de la agonÍa al luto... muerte y "funus" en la hispania romana

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DE LA AGONÍA AL LUTO MUERTE Y FUNUS EN LA HISPANIA ROMANA D. VAQUERIZO GIL

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D. VAQUERIZO GIL: “De la agonía al luto. Muerte y funus en la Hispania romana”, en PACHECO JIMÉNEZ, C. (Coord.), La Muerte en el tiempo. Arqueología e Historia del hecho funerario en la provincia de Toledo, Talavera de la Reina, 2011

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DE LA AGONÍA AL LUTOMUERTE Y FUNUS EN LA HISPANIA ROMANA

D. VAQUERIZO GIL

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LA MUERTE EN EL TIEMPOPÁGINAS 95 A 125

PACHECO JIMÉNEZ, C. (Coord.), (2011), La Muerte en el Tiempo. Arqueología e Historia del hecho funerario en la provincia de Toledo, Talavera de la Reina. DE LA AGONÍA AL LUTO. MUERTE Y FUNUS EN LA HISPANIA ROMANA [1]

Desiderio Vaquerizo Gil [1] Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación “In Amphitheatro. Munera et funus. Análisis arqueológico del anfiteatro romano de Córdoba y su entorno urbano (ss. I-XIII d.C.)”, del que soy Investigador Principal, financiado por la Secretaría de Estado de Política Científica y Tecnológica (Dirección General de Investigación, Ministerio de Ciencia y Tecnología), en su convocatoria de 2006, con apoyo de la Unión Europea a través de sus Fondos Feder (Ref. HUM2007-60850/HIST).

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LÁMINAS DEL ARTÍCULO AL FINAL

DIAPOSITIVAS 29-46

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EL CONCEPTO DE LA MUERTE EN ROMA [2]

Para el romano de cualquier época lo más importante fue siempre morir con dignidad, tener acceso al ritual necesario y a una tumba en la que reposar sus restos (que precisamente por ello pasaba a ser locus religiosus; Digesto, 1.8.6.4), [3] porque si un difunto no era enterrado conforme mandaban los cánones, garantizando su regreso a la tierra, su alma se veía condenada a vagar por los siglos de los siglos, robándole el descanso merecido. [4] Estas razones explican que toda familia, por respeto o por piedad (también por miedo), entendiera como un deber incuestionable dotar a sus difuntos del ceremonial, la sepultura y el ajuar más decorosos posibles; y si no se tenía dinero con que comprar el terreno suficiente para la inhumación, o un nicho en el que depositar la urna con los restos cremados, muchos no tenían reparos en usurpar la tumba de otra persona, a pesar de que ésta hubiera tomado la precaución de fijar por escrito y de manera explícita sus dimensiones (indicatio pedaturae), en fachada (in fronte) y en profundidad (in agro), o sus disposiciones testamentarias.

[2] Gracias a todas aquellas personas que me han ayudado en la recopilación bibliográfica y de material gráfico para la elaboración de éste y otros de mis últimos trabajos; muy especialmente a Saray Jurado y Mª Cielo Vico.

[3] En el caso de que, por cualquier circunstancia, un cadáver acabara enterrado en varias tumbas, sólo adquiría valor sacro aquella en la que se depositaba la cabeza (Dig. 11.7.4.2; Cfr. Remesal, 2002, 371). Por otra parte, en una tumba que dispusiera de un terreno anejo, o de dependencias de diverso tipo, sólo adquiría el valor de religiosus el lugar exacto de la sepultura (“ubi corpus ossave hominis condita sunt […] sed quatenus corpus humatum est”; Dig. 11, 7, 2, 5), que quedaba consagrado al culto de los difuntos (res dis Manibus relicta) (De Filippis, 1997, 118).

[4] Así ocurría, por ejemplo, con los condenados a muerte o con los suicidas; fundamentalmente con los ahorcados o los ajusticiados en la cruz, que morían en condición impía al sustraerse del contacto con la tierra. De ahí el horror que suscitaban, lo que explica que debieran ser enterrados en el plazo máximo de una hora desde el momento en que tenía lugar la denuncia de la muerte, so pena de fuertes multas. Así aparece detallado en un epígrafe recuperado en Pozzuoli que contiene los detalles de la concesión a la empresa de libitinarii de la ciudad (De Filippis, 1997, 68-69, y 91-92; Sevilla, e.p.). No obstante, la casuística debió ser variada, por lo que conviene ser cautos al respecto.

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En cambio, otros, más respetuosos y pragmáticos, prefirieron integrarse en collegia funeraticia (habitualmente de carácter gremial o religioso) que mediante el pago anual de una cuota (stipendium) quedaban comprometidos a velar por que los funerales de sus socios reunieran los requisitos mínimos. [5]

En Corduba, por ejemplo, capital de la Bética, nos han llegado algunas noticias del collegium que aglutinó a los gladiadores (familia universa), lo que explica posiblemente el alto número de epígrafes funerarios recuperados en una de sus necrópolis, así como su uniformidad. Tales premisas no implican que los romanos temieran a la muerte, o creyeran a pies juntillas en la inmortalidad. Por el contrario, como muchas de las culturas antiguas (a diferencia de la nuestra, que vive ocultándola, mientras convive a diario con ella), enfrentaron su finitud con cierta naturalidad, pensando que los fallecidos seguían viviendo en la tierra, mientras sus almas escapaban al cielo —alcanzando la luna, el sol, las estrellas—, o incluso el infierno, según la corriente filosófica que se siguiera. De ahí su afán por reproducir en sus sepulcros y sus contenedores funerarios la forma de la casa (Bendala, 1996, 60; Zanker, 2002, 62; Rodríguez Oliva, 2002), el interés por decorar el interior de las tumbas monumentales como si fuera el hábitat disfrutado en vida [6], o la tendencia a enterrar a sus muertos en el suelo de las propias viviendas, conforme a una costumbre ancestral que ya intentó erradicar la Lex XII Tabularum, promulgada en el siglo V a.C., pero que siguió practicándose de forma subrepticia y ocasional durante siglos (sobre todo, cuando los muertos eran niños), obligando cada cierto tiempo a promulgar nuevas disposiciones legales destinadas a recordar la antigua prohibición de enterrar dentro del recinto cívico (intra promerium).

[5] Algo que no siempre se cumplió, ante la negativa por parte de determinados domini a entregar para las honras fúnebres los cadáveres de alguno de sus esclavos inscrito en uno de estos collegia. Así lo demuestra un epígrafe referido al collegium funeraticium de Lanuvio (CIL XIV, 2112; Cfr. De Filippis, 1997, 93 y 117). En estos casos el collegium se obligaba a celebrar un funus imaginarium y a construir un cenotafio en el que poder rendir tributo funerario al socio damnificado.

[6] “La tumba es la casa de los muertos, construidas para ellos y muchas veces por ellos, es un reflejo de la casa que ocupaba en vida y la pintura contribuye a recrear su universo…; la tumba, por lo tanto, está también destinada a los vivos, porque les aporta el recuerdo del desaparecido” (Guiral, 2002, 97-98).

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Así lo hacía por ejemplo la Lex Ursonensis (LXXIII-LXXIV), que, recogiendo las antiguas prescripciones de aquélla, establecía la prohibición de quemar o enterrar difunto alguno en el interior de la antigua Osuna, y de construir nuevos quemaderos (ustrina) —aunque se respetaran los ya existentes, probablemente de carácter privado—, a menos de 500 pasos de las murallas, así como las consecuencias legales —consistentes en multas, o incluso el derribo de la construcción— y religiosas —necesidad de expiación— de las infracciones (López Melero, 1997, 106). Esto explica que al final del Imperio, apenas la ciudad romana entra en crisis, los enterramientos vuelvan a intramuros, enseñoreándose de las áreas urbanas. En este proceso desempeña un papel determinante la expansión del Cristianismo, ya que para los devotos de la nueva fe se convierte en un privilegio la tumulatio ad sanctos o martyres, es decir, la posibilidad de enterrarse junto a determinadas reliquias en alguno de los centros de culto ubicados en el interior de la ciudad (Beltrán Heredia, 2008).

En consecuencia, el pomerium se convierte, desde primera hora, en el espacio profiláctico de separación entre los vivos y el reino de la muerte, poblado de tumbas, quemaderos y puticuli (fosas comunes), y frecuentado por gentes de mal vivir; a veces, por animales semi-salvajes, que hurgaban en los basureros y más de una vez se alimentaban de cadáveres mal enterrados: delincuentes, mendigos o desconocidos, arrojados sin demasiados miramientos a una fosa superficial, o abandonados a su suerte (De Filippis, 1997, 92-93). De hecho, uno de los mayores castigos que se podían infligir a criminales o proscritos era la negación de la sepultura; a este respecto, resulta muy ilustrativa la anécdota recogida por Suetonio del perro que apareció ante Vespasiano con una mano humana en la boca, cuando el emperador estaba comiendo (Vesp. 5, 4).

Por esta misma razón, tenían obligación de instalarse fuera del recinto urbano las empresas de pompas fúnebres (libitinarii) [7], cuyos operarios eran vistos por el resto de la sociedad como gente funesta y sórdida (Cicerón, Off. 1, 150; Séneca, Benef. 6, 38; Servio, Aen. 6, 176), los gladiadores —en contacto permanente con la muerte— y la soldadesca, y también extra pomerium debían realizarse las cremaciones y concentrarse todas las actividades nocivas, buscando con ello preservar a la ciudad de la contaminación subsiguiente.

[7] El nombre de estos operarios derivaba del de la diosa Libitina, “così chiamata per le libazioni offerte in onore dei morti”. No hay unanimidad en cuanto a la localización de su templo, que hacía las veces de registro demográfico, en el que se llevaba control de los óbitos y funerales celebrados en la ciudad (De Filippis, 1997, 62).

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MUERTE E INMORTALIDAD

Aun cuando las creencias, como la topografía funeraria, el rito, los tipos de monumentos y tumbas, o las ceremonias conmemorativas, evolucionaron —como la sociedad, la política o la ideología— a lo largo del tiempo [8], conociendo diversas etapas que cada día tenemos mejor definidas (vid., por ejemplo, al respecto Hesberg, 2002), los romanos pensaron de forma mayoritaria que sus muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en forma de sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo, habitando para siempre su eterna morada. De ahí la importancia de la sepultura, del ajuar funerario y por supuesto de las ofrendas periódicas (Prieur, 1991, 143). [9]

[8] “Non sembra infatti che i Romani abbiano elaborato una precisa ideología dell’oltretomba. Privi di miti, lontani dall’astrazione filosofica, tesi verso una vita improntata all’azione in assenza di un dogma imposto dal loro culto, essi sovrapossero a concezioni vaghe il pensiero escatologico dei popoli con i quali vennero a contatto nella loro politica espansionistica” (De Filippis, 1997, 25). Vid. un análisis detallado de las concepciones ideológicas sobre la muerte más populares entre los romanos en este mismo autor, pp. 26 ss.

[9] El ajuar, de hecho, constituye habitualmente, junto con la tipología del enterramiento, uno de los indicadores culturales, cronológicos e ideológicos clave a la hora de interpretar determinadas necrópolis o determinados enterramientos. Sin embargo, estoy de acuerdo con A. Jiménez Díez cuando afirma que “… sólo puede hablarse de ‘tendencias’ y no de normas rígidas en este aspecto. La composición de los ajuares dependió tanto de decisiones de carácter individual como de distintas coyunturas sociales y económicas, de los objetos disponibles o de la superposición de diversas identidades sociales en cada persona y de la manera de explicitarlas a través de la cultura material dentro de cada núcleo urbano” (Jiménez Díez, 2006, 90).

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Si el ritual, el funus (entendido como el conjunto de ceremonias que tenían lugar desde que se producía el fallecimiento hasta la restitución de la pax deorum, reguladas por el ius pontificium [10]) no se desarrollaba en su integridad, las almas de los muertos podían convertirse en entes amenazantes para quienes aún habitaban la tierra; por eso, era necesario aplacarlas mediante celebraciones diversas: visitas a la tumba, comidas de diverso tipo (cenae, silicernia, libaciones [11]), ofrendas de flores y alimenticias, etc., “compartidas” siempre por el difunto. Estas ceremonias y banquetes, como el tan magníficamente reflejado en la decoración pintada de la tumba homónima de la necrópolis de Carmona, fechada en época de Tiberio-Claudio (Bendala, 1996, 57, Fig. 3; Guiral, 2002, 83 ss., Lám. I), tenían lugar en fechas relacionadas directamente con el homenajeado (su dies natalis —cumpleaños—, o su dies mortis —aniversario de su muerte—, por ejemplo), o bien en los días que el calendario romano reservaba explícitamente para el culto a los muertos, distribuidos entre febrero y junio: Parentalia, Lemuria, Rosalia…[12], que buscaban renovar el luto y los lazos familiares, además de asegurar la existencia al deudo desaparecido, recordándolo y nutriéndolo a un tiempo; a veces, en el marco de collegia funeraticia encargados de velar por que se cumplieran todos los pasos del ritual funerario en homenaje a sus asociados.

[10] El término funus podría derivar de las cuerdas de estopa (funes) que, cubiertas de sebo o de cera, se usaban para las antorchas que alumbraban los funerales nocturnos en época arcaica (Servio, Aen 6, 224, citando a Varrón; Cfr. De Filippis, 1997, 59).

[11] Generalmente, de vino puro, sangre o leche, que simbolizaban la vida y la regeneración, como claves últimas de inmortalidad (Bendala, 1996, 54 ss.).

[12] De Filippis, 1997, 96 ss. Además de evocar la primavera tan característica de los países mediterráneos, las rosas simbolizaban los Campos Elíseos, lo que explica su representación frecuente en la pintura funeraria (Guiral, 2002, 87).

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Bien atendidos, los espíritus de los familiares fallecidos (Manes [13]), convenientemente deificados (Cic., Leg. 2, 22), se erigían en importantes aliados, protectores de la familia y de su papel en el mundo, incluso intermediarios con el Más Allá. En caso contrario, pasaban a ser espíritus nocivos (Larvae, Lemurae [14]), deseosos de cobrar venganza o provocar determinados males si les era convenientemente requerido. Se utilizaban para ello muñecos de vudú, o tablillas de plomo (tabellae defixionum) en las que magos, brujas y nigromantes contratados al efecto escribían al revés (como si las letras se vieran reflejadas en un espejo) maldiciones, juramentos o fórmulas imprecatorias que hacían su efecto más devastador cuando eran incorporadas a tumbas de niños; por algo estos últimos eran muertos prematuros, deseosos de volver a la tierra para vengarse por haber fallecido antes de lo que mandaba su ciclo vital, ante suum diem.

[13] Sobre la presencia e interpretación de los Manes en la epigrafía funeraria bética y norteafricana, vid. Pastor, 2006; especialmente 1126 ss.). En opinión de algunos autores, Manes derivaría del calificativo manus: bueno, por lo que designaría a los “buenos por excelencia” (De Filippis, 1997, 25).

[14] Umbras vagantes hominum ante diem mortuorum et ideo metuendas (Pomponio Porfirio, Epod. 2, 2, 209).

LÁM. 8: LA OBSESIÓN POR LA MEMORIA. A) ESTATUAS FUNERARIAS. POMPEYA.

B) RELIEVE CON RETRATOS FUNERARIOS CONSERVADO EN EL

MUSEO NAZIONALE ROMANO (ROMA). C) VIA APPIA ANTICA.

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DE LA AGONÍA AL LUTO…

Según la tradición, el último hálito del difunto (agere, efflare animam) era recogido por un familiar con un beso, evitando así que el alma, que abandonaba el cuerpo en el momento en que éste exhalaba su postrer suspiro, pudiera caer en manos de espíritus malignos o víctima de maldiciones y conjuros [15]. Desde el momento mismo en que se producía el fallecimiento, y tras cerrar los ojos al cadáver (oculos premere), se activaban toda una serie de protocolos que comenzaban con la conclamatio, reproducida periódicamente hasta el momento mismo de la sepultura. Tal costumbre era expresión de la condición de funesta que afectaba a la familia desde el momento mismo del óbito, y arma eficaz contra las fuerzas del mal, disuadidas por los gritos. Quizá con este mismo objeto, en muchos velatorios se hacía sonar periódicamente una carraca, o una caña rajada [16].

[15] Parece probado que dicha costumbre se practicó cuando menos ocasionalmente, como reflejan textos y epitafios: Viva viro placui prima et carissum (a) coniux / quoius in ore animam frigida deposui / ille mihi lachrimas morientia lumin (a) pressit / post obitum satis hac femina laude nitet (CIL VI, 6593 = CLE 1030; Cfr. De Filippis, 1997, 50; vid. también Cicerón, Contra Varrón, V, 118).

[16] Sobre todos los aspectos relacionados con el ritual, analizados detalladamente con base en las fuentes escritas, vid. De Filippis, 1997, 49 ss.

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Seguían las lamentaciones [17], la depositio del cuerpo sobre la tierra, como una forma simbólica de devolverlo a la misma, y el lavado, amortajamiento y perfumado (unctura) del mismo, expuesto después en el atrio de la vivienda, como lugar destinado a la representación, o en una de las habitaciones exteriores, cuando se trataba de casas más modestas. El cadáver era dispuesto con los pies mirando a la puerta (Plinio, Nat. Hist. 7, 46; Seneca, Epíst. 12,3; Pers. 3, 103-105 [18]), adornada al efecto por ramos de mirto, laurel o ciprés (entre otros), para que todos supieran que allí se había producido un óbito; porque la proyección pública del ceremonial de la muerte fue determinante en la sociedad romana desde el mismo momento en que aquélla tenía lugar (en ocasiones, también desde antes; y, siempre, mucho tiempo después [19]), pero también para marcar públicamente el carácter impuro de la familia, que permanecería hasta la suffitio posterior al enterramiento y los sacrificios (de víctimas animales, vino, incienso, flores, etc.) ante los Lares familiares (Bendala, 1996, 60).

[17] Con modos femeninos, nos dicen algunos autores antiguos (Ael. Spart., Hadrianus XIV, 16), que lloró Adriano la muerte de su favorito Antínoo, lo que, entre otras manifestaciones más o menos estentóreas, implicaba gritos desgarrados, aullidos de dolor, mesarse los cabellos, o arañarse el rostro y el pecho; todo ello muy poco propio de un hombre que representaba la más alta magistratura del Estado, y que contaba a sus espaldas con tanta experiencia militar y de gobierno (Salza Prina, 2004, 258). En los funerales de aquéllos que podían permitírselo se contrataba plañideras (praeficae). Desde la Grecia clásica, en las mujeres descansaba buen parte del ritual post mortem, considerado motivo de contaminación para el hombre, que sólo se acercaba al cadáver cuando ya había sido acicalado (De Filippis, 1997, 53).

[18] “Quest’ultimo particolare trova forse la sua spiegazione nella necessità di facilitare l’uscita, ma è possibile cogliere in esso il segno, o almeno il retaggio, di quei sentimenti di repulsione o di paura che si accompagnavano alla vista di un morto anche quando apparteneva alla famiglia; in tal caso esso viene a rappresentare una forma di espulsione” (De Filippis, 1997, 56).

[19] En palabras de P. Zanker, que sintetiza a la perfección el proceso, “Essi non erano solo funzionali alla memoria dei defunti, bensì servivano anche ai parenti che nel monumento sepolcrale e nei rituali funebri potevano dare espressione ai loro desideri, alle loro speranze e ai loro valori, e financo sincerarsi della loro identità personale e sociale” (Zanker, 2002, 51). A partir de algunas fuentes antiguas (Apuleyo, Met. 2, 24) se ha inferido además que desde el momento de la muerte hasta el final del funus se apagaba al fuego del hogar y se dejaba de cocinar en la casa (Cfr. De Filippis, 1997, 54).

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A continuación comenzaba el velatorio, cuya duración podía oscilar entre uno y siete días, ante el temor que los romanos desarrollaron frente a la muerte aparente. Aun cuando tanto la duración de los funerales como los detalles del mismo dependerían en cada caso del poder adquisitivo de la familia, cuando ésta podía permitírselo el cadáver, vestido con sus mejores galas, era dispuesto (collocatio) sobre un lecho funerario (lectus funebris) que velaban los deudos más cercanos (Luciano, Luct. 12 [20]), mientras plañideras profesionales (praeficae) lloraban al desaparecido mediante expresiones más o menos ritualizadas, que incluían cánticos adaptados a sus méritos y virtudes (neniae), y se mesaban los cabellos, batiéndose el pecho [21] o desgarrándose en gritos. Alrededor, guirnaldas y coronas de flores, antorchas, velones y lucernas prestando su luz a quien ya había dejado de verla, quema-perfumes, conjurando el aspecto más desagradable de la muerte, y algún flautista poniendo un toque musical (y quizás también apotropaico) a la lúgubre escenografía, por la que estaban llamados a desfilar los amigos y todos aquellos que quisieran ofrecer un último homenaje al fallecido o a su gens.

[20] Sobre algunos ejemplos de lechos de parada, elaborados con materiales de lujo y recuperados recientemente en ambientes funerarios del centro de Italia, vid. Sapelli, 2008.

[21] Algunas fuentes (Servio, Aen. 5, 78) relacionan este gesto con la capacidad de amamantar por parte de la mujer y la vuelta al útero materno (representado por la tierra) que de alguna manera significaba la muerte (Cicerón, Leg. 2, 63). En esta misma línea habría que interpretar el requerimiento frecuente de leche en las profusiones funerarias, destinada, como la sangre, a nutrir al muerto (Bendala, 1996, 58; De Filippis, 1997, 57).

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Mientras tanto, se preparaba todo en la necrópolis para proceder a la cremación o la inhumación del cadáver, conforme a su propia elección personal en vida, la tradición familiar, o la costumbre mayoritaria [22]: en una tumba más o menos monumental, ya construida; en un enterramiento provisional hasta que más tarde pudiera ennoblecerse (exactamente igual que hacemos hoy), o en un simple hoyo en el terreno. En el caso de las familias más pudientes dichos enterramientos se dispusieron con frecuencia en sus propias fincas, donde podían elegir ubicación y reservar terreno de sobra, y, siempre que se lo pudieron permitir, los rodearon de horti y jardines funerarios, destinados a hacer más placentero el discurrir cotidiano de los fallecidos en la otra vida, y también a la producción de rentas asociadas al mantenimiento de las tumbas (vid. al respecto Remesal, 2002, 377 ss.; Salza Prina, 2004, o la descripción del que pretende su proyecto de tumba que hace Trimalción en el Satyricon, 71, 6-7).

[22] “In via generale si debe comunque affermare che il costume è senza dubbio il fattore più importante nell’ambito del culto dei morti. Le attuali indagini sociologiche dimostrano che i congiunti seguono il rituale funerario stabilito anche se non hanno alcuna fiducia nel suo significato” (Hesberg, 2002, 34).

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Antes del traslado (pompa funebris) un pregonero (praeco) anunciaba públicamente la ceremonia (funus indicere), y a partir de este momento se organizaba la procesión (tan lujosa como cada uno pudiera permitirse), que en ocasiones podía detenerse en el foro para que un familiar realizara la laudatio funebris [23] del homenajeado (Polibio, 6, 53; Arce, 2000), con él de cuerpo presente; antes, como es lógico, de trasladarlo al lugar del enterramiento y de que el dessignator (o dominus funeris; Cic., Leg. 2, 61) diera orden de encender la pira, o se procediera a la inhumación definitiva. Cuando se trataba de una familia pudiente, la preparación del cuerpo para su exposición y los preparativos para el funeral eran generalmente confiados a empresas profesionales de pompas fúnebres (libitinarii) (Val. Máx. 5, 2,10; Séneca, Benef. 6, 38, 4; Dig. 14, 3, 5, 8) y a sus dependientes (pollinctores [24]), que como oficios de carácter sórdido por su contacto permanente con la muerte y los cadáveres no eran dignos de hombres libres.

[23] La laudatio, como otras muchas expresiones materiales del funus, tenía como misión última ensalzar las virtudes del muerto (honos, dignitas, fortitudo, clementia, iustitia…; que, en cierta medida, era lo mismo que enaltecer los méritos morales de la gens). Sin embargo, como bien ha señalado P. Zanker, no importaba tanto resaltar virtudes específicas de su biografía como el hecho de que encarnara de manera ejemplar, mientras vivió, algunas de entre las más sublimes, que todos sabían reconocer sin problemas, y estimaban de forma particular, por cuanto representaban los más altos valores sociales (Zanker, 2002, 53). Entre ellas, además de las citadas, la virtus y la pietas, como bien ha sabido reconocer para el caso hispano M. Bendala, con independencia del tipo de soporte (Bendala, 2002). Inicialmente la laudatio fue prerrogativa de las clases más altas de la sociedad, y de aquéllos que habían acreditado grandes logros en beneficio del Estado; pero progresivamente se fue abriendo a otras capas de la sociedad, entre las que no faltaron mujeres, como testimonia de hecho la epigrafía hispanobética (vid. infra).

[24] Estos eran también, en ocasiones, los encargados de ungir y maquillar al cadáver con un tipo de polvo (pollen) que contribuía a disminuir su aspecto cerúleo (De Filippis, 1997, 53).

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El feretrum solía ser portado por los hijos, los familiares más próximos, los amigos o los libertos, mientras los pobres de necesidad eran conducidos hasta su última morada por los vespilliones sobre un ataúd de bajo coste (sandapila). La cremación propiamente dicha era por regla efectuada por los ustores, mientras la excavación de la fosa correspondía a los fossores. Finalmente, los dessignatores eran probablemente maestros de ceremonias para las exequias de los ricos, tanto hombres como mujeres. A ellos correspondería, posiblemente, la última conclamatio, el acto ritual de abrir los ojos del cadáver, pues se consideraba nefasto “no mostrarlos al cielo” (Plinio, Nat. Hist. 11, 150), y el encendido de la pira, con todos los presentes vueltos de espaldas, para no interferir en el misterio del instante mismo en que el alma abandonaba para siempre su soporte mortal [25]. En cambio, la recogida de los restos cremados (ossilegium) —que según parece eran regados con vino antes de ser introducidos en la urna (Bendala, 1996, 54)— y su posterior sepultura correspondía a la propia familia, encargada también de inhumar a correo seguido el os resectum (generalmente un dedo, sobre el que se echaban tres puñados de tierra) cuando dicho rito fuese practicado. Según Cicerón sólo entonces el lugar de la cremación adquiría pleno valor de locus religiosus (Varrón, Ling. 5, 23; Cicerón, Leg. 2, 56-57; Servio, Aen. 6, 176; Petronio, Satyr. 114; Horacio, Carm. 1, 28; Cfr. De Filippis, 1997, 66 ss.).

[25] Esta era también la actitud que mantenía el pater familias cuando para conjurar a los malos espíritus durante las fiestas de los Lemuria, arrojaba hacia atrás las siete habas negras y repetía nueve veces la fórmula imprecatoria con la que completaba el sortilegio (De Filippis, 1997, 100 ss.).

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No es este el lugar de detallar los tipos de funera que se dieron en Roma, pero sí conviene quizá recordar que adoptaron numerosas modalidades, según la categoría social del desaparecido, el peso político o económico de su familia, o sencillamente la profesión a la que se dedicó o la edad a la que murió (vid. sobre el tema De Filippis, 1997, 76 ss.). Obviamente, como ocurre también hoy, no se enterró igual a un emperador que a un soldado, un indigente o un niño. Lo que si, en cambio, compartieron fue su poder contaminante. Ya lo avanzaba antes: la muerte era tenida por algo funesto, y al término del ritual se hacía necesaria una purificación en profundidad, con agua y fuego (suffitio [26]), de todo aquello que se había visto afectado por la misma, incluidos la familia y quienes habían tenido algún tipo de contacto con el cadáver.

[26] Cada persona era rociada con una rama de laurel o de olivo (ambos, árboles de fuerte contenido simbólico, relacionado entre otros aspectos con la inmortalidad) y debía saltar un fuego en el que se habrían quemado previamente sustancias diversas de carácter depurador. Hasta que terminaban los ritos de purificación comprendidos en las llamadas feriae denicales, nueve días después del sepelio, la familia entera se mantenía bajo un luto riguroso, endosando incluso los lugubria, símbolo de su carácter funesto. En ese momento tenía lugar la cena novendialis, con la que el núcleo familiar se abría de nuevo a la comunidad, afectando el luto desde entonces sólo a las mujeres, que solían guardarlo durante un periodo comprendido entre diez meses y un año (Dig. 3, 2, 11, 1; Séneca, Epist. 63,13; ad. Helvia 16, 1). Un año concretamente les fue decretado por el senado a las mujeres de Roma tras la muerte de Augusto y otro tras la de Livia (Dión Casio 56, 43, 1) (Cfr. De Filippis, 1997, 70-71, 81 y 88 ss. para el luto por la muerte de los niños).

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En cuanto al rito, durante décadas se ha dado por sentado que la Roma republicana y altoimperial se sirvió únicamente de la cremación para dar sepultura a sus muertos. Sin embargo, como yo mismo he tenido ocasión de demostrar a través de estudios recientes, cremación e inhumación coexistieron en Roma durante toda su historia, dependiendo el empleo de una u otra de la tradición familiar, el peso cultural, o simplemente la elección personal, que en muchas ocasiones fue directamente ligada a la región de procedencia [27]. Esto explica que la casuística se repita desde primera hora en las provincias más tempranas e intensamente romanizadas, adonde se traslada de la mano de la colonización itálica y del ejército (al efecto, vid. Vaquerizo, 2007, a y b). Una vez elegido el rito, la tipología del enterramiento debió depender en primer lugar de las posibilidades económicas (y, consecuentemente, de los deseos de autorrepresentación social y de prestigio), la disponibilidad de terreno, la oferta de talleres y maestranzas, y por supuesto las modas. Inicialmente, los grandes prohombres tendieron a elegir para la ubicación de sus tumbas lugares aislados, casi siempre privilegiados desde el punto de vista geográfico (un altozano, un cruce de caminos, un espolón sobre el mar…), y de ser posible en el interior de sus propias fincas (fundi), a fin de asegurarse la primacía visual y el derecho de acceso. Sin embargo, de forma progresiva y por influencia de culturas como la griega o la etrusca, los romanos organizaron pronto sus espacios funerarios como auténticas ciudades de los muertos (siempre a extramuros), utilizando como elementos directores las vías de entrada y salida a la ciudad, que, además de garantizar el acceso fácil a las tumbas (iter ad sepulchrum), se convirtieron en verdaderos escaparates para la ostentación y el autobombo (piénsese, por ejemplo, en la via Appia, a las afueras de Roma), en forma de monumentos funerarios cada vez más impactantes, por su localización, su tamaño, su originalidad, su decoración o su altura. Interesaba por encima de todo llamar la atención del viandante, porque de ello dependía el nivel de autorrepresentación y prestigio, pero también aquél que definíamos al principio como objetivo más importante de todo el entramado funerario: garantizar la memoria, por cuanto “la única manera de pervivir dentro de la mentalidad romana era que alguien te recordase” (Remesal, 2002, 370 [28]). Por esta misma razón uno de los nombres que recibía la sepultura en Roma era el de cella memoriae (De Filippis, 1997, 110 ss.).

[27] Tácito, sin embargo, defiende que el uso puramente romano fue la cremación de los cadáveres (Tácito, Ann. 16,6; Germ. 27).

[28] De aquí la definición de monumentum, del verbo griego mnemo, y del latín monere: recordar: “Monumentum est quod memoriae servandar gratia existat” (Dig. 11.7.2.5-6; Cfr. Remesal, 2002, 372).

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Esto explica que los loci más disputados fueran los inmediatos a las puertas de la ciudad, los cruces de las vías de mayor tránsito, o los próximos a centros de espectáculos, que garantizaban a sus propietarios el acceso a la tumba, la visita masiva y continuada de sus conciudadanos —garantía de supervivencia— y, por qué no, la satisfacción de la propia vanidad, al convertirse el sepulcro en uno de los más utilizados, eficaces y jactanciosos elementos de alarde socioeconómico entre los romanos ya desde la etapa republicana. Sin embargo, ni unos ni otros consiguieron evitar que con el crecimiento de las ciudades las tumbas previas quedaran en ocasiones amortizadas. Esta circunstancia ha sido bien comprobada en muchos núcleos urbanos de Hispania. Es el caso de Corduba (C/ Muñices, C/ Capitulares, Puerta de Gallegos, etc.), o también el de Segobriga, como se está comprobando actualmente con las excavaciones en la necrópolis bajo el circo (Abascal et alii, 2007). En la mayor parte de los casos las deposiciones funerarias eran trasladadas y los monumentos desmontados (o conservados de forma ritual bajo los fundamentos de las nuevas construcciones), porque sabido es que el locus sepulturae alcanzaba valor de locus religiosus (Dig. 1.8.6.4) y su integridad debía ser respetada [29]. Sólo se daban algunas excepciones que debieron estar bien reguladas: así, por ejemplo, cuando alguien enterraba un cadáver en terreno ajeno, el dueño del mismo podía desenterrarlo a fin de que el lugar no adquiriera valor religioso, pero para ello necesitaba la autorización de los pontífices o del mismo Príncipe y proceder a la exhumación conforme a un ritual bastante complejo (Dig. 11.7.7.8.0); o cuando el tejado de una tumba provocaba humedades por lluvia en la del vecino, el responsable era el propietario, por lo que podía ser desmontada sin que se considerara violatio sepulcri (Dig. 39.3.4.0) [30]. Sea como fuere, la tumba quedaba por ley extra commercium desde el momento en que acogía la deposición funeraria hasta que ésta era trasladada (Dig. 8, 5, 1), algo que no ocurría con el locus purus (todavía no ocupado), los jardines y los cenotafios (De Filippis, 1997, 118).

[29] “En la mentalidad romana el derecho sepulcral está más allá del derecho civil, es un derecho sacro y lo sacro, para los romanos, era sinónimo de inviolable y de eterno” (Remesal, 2002, 370).

[30] Todo esto explica que “tal vez algunas de las tumbas que interpretamos como ‘violadas’ sean tumbas ‘abusivas’ que, en su día, alguien obligó a trasladar” (Remesal, 2002, 369 y 371).

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Con más frecuencia de la deseada, y en parte como consecuencia lógica del carácter “vital” de las necrópolis, plenamente integradas en el trasiego de la vida ciudadana diaria, los monumentos fueron utilizados como base de pintadas de propaganda electoral, anuncios de espectáculos o graffitti amorosos del más variado tono (muy adecuados en un espacio donde solían producirse citas eróticas más o menos clandestinas y se exponían con libertad las prostitutas), o incluso como letrinas, a tenor de los testimonios de la época que condenan tal práctica (Rossetti, 1999, 235-236). Voces decididamente mundanas y llenas de vida, mezcladas a diario con cientos de otras ya desaparecidas que, a través de sus epígrafes funerarios -en piedra o pintados, sobre todo tipo de soportes, algunos de ellos orgánicos-, de sus retratos o de sus tumbas, pedían a gritos no ser olvidados, reclamando de paso el que siempre consideraron su derecho más determinante: que nadie los violentara. De hecho, la violatio sepulchri, o violatio funebris, era el tipo de atentado funerario más temido por el romano, y que más se castigaba [31]. A tal efecto, además de las frecuentes consignaciones epigráficas destinadas a evitar la venta, reutilización o traspaso de la tumba por parte de los herederos del difunto o de cualquier otro individuo —no siempre respetadas-, existía una legislación de hecho y de derecho cuyo fin último era garantizar el valor sagrado del espacio funerario, el respeto del sepulcro y la memoria de los Manes, íntimamente ligada a los orígenes de la familia y también a la tierra. Y, como complemento de esa misma legislación —lo que confirma su incumplimiento más o menos habitual—, se solían instituir multas funerarias, muchas veces cuantificadas por el mismo difunto en sus disposiciones testamentarias, destinadas a garantizar sus últimas voluntades. Por regla general superaban el importe de la construcción y debían ser pagadas a la ciudad, o bien destinadas a ciertos fines que se detallaban claramente (Toynbee, 1993, 55 ss.).

[31] Como bien ha señalado J. Remesal en un trabajo reciente, una tumba podía ser violada de muy diversas maneras, incluso de forma involuntaria. En el peor de los casos acarreaba la pena capital; en el mejor, el destierro o la condena a trabajos forzados (Remesal, 2002, 374).

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Estas multas, que solían ser simplemente conminatorias, se movían en el terreno estricto del derecho privado, sin fundamento en norma jurídica alguna, y se difunden por el Imperio a partir del siglo II d.C. No se conocen muchas en el Occidente romano, limitándose a dos los casos hispanos: uno de Alcaudete (Jaén), y otro de Mérida. La cifra establecida por la primera, 20.000 sestercios (la emeritense no ha conservado la cantidad exacta), se puede considerar normal para este tipo de prácticas; no obstante, si bien la mayor parte de ellas suele oscilar entre dicho valor y los 50.000 sestercios, no faltan los casos de multas que pueden llegar a los 100.000, tal como se refleja en varios formularios legales de carácter municipal grabados sobre tablas de bronce recuperados casualmente en Urso (Cap. 130) e Irni (ciudad de localización indeterminada, en la actual provincia de Sevilla) (Cap. 96), que reservaba de forma explícita (Cap. 79) una partida del presupuesto para la vigilancia pública de su necrópolis (López Melero, Stylow, 1995, 241 ss., notas 90 y 92). Las cuantías asignadas a estas multas se consideran un buen indicador económico en relación a las dimensiones y al coste del monumento funerario, el recinto o la tumba.

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Al romano le interesó siempre perdurar en el tiempo, rodearse en su tránsito al Más Allá de todas las garantías posibles y por eso, además del ritual y una tumba lo más sólida posible, se hizo acompañar con frecuencia de una o varias monedas para el pago del barquero Caronte (colocadas en el interior de su boca, o en la mano, para que resultaran bien visibles y no dieran lugar a confusiones [32]); de recipientes con comida, agua, vino, leche, miel, o sangre; de lucernas con las que alumbrarse en el camino desconocido y presumiblemente tenebroso al otro lado [33]; de amuletos y símbolos de todo tipo: de infancia, de género, de profesión, de estatus jurídico…; de adornos personales y elementos de prestigio; de ungüentos y perfumes; de instrumental o útiles de trabajo; de muebles, enseres, o animales que conformaron el universo particular de cada uno, al que tan complicado se hace renunciar para siempre…

[32] Esta es la interpretación más habitual; sin embargo, también han sido aventuradas otras, entre las cuales el posible carácter profiláctico del metal en que fueron acuñadas (caso del oro), símbolo de riqueza, elemento de prestigio social, amuleto, medio de pago o de cambio con el que garantizar el paso de la vida a la muerte (igualando en dicho trance a ricos y a pobres), o simplemente objeto destinado a aplacar a determinados espíritus malignos, incapaces de penetrar en las formas redondas (Cantilena, 1995, 186 ss.; De Filippis, 1997, 55-56; Moreno Romero, 2006, 249-250). No hay que olvidar, en cualquier caso, que el uso de monedas como parte del ajuar funerario, además de documentarse en puntos y culturas muy diversos del Mediterráneo antiguo (sin que llegara jamás a ser una norma), con intensidad variada y en cronologías a veces muy distantes entre sí, se mantendría incluso entre los primeros cristianos (llegando incluso hasta hoy), y que en ocasiones se asoció a otros elementos de tipo apotropaico más o menos normalizados, como clavos, tintinnabula, falos, higas, tabellae defixionum, etc., lo que incide fundamentalmente en la necesidad de buscar protección ante la muerte, que da entrada a un mundo ignoto y tenebroso, plagado de seres de todo tipo, no siempre benignos. No parece, pues, demasiado lógica una interpretación única en el tiempo ni en el espacio; por el contrario, es más lógico atribuir a dicha costumbre un valor polisémico y variable, que no siempre entroncará, necesariamente, con las bases del mito griego en que se inspira, constatado por primera vez a finales del siglo V a.C. en Las Ranas, de Aristófanes (vv. 140 y 270).

[33] Todo ello conformó en algunos momentos un “ajuar tipo” que ha podido ser bien reconocido en algunos sectores funerarios altoimperiales de Corduba (Vargas, 2001 y 2002; Vargas, Vaquerizo, 2001; Vaquerizo, Garriguet, Vargas, 2005).

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Y, también, de una profusa iconografía, en líneas generales muy tipificada, que iría evolucionando a lo largo del tiempo (hasta terminar en la mucho más conocida para nosotros de filiación cristiana), sin dejar de servir para ofrecerle compañía, protección, amparo, asideros o recursos a la hora de ganar la vida eterna. Finalmente, los romanos, fieles a su carácter práctico encontraron en el funus publicum y la laudatio funebris una fórmula eficaz de honrar a sus ciudadanos y ciudadanas más relevantes [34], dejando al tiempo constancia explícita de su agradecimiento y de la nobilitas de los homenajeados (enraizada en buena medida en los méritos y prosapia de sus antepasados ilustres, de la gens), mientras convertían su sepelio en una verdadera manifestación pública de duelo y de afirmación como grupo, posteriormente reforzada mediante la erección de estatuas que garantizaban al finado y a su familia el más preciado de los fines: la memoria (Arce, 2000; Melchor, 2006, a y b, y 2007 [35]).

[34] Sabemos, de hecho, de algunas mujeres que recibieron laudationes: CIL II2/7, 297 y 800; CIL II, 1089 y 5049, HEp 4, 1994, 262 (Cfr. Melchor, 2006b, 123); también algunos jóvenes, a quienes se otorgaban tales honores como una forma de reconocer los méritos de su familia (vid. infra).

[35] El reflejo epigráfico de esta costumbre se convierte en una fuente de primera importancia para identificar a las aristocracias urbanas, que con mucha frecuencia detentaron el poder y las magistraturas locales (a veces, también provinciales, como fue el caso de C. Sempronius Speratus, flamen provinciae Baeticae (CIL II2/7, 799, que recibió a finales del siglo I d.C. los máximos honores del ordo decurionum de Mellaria, entre los cuales dos estatuas ecuestres; todo ello financiado por su esposa) durante generaciones (Melchor, 2006b, nº 12). Eso sí, no todos se hicieron merecedores de los mismos privilegios (por regla general se concedían dos o tres), lo que representa un indicio directamente proporcional a la importancia y el prestigio sociales del homenajeado y de su familia (que alcanza su máxima expresión en los reconocidos de manera simultánea por varias ciudades); no obstante, la información disponible hace complicado dilucidar las razones que determinaron unos criterios tan notoriamente diferenciales, quizá relacionados con la actividad evergética, los cargos públicos desempeñados o la prosapia familiar (Melchor, 2006b, 136) .

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Es interesante observar en este sentido cómo en Córdoba el 33% de los tituli sepulcrales que testimonian honores funerarios a alguno de sus conciudadanos han sido recuperados en un sector muy concreto de la necrópolis septentrional, junto a una de las puertas en la muralla de la que por el momento no hay más datos (Ruiz Osuna, 2007, 147). Dada la importancia que esta práctica tuvo en la sociedad romana (en particular hispanobética, aun cuando, curiosamente, la epigrafía hispana no alude nunca al funus publicum como honor en sí mismo [36]), así como su enorme repercusión social y el hecho de que la ciudad solía aportar únicamente el locus sepulturae y de vez en cuando los gastos del funeral (impensa funeris), no hay que descartar que el ordo decurionum cordubense se hubiera reservado un terreno ad hoc, susceptible de ser parcelado según necesidad, en uno de los espacios más potencialmente representativos de la ciudad, destinado expresamente a garantizar la memoria cívica colectiva y la creación de modelos ciudadanos en los que sustentar el prestigio, liderazgo y promoción de las elites (Melchor, 2006b, 116 ss, y tabla final, en 137 ss.). Una fórmula tan efectiva que después ha sido imitada en muchos momentos de la historia, incluido el actual; porque si algo caracteriza de verdad a la muerte es su carácter universal, su atemporalidad, su entidad en sí misma, al margen del espacio y del tiempo. La casuística, en cualquier caso, como señala el propio E. Melchor, es enorme. Por no faltar, no faltan casos en los que alguno de los honores concedidos es sufragado mediante suscripción colectiva por el populus del municipio o colonia (en Hispania, sólo uno, procedente de Pax Iulia (Melchor, 2006b, 122); populus del que con cierta frecuencia, según confirma certeramente la epigrafía, podía partir también la postulatio (prerrogativa habitual de un miembro del senado), si bien la concesión última necesitaba siempre de un decreto del ordo decurionum. Del mismo modo, contamos con ejemplos en los que, además de otros honores (básicamente, el locus) se concede la piedra para la construcción de los respectivos monumenta —así, en Corduba: lapides at extruendum (CIL II2/7, 307), o Urso: lapides ad monimentum (CIL II2/5, 1030)—, o se financia la tumba entera (CIL II, 1313 y 5409, de Asido y Lacilbula, respectivamente) (Melchor, 2006b, 127).

[36] Según la información disponible, conformaban el funus publicum las exsequiae publicae, los impensa funeris y las laudationes. Cuando en otras provincias del Imperio se constata epigráficamente la concesión del funus publicum, no aparecen alusiones específicas a ninguno de los otros honores, quizás por ser redundante; sin embargo, en Hispania y Mauritania estos últimos fueron concedidos de forma independiente, lo que explicaría la no alusión en ningún caso a publica funera (Melchor, 2006b, 121 ss., y 2007).

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A los homenajes citados se sumaron cada tanto otros más singulares como la concesión de incienso para el sepelio, quizás parte habitual de los impensa funeris, lo que explicaría que no se suela mencionar (no olvidemos la importancia de ungüentos y perfumes en todas las fases del ritual funerario, incluidas las ceremonias conmemorativas [37]); de un clipeus con la imagen del finado, o de ornamenta diversos, que honraban a las grandes familias locales en la persona de alguno de sus miembros más jóvenes fallecidos prematuramente, a los que se concedía de forma póstuma y en fecha anterior a la que les hubiera correspondido por edad el cargo de decurión, edil o duunviro, con cuyos atributos, insignias y privilegios podían ser amortajados, expuestos y enterrados, dejando con ello constancia pública de su prestigio y raigambre social [38].

[37] Así se documenta por ejemplo en el municipium de Iliturgicola, (CIL II2/5, 256) donde un personaje desconocido (la placa funeraria que lo conmemoraba, hoy perdida, no conservaba su nombre) recibió honores de los ordines decurionum de dos ciudades diferentes: una no determinada, que le concedió locus sepulturae y veinticinco libras de incienso, y la segunda lliturgicola, que lo honró a su vez con locus sepulturae e impensa funeris. Todos los indicios apuntan a que el individuo en cuestión acabó recibiendo sepultura en Iliturgicola (Melchor, 2006b, nº 18). Tres casos más (por lo que se refiere a la Bética) han sido documentados en Torres de Alocaz (¿Ugia?) (CILA II, 988) y Urgavo (CIL II2/7, 80), donde no se ha conservado la cantidad exacta de incienso decretada, y en el territorium de Asido (IRPCa, 31a), cuyo ordo decurionum honró a C. Clodius C. f. Gal. Blattianus, muerto prematuramente a los dieciocho años, con locus sepulturae, statua y cien libras de incienso que debió financiar el tesoro público (Melchor, 2006b, 130-131, nº 45 y 46, respectivamente).

[38] “En una sociedad donde no existió una nobleza de sangre, los funerales públicos permitieron mostrar al pueblo los servicios prestados a la comunidad por determinadas gentes, así como su pereeminencia; contribuyendo a fijar en la memoria colectiva el recuerdo de destacados ciudadanos y legitimando a sus descendientes para que los sucediesen en las tareas de gobierno y administración de sus ciudades” (Melchor, 2006b, 137).

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Aun cuando, como es lógico, se constatan también en ciudades de primer rango, como la propia Corduba, caput provinciae, este tipo de honores, de los que en Baetica se conocen ya una cincuentena de casos (frente los 9 de la Tarraconense y los 4 de la Lusitania, lo que da idea de la diferente idiosincrasia de las tres provincias; Garriguet, 2006, 198 ss.), son muy característicos de núcleos urbanos de segundo nivel, cuyas elites y aristocracias locales debieron encontrar en tales prácticas una forma de afirmar su romanidad (Melchor, 2006b, Tabla, en 137 ss. [39]).

[39] Esto explica que algunas de ellas homenajearan a familias completas, o a varios miembros de ella. Es el caso, muy significativo, de CIL II2/7, 197, por el que fueron honrados por decreto decurionum de Sacili Martiale cuatro personas: L. Acilius L. f. Gal. Barba; L. Acilius L. f. Gal. Terentianus; Acilia L. f. Lepidina, y Cornelia Q. f. Lepidina (los dos primeros duunviros, y la última de las mujeres flaminica, tal vez matrimonio entre ellos), con locus sepulturae, laudatio funebris, impensa funeris y estatuas (para los cuatro), cuyos gastos habría asumido en principio el tesoro público, en un homenaje explícito a la gens Acilia que debió desempeñar un papel relevante en la vida ciudadana de Sacili (Melchor, 2006b, nº 6).

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DISPOSICIONES PARA LA ETERNIDAD: EL TESTAMENTO

Para atender a todos los extremos relacionados con el tránsito final y sus repercusiones en uno mismo, la familia, los amigos, la sociedad y esa entelequia que denominamos futuro, muchos de nosotros solemos hacer uso de una costumbre hoy universal que, sin embargo, remonta a época romana: la de redactar testamento, que no ha variado mucho desde entonces en sus principios legales. A través de él nos cabe decidir con detalle, como ya hicieron otros muchos antes que nosotros, cómo queremos que sea nuestro funus: es decir, cómo ser amortajados o que se celebre nuestro ritual funerario, qué tratamiento final darle a nuestros despojos (inhumación, incineración, conservación de las cenizas o dispersión de las mismas en un lugar concreto…), cuántas misas u obras pías deben llevarse a cabo en nuestra memoria y mayor gloria, qué tipo de tumba queremos (en su caso), con qué iconografía funeraria acompañarla, qué identidad o identidades sociales elegimos para ser destacadas en nuestro epitafio (padre, esposo, hijo, hermano, alcalde, profesor, miembro de una determinada cofradía o asociación, Medalla a cualquier tipo de mérito, deportista de elite, directivo, militar, ama de casa, presentador de televisión…), o quién ha de encargarse del cuidado y conservación del sepulcro, por los siglos de los siglos.

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Para atender a todos los extremos relacionados con el tránsito final y sus repercusiones en uno mismo, la familia, los amigos, la sociedad y esa entelequia que denominamos futuro, muchos de nosotros solemos hacer uso de una costumbre hoy universal que, sin embargo, remonta a época romana: la de redactar testamento, que no ha variado mucho desde entonces en sus principios legales. A través de él nos cabe decidir con detalle, como ya hicieron otros muchos antes que nosotros, cómo queremos que sea nuestro funus: es decir, cómo ser amortajados o que se celebre nuestro ritual funerario, qué tratamiento final darle a nuestros despojos (inhumación, incineración, conservación de las cenizas o dispersión de las mismas en un lugar concreto…), cuántas misas u obras pías deben llevarse a cabo en nuestra memoria y mayor gloria, qué tipo de tumba queremos (en su caso), con qué iconografía funeraria acompañarla, qué identidad o identidades sociales elegimos para ser destacadas en nuestro epitafio (padre, esposo, hijo, hermano, alcalde, profesor, miembro de una determinada cofradía o asociación, Medalla a cualquier tipo de mérito, deportista de elite, directivo, militar, ama de casa, presentador de televisión…), o quién ha de encargarse del cuidado y conservación del sepulcro, por los siglos de los siglos. Así lo hizo, de hecho, el protagonista del famoso Satyricon de Petronio, el orondo, vanidoso y un tanto histriónico liberto Trimalción, quien, conforme al tono de farsa de toda la obra, a su carácter irreverente y un tanto provocador, da instrucciones a su liberto de confianza durante una cena sobre cómo quiere que sea su tumba, en una metáfora perfecta de las aspiraciones del ser humano ante el que, sin duda, constituye el hecho más traumático de su vida: la muerte (Petronio, Satyr., 71, 6 ss.). Trimalción se ríe públicamente de ella, entonando un canto a la vida en tanto nos permita disfrutarla que enraíza con un carpe diem de hondas raíces mediterráneas (De Filippis, 1997, 35 y 111 ss.), pero al mismo tiempo, y mientras juega morbosamente con un esqueleto articulado de plata, pone buen cuidado en no dejarse atrás detalle alguno en lo que se refiere al aspecto, monumentalidad e infraestructuras del sepulcro, la representación funeraria de sí mismo, de su esposa y de sus respectivas perritas, los legados testamentarios destinados a garantizar para “siempre” el mantenimiento de la tumba, la celebración de las pertinentes y periódicas ceremonias conmemorativas, la utilización de los mejores y más duraderos materiales y de la epigrafía para dejar constancia clara de su prestigio y de su alto poder adquisitivo…; y, también, de algo mucho más importante, por lo que tiene de mensaje contundente y explícito: la perpetuación de sí mismo. “En el centro habrá un reloj para que todo aquel que mire la hora se vea obligado, quiera o no quiera, a leer mi nombre“, nos dice…

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¿Puede haber mejor ejemplo de la angustiosa preocupación que atenaza al ser humano cuando se enfrenta al miedo a desaparecer? Ya no hablo del trance como tal, del dolor o del sufrimiento, a los que quien más y quien menos mira con terror no siempre bien disimulado, sino de la certeza firme de que tras el suspiro final aquello que antes fue dejará súbitamente de serlo; y frente a tal certidumbre el dinero, los treinta millones de sestercios que amasó durante su vida el bueno de Trimalción, sólo sirven, en el mejor de los casos, para dotarse “de un monumento más duradero que el bronce” (Horacio III, 30, 1-3); conscientes sin embargo, en el fondo, de que, aun cuando hagamos todo lo posible por engañarnos, “las tumbas también sucumben. La muerte golpea los muros de piedra y los nombres que los acompañan” (Ausonio, Epígrafe 35).

No faltaron, por otra parte, ciudadanos hispanos que utilizaron su testamento para dejar instrucciones precisas sobre donaciones, banquetes [40] u obras públicas en beneficio de la comunidad, estableciendo como contrapartida (ya que no lo habían recibido como honor público) que se les erigiera una estatua, ejemplo máximo de prestigio y garantía probada de memoria (CIL II, 964 y 1055, de Turobriga y Axati respectivamente; Cfr. Melchor, 2006b, 125); una práctica bien probada en la Bética, donde no faltan algún caso de homenajeados que, habiendo sido honrados con locus sepulturae e impensa funeris, pero no con estatua, la recibieron por cuenta de su propia familia (CIL II2/5, 798, de Singilia Barba). Vanidad de vanidades, al fin y a la postre, a las que, antes o después, el tiempo ajusta siempre las cuentas, aplastando inmisericorde nuestras ansias de eternidad bajo el peso de la tierra y de los siglos.

[40] Sobre la importancia que el vino desempeñó en este tipo de celebraciones, vid. Bendala, 1996; particularmente 56 ss.).

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LÁMINAS

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Lám. 1: Exposición pública del cadáver, en el relieve funerario de los Haterii

(Roma).

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Lám. 2: Sarsina. Pompa funebris. Recreación ideal

(WITTEYER, FASOLD, 1995, p. 45).

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Lám. 3: Cremación del cadáver (Consorcio

Monumental de Mérida; Dibujo: F. Blasco).

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Lám. 4: Necrópolis vaticana de la via Triumphalis. Sector de Santa Rosa.

A)Área sepulcral abierta, con enterramientos de cremación y de

inhumación superpuestos (LIVERANI, SPINOLA, 2006, Fig. 92).

B)Área sepulcral abierta, con enterramientos de cremación

directamente en tierra, señalizados en ocasiones con estelas conteniendo

tituli sepulcrales.

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Lám. 5: Mérida. Recreación de una tumba de incineración dotada de tubo de libaciones.

Centro de Interpretación de los Columbarios.

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Lám. 6: Monumento funerario familiar con loculi parietales para la

deposición de ollae ossuariae. Necrópolis de Porta Romana (Ostia

Antica, Roma). A) Vista desde el exterior. B) Detalle del interior.

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Lám. 7: Necrópolis vaticana de la via Triumphalis. Sector de Santa Rosa. Interior de un monumento

funerario de cremación.

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Lám. 8: La obsesión por la memoria. A) Estatuas

funerarias. Pompeya. B) Relieve con retratos

funerarios conservado en el Museo Nazionale

Romano (Roma). C) Via Appia Antica.

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Lám. 9: Necrópolis etruscas de la Banditaccia

(Cerveteri). Tumbas en fachada.

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Lám. 10: Via Appia Antica (Roma). A) Aspecto actual

de la que fue en la Antigüedad una de las viae

sepulcrales más importante de Roma. B)

Recreación ideal de Luigi Canina, entre el III y el IV

miglio.

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Lám. 11: Necrópolis vaticana de la via Triumphalis. Sector de Santa Rosa.

Recreación de Laonardo di Blasi (LIVERANI, SPINOLA, 2006, Fig. 54a).

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Lám. 12: Vías funerarias de la antigua Pompeya. A) Vía de Porta Nocera. B) Vía de

Porta Ercolanensis.

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Lám. 13: Segobriga (Saelices, Cuenca). Necrópolis Noroccidental bajo el circo, uno de los ejemplos

de vías funerarias de Hispania mejor conservados, actualmente en proceso excavación (ABASCAL et

alii, 2008, portada). B) Cipos funerarios tirados sobre el muro de cimentación del circo (ABASCAL

et alii, 2008, Fig. 13). C) Cipo funerario con pedatura in fronte: XVII S, es decir, 17 pies y

medio (ABASCAL et alii, 2008, Fig. 31).

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Lám. 14: Ejemplos hispanos de monumentalización funeraria. A) Tumbas circulares dePuerta de Gallegos (Córdoba). B) Sepulcro “de los Escipiones” (Tarragona).

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Lám. 15: Monumentos emeritenses conocidos como “Columbarios”, en torno a los

cuales se ha montado recientemente un centro de

interpretación sobre el mundo funerario romano local.

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Lám. 15: Monumentos emeritenses conocidos como “Columbarios”, en torno a los

cuales se ha montado recientemente un centro de

interpretación sobre el mundo funerario romano local.

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Lám. 15: Monumentos emeritenses conocidos como “Columbarios”, en torno a los

cuales se ha montado recientemente un centro de

interpretación sobre el mundo funerario romano local.

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ESTE ARTÍCULO SE HA UTILIZADO PARA LA REALIZACIÓN DE UNA PEC

(PRUEBA DE EVALUACIÓN CONTINUA)DENTRO DE LAS ACTIVIDADES PROPIAS DE GRADO EN

LA UNEDUNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA