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CRONICAS INSULARES Castro - Chiloé Luis Mancilla Pérez

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Crónicas de Chiloé y la Patagonia, costumbres y tradiciones.

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CRONICAS INSULARES

Castro - Chiloé

Luis Mancilla Pérez

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Luis Alberto Mancilla

CRONICAS INSULARES

Chiloé - 2007

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CONTENID O

Luis Alberto Mancilla......................................................................................4

CRONICAS INSULARES ....................................................................................4

Chiloé - 2007 ..................................................................................................4

CAPITULO I ....................................................................................................8

CRONICAS NUEVAS DE UNA CIUDAD VIEJA .....................................................8

LOS BOMBEROS............................................................................................13

BIENVENIDA PRIMAVERA ..............................................................................14

CALLE BLANCO .............................................................................................16

LA PLAZA DE CASTRO ....................................................................................19

CASTRO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX ..............................................................24

HISTORIAS DE ALGUNAS CALLES ....................................................................26

HISTORIAS DE OBELISCO ...............................................................................29

LA CÁRCEL DE TEN – TEN Y EL FÚTBOL ...........................................................33

CINE REX ......................................................................................................35

EL LEJANO OESTE QUEDABA EN CALLE SERRANO ............................................40

EL BAR DE DON MARCIANO...........................................................................42

LOS TORNEOS DE LA RAMIREZ .......................................................................45

LA GUERRA QUE CASI FUE .............................................................................48

EL DIA CUANDO LE GANAMOS A LOS INGLESES ..............................................50

LA VERDADERA HISTORIA..............................................................................52

Acorazado inglés Exeter, cuya tripulación se enfrentó a Arco Iris reforzado......54

EPILOGO ......................................................................................................54

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TODO ESTABA LEJOS .....................................................................................56

CUANDO EL GALLEGO SOTO APARECIO EN CASTRO ........................................57

MUJERES SIN HISTORIA .................................................................................60

LOS OLVIDADOS DE LA PATAGONIA ...............................................................62

EN LAGUNA SALADA APARECIÓ LA MUERTE ...................................................65

BELISARIO SEPULVEDA EN CERRO CASTILLO ...................................................68

BUCHT CASSIDY AND SUNDACE KID IN COCHAMO ..........................................71

ESPORADICO MUÑOZ SIEMPRE RECORDÓ A MARY PICKFORD .........................74

DADIVINO REMOLCOY VERSUS BELISARIO SEPULVEDA ...................................76

EL DÍA QUE VARELA GANÓ SU GUERRA ..........................................................79

PALABRAS VELICHES, SOMBRAS NADA MÁS ...................................................84

LOS SECRETOS DE LA COFRADIA DE LOS BEBEDORES DE CHICHA .....................85

UNA CUECA CHILOTA ESCRITA EN NUEVA YORK .............................................87

Le vendió pana, ay si .....................................................................................89

AL FINAL DEL EXILIO......................................................................................90

JUAN CORDERA ............................................................................................92

DEFINICIÓN DE SUCEDIDOS ...........................................................................94

EL FARO DE PUNTA CENTINELA......................................................................95

LOS BRUJOS Y EL REVISORIO..........................................................................97

LA RADIO DE JEREMIAS QUILINCOY................................................................98

LOS BARES Y SU ESCONDIDA FILOSOFIA ....................................................... 103

LOS MALONES Y LOS AÑOS DEL TOQUE DE QUEDA....................................... 105

RECOMENDACIONES PARA REGALAR UN PERRO ESPANTA PROBLEMAS ........ 108

OTRO NUEVO AÑO FELIZ ............................................................................. 110

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LA COMIDA NUESTRA DE CADA DÍA ............................................................. 112

CUENTOS DEL VIEJO LIBRO DE LECTURA....................................................... 114

MANZANAS CHILOENSES............................................................................. 116

LOS ANTIGUOS SENDEROS .......................................................................... 119

EL CUENTO DEL PERRO GRANIZO................................................................. 121

LA FE DE MIS MAYORES .............................................................................. 124

LA ESCUELA DE NUESTRA INFANCIA ............................................................. 126

EL PAN, SUS SABORES Y SILENCIOS .............................................................. 129

EL ALMANAQUE DIECIOCHO........................................................................ 130

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CAPITULO I

CRONICAS NUEVAS DE UNA CIUDAD VIEJA

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DESORIENTACIONES Y FRANQUEZAS

Castro esta ubicado en una colina, entre un río humilde, una bahía que lo oculta, y el bosque más antiguo imaginable. Nunca fue pensado desde el mar, ni para descubrirlo desde el mar, más bien fue escondite, lugar de refugio, un establecer dominio en una región que era puerta de entrada a las riquezas del Perú. Un miedo a enemigos invisibles dio origen a las fortificaciones construidas para defender los territorios conquistados y proteger las colonias de los ataques de piratas y corsarios. En el lugar donde hoy crece la ciudad los españoles establecieron un pequeño fuerte y otro en Tauco para impedir entraran a la bahía barcos enemigos. Allí seis cañones se oxidaron de tanto mirar hacia la Estancia y Curahue amenazando destruir miedos ilusorios.

Quisieron creer que Castro era un puerto seguro para embarcar y desembarcar las mercaderías que van y vienen del Perú. Pero estaba ubicado al final de un laberinto a donde solo se podía llegar en barco. Un lugar perdido en el final de nada; los barcos daban vueltas y más vueltas buscando una bahía y un pequeño caserío que no aparecía en los mapas. Un día, a plena mitad del siglo veinte, los pasajeros cansados de dar tantas vueltas al mismo cerro que entraba en el mar decidieron bajarse en Dalcahue y se subieron a un viejo carro bomba que la imaginación había transformado en bus para traer los pasajeros a Castro. Llegaban cuatro horas antes que apareciera el barco, anunciando con fuertes pitazos su llegada. Mientras los pasajeros tomaban onces o cenaban en sus casas, y después bajaban por la única calle que llevaba al muelle para ir buscar sus equipajes al barco que recién anclaba en la bahía.

Las primeras construcciones fueron provisionales y se hicieron aprovechando los parajes. Los primeros habitantes vivían en los campos vecinos, terrenos a orillas de un mar que daba alimentos con solo salir a saludarlo en las mañanas, tenían sus casas en la ciudad pero solo llegaban a ocuparlas para las fiestas del Santo Patrono, o para los días que se reunía el Cabildo. La excusa debió ser; Castro fue pensado como un lugar para esconderse, no para defenderse. Un pequeño fuerte con una fragua, léase

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herrería, su casa de audiencia, la iglesia y su convento. La historia nunca se detuvo, la topografía fue remodelada y sufrió alteraciones que la hicieron irreconocible.

Hoy Castro surge del mar y desde la tierra, esos viejos senderos, huellas para caballos y carretas son caminos de piedra y polvo en verano, barro y pozas de agua en invierno, pero caminos al fin y al cabo, caminos que llevan a antiguos caseríos con su virgen del Perpetuo Socorro, su San Miguel Combatiente, su Virgen de Gracias, su Jesús de la Buena Esperanza señalando los días, marcando el año con su fiesta patronal.

El subir y bajar de las mareas gobernaban el tiempo, y la urbe fue creciendo lenta entre terremotos y ataques de piratas, huidas, cabalgatas, sombras. La ciudad parece ubicarse a orillas de un lago de aguas tranquilas que en los años treinta cruzaban botes con apurados remadores que vienen a ver los partidos de fútbol de los castrenses con los ingleses, cuyos barcos de guerra se aparecían cada año por estas islas. En octubre, si tienen suerte, verán un desfile de disfrazados, comparsas de jóvenes cantando y tocando música como si ese hubiera de ser el ultimo día del mundo. Eran los días de la fiesta de la primavera que desde principios del siglo veinte desordena la ciudad con señales del buen ánimo.

Hoy a Castro se llega por un Terminal de Buses, ubicado a una cuadra de la Plaza de Armas de la muy leal ciudad; allí atrasito de la Iglesia San Francisco, la del Apóstol Santiago, esa ambigüedad de nombres, podría ser señal de una ciudad que parece haber ido perdiendo identidad, marca y fortaleza, para muchos viene a ser un ordenado grupo de casas de fachadas planas, con una enorme ventana de un solo vidrio. Una vitrina para mostrar aquello que se quiere vender. Una casa al lado de la otra. Con mucha imaginación se dice es ciudad turística, centro de la isla grande. Pero de la más original arquitectura del Chile austral solo queda el recuerdo que surge desde antiguas fotografías. Los umbrales y corredores construidos para escampar los aguaceros, las puertas de dos o cuatro hojas con sus adornos, y cerraduras de amplia personalidad. Esos corredores para escampar los aguaceros. Los tejados de alerce. Las fachadas ordenadas con la divina

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proporción adivinada por intuición, y el teorema de Pitágoras haciendo los cuadrados exactos para que las casas soporten vientos, resistan terremotos, pero no pueden salvarse de los incendios ni de los años que destruyen hasta las sombras de los barcos que alguna vez llegaron hasta ese puerto que era puerta para irse lejos de la escasez, de la pobreza, del vivir de la caridad de los vecinos; dicen la Ciudad de los Cesares esta en la Patagonia, hay que comenzar a buscarla en Punta Arenas, en Puerto Natales, seguir por Ushuaia, llegar a Comodoro y en Río Gallegos perderse en alguna estancia pero los sueños dejan de ser sueños cuando los encontramos bajo las estrellas del Río Jordan que cruza el cielo de un lado a otro, y allí están las estrellas anunciadoras. Es cosa de buscar en una noche de verano; puede ser la Cruz del Sur, alguna de las tres Marías o aquella que brilla a los pies del Cazador.

En Castro se ordenaron los cuatro elementos platónicos. Cielo, Mar, Bosque y Fuego. El fuego de la destrucción se enseñoreó sobre la ciudad primero con los piratas Baltasar de Cordes, Enrick Brouwer, y luego los incendios, y los terremotos y la vida se fue naciendo desde la cenizas, ave fénix de solidaridad. Los viajeros nunca regresaron, los que llegaron nunca se fueron.

El puerto, la bahía primero fue caleta de enormes erizos de sabor milenario. En la playa humeaban fogatas calentando tambores usados como calderos de hervir picorocos, los días se amontonaban de cholgas, y almudes de astronómicos choros zapato que desaparecieron de las bahía, y también desaparecieron las centollas abrazadas hasta el instante final de hervir en la olla, los cangrejos lentos, rojos de tanto apetito, las almejas se venían del mar en lanchones de velas grises, velas arrugadas en el foque, el mástil velero balanceándose de equilibrios y vientos y lunas. Esas lunas de siembras y horóscopos. Era la bahía con sus puestos colgando en el borde del muro de contención de las subidas de mar. Al frente un destruido edificio municipal, blanco si cerrábamos los ojos para no ver las manchas que el tiempo dejó en su fachada y esa enorme cicatriz de terremoto que afeó su cara. Cierro los ojos y entonces aparece esa multitud de vendedores con sus zapatos lustrados y sombreros, sus vestones y boinas, su hablar isleño, las mujeres con su luto de décadas, sus chales, y mantones de negro olvidar, sus

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colores grises y ocres. El pañuelo a la cabeza para protegerse de los malos aires. Era el mercado de la magia y la dulzura de las cerezas en verano, la agridulce sombra de las nalcas, el espesor secreto de un manojo de chupones, la murta vendida en canastos, las murras grandes y nocturnas, las papas de distintos colores y tamaños y de sabores diferentes, los almudes de manzanas reinetas, de rosa, dulce amargo de sabores que el tiempo no borra. Los gladiolos en canastos y canastos de calas para el mes de María. El buen tiempo aparecía como cardumen de sierras entrando a la bahía. Después el terremoto, ese telúrico aluvión de malas esperanzas, trajo manadas de orcas que espantaban la buena pesca, recorriendo el archipiélago desde Punta Coronel hasta la isla San Pedro, paseándose por el Corcovado y las Chauques. En las ensenadas aparecen grandes monstruos de mar, las sardinas varaban en las playas y algún pez luna asustado se quedaba en Tenten durmiendo una siesta infinita; después su redondo cuerpo colgaba de las vigas del techo de la sede del Sindicato de Pescadores, al final de calle Lillo, para asombro de la gente mientras los pejerreyes daban vueltas y vueltas por el muelle donde el Navarino cargaba centenares de sacos de papas, y el Osorno traía a las comparsas de esquiladores que regresaban de las estancias patagónicas. Era el muelle un centro en donde el día comenzaba con el ruido de caer al agua el ancla de los barcos.

Esos barcos desde siglos llegando lentos como caracol arrastrándose por un mar de sombras y precipicios de enormes silencios, el Puyehue, El Tenglo, el Trinidad aparecían cuando el otoño amarillo de hojas, empezaba a dejar caer sus primeros chubascos. Los ríos locales ampliaban su hondura. El viento norte escondía el buen tiempo. Los barcos navegaban aguas abajo llevando chilotes emigrantes, regresaban aguas arriba trayendo chilotes con sueños frustrados, pero en el intelecto de esos carpinteros, esquiladores, jornaleros de mala paga, agricultores de la misma siembra de papas repetida interminablemente, leñadores del bosque milenario, llegaba la casa que vieron en su navegar; traían en su memoria la puerta donde escamparon la lluvia, la ventana sin paisaje. Esa casa fotografiada en la memoria se construyó en Queilén, en Curaco, en Quilquico adentro, en Pullan sombreada de recuerdos, en Gamboa Alto al lado de una quinta de manzanos ordenados

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como al azar en los sabores. La puerta mostraba la amplitud de los paisajes desde su umbral veíamos Rauco, Quilquico, Putemun, Curaco allá a lo lejos y la cordillera nevada apareciendo para recordarnos los caminos recorridos buscando el vino de los mejores días. Pero la chicha de los inviernos traerá el milagro de la conversación el hablar las aventuras, el nunca decir los malas experiencias, la discriminación, el trabajar todo un día por una mala paga, que en Chiloé se hacia animal vacuno, oveja, yunta de bueyes, casa y sitio, huerta y arboleda, siembra y potrero. El haber caminado los llanos de Osorno por sus cuatro costados se quedaba en la memoria como un mal sueño. La humillación era un día de neblinas implacables que borró el sol de las buenas esperanzas, viajes de a pie con su atado en la espalda, el ser jornalero, herrero taciturno, callado cargador de sacos, cortador de gavillas, novillero, amansador silencioso, siempre trabajando sin una queja. Amaneciendo en las soledades de Babel. Durmiendo en los graneros, a plena pampa acompañado por el perro. Era Manbrú viajando a la guerra, buscando el sol de los mejores días. El camino al paraíso. Meses después se regresa en el Alondra, el Puyehue, el Tenglo, el Navarino, el Osorno y el pasado queda lejos y escondido.

LOS BOMBEROS

A fines del siglo XIX cuando el fuego amenazaba destruir una casa un desorden de vecinos, corriendo hasta la casa que se quemaba, intentaba apagar el incendio, llevando baldes, tinas, jarras, lavatorios llenos de agua y alguna escala; mientras un asustado repicar de las campanas de la iglesia anunciaba la catástrofe. Cuando el fuego se volvía incontenible a golpes de hachas derribaban las casas vecinas para que el fuego no acabara con todo el pueblo.

Pero un grupo de vecinos cansados de tanto desorden que no era de gran ayuda ni prevenía las catástrofes; se decidieron a crear el Cuerpo de Bomberos y formaron una Compañía de Hachas y Escalas. Esto sucedió el 8 de marzo de 1896. Su bautizo fue cuando el fuego arrasó con la casona

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donde funcionaba el Archivo Judicial. Fue el primer incendio donde demostraron su capacidad; antes de ser formada la Compañía de Bomberos cada incendio a lo menos arrasaba con tres o más casas de madera. Cuatro años después, en abril de 1900, se crea la Segunda Compañía de Agua.

Obligados por su solidaridad, a pie o en caballo, los bomberos de esta pequeña ciudad concurrían a apagar el incendio anunciado por el nervioso y repetido repicar de la campana de su cuartel ubicado enfrente de la esquina suroeste de la plaza. Motivados por el orgullo y la dignidad de ser bomberos, en esos días heroicos, algunos voluntarios colocan en la puerta de su casa una estrella de metal con el número de la compañía a la que pertenecen para que sus vecinos supieran su responsabilidad de ser bombero. Si de noche ocurría un incendio, a gritos lo despertaban sus vecinos y lo apuraban a salir corriendo, colocándose a la carrera el pesado chaquetón, el cinturón blanco y el casco con su estrella de metal brillante con tanto orgullo de ser bombero; ansiosos, corriendo hasta el cuartel para arrastrar por las calles de Castro la bomba de palanca que en 1906 enviaron desde Valparaíso para la Primera Compañía. Ubicados en ambos extremos de una larga palanca, con movimientos de subir y bajar los voluntarios movían un pesado embolo de bronce, al ritmo de: agua, fuego, agua fuego…Provocaban un vació que atraía el agua desde el pozo al estanque de la bomba y la empujaba a una manguera con un pistón con el cuál un bombero voluntario intentaba apagar un incendio.

BIENVENIDA PRIMAVERA

Al iniciarse el siglo veinte comenzaron a celebrarse las Fiestas Primaverales para romper las apariencias y compartieran pobres y ricos la alegría de haber subido la empinada cuesta de los inviernos hostiles. El periódico La Voz de Castro decía: “Se acerca el clamor delirante de las farándulas y el cristal de las carcajadas juveniles”. En Octubre los estudiantes y clubes deportivos comenzaban a organizar las comparsas y a diseñar los disfraces. Se preparaban para el día de la Fiesta de la Primavera cuando todo el pueblo

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salía de sus casas a ver pasar un desfile de carros alegóricos y admirar a una reina que iba por las calles saludando la llegada de los días de brillante sol. Era un alegre modo de despedir los días mojados y grises del invierno. Las murgas y comparsas de jóvenes alumnos del Liceo y grupos de niños de la Escuela Superior , disfrazados paseaban por calle Blanco, calle San Martín y los Carrera. Las murgas con su música de días alegres inundaban las calles con lluvia de challas, serpentinas y flores. La gente entusiasmada caminaba por la Plaza para encontrarse de sorpresa con un arlequín o un hada apareciendo tras un árbol, sobre el kiosco una ronda de gitanos, en la esquina una comparsa de gatos encaramados a una carreta vieja cantando se ha muerto el Señor don Gato o un grupo de chinos desentonando el Pobre Pollo enamorado...

Se hacia un concurso de poemas para premiar al mejor elogio a la reina que después se declamaba con ademanes de gran importancia en la ceremonia de coronación que se hacía en el Teatro Centenario. La Alcaldía premiaba el mejor disfraz, y la mejor comparsa que en 1931 fue de gitanos y sevillanas. Otros años eran Ali Baba y los cuarenta ladrones, por los años cuarenta fue de charros mexicanos con pistolas nacaradas imitando a Jorge Negrete, al que en el Cine Centenario veían montado en un caballo bayo cantar “Maria Bonita, María del Alma...” una canción que todos cantaban y algunos bailaban. También aparecían brujas de largos vestidos negros y hadas madrinas con lunas y estrellas en su sombrero; soldados españoles asustando golondrinas con disparos de escopetas viejas y cowboys de esos que aun espantan malvados en las viejas películas de werstern.

Se iniciaba la Primavera ; y piratas y bucaneros asaltaban la Plaza queriendo espantar el silencio de los días iguales en este aburrido pueblo del sur. La reina de vaporoso vestido de organdí y capa de cuello semejando ser armiño, esbelta en su apretado corsé, llegaba al estadio a dar el puntapié inicial al torneo de fútbol. Lustrabotas, jornaleros del puerto y la estación, panaderos y comerciantes, empleados de oficinas públicas y profesores, el cura párroco, el alcalde, el jefe del telégrafo, el jefe de la estación de ferrocarril, todas las autoridades del pueblo repletaban la galería de escalones de madera del

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estadio, una cancha con más tierra que pasto; para desde lejos ver una reina de cuento de hadas, arrancada de algún castillo de fantasía, que llegaba a mirar un partido de football desde un palco especialmente arreglado para la ocasión. La banda municipal tocaba música alegre que decía que en alta mar había un marinero y en la cocina de la casa, abandonada al desamparo por causa de estas fiestas, la Gallina Francolina colocaba un huevo o dos o tres. La reina con su elegante príncipe de peinados bigotes bailaba algún vals de Strauss, un tango o un charlestón.

El rey Bufo elegante caballero de frac y sombrero de copa, los pajes y las damas de la corte, el bufón y una multitud de disfrazados, perseguidos por otra multitud de chiquillos, recorrían la ciudad visitando el hospital, la cárcel, el asilo de ancianos. Los heraldos en la Plaza pregonaban los decretos de la reina que ordenaba sacarse las máscaras y sin miedos ser felices. Las murgas con guitarras, acordeones, mandolinas, panderos, matracas y al ritmo de golpear una quijada de caballo, cantaban e improvisaban gritos de vivas a la reina. A las señoras pechoñas la fiesta de la primavera les parecía un pecado porque la felicidad es un pecado en la amargura del pecado de no vivir la felicidad que rescataba a la ciudad de la apatía y el letargo en que se hundió durante el largo invierno que acababa de pasar.

CALLE BLANCO

A principios de siglo el tren pasaba por Pedro Montt echando chispas, lento como oruga cansada llegaba frente al muelle donde en una estación humilde como el perdón, bajaba una decena de pasajeros. Los changueros se ofrecían llevar maletas y paquetes en sus carretillas de madera hasta el mejor hotel de Castro ubicado frente a la Plaza. En esos años la cuesta de Calle Blanco era la única subida que llevaba al centro de la ciudad. Una empinada calle de ripio con acequias de madera en sus costados; y enormes casas con amplios corredores para mirar hacia la bahía, ver los vapores que llegaban y salían de este puerto donde los habitantes resignados esperaban que algún día lloviera la buena suerte.

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La leña llegaba en lanchas de negro casco de alquitrán y grises velas de gruesa lona; las carretas lentas subían por Calle Blanco cargadas de “rajas” de luma, mañio o tepú. Los gritos de los carreteros molestaban a las señoras y señoritas de sociedad que se apuraban a ir a estampar sus reclamos en el único periódico del pueblo: “La Voz de Chiloé”.

En 1936 Calle Blanco fue destruida por un incendio desde la esquina de la Plaza de Armas hasta el puerto, desaparecieron sus casas de singular arquitectura que hacían de Castro un puerto con una personalidad propia en el litoral austral. En ese incendio se quemaron la botica y droguería El Faro de don Arturo Antoniz, la botica de don Luis Espinoza, la tienda de los Latif, la sastrería Universo de don Neftalí Gómez, fundador del Estrella del Sur; local que también servía de sede a los camilleros, el almacén de mercaderías y abarrotes de doña Isabel Gallardo y otro centenar de negocios, bares, hoteles y casas. En la década del cuarenta comenzaron a construirse edificios de cemento que el fuego no podría destruir. En esos años llegaban barcos desde Valparaíso, Punta Arenas, Puerto Aysen, Coquimbo, Puerto Montt, cercana al puerto estaba la estación de ferrocarril, todo se hacia por mar, por mar se viajaba, por mar se llegaba al pueblo, el mar nos unía al resto del mundo; los turistas y visitantes obligadamente subían por calle Blanco. En 1957 llegó la ley del puerto libre entonces la Calle Blanco se repletó de casas importadoras con vitrinas repletas de paraguas, arados, cadenas, radios, lámparas Petromax, pesas de baños, chocolates Toblerone, adornos de vidrio, la mejor cuchillería, los apreciados bluejeans, la gente transitaba en taxis que eran Mercedes Benz. Aparecieron las casas importadoras. Pero nada dura eternamente y aquellos edificios que el fuego no podría destruir; los demolió la fuerza secreta de miles de bestias desatadas en el terremoto del Sesenta; después el fuego completó la catástrofe. Pero calle Blanco siguió siendo la arteria principal para quienes llegaban a Castro a comprar artículos importados. Ver a los “matuteros”, impacientes contrabandistas, esperando se abrieran las casas de importaciones era el espectáculo opuesto a las colas de los damnificados por el terremoto implorando la ayuda de Caritas; zapatos plásticos, abrigos, pantalones y vestones con olor a naftalina.

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Calle Blanco seguía siendo el centro comercial allí estaban los grandes almacenes, las ferreterías mas surtidas, las tiendas más elegantes, las mejores casas importadoras. Por la calle Blanco subía el isleño que llegaba a Castro a hacer trámites, era la calle que recibía al joven que de las islas llegaba a estudiar en el Liceo o en el Poli. La calle Blanco era su primer recuerdo, el que permanecía imborrable a lo largo de los años. Para ir al mercado de la Playa se debía bajar por calle Blanco. Por ella subían lentos los caballos arrastrando un carretón cargado de sacos de papas y de leña; cuando la leña llegaba en lancha desde las islas y los sectores costeros.

A fines de los años setenta, Calle Blanco comenzó su agonía, cuando cambiaron la ubicación del Terminal de Buses y el Mercado fue trasladado a Castro Alto. Lentamente Calle Blanco fue perdiendo la vida, y hoy es una sombra de lo que antes fue. Sus edificios sin pintar muestran las arrugas del tiempo y las cicatrices del terremoto del sesenta. Hoy al llegar a Castro en invierno y subir por Calle Blanco es encontrarse de improviso, por obra y magia de los tiempos cambiados; en uno de esos pueblos de pasada gloria que suelen verse en alguna película. Pueblos sin habitantes, abandonados a un destino aciago; pueblos que sobreviven de recuerdos antiguos cuando en años de abundancia la multitud era como un río de gente desbordando sus veredas. Mujeres de chal y reboso, hombres de traje negro y sombrero, niños de pantalones cortos, destartaladas micros Ford estacionadas a un costado de la calle, almacenes con olor a pimentón, zapaterías olorosas a cuero, viejas ferreterías con enormes calderos de fierro fundido, la olla de los derretimientos, colgando de sus techos; desde la mitad de la cuesta veíamos al Navarino o al Osorno atracados al muelle. Los changueros subían o bajaban apurados por calle Blanco con sus carretillas cargadas de maletas y paquetes de los pasajeros y comerciantes ambulantes llegados a comprar o a vender las novedades del mundo. En la bahía fondeado permanecía un barco “alemán” desembarcando las mercaderías importadas en el vientre de las negras chatas como sanguijuelas pegadas a su costado.

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LA PLAZA DE CASTRO

La historia de la plaza es la historia de la ciudad; ha estado allí desde que la fundaron. El primer trazado urbano fue obra del conquistador español que siguiendo la tradición repartió indios y tierras. El pueblo se trazó a partir de la Plaza de Armas donde se ubicó el “rollo”, un gran tronco, cual obelisco en el centro de la plaza era símbolo de dominio. En sus primeros días era una empalizada de estacas protegiendo un pueblo de casas de piso de tierra, paredes de tablas labradas a azuela y techo de paja que fue tomado por el corsario holandés Baltasar de Cordes. Los españoles en un combate de más de dos horas recobraron su fuerte matando a varios de los 38 corsarios que estaban en Castro. El resto huyó en su barco haciendo flamear un “gallardete muy largo”.

Cuando la ciudad se inició en la historia la calle Blanco era un sendero para bajar a la playa. Pero la más antigua bajada al mar era la que iba por lo que hoy es calle Thompson, los galeones fondeaban frente al Gamboa. El Damero ordenado, esa visión española de ciudad, que era Castro no llegaba al mar adonde se bajaba por estos senderos. La plaza fue lugar de elecciones hasta bien entrado el siglo veinte. Allí instalaban una mesa votación y una larga fila de electores esperaba su turno, mientras los representantes de los partidos políticos: Conservadores, liberales y radicales le recordaban a sus partidarios sus compromisos. La violencia imperaba en ese lugar de votación al aire libre. Hasta la mitad de la década del veinte era un potrero de malezas y grandes árboles, en ese lugar los odios políticos se resolvían en balaceras de nunca acabar. En esos años Castro parecía un pueblo del Farst West porque a balazos se enfrentaban los de la Alianza contra los de la Coalición, las contiendas políticas era lo único que sacaba a Castro de su letargo de pueblo aburrido a orillas de una bahía de aguas siempre quietas a excepción de los escasos días de temporal, en agosto. En el centro de la plaza se construyó un pequeño kiosco de madera que fue lugar de retretas, discursos políticos y donde por amor una mañana apareció muerta una bella joven de la sociedad castreña.

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A fines de los años treinta aparecía de nuevo rodeada de grandes árboles pero en su interior pastaban caballos y ovejas. Parece un potrero, dicen en el periódico local La Voz de Castro. Pero era paseo obligado después de misa y el Club Musical sigue tocando swing, valses, rancheras y tangos con sus viejos y destartalados instrumentos. Es el lugar de las fiestas primaverales bajo la sombra de los árboles se pasea la reina y su corte de honor antes de ir al estadio a ver como el Arco Iris enfrenta a Estrella del Sur en el torneo de primavera. Las comparsas y carros alegóricos dan vueltas y vueltas a la plaza y don José Leiva con su cámara de cajón inmoviliza a niños disfrazados de arlequín, gato, diablo o hada. Mientras las murgas de jóvenes del Liceo tocan un pasodoble, el aire se espesa de alegrías que no son eternas. La amenaza invisible de un gran incendio, el Apocalipsis de las escrituras, se presagia cuando nadie sabe como un lobo marino apareció nadando en la pileta construida en el corazón de la plaza que es el corazón de la ciudad. Las niñas que llegan desde el campo se sientan a orilla de esa pileta, se lavan los pies y colocan las medias que traían ocultas en un bolsillo secreto y los zapatos. Se dan una “manito de gato”. La coquetería femenina para salir a recorrer las principales calles de la ciudad. Los viernes de los años cuarenta, en los días de la Gran Guerra por la plaza se aparecía Juan Pompeo gritando como gran noticia que se había dado vuelta un barco alemán por causa de su no saber leer.

En los años cincuenta cuando los dirigentes de Estrella del Sur ubicaron altoparlantes en los grandes árboles y desde su sede social ubicada en Portales esquina Balmaceda, con un viejo tocadiscos, inundaron el pueblo con tangos, boleros y música clásica; también trasmitían los desfiles, y leían las noticias de los periódicos que llegaban con semanas de atraso o que se escuchaban en las antiguas radios, un lujo que muy pocos tenían en sus casas. Algunos aún recuerdan y tararean viejas melodías que de rebote se aparecen entre los recuerdos: “Desde el día que te conocí, no puedo vivir sin ti. Norma mía…” Por alguna inspiración repentina; de esas que la razón no puede explicar, se construye un kiosco de cemento y un obelisco, imitación de Buenos Aires; dicen, quienes no conocen de símbolos secretos y marcas

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de senderos de magia y magnetismos telúricos. Un gigante gnomón de un reloj de sol que no funciona en invierno.

Ese kiosco destruido y rayado fue centro y ombligo de concentraciones y discursos. Multitudes escucharon a Arturo Alesanndri con su bufanda y su abrigo para no resfriarse con los viento del sur, a Eduardo Frei iniciando la revolución en libertad, a Pablo Neruda y su palabra poética, a Salvador Allende prometiendo crear poder popular, y a Patricio Alwyn entreabriendo la puerta a una libertad escondida por años del miedo. Allí los políticos locales prometieron entregar dinero a los pobres, defender la isla, crear progreso mientras todos los ojos estaban dirigidos como por un imán hacia el corazón de ese kiosco que desaparece. Eran otros tiempos después los temporales fueron botando los viejos árboles, y en las tardes de verano la muchedumbre comenzó a girar en torno de la plaza, abundaron los comerciantes ambulantes que en el suelo muestran sus mercaderías, aros de alambres, cassetes, Cd de música y juegos de computador, malabaristas lanzan fuego hacia el cielo otros se cuelgan de los árboles, payasos de circo pobre hacen chistes sin gracia. Las retretas del orfeón municipal se cambian por un schow de cumbias o por música grabada y tocada por alto parlante.

Silenciosos durante casi un siglo han permanecido en Castro los cañones coloniales. Primero estuvieron tirados en calle Blanco, después con yuntas de bueyes fueron arrastrados hasta la plaza. Allí se quedaron apuntando a una nube que anuncia chubascos, amenazando a algún pájaro con disparos de nada, inmóviles y humildes soportando la fotografía. Recordando cuando fueron fortaleza y preocupación en Tauco. Ahora pertenecen a este mundo globalizado, son identidad y personalidad de la Plaza de Armas. No se puede imaginar una plaza sin cañones. Nada puede ser más original y propio de una ciudad que en sus inicios fue un pequeño fuerte de españoles desorientados creyendo hallar oro en una tierra de pantanos y bosques, donde solo se podía andar por el agua. Y fue por el mar que se viajó durante más de tres siglos. De la plaza se bajaba al puerto, una aldea ubicada en la desembocadura del río Gamboa. Se hizo ciudad y olvidó la amenaza de los

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piratas, que la saquearon y quemaron buscando riquezas que nunca existieron, ni en los entierros que jamás encontraron nuestros abuelos.

Siempre la plaza ha sido centro y corazón de la ciudad. En su lado norte la iglesia y su convento. Es calle de funerales, una lenta oruga de gente triste que acompaña los restos de aquel que fue en esta ciudad que permanece. Es la calle desde donde se gritaban y peleaban los medios, esa antigua costumbre que obligaba a los padrinos de un bautizo o matrimonio lanzar monedas para las recogieran los mendigos y los niños que a la salida de la iglesia esperaban esa beneficencia presagio de buen futuro para los ahijados. Es la calle que se cruzaba en los días de primera comunión con pantalones a media canilla, bien peinado y serio, caminando hacia el estudio fotográfico de Provoste en calle Blanco o hasta donde don José Leiva, en el centro de la plaza, donde nuestros padres nos obligaban a estar quietos frente a la cámara de cajón para inmortalizar ese instante irrepetible. El costado sur por siempre ha sido lugar de almacenes, boticas, oficinas y casas de importaciones en los años sesenta. También en esa cuadra estuvo el internado del Liceo y más de algún hotel; ha principios del siglo veinte el Hotel Pafetti marcó el destino de esa cuadra en la que no queda ningún enorme caserón con una fila de ventanas con vidrios pequeños en su segundo piso. En la esquina de calle Esmeralda en los años treinta estuvo el Hotel Plaza de don Ignacio Díaz, y por años fue esquina de lustrabotas que un año con uniforme y caja de lustrar desfilaron junto a los bomberos y colegios como gremio de gran importancia en la ciudad. En el costado poniente los edificios públicos, el cuartel de bomberos que fue Liceo de Niñas hasta que lo derrumbó el terremoto. En esa cuadra estuvo el edificio de la gobernación provincial que desapareció incendiado un día del año setenta y ocho. Es la calle de los desfiles, el pasar de bomberos, el orfeón municipal con su música de gran ceremonia, los huasos y sus caballos inquietos, el carro de la segunda causando admiración en el pueblo, en los años sesenta, porque andaba sólo y su chofer a un costado caminaba orgulloso, saludando a las autoridades con paso de gran solemnidad. En la cuadra que da hacia al mar siempre ha existido algún almacén, alguna fuente de soda, casas de importaciones, ferreterías, y después el Banco del Estado.

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En ese lugar, en los años treinta, estuvo el Hotel Hein donde se hizo una fiesta a todas luces cuando por Castro se apareció el destructor ingles Caradoc; años después un incendio destruyó el Hotel Hein y murió un vendedor viajero por no tirarse desde el tercer piso. Pero nadie recuerda este suceso trágico por causa del más grande incendio que destruyó la mitad de la ciudad, desde la Plaza hasta calle Lillo.

Pero llegó el siglo veintiuno y debemos olvidar el pasado y comenzar a pertenecer al mundo globalizado. No podemos ser distintos. No debe existir Patrimonio Cultural, ni viejos recuerdos. Hay que modificar la Plaza de Armas, darle un nuevo orden, cambiar su estructuración añeja que se debe convertir por obra y magia de los nuevos tiempos en un laberinto de adoquines y ladrillos, con duros asientos de diseño hipermoderno, sin presencia, ni jerarquía, para no quitar personalidad al Patrimonio de la Humanidad que ahora es la muy antigua iglesia San Francisco, aunque desde años ya le vengan diciendo Templo del Apóstol Santiago. Se deben cortar los árboles para cambiar su estética por algo más diet, acorde con los tiempos globalizados. Debemos reducir espacios, convertir la mitad de la plaza en estacionamientos para que alguien gane dinero con aquel espacio que fue paseo público y ahora es un lugar de exhibición de modelos de automóviles y camionetas cuatro por cuatro. Nuestro corazón de ciudad debe adquirir un carácter de plaza moderna, minimalista y fría. Como son las plazas de Santiago. Castro se debe desprender del estereotipo de lo rústico y conectarse con una estética de vanguardia como es en Osorno, en Puerto Montt, en Viña del Mar, en Roma, en Madrid, en Barcelona. ¿Debemos a toda costa transformar el paisaje de la plaza, sin que cambie su entorno? ¿Que edificio moderno de calidad y diseño arquitectónico contemporáneo existe en los alrededores de la Plaza? ¿Alguna vez se protegió el patrimonio arquitectónico que rodeaba la Plaza, hoy rodeada de sitios eriazos y edificios con fachada de precario diseño? Si no cuidamos el entorno del corazón de la ciudad podremos exigir que sus habitantes acepten el diseño imaginado para la futura plaza. Estas preguntas justifican el temor de muchos habitantes que temen que para aquellos que por años descuidaron la arquitectura de los alrededores la modernidad signifique perder la identidad

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contenida en la plaza y olvidar la historia invisible que reflejan los actuales elementos que conforman este paseo público que fue lugar de protección en tiempos de catástrofe, léase terremoto del 60, espacio de concentraciones políticas, fiestas de primavera. ¿Qué será de ese kiosco, que dejamos destruir, desde donde hablaron tantos personajes de la historia cultural y política de Chile? Se puede concebir una plaza sin kiosco. Es el obelisco una copia de aquel famoso de Buenos aires o una estilización del tronco, “rollo”, símbolo de dominio que plantaban los españoles en el centro de una ciudad recién fundada. Tronco de árbol donde ese pegaban los edictos del cabildo y se castigaba a delincuentes y esclavos. ¿Se debe recuperar la pileta que hasta mediados de los cincuenta existió en el centro de la Plaza; y que va a suceder con los árboles. Podemos imaginar una plaza sin árboles? Se cambiaran los tilos por coigues, avellanos, murtas y otras especies de la abundante flora chilota. ¿Y qué será de los cañones coloniales, viejos habitantes de esta plaza, y de aquellos héroes que en cada desfile saludamos? Se trasladaran de casa, Arturo Prat volverá a mirar el mar desde el final de calle Blanco donde estuvo durante años, y Bolívar que nombró a Chiloé en una carta seguirá disminuido e ignorado en su personalidad de gran héroe; visionario de América un solo gran país. Podremos dar cientos de opiniones y hacer mil y una preguntas pero el rescate de los elementos culturales e históricos que contiene nuestro principal paseo público es tarea de otros. Nosotros, pobrecitos mortales, debemos aceptar hechos consumados. Pero no porque no nos guste el diseño de la futura nueva Plaza implementaremos una revolución y destruiremos sus originales elementos contemporáneos propios de un siglo que parece no quiere saber de herencias patrimoniales.

CASTRO A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

Castro era un pueblo de casi doscientas casas de madera. En sus calles de ripio transitaban lentas carretas y jinetes sin apuro que iban o venían desde los caseríos cercanos; no se distinguía calzada ni acera, en sus costados canaletas de madera llevaban al mar las aguas lluvias. En verano los grandes caserones daban sombra a los transeúntes que en invierno bajo

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sus aleros escampaban aguaceros. Calle Blanco era una monótona y escarpada pendiente de días iguales, Punta de Chonos después llamada Pedro Montt era la calle por donde llegaban las carretas cargadas con sacos de papas, barriles de chicha, carbón y leña, después fue la calle del ferrocarril que se quedó para siempre en la nostalgia. Las muy antiguas calles Serrano, Ramírez, Sotomayor, Sargento Aldea que fueron bautizadas con nombres de héroes de la Guerra del Pacifico; crecieron con el pueblo desde hace más de cuatro siglos. Al igual que las muy importantes O¨higgins y San Martín con sus caserones de amplios corredores, altas paredes recubiertas de tejuelas de alerce, techos inclinados para dejar pasar el viento y hacer resbalar la lluvia.

El agua potable no existía en este pueblo de donde salían senderos que llegaban a Tenten, Putemun, la Chacra, Rauco, Gamboa con su puente para cruzarlo o no cruzarlo según fuera la marea. El agua se sacaba de vertientes y pozos ubicados en algún lugar del patio de las casas con sus amplias arboledas, recién en 1914 se instalaron cañerías de agua potable. Aledaña a cada casa estaba la cocina fogón con su puerta de dos hojas abierta hacia la huerta, la bodega y la arboleda donde se criaban cerdos y gallinas. Este rostro de pueblo rural duraría hasta más allá de la década del cincuenta.

Los cables del telégrafo, frases entrecortadas de un mensaje en código Morse, puntos y rayas, era la comunicación más rápida con el continente. En las noches unos pocos faroles a parafina o a carburo iluminaban las calles. En invierno desde las seis de la tarde, la oscuridad obligaba a permanecer en casa. El resto del mundo agoniza en una guerra larga y letal de las que de vez en cuando algo se sabe por los periódicos que trae algún viajero que llega en un vapor desde Valparaíso, Antofagasta, Punta Arenas o Buenos Aires. Recién en 1918 algo de luz eléctrica apareció por las casas cuando un motor a bencina hizo funcionar un generador pocos años después el tranque construido en el rió Gamboa mejoró la iluminación, y para el centenario de la Independencia de Chiloé se inaugura un cinematógrafo de películas mudas que funciona tres veces a la semana.

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Desde las islas llegan centenares de chilotes a embarcarse en los vapores de la Menéndez Behety, de la Braun y Blanchart, los mismos que en la Patagonia son dueños de las estancias a donde llegan a trabajar los chilotes que emigran huyendo de la pobreza. Punta Arenas, Puerto Natales, Comodoro Rivadavia, Río Gallegos eran un imán irresistible, atraían al isleño como si hubiesen heredado el encantamiento de los Césares. Para el joven isleño, habitante de una provincia sin industrias ni fuentes de trabajo, la vida en las ciudades australes era una aventura por descubrir. Chilotes de distintos pueblos e islas se juntaban en el muelle de Castro, esperaban pacientemente subirse a un barco, cargando sus paquetes, sacos y canastos para ir a Magallanes a buscar el trabajo que no había en su tierra natal. Viajaban con pasaje de tercera, o sea en algún lugar de la bodega, o buscando la comodidad en la cubierta. Era obligación llevar, aparte de la manta, de castilla o de guiñe, que protegía del frío o de la lluvia, una frazada para dormir sobre los fierros de la reja que los separaba de la carga de la bodega, o sobre el suelo de la cubierta.

Los que aquí quedaban se dedicaban a sembrar el campo de la familia o se venían al pueblo a ser pescadores, fleteros en la estación de trenes, cargadores en el puerto o picadores de leña.

HISTORIAS DE ALGUNAS CALLES

No se porque razón camino, en la imaginación, por esas calles que antes fueron, aquellas blancas de escarchas en los inviernos y hoy con sus antiguas casas desaparecidas, apenas vislumbradas en los recuerdos. Aparecen con nombres de personas, apellidos que no sabemos porque causa, razón motivo o circunstancia, como decía el profesor Jirafales, fueron origen y motivo de homenaje. Abríamos y cerrábamos puertas para transitar por ellas y nunca hemos sabido como la llamaron los abuelos de nuestros abuelos.

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Allí al final de calle Blanco está la corta imperceptible, modesta, casi invisible calle Irarrazaval; ¿por qué llamada Irarrazaval, quién fue Irarrazaval?. Un descendiente de la aristocracia vasca que gobernó Chile después de la Independencia , aquellos astutos comerciantes que solapados tras sus mostradores, escondidos en la oscuridad de sus bodegas de artículos importados, los amos y señores de contrabandear con barcos franceses que llegaban a las costas de Chile. Esperaron tranquilos que otros lucharan para ellos cobrar las deudas y ser dueños de un país recién nacido.

La San Martín tan principal como que divide a la ciudad en lo que esta más arriba y lo que está abajo cerca del mar. Nadie sabe como debió haberse llamado en los orígenes de esta ciudad que transitamos. Antes de que esa fiebre de integrarnos por la fuerza a una Patria que nuestros tatarabuelos nunca sintieron como propia. Para ellos pudo ser la calle de las carretas, la calle del Rey, la que lleva al campo, la principal del pueblo.

La Pedro Aguirre Cerda, una calle a orillas del río, que hoy no existe, se inició por necesidad allá por fines de los años veinte, era prolongación de calle Lillo, de la marina, decían en los diarios. Cuando en 1938 llegó “Don Tinto” hubo homenajes y brindis y comidas de celebración. Es que nunca por estos confines había llegado un Presidente de la República y en el teatro Centenario celebraron como Dios manda. Para recordar por secula seculorum ese magno acontecimiento alguna calle debía llevar el nombre del primer mandatario y la calle que iba desde el final de Lillo hasta el puente Gamboa se llamó Pedro Aguirre Cerda y se fue muriendo de tanta existencia, fue agonizando de tanta vida. Antes de cruzar el puente estaba el matadero, una enorme bodega palafito. Y en su recorrido de casas sin patio ni arboleda, el mar se aparecía en la puerta de atrás. Cada cinco casas una cantina con caballos amarrados a sus entradas, alguna herrería, bodegas de papas y entre medio casas de pescadores y de pronto se aparecía la Lillo con su comercio, sus bares, sus casas de pensión cuando por Castro llegaban los loberos de los canales esos que raptaban y asesinaban indios alacalufes como quien mataba focas, sin remordimientos.

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Nadie sabe cual fue el nombre que en su origen tuvieron las calle Serrano, Ramírez, Sargento Aldea, Sotomayor, Latorre. Calles que existían antes de la guerra del Pacifico. Atravesadas de bruma y caballos, transitadas por carretas, y escolares que apuraban el paso cuando escuchaban la campana de entrar a clases; es que antes que Chiloé fuera Chile debieron llamarse la calle de la Chicha , la del tropezón, la de los García, la calle del herrero Paillaman, la del cojo Díaz, la calle del carnicero, alguna peluquería o del zapatero, a lo menos un relojero cuando estos eran oficios necesarios e importantes. Eran calles con dos o tres casas por cuadra, enormes arboledas, laberintos de sabores en las manzanas una prolongación de buenos momentos en las ciruelas. Los cercos eran más abstractos que la envidia. En los años treinta en la esquina de Ramírez con San Martín ya estaba el negocio de don Pascual Loayza según la voz de Castro, el periódico de esa época. En la Lillo estaba la feria de dos veces a la semana en los tiempos de los “charlatanes”, esos que movían la culebra según decían despectivamente nuestros padres. Aparecían con una maleta repleta de peinetas y lápices, pluma fuente, aros y anillos de fantasías, espejos, collares y otras chucherías, en sus discursos afirmaban traer las novedades de un mundo lejano que a veces aparecía en las conversaciones del almuerzo.

La calle los Carrera nadie sabe como debió llamarse en años antiguos cuando los abuelos de nuestros abuelos defendieron una causa que creyeron justa y fueron derrotados y los marginaron por valientes y por haber luchado del lado de los derrotados. Esa calle hasta la década del cuarenta era calle de carreras de caballos, al final estaban los prostíbulos, el de arriba, el del medio y el de abajo, después le dieron nombre: El Farolito, El Danubio Azul, donde la Isolda. Los caballos mojados se amarraban a su puerta, dicen una noche cuando se incendiaba uno de ellos el Cura Chaqueta y distinguidos padres de familias asustados escapan del fuego pero no de los chismes. Por esas casas de huífa, en el año treinta, aparecieron marinos de barcos ingleses que llegaban a Chiloé desde las Malvinas a jugar un partido de fútbol que casi siempre perdían.

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Cuando el día se asomaba sobre las lomas de Quilquico, un barco se allegaba por el puerto, sus grúas elevaban lingas cargadas de sacos de papas desde el muelle hasta sus bodegas, las cadenas y sus pitazos de saludar o despedirse en los años cuando en botes recorrimos la Punta de Chonos, con el tiempo ha ido consolidándose el nombre de Pedro Montt. Punta de Chonos era el lugar del retorno hacia lo insólito con su tren apareciendo por el puente de tierra, sus vertientes surgiendo por la ladera, los pescadores y sus hazañas. Era en ese entonces otro mundo el que aparecía por la puerta que da al patio de tablas donde las redes se secan al sol y se amontona un aparejo de náufragos, escafandras de buzos, enormes zapatos de bronce, remos de recorrer los días cuando la muerte se espantaba con un abrazo de bienvenida la vida y los silencios repletaban las calles donde cada día entrenábamos un montón de ganas de vivir.

HISTORIAS DE OBELISCO

La Plaza alguna vez tuvo un obelisco, y grandes árboles, y una pileta donde nadaban peces de colores, y bancas de madera, y alegrías, y pasto y gente que conversaba; y un día dicen, aquellos que saben lo que hoy falta en nuestra plaza; un lobo marino, grande, café, lustroso subió por la cuesta de la calle que va del puerto hasta la plaza y se zambulló en la pileta a engullir los peces y terminar con sus colores. Cuando esto recuerdan, los ancianos se persignan miran el cielo temerosos de haberse acordado y ver en su memoria a los niños huir barranco abajo con sus alegrías a otra parte para no los alcanzara esa pesadilla de mal augurio, y fue tal la mala suerte que dos o tres meses después. Aquí ya falla la memoria por culpa de la edad y los reumatismos, los alzainers, las lagunas y océanos mentales, porque bien pudo haber sido unos cuantos días después que se vio a ese mal augurio arrastrase satisfecho vuelta al mar cuando comenzó el incendio más grande que se tenga memoria, y desde entonces la ciudad dejó de ser la que era y desaparecieron los hoteles, cantinas, bares y hospedajes que habían cerca del mar, y las tiendas donde te daban yapa, almacenes de lustrados pisos y

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ropa elegante, ferreterías de alambres, ollas, serruchos, grampas, alquitrán, carburo.

Después allí donde estuvo la pileta con los peces que se comió el lobo de la mala suerte, pileta con un pequeño obelisco en la mitad de la fuente donde las estudiantes del Liceo, que estaba al frente, se sacaban la foto de recuerdo y hoy, muchos años idos, vemos la oxidada humanidad de esos rostros sonrientes y no nos acordamos ni el nombre. Después cuando fueron creciendo los árboles y a sus ramas amarraron parlantes de discursos y música, comenzó a crecer un obelisco, blanco, solitario nadie le hacia caso cuando pasaba por su lado existía por el puro pecado de estar allí desde los años cuando Jorge Negrete cantaba a Maria Félix su Maria Bonita, Maria del Alma de Agustín Lara el primer esposo de la Maria deseada por todos en el cine Rex, y la Marylin Monroe , rubia soñada, sonreía desde la portada de la revista Life en la Librería Hemardi. Por esos años también construyeron un kiosco de cemento hoy con sus paredes rayadas con insultos, promesas de amor, cruces invertidas, signos hiphop. Kiosco que no es la sombra ni el mal recuerdo de aquel de los primeros años del siglo pasado cuando la madera protegía la vida en casa, daba comodidad en sillas y sillones, cuidaba la propiedad en cercos y era medio de transporte en goletas y carretas, estaba en todo lugar de nuestro universo de treinta leguas a la redonda. Era la plaza un bosque con caballos, cerdos y ovejas pastando.

Cuando la plaza tuvo su obelisco en las esquinas aparecieron unos muy viejos cañones disparando nada, asustándose de pájaros y nubes cargadas de aguaceros y desde los grandes árboles que después murieron con los temporales, colgaban parlantes para llenar el aire con cumbias macondianas de Mauricio Babilonia y sus mariposas amarillas y en un bergantín español aparecieron los Vick para el baile de año nuevo en el gimnasio de la escuela superior o en el del poli. Gimnasio que desapareció con un incendio que es la muerte más común para las cosas y casas de madera. Y en la punta del obelisco que alguna vez estuvo en el centro de la plaza colgaron una estrella de ampolletas como queriendo asustar al lucero que cada verano al atardecer se queda pegado por Gamboa Alto y por los

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parlantes a veces, dicen los ancianos, escuchábamos un delirio de tangos gardelianos que nos regresaban a los años de bailar en el Palace o en Boite Central; porque en el Galpón eran otros los bailes lentos planificados para hablar al oído ofreciendo ilusiones sin responsabilidad ni culpa. Por el puro placer de disfrutar la vida.

Una mañana al obelisco que alguna vez estuvo relampagueando enamorados acariciadores en los bancos de la plaza; lo arrastraron con bueyes a otro lugar. Fue una minga de tiradura de obelisco, original, única en el mundo, planificada para aparecer en el libro de Guiness con la parafernalia propia de los años artificiales cuando hasta el alma tiene un precio. Hoy la plaza es otra, sin fantasmas de discursos políticos y una multitud de simpatizantes con carteles y pancartas, y otra multitud de curiosos para salir de la duda si el vecino es de las izquierdas o de las derechas, y los vendedores de manzanas confitadas y los cachitos envueltos en papel celofán y el algodón de azúcar de las primaveras, y el discurso que ofrecía el oro y el moro, la verdad y la mentira; y los bomberos caminando apurados y apuradas también las señoras de la Cruz Roja para no llegar tarde al desfile de los años cuando las autoridades de largo abrigo y sombrero, señal de elegancia, veían pasar los pocos colegios, y a los lustrabotas, y a los camioneros y taxistas en los años cuando las personas eran importantes por ser personas habitando la ciudad de todos y para morirse había que esperar que bajara la marea y para sembrar, castrar chanchos, esquilar ovejas y saber cuando aparecerían los días de sol se consultaba la forma de la Luna.

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CAPITULO II

CINE, FUTBOL Y OTRAS CEREMONIAS

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LA CÁRCEL DE TEN – TEN Y EL FÚTBOL

En los años sesenta la cárcel estaba ubicada en Ten ten. Era un largo pabellón de madera, con un amplio patio de tierra encerrado por una alta malla de alambre, sobre esta malla, en lo más alto de los postes se extendían tres corridas de alambre con púas. Este débil cerco y una caseta de madera donde siempre estaba de guardia un gendarme, era toda la seguridad de este recinto carcelario. Los presos no se arrancaban de pura buena gente que eran, bastaba tener un alicate, cortar la malla de alambre y arrancar. Todas las tardes los presos se formaban en el patio, eran contados antes de ingresar a sus celdas. Nosotros en ese tiempo muchachos de doce a quince años, que recorríamos la línea del tren pasábamos a visitar a los presos y a regalarles nalcas, murras, avellanas y también manzanas, peras y ciruelas que sacábamos de las abundantes arboledas que existían en ese sector. Alguno más grande que fumaba a escondida de sus padres, regalaba a los presos, cigarros Liberty, Hiltón, Cabañas o Monza que eran las marcas más conocidas en esa época, todo a través de la malla de alambre y con el permiso de los gendarmes.

Durante la semana los presos, caminando en fila de a dos, salían a hacer siembras en un campo cercano custodiados por el suboficial Carrasco, gordo y sonriente, el gendarme Saldivia, “Soldadito de Plomo” le decían por su débil contextura física, era pequeño y delgado, y otros gendarmes desconocidos entre tanto olvido. Para los trámites administrativos los gendarmes viajaban a Castro por un camino polvoriento en una motoneta Vespa.

Al lado de la cárcel había una cancha de fútbol donde por un tiempo se jugó el campeonato de la segunda serie del fútbol castreño. Participaban Estibadores, América, Honsa, Servisalud, Corhabit, Comercio, Bancarios y Taxistas. El año 1976 salió campeón Estibadores y subió a la serie de honor. Estibadores era un club formado en calle Pedro Montt por los trabajadores portuarios. El campeonato del año sesenta y ocho fue espectacular. Ver jugar al equipo de Honsa, la Hostería de Castro, era una larga carcajada extendiéndose a lo largo y ancho de la tarde.

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En la mitad de la tarde de un domingo de verano, llegaba hasta Ten ten un pequeño bus celeste, de la empresa Álvarez – Miserda, que en ese entonces hacía el recorrido urbano desde la Playa hasta Castro Alto; de ese pequeño bus bajaban payasos, orangutanes, momias, esqueletos, espantapájaros y otros seres de la imaginación, vestidos de pantalón corto y chuteadores. Primero corrían, hacían elongaciones y saltaban haciendo precalentamiento a un costado de la cancha, esperando la hora de jugar. Era el equipo de Honsa. Un día colgaron del travesaño de su arco un espantapájaros hecho de harapos y quilineja, era su arquero, perdieron 10 a 0, pero las carcajadas duran hasta el día de hoy. El orangután sostenía de los pies a un payaso; una carretilla humana que cruzaba la mitad de la cancha equilibrando la pelota en su espalda. El centrodelantero que desesperado corría frente al arco contrario esperando hacer un gol de casualidad, era un esqueleto de huesos mal dibujados en un pijama negro.

Los presos detrás de la malla de alambre, el público sentado en el pasto del pequeño cerro cercano a la cancha. Nosotros con los bolsillos repletos de ciruelas y manzanas, veíamos correr a un orangután comiendo un helado de agua de colores, un desnutrido Tarzán eludía rivales, un payaso de peluca naranja tropezaba con sus enormes zapatos, una momia vendada con papel higiénico intentaba pegarle a la pelota haciendo una chilena, el partido era una sola carcajada que duraba hasta los recreos del día lunes en la Escuela Superior cuando bien peinados entonábamos el Himno Nacional. Perdían 8 a 2, 11 a 4, pero eso a nadie le importaba. Si alguien dice, pero eso no es jugar fútbol, entonces que chuteé la primera carcajada. Lo importante era la alegría que contagiaban a todos los espectadores que reían sentados en el pasto de la pampa cercana, y a los presos que esperaban la hora de su encierro. Las risas en el recuerdo han permanecido sin oxidarse durante más de treinta años.

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CINE REX

Del sombrero del mago brotaban pañuelos luminosos, flores multicolores, soles y estrellas de brillo increíble; un torrente de naipes formaba un arco iris de tréboles y corazones; algún cordero saltaba a esconderse en las butacas, muchos creían que eran conejos. En toda la galería de bancas de tablas, de piso sucio de tierra y barro asomaba el asombro y alguien ansioso desesperaba queriendo ver sus sueños salir del sombrero del mago Harbalay. Era el año 1964, Dalcahue casi desaparece por causa de un fuego de fin del mundo que no pudieron apagar los bomberos de Castro, Chonchi, Achao y Ancud que trabajaron dos días creyendo que su esfuerzo era tan inútil como apagar el infierno. Pero hoy hemos olvidado todo; el mago cambia una sonrisa por un barril de risas. Un llanto enorme de carcajadas en catarata llena el cine Rex cuando en el escenario aparece el almacenero creyéndose orangután, el dueño de la ferretería llora a mares simulando ser un recién nacido, la esposa de don Carmelo canta como vedette mostrando sus gordas piernas para escándalo de las beatas sentadas en la platea.

A veces un sueño sentado en una butaca busca desbaratar la culpa de un cowboy escapado de alguna película escondida entre las montañas de olvido que se vienen con los años hasta la memoria. Tardes de invierno en los rotativos; el frío no existía para ver dos veces Cincuenta días en Pekín, aprender a silbar la melodía de El puente sobre el río Kwai, ver a James Dean y su desolación en Al Este del Paraíso después siendo adultos descubrimos que era una novela de John Steinbeck, reírnos de ver a Cantinflas con sus pantalones parchados, su filosofía emocional y su cigarro equilibrándose de sus labios. Algunos buscaban encontrarse con Briggitte Bardot, Jane Fonda, Julie Christie o Raquel Welch; otros más inocentes sembraban semillas de manzanas en un desierto mineral y agobiante de las películas de cowboys mientras tres asientos al sur un niño buscaba maníes en una selva de colores. Búster Keaton desbarataba la realidad en El mundo está loco, loco, loco. Sophia Loren desbarataba nuestra imaginación de adolescentes con paraísos ilusorios y sueños de alcoba. En la sala del Teatro Rex todos los

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sueños sucedían. Sobre la torre de un castillo Brigitte Bardot peinaba su rubia cabellera y la peineta desprendía historias e ilusiones que se iban por el aire; salían a las calles y llegaban a las casas, donde las abuelas sentadas detrás de las estufas a leña, las envolvían en un pañuelo; como billetes de gran valor, y los guardaban bien guardados en el desván de los “casos” y los “sucedidos” historias fantásticas repletas de paraísos y ciudades donde la gente no muere, la felicidad es una camisa vieja, los niños viajan en las orejas de un burro, gigantes enormes alcanzan las nubes, se recorre el mundo en pocos días con las botas de siete leguas, y los monstruos son más fáciles de matar que los malos pensamientos. Hoy los recuerdos como los sueños de buenos presagios, anuncian que otra realidad es posible si logramos derrotar el olvido.

La década del sesenta fueron los años del esplendor del Cine Rex, que se repletaba con las películas de Giulanno Gema; los Spaghetti Werterns: El Bueno, El Malo y El Feo, El Regreso del Muerto, El dólar Marcado, Por un Puñado de Dólares, la exagerada manera de morir de malos y “jovencitos” se imitaba en las pampas cuando con una pistola de palo se asesinaba el aburrimiento; las películas de Brigitte Bardot eran para mayores de 18 años y también aquellas donde aparecía Gina Lollobrigida con todo un universo de sensualidad apareciendo en su escote. Las de James Bond, el agente 007 y las de Cantinflas se exhibían a teatro lleno durante una o dos semanas. Después del fútbol era obligación ir al cine, no había otro lugar para encontrarse con los amigos, para ir a bailar al Palace o la Boite Central había que tener veintiún años. El cine era la única diversión. Se conversaba un rato fuera del cine hasta cuando por los parlantes se escuchaba la música de “Adiós al Séptimo de Línea”, entonces apurados subíamos la escalera hasta la galería para zapatear simulando marchar al compás de la música mientras se oscurecía el teatro y comenzaba la sinopsis de las películas que se exhibirían próximamente. Las películas se anunciaban en un cartel ubicado en las afueras de la tienda de don Luis Jiménez, edificio donde hoy se encuentra la Municipalidad, allí se colocaba un afiche y fotos de escenas de la película a exhibirse. Hubo un tiempo cuando “Davicito” andaba por las calles de Castro anunciando las películas, el box o los partidos del fin de semana con un

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megáfono de latón. En algunas esquinas se detenía a cantar “Granada” o “Jalisco” con una voz de tenor, que hoy sería la envidia de muchos que se dicen cantantes. Su fuerte voz se escuchaba a tres cuadras de distancia, traspasaba las paredes, y los ancianos y las dueñas de casa dejaban el calor de la cocina para salir a escuchar la canción que rompía la tranquilidad pueblerina del Castro de los años sesenta.

CASI LA HISTORIA DEL NAVARINO

A mediados de la década del cincuenta comenzó a navegar por los canales australes un buque de carga y pasajeros construido en Escocia, era la motonave Navarino, al ser adquirido por la Marina Mercante Nacional, pintaron todo su casco de un opaco color neblina gris. Medía 93 metros de eslora y tenía un calado de aproximadamente siete metros, una velocidad máxima de trece nudos y acomodaciones discriminatoriales para 25 pasajeros de primera clase, 75 de segunda y 150 de tercera. Era un coloso navegador que transportaba 800 toneladas de carga. Antes de llegar a recorrer los australes mares de Chile dicen se llamaba “Twara” y andaba por Europa llevando y trayendo carga y pasajeros por puertos ahora olvidados a causa de tener un nombre muy difícil de pronunciar, después fue propiedad de una compañía naviera francesa que lo llevó hasta los perdidos mares del Lejano Oriente donde el ejército colonial francés, en la guerra de Indochina, lo utilizó como barco hospital con el nombre de “Ville de Haiphong”. Muchos chilotes que en la temporada de esquila viajaron a Magallanes con pasaje de tercera, encerrados en sus oscuras bodegas, decían haber escuchado, en la negritud de la noche, gritos y quejidos de dolor que atribuían a los roces de fierro contra fierro en aguas turbulentas pero dejaban entrever que podrían ser almas en pena rondando por las bodegas de ese viejo barco que había sido buque hospital en la guerra de Indochina. El año 1956 fue adquirido por la empresa ferronave y bautizado con el nombre de “Navarino” y comenzó a navegar por los canales australes. Esta empresa años después se llamó: Empresa Marítima del Estado (Empremar).

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Cuando teníamos doce años; (No eran muchos los que en esta ciudad de calles de barro y piedras podrían entonces tener doce años. En la escuela primaria a donde asistíamos a pie pelado y con pantalones parchados; no éramos más de treinta) nos gustaba imitar a Tarzán, ese de Jhony Wismailler, en blanco y negro, con un cuchillo colgando de su cintura y taparrabos de piel de tigre en una serial que daban en la escuela superior con un proyector ambulante que recorría las islas y creaba en los sueños y en la memoria la ilusión de la ilusión creada en las películas que cada quince días traía hasta Castro el Navarino de regreso o en viaje hacia Punta Arenas. En primavera los pasajeros eran los chilotes que se iban a las estancias de la Patagonia por la temporada de esquila. Emigrantes que viajaban llevando sus escasas pertenencias en una valija de madera. Muchos no tenían más de diecisiete años, jóvenes indígenas discriminados como “maichiles” a quienes en tono sarcástico les preguntaban ¿y tu de que república vienes?. Esas Repúblicas de brujos, territorios de la antigua Recta Provincia que había dividido los archipiélagos para la magia y el miedo perduraba en el subconsciente colectivo, afloraba en la discriminación.

En días de sol, el muelle se repletaba con cientos de personas despidiendo a sus parientes, amigos y conocidos en viaje hacia la tierra del trabajo y la esperanza. En los años sesenta las despedidas eran con saludos musicales en radio Chiloé, la música de Cuco Sánchez, la cumparsita, los boleros de Libertad Lamarque, los alaridos mejicanotes de Miguel Aceves Mejía, el mantelito blanco, mate de plata, los boleros llorones de Lucho Barrios, los corridos y canciones de Jorge Negrete; durante todo el día se escuchaban por radio Chiloé las atardecidas rancheras en la cristalina y nostálgica voz de Guadalupe del Carmen. La radio fue una invención mejor que el cine en estas islas. Al cine solo pueden asistir quienes viven en la ciudad. Aquellos que pueden cancelar la entrada de platea y sentarse en butacas de cuero, en lo posible bajo la marquesina porque la chusma del pueblo, esos que comen manzanas, ciruelas y avellanas, mientras miran la película sentados en rusticas bancas de madera, tiran cuescos, pepas y cáscaras a los ricachones hijos de comerciantes o hijos de empleados

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fiscales; quienes de traje y corbata, y con sus novias colgadas del brazo, acudían al cine.

En el muelle una multitud de curiosos miraba las faenas de cargar bolsas de papas, barriles de chicha, cajones con gallinas, sacos de manzanas levantados en lingas por las grúas del Navarino desde el muelle hasta guardarlas en las bodegas del barco. En lingas también eran izados los animales vacunos; cuando alguno caía al mar y desorientado nadaba hacía Ten ten los estibadores se embarcaban en botes para por el mar arrear vacas y toros que porfiaban por esconderse bajo el muelle. En el Navarino llegaban las viejas películas de Humprhey Bogart, Greta Garbo, los clásicos del oeste con jinetes cabalgando por desiertos infinitos sin que se les desordene un pelo de su bien engominada cabellera ni traspiren con ese calor de los mil demonios que no lograba espantar el frío de la galería donde mirábamos a Brigitte Bardot tratando de ver entre su escote esos senos insinuados… nada más que ofrecidos.

La motonave Navarino recalaba en Chonchi, y en Quellón lugares tan lejanos como el Paraíso o el Purgatorio, y también en Melinka, esclava abandonada a la recalada de un buque. Para los viajeros era inolvidable la travesía del Golfo de Penas; paso obligado en el viaje hasta la tierra de los días de la buena suerte.

El año 1978 el Navarino quedó fuera de servicio y fue transferido a la Armada que lo habilitó como buque hospital. En 1981 ya es un anciano decrepito, carcomido por la sal y los años, entonces, es dado de baja, y se le entrega su sentencia de muerte; debe ser hundido durante un ejercicio de lanzamiento de torpedos en una isla de los canales australes que recorrió durante más de veinte años.

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EL LEJANO OESTE QUEDABA EN CALLE SERRANO

Han pasado tantos años que es de suponer que en el Saloon no se paren ni las moscas y que la Oficina del Sheriff, esté invadida de telarañas, la diligencia destruida y sin ruedas y el almacén del pueblo no tenga mostrador ni mercaderías en sus estantes. A pesar de que el actor Clint Eastwood y el director Sergio Leone no hayan estado nunca por aquí, la música de El bueno, el malo y el feo sería la banda sonora ideal para recordar esos pueblos sin ley. Aunque en la ciudad y en toda la isla no hay donde probar comida italiana ni cine para ver algún spaghetti western, ni una casa de discos donde comprar la música de Ennio Morricone. No tengo dudas sería la mejor música para recordar las viejas películas del cine Rex.

La historia del edificio de calle Serrano como local cinematográfico empezó a mediados de los cincuenta después que el Cine Centenario, un derruido edificio de madera quedó abandonado y se fue haciendo inservible de puro viejo. Había sobrevivido al gran incendio que destruyó media ciudad el año 1936. Pero el terremoto de mayo de 1960 lo echó abajo y no quedó ni el recuerdo de las películas del cine mudo que los castreños vieron en su pantalla.

El cine Rex siempre se repletaba con las películas de indios y vaqueros que estaban de moda por aquella época. Desde entonces hasta hoy, la sala de cine ha corrido la misma suerte que los argumentos western: ha ido desapareciendo. Las viejas películas de cowboys donde la tierra estaba tan seca que la llovizna que cayó esta mañana sólo pudiera haber producido el efecto de un salivazo. Pueblos con sus calles vacías, polvorientas y fantasmagóricas, y las casas de madera daban la impresión de caerse aplastadas por el inclemente sol del desierto. Eran jinetes cabalgando por los valles rocosos de Arizona y otros parajes del Oeste norteamericano que casi todo el año tienen el sol que veíamos en la pantalla del único cine de este pueblo donde un día de sol es una casualidad entre tanta lluvia y viento.

En las tardes de domingo, en esos años, no se veía gente en Castro. Al menos en las calles no se ve a nadie, salvo un perro flaco que cruza de una a

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otra vereda y se dirige lentamente hacia un árbol cercano. En la plaza un fotógrafo y su máquina de cajón; ya sin futuro, espera que alguien aparezca a tomarse la foto del recuerdo de haber estado en ese pueblo solitario y silencioso. Un forastero despistado podría pensar que los cowboys están esperando que la tarde termine para llegar al pueblo, amarrar sus caballos a un cerco de estacas de ciprés, y entrar por las puertas de vaivén del Saloon de la esquina y pedir un trago. Pero la cantina está cerrada y pensar que vaya a llegar alguien es un absurdo en esta realidad construida de latón y plástico. Es más, si uno mira a través de la ventana, descubrirá que detrás de la fachada del Saloon hay una escuela primaria, la Escuela San Francisco con su derruido edificio de madera construido a principios del siglo veinte. Del otro lado de la calle principal está el Gran Almacén, ferretería y tienda de abarrotes; y es evidente que hace años que no abre sus puertas al público que dejó de venir en lanchas veleras desde las islas. Los tablones de madera que componen el piso de la vieja escuela parecen las teclas de un piano desdentado y las columnas que sostienen su corredor están tan descuadradas como si acabara de ocurrir un temblor. Enfrente hay una casa de viejo estilo, cerrada con candado, copia de un caserón visto en la Patagonia o en Llanquihue cuando era costumbre emigrar a esos lugares. Así como eran todos los pueblos de las películas del Oeste, tierra de coyotes y cactus, que a fuerza de argumentos de western y debido a un intermitente abandono, ha propiciado un entretenido duelo entre realidad y ficción. Así era Castro hasta mediados de los setenta, una realidad haciéndose a pedazos entre temporales y terremotos. Y el cine, para nosotros, en esos años no era una sala oscura para ver imágenes en movimiento y comer manzanas confitadas.

A los habitantes de esa zona de los recuerdos podría recitarlos de memoria: Clark Gable, Rita Hayworth, Paul Newman, Brigitte Bardot, Burt Lancaster, Marilyn Monroe, Robert Mitchum, Rock Hudson, Raquel Welch, Charlton Heston, Anthony Queen, Liz Taylor, Charles Bronson, Mario Moreno, Humprey Bogarth, Sydney Poitier, Sean Cornery, Greta Garbo, Sofía Loren; entre muchos otros.

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Me declaro inocente de las nostalgias que puedan traer estas palabras; una irreprimible nostalgia por esos años de la juventud mientras, afuera, en las calles, el sol da una tregua para que uno pueda sentir el aire de la tarde y Castro empieza a cobrar vida como cuando empiezan a apagarse las luces del cine para comience la película.

EL BAR DE DON MARCIANO

Primero estuvo en Serrano casi esquina Sotomayor donde por algún tiempo fue sede de la Sociedad de Socorros Mutuos “Galvarino Riveros” y Club Social de la Tercera Compañía de Bomberos. Era una antigua casona con un amplio salón para bailes, cenas de aniversario, campeonatos de cacho, brisca y truco. En los años setenta cuando el golpe militar prohibió las alegrías nocturnas se trasladó a calle Ramírez, entre Serrano y San Martín. En su casa habitación don Marciano Muñoz Antinopae, instaló su bar. “Era don Marciano muy estimado en la ciudad por sus excelentes cualidades personales, generoso, solidario, alegre, responsable, hizo de su trabajo algo agradable para él y sus parroquianos”; dice don César Vera, bombero y profesor primario. En esos días el bar era un salón más pequeño con un mostrador de madera y una estantería con botellas de vino de distintas marcas y sabores. En la bodega del patio interior guardaba barriles de chicha de manzana que traía desde Tey, Putemun y otros lugares.

Todas las tardes, hasta la medianoche, el bar de don Marciano era el centro de reunión de bomberos honorarios, viejos jugadores de fútbol, empleados fiscales y jubilados. El lugar era un sonoro temporal de carcajadas por las “tallas” que conversaban los parroquianos que bebían en las mesas o en el mesón mostrador tras el cual atendía don Marciano con sus lentes equilibrándose en la punta de su nariz. Algunos jugaban brisca, otros disputaban una botella de vino jugando al truco o al cacho, más de alguien entonaba la letra de un tango o un bolero lleno de nostalgia recordando otros tiempos. En los años setenta todas las tardes de verano pasaban los jugadores de la Ramírez, los de la San Martín, los de la Piloto Pardo a

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refrescar el cuerpo, con chicha o vino; después de la pichanga de todos los días o al regresar de los torneos de Lingue, Puyan, Quilquico. Era la “chusma de la calle” al decir de don Lucho “Guata” Bórquez que había construido su casa en la bajada de Ramírez.

Entre los más asiduos parroquianos se destacaba don Enrique Miranda, “Pancho Tiqui”, conocido vecino, ex – bombero y ex – profesor de la Escuela Superior, que en su juventud, en una de las fiestas de la primavera había sido rey bufo con el nombre de “Pinuco Primero”. Era don Enrique de carácter amistoso y alegre, centro y gestor de bromas entre los “viejos tercios” del barrio Ramírez. Tenía la costumbre de todos los lunes izar la bandera en el antejardín de su casa. Un día que olvidó bajarla, tarde ya, un grupo se puso de acuerdo en bajarla y volverla a izar al revés, con la estrella hacia abajo, para sacarle en cara a “Pancho Tiqui” su apodo de toda la vida, que como era posible que un profesor primario no supiera izar correctamente la bandera. Así esa noche después de los tragos y las bromas, para desagraviar la afrenta hecha al pabellón nacional, don Enrique tuvo que volver a izar la bandera mientras correctamente formados, en posición firme, Marciano Muñoz, “Varoli” Mancilla, Amadeo Vargas, Waldito Bórquez, “Matita” Miranda, “Tito” Márquez y otros entonaban el himno nacional.

El mundo era una sola y larga carcajada cuando recordaban sus hazañas. Algunos parroquianos tenían la costumbre de no ir solos donde don Marciano. Amadeo Vargas tenía su taller de arreglar radiadores y baterías en la bajada de Ramírez. En esa misma calle “Varoli” Mancilla, tenía su taller mecánico; durante la mañana Amadeo Vargas subía la cuesta y pasaba a buscar a “Varoli”; su compadre de toda la vida, para juntos ir a comprar “La Tercera”, antes del mediodía “Varoli” desde la cuesta llamaba a Amadeo Vargas para ir a comprar “La Cuarta”. Quienes los conocieron sabían que no compraban los diarios La Tercera ni La Cuarta, sino que iban donde don Marciano por la tercera o cuarta caña de vino.

En el bar se comentaban los partidos del fútbol castreño; entre las mesas se repetía un gol perfecto, se atajaban penales, los partidos no terminaban nunca porque los hinchas se negaban a dejar de recordar goles,

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jugadas y atajadas, ni el vino servía para olvidar. Entre las competencias de brisca y truco, donde los perdedores pagaban el consumo, cierta vez se realizó un campeonato de quién sabe más idiomas. Un conocido hincha de Estrella resultó “campeón mundial de idiomas” título jamás reconocido por institución alguna, pero los parroquianos presentes esa noche, en el bar de don Marciano, saben que este fanático “estrellero”, en su borrachera supo más idiomas que sus rivales. En la etapa preliminar los contendores inventaron hablar en inglés, francés e italiano. En la semifinal quedaron quienes fueron capaces de decir frases en árabe, filipino, filandés y otros idiomas que sería muy largo de enumerar. “Haber hablas árabe”; decía uno, e iba una sarta de jeroglíficos árabes, que traducido significaba: “me gusta el agua, pero más me gusta el vino”, y así hasta la final cuando “nuestro ahora campeón mundial”, con la calma que da la sabiduría y el talento, le preguntó a su rival:

¿Sabes chino mandarín?

Chitas, me fregaste. Contestó éste; y “Canario”, ya campeón mundial de idiomas, inventó tres frases en supuesto chino mandarín y tomó gratis toda la noche.

Hasta el bar de don Marciano llegaban parroquianos de fino paladar, pidiendo su acostumbrado vino del Rhin o sea el “matapenquero” de la garrafa que estaba en un rincón debajo del mostrador. Todas las tardes, de todos los días, a las ocho en punto, por el salón de las carcajadas y los recuerdos, aparecía “Calmita”, de terno y corbata, y con su periódico bajo el brazo, a paso lento llegaba al mostrador en donde esperaba su vino de todas las ausencias y olvidos, bebía en silencio, y media hora después pagaba y salía a continuar con su ronda de visitar los bares del centro de Castro: donde el Chueco Roberto, el Sol y Sombra, el casino de los Bomberos, el Tropezón, a todos llegaba en su tiempo preciso. Los relojes se podían colocar a la hora con la puntualidad con que aparecía “Calmita”.

Hoy la ciudad parece ser otra, repleta de ausencias, el futuro aguarda a la vuelta de la esquina aunque de pronto cara a cara se nos enfrenten los

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recuerdos apareciendo en una puerta, una ventana, una vieja casa demolida, un sitio vacío. Cuando desaparezcan los lugares comunes y los extraordinarios olvidos, entonces, la ciudad será otra.

LOS TORNEOS DE LA RAMIREZ

El Ramírez F.C. jugaba la final del torneo de Lingue contra el equipo de Puyan. Estaba oscureciendo en el cielo se dibujaban las primeras estrellas, y faltaban pocos minutos para el pitazo final cuando la pelota cayó en el área del Ramírez. Un centro cruzado desde la derecha y el delantero rival que estaba en la medialuna del área entró con todo, le salieron dos defensas que hicieron diera una vuelta de carnero en el aire y gritando de dolor cayera mordiendo el polvo de la cancha. Era penal y se terminaba la ilusión de ganar el primer premio; un cerdo de más de ochenta kilos.

Después de diez minutos de alegatos, insultos, escupos y empujones el árbitro pudo iniciar la ceremonia del tiro penal. “Canario” aleteaba en el arco del Ramírez, equipo de barrio que con la suerte de los goles de casualidad estaba en la final. El “Chueco” Pérez, caudillo de Puyan, de amplia barriga y piernas torcidas, se arreglaba las medias, medía la distancia y se preparaba para volarle las plumas a “Canario”. El silencio se podía cortar con un cuchillo, las estrellas brillaban en el cielo del atardecer. El delantero inició un trote corto, dos, tres, cuatro largos pasos; golpea la pelota. En ese mismo instante el arquero del Ramírez inicia el vuelo y como si tuviera un imán entre las manos apresa la pelota, cae, gira por el suelo, se levanta, besa el balón, baila de alegría. Después de haber estado jugando durante todo el santo día; se había logrado lo imposible, ser campeones del Torneo.

A fines de los años setenta un grupo de jóvenes crearon el Ramírez. Club de fútbol que solo existió en la imaginación de Tulio Oyarzo, Belmar Vera, Marcos Hernández, Antonio Gómez, los Hermanos Mancilla, los Miranda y otros que cada fin de semana se juntaban para ir a cuanto torneo se jugaba en los sectores rurales cercanos a Castro. El Ramírez F.C. era un

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equipo con jugadores de mucho entusiasmo y poco talento que se reforzaba con los de la San Martín y la Piloto Pardo; barrios de muy buenos jugadores pero que pocas veces se organizaban para participar en los campeonatos rurales. Años después el Ramírez es un fantasma que a veces aparece en los campeonatos de BabyFútbol organizados por los bomberos de la Cuarta Compañía.

En los años de la dictadura de Pinochet cuando en el resto del país abundaba el miedo, Chiloé parecía estar en otro continente. Los veranos eran de fútbol y peñas folklóricas. No existía el actual Campeonato de Fútbol Rural que terminó con los típicos torneos; una tradición heredada desde cuando en estas islas se comenzó a jugar fútbol; hasta las canchas de Quilquico, Astillero, Putemún, Quelquel, Lingue, Puyan, La Estancia, Curahue llegaban diez, doce o más equipos a disputar una vaquilla, un cerdo o un cordero como primeros premios, y como consuelo una chuica de vino matapenquero. Cada jugador aportaba con dinero para juntar el valor de la inscripción. Si tocaba la suerte de quedar de “rosa” o a “caballo”; libre en la primera ronda por haber un número impar de equipos, ya se ganaba alguno de los premios de consuelo. Una garrafa de chicha o una java de “pilseners”. Cuanto más partidos ganaba el equipo más cerca se estaba de lograr la vaquilla, el cerdo o el cordero que reuniría a jugadores y socios cooperadores; vecinos de la calle Ramírez, en un asado al palo o en un curanto, con discursos y agradecimientos. Celebración que se realizaba a fines de Marzo, cuando terminaba la temporada de torneos; en la sede del club Estibadores o en la sombreada quinta de manzanas de algún vecino.

Los torneos eran partidos de diez minutos por lados, disputados a muerte. La técnica desaparecía opacada por la fuerza y la rudeza de echarle para delante hasta lograr el gol del triunfo. Si terminaba empate se iniciaba una ronda de cinco penales. El arbitro, jugador de otro equipo contaba doce pasos, soportando los gritos del publico y los reclamos de los jugadores. Los pasos eran muy largos o eran muy cortos, el arquero no está en la línea, que no se escuchó el pitazo, se cruzó un perro, una señora quiso rasguñar al arquero. Cuando oscurecía y no se lograba ver una cuarta más allá de la

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nariz, se suspendían los partidos y por lanzamientos penales se definía el torneo. No faltaban quienes decían que los mejores arqueros, bajo su camiseta usaban un chaleco de brujo, de otro modo no se podía explicar que vieran y atajaran en la oscuridad.

Entre partido y partido los jugadores disfrutaban del baile que se realizaba en la sede cercana a la cancha de fútbol. Una orquesta de guitarra, acordeón y batería desordenaba la tarde con corridos mexicanos, cuecas y valses chilotes, boleros y cumbias. Los embarrados zapatos de fútbol colgaban de los hombros mientras se bailaba. Era la hora de hacer “cuchas” para comprar empanadas y alguna botella de vino mosqueado que se compartía entre todos, sentados al borde de la cancha comentando el partido del próximo rival.

Se regresaba a las seis de la tarde; cuando éramos eliminados en primera ronda, pero si el equipo llegaba a la final recién a las nueve de la noche, en un fresco atardecer de verano, se iniciaba el regreso. Una larga y conversada caminata por los caminos rurales comentando el gol que casi fue, la patada que se recibió, la injusta expulsión, la niña que prometió esperarnos hasta el próximo torneo, el saqueo de los arbitrajes. Sacando manzanas y ciruelas de las arboledas cercanas al camino; se caminaba arreando durante seis, ocho o doce kilómetros; una oveja, un cordero o un chancho que era el premio ganado. Conversando, cantando, y entre broma y broma, se llegaba a Chañihue, Quento, Tongoy o Yutuy donde esperaba el bote. Recién cerca de medianoche se llegaba a casa para disfrutar de un sueño reparador y guardar en la memoria los recuerdos de una jornada inolvidable.

Hoy escarbando los recuerdos rescato que la identidad no es una pieza de museo, entelarañandose encerrada en su vitrina para mostrarla como fósil extraño en fiestas costumbristas. Identidad es la asombrosa suma de la vitalidad de la aventura de vivir la cotidianeidad de nuestro mundo.

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LA GUERRA QUE CASI FUE

El año 1978 comenzó con la consulta nacional. El miércoles cuatro de enero la ciudad amaneció en silencio. El tránsito se había suspendido en todas las cuadras en torno a la Escuela Superior, ubicada en calle San Martín. Estaba prohibido andar en grupos de tres o más personas, cada esquina era custodiada por militares en tenida de guerra con el rostro enfurecido, pintado de manchas negras, llevaban tenida de camuflaje y amenazante metralleta. En silencio, los mayores de 18 años concurrían a votar. Era obligación llevar “carnét” de identidad, el cual se cortaba en una esquina como prueba de haber cumplido la obligación del deber cívico; alardeaban por televisión los locutores vendidos al régimen dictatorial. El voto decía: “Frente a la agresión internacional desatada en contra de nuestra Patria respaldo al presidente Pinochet en su defensa de la dignidad de Chile…”; y otras palabras ya olvidadas. Había que votar Sí o No. En el Sí se dibujó una bandera chilena; en el No, un cuadro negro. Ese día el toque de queda comenzaba a las diez de la noche. Esa noche triunfó el Sí, y Pinochet apareció en la televisión, gritando con entusiasmo y voz gangosa:

- ¡ Señores políticos! ¡Esto se les acabó a ustedes! ¡Ahora Chile es otro! Anunció que enviaría una carta a la ONU y que “en diez años” no habría más consultas ni elecciones; y cumplió lo prometido. Comenzó a robar, sin que nadie se diera cuenta, el estado de sitio fue algo común en nuestras vidas. No se podía salir de noche.

Vivimos el boom del dólar a treinta y nueve pesos, y el litigio de limites con Argentina era tema de preocupación nacional. El Beagle era chileno y los argentinos paseaban por sus aguas como Pedro por su casa. Los opositores a Pinochet eran relegados o exiliados, pero eso a nadie preocupaba. No aparecía en la televisión.

En noviembre de ese mismo año los reservistas del ejército fueron llamados a presentarse en el recinto naval del puerto de Castro, y en camiones fueron enviados a cavar trincheras en Puyehue, en el paso fronterizo Vicente Pérez Rosales. Ese año miles de soldados apoyados por tanques y carros de

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combate se apostaron en todos los puestos fronterizos dispuestos a una guerra total. El clima bélico lo inundaba todo, pero a nosotros nos preocupaba seguir jugando fútbol. En el campeonato local participaban: Arco Iris, Estibadores, Marítimo, Estudiantes, Alas Gamboa, Comercio, Estrella del Sur y Servisalud; mientras en el puerto recalaban buques de guerra pintados con colores de camuflaje, en el techo del hospital se pintó una gran cruz roja. En la radio Chiloé se difundían instrucciones de cómo reaccionar en caso de un bombardeo. En las noches se hacían simulacros de ataques aéreos, apagando las luces de modo que toda la ciudad quedara a oscuras. En las vitrinas de los negocios se pegaban carteles con instrucciones de cómo reconocer un avión argentino. La televisión no difundía informes metereológicos. Los helicópteros iban y venían trayendo desconocidos miedos. Se extendía la angustia, pero seguíamos jugando fútbol. En la cancha del aeropuerto, en Gamboa, y en la cancha de Raipillán, en la Chacra donde se jugaba la serie de ascenso. Participaban: Bancarios, Corhabit, América, Gendarmería y otros equipos. Los árbitros corrían sin descanso entre veintidós jugadores a quienes les importaba un comino que estuviera a punto de comenzar una guerra; mientras pudiéramos jugar fútbol estábamos vivos.

En diciembre los días de sol parecían una mala costumbre en los cielos de Chiloé; y la armada argentina estaba en operaciones en el Atlántico Sur. Mas de quince mil soldados argentinos y cerca de 200 tanques se desplazaban hacia Río Gallegos. Se cerró el paso Puyehue donde entre la nieve de los cerros cercanos los soldados chilotes reclutados de apuro estaban desde hacía un mes, escondidos, cavando trincheras y sembrando los caminos y senderos con minas antitanques. Al frente, a menos de un kilómetro, los soldados argentinos parecían estar acampando en un paseo de fin de año; fumaban, bebían y comían asados. El 17 de diciembre “La Prensa” de Buenos Aires informó que el aeropuerto de Lima había sido cerrado y se iniciaban maniobras conjuntas entre la Fuerza Aérea peruana y la argentina. La armada chilena zarpa desde Punta Arenas hacia la zona del Beagle. La guerra es inminente. El jueves 21 suenan todas las alertas, la invasión comenzaría esa noche. Los argentinos planificaban un ataque masivo sobre la zona

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austral e incursiones de gran magnitud sobre a lo menos tres puntos distintos. Una invasión relámpago, feroz y fulminante. Los chilenos responderían los ataques cruzando la frontera. En Puyehue los chilotes seguían cavando trincheras con una ración de alimento enlatado que debían hacer durar una semana. Se preparaban para una devastadora guerra relámpago.

En la tarde de ese jueves, llovía en Roma, cuando el Papa Juan Pablo II marcó el número del teléfono de la Casa Rosada para informarle al gobierno argentino que Chile había propuesto entregar, sin condición ninguna, el litigio fronterizo al Vaticano.

Esa noche miles de hombres pertrechados para la guerra quedaron inmóviles en sus puestos de combate. El que pudo haber sido el fin de semana más largo y sangriento en la historia de ambos países había sido detenido. Nos salvamos por un pelo, y pudimos seguir jugando fútbol.

EL DIA CUANDO LE GANAMOS A LOS INGLESES

Un día de diciembre de 1938 aparecieron en Chiloé tres barcos de la Armada inglesa, los acorazados Exeter, Ajax y Achilles. “Ellos venían persiguiendo un barco de guerra alemán, porque en ese tiempo merodeaban por todo Chiloé los barcos y submarinos alemanes”. Recuerda don Nelson Asencio y agrega: “Aquí habían comerciantes que les entregaban comestibles”. El Exeter era un enorme buque de guerra de nueve cañones. Su capitán por intermedio de un traductor se contactó con el Alcalde de la ciudad para programar un partido de football. La tarde del día siguiente la selección del Exeter se enfrenta a un combinado local, formado por jugadores de Arco Iris y Estrella del Sur.

Castro era un pueblo cuyas calles principales mostraban montones de escombros y casas a medio construir a causa de los incendios de los años 1936 y 1937. La calle principal, una escabrosa pendiente de tierra y piedras

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que une la Plaza de armas con embarcadero de la playa, recién comenzaba a ser reconstruida. Un paisaje de desolación y abandono, en una ciudad desamparada y destruida por una catástrofe que muchos años después los tripulantes del Exeter, recordarían como un lugar destruido por un terremoto. Los marinos ingleses durante varios días recorrieron la ciudad y sus alrededores, muchos ancianos dicen que los vieron en la plazuela Henríquez, frente al río Gamboa, pasear montados en los pequeños caballos chilotes, usados para traer el carbón desde las montañas boscosas. En la memoria de algunos ancianos aun perdura la imagen de los rubios y altos marinos ingleses cabalgando, con sus largas piernas arrastrando por el suelo, montados sobre los pequeños y escuálidos caballos chilotes, y provocando la risa de sus compañeros, y la curiosidad de los lugareños que les arrendaban sus caballos. Esa fue su mayor entretención el día anterior al partido.

“La Plazuela Henríquez estaba toda rodeada de árboles grandes, y era puro campo, recuerda don Nelson Asensio. Ahí estaba la oficina de reclutamiento, que atendía mi padre. Supe que tuvo contacto con los marinos alemanes que llegaban a buscar víveres en el negocio de Santiago Gallardo, “Golsa”, le decían, me parece era quien los abastecía”.

El día del partido, los tripulantes del acorazado inglés Exeter, desembarcaron y en el muelle formaron un destacamento de desfile. Adelante la banda del buque de guerra, detras la selección correctamente vestida de blanco y un grupo de marinos con tenida de parada y rifles de guerra. Después del “Dios Salve al Rey”, los marinos ingleses desfilaron por calle Blanco pasaron por la plaza, recorrieron las calles hasta llegar al estadio. En la cancha los esperaban los jugadores de Estrella y Arco, con sus camisetas desteñidas, sus medias arrugadas y chuteadores estropeados. Al frente tenían una elegante selección de ingleses, con sus camisetas impecables y chuteadores de lustroso brillo. Alrededor de la cancha había gente, familias completas sentadas en bancas, robustas dueñas de casa sentadas en sillas, señoritas con elegantes vestidos de domingo, niños en pantalón corto corrían inquietos tras los vendedores de golosinas. En la

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pequeña tribuna, las autoridades del pueblo junto a los oficiales del Exeter. Atrás de un arco los marinos ingleses apostaban cuantos goles le harían a estos nativos del fin del mundo. En el otro lado de la cancha veíamos a la banda del Club Musical con sus destartalados instrumentos, abollados y sin brillo de tanto uso. En medio de los marinos ingleses la banda del Exeter entonaba marchas militares y su multitud de instrumentos apagaba los tangos, charleston, fox –trot y boleros de la modesta banda local.

Se saludaron los dos capitanes. El árbitro era inglés. Comenzó un partido donde se enfrentaron la velocidad, los pases largos y la pelota alta, la rudeza, los potentes tiros desde fuera del área, la técnica fría y precisa de hacer lo justo y necesario, contra el chispazo de talento, el eludir a cuanto rival aparecía por delante, el jugar con pases cortos y arrastrados, para que se alegre el público y el jugador disfrute jugando fútbol. La improvisación y picardía sudamericana contra la rigurosidad del esquema inglés. “Ganó Arco Iris, uno a cero, lo recuerdo bien porque esa tarde estuve en la cancha, dice don Nelson. La figura del partido fue el arquero de Arco Iris, Ursini, quien esa tarde atajó hasta el viento”, y años más tarde habría de fallecer por causa de una infección a una muela. El cielo nos espera detrás de cada día. “Era Ursini alto, crespo, de físico formidable. El mejor arquero del sur de Chile. La infección de un diente, enfermedad que en ese entonces se llamaba “flemón”, le envenenó la sangre. Murió muy joven”. Recuerda don Nelson sesenta y ocho años después.

Terminado el partido, el público ingresó a la cancha a abrazar a sus jugadores. Por las calles los marinos derrotados desfilan de regreso al barco. Primero va la banda, luego los jugadores ingleses, traspirados y sucios, y el destacamento que marcha recibiendo el agradecido aplauso de la gente del pueblo que cree haber vivido un acontecimiento memorable. Nadie sabía que ése, que pudo haber sido un partido más en la historia de un pueblo, para muchos marinos ingleses fue el único y el último de sus vidas que jugaron en canchas tan lejanas.

LA VERDADERA HISTORIA

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La memoria es un espejo de engaños. Según la Cruz del Sur; el sábado 17 de diciembre de 1938 poco después del mediodía fondearon en Castro los buques de guerra ingleses Exeter y Achilles. El día anterior en un tren especial habían viajado a Ancud los jugadores de Estrella del Sur para enfrentar al Enrique Muñoz. El domingo en el estadio ancuditano se realiza una espectacular jornada deportiva interciudades e internacional. En el preliminar Estrella del Sur y el Enrique Muñoz empatan a uno. Partido que arbitró el Sr. Lara de Castro. “Muy acertado en el primer tiempo, pero desastroso en el segundo” En el partido de fondo el Escuela Superior se enfrentó al seleccionado del crucero inglés Ayax. “El primer tiempo fue de absoluto dominio de los extranjeros. El team británico sin mostrar nada del otro mundo, a parte, de pases largos y precisos”; golea al equipo ancuditano por cuatro a cero.

Era jugador del Escuela Superior Andres Penoy, quien en muchas ocasiones reforzó al Estrella del Sur. “Jugaba de half derecho marcando al wing izquierdo de los ingleses. Cada vez que Penoy tenía la pelota se quedaba quieto, paraba el juego, y también frente a Penoy se detenía el jugador inglés. Entonces el capitán del equipo ancuditano a gritos le llama la atención: ¡Ya , puh, Penoy!. Viniste a jugar o a conversar.”

Ese mismo día en Castro el Arco Iris le ganaba a la selección del crucero ingles Exeter, 1 – 0. A las 16.00 horas más de 700 personas; casi la mitad de los habitantes de esa pequeña ciudad ubicada en el centro de ese archipiélago que es la entrada a los laberintos de la Patagonia occidental; llegaron hasta el estadio para presenciar este “match deportivo del año”. “Fue un partido de acciones parejas, faltando pocos minutos para el final hace el gol el centro foward Flores que por primera vez vestía la camiseta del Arco Iris. En la defensa se destacó Julio Saavedra.”

Ese día en Arco Iris no jugaron ni Ursini, ni “Mañuco” Cárdenas, ni Márquez, estaban en Ancud reforzando a Estrella del Sur. El lunes al amanecer el Exeter zarpó de Castro. En la tarde después del partido la banda de este buque de guerra realizó una retreta que fue muy aplaudida por el público que llegó hasta la Plaza de Armas.

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Acorazado inglés Exeter, cuya tripulación se enfrentó a Arco Iris reforzado

con jugadores de Estrella del Sur.

EPILOGO

En enero de 1939 el Exeter y el Ayax, que tenían su base en las islas Malvinas, regresaron para ayudar en la reconstrucción de las ciudades de Concepción, Chillan, San Carlos destruidas por el terremoto de ese año.

La misión de los acorazados ingleses, era perseguir por los canales australes al acorazado de bolsillo Graff Sppe, barco alemán que se creía tenía su base en esta región de Sudamérica. La escuadra inglesa formada por el Exeter, el Ajax y el Achilles, tenía su base de operaciones en las islas Falkland, (Malvinas). En diciembre de 1939, esta escuadra inglesa descubre y se enfrenta con el acorazado alemán en el Atlántico Sur. Es la batalla del Río de la Plata. Allí el Exeter resultó seriamente dañado debiendo regresar a las Malvinas, donde fueron enterrados los marineros fallecidos. Algunos de ellos una tarde de octubre, jugaron el último partido de fútbol de su vida, en la cancha de un pueblo destruido por los incendios.

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CAPITULO III

FANTASMAS DE LA PATAGONIA

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TODO ESTABA LEJOS

Nunca mi abuelo habló de los años de su juventud cuando fue aprendiz de herrero en la Patagonia Ya anciano en las largas tardes de verano fumaba en silencio contemplando, sin ver, el paisaje mientras la memoria se abre de par en par buscando el pasado escondido y lejos; y no tiene más remedio que mirarlo.

En mi infancia escuché discursos y leí libros donde decían que los chilotes fueron los forjadores de la Patagonia. Ciudad de los Cesares adonde algún pariente viajó a buscar el dinero que no existía en estas islas. Dejaban hasta el alma en las estancias y regresaban hablando en argentino. En los años sesenta era común ver chilotes vestidos como gauchos, con grandes bombachas dentro de brillantes botas de cuero. En la Patagonia se ganaba dinero a manos llenas y en Chiloé se transformaba en yunta de bueyes, casa, campo, abono, siembra y abundante cosecha. Se espantaba el hambre con solo ir a Rió Gallegos, a Comodoro Rivadavia, a Ushuaia. Allá, mi abuelo y muchos otros, encontraron el trabajo que en estas islas no existía. En los años treinta los barcos se iban repletos de chilotes que no sabían leer ni escribir. Muy pocos regresaron. Cientos de miles de inmigrantes desde principios de siglo veinte se fueron a hacer patria en suelo ajeno. Era un orgullo hablar de un pariente que estaba en la Argentina. Pero un día por casualidad leí “La Patagonia Rebelde” libro donde el escritor argentino Osvaldo Bayer relata la gran huelga que a inicios de la década del veinte sacudió a la Patagonia. Cientos de obreros pidiendo no dormir en camarotes, como presos en una cárcel amontonados en los galpones de esquila. La dignidad de descansar en piezas ventiladas y desinfectadas cada ocho días. Tener un lavatorio, agua abundante y botiquín. Un paquete de velas al mes. La tarde del sábado para lavar la ropa. No descontar del sueldo el colchón y la cama; dejar de trabajar a la intemperie en días de lluvias o fuerte ventarrón. Los estancieros mandaron a buscar al ejército y contestaron con balas. El autor da el nombre de unos pocos dirigentes de la Sociedad Obrera, gallegos que llegaron huyendo del hambre. El resto eran chilotes que valían

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menos que una oveja. “Gente oscura, sin nombre, rotosos que nacieron para agachar el lomo, para no tener un peso”. Por esa discriminación fueron cobardemente fusilados, murieron en silencio, recordando paisajes lejanos donde dejaron casa y familia. No había que gastar balas en esos indios que valían menos que un perro ovejero, se les hacia cavar su propia tumba y si después del primer disparo quedaban boqueando. Un oficial les volaba los sesos y borraba la casa, los bueyes, la siembra, la cosecha. Mientras allá muy lejos la arboleda fue envejeciendo, las arañas tejieron olvido, un letargo de traucos y un anidar de murciélagos se adueño de la casa creció el abandono mientras la familia esperaba el regreso que ofreció mejores días. Total venían de tan lejos que nadie nunca sabría de su muerte

Después de leer ese libro se me borraron los discursos aprendidos en la niñez desaparecieron los pioneros y sus hazañas. Comprendí el silencio de mi abuelo. Apareció el hombre y el hambre, se acabaron los engaños Para que el pan nunca faltara en casa nuestros abuelos y parientes fueron a la Patagonia; al “País del viento”, a buscar el trabajo que su tierra les negaba. Allí masticaron el rencor, el hambre y la fatiga que como buitres sobrevolaban los días de soportar la discriminación y el desprecio de la explotación. Todo para que el pan nunca faltara en casa. Rebanada de pan que es señal de aprecio para con las visitas, cuando faltó la harina, la papa se hizo pan en la pobreza, y también olvido. Un olvido de ocultar penurias para que los hijos crecieran felices.

CUANDO EL GALLEGO SOTO APARECIO EN CASTRO

Creo debió ser a mediados de abril del año 21 cuando a Antonio Soto Canalejo los dirigentes de la Sociedad Obrera de Magallanes lo escondieron en un canasto con ropa y lo embarcaron en el vapor Tarapacá para ayudarlo a escapar de la muerte en los malos días de la huelga grande en Río Gallegos; desde Punta Arenas viajó a Valparaíso. Era un día de sol cansado cuando el Tarapacá recaló en Castro y estuvo tres días cargando tablones de ciprés, alerce y coigue apellinado que las goletas traían desde la cordillera. En el

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muelle un centenar de chilotes esperaba embarcarse para emigrar a las salitreras porque en el sur, en la Patagonia aquellos que regresaban con el miedo pegado a los ojos hablaban de matanzas y cárcel.

Antonio Soto, un gallego anarquista y hablador, se aburría en cubierta mirando ese pueblo de una sola calle que subía una colina. Calle que después de mediodía se aletargaba de pájaros. Aburrido del mismo paisaje decidió bajar a recorrer el pueblo de esos chilotes que conoció analfabetos, sumisos, sin carácter pero trabajadores hasta decir basta, ansiosos de ganar dinero porque en su tierra no había trabajo y regresar a comprar un campo, una yunta de bueyes, criar algunos animales para sobrevivir después de haber dejado hasta el alma en esas estancias de mucho trabajo y escaso sueldo.

En un bote llegó hasta el desembarcadero, vio un grupo de indios chonques viviendo en sus chalupones mientras venden luche, cochayuyo, sartas de cholgas y chiguas de pescado seco amarrados con voqui. Recorrió la estación y en calle Lillo vio almacenes repletos de chilotes comprando azúcar, harina, tabaco y yerba mate para llevar a sus islas. Llegó a una plaza con enormes árboles y un pequeño kiosco rodeado de malezas. Caminó hasta ver un río que se perdía en la espesura. Regresa cabizbajo soñando los paisajes de su Galicia natal que le recordaron esos chilotes de rostro blanco y boina negra, esas mujeres de rebozo negro y pañuelo de colores amarrados a la cabeza. Bajaba por calle Blanco mirando los enormes caserones de grandes puertas acogedoras y ventanas conteniendo nubes, casas de ricos, se dijo para sus adentros, cuando desde la vereda de enfrente escuchó un ¡Don Antonio… Hombre, que hace por estos lados!. No le costó mucho reconocer al chilote Guenuman, patizambo y moreno, con su pantalón de huiñe y una carga de tejuelas sobre el hombro. Un abrazo de fraternal saludo y la conversación siguió toda la tarde en el bar de don Chilo. Entre copa y copa fueron apareciendo nombres de fantasmas, hombres que por pedir no dormir en los galpones de esquila, descansar en piezas ventiladas y desinfectadas cada ocho días, un lavatorio, agua abundante y botiquín. Un paquete de velas al mes. La tarde del sábado para lavar la ropa. No descontar

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del sueldo el colchón y la cama; dejar de trabajar a la intemperie en días de lluvias o fuerte ventarrón, y por pedir la libertad de los dirigentes presos fueron perseguidos y fusilados el mismo año cuando Irigoyen era Presidente y abolía la pena de muerte en Argentina.

Ya era oscuro cuando habló de la unión de los proletarios y justicia para el obrero; a un grupo de isleños que habían bajado de sus lanchas a beber un vino de olvidos y buenas alegrías, y a todos se le apareció la muerte y más de alguno supo entonces porque su hermano o su primo o su padre no regresó desde la Patagonia ni escribió una carta de escasas letras. Esas cartas que se hacían por encargo, y siempre traen huellas de felicidad y paisajes de abundancia. La marca del hombre fue dejando sus huellas. Los formaban, quitaban sus pertenecías y sin pedir sus nombres fusilaron a centenares de chilotes: eran los Rogel, los Cuyul, los Naín y Raipillan, decía Antonio Soto con su acento gallego y hablaba de un Lázaro Cárdenas, un Oscar Mancilla, un Roberto Triviño Cárcamo, de García, Bahamondes, Oyarzún que viajaron a buscar fortuna y se encontraron con la muerte más cobarde. Antonio Soto, joven gallego de dura estirpe, recordó ese día que en Corrales Viejos, en Punta Alta, en la estancia Anita vio la traición y escapó para Puerto Natales mientras allí se quedaban, porfiados a enfrentar las tropas del Teniente Coronel Varela; Facón Grande y el Chilote Otey, ese que de puro orgullo por que alguien lo trató de apatronado y le lanzó a la cara un despectivo; ¡Chilote, tenía que ser!, se quedó a enfrentar la muerte. Esta historia mejor la cuenta Coloane y mas vale aquí no repetirla.

La noche había cerrado las puertas cuando Antonio Soto se despide y con la tristeza que corroe el alma por recordar amigos muertos, se despidió de los chilotes y se alejó para regresar al barco. En el muelle no quedaban emigrantes, arropados con ponchos y frazadas de lana dormían en cubierta. En los años que Antonio Soto vivió en Valparaíso se casa con Amanda Souper y después se traslada a Iquique.

La vida tiene sus vueltas y suele a veces repetir la historia. Años después empujado por nadie sabe que desamparo, fantasma o remordimiento, regresa a Puerto Natales donde instala un cine que bautiza:

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“Libertad”; y en 1938 se casa con Dorotea Cárdenas una chilota de Quinchao, con quien tendrá una hija, Isabel Soto, y con su nueva familia se traslada a Punta Arenas donde falleció a los 65 años, el once de mayo de 1963. En 1997 la Central de Trabajadores Argentinos conmemoró los cien años de su nacimiento y recién los argentinos supieron del fusilamientos de cientos de obreros en las estancias patagónicas. En El Ferrol, su pueblo natal en España, una calle lleva su nombre. Pero en Chiloé muy pocos saben que a principios del siglo veinte los chilotes en la Patagonia argentina valían menos que una oveja.

MUJERES SIN HISTORIA

La historia que no se ha escrito es la importancia de las mujeres en el desarrollo social de Chiloé. Creo, y es de valientes equivocarse, que el escaso avance social, económico y educativo alcanzado en el archipiélago de Chiloé no hubiese sido posible sin la disponibilidad de las mujeres para quedarse sosteniendo y ordenando el mundo familiar de esa casa que se quedaba sin hombres cuando el marido y el hijo mayor se iban para la Patagonia a buscar el trabajo que su patria les negaba.

Eran los años cuando Chiloé sobrevivía en un sistema económico de subsistencia más basado en el trueque que en el salario. El aislamiento producto del centralismo de los gobiernos que durante todo el siglo veinte no crearon industrias en las regiones extremas, ni promovieron el desarrollo de la zona austral; obligó a los chilotes a tomar poncho y frazada, colocarse las botas de caminar cien leguas y sin más rodeos ir a buscar, en país ajeno, la prosperidad que su país les negaba.

En Chiloé los únicos espacios de trabajo eran un pequeño tren, algunos aserraderos de los mismos dueños de las estancias magallánicas que también eran los dueños del monopolio de las empresas de navegación. La cesantía obliga a la emigración de los chilotes; que de campesino de minifundio, de pescador por necesidad se hizo obrero en las estancias. En

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tiempos de esquila dejo de ser agricultor y se hizo jornalero. Mientras las mujeres, señoras dueñas de casa, de tejido y siembra, fue agricultor, madre y cocinera ordenando la vida en familia mientras los hombres estaban ausentes. Mujeres laboriosas, tenaces, leales criaron a sus hijos y cuando los hijos acabaron de crecer se fueron de casa. No se tomaban providencias para tiempos de escasez ni pensaban en la posibilidad de la muerte o el no regreso del marido desde tierras lejanas. La vida se hacia a cada momento durante casi un siglo desde cuando en la patagonia los ingleses descubrieron que corderos y ovejas engordaban sin apuro y su lana era de una calidad no vista en otras regiones de la tierra.

Nuestros abuelos o los abuelos de nuestros padres cuando jóvenes se fueron a la Patagonia. En los años iníciales del siglo veinte se iban y volvían en barcos y se volvían a ir y regresaban, idas y regresos de nunca acabar pero a veces no regresaban, se olvidaban de casa, huerta, arboleda, ciudad, familia, y se olvidaban de la muerte y del hambre y se quedaban recorriendo de arriba abajo, a lo largo y a lo ancho esas enormes soledades patagónicas, y nadie supo si vivieron o murieron, si soportaron tanta soledad y desamparo solamente fueron y eso ni siquiera vale un recuerdo. Pero las mujeres esas abuelas de mirada transparentes, de palabras sencillas, mujeres hechas de amparo y desamparo, desbordadas de emociones nunca buscaron las claves del regreso amparadas en el conformismo de suceda aquello que tenga que suceder, esperaban, durante un largo tiempo, el regreso de sus hombres. Una madrugada regresaba el padre, se aparecía con el dinero para arreglar la casa, comprar salitre y bueyes; y el hijo mayor se quedaba en la Argentina o en Magallanes o en Tierra el Fuego era el destino que dejaba su marca. Las mujeres respiraban tranquilas se había sobrevivido otro año.

Así esas mujeres solas criaban hijos, los hacían hombres para otras mujeres que se acostumbrarían a la larga espera; las harían mujeres para ser esposas esperadoras esperanzadas del regreso de los nuevos emigrantes porque no había más futuro para el pobre o eres mendigo destripaterrones como escribían los historiadores hijos de la clase social dominante como si al destino no se le pudiera torcer la mano pero si eras valiente, arriesgado,

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aventurero, te ibas con tu sombra y timidez, tu parquedad construida de silencios, tu nostalgia hecha de supersticiones a ser obrero por un salario mendigado a favores mientras en la isla la mujer sostenía la casa en sus hombros, ordenaba los días de los hijos, y sembraba melgas de esperanzas, engordaba un chancho para el reitimiento de las alegrías y las historias que la memoria traerá cuando regrese el dueño de casa, el amo y señor de ese territorio siempre custodiado por mujeres.

Como lo hicieron, con que recursos mantuvieron casa y familia, que códigos de solidaridad lograron descifrar y a ellos recurrieron en los días de escasez o cuando el hambre se aparecía por la puerta de la casa abierta al regreso pero nunca en soledad, ni construida a golpes de tristeza, ese mal barro se deja afuera cuando nos sacamos las botas de sembrar.

Nada de eso se encuentra en los libros de historia, centenares de páginas sin la historia de las mujeres solas en sus esperanzadoras esperas.

LOS OLVIDADOS DE LA PATAGONIA

Fue a mediados de octubre del año veintiuno cuando los dirigentes de la federación obrera de Río Gallegos llamaron a la huelga porque los terratenientes dueños de las estancias, en su mayoría ingleses, no habían respetado los derechos laborales logrados en la huelga del año anterior. Entonces, los obreros dejaron el trabajo, y se tomaron las estancias. Miles de obreros comenzaron a cabalgar hacia la muerte llevando la solidaridad como bandera y liderados por un puñado de españoles anarquistas.

“Yo tengo un amigo muerto que suele venirme a ver”. Escribió José Martí, pensando en amigos que regresaban a esa amplia casa que es la memoria. Rostros a veces encontrados de improviso, aparecidos al menor descuido, regresando del olvido para visitar a sus amigos. Amigos y parientes muertos apareciendo en sueños a los chilotes que en Santa Cruz, Patagonia Argentina trabajaron en la temporada de esquila de 1921. Ese año

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a muchos, emboscada y a traición, les llegó la muerte, y los que regresaron, tuvieron muchos, demasiados amigos muertos que vinieron a visitarlos para no dar espacio al olvido. Esos muertos apareciendo fueron los chilotes fusilados del modo más cobarde que se pueda uno imaginar. Esos muertos nunca estuvieron de visita en la memoria, siempre estuvieron en esa casa que se construye cada día, pero el silencio del miedo quiso disfrazar de olvido la muerte encontrada en una guerra que nunca existió.

El ejercito argentino justificó con una guerra los cientos de muertos sin nombre sepultados de apuro en fosas mal cavadas. Con enfrentamientos que nunca sucedieron quisieron justificar la muerte de miles de trabajadores chilotes en la Patagonia Argentina. A veces entre conversaciones de chicha endulzada con miel o de mate compartido en amistad y en familia los ancianos hablaban de los muertos, la cárcel, el hambre, los malos tratos, y entre esos malos recuerdos se les escapaba el nombre de un amigo muerto “afusilado” por los soldados argentinos. Una perversa manera de morir. Si es que existe un modo infame de matar esa fue la muerte que tuvieron los obreros que durante semanas, encerrados en los galpones de las estancias, esperaron ser elegidos por los patrones para las faenas de esquila; pero nadie eligió a esos atorrantes, vagabundos mal vestidos que no eran necesarios, y para tener una patagonia limpia, blanca y argentina nada mejor que matarlos. Nadie preguntaría por ellos ni habría de saber como murieron y también fueron fusilados los delegados de la federación obrera en las estancias, los que defendieron sus derechos, y aquellos que alegaron las injusticias. Sin juicio previo, sin más razón que una despiadada discriminación y por la culpa de buscar en país ajeno lo que el propio les negaba se les condenó a muerte.

Esas muertes eran un mal recuerdo saliendo por las ventanas de la memoria, una pesadilla que oscurecía la conversación; mejor era el silencio. No acordarse de esos malos días porque de nada sirve hablar de la matanza en que terminó la gran huelga de los obreros de las estancias, entre octubre y diciembre de 1921. No se podrán resucitar los muertos y el pesimismo conformista justificaba todo olvido; y esas muertes no tenían el sentido del

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testimonio de los errores y las injusticias que cíclicamente vuelve a repetir esta sociedad que gira como una rueda, en eterno retorno. Pero la recuperación de la memoria de un pueblo es en el fondo un trabajo de recuperación de la dignidad y la identidad que en estos días de globalización nuestros hijos pierden sin importarles el pasado que construyeron sus abuelos.

Hoy en Chiloé; nada conmemora este acontecimiento trágico y los muertos ya olvidados, no llegan hasta la memoria de parientes o de hijos de esos amigos que alguna vez como un relámpago recordaron cuando juntos cabalgaron por las pampas de la Patagonia en comisiones de treinta o cuarenta obreros que llegaban a las estancias llamando a la huelga. Una enorme columna de obreros la mayoría de ellos chilotes, analfabetos, callados y sumisos, que emigraron de sus islas buscando trabajar por un jornal para conseguir el dinero que no existía en este archipiélago donde se sobrevivía en una economía medieval basada en el trueque de mercaderías.

Para el ejército argentino fue una guerra donde unos pocos oficiales y un montoncito de cincuenta soldados asesinaron sin piedad, por el puro gusto de matar a obreros que siempre se rindieron sin disparar un tiro y sin combatir entregaban sus armas; unos cuantos viejos rifles Winchester y algunas pistolas “smiti weso”, decían los chilotes sobrevivientes.

Fue una mala guerra donde no murió ningún soldado argentino y que en Chiloé por años se ha mantenido en el olvido. Parece es parte de nuestra identidad vivir con una venda en los ojos de la conciencia.

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EN LAGUNA SALADA APARECIÓ LA MUERTE

El 11 de noviembre, a las seis de la mañana desde Río Gallegos sale una caravana de autos y camiones, doce soldados y más de veinte voluntarios entre policías, administradores y dueños de estancias. Es el capitán Viñas Ibarra que se va para la guerra y no sabe a cuantos matará. Si matará por miedo o por pura crueldad. Es una parte del décimo de caballería que se va a combatir contra chilotes y gallegos, uno que otro asturiano, argentino, alemán o ruso. Europeos que no viven la realidad porque en algún libro leyeron que la solidaridad era el principal mandamiento y la acumulación de riqueza era el pecado original de los patrones y la libertad un bien alcance de la mano. Solo solidaridad y un poco de justicia y nada más es necesario para construir un país libre y justo; y entonces ser felices. Eran los anarquistas de esos años gente que vivía fuera de toda realidad; creen en utopías y se pierden en disquisiciones tolstonianas o bakunistas. No saben de estrategias de combate, movimiento de tropas, manejo de armas que es la profesión del Capitán Viñas Ibarra y del subteniente Frugoni que mandan ese ejercito de doce soldados que se va a liberar estancias y a matar bandoleros en combates que creen quedaran escritos como páginas gloriosas en el libro de la historia. Adónde vas dijo la fama; a conquistar la gloria, dijo la historia porque el deber me llama y antes de Navidad regresaré a casa cargado de medallas, cicatrices de guerra y recuerdos de batallas.

Un sentimiento del deber patriótico tan abstracto como la esperanza de los obreros huelguistas impulsaba a ese pequeño ejército que viaja hacia las estancias Tapi Aike, Fuentes de Coyle, Primavera, Punta Alta, Cancha Rayada, Cordillera de Baguales; lugares donde dejará un rastro de miedo y muerte.

El 14 de noviembre el Capitán Viñas Ibarra iba con su ejército por una región cordillerana, pedregosa y con quebradas cubiertas de espeso monte. “Terreno muy especial para emboscadas”, escribió en su informe de esa guerra, mientras en camiones y automóviles transporta un poco más de quince soldados y veinte voluntarios que van hacia la estancia Fuentes de

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Coyle cuando un apurado jinete trae la noticia que la estancia Laguna Salada, ubicada cerca del límite con Chile, está siendo saqueada por un grupo de obreros rebeldes. La estancia Laguna Salada era una de las tantas propiedades de la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia cuyo dueño era José Menéndez, el rey de la Patagonia ; quien con un pequeño boliche, mucho esfuerzo y pocos escrúpulos se hizo dueño de extensos territorios en Chile y Argentina, empresas de navegación, frigoríficos y bancos.

Ese día más de ciento treinta obreros acampaban después de haber requisado mercaderías y caballos en la Estancia Laguna Salada. Descansaban en una quebrada sin haber puesto centinelas porque nunca nadie les dijo que estaban en guerra y había que defender la vida en cada ataque de un enemigo que no conocían. Ese día después de semanas a puro cordero asado con sal; fuman y juegan truco gritando versos de flores y envidos mientras comparten un mate con tortillas al rescoldo porque en esos días de vagabundear buscando justicia social y mejores condiciones de trabajo en esas pampas argentinas sin árboles y llenas de corderos; la harina, el tabaco y la yerba mate eran un bien escaso. Los que escaparon de la matanza dijeron vimos un grupo de soldados y pensamos traen la solución para la huelga pero comenzaron a disparar sin que nadie los hubiera provocado.

En su parte de guerra el Capitán Viñas Ibarra escribe: “algunos bandoleros pretenden disparar a caballo, pero nuestros soldados sin temor defendían la Patria ”. Eran obreros que presintiendo la muerte escapaban de tanta balacera. Esa mañana los soldados capturan ochenta prisioneros, todos chilenos, poco más de una docena no son de Chiloé. Su armamento son algunos Winchester, varios revólveres y centenares de cuchillos. Cuchillos que antes se usaban para capar corderos y descuerar ovejas por magia y culpa del miedo se han transformado en armas de guerra. En ese combate los soldados de Viñas Ibarra rescatan trescientos cincuenta caballos.

Es este el “primer combate” entre el ejército argentino y los huelguistas; y como será costumbre en todos los enfrentamientos no hay heridos y los únicos que mueren son los obreros. Las tropas del capitán

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Viñas Ibarra son poco más de cuarenta y enfrentan a ciento treinta y cuatro huelguistas. Pero no muere ningún soldado, solo los huelguistas mueren, y dos caballos quedan heridos Extraña discriminación hace la muerte, aquella que dicen es la más democrática, implacable, y que a todos alcanza por igual el año 21 en la Patagonia argentina solo buscaba obreros, y chilotes, para mejor seña.

Extraños combates con muertos de un solo lado. Los obreros nunca quisieron enfrentar al ejercito, ni pensaron en preparar emboscadas, ni atrincherarse en algún lugar inexpugnable que por allí había muchos; y tampoco tenían armas para iniciar una acción militar o guerrillera, apenas unos cuantos Winchester de esos que traen la muerte en blanco y negro en las viejas películas de westerns. La guerra nunca estuvo en la mente de los obreros su único objetivo era pactar la vuelta al trabajo haciendo cumplir el convenio laboral y la libertad de los dirigentes presos.

El combate de Laguna Salada es el comienzo de una guerra sin cuartel. A los prisioneros que los administradores y dueños de estancias reconocen como dirigentes o delegados de la sociedad obrera se les mata en el mismo lugar donde son apresados. Aunque hubieran sido bandoleros en ningún lugar del mundo se les castigaba con la pena de muerte mientras no hubieran cometido delito de homicidio. Pero es la guerra del teniente Coronel Varela y en esa guerra lo evitable nunca sucede y lo inesperado ocurre constantemente.

En su informe Viñas Ibarra dice a ver visto; “un grupo de no menos de cien hombres en línea de tiradores”. Esto es parapetados en los accidentes del terreno dispuesto a atacar y a defenderse pero solo captura no más de veinte rifles viejos, el resto desapareció o este militar sufría de ilusiones.

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BELISARIO SEPULVEDA EN CERRO CASTILLO

En la Estancia Cerro Castillo propiedad de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego; fue donde vi a Belisario Sepúlveda mostrar toda su capacidad de noqueador cuando enfrentaba a dos, tres y hasta cuatro contendores en cada velada Al entrar a esa estancia parece uno encontrarse en un pequeño pueblo. A uno y otro lado del camino que la cruza existen talleres de hojalatería, herrería, mecánica, talabartería, carpintería, bodegas y galpones de maquinas y herramientas, las casas de peones y empleados, un bien abastecido almacén y al final de la calle estaba el enorme galpón de esquila y los corrales.

La ubicación de esta estancia hacía que diariamente se aglomerara una gran cantidad de personas procedente de muchas partes, y más en abril cuando los chilotes regresaban a sus islas. Si a eso se agrega que llegan peones desde distintos lugares hasta los talleres; necesarios para la reparación de maquinas, camiones y otros arreglos que envían a hacer desde las estancias. Esto le da a Cerro Castillo el aspecto de un pequeño pueblo por donde aparecen vendedores viajeros con maletas repletas de chulerías inservibles, charlatanes vagamundos ofreciendo el oro y el moro, circos ambulantes y errantes espectáculos de feria con cantantes, magos ilusionistas y hasta un cine con un músico transeúnte tocando un piano destartalado mientras se exhiben películas mudas y también aparecen boxeadores andariegos ofreciendo el desafío de pelear con tres o más contendores; y quien logre vencerlo se llevará un suculento premio que ni siquiera se puede uno imaginar en sus mas afiebradas alucinaciones; un espejismo engañador en un espectáculo lleno de trampas.

En una oportunidad, en diciembre de 1918, por esa estancia apareció Belisario Sepúlveda como parte del espectáculo de un viajante charlatán español que hablaba hasta por los codos. Esa tarde lo vi enfrentar a cinco adversarios. Sepúlveda se mostró muy superior. Los contrincantes apenas

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duraron once minutos y ocho segundos, en los cinco asaltos de tres minutos cada uno.

Dos semanas después se propuso repetir la hazaña. Para esta vez enfrentar a media docena de contrincantes cerca de los bretes, en la tarima del galpón de esquilar, se armó un ring de varas y lazos. La exhibición fue pactada a seis asaltos de dos minutos cada uno. El límite era de catorce minutos si no lograba vencer a sus contrincantes antes de ese tiempo se devolvería el dinero de las entradas. Pero era un espectáculo aparte ver y escuchar a ese español charlatán capaz de vender un caballo achacoso y viejo como si fuera un enorme elefante con una argolla de oro en su nariz. Ofrecía sus baratijas como si fueran los tesoros del rey Salomón y sus ungüentos para los dolores musculares, sus quitacallos y tónicos para los catarros con trabalenguas, trampas y palabras enigmáticas que convertían en milagrosos bálsamos las pomadas más vulgares.

Ese día presentó a los boxeadores que habían ganado en las eliminatorias realizadas durante la semana; y nerviosos esperaban sobre el ring, unos lazos amarrados a cuatro estacas clavadas en la tarima de cargar los fardos de lana; el sorteo del orden en que enfrentarían a Belisario Sepúlveda.

Aquel que ven allí; gritó Jesús Estévez, ese de espesas cejas es el Gran Mastodonte de Galicia, y este otro con los ojos de serpiente y las piernas flacas, un temerario chilote que ha recorrido centenares de recónditas islas en sus invencibles naves. Aquel robusto roble de piernas arqueadas y cara de indio de pelo erizado y negro, es un fiero león aficionado a tomar en los boliches pampeanos hasta perder la sabiduría y los sentidos; y a su izquierda ese calamitoso titán, que ustedes al igual que yo están viendo, proviene de esa nación lejana. Aquella de los verdes pastos y trae consigo el aguante feroz de los valientes y la paciencia infinita de los héroes. Todos estos campeones, furiosas bestias humanas, leones indomables, en esta tarde inolvidable. Dijo lento recalcando cada silaba de inolvidable. Ellos no tiemblan de miedo ni de frío. No son famosos, ni hijos de los dioses que habitan el Olimpo. Ellos son valientes gladiadores que desean derrotar al

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más prooominente y nuuuunca antes visto por estas regiones, el amo y señor de los cuaaadriláteros: Beeeliiisario Seeepúuulvedaaa.

Éramos casi mil espectadores que pagamos una entrada de cincuenta centavos para ver esas peleas. El primer contrincante fue un gallego gigantón y torpe, ni bien dieron la orden de combatir el grandote empezó a insultarlo. Lo primero que le dijo fue "gallina" y lo invitaba a pegarle. Sepúlveda desconcertado se contuvo, pero el gigantón seguía con sus insultos cada vez más elevados de tono. El punto culminante fue cuando le sacó la madre y bajó los brazos exponiéndole generosamente su mandíbula al tiempo que le repetía desafiante "pegá gallina". En ese momento todos los asistentes vieron al gallego salir disparado fuera del ring. Luego apareció José Soto, de Quilquico, que por ganarse los cien pesos del premio se mantuvo en pie 57 segundos. Leonidas Penoy que recién llegaba desde la estancia Los Morros se dedicó a correr en el cuadrilátero y soportó justo cuatro minutos antes de caer echando sangre por boca y nariz. Dadivino Remolcoy queriendo ganar los doscientos pesos conectó de casualidad un poderoso derechazo a Sepúlveda. Un aletazo que le dio en pleno hocico y Sepúlveda anduvo a trastabillones como veíamos a Chaplín en las películas pero Remolcoy fue derribado luego de dos minutos de recibir una lluvia de golpes. Baldomero Hernández fue el contrincante más difícil. Fue tan emocionante el enfrentamiento y tal la valentía de este adversario, que se disputó un asalto extra. Por último subió al ring un italiano que dijo ser el peso welter Enrico Lombardi, quien entró decidido a dar combate. Sepúlveda esquivó todos los golpes con relativa facilidad, hasta que se propuso poner fin a la jornada con dos poderosos "mamporros", que hicieron caer al bachicha de bruces en el piso. El tiempo empleado fue de 13 minutos y 57 segundos. Tres abajo del límite pactado para no devolver la plata a los espectadores.

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BUCHT CASSIDY AND SUNDACE KID IN COCHAMO

Quienes disfrutamos añejas películas de cowboy alguna vez vimos “Dos hombres y un destino” (1969), película donde Paul Newman y Robert Redford son Bucht Cassidy y Sudance Kid famosos asaltantes de bancos y trenes. Si mal no recuerdo, recuerdo bien, la música era de Bob Dylan. El único cantante que ha sido postulado al Premio Nóbel de Literatura.

Esos pistoleros de mala fama del Farst West estuvieron aquí cerquita, allí al frente. Al otro lado de Cochamó, cruzando la cordillera, me dijo Honorio Aguilar a quien un día se le ocurrió recordar que a principios de siglo su abuelo en goleta velera viajaba desde Achao hasta Calbuco, y un día se llevó un grupo de chilotes a trabajar en una empresa que los ingleses tenían en Cochamó; donde bien adentro del estuario del Reloncaví instalaron un frigorífico, con matadero, grasería, corrales, además de un aserradero y un muelle. Industria que después de la Primera Guerra Mundial desapareció por causa de la crisis de la lana y la carne.

Uno de los que fueron en ese viaje, Recaredo Cheuquepil, se aburrió de tanto trabajo, mala comida y escaso sueldo y se las enrumbó a cruzar la cordillera, para irse buscar trabajo por la Patagonia , siguiendo el sendero por donde arreaban vacas y ovejas desde Argentina. Apareció en la zona de Cholila, por los cerros de Lelelque, y se quedó casi dos años trabajando para unos gringos que mal hablaban castellano, tenían las piernas encorvadas de tanto andar a caballo, mascaban tabaco y escupían salivazos amargos, usaban sombreros de ancha sombra y vestían como esos pistoleros de las películas western, con un colt colgando de un cinturón repleto de balas.

Se me quedó dando vueltas en el cerebro esa historia y fui investigando hasta descubrir la fascinante vida de Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta Place. Los bandoleros más buscados en Estados Unidos por asaltar trenes y bancos. Dice la leyenda que cierta vez tres norteamericanos, dos hombres de apellidos Brady y Linden y una mujer, se alojaron durante varios días en el Hotel Argentino, el más elegante de Río Gallegos. Hacen un depósito de dinero en el Banco de Londres y Tarapacá; y mientras permanecen en el

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pueblo, cada mañana, esos gringos lunáticos, salen del pueblo a todo galope y disparando sus colts. Una excentricidad que se fue haciendo costumbre. El catorce de febrero de 1903, hacia dos días que la mujer se había ido del pueblo; después de desayunar los dos gringos se encaminan hacia el banco. Apenas llegan amenazan con sus revólveres, y amarran al administrador y a los empleados. Los encierran en una oficina y obligan al cajero a abrir la caja fuerte. Se apoderan del dinero y escapan a todo galope. A nadie llama la atención esa mala costumbre de cabalgar a rienda suelta que tienen esos gringos. Cuando se descubre el robo, y una patrulla encuentra el lugar donde la mujer los esperó con caballos frescos, recién comprenden el engaño. Nunca descubrieron a los culpables. Para creer o no creer esta historia se debe considerar que Río Gallegos esta casi a dos mil kilómetros de Cholila.

En una carta, Santiago Ryan en realidad, Robert Leroy Parker, más conocido como Butch Cassidy, escribió a la esposa de un amigo que vivía en Ashley, Utah; y fue uno de los integrantes de su banda de asaltar trenes, bancos y diligencias de correos en los años que vivieron en el Viejo Oeste; describe su propiedad en Cholila como una pequeña cabaña con una cocina y tres cuartos, cerca de una vertiente. Poseen además un establo, trescientas cabezas de ganado vacuno, mil quinientas ovejas y veinticinco caballos; y decía que para llegar a Chile era necesario cruzar la cordillera, aventura que se consideraba imposible hasta que el verano pasado recién comprobó que la empresa dueña de un frigorífico en Cochamó había abierto un camino que permite llegar hasta Puerto Montt con un arreo de ganado. Señalaba que por ese camino podrían demorar unos cuatro días, y no tardar dos meses de viajar por el antiguo sendero. Expresaba; “esto será un gran beneficio para nosotros, porque Chile es nuestro gran comprador de carne y podemos llevar nuestro ganado en la décima parte del tiempo que ocupábamos al ir por Bariloche, sin que disminuya su peso”. Los asustaba el mar por esa razón solo viajaron dos o tres veces hasta Puerto Montt y después de vender el ganado que embarcaban en Cochamó, regresaban a su estancia cuyo paisaje les recordaba las praderas del Wyoming de su infancia. En Cholila eran dueños de seis mil hectáreas compradas en 1884 usando los nombres de Santiago Ryan y Enrique Place que vivía con su mujer Etta Place.

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Una mañana de diciembre, cinco norteamericanos, Bucht Cassidy, Sudance Kid acompañados de Robert Evans y Williams Wilson, y Etta Place que iba vestida de hombre, bebían y hablaban a viva voz en una cantina de VillaVaroli. A nadie llamó la atención ese grupo de ruidosos extranjeros. Eran otros de los muchos colonos que llegaban a comprar y a vender sus arreos en la feria ganadera que se celebraba en el pueblo. Salieron del boliche, donde bebían hablando a gritos en un idioma que ni los indios entendían, caminaron dos cuadras y entraron al Banco de la Nación , amenazaron a los empleados y los pocos clientes que encontraron, dispararon varios tiros al aire, repartieron culatazos y golpes de puño. Minutos después, con un pueblo entero alertado del asalto, y en medio de una balacera infernal, huían a caballo rumbo a la frontera con Chile. Cassidy y Sudance tenían una coartada durante ese mes habían estado arreando ganado hasta Cochamó. A Evans y Wilson en 1911 los mataron en paso Río Manso cerca de la frontera.

En 1905 vendieron sus tierras a la compañía dueña del frigorífico instalado en Cochamó. Años después, mientras los dos forajidos y su mujer, cabalgaban hacia la leyenda el gobierno argentino anuló la venta aplicando una ley que no permitía que empresas extranjeras tuvieran territorios dentro de los 150 kilómetros inmediatos a la frontera. Algunos afirman que se fueron a México donde fueron mercenarios en la revolución de Pancho Villa. Otros dicen que Sundance Kid murió de viejo y está enterrado en una de las orillas del Lago Puelo, a metros de la frontera chilena. Algunos afirman que en 1909 fueron acribillados en San Vicente, Bolivia, y después, para que en el otro mundo no anduvieran asaltando bancos, cortaron sus cabezas.

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ESPORADICO MUÑOZ SIEMPRE RECORDÓ A MARY PICKFORD

Por capricho de su madre y para burla de su padre, que verano por medio regresaba de la pampa salitrera; lo bautizaron Esporádico Muñoz. Su padre se aparecía con su rostro moreno cuarteado por los soles del desierto; una vez cada dos años, hasta que no regresó más, en diciembre de 1907 cuando ya no se supo más de él. Lo que nunca supo Esporádico Muñoz es que su padre de quien recordaba su cara con ásperas arrugas, las crines de una barba dura y espesas cejas; como muchos otros centenares de obreros chilotes murió en las salitreras después de marchar por el desierto en la gran huelga de las salitreras en 1907, y en diciembre de ese año fue ametrallado con cientos de obreros, mujeres y niños en la cobarde matanza de la escuela Santa Maria de Iquique.

Cuando Esporádico Muñoz cumplió diecisiete años se fue para la Patagonia , armó comparsa con su vecino Chicuy, y por tres ovejas y un cordero lograron convencer a Gumersindo Soto que con su chalupón los llevara hasta Puerto Aysén, y rumbearon a cruzar la cordillera siguiendo las huellas de otros miles de chilotes que no teniendo como pagar pasajes de tercera clase, en las bodegas de los barcos de la Empresa Menéndez Behety, cruzaban la cordillera y caminaban por las pampas patagónicas hasta las estancias buscando ganarse la vida para olvidar la muerte que te dice a ti nadie te regala la vida. Así trabajando por unos cuantos pesos, en dos años logró llegar a Río Gallegos. En octubre cuando ya comenzaban los primeros trabajos de la temporada de esquila. Se fue a inscribir en la Sociedad Obrera en el local de la asociación sindical se encontró con Bauche Saldivia, natural de Quetalco, tan joven y como él de casi veinte años pero tan gordo que cuando niño sus compañeros de escuela le decían “chicharrón de ballena”, decidieron hacer comparsa y después que le dieron su carnet de federado, y con señas de que debían caminar hasta la estancia Bellavista. Bauche Saldivia lo convenció que para descansar esa tarde se fueran a dormir al cinematógrafo.

Esporádico Muñoz en su vida había conocido el cine y esa gente que aparecía en esa pantalla plana le parecieron seres salidos del otro mundo.

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Apariciones que surgen en la noche de San Juan cuando se anda en busca de entierros. Bauche Saldivia a su lado roncaba como condenado y el con la boca abierta y el corazón latiendo a todo chancho vio aparecer la mujer mas hermosa nunca antes vista en toda su corta vida. Ni las hijas rubias de los patrones ingleses, niñas pálidas y huesudas, tenían la firmeza de carnes como la Mary Pickford que así se llamaba la actriz de “Amores en el Desierto”, una película muda que hoy nadie recuerda.

Desde ese día cuando en el cine de Río Gallegos vio a Mary Pickford que en ese lunes, porque era un lunes del mes de octubre cuando vio a esa mujer aparecer como Afrodita saliendo del mar, pero Esporádico Muñoz nada sabia de Afrodita ni de mujeres rubias con labios pintados y cabellos peinados en catarata de rizos sobre sus hombros que salieran del mar. Es que no se ve más bella compadre, porque es imposible que pudiera haber alguien tan bello como es de bella Mary Pickford.

¿Y como sabes que se llama Maria Pifor?. Le dijo Bauche Saldivia.

Es que fui tres veces a ver la película, y en el cine le pregunte su nombre al anunciador. El hombre encargado de leer con un altavoz los carteles de las películas para que la entiendan aquellos que no saben leer.

Tres pesos mal gastados antes de empezar a caminar buscando trabajo en las estancias. Le reprochó Bauche Saldivia.

Si; y las tres veces fue por un ángel tan lleno de hermosura coronado de laureles… Contestó Esporádico sin notar lo contradictorio de su afirmación.

Al otro día caminó treinta kilómetros hasta Tapi Aike, en un silencio más atroz que el del cine silente. En su memoria seguía pegada la imagen de esa mujer magnifica: “Es que tu no te das cuenta como serán en la realidad, esas tetas que no se ven en la pantalla”. Fue todo su comentario cuando Bauche, por llamarse Bautista, le preguntó:

- ¿Qué te pasa Esporádico que andas como leso?.

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Era que Mary Pickford se le aparecía hasta en la lana de las ovejas mientras las esquilaba. Era imposible que en este mundo existiera esa clase de mujeres. Las hijas del patrón, esas gringas flacuchentas que veía desde lejos jugar en el patio de la casa patronal no eran ni sombras de la mujer que vio tres veces, las únicas tres veces que en toda su vida había ido a un cine. Pero ahí estaba Mary Pickford adherida a su memoria como esos recortes de diario que con engrudo pegaba a su cuaderno de copia. Cuaderno que después se comían los ratones cuando olían la harina del engrudo.

Es que Mary Pickford es de esa clase de mujeres que pueden torcer el destino de los hombres con solo mirarlos desde la pantalla del cine.

Esa noche de diciembre del año 21, estaba tan oscuro como en el cine de Río Gallegos cuando Esporádico Muñoz conoció a Mary Pickford a la cual estaba viendo aparecer en su memoria. Mary Pickford un ángel repleto de hermosura y coronada de laureles acercaba su rostro y le ofrecía un beso… por eso no escuchó a Viñas Ibarra dar la orden de matar cuando lo fusilaron en la Anita junto a otros cuarenta compañeros.

DADIVINO REMOLCOY VERSUS BELISARIO SEPULVEDA

Fue en este cine de Paso Ibáñez donde Dadivino Remolcoy casi derrotó a Belisario Sepúlveda. Le dije a Remigio Santana mientras escuchábamos a José Outerello que parado delante de la pantalla del cine Antares arengaba a los obreros de las estancias el día cuando llegamos al pueblo.

Todavía sonaban las palabras de libertad y las espuelas de los jinetes en rebelión cuando en esa sala encerrábamos a los rehenes mientras recordaba que cuando se acabó de proyectar La llama Eterna, película actuada por la popular reina del cine mudo Norma Talmadge; anunciaron que la noche del viernes se realizarían combates de boxeo. Remigio Santana me miraba con una expresión de asombro en su cara rasurada y algo fastidiado se pasaba una mano por su bien arreglado peinado de pelos tiesos domados con

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Glostora, la gomina de los caballeros, pretendiendo imitar a Ramón Novarro. Un sonriente galán rompecorazones en los años del cine silente.

Fue en ese mismo proscenio donde recién dijo su discurso el compañero Outerello que Belisario Sepúlveda se enfrentó con seis rivales y los derrotó a todos pero Dadivino Remolcoy con un gualetazo lo anduvo trayendo a mal traer. Le dije mientras me sentaba en una banca, dejando sobre mis rodillas el rifle Winchester, para mejor recordar frente a la pantalla sin imágenes de ese cinematógrafo de pueblo que empezaba sus funciones a las dos de la tarde y terminaba pasadas las once de la noche.

Remigio Santana que en los días de su adolescencia en Ancud pasaba tardes completas en el cine habló entusiasmado de Nita Naldi, de Rodolfo Valentino el galán latino, Tom Mix el cowboy más elegante de la historia del cine, la misteriosa Theda Bara actuando en Cleopatra, y la más larga película hasta hoy filmada El Nacimiento de una Nación creada y dirigida por DW Griffith, sin olvidar a los Tres Mosqueteros película donde actuaba el famoso comediante Max Linder que años después se suicidaría asesinando a su esposa por culpa de celos enfermizos. A los espectadores que no se iban al final de la primera exhibición el portero le entregaba la mitad de un boleto. Si al final de la siguiente función aun permanecían en la sala con su medio boleto, le pedía se retiraran. Entonces empezaban las discusiones y altercados. Dijo Santana mientras vigilábamos a los rehenes en la sala del cinematógrafo de Paso Ibáñez.

Permanecí en silencio recordando esa noche de boxeo cuando todos los hombres del pueblo y los obreros de las estancias vecinas estuvimos mirando como Belisario Sepúlveda derrotaba a sus rivales pero cuando se enfrentó a Dadivino Remolcoy, un indio de las Guaitecas mal bautizado por culpa de la enredada escritura de un borracho oficial del registro civil que no pudo escribir Ceferino a causa de su pulso entorpecido por el aguardiente.

En el instante en que a Belisario Sepúlveda, Dadivino Remolcoy lo aturdió con un golpe de casualidad, y mientras andaba a trastabillones por el ring le pareció que la realidad era como en esas películas mudas que vio en el

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cinematógrafo de Río Gallegos. En la profundidad del silencio su mente intentaba hallar una explicación a los hechos perceptibles a sus sentidos atrofiados por ese golpe matamosquero que Remolcoy había lanzado por si acaso. Ve el desconcierto reflejado en el rostro de los espectadores. Percibe sus gestos como fenómenos abstractos sin existencia real. Ve las bocas abrirse en expresión de gritos que debieran existir en otra realidad, lejos de ese silencio que su conciencia no puede comprender. Distingue brazos espontáneamente azotados en violentos gestos que supone de rencor. Su intuición representa acontecimientos que ocurren en ese espacio sin ruidos que se extiendan por el aire hasta sus oídos.

En cuclillas permanece en el centro del ring con los guantes mojados de sudor se tapa los oídos luego se palpa la mandíbula para constatar que no fue dañada por ese puñetazo sorpresivo. El dolor se mezcla con el espesor del silencio y una rabia desamparada le enturbia los reflejos. Ve alegría en aquellos a quienes favorece su derrota. Su intuición deduce este juicio en el alborozo silencio de los gestos de euforia. Respira profundo para liberarse del tormentoso aguijón que han clavado en su oído derecho. Siente el húmedo calor de las gotas de sudor que resbalan por su cuello. Apoya una rodilla en la lona que cubre el piso de tablas del ring. Mira sus guantes ensangrentados en las heridas que sin clemencia ha abierto en el rostro de sus anteriores rivales. El mundo parece moverse lento y sin ruidos.

Este parecía ser el rival más débil de todos y ese engaño ahora lo tiene al borde de la derrota. Su mente considera que el tiempo tiene muchas dimensiones; la lentitud de la cuenta del árbitro, la desesperación por que se acabe el round. Dimensiones simultaneas en espacios diferentes; el interior del ring y las bancas de los espectadores que observan su inesperada derrota. Siente sed y siente seca la garganta, y cerrados los orificios de su nariz. Respira profundo y exhala lento, busca regar de sangre su cerebro para mejorar la rapidez de sus reflejos. Falta la música del piano que romperá el silencio del embrujo que ha transformado la realidad en una película muda.

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El ordenado ritmo del piano otorgara sonido y realidad a los movimientos. Entonces se suprimirá el conjuro que ha separado el tiempo en dimensiones simultaneas incluidas en un único espacio y Belisario Sepúlveda escuchará la cuenta del arbitro a quien ve como moviéndose lentamente en el tiempo y el espacio contenido en la profundidad del espesor de ese silencio que intuye ha inundado al mundo. Es como estar leyendo un libro y percibir que la realidad ocurre en el silencio de la imaginación que ordena y entiende el mundo de nuestras sensaciones.

El árbitro lo ayuda a levantarse tomándolo de un brazo. Le indica el rincón donde como un débil sonámbulo llega a sentarse en un banco de madera. Jesús Estévez, su manager, le limpia el rostro con una toalla mojada, y mientras le da aire sacudiendo la misma toalla frente a su cara, le dice:

- Nos salvó la campana.

EL DÍA QUE VARELA GANÓ SU GUERRA

El dos de diciembre del año 1921 el periódico La Voz de Castro publicó un alarmante titular: “Graves sucesos han tenido lugar en Río Gallegos”. El resto de la noticia decía: Cuatrocientos revoltosos se apoderaron de la ciudad, atrincherándose en las casas y bodegas. Apresando a la autoridad y a numerosas personas. Las fuerzas del Acorazado Almirante Brown atacaron infructuosamente con ametralladoras a los revoltosos; hay numerosos muertos y heridos por ambos bandos”.

La verdad era que un día agrisado soportando un cielo tan bajo que se tiene la ilusión de poder tocar las nubes con las manos; nubes que parecen montones de cenizas empujados por el viento cordillerano; cientos de rebeldes se habían tomado Paso Ibáñez, hoy Comandante Piedrabuena. Hasta ese poblado de casas de calamina ubicado a orillas del río Santa Cruz llega una columna de 900 huelguistas que ocupan el pueblo y encierran a los policías, comerciantes, administradores de estancias y autoridades en el

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cinematógrafo, un edificio de madera y calaminas con un amplio patio de piedras y arena reseca que el viento revuelve en remolinos.

Cuando llegó Varela frente a Paso Ibáñez una delegación de obreros fue a solicitar se traslade hasta el pueblo para conferenciar y llegar a un acuerdo. El Teniente Coronel ofuscado por el mal viaje que ha hecho recorriendo esas pampas planas y secas le dice a su lugarteniente: Que vienen a darme condiciones ese montón de vagos, los voy a moler a palos y a espantar a balazos hasta que crucen la cordillera para que nunca más regresen a ensuciar nuestra patria. Luego más calmado ordenó responder que los obreros debían rendirse incondicionalmente en el término de tres horas porque de lo contrario nos obligaran a someterlos por la fuerza y serán pasados por las armas, sin contemplaciones de ninguna clase, todos los que desacaten la orden impartida.

Pedimos como único favor, se nos respete la vida. Dijeron ya sin esperanzas los delegados enviados por los obreros a negociar una rendición sin condiciones.

Varela, petizo hundido en sus botas bien lustradas y con la mala costumbre de meterse las manos en los bolsillos para rascarse los testículos mientras hablaba, contestó con gesto áspero. Eso lo veremos en el camino.

El uniforme bien limpio como corresponde a un oficial del ejército argentino. No presentaba muestras de haber recorrido cientos de kilómetros persiguiendo a esos hijos de mala madre, esos mal nacidos que vienen a crear problemas en tierra ajena, y aparecen ahora pidiendo conferenciar. Pero el Teniente Coronel Héctor Benigno Varela, estaba para defender la dignidad de la patria, y no para hablar con anarquistas obreros rebeldes.

Altanero, goteando soberbia se dirige a parlamentar con esos harapientos de la requinta casta, lo acompaña el teniente primero Schweizer, el mismo que firma los comunicados que publican los diarios de Punta Arenas de propiedad de los Menéndez Braun y en Castro, Chiloé, meses después reproduce el único periódico de esa ciudad ubicada en el

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centro del archipiélago desde donde hasta la Patagonia llega tanto indio muerto de hambre que influenciado por un grupo de anarquistas quieren destruir la unidad de la patria argentina.

En Paso Ibáñez lo reciben los dirigentes obreros Ramón Outerello, un gallego de Orense, nacido en Fabeiros un pueblo con casas de piedra, escaso de gente y abundante de hambre, José Avendaño un argentino perdido en la Patagonia , y Estanislao García que de Huyar Alto, cerca de Curaco de Vélez, un día cansado de tanta hambre se embarcó a buscar la vida en la Patagonia y allá encontró la muerte.

Varela se mete las manos en los bolsillos mientras camina rodeado por peones que fuman sentados sobre los fardos de lana, los barriles de sebo, y los montones de cueros de corderos que nadie transporta hacia la costa. A su paso la peonada alzada lo mira con expresión torva, el camina sereno, sin sacarse las manos de los bolsillos. Los rebeldes hacen ostentación de sus armas, muestran facones en la cintura, algunos rifles Winchester, una que otra carabina máuser, y muchos revólveres viejos, “smite hueso” decían los chilotes ancianos cuando recordaban sus días de andar por la Patagonia. Otros por alguna reminiscencia ancestral difícil de entender sujetaban lanzas hechas de largas varas que fueron a buscar a los cerros cordilleranos.

Los rehenes estaban formados frente a los fardos de lana para que Varela vea bien a quienes arriesgaba si comienzan los tiros… Los dirigentes obreros llevan al Teniente Coronel y a sus acompañantes hasta el cine del pueblo. En ese momento, Varela que sin uniforme no deja de ser un petizo pretencioso, muestra su prepotencia. Avendaño lleva el sombrero puesto. Varela se da cuenta y le dice a quemarropa:

¡No sabe usted que a un oficial de la nación no se le habla con el sombrero puesto…!

Avendaño empequeñecido balbucea una disculpa y se quita el sombrero. En ese momento el Teniente Coronel Varela supo que había ganado su guerra.

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Sin garantías, los huelguistas entregaron los rehenes y huyeron; algunos por el lado de Río Chico, otros hasta la Estancia Bella Vista cerca del límite con Chile. Estanislao García uno de los dirigentes que se entregó para negociar la rendición, fue fusilado mientras se perseguía a los obreros que escapaban hacia Cañadón León. Cuando el ejército llegó hasta la estancia Bella Vista los obreros se rindieron sin combatir y 480 huelguistas fueron tomados prisioneros, se rescataron 4.000 caballos y 298 armas largas de todo tipo y calibre, y 49 revólveres. Más de la mitad de los obreros que se habían entregado sin combatir fueron ejecutados por simple recomendación de los estancieros que los consideraban elementos revoltosos.

Durante más de ochenta años en Chiloé nadie dijo nada por esos esquiladores chilotes fusilados en una guerra cobarde inventada por los terratenientes.

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CAPITULO IV

GENTE Y LUGARES DE LA IMAGINACION

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PALABRAS VELICHES, SOMBRAS NADA MÁS

Hasta los años sesenta las palabras “veliches” surgían transparentes. Parecían ser relámpagos iluminando una frase. Eran huellas de antiguos habitantes marcando el territorio de las conversaciones. Pero fueron un aguacero repentino o neblina que desaparece sin dejar rastros.

Los nuevos tiempos cambiaron nuestro hablar; en los vapores llegó otra gente trayendo nuevas palabras y significados. El lenguaje antiguo, a oídos ajenos, fue pareciendo “inculto”. Su sonoridad provocaba asperezas en orejas acostumbradas a escuchar motores y tranvías, y palabras rebotando en el cemento. Era gente buscando salir de edificios oscuros. No acostumbrada a vivir en paisajes de amplios horizontes de libertad.

Como lenta sombra desapareciendo mientras el Sol sube por el cielo; se borraban las antiguas palabras que significaban agua, árbol florido, mar, peces, estrellas. Los periódicos cada semana trajeron palabras y noticias de guerras y otros espantos. La radio trajo un nuevo viento de imágenes, ideas, y las palabras isleñas fueron cosas de aborígenes, “maichiles”, “ñangos”. Después en buses llegaron otras modas. En días de autos y de televisión las palabras antiguas jamás existieron. Dejamos de “agueitar” y quedamos ciegos. Nadie se asustó de asombro y exclamó; ¡Velo, velo, vé! Ni un ¡Catay! Se fue rodando por la ladera de un cerro. En las escuelas los niños dejaron de jugar “tripulaos” y hacer “hui”. En los viajes se descansaba, no se hacía “quercun”. Aquellos que escribían con la “gueleque” comenzaron a usar la mano derecha. Los ojos “zarcos” simplemente fueron ojos claros. Fuimos poca cosa, ni para “pichiruchi” alcanzaba la franqueza. En la lejanía de años y kilómetros extrañábamos casa y familia. No estábamos “apensionados” era una simple y vulgar tristeza, para la que no existía un “añañay” de cariño. Los pantanos no fueron “hualhues”. En el mar aparecían delfines, no “cahueles”, y brillaba como un mar cualquiera sin “cauquiles”. La magia se perdió sin las palabras que se quedaron en el soberado de la memoria guardadas como objetos en desuso, harapos, cachureos de gente ignorante.

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Desapareció la “zalagarda” alegre de las palabras viejas, y quedamos mudos, y quedamos sordos de tanto extrañar ese silencio.

Nos hicieron creer que olvidando dejaríamos de lado el desprecio y lograríamos ser parte de geografías y esperanzas siempre lejanas y ajenas; pero, salimos perdiendo, desapareció la magia de ver la poderosa fuerza creando cada día estos archipiélagos. Hoy las palabras olvidadas surgen a la fuerza, en un hablar ridículo, para entretener turistas y espectadores de espectáculos folklóricos.

LOS SECRETOS DE LA COFRADIA DE LOS BEBEDORES DE CHICHA

Cuando la lluvia arrecia con viento norte en días sombríos. Los aguaceros nos encierran en casa a conversar una chicha que fortalece los ánimos. Aunque a muchos por su sabor áspero a luna y viento, su dulzor amargo, y su fresca fermentación sin demonios traicioneros que enturbien la vida; parezca un licor sin asombros que no borra las impurezas del alma que corroen sus vidas y espantan esperanzas. Es la chicha la sombra del vino y con la edad se hecha de menos. En conversaciones a orillas del fuego cuando alejamos el olvido, y los parientes, y amigos muertos, se embarcan en los recuerdos y se aparecen por la ciudad, y la ciudad puede ser otra, y es aquella que fue en los años que ellos murieron. La chicha hace no estorben malos pensamientos cuando buscamos despertar en preguntas. En las canchas y las plazas de los pueblos de una sola calle es chicha de la fortaleza de carretas trasladando barriles, bueyes cansados, caballos lentos. La chicha que refresca el verano da fuerzas mientras se pica leña, se cava una zanja, se hacen faenas de destronque, se siembra y se cosecha. Ese amargo dulce secreto de la manzana chilota fermentada en la oscuridad de la bodega, nos viene bien para alejar los malos días cuando la ciudad parece una casa deshabitada.

Aquellos de paladar fino, esos que creen saber quien es quien y se arriman a primaveras artificiales, extranjeros en esta tierra de sombras

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encontraran su sabor rancio y amargo. No verán que es un faro de luz verde hecha de árbol y rama, y fruto, con el verano prisionero en su color. Verán telarañas por causa de su incapacidad de percibir algo tan obvio como que un día se acaba y mañana empieza otro, resulta una perogrullada disfrutar el veranillo de San Juan escondido en una buena chicha que acompaña los inviernos y aleja la muerte, tibia y endulzada con azúcar, conversada y fresca. Añoranza de años en su perdido árbol, la manzana chilota que fue se asoma en su aroma, en su tibieza cuando calorosita y endulzada con miel se evapora encima de la estufa, sin juicio ni prejuicio, ofrecida y compartida. Es la chicha de las conversaciones. La del hogar, aquella que fuimos a buscar a la bodega, y que saboreamos a boca de barril y jarra. La chicha bebida con amigos, compartida con parientes llegados de visita en un día de lluvia, mojados y embarrados, en la tarde ya casi oscuro en los cortos días del invierno.

Es la chicha de conversar los naufragios y recordar los muertos en este invierno, en días de navegar con temporal, de escampar aguaceros bajo un árbol; mirar el paisaje y creer ver pasar los muertos que arrastró la mar. Es que la chicha arrima al paisaje el otro lado de la vida, sus pesares y nostalgias. Mientras las mujeres tejen, una olla hierve y se evapora; los hombres conversan del trabajo en el centro de cultivo y las mujeres de la humedad en la planta de proceso, el dolor de huesos y el malestar en la espalda. La chicha no espanta penas pero da el espacio para consultar de los enfermos y sus dolores, hablar del vecino que murió antes de llegar a Puerto Montt en ambulancia, de urgencia dicen como si un relámpago lo hubiera llevado a buscar la buena salud, allá tan lejos, y la chicha, entibiada encima de la estufa, no aleja las malas noticias que sin pedir permiso a nadie entran a la casa.

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UNA CUECA CHILOTA ESCRITA EN NUEVA YORK

Creo yo tendría 17 años cuando salí de Meulín y me fui a Castro a buscar trabajo, estuve como un mes yendo al muelle a preguntar en los vapores si necesitaban trabajadores, estaba dispuesto a trabajar en lo que fuera, marinero, fogonero, ayudante de cocina, trapeador de cubierta. Un día pasó el Tarapacá de la Braun y Blanchard y allí me enganché como fogonero esto fue en el año 34, después me cambiaron al Aconcagua. Era fregado ser fogonero en esos antiguos vapores; se estaba todo el viaje encerrado y cuando se llegaba a puerto sí a uno no le tocaba turno podía salir a revolverlas. Si tocaba el turno quedábamos encerrados paleando carbón en las calderas durante doce horas cada día. Quedabas negro de tanto palear carbón y después te lavabas con agua salada y eso te iba engruesando la piel; y uno se fue haciendo musculoso de brazos pero de piernas cortas.

La mala suerte era salir cuando se llegaba a esos puertos pequeños con muy pocas casas de remolienda donde divertirse; como en Taltal que eran cinco calles a orillas de unos cerros pelados o en Quellón donde lo único que hacíamos era aplanar calles porque no habían casas de huifa y por ley era zona seca. No ve que éramos más de cien tripulantes en un barco, y en pueblos pequeños son multitud. Llegar a Valparaíso era otra cosa ahí tenías casas de remolienda para todos los gustos, a los que nos gustaba la música pescábamos una guitarra y vamos dándole a las cuecas y los valses; también teníamos un equipo de football porque por esos años no se decía fútbol, y cuando estábamos cargando mas de una semana bajábamos a jugar con los mejores equipos de cada puerto donde aceptaban nuestros desafíos, y mientras los estibadores cargaban las bodegas con sacos de papas, madera, o carbón depende de la carga del buque . Nos íbamos a jugar football. Había que representar bien al barco para orgullo de los oficiales que en las tribunas se sentaban con las autoridades del pueblo.

El año cuarenta estábamos en Nueva York y ahí supimos que peleaba Arturo Godoy con Joe Luis, un negro del tamaño de un edificio, y el chileno tampoco era chiquitito. Era en el Madison Square Garden, un gimnasio enorme como dos estadios juntos, unas galerías que parecían llegar al cielo.

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Fuimos casi ochenta chilenos, entre oficiales, marineros y tripulantes a ver esa pelea que fue cosa de no creer. El chileno peleando agachado para que el negro no le aforre un golpe. Pero el negro le pegaba en la cabeza y en la tercera vuelta como que anduvo liquidando a Arturo Godoy. El negro que le decían Bombardero de Detroit le aforró un apercat en el mentón, y el chileno como que anduvo a tropezones. El norteamericano tenía mucho estilo, hacia como que le iba a pegar, y no le pegaba, y cuando Arturo Godoy sacaba un golpe hacia una finta y no le llegaba ningún golpe y nosotros en la galería déle gritos, que Viva Chile, que Ceachei, y dale Godoy, y sácale las requintacasta, y los gringos no entendían que decíamos ni porque reíamos, ellos miraban la pelea, serios y tranquilos, como si estuvieran sentados en un velorio y nosotros déle grito compañero. En la octava vuelta se le anduvo dando vuelta la tortilla al negro. Godoy lo llevó hasta las cuerdas y le empezó a pegar tupido y parejo pero el negro tenía estilo, y esquivaba para acá y esquivaba para allá y Godoy déle que déle, si no tocan la campana en esa vuelta gana Godoy.

Cuando terminó la pelea, llorábamos de contento, creíamos que había ganado el chileno pero el jurado en fallo dividido de dos a uno, dio ganador a Joe Louis casi echamos abajo ese enorme gimnasio. Es que claramente había ganado el chileno que le bailó todos los rounds, y le jugueteaba como burlándose que sus golpes no dolían y el negrito se picaba. En el peor de los casos mereció el empate.

Mientras lo veía pelear se me ocurrió la cueca y apenas llegué al vapor la escribí enterita y es una cueca chilota escrita en Nueva York. Al otro día compramos los diarios aunque no entendíamos mucho de inglés igual vimos las fotos; El Times tituló: “Louis es campeón mundial. Godoy campeón universal”, y mostraba un dibujo con el campeón lleno de parches y de vendajes y con su brazo derecho en cabestrillo. Dicen que esa noche el campeón mundial debió ir al hospital mientras Arturo Godoy se fue a bailar conga. Ese fue el mejor boxeador peso pesado que ha tenido Chile; y Joe Louis el mejor peso pesado de la historia del boxeo.

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Esta es la cueca que compuso don Olegario Subiabre el día que en Nueva York vio pelear a Arturo Godoy frente a Joe Louis:

Arturo Godoy en los ring del extranjero

Dio a conocer a todos

Lo que era el roto chileno

Roto chileno, ay si

Con su gran sangre araucana

Dejó al negro chiquito

Y después le vendió pana.

Le vendió pana, ay si

De todo el mundo es dueño

Porque lleva la sangre

Ayyayay del iquiqueño

Del iquiqueño, ay si

Ayyayay chileno noble

Que para pelear es gallo

Es más fuerte, ay si, que un roble

Dale no más bien duro

No le aflojes jamás Arturo. (Cueca recordada por María Zenobia Santana.)

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AL FINAL DEL EXILIO

En los años cuarenta la calle San Martín, estaba sombreada por antiguos caserones, algunos tenían amplios corredores con largas bancas de descansar las tardes, a esos corredores desde la calle se subía por quejumbrosas escaleras de madera. Los techos de las casas con el tiempo se volvieron verdes por el musgo que las humedades hicieron crecer entre las tejuelas de alerce, el pasto creció en las canaletas y tapó los desagües y el agua de aguaceros interminables cayó por las cornisas y ya nadie pudo escampar lluvias bajo esos aleros. El tiempo avanzaba a trote de caballo por esa calle por donde llegaban carretas cargadas de sacos de papas y barriles de chicha. El pueblo era tranquilo como la bahía en un día sin viento. Los domingos al salir de misa la gente pasea en la plaza acompañados por la banda que toca Lily Marlen, boleros y algún tango trasnochado de nostalgias. Los bomberos se preparan para apagar un incendio y desde la estación se escucha el pitazo de la locomotora a vapor, señal de nuevas despedidas.

A mitad de la cuadra de calle San Martín, entre Ramírez y Gabriela Mistral, estaba la casa de la familia Vera – Pérez, un caserón ocre con un largo pasillo donde una percha esperaba a los largos abrigos y los sombreros que se quedaban colgados como goteras esperando el invierno. El pasillo llevaba a un salón con piano y antiguas fotos de cuando se casaron los dueños de casa, un reloj de péndulo marcaba horas lentas. Al final del pasillo una escalera llevaba al segundo piso con dormitorios de días cansados, una sala de estar, y una pieza de guardar manzanas, y arriba en el entretecho el desván a donde nadie sube. Al fondo del pasillo la cocina con la mesa de mantel blanco y los platos esperando la hora del almuerzo; y también la puerta que lleva al patio con su arboleda y sus grosellas.

Es la otra San Martín esa que hoy no vemos, fantasma escondido en las planas fachadas de casas de cemento, ferreterías que cierran los sábados y abren los domingos, relojerías sin el tic – tac de los pasos del tiempo antiguo, almacenes de amontonar sacos de harina y afrechillo en la vereda, y un río

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de gente que apurada compra las cosas que llevar de regreso a casa. Por esa calle aún no termina la carrera de bicicleta que los hermanos Waldo y Nia Bórquez ganaron en los años cincuenta, muchos aun creen ver un camión celeste llevando gente a la fiesta de Llau llao, otros ven desfilar gente gritando venceremos porque las ilusiones frustradas a golpes de guerra por siempre permanecen. Esa era la calle que dejó Eladio Vera, un día que se quedó en el olvido cuando se fue de Chiloé a escribir su vida en otra parte.

Sus padres lo acompañaron hasta la estación del ferrocarril, en Castro. Desde el andén, su madre, le decía adiós con un pañuelo. Los sueños se marchaban de viaje. Después sería profesor primario y amigo de boxeadores, de futbolistas y de changueros que subían por calle Blanco sacos de papas en una carretilla de madera; con ellos el hermano del Alcalde que construyó el kiosco que hoy se desarma de viejo; conversaba los partidos de fútbol de la tarde del último domingo. Un día como tantos se fue de Chiloé y conoció otras verdades, supo que los sueños que su madre despedía con un pañuelo en la estación de Castro serían realidad si aportaba un grano de esfuerzo en mejorar el mundo.

Una mala tarde de esos malos años cuando el país vencido se acostumbraba a vivir con miedo; llegaron policías de civil hasta su casa ubicada en un cerro de Valparaíso, desde donde miraba el mar y veía a Chiloé aparecer en sus recuerdos. Pero esa mala tarde la abuela Jecho se quedó lavando ropa en una artesa rustica. La carrera de bicicletas comenzó a borrase de la memoria. Otra vez la tía Carmen vio el mal presagio, el fantasma del abuelo apareció llorando en un rincón de la casa. Los caballos de la gente que llegaba de visita del campo se desataron de las estacas de los cercos y se perdieron por las calles de una ciudad de amplias avenidas y edificios de cemento. La puerta que llevaba a las grosellas del fondo del patio la cerraron de golpe. Nadie supo donde estaba y desapareció durante meses en una cárcel. Quisieron romperle el alma, quitarle las ansias de construir ese país que derrumbaron a muerte. Después en vano buscaba trabajo, revolvía cielo y tierra pidiendo la limosna de un oficio. Nadie supo donde estaba; la vida cambió, y cambió sus costumbres y cambió su idioma. Por años sobrevivió

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en Suecia enviando fotos de una ciudad limpia y ordenada; y pidiendo palabras que lo regresen un poco a la tierra donde nació y comenzaron sus despedidas. Eladio Vera envejeció en Suecia hasta que un día de este septiembre que termina la muerte puso fin a su exilio.

JUAN CORDERA

Un día de lluvias y humedad; un viento indomable destruyó la casa de Juan Cordera que vivía en Queilen. Estoy hablando de los años cincuenta cuando cada verano era común viajar a Punta Arenas a esquilar ovejas, dormir en los galopones, y caminar de estancia en estancia buscando el trabajo y el salario necesario para sobrevivir el invierno, comprar bueyes, construir una casa. Los niños juegan a la ronda y cantan “Mambrú se fue a la guerra, y no se cuando vendrá. Si vendrá para la Pascua o en El Trinidad…”; porque a Castro solo se podía ir en vapor, el Trinidad era uno de esos barcos de cabotaje, o lanchón a vela y tardábamos casi dos días. La cuestión es que desde los escombros de su casa Juan Cordera rescató una maleta y su gata gris de blancos bigotes y pereza larga. No se lamentó por la calamidad, ni pidió de limosna algo de dinero. Se arrimó a un frondoso coigue y con una paciencia infinita fue juntando piedras, y una a una, con ellas construyó una muralla alrededor del tronco y allí vivió con su gata y su maleta que nadie sabe que cosas guardaba.

Juan Cordera acostumbraba a caminar desde la primera luz del día hasta que la oscuridad ocultaba los rostros y las cosas. No aceptaba limosna ni comida. Nadie sabe como pero nunca le faltó dinero para cancelar sus “faltas”. Cuando comenzó el otoño necesitó un poncho de gruesa lana chilota para guarecerse de la lluvia y las heladas. Se lo tejió Otilia Vera pero no lo aceptó como regalo, canceló el precio justo y siguió con su caminar sin límites llevando su maleta cargada de secretos y su gata mansa como una oveja.

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Cada día caminaba, y caminaba llevando su maleta, su poncho y su gata, por todo Queilen y sus alrededores y al atardecer regresaba a encerrarse en el muro que había construido bajo el coigue. En esos años viajar a Castro era más difícil que viajar a Valparaíso, a Punta Arenas o a Buenos Aires para ir hasta esas ciudades había que esperar que alguna semana pasara un vapor; ya fuera el Tenglo, el Villarrica o el Taitao con su andar escorado, ladeado como cuando un hombre camina llevando un saco de papas; pagar el pasaje e irse a esos lugares tan lejanos en esos días cuandoel mundo parece no tenía fronteras.

Pero ir a Castro era otra cosa; no todos los barcos iban para arriba, como se decía entonces, si por alguna casualidad fondeaba un barco que pasaba por Castro mucha gente aprovechaba de ir a hacer sus diligencias y eso significaba estar al menos una semana fuera de Queilen, esperando en casa ajena, que pasara un vapor de regreso. Los que hicieron ese viaje, en los tiempos cuando no existía camino, dicen que se bajaban en el puerto frente a la estación del ferrocarril, subían por calle Blanco, una calle con casas de cemento llena de tiendas de abarrotes y mercaderías. Se dirigían a la Plaza a hacer algunos trámites en las oficinas públicas cuando de pronto en las calles de Castro veían a Juan Cordera con su poncho de lana chilota, su maleta de los secretos y su gata perezosa. Regresaban a Queilen y al desembarcar al primero que veían era a Juan Cordera con su poncho, su maleta y su gata de paciencia infinita.

Parecía tener el poder de estar en dos lugares al mismo tiempo de otro modo nadie se puede explicar como viajaba si no existían caminos…y no era brujo.

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DEFINICIÓN DE SUCEDIDOS

El mar no puede tener dueño, porque no lo tiene el aire. Al bosque quieren comprarlo y nadie defiende al bosque. No se conoce mejor techo que las estrellas pero llegara el día cuando alguien también quiera adueñárselas. No existe en el mundo gloria que se compare con la libertad de viajar sobre la pradera ondulada del mar. Habiendo peces y mar abierto al infinito, y playas con abundante mariscos lo demás nos será dado por añadidura.

En la barra de Chaiguao,

¡manamanamay!…

perdí mi bote…,

con una sarta de piures,

¡manamanamay!…

cuatro chilotes….

Los sucedidos o casos sucedieron alguna vez, o casi sucedieron, o no sucedieron nunca, pero lo bueno es que suceden cada vez que se cuentan: Así contaban el caso de Arcángel Barrientos que un día convenció a sus cuatro amigos de Quetalco, tan jóvenes como él; para ir a descubrir la Ciudad Encantada de los Césares. Aunque algunos lo creyeron loco; se aperó con papas, zanahorias, algunos huevos y zurrones de harina tostada que era el alimento mas usado en estos viajes, porque mezclada con agua y endulzada con miel daba resistencia al cuerpo y voluntad al espíritu. Remaron hasta las Chauques, allí descansaron un día y después remaron hasta la entrada de Bududahue; luego guiándose por el instinto caminaron entre elevados cerros cordilleranos deseando que la ciudad de las mil maravillas apareciera de pronto entre la espesa vegetación o al despejarse la neblina infinita que esconde los cerros. Para protegerse de los aguaceros estos conquistadores de la tierra encantada se cubrían con hojas de pangue, y para mezclar la harina tostada con agua y miel hacían un hoyo en el tronco de un árbol caído.

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Después seguían su camino movidos por el entusiasmo de ser los primeros en descubrir los Césares y sus riquezas.

Pasaron los años; y de Arcángel y sus amigos, nadie supo nada. Los parientes se consolaron creyendo que estaban viviendo en los Césares después que se atrevieron a cruzar el río del olvido. La persona que se atreve a cruzar ese río llega a la otra orilla sin saber quien es ni de dónde viene. El caso fue que Arcángel y sus amigos cruzaron la Cordillera y después de caminar durante casi dos meses aparecieron en Comodoro Rivadavia. Arcángel Barrientos se quedó trabajando en el petróleo y el ochenta y dos falleció creyendo que había logrado conquistar los Césares aquella ciudad de la que tanto había escuchado hablar en su infancia.

EL FARO DE PUNTA CENTINELA

Es Tranqui una isla con forma de flecha flotando en el mar de Chiloé. En su extremo oriental está Punta Centinela donde se juntan las corrientes del mar interior del archipiélago con las aguas del Golfo Corcovado. Espacio de mar adonde llegaban centenares de ballenas a aparearse en los meses de invierno pero los barcos balleneros en el siglo XIX acabaron con este paraíso de la naturaleza.

En Punta Centinela estaba el faro que indicaba a los barcos los peligros de navegar cerca de la costa de esta isla casi despoblada. Este faro lo cuidaba mi bisabuelo, hijo de quien a los quince años tocaba el tambor y marcaba los ritmos de marcha en el ejército del rey. Huyendo de ver tanta muerte en la batalla de Mocopulli se ocultó en las selvas que era la isla Tranqui en esos años. Este lejano pariente se cambió el apellido y juró nunca más regresar a su España natal. Eran tiempos cuando los espíritus de los parientes fallecidos aparecían por los rincones de las casas; a veces saludaban sonrientes o lloraban desconsolados por no poder avisar de las calamidades a suceder en los días por venir. Esos eran los años malos cuando la quila florecía y se secaba, llegaba la peste del tizón secando los

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papales, los ratones se escondían en las casas y en las pesebreras y bodegas para comer el trigo y la avena. La chicha se agriaba en los barriles. Los cerdos se morían repentinamente y los animales enfermaban; y llegaban los días del hambre y había que cocinar hasta la cáscara de las papas y el afrecho.

En un año de esos, cierta noche de un invierno de lluvias interminables y fríos abrumadores nos fuimos a dormir para alejar un poco la desesperanza. Al otro día, al levantarnos el faro de Punta Centinela había desaparecido. Mi abuelo recorrió la playa buscando huellas que pudieran ayudar a entender como algo tan grande pudo haber desaparecido en un cerrar y abrir de ojos. Con la gente de los alrededores en lanchón a vela se fue a recorrer las costas de enfrente de la isla buscando el faro que pudo haberse llevado alguna marejada. En bote reconoció la playa y sus requeríos inclinándose por la borda queriendo ver en el fondo del mar la luz del faro.

“Era una procesión de gente buscando el faro; dice hoy Zenobia Santana. Llegaban de todos los lugares para verificar si era verdad esa noticia tan increíble… Un faro no desaparece todos los días…” Meses después alguien que en el Tarapacá viajó por los canales australes dijo haber visto en Punta Eduvigis un faro igualito al de Punta Centinela. Otro dijo que estaba a la entrada del Fiordo Gaviota, allí lo vio cuando viajaba con pasaje de tercera en la cubierta del Puyehue. Otro en sus cartas juraba por lo más sagrado que pudiera existir que cuando viajaba en el Trinidad vio el mismo faro en la Isla Madre de Dios. Otro mando a decir en una carta que en Puerto Ballena estaba el mismo faro que una noche desapareció desde Centinela, sin nadie saber como…

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LOS BRUJOS Y EL REVISORIO

Pueden convertirse en lagartijas, perro, o bicho volador o en lo que sea; y lo hacen de tal manera que todo el mundo cree que el brujo es lagartija, perro o bicho volador, o lo piensa, que es lo mismo que creer que el brujo se aparece en un sendero, sobre el techo de la casa, en la tranquera, en las ramas de los manzanos. Es en las noches de invierno cuando al calor del fogón o en la penumbra de la cocina entibiada por la estufa a leña; surgen los casos o sucedidos, entonces, la noche se repleta de hombres volando de una isla a otra llevando a su espalda a un cristiano que asustado por la altura hace la señal de la cruz y de ellos solo quedó el relato. De la memoria de los antiguos habitantes de los villorrios chilotes salen recuerdos de fantásticas fiestas bajo tierra. En cuevas con luces encendidas a todas las visiones, música de prodigios y apetitosos olores de alimentos en preparación. Largas mesas con manteles y cubiertos de ilusión en una cueva repleta de objetos maravillosos, monedas de valor incalculable y joyas de brillo fulminante que desaparecen repentinamente cuando por esas casualidades de la vida se nombra a Dios, a la Virgen o a algún santo. Entonces la victima de las hechicerías despierta solo y desamparado; en la humedad de un monte, con los bolsillos repletos de lagartijas y otros bichos que en la noche de sus fantasías habían sido cucharas y cuchillos de plata y oro.

Contar sucedidos es como fabricar espejos y meterse en ellos. Es andar con zapatos de imaginación por senderos y paisajes que a veces, por casualidad, encontramos en los sueños.

Actualmente permanece la creencia que la institución brujeril mantiene sus actividades y ha ampliado su influencia hasta la región magallánica. Su centro administrativo a dejado de ser Quicavi para ubicarlo en Castro hasta fines de la década del sesenta, después se traslada a Puerto Montt. Allí el Revisorio es una casa de fachada común ubicada en una calle del centro de esa ciudad donde en una pieza de paredes rojas con techo y piso pintados de color negro son recibidos quienes recurren a La Mayoría.

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Mi bisabuelo contaba a mi padre que el abuelo de su abuelo decía que aquellos que creían que sus animales morían por hechicería, y sus siembras se secaban por causa de un conjuro o se morían sus hijos por un mal de brujería viajaban hasta Quicaví y allí en la cueva que estaba en lo profundo de la tierra eran recibidos por un gordo brujo vestido con arrugado traje negro sentado en un sillón de mimbre, después que recibía el Quemún: un cordero, un novillo, tablas de alerce o una frazada de lana. El brujo caminaba a sentarse ante una fuente llena de agua y preguntaba el motivo de la consulta y pronunciando secretos conjuros con palabras hasta hoy desconocidas hacia que las aguas de la fuente; un mapa de arte, se alborotaran y se convirtieran en fuego. Cuando se apagaba el fuego en las aguas quietas y trasparentes, el brujo veía todo lo que un pobre ignorante llegaba a preguntar. Ya hubiera sido un suceso acontecido en el rincón más lejano del mundo.

Siglo y medio después tengo la certeza que aquella fuente mágica donde se veía todo lo que pasaba lejos; de la que mi bisabuelo hablaba a mi padre: era un televisor.

LA RADIO DE JEREMIAS QUILINCOY

Después de su muerte muchos murmuraban que debió de haber tenido pacto con Satanás pero Jeremías Quilincoy nunca tuvo ánimo para buscar odios ni sembrar rencores y desde que su familia emigró desde Chuit a Castro vivió en calle Pedro Aguirre Cerda donde falleció en el año 1966.

Ni él supo explicarse como logró construir un aparato de radio cuando le preguntaban decía que un día llegaron unos alemanes hasta su almacén y de favor le pidieron guardara un cajón. Entonces empezó la leyenda de su pacto con el diablo, que alemanes ni que ocho cuartos, servidores de Satanás y no alemanes eran todos los que no eran chilenos ni hablaban el castellano. Pasaron los años y como nadie regresó a buscar esas cosas motivado por la curiosidad de saber que escondían, abrió los cajones y

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se encontró con herramientas de utilidad desconocida, un montón de tubos, bobinas y cables, un manual que cuando le consultó al profesor de primaria recién supo estaba escrito en alemán. El mismo profesor le facilitó su diccionario y Jeremías Quilincoy se dio el trabajo de traducir el manual; estuvo todo un año en esa tarea.

Sus ambiciones no pasaban más allá de tener un almacén y en la trastienda instalar un pequeño taller de arreglar relojes. Comenzó a armar su radio, y a Demesio Santana; su vecino carpintero le dibujo el mueble que quería para su radio que en esa ciudad a donde indios humildes llegaban en bote a comprar tabaco y harina, era un articulo de mucho lujo que únicamente existía en la casa de los ricos comerciantes, los dueños de fundos, los empleados fiscales y algunos profesores; para el resto de los habitantes de esa ciudad ubicada entre el bosque mas espeso y húmedo del mundo y el mar espejeado de visiones; era costumbre ver crecer sus hijos andando a pie pelado con pantalones a media canilla y los mocos corriendo en cataratas; si no había dinero para un par de zapatos menos alcanzaba para comprar una radio galena.

Antes de casarse y ser padre de ocho hijos; era un fanático de ir al cine y siempre tuvo el don de hacer amigos y sus amigos sabían que Jeremías Quilincoy algo de ingles sabía y por eso cuando en la bahía aparecieron fondeados tres buques ingleses le pidieron de favor los acompañara a preguntar a los marinos si jugaban football. Una mañana remaron hasta el barco y hablaron con el guardia en un chapucero ingles, Hey mister you captain. I am speak inglihs. Entonces con gestos y monosílabos concretaron que ese día a las dos de la tarde se enfrentarían el Arco Iris contra los ingleses del Exeter que así se llamaba el buque ingles. Ese día después del partido en la hora de los agradecimientos solicitó de favor un diccionario que suponía los ingleses deberían tener, y ayuda para armar su radio. El Capitán…. No tuvo inconveniente en enviar a un sargento radiotelegrafista que en dos horas recompuso ese armatoste que estuvo más de seis años guardado en una caja.

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Jeremías Quilincoy siempre vivió en una de esas casas antiguas que ya no existen en la ciudad, casas espaciosas de alto cielo raso, con techo de tejuelas y un frontis de tablas semejando ladrillos. Era generoso con su hospitalidad, y en agradecimiento al sargento ingles ofreció un curanto polmay y abundante vino blanco. El ingles durmió hasta las siete de la tarde hora cuando un bote a remos lo llevó de regreso al barco. Ubicó la radio sobre una repisa de madera en una esquina del salón y la casa se fue repletando de fantasmas.

La noche que Jeremías Quilincoy vio terminada su radio buscó en el dial alguna trasmisión y escuchó de pronto el desesperado pedido de auxilio de un radio telegrafista pidiendo rescataran a sus compañeros apresados por el derrumbe de una trinchera. Recuerden los lectores que Jeremias Quilincoy algo entendía de ingles. Fue una casualidad que interrumpió la voz de Carlos Gardel. Pero un día mientras escuchaba cantar a Libertad Lamarque en el teatro Colon de Buenos Aires, en la mitad del concierto cuando los violines de la Violetera llenaban la casa de pasión y tristezas apareció la voz de un aviador alemán, porque ya distinguía los idiomas que pedía auxilio cuando su avión desarmado en el aire por un cañonazo traicionero y el viento a su paracaídas empujaba a caer en medio del canal de la Mancha.

Su radio tal vez única en esa vieja ciudad perdida en el fin del mundo; radio que debió ser una entretención en los atardeceres fue esclavizando las tardes con ásperas revelaciones llegadas en las interferencias e interrupciones de abandonados mensajes que buscaban un receptor al cual aferrarse con la esperanza de ser escuchados. Pero no había ninguna guerra entre alemanes e ingleses para decir que desde allí provenían tantos mensajes de barcos por hundirse, patrullas atacadas a traición, aviones cayendo al océano. Tanto pedido de ayuda no tenia explicación nadie sabia ni se explicaba de donde y porque aparecía tanto miedo.

En esos años, a fines de la década del treinta, el Diario Ilustrado llegaba dos veces a la semana; lo traía hasta Castro algún vapor. En sus páginas se leía que Hitler invade Polonia y se anexa Austria pero no había guerra en

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Francia, ni en el Pacifico, ni caían bombas sobre Londres que justificaran esos mensajes que se deslizaban hacia el receptor en la mitad de una canción de Jorge Negrete.

Una noche cuando escuchaba a Ginger Rogers ese ideal erótico de las películas mudas que iba a ver en el Cine Centenario su voz fue interrumpida por un mensaje de una muerte irremediable que se acercaba al radiotelegrafista Willis Graham del Exeter a la entrada del Río de la Plata cuando un cañonazo del acorazado alemán Graff Spee destruye la caseta del radio telegrafista e interrumpe su mensaje. Malvinas, aquí Exeter esta siendo atacado… Entonces recién Jeremias Quilincoy descubrió que estaba escuchando aquello que habría de suceder en el futuro.

Durante la segunda guerra mundial cuando las comunicaciones en el fragor de la batalla eran interrumpidas por el estallido de una bomba, la explosión de un obús, un cañonazo certero. Los mensajes de auxilios quedaban en el aire flotando sin destino, las órdenes esperaban sobrevivir entre las ondas magnéticas, las conversaciones entre radiotelegrafistas amigos se quedaban inconclusas flotando sin destino, buscando los caminos hasta la radio de Jeremías Quilincoy.

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CAPITULOV

NAVEGACIONES POR EL OLVIDO

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LOS BARES Y SU ESCONDIDA FILOSOFIA

Es peligroso hablar de bares, el fantasma del alcoholismo se aparece detrás de sus puertas pero si nos hacemos los lesos, miramos para otro lado y solo vemos esas tardes de conversación y compartir amable entre vecinos de un pueblo sin radio, ni televisión. Pueblo acostumbrado a ordenar sus rutinas al ritmo de caballos y carretas donde lo cotidiano, lo común y corriente es viajar en lancha velera, sin apuro a ritmo de viento y ola; y el viajar en bus parecía ser un acontecimiento memorable. En el bar estaba la noticia, allí frente a un Concha y Toro o un Tocornal, se conversaba de política y otros asuntos, y Ochagavia era un apellido aristocrático en la etiqueta de una botella de vino. En el bar los días semejaban ser distintos.

Se dejaba abrigo y sombrero equilibrándose en la percha de entrada, que cayeran las sombras de los aguaceros y las horas de aburrirse en casa. Aquí lugar de carcajadas y hablar fuerte se compartía la suerte escrita en los dados y el consumo se pagaba según lo ordenaban los naipes. Para no hablar del vino y sus buenas virtudes y malas consecuencias nos iremos por la tangente y hablaremos del nombre de los bares y la calle donde se ubicaban. Una crónica aparecida en una conversación de velorio cuando por algún motivo que se fue de la memoria dos René, un González y un Mancilla que conocen de bares y otras cosas, más Tulio Oyarzo y Gustavo Hernández abrieron la puerta de los años viejos y se fueron nombrando calles y bares, y bebedores y otros bares, y en esta crónica aparecen algunos que se me quedaron pegados en la memoria.

Las Cachadas Grandes antes de irse a Sargento Aldea estuvo en Ramírez entre O`higinns y San Martín, su dueño era don Zandalio Soto uno de los primeros que organizó la asociación de Box en Castro, por allí se parecieron esos boxeadores de la década del sesenta, Lucho Linzmayer, Cachundie, Zucuzuco, y Varoli Mancilla que arbitraba y entrenaba, era buscar con el vino borrar de la memoria las desazones del pánico que esa noche, en el ring, vieron en los ojos del rival que tenían enfrente En las tardes de fútbol, que eran sábados y domingos, porque cada equipo tenía dos series y sobraban jugadores; los hinchas y los jugadores después de salir derrotados o

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victoriosos del estadio pasaban al bar de Chalo Márquez, antiguo jugador del Estrella que a principios de los cincuenta era un equipo de tres familias, los hermanos Miranda, los Márquez y los Bórquez. En el bar se juntaban y comentaban los partidos de hoy y los de antaño, se comparaban jugadas y recordaban goles como si se pudieran encontrar debajo de las mesas.

Pero la calle de los bares era la Lillo, alma corazón y vida de Castro en los sesenta cuando varadas en la playa permanecían seis, ocho, diez o más lanchas veleras por ahí estuvo el Bar la Nave invitando a navegar el océano ofrecido en el vino, el Pingüino, mas patranca que ave de elegante frac y sin sombrero, el Tropezón, de ese había que cuidarse sobre todo en las escalinatas de calle Irarrazabal, esa corta calle que une Lillo con Blanco. Debe ser media cuadra en toda su longitud pero en ese corto trayecto tres escaleras, hoy solo permanecen dos por rebajes y acomodos de la pendiente, allí los atontados por el dios Baco descansaban, roncaban sus efluvios etílicos y escondidos en poncho y sombrero olvidaban como regresar a sus lanchas.

No se si por ahí estuvo el Sol y Sombra, esas dos caras de la vida, antes de llegar a Serrano, es que los bares fueron subiendo a medida que el puerto fue perdiendo importancia, y el comercio cambió de ubicación, la plata llama al vino y el vino para ser bebido no requiere del agua. Al inicio de la Punta de Chonos, frente a Tenten sigue el Ven a Mí entre gaviotas y palafitos con el secreto de su espumosa chicha de manzana y sus empanadas de domingos. En Serrano estuvo el bar de don Marciano por donde se aparecía Calmita, Varoli, Pancho Tiqui, Moncho Jara, Matita a saborear en carcajadas el vino de las buenas tallas; y en Latorre antes de llegar a Serrano el Somos o no Somos; que misteriosa seña, guiño al destino escondía este nombre, un reto existencialista que no era el ser o no ser que Shakespeare colocó en boca de Hamlet. Este por no ser egocéntrico es mucho más desafiante y encarador. En que estamos, te atreves a enfrentar el desafió o abandonaras el barco en plena tempestad. Somos los que día a día, mal o bien, construimos esta sociedad o somos individuos que se esconden, y escondidos tiran piedras cuando cara a cara tienen que actuar. Estas con todos o te marginas, y no

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puedes marginarte aun cuando quieras ver el mundo desde la profundidad del vino. El mundo no se borra, permanece, te espera y a la salida del bar, otra vez, se aparece el Somos o no Somos, palíndromo que no esta en la Biblia , pero si es el desafió de la cultura popular cuando junto a otros se debe derribar barreras. Nunca podrás esquivarlo ahí esta el Somos o no Somos, vengas del norte o del sur, sano o con algunos tragos en el cuerpo se aparece escrito con grandes letras en un letrero de latón, colgado sobre la puerta de un bar; Somos o no Somos, puedes leerlo al revés y sigue el mismo desafió, ya pos compadre somos o no somos amigos de conversar un trago.

LOS MALONES Y LOS AÑOS DEL TOQUE DE QUEDA

En la sociedad mapuche el malón era un asalto en descampado, rapto de mujeres, asesinar españoles que se habían apropiado por la fuerza de la tierra. Pero el malón de nuestros días de juventud era una fiesta de improviso, un de repente tomarse una casa porque un muchacho celebraba su cumpleaños, una joven cumplía quince o era hora de hacer una fiesta agrupados en torno a la música de un tocadiscos en el salón – comedor con su mesa en un rincón, sillas, sillones, sofás y bancos pegados a las paredes. Los dueños de casa se encerraban en los cuartos interiores o permanecían en la cocina hasta donde llegaban a conversar aquellos no favorecidos por la diosa fortuna y que se debían contentar con mirar desde lejos como otros bailaban o cortejaban a las niñas más bonitas. Eran tiempos de formalidades, no era de llegar y empujar a una niña a bailar había que consultar y solicitar con gestos amables si quería compartir una cumbia, bolero, corrido, mexicano, twist, rock and roll, los bailes de moda en esos años; pero también aparecían como fantasmas del pasado que vivieron los abuelos algún charlestón, chachachá, tango que se bailaba sin respetar compases ni ritmos porque en la diversión y las alegrías no hay mentiras ni engaños. Se bailaba y se cantaba. En un rincón el tocadiscos, el montón de discos y sobre la mesa los canapés, las bebidas, y en el centro su majestad la ponchera un jarrón con vino blanco y duraznos como su almíbar no alcanzaba a endulzar el sabor del vino se agregaba jugo yupí.

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Hay que bailar hasta que las velas no ardan, era la consigna. En invierno, esas noches largas de julio y agosto eran de malones, con cerveza, algo de vino pero no para embriagarse era beber, fumar, conversar y bailar. El cigarro más prohibido que el vino en estos días era l a excusa para entablar una conversación. ¿Fumas?; ¿Como te llamas?, y se iniciaba lo que podría ser andar con una mina, para después pololear, y si la cosa seguía para adelante comprometerse formalmente.

Quien más ayudó a formar parejas fue el nunca bien ponderado, desinteresadamente enriquecido y jamás condenado Pin8 quien gracias a su estado de sitio permanente y al angustiante crónico toque de queda nos obligaba a quedarnos hasta la madrugada encerrados bailando, conversando, bebiendo y fumando. Fueron las famosas fiestas de toque a toque. A las seis de la mañana terminaba el toque de queda y se acababa la fiesta. Esta obligada forma de vivir con horarios fijados por la autoridad todopoderosa no fue cosa de uno o dos años, fueron sino me equivoco, y si me equivoco, bien que me equivoco; mas de una década de conversar en familia, acostarnos temprano, calles sin ruidos ni gritos de borrachos en noche hallowyn, tocatas punk, trash o fiestas góticas.

Para no irse a dormir con las gallinas como decían las abuelas, estaban los malones una o dos veces al mes. Tampoco era cosa de abusar. Salir antes del toque de queda significaba la posibilidad de ser apresado por las patrullas e irse a dormir a la capacha.

Para demostrar que el no respetar el toque de queda traía sus consecuencias, aquí va como ejemplo un recuerdo; el año 76 Castro participó en el Nacional de Fútbol Amateur en Calama, jugaban de noche y en una de las fechas le tocó enfrentar a Ancud, su eterno rival, el clásico chilote en la árida pampa nortina. Había que escucharlo si no me equivoco y si me equivoco otra vez bien equivocado estoy, lo trasmitió radio Chiloé en cadena con radio Minería y en la voz de Darío Verdugo, era para no perdérselo. Nos juntamos al final de la Ramírez , mirando la bahía, escuchando en un radio a pilas del tiempo del puerto libre, radio marca National de esas que envueltas

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en un estuche de cuero café se dejaban en las ventanas mientras se dormitaba en el flojero detrás de la estufa a leña.

Sin preocuparnos de la hora comentábamos las jugadas que en nuestra mente vimos por la radio hacer a Alonso Gómez, Boris Sandoval, Mantequilla Soto, Raguay Barrientos, Popeye Ruiz quienes todos los domingos jugaban en ese estadio con galerías de tablones ubicado unas pocas cuadras más allá de donde conversábamos esa noche que Castro ganó 5 – 0. Era una ocasión para comentar y celebrar de esas que hacen al fútbol un deporte con acontecimientos inolvidables. Pero llegó la hora del toque de queda. En esos primeros años de dictadura militar era a las once de la noche. Sin nadie darse cuenta por calle Serrano apareció la Patrulla. En la parte trasera de una camioneta blanca iban tres marinos con fusil ametralladora, fue la desbandada. Unos se tiraron cuesta abajo, otros corrieron por el callejón. Los militares corriendo detrás de los terroristas. Uno tuvo la mala ocurrencia de ocultarse en su casa. Lo vio un teniente quien a patadas golpeó la puerta hasta que le abrieron y con fúsil en mano amenazó al dueño para le entregue al terrorista fugado que se escondía en esa casa.

Esa noche cuando Castro goleó a Ancud en el desierto de Calama cinco jóvenes, uno por cada gol, durmieron sobre unas carpas húmedas, en la bodega de lo que después será la sede del Club Estibadores. Al otro día aquellos que tenían carnet de identidad, puntualmente a las seis de la mañana fueron dejados en libertad. Los otros debieron ser retirados por sus padres. Es que el toque de queda no era una cosa de niños. Por eso bailábamos encerrados. Moraleja jóvenes disfruten responsablemente sus artificiales fiestas con serpentinas, espumas, luces de colores, DJ, concursos como en la TV , sin cigarrillos y harto trago. Porque nuestras autoridades saben que el cigarrillo mata y adrede se olvidan que el alcohol bebido sin tregua denigra. Los tiempos son diferentes, las personas también.

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RECOMENDACIONES PARA REGALAR UN PERRO ESPANTA PROBLEMAS

En estos tiempos de apuros, amenazas, zancadillas, egoísmos y demases. En ciertos días agobiantes los problemas nos asaltan en el descampado de las oficinas publicas, se arrastran por las paredes de los lugares de trabajo y como sombras oscurecen los días y en días infaustos son arañas ponzoñosas que se asoman a la vuelta de la esquina se suben sobre nuestras espaldas al terminar la jornada de trabajo, y a veces, muchos a su casa llevan una carga de problemas. Un saco negro de problemas que es difícil poder dejar de lado.

Cierto día leí en alguna parte que en cierto lugar del mundo de cuyo nombre no logro acordarme vivía una persona que en la entrada de su casa había plantado un árbol de colgar problemas. Al llegar a su casa dejaba los problemas colgados de sus ramas. Allí permanecían aguantando lluvias, arrugándose al sol hasta desaparecer cuando no se iban de regreso al lugar donde aparecieron para ser solucionados.

Jamás los problemas entraban a casa a romper la felicidad del hogar, a perturbar las conversaciones familiares. Pero de nada sirve un árbol de colgar problemas, si los problemas son fantasmas que surgen para hacer de los días noches de pesimismo, malos augurios que aparecen en la soledad de las calles en invierno. Monstruos abrumadores, apariciones quejumbrosas que te carcomen el seso, te abrazan como culebras, te asustan como mal viento en día de temporal. Si con ellos llegas a casa y la casa se va quedando sin luz, y una sombra, un sol opaco, contagia la vida en familia.

Cierto día encontré un perro callejero, un vagabundo sin dueño, parecía blanco pero era gris de tanto abandono, pelos como púas de erizo, nariz húmeda y ojos imploradores de tanto desamparo. Mirarlo y verlo venir ladrando hacia mí fue un alivio porque los problemas huyeron espantados.

Lo amarré a la puerta de la casa, quiltro fiero asustador de problemas, amable y juguetón con las alegrías cotidianas. Ellas, las alegrías, llegan y entran a casa sin pedir permiso. Se sientan a la mesa de los almuerzos. Cada

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vez que regreso del trabajo perseguido de problemas el perro ladra y los fantasmas huyen a matacaballo, a patitas paquetequiero.

Pasa el tiempo y a casa no llegan los amigos porque desde el portón ven el asustador gigante perro quiltro espanta problemas y se regresan por donde vinieron. Entonces la casa se repleta de alegrías familiares pero escasea la alegría compartida con otros. Alegría que surge de distribuir a manos llenas un barril de carcajadas, descorchar el vino que ayuda a construir castillos en el aire y trae a la memoria las buenas historias, las añoranzas y los sueños, y ayuda a recordar acontecimientos de tiempos buenos y sacar del olvido las malas experiencias para aprender a no repetirlas.

Por culpa de este quiltro espanta problema la casa abunda en alegrías familiares pero escasean las sombras de alegrías y esperanzas compartidas con amigos y parientes, esas que aparecen en santos y cumpleaños, en asados de corderos y curantos de olla repleta de mariscos domesticados cocinando a fuego lento sus sabores de mar con el calor de la estufa. Si me deshago del perro espanta problema llegan a casa los problemas encontrados en el trabajo, en las calles, en las micros, los bancos, las oficinas, las declaraciones juradas, las tarjetas de crédito, los prestamos. Si el perro continua amarrado a la entrada de la casa espanta estos problemas y también las alegrías que traen los amigos, los parientes y los vecinos que comparten la solidaridad que a veces se aparece por este desierto de actitudes humanas.

A quienes leen estas crónicas recomiendo pedir de regalo en esta Navidad un perro espantaproblemas amaestrado para reconocer y dejar entrar a casa amistades y parientes que llegan con un sencillo saco de felicidades y alegrías que hacen perdurar en los recuerdos las fiestas de fin de año.

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OTRO NUEVO AÑO FELIZ

Antes de los abrazos fue el discurso de la señora Presidenta, que es el mismo discurso paternalista y afable que todos los presidentes hacen cuando se acerca la hora final de ese año viejo que deseamos se vaya y lleve todas sus amarguras y frustraciones. A cada rato nuestro baile familiar, tradicionalmente animado como en otros años viejos por una radioemisora; era interrumpido por aquellos que tienen una cuota de poder, un bolsillo de empleos y favores que repartir, y se creen en la obligación de darnos buenos deseos interrumpiendo las cumbias charrasqueadas, los merengues abambichaos, las canciones de amores abandonados, los valses de aldeas costeras y corazones escarchados. Radio donde ya no escuchamos los boleros melancólicos ni los fraternos tangos abrasadores de nuestros abuelos. Por el éter radial escuchamos a las autoridades de estos pueblos grandes, que son nuestras ciudades chilotas, con sus buenos deseos y abstractos ofrecimientos de construir en el año que se acerca todos los castillos ilusorios que ofrecieron y volverán a ofrecer en las próximas elecciones.

Después fueron doce uvas endulzadas de buenos deseos, doce cucharadas de lentejas repletas de esperanzas mensuales, un plato de arroz escondiendo monedas de vivir lejos de las deudas y los prestamos y las tarjetas de créditos, fue apurado salir con ropa interior de color amarillo y pesadas maletas cargadas de esperanzas de viajar a conocer el mundo. Deseamos ese milagro porque la plata apenas alcanza para cancelar la pensión de ese hijo que estudia en el continente, el préstamo hipotecario, las cuotas del computador; y antes de que en el cielo exploten cuatro guachas bengalas coloreando ese negro cielo achubascado y sin estrellas, corremos las cuatro largas cuadras escuchando gritos y saludos alegres, y esa noche parece regresamos a los años cuando éramos niños y con nuestro suncho de lata que hábilmente manejábamos con un alambre nos íbamos esquivando gente por las veredas del mundo ilusorio de las fantasías infantiles recorriendo los imaginarios caminos que nos llevaban a países mas desconocidos que un billete de cien escudos pero las ansias, los libros, las

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revistas de historietas y las viejas películas del cine Rex acercaban a nuestra fantasía.

Es la magia de la noche vieja y nueva, es la misma prestidigitación de cada año cuando deseamos ser capaces de torcer la dirección de este destino para únicamente ir en la vida por caminos pavimentados de felicidades.

El primer día es el único día donde se cumplen todos los deseos anhelados esa noche que recién pasó, y caminamos las calles y caminos, oliscando en el aire el sabroso aroma chimichurriento de los corderos que se asan en el fondo de los patios de las casas o el asado de grasoso cerdo lechón aromando las cocinas. A nadie importa el colesterol y sus infartantes miedos que aconsejan una siútica y insulsa dieta daiet. Es el día que dedicamos a repartir y recibir abrazos fraternos, saludos amables y desear felicidades eternas. Bebemos un vaso de borgoña rescatada de antiguos bares, esas tintosas borgoñas de enormes frutillas embarazadas de vino tinto y aguardiente, vaciamos copas de blanco clery almibarado de duraznos; bebemos botellas de vino de dos lucas quinientos, sabiendo que beber es compartir una conversación inundada de añoranzas, sin rencores ni malos vicios. En ese primer día se cumple ese repetido ruego que a varillazos y retos nos fueron inculcando en los catecismos de las viejas escuelas de curas; Dios nos libra del mal, y estamos en el paraíso de los asados y las muy chilenas y picantes de ají infierno, encebolladas ensaladas de tomates, cada año más artificiales.

Pero nada es eterno en este mundo terrenal y el segundo día del nuevo año regresamos a nuestras cotidianas rebanadas de pan con manjar, nuestro café instantáneo y sopa concentrada. Las alegrías eternas y el mundo amable se acaban definitivamente el día tres; la ciudad se repleta de ruidosos vehículos recorriendo apresurados las cuatro principales calles de tu ciudad con basureros rebosantes de desperdicios, empapelada de carteles y amurallada de insultos en sus feos cercos de latón, y sus mendigos derrumbados por la cirrosis durmiendo sus miserias en las esquinas de las calles menos transitadas, y jóvenes alcoholizándose en los paraderos de micros y multicanchas. La ciudad se normaliza de largas colas de pagar deudas en los

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bancos y cacharrientas micros traqueteantes conducidas por neuróticos que compiten por doscientos cincuenta pesos sin respetar la vida de gente, perro o gato que se atraviese frente a su parachoques. Los semáforos son una casualidad que estorba su camino. Resignados regresamos al trabajo en una ciudad sacudida de malos olores llegados de improviso en un camión cargado de redes salmoneras o viseras y peces podridos que valen miles de dólares; esos poderosos y coimeantes dólares estadounidenses que mueven este país de la abundancia.

Así se fue de este mundo el año nuevo que duró exactamente un día y una noche.

LA COMIDA NUESTRA DE CADA DÍA

Cuando se habla de comidas chilotas surgen el curanto, el yoco, los milcaos y el asado al palo, y la chochoca como faros de referencia. Pero nadie o muy pocos rescatan del naufragio en la modernidad de los hornos microondas a una cazuela de espinazo de cordero con luche, una cazuela de gallina con arvejones o de cholgas secas con hojas de repollos. Lo artificial del mundo en que vivimos y su velocidad nos hicieron olvidar las cuatro comidas: desayuno, almuerzo, once y cena.

Un pan amasado cubierto de mantequilla de Piruquina o cremoso queso de Butalcura acompañaba a la taza de café de grano que era el desayuno de cada día. El aromático café de grano que se perdió en los laberintos de la modernidad. Se compraba por kilos en el almacén de “Doña Pancha” en Ramírez esquina San Martín, o donde “Don Custodio Trujillo” en O´Higgins o en el Almacén “Ballesta” en Lillo esquina Errazuriz. En casa se secaba en el horno de la estufa para quitarle la humedad, y después de la cena, se iniciaba la molienda usando pequeños molinos manuales que hacíamos girar escuchando los saludos musicales en radio Chiloé.

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El almuerzo era una cazuela y un segundo plato. Los domingos, días de fiestas y días de celebraciones familiares habían entradas y postres. Lo que hoy parece un banquete eran comidas cotidianas en otros tiempos, de un vivir más lento y un compartir que no se da en estos días cuando los hijos permanecen en el colegio; Jornada Escolar Completa, le llaman, o están en las guarderías y jardines infantiles porque los padres trabajan. En los almuerzos de antaño estaban las empanadas de mariscos. Eran de navajuelas, hoy muy escasas; o de choritos que se cultivan como el perejil o el orégano cuyo aroma invadía toda la cocina. Las empanadas fritas en manteca de cerdo, se servían aún calientes. Con un “poquiñiño” de ají en pasta adquirían un sabor cuyo recuerdo trae el deseo. Los adultos las acompañaban con una buena copa de vino blanco. Después de muchos años, sabemos que esa mezcla de sabores no se puede describir. El plato de entrada de por lo menos tres veces al mes eran los casi extinguidos locos, “Concholepas Concholepas”. Después de regarles un poco de ceniza, a palos los ablandábamos en el patio. Se servían con espárragos o entre hojas de lechuga, rodeados de una mayonesa cuyo sabor no pueden imitar las empresas internacionales que inventaron una mayonesa artificial y con sabor a plástico. Pobre del que mirará cuando la mamá revolvía y revolvía cinco o más yemas de huevos; si se cortaba la mayonesa de amarillas yemas de huevos de las gallinas que se engordaban en el patio de la casa. Mejor era exiliarse hasta que lo llamaran a la mesa. Otros platos de los almuerzos diarios eran un caldillo de congrio o un caldillo de almejas, una sopa de pejerreyes doblados sacando su cabeza por el espinazo, también estaban las pancutras, el charquicán de pescado seco. La sierra al horno, roja de pimentón, pero de carne blanca. Un estofado de róbalo con rodajas de cebolla, papas nuevas y arvejas.

Los postres que perduran en el recuerdo eran mazamorras de manzana, ciruelas en almíbar, sémola con crema de vino tinto. A la hora de once lo común era el pan humeante recién salido del horno. Entre la miga del pan caliente la mantequilla se derretía en sabores indescriptibles y el queso adquiría la mezcla de mundos que llegaban desde principio de los tiempos. En invierno eran las sopaipillas en chancaca, los calzones rotos, los

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chapaléles hervidos, “huilquemes”, que se cubrían con azúcar cuando no había miel. Las sopaipillas y los churrascos fritos en aceite o manteca. También estaban las mermeladas de ciruela, membrillo, grosella, de murta, de “murra”, de ruibarbo que untaban el pan o la tortilla con sabores de colores amarillos, rojos, verdes o azul oscuro. En algunos días muy especiales aparecían el pan de huevo y la tortilla de rescoldo.

En la cena, a las ocho, no podía faltar nadie de la familia aquel que llegaba tarde si no era castigado con el chicote que estaba tras la puerta, recibía los “retos” de sus mayores. La cena era un caldo de carne, un estofado de vacuno, cuando no había pan se reemplazaba por un plato de humeantes papas, en el centro de la mesa. Un cocimiento de mariscos almejas, cholgas, choritos hervidos. Si no era un plato de pejerreyes fritos, una merluza estofada entre arvejas, trozos de zanahorias y medallones de cebolla.

Era otro tiempo repleto de sabores, aromas y olores que hoy a veces creemos poder comprar en un supermercado. El camino de los recuerdos parece llevarnos a la frustración del mundo perdido, cuando habitar la ciudad era algo más humano porque éramos menos y todos de un modo u otro nos conocíamos; rescatar los valores perdidos es la tarea por hacer en esta modernidad de sabores enlatados y aromas ionizados en desodorantes ambientales. El mundo globalizado y su tecnología creen poder envasar los sabores de antaño, etiquetan dulces y mermeladas, la fruta crece fuera de época, pero el sabor a plásticos de los alimentos transgénicos y de las verduras cultivadas en invernaderos hace que cada día perdamos el hábito de comer en familia y la costumbre de hacer las comidas heredadas.

CUENTOS DEL VIEJO LIBRO DE LECTURA

En la soledad de las noches de invierno los barcos dejaban caer sus anclas y a la vuelta de la esquina comenzaba un lugar de lejanos castillos adonde se llegaba por caminos de irás pero no volverás, y en las noches

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cuando el silencio es borrado por el viento que hace temblar la casa, en las sombras imaginaba a Pulgarcito viajando en la oreja de un buey a Pedro Urdemales llevar cartas al otro mundo y ver castillos habitados por crueles madrastras y odiadas princesas. La lluvia copiosa, incansable, no apagaba la voz de mi padre recordando los cuentos de su libro de lectura de la escuela primaria; relatando porque el mar es salado o la historia de la princesa que se iba a jugar al fin del mundo con el principito moro y en ese viaje gastaba siete pares de zapatos cada noche. En el territorio de la fantasía los gigantes eran convertidos en ceniza por obra y magia de una varita de virtud que también hacia desaparecer dragones.

En el secreto país de la memoria los caballos hablan, las personas se convierten en perros, hormigas, águilas, ratones, lagartijas. Pobres aldeas surgen junto a enormes castillos repletos de maravillas, iluminados a los cuatro puntos cardinales, con música de bailes y comidas, pero falta un exorcismo para lograr espantar para siempre los enigmas.

Hoy los miedos son distintos, los días de maravillas y encantos se fueron con los años. Es hora de comprar egoísmos y admirar artificiales bellezas; en el mapa de la hipocresía no hay lugar para la modestia de un gorro que nos hace invisible, un mantel que da comida con solo extenderlo, un encantamiento secreto. Las vacas flacas en campos de abundante hierba no son los ricos avarientos, ni las vacas gordas en desiertos desolados son los pobres de corazón. Este arroyo que no retrocede trae nuevas fábulas donde los milagros no se agradecen con un “Dios se lo pague”, si no es con un almud de oro eres un mal agradecido. En el país de los cuentos no existen orgullos de mala crianza, ni escrúpulos de poca riqueza. El hambre no se paga en cuotas ni la risa se convierte en llanto.

Un perro ladra en la tormenta, mi padre sigue con su cuento de los años cuando la gente tenía el poder de quitarse la muerte, y andar descalzos por la vida buscando princesas, o la bella princesa esperaba en la cocina de su casa ver aparecer un príncipe cabalgando por la calle que lleva hasta el puerto. El complejo de inferioridad, la depresión, las alergias, los cansancios, las frustraciones, no se instalaban en las ferias, ni mercados, donde un mago

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aparecía ofreciendo artefactos ilusorios y narrando sus historia de milagros ocurridos en los tiempos cuando los ponchos y los zapatos podían hacernos invisibles, existían las botas de caminar sin descanso y en menos de lo que dura un suspiro estábamos al otro lado del mundo. Los gigantes y ogros eran criaturas poderosas nosotros niños insignificantes pero nuestra imaginación construía milagros y destruía los miedos de la infancia.

Al discurrir por los cuentos antiguos donde príncipes nacidos en pobres andurriales con increíbles hazañas restauraban a reyes desamparados, riqueza y trono, y las princesas, de belleza de otro mundo, eran seducidas y encerradas por ogros o gigantes en montañas inaccesibles. Gigantes que por arte de birlibirloque se volvían aves de horrible mirar, hormigas del hormigueral, perros de feo ladrar, y la buena suerte se lleva en un simple amuleto para no extraviar el camino de buscar el país donde dicen aguarda el sol de la buena fortuna.

Hoy los días se repletan de olvido y de vez en cuando de la memoria, sin paisajes, rescatamos una sombra, un lugar, una ventana, un rostro, una clave para regresar a los días que se fueron. Esos días de buscar las aventuras que relataba mi padre recordando los cuentos de su libro de lectura de la escuela primaria.

MANZANAS CHILOENSES

Llegan los largos días del verano, cuando el sol parece no apagarse y olvidamos los agobios del invierno sentados a la sombra de un árbol comiendo manzanas; días cuando los árboles completan lentos, sin apuros, la redondez de las manzanas. Esos árboles precarios en los días de aguaceros y escarchas, esos inmovibles gigantes que protegen la casa de los malos vientos en verano se repletan de hojas y frutos.

No puede existir casa sin huerta ni arboleda, es un pecado al orden establecido; en Chiloé el paisaje se hizo de colinas, casa, huerta y arboleda.

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Las arboledas y sus enigmas aparecen al final de un sendero, sobre una colina, árboles repletos de musgos, líquenes, “barbas de palo”, le decimos. Son clara señal de que allí hubo una casa. Terreno abandonado por alguna razón que a nuestra razón no alcanza. La verdad es que cada arboleda de manzanos es un mundo de sabores diferentes, una alegría de niño por nacer, una enorme catarata de chicha fresca en el futuro. Soportando las penurias de las cuatro estaciones y por los cuatro vientos saludados empiezan a florecer en su abandono. Nunca dejan de madurar en su silencio de país secreto la arboleda con manzanas reinetas, las bienaventuradas manzanas limón, en su inventario no pueden faltar las manzanas rosa aquellas que tienen el corazón manchado de pintitas color sangre; me dijeron, ni menos ese sabor arenoso de la manzana azúcar, y la candelaria también llamadas las febreras por madurar en ese mes, las agridulces, amargas, útiles para la acidez de la chicha son las camuestas o camuesas con sus enigmas que solo los ancianos saben descifrar: Si un niño ha nacido con hernia o con el escroto hinchado marcar y recortar la huella de su pie en la corteza de un manzano camuesto y dejarla secar al calor de la estufa, lentamente desaparecerá la hinchazón o la hernia. Nunca sabremos quien trajo tanta variedad de manzanas, si los conquistadores empantanados hasta el cuello en los “hualves”, lease pantanos; buscando oro a cambio de esclavitud o muerte; o acaso fueron los aborígenes quienes sembraron de sabores el desconsuelo de los malos días por venir. Alguien alguna vez logrará descifrar los engaños.

Desde lejos vuelven los secretos y añoramos los sabores de las manzanas trompa de cordero, las manzanas libra, las manzanas quilo o cabeza de guagua; “verdes, redondas, bien blandas”. Al final del verano se recogían las manzanas de fierro, las de libra, las camuestas, manzanas “de guarda” decían nuestros padres. Esas se tomaban a mano y se dejaban en el soberado de la casa para que maduren y comerlas en los días de invierno, lentamente la casa se aromaba con la suave fragancia de las manzanas guardadas.

En marzo llega el tiempo de majar; y en otoño la poda y los injertos pero la arboleda fue envejeciendo, las arañas tejieron olvido, un letargo de traucos y

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un anidar de murciélagos se adueño de la casa donde creció el abandono cuando la ciudad ofreció mejores días.

Estamos sentados al borde del muelle, en el angosto sendero que dejan los sacos; fumamos Liberty, Monarch, Cabañas sin filtro o un Hilton, según se prefiera, esperando el temblor de la lienza señal de haber atrapado un colde, cabrilla, chancharro, o un róbalo. Eran los años cuando centenares de sacos de manzanas hundían el muelle de Castro hasta donde las mareas empujaban lanchas cargadas en Tey, Curahue, Yutuy, Chelín, Chonchi, por los senderos bajaban carretas cargadas de sacos de manzanas. Lentos, sin reloj de apurar las horas, los bueyes acarreaban cientos y cientos de sacos que en el muelle permanecían amontonados unos sobre otros. Cuando el mundo era nuestro podíamos pescar a su sombra saboreando manzanas robadas de apuro. Lingas y lingas de sacos eran subidos hasta el cielo y despacio bajaban a perderse en las oscuras bodegas del Navarino o del Osorno cuando se exportaban a Punta Arenas. Si sus sabores viajaban a Puerto Aysén entonces los cargaban en el Río Baker, el Capitán Alcázar, el Quellón. Los barriles de chicha ordenados esperaban su turno para irse hasta el hogar de los chilotes que añoraban el país de la infancia que dejaron en esta isla lejana.

¿Qué secreto sin proteger ocultan las manzanas chilotas?. Una riqueza genética permanece en su variedad de sabores y en la corteza y en las raíces de esos árboles ancianos; y nosotros ingenuos creemos que desde Europa, Estados Unidos o Israel, llegan turistas a disfrutar de la lluvia y los paisajes: Creemos disfrutan el placer de caminar por los senderos rurales y de souvenir se llevan una rama, una raíz alguna hoja que ingenuamente creemos son recuerdos. Después descifran códigos genéticos, crean una variedad mejorada, inventan una marca y se apropian de lo nuestro. Algo de eso sucedió con la murta.

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LOS ANTIGUOS SENDEROS

Hoy Chiloé ya no tiene esa aura de magia y misterio; de brujos y leyendas. De Pincoyas y Traucos porque la tecnología y la economía de mercado han ido transformando las relaciones sociales. Para quienes día a día vivimos de cerca las realidades de nuestra isla los antiguos encantamientos desaparecen, quedan obsoletos o son residuos, retazos de un pasado que los avances tecnológicos y sociales relegan al olvido.

Algo de esto sucede con los antiguos senderos que al caminar a campo traviesa encontramos entre los límites de las propiedades rurales, parecen sombras sobre las colinas, son como acequias en un valle que hace años fue un espeso bosque. En muchos lugares de Chiloé aun quedan fragmentos de antiguos senderos por donde transitaron jinetes mojados por la lluvia del invierno, en las escasas tardes de sol los niños corrían apurados hacia la escuela llevando en sus bolsos cuadernos de amplios pastizales y libros de lectura con las mareas de cuentos para hacer crecer la imaginación; Pedro Urdemales, la camisa del hombre feliz, Pulgarcito viajando en la oreja de un buey tan lento como la yunta que arrastraba la carreta de gruesas ruedas de madera por ese sendero de barro y piedras, larga sombra escondida bajo las ramas de los coigues, arrayanes, canelos, tenios. Helechos y musgos crecían en la humedad de sus orillas e inquietas vertientes recorrían de lado a lado su angostura.

Antiguos senderos unían Gamboa Alto con Nercón, Llau llao con la Chacra, Putemún con Pid pid, Tey con Altomuro, Mocopulli con Dalcahue, senderos borrados por caminos sin tradiciones ni asombros, senderos construidos en la tierra con el desgaste del diario transitar de carretas cargadas con sacos de carbón para el calor del planeta hogareño, con el arrastrar de los trineos llevando la carga de leña de los asuntos terrenales, el abono para sembrar arco iris de abundancia en la casa; con el tranco lento de los caballos portando el equipaje, la harina del pan bendecido, el afrecho para los cerdos que retozan en el patio, la cucharada de mar, la sal y el azúcar de los días por vivir en esos lugares aislados.

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Hoy de vez en cuando nuestros zapatos pisan pedazos de senderos que pasan sobre la piedra, senderos intransitables en invierno cuando las vertientes son ríos. Sendero semejante recorrieron las tropas chilenas que desembarcaron en Dalcahue; “tan estrecho que no podían caminar dos hombres de frente”. Desordenadas filas de soldados patriotas caminaron hacia el interior del bosque donde escondidas en las colinas que rodean el pantano de Mocopulli esperaban las tropas chilotas del Coronel Ballesteros; milicianos de Castro, veteranos de cien de batallas, que sin ansias de conquistar prebendas, desafiaron la muerte por ser leales a un Rey de quien solo conocían el nombre. Allí se armó la balacera los chilenos huyeron a Dalcahue, los chilotes por un sendero semioculto entre quilantales y coigues, canelos y mañios, bajaron hasta la capilla de Putemún.

Un sendero “envaralao”, varas y troncos tendidos sobre los hualves (pantanos), y puentes “cui cuis” un largo tronco tendido de ribera a ribera para cruzar los ríos; era el camino de Caicumeo, el camino real, le decían los antiguos a un sendero que se perdía entre bosques milenarios; un libro enorme que aun no sabemos leer, pantanos de dimensión desconocida y ríos oscuros como noche sin luna ni estrellas.

Nadie ha pensado rescatar para el turismo esos trozos de espíritu que oculta el follaje; sendas por donde transitaban nuestros abuelos, senderos que subían colinas, esquivaban pantanos, el viento pasaba entre las ramas de los árboles que crecían en sus orillas, a veces a ramalazos el sol mostraba su luz en el follaje. Allí están esperando ser recorridos, siempre y cuando algún dueño de un campo vecino ya no lo halla cercado como propio. Un sendero llevaba hasta el tranquero de los Miranda, pasaba frente a la casa de doña Jecho, subía la cuesta de Alto Muro. En Putemún pasaba dividiendo en dos el campo de los Pérez, pasaba frente a la casa de Julle Garcia, y cerca de la de Pirín Torres, y subía zigzagueando hasta Pid Pid, entraba por donde los Hernández y seguía hasta Piruquina. Un sendero pasaba por la antigua escuela de Gamboa Alto bajaba la colina del cruce Challin, cruzaba un rustico puente de madera, llegaba a la capilla de Nercón y seguía hasta la playa. Los mitos dicen que en las noches en los senderos oscuros suele aparecer la

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Viuda y montarse al anca del caballo del jinete que solitario transita esos caminos secretos. Es que regresaban del pueblo con el alma alegre del vino bebido con amigos y conocidos. Senderos que hoy se borran llevaban a las fiestas patronales, senderos hoy sin huellas de zapatos, ni botas, ni ruedas de carreta, ni herradura; llegaban hasta la playa para los días de marisca y buena pesca, senderos franqueados de quiscales y frescos chupones en su bandidaje de espinas. Senderos que se pierden en la modernidad.

EL CUENTO DEL PERRO GRANIZO

Si los lectores otorgan permiso, y continúan leyendo esta crónica, les contare el muy antiguo cuento del Perro Granizo tal y como en las noches de invierno apenas alumbrados por la tenue luz de una lámpara Petromax, la abuela Carmen nos lo contaba después de solicitar nuestro permiso. Los adultos conversaban de parientes fallecidos o enfermos, de viajes, de siembras y cosechas mientras tomaban mate o tibia chicha endulzada con miel. Nosotros expectantes, callados, inmóviles, escuchando la voz de la abuela diciendo: Esta era una familia muy pobre, pero muy pobre, que no teniendo que comer y como el egoísta vecino dueño de una enorme arboleda no les convidaba ni una miserable manzana decidieron en la noche ir a robar frutas para venderlas en el mercado y con el dinero comprar alimentos. Esa noche y otras varias noches; el abuelo, la abuela, el padre, la madre, el hijo, la hija y el perro llamado Granizo subían a sacar peras, ciruelas, manzanas, cerezas que al otro día bien temprano venden en el mercado y al regreso compran yerba mate, manteca, harina, azúcar. Pero, como en los cuentos infantiles nunca falta un rico codicioso y egoísta en este cuento no podía faltar uno de aquellos que de tanto dinero se vuelven mezquinos. Este era el vecino dueño de la arboleda que algo sospechaba porque cada día ve sus árboles con menos frutas.

En el universo de este cuento y en su profundidad dimensional. El ambiente lo crea el narrador sumergiendo a sus lectores, oyentes hace mucho tiempo, en la dimensión social de la pobreza de la familia causada por

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la supuesta cesantía del jefe de hogar a consecuencias de alguna crisis o modelo social y económico que favorece a determinada clase de la sociedad. Clase gobernante que si no es dueña del poder político deberá serlo del poder financiero culpable ultimo de la pobreza de la familia que acude a robar frutas en la arboleda del vecino; y también culpable de la cesantía del jefe de hogar que contra toda dignidad, y careciendo del amparo de leyes sociales justas debe acudir a solucionar sus carencias haciendo uso de medios extremos…Pero esta disgreción aburrida se justifica en la egolatría del autor que quiere demostrar a los lectores la facilidad con que construye nuevos universos de interpretación y análisis ambientando su cuento en una limitada y real dimensión social. Pero basta de rodeos y análisis seudosocioliterarios; dos cucharadas y a la papa.

Cuando el ricachón egoísta ve que cada día sus árboles tienen menos fruta prepara un enorme barril de engrudo, el pegamento más famoso en la década del cincuenta y principios de los sesenta pero nunca bien ponderado en su artesanal fabricación. Era el pegamento más apetecido por los ratones, hecho de harina en proporción justa y agua que se mezclan revolviéndolos lentamente al calor del fuego hasta hacer una pasta transparente que pegaba los recortes de animales, héroes nacionales, medios de transporte, órganos del cuerpo humano; en el cuaderno de las tareas escolares.

Entonces el rico dueño de la arboleda cubrió el tronco de los árboles con engrudo. Una noche de lluvia con viento norte, el abuelo decidió ir a sacar las peras para comprar un litro de aceite necesario para freír sopaipillas en el desayuno, porque tenía el antojo de comer sopaipillas tomando una taza de café de cafetera. Se fue el abuelo buscando en la oscuridad un árbol de peras de agua que recordaba blanditas y jugosas, cuando lo encontró subió hasta la copa del árbol y comenzó a llenar su saco pero cuando quiso bajar. Se dio cuenta que estaba pegado.

Pasaban las horas y el anciano no regresaba preocupada la abuela salió a buscar a su marido. Gritando quedito. Viejo, viejo donde estas. Aquí arriba del árbol de peras; estoy pegado y no puedo bajar. Dijo el viejo en un

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susurro; no vaya a suceder que los escuchara el rico y egoísta dueño de la arboleda.

Subió la anciana a ayudar a su marido y quedó pegada. Pasaban las horas no regresaban los abuelos a la casa, y sale el padre en su búsqueda, los encuentra sube al árbol y queda pegado. Acortando el cuento toda la familia queda pegada al árbol de peras, incluyendo al perro Granizo, quiltro fiel y buen amigo de sus amos, como suelen ser los pequeños y nunca bien ponderados perros de la raza quilterrier nacional.

Pasaban las horas y toda la familia pegada al árbol, y les dio el hambre y comieron peras, y de tantas peras que comieron se les aflojó el estomago; y con disculpas en este caso de los lectores. No pudiendo aguantarse el abuelo hizo su necesidad que cayó en la cara de la abuela que no pudiendo aguantar esa calamidad hizo su necesidad sobre la cara del padre, y lo que este hacia le caía en la cara a la madre, y lo de la madre al hijo, y lo de este a la hija, y lo de la hija al perro Granizo que fiel a sus amos estaba pegado con sus patitas abiertas al árbol, y las necesidades del perro Granizo caen sobre el rostro de los que dieron permiso.

Es este un cuento de burla que contaba Carmen Pérez Pérez quien a principios de los sesenta tenía más de ochenta años pero una lucidez y memoria que relataba a sus sobrinos nietos las burlas y astucias de Bertoldo que aparecerá de improviso en algún relámpago de lucidez o sea cuando rescate esos engaños y enigmas que el muy feo Bertoldo planteaba al Rey Albuino. Del cuento del perro Granizo, que muchos saben y a veces cuentan después de pedir permiso; nunca he podido descubrir si tiene algún origen tradicional o era pura invención de una abuela de muy rica e envidiable imaginación. En mis andazas de ignorante buscador de ideas nuevas en libros viejos no lo he encontrado en ninguna antología de cuentos chilenos tradicionales.

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LA FE DE MIS MAYORES

Febrero en muchas partes de América es mes de carnavales; hace muchos años también lo era en Chiloé. Se llamaba Fiesta del Chalilo, eran tres días donde la gente salía a las calles a arrojarse challas de papel picado y desde las ventanas del segundo piso de sus casas, señoras y niños, mojaban a los desprevenidos transeúntes. Una guerra de agua, challas y ruidos de matracas que terminaba antes del miércoles de ceniza cuando el sacerdote marcaba una cruz en la frente de los católicos. Entonces se iniciaba un tiempo de ayunos y penitencias. Cada viernes era día de abstinencias; en los almuerzos y cenas la carne se cambiaba por pescados o mariscos. Hasta que el Domingo de Ramos marcaba el inicio de Semana Santa. Pero todo esto comenzó a ser nada y se lo llevó el olvido, arrogante y mezquino, justificándose en el tiempo y sus modernidades.

El domingo de ramos era el ultimo día de alegrías mesuradas un desfile de gente llegaba a la iglesia San Francisco llevando ramos de canelo o laurel; mientras en otros lugares los ramos son hojas de palmera, en Chiloé continúan siendo ramas de laurel que bendecidas protegen la casa de malos espíritus y calamidades en días aciagos. Simbiosis de dos culturas; la aborigen y la española, que los años no han podido borrar identificándonos en la originalidad de nuestras tradiciones.

Llegaba Semana Santa con sus procesiones, la lectura de las Siete Palabras y el Vía Crucis. En el Cine Rex se exhibía Los Diez Mandamientos, El Manto Sagrado u otra película bíblica. Poco a poco la tristeza como una neblina cubría al mundo. El Viernes Santo era un día de silencios, ayuno y misterios. Las calles permanecían vacías, todos los negocios cerrados. En las casas se apagaban las radios, los adultos hablaban en voz baja, no se cocinaba la comida se preparaba el día antes, a los niños se les prohibía jugar, las abuelas se vestían de luto y murmuraban rosarios, oraciones y letanías. En un rincón del salón, una o dos velas permanecían encendidas frente a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ese día el silencio caía sobre el mundo y parecía que podíamos perder el alma: “Había muerto Dios y Lucifer andaba suelto”; decían los ancianos.

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En la tarde lentamente la gente, vestida de oscuro, llegaba a la iglesia para asistir al Vía Crucis y a la ceremonia del desclave cuando se bajaba de la cruz a Cristo Crucificado. La oscuridad del ánimo reflejaba una pena enorme; muchas personas lloraban al ver al Nazareno de manos y pies heridos. El Cristo que en Chiloé tiene bisagras de cuero en las axilas para ser bajado de la cruz. La amargura era una lanza hiriendo el alma. Lucifer el ángel rebelde parece había ganado la guerra tan antigua como el mundo.

En la mañana del Sábado Santo creíamos que la respiración del mundo se había detenido, nadie hablaba fuerte, los niños no jugaban, se comía frugalmente. El desconsuelo duraba hasta medianoche cuando desde la Luz y el Agua resucitaba Cristo y renacía la alegría. Esa que surge de la Fe en los misterios; esa Fe que mueve montañas y provoca derrumbes de solidaridad. Era la Felicidad que daba la certeza de creer en el Dios Resucitado.

Los tiempos cambian y las tradiciones también; actualmente Semana Santa ya no es un tiempo de abstinencias, rezos y meditación de misterios y maravillas. Para muchos simplemente es un fin de semana largo que repleta supermercados y terminales de buses; para los niños se inventan huevos y conejos para hacer de la poca fe un negocio enorme. Muchos se van de viaje a Bariloche o Puerto Montt para descansar del trabajo y las responsabilidades de esta vida moderna. Se debe cumplir con el turno en las salmoneras, radio Chiloé ya no trasmite música clásica; si estamos aburridos de las antiguas películas religiosas que por esa fecha exhiben los canales chilenos, y no tenemos la suerte de en nuestra casa haber instalado televisión por cable, nos vamos al video club a arrendar una buena película para acortar este largo fin de semana.

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LA ESCUELA DE NUESTRA INFANCIA

En los años sesenta la Escuela San Francisco, estaba ubicada en donde hoy existe un terminal de buses interprovinciales. Era un muy antiguo edificio de madera con un largo corredor de altas columnas, al que se llegaba por tres amplias escaleras de seis peldaños ubicadas en el centro y en ambos costados. Altas puertas de dos hojas permitían entrar a las salas de los seis cursos, cuyas ventanas de muchos pequeños vidrios nunca se abrían. En el lado que da la calle Sotomayor estaba la oficina de la dirección.

En su ancho patio aterrizaban helicópteros que llegaban con ayuda médica, meses después del terremoto del sesenta. Allí en verano acuartelaban a los conscriptos mientras esperaban el barco que los llevaría a su regimiento en Punta Arenas, vivían en carpas, cocinaban porotos en grandes peroles y los rapaban al cero. En el costado sur del patio crecían dos enormes castaños, era cancha de fútbol, y allí levantaban sus carpas los circos y en los días de fiestas patrias se construían las ramadas, con arcos de avellano, restos de tablas y suelo de aserrín y viruta, para bailar cuecas y tapar las pozas de barro; mientras los caballos, amarrados a los cercos, esperaban a sus jinetes. Las únicas calles pavimentadas de la ciudad eran San Martín, Ohiggins, Calle Blanco y las de la Plaza. Castro terminaba en calle Freire y en el Tejar. El puente Gamboa era un lugar lejano; una aventura a la que se llegaba viajando por la angosta calle Pedro Aguirre Cerda. En el centro de la ciudad abundaban las arboledas encerradas con cercos de estacas de ciprés.

Cada lunes la escuela se iniciaba con la rutina de formados en el patio cantar el himno nacional, revisar pañuelos, uñas, orejas, cuello y manos limpias, y cabellos en busca de liendres y piojos. No se había inventado la palabra autoestima, ni sospechábamos que nuestros profesores quisieran denigrar nuestros derechos. Así aprendimos la mala costumbre de andar aseados y ser responsables. Usar pantalones parchados no era una moda, era una necesidad en la pobreza vivida con dignidad. Lo importante era la higiene. En las clases se aprendía con la rigidez de la autoridad ejercida con gritos, retos, tirones de orejas y patillas, golpes con una regla o varilla por no

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cumplir con las tareas o contestar equivocadamente en las interrogaciones. Esa disciplina, hoy traería los reclamos más airados y acusaciones de maltrato infantil, pero la puntualidad y la responsabilidad se aprendió con retos y castigos; de rodillas en una esquina de la sala, parado contra la pared, hincado en un cajón de arena, amenazado de ser encerrado en un cuarto oscuro, cuando no se recibían varillazos en el dorso de la mano. El terror era un recurso pedagógico pero ningún padre se quejaba de maltrato hacia sus hijos, por el contrario si el profesor en la misa del domingo o en el estadio, en la reunión de los bomberos o en otro evento social se quejaba de la conducta de su hijo, en casa se aplicaba un castigo peor. El profesor hablaba a gritos, y repetía y repetía, en voz alta las tablas de multiplicar, las veinticinco provincias de Chile, las partes del aparato digestivo, una lista de peces, una y otra vez se recitaba una poesía, la cuestión importante era memorizar contenidos sin entender para que diantre servían, repetir y repetir eso era aprender.

En las paredes habían láminas de anatomía, mapas, horarios y en una cartulina se llevaba cuenta de las veces que no se trajo pañuelo, se llegó con las manos, cuello u orejas sucias, a las cinco falta el castigo no lo perdonaba ni el mismo Dios que parece existía por milagro.

Se asistía a clases llevando los cuadernos en bolsones de cuero, los lápices en estuches de madera, pequeños baúles cuyas tapa deslizante se adornaba con una calcomanía. Los que menos tenían protegían sus útiles con las bolsas plásticas de la leche que de caridad entregaba la Alianza Para el Progreso, cuyo logotipo, una mano empuñando una antorcha sobre una bandera yanqui se iba destiñendo con el uso. Los cuadernos bien limpios y ordenados; debían estar forrados, a lo menos con una página de periódico cuando no se tenia plata para comprar forros de colores. La rigurosidad de la enseñanza se notaba en la obligación de tener un cuaderno de caligrafía y otro de copia que durante el año se iban completando; uno con las letras del abecedario, y el otro, que era mitad en blanco para dibujar como imaginábamos el cuento o la lectura que elegíamos copiar, en su otra mitad que era de línea horizontal. Existían los dictados para mejorar la ortografía,

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una lista de rebuscadas palabras, dictadas en voz alta. Las interrogaciones eran clase a clase, sin previo aviso, lo cual nadie consideraba un maltrato a la autoestima. Se enseñaba geometría usando un cuaderno divido verticalmente en dos partes para en una de ellas dibujar las figuras geométricas. Los cuadernos eran de hojas amarillas corcheteadas en la mitad; sus rusticas tapas de cartón causarían vergüenza al alumno de hoy, acostumbrado al plástico y artificial cuaderno universitario de blancas hojas anilladas.

Recordar el pasado puede parecer una tarea inútil pero si la nostalgia se racionaliza, descascarando las emociones, y es usada para establecer comparaciones entre épocas distintas para encontrar las bases del progreso; entonces bienvenido el trabajo de recordar.

Es en la educación donde se han logrado los avances más notorios. No pensando en la obvia mejor calidad de los edificios, ni en el nivel de los contenidos, ni en la compleja organización administrativa. Aunque muchos confundan administración con educación, sin querer ver más allá de sus narices. Los verdaderos avances están en los modos y maneras de formación de personas; y la calidad de las relaciones humanas en la educación actual. El profesor dejó de ser ese señor todo poderoso y omnipotente que todo lo sabia y podía castigarnos sin remordimientos. Hoy es un tío, un padre, un amigo que aconseja, ayuda y enseña. Para muchos los tirones de orejas, las cachetadas y otros castigos hoy son anécdotas de otros tiempos cuando íbamos a la escuela saltando pozas, por calles y veredas sin pavimentar. Caminando sobre la escarcha, creyendo que la gruesa capa de hielo soportaría nuestro peso, llevando en los bolsones murtas, avellanas, manzanas, ciruelas y sueños.

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EL PAN, SUS SABORES Y SILENCIOS

España llegó con armas y crucifijo pero con el pan fue quedándose en la mesa cuando América aún no tenía nombre. Primero fue tortilla sin levadura, cocida en el rescoldo. Esa tortilla que aún en Chiloé se cuece en las cenizas de la cocina fogón y que ahora también es tortilla con chicharrones de cerdo. Pero no voy a escribir de tortillas ni a hablar del pan que compramos en las panaderías o en el supermercado, ese pan desechable con identidad de economía de libre mercado; duro como cartón al día siguiente.

Hablaré del pan hecho en casa, ese pan que sale “calientito” desde el horno de la estufa leña, con ese sabor inigualable de las añoranzas, con el aroma de la fraternidad y los abrazos. Ese pan de la paciencia con que nuestras abuelas y madres amasaban en una artesa de madera. Cada mañana, dos o tres veces por semana, veíamos hacer el secreto de la levadura y sus fermentaciones en un pequeño jarro o taza de loza. Con la sabiduría de los años nuestra madre o nuestra abuela creaba un lago en el centro de la harina, un cráter de volcán conteniendo la levadura para con el agua hacer una masa que antes de ser pan se guardaba bajo un paño blanco esperando que la levadura con sigilosa fermentación, en un enigma cuya clave ignoramos, diera la abundancia. Luego la magia brotaba de las manos de nuestras abuelas cuando sacaban pedazos de masa y las moldeaban para dar forma al “humilde pan de la mesa familiar” como me parece cantaba Libertad Lamarque en la radio allá por los años sesenta.

Después se horneaba a fuego lento y aparecía ese sabroso pan de casa con su arte de siglos. El aroma del pan recién horneado repletaba la cocina y salía por la puerta de calle, y por las ventanas llevando mensajes envueltos en otros mensajes. Ese pan que en verano se come con mermelada de ciruelas o de manzanas. En marzo, a orillas del otoño, es el dulce de murta o el de “murra” que llega a completar la gramática de sabores del pan cotidiano. En invierno con la mantequilla derretida entre sus migas, con el trozo de queso que el calor transforma en sombra de sabores que llegan a habitar la casa en los abrazos de bienvenida en los días de regresar de largos viajes, en la nostalgia de los hermanos que faltan cuando la vida ha subido

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una larga cuesta de años. El pan del ayer que no vuelve. Ese pan que tiene una cara y un revés. Aquel que hay que dejar en la mesa con su cara hacia arriba. Jamás el lado aposentado en el horno debe mirar el cielo porque es “menospreciar el carácter de Cristo” decían las abuelas. Cuando el pan se cae al suelo es “seña” que alguien de la familia está pasando hambre, sufriendo penurias de peón en las estancias, jornalero en las cosechas allá en Osorno, soportando sol y hambre moliendo caliche en las salitreras. En las supersticiones del pan aparece el miedo a la pobreza y los presagios de mala fortuna. La persona que gusta comer el cuero del pan tendrá puros hijos hombres. Comer las migas que quedan en la mesa es señal de pobreza y la pobreza llega cuando se queman las migas y “sobras” del pan.

Los sabores del pan hecho en casa regresan a la memoria cuando a media tarde, hora de onces, regresamos desde el supermercado con nuestra bolsa de pan y se nos rebela la adolescencia y sus recuerdos. Para que ese pan no faltara en casa nuestros abuelos fueron a la Patagonia; al “País del viento”, a buscar el trabajo que su tierra les negaba. Allí masticaron el rencor, el hambre y la fatiga que como buitres sobrevolaban los días de soportar la discriminación y el desprecio de la explotación. Todo para que el pan nunca faltara en casa. Una rebanada de pan es señal de aprecio para con las visitas, cuando faltó la harina, la papa se hizo pan en la pobreza.

EL ALMANAQUE DIECIOCHO

Los jóvenes no tienen ni la más remota idea de que se trata pero era un pequeño libro, una especie de manual respecto a la forma correcta de tomar remedios y jarabes y aplicar ungüentos de la Farmoquímica del Pacifíco. Debió haber aparecido por los tiempos del “Cielito lindo…”, cuando Adelita viajaba en un tren militar o en un buque de guerra y la aristocracia gobernaba Chile; lo cierto es que cada año aparecía en la casa de los abuelos este pequeño libro con el santoral de cada mes y calendario de siembras, podas y cosechas. Las distintas fases de la luna que permitían saber cuando cortarse el pelo porque era luna menguante. Las fechas de los eclipses, el

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estado del tiempo y las mareas. También en sus páginas se hablaba de la posición de los planetas, sus periodos de mayor brillo, cuando eran más visibles u opacos. La mejor época para observar estrellas fugaces, la fecha del cambio de estaciones, Todo junto a antiguos avisos publicitarios de cremas, ungüentos, colonias, jabones y productos para el cabello.

Este almanaque se compraba como las Cafiaspirinas Bayer en la farmacia de don Luis Espinoza, o en la Botica y Droguería El Faro de don Arturo Antoniz en calle Blanco esquina Serrano; y en los almacenes donde se vendían semillas y abono. En sus páginas aparecía el calendario santoral y muchos fueron bautizados con nombres de santo según el día de su nacimiento, había poemas, lecturas reflexivas, frases celebres, proverbios, fábulas, notas curiosas sobre el origen de los días de la semana, las fiestas móviles católicas, efemérides tan increíbles como el día de la muerte de Adán, el incendio de Jerusalén, la destrucción de Troya, la publicación de la Odisea.

El almanaque dieciocho orientaba a los agricultores en sus labores con las fechas de cuando sembrar, podar, abonar y recolectar las cosechas. Entre lecturas, recetas de cocina, proverbios, acertijos, puzzles y chistes, aparecía el “sabía usted que” el tambor es el instrumento más antiguo y que el santo patrono de las enfermeras es Santa Agata así como el de los notarios es San Lucas y el de los peluqueros San Martín de Porres. El Almanaque también contribuyó a la formación intelectual de generaciones; en muchos hizo surgir una perenne curiosidad literaria, en las páginas de este almanaque se hablaba de Homero o Virgilio. Para muchos el Quijote nació no en algún lugar de La Mancha sino en alguna página del Almanaque Dieciocho, entre la alimentación adecuada en la crianza de cerdos y un aviso del Mentalol o una crema quitacallos.

En los tiempos del liberalismo radical la publicidad farmacéutica ofrecía a su distinguida clientela remedios a enfermedades y dolencias extrañas para las actuales generaciones y difícilmente escuchadas en la jerga de los abuelos; como el tabardillo, los adelgazamiento de sangre, los malos aires, malos humores encontraban remedio en la zarzaparrilla de Bristol, las

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fiebres tercianas se curaban con el Calmatol 18, las almorranas, diviesos y las hinchazones con el ungüento de Hamamelis, para los estreñimientos las píldoras de With, las pastillas vegetales de Kemp para los parásitos, para crecer fuertes y sanos nada mejor que el aceite puro de hígado de bacalao, los dolores de cabeza mejor los mejoraba mejoral cuando no bastaba un Aliviol.

El Almanaque a veces era médico con advertencias científicas que recomendaban no tomar leche antes o después de haber ingerido antiácidos, porque puede causar fallo de los riñones. También traía una colección de frases célebres, útiles para impresionar con un pensamiento inteligente como: “Algunos cruzan el bosque y solo ven leña para el fuego” (L. Tolstoi). Además de la sabiduría, copiada de otros textos, este pequeño libro era el meteorólogo más exacto con observaciones que señalaban que la primavera empezaba el 21 de marzo y el otoño el 23 de septiembre.

Todo permite pensar que así como los astros estuvieron de parte de nuestros abuelos y padres, con el Almanaque en el bolsillo también hoy estarían de la nuestra. Esta poco original enciclopedia agrícola, astrológica y santoral llegó para quedarse en el imaginario de nuestros abuelos a quienes enseñó a respetar los ciclos naturales, a regirse por los astros y no por el mercado. Contribuyendo a cimentar la cultura y tradiciones de ese país rural que todos llevamos dentro. Pero no espantaba la muerte; en la década del cuarenta una peste de viruelas en las islas de Chiloé mató a centenares de personas. Los veleros con un trapo negro amarrado al mástil que indicaba que a bordo había enfermos permanecían fondeados en la mitad de un canal. Durante cuarenta días, permanecían los enfermos esperando la vida o la muerte, solitarios y abandonados a su suerte, para no contagiar a sus familias. Estaba prohibido enterrar los muertos en los cementerios cuando alguien moría se cavaba una fosa lejos de la casa y se quemaba su cama y su ropa. Si por desgracia la peste hacia desaparecer una familia completa para terminar con ese mal se quemaba la casa.

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