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EVANDRO AGAZZI TEMAS Y PROBLEMAS DE FILOSOFÍA DE LA FÍSICA BARCELONA 6

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Page 1: COMPLETO. TEMAS Y PROBLEMAS DE FILOSOFÍA DE LA FÍSICA

EVANDRO AGAZZI

TEMAS Y PROBLEMAS DE

FILOSOFÍA DE LA FÍSICA

BARCELONAEDITORIAL HERDER

1978

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ÍNDICE

Prólogo…………………………………………………………………………...9Prólogo a la nueva edición……………………………………………………...17

Parte primera: CIENCIA Y FILOSOFÍA

I. Constitución de la ciencia como saber no filosofía………………………………211. Algunas observaciones preliminares………………………………………...212. El ideal clásico del saber y la identidad de filosofía y ciencia………………223. La revolución de Galileo…………………………………………………….284. La primera fase de las relaciones entre ciencia y filosofía………………......34Notas al capítulo primero………………………………………………………42

II. La tentación de la ciencia a erguirse como nueva filosofía……………………..435. El surgimiento y la afirmación del mecanismo del siglo XIX………………436. La dificultad del mecanismo del siglo XIX………………………………….47Notas al capítulo II

III. De la ciencia como filosofía a la problemática filosófica de la ciencia………..537. El abandono de las pretensiones metafísicas de la ciencia y el concepto de teoría científica…………………………………………………………………538. Problemas filosóficas ligados a la ciencia en razón de su objeto……………609. La ciencia como objeto de problematización filosófica: la epistemología…..67Notas al capítulo III…………………………………………………………….75

Parte segunda: FUNDAMENTOS DE LA FÍSICA

IV. Significado de la investigación de los fundamentos…………………………...8310. Objetivos e instrucciones…………………………………………………..8311. El ejemplo de las matemáticas……………………………………………..88Notas al capítulo IV……………………………………………………………95

V. Instrucción al concepto de la teoría física………………………………………9712. Análisis del concepto de teoría en su aceptación más amplia……………..9713. Elementos del análisis del lenguaje……………………………………….10114. Lenguaje artificial…………………………………………………………11015. Las teorías deductivas y el método axiomático…………………………...11916. La lógica………………...………………………………………………...127

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17. La semántica………………………………………………………………14218. El operacionismo y el principio de verificación…………………………..16219. La posición de los conceptos teóricos en la física………………………...175Notas al capítulo V……………………………………………………………192

VI. la teoría física…………………………………………………………………19720. Caracterización general de las teorías físicas……………………………..19721. Los conceptos físicos……………………………………………………...21022. Las proposiciones físicas………………………………………………….23023. La organización axiomática de una teoría física………………………….24024. La verificación de las hipótesis y de las teorías físicas…………………...25125. La previsión científica…………………………………………………….268Notas al capitulo VI…………………………………………………………...272

Parte tercera: ALGUNAS CUSTIONES FILOSÓFICAS FUNDAMENTALES

VII. La variedad de los lenguajes…………………………………………………28126. El problema de univocidad de los significados…………………………...28127. El tecnicismo lingüístico de las ciencias………………………………….28328. La eliminación y la permanencia de la equivocidad………………………28629. Algunos ejemplos…………………………………………………………29030. Lenguajes y modelos……………………………………………………...294Notas al capítulo VII………………………………………………………….281

VIII. Ondas, corpúsculo y complementaridad…………………………………….30131. Las imágenes corposcular y ondulatoria………………………………….30132. El Principio de correspondencia…………………………………………..30333. Los defensores de una imagen única……………………………………...30634. El principio de complementaridad………………………………………...30935. La intuitividad de la física cuántica……………………………………….31636. Análisis lógico de la complementaridad………………...………………...31937. El problema del recurso a las interpretaciones……………………………32238. El recurso a la axiomatización…………………………………………….32539. Pródromos implícitos de una consideración contextual de los significados……………………………………………………………………33240. Propuestas para la superación de la dificulta……………………………...335Notas al capítulo VIII…………………………………………………………344

IX. Microfísica y modelos………………………………………………………...35141. El requisito de la visualización y el problema de los modelos……………35142. La función heurística de los modelos……………………………………..35743. Los modelos logicomatemáticos………………………………………….36344. Matemáticas y experiencia………………………………………………..374Notas al capítulo IX…………………………………………………………..377

X. El alcance cognoscitivo de las teorías científicas……………………………..37945. Fenómenos y teorías………………………………………………………37946. Las teorías fenomenológicas……………………………………………...38247. El intento cognoscitivo de las teorías……………………………………..39048. La interpretación subjetiva de la física moderna………………………….39449. El significado científico de la objetividad………………………………...40550. Objetividad y verdad……………………………………………………...42451. El realismo científico……………………………………………………..432Notas al capítulo X……………………………………………………………444

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PRÓLOGO

Cuando se habla de «filosofía de la ciencia», o también de filosofía de una determinada ciencia, no es fácil entenderse rápidamente respecto a lo que estos términos deben designar. Incluso en el supuesto de haber llegado a un acuerdo respecto a lo que pueda significar el colocarse en un punto de vista filo sófico para la consideración de la ciencia, de hecho queda aún por esclarecer de qué modo, a título de qué, desde qué ángulos o en qué aspectos la ciencia pueda convertirse en objeto de tales consideraciones.

Una discusión intencionadamente explícita no figura casi nunca argumentada en las obras que se acostumbran a considerar incluidas en el área de la filosofía de la ciencia; con todo, es bastante fácil reconocer que éstas se colocan espontáneamente, de hecho, a lo largo de dos líneas de problemática distintas, a las que esquemáticamente podríamos designar la interesada en la estructura y la interesada en el contenido de la ciencia.

Limitándonos, a considerar el caso de la ciencia contemporánea, podemos decir que, inicialmente, ha sido con preferencia la problemática del segundo tipo la que ha suscitado el interés filosófico, de modo que eran considerados problemas típicos de filosofía de la física, por ejemplo, aquellos relaciones con la naturaleza del espacio y del tiempo, de la alternativa entre discreto y continuo, de la naturaleza determinista de las leyes naturales, O bien, para poner otro ejemplo, aparecían como problemas típicos de filosofía de las matemáticas aquellos re-lacionados con la naturaleza de los números, con el tipo de existencia de los entes matemáticos, con el carácter convencional o verdadero de las afirmaciones de esta ciencia, y así sucesivamente. En algunas ciencias, en fin, aun hoy estamos pre-

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valentemente orientados hacia una discusión filosófica de su contenido. Piénsese por ejemplo, en la biología.

Un interés filosófico de este tipo por la ciencia se comprende con facilidad. La filosofía se ha visto siempre empeñada en la tarea de contrastar sus afirmaciones con la realidad, por el ejemplo respecto al espacio y al tiempo, al mundo físico, a la naturaleza de los objetos matemáticos, a la peculiaridad de la vida, etc. Resulta, por tanto, natural que, desde el momento en que la ciencia ha comenzado a opinar sobre estos mismos temas, se haya sentido la necesidad de confrontar las afirmaciones que una y otra han elaborado a propósito , de temas idénticos. De este modo ha ocurrido que filosofías tradicionales se han empeñado en mostrar, una y otra vez que estaban en perfecto acuerdo con los resultados de la ciencia, o que por lo menos no estaban en oposición, pese a ciertas apariencias. En otros casos han surgido nuevas perspectivas filosóficas gracias a una tentativa de interpretación de dichos resultados.

En todas estas situaciones el consenso común era que debían tenerse en cuenta, incluso en el campo filosófico, las afirmaciones elaboradas por la ciencia en su propio ámbito. No faltó sin embargo una actitud muy distinta, representada típicamente por las filosofías neoidealistas, pero no sólo por ellas. Tales filosofías soslayaban la obligación de tener en cuenta las afirmaciones de la ciencia, calificando su saber de inauténtico y secundario, bueno como máximo para fines prácticos, pero sin capacidad de penetración cognoscitiva. El punto más débil de estas filosofías es que éstas ciertamente no han convencido a nadie de haber logrado, en el campo de los temas de que se ocupa la ciencia, no ya una penetración cognoscitiva más válida, sino ni siquiera una forma auténtica de saber. Esto no impide, sin embargo, que su actitud haya puesto sobre el tapete un problema cuya importancia supera la contingencia de la posición anticientífica que lo ha originado: el problema de la estructura y del valor cognoscitivo de la ciencia. Este problema se revela primario hasta cierto punto y pide ser afrontado con prioridad a una posible consideración filosófica del «contenido» de la ciencia. De hecho no tendría sentido el introducirse en una discusión filosófica respecto a las afirmaciones de la ciencia sobre el espacio, el tiempo, el mundo físico, la naturaleza viviente y los entes matemáticos, sin antes haber discutido qué tipo de fundamento y de valor tienen estas afirmaciones, es decir sin haber juzgado si las mismas pueden «tomarse en serio» filosóficamente hablando.

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Se desarrolla, en época relativamente reciente, una orientación en el estudio de la filosofía de la ciencia que no carece de precedentes en el pasado. Se caracteriza por sus intereses método lógicos en un amplio sentido y por la poca atención que confiere a la estructura del conocimiento científico, analizado en sus varias componentes, prescindiendo casi enteramente del contenido al cual se aplica. Este nuevo modo de concebir la filosofía de la ciencia es el que predomina en la actualidad, aunque no se puede decir que ello haya significado el ocaso del punto de vista que tiene en cuenta el contenido.

No es aquí el lugar de detenerse a ilustrar más ampliamente cada uno de estos dos tipos de problemática filosófica de la ciencia, puesto que ambos se encuentran suficientemente desarrollados a lo largo del presente libro.

Si los hemos reseñado explícitamente ha sido para poner en evidencia ya desde ahora un rasgo distintivo de este ensayo: el hecho de que en él se incluyen adrede ambos tipos de consideraciones. De hecho, es verdad que un tratamiento filosófico de las afirmaciones y contenidos de la ciencia resulta frágil y escasamente crítico si no se funda en un análisis preliminar de las estructuras que pueda valorar el alcance de sus afirmaciones. Pero no es menos cierto que este tipo de análisis amenaza con resultar estéril filosóficamente si, como desdichadamente ocurre a menudo en la actualidad, se limita únicamente a mantenerse en el plano del análisis y no trata de llegar a una conclusión cuando menos respecto al valor cognoscitivo de la ciencia, de la cual pueda después originarse una consecuente problematización filosófica de: sus contenidos.

De aquí que esta obra, aun dedicándose con mayor énfasis al estudio y a la problemática filosófica de la «estructura» de las ciencias físicas, no se exime de elaborar una propuesta de valoración del saber científico ni tampoco de cimentar los puntos de vista sostenidos, discutiendo algunos problemas de «contenido» de la física de hoy y, en particular, de la física cuántica.

Las razones, en fin, por las cuales las consideraciones sobre la «estructura» de la ciencia prevalecen en esta obra son sustancialmente dos. En primer lugar, el autor cree haber madurado sobre este tema ciertas convicciones personales que desea presentar al juicio del lector. En segundo lugar, está convencido de que una discusión sobre ciertos «contenidos» típicos de la ciencia física, si no quiere reducirse a una divulgación super-

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ficial hasta ahora demasiado abundante, no puede prescindir de una dosis de tecnicismos que aquí serían desaconsejables. Por otra parte, un tratamiento «filosófico» de problemas de contenido, que trasciende los razonamientos de la ciencia, resulta a menudo pretencioso e ilusorio.

Intentemos ahora aclarar brevemente estas afirmaciones.La bibliografía filosófica concerniente a la estructura de la física y, en general, de las

ciencias experimentales, cuenta con obras de notable valor, en las cuales es obligado reconocer que predominan claramente las afirmaciones relativas a los aspectos empíricos. A juicio del autor, tal predominio no permite valorar suficientemente otros aspectos importantes del conocimiento científico. Por todo ello, aun no colocándose en una verdadera y clara alternativa respecto a esta tendencia muy difundida (justa-mente porque también se le reconocen sus méritos), este libro intenta corregir la unilateralidad, subrayando el aspecto que se podría llamar racional en el sentido lato (es decir, intelectivo, lógico e inventivo) presente en la ciencia experimental. Veamos ahora los efectos más visibles de tales aserciones.

Se confiere una nueva dimensión crítica al operacionismo y se supera el criterio empirista de significación para los términos de las teorías físicas, reduciendo así la importancia del problema de los «términos teóricos». Se acentúa, además, particularmente la componente contextual del significado de los términos físicos, que hace posible reconocer las ricas componentes no empíricas de los mismos. Se valora de modo convincente y articulado el método axiomático aplicado a la construcción de las teorías físicas. Este último aspecto es un poco el hilo conductor de toda la argumentación y aflora a la superficie en puntos diversos y desde diversos ángulos: el método axiomático es presentado inicialmente como un instrumento para «organizar» deductivamente una teoría; después, como medio para superar, mediante una formalización rigurosa, la fase heurísticaa centrada en la construcción de «modelos»: finalmente, se insiste en la importantísima, pero casi siempre ignorada, función semántica de este método, considerada en el doble aspecto de «análisis» y «restablecimiento» de los significados de los términos físicos. Desde luego, no vamos a detenernos aquí en aspectos de menor importancia, que por otra parte serán tratados más adelante,

Un lector apresurado podría quizá temer la impresión de que habría sido más útil reunir en un capítulo único todo el razonamiento respecto al método axiomático. Pero con toda

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probabilidad ello únicamente tendría el efecto de «codificarlo», quitándole la capacidad de una presencia activa en diversos y delicados problemas, lo cual parece constituir el mejor título de la consideración de que disfruta también en el seno de la ciencia experimental, al no presentarlo (nunca se hace así en este libro) como simple artículo de lujo o, todavía peor, como camisa de fuerza abstracta impuesta a la teoría física. Por el contrario, entendido correctamente, aparece como un complemento natural del punto de vista operativo, y toda ciencia experimental parece poder fundarse exhaustivamente en una armónica y fecunda colaboración entre ambos.

Llegamos ahora a la razón por la cual ha parecido útil limitar las discusiones sobre cuestiones de «contenido». Como ya se indicó, creemos que un tratamiento no superficial del tema implica casi siempre, de modo inevitable, un mínimo de exposiciones técnicas. Por ello, al tratar de decidir a quién pretendía dirigirse este libro, no nos pareció útil que resultara accesible sólo a los físicos o a los que tengan conocimientos de física más bien detallados, por lo que ha sido inevitable sacrificar aquellas partes que sólo hubiesen resultado comprensibles para esta clase de lectores. Con ello, naturalmente, no se ha querido descender al nivel que es, en definitiva, el de la mayor parte de los libros que se califican de filosofía de la ciencia, es decir un nivel de tal generalidad que la ciencia... ni siquiera se ve, de tal modo que no pocos de los problemas tratados tienen el aspecto de cosas «fabricadas en casa», sin relación evidente con los verdaderos problemas que un científico encuentra. Pretendemos que el físico que lea estas páginas reconozca la faz de su ciencia y tenga además, con suficiente frecuencia, indicaciones de problemas precisos que, sin estar desarrollados puedan sin embargo servirle fácilmente como referencia concreta y ejemplificación efectiva de cuanto viene expuesto.

El lector de este libro se dará cuenta fácilmente del «estilo» particular que lo caracteriza y que revela con claridad que quien lo ha escrito posee una formación logicomatemática. Esperamos que ésta no aparezca como una deformación profesional. Si se ha pretendido hacer intervenir de modo explícito la voz de la lógica matemática en estas páginas, hasta el punto de dedicar un par de párrafos a la presentación de algunas de sus nociones técnicas fundamentales, no ha sido por pedantería o por deseo de divagar sino para presentar, de modo efectivo aunque sumario, una serie de instrumentos técnicos acep-

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tados y eficaces, que pueden revelarse muy útiles también para el quehacer de la filosofía de la física.

Todavía es bastante! frecuente el registrar apreciaciones no demasiado lisonjeras acerca del carácter poco «riguroso» que caracteriza la mayor parte de los tratados de filosofía de la física, mientras se subraya el elevadísimo grado de rigor, de objetividad, de profundidad que han alcanzado las investigaciones sobre los fundamentos de la matemática. La verdad es que, desgraciadamente, tales apreciaciones son justificadas y no es raro que algunos atribuyan la diferencia de nivel a la naturaleza de las dos disciplinas, señalando que una ciencia experimental no puede ser estudiada en sus estructuras y sus fundamentos con un rigor comparable al que se alcanza en el campo de las matemáticas.

Sin embargo, no me parece que la situación sea exactamente ésta. Si aún hoy la filosofía de la física no ha logrado alcanzar un adecuado grado de rigor, es únicamente debido a que todavía se sirve de instrumentos de investigación bastante rudimentarios, que no van más allá de un simple «sentido común» Si, en cambio, utilizara los mismos instrumentos lógicos ya experimentados en la investigación matemática, los cuales, siendo de naturaleza formal, no tiene su aplicación limitada, sería del todo lícito esperar también para las investigaciones sobre los fun-damentos de la física un rápido despegue y el establecimiento de niveles de rigor dignos de la importancia de los problemas que en ella se afrontan.

Un lector que esté familiarizado con los problemas de la lingüística moderna advertirá en más de una ocasión, o la largo de las páginas de este ensayo, ciertas resonancias con la temática fundamental de aquella ciencia, pero no conseguirá situar fácilmente las ideas del autor dentro de una determinada corriente. Junto a ciertas afinidades con determinadas tesis estructuralistas o con las sostenidas por Saussure, se descubren simultáneamente posiciones vecinas a las de la reciente lingüística soviética, se da particular énfasis a la naturaleza contextual de los significados y se intenta asimismo evidenciar que esta naturaleza no es únicamente contextual. Aunque esperamos que del conjunto de todos los razonamientos emerja bastante claramente el modo en que estos varios puntos de vista tienden a armonizarse, no hemos creído oportuno dedicar a este problema una discusión explícita, puesto que éste no es libro de filosofía del lenguaje sino de filosofía de la física, en el cual se utilizan como instru-

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mentas de trabajo, junto a muchos otros, ciertos resultados de la lingüística moderna, sin pararse por ello a discutirlos. En cada caso, la utilización de estos instrumentos se realiza en un modo y medida tales que resultan independientes, así nos parece, de una discusión «de principios», y éste es precisamente el motivo por el cual resulta lícito no interesarse por ellos en este lugar.

Este ensayo, como se ha dicho, lleva a una tesis filosófica propia acerca del alcance cognoscitivo del saber científico, la cual, conscientemente, ha sido confiada a los últimos párrafos y mantenida fuera de todo el discurso precedente, aun a des-pecho de dejar subsistir alguna vaguedad.

Este modo de proceder no supone ninguna estratagema o designio sutilmente calculado, sino que simplemente pretende hacer reconocer sustancialmente al lector la misma vía que ha elevado al autor a sus conclusiones, es decir la vía del análisis, objetivo y desapasionado, del conocer científico, y que llega a un cierto resultado sin partir, como ocurre muy a menudo, de presunciones sobre el alcance cognoscitivo de la ciencia. La línea esencial de tales razonamientos diverge tanto de las posiciones idealistas en sentido amplio, que desvalorizan la ciencia como una forma de pseudosaber como de las posiciones empíricopragmáticas que tienden también a privarle de un auténtico valor cognoscitivo.

La tesis que se sostiene en este libro es que la ciencia es en primer lugar una auténtica forma de saber; incluso la única forma de saber objetivo, aun no siendo un saber absoluto, es decir, exhaustivo e incontrovertible. Como tal, la ciencia, nos hace conocer auténticamente la realidad, si bien no agota nunca este conocimiento, por cuanto de «lo real» sólo domina completamente aquello que consigue colocar en el plano de la «objetividad». Consecuencia de ello es que se debe reconocer un pleno alcance «ontológico» a los entes de los cuales habla la ciencia, a condición de que no sean pensados como algo diverso de la totalidad de las determinaciones que la ciencia consiga establecer para ellos.Justamente del «no absolutismo» del saber científico antes citado nace la exigencia de una problemática filosófica de los mismos contenidos de la ciencia, exigencia que no se coloca tanto en el plano del conocer sino más bien en el plano de un «conferimiento de sentido» a los conocimientos científicos. Obviamente, la evaluación de las afirmaciones hechas aquí dependería del significado preciso que se atribuya a ciertos términos,

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como «objetivo», «real», «absoluto», «ontológico» y similares; y este significado sólo puede captarse después de una lectura completa de los parágrafos finales del presente volumen.

En suma, creemos que de ningún sistema de objetos es posible obtener un conocimiento más auténtico que el científico y esto implica que, aun siendo la filosofía de la ciencia más amplia que la filosofía del conocimiento, como en este libro se intenta aclarar, es actualmente cierto que esta filosofía del conocimiento se reduce a poca cosa, paradójicamente a un discurso «abstracto», si no acomete la más perfecta forma de conocimiento hoy a disposición del hombre: el conocimiento científico.

Todas estas afirmaciones, no creemos que constituyan una profesión de cientismo, pues admitiendo que el conocimiento científico no es absoluto, se presupone la inclusión en la gama de valores humanos de muchas cosas que no son ciencia. Lo importante es darse cuenta de que, al actuar de esta manera, no se reivindica un conocer objetivo más fuerte que el de la ciencia, sino que se reconoce que el hombre no llega a aquietarse dentro de los horizontes del simple rigor de la pura objetividad impersonal, aun cuando estos horizontes sean fascinantes por su armonía y fuerza intelectual. Se trata, en efecto, de un hecho cierto y, por añadidura, de un precioso estado de conciencia que nuestra civilización, de modo muy especial, tiene necesidad de conservar.

El autor desea manifestar su agradecimiento a todos aquellos que con sugerencias, consejos, observaciones y críticas le ayudaron en la elaboración de esta obra. A G. Bontadini, L. Geymonat, C. Tonti y S. Francaviglia les expresa su más cordial reconocimiento.

También hace constar que éste es un trabajo realizado con la ayuda del Consiglio Nazionale delle Ricerche (CNR). De hecho, los capítulos comprendidos entre el iv y el ix, ambos inclusive, contienen los resultados de la investigación que el autor ha realizado para el Comitato Nazionale per le Matematiche del ya citado CNR.

E.A.

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PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

La acogida particularmente favorable que ha obtenido esta obra, cuya primera edición apareció en 1969 en otra editorial y que hace algún tiempo está ausente del mercado, me ha inducido a publicar una reedición inalterada. Es cierto que en cinco años los estudios epistemológicos relativos a la física han sufrido avances y desarrollos, algunos de ellos influidos directamente por este libro, pero también es verdad que ninguno ha llegado a tal estado que obligue a considerar superadas las tesis que en él se sostienen. Por tanto no parecía justificada una verdadera reelaboración de la obra, porque además algunos colegas y yo mismo la hemos utilizado en cursos universitarios, habiéndose demostrado particularmente apta para la obtención de diversos objetivos, como el de un planteamiento institucional del discurso epistemológico, unido a una valoración de la perspectiva histórica, al uso de las metodologías lógico-formales, a una discusión específicamente filosóficaa de algunas cuestiones centrales. La obra ha resultado particularmente útil para aquellos que están interesados en una problemática epistemológica de carácter general, lo mismo que para aquellos que tienen un interés específico por la filosofía de la física, por lo que no me ha parecido oportuno alterar el equilibrio interno dando mayor amplitud, por ejemplo, a este último aspecto.

Por los mismos motivos ni tan sólo se ha puesto al día la bibliografía. De hecho la misma contiene únicamente aquellas obras a las que se hace referencia directa en el texto y por tanto no habría tenido sentido el añadir ahora nuevos títulos independientes del mismo. Las publicaciones más recientes, por otra parte, se ocupan en especial de técnicas formales para el

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análisis lógico y metodológico de las teorías empíricas y por tanto interesan sólo en un aspecto no demasiado importante para esta obra mientras que quizás podrían constituir el objeto de un tratado separado más técnico y circunscrito; es posible que dentro de algún tiempo se haga patente la utilidad de dedicarle un volumen adecuado en esta misma colección de epistemología.

E.A.

Génova, julio 1974

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PARTE PRIMERA

CIENCIA Y FILOSOFÍA

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CAPÍTULO PRIMERO

CONSTITUCIÓN DE LA CIENCIACOMO SABER NO FILOSOFÍA

1. Algunas observaciones preliminares

Un discurso en el que filosofía y ciencia resulten relacionadas de algún modo, se observa siempre con una cierta cautela. De hecho una tal relación esconde necesariamente algunas incógnitas como ocurre cada vez que se confrontan cosas esencialmente distintas, sin que estén perfectamente claros y establecidos los motivos de su disparidad. Incluso no es raro encontrarse con razonamientos que tienden a esconder las diferencias hasta hacerlas desaparecer, y entonces tenemos el derecho a sospechar la existencia de alguna confusión.

Nuestras exigencias de cautela vienen acrecentadas por el hecho de que en muchos casos una aproximación entre ciencia y filosofía no es totalmente «desinteresada» sino que se presenta como un discurso «con tesis», que pretende sostener un deter-minado punto de vista específico de alcance más general. Así algunos intentan demostrar que la ciencia deja sin solución muchos problemas a los que sólo la filosofía puede intentar responder, mientras que otros pretenden convencer de que la ciencia ofrece la única vía racional para resolver nuestros problemas lejos de las inútiles divagaciones filosóficas. Junto a los que utilizan la ciencia para reforzar ciertas tesis filosóficas concernientes al hombre y al mundo, encontramos otros que des-cubren en la ciencia los mejores argumentos para sostener tesis exactamente opuestas. En otra perspectiva, algunos pretenden demostrar que la ciencia se funda en ciertos principios filosóficos absolutos, mientras otros sostienen, por el contrario, la plena autonomía de la ciencia en su campo o incluso su capa-

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cidad de poner en tela de juicio los mismos principios fundamentales de la filosofía. Éstos son algunos ejemplos, entre los muchos que podríamos señalar, que abonan las tesis antes expuestas.

Con todo, afirmar que las problemáticas del tipo que acabamos de describir son fútiles o están mal construidas no es en modo alguno justificable, sino que parece más bien que las mismas pueden revelarse de notable interés y de importancia capital dentro de un contexto oportuno. Sin embargo es preciso tener en cuenta que su discusión sólo puede resultar útil y fructuosa después de una evaluación objetiva y, por así decir, neutral y desapasionada de la situación relativa de la ciencia y la filosofía en el ámbito del saber humano, así como mediante la puesta en evidencia de sus verdaderos puntos de contacto. Estos últimos no pueden ser nunca lugares de «superposición» de las respectivas áreas de investigación y de interés, sino siempre «ocasiones» de problematización, en las cuales la diversidad de puntos de vista y la diferencia de perspectiva entre la investigación científicaa y la filosófica no se pierden jamás.

Las páginas que siguen se proponen respetar esta postura objetiva, sin intentar sostener ninguna tesis preconcebida. A través de ellas se pretende simplemente ilustrar un cierto tipo de situación relativa, en la cual se encuentran hoy en día la física y la filosofía, y a la vez discutir las más importantes «ocasiones comunes» de problematización que tienen hoy sobre el tapete

2. El ideal clásico del saber y la identidad de filosofía y ciencia

Como primer paso en la dirección que nos hemos propuesto, comenzaremos dirigiendo nuestra atención al intento de describir, aunque sea sólo superficialmente, la situación relativa de la ciencia y de la filosofía y, más exactamente, intentaremos ilustrar cómo la ciencia se constituye en la forma típica del saber no filosófico.

En cierto sentido esta hipótesis es casi evidente, puesto que todos saben que la ciencia propiamente dicha, o sea la llamada «ciencia moderna», ha surgido en época reciente, entre los siglos XVI y XVII, precisamente separándose de la filosofía. Sin embargo el significado preciso de esta separación no queda siempre claro, y por tanto vale la pena intentar comprenderlo mejor.

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Es bastante enojoso, al tratar un tema actual, referirse a Adán y Eva; sin embargo no es por pedantería que en este punto nos parezca esencial hacer referencia (breve, por otra parte) al pasado.

En los orígenes de la civilización occidental -es decir en el seno de la cultura de la Grecia clásica - la ciencia y la filosofía constituían un solo cuerpo. Ello no significa, según algunos parecen interpretar ingenuamente, que los grandes ge-nios de aquella edad dichosa eran capaces de dominar a la vez los dos campos, sino que una sola forma de saber, la filosofía, abarcaba también el contenido de lo que hoy llamamos ciencia, y además se reservaba en exclusiva el propio nombre de «ciencia». La física y la matemáticaa no se consideraban formas de saber científico que se pudieran clasificar al lado de: la filosofía, sino como partes de la misma. Se encontraban subordinadas jerárquicamente a las partes más nobles, es decir a la filosofía primera o metafísica (que estudia el ser en cuanto tal, desde el punto de vista más general), y eran consideradas filosofías segundas (que estudian géneros particulares del ser). Ésta es cuando menos la esencia de la doctrina aristotélica que se conservó inalterable en sus fundamentos hasta el Renacimiento, a pesar de notables cambios y elaboraciones en sus detalles.

En la actualidad puede resultar difícil captar el sentido de esta identificación, puesto que muchos de nosotros estamos habituados a considerar la distinción entre ciencia y filosofía como algo evidente, en cuanto está basada en una precisa diferencia de sus objetos de estudio. De hecho, según el modo más común de pensar puede decirse que la ciencia, en sus varias ramas, se ocupa del llamado mundo físico, de su constitución y de sus leyes, mientras que la filosofía se ocupa de problemas que trascienden la experiencia, de cuestiones relacionadas con el destino último del hombre, con la moral y temas semejantes. Sin embargo es conveniente tener en cuenta que estos pretendidos objetos de estudio propios no están delimitados de una manera clara, y que construir una distinción entre ciencia y filosofía basada en los mismos, no es tan obvia y «natural» como quizás parecía a primera vista. Baste pensar que esta hipótesis tiene un siglo de existencia apenas, mientras que con anterioridad había sido de uso prácticamente universal, no abandonado del todo hoy en día, el llamar «filosofía natural» a la física, al igual que se acostumbraba llamar «sabiduría», «ciencia» o «doctrina de la ciencia» a la filosofía. En otras palabras, los conceptos de cien-

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cia y filosofía continuaron siendo sustancialmente sinónimos hasta hace muy poco y, en todo caso, durante mucho tiempo después del nacimiento de lo que hoy llamamos la «ciencia» en el sentido ordinario del término.

Una vez establecidas estas precisiones se trata de ver si la distinción, claramente necesaria, entre los conceptos de ciencia y filosofía sobre la base de sus respectivos objetos es la más adecuada posible. Basándose en consideraciones que no podemos desarrollar aquí, es fácil darse cuenta de que éste no es el mejor fundamento para establecer una distinción. Lo inadecuado de este enfoque puede resumirse brevemente observando que reduce a una cuestión de contenidos lo que, por el contrario, es esencialmente una cuestión de métodos y, muy especialmente, de «puntos de vista» desde los que se considera la realidad. En particular, no es cierto que el mundo de la naturaleza sea el campo propio y exclusivo de la ciencia. De hecho la naturaleza es objeto de la ciencia, tal como se la entiende en la actualidad, si se investiga según ciertos criterios y métodos, pero también puede ser objeto de investigación filosófica si se considera con otros criterios y desde otros puntos de vista'.

Para comprender las diferencias entre los métodos y puntos de vista de la investigación científica y la filosófica, es preciso referirse a su raíz común que se ha bifurcado en un cierto punto del desarrollo histórico. Esta raíz común es precisamente una de las actitudes fundamentales que el hombre asume frente a la realidad, es decir, el deseo de conocerla, de saber cómo son las cosas. No es una casualidad el que etimológicamente ciencia signifique «saber» y filosofía «amor al saber».

Una primera satisfacción para este deseo de saber viene ofrecida por la experiencia, la cual nos pone en la presencia inmediata de los objetivos. Sin embargo difícilmente nuestro deseo se detiene en la comprobación pura y simple del desarrollo de los acontecimientos tal como nos ofrece la experiencia, sino que tiende a conocer el porqué las cosas se desenvuelven de una manera y no de otra. El deseo de sabor estaría plenamente colmado sólo en el caso de que pudieran quedar completamente esclarecidas las razones por las cuales los datos de la expe riencia se presentan del modo que lo hacen, y tal vez incluso el porqué es necesario que aparezcan precisamente de esta manera.Esta aspiración, a la que se puede llamar «originaria», hacia una forma de saber pleno, absoluto e incontrovertible, está

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presente en todos los hombres desde que de niños pronuncian sus primeros «por qué?» a medida que se les revela el mundo de la experiencia, y perdura cuando, ya adultos, se aperciben cada vez más de lo infundado de sus esperanzas de satisfacer el citado deseo. De hecho es obvio que si sobre ciertos objetos llegamos a comprobar no sólo su existencia, sino también a conocer cómo están constituidos e incluso a saber por qué son así y no pueden ser de otro modo, habremos alcanzado, en lo que a ellos se refiere, el conocimiento más pleno y perfecto que se puede obtener, es decir una ciencia completa de dichos objetos.

La filosofía nació precisamente como aspiración a un saber de este tipo, es decir, como proyecto de conocer el mundo según unas características de necesidad, totalidad e incontrovertibilidad, que darían lugar a una ciencia perfecta. Por ello la filosofía nació como ciencia, o mejor dicho como la ciencia por antonomasia.

Considerando detenidamente la circunstancia según la cual el deseo de saber tiende a ir más allá de una pura y simple comprobación de la experiencia para encontrar las razones de lo que ella nos muestra, es fácil darse cuenta de que estas razones tienden a clasificarse en varios tipos fundamentales. De hecho, cuando se tiene un conjunto de datos experimentales o, como también se suele decir, de fenómenos, el conjunto de las razones susceptibles de mostrarnos el porqué de estos datos pueden dividirse en tres clases. Por una parte están los razonamientos que se refieren a la constitución íntima, o más bien a la naturaleza propia de los entes que manifiestan dichos fenómenos, es decir, lo que antes se llamaba su esencia. Por otra parte están los razonamientos que se preocupan de la existencia de causas de diversos tipos, las cuales determinan o preordenan el comportamiento de los entes considerados. Finalmente puede considerarse un tercer tipo de razonamientos constituido por aquellos que se basan en ciertos principios generales mediante los cuales se puede regir el comportamiento de los fenómenos observados, considerándolo como aplicación de dichos principios a un caso particular. En otras palabras, se puede afirmar que conocida la esencia de ciertos entes, las causas eventuales y los principios generales a los que están sometidos, se podría deducir de un modo riguroso y necesario el comportamiento de estos entes, tal como se observa experimentalmente.

Durante muchos siglos la humanidad ha aspirado a conocer

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el mundo de acuerdo con este esquema, y la filosofía se ha presentado como la ciencia en la cual se llegaba al conocimiento de la esencia de los objetos, junto con el de todas las causas y principios que les hacen comportarse necesariamente de la manera que señala la experiencia, y esto independientemente del hecho de que el objeto de este conocimiento fuera el hombre con la totalidad de sus problemas, más que el mundo de la naturaleza.

Como consecuencia de tales pretensiones, la experiencia tenía una importancia secundaria para el logro de un auténtico saber. Esta consideración discriminatoria no era debida a que se le considerara fuente de errores, antes bien se la creía portadora de una verdad inmediata y tribunal cuyo juicio era inape lable, sino que se consideraba que podía proporcionar muy poco. De hecho la experiencia debía limitarse a atestiguar que las cosas son de un cierto modo, pero podía decir muy poco sobre el cómo y no podía decir absolutamente nada del p r.;cré son de este modo z. Ni la esencia, ni las causas, ni los principios que implican una experiencia concreta están al alcance de la misma. Estos aspectos sólo pueden ser alcanzados por la razón y, en consecuencia, sólo ella puede conferir al saber el carácter de necesidad, o sea de incontrovertibilidad y universalidad, mediante el proceso de deducción que permite llegar a las características experimentales de los objetos a partir del conocimiento de su esencia y de las causas y principios a los que están sometidos.

Estas circunstancias justifican claramente por qué la humanidad en la búsqueda de un saber que fuera auténtica ciencia, se dirigió muy pronto hacia las investigaciones de tipo universal, empleando con profusión las metodologías deductivas con escasa utilización de la experiencia, preocupándose más de los principios y causas remotas y menos de los fenómenos y hechos inmediatos. Éstos son algunos de los caracteres distintivos del modo de hacer ciencia que coincidía con la filosofía.

Naturalmente sería una equivocación el suponer que en la época clásica faltasen totalmente intentos de investigación experimental, en el campo del conocimiento de la naturaleza, del tipo que hoy consideramos científico. Sin embargo, estos intentos nunca fueron considerados verdaderos elementos de conocimiento, porque se limitaban a «describir» los hechos sin exponer el porqué y las causas de los mismos. Es decir, explicaban simplemente lo particular y, según Aristóteles, «sobre lo particular no

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puede hacerse ciencia, lo cual es un hecho muy cierto cuando la ciencia se considera desde su misma perspectiva.

Todos los conocimientos experimentales de naturaleza descriptiva fueron considerados como «historia» en un sentido lato. Todos sabemos que, durante mucho tiempo, en el seno de nuestra cultura se ha mantenido, y aun hoy no ha desaparecido totalmente, la costumbre de denominar «historia natural» a un conjunto de conocimientos experimentales que por un motivo u otro se han quedado en un estadio puramente descriptivo. En la práctica se trata de conocimientos relacionados con el vasto conjunto de los seres vivientes, las disciplinas geográficas, etc.

Los elementos que han dado origen a la transformación del esquema del saber que acabamos de señalar sumariamente, se manifestaron sólo después de un largo intervalo de tiempo. De hecho si consideramos que Aristóteles fue el primero en exponer el concepto de ciencia que acabamos de señalar, deben esperarse casi dieciocho siglos para encontrar los primeros indicios de cambio consistentes en la aparición de nuevas ideas y en los preludios de una nueva perspectiva.

Hacia el final de la edad media se asiste, por una parte, a un crecimiento del interés por el conocimiento del mundo físico, y, por otra, brota la conciencia de que con los métodos esencialmente deductivos empleados hasta entonces no se podían lograr progresos significativos. Es así como a partir de la llamada «escolásticaa tardía» se desarrolló un cierto perfeccionamiento del método experimental y una creciente revalorización del mismo en las investigaciones concernientes a la naturaleza. Se afirma con justicia que en estos esfuerzos se puede ver una gradual y lenta anticipación del moderno método científico o, más exactamente, a una de las componentes esenciales del mismo, pero sería equivocado ver en ellos una anticipación de la ciencia moderna. De hecho el tipo de saber al que se aspiraba, aun con el empleo de métodos hasta entonces menospreciados, tendía a la determinación de las esencias, al descubrimiento de las causas y de los principios, y a una síntesis exhaustiva del significado del universo. En otras palabras, el punto de vista desde el cual se consideraba el mundo de la naturaleza, era todavía el punto de vista filosófico, tal como ha sido expuesto con anterioridad.

Las cosas no cambian esencialmente cuando con la llegada del Renacimiento se despierta un interés todavía más patente

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por la naturaleza, y autores como el Cusano, Telesio, Bruno y Campanella proponen filosofías capaces de interpretar la naturaleza «de acuerdo con los principios de la misma» sin recurrir a principios universales de metafísica. A pesar de ello estos autores continúan empeñados en la búsqueda de un conocimiento filosófico de la naturaleza, y lo mismo debe afirmarse de Francis Bacon, teniendo en cuenta su indudable contribución al desarrollo del método experimental, a la realización del esbozo de una nueva mentalidad y de nuevos objetivos que están en la base de un conocimiento del mundo natural cada vez más independiente de posiciones filosóficas preconstituidas. Estas nuevas orientaciones se han inscrito posteriormente como componentes características de la investigación científica moderna, pero a pesar de ello no puede decirse de ninguna de ellas, ni siquiera de la propuesta por Bacon, que lograra constituirse como verdadera alternativa al conocimiento filosófico de la naturaleza.

3. La revolución de Galileo

El verdadero cambio de perspectiva con el cual puede decirse que nace la ciencia moderna tiene lugar con Galileo. Este cambio no consistió, como a menudo se afirma, en el simple perfeccionamiento del método experimental hasta alcanzar sus más altas cotas, y la integración en el mismo de una componente matemática para obtener con ello un método científico eficaz. Más bien puede afirmarse que consistió en la comprensión de que un conocimiento adecuado de la naturaleza no podía obtenerse únicamente introduciendo algunos cambios en la filosofía, sino recurriendo a investigaciones de otro tipo, es decir, investigaciones de índole no filosófica.

La característica más importante que denota la nueva corriente de investigación y que la distingue de la antigua consiste en que la nueva ciencia abandona la búsqueda de la esencia de las cosas, lo cual había constituido el móvil fundamental de toda indagación filosófica desde la edad clásica. Ya Sócrates había afirmado que la pregunta filosófica clave a propósito de cualquier realidad debía ser: «¿Qué es?», y había calificado de insuficientes todas aquellas respuestas que únicamente proporcionaran simples enumeraciones de «ejemplos» referentes a la realidad en cuestión. Pretendía que una respuesta completa expresara la esencia universal, detectable, por tanto, en

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todos los ejemplos posibles, pero no identificable con ninguno de ellos.Galileo fue el primero en afirmar de un modo explícito que, por lo menos en el

caso de los entes de la naturaleza (sustancias naturales), la pretensión de satisfacer la pregunta socrática es totalmente vana o ilusoria. Renuncia por tanto a la empresa de buscar las esencias, y se conforma con el objetivo más limitado, pero abordable, de perseguir el conocimiento de lo que él llama «algunas afecciones» de los entes de, la naturaleza o, como se diría actualmente,' busca el conocimiento exacto de las circunstancias en que tiene lugar el desarrollo de ciertos fenómenos naturales. Sus opiniones sobre este punto están perfectamente explícitas én sus escritos: «Puesto que, o intentamos penetrar en la esencia verdadera e intrínseca de las cosas naturales, o aceptamos el contentarnos con llegar a conocer algunas de sus afecciones. Buscar la esencia lo tengo por empresa imposible y por práctica no menos vana, tanto en las sustancias elementales de cada día como en aquellas remotísimas y celestes... Pero si queremos conformamos con aprehender ciertas afecciones, no me parece que sea imposible el conseguirlo tanto en los cuerpos lejanísimos como en los más próximos» 3.

A los ojos de muchos de sus contemporáneos esta postura pudo aparecer simplemente como un mero abandono de la empresa de buscar el conocimiento verdadero de la naturaleza. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo hasta que se vio claramente que en realidad había nacido un nuevo enfoque en la investigación científica de la naturaleza, y este enfoque ha sido posteriormente característico de la ciencia moderna, por oposición al empleado por la ciencia en el sentido clásico o filosofía.

Es conveniente aquí reflexionar acerca de esta invitación galileana de no buscar la esencia de las cosas, la cual fue decisiva para el giro de 180° que marcó el nacimiento de la ciencia moderna, puesto que la misma resulta teóricamente de difícil apreciación. De hecho está claro que todo acto de conocimiento busca necesariamente determinar la esencia de algunas cosas, si por esencia se entiende, como debe entenderse correctamente, el conjunto de características por las cuales esta cosa es lo que es y resulta distinta a los demás tipos de entes. Por ello cuando Galileo declara querer desviar la atención de las investigaciones de las esencias hacia los fenómenos, las «afecciones», no puede atacar este tipo de búsqueda de la esencia, puesto que también los fenómenos tienen una esencia que les es propia, esto es, unas ciertas características determinadas y distinguibles de otras características, por lo que el «llegar

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a conocer algunas afecciones», no puede querer decir otra cosa que llegar a conocer la esencia de estos aspectos. Puesto que si, por ejemplo, afirmo no querer interesarme por la esencia del agua sino conten-tarme únicamente conociendo alguna de sus «afecciones», como es el hecho de que puede servir como solvente, o de que se solidifica a una cierta temperatura, en realidad estoy admitiendo un interés por la esencia de estas afecciones y admito que es posible su conocimiento, desde el momento en que creo posible distinguir el fenómeno de la solidificación del comportamiento del agua como solvente, y de muchos otros más.

Sin embargo, conviene recordar que en la época de Galileo no se hablaba de esencia en este sentido. La distinción entre esencia y afección, heredada de la antigua separación clásica entre sustancia y accidente, asumía un significado particularismo cuyas consecuencias se harían todavía más patentes en el pensamiento de los filósofos que van de Descartes a Kant. Según este significado, la esencia de un fenómeno sería «lo que está debajo», el «núcleo» profundo de la realidad singular, el cual no se manifiesta directamente porque se encuentra envuelto por la multitud de representaciones o apariencias que nos hacemos de los objetos. De todos es conocido que los mayores esfuerzos de los filóso-fos se han dirigido hacia la búsqueda de un «puente» entre las representaciones y las cosas, entre los fenómenos y las esencias, esfuerzos cuyo fracaso viene expresado en la famosa tesis kantiana según la cual no podemos conocer las cosas en sí, sino únicamente los fenómenos 4.

La sorprendente identidad entre la tesis kantiana y la de Galileo (prescindiendo de indicaciones más directas, que omitimos), pone de manifiesto que ya en el pensamiento del científico de Pisa desempeñaba un cierto papel la nueva manera de enfocar la distinción entre esencia y fenómenos, lo cual aclara en parte su negativa a «buscar las esencias».

Es interesante tener en cuenta que en muchas ocasiones, aunque no en todas, la ciencia moderna ha resultado estar completamente de acuerdo con estos postulados. Sin perder el tiempo en largas consideraciones baste recordar aquí que también hoy el físico construye, por ejemplo, la óptica sin saber exactamente «qué es» la luz, la ciencia de los fenómenos eléctricos sin saber «qué es» la electricidad; la termodinámica sin saber exactamente «qué es» el calor; la física atómica sin tener una noción satisfactoria de lo «qué es» el átomo y así podríamos seguir con otros ejemplos. La comprobación de que ninguna de estas «ignorancias», como afirma Galileo, perjudica a la elaboración de la ciencia parece una flamante contraprueba de la hipótesis según la cual la misma no se ocupa de las esencias, sino que se contenta con indagar y someter a interpretaciones de tipo matemático (también sobre este punto Galileo había dicho ya todo lo esencial) las relaciones entre los «fenómenos», en las cuales interviene precisamente esta «esencia» en gran parte ignorada.A pesar de todo, es preciso reconocer que esta manera de definir la esencia como «lo que está debajo» de los fenómenos es ilusoria e incorrecta metodológicamente, porque equivale al presupuesto totalmente gratuito según el cual no se conocen los objetos sino tan sólo nuestras representaciones de los mismos. La historia de la filosofía ha puesto

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perfectamente en claro el aspecto dogmático de este presupuesto dualístico y por ello no nos detendremos aquí en consideraciones más detalladas. Por otra parte basta reflexionar mínimamente para darnos cuenta que no es totalmente cierto que se estudie óptica, termodinámica, etc., sin saber exactamente qué es la luz, el calor, etc. La circuns tancia de que podamos distinguir entre sí todas estas entidades implica que poseemos una cierta información con respecto a su esencia, en tendida ésta no como un fantasmagórico sustrato de sus manifestaciones fenomenológicas, sino como «lo que ellas son». Por otra parte, el aumento de nuestros conocimientos relativos a todas estas entidades, el cual proviene del progreso científico, no puede ser otra cosa sino la obtención de una mayor información sobre «lo que ellas son» y por tanto una profundización en el conocimiento de su esencia, entendida esta última correctamente.

Llegados a este punto puede parecer que existe un motivo de per plejidad en nuestras afirmaciones anteriores. Por un lado se ha dicho que el punto básico de la revolución galileana fue la invitación a no buscar las esencias, y después se reconoce que esta invitación se basó tal vez substancialmente en un equívoco. Sin embargo esta perplejidad aparece únicamente cuando la consideración de las afirmaciones anteriores, se efectúa haciendo abstracción de sus circunstancias históricas. Durante muchos siglos el problema de captar la esencia, es decir de responder a la pregunta respecto a «qué cosa es» una cierta realidad, se había considerado como una tarea substancialmente de «pura razón». A esta tarea se la suponía asociada con la capacidad de nuestro intelecto de abstraer de los objetos sus características esenciales en un acto de síntesis capaz de reconocer, por debajo de las particularidades accidentales, aquel unicum que las caracteriza respecto a los objetos de otras clases. En la práctica esta tarea se expresaba en la búsqueda de diferencias específicas, que se prestasen a definir las diversas «subs tancias materiales», como las llama Galileo, según la clásica metodología peripatética para la cual una esencia se considera verdaderamente individuada si la misma se puede expresar mediante una definición del tipo de género próximo y diferencia específica. Es evidente que desde este punto de vista, el problema de la determinación de las esencias se presenta como el de delimitar un universal, en el seno de otro universal más amplio, y a partir de aquí el problema del conocimiento de los accidentes se presenta como una eventualidad ulterior, que puede ser satisfecha mediante una particularización de nuestro conocimiento, realizada cada vez con mayor profundidad. Éste era precisamente el camino para construir la ciencia por excelencia, es decir, la filosofía, que principiaba como metafísica general (ciencia del ser en cuanto a tal) y proseguía como metafísica especial (ciencia de los géneros más particulares del ser).

Una característica de esta dinámica es el hecho de que la ciencia de lo universal precede a la de lo particular y la hace posible. De aquí que cuando se afronta el estudio de/ una determinada realidad, se considere como tarea más importante el obtener su caracterización universal, es decir, su esencia, para después descender al intento de la comprensión de sus varias afecciones.

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Es innegable, por otra parte, que esta manera de entender lo universal como aquello que permanece

«bajo» todas las modificaciones particulares, de entender la esencia como aquello respecto a lo cual

todas las características accidentales representan una especie de añadido no decisivo, favoreció la

maduración gradual de una perspectiva falsa, según la cual la esencia es algo que tiene una existencia

autónoma dentro de la sustancia y, más que considerarse simplemente como la determi nación de

ésta, aparecía como un misterioso substrato de sus determinaciones observables 6.

Galileo, aun comenzando indudablemente a compartir el naciente y gratuito presupuesto dualístico ya citado, apunta en la dirección justa cuando señala lo ilusorio de un conocer que pretende continuar rigiéndose por los cánones típicos que en el pasado guiaban la «búsqueda de la esencia», partiendo de lo universal para llegar a lo particular, de una definición de la esencia al conocimiento de las determinaciones. Es decir, un conocer que consideraba necesario, para captar la esencia en su universalidad, no dejarse perturbar o influenciar por la consideración de las determinaciones.

El contenido de la amonestación galileana a no buscar las esencias quedó como una regla válida y definitiva, precisamente porque es independiente del ulterior falseamiento dualístico de perspectivas, y en este punto concreto no se ha producido ningún retroceso posterior. La ciencia moderna ha aceptado la invitación galileana a desinteresarse de la tarea de abarcar de una sola vez una definición universal de la realidad, del tipo género próximo y diferencia específica, ya que ha tenido conciencia de que una tal universalidad no corresponde en realidad a ningún contenido efectivo de conocimiento verdadero. Este último, por el contrario, se consigue siguiendo el camino inverso, es decir, examinando las múltiples «afecciones» de los entes naturales, los cuales se organizan en un cuadro orgánico y, en definitiva, acaban por darnos un auténtico conocimiento cada vez más preciso de tales entes.

Si la ciencia no estuviera afectada, incluso actualmente, por el presupuesto dualístico, podría recuperarse el uso correcto del término esencia, es decir, admitir que precisamente el estudio de las «afecciones» equivale a un gradual descubrimiento de la esencia entendida genuinamente, en cuanto su conocimiento equivale a comprender «qué son» los objetos que se investigan. Volveremos sobre este punto en las últimas páginas de este ensayo, pero debe advertirse aquí que aun cuando se recuperara esta

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perspectiva la revolución galileana no perdería su significado. En todo caso, la esencia no sería nunca lo que se busca al principio de la investigación, algo que se alcanza o no se alcanza y que una vez logrado ya vale para siempre, por lo que sería un contrasentido hablar de su conocimiento parcial. Por el contrario, la esencia sería más bien aquello cuyo descubrimiento progresivo se lleva a cabo gracias al examen progresivo de muchas «afecciones» y cuyo desvelamiento total es sólo un límite hacia el cual tiende, como resultado ideal, toda la investigación científica.

Se puede añadir que la ciencia moderna, aun no hablando ya de esencias, no ha renunciado del todo a perseguir algunos objetivos secundarios, que corresponden a los que antes estaban en la base de las aspiraciones a captar la esencia, a investigar las causas y principios de las cosas, y a descubrir las razones de las mismas. La afirmación estriba en que ahora se intentan satisfacer estas exigencias de un modo peculiar, es decir, según se verá a continuación, mediante la construcción de las teorías científicas.

Es preciso resaltar que la propuesta de Galileo, además de la renuncia a buscar las esencias, contiene también un segundo elemento característico que después se ha revelado decisivo para el progreso efectivo de la investigación científica: la afirmación de que la misma es por elección propia un saber limitado y circunscrito. Por ello Galileo habla del conocimiento de «algunas afecciones», demostrando darse cuenta del hecho de que, aun sin conocer todo el complejo de conexiones que se dan en la naturaleza, el cual de todos modos sería imposible de dominar, se pueden obtener algunas nociones seguras aislando ciertos procesos del contexto general y sometiéndoles a un análisis y descripción cuidadosos (un punto de vista análogo había sido expuesto ya por Bacon). Esta afirmación, convertida con el tiempo en una de las Teglas fundamentales de la investigación científicaa del tipo experimental, es uno de los motivos por los cuales la misma se presenta como un tipo de saber no filosófico. Por el contrario, es parte constitutiva de la postura filosófica el situarse, como suele decirse, en el punto de vista de la «totalidad», es decir, proceder de acuerdo con una dinámica cognoscitiva que se mueve en dirección opuesta respecto a la corriente de la especialización y de la limitación de los objetivos e intereses de investigación, que caracteriza a la investigación científica.

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Incluso aquí puede observarse que verdaderamente el deseo de llegar a obtener una «imagen del mundo», como acostumbra a decirse, de tipo complejo y general no es un deseo extraño a la ciencia. Pero esta imagen aparece más bien como una especie de consecuencia indirecta, de fin ideal de la investigación cien tífica considerada globalmente, que como un objetivo específico de las investigaciones singulares.

Frente a este giro de perspectiva y también conceptual deben ciertamente ser resaltadas las componentes metodológicas del constituirse de la ciencia moderna, como son, por ejemplo, el decisivo empleo de la experiencia y de la instrumentización matemática. Parece claro que la simple renuncia a una inves tigación de la naturaleza de tipo filosófico no habría bastado para hacer surgir la ciencia, de no haberse presentado acompañada con una propuesta concreta para la elaboración de un nuevo y eficaz método de investigación. Sin embargo, su significado exacto sólo se puede captar totalmente si se alcanza a comprender el hecho de que en un cierto sentido aquellas componentes son «corolarios» de una revolución conceptual más profunda.

4. La primera fase de las relaciones entre ciencia y filosofía

La profunda revolución llevada a cabo por Galileo puede sintetizarse en dos aspectos principales. Por una parte el objeto de la investigación fundamental dejó de ser la esencia de las cosas, para pasar a ser las relaciones entre los fenómenos. Por otra parte el método seguido hasta entonces por la investigación, basado en la aplicación pura y simple de los procedimientos de deducción lógicoformal, fue sustituido por el empleo de la inducción experimental asociada con la elaboración matemática de los resultados de la experiencia. Este cambio de perspectiva no se impuso bruscamente en el mundo científico, como si se tratara de un descubrimiento más, del cual bastara únicamente con tomar nota para poder añadirlo al caudal de conocimientos adquiridos. En realidad las ideas de Galileo significaban más bien una elección respecto a la manera correcta de investigar la naturaleza, y como tal debía imponerse con el tiempo apoyándose en los resultados obtenidos por su aplicación. Resultados que, por otra parte, Galileo había empezado a obtener en el terreno de la astronomía, y también muy especialmente en el de la mecánica.

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Se dio el caso que algunos ilustres contemporáneos de Galileo prefirieron continuar con las investigaciones de tipo filosófico, siendo el ejemplo más significativo, aunque no el único, el ofrecido por Descartes. Este último propuso una clasificación de todos los seres existentes de acuerdo con dos esencias fundamentales: res cogitans y res extensa. La primera de ellas abarca el entero universo de las sustancias espirituales y la segunda el mundo de, los entes naturales.

Sin detenemos en detalles que aquí estarían fuera, de lugar, cabe observar que, reduciendo la esencia de la materia a pura extensión, todas las propiedades de los seres materiales deberían poder deducirse en principio a partir de sus características de extensión. Es decir, deberían poder obtenerse como partes de una geometría entendida en sentido lato que abarcara también el movimiento, y en el cual todas las propiedades de los entes físicos resultaran explicadas a partir de un modelo mecánico, en el sentido de resultar analizables en términos de simples transformaciones de extensión y de movimiento. «Toda la física que yo hago, escribe Descartes, no es otra cosa que geometría» 1. Incluso su genial descubrimiento de la geometría analítica, que permitía transformar cualquier problema geométrico en un problema algebraico, posibilitaba además un tratamiento puramente algebraico de toda cuestión física.

La ciencia moderna se ha servido de esta intuición cartesiana, pero hoy, al menos, sólo hasta cierto punto. En efecto, aun cuando utiliza a fondo las posibilidades que ofrecen los modelos mecánicos para el estudio de la naturaleza, no piensa que con ello se llegue a la esencia del mundo físico. O sea, no pretende la elaboración de una ontología incontrovertible, sino solamente encontrar esquemas útiles para la comprensión de los fenómenos o, lo que es lo mismo, encontrar sugerencias pala la elaboración de hipótesis respecto a los entes físicos, cuya naturaleza, sin embargo, en ningún momento se supone mecánica (más adelante profundizaremos en este aspecto).

Es más, desde un punto de vista simplemente metodológico debe tenerse en cuenta que la indudable fecundidad de la perspectiva propuesta por Descartes de la mate matización de la experiencia, no debe impedirnos considerar las insuficiencias que le son propias. Las mismas pueden resumirse diciendo que en la ciencia propuesta por Descartes, como ya ocurría con anterioridad, la investigación se basaba en la deducción, aunque ésta fuera ahora una deducción de tipo matemático y no lógico

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formal, y se apoyaba mínimamente en la experiencia y la inducción.Por tanto lo que propuso Descartes era todavía una metafísica de la naturaleza,

la cual se valía de un instrumento matemático. Con ello creía que era posible proporcionar un cuadro absoluto del mundo físico, extrayéndolo del su esencia, a la que buscaba como condición previa y la identificaba en la extensión sometida a movimiento. Esta suposición, puramente teórica y deductiva, llevó a la obtención de algunos resultados apreciables junto con otras conclusiones totalmente desacertadas. Tal vez las más conocidas entre estas últimas fueran las teorías cartesianas de los seres vivos, pero no son las únicas.

Esta manera de concebir la ciencia del mundo físico se transmitió del filósofo Descartes a determinados científicos puros que se resintieron de su influencia, aunque en estos casos la práctica efectiva de la investigación mitigó en algo la dogmática seguridad del maestro. Como ejemplo basta citar el caso de Huygens; a pesar de que en sus obras no aparezca explícita la tesis cartesiana de que el tratamiento de tipo «mecánico» de los fenómenos naturales sea el único válido habida cuenta la esencia del mundo físico, no por ello deja de estar conven cido de que ésta sea la única manera eficaz para hablar del mismo, cual «verdarera filosofía en la cual las causas de todos los efectos naturales se conciben mecanicísticamente» 8.

Con ello se pierde, cuando menos, la conciencia de la limitación inherente a toda investigación científica, presente en la obra de Galileo. El suponer que todos los fenómenos de la naturaleza deben recibir una explicación de tipo mecánico, implica abandonar la cautela metodológica que había presidido el nacimiento de la ciencia moderna, para colocarse en una perspectiva «mecanicista». Aunque de ello hablaremos más adelante, podemos adelantar aquí que con ello se estableció una nueva «filosofía de la naturaleza» , la cual no era en realidad una ciencia, aunque mantenía muchas relaciones con la ciencia.

Por otra parte, junto a los filósofos y científicos que no tuvieron en cuenta la distinción de Galileo entre ciencia y filosofía, los cuales fueron mayoría entre los filósofos, hubo otros que por el contrario la aceptaron plenamente, aunque no siempre la interpretaron de la misma manera'.

Entre los filósofos, Leibniz fue el que propuso una diferenciación entre ciencia y filosofía basada en los diversos órdenes de problemas en que se ocupa cada una de ellas. Según esta

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clasificación son cuestiones filosóficas todas aquellas en las que entra en juego de un modo esencial la noción de finalidad, mientras que pertenecen al campo de la ciencia aquellas cuestiones en las que domina la necesidad causal. Por tanto, para Leibniz, la ciencia y la filosofía se distinguen por el «punto de vista» desde el cual se colocan para la consideración de la realidad, aunque en cada caso concreto la línea de separación mutua entre una y otra puede tender a esfumarse, dado que un mismo objeto puede verse desde ambas perspectivas.

En el campo de la ciencia física, Leibniz no comparte el deductivismo puro de Descartes, el cual, según se ha visto, reduce la física a la matemática, sino que valora adecuadamente la experiencia formulada en términos matemáticos como ya había hecho Galileo. Su mecanicismo era por tanto muy distinto del cartesiano, debido al carácter dinámico del mismo concentrado en el concepto de fuerza, a diferencia del carácter estático del mecanicismo del filósofo francés, en el cual la parte esencial eran las relaciones de carácter puramente geométrico; y por la razón más profunda de que en Descartes se encuentra formulada una metafísica de la naturaleza, cuyas características esenciales pretendía establecer de un modo incontrovertible. Por otra parte, Leibniz aceptaba que el mundo de los acontecimientos físicos no es el reino de las conclusiones necesarias emanadas del principio de no contradicción, sino tan sólo un mundo en el cual pueden asignarse algunas «razones suficientes» para explicar el desenvolvimiento de los fenómenos con un grado más o menos elevado de plausibilidad y con un tipo de explicación que no debe considerarse exhaustivo.

Entre los científicos puros podemos citar a Newton como uno de los más ilustres representantes entre aquellos que contribuyeron a la distinción entre ciencia y filosofía sobre la base ya indicada por Galileo. Al titular a su obra más famosa Principios matemáticos de la filosofía natural, dio una aclaración ya en el mismo preámbulo de lo que entendía por filosofía: «Dado que los antiguos... tuvieron en una máxima consideración la mecánica para investigar las cosas de la naturaleza, y los más modernos abandonaron las formas sustanciales y cualidades ocultas intentando reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas, ha parecido oportuno en este tratado el cultivar la matemática como aquella parte que es más cercana a la filosofía» 10. Así Newton comienza el prólogo de su obra poniendo en evidencia una contraposición entre la búsqueda de

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las esencias (las «formas sustanciales») y la investigación dirigida hacia los fenómenos, en la cual repite casi al pie de la letra la advertencia galileana que ya conocemos. Y no se limita únicamente a esta declaración inicial, puesto que todos conocen el enunciado lapidario hypotheses non f ingo, con lo cual afirma no querer recurrir en el campo de las ciencias naturales, a la elaboración de hipótesis ad hoc para explicar hechos de los cuales no sabría dar razón de otra manera. Así Newton afirma: «En verdad no he conseguido todavía deducir, a partir de los fenómenos, las razones de esta propiedad que es la gravedad, y no hago ninguna hipótesis al respecto. Cualquier cosa no deducible de los fenómenos se llama hipótesis, y en la filosofía experimental no tienen ningún lugar las hipótesis, ya sean metafísicas, ya sean físicas, ya sean respecto a cualidades ocultas, ya sean mecánicas» 11. En este punto se da indudablemente una inmadurez metodológica, puesto que hoy sabemos perfectamente que cualquier teoría científica se basa necesariamente en una serie de hipótesis, pero sería antihistórico imputar este defecto a Newton. Es más correcto, por el contrario, observar cómo Newton pretendía excluir del ámbito de la ciencia todo aquello que, en cierto sentido, proviniera «del exterior». O sea, en primer lugar, las afirmaciones de metafísica general entendidas en sentido clásico, y también aquellas tesis metafísicas no tan patentes que aparecen entremezcladas con ciertos hábitos científicos de las cuales estaba llena, por ejemplo, la física cartesiana, y que son aquellas hipótesis que en este lugar son llamadas «físicas» y «mecánicas».

En cuanto a las cuestiones metodológicas Newton es un defensor convencido del recurso a la experiencia y también un experimentalista, incluso demasiado entusiasta, desde el momento que supone a la experiencia capaz de colocarnos direc tamente en posesión de un conocimiento adecuado de la realidad física. Esta dialéctica sutil entre inducción y deducción, ya claramente delineada por Galileo y que su contemporáneo Leibniz había ayudado a esclarecer todavía más, parece escapar no tanto a su práxis de científica como a su reflexión metodológica. Por otra parte, en el pasaje citado, y no sólo en él, la misma palabra «deducción» no la emplea Newton para designar el proceso de obtener unas ciertas conclusiones a partir de determinadas premisas, sino en el sentido más bien vago de abstracción inmediata a partir de la experiencia de determinadas proposiciones que vienen generalizadas después por medio de la

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inducción. Este tipo de deducción no es, por tanto, el complemento dialéctico de la inducción, sino más bien una premisa esencial y casi un momento inicial de la misma.

No nos detendremos más en pasar revista a las posiciones que los distintos filósofos y científicos tomaron respecto al problema de la distinción entre ciencia y filosofía. Lo poco que se ha señalado tiene sólo valor indicativo, y pretende únicamente mostrar las características del proceso mediante el cual se fue integrando a la cultura occidental el giro conceptual propuesto por Galileo. Por otra parte es útil observar, como en este estadio todavía se mantiene vigente una cierta problemática filosófica de la naturaleza, y ello no tan sólo entre los numerosos autores que, como Descartes, no hacen a fin de cuentas otra cosa sino filosofía de la naturaleza, sino también entre aquellos que creen en una ciencia de la naturaleza distinta de la filosofía. En estos casos el injerto de la temática filosóficaa aparece en el límite del conocimiento científico considerado en sentido restringido, como una exigencia de hallar un fundamento ulterior al mismo. Así Leibniz declara sin más que la «fuente de la mecánica se encuentra en la metafísica»", en el sentido que «los principios generales de la física y de la misma mecánica dependen de la conducta de una inteligencia suprema, y no se podrían explicar sin tomarla en consideración» II. En otras palabras, el punto de vista de las causas eficientes debe integrarse con el de las causas finales, que conducen otra vez a una dependencia del mundo de la voluntad divina.

Del mismo modo Newton, en las conclusiones generales a los Principia observa que, incluso habiendo podido explicar cómo las leyes de la gravitación explican el comportamiento de todos los cuerpos materiales, de las órbitas de los planetas y de la gran variedad de los fenómenos celestes, ello no sirve como explicación de la gravitación misma, ni de la configuración inicial del universo que, gracias a la gravitación, se conserva en la forma admirable que se observa actualmente. A causa de ello, Newton también recurre a la idea de Dios como creador y ordenador del cosmos.

Vemos por tanto que aun no observándose nunca, en ninguno de estos autores, una confrontación explícita entre los términos ciencia y filosofía, los cuales continúan usándose como sinónimos, viene madurándose la idea de dos modos distintos de conocer la realidad, que precisamente son aquellos que hoy designamos con los citados términos.

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Un paso decisivo para la realización de una separación consciente y definida, incluso terminológicamente, se realiza en Kant. Éste, en la Crítica de la razón pura examina las condiciones en base a las cuales «la elaboración del conocimiento, que pertenece al dominio de la razón, siga o no el camino seguro de una ciencia» 14, donde por ciencia Kant entiende de un modo genérico toda forma de saber que se presente con caracteres de seguridad, universalidad, concordia de opiniones entre aquellos que la cultivan, etc. En un breve análisis reconoce que algunas disciplinas, como la lógica, la matemática y la física han alcanzado en épocas diversas el estadio de ciencia, mientras la metafísica está todavía muy alejada de esta situación. De aquí que la cuestión fundamental de la misma Crítica sea el determinar «si la metafísica es posible como ciencia».

En todo lo expuesto hasta aquí importa poner de manifiesto que, aun manteniendo la validez del vocablo «ciencia» como término genérico, sus connotaciones vienen profundamente transformadas. Así resulta que mientras el primitivo modelo de la cientificidad se su nía proporcionado por la filosofía, y de un modo particular por la metafísica, con Kant se comienza a reconocer que dicho modelo viene ofrecido más bien por la matemática y la física. Aquí es preciso tener en cuenta que sólo con la revolución metodológica operada en la última por Bacon y Galileo, es decir, después de haber dejado de ser una disciplina filosófica, «la física ha podido encontrarse por vez primera sobre la vía segura de la ciencia, mientras que durante los siglos anteriores no había hecho otra cosa que moverse a tientas»15.

Este cambio de «modelo» fue de gran importancia, no tan sólo porque preparó el momento a partir del cual el mismo término «ciencia» fue prácticamente reservado a las disciplinas fisicomatemáticas, sino que, unido a la tesis fundamental de la Crítica de la razón pura (la conclusión de que no es posible la metafísica como ciencia), certificó la contraposición entre ciencia y filosofía como dos tipos de investigación irreductibles y casi antagónicos. De acuerdo con ello, la ciencia estaría constituida por el auténtico saber, mientras que la segunda sería asiento de puras convicciones morales, sin ningún alcance cognoscitivo.

Vale la pena pasar revista explícitamente a las razones por las cuales, según Kant, la metafísica no es posible como ciencia. La principal es que en la misma no pueden enunciarse juicios

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sintéticos a priori, los únicos que hacen posible la ciencia, y como consecuencia en la metafísica se habla ilusoriamente de las cosas en sí, mientras que la verdadera ciencia solamente se ocupa de los fenómenos. Es decir que en Kant volvemos a encontrar, con una mayor profundización, la idea básica de Galileo según la cual la ciencia no puede buscar la esencia sino que debe limitarse a los fenómenos. Naturalmente, la extensión de este criterio a todo tipo de conocimiento y el modo totalmente nuevo según el cual vienen conceptuadas y contrapuestas las nociones de «fenómenos» y «cosas en sí», no podían encontrarse esbozadas en Galileo. Debe observarse, sin embargo, que con ello se conserva también el aspecto dualístico de la primitiva intuición galileana, el cual, según se ha visto, es el menos jus tificado y, en el fondo, es un aspecto no esencial en la constitución del conocimiento científico.

Es natural preguntarse de qué modo en Kant se produjo la inversión que hemos señalado en el modelo de la cientificidad por el cual la misma aparece representada no ya por la filosofía sino por las disciplinas fisicomatemáticas. La respuesta es fácil: en los cien años transcurridos aproximadamente entre la primera edición de los Principia de Newton y la primera edición de la Crítica de la razón pura (1687-1781), la física y en particular la mecánica habían progresado de un modo autónomo y muy rápido, lo cual les había permitido imponerse por la evidencia de los hechos como ejemplo de investigación rigurosa y de conocimiento seguro. Así, junto a los descubrimientos astronómicos que confirmaron y enriquecieron el cuadro ofrecido por las teorías newtonianas, se observa como la llamada «mecánica racional» encuentra ya su sistematización prácticamente definitiva en la obra de Euler, d'Alembert y Lagrange, quedando elaborados los tres principios fundamentales que aún hoy se reconocen como bases de esta rama de la ciencia, el de las velocidades o trabajos virtuales, el de las fuerzas vivas y el de la mínima acción. Más tarde, en las postrimerías del siglo, Laplace intentó incluso una interpretación general del universo basada en la aplicación pura y simple de los prin-cipios de Newton.

Se puede afirmar por tanto que, independientemente de todas las discusiones filosóficas y de los reconocimientos concretos o fallidos, ya desde entonces existía una ciencia propia, con sus métodos y sus criterios, de manera que resultaba ine -vitable el tener conciencia del hecho. Además, comparando la

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claridad, el rigor y la elegancia de sus métodos y la brillantez de sus resultados con la incertidumbre, la nebulosidad y los errores que por muchos siglos habían caracterizado los intentos de la humanidad por conocer la naturaleza, no podía hacerse otra cosa sino inclinarse, lo mismo que Kant, a ver en la mecánica racional la ciencia de la naturaleza por antonomasia y un modelo insuperable para la ciencia en general.

NOTAS AL CAPITULO PRIMERO

1. Empleando una expresión de la filosofía tradicional, se podría decir que lo que distingue la ciencia de la naturaleza de la filosofía de la naturaleza no es el objeto material de las mismas -es decir la naturaleza, idéntica en ambos casos- sino el objeto formal que, de un modo aproximado, corresponde al «punto de vista» distinto, del cual ya hemos hablado antes y por ello no nos parece útil detenernos en esta sutil cuestión metodológica.

2. Este hecho explica también por qué la filosofía se presenta esencialmente como algo que trasciende la experiencia. En el fondo la filosofía es preguntar el porqué de las cosas, indagar las razones, buscar el fundamento y, a la vez, constituye la experiencia y la fuente de los varios «porqué», pero no la respuesta a los mismos.

3. GALILEI 1, v, p. 187-188.4. Acerca del dualismo gnoseológico implícito o gnoseologismo, véanse, por ejemplo, los análisis

desarrollados en BONTADINI 1.5. A este propósito se podrían citar varios fragmentos de Aristóteles; valga por todos ellos el

que se encuentra al principio de su Física: «Por esto es necesario proceder de esta manera- de lo que es menos claro por naturaleza, pero más claro para nosotros, á lo que es más claro y más cognoscible por naturaleza... Por ello es preciso proceder de lo universal a lo particular: de hecho lo universal se presenta como más cognoscible de modo inmediato a las sensaciones, y lo universal es, en cierto sentido, lo entero, porque contiene muchas cosas como partes» (ARISTÓTELES 1, Al, 184 a 18-26; cf. tr. F. de P. Samaranch, en ARISTÓTELES, Obras, p. 572). Aguilar, Madrid 1964.

6. Debe observarse que aún hoy la mayor parte de los metodólogos ha blan de la abstracción como si consistiera simplemente en «prescindir» de las características esenciales, sin apercibirse de que para saber qué cosas deben eliminarse es preciso saber lo que es esencial y lo que no lo es, haber captado ya la esencia.

7. DESCARTES 1, u, p. 268.8. HUYGENS 1, p. 212.9. Quizás es conveniente observar que, según algunos estudiosos, ya en Galileo se encuentra una

filosofía de la naturaleza de tipo mecanicista. Aunque esto fuera cierto no debería suponer ninguna objeción respecto a lo dicho hasta aquí, puesto que no estamos afirmando que un científico no pueda tener una filosofía de la naturaleza - de hecho todo gran científico ha tenido siempre una - sino que la misma es distinta de su ciencia. Preci samente Galileo es el primero en ser consciente de ello, al menos en bastantes pasajes de sus escritos.

10. NEWTON 1, p. 55. 13. LEIBNIZ 1, ni, p. 55.11. NEWTON 1, pp. 795-796. 14. KANT 1, 1, p. 15.

12. LEIBNIZ 1, 111, p. 107. 15. KANT 1, I, p. 19

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CAPÍTULO II

LA TENTACIÓN DE LA CIENCIA A ERIGIRSECOMO NUEVA FILOSOFÍA

5. El surgimiento y la afirmación del mecanicismo del siglo XIX

El equilibrio precario establecido por Kant, se rompe rápidamente al principio del siglo XIX. Por una parte, la filosofía idealista cancela la distinción kantiana entre fenómenos, y cosas en sí y se presenta como un conocimiento absoluto y autén-tico de la realidad en su totalidad, comprendida incluso la realidad física. Reaparece con ello una filosofía de la naturaleza de carácter metafísico que rechaza los métodos de la ciencia y que, como máximo, intenta integrar e interpretar dentro de los grandes sistemas filosóficos los resultados más significativos ofrecidos por el conocimiento científico.

Por otra parte, la investigación científica verdadera procede de un modo cada vez más autónomo, desconfiando cada vez más de una filosofía cuya mentalidad, intereses y reglas siente como lejanos y extraños, y procediendo a elaborar las primeras grandes síntesis teóricas.

La época romántica significó también en el ámbito de la ciencia la época de la síntesis. La ciencia del iluminismo considerada en su totalidad y prescindiendo obviamente de las matemáticas se había caracterizado especialmente por una gran tendencia a la descripción, a la recolección de abundantes datos experimentales, y también por su trabajo minucioso de análisis y por su oposición a todo espíritu de sistema, mostrando en consecuencia poca inclinación a las construcciones teóricas, en aparente contraste con el culto a la Tazón característico de esta época. De este modo el potente desarrollo de la investigación -en todos los sectores, pero muy especialmente en física-

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había acumulado una ingente masa de datos, para la cual se podía desear un encuadramiento sistemático dentro de un complejo de teorías capaces de explicarlas unitariamente. Esta última fue precisamente la vocación preminente de la física, y en general de la ciencia, del siglo XIX.

Por otra parte ya existía una base para intentar la síntesis unitaria, y estaba constituida por la mecánica, la cual en el siglo anterior había alcanzado una gran perfección. Se asiste con ello a una tentativa gradual de integrar en la mecánica todos los acontecimientos naturales notables, y también todos aquellos que la investigación experimental siempre activa y profunda venía descubriendo. Reaparece así una perspectiva que se aproxima más a la ya señalada de Descartes y Huygens qua a la de Newton. Este último estaba convencido de que la mecán ica bastaba para explicar los fenómenos de la naturaleza, en el sentido de que éstos podían ser explicados a partir de la ley de la gravitación universal. Por el contrario, el nuevo punto de vista, si bien no despreciaba tal posibilidad en los casos en que ésta exista, es más dúctil y al mismo tiempo más eficaz, en cuanto se propone expresar en lenguaje mecánico (o sea en términos de las cantidades mecánicas fundamentales: masa, espacio, tiempo, o bien fuerza y masa) los fenómenos de los sectores más dispares de la física, incluso cuando su explicación a partir de la gravedad pueda no resultar evidente. Por ejemplo las interpretaciones corpuscular y ondulatoria de los fenómenos luminosos, aun cuando son antitéticas en muchos aspectos, ambas son «mecánicas», por cuanto no hacen intervenir otros conceptos primitivos que no sean los típicos de la mecánica.

Se asiste de esta manera a un renacimiento del mecanicismo que ya había sido dos siglos antes el portavoz más importante y, en cierto sentido, la expresión oficial de la filosofía de la naturaleza; pero ahora las posiciones aparecerán invertidas. En el siglo XVII y primera mitad del XVIII, el mecanicismo era típicamente una filosofía que, aun teniendo partes afines con la ciencia, no pretendía poseer su mismo alcance. Incluso muchos sostienen la tesis -no plenamente aceptable, pero no del todo arbitraria -- de que fue precisamente esta filosofía mecanicista la que favoreció el nacimiento y desarrollo de la ciencia moderna.En el siglo XIX, por el contrario, se asiste primeramente a una especie de triunfo progresivo de la mecánica en el seno de

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la ciencia y, de aquí, un replanteamiento de la misma como clave de la interpretación de la realidad física, de tipo substancialmente filosófico. En este sentido se puede volver a hablar de mecanicismo incluso en el siglo xix, cuando, como se ha señalado antes, éste se considera más bien como una extrapolación de la mecánica en el terreno filosófico, es decir, como una tentativa de describir y explicar en términos mecánicos todo el universo físico. Sus primeros éxitos se pueden encontrar en la reducción a términos mecánicos de ciertos capítulos de la física que habían sido construidos por caminos independientes. Así, la acústica nacida como teoría de los sonidos, se reduce a un apartado de la teoría de las vibraciones. También la ter-mología, nacida como una ciencia provista de una cierta entidad específica cuya base fundamental era la consideración del calor como fluido, fue absorbida por la mecánica con la reducción del calor a una forma particular de energía. Finalmente la óptica, nacida como estudio específico de la luz, se vio reducida a la mecánica, tanto por la vía corpuscular como por la ondulatoria.

Esta extensión gradual de las explicaciones de la mecánica a otros campos no fue un fenómeno que se produjera sin problemas y con una aceptación general. Baste pensar que, junto a la física, estaban desarrollándose otras ciencias, por ejemplo la química y la biología, inspiradas en nuevos criterios que tendían a asumir el aspecto de verdaderos y propios «principios». Por ejemplo, el principio evolutivo que en parte ayuda y en parte se opone a los principios de la mecánica (mientras la evolución indica preferencia, dirección orientada de un desarrollo, e irreversibilidad, los principios de la mecánica indican indiferencia y perfecta reversibilidad de todo proceso físico). Por ello se efectuaron tentativas de interpretar mecanicísticamente el mundo viviente y tentativas de interpretar evolutivamente el universo físico -especialmente a través de las conocidas discusiones sobre irreversibilidad enunciadas en el segundo principio de la termodinámica- y, en general, el desarrollo e in-terferencias de las distintas ciencias provocaron no pocas veces una mezcla de principios y de hipótesis.

Puede decirse que hacia la mitad del siglo el mecanicismo había conquistado una posición de predominio, por lo menos en el seno de la física. Así, por ejemplo, H. Helmholtz, en una interesante introducción de carácter filosófico-metodológico a su obra Sobre la conservación de la fuerza (1847), explica con

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todo detalle por qué una investigación científica de la naturaleza no debe emplear otros conceptos sino el de masa, fuerza y movimiento, y acaba con el enunciado de un programa que es una reedición puesta al día del programa newtoniano: «El propósito de las ciencias físicas es, en última instancia, conseguir la reducción de todos los fenómenos naturales a fuerzas inmutables, atractivas o repulsivas, cuya intensidad depende de la distancia. La posibilidad de que se consiga este propósito, constituye al mismo tiempo la condición de completa inteligibilidad de la naturaleza'.

Llegados a este punto, la mecánica se presenta claramente, más que como una ciencia, como una concepción científica del mundo. En una primera interpretación las palabras de Helmholtz pueden ser consideradas como una invitación a considerar la mecánica como un cuadro general dentro del cual toda ciencia particular debe ser capaz de reconocerse. Por otra parte, en esta tendencia hacia la generalización no es fácil detenerse y limitarse a las concepciones de una ciencia mecanicista. De hecho los mismos éxitos de las explicaciones basadas en los principios de la mecánica proporcionaron una indudable plausibilidad a la idea de que era posible verdaderamente reducir las explicaciones de todos los hechos físicos a factores mecá-nicos. El esquema mecanicista nacido sin grandes pretensiones como simple esquema para interpretar algunos fenómenos naturales, al revelarse capaz de dominar el ámbito total de los fenómenos físicos apareció ante algunos como posible respuesta a la interrogación sobre la esencia de la naturaleza, a la cual habían buscado en vano las más antiguas filosofías, y las no tan antiguas. Es indudable que cuando Helmholtz propone la adopción de la mecánica como «condición de inteligibilidad completa de la naturaleza», subrayando el carácter de inmutabilidad que debían recibir las fuerzas y leyes de la naturaleza, se inclina ya en la dirección de aceptar la respuesta afirmativa a esta pregunta. Más tarde otros autores se adhirieron también a esta postura, incluso de un modo más explícito y radical.

De este modo el nuevo mecanicismo, se presentaba como un nuevo sistema del mundo, es decir, se proponía como una filosofía de la naturaleza y de la ciencia natural, la cual había nacido con Galileo precisamente con la condición de no buscar la esencia de las cosas y de atenerse a investigaciones bien determinadas. De este modo el nuevo mecanicismo renegaba de sus orígenes, asumiendo de nuevo la responsabilidad de ela-

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borar afirmaciones de valor absoluto, relativas a la esencia de la realidad física última, tal como hacía la antigua filosofía de la naturaleza.

En el seno de la misma filosofía no tardó en aparecer un reflejo de esta situación que dio origen al positivismo, cuya característica principal es precisamente la aceptación y reconocimiento de la legitimidad de la nueva y pretendida filosofía de la ciencia. La mecánica había proporcionado el ejemplo de una ciencia que había logrado en un momento determinado presentarse como filosofía. De un modo más general el positivismo reconoció un pleno alcance filosófico a la ciencia en toda su complejidad, atribuyéndole una competencia no sólo en lo que tiene que ver con la investigación exhaustiva de la naturaleza, sino incluso en todo el ámbito de los problemas humanos. El positivismo afirmó que la ciencia es el único medio válido para afrontar y resolver estos problemas, entendiendo por ciencia no una única disciplina, como la mecánica, sino un complejo articulado de varias ramas de investigación con sus métodos y objetos específicos.

6. La dificultad del mecanicismo del siglo XIX

No sería inútil el seguir de cerca las vicisitudes de la gradual constitución y reforzamiento de la visión mecanicista del universo a lo largo del siglo xix, pero ello obligaría a alargar más allá de lo conveniente esta parte, introductoria de un dis -curso más específico. Diremos únicamente que semejante elevación de la física al rango de filosofía fue una experiencia sin duda exaltante pero también efímera, y finalmente resultó causa de profunda desilusión.

De hecho los gérmenes para la disolución del mecanicismo se encontraban ya en el elevado precio que había sido preciso pagar para realizar las geniales reducciones a términos mecánicos de algunos fenómenos físicos. La teoría ondulatoria de la luz -que se estableció con firmeza después de las experiencias de interferencia y difracción - requería desde el punto de vista mecánico un medio de propagación de las ondas, el famoso éter, el cual, dada la naturaleza transversal de las vibraciones luminosas, debía tener unas propiedades más próximas a las de un sólido que a las de un fluido. Esto suponía importantes dificultades teóricas que hicieron precaria la vida de

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este concepto, ya antes de que la relatividad sentenciara su desaparición.La reducción del calor a pura energía mecánica y su consideración como un hecho

puramente mecánico se obtuvo también a costa de ciertos importantes sacrificios conceptuales. La mecánica estadística de Gibbs, Maxwell y Boltzmann proporcionó un cuadro sugestivo en el cual el viejo concepto del fluido calórico fue sustituido por un elegante esquema en el que se suponían una miríada de pequeñas partículas gobernadas por la mecánica newtoniana, esquema que por otra parte permitiía explicar también los fenómenos que tienen lugar en el seno de un gas. Concretamente Boltzmann consiguió que el hecho mecánicamente injustificable de la irreversibilidad en la conducción del calor, pasara de ser una cuestión de principio a ser una cuestión de elevada probabilidad. Sin embargo con todo ello la característica de determinismo absoluto y de previsibilidad total que, dentro de los límites del error experimental, cabe esperar para todo suceso físico según el esquema mecanicista, debe ser abandonada en el caso de los fenómenos termodinámicos.

En el campo del electromagnetismo las dificultades eran todavía mayores. Por una parte las fuerzas electrostáticas y magnetostáticas, aun cuando dependen de la distancia según leyes de tipo newtoniano, tienen la característica específica de poder ser no sólo atractivas sino también repulsivas. En segundo lugar, las fuerzas electromagnéticas no siempre siguen el comportamiento usual de las fuerzas mecánicas conocidas, puesto que la fuerza que desvía un imán situado en las proximidades de un hilo recorrido por la corriente eléctrica no se ejerce, como la fuerza newtoniana, a lo largo de la recta que une el imán y la carga en movimiento, sino en una dirección perpendicular a la misma, y además depende de la velocidad de la citada carga.

Indudablemente es posible realizar un intento de introducir modificaciones en el esquema mecánico capaces de incluir este nuevo tipa de fuerzas, y de hecho este intento fue llevado a cabo; pera el resultado del mismo fue el de desvirtuar, y, en definitiva, comprometer el esquema primitivo. No es casual que de los estudios de Faraday y de Maxwell sobre el electromagnetismo nazca la física de campos, la cual en un principio tenía una coloración netamente mecanicista, a través de la concepción de las líneas de fuerza como entidades efectivas, que llenan

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todo el espacio y a lo largo de las cuales se desarrollan y transmiten los fenómenos electromagnéticos y luminosos que se originan en una determinada fuente. Muy pronto resultó que esta física, substancialmente, era tan solo una descripción del campo, y que el estudio del mismo bastaba para explicar el comportamiento de las fuentes, dado que en el estudio de los fenómenos eléctricos no son ni las cargas ni las partículas la componente esencial, sino el espacio existente entre ellas. Una tentativa de concebir mecánicamente al mismo campo, relacionándolo con el concepto de éter, resulta fallido a causa de las mencionadas dificultades que envuelven a este; concepto. La teoría de campos, nacida en cierto sentido como construcción auxiliar en el terreno de la físicaa mecanicista, debía mostrarse capaz de unificar de un modo autónomo no solo la óptica y la electricidad sino que, en época más reciente, ha llegado a absorber a la misma mecánica.

Ésta es la explicación de que el mecanicismo estuviera ya minado interiormente, aun antes de que tuvieran lugar los acontecimientos ligados con el nacimiento de la mecánica cuántica y de la relatividad, y que su fallo estuviera precisamente en aquello en que más genial se mostraba su esfuerzo para dominar todos los capítulos de la ciencia física. No en vano algunos científicos con una sensibilidad metodológica más exigente advirtieron que los esquemas mecánicos no podían tener la pre-tensión de proporcionar un cuadro característico y fiel de la constitución del mundo, sino que únicamente podían ofrecer una serie de modelos conceptuales capaces de hacer más manejable nuestro conocimiento de los distintos fenómenos. En esta dirección se distinguió especialmente la escuela inglesa de la «física de los modelos» (Faraday, Thomson, Lodge y Maxwell), en la cual figuran los fundadores de la teoría de compos, y que representó un papel de esencial importancia para el ocaso del mecanicismo. Incluso Gibbs, precisamente en el pró-logo de su famosa monografía en la que sentaba las bases de la mecánica estadística, encontrándose estancado a causa de algunas diferencias existentes en la evaluación de los grados de libertad de un gas biatómico según el esquema mecanicista y los grados de libertad observables experimentalmente, no pudo hacer otra cosa que afirmar: «Ciertamente construiría sobre fundamentos inestables quien apoyara el propio trabajo en hipótesis concernientes a la constitución de la materia» 2.El testimonio más claro quizás de: esta recuperación método

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lógica que estamos considerando se puede hallar en las priméras páginas de los Principios de la mecánica de H. Hertz (1876), en las que aparece la tesis de que la física elabora afirmaciones cuyo objeto son sectores limitados de la naturaleza, y por tanto su validez se circunscribe a los mismos. Como consecuencia de ello se desarrolló la tesis de que la física no es filosofía, y por tanto no tiene como propósito elaborar un cuadro exhaustivo de la naturaleza y penetrar en la esencia de las cosas, sino tan solo construir imágenes de los fenómenos cuya invención es un hecho esencialmente humano. En estas condiciones la aceptabilidad de estas imágenes no se basa ya en una presunta e incontrolable correspondencia con las esencias de los objetos naturales, sino simplemente en algunas condiciones intrínsecas tales como su no contradicción lógica, su concordancia con un mayor número de hechos experimentales conocidos, sin incluir jamás excesivas consideraciones accesorias ni hechos experimentales no significativos 3.

En todo caso, a pesar de estas apreciaciones metodológicas de algunos científicos ilustres, a pesar también de ciertas dificultades experimentales provenientes muy especialmente de las ramas de la ciencia biológica con las que tuvo que enfrentarse el mecanicismo, este último permaneció globalmente como la filosofía, y casi como la fe profunda de la gran mayoría de los científicos, y muy particularmente de la llamada ciencia oficial. Una muy conocida frase lapidaria de lord Kelvin es una especie de profesión de fe a este respecto: «No me siento satisfecho hasta que logro elaborar un modelo mecánico del objeto que estoy estudiando; cuando alcanzo a fabricar un tal modelo puedo afirmar que he comprendido el objeto de mi estudio, mientras que en los demás casos debo afirmar que no lo he comprendido»; y más adelante continúa: «por esta razón no alcanzo a comprender la teoría electromagnética de la luz. Quisiera poder explicar este fenómeno sin acudir a cosas que comprendo todavía peor. Por ello me limita a la simple diná -mica, ya que en la misma puedo encontrar un modelo, cosa que no he podido hallar en las teorías electromagnéticas» 1. Todas estas afirmaciones parecen suficientes para comprender cuán enreaizada se encontraba la fe en la representación mecánica de los fenómenos, hasta el punto que la misma acabó siendo peligrosa para el normal desarrollo de la ciencia.

Una confirmación indirecta, pero quizás más elocuente, de esta aceptación incondicional de la visión mecanicista del uni-

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verso como único modo auténtico de concebir la naturaleza, nos la proporciona la tenacidad con la cual la gran mayoría de los físicos del principio del siglo xx, intentaban defender el cuadro mecanicista frente a la afirmación de las teorías cuánticas. Incluso puede hablarse de un sentido trágico, en la manera con que la comunidad científica acogió el rápido derrumbe de las ideas mecanicistas. Basta la lectura de la Autobiografía científica de M. Planck para obtener un testimonio de primera mano acerca de este hecho.

Nos ocuparemos más adelante de las profundas innovaciones conceptuales que han acompañado la transición de la física mecanicista --hoy llamada física clásica- a la física moderna, caracterizada por la relatividad y la teoría cuántica. Aquí nos interesa subrayar la gran importancia que ha tenido la caída del mecanicismo para el esclarecimiento de la naturaleza del saber científico.

El abandono de los viejos esquemas mecanicistas por parte de los científicos, no se produjo, como ya se ha indicado, sin dificultades y resistencias, puesto que durante mucho tiempo había sido corriente el considerar la visión mecanicista, no como una interpretación entre varias posibles, sino como la única interpretación del mundo físico aceptable racionalmente. Esta tesis tenía a su favor la ventaja de ser intuitiva y de estar en inmejorable acuerdo con el sentido común, desde el momento en que no hace otra cosa sino confirmar y enriquecer con particularidades aquella visión mecanicista del cosmos que parecía innata, si no a la estructura de los seres pensantes, por lo menos a la mentalidad occidental.

Por el contrario, las nuevas teorías no encerraban ningún elemento intuitivo, y ofrecían serias dificultades para su conceptualización. Fue precisamente la circunstancia de que las nuevas teorías se impusieran a las antiguas a pesar de su difi-cultad, de su abstracción extrema y de la imposibilidad de recurrir a la intuición, lo que condujo a un importante esclarecimiento conceptual acerca de la naturaleza de la ciencia.

En primer lugar, la comunidad científica, después de haber sufrido tantos traumas en la transición desde viejas a nuevas teorías, comprendió que no valía la pena aferrarse con tanta tenacidad a una determinada explicación de los fenómenos por muy fundada que pudiera parecer la misma. De esta manera una de las características de la ciencia contemporánea es precisamente la absoluta rapidez con que es posible elabo-

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rar un nuevo, cuadro para la interpretación física del universo, apenas lo requieran las circunstancias experimentales. En segundo lugar, con la física ocurre algo parecido a lo que ocurrió hacia la mitad del siglo xixx con el descubrimiento de las geometrías no euclídeas. Es decir, se comprendió que si el mecanismo había venido a menos, ello significaba que no era la verdadera visión del mundo, lo mismo que la geometría de Euclides no había sido la verdadera geometría. Por otra parte, no cabía esperar que las nuevas teorías físicas fuesen más verdaderas que las antiguas, y ello confería a la ciencia un estatuto gnoseológico muy especial que debía ser estudiado y entendido adecuadamente.Con ello reaparecía a plena luz la creencia de que ninguna visión científicaa de la naturaleza - y no tan sólo el mecanicismo - no debía erigirse en filosofía, si se quería evitar la aparición de obstáculos capaces de hacer más penoso y difícil de lo necesario el desarrollo mismo de la naturaleza. «Los grandes descubrimientos acerca de los fenómenos naturales aislados --observa Heisenberg - sólo son posibles cuando no se determina con anterioridad la esencia de tales fenómenos recurriendo a simples generalizaciones» 5. Naturalmente, esta prescripción puramente negativa no es suficiente para determinar qué alcance cognoscitivo puede atribuirse a la ciencia, incluso una vez se ha comprendido que no se trata de un conocer filosófico. La epistemología contemporánea está empeñada a fondo como veremos más adelante, en el intento de una determinación positiva del modo de conocer de la ciencia.

NOTAS AL CAPITULO II

1. HELMHOLTZ 1, pp. 52-53. 2. GIBBS 1, 1. 3. HERTZ 1, pp. 1-3. 4. THOMSON 1, p. 270. 5. HE1sENBERG 2, p. 132.

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CAPÍTULO III

DE LA CIENCIA COMO FILOSOFÍAA LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA DE LA CIENCIA

7. El abandono de las pretensiones metafísicas de la ciencia y el concepto de «teoría científica»

No todas las revisiones críticas que se elaboraron después del ocaso de la física clásica estuvieron igualmente bien dirigidas y justificadas. Hacemos esta afirmación aquí para evitar malentendidos ya desde ahora, pero su justificación no la daremos hasta más adelante. En lo que sigue pasaremos a ocuparnos de todo aquello que, de un modo gradual, fue sustituyendo a la física filosofante del siglo pasado.

El mismo Max Planck, después de haber introducido en la física el concepto de cuanto de acción, intentó inútilmente introducirlo en los esquemas de la mecánica clásica. Su fracaso le llevó a darse cuenta de que la tenacidad con la cual había intentado salvar la vieja física estaba ligada a una absolutización injustificada de la misma, como si se tratara de una imagen sacrosanta e intocable de la realidad. Por ello, en todos sus escritos ulteriores abandonó la concepción absoluta y filosófica (le la ciencia, reconociendo al saber científico la única misión de proporcionar una imagen del mundo (Weltbild) coherente y ordenada. Esto último no pretende proporcionar un resultado definitivo o absoluto, sino que más bien está destinado a ser objeto de un perfeccionamiento indefinido para lograr su propósito de adecuarse cada vez más a la estructura del mundo real (reale Welt), a la cual nunca podremos llegar a alcanzar directamente sino que tan sólo será posible el acercarnos con una aproximación cada vez mayor. Sólo en el caso de que los elementos reales de nuestra imagen del mundo, es decir, de

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aquellas entidades conceptuales que en tal imagen se supone que representan a los auténticos entes de la naturaleza, no se mostraran susceptibles de un ulterior mejoramiento, se podría afirmar que se ha llegado a una representación de la esencia última de lo real. Sin embargo esta eventualidad parece altamente improbable, por lo que el desacuerdo perenne entre el mundo real y el mundo fenomenológico, como se llama a veces a la imagen del mundo, constituye un elemento inalterable de irracionalidad para la ciencia'.

No es difícil damos cuenta de que nos encontramos en presencia de una reutilización, aunque sólo aproximada, de la distinción kantiana entre «fenómenos» y «cosas en sí», acompañada de modificaciones de poca importancia. De hecho Kant creía que el mundo de las cosas en sí no tenía ningún contacto con la ciencia, la cual sólo podía ser ciencia de los fenómenos, y en el ámbito de los mismos podía considerarse segura, necesaria y universal. La perspectiva de Planck es completamente distinta y puede considerarse no como una opinión particular suya, sino como el punto de vista que más corrientemente mantienen los científicos para considerar el problema de las relaciones entre la ciencia y el mundo real de los objetos. De acuerdo con esta perspectiva la ciencia, aun ocupándose siempre del mundo de los fenómenos, ha perdido su carácter primitivo de seguridad absoluta y de necesidades aunque, paradójicamente, conserva el mundo real como término de referencia para su perfeccionamiento, es decir el mundo de las cosas en sí al que se supone incognoscible.

Heisenberg se sitúa en posiciones no muy distintas. La idea central de su epistemología, base para dar una explicación intuitiva y persuasiva de la «indeterminación», es que no es posible llegar a conocer jamás el mundo, en contra de la creencia largamente cultivada por la ciencia occidental. «El objeto de la investigación científica no es ya la naturaleza en sí sino la naturaleza sometida a la interrogación del hombre... Las leyes naturales que formulamos matemáticamente en la teoría cuántica, no tratan de las partículas elementales en sí, sino de nuestro conocimiento de las partículas elementales» 2. Dicho en otros términos, delante de nosotros no tenemos un objeto sino siempre una estructura compleja e inseparable en sus dos componentes elementales; observador-objeto 3. Concretamente la física no puede erigirse como una investigación de tipo absoluto y objetivo, es decir, filosófico, sino que tan sólo puede ambicio-

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nar el proporcionarnos una imagen del mundo cuyos datos de partida no sean los objetos sino la trama objeto-observador 4.

Pasaremos revista ahora, aunque de un modo somero, a otras concepciones del conocimiento científico de las cuales nos volveremos a ocupar más adelante. Baste recordar aquí que no pocos científicos y filósofos, adoptando una actitud que ya se había revelado a fines del siglo pasado, negaban todo valor cognoscitivo a la ciencia, considerando que la misma sólo tenía una función «económica» en la elaboración de esquemas útiles para delimitar a la naturaleza con el fin de realizar previsiones que permitieran su aprovechamiento 5. Por otra parte no faltan científicos que presentan una mentalidad esencialmente del viejo tipo, aplica a los nuevos contenidos de su ciencia. Es decir, son estudiosos que pretenden haber obtenido un cuadro auténtico, aunque sea perfeccionable, de la misma esencia de la realidad física.

Las clarificaciones más útiles acerca del saber científico que se han producido en estos últimos decenios, no provienen de los «científicos puros», ni tampoco de los «filósofos puros». Los primeros, en general, han gastado sus esfuerzos fecundamente en construir la ciencia, y cuando han pasado a reflexionar so bre la ciencia lo han hecho como una actividad marginal y ocasional. En la elaboración de estas reflexiones han empleado siempre instrumentos conceptuales, medios de análisis y puntos de vista filosóficos más bien rudimentarios, y muy pocas veces más penetrantes o de mayor potencia que las simples instancias del llamado «sentido común». Por su parte, los filósofos profesionales generalmente han elaborado consideraciones sobre la ciencia colocándose dentro de contextos muy amplios, en los cuales muy raramente su discurso podía salir de un nivel de evaluación genérica basada sobre un conocimiento de la investigación científica que no era de primera mano y por tanto también era rudimentario y basado tan sólo en el «sentido común». De esta manera se han obtenido juicios sobre la ciencia que son, por lo menos, unilaterales y superficiales, y en muchos casos consisten en verdaderos equívocos.

El hecho es que, así como se ha complicado la «imagen del mundo», para emplear una expresión ya familiar, que la ciencia ha venido construyendo, igualmente se ha complicado la misma ciencia. Así se da la circunstancia de que no sólo para hacer ciencia, es decir, para construir la imagen del mundo, se precisan dispositivos experimentales, instrumentos teó-

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ricos y concepciones teóricas de complejidad insospechadas hasta hace pocos decenios, sino que ocurre algo análogo cuando se pretende reflexionar sobre la ciencia. También en este caso se precisan instrumentos de análisis metodológico y filosófico situados a la altura de la complejidad de las nuevas investigaciones y de las nuevas teorías y, en todo caso, bastante más refinados de todo lo que se empleaba para investigar la estructura de la ciencia en los siglos anteriores.

De este modo ha surgido la «filosofía de la ciencia» o «epis temología» como rama especializada de la investigación filosófica del siglo actual, de la cual no faltaron precursores en los siglos anteriores. Se puede afirmar que debemos a esta disciplina, gracias a unas verdaderas y específicas técnicas de investigación que la misma ha elaborado para sus estudios, un mayor y más profundo conocimiento de las características del saber científico, con una comprensión más adecuada del sentido según el cual este saber es un saber no filosófico y limitado.

El complejo de clarificaciones maduradas en torno al concepto de ciencia en el seno de la epistemología moderna, se reúne en la elaboración del concepto de «teoría científica». Ello es debido a la circunstancia de que la construcción de teorías adecuadas aparece hoy como la verdadera labor inmediata de la ciencia, en la consideración de la cual se puede incluso prescindir de las finalidades ulteriores cognoscitivas o pragmáticas, en vistas a las cuales viene elaborada la teoría. Parece por tanto útil expresar ya desde ahora, aunque sea brevemente, lo que se entiende por teoría científica, dejando para más tarde, como tarea específicaa de la parte central de este trabajo, el esclarecer cada uno de los aspectos esenciales de esta noción. Todo ello constituye la verdadera novedad que ha venido a sustituir al viejo concepto de la ciencia mantenido en el si glo xix, el cual sólo había sido vagamente matizado en aquellas rectificaciones ad opera de científicos y filósofos, a las cuales nos hemos referido antes.

Es fácil darse cuenta de que la ciencia física se ha caracterizado desde sus inicios por dos líneas de desarrollo distintas, que sin embargo siempre marchan juntas y casi confundidas. La primera de ellas es la de la investigación experimental, en sentido estricto, que proporciona a la ciencia su material de construcción, es decir, datos que debe tener en cuenta. La segunda es la de la elaboración, la unificación y la confrontación de estos datos, para intentar hacerlos entrar dentro de un cua-

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dro coherente, como elementos bien armonizados, en el cual cada uno encuentra su puesto. En otras palabras, se puede afirmar incluso que el científico, cuando estudia un cierto ámbito de fenómenos, no se limita a tomar nota de todo aquello que sus ins-trumentos de medida le permiten descubrir, sino que busca también explicarse el comportamiento experimental que se le revela. Se supone también que esta explicación, cuando se encuentra, da lugar a imaginar algunas hipótesis de mayor o menor generalidad - y como tales nunca directamente verificables - a partir de las cuales se logra deducir por medio de una cadena de demostraciones en las cuales intervienen, o bien argumentaciones de tipo lógico, o bien, de un modo esencial, cálculos matemáticos, los hechos observados en la realidad, así como predecir con una exactitud prefijada de antemano, otros fenómenos nuevos.

El conjunto constituido por todas estas hipótesis y las varias explicaciones-que se pueden dar a los distintos hechos experimentales mediante demostraciones construidas a partir de ellas -lo cual constituye su justificación lógica- es lo que modernamente recibe el nombre de teoría científica.

No es difícil darse cuenta que la mecánica newtoniana era una teoría científica, y que también lo era el mismo mecanicismo del cual hemos hablado largamente. Este último, desde un punto de vista estrictamente científico, sólo puede considerarse como una tentativa de explicar todos los hechos físicos conocidos experimentalmente mediante la ayuda de hipótesis, constituidas exclusivamente por leyes o por principios mecánicos, aunque en rigor no existía verdadera conciencia de que tan sólo se tratara de hipótesis.

Junto con estas teorías muy generales subsistían otras más particulares, entre las cuales la de mayor peso era sin duda la relativa a la estructura molecular de la materia. Esta teoría es fundamental para la química y también para la misma física, por cuanto está en la base de la teoría cinética de los gases y es una condición esencial para la explicación mecánica del calor. Incluso puede decirse que es la condición imprescindible para la inclusión de la misma química en el seno del esquema mecanicista.

Actualmente no se puede decir que exista ninguna teoría cuyo alcance sea comparable al que poseía hace cien años el mecanicismo. Las construcciones actuales son más bien teorías parciales, que se limitan al campo físico o fisicoquímico, sin pre-

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tender alcanzar otros terrenos, como el de la biología o el de la psicología (excepto algún intento muy aislado). Esta situación es la contraria a la que se daba en teorías tales como, por ejemplo, el energetismo de Wilhelm Ostwald. Entre las teorías actuales de este tipo, cabe destacar la relatividad y la mecánica cuántica, las cuales aspiran a obtener el máximo grado de universalidad. Por otra parte, es de notar que junto a ellas coexisten teorías de alcance mucho más restringido, como son las distintas teorías relativas a la estructura interna de los átomos.

Es indudable que las hipótesis de las teorías científicas, especialmente las más generales, no se enuncian en forma verdaderamente hipotética, sino que incluso aparecen como afirmaciones relativas a la realidad en sí. Por tanto no es de extrañar el que las mismas hayan sido interpretadas en este sentido durante mucho tiempo. Por el contrario, en nuestros días, incluso las afirmaciones más comprometidas de la ciencia se comprenden correctamente, y cuando un científico, por ejemplo, habla del átomo como de un pequeño sistema planetario con los electrones que recorren órbitas cuantificadas en torno al núcleo, no pretende sostener con ello que las cosas ocurran efectivamente de este modo en rerum natura. En realidad los científicos son conscientes en todo momento de que tan sólo se valen de una representación de este tipo, o de otras análogas, como modelo conceptual capaz de unificar y coordinar un cierto número de informaciones experimentales relativas a los fenómenos atómicos. A causa de ello siempre están dispuestos a susti-tuir estas idealizaciones de los hechos experimentales por otras, en cuanto se vean obligados por los nuevos descubrimientos experimentales o simplemente porque vean la posibilidad de elección de una nueva idealización que sea más idónea.

Las condiciones mínimas para la aceptación de una teoría son no contradicción interna y su acuerdo con los hechos experimentales. En algunos casos es posible que coexistan varias teorías, todas ellas aceptables desde el punto de vista de estos requisitos mínimos, que sean capaces de explicar los mismos fenómenos. En estos casos los motivos de preferencia pueden ser la mayor simplicidad, generalidad, explicitación de detalles y otros análogos, los cuales son siempre criterios muy elásticos.

En conclusión es lícito afirmar que también en el campo de las ciencias físicas han tenido su repercusión aquellas ideas que han transformado a la matemática moderna en un conjunto de sistemas hipotético-deductivos. Naturalmente, la pre-

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sencia de una componente experimental limita drásticamente la libertad de acción de las hipótesis pero, por otra parte, como se verá con toda claridad más adelante, tampoco es capaz de imponerlas.

En conclusión podemos afirmar que es precisamente la provisionalidad intrínseca que caracteriza a las teorías científicas, la circunstancia que impide su utilización como «visiones del mundo», verdaderas filosofías de la naturaleza, capaces de expre-sar la esencia de las realidades materiales.

Las conclusiones de este tipo parecen implicar necesariamente la vuelta al punto de partida, es decir, a la afirmación de Galileo sobre la existencia de una investigación de carácter no filosófico, con la cual se inició la ciencia moderna. Sin embargo también es cierto que no se trata de un retorno puro y simple al punto de partida, puesto, que tal como la epistemología moderna ha demostrado, las líneas auténticas del conocer científico en tiempos de Galileo sólo existían de una manera más o menos intuitiva. Y aún más: la ciencia, en su separación consciente de la filosofía, ha impulsado el rápido declinar de ciertos caracteres de esta última, por ejemplo el hecho de que pretenda erigirse como saber absoluto, evidenciando con ello alguno de sus problemas más importantes. Se ha afirmado corrientemente que la mayor debilidad del mecanicismo ha consistido en el hecho de que él mismo se ha configurado ilusoriamente como una filosofía de la naturaleza. Ello no significa ciertamente que los grandes científicos que elaboraron el mecanicismo creyeran en esta posibilidad y se dejaran atrapar en un equívoco trivial. Más bien nos parece que esta circunstancia constituye un testimonio elocuente de la manera con que el hombre aspira necesariamente a obtener un conocimiento incluso filosófico de la naturaleza. El hecho de que a lo largo de un cierto período de tiempo haya sido posible cultivar la ilusión de que se estaba llegando a un tal conocimiento y que el mismo formaba un sólo cuerpo con el conocimiento científico, no presupone que una vez eliminada la ilusión desaparezcan también las exigencias de una problematización filosófica de la naturaleza. Quizás cabría pensar que estas últimas encuentran en el progreso de la investigación científica nuevos estímulos y nuevos materiales de los que alimentarse 6.

A este primer encuentro entre la ciencia y la filosofía, es posible añadir hoy en día la circunstancia de que los esfuerzos realizados para precisar las condiciones del saber científico han

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planteado un número nada pequeño de problemas filosóficos de naturaleza varia, de tal modo que se ha creado una rica problematización filosófica de la misma ciencia, entendida esta última como un tipo particular de saber. A continuación vamos a ocupamos brevemente de las principales diferencias entre estos dos tipos de problemas filosóficos tan íntimamente ligados a la ciencia.

8. Problemas filosóficos ligados a la ciencia en razón de su objeto

Aun siendo cierto, e incluso condición fundamental para una exacta evaluación del saber científico, que es preciso no confundir en absoluto ciencia y filosofía, también es innegable por otra parte que en la misma ciencia reviven casi inmutables las mismas exigencias cognoscitivas en aras de las cuales los antiguos pensadores crearon la metafísica. Estas exigencias pueden resumirse brevemente en las siguientes aspiraciones: a) llegar a un conocimiento lo más adecuado posible de la realidad, yendo más allá de lo que testifica la simple experiencia; b) con este fin explicar y justificar la misma experiencia mediante la intervención de la razón; c) todo ello no se hace a causa de la existencia, sino a causa del convencimiento de que es posible dar razón de la misma, es decir, es posible mostrar que la misma debe aparecer en la forma que aparece.

La raíz profunda, y en cierto modo misteriosa, de esta actitud común a la ciencia y a la filosofía metafísica, es la inextirpable tendencia del pensamiento humano a explicar lo inmediato -lo que está presente y manifiesto, es decir la experiencia- por una mediación, recurriendo a alguna cosa que no es inmediato, o por lo menos, que no tiene el mismo tipo de inmediatez. A este respecto no nos parece que éste sea el lugar más adecuado para discutir si, como se acepta a menudo, lo in-mediato no es por así decir lo originario. Sin duda ésta es una de las tareas de mayor empeño de la filosofía pura, pero por lo mismo no cabe dentro de nuestros objetivos actuales.

La metafísica aspira a dar una satisfacción total a la exigencia cognoscitiva a que nos hemos referido poco antes, presentándose para ello como una «investigación de los fundamentos absolutos de nuestro saber y dirigiéndose a obtener una explicación necesaria, es decir, única e incontrovertible, de la

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realidad. La ciencia, por el contrario, se contenta con dar una satisfacción parcial de esta misma exigencia, es decir, sólo proporciona explicaciones suficientes. En otras palabras, podemos decir que la ciencia busca hipótesis y principios, mediante los cuales la estructura de los hechos experimentales pueda ser descrita por medio de deducciones rigurosas, sin pretender en ningún momento que tales hipótesis y principios sean a su vez «necesarios», en el doble sentido de ser los únicos que hacen posible la explicación y de ser intrínsecamente incontrovertibles. Por el contrario, la metafísica aspira a tratar como principios necesarios - también en el doble sentido de ser incontrovertibles y de ser condiciones sin las cuales sea imposible la explicación de los hechos- y por tanto capaces de merecer el cali ficativo de fundamentos. En este sentido puede afirmarse que la metafísica representa la aspiración más elevada de la actitud filosófica. Si la filosofía, como ya hemos señalado antes, es la invención del «porqué», su aspiración suprema no puede ser otra que la de encontrar una respuesta segura y absoluta a este «porqué», es decir, llegar a obtener los fundamentos. Incluso aquellos que niegan la metafísica no pueden negar esta característica de la filosofía a erigirse como búsqueda del fundamento, sino que niegan que la misma pueda ser satisfecha.

Ésta es la causa por la cual el mecanicismo, creyendo haber llegado a esta situación, se constituyó en una metafísica especializada en el campo del mundo físico, es decir, en una metafísica de la naturaleza'.

Es importante señalar que la ciencia aspira a satisfacer, y lo logra en la medida parcial a que hemos hecho referencia, las exigencias antes bosquejadas.

Llegados a este punto parece natural preguntarse si es posible, siguiendo otros caminos, satisfacer por completo, o al menos de un modo más adecuado, todas estas exigencias relativas al conocimiento de los objetos de los cuales se ocupa la ciencia. O dicho de un modo más concreto, cabe preguntarse si la filosofía puede ser capaz de dar una satisfacción más plena a estas exigencias que la misma ciencia.

No olvidemos que: las exigencias a que nos estamos refiriendo son de naturaleza cognoscitiva, es decir, se refieren a la posibilidad del saber. A este respecto está perfectamente claro actualmente que la filosofía ha dejado todo el volumen del saber a la ciencia, entendida ésta en sentido lato, es decir, abarcando no tan sólo las ciencias fisicomatemáticas sino también las ciencias

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humanas, como la sociología, la psicología, la antropología, etc. Únicamente se ha reservado para sí un horizonte específico del saber en la metafísica general, es decir, en el estudio del ser en cuanto a tal. Cabe señalar que muchas corrientes de la filosofía contemporánea niegan incluso la posibilidad de una metafísica general, por lo cual desde este punto de vista puede afirmarse incluso que la filosofía ha abandonado totalmente, en sentido estricto, toda pretensión de saber. En esta perspectiva lo único que se reserva la filosofía para sí es la elección de los fines o, dicho en sentido amplio, el conferimiento de sentido (Sinngebung) al saber.

Dejando para más tarde una consideración más profunda de este problema del conferimiento de sentido, podemos observar que, según todo lo dicho, un incremento eventual del saber de las ciencias, por ejemplo de la ciencia de la naturaleza, puede venir, en lo que a la filosofía se refiere, tan sólo de la utili zación de una única zona del saber filosófico que algunos todavía admiten, esto es, de la metafísica, por medio de un intento renovado de elaborar una metafísica de la naturaleza. Sin em-bargo éste parece ser precisamente el camino acertadamente abandonado, después de haber sido escenario de esfuerzos infructuosos durante muchos siglos. A causa de ello, las metafísicas especiales, de las cuales la metafísica de la naturaleza era pre-cisamente uno de sus más claros ejemplos, han sido más o menos tácitamente abandonadas como posibles fuentes de auténtico saber y reemplazadas por las varias ciencias.

Ello ha ocurrido no ya porque se ha podido comprobar que la naturaleza se sustrae a los principios metafísicos (el principio de no contradicción, de causalidad, de razón suficiente, de finalidad, de determinismo y similares), sino porque se ha visto que, si alguna vez estos principios pueden quedar bien establecidos, ello no ocurre a través del camino del análisis de la experiencia, del cual es protagonista la ciencia, sino a través de las vías propias de la metafísica entendida en sentido estricto, es decir, a través del estudio del ser en cuanto a tal. Como máximo se tratará de mostrar que la investigación científica no olvida tales principios, y ello indudablemente forma parte de una problematización filosófica de la naturaleza, a la cual puede acceder tan sólo quien acepta la metafísica. En todo caso este tipo de problemas no interesa a la ciencia en cuanto tal, puesto que la filosofía no puede contribuir a aumentar su caudal de conocimientos 8.

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Queda por ver en qué sentido la discusión de estos principios, ya sea para su defensa o ataque, interesa a la filosofía. Sin duda para todos aquellos que aceptan una determinada metafísica, tales intereses se revelan incluso a nivel del saber. De hecho para ellos estos principios, aunque a veces no todos, son leyes referentes al ser en general, o corolarios más o menos directos de las mismas, que se refieren a zonas particulares del ser, como por ejemplo el ser real físico. Para aquellos que piensan de esta manera, la defensaa de tales principios posee incluso el significado de una verificación su¡ generis de los mismos, de una especie de ensayo de su validez. Incluso se podría añadir que si por casualidad tuviera que ser abandonado alguno de los corolarios, ello no sería un acontecimiento necesariamente dramático, sino que podría presentar el mismo significado positivo que hoy en día los filósofos de las religiones reconocen a los procesos de desmitificación 9.

Incluso el filósofo no metafísico «tiene intereses» en estos mismos principios, no ya porque los considere como las leyes que gobiernan el ser, sino porque, como veremos a continuación, corresponden a un cierto tipo de interrogaciones que forman parte de aquel conferimiento de sentido al conocimiento de la naturaleza, que es una componente esencial de la problematización filosófica de la misma, e incluso la componente verdaderamente ineliminable. Obviamente, un tal conferimiento de sentido puede muy bien ser propuesto no ya por conformidad, sino también por contraste con tales principios, es decir, negando su validez; pero ello no cambia sustancialmente la situación, porque son siempre ellos los que están en juego, y su horizonte aquel dentro del cual se sitúa la cuestión.

Intentaremos a continuación precisar un poco mejor lo que se entiende por este «conferimiento de sentido» del que hemos hablado más de una vez. Normalmente esta locución aparece en la filosofía contemporánea en conexión con una problemática de tipo existencial, y designa, en el fondo, el hecho de que cada aspecto de la realidad, cada conocimiento, reciben un sentido particular según la ubicación que aquélla asume en el «problema de la vida» de cada individuo, inscribiéndose en el sentido de la vida y del mundo que él mismo viene madurando.

Por el contrario nosotros emplearemos esta locución en una acepción más circunscrita, que pretende limitarse a su aspecto cognoscitivo y que se puede expresar mediante las siguientes consideraciones. Está claro que aun después de que un buen número de conocimientos acerca de un determinado sector de la realidad se hayan manifestado, continúa existiendo la exigencia de preguntarse qué significado tienen todos estos conocimientos, entendiéndose con ello que buscamos una especie

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de justificación del conjunto de los mismos. Si para responder a esta cuestión se ofrecieran nuevos conocimientos, es lícito suponer que no por ello la cuestión queda satisfecha, puesto que a partir de un cierto momento lo que importa no es el enriquecimiento de detalles sino su interpretación global.

Un hecho de esta clase es quizás particularmente evidente en casos como el de la crítica literaria, o de la historia del pensamiento filosófico. Así, frente a la obra de un poeta o de un filósofo, aun en los casos en que sea conocida hasta en sus mínimos detalles, se encuentra toda una floración de interpretaciones distintas, las cuales, aun fundándose en última instancia exactamente en el mismo patrimonio de conocimientos, difieren en el significado que se les atribuye. Por lo mismo los hechos de un mismo período histórico pueden recibir interpretaciones distintas por parte de dos estudiosos distintos, y ello no ya por falta de competencia, de información, o de buena fe de uno u otro, sino porque este conferimiento de sentido, aun apoyándose en los mismos conocimientos efectivos, los encuadra en una perspectiva que no está contenida en ninguno de ellos y que no resulta nunca de un modo automático de la simple reunión de los conocimientos.

En el caso del conocimiento de la naturaleza ocurre un fenómeno esencialmente análogo. Es evidente que una vez la ciencia nos ha colocado en posesión de una riquísima cosecha de conocimientos, podemos plantearnos la pregunta sobre su significado. ¿Significan que el mundo de la naturaleza está regido por leyes causales? ¿Significan que está elaborado según una planificación racional? ¿Quieren decir acaso que el mundo está regido por una determinada finalidad, que posee estructura matemática, o presupone la existencia de un creador? Sin duda la adición de nuevos conocimientos no proporciona respuesta a tales preguntas, sino que simplemente acrecienta el número de cosas que esperan un conferimiento de sentido, el cual tan sólo puede resultar de la manera en que se responde a las anteriores preguntas, y eventualmente a otras del mismo tipo. Naturalmente, para ello es preciso tener en cuenta el conjunto de conocimientos que se poseen, pero no es ciertamente un resultado más o menos automático de los mismos.

Por otra parte está claro que ninguna de dichas preguntas tiene un carácter científico. Éstas son de naturaleza metafísica, y la ciencia ha nacido cuando la humanidad se ha dado cuenta de que se puede avanzar en el conocimiento de la naturaleza sin tener una respuesta satisfactoria para las mismas.El reconocimiento de la no cientificidad de tales preguntas, el situarse a nivel del conferimiento de sentido al conocer científico, no significa que las mismas sean fútiles o, al menos, que deban ser consi -deradas sólo por el filósofo metafísico. Por el contrario, nos parece que estas cuestiones se plantean a cada hombre de un modo inevitable, por unos motivos que más o menos pueden explicarse del siguiente modo. Se trata de la circunstancia de que cada hombre se encuentra colocado frente a un mundo, que experimenta bajo la difusa, abigarrada o intrincada forma de la experiencia cotidiana, en la cual se mueve y de la cual participa. Es decir, un mundo que es a la vez el horizonte de su propia vida (o, dicho en palabras de Husserl, su Lebenswelt). Sin

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embargo, simultáneamente también tiene frente a sí un mundo esquematizado de acuerdo con relaciones cuantitativas, descrito mediante leyes matemáticas, objetivado en la descripción realizada gracias a los instrumentos cognoscitivos que se suponen lícitos para investigar y gracias al lenguaje específico para hablar de él, es decir, la imagen científica del mundo. El problema del conferimiento de sentido al conocimiento científico puede ser visto, al menos en primera aproximación, como el problema de la confrontación de estas dos representaciones del mundo. Un punto de vista mecanicista del que ya hemos tenido ocasión de hablar, consistía susbstancialmente en afirmar que el conferimiento de sentido de la Lebenswelt lo proporcionaba la imagen científica del mundo; quedaba la tarea, por lo demás sólo parcialmente realizada, de intentar explicar coherentemente de qué manera podía originarse la imagen científica del mundo de la Lebenswelt, siendo aquélla el fundamento auténtico, la verdadera realidad de la cual esta última debía constituir tan sólo un ropaje. El fallo interno de esta perspectiva, ya examinando en otro sentido, ha llevado a muchos a cambiar las posiciones, juzgando como un equívoco el conferir la condición de realidad auténtica a aquello que ellos creen tan sólo una manera de presentar, de esquematizar la realidad (de hecho hemos visto a los mismos cien tíficos hablar a veces de una simple imagen del mundo), la cual, como consecuencia de estas idealizaciones, logra «objetivar», y a presentar sus contenidos de un modo «neutral».

Para los que así piensan el problema del conferimiento de sentido se invierte y pasa a ser el de descubrir qué se esconde realmente bajo el «traje de las ideas» (Ideenkleid para usar otra vez un vocablo de Husserl), elaborado con ayuda de las matemáticas por medio de símbolos, cantidades y relaciones de las cuales reviste la ciencia a la Lebenswelt. Una propuesta, que proviene precisamente de Husserl, es la de interpretar el conferimiento de sentido como una investigación relativa al origen de las varias idealizaciones de la ciencia construidas a partir de una misma experiencia de la vida, en la cual tiene origen toda sensación. Naturalmente, ésta no es la única solución ni, quizás, la mejor posible, pero es sin duda una de las más significativas entre todas las que se han propuesto para resolver este problema. De hecho, en la mayoría de los casos, el conferimiento de sentido tiene lugar dentro de una perspectiva marcadamente metafísica, aunque no se trate necesariamente de una metafísica aceptada conscientemente ni tan sólo formulada abiertamente como tal. Ello significa que la humanidad, al serle presentada la imagen del mundo proporcionada por la ciencia, in tenta ponerla de acuerdo con ciertas convicciones fundamentales (acerca de la constitución del mundo, acerca de las leyes y principios generales que las regulan) que la humanidad posee, ya sea por haberlas obtenido de una investigación filosófica sistemática o, más corrientemente, a guisa de convencimiento de naturaleza puramente fideísta. En estas circunstancias puede darse el caso de que, si tales convicciones no están establecidas de una forma particularmente robusta, ocurra que la con-sideración de la imagen del mundo proporcionada por la ciencia ofrezca algunas sugestiones para elaborar otras nuevas, distintas, a veces opuestas, pero conservando siempre su naturaleza metafísica 10.

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Actualmente no son tan sólo los filósofos y el llamado hombre de la calle, quienes están interesados en este conferimiento de sentido, sino también el mismo científico. Incluso este último, al proceder al análisis de la experiencia mediante los instru-mentos experimentales y teóricos que la ciencia pone a su disposición, al empeñarse en el desmenuzamiento de su limitado campo de investigación y al ser consciente de que sus conclusiones no tienen un carácter absoluto, no puede menos que tener presente un horizonte de totalidad dentro del cual inscribe el mundo. Incluso si este horizonte desborda necesariamente y en gran medida todo lo que puede obtenerse de las experiencias efectivas y de las teorías de su ciencia.

En realidad, cuando el científico explica cómo ve el mundo, está sometido sin duda a motivaciones más o menos directas provenientes de su investigación, pero siempre dice mucho más de lo que ésta muestra realmente, aunque él mismo no sea consciente de ello. Es inevitable que ocurra de este modo, puesto que a pesar de que esta Weltanschauung tengaa la apariencia de un discurso de carácter cognoscitivo, en realidad expresa también un conferimiento de sentido totalizante. En realidad índica lo que significan a sus ojos los hechos y teorías que se conocen, y a cuyo descubrimiento y elaboración ha contribuido. Se trata por tanto de una dimensión metafísica que permanece necesariamente «después» y «junto» a la investigación científica.

No es por casualidad que la mayoría de los grandes cientí ficos del pasado y de nuestros días hayan sentido la necesidad de expresar una visión del mundo que les es propia. El llamado sentido común puede extrañarse de esta circunstancia, conside-rándola como una debilidad que puede ser perdonada en quien se limite a tener «sus ideas» respecto al mundo, pero imperdonable en quien considere a la ciencia como la fuente misma del conocimiento crítico, neutral, imparcial, impersonal y exacto de los fenómenos del universo. Pero la situación real es que los conocimientos científicos, precisamente a causa de su neutralidad, no tienen sentido en la acepción antes establecida, y lo reclaman. Un análisis más adecuado de esta afirmación nos conduciría demasiado lejos, y por ello nos conformamos con lo poco que hemos dicho hasta aquí a guisa de esclarecimiento 11 .

Después de todas estas aclaraciones, creemos posible echar por tierra ciertas ironías superficiales que no raramente se escuchan o se leen, a propósito de los escritos en los cuales muchos científicos han expresado sus reflexiones filosóficas res-

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pecto a la ciencia y el mundo de la naturaleza. No creemos que estas reflexiones sea un pretencioso salirse de madre, una invasión abusiva de campos ajenos, sino la manifestación de una exigencia a la cual todo científico, como todo hombre, tiene derecho. Es decir, la exigencia de conferir un sentido a la misma ciencia y a la imagen del mundo que la misma propone 12. Otra cosa es, naturalmente, el juicio de valor que merecen tales ensayos, puesto que no todas las maneras mediante las cuales se efectúa el conferimiento de sentido son equivalentes. Atendiendo a esta última circunstancia es preciso reconocer que, muy frecuentemente, se ha trabajado sobre bases frágiles y de manera ingenua, aceptándose como firmemente establecidas posiciones de principio en las cuales la crítica filosófica ha mostrado la existencia de dificultades graves. O también puede darse el caso de que no se advierta la existencia de ciertas presuposiciones implícitas, que sería preciso poner en evidencia y discutir. Éste es el motivo por el cual, aun reconociendo el valor de testimonio de tales escritos, debemos recalcar, como ya se ha dicho precedentemente, que no es por este camino que podemos esperar las mejores contribuciones a una problematización de la ciencia.

9. La ciencia como objeto directo de problematización filosófica: la epistemología

Hasta aquí hemos considerado un solo aspecto por el cual la ciencia es fuente de problemas filosóficos; aquel que se encuentra ligado al objeto de la ciencia, o sea la naturaleza. Frente a la imagen del mundo que la ciencia propone, tiene lugar una problematización filosófica, la cual, con una perspectiva totalmente distinta a la de la investigación científica, no se propone tanto el conocer más o fondo, como el conferir un sentido a aquella imagen, aceptando que el optimum del conocimiento está realizado, en cada fase de la historia, precisamente por la ciencia de la época.

En cierto modo se puede afirmar que éste es el aspecto más fascinante y más sujestivo de la problemática filosófica ocasionada por la ciencia. Es sin duda la que actúa más directamente sobre la imaginación y sobre los sentimientos de todo hombre, los cuales de un modo u otro, ingenuamente o críticamente, a nivel de elaboración refleja o de visión instintiva, de

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mito o de fe, buscan siempre conferir un sentido a su imagen del mundo y esperan obtener de la ciencia puntos de apoyo para tales fines.

Existe sin embargo otra vertiente de la problemática filosófica de la ciencia, la cual, aunque menos llamativa, es en realidad aquella en la cual la investigación se ha mostrado más fructífera, puesto que en la misma se han obtenido resultados bastante seguros. Se trata de la vertiente que considera a la misma ciencia, y no ya a la imagen científica del mundo, como objeto de la problematización filosófica. En otras palabras, el conferimiento de sentido se refiere en este caso al modo de conocer científico y no a sus contenidos o productos. La cuestión que se plantea aquí es «qué cosa significa» la ciencia, qué valor tienen sus afirmaciones, cuáles son sus condiciones de existencia y de trabajo y, por tanto, qué tipo de fundamento tienen sus enunciados, y así sucesivamente.

No es difícil distinguir claramente las dos vertientes a las que nos estamos refiriendo. Usando una distinción acreditada por una larguísima tradición, podemos decir que mientras los problemas del tipo considerado precedentemente equivalen en primera aproximación a problematizar la ciencia desde el punto de vista de la filosofía de la naturaleza, los que señalamos aquí equivalen, en sentido lato, a problematizarla desde el punto de vista de la filosofía del conocimiento. Es evidente, por tanto, que no se precisan explicaciones detalladas, para comprender que se trata de cosas completamente distintas.

Creemos que merece alguna precisión el razonamiento respecto a la posibilidad de llevar una discusión filosófica sobre la ciencia al ámbito de la filosofía del conocer, a la gnoseología. Existe una parte innegable e importantísima de verdad en un tal proceder, desde el momento en que el conocer científico es antes que nada un conocer, y por tanto el estudio del mismo entra genéricamente hablando en la gnoseología. Podemos incluso decir más: si la llamada filosofía moderna se ha caracterizado por mucho tiempo esencialmente como una filosofía del conocer, ello ha sido sin ninguna duda también efecto de las dimensiones que un tal problema asumía, precisamente debido al desarrollo simultáneo de la ciencia. Así Ernst Cassirer pudo afirmar justamente: «Por lo que al concepto moderno de conocimiento se refiere, Galileo y Kepler, Newton y Euler son testimonios tan importantes y plenamente válidos como Descartes y Leibniz. Su desenvolvimiento global aparecería como si se estuviera des

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arrollando a saltos y lleno de lagunas, si quisiéramos renunciar a este importantísimo anillo de unión» 13. Incluso hoy, podemos añadir, esta instancia de tener presentes los modos del conocimiento científico en todo discurso sobre el conocimiento general, no tan sólo sigue siendo válida, sino que tal vez lo sea todavía más que en el pasado.

Sin embargo, quien se limitara a considerar la reflexión filosófica sobre el modo de conocer científico -la filosofía de la ciencia o epistemología- como una simple rama especializada de la gnoseología, se arriesgaría probablemente a dejar escapar su significado más auténtico, se arriesgaría a no comprender por qué la ciencia se ha convertido, hasta cierto punto, en objeto de investigación específica en el campo de la filosofía. De hecho las razones por las cuales el pensamiento filosófico ha convertido a la ciencia en objeto de atención particular no son debidas a un aumento de los problemas gnoseológicos que la ciencia haya podido provocar, hasta el punto de exigir la creación de un sector especializado de la gnoseología. Se trata, más bien, de que la ciencia ha venido apareciendo cada vez más como una actividad independiente del espíritu humano, con características típicas, irreductibles a actividades de otro género, incluso a la misma actividad cognoscitiva, aun teniendo aspectos que se superponen ampliamente con otros sectores de la actividad humana, y con el conocer, en primer lugar. La epistemología por tanto, aun conservando nexos notables con el problema gnoseológico, nace precisamente en razón de estos nuevos caracteres, de estos aspectos típicos que se presentan a la ciencia e, incluso, una de sus tareas es precisamente resaltarlas y circunscribirlas, contribuyendo con ello a esclarecer la naturaleza misma de las diferencias que subsisten entre lo que es ciencia y lo que no es ciencia. Esto tiene, entre otros efectos, el hacer aparecer el problema de la ciencia no como algo que se plantea puramente dentro del problema del conocer, sino más bien junto al mismo, como otros problemas de la filosofía reconocidos tradicionalmente como autónomos, como por ejemplo el del arte.

Después de esta aclaración, no es difícil reconocer que la investigación filosófica sobre la ciencia se inscribe como ejemplo conspicuo y casi paradigmático de la actitud, hoy tan difundida, de la filosofía considerada como análisis (aunque en ello, como veremos, no se agotan sus posibilidades). De todos es bien conocido, y ya lo hemos señalado precedentemente, que muchos pensadores actuales aceptan que la filosofía no tiene por tarea

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el proponer una visión del mundo, ni un sentido de la vida, ni tampoco construir sistemas, ni tampoco, en el fondo, «buscar la verdad». Según esta corriente de pensamiento, la búsqueda de la verdad es de la competencia exclusiva de las varias ciencias, mientras que las demás tareas se consideran inútiles o privadas de sentido. Lo que quedaría entonces para la filosofía, sería, según este modo de pensar, un simple trabajo de clarificación conceptual, de análisis. Así, cuando se aplicara a ámbitos que tradicionalmente han sido objeto de investigación filosófica, como es el mundo del hombre y sus problemas, se reduciría a recalcar detalladamente, casi a guisa de comentario, las afirmaciones de alguna de las ciencias que se ocupan hoy del hombre, como por ejemplo la psicología o la sociología. Fuera de estos casos, la tarea de la filosofía se reduciría a un análisis del lenguaje, ya sea común, ya sea científico la.

Interesa señalar aquí que esta perspectiva también se encuentra entre aquellos que no reconocen en la filosofía un saber auténtico. De hecho, este último se daría únicamente en la ciencia, mientras que la filosofía, por cuanto aparece como «no vacía», investida de alguna misión, debería limitarse a una cierta posición auxiliar: la de aclarar las, condiciones en base a las cuales puede darse el saber «en otra parte». Se podría pensar que no hay nada incorrecto en todas estas afirmaciones y que, si la filosofía no contribuye de un modo directo a acrecentar el volumen tangible de nuestros conocimientos, no por ello deja de desempeñar una función de extrema importancia como es la de aclarar las ideas, lo cual es después de todo una forma de conocimiento o de incremento de mejora de nuestros conocimientos. Es verdad que el conocimiento científico se presenta así en primer plano, poniéndose en contacto con los objetos del conocimiento y proporcionando nociones verdaderas y propias, mientras las reflexiones filosóficas aparecen en segundo plano respecto a las mismas. Sin embargo, ello no significa en ningún modo que estas últimas sean de importancia secundaria, a no ser para aquellos que consideran las ideas como algo secundario.

No obstante la exactitud de estas observaciones, las mismas no pueden eliminar una duda fundamental. Sí la filosofía cuando toma contacto con la ciencia se reduce a un puro análisis del conocer científico, si la misma se convierte en una metodología de la ciencia, entonces resulta sustancialmente un discurso contenido en el mismo ámbito de la ciencia, es decir, desaparece como tal filosofía. Sin embargo ello no es así porque de hecho

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un razonamiento de metodología científica es, de un modo riguroso, algo que tiene por objeto la ciencia, o una ciencia y sus proposiciones, pero no forma parte de un modo verdadero y propio de ninguna ciencia determinada. Además son los mismos científicos los que establecen, a lo largo del recorrido histórico de sus ciencias, las características de su elección metodológica, porque ello equivale a fin de cuentas a explicitar sus: mismos instrumentos de trabajo, a esclarecer orgánicamente y conscien-temente aquello que constituye su oficio de cada día.

Por tanto, si la filosofía de la ciencia se redujera a ello sería, en el fondo, poca cosa, y no es evidente que pudiera continuar llamándose «filosofía». Después de todo constituiría una tarea propia de los científicos, y el pretender quitársela sería algo así como pretender que no son capaces de darse exactamente cuenta de lo que hacen cuando promueven el progreso de la ciencia, lo cual sería bastante extraño e incluso presuntuoso por parte de los filósofos. Por el contrario, la razón por la cual la epistemología es particularmente importante es que la misma contiene alguna diferencia respecto a la ciencia de la cual se ocupa. Sólo de este modo se alcanza a comprender una afirmación de Einstein según la cual «la ciencia sin epistemología, si es que puede ser concebida, es primitiva e informe» .15, frase que no tendría sentido si la epistemología formara parte de la misma ciencia.

Una vez entendidas las insuficiencias inherentes a toda concepción de la epistemología como simple metodología de la ciencia, queda por individuar qué cosa puede proponerse más allá del propósito de describir y esclarecer lo que ocurre en el transcurso de la construcción de la ciencia. La respuesta a este interrogante proviene de una reflexión consciente respecto al modo mediante el cual se elaboran de hecho los más conspícuos ejemplos de investigación filosófica respecto a la ciencia. Incluso si una buena parte del trabajo que se efectúa en el campo de la epistemología es innegablemente de naturaleza analítica, subsiste todavía, cuando es auténtica, una característicaa precisa capaz de conferir un aire filosófico a este análisis: la consideración del punto de vista del fundamento. Existen, desde luego, investigaciones que se califican de epistemológicas, y que no tienen este planteamiento. En todo caso parecería más adecuado reconocer que las mismas constituyen un precioso trabajo preparatorio para la verdadera investigación epistemológica, la cual se alimenta sin duda de minuciosos y rigurosos análisis, pero no se agota

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en los mismos. El verdadero interés de la epistemología no es tanto el de describir como el de fundar o, mejor, el de buscar el fundamento de la estructura metodológica de las ciencias; y esta búsqueda es precisamente, como ya se ha visto de un modo más bien superficial al principio del parágrafo precedente, una de las muchas maneras equivalentes mediante las cuales se puede caracterizar adecuadamente la actitud filosófica.

Quizás pueda ser útil exponer un ejemplo sencillo. Una investigación puramente metodológica respecto a la matemática podría considerarse satisfecha cuando hubiera revelado y aclarado en todos sus detalles necesarios el modo como, moderadamente, las varias ramas de esta ciencia proceden según el método axiomático y hubiese analizado exhaustivamente en qué consiste el mismo. La investigación epistemológica, sin embargo, no se detiene aquí, sino que pretende establecer qué significa, qué es y lo que implica para la matemática un tal modo de proceder, y hasta que punto se ha eliminado verdaderamente el recursos la intuición. Considera también qué problemas suscita todo ello para la coherencia y plenitud del método, qué respuesta se puede dar a tales problemas y en última instancia qué grado de fundamentación (o por lo menos qué tipo de fundamento) posee un saber organizado de este modo.

Obviamente puede repetirse un razonamiento análogo para cualquier otra ciencia, y ésta es precisamente la razón por la cual el discurso epistemológico pertenece a la filosofía y no a la ciencia. Esto no significa que su realización esté vedada a los científicos, sino que no es de la competencia de su ciencia, y en el fondo no es ni tan siquiera de gran necesidad en el interior de la misma; el científico que la practica en realidad está haciendo, aunque sea ocasionalmente, filosofía.

Pero hay todavía algo más. La ciencia no surge de la nada e incluso cuando cree que trabaja con instrumentos a los que se puede considerar puros, en realidad los mismos están integrados en perspectivas conceptuales más o menos escondidas, y si estas perspectivas son suficientemente remotas la metodología de la ciencia no se ocupa de ellas. Para enunciar un solo ejemplo, el mismo concepto de experiencia que se emplea corrientemente en la ciencia, no corresponde a la noción de la experiencia pura, o sea la simple presencia de los datos, sino que está integrado en la noción de una naturaleza que se manifiesta a través de ellos y de una pluralidad de sujetos que la reciben. Estas distintas integraciones, que se presentan profusamente en un análisis metodológico puro, forman parte del ámbito específico de una investigación respecto a los fundamentos, en la medida en que pueden ilustrar el tipo de validez, de «funda-

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mentos» precisamente, que tienen ciertas proposiciones, o incluso todas las proposiciones de una determinada ciencia. Por otra parte son precisamente investigaciones de este tipo las que se sitúan en un punto de vista de integridad o de totalidad, de manera que revelan exactamente los confines dentro de los cuales se mueven las ciencias particulares, y también este tipo de consideraciones corresponden, una vez más, a una actitud filosófica y no científica.

Por otra parte es preciso tener en cuenta que, aun cuando se trate de una actitud filosófica, no es extraña a la misma práctica de la ciencia, por cuanto, influye ampliamente en el modo según el cual cada científico sitúa concretamente y realiza su investigación científica.

Esta circunstancia debe ser más subrayada todavía en la actualidad, puesto que se da el caso de que los científicos creen poder hacer ciencia sin preocuparse de la filosofía y en ello cifran su mérito.

Si, por el contrario, se considera con detalle la realidad de las cosas, se patentiza fácilmente que esta pretensión a hacer ciencia sin ayuda de la filosofía se reduce casi siempre a aceptar la máxima de dejarse guiar sólo por consideraciones experimentales, lo cual, por otra parte, no es otra cosa que un pronunciamiento de una cierta filosofía empirista muy simplificada y nada rigurosa, pero seguida de un modo efectivo aunque inconsciente. Resulta entonces que, por la misma inconsciencia de la adhesión, ésta puede convertirse fácilmente en un dogmatismo. ¿Por qué motivo habría que dejarse guiar por puras consideraciones experimentales? ¿Por qué no guiarse por puros argumentos teóri cos o por una oportuna colaboración entre ambos puntos de vista?

Aunque un científico se niegue a responder a estas preguntas, no deja con ello de adherirse a una tesis filosófica, sino que en realidad se adhiere sin filosofar y con ello lleva a cabo una elección dogmática e irracional. Si, por el contrario, intenta responder a esta pregunta, en tonces se esfuerza en proporcionar un «fundamento» a su elección y por tanto hace filosofía explícitamente.

Sería mucho más acertado que los científicos, en lugar de ilusionarse creyendo que pueden prescindir de tomar posiciones filosóficas, reconocieran que el mal no está en aceptar una filosofía, lo cual es inevitable, sino en el tener una filosofía implícita e inconsciente. Así cada uno debería esforzarse en comprender cuál es su propia filosofía respecto a la ciencia, buscando fundamentarla críticamente y determinando eventualmente qué posibles conceptos preconstituidos podría introducir la misma en su investigación.

Lejos de aportar confusiones inútiles a la ciencia, las discusiones filosóficas, con tal que estén conducidas con seriedad y competencia, no pueden hacer otra cosa que ayudar a despejar confusiones, las cuales muy frecuentemente nacen del hecho de que todos tenemos ideas filo sóficas sin advertir que son, precisamente, filosóficas 16.

No quisiéramos haber creado con estas últimas apreciaciones la impresión de que el discurso epistemológico se proyecta en la

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vaguedad, o por lo menos en la generalidad (pero no propiamente en lo genérico), escapando a la responsabilidad de cimentarse verdaderamente en la ciencia real. Es indudable que un tal peligro existe y que, muy frecuentemente, los razonamientos filosóficos sobre la ciencia han dado la impresión de tener un aire un poco fútil, hasta el punto que Einstein formuló una advertencia significativa: «Muy a menudo se ha dicho, y no sin justificación, que el hombre de ciencia es un filósofo mediocre. ¿No sería mejor que los físicos dejaran a los filósofos la tarea de filosofar?... En una época como la presente, en la cual la experiencia nos obliga a buscar un nuevo fundamento más sólido, el físico no puede dejar sencillamente al filósofo las consideraciones críticas de los fundamentos teóricos; es quien mejor y más claramente siente donde le aprieta el zapato» 17.

Nosotros ya hemos afirmado que el objeto de la investigación epistemológica es la ciencia y no la idea de la ciencia`. En nuestro caso específico, por tanto, será la física considerada globalmente, con sus métodos generales, pero también con sus teorías particulares y por tanto con las referencias necesarias a sus contenidos, la que de aquí en adelante constituirá el objeto directo de nuestro interés.

Tal vez para algunos este capítulo habrá parecido demasiado largo y empeñado en establecer distinciones cuya utilidad no es evidente. Sin embargo, las mismas son esenciales para poder discutir desde una perspectiva exacta algunos problemas centrales de la filosofía de la física, que muy a menudo se complican y se confunden, precisamente a causa de una confusión entre los dos tipos de problemática que hemos ilustrado aquí, es decir a causa de que se toman como problemas de filosofía de la naturaleza problemas que son de filosofía de la ciencia y viceversa. No es cuestión de exponer aquí una gran cantidad de ejemplos, sino que bastará con uno solo. Muy frecuentemente se observa cómo se discute el problema del principio de causalidad empleando criterios operacionales, sin tener en cuenta que estos últimos se colocan en un plano estrictamente metodológico y por tanto muy distinto del plano de la filosofía pura dentro del cual tiene sentido discutir dichos problemas. A lo largo de este libro tendremos ocasión de considerar, paso a paso, la utilidad de esta distinción y podremos constatar que estos dos aspectos de la problemática filosófica ligada con la ciencia física, aunque distintos, son solidarios y capaces de clarificarse mutuamente.

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Dividiremos el camino que nos queda por recorrer en dos etapas. En la primera nos ocuparemos específicamente de la filosofía de la física, analizando la estructura de esta ciencia y alguno de sus contenidos más significativos desde la perspectiva del fundamento y con el auxilio de las más modernas técnicas metodológicas y epistemológicas de que actualmente disponemos para tal fin. En la segunda etapa, apoyándonos en los resultados obtenidos en la primera, consideraremos algunos aspectos de la otra vertiente del problema, o sea el de la filosofía de la naturaleza, así como algunas cuestiones más generales que interesan tanto a la física como a la filosofía.

NOTAS AL CAPITULO 111

1. Para un mejor conocimiento de las ideas de Planck es útil la lectura de algunos de los ensayos aparecidos (en traducción italiana) en dos selecciones : PLANCK 1 y PLANCK 2.

2. HEISENBERG 2, p. 18 y p. 12.3. HEisENBERG 4, pp. 51-63.

4. Vale la pena observar cómo en estas afirmaciones de Heisenberg apa recen igualmente operantes y entremezcladas dos posiciones filosóficas anti téticas. La primera es la del «dualismo gnoseológico», ya tantas veces citado, según la cual nosotros no conocemos los objetos, sino nuestras representaciones de los objetos (así cuando escribe: «no las partículas elementales, sino nuestro conocimiento respecto a las partículas elementales»). Cuando más adelante Heisenberg entiende que debe precisar más detalladamente el sentido de estas afirmaciones, acaba por presentar un cuadro de significado completamente distinto. Afirma sustancialmente que a nivel microfísico no podemos observar los objetos sin interaccionar con los mismos de un modo incon -trolable, así que nos vemos forzados a ocuparnos no de los objetos, sino del resultado de la interacción entre éstos y nuestros medíos de observación (es decir, la estructura compleja observador-objeto). Aunque esta segunda afirmación puede aparecer a primera vista como un perfeccionamiento de la primera, se encuentra en realidad en sus antípodas. En la misma no aparece ya la posición dualística sino más bien un cierto aire «idealístico», el cual constituye precisamente la superación del dualismo. De hecho, si se analiza con detalle, no encontramos aquí una vez más la dicotomía «representaciónrealidad», sino que se dice que una nueva realidad se ha convertido en el objeto de nuestro conocer (la realidad constituida, precisamente, por la inter -acción entre instrumentos de observación y entes físicos observados). Por tanto, mientras una posición dualista conduce necesariamente a afirmar el carácter inadecuado, perpetuamente problemático e intrínsecamente no objetivo del conocimiento, una posición idealista por el contrario implica que la realidad se conoce de un modo absoluto y objetivo, aun no siendo ya una realidad «objeto» sino una realidad «observador-objeto». De hecho, Heisenberg demuestra siempre adherirse a la concepción de un saber «no objetivo» (aun cuando es difícil encontrar indicaciones explícitas respecto a esta cuestión en sus escritos más recientes), signo evidente de

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que persiste en su pensamiento la hipótesis dualista, incluso en aquel aspecto en que la misma podría aparecer como más superada. En todo caso, el problema es bastante

más complejo de lo que puede aparecer en estas consideraciones, y por ello será considerado nuevamente, con mayor profundidad, al final de este trabajo.

5. Obsérvese que una posición de este tipo es casi inevitable de no liberarse de la posición dualista. De hecho, en tal caso la ciencia resulta condenada perpetuamente a no decir nada de los objetos y, como máximo, puede proporcionar reglas útiles de comportamiento y de previsión respecto a los fenómenos.

6. En este punto se podría incluso añadir algo más. Muchos científicos están convencidos de que, para practicar una determinada ciencia, es preciso partir de una determinada filosofía con preferencia a otras. Esta afirmación se entiende no tanto en el sentido de un privilegio acordado a una filosofía particular de la naturaleza, sino más bien a una filosofía general. Así, por ejemplo, es una opinión difundida que una filosofía idealista constituye un obstáculo para la ciencia, y que una filosofía positivista la favorece. Éste es sin duda un problema muy complejo, sobre el cual nos detendremos más adelante (véase, por ejemplo, la última nota de este capítulo). Aquí basta con observar que, en realidad, ello no pone en entredicho la distinción entre ciencia y filosofía, sino que subraya lo delicado de sus relaciones que subsisten innegablemente, aun a pesar de todas las diferencias.

7. Nótese, por ejemplo, que todo esto puede aplicarse no sólo al mecanicismo por antonomasia, es decir al del siglo xvii -en relación al cual está perfectamente claro - sino incluso al del siglo xix al cual se considera muchas veces como propio de la ciencia.

8. El hecho de que la situación sea precisamente ésta, viene confirmado por la circunstancia de que los mencionados principios metafísicos resultan hoy, como máximo, defendidos en la confrontación con posibles objeciones promovidas a partir de la ciencia, mientras que se han dado épocas en las cuales se ha interpretado que al menos alguno de ellos venía impuesto por la misma ciencia (o por lo menos patriconado por ella). Tal era el caso, por ejemplo, del determinismo de la naturaleza en la época de la físicaa meca-nicista, lo cual, por otra parte, constituye otra prueba de que la misma era en realidad una filosofía de la naturaleza.

9. Es decir, en aquel proceso crítico que investiga ciertas implicaciones particulares de la fe, la libera de alguno de sus aspectos no esenciales y, por tanto, en definitiva las refuerza en su estructura más auténtica.

10. Para las referencias ocasionales que se hacen aquí a Husserl, puede consultarse especialmente la obra HUSSERL 1.

11. Naturalmente, se podrían impugnar en bloque estas afirmaciones declarando ilusoria e insensata esta «búsqueda de sentido» para la totalidad de los conocimientos científicos. En tal caso, se trata de ver de qué manera se pretende justificar una tal impugnación y dos son las posibilidades. O bien la misma reposa en la convicción de que no puede suponerse otro sentido sino aquel que la ciencia puede conferir al «mundo»; o bien se supone que si existen otros significados los mismos no son precisables. La primera es la postura, examinada antes, del cientismo, el cual no se contenta con que sea reconocido el valor de la ciencia -como hacen todos- sino que quiere además que ésta sea la clave interpretativa de toda la realidad. Esta afirmación constituye simplemente un mito, una fe que de un modo imperceptible hace caer la ciencia en la metafísica y, por tanto, deja abierto inconscientemente el «horizonte metafísico», aun declarando, del todo gratuitamente, que la ciencia lo ocupa por entero. La segunda actitud es una cierta posición escéptica, la cual no quita valor al problema en cuestión, sino que se limita a señalar la propia incapacidad para afrontarlo.12. Es interesante, a este propósito, examinar el testimonio que nos ofrece uno de los protagonistas de la física de nuestro siglo, Max Bom. En el prefacio de Physics in my generation, obra en la cual se recogen tra-

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bajos publicados a lo largo de treinta años, explica la evolución sufrida por su manera de considerar al conocimiento científico: «En 1921 yo creía -y compartía esta opinión con la mayoría de los físicos de mi época- que la ciencia proporciona un conocimiento objetivo del mundo, el cual está gobernado por leyes deterministas. El método científico me parecía superior a otros sistemas existentes para obtener una imagen del mundo, sistemas de índole más subjetiva, como la filosofía, la poesía, la religión... En 1951 ya no creía en ninguna de estas cosas. La separación entre sujeto y objeto había desaparecido. Las leyes deterministas habían sido sustituidas por leyes estadísticas y, por otra parte, aunque los físicos se comprendían bastante bien entre sí por encima de las fronteras nacionales, ello no había contribuido en nada al entendimiento entre las naciones mismas... Yo considero actualmente mi antigua fe en la superioridad de la ciencia respecto a las otras formas de pensamiento y de comportamiento humano como una autosugestión, debida a un entusiasmo juvenil hacia la claridad del pensamiento científico comparado con la vaguedad de los sistemas metafísicos» (BORN 1, P. Vil).

Sin embargo esta crisis de confianza en la ciencia no refleja ninguna duda acerca de su capacidad de producir nuevos conocimientos, sino a la toma de conciencia de que éstos dejan insatisfechas exigencias profundas de otro tipo, a las que Born llama precisamente metafísicas. Contraponiendo otra vez su actitud mental en la juventud con aquella de la edad madura, nos dice: «Tan profunda como la impresión de la importancia de los problemas [metafísicos] es el recuerdo de la inutilidad del esfuerzo para resolverlos. Parecía que no existiera respecto a ellos el mismo progreso continuo que se daba en las ciencias particulares, y por ello, al igual que muchos otros, di la espalda a la filosofía y encontré satisfacción en un campo restringido, en el cual los problemas podían ser resueltos de un modo efectivo. Por otro lado, al envejecer y ver, como muchos otros, que la capacidad productiva declina, siento el deseo de sintetizar los resultados de la investigación científica en la cual, a lo largo de varios decenios, he desempeñado un pequeño papel, y ello me lleva inevitablemente a los mismos eternos problemas que aparecen bajo la denominación de metafísica» (ibidem, p. 92).

En estas líneas emerge claramente la exigencia de un «conferimiento de sentido» al cual ya nos hemos referido precedentemente, resultando evidente que la misma no se apaga por el simple aumento de los conocimientos, sino que, por el contrario, sobrevive junto y más allá de la investigación científica.

Este testimonio confirma también cómo el conjunto de los problemas me tafísicos y de los principios mediante los cuales se quisiera obtener su solución, interesan, también a nivel de conferimiento de sentido, al no metafísico, es decir, a aquel que no cree en la validez intrínseca «objetiva» de tales principios.

13. CASSIRER 1, I, p. 27.14. «Si definimos la filosofía como una búsqueda de la verdad, incesante y sin prejuicios, no podemos lograr diferenciarla de la ciencia. Si, por el contrario, la definimos como una obstinada búsqueda del significado, obtenemos algo que se parece más a una definición diferenciadora. El hecho de que tanta filosofía académica, en esta época de especialización científica, esté pre -ponderantemente dominada por el análisis de términos fundamentales como "`causa", "probabilidad", "realidad", "verdad", "bien", "cosa", "certeza", "medi da", "mental", indica que una tal definición, a pesar de su genericidad, que corresponde a la de la palabra definida, no es totalmente arbitraria.» De este modo se expresa un brillante filósofo de la ciencia desaparecido hace poco (PAP 1, p. 9). Es evidente que la «búsqueda del significado» de la cual se habla aquí no tiene nada que ver, a pasar de una aparente afinidad terminológica, con el «conferimiento de sentido» del que hemos hablado antes.

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15. EINSrEIN 3, p. 629.16. En este punto sería interesante desarrollar un razonamiento que raramente se acostumbra

a desarrollar: aquel en que el cual las «relaciones» entre ciencia y filosofía se ven desde la perspectiva del influjo que la filosofía está en grado de ejercer sobre la ciencia. Este razonamiento es más bien raro, porque normalmente existe una tendencia a reconocer un influjo de la ciencia en la filosofía y no viceversa. Incluso se afirma a veces que la ciencia ha podido nacer y afirmarse gracias a que ha sabido escapar al influjo dañino de la filosofía. Por el contrario, la cuestión es mucho más compleja: a parte del hecho, ya recordado precedentemente, de que, al menos en una cierta medida, el surgimiento de la ciencia se vio favorecido por un cierto cambio en la filosofía de los siglos xvi y xvii, se puede también observar que en todo momento de su historia la ciencia, aun sin confundirse con la filosofía, ha man tenido con ella un constante intercambio de influjos y de estímulos. Bastaría recordar a este propósito la historia ejemplar de la biología en el siglo xix Vincenzo Cappelletti ha dedicado recientemente un notable trabajo a este problema, cf. CAPPELLETrI 1. Sin embargo, también la misma física contemporánea se ha mostrado seriamente influenciada, en algunas de sus conclusiones más generales y características, precisamente por el pensamiento filosófico inme diatamente precedente o contemporáneo a la misma. En un reciente volumen, Max Jammer ha dedicado un parágrafo interesante al «fondo filosófico de las interpretaciones no clásicas» de la física cuántica (cf. JAMMER 1, pp. 166-180), en el cual observa, por ejemplo, que muchos rasgos de las teorizaciones en torno a los cuantos encuentran antecedentes en la filosofía de Renouvier (espe cialmente en su polémica relativa a la causalidad, y en su presentar la experiencia como una trama inextrincable tendida entre «representante» y «representado»). También se encuentran antecedentes en la de Boutroux (por su conocido contingentismo); en la de Pierce (que ya refutaba el determinismo a nivel atómico y subrayaba la necesaria indeterminación de nuestras medidas físicas). A veces los precursores son también los mismos científicos en cuanto patrocinadores de ciertas tesis filosóficas y en particular epistemológicas. Así el físico vienés Exner ya interpretaba el comportamiento determinista de los acontecimientos macroscópicos como efecto de la pura regularidad estadística, que dejaba no prejuzgado el determinismo de los microacontecimientos (en particular subrayaba la imposibilidad de predecir el desarrollo de los aconte cimientos individuales). También Poincaré, influido por los descubrimientos de Planck, habla en Valeur de la science de las regularidades macroscópicas como puros efectos estadísticos de irregularidad, causales a nivel microscópico, por lo que las leyes físicas deberían presentarse no ya como ecuaciones diferenciales, sino como leyes estadísticas (cf. POINCARÉ 1, p. 210 y POINCARÉ 2, pp. 75-76).

Jammer considera además probada la existencia de ciertas influencias del pensamiento de Kierkegaard en el pensamiento de Bohr, especialmente en la idea según la cual el pensamiento no puede conocer la realidad a fondo porque al conocerla la modifica, y también, muy particularmente, de Hüffding, el cual sostenía la imposibilidad de una situación en la cual el observador se coloque frente a una realidad impersonal y defendía el significado eminente -mente pragmático de la verdad. También James influyó notablemente en Bohr; así vemos que este autor recurre a menudo en sus escritos a analogías entre física y psicología para subrayar, lo mismo que James, la imposibilidad de trazar una frontera neta entre sujeto y objeto y la incontrolabilidad de los efectos de su interacción. Un influjo todavía más claro en la metodología de la física cuánticaa y en algunas de sus proposiciones básicas, lo ha tenido sin duda el neopositivismo, con su dogma del «principio de verificación» como criterio para establecer el significado de las afirmaciones científicas.

Nos llevaría demasiado lejos el detenernos en este análisis de la influencia

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ejercida por el pensamiento filosófico sobre el científico. Nos contentaremos, por tanto, con estas pocas observaciones, añadiendo en todo caso la observación de que esta influencia, también en nuestros días, no se manifiesta tan sólo como acción estimulante, sino a veces, por el contrario, como acción retardante del progreso de la ciencia. Así, por ejemplo, el fallido desarrollo de los estudios de lógica matemática en Italia en la primera mitad de nuestro siglo después de su brillante inicio ligado a la escuela de Peano, debe imputarse sin duda en buena parte al clima cultural desfavorable provocado por el auge de la filosofía neoidealista de Crece y Gentile en nuestro país. Análogamente, ciertas dificultades de la física cuántica actual parecen atribuibles legítimamente, al menos en parte, a la supervivencia de ciertos dogmas neo positivistas, a los cuales muchos científicos se adhieren inconscientemente con una tenacidad no del todo justificada.

17. EINSTEIN 4, pp. 36-37.18. También aquí se puede citar a Einstein: «La epistemología sin contacto con la ciencia se convierte en un esquema vacío» (EINSTEIN 3, p. 629).

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PARTE SEGUNDA

FUNDAMENTOS DE LA FÍSICA

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CAPÍTULO IV

SIGNIFICADO DE LA INVESTIGACIÓNDE LOS FUNDAMENTOS

10. Objetivos e instrumentos

En las últimas páginas del capítulo precedente se ha puesto de relieve que una notable parte del trabajo epistemológico puede caracterizarse como una investigación analítica efectuada desde el punto de vista de los fundamentos: podremos llamarla «investigación de los fundamentos». De aquí que sea lícito preguntarse a qué se refieren estos fundamentos.

Para responder a esta pregunta, recordemos la circunstancia, ya examinada anteriormente, según la cual la física hoy se presenta como un complejo de teorías, y no como una gran y compleja teoría que lo comprende todo. Cada una de estas teorías se funda en un número no pequeño de presuposiciones teóricas, en parte explícitas y en mayor parte sólo implícitas. Por ello un primer significado del término «fundamento» será precisamente éste: fundamento = presuposición teórica.No es difícil comprender el motivo por el cual el análisis debe limitarse a las presuposiciones teóricas, excluyendo los datos experimentales. Es evidente que de incluirse también éstos, la investigación sobre los fundamentos no haría otra cosa que imitar a la física y sería, como máximo, una física prolongada, mientras que en nuestro caso la física no debe ser elaborada sino investigada, o sea debe ser el objeto de la investigación. Sin embargo parece que la búsqueda de los fundamentos tiene muchas razones para ocuparse también del aspecto experimental de la física y no sólo del teórico. De hecho las técnicas experimentales están todas fundadas sobre unas determinadas teorías, tanto si estas teorías físicas están en la base de la construcción

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de los instrumentos, de su empleo y de la interpretación de sus resultados, como si estas teorías son aún más generales hasta el punto que revisten al mismo método experimental en su totalidad. De aquí que el limitar la investigación de los fundamentos a las presuposiciones teóricas, dado que éstas existen tanto por las propias y verdaderas teorías como por la metodología experimental, signifique no descuidar ninguno de los elementos esenciales de la edificación de la física: la investigación experimental y la sistematización teórica.

Las teorías físicas, junto a muchas presuposiciones, tienen corrientemente un cierto número de «implicaciones filosóficas», más o menos justificadamente atribuidas a ellas, de modo que las mismas no se limitan a tener un fundamento, sino que las mismas son a su vez fundamento de algo, por lo que un examen crítico de sus implicaciones equivale a preguntarse en qué medida las teorías físicas son un adecuado fundamento de las mismas. Por tanto no es posible dejar de admitir que una investigación de los fundamentos deba preocuparse también de estos problemas o, lo que es lo mismo, deba examinar las mis , mas teorías físicas en cuanto fundamento de ilación filosófica.

Este ensayo se propone precisamente la tarea antes indicada, es decir, indagar las presuposiciones teóricas de la ciencia física. En el resto de esta misma sección se analizarán, de un modo completamente general, la estructura de las teorías físicas y los problemas filosóficos que se encuentran implícitos en su misma edificación. En las secciones sucesivas se examinarán por separado algunas de las más importantes consecuencias filosóficas que se pueden obtener de una tal investigación de la estructura de las teorías físicas.

Dado que dentro de poco especificaremos el objeto de la investigación de los fundamentos, es conveniente considerar en primer lugar algunas de las objeciones preliminares que quizás podrían ser enunciadas.

No se excluye que alguno pueda sospechar que detrás de este proceso de investigación relativo a los fundamentos, se esconde la presencia de una visión dogmática, que pretende establecer los fundamentos intocables del saber científico. Quizás incluso se podría pensar que se intenta reducir la física a unos fundamentos que se pretenden definitivos en su mismo ámbito, contradiciendo así a su espíritu abierto, su disponibilidad continua hacia posibles revisiones de sus métodos, principios y convicciones, incluso básicas, que caracterizan a la física contemporánea, precisamente después que los fundamentos de la física que se creían intocables han tenido la suerte que todos conocen.Este temor nos parece totalmente injustificado y, por otra parte, no

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es difícil colocar en una situación embarazosa a quien quisiera verdaderamente sostener que no existen fundamentos de la física. ¿Significaría que todas las argumentaciones de esta ciencia son infundadas? La respuesta es claramente negativa; pero entonces esto significa que debe existir algún tipo de fundamento, aunque sea provisional, circunscrito, relativo, revisable, hipotético o como quiera llamársele. Nosotros vamos en busca de tales fundamentos sin segundas intenciones, pero pre -cisamente con la intención de ver cuáles son los fundamentos de cier tas teorías físicas para no merecer el calificativo de infundadas. El problema ulterior de la fundamentación de las presuposiciones (deberíamos decir del fundamento del fundamento, si no pareciera un juego de palabras) puede en la mayor parte de los casos ser dejado para una ulterior investigación, o para otro tipo de investigación. De hecho una vez puesto en evidencia el fundamento de algunas construcciones teóricas, de algunos procedimientos experimentales, de algunas ilaciones metodológicas o teorizaciones metodológicas, puede ocurrir a veces que se revele su debilidad o fragilidad por razones internas, pero no es igualmente fácil afirmar, a partir de un análisis del mismo tipo, si un fun -damento es bueno y por qué es bueno. Por este motivo es suficiente, como máximo, limitarse a poner en evidencia los fundamentos, sin proceder a juzgar la fuerza del mismo de un modo exhaustivo. Dicho en otros términos: el reconocer, por ejemplo, que entre los fundamentos de la mecánica clásica cabe la afirmación de la independencia entre la coordenada temporal y las coordenadas espaciales, no significa de hecho prejuzgar esta proposición como bien fundada, sino solamente reconocer que la misma es una presuposición esencial para la construcción de aquella teoría.

En particular se observa que no existe ninguna contradicción entre realizar una investigación respecto a los fundamentos y la convicción de que la ciencia es mutable y cambiante, puesto que se puede afirmar que en todo instante existen sus fundamentos, participando éstos de su misma mutabilidad.

Por otra parte, una investigación sobre los fundamentos parece precisamente más necesaria en los momentos de transición activa, de cambio interno en la ciencia, puesto que es precisamente entonces cuando la misma puede ayudar a la investigación activa y no limitarse a un trabajo, aunque útil, de sistematización de un cuadro ya sustancialmente construido. En particular, no pocos físicos tienen hoy la impresión de que su ciencia está sufriendo una crisis de crecimiento sin maduración, bajo un enorme cúmulo de datos experimentales, sólo con aproximación encuadrados dentro de teorías a menudo improvisadas, fragmentarias y mutuamente desligadas, cuando no incompatibles. A esta situación creemos que sólo puede poner remedio una dedicación hacia la investigación de los fundamentos, comparable a las que animó a los grandes protagonistas del espléndido período de la física de los años veinte.Tal vez no sea casual la circunstancia de que los físicos que se ocuparon con más pasión del problema de la fundamentación de su ciencia, de Planck a Einstein, de Bohr a Heisenberg, de Born a De Broglie y a Schródinger, pertenecen todos a dos o tal vez tres generaciones an-

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teriores. La razón es que hoy en día, incluso entre los teóricos, se ha difundido una verdadera mitificación de la experiencia, la cual parece revivir ciertas idealizaciones acríticas del siglo pasado 1. El prejuicio de que la experiencia basta para definir todos los conceptos físicos y de que una teoría física no es fruto de una imaginación genial, sino simple producto de una generalización inductiva de los hechos experimentales, parece que se está difundiendo en medida preocupante, y constituye sin duda el obstáculo más serio para una investigación relativa a los fundamentos. Pero es preciso observar que ello puede incluso convertirse en un obstáculo para el mismo progreso de la ciencia, cuya historia muestra en muchas ocasiones cómo la simple recolección de datos experimentales es característica de los momentos iniciales o de incertidumbre de una ciencia, mientras que su camino se hace vigoroso sólo cuando se intuyen nuevas ideas, capaces de esclarecer los datos; pero para que ello pueda ocurrir de una manera natural es preciso que no se niegue en principio la utilidad e incluso la necesidad de este proceso de análisis y de invención de las ideas. Más adelante nos ocuparemos con más detalle del fundamento de este punto de vista y de la epistemología que lo sostiene.

Admitida por tanto la legitimidad y la importancia de la investigación relativa a los fundamentos, pasemos ahora a precisar un poco mejor sus objetivos concretos a los que ya hemos indicado sumariamente como el doble propósito de investigar las presuposiciones de las teorías físicas y de la metodología experimental y el de analizar la estructura de las mismas teorías físicas, en vistas a sus implicaciones filosóficas. Estos dos propósitos requieren una notable tarea de análisis la cual reviste incluso proposiciones filosóficas generales, pero se cimenta especialmente en algunos conceptos físicos fundamentales (espacio, tiempo, masa, energía, etc.) y con fórmulas que expresan leyes o principios (por ejemplo, las leyes de conservación), buscando esclarecer la exacta configuración lógica y la posible denotación efectiva de dichas entidades teóricas. Por otra parte, esta tarea de análisis se preocupa también de cuestiones metodológicas (fundamentalmente, por ejemplo, la de establecer las presuposiciones teóricas de la investigación experimental como ya hemos indicado) y finalmente se ocupa del modo en que están construidas las distintas teorías.Por encima de este trabajo de análisis, se sitúa una fase que podríamos llamar constructiva, que es del mayor interés para la misma ciencia efectiva. En esta fase, como consecuencia del esclarecimiento aportado por el análisis y como instrumento de gran eficacia para hacerlas todavía más penetrantes, se elaboran propuestas para una sistematización de las teorías físicas

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en forma lógicamente rigurosa, con la puesta en evidencia de todas las presuposiciones necesarias, la abolición de las nociones vagas y de las hipótesis superfluas y, finalmente, la delimitación de su instrumentación lógica y matemática, la cual se obtiene, como se verá en lo que sigue, mediante la axiamatización de estas teorías.

Llegados a este punto puede plantearse correctamente el problema de la coherencia interna de cada teoría y puede intuirse de un modo riguroso la confrontación entre las varias teorías y, a partir de ahí la cuestión de su recíproca compatibilidad, de la dependencia o reductibilidad de una a otra y similares. En par-ticular, es sólo en este punto en que el grado de esclarecimiento alcanzado puede permitir elaborar también una pregunta ulterior respecto a las implicaciones filosóficas (que pueden ser tanto presuposiciones como consecuencias filosóficas) de las teorías físicas.

El programa que hemos trazado, aunque un poco vagamente, aparece ciertamente en toda su amplitud, y está claro que en las pocas páginas que siguen tan sólo se podrá dar alguna idea del mismo y dar algún ejemplo de alguno de sus puntos, pero lo esencial es haber indicado la dirección de avance y la seriedad de los objetivos que se persiguen 2.

Naturalmente, se precisan instrumentos adecuados para realizar todo lo indicado, y éstos los proporcionan algunos sectores especializados tales como la epistemología general, en sus capítulos de metodología y de análisis del lenguaje, y la lógica ma-temática, ya sea en lo que se refiere a sus técnicas de formalización, ya sea por lo que se refiere a su parte semántica. También pueden mencionarse el espíritu crítico y la actitud de búsqueda del fundamento, que deberían constituir las compo-nentes más típicamente filosóficas de esta investigación. No parece arriesgado afirmar que precisamente debido a la falta de instrumentos técnicos adecuados, desarrollados tan sólo en los últimos decenios, el vivo interés hacia la búsqueda de los fundamentos manifestado por tantos físicos ilustres, de los cuales hace poco hemos recordado los nombres, no ha podido traducirse en una conclusión de resultados adecuados a la importancia del problema y a la inteligencia excepcional de aquellas mentes.

Incluso hoy, este tipo de investigación se encuentra tan sólo en sus principios.- Por ejemplo, ninguna teoría física, ni siquiera la mecánica clásica a pesar de que hoy se crea lo contrario, ha sido axiomatizada de un modo que se acepte como

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satisfactoria por todos. El campo está por tanto casi virgen, y si hasta ahora los físicos podían haber encontrado motivos de escepticismo en el nivel más bien mediocre alcanzado por las investigaciones sobre los fundamentos de su ciencia, actualmente ya existen instrumentos adecuados, e incluso los primeros resultados, para que se produzcan en el campo de la física un fenómeno análogo al que se ha dado en matemáticas. En esta última ciencia la investigación de los fundamentos ha adquirido plena dignidad científica, ha desarrollado técnicas rigurosas y se ha impuesto a las consideraciones de sus cultivadores gracias al esplendor de algunos resultados fascinantes. Y sin embargo hace cincuenta años que no existía nada de ello cuando Hilbert escribía: «Debemos convertir en objeto de investigación el concepto mismo de demostración específicamente matemática, del mismo modo que el astrónomo debe prestar atención al movimiento de su punto de observación, el físico debe ocuparse de las teorías de sus aparatos y el filósofo debe desarrollar la crítica de la razón misma. La ejecución de todo este programa está actualmente por comenzar» 3. Esta cita fue una verdadera premonición: la tarea que Hilbert señalaba en 1918 ha sido ya realizada y de ello queremos ocuparnos ahora brevemente, como ejemplo en el cual puede inspirarse útilmente la investigación sobre los fundamentos de la física.

11. El ejemplo, de las matemáticas

«El que está bien, no se mueve», dice un proverbio italiano y ello es bastante cierto incluso en el ámbito de la ciencia. Mientras el desarrollo de una disciplina tiene lugar mediante incrementos naturales a lo largo de un cierto camino, nada hace sospechar que éste no sea el único camino posible y mucho menos que pueda ser un camino cerrado. Por el contrario, cuando aparecen las dificultades, entonces se despierta el sentido crítico y resulta natural interrogarse acerca del origen de las dificultades y las razones de la crisis, lo cual equivale a dirigir una investigación acerca de los fundamentos sobre los cuales, a menudo de modo inconsciente, se había apoyado hasta el momento dicha disciplina.

La primera ciencia que vivió esta experiencia fueron las matemáticas, si prescindimos de la filosofía, en la cual son periódicas crisis parecidas. Así la geometría euclidiana, después de más de dos mil años de historia gloriosa durante los cuales nadie había albergado serias dudas acerca del hecho de que fuera la verdadera geometría, es decir la reconstrucción rigurosa y objetiva de las propiedades y relaciones del espacio, se encontró, a mediados del siglo xvIII, frente a las bien conocidas

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geometrías rivales, las geometrías no euclidianas, fundadas en una forma de negación del conocido postulado de las paralelas. Después de los primeros momentos de incertidumbre, de escepticismo y de dispersión, este hecho provocó una reflexión profunda sobre los fundamentos de esta ciencia, y de ello derivó un cambio de perspectiva acerca de su misma naturaleza. En un breve intervalo de tiempo dejó de ser considerada como la ciencia de las estructuras íntimas e inmutables del espacio, para convertirse en una simple colección de varios sistemas de postulados. Estos sistemas eran distintos entre sí pero igualmente legítimos desde el punto de vista de la coherencia interna, como se demostró pronto, y por tanto eran capaces de dar origen mediante una serie de deducciones correctas a un correspondiente corpus de teoremas. La axiomatización, que hasta este momento había aparecido sólo como un medio para ordenar las proposiciones geométricas, redu-ciéndolas a la verdad evidente de los postulados, aparecía también como un camino para cear nuevos sistemas geométricos. El método axiomático se presenta así no sólo como un simple instrumento para sistematizar la geometría, sino además como la única vía consciente y crítica para elaborarla. Los Fundamentos de la geometría de Hilbert (1899) 4 codifican de un modo completamente explícito este nuevo punto de vista, que había madurado a través de etapas intermedias, por encima de las cuales hemos pasado rápidamente. En dicha obra aparece la imagen de una geometría del tipo tradicional desde un punto de vista extrínseco, pero expuesta como un puro sistema axiomático abstracto y poniendo en evidencia todas las geometrías negativas no euclidianas, no arquimedianas, no pascalianas, etc.), que se pueden obtener legítimamente reto -cando oportunamente uno u otro axioma.

La importancia patente del método axiomático tuvo su reflejo en las otras ramas de las matemáticas, aunque inicialmente ello significaba sólo una aplicación de tales métodos a aquellas ramas que precedentemente sólo habían sido desarrolladas en una forma más o menos in tuitiva y desligada, en un intento de ordenamiento y de sistematización, pero no en la perspectiva de transformarlas en puras construcciones formales. Tal es, en particular, el sentido de la conocida axiomatización de Peano para la aritmética (1889). De este modo, mientras la geome tría se dirigía cada vez más decididamente hacia la abstracción, las otras ramas de las matemáticas se dirigían hacia unas ciertas formas de concreción, de objetividad, a través de los esfuerzos con los cuales, en los últimos decenios del siglo, Dedekind, Cantor y Frege parecían haber logrado reducir todo el análisis a través de la aritmética, a la teoría de conjuntos o a la lógica pura. Estas dos ciencias, por lo tanto, pa recían constituir el fundamento natural, seguro y objetivo de las matemáticas, aunque con un tipo de objetividad distinto al de la evidencia experimental.

Sin embargo, incluso estos fundamentos acabaron revelándose como perfectamente transformables. Se puede afirmar que apenas estaba terminándose la reducción de las matemáticas a la lógica y a la teoría de conjuntos, cuando explotó en el interior de esta última la gravísima cri -sis de las antinomias, consistente en el descubrimiento en la misma de una serie de contradicciones que aparecían como consecuencias ine-

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vitables de sus mismos principios y de sus procedimientos más simples y básicos. En los mismos años en que la física vivía la experiencia revolucionaria de la relatividad y los cuantos, las matemáticas atravesaban lo que fue pronto definido como su crisis de fundamentos.

¿De qué modo se intentó resolverla? Pasando por alto otros caminos, que en este lugar pueden considerarse como de menor interés, diremos que el camino principal que escogieron muchos para salir de la crisis consistió en recurrir de un modo más radical y riguroso al método axiomático. A muchos matemáticos les pareció que el origen de la antinomia debía buscarse en el hecho de que se había confiado demasiado en el concepto ingenuo de conjunto y en las propiedades correspondientes, lo cual había conducido finalmente a una contradicción. El remedio por tanto fue la axiomatización de la misma teoría de conjuntos de un modo riguroso y cauto, de tal modo que se lograra la desaparición de las antinomias. De este modo, a partir de 1907 con Zermelo, se comenzaron a proponer axiomatizaciones cada vez más perfeccionadas de la teoría de conjuntos, en las cuales obviamente no podemos detenernos s. Desde este punto de vista, el método axiomático aparecía como la base para construir todas las matemáticas, las cuales, de ciencia a su modo objetiva y descriptiva de algunos entes particulares (números, funciones, estructuras, propiedades varias del espacio y así sucesivamente) se transformaba en un vasto complejo de sistemas axiomáticos. Éstos se consideraban como construcciones abstractas, es decir, sistemas formales, los cuales, de no ser contradictorios, debían pensarse como definidores, capaces de construir y no sólo de describir los entes matemáticos.

En esta manera de pensar es fácil notar un cambio de perspectiva. Se abandona aquella según la cual los entes matemáticos tienen una existencia autónoma respecto a nuestro pensamiento, y se la sustituye por otra que afirma la «existencia matemática» de todo ente definido de un modo privado de contradicciones.

Este cambio en las hipótesis básicas engendró un programa completo de investigación de los fundamentos, incluso de fundamentación de las matemáticas, el cual presenta dos aspectos esenciales: el primero conseguir efectivamente la axiomatización de todas las ramas funda mentales de las matemáticas y el segundo asegurarse da la no contradicción de los sistemas axiomáticos obtenidos de este modo. A elaborar este programa se dedicó efectivamente, a partir del 1920, la escuela hil -bertiana, y a tal fin fue necesario, antes que nada, explicitar completamente la lógica empleada en la construcción de los sistemas axiomáticos. Desde un punto de vista intuitivo la lógica es solamente aquello de lo que se sirve para la axiomatización, mientras que desde un punto de vista riguroso forma parte del mismo sistema axiomático, puesto que se tiene conciencia de que dos sistemas cuyas lógicas son distintas serán en la práctica dos cosas profundamente distintas 6. De aquí la necesidad de utilizar y profundizar la lógica matemática que ya había empezado a desarrollarse en la segunda mitad del siglo xviii. No es por casualidad que la obra en la cual la escuela hilbertiana ha depositado su esfuerzo dirigido a la fundameutación de las matemáticas -el libro Fundamentos de las matemáticas de Hilbert y Bernays 7 - es también uno de

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los manuales más completos y fundamentales de la lógica de las matemáticas.El trabajo de fundamentación consistía, según se ha indicado, por un lado en la edificación de

sistemas axiomáticos, y por otro en una investigación relativa a estos mismos sistemas, dedicada especialmente a establecer la no existencia de contradicciones internas. Fue precisamente esta búsqueda la que llevó a un desarrollo imprevisto, con la de mostración del célebre teorema de Gódel8, que hizo desaparecer toda esperanza de poder demostrar la no contradicción de una teoría a partir de caminos relativamente fáciles, es decir, empleando métodos que no sobrepasaran el grado de complejidad del sistema axiomático cuya coherencia se investigaba; a consecuencia de ello se impuso una revisión completa del programa formulado. Entre otras cosas se puso legí timamente en duda la misma hipótesis según la cual la existencia de los entes matemáticos está simplemente constituida por la posibilidad de definirlos sin contradicciones. Surgió por tanto el problema de encontrar nuevos métodos para investigar la no existencia de contradicción, con lo cual reapareció la necesidad de estudiar la adecuación del método axiomático para expresar los contenidos de las teorías matemáticas tradicionales y con ello surgió la pregunta acerca de la posibilidad de re solver todo problema matemático exactamente formulado y otras cuestiones en las que no vale la pena detenerse ahora.Cada una de estas cuestiones lleva aparejada prácticamente la abertura de una nueva rama de investigación y la elección de nuevos métodos. Así nacieron la semántica y la teoría de modelos, se desarrollaron las técnicas de recurrencia, de la lógica algebraica, y así sucesivamente. Con los nuevos métodos se descubrieron soluciones incluso para problemas distintos de aquellos que habían provocado inicialmente las investigaciones (por ejemplo se consiguieron esclarecer antiguas antinomias distintas a las citadas en la teoría de conjuntos). También se realizó una contribución notable a la misma matemática aplicada; basta pensar en los estrechos nexos entre las técnicas de recurrencia y la teoría de las máquinas calculadoras. Finalmente se dio solución a alguno de los más arduos problemas de las matemáticas puras (la lógica matemática, por ejemplo, ha resuelto el enigma de la llamada «hipótesis del continuo»).

No es cuestión de entretenernos más en estos temas. Basta decir en pocas palabras que la investigación acerca de los fundamentos es una rama fecunda de las matemáticas mismas, y no sólo en cuanto a resultados sino también en cuanto a aplicaciones. Intentemos ahora, basándonos en lo poco que acabamos de exponer, captar las características principales de la cuestión.

Antes que nada es preciso reconocer que dicha investigación conserva siempre un vivo interés para la investigación de las presuposiciones en sentido general y en sentido particular. En sentido general de-bido a que, como se ha visto, la misma ha puesto en evidencia ciertas presuposiciones generales en la manera de concebir la naturaleza de las matemáticas (sólo hemos indicado un par, pero son numerosas y bastante, difuminadas). En sentido particular porque, a través de la axiomatización de las teorías ya existentes, se ha conseguido sacar a la luz ciertas nociones básicas que a menudo habían permanecido ocultas du-

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rante siglos enteros. Antes de las investigaciones de Dedekind y Peano, en ninguna ocasión había sido esclarecida la naturaleza típica y la munción decisiva que el principio de inducción juega en la aritmética, el cual ha resultado ser una parte constitutiva esencial del concepto mismo de número natural (con anterioridad había sido empleado tan sólo como un método obvio para efectuar demostraciones respecto a los números, sin que se sintiera la necesidad de explicitarlo y sin que se comprendiera cuán diverso era de los otros métodos lógicos empleados en las matemáticas). Otro ejemplo lo proporciona el pensar que, antes de Pasch y Hilbert, no se había advertido que la misma geometría euclídea daba por sobreentendidos ciertos postulados sobre el ordel de los puntos de la recta. O también el hecho de que, antes de Dedekind y Cantor, no se había advertido la necesidad de poner en claro la noción de continuidad de la recta mediante un postulado especial.

Estos pocos ejemplos sirven también para comprender la gran importancia que el uso del método axiomático tiene para los mismos fines del análisis y de la búsqueda de presuposiciones, lo mismo que para la sistematización y construcción de la teoría. Todo lo dicho para la matemática vale también para la física, aun cuando por falta de ejemplos que nos permitieran hablar de un modo menos vago, hemos preferido limitarnos, hasta ahora, a subrayar en ella esta segunda función, particularmente evidente.

La función constructiva del método axiomático, de todos modos, recibe precisamente en matemáticas la mayor atención, puesto que, especialmente en las ramas más modernas de esta ciencia, las teorías nacen, en su mayor parte, ya axiomatizadas. La física, por el contrario, no puede seguir a las matemáticas hasta este punto, por estar la elección de los axiomas de una teoría física mucho más vinculada a la circunstancia evidente de tener que contar con la experiencia. Sin em -bargo, incluso de este modo, no queda disminuida en física la importancia de este trabajo de axiomatización constructiva. En realidad tiene el mismo valor que ha tenido, y tiene todavía, en matemáticas la axiomatización de aquellas teorías que originariamente se crean como un cuerpo de conocimientos intuitivos, para los cuales sólo gracias a dicha axiomatización fue posible superar sus dificultades más importantes y realizar auténticos progresos. El ejemplo que quizás pueda arrojar más luz a este propósito esta constituido por la teoría de los conjuntos. Mientras la misma se mantenía en el estadio intuitivo de la teoría cantoriana, hoy llamada «ingenua» según una costumbre generalizada, problemas como los debidos a las antinomias quedaban necesariamente bloqueados. Por otra parte, interrogantes como el establecido por la teoría del continuo no podían recibir respuesta mientras que, en la obra de axiomatización, se han podido encontrar métodos capaces, en condiciones cuidadosamente precisadas, de eliminar las primeras y de esclarecer la situación del segundo caso.

Volviendo a las investigaciones relativas a los fundamentos de las matemáticas, las mismas presentan hoy un rico aspecto metodológico del cual no queremos ahora ocuparnos particularmente. Citemos como caso típico la delimitación del concepto de «computabilidad» obtenida mediante la teoría de las funciones recursivas, con el cual se relaciona

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también la determinación de los métodos «constructivos» (este vocablo tiene aquí un sentido técnico y no el genérico, que hemos venido empleando hasta ahora) y el análisis cuidadosa de lo que es correcto y no es correcto realizar en matemáticas.

Por último observemos que cuestiones fundamentales de la filosofía de las matemáticas como la ya señalada de la naturaleza de los entes matemáticos, la de la posibilidad de eliminación total, o casi, de todo contenido intuitivo de esta ciencia, o también de la «reductibilidad» de la matemática a la lógica, recibe clarificaciones esenciales por parte de la investigación de los fundamentos. Incluso en algún caso ha recibido verdaderas soluciones -tales como por ejemplo la exclusión de los formalismos puros- (por no citar la clara evidencia que emerge acerca de los límites intrínsecos del formidable instrumento matemático que constituye el método axiomático 9.

Como el lector puede darse fácilmente cuenta, en este breve bosquejo hemos evocado los puntos esenciales, que conciernen a los «objetivos e instrumentos» de la investigación de los fundamentos, que ha sido enunciada en el parágrafo precedente, y hemos señalado explícitamente la manera en que ha sido traducida en la práctica en el campo de las matemáticas. Este esquema pretende hacer más aceptable el proyecto de hacer lo propio en el caso de la física y a la vez intenta dar una idea de la manera como podría efectuarse.

De hecho la situación de las dos ciencias presenta muchas afinidades. También la física ha pasado por crisis recientes comparables a las que han sacudido las matemáticas, y por ello ha tenido que revisar sus concepciones más corrientes acerca de su naturaleza misma. Incluso en el caso de la física se trata de identificar y controlar las presuposiciones de diversos tipos, y es muy razonable suponer que a través de una labor de axiomatización no sólo aparecerán a la luz estas presuposiciones sino que también será posible eliminar tantas dificultades conceptuales que, de una forma menos drástica que las antinomias, hacen que el cuadro de la física actual sea todavía nebuloso. Tal vez sea también razonable esperar todavía otros elementos de progreso del desarrollo de las investigaciones de naturaleza metodológica, que podrían disipar equívocos y probablemente sugerir maneras de acercamiento a la realidad experimental y de construcción de teorías más eficaces y rigurosas que las actuales. Incluso la filosofía de la física podría convertirse entonces en algo menos vago de lo que ha sido hasta ahora.

Esta argumentación se refiere en gran medida al futuro, porque este tipo de investigaciones apenas se puede decir que haya comenzado. Sin embargo, conviene resaltar una ventaja respecto a la situación en que se encontraron las matemáticas, puesto que actualmente es posible emplear muchos métodos elaborados por ellas para las investigaciones de sus fundamentos, y ello facilita bastante la tarea, aunque todavía quedan otros por elaborar.Por otra parte, es muy revelador el hecho de que, cuando Hilbert proponía su programa de investigación de los fundamentos, no pensaba tan sólo en las matemáticas, sino en todas las ciencias exactas para las cuales preconizaba una investigación de los fundamentos respectivos. En el artículo Pensamiento axiomático, del cual ya hemos citado un

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párrafo, se encuentran muchas afirmaciones que todavía hoy son de gran actualidad, precisamente en lo que respecta a los fundamentos de la física. En el mismo no tan sólo se esclarece, de hecho, la definición de sistematización axiomática de una disciplina en cualquier ámbito del saber, sino que entre las ciencias que comienzan a recibir una tal sistematización, junto a la aritmética y la geometría, se encuentran la estática, la mecánica, la teoría de la radicación y la termodinámica. Los problemas críticos concernientes al método axiomático -no contradicción e independencia- se exponen mediante ejemplos, no sólo por lo que respecta a las matemáticas sino también a ciertas teorías físicas, e incluso, más profusamente para éstas que para aquéllas. Se plantea también el problema de la confrontación entre las varias teorías y se expresa la opinión de que, mientras la teoría cinética de los gases y la termodinámica, el electromagnetismo y la gravitación einsteniana están en perfecto acuerdo, por el contrario existe una contradicción entre la teoría de los cuantos y la electrodinámica de Maxwell, por lo que esta última necesita una nueva fundamentación. En particular, todavía hoy es posible suscribir totalmente la observación que Hilbert avanza a este respecto: «en las teorías físicas, la eliminación de las contradiccio nes que se presentan, deberá hacerse siempre por medio de cambios en la elección de los axiomas y la dificultad reside precisamente en ello: realizar la elección de modo que todas las leyes físicas observadas sean consecuencia lógica de los axiomas elegidos» 10. Por otra parte, es bien sabido que Hilbert no se limitó a enunciar claramente estos principios, sino que se le debe también un primer intento de axiomatización de la teoría clásica de campos, para no hablar de sus méritos en investiga ciones particulares de física matemática 11.

Este parágrafo quisiera ser, a modo de ejemplo, una contribución esencial a la plena comprensión del punto de vista en el cual pretende situarse este trabajo. De hecho, el lector lo encontrará algo distinto al que se encuentra expuesto en los escritos de filosofía de la física a los cuales quizás está habituado. En lugar de una reseña de problemas considerados más o menos convencionalmente como filosóficos, los cuales resultan evocados instintivamente cuando se habla de investigaciones físicas, encontrará, al menos inicialmente, muchas cosas respecto a las cuales no es corriente ocuparse en los tratados corrientes de filosofía de la física. Sin embargo, precisamente después de haber pasado a través de estas consideraciones aparentemente lejanas, comprenderá que se ha situado en una posición muy favorable para ocuparse de aquellos problemas. Es esta la lección que podemos sacar de las investigaciones relativas a los fundamentos de las matemáticas, y quien lo haya leído con un mínimo de profundización no podrá hacer menos que experimentar la fecundidad de un razonamiento de este tipo y de los puntos de vista relativos, cuando quiera ocuparse conscientemente y seriamente de la filosofía de una ciencia cualquiera.

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NOTAS AL CAPITULO IV

1. Vale la pena recordar que la misma «física teórica» no ha sido re conocida hasta hace relativamente poco. Max Planck fue el primer profesor alemán de física teórica (1889), y con anterioridad no existían en las universidades alemanas ni cátedras, ni tan sólo cursos de esta disciplina. La desconfianza hacia lo teórico no desapareció fácilmente, como atestigua el mismo Plank en sus últimos escritos: «Una de las experiencias más penosas de toda mi vida científica fue precisamente que en contadas ocasiones, por no decir nunca, logré obtener un reconocimiento general de un nuevo resultado, cuya verdad podía probar mediante una demostración completa -mente rigurosa, pero sólo teórica» (cf. PLANCK 3, p. 20). Por otra parte es de sobras conocido que al propio Einstein el premio Nobel no le fue concedido por la teoría de la relatividad.

2. Entre los temas a los cuales no se hará ninguna referencia en este ensayo, sobresalen el análisis de conceptos físicos como los de espacio, tiempo, materia, o de principios como los variacionales o de conservación. La razón de este hecho es doble. En primer lugar se trata de asuntos tratados ya muchas veces en publicaciones de calidad, es incluso de inmejorable ca lidad. En segundo lugar su tratamiento para no ser superficial y de mala divulgación no puede prescindir de una exposición técnica. Después de algunas dudas, nos ha parecido que quizás lo más correcto fuera omitir totalmente dichas cuestiones, y otras análogas y también más actuales, como la de las simetrías, o como el de ciertas cuestiones filosóficas de la teoría de campos. Su tratamiento, de hecho, nos habría llevado por un lado a ampliar excesivamente, mucho más allá de los límites prefijados, el volumen de este ensayo y nos habría obligado a prescindir de la característica de máxima «accesibilidad» que habíamos querido darle. Por estos motivos, el presente trabajo se orientará principalmente hacia la cuestión del método y de la estructura, de la ciencia física, antes que hacia la cuestión de los contenidos. Entre las obras que, por el contrario, tienen principalmente en cuenta dichos contenidos basta recordar un clásico como WEYL 1 y un libro más reciente como CAPEK 1.

3. HILBERT 1, p. 155.4. HILBERT 3.5. Para informaciones más detalladas a este propósito, véase por ejemplo CASAR!2.6. Con esta «diversidad de lógicas» no pretendemos aquí aludir a un empleo eventual de las

llamadas lógicas «no clásicas», sino simplemente al uso de lógicas más o menos potentes, como el cálculo de predicados de primer orden en lugar del cálculo de segundo orden, por ejemplo. Véase, para mayor claridad, el parágrafo que dedicaremos más adelante a la lógica.

7. HILBERT - BERNAYS 1.8. Incluido en un apéndice de AGAZZI 1.9. Para mayores detalles respecto a las problemáticas tratadas en este rápido excursus, puede

consultarse AGAZZI 1.10. HILBERT 1, p. 151.

11. Véanse las dos memorias incluidas en un solo volumen, HILBERT 2.

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CAPITULO V

INTRODUCCIÓN AL CONCEPTO DE TEORÍA FÍSICA

12. Análisis del concepto de «teoría» en su acepción más amplia

El término «teoría» evoca intuitivamente la idea de un saber organizado, incluso organizado de un modo particularmente riguroso y obligatorio a causa de las relaciones de dependencia lógica entre las diversas proposiciones que lo expresan. Para precisar de un modo adecuado y más riguroso este concepto de teoría resultará cómodo enfocar nuestra investigación a partir de una acepción mucho más genérica.

En un sentido muy general, en la acepción más amplia posible se puede afirmar que una teoría es la formulación de la compleja totalidad de conocimientos que se poseen a propósito de un cierto ámbito de la realidad, al que se designa correcta-mente como el «objeto» de la teoría misma. Lo primero que debe destacarse en este esbozo de definición es que no se habla de los conocimientos que se tienen respecto a un cierto ámbito de la realidad, sino de su formulación. Esta observación es de gran importancia, puesto que prescindiendo del sentido que pueda tener el hablar de conocimientos no formulados, es importante observar que, si un mismo conjunto de conocimientos se formula de dos modos distintos, da lugar a dos teorías distintas. Un ejemplo de fácil comprensión lo constituye la noción de continuidad de la recta, la cual constituye un conocimiento que puede formularse de maneras distintas, como por ejemplo mediante el postulado de Dedekind o mediante el de Cantor. La formulación distinta de esta misma noción da lugar a dos teorías efectivamente distintas, hasta el punto que, como

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es bien sabido, de la primera formulación deriva como corolario lógico el postulado de Arquímedes, mientras que no ocurre lo mismo con la segunda. El haber subrayado que una teoría presupone la formulación de ciertos conocimientos pone en evidencia que la misma es antes que nada un lenguaje, un lenguaje que habla de un cierto ámbito de la realidad. La expresión «ámbito de la realidad» es más bien vaga, y por ello es preferible sustituirla por la locución «universo de objetos», que se presta mejor a las oportunas clarificaciones. De hecho, por universo se entiende no un simple conjunto de objetos, sino este conjunto provisto también de todas las propiedades y relaciones definibles sobre sus elementos. Conviene observar que esta distinción no es pedantesca. Si el lenguaje sólo se refiriera a los objetos, podría limitarse a contener únicamente los nombres necesarios para designarlos, mientras que si debe ser capaz de referirse a sus propiedades y relaciones, necesita contener las entidades lingüísticas precisas a este propósito. En todo caso es evidente que ninguna teoría se limita a nombrar los objetos de los cuales se ocupa, sino que pretende tratar de modo muy especial sus propiedades y relaciones.

En consecuencia, podemos presentar de un modo satisfactorio nuestra definición del concepto de teoría en sentido lato, del siguiente modo: una teoría es un lenguaje que se refiere a un cierto universo de objetos.

Es oportuno observar que la naturaleza de los objetos que se mencionan en esta definición queda completamente sin precisar. En particular, no hace falta que sean objetos a los que se acostumbra a llamar «materiales», ni siquiera que sean iden-tificables mediante un determinado proceso experimental. Así, por ejemplo, los números naturales, las funciones continuas, las ecuaciones diferenciales, los ordinales transfinitos, los estados físicos, los desarreglos gástricos, etc., son ejemplos válidos de entes que pueden ser objeto de una teoría, con el mismo derecho que los materiales ferrosos, las soluciones diluidas, las radiaciones luminosas y los electrones.Una teoría se constituye cuando de algún modo se contempla la posibilidad de tomar en consideración un sistema de objetos provistos de sus correspondientes propiedades y relaciones, mientras que la cuestión del «tipo de existencia» de tales objetos, no tiene que ver directamente con dicha teoría. Así, por ejemplo, es posible hacer aritmética y análisis sin haber antes determinado el tipo de existencia de los números reales;

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o también se puede elaborar la teoría del campo electromagnético sin que se haya resuelto satisfactoriamente el problema del tipo de existencia que se reconoce a esta entidad. La cuestión del tipo de existencia de los objetos de una teoría es sin duda una cuestión de importancia primordial, pero se coloca en un plano distinto al de nuestra problemática actual, por lo que tendremos ocasión de ocuparnos de ello en su momento. Si alguno pudiera sentirse insatisfecho por esta circunstancia, se le podría hacer notar que aunque se aceptara la condición de que una teoría sólo pueda ocuparse de objetos de naturaleza extremadamente bien definida, no por ello se podría llegar mucho más lejos, puesto que pronto se ve que la naturaleza de las propiedades y relaciones entre los objetos no está en absoluto mejor defi -nida. En efecto, ¿qué tipo de existencia puede conferirse a las propiedades «ser un número primo», «ser un dieléctrico», «ser un campo armónico de» y similares? Quizás alguno pueda creer que la respuesta a esta cuestión la proporciona el hecho de que tales propiedades y relaciones quedan perfectamente de, terminadas mediante una serie de operaciones realizadas en cada caso. Sin embargo, con ello no se ha hecho otra cosa que cambiar el problema del tipo de existencia de dichas entidades, por el problema de la verificación de su subsistencia. Algunos afirman que precisamente este tipo de existencia coincide con el método de verificación, pero ésta sería tan sólo una manera de concebir las propiedades y relaciones, pero no la única posible, y ello dejaría siempre un margen de incertidumbre acerca de su naturaleza. Todo ello es bien conocido por cualquiera que tenga una idea de las dificultades que presenta el problema de los universales, el cual había sido ya planteado en toda su complejidad en la edad media y que aun hoy en día está lejos de poder considerarse resuelto.

En conclusión, podemos afirmar que una teoria se ocupa de su universo de objetos, pero para ver de qué modo se ocupa es preciso ocuparse de la teoría. Esta afirmación parece un juego de palabras, pero el problema que se encuentra debajo de la misma es de importancia primordial. De hecho la misma teoría se convierte a su vez en objeto de una nueva teoría, la cual toma el nombre técnico de metateorí a, y el lenguaje de la misma se llama metalenguaje. A su vez la teoría originaria, aquella de la cual se ocupa la metateoría, recibe el nombre de teoría objeto. A poco que se profundice en el problema se ve claro que el aspecto de una teoría que propiamente está sometido a inves

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tigación es su lenguaje. De hecho parece evidente que de los dos elementos constitutivos de una teoría, lenguaje y universo de objetos, sólo el lenguaje puede ser sometido a investigación fuera de la teoría (es decir, en el seno de la metateoría), mientras que el universo de objetos es precisamente el campo de investigación específico de la teoría en cuestión. De este modo el lenguaje de la teoría se convierte a su vez en un objeto, y como tal viene designado como lenguaje objeto, del cual la metateoría habla en su metalenguaje.

Fijada de este modo una terminología cómoda, podemos preguntarnos en qué consiste el lenguaje de una teoría. Los puntos de vista desde los cuales se puede abordar un estudio de este tipo son varios, pero los más importantes, o al menos los que resultan más importantes para los fines de nuestro trabajo, son dos: se puede estudiar el lenguaje de la teoría en sí mismo, es decir, sin tener en cuenta el hecho de que se refiere a un determinado universo de objetos, pero también se puede estudiar teniendo en cuenta este hecho, e incluso teniendo muy especialmente en cuenta este hecho. El primer punto de vista se denomina sintáctico, y aquella parte de la metateoría que se desarrolla de acuerdo con dicho punto de vista se denomina sintaxis de la teoría objeto ; su propósito será, substancialmente, esclarecer qué categorías de signos aparecen en el lenguaje, cuáles son las reglas que permiten combinarlos, qué transformaciones pueden afectar a los signos individuales y a las asociaciones de signos, etc. El segundo punto de vista se denomina semántico, y la semántica es por tanto aquella parte de la metateoría que se ocupa de la relación entre el lenguaje y el universo de objetos, es decir, la parte en la cual entran en juego, en sentido lato, el significado de los signos y de las expresiones del lenguaje. Así la semántica, por ser parte de la metateoría, debe ocuparse en algún modo de los objetos de la teoría, pero debe hacerlo limitándose al problema de sus relaciones con el lenguaje que habla de ellos. En consecuencia, mientras el lenguaje de la sintaxis, es decir, el metalenguaje sintáctico, contendrá signos capaces de designar a las entidades del lenguaje objeto, el mentalenguaje semántico deberá ser más rico, es decir, deberá poseer además signos para denotar las entidades del universo.

En la investigación de los fundamentos de la matemática, esta distinción entre teoría y metateoría ha sido de gran utilidady, en particular, ha proporcionado el camino más satisfactorio para la eliminación de algunas antinomias. Ello es debido a que las mismas se originaban de sustituir por determinadas proposiciones de una teoría ciertos enunciados que sólo se podían considerar en un contexto metateórico (piénsese, por ejemplo, en la llamada antinomia de Richard). Dadas las características de este método es evidente que debería resultar de gran utilidad incluso para la física.

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Con lo poco que hemos dicho, el lector atento se habrá dado ya cuenta de que el proceso descrito sumariamente como constituyente de una metateoría relativa a una determinada teoría da lugar, en principio, a una estratificación indefinida del lenguaje. De hecho no sólo se puede construir una metateoría, sino también una metametateoría, una metametametateoría, y así sucesivamente. En la práctica, sin embargo, no existe el peligro de prolongar este proceso indefinidamente, puesto que el llamado «lenguaje común» constituye el límite natural a que tiende esta sucesión y proporciona el metalenguaje más amplio dentro del cual se puede hablar de los lenguajes particulares de las varias teorías y, en caso necesario, también de algún len-guaje metateórico especializado.

En la práctica, las cosas ocurren más o menos del siguiente modo: primeramente una teoría nace formulada en lenguaje común, y después se perfecciona mediante la «tecnificación» de su lenguaje inicial. Ello implica la creación de nuevos términos y eventualmente el englobamiento de otros lenguajes artificiales (puramente técnicos) ya preparados en otras teorías, principalmente el lenguaje matemático. Después puede ocurrir que la teoría se ramifique, como ha ocurrido con la física, y que su lenguaje sea objeto de ulteriores enriquecimientos y «tecnicizaciones» para hablar de los nuevos sectores de su universo de objetos, que se han revelado susceptibles de una investigación especializada. Por todo ello el lenguaje de una teoría constituye en la práctica una mezcla de lenguaje artificial y lenguaje común, lo cual da lugar a algunos problemas de los que nos ocuparemos en el momento oportuno. Sólo en casos excepcionales, se realiza la formulación total de la teoría en un lenguaje artificial, para poder elaborar mejor la correspondiente metateoría. Esta última se expresa en el lenguaje común, enriquecido eventualmente con símbolos específicos que hagan más eficaz su función metateórica 1

13. Elementos del análisis del lenguaje

El lenguaje común sirve a numerosos propósitos: para preguntar, para persuadir, para exhortar, para mandar, para exclamar, para informar, para describir. De todas estas posibilidades, el lenguaje de una teoría en general conserva una sola: la de informar o, lo que es lo mismo, la de describir su universo. Es

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evidente que quienes pretenden ocuparse de los lenguajes de las teorías científicas no se interesan por los aspectos del lenguaje, igualmente ricos y nada triviales, que explican la posibilidad de todas sus demás funciones, sino que limitan su aten-ción a las componentes que le permiten llevar a cabo su misión informativa 2.

Si tenemos presente que el lenguaje de una teoría debe poder referirse al universo relativo, es decir a los objetos de él, de sus propiedades y relaciones, es evidente que en el mismo deberán figurar enti-dades lingüísticas capaces de denotar tales constituyentes del universo.Estas entidades constituyen una primera clase de términos del lenguaje que, según su denominación tradicional, son llamados términos categoremáticos a causa de que están provistos de un significado directo e inmediato. Por ejemplo, si el universo de objetos de una determinada teoría es el conjunto de los cuerpos celestes, el lenguaje de la misma deberá contener términos para designarlos individualmente y también para designar sus propiedades y relaciones mutuas (por tanto contendrá términos como «Sol», «Luna», «Mercurio», etc., y «planeta», «satélite de», «atraído por», etc.). De aquí resulta que los términos categoremá ticos se subdividen en dos clases fundamentales: aquellos (llamados técnicamente sujetos) que designan objetos, es decir individuos singulares del universo, y aquellos que designan propiedades o relaciones entre individuos (que se llaman predicados, monádicos en el caso de las propiedades, poliádicos en el caso de las relaciones). En nuestro ejemplo, «sol» es un sujeto, «planeta» un predicado monádico, y «satélite de» un predicado binario, por cuanto expresa una relación entre dos individuos como, por ejemplo, la Luna y la Tierra. Otro caso de predicado poliádico es el predicado temario «estar en conjunción»: por ejemplo, la frase «la Luna es una conjunción entre la Tierra y el Sol» expresa una relación entre tres individuos.

De aquí que para comunicar información sobre un universo de objetos, no basta con poder designar los objetos, sus propiedades y relaciones, sino que es preciso, como condición mínima, poder atribuir alguna de estas propiedades o relaciones a algún objeto o a alguna n-pla ordenada de objetos. Cuando ello ocurre, se tienen las estructuras lingüísticas más elementales capaces de transportar una información efectiva, es decir, los enunciados elementales o proposciones elementales (llamadas algunas veces atómicos). Por ejemplo «la Luna es un satélite de la Tierra» es una proposición elemental. El carácter distintivo de todos los enunciados, o lo que pone de manifiesto, a fin de cuentas el hecho de que transportan información, es que pueden ser calificados de verdaderos o falsos.

Aquí nos hemos ceñido al análisis tradicional, que considera los términos como partes constitutivas de las proposiciones, mientras hoy no es infrecuente encontrar clasificadas las mismas proposiciones entre los términos categoremáticos, por cuanto se les considera provistos de un significado inmediato. No tenemos ninguna razón de principio, sino más bien de comodidad, para realizar una u otra elección. Por otra

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parte, dado que en este trabajo no se presentará ninguna de las situaciones en que resulta útil realizar una unificación de los dos puntos de vista, hemos preferido mantener la distinción entre las dos terminologías.

No todas las proposiciones son elementales; todo el mundo sabe que pueden conectarse proposiciones elementales para obtener proposiciones compuestas (llamadas también moleculares), las cuales a su vez pueden volver a conectarse, y así sucesivamente. La característica esencial de este procedimiento es que en cada una de sus fases se obtenga siempre expresiones lingüísticas susceptibles de ser verdaderas o falsas. El lenguaje común realiza tal composición de enunciados mediante una gran variedad de conjunciones, tales como «y», «o», «si... entonces», «pero», «si bien», «mientras», «o bien», etc. Se ve fácilmente que una tal variedad proviene de exigencias que no tienen nada que ver con el nivel informativo del lenguaje, sino que están relacionadas con alguno de los objetivos de los demás usos del lenguaje ya señalados. Así, por ejemplo, si decimos «mi casa es bonita, pero el tráfico cercano produce muchas molestias», no damos más información que si decimos «mi casa es bonita y el tráfico cercano produce muchas molestias». De hecho la diferencia entre «pero» e «y» suele expresarse diciendo que «pero» es una conjunción adversativa, mientras que «y» es simplemente copulativa, lo cual alude al aspecto expresivo del lenguaje y no a su contenido de información. Ello es evidente a partir de la circunstancia de que toda proposición verdadera construida con la conjunción «pero» es verdadera si se la constituye con la conjunción «y», y viceversa.

De acuerdo con una denominación tradicional, se llaman términos sincategoremáticos aquellos que no poseen una denotación que les es propia, sino que sirven más bien para conectar o modificar el significado de expresiones lingüísticas provistas de tal denotación. Es fácil darse cuenta que las conjunciones mencionadas antes son ejemplos de términos sincategoremáticos, pero no son los únicos. Entre ellos entran también, por ejemplo, los términos «no», «algunos», «todos», «cada», «al menos uno», «alguno» o parecidos, es decir elementos lingüísticos que, además de servir para conectar, operan de algún modo sobre los otros elementos lingüísticos, modificando su significado (así, por ejemplo, el término «no», o precisando su ámbito, como «cada», «alguno», etc.). De acuerdo con estas circunstancias, en el conjunto de los términos sincategoremáticos pueden distinguirse dos clases de términos: los conectores y los operadores.

Ahora bien, como hemos observado antes, el lenguaje común es muy rico en términos sincategoremáticos, ya sean conectores, ya sean operadores lingüísticos. Pero es fácil darse cuenta que su número es bastante reducido si los consideramos desde el punto de vista de la simple función informativa (según su posibilidad de dar lugar a proposiciones consideradas únicamente como susceptibles de ser verdaderas o falsas). Considerando los conectores proposicionales, se ve inmediatamente que son operadores biargumentales, cuya función es conectar dos proposiciones engendrando una tercera. Llamando, como es costumbre «valor de verdad» de una proposición a cada uno de los calificativos «verdadero» y «falso», es posible afirmar que dadas dos proposiciones existen 22 = 4 posibles combinaciones de sus dos valores de verdad. A cada una de estas combinaciones es posible asociar a su vez, como valor de verdad

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de la proposición compuesta, uno de los dos valores de verdad con lo que se obtienen en total 4 2 = 16 posibilidades para efectuar dicha asociación. Esto significa que desde el punto de vista del valor de verdad, es decir, desde el punto de vista estrictamente informativo, existen como máximo 16 conectores proposicionales biargumentales posibles teóricamente que sean verdaderamente distintos, mientras que cada una de las posibilidades restantes debe considerarse necesariamente equivalente a una de ellas, manteniéndose siempre en el punto de vista estricto de la información.

En realidad se observa que el límite máximo de 16 posibilidades es excesivo respecto a los casos que efectivamente se dan en el lenguaje ordinario, los cuales se pueden reducir a cuatro fundamentales. Estos casos son: conjunción (típicamente representada por «y» y caracterizada por el hecho de que da lugar a una proposición verdadera si y sólo si son verdaderas las dos proposiciones enlazadas); disyunción (típicamente representada por «o» y caracterizada por el hecho de que da lugar a una proposición verdadera, si al menos una de las dos proposiciones que intervienen es verdadera); condicional (típicamente representada por «si... entonces» y caracterizada por el hecho de que da lugar a una proposición verdadera si el consecuente es verdadero o el antecedente es falso); bicondicional (típicamente representada por «si y sólo si» y caracterizada por el hecho de que da lugar a proposiciones verdaderas si las proposiciones que intervienen son ambas verdaderas o ambas falsas).

Prescindimos aquí del hecho de que en realidad podría tomarse como primitivo un número todavía menor de conectores (incluso se podrían reducir a un solo tipo convenientemente elegido), y obtener los otros por «definición». Tampoco nos detendremos a discutir la oportunidad de escoger para la disyunción y para el condicional las caracterizaciones en términos de los valores de verdad que han sido indicados. Son todas ellas cuestiones tratadas en algunos manuales de lógica matemática, a los que remitimos al lector deseoso de conocerlas más profundamente.

Junto a todos estos conectores, existe también un operador proposicional monoargumental de gran importancia: la negación (representada típicamente por el «no» y caracterizada por el hecho de que aplicada a una proposición verdadera da lugar a una proposición falsa o viceversa). Incluso algunas veces se llama también «conector» a este operador, para mantener una uniformidad con respecto a la denominación de las demás proposiciones biargumentales, aunque obviamente no conectan propiamente nada. Con todo lo dicho hasta aquí no hemos agotado el exa men de los operadores lingüísticos interesantes desde el punto de vista lógico, pero un poco más adelante completaremos lo poco que queda por decir.

Se ha señalado antes que sólo las expresiones lingüísticas que son susceptibles de ser verdaderas o falsas pueden ser consideradas proposiciones. Esto excluye del conjunto de las proposiciones, en sentido técnico, frases normales en las argumentaciones ordinarias, tales como interrogantes, interjecciones, expresiones admirativas, expresiones optativas y otras del mismo estilo; pero excluye también ciertas expresiones que parecen muy interesantes para la ciencia y que se presentan preci-

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samente como destinadas a la comunicación de información. Si, por ejemplo, decimos: «x es menor que 7», «y es un buen conductor de la electricidad», «la fuerza aplicada en el punto P es de x kilogramos», no tenemos posibilidad de afirmar si estamos en presencia de expresiones verdaderas o falsas, mientras no hayamos especificado los valores de las variables x e y. Sólo en este caso es posible pensar, en base a a ciertas consideraciones teóricas o en base a ciertos resultados experi-mentales, que sea posible decir si lo que se obtiene es una proposición verdadera o falsa.

Las expresiones lingüísticas de esta clase, que no son proposiciones en cuanto contienen variables, pero que se pueden convertir en ellas con sólo substituir las variables por constantes oportunas, se llaman formas proposicionales o también funciones proposicionales. La importancia de estas proposiciones es evidente puesto que, como sugiere su mismo nombre, representan la forma de posibles proposiciones y buena parte de la investigación científica consiste precisamente en investigar estas posibles formas de proposiciones. Esto resulta más claro todavía si se observa que, en la práctica, el único modo para expresar explícitamente un predicado es traducirlo en una forma proposicional que contenga tantas variables efectivas cuantos sean los argumentos del predicado (es decir, el número de condiciones necesarias para su formulación). Esta forma proposicional se transforma en una verdadera proposición en el momento en que las variables se substituyen por constantes que sean los «nombres» de los objetos del universo para los cuales el predicado (propiedad o relación) subsiste. Por ejemplo, la propiedad (predicado monádico) «ser un número par», se expresa explícitamente mediante la forma proposicional «x es un número par» acompañada de la con dición de que esta forma da lugar únicamente a una proposición verdadera cuando x es igual a 2, 4, 6, etc. También la relación «ser más electronegativo que» se explicita mediante la forma proposicional de dos variables «x es más electronegativo que y», acompañada de la condición de que la misma origina una proposición verdadera cuando en lugar de x e y se pongan respectivamente F y Cl, H y Li, O y N, u otros pares convenientes. Debido a ello, en algunos manuales de lógica matemática los predicados se identifican con las respectivas formas o funciones proposicionales. Sin embargo a nosotros no nos interesa señalar este punto, sino tan sólo observar que el substituir una constante en el lugar de una variable, no es el único modo para transformar una función proposicional en una proposición.

El otro sistema para obtener una proposición es el del cuantificar (como se dice técnicamente) sus variables, es decir, especificar que las mismas deben suponerse capaces de designar, uno por uno, todos los individuos del universo, o bien al menos uno de ellos. Así, por ejemplo, en aritmética la proposición «x es par» no es una proposición, pero «todo x es par» es una proposición (falsa) y «al menos un x es par» es otra proposición (verdadera). Estos nuevos operadores «tódos» y «al menos uno», que se aplican a las variables y precisan su ámbito de variabilidad, se llaman cuantif icadores (universal el primero y existencial el segundo). Los cuantificadores son los últimos operadores que nos quedaba por

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considerar, puesto que todos los demás operadores existentes pueden definirse a partir de los tipos considerados.

Por convenio se llama libre a toda variable que no esté sometida a ninguna cuantificación y ligada a una variable cuantificada. De lo que antecede se deduce que una proposición no puede contener variables libres (debe contener sólo constantes), sino variables ligadas. En las ciencias exactas se presentan algunas excepciones aparentes, puesto que en ellas no es raro encontrar enunciados que se consideran como auténticas proposiciones verdaderas a pesar de que sólo contienen variables no ligadas. Así la expresión x (y + z) = xy + xz se considera una proposición verdadera en aritmética. Sin embargo la excepción es sólo aparente, puesto que en estos casos se sobreentiende que todas las va riables están cuantificadas universalmente.

Una observación importante: no hemos dicho que una letra del alfa beto indique necesariamente una variable. En los lenguajes artificiales queda siempre clara, puesto que se precisa exactamente qué letras deben eventualmente servir de constantes, es decir, qué letras deben actuar como «nombres propios» para un determinado objeto, o para una propiedad o relación bien definida; pero en el curso de una exposición de una teoría no formalizada técnicamente es preciso a menudo poner atención en el contexto. Así, por ejemplo, en matemáticas todo el mundo sabe que con la letra e se indica el número real que constituye la base de los logaritmos neperianos, pero ello no implica que no pueda significar ninguna otra cosa, o bien una constante (puede representar la carga del electrón o el elemento neutro de un grupo) o quizás una variable. Otro ejemplo lo constituye el caso de la forma proposicional considerado poco antes en la frase: «la fuerza aplicada en un punto P es de x kilogramos»; ¿cuántas variables figuran? Según el contexto puede decirse que figuran dos, o bien una sola. La segunda posibilidad es la válida en aquellos casos en que con P se pretende indicar, «denominar» un punto determinado y por tanto P juega el papel de constante, mientras que la x es la variable. Otro ejemplo lo constituye la letra f, la cual en física se usa comúnmente para indicar la fuerza: ¿como constante o como variable? La respuesta depende nuevamente del contexto considerado: si con f se representa una fuerza individuada y bien determinada (por ejemplo, si se dice sea f la fuerza atractiva ejercida por el Sol sobre Mercurio»), entonces esta letra se emplea como una constante; en los demás casos se toma como una variable (por ejemplo en la cuestión fundamental de la dinámica f = ma la f es una variable).Queremos añadir aquí todavía otra advertencia, aunque sea casi trivial. No hemos dicho que las expresiones lingüísticas que contengan variables libres sean siempre funciones proposicionales; esto ocurre únicamente si las mismas se transforman, mediante cuantificación o substitución, en expresiones susceptibles de ser verdaderas o falsas. Expresiones como «la derivada de f (x)», «la temperatura del cuerpo C», «el laplaciano de f», no son expresiones susceptibles de convertirse en verdaderas o falsas cuando se substituyen x, C, f por constantes determinadas. Estas expresiones se llaman «funciones descriptivas» y cuando se efectuan las substituciones no dan lugar a proposiciones, sino a sujetos

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o predicados, es decir, a términos que designan objetos de un cierto universo, o a sus propiedades o relaciones.

Hasta aquí hemos proporcionado un elenco sumario de los elementos que intervienen en un lenguaje, para hacer posible su función informativa, o sea su aptitud para exponer propiedades y relaciones de un cierto universo de objetos. Sin embargo, es evidente que el cuadro que hemos trazado hasta el momento constituye una drástica simplificación e idealización de los modos efectivos con los cuales un lenguaje natural realiza dicha función.

Bastará un sólo ejemplo para esclarecer el problema. Si decimos: «el punto A se mueve más velozmente que el punto B», estamos en presencia de una proposición totalmente sensata del lenguaje común, la cual contiene correctamente un cierto tipo de información. Sin embargo esta proposición, con todo y ser una proposición elemental, no posee la estructura que ha sido señalada antes. De hecho figuran dos sujetos (el punto A y el punto B), pero aparece también un predicado que no tiene la forma de un «nombre» de propiedad o de relación, sino de un verbo. Con un mínimo de imaginación se puede pensar en reducir este verbo a un nombre de propiedad -la propiedad de estar en moví miento- pero ésta es precisamente una propiedad, un predicado monádico, mientras que los sujetos son dos, y el predicado debería ser, por tanto, binario. Está claro que la solución a la dificultad debería salir de la consideración del adverbio «velozmente» usado como comparativo, pero en el análisis precedente no existe ningún lugar para los adverbios. Es preciso, por tanto, pensar en una reformulación total de la frase, la cual resulta analizable, según los criterios expuestos antes, si se presenta del siguiente modo: «la velocidad de A es mayor que la velocidad de B». De esta manera obtenemos una proposición elemental que expresa la existencia de una relación binaria (el ser mayor que) entre dos objetos que son la velocidad de A y la velocidad de B. Con ello hemos transformado también el universo de los objetos, puesto que de los puntos hemos pasado a sus velocidades. Para lograr que la proposición obtenida se refiera todavía al universo de los puntos deberemos lograr que las velocidades resulten ser sus propiedades o relaciones, y ello es posible si se considera «velocidad de x» como una fun ción que asocia a cada punto un vector, o el módulo de un vector. De hecho las funciones se pueden clasificar junto a los predicados, mediante ciertas manipulaciones lógicas sobre las que no nos detendremos ahora. En conclusión, resulta que nuestra proposición expresa una relación de orden binaria, entre los valores de la función velocidad, aplicada a los individuos de nuestro dominio de partida.

Este ejemplo, por su simplicidad, nos muestra varias cosas. En primer lugar se puede observar que, aun cuando el análisis del lenguaje realizado precedentemente se puede adaptar al

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caso del lenguaje común, no es inmediata su utilización para tal menester. Esta afirmación también es válida por lo que respecta al lenguaje usado por las varias ciencias, el cual, aun siendo ya muy especializado y estando idealizado respecto al lenguaje ordinario, conserva todavía sus características fundamentales, y en consecuencia las proposiciones de las ciencias exactas requieren una reelaboración y una cierta traducción para poder ser sometidas al análisis indicado. Las razones de este hecho residen en la notable complejidad del lenguaje ordinario, el cual es rico en matices, está provisto de gran ductilidad, y obedece a unas reglas que, si bien son en cierto modo rigurosas, no son fáciles de enunciar explícitamente de un modo exhaustivo e unívoco.

Lo cual resulta más evidente cuando, se pasa a considerar el modo como está constituido un lenguaje natural a partir de sus componentes básicas. Los esfuerzos de los estudiosos se dirigen a reconstruir a través de varios métodos la gramática de una lengua (viva o muerta), es decir, de pretender explicitar las reglas según las cuales las varias partes del lenguaje se reúnen para constituir proposiciones de uno u otro tipo, y también la manera como las mismas proposiciones pueden relacionarse entre sí. Todos saben, sin embargo, que esta tarea puede efectuarse sólo hasta cierto punto, ya que casi todas las reglas gramaticales y sintácticas admiten excepciones. Existen además casos de verdadera ambigüedad en el uso del lenguaje ordinario, que pueden ser ilustrados con unos pocos ejemplos:

Considérense por ejemplo las dos frases: u) Un inglés es un europeo.b) Un inglés fue el descubridor de la penicilina.Desde el punto de vista del análisis gramatical ordinario que se enseña en las escuelas, las dos proposiciones tienen la misma estructura: sujeto, cópula y predicado nominal. Por el contrario desde el punto de vista del análisis lingüístico que hemos esbozado las dos son radicalmente distintas. La primera se «traduce» del siguiente modo: «Para cada x, si x es inglés, entonces x es europeo»; la segunda por su parte se traduce: «Existe un x tal que x es inglés y x es el descubridor de la penicilina». Se ve, por tanto, que la primera es una expresión cuantificada universalmente, y la segunda existencialmente. Por otra parte, este ejemplo muestra también una cierta ambigüedad en el término «un» del lenguaje ordinario, que no desaparece en la gramática usual que se limita a distinguir entre «un» como artículo indeterminado y «un» como número cardinal; de hecho en el ejemplo considerado se ve que el mismo artículo indeterminado «un», puede equivaler según los casos a «todos» o a «un cierto». El mismo empleo de la cópula «es» cubre,

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en el lenguaje ordinario más de un uso lógicamente relevante. Así, por ejemplo, en la frase «la Luna es un satélite de la Tierra» la cópula señala la pertenencia de un individuo a una clase; en la frase «los planetas son cuerpos celestes» la cópula indica la inclusión de una clase en otra; en la frase «Roma es la capital de Italia», la cópula indica la identidad. Está claro que, desde el punto de vista de las ciencias exactas, la rigurosa distinción entre estos distintos usos es de gran importancia.

También los conectores proposicionales aparecen en el lenguaje ordinario precisados de un modo vago. No sólo debido al hecho de que, como ya se ha dicho, los mismos resultan excesivamente abundantes para los fines de la simple conexión de proposiciones con referencia a los valores de verdad, sino también debido a que un mismo conector resulta poseer más de un comportamiento respecto a los valores de verdad. Un ejemplo clásico lo constituye «o bien», el cual puede emplearse como disyunción (dando lugar a una proposición verdadera si al menos una de las dos proposiciones elementales es verdadera), como alternativa (dando lugar a una proposición verdadera sólo si una sola de las dos proposiciones elementales es verdadera), o como exclusión (dando lugar a una proposición verdadera sólo si una sola de los dos proposiciones conexas es falsa). De un modo análogo podríamos enunciar todavía otros ejemplos, pero no nos detendremos en ello.

A estos inconvenientes de excesiva complejidad, no univocidad incertidumbre en el uso, se une una consideración todavía más decisiva para afirmar la conveniencia de no permanecer anclado en el lenguaje común cuando se desea disponer de un instrumento lingüístico conveniente para su empleo en el campo de las ciencias exactas. Cuando se desea obtener una lógica, sea un instrumento capaz de asegurar que las demostraciones efectuadas dentro de una ciencia determinada son correctas, la tarea a realizar consiste siempre en proporcionar reglas para manipular las expresiones de su lenguaje, y es natural que tales reglas tengan una estrecha relación con la estructura de tales expresiones. Creemos que no es preciso desarrollar ningún Tazonamiento particular para comprender que no existe posibilidad alguna de formular exactamente una lógica, la cual debe basarse sobre la estructura de un lenguaje determinado, si esta estructura no se conoce con suficiente precisión. No pretendemos ocuparnos ahora del problema de la lógica que entra en juego la construcción de las teorías científicas, pero el motivo que hemos señalado puede tenerse presente a partir de aquí para evaluar exactamente las razones de una elección decisiva que se impone para un tratamiento adecuado de los problemas conexos con los fundamentos de las ciencias exactas: la construcción de los lenguajes artificiales.

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Dado que el lenguaje ordinario resulta demasiado complejo para una esquematización de su función informativa, demasiado impreciso en su gramática y sintaxis, demasiado equívoco en el uso de términos de fundamental importancia y poco claro en su estructura para los fines de la determinación de una lógica de confianza, parece evidente la oportunidad de un lenguaje que carezca de estos inconvenientes, es decir, un lenguaje artificial. A lo largo de este libro ya hemos usado algunas veces esta expresión en sentido genérico, es decir, para indicar un lenguaje técnico, el cual es siempre en cierta medida también un lenguaje artificial, puesto que contiene una terminología, unos símbolos y unos convenios sobre significados, que no forman parte del lenguaje ordinario, sino que más bien vienen definidos por convenio. Con todo, de aquí en adelante deberemos dar a esta expresión un significado todavía más radical. De hecho la construcción de un lenguaje artificial comienza con la elección de los símbolos, o clases de símbolos, aptos para designar los componentes básicos de todo lenguaje, y de ellos ya nos hemos ocupado: son los sujetos, predicados, conectores y operadores. A partir de aquí se precisa después mediante explícitas reglas de formación, la manera como se construyen las expresiones del lenguaje, realizándose de este modo de una manera exhaustiva la tarea que sólo parcialmente realiza la gramática de los lenguajes ordinarios. Finalmente se indican, mediante reglas de transformación, las manipulaciones admitidas para ser realizadas sobre las expresiones del lenguaje en vistas a obtener ciertos fines, entre los cuales el más interesante prácticamente es el de obtener demostraciones, de tal manera que se provee al lenguaje de una lógica propia. De todo ello que vamos a ocuparnos con mayor detalle en lo que sigue.

14. Lenguaje artificial

Las indicaciones sumarias sobre análisis de un lenguaje proporcionadas en el parágrafo precedente corresponden a todo lo que la «lógica formal» ha venido esclareciendo desde ya hace bastante tiempo, en lo que respecta a los aspectos más simples, o en épocas más recientes para los aspectos más complejos (concretamente con la creación de la «lógica simbólica», o «lógica matemática» o «logística»). En particular, la lógica matemática ha impulsado con igual fuerza el análisis de las

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estructuras lingüísticas fundamentales y la creación de lenguajes artificiales, los cuales poseen como únicas componentes las estructuras lingüísticas mismas. Se puede decir, en un cierto sentido, que de este modo se ha procedido a la construcción de «modelos» del lenguaje, más o menos en el mismo sentido con que en física se imaginan algunos modelos mecánicos para el estudio de determinados fenómenos. La ventaja de estos modelos es que sólo permiten el estudio de los problemas que interesan con el mínimo de complicaciones posibles. Por otra parte es muy importante que en los mismos se encuentre verdaderamente todo lo esencial, es decir, que estén en condiciones de exhibir efectivamente el comportamiento que se espera de ellos.

Desde hace algún tiempo se han puesto a punto algunos lenguajes artificiales, que constituyen modelos adecuados de la función informativa del lenguaje ordinario, sobre la cual ya hemos discutido, y que gozan también del requisito esencial de poder ser provistos de un instrumento deductivo plenamente satisfactorio. Tales lenguajes, aun siendo diferentes, resultan sustancialmente equivalentes en el sentido de que cualquier cosa que pueda lograrse con uno de ellos también puede lograrse -de un modo más o menos complicado- con cualquiera de los otros. Por el contrario, las diferencias se justifican en base a diversas exigencias concretas: por ejemplo la simplicidad, la concisión, la manejabilidad, una mayor aptitud para las aplicaciones prácticas o, por el contrario, para los tratamientos teóricos, etc. Efectuaremos ahora la presentación de uno de estos lenguajes, que aparece particularmente apto para los fines que pretendemos en este trabajo 3.

Cada lenguaje es, en un sentido amplio, un conjunto de signos (grá ficos si se trata de un lenguaje escrito, como en el caso que nos interesa) que se obtienen a partir de un conjunto de símbolos base, que constituyen el alfabeto del lenguaje. Todo el resto (palabras, frases y sistemas de frases) puede considerarse como una concatenación finita de los símbolos alfabéticos, a los que llamaremos signos elementales, efectuada según determinadas reglas. Enunciaremos, por tanto, el alfabeto de nuestro lenguaje, es decir susSignos elementales:a) Conectores proposicionales:b) Cuantificadores: c) Símbolo de identidad: =d) Símbolos para sujetos: a, b, c, ...x, y, z, ... e) Símbolos para predicados:P, Q, R, f) Símbolos para proposiciones: A, B, C, ...

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g) Símbolos para funciones: f, g, h, ... h) Símbolos auxiliares: (,) , 1,2 3,

Respecto a cada una de estas clases de signos, pueden hacerse las siguientes precisiones.a) Los conectores proposicionales para los cuales hemos introducido algunos símbolos especiales,

son aquellos ya indicados precedentemente, es decir: negación ( _), conjunción ( ), disyunción (V), condicional ( ), bicondicional ( ). Su misión, como ya sabemos, es la de conectar proposiciones para originar una nueva proposición, o modificar el valor de verdad de una proposición, como ocurre con la negación. Su empleo queda fijado sin ninguna ambigüedad en la siguiente tabla de valores de verdad (o matriz de valores de verdad), en la cual cada conector está definido mediante una función (función de verdad) indicada en la tabla, la cual asigna el valor de verdad correspondiente a la proposición com puesta de acuerdo con los valores de verdad de las proposiciones componentes. Simbolizando «verdadero» con V y falso con F, tales funciones son:

A B A B A A A BV VV FF VF F

V V V V F V F F F V V F F F V V

A AVF

FV

b) Los cuantificadores son dos operadores que precisan el ámbito de validez de una expresión que contenga variables; en consecuencia, cada uno de ellos, debe aparecer siempre antepuesto inmediatamente a una variable. Por ejemplo: y x, referido a una expresión que contenga la variable x, sirve para indicar que todo lo que se afirma en dicha expre sión vale «para todo x», es decir, para todos los individuos del universo de objetos que se considera. Ello justifica el nombre de «cuantificador universal» o «generalizador» que se da a este símbolo. Por el contrario x, referido a una expresión que contiene a la variable x, indica que todo cuanto se afirma en la expresión vale «al menos para x» perteneciente al universo considerado. De aquí el nombre de «cuantificador existencial» o «particularizador» que se da a este símbolo; el adjetivo «existencial» se relaciona con el hecho de que una expresión cuantificada particularmente se lee usualmente: «existe un x tal que...».

c) El símbolo de la identidad es una «constante predicativa» binaria a la cual, debido a su muy frecuente empleo en las ciencias exactas, se le confiere un tratamiento especial respecto a los demás y se representa con un símbolo propio. La relación que se representa con este símbolo es la identidad, por lo que x = y expresa el hecho de que el objeto designado por x es el mismo objeto que el representado por y.d) Los símbolos para la representación de los sujetos son letras minúsculas del alfabeto latino. Si el número de individuos para designar superase el número de las letras del alfabeto, el inconveniente se subsana fácilmente recurriendo a los subíndices oportunos que pueden escogerse

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precisamente a partir de los signos auxiliares indicados, constituidos por las «cifras» que representan los números naturales. De acuerdo con ello al, a2, a7 indican tres individuos distintos del dominio, es decir, de las constantes subjetivas, y se llaman constantes individuales porque sirven para designar individuos singulares. Entre los símbolos para designar sujetos figuran también las variables subjetivas (o individuales), es decir, letras alfabéticas que no designan un individuo prefijado sino más bien el individuo genérico del universo. En la práctica se acostumbra a reservar las primeras letras del alfabeto para las constantes, y las últimas (x, y, z, ...) para las variables. La existencia de los índices resuelve también el problema de disponer de un número de variables suficiente para las necesidades prácticas.

e) Los símbolos para la representación de los predicados son las letras mayúsculas del alfabeto latino, que denotan propiedades o relaciones entre individuos del dominio. Para una total explicitación se requeriría que cada signo del predicado n-ádico llevara la indicación de su número de posición, pero en la práctica se puede prescindir de esta condición suponiendo simplemente que, cuando aparece una letra predicativa, la misma designa un predicado cuyo número de posición es exactamente el mismo que el del sujeto al cual viene referido. También aquí tiene sentido la distinción entre variables y constantes predicativas, y también aquí el uso de los índices proporciona el número de símbolos independientes que puedan hacer falta en la práctica.

f) Los símbolos para las proposiciones son también las letras mayúsculas del alfabeto latino, que se emplean para representar proposiciones completas, es decir, locuciones de las que se supone únicamente que pueden ser verdaderas o falsas, sin interesarse en el análisis de su constitución. El hecho de que se empleen para este menester las mismas letras que sirven para indicar los predicados, se justifica observando que, por un razonamiento por así decir de «límite», se demuestra que las proposiciones no analizadas pueden considerarse como predicados cuyo número de argumentos es nulo. Como máximo, para conservar una cierta distinción, se puede convenir en reservar a las proposiciones las primeras letras del alfabeto, a las constantes predicativas las del medio (P, Q, R, ...), y a las variables predicativas las letras finales (X, Y, Z, ...). En la práctica los peligros de confusión se evitan por el hecho de que se especifica explícitamente si una cierta letra se emplea como constante o como variable para predicado n-ádico o O-ádico.g) Los símbolos para las funciones son las letras latinas minúsculas, elegidas entre las de la parte central del alfabeto. Estos símbolos designan funciones que asumen argumentos y valores entre los individuos del universo; es decir, se trata de funciones que equivalen a determinadas operaciones sobre el dominio de los individuos. Como en el caso de los símbolos predicativos se sobreentiende que cada símbolo funcional venga acompañado de la especificación (explícita o implícita) de su «número de posición». De este modo, un símbolo funcional de n argumentos, referido a una n-pla ordenada de constantes individuales designa un individuo del dominio, es decir, se comporta en la práctica como un sujeto. Es por ello que también se acostumbran a usar las letras latinas minúsculas como signos de función, en particular no es difícil darse cuenta,

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también en este caso, que por un razonamiento de «límite», es posible considerar las constantes individuales como variables funcionales ceroádicas.

h) No hay ninguna consideración particular a realizar a propósito de los símbolos auxiliares cuya función, sobradamente conocida, ha sido someramente indicada en lo que antecede (el uso de los índices). Conviene observar únicamente que se emplearán otro tipo de paréntesis aparte de los redondos.

Es preciso advertir que en todas estas consideraciones sobre las varias clases de símbolos ya hemos efectuado una semántica rudimentaria, desde el momento en que los hemos caracterizado refiriéndonos a su significado o a su empleo en la confrontación de los significantse. Hemos procedido de este modo porque era la forma más simple de actuar, pero hubiésemos podido hacerlo de otra manera, dando simplemente reglas para el uso de estos símbolos, con lo cual nos habríamos colocado desde un punto de vista rigurosamente sintáctico. Procederemos ahora a dar alguna de estas reglas, a las que continuaremos poniendo en claro mediante consideraciones de tipo intuitivo.

Dado un alfabeto se trata de pasar a la determinación de las palabras construidas con el mismo, las cuales pueden constar de un signo elemental o de una sucesión finita de signos elementales. Las primeras palabras que se consideran son aquellas que sirven para designar individuos del universo, es decir, que funcionan como sujetos en el sentido indicado precedentemente. Estas palabras se llaman términos y su clasificación resulta definida mediante las siguientes

Reglas de formación para los términos:a) cada variable o constante individual es un término;b) si tl, t2, ..., tn son términos y f es un símbolo funcional n-ádico,

entonces también f (t1, t2, ..., 4) es un término; c) ninguna otra cosa es un término.

Estas reglas, después de todo lo dicho hasta aquí, no precisan una explicación ulterior.Utilizando los términos, se obtienen palabras más complejas, que corresponden a las proposiciones

propias de un lenguaje. A partir de aquí las llamaremos expresiones y definiremos su clase mediante las siguientes:

Reglas de formación para a) cada sucesión de signos una expresión;b) cada sucesión de signos constituida por un símbolo predicativo

n-ádico seguido inmediatamente de n términos es una expresión;c) si A es una expresión, también - A es una expresión;d) si A y B son expresiones, también A A B, A V B, A--> B, A H B

son expresiones;e) si A es una expresión, también y x (A) y 3 x (B) son expresiones, con tal de que x sea una variable individual (subjetiva); f) ninguna otra cosa es una expresión.

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Sustancialmente estas reglas indican que las expresiones pueden ser elementales o compuestas. En el primer caso puede tratarse sólo del enunciado de una identidad entre términos, o de la atribución de un predicado n-ádico a una n-pla de argumentos. En el segundo caso puede tratarse únicamente de una negación, una conjunción, una disyunción, una condicional, una bicondicional entre expresiones ya reconocidas como tales, o de la cuantificación de una expresión también reconoci da como tal. Si se tiene presente que también la identidad es un predicado particular, se puede decir de un modo resumido que las expresiones elementales corresponden al enunciado de propiedades o relaciones entre los objetos del universo, de hecho los términos indican objetos singulares, de un modo efectivo si son constantes y de un modo potencial si son variables, mientras que las expresiones compuestas se obtienen sometiendo a las expresiones (simples o ya compuestas) a la acción de los conectores o de los operadores lógicos. En estas reglas encontramos nuevamente, de un modo explícito, todo lo que habíamos observado en líneas generales en el parágrafo precedente.

El aspecto más digno de resaltar de todas estas reglas es que las mismas, a diferencia de las reglas gramaticales de lenguaje ordinario, permiten siempre «decidir», en un número finito de pasos, si una cierta sucesión de signos es un término o una expresión o ninguna de las dos cosas. Por ejemplo, xy, xfy, -,x no son términos, mientras que f(xy), g(y), z,g[f(xy)], sí lo son, siempre y cuando f sea signo de una función binaria, g de una función monádica y x, y, z variables individuales.

Análogamente no son expresiones: f(P x), Qxy = Rab, f(xw), x(Px), Q xy, x Py, (x V y) V x; mientras que sí son expresiones: Pf(xy), [g(z) = f(xw)] V Px, Rab Qxy,

,(Ryz V Pw), (QxY).Obsérvese que la regla e) para la formación de expresiones no permite cuantificar variables

predicativas, aunque una tal cuantificación no sea intrínsecamente incorrecta. Así, por ejemplo, el principio de inducción de la aritmética de Peano contiene implícita una cuantificación de este tipo, desde el momento en que afirma que «para cualquier propiedad P», si es válida para O, y además es válida para n + 1 también lo es para n, entonces es válida para todos los números. La circunstancia que obliga a dar la regla e), es que cuando se efectúa la cuantificación de una variable predicativva se pasa a otro nivel lógico. El lenguaje artificial expuesto hasta aquí es en realidad un cálculo de predicados de primer orden (con identidad), el cual permite analizar la estructura de las teorías y justificar sus demostraciones con un análisis que se detiene en las consideraciones de las propiedades y relaciones entre individuos, sin adentrarse en considerar las propiedades de las propiedades, o las relaciones entre propiedades, etc., es decir sin llegar a considerar a las propiedades y relaciones a su vez como ulteriores objetos. Cuando se desea dar este pasó, se entra en la lógica de los pred icados de segundo orden y se puede llegar todavía a órdenes superiores. Sin embargo es desaconsejable ir más allá del primer orden debido a que más allá del mismo no se puede disponer de una lógica comple ta (el sentido exacto de este adjetivo se precisará más adelante). Por otra parte, se requieren particulares precauciones, sin las cuales existe el riesgo de llegar a una antinomia.

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La conclusión esencial es que la lógica de primer orden, especialmente si está provista explícitamente del predicado de identidad, es suficiente para el tratamiento de todas las teorías de naturaleza práctica.

Vale la pena subrayar una cierta deficiencia de naturaleza práctica que aparece en el lenguaje artificial que se acaba de exponer, para los fines de su aplicación efectiva al análisis de las teorías físicas. Esta deficiencia consiste en el hecho de que las variables funcionales a nuestra disposición no sólo pueden asumir argumentos, sino también valores dentro del dominio de los individuos del universo. Una condición de este tipo no presenta inconvenientes de importancia en matemática pura, o mejor en sus teorías fundamentales, como la aritmética, el análisis, y la teoría de conjuntos, donde las funciones y operaciones se definen para valores y argumentos del mismo universo. Por ejemplo, las operaciones aritméticas fundamentales, adición y multiplicación, permiten obtener nuevos números naturales a partir de números naturales dados, y lo mismo ocurre en todas las demás operaciones construidas a partir de ellas. Incluso los predicados aritméticos usuales se obtienen del mismo modo, es decir, haciendo servir las funciones aritméticas. Por ejemplo, se puede definir el predicado «ser un número primo» (representado por P), del siguiente modo: y en esta definición únicamente intervienen variables y constantes numéricas y funciones numéricas.

En la física, por el contrario, las cosas ocurren de otro modo. La mayor parte de las propiedades y relaciones entre los objetos físicos se expresan recurriendo a teorías auxiliares, principalmente teorías matemáticas, y por ello una referencia a las mismas es obligatorio y explícito incluso en su formulación. Supongamos, por ejemplo, que tenemos como universo de objetos un universo de sistemas materiales. ¿Cómo definiremos su masa? De un modo plausible podemos definirla como una función que a cada sistema natural asocia un número real positivo, es decir una función que toma valores en el conjunto R i - el cual no forma parte del universo considerado, a pesar de lo cual debe ser tenido en cuenta. Por tanto podemos definir una operación interna en el universo considerado, y decir, por ejemplo, que dos sistemas s, y s2 dan lugar por «suma física» a un sistema s = s1 + s2 cuando s1 y s2 sean parte de s. Esta definición no arroja mucha luz sobre las propiedades físicas del nuevo sistema, a menos que vaya acompañada de alguna referencia a otras teorías. Por ejemplo, la propiedad de la aditividad de las masas se expresará del siguiente modo: M (s1+- s2) = M (s1) + M ( s 2), donde el signo de adición que aparece en el segundo miembro de esta identidad se refiere a una operación entre números reales, y por tanto hace referencia a una teoría cuyo universo no es el de los sistemas materiales. Esta identidad nos permite afirmar que la función «masa» conserva la operación suma, es decir que desde el punto algebraico puede considerarse un homomorfismo.

Para efectuar un tratamiento no excesivamente complicado de estos casos frecuentes, sin tener que incluir por ello demasiadas cosas en nuestro universo, será suficiente con suponer conocidas las teorías auxiliares y escribir las funciones que establecen las relaciones entre las mismas y los objetos de la teoría física que se examina, explicitando

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verbalmente el dominio de sus valores. De esta manera las funciones ponen en evidencia su carácter de «predicados», aunque no se trata de predicados definidos sencillamente sobre el universo correspondiente, puesto que en realidad denotan relaciones entre los objetos del universo y entes de la teoría auxiliar. Éste es el motivo por el cual, en estos casos, puede resultar útil emplear letras mayúsculas, que son precisamente las letras de los predicados, para designar tales funciones (al menos mientras no existan otras convenciones consagradas por el uso). La posibilidad de confundir estas funciones con predicados definidos simplemente sobre el universo, queda excluida por otra parte por el hecho de que, en el caso de las funciones, el argumento se escribe entre paréntesis. Así, por ejemplo puede convenirse en indicar con la letra P la propiedad «ser un protón» y entonces Px significaría «x es un protón», dando lugar a la función proposicional de un predicado monádico. Por el contrario, anteriormente habíamos convenido en indicar «la masa de x» mediante la notación M (x) que es una función descriptiva la cual, cuando se substituye x por una constante, no da lugar a una proposición, sino que designa un objeto (en este caso un número real). Por ello la letra M indica un predicado - de hecho también las funciones son relaciones particulares - 4 y precisamente un predicado binario, del cual se omite el segundo argumento, por cuanto no entra el universo de los objetos tomados explícitamente en consideración sino que forma parte de uno de los universos «auxiliares». Naturalmente, también resulta posible expresar el predicado monádico «estar provisto de masa», con referencia a los individuos del universo. Se trata sencillamente de aprovechar la función M (x) definiendo, por ejemplo, un nuevo predicado, al que designaremos por MI, del siguiente modo:

donde aparece la mención al universo auxiliar R+ al cual se supone que pertenece n.Después de toda esta exposición, parece suficientemente claro que el lenguaje de la física no es un

lenguaje artificial, a pesar de ser un lenguaje técnico. Esencialmente está formado por la fusión de dos lenguajes, es decir, el lenguaje ordinario (enriquecido con algunos tér minos técnicos) y el matemático, cada uno de los cuales contienen indudablemente algunas componentes artificiales (especialmente el segundo), pero conserva una parte notable de la indeterminación del lenguaje na -tural. Esta observación no pretende ser en modo alguno una excusa para establecer, de ahora en adelante, la necesidad de emplear tan sólo lenguajes artificiales para la formulación de las teorías físicas (esta condición no es necesaria ni tan siquiera en el caso de las teorías matemáticas). Únicamente queremos subrayar con ello la oportunidad de servirnos de los métodos rigurosos puestos a nuestra disposición por los lenguajes artificiales para analizar las estructuras fundamentales, las afirmaciones básicas y los conceptos clave de las teorías físicas y de su metodología.

Desde este punto de vista puede decirse que la utilidad de recurrir a los instrumentos ofrecidos por un lenguaje artificial es mucho mayor en física que en matemáticas. De hecho un físico tiene la sensación de

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estar realizando la misma labor que un matemático en la construcción de sus teorías, pero teniendo además que enfrentarse con dos tipos de problemas, que para el matemático son de importancia secundaria y casi inexistentes. En primer lugar existe el problema de la relación entre los conceptos y las proposiciones teóricas con la realidad física a la que se supone se refieren (problema semántico). En segundo lugar debe establecer el sistema más adecuado para someter a verificación la validez de dichas relaciones (problema metodológico). Es precisamente la com-plejidad de estos problemas lo que hace necesario el máximo grado de esclarecimiento y explicitación, a la vez que subraya la utilidad de los lenguajes artificiales como instrumentos para el análisis propedéutico requerido.

Para esclarecer mejor la manera de utilizar un lenguaje artificial en el análisis de las distintas expresiones de las teorías físicas, daremos a continuación algunos ejemplos del estilo de los que ocasionalmente hemos presentado precedentemente.

La primera observación que debe tenerse en cuenta es la necesidad de saber distinguir los predicados y los sujetos lógicos de los correspondientes conceptos empleados en la gramática usual del lenguaje corriente. Así, por ejemplo, en la proposición: «los metales son conductores» no existen sujetos lógicos y la misma se simboliza del siguiente modo (indicando las entidades lingüísticas con sus iniciales, las mayúsculas para los predicados y las minúsculas para los sujetos) . Si por el contrario se quisiera decir «los metales no son conductores» se escribiría: . Este simbolismo permite poner en evidencia todas las concatenaciones lógicas; por ejemplo, la frase «hidrógeno y oxígeno son elementos» se divide en dos proposiciones unidas por una conjunción: «Eh A Eo»; o también la indicación usual del campo de variación de un índice, tal como «n = 1, 2, 3» se convierte en: «n = 1 variación de un índice, tal como «n = 1, 2, 3» se convierte en: «n = 1 V V n = 2 V n = 3». Por otra parte, frases que en apariencia expresan una proposición elemental se revelan de cierta complejidad; por ejemplo, la proposición: «la masa del protón es 1837 veces mayor que la masa del electrón» se simboliza del siguiente modo

. Es evidente que aquí interviene la función «masa» ya definida y, además, dos constantes de la teoría «auxiliar», que en este caso es la aritmética de los números reales (la constante individual «1837» representa un número real, y la constante funcional «.» representa la operación producto entre números reales).

Este análisis mediante un lenguaje artificial no esta obligado a limitarse a los conceptos y a las proposiciones de una teoría física, sino que puede intervenir incluso en su metateoría, si ello resulta útil. Por ejemplo, supongamos que se desea precisar simbólicamente la noción de «sensatez» de una expresión física diciendo: una expresión es sensata si y sólo si existe un objeto físico a la cual la misma se refiere»; la representación simbólica de ello será (suponiendo que el universo de objetos sea el de las expresiones): .

En el último ejemplo ha aparecido un cuantificador encerrado entre paréntesis, con la indicación en forma de subíndice de su campo de variabilidad (OF es la abreviatura de «objetos físicos»). Esta convención

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es cómoda y permite conservar claridad y concisión aun en los casos en que los universos bajo consideración sean varios (aquí se trata del universo de las expresiones y el de los objetos físicos a los que éstas se refieren). Siguiendo este convenio, por ejemplo, la definición precedente del predicado «estar dotado de masa» puede simbolizarse del siguiente modo:

También el cuantificador universal puede venir acompañado por una precisión análoga. Señalemos finalmente dos cuantificadores de utilidad particular (que pueden ser definidos a partir de los ya dados en el lennguaje): x! que significa «existe exactamente un x tal que» y x que significa «existen al menos n objetos x tales que».

Entre los signos que no pertenecen al lenguaje, pero que son útiles para emplear como abreviaturas metalingüísticas, podemos señalar «=df» lo cual significa «es igual por definición» e indica el hecho de que es lícito emplear en cualquier circunstancia lo que se encuentra a la derecha de tal signo en lugar de lo que se encuentra a la izquierda y viceversa.

15. Las teorías deductivas y el método axiomático

Hasta aquí hemos considerado el concepto de teoría en una acepción extremadamente amplia y genérica, capaz de permitimos, en la práctica, dar este nombre a todo sistema de enunciados concernientes a un determinado universo de objetos. La excesiva imprecisión de este concepto hace que tenga escasa utilidad para los propósitos de nuestra investigación, motivo por el cual es oportuno restringir su alcance con algunas precisiones significativas. La primera de ellas puede consistir en exigir que una teoría contenga las proposiciones verdaderas referentes a su universo y, como máximo, las funciones proposicionales que sean necesarias como etapas intermedias para alcanzar las proposiciones verdaderas.

Aceptando esta limitación, una proposición como «la fórmula del agua es H2SO4» no pertenecería a la química por ser falsa, y esto podría ser poco satisfactorio desde ciertos puntos de vista. Este inconveniente puede ser evitado diciendo que la proposición pertenece al ámbito de la química, aun no perteneciendo a la teoría química en sentido propio. Esta frase resulta aquí un poco vaga, pero la esclareceremos dentro de poco, cuando hablemos de los «conceptos primitivos» de cada teoría. Diremos entonces que, en el ámbito de una teoría, entran todas las pro -posiciones reductibles a sus conceptos primitivos, sin necesidad de ser verdaderas.

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Delimitado de esta manera, el concepto de teoría es todavía excesivamente impreciso. De hecho una teoría, tal como se considera usualmente, no es un simple conjunto de proposiciones, sino un sistema de proposiciones, es decir, un conjunto organizado de un modo más o menos complejo. Pueden existir teorías en las cuales la organización se reduzca a un simple orden clasificatorio, o también a una reseña de hechos ordenados cronológicamente, o incluso de acuerdo con algún otro criterio más o menos riguroso. Por el contrario, las teorías que se encuentran en las ciencias exactas tienen en común la característica de que el nexo en base al cual están organizadas las proposiciones es el de consecuencia lógica, el cual se pone en evidencia a través de las demostraciones que unen las varias proposiciones. Llamaremos teorías deductivas aquellas en las cuales el orden entre las proposiciones viene dado por nexos de consecuencia lógica, e intentaremos comprender un poco mejor su naturaleza.

Puede afirmarse que la humanidad sólo ha encontrado dos medios, a lo largo de toda su historia, para afirmar de un modo convincente la verdad de una proposición. El primero de ellos es el de afirmar que una proposición es verdadera por sí misma, de un modo inmediato, puesto que el estado de cosas que ella describe puede constatarse de un modo directo. El segundo camino es el de afirmar que una proposición es verdadera debido a que es consecuencia lógica de otras proposiciones ya reconocidas como verdaderas. Podemos llamar evidencia fenomenológica (o de un modo breve, evidencia) la base para las afirmaciones de la verdad del primer tipo, la «verdad de por sí», y evidencia lógica (o brevemente, mediación) la base para la afirmación de las verdades del segundo tipo, la «verdad mediata» 5. La evidencia y la mediación aparecen por tanto como instrumentos capaces de garantizar la verdad de las proposiciones de cualquier teoría.

De acuerdo con esta observación fundamental, el modo más natural para organizar una teoría es el siguiente. Primeramente buscar algunas de sus proposiciones evidentes para intentar después establecer los nexos de consecuencia lógica que los ligan con todas las demás o, por lo menos, con todas aquellas que suponiéndose verdaderas no son evidentes fenomenológicamente, y también con aquellas cuya evidencia está menos clara.

A la misma conclusión se puede llegar también siguiendo un camino muy distinto. De un modo más o menos consciente siempre se ha admitido en la tradición del pensamiento occi-

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dental que la manera más segura para fundamentar una proposición, es decir, para asegurar su verdad, es el de dar una «demostración», a la que por ahora nos limitaremos a considerar en su sentido más genérico, como cualquier modo capaz de hacer emerger la verdad de una proposición dada como consecuencia de alguna cosa distinta a la misma. Es evidente que esta actitud de demostrar las más cosas posibles es un programa que posee unos límites intransgredibles. De hecho, de cualquier modo que se articule el proceso demostrativo, su característica intrínseca es la de poseer presuposiciones y premisas; a propósito de estas últimas, se puede exigir que su elección venga motivada por una demostración. Es evidente que no se puede mantener indefinidamente esta petición de demostración, puesto que, mientras no se encuentren premisas que sean aceptadas sin demostración, el proceso demostrativo no puede tener principio. En consecuencia, o se renuncia a la idea de que pueden existir demostraciones, o se admite que no todo se puede demostrar, es decir, que los puntos de partida deben ser dados sin demostración.

Volviendo ahora al punto de vista del fundamento, está claro que si una demostración se supone el medio para fundamentar ciertas proposiciones, sus premisas ----y también las premisas de estas premisas, y así sucesivamente -- entran en el fundamento. En consecuencia, aquellas premisas que deben ser aceptadas sin demostración deben ser, siempre desde el punto de vista del fundamento, autofundadas, es decir, ser verdaderas por sí mismas (evidentes). También por esta vía se llega a la conclusión de que si una teoría es una colección de proposiciones verdaderas y si la demostración debe ser el fundamento para afirmar la verdad de algunas de ellas, entonces la teoría debe contener necesariamente algunas proposiciones primitivas evidentes, verdaderas sin necesidad de demostración y capaces de constituir el punto de partida del proceso demostrativo.

Un razonamiento sustancialmente análogo al que acabamos de realizar sobre la verdad de las proposiciones puede repetirse para el problema del significado de los

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términos. La exigencia de rigor parece requerir que cada término usado en una teoría venga precisado por una definición adecuada. Sin embargo, también aquí se ve que no todo se puede definir, sino que, como fundamento de las definiciones consideradas globalmente, en el principio del proceso definitorio, deben encontrarse términos primitivos cuyo significado es conocido de por sí (per se nota).

Las ideas que hemos expuesto sumariamente constituyen, en sustancia, las motivaciones que llevan al nacimiento del método axiomático a fines de la época clásica y que, en particular, le dieron su impronta característica, que se ha perpetuado a lo largo de veinte siglos. Así en el Organon aristotélico (Analíticos Posteriores), encontramos, aunque de un modo más difuminado, este mismo tipo de consideraciones y en los Elementos de Euclides encontramos el primer ejemplo de una ciencia organizada de acuerdo con este modelo conceptual (prescindimos aquí del hecho de que las teorizaciones aristotélicas y euclidianas fueron preparadas a través de largos desarrollos en la historia de las matemáticas griegas, de las cuales por otra parte tenemos noticias relativamente escasas). Cualquiera que conozca, aunque sea de un modo superficial, los Elementos de Euclides sabe que los mismos comienzan con el enunciado de unos términos primitivos (ilustrados y esclarecidos con explicaciones que no son otra cosa que definiciones) y de unas proposiciones primitivas a las que se considera evidentes (los axiomas y postulados). A partir de aquí se obtienen por definición todos los demás conceptos de la geometría y por demostración todos los teoremas de la misma ciencia. En realidad, en los Elementos este propósito se realiza sólo imperfectamente, y es precisamente el empleo de un punto de vista estrictamente formal el que ha permitido, en la edad moderna, integrar y corregir tales imperfecciones.

Esta manera de concebir el método axiomático persistió hasta fines del siglo dieciocho en que, primero a consecuencia del descubrimiento de las geometrías neoeuclidianas y después debido a la crisis de fundamentos de las matemáticas, sufrió un cambio radical. Ello ha obligado a establecer una distinción clara entre la axiomática clásica, es decir, la que se expresa con el modo de pensar que hemos ilustrado, y axiomática moderna. Esta última, como ya se ha observado en uno de los parágrafos precedentes, se caracteriza por el abandono del requisito de la evidencia para los axiomas y los postulados, este abandono, como se ha visto, no fue causal ni decidido a la ligera, y en el fondo no fue ni tan sólo deseado. De este modo los axiomas 6 son puras proposiciones primitivas, en el sentido de simples principios, por así decir, de las demostraciones, pero sin ninguna prerrogativa ulterior que justifique la elección. Un razonamiento análogo vale para los términos primitivos, los cuales han permanecido incluso en las teorías axiomáticas mo-dernas, aunque no ya como término de significado conocido,

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sino más bien como términos definidos implícitamente por los axiomas a los que acompañan. Por ejemplo: «punto», «recta», «plano», «estar sobre», «estar entre» y otros términos primitivos para las propiedades y relaciones geométricas, no se piensan ya como designando aquellos entes que desde hace muchos siglos una cierta forma de intuición asociaba habitualmente a tales palabras, sino que más bien designan (o más bien están disponibles para designar) entes cualesquiera, con tal de que entre ellos se puedan definir propiedades y relaciones que, asociadas de algún modo oportuno a aquellas palabras, tengan como efecto el transformar los axiomas de la geometría (que hasta el momento son simples esquemas formales), en proposiciones verdaderas a propósito de estos nuevos entes.

De este modo la axiomática moderna se: presenta como una pura axiomática formal, no ya pensada como la organización sistemática de una teoría, sino como el medio para organizar la estructura de las infinitas teorías posibles, las cuales se obtienen cada vez que un universo de objetos presenta propiedades y relaciones capaces de ser interpretadas bajo el conjunto de los axiomas, transformándolos en proposiciones verdaderas.

Esta revolución en la concepción del método axiomático se puede sintetizar diciendo que la misma se basa en una escisión de su función metodológica respecto al problema del fundamento, que centra su atención exclusivamente en la primera. El método axiomático se convierte de este modo en el instrumento principal para ordenar, para organizar conscientemente, las proposiciones de cada teoría, pero no es capaz de proporcionar sus fundamentos, desde el momento que a los axiomas no se les exige el ser evidentes, ni tan solo el ser verdaderos, sino sencillamente haber sido enunciados y haber sido aceptados.

Llegados a este punto cabe preguntarse sobre la licitud de aceptar cualquier cosa. La búsqueda de una respuesta a esta cuestión es un problema muy delicado, porque se ve muy pronto que debe respetarse un requisito mínimo. Se trata de la evidencia que de los axiomas no debe poder deducirse jamás, por razonamientos formalmente correctos, ninguna conclusión contradictoria. Ello implicaría, como muestra la lógica, la posibilidad de deducir de tales axiomas una proposición y a la vez la negación de la misma. Con ello el conjunto de axiomas po dría considerarse como no formulado, debido a que no podrían

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aplicarse a ningún universo de objetos, puesto que éste debería ser tal que simultáneamente cumpliera dichos axiomas y su negación.

Es por este motivo que incluso los defensores más acérrimos de la axiomática puramente formal, de los que ya nos hemos ocupado en otra ocasión (Hilbert y su escuela), se vieron comprometidos en la búsqueda de pruebas capaces de demostrar la no contradicción de las construcciones axiomáticas.

Por el contrario, la axiomática clásica no había advertido este problema. Ocurre muy a menudo que este hecho aparece mencionado como demostración de la inmadurez del sentido crítico de aquella axiomática, pero la situación no es exactamen-te ésta. De acuerdo con el punto de vista tradicional los axiomas se suponían proposiciones evidentes y por ello, con mayor razón, verdaderas. Por otra parte, una de las características más constantes que se le reconocen a la lógica es la de permitir la deducción de conclusiones verdaderas a partir de premisas verdaderas, y se sabe también que dos premisas verdaderas no pueden contradecirse. Por lo tanto, desde el punto de vista clásico no podía plantearse el problema de la no contradicción de un sistema axiomático. Por el contrario, para la axiomática moderna las cosas son muy distintas, pues al no ser los axiomas ni verdaderos ni falsos (puesto que no son proposiciones, sino sólo esquemas formales de proposiciones posibles) no existen garantías a priori contra la posibilidad que de los mismos puedan resultar conclusiones contradictorias. De ello resulta que para evitar esta situación se requiere una demostración previa de coherencia (a partir de ahora usaremos la palabra «coherencia» como sinónimo de «no contradicción»).

Hemos recordado ya en el parágrafo 11, que un teorema demostrado por Gódel en 1931 establece la imposibilidad de probar la coherencia de un sistema formal con métodos internos al mismo sistema (o lo que es lo mismo, o representables» en el seno del mismo, aun cuando en realidad pertenezcan a su metateoría). Entre las muchas consecuencias de un descubrimiento de este tipo, interesa señalar aquí que la búsqueda de coherencia de un sistema axiomático abstracto ha debido recuperar, al menos en cierta medida, algunos elementos del punto de vista clásico. De hecho hoy en día la coherencia de un sistema de axiomas se establece encontrándoles un modelo, es decir, mostrando que pueden transformarse en proposiciones verdaderas relativas a algún universo de objetos. Las antiguas considera-

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ciones según las cuales de las proposiciones verdaderas no se pueden obtener jamás contradicciones vuelve a servir de garantía para la coherencia del sistema.

Después de todas estas vicisitudes, la situación actual de la axiomática puede resumirse en los siguientes términos. La larga aventura del puro formalismo se puede considerar concluida, pero no ha pasado en vano. Ha reconquistado su valor la consideración de las disciplinas tradicionales -aritmética, geometría, análisis, etc. - aunque desde el punto de vista del contenido no aparecen ya como las teorías de ciertos entes matemáticos simplemente. Es decir, se ha salvado, corno perspectiva muy fecunda, el concepto de la polivalencia de las construcciones axiomáticas, según el cual cuando una de ellas viene elegida con el propósito de organizar una teoría matemática bien determinada, no por ello se encuentra tan sólo vinculado: a ella, sino que es capaz de organizar muchas otras, es decir todas aquellas que satisfacen sus axiomas. Las consecuencias prácticas de esta polivalencia son importantísimas y fáciles de captar. Por un lado se da la circunstancia de que todo aquello que puede demostrarse abstractamente dentro del sistema axiomático vale también para todos sus modelos. Por otro lado ocurre que todo lo que se alcanza a ver dentro de uno de estos modelos, si después recibe una justificación formal a partir de los axiomas, resulta automáticamente válido también para los demás modelos. Es decir, incluso en aquellos para los cuales hubiese resultado muy difícil poner en evidencia las propiedades o relaciones descubiertas de este modo. De aquí que puedan I emplearse con gran fecundidad métodos algebraicos, topológicos o analíticos, por ejemplo, para tratar problemas de aritmética o geometría, entendidas en su sentido tradicional.

Puede afirmarse, por tanto, que las cosas se han desarrollado del mejor modo posible. El empuje formalista despertó un interés máximo por los aspectos metodológicos del método axiomático, lo que impulsó a que el mismo se convirtiera en un instrumento dúctil, perfectamente explorado y desarrollado en todas sus posibilidades técnicas. Sin embargo era de esperar que, a la larga, el formalismo habría acabado por restringir la perspectiva de este método, atribuyéndole solamente una función puramente abstracta y reconociéndole una capacidad creativa sólo en el seno de las matemáticas. Felizmente el ocaso del dogmatismo formalista ha dejado intacto el rico potencial técnico del método axiomático, y ha permitido recuperar la posi-

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bilidad de un fecundísimo empleo del mismo en la sistematización de teorías efectivas -en el sentido técnico ya indicado-, enriquecido por la conciencia de su polivalencia. Se puede incluso afirmar que ha reaparecido una cierta aproximación entre la función metodológica del método axiomático y su función fundamentadora, sin que por ello queden confundidas. Buscar axiomas adecuados para una teoría de hecho significa proveerla de un cierto tipo de fundamentación, aun cuando no sea posible establecer los fundamentos, puesto que tales axiomas no se suponen evidentes, es decir garantizados por sí mismos, y además porque se sabe que no son los únicos posibles para la misma teoría. La recuperación de una dimensión de la axiomática que haga referencia a los contenidos, y por tanto inevitablemente el restablecimiento de contactos con el problema de la verdad, aparece con una cierta cautela y con conciencia crítica. Se sabe que cuando se está axiomatizando una teoría concreta y efectiva, sería una afirmación poco acertada el decir que los axiomas no son ni verdaderos ni falsos. Ello no obliga a mantener la afirmación de que son evidentes ni a declarar que son verdaderos, sino tan sólo a suponerlo, a ponerlo como hipótesis, después de lo cual la pericia actualmente adquirida por el método axiomático para funcionar como un sistema deductivo que parte de hipótesis dadas, asegurará una correcta deducción de las consecuencias de aquellas hipótesis, lo cual permitirá encontrar orgánicamente todos los contenidos de tales teorías.

Precisamente es gracias a este hecho que existe la posibilidad de emplear el método axiomático en física, puesto que ello no era posible en tanto no se abandonaran los puntos de vista de la axiomática clásica. Por su parte, la física clásica, es decir la que va desde Newton a nuestro siglo, también podía servirse de este método, y de hecho así lo hizo en forma rudimentaria, porque suponía que algunos de sus puntos de partida y algunos de sus principios más generales eran indiscutiblemente verdaderos e incluso intuitivamente evidentes. Por otra parte es posible afirmar que no hubiesen existido posibilidades de hacer un uso fecundo del método si éste hubiera permanecido en las perspectivas del puro formalismo, por las razones expuestas antes. Fue preciso que se llegara a admitir un empleo del método axiomático que tuviera en cuenta los contenidos y al mismo tiempo que se consideraran los axiomas como un cierto tipo, tal vez un poco privilegiado, de hipótesis. Es precisamente

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la maduración de estas concepciones lo que ha hecho posible que hoy en día el método axiomático se presente como el más apto para organizar las teorías deductivas, cuyas proposiciones deben poder presentarse como afirmando algo de ciertos objetos (y por tanto no privadas de contenido) y por otra parte como deducciones correctas de ciertos axiomas.

Para que ello sea posible es preciso todavía que se esclarezcan dos puntos esenciales. En primer lugar debe establecerse una base que permita afirmar que una cierta proposición es consecuencia lógica de otra, y en segundo lugar debe especificarse cómo pueden precisarse las condiciones según las cuales los axiomas, y en general las proposiciones de un sistema axiomático, se refieren a un universo de objetos. A estos problemas dedicaremos los dos parágrafos siguientes.

16. La lógica

¿Qué significa afirmar que la proposición B es una consecuencia lógica de la proposición A? La respuesta a esta pregunta, en apariencia muy elemental, no es de ningún modo simple. Eliminando rápidamente respuestas del tipo «significa que B se sigue de A», «significa que A implica B», las cuales no hacen otra cosa que dar sinónimos del concepto de consecuencia lógica sin esclarecerlo en nada, se podrían tomar en consideración respuestas de este tipo: «significa que no se puede admitir A y negar B», «significa que si B fuera falsa, también A debería ser falsa». El punto débil de todos estos intentos de esclarecimiento lo constituye el hecho de que no está claro lo que se entiende por las expresiones «se debe», «se puede», «debería» y otras similares. Parece que las mismas por un lado aluden a un cierto estado psicológico, es decir, a un convencimiento o a una imposibilidad interna de negar el asentimiento, mientras que por otro lado parecen hacer alusión a una característica innata de las proposiciones mismas, casi como si se tratara de una ley de la naturaleza. Debido a incertidumbres de este tipo ha ocurrido que a lo largo de la historia de la lógica, muchas veces sus problemas se han considerado como cuestiones de psicología o de ontología. Sin detenernos en discutir las razones por las cuales no es válido este enfoque del problema, vamos a proponer una

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definición del nexo de consecuencia lógica que, siendo bastante similar externamente a las reseña-

das antes, tiene la ventaja de no provocar asociaciones de ideas con otros campos de investigación distintos. Nuestra propuesta consiste en afirmar: «B es una consecuencia lógica de A si y sólo si todas las veces que A es verdadera también B es verda-dera.» Parece evidente que en esta definición, cualquiera puede reconocer fácilmente todo aquello que considera definitorio del concepto de consecuencia lógica.

Llegados a este punto surge otro problema. ¿Cómo averiguar si una proposición es consecuencia lógica de otra, o de varias otras, en el sentido establecido en la definición precedente? De hecho está claro que la posibilidad de que B sea verdadera «todas las veces» que A es verdadera podría llevarnos a una verificación infinita, lo cual es teóricamente (y también prácticamente) imposible. Es precisamente para evitar inconvenientes de este tipo que ha nacido la lógica formal, gracias a la cual puede encontrarse una substitución de este proceso de verificación infinito e imposible. Esta última consiste en mostrar cómo de B se obtiene A mediante la aplicación de ciertas reglas de transformación, estudiadas oportunamente, y cuyas características son tales que aplicadas a proposiciones verdaderas sólo pueden dar lugar a proposiciones verdaderas. De esta manera es automático, por así decir, el que todas las veces que sea verdadera A, lo sea también B. Puede decirse que desde los tiempos de Aristóteles la lógica está empeñada en el esfuerzo de poner a punto una colección de reglas capaces de sustituir el nexo puramente intuitivo de consecuencia lógica por alguna noción controlable efectivamente, y la silogística aristotélica constituye precisamente el primer ejemplo de un sistema de reglas capaces de llegar a este resultado, al menos dentro de ciertos límites.

Es evidente que tomando la decisión de transformar la búsqueda de los sexos de consecuencia lógica en una verificación de la correcta aplicación de ciertas reglas, se pierde toda referencia inmediata al problema de la verdad. De hecho, de acuerdo con dichas reglas, la proposición B podría derivar correctamente de la proposición A, aunque esta última fuese falsa. Esto no destruye nuestra noción usual de consecuencia lógica, la cual no requiere que A sea verdadera para poder afirmar que lo es B, sino que exige que B sea verdadera si lo es A. Por otra parte, el recurrir a las reglas de transformación facilita prescindir de la consideración inmediata del contenido de verdad de las proposiciones, el cual, como se com-

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prende intuitivamente no forma parte de las investigaciones sobre el nexo de consecuencia lógica, esta afirmación podría expresarse de un modo más riguroso, pero no parece preciso hacerlo aquí.

¿Qué son, sustancialmente, las reglas de transformación? De hecho no es posible ocuparse de ellas más que como proposiciones expresadas en un cierto lenguaje y, en la práctica, como expresiones de un lenguaje escrito. Se ve por tanto que las mismas se refieren, en última instancia, a signos y sólo versan (directamente) sobre la forma gráfica de los símbolos. Esto explica la posibilidad de su total explicitación, la posibilidad de una verificación efectiva de su correcta aplicación, y también el hecho de con la creación de estos complejos de símbolos simplificados, desprovistos de lo no esencial y manejables, que son los lenguajes artificiales, sea posible poner a punto sistemas de reglas para la realización de deducciones formales susceptibles de ser consideradas particularmente satisfactorias.

Según una terminología técnica, hoy en día prácticamente establecida como norma en lógica matemática, llamamos derivación al procedimiento mediante el cual una proposición se obtiene de otras a partir del uso de reglas de transformación. La ejecución del programa, al cual nos hemos referido antes, equivale a proporcionar un complejo de reglas tales que el concepto de «derivabilidad» resulte en base a las mismas un sustituto adecuado del concepto de consecuencia lógica, lo cual incluye el logro de dos objetivos distintos, a los que llamaremos de carácter mínimo y de carácter máximo. Como condición mínima debemos exigir que, dado un conjunto de premisas, la aplicación de las reglas establecidas sólo permita derivar de las mismas proposiciones que sean su consecuencia lógica. Si no fuera así tendríamos un sistema de reglas incorrecto, que nos permitiría obtener de premisas verdaderas conclusiones falsas. Como condición máxima podemos exigir que dado un conjunto cualquiera de premisas el uso de las reglas nos permita obtener todas las consecuencias lógicas. Si ello no fuera así, deberíamos decir que la noción de derivabilidad -en base a estas reglas- no logra sustituir de un modo completo la noción de consecuencia lógica, puesto que existirían algunas consecuencias lógicas efectivas de ciertas premisas que no lograríamos obtener con nuestras reglas. Por tanto, lo ideal sería conseguir la elaboración de un sistema de reglas formales (es decir un cálculo lógico como se acostumbra a llamar, desde el momento que cual

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quier cálculo no es otra cosa que un complejo de reglas para manipular símbolos) que fuese a la vez correcto y completo (quizás podría decirse también válido y completo).

El sentido común acepta que la obtención de un cálculo de este tipo es una tarea siempre posible en principio. De hecho parece que para tal fin bastará con enunciar cuidadosamente los principios y procedimientos de la lógica natural de la cual nos servimos comúnmente para obtener conclusiones de unas premisas y que parece perfectamente completa. Esta convicción no es propia únicamente del llamado hombre de la calle, sino que la mayor parte de los matemáticos, por ejemplo, están convencidos de que si una proposición es verdaderamente una consecuencia lógica de los axiomas de la aritmética o' de la geometría, la misma debe poder demostrarse rigurosamente a partir de los mismos. Sin embargo las investigaciones de la lógica matemática han puesto en claro que el problema no es tan simple. Se ha podido comprobar que aun cuando en principio siempre es posible la obtención de cálculos correctos, no se puede decir lo mismo de su cualidad de completos, y la cues, tión depende del nivel lógico dentro del cual se sitúa. Así, mientras para un lenguaje proposicional, o para el de los predicados de primer orden, de los cuales ya hemos hablado precedentemente, se alcanza a construir una cierta variedad de sistemas completos de reglas deductivas, no se puede hacer lo mismo a partir de lenguajes de predicados de segundo orden o para aquellos de orden superior. Esto significa que si para formular explícitamente nuestras premisas nos basta con disponer de un lenguaje del primer orden, entonces nos será posible obtener por derivación, mediante reglas oportunas, todas las consecuencias lógicas de tales premisas. Si por el contrario la formulación de alguna de tales premisas requiere recurrir a un lenguaje del primer orden, entonces nos será posible obtener por derivación, mediante reglas oportunas, todas las consecuencias lógicas de tales premisas. Si por el contrario la formulación de algunas de tales premisas requiere recurrir a un lenguaje de segundo orden (es decir resulta necesario cuantificar tam-bién las variables predicativas, o tal vez hablar de propiedades de las propiedades, o de las relaciones entre las propiedades, etc.), entonces ya no es posible obtener un sistema de reglas que permita obtener todas sus consecuencias lógicas. Ésta es la

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razón por la cual, como ya se ha observado antes, el estudio de los lenguajes artificiales en la práctica no va más allá

del primer orden. O en todo caso no se intenta proporcionarles sistemas de reglas para las deducciones. Esta tarea no es imposible a priori, pero se sabe de antemano que sólo se lograría la obtención de cálculos incompletos.

No podemos detenernos aquí en esclarecer las razones de los hechos que acabamos de enunciar, por lo que al lector interesado le recomendamos la lectura de algún texto de lógica matemática. Nosotros pasaremos ahora a ofrecer, de un modo muy sucinto y sin dar la demostración de tales requisitos un sistema de reglas correcto y completo, que aplicado a premisas formuladas en el lenguaje artificial que hemos expuesto anteriormente, sea suficiente para obtener todas sus consecuencias lógicas. Es decir, transformaremos el lenguaje dado en un cálculo lógico, un cálculo de los predicados de primer orden con la identidad), el cual está en condiciones de satisfacer las necesidades prácticas de los procesos demostrativos que intervienen de hecho en la física.

Apenas es preciso hacer una observación ulterior: siempre que en la exposición de un lenguaje artificial nos atengamos a un punto de vista estrictamente sintáctico, es necesaria la explicitación ulterior de las reglas de transformación. De hecho, sólo ellas permiten proporcionar una «definición implícita» de los varios conectores y operadores lógicos (también el anunciado de axiomas lógicos convenientes, los cuales desempeñan un papel totalmente análogo). De hecho está claro que con las reglas de formación únicamente podemos saber, por ejemplo, que A A B y A y B son expresiones legítimas del lenguaje, pero no nos permiten diferenciarlas. En consecuencia, si no deseamos recurrir a las tablas de valores de verdad, que son precisiones de carácter semántico, el único modo para diferenciar las dos ex -presiones consiste en esclarecer el uso de los dos conectores mediante la formulación de reglas convenientes, o mediante el enunciado de axiomas convenientes en los cuales aparezcan estos signos, junto con otras reglas para efectuar deducciones a partir de estos axiomas'.

La exposición de nuestro cálculo requiere la introducción de algunas convenciones metateóricas, que hagan más fluido el enunciado de las reglas. Antes de nada convendremos en usar letras latinas mayúsculas no cursivas para designar expresiones genéricas, puesto que no existirá peligro de confusión con las letras que designan predicados, las cuales son cursivas. Escribiendo A (x) y similares indicaremos una expresión cual-quiera en la cual aparezca la variable libre x (también aquí, por las

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razones ya citadas, no hay peligro de confusión con los signos de las funciones del cálculo). Con la notación A (t) y similares indicaremos una expresión en la cual aparezca un término cualquiera t, conviniendo en que A (x) y A (t) estén ligados por la siguiente relación: la segunda se obtiene de la primera sustituyendo el término t en todos los lugares en que aparezca la variable x, y la primera se obtiene de la segunda efectuando la sustitución inversa, es decir, poniendo x en lugar de t. La letra P escrita en negritas indicaa un conjunto génerico (eventualmente puede ser el conjunto vacío). Finalmente con el signo I- indicaremos el predicado metateórico «derivar», por el cual la notación A - B significa: «B deriva de A».

Cada regla tiene la estructura genérica de una prescripción que permite, dadas ciertas condiciones, escribir una determinada cosa. En algunos casos estas condiciones pueden faltar, y se dice que se trata de una regla de cero condiciones, y esta regla determinará alguna cosa que se puede escribir siempre. En otros casos se tratará de una regla de una condición, de dos condiciones, etc. Las condiciones tienen la forma de enunciados metateóricos relativos a la deductibilidad de ciertas proposiciones a partir de determinadas premisas, y también aquello que la regla permite escribir en base a esas condiciones tiene la forma de un enunciado de este tipo. En una forma general, una regla tendrá la siguiente estructura: «si de la premisa P1 se obtiene la expresión X I, de la premisa P2 se obtiene la expresión X2, etc., entonces de las premisas PI U P2... deriva la expresión Y» (el signo U indica la reunión de conjuntos), donde todo lo que comienza por «si» forma parte de las condiciones de la regla, mientras que todo lo que sigue a «entonces» constituye su conclusión. Para hacer más clara la exposición de las reglas, convendremos en poner todas las condiciones en una columna, trazaremos debajo una raya, y escribiremos las conclusiones debajo de la raya. En conclusión la estructura de una regla será genéricamente la siguiente:

Está claro que en esta notación las reglas de cero condiciones no tendrán más que una línea, es decir, la línea de las conclusiones. Expondremos finalmente las reglas deductivas:

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La subdivisión que hemos efectuado de la gran mayoría de las reglas en dos clases, llamadas respectivamente de «introducción» y de «eliminación», precisa sin duda una justificación aunque sea breve. Si, como ya se ha indicado antes, las reglas deben en última instancia precisar el uso de

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los signos del cálculo y, de un modo particular, de los conec tores y operadores, está claro que las mismas en definitiva deben reducirse a cláusulas que permitan escribir o cancelar los signos singulares, es decir «introducirlos» o «eliminarlos», en ciertas expresiones. Así, por ejemplo, si se está demostrando una proposición que comienza con el signo de negación (por ejemplo A), la regla para la introducción de este signo advierte que la manera para obtener el fin buscado consiste en combinar dicha proposición no negada con oportunos conjuntos de premisas, de manera que se puedan derivar tanto una proposición B (cualquiera que sea) como su negación, después de la cual podremos derivar la negación que interesa del conjunto de premisas que se obtiene reuniendo todas aquellas que, junto con A, han servido para deducir la contradicción. Si por el contrario se pretende eliminar, en lugar de introducir, el signo de la negación, se deberá anteponer un nuevo signo

de negación frente a la proposición ya negada, a partir de lo cual la regla sin premisas A - nos permitirá derivar de la misma una expresión no negada. Por otra

parte no nos parece preciso insistir mayormente sobre esta subdivisión de las reglas, la cual a fin de cuentas sólo tiene una cierta utilidad clasificatoria. Por el contrario, es preciso advertir que las reglas en las que intervienen los cuantificadores, la de sustitución y la de eliminación de la identidad están sujetas a algunas condiciones críticas que ahora desarrollaremos explícitamente.En primer lugar debe observarse que, en cualquier lugar en que aparezca la sustitución de una variable por un término -en la práctica la transición de A (x) a A (t) -- deben satisfacerse dos condiciones: la primera es que la variable sustituida no esté ligada y la segunda que el término no contenga a su vez variables libres (o sea él mismo una variable) que resulten ligadas una vez se haya realizado la sustitución. La primera condición es de evidencia inmediata, puesto que si no se respetara podría ocurrir que aparecieran cuantificadores referidos a constantes, mientras que se ha visto que sólo tiene sentido cuantificar variables, por ejemplo no tendría ningún significado el decir: «existe un 3 que es impar». La segunda condición se justifica fácilmente observando que, sin ella, la regla de sustitución resultaría incorrecta, consintiendo por ejemplo el derivar de y xPxy la expresión y xPxx, que no es su consecuencia lógica, como se observa fácilmente si se supone, por ejemplo, que P expresa el predicado numérico «ser mayor» con lo cual la primera expresión puede resultar verdadera en muchos casos, mientras que la segunda es siempre falsa. De acuerdo con estas advertencias, puede precisarse la regla de sustitución diciendo que si de ciertas premisas deriva una cierta consecuencia que contiene una variable libre, entonces, sustituyendo tal variable por un término en las premisas (para que la sustitución sea lícita en las condiciones establecidas) puede decirse que las mismas constituyen nuevas premisas de las cuales es derivable la expresión A (t). En la regla a la que, convencionalmente, hemos llamado de eliminación de la identidad se afirma una conclusión menos general. Según ella si de ciertas premisas se deriva A (x), añadiendo a las mismas la premisa x = t se obtiene A (t) con tal de que la sustitución de x por t sea legítima en A (x). Esta condición acerca de la legitimidad de la sustitución es también la

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única imposición que se hace a las reglas para la eliminación de y para la introducción de . Por el contrario, para la introducción de y para la eliminación de se requiere otro tipo de condición, consistente en que la variable cuantificada no sea libre en el conjunto P de las premisas. Para la eliminación de 3 se requiere además que dicha variable no sea libre ni tan sólo en la proposición derivada (indicada por C). Como de costumbre, las razones de estas limitaciones están ligadas a la corrección de las reglas; aquí nos contentaremos con discutir un solo caso, el de la regla para la introducción de y, remitiendo al lector para los demás casos a un tratado de lógica cualquiera. La citada regla expresa un hecho razonablemente obvio: si de ciertas premisas se deduce una propiedad que hace referencia a un individuo genérico x de mi universo, entonces, dado que precisamente un individuo de esta clase es genérico y no existen sobre el mismo condiciones especiales, es posible afirmar que tal propiedad vale para todos

es verdaderamente genérico, y la condición de que x no pueda aparecer como variable libre en las premisas es precisamente la explicitación de esta condición. De hecho, si de la premisa «x es par» se obtiene la expresión «x es divisible por 2», no es posible afirmar que de la misma premisa se obtiene «todos los x son divisibles por 2», y ello es consecuencia de que la x está comprometida por el hecho de aparecer en las premisas y no es una x genérica que, debido a su genericidad, pueda dar lugar a una cuantificación universal.

Las varias reglas tienen un significado intuitivo bastante inmediato y por ello no parece necesario gastar más palabras para ilustrarlas. En todo caso vale la pena señalar dos reglas de cero condiciones: la regla de la introducción de la identidad, puesto que no tiene la forma, común a todas las demás, de indicación de una derivación admitida (falta alguna cosa que preceda al signo «I-»); y la regla de la introducción de hipótesis que a primera vista puede parecer excesivamente trivial. Respecto a la primera se puede decir que la excepción es sólo aparente, puesto que hubiese sido posible escribirla del siguiente modo: t = t y con ello habría presentado la misma estructura que es común a las demás reglas (pero usualmente no se menciona el conjunto de las pre misas cuando el mismo es, como en este caso, el conjunto vacío 4'). La regla en cuestión dice, por tanto, que la identidad de un término con sí mismo puede afirmarse independientemente de cualquier premisa.

Por otra parte, la regla para la introducción de hipótesis afirma una cosa muy trivial: que de la hipótesis A se obtiene ella misma. Sin embargo, esta regla es indispensable si, junto con los axiomas de una teoría, queremos podernos valer de cuando en cuando de la introducción de hipótesis provisionales a los fines de la demostración (hipótesis que, naturalmente, después serán eliminadas de algún modo). Ahora bien, mientras que para los axiomas - o para ciertas premisas explícitamente asumidas de un modo estable- no se precisa ninguna hipótesis especial para su afirmación y en consecuencia se pueden escribir del siguiente modo: I-A, no ocurre lo mismo con las hipótesis provisionales, y en este caso es indispensable que figuren explícitamente fuera del signo de derivación, como premisas añadidas ; de aquí la notación A I- A.No tiene interés mostrar ahora cómo se hace funcionar un cálculo, como el que se acaba de exponer, para efectuar demostraciones. Si algún lector desea conocer algún ejemplo puede encontrarlo en cualquier buen manual de lógica, puesto que no vamos a desarrollarlos aquí, donde la alusión a la lógica la hemos hecho, por así decir, por razones «de principio». De hecho hemos indicado que las teorías físicas encuentran una especie de sistematización ideal si aparecen estructuradas en base al método axiomático y hemos indicado que ello comporta la elección de axiomas oportunos, de los cuales debe ser posible deducir como consecuencias lógicas todas las demás proposiciones de la teoría. Natu -ralmente estos razonamientos estaban condenados a adoptar un aire de vaguedad, a no ser que fuera precisado un método para la derivación de consecuencias lógicas. Por ello el propósito de este parágrafo ha sido precisamente el exponer un método de esta clase, aunque sólo fuera en sus aspectos más esenciales. Lo más importante para nuestros

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fines es saber que al menos existe un método capaz de permitir la obtención de todas las consecuencias lógicas, y sólo de ellas, que se pueden obtener de los eventuales axiomas que se eligen para una determinada teoría física, mientras que resulta secundario el ver en detalle cómo ello ocurre, es decir, cómo se realizan las deducciones paso a paso. Por otra parte, es preciso no olvidar que las «deducciones» que tienen lugar en las teorías físicas, sólo en parte pueden considerarse de naturaleza puramente lógica (directamente traducibles en operaciones sobre los signos, del tipo que hemos ilustrado en nuestro cálculo), siendo en una medida mucho más grande de naturaleza técnicamente matemática. Es verdad que todas las matemáticas pueden exponerse a partir de ciertos axiomas iniciales mediante cálculos lógicos, pero ello no se realiza en el caso de las teorías físicas, las cuales toman los instrumentos matemáticos como ya dados. De aquí que resultaría una pedantería insistir en los detalles acerca del funcionamiento de nuestro cálculo lógico que, en todo caso, podrá encontrar una aplicación siempre limitada en la exposición de las teorías físicas, aun cuando el papel que desempeña en las mismas sea esencial desde el punto de vista teórico.

Puede ser útil observar cómo, en la práctica, las deducciones raramente se realizan mediante una aplicación directa de estas reglas, sino más bien de acuerdo con ciertas reglas derivadas (que se justifican por aquéllas), lo mismo que ocurre en el cálculo matemático habitual en donde se emplea la identidad (x + y)2 = x2 + y2 + 2xy sin que sea preciso remontarse cada vez a las leyes fundamentales de la aritmética, de las cuales se ha deducido la misma. Algunas de estas reglas auxiliares pueden resultar bastante sencillas, como, por ejemplo, aquellas que expresan la conmutabilidad de la conjunción y de la disyunción:

o también como la regla del reforzamiento de la premisa:

o como la de la «deducción en cadena» (llamada también regla de concatenación):

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Por el contrario, otras reglas derivadas son más complejas y su utilidad práctica (como abreviatura en las derivaciones) está en razón directa a su complejidad. A continuación damos, a título de ejemplo, algunas importantes reglas derivables, sin detenernos en indicar explíci tamente su obtención a partir de las reglas básicas del cálculo.

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El muestrario de reglas derivables que hemos expuesto puede parecer muy rico a primera vista, pero en realidad no lo es. Los procedimientos correctos que empleamos en la práctica para demostrar las cosas que nos interesan - tanto en el campo de la ciencia como en la vida cotidiana - son en realidad muy numerosos y superan ciertamente las tres decenas de esquemas para los procesos deductivos que hemos expuesto. No existe el peligro de que seamos impotentes para reproducir todos estos procedimientos correctos, puesto que de hecho se ha afirmado que las reglas fundamentales indicadas constituyen un cálculo completo y ello significa que, sin ninguna duda, somos capaces en principio (aun-que en la práctica la cosa podría ser difícil y tal vez necesitaría varios intentos para tener éxito) de justificar, a partir de estas reglas, cualquier procedimiento demostrativo correcto que se limite a moverse dentro de un lenguaje de primer orden. Queda claro también que las reglas derivables aquí expuestas constituyen, junto a las originales del cálculo, un aparato no despreciable de instrumentos deductivos. En ellas casi siempre se podrá hallar la indicación efectiva más rápida para la reproducción de las inferencias deductivas que deban tenerse en consideración para la construcción efectiva de una teoría científica.

Deseamos concluir estas breves consideraciones sobre la lógica empleada en la construcción de las teorías deductivas con una observación respecto a la locución «si... entonces» (y similares). La misma aparece en la filosofía de la física interpretada al menos de tres maneras dis tintas, que es conveniente señalar especialmente debido a la circunstancia de que una de las tres es incorrecta. Una primera interpretación es la que los lógicos expresan de un modo explícito mediante el conectordel condicional, según el cual «A B» es una proposición compuesta del lenguaje, ni más ni menos de lo que puedan serlo una conjunción y una disyunción. Por tanto en ella no se afirma que de la hipótesis A «deriva» la consecuencia B, puesto que el concepto de derivación es metalingüístico y se expresa mediante el símbolo específico «I-». No obstante existe un nexo evidente entre el conector del condicional y el nexo metateóricco de derivabilidad, como se comprueba en lo siguiente: la regla para la introducción del condicional cuando se supone que el conjunto P indicado en la misma es vacío, se escribe:

es decir, que si de A deriva B, el condicional «A B» es derivable a partir de cero premisas o, como se acostumbra a decir, es una «tesis lógica» que (como veremos mejor en el próximo parágrafo) resulta

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siempre verdadera. Análogamente, empleando la regla para la eliminación del condicional se demuestra fácilmente que, en la hipótesis que «A-> B» sea una tesis lógica, entonces B es derivable de A:

De todo ello podemos concluir que de A deriva B si y sólo si el condicional considerado es una tesis lógica, es decir, es siempre verdadero y por tanto su verdad no es un caso afortunado debido a una oportuna elección de A y B. Éste es el motivo por el que resulta oportuno saber distinguir el uso lingüístico del «si ... entonces» (condicional) de su uso en el metalenguaje (nexo de derivación).

Junto a estos dos empleos, distintos pero corrientes, de las expresiones del tipo «si ... entonces», se encuentra muy a menudo otro, que considera a dichas locuciones como expresión de un nexo causal entre A y B, según el cual afirmar «si A, entonces B» equivaldría a decir: «A es causa de B». De acuerdo con esta manera de proceder, ocurre a menudo que el nexo causal entre A y B viene representado sin rodeos mediante el condicional «A B». No es preciso gastar muchas palabras para mostrar lo correcto de esta interpretación. Baste observar que el condicionel: «si 2 + 2 = 5, entonces el mar está agitado», es una proposición verdadera pese a que tiene un antecedente falso (como se puede comprobar en la tabla de los valores de verdad), pero nadie se atrevería a afirmar que 2 + 2 = 5 es la causa de la agitación del mar. Sin embargo parece que al menos debería concederse que una proposi ción que exprese un nexo causal pueda indicarse mediante un condicional (aunque lo contrario no sea cierto), pero incluso esto parece desaconsejable. Supóngase, por ejemplo, que se ha representado «A es causa de B» mediante «A B», y que después de utilizar esta expresión condicional en el curso de ciertas deducciones, al fin de las mismas surge la conclusión «C D». Ahí surge la cuestión de saber qué debe pensarse de esta última. ¿Espresa todavía un nexo de causa, o ya no? En todo caso no existiendo identificabilidad entre nexo de causa y expresión condicional, no es posible responder a esta pregunta, puesto que las deducciones que nos llevan desde « A -> B» a «C -> D» se sirven solamente de las propiedades del condicional como nexo lógico.

Habiéndonos referido a los condicionales y a las relaciones de derivabilidad, es oportuno hacer aquí una observación que desarrollaremos nuevamente más adelante, aunque vista desde otro ángulo. Supongamos que hemos demostrado que la relación A I- B es válida, donde A es, por ejemplo, una ley física general y B la descripción de un experimento posible. Imaginemos entonces que la realización efectiva del experimento nos muestre que B es verdadera: ¿Qué conclusión podremos sacar respecto a A? Rigurosamente ninguna: la verdad de la con-

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clusión no nos permite afirmar ni la verdad ni la falsedad de las premisas y para convencernos basta con recordar que A-1 B equivale a -1A B y que un condicional en el cual el consecuente sea verdadero es siempre verdadero (tal como resulta de la tabla de verdad). Por tanto si A es una hipótesis no verificable o una ley general, el hecho de que de la misma se puedan deducir consecuencias correctas no basta para afirmar que también A es verdadera.

Las consecuencias no pueden demostrar la verdad de las premisas, sino que únicamente pueden «refutarlas», en el sentido de que su fal sedad lleva consigo la de las premisas, o al menos de alguna de ellas, que han servido para su deducción. Como ejemplo pueden considerarse los varios casos de la regla de contraposición que hemos expuesto anteriormente entre las reglas derivables. La conclusión de todas estas consideraciones es importante: desde el momento en que todas las leyes físicas tienen la característica de proposiciones de las cuales debe ser posible deducir los hechos experimentales, es absurdo pensar que estos mismos hechos puedan asegurar la verdad de las leyes, en el sentido que tal verdad sea consecuencia lógica de los hechos. Por ello es completamente errónea la convicción, encontrada ya implícitamente en Newton, según la cual las leyes físicas se «deducen» de los hechos experimentales.

Las vías mediante las cuales se llega de los hechos a las leyes son otras, y se trata siempre de vías que no tienen un final seguro y unívoco porque, incluso después de haber encontrado la ley, la posibilidad de deducir de la misma nuevos hechos no prueba su verdad, sino que sólo da una confirmación de dicha ley. Será nuestra tarea dentro de poco señalar de qué modo puede intentarse llegar de los hechos a las leyes y qué significado tiene su confirmación.

Algún lector podría preguntarse si la lógica a que nos hemos referido para la construcción de las teorías físicas es la única posible, desde el momento en que se oye hablar en muchas ocasiones de las lógicas particulares requeridas por la fí -sica, en particular por la moderna física cuántica. A este propósito queremos en primer lugar establecer una distinción: a menudo se emplea la expresión «lógica de la física» para indicar el complejo de sus instrumentos metodológicos, sus pro-cedimientos deductivos e inductivos, sus procedimientos de conceptualización y de verificación, etc. Nosotros creemos que esta costumbre es inútil y puede crear confusiones, por lo que preferimos reservar el término «lógica» para designar únicamente los procedimientos de inferencia de tipo deductivo. Una vez efectuada esta distinción cabe observar que incluso para los instrumentos lógicos tomados en nuestro sentido se han hecho propuestas de recurrir a lógicas no clásicas, es decir, distintas de aquellas que -como el cálculo que hemos expuesto- se limi

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tan a distinguir entre proposiciones verdaderas y falsas. Reichenbach, Birkhoff y von Neuman han propuesto nuevas lógicas para la mecánica cuántica que apunta en esta dirección. A ellas nos referiremos de un modo suscinto en la última parte del presente trabajo; aquí anticiparemos únicamente que las propuestas hasta ahora realizadas no están completamente exentas de equívocos, y que el problema planteado por las mismas está muy lejos de ser trivial y sin sentido.

Después de todo lo que acabamos de decir en este parágrafo no quisiéramos haber dado la impresión de que la lógica es suficiente para la construcción de las teorías físicas. De hecho la misma no basta ni para construir la matemática, la cual se sirve de procedimientos más o menos intuitivos, de analogías, de inferencias que permiten introducirse en el estudio de teoremas que luego serán sometidos a la criba rigurosa de las demostraciones. Ello ocurre con mayor razón en el campo de la física; sin embargo es importante tener en cuenta que la argumentación lógica, además de ser una componente insustituible en la construcción de la física, es también la única cuyos métodos pueden precisarse con absoluta exactitud y servir de fundamentación con el solo recurso de las nociones de verdadero y falso. Por el contrario, con otros tipos de instrumentos deberíamos limitarnos casi únicamente a un análisis de tipo descriptivo.

17. La semántica

Un lenguaje, ya sea natural o artificial, es siempre un complejo de signos y la característica del signo es la de «estar en lugar de» alguna otra cosa. Ciertamente, también un signo es siempre un objeto físico, y como tal puede ser sometido de un modo natural a consideraciones que se limiten a tomarlo como tal; por ejemplo, se puede escribir la cifra «5» y después precisar cuánto mide de altura y de anchura el signo gráfico que se ha trazado. Sin embargo un signo no es solamente - o no es principalmente - un objeto físico, sino «alguna cosa más», es un objeto físico (signo gráfico, gesto con la mano, sonido, bandera, humo, fuego, etc.) provisto de un significado.

La doctrina del significado es uno de los capítulos más complejos y controvertidos de la lógica y de la filosofía en general. De ella se ocuparon ya en la edad clásica, en ella derrocharon

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ingenio y sutileza los lógicos de la escolástica medieval, a ella volvió la moderna lógica matemática, y constituye el campo de investigación por excelencia de la filosofía analítica contemporánea y también, naturalmente, de la moderna lingüística. Por ello es evidente que aquí únicamente podremos considerar algunos aspectos del problema con alguna brevedad.

Entre los muchos aspectos que han sido individualizados dentro del problema del significado, y que corresponden a la aclaración de otros tantos «tipos» de significado, a nosotros nos interesan aquí únicamente dos, es decir, el llamado «significado sintáctico» y el «significado semántico». El significado sintáctico es el que compete a un signo en razón de las relaciones que mantiene con otros signos de un determinado lenguaje, y en este caso el esclarecimiento de un tal significado consiste en la explicitación de todas las relaciones existentes. Por ello la exposición que hemos efectuado precedentemente de un lenguaje artificial, con demostración de todos sus signos y de todas las reglas que lo gobiernan, constituye una exposición del significado sintáctico de dicho lenguaje y de sus varios signos.

El significado sintáctico es, en el fondo, un simple significado «operativo» de los signos, y su determinación consiste en precisar cómo se usan los mismos, pero no dice qué cosas designan. Por el contrario, cuando se dice comúnmente que un signo tiene un significado, se supone usualmente que ello significa que el signo designa alguna cosa. Es evidente que si un lenguaje nace como el lenguaje de una teoría, esta capacidad para designar es una condición esencial para que pueda «hablar» de su universo de objetos. Precisamente por esta causa hemos acompañado la exposición de la misma sintaxis de nuestro lenguaje con algunas observaciones semánticas diciendo, por ejemplo, que las letras minúsculas se emplean para designar indi -viduos, las mayúsculas para representar propiedades o relaciones, los varios conectores y operadores designan ciertas funciones de verdad, y así sucesivamente.

De todo lo dicho resulta que la característica principal del significado semántico de un signo es la de ser una referencia del mismo signo a otra cosa distinta. La pregunta que cabe plantearse entonces es qué significa esta referencia.

Cuando se intenta precisar esta cuestión, nos encontramos con dos tipos de respuesta, que ya habían sido individuados y considerados por la lógica escolástica, mediante su distinción

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entre comprensión y extensión de un signo. Actualmente se ha vuelto a resucitar esta distinción, aunque con distinta terminología y así se habla de intensión y extensión, el significado de las cuales es esencialmente el mismo que en la lógica escolástica. Tenemos, por ejemplo, la palabra «hombre» su intensión es el conjunto de propiedades que se supone debe poseer un individuo para que pueda dársele la designación de hombre o, lo que es lo mismo, el conjunto de condiciones que debe satisfacer un individuo para poder ser asignado a la clase de los hombres. Es evidente que cada intensión determina una clase, un conjunto de individuos, que es el conjunto de los individuos para los cuales una tal intensión es atribuible correctamente (o «conviene», como se dice en términos técnicos); esta clase o conjunto es precisamente la extensión del término considerado.

Ahora bien, ¿el significado de un signo es su intensión o su extensión? Parece evidente que la respuesta es que el significado semántico consta de ambas, intensión y extensión, aunque, como veremos dentro de poco, para ciertos fines es posible li -mitarse a considerar una u otra. Intensión y extensión forman parte de aquello a lo cual el signo se refiere y es corriente decir que un término designa su extensión y connota su intensión.

Vale la pena observar, aunque sea someramente, que en ciertos casos límites carece de valor la intensión y en otro la extensión. Por ejemplo, el término compuesto «círculo cuadrado» tiene una intensión que más o menos se puede enun ciar del siguiente modo: «un objeto es un círculo cuadrado si es una figura geométrica plana con cuatro ángulos rectos, cuatro lados iguales y tales que todos los puntos de los mismos equidisten de un centro». Mediante razonamientos lógicos sencillos es posible demostrar que estas condiciones son, en el ámbito usual de la geometría, incompatibles simultáneamente y de ello se concluye que el conjunto de los objetos capaces de satisfacerlas es vacío, es decir que el término «círculo cuadrado» posee una intensión, pero no tiene propiamente una extensión. Por el contrario, podemos considerar el conjunto formados por los siguientes objetos: [2,27,5], y suponer que constituye la extensión de un predicado numérico, la que podríamos llamar P. Sin embargo resulta que no corresponde: a ninguna intensión auténtica, es decir, no existe ningún complejo de propiedades numéricas que sean satisfechas por sus elementos y al que correspondería la designación de P, si se exceptúa la propiedad tautológica de pertenecer precisamente al conjunto considera

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do, es decir la propiedad de ser 2, ó 27 ó 5 (observemos que esta intensión trivial se presenta en todos los casos).

Es precisamente la existencia de casos límites como los indicados lo que nos demuestra que intensión y extensión son conceptos verdaderamente distintos, aunque estrechamente relacionados, y que en todos los casos es preciso tenerlos en cuenta ambos. Se conoce ya desde hace mucho tiempo que la extensión y la intensión varían en razón inversa; así, por ejemplo, «hombre» es un término menos extenso que «animal» (porque entre los animales se encuentran todos los hombres, además de otros individuos), pero su intensión es más rica (porque abarca, junto a las características comunes a todos los animales, aquellas que son específicas de los hombres).

Acerca de las relaciones entre extensión e intensión es fácil poner en evidencia todo lo que sigue.

Toda intensión determina una extensión, que en el límite puede ser vacía, como ya se ha visto; pero no ocurre siempre lo contrario, si se exceptúa el hecho de que toda extensión determina siempre la intensión trivial que se ha señalado. De ello se sigue que dos signos con extensiones distintas deben tener también distintas intensiones, pero no al revés. Un ejemplo sencillo es el siguiente: la clase de los triángulos equiláteros coincide con la de los triángulos equiángulos, porque cada miembro de una es miembro de la otra y viceversa, y sin embargo las in tensiones de ambas son realmente distintas. Esto equivale a afirmar que aun siendo suficiente el dar la intensión de un signo para poder reconstruir, al menos en principio, su extensión, no basta con dar su extensión para poder determinar su intensión.

Estas últimas observaciones permiten reconocer que la función significante desarrollada por la extensión es más débil que la desarrollada por la intensión. Por el contrario, una tendencia bastante generalizada que se manifiesta en las ciencias exactas es la de privilegiar las consideraciones extensionales respecto a las intensionales. La razón para ello es doble: por una parte, la sola consideración de la extensión se inserta fácilmente en el proceso de formalización de las ciencias exactas al cual nos hemos referido precedentemente, haciendo un especial hincapié en las matemáticas, pero que no se limita únicamente a ellas. De hecho queda claro que limitarse a la extensión significa detenerse en los aspectos genéricos y abstractos de las cuestiones, ignorando las propiedades específicas que constituyen las inten-siones correspondientes. En segundo lugar, el tratamiento téc-

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nico de la lógica desde el punto de vista de la extensión es mucho más simple y, además, en la práctica es precisamente de acuerdo con este punto de vista como han sido construidos y elaborados los instrumentos técnicos de que se dispone hoy; por tanto el recurso a procedimientos extensionales es casi obligado cuando se quieren utilizar tales instrumentos. Sin embargo, también debe tenerse en cuenta que una completa abolición de las consideraciones intensionales aparece, incluso en principio, imposible puesto que, en última instancia y en cada caso concreto, las extensiones vienen siempre determinadas por medio de las intensiones.

Está claro que siendo la física una ciencia solo parcialmente de carácter formal, deberemos tener en cuenta de un modo muy particular las intenciones de sus signos, y en función de éstas determinar las extensiones correspondientes.

A este propósito tendremos necesidad de exponer la semántica de la física de un modo más articulado de lo que habitualmente se acostumbra a zeali7ar en los cálculos lógicos y en general en los sistemas formales, para todos los cuales es suficiente dar una semántica extensional. Por ello tendremos como consecuencia el hecho de que, mientras en los tratamientos formales dos signos se consideran sinónimos cuando tienen la misma extensión, en nuestro caso se considerarán sinónimos únicamente cuando coincidan sus extensiones y sus intensiones. De este modo «triángulo equilátero» y «triángulo equiángulo» no serán sinónimos desde nuestro punto de vista.

Observemos en primer lugar que el motivo por el cual los signos del lenguaje son algo más que simples entes físicos es que son pensados como nombres de alguna cosa y, principalmente, de entes de razón (conceptos, proposiciones, operaciones lógicas, etc.). Así pater, pare, father, Verter y padre son cinco nombres distintos, en otros tantos lenguajes, para designar un mismo concepto. Diremos por tanto que la primera, inmediata y mínima función semántica de un signo es la de servir de nombre para alguna cosa distinta, que en la mayor parte de los casos (cuando no , sea a su vez otro signo) es un ente de razón. A esta relación entre un signo y la cosa a la cual da nombre, la llamaremos la designación del signo. A través de este primer paso, el signo se pone inmediatamente en posición de denotar alguna cosa, por cuanto los varios entes de razón que un signo puede designar se referen siempre a algún ente, real o supuesto, concreto o abstracto, dado que

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siempre el pensamiento es pensamiento de alguna cosa. En este punto se puede incluso precisar que la extensión y la intensión, consideradas precedentemente como características de los signos, en sentido riguroso sólo son características de los entes de razón a los que los signos pueden designar y, de un modo directo, sólo están relacionadas con los conceptos, pudiéndose extender indirectamente a las proposiciones por el camino de la noción de satisfactibilidad (aunque sobre este particular no nos detendremos). Sólo en sentido figurado, pero por otra parte sin peligro de confusión, extensión e intensión pueden considerarse características de los signos de un lenguaje, en cuanto vienen pensados como nombres de ciertos entes de razón. Así «caballo» es el nombre de un concepto que se refiere a ciertos animales, los cuales usualmente vienen denotados, más que designados, con este nombre; está claro en este caso que no existe peligro de confusión si se dice sin rodeos que el nombre se refiere a los animales. Sin embargo en otros casos es útil el tener presente que el nombre se refiere a los objetos sólo a través de un concepto o, en general, a través de un ente de razón, como quedará claro en lo que sigue.

Los objetos individuales a los que se refiere un concepto se llaman algunas veces sus denotados, y evidentemente la extensión de un concepto no es otra cosa que el conjunto de sus denotados.

Llegados a este punto podemos decir que hemos individuado dos funciones semánticas: la de designación que a cada signo asocia alguna cosa de la cual el signo es el nombre (es decir, -en la mayor parte de los casos, un ente de razón) y la función de denotación y de referencia que a cada ente de razón (e indirectamente a los signos que les dan nombre) asocia sus denotados. Indicaremos la primera función con Z (sc) con lo cual se expresa que se asocia a cada signo s de un determinado lenguaje un ente racional c (típicamente un concepto) y para la construcción rigurosa de una teoría se requiere precisamente que Z sea una función, es decir, que a cada signo del lenguaje corresponda un concepto. La segunda función se indica con

(cd) y ello expresa que se asocia cada ente racional (típicamente un concepto, pero en principio puede ser una construcción teórica completa) un denotado perteneciente: a un cierto universo de objetos. También en este caso es preciso por motivos de rigor que la 9t posea una cierta univocidad, pero no puede requerirse en todas las situaciones que a cada c corresponda

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un denotado d y uno solo. De hecho está claro que si c es, por ejemplo, el concepto de electrón, admite como denotados todos los electrones y no un electrón particular. Por otra parte es fácil observar que la extensión de un concepto c es el dominio de la relación , así que podremos indicarla del siguiente modo: . Con esta observación es fácil obtener de la relación de referencia una función de referencia, a la que llamaremos *, la cual asocia unívocamente a cada concepto su extensión, es decir, el conjunto de todos sus denotados, por lo cual escribiremos:

Precedentemente habíamos dicho que la extensión se determina a través de la intensión, con un procedimiento que, en principio, puede quedar indefinidamente abierto. De hecho la intensión puede suponerse como un conjunto de predicados que se consideran, por así decir, reagrupados bajo un mismo término. De este modo un objeto que resulte denotable con un término de una determinada intensión debe ser denotable también con cada uno de los predicados que entran en dicha intensión. Es decir, si afirmamos que la intensión de «electrón» es la de una «partícula que posee carga eléctrica unitaria negativa» resulta que cualquier denotado con este término debe ser una partícula, debe estar cargado negativamente y su carga debe ser unitaria. Resumiendo todo lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que la intensión (P) de un predicado P es el conjunto:

. Es inmediato ver que la extensión de P es la intersección conjuntística de todas las extensiones de los predicados P1, ... Pn que abarca P. De aquí resulta que forma no menos in mediata que la intención de un término sólo puede ser establecida si se conoce la de los predicados en él implicados, por lo que necesita reducirse en última instancia a predicados pri -mitivos de intensión conocida. Es decir, encontramos aquí la situación ya considerada en un parágrafo precedente, cuando se observó que no todo se puede definir, y la primera e importante consecuencia que podemos extraer es que en toda teoría física deberemos encontrar explicitados algunos términos primitivos de intensión conocida. Por otra parte, dado que toda intensión determina una extensión, estos términos deberán te-

ner una extensión, si no conocida al menos determinable. De hecho decir que un signo

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tiene una intensión conocida significa, sustancialmente, decir que se está en condiciones, dado un objeto cualquiera (en sentido muy lato), de establecer si es o no uno de los denotados por aquel signo, es decir, si pertenece o no a su extensión. La razón por la cual hemos dicho , que la extensión debe suponerse en general determinable más que conocida, reside en el hecho de que la misma, como ya se: ha advertido, está casi siempre «abierta» en lo que se refiere a su determinación efectiva. Por ejemplo, si decimos que una relación de orden viene caracterizada por el hecho de ser binaria, reflexiva, antisimétrica y transitiva, podemos decir que estas propiedades constituyen su intensión. Se puede afirmar entonces que, por ejemplo, la relación de menor o igual entre números naturales, la de no seguir entre puntos de la recta, la de inclusión entre conjuntos, la de consecuencia lógica y la de derivabilidad entre proposiciones, pertenecen a la extensión del término, pero no se puede afirmar que constituyan la citada extensión, porque no es posible excluir la posibilidad de que existan otras relaciones de orden, aparte de las indicadas, y ello aun en los casos en que no se conozca ninguna más. Lo, importante es que, dada la intensión, sea posible decir, frente a cualquier relación binaria propuesta de un modo explícito, si es o no una relación de orden, y esto es ciertamente posible sobre la base de la intensión conocida.De todo lo dicho resulta que la sola intensión basta para determinar satisfactoriamente el significado semántico de un signo (puesto que con ello la extensión queda perfectamente determinada). Por el contrario, no puede afirmarse lo mismo, corno ya se ha visto, de la extensión. Si, por ejemplo, se dice que el planeta Marte pertenece a la extensión de «cuerpo», lo mismo que la mesa de mi estudio y la llave de mi automóvil, ello no I basta para saber qué significa el término «cuerpo» Incluso sin llegar al extremo de afirmar que no se nos ha proporcionado absolutamente nada de su significado, debemos sin embargo afirmar que no se nos ha dado casi nada. La ya recordada negativa de Sócrates a contentarse con ejemplos para dar la definición de un concepto era ya una primera intuición del hecho de que la extensión sola es esencialmente inadecuada para proporcionar el significado de un término.

Debe observarse que, en tanto no se llegue a algún signo de intensión conocida, todas las relaciones semánticas entre signos pueden ser consideradas como relaciones de designación

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entre signos, simples cláusulas convencionales mediante las cuales un signo se dice ser el nombre de otro. Éste es el único caso de relación designativa que no entra, en la práctica, en el tipo que hemos considerado como más general, es decir, la relación signo-concepto; aquí se trata por el contrario de una relación signosigno. Siempre es posible decir, por ejemplo, que un cuadrado es un círculo con cuatro ángulos rectos, y sólo cuando a los términos que intervienen (a todos ellos) se les atribuyen las co-rrespondientes intensiones (por ejemplo, las que se emplean usualmente en geometría), resulta evidente que no es posible aceptar esta definición como capaz de fijar un término provisto de un denotado.

En este punto vemos la diferencia profunda que separa las posibles «reglas de designación» de las posibles «reglas de referencia». Las primeras son en principio convencionales, aunque en la práctica las convenciones deben respetar la condición mínima de no entrar en conflicto unas con otras, mientras que las segundas jamás son convencionales. Las reglas de designación más típicas las constituyen las definiciones nominales, las cuales sirven para indicar que un término equivale a otro, o sea, en la práctica, que es el nombre de otro. Estas reglas son muy comunes en matemáticas, y en general en las ciencias formales, encontrándose también algunas veces en la física. Por ejemplo, cuando se dice: «indicaremos la masa por m», ponemos una relación de designación entre signos, según la cual el signo m es el nombre del signo «masa» Con ello nos comprometemos en dos direcciones: por una parte a no usar, en el mismo contexto, el mismo signo m para nombrar alguna cosa distinta y, en segundo lugar, a reconocer como denotados de m todos los posibles denotados de «masa». Es precisamente este doble orden de limitaciones lo que viene a circunscribir la arbitrariedad de las sucesivas convenciones designativas. Por otra parte, la relación de designación no se agota en lo que acabamos de exponer, sino que la misma se pone en evidencia todas las veces que se pretende dar un nombre a algo, principalmente cuando, en el desarrollo de una ciencia, se elaboran nuevos conceptos o se descubren nuevos entes. Así en un cierto estadio del desarrollo de la termodinámica ha sido acuñada la palabra «entropía» como denominación de un nuevo concepto, y así se ha introducido también en la física un signo específico h para designar la nueva constante universal de Planck 9.

Las reglas de designación son, como se ha visto, sustancial

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mente convencionales (aunque no totalmente), en la medida en que es convencional atribuir un determinado nombre en lugar de otro a una determinada cosa. Por el contrario, no es igualmente arbitrario la asignación de un denotado a un concepto, puesto que un concepto puede no poseer el denotado que en un principio se le piensa atribuir, o puede incluso no poseer denotado alguno. Por consiguiente, las enventuales reglas de referencia, llamadas a menudo «reglas de correspondencia» las cuales tienen como propósito el establecimiento de un nexo entre las entidades conceptuales de una teoría física y los objetos (en sentido muy lato), no son en absoluto convencionales y están sometidas a posibles verificaciones. Por ejemplo: es posible sin duda, dentro de una determinada teoría, enunciar reglas que asocien una entidad física como denotado al signo c que designa el concepto de «velocidad de la luz en el vacío»; sin embargo, si se quisiera introducir un signo m * para designar con ello la masa de la luz, no sería posible, en el contexto de las teorías físicas corrientes, estipular reglas de referencia capaces de asociar a este concepto un denotado.

Del mismo modo, conceptos como el de «fluido calórico» y de «éter», que no están en absoluto desprovistos de significado, han sido abandonados en física a causa de que, en un cierto momento, se ha visto clara la imposibilidad de conferirles denotado alguno.

Nuestras últimas consideraciones nos brindan la ocasión para realizar una observación importante: el significado de un signo viene siempre ligado a un contexto porque su intensión (y consecuentemente también su extensión) viene determinada de un modo esencial por los nexos que le ligan a otros conceptos del mismo contexto. En el caso que nos interesa a nosotros, ello nos permite afirmar que la determinación precisa del significado de los varios conceptos físicos se efectúa dentro del marco de las «teorías físicas» en que aparecen, y ello implica la posibilidad de que se produzcan cambios en su intensión y extensión, cada vez que se produzcan cambios en dichas teorías, o cuando un mismo concepto figure en varias teorías distintas.

Por ejemplo, si en la intensión del concepto de «partícula» interviene la propiedad de tener una masa, resulta que cada partícula debe poseer también todas las propiedades correspondientes a la intensión del concepto de masa, la cual a su vez está determinada por las varias ecuaciones y relaciones de la física en que aparece dicho concepto. Entre éstas figura, por ejemplo,

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la ecuación de Dirac, la cual implica, como es bien sabido, la posibilidad de soluciones válidas según las cuales la masa podría ser negativa 10. Sin embargo, el contexto más general en el cual aparece el concepto de masa, es precisamente aquel en que su significado ha sido ¡instituido por primera vez de un modo riguroso en el mundo de la física, es decir, en la mecánica. Concretamente, en dicha ciencia la masa aparece en la ecuación fundamental de la dinámica m = am, la cual afirma que un cuerpo cualquiera, por ejemplo en reposo, si se somete a la acción de una fuerza f recibe una aceleración que le pone en movimiento en la dirección de la fuerza. En ello está necesariamente implícito el que la masa del cuerpo sea positiva, puesto que si no fuese así el cuerpo no se movería (m = 0), o se movería en dirección opuesta a la de la fuerza (m < 0). Es decir que tenemos de esta manera dos intensiones distintas para un mismo concepto, a las que es preciso intentar hacer compatibles. Para ello existen a priori varias soluciones. La primera de ellas consiste en suponer que las soluciones de masa negativa de la ecuación de Dirac tengan sólo un significado matemático, sin ninguna referencia al mundo físico; en este caso se podría continuar afirmando que la masa es siempre positiva. Resulta evidente que ésta es una verdadera hipótesis de referencia y, como tal, puede ser cimentada con oportunas investigaciones experimentales. De hecho, éstas han sido realizadas y han llevado al descubrimiento de las llamadas «antipartículas», entes físicos que, teniendo masa positiva, poseen propiedades cuya justificación, en el seno de la teoría de Dirac, se basa en la admisión de una posibilidad de valor negativo (en el sentido antes explicado) para la masa de otros objetos físicos (no observables directamente, pero necesarios en la teoría). Llegados a este punto tenemos dos posibles elecciones. Por una parte podemos conservar la primitiva intensión del concepto de masa, que sólo admite para la misma valores positivos, y entonces debemos afirmar que no se aplica en esta teoría de las partículas entendidas en sentido amplio (es decir, incluyendo también las antipartículas) puesto que, según la teoría de Dirac, ello implicaría poder hablar de algún modo de una masa negativa. La segunda elección consiste en aceptar que el concepto de masa es aplicable también a esta teoría, pero en este caso debemos revisar el significado de la ley fundamental de la dinámica.

Ninguna de estas soluciones parece del todo satisfactoria, puesto que las dos exigen realizar unas concesiones que se

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desearían evitar. La salida a esta situación embarazosa está en reconocer que el concepto de masa es susceptible de, al menos, dos determinaciones contextuales: la de la mecánica clásica, en la cual la masa es sólo positiva, y la de la teoría de las partículas, en la cual la masa puede ser, en cierto sentido, negativa. Se trata por tanto de dos conceptos con distintas intensiones, pero designados con el mismo nombre. Esta situación es muy semejante a la que se produjo con el descubrimiento de las geometrías no euclidianas: el concepto de «paralela a una recta dada, en el plano, que pase por un punto exterior a ella» resultó susceptible de tres calificaciones intencionales, determinada cada una de ellas respectivamente por los requisitos de unicidad, pluralidad y no existencia respectivamente (geometría parabólica, hiperbólica y elíptica). Ello equivale a reconocer que, en realidad, no se posee un solo concepto de paralela, sino tres conceptos, cada uno de los cuales incluye naturalmente un concepto distinto de recta, de plano, de punto, etc. De acuerdo con este hecho no es de extrañar si, junto con el concepto de masa, varía contextualmente la intensión de otros conceptos mecánicos los cuales, por el hecho de recibir otras connotaciones contextuales dentro de la mecánica cuántica, se convierten en realidad en conceptos nuevos y distintos. A causa de no saber advertir estas diferencias se producen no pocas de las dificultades que se encuentran en los principios de la física cuántica.

Es importante observar cómo el reconocimiento: de la existencia al menos de dos conceptos distintos de masa, ha conducido no sólo a la reflexión teórica sino también a la investigación experimental. De no haber sido observadas las antipartículas, por lo menos en el sentido amplio en que se emplea este término en mecánica cuántica, se habrían abandonado, por no ser interesantes físicamente, ciertas soluciones de la ecuación de Dirac y no se habría modificado la ya existente intensión del concepto de masa. Es decir, que un solo concepto de masa habría servido para la mecánica clásica y para las partículas elementales (prescindiendo obviamente de otros motivos para introducir diferencias).

No quisiéramos que estas consideraciones de semántica pudieran parecer excesivamente largas a algunos lectores. Es preciso que insistamos todavía un poco más en ellas, puesto que precisamente es en el problema del significado que se centran muchas cuestiones relativas a los fundamentos de la física. Por otra parte, la práctica demuestra que un gran número de equí-

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votos y confusiones nacen de la costumbre muy difundida de considerar desprovistas de significado muchas cuestiones que claramente poseen uno.

Ya que nos hemos referido a las cuestiones desprovistas de significado, vale la pena preguntarnos si las soluciones de la ecuación de Dirac que implican la existencia de masas negativas hubiesen resultado desprovistas de significado en caso de no haber sido descubiertas las antipartículas. Es probable que no pocos físicos actualmente estuvieran prontos a responder afirmativamente a esta cuestión, cuando en realidad no es así. En realidad, las citadas soluciones hubiesen resultado carentes de denotados, lo cual no es lo mismo que carecer de sentido. El concepto de masa negativa, por ejemplo, se habría revelado de extensión vacía, pero habría conservado totalmente su intensión. Por otra parte, resultaría un hecho extraño el que un signo desprovisto de significado pudiese convertirse en significante por la pura y simple ocurrencia de una circunstancia extrínseca, aunque llamativa, como es el descubrimiento de una antipartícula. Además, actualmente se dan todavía en física situaciones conceptuales comparables a la que acabamos de indicar, como es el caso de las ecuaciones de Maxwell, perfectamente compatibles con la exis tencia de polos magnéticos aislados, cargas magnéticas, a los que se podría llamar «monopolos». Sin embargo, hasta el momento todos los intentos de búsqueda de dichos « monopolos» han resultado infructuosos. ¿Debe decirse por ello que la hipótesis de la existencia de tales monopolos magnéticos está desprovista de significado? ¿Y si un día se descubrieran, diríamos que de golpe están provistas de significado? Parece claro que éste sería un modo muy superficial de entender el significado, al permitir tanta facilidad en los cambios de parecer. Lo correcto es decir que un signo tiene significado cuando designa, directamente o por medio de otros signos, un concepto que posee al menos uno de dos requisitos: extensión o intensión; sólo en caso de faltar las dos puede decirse que el signo no tiene ningún significado, pero entonces debe añadirse también que ello ocurre porque no designa ningún concepto.

No queda excluido que alguno pueda intentar defender esta carencia de significado diciendo que, por ejemplo, las proposiciones del tipo de aquellas que hacen referencia a los monopolos magnéticos no tienen significado físico aun cuando quizás puedan tener uno genérico. Tampoco ésta es una buena salida, sin embargo, vamos a detenernos un poco en ella porque suele

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hacerse servir muy a menudo en diversos campos de la ciencia.Si es cierto que el significado de un signo está constituido solidariamente por su

intensión y su extensión, es del todo natural llegar a la conclusión de que un término tiene significado físico si y sólo si tienen carácter físico tanto su intensión como su extensión o, dicho de otro modo, si las mismas se refieren únicamente a entidades físicas, ya sean verdaderos y propios objetos materiales, ya sean propiedades, relaciones, operaciones o funciones definidas sobre entes materiales 11. Está claro, por otra parte, que la referencia física de un signo podrá no ser directa: así, por ejemplo, si la intensión de un signo resulta de la concurrencia de un cierto número de predicados P1 ... P,,, la condición necesaria y suficiente para que este término tenga su significado físico es que tengan una referencia física todos estos predicados. Esto es suficiente, según lo dicho anteriormente, para garantizar que cualquier eventual denotado de dicho término sólo podrá ser una entidad física (objeto, propiedad, relación, función, operación, etc.) y de esta manera su extensión será vacía o estará constituida por un conjunto de entes físicos. Por ejemplo, se supone comúnmente que un concepto como es el de potencial está provisto de un claro significado físico, mientras que en realidad es un concepto puramente matemático, al cual sólo indirectamente se le puede atribuir un significado físico, por medio del concepto de intensidad de campo, si se acepta que el concepto de campo posee una referencia física. Por el contrario, conceptos a menudo considerados como desprovistos de significado físico, poseen claramente uno, que en ocasiones incluso es inmediato. Así por ejemplo, términos como «calórico» y «flogisto», abandonados hace mucho tiempo por la física, poseían un significado físico desde que se creía denotar con ellos una determinada entidad física, tal como un fluido material en el caso del primero y una sustancia material en el caso del segundo. El hecho de que tales entidades se hayan revelado después como «no existentes» -explicar lo que esto significa no resultaría fácil, llegados a este punto de nuestra discusión- ha puesto sólo en claro que la extensión de estos conceptos era vacía, pero no ha suprimido su significado. Además, gracias a la circunstancia de que los mismos tenían significado, y significado físico, ha sido posible verificar, mediante consideraciones teóricas y experiencias, que no poseían extensión y, por tanto, podían abandonarse al no ser aptos para denotar ninguna entidad efectiva. Conviene recordar aquí que con esta óptica también

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carecerían de significado físico términos como «observador» y «observable», a los que tantas veces recurren aquellos que conceden la etiqueta de «sin significado» con mucha facilidad. De hecho, los que así obran toman como referencia ciertos sistemas físicos de medida integrados con alguna componente no física, porque el concepto de observador contiene en su intensión incluso predicados psicológicos, con referencia a actos mentales y de percepción, que a su vez no pueden ser reducidos a simples predicados físicos. Por todo ello está claro que toda proposición que haga intervenir el concepto de «observador» o de «observable» no tiene significado físico en un sentido riguroso, aun cuando pueda tener un gran interés a nivel de metateoría de la física o de metodología (en el próximo parágrafo nos ocuparemos de cuestiones relacionadas con estos términos).

Lo máximo que se puede conceder respecto a este punto es que ciertos conceptos aparecen, en un cierto memento de la historia de la ciencia, como privados de interés físico, por estar desprovistos de denotado físico. Sin embargo, ello no debe confundirse con una ausencia de significado, al menos por dos motivos: en primer lugar porque en principio el concepto de significado es otra cosa; en segundo lugar porque puede muy bien ocurrir, como ya ha sucedido más de una vez, que el denotado al que se supone no existente acabe por aparecer, y entonces el significado físico preexistente del concepto en cuestión puede enriquecerse con un auténtico interés físico. Piénsese, por ejemplo, en el concepto de átomo, largamente combatido como una pura construcción intelectual privada de denotado físico, hasta que gracias a Lavoisier se convirtió en la base de toda la química del siglo XIX.

Según todo lo dicho hasta ahora, se puede afirmar que están dotados de significado físico todos aquellos conceptos que hacen referencia directa o indirectamente a entidades físicas. Por lo que respecta a la referencia directa, el problema es bastante sencillo, puesto que idealmente se puede pensar en establecer la referencia del término mediante una «ostensión», casi como «señalando con el dedo» el objeto que se desea denotar. Sin embargo, la mayor parte de los conceptos físicos no poseen una referencia de esta clase, sino que sólo indirectamente denotan una realidad física, es decir, mediante el soporte de una cierta teoría, y es precisamente por ello que su significado, como va se ha dicho precedentemente, es ampliamente «contextual». Es

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decir, depende en gran medida de la teoría dentro de la cual se insertan, puesto que precisamente mediante la teoría se constituyen los nexos capaces de conectar estos términos con aquellos otros que se suponen provistos de referencia directa.

Sin duda es posible sostener que toda teoría física representa también, en la reunión de sus aspectos (experimental y teórico), una continua precisión del significado de sus términos, puesto que el desarrollo de la misma se reduce en último lugar a des-cubrir nuevos predicados de los entes de los que se ocupa, o descubrir nuevos entes que satisfacen las condiciones ya conocidas. Lo primero significa un enriquecimiento o una rectificación de la intensión de los conceptos y lo segundo' una ampliación o una reducción en la extensión conocida de sus conceptos. Está claro entonces, dado que el significado de un término resulta de su intensión y de su extensión, que su determinación explícita depende estrechamente del progreso de la investigación en la cual una u otra resultan modificadas.

Estos mismos motivos nos llevan a afirmar que el significado de un término viene siempre conocido de un modo incompleto, y por tanto de un modo impreciso, dado que siempre existen aspectos de su intensión, y, por tanto, de su extensión, que deben ser explorados y que vienen siempre modificados a causa de nuevos nexos dentro de la teoría que la investigación va desvelando. Así, por ejemplo, en el concepto de «carga eléctrica» no sabemos todavía si son las cargas las que producen los campos a viceversa. Éste es, por tanto, un punto oscuro en la intensión del concepto de carga eléctrica y su esclarecimiento proporcionará a la misma enriquecimientos y modificaciones imprevisibles actualmente.

Todo esto tiene una consecuencia no menos importante: en las discusiones rigurosas los significados de los términos deberán siempre considerarse relativos a las teorías dentro de las cuales aparecen, puesto que en una teoría bien construida un término posee un significado aceptablemente definido. Así, por ejemplo, ya hemos observado cómo el término «masa» produce dificultades si se emplea fuera de la mecánica, y ello no debe extrañarnos porque es precisamente en la mecánica donde su sig-nificado está establecido, mientras que fuera de la misma se emplea como una extrapolación no siempre clara y explícita, hasta el punto que quizás deba ponerse en duda el que se pueda hablar sensatamente de la masa del fotón, aun cuando se haga comúnmente. Ello es debido a que el concepto de fotón se

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introduce en un contexto electromagnético del cual el concepto de masa está ausente, y la hibridación de los dos contextos, electromagnético y mecánico, no tiene en principio porque producir un resultado sensato. Sobre observaciones de este tipo volveremos en la última parte de este trabajo cuando nos ocupemos de ciertas dificultades conceptuales de la física cuántica.

En física resulta importante tener en cuenta, además de la distinción ya esbozada entre significado directo e indirecto de los términos, la distinción a la que llamaremos, aunque sólo sea por usar una terminología distinta, diferencia entre significado mediato e inmediato de los términos y de las construcciones de una teoría física. Esta segunda distinción entra en juego cuando una teoría física tiene que enfrentarse con idealizaciones conscientes o con modelos teóricos de la realidad por ella estudiada.

Por ejemplo, conceptos como el de «gas perfecto» o de «rayo luminoso» no tienen ninguna referencia física, ni directa ni indirecta, puesto que todos los físicos admiten comúnmente que éstos no designan ningún objeto auténticamente detectable ex -perimentalmente, sino que constituyen una cierta idealización, útil para representar de un modo simplificado los objetos físicos concretos. Así un gas perfecto, es, por definición, aquel que satisface ciertas ecuaciones termodinámicas bien conocidas, y un rayo luminoso es, por definición, el que satisface las leyes de la óptica geométrica, aunque todos sabemos que en la realidad un «gas real» sólo puede aproximarse al comportamiento imaginado para un gas perfecto, y que un «trazo luminoso» muy sutil se aparta poco del comportamiento idealizado de un rayo luminoso. Razonamientos análogos pueden repetirse para conceptos como el de «cuerpo rígido», «punto material», «fluido no viscoso» y similares. Para cada uno de estos conceptos es posible fijar por definición y con todo rigor la intensión, pero sabien-do que, en un sentido riguroso, su extensión a nivel físico es vacía. A pesar de ello se consideran no tan sólo provistos de significado físico -circunstancia inevitable porque los predicados que intervienen en su intensión son precisamente predicados físicos - sino también de interés físico, porque se supone que los mismos representan de una manera idealizada y simplificada auténticas entidades físicas, de las cuales son «modelos». En este caso se puede afirmar que el significado de estos térmi-nos - y de un modo general de las construcciones teóricas de este tipo- se divide en dos. Por una parte un significado inmediato, por el cual denotan el modelo -el cual es siempre un

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denotado, aunque no un denotado físico, sino un ente de razón - y por otra parte un significado mediato por el cual denotan, de una manera conscientemente aproximada, la estructura de la realidad física, a la cual el modelo pretende reflejar más o menos adecuadamente. No es difícil captar una diferencia entre los conceptos de referencia indirecta y de referencia mediata (y con ello se puede apreciar la utilidad de la distinción que hemos introducido). Así, por ejemplo, el concepto de «carga de electrón» puede suponerse de referencia indirecta pero inmediata, por cuanto se supone que denota inmediatamente las propiedades de un ente físico, aunque esta denotación tenga lugar a través de no pocos pasos teóricos y experimentales, mediante los cuales se introducen las intensiones de electrón y carga y sus inferencias recíprocas. Por el contrario, el concepto de «electrón de Dirac» tiene una referencia física sólo mediata, por cuanto con el mismo se pretende denotar directamente sólo un cierto modelo del electrón, el cual debe reflejar de un modo más o menos idealizado el comportamiento físicamente observado de aquellos entes a los que se da el nombre de electrones.

Alguno podría quizás observar que, sustancialmente, todas las teorías físicas se limitan a construir modelos más o menos adecuados de la realidad física que estudian, y por ello los significados de los conceptos físicos siempre serán en definitiva significados mediatos. Sin embargo, esta observación carece de fundamento, puesto que de hecho sólo es posible decir que un término tiene significado mediato si existen otros términos con significado inmediato capaces de «mediar» el significado físico del primero, es decir, de aferrarlo a algún denotado físico concreto. Merced al desarrollo de esta exacta y fundamental posición muchos físicos y metodólogos han llegado a sostener que todo término del lenguaje de la ciencia experimental debe en última instancia poderse definir a partir de términos de signi ficado inmediato y directo exclusivamente (para usar nuestra terminología). Sin embargo, en este desarrollo se han incluido algunos equívocos que intentaremos poner en claro en el próximo parágrafo, dedicado precisamente al examen de esta tesis metodológica que constituye la idea central del operacionismo.

A guisa de resumen práctico de lo expuesto en todo lo que antecede, vamos a poner en evidencia algunas conclusiones dignas de ser tenidas en cuenta.

En primer lugar parece claro que el edificio de la física se desarrolla en varios planos lingüísticos. Así, aun cuando en un

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sentido amplio no es completamente arbitrario afirmar que la física es el conjunto de todas las teorías físicas (es decir, de aquellas teorías que tienen como objeto a los entes físicos y a sus atributos), en la práctica esta caracterización resulta poco adecuada, puesto que no deja transparentar el hecho de que, en realidad, la construcción rigurosa de la física comporta de un modo no, evitable el recurso a consideraciones metateóricas. De todo lo visto podemos afirmar que una presentación consciente de la física debe acompañarse con un mínimo de exposición de su sintaxis y muy especialmente de su semántica. Esta condición se convierte en obligatoria cuando se introduce una axiomatización de las teorías físicas. En este caso es indispensable proporcionar las indicaciones semánticas que precisan las «referencias» de los diversos tipos de signos empleados, cuando éstos sean distin tos de los signos de la lógica o de la matemática pura.

Por otra parte se observa que esta presencia de un nivel metateórico en la exposición de la física es un hecho que está vigente desde hace mucho tiempo, aunque no hubiese sido advertido explícitamente. Por ejemplo, decir que las ecuaciones de Maxwell o de Dirac son invariantes respecto a las transformaciones de Lorentz, mientras no lo es la ecuación de Schródinger, equivale a formular un enunciado de gran interés físico y al mismo tiempo de naturaleza metateórica, en cuanto no tiene por objeto hechos y entidades físicas, sino leyes, es decir, proposiciones de una teoría física.

El haber evidenciado perfectamente el lenguaje de las teorías físicas se revela muy útilmente, incluso a efectos prácticos, debido a que permite hacer intervenir de un modo consciente toda una serie de conceptos y construcciones puramente formales, copiadas de la lógica, del análisis matemático y del álgebra abstracta, en la construcción de modelos de la realidad física. Y todo ello teniendo bien clara la distinción entre el problema de la perfecta ejecución técnica del modelo y el problema de su eficacia interpretativa con respecto a la realidad física.

Esta distinción es muy importante, puesto que existen construcciones formales que muestran un funcionamiento altamente satisfactorio, pero que pueden resultar interpretados inadecuadamente, es decir, que pueden no haber recibido una referencia física satisfactoria. En casos de este tipo no es extraño leer la afirmación 'de que los entes físicos son el mismo modelo. Así, por ejemplo, se dice, incluso entre físicos ilustres, que las distintas partículas elementales no son otra cosa que las ecuaciones que

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lls representan, con lo cual se pretende eludir las dificultades que aparecen en la tentativa de construir una imagen física de estas partículas, sin darse cuenta de que si las cosas fueran realmente de este modo la física sería una rama del análisis matemático ocasionada por algunas experiencias, pero sin un objeto específico. La realidad es muy distinta: incluso si un conjunto de ecuaciones funciona a la perfección y permite la previsión de resultados experimentales, ello no exime del esfuerzo por asignar un auténtico significado físico a los términos que entran en juego, es decir, introducir adecuadas relaciones semánticas entre las entidades matemáticas que entran en las ecuaciones y ciertos entes físicos que les deben corresponder. De lo contrario, se puede conseguir como máximo una posible sintaxis de una teoría física, lo que equivale a decir una teoría física todavía incompleta e insatisfactoria. Por ejemplo, las relaciones entre E y B - intensidad de los campos eléctrico y magnético respectivamente - en las ecuaciones de Maxwell no han sido alteradas por la relatividad especial, la cual sólo ha alterado su referencia semántica, excluyendo el que lose campos tuvieran como denotado las elongaciones de las oscilaciones del éter. El verdadero progreso que tiene lugar en el paso de la teoría maxwelliana a la relatividad se presenta en este punto como una modificación de la semántica de la primera que deja sustancialmente intacta su sintaxis.

Una última observación. Después de las precisiones efectuadas estamos en condiciones de decir qué se debe entender por lenguaje físico. Sin duda deberá constar de muchos signos de naturaleza puramente formal, como los signos lógicos y los símbolos matemáticos, que no tienen ningún denotado específico, pero junto con ellos contará también con signos que pueden llamarse «no formales». Algunas veces se llaman también «extralógicos», pero incluso los signos del lenguaje matemático empleado en física son, rigurosamente, extralógicos, y sin embargo no es posible confundirlos con los símbolos auténticamente físicos. Estos signos no formales son, sustancialmente, los «nombres» para conceptos que tienen una referencia precisa. La única condición que se exige para que un lenguaje pueda recibir el calificativo de lenguaje físico es que estos signos no formales (los cuales en la práctica son constantes subjetivas, predicativas o funcionales en el sentido que antes hemos establecido) tengan un significado físico, es decir, que tengan una intensión totalmente

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física y una extensión, aunque sólo sea hipotética, exclusivamente física. Lo que todo ello quiere decir, lo empezaremos a esclarecer en el próximo parágrafo.

18. El operacionismo y el principio de verificación

Es probable que algún lector se extrañe por no haber encontrado en el curso de la discusión precedente, dedicada al problema del significado de las expresiones físicas, aquella definición que todavía hoy se supone la más rigurosa y la más moderna, es decir, la conocida tesis de que el significado de un término físico consiste en el conjunto de operaciones materiales, y más exactamente de operaciones de medida, que se realizan para controlar si son verdaderas o falsas las proposiciones en que aparece dicho término.

Esta tesis acerca del significado físico fue defendida por primera vez de un modo patente en un conocido ensayo de P.W. Bridgman publicado en el 192712, pero en realidad se anunciaba ya en las posiciones tomadas por Mach hacia el 1883 y estaba implícita en las posturas metodológicas de otros físicos como Eddington, Heisenberg y, al menos en casos particulares, también Einstein. Es evidente que la tesis operacionista se presenta de un modo muy atrayente para el científico, porque parece poder liberarlo del peso de toda conceptualización abstracta, permitiéndole construir conceptos a medida, rigurosamente circunscritos al ámbito experimental del cual se ocupa el científico, y que en todo momento se adhieren al estadio alcanzado en su investigación.

Con palabras indudablemente imprecisas, pero bastante claras en sus propósitos, los defensores de este punto de vista afirman que cada concepto físico viene definido por las operaciones que le son inherentes (de aquí el nombre de definición operativa o de operacionismo), queriéndose entender con ello que cada concepto denota tales operaciones y nada más. «En - general, escribe Bridgman, por concepto no entendemos otra cosa que un grupo de operaciones o, dicho de otro modo, el concepto es sinónimo del correspondiente grupo de operaciones»". Esta afirmación es más bien tosca e intrínsecamente incorrecta, por cuanto propone la identificación de un ente de razón como es un concepto, con un conjunto de hechos físicos, como son las operaciones; debemos interpretarla, de un modo

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sintácticamente correcto, en el sentido que Bridgman mismo precisó en un artículo posterior: una prescripción de que los «conceptos usados en la descripción de la experiencia vengan formulados en términos de operaciones realizables inequívocamente» 14 Ello significa exactamente que los conceptos físicos sólo deben denotar operaciones concretas.

A la objeción espontánea de que si las cosas se llevaran a este punto resultaría que muchos conceptos físicos empleados corrientemente denotarían complejos de operaciones muy distintas entre sí, los operacionistas responden que en estos casos se está verdaderamente en presencia de conceptos distintos, de los que ilusoriamente se afirma que constituyen un concepto único susceptible de intervenir en diversos tipos de medidas. El hecho de que las longitudes, por ejemplo, se puedan medir mediante la traslación de reglas, o bien mediante medidas ópticotrigonométricas, o mediante otros métodos todavía, significa a sus ojos que existen distintos conceptos de longitud, a pesar de que el acuerdo total entre los resultados de las distintas medidas, en el caso en que puedan aplicarse a un mismo objeto, nos inducen más bien a pensar que en realidad se trata de distintos métodos de expresar la misma cosa. «En principio, escribe Bridgman, las operaciones mediante las cuales se mide la longitud deben ser especificadas de un modo único. Si tenemos más de un grupo de operaciones tenemos más de un concepto, y en rigor deberemos dar un nombre distinto a cada diferente grupo de operaciones» 15

Según los operacionistas, nuestra pretensión de estar ante un concepto único en presencia de operaciones distintas, es una persuasión ilusoria, como demostraría el hecho de que la evidencia experimental se enfrenta algunas veces a una realidad que los viejos conceptos son incapaces de captar. Aparecen entonces las crisis de la ciencia, para superar las cuales son necesarios los esfuerzos excepcionales de algunos genios que, con gran independencia de juicio y enfrentándose a menudo con la incomprensión de muchos, ponen a punto nuevos conceptos. Sin embargo, advierte Bridgman, la situación a la cual debe tenderse en la ciencia es precisamente aquella en que resulten inútiles las fatigas de un nuevo Einstein, y ello podría obtenerse precisamente si, en lugar de atribuir a los conceptos un alcance universal, lo cual nos deja faltos de preparación para reconocer su inadecuación en ciertos casos nuevos, nos limitásemos precisamente a considerarlos como denotando ciertas operaciones. Con ello quedaría claro que cuando tuviéramos que cambiar las operaciones para afrontar nuevos campos de la realidad, también deberíamos cambiar los conceptos (o más bien quedarían automáticamente modificados).

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Incluso con las pocas cosas aquí señaladas parece claro que el operacionismo contiene algunas exigencias perfectamente legítimas. La primera de ellas es la de no perjudicar la dirección y las posibilidades de las investigaciones futuras con una absolu-tización demasiado apresurada de las esquematizaciones de la experiencia presente. En principio no se puede estar en desacuerdo con Bridgman cuando dice que «el físico, para no estar obligado a reconsiderar continuamente su actitud, debe emplear conceptos de un tipo tal que nuestra experiencia del momento no hipoteque el futuro, en lo que respecta a la descripción y a las interrelaciones recíprocas de los fenómenos naturales» 16. Lo que nos deja perplejos es que para llegar a este resultado sea preciso identificar los conceptos con simples nombres para operaciones físicas, y que haya que abrazar el punto de vista extremo según el cual la experiencia siempre puede ser descrita y explicada por la misma experiencia.

Para ser más explícitos, diremos que el aspecto menos satisfactorio de la propuesta operacionista nos parece el hecho de que la misma no reconoce al concepto la que parece ser su característica esencial, es decir la universalidad.

Es cierto que Bridgman ve precisamente en esta universalidad la fuente de muchas de las desilusiones que se han ido produciendo a lo largo de la historia de la ciencia, por ejemplo, cuando el pretendido alcance universal de ciertos conceptos de la física clásica han hecho más penoso de lo necesario la instauración de la física relativista o cuántica, pero quizás su diagnóstico no es, a este respecto, exacto. Queremos, por tanto, avanzar una propuesta que nos parece que está en condiciones de tener en cuenta todas las exigencias legítimas y profundas que están en la base del operacionismo, sin tener que realizar ciertos sacrificios que aquél parece imponer.

La idea fundamental de nuestra proposición es que un concepto no denota una simple operación o un simple complejo de operaciones, sino una clase de equivalencia entre operaciones o conjuntos de operaciones, la cual se origina a partir de opera-ciones pero no se identifica con ellas. Para usar los mismos ejemplos de Bridgman, diremos que no parece correcto afirmar que tenemos un concepto de longitud ll, cuando nos referimos a medidas realizadas mediante el transporte de reglas, y obro concepto distinto de longitud 1 2, cuando nos referimos a medidas efectuadas con el uso de goniómetros (en la práctica estos conceptos distintos pueden emplearse indistintamente, puesto que re-

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sulta empíricamente que cuando los dos métodos se aplican a casos concretos en que los dos sean aplicables, se obtienen siempre los mismos resultados). Por el contrario, la situación real podría describirse como sigue: cuando construimos un concepto, partimos muy a menudo de ciertos casos concretos proporcionados por la experiencia, los cuales, sin embargo, son únicamente el origen de un proceso de abstracción, cuyo significado más profundo es el de considerar estos casos como simples ejemplos de la realidad que el concepto denota. Incluso sin empeñarnos en una discusión acerca de la naturaleza del procedimiento de abstracción, e incluso ignorando claramente su naturaleza, parece claro que su resultado sea precisamente el ya indicado. Es decir, cuando algunos casos concretos, proporcio-nados por la experiencia, nos aparecen asimilables a los ante riores, afirmamos que es posible considerar estos casos, a su vez, como nuevos ejemplos de la realidad denotada por aquel concepto. Así una clepsidra, un reloj de péndulo, y un cronómetro, aun siendo entes físicos muy distintos pueden ser incluidos en el mismo concepto de «reloj», puesto que pueden considerarse miembros de la misma clase de equivalencia, caracterizándose por la propiedad común de ser medidores de tiempo, y ello a pesar del hecho que por contingencias históricas el concepto de reloj se ha formado a partir de uno de ellos únicamente.

En el caso de las magnitudes físicas es indudable que cada una de ellas nace acompañada por la presencia de un procedimiento de medida. Incluso debemos decir que, hasta el momento en que no se haya explicitado un método de este tipo, el concepto considerado es más bien vago y pertenece sólo al sentido común, no pudiéndose afirmar que haya entrado verdaderamente a formar parte de la física. Sin embargo, la magnitud no puede identificarse con el método, no denota a este método, sino que denota la clase de equivalencia de la cual este método es un representante, pero en la cual pueden encontrarse sin duda otros métodos distintos. Para que dos métodos distintos pertenezcan a una misma clase de equivalencia, es decir, sean equivalentes, deben proporcionar los mismos resultados (dentro de los límites del error experimental) cada vez que se apliquen a los mismos casos concretos, o debe ser posible el demostrar teóricamente que, de ser aplicables a un mismo caso, arrojarían los mismos resultados en las medidas. Parece evidente que de esta manera se recupera la característica de universalidad del concepto, puesto que en principio queda abierta la posibilidad de

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encotrar un número indefinidamente grande de operaciones, de métodos de medida, que formen parte de la clase de equivalencia considerada, aun siendo todos distintos unos de otros. A pesar de ello no se cae en el inconveniente que intentan evitar precisamente las tesis del operacionismo, puesto que no se pre-tende una aplicabilidad del concepto ¡ilimitada y garantizada a priori a todas las posibles situaciones todavía inexploradas.

Dicho en otros términos, la lección indiscutible del operacionismo es la siguiente: cuando los físicos creían estar usando conceptos neutrales, intrínsecamente válidos e independientes de las operaciones de medida, se estaban engañando porque en la práctica los conceptos físicos nacen únicamente en relación con unas determinadas operaciones. Debido a ello, muy a menudo, ocurría de un modo inadvertido que el concepto se atribuía a propiedades inherentes a las operaciones mediante las cuales había sido asociado inicialmente, y ello daba origen a dificul tades insuperables cuando el concepto considerado se aplicaba a órdenes de realidad en los cuales las operaciones no podían realizarse.

El exceso de celo del operacionismo consiste en haber creído que esta circunstancia era un mal necesario y en haber dicho explícitamente: identifiquemos los conceptos con las operaciones y a cada cambio en las operaciones se obtendrá un nuevo concepto. A nosotros nos parece más correcto decir lo siguiente: reconozcamos que ningún concepto físico puede introducirse sin la ayuda de algunas operaciones, reconozcamos que el mismo no puede aplicarse a un nuevo ámbito de realidad sin especificar nuevamente, de un modo más o menos directo, otras operaciones, pero es preciso reconocer también que un concepto no denota una sola operación sino toda una clase de operaciones. De acuerdo con ello cada vez que nos enfrentemos con un sector inexplorado de la realidad no podremos decir si es posible la aplicación al mismo de nuestro concepto hasta que no se haya determinado que en el mismo es posible la realización de algunas de las operaciones pertenecientes a nuestra clase de equivalencia, o alguna nueva operación que pueda ser incluida en la clase.

De este modo nos parece posible mantener la estrecha relación que une conceptos físicos y operaciones, sin dejar de reconocer que no son la misma cosa. Esto nos parece muy importante si se desea evitar un inconveniente notable. Una misma cantidad puede ser medida por procedimientos distintos, lo cual según los operacionistas significa que cada uno de estos métodos de medida define un concepto distinto. Sin em-

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bargo se puede demostrar fácilmente que esta afirmación posee una profunda dificultad interna, incluso desde su propio punto de vista. De hecho, la tesis operacionista podría presumir de una aceptable plau-sibilidad a causa de aparecer como la expresión de la exigencia de una máxima adhesión a la realidad empírica, desvinculada de eventuales arbitrariedades, conscientes o inconscientes, de los investigadores. Afirmando que un concepto viene definido por una serie de operaciones de medida, los operacionistas parecen querer sugerir que es la misma rea lidad empírica la que impone y forja la imagen de sí misma. Ocurre, por el' contrario, que las magnitudes medibles, lejos de aparecer como autónomas e independientes de los arbitrios del investigador, se mues tran susceptibles de varias caracterizaciones. Éstas dependen de los procedimientos de medida elegidos, teóricamente infinitos e imprevisibles, y en consecuencia el grado de subjetividad de esta nueva situación sería superior al de la situación primitiva. Es decir, si se pretende llegar hasta las últimas consecuencias de esta actitud, la situación bordea lo grotesco: de hecho desde el punto de vista estrictamente operacionista, ni siquiera sería posible afirmar que los diversos procedimientos de medida dan lugar a conceptos distintos de una misma realidad, puesto que ello presupondría la existencia de una realidad única que puede ser observada de distintos modos. Los operacionistas afirman, por el contrario, que las medidas distintas dan lugar a conceptos distintos, y no a modos distintos de formular un mismo concepto.

Si, por el contrario, se identifica el denotado de un concepto no con una sola operación sino con toda una clase de equivalencias de operaciones, esta dificultad desaparece, porque las distintas operaciones que pueden medir directamente una misma cantidad, según la manera común de hablar, pertenecen, por definición, a la misma clase de equivalencia y por tanto constituyen el denotado de un único concepto.

Es preciso observar que una «definición operativa» entendida en sentido lato como la determinación de una clase de equivalencias cuyos! elementos son operaciones, no parece aceptable para muchos conceptos físicos y, en particular, para todos aquellos que indican entidades físicas (por ejemplo: fluido, electrón, gas, cuerpo rígido, campo, etc.). De todo ello tendremos ocasión de ocuparnos más adelante.Sin embargo, incluso prescindiendo de estos conceptos, que dan otros entre aquellos que usualmente se acompañan con una connotación numérica, y que suelen recibir el nombre de magnitudes, para los cuales no resulta evidente la posibilidad de una definición operativa. Dicho en otros términos, se puede afirmar que ni siquiera las llamadas magnitudes físicas son en todos los casos directamente medibles mediante el simple empleo de instrumentos de medida. Esto es posible para magnitudes como la longitud, o la fuerza, o la intensidad de corriente, pero no es posible en el

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caso de una magnitud como la carga del electrón (cuya determinación requiere el empleo de aparatos de medida y también la ayuda de fórmulas elaboradas en el seno de una determinada teoría). Y todavía más, existen magnitudes auténticas que ni tan sólo son medibles en el sentido lato con el cual se puede decir que se mide la carga del electrón. Por ejemplo el hamiltoniano y el lagrangiano de un sistema son indudablemente magnitudes, aptas para representar un sistema de un modo total, pero incapaces de admitir una auténtica operación de medida, aun cuando de las mismas sea posible deducir, con ayuda de derivadas parciales, ciertas expresiones para magnitudes físicas con significado inmediato, como, por ejemplo, el momento cinético. Por otra parte, también en el lenguaje co rriente de la física se acostumbra a decir que estas magnitudes (y muchas otras del mismo tipo, como la energía o el trabajo) se calculan, en lugar de afirmar que se miden. Con esta refe-rencia al cálculo se pone en evidencia la existencia de una cierta red de nexos lógicos y matemáticos, que no tienen nada que ver con operaciones de medida, pero que se introducen en el seno de una teoría de tal modo que el acta de nacimiento de tales conceptos presenta un sello teórico en lugar de operativo.

A propósito de estos conceptos, los operacionistas, Bridgman entre ellos, han intentado salvarles el carácter operativo recurriendo para ello a las «operaciones con papel y pluma» que sirven para su determinación por medio de cálculos mate-máticos.

Es preciso reconocer que la elección de esta expresión ha sido desafortunada 17, pero sería poco fructífero preocuparse de estas deficiencias en la formulación de ciertas ideas en lugar de atacar posiciones epistemológicas cuyas raíces son mucho más profundas. De hecho, si se considera la situación de un modo desapasionado, es preciso reconocer que los físicos emplean como instrumento lingüístico, como aparato formal, ciertas teorías matemáticas las cuales están fuera de toda consideración de tipo operativo, precisamente porque estas últimas se refieren únicamente a los conceptos físicos. Así aun cuando un concepto físico necesita para su definición el empleo de un determinado aparato matemático, el problema consiste en determinar si son definibles operativamente los conceptos físicos que puedan in-tervenir en esta definición. Dicho esto, parece claro que no es posible atribuir directamente al lagrangiano o al hamiltoniano de un sistema un significado operativo, aunque los mismos están

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relacionados por ciertas leyes matemáticas a cantidades operativamente medibles. Por otra parte, es posible medir la densidad de un cuerpo dividiendo su masa por su volumen y parece que esta medida puede ser considerada claramente como operativa; sin embargo es evidente que recurre también a un cálculo matemático, aunque sea una sencilla división aritmética 18.

Observamos pues que, en líneas generales, si se desea captar el aspecto interesante y positivo del operacionismo es preciso no dejarse impresionar por ciertas intemperancias dogmáticas de sus defensores, las cuales han inducido a muchos, no sin razón, a reconocer que sus pretensiones eran superiores a sus posibilidades reales .

Sustancialmente no se afirma que todo concepto físico pueda ser definido operativamente, sino que puede ser analizado hasta lograr su reducción a simples operaciones (con el empleo, además, de una instrumentación matemática). Esto significaría que sería posible el reconstruir la física con definiciones puramente operativas, y este programa no es muy distinto del formulado por los «intuicionistas» al afirmar que la matemática debe ser reedificada con el empleo exclusivo de métodos constructivos. La diferencia, en este caso, estriba en el hecho de que verdaderamente los intuicionistas han conseguido la reconstrucción de buena parte de la matemática de acuerdo con sus criterios, mientras que los operacionistas no han conseguido lo mismo para la física. A consecuencia de ello sus afirmaciones han acabado por adoptar un cierto aire dogmático, y las discusiones en pro y en contra del operacionismo se han llevado a cabo en un plano excesivamente vago en muchos casos. En particular no es fácil esclarecer, en esta situación, si la física puede edificarse a partir de conceptos definidos operativamente, puesto que en la práctica las medidas físicamente significativas se realizan siempre en el seno de una teoría y alcanzan el rango de medidas físicas, precisamente porque se pueden encuadrar en una teoría.

En otros términos, toda medición, aun cuando a primera vista pueda aparecer como un acto puramente material, es siempre una mezcla de manipulaciones materiales y de teoría, y ello por dos motivos principales. En primer lugar, porque la construcción de un instrumento de medida se basa siempre en la ayuda de ciertas teorías físicas (mecánica, óptica, electricidad, etc.) y en segundo lugar porque la imposición y la interpretación del procedimiento de medida vienen determinadas por una cierta teoría. Así, por ejemplo, si observo a una persona que está

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limpiándose los zapatos y me dice que con esta operación está midiendo la masa del sol, tengo derecho a extrañarme, puesto que no resulta evidente en qué sentido esta operación pueda considerarse una operación de medida que además pueda referirse a la masa del sol. Por el contrario, si observo una persona que desea medir la temperatura de un líquido sumergiendo un termómetro en el mismo, puedo aceptar que esta operación de medida es sensata y pertinente, puesto que existe todo un conjunto de construcciones teóricas que justifican esta manera de proceder para efectuar una medida, y en particular una medida de temperatura. Dicho de otra manera, no toda manipulación material tiene el significado de una medición, ni tampoco lo tiene cualquier operación realizada por medio de instrumentos: para que una operación material pueda ser considerada como una medida, o en general como una observación provista de un cierto valor físico, es necesaria que venga situada en un marco conceptual teórico preliminar, aun cuando el mismo sea elemental y aproximado.

A pesar de todo ello se puede afirmar que esta oposición entre operacionismo y teorización, alimentada indudablemente por un cierto exceso de atrevimiento de los operacionistas cuando afirman que todo en física puede reducirse a operaciones, puede fácilmente ser remodelada y reducida a su punto central. Es decir, el problema de ver si verdaderamente el significado de los términos de las teorías físicas es reducible a operaciones de medida.

Sobre este punto esencial el operacionismo se ha tenido que enfrentar con una crítica importante y que también ataca a nuestra manera remodelada de valorar el punto de vista ope-rativo; esta crítica acusa al operacionismo de haber caído en un equívoco fundamental.

Para expresar de una manera concisa la naturaleza de este equívoco, se puede decir que el mismo consistiría en haber inter-cambiado un problema semántico por uno metodológico, cuando en realidad lo que se exige a un concepto para que pueda ser considerado como tal es que posea una intensión y una posible extensión. El problema de señalar qué medios pueden emplearse para determinar si una tal extensión es o no vacía, aun siendo de gran interés intrínseco, no es de naturaleza semántica y, por tanto, no tiene nada que ver con el problema del significado. Incluso ya la lógica clásica había distinguido entre el «logos semántico» y el «logos apofántico». El primero de los dos

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concierne al ámbito del significado puro, y su punto más elevado está constituido por la formulación de los conceptos, sin que ésta se presente acompañada por el enunciado de juicios concernientes a la realidad; esta tarea es por el contrario la característica esencial del logos apofántico, el cual consiste típicamente en expresiones que pueden ser verdaderas o falsas. Por otra parte, está claro que el logos semántico precede al apofántico, dado que es necesario comprender lo que significa una proposición antes de poder pasar a considerar si la misma es verdadera o falsa.

A menudo se afirma que el operacionismo también se equivoca respecto a este punto: el conocimiento de las operaciones de medida no es una condición para comprender el significado de frases tales como «longitud del segmento AB» o «la longitud del segmento AB es de tres centímetros» sino que es una condición para poder establecer si la segunda de estas expresiones (que pertenece al logos apofántico, mientras que la primera pertenece al logos semántico) es verdadera o falsa. Por lo tanto, el significado' de estas expresiones permanece unívoco a pesar de que las operaciones distintas susceptibles de verificar la verdad de la segunda frase son bastante numerosas. Así, la elección de una de estas operaciones aparece claramente como un problema metodológico que sigue al problema semántico.

Se acepta, por ejemplo, que la noción de «energía de un electrón libre que se mueve en el vacío» está provista de sentido, e incluso se ha construido una completa teoría electrostática concerniente a una tal carga individual aislada, a pesar de que no se puede pensar en la medición de tal energía, ni tampoco en someter a verificación la correspondiente teoría, puesto que para efectuar cualquier medida sería preciso hacer intervenir al menos otra entidad física que interaccionara con la carga individual señalada. En estos casos se puede decir que estamos en con diciones de comprender todo lo que se afirme, aun cuando no es posible medirlo o verificarlo, y ello equivale a afirmar que los conceptos son válidos a pesar de que las medidas no sólo no existen, sino que jamás podrán ser realizadas 21.

Sin duda esta objeción es muy fuerte, pero se puede intentar evitarla profundizando en el significado de la propuesta operacionista, para ir más allá de donde han llegado los mismos operacionistas.

Tomando un caso concreto como ejemplo, la objeción señalada puede expresarse del siguiente modo: existe el concepto de

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longitud, que denota una cierta propiedad de los objetos materiales, y de aquí se pasa la formulación cuantitativa introduciendo la magnitud «longitud» la cual es una función asociada en cierto modo con el concepto. Las varias operaciones de medida precisamente debido a que son medidas de longitud, presuponen la existencia de este concepto, y en consecuencia sólo sirven para indicar si una proposición en la cual interviene el concepto es verdadera o falsa, y por tanto se encuentra en una situación posterior respecto a la cuestión del significado. Incluso si consideráramos no una operación singular sino toda una clase de operaciones -tal como hemos propuesto al principio de este parágrafo- la misma no sería el denotado del concepto de longitud, sino del concepto «operaciones para medir longitudes».

Todo lo dicho es fácilmente aceptable, pero es preciso efectuar una observación: en la intensión corriente del concepto de longitud interviene sin duda la circunstancia de ser medible mediante transporte de reglas, o tal vez con el empleo de goniómetros y fórmulas trigonométricas. Ello presupone evidentemente que la referencia a estas u otras operaciones no es extraña al significado de longitud, sino que forma parte del mismo dado que forma parte de su intensión. En estas circunstancias la propuesta operacionista aparece en la física como una invitación a descuidar todos los aspectos de la intensión de un concepto que se refiera a las operaciones de la cual nace siempre acompañado, como hemos señalado precedentemente. Por tanto, si deseamos ser ecuánimes, debe decirse que la propuesta de reducir el significado a las operaciones, aun presentándose en los escritos de los operacionistas como una confusión entre el problema del significado y el problema de la verificación, puede ser interpretada correctamente. Para ello debe tomarse como una propuesta colocada auténticamente en un plano semántico, consistente en la eliminación de todos los aspectos de la intensión de un concepto que no admitan una referencia a las operaciones. El defecto del operacionismo oficial, a nuestro juicio, estriba en limitar la intensión a una sola operación (o grupo de operaciones), en lugar de considerar de un modo más correcto, por las razones ya expuestas, que es posible extenderla a todas las operaciones posibles que le son equivalentes, es decir, a una clase de operaciones (o de grupos de operaciones).

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En este punto no se puede hablar de incorrección metodológica, sino de mayor o menor oportunidad en una reducción tan drástica de la intensión de los conceptos físicos, y sobre esto ya Bridgman dio a conocer sus razones. En substancia podemos decir que cuando una teoría física resulta insatisfactoria ello puede ser debido a una formulación inadecuada de sus leyes o por falta de suficiente definición de sus conceptos. Mientras normalmente se presta más atención al primer motivo, el ope racionismo supone más importante al segundo y formula una propuesta, sin duda drástica, pero a la que supone como única salida para el esclarecimiento de los contenidos de los conceptos claves de una teoría y de sus límites de aplicabilidad. Esta propuesta ya hemos indicado que puede ser considerada como una invitación a reducir al mínimo la intensión de los conceptos físicos y ello debido a que se ha visto, al menos históricamente, que ciertos elementos intensionales enmascarados actúan de un modo escondido en las teorías, sin que sea advertido su influjo desviador y en ocasiones retardador.

¿Es posible ser menos drástico? La respuesta es posiblemente afirmativa: la perceptiva axiomática se propone sustancialmente descomponer las intensiones de los conceptos físicos básicos, punto por punto, para lograr con esta explicitación integral poner bajo control los efectos que las varias componentes intensionales tienen en las teorías. Es decir, actuando análogamente a los geómetras cuando axiomatizaron de un modo explícito la misma geometría euclidiana.

A fin de cuentas este camino no parece antitético, sino más bien complementario, con la hipótesis operacionista, cuyo punto fundamental es siempre el mismo: toda teoría física debe ser en último término verificable. En consecuencia, si en un concepto físico figuran componentes intensionales que no pueden ser verificadas, ni directamente ni a través de nexos más o menos complicados, pero verificables efectivamente, que les unen a predicados definidos operativamente, no puede conside -rarse que aquellas componentes pertenezcan verdaderamente al ámbito de la física. Parece difícil que contra esta afirmación pueda objetarse ninguna cuestión verdaderamente seria.

Con todo no hemos afirmado que todo concepto físico deba o pueda tener un significado operativo. Lo esencial, como ya se ha visto, es que todos los elementos formales que entran en su intensión puedan relacionarse, por medio de cadenas conceptuales muy a menudo complicadas, a conceptos de naturaleza operativa. Sin embargo, al sentar estas afirmaciones se atenta contra la limitada tesis reduccionista del operacionismo, la cual, sino se quiere caer verdaderamente en la incorrección de cambiar el problema del sentido por el de la verificación, debe presentarse como una reducción total de la intensión de los conceptos a puras características operativas.

Hemos señalado todo esto porque, viceversa, hoy es muy frecuente el encontrar físicos que se aferran al viejo dogma neopositivista del principio de verificación, según el cual la signi-

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ficación coincide con la verificación de acuerdo con la conocida frase de Carnap: «el sentido de una proposición es su método de verificación.» La objeción más inmediata que se puede hacer a este criterio general es análoga a la que ya ha sido presentada precedentemente frente a cierta manera de interpretar el operacionismo: para verificar una proposición es preciso en primer lugar comprenderla, es decir, haber captado su sentido, lo cual precede a la verificación misma; incluso para poder decir que una proposición no es verificable es preciso comprenderla antes, lo cual significa que incluso en este caso debe tener un sentido aunque no sea verificable 12. No darse cuenta de este hecho significa caer en la confusión ya señalada entre problemas semán-ticos y problemas metodológicos, que a veces se identifican erróneamente a pesar de ser distintos intrínsecamente. De hecho la significación es una condición necesaria pero no suficiente para la verificabilidad, mientras que la verificabilidad es una condición suficiente, pero no necesaria, para la significación. Incluso se puede afirmar que los desarrollos de la epistemología de la física han conducido a una noción de verificabilidad que en cierta medida es independiente de la idea de medida y de observación empírica. De hecho, se acepta que una teoría puede estar privada totalmente de cualquier posibilidad de control experimental y a pesar de ello ser considerada verificable, si existen teorías suplementarias que permitan relacionar los enunciados de esta teoría con hechos observables. Así, por ejemplo, cualquier teoría sobre la constitución del átomo estará formada totalmente por proposiciones no controlables directamente y, sin embargo, mediante el empleo de determinadas teorías particulares podrán relacionarse con proposiciones concernientes a lecturas de instrumentos, exámenes de fotografías y similares. Resulta evidente que ninguno de los conceptos que aparecen en las teorías de este tipo es susceptible de aceptar una definición operativa 13.

Una vez esclarecidas estas cuestiones, a las que podríamos llamar de principio, continúa subsistiendo otra cuestión de hecho: aun suponiendo que una identificación del significado y la verificación sea arbitraria, queda en pie el hecho de que en la física muchas proposiciones aparecen como directamente verificables y otras no. Igualmente muchos términos físicos, por ejemplo, aquellos que describen operaciones de medida, tienen una referencia física inmediata y directa y otros no; se acos-

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tumbra a llamar «términos observativos» a los primeros y «términos teóricos» a los segundos.

El problema del significado de los términos físicos, es decir, el problema de atribuirles los denotados físicos, puede separarse en dos partes: el denotado de los términos observativos puede considerarse asociado de una manera inmediata y directa a las correspondientes observaciones y operaciones de medida, pero ¿qué pasa con los términos teóricos? En este caso, como ya se ha observado, tienden, por lo menos de hecho, hacia la misma caracterización por medio de las operaciones de medida, y por ello muchos les atribuyen un significado, un significado físico, pero no está claro en qué consiste ni tampoco de qué modo está relacionado con el significado inmediato y directo de los términos observativos. Un primer intento de respuesta, el cual por otra parte está implícito en la misma tesis operacionista, por lo menos cuando se admite su versión más amplia, afirma que los términos teóricos deben ser definidos mediante el uso de términos observativos, pero no queda claro lo que debe entenderse por tal definición. Ciertamente no debe ser del tipo de las definiciones corrientes que consisten en sustituir un término por una determinada combinación de otros, a la cual se supone equivalente, sino que debe tratarse de otra cosa más compleja. Dada la importancia del problema de los términos teóricos en la ciencia física, vale la pena que nos ocupemos separadamente de él.

19. La posición de los conceptos teóricos en la física

Con motivo de una precedente caracterización del concepto de teoría física, ya hemos observado que ninguna teoría se puede considerar como una pura y simple colección de proposiciones verdaderas concernientes a determinados objetos, sino que estas proposiciones están siempre sujetas a una cierta organización de tipo deductivo, que tiene como finalidad el explicar los hechos conocidos, mostrándolos como consecuencia lógica de ciertas hipótesis aceptadas, y a la vez prever nuevos acontecimientos. No es éste el momento adecuado para profundizar en estas ideas, pero sí es oportuno expresarlas de la manera más convincente para la discusión del tema que ahora nos preocupa. De hecho está claro que si la ciencia empírica se propone objetivos de explicación y previsión que vayan más allá de la simple

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descripción de acontecimientos particulares, la misma debe disponer necesariamente de los instrumentos lógicos y conceptuales necesarios a tal fin. Incluso es bastante intuitivo que si una ciencia, como ocurre frecuentemente, recurre al empleo de términos técnicos y construcciones teóricas, lo hace precisamente para satisfacer dichas exigencias explicativas, puesto que para la simple descripción de los datos que resultan de la experiencia no se precisa otra cosa que el conjunto de términos lingüísticos y de reglas lógicas del discurso ordinario.

Resumiendo podemos decir que la situación es como sigue: por un lado, todo lo que la ciencia se propone explicar y prever pertenece necesariamente, en última instancia, al conjunto de los hechos de la experiencia inmediata, describibles mediante los tér-minos empíricos del lenguaje cotidiano; por otra parte, esta explicación y previsión se realizan, muy a menudo, mediante el recurso a términos técnicos y a construcciones teóricas muy peculiares 24. Sin embargo, dado que el uso de estos términos técnicos y construcciones teóricas debe ser eficaz respecto a los objetivos citados de explicación y previsión, es indispensable que los mismos conserven una relación, una conexión conceptual, con los términos empíricos. El problema más importante es precisamente el de llegar a sondear esta relación y también el esclarecer cómo los términos teóricos de una ciencia experimental pueden servir para expresar hechos que después deben poder traducirse, en última instancia, en proposiciones cons-tructivas con términos empíricos.

Nosotros hemos dado el nombre de «términos empíricos» a aquellas expresiones del lenguaje que denotan directamente hechos de la experiencia, es decir, fenómenos y acontecimientos que entran en la esfera de cuanto los sujetos humanos están en condiciones de percibir de un modo sensible. En consecuencia, deben incluirse aquí todos aquellos términos que denoten sensaciones, percepciones y hechos análogos de la experiencia inmediata. Sin embargo, la ciencia ha intentado poner límites a la naturaleza «privada» de tales evidencias, y ha privilegiado como términos empíricos únicamente a aquellos que denotan observaciones directas de índices, escalas, cuadrantes, cambios de coloración en reactivas, trazas sobre placas fotográficas, crepitaciones en un contador Geiger, y así sucesivamente, de manera de poder asegurar el máximo grado de intersubjetividad a los resultados empíricos que le conciernen.

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Precisamente por ello, algunos epistemólogos han creído poder afirmar que las observaciones de las que se sirve la ciencia «ni siquiera tienen necesidad de ser observaciones según el sentido común de la palabra, el cual presupone una base de experiencia inmediata: pueden ser simplemente trazos sobre una película, o agujeros sobre una cinta de una calculadora electrónica. Por lo que respecta a la ciencia, una observación puede ser realizada completamente por máquinas, con tal de que los registros de tales máquinas sean sucesivamente examinados e interpretados» 25. De esta manera, por ejemplo, se expresa el conocido epistemólogo inglés Braithwaite, para el cual es evidentemente válida la posibilidad de eliminar el sujeto humano de las condiciones definitorias de los términos empíricos de la ciencia. Sin embargo no parece posible que se pueda llegar a una tal eliminación por cuanto la observación que hemos señalado, aun cuando aparentemente acertada, no hace otra cosa que desplazar el problema por cuanto, en última ins -tancia, es siempre un observador humano el que examina las trazas en la película o los agujeros en las cintas, tal como reconoce el mismo Braithwaite. En realidad la película, o la cinta, o cualquier máquina por complicada que sea, no observa propiamente nada, sino que somos nosotros quienes, observando la película o la cinta, asumimos su estado como evidencia experimental, y de él inferimos después algunos conocimientos sobre el mundo que nos rodea, en base a ciertos conocimientos teóricos acerca de los aparatos ópticos y de las emulsiones fotográ ficas, o sobre la base de nuestras informaciones acerca del modo de funcionamiento del calculador electrónico del cual nos hemos servido.

En conclusión, podemos decir que estamos plenamente de acuerdo con la oportunidad, e incluso con la absoluta necesidad dadas las exigencias efectivas de la práctica de las distintas mediciones, de emplear en la ciencia la lectura de índice y de escalas, y en general el empleo de instrumentos, en lugar de la pura y simple evaluación de sensaciones y percepciones subjetivas. Sin embargo ello no quita que los términos empíricos se caractericen precisamente por el hecho de denotar alguna cosa accesible directamente a la experiencia personal del observador. Con ello se justifica plenamente el uso común de llamar «términos observables» a aquellos que hasta ahora habíamos llamado «términos empíricos» y, consecuentemente, el llamar «observables» a los predicados por ellos denotados 26.

Vale la pena señalar que esta última afirmación no está en contradicción con una observación realizada precedente, según la cual términos como, «observador» y «observable» no tienen significado Después de todo lo dicho continúa siendo verdad la afirmación de que tales términos tienen una pura función metodológica y, de hecho, no son empleados para indicar entes físicos, sino para establecer las condiciones que caracterizan a otros términos; están Telacionados con el lenguaje de la física y no con sus objetos. También puede decirse que dichos términos se refieren, en un determinado sentido, a una caracteres-

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tica de los entes físicos - la observabilidad - la cual no es propiamente una cualidad física, un predicado físico, sino una relación que los mismos pueden mantener con un ente extrafísico como es el observador.

Llegados a este punto se presenta una situación extremadamente interesante y que tiene algo de paradójica, por cuanto el hecho de que un término como «observador» no tenga significado físico, desempeña un papel decisivo en el problema de la asignación de un significado físico a un término cualquiera. De hecho todos los científicos están dispuestos a admitir que cualquier término que se refiera a un predicado observable tiene significado físico: es una simple consecuencia del hecho de que la ciencia comparte la convicción común de que la experiencia inmediata nos coloca en presencia de una realidad. Esto equivale a decir que la observabilidad es una condición metodológicamente suficiente para atribuir significado físico a un término, y precisamente, según una terminología ya definida, un significado directo e inmediato. Queda abierta la cuestión de saber si una tal condición es también necesaria, pero la existencia de muchísimos predicados no observables, que vienen denotados en física mediante términos teóricos, induce a suponer que la condición no es necesaria 27.

Por tanto, si se admite que no es posible excluir el hecho de que un término pueda tener significado físico sin ser observable, queda en pie la cuestión de cómo asegurar un posible significado de este tipo a los términos no observables. La primera propuesta explícita para la búsqueda de una solución a este problema la encontramos en Russell, aunque ya estaba implícita en los escritos de epistemólogos anteriores, por ejemplo en los de Mach. Según esta propuesta es posible obtener los conceptos que hoy llamamos teóricos como construcciones lógicas realizadas mediante la única ayuda de predicados observables.

Según esta concepción, todo enunciado en el cual aparezca un término teórico, por ejemplo, «electrón», debe poder traducirse enteramente, sin la menor pérdida de significado, en una expresión en la que únicamente aparezcan términos que indiquen operaciones, predicados y entidades que sean directamente observables 28. La plausibilidad de esta tesis parece asegurada a partir del hecho de que, a fin de cuentas, cuando queremos ver si un término teórico es verdadero, procedemos a efectuar ciertas operaciones y ciertas manipulaciones observables. Por tanto debería ser posible en principio, aunque en la práctica pueda ser muy difícil, expresar un término teórico mediante una definición explícita que sólo utilice términos observables.

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Esta tesis fue defendida de un modo todavía más explícito y estructurado por los primeros neopositivistas, cuyo parentesco con el operacionismo es evidente, y en particular en la obra de Carnap: La construcción lógica del mundo (1928) '. Su característica esencial es la de suponer a los términos teóricos eliminables, debido a la circunstancia de ser susceptibles de obtenerse por definición completa a partir de los términos observables.Las matemáticas ofrecen una gran cantidad de ejemplos de definiciones de esta clase: así, cuando se define el cuadrado como un polígono con cuatro ángulos rectos y cuatro lados iguales, ello significa en principio que podemos eliminar la palabra «cuadrado» de un libro de geometría sustituyéndola por la definición explícita de la misma. Otro tipo de definición, que tiene como efecto permitir la eliminación de un término en favor de otros, lo constituyen las llamadas definiciones contextuales o definiciones de uso las cuales, a diferencia de definiciones explícitas, no admiten la sustitución pura y simple de un término aislado por una locución sinónima, pero en cambio permiten la traducción de un enunciado completo en otro de igual significado, que no contenga el término que se desea eliminar. Así, por ejemplo, se puede decir: «x tiene la misma densidad que y» = d1 «volúmenes iguales de x e y tienen el mismo peso», con lo cual se ha eliminado mediante una definición contextual el predicado «tener igual densidad».

Tanto las definiciones explícitas como las contextuales tienen la característica de ser completas, es decir, de permitir la eliminación de un término, gracias a la circunstancia de que las condiciones definitorias dicen todo aquello que es necesario y suficiente para la verdad de la proposición en la cual apare ce el término definido. Además, en los casos en que el definiens contenga sólo predicados observables, se tendrán ejemplos no triviales de definiciones operativas entendidas de un modo correcto. Ello es evidente desde el momento en que captar el significado semántico de un término definido en base a predicados observables implicaría reducir enteramente su intensión a aquellas características que se toman en consideración en los métodos de verificación de las afirmaciones elementales en las cuales aparece el término definido.

Llegados a este punto se puede decir que si todos los términos teóricos fueran definibles de un modo completo -explícito y contextual - a partir de términos observables, se habría resuelto de un modo muy simple el problema del tipo de relación que los liga a los términos observables. Incluso se puede afirmar que simultáneamente se habría reconocido su elimina,

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Esta tesis extrema encuentra dificultades notables, dado que en las teorías científicas aparecen, de hecho, al menos dos tipos de términos que no parecen susceptibles de una definición completa en base a términos observables: éstos son los llamados «términos disposicionales» y «términos métricos»-`,.

Ejemplos de términos disposicionales son los siguientes: «magnético» (entendido como indicador de la disposición de un cierto cuerpo para atraer pequeños trozos de hierro dispuestos en sus proximidades), «soluble» (entendido como indicador de la disposición de una cierta substancia a disolverse en un líquido), «aislante» (entendido como indicador de la disposición de un cuerpo a no dejar pasar la corriente eléctrica). Otros ejemplos similares son: «elástico», «conductor eléctrico», «conductor térmico», «fisionable», «catalizador», «fotosensible», etc.

Parece perfectamente claro que ninguna de estas características «disposicionales» es observable directamente, pero parece, al menos a primera vista, que pueden convertirse en tales si se dan las oportunas condiciones capaces de evidenciarlas. Con todo, es preciso tener en cuenta que lo que nosotros podemos observar son ciertos procesos: por ejemplo, el movimiento de pequeños trozos de hierro hacia el cuerpo examinado, o su disolución en el agua, y no la magneticidad o la solubilidad, las cuales en realidad se atribuyen a los cuerpos en cuestión como características disposicionales de los mismos, en base a los procesos observados.

Por tanto, lo que se puede esperar es que los procesos ob servados puedan emplearse para definir contextualmente, los términos disposicionales.

En esta dirección volcaron sus esfuerzos los distintos autores, pero muy pronto se dieron cuenta de la existencia de una dificultad de lógica pura que nosotros nos limitaremos a señalar. Si por ejemplo, en una definición contextual escribimos: «x es magnético» = df «si un trozo de hierro se acerca a x, es atraído por él», hemos puesto una proposición condicional en el definiens y la lógica enseña que la misma es verdadera, no sólo si el antecedente y el consecuente son verdaderos, sino incluso si el antecedente es falso. Aceptando este hecho deberemos admitir que es verdad: «x es magnético» incluso todas las veces en que no es verdad: «un trozo de hierro se aproxima a x», y ello independientemente de cualquier otra información respecto a x, que

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por otra parte, podría de hecho no ser magnético. Para evitar este inconveniente, Carnap propuso 31 definir los términos disposicionales de otro modo; mediante las llamadas proposiciones de reducción. En nuestro caso, una tal proposición se escribiría: «si un trozo de hierro es puesto en las proximidades de x, entonces x es magnético si lo atrae y sólo si lo atrae». De este modo, como se observa fácilmente, se evita el in-conveniente señalado, pero la definición del predicado disposicional se realiza bajo una condición particular y precisa. De aquí que aun introduciendo diversas proposiciones de este tipo no se alcanza nunca a precisar el significado del término en función de simples predicados observables que se adapten a todo contexto. Ello equivale a decir que los términos teóricos introducidos con esta técnica no son nunca completamente eliminables en favor de los términos observables. Para lograr esto último de hecho deberíamos formular proposiciones reductivas para todas las condiciones posibles, las cuales, en principio, pueden ser infinitas.

En otros términos, toda proposición reductiva, concerniente a un concepto teórico dado, consiste en el enunciado de una condición necesaria y una condición suficiente distinta para su uso; en nuestro caso la condición suficiente es la presencia de un trozo de hierro en las proximidades de x, mientras que la necesaria es su atracción hacia x. Por el contrario, en el caso de una definición contextual verdadera y propia se precisa una condición que simultáneamente sea necesaria y suficiente para la subsistencia del concepto definido, capaz de poderlo reemplazar integralmente. Éste es el motivo por el cual las definiciones de los términos teóricos obtenidas a partir de cadenas de reducción, que en el caso más elemental pueden ser simples proposiciones de re-ducción, son siempre incompletas, por cuanto sólo determinan parcialmente el significado del término que se desearía definir.

No queremos detenernos en otros aspectos de este mismo problema, no sólo debido a que sus soluciones son todavía muy discutidas por lo que son muy ricas en desarrollos 32 posibles, sino especialmente porque el operacionista nos parece en situación de eliminar de un solo golpe estas objeciones, por medio de un procedimiento extremo en cierto sentido pero indiscutible desde su punto de vista. Ello es evidente si se tiene en cuenta que pueden negar perfectamente que los términos disposicionales sean necesarios en una teoría física. Bien es verdad que estos términos existen de hecho en la ciencia, pero como ya se ha advertido en el parágrafo precedente, el operacionista no se considera vinculado a dar cuenta ni de la historia de una ciencia, ni de su estado actual; si acaso, podría sentirse obligado a decir cómo, idealmente, sería posible reconstruir la ciencia.

Aun en el supuesto de que una eliminación de los términos disposicionales no sea operable por motivos puramente lógicos

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(lo cual es ya discutible, porque no hay ningún motivo que obligue a recurrir necesariamente al conectivo lógico del condicional que es precisamente lo que da lugar a la dificultad señalada), un operacionista puede observar que lo que interesa a la ciencia es saber que ciertos materiales atraen las limaduras de hierro, que ciertos materiales inducen corrientes eléctricas cuando se mueven cerca de un circuito, etc., sin necesidad de darles el nombre de «magnéticos». Bajo la forma de ley física se podrá descubrir que los materiales del primer tipo son los mismos que gozan de la segunda propiedad, y eventualmente de otras, pero en ningún caso será necesario llamarlos con un nombre particular. Esto último se hace por comodidad cuando, en un cierto estadio de la investigación, el gran número de leyes fí sicas concernientes al conjunto de propiedades comunes aconsejan su agrupación bajo un mismo nombre.

Naturalmente aquí reaparece una dificultad ya indicada precedentemente: el razonamiento operacionista posee un aire escurridizo porque se refiere a un ideal de reconstructibilidad de la física, en lugar de referirse a la física en sí. Sin embargo se trata de una pura dificultad psicológica que puede ser fácilmente superada si, como ya sugería Bridgman, consideramos la propuesta operacionista como una declaración según la cual todo predicado físico es analizable en términos operativos.

Está claro que todo predicado disposicional es analizable en términos de operaciones, al menos mediante las proposiciones de reducción. El hecho de que, como se ha observado antes, estas proposiciones no alcancen a dar un significado válido para todo contexto, no preocupa al operacionista riguroso, el cual está pronto a aceptar un concepto distinto para cada operación distinta. Sin embargo también el que abrigara el legítimo deseo de conservar la universalidad de los conceptos, podría encontrarse a sus anchas aceptando nuestra propuesta de recurrir a las clases de equivalencia. En tal caso, el concepto disposicional nacería acompañado de una característica observable (por ejemplo el hecho de atraer limaduras de hierro) pero en realidad denotaría la clase de equivalencia de la cual aqué lla es un representante. La inclusión de otras características en una clase, como por ejemplo la de provocar corrientes inducidas, sería el efecto del descubrimiento de nuevas leyes físicas. Colocados en esta perspectiva, no sería ni tan solo necesario «disminuir la categoría» de los conceptos disposicionales, porque los mismos denotarían justamente la clase de equivalencia,

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la cual ya se engendra cuando se pone en evidencia uno de sus representantes y, por tanto, puede ser designada legítimamente con un nombre.

Dejando a un lado los conceptos disposicionales, examinemos ahora las objeciones que se aducen contra la posibilidad de definir los conceptos métricos (aquellos que expresan magnitudes susceptibles de ser medidas) mediante el único recurso de los predicados observables. Tales objeciones se concentran sustancialmente en una, que parece de gran importancia: las magnitudes físicas tienen la característica de ser funciones con una distribución de valores no sólo infinita, sino incluso con-tinua (es decir, más que numerable) mientras que toda operación concreta, o incluso sólo imaginable, en la práctica sólo puede ser realizada un número finito de veces o, efectuando idealmente todas las «posibles» repeticiones de las mismas, como máximo puede realizarse una infinidad numerable de veces. En consecuencia ello sólo puede conducir a una infinidad numerable de valores. Con ello queda claro que nuestras magnitudes físicas, funciones con una infinidad más que numerable de valores, no pueden hacerse coincidir ni siquiera con operaciones idealizadas las cuales son funciones con un conjunto de valores numerables.

Aunque aparentemente fuerte, esta objeción parece limitarse a considerar como hecho esencial un simple artificio de cálculo, como es el empleo en física de magnitudes con valores reales, además de racionales, para garantizar la aplicación del cálculo infinitesimal. Es el mismo artificio que se encuentra decenas de veces en mecánica racional y en física matemática cuando ciertas consideraciones, desarrolladas por sistemas discretos de partículas, se generalizan automáticamente a un continuo sustituyendo las sumatorias por integrales de campo. Ciertamente nadie osaría poner en duda la insustituible eficacia del empleo de este instrumento matemático, pero ello no significa que éste deba influir sobre la manera de concebir los conceptos físicos. Más bien parece que sean estos últimos los que, al menos en la mayor parte de los casos, se presten a alguna adaptación que permita el aplicarles ciertos instrumentos matemáticos. En el caso de las magnitudes es indudable que las mismas siempre se pueden medir de hecho con números racionales y, aun en aquellos casos en que parece imposible, no es arriesgado afirmar que en realidad todo aquello que queda fuera de tal posibilidad queda fuera también del ámbito del significado físico. Así, por

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ejemplo, si en base a una cierta escala se alcanza a medir exactamente la longitud del lado de un cuadro y la misma resulta de 1 metro, sabemos que su diagonal tiene una longitud de metros; ¿pero qué sabemos en realidad? únicamente que todas las tentativas de medida realizadas en base a la escala considerada darán valores, representados por números racionales, que se aproximarán por exceso o por defecto al valor . El que objetara que en realidad la longitud de la diagonal es precisamente metros, demostraría estar confundiendo la noción puramente geométrica de longitud con la noción física de la misma. De hecho parece difícil reconocer el carácter de noción física a una longitud que en principio no es determinable exactamente con ninguna medida efectiva. Se podría decir que precisamente un ejemplo de este tipo permite emplear el aspecto más razonable de la propuesta operacionista, por lo menos tal como se ha intentado entenderla en estas páginas, es decir, como una propuesta para restringir la intensión de los conceptos. En realidad nadie niega que en una acepción más amplia del concepto de longitud se puedan atri buir a la misma valores expresados por números irracionales, los cuales por definición no son obtenibles mediante medidas, por muy precisas que éstas sean. Sin embargo parece extremadamente razonable excluir de la física los casos de este tipo, aun cuando por pura comodidad en la ejecución de los cálculos es conveniente continuar sirviéndose de los números reales y de los instrumentos de cálculo del análisis infinitesimal l3.

Por otra parte se puede observar que si es verdad que en la mayor parte de los casos es útil pensar en las magnitudes físicas como funciones con valores continuos, la física cuántica está demostrando actualmente que esto no es siempre cierto.

En todo caso parece más adecuado el mostrar que las ma yores dificultades, para una definición basada en términos observables, parecen ser inherentes a conceptos teóricos que no denotan predicados, funciones o magnitudes, sino objetos físicos. ¿Cómo se podría, por ejemplo, definir operativamente el concepto electrón? Quizás éste no sea otra cosa que una construcción teórica en torno a la cual agrupamos muchas propiedades definibles operativamente, como es el tener una cierta carga y una cierta masa, pero que no es aprehensible mediante una de-finición operativa.

Muchos estudiosos quedan perplejos frente a estas cuestiones, pero no creemos que sean particularmente arduas. La

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lógica escolástica ya había reconocido que talia sunt subiecta qualia determinantur a suis praedicatis, lo cual equivale a decir que el concepto de un individuo no es ya el de un misterioso quid al cual después se le unen ciertas determinaciones, sino más bien lo que resulta del conjunto de sus determinaciones, o sea la totalidad de sus determinaciones. El no darse cuenta de ello equivale a aceptar de un modo inconsciente el dualismo gnoseológico del cual ya hemos hablado precedentemente.

Por tanto, si se admite que todas las determinaciones atribuibles al concepto de electrón resultan precisables de un modo operativo, también el mismo concepto poseerá necesariamente esta característica.

Respecto a este punto, nos facilita su comprensión el tener presente todo aquello que ha esclarecido la aplicación del método axiomático a la geometría. Ha permitido comprender que, aun cuando el punto, la recta y el plano fueran objetos muy precisos a los ojos de una hipotética intuición, para la geometría no son otra cosa que aquello que satisface los axiomas en que los mismos aparecen, es decir, alguna cosa que satisface tales axiomas.

De una manera similar, el electrón, para la física, no puede ser otra cosa que aquello que resulta susceptible de intervenir en determinadas relaciones y que goza de ciertas propiedades que el progreso de la investigación permite observar y predecir.

Naturalmente, incluso después de haber visto que el caso de los conceptos teóricos subjetivos no presenta problemas más arduos que el de los conceptos teóricos predicativos, queda todavía en pie el problema de las relaciones entre conceptos teóricos en general y conceptos observativos.

Ahora bien, después de todo lo dicho, nos parece que la cuestión de las relaciones entre los predicados teóricos y los observables puede considerarse en términos un poco distintos de los que se emplean generalmente, originados por una polémica que, precisamente por haberse desarrollado con un cierto acaloramiento, ha terminado por producir mayor confusión en las ideas en lugar de contribuir a su esclarecimiento. Dicho de otro modo, nos parece que el verdadero problema es el de determinar si los conceptos teóricos se pueden definir por medio de conceptos observables, y no la cuestión de si pueden ser eliminados en favor de estos últimos. Ello es debido, como veremos muy pronto, al hecho de que la eventual definibilidad de los

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conceptos teóricos no implicaría su eliminabilidad y, por otra parte, cuando, en este caso, se habla de definición se hace referencia siempre a alguna cosa muy compleja.

Creemos que con todo ello hemos hecho justicia a la opinión operacionista, hasta un punto que no suele ser alcanzado por los estudiosos que no pertenecen al campo del operacionismo, pero con ello no pretendemos afirmar que los conceptos teóricos puedan reducirse a conceptos operativos. Si hiciéramos tal cosa, nos comportaríamos exactamente como aquel que reduce una casa a la colección de ladrillos que la constituyen. De hecho, podemos decir, sin ninguna duda, que muchos conceptos físicos son operativos en sentido genuino, por cuanto denotan clases de equivalencia que comprenden operaciones efectivas. Datos de los conceptos operativos se pueden componer y combinar entre sí de modos muy diferentes, dando lugar a nuevos conceptos, los cuales pueden no denotar ya ninguna clase de operaciones. Sin embargo, ello no implica que sea posible afirmar que estos nuevos conceptos se puedan reducir a conceptos operativos simplemente descomponiéndolos, por así decir, en los conceptos operativos a partir de los cuales han sido obtenidos. Esta afirmación es tan trivial como equívoca, puesto que aun cuando es posible una descomposición mental de este tipo, una vez se ha realizado, ya no existen los conceptos a los cuales se había aplicado, sino únicamente: sus partes. Es decir, que esta descomposición lleva a reconocer el carácter operativo de las componentes y no de los conceptos compuestos, y esta circunstancia ya era de sobras sabida. He aquí el porqué las «operaciones con papel y pluma» de que habla Bridgman se entienden no ya como algo que permita reducir todos los conceptos físicos a operaciones, sino como una indicación explícita de la manera en que, a partir de ciertos conceptos operativos, se ha podido llegar a conceptos nuevos de tipo no operativo m.

Con todo ello estamos proponiendo la idea de un significado contextual de los términos teóricos, lo cual no equivale a decir que el significado físico de los mismos venga de los términos observables gracias al contexto, como afirma Braith-waite, de cuyas posturas por otra parte nos sentimos solidarios en otros aspectos. Lo que pretendemos afirmar es que el significado viene propiamente del contexto, en el cual están presentes términos del tipo observable, pero también una colección de nexos lógicos y matemáticos que relacionan entre sí los distintos conceptos, ya sean observables o no. Lo mismo que dos

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edificios pueden ser muy distintos aunque estén fabricados con el mismo número de ladrillos, pertenecientes todos a un mismo tipo, con tal de que estén ordenados en un contexto distinto (estén dispuestos según un diseño distinto), del mismo modo el significado de los términos teóricos depende también del significado de los términos observables presentes en el contexto (todavía mejor, también del significado de los términos observativos), pero no se reduce a ello.

Con esto se pone también un límite a una posición del operacionismo que hasta ahora habíamos aceptado siempre, es decir, la afirmación de que su programa consistiría en último término en la reconstrucción de la ciencia según sus propios criterios. Ahora es preciso señalar que esta reconstrucción, en caso de que fuera posible, no sería otra cosa que en una explicitación de la manera mediante la cual, con ayuda de nexos lógicos o matemáticos, se alcanza a construir la física a partir de conceptos operativos, pero ello en ningún modo tendría el efecto de una definición operativa de todos los conceptos. Además, aun en caso de que fuera posible reconstruir de esta manera la física ya elaborada nunca sería posible construir de esta manera la nueva física, debido a que los distintos conceptos de una ciencia en desarrollo no son introducidos jamás uno a uno. En la realidad estos conceptos nacen con el bosquejo de un complejo edificio teórico formulado mediante los mismos, y sólo como totalidad pueden ser interpretados empíricamente, es decir, relacionados con posibles observaciones. En este sentido, como Hempel ha observado con particular claridad, el problema de la formación de los conceptos teóricos en la ciencia viene directamente a identificarse con el problema de la formación de las teorías científicas, y jamás con el problema de la formación de los conceptos singulares.

Por tanto, la posición metodológica más correcta nos parece la de reconocer que el vocabulario de una ciencia contiene tanto términos observables (para los cuales, en circunstancias convenientes, se puede decidir directamente si son aplicables o no a una situación experimental determinada) como términos teóricos que no tienen ninguna referencia directamente observable, sino que sirven a la construcción de las teorías. Nos parece esencial reconocer la presencia de estos dos tipos de términos, como también la presencia de nexos precisos y rigurosamente explicables entre ellos, mientras que nos parece secundario establecer dónde se sitúa la separación entre ambos tipos de tér-

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minos, y claramente incorrecto el proponer la eliminación de los segundos en favor de los primeros, aprovechando una ilusoria función definitoria de sus nexos.

Pero existe algo todavía más peligroso, que se esconde en la insistencia exagerada a considerar los términos observables como claramente preeminentes: se corre el riesgo de olvidar que el aspecto más importante de la ciencia es precisamente el de proceder a una nueva conceptualización, para la cual la experiencia no nos da sugerencias inmediatas. Es decir, existe el peligro de subvalorar todo el aporte típicamente intelectual y teórico que es siempre necesario para llegar a obtener una explicación científica. Conviene observar que ello no implica que sea necesario atribuir a la explicación científica el sentido de un recurso a un escondido reino de principios a priori, sino simplemente reconocer que para describir la realidad física no basta con obtener datos de las simples experiencias inmediatas, sino que es preciso relacionarlos de un modo que resulte un cuadro coherente.

Precisamente en la construcción de este cuadro intervienen los conceptos teóricos, de tal manera que en él todos los enunciados observables deben poder encontrar su puesto, pero no debe estar constituido únicamente por ellos. «Una teoría científica interpretada, observa Hempel, no puede ser imaginada como equivalente a un sistema de enunciados, cuyos términos constitutivos extralógicos sean todos predicados observables obtenibles a partir de predicados de este tipo por medio de proposiciones de reducción: a fortiori ninguna teoría científica equivale a una clase finita o infinita de enunciados que describan experiencias potenciales» 35. Ello es debido a que «el aparato teórico que permite llegar a tales afirmaciones sobre acontecimientos futuros o pasados, mediante el establecimiento de un puente entre los datos obtenidos efectivamente y los resultados empíricos potenciales, es en general formulable con la única ayuda de los términos observables» 36.

Por otra parte esta diferencia intrínseca y específica entre el aspecto observacional y el aspecto teórico de la ciencia, viene sugerida por el mismo hecho de que todos los físicos, ya sean grandes o pequeños, tienen la experiencia ante sus ojos, pero sólo algunos grandes saben captar la interpretación teórica de la misma. Es precisamente el descubrimiento de los sistemas conceptuales caracterizados por su «alcance teórico» que hace progresar al conocimiento científico, y este descubrimiento requiere genialidad e inventiva intelectual no reemplazable por un requisito operacionista o empirista (sin duda necesario, pero

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también sin duda insuficiente) del simple alcance empírico de los conceptos científicos.

Estas consideraciones permiten dar una nueva dimensión al conocido «dilema del científico teórico» que se puede formular del siguiente modo: para que una teoría científica sirva a sus propósitos, debe ser capaz de asegurar las rigurosas conexiones entre los acontecimientos observables, pero una vez hecho esto debe desaparecer para que tales conexiones puedan enunciarse de un modo directo a guisa de leyes naturales. Con mayor razón, una teoría que no sirva para estos propósitos debe desaparecer. En consecuencia, la teoría resulta inútil en todos los casos. Este dilema es sólo aparente, y la razón de ello es que ignora completamente el aspecto explicativo de la teo ría científica. Así, por ejemplo, se observa que si un cuerpo C que atrae a las limaduras de hierro se mueve dentro de una espira, induce en la misma una corriente eléctrica. Los razonamientos de la teoría electromagnética pretenden ofrecer una explicación de estos hechos considerados individualmente y también en sus relaciones mutuas, de manera que resulte lógicamente justificado el hecho de que un cuerpo capaz de atraer a las limaduras de hierro sea también capaz de originar una corriente en un circuito, al moverse dentro del mismo. El propósito de la teoría es por tanto el de permitir alcanzar deductivamente la ley según la cual todos los cuerpos que atraen limaduras de hierro producen corrientes eléctricas al moverse dentro de un circuito cerrado, y ello aun en el caso en que la ley aisladamente pueda ser obtenida con la ayuda de simples generalizaciones empíricas. Ésta es la causa por la cual el dilema del científico teórico no nos parece tal dilema: en realidad la teoría no es una cosa que nos permita descubrir las leyes para después ser olvidada, como un andamiaje provisional respecto a la obra realizada, sino que más bien es algo que debe permanecer junto a las leyes, para ofrecer una explicación y relacionarla con otras leyes y con otros hechos. Dicho en otros términos, el dilema mencionado nace de un desconocimiento de los verdaderos intentos (que constituyen la verdadera finalidad) que están en la base de la introducción de la teoría 37.

Queremos acabar señalando una objeción que se podría hacer a nuestra propuesta de dar un significado contextual a los términos teóricos.

A primera vista podría parecer que el haber abandonado la idea de que los términos teóricos puedan definirse en base a los términos observables plantea nuevamente el problema de su significado físico. De hecho si una tal definición hubiese sido posible, los términos teóricos habrían admitido precisamente un «significado por definición», pero al no ser así la cuestión queda abierta. La afirmación que hemos hecho antes de que su significado y su mismo alcance empírico dependen de toda la

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teoría en la cual figuran, no nos dice mucho. Incluso un empirista podría, en el fondo, acogerse a este punto de vista declarando su disposición a renunciar a la idea de que los términos teóricos puedan definirse sobre la base de los observables. En tal caso, bastaría con que se limitara a degradar los términos teóricos al rango de puros intermediarios artificiales, útiles en el interior de una teoría y quizás necesarios, para conectar, a guisa de instrumentos deductivos un poco particulares, proposiciones relativas a los hechos, pero no por ello poseedores de un auténtico significado físico. Dicho en otras palabras, los términos teóricos constituirían instrumentos capaces de facilitar determinadas inferencias o previsiones respecto a algunos observables, pero sin denotar en sentido propio ninguna cosa cuyo contenido fuese relevante. Es decir, si en el seno de una determinada ciencia fuera posible realizar las mismas inferencias usando instrumentos distintos, sería posible abandonar algunos de ellos, sin perjudicar el alcance cognoscitivo de la ciencia en cuestión, la cual sería del todo indiferente respecto al tipo de teorías que se emplea para conectar las proposiciones relativas a los hechos.

Es evidente que este modo de pensar, aunque no reduce los términos teóricos a nombres para sistemas de términos observables, niega en todos los casos su alcance ontológico, para reconocerles una simple función sintáctica. Es decir, su significado sería tan sólo un significado sintáctico, explicitable mediante la reconstrucción de su posición y de su papel lingüístico dentro de la formalización de una teoría, sin que nunca se les pueda atribuir un significado semántico.

Sin embargo parece evidente que no es ésta la manera mediante la cual los científicos introducen y emplean sus términos teóricos. En realidad, salvo en aquellos casos particulares en que de un modo consciente estén intentando construir un simple esquema más o menos abstracto de los fenómenos estudiados, lo que pretenden es elaborar afirmaciones que, aunque sea hipotéticamente, se refieran a la realidad y hablen de ella de un modo cierto, lo cual equivale a decir que intentan que sus términos teóricos designen alguna cosa físicamente existente, que posea las propiedades y relaciones que se atribuyen a estos conceptos teóricos. El problema de la verdadera existencia de esta «cosa» es pura y simplemente el problema de la verdad de la teoría en la cual aparecen dichos términos. De este modo reaparece la afirmación según la cual el significado de los términos teo-

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ricos (y directamente el hecho de que denoten o no algo efectivo) viene a concordar con el de la adecuación de las teorías científicas.

De este modo, cuando se dice que las partículas elementales existen realmente, se afirma que en el universo existen entes físicos gobernados por leyes que les son específicas y distintos de ciertos síntomas observables sólo indicados por la teoría, que señalan su presencia. Pero ello equivale a afirmar la verdad de la teoría de las partículas elementales considerada, es decir, es una afirmación de la misma teoría. He aquí porque la existencia de estas partículas puede ser investigada inductivamente con los mismos métodos que debemos emplear para investigar la verdad de la teoría. Por tanto, si una teoría es verdadera, la referencia de sus términos a los hechos físicos es algo necesario también para los términos teóricos, independientemente de su definibilidad mediante el vocabulario de los términos observables; continuarán teniendo una referencia factual aunque fuesen eliminables, desde el punto de vista lingüístico, mediante el empleo de puros términos observables.

Esta conclusión parece el resultado más importante para los fines de un esclarecimiento de la «poca sensatez» que hemos supuesto anteriormente a los propósitos de eliminar los términos teóricos mediante definiciones basadas tan sólo en observables. Incluso si dicha eliminación fuera posible, no excluiría toda posibilidad de poseer un significado semántico a los términos teóricos, porque sólo se trataría de una eliminación lingüística. Así, por ejemplo, supongamos que se define «cuadrado» como figura plana con cuatro ángulos rectos y cuatro lados iguales, y supongamos que los predicados «observables» sean todos, y sólo ellos, los del definiens. Con esta definición podremos hacer desaparecer la palabra cuadrado de todos los discursos que queramos, pero no podremos suprimir su significado. Es decir, si en el mundo existen cuadrados, los mismos no dejarán de existir y de constituir los denotados de dicho concepto, a pesar de que la palabra sea suprimida de todos los diccionarios. Vale la pena observar aquí que el tener un significado es independiente de que un término sea observable o teórico: los términos observables son privilegiados por el hecho de ostentar sus denotados de un modo inmediato, mientras que los términos teóricos requieren la ayuda de una teoría completa para que se pueda reconstruir su significado pleno. La garantía para que la extensión de su significado no esté vacía sólo puede

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ser ofrecida por el hecho de que la teoría completa sea verdadera. Esta garantía, como veremos más adelante, precisa de un tratamiento muy delicado.

De todas estas reflexiones emerge como problema central de la física el problema de la constitución de las teorías físicas.

NOTAS AL CAPITULO V1. No existe contradicción alguna en el hecho de que un lenguaje pueda servir también como metalenguaje de si mismo, sino que sólo existen ciertas limitaciones a la posibilidad de tal empleo. Así, por ejemplo, existe la limitación señalada por Tarski acerca de la imposibilidad de definir en un lenguaje la noción de «verdad» por medio de sus mismas expresiones. Este hecho no debe extrañar, pues que, de no ser así, el lenguaje común no podría ser sometido a investigación, porque todas sus teorías deben apoyarse, en última instancia, en el lenguaje común, como ya se ha indicado.Esta observación es esencial: de hecho vamos a intentar esclarecer ciertas estructuras básicas del lenguaje en general -y por tanto también del lenguaje común- y para ello necesariamente deberemos emplear un cierto lenguaje -precisamente el lenguaje común- pero ello no implica en principio ninguna dificultad. La utilidad del análisis que realizaremos a continuación es evidente, puesto que también los lenguajes de las teorías científicas están constituidos de acuerdo con las estructuras generales que serán examinadas, diferenciándose entre sí por el modo particular de que tales estructuras resultan, por así decir, «revestidas». Dado que después procederemos a considerar el lenguaje de la física, el análisis realizado en esta fase preliminar nos proporcionará sin duda importantes ventajas.2. Los razonamientos en cursiva que siguen a continuación pueden ser omitidos por aquel que conozca la lógica matemática.3. La lectura del resto de este parágrafo es superflua para todo aquel que posea suficientes nociones de lógica matemática. Por el contrario, todo aquel que quiera profundizar en lo que exponemos aquí podrá consultar últimamente: AGAZZI 2 para los problemas generales, CASARI 1 y QUINE 1 para los problemas técnicos.4. Como es bien sabido, las funciones son relaciones que a cada individuo o n-pla ordenada de individuos (argumentos), pertenecientes a un cierto dominio, hacen corresponder un individuo y uno solo de otro dominio (valores). Es esta condición de univocidad la que distingue una función de una simple relación. A menudo el dominio de los argumentos es, como ya se ha indicado, el mismo que el de los valores. Existen casos en que aquello que más interesa es la función misma y otros casos en los cuales el mayor interés se centra en sus valores. En este segundo caso es natural (cuando el dominio de los argumentos y de los valores coinciden) emplear el mismo tipo de símbolos para distinguir las funciones (por ejemplo letras minúsculas) que el empleado para designar los individuos.5. Vale la pena observar que, según la definición clásica más rigurosa, evidente es la proposición «conocida por sí misma», es decir aquella cuya negación implica contradicción. Sin embargo la tradición ha reservado a la noción de evidencia un sentido más débil -que nosotros adoptamos también aquí- equivalente a «ver inmediatamente que las cosas son de un cierto modo» (evidencia fenomenológica).

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Notas al capítulo V6. En la axiomática moderna desaparece en general la distinción entre axiomas y postulados, y se habla únicamente de axiomas. La razón de ello es que, en la perspectiva puramente formal de la axiomática moderna, no subsisten las bases para esta distinción que antes se realizaba, por ejemplo, reconociendo a los axiomas una evidencia más general y a los postulados tan sólo una evidencia específica dentro de una determinada ciencia (pasamos por alto aquí otras propuestas de diferenciación, que tienen el mismo tipo de fundamento «del contenido»).7. La lectura de lo que sigue a continuación es superflua para aquel que tenga ya conocimientos de lógica matemática. Para mayores detalles, remitimos al lector a los manuales ya citados.8. Con la notación «...H» «f- . . . » indicamos que el miembro de la derecha es derivable a partir del miembro de la izquierda y viceversa.9. Daremos otras precisiones acerca de las definiciones nominales en el parágrafo siguiente, en el cual se hablará más extensamente de las definiciones en general.10. Este razonamiento constituye sólo un intento de proporcionar un ejemplo y por tanto lo hemos simplificado voluntariamente. En consecuencia no nos detendremos en esclarecer las condiciones particulares en que los estados de energía negativa de la ecuación de Dirac pueden implicar una masa negativa Sustancialmente se puede decir que cuando una partícula está en reposo y el valor de su energía se reduce exclusivamente al relativo debido a su masa (es decir E = mc2), entonces el estado de energía negativa incluye necesariamente una masa negativa.11. El lector no debe escandalizarse demasiado si observa que en este parágrafo y en los sucesivos se emplean locuciones tales como: «entes materiales», «objeto material», «sistema material», «objeto físico», «realidad física» y similares, como si se tratara de nociones evidentes y completamente claras. En una primera aproxiamción deberemos contentarnos con estas nociones más bien vagas, porque no es cuestión aquí de desarrollar los razonamientos necesarios para precisarlas. Esta precisión será desarrollada a su debido tiempo (§ 49) y consistirá sustancialmente en reconocer que toda ciencia caracteriza sus «objetos», es decir los «entes» de los cuales se ocupa, mediante precisos «criterios de protocolaridad», establecidos con la mención, en sentido lato, de ciertas «operaciones». De esta manera los «objetos físicos» podrán precisarse como aquello que viene revelado de modo inmediato gracias a los criterios de protocolaridad, mediante la lectura de ciertos instrumentos. A su debido tiempo se verá que este modo de entender los I criterios de protocolaridad mediante operaciones es decisivo para que se pueda hablar por tanto de objetos de una ciencia.12. BRIDGMAN 1. El mismo autor en trabajos sucesivos volvió a ocuparse de estos temas.13, BRIDGMAN 1, p. 25. 14. BRIDGMAN 2, p. 119. 15. BRIDGMAN 1, p. 29. 16. BRIDGMAN 1, p. 23.17. Esta expresión puede prestarse incluso a una cierta ironía. Después de luchar para impedir la unificación de operaciones distintas bajo un solo concepto, Bridgman propone unificar bajo el único concepto de «operación» procedimientos muy distintos, como son una medida física y un cálculo matemático.

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18. Considérese, por ejemplo, a propósito del problema que estamos examinando, las siguientes afirmaciones de Bridgman: «Si se considera el esfuerzo en un punto interno de un cuerpo sólido sometido a fuerzas externas, vemos que este esfuerzo tiene seis componentes, construidos por el físico teórico y no susceptibles de medida con ningún instrumento, a causa de

que los puntos internos de un cuerpo sólido son inaccesibles. Sin embargo el esfuerzo está conectado, mediante las ecuaciones de la elasticidad, con las fuerzas que actúan sobre las superficies libres, y estas últimas tienen un significado instrumental inmediato. En este caso yo entiendo por conexión "indirecta" la que se realiza por medio de las ecuaciones de la elasticidad»BRIDGMAN 3, p. 79.19. El mismo Bridgman en una ocasión subrayó este hecho: «A menudo se supone que en el operacionismo se encuentra un aspecto normativo consistente en el dogma de que las definiciones deben ser formuladas en términos de operaciones. Por el contrario, a mi me parece que en la perspectiva general del operacionismo no existe ningún aspecto normativo. Un análisis operativo es siempre posible, es decir un análisis que exprese lo que ha sido realizado y lo que ha ocurrido» (BRIDGMAN 3, p. 77).20. Este problema es equivalente, en el fondo, al problema más conocido relativo a la posibilidad de distinguir, mediante una línea de separación neta, las «leyes empíricas» de las «teorías». Respecto a la dificultad de una tal distinción, véase, por ejemplo, el capítulo quinto de NAGEL 1, especialmente en sus primeras páginas.21. Para objeciones del tipo expuesto aquí, véase, por ejemplo, BUNGE 1, p. 57.22. Es decir, que se podría pensar que una proposición es inverificable porque es incomprensible, pero a menudo se puede decir que es inverificable incluso después de haber sido bien comprendida. Por ejemplo, la proposición: «Napoleón, en el instante de su muerte, pensó en el fin de César».23. Bien entendido, siempre que no se quiera recurrir a la escapatoria de las «operaciones con papel y lápiz», lo cual como ya hemos dicho y como veremos mejor en el parágrafo siguiente, sería un modo de eludir el problema mediante la introducción de una locución ad hoc.24. Es cierto que en toda ciencia aparecen, como «hechos que necesitan explicación», fenómenos complejos que no se pueden considerar de experiencia inmediata. Piénsese por ejemplo en la relación entre la herencia y DNA, «hecho» del cual busca explicación la genética moderna. Sin embargo está claro que rigurosamente este «hecho» es una hipótesis bien verificada por hechos de la experiencia inmediata. Hipótesis que a su vez requiere una explicación según un árbol genealógico del cual hablaremos en un próximo parágrafo. El punto de llegada de la cadena explicativa son necesariamente los hechos de experiencia inmediata.25. BRAITHWAITE 1, p. 12.26. Con todo lo dicho queda claro que no se pretende trivializar la intención de Braithwaite al escribir la frase antes citada, intención que -como resulta evidente a partir del contexto más general en el cual se encuentra inmersa- es la de subrayar la manera como llamando «observables» a ciertos datos, la física actual no se convierte en subjetivista y no se pone a merced de las idiosincrasias de los observadores individuales. Aun aceptando plenamente este punto de vista, nos parece esencial no dejar escapar el hecho de que el carácter discriminatorio a causa del cual ciertos datos deben suponerse inmediatos (de los varios «datos») consiste en que los mismos son accesibles directamente a las experiencias de algún observador o mejor de cualquier observador. Ello equivale a decir que los mismos deben resultar tales para todos los observadores y por tanto no son subjetivos sino intersubjetivos. Con todo discutiremos ampliamente este punto en el último capítulo de este trabajo.

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27. Sin duda un operacionista riguroso, como sabemos, no admitiría esta conclusión. Sin embargo ya hemos indicado que la tarea de este parágrafo es precisamente analizar el fundamento de una pretensión de este tipo,

que querría hacer de la observabilidad una condición no sólo suficiente, sino también necesaria para que un término tenga significado físico.28. Esta concepción de Russell se encuentra expuesta principalmente en el volumen RussEL 1.29. CARNAP 1.30. Es importante observar que aquí se alude a una situación de hecho. Más adelante discutiremos el problema de si es posible pensar en una teoría física construida de un modo distinto.31. CARNAP 2.32. Para una cierta indicación de tales desarrollos, véase, por ejemplo: PAP 1, HEMPEL 1, BRAITHWAITE 1, que contienen a su vez numerosas referencias bibliográficas. Muy recientemente el problema de los términos teóricos ha registrado un notable aumento de interés, como testimonio de lo cual nos limitamos a señalar: PRZELECKI 1, ACHINSTEIN 3, ROSENTHAL 1,WINNIE 1.33. Nótese, por otra parte, que el valor de un magnitud física viene dado siempre en la forma x±£, es decir como un intervalo (para tener en cuenta los errores de medida), lo cual da una idea de cómo se pasa de las medidas físicas individuales al valor de la magnitud tal como se emplea en la práctica. Éste no es en la práctica un simple número racional, sino, fundamentalmente, una colección infinita de racionales incluidos en un cierto intervalo y «acumulándose» en torno a un cierto valor, lo cual equivale a una cosa muy parecida a lo que en análisis se da el nombre de número real.34. liste es el sentido en el que parece lícito valorar las «operaciones con papel y lápiz». Son indicaciones explícitas (y como tales absolutamente indispensables) del modo en el cual, a partir de conceptos operativos, es decir que denotan directamente ámbitos de operaciones, se construyen otros conceptos que, aun teniendo significado físico, no son operativos porque no denotan directamente ámbitos de operaciones.35. HEMPEL 1, pp. 48-49.36. HEMPEL 1, p. 47.37. Vale la pena citar todavía a Hempel a este propósito: «Cuando un científico introduce entidades teóricas tales como las corrientes eléctricas, los campos magnéticos, las valencias químicas, o los mecanismos subconscientes, los concibe como factores de explicación dotados de una existencia independiente de los síntomas observables mediante los cuales se manifiestan. De un modo más simple puede decirse que cualesquiera que sean los criterios de aplicación proporcionados por el científico, éste los considera tan sólo como un intento de describir síntomas o indicios de la presencia de las entidades en cuestión, pero no el de asegurar una caracterización completa de las mismas. Con ello el científico desea dejar abierta la posibilidad de añadir a la propia teoría ulteriores proposiciones que contengan términos teóricos elegidos previamente. Estas proposiciones pueden asegurar nuevas conexiones interpretativas entre dichos términos y los observables, que se consideran como nuevas suposiciones acerca de las mismas entidades hipotéticas, designadas por los términos teóricos antes de la expansión de la teoría» (HEmPEL 1, p. 144).

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CAPITULO VI

LA TEORÍA FÍSICA

20. Caracterización general de las teorías físicas

Las discusiones desarrolladas en el capítulo precedente nos permiten ahora afrontar conscientemente el problema delicado de la estructura de las teorías físicas, cuyas líneas generales ya han sido puestas en evidencia de un modo gradual: podemos afirmar que las teorías físicas son construcciones lógicas por medio de las cuales se pretende deducir el conjunto de las proposiciones concernientes a hechos ya conocidos en un cierto ámbito de investigación a partir de ciertas hipótesis generales (aspecto explicativo) y se tiende a deducir de estas mismas hipótesis, unidas al conocimiento de ciertos hechos, un conjunto de nuevas consecuencias observables (aspecto predictivo).

Si una teoría física se somete a un análisis más refinado, se presenta como un enorme entramado de hipótesis, dispuestas según una especie de orden jerárquico. En la cima del mismo se encuentran las hipótesis más generales, aquellas que en todos los posibles razonamientos deductivos de la teoría aparecen sólo como premisas. En el extremo opuesto se encuentran aquellas hipótesis que, en las deducciones de la teoría, aparecen típicamente como conclusiones. Estas últimas son las leyes empíricas más elementales que tienen el aspecto de simples generalizaciones de los hechos observados: quizá las mismas deberían ser consideradas siempre como hipótesis desde el momento en que, por tener la forma de proposiciones universales, superan ciertamente todo cuanto se puede afirmar a partir de los hechos observados.

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Entre estos dos extremos se colocan aquellas hipótesis que aparecen como consecuencia de hipótesis

más generales, y también se presentan como premisas para deducciones ulteriores'.No hemos añadido nada nuevo a este esquema, el cual, como ya se ha dicho

precedentemente, es aplicable a cualquier teoría deductiva, y de un modo particular a toda teoría organizada axiomáticamente. Las hipótesis de mayor generalidad a las que nos acabamos de referir desempeñan el papel de axiomas y todas las restantes - ordenadas de acuerdo con las relaciones de consecuencia lógica o de derivabilidad - constituyen otros tantos teoremas de alcance cada vez más particular. No cabe duda, por otra parte, que es precisamente este hecho el que justifica intrínsecamente la posibilidad e incluso la oportunidad de organizar axiomáticamente las teorías físicas.

Dejando para más tarde una discusión más completa referente a este hecho, observemos ahora que, como consecuencia inmediata del mismo, se puede afirmar que ninguna proposición de una teoría física puede considerarse aislada: debe ser siempre o un axioma, o una consecuencia lógica de otras fórmulas obtenidas anteriormente, o es eventualmente una definición. Este hecho ayuda a comprender mejor el valor de una afirmación que ya hemos efectuado repetidas veces, según la cual el significado y el valor de una proposición física en general no pueden ser establecidos o controlados singularmente con una adecuación verdaderamente plena z.

Las analogías entre una teoría física y los sistemas axiomáticos se reducen esencialmente a todo lo dicho: una teoría física debe ir más allá de las simples características formales, precisamente para merecer su calificativo de física. Desde un principio debe presentarse como un sistema formal que admite una interpretación, dotado por tanto de una referencia a determinados objetos de la experiencia, sobre cuyo exacto status ontológico el científico puede no tener ninguna convicción precisa, pero que, en todo caso, tienen la característica de «datos» y de «objetos» de los cuales la teoría pretende hablar con veracidad. En ello estriba la diferencia respecto a los sistemas formales puros de la matemática, para los cuales la interpretación de las estructuras particulares - ya sean concretas o abstractas - es algo secundario y, por tanto, posterior a su elaboración - al menos en principio, porque en la práctica no siempre es así - y, consecuentemente, no constituye una condición indispensable para su legitimidad.

Por tanto, las teorías físicas deben ir acompañadas, ya desde

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sus orígenes, de algunas observaciones semánticas que indiquen el significada físico que debe asignarse a cada uno de sus términos.

Sin embargo, este punto es también origen de importantes dificultades, puesto que mientras toda teoría bien construida exhibe, de modo satisfactorio, los nexos que ligan entre sí todos sus términos en el seno de la misma, ocurre que ninguna teoría de las que dispone la física recoge «reglas de correspondencia» «axiomas semánticos» o «hipótesis interpretativas» -éstos son los sinónimos más comunes- que precisen de un modo exacto la atribución de significado físico a todos sus términos. Ello, contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no es debido a una simple dificultad de hecho, sino a una dificultad de principio, a la cual ya nos hemos referido al hablar de los términos teóricos en la física.

De hecho parece claro que no existe ninguna dificultad para interpretar los términos observables, dado que los mismos, tal como se ha evidenciado, tienen un significado directo inmediato. Sin embargo no ocurre lo mismo con los términos teóricos, cuyo significado físico es de difícil asignación. Hemos observado al respecto que no existe ninguna metodología indiscutible capaz de permitir su definición explícita a partir de los términos observables, y hemos propuesto que su significado es únicamente contextual. El propósito de este parágrafo será precisamente el de esclarecer de un modo más preciso lo que se entiende por significado contextual.

Un primer esbozo de solución podría venir representado por la siguiente propuesta: toda teoría, como es sabido, debe contener todos sus términos primitivos, de los cuales unos serán observables y otros teóricos. Sin embargo, mientras los primeros poseen un significado físico directo, los segundos lo reciben contextualmente a consecuencia de aparecer en axiomas que les ligan con este o aquel término observable. Este esquema puede resultar excesivamente simplificado por varios motivos. En primer lugar existen teorías que no contienen términos observables entre su bagaje inicial, debido a que sus axiomas no los contiene. Así por ejemplo, la teoría del átomo de Bohr no contiene nada que sea observable entre sus hipótesis básicas, y sólo después de un cierto número de deducciones se encuentra alguna proposición experimental comprobable, por ejemplo de tipo espectroscópico. En otros casos, la posibilidad de conferir significado físico puede presentarse en ciertos términos teóricos

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no primitivos, pero definidos en la teoría. Por ejemplo, en la teoría cinética de los gases existe un concepto derivado, el de presión, que puede recibir un significado físico mucho más fácilmente que el concepto primitivo de molécula.

Podría intentar responderse a este tipo de objeciones diciendo que estos inconvenientes son debidos a un análisis insuficiente. En principio si en la teoría del átomo de Bohr es posible deducir correctamente una proposición que habla de las rayas del espectro, es inevitable que este término, como primitivo o como derivado, debe figurar entre las premisas, pues en caso contrario existirá una incorrección lógica. Desde el momento en que es un término observable -es decir, de aquellos que se suponen provistos de un significado inmediato- debe ser necesariamente un término primitivo, que no ha sido utilizado por las largas cadenas de razonamientos y deducciones, y sólo se ha empleado al final, pero que una correcta formalización habría tenido que poner en evidencia desde el principio.

Puesto que esta argumentación no es formalmente aceptable, no puede conciliarse con un hecho importante. Se trata de que, en general, una teoría permite obtener leyes empíricas cualitativamente heterogéneas, lo cual precisamente viene reconocido como uno de sus principales méritos 3. Así vemos que la ya citada teoría de Bohr permite obtener no sólo leyes espectroscópicas sino también, por ejemplo, leyes relativas al calor específico de los cuerpos.

Traduciendo este hecho a requisitos formales, debería afirmarse que entre los términos observables primitivos de la teoría deben figurar, en el caso ejemplificado, no sólo aquellos relativos a los fenómenos espectroscópicos, sino también los relativos a fenómenos térmicos. Llegados a este punto surge con toda na turalidad una dificultad importante: en un determinado grado de desarrollo de una teoría, existen leyes que la teoría no ha previsto todavía, pero que en un cierto momento será capaz de deducir. Si ello es así, parece claro que para poder deducirlas formalmente, las teorías deben contener entre sus signos los términos que figuran en dichas leyes. Pero, por otra parte, no es posible suponer un bagaje de términos que se refieran a fenómenos que inicialmente ni tan sólo han sido imaginados. De aquí que parezca evidente que este camino no es bueno para nuestros propósitos: una teoría no puede asumir explícitamente entre sus términos primitivos todos los términos observables de los que pueda tener necesidad, debido a la circunstancia de

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que a priori no puede saber exactamente cuáles serán. Una conocida tesis elaborada por Carnap y más tarde considerada por Braithwaite, no parece escapar sustancialmente a este inconveniente.

Estos autores aceptan también la imposibilidad de considerar los enunciados de la física individualmente, para después pasar a estudiar las correlaciones de cada uno con los restantes, y por tanto admiten que una teoría física debe ser un sistema deductivo interpretado globalmente. Sin embargo, también sostienen que la interpretación del sistema formal se produce no comenzando a partir de los términos primitivos sino de la parte final del sistema hacia el principio, es decir, de las hipótesis de grado menor (las generalizaciones empíricas) a las de grado superior. Dicho en otros términos, mientras la deducción va desde las proposiciones primitivas a las derivadas, la interpretación se mueve de las derivadas a las primitivas 4. La plausibilidad de una propuesta de este tipo parece asegurada por el hecho de que las proposiciones verificables de una teoría, como admiten todos de una manera u otra, son las «últimas», es decir aquellas que vienen cimentadas directamente por la experiencia y cuya veracidad permite juzgar el valor de la teoría completa.

Los autores citados observan que con ello no se niega la posibilidad de interpretar una construcción formal, entendida como axiomatización de una teoría física, comenzando por dar un significado a los términos y a las proposiciones primitivas. Cuando actuamos de este modo, nos limitamos a formular un modelo de la teoría, es decir, a poner los enunciados fundamentales en correspondencia con entes y propiedades de una estructura ya conocida, la cual no es la que se pretende estudiar. Incluso el empleo de un modelo pretende simplemente facilitar el estudio de una realidad sustituyendo' la teoría formal pura y simple por alguna cosa más intuitiva y heurísticamente fecunda. Sin embargo esta sustitución tiene sus riesgos, debido a que el empleo riguroso del modelo debe limitarse a considerar sus analogías formales con la teoría abstracta, mientras que es muy fácil dejarse llevar más allá y proyectar sobre la toría la necesidad lógica de algunos aspectos que pertenecen exclusivamente al modelo adoptado.

A pesar de su evidente ingeniosidad, no nos parece que esta solución sea totalmente satisfactoria, puesto que si no se quiere perder el rigor formal es preciso admitir que los términos que aparecen en las proposiciones «últimas» o son térmi-

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nos primitivos o han sido obtenidos de ellos a partir de definiciones explícitas, y por tanto pueden ser eliminados y sustituidos íntegramente por términos primitivos. Es decir, sin alterar la generalidad de los razonamientos, se puede suponer que todos los términos son primitivos. Por lo tanto, dado que en las proposiciones últimas aparecen términos observables, los mismos pueden recibir ciertamente un significado directo, el cual puede venir asignado desde el principio, sin esperar su aparición en las proposiciones últimas.

Si no se quiere admitir este hecho, queda la solución de afirmar que dichos términos han sido introducidos en la teoría a lo largo de su elaboración, lo que es sin duda incorrecto si se pretende obtener la formulación de una teoría y no su desarrollo histórico, lo cual sería una cosa totalmente distinta. En todo caso nos parece inevitable admitir que estos términos primitivos de carácter observable debían existir ya al principio de la teoría, aunque no hayan sido empleados hasta más tarde. Pero, llegados a este punto, reaparece la dificultad que hemos encontrado antes: no es posible saber desde un principio qué términos van a ser necesarios para las previsiones que se sucederán en el futuro.

Si tampoco esta solución resulta aceptable, ¿cómo es posible salvar la dificultad?Desde nuestro punto de vista nos parece que todas las dificultades nacen del intento de resolver un problema que, si se mira bien, no existe. Hasta ahora hemos desarrollado todos los razonamientos como si se tratara de buscar una interpretación para un sistema axiomático abstracto, mientras que en la rea lidad las cosas son muy distintas. Una teoría física nace de hecho provista de significado, y la formalización axiomática de la misma no es nunca el primer paso. Más bien ocurre que la sistematización de la misma se produce cuando su desarrollo ya está adecuadamente elaborado y cuando una cantidad suficiente de sus conceptos ha alcanzado , un grado apreciable de clarificación. Por lo tanto las reglas semánticas que establecen la referencia física de ciertos conceptos primitivos no tienen como función prescribir su significado, sino sólo el declararlo explícitamente. No son reglas ni convenios de referencia, sino hipótesis de referencia, las cuales proponen que un término determinado signifique alguna cosa que ya en la fase preaxiomática de la teoría le era

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atribuido como posible denotado. La verdad de la teoría como ya se ha observado en el

último parágrafo - debería constituir un cierto tipo de seguridad de lo correcto de la atribución de dicho significado.

En otros términos, se puede afirmar que es posible obtener un acercamiento a la solución del problema que nos interesa, reflexionando brevemente sobre la manera efectiva en que nacen las teorías científicas.

Actualmente son muy raros los casos de estudiosos que consideran una teoría física como una construcción puramente intelectual, pero no por ello se puede decir que sean del todo inexistentes. Baste pensar en el caso de astrónomos tan importantes como Milne y Eddington, los cuales han llegado a suponer que las leyes de la naturaleza pueden manifestarse a toda mente bien preparada desde el punto de vista matemático y epistemológico, sin necesidad de apelar a la experiencia. Pero el hecho de que ambos científicos hayan obtenido resultados claramente diferentes de dicha fuente común es ya un motivo suficiente para proyectar razonables dudas respecto a su tesis, que no vamos a discutir ahora.

En la realidad, como ya hemos indicado, una teoría científica nace de un considerable cuerpo de conocimientos anteriores e incluso en aquellos casos en que resulta provista de algún principio de gran potencia, como por ejemplo del tipo de los principios variacionales, capaces de obtener de su seno todas las leyes particulares de la teoría, dicho principio siempre se alcanza en el estadio final de su organización. Es una especie de compendio de los resultados obtenidos a través de una larga cadena de razonamientos y de fórmulas teóricas, pero jamás un punto de partida que, imaginado un día por la mente de un gran teórico, ha servido después como origen de innumerables descubrimientos por medio de las correspondientes deducciones.

Es propiamente en esta acumulación progresiva de conocimientos que se perfilan y adquieren un significado preciso los nuevos conceptos. Baste pensar, por ejemplo, en la manera según la cual se ha elaborado la teoría de los cuantos: descubrimientos como los de los rayos catódicos, los rayos X, y la radioactividad no condujeron al descubrimiento de los cuantos de energía, a pesar de que hoy sabemos que todos estos fenómenos escapan del dominio de la mecánica clásica y del electromagnetismo. Ocurrió simplemente que se estaba en los inicios, el corpus de los nuevos conocimientos apenas comenzaba a constituirse y por tanto era todavía demasiado reducido para destacar sobre el fondo de los conocimientos anteriores domina-

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dos por las teorías reinantes en la época. El mismo Planck ob tuvo su fórmula de la radiación por interpolación de generalizaciones establecidas en el caso de ondas muy largas y de ondas muy cortas, es decir, sobre una base estrictamente empírica, y sólo muy tímidamente avanzó su propuesta interpretativa en la cual introducía los cuantos finitos de energía.

Con ello había nacido un nuevo concepto, todavía débil y desconocido, como un niño recién nacido del cual no se puede decir si será inteligente u obtuso, de buen carácter o irritable, simpático o antipático, si tendrá talento musical, olfato para los negocios o genialidad matemática, es decir, en definitiva, que todavía puede esperarse cualquier cosa de él. En la práctica han sido necesarios más de veinticinco años para que estos nuevos conceptos encontraran, en la formulación de la mecánica cuántica, una delimitación suficientemente adecuada de sus características. Han sido años de acumulación de descubrimientos y conocimientos, de todos los cuales salían razones cada vez más fuertes para creer en la existencia de los cuantos de energía, para suponer que este concepto, además de poseer un significado físico poseía simultáneamente una extensión no vacía; y también han sido años durante los cuales se comprobó la inadecuación de los conceptos clásicos para tratar las nuevas propiedades: la explicación de Einstein del efecto fotoeléctrico; la teoría del mismo Einstein relativa al calor específico de los sólidos; la interpretación de Bohr del principio de Ritz referente a la combinación de las líneas espectrales y su verificación experimental debida a Franck y Hertz; la teoría de Bohr referente a la estructura del átomo y su buen acuerdo con la tabla periódica de los elementos; los efectos Compton y Stern-Gerlach y muchos otros hallazgos experimentales, todos ellos acompañados por las correspondientes interpretaciones más o menos adecua-das, marcan el desarrollo de la física durante el primer cuarto de este siglo. Cada descubrimiento significaba el logro de una mayor precisión, la delimitación de un nuevo rasgo, la mayor comprensión del concepto de cuanto de energía, que resultaba más claro con cada nuevo descubrimiento. Finalmente, por dos caminos diferentes (el de la mecánica de matrices de Heisenberg, Bohr, Jordan y Dirac y el de la mecánica ondulatoria de De Broglie y Schródinger) se llegó a la obtención de una construcción teórica capaz de incluir este nuevo concepto, con todas sus nuevas

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características insospechables inicialmente, esclarecidas y relacionadas de un modo riguroso dentro de un cuadro que permitía

una explicación adecuada de todos los hechos recogidos y la previsión de muchos otros.Si nos hemos detenido en la consideración de este concepto ha sido para ilustrar

cómo una teoría científica se construye gradualmente, utilizando conceptos que ya existen y que ya tienen un cierto significado puesto que, en general, se hallan inmersos en teorías preexistentes. Ciertamente uno tiene todo el derecho de preguntarse cómo se elabora este significado en dichas teorías precedentes, y de esta manera se llega a un camino que finalmente desemboca en la investigación de cómo las varias ciencias, o las distintas ramas de una ciencia, se han llegado a constituir a partir del nivel del sentido común. Prescindiendo de la reconstrucción histórica se podría intentar una reconstrucción lógica en la cual se comenzara viendo, por ejemplo, cómo ciertos conceptos primitivos de la mecánica se elaboran operativamente y cómo los mismos se organizan en una teoría en la cual otros conceptos relacionados contextualmente con ellos, expresan nociones completamente abstractas. Así, por ejemplo, cuando se desarrolla la óptica geométrica, no emplea únicamente los conceptos operativos ofrecidos por los experimentos que se pueden realizar con rayos luminosos, sino también otros de origen mecánico que, en estas circunstancias, son empleados como datos, sin necesidad de volver al contexto originario que les ha servido de fundamento. Lo mismo puede afirmarse de la termodinámica y del resto de las teorías físicas. Cada una disfruta por un lado de los nuevos conceptos operativos, y por otro de los conceptos teóricos ya preparados y provistos de significado, de tal modo que en ningún momento se da la situación de tener que conferir un significado a un concepto que no lo tenga.

Ahora bien, precisamente la presencia de conceptos de origen diverso en una misma teoría, es lo que hace que todo lo dicho en la misma pueda expresarse de una manera aceptable para los instrumentos expresivos de la teoría que ha servido de origen. Así, par ejemplo, como ya se ha indicado, ciertas consecuencias observables de la teoría del átomo de Bohr pueden aparecer en el campo de la óptica y otras en el campo de la termodinámica.

Braithwaite diría que el significado de los términos teóricos de la teoría de Bohr proviene del significado físico inmediato que tienen sus consecuencias observables de tipo óptico y termodinámico, remontándose hacia atrás, por así decir, en la

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deducción. Sin embargo, ya hemos objetado que, si tales términos observables no están al principio, no es posible encontrarlos al final de la deducción. En consecuencia hemos propuesto alternativamente que el significado de los términos teóricos, aun resultando indudablemente enriquecido por la presencia en el contexto de tales consecuencias observables, depende en realidad, en una medida más significativa y relevante, de las teorías físicas a partir de las cuales se han originado del modo ya indicado los conceptos teóricos, incluso en aquellos casos que los mismos no vienen asumidos explícitamente en la formulación de una teoría particular.

En otros términos, se puede decir que compartimos con los empiristas la idea según la cual todo concepto de la física debe tener en última instancia sus orígenes en la experiencia, pero suponemos que esta afirmación vale para la física considerada en su totalidad y no para cada teoría individual. Más exactamente, afirmamos que, dado un cierto concepto, debe ser posible en principio el descomponerlo en sus componentes y a continuación analizar a su vez estas componentes y así sucesivamente hasta llegar, después de haber desenredado un cierto número de nexos lógicos y matemáticos, a conceptos con una referencia experimental inmediata.

Sin embargo ello no quita que el concepto así descompuesto no esté directamente relacionado con la experiencia, debido a la circunstancia de que, como se ha observado en un parágrafo precedente, el mismo es sustancialmente distinto de sus componentes y tiene un significado teórico que le es propio.Si se parte de un cierto número de conceptos teóricos conocidos y se les combina entre sí mediante nexos lógicos y matemáticos, se puede obtener un nuevo concepto teórico. A este último se le puede suponer, por construcción, un cierto signi ficado contextual, el cual resulta definido automáticamente por el hecho de que deriva de nexos explícitos y significantes constituidos entre conceptos también significantes. Si en la teoría en la cual figuran estos nuevos conceptos, resulta posible deducir proposiciones que tienen el privilegio de poder ser confirmadas o desmentidas por la experiencia, ello es gracias a los «orígenes» experimentales de los conceptos que han servido para la construcción del nuevo concepto teórico, los cuales permiten efectuar algunas previsiones observables de comportamientos. Si, por ejemplo, el

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concepto de electrón se obtiene reuniendo el de partícula elemental y el de carga eléctrica, es lícito deducir de

sus intensiones que él mismo deberá manifestar, en condiciones oportunas, una cierta masa y una cierta carga. En consecuencia debe ser posible elaborar un procedimiento experimental, del tipo del de Millikan o parecido, para verificar el cumplimiento de estos requisitos, desde el momento en que de ellos depende la posibilidad de una confirmación en el campo de la observación.

Con ello queda claro en qué se diferencia nuestra propuesta de aquella que pretende remontarse de las conclusiones observables a las premisas, para dar un significado a los términos teóricos de las mismas. Nosotros afirmamos lo siguiente: o los términos observables de las conclusiones están entre los términos primitivos asumidos explícitamente en la teoría - y entonces es inútil remontarse hacia atrás para que puedan tener un significado físico desde el principio- o los mismos no están entre los términos primitivos, o entre los definibles explícita -mente a partir de ellos, y en este caso su aparición entre las conclusiones es incorrecta. Llegamos por tanto a la siguiente conclusión: ciertos términos no son primitivos, y, sin embargo, están presentes desde un principio debido a que están implícitos en el significado de los términos teóricos primitivos. Así, por ejemplo, si pretendiéramos dar un significado a la teoría de Bohr, remontándonos hacia atrás a partir de los hechos que se deducen acerca de las rayas del espectro, deberíamos ante todo esclarecer por qué el término «rayas del espectro» que no figura en las hipótesis haya aparecido en un cierto punto de la teoría. Si, por el contrario, se admite que en las hipótesis de la teoría figuran términos teóricos ya significantes, por cuanto estaban emparentados con la óptica, por ejemplo, no es de extrañar que la mención de las rayas del espectro haya podido surgir por medio de los nexos contextuales que las mismas mantienen con otros conceptos de la óptica, y de este modo ha sido posible una verificación de la teoría 5.

No nos parece que sea de utilidad el insistir en la ilustra ción de estas tesis. En todo caso puede resultar interesante subrayar la característica fundamental de su actitud en la manera de imaginar las teorías científicas. Ésta consiste en suponer que en la construcción de dichas teorías, la contribución de la razón domina sobre la contribución de la experiencia.

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La razón desempeña un auténtico papel inventivo en la construcción de las teorías, el cual no debe exagerarse como han hecho algunos físicos, pero tampoco puede ser despreciado. A fin de cuentas una teoría nace cuando en la mente de algún ciento-

fico se presenta una idea, un concepto que no tiene nada que ver directamente con la experiencia, aunque ha sido originado por la misma. Esta nueva idea no nace debido a la presencia del nuevo hecho, sino que la búsqueda de una explicación para el mismo es el motivo que impulsa a imaginar dicha idea.

En todo caso, los hechos por sí solos no bastan para engendrar nuevas ideas, sino que como máximo pueden plantear problemas, e incluso esto último no ocurre necesariamente. Así, por ejemplo, la proporcionalidad entre masa pesante y masa inerte, ya hipotetizada por Newton y confirmada experimentalmente por Bessel, Eótvós y otros, fue un hecho que durante un par de siglos no planteó problema alguno de explicación a ningún físico, y hubo que esperar a Einstein para que fuera planteado y resuelto. Esto naturalmente no ocurrió por pura casualidad desde el momento en que esta solución fue posible a partir de un formidable trabajo de síntesis que utilizó toda una serie de progresos conceptuales, tales como la sustitución de la idea de campo por la de fuerza que actúa a distancia, la misma teoría de la relatividad y una generalización de las ideas geométricas de la mecánicaa clásica de acuerdo con la línea de pensamiento de Riemann, Ricci, Levi-Civita y otros 6.

Por otro lado, esta intervención activa, y en cierto modo inventiva, de la razón no es un tema que tenga que ver únicamente con la psicología de la investigación científica, o con la historia de la ciencia. De hecho la misma introduce en la teoría alguna cosa que las simples consideraciones experimentales no pueden dar, puesto que responde a lo que se puede considerar como la raíz más profunda de la exigencia de explicación científica. Hasta ahora habíamos presentado esta última como un deseo de «dar razón» del motivo por el cual la experiencia muestra de una manera determinada en lugar de hacerlo de otra, con lo cual también hemos subrayado el aspecto subjetivo de la misma. Sin embargo, a nadie escapa el hecho de que este aspecto viene acompañado por una segunda componente, que es el deseo de objetivar nuestro conocimiento experimental refiriéndolo a un modo exterior al sujeto que se manifiesta directamente en los hechos observables experimentalmente,

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pero que posee dimensiones que no se limitan necesariamente a aquellas perceptibles experimentalmente. La teoría tendría, por tanto, la misión de reconstruir esta imagen del mundo más completa, más allá de la experiencia, puesto que esta imagen no se crea aferrándose a las percepciones inmediatas, sino imaginando objetos que sólo

tienen relaciones indirectas con estas percepciones. Así, por ejemplo, según la teoría electromagnética de la luz la sensación de color viene producida por ondas electromagnéticas cuyas frecuencias están comprendidas entre ciertos valores límite, todo lo cual, sin embargo, no confiere un carácter de experimentalidad inmediata a tales ondas. Incluso a pesar del hecho de que dan lugar a la sensación de color, nosotros no las percibimos de hecho como ondas, sino que tan sólo podemos pensarlas como tales. No podemos empezar a hablar de un mundo hasta que tiene lugar este conferimiento de objetividad, en el que interviene el intelecto mientras que la sensibilidad no tiene nada que decir.

Nuestras últimas afirmaciones reflejan sin duda una concepción objetivista de la ciencia, o si se prefiere una concepción que pretende reconocerle un valor cognoscitivo y no un simple valor económico, como piensan algunos estudiosos, para la ordenación de las evidencias experimentales y para la previsión de nuevos fenómenos. Aquí estaría fuera de lugar detenerse en discutir la complicada justificación que se requeriría para justificar adecuadamente el punto de vista que hemos adoptado, pero por lo menos puede intentarse enunciar las razones principales que militan a su favor. Substancialmente se trata de reconocer que la construcción de las teorías científicas no instituye un procedimiento de tipo distinto a aquel mediante el cual el hombre intenta, en todos los campos, progresar en su conocimiento de las cosas, mediante una continua colaboración entre la experiencia y la elaboración racional, la cual a su vez viene controlada nuevamente por la experiencia. Por otra parte, el reconocer a la ciencia un valor cognoscitivo permite abarcar también su función económica, mientras que el limitar su valor a esta última es fruto de prejuicios acerca de nuestra imposibilidad de superar el restringido campo de la evidencia experimental, o de prejuicios acerca de una presunta acción esquematizadora e intrínsecamente deformadora de la razón.

Conviene observar que el aceptar que la ciencia tiene una perspectiva objetivista y un valor cognoscitivo no equivale a afirmar que la ciencia tenga la pretensión de saber

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cómo está constituida la realidad física, sino simplemente que aspira a saberlo, y que las afirmaciones que la misma elabora sólo pretenden ser enunciados acerca de modos posibles de construir la realidad, a los cuales se confiere un grado más o menos elevado de plausibilidad 7. En las últimas páginas de este volumen dedicaremos un capítulo a tratar expresamente este problema.

Es oportuno observar ahora cómo esta perspectiva objetivista no contradice la naturaleza esencialmente hipotética de todo saber científico y su refutabilidad intrínseca. Es evidente que la hipoteticidad no queda en entredicho con la exigencia de obje-tividad, desde el momento en que la ciencia construye sus hipótesis respecto a entidades que existen efectivamente. Por otra parte, dado que la existencia de los denotados objetivos y de sus propiedades y relaciones viene presentada en forma de hipótesis, queda siempre la posibilidad de que venga desmentida aunque haya recibido muchas confirmaciones independientes, como veremos mejor en lo que sigue, y, por tanto, no resulta negada la refutabilidad intrínseca de toda hipótesis científica.

Sin detenernos ya más en la representación de la problemática general acerca de las teorías científicas, pasaremos ahora a analizar con un cierto detalle los elementos básicos que entran en su construcción y las condiciones esenciales que deben ser satisfechas.

21. Los conceptos físicos

Hemos observado que una teoría física adecuadamente formulada debe poner en evidencia sus conceptos primitivos y sus proposiciones primitivas o hipótesis. En este parágrafo queremos comenzar interesándonos por los conceptos de una teoría física, a los que llamaremos de un modo conciso «conceptos físicos», y nos ocuparemos de ellos en un perspectiva bastante general. Es decir, sin insistir de un modo particular en el hecho de que: son «primitivos», puesto que esta cuestión puede suponerse suficientemente analizada, en la medida que era razonable hacerlo en esta obra, gracias a las discusiones que hemos desarrollado acerca de la posibilidad de presentar todos los predicados físicos «por definición».

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En cuanto al atributo «físico» ya hemos puesto en claro con anterioridad que viene ligado a la intensión de un cierto concepto, es decir, al hecho de que con él se pretende denotar algún objeto material o alguna de sus propiedades o relaciones, o alguna función referida a los objetos materiales, antes de que se enuncien los problemas metodológicos acerca de la verificación de la subsistencia de dichas propiedades o relaciones,

y por tanto independientemente del hecho de que la extensión del citado concepto pueda resultar vacía 8.

Las magnitudes. En discusiones anteriores se ha dado el caso de señalar algunos tipos fundamentales de conceptos físicos, por los conceptos disposicionales. Sin duda los conceptos que interesan mayormente en la construcción de las teorías son los conceptos cuantitativos o métricos, es decir, todos aquellos que designan magnitudes físicas.

Con ello no pretendemos afirmar que los conceptos distintos de los métricos no tengan interés para la construcción de teorías físicas. Baste pensar en la gran importancia que en todas las ciencias tienen los conceptos clasificadores, es decir, aquellos que subdividen en clases el conjunto de los objetos de los cuales se ocupa la teoría. Así los conceptos: «ácido», «básico», «orgánico», «inorgánico», «positivo» «radioactivo» y muchos otros. Sin embargo, es innegable que la ciencia tiende a superar el simple nivel dicotómico que caracteriza los conceptos clasificadores (que dividen los objetos de los cuales se ocupa una determinada ciencia en dos clases, según que los mismos posean o no la propiedad expresada por el concepto) y busca poder graduar con un «más» y un «menos» la presentación de ciertas caractersíticas.

Un primer paso en esta dirección lo constituye la introducción de los conceptos comparativos, los cuales implican un cierto orden entre los objetos a que se refieren, en el sentido de que dados dos cualesquiera de ellos siempre ocurre o que uno precede a otro respecto a dicho orden, o que ambos tienen el mismo rango. Ello da lugar a la búsqueda de un criterio empírico para la elaboración de este orden: el ejemplo citado con más frecuencia a este propósito lo constituye la comparación de las durezas de los distintos materiales mediante la prueba del rayado recíproco.

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Para algunos conceptos no se logra ir más allá de este simple nivel comparativo, el cual permite como máximo la construcción de un orden seriado, es decir, ordenaciones en las cuales dos objetos resultan siempre comparables, en el sentido de que ocupan el mismo puesto o que uno de los dos precede necesariamente al otro. Sin embargo, la mayor parte de los conceptos que se emplean en las teorías físicas es susceptible de un ulterior paso decisivo, que consiste en medir este orden. Estos conceptos son precisamente los conceptos cuantitativos, o conceptos métricos o magnitudes, a las cuales nos hemos referido antes. Las

mismas se caracterizan por el hecho de ser conceptos comparativos para los cuales ha sido posible determinar una función, cuyos valores son siempre números reales y que pueden relacionarse con el orden seriado. Más concretamente se puede decir que una tal función, a la que llamaremos f, debe ser tal que si dos objetos x e y ocupan el mismo puesto en la serie, la misma asocia el mismo número real a las dos, y por tanto f(x) = f(y), si por el contrario x precede a y en la serie deberá ser f (x) < f(y) .

La constitución de una rama de la física viene caracterizada muy a menudo, por el hecho de que algunos conceptos fundamentales, que originariamente son de tipo clasificatorio, evolucionan hacia la determinación de conceptos comparativos y finalmente acaban dando lugar a la formulación de magnitudes. Así, por ejemplo, el predicado «magnético» denota una cierta propiedad de los materiales y es un predicado disposicional del tipo clasificatorio, del cual ya hemos tenido ocasión de hablar. Ello es perfectamente correcto desde el punto de vista físico y de empleo bastante frecuente en la construcción de una teoría d.e los fenómenos magnéticos, y más generalmente electromagnéticas. Sin embargo, la posibilidad de un tratamiento de dichos fenómenos científicamente relevante viene ligada a la introducción de algunas magnitudes que tienen que ver con dicha propiedad, como, por ejemplo, la magnetización o, dicho de un modo más riguroso, la intensidad de magnetización.

Dada la importancia muy particular que la física confiere a las magnitudes, vale la pena detenernos un poco más en su consideración. La característica esencial de una magnitud, como ya hemos dicho, viene constituida por el hecho de que se pueden elegir escalas de unidades en base a las cuales, dado un objeto físico, es posible atribuirle unívocamente un número real como medida de dicha magnitud. Vamos a ilustrar la manera como esto ocurre por medio de dos ejemplos típicos de magnitudes: la masa y la temperatura.

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Antes que nada observemos que la masa es un predicado físico, puesto que siempre se habla de la «masa de algo» y este algo se supone un ente físico y más exactamente, como se acostumbra a decir, un sistema material. La intensión primitiva de tal concepto viene expresada de un modo más o menos vago por la noción de «cantidad de materia» que constituye un sistema natural. Desde muy antiguo, se ha considerado este concepto como susceptible de admitir una connotación comparativa; así, en particular, ha sido admitida siempre la afirmación

de que dos sistemas materiales tienen la misma masa, o de que uno tiene una masa mayor que la del otro. Por otra parte en la intensión corriente del concepto de masa se incluye, entre otras, la siguiente connotación: si a un sistema material x se le suma otro sistema material y, lo que resulta es un sistema material cuya masa es mayor que la de x y la de y. Precisamente en esta connotación intencional se halla implícito el hecho de que la masa puede presentarse como una magnitud: así puede pensarse en elegir un sistema material c - en la práctica un «cuerpo» cualquiera - como patrón y decir que tienen masa unidad todos aquellos sistemas cuya masa sea igual a la de c, o sea que ocupan el mismo puesto en la ordenación seriada. Por otra parte se dirá que cualquier cuerpo material z tiene masa n, si se da la circunstancia que es preciso reunir n sistemas de masa igual a la de c, para obtener un sistema de masa igual a la de z. Si por el contrario la masa de un sistema constituido por n sistemas de masa igual a la de c tiene una masa inferior a la de z (es decir, precede a z en el orden seriado), mientras que la masa del sistema constituido por n + 1 sistemas de masa igual a la de c es superior a la masa de z, diremos que n es la medida por defecto de la masa de z. La introducción de múltiplos y submúltiplos y las consideraciones usuales de la noción de límite, permiten llegar a precisar la noción teórica de medida exacta de la masa de z, en base a la escala de medida que tiene como unidad la masa de c.

Es importante subrayar que todo lo dicho puede establecerse analizando el concepto de masa en su intensión primitiva, sin ninguna necesidad de mencionar procedimientos de comparación de masas. Sin embargo este análisis semántico no es suficiente para permitir la asignación de un número real a todo cuerpo como valor de su masa. Para ello es indispensable añadir algunas precisiones nwtodológicas, que indiquen criterios prácticos para conseguir en la práctica la comparación de

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masas, de lo cual resulta también la posibilidad de la medida relativa. Estos criterios pueden ser muy diversos: Galileo postulaba que debían considerarse iguales las masas de dos cuerpos si al chocar uno contra otro moviéndose con velocidades iguales, ninguno de los dos conseguía hacer retroceder al otro; en caso contrario se puede decir que tiene menor masa el cuerpo que retrocede. Otro criterio para la confrontación es el que se emplea en las balanzas y que consiste en afirmar que dos sistemas materiales tienen masas iguales si, puestos sobre los dos platillos de una balanza

los dejan en equilibrio; en caso contrario se dice que tiene una masa menor el que se encuentra en el platillo que queda más elevado.

Una vez hemos considerado que el simple análisis semántico del concepto de masa no implica la mención de un procedimiento de medida, debemos añadir que, de no poder efectuarse una tal mención, este concepto sería inútil para la física. Es decir que, de acuerdo con lo afirmado cuando hablábamos del operacionismo, es esencial el reconocer que en física un concepto no puede recibir derecho de ciudadanía si no va acompañado de la mención de al menos una operación de medida, la cual genera una clase de equivalencia, es decir, por la explicitación de al menos un procedimiento fundamental para la comparación de masas.

El hecho de que hayamos llamado fundamental al procedimiento de comparación antes mencionado, quiere subrayar la circunstancia de que debe servir como criterio directo de comparación. Está muy claro, por otra parte, que este calificativo no impide que un tal criterio tenga siempre en la práctica un alcance limitado. Así, por ejemplo, el criterio de comparación de masas basado en el empleo de las balanzas, aun teniendo un carácter fundamental, sólo puede ser aplicado a los casos en que las masas no sean ni demasiado grandes ni demasiado pequeñas. Sin embargo, gracias a los criterios fundamentales pueden efectuarse medidas indirectas -en aquellos casos en que no sean posibles las directas- con el concurso de las leyes de la física y por tanto basándose inevitablemente en las teorías correspondientes.

Todo lo que hemos dicho hasta aquí es válido para el concepto intuitivo de masa y también para el concepto de masa que se adopta en mecánica clásica. Resumiendo de un modo más sistemático, podremos afirmar que el concepto de

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masa es el de una función que a cada sistema material y a cada sistema de medida (escala definida mediante una unidad) asocia un único número real (positivo) que recibe el nombre de masa del sistema expresada en la correspondiente unidad de medida. Designando por E el conjunto de todos los sistemas materiales, por S el con-junto de todos los sistemas de medida y por R+ el conjunto de los números reales positivos, todo lo dicho equivale a decir que la masa es una aplicación M del producto cartesiano de E por S en el conjunto R+:

Naturalmente, muchas magnitudes físicas pueden suponerse aplicaciones de en R+, diferenciándose entre ellas por la manera de definir la aplicación correspondiente. En mecánica clásica, en la cual existen únicamente tres magnitudes que se pueden considerar como primitivas, la masa acostumbra a to -marse como primitiva y, en tal caso, es la única magnitud que asigna directamente a todo sistema físico un número real, mientras que las demás lo hacen de un modo indirecto. El procedimiento mediante el cual se asigna una masa a un sistema material determinado, va unido necesariamente a la indicación de algunas operaciones de comparación respecto a un cierto cuerpo patrón.

En lo que respecta a la extensión de este concepto, resulta evidente que tiene una forma muy compleja, como ocurre siempre que se trata de predicados de tipo no monádico, es decir que no sean pura y simplemente propiedades de los objetos. En el caso de un predicado monádico la extensión sería simplemente el conjunto de todos los objetos que satisfacen dicho predicado, mientras que en el caso presente, tratándose de una aplicación cuyos argumentos son «sistemas materiales» y «sis-temas de medida» y con valores constituidos por números reales positivos, la extensión resulta un subconjunto del producto cartesiano . La circunstancia de que en esta extensión aparezca 1, es decir el conjunto de los sistemas materiales, es un hecho esencial puesto que precisamente por ello se puede afirmar que la masa es un predicado físico y podemos decir que el conjunto 1 constituye su extensión física. Sin embargo, no es menos importante señalar explícitamente que la extensión del concepto de masa comprende dos conjuntos de entes no físicos, es

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decir los conjuntos S y lo cual reafirma nuestra convicción respecto a la imposibilidad de reducir los conceptos físicos a simples predicados empíricos, puesto que los sistemas de medida -que no son lo mismo que los procedimientos de medida - y los números reales positivos son entidades de tipo conceptual.Si tenemos en cuenta el análisis semántico del concepto de masa que nos ha permitido considerarlo como una magnitud, es decir, asociarle una medida, vemos fácilmente que ello ha sido posible debido a que en la intensión de dicho concepto se incluye la propiedad de que si a un sistema material x se añade otro sistema material y, se obtiene un nuevo sistema material cuya masa es superior a la de los otros dos. Es precisamente

este hecho, como ya se ha observado, el que nos permite imaginar que juntamos una serie de sistemas materiales de masa igual a la de un cierto cuerpo patrón, o un submúltiplo de la misma, hasta igualar la masa de un sistema arbitrario z, midiendo con ello dicha masa.

La consecuencia inmediata de este hecho es que la masa de un sistema z, obtenido por agregación de un sistema x y un sistema y, es igual a la suma de la masa de x y la masa de y. Esta circunstancia acostumbra a expresarse diciendo que la masa es una magnitud aditiva, y este calificativo alude al hecho de que existe una operación binaria entre sistemas materiales -la de «agregación» a la que nos hemos referido hasta ahora, y que en ocasiones recibe también el nombre de «suma física»- la cual puede asociarse de un modo completamente natural con la operación de adición entre los números reales que miden sus masas. Designando con + la operación de «suma física» y con + la adición de números reales, la aditividad de la masa se expresa por el hecho de que:

M (x + y) = M (x) + M (Y)

Esto puede expresarse por medio del lenguaje del álgebra abstracta diciendo que el conjunto de los sistemas materiales, provisto con la operación de suma física, constituye una estructura homomorfa al conjunto R+ provisto de la operación suma de números reales, y que la aplicación que determina el homomorfismo es la masa M.

Muchas magnitudes físicas son aditivas, y como ejemplo pueden citarse las

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siguientes: la longitud, la resistencia eléctrica cuando por suma físicaa se entiende la colocación en serie de los conductores, la capacidad de los condensadores cuando por suma física se entiende la colocación en paralelo de los condensadores, la carga eléctrica y muchas más. Sin embargo existen también otras magnitudes físicas importantes que no son aditivas, y entre ellas podemos citar la temperatura, la densidad, el peso específico, la dureza y otras. Si se mezclan dos líquidos de densidades Dl y D2, no se obtiene un líquido de densidad igual a Dl + D2; y lo mismo puede decirse para la temperatura y otras magnitudes. En general ocurre que las densidades tensoriales no son aditivas, mientras que sí lo son las integrales de volumen de las densidades tensoriales.

La aditividad o no aditividad de una magnitud viene rela-

cionada estructuralmente con el hecho de que la misma pueda obtener una expresión numérica por medio de un cierto método de medida fundamental. Este hecho, como ya se ha visto, se produce cuando entre los sistemas materiales a los cuales debe referirse la magnitud es definible una operación de suma física, con propiedades formales análogas a las de la adición entre números, la cual sirve de base para la definición de la magnitud. Cuando ello ocurre de este modo se dice que la magnitud es extensiva, mientras que en los demás casos se llama intensiva. De todo lo dicho resulta que las magnitudes extensivas son aditivas, mientras que las intensivas no lo son. Además se observa que las magnitudes intensivas no son susceptibles de una medida fundamental, es decir basada en un procedimiento de comparación con un cierto patrón. Debido a ello algunas veces se ha llegado a afirmar que las magnitudes intensivas no eran verdaderas magnitudes, lo cual nos parece excesivo. En realidad las mismas son perfectamente medibles, aunque sea mediante procedimientos de medida indirecta. Un ejemplo de ello nos lo ofrece la temperatura, de la que nos ocuparemos seguidamente 10

La intensión originaria del concepto de temperatura es la de una gradación en el calor de un cuerpo, en el sentido que corrientemente se dice que un cuerpo tiene una temperatura

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mayor que la de otro cuando aquél está «más caliente». Esta intuición es correcta en parte, cuando se afirma el estrecho nexo que liga al calor y la temperatura, pero también es insatisfactoria por cuanto en la práctica ambos conceptos se confundían muchas veces. De hecho esta confusión fue común a la ciencia hasta la mitad del siglo XVIII, y hubo que esperar un siglo más hasta que Maxwell demostró que la temperatura debía considerarse como un índice de estado, y más exactamente como un índice del estado térmico de un cuerpo, entendido como una aptitud del cuerpo para ceder o absorber calor de otros cuerpos. La interpretación de la temperatura como un índice de la energía cinética media de las moléculas que constituyen un cuerpo no llegó hasta fines del siglo XIX y principios del XX con el desarrollo de ciertas teorías físicas: teoría cinética de la materia y mecánica estadística.

Estas vicisitudes del concepto de temperatura pueden consi-derarse como ejemplo paradigmático de la manera como la ciencia afina y modifica los conceptos que, inevitablemente, obtiene del lenguaje común. Debe observarse sin embargo que

ciertas características fundamentales de los conceptos permanecen siempre a pesar de todas las modificaciones; por ejemplo, el carácter intensivo de la temperatura ha sido siempre la estrecha relación entre temperatura y calor.

Resulta instructivo el seguir brevemente la evolución del concepto de temperatura desde su primitiva condición de concepto clasificatorio al de magnitud. Inicialmente aparece como un concepto que sirve de base para distinguir dos clases en el conjunto de los cuerpos materiales: los calientes y los fríos. Sin embargo, muy pronto se le dota de una caracterización de tipo comparativo, porque se reconoce que ciertos cuerpos pueden ser más calientes o más fríos que otros, mientras que algunos pueden resultar de igual temperatura. Con ello la temperatura aparece efectivamente como un concepto comparativo que permite

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conferir un cierto orden al conjunto de los cuerpos materiales. El siguiente paso consiste en la caracterización numéricaa de este orden, la cual no , podrá realizarse por medio de la elección de un patrón unitario, puesto que la intensión del concepto de temperatura ya nos indica que ello no es posible. A nadie que no confunda la noción de temperatura con la de «cantidad de calor» se le ocurrirá suponer que si vierte, por ejemplo, diez litros de agua, uno después de otro, en un recipiente y están todos a una misma temperatura, se obtenga una cantidad de agua a una temperatura diez veces superior a la temperatura de cada litro de agua, sino que todo el mundo espera que la temperatura de la masa final de agua --masa obtenida como suma física de los diez litros patrón sea más o menos idéntica a la de cada litro, y no, existe ningún procedimiento que conduzca de un modo natural a definir una «suma física» de otro tipo que pueda convertir la temperatura en una magnitud extensiva.

Excluida la posibilidad de una medición fundamental, no por ello resulta imposible la medición efectiva de la temperatura. En realidad, la observación experimental hizo que ya desde muy antiguo se tuviera conciencia de los siguientes hechos: a) el aumento de la temperatura de un cuerpo va acompañado siempre con un aumento de volumen; b) acercando un cuerpo frío a uno caliente, el frío se calienta y el caliente se enfría; c) si el cuerpo frío, es mucho más pequeño que el caliente, el cuerpo frío se calienta mientras que el caliente apenas se enfría. Estas tres leyes físicas rudimentarias, aun desprovistas de toda referencia matemática, permiten imaginar un criterio elemental

para elaborar un orden seriado entre los sistemas materiales, ordenados según temperaturas crecientes. Para ello bastará con elegir un cuerpo patrón c, de masa suficiente pequeña en comparación con la masa de los cuerpos que se pretende ordenar, y ponerlo después en contacto durante un cierto tiempo con los cuerpos cuya temperatura se desea confrontar. Si el cuerpo patrón aumenta de volumen ello significaría que ha sido aplicado a un cuerpo de temperatura mayor que la suya, mientras que si disminuye indicará que ha sido aplicado a un cuerpo de temperatura menor.

Llegados a este punto podría parecer incluso que está al alcance de la mano el conferir un carácter numérico a esta ordenación de los sistemas materiales: parecería suficiente fijar un cierto coeficiente de proporcionalidad y decir, por

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ejemplo, que la temperatura de un cuerpo z es de n grados, positivos o negativos, si el cuerpo patrón aumenta o disminuye su volumen en n centésimas, cuando se pone en contacto con z durante un tiempo suficiente. Sin embargo, es fácil ver que las cosas no pueden desarrollarse de esta manera porque, mientras la masa de un cuerpo, por ejemplo, es una de sus características invariables, al menos a nivel del sentido común y de la mecánica clásica, no ocurre lo mismo con la temperatura. Por ello la elección de un cuerpo patrón debe ir acompañado también de una temperatura determinada o de un volumen determinado, lo cual es lo mismo, ya que el volumen es función de la temperatura. En la práctica resulta cómodo suponer como temperatura básica, y por tanto también como volumen básico, la del cuerpo patrón cuando se halla en contacto durante un tiempo suficiente con un sistema en equilibrio térmico, por ejemplo, hielo fundiente. Por la misma razón, en lugar de relacionar la determinación de grados de temperatura por medio de la simple evaluación de incrementos de volumen, resulta oportuno escoger otro sistema físico en equilibrio térmico -por ejemplo, vapor de agua hirviendo- y asignar a la diferencia de temperaturas entre los dos estados un cierto valor arbitrario, que de este modo determina una escala para la medida de la temperatura.

De este modo se originaron en la práctica los primeros termómetros y las primeras escalas termométricas. Más tarde, aprovechando determinadas leyes físicas, fue posible introducir nuevos sistemas de medida, siempre indirectos, de la temperatura. Así se crearon los pirómetros y pares termoeléctricos, en los cuales la esencia de los procedimientos de medida es siempre

la misma. En primer lugar se elige como unidad de medida un intervalo fundamental de temperatura, por ejemplo un submúltiplo del intervalo entre la temperatura del hielo fundiente y del agua hirviendo. A continuación se determina experimentalmente la variación que sufre en este intervalo una cierta magnitud física ya mensurable y relacionada con la temperatura por medio de una ley física conocida; se toman las variaciones de esta magnitud como medida indirecta de las variaciones de temperatura, prolongando la escala más allá del intervalo base del que se ha partido.

Algunos físicos basándose precisamente en la consideración de que la unidad de medida es un intervalo entre dos temperaturas, han sostenido que la temperatura

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no es una magnitud, porque jamás se miden temperaturas, sino tan sólo diferencias entre temperaturas y, en consecuencia, sólo estas últimas podrían considerarse verdaderamente como magnitudes. Esta observación no nos parece excesivamente importante, porque lo esencial es que se pueda asociar a cada sistema material un número real como temperatura del mismo. El hecho de que esta temperatura se obtenga como consecuencia de una operación de sustracción entre el valor de la temperatura del cuerpo y la del hielo fundiente que se supone cero en lugar de emplear una operación de división, como ocurre con la masa de un cuerpo cuyo valor se obtiene dividiendo por la masa patrón que se supone que vale uno, no parece esencial.

La temperatura a la que nos hemos referido hasta ahora es la llamada temperatura empírica de un sistema material: su medida depende, además de la escala elegida y de la unidad de medida, también de los termómetros. En primer lugar porque los varios tipos de termómetros presuponen la aceptación de leyes y teorías físicas distintas. En segundo lugar porque, aun limitándonos a aquellos termómetros que se basan únicamente en la relación entre las variaciones de temperatura y las variaciones de volumen de los cuerpos, es sabido que, salvo en el caso de los gases perfectos, el comportamiento de las distintas sustancias termométricas respecto a la dilatación térmica no es el mismo en todos los casos. La temperatura empírica resultará ser una aplicación Te definida así:

En esta expresión E indica el conjunto de los sistemas ma teriales, 9 el de los sistemas de medida y R el de los números reales, mientras que % indica el conjunto de todos los posibles termómetros. Como ya hemos indicado en el caso de la masa, podemos afirmar que la temperatura empírica es un predicado físico, porque en su extensión aparece el conjunto .

El inconveniente que deriva de la circunstancia de que la medida de la temperatura de un cuerpo dependa de la elección del tipo de termómetro ha sido superado, como es bien sabido, por la creación de una escala termodinámica absoluta. Esta última emplea como fenómeno termométrico el ciclo de Carnot, cuyo rendimiento depende únicamente de las dos temperaturas entre las cuales funciona el ciclo, mientras que es independiente de la naturaleza de la sustancia que

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interviene en el ciclo. De este modo, sin embargo, se pasa del concepto empírico al concepto teórico de temperatura. De hecho si pretendemos medir verdaderamente la temperatura absoluta de un sistema material, sería ilusorio creer que para ello nos bastaría con medir su temperatura empírica con un termómetro común, obteniendo su valor, por ejemplo, en grados centígrados, sumándole después 273°. En realidad de esta manera no se obtendría otra cosa que una temperatura empírica y relativa, camuflada de medida absoluta. Por el contrario, el modo correcto de proceder consistiría en pensar el sistema material considerado como sistema termodinámico, es decir, elaborar un cierto modelo en el que figurarían ciertas variables de estado, entre las cuales se en cuentra la temperatura absoluta, ligadas entre sí por ciertas relaciones teóricas que permitirían deducir dicha temperatura una vez conocidas las demás variables, por ejemplo como derivada de la energía respecto a la entropía.

La temperatura termodinámica es por tanto un ejemplo típico de concepto teórico introducido no sólo sin referencia a sustancias termométricas particulares sino también sin referencia, en sentido propio, a sistemas materiales concretos, aunque siempre mediante el enunciado de algunas leyes muy generales que conciernen a sistemas que satisfacen ciertas hipótesis teóricas muy abstractas, y a los cuales los sistemas materiales de la realidad sólo se asemejan de una manera aproximada. Como consecuencia la temperatura teórica es una función que a cada modelo termodinámico de sistema material y a cada escala con unidad -está claro que en principio las escalas termodinámicas absolutas son infinitas- asocia un único número real po-

sitivo; es decir, representando por el conjunto de todos los modelos indicados:

Si a pesar de ello es posible llamar «predicado físico» a la temperatura teórica, es debido a que suponemos que la misma también se refiere a sistemas materiales, aunque sea indirectamente a través de los modelos.

De aquí que la discusión del concepto de temperatura apa rezca como muy

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fecunda, no sólo porque nos ha proporcionado un ejemplo de magnitud intensiva sino también debido a que nos ha mostrado un caso de diferencia entre un concepto teórico y uno empírico referidos a una misma magnitud. Los mismos son distintos semánticamente y metodológicamente, y sin embargo es precisamente sobre esta distinción que se instaura la relación entre teoría y experimento. De hecho los varios métodos de medida de la temperatura empírica deben entenderse como interpretaciones parciales de la auténtica construcción teórica que es la temperatura termodinámica. Esta última, por otra parte, debe proporcionar una cierta explicación de las varias temperaturas empíricas y en particular debe permitir la determinación de medidas teóricas de temperatura para los sistemas materiales individuales, capaces de adecuarse dentro de los límites del error experimental con las medidas empíricas de la misma.

Variables y constantes. En general las magnitudes físicas aparecen en la formulación matemática de las teorías bajo la forma de variables, entendiéndose este término en su sentido puramente matemático, es decir, como sinónimo de «nombre para el individuo genérico» de un conjunto. En física es corriente considerar a una variable como algo que varía, es decir que cambia con el tiempo; sin embargo, ello no es correcto conceptualmente e incluso podría dar lugar a confusiones debido a que también existen variables que no cambian con el tiempo.

Debe señalarse, sin embargo, que muchas magnitudes físicas se presentan como constantes, o lo que es lo mismo, en primer lugar, como valores numéricos fijos de ciertas variables. Así por ejemplo, c, valor de la velocidad de la luz en el vacío, es un valor definido de una magnitud física como es la velocidad. Lo mismo puede decirse para e, la carga del electrón. Éstos son

dos ejemplos de constantes universales, pero sin embargo existen otras muchas que son únicamente específicas, como, por ejemplo, el llamado calor específico, la resistividad específica, el peso específico y otras. Éstos son valores constantes de ciertas funciones con argumento físico, pero su constancia viene limitada a sistemas materiales constituidos por objetos que tienen una cierta característica físicamente determinable. Así, por ejemplo, el peso específico -peso por unidad de volumen - no es una constante universal porque varía de una sustancia a otra, pero es constante cuando se consideran volúmenes unidad de la misma sustancia, y por ello es una constante específica de ella.

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Hasta ahora hemos considerado constantes que son valores particulares de ciertas magnitudes físicas genéricas, y por tanto se trata de constantes provistas de una precisa referencia física. Sin embargo, existen otras constantes universales que no tienen referencia física en sentido propio, pero que pueden llamarse «constantes físicas» debido a la circunstancia de que aparecen en el seno de fórmulas físicas, jugando el papel de constantes de proporcionalidad. La constante R de los gases, la constante k de Boltzmann, y la constante h de Planck son ejemplos de esta clase de constantes universales, que no pueden ser imaginadas como «el valor h (o R, o k) de una cierta magnitud» referida a un sistema perfectamente preciso de sistema material. El sig-nificado físico de estas constantes, se reduce a la circunstancia de que aparecen en las fórmulas de la física: esto es sin duda un significado contextual, pero no por ello está afectado de vaguedades, e incluso de ordinario puede ser puesto en evidencia explícitamente cuando se expresan las constantes consideradas. De hecho su valor numérico, en dependencia con el sistema de medida elegido, viene siempre acompañado de su determinación dimensional, la cual se basa directamente en ciertas magni-tudes físicas. Así, por ejemplo, se dice que la constante de Planck vale h = 6,625.10-34 J.s. -en el sistema M.K.S. - con lo cual se precisa que la misma tiene la dimensión de una «acción», pero con ello no se precisa que la misma denote la ac-ción de un electrón más que la de un patrón o de otro tipo de partícula, como ocurre en el caso de la constante c que designa la velocidad de la luz y e la carga del electrón.

Es interesante observar que los distintos niveles de la física y los distintos grados de profundidad, por así decir, de la teoría, están ligados de una manera bastante sintomática a la presencia de ciertas constantes. Por ejemplo, dadas ciertas cons-

tantes primitivas se pueden deducir otras como derivadas, éste es el caso de la constante de Boltzmann, la cual se obiene dividiendo la constante R de los gases por el número de Avogadro. En general se acostumbra a decir que una teoría es más profunda que otra - o también más fina - cuando es capaz de convertir en constantes derivadas las constantes de esta última. En este orden de ideas es lícito esperar que todas las constantes específicas puedan Tesultar derivadas de otras constantes más fundamentales. De hecho estas constantes son típicas demacro-sistemas, y deberían resultar analizadas en términos de teorías relativas a los

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microsistemas.Por otra parte, las teorías fundamentales no contienen constantes específicas,

precisamente debido a que son fundamentales y no limitan su interés a sistemas materiales particulares. De este modo la mecánica newtoniana no contiene ninguna constante, la teoría newtoniana de la gravitación contiene sólo g, la mecánica cuantiíta sólo h y la electrodinámica cuántica sólo c, h y e. Ciertas constantes son típicas de la macrofísica, por ejemplo k y R; otras lo son de la microfísica, como e y h; y otras sirven para ambos niveles, como c y las constantes gravitacionales g (newtoniana) y x (einsteiniana).

Dimensiones. Hemos observado poco antes que también las constantes sin referencia física pueden recibir un significado físico a causa del hecho de ser susceptibles de «recibir unas dimensiones». Esta observación nos induce a detenernos un poco acerca del significado del análisis dimensional en física. Revela la permanencia y la fecundidad en esta ciencia de un punto de vista que se ha puesto de moda desprestigiar en todo lo posible: el punto de vista de la distinción de las propiedades en género y en especie, íntimamente relacionado con la definición por género próximo y por diferencia específica. De hecho, el llamado «control dimensional», se reduce conceptualmente a la verificación de que los dos miembros de una ecuación física pertenezcan a un mismo género, es decir que sean dos especies de un único género. El libre camino medio de una molécula en un gas en determinadas condiciones y la longitud de onda de un rayo de luz monocromática son cosas verdaderamente distintas, y sin embargo entran en el género común de «longitud», o como se suele decir, tienen la misma dimensión [L].

Para destacar toda la importancia del problema del análisis dimensional es útil presentar la teoría de las magnitudes de un modo preferentemente abstracto. Hasta el momento habíamos evitado este método, habiendo preferido seguir un método más tradicional, aunque nos parezca menos satisfactorio, para no colocar a aquellos lectores no preparados adecuadamente frente a un tratamiento algebraico quizás excesivamente rígido 11.Observamos que es usual en la ciencia suponer que el producto de dos magnitudes es también una magnitud (por ejemplo: velocidad x tiempo = longitud; fuerza x longitud = trabajo, etc.) y que se consideran también como magnitudes los números reales (magnitudes sin dimensiones); se puede

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llegar a la conclusión de que el conjunto G de las magnitudes, provisto de la operación de multiplicación, posee una estructura de grupo conmutativo con el elemento neutro constituido por el número real 1. Entre los elementos de este grupo puede definirse una relación de equivalencia, que puede denominarse «homogeneidad», diciendo que dos magnitudes son homogéneas si su cociente es un número real. Resulta entonces una partición de G en clases de equivalencia (las cuales constituyen los elementos del grupo cociente ) y dos magnitudes se dicen homogéneas si pertenecen a la misma clase o especie 12. En general la especie de una magnitud x se representa I por [x].

Dos magnitudes x e y de la misma especie se podrán comparar estableciendo como definición que; por otra parte, fijada arbitrariamente una magnitud u dentro de una determinada

especie, a cada otra magnitud x de dicha especie corresponde una medida: x/u e R+. Con ello se establece entre toda especie de magnitudes y el conjunto R+ una correspondencia biunívoca que conserva el orden e, incluso, puede trasportarse la estructura de semigrupo conmutativo ordenado y completo de R+ al conjunto especie de magnitudes, definiendo para ello la suma de magnitudes de una misma especie mediante la expresión:

x+y=u(x/u+y/u)

Imponiendo al grupo G la condición de ser divisible y estar privado de torsión, puede deducirse por medio de razonamientos algebraicos que, para cada especie de magnitudes A y B es posible siempre elegir las unidades de medida uA y uB de modo que sea uA X UB = uAB.En definitiva el álgebra usual de las magnitudes resulta perfectamente deducible de los siguientes axiomas:1) El conjunto G de las magnitudes es un grupo conmutativo respecto a la multiplicación.2) R+ es un subgrupo de G.3) G es divisible.4) G es de torsión nula.Observemos que también el grupo G/R+ de la especie de las magnitudes resulta divisible y sin torsión, y por ello es posible definir en el mismo las potencias con exponentes racionales, es decir, que para cada magnitud a y para cada racional:

Por otra parte en álgebra es sabido que todo grupo conmutativo, divisible y sin torsión, posee automáticamente una estrucura de espacio vectorial sobre el cuerpo Q de los números racionales. En nuestro caso, las formas lineales de este espacio deberán ser escritas en notación multiplicativa y serán del tipo:

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con x, y, z elementos del espacio (especies de magnitudes) y a, (i, y números racionales.Es evidente que de esta manera se ha obtenido la fórmula bien conocida que expresa

dimensionalmente una magnitud en función de otras.

Abandonemos ahora por un momento las consideraciones algebraicas y centremos nuestra atención en un hecho bien conocido. De todos es sabido que el análisis dimensional de una magnitud determinada no es unívoco en el sentido que la misma depende estrechamente de las magnitudes que se han tomado como fundamentales. Esto es interesante, porque confirma el hecho de que en la misma física tradicional, todavía muy alejada de la idea de imposiciones axiomáticas o formales, surgió por este camino la evidencia de que el significado contextual de la fórmula depende estrechamente de la elección realizada de los conceptos primitivos - en este caso acerca de las magnitudes primitivas - que determinan el análisis dimensional. Por otra parte es un hecho de este tipo el que confiere al análisis dimensional su valor heurístico bien conocido y que debería servir también como guía para una elección oportuna de las magnitudes fundamentales.

Volviendo nuevamente a las argumentaciones algebraicas, puede observarse que de los cuatro axiomas propuestos -que son suficientes para caracterizar por completo el álgebra usual de magnitudes- no surge ninguna información acerca del espacio vectorial a que nos hemos referido, y ello a consecuencia de que la misma depende del número de generadores del grupo G/R+ considerado como espacio vectorial, y de su elección concreta. Así, por ejemplo, en geometría es suficiente admitir que tal grupo viene generado sólo por la clase L de las longitudes, y por tanto podrá contener únicamente clases del tipo . En cinemática se acostumbra a suponer que los generadores del grupo son dos clases independientes L y T (longitud y tiempo), y en consecuencia todas las especies (clases) deberán ser del tipo Finalmente en mecánica clásica el número de clases independientes es de tres, represen-tadas, genéricamente por L, T, M (longitud, tiempo y masa), y las restantes clases de G/R+ serán de la forma general

Empleando el lenguaje técnico se diría que en estos casos, el espacio vectorial G/R+ tiene, respectivamente, dimensión uno, dos y tres, y que sus bases son (L), (L, T) y (L, T, M) respectivamente.Por otra parte los axiomas generales relativos a las magnitudes no solamente son incapaces de ofrecer indicaciones para la elección de una determinada base G/R+ en lugar de otra, sino que tampoco pueden decir nada respecto a sus dimensiones. A causa de este hecho precisamente, existe una indudable libertad e incluso convencionalidad de principio, que es inherente no sólo a la elección de las magnitudes que se pretendan tomar como fundamentales, sino también para la deter -minación de su número. Sin embargo ello no significa que esta abso luta libertad de principio no

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deba encontrarse con algunas limitaciones prácticas, cuyo significado vale la pena intentar comprender.

Por ejemplo, la adopción en electricidad del sistema c.g.s. electrostático como sistema de medida, implica que la capacidad de un condensador resulte expresada en centímetros. En un cierto sentido no hay ningún problema en un hecho de este tipo, pero desde otro punto de vista esta situación es insatisfactoria, porque a causa de razones puramente formales ligadas a la elección de ciertas convenciones, reduce a una misma especie dos propiedades físicas tales como la capacidad eléctrica y la longitud, que conceptualmente aparecen como distintas.

Éste es uno de los casos, frecuentes en toda ciencia, en que una determinada convencionalidad de principio se ve sometida a ciertas limitaciones impuestas por exigencias más generales. De hecho, es cierto que la elección de ciertas magnitudes fundamentales y la de las correspondientes unidades de medida son convencionales en principio, pero también es verdad que la elección de ciertas convenciones puede acabar escondiendo el significado físico de las fórmulas. Un caso típico, en el cual interviene también el ejemplo de la atribución de la dimensión «longitud» a la capacidad, lo proporciona la aspiración a reducir el número de las magnitudes fundamentales. Es evidente que puede construirse el electromagnetismo sin introducir ninguna otra magnitud distinta a las tres magnitudes mecánicas fundamentales. Para ello basta con tomar una ley natural, en la cual intervenga una magnitud eléctrica (o magnética) junto con magnitudes mecánicas y fijar como unidad de medida de la magnitud eléctrica, o magnética, precisamente aquella que haga igual a 1 (un número sin dimensiones) a la constante de proporcionalidad que aparece en la ley, por ejemplo en la ley de Coulomb. El hecho es que este mismo procedimiento puede repetirse y con ello podría conseguirse también la supresión de una de las tres

magnitudes mecánicas como magnitud fundamental, con tal de igualar a 1 la constante de la ley de la gravitación universal y eligiendo pata las demás magnitudes unidades de medida capaces de justificar esta reducción.

Siguiendo por este camino se llega a la posibilidad de poner c = 1 en la ecuación x = ct que expresa el espacio recorrido por la luz en el vacío, mediante una oportuna elección de unidad de medida del tiempo, con lo que se reducirían las magnitudes

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fundamentales a una sola. En principio es evidente que nada se opone a aceptar una convención de este tipo, pero en la práctica existe un inconveniente importante. Se trata de que al reducir todas las magnitudes fundamentales a una sola, se han concentrado todas las especies de las magnitudes físicas en una sola, y el criterio de la homogeneidad dimensional de los dos miembros de las ecuaciones físicas ya no podría iluminar, ni tan sólo de un modo aproximado, su significado físico.

Estos razonamientos pueden resultar útiles para esclarecer algunas cuestiones importantes. En particular ponen en evidencia que la ecuación dimensional no puede ser considerada como expresión de una auténtica cualidad intrínseca de las magnitudes, dado que depende no tan sólo de la elección de - las magnitudes fundamentales sino también de la elección de «condiciones de coordinación» entre las mismas, las cuales, según se ha visto, pueden reducir el número de las magnitudes fundamentales. En todo caso, el valor eurístico del análisis dimensional está ligado propiamente a una elección bien hecha de las convenciones de coordinación.

Los razonamientos anteriores muestran también la ilusoriedad de ciertas pretendidas reducciones de un sector de la ciencia a otro, o a otros, lo cual a juicio de algunos vendría evidenciado por la posibilidad de definir las magnitudes de uno en tér -minos de las del otro. Por ejemplo, la reductibilidad del elec tromagnetismo a la mecánica vendría testimoniada por el hecho de que las magnitudes electromagnéticas pueden obtenerse como magnitudes derivadas a partir de las mecánicas, consideradas estas últimas como fundamentales.

Aunque una tal reductibilidad aparece superficialmente como plausible, en realidad se basa en un equívoco, como se hace patente en cuanto se observa que el análisis dimensional no es un análisis conceptual, sino simplemente una indicación de dependencia entre las unidades de medida. Esta indicación tan sólo puede arrojar luz si se cumplen ciertas condiciones, es decir,

si tales relaciones no vienen ocultadas por condiciones de coordinación sensibles únicamente a exigencias pragmáticas.

Por tanto suponer fundamentales, por ejemplo, las tres magnitudes mecánicas significan que se consiente una triple arbitrariedad de elección en las unidades de medida respectivas, a partir de lo cual las unidades de medida de otras magnitudes mecánicas resultan matemáticamente determinadas. Si imaginamos la reducción del

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número de magnitudes fundamentales, no por ello logramos suprimir una de las arbitrariedades de elección, sino que únicamente cambiamos su localización. En realidad más que poder elegir arbitrariamente la unidad de medida para la masa, tiempo y longitud, limitamos la elección arbitraria a sólo dos de ellas y añadimos una convención arbitraria para fijar el valor de la constante que aparece en una cierta ley, a la cual se elige como nueva condición de coordinación: por ejemplo, se iguala a 1 el valor de la constante en la ley de la gravitación.

Análogamente en el campo de los fenómenos eléctricos, podemos elegir entre fijar arbitrariamente una unidad de medida para una nueva magnitud - por ejemplo la intensidad de corriente- o bien fijar arbitrariamente el valor de una constante considerándolo adimensional: por ejemplo, igualar a 1 el valor de la constante de la ley de Coulomb. En ambos casos, por tanto, se efectúa necesariamente una nueva convención.

Por otra parte, el valor heurístico de los controles dimensionales tiene ciertos límites que todo físico advierte de un modo puramente intuitivo. Así por ejemplo, es verdad que el potencial tiene las mismas dimensiones que v I, pero a nadie se le ocurrirá decir que su raíz cuadrada designa la velocidad de algún ente material, y todavía menos que designe el doble de la energía cinética por unidad de masa. Ello confirma claramente todo lo dicho hasta aquí. Por otra parte, debido a la circunstancia de que las fórmulas físicas deben conservar el máximo grado posible de transparencia de su significado físico y su valor heurístico, no es conveniente reducir excesivamente el número de las magnitudes fundamentales. Por lo mismo no es conveniente hacer desaparecer ciertas constantes expresivas igualándolas a 1 (con lo cual desaparecen explícitamente de las fórmulas) como ocurre, por ejemplo, en el llamado sistema natural de unidades de medida de la física atómica, el cual tiene como efecto hacer desaparecer las constantes c y h --igualando las dos a 1 - con efectos no siempre positivos para el esclarecimiento del signi-

ficado físico de las fórmulas, incluso cuando resulta una modesta simplificación notacional.

22. Las proposiciones físicas

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Relacionando entre sí algunos conceptos se obtienen juicios, cuya formulación lingüística explícita está constituida por proposiciones, o en algunos casos funciones proposicionales. Cada teoría es, por tanto, esencialmente un complejo de proposicio-nes y, en particular, una teoría física será un complejo de proposiciones físicas, es decir de proposiciones en cada una de las cuales intervenga por lo menos un predicado físico. Incluso, si se quiere ser riguroso, debería exigirse la condición de que una proposición física contenga exclusivamente predicados físicos, aparte de los puramente formales de la lógica y de la matemática. En la práctica es posible ser un poco más tolerantes y admitir que incluso son proposiciones «de la física» aunque no sean verdaderas proposiciones físicas, ciertas proposiciones de naturaleza metateórica, las cuales versan de un modo esencial sobre proposiciones físicas. Por ejemplo, decir que las ecuaciones de Maxwell son invariantes respecto a una transformación de Lorentz equivale a enunciar una proposición en la cual no aparece ningún predicado físico, es decir capaz de denotar entes físicos. Sin embargo la misma se refiere directamente a proposiciones físicas -las ecuaciones de Maxwell - y enuncia una importantísima propiedad de las mismas con consecuencias físicas inmediatas, por lo que tiene pleno derecho de ciudadanía en la física.

Otras proposiciones de carácter metateórico, esenciales al desarrollo de una teoría física, pero que no pueden ser consideradas verdaderas proposiciones físicas debido precisamente a su carácter metateórico, son aquellas que enuncian las varias con-venciones en base a las cuales se instituyen relaciones designativas entre términos, definiciones explícitas, reglas de referencia empírica, elecciones de patrones y unidades de medida y otras similares. Podremos decir que las proposiciones de una teoría física pueden ser tanto proposiciones físicas verdaderas y propias como proposiciones metateóricas, estas últimas con la condición de que se sirvan exclusivamente -aparte de los conceptos lógicos o matemáticos- de las proposiciones físicas y de los objetos de la teoría. De hecho está claro que una proposi-

ción del tipo: «no debe aceptarse en física ninguna hipótesis contraria al espíritu de la Sagrada Escritura», es una proposición metateórica que habla de proposiciones físicas. Sin embargo no puede incluirse legítimamente en una teoría física, porque hace intervenir una cosa distinta de las proposiciones físicas y de las objetos físicos, como es la Sagrada Escritura.

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Se da la circunstancia de que entre las proposiciones meta teóricas se encuentran los únicos enunciados verdaderamente inatacables de una teoría física. Las mismas son precisamente los convenios a los cuales ya nos hemos referido, los cuales son inatacables dado que por su naturaleza no son ni verdaderos ni falsos. En el otro extremo se hallan proposiciones que deben considerarse inatacables, pero las mismas no entran jamás de un modo directo en una teoría física. Se trata de los llamados protocolos, es decir, las proposiciones que transcriben de un modo directo e inmediato el contenido de una constatación experimental, las cuales no pueden ser refutadas, precisamente debido al hecho que expresan el contenido de una «presencia». Sin embargo ninguna teoría física trata directamente de los protocolos, sino únicamente de los datar, los cuales son siempre el resultado del concurso de diversas constataciones protocolarias, incluso en los casos más simples. Por ejemplo, el peso de un objeto no es considerado a nivel científico como un dato, si se ha establecido en una sola pesada, sino que para ello debe ser obtenido como el resultado de la comparación entre operaciones de medida. En los casos un poco menos elementales, el dato se presenta completamente embebido de hipótesis implí-citamente aceptadas. Así, por ejemplo, el afirmar que el peso específico de una determinada sustancia tiene un cierto valor x implica no sólo el concurso de un gran número de medidas efectuadas, sino también la aceptación de la hipótesis de que todas las muestras de la sustancia tengan el mismo peso en igualdad de volumen. Cuando se procede a la determinación de datos todavía más complejos, por ejemplo el valor de la velocidad de la luz en el vacío, se ve que su comprobación implica necesariamente la intervención de varias teorías físicas. Éste es el motivo por el cual los datos, en la física, son susceptibles de corrección y de modificación con el aumento de la exactitud en las medidas y en el mismo desarrollo teórico, por cuanto esto último permite imaginar operaciones de medida cada vez más refinadas.

En una teoría física prescindiendo de los convenios y los

datos, únicamente quedan por considerar las hipótesis, cuyo carácter de provisionalidad física es extremadamente variado y vale la pena examinarlo con un cierto detalle, desde el momento en que suele ser costumbre considerarlo en bloque, reconociendo como máximo la presencia de una cierta estratificación jerárquica

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del tipo que ya hemos tenido ocasión de señalar. Recordemos que se ha señalado que en una teoría física existen hipótesis que sirven únicamente como premisas en deduccio-nes, otras que sirven de premisas para ulteriores deducciones, siendo ellas mismas a su vez consecuencia de ciertas deducciones, y finalmente otras que son típicamente de tipo conclusivo. El tener en cuenta esta estratificación jerárquica tiene el efecto de clasificar las hipótesis en orden a su generalidad, poniendo en la cima de la escala las hipótesis más generales -del tipo de los principios- descendiendo después a hipótesis cada vez menos generales - las leyes cada vez más especializadas - para llegar finalmente a las puras generalizaciones de observaciones empíricas - cuyo carácter hipotético se reduce en gran manera al mismo hecho de su generalidad - y a los datos simples. Es evidente, por otra parte, que un cuadro de este tipo no ex-plicita suficientemente la gama de las hipótesis que se emplean verdaderamente en física, en el sentido que deja fuera algunas más especializadas y otras todavía más generales. En consecuencia vamos a comenzar ocupándonos de estos tipos de hipótesis que normalmente acostumbran a ser olvidadas.

Entre las hipótesis especializadas podemos mencionar todas aquellas que, en un cierto sentido, sirven para precisar las condiciones bajo las cuales son válidas ciertas leyes, como las condiciones iniciales y los valores de contorno, y también ciertos valores especiales que se suponen asumidos por algunos parámetros, y también el hecho de que las variables de un sistema no dependan explícitamente del tiempo, o que un campo determinado no se anule en el infinito, y otras similares. Los físi cos saben perfectamente que no existe prácticamente ninguna ley que no implique el enunciado de alguna de estas hipótesis auxiliares, las cuales no están ligadas lógicamente a las leyes que acompañan, sino que es preciso que puedan ser enunciadas para que la ley pueda ser aplicada a la determinación de los procesos físicos efectivos.

Entre las hipótesis particulares que aparecen en la física pueden considerarse también las «vinculaciones», es decir limitaciones particulares que pueden imponerse a algunas de las

variables que intervienen en un problema; así por ejemplo, «temperatura = constante», « hamiltoniano = O», y otras parecidas. Obsérvese que estas vinculaciones son lógicamente independientes de las leyes a que vienen referidas, hasta el punto que aquéllas pueden ser modificadas sin que se altere la ley en absoluto. Sin embargo las

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mismas son de notable importancia, hasta el punto que el enunciado de ciertas vinculaciones desempeña simultáneamente el papel de definición de algún tipo particular de modelos de sistemas materiales. Por ejemplo, las condiciones de que todos los puntos de un sistema sufran el mismo desplazamiento define la noción de «desplazamiento por traslación»; la ecuación «H = (1/ .) B» caracteriza la noción de material paramagnético y diamagnético, y los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente.

Reflexionando sobre todo esto, se apercibe verdaderamente el hecho de que la física está llena de hipótesis de todo tipo que se encuentran en todas sus ramas, aun en las menos extensas. Incluso puede afirmarse que, junto a las hipótesis generales explícitamente reconocidas, la física se mueve dentro de un ámbito de hipótesis todavía más generales que no aparecen explícitamente y a veces ni tan sólo son advertidas. Así, por ejemplo, la cuestión de que el espacio-tiempo sea un continuo y que además esté provisto de una métrica; o también que el campo magnético en el vacío sea representable por campo vectorial; o que las trayectorias de las partículas materiales sean curvas continuas. La aceptación implícita de tales hipótesis ha sido debida al empleo de los instrumentos matemáticos del análisis infinitesimal, los cuales literalmente puede decirse que han permitido la construcción de la física. Sin embargo está claro que esta última circunstancia no basta para justificar el empleo de estas hipótesis, sino que se precisa de alguna otra razón. Prescindiremos aquí de esta cuestión para no desviarnos excesivamente de nuestra camino, pero volveremos a ella en uno de los próximos capítulos.

Prescindiendo de las consideraciones sobre las hipótesis muy particulares y subordinadas, así como de las muy generales y subordinantes, pasemos ahora a ocuparnos, aunque sea brevemente, de las hipótesis físicas más corrientes, que son las que constituyen el verdadero esqueleto, de una teoría: es decir las leyes. Tal vez algún lector podrá sentirse perplejo ante la circunstancia de que tomemos a las leyes como hipótesis, cuando lo habitual es distinguir unas de otras. En realidad es frecuente

decir que una hipótesis alcanza el rango de ley física cuando es de carácter general y ha sido adecuadamente confirmada por la experiencia, mientras que en los demás casos no puede considerarse como tal.

No existe ningún inconveniente en tomar esta distinción como criterio de cautela

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metodológica para la construcción de una teoría, con tal de que no se caiga en la ilusión de que el paso de una hipótesis a una ley implique un verdadero cambio cualitativo. En realidad no ocurre nada de esto, puesto que de hecho las leyes físicas conservan siempre su naturaleza hipotética a pesar de todas las confirmaciones experimentales que puedan haber recibido. Ésta es la razón por la que nos parece conveniente, en el seno de las consideraciones sistemáticas que estamos desarrollando, alinear a las leyes entre las hipótesis.

Cuando las leyes físicas tienen una gran generalidad y son capaces de engendrar un gran número de otras leyes por deducción lógica o matemática, reciben el nombre de principios. Este término parece aludir a una especie de carácter apriorístico de tales enunciados, pero en realidad también ellos obtienen su fuerza únicamente a partir del hecho de resultar confirmados por la experiencia. La costumbre muy extendida de considerarlos más fuertes que las demás leyes de la teoría, es debida a que, por un lado, son corroborados por una clase mucho más amplia de posibles experiencias que en los demás casos y, por otro lado, porque son capaces de permitir la deducción de algunas de aquellas leyes.

Por otra parte es sabido que algunos principios han encon trado ciertas excepciones, en un cierto estadio de las historia de la física, como ocurrió por ejemplo con el principio de la conservación de la masa. A pesar de ello, la fecundidad de la introducción de principios en la física es algo que parece fuera de toda discusión, puesto que constituyen el punto inicial de cadenas deductivas que descienden siempre hacia leyes cada vez más particulares y que puedan acabar incluso con la presentación de un caso singular, es decir prestarse al planteamiento y solución de un problema concreto. Por ejemplo, del principio variacional de Hamilton se deducen lógicamente las ecuaciones de Lagrange, que son leyes mecánicas de una gran generalidad, de las cuales son deducibles una gran cantidad de leyes particulares. Entre ellas se encuentra alguna que es necesaria para la solución de un problema particular -por ejemplo la ley de Galileo- y su aplicación al mismo consiste simplemente en

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introducir, en lugar de las variables que intervienen, ciertas constantes, que corresponden por ejemplo a las posiciones iniciales, las velocidades iniciales y la aceleración de la gravedad.

Por otra parte es innegable que los principios, a causa de su gran generalidad, se prestan a ser considerados como el desvelamiento de algunos de los más profundos «secretos» de la naturaleza; de algunos de ellos se obtienen consecuencias sujestivas, tales como leyes de conservación o principios de simetría. De aquí que no sea extraño que los principios hayan ocasionado discusiones filosóficas de distintos tipos, a veces sólo divagaciones. Por esto valdrá la pena dedicarles una mención ulterior en la última parte de este escrito, peco aquí no vamos a insistir más en ellos.

Prescindiendo del problema de su ordenación jerárquica de tipo deductivo, las leyes físicas pueden clasificarse, de acuerdo con su contenido, en varios tipos fundamentales. Algunas proporcionan esquemas de reacción - como por ejemplo la ley de la desintegración radioactiva- en la cual se enuncia el princi pio de un proceso y su resultado final, sin describir en absoluto cómo de desarrolla. Otras están constituidas por ecuaciones de evolución, pudiendo ésta estar asociada a un movimiento especial o no estarlo en absoluto. Al primer caso pertenecen casi todas las leyes de la mecánica y en general las ecuaciones de los campos no estacionarios; al segundo caso pertenecen por el contrario las ecuaciones termodinámicas. A partir de las ecuaciones de evolución se puede a menudo, dadas ciertas informaciones acerca del contorno del campo de definición, calcular cómo varían ciertas magnitudes cuando se pasa más allá de dicho contorno. Por otra parte esto no es siempre posible, y en estos casos deben enunciarse ciertas leyes físicas que expresen de un modo explícito las ecuaciones de discointinuidad, de las cuales pueda obtenerse el comportamiento de los valores de ciertas magnitudes, al atravesar esta superficie de discontinuidad. En algunas teorías, es posible derivar también leyes de fuerza de las mismas ecuaciones de evolución como ocurre por ejemplo en el caso de la relatividad general, cuyas ecuaciones de campo permiten la deducción de ciertas leyes del movimiento. Sin embargo, en la mayor parte de las teorías las leyes de fuerza deben ser enunciadas específicamente, con independencia de las ecuaciones de evolución. En último lugar observamos que las ecuaciones de evolución pueden referirse al tiempo de dos modos distintos, según que en las mismas figuren derivadas

o integrales respecto al tiempo. En el primer caso el proceso al cual se refiere la evolución es típicamente «sin memoria» mientras que en el segundo se trata de un proceso «con memoria».

Hasta aquí hemos intentado subdividir las leyes físicas a partir de algunos

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criterios formales y de ciertas consideraciones de contenido, pero vale la pena subrayar un criterio común que permite reconocer el valor de ley física a una proposición dada. Se trata de exigir la condición de que una ley física posea relevancia explicativa y controlabilidad.

Con esta afirmación volvemos a los razonamientos ya desarrollados precedentemente acerca de los motivos que llevan a la constitución de las teorías físicas, los cuales pueden resumirse en la exigencia de explicar los hechos conocidos, mediante deducciones cimentadas en hipótesis convenientes. Ahora bien, como se ha visto en la práctica estas hipótesis son las leyes físicas en sus varios niveles de generalidad. En consecuencia deberán, en primer lugar, satisfacer las exigencias explicativas, para lo cual deberán poseer relevancia explicativa -es decir, una vez admitidas deben dar realmente razón de los datos- y deberán estar dotadas de controlabilidad, es decir, al final de un procedimiento deductivo, no siempre elemental, debe aparecer su relación con los hechos experimentales.

La función explicativa de las leyes físicas puede ejercerse de muy distintos modos según aquello que se desea explicar. Algunas veces puede tratarse de un dato singular, como en el caso de una anomalía observada en el movimiento de un cuerpo celeste que precisa de explicación. Sin embargo, con mayor frecuencia se trata de explicar ciertos comportamientos uniformes que se observan en la realidad y cuya uniformidad ya ha sido reconocida explícitamente mediante el enunciado de leyes empíricas del tipo de las de Kepler y Galileo, por ejemplo. En los casos de este tipo se llega a una explicación deduciendo las leyes empíricas a partir de otras leyes más generales, como por ejemplo las leyes de Newton del movimiento y de la gravitación. Es evidente que un fenómeno o una ley empírica no son capaces de sugerir su propia explicación, ni tan siquiera el tipo de explicación que les pueda convenir. En algunas ocasiones la explicación puede resultar del descubrimiento de nuevas leyes, como ocurre a menudo en la física contemporánea, mientras que en otros casos puede tratarse del descubrimiento de un nuevo hecho, como ocurrió con el descubrimiento de Neptuno, el cual proporcionó la explicación de las anomalías bóxer-

vadas en el movimiento de Urano. En otros casos puede tra tarse del simple esclarecimiento de relaciones no observadas entre el fenómeno que se pretende explicar y ciertas leyes ya conocidas. Finalmente puede catarse también de la formulación de una nueva teoría, como ocurre en el caso de la teoría atómica de

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Bohr. Conviene observar que no existe ninguna razón por la cual fenómenos que son aparentemente del mismo tipo deban explicarse de manera parecida. Por ejemplo, las anomalías en el movimiento de Mercurio no pudieron ser explicadas recurriendo a la existencia de un cuerpo celeste desconocido -como ocurrió en el caso de Urano- sino que su explicación tuvo que esperar el nacimiento de una nueva teoría, la de la relatividad general, con todas sus leyes.

Estas observaciones pretenden ser una denuncia implícita de los límites inherentes a la concepción aceptada comúnmente según la cual las leyes físicas son meras generalizaciones. De hecho las generalizaciones no sirven como leyes físicas si no tienen valor explicativo, y por otra parte existen explicaciones que no siguen el camino de la búsqueda de su inserción dentro de un contexto más general. Lo que cuenta, incluso en este caso, es el hecho de que la proposición general alcance a insertarse dentro de una teoría, puesto que sólo de esta manera resulta susceptible de ejercer una función explicativa`.

Con todo no queremos detenemos ya más en esta discusión respecto al concepto de ley física, dado que se trata de una de las cuestiones tratadas con más profusión en las obras de epistemología de las ciencias empíricas de mayor difusión. En particular no pretendemos detenernos en considerar cómo se llega a la formulación de las leyes físicas, debido a que nos veríamos obligados a embargamos en discusiones acerca de las metodologías inductivas, para lo cual necesitaríamos un espacio muy extenso. Incluso por lo que se refiere a este problema remitimos al lector a las obras ya citadas precedentemente, las cuales, en casi todos los casos, tratan el problema profusamente.

Tan sólo nos parece oportuno añadir una ulterior observación sobre las llamadas «explicaciones probabilísticas». Actualmente está muy difundida la convicción de que toda explicación científica es de naturaleza probabilística, debido a que incluso las leyes científicas más seguras sólo tienen el valor de una afirmación de elevada probabilidad, desde el momento en que las confirmaciones de que pueden ser objeto no tienen ja-

más un valor decisivo. Este razonamiento está viciado por algunos equívocos, puesto que una explicación probabilística se distingue de una explicación «nomológico-deductiva» del tipo considerado hasta ahora - es decir de una explicación que recurre a

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la deducción de leyes- no ya por la fuerza con la cual se rigen las respectivas hipótesis, sino por el tipo de nexo que relaciona la verdad de las conclusiones con la verdad de las premisas en los dos tipos de explicaciones. De hecho en el caso de las explicaciones puramente deductivas consideradas hasta ahora, la naturaleza del proceso explicativo es tal que, una vez admitidas las hipótesis oportunas, de las mismas resulta siempre necesariamente y sin ninguna excepción todo aquello que se pretende explicar. Por el contrario, las explicaciones probabilísticas, aun teniendo la forma de inferencias deductivas, son tales que las hipótesis admitidas son también con el hecho de que las conclusiones obtenidas de las mismas puedan no ser confirmadas por la experiencia. Ello es debido a que la afirmación de estas conclusiones viene acompañada siempre de una cierta probabilidad de verificación que es distinta de 1.

Por ejemplo, si partimos de la hipótesis de que la vida media de un átomo de polonio 218 es de 3,05 minutos, podemos esperar que, dada una cierta muestra de este elemento, pasados 3,05 minutos la mitad de sus átomos habrá desaparecido por desintegración radioactiva. Sin embargo esta expectativa podría venir desmentida por los hechos, puesto que la hipótesis se refiere a la vida media de un átomo de polonio, y de ella sólo se puede inferir que «con una probabilidad muy elevada» después de 3,05 minutos quedará todavía la mitad de los átomos iniciales sin desintegrarse. Sin embargo no puede excluirse la posibilidad de que se observe una excepción a este hecho, aunque su probabilidad sea muy pequeña. Si, por el contrario, partimos de la hipótesis de que un cuerpo rígido tenga la masa de un kilogramo y que esté sometido a la fuerza de 1 newton, no estamos dispuestos a admitir que su aceleración resulte distinta de un metro por segundo al cuadrado, dentro de los límites de los errores experimentales. Ello no ocurre a causa de que consideremos las hipótesis que están en la base de esta última deducción -es decir las leyes fundamentales de la dinámica- como absolutamente ciertas, mientras que no pensamos lo mismo de la hipótesis según la cual la vida media de un átomo de polonio es de 3,05 minutos; en realidad la diferencia estriba en el hecho de que la primera hipótesis no

contiene enunciados de carácter probabilístico, mientras que la segunda enuncia una probabilidad, por cuanto se refiere a la vida media de un átomo.

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Resulta por tanto que en el caso de las explicaciones nomológico-deductivas la verificación del hecho que se pretende explicar se sigue de las hipótesis correspondientes por pura necesidad lógica, y por tanto su eventual no verificación supone automáticamente la entrada en crisis de la explicación por incorrección deductiva o bien a causa de ser falsa alguna hipótesis. Por el contrario, en el caso de las explicaciones probabilísticas, es decir de aquellas en las cuales las hipótesis se refieren a probabilidades, el hecho que las mismas, pretenden explicar resulta también asociado a una cierta probabilidad -en general también precisable de un modo efectivo- y en consecuencia su no verificación no es causa suficiente para suponer incorrecta la explicación correspondiente.

La diferencia entre los dos tipos de explicación puede considerarse esencial, aunque es injustificado llegar a otras conclusiones, como sería el suponer que dicha diferencia implica recurrir a dos lógicas distintas. Aun dejando para más tarde la discusión de este aspecto particular, ya desde ahora se puede tener en cuenta que también en la explicación probabilística se da una inferencia necesaria, pero la misma no tiene que ver con la simple verificación de un hecho, sino con su verificación coa una cierta probabilidad. Así, por ejemplo, si se supone sentada una hipótesis según la cual un cierto hecho A aparece acompañado por otro hecho B con una cierta probabilidad p, y se descubre que un procedimiento físico da lugar al hecho A; podremos deducir necesariamente, con la lógica usual, que existe una probabilidad p de que el mismo procedimiento dé lugar al hecho B. Si en casos más complejos es difícil determinar la probabilidad que debe asignarse a la verificación efectiva del hecho indicado en las conclusiones sobre la base de la probabilidad que aparece en las hipótesis, esto no indica la necesidad de recurrir a otra lógica sino tan sólo señala una dificultad matemática concerniente al cálculo de la probabilidad. Y sin duda la física está llena de cuestiones que presentan dificultades matemáticas que son de difícil superación 14

Observando todo ello con detenimiento se llega a la conclusión de que la raíz del equívoco es la siguiente. En lugar de afirmarse que las hipótesis implican que un cierto hecho tiene una probabilidad x de verificarse, se dice que las hipótesis «im-

plican con probabilidad x» el citado hecho, y de aquí nace la pretensión errónea de estar tratando de un tipo particular de implicación, la llamada «implicación

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probabilística»

23. La organización axiomática de una teoría física

Las precisiones maduradas en el curso de los dos últimos parágrafos nos permitirán ahora volver a considerar con mayor profundidad el problema de la axiomatización de las teorías fí-sicas, el cual ya habíamos tenido ocasión de considerar ante-riormente por medio de razonamientos muy generales.

Axiomatizar una teoría física significa enunciar un cierto número de conceptos primitivos y formular con su ayuda, y por medio de los conceptos de la matemática pura, cuyos instrumentos intervienen explícitamente en la formulación de las teorías físicas, un cierto número de proposiciones primitivas: axiomas o postulados. A partir de estas últimas debe ser posible el deducir todas las proposiciones de una determinada teoría recurriendo para ello a una lógica explícita -como por ejemplo la que interviene en el cálculo de los predicados de primer orden con identidad- y empleando también el correspondiente formalismo matemático.

Hasta este punto, una teoría física axiomatizada se presenta únicamente como un sistema formal, lo cual significa que, aun revelando sus propiedades estructurales no exhibe todavía su verdadero y específico rostro físico.

Con ello no pretendemos indicar que las consideraciones relativas a las propiedades estructurales carezcan de interés, sino que, por el contrario, la confrontación entre las estructuras de las distintas teorías puede ser muy instructiva. Por ejemplo, puede darse el caso que de los axiomas de una puedan obtenerse formalmente como teoremas los axiomas de otra; en este caso podemos decir que desde un punto de vista formal la segunda es una subteoría de la primera. En otros casos puede ocurrir que de los axiomas de la primera puedan deducirse los de la segunda, y viceversa, y en estas circunstancias puede decirse que las dos teorías son formalmente idénticas, es decir que coinciden desde el punto de vista formal.

La evidenciación de estas relaciones estructurales puede ser muy fecunda para comprender a fondo el comportamiento de ciertos fenómenos, e incluso puede servir de guía para auténticos descubrimientos

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experimentales. Baste recordar que existen algunos ejemplos de descubrimientos que han sido debidos a una profundización en los posibles significados físicos conectados con ciertos desarrollos del formalismo de las teorías correspondientes. Así no resulta posible esconder el potente valor heurístico de tales afinidades formales. De hecho el descubrimiento de una ley en el seno de una cierta teoría pone inmediata-mente sobre el tapete la cuestión de si una ley análoga puede valer para una teoría estructuralmente idéntica a la misma. De esta manera se puede llegar al descubrimiento de dichas leyes nuevas, o a la constatación de que no existen, y en este último caso deberá reconocerse también que la supuesta identidad de estructura entre ambas teorías no es completa.

Debe observarse que la identidad de estructura, precisamente debido a que es sólo formal, no implica de hecho que dos teorías físicas sean verdaderamente la misma teoría, a causa de que las mismas pueden tener significados físicos muy distintos. Así, por ejemplo, basta recordar la gran cantidad de teorías físicas distintas que pueden expresarse por medio del formalismo lagrangiano. La condición para que dos de estas teorías sean en realidad iguales, es que además coincidan semánticamente. En este caso se dice que las dos formulaciones axiomáticas distintas son únicamente dos modos distintos de decir las mismas cosas. Por lo mismo, cuando se afirma que la estática es una subteoría de la dinámica, o que la óptica geométrica es una subteoría de la óptica ondulatoria, se afirma con ello que no tan sólo los axiomas de la primera son deducibles de los de la segunda, sino que también los objetos de los que se ocupa la primera son los mismos de los que se ocupa la segunda y viceversa.

Existe otra razón que aconseja no descuidar el aspecto puramente formal de una teoría física, y ésta es que una parte esencial de las consideraciones que afectan a una teoría determinada son de naturaleza rnetateórica y conciernen propiamente a su estructura formal, en su aspecto analítico. Estas son las diversas consideraciones de transformación, las cuales buscan el poner en evidencia las propiedades de una teoría que permanecen invariantes respecto a ciertos tipos de transformaciones, un ejemplo notable de ello lo construyen los teoremas referentes a la paridad.

Incluso después de haber apreciado con toda justicia la importancia de explicitar la estructura formal de una teoría física, es preciso reconocer también que si no se supera esta situación la teoría resultará indistinguible de una teoría matemática pura. Lo que la convierte en una verdadera teoría física es la exhibición de un auténtico modelo físico, o lo que es lo mismo, la indicación de un universo de objetos físicos de los

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cuales puedan hablar sus axiomas y para los cuales estos últimos se suponen verdaderos.En otros términos, podemos decir que, mientras en una teoría matemática

puramente formal basta tan sólo con mencionar los términos primitivos, en el caso de una teoría física una mención de este tipo deberá venir acompañada de rigurosas estipulaciones metateóricas de carácter semántico.

Por ejemplo, para axiomatizar la óptica geométrica no será suficiente decir que se trabaja con un

conjunto y otro tales que siempre sea posible definir una aplicación n del producto

cartesiano en el conjunto de los números reales mayores o iguales a 1. Por el con -

trario, será preciso añadir que designan conjuntos de entes físicos precisos, o al menos

precisables operativamente, como por ejemplo el conjunto de los rayos luminosos y el de los medios ópticos. Una vez esclarecida esta circunstancia, y siendo parte de los convenios usua les en matemáticas el que E3 designe un espacio euclidiano de tres dimensiones, se podrá precisar por medios matemáticos de tipo operativo que la aplicación n representa el índice de refracción de un cierto medio óptico para un cierto rayo luminoso y en un cierto punto del espacio.

A diferencia de los sistemas formales puros, una teoría física nace con su semántica e incluso contiene su semántica. Éste es un punto extremadamente delicado e importante, al cual no nos parece que hasta el momento se le haya dedicado la atención que se merece. Las nociones de interpretación, de modelo, y la misma noción general de semántica han sido elaboradas en el seno de la lógica matemática de acuerdo con un punto de vista muy particular ligado al estudio de las teorías matemáticas, el cual resulta sólo parcialmente aprovechable cuando se pretenden utilizar estos mismos conceptos en el tratamiento de las teorías físicas. De hecho ocurre que en sustancia la idea de fondo de la semántica, tal como es concebida a nivel de la lógica formal, puede expresarse como sigue: dado un enunciado cerrado de un lenguaje formalizado, se busca una estructura, un universo de objetos y después se intenta asociar todos los sujetos, que aparecen en el enunciado a individuos del universo y todos los predicados que intervienen en el enunciado, a atri-butos -es decir, propiedades y relaciones- definidos sobre el universo; de esta manera el enunciado vendrá a atribuir a ciertos individuos del universo determinadas propiedades y relaciones, pudiendo ocurrir o no que los individuos gocen verdaderamente de estas propiedades y relaciones; en el primer caso se dirá que

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el enunciado formal ha recibido una interpretación que lo ha transformado en una proposición verdadera respecto al universo considerado, y a esta interpretación se le llamará modelo del enunciado. En caso contrario, se dirá que la interpretación no constituye un modelo del enunciado, debido a que lo transforma en una proposición falsa.

Es evidente que esta manera de razonar supone implícitamente que la validez de una propiedad para un cierto individuo de un dominio es independiente del lenguaje que habla de la misma. De hecho si se tiene el enunciado formal Pa y se pre tende asociar al individuo a otro individuo a, a P otra propiedad P del dominio, es preciso que precedentemente se haya determinado si a goza de la propiedad P, para poder afirmar que la interpretación propuesta es o no es un modelo de Pa. Dicho en otros términos, la condición necesaria para poder interpretar la expresión de un sistema formal respecto a un cierto dominio es que las propiedades y relaciones del mismo sean ya conocidas e individuables.

En el caso de axiomatización de las teorías físicas, la situación es completamente distinta. En las mismas la formulación de un sistema axiomático forma parte del esfuerzo destinado a descubrir, a individuar, a caracterizar los atributos de un cier-to sistema de objetos físicos. Ésta es la explicación de que las estipulaciones semánticas tengan el mismo carácter de propuesta que tienen los axiomas, hasta el extremo que no hay ninguna incorrección en enunciar tales estipulaciones junto con los axiomas de la teoría. Dado que las teorías físicas no son jamás puros sistemas formales, sería intrínsecamente incorrecto limitar el papel que desempeñan sus axiomas a la caracterización de la estructura y de las correlaciones lógicas entre los conceptos primitivos -como ocurre en matemáticas- dejando para otro lugar, la tarea de precisar su significado físico. Por el contrario, entre los axiomas de una teoría deben figurar siempre algunos axiomas semánticos, los cuales proponen el significado físico que se debe atribuir a ciertos conceptos primitivos, y a lo largo del desarrollo de la teoría podrán ser confirmados o por el contrario podrán aparecer como inadecuados de la misma manera que las demás hipótesis, es decir, los axiomas que enuncian supuestas propiedades y relaciones acerca de los entes físicos de los cuales se ocupa la teoría.

Con ello hemos vuelto a enfocar un aspecto muy importante de la axiomatización que ya habíamos señalado fugazmente

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con anterioridad, y al que vale la pena dedicar ahora mayor atención: el aspecto de la función semántica de la misma axiomatización.

Se puede lograr una mejor comprensión de este hecho considerando el ejemplo proporcionado por la geometría euclídea. De todos es sabido que los Fundamentos de la geometría de Hilbert presentan una axiomatización de la geometría que en cuanto a contenido coincide con la de Euclides, en el sentido de que mediante la misma pueden obtenerse exactamente los mismos teoremas que se pueden obtener en la geometría de Euclides. Sin embargo, si se consideran detenidamente las dos axiomáticas aparecen claramente diferencias llamativas. En particular se observa que la axiomática euclidiana parte de nueve proposiciones primitivas entre axiomas y postulados, mientras que la hilbertiana considera una veintena, con algunas variaciones de una edición a otra de la obra. Esta circunstancia podría parecer a simple vista debida a un inútil empleo de axiomas, pero no es así. Lo que ocurre es que los axiomas euclidianos no explicitaban totalmente el significado intensional de sus términos primitivos, ya sea debido a que ciertas componentes sólo aparecían implicitamente -como, por ejemplo, aquellas que caracterizan el orden de los puntos de la recta - ya sea debido a que otras componentes aparecían mezcladas, en el sentido que no podían ser distinguidas de un modo adecuado. Por el contrario, la axiomática hilbertiana - y otras de las que aquí no haremos mención - analiza fibra a fibra, por así decir, la intensión de los varios términos, poniéndola en evidencia explícitamente y separando cada elemento de todo el resto. De esta manera, en la demostración de los distintos teoremas resulta posible seguir la manera en que interviene una u otra de las connotaciones intensionales.

Pasando ahora a la consideración de las teorías físicas, puede decirse que muchas de ellas se encuentran todavía en una fase comparable a la de la geometría preeuclídea, es decir, en una fase en la cual se poseen con apreciable seguridad muchos datos, muchas leyes empíricas y algunos criteriors unificadores y explicativos, de la misma manera que se poseían algunos teoremas y unificaciones parciales del saber geométrico con anterioridad a la sistemática euclídea, sin que por ello se reunieran en una verdadera organización axiomática. Otras teorías se encuentran en una fase que podríamos llamar de tipo euclídeo, en el sentido que en las mismas se ha llegado a una cierta organización axiomática de tipo intuitivo, pero que tiene como preocupación fundamental asegurar la correcta deducción de hipótesis sificientes a partir del conjunto de conocimientos experimentales de que se dispone, sin ocuparse todavía de la exigencia a que nos hemos referido antes de realizar un análisis completo y mi-

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nucioso de los significados. Probablemente puede afirmarse que actualmente no existe ninguna teoría física, que haya llegado a una fase de tipo hilbertiano, en la cual haya alcanzado la completa satisfacción de todos los fines para los cuales puede decirse que se creó la axiomatización, entre los cuales se en cuentra necesariamente el citado análisis semántico.

En el caso de las teorías físicas conviene observar que esta última tarea es precisamente la más importante de todas. Sin embargo, se da el caso de que mientras las teorías no axiomatizadas dejan siempre transparentar una traza2 de organización sintáctica, en muy pocas ocasiones muestran alguna traza de estructuración semántica. Incluso, los conceptos empleados no raramente aparecen impurificados por elementos intensionales espúreos, que provienen del hecho de haber sido separados del contexto de modelos preexistentes, más o menos explícitos.

Incluso prescindiendo de este hecho, debe observarse que, en una teoría no formalizada, un concepto singular posee una intensión en la cual intervienen propiedades que no son todas ellas mutuamente independientes. La tarea de la axiomatización es por tanto atribuir a todo término la interpretación mínima, suficiente para reconstruir toda la riqueza originaria que poseía en la teoría no formalizada. Es decir que la axiomatización depura los términos de todo lo que se puede considerar características fútiles, es decir, componentes intensionales que en el transcurso de la teoría jamás son empleadas. Ello significa que en la teoría se pondrá de manifiesto cómo ciertas propiedades son consecuencia de otras y por tanto evidenciará una estructura jerárquicaa de la misma teoría, no sólo en su parte sintáctica sino también en la semántica. Siguiendo este camino es muy probable que, por lo mismo que se ha dicho respecto al paso de la geometría euclidiana a la hilbetiana, nos encontramos obligados a introducir conceptos, primitivos o derivados, que no estaban presentes en el estado informal de la teoría, pero que resultan indispensables, o simplemente de una gran utilidad, para «hacerle decir» correctamente todo lo que afirmaba antes.

Llegados a este punto creemos que puede aparecer bien justificada la tesis expuesta antes acerca del significado de los términos físicos. Una teoría, cuando se halla en el estado que hemos llamado preeuclidiano, usa sus términos sin precisar ade-cuadamente su intensión, sin dar ninguna indicación inmediata respecto a los conceptos que se pueden tomar como primitivos

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y ni siquiera sugiere una interpretación física de los conceptos específicos. A pesar de ello es precisamente este estadio el que, bien o mal, debe tomarse como punto de partida, dado que ésta es la manera en que ha tenido lugar realmente el encuentro con la experiencia, es decir con los datos que deben ser explicados.

Cuando se pasa a una primera forma la axiomática «intuitiva» -del tipo euclidiano para emplear nuestra terminologíaaparece una primera organización que, desde el punto de vista sintáctico, puede estar muy avanzada, pero que desde el punto de vista semántico se limita, en general, a aislar algunos conceptos que aparecen como «fundamentales», sin que por ello su intensión reciba una precisión suficiente únicamente cuando se llega a la fase de la axiomática formal se consigue la separación consciente de las componentes sintácticaa y semántica, con el consiguiente análisis semántico de los términos fundamentales, los cuales resultan descompuestos en elementos auténticamente primitivos y en otros derivables explícitamente de ellos. Ocurre entonces que algunas de estas componentes se relacionan directamente con los datos físicos mediante el concurso de ciertas operaciones, mientras que otras se obtienen de éstas mediante nexos de índole logicomatemática.

Los axiomas semánticos deben favorecer el soporte físico, al que nos acabamos de referir, de algunas componentes semánticas de los conceptos fundamentales.

Cuando posteriormente estos últimos conceptos sean empleados en nuevas teorías, está claro que, como condición mínima, deben conservar los aspectos de su intensión que garanticen su adecuación a la experiencia. Ello debe darse aun en aquellos casos en que se puedan perder otras connotaciones intensionales, o por el contrario asumir otras nuevas, debido al nuevo contexto axiomático dentro del cual han sido introducidos.

Llegados a este punto podemos pasar a discutir una tesis examinada precedentemente, según la cual la interpretación de una teoría física empieza cuando ciertas conclusiones derivadas de las hipótesis pueden ser confrontadas directamente con los resultados experimentales. Ya hemos afirmado que este punto nos parece en absoluto inaceptable, a pesar de lo cual creemos que existe un determinado sentido, distinto y más circunscrito, que permite aceptar esta tesis. Se trata de reconocer que el significado físico de ciertos términos se va descubriendo progre

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sivamente con el avanzar de las conclusiones particulares a las cuales da lugar la teoría, y con las modificaciones y los añadidos que dichas conclusiones particulares pueden inducir en las mismas premisas iniciales. Por otra parte, estas últimas deben poseer ya un significado físico que les es propio, es decir, que es indispensable que entre los conceptos primitivos figure al menos uno, al cual un axioma semántico conveniente asigne como denotado un conjunto cualquiera de entes físicos únicamente de esta manera los axiomas de una teoría pueden conseguir el derecho a ser consideradas proposiciones físicas".

Únicamente teniendo presente este necesario aspecto semántico se puede superar la desconfianza de aquellos científicos que creen que la axiomatización de la teoría puede hacer desaparecer su significado físico. Sin duda este temor está justifi cado si, como ocurre muy a menudo, en la teoría se omiten los axiomas semánticos, pero no está en absoluto justificado cuando los mismos están enunciados explícitamente.

Todavía podemos añadir otra consideración acerca de la importancia de estos axiomas. Se trata de que tan sólo su presencia es la que ilumina sin posibilidad de equívoco el carácter, por así decir, «unitario», «dualístico» o en general «pluralístico» de una teoría, es decir la circunstancia de que la misma haga intervenir una, o más «sustancias» materiales irreductibles. Así la dinámica pura es una teoría unitaria debido a que como única referencia física contempla un conjunto genérico E de sistemas físicos, mientras que la óptica geométrica es dualística a causa de que trabaja ya sea con el sistema de los rayos luminosos como con el de los medios ópticos. También la teoría cuántica de campos tiene naturaleza dualística, y lo mismo la relatividad general puesto que también esta última considera como sustancias perfectamente distintas, aunque mutuamente interactuantes (los campos y las partículas) y ello a pesar de los notables esfuerzos realizados para reducirlo todo a una pura teoría de campos, entre los que cabe destacar, por ejemplo, los trabajos de Weyl y del mismo Einstein. Quizás la teoría cuántica de campos llegue a proporcionarnos esta teoría unitaria, y en este caso el campo sería la verdadera sustancia independiente, y la materia resultaría derivada del mismo.

Después de haber insistido respecto a la preeminencia de los aspectos semánticos en la axiomatización de las teorías físicas, podemos afirmar que, también para ellas, tienen su importancia los requisitos metateóricos de naturaleza sintáctica, cuya existencia hemos supuesto esencial en el caso de las teorías puramente formales. Entre estos requisitos el principal es sin duda el de la no contradicción interna, según el cual en el seno

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de una teoría formalizada no debe ser posible deducir una proposición y su negación. En el caso de las teorías físicas no tan sólo debe exigirse que las mismas sean coherentes internamente, sino que también deben ser compatibles con todas las demás teorías admitidas simultáneamente en la física. Este requerimiento no ha sido hecho en el caso de las teorías matemáticas puras, puesto que en este caso cada una de ellas puede considerarse autónoma en sí misma. Por el contrario este requisito es esencial en el caso de las teorías físicas desde el momento en que las mismas pueden considerarse como un intento de afirmar alguna cosa respecto a los objetos de la experiencia. En consecuencia no puede admitirse que dos teorías afirmen, aunque sólo sea accidentalmente, cosas incompatibles acerca de los mismos objetos. Cuando ello ocurre es necesario -al menos en principio, puesto que en la práctica en algunos casos se puede prescindir de ello- introducir las oportunas modificaciones en una u otra, o tal vez en las dos, de manera que consiga eliminar la incompatibilidad.

Está claro por otra parte que la compatibilidad externa de una teoría con otra, no le impide tener rivales con las cuales sí sea incompatible. Sin embargo esta incompatibilidad debe ser considerada como provisional, el menos en principio, en el sentido que deberá llegarse a una situación en la cual se pro duzca una elección entre las teorías rivales o se adopte una combinación de las mismas. Más adelante tendremos ocasión de volver a tratar esta cuestión.

Aun con todas estas precisiones el problema de la compatibilidad recíproca de las teorías distintas es siempre de extrema delicadeza. De hecho está claro que las teorías con las cuales una teoría determinada está obligada absolutamente a ser compatible son aquellas en la cual está basada, y sin embargo de todos es sabido que no pocas teorías de la física contemporánea son irreconciliables con ciertas teorías clásicas que les han servido de base. La resolución de este problema la abordaremos más adelante, pero es conveniente haber señalado aquí su presencia.

Otro requisito sintáctico que es deseable que sea cumplido por las teorías formales es el de la recíproca independencia de los axiomas, lo cual significa que ningún axioma debe poder obtenerse como teorema a partir de los demás.En las teorías físicas resulta todavía más importante el requisito de la recíproca independencia de los conceptos primi-

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tivos, la cual se encuentra en una dimensión superior respecto a la independencia requerida desde un punto de vista puramente formal. En este último plano, para afirmar que un concepto es primitivo respecto a otros basta con poder demostrar que no es definible a partir de ellos. Sin embargo, en una teoría física dos conceptos podrían ser sintácticamente independientes, sin que lo fueran semánticamente, entendiéndose por independencia semántica el hecho de que a cada uno de ellos le venga asignado en la teoría un denotado físico autónomo. Precedentemente ya habíamos advertido que dos conceptos físicos pueden estar relacionados matemáticamente, aun siendo independientes semánticamente y sintácticamente. Éste es el caso, por ejemplo, de los conceptos de masa y fuerza en la mecánica clásica los cuales están correlacionados matemáticamente y a pesar de ello son independientes semánticamente, debido a que denotan entes físicos completamente distintos.

Quizás sea importante remarcar que esta investigación de la independencia de los conceptos primitivos no es en modo alguno una pedantería. Sin ella seria fácil confundir en el seno de una teoría una definición, que en principio es arbitraria, con una hipótesis. Por el contrario, está claro que una fórmula que relacione entre sí términos verdaderamente primitivos tan sólo. puede ser una ley, es decir una hipótesis, y jamás una definición. En las teorías matemáticas, por el contrario, esta distinción carece de importancia, puesto que, si se desea, las definiciones pueden ser convertidas en axiomas.

Como se ha observado poco antes, el hecho de que los conceptos primitivos sean mutuamente independientes no excluye el que los mismos puedan estar relacionados. Es más, incluso se puede decir que deben estar relacionados y que la misión de los axiomas es precisamente establecer entre ellos algunas correlaciones fundamentales. Incluso se puede decir que en un sistema axiomático en el cual un concepto primitivo figurase únicamente en un axioma, y no apareciera conectado con ningún otro concepto primitivo, sería un mal sistema axiomático debido a que no consentiría ningún empleo de un tal concepto que fuera interesante para los fines de la teoría. Por el contrario, los axiomas deben ser capaces, por su calidad y número, de poder caracterizar y relacionar todos los conceptos primitivos de la teoría.

Además deben ser semánticamente completos, es decir, capaces de permitir la obtención de todas las proposiciones verdaderas de la teoría. Sin embargo, este requisito, -- prescindiendo

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de sus dificultades intrínsecas que son debidamente tratadas por la lógica matemática- presupone que se sepa qué significa «proposición verdadera» de una teoría, y ello no puede lograrse a partir de todo lo dicho hasta ahora. En espera de esclarecer este punto en el próximo parágrafo, diremos que la plenitud semántica consiste en la posibilidad de deducir a partir de los axiomas todas las proposiciones aceptadas por un teoría. En este sentido, un sistema de axiomas de la mecánica cuántica que no permitiera deducir los teoremas usuales de conservación no sería considerado aceptable, por ser incompleto semánticamente. Lo mismo podría decirse de un sistema de axiomas de la óptica geométrica: que no permitiera justificar la propagación rectilínea de los rayos luminosos, y así sucesivamente.

Como conclusión de todas estas reflexiones, se puede juzgar con suficiente objetividad la función de una sistematización axiomática de las teorías físicas. Sin duda no se la puede considerar como una fuente milagrosa de nuevos descubrimientos, sino que más bien aparece cuando una teoría es suficientemente rica en conocimientos experimentales y en propuestas interpretativas, y su tarea consiste esencialmente en coordinar y potenciar la eficacia explicativa de estas últimas. A pesar de ello, la axiomatización no puede considerarse como una simple vestimenta de lujo de la teoría. Baste pensar que sólo ella puede poner en evidencia adecuadamente la estructura de la teoría, al permitir identificar conscientemente sus hipótesis básicas y aquellos conceptos que no pueden ser ni eliminados ni definidos, es decir sus presupuestos. De esta manera puede que se observe que entre tales presupuestos figuran no sólo las partes más generales de la teoría, sino también hipótesis gratuitas que habían pasado inadvertidas a nivel de la teoría no axiomatizada, y cuyo remozamiento puede dar lugar a auténticos progresos de la investigación. Por otra parte no se puede olvidar el hecho de que con la axiomatización, es bastante más fácil escapar al peligro de hacer entrar inadvertidamente en los teoremas ninguna variable que no, figure explícitamente en las hipótesis. También la simple manipulación de las hipótesis iniciales podrá revelar en algunos casos las razones de debilidad de una teoría, las cuales, difíciles de diagnosticar si se considera la teoría como un todo, pueden resultar evidentes cuando se estudian los axiomas. A todo lo dicho hasta aquí debe añadirse sin duda la apreciable ganancia, en orden y claridad, que se puede conseguir a partir de una axiomatización bien realizada.

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Finalmente cabe observar que incluso los matemáticos consideraron durante mucho tiempo que la axiomatización de sus teorías era una especie de lujo, mientras que hoy aparece como el instrumento principal de la matemática moderna.

24. La verificación de las hipótesis y de las teorías físicas. Los requisitos de coherencia interna y externa - es decir, de no contradicción intrínseca y de buen acuerdo con las teorías ya aceptadas- no son suficientes para decretar la acogida de una teoría física, aun siendo obviamente la mínima condición exigible para ello. El requisito suficiente, una vez se cumple lo anterior, es que la teoría sea verificable experimentalmente.

Aun cuando este requerimiento parece obvio, su justificación rigurosa no es elemental en modo alguno, y nos ocuparemos de ello más adelante, cuando discutamos el valor cognoscitivo de las teorías científicas. Aquí no nos parece útil tratarlo, puesto que pretendemos mantener nuestros razonamientos en un nivel eminentemente metodológico, sin adentrarnos en terrenos que serian típicamente filosóficos. Aquí nos basta con observar que la falta de contradicciones indica la actitud de una teoría a tratar un universo de objetos posible, mientras que debe hacerse algo más para asegurarse que trata de aquellos entes físicos determinados de los cuales pretende ocuparse. Precisamente este algo más, sería la confirmación experimental.

Si una teoría consistiera en una colección de puras relaciones protocolarias, la misma no tendría necesidad de verificación, debido a que tales relaciones tendrían de por sí el máximo de garantía posible. Sin embargo, ya hemos dicho muchas veces que una teoría consta de hipótesis y el uso corriente de este término ya nos dice que se trata de afirmaciones que se proponen como verdaderas, pero cuya veracidad debe ser controlada 16.

Por otra parte, precisamente a causa de la necesidad de verificación, se puede conciliar la libertad de inventiva que domina toda la ciencia con sus exigencias de objetividad. Todo científico tiene una libertad casi ilimitada - es decir, limitada esencialmente por el respeto a los requisitos de coherencia - en el proponer hipótesis. Esta libertad va acompañada de una extrema cautela en aceptar la ciencia. En consecuencia, aun cuando el progreso de la ciencia viene regido principalmente por la fecundidad inventiva de las grandes mentes capaces de idear

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nuevas hipótesis, también es verdad que este progreso no se realiza si no va acompañado de una genialidad, a menudo no menor que la primera, en la búsqueda de criterios de confirmación o de refutación de tales hipótesis.

Obsérvese que esto no vale tan sólo para las ciencias experimentales, como alguno podría suponer a primera vista. También en matemáticas la fantasía creadora de aquel que encuentra, que descubre, que ve el enunciado de un nuevo teorema, no tendría ningún valor de no presentarse acompañada del esfuerzo, a menudo no menos genial, de aquel que logra dar con su demostración. Por ello, muy a menudo acostumbran a darse dos o más nombres propios a un mismo teorema, para patentizar con ello el papel desempeñado no sólo por el primero que consiguió enunciarlo, sino también por aquellos que lograron su demostración completa. Está claro que en matemáticas una demostración es un tipo particular de verificación, y antes de su existencia el enunciado del teorema es solo una hipótesis, a la que algunas veces se te llama «conjetura» cuando la demostración resulta particularmente difícil de elaborar. La única diferencia entre el caso de las matemáticas y el de las ciencias físicas estriba en que para las primeras la verificación consiste en remontarse hasta las premisas, mientras que, por el contrario, en el segundo consiste en descender hasta las consecuencias. Esta diferencia es sin duda esencial, pero no por ello desmiente la circunstancia fundamental (le que toda ciencia tiene su procedimiento de verificación.

Para que se pueda llevar a cabo una verificación es necesario que exista alguna cosa que no necesite en absoluto verificación. Estamos acostumbrados a reconocer a la ciencia este tipo de Figura metodológica, para la cual, por ejemplo, una demostración es posible si existen proposiciones reconocidas como primitivas sin demostración, o una definición es posible si existen términos a los que se da como primitivos sin definición. Se trata in duda de una característica común a todos los procedimientos de reducción a un fundamento, los cuales exigen que el mismo ituxlamento esté fuera del proceso de fundamentación. No podemos detenernos en discutir el significado filosófico de este hecho, pero en seguida nos ocuparemos de un aspecto del mismo que nos interesa claramente. En el caso de la física --y en general de las ciencias de tipo experimentl las proposiciones que no necesitan verificación, a las cuales deben referirse los procedimientos de verificación de las demás, son los enunciados protocolarios, es decir aquellos que registran inmediatamente un encuentro de evidencia experimental. Así, por ejemplo, consideremos el enunciado siguiente: «a las 10 del día 20 de diciembre de 1967, el termómetro colocado en la plaza principal de la

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ciudad de Génova señaló 31 grados centígrados». Esta afirmación es absolutamente irrefutable en el sentido de que, aunque supiéramos que en aquel mismo lugar y en aquel mismo instante estaba nevando, no por ello podríamos tildar de falsa la afirmación, y en consecuencia deberíamos idear hipótesis para reconciliar los dos protocolos, por ejemplo, suponer un error en el termómetro.

Se comprende por qué los enunciados protocolarios se suponen autoverificantes o, más exactamente, más allá de toda verificación. La razón es que en el seno de una ciencia no existe nunca la posibilidad de desmentirlos, siempre que se acepte que la verificación tenga el significado de observar si una proposición es verdadera. Por lo,

tanto, cuando no cabe preguntarse por el «si», pues no subsiste la alternativa de la falsedad, tampoco tiene sentido, hablando propiamente, la verificación.

Con esto no se pretende decir que los protocolos no puedan ser objeto de una problematización, sino que cuando ésta tiene lugar se produce fuera de la ciencia. Por ejemplo, es posible interrogarse acerca de si los protocolos describen las cosas en sí o más bien describen nuestras sensaciones.

Es importante tener en cuenta que no todas las evidencias experimentales son asumidas por la ciencia como datos protocolarios que deben ser tenidos en cuenta, sino que vienen clasificadas de acuerdo con al menos dos criterios fundamentales, a los que llamaremos respectivamente criterio de la pertinencia y de la garantía intersubjetiva. El primer criterio puede ejemplificarse observando que el protocolo que indique cuántos peces rojos se encuentran en el estanque del jardín público de una cierta ciudad a las diez de la mañana de un cierto día, no es de la pertinencia de la ciencia de la electricidad; dicho en pocas palabras, que debe existir una homogeneidad semántica entre los protocolos y las proposiciones que deben contribuir a verificar. Por su parte el criterio de garantía intersubjetiva se manifiesta en la exigencia a recurrir en lo, posible a instrumentos y aparatos de medida para el enunciado de los datos protocolarios. Así, por ejemplo, en termodinámica no puede considerarse una referencia protocolaria acerca de la temperatura de un lugar la afirmación de que Juan tenía calor cuando se encontraba en este lugar.

Nótese que esta exigencia de intersubjetividad no se hace por desconfianza en las afirmaciones de un sujeto o por el temor de que pueda equivocarse. Ello es evidente, porque desde este punto de vista lo mismo da la afirmación de Juan cuando dice

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«tengo calor», que la de un sujeto anónimo que afirma que «el termómetro señala 30° centígrados». Lo que ocurre es que sólo recurriendo a instrumentos se pueden construir escalas de medida unívoca y suficientemente precisa para someter a verificación las consecuencias cuantitativas de las hipótesis físicas. Así, por ejemplo, si para la confirmación de una cierta hipótesis debo controlar si la temperatura de un líquido dentro del cual ha tenido lugar un cierto proceso ha pasado de 80 a 81 grados centígrados, está claro que difícilmente podremos pensar que un sujeto poniendo un dedo en el líquido ; antes y después del proceso pueda atestiguar que ha habido un aumento de temperatura y que éste ha sido de un grado centígrado exactamente 17.

Es precisamente respecto a este punto que se puede aprovechar todo lo útil e ingenioso que encierra el operacionismo, teniendo la precaución de no creer que sus afirmaciones abarquen por entero la «teoría del significado» de los términos físicos. De acuerdo con ello se puede afirmar que los citados criterios protocolarios referentes a los enunciados físicos pueden ser reducidos ventajosamente a criterios operativos,y ello es cierto en primer lugar para el criterio de garantía intersubje tiva. A causa de ello toda ciencia deberá ser capaz de fijar los instrumentos de medida y las operaciones de medida directa por ella admitidos, para poder considerar como auténticas sus explicaciones experi -mentales.

También el requisito de la pertinencia o de la homogeneidad semán tica puede ser precisado ventajosamente por medio de criterios operativos. Ello es evidente, puesto que, aun siendo verdad que dos entidades del mismo tipo pueden ser medidas con instrumentos y procedimientos distintos, el empleo de los mismos procedimientos de medida es una condición suficiente para la homogeneidad semántica. El equívoco del operacionismo consiste en suponer que esta condición sea también necesaria, por lo cual se debería decir, por ejemplo, que no tan sólo todo aquello que se mide por transporte de una regla es una longitud, sino que tan sólo lo que se mide por este procedimiento puede ser considerado como una longitud.

Todo lo dicho precedentemente tiene todavía otras consecuencias de gran interés. Por ejemplo, si verificar significa «ceñirse a los protocolos» y estos últimos no dan cuenta de evidencias experimentales cualesquiera sino de evidencias privilegiadas ligadas al empleo de instrumentos de medida y procedimientos precisos, resulta que una condición indispensable para que exista verificación, a nivel científico, es el uso de instrumentos. Este hecho implica que ninguna verificación científica puede ser completamente experimental, debido a que el empleo de cualquier

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instrumento siempre está ligado a la aceptación de una dosis de teoría, por pequeña que sea, relativa al mismo. Incluso el simple empleo de una regla para medir longitudes implica la aceptación de que la longitud de la regla no varíe durante su transporte. En este último caso, al indicar que «la longitud de la regla no varíe» en lugar de decir que la «regla no varíe» hemos puesto de manifiesto la circunstancia de que el empleo de una regla implica una noción del concepto de longitud que no se agota en el empleo de la regla misma, puesto que de otro modo no podríamos distinguir sus otras características. Así no habrá nada que objetar en el hecho de que una regla pueda cambiar de color o de peso durante el transporte, porque suponemos que ello no influye en su longitud y por tanto en las medidas de longitud que puedan efectuarse con la misma.

Por su parte los instrumentos más complejos requieren no tan sólo la intervención de hipótesis elementales, sino de leyes físicas, las cuales deben ser verificadas de un modo independiente y como condición preliminar. Baste pensar como ejemplos en el caso del termómetro ya citado, o en el galvanómetro que se basa en una relación entre ángulos e intensidades de corriente, establecida por ciertas leyes de la electrodinámica.

En último término los instrumentos todavía más complejos presuponen la aceptación en bloque de determinadas teorías. Baste pensar por ejemplo en la cantidad de teorías que entran en juego al proyectar la construcción y el modo de empleo de un interferómetro.

Todo ello nos lleva a la conclusión de que en ningún instante de la investigación científica tratamos de verdad con la experiencia pura, sino que siempre trabajamos con una experiencia filtrada a través de un espesor más o menos grande de teoría.

Quizás los operacionistas no han reflexionado lo bastante respecto a este hecho, cuando creen poder asegurarse contra los abusos de la teorización mediante la sola prescripción de atenerse escrupulosamente al empleo de instrumentos. Según su modo de pensar esto último debería ser capaz de tender un puente entre las proposiciones hipotéticas de la teoría y los resultados experimentales puros; pero también este puente se encuentra a su vez entretejido de teoría.

De todo ello es posible concluir que siempre la verificación es global, y que siempre pone en juego mucho más de lo que aparenta a primera vista.

Antes de afrontar directamente una más amplia discusión

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relativa a este punto, preferimos analizar de un modo más profundo en qué consiste, conceptualmente, la verificación física. Para ello vamos a situarnos en el caso más sencillo, es decir en el de verificación de una hipótesis.

Consideremos por tanto una hipótesis completamente elemental, como por ejemplo la siguiente: «la materia orgánica puede ser sintetizada exclusivamente a partir de organismos vivos.» El modo más directo para verificarla es paradójicamente intentar demostrar que es falsa, y esto último consistiría en lograr la obtención de una sustancia orgánica, por lo menos, mediante un procedimiento de síntesis artificial. Por tanto, a partir de la síntesis de la urea obtenida por Wóhler en 1828, fue posible mostrar la falsedad de esta hipótesis por medio del siguiente argumento lógico: «si la materia orgánica puede ser sintetizada únicamente por la vida, entonces la urea, que es materia orgánica, no puede ser obtenida por síntesis artificial, y por tanto es falso que la materia orgánica pueda ser sintetizada exclusivamente por la materia viva.» Presentando nuestro razonamiento de un modo esquemático es posible escribir:

donde H representa nuestra hipótesis y T es la afirmación de la no sintetizabilidad de la urea. Éste es un esquema de inferencia bien conocido, que ya hemos encontrado en forma ligeramente diversa, pero equivalente, en el parágrafo dedicado a la lógica (el caso de la regla de contraposición).

Consideremos ahora un ejemplo un poco más complicado. A principios del siglo XIX, la teoría del flogisto sostenía que calentando un metal hasta la incandescencia se producía la pérdida de todo el flogisto contenido en el mismo y se transformaba en cal. Demostrar la falsedad de esta hipótesis no es sencillo, puesto que no es inmediato el imaginar una refutación directa. Ello es consecuencia de que el flogisto era pensado como una especie de fluido invisible y por tanto no podía ser refutada su fuga de un determinado metal diciendo que no se le veía salir del mismo. Sin embargo, Lavoisier, aprovechando implícitamente el principio de conservación de la materia, observó que si el flogisto es un fluido material debe poseer una masa, y, por tanto, un peso, por lo que su fuga del cuerpo calentado implicaría una

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disminución de peso de este último. De acuerdo con ello pesó un metal antes y después de haber sido llevado al estado de incandescencia, y constató que su peso aumentaba en lugar de dis-minuir. Este hecho le permitió refutar la hipótesis flogística diciendo que no se trataba de una fuga de flogisto seguida de una transformación subsiguiente del metal, sino que simplemente ocurría la oxidación del metal con lo que aumentaba su peso.

Considerando las partes fundamentales de este razonamiento podemos individualizarlas y designarlas mediante letras mayús-culas:

H - Los metales llevados al estado incandescente pierden el flogisto.

A - Un sistema material al que se le sustraiga una parte disminuye su masa.

B - Una disminución de masa se detecta como una disminución de peso.

T - Por tanto, llevando a la incandescencia una pieza de metal, debe producirse una pérdida de peso.

Encontrada experimentalmente la falsedad de T, Lavoisier deduce la falsedad de H, de acuerdo con el esquema siguiente:

Este ejemplo, por ser elemental, es muy instructivo. De hecho el haber encontrado la falsedad de T implica únicamente la falsedad de la conjunción ( ) de la cual resulta T, por tanto la falsedad de al menos una de las hipótesis denotadas con A, B, H. La circunstancia de que precisamente sea H la que se suponga falsa resulta tan sólo de que A y B se han admitido primariamente como verdaderas. Dicho en otros términos, este ejemplo de refutación de una hipótesis única nos muestra ya en embrión un hecho, al que volveremos a encontrar dentro de poco en su absoluta

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generalidad. Es decir, la circunstancia de que el control de una hipótesis se apoya siempre, aunque sea de un modo inadvertido, en el empleo de hipótesis auxiliares que se suponen ya verificadas.

Consideremos ahora la hipótesis: «todos los metales al ser calentados aumentan de volumen» y propongámonos su verifi-

cación calentando una cierta muestra de un metal determinado. Supongamos que se observa cómo la muestra se alarga. Cabe entonces preguntarse si la hipótesis es verdadera, es decir si:

o si por el contrario es falsa.

Es sabido, y ya lo hemos indicado antes, que esta inferen cia es incorrecta, porque de la verdad del consecuente no se puede inferir la verdad del antecedente. Como ejemplo baste considerar la hipótesis: «todos los objetos de madera flotan en el agua», la cual resulta verificada por la inmensa mayoría de tipos de madera con que uno, se encuentra normalmente. Incluso podría ocurrir que una persona en toda su vida no , tuviera ninguna ocasión de encontrarse con un tipo de madera que no flotara. Sin embargo, a pesar de estas numerosísimas confirma-ciones la hipótesis es falsa, dado que existen algunos maderos más densos que el agua y que por tanto no flotan en la misma.

Como primera conclusión obtenida a partir de nuestros ejemplos podemos observar que las hipótesis físicas, de las cuales se puede exigir una verificación experimental, tienen la forma de afirmaciones universales y, como tales, no pueden venir controladas directamente por la experiencia. El control directo puede referirse únicamente a proposiciones singulares que sean su consecuencia lógica 18.

En segundo lugar debemos observar que la no confirmación de una sola consecuencia lógica de una hipótesis es suficiente para desmentirla. Por el contrario la observación de una determinada cantidad, por grande que ésta sea, de confirmaciones experimentales de las consecuencias lógicas de una hipótesis no basta para poder suponerla verificada con absoluta certeza.

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Aun aceptando estas conclusiones, es evidente que un aumento en el número y especialmente en la variedad de las confirmaciones experimentales de una hipótesis, tiene un efecto apreciable sobre el grado de plausibilidad conseguido por la misma. La razón es bastante sencilla: toda consecuencia lógica confirmada experimentalmente reduce el número de las posibles fuentes capaces de desmentir la hipótesis. En el límite, si pudiéramos considerar efectivamente todas las consecuencias lógicas de una hipótesis y comprobar su confirmabilidad experimental, estaríamos en situación de no temer la posibilidad de que la hipótesis fuera desmentida 19.

No siendo posible en la práctica esta deducción completa, debemos contentarnos con extender al máximo el conjunto de consecuencias confirmadas, y muy especialmente debemos procurar extenderlo cualitativamente antes que cuantitativamente. Es evidente que se puede controlar la ley de la gravitación de Newton, por ejemplo, midiendo cien veces la fuerza con que se atraen dos masas fijas m y m' separadas por una distancia r, pero estas cien confirmaciones no aportan mucho más que una decena de ellas. Tanto es así que muchas veces se acostumbra a decir, tal vez con una cierta inexactitud, que se ha repetido cien veces el mismo control. Desde el punto de vista de la confirmación de una hipótesis, sería más interesante si los cien experimentos se efectuasen en cada caso con cuerpos de masas distintas y separadas por dis tancias también distintas. Con todo siempre se trataría de un conjunto de experimentos del mismo tipo.

Por el contrario, la verdadera razón por la cual podemos afirmar que la ley de Newton puede considerarse como muy bien confirmada es que la misma encuentra confirmación en campos experimentales muy variados, algunas veces unida a otras hipótesis, como son, por ejemplo, el movimiento de un péndulo, el movimiento de los planetas, el mo vimiento de los satélites artificiales y otros muchos. No es casual que determinadas incertidumbres que se refieren a magnitudes de introducción reciente en la física están ligadas al hecho de que las mismas aparecen en un número todavía pequeño de relaciones físicas, y por tanto no tienen posibilidad de recibir una cimentación adecuada mediante una suficiente variedad de situaciones experimentales.

Profundizando en esta observación se descubre la íntima relación teorética que subsiste entre el problema de la verificación de un hipótesis y el de la previsión. Una hipótesis física no puede limitarse a dar cuenta de todos los hechos conocidos de su pertinencia; esta capacidad es una condición necesaria para su aceptación pero no es en modo alguno suficiente. Por así decir, ésta es la fase preliminar del control de una hipótesis, pero no exhaustiva. La razón de ello es que, en principio, siempre es posible imaginar una hipótesis que pueda dar cuenta de un número finito de hechos, descritos recurriendo a ciertas magnitudes. Para ello basta proceder de un modo análogo al que se usa cuando, dado un número finito de puntos de un plano cartesiano, se traga una curva que los contenga a todos, y después, por medio de los instrumentos habituales del análisis se busca una función que admita a dicha curva como representación gráfica.

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La función obtenida es el equivalente de la ley o hipótesis que alcanza a dar cuenta de los hechos singulares conocidos. Por otra parte, no es la única curva que puede pasar por los puntos señalados, en realidad existen infinitas posibilidades, cada

una de las cuales corresponde a una cierta ley. Cabe entonces preguntarse ante este cúmulo de posibilidades cuál será la ley que regula el fenómeno del cual los sucesos que nosotros conocemos son, por así decir, la muestra. La respuesta puede tan sólo proporcionarla la previsión de un cierto número de hechos nuevos. Es decir, empleando nuevamente nuestra representación geométrica, podemos afirmar que una determinada curva que pasa por nuestros puntos-suceso representa verdaderamente la ley que regula dichos sucesos cuando al tomar algunos puntos nuevos por los cuales pasa la curva se puede observar que los mismos corresponden a sucesos que se verifican en la práctica.

Expresándonos directamente en lenguaje físico diríamos que una hipótesis obtenida a partir de ciertos protocolos debe ser verificada por ellos, pero también debe ser capaz de prever otros desconocidos, y preferentemente de tipo distinto 20.

Hasta ahora hemos tratado el caso de la verificación de una hipótesis singular. Sin embargo este caso es puramente teórico por dos razones al menos: en primer lugar, la física no presenta en la práctica ninguna hipótesis aislada, y en segundo lugar la verificación de una hipótesis singular requiere la intervención de otras hipótesis auxiliares. Ello ocurre porque en general la hipótesis H que se desea verificar no figura directamente como antecedente en un condicional, cuyo consecuente sea la propo-sición experimental T que se ha de someter a control. De hecho, aun en los casos más simples, lo que deriva de H no es T, sino un condicional «C T», en el cual C expresa una cierta condición experimental y T el resultado del experimento.

La presencia de estas complicaciones, no implica tan sólo que no se pueda considerar como definitiva la verificación de H, como se ha visto hasta ahora, sino tampoco su refutación. Si suponemos una situación en que un condicional «C T» derive de la hipótesis H unida a las hipótesis auxiliares A1 ... An, y en la que resulte que los hechos demuestren la falsedad de T, no por ello puede deducirse la falsedad de H. En realidad pueden ocurrir varias cosas: o bien H es falsa, o bien es falsa una al menos de las hipótesis A1 ... A, o C ha sido mal realizada e inadecuadamente hipotetizada. La historia de la ciencia contiene numerosos ejemplos en los que una

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hipótesis correcta ha sido supuesta falsa durante mucho tiempo, a causa de que los experimentos implicados en su verificación no podían ser realizados con los refinamientos necesarios. O también porque la con

dición experimental C no era en realidad suficientemente fuerte para hacer surgir el efecto T, incluso a causa de que la hipótesis que se quería verificar estaba acompañada por algunas hipótesis auxiliares falsas.

Es evidente que cuanto más elevado es el nivel de una hipótesis en la jerarquía deductiva de una teoría, tanto más larga es la cadena de implicaciones que aparecen en su verificación, y también mayor por tanto el número de hipótesis auxiliares que intervienen en la misma. Ello equivale a decir que la verificación es más delicada y que su resultado, ya sea positivo o negativo, es más incierto.

En este punto podría objetarse quizás que, al menos pala muchas hipótesis, la historia de la ciencia ha mostrado la existencia de un experimentum crucis capaz de refutarlas definitivamente o de hacerlas triunfar frente a las hipótesis antagónicas.

Esta afirmación es cierta históricamente, pero desde un punto de vista rigurosamente metodológico no se puede sostener la posibilidad de decidir de un modo decisivo respecto a la validez de una hipótesis por medio de experimentos cruciales de este tipo. Y ello a pesar de que muchos filósofos y científicos, co -menzando por Bacon, han afirmado repetidamente la omnipotencia del método.

Veamos ahora la justificación de nuestra afirmación.La idea central en que se apoya el empleo de un experimentum crucis es la

siguiente: dadas dos hipótesis rivales H, y H2, cada una de las cuales explica - por caminos distintos - un conjunto de hechos conocidos que son de su pertinencia, se busca la formulación de una condición experimental C de la cual, a partir de la hipótesis H, debe seguirse un efecto T,, mientras que a partir de la hipótesis H2 debe seguirse otro efecto distinto T2. Realizada la condición experimental C, la experiencia debe comprobar si ocurre T, o T2 - o ninguno de los dos - y decidir sin apelación posible a favor de H, o H2, o en contra de las dos. En todo caso, al menos una de las dos hipótesis deberá resultar refutada.

Estos razonamientos pecan de optimistas porque en la práctica nuncaa se presentan dos esquemas de refutación del siguiente tipo:

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De hecho, como ya habíamos observado, aunque dos hipótesis rivales explican los mismos hechos observados, no lo hacen directamente ni tan sólo a través de las mismas inferencias -lo cual resultaría contradictorio - sino que cada una sigue caminos diversos, es decir, se apoya en hipótesis auxiliares oportunas. Lo mismo debe decirse de las cadenas deductivas por medio de las cuales de H, se obtiene «C T,» y de H2 resulta «C T2».

Llegados a este punto, la situación parece clara. La no veri ficación de T1, no refuta H1, sino que atestigua la existencia de alguna falsedad en el complejo de proposiciones constituido por H, y sus hipótesis auxiliares, sin indicar concretamente dónde se encuentra el error. Lo mismo puede decirse para H2, si fuera T2 el suceso que no se verificara. Si resultara que se verificase un suceso T3, distinto de T1, y de T 2, debería decirse que existe un error en el complejo constituido por H1, y sus hipótesis auxiliares, y lo mismo en el constituido por H2 y sus correspondientes hipótesis auxiliares.

Así que un experimentum crucis es capaz de refutar no una simple hipótesis, sino un conjunto de ellas, es decir una teoría.

De esta manera, habiendo partido del problema puramente: teórico de la verificación de una hipótesis aislada, hemos llegado, empujados por una inexorable necesidad lógica, al problema de la verificación de una teoría completa. Es decir, que jamás es posible la verificación de una hipótesis aislada, sino que en realidad siempre es una teoría completa lo que se somete

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a control.

Aquellos experimentos que provocaron la refutación de la hipótesis corpuscular de la luz, aquellos que permitieron elegir entre la naturaleza longitudinal o transversal de las ondas luminosas, y finalmente aquellos que han vuelto a dar credibilidad a una hipótesis parcialmente corpuscular, no fueron nunca experimentos a favor o en contra de dichas hipótesis sino a favor o en contra de las teorías de las cuales las mismas parecían constituir el núcleo lógico. Sin embargo, esta últi ma apariencia no era correcta, o si se quiere no era este núcleo lo que resultaba herido de muerte en un experimentum crucis, puesto que en muchas ocasiones se ha podido verificar un renacimiento posterior

de la hipótesis refutada. Así los experimentos de Fresnel y de Foucault, que decretaron la muerte de la teoría corpuscular de la luz en el siglo XIX, no deterioraron la hipótesis de la corpuscularidad, como en tonces se creyó, sino otra cosa distinta. De hecho esta hipótesis ha sido recuperada de algún modo en la teoría fotónica de la luz, aunque situándose en el seno de una teoría distinta de la antigua teoría corpuscular.

Pasemos ahora a considerar la posibilidad de aplicar los resultados anteriores a una teoría considerada globalmente. Es inmediato ver que en este caso la situación no cambia sustancialmente, y ello viene a demostrar que no ha sido ociosa nuestra dedicación al estudio del caso de una hipótesis aislada.

De hecho la lógica matemática demuestra que si un teorema deriva de n hipótesis, también se le puede obtener a partir de una única hipótesis obtenida como conjunción lógica de todas las hipótesis precedentes, lo cual resulta obvio desde un punto de vista intuitivo.

Por tanto una teoría completa o, más exactamente, el complejo de las hipótesis explícitas sobre las cuales se basa una teoría, es equivalente lógicamente a una única y muy complicada hipótesis.

De acuerdo con este hecho, la verificación de una teoría se realiza mediante control experimental de las consecuencias lógicas de sus hipótesis, pudiéndose afirmar también en este caso que mil confirmaciones no bastan para asegurar que una teoría sea correcta, mientras que una sola refutación basta para hacerla entrar en crisis.

Desde un punto de vista riguroso no , debería subsistir la posibilidad de que una teoría escapase a las refutaciones, des, cargando parte de culpa en las hipótesis auxiliares, como ocurre en el caso de una hipótesis aislada. De hecho una teoría perfectamente formulada no debe tener necesidad de hipótesis auxiliares, sino que debe contener de un modo explícito todas las hipótesis que necesite. Sin embargo esta situación no se da nunca en la práctica, porque toda teoría física recibe gran parte de sus hipótesis de las técnicas operativas y de los cánones interpretativos de otras teorías. Por ello ante cualquier refutación que pueda recibir cabe siempre mantener la duda de si el error se anida no ya en sus hipótesis específicas, sino más

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bien en las hipótesis obtenidas a partir de otras teorías, o por lo menos en el modo seguido para apropiarse de ellas y para su utilización.

Existe otra consideración, a la cual no nos hemos referido

hasta ahora, que nos indica la imposibilidad de obtener una refutación definitiva de una hipótesis. Se trata de que toda hipótesis refutada por la experiencia, por no cumplirse alguna de sus consecuencias lógicas puede ser salvada si se acompaña por una hipótesis ad hoc convenientemente elegida. La historia de la ciencia está llena de ejemplos de este tipo, comenzando por los defensores del sistema de Tolomeo cuando introducían deferentes y epiciclos para poder explicar los movimientos observados en los astros que no , se acomodaban a la hipótesis geocéntrica que pretendían defender. Un ejemplo más reciente lo proporcionan las propiedades, cada vez más extrañas, que se suponían al éter para defender su existencia.

Existen casos en los que la hipótesis ad hoc presenta un claro aspecto de cosa artificial, y en la práctica revela su artificiosidad por el hecho de ser absolutamente estéril en cuanto a sus posibilidades de pronosticar nuevas consecuencias que sean verdaderamente controlables. En otros casos, sin embargo, es difícil juzgar hasta qué punto una hipótesis es puramente ficticia y ha sido introducida por comodidad, o bien denota una toma de conciencia de ciertos aspectos de la realidad que habían sido descuidados anteriormente.

Piénsese, por otra parte, en ramas completas de la física que se han desarrollado sobre bases establecidas inicialmente con todos los caracteres de hipótesis ad hoc, enunciadas claramente con el propósito de salvar alguna pieza importante de una teoría precedente que se veía amenazada gravemente. Así el primer principio de la termodinámicaa fue elaborado para eliminar una excepción existente en el principio de la conservación de la energía. Igualmente el principio de la cuantificación fue avanzado inicialmente por Planck como una especie de hipótesis ad hoc, y se suponía que más tarde sería reabsorbida por la mecánicaa clásica. Naturalmente la fuerza de estas hipótesis estriba en el hecho esencial de que podían ser verificadas de un modo bastante independiente.

Incluso aquí un purista podría observar que este tipo de salvación tan sólo puede ser utilizada en el caso de una hipótesis aislada, pero no para una teoría completa. Ello es debido a que basta con añadir a una teoría una nueva hipótesis para que la

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misma se convierta en otra teoría, y lo mismo puede decirse si la hipótesis ad hoc fuera introducida en las teorías auxiliares, bajo la forma de una modificación de alguna de sus proposiciones.

Una tal argumentación es formalmente inaceptable pero, como ya hemos observado poco antes en un razonamiento análogo, pecaría de un exceso de abstracción que, llevada hasta sus últimas consecuencias, nos obligaría a considerar toda la física (y quizás todas las ciencias experimentales) como una sola teoría. En la medida en que se considere legítimo hablar de diversas teorías en el seno de la física, debemos reconocer también en principio la posibilidad de que toda refutación de las mismas no sea definitiva, en el sentido de que es posible la introducción de hipótesis expresamente estudiadas. Estas últimas deben ser capaces de explicar los hechos experimentales desfavorables, y pueden considerarse más como un añadido a la teoría que como una modificación de la misma.

De todas maneras, es preciso observar que el razonamiento continúa siendo obstracto. De hecho lo que cuenta no es la posibilidad de mantener en pie a toda costa una determinada teoría, sino el hecho de que, estando dispuestos a modificarla, la experiencia nos pueda indicar sin equívoco dónde modificarla. En este punto precisamente se nos presenta con todo su incómodo peso la no refutabilidad de principio de las hipótesis aisladas.

De hecho, salvo en el caso trivial y puramente teórico en el que la refutación experimental afecte a alguna de: las hipótesis de nivel ínfimo 21, la aparición de una tal refutación indica que en la teoría existe algo que no funciona correctamente. Sin embargo no es capaz de señalar con toda exactitud el punto débil, por lo que nuevamente se precisa la genialidad inventiva del científico para descubrir la hipótesis o grupo de hipótesis que deben ser modificadas. Estos descubrimientos, a su vez, no pueden ser otra cosa que una nueva proposición por medio de la cual se aventuran nuevas hipótesis capaces de superar la prueba de la verificación experimental. Éste es el motivo por el cual siempre es posible defender a toda costa una hipótesis general, retocando para ello las restantes e introduciendo otras nuevas. Esta manera de proceder es corriente en la ciencia cuando entran en juego hipótesis o principios muy importantes y generales, o que por lo menos se consideran como tales en una

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determinada época histórica. En cada caso este esfuerzo podría ser prolongado indefinidamente, pero en la práctica cesa cuando las modificaciones de la teoría requeridas para defender una determinada hipótesis, resultan excesivamente numerosas y artificiales, y por tanto su aceptación es menos plausible que el abandono de aquella hipótesis.

En este punto sería preciso explicitar qué se entiende por plausible, por artificial y por «simple», pero ello sería una tarea bastante ardua, en la que no podemos detenernos, cuyo resultado, por otra parte, no es esencial para nuestros razonamientos.

De hecho lo que complica el problema es que algunas veces el abandono de principios simples, generales, fecundos y muy bien enraizados, que no habían dado lugar todavía a ninguna dificultad, puede resultar una fuente imprevista de importantes descubrimientos. Así, por ejemplo, piénsese en la explicación dada por Lee y Yang a los fenómenos de la desintegración 0 y µ, mediante la atrevida suposición de que en las interacciones débiles no se cumplía el principio muy general - y estéticamente muy bello- de la conservación de la paridad.

Hasta aquí nos hemos referido exclusivamente a un proceso de verificación que es típico, y en cierto sentido paradigmático, de las ciencias experimentales. Es decir que la verificación se efectúa deduciendo todas las consecuencias de las hipótesis, hasta que se obtienen unos resultados susceptibles de ser sometidos a control experimental. Sin embargo no debe olvidarse que incluso para las ciencias experimentales continúa siendo válido el criterio de verificación que consiste en remontarse «hacia atrás» buscando las relaciones deductivas que hagan derivar una hipótesis de otras ya admitidas y verificadas, o que la hagan solidaria lógicamente con afirmaciones particularmente bien establecidas, pertenecientes a otras teorías.

Debe notarse que esta situación es menos extraordinaria de lo que podría parecer a primera vista. Piénsese que existen teorías completas que hablan de entes físicos no observables, como por ejemplo la electrodinámica clásica, que habla de ondas electromagnéticas que se propagan en el espacio vacío, o también la mecánica cuántica. En estos casos la verificación sólo puede tener lugar gracias a la estrecha relación lógica que ciertas partes de dichas teorías mantienen con otras teorías susceptibles de presentar una relación directa con la experiencia física, como es la mecánica clásica. En general se puede afirmar que no es posible someter a verificación ninguna teoría de campo sin apoyarse en la mecánica clásica.

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Incluso puede afirmarse que, en principio, ninguna teoría puede ser verificada sin recurrir a teorías auxi-liares.

Con todo, el hecho respecto al cual queremos llamar la atención es más específico. Se trata de la existencia de hipótesis a las que no se sabe verificar por vía experimental, pero a las que se admite con toda legitimidad porque son consecuencia

lógica de teorías contra las cuales no existen objeciones importantes y que poseen asimismo confirmaciones experimentales significativas. Piénsese por ejemplo en la termodinámica relativista, a la cual algunos consideran con prevención a causa de que no se sabe todavía cómo verificar, por ejemplo, su fórmula de transformación de la temperatura, pero que es compatible con otras teorías que tienen acceso directo a la verificación experimental, y además es consecuencia lógica de la física relativista. Es decir, suponer falsa la teoría termodinámica relativista equivale a suponer falsa la teoría de la relatividad. Es evidente que, mientras no existan motivos para dudar globalmente de la física relativista, es incorrecto metodológicamente no admitir una parte de la misma, que es consecuencia lógica de las demás, por el único motivo de la falta de confirmación experimental.

Por otra parte, en este entramado lógico es de vital impor tancia el que toda confirmación de la que pueda disfrutar una hipótesis dentro de una teoría repercute indirectamente en un refuerzo para todas las demás y, por el contrario, toda refutación repercute también en toda la teoría. Incluso puede afirmarse que mientras, por un lado, esta red de nexos lógicos pone en comunicación mutua todas las hipótesis, por otro lado puede servir como procedimiento de protección. Ello es debido a que en caso de que se produzcan dificultades imprevistas en las confirmaciones experimentales, siempre es posible aislar una parte lógicamente coherente y todavía segura de la teoría, dejando expuestas a la duda, y en espera de modificaciones, únicamente las tesis que están relacionadas más directamente con los hechos experimentales observados.

Nos encontramos con ello en una situación análoga a la considerada en el caso de la defensa de una hipótesis aislada. Gracias a la existencia de nexos lógicos esta última puede ser entendida en realidad como la defensa de partes completas de la teoría y, en el límite, incluso de toda la teoría. Si esta última está bien establecida y además se revela enriquecida por una serie de conexiones con otros campos, no acostumbra a ser abandonada a causa de su incapacidad por explicar un

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determinado efecto. En general se prefiere continuar suponiéndola vá lida en la esperanza de encontrar, más pronto o más tarde, una nueva hipótesis que permita explicar el efecto inexplicado, mientras tanto se procura circunscribir su campo de aplicación a fenómenos que no tienen nada que ver con dicho efecto. Así ha ocurrido con la teoría ondulatoria de la luz, la cual no ha

sido abandonada después del descubrimiento del efecto fotoeléctrico, sino que ha quedado circunscrita al tratamiento de fenómenos de interferencia, refracción, polarización y análogos, para los cuales parece que muy difícilmente pueda ser reemplazada.

Es decir que para el abandono de una teoría se necesita la existencia de otra mejor, y mientras no se da esta circunstancia puede mantenerse la teoría antigua en alguna de sus partes lógicamente coherentes. Es evidente que la axiomatización de una teoría física presenta enormes ventajas para una completa explicitación de los nexos lógicos y para una consecuente individuación de posibles subteorías coherentes.

Como conclusión de todos estos razonamientos respecto a la verificación y a la confirmación de hipótesis y teorías, aparecen naturalmente dos problemas. El primero consiste en dilucidar si esta exigencia de verificación es propia de la ciencia experimental o si por el contrario es una exigencia más general del conocimiento científico. El segundo consiste en determinar qué motiva esta exigencia, es decir, el porqué debe procederse siempre a la verificación. La consideración de estos interrogantes inicia una argumentación respecto al «valor de verdad» o respecto al «alcance cognoscitivo» del saber científico. Éste es un problema filosófico de gran profundadidad cuya consideración no podemos evitar, pero la aplazaremos para un momento más oportuno.

25. La previsión científica

Las discusiones desarrolladas en los parágrafos precedentes nos permiten evaluar con una cierta precisión el significado de un hecho llamativo, que se ha prestado muchas veces a servir de soporte de concepciones relativas al saber científico muy distintas de la que se está construyendo a lo largo de las páginas de este ensayo. Se trata del hecho de la previsión científica.

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De hecho las concepciones pragmáticas de la ciencia tienen como denominador común el considerar la función predicativa de la misma como punto focal de todo el saber científico, e incluso muchas de ellas llegan a creer que en ello se agota todo el valor de la ciencia: las teorías, hipótesis, modelos, algoritmos matemáticos, aparatos de medida, estrategias experimentales, etc., no tendrían ningún valor intrínseco en sí, sino que

valdrían únicamente como instrumentos capaces de proporcionar informaciones respecto a acontecimientos futuros aprovechables para fines prácticos.

Es evidente que no se puede negar una cierta componente teorética a esta predilección por el aspecto predictivo de la ciencia; de hecho la previsión es indudablemente una manera de satisfacer la sed de conocimientos de la humanidad, ejercitada en la confrontación del futuro o, en general, de aquello que no se conoce todavía. Sin embargo, es innegable también que este aspecto predictivo refleja muy especialmente una apreciación de la ciencia que la considera como preludio de la técnica, es decir, como patrimonio de conocimientos eficaces a través de loscuales el hombre alcanza a dominar la naturaleza.

El subrayado del aspecto instrumental del conocer científico -del cual podríamos dar muchos ejemplos, más o menos lapídanos, pero no lo haremos por ser de sobras conocidosestaba casi totalmente ausente de la mentalidad clásica, pero a partir de Francís Bacon se puede decir que ha acompañado de una manera más o menos constante el desarrollo de la ciencia moderna. Cabe observar que esta circunstancia nos parece totalmente legítima, con tal de que ello no implique una reducción de la ciencia a esta única tarea y que no pretenda ignorar los aspectosauténticamente teoréticos contenidos en ella 22.

La mejor prueba de que una contraposición entre valor predictivo y teorización en la ciencia - o el intento de eliminar la segunda en favor del primero- sería unaincorrección metodológica estriba sin duda en poner de manifiesto la sustancial identidad de estructura lógica que es inherente a los procesos científicos de explicación, verificación y previsión.

Como ya hemos afirmado en muchas ocasiones, la explicación, en una ciencia que haya alcanzado un cierto grado de madurez, significa deducción en el seno de una determinada teoría.Si la deducción se detiene en una proposición de carácter general, decimos que dentro de aquella teoría se ha logrado la explicación de una ley. Si por el contrario la

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deducción se detiene en una proposición singular, decimos que se ha explicado un hecho. En este caso pueden darse dos situaciones: la primera ocurre cuando la proposición enuncia un hecho del cual se comprueba - o se ha comprobado- su ocurrencia; se dice entonces que la explicación del hecho es también una verificación de la teoría que ha permitido la explicación. La segunda situa-

ción se da cuando la proposición enuncia un hecho puramente posible, es decir todavía no controlado empíricamente, y en este caso se dice que la explicación equivale a una previsión del hecho mismo, y así ocurre que el cumplimiento de la previsión coincidirá con una verificación de la teoría.En pocas palabras, cuando hemos subrayado que la verificación de una teoría debe alcanzar hechos nuevos, hemos explicitado que la previsión es parte integrante y esencial de la misma verificación.

Casi nos parece superfluo observar que la previsión no se refiere necesariamente a acontecimientos futuros, sino simplemente a conocimientos que suceden a los que se tienen en el instante en que se efectúa la previsión, y que pueden muy bien referirse a acontecimientos pasados. En este caso, aun cuando se hable tal vez de «visión retrospectiva», la situación lógica no cambia en absoluto e, incluso desde el punto de vista de la verificación, la previsión de un nuevo hecho no tiene mayor peso que dicha visión retrospectiva de otro hecho ya acaecido pero ignorado, o al menos no considerado entre los conocidos, a partir de los cuales han sido formuladas las hipótesis que sepretende verificar 23.

Una vez bien comprendida la íntima conexión entre previsión y verificación, pierde buena parte de su significado la cuestión, largamente debatida, de saber si las teorías físicas son descripciones de la realidad o simplemente instrumentos predictivos. Ello ocurre no sólo a causa de que es posible sostener que dichas teorías son las das cosas a la vez, sino porque el esfuerzo de describir la realidad sólo puede realizarse bajo la forma de un intento de formular hipótesis verificables, es decir capaces de permitir la formulación de previsiones que se cumplan. Por otra parte la formulación de previsiones no es otra cosa que elaborar afirmaciones que después deben resultar verificadas por los hechos, es decir que ostentan precisamente como patente de legitimidad su actitud de «describir la realidad» 2.

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Pero existe otra razón que nos impide separar la cuestión aparentemente pragmática de la previsión y la exquisitamente teorética del «conocer» los hechos. El motivo es que sólo son posibles las previsiones mediante el concurso de datos y leyes: los datos aislados no bastan para efectuar previsiones, puesto que las únicas deducciones obtenibles a partir de las proposiciones que los describen serían transformaciones de las mismas proposiciones, es decir, descripciones alternativas de la misma

situación descrita al principio; por su parte las leyes aisladas tampoco sirven, porque siendo proposiciones generales sólo pueden indicar -después de haber sido sometidas a algún tipo de transformación lógica- posibles estados de hecho. Así, para que pueda tener lugar una previsión es indispensable que las leyes se acompañen con proposiciones singulares, referentes a hechos, verdaderos o supuestos, de tal modo que el proceso deductivo pueda hacer surgir una proposición singular controlable por los hechos.

Todo ello, por otra parte, puede obtenerse de puras consideraciones de lógica formal. Las leyes físicas no contienen constantes individuales, precisamente porque no se refieren a entes singulares del dominio del cual se ocupan, sino a todos ellos, o por lo menos a clases enteras de ellos, mientras que, por el contrario, las previsiones deben contener constantes individuales, porque sustancialmente deben afirmar que un cierto ente físico en un cierto instante debe gozar de: ciertas propiedades expresadas por ciertos valores de las magnitudes, etc. En estas circuns-tancias, para que estas constantes, que no aparecen en las leyes, puedan aparecer en las conclusiones de la deducción predictiva, es indispensable que figuren en alguna tra hipótesis, es decir, en alguna hipótesis factual de tipo particular.

Es precisamente esta presencia indispensable de los datos en el proceso de predicción la que esclarece ulteriormente el aspecto cognoscitivo no eliminable que se encierra en el mismo. Ello es debido a que las hipótesis, es decir las leyes, podrían ser concebidas como puras convenciones útiles pero privadas de valor cognoscitivo, sin lugar a una contradicción inmediata. Sin embargo, no puede decirse lo mismo para los datos, de aquí que las leyes puedan aparecer como algo relacionado con el conocimiento, que manipula conocimientos para alcanzar otros conocimientos, lo cual significa claramente que la previsión no resulta en modo alguno un procedimiento puramente pragmático.

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Cuando se habla de previsión en la ciencia es casi inevitable acabar en la cuestión del determinismo físico, el cual se entiende corrientemente como posibilidad de previsión segura. No queremos adentrarnos en esta discusión porque, en primer lugar no nos parece que sea el punto de vista de la predictibilidad el más correcto para afrontar el problema del determinismo, y en segundo lugar porque hemos querido dedicar estas breves reflexiones únicamente al examen de la posición metodológica de la previsión científica. Si se deseara discutir el problema del deter-

minismo físico desde el punto de vista filosófico, sin duda serían útiles algunas de las precisiones que acabamos de realizar. Así, por ejemplo, el que una previsión implica leyes y datos, por lo que su seguridad depende de la precisión de los datos y del carácter de las leyes. Podría observarse entonces que, en el caso de la mecánica cuántica, el hecho de que no puedan efectuarse previsiones con una exactitud superior a unos ciertos límites es imputable al hecho de que no se pueden precisar exactamente los datos de partida - a causa del principio de indeterminación - lo cual por tanto no implica una estructura indeterminística de las leyes de la naturaleza. Nosotros no nos ocuparemos de este problema tan debatido, pues nos obligaría a ampliar excesivamente la extensión de este trabajo.

NOTAS AL CAPITULO VI

1. Naturalmente, con ello no se pretende afirmar que las generalizaciones empíricas no puedan figurar sos-tener que esta jerarquía deductiva corresponda a un orden «natural» intrínseco (de hecho son posibles distintas teorizaciones deductivas de un mismo ámbito de hechos).2. Para ser más exactos, deberíamos decir que los términos observables y las llamadas «leyes empíricas» no sólo pueden, sino que deben tener significado y validez de un modo autónomo. De hecho está claro que si no ocurriera así la teoría no tendría nada a que aplicar sus intentos «explicativos», no teniendo ningún «contenido» al que referirse. Por tanto, lo que queremos afirmar aquí es que todas las proposiciones que no sean «leyes empíricas» - o simples relaciones de puros datos experimentales- tienen un significado sólo contextual. Además, las mismas leyes empíricas alcanzan, en cierto modo, un significado más completo cuando se encuentran en el seno de una teoría, incluso en aquellos casos en que poseen una existencia ampliamente independiente de la misma (hasta el punto de poder sobrevivir a su eventual desaparición).3. Véanse, por ejemplo, las consideraciones en NAGEL 1, cap. 5, II-111.4. BRAITHWAITE 1, p. 51, p. 86, etc.

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5. Llegados a este punto el lector puede sentirse legítimamente perplejo. De hecho acabamos de admitir que en una teoría puedan ser utilizados hasta cierto punto elementos implícitos en el significado de los términos primitivos, lo cual contrasta con la exigencia de explicitación total que debería caracterizar a toda ciencia rigurosa y, en particular, contradice uno de los cánones fundamentales del método axiomático.Esta objeción se puede superar prolongando nuestro razonamiento. Así, por ejemplo, cuando en física se emplean funciones continuas no es preciso enunciar explícitamente sus propiedades, pero se da la circunstancia de que las mismas pueden evidenciarse en cualquier momento, porque están implícitas precisamente en el empleo de funciones continuas. Ello no quita, sin embargo, que en otro lugar -o sea, en análisis matemático- estas propiedades sean explicitables. Análogamente si se emplean, en la construcción de una teoría, conceptos teóricos ya en uso, se pueden emplear sus propie-

dades más o menos implícitas, sobreentendiéndose siempre que las mismas en otro lugar -es decir en alguna teoría distinta- están explicitadas adecuadamente. De todos modos si por algún motivo se teme que puedan producirse inconvenientes por esta manera de proceder, puede remediarse acudiendo de un modo riguroso al método axiomático, cuyo propósito -como ya hemos señalado y aclararemos mejor en lo que sigue- no es únicamente explicitar una cierta jerarquía deductiva entre las proposiciones de una teoría, sino también el explicitar una especie de jerarquía semántica. Ya el paso del discurso común al discurso físico implica el empleo de términos que, aun perteneciendo también al lenguaje común, reciben una precisión en su significado -de tipo axiomático, aunque no siempre sea reconocido explícitamente como tal- que tan sólo mantiene ciertas componentes del significado ordinario y modifica o añade otras. Del mismo modo, cuando en un teoría se introducen términos teóricos «ya usados» en otro lugar, pueden especificarse como partes del complejo significado contextual en el cual son introducidos. Después otros axiomas los relacionarán con otros términos -teóricos u observables- ya en uso, y con nuevos términos teóricos, dando lugar de esta manera a un nuevo contexto el cual constituirá, en primer lugar, una definición contextual a los nuevos términos teóricos, pero también un enriquecimiento contextual del significado de los términos antiguos.6. Algunas veces la idea genial se presenta directamente, como algo que prevé la experiencia posible, sin tener para ello ninguna justificación auténtica ni en la experiencia ni en la teoría presente. Al decir esto no tenemos en la mente ejemplos como la previsión del electrón positivo (Dirac) o del mesón (Yukawa), sino más bien las ecuaciones del campo electromagnético de Maxwell. Representando por H y E los vectores campo eléctrico y magnético respectivamente, la forma más sencilla de estas ecuaciones, es decir en el vacío, es la siguiente:

La situación experimental en la época en que Maxwell formuló estas ecuaciones no era la más adecuada para conducir a la primera de ellas en su forma actual, sino más bien en la forma rot H = 0. El aspecto

netamente general de la formulación de estas ecuaciones está en haber incluido el término sin que

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hubiera para ello una auténtica justificación empírica, basándose tan sólo en sugerencias provenientes del modelo mecánico del éter y también en la búsqueda de una cierta simetría matemática. Por otra parte es bien sabido que, precisamente gracias a este término, se puede realizar el estudio de ondas que se expanden con una velocidad finita c y, por tanto, la teoría electromagnética de la luz, y en general los capítulos más importantes del electromagnetismo. Resulta por tanto, que, al menos en principio, la convicción empirista muy difundida, según la cual la sola experiencia sometida a una metodología inductiva basta para conducir a los descubrimientos científicos, presenta un equívoco fundamental. Este último consiste en no distinguir entre los dos hechos muy distintos que son tener una idea y someterla a verificación. La experiencia desempeña el papel más importante en el segundo de estos procesos, pero es completamente insignificante en el primero, cuya naturaleza es auténticamente «inventiva». Sobre esta diferencia ha llamado eficazmente la atención P.B. Medawar: «En el plano lógico tener una idea o formular una hipótesis corresponde a un esfuerzo imaginativo de un cierto tipo, al trabajo de una mente individual,

mientras someter una idea a verificación debe ser un proceso despiadadamente crítico, en el cual pueden participar más especialistas y más cerebros(MEDAWAR 1, p. 128).7. «En el vocabulario científico moderno, observa justamente Medawar, una hipótesis es una preconcepción imaginativa de aquello que podría ser verdad, preconcepción que se presenta en la forma de una declaración con consecuencias deductivas verificables» (MEDAWAR 1, p. 149).8. Acerca del exacto sentido de la locución «objeto material» y simi lares, véase todo lo dicho en la nota 11 de la p. 193.9. Puede observarse que las magnitudes vectoriales, tensoriales, spinoriales, no admiten un criterio comparativo en sentido propio. A pesar de ello el razonamiento desarrollado aquí puede adaptarse también a estos casos cuando, por ejemplo, se comparan las intensidades de las fuerzas, los módulos de las velocidades, etc., como se hace muy a menudo en la práctica.10. La distinción entre magnitudes aditivas y no aditivas, extensivas e intensivas, no es absoluta sino que depende de la teoría en que aparecen las mismas (masa y velocidad por ejemplo son aditivas en la mecánica clásica, pero no en la relativista) y también de otras consideraciones; por ejemplo podrían imaginarse operaciones de «suma física» muy complicadas, pero no absurdas desde un punto de vista físico que convertirían en aditivas cier tas magnitudes que usualmente no se suponen como tales. Para una discusión más detallada de estos puntos, como de otras cuestiones relacionadas con los conceptos clasificatorios, comparativos y métricos, remitimos al capítulo III del volumen HEMPEL 1 ya citado muchas veces. En él se encuentran también referencias a otros autores que se han ocupado de las mismas cuestiones, desde los más clásicos como Helmholtz, hasta los más recientes como Carnap (del cual proceden algunas de las terminologías empleadas).11. Para una exposición más detallada de lo que sigue, véase DARBO 1.12. Por coherencia con todo lo dicho hasta ahora, no deberíamos hablar aquí de especie sino de género. Sin embargo la costumbre de llamar homogéneas a las magnitudes de la misma especie ha sido consagrado por el uso, y no nos parece cuestión de oponerse al mismo a causa de una preocupación puramente terminológica y que, además, ésta sólo tiene interés en estas breves consideraciones sobre el álgebra de las magnitudes.

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13. Para una discusión breve, pero muy bien construida, de la insuficiencia del criterio de la generalidad para distinguir una ley científica, véase por ejemplo, HEMPEL 2, pp. 86-92.14. La identidad de estructura que subsiste entre explicaciones estadísticas y explicaciones nomológico-deductivas también puede ponerse en evidencia de un modo distinto, observando que las primeras son explicaciones nomológico-deductivas en las cuales las cantidades físicas estudiadas son las probabilidades concebidas, al menos en física clásica, como atributos intrínsecos de ciertas clases de experimentos. Si la probabilidad prevista, o sea deducida, no está de acuerdo con la frecuencia relativa comprobada, la hipótesis estadística resulta desmentida del mismo modo que en una explicación nomológico-deductiva corriente ciertas hipótesis pueden ser desmentidas por los datos experimentales.15. Se plantea aquí una cuestión delicada, cuya solución no está totalmente clara. De un modo riguroso debería poderse decir que si la intensión se enriquece con nuevas connotaciones, la misma cambia a fin de cuentas y por tanto cambia también el significado del concepto. Ello contrasta con la inmovilidad característica del logos semántico, reconocido justamente por la tradición, de hecho un concepto no puede cambiar de significado, porque entonces se tiene implemente otro concepto.

La solución a este problema puede ser la siguiente. Si los añadidos o

modificaciones de la intensión explicitada por el concepto no obligan a cambiar su extensión, entonces el significado no cambia, pero sí cambia en cualquier otro caso.Así, por ejemplo, si defino la intensión explícita de «hombre» como «animal racional» y después añado la característica de ser bípedo, de tener dos manos y así sucesivamente, no cambio el significado de «hombre» aunque cambie la gama de las características que intervienen en su intensión, porque incluso con la intensión enriquecida de este modo denoto los mismos individuos que antes. Si, por el contrario, en un nuevo contexto, el empleo del término «hombre» acarrease la atribución al mismo de la connotación «animal de piel blanca», estaríamos frente a un nuevo concepto de hombre, porque habría cambiado la extensión respecto a la que el concepto de hombre tenía precedentemente (concretamente la nueva extensión habría sido reducida respecto a la precedente).Lo mismo puede ser repetido para los conceptos físicos y puede ser suficiente para decidir hasta qué punto dentro de un nuevo contexto se conserva un concepto antiguo o, por lo contrario, si se conserva tan sólo un término antiguo con un nuevo significado, el cual intensionalmente está muy próximo al precedente. Como se ve la diferencia no es irrelevante.16. Incluso si se tratara de las hipótesis más rudimentarias, del tipo de las llamadas «generalizaciones empíricas», las mismas estarían con todo sujetas a control, porque afirmar, por ejemplo, que «todos los cuerpos se dilatan al calentarse» equivale a proponer como tesis de control que, cualquiera que sea el cuerpo elegido, si se calienta se dilata, y si se encontrara una sola excepción a este comportamiento sería suficiente, al menos en principio, para declarar falsa la hipótesis.17. En el § 49 se examinarán ulteriores razones de principio que se encuentran a favor de esta «despersonalización» de los datos protocolarios.18. Esto significa que el problema del cual nos estamos ocupando no es el de verificar hipótesis singulares del tipo : «esta barra de hierro mide un metro», para las cuales el control experimental es obviamente directo; de hecho no entran como hipótesis propias y verdaderas en ninguna teoría física, sino como máximo en problemas físicos concretos.19. En un parágrafo próximo veremos que esto no significa la garantía de verificación incontrovertible de las hipótesis.20. Naturalmente, incluso después de haber actuado de esta manera, se tendría siempre una confirmación proveniente tan sólo de un número finito de «puntos protocolarios». Por ello sería preciso decir que, en todo

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estadio de desarrollo de una teoría, la misma tiene siempre a su disposición infinitas «curvas explicativas» equivalentes. En la práctica, sin embargo, podemos evitar esta consecuencia eligiendo entre las mismas, por ejemplo, aquellas que tienen una cierta «forma» -criterio de la simplicidad- y que sean compatibles con todas aquellas teorías físicas que se suponen bien confirmadas o, al menos, mejor confirmadas que algunas de las hipótesis explicativas teóricamente posibles.21. Con todo rigor éstas serían las únicas hipótesis que podrían ser desmentidas mediante contraejemplos, por tratarse de puras y simples «generalizaciones empíricas», pero también precisamente por ello entran en una teoría cuando ya están establecidas de un modo prácticamente seguro.22. También un autor de origen empirista como K. Popper afirma que no es inútil subrayar la presencia de dos aspectos distintos, teorético y pragmático, en la previsión científica: «Mis esclarecimientos relativos a la explicación científica han sido adoptados por ciertos positivistas y experimentalitas, los cuales han vislumbrado un intento de eliminarla, afirmando que las teorías explicativas no son otra cosa que premisas para deducir previsiones. Deseo por tanto poner absolutamente en claro que yo considero

el interés del científico teórico por la explicación - o sea por el descubrimiento de teorías explicativas - como irreducible al interés práctico y tecnológico para la deducción de previsiones. Por otra parte el interés de los teóricos por las predicciones se explica por su interés por el problema de la verdad o falsedad de las teorías. O dicho en otros términos, debido a su interés por someter a verificación sus teorías e intentar ver si no puede resultar que las mismas sean falsas» (POPPER 1, nota de la p. 61).23. Varios autores han subrayado justamente las diferencias que subsisten entre explicación y previsión en la ciencia. Tampoco nosotros pretendemos sostener una identidad de estructura entre explicación y previsión científica. De hecho existen muchos casos en los cuales la previsión nace sobre la base de simples regularidades estadísticas observadas y por tanto no tiene un auténtico carácter deductivo. Existen también casos en los cuales, aun teniendo una cierta estructura deductiva, la previsión se refiere a hipótesis o principios de una teoría.Lo que se pretende sostener aquí es simplemente que cuando una teoría permite efectuar previsiones, éstas son preciosas para su confirmación, precisamente a causa de que resultan lógicamente explicadas a partir de la teoría que las ha permitido. Por otra parte, por las razones ya citadas, una teoría debe realizar previsiones y no puede limitarse a explicar hechos ya conocidos, precisamente para garantizar su valor explicativo frente a toda sospecha de constituir un puro conjunto de hipótesis ad hoc.24. Con todo volveremos sobre este punto en el último capítulo del presente ensayo.

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PARTE TERCERA

ALGUNAS CUESTIONES FILOSÓFICASFUNDAMENTALES

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En esta tercera parte de nuestro trabajo vamos a ocuparnos de algunos problemas filosóficos no ya relacionados con la manera como se hace la ciencia, sino más bien con aquello que dice la ciencia. En la primera parte ya hemos tenido ocasión de observar cómo los problemas filosóficos ligados a la ciencia tienden a reagruparse según dos puntos de vista principales. El primero está relacionado, en un sentido lato, con la filosofía del conocimiento y el segundo, en un sentido todavía más amplio, con la filosofía de la naturaleza. En la segunda parte hemos considerado algunos problemas del primer tipo, los cuales en cierto modo se referían a la estructura de la ciencia. En lo que sigue pasaremos a considerar algunos problemas del segundo tipo, es decir, de aquellos que se refieren a la estructura del mundo físico, tal como la física nos la revela.

Es fácil darse cuenta de que el propósito manifestado sólo tiene sentido si puede considerarse legítima una condición que se sobreentiende tácitamente: se trata de la suposición de que la ciencia habla del mundo. Quien haya seguido las discusiones desarrolladas en las páginas precedentes se habrá dado cuenta de que en este ensayo se comparte esta opinión, pero que es indispensable explicita!rla de un modo más riguroso de lo que hemos hecho hasta ahora, por lo que le dedicaremos un capítulo. Pero antes nos detendremos en una discusión respecto a los problemas de las relaciones entre el lenguaje común y el lenguaje científico y entre los varios lenguajes científicos, lo cual resulta importante como premisa de carácter metodológico. Muy a menudo, las disputas filosóficas acerca de los contenidos del saber científico, es decir, acerca de «lo que la ciencia dice», están

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viciados por el desconocimiento de las diferencias entre el «decir» de la ciencia y el «decir» de otros discursos humanos.

Volviendo ahora a los problemas filosóficos específicos suscitados por los contenidos de la ciencia, podemos recordar que habitualmente, se subdividen en dos grupos distintos. En uno de ellos pueden incluirse los que afectan de un modo más directo a la teoría de la relatividad, y en el otro los que están ligados de una manera más específica con las teorías cuánticas. No siendo posible, por razones de espacio, ocuparnos de los dos grupos parece más conveniente dejar a un lado las cuestiones ligadas con la relatividad, puesto que han sido largamente discutidas, a variados niveles, a lo largo de los últimos cincuenta años. Así podremos dedicar una mayor atención a las cuestiones relativas a la física cuántica, pero también en este caso pasaremos rápidamente por encima de ciertas cuestiones que pueden ser consideradas clásicas, para profundizar mejor en ciertos aspectos que nos parecen menos explorados.

No es necesario añadir que, en todo caso, los motivos de espacio que hemos señalado nos obligarán a contentarnos con una modesta muestra de todos estos problemas.

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CAPÍTULO VII

LA VARIEDAD DE LOS LENGUAJES

26. El problema de la imivocidad de los significados

La premisa más útil que se puede establecer antes de considerar los problemas filosóficos planteados por el contenido de las teorías científicas, es decir, por todo aquello que las ciencias afirman, es la siguiente recomendación. En todos los casos debe apurarse muy cuidadosamente el sentido preciso de todas las afirmaciones, puesto que de no hacerse así existe el riesgo de embarcarse en discusiones que no son pertinentes o que incluso pueden desviar del camino trazado.

Una recomendación de este tipo parece completamente obvia, pero en la práctica pocas veces se cumple. Así no es exagerado afirmar que la mayor parte de las discusiones filosóficas respecto a las afirmaciones de la ciencia aparecen viciadas por la falta de este control preliminar, cuyo propósito esencial debería ser comprobar si los términos que intervienen en la discusión son empleados con el mismo significado por ambas partes.

Por otra parte, en el seno de la filosofía pura no son Taras las disputas infructuosas debidas a un equívoco inconsciente en los significados que las dos partes dan a ciertos términos fundamentales.

Con ello no pretendemos afirmar que, una vez puestos de acuerdo sobre el significado de los términos, vayan a cesar todas las disputas, sino que cesarán las discusiones fundadas únicamente en discrepancias en el empleo de ciertos términos. Lo cual no es poco, puesto que equivaldría a eliminar las puras «cuestiones de

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vocabulario», a la vez que podrían ser planteadas correctamente las cuestiones más profundas. Es decir, para poder

disentir correctamente del logos apofántico es preciso estar de acuerdo respecto al logos semántico.

Estas discusiones filosóficas respecto a la ciencia resultan mal enfocadas, porque reposan en la convicción ilusoria de que existe uniformidad en el empleo de ciertos términos en el seno del lenguaje científico y del filosófico.

Los motivos de esta ilusión son fáciles de descubrir. De hecho el punto de vista en el cual se sitúa el profano frente a la ciencia - y cada uno es profano frente a toda ciencia de la cual no sea especialista - es más o menos el siguiente: el científico experimenta con un cierto sector de la realidad, valiéndose para ello de sus técnicas especiales de investigación, y busca ver «cómo están las cosas» Después nos da cuenta de dicho estado de cosas, que nosotros podremos comprender y juzgar razonable, pues confiamos en la eficacia de sus técnicas y en su preparación profesional para emplearlas, a pesar de que no seamos capaces, a causa de nuestra incompetencia técnica, de recorrer el camino que le ha permitido ofrecernos su informe. Así, por ejemplo, creemos que empleando técnicas que escapan a nuestra comprensión el psicólogo puede ofrecernos indicaciones acerca del grado de inteligencia de nuestros semejantes, el biólogo puede darnos ciertas respuestas acerca del problema de la naturaleza de la vida, el sociólogo puede informarnos acerca de ciertas tendencias en el vestir, el físico puede proporcionarnos alguna res-puesta acerca de la estructura de la materia, etc. Cada uno de ellos trabaja empleando sus técnicas específicas, pero proporciona una respuesta que no puede ser suya, sino de todos.

El problema estriba en que en la realidad las cosas no ocurren de esta manera ideal. En la realidad la especialización no se limita al empleo de técnicas de investigación propia y específica, sino que también el relato acerca del éxito de la inves-tigación está más o menos especializado. Así el «grado de inteligencia», la «naturaleza de la vida», «la tendencia en el vestir» y la «estructura de la materia» no son una misma cosa en el lenguaje del profano que en el del psicólogo, biólogo, sociólogo o

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físico, respectivamente. A causa de ello, las precisiones lingüísticas que estas locuciones del lenguaje corriente reciben en el seno de las respectivas ciencias, son tales que imposibilitan el empleo inmediato, a nivel del lenguaje común de las respuestas que los científicos proporcionan a los problemas que les son relativos.

En otros términos, existe una auténtica dificultad de comu-

nicación entre ciencia y discurso común debido al inevitable tecnicismo lingüístico de la ciencia. El aspecto más delicado de la cuestión no lo constituye la presencia de términos totalmente técnicos, que pueden resultar incomprensibles para el profano, sino la presencia de otros que no son técnicos y los cuales todos creen comprender y usar en su sentido usual, mientras que resulta que tienen un significado técnico a menudo no específico.

Para comprender mejor la importancia de esta cuestión, vamos a profundizar brevemente en el problema de los lenguajes técnicos de la ciencia .

27. El tecnicismo lingüístico de las ciencias

La motivación que se avanza comúnmente para explicar y justificar la constitución de los lenguajes técnicos de la ciencia, se apoya en exigencias de brevedad. En otras palabras, se dice a menudo que para una ciencia el lenguaje técnico representa una exigencia que, siendo inevitable en la práctica, puede en principio ser eliminada. Por tanto en teoría sería posible hacer desentrañar las sucesivas definiciones mediante las cuales han sido introducidas en una ciencia todos los términos técnicos, todos los símbolos específicos y todos los signos gráficos capaces de indicar ciertas operaciones. De esta manera, retrocediendo 1 progresivamente desde las definiciones más complejas y recientes a otras menos complejas y rematas, se podría llegar a expresar en el seno del lenguaje común todo aquello que se expresa ;( en el lenguaje científico. Si en la práctica no se realiza nunca este proceso de traducción es debido al importante aumento que sufriría no tan sólo la longitud de las expresiones lingüísticas empleadas, sino también su grado de complicación.

Parece claro que este aspecto economizador del empleo de un lenguaje técnico

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respecto al empleo del lenguaje corriente es innegable, pero en el fondo es totalmente accesorio. Incluso la situación no variaría si se añadieran otras consideraciones tales como, por ejemplo, la mayor exactitud, precisión y univocidad del lenguaje técnico, características que le son indudable- r mente inherentes. Por el contrario, la razón por la cual la creación de un lenguaje técnico nos parece una condición fundamental para la constitución de la ciencia es otra. Según nues tra opinión la necesidad de un lenguaje de este tipo responde,

antes que a exigencias de concisión y claridad, a una finalidad de circunscripción de los ámbitos de significado dentro de los cuales toda ciencia pretende erigirse como discurso provisto de sentido, lo cual equivale, por otra parte, a proveer de objetos propios. Dicho en otros términos, no se trata tanto de una necesidad de superar una presunta imprecisión del lenguaje común, como de determinar un empleo de los términos que dé lugar a un horizonte semántico bien delimitado y por tanto, en última instancia, otro lenguaje. Así, por ejemplo, el hecho de que en electricidad la noción de «tensión» sea caracterizada de un modo riguroso mediante las ecuaciones que la ligan a otras cantidades físicas fundamentales y mediante la referencia a operaciones de medida perfectamente establecidas, no significa que con ello se haya precisado adecuadamente un término impreciso del lenguaje común, sino más bien que se ha instituido un nuevo significado apoyándose en el término común. Este nuevo significado sólo conserva una relación muy remota con la constelación de significados que en el seno del lenguaje común acompañan a expresiones como «tensión ideal», «tensiones de la situación política» y similares.

En esta situación es legítimo afirmar que el término «tensión» acompañado por las connotaciones semánticas del lenguaje corriente es impreciso e inadecuado para su uso en electricidad. Pero también decirse que el mismo término, acompañado por las connotaciones semánticas que recibe en electricidad, es notablemente impreciso para denotar los ámbitos de significado que normalmente denota en el lenguaje común.

Es decir que adecuación o inadecuación, precisión o imprecisión, se refieren únicamente al ámbito lingüístico que se toma como referencia.

Por otra parte, está perfectamente de acuerdo con observaciones que hemos expuesto precedentemente y, especialmente, con aquella que se refiere a la naturaleza profundamente contextual de los significados de los términos. Pasando de un lenguaje común a un lenguaje científico cambian los contextos y por tanto cambian necesariamente -de un modo distinto en cada caso, pero siempre de un modo apreciable- los significados de los términos singulares.

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Alguno podría objetar que esta diferencia de contextos puede ser empleada para discriminar los significados de los términos en el seno de las distintas ciencias, pero que no puede ser invocado válidamente en lo que concierne a las relaciones entre una determinada ciencia y el

lenguaje común, ya que los lenguajes de las distintas ciencias son realmente restricciones del lenguaje común, y por tanto están incluidos en el mismo. Esta objeción nos parece poco importante por lo que en lugar de discutirla directamente será más instructivo ver cómo se alcanza a superarla aceptando la parte de verdad contenida en ella, es decir la afirmación de que el lenguaje científico puede entenderse como una circunscripción del lenguaje común. En las primeras páginas de este ensayo ya hemos encontrado algunas consideraciones que legitiman estas afirmaciones, precisamente cuando hemos subrayado que la característica esencial del saber científico era la de ser un saber limitado por circunscrito a ciertos ámbitos de la realidad. También hemos sos tenido que entre las varias caracterizaciones que pueden aventurarse para esclarecer la manera a partir de la cual la ciencia se ha constituido como tipo de saber distinto del filosófico (es decir, cuando no quiere li mitarse a considerar esta separación entre ciencia y filosofía como fruto de una instancia puramente pragmática), puede destacarse sin duda el punto de vista según el cual la ciencia se distingue de la filosofía cuando se constituye no ya como un discurso sobre la totalidad, sino como un discurso que se ocupa ya sea de zonas de la experiencia circunscritas en su extensión, ya sea de un tipo de problematización circunscrita de esta misma experiencia.

También hemos observado que uno de los motivos por los cuales la ciencia moderna puede considerarse originada verdaderamente con Galileo es precisamente el hecho de que fuera éste el primero en tener conciencia de esta circunstancia.

Está claro que una consecuencia totalmente natural del hecho de haber elegido el ocuparnos únicamente de ciertas cosas es el forjarnos un lenguaje que pretenda referirse precisamente a estas cosas, y ello del modo más aproximado y especializado posible. Si se tiene en cuenta este hecho, se alcanza también a comprender por qué el lenguaje común debe ser hasta cierto punto impreciso, sin que esta imprecisión constituya un defecto. Es evidente que si en el seno de este lenguaje debe ser posible el hablar de todo, es necesario que en él sólo se pueda hablar genéricamente de las cosas, y por tanto la citada inexactitud es más bien una condición precisa para que el lenguaje común pueda realizar la función que le es

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propia. Si no fuera así únicamente podría hablar de ciertas cosas y por tanto no sería un lenguaje común en el sentido no trivial del término.

Por tanto, si se acepta que toda ciencia circunscribe el ámbito de los objetos que le son propios y, como consecuencia de este hecho, propone que se considere su discurso como plenamente sensato y preciso cuando se refiera a dichos objetos, es preciso admitir que también el significado de los términos

aislados del lenguaje se diferencia de una ciencia a otra, y que dentro de una ciencia determinada, aparece con un significado más o menos distinto del significado común del término. Esta conclusión justifica plenamente el hecho de que la llamada «circunscripción» del lenguaje común, por dar lugar a los lenguajes científicos, constituye de hecho la fundamentación de los nuevos lenguajes.

Siendo esto así, resulta evidente que la presencia de un mismo término en el seno de lenguajes distintos no puede considerarse en rigor más que como un caso de pura y simple homonimia. Esta circunstancia no carece de interés debido a que la misma denota, cuando menos, la existencia de una cierta analogía entre los significados de este término en los distintos lenguajes en los cuales aparece, y ello plantea algunos problemas de los que nos ocuparemos muy pronto. Por otra parte, precisamente la permanencia de un cierto grado de analogía, parece constituir la condición indispensable para permitir la comunicación entre los distintos lenguajes.

28. La eliminación y la permanencia de la equivocidad

Las consideraciones precedentes equivalen a decir que toda ciencia, desde el momento en que fija junto con su ámbito de investigación específico el contexto lingüístico que le es propio, provoca una eliminación de la equivocidad en los términos del lenguaje común por ella empleados, debido a que la distinción de los ámbitos semánticos precisa de un modo unívoco los distintos significantes.

Sin embargo estas afirmaciones sólo son ciertas en teoría, porque en la práctica puede ocurrir que las precisiones de términos que se realizan en el seno de los lenguajes científicos acaben dando lugar a un aumento de equivocidad de hecho, o incluso al nacimiento de una equivocidad para los mismos términos en el seno del lenguaje común. De hecho es preciso no subvalorar la situación de coexistencia que continúa subsistiendo entre el lenguaje común y los lenguajes científicos, incluso una

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vez éstos se han atrincherado en sus niveles respectivos de especiali7ación.Esta coexistencia da lugar muy fácilmente a una especie de «rebote» de bastantes

términos - que han llegado a ser «técnicos» a nivel de las ciencias individuales - que vuelven de los

lenguajes especializados al lenguaje común, del cual habían sido sacados originariamente antes de ser sometidos al proceso de precisión y especialización técnica. Sin embargo esta vuelta al lenguaje común no tiene lugar como un puro y simple «retorno a los orígenes», pues va acompañado con un cierto enriqueci -miento de nuevas connotaciones adquiridas en su empleo técnico. Estos enriquecimientos o modificaciones de significado, que quedan adheridos a los términos técnicos cuando se vuelven al uso corriente, reciben a su vez un significado «corriente». En general este último es sensiblemente distinto, no tan sólo al significado técnico que poseían las connotaciones añadidas en el seno del lenguaje científico, sino que no puede ser puesto de acuerdo con el significado usual atribuido al término técnico que ha retornado al lenguaje común. Dicho en otras palabras: dado un término x en el seno de un lenguaje científico y dado un nombre de propiedad P - la cual pueda ir legítimamente asociada al mismo en el seno de este lenguaje- ocurre que cuando x y P son devueltos al discurso común ambos cambian de significado. Además en algunos casos es fácil que no sea posible atribuir válidamente el nombre de la propiedad P -con su nuevo significado- en el seno del lenguaje común.

La razón de este hecho puede captarse fácilmente. En el interior de un lenguaje técnico, un término designa un objeto al que se suponen ciertas propiedades o también que interviene en ciertas relaciones, a las que se denota con locuciones técnicas. Sin embargo ello no es ninguna garantía de que el mismo término, una vez interpretado en el seno del discurso común, denote un objeto que resulte poseer aquellas propiedades, o que intervenga en aquellas relaciones que corresponden a las correspondientes locuciones técnicas una vez reinterpretadas en el seno del discurso común. Estas argumentaciones que hasta ahora se han mantenido en un nivel abstracto serán esclarecidas más adelante con algunos ejemplos oportunos.

Antes de considerar estos ejemplos es conveniente añadir algunas consideraciones ulteriores para subrayar cierta diversidad que, respecto al problema

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que estamos tratando, se encuentra en términos muy distintos. Ya hemos aprendido a distinguir entre los términos subjetivos -que designan individuos y objetos aislados del dominio del cual se ocupa una ciencia de los términos predicativos, que denotan propiedades y relaciones entre tales objetos. Por otra parte también hemos tenido ocasión de observar que difícilmente aparecen en la ciencia

constantes subjetivas, debido a que es muy raro que la ciencia deba referirse a un individuo aislado de su dominio. Cuando la ciencia emplea nombres propios, en realidad pretende indicar clases de individuos de su dominio. Así «electrón», «protón», «cromosoma», «bacteria», «antibiótico» y otros muchos, son nombres propios de otras tantas clases particulares de individuos de las cuales se ocupan, en nuestros ejemplos, la física y la biología.

Por tanto, teniendo en cuenta que una ciencia no habla jamás de un individuo genérico de su dominio, sino que habla siempre de un individuo connotado por alguno de esos nombres propios, podremos considerar estos mismos nombres como sujetos. Obsérvese con todo que esta convención no es particularmente comprometedora, sino que se limita a tomar acta de una situación efectiva, es decir, que los objetos últimos de toda ciencia no son nunca individuos, sino clases de individuos. En este aspecto la ciencia moderna está de acuerdo con la antigua máxima según la cual «de lo individual no puede hacerse ciencia»

Una vez sentado este convenio podemos observar que el peligro de confusión y de equivocidad, entre el uso científico y el común de los términos, es menor por lo que se refiere a los términos subjetivos que para los predicativos. De hecho, los primeros, precisamente a causa de que denotan directamente los objetos - o, mejor, las clases de objetos - de los cuales se ocupa una ciencia directamente, arrastran consigo su denotación especializada cuando son empleados en el seno del lenguaje común.

Por ejemplo, no existe el peligro de confundir el brazo de una palanca con el brazo de un hombre, o de tomar la raíz de una ecuación en lugar de la de un diente, o la de una planta, etc. Muy a menudo, aun que no siempre, el término técnico con valor de semantema subjetivo es también un neologismo de aspecto poco corriente -como por ejemplo «electrón», «protón», «cromosoma», «ciptoplasma» y similares por lo que el peligro de confusión debido a su empleo en el lenguaje corriente queda eliminado por el hecho de que, aun cuando con el paso del tiempo estos términos resulten tan familiares en el seno de una cultura determinada corno para resultar de uso común,

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siempre serán empleados con su significado técnico. Con todo, incluso en aquellos casos en que esta condición muy especial no sea verificada, estos términos subjetivos se presentan siempre como «nombres para los objetos» y, por tanto, siempre es bastante inmediato el reconocimiento de los objetos a los que se refieren. Por ello el hecho de aceptarlos con un significado especial en el seno del discurso común es simplemente una consecuencia

del hecho de estar dispuestos a reconocer que existen más tipos de objetos que aquellos que aparecen a nivel de la experiencia común y sobre los cuales nadie encuentra ninguna dificultad.

El caso de los términos predicativos es muy distinto del que acabamos de exponer para los términos subjetivos. En este caso debe tenerse en cuenta que la gran mayoría de los términos predicativos se obtienen a partir del lenguaje corriente y que el cambio de significado que reciben en el interior de las distintas ciencias es mucho menos inmediato, precisamente a causa de que sirven para denotar una abstracción como las propiedades y relaciones. Ahora bien, mientras todo el mundo está dispuesto a admitir de un modo espontáneo que pueden existir muchos tipos de objetos distintos de aquellos que él conoce, está menos dispuesto a suponer que existan propiedades o relaciones distintas a las que está habituado a considerar. Es algo extraño e interesante a un tiempo. De hecho, cualquier lógico sabe que las relaciones y las propiedades relativas a un cierto sistema de objetos son siempre mucho más numerosas que los objetos del sistema. Deberíamos estar más dispuestos a admitir la existencia de numerosas propiedades desconocidas por nosotros que no la de objetos desconocidos, lo cual es la situa -ción contraria a la que se da en la práctica.

Por tanto, así como los términos subjetivos de una ciencia indican categorías especiales de entes, completamente distintos de aquellos de la experiencia cotidiana, los términos predicativos de una ciencia, a causa de que están inmersos en el contexto lingüístico de la misma y denotan propiedades y relaciones existentes entre sus entes, designan en principio cosas distintas a las propiedades y relaciones existentes entre los entes de nuestra experiencia cotidiana. Y esta afirmación es válida incluso en aquellos casos en que los nombres de estas propie -dades y relaciones sean los mismos.

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Sin embargo, mientras los términos subjetivos arrastran consigo siempre su denotación específica, los términos predicativos no hacen lo mismo, aun cuando al igual que los primeros presentan una diversidad de significados en los diversos contextos. Con lo cual en este caso es más grande la posibilidad de equí vocos inherente al retorno al seno del lenguaje común de los términos del lenguaje científica que denotan propiedades o relaciones.

29. Algunos ejemplos

En este lugar puede resultar bastante instructivo profundizar el conjunto de consideraciones desarrollado hasta el momento basándonos para ello en algunos ejemplos. En vistas a preparar el camino a una comparación entre el empleo de un término en el seno del lenguaje común y en el seno de los lenguajes científicos, empezaremos examinando un ejemplo clásico de equivocidad en un lenguaje científico riguroso: el de la geometría.

Es bien sabido que hacia el año 1830 maduraron las llamadas geometrías no euclidianas de Bolyai y Lobacevskij, en las cuales se conseguía obtener un sistema muy completo de teoremas geométricos que no incluía ninguna contradicción, aceptando entre los postulados básicos de la geometría la hipótesis de que, dada una recta y un punto exte rior a la misma, por este último podían trazarse más de una paralela a la recta dada. La legitimidad lógica de estas geometrías, que negaban el célebre postulado euclídeo de la existencia de una sola paralela, quedó establecida sin ninguna posibilidad de duda cuarenta años después, cuando con la construcción de modelos euclídeos de estas mismas geometrías, se pudo afirmar que poseían las mismas garantías de no contradicción que la geometría tradicional. Ante esta situación algunos matemáticos hicieron el siguiente razonamiento: es obvio que dada una recta y un punto exterior a ella, situados ambos en un plano, por el punto pasa una sola paralela a la recta, o no pasa ninguna o pasan más de una, pero debe verificarse uno solo de estos tres casos. Es decir que, aun reconociendo que cada una de las tres geometrías gozan en igual medida de la garantía de no contradicción lógica, sólo una de ellas puede verificarse, mientras las otras dos deben ser falsas. Por el contrario, otros matemáticos, partiendo del mismo razonamiento inicial, llegaron a la conclusión de que las tres geometrías eran válidas, pero en cambio no era aplicable el principio lógico del «tercio excluso», según el cual debería suponerse válida una sola de ellas.

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Estos dos razonamientos carecen de fundamento, y la raíz de esta falta de fundamento es la siguiente. Ambos razonamientos se basan en la no comprensión de que la creación de las geometrías no euclidianas había significado la construcción de nuevos lenguajes, y con ello había roto la univocidad de los términos del lenguaje geométrico, de la misma manera que la creación del lenguaje técnico de la física había roto la univocidad de ciertos términos del lenguaje común. Dicho en otras palabras, los dos razonamientos que acabamos de exponer no son conscientes de la circunstancia de que la recta que admite una paralela no es la misma recta que no admite ninguna, ni la misma que admite más de una. Incluso a pesar de que el «término» sea el mismo en los tres casos, su significado es profundamente distinto en cada uno de ellos, debido a las características de los contextos en que se halla sumergido.

Así la recta del contexto euclidiano, además de admitir una sola paralela, es indefinidamente prolongable y pertenece a una geometría en la cual existen triángulos semejantes que no son iguales, y en los cuales la suma de los ángulos internos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos. Por el contrario, la recta que posee más de una paralela pertenece a un contexto en el cual la suma de los ángulos internos de un triángulo es siempre menor a dos rectos, y en el cual no existen dos triángulos semejantes que no sean rigurosamente iguales, y el área de todo triángulo, o en general de un polígono, es proporcional a sus ángulos, y además dos paralelas admiten una sola perpendicular común, etc. Finalmente la recta que no admite paralelas, se sitúa en un contexto en el cual no es ni tan siquiera prolongable, y en el cual la suma de los ángulos internos de un triángulo supera los 180°, y además es posible trazar infinitas perpendiculares a la misma recta, etc.

Por otra parte, es posible en cierto modo hacer que estas proposiciones respecto a las paralelas sean verdaderas también desde un punto de vista del contenido; es decir, no es preciso limitarse siempre a considerar su compatibilidad formal con las demás proposiciones de sus geometrías respectivas, sino que puede incluso determinarse un modelo por medio de interpretaciones oportunas. Cuando se procede de este modo, se observa en seguida que las mismas jamás son verdaderas simultáneamente para un mismo modelo, sino cada una en el propio. Esta circunstancia, mientras por un lado especifica que no se trata siempre de la misma recta - y tampoco de los mismos planos, ni de los mismos puntos, ni de los mismos triángulos-, por otro lado afirma que las tres pueden ser verdaderas, considerada cada una según su propio modelo. Es decir, llegamos a un resultado contrario al del primer razonamiento citado, sin perjudicar el principio del tercio excluso - que impide su verificación simultánea en un modelo único - contrariamente a la conclusión del segundo razonamiento.

Parece claro que la confusión de significados que se encuentra en la base de los razonamientos equivocados que acabamos de examinar proviene de que ciertos términos geométricos, los cuales poseían tradicionalmente un significado único se encontraron de repente provistos de tres significados distintos. La causa de ello fue la constitución de dos nuevos contextos, que se vinieron a sumar al tradicional en que se hallaban implicados. De todo ello no se tuvo una conciencia clara, al menos en un principio, y en consecuencia, cuando los mismos términos fueron

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sacados de los contextos técnicos de las geometrías no euclideas y devueltos al interior del discurso común, algunos han pretendido interpretarlos de acuerdo con lo que se consideraba su significado - es decir el tradicional - lo cual les llevó a elaborar las argumentaciones infundadas a que nos hemos referido.

Todo lo que acabamos de ver ahora respecto a la proliferación de lenguajes que llevaron de la geometría a las geometrías, puede repetirse en lo que concierne a la multiplicación de los lenguajes desde el discurso común a los lenguajes científicos. En

cada uno de estos casos se dan los mismos riesgos de confusión y por las mismas razones.

Ya hemos observado que los riesgos de confusión son menores cuando se trata con términos subjetivos que aparecen en el lenguaje común y en los lenguajes científicos.

La situación es distinta cuando se trata de términos predicativos. Así, por ejemplo, en el discurso común no existe una diferencia apreciable entre las relaciones de igualdad, de equivalencia y de identidad, por lo que no es raro que a partir del lenguaje común pueda existir una cierta dificultad para captar las diferencias que existen entre estas relaciones en el seno del lenguaje técnico de la matemática. Es evidente, sin embargo que, siempre que nos limitemos a relaciones de este grado de abstracción, los márgenes de equivocación efectiva pueden suponerse despreciables.

La situación es distinta, por ejemplo, en el caso de relaciones como la de «simultaneidad», o de propiedades como la «precisión». Ambas se presentan como si fueran de naturaleza absoluta, de alcance universal, y normalmente no existe una tendencia a pesar de que las mismas signifiquen una cosa distinta en física, por ejemplo, que en el lenguaje de cada día. Es precisamente en los casos de este tipo que se encuentra la dificultad psicológica, a la cual nos hemos referido precedentemente, según la cual existe una resistencia a admitir que exista una pluralidad de propiedades o de relaciones designadas con un mismo término, mientras no hay mucha dificultad en admitir que exista una pluralidad de objetos designados por un solo término. Por ello, mientras nadie se extraña de que existan diversos tipos de «raíces» -de una ecuación, de un diente, de una planta - sí produce estupor el que deban existir distintos tipos de simultaneidad o de precisión.

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Lo mismo puede decirse para otros conceptos que se suponen de alcance completamente general, y por tanto se designan con términos a los que se reconoce un significado unívoco. Entre éstos cabe citar, por ejemplo, «espacio» «curvatura», «dimensión» y otros parecidos. En este caso es difícil comprender que la palabra «espacio» tenga más de un significado, es decir, que pueda designar cosas distintas a aquello que todos tienen presente de un modo más o menos confuso cuando se pronuncia este vocablo, y que las nociones de «dimensión» y «curvatura» sean susceptibles de una caracterización matemática rigurosa, que sólo de un modo remoto se relaciona con las correspondientes nociones intuitivas. A causa de ello se producen todas las dificultades entre el gran público -y no sólo en él- para comprender expresiones como

«espacio curvo» o «espacio de cuatro dimensiones» que aparecen en la teoría de la relatividad. De aquí también que sean inútiles los esfuerzos desesperados para representar intuitivamente un espacio curvo de cuatro dimensiones, debido a que dentro del tipo de intuiciones que se toman ordinariamente como referencia, será siempre imposible encontrar ninguna representación adecuada -es decir, un modelo- de las locuciones técnicas de índole matemática que entran en juego.

Todavía peor es la situación que se produce cuando el lenguaje científico emplea términos que, al nivel del discurso común, son más bien vagos y «evocadores», sin hacer referencia precisa a propiedades o relaciones entre entes, sino tan sólo a concepciones del mundo, doctrinas del conocer, etc. Por ejemplo, es típico el caso del término «relatividad», cuyo significado como designante de la bien conocida teoría einsteniana no se puede cotejar con todos los relativismos de saber más o menos filosófico, en ayuda de los cuales ha sido invocado numerosas veces. En casos como éste, el riesgo de confusión es tanto más grande cuanto mayor es la distancia que separa el denotatum circunscrito y técnicamente precisado de la locución a nivel científico, de la vaguedad de las denotaciones del correspondiente término en el seno del lenguaje corriente.

Quien conozca con un mínimo de rigor las líneas fundamentales de la teoría de la relatividad, sabe muy bien que la misma se limita a adquirir conciencia de que todas las observaciones y todas las mediciones físicas son relativas al observador que las realiza, sin que pueda darse una clase de observador privilegiado. Sin embargo, este hecho no da lugar en absoluto a un «relativismo», sino que por el contrario está en la base de la mayor y más compleja tentativa de la ciencia para expresar las leyes físicas de una manera totalmente invariante respecto a los dis tintos observadores, lo cual es evidentemente una manera de expresar un cierto carácter absoluto de las

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leyes físicas. Todo ello prescindiendo del hecho de que la teoría de la relatividad, como todas las teorías físicas, busca sus confirmaciones experimentales en los más diversos sectores de las ciencias naturales, de la microfísica a la astronomía.

Completamente análogo es el razonamiento que se puede hacer a propósito del indeterminismo, que muchos creen poder deducir de las famosas desigualdades de Heisenberg. También el contenido semántico del término a nivel del lenguaje común es apreciablemente distinto del que recibe en física cuántica, y por tanto la relación de «indeterminación» puede ser comparada

en este aspecto a la del paralelismo que interviene en la discusión relativa a las geometrías no euclidianas.

Aquí también podemos decir que no es el mismo tipo de indeterminación cuando se habla en el contexto de la física clásica o en el de la física cuántica que cuando se habla en el seno del lenguaje común. Con ello se comprende lo ilusoria que resulta la distinción introducida a menudo entre la «indeterminabilidad» por medio de medidas físicas de ciertos parámetros y su «determinación» intrínseca efectiva. El razonamiento empleado es completamente análogo al que se emplea cuando se afirma que hay una paralela, o ninguna, o varias. Las partículas que en el discurso tienen necesariamente una velocidad y posición perfectamente determinadas en todo instante, no son las mismas que aquellas de las cuales el físico dice que no es posible conocer simultáneamente su velocidad y posición con una precisión superior a un cierto valor constante. El motivo de ello es que los protocolos que permiten dar un sentido físico en el primer caso no son los mismos que lo confieren al segundo. De acuerdo con ello, incluso la «determinabilidad» de la que se habla no es la misma en los dos casos. Por ello nos parece ingenuo el esfuerzo de aquellos presuntos «progresistas» que intentan convencerse de que el mundo subatómico está intrínsecamente indeterminado, esforzándose en implicar su imagen intuitiva de esta situación con las relaciones de Heisenberg. Los que actúen de esta manera en realidad hacen lo mismo que aquellos que se esfuerzan en imaginar intuitivamente el espacio curvo de cuatro dimensiones de la relatividad, pretendiendo reducir tal caracterización a su intuición del espacio común, sin darse cuenta que los entes en cada caso son muy distintos.

Aunque ya no hablaremos más de la relatividad, volveremos más adelante a ocuparnos del principio de indeterminación, para profundizar en todo aquello que

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aquí apenas hemos esbozado.

30. Lenguaje y modelos

Consideremos nuevamente una observación que hemos efectuado antes, al señalar que la homonimia que se produce cuando un mismo término se inscribe en contextos diferentes no es puramente accidental sino que, por el contrario, siempre es un ín -dice de una analogía más profunda que subsiste entre los signi-

ficantes, aun en los casos en que la misma no llegue a convertirse en una identidad de los mismos.

Dicho en otras palabras, y refiriéndonos a los ejemplos ya indicados, esto equivale a afirmar que con toda seguridad la recta de la geometría euclidiana no es la misma recta de la geometría hiperbólica, ni tampoco la misma de la geometría elípti-ca, pero también es lícito señalar que todas ellas de alguna manera son siempre líneas rectas. Este mismo hecho puede ser expresado diciendo que, en lugar de suponer, como se ha hecho precedentemente, que la recta sea un ente geométrico determinado de características perfectamente establecidas, es decir un concepto unívoco, se puede suponer que es un concepto análogo. Ello significa que el concepto de recta puede ser atribuido a diversos tipos de entes geométricos, todos los cuales tienen en común ciertas características -por ejemplo la de poseer una sola dimensión, la de estar constituidos por puntos, la de quedar determinados unívocamente a partir de tan solo dos puntos, etc. - y se diferencian en otras.

Pasando de los ejemplos al caso general, es evidente que cuando se utiliza un término, ya empleado en un cierto contexto, para designar algún tipo de entes o propiedades de otro nuevo contexto, se sobreentiende más o menos tácitamente que tales entes o propiedades, pertenecientes al nuevo contexto, resulten sustancialmente análogas a aquellas que eran designadas en el contexto primitivo con el término considerado. Así, por ejemplo, el hecho de que una operación, definida entre entes cualesquiera, reciba el nombre de suma, induce a pensar que la misma posee algunas propiedades semejantes a las que posee la operación de adición definida entre números naturales.

Incluso puede afirmarse que designar un cierto tipo de entes o propiedades con un término tomado de un contexto preexistente equivale a proponer un modelo de

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los mismos. O dicho de un modo más exacto, equivale a proponer como modelo precisamente aquellos entes o propiedades que en el contexto ya conocido y preexistente van indicados con dicho término.

Es totalmente natural que este trasvase de términos de un contexto a otro se enfrente con todas las dificultades - y exige por tanto todas las cautelas- que se encuentra siempre que se recurre al empleo de modelos. Ya antes lo habíamos mencionado y ahora volveremos sobre el tema pero situándonos en el punto de vista que hemos señalado poco antes, o sea desde el punto de vista de la analogía.

De hecho el empleo de modelos consiste sustancialmente en recurrir a una analogía, y toda analogía se caracteriza por el hecho de que sólo se utiliza una parte de las propiedades del analogado -es decir de la entidad a partir de la cual se formula la analogía - mientras que las demás se consideran extrañas a la analogía o incluso capaces de producir una desviación. Así, por ejemplo, la costumbre de analizar los procesos de carácter estadístico mediante esquemas en los que interviene la extradición de objetos de una urna, es un caso de empleo de analogía; lo que cuenta no es el empleo real de las urnas, bolas coloradas y similares, sino que lo verdaderamente importante es el conjunto de hipótesis que se establecen acerca de las urnas imaginarias, la proporción de bolas de cada color, la modalidad de extracción, etc.

En muchos casos, la dificultad principal estriba en distinguir en un modelo las propiedades «buenas» de las «malas», es decir entre aquellas que sirven y constituyen la fuerza y el valor heurístico de la analogía y aquellas que son irrelevantes o, peor todavía, pueden conducir por un camino equivocado. De todos es conocido, por ejemplo, que cuando se concebía el éter como una especie de fluido que lo llenaba todo en el universo, podía emplearse esta analogía para explicar la propagación de muchos efectos físicos desde un lugar a otro del cosmos. Sin embargo, un importante punto débil, a causa de la circunstancia de que las ondas sólo pueden propagarse longitudinalmente en los fluidos, mientras que se observaba que las ondas luminosas eran de naturaleza transversal. Por otra parte, la eli -minación de esta parte negativa de la analogía sólo se conseguía por medio de la eliminación de otros aspectos positivos, como es bien sabido, y precisamente en esta imposibilidad de separación suficientemente clara entre lo bueno y lo malo reside una de las principales razones de la debilidad de este modelo.

La intervención de la axiomatización proporciona un auxilio precioso para superar las dificultades de este tipo. Así, en lugar de servimos de un modelo para comprender por vía analógica el comportamiento de una estructura experimental

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todavía ignorada parcialmente, podemos traducir en axiomas formales la parte buena del modelo: y desinteresamos de la parte mala, o incluso sustituir directamente esta última por axiomas que se verifiquen en el seno de la nueva realidad que estamos estudiando. Así ocurrió, por ejemplo, con las ecuaciones de Maxwell, que en un principio se tomaron como descripciones de

sistemas de oscilaciones en el éter, y que después han sido concebidas como simples ecuaciones del campo electromagnético. Este último no subtiende ninguna interpretación física y por tanto la naturaleza transversal de las ondas electromagnéticas no presenta ninguna dificultad respecto al mismo, mientras que difícilmente podía conciliarse con el modelo del éter entendido como un fluido.

Con todo, hemos afirmado que el recurso a la axiomatización representa un auxilio precioso para salir de la dificultad, pero no es en modo alguno una solución de la misma. La causa de ello es que la axiomatización resuelve - al menos en cierta medida- el aspecto sintáctico del problema, pero puede dejar en la vaguedad su aspecto semántico. Dicho en otras palabras, cuando nos servimos de un modelo, si resulta adecuado se dispone de una verdadera explicación de los hechos que interesan, porque el funcionamiento - por así decir - del modelo ofrece la manera de sacar provecho de la sintaxis para la descripción de los fenómenos, es decir, en la práctica, para escribir las ecuaciones que los gobiernan, mientras que por otra parte la naturaleza física del modelo sugiere también una cierta semántica de aquella descripción, ayuda a asignar un cierto tipo de significado físico a las ecuaciones. Si en un cierto instante se abandona el modelo, se mantiene la sintaxis pero se desvanece la semántica. Es decir, nos encontramos en situación de afirmar que las leyes matemáticas satisfacen los fenómenos, sin poder indicar de qué tipo de fenómenos se trata, sin poder referirlos a tipos de fenómenos ya conocidos, lo cual antes era posible refiriéndonos a los fenómenos que constituían el modelo. Un error que se produce muy frecuentemente a este respecto es el de afirmar que con ello se ha perdido toda posibilidad de explicación, o al menos toda posibilidad de explicación que sea semánticamente significativa, es decir provista de significado físico. Esta afirmación es efectivamente un verdadero error porque incluso en aquellos casos en que se desvanece la posibilidad de reducir los nuevos fenómenos a esquemas de tipo

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conocido, significa tan sólo que los mismos son fenómenos de un tipo muy nuevo y distinto de todo lo conocido, pero no por ello incomprensibles o no caracterizables semánticamente (incluso cuando su comprensión pueda resultar más difícil a causa de la carencia de la preciosa ayuda proporcionada por una analogía). Con todo, debe observarse que esta caracterización axiomática tan sólo puede satisfacer a los requisitos de «adecuación física» si enu-

mera explícitamente los correspondientes axiomas semánticos, como hemos insistido antes.

Una situación muy típica a este respecto es aquella en la cual se encuentra todavía hoy la mecánica cuántica, a causa del contraste entre el modelo corpuscular y el ondulatorio, de lo cual nos ocuparemos en el capítulo siguiente.

Existe un hecho que conviene no olvidar, y es que la axiomatización, como ya habíamos observado a su debido tiempo, sólo es posible cuando un cierto ámbito de fenómenos ha sido ya suficientemente teorizado y comprendido. Es decir, en la práctica, después que ha sido interpretado a fondo mediante el recurso a una serie de modelos, por muy insatisfactorios que los mismos puedan ser, entendiéndose el recurrir a modelos en el sentido razonablemente amplio propuesto en este parágrafo,, según el cual el empleo de términos tomados de teorías precedentes constituye ya el uso implícito de un modelo.

Esto equivale a reconocer que, en principio, es inevitable el recurrir a modelos, con todos los inconvenientes que ello implica. Es inevitable porque, cuando se pretende construir una teoría nueva, es siempre preciso adoptar términos ya empleados en una teoría precedente o en el lenguaje común. Ello tiene sus inconvenientes, pues a priori se sabe que, si verdaderamente se trata de una teoría nueva, llegará el momento en que la misma deberá romper el modelo que ha servido para esta -blecerla. Esta situación metodológica nos parece que ya fue descrita eficazmente a finales del siglo pasado por Tyndall: «En nuestras concepciones y en nuestros razonamientos acerca de las fuerzas naturales recurrimos siempre a símbolos que, cuando tienen un valor fuertemente representativo, los ennoblecemos con el nombre de teoría. Así, estimulados por ciertas analogías, atribuimos los fenómenos eléctricos a la acción de un fluido especial, que unas veces está en movimiento, y otras están quieto. Tales concepciones tienen sus ventajas y desventajas. En un principio ofrecen durante un cierto tiempo una morada tranquila para el intelecto, pero simultáneamente lo circunscriben y, con el tiempo, cuando la mente resulta

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demasiado grande para continuar recluida en aquella morada, resulta a menudo difícil echar abajo las paredes de lo que se ha convertido en una prisión más que en un hogar» .

Frente a este peligro se puede, como máximo, intentar estar siempre alerta, en el sentido de no dejarse llevar demasiado lejos de un modo inadvertido por las analogías sugeridas por el

modelo. Así, por ejemplo, ya Faraday observaba que la palabra «corriente» es tan expresiva en el lenguaje común que, cuando se aplica a la consideración de los fenómenos eléctricos, muy difícilmente se la puede despojar de su significado e impedir que éste influencie nuestras mentes 3.

Pecisamente a causa de ello Faraday intentó, en la medida de lo posible, servirse de palabras neutras, por lo que evitó, por ejemplo, el empleo de la palabra «polo» a causa de que sugería prematuramente la idea de atracción. Con la ayuda de W. Whewell elaboró nuevos términos técnicos -«electrodo ,», «electrolito», «anión», «catión» y otros- cuyos significados estaban definidos directamente en los nuevos contextos.

Con ello estaba realizando una tarea intrínsecamente idéntica a la idea de axiomatización presentada primeramente, pero no por ello podía sustraerse por completo al uso más general de modelos. Incluso una de sus contribuciones más fecundas en el terreno de la electricidad fue precisamente la introducción de las famosas «líneas de fuerza», es decir, el afortunado modelo que, elaborado matemáticamente por Maxwell, condujo al nacimiento de la física de campos.

Como ya habíamos anunciado antes, vamos a pasar a continuación a considerar un caso actual como ejemplo de las consideraciones que hemos desarrollado hasta ahora. Este caso se encuentra, todavía hoy, en el corazón de los problemas in -terpretativos de la mecánica cuántica, y nos parece que una aproximación al mismo de tipo lingüístico puede resultar más fecunda que los muchos otros caminos hasta hoy intentados.

NOTAS AL CAPÍTULO VII

1. L. Geymonat observa justamente: «Por un lado la creciente especia lización de la ciencia, y la consiguiente creación de expresiones técnicas cada vez más especializadas, ha hecho surgir la

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duda respecto a si los razonamientos desarrollados en un lenguaje científico son, a partir de un cierto nivel, intraducibles a otros lenguajes científicos y con mayor razón al len guaje común. Por otro lado las dificultades de principio que han surgido en las distintas teorías han llevado a un primer plano, entre físicos, matemáticos, biólogos, etc., las discusiones relativas al lenguaje» (GEYMONAT 1, pp. 45-46).

2. TYNDALL 1, pp. 66ss.3. FARADAY 1, Vol 1, p. 515.

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CAPÍTULO VIII

ONDAS, CORPÚSCULOS Y COMPLEMENTARIEDAD

31. Las imágenes corpuscular y undulatoria

Todos saben que la física que hoy llamamos clásica, es decir aquella que puede considerarse idealmente acabada a fines del siglo XIX, había llegado a una especie de gran cuadro sintético de los fenómenos naturales, dentro del cual los distintos conceptos se alineaban en torno a uno u otro de los polos de una bipartición fundamental. Por un lado estaban las sustancias materiales- esencialmente, los átomos de los distintos elementos químicos, a los que se suponía inmutables, y las moléculas de las más variadas sustancias obtenidas por unión química de estos átomos, y por otro lado estaban los campos y radiaciones: luz, calor radiante y electromagnetismo. La tendencia general respecto a esta clasificación consistía en considerar a las sustancias materiales como la base natural de los fenómenos físicos, mientras que, por el contrario, los campos y radiaciones eran considerados más bien como esquemas mentales y modelos lógicos para representar la evolución de los primeros. Esta postura se adoptó muy especialmente después de que fracasara el intento de «sustanciar» el campo mediante el concepto éter.

A cada uno de estos dos polos conceptuales se le atribuían algunas características propias. La materia se suponía constituida por partículas, y por tanto provista de una

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estructura corpuscular y discreta, y además localizable en una región circunscrita del espacio. Por el contrario los campos y radiaciones tenían naturaleza ondulatoria y continua, y debían pensarse como extendidos a todo el espacio y como portadores de energía.

En esta situación era del todo natural que físicos, confrontados con fenómenos nuevos que emergían en la escena de la investigación, intentaran encuadrarlos en uno u otro de los dos complejos conceptuales existentes.

Sin embargo, como es bien sabido, desde principios del siglo xx se revelaba cada vez más problemática la posibilidad de encuadrar los entes de la física en uno u otro de estos dos sectores. La teoría de la relatividad, aun cuando contenía algunas afirmaciones que no eran fácilmente conciliables con las ideas precedentes - como por ejemplo la afirmación de que la masa y la energía no son entidades realmente distintas- podía, sin embargo, considerarse en cierto sentido más como la coronación de la mecánica clásica que como el inicio de un nuevo período en la historia de la física. De hecho desembocaba en la eliminación del concepto de acción a distancia, eliminación que se había iniciado en cierto sentido con la teoría del potencial y que había encontrado una formulación casi perfecta en la teoría maxwelliana del campo electromagnético. Por otra parte no es casual que en la relatividad materia y campo continúen siendo sustancialmente dos cosas distintas, aun cuando muy próximas, y por ello siguieron apareciendo como dos consti tuyentes fundamentales de la relatividad física.

Por el contrario, en el terreno de la física de los cuantos, el cuadro clásico se rompe de una manera significativa. En primer lugar Planck descubrió que los sistemas físicos sólo pueden intercambiar energía electromagnética por medio de bloques unitarios (cuantos de energía). Poco después Einstein demuestra que la energía en realidad sólo existe en bloques discretos (fotones) de tal manera que la dicotomía « discretocontinuo» no puede aplicarse para distinguir la materia (discreta) de la energía radiante (continua).

Después de estos primeros pasos que sustancialmente consistían en reconocer un cierto carácter corpuscular a las radiaciones, se produjeron otros desarrollos que, recorriendo conceptualmente el camino inverso, llevaron a reconocer una natura-

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leza ondulatoria a todas las partículas materiales. De hecho éstas se revelaron capaces de dar lugar a los fenómenos ondulatorios clásicos, tales como los de interferencia y difracción. No parece que debamos detenernos en ilustrar y discutir estos hechos bien conocidos, cuyo resultado fue la disolución del esquema interpretativo clásico del cual hemos hablado primeramente. A partir de aquí todo resultaba ser a la vez partícula

y campo, materia y radiación; es decir, todas las cosas presentaban la estructura continua y las propiedades ondulatorias bien conocidas del campo, pero también la estructura discreta y las propiedades corpusculares no menos conocidas de las partículas.

Sin embargo, a causa de ello la representación que se puede hacer del mundo físico se torna incierta. De hecho no se puede negar que la superposición de las imágenes corpuscular y ondulatoria del mundo físico para describir un mismo fenómeno provoca auténticas dificultades de conceptualización. Sin entrar en detalles, por otra parte muy conocidos e incluso excesivamente discutidos en las publicaciones de tipo divulgativo, puede observarse que ya en la relación de Planck que establece la proporcionalidad entre la energía y la frecuencia que consti tuye la base de la mecánica cuántica, se encuentra inherente la dificultad fundamental. Se trata de que el concepto de energía debe referirse exclusivamente a una partícula individual, es decir a una cosa típicamente pequeña en extensión, mientras que el concepto de frecuencia se refiere, típicamente, a una onda, es decir a algo que se extiende en el espacio hasta ocuparlo, al menos idealmente, por entero. Las demás dificultades son de estructura análoga: la imagen corpuscular y la imagen ondulatoria presentan determinados atributos que intuitivamente aparecen como contrapuestos, y que por tanto no son aplicables a un mismo fenómeno.

32. El principio de correspondencia

Debe observarse que, aun cuando tales dificultades fueran inherentes (o más bien implícitas) al «postulado de los cuantos», sólo se pusieron de manifiesto transcurrido un cierto tiempo, cuando el llamado «principio de correspondencia» dejó de actuar como válvula de seguridad. El fundamento conceptual de este principio era en el fondo muy simple y consistía en suponer que la teoría de los cuantos, o por lo

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menos su formalismo, contiene la mecánica clásica como caso límite'. Este principio fue formulado explícitamente por Bohr, pero su idea fundamental fue anticipada, en cierto modo, por el mismo Planck, el cual a fines de 1906 escribió que «la teoría clásica se caracteriza por el hecho de que el cuanto de acción es in -finitamente pequeño respecto a las magnitudes que intervienen en ella» z.

Sobre esta base, la interpretación de un nuevo fenómeno siempre podía intentarse aplicando conceptos y teorías clásicos, pero introduciendo en el punto exacto las condiciones cuánticas. El ejemplo más conocido e instructivo de aplicación de esta manera de proceder nos lo ofrece el modelo atómico de Bohr, el cual recoge la imagen clásica del átomo como pequeño sistema planetario, pero añadiéndole la condición de cuantificación de las órbitas.

El principio de correspondencia fue un precioso y versátil instrumento heurístico para el desarrollo de la primitiva teoría de los cuantos, y en definitiva para la fundamentación de la misma mecánica cuántica. Sin embargo, con el transcurso del tiempo se reveló cada vez más irreconciliable con la otra idea de Bohr, la cual originó el llamado «principio de complementariedad» y que consistía en el reconocimiento de la existencia de una irreductibilidad esencial entre la mecánica clásica y la cuántica. Ello significaba el abandono de la convicción de que esta última era una «generalización racional» de la mecánica clásica, como afirmaba Bohr, o, desde otro punto de vista, una «restricción» de la misma, como decían Sommerfeld y Ehrenfest, prefiriendo subrayar el carácter restrictivo de las condiciones cuánticas.

En todo caso el abandono del principio de la correspondencia no tuvo lugar hasta 1925, y hasta entonces la física de los cuantos fue, más que una verdadera teoría, una complicada colección de hipótesis, principios, teoremas y recetas para los cálculos. Cada problema cuántico debía ser resuelto en primer lugar en términos de la física clásica y su solución debía ser pasada por el tamiz de las condiciones cuánticas o sea formulada en el lenguaje de los cuantos de acuerda con el principio de correspondencia. Sin embargo ocurría que esta «traducción correcta» no era en absoluto automática, y casi siempre requería una buena dosis de intuición, genialidad y también un poco de fortuna.

En otras palabras, puede decirse que el empleo del principio de correspondencia, conseguía detener la eclosión de las dificultades conceptuales escondidas en el postulado de los cuantos. Sin embargo, el precio que se pagaba por ello era la carencia de una verdadera autonomía conceptual y de coherencia lógica en la nueva física. Esta última se veía reducida en mayor o menor medida, de un modo artificioso, a la física clásica, y

ello a pesar de que todo el mundo era consciente de que ambas eran realmente muy distintas 3.

Las consecuencias de estos orígenes se pagaron, en cierto sentido, cuando se comprendió en un determinado momento que era preciso abandonar el principio de correspondencia. Cuando ello ocurrió, el formalismo de la mecánica cuántica ya estaba establecido, y había sido creado bajo el dominio de dicho principio. De aquí que surgiera el problema de interpretar los símbolos del formalismo y ponerlos en relación con los mismos conceptos clásicos, que resultaban indispensables para someter la teoría a control.

Heisenberg, dándose cuenta de la imposibilidad de construir ex aovo un aparato conceptual independiente, dotado de capacidad descriptiva para interpretar el formalismo de los cuantos, no vio otro camino que el de tomar como buenos los conceptos clásicos, restringiendo su campo de aplicación. «Todos los conceptos

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que vienen siendo aplicados en la teoría clásica para la descripción de un sistema mecánico pueden definirse para los procesos atómicos de un modo exactamente análogo. Sin embargo los experimentos que sirven de base para una tal definición implican, desde un punto de vista puramente experimental, una cierta indeterminación cuando requerimos a los mismos la determinación simultánea de dos magnitudes canónicamente conjugadas» 4.

Precisamente es el principio de indeterminación de Heisenberg el que hace admisible el empleo de estos conceptos clásicos. Una tesis similar será sostenida por Bohr y se convertirá en el núcleo de la llamada «interpretación de Copenhague» de la mecánica cuántica.

En conclusión, la situación era la siguiente. En un principio se pensó que sería posible continuar moviéndose en el seno del cuadro conceptual de la mecánica clásica, con sólo introducir una especie de condición suplementaria, es decir el requi sito de la cuantificación. Actuando de esta manera se tomaba inevitablemente la costumbre de pensar clásicamente la nueva física, y consecuentemente a formularla en términos clásicos. Con el avance de los descubrimientos, resultan cada vez más evidentes las dificultades de tal formulación, hasta el punto de aparecer como verdaderas contradicciones cuya superación parecía requerir un fundamental esclarecimiento de conceptos. No es por casualidad que en la célebre memoria de Heisenberg, de la cual hemos sacado la cita anterior, se enuncie, casi

al principio, el problema en los siguientes términos: «Surge la pregunta de si no será posible, por medio de un análisis más cuidadoso de aquellos conceptos cinemáticos y dinámicos, esclarecer las contradicciones que subsisten respecto a la inter-pretación intuitiva de la mecánica cuántica y llegar a una comprensión intuitiva de sus relaciones» 5.

En esta situación se podía pensar en efectuar una elección entre dos caminos muy distintos: o renunciar totalmente a los conceptos clásicos, o intentar adaptarlos a la nueva situación de un modo más eficaz y persuasivo de lo que permitía el principio de correspondencia. El camino que resultó elegido fue el segundo a causa de razones prácticas de gran peso, sintetizables en el hecho de que los instrumentos de naturaleza teórica de que se disponía para construir la nueva mecánica eran los mis-mos que los de la antigua, como por ejemplo el empleo de la función hamiltoniana del sistema. También intervinieron en la elección ciertas razones de

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principio, como era la circunstancia de que no se veía la manera de formular nuevos conceptos que pudieran ser conectados después con los conceptos clásicos, que continuaban siendo necesarios para describir el empleo de los instrumentos de medida y los resultados de sus observaciones.

33. Los defensores de una imagen única

Es sabido que, mientras Heisenberg formulaba estas ideas, Bohr recorría independientemente un camino análogo y llegaba a una codificación metodológica para aceptar este punto de vista, a la que dio forma en el «principio de complementariedad»

Antes de referirnos a este famoso principio, es útil representarse, desde un punto de vista puramente abstracto, la situación que se produce cuando se quieren aplicar conceptos clásicamente reñidos a la nueva realidad física. Para fijar ideas continuaremos ocupándonos de la antítesis entre los modelos corpuscular y ondulatorio para la explicación del mundo subatómico.

Teóricamente son posibles cuatro alternativas: a) los dos modelos son verdaderos; b) los dos modelos son falsos; c) sólo el modelo corpuscular es verdadero; d) sólo el modelo ondulatorio es verdadero.

De todos es sabido que cada una de estas posibilidades ha

tenido sus defensores convencidos. Sin detenernos en exponer hechos sobradamente conocidos, recordaremos que uno de los principales propulsores de la imagen ondulatoria fue Schródinger, el cual consideraba contradictoria la manera que tenía la física cuántica de caracterizar los corpúsculos, y en particular la incoherencia de no poder asignarles una individualidad. En consecuencia suponía que tan sólo la representación ondulatoria -aunque con algunas dificultades- podía proporcionar una imagen intuitiva y correcta de todos los fenómenos cuánticos, por medio de un sabio empleo de las características familiares de los fenómenos ondulatorios tales como interferencias, resonancias, ondas estacionarias, trenes de onda, etc. Es sabido también que Schrodinger fue prácticamente el único que defendió esta posición contra la cual se levantaron importantes objeciones técnicas y también una objeción, importante por su sencillez, de naturaleza metodológica. Se trata de que, aun suponiendo que los razonamientos de Schrádinger fueran correctos, los mismos

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no proporcionarían en absoluto una interpretación intuitiva de los hechos cuánticos, porque su función de onda no es la representación de un ente físico sino tan sólo un ente matemático abstracto, definido en un espacio multidimensional (por otra parte Schródinger nunca pretendió afirmar otra cosa). Dicho de otra manera, esta función no representa una onda en sentido físico más de lo que la representa el llamado «vector de estado en el espacio hilbertiano» del cual hablan preferentemente los físicos teóricos actuales.

En el extremo opuesto se sitúan aquellos que pretenden poder interpretar toda la mecánica cuántica en términos de partículas ordinarias. Entre éstos, la posición más típica actualmente es quizás la de D. Bohm, el cual supone poder explicar los fenómenos aparentemente no corpusculares recurriendo a cientos parámetros que describen procesos inobservables, «ocultos». No es cuestión de discutir aquí semejante interpretación, porque en realidad la misma nos parece que esconde presunciones mucho más amplias .

Vale la pena en todo caso mencionar a Max Born entre los científicos que defienden la teoría corpuscular, puesto que para él los verdaderos entes físicos son los corpúsculos, mientras que las ondas no son otra cosa que puros artificios matemáticos para permitir, por ejemplo, el cálculo de la probabilidad de hallar una partícula en un determinado lugar. Sin embargo, esta probabilidad no es una cosa privada de significado físico,

y por ello al aspecto ondulatorio, el cual corresponde a esta probabilidad, le corresponde también alguna cosa físicamente significativa, que sin embargo es más bien una propiedad de los objetos físicos que un objeto físico en sí mismo. De este modo, esta famosa interpretación estadística de la mecánica cuántica se suma al punto de vista dado por Einstein, el cual ya había hablado de una onda asociada al corpúsculo, pero confiriendo siempre a este último el peso de la existencia física y reservando a la onda un significado de distribución probabilística .

Recientemente Karl Popper se ha adherido a esta manera de pensar que considera las partículas como objetos de la experiencia, a las cuales se asocian unos campos de probabilidad que no son propiedades de los mismos objetos sino del entero aparato experimental, y poseen un carácter objetivo. Esto último significa que la probabilidad es pensada como una medida de la «propensión» objetiva de un cierto sistema físico o comportarse de un modo determinado .

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Tampoco han faltado las objeciones contra esta posición. Dejando a un lado una vez más las objeciones de carácter técnico, las cuales exigirían una discusión excesivamente larga, señalaremos una sola -simple, pero importante- de carácter metodológico. La misma proviene de que el formalismo de la mecánica cuantica implica la no discernibilidad de las partículas de un mismo tipo, y ello a causa de que si se admitiera su discernibilidad se llegaría a una contradicción con los hechos experimentales. Por esto algunos piensan que no es posible suponer una existencia a una cosa que no puede ser imaginada como un individuo, es decir, como un objeto distinto de otros objetos. Naturalmente, todos los defensores del modelo corpuscular buscan una respuesta a ésta y a las demás objeciones, pero no nos detendremos a considerar cuáles son estas respuestas.Sin duda sería interesante discutir estas posiciones, pero ello nos llevaría demasiado lejos. Por el contrario, nos parece más útil examinar la respuesta de Born, el cual admite todas las tesis corrientes en la mecánica cuántica, con todo y darse cuenta simultáneamente de las dificultades de la posición corpuscular. Este autor no niega que las partículas, cuya existencia afirma, estén desprovistas de no pocas de las propiedades que en física clásica son atribuidas a las partículas materiales: discernibilidad, localización exacta en el espacio, cantidad de movimiento precisa, etc. Sin embargo, no por ello supone que no se pueda hablar de partículas, lo mismo que en matemáticas la noción de

«número», nacida primitivamente para designar los números naturales, ha ido posteriormente extendiéndose para designar también los enteros, los racionales, los reales, y los complejos, todos los cuales difieren profundamente de los números originales que sirvieron para establecer la noción primitiva.

Por otra parte, también en la física son comunes las generalizaciones de este tipo. Así originariamente los fenómenos luminosos eran aquellos relacionados con el sentido de la vista y los acústicos con el del oído, mientras que actualmente no existe ninguna dificultad en hablar de luces no visibles y sonidos no audibles. Por tanto, incluso para el concepto de partícula debemos estar dispuestos a admitir una generalización de este tipo, es decir, una ampliación del uso de este concepto que satisfaga sustancialmente dos condiciones. «En primer lugar debe gozar de algunas de las propiedades - y en ningún modo de todas- correspondientes a la idea primitiva de partícula, como por ejemplo la propiedad de ser parte de la materia considerada

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macroscópicamente, y consecuentemente esta última debe poder considerarse compuesta por aquéllas. En segundo lugar la idea primitiva debe ser un caso especial o, mejor, un caso límite del nuevo concepto» 9.

El interés de estas precisiones de Born (que no se encuentran en los escritos del período crucial en que se debatía la alternativa onda-corpúsculo, sino que aparecen varias veces en escritos posteriores a 1950) estriba en la circunstancia de que, aunque sea de una manera más implícita que explícita, en las mismas aflora sin duda el punto de vista lingüístico del que ya hemos hablado y que dentro de poco volveremos a considerar. En esencia, cuando Bom dice que las partículas en las que él piensa sólo pueden considerarse como tales hasta cierto punto y de un modo bien determinado, admite que el modelo corpuscular por sí solo es insuficiente y que la palabra «partícula» es un término cuyo significado preciso únicamente puede nacer del nuevo contexto.

34. El principio de complementariedad

Prescindiendo, como ya se ha indicado, de las discusiones más recientes mediante las cuales algunos autores intentan sostener la perfecta adecuación de la interpretación corpuscular, es interesante observar que en el año 1927 la situación era tal que

ni el modelo corpuscular ni el ondulatorio eran adecuados para explicar la nueva realidad del mundo subatómico. Sin embargo, en lugar de aceptar esta situación se afirmó que en realidad, ya fuera uno u otro, uno de los dos debía resultar adecuado. La tentativa de sostener esta afirmación sin incurrir en una contradicción indirecta preside sin duda el nacimiento del «principio de complementariedad» de Bohr, el cual todavía hoy desempeña el papel de pieza maestra en la filosofía oficial acerca de los cuantos.

El hecho más curioso respecto a este principio es que no ha sido nunca enunciado de un modo claro y unívoco, especialmente por lo que se refiere a su creador, Niels Bohr. Incluso alguno ha observado, quizás con un poco de malicia pero no equivocadamente, que una de las razones «para la persistencia de la fe en la complementariedad, a despecho de todas las objeciones decisivas, es debida a la vaguedad de las afirmaciones fundamentales de este principio» 1°

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Si se toman en consideración las declaraciones de Bohr, el principio en cuestión parece referirse esencialmente a descripciones de los fenómenos. A causa de sus contrastes, las manifestaciones de los sistemas atómicos bajo diversas condiciones experimentales deben ser entendidas como complementarias, en el sentido de que todas ellas están perfectamente definidas y que juntas agotan todo posible conocimiento relativo a los objetos estudiados. El formalismo cuántico, cuyo único fin es la comprensión de las observaciones hechas bajo condiciones experimentales susceptibles de ser descritas mediante simples conceptos físicos, proporciona una descripción completamente exhaustiva de un amplio dominio de la experiencia» 11.

Análogamente, Bohr habla otras veces de «imágenes». «Los datos obtenidos en condiciones experimentales distintas no se pueden recoger en una imagen singular, sino que deben ser considerados como complementarias, en el sentido que sólo la totalidad de los fenómenos agota la posibilidad de información respecto a los objetos» 12.

La vaguedad, quizás no involuntaria, creada por Bohr al hablar de «descripciones» o «imágenes», estuvo menos acentuada en otros autores. Así por ejemplo, Pauli llama complementarios a dos conceptos clásicos, no dos descripciones, y afirma: «Si la posibilidad de utilizar un concepto clásico está en relación de exclusión con la posibilidad de utilizar otro, llamamos, con Bohr, complementarios a estos dos conceptos, por ejem-

plo, las coordenadas de posición y de impulso de una partícula» 13.No es difícil ver que el concepto de complementariedad se interpreta aquí de una

manera distinta. No se trata ya, como en el caso de Bohr, de dos descripciones clásicas mutuamente excluyentes de los hechos atómicos, sino de dos conceptos que, perteneciendo a una misma descripción clásica -en el ejemplo considerado, la corpuscular - no pueden emplearse simultáneamente. Por tanto, se puede decir que estamos frente a la fiel transcripción del principio de indeterminación de Heisenberg, que no frente a la del principio de complementariedad de Bohr. Con posterioridad también otros autores formularon este principio de un modo ulteriormente modificado, por ejemplo, C.F. von Wei7seker.

La mención de estas diferencias nos parece oportuna, no sólo porque constituye un índice de las dificultades conceptuales que siempre han acompañado a este famoso principio, sino también porque puede servir para explicar el hecho de que todavía

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hoy subsisten muchas posiciones contrapuestas respecto a su interpretación.Lo menos que se puede decir es que considerar equivalentes formulaciones de la

complementariedad tales como la expuesta por Bohr de una parte y por Pauli de otra, equivale a crear una cierta confusión, la cual se remonta al mismo Bohr. Éste, por ejemplo, observa en varias circunstanciase que la imposibilidad de combinar totalmente la coordinación espacio temporal por un lado y la determinación de la energía y cantidad de movimiento por otro está ligada a la misma estructura que en principio deben tener los aparatos capaces de permitirnos la determinación de una u otra. Este razonamiento, cuya esencia es evidentemente el contenido del principio de Heisenberg, debería conducir eventualmente a una definición de la complementariedad del tipo de la de Pauli. Por el contrario, Bohr pasa, sin ninguna justificación, a su tipo de complementariedad, es decir, aquel que se refiere a las descripciones clásicamente incompatibles: «Debemos estar preparados, afirma, frente al hecho de que datos obtenidos mediante dispositivos experimentales mutuamente excluyentes (como aquellos que se emplean para determinar posición e impulso) puedan mostrar contrastes hasta ahora no observados, e incluso aparecer contradictorios a primera vista. Es precisamente en esta situación en la que se recurre a la noción de complementariedad, para elaborar un esquema suficientemente amplio que proporcione la explicación de las regularidades fun-

damentales que no pueden ser incluidas en una descripción única» 14.El hecho de que debamos «estar preparados» para aceptar una

complementariedad entre descripciones reñidas entre sí, no resulta en absoluto como consecuencia lógica de que estemos obligados a contentamos con medidas no plenamente determinadas de ciertas magnitudes físicas. Queremos subrayar esta cir-cunstancia porque casi siempre el principio de complementariedad ha sido presentado como una especie de «estado de necesidad», impuesto por las relaciones de indeterminación, por ejemplo M. Bom sigue plenamente a N. Bohr en este tipo de razonamiento. Sin embargo, este hecho no es verdadero si el principio de complementariedad se entiende en el sentido de Bohr - complementariedad entre descripciones- mientras que resulta demasiado trivial si se entiende en el sentido de Pauli, puesto que en este caso es una simple reformulación verbal del mismo principio de indeterminación.

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Por otra parte es sintomático que precisamente esta ambigüedad haya servido, históricamente, para esconder las dificultades lógicas de este principio. De hecho está claro que, considerado como la afirmación simultánea de dos «imágenes», de dos «descripciones» y, por tanto, de dos «teorías» embrionarias contrapuestas del mundo de la microfísica, no podía escapar a un juicio extremadamente severo del tipo formulado tajantemente una vez por Schródinger. «Existe, nos dice, otro concepto, el de complementariedad, que Niels Bohr y sus discípulos defienden y del que todos hacen uso. Debo confesar que no lo comprendo. A mi modo de ver se trata de una evasión, aunque no de una evasión voluntaria. De hecho se acaba por admitir que tenemos dos teorías, dos imágenes de la materia que no están en mutuo acuerdo, de tal modo que unas veces tenemos que emplear una y otras veces la otra. En otro tiempo, hace setenta o más años, cuando se observaba un hecho de este tipo, se llegaba a la conclusión de que la investigación no había finalizado todavía, porque se suponía que era absolutamente imposible emplear dos conceptos diferentes a propósito de un fenómeno o de la constitución de un cuerpo. Me parece que si actualmente ha sido inventada la palabra "complementariedad" ha sido para poder justificar este empleo de dos conceptos diferentes, como si ya no fuese necesario encontrar finalmente un concepto único, una imagen completa que se pueda comprender. La palabra "complementariedad" me hace pensar siempre en la frase de Goethe:

"Precisamente allí donde faltan los conceptos, se presenta en el momento justo una palabra"» II.

¿Cómo se puede responder a las objeciones de este tipo? Para no admitir un status provisional de la teoría y al mismo tiempo para sustraerse a las acusaciones de contradicción, los defensores de la complementariedad encontraron un precioso auxilio en el principio de Heisenberg. Es indiscutible, e histózicamente documentable, que Bohr no llegó a la idea de complementariedad con el conocimiento del principio de Heisenberg, pero no es menos cierto que en el mismo encontró una especie de confirmación psicológica y de justificación lógica. De hecho, a sus ojos el principio de indeterminación ponía en claro el precio que se debe pagar por el empleo de nociones complementarias pero irreconciliables, y al mismo tiempo mostraba cómo no se llegaría nunca a una contradicción, porque jamás se llegaría a cimentar

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simultáneamente los dos aspectos complementarios e irreconciliables de un mismo fenómeno.

Esta justificación ha sido repetida por decenas de defensores de la llamada «escuela de Copenhague», pero su fuerza aparente reposa precisamente en una confusión entre los dos aspectos distintos de la noción de complementariedad cuya existencia ya hemos subrayado. Una cosa es la situación nueva que se da en microfísica y que nos prohibe el empleo simultáneo, con una precisión superior a un cierto límite, de dos conceptos mutuamente compatibles (por ejemplo, posición y velocidad) cuyo significado proviene de la mecánica clásica, mientras que otra cosa distinta es admitir que la nueva situación parece imponernos el empleo simultáneo de dos conceptos de origen clásico mutua-mente incompatibles (por ejemplo, onda y corpúsculo).

El primer caso no plantea problemas de compatibilidad lógica, de no contradicción intrínseca, sino que como máximo plantea el problema de la inadecuación de los conceptos clásicos aislados al aplicarse a situaciones cuánticas. Por el contrario, el segundo caso plantea problemas de no contradicción intrínseca, para hacer frente a los cuales es ilusorio recurrir al principio de indeterminación, por dos razones: en primer lugar, porque éste es, sustancialmente, una toma de conciencia de una situación del primer tipo, que no presenta ningún nexo evidente con las del segundo; en segundo lugar, porque la compatibilidad lógica entre los conceptos no puede estar asegurada por el simple hecho de que los mismos no pueden ser confrontados directa-

mente en el terreno experimental, a causa de la indeterminación de las medidas`.Por otra parte, considerando las circunstancias históricas del nacimiento de la idea

de complementariedad, se puede observar fácilmente que la misma nace precisamente en el sentido de una afirmación del primer tipo. En la famosa comunicación presentada por Bohr en el congreso de Como, en la cual por primera vez formuló la idea de complementariedad, la misma aparecía como el enunciado de una necesidad de considerar tan sólo como complementarios, a nivel cuántico, ciertos conceptos que a nivel clásico eran compatibles, e incluso se acostumbran a emplear simultáneamente a propósito de los mismos hechos. Así Bohr habló de localización espaciotemporal por un lado, y de causalidad por otro, y no pudo afinar más su formulación porque no era posible en la época; sólo pudo lograrse precisamente

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después del enunciado del principio de Heisenberg. «La naturaleza intrínseca de la teoría de los cuantos, dice Bohr, nos obliga, pues, a considerar la coordinación espaciotemporal y la afirmación de la causalidad, cuya unión caracteriza la teoría clásica, como aspectos complementarios y mutuamente excluyentes de la descripción, los cuales simbolizan respectivamente la idealización de la observación y de la definición» 17.

Hasta aquí no se observan todavía trazas del empleo de la complementariedad para justificar el uso de conceptos clásicamente incompatibles. No es de extrañar que fuera de este modo, puesto que la convicción de que «todo es corpúsculo y a la vez todo es onda» estaba todavía madurando en aquella época, y, por tanto, no podía ser todavía el centro de la polémica intelectual como lo sería poco después. Cuando Bohr concibió la idea de la complementariedad, pretendía establecer el balance del estado de la microfísica de la época. Ya hemos indicado que hasta el año 1925 el formalismo de la mecánica cuántica consistía esencialmente en un esquema simbólico que permitía, de acuerdo con el principio de correspondencia, preveer ciertos resultados que se podían obtener de condiciones especificadas en términos de conceptos clásicos. El principio de complementariedad declara de un modo explícito, pero genérico, la necesaria situación de imprecisión que acompaña al empleo de estos conceptos. Muy poco tiempo después, el principio de indeterminación vendría a proporcionar una formulación cuantitativa precisa de la misma afirmación, constituyendo de esta manera una con-

firmación del principio de complementariedad, entendido de acuerdo con esta primera interpretación.

Cuando más tarde, a consecuencia de bien conocidas vicisitudes de tipo teórico y experimental, hubo que enfrentarse a alternativas del tipo «onda-corpúsculo», pareció: natural ver en ellas una situación análoga a la precedente. Es decir, fueron interpretadas a partir del ejemplo familiar dado por dos conceptos clásicos a los que se debía suponer tan sólo como complementario. Sin embargo, como ya se ha indicado, la situación en este caso era muy distinta, puesto que la nueva física, en lugar de hacer difícil el empleo simultáneo de conceptos compatibles clásicamente, parecía imponer el de conceptos clásicamente incompatibles.

Es muy extraño que esta diferencia de situación no fuera advertida convenientemente en aquella época. La explicación del hecho podría estar, al menos

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hasta cierto punto, en la opinión que los defensores de la interpretación de Copenhague tenían respecto a la raíz común de todas estas dificultades. Según ellos esta última no era otra que la circunstancia de que para la construcción de la nueva física debía recurrirse necesariamente a los mismos instrumentos conceptuales y lingüísticos de la física clásica, los cuales tan sólo pueden adaptarse parcialmente a la nueva realidad. «Es absolutamente necesario comprender, escribe N. Bohr, que en el examen de toda experiencia física deben expresarse o bien las condiciones experimentales, o bien los resultados de las observaciones, mediante los mismos medios de comunicación que se emplean en la física clásica» 18.

También los demás autores que adoptan posturas de este tipo -por ejemplo, Heisenberg, Born, Jordan - señalan repetidamente esta dependencia de la teoría de los cuantos respecto al lenguaje clásico. Esta circunstancia la justifican también con el hecho de que los aparatos experimentales, de los que debemos valernos, para investigar los fenómenos subatómicos son macroscópicos, y su comportamiento siempre debe ser descrito clásicamente.

En consecuencia, se afirma, es natural que los conceptos clásicos tan sólo puedan encontrar una aplicación aproximada, aunque por otra parte está claro que no se puede hacer otra cosa que tomar nota de esta situación y contentarse con el hecho de que precisamente la imprecisión de esta aplicación constituye una garantía contra un choque directo entre conceptos contradictorios. A través de este razonamiento es posible ver cómo el

carácter de indeterminación, inherente al principio de Heisenberg, se hace servir para conceptos que no tienen realmente nada que ver con dicho principio, tales como, por ejemplo, los de onda y corpúsculo, gracias a un equívoco sutil pero que no es difícil poner en evidencia 19.

35. La intuitividad de la física cuántica

¿Qué se pretende afirmar cuando se dice que los conceptos clásicos sólo tienen una limitada posibilidad de aplicación a la nueva realidad de los cuantos?

Evidentemente se quiere afirmar que su empleo no es suficiente para hacernos

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comprender esta realidad y, desde este punto de vista, el principio de complementariedad no nos ofrece ninguna ayuda ulterior 20. De hecho, de acuerdo con la formulación de Bohr que hasta ahora venimos considerando, dicho principio contiene una afirmación obvia, es decir, que «tan sólo la totalidad de los fenómenos agota la posibilidad de información respecto a los objetos». Sin embargo, esta afirmación puede considerarse incluso trivial, porque nadie duda de que el conocimiento de los hechos cuánticos deba tener en cuenta todos los fenómenos, ya sea de aquellos que alcanzamos a comprender con un modelo ondulatorio, ya sea de aquellos que logramos comprender con un modelo corpuscular. Por el contrario, el verdadero problema está en alcanzar a comprender cómo un tipo de fenómenos se ajusta al otro, y para ello no basta con decir que son complementarios. Si así se hiciera, el empleo del término «complementariedad» significaría, como indicaba Schródinger, refugiarse detrás de una palabra cuando faltan los conceptos.

Probablemente perjudica al principio de complementariedad el hecho de ser llamado principio, lo cual le adjudica un calificativo que le hace suponer capaz de llevar a cabo una función explicativa, justificativa, que no está en condiciones de realizar. Si lo buscamos en los tratados de mecánica cuántica es difícil encontrarlo mencionado y, en todo caso, no es invocado para esclarecer por qué debe recurrirse a explicaciones clásicamente incompatibles y por qué ello no conduce a ninguna contradicción. En su formulación más explícita siempre acaba apareciendo como una simple toma de conciencia de que, cuando nos ocupamos de la microfísica, estamos obligados a recurrir a descripciones «complementarias» en el sentido de que se emplean

conceptos clásicamente incompatibles. Por el contrario, en el seno de la filosofía de los cuantos tiende a presentarse verdaderamente como un principio, es decir, no ya como una constatación de que las cosas son de una manera determinada, sino como una justificación de que las mismas deben ser realmente de este modo. Incluso sus defensores tienden a hacer de ello un principio que desborda los límites de la misma física, y ofrecen sus servicios a campos muy dispares, desde la biología hasta la psicología, y desde las ciencias sociales hasta la política.

El principio funciona más o menos del siguiente modo. Cuando el objeto subatómico es imaginado como una onda, ciertos hechos reciben una explicación completa, mientras que otros quedan totalmente inexplicados; por el contrario,

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cuando el objeto se imagina como un corpúsculo, estos últimos son los que resultan plenamente explicados y los primeros quedan sin explicación. Se afirma entonces que esta circunstancia no es incorrecta, sino que, por el contrario, está en perfecta armonía con la naturaleza de los fenómenos microfísicos, tal como resulta claro del principio de indeterminación. Así, por ejemplo, este último evidencia que cuando se determina completamente la posición, también se pierde completamente la determinación de la velocidad, y que cuando se determina completamente la frecuencia, se pierde completamente la determinación de la amplitud, y así otros casos.

Sin embargo, como ya se ha observado, estas indeterminaciones son internas a cada uno de los dos modelos, y por tanto, no ayudan a comprender sus relaciones mutuas ni tampoco a atenuar su disparidad.

Muy a menudo se encuentra también enunciada la siguiente justificación: sin recurrir a las ondas y a los corpúsculos no podemos hacernos una imagen del mundo microscópico, y sin imágenes no podemos comprenderlo. Por tanto, es preciso salvar estas imágenes y la única manera de hacerlo es reconocer que las mismas son complementarias, mientras normalmente se suponen excluyentes. También aquí debe observarse que no basta un nombre nuevo (el declararlas complementarias) para asegurar a estas imágenes una adecuación mutua que no existe. Incluso en este caso puede decirse que se asiste a una especie de autocastigo a causa de la elección realizada. De hecho es bien sabido que los defensores de la complementariedad se han visto obligados a admitir que, precisamente a causa de la presencia simultánea

de estos conceptos y de estas imágenes complementarias pero contrapuestas, la física cuántica no es intuitiva 21.

Aquí, verdaderamente, la situación resulta casi paradójica. Por un lado se afirma repetidamente que tan sólo podemos comprender aquello que es expresable según imágenes clásicas, es decir, en términos de ondas y corpúsculos, y sobre esta base se justifica el empleo de estas imágenes incluso dentro de la microfísica. Sin embargo, llegados a un cierto punto se descubre que la presencia de estas imágenes destruye a su vez la posibilidad de hacernos una imagen de la física cuántica en su totalidad, lo cual debería convertirla, en rigor, en incomprensible.

Esta situación no presenta muchas vías de salida. Se puede continuar suponiendo que

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para comprender la física de los cuantos es preciso recurrir de algún modo a las imágenes clásicas, y en consecuencia deben buscarse las que son menos insatisfac-torias. Éste fue, por ejemplo, el camino intentado por Bohr, como ya hemos visto, y más recientemente ha sido el camino seguido por otros 22.

También puede suponerse que las imágenes no sean necesarias para la comprensión. Por ejemplo K. Popper, en un ensayo reciente ya citado 2i, sostiene que lo importante no son las imágenes ni los conceptos, sino tan sólo las teorías. En apoyo de su tesis aduce que dos teorías pueden ser equivalentes, aun usando conceptos muy distintos, con tal de que pueda darse una interpretación de una mediante la otra, que haga posible establecer una equivalencia lógica entre los teoremas respectivos. Una teoría, según dice Popper, no es una imagen y no puede ser comprendida mediante imágenes visuales. Una teoría se comprende cuando se comprenden los problemas que pretende resolver y la manera coma los afronta, en comparación con la manera con que proceden otras teorías. Con ello deberían cesar las disputas acerca de las imágenes ondulatoria y corpuscular, y su pretendida dualidad y complementariedad. En realidad, estas imágenes no tendrían un auténtico valor ni para la física, ni para las teorías físicas, ni para la comprensión de estas últimas.

Los defensores de la complementariedad, al afirmar que la mecánica cuántica es incomprensible intuitivamente y que, por tanto, su significado físico se agota en sus ecuaciones y en sus relaciones formales, han dado lugar a la idea -que por otra parte, como se ha visto antes, no es nueva - de que las teorías físicas son simples instrumentos de previsión, completamente incomprensibles desde el punto de vista de la significación física

más auténtica. Según Popper ello significa negar sin motivo el que nosotros podamos saber en realidad qué problemas se propone resolver la teoría cuántica y por qué los resuelve ella mejor, o peor, que las teorías rivales. Por el contrario, nosotros pensamos conocer bien tales problemas -para Popper son esencialmente problemas estadísticos, como intenta mostrar mediante numerosos ejemplos- y sabemos comprender la respuesta que la física cuánticaa ofrece a los mismos, lo cual es la mejor prueba de que nosotros comprendemos a esta última aunque no seamos capaces de elaborar una imagen intuitiva de la misma 14.

Hemos querido reservar un cierto espacio a las tesis de Popper porque las mismas constituyen un ejemplo sintomático de una posición que está obteniendo gran

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difusión en los últimos tiempos, y que sostiene la inutilidad de recurrir a imágenes y modelos para la comprensión de los hechos físicos 1. También nos parece importante observar que la convicción, igualmente muy difundida, de que el recurso a los conceptos de onda y corpúsculo se realice en mecánica cuántica para permitir su representación intuitiva, es fundamentalmente un equívoco. En realidad, como ya se ha observado, la microfísica está obligada a atribuir a los objetos subatómicos posiciones y velocidades, las cuales en mecánica clásica pueden ser medidas exactamente; de aquí que el aspecto operativo de estos conceptos no se altere pasando de una a otra. Esto es suficiente para decir que los objetos subatómicos son alguna cosa que «tiene que ver» con los corpúsculos. Por otra parte, la misma microfísica se ve obligada a admitir la posibilidad de superponer linealmente los estados dinámicos de los microobjetos, y ello basta para decir que los mismos «tienen que ver» con las ondas. Obsérvese que todas estas afirmaciones se realizan por razones puramente conceptuales, y no a causa de que se deba o se quiera recurrir a imágenes. Por otra parte, puede decirse que: éste es precisamente el motivo por el cual el problema del dualismo onda-corpúsculo es tan importante y radical.

36. Análisis lógico de la complementariedad

Hemos dicho que frente a la alternativa onda-corpúsculo, existen determinados científicos que tienden a afirmar el valor exclusivo de la imagen corpuscular, mientras que otros tienden

a afirmar el valor exclusivo de la imagen ondulatoria 21. Desde el punto de vista lógico estas posiciones son absolutamente correctas, puesto que frente a dos afirmaciones contrarias es inevitable admitir que al menos una sea falsa, y por tanto está en pleno acuerdo con la lógica que se esfuerza en demostrar que una sola es la verdadera. Sin embargo, en el caso específico que consideramos ya se ha visto que, por mucho que se haga, no se alcanza a eliminar completamente uno de los dos puntos de vista opuestos, en el sentido de que en ciertos aspectos ambos tienen pleno éxito mientras que los dos fracasan cuando se pretende extenderlos para explicar todos los hechos conocidos.

La pura lógica implicaría declarar falsos ambos modelos, mientras que, de hecho, la

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física oficial ha elegido el camino opuesto admitiéndolos a ambos como verdaderos, pero suponiéndolos complementarios. Con ello, lejos de resolver la dualidad onda-corpúsculo nos limitamos a tomar nota de que no se logra eliminarla y se supone que se puede avanzar sin necesidad de resolverla, afirmando también que ello no es en modo alguno contradictorio.

¿Cómo es posible que la mayor parte de los físicos de nuestro tiempo se haya contentado con esta posición tan débil desde el punto de vista lógico?

La respuesta a esta pregunta está un poco escondida, pero no es excesivamente difícil. Comencemos considerando un hecho muy intuitivo, del cual la lógica formal ofrece también una demostración rigurosa. Si un conjunto cualquiera de expresiones puede ser interpretado, en relación con un universo cualquiera de objetos, de manera que todas sus expresiones resulten simultáneamente verdaderas a propósito de tal universo - o como se dice técnicamente, si un conjunto de expresiones admite un mo-delo - entonces dicho conjunto de expresiones es lógicamente no contradictorio. Esto último significa que tales expresiones no se contradicen recíprocamente, y que tampoco sus posibles consecuencias lógicas pueden resultar mutuamente contradictorias.

Ahora bien, es un hecho verificado que las expresiones de la mecánica cuántica de carácter corpuscular, por así decir, resultan verdaderas sustancialmente respecto al mismo universo: de objetos, acerca de los cuales también resultan verdaderas las expresiones de carácter ondulatorio, y este universo puede ser imaginado de una manera muy genérica como el conjunto de los entes físicos subatómicos. Puede decirse entonces que las expresiones de uno u otro tipo constituyen un conjunto no contradic-

torio precisamente debido a la circunstancia de que resultan verdaderas a propósito del mismo universo de objetos.

Un hecho de este tipo, aunque no de una forma tan explí cita y consciente, fue advertido sin duda por aquellos que formularon el principio de complementariedad. El buen acuerdo del formalismo cuántico con resultados experimentales precedentes, su compatibilidad con los nuevos resultados, y la gran va riedad de fenómenos tratados, eliminaron gradualmente las dudas acerca de la presencia de posibles incoherencias en el mismo, incluso en ausencia de una verdadera y propia interpretación satisfactoria n.

El punto fuerte del principio de complementariedad residía, por tanto, en el

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empleo implícito de la garantía abstracta de compatibilidad, constituida por el hecho de que todas las afirmaciones en juego resultaban de algún modo «verdaderas respecto a los mismos objetos».

Por el contrario, el punto débil estriba en suponer que este simple hecho constituye por sí solo una ostensión explícita de la conciliabilidad entre las varias expresiones, y todavía menos, que ello significara la compatibilidad de los dos modelos corpuscular y ondulatorio. De hecho es preciso no perder de vista la circunstancia de que las diversas expresiones de la teoría de los cuantos pueden ser consideradas verdaderas respecto a los mismos objetos tan sólo si se consideran previamente como puros enunciados formales. Si, por el contrario, las interpretamos como referidas, por ejemplo, a ondas - es decir, suponiendo que las entidades subatómicas sean ondas - resulta que algunas de ellas se convierten en falsas, mientras que si las interpretamos como referidas a corpúsculos, son otras las que resultan falsas.

Por tanto la situación exacta puede resumirse del siguiente modo. La existencia de un universo de objetos respecto a los cuales todos los enunciados pueden resultar verdaderos es una garantía a priori de compatibilidad, pero la misma no proporciona todavía la ostensión efectiva de una interpretación capaz de mostrar cómo una tal compatibilidad se realiza. La irreconciliabilidad efectiva de las interpretaciones ondulatoria y corpuscular no resulta eliminada por la certidumbre de la no contradicción del formalismo, porque esta garantía es tan sólo de naturaleza formal, y como máximo puede significar que existe al menos una interpretación global de las varias expresiones que sea lógicamente satisfactoria, pero no significa en ningún modo que cualquier interpretación - y en particular las ya existentes - lo sea.

Incluso podemos afirmar que una interpretación capaz de conciliar explícitamente todas las expresiones del formalismo cuántico -en caso de que se logre algún día- no será ciertamente ni corpuscular ni ondulatoria, aunque es lícito esperar que pueda tener algunos aspectos análogos al modelo corpuscular y otros análogos al modelo ondulatorio, tratándose siempre de analogías muy parciales". En todo caso, esta nueva interpretación no consistiría en una verdadera conciliación de los dos modelos, porque cada uno contiene necesariamente también sus partes negativas: en realidad se trataría simplemente de algo verdaderamente nuevo.

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37. El problema del recurso a las interpretaciones

¿Es en realidad totalmente necesario que se encuentre una interpretación? Responder a esta pregunta es tarea difícil, porque no está totalmente claro lo que se entiende en física cuando se usa este término.

En lógica matemática -según se ha indicado antes y lo recordaremos dentro de poco- se ha precisado con bastante cuidado lo que se entiende por interpretación, pero en física falta todavía realizar una precisión similar. Según se deduce de los escritos de los teóricos más importantes, parece posible concluir que por interpretación se entiende más o menos algo parecido a una imagen, un modelo intuitivo, una posibilidad de visualización de los fenómenos. Por tanto, podemos precisar mejor nuestra interrogación precedente, preguntándonos si una interpretación del formalismo cuántico, entendida de esta manera, es realmente indispensable.

Ya hemos visto anteriormente un ejemplo de negación de esta necesidad (Popper), pero debe observarse que ya los partidarios del principio de complementariedad habían abierto el camino a esta renuncia. De hecho a este principio se le podía reconocer en aquella época, y también se le puede reconocer actualmente, un notable valor heurístico, puesto que, a falta de medios mejores, sugiere intentar comprender los fenómenos subatómicos por medio de algunos modelos conceptuales de los cuales ya se disponía entonces. El punto débil del principio aparece cuando intenta ir más allá de su función heurística, y se presenta como justificación lógica del empleo de modelos contrapuestos, mediante el simple artificio verbal de llamarlos

complementarios. Ya hemos observado precedentemente que este hecho se presenta acompañado por una especie de «autocastigo» característico, que consiste en la afirmación de: que la presencia simultánea de propiedades corpusculares y ondulatorias, indica que debe renunciarse absolutamente a la elaboración de una imagen intuitiva de los fenómenos submicroscópicos. Parece claro que ello constituye en realidad la admisión del hecho de que no es necesario disponer de una interpretación o de un modelo para estos fenómenos: mientras en apariencia parece que se nos propone la admisión de un modelo constituido por las dos vertientes irreconciliables, la ondulatoria y la

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corpuscular, reunidas gracias a la palabra mágica «complementariedad», en realidad se admite de un modo subrepticio la hipótesis correcta, según la cual no tenemos ningún modelo sino tan sólo un conjunto de relaciones formales en espera de ser interpretadas. Según estos puntos de vista la verdadera situación reflejada por el principio de complementariedad puede ser vista - a pesar de todas las solemnes declaraciones verbales - o bien como la admisión de que «ni un modelo ni otro son adecuados», o bien «que no hay necesidad de ningún modelo».

Esta última posición, como hemos observado antes, es la que actualmente tiene mayor difusión: hablar de ondas o de partículas no significa optar por ningún modelo sino tan sólo servirse de una ayuda particu-larmente cómoda para describir formalmente el comportamiento de los fenómenos observados y prever el desarrollo de los fenómenos futuros. «Hago notar, escribe un físico inglés, que el uso de estos términos no implica que electrones o protones sean realmente partículas o realmente ondas o realmente una cosa cualquiera. El uso que voy a dar aquí a estas palabras es el de símbolos empleados como una notación estenográfica para indicar el tipo de observación o de procedimiento matemático a que me estoy refiriendo...

[La mecánica cuántica], como método de cálculo capaz de ofrecer resultados que satisfagan plenamente tiene un éxito insuperable, pero en lo que se refiere a su contribución a esclarecer lo que en realidad es la materia, la situación es muy otra 29.De una manera no muy distinta se expresan en un reciente ensayo H. Margenau y L. Cohen: «Es necesario penetrar más a fondo en las bases de la inteterminación y ello nos obliga a renunciar a la inveterada costumbre de recurrir a imágenes visuales de los acontecimientos elementales y a abandonar las tentativas de explicar la incertidumbre cuántica en términos de las nociones familiares de trayectorias convencionales de partículas o de propagaciones de ondas. Aunque pueda sonar como una herejía, nosotros creemos que no existe dualidad, que no existe complementariedad en la física de los cuantos. El electrón no es ni una partícula ni una onda, a pesar de que nuestras costumbres

lingüísticas nos obliguen a usar estas palabras. En rigor éstas no son otra cosa que metáforas y aluden a alguna cosa cuya descripción supera los límites de la percepción visual y que en consecuencia obliga a eliminar conceptos como los de partículas y ondas, salvo si se consideran como modelos imperfectos de la realidad» 30.

Indudablemente, no puede negarse que la situación ha desembocado de esta manera en un resultado imprevisible inicialmente. Habiendo partido con la intención de resolver el problema de encontrar un modelo exacto para representarnos la realidad microfísica, hemos llegado a la afirmación de que no tenemos necesidad de ningún modelo.

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Aquí cabe plantearse la pregunta de si, a pesar de las decla raciones del tipo citado, los físicos emplean el tipo de lenguaje que consideramos únicamente como un cómodo medio de comunicación con los profanos, o, si por el contrario, lo toman mucho más en serio de lo que pretenden hacer creer. El hecho de que toda esta terminología aparezca casi en cada página de los artículos más técnicos de la física teórica, nos induce a pensar que la misma desempeña un papel mucha más importante del que se le pretende asignar explícitamente, sin que por otra parte esté suficientemente claro cuál es este papel.

El grado de confusión que reina a este respecto puede ser comprendido mediante un breve análisis.

El modo más correcto lógicamente para sostener que las ecuaciones y leyes de la mecánica cuántica no pretenden proponer ningún modelo de la realidad sería el admitir que las mismas constituyen un puro sistema axiomático formalizado. Sin embargo, como ya hemos observada en otro lugar, se da la circunstancia de que cuando hoy en día se habla a un matemático 1 de axiomatización casi es preciso ponerlo en guardia para que no la sobrevalore, mientras que si se habla a un físico de la misma es preciso realizar no pocos esfuerzos para vencer su desconfianza. Esta afirmación es cierta incluso para aquellos físicos que se niegan a adherirse a modelos de ningún tipo. El pretexto que dan para su desconfianza es que según ellos los enunciados de un sistema axiomático puro no tienen significado físico (lo cual sería cierto, como hemos visto antes, si el sistema estuviese desprovisto de axiomas semánticos). El significado de esta afirmación es atribuir a las palabras «onda» y «partícula» una función más rica que la de simples signos estenográficos, o sea la función de significar y por tanto de denotar algún as

pecto de la realidad física, contrariamente a las declaraciones explícitas.Supongamos que, frente a esta objeción, un físico coherente afirmase que

precisamente la teoría cuántica es tan sólo un sistema formal. En este caso pueden darse dos situaciones. La primera consiste en suponer que dicha teoría es constitutiva de los entes físicos, en el mismo sentido en que los hilbertianos afirman que los axiomas de una teoría matemática constituyen, dan existencia a los entes matemáticos. En nuestro caso ello implicaría afirmar que las partículas elementales son las ecuaciones de la mecánica cuántica, y en este sentido se ha pronunciado a veces el mismo Heisenberg. La

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segunda situación consiste en suponer que la teoría es simplemente una especie de algoritmo formal, casi una máquina calculadora, que aun no diciendo nada que sea determinable desde el punto de vista del contenido, permite correlacionar los datos experimentales.

La primera alternativa se enfrenta con el hecho de que, en realidad, la teoría de los cuantos se usa y se mantiene como una tentativa de coordinar y explicar datos que la misma no propone, sino que encuentra. No en vano está sujeta a control experimental lo mismo que cualquier otra teoría física.

También la segunda alternativa se enfrenta con graves dificultades, de las que nos ocuparemos más adelante cuando hablemos explícitamente de las teorías fenomenológicas, que actualmente están muy de moda.

La posición correcta nos parece que debería ser una posición intermedia, capaz de garantizar por un lado la independencia de interpretaciones preconcebidas y la ductilidad para adaptarse a los resultados experimentales, los cuales pueden venir asegurados si se recurre a un sistema formal explícito, y por otra parte es preciso que este sistema no se reduzca a ser puramente formal.

38. El recurso a la axiomatización

En la expresión de esta exigencia, no se ha hecho otra cosa sustancialmente, que declarar la necesidad de salir de las dificultades presentes en que se halla la física de los cuantos mediante una axiomatización adecuada, la cual, para merecer este calificativo de adecuada, debe contener también una semántica. Incluso, por todo lo dicho precedentemente, está claro que el

mayor esfuerzo de la axiomatización deberá dirigirse hacia el aspecto semántico, según dos direcciones distintas, pero ambas esenciales. En primer lugar, deberá dirigirse a la búsqueda de una explicitación cuidadosa de los términos primitivos y de una caracterización precisa de los componentes semánticos de muchas nociones que hoy se emplean de una manera quizás excesivamente global. En segundo lugar, deberá incluir igualmente la búsqueda de soportes físicos precisos para el significado de algunos términos.

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No puede decirse que para efectuar este trabajo deba partirse de cero. De hecho la mecánica cuántica había sido axiomatizada sustancialmente por Dirac en el año 1930, incluso a pesar de que su trabajo no pretendía erigirse realmente como una axiomatización, y por ello el reconocerla como tal exige leer entre líneas con un mínimo de buena voluntad. Por el contrario, van Neumann dio a conocer en 1932 una axiomatización explícita, la cual resulta notable incluso desde el punto de vista for-mal 31. No es exagerado afirmar que, prescindiendo de las exposiciones que se dan en los manuales de tipo didáctico, las presentaciones formales de la mecánica cuántica existentes actualmente son siempre del tipo Dirac - von Neumann. En ellas no se hace referencia explícita a ondas o partículas, sino que el formalismo resulta interpretado utilizando conceptos como posición, cantidad de movimiento, superposición lineal, etc.

Actualmente se están llevando a cabo nuevos e interesantes intentos de axiomatización, los cuales no es posible explicitar en estas páginas. De los mismos puede afirmarse que ninguno pretende oponerse a la axiomatización de van Neumann, sino que todos desarrollan alguno de sus puntos principales con la intención de conseguir introducir por medio de axiomas más naturales el hecho de que en mecánica cuántica sea necesario recurrir a los espacios de Hilbert, circunstancia que von Neumann postula de una manera demasiado brutal. Dicho en otras palabras, se trata de intentos de obtener los axiomas, o al me nos ciertos, axiomas, de van Neumann como teoremas de una axiomatización más general o al menos que resulte más plausible de un modo inmediato. Es decir, algo semejante a lo que ocurre en teoría de conjuntos, en la cual es posible deducir los axio mas de Peano como teoremas, y por tanto también es posible reconstruir en su seno toda la aritmética elemental 31.

Vamos ahora a dejar bien sentados los motivos por los cuales suponemos que el recurso a la axiomatización puede ayu-

darnos a superar aquellas dificultades de las cuales, en nuestra opinión, el principio de complementariedad se limita a tomar nota, pero sin resolverlas. Para ello nos parece útil, como ya hemos hecho precedentemente, ayudarnos con la discusión de un ejemplo bien conocido.

En un parágrafo precedente hemos tenido ocasión de observar cómo el nacimiento de las

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geometrías no euclidianas en un primer momento provocó notables dificultades. De hecho parecía que la geometría justificaba la posibilidad de afirmar que una recta de un plano admite ya sea una sola paralela por un punto dado, ya sea más de una, ya sea ninguna. Esta circunstancia llevó a algunos a pensar en una crisis de la lógica, y a otros en una falacia escondida en alguna de las tres geometrías posibles. De un modo semejante, la aparición de la teoría de los cuantos ha tenido efectos análogos: por una parte no han faltado -y no fal tan - aquellos que han visto en la misma una crisis de la lógica, así como no han faltado - y no faltan - aquellos que suponen plausible un retorno a explicaciones clásicas de los mismos hechos cuánticos.

Sin embargo las analogías no se detienen aquí. Es bien sabido que, en el seno de consideraciones más amplias, la geometría euclídea aparece como un caso límite parabólico ya sea de la geometría no euclídea hiperbólica ya sea de la geometría no euclídea elíptica, y ello se presenta de un modo no muy distinto a como la física clásica aparece como caso límite de la física cuántica. Además, cada una de los dos geometrías no euclídeas admite un modelo euclídeo, del mismo modo que ciertas partes del formalismo cuántico admiten separadamente modelos clásicos como el ondulatorio o el corpuscular. Por otra parte, también en la geometría funciona una cosa análoga al «principio de correspondencia» desde el momento en que a cada teorema euclídeo corresponde un teorema no euclídeo de estructura análoga, en el cual las distintas condiciones de paralelismo introducen modificaciones esenciales de los resultados, lo mismo que ocurre en física cuando se tienen en cuenta las condiciones cuánticas.

El examen de analogías de este tipo podría proseguir todavía, pero nos parece que todo lo dicho es suficientemente significativo para sugerirnos reflexiones de utilidad. Comencemos recordando cuál ha sido el camino por el que se ha llegado a un sustancial esclarecimiento de las dificultades conceptuales nacidas de las geometrías no euclídeas: sin duda la emergencia gradual de la noción de geometría como un sistema hipotético deductivo, es decir su reducción a un complejo de sistemas axiomáticos. Fue entonces cuando se puso en evidencia el hecho de que no existían tantas presuntas contradicciones, dado que la diversidad del contexto axiomático asignaba, necesariamente, un significado distinto a términos lingüísticamente idénticos. Para usar las mismas expresiones ya usadas en las páginas precedentes, podemos decir que, en cada caso junto a la diferencia en sus relaciones con otros entes geométricos, la recta gozaba de propiedades distintas -como la de no ser prolongable indefinidamente en ciertos casos. De la misma manera, ciertas magnitudes cambiaban intrínsecamente de naturaleza. Así la longitud, en la

geometría no euclidiana, puede ser susceptible de una unidad de medida natural, como la que se tiene para los ángulos en geometría euclidiana. También ocurre que conceptos euclídeos perfectamente distintos, como son los de igualdad y semejanza entre polígonos, se funden en uno solo en las geometrías no euclídeas. Y así sucesivamente.

Por los mismos motivos, no sólo podemos sino que debemos afirmar que no «es la misma partícula», ni tampoco «es la misma onda» la de la mecánica clásica y la de la mecánica cuántica, debido a que los contextos son distintos. Por ello, así

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como una paralela puede no ser única, cuando no es una paralela euclidiana, así una partícula puede no ser incompatible con ciertos caracteres ondulatorios, cuando la misma no es la partícula de la mecánica clásica y por su parte los caracteres ondulatorios tampoco son los mismos que los del contexto clásico.

Además, así como la recta, al pasar del contexto euclidiano a otro no euclidiano elíptico, pierde quizás la más intuitiva de sus propiedades, es decir, su prolongación indefinida, no es de extrañar que el corpúsculo, al pasar del contexto clásico al cuántico, pierda alguna de sus propiedades intuitivas esenciales, como son su exacta localización en el espacio o su velocidad bien determinada.

La analogía con las geometrías no euclídeas nos ayuda también a comprender la verdadera naturaleza de otras dificultades, que aparentemente son ineliminables a causa de su naturaleza puramente lógica.

Piénsese en el conocidísimo ejemplo de la diferencia de principios que separa a las estadísticas clásicas de partículas (tipo Boltzmann) de las estadísticas cuánticas (tipo Fermi-Dirac o Bose-Einstein). Como es sabido, la diferencia consiste en que dadas dos partículas y y dos celdillas a y b, en el caso clásico se consideran distintos teóricamente el acontecimiento que se caracteriza por estar a en y en b, y el acontecimiento que se caracteriza por estar en a y en b, mientras que en el caso cuántico ambos acontecimientos se reducen a uno solo debido a que no son discernibles .

La dificultad, en este caso, es evidente. Aunque no podamos pensar en marcar de alguna manera las partículas, parece innegable que estos dos casos indistinguibles en la práctica, son distintos lógicamente. El problema está, como es sabido, en que si se construyen las estadísticas suponiendo distintos ambos casos, la experiencia a nivel cuántico nos desmiente, mientras que si no hacemos caso de esta distinción «necesaria lógica-

mente», dicha experiencia se muestra en buen acuerdo con nuestros cálculos.

Para comprender la situación, consideremos el caso ya recordado de la semejanza y la igualdad entre polígonos. Dados dos triángulos parecería obligado decir que los casos posibles teóricamente distintos son tres: o los polígonos son iguales, o son distintos pero admiten una relación de proporcionalidad entre lados homólogos (son semejantes) o ni tan sólo son semejantes. En la geometría no euclidiana de

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tipo hiperbólico estos tres casos se reducen a dos, porque semejanza e igualdad se identifican. ¿Constituye ello un escándalo para la lógica? Aparentemente sería preciso decir que sí, porque parece innegable que, lógicamente, una cosa es la igualdad y otra la semejanza. Por otra parte es preciso reconocer que la coincidencia de los dos casos en la geometría hiperbólica no es una simple cuestión de hecho, una cosa que se da en la práctica de un modo accidental. Más bien se puede afirmar que en ninguna geometría existe un lugar para hechos accidentales, y en el caso que nos ocupa resulta lógicamente necesario que los polígonos semejantes sean también iguales, porque existe un teorema no válido en geometría euclidiana según el cual la igualdad de los ángulos homólogos (condición de semejanza) implica también la de los lados homólogos (condición de igualdad). En otras palabras, se puede decir que una propiedad lógicamente necesaria de los polígonos no euclídeos, como es la de ser iguales si y sólo si son semejantes, se convierte en otra pro piedad de los polígonos euclídeos según la cual semejanza no implica igualdad.

La cuestión queda ahora perfectamente clara. Incluso las presuntas distinciones puramente lógicas sólo pueden ser consideradas como tales respecto a un determinado contexto. Es decir, en el contexto euclídeo la diferencia semántica - a nivel de intensión- entre semejanza e igualdad corresponde también a extensiones distintas, mientras que en el contexto no euclídeo desaparece toda distinción extensional.

Análogamente podemos decir que la distinción lógica acerca de los posibles casos que se dan en la distribución de dos par tículas idénticas en dos celdillas sólo puede realizarse si se puede emplear válidamente la imagen de una partícula colocada dentro de una celdilla, pero no sabemos con seguridad si esta imagen es correcta en el contexto cuántico. Por el contrario, el hecho de que la distinción lógica entre los dos casos, a la cual nos hemos referido antes, conduzca a nivel cuántico a resultados que se contradicen con los hechos observados, puede ser una prueba de que no es posible imaginarnos correctamente las partículas de acuerdo con aquel esquema. La necesidad de emplear una estadística lógicamente distinta puede ser una prueba

de que el contexto ha cambiado y de que debemos proceder a la formulación de un nuevo contexto, dentro del cual la estadística que encuentra confirmación en la experiencia resulte lógicamente justificada en lugar de ser aceptada a pesar de las dificultades lógicas 14.

Resumiendo el sentido de las consideraciones que hemos realizado hasta aquí, podemos decir que, una vez captado su espíritu, habremos dado en cierto modo el

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paso más importante para salir de las dificultades lógicas, a las cuales intenta responder el principio de complementariedad. Este último está relacionado con el hecho de que los conceptos clásicos de onda y corpúsculo son incompatibles. Nosotros, por el contrario, hemos observado que los mismos son incompatibles en el contexto clásico, pero ello no implica su compatibilidad en otro contexto. Naturalmente para llegar a pensar las cosas de esta manera es necesario pasar a través de una fase de pura consideración formal, en la cual los conceptos clásicos sean considerados como simples «elementos» de una nueva combinación semántica. Sin embargo, esto origina el problema de encontrar la manera para reconstruir efectivamente un significado físico y no puramente contextual de estos nuevos términos. Por ello, mientras no se dé una solución a este problema el paso realizado, a pesar de su importancia, no es decisivo.

De no tenerse en cuenta este punto, se corre fácilmente el riesgo de creer resueltos todos los problemas únicamente cambiando algunas palabras o tal vez haciéndolas desaparecer. Sin embargo, no hay motivo para pensar que la introducción de palabras nuevas o la recombinación de viejos términos dé lugar necesariamente a nuevos significados. Es decir, podremos obtener contextos nuevos aparentemente, pero en realidad serán equivalentes a los precedentes, pues semánticamente podrán denotar sólo los mismos objetos 3s.

Así, por ejemplo, quien afirmara que la axiomatización hilbertiana de la geometría es intrínsecamente distinta de la euclídea, por el hecho de que entre los conceptos primitivos de la misma no aparece el de «ángulo recto» que sí figura en la segunda, se equivocaría completamente. Ello es debido a que en realidad se trata de una simple reformulación verbal de un mismo ámbito de conceptos y el mérito de la axiomatización hilbertiana estriba precisamente, como ya hemos tenido ocasión de señalar, en haber proporcionado un análisis semántico muy ajustado de los conceptos euclídeos, pero no en haber elabo-

rado una geometría sobre bases distintas. Este último caso, por el contrario, es el que se da en la axiomática de Peana, la cual se construye a partir de conceptos primitivos auténticamente distintos, como el de punto, segmento y movimiento.

De todo ello podemos concluir que el recurso a una formulación axiomática de la mecánica cuántica resulta de gran utilidad, porque, en primer lugar, permite poner de manifiesto los componentes semánticos de los conceptos clásicos que se encuentran

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realmente comprometidos en la construcción de dicha teoría. Ello tiene como consecuencia inmediata hacernos notar que los objetos subatómicos no resultan identificables con ningún tipo de objeto clásico porque, por un lado, no es posible atribuirles exactamente las mismas propiedades de un objeto clásico, mientras que por otro lado es posible atribuirles propiedades que no se pueden encontrar reunidas en ningún objeto clásico. El hecho de que estas propiedades, clásicamente incompatibles, puedan constituir un conjunto no contradictorio formalmente, resulta garantizado por dos caminos distintos. En primer lugar, porque el formalismo obtenido de esta manera, resulta de algún modo verificado en el universo de los microobjetos. En segundo lugar porque es posible afirmar a priori que estas propiedades, a causa de figurar en un nuevo contexto, reciben una connotación distinta, al menos en parte, de la que tienen en el contexto clásico, y esta nueva connotación podría exhibir efectivamente su mutua conciliabilidad.

En este punto, sin embargo, queda todavía sin respuesta el problema de la denotación física de este formalismo. Es decir, una vez se ha comprendido que los microobjetos no son objetos clásicos, porque las propiedades clásicas únicamente se pueden atribuir a los mismos de un modo muy especial, queda todavía por establecer de qué objetos se trata. De hecho ocurre que al realizar un experimento sobre uno de ellos, unas veces nos comportamos exactamente como si estuviéramos realizando un experimento sobre un corpúsculo y otras veces sobre una onda, es decir, siempre un objeto en el sentido clásico. Por ello, aun en el caso de que nos negáramos a describir los microobjetos como cuasicorpúsculos o cuasiondas, quedaría en pie el hecho de que siempre se acaba tratándoles de esta manera y lo más que se logra respecto a ellos es determinar en qué medida no son una onda y en qué medida no son un corpúsculo, apareciendo en cada caso dichos conceptos clásicos como la única referencia semántica de todos nuestros razonamientos.

Queda todavía el problema de esclarecer hasta qué punto esta situación es inevitable. La solución del mismo no es en modo alguno fácil y para prepararnos mejor en vistas a su discusión puede ser útil considerar ciertas tesis de la escuela de Copenhague y ver de qué manera se ha recorrido un cierto camino en la dirección que hemos indicado.

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39. Pródromos implícitos de una consideración contextual de los significados

Vale la pena observar explícitamente que la mayor parte de las consideraciones desarrolladas en el parágrafo precedente no sólo no se oponen a muchas tesis de la escuela de Copenhague, sino que incluso pueden ser consideradas como una explicitación consciente de algunas de sus consecuencias. Los representantes de dicha escuela repiten constantemente que el recurso a los conceptos clásicos es indispensable para la exposición de la teoría de los cuantos, y para ello ofrecen una justificación que, externamente, tiene a menudo el saber de una simple constatación de carácter práctico: se basan en el hecho de que los resultados experimentales de las investigaciones de los hechos atómicos son siempre macroscópicos 36. Examinada a fondo esta afirmación, la misma se revela como una justificación de naturaleza epistemológica, ligada al hecho de que para construir una nueva teoría es preciso comenzar valiéndose de conceptos ya existentes anteriormente -introduciendo luego modificaciones, si la experiencia lo impone- no siendo imaginable partir de cero 37.

Todo ello puede admitirse sin dificultad, pero después es preciso preguntarse qué significa modificar tales conceptos. Es evidente que sólo puede significar una cosa: cambiar su significado. Sin embargo, ello equivale a afirmar que, al menos a partir de un cierto momento, dichos conceptos asumen la posición de puras entidades lingüísticas, cuya intensión y extensión no están exactamente determinadas, sino que se construyen ex nova, mientras se elabora el nuevo contexto dentro del cual se hallan insertas, como ha ocurrido con los términos tradicionales de la geometría euclídea que, al encontrarse con nuevos contextos, han adquirido también nuevos significados.

Es extraño que Heisenberg, por ejemplo, se haya aproximado en muchas ocasiones a esta conclusión, sin llegar nunca a ser

plenamente consciente de la misma. De hecho este autor observa a menudo que es muy natural que no se pueda atribuir a la materia considerada a escala atómica o subatómica las mismas propiedades que a la materia microscópica. De un modo concreto observa que nos hemos habituado a admitir la decadencia de ciertas propiedades sensibles fundamentales --aquellas que un tiempo fueron llamadas «cualidades secundarias>> pero no existe ningún motivo para que esto ocurra

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únicamente con ellas m.Este modo de expresarse equivale ya a admitir la posibilidad de caracterizar

distintamente una misma noción - por ejemplo la de partícula elemental - a distintos niveles, es decir, a admitir implícitamente la naturaleza contextual de dicha noción. De un modo todavía más neto, P. Jordan observa que «las teorías físicas que intentan atribuir a estos componentes primitivos de la materia un Testo de propiedades macrofísicas, se hacen con ello culpables de una contradicción interna... Así el hecho de que se niegue a estas partículas elementales toda propiedad macrofísica "intuitiva" es la premisa lógica para poder atribuirles sin contradicción el papel de componentes últimos de todos los objetos materiales» se

Por otra parte, Heisenberg, llega todavía más allá al observar que los conceptos que nos hemos formado en un cierto orden de experiencia no están «definidos exactamente respecto a su significado», aun pudiendo «estar netamente definidos respecto a sus relaciones», y llama la atención respecto a la circunstancia de que este mismo hecho ocurre en el caso de los sistemas axiomáticos 40. Se puede afirmar incluso que, en ciertos casos, llega a dirigir la mirada hacia una presentación de todo el complejo de la física teórica en términos que equivalen a una efectiva aceptación del punto de vista axiomático 41

A pesar de todo ello no llega a una delineación explícita del método axiomático y en consecuencia no puede emplearlo adecuadamente para salir de ciertas dificultades. En particular no se da cuenta de que este método interesa no sólo a las correlaciones entre términos, sino también a su significado, porque este último depende precisamente de un modo esencial de tales conexiones.

Es cierta que las relaciones formales entre términos pueden ser conservadas incluso si cambia su denotado semántico. Sin embargo, ello no ocurre únicamente a causa de que el significado de los términos no es definible exactamente, mientras sí

lo es la relación entre términos, sino que existe otra razón. Se trata de que la relación entre términos es exactamente definible porque es un puro hecho lingüístico -que además contribuye a circunscribir el ámbito de los posibles significados semánticos de los términos que intervienen en la relación- poro esto sólo precisa su significado sintáctico, mientras que el significado semántico depende también del universo en el que se interpretan.

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Ahora bien, no equivale a decir que tal significado no sea definible exactamente, sino tan sólo que es una función ya sea de los nexos contextuales ya sea del universo de objetos, pero siempre una función definible exactamente.

El hecho de no haber tenido presente este componente lingüístico esencial de los problemas y esta función semántica ejercida por la axiomatización, impidió a la escuela de Copenhague encontrar la vía correcta para salir de las dificultades debidas al empleo de conceptos clásicos incompatibles. A este propósito, no deberían engañar las continuas referencias que especialmente Bohr, pero también los demás, hacen del empleo del lenguaje, del problema de la comunicación, de la necesidad de introducir lingüísticamente los contenidos de la investigación física. De hecho, si se analizan estas declaraciones con un mínimo de atención se observa en seguida que no expresan el punto de vista correcto, según el cual todo contenido de un saber necesita una formulación dentro de un lenguaje -o, mejor, dentro de un lenguaje propio- aunque intentan afirmar que todo contenido del conocimiento físico debe resultar también expresable dentro del lenguaje, que es el lenguaje común. A pesar de todas las apariencias, no estamos enteramente frente a una perspectiva lingüística, que tenga conciencia de la inevitable presencia del instrumento lingüístico adaptado y específico a cada orden de realidad que se estudia. En realidad creemos que estamos más bien en presencia de la perspectiva opuesta, la cual asume el punto de vista de la unicidad del lenguaje -entendido no sólo como un bagaje de palabras, de signos, sino de palabras con sus significados- intentando después, a costa de soluciones dogmáticas y de maniobras imposibles, hacerles recubrir universos de objetos distintos de aquellos que han servido para instituir la intensionalidad de sus semantemas.

Tan sólo Born se acerca en algunos de sus escritos tardíos a un cierto grado de conciencia de este hecho, como ya hemos recordado, cuando subraya la analogía entre el cambio en los significados de términos como el de partícula y el cambio en

el concepto de número, de fenómeno óptico, de fenómeno acústico, etc. Con todo es cierto que se muestra muy especialmente preocupado por sacar a la luz la legitimidad de generalizar un concepto y, por tanto, la de continuar valiéndose de conceptos clásicos, aunque sea generalizándolos. Sin embargo, parece fuera de duda que, al actuar de esta manera, mientras por un lado se adhiere completamente a las afirmaciones más generales de la escuela de Copenhague, por otro se aproxima a una

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cierta caracterización lingüística del problema del empleo de estos términos.Por el contrario, no nos parece correcto sostener que otros representantes

oficiales de esta escuela hayan entrevisto esta solución, y de ello dan fe, por ejemplo, las consecuencias que Heisenberg ha sacado de haber reconocido la estructuración efectiva formalmente axiomática de la física teórica (véase el pasaje ya citado). Dicho autor, más que ver en la misma una estructura formal para la cual subsiste plenamente el problema de hallar una interpretación que le confiera un significado físico, se ha dejado llevar por la suposición de que las mismas expresiones formales son los entes físicos 42.

Esta ofuscación es una consecuencia de la tesis fundamental que está en la base de la interpretación de Copenhague, y respecto a la cual estaremos dentro de poco en situación de asumir una posición intermedia. Los defensores de dicha escuela, en lugar de afirmar que lo que queda fijo son las palabras, mientras que los conceptos por ellas designados cambian con los contextos, creen poder afirmar que los conceptos quedan fijos y continúan aplicándose, cada vez de una manera menos intuitiva, a las nuevas realidades.

A medida que progresaba esta evaporación de las propiedades intuitivas, resultaba, cada vez más difícil decir qué cosa era la denotada por el concepto, hasta que, a partir de un cierto punto, se ha caído en el equívoco de decir que se denota a sí mismo, lo cual es ciertamente lo menos intuitivo que se pueda afirmar. Además está muy cerca de constituir una grave confusión: cambiar el signo por el significado y en consecuencia desconocer la función de la relación denotativa del signo mismo.

40. Propuestas para la superación de la dificultad

La misma escuela de Copenhague, como se ha visto, había recorrido un no corto trecho en la dirección que, a nuestro jui-

cio, puede conducir fuera de las dificultades lógicas connaturales al dualismo de onda y corpúsculo. A pesar de ello, nunca dio el paso decisivo que consistiría en reconocer que los conceptos clásicos, considerados a nivel formal, puedan aparecer como elementos de una nueva combinación semántica, en la cual desaparece la contradicción porque ésta no está ligada formalmente a los conceptos mismos, sino al denotado clásico que éstos reciben y que los pone en relación con entidades heterogéneas.

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Surge entonces espontáneamente el preguntarse por qué la escuela de Copenhague no dio nunca este paso, y la respuesta no es difícil de hallar. Sus representantes han permanecido siempre fieles a la convicción según la cual los conceptos clásicos conllevan siempre consigo su significado originario, incluso en nuevos contextos, y por tanto jamás son capaces de denotar algo verdaderamente nuevo. Esta convicción parece, al menos a primera vista, una consecuencia de la tesis que hemos llamado «tesis central» de la escuela de Copenhague (que ahora pasamos a discutir) y que consiste en la afirmación de que no tenemos otra posibilidad para construir la física cuán-tica que la de valernos de conceptos clásicos.

Probablemente esta afirmación no es correcta porque, de hecho, en la mecánica cuántica encontramos conceptos verderamente nuevos, como los de spin o extrañeza, que no tienen equivalente clásico.

Vamos a prescindir ahora de las consideraciones relativas a estos nuevos conceptos para examinar las motivaciones de fondo que sostienen a la citada tesis central. Como ya hemos dicho repetidas veces, ésta consiste en subrayar el hecho de que sólo podemos investigar los microobjetos recurriendo a macro instrumentos. A causa de ello nos encontramos obligados a interrogar el microcosmos con preguntas clásicas, y por lo mismo sólo podemos obtener respuestas de naturaleza clásica. Dicho de otra manera, incluso si no deseamos usar las palabras antipáticas de «onda» y «corpúsculo», no podemos investigar un microobjeto si no es imponiendo experimentos que lo traten como un corpúsculo o como una onda.La comprobación de que nosotros podemos plantear preguntas al microcosmos y obtener respuestas mediante macroinstrumentos es perfectamente correcta, pero ello no parece un índice inexorable de la imposibilidad de comprender los microobjetos mediante otros conceptos que no sean los clásicos.

Piénsese, por ejemplo, que podemos calcular la distancia de un punto innaccesible por medio de medidas que, en última instancia, sólo pueden recurrir a operaciones accesibles, tales como manipulaciones de reglas y goniómetros; sin embargo dicha dis-tancia se expresa después como algo que no puede ser medido mediante transporte de reglas. Incluso en su expresión podemos hacer entrar conceptos que, a nivel de

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las medidas ordinarias de longitud, no pueden ni ser imaginados (por ejemplo el con-cepto de año luz). Del mismo modo podemos interrogar el mundo de los fenómenos eléctricos con instrumentos mecánicos y obtener una respuesta de tipo mecánico, lo cual no impide reconocer a los hechos eléctricos su peculiaridad, ni tampoco introducir nuevos conceptos tales como los de carga, de corriente, de inducción, etc. Todos ellos han sido establecidos sin duda teniendo en cuenta sus efectos mecánicos registrables en los instrumentos de medida, pero no por ello se consideran de índole mecánica.

Creemos por tanto que el hecho de que debamos emplear instrumentos clásicos en el examen de los microsistemas no implica que estemos obligados a emplear conceptos clásicos en su descripción. Para ello basta con lograr explicar de qué manera estas entidades de tipo no clásico pueden producir los efectos clásicos observables. La circunstancia de que se esté tratando verdaderamente con entidades de tipo no clásico puede establecerse de un modo análogo a como se estableció en el siglo pasado la especificidad de los fenómenos eléctricos respecto a los mecánicos. En este caso se vio que aquéllos presentaban ejemplos de fuerzas repulsivas, fuerzas dependientes de la velocidad, etc., todas las cuales no aparecían en absoluto en mecánica. Ello fue suficiente para afirmar que se trataba de hechos no mecánicos y para cimentarlos en una conceptualización nueva que, aun utilizando muchos conceptos mecánicos no se reducía a ellos. Análogamente las anomalías que se encuentran empleando conceptos clásicos en física clásica son el síntoma de que se está frente a algo nuevo y que es preciso apoyarse en una nueva conceptualización, la cual, aun utilizando muchos conceptos clásicos, no se reduzca a los mismos.Por tales motivos nos parece necesario no adherirse a la tesis fundamental de la escuela de Copenhague la cual, como es fácil de ver, resulta emparentada con la elección metodológica del operacionismo extremo, según la cual los conceptos denotan simplemente operaciones singulares, o sistemas de ope-

raciones singulares. Está claro que, aceptando este punto de vista, es necesario decir que si las operaciones de medida a nuestra disposición sobre los macrosistemas son de tipo clásico, también los conceptos de los que podemos servirnos son ineluctablemente de tipo clásico.

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La discusión realizada antes respecto del operacionismo, en la cual hemos negado esta identificación de conceptos y operaciones individuales, nos permite no quedar atrapados por sus consecuencias y, en particular, nos permite comprender cómo conceptos nuevos pueden nacer de operaciones clásicas cuando cambian los conceptos.

Podemos intentar ilustrar esta posibilidad por medio de un ejemplo. La mecánica posee el concepto de fuerza atractiva, típicamente la gravitatoria, y de fuerza repulsiva, por ejemplo el del rebote elástico, y acostumbra a medir la masa midiendo fuerzas que son función de la distancia. Por otra parte, si se considera la electrostática, observamos que el concepto de carga eléctrica denota «alguna cosa» que se mide evaluando fuerzas que son función de la distancia, interviniendo también las nociones de fuerza atractiva y repulsiva. Dicho en otros términos, todos los conceptos presentes considerados individualmente son de índole mecánica, y sin embargo lo que ellos caracterizan no es de tipo mecánico, porque están conectados de un modo distinto: esta «alguna cosa» que en mecánica es medible mediante fuerzas que son función de la distancia, sólo está relacionada con fuerzas atractivas, mientras que en electrostática la correspondiente «alguna cosa» está relacionada ya sea con fuerzas atractivas ya sea con fuerzas repulsivas. Es precisamente esta diferencia, incluso prescindiendo de otras, la que nos obliga a emplear un nuevo término para denotar esta «alguna cosa» y llamarla, par ejemplo, «carga» en lugar de «masa». Se observa entonces en ocasiones que un mismo cuerpo está en posesión simultáneamente de masa y carga, es decir que es objeto de una y otra teoría a la vez.

Volvamos nuevamente a los microobjetos. Admitamos que los conceptos a disposición sean todos, tomados individualmente, de tipo clásico. Ello es inevitable en cierto modo, no tanto a causa de los instrumentos de medida que deben emplearse como por el hecho de que, si se comienza a elaborar una nueva rama de la física, no hay otros conceptos de los que podamos valernos. Observamos entonces que, mientras en el caso clásico un mismo concepto no abarca en sí mismo posición,

cantidad de movimiento, y superposición lineal -así como el concepto mecánico de masa no incluye la característica de ser fuente de fuerzas atractivas o repulsivas- no ocurre lo mismo con los microobjetos. En este caso nos encontramos con que estamos tratando con «alguna cosa» a la cual convienen si -

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multáneamente dichas características, del mismo modo que a la carga eléctrica conviene simultáneamente la posibilidad de entrar en interacción con otras cargas mediante fuerzas atractivas o repulsivas. Es precisamente esta circunstancia que nos obliga a reconocer que esta «alguna cosa» debe ser denotada por un nuevo concepto, y ello incluso cuando un mismo microobjeto, por ejemplo un electrón, puede participar en procesos para los cuales es adecuada la descripción clásica corpuscular y en procesos para los que es adecuada la descripción cuántica. Esta situación no es distinta de la de un cuerpo electrizado que, en ciertos contextos experimentales tan sólo manifiesta su masa mientras que en otros su comportamiento sólo es explicable si se tiene en cuenta su carga.

Sin pretender conferir a esta analogía un valor mayor del que posee (podía revelar algún punto débil si se analizara a fondo, como ocurre con todas las analogías si se va más allá de aquello que las convierte precisamente en analogía), nos parece que la misma puede ayudarnos a comprender cómo una «mezcla» distinta de conceptos viejos pueda dar lugar a un concepto auténticamente nuevo. De hecho en el caso de la carga eléctrica habíamos obtenido un nuevo concepto colocando en una sola intensión características mecánicas ya conocidas, pero que en el seno de la mecánica no se muestran juntas y hemos llamado «carga eléctrica» al concepto nacido de la fusión de las nociones precedentes y caracterizado por la nueva intensión.Quizás alguno podría decir que actuando de esta manera hemos introducido un nuevo término, pero que los conceptos empleados son siempre los mecánicos. La objeción es engañosa, porque si el nuevo término designa una intensión ya no es un simple término sino el nombre de un concepto, y si su intensión es nueva el concepto también es nuevo, incluso en el caso en que los constituyentes de la intensión sean conocidos. Piénsese en el razonamiento desarrollado cuando hemos hablado del operacionismo poniendo el acento en la no reductibilidad de los conceptos a sus componentes intensionales. En todo caso puede subsistir alguna duda acerca del hecho de que el nuevo concepto denote verdaderamente alguna cosa, es decir que su ex

tensión no esté vacía, pero ello, como ya se ha anticipado y como veremos mejor en lo que sigue, equivale simplemente a interrogarse acerca de la verdad de la teoría en la cual aparece el nuevo concepto.

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Este tipo de razonamiento puede repetirse también en el caso de la microfísica. Los conceptos de posición, cantidad de movimiento, superposición lineal, etc., son indudablemente conceptos clásicos, pero si es cierto, y lo es, que en la física clásica no aparecen jamás reunidos para determinar la intensión de un único concepto, ello indica que el ponerlos juntos en una sola intensión da lugar a un nuevo concepto evidentemente no clásico. Podrá ocurrir que no dispongamos de un nuevo término para dicho concepto - o quizás podremos emplear simplemente el de «microobjetos» - pero en todo caso el concepto existe. Después es preciso ver si denota verdaderamente alguna cosa, pero también aquí el problema coincide con el de la verdad de la teoría, es decir con su verificación y con el grado de confirmación que sus hipótesis reciben de esta verificación.

En estos razonamientos el lector ha visto actuar la concepción defendida por nosotros acerca de la naturaleza contextual del significado de los conceptos físicos, la cual permite considerar como auténticamente nuevos conceptos originados por la composición de intensiones ya conocidas. Con ello nos hemos colocado en una situación apta para examinar el problema, dejado en suspenso, de decir qué tipo de objetos son los microobjetos. Se recordará que, en otro lugar, habíamos en-contrado dos consideraciones antitéticas de este tipo: por un lado su comportamiento experimental obliga a decir que tienen relación con los corpúsculos y que también tienen relación con las ondas. Por otro lado, las relaciones de indeterminación nos obligan a decir que no son auténticamente ni ondas ni corpúscu-los. ¿Qué son entonces? La respuesta es que todo cuanto se puede decir de un concepto, se encuentra encerrado en su intensión. Por ello, si nosotros poseemos - y la poseemos - una lista con las características que constituyen su intensión, tenemos todo lo que se necesita para decir qué es el eventual denotado por aquel concepto. En el fondo, pedir más que esto es ceder a la exigencia de visualización cuya gratuidad ya hemos reconocido, o someterse a la ilusión gnoseológica a la cual nos hemos referido en más de una ocasión. De hecho si pregunto: «¿Qué tipo de objeto es un mioroobjeto?» y obtengo una respuesta que me dice: «Es un objeto que goza de esta, esa, y

aquella otra propiedad», ya tengo una respuesta adecuada a mi pregunta. Si pretendo algo más, ello significa que de un modo inconsciente estoy pretendiendo

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buscar la esencia o que conservo la nostalgia de una referencia al modelo clásico, cuando en realidad debería haber comprendido que me encuentro en otra zona de la experiencia física.

Con ello ha surgido también claramente la respuesta a otra pregunta que antes habíamos dejado en suspenso. ¿Es posible comprender cómo se reconcilian conceptos clásicamente incompatibles? Ciertamente hubiese resultado muy cómodo encontrar, de haberse podido, este cómo en el seno de una interpretación, o sea dentro de un nuevo modelo clásico de los hechos atómi cos. Ello también habría confortado mucho a los defensores de la tesis central de la escuela de Copenhague, según la cual nosotros únicamente podemos comprender si nos servimos de conceptos clásicos. Sin embargo esta circunstancia no se ha dado, e incluso parece que no puede ocurrir por cuestiones de prin cipio, es decir porque la realidad con que tenemos que enfrentarnos es nueva y por tanto es difícil pensar que pueda ser comprendida totalmente mediante los viejos conceptos.

Nuestra propuesta consiste en afirmar que el cómo surge precisamente del prescindir de todo modelo. Si buscamos un modelo clásico pronto aparecen las dificultades, mientras que si por el contrario nos conformamos con la estructura formal, pronto se manifiesta que los distintos conceptos en juego son no contradictorios formalmente y que, unidos, dan lugar a una nueva intensión. El problema de comprender qué objeto corresponde, como denotado, a esta intensión, se divide en dos partes. La primera es fútil, en cuanto consiste en preguntarse qué tipo de objeto viene denotado por la nueva intensión, como si ello no nos lo dijera ya la intensión misma. La segunda es legítima y consiste en preguntarse si a tal intensión no corresponderá tal vez una extensión vacía, que esto no suceda está asegurado, aunque tal vez no de un modo indiscutiblemente cierto, por el hecho de que se puede comprobar la verificación de la teoría global (con todo será preciso volver a ocuparnos de este punto).

No pretendemos negar que quede alguna dificultad a nivel psicológico, e incluso a nivel de adecuación, en la situación en que nos encontramos. De hecho es innegable que, incluso admitiendo que los conceptos empleados son verdaderamente nuevos, gracias a los contextos, queda el hecho de que en cierto

modo sus orígenes pesan, es decir, siempre se obtienen como resultado de la composición de elementos intensionales obtenidos del contexto clásico y que son

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incompatibles en el mismo.El camino para salir de esta incómoda situación nos parece uno solo, y vinculado

a una perspectiva que hemos supuesto muy fecunda: la perspectiva según la cual el esfuerzo más significativo para hacer más satisfactorias las teorizaciones relativas a los cuantos, debe dirigirse hacia la búsqueda de algunos conceptos nuevos. La novedad de estos últimos no debe reducirse tan sólo al simple hecho de que resulten de una combinación de conceptos clásicos, efectuada de una manera nueva, sino además por el hecho de sustituir tales componentes clásicos, del todo o parcialmente, por alguna cosa verdaderamente nueva 43.

Dicho en otras palabras, se trataría de encontrar nuevos conceptos capaces de dominar el microcosmos de un modo totalmente adecuado y que los mismos conceptos clásicos resultaran ser especializaciones de los mismos (de acuerdo con el hecho ya conocido, según el cual la física clásica resulta ser un caso límite de la cuántica).

También en este caso podemos hacernos una idea del significado de este hecho, a partir de la consideración de las geometrías no euclidianas. Como es sabido Lobacevskij no construyó su geometría limitándose a tomar la de Euclides como ejemplo, y modificando en ella el postulado de la paralela, sino que construyó verdaderamente una nueva geometría partiendo de nuevos conceptos primitivos, tales como el de cuerpo, contacto entre cuerpos y movimientos rígidos. A partir de ello logró indudablemente definir los conceptos euclídeos de esfera, de superficie esférica, de círculo y de línea recta, pero todo ello dentro de un contexto más amplio, en el cual la geometría euclidiana resulta ser tan sólo un caso posible junto a los casos no euclidianos 44. O bien, si queremos dar un ejemplo más circunscrito, se puede pensar en otra geometría, de la cual la euclídea también es un caso límite introduciendo, como hizo Gauss, la noción de «ángulo de paralelismo» (en este caso la geometría euclidiana se obtiene precisamente cuando el valor de este ángulo es de 90°).

La manera de proceder en el caso de la física para realizar una elección análoga de conceptos nuevos no es fácil de imaginar, y sin embargo existen algunos que parecen avanzar en esta dirección 45. David Bohm, de quien ya hemos hablado antes, su

pone que muchas de las dificultades conceptuales de la física cuántica derivan del empleo de instrumentos matemáticos a los cuales estamos cómodamente

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acostumbrados. Así por ejemplo, se da el caso del empleo generalizado de los sistemas de coordenadas cartesianas para la descripción del mundo físico. Como contrapartida este autor propone el abandono de este punto de vista en favor de una definición de los conceptos especiales realizada en términos puramente topológicos. De este modo piensa que sería posible llegar a obtener conceptos verdaderamente nuevos y también eficaces a nivel físico.

Naturalmente no es aquí el lugar apropiado para hablar de tales intentos, puesto que todos ellos están en estado embrionario e implican grandes dificultades, incluso matemáticas, para su comprensión. Más bien creemos interesante preguntarnos de dónde podrán obtenerse estos nuevos conceptos. Quien haya seguido nuestra discusión sabe que también nosotros, aun reconociendo la contribución inventiva del intelecto en esta obra de construcción conceptual, suponemos que los elementos de la misma deben de algún modo ser dados. Hasta ahora estos elementos venían proporcionados, bien o mal, por las teorías físicas preexistentes, pero una vez descartadas las mismas se plantea la cuestión de encontrarles nuevos orígenes. ¿Cuáles podrán ser eventualmente los modelos de los que sea posible abstraer nuevos conceptos?

La pregunta es muy delicada, porque debajo de la misma se esconde un problema todavía más radical. Se trata de saber si el único camino para que el intelecto humano pueda comprender una cosa es el de proveerse de algún modo de una imagen de la misma que sea intuitiva. Puede decirse que toda la filosofía occidental ha aceptado siempre esta tesis de una forma o de otra. Desde que la gnoseología escolástica, apoyándose en el aristotelismo, decía que el intelecto no conoce nisi convertendo se ad phantasmata, o sea si no se apoya en imágenes in-tuitivas, hasta Kant, quien afirmaba que la intuición es no sólo indispensable para el conocer, sino que las mismas formas puras del intelecto gozan de la posibilidad de ser pensadas sólo a través de un cierto esquematismo de la intuición pura del tiempo. Nosotros no vamos a ocuparnos aquí de un problema filosófico tan general, sino que nos limitaremos a la cuestión concreta planteada por la pregunta precedente. En este caso la respuesta nos parece que puede ser la siguiente: la microfísica emplea ciertos modelos para su conceptualización, pero éstos

se buscan, y cada vez más, en las teorías matemáticas aparentemente más abstractas.

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Nos ocuparemos brevemente de este problema en el próximo capítulo.

NOTAS AL CAPITULO VIII

1. Bohr afirma por ejemplo: «Existe un método para conseguir que estos conceptos sean utilizables en campos distintos de aquellos en los cuales tienen validez las teorías clásicas. Se trata de imponer una condición de concordancia entre la descripción cuántica y la clásica en aquellos casos límites en los cuales el valor del cuanto de acción sea despreciable. La circunstancia de utilizar cada concepto clásico, en la teoría de los cuantos, reinterpretándolo de manera que satisfaga la anterior condición y que no entre en contradicción con el postulado de indivisibilidad del cuanto de acción, ha encontrado su expresión en el llamado principio de correspondencia» (BOHR 2, p. 17).

2. PLANCK 1, p. 143.3. 0 bien conscientes claramente de que un esclarecimiento de las nuevas ideas habría podido

venir un día, precisamente por la acentuación del con traste entre física clásica y nueva física. Ya en una lección de 1913, Bohr afirmaba: «Por otra parte he intentado ofrecer la sensación de que precisamente acentuando con tanta fuerza este contraste será quizás posible con el tiempo establecer una cierta coherencia con las nuevas ideas» (BOHR 3, p. 151).

4. HEISENBERG 1, p. 179.5. Ibidem, p. 173.

6. Bohm tiende a una descripción completamente «determinista», no estadística, de los hechos atómicos y espera llegar a ella postulando la existencia de entes que son, con relación a las partículas elementales, lo mismo que estas últimas con respecto a los sistemas macroscópicos. Por tanto, para Bohm la mecánica cuántica es tan sólo una aproximación estadística, mientras que, por el contrario para Schródinger y Born es una teoría en la cual aparecen todas las informaciones compatibles con el sistema.

7. Los artículos fundamentales en los cuales Bom propone esta inter pretación estadística están todos incluidos en la obra BORN 2.

8. Cf., por ejemplo, POPPER 2.9. BoRN 1, p. 146.

10. FEYERABEND 1, p. 193. También Einstein afirma del principio de complementariedad: «[cuya] formulación precisa, por otra parte, no he sido capaz de obtener, a pesar de los muchos esfuerzos que he dedicado a ello» (EINSTEIN 3, p. 619).

11. BOHR 2, p. 85.12. BOHR 3, pp. 156-57. 13. PAUI,I 1, p. 89.14. BOHR 2, pp. 113-114.15. HEISENBERG, SCHRóDINGER, BORLA, AUGIER 1, p. 61.16. Frente a estas declaraciones se levanta la afirmación, a menudo repe tida, según la cual el

principio de indeterminación sería una consecuencia del dualismo onda-corpúsculo. La justificación de la misma suele presentarse más o menos del siguiente modo. La onda que caracteriza el estado de una partícula representa la energía de la misma mediante la frecuencia, y la posición mediante la amplitud. Ocurre entonces que la máxima pureza en la frecuencia (equivalente al máximo grado de determinación de la energía) se tiene en el caso de una onda monocromática, la cual se extiende por todo

el espacio y no se localiza en ninguna posición determinada. Por otro lado, si se quiere determinar exactamente la posición es necesario recurrir a la superposición de un número muy elevado (en el límite, infinito) de ondas planas monocromáticas, con lo cual se pierde cualquier

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apreciación de la frecuencia resultante y por tanto de la energía. Si se atiende exactamente al sentido de este razonamiento, es preciso reconocer que en realidad se reduce a afirmar que también en la mecánica undulatoria pueden obtenerse las relaciones de indeterminación (esto al menos es lo que recalca tal deducción, tal como se encuentra, por ejemplo, en HEISENBERG 5, pp. 24-27), pero de hecho no muestra que ello derive del dualismo entre ondas y corpúsculos.

Por tanto, también en este caso, no existiendo en un principio ninguna descripción dual, debe reconocerse que la «complementariedad» no se debe predicar de las imágenes ondulatorias y corpusculares, sino tan sólo de dos conceptos pertenecientes a la misma imagen clásica, en este caso la undulatoria, como son el de frecuencia y de amplitud de onda. Estos conceptos no son precisables simultáneamente por medio de medidas con una aproximación superior a un cierto límite, pero no por ello son contradictorios, como no lo son la posición y velocidad de un corpúsculo y, como ya se ha dicho, pertenecen a una misma «imagen» y no a dos imágenes opuestas. Podemos, por tanto, resumir los razonamientos desarrollados hasta aquí di ciendo que no es cierto, que por un lado, el dualismo onda-corpúsculo sea necesario como condición para justificar el principio de indeterminación y que, por otra parte, tampoco es cierto que la validez del principio de indeterminación implique el dualismo onda-corpúsculo, es decir, obligue a recurrir simultáneamente a las dos imágenes distintas. En realidad, como se verá mejor en lo que sigue, la situación es claramente contingente: buena parte de las características de la mecánica cuántica están determinadas por la exigencia de explicar hechos como el ennegrecimiento de las placas «por fotones individuales», por un lado, y fenómenos de polarización, por otro. De hecho el primer tipo de fenómenos impone, en la actualidad, recurrir a conceptos corpusculares, mientras que el segundo requiere que la teoría admita la superposición lineal de los estados lo cual, en la actualidad, tan sólo se sabe realizar, de hecho, en el ámbito de la teoría ondulatoria.

Esta situación sin duda no es consecuencia de una ley física, como el principio de indeterminación, sino más bien de la falta de conceptos nuevos. Dicho principio podría continuar siendo válido incluso después de la introducción de ciertos nuevos conceptos hipotéticos, que fueran capaces de suprimir el dualismo onda-corpúsculo. Conviene observar que la tesis según la cual la compatibilidad lógica entre los conceptos de onda y corpúsculo resulta asegurada gracias a la circunstancia de que, de hecho, los experimentos capaces de poner de manifiesto uno u otro aspecto no puede ser simultáneos, es aceptada por autores no alineados oficialmente con la escuela de Copenhague. Así, por ejemplo, C.F. von Weizsácker escribe : «Está claro que el átomo no puede ser a la vez partícula y onda. Esta paradoja lógica queda excluida por la circunstancia de que nunca se pueden efectuar de un modo simultáneo experimentos a los cuales el átomo responda de las dos maneras a la vez» (WEIZSXCKER 1, p. 35). 17. BoHR 1, p. 566. 18. BOHR 2, p. 83.19. De hecho, si se acepta la objeción (indudablemente seria, aunque tal vez no insuperable) según la cual los únicos conceptos disponibles para describir los microobjetos son los conceptos clásicos, es indudable, según se ha indicado en una nota precedente, que tales microobjetos parecen com-portarse, según las situaciones, como ondas o como corpúsculos. Resulta natural preguntarse entonces si los mismos son una de estas dos cosas y no la otra. Si fueran ondas, deberíamos poder atribuirles una frecuencia y una

amplitud bien definidas, pero esto, como resulta del principio de indeterminación, es imposible; por tanto, en todo rigor no pueden ser considerados como ondas. Si, por el contrario, fueran partículas deberían poseer una posición y una velocidad bien definidas, pero ello también está

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prohibido por el principio de indeterminación; en consecuencia tampoco pueden ser par tículas en sentido estricto. En conclusión: la descripción corpuscular o la ondulatoria son indispensables, pero ni una ni otra, en las situaciones experimentales concretas de las que se ocupan, pueden proporcionar una imagen satisfactoria del microobjeto, a causa de las relaciones de indeterminación que actúan en el seno de las mismas, haciéndolas «indeterminadas» a ambas, es decir, incompletas e inadecuadas, pero no por ello hacen menos drástica su extrañeza recíproca.

20. Podría pensarse que, prescindiendo de la necesidad de introducir conceptos particulares como spin, isospín, extrañeza, etc., de los cuales no queremos ocuparnos, el éxito de la mecánica cuántica está en señalar que, a fin de cuentas, los conceptos clásicos son suficientes para comprender los fenómenos atómicos. En estas circunstancias el único inconveniente estaría constituido por el hecho de que dichos conceptos deben poder ser utilizados simultáneamente, aunque a nivel clásico sean incompatibles. Sin embargo, creemos que precisamente aquí se esconde una exigencia de comprensión que permanece insatisfecha, porque queda todavía por comprender, cuando menos, cómo pueden ponerse de acuerdo a nivel cuántico conceptos que a nivel clásico no son compatibles.

21. «Sin embargo, la satisfacción de estos deseos, afirma Heisenberg, sólo se ha logrado a través de una renuncia importante... La teoría de los cuantos nos ha llevado al resultado de que un átomo ya no es una figura accesible a nuestra representación intuitiva» (HEISENBERG 3, pp. 112-113). Más adelante, subrayando la manera como se justifica esta no intuitividad a partir de los mismos principios de la nueva física, añade: «En realidad, la física atómica moderna es menos intuitiva de cuanto hubiesen podido esperar los antiguos estudiosos de la naturaleza. Pero nosotros no podemos sentirnos insatisfechos por ello, porque hemos aprendido de la naturaleza que precisa -mente esta no intuitividad está estrechamente relacionada con la existencia de los átomos. De un modo aproximado puede decirse que una estructura que se presentara de un modo perfectamente intuitivo no podría ser indivisible... La indivisibilidad y la unidad de las partículas elementales, admitida como principio, nos hacen comprensible el hecho de que las figuras matemáticas de la doctrina atómica están desprovistas de intuitividad» (ibidem,pp. 152-153).

Del mismo modo Bohr afirma que «la renuncia a la intuitividad y a la conexión causal, a la cual nos vemos obligados en la descripción de los fenómenos atómicos, puede considerarse como la desaparición de las esperanzas que habían constituido el punto de partida de las concepciones atómicas. Sin embargo, desde el punto de vista actual de la teoría atómica, debemos considerar esta renuncia como un progreso esencial de nuestro conocimiento» (BOHR 2, p. 21).

22. R. Schiller, por ejemplo, busca demostrar que una cierta amalgama de conceptos clásicos no es imposible para comprender intuitivamente la mecánica cuántica. «No soy del parecer de que la teoría de los cuantos pueda reducirse a la física clásica tradicional, aunque esta última pueda resultar relevante para los fines de la visualización y comprensión de los fenómenos, cosas que muy a menudo aparecen negadas, sin motivo, en la teoría de los cuantos», SCHILLER 1, pp. 150-151.

23. POPPER 2.24. Podría observarse de todos modos que, en la actualidad, no existe una teoría alternativa con la cual confrontar la mecánica cuántica, para

comprobar, como quería Popper, cuál de las dos resuelve mejor los problemas microfísicos.25. Nótese que de esta manera nos hemos distanciado mucho no sólo de las ideas que

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inicialmente circulaban en el seno de la escuela de Copenhague, sino también de las convicciones típicas de los opositores a la misma. Así Schrodinger, por ejemplo, declaraba que «la imagen no es tan sólo un artificio permitido, sino también un fin» (SCHRi7DINGER 2, p. 134).

26. Todo esto se afirma teniendo en cuenta las intenciones y los puntos de vista expresados (como máximo en escritos con intenciones filosóficas) y no las realizaciones efectivas obtenidas. Así algunos, Schmdinger por ejemplo, afirman que no existen partículas sino tan sólo distribuciones, en general continuas, de carga y materia, pero después se ven obligados a ad mitir que la densidad de esta distribución se comporta de una manera incompatible con la misma idea de distribución continua. Otros, Born por ejemplo, dicen que tan sólo las partículas existen y que las ondas representan únicamente propiedades físicas de las partículas. A pesar de ello acaban viéndose obligados a admitir, como ya se ha dicho, que éstas no son como las partículas de la mecánica clásica. Por tanto, es evidente que ni unos ni otros, a pesar de sus propósitos, lo explican todo sólo en términos de ondas verdaderas o sólo en términos de corpúsculos verdaderos.

27. Así, por ejemplo, Bohr afirma más de una vez que «en la descripción complementaria de la física cuántica, quedaba excluida desde un principio toda contradicción, debido a la coherencia lógica del esquema matemático que describe los requisitos de correspondencia» (BOHR 2, p. 171). Obsérvese que la coherencia del formalismo cuántico resulta, en cierto modo, reducida al hecho de tener un cierto modelo clásico, gracias al principio de correspondencia.

28. Nótese que, en esta perspectiva, puede situarse también una correcta interpretación del punto de vista según el cual el principio de indeterminación permite evitar la contradicción entre onda y corpúsculo. De hecho, como ya habíamos visto, estamos obligados a decir que los microobjetos no son auténticos corpúsculos (puesto que no pueden tener simultáneamente posi -ciones y velocidades exactas) ni auténticas ondas (puesto que no pueden tener a la vez frecuencias y amplitudes exactas). Por tanto, este principio basa la solución de la contradicción en el hecho de que el microobjeto ni es onda, ni es corpúsculo, y no ya en el hecho de que sea una cosa u otra.

29. PIPPARD 1, pp. 39-45.30. MARGENAU -COHEN 1, p. 75.31. Esto puede afirmarse, aun actualmente, a pesar de que algunos autores se sienten

autorizados a liquidarla con demasiada facilidad, para sustituirla por otras que en definitiva no nos parecen mejores que aquélla. Vale la pena valorar adecuadamente la circunstancia de que von Neumann, en el campo de la lógica matemática y de la axiomática, no tenía nada que envidiar a otros autores y que, incluso antes de ocuparse de la mecánica cuántica, había publicado (1928) una axiomatización de la teoría de conjuntos que aun hoy se considera «clásica», y en la cual se encuentran algunos de los más eficaces puntos de vista en materia de conjuntos, adoptados universalmente. La axiomática de Neumann de la mecánica cuántica está contenida en su famoso libro NEUMANN 1.32. Todo lo dicho no se aplica a la axiomática de M. Bunge, el cual subraya varias veces su propósito de separarse de Von Neumann y de proponer una axiomatización alternativa. Examinándola atentamente parece innegable que es del mismo tipo que la de Von Neumann y que, probablemente, no es en absoluto un perfeccionamiento de la misma. Esta cuestión nos parece que debe quedar bien sentada, aunque ello no es un impedimento para considerar que otras consideraciones epistemológicas más generales de

este autor merecen la máxima consideración. Aparte de esta axiomática que puede encontrarse en

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BUNGE 1 y BUNGE 2, aquí nos limitaremos en mencionar la desarrollada en SCHEIBE 1, LUDwIG 3, 4 y VARADARAJAN 1.

33. No tiene importancia, para los fines de la discusión que estamos desarrollando, el hecho de que la consideración de las distintas distribuciones en las celdillas pueda suponerse, en un cierto sentido, como un simple artificio didáctico para ilustrar el significado de ciertas propiedades de simetría de las funciones de onda, respecto al intercambio de las coordenadas de posición de dos partículas idénticas. Nosotros supondremos aquí que la consideración de todas las distribuciones es el modo más natural -aunque quizás no sea el único posible- para dar un significado físico a dicha operación matemáticaa y, en tal caso, nos podíamos preguntar qué se puede pensar acerca de las dificultades que se encuentran.

34. Con ello no queremos sostener que desde un punto de vista puramente lógico no subsiste la posibilidad de encontrar una solución diversa a esta dificultad. Nuestro conocimiento de los hechos microfísicos podría tener unos límites intrínsecos capaces no tan sólo de impedirnos discernir entre los dos casos señalados en primer lugar, sino, en general, de impedirnos poner de manifiesto todas las distinciones posibles lógicamente, incluso cuando se procede a concretar las estadísticas de hechos. En tal caso podría ocurrir que las dos limitaciones llevaran de hecho a un acuerdo con los resultados experimentales. Nos parece, sin embargo, que esta segunda alter -nativa es extremadamente artificiosa, aunque no contradictoria lógicamente.

35. Así, por ejemplo, M. Bunge supone que su axiomática elimina las dificultades expresadas por el principio de indeterminación, sólo a causa de que permite formularlo de una manera distinta a la usual: «De hecho ni tan sólo es posible efectuar preguntas del tipo: ¿en qué punto está el sistema Q?» o «¿cuál es la velocidad de o cuando pasa por el punto x?». De hecho los conceptos de posición exacta y de cantidad de movimiento de una partícula no figuran ni entre los conceptos primitivos, ni entre los conceptos definidos de la teoría (BUNGE 2, p. 114).

Sin duda debe observarse que, aun cuando ningún término de dicha axiomatización presenta locuciones verbales de «posición» y «cantidad de movimiento», es posible definir en la misma los conceptos relativos, y también pueden formularse las preguntas correspondientes. Para mostrar esto explícitamente sería necesario considerar la cuestión más a fondo, pero esto, además de requerir una digresión que no vale la pena desarrollar aquí, no es ni tan sólo necesaria. De hecho, pueden darse dos casos: o bien se sustituyen estos conceptos mediante otros conceptos bien definidos capaces de desempeñar su mismo papel, o bien, si nos limitamos a eliminarlos, la teoría resulta mutilada prácticamente, es decir, no está ya en condiciones de explicar algunos hechos, incluso de entre los más elementales. Ahora bien, en el caso de M. Bunge, no introduce ningún concepto sustitutivo para aquellos que afirma eliminar y, entonces, si los mismos resultaran verdadera -mente eliminados, sería preciso concluir que, por ejemplo, no se logra explicar las condiciones de los microobjetos. De hecho uno de los principios claves para explicar tales colisiones es la conservación del momento angular; por tanto, si se elimina dicho concepto de la mecánica cuántica sin realizar una sustitución adecuada, esta última ya no está en condiciones de explicar los fenómenos de colisión.36. «Debemos darnos cuenta ante todo, dice Bohr, del hecho de que, también cuando los fenómenos trascienden el dominio de las teorías físicas clásicas, la descripción de los dispositivos experimentales y el registro de los datos requieren el uso del lenguaje común, provisto naturalmente de la terminología técnica oportuna» (BoHR 2, p. 64). «Un sistema microfísico, recalca Jordan, sólo asume propiedades bien definidas en interacción con

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medios de información macrofísicos. Con esta indicación queda claro el hecho de que si bien las leyes de la macrofísica son matemáticamente consecuencia de las de la microfísica, esta última tan sólo puede ser formulada después de la macrofísica y a partir de ella» (JORDAN 1, p. 38).

37. «En consecuencia, parece que la ciencia tan sólo pueda recorrer una vía: utilizar, en primer lugar y sin reservas, los conceptos tal como se ofrecen corrientemente para la descripción de todo lo que se observa, y proceder después de tanto en tanto a una revisión de dichos conceptos de acuerdo con los resultados de la experiencia. Exigir que la clarificación de los conceptos se efectúe desde un principio equivaldría a pedir que el entero desarrollo de la ciencia venga predeterminado mediante un análisis lógico» (HEISENBERG 3, p. 60).

38. «Nos parecería cuando menos poco natural que el átomo, aun estando desprovisto de todas las propiedades generales de la materia (como color, olor, sabor, etc.) conservara sin embargo las propiedades geométricas. Parece mucho más plausible que tan sólo se puedan atribuir estas propiedades al átomo con las mismas reservas» (HEISENBERG 4, p. 153).

39. JORDAN 1, pp. 23-24.40. «No todo concepto o vocablo que se haya formado en el pasado por medio de la acción recíproca

entre el mundo y nosotros estará definido realmente respecto a su significado. Lo cual equivale a decir que no sabemos hasta qué punto podrán ayudarnos a hallar una orientación respecto al mundo... no conocemos los límites de su aplicabilidad... Sin embargo los conceptos pueden estar netamente definidos respecto a sus relaciones. Esto es lo que ocurre cuando los conceptos se convierten en parte de un sistema de axiomas, que pueden ser expresados eficazmente por medio de un esquema matemático. Un grupo de conceptos conectados de este tipo puede ser aplicable a un vasto campo de la experiencia y nos ayudará a encontrar nuestra orien-tación respecto a aquel campo. Pero los límites de aplicabilidad no serán en general conocidos de un modo preciso» (HEISENBERG 4, p. 95).

41. «En la física teórica se busca comprender ciertos grupos de fenómenos introduciendo símbolos matemáticos que pueden ser puestos en correlación con los hechos, es decir con los resultados de las medidas. Para estos símbolos se emplean nombres que representan sus relaciones con las medidas. De este modo los símbolos quedan ligados al lenguaje. A continuación los símbolos se relacionan entre sí por medio de un sistema riguroso de definiciones y de axiomas, y finalmente las leyes naturales resultan expresadas mediante ecuaciones entre los símbolos. La variedad infinita de soluciones para estas ecuaciones corresponde a una variedad infinita de los fenómenos particulares posibles en aquel sector de la naturaleza. De esta manera el esquema matemático representa al grupo de fenómenos para los cuales es válida la correlación entre símbolos y medidas» (HEISENBERG4, p. 172).

42. «Las partículas elementales del Timeo de Platón no son, en el fondo, sustancias sino formas matemáticas... También en la moderna teoría de los cuantos se encontrará sin duda que las partículas elementales son en definitiva formas matemáticas, pero de naturaleza mucho más complicada» (HEiSENBERG 4. p. 76).En otro lugar se afirma también : «Las partículas elementales imprescindibles para la física moderna no poseen la cualidad de llenar el espacio en mayor medida que las otras propiedades, tales como el color o la solidez. Más bien parece que por su naturaleza no son formaciones materiales en el espacio y en el tiempo, sino, en cierto modo tan sólo un símbolo, el cual, una vez adoptado, hace que las leyes naturales tengan una forma particularmente simple»... «los átomos no son figuras corpóreas en sentido estricto»,

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sino que es preciso reconocer el «carácter simbólico del moderno concepto de átomo» (HEISENBERG 3, p. 76).

43. Sólo con la elección de algún concepto nuevo que fuera más radical en este sentido se lograría probablemente superar el actual estado de incomodidad, que ya no aparece ligado a un reemplazamiento de conceptos viejos, sino a la evidente falta de nuevos conceptos adecuados para esta sustitución. «En el fondo, escribe Von Weizsácker, lo que desilusiona no es tanto el ver fracasar las viejas ideas como el hecho de que no aparece nada nuevo y directamente comprensible» (WEIZSXCKER 1, p. 38).

44. LOBACEVSKIJ 1, cap. II.45. En favor de una posición de este tipo se había manifestado a su debido tiempo

Schrodinger, el cual suponía que la mecánica cuántica debía pasar por la elaboración de conceptos completamente nuevos. «La mecánica cuántica actual comete el error de conservar conceptos de la mecánica clásica del punto -energía, impulso, posición, etc. - a costa de negar, a un sistema que se halla en un estado exactamente determinado, cualquier valor exacto de tales magnitudes. Esto nos muestra lo inadecuado de estos conceptos.Por tanto parece que deberían ser totalmente abandonados estos conceptos, en lugar de abandonar simplemente la posibilidad de dar una definición exacta de los mismos. Se hacen intentos para evitar la monstruosidad de los conceptos arbitrariamente definidos, presentando para ello centenares de experimentos conceptuales para intentar evidenciar con toda claridad que, en principio, las magnitudes en cuestión no pueden ser medidas con toda exactitud en las diversas circunstancias» (SCHRSDINGER 1, p. 519).

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CAPÍTULO IX

MICROFÍSICA Y MODELOS

41. El requisito de la visualización y el' problema de los modelos

Como ya se ha observado más de una vez en las páginas precedentes, el desarrollo de la mecánica cuántica se ha caracterizado por una creciente dificultad para la representación intuitiva del contenido físico de las nuevas teorías. Incluso, el no poder intuir la imagen del mundo a nivel mierofísico se ha convertido en un hecho tan corriente, que se supone sin más rodeos una característica de la nueva situación conceptual a dicho nivel. Como prueba de ello existen muchas declaraciones explícitas, en parte ya citadas, de los más grandes representantes de la física actual.

En el capítulo precedente se ha intentado mostrar cómo esta incapacidad de intuición pueda ser imputable a una cierta inercia de nuestras costumbres intelectivas, las cuales tienden a hacernos suponer no intuible todo aquello que no entra en los esquemas imaginativos familiares y aceptados. El ejemplo de las geometrías no euclídeas nos ha mostrado cómo conjuntos de expresiones, supuestas no intuibles durante mucho tiempo, puedan en un cierto momento convertirse en intuitivas a causa del descubrimiento de algún modelo oportuno (así se ha hablado de modelos euclidianos de las geometrías no euclidianas).

Aplicando un razonamiento de este tipo al caso de la microfísica se podría decir más o menos lo siguiente: aunque hasta el momento el formalismo de los cuantos se presenta como no intuitivo, ello no debe inducirnos a pensar que un día u otro, mezclando los conceptos y las imágenes clásicas de un modo todavía no intentado, se pueda llegar a obtener una imagen

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intuitiva del mundo microfísico. Aun cuando en principio no existen objeciones decisivas contra este razonamiento, no se puede menos que observar que puede esconder una concepción demasiado estrecha de la investigación científica. O sea una especie de persuasión de que en el campo del conocimiento las novedades son siempre provisionales y que, más pronto o más tarde, todo se acaba acomodando a las viejas estructuras familiares.

Ciertamente no nos parece que sea necesario subrayar en qué manera una actitud mental de este tipo está sustancialmente contrapuesta al espíritu de la moderna investigación científica. Por ello es verosímil que sea a causa de una actitud psicológica de rechazo, más o menos consciente, de esta actitud la que ha inducido a la mayor parte de los físicos de hoy a no tomar apenas en consideración la posibilidad de un futuro arreglo intuitivo de nuestra imagen del mundo y a afirmar, por tanto, la imposibilidad intrínseca de intuir la nueva física.

Sobre esta base se ha difundido ampliamente la convicción de que la microfísica no tiene la necesidad ni la posibilidad de servirse de modelos. La causa de ello sería que la misión de estos últimos sería únicamente satisfacer la exigencia, hoy superada y abandonada, de convertir el formalismo de la teoría en intuitivo.

Vamos a ocuparnos brevemente de esta tesis y a tal fin es oportuno comenzar preguntándonos si la función que en la misma se supone a los modelos es realmente esencial o, al menos, la única posible. Está claro que responder a esta pregunta equivale a decir qué cosa es un modelo y, una vez más, debe tenerse en cuenta que mientras en lógica matemática está bien claro lo que es un modelo de una teoría no ocurre lo mismo en física donde todavía falta una caracterización rigurosa de este tipo. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, puede afirmarse con seguridad que la función de un modelo no es la de «visualizar», como suele decirse, una teoría abstracta. Precisamente el ejemplo ya citado tantas veces de las geometrías no euclidianas puede ayudarnos a comprender este punto: está claro que los modelos euclidianos de tales geometrías tenían también el efecto (si no propiamente la finalidad) de «visualizar» los contenidos geométricos de las mismas, interpretando sus afir-maciones -aunque fuera mediante convenios fuertemente ar tificiales- sobre entes geométricos familiares, tales como su-

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perficies esféricas, puntos pertenecientes a porciones de planos encerrados dentro de cónicas, etc.

Sin embargo, junto con estos modelos «visualizadores» las geometrías no euclídeas admiten otros modelos de distinto tipo. Baste recordar el método mediante el cual Hilbert, en los Fundamentos de la geometría, demuestra la independencia del postulado de la paralela. Para ello se vale de la construcción, con ayuda de convenios interpretativos oportunos, de un modelo de geometría no euclídea en el campo de los números reales. Con ello obtiene un auténtico modelo de una geometría no euclidiana -en el sentido de que goza de todas las propiedades estructurales de la misma- pero que no proporciona ninguna ayuda para su «visualización». Sin embargo resulta de gran utilidad para establecer su no contradicción y también para desarrollar, eventualmente, un estudio de las propiedades de aquella geometría a través de la exploración de las propiedades de este modelo analítico..

Incluso se puede decir que este modelo, a pesar de no tener poder para producir una «visualización» es a su modo intuitivo, en el sentido de que, mejor o peor, estamos habituados a intuir los números reales, a seguir el curso de sus propiedades, relaciones y operaciones. Por ello el haber logrado traducir las relaciones expresadas por los axiomas de la geometría no euclídea en relaciones entre números reales nos ha proporcionado también una cierta posibilidad de asociarles un contenido intuitivo, aunque distinto de una verdadera imagen visual.

Volviendo al caso de la física, parece lícito afirmar que cuando hoy en día se habla de superfluidad o directamente de irrealizabilidad de los modelos, se piensa muy especialmente en la fundación « visualizadora» de los mismos, la cual es la función que se les atribuía típicamente en la física clásica. Puede darse el caso que esta función deba considerarse caducada, pero ello no quita que los modelos puedan ser empleados útilmente sin la misma, e incluso que puedan desarrollar una función intuitiva muy importante.

Por otra parte no está claro que en la misma física clásica los modelos sirvieran tan sólo para hacer comprender nuevos hechos mediante una «visualización», asegurada por medio de modelos de índole mecánica (tal como pensaba la mayoría, y como quiere señalar sustancialmente lord Kelvin en su famoso pasaje ya citado'). Cuando Maxwell sugiere interpretar ciertos

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fenómenos eléctricos «expresando todas las cosas en términos del concepto puramente geométrico del movimiento de un fluido imaginario», precisa que al actuar de esta manera, espera «alcanzar suficiente generalidad y precisión, evitando las equi-vocaciones que surgen cuando se pretende explicar los fenómenos causales por medio de una teoría prematura» z. Con ello ya subraya Maxwell un aspecto importante y distinto del empleo de modelos, en el cual nos detendremos en seguida, que consiste el de servir como hipótesis heurística preliminar para el estudio de nuevos hechos.

Por otra parte, como señalaron varios físicos contemporáneos en los pasajes ya citados, la misma física clásica tan sólo podía considerarse intuitiva hasta cierto punto. En realidad, la misma ya había despojado a sus entes de la mayor parte de las cualidades sensibles atribuidas ordinariamente a los objetos de la experiencia, es decir las llamadas «cualidades secundarias», como colores, sabores, olores, sonidos, etc., limitándose a considerar sus cualidades geometricomatemáticas, las llamadas «cualidades primarias». La física cuántica, prosiguiendo este desplazamiento de la atención de los objetos a las relaciones, se ocupa de interacciones en lugar de atributos, de procesos en lugar de propiedades, situándose de esta manera en la posición de poder renunciar sin traumas incluso a las cualidades primarias.

En todo caso la supervivencia de una exigencia de «visualización» aparece representada en la mecánica cuántica por la tentativa de construir macromodelos clásicos de microobjetos no clásicos. Precisamente la escasez de resultados obtenidos por esta manera de proceder ha inducido a abandonar la idea de «visualización» y por tanto el empleo de modelos, dejando en su lugar una pura descripción matemática de los fenómenos.

Sin embargo creemos posible discutir el que una cosa sea consecuencia de la otra. De hecho, como ya hemos señalado brevemente, se puede intentar una comprensión de los microobjetos por medio de modelos, sin necesidad de que estos últimos sean de tipo visual sino, por ejemplo, de tipo matemático o logicomatemático. Si las cosas fueran así - y demostraremos que las mismas son efectivamente de este modo - nos encontraríamos simplemente frente a una generalización de la noción usual de modelo en física. En ella, la desaparición progresiva de los elementos «visualizables», vendría acompañada por un aumento

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en la importancia de los elementos lógicos, como ocurre cuando se busca un modelo de geometría no euclídea entre los números reales, antes que en construcciones geométricas «visualizables».

Lo importante, para tener un modelo, es que exista un universo de objetos en el que interpretar un sistema de enunciados, pero no es esencial en absoluto que estos objetos sean imágenes familiares de tipo macrofísico antes que entes abstractos de naturaleza lógica y matemática. Muchas veces puede ocurrir que precisamente el estudio de un tal modelo abstracto sugiera hipótesis físicas, que no habría sido posible obtener de ningún modelo «visualizable» y que pueden ser de extrema fecundidad. Ello ocurrió, por ejemplo, en el caso ya citado de la hipótesis de las antipartículas surgidas del modelo matemático del microcosmos expresado por la ecuación de Dirac.

Antes de proseguir nuestro razonamiento es indispensable distinguir dos matices del significado del término «modelo» tal como es usado aquí, porque ambos son esenciales y no confundibles.

Consideremos, por ejemplo, la teoría del átomo de Rutherford. Desde un cierto punto de vista es obvio afirmar que la misma emplea como modelo el sistema físico constituido por nuestro sistema planetario, el cual posee una cierta estructura que no es investigada por la teoría como objeto propio, pero que es ya conocida y sugiere por analogía ciertas indicaciones sobre la estructura de la cual pretendemos realmente ocuparnos (la del átomo). Por otra parte también es cierto que, aun cuando el átomo sea imaginado como un sistema planetario en miniatura, no se habla de «pequeño sol» y «pequeños planetas», sino de núcleos y electrones. Además resulta decisivo que las fuerzas en juego sean de naturaleza eléctrica en lugar de gravitacional, y que el núcleo sea imaginado con una carga positiva y los electrones con una carga negativa. ¿Podemos decir entonces que cuando pasamos del modelo astronómico a la representación del átomo que acabamos de describir, estamos pasando del modelo a la realidad? ¿Podemos afirman válidamente que pasamos del estudio de una estructura auxiliar al estudio directo de la estructura que nos interesa? No es fácil responder a esta pregunta. De hecho la mayor parte de los físicos contestaría negativamente sin pensarlo mucho y sostendría que el sistema propuesto por Rutherford es siempre un modelo de la estructura atómica. Es decir, una cierta esquematización conceptual que

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nos ayuda a representarnos el funcionamiento de los fenómenos atómicos sin la pretensión de ser verdaderamente una descripción de «cómo van las cosas». Tanto es así que este modelo ha tenido que sufrir muchos retoques, y no de importancia secundaria, para resultar plenamente satisfactorio.

En este punto es preciso estar vigilantes para no caer en la fácil ilusión gnoseológica. De hecho, si se mira cuidadosamente, se observa con facilidad que todas nuestras teorías relativas al átomo no son otra cosa que teorías de ciertos modelos. En consecuencia pueden ocurrir dos cosas. La primera que se suponga que el átomo «en sí» es inalcanzable y que por tanto sólo podemos elaborar teorías a sus posibles modelos, con lo cual estaremos en pleno equívoco gnoseológico, al suponer que el objeto de nuestro conocimiento son nuestras representaciones en lugar de los objetos. La segunda consiste en admitir que a través de estos modelos se estudia el átomo mismo, y entonces debemos reconocer que la construcción y el estudio de las propiedades del modelo se identifica con la construcción de la teoría atómica, es decir que el modelo es en realidad la teoría, al menos una paute de la misma.

A pesar de que la primera posición ha sido sostenida muy a menudo, e incluso muy recientemente', la misma nos parece fundamentalmente incorrecta a causa del presupuesto gnoseológico.

Por el contrario la segunda posición es sostenible por cuanto reduce simplemente el modelo a un conjunto coherente de hipótesis relativas a la realidad física que se estudia, que se apoyan en una representación intuitiva de gran valor heurístico, la cual en principio no es necesaria y que desde un punto de vista riguroso puede ser reemplazable por medio de una axiomática puramente formal4.

El interés del estudio de los modelos de una teoría física se encuentra principalmente en poder seguir el camino mediante el cual los mismos pasan del primero al segundo de los sentidos del término que hemos señalado, es decir, de la fase en que se aprovechan por analogía las propiedades de una estructura ya conocida, a la fase en que se procede a la construcción de una nueva estructura que goce de ciertas propiedades formales, a fin de hacerla servir como base heurística para las investigaciones relativas a la existencia de aquellas propiedades, incluso en el dominio de las entidades físicas que se pretende

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estudiar. Precisamente de esta evolución desde el modelo a la teoría nos ocuparemos en los próximos parágrafos 5.

42. La función heurística de los modelos

Una vez establecido que la verdadera función de los modelos no es la de «visualizar» y que esta función incluso puede ser abandonada sin problemas significativos, podemos comenzar a observar que cuando se emplea un modelo para sondear un sector de la realidad -es decir un universo de objetos U - todavía ampliamente desconocido, se actúa sustancialmente del siguiente modo. Se escogen algunas características conocidas de U, y se va en busca de otro sector de la realidad, es decir de otro universo de objetos M, en el cual se encuentren realizadas algunas características que tengan la misma estructura, y del cual ya conozcamos otras de sus características, o al menos nos parezca más sencillo de estudiar que nuestro universo U. Este otro conjunto M será el modelo que deberá servirnos para desarrollar nuestras investigaciones respecto a U, en el sentido de que, en lugar de ir en busca de nuevas características de U sin ningún hilo conductor, buscaremos primero todas aquellas características estructuralmente idénticas a las ya conocidas de M, o tal vez aquellas que descubramos más fácilmente en M.

Una epistemología que no sea toscamente empirista hasta el punto de suponer que los hechos hablan por sí solos - apoyados eventualmente por la circunstancia de estar presentes en gran cantidad - no podrá hacer menos que reconocer que, incluso cuando se hayan establecido un buen número de evidencias experimentales, los caminos abiertos para su interpretación o explicación serán siempre numerosos. Incluso es mayor la probabilidad de acercarse a una explicación satisfactoria si la misma aparece como el resultado de tentativas que operan en direcciones distintas. Entonces es muy fácil que estas tentativas «en direcciones distintas» se reduzcan sustancialmente a la propuesta de otros tantos modelos del mismo conjunto de hechos, según un procedimiento que, cada vez más, refuerza la línea de yuxtaposición entre M y U, de la cual hemos hablado antes.

Dicho de un modo simplificado, el uso de modelos se presenta como un caso particular del procedimiento metodológico muy general, que consiste en pasar de lo conocido a lo desco-

nocido, y que puede ser considerado como una tentativa de evaluar lo desconocido en

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base a una analogía estructural con lo ya conocido.Hemos empleado voluntariamente la palabra «analogía» lo mismo que hemos dicho

que se trata de «pasar» de lo conocido a lo desconocido en lugar de hablar de reducir lo desconocido a lo conocido, para no dar pie a la creencia ilusoria de que el uso de modelos permita reducir una de las estructuras a la otra, siendo ambas objetivamente distintas. Ello podía ser creído en el siglo pasado, cuando la elección de un modela mecánico era entendida realmente, al menos por la mayoría, como una reducción a la mecánica de cualquier orden de fenómenos, de acuerdo con el dogma mecanicista imperante en la época, pero actualmente ya no existe este peligro. Aun en el caso del conocido modelo planetario del átomo de Rutherford, en el cual no aparecía en realidad ningún atributo peculiar de los hechos atómicos, sino que todo estaba construido de acuerdo con conceptos clásicos, puede decirse que se tenía perfecta conciencia de que tan sólo se trataba de una analogía formal con un sistema planetario 6.

Peco hay más: el paso del modelo de Rutherford al de Bohr, mediante la introducción del concepto de órbitas «permitidas» debido a las consideraciones cuánticas, representa un ejemplo típico de la manera como la construcción de un modelo puede evolucionar de una situación de perfecta «visualización» a otra en la cual se pierde esta característica. ¿Significa esto que a partir de este momento ya no tenemos ningún modelo? De ningún modo; incluso puede decirse que el carácter «modelístico» es más fuerte ahora que antes. De hecho la situación, al pasar del modelo de Rutherford al de Bohr, ha cambiado tan sólo en una cosa. Se trata de que el nuevo modelo no ha sido sugerido por la mecánica, sino que ha requerido la introducción de alguna cosa imaginada ex aovo, y así mientras el primero casi nos podía hacer pensar que era posible encuadrar los nuevos hechos en la mecánica, el segundo, con su estructura evidentemente más artificial, muestra claramente su elaboración ad hoc. Es decir demuestra ser una estructura creada expresamente para facilitar el estudio de los nuevos hechos, o es un modelo en el segundo sentido del concepto señalado en el parágrafo precedente.

De hecho característica de un modelo es la de ser un nuevo objeto que se estudia de un modo autónomo, con la convic-

ción de que nos puede facilitar -gracias a una supuesta ana logía de estructura

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verificada aunque sólo sea parcialmente - un conocimiento indirecto del objeto verdadero y propio que interesa a nuestra investigación.

Está claro que en estas argumentaciones no se establece ninguna restricción acerca de la naturaleza de los entes que constituyen el modelo. Éstos lo mismo pueden ser entes naturales que entidades artificiales o abstractas. Lo esencial es que estas entidades resulten suficientemente distintas y explicitadas en sus propiedades y relaciones para que sea posible realizar en las mismas una investigación de tipo objetivo. Así, por ejemplo, en el caso del modelo atómico de Rutherford, puede decirse que el modelo es sustancialmente el sistema solar, es decir un objeto constituido por entes naturales. Por el contrario no puede decirse lo mismo para el modelo de Bohr, porque ningún sistema planetario maoroscópico conocido por nosotros está sujeto a las condiciones de cuantización de las órbitas. Por ello el modelo de Bohr es un modelo puramente matemático, un objeto constituido por entes artificiales y abstractos, sobre los cuales se han definido ciertas condiciones especialísimas.

Llegados a este punto se nos presenta más claramente la cuestión del procedimiento analógico que guía la construcción de los modelos. Por un lado la analogía es un dato de hecho, pero por otro es una hipótesis. Un modelo nace porque en el universo U que se está estudiando han aparecido de hecho ciertas estructuras que son análogas a otras estructuras típicas de otro universo M ya conocido. El estudio mediato de U por medio de M se basa en la hipótesis de que la analogía exista también en otras propiedades estructurales de los dos universos, además de las conocidas.

Poco a poco aumentan las dificultades para encontrar analogías con estructuras de universos ya conocidos, y en consecuencia aumenta el carácter abstracto y artificial del modelo construido. Este último aparece cada vez más como una hipótesis acerca de la estructura del universo U que se está estudiando, y por tanto revela su naturaleza más profunda de estadio inicial en el proyecto de una nueva teoría. En consecuencia podremos decir que cuanto mayor sea el contenido analógico, tanto más clara estará la función del nuevo modelo como ligazón de los nuevos hechos con los antiguos conocimientos. Por el contrario cuanto mayor es su alcance hipotético, tanto más clara es su función de imagen heurística que ayuda al nacimiento de una

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nueva teoría. O sea que el modelo constituye la forma preliminar en la cual se presenta la interpretación de nuevos hechos no explicables mediante las teorías de que se dispone. En este sentido, según se ha indicado, ya Maxwell señaló que el empleo de modelos como auxilio contextual era preferible a una teoría prematura.

Así, pues, está claro que no existe ningún motivo para desconfiar de los modelos. Basta con no dejarse dominar por ellos, pero esto no presenta mayores problemas que el no dejarse dominar por una hipótesis cualquiera. De hecho el modelo no representa un resultado definitivo, intocable, sino que más bien puede ser sometido a verificación mediante la experimentación, ni más ni menos que cualquier hipótesis científica. Para ello sobre la base de las propiedades conocidas o encontradas en el modelo, podremos predecir que en nuestro universo U deberían verificarse, en determinadas condiciones, ciertos fenómenos. Si el control experimental pone en evidencia estos fenómenos podremos decir que, al menos en lo que respecta a lo que hemos podido controlar, el modelo describe fielmente el universo U; en caso contrario deberemos decir que el mismo, al menos en algún punto, es inadecuado.

Precisamente a causa de esta analogía profunda entre la elaboración de hipótesis y la construcción de modelos podemos decir que del mismo modo que no se hace ciencia sin hipótesis, no se hace ciencia sin modelos. De no existir éstos, no habría ninguna posibilidad de esperar nada nuevo, y estaríamos perpetuamente agarrados a la experiencia y al tipo de conocimiento presente. Por el contrario, el imaginar alguna cosa nueva que pueda hacernos salir de las dificultades presentes es siempre, de algún modo, una proyección de un nuevo modelo de la realidad.

Por otra parte esto está implícito en la circunstancia de que, para formular nuevos enunciados, es obligado servirse de palabras, entendidas en sentido lato, que ya estén en disposición de ser usadas. Sin embargo, estas palabras transportan consigo un cierto significado, es decir están ya referidas a un cierto denotado, por lo cual la elección misma de las palabras y su combinación en un razonamiento equivalen en la práctica a la proposición implícita de un modelo, que deberá ser verificado cuanto antes, pero que para poder ser verificado antes debe existir. Después de todo lo dicho en el parágrafo precedente acerca de la posibilidad de construir conceptos nuevos relacio-

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nando intensiones de conceptos precedentes, no parece que esta afirmación tenga necesidad de un particular esclarecimiento. El construir un modelo artificial para el estudio de una nueva realidad coincide precisamente con la tentativa de definir un concepto nuevo sirviéndose de elementos intensionales ya conocidos. Por otra parte, precisamente a causa de la existencia previa de estas intensiones es posible comprender el significado del nuevo concepto -es decir idear el nuevo modelo - y pasar después a la verificación de sus posibilidades de aplicación, o sea a la verificación de la adecuación del nuevo modelo. Con ello encontramos nuevamente una distinción de la cual ya habíamos tenido ocasión de hablar: la que subsiste entre el problema del significado y el problema de la veri ficación. No es raro que a las nuevas ideas --por ejemplo las avanzadas por aquellos que van contra ciertas visiones ortodoxas de la actual física de los cuantos - se las acuse de ser inveri-ficables. Sin embargo, los que proceden de este modo olvidan que también en el caso de las teorías actualmente aceptadas ha existido un momento en el cual todavía no habían sido , verificadas y que, en todo caso, es preciso que uno deba tener una idea antes de que la misma pueda ser sometida a verificación. Ahora bien, tener una nueva idea a propósito del orden de una determinada realidad física tan sólo puede consistir en la propuesta de una nueva manera de combinar ideas ya conocidas, de manera de obtener alguna cosa provista de significado, es decir alguna cosa capaz de denotar al menos una estructura posible de tal realidad. Es decir, que lo que se obtiene resulta ser un modelo para la explicación de la realidad dada. Por tanto, la verificación de las nuevas ideas es también la verificación del modelo, es decir, una operación por medio de la cual se controla si esta estructura es posible, es decir, si este modelo describe verdaderamente la estructura de la realidad que se está exa -minando .Vale la pena avanzar ahora una última observación. A menudo se subraya, como carga pasiva que acompaña al empleo de modelos, que los mismos siempre contienen alguna redundancia respecto a la realidad por ellos estudiada, es decir, para el universo de objetos que pretenden representar. Parece claro que a veces estas redundancias se eliminan, precisamente debido a que son pasivas. Sin embargo, debe observarse que, en principio, un modelo completamente privado de redundancias no serviría

para nada, puesto que en tal caso no se diferenciaría en absoluto del objeto para el

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cual sirve de modelo, y, por tanto, no resultaría ventajoso su empleo para los fines de la investigación.

Antes bien, a menudo se han descubierto hechos muy significativos analizando cuidadosamente ciertas redundancias del modelo, a las que en su primer momento se había supuesto eliminables, por ejemplo, en el caso ya recordado de las soluciones de energía negativa de la ecuación de Dirac.

Incluso se puede afirmar que algunas veces son precisamente ciertos aspectos de una teoría superfluos lógicamente o, en sentido estricto, redundantes, los que se prestan a ejercer funciones de modelos para su desarrollo en nuevas direcciones, o que tienen enorme valor heurístico para la aparición de nuevas teorías. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la mecánica analítica clásica, en la cual, a pesar de todos sus nuevos conceptos, tales como la noción de integral de acción, de variables canónicas conjugadas, de hamiltoniano, de función de Hamilton-Jacobi, y con toda su compleja teoría de transformaciones, no se añade nada al contenido físico de la mecánica, tal como había sido concebida originalmente por Newton. Sin embargo, no es preciso subrayar la enorme importancia que han tenido estos conceptos, estas redundancias aparentes, en la evolución de la mecánica cuántica.

Llegados a este punto nos parece que ya queda suficientemente claro que el problema del uso de modelos se puede colocar en el seno del discurso más general relativo a las teorías científicas, el cual ya hemos desarrollado precedentemente con una cierta extensión. Además, el papel que desempeña en el mismo es importante para los fines de la comprensión de un hecho sobre el cual habíamos insistido a su debido tiempo, consistente en la circunstancia de que las teorías científicas no nacen como construcciones formales a las que debe ser asignado un significado, sino que por el contrario nacen como complejos de proposiciones ya significantes, por cuanto están construidas con términos ya provistos de significado aunque susceptibles de modificación en el nuevo contexto.

Esta adherencia intrínseca del significado al término puede expresarse perfectamente acudiendo al caso de un modelo. Así podemos decir que un término significa algo precisamente a causa de que denota alguna entidad, o alguna propiedad o relación, en una cierta estructura. Su empleo de una forma consciente en una investigación relativa a nuevas estructuras significa ya

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hipotetizar que en las mismas existen algunas entidades, propiedades o relaciones análogas a aquellas designadas precedentemente por el término, es decir, significa hipotetizar un cierto modelo para tales estructuras. Si en un cierto momento la nueva estructura requiere para su caracterización el empleo de términos ya conocidos, pero de intensiones tales que sus denotados resulten inconciliables, entonces desaparece el valor heurístico del viejo modelo y estamos en presencia de un cambio de significado de tales términos en el nuevo contexto. ¿Cómo se puede avanzar una vez se ha llegado a esta situación? ¿De dónde obtener sugerencias para nuevas ideas si la fuerza heurística del antiguo modelo está agotada, a causa del cambio de significado de los términos que les impide referirse a él? ¿Cómo hallar nuevos modelos de la realidad que estamos estudiando, si ya no sabemos qué denotado preciso asignar a estos términos? Es en este punto precisamente que viene en nuestra ayuda la posibilidad de emplear modelos de un nuevo tipo, modelos no ya concretos sino abstractos, capaces de podernos guiar hacia el encuentro de nuevos conceptos, encuentro que ya no pueden proporcionarnos los modelos concretos.

43. Los modelas, logicomatemáticas

Después de las premisas desarrolladas en los parágrafos precedentes, no debería ser difícil darse cuenta de un hecho que, a primera vista, habría podido dejarnos perplejos. Se trata de que los modelos más auténticos, aquellos que poseen un mayor valor heurístico y que son más interesantes desde el punto de vista de un posible significado físico, sean también los más abstractos.

Esta afirmación puede parecer paradójica porque, de acuerdo con el sentido común, parecería lógico que un modelo relativo a un universo de objetos físicos tuviera una mayor probabilidad de ser fiel y capaz de proporcionar sugerencias útiles, si es a su vez una estructura física. Lo gratuito de este convencimiento se verifica fácilmente con la reflexión de que, en un modelo, lo que cuenta no son los objetos sino las relaciones, es decir, la estructura. Ello es debido a que se da por descontado que los dos universos que se comparan - el del modelo y el que se pretende estudiar por medio del modelo - son distintos en lo que se refiere a los objetos y, en todo caso, semejantes en la estructura y en las relaciones entre los objetos. Además, un modelo físico,

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precisamente por ser algo muy concreto y particular, acaba siendo tan sólo útil a una escala muy reducida, puesto que también sus propiedades y relaciones son más bien especializadas y, a fin de cuentas, escasas, mientras que una estructura abstracta resulta más dúctil y versátil, para adecuarse al universo que se pretende investigar.

Por otra parte, la misma física cuántica ofrece confirmaciones muy convincentes de este hecho. Así, por ejemplo, se han podido extraer informaciones más numerosas y significativas de modelos matemáticos como el del electrón de Dirac, que de modelos más o menos concretos e intuitivos, como el modelo planetario del átomo, o el corpuscular u ondulatorios de las partículas elementales. Como ya se ha intentado demostrar precedentemente, no pocos problemas se han derivado precisamente del empleo de estos últimos modelos, demasiado rígidos y anquilosados para poder adaptarse al nuevo tipo de realidad.

Por tanto, los modelos cinemáticas (los cuales se contentan con precisar el tipo de movimiento al cual están sujetas, por ejemplo, ciertas partículas sin analizar el tipo de fuerzas que lo determinan) y los modelos dinámicos (en los cuales se intenta una caracterización más cuidadosa de las peculiaridades internas de las partículas recurriendo para ello a imágenes de varios tipos, como el electrón de la teoría de Dirac que es puntiforme en cierto sentido, o el electrón considerado como una nube en las teorías «no locales», como la del «fluido espinorial» de De Broglie o Vigier, o como la imagen vagamente planetaria que se vuelve a encontrar en las teorías de los nucleones) son todos ejemplos de modelos cuya función evidente es la de sistematización y clasificación, pero cuya fuerza propulsora como portadores de nuevas ideas, como precursores de nuevas hipótesis, es más bien modesta.

Por el contrario, los modelos logicomatemáticos pueden revelarse mucho más significativos, pero para comprender cómo se da esta circunstancia es preciso proporcionar algunas precisiones. A lo largo de todo este ensayo, cada vez que hemos tenido ocasión de señalar las relaciones entre las matemáticas y la física, siempre se ha hecho entrar genéricamente las matemáticas entre los componentes del «lenguaje» de las teorías físicas, asignándoles la misión de proporcionar la parte más conspicua en la elaboración formal de las mismas. No vamos a rectificar esta afirmación, sino más bien a integrarla, reconociendo que la matemática no tiene únicamente esta función.

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Las varias ramas de las matemáticas no son simples lenguajes sino teorías, es decir, lenguajes que hablan de ciertos universos de objetos, constituidos por los llamados «entes matemáticos». Sobre este punto, después del ocaso de las pretensiones del «formalismo puro», la investigación relativa a los fundamentos de las matemáticas ha alcanzado una cierta concordancia, basándose en razones cuya notable dificultad no nos permite realizar ni tan sólo una aproximación a las mismas, pero no es fácil investigar el «tipo de realidad», es decir el «estatuto ontológico» de estos entes. Ahora bien, es precisamente este hecho el que permite considerar las teorías matemáticas como fuentes de modelos para la física. Los objetos de los cuales se ocupan las teorías matemáticas resultan provistos de propiedades y relaciones que les son propias y que constituyen una especie de mundo autónomo, gobernado por sus leyes (es decir, caracterizado por una estructura propia) de un modo intrínsecamente parecido a aquel en que un universo de objetos cualquiera tiene una existencia autónoma y una estructura individual 1.

Una vez comprendido todo ello, es inmediato reconocer que el procedimiento general para la construcción de un modelo de teoría física (es decir, para el aprovechamiento de analogías o, como se dice técnicamente, de isomorfismos de estructura) puede ser extendido en principio a las estructuras matemáticas.

Estas cosas han quedado más claras gracias a las investigaciones de la teoría de modelos desarrolladas en el seno de la lógica matemática de los últimos decenios, las cuales han permitido el intento de obtener una precisión respecto a los modos efectivos para realizar esta búsqueda de modelos, incluso en física. Con todo no pretendemos detenemos más en este punto, bastándonos con haber esbozado la posibilidad en principio de los modelos logicomatemáticos, y preferimos intentar iluminar el significado y la importancia del empleo de los mismos 9.

El primer hecho que vale la pena subrayar, por su evidencia, es que en este caso se pierde casi completamente el aspecto analógico del modelo. Sus características ya no sugieren de un modo automático las características posibles de la estructura física. Sin embargo, esta pérdida no es muy importante, como queda claro si se piensa, por ejemplo, en el caso de los convenios de la geometría analítica, los cuales consisten sustancialmente en permitir la construcción de un modelo de los entes geométricos usuales - entendidos por lo menos como representa-ciones intuitivas de ciertas configuraciones en el espacio euclí-

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deo - en el campo de los números reales, según el cual se sabe que una cierta función, por ejemplo, representa una curva. Con todo no es intuitivo en absoluto decir qué curva es la representante de una determinada función, sino que tan sólo un trabajo analítico determinado permite trazarla con una buena aproximación; como máximo, una cierta práctica y una cierta costumbre pueden facilitar un tal reconocimiento en base a semejanzas con funciones ya estudiadas. Del mismo modo se sabe que si una función y = f (x) tiene derivada primera nula para algunos valores de la variable x, la curva correspondiente tiene otros tantos máximos, mínimos o puntos de inflexión, y que el examen de las derivadas de orden sucesivo permite saber con toda seguridad cuál o cuáles de estos casos se verifican. Ahora bien, resulta que no existe ninguna analogía directa, ningún nexo inmediato entre estas propiedades de las derivadas de una función y las propiedades de una curva, sino que más bien se trata de nexos que fueron estudiados y descubiertos poco a poco, y que todavía hoy deben ser aprendidos con un cierto esfuerzo por todo aquel que se inicia en el estudio de la matemática.

Este ejemplo de las relaciones entre análisis y geometría, mientras ilustra de un modo convincente el debilitamiento de los nexos de «analogía» entre estructuras lo cual, en definitiva resulta ser otra manera de evidenciar la decadencia de los requisitos de visualización - nos hace observar de una manera todavía más convincente la irrelevancia de esta pérdida. El motivo de ello es que nos muestra cómo, a pesar de la no inmediatez de estos nexos, nos resulta siempre posible pasar con absoluta seguridad y univocidad del requisito analítico al relativo requisito geométrico, por lo menos en los casos que resultan más interesantes prácticamente.

También este ejemplo elemental nos permite captar con gran facilidad un aspecto de la cuestión que quizás podría escapársenos, es decir, el hecho de que el buscar modelos de una estructura dentro del campo de los números reales - y en general dentro de las estructuras matemáticas- no tiene el simple propósito de consentirnos realizar cálculos a propósito de aquella estructura, de traer a la luz sus aspectos cuantitativos, sino más bien el de explicitar, con gran generalidad, todas sus características, incluso aquellas más cualitativas. El hecho de que una curva presente inflexiones, discontinuidades, se enrolle sobre sí misma sea cerrada o abierta, etc., son propiedades de las más cualitativas que se puede atribuir a un curva, y con todo corres-

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ponden a condiciones perfectamente precisadas, a las cuales satisface la correspondiente función definida sobre los números reales.

Dejando ahora a un lado este ejemplo geométrico podemos afirmar que, cuando se elige un modelo matemático para un fenómeno físico cuya naturaleza nos es todavía desconocida, ya no se realiza, una tentativa de explicación analógica, en el sentido de la antigua concepción visualizadora. Por el contrario, lo que se hace es una verdadera y propia hipótesis relativa a la estructura, la cual, tomando el camino indirecto del modelo -es decir, presentándose como una hipótesis matemática- se refiere verdaderamente a la estructura del fenómeno, incluso en sus aspectos cualitativos. Así, por ejemplo, es usual suponer, en el campo de las partículas subatómicas, que un requisito típicamente matemático como es el de la no linealidad de las ecuaciones respectivas, exprese el requisito físico muy peculiar de la capacidad de estas partículas a interaccionar consigo mismas. Este requisito es sin duda cualitativo y se puede decir que, en este caso, el aspecto cuantitativo ha quedado en un estadio más insatisfactorio porque todavía no se conocen métodos adecua-dos para la solución de estas ecuaciones. Por otra parte no es cuestión de extrañarse de esta creciente capacidad de las características matemáticas de las ecuaciones para poner de manifiesto las características físicas de los objetos. Ello no es otra cosa que la expresión de un hecho bien conocido y con frecuencia subrayado como típico del desarrollo de la ciencia moderna, es decir, el hecho de que la misma dirige especialmente su interés hacia las relaciones. Ahora bien, estas últimas, como ya se ha indicado antes, pueden ser imitadas fácilmente mediante modelos, incluso si las diferencias entre los objetos que constituyen los modelos pueden quitar a estos últimos el requisito de inmediata visualización que posee una transparente analogía.

Todo ello no es tan sólo cierto «en principio» sino que es perfectamente controlable en la práctica, como puede comprobarse fácilmente si se tienen en cuenta las diferencias entre la construcción de modelos matemáticos y modelos físicos, antes y después del comienzo del presente siglo. Antes, cuando se proponía una cierta fórmula matemática para explicar un cierto fenómeno físico, la misma nacía provista de su interpretación física, iba acompañada por un cierto número de hipótesis físicas concernientes a la naturaleza del proceso examinado. Por ejemplo, en la hipótesis física de la discontinuidad en los intercambios

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de energía, postulada por Planck, para justificar su fórmula relativa a la radiación, obtenida mediante consideraciones basadas en la experiencia. En el caso de la física cuántica, por el contrario, el modelo matemático ha precedido muy a menudo - e incluso ha sugerido- las ideas y experimentos que debían gobernar la realización de un modelo físico. Piénsese en la interpretación correcta de la ecuación de Schródinger, acaecida un cierto tiempo después de su formulación. Piénsese también en el descubrimiento del electrón positivo, que vino a modificar correctamente la interpretación incorrecta dada primitivamente al modelo de Dirac. En este último caso, ya tantas veces citado, las consecuencias físicas del modelo matemático asumieron la forma de una verdadera y propia teoría, o al menos fueron el preámbulo de la misma: la teoría de las antipartículas.

Por otra parte, precisamente estos últimos casos son los que más contribuyen a poner de manifiesto que no es arbitrario suponer como auténticos modelos matemáticos de una teoría, aquellas construcciones que se acostumbran a presentar como simples formulaciones matemáticas de la misma. En el caso de la teoría de Dirac, el único elemento nuevo respecto a todo lo desarrollado en la teoría de los cuantos era la forma de la ecuación de onda, a la que se exigía ser invariante relativísticamente. Esta teoría tuvo un éxito notable al explicar la existencia del spin y la estructura fina del espectro del átomo de hidrógeno, y en consecuencia tenía todos los requisitos para que se la tomara

en serio en todos sus aspectos. Uno de éstos consistía en la presencia de soluciones con energía cinética negativa, por lo que

resultó natural preguntarse si las mismas tenían significado físico. La respuesta proporcionada por la experiencia fue afirmativa.

Existen otros casos en los que el formalismo de una teoría bien confirmada presenta redundancias privadas de significado físico. Por ejemplo, las soluciones discontinuas de la ecuación de Schródinger han sido pura y simplemente descartadas sin que existan para ello razones físicas verdaderamente imperativas. El único motivo existente es que no se sabe qué hacer con ellas.

Si nos atenemos al punto de vista de que en los dos casosa se trata puramente de una formulación matemática de teorías concernientes al mundo de los microobjetos, deberemos decir que en el primer caso ha habido más suerte que en el segundo, en el sentido de que en el primero el «ropaje» matemático se adaptaba perfectamente a la teoría, mientras que en el segundo le resultaba un poco ancho. Esta afirmación es perfectamente

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sostenible, pero nos parece más fecundo otro punto de vista, que por otra parte incluye el precedente. Se trata de que el ropaje matemático, además de representar indudablemente un medio para formular el contenido físico de una teoría, constituye en sí mismo una cierta «estructura» que tiene sus propias leyes internas y que, por así decir, «camina por sí solo». Puede ocurrir que ciertos aspectos de esta estructura no correspondan a ningún aspecto de la estructura física, y entonces la estructura matemática continúa empleándose como un simple lenguaje, aprovechando tan sólo aquellos aspectos que son de utilidad. Sin embargo, puede ocurrir que ciertos aspectos de la misma revelen, por analogía, la presencia de componentes insospechados de la estructura física, y en tal caso debe decirse que la estructura ma-temática ha servido de modelo para el descubrimiento de los mismos. De hecho, si los estados con energía cinética negativa de la ecuación de Dirac no correspondieran a la existencia de los positrones, nos limitaríamos a decir que no servían -prescindimos aquí de otras dificultades que subsisten en la práctica, pero que podemos ignorar en lo que respecta a los propósitos de esta discusión - y a pesar de ello el aparato matemático continuaría siendo empleado y la teoría del electrón de Dirac se consideraría igualmente satisfactoria.

Ello nos parece que demuestra claramente que en este caso nos encontramos en una situación distinta respecto a la pura aplicación del método hipotético-deductivo. Si de ciertas premisas se deriva una consecuencia, de la cual no puede encontrarse una confirmación experimental, debe decirse que la teoría es inadecuada. En nuestro caso, por el contrario, aunque las soluciones correspondientes a una energía cinética negativa no hubieran encontrado una confirmación físicaa con el descubrimiento de las antipartículas, no por ello se habría calificado de inadecuada a la teoría, porque realmente la misma hubiese continuado siendo satisfactoria para explicar aquellos fenómenos para cuyo ámbito había sido pensada. Éste es el motivo por el cual no suponemos insatisfactoria la teoría de Schródinger, a pesar de que sus soluciones discontinuas no son utilizables físicamente. Es evidente que de acuerdo con ello el descubrimiento de las antipartículas puede ser visto, más que como una consecuencia de la teoría relativa al electrón - que según ya hemos dicho repetidamente se habría mantenido intacta aunque las antipartículas no hubiesen sido observadas - como una correspondencia física

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encontrada gracias a la pauta proporcionada por el modelo, es decir, por la estructura matemática empleada para formular la teoría.

Con todo, no siempre un modelo matemático alcanza a poseer unas características heurísticas de tanta potencia respecto a las interpretaciones físicas. En muchos casos es corriente contentarse con un modelo puramente «calculador», es decir, que sirve para hacer «cuadrar los resultados» con respecto a las observaciones experimentales. En el estudio de las partículas elementales nos valemos frecuentemente de modelos matemáticos de este tipo,a los cuales se puede dar el nombre de «modelos fenomenológicos» por analogía

con las teorías fenomenológicasa las cuales ya nos hemos referido. Su característica es la de asegurar una conexión puramente matemática entre los valores de ciertas va-riables antes y después de un cierto proceso físico, por ejemplo, antes y después de una colisión de partículas. Estos modelos son simplemente un instrumento de cálculo mediante el cual, conocidos ciertos datos antes de un proceso, se obtiene el valor de los mismos después del proceso, sin que por ello se alcance a dar ninguna descripción físicamente plausible del proceso mismo. Este último -empleando una expresión común en cibernética - es representado por una «caja negra», de la cual se sabe qué cosas entran y qué cosas salen, pero no lo que ocurre dentro.

Para que estas afirmaciones fueran menos vagas sería necesario dar algunos ejemplos, pero vamos a intentar lograr lo mismo limitándonos a consideraciones de tipo genérico. Ocurre que cuando las ecuaciones de onda de la teoría de los cuantos se aplican a la difusión de partículas de gran energía, sufren una especie de evanescencia en el sentido de que las integrales que aparecen en ellas divergen, y el resultado es la atribución de valores infinitos a magnitudes físicas, como la masa y la carga, que evidentemente sólo pueden tenerlos finitos.

Nace, por tanto, el problema de eliminar esta infinitud, y, entre los varios métodos propuestos para ello, el de mayor aceptación, a pesar de que también posee numerosos detractores, es el llamado método de la «renormalización». Sin perder pala-bras en el intento de ilustrarlo, diremos que se trata sustancialmente de un método puramente matemático, el cual, gracias a artificios y convenios ad hoc, alcanza a reducir drásticamente el número de las soluciones de una ecuación de onda, hasta hacerla manejable prácticamente. Sin embargo, aunque el propósito de este procedimiento sea totalmente obvio, no proporciona ningún

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significado físico a la eliminación de términos de la serie de las soluciones. Incluso el método, considerado globalmente, presenta desde el punto de vista físico, una cierta dosis de dificultades importantes. Por ello se puede decir sustancialmente que su único mérito es el de conseguir relacionar de alguna manera los datos brutos cuantitativos.

En consecuencia, éste es un buen ejemplo de modelo fenomenológico de naturaleza logicomatemática, en el cual los puntos terminales, por así decir, tienen un reflejo físico, mientras que todo lo demás posee una estructura matemática más o menos compleja, y no se sabe qué características físicas le pueden corresponder.

En los últimos años se han llevado a cabo algunos intentos de pasar de este modelo puramente fenomenológico a otros modelos que, aun siendo siempre de naturaleza logicomatemática, permitieran también una cierta comprensión del contenido físico de los procesos involucrados. Baste pensar en los modelos re-presentados por la teoría de la matriz de difusión - «matriz S» -, por la teoría de las relaciones de dispersión, por la teoría de los polos de Regge, etc. En todos estos intentos se mantiene un aspecto fenomenológico, puesto que se desarrolla un procedimiento de cálculo sin hacerse ninguna hipótesis acerca de nuevas propiedades de los procesos físicos examinados. Sin embargo, es evidente que en los mismos se aprovechan y se expresan matemáticamente algunas ideas esencialmente físicas, como la de invariancia relativística, la de una cierta causalidad micro -física, la de conservación del flujo de partículas, o bien se establecen algunas relaciones con cantidades físicas bien conocidas, como, por ejemplo, los momentos angulares.

Sin duda sería pretencioso que respecto a estas cuestiones quisiéramos ir más lejos de lo expuesto hasta aquí. Sin embargo, no es inútil llamar la atención hacia otro hecho de gran importancia. Hasta ahora hemos afirmado que los modelos matemá-ticos subrayan la conocida tendencia de la física actual a preocuparse de las relaciones y «funciones» más que de las «sustancias» que entran en relación (para emplear dos términos cuya contraposición es proverbial). Sin embargo, es conveniente no ignorar el hecho de que a veces la exigencia de salvaguardar ciertos requisitos matemáticos puede conducir no sólo a la prospección de nuevas configuraciones matemáticas más o menos artificiales, sino también a una nueva hipótesis relativa a la

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sustancia, por así decir, de los entes físicos que intervienen en los procesos, o sea a construir modelos que algunas veces reciben el nombre, precisamente por tal motivo, de «ontológicos».

Dado que se ha hablado de la dificultad constituida, en teoría de: partículas, por la aparición de la infinitud en las soluciones, podemos emplear este mismo ejemplo para señalar de qué manera el requisito matemático del restablecimiento de la finitud puede ser conseguido también a través de un cierto modelo ontológico. Este último, sustancialmente, está constituido por la hipótesis de la existencia de una nueva constante universal y, más exactamente, de una unidad mínima de longitud 10. Como es evidente, esta hipótesis está relacionada, por así decir, con la estructura del cosmos, y sin embargo la misma no aparece introducida a causa de alguna tentativa de explicar directamente ciertos fenómenos físicos, sino más bien como sugerencia capaz de eliminar ciertas dificultades matemáticas inherentes al formalismo ideado para explicar fenómenos conocidos, o también, simplemente, como sugerencia proveniente de una analogía con otras fórmulas matemáticas de la física por ejemplo con la que expresa el principio de indeterminación. Naturalmente esta hipótesis, precisamente a causa de que resulta ser en definitiva una afirmación acerca de la estructura del mundo físico, no puede limitarse a recibir ayuda de justificaciones matemáticas y, de hecho, en realidad se apoya en consideraciones de plausibilidad de evidente carácter físico. Así, el mismo Heisenberg habla en más de una ocasión de la existencia de una constante universal de longitud que debería llegar a justificar, de: un modo global en cierto sentido, el conjunto de las discrepancias que se encuentran en el paso de la macrofísica a la microfísica, reduciéndolas a la superación de un umbral muy preciso en los «órdenes de magnitud» 11

Otros autores observan que, por lo general, cuando una teoría física impone algún sacrificio en el volumen de los conocimientos, lo compensa con la introducción de una constante universal. Así, la constancia de la velocidad de la luz compensa, en el seno de la relatividad, la desaparición de la invariancia de las distancias o de las duraciones temporales. Así también la constante de Planck compensa la pérdida de toda posibilidad de información exacta, establecida por el principio de indeterminación. También en el caso que estamos examinando, la aparición de una constante universal de longitud podría venir a compensar la no conservación de la paridad en las interacciones débiles 12.

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En este sentido, aparecería como característica del dominio de las interacciones débiles, con lo cual reaparece una vieja idea de Heisenberg. Por otra parte, la circunstancia de la conservación de la paridad para las interacciones fuertes o electromagnéticas, podría ser vista como un caso límite -para interacciones de tipo no gravitatorio- de una manera análoga a como ciertas leyes clásicas son casos límites respecto a las leyes cuánticas o relativistas. En este orden de ideas, puede incluso procederse a una evaluación de la hipotética constante de longitud, por ejemplo, eliminando los factores h y c de la expresión de la constante G de Fermi, que es la constante característica de las interacciones débiles. De este modo se obtiene un valor lo = 7.10 17 cm, el cual está en muy buen acuerdo con el obtenido a partir de estimaciones realizadas por muy diversos caminos.

Vemos, pues, cómo una idea con un carácter originario puramente matemático, como es la de discontinuidad del espacio, se muestra inesperadamente repleta de significados físicos. Por una parte obliga a reconocer el carácter de constante fundamental a la G de Fermi; por otra conduce a la construcción de un mo delo de espacio, el de Coish, que resulta ser en la práctica aquel para el cual, entre todos los tipos posibles de interacciones débiles, se verifican precisamente las que se observan experimentalmente. Ello equivale a decir que se nos ofrece también un modelo físico del mundo de las partículas subatómicas, en el sentido de que las interacciones débiles - las cuales son responsables de todos los procesos de desintegración de las partículas elementales- pueden ser consideradas directamente como las fuerzas que garantizan la integridad de las partículas elementales.

No quisiéramos que los últimos razonamientos desarrollados se interpretaran como un intento de defensa del modelo de Coish. De hecho este último presenta ciertas dificultades, que no han sido ni tan sólo mencionadas, como las presentan otros modelos matemáticos que actualmente aparecen en la teoría de las par tículas elementales: teoría de la matriz S, teoría de los polos de Regge, ecuaciones no lineales de Heisenberg, etc. Sin embargo, no es la adecuación de uno u otro modelo lo que nos interesa, sino el hecho de que se trata de modelos y, realmente, de modelos matemáticos. Por tanto podría ocurrir que todos ellos no fueran otra cosa que «expedientes», es decir simples intentos a los que se abandonan los teóricos de la física de partículas, después de muchos años de incertidumbre, con la esperanza que de algún modo se les aparezca una nueva vía de

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salida. Sin embargo, aun admitiendo todo ello, no es posible negar que sea significativo el hecho de que estos intentos se realicen actualmente por una vía común bastante precisa. Así se observa que en todos: los casos se eligen como tema de consideración tan sólo ciertas características peculiares de los hechos conocidos, las cuales se proyectan en un modelo matemático. Se supone entonces que trabajando sobre este modelo debe ser posible delinear una estructura en la cual resulten también incluidos algunos elementos que se puedan hacer corresponder a las ca -racterísticas despreciadas inicialmente. Dicho en otras palabras, en casos como el que estamos considerando, no tiene lugar el procedimiento tradicional según el cual los datos experimentales sugieren un modelo físico, es decir «ontológico» en el sentido indicado antes, del cual se puede pasar después a una formulación matemática. Por el contrario, en estos casos se comienza eligiendo un modelo matemático, cuyos requisitos pueden indicar las líneas de un posible modelo ontológico, aunque, obviamente, el juicio último sobre la adecuación del mismo lo tiene siempre el tribunal de la experiencia.

44. Matemáticas y experiencia

No es imposible que, mientras se desarrollaban los razonamientos precedentes, en algún lector haya podido surgir la duda de que, al buscar en el modelo matemático ciertas características que el modelo físico debe poseer, se acabe en una imposición arbitraria del mismo modelo matemático o, por lo menos, de algunos requisitos matemáticos a los cuales se confiere un cierto carácter absoluto sin ninguna clara justificación.

Este tipo de prevención no es nueva en absoluto. Se puede afirmar que desde la época de Pitágoras está planteada la cuestión respecto a si la posibilidad de hablar matemáticamente del mundo significa que el mundo tiene estructura matemática, o más bien que nosotros aprisionamos su multiforme variedad dentro de los esquemas de nuestro modo de pensar matemático. Según nuestra opinión el esquema «modelítico» puede, si no eliminar, al menos atenuar el alcance de esta duda. De hecho la construcción de un modelo matemático puede ser vista como la construcción de una nueva estructura matemática, que se diferencie de las estructuras conocidas precedentemente ya sea por los objetos matemáticos que se emplean, ya sea por los

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nexos existentes entre ellos. De esta manera es posible construir un modelo en el cual se coloquen variables en el puesto de las constantes y funcionales en el puesto de las funciones (cambio de objetos). O también se puede pasar de una estructura euclidiana a otra no euclidiana, y de la propiedad de la conmutatividad a la de no conmutatividad (cambio de nexos). Así, por ejemplo, la mecánica cuántica no relativista tiene los operadores lineales como nuevos objetos, y una operación no conmutativa como nuevo nexo. Por el contrario, el modelo matemático de Coish, en lugar de admitir los operadores lineales como objetos admite operadores integrales continuos, y entonces se tiene derecho a decir que precisamente este cambio de objeto matemático hace posible extraer ciertas consecuencias físicas. Esta afirmación es cierta, pero no es menos cierto que la misma elección de este objeto matemático no es casual, y ni tan sólo ha sido hecha por puras razones matemáticas. La elección de los operadores integrales ha sido impuesta, en cierto sentido, por la hipótesis física fundamental de la discontinuidad del espacio, la cual arrastra consigo una cierta dispersión de todo punto geométrico, y por tanto la necesidad de tener que tratar con regiones del espacio en lugar de puntos, las cuales matemáticamente se representan precisamente con integrales.

Está claro que no estamos aprisionados en modo alguno por nuestra matemática al considerar el mundo físico, precisamente porque no existe una matemática sino muchas, cada una de las cuales la podemos construir eligiendo las piezas oportunas (los objetos matemáticos correspondientes) y uniéndolas mediante los nexos oportunos (con axiomas adecuados), de acuerdo con las exigencias observadas en la necesidad de la representación física. Esto puede ocurrir extrayendo del arsenal riquísimo de la matemática pura nuevos objetos para su aplicación a la física, combinados eventualmente con relaciones nuevas. Así Einstein empleó el cálculo diferencial absoluto de Ricci Curbastro y Levi-Civita, Dirac se sirvió de la teoría del espacio hilbertiano, y del mismo modo hoy sería quizás particularmente útil que los físicos se ocuparan de ciertos tipos de espacios abstractos, de los cuales la matemática ya ha desarrollado su estudio pero que todavía no han sido utilizados por la física. En cierto sentido esto puede ocurrir por medio de la construcción y definición de nuevos objetos matemáticos, como el concepto de probabilidad negativa de la teoría unificada de los campos de Heisenberg. En todo caso, actualmente es indiscutible que el

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físico siente la más total independencia respecto al instrumento matemático, y ello confirma precisamente que no tiene para él ningún posible efecto de estorbo, paralizante, distorsionador o nada similar. Las matemáticas aparecen más bien como un conjunto de objetos con propiedades y relaciones muy variadas, que pueden ser combinadas de las maneras más impensables, para construir modelos de la realidad física. A veces puede ser interesante elaborar un modelo matemático ex nova y ver qué puede decirnos que sea físicamente significativo. Otras veces puede resultar más útil dejarse sugerir un modelo matemático por una teoría física todavía embrionaria y ver después si es posible obtener de ello nuevas informaciones respecto al mundo físico. En todo caso, como siempre, la respuesta relativa a la cuestión de la adecuación del modelo, tan sólo la puede proporcionar la experiencia, independientemente de la manera mediante la cual haya sido obtenida.

Llegados a este punto, se puede comprobar cuán alejados estamos de la primitiva idea no sólo de modelo como «visualizador», sino simplemente de la defendida por la escuela de Copenhague, según la cual el lenguaje de la ciencia es inevitablemente macroscópico, y por tanto nos induce a emplear siempre la macrofísica para construir modelos de la microfísica. Esta idea se basa en la atribución de un privilegio injustificado a un cierto nivel de la realidad -el de la macrofísica - o, cuando menos, en la ilusión de que nuestras representaciones pueden construirse empleando tan sólo elementos relativos a ese nivel. Sin embargo, en la realidad las cosas ocurren de un modo muy distinto. En general para la construcción de modelos tenemos a nuestra disposición un dominio de la realidad que es mucho más rico que el conjunto de nuestras representaciones macrofísicas, es decir, el mundo de los entes matemáticos, a los cuales, bien o mal, logramos ver y manipular de algún modo el contenido, logramos conocer de manera «objetiva». Por tanto, en la cons-trucción de los modelos es posible aprovechar la gran ductibi lidad que proviene de la variedad de sus estructuras y de la falta de relaciones excesivamente intuitivas. Un síntoma característico de la nueva función que la matemática está asumiendo respecto a la física, nos lo proporciona la difusión cada vez más general del procedimiento consistente en describir en primer lugar un fenómeno físico en lenguaje matemático, al cual más tarde se intenta dar una interpretación física; las matemáticas no se limitan a proporcionar algoritmos, métodos de cálculo, sino

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también modelos para la comprensión, para la explicación de los fenómenos físicos.

NOTAS AL CAPITULO IX

1. Cf. P. 50.2. MAxwELL 1, p. 155.3. E. Me Mullin, por ejemplo, sostiene que toda teoría, partiendo de unos hechos conocidos,

intenta encontrar su explicación, postulando para ello una estructura física que pueda explicar los mismos desde un punto de vista causal, y llama «modelo» a dicha estructura; afirma que «el modelo es la estructura postulada, mientras que la teoría es el conjunto de proposiciones mediante las cuales esta estructura es descrita provisionalmente. O sea la teoría es una entidad lingüística y matemática y el modelo no.» Ahora bien, ello parece implicar que, o bien se admite que aquello que se llama modelo es la realidad misma, a la cual se pretende estudiar, o bien se está en una posición evidentemente gnoseológica, como parece claro que se encuentra el autor ya citado, el cual habla del modo como de una simple realidad «postulada». Véase MC MULLIN 1.

4. Esta identificación entre teoría y modelo ha sido sostenida por ejemplo, en ACHINSTEIN 1 y 2. Está claro, por otra parte, que una teoría, en la medida en que pretende erigirse como interpretación adecuada de los hechos, «postula» de alguna manera que la realidad es tal como ella la describe y, en este sentido, incluye claramente el concepto de «modelo» en el sentido dado por Me Mullin, pero sin hacer de ello un diafragma entre el conocimiento y lo real.

5. Para la consideración de otros empleos comunes del término «modelo», prescindiendo del empleo técnico que se da en lógica matemática, puede consultarse por ejemplo BLACK 1. Por otra parte, varios esbozos de lo que expondremos a continuación se encuentran en NovnK 1.

6. Por otra parte, para justificar que se ha recurrido a una tal analogía únicamente a efectos de explicar los hechos efectivos del nuevo dominio, es preciso no olvidar que se recurrió a ella para superar las dificultades del modelo precedente de Thomson, el cual no poseía ninguna analogía con sistemas mecánicos o eléctricos conocidos, y que había surgido después de los experimentos de difusión de las partículas. Resulta claro, por tanto, que, si la analogía pura desempeñara un papel decisivo en el nacimiento de los modelos, el modelo de Rutherford debería haber surgido mucho antes.

7. Obsérvese que la «nueva» relación entre términos que preside la cons trucción de un modelo introduce automáticamente una corrección en su significado, dado que cambia su contexto, como ya habíamos discutido en el capítulo precedente.

8. Hablando de los entes matemáticos, K. Gódel dice: «Me parece que la asunción de estos objetos es tan legítima como la asunción de los cuerpos físicos, y que existen al menos los mismos motivos para creer en su existencia. De hecho los entes matemáticos son necesarios para obtener un sistema matemático satisfactorio en el mismo sentido en que los cuerpos físicos son necesarios para obtener una teoría satisfactoria de nuestras percepciones sensoriales» (GÜDEL 1, p. 95). Aunque no todos los lógicos y matemáticos están dispuestos a aceptar esta convicción del mayor logicomatemático de nuestro tiempo, es evidente que también sobre otras bases es posible reconocer un cierto tipo de existencia «objetiva» a los entes matemáticos.

9. Un tratamiento técnico y profundo de este tipo de problemas estádesarrollado en DALLA CHIARA SCABIA 1.

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10. Ya el mismo Heisenberg, poco después de 1930, avanzó la idea de una «cuantificación» del espacio, pero la idea no tuvo aceptación porque parecía implicar la no isotropía del mismo espacio. En 1947, H. Snyder volvió a ocuparse del tema llegando incluso a demostrar que la admisión de una discontinuidad en los valores de las coordenadas espacio-temporales era com-patible con la isotropía del espacio. Finalmente, en 1959 H.R. Coish propuso que el espacio-tiempo no sólo debía ser discreto, sino además debía estar constituido por un número finito de puntos. Mediante este modelo no sólo se podrían superar ciertas dificultades de la física de partículas, sino también descubrir nuevas simetrías.11. Cf. por ejemplo HEISENBERG 6, pp. 17-18. 12. Cf. por ejemplo KADISCEVSKIJ 1

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CAPÍTULO X

EL ALCANCE COGNOSCITIVO DE LAS TEORÍAS CIENTÍFICAS

45. Fenómenos y teorías

Puede afirmarse que, respecto a muchos de los temas tratados en los capítulos precedentes, el acuerdo entre científicos y epistemólogos es unánime. En particular cabe observar que el punto de vista según el cual las teorías científicas son conjuntos de hipótesis a partir de las cuales es posible relacionar ciertos datos experimentales, tiene una aceptación unánime. Sin embargo el acuerdo se deteriora en cuanto se abandona este plano de simple comprobación, este nivel puramente metodológico, para preguntarse por el significado de un hecho de este tipo. Es decir, cuando se emprende la tarea de conferir un sentido a la misma estructura metodológica de la ciencia, de la cual habíamos hablado en la primera parte de este ensayo, reconociendo en la misma ni más ni menos que un síntoma esencial de la constitución de un punto de vista filosófico, distinto del punto de vista simplemente metodológico.

Dicho en otros términos, aquello respecto a lo cual no están de acuerdo los estudiosos es precisamente la cuestión del significado de la citada relación. A este propósito, se distribuyen en un amplio abanico de posiciones, las cuales, esquematizando un poco la realidad, pueden clasificarse en tres tipos principales.

Una posición que podríamos calificar de minimista, es la que a menudo recibe el nombre de «instrumentalista». En ella se concibe sustancialmente una teoría como un complejo de reglas para analizar y simbolizar los resultados de las experiencias, con el fin de poder pasar de un resultado a otro y, más generalmente, de un complejo de datos experimentales a otro, siguiendo para ello un camino trazado que se muestre capaz de servir a

este fin. Podemos decir que, desde este punto de vista, una teoría se presenta intrínsecamente como un conjunto de recetas para resolver problemas concretos de

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naturaleza experimental, es decir para realizar pronósticos previsibles acerca de los resultados de situaciones experimentales en las cuales es posible encontrarse o que es posible realizar. De este modo, el hecho de que una teoría, por ejemplo, contenga elementos que posean el aspecto de puros artificios matemáticos sin ninguna referencia física plausible, o pueda presentar aspectos intuitivamente no com-patibles, no suscita ninguna dificultad, porque lo esencial es que una teoría, desde este punto de vista, realice la tarea pragmática que le ha sido asignada, y si resulta ser capaz de hacerlo cualquier otra consideración resultará secundaria o claramente irrelevante. En particular no se le exigen requisitos de plausi bilidad, porque no se propone describir ningún tipo de realidad, ni tampoco presentarse como algo relacionado con el problema de la verdad.

Creemos que el calificativo de «minimista» que hemos dado a esta posición es el más adecuado, por cuanto con ello se alude a la circunstancia de que todo lo afirmado positivamente en ella puede, e incluso debe, admitirse, mientras que existe una duda sobre la posibilidad de rescatar lo que se niega en tal posición. De hecho no subsiste incompatibilidad alguna en decir, por ejemplo, que una teoría se propone formular afirmaciones verdaderas acerca del mundo de la naturaleza y en decir que de este modo también se logra desarrollar importantes funciones estructurales conectando fenómenos y asegurando pronósticos. Análogamente, cuando se somete a verificación una determinada teoría, no se piensa tan sólo establecer una simple relación entre hechos conocidos y hechos previstos, sino también encontrar una confirmación o una refutación de ciertas proposiciones que se supone afirman alguna cosa. En consecuencia puede decirse que la práctica común de los científicos permite poner en duda que no exista ninguna pragmática de comportamiento experimental, a pesar de que las mismas deben servir por lo menos para ello.

Menos drástica en sus afirmaciones se nos presenta una segunda posición, la cual no pretende expulsar de la ciencia todo intento cognoscitivo, toda aspiración a ver «cómo están las cosas», pero quiere que esta tarea se limite a una descripción de los hechos, sin pretensiones de proporcionar una explicación. Como es bien sabido, esta manera de caracterizar la ciencia ha sido típica de la epistemología de fines del siglo pasado.

En esta época los primeros síntomas de decadencia en el esquema mecanicista habían llevado a muchos a buscar la salvación suponiendo que la ciencia no debía

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comprometerse en ningún esquema interpretativo de los fenómenos, puesto que corría el riesgo de ser siempre inútilmente «metafísico», sino que le bastaba con describir y coordinar los fenómenos - entendidos como los únicos portadores de conocimiento - mediante esquemas conceptuales y nexos matemáticos, desprovistos de un significado físico auténtico, pero «económicamente» útiles para conectar aquellas informaciones.

Lo que hace difícil evaluar esta posición, es el hecho de que la idea misma de descripción no está clara en absoluto ni se entiende de un modo unívoco. No sería absurdo sostener que también el que defiende un punto de vista explicacionista res-pecto de las teorías científicas, en el fondo pretende sostener que, recurriendo a hipótesis explicativas, aspira simplemente a una mejor descripción de la realidad física. Es decir, aspira también a describir aquellos aspectos que no son accesibles di-rectamente a la investigación experimental, pero cuya presencia no sólo no es incompatible con las teorías, sino que aparece completamente necesaria para que éstas no resulten un puro y simple montón de informaciones, incapaces de dar lugar a cualquier comprensión de los hechos naturales.

Un partidario de la posición descrita objetaría, probablemente, que está dispuesto a aceptar una tal integración de los hechos experimentales en un contexto capaz de relacionarlos y de conectarlos lógicamente, con tal de que ello se realice sin desbordar, en principio, el horizonte de los hechos. Es decir, recurriendo tan sólo a generalizaciones, combinaciones, restricciones de propiedad y relaciones observables efectivamente, sin dar paso arriesgado de hipotetizar entidades o propiedades no observables, de las cuales los observables deban derivarse como consecuencias lógicas.

Sin embargo, es un hecho establecido que precisamente la microfísica se ha desarrollado siguiendo el camino prohibido, es decir introduciendo nombres, propiedades y relaciones de objetos que no son accesibles a la observación directa. Por tanto, el punto de vista descriptivo debe demostrar la inutilidad de todo ello, lo que da lugar, por un lado, al problema ya discutido ampliamente en los capítulos precedentes acerca de la posibilidad de reducir a términos observables todo el complejo de términos teóricos y, por otro lado, a la propuesta de hacer ciencia sin

necesidad de seguir el camino prohibido, lo cual, como veremos dentro de poco, conduce a la valorización de las llamadas «teorías fenomenológicas».

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El tercer punto de vista es también el más antiguo, puesto que ha estado presente en la ciencia desde Newton hasta fines del siglo pasado. Consiste esencialmente en afirmar que la ciencia pretende elaborar afirmaciones verdaderas concernientes al mundo físico, decir efectivamente «cómo están las cosas», aun teniendo conciencia de que este objetivo tan sólo puede ser alcanzado parcialmente, y que en ningún momento se puede saber con certeza en qué grado se ha conseguido. Esta postura, a veces llamada realista, ha resultado dañada por los desarrollos de la microfísica, aunque ello ha sido más por razones de hecho que de principio. Parece evidente afirmar que la mejor manera de comprobar si la ciencia nos ofrece verdaderamente un cuadro de la manera cómo son los objetos, es examinar efectivamente cómo es este cuadro. Sin embargo, como todos saben, la microfísica nos pone en una situación en la cual no existe tal cuadro, desde el momento en que no podemos lograr representarnos de una manera desprovista de dificultades esta hipotética estructura del mundo físico a causa de la dualidad onda-corpúsculo, a causa de las relaciones de indeterminación, etc. Por tanto, si la ciencia no alcanza a proporcionarnos este cuadro, y sin embargo continúa siendo significativa de algún modo, es preciso reconocer que ésta no debía ser su tarea principal.

Después de todo lo dicho en el capítulo precedente, no es difícil reconocer en este tipo de razonamientos la confusión entre el intento cognoscitivo de la ciencia y su posibilidad de proporcionar un cuadro «visualizable» del mundo microfísico, y ya sabemos que esta confusión se basa en un verdadero equívoco. Dado que más adelante vamos a desarrollar explícitamente la defensa del valor cognoscitivo de las teorías, no nos detendremos ahora en esclarecer este equívoco y en defender el punto de vista realista, sino que, por el contrario, preferimos añadir algunas breves consideraciones acerca de las teorías fenomenológicas'.

46. Las teorías fenomenológicas

Como observamos en el parágrafo precedente, una especie de instinto de supervivencia ha hecho que, después de las varias

crisis sufridas por las teorías físicas tradicionales y frente a la dificultad de llegar a nuevas conceptualizaciones, muchos físicos han afirmado que, manteniéndose lo más

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estrechamente ligados posible a los resultados experimentales, se puede evitar el riesgo de elaborar hipótesis metafísicas. Es preciso ahora ver qué significan estas afirmaciones. ¿Se pretende afirmar con ello que es posible evitar toda hipótesis, o tan sólo un cierto tipo de hipótesis? Es evidente que nadie podría sostener la posibilidad de hacer ciencia sin hacer hipótesis, es decir sin teorizar. Por tanto, si el teorizar es un mal necesario la exigencia a permanecer fieles a la experiencia se concreta en la prescripción a no recurrir sino a conceptos observables o, cuando exista una imposibilidad práctica de satisfacer este precepto, debe considerarse todo lo demás como un simple intermediario útil para fines prácticos, pero desprovisto de un significado físico verdadero. De este modo nace la idea de la teoría fenomenológica, o de «caja negra», respecto a la cual sólo se suponen físicamente significativos los datos de entrada y salida, los cuales son de tipo experimental o, cuando menos, están elaborados mediante conceptos observables, mientras que la manera por la cual se llega de los primeros a los segundos constituye un misterio desde el punto de vista físico.

Es evidente que tanto el punto de vista instrumentalista como el descriptivo que hemos analizado en primer lugar, pueden encontrarse de acuerdo con una teoría fenomenológica. Se ve también cómo pueden ser rebajadas al rango de teorías fenomenológicas aquellas teorías llamadas «representativas», es decir teorías en las que se pretende ofrecer una cierta indicación de procesos físicos plausibles, los cuales expliquen cómo los datos de entrada sufren ciertas transformaciones que dan lugar después a los datos de salida. Para ello basta con prescindir de este tipo de explicación, es decir, basta con considerar a dicha teoría como un ejercicio imaginativo inocuo, el cual se aplica ingenuamente al desciframiento de lo que ocurre en la «caja negra», pero que no añade ni quita ningún valor al único hecho verdaderamente importante, el hecho de que empleando el concepto de caja negra - el puro formalismo matemático de la teoría - se obtiene una correspondencia satisfactoria entre los hechos de entrada y los hechos de salida.

Estas teorías fenomenológicas son hoy las más empleadas, especialmente en el campo de las partículas elementales, es decir, en el campo en el cual los físicos teóricos se encuentran todavía frente a una gran cantidad de problemas no resueltos y

llenos de incertidumbres acerca de los caminos capaces de llevar a cabo a las soluciones suspiradas. Es evidente que en una situación de este tipo haya que

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contentarse con lo que se logre elaborar; hay que considerarse muy afortunados cuando, introduciendo parámetros oportunos, eligiendo algunas hipótesis ad hoc, y empleando algún artificio matemático, se obtiene como consecuencia algo «que funciona»; por ejemplo, dado el estado de ciertas partículas antes de un choque, encontrar algo que permita calcular cuál será su estado después, de manera que los resultados cuadren a pesar de que el más obscuro misterio esconda las circunstancias en que se produce el proceso físico que tiene lugar y no se esté en situación de decir por qué los resultados cuadran.

Sin embargo, una vez admitido todo ello no se comprende por qué una situación de este tipo deba considerarse como definitiva o, incluso, por qué debe ser considerada como la expresión genuina de la naturaleza de una teoría científica. De hecho está claro que una teoría representativa satisfactoria alcanza a ofrecer las mismas prestaciones que una teoría fenomenológica, y éste es el requisito mínimo, que se le puede exigir, pero también alcanza a ofrecernos alguna información suplementaria, y sería completamente apriorístico y dogmático suponer que no tiene interés físico.

Quizás este prejuicio apriorístico nace del hecho de no damos plenamente cuenta de que también las teorías fenomenológicas son verdaderas teorías y, por tanto, no son otra cosa que complejos de hipótesis, hasta el punto en que un purista podría considerarlas como explicativas, a pesar de sus pretensiones contrarias. De hecho si se acepta la noción de explicación científica sostenida en este ensayo, es decir, aquella según la cual «explicar» equivale a «deducir en el seno de una teoría», es inevitable re -conocer que las hipótesis puramente computativas de una teoría fenomenológica, unidas a los datos de entrada, proporcionan una explicación a los datos de salida, por cuanto permiten su deducción z. Todavía más: las hipótesis de una teoría fenomenológica se mantienen gracias al mismo criterio que se emplea. para justificar las de cualquier teoría representativa, es decir el criterio de la confirmación experimental de los consecuencias que pueden deducirse de ellas (en este caso, los datos de salida).

¿A qué se reduce entonces la diferencia entre estas hipótesis y las de una teoría representativa usual? Si se considera atentamente se observa que la misma puede resumirse en dos aspec-

tos: a) las hipótesis por su naturaleza no tienen significado fí sico; b) todos los sistemas de hipótesis capaces de poner de acuerdo los datos de entrada con los

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de salida son, en todo rigor, equivalentes entre sí.No es difícil advertir que el primer punto es, cuando menos, extraño para una

teoría física. Basarse en hipótesis carentes de significado físico puede ser a veces necesario, si no hay otra posibilidad mejor, pero parece absurdo que una teoría física deba aceptar una tal situación como definitiva y conveniente. En cuanto al segundo punto, puede observarse que una teoría que, como punto de partida, sea posible suponerla equivalente a alguna otra teoría que satisfaga tan sólo los requisitos mínimos para que se pueda hablar de teoría, está muy próxima a no ser ni tan sólo una teoría en sentido propio. Esto es evidente a partir del hecho de que una teoría se presenta siempre como un discurso distinto y alternativo respecto a otros discursos y equivalente, como máximo, a una cierta clase de los mismos'.

Por estos motivos, nos parece injustificado ver en las teorías fenomenológicas el paradigma de la teoría física recortada, crítica, colocada a cubierto de los engaños y de las ilusiones metafísicas. Ciertamente, creemos que está a cubierto de tales ilusiones, pero no por causa de su postura vigilante y crítica, sino sim plemente porque no dice casi nada, y como se sabe, el callar constituye un método bastante seguro para no decir tonterías pero, naturalmente, también es una situación en la que no se dicen las cosas sensatas 4. Por tanto, una teoría fenomenológica, aun siendo indudablemente algo extremadamente útil, e incluso prácticamente indispensable al menos como indicación de las cuestiones a los que una teoría adecuada debe ser capaz de responder y de las respuestas que la misma debe estar en grado de justificar, nos parece que debe ser considerada tan sólo como una fase inicial y provisional, por la que debe pasarse en la tentativa de aproximarse a una teoría representativa. Entendiendo con esto último no una teoría «visualizante» sino una teoría en la cual las varias hipótesis puedan suponerse provistas de significado físico.

Es interesante notar que este tipo de ideas ha sido abordado en los últimos tiempos incluso por Heisenberg, quizás el más representativo de la postura fenomenológica en su manera de hacer ciencia (aunque no siempre en sus escritos relativos al valor de las teorías científicas) 5.

En un escrito reciente 6, después de haber observado que las

teorías científicas permiten formular ciertas relaciones entre fenómenos físicos observados sin reducirlos por ello a leyes de naturaleza subyacente que los harían

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comprensibles (verstündlich), Heisenberg señala dos motivos que impiden dar este paso ulterior. O bien la excesiva complejidad de los fenómenos que nos obligaría a superar enormes dificultades matemáticas, o bien la pura y simple ignorancia de las leyes subyacentes. Como ejemplo de dificultades del primer tipo cita la meteorología, en la cual las leyes a las que obedecen los fenómenos son conocidas, pero el número enorme de factores en juego y la excesiva cantidad de información que debe ser considerada, obligan en la práctica a establecer relaciones tan sólo fenomenológicas entre los fenómenos atmosféricos. Como ejemplo de dificultades del segundo tipo señala los excéntricos y los epiciclos de Tolomeo, los cuales, por medio de artificios geométricos más bien «antinaturales», llegaban a describir el movimiento de los cuerpos celestes, sin reducirlo a ninguna ley por cuanto no se conocía ninguna que fuera adecuada.

Característica común de estas teorías es que las mismas «permiten una descripción pertinente de los hechos observados e incluso permiten a menudo una previsión adecuada de nuevas experiencias o sucesivas observaciones, pero que sin embargo no permiten una adecuada comprensión (eigentliches Verstündnis) de los fenómenos». Heisenberg observa que el sistema de Tolomeo no permitía comprender el movimiento de los planetas, el cual resulta por el contrario comprensible a partir de las leyes de Kepler y Newton. Análogamente a las leyes de la química, que se convierten en comprensibles gracias a la teoría atómica de la mecánica cuántica.En las situaciones del primer tipo -complicaciones matemáticas insuperables- se recurre a las teorías fenomenológicas simplemente como refugio, por razones de fuerza mayor. En las situaciones del segundo tipo, en las cuales se recurre a las teorías fenomenológicas por desconocimiento de las leyes, la teoría considerada puede resultar una preciosa guía heurística para el hallazgo de las leyes naturales. Para ello basta con que no se trate de una teoría que se limite a explicitar relaciones esencialmente formales, sino de una teoría que busque de alguna manera, muy a menudo obscura, explicitar das physikalisch Wesentliche, es decir, aquello que es físicamente esencial. Así, por ejemplo, la termodinámica fenomenológicaa del siglo XIX encontró en el concepto de entropía alguna cosa esencial físicamente, y lo mis-

mo la química en las leyes de las valencias, a pesar de que en ninguno de los dos casos se sabía lo suficiente para comprender adecuadamente de qué fenómenos se estaba

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tratando.En conclusión, mientras las teorías fenomenológicas de tipo puramente formal

resultan normalmente de escaso valor heurístico, ocurre que las ejemplificadas en último lugar son siempre el preludio de una comprensión más profunda.

Heisenberg, como conclusión de su análisis, afirma: «Quien haya crecido con el pragmatismo estimará tanto más una teoría fenomenológica cuanto mayores éxitos tenga, o sea cuanto mejores previsiones permita realizar. Por el contrario, quien haya sido conquistado profundamente por el pensamiento de Platón, juzgará las teorías fenomenológicas sobre la base de si pueden, y en qué medida, conducir a la comprensión de las relaciones específicas»'. Esto también se aplica naturalmente a las teorías de las partículas elementales, que hoy están en el centro de la atención de la física.

Nos ha parecido útil detenernos a considerar con un cierto detalle esta reciente toma de posición de Heisenberg, por cuanto la misma nos parece instructiva desde muchos puntos de vista. En primer lugar, aparece ahora justificado lo que decíamos antes, es decir, que la teoría fenomenológica puede englobar dentro de sí tanto el aspecto instrumentalista como el descriptivo. Cada uno de ellos se manifiesta según la teoría se limite a proponer relaciones esencialmente formales para efectuar previsiones exactas, o bien aspire a encontrar alguna cosa física -mente esencial, preludio de una comprensión auténtica de los fenómenos. En segundo lugar, en el razonamiento de Heisenberg, los dos aspectos de la teoría fenomenológica aparecen incluidos en una sola perspectiva, por así decir, jerárquica. Así, el primero se presenta como el estado de necesidad a que es preciso resignarse a veces cuando las dificultades matemáticas son excesivas, pero que en principio debe suponerse superable para llegar hasta el segundo estado, el cual, aun situándose todavía a un nivel únicamente descriptivo, es ya un puente hacia la comprensión plena de los fenómenos. Incluso se puede decir sin duda que el aspecto más interesante de este razonamiento de Heisenberg relativo a las teorías fenomenológicas no es tanto la preferencia dada a las descriptivas respecto a las puramente insrutrumentales, como la indicación de que el mismo nivel feno -menológico resulta superada, a causa de que es únicamente un preámbulo respecto a una comprensión adecuada del mundo

físico, la cual sólo podrá venir de una teoría capaz de llegar a auténticas leyes, y que, por tanto, debe ser de tipo representativo y, probablemente, también entendida de

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modo realista'.El razonamiento de Heisenberg resulta menos persuasivo cuando presenta sus

razones para justificar el paso de una fase puramente descriptiva a otra en la que se obtiene aquello que es físicamente esencial. Cuando se pasa de la cosmología de Tolomeo a la newtoniana, no parece lícito afirmar que se realice verdaderamente un salto de calidad, como muchos sostienen, por el simple hecho que se den las «leyes» del movimiento de los planetas, comprobándose que éste resulta explicado gracias a la fuerza de la gravedad. En el fondo, también la cosmología de Tolomeo podría resumirse en ecuaciones que constituyeran leyes para el movimiento de los astros de una manera bastante complicada, pero a través de las cuales sería posible explicar cómo el movimiento, originándose en el «primer móvil», se transmite después a todas las «esferas». De hecho la cosmología newtoniana presenta tan sólo ecuaciones distintas y más simples, pero no por ello deja de ser una descripción del cosmos. El hecho de que la misma pueda asignar una causa al movimiento no es nada esencial, porque en todo caso no es capaz de asignar, como ya había señalado el mismo Newton, una causa a la gravitación o al universo entero. No se arregla nada suponiendo que es el movimiento y no la gravitación lo que debe consi derarse como primitivo, porque en todo caso se planteará igualmente la pregunta filosófica respecto a la causa de la gravitación. Análogamente, de no haberse creado la física atómica, la teoría de la valencia, sometida a ciertos perfeccionamientos, habría sido considerada como una explicación adecuada del comportamiento de los varios elementos en las reacciones químicas, y el concepto de «valencia» habría sido considerado como denotante de una peculiaridad irreducible, una propiedad intrínseca y primitiva de las sustancias sujetas a sus leyes adecuadamente explicitables. El hecho de que este concepto y las leyes relativas al mismo hayan resultado explicables en física atómica, ha sustituido una descripción más pobre por otra más rica, con lo cual han aumentado las componentes del cuadro, pero no ha anulado la posibilidad de plantear ulteriores «porqué».Con esto nos parece haber puesto en claro una afirmación hecha poco antes, según la cual no parece posible encontrar una diferencia de principio entre un programa explicacionista y otro descripcionista. Lo único que puede decirse es que en el

primer caso tan sólo se admiten en la descripción elementos experimentales, mientras que en el segundo se admiten también elementos que no pueden obtenerse por medio de la observación, pero que, sin embargo, son capaces de permitirnos una explicación de lo

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que se observa.Una vez sentado esto, también la invitación de Heisenberg puede verse simplemente

como una indicación de la oportunidad de traspasar la descripción firme a los puros aspectos observables, y por tanto puede ser acogida en el sentido ilustrado pre -cedentemente, es decir, como una invitación a ir desde objetivos mínimos a objetivos descriptivos cada vez más ricos, cuando tengamos motivos fundados para pensar en la posibilidad de actuar de este modo sin cometer arbitrariedades. En este punto un espíritu crítico podría preguntarse: ¿Qué es lo que nos autoriza a ir más allá del nivel mínimo? La respuesta es más sencilla de lo que quizás podría pensarse: ¿Qué es lo que podría impedirnos actuar de esta manera? De hecho está claro que uno de los cánones fundamentales de la investigación científica es que no es preciso proporcionar una justificación cuando se deja una posibilidad abierta, sino precisamente cuando se pretende anularla.

Por tanto, en nuestro caso se trataría de ver qué justificación se puede dar a la prescripción de no abandonar el nivel mínimo. Parece que las posibles razones que se dan para ello son las siguientes: a) se presupone que el mundo está constituido simplemente por hechos individuales, o sea entidades aisladas, y que está privado de toda estructura, por lo cual, una vez se ha encontrado una manera cualquiera para relacionar los hechos aislados, se ha hecho ya lo máximo que puede hacerse, y pretender desde aquí pasar a la reconstrucción de una cierta estructura en la cual los hechos puedan encontrarse engarzados es tan sólo una ilusión; b) se admite la existencia efectiva de una estructura del cosmos, pero se niega que sea posible el conocerla.

Es evidente que cada una de estas afirmaciones es puramente dogmática. La segunda no es otra cosa que una reelaboración de la hipótesis dualista tantas veces denunciada. La primera es totalmente gratuita y más adelante veremos que incluso, en un cierto sentido puede ser calificada llanamente como falsa.

Cuando se ha comprendido bien todo lo dicho, no se ve el motivo por el cual haya que limitarse a consideraciones puramente instrumentalistas o descripcionistas en sentido estrictamente fenomenológico. Una teoría más completa, es decir, que no

tema aventurar hipótesis acerca de la estructura de la realidad física, se encuentra ciertamente en situación de realizar cada una de las tareas de los dos tipos de teoría señalados precedentemente. Con ello no se quita nada a la ciencia de lo que podrían

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haberle dado las teorías más circunscritas, mientras que por el contrario le permiten conservar el intento cognoscitivo que la misma siempre ha reivindicado con toda justicia.

47. El intento cognoscitivo de las teorías

Es indudable que la ciencia ha nacido en primer lugar como un programa cognoscitivo, como reivindicación explícita de un tipo de saber, aunque de un tipo de saber distinto del que siempre se había considerado el saber por excelencia, es decir la filosofía. El que no se tratara tan sólo de una concomitancia ocasional, nos viene mostrado por el hecho, ya analizado a su debido tiempo, de que la ciencia apareció, con Kant, como el paradigma del conocer auténtico y llegó a presentarse como un saber absoluto, con el cientismo del siglo xix. Hace tan sólo unos decenios que este intento cognoscitivo ha sido puesto en duda de un modo no esporádico y por medio de argumentaciones sistemáticas, y esto ha ocurrido poco tiempo después del nacimiento de la física cuántica. No se puede olvidar que esta última fue pensada en sus orígenes como el estudio final de la teoría electromagnética de la materia, en el que se consideraban los componentes reales del átomo, se explicaban las regularidades del sistema periódico de los elementos y las propiedades físicas con él relacionadas, se explicaba la naturaleza del enlace químico y se ilustraban muchos descubrimientos ya realizados en espectroscopia, etc. Todavía en el año 1936 Eddington, en una obra clásica 9, presentaba la idea de que, con la mecánica cuántica, la teoría electromagnética había alcanzado su punto culmi-nante, mostrando que la materia estaba constituida por protones y electrones (en aquella época los neutrones, positrones y neutrinos se describían de tal manera que no se les confería el estado de auténticas partículas).

Muy pronto, sin embargo, fue atenuándose la convicción de que era posible a la ciencia hablar de un mundo de objetos físicos antológicamente dados, por efecto, principalmente, del influjo que llegó a ejercer la interpretación de Copenhague. «Hay algo de naturaleza no física -escribía Landé - en acep-

tar la idea de que existen partículas provistas de una posición y cantidad de movimiento precisas en todo instante, y después afirmar que estos datos jamás pueden ser confirmados experimentalmente a causa de lo que casi podría

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considerarse como un capricho malicioso de la naturaleza» loPero entonces, ¿de qué hablan las teorías físicas? A este respecto ya sabemos que

Heisenberg y Bohr han respondido muchas veces que no hablan de los objetos físicos, sino de nuestro conocimiento de tales objetos, o sea de la interacción entre éstos y nuestros instrumentos de observación. A causa de estas afirmaciones muchos han llegado a la conclusión de la existencia de una inevitable componente subjetiva que aparecería de este modo en la física contemporánea. Reservando para el próximo parágrafo la discusión de esta conclusión, queremos en primer lugar considerar alguna de las tentativas efectuadas para salvar igualmente el valor objetivo del conocimiento científico.

Para algunos el requisito de la objetividad del conocimiento científico se reduce simplemente a la intersubjetividad. Es decir, hacen coincidir el contenido objetivo de una experiencia realizada por una persona con aquella que coincide con lo que otros dicen haber experimentado en circunstancias similares. De un modo más general, puede decirse que la objetividad de las afirmaciones de una teoría científica se contiene en el hecho de no presentarse como una relación de experiencias privadas y puntos de vista personales, sino como un razonamiento desarrollado de acuerdo con reglas convenidas para la construcción y para la verificación. Incluso la mecánica cuántica, con tal de que sea considerada desapasionadamente, elabora un razona-miento intersubjetivo y, por tanto, también puede ser considerada objetiva en este sentido. Muchos autores no se contentan con este requisito porque, dicho sumariamente, observan que cuando se busca el requisito de la objetividad no nos limitamos a exigir que el valor de un cierto razonamiento pueda ser establecido por una persona distinta de aquella que lo formula, sino que exige además que el razonamiento se refiera precisamente a los objetos. Un criterio para saber si se satisface esta última condición es, a juicio de algunos, el de la invariancia. Born ha insistido en este tema. «Yo pienso -afirma- que la idea de invariante es la clave para una concepción racional de la realidad, no sólo en física sino en cualquier otro aspecto del mundo» 11. En el caso que nos ocupa de los objetos cuya evidencia resulta atestiguada de un modo inmediato por la expe-

riencia, se observa que es posible describirlos de maneras distintas, según los sistemas de referencia en que nos situemos para elaborar la descripción. Sin embargo, existen conjuntos de reglas de transformación para todas estas proyecciones de un mismo

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objeto, las cuales constituyen «grupos», en el sentido matemático de esta palabra, que admiten los correspondientes invariantes. Estos últimos son, para Bom, el aspecto objetivo contenido en las diversas representaciones de un objeto, y por ello, cuando nos encontremos, en el curso de la investigación física, con ciertas cantidades invariantes, es posible suponerlas objetivas sin ningún temor. Todo lo dicho incluso puede aplicarse a aquellos casos en que, como ocurre en mecánica cuántica, el empleo de técnicas de investigación incompatibles no permite hacemos una verdadera y propia imagen del objeto considerado.

El resultado final de experimentos complementarios, observa todavía Born, es un conjunto de invariantes, característicos de la entidad estudiada. Los principales invariantes reciben el nombre de carga, masa (o mejor masa en reposo), spin, etc., y en todos los casos en que seamos capaces de determinar estas cantidades, afirmamos que estamos tratando con una partícula definida. Además, en estas condiciones sostengo que estamos autorizados a considerar reales a estas partículas, dando a la palabra real un sentido no muy distinto al que se le confiere usualmente 12.

Por tanto, el hecho de que la ciencia consiga aprehender alguno de estos invariantes significa, según el punto de vista que estamos examinando, que aprehende también algunos aspectos de la realidad, y por tanto ello atestigua el alcance cognoscitivo de la misma ciencia.

Es sobradamente conocido el estrecho parentesco que relaciona este punto de vista con las ideas de Einstein. Baste recordar que su teoría de la relatividad, como ya hemos tenido ocasión de observar, se presenta como un gran esfuerzo dirigido hacia la búsqueda de aquellas características de la descripción del mundo físico que permanecen invariantes respecto a todos los sistemas de referencia en movimiento relativo y que, como tales, son las más aptas para expresar el contenido objetivo del conocimiento científico.

Se puede observar también que los llamados «observables», cuyos símbolos intervienen en las ecuaciones de la física, no son jamás puros y simples cualidades perceptivas sensiblemente, cuya percepción vendría ligada necesariamente a experien-cias personales y por tanto, por definición, subjetivas. Por

el contrario, son más bien construcciones obtenidas aplicando aparatos y procedimientos de medida convenientes, los cuales tienen como efecto transformar los datos brutos de la percepción en invariantes respecto a los distintos

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observadores. Por este motivo se acostumbra a considerar que estos «observables» son realmente determinaciones objetivas.

A pesar de la fuerza sugestiva de este punto de vista, no ha faltado quien ha hecho notar que, en física, la invariancia es una propiedad de la formulación matemática de los fenómenos observados, que puede ser arrastrada por la relatividad de los mismos. Así, por ejemplo, de acuerdo con la relatividad especial, la métrica tetradimensional es invariante respecto a ciertas transformaciones, mientras que no lo son las relaciones espaciales y temporales. A pesar de ello, pocos físicos estarían dispuestos a admitir que la métrica es objetiva mientras que no lo son los acontecimientos espaciales y temporales 13

Del mismo modo algunos han querido subrayar que el tener en cuenta tan sólo los resultados obtenidos mediante instrumentos es un índice del hecho de que la ciencia ha renunciado a la objetividad. «Las cantidades de las cuales se ocupa la física, escribe H. Dingle, no son valoraciones de propiedades objetivas de partes del mundo externo material, sino que son simplemente los resultados que obtenemos cuando realizamos ciertas operaciones» 14

Como conclusión puede afirmarse que ni el criterio de la intersubjetividad, ni el de la invariancia se aceptan universalmente como prueba para atribuir el carácter de objetividad al conocer científico. Por esto algunos autores prefieren considerar que la objetividad es el resultado de muchos factores, a los que alguno llama «requisitos metafísicos», que intervienen en las construcciones científicas, como la fertilidad lógica, la multiplicidad de conexiones, la estabilidad, la extensibilidad, la causalidad, la simplicidad y la elegancia. «Las construcciones que satisfacen los requisitos metafísicos, escriben Margenau y Park, y al mismo tiempo las reglas estrictas de la confirmación empírica, son los portadores de la objetividad en el dominio de la teoría» 1s.

No vale la pena detenernos más en la consideración de estos y de otros modos similares propuestos para justificar la objetividad del conocer científico y, por tanto, el valor cognoscitivo de la ciencia. De hecho, si prosiguiéramos por este camino no lograríamos sustraernos a la impresión de insatisfacción que es difícil advertir ya en las posiciones que habíamos examinado.

Cada una de ellas, en efecto, propone cosas que parecen muy razonables, y sin embargo nos parece que también las objeciones señaladas no son menos razonables.

No es difícil discutir la razón de esta insatisfacción. De hecho la incomodidad que

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producen estas formulaciones de los posibles criterios de objetividad para el conocer científica se explican por la circunstancia de que el mismo concepto de objetividad no tiene un significado totalmente claro y, cuando lo tiene, revela aspectos que no son fáciles de conciliar. De hecho, por un lado el objeto es pensado como algo que antes que ser simplemente, debe ser conocido (de ahí proviene toda la polémica einsteiniana y de la física cuántica en contra de la posibilidad de hablar de entidades que no pueden ser efectivamente conocidas, y también la posición irrebatible en que se mueve el operacionismo). Por otro lado, sin embargo, es preciso salir de la condición en la que nos colocamos inevitablemente cuando se habla de «ser conocido»: la condición de referencia a un cierto sujeto, lo cual puede acabar conduciendo al subjetivismo (de aquí los esfuerzos para garantizar la intersubjetividad y la invariancia respecto a los varios sujetos). Finalmente queda el problema de las relaciones que subsisten entre «ser» y «ser conocido». Un esclarecimiento acerca del posible significado objetivo del conocer científico sólo podrá resultar, por tanto, de un análisis de la compleja dinámica de estos aspectos de la objetividad, y a ello precisamente dedicaremos una especial atención. Antes, sin embargo, debemos incluir una discusión destinada a clarificar preliminarmente el hecho de si la física de los cuantos es, como muchos sostienen, subjetiva por propia elección. Es evidente que si se llegara al reconocimiento de este hecho, todo razonamiento sobre la objetividad y la manera de conciliar sus varios aspectos se convertirían en superflua.

48. La interpretación subjetivista de la física moderna

Actualmente está muy difundida la convicción de que, si no la física cuantiíta en cuanto a tal, por lo menos la «filosofía oficial», representada por la interpretación de Copenhague, es subjetivista. Incluso uno de los motivos que alimentan la polémica en torno a esta interpretación cada vez más viva, es precisamente la acusación de subjetivismo. Estudiosos como Bunge y Popper, por ejemplo, han puesto un interés particular en atacar

esta componente subjetivista de la interpretación de Copenhague, suponiendo que la referencia constante al observador, que se encuentra en los escritos de Bohr,

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Heisenberg, Born y von Neumann, puede hacer que la ciencia del mundo subatómico pierda toda garantía de objetividad, arriesgándose a introducir en la física elementos espúreos, que encontrarían un tratamiento más pertinente en otro lugar, por ejemplo en psicología o en sociología.

Queremos indagar ahora si estas acusaciones están justificadas; en primer lugar, debemos reconocer que los representantes de la escuela de Copenhague han efectuado profusamente, a lo largo de sus escritos, declaraciones que con extrema facilidad se prestan a ser interpretadas como confesiones de subjetivismo. Baste pensar en la afirmación que se encuentra en casi todos los escritos de Heisenberg, evidenciada en citaciones precedentes, según la cual la situación típica de la física de hoy es que la misma no se refiere a los objetos sino a nuestro conocimiento de los objetos. Esta afirmación se justifica a partir de otra, que se enuncia como sigue. Contra de lo que ocurre en física clásica y en la misma teoría de la relatividad, donde es posible una rigurosa separación del mundo en sujeto y objeto, en la física atómica «se da la circunstancia de que se examina la interacción entre objeto y observador que se presenta necesariamente en toda observación, porque, a causa de la discontinuidad de los fenómenos atómicos, toda interacción puede producir variaciones parcialmente incontrolables y relativamente grandes» 16. Incluso Bohr, por su parte, no se priva de afirmar que la nueva situación creada por la microfísica ataca el concepto corriente de objetividad:

El descubrimiento del cuanto de acción, afirma Bohr, no sólo pone de manifiesto la limitación natural de la física clásica, sino que proyectando nueva luz sobre el antiguo problema filosófico de la existencia objetiva de los fenómenos, independientemente de nuestras observaciones, coloca a la ciencia en una situación totalmente nueva. Como ya hemos visto, toda observación implica una interferencia en el desarrollo del fenómeno, capaz de quitarnos toda base para la descripción causal. El límite de la posibilidad de hablar de fenómenos como si existieran objetivamente, impuesto por la misma naturaleza, encuentra su expresión, a nuestro entender, en la formulación de la mecánica cuántica 17.

Von Neumann, por su parte, llega a expresiones como las siguientes: «la experiencia sólo puede realizar afirmaciones de este tipo: un observador ha realizado una cierta observación

(subjetiva); por el contrario, jamás enuncia algo de este otro tipo: una cantidad física tiene un cierto valor»". Estas expresiones no son casuales, sino que corresponden a

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toda una construcción, perseguida conscientemente en los dos últimos capítulos de su obra, dirigida a demostrar la no posibilidad de formular las leyes de la mecánica cuántica, de un modo completo y coherente, sin hacer referencia a la conciencia humana. Contra esta interpretación newmanniana de la medida se ha levantado gran cantidad de objeciones, de propuestas para modificaciones, y en general de contrainterpretaciones que no podemos desarrollar aquí. Muchas de ellas acaban ocupándose tan sólo de cuestiones técnicas, pero no faltan aquellas que atacan dicha teoría por estar «fundada en una filosofía radicalmente subjetivista (solipsística)» 19.

No se trata de insistir en citas de autores cuyas posiciones, por otra parte, son bien conocidas, así no nos detendremos en reseñar declaraciones análogas de otros autores, como Rosenberg, por ejemplo. Por el contrario, es interesante observar cómo estos mismos autores refutan, en general, la conclusión subje tivista que parece brotar inexorablemente de su toma de posición. También en este caso podríamos citar muchos ejemplos, pero nos limitaremos a unos pocos. Heisenberg afirma:

En la física atómica, las observaciones no pueden objetivarse de este modo tan sencillo, es decir, no pueden reducirse a alguna cosa que se desarrolla objetivamente y de un modo descriptible en el espacio y en el tiempo. Aquí es preciso todavía añadir que, en la ciencia de la naturaleza no se trata de la misma naturaleza, sino de la ciencia de la naturaleza, es decir de la naturaleza como la piensa y la describe un hombre. Con ello no pretendemos afirmar que se introduzca un elemento subjetivo en la ciencia de la naturaleza, no pretendemos afirmar que lo que sucede en el universo dependa de nuestra observación, sino que tan sólo atestiguamos el hecho de que la ciencia está entre la naturaleza y el hombre, y que nosotros no podemos renunciar al empleo de las representaciones dadas por la intuición o innatas en el hombre 20.

Hemos citado a propósito este pasaje particularmente «poco feliz» porque en el mismo, mejor que en muchos otros, se revela el deseo de Heisenberg de mantener ciertas posiciones que podíamos llamar «fenomenísticas», sin caer por ello en el subjetivismo. El pasaje resulta poco feliz por cuanto las cosas que en él se afirman obligan a admitir que todo lo que la ciencia conoce «depende de nuestra observación», mientras que no se ofrece ninguna razón para justificar que, a pesar de ello, «aque-

llo que sucede en el universo», no depende de nuestra observación. Sin embargo,

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el mismo hecho de que haya sido elaborada esta afirmación pone en marcha la búsqueda de motivos de plausibilidad para la misma, y en realidad se pueden conseguir 21. No nos ocuparemos de momento de esta búsqueda, y daremos por el contrario una nueva cita de Bohr, en la cual se resalta, no casualmente, una situación que aparece claramente en la teoría de la relatividad (esta última ha sido acusada, con poco fundamento, de subjetivismo por el hecho de haber subrayado la inevitable relatividad de todas las medidas respecto a los distintos observadores, es decir, a los sistemas de referencia). La cita de Bohr es la siguiente:

A pesar de la diversidad de las situaciones típicas en las que se aplican las nociones de relatividad y complementariedad, las mismas presentan profundas analogías desde el punto de vista epistemológico. De hecho, en ambos casos nos vemos obligados a tratar con el estudio de situaciones armónicas que no pueden incluirse en las concepciones intuitivas adaptadas a la interpretación de los campos más limitados de la experiencia física. Sin embargo, el punto esencial nos parece que reside en la circunstancia de que en ninguno de los dos casos la ampliación del esquema conceptual implica un tener en cuenta para nada el sujeto que observa, lo cual haría imposible la comunicación unívoca de la experiencia. En relatividad, la objetividad queda asegurada teniendo debidamente en cuenta la dependencia de los fenómenos del sistema de referencia en que se sitúa el observador, mientras que en las descripciones complementarias se evita todo subjetivsmo comprobando cuidadosamente las circunstancias que garantizan el uso correcto, perfectamente definido, de los conceptos físicos elementales 22.

El caso de van Neumann es realmente un poco distinto, y de momento no vamos a ocuparnos del mismo.

Veamos el motivo por el cual tanto Heisenberg como Bohr se niegan a declararse subjetivistas. Algunos podrían pensar que se trata simplemente de que todos los científicos rechazar instintivamente este calificativo, pero creemos obligado afirmar que realmente existen motivos más fundados. En realidad, cuan-do en las argumentaciones de los físicos modernos se habla de observador y de sujeto, no es difícil darse cuenta de que estamos frente a un lenguaje antropomorfo, el cual en el fondo representa una concesión inocua, aunque quizás un poco imprudente, a la manera corriente de expresarse, pero que en realidad no hace referencia a estados de conciencia de un individuo. Es evidente que observador y sujeto se emplean evidentemente en lugar de aparato de medida, dispositivo experimental, sistema de refe-

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rencia y similares. Como ya habíamos observado explícitamente en el § 19, es cierto que una referencia metateórica al sujeto humano que observa resulta de algún modo imprescindible para la caracterización de ciertos datos como «observables», pero no es menos cierto que los datos, es decir aquello de lo cual la teoría se ocupa, no son los estados de conciencia sino los estados de los instrumentos que el mismo emplea. En el próximo parágrafo profundizaremos este punto de un modo más adecuado, pero todo lo que acabamos de exponer es suficiente para ver que si al término «sujeto» u «observador» le damos su sentido exacto de «instrumento de observación», es posible tomar como válidas las declaraciones de Heisenberg y de Bohr, e interpretarlas en su sentido no subjetivístico. De hecho, mediante este enfoque, las mismas pueden enunciarse como sigue: Mientras en la física clásica la interacción entre los objetos y los instrumentos de observación o bien no modificaba apreciablemente el estado de los primeros o bien lo modificaba en un modo determinable - de manera que se podía corregir el efecto de la observación y deducir el estado del objeto con anterioridad a la misma - ello no es posible en física atómica, por razones bien conocidas. Como consecuencia, en esta última todavía tratamos con objetos - de aquí por tanto el que en cierto sentido no dependan de nuestra observación - pero lo que nosotros conocemos es tan sólo el objeto sometido a nuestra observación, es decir el producto de la interacción entre objeto e instrumento de observación, producto que no es descomponible en una parte claramente relativa al objeto y en una parte claramente imputable al instrumento de observación. Si llamamos entonces «conocimiento del microobjeto» a este producto de la observación que se orienta hacia el mismo - locución ciertamente ambigua pero no desastrosa - podemos decir que aquello de lo cual se ocupa la física cuántica es precisamente del conocimiento del microobjeto y no del microobjeto mismo. De un modo análogo, la frecuente afirmación de Heisenberg según la cual, en la ciencia moderna, sujeto y objeto son inseparables y su línea de demarcación no se puede trazar con seguridad, es tan sólo una manera de subrayar la imposibilidad de separar, en un fenómeno observado, lo que corresponde estrictamente al objeto y lo que ha sido introducido como perturbación por el instrumento de observación. Es evidente que esta manera de expresarse no es aconsejable, puesto que puede dar lugar a equívocos fácilmente, aunque con buena voluntad pueda ser analizada en los términos plausibles

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indicados. Finalmente, cuando como conclusión de lo expuesto se afirme que no es posible dar una descripción objetiva de la realidad física, ello debe entenderse simplemente como la afirmación de que no es posible describir los objetos independientemente de nuestras observaciones o, mejor, de nuestras opera clones de observación, puesto que ya no es posible corregir los efectos perturbadores de las operaciones una vez realizadas, como se hacía en mecánica clásica.

De aquí que si se está dispuesto a captar el significado de todo el razonamiento antes que la forma de las declaraciones individuales, si se está dispuesto a pasar por encima de algunas exageraciones verbales y a poner toda la buena voluntad posible para captar el sentido de propósitos mal expresados, no es difícil despojar la interpretación de Copenhague del hábito subjetivista que se le atribuye muy a menudo a pesar de sus negaciones explícitas. Esta manera de proceder no es debida a una especie de simpatía sentimental por esta escuela, algunas de cuyas tesis de fondo habíamos criticado, sino debido a que siempre es peligroso en una discusión dejarse llevar a exagerar, en una posición que no se comparte, defectos que realmente la misma no presenta o que por lo menos no le afectan de un modo intrínseco. Ello favorece sin duda la polémica, pero representa un menoscabo de la objetividad. Por otra parte, leyendo con toda atención los escritos de Bohr y Heisenberg, no es difícil darse cuenta de que dichos autores pretenden precisamente afirmar todo aquello que hemos intentado esclarecer y, en particular, que el sujeto es para ellos verdaderamente el instrumento de observación. Como de costumbre nos limitaremos a dar unas pocas citas a este respecto; en la primera habla Bohr, discutiendo el conocido artículo de Einstein, Podolski y Rosen 21:

«En realidad, la contradicción aparente observada, demuestra tan sólo una inadecuación sustancial del punto de vista tradicional de la filosofía natural para comprender una explicación racional de los fenómenos físicos del tipo considerado en la mecánica cuántica. De hecho, la interacción finita entre objetos e instrumento de medida, condicionada por la existencia misma del cuanto de acción, implica, a causa de laimposibilidad de controlar la reacción del objeto sobre los instrumentos, si éstos deben ser usados de acuerdo con sus fines, la necesidad de una renuncia definitiva al ideal clásico de la causalidad y una revisión radical de nuestro modo de considerar el problema de la realidad física» 24. Heisenberg es todavía más explicito: «Naturalmente, la introducción del observador no debe ser entendida en el sentido de que la misma implique la necesidad de introducir algunos elementos subjetivos en la descripción

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de la naturaleza. El observador tiene únicamente la función de registrar decisiones, o sea procesos en el espacio y en el tiempo, y no importa si el mismo es un aparato o un ser humano, sino que tan sólo importa el registro, es decir el paso de lo "posible" a lo "efectivo", el cual es absolutamente necesario y no puede ser omitido en la teoría de los cuantos» u.

En otros términos, cuando se dice que observando un fenómeno microfísica se influye en el mismo, no se quiere decir con ello que sea nuestro acto de conocimiento el que lo modifica, sino nuestro proceso físico de observación. Este hecho nos parece que está muy bien expuesto en un artículo de P. Caldirola y de A. Loinger: «Es precisamente el proceso de "mirar" un electrón que ha cambiado la probabilidad de que llegue al punto M. ¿Cómo es posible? La respuesta es que, para verlo, hemos empleado la luz, y la luz, interactuando con el electrón, altera la probabilidad de llegada de éste al punto M» .

Volvamos ahora al caso de van Neumann. Indudablemente en sus escritos la posición fenomenística aparece como la más conveniente. Para él, por ejemplo, la función de onda y expresa tan sólo nuestro grado de información acerca de un sistema físico y, antes de escribir su libro sobre la mecánica cuántica, ya había dado a conocer un notable ensayo respecto a su postura en un trabajo que data de 1929, en el cual ofrecía una justificación microscópica del segundo principio de la termodinámica. Ésta consistía en suponer las leyes de la mecánica cuántica como leyes microscópicas elementales, y en explicar después la irreversibilidad postulada en el segundo principio de la termodinámica como un efecto estadístico provocado por el conocimiento incompleto que poseemos acerca de los componentes microscópicos del sistema. Aun admitiendo todo ello, y también teniendo en cuenta las indudables intemperancias verbales de sabor subjetivista que de vez en cuando se le escapan, nos parece que también en el caso de von Neumann el subjetivismo es un juego de palabras que no corresponde realmente a su manera de pensar. En realidad nos parece que la esencia de su posición puede resumirse diciendo que para van Neumann la ciencia de un microsistema es únicamente ciencia de las informaciones que el microsistema puede ofrecer. Esta posición puede ser calificada de fenomenista si se desea, pero no de subjetivista, porque normalmente la información no es una cosa privada, que pertenezca a la esfera de la conciencia individual, sino una cosa totalmente accesible, que puede y debe comprobar cualquiera

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que sepa desarrollar ciertas operaciones explícitamente indicadas. Por otra parte, así como antes habíamos mencionado un ensayo precedente de von Neumann, que ya denotaba su mentalidad fenomenista, de la misma manera podemos recordar que posteriormente se ocupó a fondo de la «teoría de la información» entendida en sentido técnico, proporcionando a la misma contribuciones de primerísimo plano. Ahora bien, cualquiera que sepa algo de esta teoría conoce que la misma está en las antípodas del subjetivismo, y que tiende por el contrario a una caracterización extremadamente objetiva de la información: medirla, evaluar, por ejemplo, cuánta información puede estar contenida en una página escrita, en una señal de radio, o almacenada en la memoria de una computadora; y entre tantos casos posibles incluye el cerebro humano como receptor de información. Según nuestra opinión, esta manera de pensar es característica de la mentalidad de van Neumann, incluso cuando se dedica a la física cuántica.

Con todo lo dicho no hemos querido asumir una defensa de la interpretación «ortodoxa» de la mecánica cuántica -la cual por otra parte tiene importantes defensores- sino que hemos pensado que podía poner en claro un punto esencial. Se trata de que el presunto subjetivismo de la misma, en reali dad es únicamente una prolongación de la misma actitud epistemológica que había llevado a Einstein a la formulación de la relatividad especial, y que consiste en emplear sólo conceptos físicos que estén en correspondencia con una posibilidad efectiva de información. Como consecuencia de ello, por ejemplo, la definición de «tiempo» que aparece al final del primer parágrafo de una famosa memoria", puede ser la siguiente: «la posición de la aguja de mi reloj», sabiendo no obstante que ello no basta para asignar una medida del tiempo en un lugar distinto a aquel en que se encuentra el observador.

Por otro lado no es ciertamente casual que precisamente Einstein, aun siendo un opositor notorio de las posiciones asumidas por la escuela de Copenhague, no haya basado nunca sus ataques en acusaciones de subjetivismo 2g. En el fondo, su oposición se reduce esencialmente a los siguientes puntos: a) «La física es una tentativa de captar conceptualmente la realidad, la cual se concibe independientemente del hecho de ser observada» 29; b) la actual teoría cuántica tan sólo alcanza a darnos una descripción estadística de los microacontecimientos; c) mientras los físicos ortodoxos «están convencidos de que es imposible

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interpretar los aspectos esenciales de los fenómenos cuánticos... con una teoría que describa el estado efectivo de las cosas» 30, Einstein supone, por el contrario, que esta situación es provisional y está destinada a ser superada un día. En este sentido afirmaba que la mecánica cuántica era coherente pero incompleta: «De hecho, dice Einstein, estoy plenamente convencido de que el carácter esencialmente estadístico de la teoría cuántica contemporánea debe atribuirse únicamente al hecho de que la misma opera con una descripción incompleta de los sistemas físicos» 31.

Ni en las más detalladas argumentaciones de Einstein se encuentra formulada explícitamente una acusación de subjetivismo, sino tan sólo una desconfianza hacia «la actitud positivista fundamental» 32 que inspira a los representantes de la escuela de Copenhague, y que consiste en no admitir la posibilidad de una «realidad física» que pueda existir independientemente de todo acto de observación y de verificación 33

La discusión que hemos dedicado en estas páginas al problema de la interpretación subjetivista de la mecánica cuántica tenía la misión de distinguir el punto de vista subjetivista del punto de vista fenomenístico. Así hemos visto que mientras el primero excluye la posibilidad de conferir un valor objetivo al conocimiento científico, el segundo no presenta esta dificultad. Esta última circunstancia la estudiaremos ampliamente en el próximo parágrafo, dedicado precisamente a la discusión del concepto de objetividad en la ciencia.

Puede que, algún lector no haya quedado totalmente convencido de nuestra «disculpa» de la acusación de subjetivismo. Ello es perfectamente posible no sólo porque hemos resumido bastante nuestras consideraciones, sino también porque existen cuestiones complicadas, relacionadas, por ejemplo, con el modo de interpretar el mismo cálculo de las probabilidades, en las cuales el subjetivismo puede anidarse todavía, y del que no hemos hablado. En este caso, rogamos a dichos lectores que retengan este hecho: la interpretación subjetivista no es inherente de un modo necesario, a la posición «ortodoxa» de la microfísica. Es sabido que ya desde hace años existen tratados que, aun siendo fieles a tales interpretaciones, son claramente no subjetivistas y alcanzan incluso a superar ciertas paradojas que parecen intrínsecamente ligadas a la teoría cuántica de la medida 34.

Podría sernos objetado que, precisamente en la actualidad, existen algunos físicos y epistemólogos que refutan decididamente

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la interpretación de Copenhague acusándola, de un modo explícito, de caer en el subjetivismo.

Sin embargo, considerando también estas acusaciones con suficiente atención se ve que las cosas no son exactamente del modo señalado. Concretamente se observa que, salvo unas pocas excepciones, el verdadero blanco no es el «subjetivismo» sino el « fenomenismo», es decir, la tesis según la cual no tiene sentido hacer intervenir en el discurso de la física consideraciones que trascienden el horizonte de las observaciones realizables. Por tanto, los que critican esta tesis se colocan, de un modo más o menos directo, en la misma perspectiva de Einstein, según la cual la teoría de los cuantos no es completa, en el sentido de que debe ser posible efectuar investigaciones que profundicen mayormente en la realidad. Estas últimas en lugar de detenerse en la consideración de la regularidad estadística de los fenómenos microscópicos, deben ser capaces de explicar las características individuales de los mismos, mediante leyes capaces de dar razón de las mismas propiedades estadísticas obtenidas por la mecánica cuántica. Contra este propósito se levanta un teorema famoso de von Neumann, en el cual se demuestra la «plenitud» de la mecánica cuántica, precisamente en el sentido de su incompatibilidad con una teoría más detallada de los hechos atómicos. «El sistema actual de la mecánica cuántica, concluye dicho autor, debería ser objetivamente falso para que fuera posible una descripción de los procesos elementales distinta de la estadística»". Ello significa que en la medida en que observaciones y experimentos nos imponen el formalismo actual de la mecánica cuán-tica, es imposible completarlo en el sentido de hallar una descripción determinista de los procesos físicos. Pero cabe una duda respecto a la tesis principal de esta afirmación. ¿Es realmente cierto que los datos experimentales a nuestra disposición permiten únicamente como interpretación teórica la proporcionada por el formalismo de la teoría de los cuantos? A partir de discusiones de carácter general desarrolladas precedentemente, sabemos que ninguna teoría puede, en principio, pretender presentarse como algo absoluto y definitivo. Con ello está claro que, en principio, se puede admitir la posibilidad de llegar a una teoría no estadística de los microobjetos, pero el teorema de von Neumann indica claramente el precio que debe pagarse para ello, es decir, la construcción de una teoría distinta radicalmente de la mecánica cuántica actual .

Una vez establecidas estas premisas, es evidente que las pro-

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puestas de aquellos que pretenden superar la descripción puramente estadística de los microacontecimientos contienen varios puntos irreconciliables técnicamente con el formalismo ordinario de los cuantos. Uno de los aspectos más interesantes de este fenómeno de «rebelión» es que en el mismo participan algunos físicos que no sólo hacía tiempo que se habían adherido al punto de vista ortodoxo, sino que además habían escrito algunos de los mejores tratados concebidos en dicha perspectiva; piénsese en L. de Broglie, A. Landé, D. Bohm 37.

Sería demasiado largo exponer aquí aunque sólo fueran los rudimentos de las teorías propuestas como alternativas totales o parciales de la mecánicaa cuántica. La mayoría de ellas recurren a la idea de «parámetros ocultos», los cuales se sirven de propiedades objetivas y bien determinadas de los microobjetos como referencias conceptuales, a pesar de que después, como resultado de los tratamientos estadísticos, las mismas no aparecen en el formalismo que permite proceder a las observaciones y a las verificaciones experimentales. Como ya hemos observado ocasionalmente con anterioridad, una idea intuitiva acerca de este modo de proceder puede provenir de consideraciones relacionadas con la mecánica estadística. En la misma, como es bien sabido, se considera que un gas está constituido por un con junto de miríadas de moléculas sujetas a fuerzas newtonianas y a choques elásticos, y entonces los parámetros de estado del gas, tales como presión y temperatura por ejemplo, son interpretados como efectos estadísticos de parámetros mecánicos, tales como la velocidad, atribuibles a las moléculas individuales. En este caso los parámetros mecánicos permanecen ocultos, mientras que sólo los parámetros macroscópicos, que se consideran un efecto estadístico de los primeros, son precisables de un modo efec -tivo mediante medidas. De un modo semejante, teorías como la de Bohm, Vigier y Bopp 3s intentan demostrar, cada una a su manera, de qué modo es posible considerar la teoría de los cuantos como el aspecto «macroscópico», por así decir, que deriva de una evaluación estadística referida a numerosos acontecimientos, susceptibles de ser determinados y descritos de manera más detallada por una interpretación no estadística 39.

Existen todavía otros caminos para atacar estos problemas. Así, por ejemplo, Fopper 40 cree posible superar las insuficiencias de la mecánica cuantiíta poniendo en claro algunos equívocos subyacentes en el significado del concepto de probabilidad, tal como se emplea en la misma. En contrapartida propone una

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interpretación objetiva de la probabilidad como «propensión», que puede ser asignada de esta manera incluso a un fenómeno individual y que no tiene ni carácter estadístico ni subjetivo.

Con todo, no nos interesa detenernos en esta relación de tentativas y mucho menos establecer juicios relativos a las mis, mas. Como máximo podemos observar que, mientras Heisenberg se muestra comprensiblemente escéptico frente a ellas 41, otros se muestran quizás demasiados entusiastas, porque hasta el momento es preciso reconocer que ninguna teoría ha sido capaz verdaderamente de sustituir a la mecánica cuántica. En conclusión, creemos que cuando menos se debe reconocer un efecto decisivo de todos estos intentos: haber mostrado en principio, por medio de complicaciones matemáticas, la posibilidad de una teoría de los hechos atómicos distinta de la ortodoxa 42.

No debemos olvidar que el empuje principal para romper con la observación ortodoxa ha venido realmente de una exigencia epistemológica. La mecánica cuántica, observa Bohm, «realiza correctamente un cierto número de cosas, nos da sobre todo predicciones estadísticas correctas, pero no discute los procesos individuales que ocurren realmente, y además afirma que no es necesario hacerlo» 43. Por tanto realmente se acusa a la mecánica cuántica tradicional de una renuncia a la objetividad, por lo cual nos parece útil ahora pasar a discutir el problema de la objetividad del conocimiento científico.

49. El significado científico de la objetividad

Como ocurre a menudo con los conceptos de uso más frecuente en la filosofía y en el lenguaje común erudito, el concepto de objetividad tiene un significado ambiguo, prestándose a designar, según las circunstancias de quien lo emplea, cosas profundamente distintas. Para esclarecer convenientemente este hecho precisaríamos de razones históricas, pero una investigación de las mismas estaría totalmente fuera de lugar en esta obra. Prescindiendo por tanto de ellas, y limitándonos a tomar nota de las diferencias de significado que se encuentran actualmente en el empleo del término, parece que es posible afirmar que, por debajo de todas ellas, se encuentra una uniformidad fundamental, es decir, el hecho de que «objetivo» se contrapone a «subjetivo». Esta observación puede parecer la quintaesencia de la trivialidad, pero en realidad subraya un hecho que, lejos de su-

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ponerse evidente, necesita una justificación adecuada. De hecho, tomado en sí mismo, el término «objetivo» debería indicar una referencia al objeto, mientras que por el contrario resulta referido, aunque sea por pura contraposición, al sujeto. De este modo, en lugar de decir que una característica es «objetiva» por cuanto es auténticamente inherente al objeto, se afirma que la misma es objetiva por cuanto es de algún modo independiente del sujeto que la capta o la afirma.

La diferencia entre las dos posiciones está perfectamente clara, y también está claro cuál de las dos resulta más comprometida. Aquella que entiende la objetividad como un reflejo del objeto, puede decir que la independencia del sujeto deriva como simple corolario de la objetividad mediante una afirmación de este tipo: la característica considerada es inherente al objeto y por tanto su existencia no depende del sujeto. Esta afirmación transportada al plano del conocimiento se enuncia del siguiente modo: si se logra captar una característica inherente al objeto, entonces el valor de este conocimiento es independiente del sujeto que lo obtiene, y en consecuencia universal y necesario.

Por el contrario, la posición que considera la objetividad como pura independencia del sujeto, se limita a decir que un conocimiento es objetivo si es independiente del sujeto, es decir si logra reconocer su universalidad y necesidad, sin pretender que ello derive de la circunstancia de que refleje propiedades de los objetos, ni tampoco que implique ninguna consecuencia de este tipo. Como se puede ver, el carácter de universalidad y necesidad -es decir «ser válido para todos los sujetos»- que en el primer caso es tan sólo un requisito formal inherente a la objetividad, se convierte en el verdadero requisito sustancial de la misma en el segundo caso.

El paso del primer tipo de objetividad al segundo constituye el punto focal de todo el pensamiento kantiano, preparado sin duda por el desarrollo de la filosofía postcartesiana, que se había volcado en el esfuerzo de caracterizar la objetividad en el primer sentido, sin llegar a alcanzarlo. La ciencia moderna, después de un período más bien largo en el cual había creído ser un conocimiento objetivo en el primer sentido, se está aproximando actualmente -después de una larga elaboración comenzada en la segunda mitad del siglo pasado, a la cual ya nos hemos referido al comienzo de este volumen- a un concepto de objetividad que sustancialmente es del segundo tipo.

Alguno podría observar que el interpretar la objetividad como

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«ser válido para todos los sujetos» es sólo una forma prolongada de subjetivismo, puesto que el sujeto también interviene en la misma, aun cuando sea «en plural». La objeción no es ociosa, y de hecho Kant la tomó en consideración e intentó ponerse a resguardo de ella con la « deducción trascendental» de las cate gorías, mediante la cual, para continuar empleando la frase mencionada, pretende mostrar cómo el adjetivo todos alude a una cuestión «de derecho» y no a una pura cuestión «de hecho»; en otras palabras, alude a la cuestión de que todo lo que es objetivo debe valer -en cuanto universal y necesario- para todos los sujetos, incluso sin necesidad de llegar al objeto.

Esta preocupación es compartida también por la ciencia moderna, la cual pretende elaborar un discurso que no sea la expresión del punto de vista ni de un sujeto individual ni de los sujetos individuales en general, sino que valga para todos los suje-tos, en el sentido de que cualquier individuo que intervenga en el discurso de la ciencia, deba poder servirse de él, de la misma manera que los demás. He aquí por qué, como se sostenía en el parágrafo precedente, ningún científico afirma ser subjetivista, ni implícita ni explícitamente, mientras que puede aceptar per-fectamente el calificativo de «fenomenista» - dispuesto a admitir una forma de objetividad que no implique un discurso directo relativo a los objetos - o el de «realista» - es decir que la ciencia describe dispuesto a admitir las propiedades auténticas de los objetos.

Si verificamos cómo la ciencia busca garantizar su objetividad, observaremos que los criterios empleados por ella tienden efectivamente a conseguir una objetividad sin referencia necesaria al objeto entendido ontológicamente. Sin embargo, para evitar una cierta confusión en el lenguaje, que derivaría del hablar de esta «objetividad sin objeto» preferimos decir que hoy es posible concebir la ciencia como una tentativa de conocer el objeto, antes que la realidad, llevando a la prácticaa de este modo una sugerencia típicamente kantiana, que es también utilizable provechosamente para un análisis del conocimiento científico contemporáneo 44.

Cabe observar que este cambio de terminología respecto a las páginas precedentes no es arbitrario, sino que traduce de un modo explícito una situación de la cual todos somos conscientes. Se trata de que al ser la ciencia una forma de saber no incon-trovertible, no indudablemente cierta y, además, en principio siempre impugnable, es sin embargo «objetiva» e incluso el pa-

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radigma mismo de la objetividad. Esto puede expresarse diciendo que la ciencia ha especializado hasta tal punto el concepto de objetividad que lo ha hecho independiente del problema de la incontrovertibilidad, lo que equivale a decir que la misma ha especializado el mismo concepto de objeto. «La ciencia, escribe Mathieu, ha especializado cada vez más el concepto de objeto y ha dado de su propio proceder tan buenas razones que si la filosofía no hubiese sido capaz de obtenerlo por su cuenta -como hizo muy particularmente Kant - no habría podido ignorar la nueva situación» as

Como justificación para esta separación entre concepto de objeto y de realidad, nos parece interesante seguir de cerca el proceso que lo produce. Partamos para ello de la situación en la cual los dos conceptos están todavía unidos, situación que podremos llamar de «sentido común» -aunque en realidad es mucho más que esto - y en la cual el objeto es un ente, es una realidad ontológica. En esta situación, como ya hemos observado, está implícito el hecho de que el objeto-ente sea tal para todos los sujetos que lo conocen ^1. Incluso es preciso que ello sea así para el mismo sujeto cuando conoce este objeto en condiciones y tiempos distintos.

Ahora bien, es precisamente la comprobación de que, entre las determinaciones que nosotros atribuimos a los objetos, existen algunas (incluso muchísimas) q ie no gozan de este requisito lo que ha comenzado a introducir los primeros motivos de separación entre objeto y realidad. El vino, observaban ya los antiguos sofistas, es agradable para el individuo sano y desagradable para el mismo individuo cuando se encuentra enfermo; por tanto, no se puede decir del mismo que sea agradable ni desagradable. Se podría responder que, ciertamente, cuando lo saborea un individuo sano, el hecho de que al mismo le parezca agradable es real, lo mismo que es real el hecho de que resulte desagradable para el mismo individuo cuando está enfermo. Sin embargo ello induce a introducir, entre las determinaciones «reales», una distinción entre aquellas que se suponen atribuibles permanentemente a un objeto y aquellas que por el contrario sólo resultan atribuibles en dependencia con los varios sujetos y varían con ellos. Aquí es donde nos parece que entra en juego la fuerza del principio que hemos señalado al comienzo: si aquello que es real debe serlo para todos, diremos que las características de un objeto que no , lo son para todos no son «realmente» características de aquel objeto, sino, en todo caso,

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maneras de reaccionar del sujeto, es decir, cualidades subjetivas. Aquí está el origen de la famosa distinción entre cualidades primarias y secundarias de los objetos, que tanta fortuna tuvo en los siglos xvu y xviu. Aunque fue justificada más tarde por diversos caminos, ya tenía en su raíz esta discriminación entre características que no son válidas para todos los sujetos (cualidades secundarias) y características que sí lo son (cualidades primarias) últimamente ha ocurrido que se ha tomado esta distinción como una contraposición entre cualidades «aparentes» o «ilusorias» por una parte y cualidades «reales» por otra, lo cual ha sido verdaderamente un equívoco, porque ambos tipos de cualidades son reales. Con todo, gracias a ello ha quedado establecido claramente que, entre las cualidades reales, algunas son tan sólo subjetivas, mientras que otras, por el hecho , de no variar cuando cambian los sujetos, pueden suponerse inherentes a los objetos, es decir objetivas.

Es precisamente aquí donde madura la separación entre objetividad y realidad. Todo lo que es real debe ser considerado como tal por todos los sujetos para los cuales ello resulte accesible. Por lo tanto, si una cosa sólo es accesible para mí en un determinado instante, es real, pero únicamente para mí, en dicho instante: es subjetivo; si algo no es real sólo para mí, entonces no se reduce al sujeto, y puede ser pensado como un objeto, accesible a muchos sujetos: es objetivo.

Por otra parte, ¿Cómo puedo probar que tengo ante mí una realidad? De una sola manera: haciéndola también presente a otros, es decir, haciendo que de subjetiva se convierta en objetiva: o sea que la objetividad se convierte en garantía de la realidad. En una primera fase al menos, las cosas ocurren de este modo, pero pronto se llega a la situación en que el problema de la objetividad resulta más importante que el mismo problema de la realidad. Si uno tiene una alucinación, ésta es real, en el sentido de que realmente tiene unas ciertas percepciones, así como realmente puede resultar desagradable un cierto alimento si se tiene fiebre. Sin embargo, el mismo sujeto que ha experimentado la realidad de esta situación dice que «en realidad» los objetos que veía mientras se encontraba bajo los efectos de la alucinación no existían, o que «en realidad» el alimento que le resultó entonces desagradable no lo era. ¿Cómo justifica el sujeto esta contradicción? Diciendo que aquellas características experimentadas en condiciones particulares, aun siendo reales no eran inherentes a los objetos, o no correspondían a los objetos,

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es decir eran reales pero no objetivas. Por tanto, para el sujeto individual resulta más importante la objetividad que no la realidad y, también para él, la objetividad resulta garantizada por la concordancia de otros sujetos. Así se muestra dispuesto a reconocer que sus alucinaciones, o sus particularidades febriles no eran «objetivas» porque otros sujetos, o él mismo en otras circunstancias, no habían experimentado la misma «realidad».

En este punto la situación ha madurado completamente. Al principio lo real aparece dividido en dos zonas, la zona subjetiva y la objetiva, y la objetividad recibe un peso particular a causa de la circunstancia de que puede ser invocada como garantía de la realidad. Después la posición se complica y, en el interior de la misma conciencia individual, aflora la conciencia de que la objetividad es más importante que la realidad pura y simple, por lo que el objetivo principal resulta no ya el de determinar lo que es real sino lo que es objetivo, en el próximo parágrafo se verá que en realidad lo~si dos intentos no son antitéticos. La ciencia, y éste es el tema que queremos sostener ahora, constituye el esfuerzo más coherente y eficaz puesto en práctica en la búsqueda de la objetividad.

Quizás alguno pensará que estos razonamientos son demasiado abstractamente filosóficos o, como se acostumbre a decir hoy en día, sin que se sepa muy bien por qué, metafísicos. Sin embargo nos parece fácil defender la no ociosidad de las con-sideraciones hechas hasta ahora mostrando cómo de ellas resultan ciertas componentes metodológicas fundamentales del saber científico.

El concepto: de objetividad, tal como le hemos visto constituirse separándose del concepto de realidad, revela prontamente dos condiciones fundamentales para su construcción: la pluralidad de los sujetos y la invariancia de las determinaciones objetivas.

De hecho, se ha visto que no basta con que haya constancia de una cierta determinación para que la misma pueda ser consi. derada objetiva, sino que es preciso que esta constancia exista para más de un sujeto o para el mismo sujeto en situaciones distintas. Ambas circunstancias coinciden puesto que aquello que importa no es el hecho de que la constancia sea una constancia para una conciencia, sino pura y simplemente una constancia, como veremos en seguida. Por tanto no existe diferencia en el hecho de que diez constataciones de una cierta determinación sean diez constataciones de diversos sujetos, o de un mismo

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sujeto en diez instantes distintos, aunque la primera situación, por razones prácticas, será preferible para otros fines, pero éstos no se discuten.

Esta simple observación resulta, por tanto, una justificación intrínseca de un punto de vista corriente que ya habíamos mencionado en un parágrafo precedente, es decir de aquel que hace coincidir la objetividad con la intersubjetividad. En aquella ocasión mencionamos una objeción puesta por alguno a este punto de vista que, más o menos, consistía en la acusación de no haber tenido en cuenta el hecho de que, cuando se dice que una determinación es «objetiva» se entiende que la misma es inherente al «objeto», y no que simplemente sea compartida por muchos sujetos. Sin embargo, creemos que el análisis que acabamos de desarrollar salva esta objeción, porque el objeto se nos aparece ahora como el conjunto de las determinaciones que pueden ser establecidas por la totalidad de los sujetos 47.

Puede observarse que, precisamente a causa de que la objetividad implica una referencia obligatoria a una pluralidad de sujetos, éstos dejan necesariamente de presentarse como «conciencias», como «mentes»; de hecho la conciencia representa precisamente el aspecto por el cual la referencia a un sujeto contiene algo que puede considerarse como privado. Una colectividad de conciencias, por tanto, podrá hacerlo todo intersubjetivo, salvo la misma conciencia porque, a fines de la intersub-jetividad, los sujetos no pueden aparecer como los «yo», sino simples «reveladores» de determinaciones. He aquí el motivo por el cual resulta plenamente justificado el que en la ciencia el «sujeto» y el «observador» no pueden nunca ser considerados como conciencias individuales y, por tanto, a este respecto todos nos encontramos al mismo nivel que los «instrumentos de observación». Lo que desborda este plano - incluso cuando se trata de seres humanos - excede también al plano de la objetividad. Desde el punto de vista de ésta, la afirmación de un sujeto humano que dice «veo encenderse una lámpara» no es distinta en absoluto de la señal transmitida por una célula fotoeléctrica que envía corriente a una circuito cuando se enciende una lámpara. Esto pone en claro la posibilidad de considerar verdaderamente inocuo - tal como habíamos sostenido en el parágrafo precedente - el empleo de términos como « observador» o «sujeto» en el seno de la mecánica cuántica: en realidad éstos no sólo aparece como equivalentes a los aparatos de medida sino que, si en algún contexto se refieran intencionalmen-

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te a un individuo humano, éste sería considerado necesariamente al mismo nivel que un aparato de medida.

Se comprende entonces que esta intersubjetividad, privada de todo atributo relativo a la conciencia, se reduzca simplemente a la invariancia respecto a los diversos puntos de vista, es decir a los diversos instrumentos de observación o sistemas de referencia. De esta manera se justifica también la validez del segundo criterio de objetividad considerado precedentemente, y se pone en evidencia su equivalencia sustancial con el primero. Esta equivalencia había permanecido escondida mientras la noción de intersubjetividad no resultó despojada de su referencia psicológica residual. Es decir, hasta que no se comprendió que el «ser válido para todos los sujetos», en el fondo significa «ser válido para todos los aparatos de observación, con independencia del hecho de que los mismos puedan ser sujetos».

Desde esta perspectiva se observa cómo pierde fuerza la objeción contra el criterio de invariancia en páginas anteriores. En la misma se afirmaba que la invariancia, en general, tiene que ver con la formulación matemática de los fenómenos, mientras que, en general, el físico está más bien inclinado a suponer que quienes son objetivos son los fenómenos y no la formulación matemática de los mismos. Se podría contestar, en primer lugar, que los llamados fenómenos sólo son considerados objetivos si resultan invariantes respecto a una pluralidad de observaciones dentro de un mismo sistema de referencia. Esto no quita todo residuo de subjetividad, porque deja en pie la subjetividad relacionada con el hecho de quedar ligados a un de-terminado sistema de referencia. Es evidente que el carácter verdaderamente distintivo de la subjetividad, es decir el ser «privada», puede continuar subsistiendo incluso cuando no es posible poner en evidencia alguna componente que pertenezca al ámbito de la conciencia psicológica o perceptiva puesto que en este caso está ligada tan sólo a la singularidad del sistema de referencia. De aquí la necesidad de superar también esta subjetividad residual, encontrando una invariancia respecto a todos los posibles sistemas de referencia. La circunstancia de que ésta resulte ser tan sólo una invariancia de la forma matemática no debe producir extrañeza, sino que más bien es algo esencial porque, como veremos dentro de poco, un fenómeno para ser objetivo debe presentarse como un complejo de relaciones, y la formulación matemática es tan sólo el medio más adecuado para explicar la estructura de dicho complejo.

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Después de haber visto que la objetividad se caracteriza por la independencia respecto al sujeto, la cual se pone en evidencia mediante «la validez para una pluralidad de sujetos», queda por examinar cómo se puede conseguir una situación de este tipo porque, bien o mal, el objeto es siempre lo que consta de un modo válido para todos, pero este constar es siempre relativo a un sujeto (o, en general, a unos sujetos). El problema parece por tanto el de hacer pública una constancia que, como tal, es necesariamente privada y está claro que, planteado en estos términos, se trata de un problema insoluble. Afortunadamente éste no es el precio impagable que requiere la «validez para una pluralidad de sujetos»; en realidad basta que se pueda elaborar un acuerdo y que éste tenga alguna manera de manifestarse. Ello es posible a través de una operación o de un complejo de operaciones: «no es en el modo de conocer una cosa, sino en el modo de usarla que se puede manifestar si estamos o no de acuerdo con ella» 4I. Dicho en otros términos, jamás podré llegar a saber si otra persona percibe el color rojo del mismo modo que yo, o sea que jamás podrá «constarme» su «constar» del color rojo, y sin embargo, podrá «constarme» el acuerdo que se instituye entre los dos acerca de este color si me consta que los dos hacemos las mismas cosas cuando nos referimos a él. Así por ejemplo, después de haber convenido en apretar un pulsador cada vez que se enciende una bombilla roja, observo que el otro aprieta el pulsador cada vez que lo hago yo.

Este punto necesitaría no pocos esclarecimientos para quedar establecido de un modo riguroso, pero el proceder de este modo nos llevaría demasiado lejos. Por otra parte, creemos que le será fácil al lector compartir los puntos esenciales de todo lo que hemos dicho, es decir que mientras no puede existir constancia de una noción que sea a la vez pública, el acuerdo sobre la misma sí puede constar y ser a la vez público, gracias a una serie de operaciones que están en condiciones simul-táneamente de dejar constancia y de constituir una verificación del acuerdo.

No se nos puede escapar la importancia de estas consideraciones para emitir un juicio sobre una posición epistemológica que hemos encontrado muy a menudo en el curso de este trabajo: el operacionismo. De todo lo dicho, parece claro que el operacionismo reinvindica una condición clave para la constitución de la objetividad, es decir la presencia de unas operaciones que, manifestando el acuerdo referente a una cierta de-

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terminación permite considerarla objetiva. En este sentido no se puede dejar de ser operacionista, pero es preciso observar que en la práctica el operacionismo verdadero y propio ha terminado dando un significado a la noción de operación que algunas veces resulta ambiguo, y ha engendrado algunos equívocos de los cuales ya nos hemos ocupado a su debido tiempo. Incluso a menudo ha desembocado en declaraciones de un subjetivismo patente, las cuales no permiten ciertamente decir que los operacionistas hayan captado adecuadamente esta posibilidad esencial de establecer la objetividad mediante operaciones".

Con ello también es factible defender el punto de vista operacionista de una acusación superficial que se le hace a menudo: ser expresión de una actitud puramente pragmática, que quiere abolir el conocer para sustituirlo por el hacer. Creemos que se trata de un equívoco porque el hacer que se efec túa en las operaciones tiene sobre todo un fin cognoscitivo, es decir el de asegurar la posibilidad de confrontación entre los conocimientos el de reconocer - o incluso instituir - un acuerdo entre los mismos, sin el cual nos se puede dar la ob -jetividad.

La ciencia natural, escribe Born, está colocada al fin de esta serie, en el punto preciso en el cual el yo, es decir el sujeto, sólo representa una parte insignificante. Cada progreso en la elaboración de los conceptos de la física, de la astronomía y de la química, denota un paso ulterior hacia la meta de excluir el yo. Ello, obviamente no se refiere al acto del conocer, que resulta ligado al sujeto, sino a la imagen final de la naturaleza, la cual se basa en la idea de que el mundo ordinario existe de un modo independiente del proceso del conocer y no influenciado por él50.

Es fácil estar de acuerdo con estas conocidas afirmaciones de Born, pero es difícil ver de qué manera se pueden realizar. ¿Cómo es posible desde el momento en que el acto del conocer está ligado al sujeto, prescindir del mismo cómo «excluir el yo»? Si es cierto y creemos que lo es, que el acto del cono-cer está ligado al sujeto, no será viable desde esta perspectiva esperar que sea posible eliminarlo. Ocurre entonces que es precisamente el hacer lo que permite superar esta circunstancia, ya que gracias a que sabemos realizar las mismas operaciones podemos afirmar que conocemos las mismas cosas.

Junto con todas estas consecuencias de mayor importancia obtenidas gracias a nuestra manera de definir la objetividad, po-

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dríamos añadir todavía otras. Así, por ejemplo, del hecho de que el objeto sea lo que debe «valer para todos», deriva inmediatamente una característica considerada fundamental con toda justicia por cualquier metodología científica, es decir la repetibilidad indefinida de las situaciones que pueden sacar a la luz ciertas características objetivas. Tal vez este requisito pueda ser mirado con desconfianza, puesto que parece requerir implícitamente un presupuesto «metafísico» es decir el postulado de la inmutabilidad de la naturaleza. En realidad, no es así puesto que el requisito indicado se limita a exigir que la comprobación de una cierta característica no dependa ni del sujeto o de los sujetos que la han realizado la primera vez, ni de aquellos que la han realizado un cierto número de veces. A este respecto no constituyen una excepción las llamadas «observaciones irrepetibles», como es, por ejemplo, la realizada por varios observadores cuando han visto la aparición de una estrella en el firmamento y después la han visto apagarse. Está claro que lite-ralmente la observación de tal estrella no es un acontecimiento repetible. Sin embargo, desde el momento en que ha sido observado entra en el patrimonio de la ciencia un nuevo fenómeno, que deberá ser justificado teóricamente. Además deberá ser con-siderado como un acontecimiento posible, cuya repetición se le puede asignar una probabilidad no nula, es decir que en principio otro observador podrá registrar un fenómeno análogo en el transcurso del tiempo s'

La repetibilidad, por otra parte, es una condición necesaria para la verificación, auténtico eje de toda la metodología científica. No vamos a detenernos en este punto que nos parece obvio, sino que más bien vamos a considerar una característica común que liga repetibilidad y verificación, y que es decisiva para la plena constitución del horizonte de la objetividad. Sin la intervención de estas dos componentes, la objetividad no alcanzaría a superar el plano de aquella que ya precedentemente habíamos llamado una «subjetividad prolongada». De hecho, tan sólo mediante la verificación puede ocurrir que la constancia de una determinación, después de haber sido la constancia a un sujeto y después la constancia a más sujetos., se convierte en una constancia para todos los sujetos, en el único sentido en que es posible hablar de todos en un razonamiento riguroso, es decir en el sentido según el cual todos equivale a cualquiera.

Es preciso notar que esta última no es una simple frase enunciada al efecto. En realidad, cuando expusimos las reglas de-

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ductivas del cálculo lógico de predicados de primer orden, ya habíamos tenido ocasión de comentar la regla de «introducción del cuantificador universal V», observando que, basándose en la misma, puede justificarse el paso de la afirmación de que una proposición vale para el individuo genérico de un conjunto, a la afirmación de que tal proposición vale para todos los individuos del conjunto. A condición, naturalmente, de que el individuo indicado sea realmente genérico, es decir que pueda ser sustituido por otro cualquiera del mismo conjunto. Se demuestra fácilmente que, si se cumple esta condición, la regla considerada es realmente correcta.

Los requisitos de repetibilidad y verificación tienen precisamente la misión de expresar la circunstancia de que una determinación objetiva debe ser accesible a cualquier observador, lo cual es sin duda la condición correcta para poder afirmar que la misma es considerada como tal por todos. Sólo en este punto la objetividad alcanza plenamente el significado de inflependencia del observador.

De este modo queda correctamente delimitado el concepto de independencia entre objeto y sujeto, que tienden a evitar incluso aquellos científicos más próximos a los equívocos subjetivistas. El sentido común acostumbra a expresar este concepto mediante locuciones nebulosas, como aquella en la cual se dice que el objeto es externo al sujeto, o con caracterizaciones de naturaleza psicológica totalmente inadecuadas, como cuando se busca relacionar tal independencia con el hecho de que «no depende de mí» -entendiéndose que «no depende de mi voluntad» - el percibir o no un objeto. Ninguno de estos criterios bastaría, por ejemplo, para negar la objetividad de las alucinaciones, mientras que sí pueden hacerlo los criterios de la repetibilidad y de la verificación. Podemos ahora proceder a obtener las últimas conclusiones de la manera que hemos propuesto aquí de entender la objetividad, las cuales serán menos fáciles de captar que las analizadas hasta el momento pero, a nuestro modo de ver, no menos esenciales.

Comenzaremos nuestras consideraciones con una frase de Borra, como de costumbre muy penetrante incluso desde el punto de vista filosófico:

«Todas las experiencias directas, nos dice, conducen a afirmaciones, a las cuales debe reconocerse un cierto grado de validez absoluta. Cuando veo una flor roja, cuando siento placer o dolor, experimento unos hechos respecto a los cuales no tiene sentido el dudar. Está claro que

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los mismos son perfectamente válidos, aunque sólo para mí. Son absolutos, pero subjetivos», y más tarde prosigue: «En la tentativa de descubrir aquello que es común a diversos yo, nos damos cuenta de que no son sensaciones, ideas, sentimientos, sino conceptos abstractos del tipo más simple; números y formas lógicas, o, para decirlo de un modo breve, los medios de expresión de las ciencias exactas» 52.

En este pasaje se encuentra expuesta una circunstancia que antes había sido objeto de nuestra atención, es decir, la observación de que la experimentación en primera persona nos pone indudablemente en contacto con la realidad, pero, no siendo compartible, no rompe el cerco de la subjetividad, es decir no es objetiva. A ello debe añadirse también una nueva circunstancia. Contrariamente a cuanto podría parecer a primera vista, la objetividad no está constituida a partir de lo concreto, sino de lo abstracto, no de las variadas estructuras de los contextos de la experiencia, sino de los conceptos elaborados por el intelecto. Quien esté familiarizado con la historia de la filosofía no se extrañará demasiado de esta conclusión. De hecho en dicha ristoria es prácticamente constante el reconocimiento de que la universalidad no se refiere a los sentidos sino al intelecto, a pesar de que es bastante frecuente el reconocimiento de que el encuentro con la realidad tiene lugar a través de los sentidos, entendidos en un sentido amplio Una vez ha sido aceptado esto, está claro que si un «objeto» debe poseer algo universal, válido para todos, no puede ser otra cosa que una construcción intelectual, puesto que un complejo de cualidades sensibles, por su misma naturaleza, no son participables de un sujeto a otro.

Esta conclusión parece contrastar vivamente con todo el aspecto experimental de la ciencia, el cual parece ponernos en contacto directo con una realidad sensible, corpórea, que impresiona de un modo directo nuestros sentidos. Sin embargo no hay que dejarse engañar: mientras los entes de los cuales la ciencia se ocupa permanecen en dicho estadio, no tienen cabida en la ciencia, es decir no se convierten en «objetos». Para convertirse en tales deben sufrir un tratamiento por medio de un cierto número de operaciones que los traduzca en un complejo de relaciones expresadas en lenguaje matemático. Sólo de esta manera cualquier sujeto, repitiendo las operaciones, puede verificar si las mismas permiten encontrar nuevamente aquellas relaciones y por tanto reconstruir el objeto. Éste, una vez reconstruido, se pre-sentará nuevamente al sujeto que ha realizado , la reconstruc-

ción, incluso en su corporeidad sensible, pero esta última será de nuevo tan sólo una

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característica «privada», que el nuevo sujeto no estará tampoco en condiciones de comunicar a los demás'. Reaparece de esta manera una concepción bien conocida, a la cual hemos encontrado más de una vez en el transcurso de este ensayo, es decir la concepción según la cual el objeto científico tiende a resolverse en relaciones.

Éste es un punto sobre el cual la epistemología reciente ha insistido tanto que nos parece superfluo añadir ulteriores consideraciones `4. Más bien puede resultar interesante observar que, si no se tiene en cuenta este hecho, el concepto de «repetibili-dad», cuya importancia hemos reconocido ya, puede acabar rozando el absurdo. De hecho, si un objeto para ser real, debe ser repetible y si, por otro lado tuviera un carácter sustancial, la repetición significaría pura y simplemente la creación de nue-vos objetos lo cual, además de estar fuera del alcance humano, sería también perfectamente inútil, porque ya no trataríamos con el mismo objeto, sino precisamente con objetos nuevos, y con ello habríamos traicionado el propósito mismo de la repetición. Por el contrario cuando afirmamos querer repetir la medida de la carga del electrón, con ello no pretendemos crear, ni reproducir, ni el electrón ni su carga. Únicamente repetimos unas operaciones, es decir establecemos unas relaciones entre ciertos datos y finalmente obtenemos una relación entre magnitudes a la que llamamos carga del electrón la cual, si tiene que poseer un valor «objetivo» ha de estar de acuerdo con las relaciones que encuentra otro sujeto repitiendo las mismas operaciones. Obsérvese que podemos decir que varios sujetos repiten la misma operación, mientras que no podemos decir que repitan el mismo ente sustancial, precisamente a causa de que la primera es una simple construcción intelectual, compartible por la totalidad de los sujetos.

Está perspectiva resulta del todo natural que el objeto de la ciencia se presente como un conjunto de características matemáticas. Después de seculares tentativas de proporcionar un objeto a la matemática, actualmente parece bastante claro que ésta es principalmente la ciencia de las relaciones, y por tanto es totalmente necesario que el estudio del «objeto» científico si el mismo se reduce a un conjunto de relaciones, sea realizado precisamente por la matemática. Ante este hecho, ya no parece casual que cuando surgió la ciencia exacta lo hiciera como una renuncia a la concepción sustancial de los objetos

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-que a través del método experimental se reducía a operaciones y por tanto a relaciones- y como estudio matemático de las relaciones en las cuales acababa resolviéndose, lo cual es en esencia el núcleo de toda la revolución galileana.

Todavía más: el método de los modelos matemáticos al que hemos dedicado con anterioridad una cierta atención, encuentra aquí una fundamentación adecuada. De hecho, según todo lo dicho, identificar un objeto físico equivale siempre a identificar un cierto sistema de estructuras matemáticas. Por tanto, el ir a la búsqueda de un nuevo objeto físico equivale a intentar determinar una nueva estructura matemática, la cual tendrá el derecho de ser llamada «física», si es reconstruible a partir de ciertas operaciones.

Aquí aparece una distinción sutil, pero decisiva, que muestra lo erróneo de la identificación, aceptada por Bridgman y en general por los operacionistas, cuando han creído posible eliminar toda diferencia sustancial entre operaciones físicas y construcciones matemáticas, llamando a estas últimas operaciones con papel y lápiz». Si un modelo matemático fuera un objeto construido mediante operaciones, y operaciones fuera un término genérico, no existiría ninguna posibilidad de distinguirlo de un objeto físico construido también mediante operaciones. Sin embargo, en la práctica, también el operacionista tiene necesidad de distinguir entre un puro modelo matemático y un objeto físico. En definitiva creemos que el camino para salir de la di-ficultad es el siguiente: llamaremos exclusivamente operaciones, de acuerdo con los motivos indicados poco antes, a lo que sirve, en una determinada ciencia, para romper el cerco de la subjetividad, o sea lo que sirve para establecer el acuerdo entre los sujetos, por cuanto puede «constar» a muchos.

Ya sabemos que cuando se habla de «constar» y de «subjetividad» se alude, en sentido amplio, a la esfera de lo sensible, por lo que las operaciones por su propia naturaleza resultan vinculadas a este plano e incluso, como ya habíamos dicho, su propósito es el de operar una cierta transformación de lo sensible en inteligible, traduciéndolo en relaciones. En un sentido propio las operaciones son sensibles y operan sobre lo sensible. Sus productos son las relaciones no sensibles y la matemática considera estas relaciones como su objeto, las elabora o si se quiere opera con ellas, aunque en este caso el verbo «operar» tiene un sentido distinto al supuesto antes para la «operación».

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La cuestión aparece ahora con claridad. Hablamos de «objeto» cuando las relaciones que lo constituyen son el producto de algunas operaciones entendidas en sentido estricto, mientras que hablamos de objeto matemático - y por tanto de modelo matemático- cuando «el reunir» ciertas relaciones es una pura decisión de nuestro intelecto. Si más tarde este complejo de relaciones resulta, como ya indicábamos, «reconstruible» con operaciones auténticas, afirmamos que el modelo matemático considerado es también un objeto físico. Esta circunstancia se expresa corrientemente diciendo que se ha «observado» el objeto matemáticamente postulado 55.

A todo lo dicho se podría objetar que también para comunicar un conocimiento matemático son necesarias operaciones, por ejemplo, para saber si mi interlocutor tiene el mismo concepto de integral, debo ver si lo emplea como lo hago yo. Ello es cierto, pero no es un motivo para desmentir las afirmaciones anteriores, sino más bien una ocasión para dar confirmación a una tesis que ya habíamos avanzado en un capítulo precedente, cuando se dijo que toda ciencia se elabora proponiendo «crite-rios de protocolaridad» propios, lo cual equivale a precisar su universo de objetos. Estos criterios de protocolaridad no son otra cosa que operaciones o, mejor, indicaciones explícitas acerca de los tipos de operaciones que se admiten en dicha ciencia. Es cierto, pues, que se necesitan operaciones tanto para determinar el objeto físico como para determinar el objeto matemático, pero las operaciones «con papel y lápiz», es decir, las operaciones de cálculo, son las que se efectúan para determinar el objeto matemático y no el objeto físico.

De no entenderse claramente este punto existe el riesgo de que se pierda el sentido según el cual la ciencia habla de los objetos. Si, como se ha visto, el horizonte de la objetividad sólo nace cuando se ha encontrado un criterio operativo para lograr un acuerdo entre los distintos sujetos, es preciso decir que una ciencia no surge como tal hasta que no existen dichos criterios, porque antes de este momento la misma no tiene objetos. Antes de este momento tan solo existen las «cosas» es decir los objetos del discurso común, el cual tiene sus criterios operativos implícitos, ocurriendo que una misma cosa puede ser objeto de ciencias muy distintas de acuerdo con los correspondientes criterios de protocolaridad, es decir criterios operativos concordantes que se establecen respecto a la misma, por ejemplo, una tabla del siglo XIV puede ser objeto de estudio de la física, de

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la geometría, de la estética, de la economía, de la historia, etc. '.Esta última observación permite también justificar la afirmación, varias veces

enunciada, según la cual no es esencial en física llegar a «visualizar» los objetos. La exigencia de visualizarse, en el fondo, la de llegar a pensar los objetos físicos como «cosa» en el sentido ordinario. Se ha visto que ello sería intrínsecamente incorrecto porque equivaldría a pedir que la ciencia hablara de los objetos como si no existiera la ciencia, es decir equivaldría a pedir que la ciencia se acallara a sí mis-ma 57. Por el contrario, el objeto físico debe ser distinto de una «cosa», y ello ayuda a comprender cómo se puede llegar a atribuirles sin que se produzca una contradicción, ciertas características que no son atribuibles simultáneamente a una «cosa». De hecho es un conjunto de relaciones, una construcción conceptual que se convierte en «objetivo» a causa de que está apoyado por ciertas operaciones. Cuando se da esta situación, se tiene un auténtico objeto, independientemente de las difi -cultades psicológicas que podemos sentir en admitirlo como tal. En todo caso podremos decir que, a nuestro juicio, un objeto así construido no puede existir en realidad, pero con ello no haremos otra cosa que repetir la distinción ya señalada entre objeto y realidad, sin poder negar su existencia como objeto.

Esta afirmación tiene una contrapartida que también consideramos interesante. No sólo debemos decir que existe «como objeto» todo aquello que las operaciones están en condiciones de convertir en intersubjetivo en la forma adecuada, sin que también debemos afirmar que no existe «como objeto» aquello que las operaciones no estén en grado de encontrar, de modificar, de llevar a un nivel de intersubjetividad. Estas reflexiones creemos que pueden acabar con tantas discusiones acerca de hechos como, por ejemplo, el que dos sucesos sean «en realidad» simultáneos, independientemente de que los observadores puedan establecer este hecho mediante sus relojes; o también acerca de la circunstancia de si la posición y velocidad de un electrón están perfectamente determinadas «en realidad», aunque nuestro conocimiento eso incapaz de determinarlas simul-táneamente de un modo exacto. Tales razonamientos no tienen en cuenta que hablar de este modo no es hablar de este modo no es hablar de «objetos», puesto que lo no verificable no existe, en sentido riguroso, como objeto. En consecuencia es preciso decir, por ejemplo, que posición y velocidad del electrón están indeterminadas «objetivamente», que no existe «objetivamente»

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el interior de una partícula elemental, que la figura geométrica de un átomo está «objetivamente», indeterminada mientras no existan operaciones capaces de convertir en objetivas todas estas existencias y determinaciones.

Un crítico atento podría acusarnos tal vez de lo siguiente: hemos dicho que ciertas determinaciones deben considerarse como objetivamente no existentes mientras no existan operaciones capaces de manifestarlas, con lo cual hemos pretendido dejar abierta la posibilidad de una posible emergencia futura al plano de la objetividad. Pero, ¿cómo se puede dejar abierta tal posibilidad, si no se admite que tales determinaciones puedan existir, aunque no observadas (o sea no observadas todavía)? Esta objeción toca un punto analizado ya por Kant en un contexto sustancialmente similar al que estamos considerando ahora: se trata de la diferencia entre «pensar» y «conocer».

No creemos que debamos entretenemos en una discusión técnica a este propósito, entre otros motivos porque ambos aspectos están presentes en la ciencia y no existe ninguna causa, ni posibilidad, para eliminar ninguno de los dos. Dicho en otras palabras, también en la ciencia es necesario poder «pensar» además de «conocer» y si el conocer, como ya se ha visto, puede concebirse como establecer objetos como complejos de relaciones, el pensar es establecer nuevos nexos entre tales re-laciones. Ocurre, sin embargo, que las relaciones siempre tienen necesidad de estar ligadas a un soporte, el cual, sin embargo, debe ser tan sólo como un símbolo cuya función y cuyo significado derivan únicamente del hecho de entrar en las relacio -nes. Estos símbolos no son otra cosa que los «conceptos teóricos» de los cuales hemos hablado en otras ocasiones y que, al menos inicialmente, no tienen carácter objetivo, por cuanto su referencia a las operaciones es sólo muy indirecta y tiene lugar a través de la compleja trama de las relaciones en las cuales intervienen. Por tanto puede decirse que en la ciencia aparece continuamente lo «no objetivo», pero lo importante es, como observa Mathieu, que «no es considerado por la ciencia, en cuanto no objetivo» -1, sino como algo que sirve para «tener reunidas» las relaciones y que, por tanto, cuando se quiera objetivarlo, se descompone inevitablemente en las relaciones mismas.

La posibilidad de «pensar» subsiste siempre, porque es infinita la posibilidad de combinar entre sí las relaciones y de concebir «soportes» para las mismas. Sin embargo tal posibilidad

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no da lugar al «conocimiento» mientras no se logra establecer una serie de operaciones capaces de transferir estos contenidos del pensamiento al plano de la objetividad. De esta manera queda justificado el mientras éste denota lo que separa un contenido del pensar de un contenido del conocer 59.

Por otra parte ya se ha indicado el motivo por el cual al conocer le son necesarias las operaciones: porque sin ellas no se pueden constituir los objetos. Por tanto si alguno objetara que, en realidad, también «conocemos» el objeto del pensar -por ejemplo un modelo matemático puramente pensado para las partículas podremos responder que lo conocemos en cuanto a objeto de otra ciencia -en nuestro caso la matemática - pero que, en ausencia de operaciones sensibles, no lo conocemos como objeto de la física y que, por tanto, no lo conocemos en dicha ciencia.

Como conclusión de todos nuestros razonamientos podemos decir, por tanto, que la ciencia caracteriza y agota el horizonte de la objetividad y como prueba podemos exponer lo siguiente: el juicio de la ciencia sobre muchas cuestiones puede ser rectificado, modificado, o invertido -lo cual equivale a reconocer que todo aquello que se suponía objetivo no lo erapero incluso con ello no se sale del ámbito de la ciencia, ni del de la objetividad. De hecho debe constar objetivamente que había habido una equivocación, y que la corrección del juicio correspondiente sólo puede ocurrir, a su vez, en el interior de la ciencia. Después de todo lo dicho en las últimas páginas es evidente que ningún ámbito de objetos se puede conocer de una manera más adecuada de la que se logra mediante la ciencia. Falo no es cientismo, sino tan sólo una consecuencia de haber reconocido que el considerar ciertas «cosas» como objetos equivale ya a establecer una ciencia respecto a los mismos y que, recíprocamente, dar una ciencia significa dar sus objetos.

Queda todavía un punto para esclarecer: el de las relaciones entre la objetividad y la realidad. En otro lugar hemos evitado este problema después de haber visto que el problema de la objetividad se convertía en más importante que el de la realidad, pero siempre hemos estado bajo el influjo tácito de que la importancia misma de la objetividad proviene del hecho de que se presenta como garantía del «constar» de una realidad.

Vamos a dedicar todavía un poco de nuestra atención a estas cuestiones.

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Las afirmaciones de la ciencia son «objetivas». Respecto a este punto no tan sólo existe una convergencia de opiniones, ya de por sí significativa, sino que también es posible establecer una cierta justificación teorética, de la cual hemos intentado proporcionar un ejemplo en el parágrafo precedente. Sin embargo cabe también preguntarse si además de objetivas, son también verdaderas.

La dificultad en hallar una respuesta a esta pregunta estriba en primer lugar en el hecho de que no es fácil comprender exactamente qué es lo que se pregunta en ella. ¿Qué significa, después de haber observado que respecto a una afirmación todos deben estar de acuerdo, preguntarse si la misma es tam bién verdadera? Así las cosas, este ulterior requerimiento no tendría probablemente ningún sentido, pero la realidad es que no se llega nunca a un situación en la cual conste que todos deben estar de acuerdo, sino que como máximo se observa que todos están o pueden estar de acuerdo.

La razón de este hecho es la siguiente. La constancia de algo, como ya se ha observado, tiene lugar siempre «en primera persona» y su prolongación a otros sujetos tan sólo parece posible mediante operaciones. Éstas deben partir siempre de alguna cosa dada, que no se analiza en el transcurso de la reali zación de las mismas operaciones (en todo caso podría ser analizado mediante otras operaciones, pero ello presupondría otros datos y así sucesivamente). De aquí resulta, en primer lugar, que siempre permanece resíduo en última instancia que, en principio, es irreducible a las operaciones, sin que se pueda decir cuál es. Ello es evidente porque para decirlo, es decir para de terminarlo de un modo intersubjetivo, sería preciso indicarlo mediante operaciones, lo cual consistiría únicamente en un tras, lado del problema que podría repetirse indefinidamente. En segundo lugar, el mismo dato que queremos objetivar mediante una operación, o con un complejo de operaciones, no es totalmente resoluble en las mismas, porque en principio podría ser objetivado incluso con operaciones distintas de aquellas que habíamos elegido en primer lugar. Es necesario que así sea, pues de otra manera el dato coincidiría con las operaciones, o con el complejo de operaciones, y ya no se trataría de recurrir

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a operaciones para comunicar el dato, sino que este último se presupondría simplemente conocidos a todos.

Ahora bien, el dato no reducido a operaciones, es precisa mente aquello respecto a lo cual no se puede decir que todos deban estar de acuerdo. Dicho dato por otra parte, está presente en todas las conciencias individuales, forma parte de aquello a lo que precedentemente habíamos llamado realidad, y la situación en la que se da una presencia de la realidad respecto a la conciencia es la verdad.

Cuando los individuos buscan poner en común su conocimiento de un dato -simplemente cuando pretenden hablar de él - hacen surgir el plano de la objetividad, en el cual ciertos datos se expresan mediante operaciones y los resultados de las mismas aparecen relacionados, por ejemplo, mediante una teoría. Aquí se puede observar que si se presupone que todo el mundo tiene constancia de los datos que entran en la ejecución de las operaciones, entonces también hay constancia de las operaciones mismas y consta también que el dato del que se quiere hablar viene expresado mediante las operaciones y desarrollo mediante la teoría.

Todo ello nos permite deducir una conclusión importante. Si las operaciones,' las relaciones que generan y los nexos que se establecen de un modo coherente entre ellas, constan a todos, es decir están presentes, se puede decir de una manera limitada, pero rigurosa, que la teoría es verdadera. La verdad de una teoría consistiría, por tanto, en su misma determinación, en el hecho de quedar establecida por cosas de las que se tiene constancia y que, por lo tanto, son una realidad. Dicho en otros términos, si se pueden suponer conocidos ciertos datos - o sea que todos sepan, por ejemplo, lo que es una regla, un galvanómetro, un contador Geiger, una integral, una ecuación diferencial, etc., y sus modos de empleo respectivos- es posible afir mar que deben ser conocidas a todos ciertas determinaciones que pueden sacarse a la luz mediante operaciones fundadas exclusivamente en el empleo de dichos aparatos y de dichos instrumentos lógicos y matemáticos. En consecuencia puede afirmarse, también que la teoría establecida de este modo es verdadera, en cuanto presenta ciertas determinaciones -las relaciones fruto de las operaciones- que están coherentemente relacionadas entre sí.

Sin embargo, el individuo que idealmente ha encontrado dicha teoría, es consciente del hecho de que las determinacio-

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nes que él ha podido hacer explícitas mediante las operaciones no agotan la totalidad del dato. Es decir que lo objetivo que se puede elaborar a partir de dicho dato es sólo un aspecto de lo real, entendido precisamente como la totalidad de la ex-periencia.

Sobre esta base es posible hacer una pregunta más radical acerca de la verdad de la teoría, que es la relativa a las relaciones que existen entre lo objetivo y lo real. Una teoría corpuscular de la luz de tipo newtoniano, por ejemplo, puede considerarse verdadera en el primer sentido que hemos indicado. Sin embargo, el hecho de que en un cierto instante se observaran fenómenos de interferencia y de difracción que no podían ser incluidos en la misma, demostró que dicha teoría, como se suele decir, no era verdadera. En este caso el adjetivo «verdadero» se entiende según su segundo sentido, es decir como referencia a lo real antes que a lo objetivo. De hecho, parece correcto razonar del siguiente modo: ciertos aspectos de lo real habían recibido una sistematización satisfactoria con la teoría corpuscular, pero la prueba de que se trataba tan sólo de aspectos de lo real, y no de lo real mismo, la proporcionó el hecho de que este último demostró poseer también otras aspectos capaces de desmentir aquella teoría. Este razonamiento, sin embargo, es claramente ambiguo porque los «aspectos» de lo real parecen, por un lado, entrar en lo real mismo y, por otro lado, contraponerse.

De hecha, si digo que la teoría no es verdadera porque «en realidad» la luz presenta propiedades que la misma no explica, demuestra suponer que la realidad es algo que «está detrás» I de sus «aspectos», y por tanto me coloco en una posición de presuposición gnoseológica. Si, por el contrario, digo que dichos «aspectos» son ellos mismos reales, concibo la realidad como la totalidad de sus aspectos, es decir de sus determinaciones. En este sentido se puede decir que toda precisión de las determinaciones es verdadera convirtiéndose en falsa cuando pretende haber agotado todas las determinaciones posibles, es decir desde el momento en que pretende mostrarse como un discurso relativo a la totalidad de la experiencia.

Desde esta perspectiva, el hecho de que una teoría resulte superada por otra no significa que aquello que era antes verdadero se haya transformado en falso, sino que ha sido absorbido en otro verdadero más amplio, a causa de que la realidad nos ha presentado nuevas determinaciones que antes ignorába-

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mas. Ello concuerda con el hecho bien conocido de que una teoría, para poder considerarse verdaderamente como una superación de una teoría precedente, debe explicar también los mismos hechos que aquélla explicaba. En conclusión se puede decir que entre lo objetivo y lo real no hay ninguna contraposición: lo objetivo es real, aunque no todo lo que es real forma parte de la objetividad.

Born escribe a este respecto: «El positivismo considera carente de sentido toda cuestión que no se pueda decidir mediante control experimental. Como se ha indicado antes, este punto de vista resulta fecundo para inducir a los físicos a adoptar una actitud crítica hacia presuposiciones tradicionales y ha contribuido a la construcción de la relatividad y de la teoría de los cuantos. Pero no puedo estar de acuerdo con la aplicación típica que los positivistas hacen de ello al problema general de la realidad. Si todas las nociones que empleamos en una ciencia tuvieran su origen en esta misma ciencia, entonces se puede decir que los positivistas tendrían razón. Pero entonces no existiría la ciencia. En el grado en que sea posible excluir de la actividad interna de la ciencia toda referencia a otros campos del pensamiento, esto no vale ciertamente para su interpretación filosófica. El problema del mundo objetivo pertenece a este capítulo» 40.

Este pasaje nos parece muy interesante porque, aunque sea de un modo implícito, sintetiza varios puntos de los razonamientos que hemos desarrollado antes. En primer lugar subraya que el criterio de operatividad es un criterio «interno» a la ciencia y capaz de sintetizar su tipo de conocer -es decir aquello a lo cual hemos llamado «objetivo»-- el cual sin embargo debe descubrir «externamente» al menos algunos elementos necesarios para su construcción: el aspecto de insuprimibilidad del «dato», respecto al cual hemos insistido antes. Precisamente una constatación de este tipo obliga a reconocer que el discurso de la ciencia no es suficiente para abarcar el discurso de la totalidad de lo real, sino que obliga a admitir que existe una dimensión del mismo que está más allá del horizonte de la ciencia. Born llama esta dimensión «problema del mundo objetivo» lo cual, en la terminología específica que hemos adoptado en estas páginas, corresponde exactamente a la cuestión propuesta por nosotros según la cual lo real supera siempre lo objetivo. Y todavía más: Born reconoce que esta problematización no tiene lugar en el interior de la ciencia, la cual «puede excluir de la actividad interna» de la misma cualquier referencia a otros sectores. Aquí encontramos una cues-

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tión desarrollada en el parágrafo precedente, cuando habíamos observado que no tan sólo el horizonte de la objetividad está dominado por la ciencia, sino que ésta no puede desarrollarse en otro lugar que en este horizonte. ¿Quién se encarga entonces de la confrontación entre lo objetivo y lo real? La filosofía. Ésta es la respuesta de Bom y también la nuestra.

Aunque sea sólo un momento, queremos detenernos a considerar de qué manera la interioridad de la ciencia puede establecer este ofrecimiento de alguna cosa más allá de la objetividad. Una condición para el constituirse de la objetividad es, como se ha visto, que exista un dato preliminar a la misma, y es una condición para su permanencia que este dato continúe subsistiendo junto a la misma. Si un día se pudiera pensar que «todo ha sido objetividad», es decir que «no queda nada por conocer», la ciencia cesaría. En dicho momento, toda diferencia entre lo objetivo y lo real desaparecería, y la ciencia habría alcanzado la verdad incontrovertible. Sin embargo, por su naturaleza misma, el saber científico -como en parte ya hemos visto y como volveremos a ver dentro de poco- excluye la incontrovertibilidad, por lo que este proceso de adecuación de lo objetivo a la realidad está destinado a realizarse indefinidamente.

En este punto es posible evidenciar la sutil componente dogmática que se anida en las pretensiones de «plenitud» de toda teoría científica. A primera vista podría parecer que el peor dogmatismo consistiría en osar atribuir a una teoría el califi -cativo de «verdadera». Sin embargo, como ya se ha visto, este calificativo corresponde con todo derecho a una teoría que está de acuerdo con los datos, con tal de que no se acompañe de una pretensión de «plenitud». Esta última es la que impulsa la afirmación de verdad a un nivel no científico, en cuanto la supone relacionada con algo que vale para la totalidad de la experiencia.

He aquí cómo la posibilidad de «pensar» sin renunciar a «conocer» -de lo cual ya hemos hablado antes- se mues tra equivalente al reconocimiento de que, cuanto más se extienda el horizonte de lo objetivo, siempre se puede encontrar otra realidad que puede incluirse dentro, con tal de que sepamos indicar el modo de hacerlo. Sobre esta base se justifican todas las tentativas no ortodoxas de superar la actual física de los cuantos. En ellas se expresa la convicción legítima de que el objeto no es la totalidad, aunque, para tener derecho, de ciu-

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dadanía en la ciencia, deben traducirse necesariamente en propuestas para ampliar el horizonte de la objetividad.

A este propósito afirma justamente von Weizsücker: «Hemos visto que la imagen física del mundo no debe negar, en principio, ninguna realidad que hasta el momento no haya encontrado puesto en ella, pero que cada día intente conseguirlo. Queremos aprender sinceramente a evitar este error en todo caso particular y a corregirlo en la medida en la cual hasta ahora lo habíamos cometido» 61

Después de todas estas precisiones queda claro que la distinción entre objetivo y real, tal como ha sido sostenida aquí, no tiene ningún sabor gnoseológico. No se dice ni que lo objetivo no es real - por el contrario, se dice que es real - ni tampoco que lo real no es objetivo, porque cuando se afirma que no todo lo real es objetivo, no se alude a una bipartición de la realidad en una esfera objetivable y en otra no objetivable. Por el contrario, se afirma que todo lo real es, en principio, objetivable, pero toda objetivización individual no lo agota; ésta siempre deja fuera una parte de lo real: no porque sea inobjetivable en sí sino porque lo es en aquella objetivación. Es evidente que lo real, lejos de ser lo contrario a lo objetivo, se muestra como el campo de todas las posibles objetivizaciones o, si queremos, como la totalidad de las objetivizaciones, de la cual lo objetivo es sólo la parte realizada efectivamente.

Por otro lado, es bien sabido que la parte sólo asume un significado preciso refiriéndose al todo, porque ya al decir que la misma es una parte implica una referencia, por lo menos implícita, al todo. Ello ya se verifica en una cierta medida en la ciencia, porque una teoría científica, para aparecer completamente satisfactoria, deberá permitir una afirmación como la siguiente: si todos los datos que constituyen la realidad que se está estudiando, fueran abarcadas por aquellos que ya están en nuestro poder, entonces sería lícito admitir que dicha realidad es precisamente aquella que hemos alcanzado a objetivar.

Ante el hecho de que lo objetivo no agota la totalidad de la experiencia, nace el problema de su relación con la totalidad. Este problema no puede nacer dentro de la ciencia, porque la misma sólo puede ocuparse de relaciones objetivas, mientras que estamos en presencia de una relación entre lo objetivo y lo no objetivo. Por tanto, debe ser otro el terreno en que se plantee esta relación: éste será sin duda el terreno de la filosofía, la cual puede proponerse investigar esta realidad, porque se coloca

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desde el punto de vista de lo entero, de la totalidad. Haciendo esto la filosofía se encuentra en una situación antinómica porque, por un lado, llegar a precisar esta relación significaría objetivarla, pero por otra parte la misma no es objetivable por su propia naturaleza 12.

¿Qué significado posee entonces el examen de esta relación? Nos parece poder responder que el mismo expresa la exigencia de aquel «conferimiento de sentido» al cual nos hemos referido en la primera parte de este trabajo y cuyas características ahora pueden esclarecerse mejor. En el fondo, plantearse el problema de relación entre lo objetivo y lo real es preguntarse «qué significado tendría» el que se pudiera pensar que lo real se agota en aquellas formas que la objetividad ha sacado a la luz o, cuando menos, preguntarse si entre dichas formas puede encontrarse alguna especie de «invariante» que pueda permanecer como tal bajo todas las posibles objetivizaciones, y que pueda, por tanto, suponerse perteneciente a la realidad, no ya pensada como un «sustrato» fantasmagórico de las objetivizaciones sino, precisamente, como la totalidad de las posibles objetivizaciones.

Este tipo de pregunta, como observamos a su debido tiempo, es inevitable para todo hombre, precisamente porque en cada uno de nosotros está inscrita la creencia tácita de que la totalidad supera las objetivizaciones realizadas efectivamente y, sin embargo, quisiéramos poder decir al respecto alguna cosa, poder captar alguna característica permanente. Esta aspiración hacia la totalidad - que ahora podemos llamar sin equívocos lo real en cuanto tal, es decir no limitado a todo aquello que ha sido objetivado- es la típica aspiración de la filosofía.

Una característica de la posición que hemos defendido aquí es la valorización de lo objetivo con fines de establecer un discurso sobre lo real, lo cual no es muy frecuente. De hecho es cierto que esta «integración» de lo objetivo no tiene carácter objetivo, y por tanto no tiene caracteres de conocimiento verdadero"; sin embargo, es importante observar que la misma toma su empuje de lo objetivo.

La filosofía, en el transcurso de los dos últimos siglos, ha oscilado entre una postura de complejo de inferioridad y otra de complejo de superioridad frente a la ciencia, según la tarea que atribuía al conocer. Cuando a este último se le atribuía la misión de aprehender la realidad, o sea de llegar a la totalidad, adquiría una especie de complejo de superioridad frente a la

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ciencia, porque era consciente de la incapacidad de ésta para afrontar dicho propósito, y por otra parte advertía su propia vocación dirigida hacia una determinación de dicha totalidad. Por el contrario, cuando se daba cuenta de que en tales tenta tivas perdía la característica de objetividad, se sentía con un complejo de inferioridad frente a la ciencia, la cual por el contrario podía vanagloriarse de dicha característica.

La posición más razonable nos parece ajena a estos dos complejos. En la medida en que la filosofía conserva un interés en pronunciarse sobre lo real «con todo derecho», es inevitable que deba tener en cuenta el acercamiento hacia el objeto que efectúa la ciencia. Una filosofía mejor de la naturaleza, una filosofía mejor del hombre y una filosofía mejor de la sociedad sólo son posibles si se tiene en cuenta aquello que «se conoce» respecto a la naturaleza, al hombre y a la sociedad, y ello es muy especialmente lo que la ciencia ha establecido objetivamente a este propósito. Aquellos que sostienen lo contrario pueden ser calificados de ilusos: mientras creen en la posibilidad de elaborar un discurso válido y universal desvinculado de las «visiones parciales y unilaterales» de la ciencia, ligado a principios y similares, en realidad elaboran un discurso que parte igualmente de una objetividad aunque de la objetividad extremadamente pobre y superficial del sentido común. Sería mucho mejor en este caso partir de los niveles más avanzados de objetividad, es decir de aquellos alcanzados en los varios sectores de las ciencias individuales y dedicarse a problematizarlos filosóficamente.

La sensación, actualmente tan difundida, de la «irrelevancia» de la filosofía es, a nuestro juicio, imputable en gran parte a este hecho. Es decir, que en ella se habla - a pesar de las apariencias- de «objetos», pero éstos no son, en la mayor parte de los casos, los objetos que el hombre conoce verdaderamente.

Con ello no se pretende afirmar que la misión de la filosofía sea un perfeccionamiento del conocimiento de estos objetos - perfeccionamiento que tan sólo puede ser tarea de la ciencia - sino que el conferimiento de sentido a dichos objetos, que es la misión específica de la filosofía, sólo puede obtenerse partiendo de dichos objetos.

Por otra parte, la filosofía puede intentar elaborar un discurso que esté próximo al desarrollado por el arte, como ocurre en muchos casos con el existencialismo. Ello puede sin duda resultar convincente, lleno de fascinación, pero difícilmente se sustrae a la impresión de no tener base objetiva.

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Después de estas consideraciones de carácter general, volvamos al tema más específico que recaba nuestro interés, es decir, el problema del valor cognoscitivo de las teorías científicas. A su debido tiempo hemos visto cómo este problema se configura inicialmente, como el de poder atribuir o no un valor objetivo a las proposiciones de la ciencia y, por este motivo, hemos retenido tres significaciones corrientes de la objetividad, que nos han parecido los más significativos: la objetividad como intersubjetividad, como invariancia y como correspondencia con los objetos. Al final de nuestro análisis hemos logrado mostrar cómo, en el seno de una cierta manera de concebir la objetividad, estas tres caracterizaciones coinciden. Quedaba entonces la cuestión de saber si esta objetividad, entendida como corresponden-cia con los objetos, no fuera simplemente lo que se acostumbra a entender normalmente cuando por objetos se entienden «entes reales» Esta duda se expresa más claramente diciendo si un conocimiento es «objetivo» y por esto mismo «verdadero».

La respuesta a esta pregunta, que nos ha ocupado el pará grafo precedente, ha sido positiva gracias a la distinción que hemos hecho entre una forma correcta y otra incorrecta de «realismo». Llamamos aquí incorrecto al realismo que es expresión del dualismo gnoseológico, y que consiste en concebir el objeto real como algo que está más allá del objeto conocido, y que jamás puede ser alcanzable, precisamente porque la distinción entre los dos es una distinción de principio. Nosotros hemos presentado esta distinción como una oposición entre objetivo y subjetivo, considerándola inaceptable por ser fruto de una pura presunción gnoseológica. Ahora añadiremos algunas consideraciones para mostrar cómo en realidad esta presuposi-ción se ignora, no tan sólo por ser dogmática sino también por ser contradictoria en sí misma. De hecho, para decir que más allá del objeto que conozco hay otro, debo haberlo encontrado de alguna manera, debo, cuando menos, haber averiguado que es. Sin embargo, esto ya representa conocerlo, porque conocer un objeto no puede ser otra cosa que averiguar su existencia y conocerlo «detalladamente» -es decir, conocer también qué cosa es y cómo es, además de conocer qué es - equivale a averiguar la existencia de sus determinaciones. En ningún caso, por tanto, el conocer puede ser otra cosa que averiguar una

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existencia y, por otra parte, no es posible afirmar ninguna existencia sino como averiguada, y no puede ser afirmada como posible sino como averiguable. De aquí la contradicción que se produce al afirmar la existencia de un objeto real que en principio pueda decirse no cognoscible 'I.

Por el contrario, nos parece que la posición correcta del realismo es aquella que supone entre lo objetivo y lo real una relación de inclusión. Todo lo que es objetivo es real, pero todo lo que es real no es objetivo (en el sentido ya considerado y por las razones consideradas). Aquellos escépticos o presuntos «espíritus críticos» que refutan la primera parte de estas afirmaciones, o se contradicen o de un modo inadvertido se alinean con posturas gnoseológicas, y por tanto también se contradicen. De hecho, negar realidad a algo objetivo significa afirmar que cualquier cosa que sea conocida -prescindiendo además del hecho de que sea conocida por varios sujetos- no existe, es decir, que cuando se conoce algo no se conoce nada. Esta afirmación es evidentemente absurda, a menos que con ello se quiera decir que aquella «cualquier cosa» es únicamente apariencia y no realidad, pero entonces nos encontramos nuevamente en una postura de dualismo gnoseológico (absurdo implícito).

Si ahora nos paramos a considerar las declaraciones de los más ilustres representantes de la física de hoy, no es difícil darse cuenta de que las mismas oscilan continuamente entre el polo del realismo correcto y el del realismo incorrecto. Esto es debido evidentemente a no haberse ocupado de dicha diferencia, por lo que la posición de estos científicos jamás puede ser deducida de sus declaraciones explícitas, sino que debe ser reconstruida por el contexto. Cuando se efectúa esta reconstrucción, no nos es difícil encontrar en la misma una forma de realismo correcto: así la posición central de la escuela de Copenhague, como ya habíamos intentado poner en claro, puede ser identificada con una forma de realismo correcto «cerrado», en el sentido de que se subraya con particular energía el hecho de que la ciencia se ocupa tan sólo de lo objetivo y también se llega a poner de manifiesto que lo objetivo es real, pero con la suposición suplementaria de una conclusión dogmática, la cual consiste en no admitir la «supremacía» de la realidad sobre la objetividad, a causa del mito de la «plenitud» de la mecánica cuántica ya discutido.

Por el contrario, aparecen envueltos en el realismo incorrecto

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algunos críticos, lo mismo que algunos defensores, de la posición ortodoxa.En cuanto a los críticos no es extraño que, en el fondo de muchas de las

acusaciones de subjetivismo promovidas contra la interpretación ortodoxa de la mecánica cuántica, y detrás de ciertas enérgicas afirmaciones de que los objetos existen con independencia del sujeto, se esconda precisamente el equívoco gnoseológico. Este último siempre acaba apareciendo explícitamente cuando se afirma que los microobjetos pueden poseer «en sí» ciertas características capaces de escapar en principio a nuestro conocimiento.

En cuanto a los defensores baste citar un caso particularmente significativo: el de H. Reichenbach. En su conocido ensayo filosófico relativo a la mecánicaa cuántica 65, dicho autor parte de la circunstancia de que el microobjeto viene perturbado por el proceso de observación de un modo imprevisible y de este modo introduce el problema de saber cómo es el objeto cuando no es observado. La solución a este problema la busca desde una perspectiva típicamente gnoseológica del «realismo incorrecto» distinguiendo entre «fenómenos» e «interfenómenos», lo cual lleva al autor a una situación difícil, de la que intenta salir recurriendo a lógicas polivalentes -es decir, aquellas para las cuales existe un «valor de verdad» intermedio entre lo falso y lo verdadero - llegando de esta manera a una solución inaceptable para un problema mal planteado16.

Todo lo que hemos venido afirmando equivale sustancialmente a reconocer, por una parte, que una posición «fenomenista» acerca de las teorías físicas permite salvaguardar el requisito de la objetividad. Ello ya quedó establecido antes, cuando vimos que la objetividad se establece precisamente a partir de resul tados de operaciones. Por otra parte, se reconoce que una tal posición, si no está viciada por presuposiciones gnoseológicas, no sólo es «compatible» con una concepción realista de la ciencia, sino que ella misma es una concepción realista.

Como máximo se podría discutir la oportunidad de emplear el término «fenomenismo» desde el momento en que, históricamente, aparece demasiado comprometido con la distinción gnoseológica entre los «fenómenos» y las «cosas en sí» incognoscibles. Sin embargo, es posible dar a este término un significado distinto, consistente en ver en el fenómeno aquella parte de realidad que resulta objetivable dentro de una ciencia determinada, y exigir que la ciencia no sobrepase nunca este horizonte

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de objetivabilidad. De este modo el fenomenista sería realista y podía hablar incluso de realidad no observada, con tal que ésta sea concebida, en principio, como observable, como dominio de posibles observaciones 67.

Se puede hacer todavía otra observación. Dentro de una posición fenomenista correcta - es decir, no gnoseológica - una proposición como el enunciado del principio de indeterminación tiene, como se ha indicado, un valor objetivo. Desde una perspec-tiva gnoseológica, por el contrario, debe recibir una interpretación indirecta y aparecer como la afirmación de que de dos proposiciones que a nivel microfísica enuncien simultáneamente la medida exacta de magnitudes conjugadas, una sola puede «tener sentido» 68. El aspecto insatisfactorio de esta conclusión fue subrayado correctamente por Stegmüller: «De este modo se llega a la conclusión, altamente chocante, de que una ley física asume el aspecto de una regla metateórica de carácter semántico acerca de la sensatez de las expresiones» 69. Estas reglas, a su vez, son de tipo lingüístico por naturaleza y no dependen de leyes físicas.

Observemos que, llegados a este punto, no tenemos prácticamente necesidad de ilustrar la ineficacia de la objeción que más frecuentemente se hace para negar el valor cognoscitivo, el alcance de la verdad de las teorías científicas. Esta objeción consiste en preguntarse de qué modo es posible sostener que una teoría científica sea verdadera, si la misma puede ser desplazada por otra en cualquier momento. Y todavía más si el aspecto característico de la mentalidad científica es precisamente el de estar dispuestos en todo momento a dejar una teoría por otra.

En otro lugar de este libro ya hemos dado una respuesta a esta cuestión. Se trata de comprender que el ocaso de una teoría auténticaa no significa reconocer que la misma es falsa, sino tan sólo que es parcial, y su sustitución por otra nueva no es una sustitución cualquiera, sino que realmente equivale a incluirla en una teoría mejor, es decir capaz de aprehender un mayor número de determinaciones de la realidad. El estar dispuestos, en principio, a abandonar también esta nueva teoría, es una simple consecuencia del hecho de que en ningún momento se puede creer que se haya llegado a una coincidencia total entre el horizonte de la objetividad y el de la realidad.

Dicho en otros términos, la mutabilidad de las teorías científicas no es, como a menudo se ha afirmado, un índice de su convencionalidad. Incluso es una prueba de lo contrario. De

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hecho, si una teoría o una hipótesis física fueran puros convenios, se podría decidir - o sea «convenir» - no modificarlas jamás, incluso cuando nuevos resultados experimentales vinieran a contradecirlas. El hecho de que ello no ocurra así y de que todos admitan que en casos similares se debe modificar la teoría es una prueba de que, en realidad, ninguno está dispuesto a admitir seriamente su convencionalidad.

¿Por qué motivo es preciso privilegiar los «resultados experimentales» en la confrontación de las hipótesis? Porque éstos, como ya hemos visto, constituyen los «objetos» de la teoría, y por tanto o no se hace una teoría o si se hace es preciso que la misma tenga sus objetos y que éstos estén constituidos por los resultados de las operaciones, es decir, que sean el denotado de los enunciados protocolarios. Éste es el motivo por el cual los protocolos son intocables: de hecho, dentro de una cierta teoría, constituyen los enunciados verdaderos típicos, con los cuales no puede resultar incompatible cualquier otro enunciado que aspire a ser verdadero.

De todo ello surge también un significado más completo de la verificación de una teoría. El mismo término alude a su función esencial que consiste en colocarnos en situación de controlar que las hipótesis no se limiten a considerar una situación posible sino real, es decir, que no prescindan de otra función no menos esencial, la de prestarse a la constitución de la objetividad como un valer para todos, del cual ya hemos hablado. Si después ocurre que la verificación, como casi siempre pasa, presenta también el aspecto de previsión de fenómenos no observados todavía, resulta que la misma presenta raíces todavía más profundas con el problema de la verdad, a causa de que permite establecer que un cierto sistema de hipótesis, ya verdadero para ciertos hechos, lo es también para otros, y, por tanto, permite la prolongación del ámbito primitivo de la objetividad, haciéndole ganar nuevo terreno en el ámbito de la realidad.

Todo esto sirve para hacernos meditar respecto a un hecho generalmente despreciado: el concepto de verdad no es nunca en la práctica absoluto, sino relativo, en un sentido muy preciso; una proposición - o un conjunto de proposiciones - casi nunca es verdadera o falsa simpliciter, sino verdadera o falsa respecto a un cierto universo de objetos, debido a lo cual la cuestión misma de su verdad no resulta formulada completamente mientras no se explicite respecto a qué objetos debe resultar ver -dadera. En la práctica, por tanto, la verdad es tan sólo una

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verdad dentro de una teoría, porque, como sabemos, los obje tos sólo pueden darse dentro de la misma. Una verdad absoluta sólo podría ser una verdad que valiera para todos los posibles objetos, es decir, una verdad que, valiendo para todas las posibles objetivizaciones, versa sobre la realidad, no en cuanto objetivada sino en cuanto tal, y ello como ya hemos visto sale del ámbito de las consideraciones de la ciencia, mientras que por el contrario interesa a la filosofía. Esta última, en general, cuando quiere proponerse una meta cognoscitiva, se propone el estudio de la realidad en cuanta tal y se configura como metafísica.

Fuera de este caso, en el cual, obviamente, no nos detendremos aquí por estar fuera de lugar, la verdad es sólo relativa. Sin embargo es auténtica, porque precisamente relativo quiere decir circunscrito a ciertos objetos (aquí aparece nuevamente la afirmación inicial de este ensayo, según la cual la ciencia es esencialmente un saber circunscrito).

Podemos dar ahora un paso importante. Si la verdad científ ica es relativa, si la misma está circunscrita a los objetos de una teoría, es fácil ver que el problema de la existencia de los «entes teóricos» no presenta problemas particulares. De hecho, en una teoría la tarea de establecer un contacto con la realidad no recae exclusivamente en la experiencia. El amplio razonamiento que hemos realizado respecto a la objetividad ha puesto en claro que, lo mismo que las exposiciones protocolarias son «objetivas» -y, por tanto, verdaderas en una teoría correcta - también lo son las afirmaciones que establecen propiedades y relaciones entre los objetos evidenciados o, más bien, establecidos, por las operaciones. Por tanto, si tales afirmaciones son verdaderas, aquello de lo que hablan existe, de otro modo dirían lo que no es, y, por tanto, serían falsas.

La perplejidad ante la admisión de la existencia de los «entes teóricos» es fruto de la ilusión gnoseológica. De hecho, parece obligado decir: yo no sé si «existe» el electrón, sino únicamente sé que he realizado ciertas medidas de carga, masa, spin, cantidad de movimiento, etc., a las que después mantengo unidas mediante dicho concepto teórico, pero esto no me autoriza a decir que exista un objeto físico al cual correspondan todas estas propiedades. El equívoco, una vez más, estriba en suponer que el objeto es algo que «está detrás» de sus determinaciones, sin apercibir que, de ser así, no podría hablar ni tan sólo de la hoja de papel que tengo delante, porque únicamente

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la conozco como un conjunto de determinaciones. Lo que ocurre es que el objeto no es nada más que el objeto de todas sus determinaciones y, por tanto, si admito que alcanzo a aprehenderlas, si admito que ellas existen, debo decir también que aprehendo, y por tanto existe, el objeto. Por tanto, poner en duda la existencia del electrón es sencillamente poner en duda la realidad de la teoría en la cual se habla de él, lo cual sólo es posible en dos casos: uno legítimo, es decir cuando existen todavía dudas acerca de si en esta teoría se ha alcanzado realmente la objetividad (pero en este caso las dudas se pueden y deben objetivar); otro ilegítimo cuando se pretende que esta verdad sea de tipo más que objetivo, es decir perteneciente no al objeto, sino a la realidad (es decir, fuese una verdad metafísica). En este último caso, sin embargo, se está fuera de la ciencia o bien se dice que la ciencia no conoce lo real (lo cual ya ha sido refutado antes) 70.

También podemos afrontar el problema de la existencia de los entes teóricos, colocándonos en otro punto de vista. Cada ente viene dado necesariamente junto a todo aquello sin lo cual su existencia resultaría contradictoria. Esto significa que, si dentro de una teoría se puede verificar el dato mediante operaciones, no sólo se está obligado a atribuirle una existencia, sino también todo aquello sin lo cual sería contradictorio. Sin embargo, como ya se ha discutido ampliamente en un parágrafo específico, se sabe que las hipótesis de una teoría científica no tienen nunca la característica de presentarse como condiciones necesarias, sino tan sólo como condiciones suficientes para la explicación de los datos. Lo cual equivale a decir que nunca nos encontraremos en la situación de tener que decir que sin una u otra de ellas el dato se convertiría en contradictorio.

Todo ello es muy cierto, pero no elimina un hecho: la ciencia nace cuando se admite que es necesario que se den razones suficientes para la explicación de los datos. Pero con ello ya se ha operado un cambio: se ha disminuido el precio que debe pagarse para atribuir existencia a los entes «teóricos» Esto puede reducirse a la siguiente afirmación: cada ente viene dado junto con todo aquello que es una razón suficiente para explicar su existencia 71.

De este modo, el hecho de que toda hipótesis pueda aparecer sólo como condición suficiente para la explicación de los datos, no significa que la misma no implique la existencia de lo que afirma, sino que dicha existencia es sólo hipotética. La diferencia

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entre los dos puntos de vista no es poca. En lugar de decir que la ciencia es «ontológicamente no comprometida» (lo cual resulta falso según todo lo dicho) se reconoce que no es incontrovertible (lo cual es cierto y bien notorio). Volviendo al ejemplo mencionado en una nota precedente: la existencia de Napoleón es tan sólo una hipótesis suficiente para explicar muchos documentos históricos, pero no es lógicamente necesaria (su ausencia no implica que tales documentos aparezcan como contradictorios). La no incontrovertibilidad de tal hipótesis no nos induce a afirmar que Napoleón es un simple nombre sin sustrato ontológico, sino que la existencia de Napoleón, en principio, no es absolutamente incontrovertible.

Este ejemplo, por otro parte, nos ayuda a evaluar exacta mente la importancia de aquella «refutabilidad», en principio, de las hipótesis y de las teorías científicas, de la cual ya hemos hablado más de una vez. Se trata de una refutabilidad que, cuando una teoría científica está bien madurada, se reduce a existir sólo «en principio». Así, por ejemplo, negar la existencia de Napoleón no es contradictorio lógicamente con los datos de que se dispone, pero para ello se requerirían tantas y tan extrañas hipótesis artificiales, puramente ad hoc, que resultaría prácticamente imposible, por lo cual puede afirmarse que su existencia está verificada de un modo cierto y definitivo (tal vez sería más correcto decir que lo es de un modo prácticamente cierto y definitivo).

Lo mismo ocurre en la ciencia física, donde después de un número conveniente de confirmaciones, de previsiones logradas, de elaboraciones conceptuales, de generalizaciones y de trabajo sistemático, una teoría alcanza una fase que legítimamente puede ser calificada como prácticamente definitiva, en el sentido en que, respecto a los objetos de que se ocupa, la misma ha conseguido un grado, de objetividad no controvertible ulteriormente, desde el punto de vista práctico. Es importante subrayar también, además del carácter práctico, el carácter «relativo» de esta incontrovertibilidad, es decir el hecho de que la misma vale limitadamente para los objetos de aquella teoría. Esta observación, que se relaciona con otra precedente acerca de la relativización de la verdad científica, parece trivial, pero es en realidad decisiva: sólo gracias a ella se puede considerar la mecánica clásica, por ejemplo, como no controvertida por la mecánica cuántica n.

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A este propósito ya Heisenberg escribió: «Desde el punto de vista de lo definitivo de los resultados, es preciso recordar que en el campo de las ciencias exactas de la naturaleza existen siempre soluciones defi -nitivas para sectores de la experiencia determinados y circunscritos. Así, por ejemplo, las preguntas que se pueden plantear mediante los conceptos de la mecánica newtoniana, encontraron su respuesta, válida para todas las épocas, por medio de las leyes de Newton y las consecuencias matemáticas que se obtienen de ellas» 73.

Es decir, que el paso de una mecánica a otra es sólo el paso de unos «objetos» a otros distintos. Sin embargo, en el campo de sus objetos propios -es decir, en el llamado mundo macroscópico - la mecánica clásica no sólo no ha sido desmentida, sino que no hay motivo de temer que pueda ser desmentida tampoco en el futuro. Lo mismo puede decirse, naturalmente, de la mecánica cuántica: parece lícito afirmar que, respecto a sus objetos no podrá ser superada por ninguna otra teoría (éste nos parece el sentido aceptable de la conocida afirmación de «plenitud» que se hace respecto a ella), pero ello no quita que, siempre dentro de la física, existan otros objetos que escapan a la mecánica cuántica 74.

En este punto se encuentra también una confirmación interesante acerca del hecho de que la «constitución» de los objetos de una teoría no es fruto sólo de la experiencia, es decir de las operaciones. De todos es sabido que para elaborar la microfísica es preciso servirse de instrumentos macroscópicos y realizar ope-raciones macroscópicas, a pesar de lo cual todos están de acuerdo en afirmar que los objetos de los cuales la teoría se ocupa no son macroscópicos. Este hecho es suficiente para afirmar que no son únicamente las operaciones las que construyen los objetos (a pesar de que son indispensables e incluso preponderantes para que dicha construcción pueda tener lugar), de lo contrario operaciones macroscópicas sólo podrían dar lugar a objetos macroscópicos.

Quien recuerde todo lo que habíamos dicho en el parágrafo dedicado al concepto de objetividad, no encontrará inesperada esta conclusión. Entonces se observó que el objeto es siempre una estructura, una estructura de relaciones, la mayor parte de las cuales pueden ser fruto de operaciones, pero el «estar jun-tas» no es justificable mediante ninguna operación, aun debiendo resultar verificable de un modo objetivo. Puede afirmarse, además, que el sentido último de una construcción teórica es precisamente el «estar juntas» ciertas relaciones.

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Pero podemos dar un paso más atrás: en su debido lugar nos detuvimos a considerar detenidamente el carácter contextual de los significados de los conceptos físicos y a esclarecer cómo pueden aparecer nuevos conceptos empleando intensiones ya adquiridas, pero combinadas distintamente, en nuevos contextos. Ésta creemos que era tan sólo una manera distinta de expresar la noción de la naturaleza estructural del objeto físico (es decir, el hecho de que el mismo se establece cuando ciertas determinaciones resultan «colocadas juntas»), o sea una manera de expresarse que empleaba consideraciones respecto a los «predicados», es decir lingüísticas, en lugar de respecto a los «objetos». Esta manera de expresarse era necesaria hasta que no hemos hablado de la objetividad del conocer científico.

Ahora bien, la experiencia no puede hacer otra cosa que atestiguar paso a paso los «puntos singulares» de esta estructura, pero el reconstruir la estructura misma es una misión de la teoría y, desde un cierto punto de vista, puede sostenerse incluso que la teoría no tiene otra misión. Estas afirmaciones corresponden al razonamiento ya hecho en la parte central de este trabajo, cuando se ha comparado la construcción de una teoría con la determinación de una curva que pasa por los «puntos-aconteci-miento» establecidos experimentalmente. Incluso aquí, naturalmente, es preciso no dejarse desviar por equívocos de tipo gnoseológico: la estructura no es aquello que «está debajo» las determinaciones experimentales y las características objetivables, sino que es aquello que está «constituido» por ellas: es decir, el objeto.

Por otra parte, la contraprueba de que el mundo de los ob jetos físicos posee una estructura viene dada por el hecho de que no se puede afirmar cualquier casa del mismo. Por el contrario, si no tuviera una estructura, podríamos decir todo lo que quisiéramos y jamás seríamos desmentidos. A veces ocurre que cuando afirmamos ciertas cosas nos vemos obligados a reconocer que nos hemos equivocado o por la experiencia, o por otras cosas dichas antes (apoyadas en la experiencia). Esto significa que el mundo de los objetos no está constituido de la manera que creíamos posible poder afirmar, es decir que tiene una estructura distinta a la que le hemos supuesto.

Desde esta perspectiva, el concepto de ley física encuentra su colocación natural, y que evita tanto su reducción a un puro artificio «económico» para coleccionar ordenadamente ciertos datos experimentales o para realizar previsiones, como su erec-

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ción en criterio «normativo» tal que los fenómenos físicos, como se afirma a menudo, le «obedecen» como si fuera una especie de mandato. En realidad las cosas son bastante más simples: descubrir una ley física consiste simplemente en sacar a luz un aspecto de la estructura de los objetos de los que nos estamos ocupando. Dicha estructura no expresa un deber ser, sino simplemente un lo que es y, si la ley ha sido establecida objetivamente, no tiene más sentido dudar de su ser «real» que dudar de la realidad de los datos experimentales, porque esta ley describe tan sólo la estructura a la cual dichos datos pertenecen". En este sentido se pueden suscribir perfectamente: las siguientes palabras de H. Weyl: «Cualquiera que sea la razón íntima de la estructura del universo, todas las leyes naturales demuestran que tal estructura influye decisivamente el desenvolvimiento de los acontecimientos físicos» 76.

Ahora bien, dado que la estructura de los objetos es sacada a la luz por la experiencia sólo en «puntos aislados», es inevitable que su reconstrucción tenga lugar apoyándose en algo distinto a la pura comprobación experimental: se recurre a la acción creativa e inventiva en cierto modo del intelecto investigador, de la cual hemos hablado en otro lugar.

Por otra parte, es la misma historia de la ciencia que nos lo indica: «La historia de la ciencia, escribe L. Geymonat, nos demuestra que en muchos casos el progreso se obtiene propiamente mediante sustituciones de principios, sugeridos inmediatamente por la observación, por otros, aparentemente mucho más arti -ficiosos y alejados de los hechos» 77.

Dicho en otras palabras, la experiencia por sí sola «no habla»: es más bien como el oráculo de Delfos, del cual Heraclito decía que «no habla, ni oculta, sino que da signos»,. La experiencia nos ofrece una base para la constitución del logos semántico, pero no indica explícitamente un logos apofántico. Al igual que la respuesta del oráculo, la experiencia resulta «interpretada» y esta interpretación es, en primer lugar, un acto intuitivo: «En la ciencia, escribe Goethe, todo depende de aquello que se puede llamar un aperyu, de un reconocimiento de aquello que es infinitamente fructífero»» 78.

Es inútil recordar aquí lo que Einstein y numerosísimos científicos han dicho a este propósito. Incluso sin acudir explícitamente a palabras mayores como «genio», es suficiente con observar que la experiencia por sí sola no nos dice qué «datos» son significativos para los fines de una investigación determi-

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nada respecto al mundo físico, por lo que ya en esta elección, en esta atribución de relevancia está incluido un «punto de vista», un aperqu como diría Goethe, una cierta intuición, que es ya el esbozo de una hipótesis y que, si resulta feliz, dará lugar, des-arrollándose, a una teoría.

En este sentido se puede incluso decir que en la ciencia no se pasa nunca de la experiencia a las teorías, sino de teoría en teoría, porque sin una teoría, aunque sea rudimentaria, no existe «objeto» de una ciencia 11. Podríamos decir que, para la ciencia, la misma experiencia es de algún modo «experiencia con teoría», lo cual concuerda con el aspecto paradójico que se encuentra en la primera frase de la introducción a la Crítica de la razón pura, donde se afirma: «No hay duda de que todos nuestros conocimientos empiezan en la experiencia; ¿de dónde podría venir el estímulo de nuestra facultad cognoscitiva sino de los objetos que impresionan nuestros sentidos y que, por un lado, dan origen de por sí a representaciones y, por otro, mueven la actividad de nuestro intelecto a comparar estas representaciones, a reunirlas y separarlas, y a elaborar de tal modo la materia bruta de las impresiones sensibles para llegar a aquel conocimiento de los objetos que: se llama experiencia?» 80.

Una mirada crítica puede indudablemente descubrir en este pasaje una oscilación significativa del término «experiencia»; al principio nos parece como algo «originario» y al final como algo «construido» mediante la intervención del intelecto. ¿Hay aquí un error de Kant? La respuesta es negativa; se trata del reconocimiento implícito del hecho de que, cuando afrontamos la experiencia, la misma de algún modo se nos ofrece en seguida como «construida» por nosotros mismos, y en tanto no existe una tal construcción no podemos hablar de objetos.

Incluso fuera del discurso kantiano, es inevitable: reconocer la autenticidad de este hecho y obtener como consecuencia que sin un mínimo de teoría no se puede ni tan sólo comenzar a hacer ciencia.

Alguno podría objetar que ello es simplemente un efecto de la circunstancia de que no, podemos hacer ciencia sin emplear un lenguaje. A este respecto podemos contestar que estamos perfectamente de acuerdo y no sólo hemos dedicado a este problema anteriores observaciones explícitas, sino que podemos añadir que todo el discurso realizado para mostrar la necesidad de las operaciones para la constitución de la objetividad es' un discurso acerca de la inevitabilidad del lenguaje, entendido en

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un sentido oportunamente amplio, para la constitución del objeto científico. Sin lenguaje, sólo puedo tener la presencia de ciertas determinaciones ante mi conciencia subjetiva, pero éstas no se convierten, ni tan siquiera para mí, hasta que no las hago explícitas en un lenguaje. Pues bien, esta perpetua inadecuación de lo objetivo respecto a lo real debida, como se ha dicho, a la imposibilidad de resolver totalmente lo «dado» en operaciones, no es más que un aspecto de un hecho más general: la incapacidad del lenguaje de devolver con completa fidelidad la «pre-sencia». A este hecho se puede reducir, en último término, el carácter objetivo, pero no incontrovertible, de toda teoría científica, y ello permite dar también un sentido preciso a la tesis según la cual la verdad no es intersubjetiva 81. Ello significa sólo que la verdad absoluta no es intersubjetiva (ésta es la verdad atestiguada por la «presencia», y se aferra directamente en lo real, pero es subjetiva), pero no significa que aquello que es intersubjetivo no sea verdadero. Como acabamos de ver el co-nocimiento de lo objetivo debe ser calificado de verdadero, aunque ello lleve consigo la relatividad de una tal verdad al restringido ámbito de objetos de los cuales se ocupa cada ciencia.

Alcanzar esta verdad no apaga en el hombre, y en el mismo científico, la aspiración a un contacto con la totalidad, o sea la aspiración al logro de una verdad incontrovertible, o cuando menos al «conferimiento de sentido» a la esfera de la objetividad. Éste es el motivo por el cual siempre existe un lugar para una problematización filosófica de los mismos objetos de la ciencia, pero esto no debe conducir a subvalorar la verdad alcanzada por el conocer científico. A fin de cuentas, es por este aspecto «contemplativo» que la ciencia ha sido siempre considerada, y puede todavía hoy continuar siendo considerada, como un auténtico valor, incluso como uno de los valores más característicos de nuestro tiempo.

NOTAS AL CAPITULO X

1. El lector que desee más detalles acerca de la clasificación de las posi ciones epistemológicas fundamentales relativas al estatuto cognoscitivo de las teorías que hemos esbozado, lo cual corresponde obviamente a un análisis de los objetivos principales atribuidos a la ciencia, puede ver, por ejemplo, el capítulo vi de NAGEL 1 y, en especial, para algunas referencias históricas,PASQUINELLI 1, pp. 68-85.2. Así, por ejemplo, M. Bunge propone llamar «explicación subsumptiva» aquella que se produce en el caso de las teorías fenomenológicas y «explica-

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ción interpretativa» a la que tiene lugar en las teorías representativas (BuNGE 1, p. 79).3. Para subrayar la irrelevancia de una teoría concebida de esta manera, M. Bunge observa

que «acrecentando de un modo similar el número de parámetros adaptables a una teoría fenomenológica, es posible conseguir que la misma se convierta en inexpugnable» (BuNGE 1, p. 76), lo cual, sin embargo, no equivale a potenciar dicha teoría, sino más bien todo lo contrario. Ello ya lo habíamos observado en páginas anteriores, al afirmar que siempre es posible salvar una teoría mediante hipótesis ad hoc o que un conjunto finito de datos puede siempre ser modelado mediante una ley elaborada expresamente.

4. Las simples correlaciones formales que se constituyen entre las distintas exposiciones de resultados experimentales nos «dicen» muy poco, tal como lo expresa claramente Born en el siguiente párrafo: «Es bastante común que en las investigaciones científicas sea más fácil derivar una simple relación formal a partir de un vasto _ material de observaciones, que no com prender su significado real» (BORN 1, p. 30).

5. Antes que gastar palabras para sostener estas afirmaciones, preferimos citar algunas de las frases mediante las cuales Born introduce en su tratado de Física atómica el tema de la mecánica matricial. En ellas resulta evidente la actitud fenomenológica que preside la creación de aquélla por parte de Heisenberg: «La razón principal de la insuficiencia de la teoría de Bohr según Heisenberg (1925) es que trata con cantidades que eluden completamente la observación. Por tanto, según Heisenberg, su fallo está en que las ideas fundamentales en las cuales se basa (el modelo orbital, la validez de las leyes clásicas del movimiento, etc.) no pueden ser controladas. Si se quiere construir una mecánica atómica lógicamente coherente, no deben in troducirse en una teoría otra cosa que entidades físicamente observables; así, por ejemplo, no se puede hablar de la órbita de un electrón, sino de la frecuencia y la intensidad de la luz emitida por el átomo, siendo estas magnitudes las únicas observables. A partir de este requisito Heisenberg formuló los principios fundamentales de una teoría... la así llamada mecánica matricial, la cual vino a sustituir a la mecánica atómica de Bohr y ha obtenido bri llantes éxitos en todas las aplicaciones» (BGRN 4, pp. 168-169).

6. HEISENBERG 7.7. HEISENBERG 7, p. 169.8. Un observador un poco malicioso podría hacer notar que este razo namiento de Heisenberg

no sólo está muy alejado, como ya se ha dicho, de las implicaciones fenomenológicas más típicas de su pensamiento científico, sino que además está bastante cerca del tipo de críticas que durante mucho tiempo se han levantado contra la posición «ortodoxa» de la física cuántica representada por la escuela de Copenhague y por el mismo Heisenberg. En 1954, por ejemplo, Schródinger afirmaba: «La teoría cuántica de la medida está expuesta en palabras muy cautas que la hacen inatacable desde el punto de vista epistimológico. Jamás se trata de lo que existe o no existe, en un instante determinado, sino tan sólo de lo que se encontraría haciendo una u otra medida; y la teoría se refiere tan sólo al nexo funcional que subsiste entre dos grupos determinados de resultados experimentales. ¿Pero cuál es el propósito de todo este alboroto epistemológico, si no tratamos con resultados efectivos, reales, concretos, sino sólo con resultados imaginados?» (SCHRÓDINGER 2, p. 319).

9. EDDINGTON 1.10. LANDÉ 1, p. 42.11. BoRN 1, p. 158.12. BoRN 1, p. 160.

13. MARGENAU - PARK 1.

14. DINGLE 1, p. 630.

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15. MARGENAU - PARK 1, p. 172.16. Estas frases no han sido sacadas de un escrito divulgativo o «filosó fico», sino de uno

de los más conocidos escritos técnicos del autor: HEISENBERG 5, p. 53.17. BOHR 2, pp. 21-22.18. NEUMANN 1, p. 420.19. DANERI - LOINGER - PROSPERI 1.20. HEISENBERG - SCHRóDINGER - BORLA - AUGIER 1, pp. 13-14.21. Una cita de Heisenberg más directa podría ser la siguiente: «Debería observarse en este

punto que la interpretación de Copenhague de la teoría cuántica no es en modo alguno positivista. Puesto que mientras el positivismo considera como elementos de realidad las percepciones sensibles del observador, la interpretación de Copenhague considera, como fundamento de toda interpretación física, las cosas y los procesos que son describibles en términos de los conceptos clásicos, lo que equivale a decir de la realidad».(HEISENBERG 4, p. 146).

22. BOHR 2, p. 107.23. EINSTEIN - PODOLSKI - ROSEN 1. 24. BOHR 3, p. 181.25. HEISENBERG 4, p. 139.26. CALDIROLA - LOINGER 1, p. 307. 27. EINSTEIN 1.28. A diferencia de lo que hicieron de una manera más o menos acertada otros físicos

ilustres como Planck y Von Laue. 29. EINSTEIN 2, p. 43.30. Ibidem, p. 45.31. EINSTEIN 3, p. 610. 32. Ibidem, p. 613.33. Alguno podría observar que, diciendo esto, Einstein desmiente la esencia de su misma

lección metodológica según la cual, para decirlo breve mente, sólo se puede hablar de tiempo a partir de la consideración de los relojes. Sin embargo ello no es realmente así: Einstein se limita a decir que el punto de vista cuántico no permite describir los acontecimientos individuales que, por así decir, tienen lugar «realmente», permitiendo tan sólo dar descripciones estadísticas de los mismos. Esta consideración deja subsistir la legítima aspiración a encontrar métodos, instrumentos, operaciones, conceptualizaciones, esquemas matemáticos que superen esta limitación. La exclusión de esta posibilidad parece verdaderamente un dogma injustificado. Con todo, insistiremos más adelante en ello.

34. Nos referimos, por ejemplo, a trabajos como el de JORDAN 1, y LUD WIG 1, en los cuales la función de onda de un sistema físico se supone que tiene carácter objetivo.

35. NEUMANN 1, p. 171.36. Entre los muchos trabajos que ilustran esta conclusión, véase por ejemplo BOCCHIERI -

LOINGER 1.37. Véase, para este cambio de orientación, BROGLIE 1-4, LANDÉ 2-4, BOHM 1-2.38. BOHM 1-2, VIGIER 1-2, BoPP 1.39. Obsérvese que el problema que tenemos sobre el tapete no es el de establecer un contraste

entre «causalidades» e «indeterminismo», como se acostumbra a decir, sino el de la posibilidad de asignar de un modo exacto, y no puramente estadístico, ciertas propiedades a los microobjetos. El otro problema está conectado con éste de un modo bastante estrecho, y esta conexión está perfectamente expuesta en BOHM 2, pero es otra cuestión.40. POPPER 1.

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41. Como conclusión de un análisis sumario respecto a alguno de ellos, Heisenberg observa: «Pueden añadirse algunas observaciones sobre la interpretación de Copenhague de la teoría de los cuantos. Todas estas propuestas se han visto constreñidas a sacrificar las propiedades esenciales de simetría de la teoría de los cuantos (por ejemplo, la simetría entre ondas o par tículas, o entre posición y velocidad). Por ello podemos afirmar que si se consideran estas propiedades de simetría como un carácter genuino de la naturaleza, la interpretación de Copenhague no puede ser evitada -como la invariancia de Lorentz en la teoría de la relatividad- y cada nuevo experimento viene a convalidar esta concepción» HEISENBERG 4, pp. 146-147.

42. ¿Evolucionará la física del futuro en la dirección de estas teorías? Es difícil afirmarlo. Einstein sostenía que la física cuántica, con sus pretensiones de «plenitud», no estaba destinada a poder afrontar la investigación futura, y los hechos más recientes parecen darle la razón. El estudio de las propiedades de las partículas elementales ha demostrado claramente que la física cuántica tal como es actualmente está por debajo de toda posibilidad de proporcionar una explicación satisfactoria, por lo que muchos están convencidos de la necesidad de la elaboración de una teoría nueva, la cual no estará «en contraposición» con la mecánica cuántica del mismo modo que ésta no está «en contraposición» con la física clásica, sino que simplemente será distinta de aquélla. En todo caso, no podemos decir actualmente que los fenómenos conocidos experimentalmente admitan como único tipo de justificación el formalismo de la mecánica cuántica -lo cual, como ya habíamos visto, es un presupuesto tácito para la aplicación del teorema de Von Neumann- porque existen fenómenos no incluibles en dicho forma lismo, y existen esbozos de nuevas teorías que explican ciertos hechos conocidos de un modo distinto. La situación quizás esté madura para que se produzca un nuevo giro, para el cual existe incluso una especie de «analogía histórica» -lo cual no es determinante, pero no carece de interés- con la situación que llevó a la superación de la teoría atómica clásica.

La idea de que podían existir estructuras subatómicas, ya había sido avanzada por Prout en 1815, pero no podía ser tomada en consideración y luego mostrarse válida hasta que la teoría según la cual el átomo es el constituyente «último» de la materia no llegase una maduración plena y no produjera todos los posibles frutos hasta entrar en crisis, precisamente después de lograr sus más grandes éxitos. Así, por ejemplo, la distribución de los elementos químicos en la tabla periódica de Mendelejev, que presentaba regularidades, afinidades y diferencias inexplicables con la sola hipótesis de la teoría atómica de la materia. Actualmente ocurre algo parecido, puesto que precisamente el éxito de la mecánica cuántica ha mostrado tantas partículas, que se subdividen en clases con afinidades y diferencias bien precisas, para las cuales la teoría ofrece explicaciones no siempre aceptables. Cabe preguntarse entonces si estas explicaciones podrán provenir en el futuro de una teoría subcuántica, lo mismo que las explicaciones para los hechos químicos que acabamos de recordar han provenido de una teoría subatómica.

43. BOHM - PRYCE 1, p. 88.44. V. Mathieu se ha aprovechado recientemente de ello en un trabajo destinado a demostrar que

«el esfuerzo para determinar "aquello que es objetivamente" no coincide - o por lo menos ya no coincide actualmentecon el de determinar "aquello que es realmente"» (MATHIEU 1, p. 15), y dándonos interesantes puntos de vista para establecer clasificaciones acerca de las relaciones entre ciencia y filosofía. En el curso de las consideraciones de este parágrafo tendremos ocasión de adherirnos a algunos puntos fundamentales de este análisis de Mathieu.

45. MATHIEU 1, p. 15.46. Se podría dar una justificación rigurosa de esta afirmación «implíci-

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ta», pero por brevedad nos limitaremos a enunciar tan sólo la idea de fondo. Si se admitiera que un objeto-ente puede también no ser tal, se admitiría también que algo que existe lo mismo puede ser que no ser, lo cual va contra el principio de no contradicción. Por este motivo, desde la antigüedad, las características de los objetos que pueden variar a juicio de los varios sujetos, han sido clasificados como apariencias y contrapuestas a la realidad. En consecuencia, si aquello que es real debe serlo para todos los sujetos que lo conocen, entonces concebir el objeto como ente lleva consigo que ello sea así para todos los sujetos.

47. Escuchemos a un científico expresarse respecto a este punto : «Lo mismo que Bohr soy de la opinión -dice Pauli- de que la objetividad de una explicación científica de la naturaleza debe definirse del modo más amplio posible. De este modo podrá llamarse objetivo cualquier tratamiento que se pueda enseñar a otros, y que éstos puedan comprender, con tal de que tengan bases suficientes, y que puedan aplicar a su vez, y del cual en definitiva puedan hablar con otros. En este sentido todas las teorías y las leyes científicas son objetivas» (PAULI 2, pp. 110-111).

48. MATHIEU 1, p. 31.49. Basten, como ejemplo, estas dos citas de Bridgman: «No existe una conciencia pública o

de masa. En último término, la ciencia es sólo una cien cia privada, el arte es un arte privado, la religión es una religión privada, etc. El hecho de que en el decidir cuál debe ser mi ciencia privada encuentre útil considerar únicamente aquellos aspectos de mi experiencia directa, en la cual mis semejantes intervienen de algún modo, no puede anular el hecho esencial de que es únicamente mi ciencia y nada más. La "ciencia pública" es un tipo particular de la ciencia de los individuos privados» (BRIDGMAN 4, pp. 13-14). En otro lugar afirma: «Por el contrario, estaría tentado a creer que un análisis detallado de todo lo que se hace en física demuestra la imposibilidad universal de liberarse del punto de vista individual» (BRIDGMAN 5, p. 296).

50. BoRN 1, p. 2.51. Acerca de la importancia esencial del requisito de la repetibilidad. basta recordar esta

declaración de Pauli: «El científico trata con fenómenos particulares y con realidades particulares. Debe limitarse a lo que es reproducible, entendiéndose como tal también aquello de cuya reproducción cuida la misma naturaleza. No pretendo afirmar con ello que lo que es reproducible sea en sí y por sí más importante de lo que ocurre una sola vez, sino que sostengo que un hecho que consista esencialmente en un suceso que se veri fique una sola vez no puede ser objeto de tratamiento mediante métodos científicos» (PAULI 2, p. 110).

52. BoRN 1, pp. 3-4.53. «La publicidad del objeto, escribe Mathieu, decide el modo en el cual el objeto se

establece, no la naturaleza de aquello que contiene. La simple exigencia del constar para un sujeto llevaría a hacer del objeto un contenido sensible, dado que precisamente la sensibilidad del sujeto es relativa. Por el contrario, el objeto, cuando lo es para más sujetos, no es el correlato de la sensibilidad, porque la sensibilidad no pertenece a «más» sujetos, sino a cada uno singularmente. La exigencia de que haya constancia a más sujetos -simple traducción del valer para todos- confiere por ello un valor distinto a la objetividad, haciendo del objeto no ya un correlato de la sensibilidad, sino del intelecto» (MATHIEU 1, p. 25).54. A este respecto nos contentamos con reseñar esta significativa cita de Nagel: «Es posible pensar que si pudiéramos percibir las moléculas, muchas preguntas relativas a las mismas encontrarían respuesta, por lo que la teoría molecular recibiría una mejor formulación. Sin embargo la misma continuaría formulando las características de las moléculas en términos de

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relaciones - o sea de relaciones de las moléculas entre sí y de las moléculas con otras cosas - y no en términos de alguna de aquellas cualidades que pudieran venir captadas directamente a través de los órganos de los sentidos. De hecho, la razón de ser de la teoría molecular no es la de proporcionar información relativa a las cualidades sensibles de las moléculas, sino la de permitirnos comprender (y prever), la verificación de los acontecimientos y las relaciones de su interdependencia en términos de los modelos estructurales generales, de los cuales las moléculas forman parte. Según este significado de la frase, la realidad física de las entidades teóricas no tiene gran importancia para la ciencia» (NAGEL 1, p. 155).

55. Así, por ejemplo, en la actualidad algunos científicos han logrado superar muchas dificultades relativas a la teoría de las partículas elementales postulando un reducidísimo número de partículas «fundamentales», a partir de las cuales pueden reconstruirse las características de las numerosísimas partículas conocidas. Se conoce prácticamente todo de estas partículas, llamadas quarks, (es decir su carga, spin, masa, momento magnético, etc.) y, por tanto, constituyen un «modelo matemático» satisfactorio. Ello no es suficiente para que el físico pueda considerarlas «objetivas» y, de hecho, existen físicos que creen en la «existencia» de los quarks y los «buscan» -es decir, sabiendo qué operaciones se deben efectuar para encontrar estas partículas, procuran realizarlas en el laboratorio y esperan «observarlos»mientras que otros físicos creen que tan sólo se trata de un puro modelo matemático. Por tanto, sólo el «hallazgo» de uno de estos quarks podrá decidir quién tiene razón, pero hasta entonces el quark será tan sólo un modelo matemático.

56. En definitiva podemos decir que la convicción intuitiva según la cual las distintas ciencias se diferencian entre si en base a los respectivos «objetos», se puede precisar de un modo riguroso diciendo que los mismos se diferencian en relación con los «criterios de protocoloridad» que cada una asume. Es decir, basándose en indicaciones exactas de operaciones primitivas, capaces de asegurar la intersubjetividad de los datos de partida. De hecho son estos criterios los que proporcionan una indicación precisa de aquello que en toda ciencia debe considerarse como dado, o si preferimos como una proposición que debe aceptarse de un modo inmediato (para una discusión ulterior y ejemplificación acerca de este punto véase, por ejemplo, AGAZZ!3, pp. 67-69).

Naturalmente no se puede decir que todas las ciencias hayan llegado, de hecho, a una indicación explícita de sus criterios de protocolaridad, pero ello no quita en principio que las mismas deban tender a una tal explicitación. Renunciar a ello significaría renunciar a una posibilidad efectiva de entendimiento intersubjetivo ya de partida, es decir, en el momento mismo en que se debe verificar que se está hablando de los mismos objetos. Ahora bien, se dan casos en los cuales este acuerdo respecto a los criterios de protocolaridad existen de hecho, aun sin haber sido formalmente explicitados, pero se dan también casos en los cuales faltan; parece que se puede afirmar algo de este tipo, por ejemplo, para las disciplinas psicológicas. En estos últimos casos no es excesivo afirmar que se está frente a ciertas disciplinas que no han encontrado todavía un orden satisfactorio respecto a su status científico, es decir que todavía esperan constituirse rigurosamente como ciencias.Obsérvese, por otro lado, que una ciencia no consta sólo de criterios de protocolaridad sino también - y sobre todo- de hipótesis y disposiciones teóricas. Ello permite a una ciencia «intervenir», en cierto sentido, en el discurso de otra: la química, la física y la biofísica, son testimonios elocuentes de tal posibilidad y no son las únicas. Gracias a su fecundidad, tal intercambio mutuo de ideas es muy delicado, porque la solidaridad «con-

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textual» de los significados dentro de cada ciencia hace que todos sus con ceptos estén ligados esencialmente a sus criterios de protocolaridad y, por tanto, puede ser empleado tan sólo con extrema cautela dentro de contextos que se refieran a otros criterios de protocolaridad. Este problema aparece como uno de los mayores interrogantes metodológicos que se plantean en el terreno interdisciplinario, pero en este lugar no podemos hacer otra cosa que limitarnos a señalarlo y a subrayar su importancia.

Queremos hacer constar, por último, que los esclarecimientos aportados en esta discusión a la objetividad científica permiten readmitir en la ciencia de forma correcta el discurso relativo a la esencia. De hecho, si la ciencia es conocimiento de los objetos, en la misma se produce un auténtico y pleno «conocimiento de la esencia» de tales objetos -en el sentido ya discutido en el § 3 de este ensayo - precisamente debido a que los objetos son distintos de las «cosas» y se configuran como las explicitaciones objetivas de ciertas determinaciones, que resultan así dadas a conocer «por lo que son», o sea en su esencia. En este caso es quizás más fácil evitar el equívoco gnoseológico desde el momento en que, dentro del horizonte de la objetividad, no entra fácilmente la idea de una esencia «escondida», que se oculta detrás de las determinaciones conocidas, precisamente porque estaría, por ello mismo, fuera del plano de la objetividad. En este sentido parece posible poder decir que la epistemología contemporánea ayuda a recuperar el sentido de un discurso correcto, no de tipo gnoseológico, relativo a «conocer la esencia».

57. En este punto el lector puede recordar las consideraciones ya hechas sobre la irreductibilidad del lenguaje científico al lenguaje ordinario, y encontrar también algunas justificaciones de tipo más intrínseco que aquellas proporcionadas en dicha ocasión.

58. MATHIEU 1, p. 54.59. El quark, para emplear el mismo ejemplo indicado, sólo puede ser pensado y no conocido,

mientras no sea «observado».60. BoRN 1, p. 49.61. WEIZSXCKER 1, p. 31.62. Consideraciones interesantes respecto a un análisis de estas antinomias se encuentran en

MATHIEU 1, pp. 50-62.63. Por lo cual alguno ha intentado atribuirle las connotaciones de una «fe»: «Una imagen del

universo, escribe Von Weizsácker, es algo más que una imagen científica. Se le exige, al menos simbólicamente, abrazar el conjunto de la realidad: considerar este conjunto, a partir de conocimientos fragmentarios, aunque demostrables, es siempre un acto de fe» (WEIZSÁCKER 1, p. 39).

64. Es interesante recalcar que a esta correcta posición metodológica - la cual era típica de la filosofía clásica, y cuya recuperación, después del período histórico caracterizado por el gnoseologismo, ha sido el mérito fundamental de la filosofía idealística- se han acercado numerosos científicos con plena conciencia. H. Wey1 subraya explícitamente, por ejemplo, que «la imagen objetiva del mundo no puede captar ninguna diferencia que no pueda manifestarse en alguna diferencia en la percepción; no se admite una existencia que sea, en principio y totalmente, inaccesible a la percepción» (WEYL 1, pp. 142-143).

65. REICHENBACH 2.66. No quisiéramos dar la impresión de querer liquidar de un modo demasiado expeditivo el ensayo de Reichenbach; únicamente queremos decir que no nos parece que valga la pena dedicarle en este lugar una mayor atención. Por otra, parte, según una opinión bastante difundida, mientras la contribución de este autor a la comprensión filosófica de la relatividad ha sido notable (cf. REICHENBACH 1), su contribución a la filosofía de los cuantos ha sido poco significativa.

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Una cuestión completamente distinta es aquella de si la mecánica cuántica, para estar formulada satisfactoriamente, necesita una lógica distinta de la lógica clásica con dos valores de verdad. El problema ya había sido tratado por Birkhoff y Von Neumann, BIRKHOFF - NEUMANN 1, en 1936 de una manera más fundamentada que la de Reichenbach, y también recientemente ha sido reconsiderada desde un punto de vista distinto (véase por ejemplo MITTELSTAEDT 1).

No podemos detenernos aquí en discutir este punto que, para ser explicado correctamente, necesitaría muchos análisis técnicos. De un modo bastante vago podríamos decir que la situación dentro de la mecánica cuántica parece inducirnos verdaderamente o a modificar la lógica o a modificar el cálculo de probabilidades que se emplean en la misma. Contra la modifica ción de la lógica se levantan, por lo menos, dos razones «prácticas» de gran peso. En primer lugar está el hecho de que las matemáticas que se usan en la construcción de tal teoría están edificadas mediante una lógica «clásica», por lo cual, si la teoría -como se requeriría para una axiomati -zación totalmente rigurosa- fuera expuesta junto con una formalización explícita de sus matemáticas, contendría dos lógicas incompatibles. En segundo lugar, la verificación de la teoría de los cuantos se produce en el terreno de la física clásica - o sea empleando aparatos clásicos y teorías clásicas para interpretar sus respuestas- y la misma está construida mediante la lógica bivalente; por lo tanto, aunque fuera posible construir de este modo una teoría cuántica, la misma no sería verificable de un modo coherente.

Nos parece posible todavía añadir una razón más a estas dos razones consideradas corrientemente (por ejemplo BUNGE 1). Se trata de que el concepto mismo de teoría científica se funda en el empleo de una lógica bivalente. Es sabido que una teoría debe ser modificada si de sus hipótesis se deduce una contradicción con los datos experimentales, y ello sólo tiene sentido a causa de que una tal contradicción formal significa que hipótesis y datos experimentales no pueden ser simultáneamente verdaderos, es decir, que por ser las proposiciones que expresan datos experimentales verdaderas, alguna de las hipótesis debe resultar falsa Hasta aquí por tanto resulta que en la teoría admitimos todo lo que puede ser supuesto verdadero y excluimos todo lo que pueda suponerse falso. ¿Cuál debería ser entonces nuestra pos tura, si se admitiera la existencia de un estado intermedio entre verdadero y falso? En estas circunstancias el hecho de que de ciertas hipótesis se obtenga una conclusión falsa, no tendría quizás por qué obligarnos a modi ficar la teoría, con tal de que pudiera demostrarse que ello era compatible con el hecho de que ciertas hipótesis fueran consideradas en dicho estadio, más que como verdaderas, como «admitidas».

En realidad la única situación en la cual estaríamos obligados a modificar la lógica sería aquella en que partiendo de datos experimentales y operando con la lógica llegáramos a resultados que fueran contradictorios con otros datos de hecho. Sin embargo, puede demostrarse que ello no es posible en la lógica clásica (para más consideraciones a este propósito, véase HERMEs 1, p. 15).

No insistiremos más sobre este tema, que es de gran importancia, pero demasiado complejo para ser tratado aquí.67. Escribe Stegmüller: «Esto no significaa en ningún momento la negación de objetos no observados; de hecho el fenomenista, como se ha dicho, incluye en la clase de las afirmaciones relativas al mundo de los fenómenos no sólo proposiciones categóricas, sino también proposiciones condicionales de un tipo determinado» (S`rEGMÜLLER 1, p. 8). Es decir, que el fenomenista habla de entes no observados cuando indica cuáles pueden «ser» las operaciones que deben realizarse para aprehenderlos.

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68. Esto se afirma de un modo efectivo en un «teorema» del libro de Reichenbach (REICHENBACH 2, p. 239).

69. STEGMÜLLER 1, p. 6.70. Obsérvese, por otra parte, que la existencia de Napoleón, por ejemplo, de la cual ninguno osaría dudar,

no está establecida de un modo más seguro que la existencia del electrón. En primer lugar, es una afirmación que tiene algo de «objetivo», en el sentido de que está establecido de un modo riguroso en el interior de una determinada ciencia -la historiografíabasándose en criterios de protocolaridad distintos de los de de otras ciencias. Así, por ejemplo, no se podría verificar la existencia de Napoleón ni dentro de las matemáticas, ni de la física, ni de la química, ni similares. Dentro de la historiografía, Napoleón es tan sólo una «construcción teórica», en torno a la cual gravitan numerosos datos protocolarios constituidos por los más variados «documentos». Sin embargo, dado que estos documentos se suponen portadores de una información verdadera -con lo cual presuponemos que los criterios de protocolaridad explicitados nos permiten admitir tan sólo como documentos aquellos que se pueden considerar portadores de tal información- y además constan universalmente las variadas relaciones que subsisten entre ellos, no podemos negar la existencia de la construcción teórica que sirve de «soporte» a tales relaciones. Existen casos, por el contrario, en los que los «documentos» y las relaciones que subsisten entre ellos no son suficientes para asignar la existencia a su soporte (porque no se ha alcanzado un grado de objetividad que lo permita), y en estos casos se puede dudar de la existencia de un cierto individuo histórico, como es, por ejemplo, el caso de Homero. La situación es, por tanto, completamente análoga a la que se da en física cuando se duda legítimamente de la existencia de un cierto ente físico.

71. G. Ludwig, por ejemplo, se contenta con menos, es decir con la simple no contradicción: «Poner en cuestión (la objetividad) sólo tiene un sentido físico cuando la hipótesis de que una situación S debe considerarse como objetivamente dada, se confronta con las proposiciones físicas conocidas, y con otras situaciones dadas como objetivas. De no existir ninguna contradicción, la hipótesis de la objetividad de S puede ser mantenida» Lucwtc 4, p. 1322). En base a todo lo dicho, podemos pasar de la objetividad S a la existencia de aquello que S afirma.

72. En este punto una cierta dificultad puede ejemplificarse mediante el caso de las llamadas «teorías rivales». ¿Si un mismo ámbito de datos experimentales aparece susceptible de ser descrito y caracterizado por dos teorías rivales, que logran «explicarlos» de un modo correcto, cómo podremos decir que ambas son «objetivas» aun siendo antitéticas? Antes que nada se precisaría analizar cuidadosamente en la práctica si verdaderamente se dan casos similares, es decir, casos en los que dos teorías sean ambas satisfactorias. En la realidad lo que suele ocurrir más bien es que las dos teorías tengan «puntos fuertes» y «puntos débiles», por lo que la situación se presentaría «abierta» de hecho y en espera todavía de una teoría definitiva, capaz de expresar adecuadamente la objetividad que se busca.Si, por el contrario, se tuviera que reconocer por hipótesis que las dos teorías rivales son realmente satisfactorias ambas, sería preciso concluir que las dos son objetivas, pero ello no provocaría ninguna dificultad, porque sería hablar de objetos distintos, precisamente a causa de que el objeto científico no es otra cosa que el conjunto de las determinaciones individuadas por una teoría adecuada. En tal caso tendremos también un resultado inesperado, porque habremos descubierto que ciertas «cosas» supuestas homogéneas y de estructura unitaria, escondían en realidad una duplicidad de «objetos». Sin embargo, como se ha dicho, el caso que se da en la práctica es totalmente distinto. Lo que suele ocurrir es que aparecen teorías rivales capaces de

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explicar cada una ciertos «aspectos» de los fenómenos y después se les incluye en una teoría unitaria (si es que se logra).

73. HEISENBERG 2, p. 20.74. Ello, en el fondo, estaba implícito en la observación de «que la mecánica cuántica responde tan sólo

a cuestiones estadísticas formuladas apropiadamente, pero no dice nada acerca del desarrollo de los fenómenos individuales» (BoRN 1, p. 9). Independientemente del hecho de que se comparta o no esta opinión, ello indica indudablemente que se deja en pie la «posibilidad» de que tales fenómenos se conviertan un día en «objetos» de una nueva rama de la física.

75. El mismo razonamiento vale también para los así llamados «principios», los cuales, como ya habíamos tenido ocasión de observar precedentemente, no difieren de las «leyes» desde el punto de vista metodológico, sino por su generalidad, particularmente relevante.

También los principios variacionales y de conservación tienen un auténtico valor objetivo, al que no tendría sentido mirar con desconfianza sólo a causa de que se presenta con unas características de amplia generalidad y de fuerte poder unificador (lo cual, más bien desde un punto de vista puramente metodológico, son virtudes y no defectos). Ciertamente, a causa de su generalidad, los principios variacionales no se pueden someter a verificación de un modo inmediato: lo que se puede verificar son tan sólo ciertas soluciones de las ecuaciones del movimiento, o de las ecuaciones de campo que derivan de los mismos, pero ésta no es una característica peculiar de ellos únicamente, como ya sabemos perfectamente.

En todo caso, es preciso poner atención en no pretender que los principios afirmen más de lo que está contenido en el plano de la objetividad. Así, por ejemplo, un principio de acción -es decir, un principio variacional del tipo «integral»- afirma en general que una cierta expresión matemática S, que depende de un cierto número de variables físicas, asume un valor que, bajo ciertas condiciones, resulta independiente de las variaciones de estas magnitudes (en el sentido en que el mismo es siempre máximo o mínimo), por lo que debe ser SS = 0.

Sin embargo, una afirmación de este tipo no puede traducirse diciendo que el sistema tiende a conservar constante S. Ello introduciría una categoría finalista que no es «objetivable» en absoluto en el lenguaje de la física, puesto que equivaldría a hacer intervenir una especie de «querer ser», que no es menos extraño que el «deber ser» al que nos hemos referido a propósito de las leyes. Por el contrario, el principio variacional afirma que el sistema mantiene constante S a lo largo de todas sus transformaciones, y ello es tan sólo una afirmación respecto a «lo que es». Por otra parte, es bien sabido que un principio variacional no indica cuál es el curso natural de los acontecimientos que se produce entre todos aquellos posibles que se desarrollan entre los extremos q, y q2. Este desarrollo puede ser establecido sólo mediante las leyes del movimiento y el conocimiento de ciertas condiciones suplementarias, de lo cual resulta que no existe nada «prescriptivvo» en la naturaleza de los principios variacionales.Es bien sabido que los principios variacionales permiten obtener leyes de conservación y principios de simetría. No podemos detenernos aquí a considerar esta cuestión (véase, por ejemplo, a este propósito, HOUTAPPEL - VAN DAM - WIGNER 1 y WIGNER 1). Nosotros nos limitaremos a señalar que, tam-bién en este caso, valen las consideraciones generales hechas a propósito de los principios variacionales. Es decir, no tiene sentido desconfiar de todo ello por temor a dejarse influenciar por solicitaciones «metafísicas», ni tomarlos como excusa para divagaciones más o menos «filosóficas», que escapan al plano de la objetividad. En realidad las mismas tienen un valor objetivo y no existe ningún motivo para menospreciarlo, y por añadidura

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tienen una notable fuerza de sugestión a nivel de «conferimiento de sentido» a la imagen del mundo que nos ofrece la ciencia. ¿Puede acaso considerarse como un mal? Evidentemente no, con tal de que se sepa mantener la conciencia de que, cuando nos movemos en este plano, no se hace ciencia, sino que se está problematizando filosóficamente la ciencia, desde el punto de vista de sus contenidos. Lo cual debe ponernos en guardia ante la tentación de elevar estos principios al rango de principios absolutos, para reintroducirlos después, transformados de este modo, en la ciencia. Detendremos nuestras consideraciones aquí, puesto que como ya se ha indicado antes no nos es posible ocuparnos con una adecuada discusión de estos principios.

76. Cf. WEYL 1, p. 117. Este autor ha escrito cosas muy profundas acerca de la presencia de una «estructura» en el mundo de los objetos físicos, ofreciendo como prueba, por ejemplo, la no equivalencia dinámica de los diversos estados de movimiento. Observando también que, por ejemplo, el concepto de espacio absoluto no permite describir adecuadamente la estructura inercia], porque con la línea de separación que pasa entre traslación uniforme y movimiento acelerado en lugar de entre reposo y movimiento. En otro con texto el mismo autor observa, por ejemplo, que resulta establecido un cierto tipo de estructura causal en el mundo de los objetos por el hecho de que se puede probar objetivamente que un fenómeno que ocurre en el espacio -tiempo puede influenciar tan sólo a los que le siguen y no a los que le pre ceden. Nos llevaría demasiado lejos seguir este tipo de consideraciones, que el lector podrá leer provechosamente en el libro de Weyl, teniendo en todo caso presente que en el mismo no está totalmente ausente una cierta perspectiva gnoseológica del tema.

77. GEYMONAT 1, p. 60.78. GOETHE 1, p. 117.79. Tal como Weyl observa correctamente: «De este modo se ha em pleado una teoría... que

más tarde ha resultado ser falsa. Sin embargo, es precisamente el haberla admitido como aproximadamente correcta -junto con otras premisas deducidas de la experiencia- lo que conduce al reconocimiento de su inexactitud a un nivel más preciso y, por tanto, a su corrección: sin aquella hipótesis preliminar no se habría podido dar ni tan sólo el primer paso» (WEYL 1, p. 186).

80. KANT 1, pp. 39-40.81. No queremos detenernos ahora en este punto, prefiriendo remitir al lector a otro de nuestros trabajos, en el cual está expuesto más ampliamente: AGAZZI 4, pp. 62-67.

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