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Silvia Sousa Navó
El hilo de AriadnaIlustraciones de Exprai
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El hilo de Ariadna
Edita: Fundación Paz y Solidaridad Navarra
Texto: Silvia Sousa Navó
Ilustraciones: Exprai
Diseño y maquetación: Irsa+Esc Comunicación
D.L. NA-1112-2010
El hilo de Ariadna
es una iniciativa de educación para el desarrollo
de la fundación Paz y Solidaridad de Navarra
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Ia música era más fuerte que la luz. A sus espaldas, cientos de perso-
nas bailaban y cantaban al unísono, presas de la celebración de
la fuerza y belleza de su ciudad. La colina desde la que Teseo ob-
servaba la fiesta que se organizaba a sus espaldas estaba lo su-
ficientemente lejos como para percibir con claridad la cara o
identificar a alguien por sus gestos. La explanada rebosaba de gente y todo el grupo se
aglomeraba en lo que parecía un solo y gran individuo que respondía al nombre del pue-
blo al que había acudido a salvar. Vistos a esa distancia eran ellos, pero podían ser cual-
quiera, una ciudad lejana, otra región… Su alegría se concretaba en sus danzas, ropas, en
su música; sin embargo, le recordaba a la de su lejana patria. Así pensado, decir que ellos
eran Creta y él Atenas parecía un poco superficial. Pero cuando se giró y vio el enorme um-
bral que se alzaba frente a él, recordó que estaba allí porque era Atenas y porque él –el
otro– era Creta. Y sin embargo, iba a ayudarles. El extranjero repararía un error que no ha-
bía cometido, aunque resultara extremadamente difícil decidir quién había originado aquel
problema. De cualquier modo, ahora era un asunto de todos, de Grecia entera, pese a que
en ese justo instante se encontrara solo en medio del bosque. Teseo sabía que se debía
afrontar el riesgo para disfrutar la recompensa, pero echaba de menos que alguien más hu-
biera llegado a la misma conclusión. Debía decidirse ya, el sol desparecería pronto y ni si-
quiera sería capaz de distinguir los simples robles de aquella imponente entrada tallada en
el mismo material, pero repleta de figuras monstruosas y fantásticas que la convertían en
algo mucho más salvaje. No puede decirse que aquello no fuera lo apropiado. Cruzó sa-
biendo que quizás no regresaría, imaginando los peligros que se esconden en un lugar
que para encerrarte no necesita puertas. Sin embargo, tenía esperanza.
La historia de su familia era una historia de poder. Como aquella madeja que ahora lle-
vaba entre las manos, era enredada y brillante, se perdía entre historias de dioses y gran-
des hombres que nunca llegaban a ningún sitio. Otro laberinto del que intentaba salir. Al
fin y al cabo, él era un voluntario; había viajado desde la tierra de su padre, el rey Egeo, para
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poner fin a la disputa entre él y Minos, rey de Creta, padre de Androgeo, Ariadna y Asterión.
Teseo no tenía hermanos y por eso no entendía bien cómo tres personas que compartían
padres e historia podían ser tan diferentes. Androgeo fue la disputa, Asterión el problema
y Ariadna podía ser la solución; únicamente compartían sus excesos. Androgeo no sólo
era el mejor atleta de Creta, sino que demostró que tampoco en Atenas había nadie mejor
que él. Si su perfección hubiera encontrado por límite las fronteras de su tierra, Egeo no se
hubiera sentido tan insultado como para enviarle a enfrentarse al bestial toro de Maratón.
Como en casi todos los choques entre la naturaleza pura y el hombre desnudo, sucedió lo
previsible: Androgeo fue asesinado por la bestia. Su muerte creó una onda expansiva tan
grande como la que hubiera ocasionado una estrella al chocar contra el fondo del mar:
atravesó el agua y el aire hasta llegar a oídos de su padre Minos, que decidió vengar la
muerte de su primogénito conquistando Atenas, la ciudad que le había arrebatado algo
más preciado para él que el mismísimo sol. Así, a una muerte le siguieron muchas. Egeo
tuvo que aceptar el tributo exigido por el rey de Creta: enviar cada nueve años a siete jóve-
nes y siete doncellas al lugar en el que el propio Teseo se encontraba ahora. En medio de
aquella oscuridad, atravesada sólo por el plateado hilo que se desprendía de sus manos,
se escondía el verdadero problema: Asterión, hermano de Androgeo. El Minotauro.
Sólo sus pasos parecían existir dentro de aquella oscuridad, ya que ninguno de los otros
trece enviados había dejado tras él ningún rastro de vida. Tenía la sensación de estar flo-
tando. Sólo era capaz de ver lo inminente, las esquinas y las paredes que asomaban de vez
en cuando a pocos centímetros de sus ojos. Ni siquiera la corona de luz que llevaba sobre
su cabeza disolvía las tinieblas; sólo pequeñas victorias que podían medirse por palmos.
No supo muy bien por qué, pero le pareció que hablando se orientaría mejor, así que tími-
da y entrecortadamente comenzó:
—Asterión, hijo de Pasífae, mujer de Minos; hermano de Androgeo y Ariadna. El proble-
ma. El enemigo. La mezcla.
Nuevamente el silencio. El corazón de Teseo latía tan rápido que le impedía hablar con
normalidad. Escuchó atentamente por si sus palabras surtían algún efecto. La oscuridad
seguía ocultándole a sus compañeros, pero su rival también seguía enredado en ella. De-
cepcionado y tranquilo, reinició su discurso:
—Poseidón…
Cuando el nombre del dios salió de su boca, Teseo notó un aterciopelado impacto en su
cara. Fue un contacto tan inesperado que el joven se agachó, defendiéndose de lo desco-
nocido. Pasaron unos segundos y comprobó que nadie parecía querer atacarle, así que,
recuperando la posición erguida que a todo héroe se le supone, se levantó. Enfrente, un
maravilloso búho blanco le observaba con lo que parecía un gesto de burla, probablemente
percibido por las numerosas sombras que cubrían con avidez cualquier objeto hasta de-
vorarlo por completo. Teseo recuperó el habla un tanto avergonzado:
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—¿Cómo puede haberme asustado un pájaro, cuando vengo a enfrentarme a una bestia?
Por fin su voz tuvo consecuencias:
—Niñato. Yo puedo estar donde tú estás, pero tú nunca podrás seguirme. Puedes atra-
par lo más pesado, lo más grande, lo más rápido. Pero no llegarás a lo más alto, a mí.
Teseo supo que la voz provenía del pequeño animal brillante y majestuoso que tenía
ante él. Jamás había visto un ave parlanchina, pero sabía de sobra que lo maravilloso exis-
tía y se manifestaba. Sirenas, toros, mujeres o dioses: les conocía bien. Tratando de no des-
merecer lo que todos suponían que era, Teseo contestó:
—Si sostengo lo más pesado, si atrapo lo más grande, si freno lo más rápido, mi gloria
será tal que deberás agachar tu cabeza al contemplarme.
Se escuchó con agrado, pensando que se sentiría mejor si consiguiera convencerse de
lo que acababa de decir. Pero pronto descubrió que ninguno de los dos le creía:
—Estúpido. Estás solo y desafías a tu compañía. Si te pierdes en la oscuridad o en la de-
rrota nadie conocerá tu nombre. Tu gloria jamás saldrá de este recinto si tú no la acompa-
ñas, a no ser que yo hable de ti. Si yo cuento tu historia allá abajo, en la explanada, quizás
desde aquí oigas los vítores con los que celebran tus adelantos, quizás alguien suba la co-
lina para lanzarte víveres o mantas. Quizás Ariadna pueda dormir. Si yo quiero seguir mi-
rándote tú existirás para ellos, pero si levanto el vuelo y ordeno a mis ojos otro destino na-
die sabrá de ti. Tu gloria es mía.
En aquel pequeño cuerpo residía una sólida sabiduría, pese a que ésta no gustara a Te-
seo. La gloria debía depender de los dioses o de los hombres, quizás de su conjunción,
pero no debía ser ajena a ellos. No debía ser ni engaño ni azar, aunque de momento, pare-
cía que así era. Todo esto pensaba mientras el búho seguía mirándole, iluminando con su
luz ese pequeño recoveco del laberinto.
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—El tiempo no es un problema para mí. De momento, sabes que estás aquí, que buscas
al Minotauro, pero estarás tan perdido que dejarás de saber incluso lo más elemental. Te-
seo será para ti alguien desconocido. Sólo recordarás el nombre de la necesidad, que des-
de ahora será Nictálope, el que todo lo ve. El único que te ve. Cuando nada aparezca ante
ti, ni si quiera las palabras, silbarás. No hay gloria sin palabras y yo las pronunciaré.
Abrió sus enormes alas y se llevó la luz. Teseo nunca había experimentado hasta ese
momento que la belleza también podía ser terrible. Poseidón y Ariadna eran bellos y como
tal eran su salvación. Pero aquel pájaro, Nictálope, le chantajeaba deslumbrándole. Era tan
bello, tan luminoso, que convencería sin recurrir siquiera a las palabras. Se presentaría
ante el pueblo y todos le creerían. Teseo sería en su boca una excusa para su hechizo. Qui-
zás tuviera que admitir que pelear a la vez por Atenas y por su propio nombre era dema-
siado. Incluso él, un héroe, necesitaba ayuda.
—Poseidón, dios de los mares, padre del toro blanco como la espuma del mar, amigo de
Teseo. Nada de esto hubiera ocurrido si Minos, rey de Creta, padre de Androgeo, Asterión y
Ariadna, no te hubiera desobedecido. Sin ti el mar hubiera borrado su nombre. Cuando Mi-
nos te pidió ayuda para convertirse en rey de Creta, intercambiaste un trono por su agrade-
cimiento. Junto con el título, le regalaste la belleza blanca de la luna convertida en un pre-
cioso toro que salió del mar, de ti, de tu seno. Minos, orgulloso, confundió poder con
posesión: creyó ser Minos, rey de Creta, dueño del toro blanco. Su egoísmo despertó tu ira, y
tú despertaste el deseo de su mujer, Pasífae, hacia la belleza lunar del toro. Así pues, de la ira
de un dios, de la avaricia de un hombre, de la infidelidad de una mujer, nació el problema. As-
terión, medio hombre y medio toro, unió en su cuerpo los defectos de los tres. Estoy aquí para
que su defecto se convierta en mi virtud. Para que Poseidón, que me regaló en esta corona la
luz del mar, vengue su ofensa. Para que los reyes de Creta y Atenas recuperen su honor. Para
que Pasífae entienda la importancia de la virtud. Para que mi nombre sobreviva.
IIQuizás fortuna, quizás destino. Cuando Teseo pronunció su promesa, descubrió que a
unos metros de sí mismo la oscuridad se adelgazaba. Aligeró el paso y la velocidad con
que sus dedos desanudaban el hilo de plata y se acercó esperanzado hacia la luz. Un gran-
dísimo espejo enmarcado con un espléndido marco de oro colgaba de una de las impo-
nentes paredes del laberinto. Teseo aproximó su cara a pocos centímetros del cristal cre-
yendo que su reflejo le consolaría, pero sin embargo descubrió que lo que se escondía en
aquel espejo no era su propia imagen: Una elegante habitación con una cuna de niño era
todo lo que podía verse. Alzó su mano para tocarlo y descartar que se tratase de uno más
de los infinitos pasillos que lo encerraban. El frío de la superficie le convenció rápidamen-
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te. El joven héroe contemplaba absorto el milagro de no encontrarse allí donde debía ver-
se, aunque pensó que aquello era lo normal en un laberinto. Descubrió que de la pared de
la habitación del reflejo colgaba un pequeño muñeco infantil, una especie de marioneta
llena de hilos. Teseo recordó haber tenido una parecida cuando era pequeño, uno de los
famosos muñecos articulados que su padre le compró. Entonces lo supo.
—Dédalo –pronunció.
En Atenas existía un artista que realizaba preciosos juguetes de madera y que toda Gre-
cia admiraba y encargaba. Su arte era tal que las marionetas parecían pequeños seres hu-
manos y el mismísimo rey de Creta, asombrado, le pidió que trabajara para él. Dédalo, que
así se llamaba, accedió a los deseos de Minos, pero éste no fue el único en darse cuenta de
su genio. Cuando Minos desafió a Poseidón olvidando que el toro blanco debía ser de-
vuelto al dios, Pasífae, mujer de Minos, quedó prendada de la belleza irresistible de la bes-
tia. Ella, la reina, también admiraba a Dédalo y le pidió que construyera algo capaz de con-
seguir que el animal se enamorara de ella. El artista se puso manos a la obra y talló una
vaca tan maravillosa que las moscas se acercaban a ella, imaginando su olor. El invento
tenía una trampilla por la que se podía entrar al espacio hueco que se escondía dentro él,
y de esta forma Pasífae, esposa de Minos, concibió a su hijo Asterión, Minotauro de Creta.
Para cuando el rey descubrió el engaño de su mujer, el destino se había hecho inevitable.
Por ello, el monarca ordenó a su súbdito Dédalo que construyera un recinto para encerrar
al niño, deshonra de su propio nombre, de su casa y de su pueblo. Dédalo inventó el labe-
rinto para proteger a Creta de la ira del príncipe y al príncipe de las miradas del rey. A cam-
bio, por su ingenio desbocado y desleal, fue llevado a prisión. En lo alto de una torre, en la
mente más alta de Creta, se hallaba el mapa del laberinto.
Ésa era la historia que escondía el espejo de oro. Teseo trató de reconocer si la estancia
de la imagen pertenecía al palacio de su padre, pero la luz no era suficiente como para
apreciar con claridad todos los detalles del reflejo. La otra posibilidad era que el niño fuera
el Minotauro y allí se escondiese un resumen de su vida: Dédalo, con su imaginación y la
fuerza de sus máquinas, marcaría su destino de posibilidades y castigos. Atenas y Creta,
las dos grandes ciudades griegas, estaban demasiado ocupadas peleando como para pre-
ocuparse del fascinante poder que se incubaba en uno de sus habitantes. Creta era una
tierra de espadas y de hilos, y se enredó en ambos: su fuerza guerrera le llevó a conquistar
muchas ciudades, entre ellas, Atenas; su imperio textil gobernaba buena parte de Grecia,
donde imponía sus condiciones abusivas. Pero con el poder crecían también los enemi-
gos. Creta era como aquel laberinto, protegía a sus habitantes mientras los aislaba. Las má-
quinas de Dédalo aparecían siempre con su doble papel de castigo y regalo. Antes de que
Minos, rey de Creta, encerrara a Dédalo en una torre, le había pedido que creara un siste-
ma de seguridad para que los enemigos no pudieran invadirlos. Dédalo forjó un gigantes-
co guardián de bronce que rodeaba la isla tres veces al día, vigilando la entrada de desco-
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nocidos. Grecia entera le temía: rodeaba a los extranjeros con sus gigantes brazos, tras ha-
berse calentado en un inmenso lago de fuego. El calor del sol era el arma con la que Creta
se defendía, pero el esplendor de su imperio marchitaba la posibilidad de una relación jus-
ta con las ciudades que gobernaba: así se construyó y así se derrumbaría. Con este oscu-
ro presentimiento, Teseo siguió avanzando.
IIILas esquinas no existían. Hace aproximadamente mil y un pasos que cualquier referencia
espacial había desaparecido. No sabía cuánto llevaba allí. Entre aquellas paredes daban
igual unas horas que unos minutos. Perdido en el espacio y en el tiempo sólo el hilo de
Ariadna le hacía compañía, dejando tras de sí un tranquilo reguero de plata que la luna ilu-
minaba tenuemente. Teseo pensó que aquella madeja no era mala brújula, al fin y al cabo
existen hombres que nunca saben cuál es su camino y nadie les ayuda a encontrarlo. Pero
él no estaba entre ellos. Agradecido por su pequeña fortuna, anduvo por aquella infinita lí-
nea recta hasta que el cansancio le hizo tropezarse por primera vez.
Sus pies se habían enredado con el hilo. Al agacharse para desenredar el nudo, Teseo
observó que la madeja brillaba con más intensidad. Como cualquier mínimo destello de
luz le alegraba, reanudó el camino un poco más animado. Así marchaba cuando, doce pa-
sos por delante, un nuevo pasillo con su correspondiente marco apareció ante él. Teseo
comprendió que, de alguna extraña manera, la luz había sido intuida un momento antes
por el hilo, pese a que él no hubiera reparado en ello, debido a su cansancio. Sin embargo,
este nuevo espejo no parecía iluminar tanto como el anterior. Comprobó que en esta oca-
sión el oro del marco se mezclaba con el ébano formando preciosas figuras geométricas.
En el centro del cristal, Teseo vio un oráculo que encerraba una imagen. El joven nunca
había visitado ninguno de los famosos oráculos de Grecia, pero sabía que eran lugares a
los que la gente acudía para recibir consejo y orientación sobre los problemas que tenían.
En ellos, una mujer recibía mensajes de los dioses en forma de acertijo y las personas que
solicitaban la ayuda debían entender qué era exactamente lo que los dioses querían de-
cirles con ellos. Así que el joven trató de descifrar qué significaba aquello para él.
La imagen era la siguiente: Dos monedas de oro y dos de bronce agrupadas por parejas.
Aquello no le decía gran cosa. Pero como la vez anterior, al afinar un poco más la mirada,
descubrió que cada pareja estaba formada por una moneda cretense y otra ateniense, sien-
do en cada caso una de oro y otra de bronce, y viceversa. Teseo sabía que el problema re-
sidía en el poder y, por lo tanto, el dinero era un elemento esencial. Pero ¿por qué ninguna
de las dos ciudades aparecía en el espejo como vencedora o perdedora? Las dos, oro; las
dos, bronce. Hacía frío y pensó que sería mejor seguir andando para no perder más calor.
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Alejándose siguió pensando en el enigma, mientras el laberinto se disolvía en una in-
mensa recta hacia la oscuridad. Entonces, algo le sacó de su preocupación. Tres golpes
sucesivos sonaron a lo que parecía no ser una gran distancia. Por primera vez, Teseo co-
rrió, como todos los héroes, hacia delante.
—Querida Perdix, esto es estúpido.
—Querida Pirra, ¿no te has divertido? Chordata, querida, recuérdale a nuestra aburrida
compañera cuál es nuestro lema.
—Por supuesto, querida: “Volar sin divertir es peor que chocarse y reír”.
Un alborotado y risueño gorjeo fue silenciado por la presencia de Teseo.
—Querido, por fin le encontramos. Necesitábamos público. Nuestra querida Pirra esta-
ba a punto de perder la alegría. Chaschaschaschas.
Teseo se sintió aliviado al comprobar que Nictálope, el orgulloso búho blanco, no tenía
nada que ver con aquello. En su lugar, tres rechonchas y parduscas perdices palmoteaban
enloquecidamente sus alas. Por lo visto, todas las aves de la región tenían algo que decir,
aunque no tuviera ningún interés. Pero al menos en esta ocasión, gracias a ellas, había re-
alizado un reconfortante descubrimiento: la noche llegaba lentamente a su fin. Había po-
dido reconocer a las perdices a bastantes pasos de distancia, lo que significaba que la luz
comenzaba a vencer sobre la oscuridad.
—Querido jovencito, alegre esa cara. No tiene ninguna prisa y suponemos que en este
lugar apreciará que tres bellas aves como nosotras le entretengan. Chaschaschaschas
–rieron al unísono. Teseo se sorprendió de que aquellos pájaros regordetes tuvieran tan
buena concepción de sí mismos y de la situación. Parecían no comprender que un oscu-
ro laberinto que esconde una bestia en su interior no es buen lugar para bromas. Pese a su
desconcierto, les contestó amablemente, recordando que en ocasiones anteriores su or-
gullo estuvo a punto de generarle un serio disgusto:
—Cuando los problemas están más presentes que las soluciones, el ruido y las risas no
siempre son bien recibidas.
—Chaschaschaschas –resonó entre una lluvia de plumas–. Queridas, tenemos ante no-
sotras un hombre terriblemente aburrido que no sabe que el mundo es completamente pre-
cioso. Hace unos instantes, nosotras hemos comido los deliciosos frutos que nos brinda la
naturaleza y sólo por ello ya nos sentimos dichosas. Debería usted apreciarlo o despertará la
ira de los dioses. Agradézcanos que seamos caritativas y que estemos aquí para divertirle.
Teseo descubrió que los pájaros, que pueden escapar de los laberintos cuando lo desean,
no son demasiado comprensivos con quienes no tienen alas para la huida: Su orgullo o su
falta de sensibilidad para ponerse en lugar del otro les hacían malos compañeros para los la-
berintos. Ante él, las idiotizadas aves comenzaron nuevamente a chocarse contra la pared.
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—Chaschaschaschas. Queridas, ¡que divertido!
Teseo consideró que había visto suficiente y retomó su camino. Olvidó que los pájaros,
por muy tontos que fueran, le excedían en sus capacidades. Delante de sus pies, las per-
dices reaparecieron gracias a un rápido vuelo:
—¡Querido, usted es absolutamente desconsiderado! ¿Cómo puede habernos tratado así?
—Perdix, querida, no vale la pena descender hasta su mediocridad. ¿Qué tipo de ser no
sabe apreciar la risa?
—Podemos decir que nos ha obligado. Nos hubiera encantado afirmar que usted es un
joven amable y educado, pero sería mentir. Y el pueblo no merece ese engaño. Usted es frío
y brutal. Nada le separa del Minotauro. Y eso es exactamente lo que diremos. La verdad.
—Exactamente, querida. Nosotras somos las aves favoritas de Creta. Mientras ellos bai-
lan, nosotros les divertimos con nuestros graciosísimos golpes. Nos respetan por ello, y
nos creen. Lamento decirle que pagará por haber sido tan descortés. Su nombre se estre-
llará con nosotras. Chaschaschaschaschas.
El facilísimo juego de palabras entre lo que le sucedería a su nombre y la diversión fa-
vorita de las perdices desató nuevamente su regocijo. Teseo las observó irse, pensando en
cómo una misma realidad podía entenderse de formas tan diversas. Según las perdices, el
pueblo sentía predilección por pájaros que no volaban más que lo necesario para estre-
llarse, con lo que su nombre, otra vez, parecía quedar en manos de mensajeros interesa-
dos. Sólo las aves podían verle ahora y desde el poder que la altura les otorgaba podrían
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contar lo que quisieran. Debía regresar para ser él quien escribiera su propia historia o es-
taría, si cabe, más perdido que ahora. Sólo le quedaba la satisfacción de que el sol empe-
zaba a salir. Por fin, ante él, aparecía el laberinto.
IVLas paredes eran de oscuro ébano por lo que de noche todo parecía fundirse en un espa-
cio sin límites ni salidas. Sin embargo, ahora en cualquier dirección en la que mirara veía
múltiples esquinas a diversas distancias. Eligió adentrarse en la tercera. Teseo no podía
saber si sólo en el camino adecuado, el que conducía hasta el centro en el que se escon-
día el Minotauro, lucían lujosos espejos, pero en todos y cada uno de los pasillos que él ha-
bía tomado encontraba uno. El cuarto marco se erguía ante él: fabricado en ébano, no po-
dría haberlo percibido antes de que amaneciera, ya que se confundía a la perfección con
las paredes. Casualidad o destino, otra elección más a la que Teseo, tarde o temprano, de-
bería enfrentarse. Sin embargo, en aquel instante prefirió observar el cristal que tenía fren-
te a él, en el que aparecía reflejada una ciudad destartalada y ruinosa. En ella, las basuras
se utilizaban como ladrillos y cada construcción era un conjunto de fragmentos y desper-
dicios. Sin embargo, no estaban viejos, ninguno de sus restos parecía haber sido tocado
por el hombre: todo brillaba y relucía, como si hubiera sido convertido en inmundicia tan
sólo un minuto después de haber sido creado. Esta vez, el marco contenía una pequeña lá-
mina de oro en la que estaba grabado: “Leonia”. Teseo supuso que era el nombre de la ciu-
dad: un lugar que devoraba salvajemente lo nuevo convirtiéndolo casi instantáneamente
en viejo. Volvió a mirarla y algo en ella le recordó al laberinto: Leonia era inmensa e ilimi-
tada. Ocupaba una extensión que abarcaba las tres colinas que aparecían dentro del mar-
co. Desordenada y caótica, nada hacía suponer que no se extendiera más allá de los lími-
tes que podían contemplarse. No sabía si aquello existía, si dicha ciudad se asentaba sobre
las auténticas piedras y bosques de Grecia, pero sintió una punzada de amenaza. En el
caso de que así fuera, Creta y Atenas desaparecerían engullidos por despojos de todo tipo
y cualquier nueva creación se convertiría en una condena. Sería un problema como el del
Minotauro. El mar, los robles, las aves, las ciudades, Ariadna… Todo desaparecería si la su-
ciedad y la desmesura no encontraban su frontera. El problema se repetía: Nadie asumiría
nunca su responsabilidad si la culpa podía ser de todos. Cada uno de los ciudadanos que
sepultaban su ciudad bajo trastos nuevos, repletos de deseos insatisfechos y necesidades
que no tenían, seguía su búsqueda incesante de la comodidad, sin preocuparse jamás de
lo que sucedía a su alrededor, como si esperaran que un nuevo invento solucionara la des-
proporcionada invasión de los anteriores.
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—Leonia, la ciudad devoradora –pensó justo antes de apartar la mirada del espejo. El
hilo de Ariadna brillaba ahora con todo su esplendor y produjo un molesto destello en el
cristal. El sol lucía soberano en el cielo de Creta.
VTeseo avanzaba reconfortado por la luz, pero seguía sin encontrar rastro alguno de los
otros jóvenes que habían sido conducidos al laberinto antes que él. No sabía si debía sen-
tir pena o alegría. Cuando se adentró en esta aventura tenía la certeza de que la lucha con
el Minotauro sería mortal, pero no intuía la dureza de la batalla contra la soledad y la no-
che. Aunque ahora, sólo quedaban dos de sus tres enemigos y caminaba algo más alivia-
do. Teseo había anotado en su cabeza el número de esquinas que torcía, por si en algún
momento la madeja de Ariadna se acababa o se rompía, y en el mismo momento en que se
dijo a sí mismo que giraba por novena vez, una luz descomunal le obligó a pararse y tapar
sus ojos. Teseo pensó en lo curioso de la situación: primero cegado por la oscuridad y lue-
go por la luz. Todo dentro de esas paredes parecía desfavorable y extremo. Trató de levan-
tar los párpados, pero inmediatamente volvió a cerrarlos. Imposible. Parecía que el mismí-
simo sol se encontrara frente a él. Por un momento, pensó en ignorar el espejo y caminar
con los ojos cerrados hasta que la luz disminuyera, pero intuía que en aquellos reflejos se
escondía parte de los misterios que debía desentrañar antes de enfrentarse con el Mino-
tauro. Reflexionó en que si el marco escondía alguna imagen, ésta debía poder verse de al-
gún modo y recordó que junto al segundo marco, el hilo de plata brillaba más porque re-
flejaba la luz que el oro y el cristal proyectaban. Así que tal vez era él mismo quien se
impedía ver: la luz de su corona e hilo, antes insuficiente, ahora podía resultar excesiva. De-
positó la corona en el suelo junto con la madeja y abrió los ojos. Apareció ante él un her-
mosísimo espejo, en el que marco y superficie eran de oro.
De pequeño, su padre le contaba la historia de un viejo rey que, movido por su ansia de
poder, pidió a los dioses que todo lo que tocara se convirtiera en oro. No recordaba bien el
nombre, pero sonaba lejanamente a Minos. ¿Tal vez Midas? No lo sabía a ciencia cierta. Lo
cierto era que su padre, Egeo, rey de Atenas, se burlaba de aquel monarca diciendo que era
un viejo tonto que no sabía explicar con claridad sus deseos. Aquel cuadro le recordó esa
historia. En ambos casos el abundante oro había cegado a quien lo contemplaba. Teseo se
entristeció al saber que su padre también se reiría de él por pensar aquello. Únicamente
Ariadna podría entenderle. La angustia de sentirse solo e incomprendido hizo que Teseo
retomara su interrumpido discurso:
—Ariadna, hija de Minos, hermana de Androgeo y Asterión, princesa de Creta. El camino.
Tu ovillo de plata me salvará de lo construido por los hombres conduciéndome a casa y a la glo-
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ria, si antes consigo desembrollar los hilos que anudaron los dioses. Cuando nos volvamos a
ver, yo seré Teseo, héroe de Atenas. Pero, ¿quién serás tú? ¿Prometida de Teseo y amiga de Ate-
nas o hermana del Minotauro y princesa de Creta? Las mujeres están condenadas a conten-
tarse con caminos imperfectos, con rosas y espinas. Yo seré héroe para que tú seas Ariadna y
ningún laberinto te obligue a elegir un camino que comprometa tu nombre y tu recuerdo.
Poco a poco el sol perdía intensidad. La tarde comenzaba a caer y el tiempo parecía ha-
berse lanzado a la carrera, de modo que la oscuridad le pareció tres veces más larga que la
luz de la mañana. Debía darse prisa, no fuera que la noche o el sueño le dieran alcance.
Por segunda vez, corrió hacia su destino y por segunda vez también tuvo que detenerse.
Dos palomas caminaban en círculo cerrándole el paso. Resignado, Teseo esperó el nuevo
juicio que venía desde las alturas pero pensó que tal vez todo fuera mejor si esta vez era él
quien iniciaba la conversación.
—Buenas tardes. Teseo es mi nombre y el valor mi atributo. He venido hasta aquí para
enfrentarme al Minotauro, liberar a Atenas de pagar su condena y limpiar de injusticia el
nombre de Creta. El sol comienza a caer y desearía enfrentarme a mi destino antes de que
anochezca. Les agradecería que me dejaran pasar y no me entretuvieran.
Teseo había demostrado su esperanza inquebrantable en múltiples ocasiones, pero qui-
zás fuera aquella la máxima expresión de su optimismo. Dos veces fue juzgado y tres ama-
ble. Eran números de héroe e, inesperadamente, así lo entendieron las palomas.
—Ante ti somos Pax y Columbata, y ante el pueblo seremos el nombre y la gloria de Te-
seo. Sólo lo cierto saldrá de nuestros picos. Diremos que fuiste cobarde una vez y valiente
dos. Que la oscuridad te hizo tropezar la mitad de lo que te hizo correr. Contaremos que eres
fiel príncipe de Atenas, obediente hijo del rey Egeo, respetuoso del monarca de Creta y
amante de Ariadna, la bella hermana de Asterión. En la oscuridad y en la luz te hemos ob-
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servado y en ambas tu conducta ha sido digna de reproducirse. Sobre las bestias y bajo los
dioses has sido justo, y Grecia entera se engrandecerá con ello. Si algo más quieres trans-
mitir harás bien en hablar ahora, antes de que los últimos rayos del sol se marchiten. Cre-
ta necesita noticias fiables, y la espera ha sido larga.
Avergonzado por tanta alabanza, Teseo contestó:
—Os agradezco vuestro entusiasmo, pero hay cosas que no sabéis. Cuando fui valien-
te quería gritar, y cuando corrí deseaba cambiar el sentido de mis pasos y regresar. Cuan-
do escuché críticas quise quejarme, y cuando decidí hablaros hubiera preferido alejarme
en silencio. Tal vez el pueblo necesite saber que para sí mismo Teseo no es un héroe, y que
quizás ellos sean también un poco como Teseo.
—Los héroes no son dioses inmortales. La muerte les alcanza en el frío, en la noche, en
el peligro y en la soledad. Pero son héroes porque escapan de sus garras y les vencen.
—Si así creéis no mentiréis cuando alabéis mi nombre. Pero recordar al pueblo que
Ariadna dio a su héroe la herramienta para escapar y el ánimo para vencer. Su gloria debe
acompañar la mía.
Las palomas realizaron una pequeña reverencia y levantaron el vuelo. Teseo les perdió
de vista rápidamente, ya que se elevaron mucho más allá de lo que su vista alcanzaba. Nin-
gún búho o perdiz volaba tan alto. De nuevo, otra vez solo, reanudó su carrera. Tras un rato
de caminata, la décima esquina escondía tras ella el quinto espejo.
VITeseo no supo si lo que sus ojos veían era reflejo o alucinación. Dentro del precioso marco
de madera repleto de espléndidas vetas de oro, como si el cuadro fuera una lujosa bande-
ja en un banquete de palacio, un suculento manjar se retrataba con todo su esplendor. De-
liciosas carnes asadas, vistosas frutas de todos los árboles que sabía enumerar, dulces de
cualquiera lugar del mundo con el que Grecia comerciaba. Frente a tanta comida supo que
tenía hambre. El cansancio y la urgencia habían evitado que pensara en ello, pero lo cier-
to es que pese a la costumbre recién adquirida de no comer, cuando vio todo aquello de-
lante de sus ojos hubiera regalado su gloria y reino por una sola de las fantásticas piezas
de fruta que allí se representaban. Comprendió que otro nuevo castigo se escondía en la
malvada arquitectura del laberinto: El hambre era uno más de los tortuosos caminos en el
que los hombres se perdían.
Un relámpago dentro de su cabeza iluminó una parte de su cerebro hasta ahora ensom-
brecida y del estruendo de su conocimiento nacieron las siguientes palabras de Teseo:
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—Teseo es hombre y como todo hombre necesita comida, aunque Teseo es héroe y pue-
de sobreponerse. Pero es héroe porque un monstruo hambriento le espera. Por lo tanto, en
la historia de Teseo el monstruo es también Asterión y un poco Teseo. Como él, tendrá
hambre sin tener culpa por ello. Así pues, Teseo necesita la muerte de Asterión para su glo-
ria, pero Asterión quizás necesite la de Teseo para su vida. El acertijo, el verdadero labe-
rinto, es saber si los dos, monstruo y héroe, sobrevivirán a su encuentro. Quizás Teseo se
convierta en héroe y consiga solucionarlo.
Comprender aquello le descolocó. Por una parte, su miedo se apaciguó recordando que
había una mitad humana en su rival; pero por otra, si Asterión y él no eran culpables de aque-
lla situación, debía de existir otro responsable. ¿Quién decidía no alimentar al Minotauro?
¿Quién deseaba que Teseo llegara a su disputa tan hambriento que no pudiera sujetar su ira?
¿Quién, escondido en algún lugar de la ciudad, descansaba tranquilo y alimentado mientras
allá arriba dos inocentes se enfrentaban por sus errores y egoísmo? Tristemente, pensó Te-
seo, tal vez no sólo exista un culpable, y cada palacio de Grecia cobije al suyo. Su ánimo en-
contró un perfecto reflejo en el cielo, que nuevamente lucía el color negro de la tristeza.
VIILlevaba un día caminando sin parar y la sensación de volver a estar flotando en algún pun-
to intermedio de su destino no beneficiaba en nada a su cansancio. La madeja que Ariad-
na le había entregado antes de que entrara en el laberinto relucía ahora con recobrada fuer-
za y cada uno de sus brillos parecía pequeñas migas de pan que Teseo hubiera ido
lanzando para encontrar después el camino de vuelta a casa. A su vez, la corona marina
que el dios Poseidón le había prestado le proporcionaba tan grande ayuda como si estu-
viera clavada en el cielo a modo de constelación. La luz de ambos objetos le recordaba que
en algún lugar del cielo o de la tierra alguien confiaba en él. Eran su escudo contra el de-
sánimo y con armas tan poderosas nada malo podía sucederle. Además ya estaba acos-
tumbrado a que las esquinas le asaltaran en cualquier momento, sus sorprendentes apa-
riciones se había convertido en una constante. Le alegró tanto comprobar que estaba en
lo cierto que cuando descubrió a su derecha un nuevo pasillo decidió girar en él por un-
décima vez. Teseo casi no reaccionó cuando un pequeño reflejo de su corona le descubrió
que entre las sombras se escondía el sexto espejo.
Los hombres se acostumbran pronto a lo mágico. Teseo conocía casi todos los seres que
se escondían en aire, tierra, fuego o éter. Su extenso conocimiento sobre el mundo a veces
le privaba del estremecimiento que causa lo sorprendente, robándole, por ejemplo, la be-
lleza de una flor si ésta no era parlanchina. Su mente esperaba más de lo que sus ojos po-
dían ofrecerle y en esto Teseo a veces se equivocaba. Pero en aquel laberinto le beneficia-
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ba lo que en el mundo libre y sin paredes le hubiera perjudicado. En Atenas, Teseo era un
joven; en el Laberinto, Teseo era un héroe. Asumir sin sobresaltos lo que ocurría le hacía
mantener sus nervios a raya, con lo que su concentración y voluntad salían fortalecidas.
Así, tranquilamente, se acercó al lugar en donde intuyó el espejo. Sabía que estaba, pero
no lo vio. La oscuridad era tan densa que casi casi podía morderse: ni la luz de los dioses
resultaba suficiente. Teseo alzó su mano y tocó la pared: fría como el cristal. Pensó que el
marco debía ser de ébano y por ello no conseguía distinguirlo del fondo oscuro de la pa-
red. Sin embargo, no entendía por qué no diferenciaba si quiera la superficie. Por primera
vez, Teseo experimentó auténtico y verdadero miedo.
En cada uno de los cuadros anteriores sintió que la fortuna le acompañaba. En el mo-
mento exacto del día o de la noche en el que él podía contemplarlos aparecían ante sus ojos.
Sin saber a ciencia cierta si era azar o destino, notaba un viento favorable que le empujaba
hacia la dirección adecuada. Ahora era distinto. La intensa oscuridad le impedía saber qué
era lo que escondía aquel espejo, pero intuía que, hasta ese momento, todos los secretos que
descifraba en ellos se convertían en advertencias, aunque en alguna ocasión se mantuvie-
ran indescriptibles. Quizás esta vez hubiera elegido el camino equivocado, quizás la fortuna
–en el caso de que existiera– le había abandonado. Pero podía ser que tal vez, sólo tal vez,
fuera una prueba más del laberinto. Todas las historias que él conocía sobre los héroes ha-
blaban de su determinación inquebrantable. Teseo no sabía si saldría de allí con gloria, pero
serían otros los motivos que se lo impidieran. El laberinto no dependía de él, pero sí su vo-
luntad. Justo antes de reiniciar su caminata, cuando echaba la última ojeada al impenetra-
ble espacio en el que se camuflaba el cuadro, descubrió que otra minúscula chapita de oro
se inscribía en lo que supuso era la parte inferior del marco. En ella se leía únicamente: “Se
debe saber”. Sin nada más escrito en ningún lugar, Teseo interpretó que en los límites de ese
reflejo se quedaba encerrado para siempre algo que él debía saber y ya nunca más sabría.
Un único conocimiento le consolaba, el Minotauro debía de estar cada vez más cerca.
Perdido, hambriento, solo y a oscuras Teseo pronunció la palabra que daba sentido a
todo aquello, pero le sonó absurdamente pequeña. La oscuridad se tragó sin pena ni glo-
ria a la palabra “héroe”. A estas alturas seguir hacia delante no parecía ser más apropiado
que volver hacia atrás. Por última vez, su voz sonó única en la noche:
—Sólo me queda mi promesa.
Y susurrando añadió:
—Las palabras cuando nadie las oye no son tan importantes.
Pero justo antes de desandar lo andado, un sonido le respondió:
—Me queda mi promesa, queda mi promesa, mi promesa, promesa.
El eco de su propia fue también el eco de la amenaza del búho Nictálope: “Estarás tan
perdido que dejarás de saber incluso lo más elemental. Teseo será para ti alguien desco-
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nocido”. Se rió de su propio olvido. La gloria se esconde en las palabras, y éstas tienen im-
portancia. Son algo así como las botellas gracias a las cuales los hechos sobreviven al fu-
rioso oleaje de la Historia y el olvido. Quedaba su promesa y, de momento, era más que su-
ficiente. Así que Teseo redirigió sus pasos y continuó hacia delante. Sin embargo, pocos
minutos después, el joven notó que su brazo derecho golpeaba contra un saliente de la pa-
red. Al mirar instintivamente hacia esa dirección descubrió que un foco de luz se adivina-
ba al final de ese pasillo. Por doceava vez el hilo de Ariadna se torcía.
VIIILa luz era más fuerte que la música. Desde el caprichoso cielo un raudal de estrellas le ilu-
minaba. Cuando elevó la mirada para contemplar el milagro, descubrió que por primera vez
lo sorprendente podía explicarse sin recurrir a lo desconocido. Sobre su cabeza, un lumi-
noso techo le protegía de la noche, y bajo sus pies, una larguísima línea recta le separaba
de la imponente y pesada puerta de oro y bronce por la que la música se escapaba. Esta
vez, no corrió: sabía que ese portón sólo podía encerrar algo gigante y poderoso. La estan-
cia de Asterión, príncipe de Creta, Minotauro. La seguridad debía vencer sobre la prisa.
Como si quisiera contrarrestar sus miedos Teseo pensó:
—Teseo, hijo de Egeo rey de Creta, amante de Ariadna, preferido de Poseidón, héroe.
Mientras pronunciaba mentalmente estas palabras se guardó la madeja plateada en un
bolsillo y de entre sus ropas Teseo desenvainó el sustituto natural del hilo: la espada.
—Deberás mantenerla oculta de tu mente y de la luz. Ni tú mismo deberás saber hasta
el final que vas armado. Si quieres ser héroe tu ataque será tu voluntad, y sólo en la defen-
sa sacarás tu espada.
Esto le dijo Ariadna, y esto le prometió. Sólo ahora sentía que su nombre no sería dismi-
nuido por el metal. Empujó y cruzó la puerta.
La estancia era enorme, las paredes parecían construidas en la misma magnífica plata
con la que crearon su madeja y su espada. No reconoció el lugar de donde salía la música
pero en cualquier punto de aquella inmensa habitación se escuchaba una nana cantada
por una mujer. En medio de la estancia un último cuadro le esperaba. El marco dorado era
idéntico a los anteriores pero el reflejo que se proyectaba en él le estremeció como ningu-
no otro: dos piernas de su misma altura y forma sujetaban el musculoso torso de un toro
sobre el que se erguía una descomunal y cornuda cabeza. Sus cuernos, tan grandes como
la mismísima media luna, imponían más poder que cualquier corona. Cuando se acercó
lentamente para observar con más detenimiento el espejo, un fuerte y caliente vaho em-
pujó la corona de Teseo al suelo. Ninguna imagen podía hacer eso.
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Millones de ideas asaltaron a Teseo antes de que sus oídos entendieran las palabras del
animal. Estaba preparado para que la bestia le asaltara, sin embargo, en ningún momento
consideró que fuera a hablarle. Impávido, bajo el marco dorado, el Minotauro pronunció:
—Asterión, hijo de Pasífae y el toro blanco, hermano de Androgeo y Ariadna, príncipe
de Creta, preferido de Poseidón. Minotauro del laberinto. –Hizo una pausa– Teseo, hijo de
Etra y Egeo, príncipe de Atenas, amante de Ariadna, preferido de Poseidón. Héroe.
No era la primera vez que Creta y Atenas, Teseo y Minotauro, le parecían distinciones
superficiales, distintos nombres para una misma y superior realidad.
—Has venido a mi casa para matarme. Piensas que la situación de Atenas es insosteni-
ble. Que el imperio de Creta le perjudica incluso a sí misma. Que ser hermana del Mino-
tauro ensucia el nombre de Ariadna. De todo me crees culpable. De mi fuerza, de mi ham-
bre, de mi suciedad. Todo esto sé por los pájaros. El mundo olvida que ésta es mi casa,
creen que en ella sólo soy un enjaulado más. Pero nadie puede entrar ni salir de aquí tan
fácilmente. Con el hilo de Creta también se fabrican redes en las que hombres, peces y pá-
jaros tropiezan. Los peores laberintos son los que a simple vista no se ven. Hay que volar
muy alto para escapar de ellos y de mí. Teseo ha entrado pero ¿podrá salir?
Pensó en atacar directamente, pero Teseo se hubiera convertido en Minotauro y Mino-
tauro en Teseo. Él también era un hombre y tenía palabras.
—Asterión habla. Dice que está en su casa, pero un hogar no esconde muertos. Cada
nueve años el Minotauro sustituye las palabras por las garras y catorce jóvenes desapare-
cen. El príncipe de Creta no tiene culpa de su nombre, pero debiera asumir la responsabi-
lidad de sus actos. Teseo ha entrado no sólo con la espada. Conozco el hilo y la palabra, y
me gustaría salir de aquí sólo con su ayuda. Teseo ha entrado, pero ¿podrá salir?
—Asterión, príncipe y Minotauro de Creta, no sólo habla.
Por primera vez se giró dándole la espalda a Teseo. Se acercó hasta la pared plateada
que hasta hace un instante tenía tras él y empujándola abrió una puerta. Un jardín repleto
de árboles frutales, alumbrado con preciosas lámparas de papel, aparecía ante sus ojos.
Más de medio centenar de personas lo ocupaban.
—Éstos son los muertos de Asterión. El laberinto sólo es la puerta de mi hogar.
Teseo dejó caer su espada. Ante él hombres y mujeres de distintas edades jugueteaban
con una veintena de niños que se esparcían por todo el jardín. Al fondo, una construcción
con forma esférica parecía ser el lugar donde todos vivían. Sólo una silla quedaba vacía.
Teseo supo que era para él.
—Te quedarás con Asterión y serás para mí tan querido como Ariadna. Elegirás mujer y
tendrás hijos que jugarán conmigo y llenarán mi jardín. Yo os cuidaré y alimentaré y nada
querréis fuera de aquí.
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—Te equivocas. Quiero a Ariadna, a Etra y Egeo, a Poseidón. Mis únicas fronteras son
las piedras de mi tierra, Atenas, y de todo viaje lo mejor es siempre regresar. Nada de lo que
deseo me puedes ofrecer.
—Entonces ya has elegido. Si al igual que Minos puedes abandonar a Asterión, si como
Egeo puedes herir el corazón de un hombre, no mereces estar aquí. Ni tampoco allí. Cono-
cerás por fin al Minotauro.
Todos los que presenciaban la escena en el jardín, se retiraron rápidamente. Eran su fami-
lia y le conocían. Pero antes de usar la espada, Teseo lo intentó por última vez con las palabras:
—Conozco el hilo de Creta y sé que con él se hacen redes y laberintos, pero hasta aho-
ra no sabía que sirviera también para atar familias. La culpa de tu rey no es mayor que la
tuya. Habrá madres que esperan a sus hijos, novios que recuerdan a sus novias, herma-
nos que sufren por su soledad. En su egoísmo, Asterión olvida que causa el mismo dolor
que sufre, y se convierte en Minotauro. Si les dejas elegir y te abandonan, sufrirás. Pero si
no lo haces, dejarás tras de ti el nombre que te honra. Teseo y Asterión no sólo se parecen
en sus miedos y sufrimientos, pueden ser iguales en su voluntad y deseo. Te hicieron bes-
tia pero tú puedes hacerte hombre, si aceptas la ayuda de Teseo.
—Vivo en una isla y sé que Poseidón cuenta los ahogados por cientos, dividiéndolos en-
tre víctimas y ayudantes de las víctimas. Si Teseo desea ayudarme deberá demostrar que
su promesa soportará el peso de mi necesidad respondiendo a la siguiente pregunta: “Si
el hombre que tengo ante mí llevara por nombre Sísifo y fuera castigado por los dioses a
subir una enorme piedra hasta lo alto de una colina y una vez allí estar impedido para re-
tenerla y recomenzar infinitamente todos los días su labor, lamentándose como aquel que
se pierde en un laberinto del que no encuentra la salida, si Sísifo fuera entonces quien se
encuentra ante mí ¿cómo resolvería la cuestión si contara con las herramientas de Teseo?”.
Tras pensar unos segundos, el príncipe de Atenas contestó:
—Teseo utilizaría el hilo y la espada para finalizar el castigo. En primer lugar ataría la pie-
dra con mi madeja anudándola con mi hilo y tiraría de ella hasta llegar a la cima. Una vez
allí clavaría mi fuerte espada en el suelo y evitaría con ello que el pedrusco se moviera. Así
podría salir del laberinto impuesto por el eterno retorno de mi castigo y regresar a casa.
—Esto esperaba: saber que una vez en la cima Teseo no hablaría con la piedra y que uti-
lizaría su espada. Cuando las palabras ya se han dicho y los problemas ruedan por el pre-
cipicio de la realidad sin llegar nunca a detenerse entonces ha llegado el momento de ac-
tuar. Para encontrar el camino hasta el centro, hasta mí, “se necesita saber” pero para salir
de él es necesario actuar. Sobre estos dos pilares descansa el gran descubrimiento griego:
la armonía. La importancia del mundo en equilibrio.
Ante él se habían callado, doblegado y asustado, pero hasta ese momento nadie había
superado el miedo con la valentía de las palabras, ni había considerado que en su cuerpo
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existiera, además de su terrible fuerza animal, algo de entendimiento y sensibilidad especí-
ficamente humana. Imbatible ante las armas, pero no ante las palabras y la firmeza de ca-
rácter, las rodillas de Asterión se doblaron ante la verdad como las de cualquier hombre. Do-
lorosamente soportó que dieciséis damas y quince caballeros le abandonaran y se llevaran
a sus hijos. Antes de despedirse y sobre su frente Teseo depositó su corona mientras le dijo:
—Asterión, príncipe de Creta, rey del Laberinto, favorito de Poseidón, hermano de Ariad-
na, amigo de Teseo.
Poniéndose de nuevo en pie, Asterión le respondió:
—Que la gloria de Teseo sea superior a la de Asterión. Que mi laberinto siga siendo mi
puerta, que nadie entre sin voluntad de morir ni de matar. Que el silencio se esparza sobre
esta historia como la noche sobre el laberinto. Que nadie impida que dentro de estas pare-
des pueda ser príncipe y no bestia. Por favor.
Una vez de vuelta en el pasillo iluminado, Teseo explicó a todos aquellos que habían de-
cidido marcharse con él que para salir sólo debían seguir el precioso hilo de plata hasta la
puerta. Y así lo hicieron. El sol coronaba nuevamente el cielo de Creta. Sólo una vez más
se detuvo el héroe: Cuando cruzó delante del misterioso espejo que horas antes no pudo
contemplar. En la chapita dorada, las mismas palabras –“Se debe saber”– y sobre ellas por
único reflejo, un alfabeto. Contento y agradecido, reanudó la marcha que duró horas.
El último metro del hilo de plata estaba nuevamente entre sus manos. Antes de cruzar
el umbral del laberinto pensó en lo que dejaba atrás y comprendió que no debía olvidarlo
cuando siguiera adelante. Afuera le esperaba otra sorpresa: en el lugar desde el que espe-
raba divisar la ciudad de Creta engalanada para recibir a su nuevo héroe, el joven sólo con-
templó a quien portaba el único nombre que amaba más que el de héroe. Los brillantes ojos
de Ariadna iluminaban la noche.
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Ahora que ya conoces las extrañas peripeciasde Teseo en el laberinto, seguro que, como aél, te vienen a la cabeza muchos interrogantes.Seguro que muchos sucesos que ocurren en elmundo y que ves todos los días en la televisióno Internet, te colocan, como a nuestro peque-ño héroe, ante dilemas que no sabes resolver.¿Acaso no es verdad que, mientras leías lasaventuras de Teseo, te has imaginado la caradel Minotauro? Posiblemente, lo que has ima-ginado no es precisamente una cara amable,quizás sea la cara de alguna injusticia; o peor,de alguna víctima de las guerras o de algunaotra realidad desagradable que no te gustaríavolver a ver. O, tal vez, más bien te has identi-ficado con el Minotauro porque te sientes unpoco perdido, un poco frustrado y encerradoen tu laberinto particular.
Pues bien, aunque el Minotauro puede te-ner todas las caras que tú quieras imaginar,queremos que conozcas la cara que le pone-mos nosotros. ¿Que cuál es? Nuestro Minotau-ro simboliza una situación de injusticia queafecta a la mitad de la población de nuestroplaneta. Esta mitad de la humanidad es aqué-lla que vive con menos de un euro y medio aldía y que nos reclama la necesidad de uncambio. Además, el Minotauro encarna tam-bién las razones y los porqués de que en el
mundo exista esta enorme brecha entre losque más y los que menos tienen. Para que loentiendas mejor, la bestia mitad humana/mitadtoro encarna el proceso por el cual hemos lle-gado a esta situación de desigualdad e injusti-cia social, política y económica.
En este mundo en el que todo está interco-nectado, desde la Fundación Paz y Solidaridadde Navarra queremos acercarte los hilos, comoése que Ariadna entrega a Teseo, para quepuedas coser aquellas cosas que antes per-manecían separadas entre sí. ¿Para qué? Paraque consigas tener una visión más completade lo que pasa en el mundo y puedas salir dellaberinto de la confusión. Ése es el motivo porel que hemos enfrentado a Teseo a esos fasti-diosos espejos que le mostraban enigmas queno alcanzaba a comprender del todo.
Como no tenemos ninguna duda de que tepica la curiosidad y de que estás con Teseo enque “Se necesita saber”, te retamos a seguirtirando de este hilo y te prometemos que de-trás de cada espejo, enigma y personaje delcuento aguardan otras muchas y sorprenden-tes realidades por descubrir, aunque no siem-pre sean agradables.
Ahora bien… ¿Eres tan valiente como paraseguir tirando del hilo?
Si es que sí, tira de aquí:
www.fpsnavarra.org
Paz y Solidaridad de Navarrasomos una organización no gubernamental dedicada a la cooperación para el desarrollo.
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