cuentos poco conocidos vol. i

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Federico G. Rudolph nos presenta una nueva recopilación de varios de sus cuentos (publicados en distintos lugares de la Web). Reunidos, aquí, para comodidad del público ocasional que busca encontrar textos breves, atrapantes y emocionantes, a la vez. Blog del autor: http://federicorudolph.wordpress.com.

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Page 1: Cuentos poco conocidos Vol. I
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CUENTOS POCO CONOCIDOS

VOL. I

Federico G. RudolphPrimera Edición

2012

Page 3: Cuentos poco conocidos Vol. I

Título original: Cuentos poco conocidos.

Volumen: Uno.

Autor: Federico Gabriel Rudolph

Correcciones: Raquel Patricia Marrodan

Tipo de obra: Narrativa.

Primera Edición, 2012.

Diseño de Portada: Federico G. Rudolph

[email protected]

Copyright © Federico G. Rudolph, 2012

Todos los derechos reservados

Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, alquiler, transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por la ley.

Page 4: Cuentos poco conocidos Vol. I

CONTENIDOContenido.........................................................................................3

Conociendo al Autor y a su Obra.................................................4

Entrevista con La Muerte...............................................................6

La Voz detrás de las Paredes.......................................................10

Miedo Innecesario.........................................................................16

Problema de Comunicación........................................................20

Para algunas cosas hay que tener Estómago.............................25

Inocente Azul.................................................................................27

Cómo me convertí en el mayor Best Seller del mundo..........28

Corazón de Piedra.........................................................................36

El Destino en una Mirada............................................................38

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CONOCIENDO AL AUTOR Y A SU OBRA

Federico G. Rudolph nos presenta una nueva recopilación de varios de sus cuentos (publicados en distintos lugares de la Web). Reunidos, aquí, para comodidad del público ocasional que busca encontrar textos breves, atrapantes y emocionantes, a la vez.

En esta brevísima antología el lector encontrará algunos cuentos de terror al mejor estilo del propio autor, a quien otros se han atrevido a comparar con dos de los más grandes exponentes del género: Poe y Lovecraft. Estos son, “La voz detrás de las paredes”, “Miedo innecesario” y “Corazón de Piedra”. Sin duda, verdaderos cuentos de horror, de esos que no nos dejan dormir por las noches.

En otra de sus múltiples facetas, Federico G. Rudolph, hace despliegue de sus armas como humorista de esta época trayéndonos algunos cuentos que comienzan describiendo alguna que otra escena perfectamente cotidiana y que terminan en alguna tragedia que nos hará reír cual espectadores de un cómico tropiezo. Humor sutil y sugerente como en “Entrevista con La Muerte” e “Inocente Azul”, hasta aquel más evidente que se presenta en “Problema de Comunicación” y en “Como me convertí en el mayor Best Seller del Mundo”.

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Además del terror y del humor, el autor incursiona en esta obra en otros géneros narrativos como la ciencia ficción, el drama y la tragedia. En realidad, sus cuentos son una rara y poco frecuente mezcla de todos ellos. Quizá una dosis de locura le inspira a lograr estas perfectas obras narrativas tal como las han clasificado algunos de los que han tenido la oportunidad de repasarlas.

El amor y la pasión, también, son dos componentes clave en estos cuentos cortos. Muy cortos. Tanto es así que cualquiera pensaría que no alcanzan para formar una obra completa. Y sin embargo, la extensión de cada uno de ellos es suficiente como para embriagarnos y dejarnos un dulce sabor en la boca.

Sin conexión alguna entre sí, estos cuentos son una clara y sencilla muestra de lo que puede lograr una pluma dirigida por la mano de un escritor que sabe cómo hacernos reír, sufrir, penar, sentir y pensar. No es de extrañar que mientras los leemos dejemos escapar algún suspiro, exclamación de dolor por las angustias de algunos de los personajes de esta obra o incluso alguna carcajada.

Cuentos para compartir, reflexionar, divertirse y entretenerse. La línea que separa la realidad de la ficción se entrecruza nuevamente en este libro dirigido hábilmente por la mente de un escritor muy poco conocido: Federico G. Rudolph.

Estos y otros textos destinados a un público exigente, amantes de la buena lectura, se encuentran reunidos, igualmente, en otro lugar de encuentro frecuentado por muchos, federicorudolph.wordpress.com, el Blog del escritor.

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ENTREVISTA CON LA MUERTE

La oportunidad que todo periodista quisiera tener: Una entrevista… ¡con La Muerte!

Hacía por lo menos media hora que ambos conversaban ávidamente. El periodista, del cual todo el mundo se mofaba, no paraba de interrogar a su visita. Un sombrío personaje que había golpeado las puertas de su casa pasada la medianoche en razón de solicitarle una entrevista.

Ante la impresión que le causo tan enigmática figura, le hizo pasar, le invitó a sentarse en la sala y comenzó a lanzarle todo tipo de preguntas antes de darle siquiera tiempo a que se sentara en el sofá. ¡No podía esperar! La Muerte había golpeado a su puerta y él se imaginó a sí mismo recibiendo un Pulitzer ante la exclusiva. Ni los colegas ni lectores del periódico para el cual trabajaba volverían a burlarse de él.

La conversación que se pudo rescatar fue la siguiente —el final de ella, en realidad—:

—Y, dígame, ¿cuál es su verdadero nombre?

—Muerte.

—No, no, en serio. El que le pusieron sus padres. ¿Tiene padres, verdad? ¿Todavía viven?...

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—El único nombre que tengo es ese —le contestó sin esperar a que terminara la pregunta—. Desconozco de dónde provengo. Sé que he estado por aquí desde mucho antes que ustedes, pero no puedo determinar con seguridad si nací o soy eterno, si tengo padres o si provengo de la nada.

—... bien, bien. Pasemos a otro tema. ¿Alguna afición? ¿Un hobby? ¿Qué le gusta hacer en su tiempo libre?

—No existe tiempo libre en mi oficio. Y no puedo decir que lo que hago sea de mi agrado o no. No tengo sentimientos al respecto. Existo para los demás, no para complacerme a mí mismo.

—Eh, de acuerdo. Por ese camino no vamos a ningún lado. ¿Qué se le dio por concederme esta entrevista?

—El tiempo me ha hecho curioso. Existe un impulso en mi interior que me lleva a conocer a las personas e interactuar ocasionalmente con ellas.

—O sea, ¿le gusta observar a la gente?

—Podría decirse.

—En fin, ¿si tiene un pasatiempos, entonces? ¿Lo podríamos llamar así?

—Probablemente.

—¡Ahora sí nos estamos entendiendo y conociendo! ¡Volvamos al asunto, pues! ¿Cómo me conoció?

—Por los periódicos, por supuesto.

—¡Hombre! ¡Que poco expresivo es usted! ¡Cuénteme más! ¿Qué lo trajo hasta aquí (hasta mi casa)?

—La curiosidad. Es mi motor.

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—¿Y qué pensaba encontrar?

—Sólo a usted.

—Pero, ¿qué es lo que ve? ¿Por qué yo?

—Esa es la pregunta que todos me hacen: "por qué yo".

—¿Y usted qué les contesta?

—Primero los miro fijamente; como, ahora, lo hago con usted.

—¿Y luego?

—Después, trato de averiguar a qué se refieren. Nunca lo sé. Mi curiosidad no se ha visto satisfecha por el momento.

—¡Cuente más, cuente más que esto se está poniendo interesante!

—Nunca sé que contestarles. Además, ellos ya deberían saber por qué estoy allí. Soy La Muerte. Sólo eso. No tengo preguntas que responder. No las que ellos exigen.

—¿Y qué sucede cuando usted se los hace saber?

—Me devuelven la mirada y se quedan esperando, igual, una respuesta.

—¿Y usted que cree que deberían hacer? ¿Qué es lo que espera de ellos?

—Que se queden quietos. Para poder hacer rodar más fácilmente sus cabezas.

—¿Quietos cómo? ¿Así? —preguntó, por último, el periodista, al tiempo que se ponía de pie, adoptando una posición como de estatua, y estiraba lo más que podía el cuello.

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—¡Exacto! ¡Así! ¡Justo así! —Le respondió La Muerte a su interlocutor. Y mientras lo decía, y sin moverse del sofá, blandió su hoz, ¡y le cortó la cabeza!

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LA VOZ DETRÁS DE LAS PAREDES

La noche se presta a propósito para lo sobrenatural. Una voz, nacida detrás de las paredes de su cuarto, despertará a Eugenio. ¿Es su hermano muerto quien le habla? ¿Con qué fin quiere despertarlo? ¿Atenderá Eugenio a su llamado?… Descúbrelo en este cuento de horror y misterio.

Eugenio se encontraba durmiendo en su cuarto. Su cabeza reposaba debajo de la almohada como era habitual. La frescura de las sábanas se reflejaba en su apacible rostro. Sus pies colgaban fuera de la cama ayudándole a refrescar su cuerpo ante el suave calor del verano de ese viernes trece de enero. La Luna se había escondido temprano y la oscuridad reinaba en la noche.

A las 2:05 de la mañana, una voz, que parecía salir de las paredes, lo llamó por su nombre:

—¡Eugenio! ¡Eugenio! —Insistió varias veces.

Con los párpados pegados y esa sensación de no poder abrir los ojos como cuando uno quiere despertarse antes de tiempo, Eugenio, intentó —sin éxito— averiguar quién lo llamaba y de dónde provenía aquella voz apenas conocida, profunda, escasamente perceptible.

Tanteó sobre su mesita de luz queriendo encender el velador. Lo único que consiguió fue tirar, al piso, un bollo de

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papeles, su celular nuevo, un llavero y un vaso de vidrio vacío, que había dejado allí antes de acostarse. Por suerte, la alfombra de la pieza amortiguó el ruido y evito una tragedia.

Viendo que no lograba nada, cejó en su intento. Intrigado, y un poco molesto, optó por responder a quien le hablaba:

—¿Quién anda ahí? ¿Papá, eres tú? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?

La voz no se hizo esperar:

—¡Eugenio! ¡Soy yo! Tu hermano. Pablo.

—¡Pablo! Pero… ¡si tú estás muerto! ¿Estoy soñando todavía? ¿O es alguna clase de broma? ¡Vamos que no estoy para eso a estas horas de la madrugada! ¿Qué hora es?

—Son casi las dos y diez de la mañana —le respondió quien decía ser su hermano—. Y no es una broma, soy yo, Pablo. He venido a prevenirte.

—¡Prevenirme? ¿De qué?

Eugenio, por fin despierto, buscó de nuevo; encontró la llave del velador y lo encendió. Miró hacia todos lados. No había nadie más que él en ese cuarto. Así y todo, la voz seguía hablándole desde detrás de las paredes.

—No tengo tiempo para demasiadas explicaciones —le dijo el supuesto Pablo—. Estás en peligro. Necesito que vayas al cementerio donde estoy enterrado, abras mi tumba y quites de mi féretro el objeto que el cura acomodó entre mis brazos.

Eugenio no terminaba de convencerse; por lo que le respondió:

—¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo? No me imagino cavando una tumba; mucho menos, de noche; menos

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aún la de mi hermano. ¿Y cuánto crees que me pueda llevar hacerlo? No creo que sea tan fácil…

—No tienes que preocuparte por eso. La tierra está blanda. No te llevará mucho. Toma las herramientas de papá (las que guarda en la cochera): una barreta, un pico y una pala de punta. Con eso debería ser suficiente. Pero, por favor, ¡apúrate!

—…voy a tratar. Aunque todavía no entiendo qué sucede. ¿Cómo puedo confiar que, de verdad, eres tú?

—¿Recuerdas las travesuras que hacíamos de chicos? ¿Esa vez que le rompimos la ventana a Doña Sánchez y dijimos que habían sido otros niños para que no nos retaran? ¿O cuando nos tiramos al lago, en pleno otoño, y casi te ahogas? Por poco no respirabas cuando te saqué. Me asusté mucho. Encendimos una fogata para poder secar nuestras ropas para que los viejos no se dieran cuenta de lo que había pasado. ¿Te acuerdas, Eugenio?

—Es verdad —recordó Eugenio—. Nunca le contamos a nadie. Está bien, haré lo que me dices, aunque no deja de darme un poco de miedo todo esto. ¿Me dirás luego que pasa y sobre qué quieres advertirme?

—¡Claro que sí! Pero primero, ven cuanto antes al cementerio. Si no, podría ser muy tarde…

Convencido de que debía hacer lo que le pedían Eugenio se dirigió a la planta baja de su casa, sacó las herramientas del garaje, las cargó en la camioneta de su padre, abrió el portón tratando de no hacer mucho ruido y se marchó de allí en el vehículo. Llegó lo más rápido que pudo adonde estaba enterrado su hermano.

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El sitio le daba un poco de pavor, un sudor frío comenzó a mojarle la frente y la espalda. Las puertas del cementerio estaban abiertas. Entró con la camioneta y la estacionó frente a la tumba que conocía muy bien. Dejo las luces encendidas para poder iluminarse.

Consciente de que el tiempo jugaba en su contra —o eso pensaba—, tomó el pico y la pala, y comenzó a cavar. En efecto, la tierra estaba blanda.

Al cabo de media hora tuvo noción de lo que significaba estar seis pies bajo tierra: “un metro ochenta es mucho”, reflexionó. Recién había avanzado apenas unos treinta centímetros.

Como a eso de las cinco de la mañana se topó con el cajón. Cavó un poco a su alrededor y, cuando vio que asomaban los bordes de la tapa, se detuvo. Buscó la barreta en la camioneta y la usó para abrir el féretro. Los clavos enmohecidos y oxidados crujieron ante el esfuerzo. El ruido que hicieron aquellos mortuorios objetos heló su sangre y erizó hasta el último de sus cabellos: era el quejido de un alma en pena, y no el ceder de la tapa ante la fuerza de la palanca, lo que se escuchaba. Un búho alzó vuelo desde la rama de un árbol cercano y se perdió a lo lejos.

Eugenio temblaba. Podía escuchar el latido de su corazón y cómo se aceleraban sus palpitaciones. “No pasa nada”, se dijo a sí mismo intentando apaciguarse.

Se arrodilló junto al ataúd, abrió la tapa y la apartó a un lado. Allí estaba, su hermano Pablo, tan muerto como la última vez que lo había visto en la funeraria; sólo que más flaco, y cadavérico. Los ojos hundidos en sus cuencas. Las manos huesudas. El olor a putrefacción, insoportable; aunque a Eugenio no le importaba.

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Recordó a lo que había ido allí, y quitó la cruz de plata de entre las manos de Pablo.

Todavía arrodillado, miró fijamente la cruz, y miró nuevamente al cadáver. Era muy distinto de cómo lo recordaba en vida. La barba estaba crecida, al igual que el pelo y las uñas. El color de la piel no era el de una persona viva.

Mientras lo observaba, los ojos de su hermano se abrieron inmensamente, devolviéndole la mirada.

—¡Gracias! —le dijo la voz que, ahora, nacía de detrás de la pared de tierra de aquella fosa recién excavada, y no de la garganta de Pablo.

Antes de terminar de decirlo, el muerto se irguió a medias y abrazó a Eugenio con todas sus fuerzas para no soltarlo; atrayéndolo contra sí, buscando acostarlo contra él. El corazón le palpitaba a Eugenio como nunca; intentó zafarse pero no pudo. Se ahogaba contra el pecho de su hermano. La vida escapaba de su cuerpo sin poder evitarlo. Un pensamiento horrible cruzó por su cabeza: “¡Voy a morir!”, deseaba gritarle a alguien; pero su boca estaba apretada contra la camisa raída. Alcanzó a ver como los gusanos escapaban por un hueco en el cuello de aquellos restos humanos. La idea le pareció espantosa. Las palpitaciones se aceleraron y devino un infarto, ¿o fue porque ya no podía respirar? Como sea. Muerto, él también.

Un temblor, surgido del mismo infierno, sacudió la comarca entera. La tierra recién cavada cayó sobre la tumba hasta sellarla por completo. Ambos, Eugenio y Pablo, tragados hacia las profundidades de lo eterno, de la muerte sin retorno. Despuntó el alba y hubo paz en el cementerio.

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Nadie en el pueblo supo, realmente, lo que pasó aquella noche. Algunos de los que vivían allí solían murmurar por lo bajo que no es cierto que no haya que temerles a los muertos; muy por el contrario, son capaces de cualquier cosa con tal de no yacer solos en sus tumbas. Sin compañía, su descanso no puede ser eterno.

Un consejo: Si los muertos te llaman en la noche, ¡no les haga caso!

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MIEDO INNECESARIO

¿Puede la imaginación hacernos una mala jugada? Juan descubrirá justamente eso al regresar camino a su casa. La noche se presta a propósito para liberar la fantasía y dejar emerger los fantasmas más oscuros que puedan aterrar el alma humana.

Es increíble. Las cosas más inverosímiles se les ocurren a ciertas y determinadas personas cuando dejan vagar su imaginación. Juan era una de esas personas.

Todo sucedió mientras volvía del departamento de su novia, un domingo a las 3 de la mañana. Aprovechando que el lunes era feriado, había decidido quedarse hasta tarde.

Muchas veces, Juan, salía antes del taller y dejaba algún trabajo sin completar con tal de pasar más horas al lado de Juana. Cualquier excusa le era válida.

Caminaba despreocupado por el costado de la ruta marchando a paso lento desde “el centro”, donde vivía Juana, su enamorada, hasta la residencia de sus padres, ubicada en el pueblo vecino, a unos cuatro kilómetros de distancia (un poco más de media hora de caminata).

Era verano. Una noche cerrada. Había realizado ese recorrido innumerable cantidad de veces. Por algún motivo observó que el último tramo de la ruta se encontraba sin

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luces. Le faltaba recorrer un kilómetro para llegar hasta su casa.

Mientras caminaba el calor y la humedad de aquellos labios —los de Juana— comenzaba a desvanecerse. Otras sensaciones lo embargaron y embriagaron transportándolo de un sueño de amor, a otro muy distinto; siniestro y espeluznante. Dejó volar su imaginación. Un viento suave, apenas frío, se levantó desde el sur y se escurrió por el cuello. Llevaba remera de mangas cortas, unos vaqueros gastados y zapatillas de lona. Apuró el paso para no resfriarse.

Miró la hora en su celular y vio que faltaba poco para llegar hasta su casa; diez minutos o menos, quizás.

El tiempo pasó, y los minutos le parecieron horas.

“¿Qué está pasando?”, se preguntó.

Acostumbrado a ese trayecto, calculó que ya debería haber llegado a su casa. Algo raro estaba sucediendo.

A esa hora, sólo él transitaba por la ruta. Ni autos, ni nada.

“No entiendo”, se dijo a sí mismo, mientras seguía caminando.

En su cabeza, comenzaron a elucubrarse fantásticos motivos que explicaban su tardanza: ¿Se trataría de un extraño fenómeno de dilatación del tiempo? ¿Tétricas formas lo estarían conduciendo por un camino errado, con el deseo de perderlo en la locura? ¿Se habría dormido mientras caminaba? Tal, era la forma en que pensaba.

Fue entonces cuando sintió nuevamente el viento —ahora, helado— golpeando sobre su nuca. En medio de los soplidos, que empezaron a mecer las ramas de los árboles al

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costado de la ruta, creyó escuchar un ruido de pasos como acercándose hacia él a medida que avanzaba. De pronto, se detuvo. Giró, en seco sobre sus talones, y nada. Siguió su rumbo, determinado a no parar hasta llegar a su destino. Sin embargo, tres o cuatro veces tuvo que voltearse de nuevo; los pasos se escuchaban cada vez más cerca; se daba vuelta, nadie, nada.

Al pasar debajo de un sauce sintió que una mano de finos y largos dedos lo tomaba del cuello, tironeándolo fuertemente hacia atrás. Quiso zafarse, pero no pudo. El temor, un temor espantoso, trepó hasta su mente. Un grito estremecedor salió de su garganta. Paralizado, no pudo huir ni atacar. Su corazón se detuvo. Un ardor insoportable le quemó por dentro. El pavor que sentía era tremendo, terrible, inhumano. Como último acto, se tomó del pecho y cayó fulminado.

Desde hacia varias semanas que su mente jugueteaba en su contra cada vez que volvía de lo Juana. Sentía que alguien, o quizás algo, lo perseguía. Imaginaba que algún día esa cosa terminaría por acercársele lo suficiente como para quitarle el aliento. La sombra de un ahorcado se le había aparecido la otra noche. Yendo para el trabajo, ya con la luz del día, constató que sólo se trataba de una rama de sauce rota, fruto de la última tormenta. El viernes, por ejemplo, creyó escuchar una voz profunda y áspera llamándolo por su nombre. Lo cierto es que nadie más caminaba a esas horas por la ruta. Al llegar a su casa, se reía de las cosas que pensaba.

El domingo su imaginación exacerbada como nunca le jugó la peor de las pasadas. Un soplo cardíaco sin tratar contribuyó al tremendo desenlace por venir ocurrido hacía unos instantes.

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El lunes nadie podría descubrir qué le había provocado aquel infarto. Juana, lloraba desconsolada.

Si Juan hubiera contado lo que le pasó, el pueblo entero se hubiera burlado de él. Convencido de sí, hubiera asegurado que un monstruo, salido del más horrible de los infiernos, le había perseguido, alcanzado, y arrastrado hacia el fuego eterno. Hubiera dicho que hizo todo lo posible para evitarlo, para no separarse de su amada. Hubiera contado que luchó hasta el último momento, pero que aquél demonio logro vencerlo… Pero claro, él estaba muerto, y era por demás obvio que aquello era imposible. Su miedo había sido infundado. Innecesario.

De habérselo preguntado a sus padres, a Juana, o a cualquier otro lugareño de por allí, su imaginación y su corazón nunca le hubieran traicionado. Juan, aún estaría vivo. Él no lo sabía; pero, en aquel pueblo, en aquella ciudad, los monstruos no tenían permitido deambular por el costado de la ruta…

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PROBLEMA DE COMUNICACIÓN

Para los habitantes de un planeta puede llegar a ser todo un problema desconocer el lenguaje, las ideas y sobretodo, la idiosincrasia de un lugar que poco frecuentan. Exactamente, lo que les pasó a estos viajantes estelares…

—Mxqln, ¿cómo es posible que los nativos se enojaran de esa forma? —preguntó el oficial de la cuadrilla estelar en misión de reconocimiento a su interlocutor.

—No sé que ha pasado. Creo que tuvimos un problema de comunicación —le respondió, muy convencido, Qrxprss.

Los nombres eran impronunciables en nuestra lengua.

Mxqln —que sonaría algo así como Mexcalin, pero mucho más gutural o, incluso, nasal—, era el encargado de ubicar mundos donde las condiciones de vida existentes hubieran cambiado desde la última vez que pasara la cuadrilla de exploradores-recolectores. No se trataba de una raza de científicos, ni tampoco de militares. Simplemente, eran un grupo de comerciantes quienes estaban dispuestos a llevar sus preciados, exquisitos y únicos productos a donde ellos consideraban que serían bien recibidos. Para decirlo de alguna manera, se encargaban de reponer el stock faltante en los planetas que visitaban.

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Hacía algunas semanas, habían ubicado un mundo en el exterior de la galaxia QRTCVLRRT, código que le correspondía según el Catálogo Interespacial, fichado bajo el impronunciable número ..___....

El faro que orbitaba el planeta desde hacía aproximadamente unos 65 millones de años atrás (en términos nuestros; porque para ellos, acostumbrados a viajar a velocidades cercanas a la luz, había pasado mucho menos que eso), y que dejaran allí a propósito desde hacía por lo menos el doble de ese tiempo, les envió un mensaje codificado indicando que existía un faltante de la mercadería que su carguero transportaba justo en ese momento.

Puesto que se encontraban en menos de un parsec de distancia (lo que para ellos constituía una nimiedad), decidieron darse una vuelta por allí, enviar una misión de exploración, comprobar si existían seres inteligentes en el planeta, descender con el embajador de turno y entablar comercio con los habitantes actuales.

El secreto de su éxito consistía en localizar nuevos mundos y capturar todo tipo de seres vivos (plantas, animales, organismos unicelulares y cosas así), para luego transportarlos y conservarlos intactos en sus naves-bodega de forma de venderlos cuando el producto escaseara en el planeta de origen. Su tecnología de conservación basada en la criogenia y en la alteración del ADN mitocondrial permitía sostener cualquier tipo de vida por tiempo indefinido.

Si pudiéramos comparar con algo aquella civilización, la carga que llevaban y su flota eran, en conjunto, lo más parecido que pudiera existir a un Arca de Noé. Noé incluido.

¿A qué se debía la charla en que se habían enfrascado nuestros dos queridos amigos al principio del relato? Pues, a

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que había fallado por completo la venta que pensaban realizar. Necesitaban entender qué la había impedido.

Por primera vez en cientos de miles de millones de años desde que su raza se dedicara al comercio exterior tuvieron que salir huyendo con todo su bagaje a cuestas antes de cerrar trato alguno, perseguidos por los naturales de aquel perdido planeta. Quienes se alzaron indignados contra nuestros visitantes. En apariencia, fue debido a la propuesta que, Qrxprss, les acababa de lanzar.

El problema surgió cuando, Qrxprss, embajador-comerciante designado de la flota, trató de mostrar a sus anfitriones "la mercadería" que llevaban a bordo del carguero estelar, a modo de adelanto. Cosa muy habitual en toda negociación en potencia.

Luego de aterrizar su nave en medio de una acaudalada metrópoli y al ver que aquellas personas lo recibieron entre vítores, aplausos y con toda la pompa, consideró sin duda alguna que lo que se le presentaba era una verdadera oportunidad de venta (una muy, muy, importante); o al menos, eso creyó.

Por lo que pudo entender, la especie anterior con la que solían comerciar los xtrlns —el nombre de la raza de estos viajeros, y que no sabría explicarles como se pronunciaba exactamente— había dejado de existir hacía milenios, o bien pudieron ser conquistados por estos nuevos individuos que ahora dominaban el planeta (su dispositivo de traducción no supo decirle cuál de estas opciones era la correcta).

Como sea. Lo cierto es que, en vistas de las circunstancias, consideró necesario entablar de inmediato una relación comercial con ellos.

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Todo empezó bien. Al principio, lo recibieron con los brazos abiertos. Nuestro visitante, hasta llegó a cenar con la comitiva que le acompañaba a todas partes desde su llegada. Unas cien personas más o menos.

En medio de la comilona un distinguido personaje, que interpretó fue quien gobernaba la ciudad, le entregó algunos presentes y lo invitó, después de un buen rato de estar allí, a que se diera a conocer y que explicara el honor de tan considerada visita. Circunstancia que el recién llegado aprovechó como pie para ofrecer sus productos.

Ni bien le pidió a su propia gente que le trajeran uno de los “artículos” de muestra, todos los allí presentes (incluido el gobernador de la ciudad), se pusieron a discutir con él y a decirle todo tipo de cosas irrepetibles —debo decir— y faltas de total educación y respeto. Un rosario de epítetos y gesticulaciones amenazadoras y de protesta fueron lanzadas como las balas de una ametralladora sobre el atónito visitante.

Qrxprss, no entendió que sucedió y no tuvo mejor idea que mostrarles a aquel enardecido público, otro de sus selectos y valiosos objetos para la venta, tratando de aplacar a la muchedumbre, que ya se empezaba a agolpar a su alrededor con las peores intenciones. El resultado fue desastroso. Tuvo que salir huyendo de allí perseguido por una flota aérea que estuvo a punto de derribar su nave. Lo cual no sucedió, por suerte para él.

La infructuosa venta, y el tener que huir precipitadamente del lugar, obedecieron a un problema de comunicación.

Lo que había pasado no era para nada difícil de explicar a pesar de los xtrlns nunca lo supieron. El planeta que acaban de visitar no era otro que la Tierra. Los habitantes del planeta no eran otros que los humanos. Y la mercadería que Qrxprss

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trató de ofrecerles, no era otra que un Tiranosaurio Rex (supuestamente extinto), muy vivito y coleando que aterró al público presente e incluso devoró a un integrante del comité. El que, ante el asombro, no tuvo mejor idea que acercarse para ver mejor a tan terrible bestia antediluviana. Aunque pocos se percataron del hecho. Lo segundo y más escandaloso que Qrxprss pretendía venderle a los terráqueos fue una cepa de un virus mutante desaparecido hacía millones de años atrás, y que los humanos habían podido descubrir hacía muy poco tiempo que fue el causante de la extinción de muchísimas especies en épocas pasadas.

¿Comercio interestelar? ¡Vamos! Ustedes me dirán. Ante semejantes amenazas potenciales, ¿quién no se saldría por completo fuera de sí?

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PARA ALGUNAS COSAS HAY QUE TENER ESTÓMAGO

Una reflexión a modo de cuento, o cuento a modo de reflexión.

El sabor de la tortura le sabía tan dulce como una mermelada de ciruela (agria en realidad, aunque él no se diera cuenta); los coágulos de sangre que luchaban desesperadamente por tapar la herida, producto del último de los puñetazos recibidos en sus labios, le recordaban su textura. Una sonrisa, ya, sin dientes expresaba una ironía incomprensible para sus captores. Las llagas del látigo en sus espaldas le impedían que pudiera pararse erguido, quitándole altura y orgullo a su figura. Una docena de mechones en el suelo coincidían cual rompecabezas con los espacios vacíos en su cuero cabelludo. Los estertores en su garganta simulaban ser su risa.

No quedaba un espacio de piel en todo su cuerpo por golpear, electrizar, cortar, desgarrar o dónde aplicar un poco de dolor. Era evidente que el reo no confesaría. El verdugo reemplazó al torturador y, ante la burlona mirada de su víctima, le propinó un primer y último golpe en la barriga; le dolió la mano y no supo por qué (había dado contra algo duro, alojado en el interior del abdomen de aquel rebelde tan osado y atrevido, que no se dejaba dominar por el corrupto y cuasi mafioso poder de turno). Las carcajadas de ese último y

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verdadero líder del pueblo —próximo a morir— por fin pudieron ser oídas, así como el estallido de la bomba que llevaba en sus entrañas. La resistencia había dado un golpe fulminante al corazón de los dictadores, que gobernaban el país, con una simple explosión que voló una manzana por completo. Fuego y humo salían de aquel hueco que surgía del metal y el acero retorcidos; idéntico a la boca del infierno.

Junto a la celda de tortura de José “Escritor” —premio Nobel de Literatura— se alojaba el mayor en jefe de las fuerzas armadas (presidente de la Nación). Uno, murió tan necio e ignorante como había llegado al sillón de Rivadavia tres elecciones atrás, tras lo cual se apropió de derechos que no le correspondían, mandó cambiar la Constitución, terminando por trastocar descarada y dantescamente la democracia hasta convertirla en una especie de Gobierno Feudal disfrazado de República; el otro, como mártir, sólo por amor a su pueblo. El intelecto, la educación y los sanos valores pudieron más que la tiranía, el terror y la opresión en aquella fatídica y gloriosa fecha patria. Una placa de bronce colocada bajo su estatua lo recuerda: “Nos diste el ejemplo más duro: lo que se aprieta mucho, puede explotarte en la cara algún día”.

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INOCENTE AZUL

Un cuento corto de ciencia ficción sobre la inocencia.

Una intensa luz atravesó los cielos y fue a caer en el parque, detrás de los frondosos árboles que impedían seguir el desenlace de aquel colosal espectáculo.

El formidable estruendo casi la deja sorda al chocar contra la tierra. La niña, asustada, se bajó de su columpio; tomó con fuerza entre sus brazos la muñeca y el libro de cuentos que había dejado sobre la hierba, y corrió lo más rápido que pudo hasta el lugar del impacto.

Allí estaba: un extraño ser saliendo de una cápsula más extraña, aún; arrastrándose, moribundo, lacerado por todas partes. Una brillante sangre azul salía de los cortes en su cara.

Ella fue raudamente a su encuentro. “¡Que feo príncipe!”, exclamó al verlo más de cerca.

Dio media vuelta y se volvió a casa de sus padres, tan rápido como había llegado, a contarles cuanto había pasado.

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CÓMO ME CONVERTÍ EN EL MAYOR BEST SELLER DEL

MUNDO

Un escritor desquiciado puede llegar a convertirse en cualquier cosa que desea, sin importarle las consecuencias. A su imaginación, le sumará los hechos que crea necesarios para lograr cualquier propósito. Si el escritor es un psicópata en potencia, el resultado, puede ser imprevisible (nadie sabe lo que realmente se esconde detrás de una mente de esa naturaleza)…

La idea de cómo me convertí en un Best Seller no les será para nada extraña. A cualquiera de ustedes se les podría haber ocurrido antes que a mí: Una idea tan simple que pasaba por completo desapercibida (como todo lo simple). Antes que cualquier otro autor se diera cuenta de las posibilidades y probabilidades que existían de pasar de ser un completo extraño poco conocido, a convertirme en el escritor de mayor venta en el mundo (y otros mundos), y no bien apenas me pasó por la cabeza, puse manos a la obra sin perder un minuto de tiempo (como dice el dicho: “el que pega primero, pega dos veces”).

Sin un centavo en el bolsillo y viendo que la última edición de uno de mis libros no se vendía (una por demás excelente y poco trillada novela de acción, suspenso, y humor;

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que incluía alguna que otra escena de vampiros, hombres lobos y demás seres sobrenaturales), ofuscado porque nadie leía mi obra (la que considero excelente, por supuesto), a excepción de las 10 copias que regalé una tarde luego de pasar casi cuatro horas sentado en una aclamada librería de la ciudad, en espera de firma de ejemplares, es que decidí hacer lo que ustedes, seguro, se imaginan: ¡quemar todos mis libros!

A punto de hacer este hecho realidad, este pensamiento radical activó inmediatamente la parte creativa de mi cerebro; no para impulsarme a escribir una nueva y genial obra de acción, intriga o misterio; sino, recordándome primero cómo había surgido la tradición de la “quema de libros” en otras épocas, y en segundo lugar quiénes eran los responsables de aquello. ¡Nada más lógico! La Iglesia venía guardando durante seiscientos años el secreto de la clave de cómo convertir un libro en Best Seller. ¡No entiendo por qué no se me ocurrió antes!

Si se ponen a pensar, La Biblia es el libro más vendido del planeta; tratar de determinar la cantidad de ejemplares editados, es imposible; pero, como dato, sepan que esta obra (desde que Gütemberg inventó la imprenta de tipos móviles), ha sido traducida a más de 2.300 idiomas y repartida por cada rincón del planeta. La primera edición (que no era de bolsillo, justamente), constó nada más de unos 180 ejemplares (según dicen).

¿Cómo pasar de 180 ejemplares a millones de ellos en 600 años? Muy fácil: Publicidad es la respuesta. Imagínense, cada cura en cada Iglesia del mundo cristiano, hablando y alabando todos los domingos y fiestas de guardar (en algunos sitios, todos los días) los beneficios de leer: “La Biblia”. No sólo eso: obligándolos a hacerlo. ¡Terrible! Y por demás lógico y simple.

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Díganme si no miento: ¿Quién, aunque no más sea por mera curiosidad o por sólo vanagloriarse de que tiene una en su biblioteca, no ha comprado un ejemplar de ella? Pocos serán los que nieguen esta pregunta. Hasta los ateos y agnósticos necesitan adquirirla para poder sostener y fundamentar sus teorías (las que no vienen al caso, y que son por demás conocidas).

¡Ah, mis queridos lectores!: El pensamiento me quemaba la cabeza. Urdí mi plan y lo llevé a cabo. Genios: ¡Ríndanse ante mí!

Me llevó cuarenta y dos años lograr mi propósito; y no debería contarles como lo hice, pero mi ego es más grande que yo, y necesito gritarlo a viva voz: “¡Contemplen al mayor Best Seller del mundo!” Sí, así es, he vendido más copias de mi libro, que lo que se ha vendido de ejemplares de La Biblia en toda la historia de la humanidad. ¿Cómo lo hice? Pues, a estas alturas, y conociéndome como me conocen, todos ustedes deberían saberlo muy bien. De todos modos, se los quiero explicar; paso a paso, y con lujo de detalles.

Como dije, hace cuarenta y dos años atrás; agotado por la frustración, puse en marcha mi, para nada descabellado, plan. El primer paso: ¡Quemar La Biblia!; o en otras palabras, hundir para siempre a la competencia.

Ustedes sabrán si lo logré o no (¡Como no saberlo!). Todo comenzó un domingo 24 de diciembre, cuando un mensaje anónimo fue a parar a más de mil diarios de todo el mundo anunciando la llegada de un nuevo mensajero de los dioses. La noticia se desperdigó de inmediato, causando gran revuelo en todas partes. “No por casualidad”, decía la nota, “un cometa de proporciones apocalípticas se dirige a la Tierra y chocará con ella dentro de un año”. “El avistamiento ha sido

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constatado por varios centros de investigación astrofísica, entre los que se destacan las prestigiosas universidades de Miskatonic,…”, y continuaba con una lista de centros de altos estudios y datos astrofísicos.

Cómo fue que se hizo presente un cometa en el justo momento que lo necesitaba parece no tener sentido; la verdad es que pasé más de un año leyendo sobre estos astros y sus avistamientos. Adquirí varios libros sobre el tema, me hice asesorar por algunos expertos, compré un telescopio pequeño y esperé. Apenas lo hube visto, no tuve más que anunciar mi hallazgo en la prensa. El avistamiento era correcto. Sólo que me aseguré de no aparecer como el autor de la nota enviada a los observatorios y a un par de periódicos amarillistas (nadie se enteró nunca de que fui yo quien descubrió el fenómeno). Ya lo dijo Arquímedes un tiempo atrás: “Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo”. Y así fue. La noticia fue convertida rápidamente en el suceso del momento, una tragedia para algunos, esperanza para otros, incredulidad para muchos.

Mi plan, había dado inicio y ya no podía volverse atrás.

Como escritor, analicé el tema y escribí las primeras líneas que explicaban la aparición del cometa en nuestro tiempo. Ahora todo el mundo leía sobre ello. No fue difícil hacerles creer el cuento a mis lectores de que algo estaba por venir. De a poco, construí un sistema de pensamiento que unía todas las religiones existentes en una sola, mezclando elementos sobrenaturales, épicos y leyendas urbanas de distintas culturas ancestrales. No me costo mucho. En menos de catorce meses mis libros se vendían como pan caliente y fui invitado a cientos de entrevistas televisivas, radiofónicas y de distintas revistas (como parte de mi estrategia, elegí aquellas de mayor

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audiencia y preferentemente que hicieran un show de todo lo que presentaban).

En poco tiempo más, algunos comenzaron a llamarme “El Profeta de nuestro tiempo”. Si hubieran sabido de mis intenciones, no lo hubieran hecho.

De escritor, pasé a convertirme en adivino. Ser un predicador de Dios, fue el paso siguiente y obvio. A pedido de mis fieles seguidores, cree la “Primer Iglesia del Cometa de Dios”. Se que el nombre suena a cursilería pero organicé una especie de votación a puertas cerradas, y ese fue el más elegido por mis devotos. “El Péndulo de Foucault”, una obra maestra en su género, me sirvió de inspiración para darle forma a esta nueva religión (a veces, copiar a otros autores, es lo mejor que podemos hacer como escritores de nuestras propias historias).

Pero, ¿cómo fue que derribé a La Biblia? Esperen, ya falta poco para llegar a eso.

El poder que se adquiere siendo dueño y parte de un túmulo de gente (o de sus almas, mejor dicho), es mejor que cualquier droga que ustedes puedan probar. La sensación es indescriptible; los beneficios que trae, únicos. Paralelamente a que llevaba adelante la salvación de mis fieles, dediqué tiempo en secreto a construir un ejército. Su función era, ya se habrán dado cuenta, combatir a la Iglesia, pero sobre todo, a ese terrible libro que no me dejaba dormir por las noches, la causa de todo lo que estaba haciendo, el símbolo de mis miedos, que atentaba impunemente contra mi éxito: La Biblia. El propósito último de mi ejército era destruirla por completo.

No crean que mi intención era quemarla nada más. No. Lo que quería era que todos se olvidaran de ella, que descreyeran de sus letras, que renegaran de La Biblia para

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siempre. Mis soldados eran guerreros con armas de verdad, pero los había periodistas, algunos que otros escritores, y sobre todo, políticos. Pero, los más importantes de todos mis hombres (y mujeres), eran los publicistas. Verdaderos artistas de la comunicación visual y auditiva. Sin ellos, nunca hubiera logrado mis propósitos.

De a poco, declaré la guerra a tan odiado libro. De a poco, ataqué su lectura. Mi propuesta era que leyeran la Verdadera Biblia, traída por el cometa que nos juzgaría a todos. La salvación estaba en sus páginas. Pero claro, tendrían que esperar a que saliera de las librerías. Ex profeso hice imprimir una primer tirada de tan sólo 100 ejemplares. Una burla para las editoriales que me ofrecían mil o diez mil copias por lo menos. Me negué. Rechacé todas las ofertas. Era la mejor de mis estrategias. La primera edición se agoto antes que saliera. Fue a parar a los medios. Los periodistas hablaban bien y mal de él. No importaba, la gente se agolpaba pidiendo una reimpresión, preguntando cuándo salía la próxima edición. Edite una, dos, tres, veinte, cincuenta, cien veces el libro; siempre, en cantidades mucho menores de lo que demandaba el público. Mi nueva obra estaba en boca de todos; la cuarta edición salió en francés, italiano, portugués, inglés y alemán. Se había vuelto mundial. Empezaba a ser famosa. Los lectores se volvían locos por conseguir una copia. Disimulada, subrepticia y simbólicamente en su interior había varios textos que invitaban a quemar la otra Biblia; lo que, milagrosamente, comenzó a ocurrir. Los nuevos curas de las Iglesia que había levantado, comenzaron a decirlo también en sus “misas”. Mi regocijo fue eterno.

Al poder espiritual le siguió el poder económico. Masas y masas de dinero iban a parar a las instituciones que fui levantando una a una. Cuando alcancé el punto crítico que al

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que esperaba llegar, lancé la segunda parte de mi plan: Asegurarme de que todos, leyeran mi Biblia. Entré en la política.

Como era de esperar, critiqué todos los sistemas de gobierno habidos y por haber, combatí la corrupción institucional (al menos en palabras), profería a gritos lo que debía hacer y lo que no se estaba haciendo, pisoteé a cada político que pude. Así, me gané rápidamente la confianza del público y arrasé con las elecciones presidenciales de mi país (el ascenso fue de a poco, por supuesto). Con mi Iglesia, mi fortuna y mis políticas, compré a cada persona que consideré necesaria para mi plan. Necesitaba crecer aún más. Me dediqué a voltear estados, deponer presidentes y reemplazarlos por otros nuevos. Todos, títeres manejados por hilos invisibles, a mi total merced.

En poco tiempo más (aunque fueron años), sembré la idea de un nuevo orden mundial. Por supuesto, yo era el candidato ideal para dirigir el mismo. Por poco y lo pierdo. Debí reemplazar a varios de mis publicistas que no supieron llevar adecuadamente mi campaña política hacia delante. Incluso, hubo un par que conocían mi secreto y pretendieron extorsionarme. ¡Pobres de ellos! Si los buscan, los encontrarán en el fondo de los océanos (yo que ustedes no los buscaría; podrían terminar como ellos).

Las Constituciones de cada nación de la tierra fueron cambiadas por los preceptos de mi Biblia. Me erguí en Salvador de la Humanidad, en un Dios hecho carne, en su único representante sobre la Tierra. El primero de mis preceptos: “Que no falte la Nueva Biblia en cada hogar de este mundo”.

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Ahora que lo he conseguido, estoy construyendo una flota espacial para llevar “La Palabra” a otros planetas.

¡Best Seller! ¡Yo les diré cómo me convertí en el más grade de ellos!

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CORAZÓN DE PIEDRA

La belleza, la locura, el terror y el amor se entremezclan en una danza sensual y frenética capaz de conmover al más quieto de los corazones.

Se decía que su belleza podía hacer vibrar el corazón de la más inmóvil de las estatuas. Quiso comprobarlo allí donde abundaban las efigies más imponentes del mundo última morada de los antiguos y desaparecidos dioses: El British Museum of London. Se paseó entre reyes y momias; entre Zeus, Prometeos y Apolos. Recorrió Gales, Tebas, Ur, Benin, Nínive, Tenochtitlan,... Lo hizo a plena luz del día, al tiempo que danzaba en medio del público, vestida de gasas y tules; entre miradas de sorpresa; incomprendida; refulgente y hermosa.

La música surgió de ninguna parte. Las puertas del museo se cerraron. Los miles de turistas que visitaban las inmensas galerías quedaron atrapados. Se esparció el temor. Las personas comenzaron a gritar y a correr sin sentido de una parte a otra. Ella se movía al son de la música.

Un ruido de lanzas golpeando contra el suelo, de espadas de bronce y acero chocando contra escudos de madera y ruin metal, aturdió a la multitud. Tambores de piedra se unieron a un coro de voces profundas y pétreas. La gente quedó

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paralizada. La estruendosa y delirante cascada de sonidos aumentó en amplitud y locura.

El miedo postró al público. Presagio del terror que se avecinó inmediatamente sobre ellos. Sólo aquella hembra de ojos y cabellos azabaches, de tez blanca como la nieve, continuó deslizándose por los corredores a la vista de los infortunados que observaban su baile sensual y frenético.

Las estatuas se pusieron de pie y alzaron sus armas. Volvieron a la vida y lucharon ferozmente unos contra otros: Hermanos contra hermanos, príncipes contra reyes, dioses contra dioses y semidioses. Brazos, piernas y cabezas rodaron por doquier. Hombres, mujeres y niños allí presentes sollozaron en medio de la batalla y padecieron aplastados. La sangre manchó los pisos. Aquellos renacidos de la piedra y del bronce pisaron los cráneos y los cuerpos. La desesperación se alzó en un solo grito que quebró el silencio más allá de las paredes del museo. Era el grito de la muerte cerniéndose sobre Londres.

Tezcatlipoca (El Espejo humeante), se alzó en su forma más negra y acabó con todos quienes quedaban aún en pie sin consideración alguna. Estatuas y humanos perecieron por igual. El destructor del mundo derrumbó las paredes del museo y se alzó a la altura de las nubes propagando su odio y su cólera por las calles. La muerte asoló la ciudad. No quedó piedra sobre piedra. Ruinas, sangre y humo fueron las ofrendas de amor del más antiguo y perverso de los dioses dueño de un corazón endurecido como piedra a la más exquisita y atractiva de las mujeres de la tierra. Ella le miró y le sonrió extasiada y complacida: Se decía que su belleza podía hacer vibrar el corazón de la más inmóvil de las estatuas.

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EL DESTINO EN UNA MIRADA

La ciudad, el ruido, los autos, la gente, el vértigo... Y entre todos ellos el amor que surge de repente entre un muchacho y una muchacha.

Bogotá fue su testigo. En medio del caminar de la gente, dos nuevos enamorados en tan sólo un cruce de miradas. Veinteañeros los dos. Cada cual siguió su camino: Ella a la oficina donde trabajaba de secretaria, él a su estudio de arquitectura, que recién estrenaba. La muchacha ruborizada apartó sus ojos y se perdió en la multitud. El muchacho no alejó los suyos de ella ni por un instante; un brillo de felicidad se encendió en su rostro.

Ruido de bocinas, voces entremezcladas, la sirena de una ambulancia muy a lo lejos. El olor a café y biscochos de hojaldre de la mañana. El humo de escape de los vehículos. El frenar de un colectivo. ¡La vorágine! Una ciudad despertando a la vida. Miles de extraños por doquier; cada cual en su propio mundo. Se rozan, se tocan, se empujan, se apartan, se gritan; algunos se saludan. Duermen separados apenas por una pared, pero se desconocen.

Ajena a ese destino común, ella se volvió y corrió a su encuentro. No lo pensó dos veces y lo besó en los labios. Un beso profundo, apasionado; se entregaron por completo el uno al otro, se hicieron promesas imposibles, se tomaron de

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las manos. Se abrazaron con ternura. Acariciaron sus cabellos. Se pusieron cariñosos apodos. Los transeúntes se agolparon a su alrededor tratando de ver lo que pasaba. Por primera vez, la ciudad entera pareció descubrir en ellos el verdadero amor. Quienes circulaban por allí no podían contener sus lágrimas. La joven lo abrazó tiernamente y le dijo al oído que lo amaba. Él, le devolvió una sonrisa amable, de fiel y eterno enamorado. Expiró en sus brazos; el hilo de sangre que salía de su boca se detuvo junto con el tiempo. El corazón de la joven se partió en mil pedazos; un alarido de dolor inconsolable estalló en su garganta y se confundió con el rugir de la metrópoli: Un auto lo había atropellado, por no mirar a ambos lados, antes de poner un pie sobre la calzada.

FIN

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