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PRÓLOGO

EL CASO ZAMORA

El tipo era alto, algo desmadejado en el andar y de mirada furtiva y bailona más allá de los cristales de unas gafas que parecían un antifaz, aunque no disimulaban el pánico de los ojos tras ellas.

—Me llamo Zamora —dijo, tomando asiento en la silla que le señalé—, Alfonso Zamora, y el fin del mundo está cerca...

Ahogué un gemido. El gesto de Mati había sido elocuente cuan-do se asomó a la puerta para anunciarme la llegada del cliente: una mirada al cielo bastó para saber que tocaba chiflado.

Maldije para mis entrañas inertes. Justo el día en el que los Beatles ponían el punto y final a su carrera, me tocaba bregar con un desquiciado anunciando el fin del mundo.

Zamora tenía un libro apretado contra al pecho mientras exa-minaba mi despacho. Lo agarró con más fuerza al detenerse en mi gesto escéptico. Alzó las dos cejas aguardando, no sé, un comen-tario, supongo. Alcé las mías en simpatía con las suyas y sonreí con rapidez. Luego, eché un trago aún más rápido de mi petaca y encendí un pitillo. Aspiré, soltando a continuación el humo con parsimonia. El tipo rechazó mi ofrecimiento mudo de un cigarrillo y balbuceó un par de veces, indeciso sobre qué hacer. Al final, tras acariciar su libro, siguió hablando.

—Los zombis se adueñan del mundo —susurró—. Madrid fue el principio... Pronto nada ni nadie podrá hacerles frente.

—Ajá —fue mi respuesta. Tanteé la petaca y, tras pensarlo un instante, di un segundo trago.

—Ya sé lo que piensa, Sr. Stone. Usted, todos, están convenci-dos de que estamos superando lo que pasó el día del FR, cuando los muertos volvieron a la vida. Que es sólo cuestión de tiempo que alguien encuentre una cura para la Ley del Decaimiento y

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que los reanimados, como usted, no acabarán convirtiéndose en zombis devoradores de entrañas ajenas. ¡Un mundo feliz! —Sol-tó una carcajada mientras meneaba la cabeza con fuerza—. Es posible que consigan el remedio para el Decaimiento, pero hay algo que no saben: El FR sólo fue el principio. Unos muertos vol-vieron ese día: ustedes, los reanimados, pero ahora es el turno de los otros. —Se inclinó hacia adelante para aclarar en un susurro dramático—: Otros muertos. —Sonrió satisfecho, como si me hubiera revelado el secreto de la eterna juventud. Reprimí un bos-tezo pensando que el aburrimiento no prolongaba la vida, pero la hacía más larga.

—Los nuevos muertos no pueden razonar como lo hace usted. Esos sólo quieren una cosa: saciar su hambre. —Amagó un gesto tajante con las manos, pero tuvo que interrumpirlo para no dejar caer el libro, que seguía abrazando contra su pecho. Una risita nerviosa y siguió con su discurso—: Nadie me cree. Es como si no quisieran ver lo evidente: el Apocalipsis se cierne sobre nues-tras cabezas y la gente sigue a lo suyo, como si ignorar la realidad pudiera eliminar su existencia. Son unos creti… —El tipo se calló cuando di una palmada sobre mi escritorio.

—Despacio, Sr. Zamora. Soy un simple reanimado ignorante, y me cuesta asimilar tanta catástrofe de golpe. ¿A qué se dedica?

—No comprendo qué tiene que ver…—Ni falta que hace que comprenda. ¿Quiere que le ayude?

Responda a mis preguntas.No le gustó, cosa que me alegró. Pero no se movió del sitio, y

eso empañó mi alegría.—¿A qué se dedica? —repetí, resignado a llegar al fondo del

tema.—Soy escritor e investigador.—¿Escribe ficción?—No. Textos científicos; anatomía forense.—Ya, escribe sobre muertos.—Eh, sí.—¿Dónde trabaja como investigador? —Esmater, Ltd. Una empresa farmacéutica holandesa.—¿Y qué hace un forense en una farmacéutica?Negó con la cabeza.

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Alfonso Zamora Llorente

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—No me está permitido hablar sobre eso. Secreto profesional, seguro que lo entiende.

Me levanté y fui hacia la cafetera que tengo en el despacho; una cojonuda que hace un café para conciliarte con el mundo y su es-tupidez. Le ofrecí un café a mi cliente. Me pidió una tila.

—No suelo gastar hierbas, —le dije—. Pero tengo manza-nilla; Mati, mi secretaria, me hace una cada vez que tengo resaca. Tomo dos o tres al día. ¿Le apetece una?

Aceptó. Preparé el café y la infusión. Tomamos nuestros breba-jes en silencio y, tras depositar el cadáver del enésimo pitillo en el cenicero, seguí con mis preguntas.

—¿Qué es eso del fin del mundo y qué tiene que ver conmigo?—Zombis —sentenció en tono grave y circunspecto—Zombis —repetí en tono grave y sarcástico.—El brote de Madrid se extiende por toda España, por Euro-

pa, por el mundo.—En las noticias sólo hablan del brote de gripe vallecana. Jo-

dida, por lo que dicen, pero una gripe.—¡Gripe! ¡Y una mierda! Quieren encubrirlo, que no cunda el pá-

nico. Creen que podrán controlarlo, o lo creían. ¡Error! Pero siguen empeñados en ocultar la verdad, tienen miedo a admitir que la han cagado. ¡Hay que avisar a la población, que se prepare para la defensa!

—De acuerdo, pongamos que está en lo cierto —admití, re-cordando que lo de la gripe estaba suscitando muchas preguntas y pocas respuestas—. ¿Qué quiere que haga yo?

—Me han hablado de usted, Sr. Stone. Un amigo mío llamado Blázquez, Víctor Blázquez. —Asentí, recordaba a Blázquez—. Me dijo que está usted bien relacionado, que tiene contactos en la policía. Dígales lo que ocurre; que actúen. Que avisen a la pobla-ción. A usted le escucharán.

—No es el primero que anuncia catástrofes, Sr. Zamora. Re-cuerdo a un tal Edison que no paraba de hablar del fin del tiempo y agujeros de topos en el espacio y sandeces por el estilo.

—De gusano —dijo con media sonrisa.—¿Eh?—Se llaman agujeros de gusano, no de topo.Me encogí de hombros. ¿Qué más daría el animal? No hay

quien le haga un agujero al espacio.

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De Madrid al Zielo: última batalla

—Recuerdo a Edison —dijo Zamora—, ese tipo estaba loco, pero le aseguro que yo no lo estoy. Tiene que ayudarme, Sr. Stone: a usted le escucharán. Madrid está condenado, si queda alguien vivo no tardará en ser devorado. Y las hordas se extienden hacia Toledo, Guadalajara, Cuenca, Teruel… No tardarán en llegar a Valencia. ¡Hay que detenerlos!

Le observé con atención. Estaba muy alterado, su mirada era una polilla atrapada tras los cristales de las gafas, pero no era un chiflado. No. He conocido a desequilibrados, fanáticos y capullos integrales; Zamora no entraba en ninguna de esas categorías. El terror era lo que le afectaba, un sentimiento profundo, cerval. Y era contagioso. No me dio escalofríos porque los reanimados so-mos inmunes a ellos; sin embargo, no lo somos al miedo.

—Necesito pruebas —dije—. Deme pruebas que me con-venzan y hablaré con mis contactos.

Dejó el libro sobre la mesa con solemnidad. Lo golpeó con el índice.

—Ahí tiene todas las pruebas que necesita.Cogí el grueso volumen y lo hojeé con curiosidad.—¿Qué es esto?—Un informe sobre cómo empezó todo.Leí el título: “De Madrid al Zielo”. Fruncí el ceño.—¿Qué diablos...?—Está novelado —aclaró—. No tuve más remedio. Se lo he

dicho antes: hay gente a la que no le interesa que se sepa la ver-dad, la misma gente que tiene mucho que ver con lo está suce-diendo. Pero ahí está todo. Léalo, no se arrepentirá.

Le dije que lo haría. Nos despedimos. Me comentó que no creía que nos volviéramos a ver, pero que confiaba en mí.

He leído el libro y hecho mis indagaciones. Ahora sé que Za-mora no mentía. Mantuve una reunión con Garrido, comisario de la Brigada FR y mi mejor amigo, y ha tomado cartas en el asunto.

Lo de la gripe ya no se lo cree nadie. Tengo miedo.Esto nos sobrepasa.Sólo espero que hayamos actuado a tiempo.Ayer me llegó por correo un paquete con otro libro de Zamora.

Un informe actualizado de la situación.

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Alfonso Zamora Llorente

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Dentro había una dedicatoria: “Si lo conseguimos, será gracias a la ayuda de los amigos”.

Voy a leerlo.Su título: “De Madrid al Zielo... Última Batalla”.

J.E. Álamo

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Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el dragón y sus ángeles combatieron pero no prevalecieron y no hubo ya en cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el se-ductor del mundo entero.

Apocalipsis 12,7—9

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Sobrevolamos algún punto indefinido entre Madrid y Alicante; según Carolina estamos “saliendo de Albacete”.

Ahí abajo se respira una inquietante normalidad, las enormes extensiones de campos de labranza se pierden en el horizonte, donde se distinguen las aspas de los molinos eólicos rozando el cielo. Todo parece estar como siempre salvo que estos gigantes de la energía renovable están tan muertos como sus antiguos crea-dores. Desde esta privilegiada vista parece que las cosas no han cambiado demasiado desde que todo se fue a la mierda apenas unos meses atrás.

Desde que despegamos del estadio Santiago Bernabéu el silen-cio ha sido el protagonista del viaje, salvo por el constante jadear asmático de los perros. Las miradas perdidas hacia las ventanas del helicóptero buscando una explicación a todo el sufrimiento vivido no encuentran consuelo alguno.

Eva no ha parado de llorar desde entonces, destrozada porque en el interior del aparato no está su madre. Su Madre. Pedro ha tratado de calmarla varias veces, pero todo ha sido en vano: no hay consuelo para una niña que le acaban de arrebatar lo más pre-ciado que tenía.

Sus hermanos parece que lo llevan de distinta manera: Sergio ha visto en directo lo que pasó realmente y permanece en un si-lencio aterrador y con la mirada fija en la ventana que tiene a su derecha, observando el árido paisaje que les rodea. En el caso de Rubén es diferente: él por ahora no echa demasiado de menos a su progenitora, simplemente está fascinado por estar dentro de un helicóptero y se limita a sonreír mientras observa detenidamente cómo Carolina pilota este gran pájaro de hierro.

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De Madrid al Zielo: última batalla

El dolor que experimento en mi pecho es atroz, apenas puedo dar dos bocanadas de aire sin que me cueste una auténtica barba-ridad. A mi alrededor todo es desolación y caras largas. No solo he perdido a parte de mi familia, sino que mis amigos ahora vagan en-tre espasmos por el resto de los días. Siento que he fracasado estre-pitosamente y que he puesto en peligro al resto sin ningún sentido.

Nadie comprende cómo es posible que un grupo de más de cien personas acabe reducido a la nada en apenas unos minutos. La violencia y rapidez con las que actuaron los podridos fueron completamente insospechadas por los militares al mando. No es-peraban que unos muertos, carentes de reflejos y con unos movi-mientos erráticos y torpes, fuesen capaces de desarrollar esa fuer-za de la que hicieron gala en el garaje del estadio. Apenas dieron oportunidad a las primeras filas que el ejército interpuso entre la entrada y el resto de los supervivientes.

En apenas unos segundos esos militares ya formaban parte de la enorme horda de resucitados.

Lo demás vino tan rápido que apenas puedo entenderlo. Fue como cuando haces un castillo de cartas y retiras la primera de la base: todo se vino abajo y la carnicería fue dantesca. No puedo olvidar los gritos desgarradores de la gente que caía bajo los cuer-pos putrefactos de los muertos, que mordían sus carnes como si les fuera la “no vida” en ello. El hedor a sangre y descomposición era insoportable. Muchas de las personas que trataban de dis-parar contra ellos vomitaban de pura repulsión y perdían toda concentración en eliminar a los muertos. Su distracción les costó la vida. A todos.

Que ahora estemos nueve personas dentro de este helicóptero es un auténtico milagro.

A pesar de salir todos ilesos, hay algo que me hace tener un miedo atroz. Cuando el primer grupo de resucitados entró por el hueco que dejó el autocar, en un momento de descuido uno de ellos logró engancharme con su garra y me clavó una de sus po-dridas uñas en el brazo derecho. De inmediato recibió un culatazo con mi fusil y después una buena ráfaga de plomo que destrozo su ya maltrecha cabeza.

Es algo que he callado y callaré hasta que todos estemos a salvo en Alicante.

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No sé si he sido infectado, pero recuerdo que David nos decía al principio de la pandemia que un simple arañazo ya te sentenciaba.

Lo único que puedo hacer es mantener la calma y hablar con Carolina.

No sé si tengo alguna posibilidad de sobrevivir.

—Tengo que ir al baño —solloza Rubén botando en su asiento intentando aguantar todo lo que puede el pis.

—¿No te puedes aguantar un poco, cielo? —le responde Pe-dro cogiéndole de la mano.

—No, papá, me lo voy a hacer encima, no aguanto. —No os preocupéis, bajaremos a descansar un rato y que se

despejen un poco los niños. Hay un bar de carretera ahí abajo, aterrizaré cerca para evitar cualquier peligro —decide Carolina.

El enorme helicóptero hace un giro a su derecha bajando lenta-mente el morro del aparato para perder altura. La polvareda es impresionante: no se puede ver absolutamente nada, ni vivo ni muerto.

—Coged los fusiles inmediatamente, estamos haciendo dema-siado ruido y no sabemos qué nos va a recibir ahí fuera— grita Iker.

Todos obedecen. Mi madre permanece sentada envuelta en una confortable manta y con los ojos completamente hinchados de tanto llorar. Salvo ella, Lorena y los niños, todos tienen ya listas sus armas. Javi coge la suya pero se muestra bastante abatido; con un gesto le insto a que la deje donde estaba y se quede ahí sentado. Obedece sin más.

Muy despacio, el helicóptero va tomando tierra a unos cien me-tros del restaurante hostal que preside el gran terreno seco que tiene a su alrededor. “Hostal Los Molinos” reza el enorme cartel luminoso que adorna la fachada mugrienta del local. No volverá a lucir en las oscuras noches.

Un aparcamiento para camiones se sitúa a la derecha del edi-ficio; alguna de esas moles descansan pacientes a la espera de que sus dueños regresen para volver a recorrer las carreteras. Espera eterna.

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De Madrid al Zielo: última batalla

Un coche de color indefinido por el polvo está junto a la puerta del hostal con la puerta del conductor abierta. Por lo que se ve, nadie pudo volver a por él.

Por fin el helicóptero toca suelo y se zarandea suavemente al con-tacto con la superficie. Muy lentamente las hélices van perdiendo fuerza hasta detenerse completamente. La polvareda sigue siendo bastante espesa pero ya se puede distinguir la silueta del edificio.

—Mucho cuidado a partir de ahora; Pedro y Alfonso, venid conmigo, vamos a ver si todo está despejado antes de que salgan los demás —ordena Iker.

Los tres bajamos del helicóptero e inmediatamente, rodilla en tierra, apuntamos hacia la dirección del hostal protegidos a la es-palda por el aparato. El polvo se disuelve por fin y lo que muestra la claridad es un espacio aparentemente limpio y despejado.

Un gesto de Iker con el brazo derecho hace que nos movamos tras él parcialmente agachados y sin dejar de apuntar al edificio que se presenta ante nosotros.

No se escucha nada, el silencio solo es roto por el sonido de nuestras pisadas y por el graznido lejano de algún pajarraco que merodea la zona. Mala señal.

Dentro del hostal no se ve movimiento alguno. Iker amartilla su fusil y los demás le imitamos por inercia. Observa el interior del coche aparcado por precaución: no hay nadie.

La puerta del local está entreabierta y cruje levemente con las ráfagas de viento que la mueven. El sonido es bastante inquietante dadas las circunstancias.

Iker se aposta apoyado en el cerco de la puerta y Pedro se sitúa al lado contrario. Yo permanezco agachado apuntando hacia a la oscuridad del interior del local.

Un ruido inconfundible que procede desde las entrañas del edi-ficio nos pone a todos en alerta: no estamos solos.

El sonido característico de unos pies arrastrándose erráticos nos confirma que dentro nos espera fiesta, por lo que Iker sin pensár-selo dos veces irrumpe decidido en el interior y con una linterna enfoca varios puntos hasta que da con la cara descompuesta de un resucitado al fondo de la sala.

El muerto medirá un metro ochenta, es de complexión fuerte y viste un delantal blanco manchado por una sustancia negruzca

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con tonos rojizos. No lleva zapatos y un enorme orificio de bala le adorna lo que queda de su cuello. Por lo que se deduce, el tirador no acertó en el blanco y lo pagó muy caro.

El pobre diablo debía ser uno de los empleados del hostal y por las pintas seguramente trabajaba en la cocina. Aún mantiene la chapa con su nombre en su chaquetilla: D. Expósito.

Iker avanza hacia él con el fusil apuntando hacia el suelo, pese a que los demás no entendemos su reacción. El engendro, aletargado durante meses, reacciona al movimiento del militar y levanta la ca-beza hacia su posición apretando los puños con rabia. Un gorgoteo ronco sale de su maltrecha garganta y de inmediato se abalanza hacia el teniente moviendo su mandíbula con movimientos rítmi-cos, provocando un desagradable ruido de rechine de dientes.

Iker ni se inmuta, parece abducido por la situación y tanto Pe-dro como yo apuntamos hacia la cabeza del podrido.

Al quedar apenas un metro, Iker levanta su pistola reglamenta-ria, que había sacado mientras avanzaba, y le vuela la tapa se los sesos al engendro, que cae desmadejado dejando un desagradable salpicón de sangre coagulada y trozos de una masa indescriptible.

—Despejado —sentencia Iker mirando hacia todos lados en-focando con la linterna.

Pedro baja el fusil mirando a Iker con ojos llenos de confusión. Su acción ha sido una completa locura y un riesgo innecesario.

—¿Se puede saber a qué estás jugando, Iker? —pregunta Pe-dro visiblemente enfadado.

Como me imaginaba, este no responde y se limita a seguir es-crudiñando el interior oscuro del hostal.

La recepción está al fondo de la sala, y a la derecha una enorme barra de bar llena de polvo añorando las continuas juergas y las miles de cervezas y risotadas de los camioneros cansados por lar-gas horas en la carretera. Jamás volverán.

Unas tragaperras olvidadas adornan un lateral y a su lado una máquina de dardos recuerda lo que hace pocos meses era la diver-sión. Como si de una paradoja se tratara, uno de los dardos aún per-manece clavado en pleno centro; una última jugada maestra, quizá.

—Comprobemos que todo está despejado y cuando estemos seguros de ello buscaremos provisiones y que vengan los demás —ordena Iker.

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—Yo miraré en la cocina: el muerto este debía de ser cocinero, así que quizá haya más ahí dentro.

—No creo, Alfonso. Estamos haciendo demasiado ruido, ya se habrían puesto nerviosos.

Muy despacio, avanzo hacia la cocina, que descubro justo de-trás de la barra gracias a un cartel a medio caer colocado en la puerta. El halo de luz de mi linterna enfoca cuidadosamente cada rincón de la sala, con el fusil siempre al frente y pasos silenciosos.

Me asomo con cuidado. Una de las ventanas está rota, por lo que la claridad ahí dentro es suficiente para poder ver el interior, así que apago la linterna y la meto en uno de los bolsillos de mi cinturón militar. No hay nadie ni nada: solo una enorme encimera central llena de fogones y encima una gran campana extractora de humos. A su alrededor, armarios y cámaras frigoríficas y dos grandes arcones congeladores. Todo muerto porque su alimento eléctrico les ha dejado tirados.

En el suelo, una enorme mancha de sangre traza un horrible reguero que avanza hacia un pequeño cuarto de baño que está a mi derecha con el cartel de “privado”.

Con cuidado me acerco a la puerta para tratar de escuchar cualquier ruido que me pueda indicar si esa sangre tiene un dueño. Al avanzar tropiezo con un casquillo de bala, que debe de ser de la bala que le atravesó el cuello al podrido que Iker acaba de devolver al infierno.

Por la cantidad de sangre entiendo que el herido es el tirador, ya que esas cosas apenas sangran. El color negruzco indica que la herida es de alguna arteria. La yugular, supongo.

Apoyo el oído en la puerta y trato de identificar el más míni-mo ruido que provenga de su interior. Nada. Si hubiese alguien supongo que ya estaría dando golpetazos a la puerta como un au-téntico animal.

—Alfonso, todo despejado, por ahí dentro no hay nadie más —grita Pedro irrumpiendo de pronto en la cocina.

Y es entonces cuando el resucitado que yo temía que existiera arranca de un topetazo las bisagras de la puerta haciéndola caer sobre mí. Con un gruñido gutural, se abalanza contra Pedro piso-teando la puerta y, con ella, mi ya de por sí cansado cuerpo.

Pedro reacciona rápido dando unos pasos hacia atrás, los justos para salir de nuevo al salón principal donde está la recepción. Al

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salir se da media vuelta y de un certero disparo le endosa una bala que le entra al espectro por el ojo izquierdo incrustándose poste-riormente en la pared.

El cuerpo del monstruo cae desplomado en una postura im-posible, dejando un reguero indescriptible de trozos de carne y sustancias asquerosas.

Pedro avanza hacia mí y me ayuda a retirar la puerta de mi dolorido cuerpo.

—¿Estás bien, Alfonso? —me pregunta asustado.—He tenido momentos mejores, pero más o menos estoy bien.

El muy cabrón ha pasado por encima mío.Iker entra en la cocina alarmado por los ruidos y el disparo.

Observa el cuerpo del muerto y acto seguido se agacha hasta mi posición.

—Alguien debería de enseñarles a estos podridos cómo se abren las puertas —me dice esbozando una media sonrisa.

Me ayuda a levantarme y salimos del local en dirección al heli-cóptero. Allí Carolina se encuentra fuera del mismo con su fusil al hombro. Los demás permanecen dentro.

—¿Todo bien ahí dentro, teniente? —pregunta la pelirroja.—Todo despejado. Dile a los niños que pueden salir pero

que no entren dentro, hemos tenido que limpiar el sitio de bi-chos —responde Iker.

—Sí, teniente. ¡Venga, niños! Podéis salir pero no entréis den-tro, ¿entendido?

Rubén sale como una exhalación directo hacia uno de los camio-nes; necesita evacuar ya o reventará el pobre. Lorena sale detrás de él por pura precaución, aunque se para a una distancia pru-dencial para que el chico no se sienta incómodo por su presencia.

Sergio también sale junto con su tío Javi, pero Eva no se mueve, sino que permanece abrazada a su abuela. Al llegar a Alicante ten-dré que hablar con ella, porque no puede seguir así.

Tratamos de buscar comida y agua dentro del restaurante, pero en los arcones de la cocina la poca carne que hay se ha podrido por la falta de la electricidad y el hedor es insoportable. Las cámaras frigoríficas no presentan un mejor aspecto: montones de fruta aba-rrotan los estantes con una capa bastante desagradable de moho. Por fortuna, en los armarios hay almacenados bastantes botes de

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De Madrid al Zielo: última batalla

conservas de toda clase de alimentos, desde legumbres hasta piña en su jugo. Algo es algo.

De agua, ni rastro; los grifos están más secos que los cuerpos de los resucitados y no hay ni rastro de agua embotellada. Lo único aprovechable son dos garrafas de aceite de oliva de cinco litros y una botella a medio vaciar de un whiskey del malo.

—Iker, ¿crees que es una buena idea que nos llevemos tam-bién estas garrafas? — pregunto señalando el aceite.

—Yo no las cogería, la verdad. ¿Te ves desayunando tostadas con tomate y aceite? ¿O cocinando en algún fogón? Son diez kilos absurdos que llevaríamos a bordo, y quizá en breve necesitemos ese espacio. Con las latas será suficiente.

La experiencia del teniente no tiene discusión por parte de nin-guno de nosotros, por lo que dejo los recipientes en su sitio. Aun-que no siempre sus decisiones hayan sido las más inteligentes, también es verdad que la situación es del todo inaudita. Al fin y al cabo, ¿quién se podría imaginar en su sano juicio que algo así sucedería en el mundo?

Salimos del hostal y lo rodeamos para ver si hay algo más en la parte trasera. Finalmente encontramos una especie de chamizo don-de acumulan madera para encender la chimenea que preside el co-medor, y varios utensilios de limpieza; nada que nos pueda servir.

Retrocedemos y nos reunimos todos frente al helicóptero, que aún emite un leve zumbido. Lorena se acerca y me agarra por la cintura.

—Hemos escuchado disparos. ¿Había muchos ahí dentro?—Solo dos, pero uno de ellos me ha dado un topetazo con una

puerta que me ha tirado al suelo.—¿Estás bien? —me pregunta mientras me hace una poco

disimulada inspección ocular.—Me duele un poco la espalda, nada más. Pero Pedro ya le ha

regañado.Ambos soltamos una pequeña carcajada, provocando la mirada

seria de Iker. Por lo que veo, tardaremos mucho tiempo en volver a ser lo que éramos.

—¡Nos vamos! —grita Iker señalando nuestro transporte.Es hora de salir de aquí: aunque la zona parece desértica, he-

mos hecho demasiado ruido y es posible que dentro de poco esto esté lleno de monstruos. O quizá, de otros supervivientes que no

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traigan muy buenas intenciones; en este nuevo mundo, supongo que no todos tratamos de sobrevivir sin más.

Todos subimos al helicóptero por fin y cargamos con las nue-vas provisiones que hemos podido conseguir. Carolina comienza a dar vida al aparato, que responde con un bronco sonido de mo-tores y comienza a elevarse hacia el despejado cielo. Desaparece-mos por el horizonte cogiendo una gran altura pero sin dejar de visionar la carretera, que está siendo nuestro particular mapa. A nuestro alrededor, miles de aves de diferentes especies nos acom-pañan, quizá en un intento desesperado para encontrar una nueva tierra, una en la que el infierno no haya poblado los parques y ciudades que hasta hace unos pocos meses, les alimentaban.

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El helicóptero avanza ágil dirección Alicante con un viento de cola que de vez en cuando zarandea el aparato, provocando la inquie-tud de mi madre, que no suelta por nada del mundo una barra anclada a unos de los laterales del fuselaje.

Las montañas son visibles en el horizonte, majestuosas, mien-tras ahí abajo la autopista A-3 permanece vacía. Resulta extraño verla así, ya que siempre ha estado acostumbrada a los kilométri-cos atascos y a la gran afluencia de vehículos.

Un sonoro resoplido hace que salga de mis pensamientos y fije mi mirada en Carolina. Su cara de pronto se ha tensado y su gesto se tuerce en una mueca de clara desaprobación. Sus manos recorren las decenas de botones que componen el pa-nel de mandos del helicóptero: activa un interruptor que hay en el techo justo encima de ella, pero su gesto sigue siendo el mismo.

Ahora mira al frente con su mano derecha apoyada sobre su mejilla. Nadie parece haber reparado en ello salvo yo.

—Carolina, ¿va todo bien? —pregunto nervioso.—No, no va todo bien… ¡Mierda! Estamos sin combustible; es

posible que este trasto tenga alguna fuga porque cuando hemos parado antes teníamos caldo para al menos volar dos horas más —responde visiblemente enfadada.

—No me jodas… Entonces, ¿tenemos que parar? —pregunta Pedro.

—Pues sí, tenemos que parar si no queremos acabar como los Ninots de las Fallas de Valencia.

El murmullo dentro del aparato se hace cada vez más fuerte. Lorena aprieta con fuerza mi mano, como intentando agarrarse

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ante una posible colisión contra alguna de las pequeñas montañas que adornan el paisaje de las tierras alicantinas.

—No pasa nada, cielo. Carolina aterrizará en cuanto vea algu-na gasolinera en los alrededores.

—Me da miedo; no es el helicóptero, son esos asquerosos muertos que nos esperaran ahí abajo. Yo no me muevo de aquí ni de coña —reza Lorena con gesto serio.

—Agarraos fuerte que vamos a descender; estamos sobrevo-lando Petrer y ahí veo una estación de servicio, junto a ese centro comercial. Creo que podré aterrizar encima para evitar a los resu-citados —grita Carolina para hacerse oír entre el constante jadear del motor del enorme aparato.

—¿Pero este trasto puede repostar en una gasolinera normal? —pregunto ignorante.

—No debería, pero no nos queda más remedio. El octanaje del combustible que usa este pájaro es mucho más elevado que el ga-soil —responde Carolina mientras sigue su lucha particular para controlar el aparato.

—Carolina, ¿podremos despegar después de llenarlo? — pre-gunta Iker.

—Luego lo veremos, teniente. Reza para que no salte el motor en pedazos.

Me asomo por una de las ventanas para poder el centro comer-cial justo debajo de nuestra posición. La fachada muestra su nom-bre, “Bassa El Moro”, en grandes letras.

Carolina maniobra el helicóptero con habilidad para lograr en-derezarlo y así poder posarlo de la manera más suave posible en la azotea del monstruo de cemento y cristal.

No se aprecia movimiento en la superficie, pero en la calle cien-tos de muertos se arremolinan en torno al edificio enfurecidos por el ensordecedor ruido que provoca el motor.

—Cruzad los dedos —grita Carolina echando para delante la palanca hasta casi tocar con ella el panel de mandos.

Pedro abraza en su regazo a Eva y Rubén, mientras que Sergio trata de no perderse detalle de la maniobra. Mi madre continúa agarrada a su barra de metal con los ojos cerrados. Sus labios se mueven levemente como si estuviera rezando.

—¡Por Dios, aterrízalo de una vez! —exclama Javi desesperado.

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—¡No me pongáis nerviosa, joder! —responde nerviosa Carolina.Por fin, una de las barras de la base hacen el primer contacto

con la dura azotea del edificio, provocando una oscilación un tan-to brusca; a continuación, la otra barra también toca tierra y final-mente el aparato se posa del todo en el centro comercial.

Las aspas giran aún endiabladas y Carolina, que todavía no ha parado el motor, permanece apoyada en el panel de mandos con las manos cubriendo su rostro; sabe que la maniobra ha sido muy arriesgada, pero necesaria. Después de unos segundos para to-mar aire, apaga el motor concluyendo así el vertiginoso giro de los rotores.

El silencio se apodera del interior del helicóptero y todos miran a través de las ventanas, nerviosos. Es Iker el que abre el portón lateral, arma en mano, para inspeccionar la azotea.

—Voy a comprobar que aquí arriba estamos solos.El teniente Salvatierra avanza sigiloso por toda la superficie y

yo le sigo ante un gesto de su mano que me indica que le acom-pañe. Todo parece despejado. Iker baja el arma pero mantiene la alerta. Precavidos, nos acercamos a una de las cornisas y miramos hacia abajo.

El espectáculo es de nuevo desolador: cientos y cientos de ma-nos al aire inundan la calle y los alrededores al centro comercial. Sus gritos ahora sí se perciben con claridad y el olor que sube hasta lo más alto del cielo es irrespirable. En la parte de atrás se encuentra la estación de servicio donde tenemos que conseguir el combustible; la buena noticia es que el recinto está cerrado con una valla metálica. La mala, que incluso desde aquí se ven algu-nos monstruos encerrados en el mismo.

Iker y yo damos media vuelta y vamos hacia el aparato; Caroli-na y Pedro ya se encuentran fuera del mismo.

—Ahí abajo hay un auténtico infierno. Si hubiésemos aterri-zado en la calle ahora mismo ya seríamos una de esas mierdas andantes —comenta Iker—. La gasolinera está justo detrás, jun-to al aparcamiento exterior. La zona está cerrada con una valla, por lo que impide que entren los muertos, pero aún así dentro hay unos cuantos de ellos. Tendremos que bailar un rato ahí abajo para llenar tu pajarito —añade mirando con sorna a Carolina.

—Pues bailemos entonces, teniente —responde Carolina.

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—A ver, coged las armas y cargadores. Vamos a bajar por las escaleras de emergencia que hay en la parte de atrás del edificio: dan justo a la gasolinera —ordena el teniente.

—Chon, usted quédese con los niños y con Lorena; cierren el portón del helicóptero que empieza a hacer frío. Enseguida vol-vemos —explica Pedro cerrando con brusquedad el helicóptero.

Carolina lleva una de las dos garrafas de cinco litros que te-nemos vacías para llenarla de combustible; con eso debería ser suficiente para llegar a nuestro destino, siempre y cuando no sea cierta su teoría de que el depósito de combustible tenga una fuga. Se supone que la gasolina de coche tendría que bastar para este bicho, porque si no estamos jodidos.

Todos avanzamos con las armas hacia la escalera de emergen-cia pero, para nuestra sorpresa, buena parte de ella permanece en un estado de deterioro bastante considerable.

—¡No me jodas! Esta mierda no aguantará nuestro peso ni de coña —protesta Pedro airadamente.

—Tienes razón, Pedro; no podemos arriesgarnos a partirnos la crisma y acabar devorados. Tendremos que bajar por el interior del centro comercial —responde Iker.

—¿Por el centro comercial? Pero si debe de ser un hervidero de resucitados; estás loco si crees que vamos a entrar ahí dentro.

—Pues dime cómo piensas bajar entonces. Yo voy, el que quie-ra venir que me siga y el que no que se meta dentro del aparato y que rece lo que sepa —sentencia el teniente.

Y tras sus palabras, se da media vuelta para dirigirse a una en-trada situada en una de las esquina de la azotea, el cartel de la puerta reza: salida de emergencia.

Yo voy tras él sin dudarlo y conmigo viene Carolina y Javi. Pe-dro permanece incrédulo con los brazos en jarras observando la escena.

—¡Estáis locos! —protesta Pedro por lo bajo.Pero finalmente nos sigue a paso rápido, para perderse por la

oscuridad de la escalera que da al interior del centro comercial. Las linternas nos abren paso entre tinieblas; a nuestro alrededor no en-contramos restos de lucha o de sangre, lo cual es muy buena señal.

Al llegar al primer rellano, nos encontramos una puerta de emergencia que debe de comunicar con algún pasillo que dé con

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la zona comercial. Todos nos miramos sin saber muy bien que ha-cer, por lo que observo a Iker con cara de circunstancias.

—¿De verdad vamos a entrar? Mira que…—Chssssst… Mantened el silencio: vamos a entrar —me in-

terrumpe el militar.Muy despacio, Iker empuja la puerta, la cual cede sin proble-

mas, mostrando algo más de claridad que en la escalera.Avanzamos sin hacer ningún ruido; no se aprecia signo de vida

ni de muerte en todo lo que nos rodea. Parece que es un día cual-quiera y que el gran centro comercial está a punto de abrir sus puer-tas para recibir a los miles de clientes ansiosos por devorar sus tar-jetas de crédito en las rebajas de las tiendas de moda del momento.

Doblamos a la derecha por el pasillo y nos encontramos con otra puerta. El cartel nos indica que estamos a punto de entrar en la zona comercial. El teniente nos lanza una mirada de adverten-cia, ya que tras esa puerta nos podemos encontrar cualquier cosa; toda precaución es poca.

Iker empuja lentamente la hoja y se asoma con precaución. No vemos absolutamente nada extraño: un ventanal lateral llena de luz el interior, haciendo la imagen cotidiana. A la orden de Iker, todos entramos y observamos la enorme amplitud del recinto, que posee varias plantas y amplias zonas de recreo.

Al pasar todos el umbral de la salida de emergencia, nos aga-chamos y apuntamos con las armas en varias direcciones; nos que-damos un buen rato en esa posición, agudizando todos los sen-tidos en busca de algún indicio de vida o muerte dentro de esta jungla de cristal. Iker es el primero en levantarse, y relaja su arma colgándosela del hombro; a continuación se palpa la pernera del pantalón, asegurándose que lleva su inseparable machete militar. Todos le imitamos y comenzamos a pasear despacio.

Llegamos hasta el pasillo de la zona de restauración, donde unas bonitas columnas metalizadas adornan el centro del pasillo. Aún permanecen brillantes, como si acabaran de limpiarlas.

Al reparar en donde estamos, todos nos miramos con la misma idea: comida.

La sola idea de poder echarnos a la boca algo que no sea enla-tado o caducado nos hace llenarnos de una excitación fuera de lo normal.

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Un restaurante de comida rápida turco nos da la bienvenida nada más llegar. La puerta está abierta y las sillas y mesas a modo de terraza permanecen olvidadas a la espera de los clientes.

—Tened mucho cuidado, no la caguemos ahora —advierte Iker.

—Tranquilo, teniente; estamos acostumbrados a comer ya cualquier cosa —responde Pedro mientras mira los mostradores del establecimiento.

Las dos grandes masas de carne empaladas permanecen en su característica posición esperando a ser cortadas en pequeños trozos para adornar el famoso pan de pita turco. El problema es que ahora están siendo devoradas por una legión de asquerosos gusanos.

Carolina observa la escena con una mueca de asco mientras una arcada le asalta la garganta.

—¡Joder, qué asco! —maldice por lo bajo la muchacha mien-tras se tapa la nariz y la boca con la manga de su chaqueta.

Iker suelta una sonora carcajada que no puede evitar. La cara de la pelirroja es muy cómica y siempre aprovecha cualquier cosa para provocarla.

Entramos en la despensa sin encontrar comida en condiciones, pero por fin vemos una caja de seis botellas de dos litros de agua mineral.

—Vamos a llevarnos lo único que nos pueda ser de verdad de utilidad.

Iker coge la caja y la deja a las puertas de la salida de emergen-cia por donde hemos venido para recogerlas a la salida, no pode-mos ir cargados por si hay que salir huyendo del lugar.

Avanzamos por las tiendas de ropa, donde varios locales per-manecen con el cierre echado, mientras que otros están abiertos y listos para ser visitados por clientes que ahora vagan por los alre-dedores del recinto. El centro comercial tiene varias alturas y en el centro se abre un enorme vacío que permite ver una buena pers-pectiva de la zona. Está claro que estamos solos, ya que las puertas están cerradas y sin ninguna evidencia de haber sido forzada; han resistido a los envites de los muertos, si es que los ha tenido.

Una tienda de ropa deportiva nos recibe con el cierre a medio levantar, por lo que se nos presenta una gran oportunidad para poder renovar nuestro vestuario, sobre todo el calzado.

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La sensación de poder elegir unas deportivas sin preocuparse por el precio es novedosa en el grupo. La preferencia general son unas botas de trekking y un par de zapatillas de deportes. De igual manera lo amontonamos todo junto con el agua, así como varias cazadoras gruesas y unas cuantas cajas de pilas para las linternas. Por fortuna, me acuerdo del número de pie de Lorena y los niños.

Cuando decidimos proseguir el camino para llegar a la salida ex-terior que da a la gasolinera el sonido de un disparo nos sorprende y nos hace tirarnos al suelo. La columna que tengo a escasos centíme-tros de mí ahora presenta un humeante y enorme agujero.

—¿Quién cojones nos ha disparado? —grita Iker mientras se arrastra por el suelo para situarse tras la columna.

—¡Putos engendros malolientes! ¿Cómo coño habéis entrado?El sonido de una voz en la lejanía resurge entre el eco del recin-

to, alguien no nos esperaba y nos recibe a tiros.—¡Oiga! ¡No nos dispare, somos supervivientes! —exclama

Pedro levantando una mano.La respuesta del individuo es otro disparo que pasa muy cerca

del brazo de Pedro. Esta vez, es la luna de una cafetería la victima de la bala provocando un escándalo de cristales rotos.

—¡Joder! ¡Que no dispare! —reclama Iker respondiendo con una ráfaga al aire con su fusil.

El silencio de pronto se apodera del centro comercial. Unos pa-sos de botas se escuchan en la lejanía y un amartillamiento de un arma se hace evidente.

—Los muertos no hablan. ¿Quiénes sois y qué cojones queréis de mi centro comercial? —grita la voz mientras se siguen escuchando sus pasos cada vez más cerca.

—Hemos aterrizado en la azotea con un helicóptero, necesita-mos repostar en el surtidor que hay justo en la parte de atrás del centro. Somos once personas en total y no queremos molestar —ex-plica el teniente mientras lentamente se incorpora ocultándose tras la columna.

—¿Alguno de vosotros ha sido mordido o arañado por alguna de esas cosas? —pregunta la voz desde una posición más cercana.

De nuevo me viene a la mente mi dolorido brazo. El rasguño en el estadio sigue ahí y un escozor desagradable se hace cada vez más presente. Un sudor frío recorre mi espalda.

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—Estamos todos bien, sólo hemos venido a llenar el depósito y nos iremos. Tire el arma, por favor.

Y mientras le distrae, el teniente acaba de localizar a la misterio-sa voz. Un hombre de unos cincuenta años, pelo canoso y con una melena rizada a lo viejo rockero. Medirá poco más de metro seten-ta y es de complexión muy delgada. Viste unos vaqueros pitillo y una camisa negra abierta hasta el pecho, dejando a la vista una pelambrera abundante y unas cadenas de oro bastante ostentosas. En sus pies calza unas botas de cowboy de punta con adornos que rematan el curioso atuendo del individuo.

El arma con la que ha disparado no es otra cosa que una esco-peta de caza, quizá de perdigones.

Está en el nivel superior y se dirige lentamente hasta nuestro grupo. Iker levanta su arma y apunta directamente a la cabeza del hombre.

—Le he dicho que tire el arma —ordena Iker sin dejar de apuntar.—Me ha parecido escuchar que tú también tienes una. Lánzala al va-

cío y dejaré caer la mía —exige el hombre mientras pone su espalda contra la pared y observa a su alrededor.

—¿Se cree que soy un principiante? Le advierto que ahora mismo tiene varios fusiles apuntándole en plena frente.

Suena una escandalosa risotada que retumba por todo el centro comercial, seguida de un desagradable carraspeo que acaba en un asqueroso esputo.

—¡Cómeme el rabo! He dicho que tires tu juguete y quizá hablemos.Iker rechina los dientes. Está a punto de perder la paciencia y

Carolina se ha dado cuenta, por lo que trata de calmarle poniendo su mano en el hombre del teniente.

—Voy a contar hasta tres, y le juro que si no ha depuesto su actitud, me veré obligado a dispararle —avisa Iker.

El personaje no responde a la amenaza de Iker. En vez de eso, sigue carraspeando de manera exagerada. Está claro que quiere provocar.

—¡Uno!—¡Que te follen!—¡Dos!Todos aguantamos la respiración. Sabemos que el teniente no

se piensa arrugar ante un tipejo chulo e inconsciente.—Y tres.

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Iker chasquea la lengua y de un certero disparo consigue arre-batarle la escopeta de la mano al pobre diablo que se retuerce de dolor en el suelo.

—¡Vamos! Subamos a por él —grita Pedro mientras todos nos incorporamos ágiles y salimos disparados tras Iker.

Cuando llegamos a su posición el hombre permanece sentado en el suelo apoyado en la pared y sujetándose la mano. El disparo no le ha dado pero la escopeta le ha debido de romper algún dedo. Nos mira con cara de querer mordernos la yugular.

—¡Hijos de puta! ¡Me habéis roto la mano, cabrones! —pro-testa soltando salpicones de saliva de pura rabia.

—No tenía otra elección. Usted estaba poniendo en peligro a mi gente y no iba a consentirlo. Le recuerdo que nos ha disparado dos veces. —Iker permanece impertérrito observando al pobre hombre.

—Creía que erais varios de esas cosas, joder. ¡Lo siento! —¿Lo siento? ¿Desde cuándo los muertos hablan y razonan?

—responde Pedro muy enfadado.—Déjalo, Pedro, no pasa nada; deme la mano que le ayudo

a incorporarse. —Iker le tiende la mano mientras el hombre se levanta pesadamente y se sacude el pantalón con su mano sana.

—Me llamo Evaristo. —El hombre extiende el brazo a modo de saludo.

El militar le estrecha la mano sin dejar de mirarle a los ojos y el resto imitamos el gesto mientras Evaristo nos hace una radiogra-fía con la mirada a cada uno de nosotros.

—Yo soy Iker Salvatierra, teniente del ejército de tierra. Ellos son Alfonso, Pedro y Javi. La chica es Carolina.

Nosotros simplemente asentimos con la cabeza, respondiendo a la presentación formal.

—¿Qué hace usted en este lugar? ¿Hay alguien más con usted? —pregunta Pedro curioso.

—Trabajo aquí, bueno…trabajaba. Era uno de los vigilantes nocturnos que cuidaba este lugar entre semana; cuando todo co-menzó aquí era de noche. Recibí una llamada de mi esposa al mó-vil advirtiéndome de lo que estaba sucediendo ahí fuera. Al prin-cipio le dije que se tranquilizara, que seguro que todo era una de las tantas tonterías que se dicen en los telediarios. Por las noches

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siempre estaba yo solo normalmente, solo los fines de semana te-nía un compañero.

»Hacía ya un tiempo que daban noticias en la tele sobre una enfermedad que estaba causando algunas bajas por algún país europeo, pero jamás piensas que te puede tocar a ti. ¿Cómo puedes imaginar que una persona trate de comerte? Es que no tiene ninguna lógica. —Evaristo hace una pausa para recordar. Todos le escuchamos atentos, ya que sus palabras nos resultan familiares a todos nosotros, ya sea por un motivo o por otro—. Los primeros gritos surgieron en la noche sobre las cuatro de la madrugada; subí hasta la azotea y es cuando vi lo que estaba pasando en realidad. Aún funcionaba el alumbrado público y pude ver cómo la gente corría despavorida por las calles de Petrer perseguida por centenares de personas. La mayoría lentos y torpes, pero alguno se movía con bastante agilidad. Las carnicerías eran espeluznantes y con mis prismáticos pude ver cómo actuaban esas bestias.

»La cantidad de coches que llegaban huyendo de Alicante colapsó la ciudad en apenas unas horas, bloquearon cualquier escapatoria posible y la zona se convirtió en una ratonera sin salida. Aún hay gente infectada en sus coches atrapados por el cinturón sin poder salir, no tienen la capacidad mental ni para desatarse.

»Evidentemente, el turno de la mañana no llegó nunca y el centro comercial permaneció cerrado. Eso probablemente me salvó la vida. —Evaristo termina su historia con lágrimas en los ojos.

Todos guardamos silencio ante las palabras de Evaristo y nos imaginamos en nuestras mentes las escenas que describe con enorme detalle. Y todo me suena, vaya que si me suena. Las carre-ras, los gritos, la sangre. Misma situación, pero distinto escenario.

El hombre habrá perdido todo y a todos sus seres queridos, ha tenido la fortuna de permanecer en un lugar seguro y lleno de posibilidades para poder sobrevivir. La soledad y la desesperanza ha hecho mella en él; sus ojos negros y hundidos en su arrugado rostro así lo atestigua.

—Arriba tenemos el helicóptero junto con el resto de nuestros amigos. Con esa mano no podrás sernos de ayuda, compañero. Javi, acompaña a Evaristo a la azotea y de paso subiros parte de la mercancía; después, vuelve rápido —ordena Iker—. El rui-do del helicóptero y de los disparos no ha hecho otra cosa que

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atraer a más de esos bichos junto a la acristalada puerta principal. Si continúan llegando no tardará mucho en ceder ante el peso de la masa putrefacta.

Evaristo accede a la invitación y Javi le acompaña a la salida. De nuevo el sudor frío recorre mi espalda acompañado de un pincha-zo en el brazo y yo me quejo. Carolina gira su cabeza hacia mí de inmediato. Sus ojos se abren de par en par y su mirada se dirige a mi brazo. Otra vez me observa mientras tuerce el gesto.

De pronto todo vuelve a quedarse en silencio, no oigo las voces de mis compañeros, solamente el latido de mi propio corazón.

—Alfonso, deberías confiar más en mí. Sé que estás infectado, pero con nuestra llegada a Alicante todo habrá acabado para ti…

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