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El primer libro de cuentos de McCann Erickson Colombia.

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Primera Edición, enero 2011

Concepto de diseño, textos e imagenesTodos los derechos reservados,McCann Erickson Corporation S.A. 2010Impreso y armado en Colombiapor Arte Litográ�co Ltda.Bogotá, Colombia

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Primera Edición, enero 2011

Concepto de diseño, textos e imagenesTodos los derechos reservados,McCann Erickson Corporation S.A. 2010Impreso y armado en Colombiapor Arte Litográ�co Ltda.Bogotá, Colombia

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Que lo disfruten.

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Que lo disfruten.

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Pase por la calle de LA VENGANZA EN VERDE, hasta encontrarse con un tipo llamado

SIMÓN, ahí verá dos caras hablando de algo que seguramente nunca sabremos.

Continúe en el camino y llegará a un vitral donde tendrá que decir AMÉN, una

a�rmación que lo llevará a un PASADO FUTURO donde verá un cura con cabeza de

cristal; cruce la esquina, pero tenga cuidado con el robot de brillantes ojos. Al �nal se

dará cuenta que llegó al INTERLUDIO, un espacio en el que se encuentra la CALLE 14,

donde seguramente se encontrará también con un vago que siempre ronda el sector.

Tómese un PAUSE, REWIND, FORWARD, PLAY antes de continuar y si le cae un avión

no se asuste que no es para usted. La cosa se volverá un poco artística e incluso

TRIPLE-X, pero siga hasta el punto de encontrarse con la mano de MOLINA 3181 en la

pared, si es que ya no se le robaron la “o”. Mire a ambos lados de la hoja y junto a un

frasco vacío encontrará a mucha GENTECITA. Si todo llega a hacer IMPLOSIÓN, siga

la mancha roja revolucionaria hasta que vea una mano alzando un semáforo, en ese

momento es mejor que EVITEMOS LA PALABRA CADÁVER, de lo contrario alguien

gritará que mejor EVITEMOS LA PALABRA EXQUISITO. ¿Me sigue o no me sigue

hasta aquí? Si me sigue, puede detenerse un momento a contemplar el colibrí que

picotea todo lo que ve; tan solo dígale que está ACÁ TEJIENDO y nada más para que no

lo moleste. Cuando vea a dos amantes que cruzan la calle hágase a un lado o ayudará a su

DES-CREACIÓN. Si en este punto aún no sabe quién es el CULPABLE, será mejor

comenzar a preguntarse ¿QUIÉN ERA ESA MUJER? que iba de la mano del cura del

que ya le había hablado antes, bienvenido.

El índice

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Pase por la calle de LA VENGANZA EN VERDE, hasta encontrarse con un tipo llamado

SIMÓN, ahí verá dos caras hablando de algo que seguramente nunca sabremos.

Continúe en el camino y llegará a un vitral donde tendrá que decir AMÉN, una

a�rmación que lo llevará a un PASADO FUTURO donde verá un cura con cabeza de

cristal; cruce la esquina, pero tenga cuidado con el robot de brillantes ojos. Al �nal se

dará cuenta que llegó al INTERLUDIO, un espacio en el que se encuentra la CALLE 14,

donde seguramente se encontrará también con un vago que siempre ronda el sector.

Tómese un PAUSE, REWIND, FORWARD, PLAY antes de continuar y si le cae un avión

no se asuste que no es para usted. La cosa se volverá un poco artística e incluso

TRIPLE-X, pero siga hasta el punto de encontrarse con la mano de MOLINA 3181 en la

pared, si es que ya no se le robaron la “o”. Mire a ambos lados de la hoja y junto a un

frasco vacío encontrará a mucha GENTECITA. Si todo llega a hacer IMPLOSIÓN, siga

la mancha roja revolucionaria hasta que vea una mano alzando un semáforo, en ese

momento es mejor que EVITEMOS LA PALABRA CADÁVER, de lo contrario alguien

gritará que mejor EVITEMOS LA PALABRA EXQUISITO. ¿Me sigue o no me sigue

hasta aquí? Si me sigue, puede detenerse un momento a contemplar el colibrí que

picotea todo lo que ve; tan solo dígale que está ACÁ TEJIENDO y nada más para que no

lo moleste. Cuando vea a dos amantes que cruzan la calle hágase a un lado o ayudará a su

DES-CREACIÓN. Si en este punto aún no sabe quién es el CULPABLE, será mejor

comenzar a preguntarse ¿QUIÉN ERA ESA MUJER? que iba de la mano del cura del

que ya le había hablado antes, bienvenido.

El índice

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a las 7 de la mañana, una hermosa mujer cruzaba la esquina,

caminaba por la cebra para luego tomar un taxi al otro lado

Este recorrido era contemplado por un viejo semáforo que

todos los días a las 7 de la mañana hacía lo imposible para de-

tener el trá�co. El lánguido objeto trataba de llamar siemprede la calle, supongo que a trabajar.

su atención con un titilar intermitente de la luz roja. En

ocasiones la chica miraba y le regalaba una pequeña sonrisa.

Un día la historia cambió: el semáforo vio a la mujer con unEso era su�ciente para hacer feliz al inexpresivo objeto. Y él

solo esperaba la mañana siguiente, y la siguiente, y la siguiente,

para ver a su amada realizar el mismo recorrido.

volvería a sufrir por nadie.

hombre de la mano, algo que le destrozó su cobrizo corazón.

La inexpresiva señal nunca sintió tanto dolor, jamás pensó que

su amor podría jugarle una traición; ese mismo día juró que no

a las 7 de la mañana, una hermosa mujer cruzaba la esquina,

caminaba por la cebra para luego tomar un taxi al otro lado

Este recorrido era contemplado por un viejo semáforo que

todos los días a las 7 de la mañana hacía lo imposible para de-

tener el trá�co. El lánguido objeto trataba de llamar siemprede la calle, supongo que a trabajar.

su atención con un titilar intermitente de la luz roja. En

ocasiones la chica miraba y le regalaba una pequeña sonrisa.

Un día la historia cambió: el semáforo vio a la mujer con unEso era su�ciente para hacer feliz al inexpresivo objeto. Y él

solo esperaba la mañana siguiente, y la siguiente, y la siguiente,

para ver a su amada realizar el mismo recorrido.

volvería a sufrir por nadie.

hombre de la mano, algo que le destrozó su cobrizo corazón.

La inexpresiva señal nunca sintió tanto dolor, jamás pensó que

su amor podría jugarle una traición; ese mismo día juró que no

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a las 7 de la mañana, una hermosa mujer cruzaba la esquina,

caminaba por la cebra para luego tomar un taxi al otro lado

Este recorrido era contemplado por un viejo semáforo que

todos los días a las 7 de la mañana hacía lo imposible para de-

tener el trá�co. El lánguido objeto trataba de llamar siemprede la calle, supongo que a trabajar.

su atención con un titilar intermitente de la luz roja. En

ocasiones la chica miraba y le regalaba una pequeña sonrisa.

Un día la historia cambió: el semáforo vio a la mujer con unEso era su�ciente para hacer feliz al inexpresivo objeto. Y él

solo esperaba la mañana siguiente, y la siguiente, y la siguiente,

para ver a su amada realizar el mismo recorrido.

volvería a sufrir por nadie.

hombre de la mano, algo que le destrozó su cobrizo corazón.

La inexpresiva señal nunca sintió tanto dolor, jamás pensó que

su amor podría jugarle una traición; ese mismo día juró que no

a las 7 de la mañana, una hermosa mujer cruzaba la esquina,

caminaba por la cebra para luego tomar un taxi al otro lado

Este recorrido era contemplado por un viejo semáforo que

todos los días a las 7 de la mañana hacía lo imposible para de-

tener el trá�co. El lánguido objeto trataba de llamar siemprede la calle, supongo que a trabajar.

su atención con un titilar intermitente de la luz roja. En

ocasiones la chica miraba y le regalaba una pequeña sonrisa.

Un día la historia cambió: el semáforo vio a la mujer con unEso era su�ciente para hacer feliz al inexpresivo objeto. Y él

solo esperaba la mañana siguiente, y la siguiente, y la siguiente,

para ver a su amada realizar el mismo recorrido.

volvería a sufrir por nadie.

hombre de la mano, algo que le destrozó su cobrizo corazón.

La inexpresiva señal nunca sintió tanto dolor, jamás pensó que

su amor podría jugarle una traición; ese mismo día juró que no

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El sol abrió los ojos

y el semáforo observó a lo lejos su antiguo amor, de la m

ano de aquél canalla,

sus pasos los llevaron a la esquina donde comenzó todo

su idilio: ella lo volteó a mirar, cruzó la calle cuando el

semáforo estaba en rojo, pero repentinamente cambió

a verde y un carro sin piedad acabó con ese maldito

romance; así el semáforo vio agonizar su amor.

Hoy busca en cada mujer ese amor que un día se

perdió entre el blanco y el negro.

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El sol abrió los ojos

y el semáforo observó a lo lejos su antiguo amor, de la m

ano de aquél canalla,

sus pasos los llevaron a la esquina donde comenzó todo

su idilio: ella lo volteó a mirar, cruzó la calle cuando el

semáforo estaba en rojo, pero repentinamente cambió

a verde y un carro sin piedad acabó con ese maldito

romance; así el semáforo vio agonizar su amor.

Hoy busca en cada mujer ese amor que un día se

perdió entre el blanco y el negro.

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Observar era gran parte de la vida de Elí Alberto, antropólogo de profesión.

Los sucesos que lo llevaron a la indigencia significaron una experiencia auténtica de ver la sociedad que siempre quiso retratar desde su oficina. Ver sus depravaciones, corrupción e imperfectos desde la calle, le dio a entender el error que había sido pasar tantos años en su escritorio pensando que conocía a Colombia. “De acá no me muevo y no pienso volver, una feliz y larga vida” fue la única frase que su familia recibió por escrito después de su despido y desaparición.

Consigo, Elí Alberto se llevó sus libros más preciados y la pluma que le había regalado su esposa en su décimo aniversario. Durante años observó la calle, padeció el hambre de la inequidad colombiana y sufrió los ataques de la sociedad. Finalmente, reconoció que, para el país, él ya había muerto, ya no era persona. Los perros que paseaban por la calle 14 tenían mejor vida y eran tratados mejor que él. Ese trato inhumano de indiferencia fue lo que más le fascinó, pero a su vez fue lo que lo llevó a jurar un voto de silencio. Si a él solo lo determinaban para maldecirlo y huirle, los demás no merecían tampoco un mejor trato de él.

Un primero de marzo fue cuando él decidió empezar a llevar un registro de la sociedad. El semáforo de la 14 con séptima fue su nido, ahí permanecía sentado todo el día, no pedía monedas, tampoco hablaba, ni siquiera volteaba la cabeza, solo miraba y anotaba en su libreta lo que veía.

Ahí mismo fue cuando conoció a doña Teresa, la única que fue capaz de acercarse a él en años. Aunque nunca hablaba, para Teresa no fue un impedimento: después de setenta y ocho años de altibajos en su vida, su soledad había sido acompañada tres años antes de una sordera que le impidió volver a interactuar. Los libros eran su refugio y ese día se acercó al indigente, motivada por uno de los que observó debajo de este.

-“Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho”. En eso Cioran tenía razón, ¿no cree?

Por primera vez Elí Alberto volteó su mirada. Era verdad, “puede que haya botado mi carrera y esté viviendo en la

calle –pensó- pero nunca he robado plata del país ni he abusado de un niño en mi despacho eclesiás-

tico”. La amistad duró varios años. Desde ese momento, Elí iba a su casa para intercambiar

libros con doña Teresa y una ocasional hoja con sus impresiones acerca de lo que leían.

Para él, eran las únicas personas cuerdas en la ciudad, quizás en el país.

Fue la relación que más disfrutó, más que su familia, hasta el día en que, después de ver una horrible atropellada en el semáforo, se levantó para ir a la casa de doña Teresa. Al llegar solo encontró la puerta abierta, con la

chapa rota y una toalla tirada en el piso que sobresalía desde adentro.

Observar era gran parte de la vida de Elí Alberto, antropólogo de profesión.

Los sucesos que lo llevaron a la indigencia significaron una experiencia auténtica de ver la sociedad que siempre quiso retratar desde su oficina. Ver sus depravaciones, corrupción e imperfectos desde la calle, le dio a entender el error que había sido pasar tantos años en su escritorio pensando que conocía a Colombia. “De acá no me muevo y no pienso volver, una feliz y larga vida” fue la única frase que su familia recibió por escrito después de su despido y desaparición.

Consigo, Elí Alberto se llevó sus libros más preciados y la pluma que le había regalado su esposa en su décimo aniversario. Durante años observó la calle, padeció el hambre de la inequidad colombiana y sufrió los ataques de la sociedad. Finalmente, reconoció que, para el país, él ya había muerto, ya no era persona. Los perros que paseaban por la calle 14 tenían mejor vida y eran tratados mejor que él. Ese trato inhumano de indiferencia fue lo que más le fascinó, pero a su vez fue lo que lo llevó a jurar un voto de silencio. Si a él solo lo determinaban para maldecirlo y huirle, los demás no merecían tampoco un mejor trato de él.

Un primero de marzo fue cuando él decidió empezar a llevar un registro de la sociedad. El semáforo de la 14 con séptima fue su nido, ahí permanecía sentado todo el día, no pedía monedas, tampoco hablaba, ni siquiera volteaba la cabeza, solo miraba y anotaba en su libreta lo que veía.

Ahí mismo fue cuando conoció a doña Teresa, la única que fue capaz de acercarse a él en años. Aunque nunca hablaba, para Teresa no fue un impedimento: después de setenta y ocho años de altibajos en su vida, su soledad había sido acompañada tres años antes de una sordera que le impidió volver a interactuar. Los libros eran su refugio y ese día se acercó al indigente, motivada por uno de los que observó debajo de este.

-“Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho”. En eso Cioran tenía razón, ¿no cree?

Por primera vez Elí Alberto volteó su mirada. Era verdad, “puede que haya botado mi carrera y esté viviendo en la

calle –pensó- pero nunca he robado plata del país ni he abusado de un niño en mi despacho eclesiás-

tico”. La amistad duró varios años. Desde ese momento, Elí iba a su casa para intercambiar

libros con doña Teresa y una ocasional hoja con sus impresiones acerca de lo que leían.

Para él, eran las únicas personas cuerdas en la ciudad, quizás en el país.

Fue la relación que más disfrutó, más que su familia, hasta el día en que, después de ver una horrible atropellada en el semáforo, se levantó para ir a la casa de doña Teresa. Al llegar solo encontró la puerta abierta, con la

chapa rota y una toalla tirada en el piso que sobresalía desde adentro.

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Observar era gran parte de la vida de Elí Alberto, antropólogo de profesión.

Los sucesos que lo llevaron a la indigencia significaron una experiencia auténtica de ver la sociedad que siempre quiso retratar desde su oficina. Ver sus depravaciones, corrupción e imperfectos desde la calle, le dio a entender el error que había sido pasar tantos años en su escritorio pensando que conocía a Colombia. “De acá no me muevo y no pienso volver, una feliz y larga vida” fue la única frase que su familia recibió por escrito después de su despido y desaparición.

Consigo, Elí Alberto se llevó sus libros más preciados y la pluma que le había regalado su esposa en su décimo aniversario. Durante años observó la calle, padeció el hambre de la inequidad colombiana y sufrió los ataques de la sociedad. Finalmente, reconoció que, para el país, él ya había muerto, ya no era persona. Los perros que paseaban por la calle 14 tenían mejor vida y eran tratados mejor que él. Ese trato inhumano de indiferencia fue lo que más le fascinó, pero a su vez fue lo que lo llevó a jurar un voto de silencio. Si a él solo lo determinaban para maldecirlo y huirle, los demás no merecían tampoco un mejor trato de él.

Un primero de marzo fue cuando él decidió empezar a llevar un registro de la sociedad. El semáforo de la 14 con séptima fue su nido, ahí permanecía sentado todo el día, no pedía monedas, tampoco hablaba, ni siquiera volteaba la cabeza, solo miraba y anotaba en su libreta lo que veía.

Ahí mismo fue cuando conoció a doña Teresa, la única que fue capaz de acercarse a él en años. Aunque nunca hablaba, para Teresa no fue un impedimento: después de setenta y ocho años de altibajos en su vida, su soledad había sido acompañada tres años antes de una sordera que le impidió volver a interactuar. Los libros eran su refugio y ese día se acercó al indigente, motivada por uno de los que observó debajo de este.

-“Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho”. En eso Cioran tenía razón, ¿no cree?

Por primera vez Elí Alberto volteó su mirada. Era verdad, “puede que haya botado mi carrera y esté viviendo en la

calle –pensó- pero nunca he robado plata del país ni he abusado de un niño en mi despacho eclesiás-

tico”. La amistad duró varios años. Desde ese momento, Elí iba a su casa para intercambiar

libros con doña Teresa y una ocasional hoja con sus impresiones acerca de lo que leían.

Para él, eran las únicas personas cuerdas en la ciudad, quizás en el país.

Fue la relación que más disfrutó, más que su familia, hasta el día en que, después de ver una horrible atropellada en el semáforo, se levantó para ir a la casa de doña Teresa. Al llegar solo encontró la puerta abierta, con la

chapa rota y una toalla tirada en el piso que sobresalía desde adentro.

Observar era gran parte de la vida de Elí Alberto, antropólogo de profesión.

Los sucesos que lo llevaron a la indigencia significaron una experiencia auténtica de ver la sociedad que siempre quiso retratar desde su oficina. Ver sus depravaciones, corrupción e imperfectos desde la calle, le dio a entender el error que había sido pasar tantos años en su escritorio pensando que conocía a Colombia. “De acá no me muevo y no pienso volver, una feliz y larga vida” fue la única frase que su familia recibió por escrito después de su despido y desaparición.

Consigo, Elí Alberto se llevó sus libros más preciados y la pluma que le había regalado su esposa en su décimo aniversario. Durante años observó la calle, padeció el hambre de la inequidad colombiana y sufrió los ataques de la sociedad. Finalmente, reconoció que, para el país, él ya había muerto, ya no era persona. Los perros que paseaban por la calle 14 tenían mejor vida y eran tratados mejor que él. Ese trato inhumano de indiferencia fue lo que más le fascinó, pero a su vez fue lo que lo llevó a jurar un voto de silencio. Si a él solo lo determinaban para maldecirlo y huirle, los demás no merecían tampoco un mejor trato de él.

Un primero de marzo fue cuando él decidió empezar a llevar un registro de la sociedad. El semáforo de la 14 con séptima fue su nido, ahí permanecía sentado todo el día, no pedía monedas, tampoco hablaba, ni siquiera volteaba la cabeza, solo miraba y anotaba en su libreta lo que veía.

Ahí mismo fue cuando conoció a doña Teresa, la única que fue capaz de acercarse a él en años. Aunque nunca hablaba, para Teresa no fue un impedimento: después de setenta y ocho años de altibajos en su vida, su soledad había sido acompañada tres años antes de una sordera que le impidió volver a interactuar. Los libros eran su refugio y ese día se acercó al indigente, motivada por uno de los que observó debajo de este.

-“Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho”. En eso Cioran tenía razón, ¿no cree?

Por primera vez Elí Alberto volteó su mirada. Era verdad, “puede que haya botado mi carrera y esté viviendo en la

calle –pensó- pero nunca he robado plata del país ni he abusado de un niño en mi despacho eclesiás-

tico”. La amistad duró varios años. Desde ese momento, Elí iba a su casa para intercambiar

libros con doña Teresa y una ocasional hoja con sus impresiones acerca de lo que leían.

Para él, eran las únicas personas cuerdas en la ciudad, quizás en el país.

Fue la relación que más disfrutó, más que su familia, hasta el día en que, después de ver una horrible atropellada en el semáforo, se levantó para ir a la casa de doña Teresa. Al llegar solo encontró la puerta abierta, con la

chapa rota y una toalla tirada en el piso que sobresalía desde adentro.

Observar era gran parte de la vida de Elí Alberto, antropólogo de profesión.

Los sucesos que lo llevaron a la indigencia significaron una experiencia auténtica de ver la sociedad que siempre quiso retratar desde su oficina. Ver sus depravaciones, corrupción e imperfectos desde la calle, le dio a entender el error que había sido pasar tantos años en su escritorio pensando que conocía a Colombia. “De acá no me muevo y no pienso volver, una feliz y larga vida” fue la única frase que su familia recibió por escrito después de su despido y desaparición.

Consigo, Elí Alberto se llevó sus libros más preciados y la pluma que le había regalado su esposa en su décimo aniversario. Durante años observó la calle, padeció el hambre de la inequidad colombiana y sufrió los ataques de la sociedad. Finalmente, reconoció que, para el país, él ya había muerto, ya no era persona. Los perros que paseaban por la calle 14 tenían mejor vida y eran tratados mejor que él. Ese trato inhumano de indiferencia fue lo que más le fascinó, pero a su vez fue lo que lo llevó a jurar un voto de silencio. Si a él solo lo determinaban para maldecirlo y huirle, los demás no merecían tampoco un mejor trato de él.

Un primero de marzo fue cuando él decidió empezar a llevar un registro de la sociedad. El semáforo de la 14 con séptima fue su nido, ahí permanecía sentado todo el día, no pedía monedas, tampoco hablaba, ni siquiera volteaba la cabeza, solo miraba y anotaba en su libreta lo que veía.

Ahí mismo fue cuando conoció a doña Teresa, la única que fue capaz de acercarse a él en años. Aunque nunca hablaba, para Teresa no fue un impedimento: después de setenta y ocho años de altibajos en su vida, su soledad había sido acompañada tres años antes de una sordera que le impidió volver a interactuar. Los libros eran su refugio y ese día se acercó al indigente, motivada por uno de los que observó debajo de este.

-“Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho”. En eso Cioran tenía razón, ¿no cree?

Por primera vez Elí Alberto volteó su mirada. Era verdad, “puede que haya botado mi carrera y esté viviendo en la

calle –pensó- pero nunca he robado plata del país ni he abusado de un niño en mi despacho eclesiás-

tico”. La amistad duró varios años. Desde ese momento, Elí iba a su casa para intercambiar

libros con doña Teresa y una ocasional hoja con sus impresiones acerca de lo que leían.

Para él, eran las únicas personas cuerdas en la ciudad, quizás en el país.

Fue la relación que más disfrutó, más que su familia, hasta el día en que,

después de ver una horrible atropellada en el semáforo, se levantó para ir a la casa de doña Teresa. Al llegar solo encontró la puerta abierta, con la chapa rota y una toalla tirada en el piso

que sobresalía desde adentro.

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* ¡20 unidades de Benitri�na!

- ¿Qué pasa aquí? -pregunta al entrar George Clooney aún arreglándose la bata.

* Colisión con implosión literaria: un crítico, cuatro personajes heridos -no tienen nada de profundidad-, varios “extras” muertos también.

George sonríe y el brillo de sus dientes llena la pantalla con una aurora optimista con la que laten algunos espectadores.

- Creo que a María Antonia tendremos que añadirle una prótesis, tendrá que aprender a vivir con ello. Unas bragas debajo de su falda, sin que tenga que ser puta por eso, y que con dos palabras logre inyectarle apego a un día de su vida:

“Ya no serás una pobre mujer atropellada”.

Le toma la mano y sus ojos se abren por encima de la careta de oxígeno. Ella gira sobre su hombro y alguien cubre ya con la sábana un semáforo en verde. Es hora pico la de su muerte.

George continúa administrando el poder galeno que le con�rieron los dioses televisivos…

- Podríamos reforzar la cadera de la anciana, que no se porte más como una madre incorruptible, que se contonee un poco cada vez, que cambie sus poemas mohosos con Elí.

En los pasillos del hospital retumba el taconeo de los visitantes y el chirrido de las camas rodantes. El jefe de Emergencias lo cruza con la seguridad que un diploma en Rating le con�ere:

+ ¿Qué dice la anoscopia de la caricatura travestida?

Podríamos dosi�car sus primeros planos, hacerle un blanco y negro a su infancia justo antes de que descubra a su papá usando rimel…

George fuma lloroso en las escaleras del hospital. -Es más fácil morir cuando apenas te alcanzan los diálogos para ser un “extra”- piensa nostálgico.

El angelical Nicolas Cage llora también, invisible en su gabán, al descubrir que en este clip no sale Meg Ryan, imaginando cómo resultará la escena de la bañera.

El proyector se desenfoca. Los subtítulos son ahora una mancha amarilla.

El público se levanta en chi�idos, arranca las sillas, se llena los cachetes con semillas de maíz sin estallar y acribilla los

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* ¡20 unidades de Benitri�na!

- ¿Qué pasa aquí? -pregunta al entrar George Clooney aún arreglándose la bata.

* Colisión con implosión literaria: un crítico, cuatro personajes heridos -no tienen nada de profundidad-, varios “extras” muertos también.

George sonríe y el brillo de sus dientes llena la pantalla con una aurora optimista con la que laten algunos espectadores.

- Creo que a María Antonia tendremos que añadirle una prótesis, tendrá que aprender a vivir con ello. Unas bragas debajo de su falda, sin que tenga que ser puta por eso, y que con dos palabras logre inyectarle apego a un día de su vida:

“Ya no serás una pobre mujer atropellada”.

Le toma la mano y sus ojos se abren por encima de la careta de oxígeno. Ella gira sobre su hombro y alguien cubre ya con la sábana un semáforo en verde. Es hora pico la de su muerte.

George continúa administrando el poder galeno que le con�rieron los dioses televisivos…

- Podríamos reforzar la cadera de la anciana, que no se porte más como una madre incorruptible, que se contonee un poco cada vez, que cambie sus poemas mohosos con Elí.

En los pasillos del hospital retumba el taconeo de los visitantes y el chirrido de las camas rodantes. El jefe de Emergencias lo cruza con la seguridad que un diploma en Rating le con�ere:

+ ¿Qué dice la anoscopia de la caricatura travestida?

Podríamos dosi�car sus primeros planos, hacerle un blanco y negro a su infancia justo antes de que descubra a su papá usando rimel…

George fuma lloroso en las escaleras del hospital. -Es más fácil morir cuando apenas te alcanzan los diálogos para ser un “extra”- piensa nostálgico.

El angelical Nicolas Cage llora también, invisible en su gabán, al descubrir que en este clip no sale Meg Ryan, imaginando cómo resultará la escena de la bañera.

El proyector se desenfoca. Los subtítulos son ahora una mancha amarilla.

El público se levanta en chi�idos, arranca las sillas, se llena los cachetes con semillas de maíz sin estallar y acribilla los

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acomodadores del teatro. Los charcos masacran con gaseosa la alfombra.

En la primera la se ocultan actores, extras y escritores, arrastrando sus vestidos largos y teléfonos caros. ¡Síganme!, grita George, abriéndose paso hasta la salida de emergencia. ¡Mi tobillo! -se queja María Antonia y Sebastián la arrastra, hasta por n levantarla sobre su hombro. Ricardo, Andrés y Elí rompen el vidrio de la manguera de emergencia para escupir con la presión del agua al público atacante.

La alfombra roja se destiñe en la transmisión de noticias mientras las declaraciones de Lucho y Eduardo se ahogan en el rugido de la turba.

Todos son tan de carne y hueso como las esquinas están hechas de concreto.

Se reúnen a unas calles de ahí, llegan además Fabián y Juan Camilo, quienes perdieron su dinero, Mateo tiene algunas monedas para ellos, están en la Calle 96 No. 13ª-21.

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acomodadores del teatro. Los charcos masacran con gaseosa la alfombra.

En la primera la se ocultan actores, extras y escritores, arrastrando sus vestidos largos y teléfonos caros. ¡Síganme!, grita George, abriéndose paso hasta la salida de emergencia. ¡Mi tobillo! -se queja María Antonia y Sebastián la arrastra, hasta por n levantarla sobre su hombro. Ricardo, Andrés y Elí rompen el vidrio de la manguera de emergencia para escupir con la presión del agua al público atacante.

La alfombra roja se destiñe en la transmisión de noticias mientras las declaraciones de Lucho y Eduardo se ahogan en el rugido de la turba.

Todos son tan de carne y hueso como las esquinas están hechas de concreto.

Se reúnen a unas calles de ahí, llegan además Fabián y Juan Camilo, quienes perdieron su dinero, Mateo tiene algunas monedas para ellos, están en la Calle 96 No. 13ª-21.

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“No, hoy no puedo hacerle ese favor, estoy acá, tejiendo. Llámeme mañana a ver si se puede”.

Cuelgo el teléfono, sabiendo que a la mayoría de los que llaman les suena ocupado, como que muchos creen que puedo estar en todo, pero hoy estoy tejiendo. Esto arrancaría si empiezo con

una puntada por acá. Si cruzo el hilo de una mujer con el de un hombre y lo remato haciendo un giro en un semáforo.

Sí, se ve bien, pero ¿no se vería mejor si al ladito, algo menos pulido, más bien rústico, pongo un hilito suelto que lo dejó todo y ahora vive en la calle? ¿Y que su destino sea ver ese accidente,

que solo exista para ser testigo de ese momento? No, mejor pongo ese hilito cerca de otro para que se intercambien poemas y tengan un amor no consumado.

Mejor, mejor. Está empezando a tomar forma.

Alrededor de todo esto le añado unas puntadas invertidas con canutillos de látex y otros con esmalte de color fuerte. Ya sé que se ven algo homosexuales y están algo prostituidas pero le

ponen color al tejido. Al lado le voy a poner imágenes de santicos, el entramado social sin religión no puede existir y además gusta porque gusta, ese pedazo siempre es de doble faz y lo

voy a unir con un hilo invisible a la mujer para que cuando se mueva el uno afecte al otro.

Añadámosle un ladrón, una modelo famosa, cientos de curiosos, un asesino sin premeditación, un vendedor de pelucas, una mujer a punto de dar a luz, un taxista “mala sangre” y hacia los

bordes 7000 millones de nudos en macramé, uno por cada hombre creado: a los que afectó el trancón, los que esperan a los que están en el trancón, los que van a oír en las noticias el suceso,

los que la van a contar como una anécdota curiosa, a los que no les importa y por último, la última capa, los que nunca se van a enterar.

Se hace tarde, es momento de hacer los remates para que no se deshilache. Listo, ahí lo dejo y me voy porque empieza el minuto de Dios y ahí me doy mi baño diario de populari…

“Carajo, me quedó un punto salido”.

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“No, hoy no puedo hacerle ese favor, estoy acá, tejiendo. Llámeme mañana a ver si se puede”.

Cuelgo el teléfono, sabiendo que a la mayoría de los que llaman les suena ocupado, como que muchos creen que puedo estar en todo, pero hoy estoy tejiendo. Esto arrancaría si empiezo con

una puntada por acá. Si cruzo el hilo de una mujer con el de un hombre y lo remato haciendo un giro en un semáforo.

Sí, se ve bien, pero ¿no se vería mejor si al ladito, algo menos pulido, más bien rústico, pongo un hilito suelto que lo dejó todo y ahora vive en la calle? ¿Y que su destino sea ver ese accidente,

que solo exista para ser testigo de ese momento? No, mejor pongo ese hilito cerca de otro para que se intercambien poemas y tengan un amor no consumado.

Mejor, mejor. Está empezando a tomar forma.

Alrededor de todo esto le añado unas puntadas invertidas con canutillos de látex y otros con esmalte de color fuerte. Ya sé que se ven algo homosexuales y están algo prostituidas pero le

ponen color al tejido. Al lado le voy a poner imágenes de santicos, el entramado social sin religión no puede existir y además gusta porque gusta, ese pedazo siempre es de doble faz y lo

voy a unir con un hilo invisible a la mujer para que cuando se mueva el uno afecte al otro.

Añadámosle un ladrón, una modelo famosa, cientos de curiosos, un asesino sin premeditación, un vendedor de pelucas, una mujer a punto de dar a luz, un taxista “mala sangre” y hacia los

bordes 7000 millones de nudos en macramé, uno por cada hombre creado: a los que afectó el trancón, los que esperan a los que están en el trancón, los que van a oír en las noticias el suceso,

los que la van a contar como una anécdota curiosa, a los que no les importa y por último, la última capa, los que nunca se van a enterar.

Se hace tarde, es momento de hacer los remates para que no se deshilache. Listo, ahí lo dejo y me voy porque empieza el minuto de Dios y ahí me doy mi baño diario de populari…

“Carajo, me quedó un punto salido”.

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Era demasiado tarde. El hilo se había enredado en su sobretodo, destejiendo

días de su creación.

El Minuto de Dios de ese día se redujo a segundos y desapareció del televisor

hasta un viernes en el que aparecía un padrecito llamado “Mateo”, hablando con

fervor a los feligreses. Las pedradas se devolvieron a las manos de los que veían

una mala película.

George Clooney no alcanzó a conocer el patético guión, seguía disfrutando los

buenos comentarios de su última película: “Up in the Air”. El editor se devolvió al

día en el que alguien en el periódico escribió algo que no era el título de

implosión si no el de “patética idiotez”.

La abuela María Teresa cerraba sus ojos y veía un gran túnel, una luz blanca y el

instante en el que compartía un chocolatito caliente con don Elí Alberto mientras

filosofaban acerca del amor sin tiempo, sin edad, sin años.

Simón salía de una juguetería de la 93 recordando el tono exacto del pelo de la

Barbie enfermera. El semáforo de la calle 14 pasaba del verde al mismo rojo que

aparecía lentamente en el pavimento y se quedó titilando en soledad, provocando

una eternidad en el tiempo de los conductores que quedaron atascados.

María Antonia también cerraba sus ojos y en su túnel luminoso veía a su padre

alzándola en sus brazos, mientras ella salía de la iglesia vestida de primera

comunión; oía la misma voz de su abuela María Teresa cantándole canciones de

cuna antes de dormir. Qué más se podía pedir, los mejores instantes se los

llevaba con ella, y se unía a su abuela que no paraba de cantar “amor sin tiempo,

sin edad, sin años” hasta fundirse en el TODO que terminaba de decir:

“¡Carajo, quedó un punto salido!”.

quedó un punto salido!

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Era demasiado tarde. El hilo se había enredado en su sobretodo, destejiendo

días de su creación.

El Minuto de Dios de ese día se redujo a segundos y desapareció del televisor

hasta un viernes en el que aparecía un padrecito llamado “Mateo”, hablando con

fervor a los feligreses. Las pedradas se devolvieron a las manos de los que veían

una mala película.

George Clooney no alcanzó a conocer el patético guión, seguía disfrutando los

buenos comentarios de su última película: “Up in the Air”. El editor se devolvió al

día en el que alguien en el periódico escribió algo que no era el título de

implosión si no el de “patética idiotez”.

La abuela María Teresa cerraba sus ojos y veía un gran túnel, una luz blanca y el

instante en el que compartía un chocolatito caliente con don Elí Alberto mientras

filosofaban acerca del amor sin tiempo, sin edad, sin años.

Simón salía de una juguetería de la 93 recordando el tono exacto del pelo de la

Barbie enfermera. El semáforo de la calle 14 pasaba del verde al mismo rojo que

aparecía lentamente en el pavimento y se quedó titilando en soledad, provocando

una eternidad en el tiempo de los conductores que quedaron atascados.

María Antonia también cerraba sus ojos y en su túnel luminoso veía a su padre

alzándola en sus brazos, mientras ella salía de la iglesia vestida de primera

comunión; oía la misma voz de su abuela María Teresa cantándole canciones de

cuna antes de dormir. Qué más se podía pedir, los mejores instantes se los

llevaba con ella, y se unía a su abuela que no paraba de cantar “amor sin tiempo,

sin edad, sin años” hasta fundirse en el TODO que terminaba de decir:

“¡Carajo, quedó un punto salido!”.

quedó un punto salido!

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Pero todos los comensales llevaban la comida a su boca como un acto programado y rutinario, las

lágrimas caían sin cesar en las sopas de lentejas y la mayoría no ordenó postre, ni lo cambiaron por la

doble porción de papa. Ese día no se oía música, ni el ruido del noticiero en el televisor.

Cuando el Capitán Gonzáles llegó a Medicina Legal para averiguar los adelantos en el tema de esa extraña mujer, se encontró con un espectáculo

lacrimógeno. Todo el mundo lloraba. Nadie podía completar una frase sin un suspiro. Se acercó al

celador y le preguntó:

-¿Algún familiar se ha acercado a reclamar el cadáver de la mujer atropellada esta mañana?

-No -respondió entre llantos el celador.

-Qué vaina tan rara esta. ¿Y usted, por qué llora?

El celador lo miró fijamente como reclamando lo desconsiderada de su pregunta, lo atemporal, su falta

de tacto y “frunciendo” los hombros le respondió:

El tráfico estaba insoportable, el accidente había causado un trancón de esos que solo se describen en novelas argentinas. Los curiosos se apresuraban a sacar conclusiones. Los policías hacían lo que siempre hacen: no mucho. Y los conductores de los carros inmóviles ejercitaban su paciencia.

Un hombre decidió bajarse de su carro y caminar un poco. Llegó hasta unos pocos metros del cadáver de la mujer. Trató de mirar sin mirar, de satisfacer su morbo pero sin violentar su sentido de humanidad. Una maniobra de equilibrismo que generalmente no es muy equilibrada. Al darse cuenta de quién era, saltó la línea policial y llegó hasta el cadáver. Al verla las lágrimas salieron sin control, se arrodilló y abrazó desconsolado a la mujer. Los diligentes policías se acercaron al hombre para poder averiguar su relación con la difunta. El hombre se incorporó y después de sollozar un poco hizo tantas preguntas sobre los acontecimientos que los policías casi no podían hablar. Después de traerle agua al hombre, uno de los policías pudo acertarle la pregunta fulminante.

El hombre respondió sin dudarlo y con una voz que desgarraría el alma de cualquiera. -No es nada mío-, dijo. La cara de confusión fue general. Los policías no podían entender y en medio del alboroto se dieron cuenta que había otra mujer abrazando el cadáver y llorando sin compasión, se apresuraron a ayudar a levantar a la señora, pero después de aplicar el mismo rito del agua, de la calma, de los pañuelos y demás, el resultado sorprendentemente fue el mismo: la muerta tampoco tenía relación alguna con la Magdalena. Para sorpresa de todo el cuerpo policíaco, ya había una fila de personas en frente del cadáver que se arrodillaban, la abrazaban, lloraban realmente desconsolados y después de una rato se levantaban. ¡Y ninguno, absolutamente ninguno de ellos, tenía relación con la recién fallecida!

De un momento a otro el Capitán Gonzáles decidió que este espectáculo mórbido y deprimente no podía seguir, por eso ordenó a sus subalternos recoger a la mujer

y llevarla directamente a medicina legal. Tres suboficiales cumplieron la orden sin mayor problema. La misteriosa mujer fue trasladada sin complicaciones a Medicina Legal en donde sería sometida a una

autopsia para poder determinar las causas de su muerte y proceder con el papeleo correspondiente.

El tipo que cuida los carros enfrente de la entrada del edificio de las oficinas de Medicina Legal estaba

sentado en su lugar de siempre, cuando vio llegar la ambulancia. Vio como bajaban un cuerpo sin vida y, por error de uno de los camilleros, también la cara

de la difunta.

Apenas la vio no pudo contener las lagrimas. Lloró toda la mañana y sus clientes habituales,

sin saber la verdadera razón de su llanto, y para evitar hacer preguntas incómodas de las cuales

realmente no querían saber las respuestas, duplicaron sus propinas. Y esa noche, la familia de

Tito López comió doble ración de todo, tuvieron una noche muy feliz y de abundancia, de esas que

realmente no abundan.

El cuerpo de la mujer reposaba en una de las camillas de la sala de Medicina Legal esperando para ser abierto.

Pero el problema radicaba en que hasta el momento no se había acercado ningún familiar y los objetos personales que

llevaba consigo no daban pista alguna.

En el almorzadero de enfrente del edificio de Medicina Legal estaban sirviendo sopa de lentejas, arroz blanco, papa en chupe, sobrebarriga,

jugo de lulo y de postre dulce de mora. Y se podía cambiar el postre por doble porción de papa. ¡El mejor almuerzo de la semana!

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Pero todos los comensales llevaban la comida a su boca como un acto programado y rutinario, las

lágrimas caían sin cesar en las sopas de lentejas y la mayoría no ordenó postre, ni lo cambiaron por la

doble porción de papa. Ese día no se oía música, ni el ruido del noticiero en el televisor.

Cuando el Capitán Gonzáles llegó a Medicina Legal para averiguar los adelantos en el tema de esa extraña mujer, se encontró con un espectáculo

lacrimógeno. Todo el mundo lloraba. Nadie podía completar una frase sin un suspiro. Se acercó al

celador y le preguntó:

-¿Algún familiar se ha acercado a reclamar el cadáver de la mujer atropellada esta mañana?

-No -respondió entre llantos el celador.

-Qué vaina tan rara esta. ¿Y usted, por qué llora?

El celador lo miró fijamente como reclamando lo desconsiderada de su pregunta, lo atemporal, su falta

de tacto y “frunciendo” los hombros le respondió:

El tráfico estaba insoportable, el accidente había causado un trancón de esos que solo se describen en novelas argentinas. Los curiosos se apresuraban a sacar conclusiones. Los policías hacían lo que siempre hacen: no mucho. Y los conductores de los carros inmóviles ejercitaban su paciencia.

Un hombre decidió bajarse de su carro y caminar un poco. Llegó hasta unos pocos metros del cadáver de la mujer. Trató de mirar sin mirar, de satisfacer su morbo pero sin violentar su sentido de humanidad. Una maniobra de equilibrismo que generalmente no es muy equilibrada. Al darse cuenta de quién era, saltó la línea policial y llegó hasta el cadáver. Al verla las lágrimas salieron sin control, se arrodilló y abrazó desconsolado a la mujer. Los diligentes policías se acercaron al hombre para poder averiguar su relación con la difunta. El hombre se incorporó y después de sollozar un poco hizo tantas preguntas sobre los acontecimientos que los policías casi no podían hablar. Después de traerle agua al hombre, uno de los policías pudo acertarle la pregunta fulminante.

El hombre respondió sin dudarlo y con una voz que desgarraría el alma de cualquiera. -No es nada mío-, dijo. La cara de confusión fue general. Los policías no podían entender y en medio del alboroto se dieron cuenta que había otra mujer abrazando el cadáver y llorando sin compasión, se apresuraron a ayudar a levantar a la señora, pero después de aplicar el mismo rito del agua, de la calma, de los pañuelos y demás, el resultado sorprendentemente fue el mismo: la muerta tampoco tenía relación alguna con la Magdalena. Para sorpresa de todo el cuerpo policíaco, ya había una fila de personas en frente del cadáver que se arrodillaban, la abrazaban, lloraban realmente desconsolados y después de una rato se levantaban. ¡Y ninguno, absolutamente ninguno de ellos, tenía relación con la recién fallecida!

De un momento a otro el Capitán Gonzáles decidió que este espectáculo mórbido y deprimente no podía seguir, por eso ordenó a sus subalternos recoger a la mujer

y llevarla directamente a medicina legal. Tres suboficiales cumplieron la orden sin mayor problema. La misteriosa mujer fue trasladada sin complicaciones a Medicina Legal en donde sería sometida a una

autopsia para poder determinar las causas de su muerte y proceder con el papeleo correspondiente.

El tipo que cuida los carros enfrente de la entrada del edificio de las oficinas de Medicina Legal estaba

sentado en su lugar de siempre, cuando vio llegar la ambulancia. Vio como bajaban un cuerpo sin vida y, por error de uno de los camilleros, también la cara

de la difunta.

Apenas la vio no pudo contener las lagrimas. Lloró toda la mañana y sus clientes habituales,

sin saber la verdadera razón de su llanto, y para evitar hacer preguntas incómodas de las cuales

realmente no querían saber las respuestas, duplicaron sus propinas. Y esa noche, la familia de

Tito López comió doble ración de todo, tuvieron una noche muy feliz y de abundancia, de esas que

realmente no abundan.

El cuerpo de la mujer reposaba en una de las camillas de la sala de Medicina Legal esperando para ser abierto.

Pero el problema radicaba en que hasta el momento no se había acercado ningún familiar y los objetos personales que

llevaba consigo no daban pista alguna.

En el almorzadero de enfrente del edificio de Medicina Legal estaban sirviendo sopa de lentejas, arroz blanco, papa en chupe, sobrebarriga,

jugo de lulo y de postre dulce de mora. Y se podía cambiar el postre por doble porción de papa. ¡El mejor almuerzo de la semana!

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Pero todos los comensales llevaban la comida a su boca como un acto programado y rutinario, las

lágrimas caían sin cesar en las sopas de lentejas y la mayoría no ordenó postre, ni lo cambiaron por la

doble porción de papa. Ese día no se oía música, ni el ruido del noticiero en el televisor.

Cuando el Capitán Gonzáles llegó a Medicina Legal para averiguar los adelantos en el tema de esa extraña mujer, se encontró con un espectáculo

lacrimógeno. Todo el mundo lloraba. Nadie podía completar una frase sin un suspiro. Se acercó al

celador y le preguntó:

-¿Algún familiar se ha acercado a reclamar el cadáver de la mujer atropellada esta mañana?

-No -respondió entre llantos el celador.

-Qué vaina tan rara esta. ¿Y usted, por qué llora?

El celador lo miró fijamente como reclamando lo desconsiderada de su pregunta, lo atemporal, su falta

de tacto y “frunciendo” los hombros le respondió:

El tráfico estaba insoportable, el accidente había causado un trancón de esos que solo se describen en novelas argentinas. Los curiosos se apresuraban a sacar conclusiones. Los policías hacían lo que siempre hacen: no mucho. Y los conductores de los carros inmóviles ejercitaban su paciencia.

Un hombre decidió bajarse de su carro y caminar un poco. Llegó hasta unos pocos metros del cadáver de la mujer. Trató de mirar sin mirar, de satisfacer su morbo pero sin violentar su sentido de humanidad. Una maniobra de equilibrismo que generalmente no es muy equilibrada. Al darse cuenta de quién era, saltó la línea policial y llegó hasta el cadáver. Al verla las lágrimas salieron sin control, se arrodilló y abrazó desconsolado a la mujer. Los diligentes policías se acercaron al hombre para poder averiguar su relación con la difunta. El hombre se incorporó y después de sollozar un poco hizo tantas preguntas sobre los acontecimientos que los policías casi no podían hablar. Después de traerle agua al hombre, uno de los policías pudo acertarle la pregunta fulminante.

El hombre respondió sin dudarlo y con una voz que desgarraría el alma de cualquiera. -No es nada mío-, dijo. La cara de confusión fue general. Los policías no podían entender y en medio del alboroto se dieron cuenta que había otra mujer abrazando el cadáver y llorando sin compasión, se apresuraron a ayudar a levantar a la señora, pero después de aplicar el mismo rito del agua, de la calma, de los pañuelos y demás, el resultado sorprendentemente fue el mismo: la muerta tampoco tenía relación alguna con la Magdalena. Para sorpresa de todo el cuerpo policíaco, ya había una fila de personas en frente del cadáver que se arrodillaban, la abrazaban, lloraban realmente desconsolados y después de una rato se levantaban. ¡Y ninguno, absolutamente ninguno de ellos, tenía relación con la recién fallecida!

De un momento a otro el Capitán Gonzáles decidió que este espectáculo mórbido y deprimente no podía seguir, por eso ordenó a sus subalternos recoger a la mujer

y llevarla directamente a medicina legal. Tres suboficiales cumplieron la orden sin mayor problema. La misteriosa mujer fue trasladada sin complicaciones a Medicina Legal en donde sería sometida a una

autopsia para poder determinar las causas de su muerte y proceder con el papeleo correspondiente.

El tipo que cuida los carros enfrente de la entrada del edificio de las oficinas de Medicina Legal estaba

sentado en su lugar de siempre, cuando vio llegar la ambulancia. Vio como bajaban un cuerpo sin vida y, por error de uno de los camilleros, también la cara

de la difunta.

Apenas la vio no pudo contener las lagrimas. Lloró toda la mañana y sus clientes habituales,

sin saber la verdadera razón de su llanto, y para evitar hacer preguntas incómodas de las cuales

realmente no querían saber las respuestas, duplicaron sus propinas. Y esa noche, la familia de

Tito López comió doble ración de todo, tuvieron una noche muy feliz y de abundancia, de esas que

realmente no abundan.

El cuerpo de la mujer reposaba en una de las camillas de la sala de Medicina Legal esperando para ser abierto.

Pero el problema radicaba en que hasta el momento no se había acercado ningún familiar y los objetos personales que

llevaba consigo no daban pista alguna.

En el almorzadero de enfrente del edificio de Medicina Legal estaban sirviendo sopa de lentejas, arroz blanco, papa en chupe, sobrebarriga,

jugo de lulo y de postre dulce de mora. Y se podía cambiar el postre por doble porción de papa. ¡El mejor almuerzo de la semana!

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Pero todos los comensales llevaban la comida a su boca como un acto programado y rutinario, las

lágrimas caían sin cesar en las sopas de lentejas y la mayoría no ordenó postre, ni lo cambiaron por la

doble porción de papa. Ese día no se oía música, ni el ruido del noticiero en el televisor.

Cuando el Capitán Gonzáles llegó a Medicina Legal para averiguar los adelantos en el tema de esa extraña mujer, se encontró con un espectáculo

lacrimógeno. Todo el mundo lloraba. Nadie podía completar una frase sin un suspiro. Se acercó al

celador y le preguntó:

-¿Algún familiar se ha acercado a reclamar el cadáver de la mujer atropellada esta mañana?

-No -respondió entre llantos el celador.

-Qué vaina tan rara esta. ¿Y usted, por qué llora?

El celador lo miró fijamente como reclamando lo desconsiderada de su pregunta, lo atemporal, su falta

de tacto y “frunciendo” los hombros le respondió:

El tráfico estaba insoportable, el accidente había causado un trancón de esos que solo se describen en novelas argentinas. Los curiosos se apresuraban a sacar conclusiones. Los policías hacían lo que siempre hacen: no mucho. Y los conductores de los carros inmóviles ejercitaban su paciencia.

Un hombre decidió bajarse de su carro y caminar un poco. Llegó hasta unos pocos metros del cadáver de la mujer. Trató de mirar sin mirar, de satisfacer su morbo pero sin violentar su sentido de humanidad. Una maniobra de equilibrismo que generalmente no es muy equilibrada. Al darse cuenta de quién era, saltó la línea policial y llegó hasta el cadáver. Al verla las lágrimas salieron sin control, se arrodilló y abrazó desconsolado a la mujer. Los diligentes policías se acercaron al hombre para poder averiguar su relación con la difunta. El hombre se incorporó y después de sollozar un poco hizo tantas preguntas sobre los acontecimientos que los policías casi no podían hablar. Después de traerle agua al hombre, uno de los policías pudo acertarle la pregunta fulminante.

El hombre respondió sin dudarlo y con una voz que desgarraría el alma de cualquiera. -No es nada mío-, dijo. La cara de confusión fue general. Los policías no podían entender y en medio del alboroto se dieron cuenta que había otra mujer abrazando el cadáver y llorando sin compasión, se apresuraron a ayudar a levantar a la señora, pero después de aplicar el mismo rito del agua, de la calma, de los pañuelos y demás, el resultado sorprendentemente fue el mismo: la muerta tampoco tenía relación alguna con la Magdalena. Para sorpresa de todo el cuerpo policíaco, ya había una fila de personas en frente del cadáver que se arrodillaban, la abrazaban, lloraban realmente desconsolados y después de una rato se levantaban. ¡Y ninguno, absolutamente ninguno de ellos, tenía relación con la recién fallecida!

De un momento a otro el Capitán Gonzáles decidió que este espectáculo mórbido y deprimente no podía seguir, por eso ordenó a sus subalternos recoger a la mujer

y llevarla directamente a medicina legal. Tres suboficiales cumplieron la orden sin mayor problema. La misteriosa mujer fue trasladada sin complicaciones a Medicina Legal en donde sería sometida a una

autopsia para poder determinar las causas de su muerte y proceder con el papeleo correspondiente.

El tipo que cuida los carros enfrente de la entrada del edificio de las oficinas de Medicina Legal estaba

sentado en su lugar de siempre, cuando vio llegar la ambulancia. Vio como bajaban un cuerpo sin vida y, por error de uno de los camilleros, también la cara

de la difunta.

Apenas la vio no pudo contener las lagrimas. Lloró toda la mañana y sus clientes habituales,

sin saber la verdadera razón de su llanto, y para evitar hacer preguntas incómodas de las cuales

realmente no querían saber las respuestas, duplicaron sus propinas. Y esa noche, la familia de

Tito López comió doble ración de todo, tuvieron una noche muy feliz y de abundancia, de esas que

realmente no abundan.

El cuerpo de la mujer reposaba en una de las camillas de la sala de Medicina Legal esperando para ser abierto.

Pero el problema radicaba en que hasta el momento no se había acercado ningún familiar y los objetos personales que

llevaba consigo no daban pista alguna.

En el almorzadero de enfrente del edificio de Medicina Legal estaban sirviendo sopa de lentejas, arroz blanco, papa en chupe, sobrebarriga,

jugo de lulo y de postre dulce de mora. Y se podía cambiar el postre por doble porción de papa. ¡El mejor almuerzo de la semana!

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Orlando Ramirez 3107 Andréa Suárez 3115 Nicolas Fernández 3252 Raul Cano 3025 Yenny Giraldo 3110

dopingfoto.com - Ugo Passalacqua ugopfotogra�[email protected] Max Morales [email protected]

Producción IN HOUSE Studio - Antonio Ulloa [email protected]

Retoque Francesc Fernandez [email protected]

Alejandro Salamánca 3130 Andrés Salamánca 3130 Fabián Gómez 3143 Juan Felipe Sierra 3225

Lina Quiros 3282 Felipe Ponce de León 3232 Mónica Beltrán 3214 Sebastían Villegas 3214

Alexander Argüello 3089 Andrés Celis (Se mudó) Maria Angélica Garcia 3260 Ricardo Rojas 3256

Julian Santiago (Se mudó) Fernando Murillo 3207 Juan Camilo Romero (Se mudó) Milton Moreno 3282

Gina Rosas Moncada 3162 Sebastían Ayala (Se mudó) Yenssy González 3259 Miguel Arias 3181

Eyleen Camargo 3257 Luis Fernando Velasco 3015 Hernán Peña 3140 Eduardo Angel 3113

Camilo Urrutia 3083 Alvaro Giraldo 3239 Omar de Turnario 3147 Alvart Gómez 3147 Paulo Zamora 3147

Daniel González 3224 Jose Fernando Alzate 3254 Maria Jimena Correa 3032 Pablo Andrés López 3056

Armando Rico 3093 Cesar Meza 3084 Samuel Estrada 3090 Michael Reyes 3114

En ordende aparición

Alvaro José Fuentes (Don Alvaro) 3030 Alejandro Gómez 3242 Simona Sánchez 3262 Paola Prieto 3103

Maria Fernanda Cuervo 3047 Adriana Franco 3022 Yuliana Hoyos 3234 Bianco Ramirez 3012

Agradecimientos

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Epílogo

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Orlando Ramirez 3107 Andréa Suárez 3115 Nicolas Fernández 3252 Raul Cano 3025 Yenny Giraldo 3110

dopingfoto.com - Ugo Passalacqua ugopfotogra�[email protected] Max Morales [email protected]

Producción IN HOUSE Studio - Antonio Ulloa [email protected]

Retoque Francesc Fernandez [email protected]

Alejandro Salamánca 3130 Andrés Salamánca 3130 Fabián Gómez 3143 Juan Felipe Sierra 3225

Lina Quiros 3282 Felipe Ponce de León 3232 Mónica Beltrán 3214 Sebastían Villegas 3214

Alexander Argüello 3089 Andrés Celis (Se mudó) Maria Angélica Garcia 3260 Ricardo Rojas 3256

Julian Santiago (Se mudó) Fernando Murillo 3207 Juan Camilo Romero (Se mudó) Milton Moreno 3282

Gina Rosas Moncada 3162 Sebastían Ayala (Se mudó) Yenssy González 3259 Miguel Arias 3181

Eyleen Camargo 3257 Luis Fernando Velasco 3015 Hernán Peña 3140 Eduardo Angel 3113

Camilo Urrutia 3083 Alvaro Giraldo 3239 Omar de Turnario 3147 Alvart Gómez 3147 Paulo Zamora 3147

Daniel González 3224 Jose Fernando Alzate 3254 Maria Jimena Correa 3032 Pablo Andrés López 3056

Armando Rico 3093 Cesar Meza 3084 Samuel Estrada 3090 Michael Reyes 3114

En ordende aparición

Alvaro José Fuentes (Don Alvaro) 3030 Alejandro Gómez 3242 Simona Sánchez 3262 Paola Prieto 3103

Maria Fernanda Cuervo 3047 Adriana Franco 3022 Yuliana Hoyos 3234 Bianco Ramirez 3012

Agradecimientos

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Mauris mattis nisl id tellus bibendum blandit. Phasellus pretium justo id lectus.

Epílogo

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