, el estudio de las cosas o hechos
relacionados con Dios) es el estudio y conjunto de conocimientos acerca de
la divinidad.
Este término fue usado por primera vez por Platón en La República para
referirse a la comprensión de la naturaleza divina por medio de la razón, en
oposición a la comprensión literaria propia de sus poetas coetáneos. Más
tarde, Aristóteles empleó el término en numerosas ocasiones con dos
significados:
Teología como la rama fundamental de la Filosofía, también llamada filosofía
primera o estudio de los primeros principios, más tarde llamada Metafísica
por sus seguidores.
Teología como denominación del pensamiento mitológico inmediatamente
previo a la Filosofía, en un sentido peyorativo, y sobre todo usado para
llamar teólogos a los pensadores antiguos no-filósofos (como Hesíodo y
Ferécides de Siros).
San Agustín tomó el concepto teología natural (theologia naturalis) de la gran
obra «Antiquitates rerum divinatum», de M. Terencio Varrón, como única
teología verdadera de entre las tres presentadas por Varrón: la mítica, la
política y la natural. Sobre ésta, situó la teología sobrenatural (theologia
supernaturalis), basada en los datos de la revelación y por tanto considerada
superior. La teología sobrenatural, situada fuera del campo de acción de la
Filosofía, no estaba por debajo, sino por encima de ésta, y la consideraba su
sierva, que la ayudaría en la comprensión de Dios.
Teodicea es un término empleado actualmente como sinónimo de teología
natural. Fue creado en el s. XVIII por Leibniz como título de una de sus
obras: «Ensayo de Teodicea. Acerca de la bondad de Dios, la libertad del
hombre y el origen del mal», si bien Leibniz se refería con teodicea a
cualquier investigación cuyo fin fuera explicar la existencia del mal y justificar
la bondad de Dios.
Ortodoxia: Nota: En relación con el término con que es conocida una de las
iglesias o comunidades cristianas véase Iglesia Ortodoxa. Para el libro de G.
K. Chesterton véase Ortodoxia (libro)
Etimológicamente, del griego ὀρθός orthós (correcto) y δόξα dóxa (opinión),
esto es, la opinión recta y verdadera y, consecuentemente, es ortodoxia la
doctrina o ideología que es sostenida y defendida por la mayor parte de una
sociedad, especialmente en el terreno religioso, en contraposición a la
heterodoxia, u doctrina sostenida por un grupo menor o grupos menores que
no comparten tal doctrina o se muestran disidentes de la misma.
La ortodoxia es asumida por la oficialidad del poder y se sustenta o suele
sustentar a través de éste y de los medios de comunicación, mientras que la
heterodoxia halla más dificultad en poder manifestarse o sencillamente es
ignorada o eliminada, según el grado de democracia, representación y
heterogeneidad que admite una sociedad. Un nivel suficiente de ortodoxia
permite el consenso, la estabilidad política y social y la gobernabilidad de un
pueblo al asegurar la cohesión social y un cierto grado de asimilación de los
individuos anómicos o heterodoxos de la misma.
En la filosofía social de José Ortega y Gasset, la ortodoxia viene a
identificarse con lo que él denomina creencias, mientras que la heterodoxia
se revela con el término ideas. Por lo general, en el decurso histórico de una
cultura, las ideas se van transformando poco a poco en creencias conforme
son asumidas por cada vez más figurantes de una sociedad, constituyéndose
en motor del progreso de las mismas.
La ciencia se caracteriza por ser:
1) Descriptivo, explicativo y predictivo.
Porque intenta describir los fenómenos que estudia explicando su
funcionamiento y anticipando como se comportaran esos fenómenos en el
futuro.
2) Metódico y sistemático.
Porque sigue determinadas pautas o métodos para dar cuenta de sus
investigaciones y se articula dentro de un sistema de teorías que la
sustentan.
3) Contrastable.
Ya que sus teorías y sus métodos son públicos.
4) Claro y preciso.
Porque sus explicaciones deben estar exentas de toda ambigüedad.
5) Objetivo.
Para evitar por todos los medios la visión subjetiva del investigador.
6) Provisorio.
Porque el conocimiento probado hoy puede ser refutado mañana por un
conocimiento superior.
7) Crítico.
Para cuestionar permanentemente el saber provisorio que aún no ha sido
refutado.