cuentos de arlt
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UNA TARDE DE DOMINGO
• Ilustrado por:
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Arlt, RobertoUna tarde de domingo / Roberto Arlt ; edición literaria a cargode Inés Kreplak y Marcos Almada ; ilustrado por Muriel Bellini.1a ed. Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2015.74 p. ; 14x10 cm. (Leer es futuro / Franco Vitali; 19)
ISBN 978-987-3772- 27-6
1. Narrativa Argentina. I. Kreplak, Inés, ed. lit. II. Almada, Marcos,ed. lit. III. Bellini, Muriel, ilus. IV. TítuloCDD A863
Fecha de catalogación: 19/12/2014• Edición literaria: María Inés Kreplak / Marcos Almada• Diseño de tapas e interiores: Pablo Kozodij
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En el marco de una serie de activida-
des de promoción y fomento de la lec-tura, el Ministerio de Cultura presentala colección de narrativa Leer es Futuro,que llega a tus manos en forma gratuitapara que puedas disfrutar del placer de
la lectura.En esta oportunidad, convocamos a
escritores jóvenes cuya carrera estáapenas comenzando, con el objetivo devisibilizar su tarea, contribuir a la di-fusión de sus obras y democratizar elacceso a la palabra, en continuidad con
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la ampliación de derechos garantizadapor los gobiernos de Néstor Kirchner yCristina Fernández de Kirchner.
También hay que mencionar la inclu-sión de los ilustradores de cada uno deestos libros: todos jóvenes y talentososdibujantes con ganas de mostrar su tra-
bajo masivamente.Y en un formato de bolsillo para quela literatura te acompañe a donde vayas,porque leer es sembrar futuro.
Ministerio de Cultura
Franco Vitali Teresa ParodiSecretario de Políticas Socioculturales Ministra de Cultura
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, 1900-1942. Fue na-rrador, periodista y dramaturgo. Publi-có las novelas El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), Los lanzallamas
(1931) y El amor brujo (1932) y los li-bros de cuentos El jorobadito (1933) y El criador de gorilas (1941) y las obrasde teatro Trescientos millones (1932),Saverio el cruel (1936), La isla desier-
ta (1937), El fabricante de fantasmas
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(1937), África(1938), La fiesta del hierro (1940), entre otras, y dos recopilacio-nes periodísticas Aguafuertes porteñas (1933) y Aguafuertes españolas (1936).Es junto a Miguel Briante y HaroldoConti padrino de la colección LEER ES
FUTURO por su ejemplo tanto desde
su labor literaria como por su compro-miso social.
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1974. Es Licenciadaen artes visuales, dibujante, docente ylibrera. Trabaja especialmente en fan-zines de dibujo y comics. Sus dibujos
pueden encontrarse en publicacionesindependientes de varios países. Sepuede ver su obra en:
• murielbellini.tumblr.com
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Eugenio Karl salió aquella tarde dedomingo a la calle, diciéndose: “Es casi
seguro que hoy me va a ocurrir un su-ceso extraño”.El origen de semejantes presagios lo
basaba Eugenio en las anómalas palpi-taciones de su corazón, y éstas las atri-
buía a la acción de un pensamiento dis-
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tante sobre su sensiblidad. No era raroque atenaceado por un presentimientovago tomara precauciones concretas oprocediera de forma poco normal.
Su táctica en este sentido dependíade su estado psíquico. Si estaba conten-to admitía que el presagio era de natu-
raleza benigna. En cambio, si su humorera sombrío evitaba incluso salir a la ca-lle por temor a que se le cayera encimade la cabeza la cornisa de un rascacieloso un cable de corriente eléctrica.
Pero, generalmente, le agradaba a-
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bandonarse al presagio, ese incierto de-seo de aventura que subsiste en el hom-bre de temple más agrio y pesimista.
Durante más de media hora siguióEugenio al azar por las veredas, cuandode pronto observó a una mujer envuel-ta en un tapado negro. Avanzaba hacia
él sonriendo con naturalidad. Eugeniola reconsideró con el ceño enfoscado,sin poder reconocerla, y pensando si-multáneamente:
“Las costumbres de las mujeres afor-
tunadamente son cada vez más libres.”
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De pronto ella exclamó:–¿Cómo le va, Eugenio?Karl despegó instantáneamente de la
neblina que envolvía curiosidad:–¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va?Durante una fracción de segundo
Leonilda lo reconsideró con sonrisa la-
cia, equívoca, mientras que Eugenio seinformaba:–¿Y Juan?...–Salió, como de costumbre. Ya ve, me
dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té
conmigo?
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Leonilda hablaba despacio, indecisa,con su sonrisa relajada por una fatigalasciva que inclinándole la cabeza sobreun hombro la obligaba a mirar al hom-bre entre los párpados semicerrados,como si tuviera ante los ojos un sol cen-telleante. Una chispa de agua gris tem-
blaba en el fondo de sus pupilas, y Karlse dijo:“Ella tiene curiosidad de acostarse
con un hombre que no sea su marido”, yno bien hubo terminado de pensar esto,
cuando sus pulsaciones aumentaron de
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setenta y cinco a ciento diez. Le parecióque acaba de correr doscientos metros,tal emoción le producía la puerta desco-nocida que frente a él Leonilda entrea-bría con laxitud. Pero no pudo menos derelampaguear un escrúpulo en su mente:
“Sola. A tomar té con ella. No sabe
que una mujer sola no debe recibir alos amigos de su esposo.” Y entoncestartamudéo:
–No; muchas gracias… Si estuvieraJuan…
Era suya la voz de una criatura a quien
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le ofrecen una moneda y dice: “no, gra-cias”, porque le han acostumbrado a norecibir regalos, y tan es así que inmedia-tamente se dijo:
“¿Por qué soy tan estúpido? Debí a-ceptar. Ojalá me invitara otra vez.” Y ha-bló en voz alta:
–Fíjese, Leonilda, en que no la reco-nocí –pero su pensamiento estaba cla-vado en otra parte, y la mujer parecíacomprender la diversidad de sensacio-nes que conmocionaban al hombre, y
Karl se decía: “¿Por qué fui tan estúpido
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de no aceptar su invitación?” Pero Eu-genio, a fin de disolver un comienzo deobsesión, insistió:
–No la reconocía. Y cuando vi queusted sonrió, me pregunté: ¿Quién seráesta mujer?
En tanto hablaba, un deseo bailaba
en él:“¿Será capaz de invitarme otra vez atomar té?”
Leonilda lo miraba insinuante a losojos. Su sonrisa era un esguince lacio,
taladrando perspicazmente la hipocre-
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sía del hombre que trataba inútilmentede desempeñar la comedia del ciudada-no virtuoso. Su mismo silencio le pare-cía a Eugenio el fragor de una tempestad,entre la cual se diferenciaba asombrosa-mente la insinuación de Leonilda:
“Atrévase. Estoy sola. Nadie lo sabrá.”
No tenían ya nada que comunicarse.Más permanecían en la vereda atorni-llada (sic) por el llamado de su sexo yla contradicción de sus sentimientossubterráneos. Eugenio balbuceó pesa-
damente, con los labios rígidos de ten-
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sión nerviosa:–¿Así que su esposo no está? ¿Salió…
y la dejó solita?Ella se echó a reír, luego, abandonan-
do la cabeza ligeramente sobre su hom-bro izquierdo, se puso a reír, retorció elcordón de su cartera y, mirándolo, de-
safiante, respondió:–Me dejó completamente sola. Solita.Y yo me aburría tanto que fui a dar unavuelta. ¿Por qué no viene a tomar el téconmigo?
Las pulsaciones de Karl ascendieron
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de ochenta a ciento diez. Hubo un tem-bleque de irresolución en el fondo desus pupilas. “Perder quizá un amigo.Solos los dos. ¿Hasta dónde será capazde llegar?”
Leonilda lo escrutó semiburlona.Discernía sus escrúpulos, y allí, de pie
en la vereda, con la cabeza ligeramen-te caída sobre un hombro y la sonrisainsinuante como la de una “cocotte” loespiaba a través de sus párpados entor-nados, al tiempo que pronunciaba con
vocecita burlona:
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–Fíjese que le digo a Juan que comosiga dejándome sola voy a tener quebuscarme un novio. ¡Ja, ja! Qué gracia.Un novio a mi edad. ¿Puede querermealguien a mí? ¿Pero, por qué no viene?Toma un té y se va. ¿Qué tiene que estátan triste?
Y era cierto. Karl jamás como enaquel instante se sintió triste. Pensabaque iba a traicionar a un amigo. Quéremordimiento, para después cuandoapartara su vientre sucio del vientre
de esa mujer. Sin embargo, la sonrisa
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de Leonilda era tan insituante. Y vol-vió a repetirse:
“Traicionar a un amigo por una mu- jer. Y él tendría entonces derecho a de-cirme: ¿No sabías que el mundo está re-pleto de mujeres? Y vos fuiste hacia mimujer, mi única mujer. Vos. Y el mundo
está lleno de mujeres.” Aquí está la sor-presa que presentía para hoy.El corazón de Eugenio palpitaba co-
mo después de una carrera de doscien-tos metros. Y no podía resistirse. Leo-
nilda lo vencía con la estática actitud
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de la cabeza inclinada sobre el hombroizquierdo y la desgarrada sonrisa quedejaba entrever la hilera de sus dientesblancos y encías sonrosadas.
Una laxitud terrible se apoderaba desus miembros. Caía perpendicular entreellos, y aplomado, oblicuo en la vereda
chapada de luz amarilla, percibía la mo-vilidad del espacio, como si se encontra-ra en la cimera de una nube, y los mun-dos y las ciudades estuvieran a sus pies.
Y, simultáneamente, ansiaba desmo-
ronarse en el desconocido universo
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de sensualidad que le ofrecía la “mu- jer casada”, pero a pesar de su deseono podía vencer la inercia que lo man-tenía oblicuo en la vereda ondulante,bajo sus ojos.
Ella, muy bajo, volvió a la carga.–Toma el té y después se va…
Él, resueltamente, dijo:–Vamos. La voy a acompañar. Tomare-mos juntos el té –pero en tanto pensaba:
“Cuando estemos solos le tomaré unamano, después la besaré y de allí tocarle
un seno; todo y nada es lo mismo; e-
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lla posiblemente me dirá: `no, déjeme´,pero la llevaré a la cama, a su cama ma-trimonial que es tan ancha, y donde hacetantos años que se acuesta con Juan.”
Ella comenzó a caminar a su lado contranquila confianza. Karl se sentía ridí-culo como un hombre de madera que se
bambolea sobre pies de aserrín.Por decir algo, Leonilda preguntó:–¿Sigue separado de su esposa?–Sí.–¿Y no la extraña?
–No.
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–¡Ah! Cómo son ustedes los hom-bres… cómo son…
Durante dos segundos, Eugenio tuvoinmensos deseos de echarse a reír rui-dosamente y repitió para sí mismo:¿Cómo somos nosotros los hombres…¿Y usted, usted, que me lleva a tomar
té en ausencia de su marido?”; pero alvolver el pensamiento de estar solo conLeonilda en un cuarto, no pudo sosla-yar la imagen de Juan. Lo veía termina-da la hora de trabajo ir corriendo hacia
un prostíbulo clandestino, escogiendo
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las rameras de trasero extraordinario,y entonces observó con cierta curiosi-dad a Leonilda, preguntándose si él lahabría adaptado a ella a sus preferen-cias sensuales y de pronto se encontrófrente a una puerta de madera; Leonil-da extrajo un llavero, y sonriendo lacia-
mente, abrió. Subieron una escalera, yahora apenas si se atrevían a mirarse alos ojos.
“Si me encontrara junto a una catara-ta, no habría más ruido en mis oídos”,
pensaba Eugenio.
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Rechinó otra cerradura, se hizo másoscuridad ante sus ojos, luego entrevióel moblaje del escritorio, giró una llavey curvas de luz amarilla rebotaron en elcuello de los sofás. Distinguió carpetasverdes suspendidas de los muros, y re-pentinamente, fatigado, se dejó caer en
un sillón. Le dolían las articulaciones,había corrido mentalmente con dema-siada velocidad hacia el deseo, y ahorasus articulaciones estaban como enmo-hecidas de ansiedad. La sangre parecía
precipitarse en un inmenso bloque coa-
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gulado hasta una línea horizontal de sucorazón, y cierta blandura deslizándo-se entre la coyuntura de sus rodillas lopostraba allí en ese sillón de cuero frío,mientras que la voz del marido ausenteparecía susurrarle en el oído:
“Canalla, mi única mujer. ¿No sabías?
¡Mi única mujer en el mundo!”Una sonrisa burlona se dibujó en elsemblante de Eugenio:
“Todos los maridos tiene una úni-ca mujer, cuando ésta se encuentra en
trance de acostarse con otro.”
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Se dio cuenta que ella aún estaba enla habitación, cuando dijo:
–Permiso, Eugenio, me voy a sacar eltapado.
Leonilda desapareció. Karl, haciendoun gran esfuerzo, se levantó del asien-to, y manteniendo inmóvil el busto co-
menzó a sacudir la cabeza con energía.Conocía este procedimiento por haber-lo visto utilizar a los boxeadores cuandoestán al borde del “knock–out”. Aspiróprofundamente aire, y ya dueño de sí
mismo, se arrinconó en el sofá. Expe-
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rimentaba curiosidad hacia sí mismo.¿Cómo se comportaría frente a la mujer?
Leonilda apareció ahora ajustada enun traje de calle, de merino oscuro.Ella también parecía dueña de sí mis-ma, y entonces Eugenio lanzó casi bur-lón la preguntita:
–Así que se aburre mucho usted, ¿eh?Ella, sentada en un sillón lateral alsofá, cruzando las piernas, aparentópensar y ya decidida, respondió:
–Sí, mucho.
Se produjo un silencio tenebroso, en
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el cual ambos intercalaban examen, mi-rándose a los ojos, y una como películaparlante deslizaba en los oídos de Karl,estas palabras:
“Solos. Diez minutos antes ibas porlas calles de la ciudad, apestabas deltedio dominguero, sin saber en qué
ocuparías tus horas y esperando unaaventura centelleante. ¡Oh, la vida! Yahora no sabes de qué modo iniciar lacomedia. Tomarla de la cintura, besarleuna mano, apretarle un seno inadverti-
damente. Ninguna mujer se resiste a un
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hombre, cuando él le acaricia los senos.”Un ruido de catarata se desmoronaba
junto a los oídos del hombre, y enton-ces otra vez forzando las palabras queestaban allí atrancadas en el fondo desu garganta seca y de su lenguaje torpe,murmuró con la sonrisa falsa de quien
no encuentra tema de conversación:–¿Y no hace nada para no aburrirse?–Voy al cine.–Ah. ¿Qué actriz le gusta?Se soslayaron otra vez con miradas
densas. Leonilda oblicuamente apoyada
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en el pasamano del sillón, sonreía in-coherentemente, entrecerrados los pár-pados, de cierto modo que las pupilaschispeaban una luz maligna, intolerable,tal si individualizara cada pensamien-to de Karl, y se burlara de él por no seratrevido. Manteniendo una rodilla to-
mada entre sus manos finas y largas, enalgunos instantes aparecía ebria de suaventura, y Karl insistió otra vez:
–¿Así que se aburre usted?–Sí.
–¿Y él qué dice?
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–¿Juan? ¿Qué quiere que diga? A ve-ces piensa que no debíamos habernoscasado. Otras veces, en cambio, me diceque tengo todo el aspecto de una mujerque ha nacido para tener un amante.¿Le parece que tengo tipo para ser que-rida de alguien? Y yo también me digo:
¿Para qué nos habremos casado?Eugenio recurrió al cigarrillo. Habíaobservado que la inquietud se descargasubconscientemente en algún íntimotrabajo mecánico. Rechupó lentamen-
te el cigarrillo hasta llenarse la boca
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de humo, luego lo lanzó lentamente alaire, y, con voz sumamente tranquila,ya dueño de sí mismo, le preguntó:
–¿Y nunca Juan le preguntó si ustedno deseaba tener una amante? Mejordicho: ¿nunca le insinuó que tuvieraun amante?
–No…–¿Y entonces para qué me ha pro-puesto usted hoy que viniera? Deseaserle infiel a su esposo. ¿Y para eso meha elegido?
–No, Eugenio. ¡Qué barbaridad! Juan
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es muy bueno. Trabaja todo el día…–¿Y porque trabaja todo el día y es
bueno, usted me invita a tomar el té ensu compañía?
–¿Qué tiene de malo?...–Efectivamente, de malo no tiene
nada. Lo único que corre el riesgo de
dar con un atrevido que trate de tum-barla en la cama.Leonilda se incorporó violenta:–Gritaría, Eugenio, no le quede ningu-
na duda. Además, yo me aburro, y tam-
bién trabajo todo el día. Pero me aburro
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entre estas cuatro paredes. Es horrible.¿Usted sabe lo que pasa por la mente deuna mujer metida todo el día entre lascuatro paredes de un departamento?
Ella se rebelaba. Había que tener cui-dado.
–¿Y él no se da cuenta de lo que pasa
en su interior?–Sí.–¿Y…?–Estoy cansada.–¿Por qué no se distrae leyendo?
–Déjeme, por favor, de libros. ¡Son
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horribles! ¿Qué quiere que lea? ¿Puedoaprender algo en los libros?
Ahora se había arrellanado en el bu-tacón y parecía triste a la luz confusaque teñía su epidermis de un matiz demadera.
Destapó con ansiedad sus anhelos:
–Me gustaría vivir en otra parte, sabe,Eugenio…–¿En qué parte?–No sé. Me gustaría irme lejos, sin sa-
ber adónde parar. Y en cambio, ¿sabe lo
que hace Juan cuando llega? Se pone a
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leer los diarios.–En los diarios aparecen noticias muy
interesantes.–Ya sé, ya sé… Es gracioso usted. Él
lee los diarios y contesta a todo lo quele pregunto con un “sí” o un “no”. Eso estodo lo que hablamos. No tenemos nada
que decirnos. A mí me gustaría irmelejos… Viajar en tren, con mucha lluvia,comer en los restaurantes de las estacio-nes… No crea que estoy loca, Eugenio…
–No creo nada.
–Él, en cambio, no se muda de casa,
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sino cuando yo ya no resisto más. Pa-rece el hombre de los rincones. Eso,Eugenio. El hombre de los rincones.Todos los hombres parece que al llegara los treinta años quieren arrinconarse,no moverse más de su sitio. Y a mí megustaría irme lejos. Vivir como los ar-
tistas de cine. ¿Usted cree que es verdadlo que dicen en los diarios de la vida delos artistas de cine?
–Sí…, un diez por ciento, es cierto.–Ve, Eugenio… ésa es la vida que
me gustaría hacer. Pero eso es impo-
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sible ahora.–Así es… pero, ¿para qué me invitó?–Tenía ganas de conversar con usted
(movió la cabeza como si rechazara unpensamiento inoportuno). No, yo nopodría serle nunca infiel a Juan. No.Dios me libre. Se da cuenta… Si los ami-
gos de él supieran… Qué vergüenza ho-rrible para él. Y usted sería el primeroen decirlo: “La señora de Juan lo enga-ña, y conmigo”…
–¿Y usted esperaba que yo la besara?
–No.
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–¿Está segura? –Eugenio no pudoevitar una sonrisa socarrona e insis-tió:– No sé por qué me parece que meestá mintiendo.
Leonilda vaciló un instante. Giraba losojos como si se encontrara en una altu-ra movediza. Y, aunque Eugenio hubiera
querido explicarse dónde radicaba el se-creto, en aquel momento era imposible.Ella aparecía afinada por la diafanidadde una atmósfera inconcebible, como sise encontrara entre cielo y tierra.
–¿Me promete no contárselo a nadie?
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–Sí.–Bueno; una vez un amigo de Juan
me besó.–Y usted esperaba que yo la besara.–No; fue así…, de sorpresa.–¿Y a usted le gustó o no?–En ese momento me dio una rabia
tremenda. Lo eché de casa. Hace deesto varios años.–¿Y él volvió?–No... pero usted va a pensar mal de
mí.
–No.
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–Bueno; muchas veces pensé conpena, por qué ese amigo no habrá vuel-to más.
–¿Se hubiera entregado usted a él?–No…, no…. Pero dígame, Eugenio,
¿qué le pasa a un hombre cuando besaasí bruscamente a la mujer de un ami-
go? De un amigo que quiere, porque éllo quería a Juan.–Por lo general es difícil de estable-
cer lo que ocurre, si se coloca uno en unterreno metafísico. Ahora si interpreta
la cuestión desde un punto de vista ma-
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terialista, lo que debía pasar es que esehombre se sentía excitado en su pre-sencia y, posiblemente, usted se dabacuenta. Y más probablemente es queusted deliberadamente haya contribui-do a excitarlo. Usted es uno de estos ti-pos de mujeres que les gusta enardecer
a los amigos del esposo.–Eso no es verdad, Eugenio… porqueya ve… entre nosotros no pasa nada…
–Porque me domino.–¿Usted se domina? Pues no me pa-
reció.
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–De allí que me haya invitado a to-mar té. Pero sí, me domino y, además,me divierto cuando me domino.
–Se divierte… ¿de qué modo?–Observándolo al otro. Es algo así
como el juego del gato con el ratón. Lamiro a los ojos y veo en el fondo de ellos
la tormenta del deseo y del escrúpulo.–Eugenio.–¿Qué?–¿Le va a contar a su señora que yo lo
he invitado a tomar té?
–No… porque estoy separado de ella.
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Y, aunque no estuviera separado, tam-poco le contaría, porque a ella le fal-taría tiempo para írselo a contar a susamigas: “¿Saben que la mujer de Juanlo invitó a mi esposo a tomar té a solascon ella?...”
–¡Qué perversa!
–De ningún modo. Es una mujer hon-rada. Todas las mujeres honradas sonmás o menos como ella. Más o menosimpúdicas y más o menos aburridas. Amomentos les gustaría acostarse con
los hombres que las encaprichan; luego
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retroceden y ni con el mismo maridocasi se acuestan.
–¿Y qué pensó usted cuando lo invitéa tomar…?
–Cuando usted me invitó, yo me re-husé; luego pensé inmediatamente: Fuiun estúpido en no aceptar. Si me invita-
ra otra vez, aceptaría. Cuando usted in-sistió en que entrara, experimenté unagran emoción y curiosidad…
–Siga…, siga…, me gusta mucho escu-charlo.
–Curiosidad y emoción. Eso. Aven-
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tura futura. Pensé mientras caminaba asu lado. Hace mucho tiempo que no meacuesto con una mujer casada, y sobretodo con la esposa de un amigo.
–Usted es un bárbaro. No le permitoque diga eso.
–Me callo entonces.
–No; siga.–Bueno; como le decía, ¿en qué íba-mos?... en estos últimos años me he de-dicado al amor espiritual…, es decir, alamor de las jovencitas. No me explico
por qué dicen que las mujeres jóvenes
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son espirituales.–¿Se enamoró de alguna?–Oh, no, pero tuve pequeñas tenidas
que me han demostrado que las más in-teligentes son de una estrechez mentalespantosa. Por ejemplo, vea: vez pasadaconozco a una jovencita, medio literata
y medio tuberculosa. Vamos a tomarun café juntos; a los cinco minutos mehablaba de pijamas de colores, de susmanos “marfilinas y pálidas”, del tabacorubio y de la música de Debussy… ¿Sabe
lo que hice? Pues paré en seco sus con-
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fidencias de arte trascendental, pregun-tándole si menstruaba con regularidad ysi movía todos los días el vientre…
Las carcajadas de Leonilda resonabanestrepitosas.
–Eugenio… Eugenio…, usted es unperfecto salvaje.
Karl continuó:–Ella no se enojó, y, como la vi tanflaquita, me dio lástima. Resolví ayu-darla. Le preparé un programa de vidamagnífico… gimnasia sueca, frutas cí-
tricas en el desayuno, y créamelo, Leo-
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nilda… hasta llegué a preocuparme nosólo si de si hacía sus necesidades to-dos los días, sino de la misma natura-leza de sus excrementos, diciéndoleque el excremento ideal era aquel quepresentaba toda la apariencia de unacompota de manzanas.
–Eugenio, cambie de tema…–No, Leonilda… quiero que vea québuen corazón tengo. No es el de un sal-vaje. Le decía a esa muchacha: primerotenés que aumentar diez kilos y después
perder la virginidad. ¿No opina, Leonil-
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da, que las mujeres desde los catorceaños debían tener derecho a acostarsecon quien se les diera la gana?
–¿Y los hijos?...–Se evitan, Leonilda. Pero es horri-
ble obligarla a una mujer a custodiar supropia virginidad… Bueno, el caso es
que esa muchacha encontró poco espi-rituales mis lecciones y me abandonó,posiblemente por un hombre de pelorizado, que había leído a Jean Cocteau yusaba guantes color patito.
Mientras Karl hablaba, Leonilda se
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decía:“Qué charlatán es este hombre”. Pero
cuidando de no exteriorizar un súbitomal humor que se le desperezaba entrelos nervios, estiró un brazo para arreglaruna flor de trapo en su florero, y dijo:
–¿Contaba usted, Eugenio?...
–¿Se aburre?–¿De dónde saca eso, Karl?–Cuando menos estaba con el pensa-
miento en otra parte.–Tiene razón, Eugenio. Me acordaba
de lo que usted pensó cuando nos en-
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contramos.–El primer impulso, como le conta-
ba, fue el de encontrarme al principiode una maravillosa aventura. Cuandomenos de una aventura turbia. Por otraparte, es un cierto modo agradable esode correr el riesgo que el marido y el
amigo lo maten a uno de un balazo. Yquizá ni eso. Qué le parece a usted…¿Juan sería capaz de matarme?
–No… creo que no. El pobre se lleva-ría un disgusto…
–Ya ve… nosotros los maridos mo-
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dernos ni somos capaces de retorcerel pescuezo a un canalla que nos robala mujer. Cierto es que esto de no re-torcer el pescuezo a la cónyuge es unaconquista del pensamiento y de la ci-vilización… pero, de cualquier forma, aveces es agradable asesinar a alguien…
en nombre de una superstición. Y, ade-más, Leonilda, si Juan no la matara austed ni a mí, no lo haría por bondad,sino simplemente comprendiendo queal ponerle usted unos cuernos grandes
como una casa, no hacía sino tomarse
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un poco de justicia por su mano…; pero,volvamos al punto de partida…; cuandoentré, yo pensaba de qué modo iniciaríala comedia amorosa con usted… besán-dole la mano o tomándole un seno.
–Eugenio…–Eso era lo que pensaba.
–No le permito…–Ahora es usted la que hace la co-media…
–Bueno…, pero no hable así.–Perfectamente… suprimida la des-
cripción de la sección masaje.
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–Eugenio…–Leonilda… Usted no me deja expre-
sar con coherencia.–Hable decentemente.–El caso es éste. Cuando entramos yo
esperaba que usted se pusiera a bailar yme dijera: “Vea, qué valiente soy, hoy he
resuelto ponerle cuernos a mi marido”.Yo deseaba que me dijera eso, Leonilda.O que, desprendiéndose la bata, me di- jera: “Béseme el nacimiento de los se-nos.” O, si no, “arrodíllese aquí, a mis
pies, y apoye la cabeza en mis rodillas”.
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También cuando entró… durante uninstante, dije “Qué maravilloso sería siapareciera desnuda, pero envuelta enuna robe de chambre”.
–Pero usted está loco…–Leonilda…, son suposiciones…; yo
no digo que usted debió hacer forzosa-
mente eso, ni nada parecido… me limitoa insinuar qué agradable hubiera sidoque ello ocurriera…
–Gracias a Dios.–Ya sé… no ocurrió… Cuando entra-
mos, usted me dijo: “Me aburro”, y en-
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tonces, créame, el alma se me cayó alos pies.
–¿Por qué?–No sé. Instintivamente usted y Juan
me dieron lástima.–Lástima…, lástima él…–Y usted –ahora Eugenio caminaba
de un rincón a otro del escritorio–. Cla-ro; me dio lástima., Vi su problema..., ysu problema era el de todas las mujerescasadas. El esposo continuamente en laoficina; ellas eternamente solas, entre
las cuatro paredes que usted contaba.
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–No tenemos nada que decirnos, Eu-genio.
–Y es natural, Leonilda. ¿Cuántos a-ños hace que se casó?
–Diez…–¿Y usted quiere tener algo nuevo
que decirle a un hombre después de vi-
vir diez años, o sean tres mil seiscientosdías con él?... No, Leonilda… no…–Él llega, se arrincona en ese sillón y
lee sus diarios. Los diarios son la quin-ta pared de esta casa. Nos miramos y
no sabemos qué decirnos, o lo sabe-
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mos de memoria…–No cuenta nada nuevo usted. Eso
ocurre entre todos los matrimonios yentre novios también. Los novios seaburren tremendamente, cuando noson estúpidos por demás. Y usted yyo, Leonilda, si nos tratáramos mucho
terminaríamos por encontrarnos en lamisma situación.–Es posible…–Me alegro de que lo crea, Leonilda.
En realidad, conocer a una mujer es
una tristeza más. Cada muchacha que
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pasa por nuestra vida nos oxida algoprecioso adentro. Posiblemente cadahombre que pasa por la vida de unamujer destruye en ella una faceta debondad que otros dejaron intacta, por-que no encontraron la forma de rom-perla. Estamos a la recíproca. Somos
una buena cáfila de canallas…–Usted no cree en nada.–¿Quiere que crea en usted, Leonilda,
acaso?–¿Y la vida será siempre así, enton-
ces?...
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–Y, ¿cómo quiere usted que sea?–No sé… no sé… es decir, que todos los
matrimonios se llevan como Juan y yo.–Más o menos, el noventa y nueve
por ciento…–¿Y qué hacer entonces?...Hasta esta altura, la conversación se
había desarrollado en un ritmo tranqui-lo y avieso; mas de pronto una magni-tud de emoción estalló en Karl. Brutal-mente tomó a la mujer de una mano, laimpulsó hacia él y la besó en el rostro.
Ella rehuía sus labios. El la soltó, mirán-
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dola afectuosamente, dijo:–Te besé porque sos una pobre mu-
jercita. La eterna mujercita que cree enlas pavadas del cine. Mírame a los ojos(Ella se había retirado hacia su butacón,enrojecida de vergüenza.) Ya ves. Estoylimpio de deseo. Trate (dejó de tutear-
la) de quererlo a Juan. Él es un hombrebueno. Yo también soy un hombre bue-no. Todos somos hombres buenos. Perode cada uno de nosotros se burla algunamujer, de cada mujer en alguna parte se
burla un hombre. Estamos como le dije
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antes: a la recíproca.Uno frente a otro, casi tranquilos se
examinaban como si se encontraran ab-solutamente aislados en la redondez delplaneta. No tenían nada que aprender nidecirse. Karl se levantó.
–Señora, hasta pronto.
Ella sonrió ambiguamente. Cautelosa-mente:–¿No se va a enojar? Cuando Juan
venga esta noche le diré que usted es-tuvo aquí.
–¿Cómo? ¿Le va a decir?
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–¿Hemos hecho algo malo acaso?–Tiene razón. Hasta pronto.Leonilda, sin moverse del sofá, lo
miró avanzar, dándole la espalda, haciala puerta de madera maciza.
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AUTORIDADES
PRESIDENTA DE LA NACIÓNCristina Fernández de Kirchner
MINISTRA DE CULTURA
Teresa ParodiJEFA DE GABINETE
Verónica Fiorito
SECRETARIO DE POLÍTICAS
SOCIOCULTURALESFranco Vitali
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