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ROSARIO DE ACUÑA

CUENTOS FANTÁSTICOS

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Rosario de Acuña

Nació el 1 de noviembre de 1850 en Madrid, España. Fue una escritora, pensadora y periodista, considerada como una vanguardista avanzada en el proceso de igualdad social entre mujeres y hombres, y de los derechos en general.

Desarrolló un libre pensamiento, el cual la convirtió en una figura polémica y objetivo de contraposición entre los pensadores más conservadores de la segunda mitad del siglo XIX y primer cuarto del siglo XX. Entre sus obras destacan Un ramo de violetas, Francia: Imp. Lamiguére, (1873), La vuelta de una golondrina  (1875), Ecos del alma  (1876), Morirse a tiempo: ensayo de un pequeño poema imitación de Campoamor (1879), Influencia de la vida del campo en la familia (1882), El lujo de los pueblos rurales (1882), Sentir y pensar (1884), ¡Ateos! (1885), Cosas mías (1917), Artículos y cuentos (1992), entre otras.

Falleció el 5 de mayo de 1923 en Gijón, España.

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Cuentos fantásticosRosario de Acuña

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: John Martínez GonzalesSelección de textos: Manuel Alexander Suyo MartínezCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Andrea Veruska Ayanz CuellarDiseño y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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EL CAZADOR DE OSOS

Apuntes de un viaje a las peñas de Europa

Estamos en Espinama. El escenario es digno de los personajes. Al norte, la gigantesca cordillera de los picos de Europa, con sus lastrones de piedra cortados a pico sobre torrentes y ventisqueros coronados por el coloso morrón de Peña  Vieja; bloque inmenso, de más de un kilómetro, que, como las antiguas esfinges egipcias, se eleva inmóvil sobre un basamento de granito, dominando con su majestad indescriptible las provincias de Santander, Oviedo, León y Palencia, gracias a sus 2605 metros de estatura, que a tanto alcanza su nevada cabeza sobre el nivel del océano.

A derecha e izquierda del gigante, y en gradería monstruosa, escalonados hasta hundirse en los bosques, toda aquella familia de picos, conocidos por Las Granzas, Puerto Remoña, Pico Riel, Peña Ándara, Alto de las Montañas, etcétera, cerrándose en anfiteatro sobre la verde y tersa pradera de Fuente De, en uno de cuyos repliegues burbujea y brota, filtrada desde las neveras inmediatas, el agua del Deva, cristalino arroyo sobre aquella meseta alpina y más tarde torrente espumoso

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que atraviesa todo el abrupto valle de La Liébana para convertirse en ancho y profundo río en Buelles y Molleda, y formar en Unquera su abrazo con el mar, denominado ría de Tina Mayor.

Al sur, bosques inmensos y espesísimos revistiendo montañas que serían elevadísimas sobre otra cordillera que no fuese aquella espantosa mole de piedra.

Sobre los bosques, alzando sus crestones estriados de nieve, la masa conocida por Torre Cerrado, émula y rival de Peña Vieja, que, contando algunos metros menos de elevación que aquella reina de los picos, se levanta enfrente de ella como provocándola a eterno desafío con sus pedrizas verticales y sus despeñaderos revestidos de finísimo heno, para así hacer más peligrosos y más atractivos sus abismos inmedibles.

Al oriente, las ondulaciones de la primera meseta del valle de La Liébana, revestida de prados,  maizales y campos de trigo montañés, del tamaño de pequeños pañuelos, según son de estrechas las cañadas factibles al cultivo.

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A occidente, los pueblos de Remoña y Liordes y, sobre ellos, desafiando el azul límpido y puro de los cielos, gradas de nieve, brillante y tersa, colgadas como pabellones tejidos con plata, de peñascos rígidos y pulidos de cientos de metros, como si allí la piedra fuera tan blanda que permitiera modelar pirámides al suave impulso de las manos.

Jirones de niebla, gris y blanca, transparentes, ligeros, apenas recortados en copos y repliegues, parecían servir de bambalinas en aquel escenario todo él henchido de una luz pura, viva, diáfana, como la brisa leve y finísima que, con sus alientos de hielo, dilataba nuestros pulmones y balanceaba las menudas campanillas azules de la flora delicada de los prados alpinos.

Un tronco de árbol tendido sobre un regato, tal vez por la caricia del rayo, nos servía de asiento, y, en semicírculo, quince o veinte montañeses viejos y jóvenes oían embelesados a José Sánchez, el «cazador de osos» que, a nuestra vera y sobre el tronco sentado, nos maravillaba con sus relaciones.

—Tengo setenta y tres años, señorita, y aún no estoy cansado de matar osos, jabalíes y rebecos —nos decía

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dando a su rostro audaz, venerable y a la vez malicioso, una expresión indescriptible.

—¿Cuántos osos han muerto?

—Once van ya y, espere usted, que por ahí andan diciendo que hay uno que si se come o no se come el maíz, y me parece que voy a contar la docena.

—Pero a su edad y solo ¿se atreve a buscar el oso?

—¡Por qué no, si le conozco! La vista es verdad que no anda muy segura, pero el pulso está bueno.

Así nos respondió, enseñándonos su mano derecha, cuyo índice tenía una falange menos, cortada por un hachazo, según nos dijo, por hacer un huso a la novia, según nuestra malicia nos hizo presumir, por librarse del servicio militar.

José Sánchez es un verdadero ejemplo de lo que obra en los seres la ley de la herencia. Su padre fue un cazador famoso; su abuelo dejó fama en el valle. Tenía tal habilidad para tirar con bala que, puesto un tonel por blanco, metía la bala por el agujero de la espita sin

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levantar una sola astilla. Su hijo, mozo que no nos fue posible conocer porque estaba en los puertos segando el heno, apenas apuntado el bozo en su rostro, mataba de cinco tiros cinco rebecos. El cazador de «verdad», que sabe lo que es el tiro del rebeco, podrá comprender esta maravilla de puntería.

El José, «el cazador», como le nombraban en el valle, es el verdadero fanático de la escopeta; el cazador por afición, por pasión, por herencia, por «vicio», como él mismo dice.

—Un día —nos contaba— salí temprano de casa; hacía tiempo que no había ido al monte y tenía ganas de matar algo. Subí por allí —señalando una subida inverosímil por entre los precipicios del Alto de la Tabla Rota—. Antes de traspasar por aquellos lastrones, y agachadico, agachadico, como se debe ir siempre a rebecos, vi una manada de ellos tan guapa que daba gloria. Había siete, un machazo gris con el lomo lustroso como seda, cinco hembras y uno chiquitín, que no hacía más que triscar de un lado a otro. Sin pararme más, afino el tiro y… el macho fue mío; los demás, anda con ellos, ¡a dónde fueron!

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Pues señor, que se me hacía a mí poco aquello y sigo subiendo y doy con otra manada y tumbo al macho... ¡Ya tenía dos! Y bajaba a casa bien cargado, cuando oigo ramonear en una pradería, sobre aquel ventisquero; me paro y había otra porción de ellos. El día parecía ser de buen año y yo no pensé más, así que tiré. Cayó una hembra y el pequeñín que mamaba también cayó muerto. Ya eran cuatro los que tenía que bajar y, sin embargo..., ¿creerá usted, señorita, que me hacía duelo volverme a casa ese día?  Sin pensar más, saqué mi comida, una cebolla y un pedazo de pan, volví a enriscarme, y este macho por hermoso, y aquella hembra por maja, y aquel chiquitín por guapo, al caer la noche tenía de diez tiros once rebecos, todos destripados y esperando espaldas que viniesen a bajarlos al valle. Me fui a casa y al día siguiente subimos, y entre cinco bajamos lo que yo solo maté.

Noches enteras y semanas enteras, día y noche, he pasado en esos bosques y en esos riscales a espera del oso y del rebeco; y tal me enrabiaba la caza, que ni he sentido el hambre ni el sueño, ni en muchas semanas me acordaba de mi pobre mujer —que en paz descanse—, la cual se me enfadaba porque muchas veces, no pudiendo

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resistir la tentación de irme a espera, apenas acostado me escurría con tiento y ¡adiós marido por una semana!

¡Todas estas hazañas realizadas con escopeta de chispa!

Cuenta de modo inimitable el estreno de su escopeta de pistón, diciendo que, no teniéndolas todas consigo sobre aquel modo de tirar, para él desconocido, se subió desde Potes —cuatro leguas de Espinama— donde ni el herrero había hecho la transformación de su escopeta de chispa en escopeta de pistón.

Hasta los mismos picos, de una jornada sin comer más que un pedazo de pan, se estuvo matando rebecos —quince— dos días enteros hasta convencerse de que el nuevo sistema era tan seguro como el antiguo, pues no erró ni un solo tiro.

En una ocasión le avisaron que un oso corpulento hacía de las suyas... pero dejémosle hablar a él, que poco más o menos así nos dijo:

—¿Ve usted, señorita, aquella cañada? —señalando a un bosque inmediato, revestido de hayas y de robles tres

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veces centenarios, y a cosa de medio kilómetro del sitio donde nos encontrábamos—, pues por allí me colé yo en busca del oso, que la noche antes se había comido una vaca junto a esa misma cerrada.

Salí despacio y bien ajeno de encontrarle por allí, porque el sitio era muy despejado. Pero como costumbre en mí, que lo es de siempre, llevaba en la mano la escopeta cargada, y casi sin darme cuenta, al entrar en el monte la había montado. Me iba poco a poco cuando siento un ¡fus!, ¡fus!, ¡fus!, como si resoplara un fuelle roto. Me vuelvo y a la verita misma de un tronco caído y lo veo, bufándome y enseñándome sus presas, más blancas que la nieve.

Yo bien sabía que estos bichos siempre huyen, así es que me extrañó que me bufara, pero enseguida me hice cargo del caso. Por detrás del oso no había paso. Un tronco de piedra, alto como una torre, le cerraba la huida, y por donde pudiera marchar subía yo con la escopeta.

El animal se creyó hostigado y acorralado y, claro es, bufaba como si me dijera: «¡Quítate de en medio que paso yo!». Volví la vista buscando defensa, porque a esta gentuza no les gusta pasarse el tiempo en avisos, y, apenas

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me había colocado detrás de un haya, se pone el oso derecho y viene hacia mí. «¡Ya eres mío, galán!», dije para mi alma en tanto que apuntaba con el esmero que hacía falta. Sale el tiro, pega un bufido el oso y, ¡zas!, se cae como una bola. Me salgo yo y me acerco con cuidado... pero, lo que es la buena casta del cazador, no di un paso más sin cargar antes la escopeta, para lo cual llevaba los cartuchos hechos. Cargo y me acerco, como digo, y, cosa de once pasos, veo al oso otra vez derecho, bufando más fuerte y viniéndose hacia mí. Retorno al haya y «de esta no te escapas, que ahora va la bala a la cabeza», le digo al oso mientras le dejaba llegar. Apunto bien y en mitad del testuz pongo el tiro. «Ya es mío», dije al verlo rodar patas arriba. Pero ¡que si quieres…! ¡Yo no sabía, señorita, que el oso tiene la cabeza más dura que una piedra, y que mis balas, redondas y un poco más gordas que postas, lo que hacían era solo darle un gran porrazo y nada más!

Cargada la escopeta —porque yo después de tirar, lo primero que hago es cargar—, tuve que volverme al haya, y vuelta a esperar la acometida, y vuelta yo a tirar a la cabeza, y vuelta el oso a caer y a levantarse. Y, lo que es la aprensión, empecé a temblar; me parecía cosa de brujería el que aquel demonio de bicho no cayera con cuatro

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balazos en la frente; y como quiera que cada vez se alzaba más furioso, enmendándome a Dios, pues me parecía perdido, y ya sin pulso y sin saber a donde, tiré la quinta vez, y esto fue lo que me salvó, porque mi bala incierta le atravesó el pecho, y echando un río de sangre, vino a caer al pie mismo del haya donde me refugiaba. Y aquí, dispénseme si le digo, había hecho mis necesidades más que de prisa y sin sentir, de tal modo me creía devorado por aquella bestia de piel tan dura y de vida tan agarrada.

Sin aliento y sudando, me monté sobre la bestia, y les confieso que jamás tuve otra alegría que en aquel instante en que el oso muerto estaba entre mis piernas, ofreciéndome sus quinientas libras de carne, que esto pesó el condenado, y su piel tan espesa como un haz de heno...

En otra ocasión, José y una osa rodaron juntos por un precipicio, y en las ansias de la muerte, la fiera tuvo tiempo de desgarrarle el muslo al intrépido cazador.

Cuenta de una manera mágica el trágico lance, y asegura —y hay que creerlo, porque todos los vecinos de la aldea garantizan la veracidad de sus palabras— que al rodar entre las garras de la osa por el barranco, antes se

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cuidó de librar su escopeta de golpes y roturas que de librar su carne de los dientes de la fiera. Esta le dejó mal herido para unos cuantos meses, y su primera salida después de curado fue al bosque, donde otra osa estaba destrozando ganado.

Se topó —como él dice— con ella a punto que amamantaba un cachorrillo, y, entrando en conversación con la madre y la cría, pues es costumbre suya dirigirles la palabra así que los ve, descerrajó un tiro a la madre, hiriéndola mortalmente. No se sabe si en las ansias de la muerte o por qué estos animales, como todos, prefieren matar a sus hijos a dejarlos en poder del enemigo, ello es que la osa se lanzó sobre el hijo, sacándole un ojo de una garfiada. El cazador, deseoso de coger al cachorro vivo, se lanzó a defenderlo, y los tres —osa, osito y cazador— rodaron juntos por los despeñaderos, logrando al fin vencer el cazador, que recuperó al osito vivo, aunque tuerto, y la osa muerta, de más de cuatrocientas libras de peso.

Dejemos la palabra a José y que nos cuente la terminación de aquella captura.

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Cogí al osito por las patitas, se las até, y en seguida le puse un palo entre los dientes, atándole el morro, pues el muy perruco no hacía más que mordisquearme la soga y bufar como un gato rabioso. Sujeto y amordazado, me lo eché a la espalda y emprendí la vuelta a Espinama para avisar y para que me ayudaran a bajar la osa.

Me iba despacio porque me hacía peso el osito, cuando siento como rumiar al recodo de un peñón. ¡Me sacó la cabeza con tiento y vi una manada de rebecos tan hermosa...! «¡Vaya por Dios!», me dije, y, ¡cómo no bajarme uno de estos…!

Sin más, suelto al osito, empuño la escopeta, apunto y cayó el macho rodando hasta mismamente donde yo estaba. Lo destripé, le amarré las patas y me lo eché al hombro, y cogiendo el osito debajo del brazo lo puse como un corderillo, el hocico a la espalda y las patucas entre las manos.

Me echo a andar y salto una piedra, cruzo aquel arroyo y atravieso aquel monte; conforme iba caminando, sentía yo correr pierna abajo algo caliente, hasta que me paro y diciendo «¿qué demonios es esto?» veo al rebeco sin la mitad del morro. El osico se había quitado el palo de

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la boca, y, como la cabeza del rebeco caía sobre la suya, se la había ido comiendo mientras yo andaba, y por mis piernas corría la sangre del rebeco medio devorado por el oso.

¡Y que no le di menudos sopapos a derecha e izquierda! ¡Este por mí, este por el rebeco!, le puse los hocicos hechos una lástima. Y mire lo que son los animales: desde aquel punto y hora, se amansó el osico de tal modo que luego me lamía, me acariciaba como un perrillo. Y cuando lo vendí para unos titiriteros, ya iba el pobrecico manso como un borrego.

Imposible relatar toda la serie de aventuras y peripecias que el bueno de José nos contó aquella tarde. Su rostro inteligente, rodeado de canas, vivo, retratando la audacia, la prudencia y el valor, ha quedado imborrable en nuestra mente, recordándome, en más de una ocasión otro rostro querido y venerado, que por mucho tiempo mimó las horas de mi vida relatándome sus aventuras de cazador.

¡En memoria de mi padre, tan bravo montador como el cazador de osos, he trazado sobre el papel los precedentes renglones, y al bajar de Espinama, el recuerdo de aquella conversación al pie de las altísimas cumbres de los picos

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de Europa se ha grabado en mi memoria con toda la poesía de la leyenda y toda la  limpieza de la realidad! ¡Que Dios libre a José Sánchez de morir entre las garras de un oso! He aquí mi deseo.

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EL ENEMIGO DE LA MUERTE

Dedicado a José Anca, médico de Pinto

«El conflicto es importante: estás en mi presencia porque yo no cuento con bastantes fuerzas para resolver la cuestión; me acordé de sus padres, la Soberbia y el Sensualismo, pues donde yo ando están bien esas dos pasiones tan corruptoras como yo, convencidos de que es necesario que cese ese estado de cosas en la aldehuela de  Cariamor, donde campa por sus respetos el doctor Almalegre. Te evocaron a mi presencia, dejando a su iniciativa la presentación: di quiénes eres y qué puedes hacer para resolver el conflicto».

Quien así hablaba era la Muerte. Replegando su manto de jirones de miseria, dejaba al descubierto su amarillento esqueleto, sentada en actitud meditabunda sobre áspero guijarro; a su alrededor se veía un grupo de seres fantásticos:  los unos, mitad hermosas mujeres, mitad reptiles; los otros, fuertes mancebos terminados en cuerpos de fieras. En lontananza se extendía hermoso valle, cerrado por áspera cordillera revestida de perpetuas nieves; en el fondo del valle, desparramadas sus casas entre florestas y robledales, se alzaba la aldea de

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Cariamor, que, escondida entre uno de los repliegues del Pirineo y defendiéndose de los fríos de sus neveras por rocosos taludes y frondosos bosques, gozaba de todas las dulzuras del mediodía y de todos los vigores del norte.

A este pequeño rincón del mundo llegó un doctor, que, sin saber por qué, aunque es de presumir que por mucha sabiduría, se había encerrado en el valle, y hacia veinte años asistía a sus habitantes.

De lo inmejorable que como médico era Almalegre, no hay más que decir, sino que, desde el punto y hora de encargarse de su clientela, no se había vuelto a abrir el cementerio, y ¡había vidas que segar!, pues eran más de cinco los centenarios, treinta los que asomaban al siglo y muchos los ya traspuestos por el meridiano de la juventud; pero ello es que ninguno moría. Así que alguna enfermedad asomaba por el hogar de un cariamorense, y antes de que pasara a apoderarse del organismo, allí estaba el doctor Almalegre, preparando armas y bagajes para ganarle la batalla; y no a saltos, ni a inspiraciones, ni acometidas, sino con la flexible perseverancia y minuciosa firmeza del héroe que avanza a pie, pero sin retroceder nunca. Y como además el doctor tenía a sus

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clientes preparados con admirable higiene, que en las noches invernales les explicaba con paciente elocuencia, y durante todo el año les imponía con amorosísimo ejemplo, resultaba que la enfermedad, emisaria casi siempre de la muerte, agachaba las orejas, y apenas llegaba a la sangre de los clientes del doctor, se iba cantando la palinodia, y dando en hocicos a la Muerte, que huía de Cariamos llena de coraje.

Había que ver al doctor en caso grave, que alguno hubo en los veinte años. Almalegre, que era en todas ocasiones el enfermero de sus enfermos, puede calcularse lo que sería cuando esperaba el lance. Allí había que verle cómo iba sacando de su alma frases y frases, que unas veces daban serenidad al moribundo, otras ánimo a los parientes; y siempre impregnaban la atmósfera moral en que respiraba el enfermo de una quietud tan suave, de una esperanza tan infinita, de una resignación tan profunda, que insensiblemente se tornaban los espíritus hacia la alteza inmortal de una vida sin fin, estado tan aborrecido de la Muerte, que a todo trance desea barullo, y lágrimas y desesperaciones, pues así, en estos borrascosos momentos, es cuando ella crece y medra y se hace invencible... Y cuando ya el doctor la tenía acorralada,

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a fuerza de serenidad y hasta de placer en recibirla, ¡con qué ímpetu la batía en cada una y en todas las moléculas del organismo!  Allí sus manos aplicando diligentes los remedios; allí acechando con una minuciosidad de amante la leve contracción del músculo, la tenue lividez de la piel, el ligero estremecimiento del nervio, la suave ondulación arterial, los matices, casi inapreciables, pero siempre acusadores de un nuevo síntoma en el mal, que ya le encontraba al doctor apercibido a combatirlo.

Y cuando en el paciente que tenía delante se complicaba con el cansancio del organismo el cansancio del espíritu, agobiado por esas penas agudas y misteriosas que todos los hogares albergan, había que admirar al doctor en su trabajo de redención. ¡Con qué suavidad buscaba el sitio vulnerable al dolor! Lo primero era reunir a los crucificadores; después, con una dulzura de apóstol, inconmovible a las salidas de tono del amor propio herido, les iba trazando pasito a paso el proceso de aquel dolor que sobre el alma del mártir había ido cayendo hasta sobrenadar por encima de los músculos. Y no se contentaba con ponerlos delante de su obra destructora, sino que les iba buscando las rendijas del corazón, y hábil conocedor de los resortes que guarda tan delicada víscera,

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aun suponiéndola metida en pecho de fiera, los iba tocando en los registros más sensibles, de modo que los padres sayones, muchas veces inconscientes de sus hijos, caían del burro de la soberbia autoritaria, transformando en mieles los zarpazos de energúmenos.  El esposo, Judas por inspiración de la vanidad, volvía a la ruta de la honradez y de la ternura; los hermanos, mal guiados al camino de las rencillas, más de las veces por artes de la envidia, se tornaban al supremo instante en que de un mismo seno fueron llegados a la tierra, y anudando entre hijos, padres, esposos,  hermanos y parientes, el santo nudo del amor que tan apretada e invencible hace la cadena de la vida, extendía el doctor, en torno del alma acongojada, un panorama tal de nuevas y desconocidas venturas, que por llegar a él y disfrutar de sus bienandanzas, el espíritu más cruelmente dolorido se agarraba a la esperanza, y ¡mala hora para la muerte aquella en que la esperanza tiñe, con matices de oro, el porvenir de los enfermos!  Y como en la aldea de Cariamor pasaba lo que en todas partes, que los ricos eran los menos, y que para un enfermo la pobreza suele hacer buen pasadizo para la muerte, el doctor lo primero que hacía era brujulear en la despensa del paciente, y si en ella no había aquellas suculencias, necesarias muchas

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veces, en seguida llegaban de casa de Almalegre unas cuantas gallinas, frescas docenas de huevos, algunas magras de jamón y la indispensable botellita de jerez, cuyas gotas llenan de regocijo la sangre enferma.

El doctor salía de casa de sus enfermos cuando ya los había dado de alta, que era muy tarde, pues no dejaba él detrás de sí rastro de enfermedad, y entonces, según frase corriente de los cariamorenses  la cara del médico daba luz: de tal modo el gozo, la satisfacción, la ventura, todos los diferentes matices del amor irradiaban en torno de su rostro, y eso que nada había en él de extraño. Almalegre tenía figura vulgar; lo que sí rebosaba por toda su persona era un aspecto de pulcritud, de simetría, de proporción armónica, que si no la belleza era lo más aproximado. Su casita estaba en un extremo del pueblo, sobre unas aristas de roca; la rodeaba una estrecha pradería salpicada de manzanos que bajaban, colgados materialmente entre las piedras, hasta el fondo del valle; su conjunto semejaba un ramillete de frondoso verde, rematado por blanca azucena. Dentro de la casa tampoco había nada extraño al lugar: sencillos muebles de nogal, blanquísimo lecho, una biblioteca de contados, aunque selectos libros de medicina, un laboratorio, el retrato de

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una mujer anciana, que, según decía el doctor, era su madre, mucha luz y muchísima limpieza. Una mujer ya vieja,  pero con agilidades de juventud, y un rapaz que cuidaba del caballo y los bien poblados corrales, a más de unas cuantas cabras y ovejas, eran la servidumbre de Almalegre, que los designaba a la consideración de la gente con el nombre de «familia».

Tal y conforme estaban las cosas cuando la Muerte, citando a consejo a los hijos de la Soberbia y el Sensualismo, abrió sesión en los peñascales que dominaban el valle y la casa del doctor. La primera que contestó a la interpelación de la Muerte fue la Vanidad Científica.

«Me llamo Científica, dijo, porque haciéndome chica, elástica y escurridiza como un sapo, pude arrastrarme por debajo del templo de la sabiduría; y mordiendo un aforismo, arañando una doctrina, royendo este y aquel método, logré, poco a poco, cargar con un bagaje de conocimientos que, convenientemente hinchados por el vaho de mi aliento, y haciéndolos relumbrar con seriedad insultante y un si es no es satírica, me permiten codearme impunemente con los poquísimos verdaderos sacerdotes

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de la ciencia, a quienes engaño con la mayor facilidad, gracias a la sencillez suya y a mi rapidez en doblarme y escurrirme cuando, a mis sofismas, se opone la verdad. Estoy a tu disposición siempre que no me obligues a destruir mi naturaleza, mi genealogía».

En seguida habló la Ambición Científica:

«Como mi hermana, uso el calificativo, merced a los subterfugios de mi organización de reptil, pero soy un poquito más noble que ella, por cuanto que estimulo, algunas veces,  a naturalezas apáticas y deficientes para el estudio; sin embargo, soy hija legítima de la Soberbia y el Sensualismo; el fin que persigo es la apoteosis de mis padres, y una higa se me da a mí de los  sujetos de experimentación, como llamo a cuantos enfermos tratan los médicos a quienes sugestiono, importándome menos que nada entregarte a cientos de vidas, si logro descubrir, en un solo caso, el remedio apropiado para curar  la enfermedad o para simular la curación que, para mi fin, es lo mismo. Puedes utilizarme como quieras, siempre que vaya ganando reputación de sabiduría».

Aquí tomó la palabra la Envidia Científica:

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«Soy la más pequeña y ruin de mis hermanas y la más querida de mis padres; nací exclusivamente para envenenar todos los santuarios de la ciencia; me cuelo en ellos bajo diferentes aspectos, pues tengo tal dosis de malignidad en mi naturaleza, que puedo impunemente disfrazarme de “piedad”, de “concordia”, de “sabiduría”, y hasta de “modestia”, conservando intrínsecamente mi carácter de Envidia. Así que llego donde hay ciencia, ya estoy labrando tristeza, en cuyo trabajo me ayudan mis hermanas la Vanidad y la Ambición. Te doy a miles las existencias, pues de tal manera ciego a los que domino, que, llevados del afán de hundir a sus comprofesores, no reparan en los medios que usan, siempre que les sirvan para tachar de ignorantes a los demás, con lo que ¡figúrate de qué modo segarás vidas! Puedes mandar lo que gustes, seguro de que mi regocijo es servirte y de que, por mucho que yo haga, jamás se me conocerá».

«Convencida estoy, contestó la Muerte, de su insustituible importancia en el asunto de que se trata; pero es el caso que el doctor es, como hombre, un bendito de Dios, que se acuesta con las gallinas, que goza como en el paraíso viendo jugar a los rapaces del pueblo, y que tiene bastante para el sustento de su cuerpo con

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su pote de patatas y unas escudillas de leche, y para el de su alma con los libracos de su biblioteca y los análisis de su laboratorio, con lo cual resulta que no sé de qué modo ustedes, dignas hijas de sus padres, puedes clavar las uñas en su ser».

«Creo que soy el único para preparar el terreno; me llamo el Amor Propio», dijo un mancebo de apacible hermosura, que ocultaba sus garras de tigre bajo áureas vestiduras y que llegaba con un rapazuelo en la mano.

«¡Tú! ¿Estás loco? ¡El doctor Almalegre vencido por ti!», contestó la Muerte.

«Escucha y no te dejes llevar de la primera impresión. El doctor Almalegre, como muchos que andan por el mundo, teniendo conciencia de lo que son, se ha metido en esa aldehuela porque, en realidad, ha sentido el despecho de todos los que son desconocidos o erróneamente conocidos, que es un modo de desconocer como otro cualquiera. Bien sé yo, pues muchos días me he sentado a la cabecera de la cama del famoso doctor, que allá, en las sinuosidades de su conciencia, sufre accesos de melancolía, al considerarse tan eminentemente sabio y tan completamente ignorado; en la mayoría de

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las ocasiones, mis suaves caricias le hicieron desterrar sus tristezas, y, aunque a poco de sentirme infiltrado en sus pensamientos por un arranque generoso de su corazón, enamorado de la humanidad, supo tenerme a raya, convirtiendo en ardiente caridad mis sugestiones, ello es que estuve dentro de él, inspirándole hondo desprecio a los seres y a las cosas, y un íntimo regocijo al aquilatar, con la contemplación de sí, el rico caudal de sus conocimientos y virtudes. No siendo muy ajeno a mi influencia ese estado de serenidad y apacible dulzura que lo caracteriza, y que de tal modo lo eleva sobre los míseros habitantes del valle. Creo, pues, que de acuerdo con mis hermanas, y aleccionando bien a este rapaz, hijo mío y de la Concupiscencia, que se llama el Egoísmo, habremos de poner al doctor al servicio tuyo».

«Yo, dijo el pequeño, me cuelo con gran facilidad en pos de mis padres; donde ellos entran hago de las mías; y organización donde yo pueda rebullirme es fortaleza entregada a todo lo que sea corrupción, anonadamiento y sombra...».

«Sinónimos míos, interrumpió la Muerte, conforme estoy en lo que dijiste; y ya puedes establecer el cerco en

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toda regla, pues dentro de pocos días voy a esparcir el veneno del cólera en la comarca, y creo que la ocasión es de perlas».

Y no hubo más. Pasados unos días, el cólera se extendió por las vertientes del Pirineo, rodeando a Cariamor, que seguía inmune a toda enfermedad. El doctor, que supo el suceso, se fue de casa en casa diciendo:

«¡Ánimo, y no hay que asustarse! Mañana y noche visitaré sus hogares, reconociendo con cuidado a la familia, y al primer amago del mal allí me tendrás, como siempre, dispuesto con mi propio calor a reanimar el enfermo. Cuidemos bien de la limpieza del lugar; demos de mano a todo odio por leve que sea, y unidos, sobrios, límpidos de cuerpo y de alma, presentemos al mal nuestra mejor sonrisa de felices y resignados; y si aun así quiere ese pícaro cólera llevarse alguno, volvamos la cara al cielo y ¡a morir!, que bien sabido lo tenemos desde que nos dimos razón de la vida».

Con esto, los socorros que iba repartiendo y su hábil medicación  preventiva, la aldea seguía limpia de epidemia.

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Se llegó una noche serena y despejada. El doctor acababa de entrar en su casita: venía de recorrer los hogares del pueblo; nada extraño halló en ellos, y con la perspectiva de una noche tranquila y la satisfacción de un día de noble trabajo, el doctor se sentó delante de la abierta ventana, paseando la mirada por la amplia extensión del valle. La luna llena iba trazando su órbita inmensa por un cielo oscuro, y los últimos cantos del iluminado ruiseñor avisaban el fin de la primavera y los primeros días del estío. La noche, cargada de suaves brisas y perfumes, ofrecía esa cadena de horas llenas de inspiraciones, fantasías y delirios.

La naturaleza dormía una de esas noches suyas, tibias y serenas, en que los cantos del ruiseñor avisan los primeros días del estío, y en que las brisas y los perfumes aligeran las inspiraciones de la imaginación, haciéndola volar al país de rosados sueños.

El doctor se recogió muy dentro de sí, y un éxtasis lleno de promesas, compensadora de los dolores que el mundo ofrece, se extendió por su cerebro… Se sintió dos: uno estaba allí, en aquel repliegue de la tierra, sobre el alféizar de su ventana, en su humilde casa de médico de

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pueblo, reinando, con incuestionable soberanía, merced a su ciencia y virtudes, sobre aquel mísero rebaño de seres humanos, más sugestionables que las bestias del bosque. El  otro  él se vio en ciudad soberbia, coronada por todos los esplendores, de la civilización, en su Trinidad de ciencias, artes e industrias; habitaba en un palacio maravilloso, y una sola de sus recetas y de sus consejos se pagaban a peso de oro. Su nombre iba en lenguas de la fama, pregonándolo por sabio, por virtuoso y por grande. Aquí el éxtasis del doctor tomó carácter de diálogo, y como si continuara siendo dos, se dijo:

«Y no hay duda, todo lo merezco. Sé mucho, y ¡cuánto! ¡Cuánto pierde la ciencia con que yo me calle mis descubrimientos, mis análisis!  ¡Qué filigranas en el arte de curar hice en estos veinte años y cómo sé llevar a la naturaleza, salvando las sirtes del dolor, hasta dejarla en el tranquilo océano de la salud! Y si todo lo que sé se esparciera por el mundo, ¡qué gloria para mí! ¡Cuánta riqueza! ¡Y pensar que todos mis condiscípulos están tan elevados en la sociedad! ¡Ellos, que no valen juntos lo que yo! ¡Y mañana, vuelta a la visita, a llevar mi poderosa razón hasta esos conatos de razón, que bullen en los cerebros de los cariamorenses! ¡Vuelta a descender,

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desde la aristocracia del talento y la sabiduría, hasta los suburbios de la ignorancia y de la rusticidad!».

Al llegar a esta consideración, el corazón del bueno del doctor dio un salto muy grande; una oleada de sangre ardiente, henchida de ternura, subió por su pecho, borboteando por la carótida e inundando de generosidades los hemisferios cerebrales se convirtió en dos silenciosas lágrimas que llevaban en sus amarguras hondas heces de remordimiento. Con aquella oleada de ternura subieron al pensamiento del doctor memorias de gratitud, recordándole la alegría de las madres cuando les entregaba sanos sus antes enfermitos pequeñuelos; el delirio gozoso de la esposa ante el esposo curado; la santa emoción del mancebo al besar las canas de la restablecida abuela y las últimas palabras de su madre, que sonaban siempre en sus oídos diciéndole ¡sé bueno! Coro de bendiciones que habían caído sobre su frente de médico, dotándola de aquella luz especial que decían los cariamorenses que daba la cara de Almalegre...

Una algarabía de chillidos de búho se oyó entonces a lo lejos. El doctor volvió en sí a tiempo que la Muerte y sus aliados huían del valle. Mas el primer ataque estaba dado.

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El Amor Propio había prendido bien sus garras sobre la inteligencia del doctor, y el Egoísmo, siempre sutil, emprendió desde aquella noche su tarea  destructora. «¡Sé bueno! —le decía al oído—, pero ¡no tanto!, ¡te haces viejo! Después de todo, si no ha de servir tu sabiduría para otra humanidad que este puñado de imbéciles, basta con la adquirida; descansa, no estudies tanto. Piensa, añadía el Amor Propio, que todos esos seres a quienes curas y salvas de la muerte no valen lo que tú solo. Tú solo eres el fuerte, el racional, el virtuoso». Y la Vanidad Científica murmuraba: «¡Cuánto sabes! ¡Qué deslumbramientos producirías en el mundo de la ciencia!». «¡Y cuánto podrías ser en la sociedad culta si te dejaras de esos sentimentalismos indignos del verdadero sabio!», continuaba la Ambición. Y la Envidia roía muy en lo hondo del corazón de Almalegre, haciéndole observar el encumbramiento de sus compañeros infinitamente inferiores a él en sabiduría y en virtud.

En este batallar del ánimo se pasaba las horas el doctor, ínterin el cólera iba cercando la aldea; el momento era decisivo.

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El resplandeciente genio del Amor humano, único que engrandece y fortifica la inteligencia, iba recogiendo sus níveas alas sobre la frente del doctor, y a medida que su llama inmortal se apagaba, el huracán de las pasiones corruptoras ensombrecía el noble entendimiento del sabio. En vano aquella ternura de su corazón generoso, nacida del más puro altruismo, intentaba sujetar en su cerebro la verdadera misión de su ciencia médica. Las maldecidas aliadas de la Muerte cegaban los ricos veneros de donde surgían, en las horas de crisis, las templadas armas destructoras de la enfermedad.

A la cabecera de los enfermos no era ya el doctor el adalid sereno, atento antes que a nada y sobre todas las cosas a salvar las existencias y a libertarlas del dolor; era el conjunto de egoísmos feroces, que hallaban, en el cuerpo enfermo y el alma dolorida elementos insustituibles para medrar, para ensoberbecerse. Allí, al lado de aquellos dolientes, la caterva de pasiones que embargaban al doctor bullía rugiendo, con necesidades de fieras, y sus inspiraciones eran las que ponían en manos de Almalegre el medicamento de efectos dudosos, el método atrevido de audacias comprometedoras, la fría expectación del cruel experimentador que, ávido de conocer la

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verdad, deja pasar el momento oportuno, cambiando la crisis salvadora en mortal.  Y cuando, satisfecho el Amor Propio, llena de alegría la Vanidad Científica y acalladas la Ambición y la Envidia con proyectos de encumbramiento, se alejaba el doctor del pobre enfermo para trazar con mano firme la historia de un «caso», se encontró un día —¡el primero en veinte años!— con que la Muerte inesperada se llevó a una de los más robustos mancebos de la aldea.

A la primera derrota siguieron muchas. El cólera hizo de pronto su aparición, y el doctor Almalegre, completamente abstraído por la Soberbia y el Sensualismo, que le impulsaban como sabio al encumbramiento, y como hombre al sibaritismo, dejó segar vidas y vidas, que nada le importaban ya, pues sus actividades habían cambiado de  rumbo, tomando a la humanidad como medio y no como fin.

Simultáneamente a esta transformación del doctor, llegó a su noticia que el mundo culto comenzaba a ocuparse de él: sus veinte años de estancia en Cariamor, durante los cuales nadie se murió, eran conocidos y las revistas y los libros llenaban sus páginas de alabanzas

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al sabio y al bueno.  ¡Oh, misterios del destino! ¡El encumbramiento humano de Almalegre comenzaba en los primeros instantes en que volvía la espalda a la humanidad!

Los cariamorenses, abandonados a su rusticidad, a sus pasiones del odio, sin guía para la higiene física y moral de su vida, sin mentor de sus razones embrionarias o degeneradas, fueron cayendo en esos abismos de violencia para la salud en que moran la mayoría de los seres, huérfanos ya del instinto salvador de los animales, y vírgenes aún de los albores de la ciencia y del racionalismo. Los gérmenes del mal atraídos, buscados, pudiera decirse, por la supina ignorancia de los seres que alborean a la inteligencia, fueron posesionándose de Cariamor, y el largo catálogo de las enfermedades incubadas por la desidia, por la torpe creencia de un alma incorrupta y el imprudente orgullo, fueron extendiéndose por el valle, segado en poco tiempo por la Muerte.

El doctor Almalegre fue llamado a populosa ciudad, y allí se quedó labrándose una reputación europea. ¡Cuán a su gusto se hallaron en aquel recinto las pasiones que en él vivían! En la lucha por la vida contra los elementos

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que le son hostiles y para el bien de sus congéneres nunca le fueron necesarias. En la lucha por la vida contra los individuos de la especie, y para el bien de sí mismo, aquella caterva de arpías le era indispensable.

¡Había sido completa la derrota de «El Enemigo de la Muerte»!

Publicado en El País, Madrid, 22 de agosto

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EL BARATERO

El mocito se las traía. Vivía en un barrio popular, pero en una casona grande y vieja, cuyo piso principal lo tenía alquilado un clérigo, vara alta en la parroquia, con vistas a Roma, y bien cubierto de peluconas, y en el piso segundo vivía un retirado de la milicia, cojo de la pata derecha, por lo que andaba siempre torcido, y manco de la misma mano, por lo que se manejaba zurdamente; con un ojo menos, con lo que no veía más que a tres palmos de las narices, y lleno el pecho de cruces y de medallas, de tal manera que vivía en grande con los que le rentaba.

El mocito habitaba encima de estos vecinos, y así abarcaba más horizonte y tenía mejor aire; era un ricacho, gracias a los gatuperios de sus progenitores, y se alocaba al lado de su madre, una beata viuda, que cuando mandaba la Iglesia comer de vigilia, ayunaba a pan y agua, y cuando prescribía ayuno, se comía una tajada de bacalao seco y luego no bebía agua en todo el día;  de tal manera se le figuraban pocas todas las mortificaciones de ritual para salvar su oscura alma, no se sabe si de los remordimientos o de las pesadillas de un cerebro tocado de monomanía religiosa. El mocito había

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hecho toda su vida lo que le había dado la real gana; en confesando, comulgando y rezando, cuando venía a cuento, su mamaíta le había criado en libertad, como a los caballos del circo, y él, claro, se había plantado en mandar, y mandaba que era un portento. Con cabriolas y graciosismos de truhan tenía embobados al clérigo y al militar, y como en el barrio eran quien cobraba el barato, los dos vecinos de campanillas, que, en realidad, estaban entre aquella populachería como moscas en leche, se ceñían al mocito y decían: «¡Bah! Tenemos la mejor casona de todas, o porque nos temen, o porque temen al chico, ello es que todos se nos quitan el sombrero y nos hacen zalemas, y se dejan mansamente esquilmar de nosotros en cuantos asuntos ponemos mano en la compañía de la vecindad; vamos andando y agarrémonos al muchacho, que es listo, travieso, aficionado a hacer la mamola a todo el mundo y un engañatontos de primera fuerza».

La cosa iba bien. ¿Había verbena en el barrio…?, pues el chico de la viuda ya estaba en danza: como él quería se colgaban los faroles, tocaba la música lo que él mandaba, disponía de todas las hembras y tenía bajo la pollera a todos los machos, se quemaba la pólvora que él quería y a

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la hora que le daba la gana, y… ¡viva la Pepa! Ni más Dios ni más Santa María había en el barrio que él. Si era de procesión de día, ¡ande la órdiga!, ya estaba [¿el mocito?] en danza: hasta en las capas pluviales mandaba el mocito y hasta en lo incensario metía las narices, pues ni la mirra quedaba en libertad de arder si no daba él la orden…

En fin, todo el barrio empezó a amoscarse con aquel zascandil, el primero en todo… La viuda y los parientes del chico es verdad que daban algo, y, como entre la chusma el hambre medra siempre, se tragaban el anzuelo de aquella calamidad seminfantil, semimbécil y semipícara, a cambio de alguna tajadilla manida, algún pingajo todavía de poner o algunas chancletas viejas para irse arrastrando sobre el fago…; mas el mocito crecía, y con él crecía la mandonería y la imbecilidad y la picardía, y él  me río de todos para hacer mi santa voluntad sin más tus ni mus; que todo el barrio había de ser monigote de sus gracias, de sus caprichos, de su vanidad y de su estultez…

El pati-manco-tuerto miliciano y el bien cebado regoldador clérigo estaban ya que no les llegaba la camisa al cuerpo, porque barruntaban que, por haberse

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agarrado demasiado a tan comprometedora aldaba, se les iba a venir la puerta encima, y en cuanto a la viuda, que, como toda beata, no era tonta más que para hacer algo útil o bueno, todo se la volvía extremar sus disciplinazos, esperando del otro lado de las tejas, hacia arriba, el remedio de aquella trifulca que empezaba a conmover el barrio.

Lo que era de esperar sucedió. Una mañanita se olvidó la chusma de las tajadas podridas, y de los trapos rotos y de las chancletas sin forro que les daban los de la casona; empezaron a ver que el paraíso que les ofrecía el clérigo era solo para él, mientras los demás estaban en el infierno; que el terror que les inspiraba el miliciano era una tontería, pues con pata de palo, mano de goma y ojo de cristal no podría mucho, y en cuanto a los desplantes del mocito, ¿qué iba él a hacer el día en que todo el barrio se le echase encima…? La  cosa pasó como debía de pasar: al baratero, de mala casta por los cuatro costados, no le valió ni la iglesia, ni la milicia, ni el ascetismo de la demente beata. En un dos por tres, sin organización, sin armas, sin otra cosa que palos de escoba, mangos de zorros, ganchos de trapero, y encendedores de faroles, mas con toda la saña de un pueblo ya harto de que se

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les tome el pelo, le dieron tal paliza al mocito, al clérigo, al  miliciano  y a la  viuda, que apenas valieron después para que se los llevase el barro de la basura. Del clérigo no quedó más que el solideo; del miliciano, la pata de palo; de la viuda, un pedazo de cilicio, y del mocito, las botas con las canillas dentro, que no se las pudieron sacar de estrechas que le estaban…

Así terminó, para escarmiento de pícaros y advertencia de tontos, aquel baratero de barrio y sus secuaces.

Publicado en  El Socialista, Madrid, 10 de mayo de 1923

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