cuadernos de sangre, vol. 2

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Antología de cuento de horror bajacaliforniano Volumen II E l l o bo y el Co r d ero Ilustración de portada e interiores: Tala Wakanda http://www.wix.com/talawakanda/wolf-in-boots http://loboycordero-ediciones.blogspot.com http://cuadernosdesangre.blogspot.com Facebook: loboycordero.ediciones Síguenos en Twitter @loboycordero Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Recon- ocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 México. Primera edición digital Diseño y edición de la colección: Néstor Robles

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CUADERNOS DE SANGRE

Antología de cuento de horror bajacaliforniano

Volumen II

El l

obo y el Cor

der

o

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Cuadernos de sangreAntología de cuento de horror bajacaliforniano, Vol. 2

Primera edición digital

© Rina Ruiz, Daniel Sepúlveda,Claudia I. Solórzano, Sidharta Ochoa,

Estefanía Arista y Pepe Rojo

© 2012, El Lobo y el CorderoTijuana, B. C., México

http://loboycordero-ediciones.blogspot.comhttp://cuadernosdesangre.blogspot.com

Facebook: loboycordero.edicionesSíguenos en Twitter @loboycordero

Diseño y edición de la colección: Néstor Robles

Ilustración de portada e interiores: Tala Wakandahttp://www.wix.com/talawakanda/wolf-in-boots

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Recon-ocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 México.

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advertencia

FADE IN

INT. TEATRO - NOCHEEn blanco y negro. Se abre el telón. Un hombre viejo, trajeado, sale de entre las cortinas. Sale limpiándose manchones de sangre de la ropa. Risas. Aplausos.

HOMBRE VIEJOVeo que siguen aquí y han sobrevivido las primeras historias. Me da gusto. Si no les bastó el puñado de asesinos, adéntrense ahora a un horror fantástico, no necesariamente en donde la palabra sangre es clave, sino un juego entre realidad y ficción. Piensen bien esto: ¿Y si esa herida que tienes cobra vida? ¿Si descubres que lo único que has esperado hasta hoy es tu propio fin? ¿Si tienes dos mentores que luchan por convencerte a hacer el bien o el mal? ¿Si Jung hubiera conocido a Lovecraft? ¿Si esa fruta es algo más que tu rutina diaria? ¿Si cuando haces el amor, tu cuerpo se transforma? Estos autores se lo han preguntado. Aquí sus historias.

El hombre truena los dedos y desaparece entre una nube de humo. Gestos de asombro. Más risas. Más aplausos. Entre ecos escuchamos la risa del viejo.

FADE OUT

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indice

Un golpecito c Rina Ruiz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

La espera c Daniel Sepúlveda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Diario de David Levy c Claudia I. Solórzano . . . . . . . . . . . . . . 17

El médico va a H. P. Lovecraft c Sidharta Ochoa . . . . . . . . . . . 23

El árbol de naranjos c Estefanía Arista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

Suele suceder c Pepe Rojo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

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un golpecito

Rina Ruiz

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RINA RUIZ (ENSENADA, 1977)

Ha tomado talleres literarios de Francisco Morales, Flora Calderón, Paulina de la Cueva y Vicente Anaya. Ha publicado poemarios artesanales, así como los cuadernillos del Taller Experimental de Lite-ratura del icbc Ensenada. Actualmente trabaja en la producción artesanal de una colección de cuentos. Los fines de semana los dedica a su sala de lectura “La letra mutante” y a invadir cafés con el grupo de música Alicantes pintos.

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Abre los ojos puntualmente a las tres de la madrugada. El dolor en la pierna es muy preciso, ni un minuto más, ni uno menos; justo

a las tres inicia el latido que no le permite volver a dormir. Lentamente empieza a sentir el peso de la sábana en su piel amoratada. Fue un leve golpe y, a pesar de que ya pasaron cinco días desde el incidente, el dolor va en aumento.

Se incorpora para revisar su pierna. Fue un simple golpe, se dice a sí misma antes de levantar la sábana, sólo fue un resbalón. Un tropezón donde golpeó su pierna con el escalón del transporte público, pero tal vez fue karma por burlarse de su amiga, a quien el viento ultrajó levantando la falda antes de subir al camión. La cuasi sonrisa dibujada en su boca al recordar esto la delata como culpable. Fue karma y la policía karmática la detuvo... pues nadie se le escapa.

Es gracioso para ella pensar en esto. Desliza la sábana para encontrar pequeños continentes morados e hinchazón sobre su piel. El epicentro de la contusión está señalado con un punto negro de donde pudo haber brotado un riachuelo sanguíneo, pero no, el derrame fue interno. Desliza sus dedos sobre la piel para encontrar calor. Arde. La superficie es rugosa, una especie de costra delgada cubre lo que parece ser un hueco, un hueco que ayer no se encontraba allí. Volvió a deslizar sus dedos sólo para en-contrar la superficie rugosa más extensa y hundida. El medicamento, pensó, estas sensaciones un tanto paranoicas provienen del medicamen-to. Entonces decidió tocar el golpe para provocar dolor y así tener una reacción más confiable. Colocó sus dedos índice y medio sobre el punto exacto. Oprimió sin obtener el resultado deseado: no había dolor, sólo

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observaba atónita cómo sus dedos se sumergían en su pierna. Su mano era literalmente engullida por la masa morada, sin dolor alguno. Gritó histérica de desesperación. No, esto no es real, no es real.

Sacó su mano de la masa, sus ojos se abrieron al observar cómo escu-rría la espesa sangre oscura. Esto no es real. El hueco empezó a inundarse de sangre, que rápidamente invadió la sábana y su camisón.

Grita inútilmente. El sabor de la sangre llega a su boca, esparcién-dose por cada una de sus papilas gustativas. El bermellón lo tiñe todo. Cierra sus ojos para así intentar llegar a la cordura. Todo es tan real: el sabor de la sangre; su voz.

De repente una aguda punzada de dolor en la pierna. Abre los ojos. Mira el techo. Está recostada. Voltea a su buró: las siete de la mañana en punto. Lentamente siente el peso de la sábana sobre su piel.

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la espera

Daniel Sepúlveda

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DANIEL SEPÚLVEDA (TIJUANA, 1990)

Estudiante de Lengua y Literatura de Hispanoamérica en la uabc. Se dedica a narrar, delirar y blas-femar. En sus andanzas recopila momentos desechando palabras. Sólo el hombre está solo. Actualmente pertenece al Colectivo Trenzología Fronteriza.

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Se pueden escuchar los pasos apresurados de los hombres de blanco caminando por el corredor de este hospital, en el que por las noches

permanezco postrado en una cama, atento a lo que pasa a mí alrededor. Gente gimiendo me despierta a media noche, las sirenas de las ambu-lancias se introducen en mis sueños, alterando el orden de mi historia, una historia a la que le falta un lapso, un segmento, pues en verdad no sé qué hago aquí, en este frío y crudo lugar.

Al parecer no tengo muchos amigos, pues desde que desperté nadie ha venido a visitarme; las enfermeras, por su parte, pasan al cuarto a ver si todo está en orden: se asoman, cierran la puerta y siguen su camino. Cuando quiero preguntarles qué día me iré, se marchan comentando cosas sobre la telenovela o de sus quehaceres. Jamás me hablan, nunca me dicen o preguntan nada. Después pienso que han de estar muy ocu-padas y como yo no me quejo o expreso dolor, no debo parecerles un asunto del cual inquietarse.

Nunca hablo con nadie. Para ser sincero, me dan miedo los enfer-mos y como ya quiero salir de aquí, no me acerco a ninguno de ellos, podría contagiarme de algo. Hay días en que me inspira confianza algún fracturado o los del ala de pacientes con daño cerebral. ¡Ah, mis amigos!, los que están en coma no me molestan para nada. Reiteradas veces les pido que despierten, pero al volver al día siguiente siguen igual. A veces ya ni siquiera están, únicamente encuentro sus camas hechas, sin rastro de ellos.

Hay ocasiones en que no salgo de mi cuarto para nada. La desolación me invade al punto en que me dan ganas de lanzarme por la ventana,

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pero me contengo porque pienso que eso sería muy cobarde.El día de hoy no quería salir de estas blancas y ajustadas cuatro pare-

des. Me parecía inútil seguir recorriendo el edificio, rasgando el concreto con mis manos yertas. Todo cambió cuando un estrepitoso estallido se oyó a las afueras del hospital. Quedé sordo por unos segundos y corrí como loco al primer piso para saber lo que pasaba, me asomé por la ven-tana, viendo el paisaje ensombrecido. A lo lejos una columna enorme de humo se erigía hacia el cielo. A mi lado, una señora estaba hablando por teléfono con no sé quién. Sonaba histérica. Según pude escuchar, había explotado un depósito de combustible en la refinería y había muchos lesionados. Lo que era de esperarse pasó: al correr de los minutos empe-zaron a llegar los heridos, personas sangrando, algunos desmembrados gritando de dolor, también había gente desesperada preguntando por sus familiares a las enfermeras y a los hombres de blanco, pero estos no podían proporcionar ningún tipo de información.

Era un verdadero caos. No pude soportarlo. Regresé a mi cuarto en medio del alboroto, totalmente desconcertado, pensando en lo mal que debían sentirse los familiares de los trabajadores de la refinería, lo desgarrador que debió ser recibir la noticia. Empecé a preguntarme cómo ocurrió tal accidente, quién había sido el responsable, tantas cosas rondaban en mi cabeza en esos momentos.

De pronto lo recordé todo: yo trabajaba en esa refinería, pude recor-dar a mis dos hijas, a mi mujer, Lucía, todo. Apresuradamente bajé las escaleras rumbo a la sala de urgencias. Personas que yo conocía yacían maltrechas en las camillas, sin alguien que los acompañara. Al llegar ahí el panorama era peor de lo que esperaba: cuerpos por doquier, el hospi-tal no se daba a basto al grado de que el suelo y los sillones de la sala de espera se convirtieron en quirófanos. Decidido a hallar a algún conocido pasé por entre el tumulto, arrastrando con mis pies los charcos de sangre y en un rincón divisé una figura familiar. Llegué hasta ahí y encontré mi cuerpo. Reposaba inconsciente con una contusión craneal en una camilla. Ignacio Cruz. ¡Yo!, exclamé. Nadie se inmutó. Quedé viendo mi cuerpo durante un corto tiempo y al cabo de unos minutos lo comprendí. Parte de mí me había estado esperando en el lugar donde acabaría mi existencia, mientras yo, seguía ocupado con mi rutina de todos los días.

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diario de david levy

Claudia I. Solórzano

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Claudia i. sOlÓrzanO (TiJuana, 1984)

Lic. en Lengua y Literatura de Hispanoamérica (uabc), becaria del pecda en la categoría Jóvenes Creadores 2008-2009 por su novela inédita Entre las sombras, de la cual aparece un capítulo en la antología Tijuana es su centro (Kodama, 2011). Fue miembro del consejo editorial de la revista Magín Minificciones. Actualmente coordina el taller literario del programa “Talentos Artísticos. Valores de Baja Califonia” del icbc y prepara un libro de cuentos viviendo entre zarpazos y ronroneos de sus cuatro gatos.

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1El psiquiatra me dijo que escribiera todas mis ideas en un diario, que así iba a dejar de alucinar. No sé si me sirva de algo. Ha de ser in-teresante estar escribiendo lo que me pasa, para leerlo de más grande, cuando ya no vea cosas.

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Hoy no tomé mis medicinas. Se me olvidaron, o recordé olvidarlas, aún no sé. Las tiré al escusado. Antes de aventarlas las abrí para ver qué era lo que me quitaba lo loco, sólo vi un polvo que se desaparecía con el agua. No entiendo cómo eso puede hacer que deje de ver al hombre blanco.

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Sarah me preguntó por la tarea. Hacía mucho tiempo que no me hablaba. Creo que ya no se me ve cara de drogado desde que dejé las medicinas. Ya no me quedo dormido en clase y me estoy aprendiendo los rezos para mi Bar Mitzvah. No puedo creer que en cuatro días vaya a cumplir trece. Al parecer me asignaron a un nuevo mentor, él me recoge de la escuela y me habla de la Toráh, sus profecías y cómo yo soy una parte importante para la salvación de mi pueblo. También me dijo algo que me asustó un poco, no sé si habló con el Dr. Goodman, pero mencionó al hombre blanco. Qué raro, ahora que lo recuerdo nunca se lo mencioné al doctor.

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El hombre blanco se apareció en mi salón. Se sentó a un lado de mí y dijo que pidiera lo que quisiera. Le dije que detuviera el tiempo. Rió como loco, después me contestó: “¿Qué te parece si hago que los maestros se enfermen y tengan que suspender clases?” Así lo hizo. Comenzamos a hablar. Azrael ya no me parece tan tenebroso; dijo que estaba a tiempo de hacer la mejor elección de mi vida. No sé a qué se refiere. Se me hizo raro que se desapareciera cuando llegó Gabriel, mi mentor. Aún no me puedo quitar el aroma de Azrael, creo que huele a azufre.

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Sarah me besó, mejor dicho yo hice que me besara. Lo deseé y se cum-plió. Ella parecía asustada, pero creo que le gustó. Javier, el chamaco que me molesta, intentó pegarme pero se le rompió el brazo antes de que me pudiera lastimar. De la nada se le puso todo morado, como que se estaba pudriendo.

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Ya casi, ya casi es mi fiesta. A mis papás parece no importarles, están más preocupados por los gastos y los invitados. Ya ni me preguntan cómo me va con Gabriel. Él es muy buena persona, me ayuda a entender los pasajes de la Toráh, me dice que no necesito tomar medicinas para estar sano, que lo único que tengo que hacer es ver dentro de mí para encontrar la paz. Ya no alucino, creo que tanta droga me estaba haciendo daño.

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Azrael se apareció en la escuela de nuevo. Ahora si detuvo el tiempo o por lo menos eso parecía. Todo estaba estático. Pude apreciar lo que me rodeaba por primera vez en mi vida: mis compañeros, el edificio de la escuela, mis maestros y a Sarah. Entramos a la oficina de la directora, vimos que estaba hablando por teléfono, había escrito en un pedazo de papel que Javier Kasowitz iba a faltar a la escuela por un período inde-finido. Se le había agangrenado su brazo y tuvieron que amputarlo. Me

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dio gusto, siempre me lastima y humilla. Yo sentía que me cortaban los brazos cada vez que me golpeaba. Después de eso Az desapareció dejan-do todo en su lugar. No sé si estaba soñando despierto, si todo fue una alucinación, lo que sí sé es que Javi no va a regresar a la escuela por un buen tiempo.

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Hace algunas horas que terminó mi Bar Mitzvah: ya soy todo un hombre. Por fin se conocieron Gabriel y Azrael. Fue una situación muy rara, pare-cía que ya se conocían, no se hablaban, toda su atención estaba dirigida a mí. Me gusta más ser el centro de atención. Antes nadie me hacía caso. Mis papás sólo se dedicaban a trabajar y no tenía amigos. Ahora hasta novia tengo. Sarah hace todo lo que yo quiera. Todo.

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Desde que hablo con Az mi vida ha cambiado mucho. Entiendo a Gabriel, él siempre tan recto y queriendo salvar a todo mundo, pero creo que prefiero el camino fácil.

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el medico va a h. p. lovecraft

Sidharta Ochoa

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SIDHARTA OCHOA (TECATE, 1984)

Internacionalista y escritora, es miembro del Consejo Editorial y colaboradora de la revista Shandy. Ha escrito obra para antologías de narrativa joven y también crítica en revistas como Generación (Ciudad de México), Espiral (Tijuana) y Balbuceo (Saltillo). Publica en el blog www.angelesidharta.blogspot.com y actualmente dirige la Casa Editorial Abismos. Su primer libro, Tatema y Tabú, está por publicarse.

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La historia detrás de la muerte de H. P. Lovecraft es la historia no relatada de la entrevista que tuvo con Carl Gustav Jung el mismo

año de su muerte. Cuando Lovecraft falleció estaba llegando a la cri-sis de escritura que estudiosos contemporáneos como Didier Anzieu determinan como la primera crisis creativa de cualquier artista y que puede darse alrededor de la edad de veintitantos o bien postergándose se presenta hasta los 40. El precio de pasar a la siguiente etapa creadora implica atravesar por una postura depresiva, eso es lo que explica este psicoanalista contemporáneo.

Lovecraft había estado toda su vida perseguido por extraños fantasmas, voces y casi a la mitad de su vida por imágenes de alienígenas, vida ex-traterrestre y posesiones de cuentos de ciencia ficción que justamente al atardecer sentía correr por su cuerpo; por ejemplo, pensaba en el origen extraterrestre de los aminoácidos que constituyen el cuerpo humano, sentía sobre las venas una extraña sensación de cuerpo microscópicos que habitaban su torrente sanguíneo y que tarde o temprano se apode-rarían de él.

Como casi todas las almas atormentadas, sus antepasados cercanos en línea materna habían emigrado para huir de situaciones de miseria, a veces pensaba que todas las imágenes que contenía su cabeza provenían de esa travesía siniestra que habían realizado sus tatarabuelos en el Mayflower. La vida de Lovecraft como ya sabemos había sido eclipsada por una sombra. La sombra.

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Aunque la biografía de Jung no lo reporta así, en el año de 1937 el médico suizo visitó Rhode Island —donde Lovecraft habitó casi toda su vida— a fin de encontrar algunos símbolos arquetípicos del terror humano, contenido según sus investigaciones en esa isla localizada en los Estados Unidos, inscrita en unas piedras que se encontraban visibles a la población según los datos a los que había tenido acceso a través de una joven antropóloga norteamericana.

Cualquiera que llegara a estas ruinas tendría el poder de visualizar los símbolos originarios del horror y probablemente llegar a dominarlos por medio de métodos, que bien sabemos, Jung llegó a conocer.

Al llegar a Rhode Island el médico contactó a una mujer de aspecto pálido, alta estatura y expresión lánguida la cual le indicó el lugar exacto dónde encontraría las ruinas, aunque le advirtió que sería imposible para él analizar o siquiera ver lo que buscaba, tenía que aprender a ver en la forma que lo hacían personas como ella. La mujer le advirtió que no era recomendable aprender a ver de esta forma, pues de ser así se convertiría en un maldito y no había salida posible a dichas visiones, a los malditos se les otorgan visiones de las que no tiene escapatoria posible.

Mientras, en esos mismos momentos Lovecraft era atormentado por ex-trañas sensaciones que le hacían creer en la presencia de mujeres muertas dentro de su casa, escuchaba incluso, a lo lejos quejidos leves. Y no, no eran sus tías cogiendo, era algo más. Quizá era una alucinación provo-cada por sus reciente crisis depresiva o, peor aún, era la señora Muerte. El escritor sentía mucho frío en los huesos. El miedo como el frío se le metía al alma.

Después de recorrer el norte de la isla y soportar un extraño silen-cio y ver un puñado de piedras amontonadas, la silenciosa mujer le recomendó a Jung visitar un departamento localizado en el número 598 de la calle Angell Street. Era la casa de Lovecraft a fin de que cuando menos se acercara a la sonoridad de las imágenes que deseaba registrar. El escritor que ahí habitaba, le dijo, le mostraría con su sola presencia lo que deseaba aprender.

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Apenas vio Jung a Lovecraft entendió que ese ser vivía en constante des-dicha, el aliento del delgado hombre de cabeza grande era espeso, sus ojeras casi verdosas. Jung comprendió que el escritor se encontraba cerca de la muerte cuando observó la forma en que el iris se encontraba sepa-rado de la base del ojo, para los orientales esta era una señal de peligro inminente. Supo entonces el psiquiatra que se encontraba frente al peor de los riesgos posibles para un curador del alma, todo lo que habitaba en Lovecraft, la culpa, la miseria económica, su soledad y sobre todo las imágenes arquetípicas de la vida extraterrestre, la muerte, la memoria familiar, la imposibilidad de olvidar, buscarían otro cuerpo, otra concien-cia para poder reproducirse. Y Jung corrió, a la edad de 61 años corrió con todas sus fuerzas, para escapar del miserable departamento, para escapar acaso de arquetipos que habitaban en él mismo desde antes de su nacimiento. La angustia lo invadía hasta casi paralizarlo pero bajo un ejercicio extraordinario de la voluntad corría de todas formas.

Esa misma noche Jung tomó un ferry de vuelta a Boston. Lovecraft falleció a los pocos minutos de la visita de Jung. La carga de Lovecraft tal vez regresó al centro del infierno o tal vez se apoderó de otro cuerpo, Lovecraft dio su último respiro. Las manos de Jung temblaban ligeramente en el ferry, su tesis principal había sido comprobada. No es una cosa inanimada aquella capaz de contener al todo. No hay tal cosa como el Aleph. Sólo es el hombre capaz de contener ciertas partes del Todo, y estas partes son asignadas arbitraria-mente por el Destino, fantasmalmente acechan al hombre, y se apoderan por completo de algún desdichado que posea una ligera debilidad del instinto mientras crece.

Desde esa visita a Rhode Island, Jung adquirió nuevas imágenes que tardaría algunos años en dominar y que lo acompañaron hasta su propia muerte en 1961. Aunque hubiera corrido aquella noche los arquetipos de la desdicha fueron más veloces que él.

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el arbol de naranjos

Estefanía Arista

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ESTEFANÍA ARISTA (DISTRITO FEDERAL, 1995)

Escribe cuentos y minificciones. Disfruta de leer a Borges, Poe, Conan Doyle y todo tipo de literatura fantástica. Recibió un primer lugar en la Primera Antología del Cuento del Colegio Alemán (2005). Actualmente vive en Tijuana, cursa el segundo semestre de preparatoria y es becaria del Programa “Talentos Artísticos. Valores de Baja California” del icbc desde 2009.

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La sombra del gran árbol se tatúa en el pavimento al ritmo del sol, repleto a veces de naranjos pero nunca sin ellos. Desde la primera

casa nacen las raíces a la par del amanecer, hasta la última llega el reflejo de sus más altas ramas. Justo a la mitad del árbol y a media calle, yace la casa seis, casi un ser viviente con las ventanas brillando como tenues ojos azules.

Es la mañana perfecta para quienes apasiona un día soleado: azul absoluto, liso y profundo para sumergirte en él, pareciera que no hay nubes… pareciera. Pero en Mancera y Ocampo no las hay: nadie pinta figuras de algodón o cuenta las estrellas. Pero ni el sol, la limpieza o la constante exactitud de la calle atraen la atención de Roberto. Nada, ex-cepto Gisela. Tan distinta a cualquiera, tan cercana a ser su todo. Con aquellos labios rojos y carnosos, siempre un poco entreabiertos y su mirada cuestionante. Cabellos despeinados en curvas tan grandes como las del resto de su cuerpo. Gisela. Gisela.

—Gisela.Así despierta Roberto, inquieto y sin aire con ese nombre en la punta

de la lengua como única inspiración. Gisela acostumbra salir madrugada de casa, Roberto se baña a toda prisa y aprovecha la única oportunidad de verla recién levantada tal cual bella durmiente: se asoma por la venta-na y con el oído entrenado de espía escucha girar la chapa de su puerta. Salen al unísono y Gisela lo mira. Su mirada lo penetra y Roberto viaja muy lejos de aquí por segundos que, aunque quisiera sentirlos eternos, son insoportablemente fugaces. No le alcanzan para hacer que ella lo observe como el hombre que es, no como si fuera cualquier simple e

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invisible vecino a los ojos de tan sobresaliente mujer.Lo único que Roberto puede hacer es seguirla, fingiendo una coinci-

dencia de esas que ocurren diario entre vecinos. Desde el día que recuer-da haberla visto, hasta ahora, sólo han tenido un breve tema de conver-sación: Gisela, por cortesía o por aliviar la incomodidad que surge entre su atmósfera, le sonríe y le pregunta afirmando lo deliciosas que son las naranjas del árbol, arranca una y la come. Roberto, para no quedarse sin una respuesta las come siempre, desde la primera vez que le hizo esa pregunta. Y así ambos comen una naranja todos los días, y el resto de los veintidós vecinos también. Claro que ninguno madruga tanto como Gisela, y por consecuencia, tanto como Roberto.

Ahora Roberto espera las ocho horas de trabajo, que para su opi-nión deberían ser llamadas jornada de infierno. Espera en la parada del camión y se fuma un cigarro, dos, tres, sacando el humo en el aire que millones de personas más respiran sin opción. Piensa en Gisela, en su padre, piensa en su hermana. Piensa en el perro que tuvo alguna vez y en el montón de papeles que tendrá que archivar llegando al trabajo. En el odio increíble que le tiene al supervisor y el inútil que tiene como asistente. Se le va el tiempo pensando en todas aquellas personas que le repugnan y llega al trabajo, a su escritorio del tamaño de una pulga. Tiene que soportar al que maneja la copiadora. Hoy es uno de esos días en los que Roberto dejó todo los archivos acumulados y ahora tiene un millón de copias que sacar. Hoy es uno de esos días en los que tendrá que escuchar desde problemas amorosos, hasta los de la infancia irreparable del pobre chamaco que seguramente ni sueldo ha de tener.

Archiva. Saca copias. Archiva. Todo es rutinario. Escucha a la señora de Recursos Humanos sermonearlo, dice que debe tratar bien a la gente, siempre intentar satisfacer sus necesidades y Roberto aún no ha podido darle a entender que él no trata con las personas, sólo con archivos muer-tos. Sin embargo, parece que esta vieja regordeta y sus lentes ochenteros supieran más que Roberto de sí mismo. Es como si supieran que nunca ha sido bueno en sacar pláticas, y si no está de buen humor, como ocurre siempre en el trabajo, es cortante y saca su peor lado. Siente como si ella supiera que en verdad Roberto es mejor persona de lo que aparenta. Pero nada más es una suposición, porque todos dicen que la vieja de Recursos Humanos tiene los tornillos mal ajustados.

Pronto en la oficina se oyen menos voces y menos ajetreo, lenta-mente se desvanecen las personas y el ruido de las puertas. El único foco prendido del edificio es el de Roberto, una abandonada ventana

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del quinto piso. Minutos después de que la luz se extinga, Roberto ya espera en la parada. Se fuma otro par de cigarros y las luces frontales del camión le cegan la vista, obligándolo a levantar la mano para cubrirse la cara. Ante tal movimiento, el camión se detiene. A partir de allí, el tiempo y cada suceso pasan como grandes lagunas mentales, un truco que Roberto mismo se ha inventado para refugiarse y evitar recordar cada viaje y su espantoso olor. Así, sin reparar en el chofer, el número de pasajeros o las monedas de más con las que paga al amargado del vo-lante, recobra la consciencia. El árbol le hace compañía y la oscuridad de la calle lo envuelve.

Roberto miró el reloj y de un salto se metió en sus pantalones, tomó su mochila y salió tropezando por la puerta. Las cortinas estaban cerradas. Claro que a esta hora Gisela ya estaría lejos. Desilusionado, arrastrando los pies, llegó hasta la puerta de la cuarta casa y se detuvo. Subió el par de escalones de un paso. Había dejado de respirar y tuvo la sensación familiar de haber hecho esto muchísimas veces antes como parte de una rutina ya hace tiempo perdida. Una rutina olvidada y el impulso natural e incontrolable de tocar la puerta. Sin poderlo evitar, Roberto sonrió, algo desconocido para él, pero el trance en el que estaba no le permitió detenerse a pensar cuándo había sonreído por última vez. Si Roberto hubiera parado apenas un segundo e intentado recordar se habría topado con un inquietante vacío en cuanto a memorias felices.

No tuvo su típica iniciativa de predecir todo antes de actuar, pues desde que se levantó tarde y a toda prisa la rueda de su infortunio giraba en todas direcciones, desbocada.

Se abrió la puerta y disparado salió a un corredor que parecía venir desde kilómetros atrás con la vista enfocada en la meta: la parada del camión. Nunca pensó en el vecino esperando en su pórtico. Nunca lo vio. Roberto cayó en seco y de espaldas. El corredor le sacó todo el aire del estómago y le clavó cada uno de sus huesos, recargó sus manos en los hombros de Roberto y lo miró a los ojos. Lo primero que éste notó fue la suavidad de una melena enorme y oscura, y el olor cítrico de su perfume. Observó sus grandes ojos azules. Era Gisela.

Roberto se sintió confundido. Seguía en un trance de extraños im-pulsos y ella se veía más perdida que antes. Pero en el rostro de Roberto no había confusión. Ahora estaba lleno de seguridad tan desconocida como la sonrisa que se escapó minutos atrás y un cosquilleo que se es-cabulló como polvo mágico hasta el más profundo rincón de su cuerpo,

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sus dedos y su boca. Había dejado de tener miedo.Roberto apretó los labios contra los de Gisela y se unieron en una

marea profunda que subía y bajaba a toda velocidad. El polvo mágico invadió a Gisela de inmediato, el cosquilleo se hizo palpitante y poco a poco dejó de moverse y sólo brilló. La marea calmó: sus besos fueron lentos, más suaves. Los ojos de Gisela fueron más azules y sus corazones latieron tan fuerte que toda la calle pudo sentirlos. Incluso el árbol.

Probablemente fue Roberto quien decidió no decir nada respecto a lo ocurrido porque los dos seguían extraviados en sus pensamientos y el reconfortante sabor de sus bocas. Ambos, ya sentados en los escalones, pensaron en que lo mejor sería ofrecerse una naranja para aliviar la pesadez del aire. Roberto, dispuesto a tomar unas cuantas, abrió los ojos de par en par: los vecinos estaban reunidos alrededor del árbol. Roberto creyó que simplemente conversaban. Observándolos mejor notó que ninguno movía un músculo, ninguno hablaba, ¡ninguno parecía siquiera respirar! Yacían de espaldas a él, mirando directamente hacia la avenida, hacia la parada del camión… Roberto supuso alarmado que habría algún accidente. Levantó la cabeza y respiró en busca de humo o un impactante fenómeno que causara a cada uno de los vecinos permanecer extrañamente quietos. La voz de Gisela acompañó sus divagaciones.

—Estaba asustada, me sentía culpable…La avenida, las casas, el cielo, la calle suspendida, callada y aban-

donada de una manera molesta que comenzó a aterrorizar a Roberto, demasiado.

—Tenía una cita muy importante y… —Gisela a punto de estallar en lágrimas, sintió alivio al ser interrumpida por el silencio de Roberto. Lo miró y se dio cuenta que no había estado escuchando. Siguió su mirada y encontró el mismo panorama, el mismo bulto de personas regadas casualmente por una fuerza superior. Todas alrededor del árbol. Gisela pudo presentir que no parpadeaban, que habían sido interrumpidas y que ahora estaban lejos de allí, muy lejos.

Gisela y Roberto se acercaron, se movieron ante sus ojos, hicieron de todo pero no se atrevieron a tocarlos, y tampoco a ir más allá de la avenida que de pronto les causaba terror. Terror de no encontrarle fin, terror de no poder recordar (con todas los eventos impredecibles de la mañana) de dónde venía y hacia dónde terminaba. Acabaron sentados en el mismo lugar, llegando a la conclusión de jamás haberse topado con esto ya que siempre salían de casa junto con el amanecer y regresaban demasiado tarde como para cruzar camino al menos con un misterioso

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gato. Un hombre apenas daba media vuelta cuando, sin pensarlo dos veces, Roberto y Gisela se abalanzaron sobre él. El pobre tímido (y se-guramente sometido desde niño) se asustó ante la cercanía de Gisela. Roberto prefirió hablar con él.

—Felipe, ¿cierto? Creo que no me recuerdas —el hombre no se preocu-pó por contestar, pero intentaba ubicar el rostro de Roberto—.Bueno, era de esperarse. ¿Bonito día, no? —dijo, esperando que cayera en la trampa.

Un poco de la alegría que lo acompañaba justo cuando reaccionó volvió a su noble rostro y fue feliz y platicador otra vez.

—Vengo de la orquesta, hoy salimos temprano y lo lamenté porque disfruto cada momento allí, haciendo lo que amo con personas iguales a ti, ¿me entiendes? La música, el violín, son las mejores cosas de mi vida.

—¡Un violín! ¿Y dónde lo traes escondido?—Qué despistado, debí olvidarlo allá en el teatro. Buenas tardes,

señorita.El resto de los forzados interrogatorios transcurrieron igual. Ahora

Gisela tenía tanta curiosidad como Roberto. ¿O tal vez ansiedad? Siguieron abalanzándose sobre la gente, y ésta seguía irrazonable: No tomen esos apestosos camiones azules que lo estafan a uno; no se suban con aquel taxista que casi choca y me deja muerta; no disturbe la paz de aquellos que ya descansan con el Señor; el tráfico en el bulevar está insoportable...

Gisela pudo aguantar casi todas las mentiras imaginarias de cada uno de los vecinos si no hubiera sido por Lupe, quien en cuanto reaccionó se puso a gritar disparates acerca del fin del mundo, del terrible temblor, que todos regresaran a casa lo más pronto posible. ¡Regresen, regresen, antes de que ataque de nuevo!

—¿Qué se traen todas estas personas? ¡No, no me toques! Esta última ya fue el colmo —Gisela estaba cada vez más nerviosa y desesperada.

—No sé, no sé, tan sólo intento entender.—¡Entender? No me vengas con jaladas. Todos estos son una bola

de locos demasiado asustados para enfrentarse al maldito mundo real. ¡Te dije que no me toques!

—Cálmate de una vez, Gisela —Roberto quiso golpearla para que volviera a sus cabales, para que no terminara contagiándose él mismo de temor. Tuvo que sujetarla tan fuerte para que volviera en sí que estuvo seguro que dejaría por días un fuerte dolor en sus brazos e incluso mo-retones. Nos iremos de aquí, pensó mirándole a los ojos.

—Debe haber una explicación para todas estas ilusiones. No, no, no llores.

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—¿Es esto una ilusión? Explícamelo, Roberto, ayúdame a entender porque tengo miedo de que, que…

El piso dio vueltas mientras Roberto desaparecía en el azul de los enormes ojos de Gisela. Anheló todos sus días que ella lo viera como lo miraba ahora, pero quedaban asuntos por resolver. La Señora García seguro que aclararía el panorama.

—Podemos ayudarle con sus bolsas de mandado.La Señora García miró a Gisela. Parpadeaba e intentaba vincular a

la nueva jovencita que aparecía ante sus ojos con los pensamientos an-teriores que corrían por su cabeza. Roberto aún esperaba su respuesta y justo cuando volvía a preguntar, Gisela lo detuvo con la mirada.

—Seguro ha de estar cansada por ir hasta la plaza y traer todas estas bolsas pesadas —Gisela comenzó a dejar fluir su encanto y el interrogatorio.

—Es una molestia a la que estoy acostumbrada, niña. Una abuela debe consentir a los nietos.

—No sabía que tenía nietos. Debe sentirse feliz porque la visiten de vez en cuando.

—Claro. Son tan divinos, me encanta verlos juntos.—Me los imagino, señora —Roberto la interrumpió sin importar su

descortesía. Estaba ansioso por poder sacarle información hasta que sus ojos recayeron en los restos de naranja que tenía entre sus manos.

—Solían ser tan felices —les sonrió por última vez y siguió a paso increíblemente lento hasta su casa.

Roberto se paralizó. Fue entonces cuando lo entendió todo. Cuando empezó la cuenta regresiva y el árbol, con un toque de gracia, le concedió un último momento de razón. La venda cayó demasiado tarde de sus ojos y ahora ya estaba atándolo de las muñecas. Toda la información que ne-cesitaba estaba enfrente de él. La Señora García había tomado entre sus tibias y regordetas manos las de Roberto y Gisela con una mirada vaga y dulce, ese gesto que dan las abuelas a sus nietos mientras hablan locuras y se recuerdan nostálgicas, mientras dicen cosas que no le dirían a nadie y que muchas veces confunden aquél acto de cariño cuando buscan un poco de compasión en personas desconocidas.

Eso fue exactamente lo que ocurría ahora. Las cuatro manos se habían mezclado con los restos de la naranja que la Señora García comía, que cada uno de los vecinos comía. Con ese jugo cicatrizante y dulce del que todos eran víctimas. Todos comieron naranjas, todos tenían restos de éstas en el cuerpo, en la piel, en la mente. Ahora Roberto y Gisela

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sentían las yemas de sus dedos pegosteosas. Ese picor corriendo desde sus brazos hasta su cerebro, dando rienda suelta a la imparable imaginación.

La Señora García no tenía nietos. Felipe no trabajaba en una orques-ta. Nadie había sido despedido. No tembló en ningún lugar del mundo. No se murió el hijo de ninguna Conchita. No había tráfico en las calles. No había calles. No había ningún camión apestoso ni malos conducto-res de taxis. Gisela tampoco tenía, tuvo, ni tendría una cita importante. La vieja de Recursos Humanos seguramente tampoco existía. ¿O habría existido alguna vez?

Roberto se llenó de irrevocable y victorioso temor. Temblaba y captu-ró la imagen de Gisela por última vez, mientras las palabras de la viejilla resonaban en su corazón. Solían ser tan felices.

La sombra del gran árbol se tatúa en el pavimento al ritmo del sol, repleto a veces de naranjos pero nunca sin ellos. Desde la primera casa nacen las raíces a la par del amanecer, hasta la última llega el reflejo de sus más altas ramas. Justo a la mitad del árbol y a media calle, está la casa seis, un ser viviente con las ventanas brillando como tenues ojos azules. Y por todas las casas entra la luz del día y por veinticuatro de éstas, veinticuatro trabajadores abren sus ojos para comenzar la mañana.

Es perfecta para quienes apasiona un día soleado: azul absoluto, liso y profundo para sumergirte en él, pareciera que no hay nubes… pareciera. Pero en Mancera y Ocampo no las hay: nadie pinta figuras de algodón o cuenta las estrellas. Una limpieza y exactitud perturbadora le rodea. Pero ni el sol o la constante perfección de la calle atraen la atención de Roberto. Nada, excepto Gisela. Si no fuera por ella él ya estaría huyendo de aquí, conseguiría un lugar más barato en dónde vivir, aunque fuera con una de esas caseras gordas que a los dos minutos ya te llaman Mi’jito.

Roberto y Gisela salen de casa al mismo tiempo, caminan en un mismo compás y siguen la melodía de esta repetitiva danza, una nota detrás de la otra. A Gisela le duelen terriblemente los brazos, tal vez por el duro día de ayer y la improvisada cita para el trabajo. Se aguanta el dolor y escoge, estirándose, una jugosa fruta. Comienza a comerla, y Roberto, también con una naranja en las manos, sonríe.

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suele suceder

Pepe Rojo

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PEPE ROJO (CHILPANCINGO, 1968)

Ha publicado cuatro libros: Ruido Gris, Yonke, Punto Cero e i nte rrupciones. Escribe ficción y ensayo para varias publicaciones, es cofundador de Pellejo, coordinó la intervención urbana Tú no existes, las instalaciones de video Psicopanoramas, las colecciones de minibúks y el Diccionario Filosófico de Tijuana, ciudad donde reside actualmente. Ha trabajado en televisión, multimedia, docencia y ha ganado un puñado de premios literarios y audiovisuales.

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El zumbido del aire acondicionado me irritaba. No había pagado la suite matrimonial para soportar el suplicio de los pequeños detalles.

Me limpié con las sábanas. El satín se oscureció. Me incorporé.—¿A dónde vas? —Preguntó. La ignoré. Localicé mi ropa—. ¿Ya te vas?Volteé y la miré despectivamente. Su presencia también me irritaba.

Sonreí.—No, cómo crees.Me acerqué, hincándome en la cama. Tracé una carretera de su oreja

al pezón derecho con mi dedo índice. Ella se rió; un escándalo estúpido, torpe. Algo estaba mal.

Decidí marcar por teléfono. Hablé con el gerente y lo insulté a deta-lle. Prometió arreglar inmediatamente el aire acondicionado y le dije que eso no me servía de nada. Ella me miraba. Sentía sus ojos en mi espalda. ¿Cuál era su nombre? Sonia, Sara, Silvia. ¿Sandra?

—Vámonos, Sandra —ella respondió al nombre—, nos esperan en la oficina. Sonreí. La memoria es una perra que siempre anda cargada.

Algo estaba mal.Me incorporé para vestirme. Al tomar mis pantalones, los dedos

de la mano derecha llamaron mi atención. Me senté en la cama y los observé detenidamente.

Mis manos ya no eran las mismas.

Mi primera hipótesis giraba alrededor del descuido. No era la primera vez que me pasaba. Más de un pleito con mi esposa había empezado así.

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Llegaba a mi casa después de trabajar y una hora más tarde ella empezaba a fingir ese desdén que siempre presagia un conflicto. Después de jugar el juego del “qué-tienes-deberías saberlo”, su silencio se convertía en un río de acusaciones. De algo no me había dado cuenta. Que si había cambiado el color de las uñas de sus pies, o que estábamos estrenando una nueva vajilla, o que había adelgazado un par de kilos, o que las cortinas eran nuevas, o que había cambiado su peinado. Siempre había algún detalle que escapaba mi atención. El argumento era ridículo. En el trabajo se lo podrían explicar. Si algo me distinguía de los demás era la meticulosa atención al detalle en cada uno de mis proyectos. Se lo intentaba explicar. Cuando uno puede ignorar algo es que ese algo está funcionando. Uno sólo escucha el motor del carro cuando está fallando. Sólo se percibe el clima cuando no es agradable, o inmediatamente des-pués de que ha sido incómodo. El dinero es problemático sólo cuando falta. Nadie está consciente del latir de su corazón hasta que éste aumen-ta o disminuye su ritmo. Si las cortinas o su peinado no llamaban mi atención era exactamente porque funcionaban. El mismo hecho de que pasaran desapercibidos era muestra fehaciente de su éxito.

Por supuesto, ella nunca lo entendía.Podía aceptar que mis manos no hubieran cambiado. Que simple-

mente nunca había reparado lo suficiente en ellas, como cuando uno se para frente al espejo y encuentra detalles, formas y texturas que nunca antes había notado. Esta hipótesis, sin embargo, planteaba otra pregun-ta: ¿Qué había sucedido para que mis manos llamaran súbitamente mi atención?

La presentación del proyecto había sido impecable. El cliente era difícil. Sus preguntas, planteadas para hacerme tropezar, siempre encontraron una respuesta sencilla y franca. Todo en su lugar. El proyecto tenía varias debilidades, pero nada que un poco de relaciones públicas no pudieran cubrir.

Decidí no tomar el vuelo nocturno y quedarme para celebrar. Una ciudad desconocida siempre ofrece el peculiar encanto del anonimato.

El sexo es un negocio más. Hay que tomar la decisión. O inviertes tiempo o inviertes dinero. Si tienes que invertir ambos, el trato va a acabar mal. Nunca me ha interesado invertir tiempo en el sexo, pues rápidamente entra en la ecuación ese extraño otro que llamamos amor. El sexo es necesario. El sexo es placentero. ¿Cuál es nuestro afán por convertirlo en amor? Esto es un asunto práctico, no sentimental.

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En pocas palabras, si era lo suficientemente sutil como para mostrar el contenido de una delgada cartera, cuya forma se conserva gracias a la dureza elástica del plástico, la compañía no tardaría en llegar.

En el hotel, observo cómo se desviste una mujer medianamente atractiva pero poseedora de una sutil sofisticación que intensifica el erotismo de la situación, de una manera que un pedazo de carne bien cuidada nunca podrá lograr. Observo su cuerpo y la manera en que la luz lo hace cambiar. El alcohol la desinhibe, pero también aumenta su estupidez. Se trepa en la cama y gatea hacia mí. El alcohol, y las drogas en general, provocan el olvido de sí, y, si alguien me pidiera reescribir los siete pecados capitales, ese olvido sería el primero en la lista.

El sexo fue eficiente, y nada más. Los dos fingimos que la intensidad del orgasmo había triplicado lo que en realidad sentimos. Su desinhibi-ción, después del sexo, se había convertido en vulgaridad. Sin embargo, su acento extraño seguía alentando mi curiosidad.

En la mañana, antes de despedirnos, intercambiamos teléfonos. Obviamente, le di una tarjeta falsa.

Al calzar mis zapatos, me percaté de que eran por lo menos dos tallas menores de lo que requerían.

—Nos estamos alejando —fue el primer comentario que recibí de mi esposa al llegar a casa.

Era justo lo que necesitaba. El vuelo había sido un martirio. Los zapatos exprimían mis pies y estaba seguro que, al quitarme el calzado, los encontraría llenos de ampollas. El taxi que me había llevado a casa apestaba, seguramente porque el conductor llevaba una dieta que excedía las especies que el cuerpo humano puede soportar.

—El vuelo fue horrible —comenté a mi esposa, pero el non sequitur no cumplió su función.

Ella me siguió de la entrada de la casa hasta nuestro cuarto sin dejar de explicar su primera frase. Se alarmó al observar mis pies y decidió darles un masaje. Después, al escuchar los argumentos que trataban de disipar sus dudas sobre nuestra relación, trató de resolver todo a través del sexo. Accedí, complaciente.

Al terminar, ella se quedó encima de mí e intentó involucrarme en una plática superflua. De pronto, sus ojos crecieron y una expresión de horror marcó su semblante. Corrió al baño y se encerró. Algo en su mirada me preocupaba. Su expresión, esa mezcla de rabia, desconcierto y miedo, había surgido cuando me miraba. Toqué la puerta del baño.

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Después de varios minutos ella accedió a quitar a llave. La consolé, tratando de calmarla con el sonido de mi voz, y, entre sollozos, intentó explicar su reacción.

—Si hoy en la mañana alguien me hubiera preguntado por el color de tus ojos, habría respondido verdes sin pensarlo dos veces —alzó la mirada y observó mis ojos detenidamente, hurgando en ellos. El llanto le impidió seguir.

—Ya ni siquiera puedo recordar tu rostro. Nos estamos convirtiendo en extraños.

Me paré frente al espejo y un par de ojos azules devolvieron mi mirada inquisidora, burlándose de mí.

Yo también los recordaba verdes.

En el transcurso de la semana, logré que despidieran a Sandra. Con ella había empezado todo. Por supuesto, ella nunca lo sabrá. Mientras su jefe directo la insultaba por su error, cambié los papeles que lo habían provocado en su escritorio. Antes de salir del edificio, entró a mi oficina y cerró la puerta. Me contó lo que había pasado. Mi rostro imitaba sus gestos, empático y compasivo. Me citó en el Hyatt de siempre, a la hora de la comida. Por supuesto, estuve de acuerdo en que era “lo menos que podíamos hacer”.

En el hotel, tuve una plática amistosa con el gerente y elogié los ser-vicios y las instalaciones. Al final, agregué un discreto comentario sobre el estado del aire acondicionado en la suite matrimonial que Sandra y yo frecuentábamos. Lo dejé con un agradable rostro de desconcierto, masticando mi comentario una y otra vez en su pequeña cavidad craneal.

El sexo ni siquiera alcanzó el grado de mediocridad. Mi orgasmo, aunque ella nunca lo sabría gracias a mis oportunos gemidos, ni siquiera me estremeció. El único placer que se deriva del sexo es la capacidad que tiene para borrar absoluta y completamente el mundo que nos rodea. En el momento climático, todo se olvida: tu nombre, tu edad, tu ocupación, tus miedos, tus deseos, tus intenciones. Eres una página en blanco, una apuesta en curso de resolverse, un suspiro que sacude tus cimientos. En cambio, esa tarde, no logré dejar de pensar en mis pies, en mis manos, en mis ojos, en la cara de Sandra mientras me platicaba lo injusto que había sido su antiguo empleador mientras la despedía, en el distanciamiento que mi esposa invocaba como causa principal de nuestro fracaso como pareja. Todo estaba ahí, y lo cubrí con una falsa manta de quejidos y mo-vimientos para evitar que ella se diera cuenta. Pero para ella, en cambio,

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el asunto funcionó a la perfección. Su mirada se evaporó bajo la excusa de unas pupilas dilatadas. Todos los músculos de su cuello llegaron al punto de máxima tensión y se soltaron, provocando espasmos involuntarios en su cuerpo entero. Después de varios segundos de silencio, acompañados arrítmicamente por empujones pélvicos que disminuían de intensidad, ella sonrió. Me abrazó y susurró en mi oído: Nunca te voy a olvidar.

Cuando entró al baño, me incorporé y realicé una minuciosa explo-ración de mi cuerpo. Todo estaba en su lugar, tal como lo recordaba.

Probé con mi esposa esa misma noche. No fue difícil evitar el orgasmo. Me esforcé por hacer el suyo más placentero. Al concluir, durante las convulsiones orgásmicas, su rostro parecía cambiar, pero la tenue luz (uno de sus múltiples caprichos durante el sexo), impedían cualquier conclusión. Después, cayó en un profundo sueño. Me senté a un lado de su cama y dirigí la lámpara hacia su rostro. Estuve horas ahí, senta-do en el suelo, junto a la cama, observando cada centímetro de su piel, incapaz de detectar algún cambio. En la madrugada, ella despertó. Me miró detenidamente y acarició mi rostro. Parecía conmovida. Besó mis labios y, apenada, se volteó para seguir durmiendo.

Apagué la luz y me quedé ahí, hincado, en la oscuridad.

Compré cuatro pares de zapatos en el fin de semana. El lunes me pre-senté sonriendo a la oficina. La vida continuaba y, por lo tanto, también mi trabajo. Ya había un reemplazo para Sandra en su viejo escritorio. Una muchacha agradable, que sonrió en mi dirección la primera vez que cruzamos miradas. Aunque no está escrito en ningún documento, el sexo es parte de la descripción del puesto. Hay que saber con quién acostarse, hay que conocer el flujo de la comunicación e interrumpirlo con carne sobre carne, con placer, para adueñarse de las pláticas, los datos, la orga-nización. Cualquier empresa es un pacto sellado en carne. Hay que saber cómo complacerla, y lastimarla, en los puntos más sensibles.

Regresé al Hyatt con la nueva secretaria, al cuarto día en que ingresó a la empresa. El mundo entero cosquilleaba en mi entrepierna. Siempre me he distinguido, y es uno de mis grandes orgullos, por ser una persona capaz de autoanalizarse, de conocerse. Y puedo jurar que esa emoción anticipada no tenía nada que ver con mi nueva compañera de juegos. Su motor era inédito. Algo cambia durante el sexo. La explicación lógica, salpicada de genes, hormonas, carbono, hidrógeno y oxígeno, escapaba

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mis facultades. Pero no a mis emociones.Para controlar el experimento, decidí atar a…, a… una vez más, olvido

su nombre. Bueno, decidí atar a mi pareja a las esquinas de la cama. Había previsto un poco de resistencia, pero ella simplemente se reía.

—Nunca lo hubiera pensado de ti —me dijo, mientras ofrecía sus brazos para ser atada.

—¿Nunca hubieras pensado qué? —le contesté.—Que te gustaran estos juegos.La miré fijamente. No sabía cómo reaccionar. Decidí por la opción

política y sonreí.—Uno nunca sabe —le dije, mientras apretaba con fuerza el nudo

que ataba la pierna que le quedaba libre.Después, el asunto salió de mis manos. No sé qué sucedió, pero la

culpa es mía. Me dejé ir. Y no sé exactamente qué quiero decir cuando digo eso. Yo llevaba el control, y a ella parecía agradarle todo lo que hacía. Recorrí su cuerpo con mi lengua, y mis dedos pasaron, con distintos grados de intensidad y de intención, por todos los orificios de su cuerpo. Ella gemía, y aún con los brazos y los pies atados, se las arreglaba para guiarme, para incitarme aún más. Después olvidé todo. Sólo recuerdo una explosión que empezó en mis genitales y abarcó rápidamente el resto de mi cuerpo, erradicando absolutamente todo lo que encontró a su paso. La explosión abandonó mi cuerpo por mis orificios. Un gemido, un aliento, una eyaculación: hasta mi mirada se fugó un instante. Mi pelvis seguía empujando, tratando de extraviar mis genitales dentro de su cuerpo, intentando lograr que el momento se prolongara unos segun-dos más. Mi cuerpo dejó de temblar. La energía falló a mis miembros y sentí cómo el frío llegaba otra vez a mis poros y cambiaba la temperatura de mi sudor. Todo cayó de nuevo en su lugar. La miré detenidamente. Sonrojada, su sonrisa abarcaba la mitad de su rostro. Y empezó a reírse.

Yo no sabía qué hacer. ¿De qué se reía? Intenté mantener el control, pero mi cuerpo se resistía. No quería regresar al estado de atención normal que me caracterizaba. No me permitía concentrarme. Una vez más, intenté con una sonrisa.

—¿De qué te ríes?Ella me abrazó, consciente de que su risa causaba estragos en mi

autoestima.—No te preocupes —me susurró al oído—, pero es que con la emoción

de la amarrada y todo eso no me había fijado en lo peludo que estás.Palabras torpes. Escaso lenguaje y poca gracia. Sin embargo, tenía

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razón. Podía sentir cómo sus dedos se enrollaban en vellos que no exis-tían en mi espalda unos minutos antes.

Estaba agotado. Quería correr al baño y examinarme frente a un espejo. Quería contar y numerar todo el cabello que cubría mi cuerpo. Medirlo. Controlarlo. Conocerlo y admirarlo.

Pero me quedé dormido.

Cuando desperté, ya había oscurecido. Llamé a mi esposa para decirle que había surgido un proyecto urgente y que probablemente no llegaría en toda la noche. Después, llamé al gerente y le pregunté si me podría facilitar un teléfono con el cual pudiera conseguir compañía femenina. Primero fingió ignorancia, pero después de un par de insultos, accedió a darme el número.

La llamada fue corta y al grano. Muy profesional. Sólo por curiosidad pregunté si se podía pagar con tarjeta de crédito. Me contestaron que sí. Pedí una mujer oriental, de corta edad, y aumenté, como un comentario casual, que no me importaría si su edad fuera un problema legal.

Cuando llegó, yo ya me había bañado. Todo en la suite estaba a media luz. Ella era preciosa. Parecía una figura en porcelana. La tomé de los hombros y ella alzó su mirada para encontrar mis ojos. Le pregunté cuál era su nombre y respondió con un cliché: “El que tú quieras”. Me reí. No quería ver, no quería saber nada. Le dije que preferiría que ella hiciera todo el trabajo, pero, en el transcurso, logró involucrarme. Era como un juguete. Su piel era suave y fresca, su tamaño maniobrable, por así decirlo; además, la rodeaba toda esta mitología sobre la capacidad de las mujeres orientales en la cama. Y dejé que el mito guiará de la mano a la realidad.

El resultado fue todo lo que yo esperaba. Al finalizar, ella sonreía dulcemente, y olvidé que yo había pagado por hacerlo. Ya no había cer-tezas en mi mundo. Ni en la carne ni en la mente. Platicamos un poco y creí todas sus mentiras. Ella marcó el teléfono de su compañía para corroborar la validez de mi tarjeta de crédito. Yo estaba a la expectati-va. Sabía que en cualquier momento algún detalle me daría una nueva perspectiva con la cual observar mi vida.

Cuando se incorporó para dejar el cuarto, pues para ella estas eran horas de trabajo, decidí despedirla en la puerta. Le agradecí sus servicios y la abracé. Mis brazos tuvieron que estirarse para tomar su cuello. Ella miró hacia abajo, directamente a mis ojos, y dijo, en una voz suave, que había sido un placer. Me quedé observando sus pasos hasta que llegó al elevador y la puerta se cerró.

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En la mañana utilicé los artículos de limpieza que había en el baño de la suite y me aseé de la manera más meticulosa. Estaría repitiendo mi ropa en el trabajo y ese era otro de los pecados capitales que algún día incluiría en mi lista. Qué importa, me dije. Mi ropa me quedaba un poco holgada pero no era suficiente como para tener que preocuparme.

En la oficina, un compañero entró a mi despacho y me recriminó lo descarada que era mi conducta. Me dijo que si quería probar la nueva máquina de bronceado del gimnasio, que por lo menos esperara al fin de semana para aparentar unas vacaciones. Que faltar una tarde al tra-bajo era un insulto para todos mis demás compañeros. En cuanto salió de mi oficina corrí al baño.

Era cierto, mi piel era varias veces más morena que antes. ¿Cuándo? Ya no lo podía recordar. “Antes” era una palabra que adquiría dimensio-nes casi míticas en mi cabeza. Abrí mi camisa y mi piel era más oscura, áspera. La toqué, y su textura era una experiencia nueva para mí. Me descubría en cada instante. Salí del baño y tomé el elevador hasta el estacionamiento. Prendí el carro y fui a buscar un bar en el cual poder pensar un poco lo que me estaba sucediendo. Veía a todas las personas, sin importar su sexo o su edad, como oportunidades para reinventarme, para reescribirme de nuevo en sangre, sudor y lágrimas.

En el bar, un whiskey en las rocas me ayudó a detener los latidos de mi corazón. Quizás el cuerpo era una farsa. Quizás así había sido siempre y yo nunca me había dado cuenta. Algo pasaba en el orgasmo. Quizás siempre despertábamos del sexo en cuerpos distintos, pero éramos dema-siado torpes como para entenderlo, como para registrarlo. Nos sucedía a diario. Hay días en que nos vemos mejor, hay días en que nos sentimos diferentes. Cambiamos a diario, y nadie lleva un registro de lo que sucede cada vez que, en el proceso de la reproducción que interrumpimos con químicos, olvidamos todo lo que somos y dejamos atrás todo lo que fuimos y, como serpientes, mudamos de piel, de vida, de sentidos.

Una mujer cincuentona se acercó a mi mesa. Era desagradable. A medio día, su borrachera era notoria. Me dijo que si me sentía sólo, ella podía hacerme compañía. Accedí y, además, lo agradecí. Me contó las desgracias de su vida. Nada nuevo: hijos ingratos, esposo desobligado, deudas, penas, ilusiones, y el hilo de la plática nos llevó a un hotel de segunda que estaba tras el bar.

Yo estaba conmovido. Ella se desvistió, y lo que perdía en aparien-cia, me di cuenta, lo recuperaba en experiencia. Sus manos son las manos más diestras con las que me he encontrado, se metían bajo mi

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piel y jugaban con ella provocando placer en cada una de mis células, lo juro. Preferí cerrar los ojos. Los dones de esta mujer se debían apre-ciar con la piel, y no con la mirada. Dejé que inventara mi cuerpo con su tacto, que me acariciara como si yo fuera barro y ella una especie de deidad menor femenina, caprichosa y con la experiencia que brin-dan los años. Ella me guió, en un intento de hacerse agradable ante mis ojos, para que no la juzgara por los pliegues de su piel sino por su destreza, hasta un grito mediante el cual me bautizaba de nuevo, hasta un lugar en el que no hay nada, absolutamente nada, en el que todo volvía a empezar, un fuego que surge entre las piernas y que provoca la pérdida de memoria, de identidad, de cuerpo, de vida, de todo.

Cuando regresé de ese lugar, estaba llorando. Simplemente no podía detener las lágrimas que se empeñaban, una tras otra, en fluir por mis ojos. Mis sollozos eran profundos, largos, y completamente involunta-rios. Pero no era tristeza lo que los empujaba. Tampoco era alegría. Era la capacidad de dejarme ir, era un duelo por todas las conjugaciones en pasado. Sin darme cuenta, mi cuerpo se encogió en posición fetal. Mis manos buscaron entre mis piernas y no encontraron nada, sólo hume-dad. Subieron por mi torso, trazando un mapa de territorio inédito y se encontraron con protuberancias sobre mis costillas. El vello había des-aparecido. Me incorporé, tapando mi cuerpo bajo las sábanas. Ella se peinaba frente a un espejo que había olvidado su trabajo tiempo atrás, completamente desnuda, con un orgullo que rebasaba cualquier intento de explicación. Su piel era tersa. Podía jurar que había menos arrugas en sus ojos, pero que, sin embargo, sus ojos parecían aún más viejos.

—Antes era un hombre —le dije.Ella soltó una carcajada y volteó a verme.—Y como te expliqué, cariño —me dijo sonriendo—, yo antes era una

princesa.Las lágrimas se formaron de nuevo tras mis ojos. Me paré e inten-

té vestirme, con ropas que ya no respetaban la nueva geografía de mi cuerpo.

Salí a la calle, a buscar un hombre que me amara.

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El horror termina en

CUADERNOS DE SANGRE

Volumen 3

Anoche c Rubén Félix

Más de doscientos c Elda Rodríguez

Recuerdos c Bertrand Alfonso

Paranoia literaria c Julián Lémus

Bicho c Jesús Montalvo

El devorador de historias c Néstor Robles

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SOBRE EL LOBO Y EL CORDERO

El Lobo y el Cordero es una editorial independiente de ediciones digitales e impresión bajo demanda especializa-da en la narrativa gráfica, de horror y ciencia ficción.

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SOBRE la ilustradora

Tala Wakanda es artista e ilustra-dora sioux que actualmente reside en México. Su arte, inspirado en el folklore y la mitología nativo ameri-cana, refleja su amor por los bosques y las montañas, en donde ha encon-trado un santuario y refugio contra el caos de la ciudad. Ha publicado en varias revistas de arte como Kya (2010), Arca (2010), y Kodama Kar-tonera (2011). Tala ha ilustrado va-rios libros para niños y actualmente ofrece retratros personalizados en Etsy (http://www.etsy.com/shop/TalaWakanda).

SOBRE EL EDITOR

Néstor Robles es narrador, guionista y editor. Tijua-nense de toda la vida. Lic. en Lengua y Literatura de Hispanoamérica (UABC). Diplomado en Producción Cinematográfica (CECBC). Becario del FOECA en la categoría Jóvenes Creadores 2006-2007. Ha publicado reseñas, minificciones y cuentos en revistas locales como Magín —de la cual fue editor y corrector— y el proyec-to Página por día, de Nortestación (2008), así como en la colección de Minibúks Temporada I: Ciencia ficción hecha en México (2009). Aparece en la antología Tijua-na es su centro (Kodama, 2011). Actualmente es cus-todio de libros y guardián del silencio en Cetys Tijuana y desarrolla el proyecto Departamento de monstruos perdidos, auspiciado por el PECDA 2011-2012. Siempre quiso ser astronauta pero se conforma tratando de entre-tener con historias y sobrevivir en el intento.

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Cuadernos de sangreAntología de cuento de horror bajacaliforniano, vol. 2,

de Néstor Robles (comp. y edit.)se editó en noviembre de 2011

y se dispusó para su descarga en mayo de 2012en http://cuadernosdesangre.blogspot.com

bajo una licencia de Creative Commons Reconoci-miento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 México.

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