demasiado jóvenes para morir - la generación del abandono

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DEMASIADO JÓVENES PARA MORIR Cuentos de La Generación del Abandono Dirección Cultural

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DEMASIADO JÓVENES PARA MORIR

Cuentos de La Generación del Abandono

Dirección Cultural

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ColecciónTemas y Autores Regionales

Bucaramanga, 2008

DEMASIADO JÓVENES PARA MORIR

Cuentos de La Generación del Abandono

Jesús Antonio Álvarez FlórezRicardo Abdahllah

Miguel Alfonso Castillo FuentesJuan Sebastián López Murcia

Fabián Mauricio Martínez GonzálezJohn Freddy Galindo Córdoba

Dirección Cultural

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© Universidad Industrial de Santander

DemaSIaDo JóveneS para morIr Colección “autores y Temas regionales” Dirección Cultural Universidad Industrial de Santander

rector UIS: Jaime alberto Camacho pico vicerrector académico: Álvaro Gómez Torrado vicerrector administrativo: Sergio Isnardo muñoz vicerrector de Investigaciones: óscar Gualdrón Jefe División de publicaciones: óscar roberto Gómez molina Dirección Cultural: Luis Álvaro mejía argüello

Impresión: División de publicaciones UIS

Comité editorial: armando martínez Garnica Serafín martínez González Luis alvaro mejía a. primera edición: abril de 2008

ISBn:

Dirección Cultural UIS Ciudad Universitaria Cra. 27 calle 9. Tel. 6846730 - 6321349 Fax. 6321364 [email protected] Bucaramanga, Colombia

Impreso en Colombia

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CONTENIDO

PRESENTACIÓN 7

JESÚS ANTONIO ÁLVAREZ FLÓREZMi padre 11 Una mañana de julio 27

RICARDO ABDAHLLAH La desaparición de Karina Stepenko, la bella desnuda de Helsinki y el degollador de Länsyväylä 35Jakub Smolak, el hombre que vivió a la sombra de Neruda 57

MIGUEL ALFONSO CASTILLO FUENTESTres viejos sin importancia 69Sobre mi amigo Elvis Presley 75

JUAN SEBASTIÁN LÓPEZ MURCIA¿Y qué? 91Formas de abuela 101

FABIÁN MAURICIO MARTÍNEZ GONZÁLEZPoliscromía 119Últimas cosas de una noche 141

JOHN FREDDY GALINDO CÓRDOBAAutopista 39 151Días de vino y moscas 163

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PRESENTACIÓN

Estudiantes o egresados de la Universidad Indus-trial de Santander son el autores que se integran en esta muestra de cuento regional; algunos de estos trabajos narrativos han sido seleccionados en im-portantes concursos nacionales y situados en luga-res eminentes de valoración por los jurados, asunto que delata la calidad de estas exploraciones talen-tosas que, por lo demás, saben dar cuenta artística de experiencias centrales de la existencia humana.

Se persevera en este oficio editorial en el que está comprometida la Universidad como es de disponer para el público, no sólo los textos que se han vuelto clási-cos en la tradición de nuestra cultura y que se integran como parte sustantiva de nuestra colección de Temas y Autores Regionales, sino que con estas propuestas, como la que se integra en esta publicación, también se da cuenta del trabajo que se abre camino en el presente como parte de la continuidad de una tarea que, en estos jóvenes, está nutrida con su propia vitalidad creadora.

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Dispone la comunidad de estos relatos explorativos que, desde la opción del discurso narrativo, se suman a las publicaciones en la cuales hemos dado cuenta de un quehacer poético que en las también talentosas voces de Luz Andrea Castillo y John Freddy Galindo, entre otros más, enriquecen el mundo simbólico de nuestra expresión y se convierten en los mejores in-dicativos de que nuestra juventud también está recla-mando su lugar en el campo de las letras con talento propio y un espíritu creativo de promisorios alcances.

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Jesús Antonio Álvarez Flórez(Bucaramanga, 1984)

Licenciado en español y Literatura por la Universidad Industrial de Santander. en 2003, ingresó al taller literario UmpaLÁ fundado por el profesor Hernando motato. Ha sido profesor de español en la UDI y de francés en el Sena. entrevista con enrique Serrano: “enrique Serrano habla de Tamerlán”. en 2007 obtuvo el 3º puesto en el XIX Concurso nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja con el cuento “mi padre”.

correo electrónico: [email protected]

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MI PADRE

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Uno siempre tiene un recuerdo en la mente: el sol oculto tras un árbol, un cuarto de luna en el cielo, las calles polvorientas de un viejo pueblo,

los días de la infancia. Y cada vez que uno piensa en eso comprueba que aún es el mismo, que es poco lo que ha cambiado, que llegará a viejo y tendrá siempre ese árbol, esos días, el corazón de los primeros años, la misma casa. Y el camino como la alfombra de un largo viaje.

. . .

Recuerdo el tiempo y el espacio, pero he olvidado otros detalles. Pudo haber sido un viernes, como también un sábado, porque aquí todos los días son iguales y nunca sucede nada nuevo; pero sé que fue en noviembre, a finales de mes, cuando la tierra es más seca y la arena golpea los ojos. Más el canto de los pájaros, el olor de la brisa, los nombres, los lugares, todo eso que huye de un examen a primera vista ha quedado para siempre atrás, como si jamás lo hubiese visto, como si nunca hubiese existido. Aunque no olvido el color de la tarde ni el de las pocas casas que aquí había, porque desde una ventana cualquiera el cielo tenía el aspecto de una rústica tabla de cedro,

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con un nudo por sol o luna, y las vetas por las líneas del camino y el horizonte. Y bajo el cielo café las casas eran blancas, iguales; sus puertas estaban numeradas a mano y, una tras otra, formaban cuatro hileras alrededor de la iglesia y el parque. Si alguien llegaba al pueblo no preguntaba por la dirección sino por la persona, porque aquí todos sabían dónde vivía cada quien. Y esa tarde todos preguntaron por mi padre, todos llegaron a nuestra casa.

Alguien les había dado la noticia.. . .

Mi padre fue un intelectual de boina a cuadros y bufanda de lana virgen. Nunca tuvo el pelo largo y sólo en dos ocasiones lo vieron fumar de una pipa que siempre cargaba consigo. Lentes sólo usó hasta los sesenta y cinco, y por recomendación médica. Llevó, eso sí, por muchos años, pantalones con tirantas y una barba a medio afeitar. Las camisas de cuello alto y mangas hasta los puños, que usaba a diario bajo el sol de fuego calmo, le ocultaron a sus conocidos la caprichosa barriga que caía sobre el pantalón. Jamás oyó en el radio los nombres de Schubert o Beethoven, pero dijo a muchos que amaba la música clásica. La lectura le despertó la afición por ellos, pero nunca pudo oírlos.

Con todo, era el hombre más ilustre del pueblo. Todas las tardes, luego de la siesta, iba a la biblioteca y pedía prestado el periódico al dependiente. Se sentaba sobre una silla vieja, de madera podrida, y leía las noticias que descasaban en su vientre abultado. Luego de diez minutos, dormía y roncaba como si estuviera en nuestra casa. Su cabeza había comenzado a dar vueltas, sus ojos se cerraban una y otra vez; ya no prestaba atención a lo que leía, pues el sol, fuerte a esa hora, le provocaba somnolencia. Terminaba dormido sobre la mesa, y el

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periódico, ya débil en sus manos, caía al suelo y era arrastrado hacia un rincón por las aspas del ventilador. El dependiente, siempre ocupado en alguna revista, se levantaba y recogía las hojas. Ordenaba el diario por secciones, página por página, y lo dejaba sobre la mesa del dormilón.

Al caer la tarde, después de tres horas, se levantaba de su silla como movido a la fuerza por una mano invisible, y agitaba las hojas con nerviosismo.

- ¿Qué ha pasado?- preguntaba al dependiente con fastidio. Levantaba la voz desde la mesa en que dormía. El muchacho, desde su butaca, y evitando la risa para que el viejo se enfadara, dejaba la revista que leía en cualquier parte y decía: - Nada, señor. Sólo que ha leído usted hasta tarde y ya es hora de cerrar. - ¿Qué hora es, luego? - Las seis, señor. - ¡Dios, si es tarde! El tiempo vuela cuando nos sentamos a leer. Tú deberías hacer lo mismo-, le decía con la autoridad que le permitían sus años y su nombre.

Luego recogía el periódico y se lo daba al muchacho. Se levantaba sobre la punta de sus pies y pasaba las manos por las tirantas del pantalón. Él recibía las hojas que ya antes había ordenado y preguntaba al viejo, disimulando la risa: - ¿Y qué ha leído hoy usted, don Antonio?- Cosas terribles, muchacho. Estamos viviendo una época cruel.

Él abría los ojos; se daba por sorprendido. Pero todo hacía parte de un juego que se repetía cada tarde entre ellos dos. El viejo movía la cabeza hacia adelante,

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afirmando con fingida preocupación. El muchacho, por su parte, abría la boca y la mantenía así por unos instantes. No sabía con exactitud cuándo sería el día en que no soportaría más ese juego, el día en que lo dejaría dormido y encerrado en la biblioteca para siempre.

- Debes leer, muchacho- le decía luego, deslizando las manos por las tirantas de arriba abajo. Luego recitaba un poema que aprendió de memoria en la época en que aún iba a la escuela. Él había oído ese poema una y mil veces, desde que su madre le aconsejó tomar el puesto de dependiente de la biblioteca municipal.

- ¿Te debo algo?- preguntaba el viejo, aunque nunca llevaba dinero en sus bolsillos. Pero lo hacía porque conocía de antemano la respuesta que el muchacho le daría.

- No es nada, señor.

- merci beaucoup. Agradecía en francés. Éstas eran las dos únicas palabras que recordaba de ese idioma, que aprendió un día en la escuela de su pueblo y luego olvidó para siempre.

. . .

Lo recuerdo todo, o casi todo…

Mi madre estaba en la cocina y oyó que alguien tocaba la puerta con furia. Vio que mucha gente llegó a la casa. Dejó a un lado la olla y caminó hasta mi cuarto. Yo era un niño en esa época, y tal vez por eso mi madre no me preguntó nada: simplemente me miró de lejos, mientras se limpiaba las manos. No sonreía, de eso me acuerdo.

. . .

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Algunos dicen que en este pueblo no llueve nunca, pero que, cuando eso sucede, flota por días, y a veces por varios días, una niebla espesa y húmeda que no hace más que aumentar el calor insufrible de todas las tardes. Dicen que este pueblo no es para vivir sino para morir, y que los muertos están mucho más cómodos que los vivos. Eso espero. Eso y nada más que eso: que estén cómodos. También dicen que este pueblo es luminoso pero triste, y que las calles están tan solas que uno podría morir de aburrimiento en ellas sin que nadie se entere. Y otros dicen que todo eso, aunque es cierto, no es toda la verdad: algunos recuerdan que aquí hay una calle empedrada, una iglesia blanca, una biblioteca; y que cerca de esa calle y frente a esa iglesia hay un parque con una fuente en medio. Pero quienes aseguran tales cosas ya olvidaron que la fuente se secó y que nadie más ha vuelto a pasar el día bajo la sombra de los caracolíes, porque esos árboles murieron de calor hace muchos años y el parque permanece ahora muy solo. Ningún viajero pone un pie en estas calurosas calles, y quien lo hiciera no diría que éste es un pueblo con una calle, una iglesia y una fuente, sino que, por el contrario, todo eso está rodeado de unas pocas casas, ya casi todas abandonadas, que se resignan a caer en el olvido y se obstinan en seguir llamándose “el pueblo”.

. . .

Antes de que tocaran la puerta, pensó en mi padre. Recordó la noche en que la sacó de su casa. Ella temblaba ante la sola idea de no volver más, ante el miedo de verse perseguida y castigada por mi abuelo, ese hombre al que todos temían. Luego de que murió su esposa, obligó a mi madre a cumplir con todos los oficios del hogar. Le hizo

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saber que no podría casarse, que tendría que atenderlo a él, sólo a él. No era posible que ningún fulano asomara las narices por la casa para verla, para saludarla. En la iglesia tenía que cubrirse con el rebozo de mi difunta abuela y mantener la mirada en el piso; era él quien saludaba por los dos a los fieles a la hora de la paz.

Pero un domingo, mientras caminaban por el atrio, vio que un hombre iba solo por la calle. Mi abuelo también lo vio y se interesó por el desconocido, por su forma de vestir, por el ridículo atadillo que llevaba bajo el bra-zo. Se acercó con el sombrero en la mano, para no tener que descubrirse ante él, y le preguntó, arrogante: “Quién es usted, y qué quiere aquí”. Y él respondió: “Busco un lugar para quedarme, para vivir por algún tiempo”. Se quitó la boina y dijo, en tono ceremonioso: “Permítame presentarme, señor. Me llamo Antonio, Antonio Manti-lla”.

. . .

Un hombre alto, muy alto, tan alto como delgado, lleva una bufanda de lana virgen. Aparte de unos viejos pantalones de lana, incómodos para este clima, usa anteojos y boina a cuadros, como los señores que a diario se sientan en el parque y no dicen nada. Su camisa es blanca, transparente por el sudor, y apenas si le llega a las muñecas. Se ve que la lleva desde hace muchos años, junto con las tirantas de su pantalón.

Esta mañana, en la estación de buses, lo vieron bajar de uno que viene de muy lejos, y, apretando un atadillo de ropa con las piernas, estiró los brazos para arremangarse la camisa. Y allí todos vieron la blancura de su piel, de su cara, de los dedos que se movían como si quisieran atrapar algo en el aire. Una estación de buses, un domingo por la mañana, viajeros que hace mucho no

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ven a su familia: siempre es un momento esperado, un instante ruidoso, pero la presencia del desconocido hace que todos callen, que todos lo miren con sospecha, que la brisa suene como una lluvia lejana. Mujeres que se abrazan al pecho de su esposo, hombres que sostienen la maleta con la mano izquierda: eso ha hecho el visitante, el extraño, el hombre a quien nadie esperó esta mañana. Una habitación oscura y calurosa. Una cama de cedro cubierta con una sábana blanca. Una vela encendida en un rincón y un crucifijo en la pared: la habitación del nuevo inquilino. Se ha sentado en la cama y se ha quitado lo zapatos, que caen al suelo como un par de ladrillos. Deja su boina sobre la mesa de noche, junto a la bufanda. Se acuesta con las manos detrás de la cabeza y se queda mirando el techo. No tiene sueño, sólo quiere pensar. Siente que el sudor de la camisa se le pega a la espalda y decide quitársela y colgarla a un extremo de la cama. Sólo entonces se da cuenta que no ha cerrado la puerta, que alguien lo ve desde el pasillo.

Mi madre…. . .

Lo invitó a su casa bajo el pretexto de que descansara del viaje. Sobre la mesa había dos tazas de café (eso dijo mi madre, pues ella las llevó), un cenicero decorativo (nadie fumaba allí), unas cuantas flores y una base de madera tallada para colgar los cubiertos. La foto de la señora María Ninfa, mi abuela, colgaba de una pared, cruzada por una cinta negra. José del Carmen, el dueño de casa, recorrió la sala con una mirada.

- Ésta es mi casa, señor Mantilla. Además de lo que ve aquí, tengo un mulo en el patio, algunos baúles, cosas de mi familia, mi hija, estos muebles… y las fotos de mi

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difunta esposa. Eso es todo cuanto tengo. Volvió a mirar alrededor suyo. Reconoció cada cosa, cada centímetro de los cuatro muros que lo protegían, las tazas de café, las flores marchitas… el retrato de su esposa.

-Espero que le guste la habitación que le ofrezco. Era de mi hijo, pero él ya no vive con nosotros. Se casó y… sí, los hijos siempre se van, es cierto, pero uno espera algo a cambio, al menos las gracias, pero él se fue y no dijo nada. De eso hace ya muchos años. Yo vivo solo con mi hija y ya no tengo fuerzas para cuidarla. No quiero que nada malo le pase. Los hijos… algún día lo sabrá usted, señor Mantilla.

Y lo llevó al fondo de la casa para que viera el cuarto.

Desde la cocina, y con las tazas de café en la mano, mi madre vio a aquel joven extraño. De lejos, estaba envuelto entre las flores negras de su rebozo. Aún no se lo había quitado.

. . .

El pueblo es de color café, del mismo tono mortecino que tienen las cosas cuando las vemos desde un lodazal. Se va por un camino, y el polvo que levantan nuestras pisadas nos ensucia la ropa, a la altura del ombligo. A veces no es posible caminar sin taparse la boca, porque se llena la garganta con esa arena blanca quemada por el sol del mediodía. El calor es insoportable, sientes que se te derrite la piel, como si te metieras de cuerpo entero en una piscina de mantequilla para luego caminar desnudo por un desierto. Y es que este pueblo es un desierto que parece no tener pasado, sino un constante golpear de la arena contra los ojos de quien mira.

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Sí… se va por un camino de arena blanca que a lo lejos parece un río, y al acercarnos toma el color de una hoja seca. Son las dos de la tarde, a esta hora los ancianos se sientan en sus sillas de mimbre para ver morir la tarde, y las mujeres esperan bajo la puerta, vestidas de negro, a que pase algún entierro. Pero sólo pasa mi padre, quien camina hacia la biblioteca.

. . .

¿Qué diré de ese lugar? Diré que tiene una brisa tan sensible que con ella resbalan los suspiros. Por eso nadie allí tiene secretos, y, si los tiene, el aire los descubre.

Por eso, un domingo por la mañana, cuando la gente de la plaza recogía sus cosas, alguien supo que la hija de José del Carmen y María Ninfa se había convertido en mujer, y también descubrieron a su autor, al hombre que ahora tenía que hacerse cargo de ella: Antonio. Sí, Antonio, el mismo que hace tan sólo unas semanas había llegado al pueblo sin que nadie lo esperara, aquél que usa anteojos y boina. Y ese alguien se enteró porque, cada domingo, los veía pasar con la canasta llena de comida, sonriendo, sin saludar a quienes los saludaban, atentos uno del otro, felices en su soledad; y ese día, a la hora en que debían pasar, nadie los vio caminar juntos, como era habitual. Y ese alguien dijo: ¿dónde más pueden estar un hombre y una mujer que siempre andan juntos? Y se corrió el rumor de que aquel fulano, el extraño, el sin familia, se había aprovechado de una virgen, y desde ya querían hacerlo responsable de su fechoría. Si era posible, se harían con machetes frente a su cuarto, y no se moverían de allí hasta que el culpable asumiera la responsabilidad de sus actos.

. . .

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Aquí corre el vapor del mediodía hasta altas horas de la noche. El sudor baja por la frente y los brazos y se mezcla con la arena que trae el escaso viento que llega. Todos los días son calientes, pesados, tediosos. Sólo nos queda ir hasta el puente para ver el río; pero el río ya se secó y sólo vamos a descansar sobre las piedras, a la sombra de un trupío. No hay nada para ver más que un desierto de fuego, sin un color nuevo que el mismo café mortecino de todas las tardes. Es cierto lo que dicen algunos: que este pueblo murió hace mucho tiempo y sólo nosotros hemos venido a enterrarlo. A lo lejos se confunde con el revés de una tortuga, la luz del sol alfombra las calles, los árboles parecen dormidos, y nadie ve el verde del prado porque lo cubre una capa de arena rojiza.

. . .

Decidieron hacer el viaje a medianoche, cuando las miradas indiscretas ya se hubiesen apagado. Él llamaría a su ventana tres veces, golpeándola suavemente con una moneda. La ayudaría con el baúl de cedro que guardaba su ropa, y no daría tiempo al mulo para que pidiese agua por el camino. Debía salir con su traje negro, el mismo que le sirvió para guardarle luto a su madre, ya que así se confundiría con la sombra de la noche. No se besarían, no hablarían, no harían ningún ruido que los delatase: sólo pensarían en huir lo más pronto posible. Si lo lograban, ya podrían hablar de sus miedos en otra parte.

Lo único que deseaba era salir de una vez y para siempre, temeroso de que alguien diera aviso al dueño de casa y lo arruinara todo. Había planeado cada cosa por hacer, cada paso por dar, incluso revisó dos veces su baúl (el baúl de don José del Carmen) antes de salir de allí. Quería que todo saliera bien, y así fue. De haberlo sabido antes habría pensado en una noche estrellada, iluminada por

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una blanquísima luna llena: para que el miedo hubiese sido menor, y también para llevarse un bonito recuerdo. Pero sólo pudieron decir adiós a lo lejos, asomados a la ventana.

Y desde allí vieron por última vez el pueblo. El pueblo: ese manto de luciérnagas.

. . .

Mi padre fue un intelectual de boina a cuadros y bufanda de lana virgen. Todas las tardes iba a la biblioteca a leer el periódico, pero allí se quedaba dormido.

Luego llegaba a casa, después de haber pasado varias horas en el café. Mi madre sabía que le gustaba tomar a escondidas, pero decía que los chicos lo invitaban. “Tuve que sentarme y decirles qué leí hoy, mujer” era su excusa habitual. “Si tan sólo quisieras educarte un poco, pero duermes toda la tarde… qué vergüenza”. Daba media vuelta sobre sus pies y se iba a dormir, fastidiado por las recriminaciones de mi madre. Y en la cama, dormía y roncaba como si estuviera en la biblioteca.

Cada mañana hacía como si no hubiese pasado nada. Tomaba su café negro, sin azúcar, preparaba su camisa de cuello alto, el pantalón de tirantas y decía: voy para la biblioteca. Y ustedes ya saben el resto.

Así pasaron muchos años, hasta que un día murió dormido en la silla de siempre. Un ataque al corazón fue la causa de su muerte. Ese día nadie tomó en el café, y mi madre no quiso recibir el pésame de los asistentes. El dependiente llegó hasta su ataúd; traía el periódico ordenado por secciones, como todas las tardes, lo puso cerca de un adorno de flores y dijo: “No me debe nada,

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don Antonio. merci beaucoup”. Y comenzó a llorar. Lo mismo hizo mucha gente, entre ellos yo. De todos modos, era mi padre, y nadie más que él iba todas las tardes a la biblioteca.

Lo vistieron con su camisa favorita y su pantalón de tirantas, e incluso hubo un vecino que pidió que le pusieran la boina y la bufanda. El pueblo estuvo triste por varios días, pues ya no había quién contara las noticias. Desde ese día se encarga a alguien para que lea el periódico e informe a los demás. Y ese alguien debe declamar el poema que mi padre decía a la misma hora, vestido como él, deslizando las manos por las tirantas. Hoy me ha tocado a mí, y mi madre me ha vestido. Lloró mientras lo hacía, al igual que yo.

. . .

Sí, ahora lo recuerdo todo… Fue en noviembre, y el mundo parecía un cuadro borroso. Había sol y un viento frío, las campanas de la iglesia hablaban por las horas con su eterna voz de bronce, y los escasos árboles del pueblo parecían pintados. El dependiente de la biblioteca corrió hasta nuestra casa, preguntó por mi madre y no se detuvo a que ella le respondiera. La cocina olía a café recién colado. Cuando mi madre supo la noticia sintió un extraño sabor en su boca: como quien muerde un pañuelo y no tiene saliva en los labios…

Mi padre era el hombre más culto de todos: había escrito un poema que estaba enmarcado en la biblioteca del pueblo, y todas las tardes iba a leer el periódico. Se lo había escrito a mi madre el día que llegó al pueblo de ella, en una vieja hoja amarilla, apergaminada, luego

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que la descubrió espiándolo en el pasillo, en casa de los abuelos que nunca conocí. Esta tarde he ido a leerlo:

Señorita maría: cuando sé que ya estaba aquí, hace un año, hace dos, y yo iba solo por el mundo sin ver sus pisadas en la arena, sin oír su voz en el silencio de la noche, sin sentirla en el temblor de las flores, comprendo que iba ciego, que la necesitaba aun sin conocerla…

Pero no puedo leer más: la letra es borrosa y ya no distingo entre la caligrafía y la nostalgia.

. . .

A veces siento que la muerte corre hacia mí, a veces creo que se detiene a esperarme. Oigo las voces de varias personas, pero no veo a nadie. Hablan del calor abrasante de este pueblo, de la soledad de sus calles, de mi padre y mi madre. Oigo hojas arrastradas por el viento, pero no hay árboles cerca de mí…

Hace muchos años que ellos murieron y yo me fui de aquí; hace tiempo que este pueblo está deshabitado. Sólo he venido a dejarles unas cuantas flores en sus tumbas, que están una junto a otra.

Espero que estén cómodos bajo el calor de la tarde. Sólo eso espero.

. . .

Mi madre pasó sus últimos días encerrada en su cuarto, llorando. No quiso participar de ese ridículo homenaje que muchos quisieron hacer al hombre más culto de Lejanías, un pueblo perdido en el desdén de la ausencia. A veces, apoyada sobre la ventana de su cuarto, pensaba

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en la vida que dejó atrás por seguir a mi padre. Todas las tardes se sentaba en los escalones de la entrada de la casa, no hablaba con nadie, y mucho menos permitía que la acompañaran. Miraba el sol a lo lejos, escondido tras las ramas de los árboles, y en las noches veía el cuarto de luna en el cielo, como un barco que navega en un mar negro.

Dedicó sus últimos días a remendar los vestidos que, año tras año, le regaló el hombre que amó toda su vida. Y una mañana murió, sola en su habitación, abrazada a la ropa de mi padre. Estaba más pálida que nunca, delgada, y el escaso cabello era tan blanco como las casas que a diario veía desde su cuarto.

Esas casas…

Uno siempre tiene un recuerdo en la mente: el sol oculto tras un árbol, un cuarto de luna en el cielo, las calles polvorientas de un viejo pueblo, los días de la infancia. Y cada vez que uno piensa en eso comprueba que aún es el mismo, que es poco lo que ha cambiado, que llegará a viejo y tendrá siempre ese árbol, esos días, el corazón de los primeros años, la misma casa.

Y el camino como la alfombra de un largo viaje, que aminora cuando se extingue el fuego en la otra orilla.

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UNA MAÑANA DE JULIO

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para Fabián martínez y John Freddy Galindo

Mi tío solía decir: “La vida es un hombre y una mujer, y el resto es una repetición de ese primer encuentro”. Mi tío. Pienso en él ahora que ha

muerto y veo que mi tía viene hacia mí, ahora que el sol rueda en el cielo como una cabeza cortada…

La tía Nelly se sienta junto a mí, a la sombra del árbol que, años atrás, plantó el tío Juan una mañana de julio. Lleva el mismo traje negro que usó el día que murió la abuela. Hoy, un año después, lo ha vuelto a usar porque murió su esposo. A él le han puesto la corbata con la que lo vi la última vez, hace ya un año, cuando murió la abuela; y mi madre me ha dicho que yo también debo vestirme igual que ese día. Todos vestimos como hace un año. Es por eso que, cuando pienso en mi familia, la primera imagen que viene a mi mente es la de un velorio en el que todos usan la misma ropa. No entiendo por qué entonces mi profesora Clara me llamó la atención frente a mis compañeros hace una semana. Ella nos había pedido un dibujo de nuestra familia, y yo le presenté una hoja en la que se veía un ataúd en el centro, rodeado por cuatro o cinco de mis tíos, y entre ellos también a mi

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madre. Todos vestían igual que hoy. Ella me preguntó que qué era eso, y por qué todos llevaban un interrogante sobre sus cabezas. Yo le dije que ese dibujo significaba las únicas veces en que veía a toda mi familia junta, y que los interrogantes eran las dudas que yo veía en todos al querer saber quién sería el próximo en morir y cuándo volveríamos a vernos. A ella no le gustó mi dibujo lo rompió frente a mis ojos, ante el asombro de todos. No sé que hará mañana cuando le presente excusas por mi ausencia. Me preguntará por qué no fui ayer a su clase, y yo tendré que decirle que estuve en un velorio en el que volví a ver a mi familia vestida de negro, como siempre. Se sorprenderá al saber que el día que rompió mi dibujo lo hizo por donde estaba la figura de mi tío Juan. No sé si se sentirá culpable por eso. Yo, por mi parte, tengo claro que no podrá castigarme por un hecho que ni siquiera yo provoqué.

La tía Nelly se sienta junto a mí, bajo el árbol del tío. Lleva unas gafas negras para que no la vean llorar. Me rodea la espalda con su brazo, y dice:

-¿Sabías que tu tío plantó este árbol?- Sí, tía.

Por unos instantes no dice nada y yo la acompaño en su silencio.

- Fue una mañana de julio, hace quince años. Aún no había nacido David y Sara acababa de cumplir tres años. Éramos muy felices. Hace unos meses, luego de un viaje, tu tío no volvió a ser el mismo: se enfermó de gravedad y tuvimos que llevarlo al hospital. Cuando fui a visitarlo, me pidió que quitara un ramo de flores que había sobre la mesa. Yo le dije que allí no había flores, tan sólo un jarrón vacío. Él alzó la voz y dijo: “¿Qué acaso no las

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ves? Están al lado de tu madre. Quítalas, por favor, que no soporto ese olor”. Por esa época ya había muerto tu abuela. Comprenderás el miedo que sentí al oírlo hablar de esa manera. Sabía que ya iba a morir y que todo era cuestión de esperar. El sábado, sin embargo, parecía mejor. Tú y tu madre fueron a visitarlo al hospital. El doctor dijo que, de seguir así, el lunes sería dado de alta. Pero el lunes murió y yo ya no supe qué hacer… Parece que va a llorar. Me atrae hacia su pecho con fuerza y se limpia con un pañuelo el maquillaje que corren las lágrimas antes de decir: - Hace sólo veinte años que lo conocí y sé que me hará falta. Pasó tanto tiempo antes de conocerlo (un domingo por la mañana, mientras sonaban las campanas de la iglesia) y pasará mucho más desde hoy, hasta el día de mi muerte, y sé que lo extrañaré. Fueron sólo veinte años y, sin embargo, parece que viví con él toda la vida.

Por un instante los dos miramos el cielo, los pájaros que vuelan en desorden e imitan la caída de las hojas en otoño. Yo busco allí una palabra de consuelo; tía parece buscar el lugar en el que ahora vive su esposo.

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Ricardo Abdahllah (Ibagué, 1978)

Durante dos años fue profesor de Literatura en el Instituto Caldas y la Universidad Industrial de Santander, donde se graduó como Ingeniero electrónico, una carrera que nunca ha ejercido. publicó sus primeros textos en el periódico protexto y desde 1998 ha hecho parte del Taller Umpalá. Ha publicado los libros de cuentos “noche de Quema” y “el Desierto” y la biografía “Kurt Cobain, el rock estaba muerto”. actualmente vive en parís donde trabaja como periodista “freelance” para rolling Stone, La Hoja, Don Juan y el malpensante. Sus textos han sido publicados además en Gatopardo, puesto de Combate y revista Credencial. el cuento “Jakub Smolak, el hombre que vivió a la sombra de neruda”, le valió el 1er lugar en el XvII Concurso nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja, en el año 2005.

Correo electrónico: [email protected]

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LA DESAPARICIÓN DE KARINA STEPENKO, LA BELLA DESNUDA DE HELSINKI Y EL DEGOLLADOR DE LÄNSYVÄYLÄ

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Parte I La desaparición de Karina Stepenko

Si al cruzar la puerta del pequeño estudio en el número 9 de la Allée du Jasmin los tres policías y los dos hombres que los acompañaban hubieran encontrado el cadáver que esperaban, la escena habría resultado menos perturbadora. Se habrían preguntado “¿Por qué iba a matarse Karina?” antes de responderse “En últimas la gente se mata” y eso habría sido todo. Pero las cosas estaban en orden en la habitación de Karina Stepenko, como si la profesora asistente de ruso en el lycée Sonia Delaunay de Cesson la Fôret, se hubiera desvanecido y el hecho de que la puerta estuviera cerrada y las llaves sobre el escritorio eran sólo las señales más evidentes. Georges Bâsthard, el propietario, imaginó que cuando los cuatro entraran al baño verían el cuerpo desnudo de Karina en la bañera, flotando con los ojos muy abiertos.

Pero tampoco allí había algo fuera de su lugar.

Todo el cuarto parecía congelado en la noche del último día que Karina fue vista en Cesson la Fôret. Sobre la cama una hoja con esa fecha estaba escrita casi hasta el borde y, aunque ninguno de los presentes conocía

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el ruso, era obvio que la última letra de la última frase estaba incompleta como si algo hubiera interrumpido de repente la carta que Karina escribía durante la cena. Porque en el momento en que desapareció Karina estaba cenando: en el escritorio que servía también como mesa había media pizza de horno microondas y un vaso de vino lleno también hasta la mitad. El señor Bâsthard fue el primero en leer el recibo de supermercado que había quedado también sobre el escritorio. El día de su desaparición, Karina había comprado la pizza y el vino más un paquete de salami danés y tres baguettes que no estaban por ninguna parte. Todas las compras habían sido hechas en el Intermarché de Le Mée, que era barato y quedaba a una parada del RER y aún no habían sido registradas en la libreta negra donde Karina el señor Bâsthard la había visto anotar sus gastos. La libreta estaba también sobre le escritorio y la última fecha, que del día anterior a la carta, daba un saldo de 43 euros, 50 céntimos que confirmaba las dificultades económicas de las que Karina había estado hablando a sus amigos. Junto a la cifra Karina había escrito “Debe alcanzar hasta que me paguen” y aparte de lo gastado en el mercado, sólo faltaban cinco euros en el dinero que Karina había dejado sobre su mesa de noche.

“Era un poco una hija”, dijo después el señor Bâsthard, pensando en tantas veces que Karina lo había saludado cuando él regresaba de pasear su perro y en que el día en que Karina desapareció, el señor Bâsthard había encontrado a un viejo amigo durante el paseo canino y habían hablado por casi una hora. “Si hubiera llegado a la hora habitual la habría visto por última vez” dijo también pensando que entonces tendría ese recuerdo en lugar del encuentro previo cuando ella le había pedido un par de tijeras que luego nadie pudo encontrar. Al señor

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Bâsthard no le parecía que la última vez que uno viera a alguien debía ser para prestarle unas tijeras.

La primera vez había sido acompañada por la directora del liceo, quien sirvió de garante para el alquiler. Karina había llegado al lycée Sonia Delaunay dos meses antes y su trabajo como profesora de ruso en un liceo donde muy pocos alumnos se interesaban en esa lengua, le dejaba tiempo de sobra para dedicarse a escribir, que era en últimas la razón que la había llevado a Francia. A los veinticuatro años, Karina había ganado cierto reconocimiento local como escritora en Tallin (era en realidad estoniana pero decía “rusa” para ahorrar explicaciones) y “La casa de Eduardo, el emperador borracho”, una de sus obras de teatro, había sido puesta en escena por un grupo de la ciudad. En París, en cambio y previsiblemente, Karina era completamente desconocida y esto no le disgustaba.

Apenas al llegar había rentado el estudio en Cesson la Forêt. Era cierto que rigurosamente no vivía en París (hecho que se cuidaba de omitir en sus cartas, también para ahorrar explicaciones) pero estaba bien para su sueldo, podía caminar hasta el trabajo y tomando la lentísima línea D del RER, podía estar en media hora en pleno centro. No había quejas respecto a las clases de ruso de Karina, pero si alguien se lo hubiera preguntado y ella hubiera contestado con sinceridad, habría dicho que su trabajo como profesora no le importaba la décima parte de su trabajo de escritura. En Cesson (“En París” habría dicho), Karina escribía maniáticamente y guardaba sus apuntes con un orden que habría extrañado a quienes la conocían en Tallin. Fue a partir de esos apuntes, y de la insistencia familiar a las casas de edición, que pudo publicarse un libro que acabó por titularse “Desde el vacío”. Un título que puede sonar macabro, pero en

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rigor es cierto y más apropiado que la expresión ‘Obra Póstuma’ con la que se subtituló.

“Yo la vi sonriente ese último día. Uno no cree que una persona con esa sonrisa pueda morir enseguida” dijo Crystelle Dalmais, documentalista del liceo. “La había visto dos días antes comprando ropa en Melun y la verdad la segunda vez lucía mejor, mucho más animada”

En ese ‘ánimo’ notable coincidió Sophie Restrouex, profesora de español, que también vio a Karina en su última tarde. Sobre todo, dijeron las dos, esa cierta alegría contrastaba con el hecho de que Karina rara vez saludaba a la gente que cruzaba de su camino y ese día parecía saludar a todo mundo, empezando por la gente del supermercado. A mediodía hizo una llamada de la cabina telefónica frente a la oficina de la BRED, habló de paso con un par de alumnos de otras clases y en cambió ignoró a un alumno suyo con quien se encontró en la puerta de una droguería casi al final de la tarde. Nadie la vio salir del estudio esa tarde ni nunca más. Sus papeles, su pasaporte incluso, estaban en su sitio igual que su morral de viaje. En el pequeño refrigerador, que a falta de espacio en el cuarto Karina había acomodado en el baño, había leche, jamón, arroz preparado y un plato de sopa y sobre el escritorio varios cuadernos con anotaciones y dibujos que daban cuenta de las variaciones en su estado de ánimo. Karina pasaba de “He encontrado la paz de la ciudad al meterme las manos en los bolsillos cuando empezaba a llover” y “No se me ocurre felicidad comparable a caminar mirando fachadas a lo largo de la Rue Saint Denis” a “Otro fracaso. Fracaso en la asfixia de los días en Tallin, fracaso aquí en la meca. Sólo palabras” y “Debería morirme y ser una famosa extranjera en Montparnasse o en Père Lachaise cerca de Wilde”. Karina, por supuesto, era buena lectora

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También había sobre la mesa una copia de nadja y una edición de en busca del tiempo perdido aún empacada con excepción del sexto tomo. El conjunto de objetos sobre el escritorio lo completaban un compacto del Kid A de Radiohead y dos fotos, una de Karina en Pont au Change (el cabello rubio y las raíces negras como se la vio por última vez) y otra en el puerto de Tallin abrazada junto al antiguo novio a quien estaba dedicada la carta incompleta que era sobre todo una relación de hechos cotidianos.

“Cada vez como menos, ¿Me estaré volviendo anoréxica? El trabajo me aburre, llegará el día cuando ningún alumno vaya a ninguna de mis clases”.

“Me ha vuelto a doler el brazo derecho, debe ser una corriente de aire, o eso dijo mi madre por teléfono. Comienzo a detestar las tarjetas telefónicas. Eurolatina dura poco. Messenger Telecarte suena horrible. Ni siquiera quiero intentar la que se llama ‘Nostalgia’. Es casi un chiste cruel”.

“He comenzado a fumar, pero como como poco me mantendré delgada para cuando vuelvas a verme”.

Era cierto que Karina no fumaba hasta entonces, el cigarrillo a medio consumir que estaba sobre la mesa había sido encendido por un inexperto.

Todo esto apareció en los informes, pero el detalle que más impresionó al grupo, y aunque los cuatro presentes lo confirmaran sigue pareciendo increíble, fueron las prendas de vestir sobre la cama. Eran las ropas con las que Karina había sido vista en el supermercado, pero, todos lo notaron al tiempo, estaban dispuestas no como las de la persona que se las ha quitado y arrojado sobre

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la cama, sino como si quien estuviera dentro de ellas se hubiera convertido en vapor en un instante. De acuerdo al procedimiento, nadie debía haberlas tocado, pero la curiosidad fue irresistible y Giraud, uno de los agentes, se acercó para hacerlo. La blusa estaba abotonada, había un collar con una piedra roja en el lugar del cuello y la ropa interior ocupaba su lugar dentro de la blusa y el pantalón. El señor Bâsthard pensó cómo se vería Karina cubierta sólo por esa ropa. Pero no fue una imagen, imaginó tibieza. Nadie hizo comentarios. La escena obligaba silencio.

En los meses siguientes se habló de brujería, ritos satánicos y raptos extraterrestres. Karina, que en sus poemas gustaba de coquetear con la muerte, había dicho que si moría joven sería famosa, pero es posible que de no ser por las circunstancias nunca aclaradas de su muerte, nadie hoy la recordaría.

Y Karina anhelaba posteridad. Eso decía en sus cartas.

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Parte IILa Bella desnuda de Helsinki

Aunque es un tópico del cine y la literatura, la pérdida total de la memoria es más bien poco frecuente y en la mayoría de ocasiones, al menos si no existe un trauma físico severo, suele curarse en cuestión de días. Sin embargo aparecen de vez en cuando casos de personas que no sólo no recuerdan su identidad sino que corren con la mala suerte de no ser reconocidas, viéndose obligados a vivir con nada más que trazos de lo que, robando el término a la metafísica, podríamos llamar “su vida anterior”.

El imaginable desespero que puede causar esa falta de hechos a los que asirse debió ser la causa del trágico final de la mujer que la prensa, que suele tener con los títulos un acierto que ya quisieran los narradores de ficción, llamó “La bella desnuda de Helsinki” y cuyo verdadero nombre no llegó a conocerse. El hecho de que la misma noche que un grupo de jóvenes la hallara al borde de la muerte por congelamiento junto a la ruta que lleva a Kantvik, hubiera tenido lugar no muy lejos de ahí el último asesinato de “El asesino de los fiordos” (la prensa, los nombres), o “El degollador de Länsyväylä”,

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porque cerca de esta ruta se cometieron los crímenes, hizo que algunas personas se arriesgaran a conjeturar que de hecho la bella y el degollador eran la misma persona y aunque esa afirmación pueda ser un tentador punto de partida, hace tiempo ha sido descartada.

Jarkko Haarjarvi, Suommy Kaat y Hanna Lehnten manejaban de regreso a casa la noche que la encontraron. Habían bebido y estaban cansados luego de pasar el viernes y sábado en la casa de campo de un cuarto amigo que se había quedado para descansar y regresar a Helsinki el domingo en la mañana. Fue en una curva casi llegando a la ciudad (aún hay en el lugar un anuncio de Coca-Cola) donde Hannah manifestó que tenía que orinar. Era tarde y todos tenían prisa pero la advertencia fue contundente. “O paran o me orino aquí mismo y no me importa”, había gritado Hanna.

El auto se detuvo y los dos compañeros de Hanna la maldijeron cuando abrió la puerta y el aire helado, que entró con vocación de avalancha, los golpeó en la cara. Hanna se alejó del auto un par de metros, lo suficiente para que Jarkko dijera “Dejemos esa perra aquí para que se congele”.

Era en broma, por supuesto. Hanna regresó un segundo después. No gritó. Sólo les señaló el cuerpo desnudo sobre el que ella había estado a punto de orinar. Les tomó un momento pensar en las seis jóvenes que habían muerto sobre esa ruta durante el último año. Ahora, Hanna dice que desde un primer momento pensó que la joven al lado de la ruta podría estar viva, pero Jarkko y Suommy recuerdan que a los tres les sorprendió que no tuviera un tajo que le atravesara la garganta.

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Llevaba el cabello negro y muy corto y su única prenda era un bolso azul tejido que aún le colgaba del hombro derecho. Después notaron, según Hanna en los labios, según Jarkko en las manos, un temblor que les indicaba que aún vivía. “Pero tocarla era sentir la muerte. Era ese frío” fue lo que dijo Suommi. No hablaron para ponerse de acuerdo, era obvio que tenían que cubrirla y llevarla a un hospital. La arroparon con mantas y chaquetas. A las 2:55 de la madrugada fue recibida en urgencias. Estaba inconsciente y se siguió con ella el procedimiento habitual para casos de hipotermia severa.

Nadie sabe quién fue el primero en llamarla “Bella”. Pudo ser cualquiera de los que la vieron cuando recuperó la conciencia el jueves siguiente, justo cuando la policía encontraba la séptima víctima del degollador. El sobrenombre era adecuado. Tenía la piel del cuello cuarteada por el frío y el cabello imperdonablemente demasiado corto, pero sin duda era hermosa. Habló en inglés y cuando le preguntaron su nombre dijo que no lo recordaba. Una prueba sicológica realizada esa misma tarde comprobó que no mentía. El viernes se anunció que “La bella desnuda de Helsinki” (en veinticuatro horas la prensa había añadido cuatro palabras al adjetivo “bella”), sufría de una pérdida temporal de memoria que los médicos atribuían más a algún fármaco no detectado en los exámenes que al frío que había soportado durante varias horas. La Bella tampoco recordaba su origen y aunque su inglés no era británico ni americano, se hacía entender bastante bien incluso entre los médicos que sólo dominaban superficialmente ese idioma. Tampoco pudo explicar por qué cada una de las yemas de sus dedos estaba marcada con una cortada en forma de X.

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La Bella comió normalmente y habló poco durante los días que pasó en el hospital y los partes médicos auguraban una mejoría, pero su estado, su ánimo sobre todo, decayó a partir del domingo, justo cuando comenzó a especularse una posible relación con los crímenes del degollador de Länsyväylä. La policía ya sabía para ese momento que la mujer que habían encontrado el jueves había muerto la misma noche y no muy lejos del lugar donde los automovilistas habían encontrado semicongelada a la bella sin recuerdos.

Sólo hasta el miércoles siguiente se informó que era imposible que la mujer que estaba interna en el hospital fuera la autora de los asesinatos, pero para ese entonces ya la Bella había saltado por una ventana del cuarto piso del hospital. Antes de hacerlo había pedido que le devolvieran su bolso tejido sin decirle a nadie que ya había escuchado en las noticias que cuando la encontraron casi muerta había en el interior de ese bolsito doce pastillas de nembutal y una navaja de barbero.

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Parte IIIDos casos

Las dos historias fueron publicadas en diferentes medios con propósitos similares. La primera en un suplemento especial que circuló con el 20 minutes de París, la segunda en el Sierra Sun de Truckee, California. En ambos casos se proponía a los lectores encontrar una explicación y en ambos se citaba un relato no muy conocido de Conan Doyle, en el cual el autor elaboraba una explicación ficcional pero en todo punto coherente con los detalles conocidos sobre la desaparición de la tripulación del Mary Celeste, el más celebre de los buques fantasma de la época moderna. Sin tener noticias de que al otro lado del Atlántico se llevaba a cabo un concurso similar, los dos periódicos proponían a sus lectores elaborar un relato para explicar en París la desaparición de una joven aspirante a poeta y en California la relación de una mujer suicida con siete asesinatos cometidos en las afueras de Helsinki con la infalible técnica del corte en el cuello.

“¿Cómo se desvaneció de manera inexplicable Karina Stepenko?” fue el lema con el que 20 minutes promovió su concurso, pero la desaparición de la joven estoniana

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fue más inusual que inexplicable y, por supuesto, tampoco se trató de un desvanecimiento.

La primera razón es que las personas no se desvanecen. Las siguientes razones empiezan con la disposición de los objetos en el cuarto, de la ropa en particular, colocada, decía el artículo en tono sensacionalista, “como si quien estuviera dentro de ellas se hubiera convertido en vapor en un instante”.

Esa particular disposición de los objetos puede parecernos “perturbadora” (de nuevo los “perturbadores” adjetivos que se usan para describir la escena) sólo sí pensamos que es fruto del azar. Sólo que la escena no sólo es inquietante sino que parece querer verse de esa manera. Ese es ya un motivo de duda y cuando se duda de lo que parece inexplicable, las causas racionales no tardan en comenzar a presentarse.

Karina Stepenko trabajó normalmente el último día, fue de compras y luego de salir del supermercado ella, “que casi siempre salía corriendo de su trabajo y no miraba a nadie”, saludó a un par de conocidos con la intención de que la vieran. Luego llegó a su cuarto, organizó las compras y comenzó la carta que sabía nunca iba a terminar. Por eso la llenó de presagios y por eso la dejó todo a la mitad, incluso la última letra, algo que nadie haría no importa qué tan repentina pueda ser una distracción. Quien dude de esto está invitado a hacer la prueba de pedirle a un conocido que escriba cualquier cosa y luego interrumpirlo con un grito. La última palabra puede quedar a la mitad, probablemente no, pero la última letra estará inevitablemente completa.

Una letra incompleta es un acto consciente. Karina no fumaba, pero el cigarrillo a la mitad le parecía otro buen

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indicio y sabiendo que despertaría sospechas, había escrito “He comenzado a fumar”.

Pero no todo era falso en su carta porque no la había pensado en su totalidad. Cuando decía que comía poco no mentía y por eso había muchos productos a medio comenzar en el refrigerador. Por esa misma razón las compras de último momento eran injustificadas y en ninguna parte aparecieron las baguettes ni el salami danés.

Con ellas Karina había preparado sándwich. Era lo más práctico para comer en los siguientes días.

¿De dónde le había llegado la idea? Según los clichés, un detective francés, el Giraud que menciona el artículo por ejemplo, habría dicho Cherchez la femme! En este caso Giraud y los dos policías que lo acompañaban deberían haber dicho Cherchez les livres! ¡Busquen en los libros! (y en los discos, si hay que ser más específico). En el sexto tomo de en Busca del Tiempo perdido, el único destapado de la edición que se encontró en el cuarto, el narrador se extiende por decenas de páginas en cuánto extraña a su Albertina desparecida y cómo finalmente llega a amarla cuando sabe que ha muerto. Busquen en los libros y en los discos. Siempre. Es predecible que los últimos actos de una vida estén profundamente influidos por las últimas páginas, por los últimos acordes. Lo último que había escuchado Karina era el Kid A de Radiohead. La cuarta canción del álbum lleva por título How to dissapear completely?

Karina Stepenko se había ya planteado la cuestión de cómo desaparecer completamente.

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Tal vez sobraba nadja, que nada tiene que ver con la desaparición. Era el libro que Karina estaba leyendo. En la vida, a diferencia de en los cuentos policíacos, siempre hay montones pistas de que no lo son porque no llevan a ninguna parte.

Con todo en orden, Karina se desnudó y acomodó su ropa como si todavía estuviera dentro de ella. Le dio un mordisco a la pizza y se vistió con la ropa usada que había comprado la semana anterior en Melun donde la documentalista Crystelle la había encontrado. Estaba lista para salir tan pronto escuchara al señor Bâsthard regresar con su perro, pero esa noche el paseo habitual del propietario tardó demasiado y complicó las cosas. Cuando por fin regresó, Karina salió cerrando la puerta con la copia de la llave que le había costado los cinco euros que faltaban en sus cuentas y dejó sus llaves originales sobre la mesa-escritorio. Debía tomar el tren suburbano (“la lentísima línea D del RER”) para llegar a Gare du Nord y subir al tren cuya reserva había confirmado llamando desde una cabina telefónica ese mediodía, pero llegó demasiado tarde.

Con todo, consiguió un cupo en el siguiente tren y mientras tanto se cortó el cabello casi del todo utilizando las tijeras de monsieur Bâsthard y lo arrojó en un bote de basura de la gare a las cuatro de la mañana del sábado. Karina Stepenko, con un nombre falso, tomó finalmente el tren que había perdido a medianoche y apenas escuchó el silbido que anunciaba la partida, arrojó a las vías la copia de la llave de su casa. Ahora tenía el cabello corto. Su destino era Helsinki.

Allí llegó el sábado en la mañana. Los cambios de tren y el largo trayecto la habían agotado y sin conocer la ciudad debía pasar lo más desapercibida posible hasta

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llegar a los acantilados en Lautasaari. La idea era hacer autostop a lo largo de Länsyväylä, la carretera cerca de la cual, lo había leído de paso, le habían cortado el cuello a seis mujeres en los últimos meses. Considerando sus intenciones, un degollador no era algo de lo que Karina debiera estar temerosa.

Siempre había querido alcanzar la prosperidad y la notoriedad literaria antes de los veintisiete años, pero Karina tenía veinticuatro y se sentía ya demasiado vieja para gozarla en vida. El suicidio no le desagradaba como idea, pero le sonada demasiado gastado, un lugar común. La desaparición, en cambio, le parecía útil. Una manera de trascender la carátula del periódico local de Tallin. Era imperativo, sin embargo, que nunca se llegara a conocer su paradero. Por eso había decidido saltar a los acantilados. No llegará a saberse cómo Karina recorrió el camino desde la estación de trenes de Helsinki no sólo sin ser vista sino sin ser recordada por nadie excepto por un anciano que dormía bajo un puente y a quien Karina entregó sus ropas alrededor de la media noche. El anciano no lo comentó con nadie. Tal vez imaginó que nadie le creería que una mujer joven se había desnudado frente a él en medio de una noche de hielo; tal vez estaba demasiado borracho y lo olvidó. Al día siguiente, en todo caso, cambió las ropas de Karina por una botella de whisky barato.

Desnuda, y temiendo que el frío no le permitiera llegar hasta los acantilados, Karina se hizo en la yema de cada uno de sus dedos una herida profunda en forma de X. En un bolso tejido que nunca había mostrado a nadie, guardó la navaja con la que hizo los cortes y veinte píldoras que compró en la droguería donde no contestó el saludo a su alumno. Karina debía tomarlas una a una de tal manera

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que tan pronto sintiera el efecto (se lo habían descrito como el mareo que sigue a una comida pesada) podría proceder con la navaja sobre las venas de sus muñecas. Las pastillas, el corte, el salto y el agua helada que la esperaba abajo harían el trabajo. En cuanto al cuerpo, si algún día el mar lo devolvía, sería imposible de identificar sin huellas dactilares y nadie lo relacionaría con la desaparecida de Cesson la Fôret.

Karina tomó ocho pastillas, pero dudó antes de continuar y ese instante fue suficiente. Se estaba congelando y se imaginó sobreviviendo a la caída y sintiendo un frío aún más terrible. Entonces, aunque creía seguir dudando, ya había decidido que no iba a saltar. Sin embargo aún no renunciaba a su idea y creyó que el misterio “¿Cómo Karina Stepenko desapareció en Cesson y apareció en Helsinki?” la haría conocida como escritora, ahorrándole los problemas térmicos que representaba un suicidio secreto. Karina sentía agujas de cristal que le atravesaban los huesos, pero la carretera estaba suficientemente cerca como para llegar. No estaba segura de poder mentir cuando le preguntaran qué le había pasado y temía no poder decir “No sé por qué estoy aquí”. Jamás podría sobrevivir al ridículo si llegaba a saberse que había planeado su propia desaparición. “Hablaré en inglés” fue su último pensamiento antes de desplomarse.

En parte por la hipotermia, en parte por las pastillas que había tomado, Karina realmente no recordaba nada cuando despertó excepto que debía hablar en inglés. Como los médicos la entendían, asumieron que lo hablaba muy correctamente cuando en realidad la comprendían porque, como en el caso de ellos, no era su lengua materna. Karina no sabía nada de sí y aunque la amnesia debía ser temporal, las noticias que escuchaba la confundían. ¿Por qué había estado desnuda?, ¿Por qué

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los cortes en los dedos? Al principio Karina creyó que en realidad vivía en Helsinki, la habían drogado para robarla antes de abandonarla en la nieve y al cabo de unos días recuperaría la memoria. Luego, siguiendo los rumores, también ella comenzó a pensar que tenía algo que ver con las muertes de Länsyväylä y finalmente, cuando supo que el día que la encontraron llevaba una navaja en su bolso tejido, se convenció de que ella era la degolladora. Dentro de su cabeza sin una idea de orden y sin saber por qué estaba ahí, terminó por creer que los rumores tenían razón y ella había cometido siete asesinatos.

En eso pensaba cuando abrió la ventana del cuarto del hospital y saltó cuatro pisos. En el relato del Sierra Sun no se menciona que antes de saltar Karina se quitó la bata del hospital. Una voz tal vez o un recuerdo le dijo que tenía que estar desnuda en el momento de su muerte.

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Parte IVel degollador de Länsyväylä

Aunque en un momento llegó a arrepentirse de su decisión, Karina terminó por cumplir el propósito de su viaje: murió en Finlandia, la dieron por desaparecida en Cesson La Forêt (ella habría dicho en París) y nadie relacionó los dos casos. Sin embargo, a pesar de los titulares que ocupó en Tallin y Helsinki, su fama literaria duró poco y los únicos libros que la mencionan son los que se ocupan de los misterios inexplicables donde a veces aparece junto al posible envenenamiento de Napoleón, la bestia del Devonshire o las extrañas circunstancias que rodearon la vida de William Cruz. La llaman “La Bella Desnuda de Helsinki” y nunca incluyen fotos.

En cuanto al degollador de Länsyväylä, la noche que iba a matar a su séptima víctima recibió la visita de un ángel que no podía haber sido enviado más que como confirmación de que ya había sido suficiente. No era una cuestión moral, por cierto, sino una cuestión de números. El siete, cifra perfecta. El séptimo cuello cortado resultó ser el de una mujer que había tenido un desperfecto mecánico mientras conducía por Länsyväylä. La mujer no gritó cuando lo vio acercarse. Eso fue todo. No tenía

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sentido una octava muerte que arruinaría el maravilloso número siete y el ángel le había dado sus ropas. Eso era una señal. Un ángel que se desnudaba como símbolo de pureza, de redención.

Puro y redimido, al día siguiente el degollador cambió las ropas del ángel por whisky barato y mendigó por dos meses en la estación de trenes hasta que consiguió dinero para un tiquete hasta París. Cuando llegó a Gare du Nord encontró una llave tirada en el andén. Le pareció que el cielo seguía enviándole señales.

Aún lleva esa llave colgada al cuello y ahora (ha pasado tiempo) trabaja como conserje del lycée Sonia Delaunay en el suburbio de Cesson, donde a veces ha escuchado la historia de una joven profesora de ruso que desapareció de un día para otro.

Mañana, cuando hojee un anuario que alguien dejó abandonado en un salón al final de la clase, verá en una foto ese rostro por segunda vez.

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JAKUB SMOLAK, EL HOMBRE QUE VIVIÓ A LA SOMBRA DE NERUDA

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A pesar de haber sido tema de un buen número de reseñas, artículos de prensa y estudios literarios en los años que siguieron a la muerte del poeta,

hubo al menos un asunto que no encontró cabida entre los recuerdos revolcados y vueltos a la luz a propósito del centenario del nacimiento de Pablo Neruda. Se trata del libro “El motín del Santa Marta”, que según se dijo en alguna época, un oscuro escritor polaco de nombre Jakub Smolak habría publicado gracias a los oficios del poeta nacional chileno.

Es probable que ya nadie recuerde al francamente mediocre Smolak, que no sólo fue admirador del poeta desde que lo conoció en Batavia en 1930, cuando Neruda, por entonces de veintiséis años, ejercía como representante consular de Chile, sino que vivió toda su vida en función de los logros del Nobel, lo persiguió hasta atosigarlo y sólo recibió de su parte una invitación nunca concretada para visitarlo en su casa de Isla Negra y una nota, cuya existencia siempre se ha puesto en duda, extendida a Salvador Allende en favor de la publicación de su única novela. Obra que según la tesis planteada por algunos académicos norteamericanos en los últimos años de la década del 70, es de principio a fin un homenaje a Neruda.

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Dicho planteamiento fue mal recibido en Chile y despectivamente se llamó “smolaquianos” a quienes los sustentaron; según los intelectuales chilenos, buena parte de ellos en el exilio por ese entonces, la obra de Smolak no es más que un mal libro de aventuras y es absurdo que Neruda, a pesar de su ya entonces grave estado de salud, influyera para facilitar la publicación de una obra tan irregular. Dicen quienes niegan la intervención del poeta que la edición por parte de la Imprenta Nacional de Chile fue solicitada y pagada por Smolak de acuerdo con la facultad que tenía dicha entidad para imprimir por encargo a cualquier particular que pagara por ello.

Treinta años después el debate parece cerrado. Desde 1982 no se han publicado textos en defensa de Smolak y el círculo que lo defendía prefirió desintegrarse antes que continuar arriesgando su prestigio al dudar de la seriedad de uno de los escritores más admirados del siglo XX. Sin embargo, antes de rechazar de plano los argumentos de los que afirmaban que “El Motín del Santa Marta” era prácticamente una obra escrita para Neruda, vale la pena revisar algunos detalles del libro de Smolak que parecen demostrar que una discusión doble (el libro como homenaje a Neruda y la intervención del poeta para su publicación) se convirtió en una cuestión única atacada por los chilenos que cerraron filas para defender el orgullo nacional. El silencio final de los “smolaquianos” dio la razón a los chilenos que convencieron al mundo de que Neruda nunca intervino para la publicación de la novela; pero también les sirvió para decir que “El motín del Santa Marta” no es un homenaje al poeta y esta última afirmación tiene mucho de falsa.

Tomó la carta y pensó guardarla junto con la última foto de Jurek; luego la quemó y al lado de las cenizas dejó la nota donde explicaba al Sr. mankewitz que partía

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en un buque rumbo a américa del Sur. Ya de camino a Kolobrzeg, Silvia pensó que, al encontrar la nota, su padre partiría a buscarla pero Julius mankewitz leyó la nota con frialdad y la arrugó dejándola sobre las cenizas de la carta de Jurek. no dio detalles a su esposa. “Se ha ido” fue todo lo que le dijo.

Así se inicia la novela. Silvia Mankewitz, hija de un diplomático polaco en el retiro, quema la carta donde su prometido, establecido en Tánger, le anuncia que no regresará a Polonia y desesperada inicia una travesía por mar hasta Chile donde espera reunirse con su hermano, llamado Jakub como el autor, que se ha vinculado a un movimiento de resistencia clandestina contra el presidente González Videla. Aunque a lo largo del texto no se mencionan fechas, los hechos históricos descritos permiten perfectamente situar la acción de la novela en 1949, precisamente el año en el que Neruda “desaparece” por dos meses luego de huir clandestinamente de Chile. Es entonces cuando Smolak, que no lo veía desde 1936, (en ese año, como respuesta a sus cartas, Neruda le había concedido una audiencia en París), se reencuentra con su admirado poeta. Cayendo en un abuso de confianza que francamente disgusta al poeta, Smolak le sugiere regresar a Chile. Neruda desestima la sugerencia que le representaría el destino que la protagonista de la novela decide seguir.

Después de viajar hasta Liverpool, Silvia se embarca en el “Santa Marta”, un pequeño vapor de carga comandado por un capitán excéntrico que, sin razón aparente, comienza a racionar la comida de la tripulación, hasta que los marineros, sufriendo hambre en una nave con las bodegas llenas, deciden ponerle preso. El ambiente del barco antes de la sublevación y el carácter del capitán parecieran de hecho basarse en el poema “El fantasma

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del buque de carga” incluido en residencia en la Tierra de 1933, mientras la escena de Liverpool nos remite a “Pasajera de Capri” de Las uvas y el viento, libro publicado por Neruda en 1954, cuando Smolak debía estar escribiendo la obra. La noche antes del motín, cuando Silvia se dirige al capitán parece calcar algunos versos de Neruda.

“Todo regresa del mar” dijo Silvia al capitán Ludwing, “todos los barcos que se traga serán despojos que regresan a la playa”.

La semejanza con el poema XIV del Canto General es obvia:

Toda tu fuerza vuelve a ser origensólo entregas despojos triturados cáscaras que apartó tu cargamento.

Borges decía que una sola línea magistral justificaba toda la obra de un autor. Si estamos de acuerdo, la novela se justificaría en una de las escenas que siguen a la detención del capitán. Hambrientos, los marineros rebeldes suben a cubierta todos los toneles de vino y una serie de sacos donde han metido a los animales vivos que el excéntrico capitán conservaba en las bodegas. Para todo mundo, excepto para Smolak, es claro que es poco práctico llevar animales vivos para sacrificarlos en altamar, pero la inverosimilitud de la escena no le resta dramatismo:

Los hombres que habían bajado arrojaron los costales sobre la cubierta. Caían algunas gotas de lluvia y el silbido del viento se mezclaba con los quejidos de las gallinas y los cerdos que, envueltos en los sacos, parecían

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imaginar su destino. Fue Wyszynsky, quien seguramente quedaría al mando del barco y decidiría si continuaba el viaje hacia américa, el que asestó el primer golpe de cuchillo a los costales. Silvia se cubrió la cara para no ver la escena y sólo escuchó el horrible chillido de los animales. el resto de los marineros se unió a Wyszynsky y, en medio de la algarabía, la sangre fue inundando la cubierta. por varios minutos continuó la carnicería frenética de los marineros. Cuando Silvia volvió a mirar aún algo parecía retorcerse con vida dentro del costal. Luego sintió el horrible aliento de Wyszynsky que le ofrecía, como si fuera del todo natural, un pedazo informe de carne cruda y ensangrentada. “Por fin, tenemos comida, señorita mankewitz” le dijo sonriente y satisfecho. Silvia se retiró asqueada y vomitó toda la noche escuchando en sueños los berridos de los animales sacrificados en tan salvaje espectáculo de coraje y bravura. Sintió repugnancia al ver desayunando a los marineros la mañana siguiente, pero esa noche cenó con ellos y llevó algo de comida al capitán.

Es a partir de este punto donde lo que podría haber sido una buena novela con un mal comienzo se transforma en un periplo sin sentido que mezcla conflictos que parecen sacados de las mejores páginas de Conrad con reflexiones políticas comunistas para nada pertinentes a la trama. Silvia Mankewitz sufre una conversión milagrosa y pasa de ser la niña que huye de casa a una estratega que planea durante el viaje el curso que deberá tomar la revolución en Chile. Parece obvio que cuando Silvia arribe a Chile el país se habrá salvado; así ella cumpliría en la ficción el papel que Smolak quería para Neruda en la vida real. El capitán Ludwing es liberado en Panamá y el barco finalmente llega a Valparaíso. La trama suena estupenda, pero la lectura del libro es insoportable, las parrafadas de la heroína sobre la

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igualdad de los hombres se hacen repetitivas y extensas y las descripciones del mar, brillantes en los capítulos iniciales, alcanzan una monotonía insufrible conforme se avanza en la lectura. No es fácil terminar el libro, pero si uno lo hace se dará cuenta que no sólo abundan los plagios a Neruda (al acercarse a Valparaíso, Silvia dice “Ola de luz en la que se asoma la que será mi patria” en clara referencia al poema “Mares de Chile” mar de valparaíso, ola de luz sola y nocturna, ventana al océano en la que se asoma la estatua de mi patria) sino las referencias directas e indirectas a la vida del poeta. La madre del marinero Kluger, confiesa él ya en el tramo final del viaje, ha muerto (como la de Neruda) a los pocos meses de su nacimiento y la hermana de Kortaczyk, otro de los marineros, lleva inexplicablemente el nombre hispano de Marina, el mismo de la hija del poeta. La descripción física y sicológica que se hace de este personaje corresponde, casi miméticamente, a la que Neruda hizo de su madrastra Trinidad Candía.

Aparentemente ya en 1957, Smolak envió a Neruda manuscritos de su novela solicitándole al mismo tiem-po consejos y ayuda para su publicación. Aun molesto por la impertinencia recurrente, el poeta contesta con recomendaciones breves que al parecer Smolak acepta sin mayores cuestionamientos, quebrantando aún más la frágil unidad estilística y temática de la obra. Durante la década del sesenta, ya con su novela terminada y vi-viendo entre Edimburgo, donde su tío tiene una pequeña fabrica de calzado, y Cracovia, Smolak continúa escri-biendo a cartas a Neruda y recibiendo sus breves aunque usualmente corteses respuestas. Smolak sigue a Neruda en sus giras por Europa y aunque en muchas ocasiones no consigue cruzar con él más que un par de palabras, comienza a escribir artículos y estudios sobre la obra del chileno. Aunque la mayoría de ellos distan de ser

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interesantes y se publican en revistas de temas generales caracterizadas por su falta de seriedad, las traducciones que Smolak realiza al polaco y al alemán de varias con-ferencias y discursos del poeta merecen ser consideradas aparte por su limpieza y profesionalismo. Es en razón a la traducción de uno de sus discursos, publicada en me-dios académicos polacos, que Neruda invita a Smolak a su casa en Isla Negra. Las razones por las que el polaco nunca realizó dicha visita siempre serán un misterio.

Inútilmente Smolak intenta contactar a Neruda en Suecia luego de que el poeta recibe el Premio Nobel; el último encuentro se daría dos años más tarde, cuando, acompañando en viaje a su compatriota, el empresario Sebastian Gertsmann, que intenta abrir explotaciones de cobre en Tierra del Fuego, Smolak, ya casi de setenta años, logra finalmente arribar a Chile.

Por tierra, el polaco se desplaza hasta Santiago. Son tiempos difíciles, corre 1973, ya han pasado los meses de gloria del gobierno de la Unidad Popular y las presiones internas, apoyadas desde el exterior, resquebrajan el gobierno de Allende. Cuando recibe a Smolak, Neruda se encuentra enfermo y a puertas de una intervención quirúrgica. Pocos amigos lo visitan y es el polaco quien se encarga de él en los días previos a su ingreso al hospital. Es entonces cuando Neruda probablemente extiende al presidente Allende la nota cuya existencia enfrentó años después a los “smolaquianos” con los académicos chilenos. Con nota o sin ella, “El motín del Santa Marta” se imprime en agosto de 1973. El lanzamiento del libro se prevé para el 23 de septiembre, pero el 11, cuando sólo algunos ejemplares han sido entregados a librerías y periódicos en calidad de cortesía, el gobierno de Allende es derrocado y las fuerzas militares destruyen toda la producción existente en las bodegas de la Imprenta

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Nacional. La orden verbal fue justificada a posteriori argumentando que “la práctica totalidad de los libros impresos desde mayo hasta la fecha contenía propaganda procubana y prosoviética.”

Aún durante los días posteriores al golpe, Smolak visita a Neruda, un personaje muy mal visto por el gobierno militar, y hay quien afirma que las visitas a Neruda fueron la causa de la detención de Smolak en noviembre de ese mismo año. Neruda había muerto el 23 de septiembre, precisamente el día previsto para el lanzamiento del libro donde tal vez el Premio Nobel habría hablado en favor de la obra del polaco. Muchos trabajadores acompañaron los funerales de Neruda, celebrados casi de manera clandestina y bajo vigilancia policial; en cambio, pocos amigos lo hicieron. La mayoría de ellos habían abandonado el país o se encontraban en la clandestinidad. Smolak pronunció un corto discurso que es recordado como el menos solemne y el más honesto de los cuatro que se pronunciaron esa tarde.

En los archivos oficiales puede encontrarse una referencia a “Jakub Smolak, ciudadano polaco deportado en el buque Caridad el día 25 de Noviembre”, pero ningún pasajero polaco descendió del buque ni durante su escala en La Habana ni a su arribo en Portugal. La historia le niega un lugar y fecha de fallecimiento al hombre que vivió a la sombra de Neruda y fue una de las personas que lo visitó en sus últimos días, cuando pocas cosas eran más peligrosas en Chile que visitar a uno de los más famosos intelectuales comunistas de América. Nunca se sabrá si existió la nota de Neruda a Allende, pero, en justicia, si a Neruda le importaba más el hombre que el a veces banal oficio literario, es bien probable que el poeta nacional de Chile haya tenido por lo menos una atención con el único amigo que le duró toda la vida.

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Miguel Alfonso Castillo Fuentes (San Gil, 1985)

estudiante de Licenciatura en español y Literatura en la UIS. en 2006 ocupó el 2° puesto en el XvIII Concurso nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja con el cuento “Guión para una película de corto presupuesto”. Ingresa al colectivo literario “Umpalá” en el año 2003. Durante año y medio aplaza sus estudios académicos en la universidad y se dedica de lleno a la literatura, y a un “intento fallido por conocer el mundo”, como él mismo define su experiencia.

Correo electrónico: [email protected]

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TRES VIEJOS SIN IMPORTANCIA

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Aún era temprano cuando un considerable grupo de policías llegó a La esquina del viejo Luís. Lo primero que hicieron fue gritar, al tiempo que

golpeaban una puerta de madera, pintada de verde y con el número 11 - 71. Al abrir doña Eva, los uniformados le colocaron un papel en sus manos, y de inmediato rayaron con sus botas las baldosas verdes y blancas, dejando a un lado a don Rosso, que parece dormir en una mecedora, junto a una matera vacía; doña Eva se queda a un lado de la calle. El negro, que hace unos minutos se encontró un bonito reloj, pasa pedaleando con una chancleta azul y otra rosa. De vez en cuando, algunos potes son vaciados sobre la calle; don Rosso sigue haciéndose el dormido, y una colilla de cigarrillo cruza bajo las piernas de Fosforito. A ratos se detiene por culpa de alguna piedra, o un poco de basura amontonada, pero cuando sucede eso, como si el deber fuera la navegación del cigarrillo, unos policías vuelven a desocupar cubos y potes, todos salidos de la casa de la señora Eva. A lo largo de la calle, bordeando con la acera alumbrada de la mañana, el guarapo de la señora Eva arrastra una envoltura de caramelo sabor a fresa, un chito, un pedazo de hoja de cuaderno, y también la colilla de un cigarrillo. Fosforito y dos amigos están sentados en la acera, mirando pasar el río; vistas desde el

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suelo, las piernas de los tres hombres parecen una serie de puentes. Al llegar Fosforito, Carmito y Venancio ya estaban en La esquina del viejo Luís. Ellos vieron cuando la policía entró y empezó a botar el guarapo a la calle. Fosforito no dijo nada y se sentó en la acera; luego Carmito y Venancio también se sentaron sin decir nada. Veían a los policías entrar y salir de la casa de la señora Eva, y la señora Eva a ratos los miraba a ellos, y los tres lo sabían. La idea parecía ser estar allí pero sin mirar, algo así como respetar el horario pero sin cumplir con la labor, beber. La señora Eva los atiende bien, a veces hasta animosa, y el señor Rosso nunca molesta, ni siquiera opina. El guarapo de la casa de la señora Eva es dulce y con cuncho, y a los tres viejos les gusta beber todos los días allí. De nuevo un policía saca un balde, y lo arroja a la calle; junto a la acera, del lado que hace sol y tres viejos están sentados, un charco se renueva, llevándose un cigarrillo que había quedado atrapado en un poco de basura. El patrullero Arguello le hace una seña al patrullero Benavides, y los dos se ríen. El viejo Venancio parece jugar con un charquito de guarapo; revuelve un poco con sus dedos y se aburre. Carmito se da cuenta que los policías se burlan de ellos y por eso sigue mirando al suelo. Fosforito sabe que Carmito se siente mal porque no está borracho, y que Venancio no va a demorar en llevarse los dedos a la boca. Lo normal es que lleguen en la tarde los demás, porque el grupo de viejos es grande y lamentable. La señora Eva les sonríe a todos, y todos pagan lo que beben, pero los distinguidos son Fosforito, Carmito y Venancio. Son

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los más viejos, y los primeros en llegar y los últimos en irse. Sin importar cómo, los tres siempre pagan y se van tambaleando llenos de rojo y risas. Carmito siempre usa una camiseta amarilla de Hipinto, y la señora Eva siempre le dice que le gusta el color amarillo. Fosforito lo sabe, y por eso siempre bebe con Carmito; Venancio también lo sabe, pero lo que hizo fue conseguir un pantalón amarillo, pero la señora Eva jamás le dijo que le gustaba ese color. Venancio hoy se trajo el pantalón de rayas grises y negras, y Carmito tiene la camiseta de Hipinto, Fosforito se lo esperaba. En La esquina del viejo Luís, a una calle del mercado y a dos del prostíbulo de Maruja, un grupo de policías entra y sale de la casa 11 – 71; la señora Eva, de pie junto a la puerta, los mira pasar; en la mano izquierda cuelga un papel blanco, y en la otra un cigarrillo deja escapar unos suaves movimientos de humo azul. Carmito y Venancio siguen mirando el charco y sus dedos se deslizan por el guarapo que pasa despacio. Carmito está molesto porque había trabajado y eso de trabajar no le gusta, y Venancio no está molesto porque ni lo intenta, pero sí triste porque no está bebiendo. Son sólo tres viejos sin importancia, tres bebedores de guarapo de más de sesenta años, mal vestidos, canosos, uno de ellos casi calvo, de rostros rojos y por lo general sonrientes y con el único fin de beber el guarapo de la señora Eva. Y fue Fosforito, el de la mitad, el de los zapatos de gamuza desgastada, sin medias, pantalón negro y una camisa de rayas grisáceas, el que se levantó, cruzó la calle, esquivó al negro que seguía pedaleando con una chancleta azul y otra rosa, no miró a los policías, sí miró a la señora Eva y le sonrió, dejó atrás una matera, y con ella a don Rosso que parecía ya dormir demasiado, y agarró un vaso de la cocina de la señora Eva.

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De la misma forma que se fue, Fosforito regresó a la acera, y los policías lo vieron y se dieron cuento y volvieron a reírse, y Venancio y Carmito no lo podían creer cuando vieron a Fosforito llenando el vaso con el guarapo que en ese momento volvía a pasar por el borde de la acera, y por supuesto, también se rieron y se levantaron para hacer lo mismo.

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SOBRE MI AMIGO ELVIS PRESLEY

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Un cuento para La Generación del abandono

Conocí a Elvis Presley, y por algún tiempo fue un buen amigo. Era alcohólico, y la última vez que lo vi con vida debía de pesar más de 152 kilos. Le gustaban las mujeres jóvenes, bellas y graciosas; usaba siempre camisas hawaianas y nunca aprendió hablar bien español. Murió hace tres días, ayer fue su funeral y estuve allí. El 16 de agosto de 1977 se acabaron todas las flores de Memphis, así que fue necesario llevar coronas y ramos de todo el resto del mundo. Miles de personas y 16 Cadillacs blancos acompañaron su ataúd; su manager, el coronel Tom Parker, también estuvo; esperó a que el padre de Elvis, el señor Vernon Presley, firmara unos papeles que le daban la exclusiva para montar una empresa de mercadeo con la imagen de El Rey. Porque Vernon Presley se sentía tan mal que no sabía qué hacer, sino regalar las flores de su hijo a cualquiera que se acercara a la tumba, firmó los papeles cuando el coronel se acercó, y como después de eso se sintió peor, siguió dando flores hasta que no quedó ni una sola para adornar la tumba.

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A los cuarenta y dos años, un día después de haber muerto, llegó a Buenos Aires Elvis Presley. Al bajar del avión su nombre era Jhon Burrows y aún se parecía demasiado a Elvis presley. Ese mismo día, los agentes del servicio de protección de testigos del FBI le asignaron la identificación y el pasado de Jesse A. Smith, sargento en retiro del ejército norteamericano. Le dijeron que se dejara crecer el cabello y el bigote. En un hotel, con vista al Obelisco, le afeitaron las patillas Al principio, el señor Smith sólo tenía problemas con el idioma; varios profesores lo intentaron con diferentes métodos, y ninguno obtuvo un gran avance. La verdad es que el señor Smith no hizo un gran esfuerzo, prefirió acostumbrase a otro Smith, el agente Smith, que lo acompañaba a todos lados y hablaba a la perfección el español, así que le traducía todo. Pasaron seis meses, y lo único que parecía haber aprendido era pedir diferentes platos de carne y cerveza; como él mismo me dijo alguna vez, era lo único que necesitaba en esos días. De cómo en realidad llegó a Cuatro Esquinas Elvis Presley, El Rey, no lo puedo decir; no recuerdo que me hubiera dicho Llegué a Cuatro esquinas por esto o por esto otro, nada de eso. Por eso no creo que supiera de Cuatro Esquinas antes del 16 de agosto de 1977, y sobre todo, mucho menos del pedazo de vía férrea que aún cruza por ahí. Lo que sí sé, o mejor dicho sé a medias, es que al poco tiempo se asustó en Buenos Aires. El agente Smith resultó, en secreto, fan del Rey, y le gustaba hablar en inglés y con la certeza que nadie los escuchaba. Al otro, a Jesse A. Smith también le gustaba hablar, pero no con la voz del agente memphis, una llamada segura una vez a la semana, y que al poco tiempo se convirtió

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en una única entrevista en un café, cerca a la Plaza de Mayo. El tal Memphis resultó ser un tipo un poco más alto que Jesse (en ese momento sólo debía decir y pensar en ese nombre), de traje negro, zapatos de charol negro, maletín de cuero negro, un reloj con correas negras, y ojos azules, pero como tenía gafas negras… Ya por teléfono, Memphis lo había molestado por ir a comprar los boletos aéreos en persona, cuando dos horas antes ya se suponía que estaba muerto. Ése día, el Agente Memphis de nuevo lo molestó; mientras Jesse trataba de tomarse una taza de chocolate caliente, y Memphis se fumaba su tercer cigarrillo, le informó que un grupo de reporteros, fotógrafos, y algunos hombres de la mafia buscaban a Elvis Presley en Buenos Aires, todo porque se supo que un hombre muy parecido al Rey, el día de su muerte, compraba un boleto aéreo para esta parte del mundo. El chocolate se enfrió, Jesse A. Smith no pudo tomárselo porque sintió algo en el estómago al ver la nata que se formó, y como no pudo encontrar por ningún lado al agente Smith, creyó que todo era una trampa. Y, para colmo, el maldito del Memphis repitiéndole que no se le olvidara, que ya era hora de pensar, hablar y actuar como el sargento en retiro Jesse A. Smith. Aquí, en Cuatro Esquinas, sólo hay un hotel, y su dueño murió hace tres días. Como el nombre de un hotel poco importa cuando no existe competencia, poco importó el nombre que le colocó su dueño. El Hotel de los Corazones Rotos está a cierta distancia del pueblo; es una casa grande de madera, de tres pisos y balcones en cada uno de sus cuartos. Fue el mismo Jesse Garon quien la mandó a construir un año antes de instalarse en el pueblo. Jesse Garon, antes de ser mister Jesse Garon, se llamó Aaron J. Smilly, y antes Jesse Parker, y mucho antes Jesse A. Smith, y antes también se hizo llamar, algunas veces, Jhon Burrows; pero antes que cualquier

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otro nombre, él se llamó Elvis Aron Presley, o al menos eso era lo que decía. Un día cualquiera de 1978, en Buenos Aires, se descubre que el señor Jesse A. Smith sufre de paranoia al decirle al agente Smith que una serie de sujetos, todos con cara y sombreros de italianos, los han estado siguiendo durante el día. Por desgracia Jesse Smith no se calma cuando el agente Smith le dice que él ha estado atento todo el tiempo, y si es que le parece ver a mucha gente con cara de italianos, es porque están en Argentina, y los argentinos parecen italianos. En una de las avenidas de la ciudad de Buenos Aires, un día cualquiera de 1978, un hombre de unos cuarenta y cinco años, con cabello casi a los hombros, gordo y con un bigote postizo, empieza a llorar y correr; al poco un amigo lo alcanza y logra tranquilizarlo. Un día cualquiera, para ser más concretos el 17 de abril de 1978, el FBI descubre que tiene problemas para cuidar el anonimato del Rey muerto del Rock and Roll. En junio de 1978 llega a la ciudad de Lisboa el señor Jesse Parker. Como me dijo alguna noche, el cambio de nombre y de continente le hizo buen efecto, se transformó en un hombre de 80 kilos, de nuevo con habilidad para el Kenpo y las mujeres; esos fueron uno de sus mejores días después de la muerte. También dejó de ver sombreros italianos. Me dijo que en Lisboa estuvo hasta enero de 1979, cuando una llamada del Agente Memphis le informó que el programa de protección y reubicación de testigos del FBI debía cumplir una misión relámpago; Elvis Presley debía regresar a Estados Unidos, ya era hora que El Rey cantara lo que sabía. Esa noche, en el bar del hotel, estábamos la Hermosa Betty, Elvis, Lucía y yo. La Hermosa Betty no se llamaba

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Betty, pero sí era Hermosa. Desde el principio, y por el tiempo que vivieron juntos, Elvis la llamó La Hermosa Betty; su nombre era, y debió volver a ser el de Fernanda, pero como Elvis le decía todo en inglés y medio cantado, por esos cinco meses Fernanda Castellanos, de 23 años, semi-feminista porque no usaba sostén y fumaba marihuana, se llamó the Beautiful Betty. No entiendo por qué, pero Lucía y la Hermosa Betty, nunca creyeron que mister Jesse Garon fuera Elvis Presley. La verdad yo tampoco… hasta hoy. Lucía me dijo una noche que el señor Garon le parecía el hombre más gordo y divertido de todo el mundo, y que si se dejara las patillas sería el viejo más hermoso. La Hermosa Betty no decía nada, sólo reía; no le importaba si era Elvis Presley o no, para ella todo era estar ahí y reaccionar un poco cada vez que escuchaba esa canción un poco triste y dulce, que iniciaba con un simple the Be auti ful Bettyyyy, they come to me, my beautiful Betty… para ella sólo era esa canción, el que la cantara podía ser quien quisiera ser, eso no importó nunca. Jesse Garon, o mejor dicho, mi amigo Elvis Presley, no paraba de reír cuando trataba de imitar la cara que hizo Kissinger al escuchar lo que sabía él sobre los jefes y el poder de esos jefes sobre Hollywood. “La Fraternidad” no era más que un grupo de muchachos que se encargaba de entregar drogas en las mejores fiestas, los del FBI ya sabían quiénes eran, y hasta el momento no hacían mucho porque sencillamente “La Fraternidad” no tenía importancia. Sobre los dichos jefes, Elvis confesó, frente a Kissinger, que algunos de los despachadores de anfetaminas, marihuana y otras cosas que no recuerdo, de verdad parecían mafiosos importantes, hasta una noche vio a uno de ellos en Las Vegas, con Sinatra. Sí, recuerdo que esa noche mi amigo Elvis Presley, esa noche con 142 kilogramos y una camisa hawaiana con flores rojas, no paraba de reírse y repetirlo todo, la cara de Kissinger y la idea que debió

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pasar por esas gafas de botella al recordar que Nixon ya le había dicho que lo que sabía Elvis era que no paraba de engordar, y que mejor no le pusieran atención. Pero no: le puso tanta atención que se murió en su mansión de Graceland el 16 de agosto de 1977; eso el 29 de enero de 1979, y ahora el gobierno de los Estados Unidos no sabía qué hacer, porque para ser sinceros, en esos días El Rey estaba listo para regresar. Y los cuatro riéndonos con semejante historia, y la cerveza, y el humo de los cuatro cigarrillos que pasaba y nosotros riéndonos porque a Elvis se le dio por imitar de nuevo a Kissinger… El Rey estaba listo para regresar, pero no regresó. El plan era que Elvis Presley volvería siendo el mejor de todos, con su mejor voz, de nuevo joven y con la nueva leyenda de héroe; el perfecto Rey y héroe del Rock and Roll que arriesgó todo para librar a América del mal camino, de las drogas, y hasta por qué no (si con un buen manejo de cámaras y canciones se podía), en contra del comunismo. El disco se llamaría Elvis Live, I Special Concert, The return… a new night in Las vegas, un gran concierto donde lo acompañarían, entre otras estrellas, Frank Sinatra, Yoko y John Lennon, The Rolling Stones, y el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Todo eso sólo después que el FBI, con la gran ayuda de El Rey, apresara a la más peligrosa y corrupta organización que haya pisado suelo norteamericano. Elvis me dijo que, para 1979, ya tenía ensayadas cuatro canciones, entre esas la que cantaría a dúo con Sinatra, pero como nadie sorprendente fue preso, y el gobierno no quería mostrar la cara de tonto por creerle a Elvis Presley, alguien dijo que lo mejor era que “El Rey” continuara en protección y reubicación a testigos, se le asignara una nueva identidad, lugar de residencia, y nuevos agentes que lo protegieran de la mafia.

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Desde agosto de 1980, hasta diciembre del 83, trabajó como imitador de Elvis en Las Vegas. Su nuevo nombre, Aaron J. Smilly, músico fracasado con el único talento de cantar parecido a Elvis Presley, le daba la oportunidad de trabajar de jueves a sábados. El agente Smith dejó de acompañarlo, y el contacto con el FBI pasó a ser una chica que lo veía los viernes en la noche, mientras él cantaba. La chica del FBI no le decía señor Presley, ni Elvis, ni nada… jamás hablaron. Ella buscaba una mesa visible desde la tarima, para que el hombre de peluca y patillas postizas supiera que Ella había llegado y estaba por él, sólo por él. Me dijo que un viernes no quiso trabajar; llamó al casino donde trabajaba, y dijo que su madre había muerto. Caminó un poco, sólo hasta que subió a un autobús, y se sentó junto a una de las ventanas. A la hora que debía estar cantando el imitador de Elvis, Aaron J. Smilly entró a L-Bar; y allí, sentada en la barra, la agente de los viernes por la noche lo miró muy bien, lo reconoció y dejó escapar un poco de humo de sus labios; y esa noche Elvis sólo podía pensar que ella era la mujer más hermosa que había visto nunca. Y Aaron J. Smilly siguió trabajando como imitador de Elvis de jueves a sábados, pero la chica no volvió; tal vez porque el FBI prefería que el protegido no supiera quiénes eran los encargados de su protección, o también porque ella fue necesaria para una misión secreta en Rusia, y fue descubierta y capturada, o por cualquier cosa, pero ella no volvió. Fue reemplazada por algunos agentes que se hacían pasar por clientes, amantes, amigos, y hasta uno que también era imitador de Elvis, y eso a mi amigo Elvis Presley no le gustó, en especial porque el agente memphis tampoco volvió a llamar. En Cuatro Esquinas la vida no avanza mucho, pero la vista es buena. Al atardecer, en los últimos años de su vida,

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Elvis Presley caminaba desde el Hotel de los Corazones Rotos hasta el pedazo de línea férrea que cruza cerca al pueblo. No es muy lejos un lugar de otro, y es por eso que treinta minutos después de haberse oscurecido de verdad, Elvis regresaba al Hotel, colocaba algún disco de ópera, y continuaba con la botella que había dejado en el bar. Antes del invierno del 83, Elvis Presley dejó su empleo de imitador de él mismo, agarró una maleta de cuero que tenía una E y una P doradas, enormes, ahí incrustadas como si nada. Se fue de Las Vegas y se despidió de sus amigos-agentes más cercanos; el otro imitador de Elvis brindó en su honor, y por un momento creyó ver sentada en una de las mesas a la agente de los viernes por la noche, pero como recordó que era domingo, y que en una hora se iba, prefirió tomar un gran trago de whisky y volver a abrir los ojos para asegurarse que ella nunca volvió. Viajó sentado junto a una de las ventanas del tren y no pudo dormir. A veces lo distraía alguna luz que el tren dejaba atrás con rapidez, pero la mayoría del tiempo, lo único que hizo Elvis Presley fue releer La autobiografía de un Yogui. Cuando lo conocí ya era bastante gordo, tenía una camisa hawaiana y estaba bebiendo una cerveza. El hotel llevaba unos pocos años y la mayoría del tiempo estaba vacío. El Hotel de Jesse Garon es un lugar perfecto para escribir, y el viejo Jesse era un buen amigo. Al viejo lo mató hace tres días su corazón. Al llegar a París, decidió llamarse definitivamente Jesse Garon. A pesar de todos los cambios de identificación, Elvis Presley no sabía aún cómo conseguir otra, así que llamó al FBI. A pesar que los agentes debían estar vigilándolo (porque ninguno hizo contacto con él), me

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dijo que lo dejaban en la línea de espera, como si no supieran que era él, hasta que se cansó y mencionó al Agente Memphis; al otro día la voz de alguien que dijo ser el Agente Memphis lo llamó. Dos horas después un empleado del servicio postal francés tocó en una de las puertas de la rue Notre-Dame-des-Champs, y le entregó a mi amigo Elvis Presley un sobre de manila común y corriente. En el recibo, Elvis Presley se sintió feliz al escribir Jesse Garon. Es por el Hotel de Jesse Garon que Cuatro Esquinas es un sitio perfecto para escribir; el pueblo es pequeño, y aunque la gente es un poco entrometida, es buena gente, y no sabe mucho del resto del mundo. Cerca al Hotel de los Corazones Rotos existe un pedazo de línea férrea. Cada vez que Lucía y yo sentíamos ganas de ir, íbamos, y era de verdad hermoso ir con Lucía y sentarnos en los rieles y hablar, y reír, y mirarnos, y besarnos, y a veces hacer el amor. Al regresar al Hotel nos recibía el viejo Jesse con un trago. A Lucía le encantaba la gracia con la que el viejo dominaba sus 140 kilos, sus camisas hawaianas, el alcohol, y un gato también gordo y viejo llamado Always Brilliant, que siempre andaba en el bar, ronroneándole a Jesse. Al cumplir los diez años, papá Vernon le regaló su primera guitarra, la mejor del mundo. Tan pronto aprendió a rasgar las cuerdas y a mover los dedos en forma de Do, Fa y Sol, Elvis Presley se puso su mejor traje de cowboy, con sombrero a lo Hopalong Cassidy, y cantó “Old Shep”. La gente de Tristate, que no tenía nada mejor que ir a un concurso de canto organizado por una casa de leches para niños, enloqueció, y no paró de aplaudir cuando el pequeño vaquero terminó. Elvis me dijo que ese día pudo haber sido perfecto, pero como no pudo entrar mamá, todo el tiempo estuvo nervioso,

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cantando mal y moviendo los dedos también mal, y no entendió por qué la gente lo aplaudía, si podía cantar mucho mejor. Ayer regresé al Hotel de los Corazones Rotos y sigue siendo un buen lugar para escribir. Su dueño, el viejo Jesse murió hace tres días, y su verdadero nombre era Elvis Presley. Estuve en su entierro y no fue mucha gente, sólo los del pueblo y yo. Sé que obtuvo el nombre de Jesse Garon en París, y después de eso fue feliz y viajó por el mundo. Volvió a Estados Unidos para visitar la tumba de mamá y papá; en el cementerio de Priceville buscó la tumba de su hermano y como no la encontró, siguió vagando por el Sur. También sé que se cansó de viajar, y por alguna razón terminó en Cuatro Esquinas, siendo el dueño del mejor hotel del mundo. En el bar del hotel cuelga una hermosa guitarra de madera, pero jamás vi que Elvis la tocara. Siempre usaba camisas hawaianas, era alcohólico, y un día antes de morir un estudiante de medicina le tomó la tensión. Hace tres días a mi amigo Elvis Presley se le dio por morir de un infarto cuando caminaba por la línea férrea que cruza por Cuatro Esquinas. Había bebido como nunca, tenía una camisa hawaiana de color rojo, con flores amarillas, y pesaba 152 kilos. Ahora que estoy en el bar del Hotel, bebiendo una cerveza para el dolor de cabeza, y mirando a Always Brilliant, que parpadea un ojo y luego el otro, pienso que jamás creí que mi amigo Elvis Presley fuera en realidad Elvis Presley; no había razón para creerle, total, todo el mundo sabe que Elvis Presley murió de sobredosis, o un infarto, o por comer mucho, el 16 de agosto de 1977. Yo conocí a un tipo que la gente llamaba señor Jesse, o mister Jesse (para demostrar que sí saben que mister es señor en inglés), dueño del mejor hotel del mundo, que le gustaba la ópera, las mujeres

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jóvenes, y decir que él era en realidad Elvis Presley. Como no tenía patillas, estaba viejo, demasiado gordo y vivo, la gente no le creyó. Yo siempre puse cara de Yo te creo Elvis, porque con esa combinación de Lucía, tragos y Hotel, poner esa cara se me hacía muy divertido. Lucía me decía que el señor Garon le parecía el hombre más gordo y divertido de todo el mundo, y que si se dejara las patillas sería el viejo más hermoso, pero que por favor dejara de poner tanta cara de Yo Te Creo Elvis, porque si seguía así me lo iba a creer. Ayer, después del funeral, regresé solo al Hotel, y lo mejor que encontré para hacer fue sentarme en el bar y emborracharme. Desperté con sed y recordé que Lucía se fue hace unos meses y debe andar por ahí, bien tranquila, sin saber que el señor Garon murió hace tres días. Ayer fue el funeral y estuvo algo extraño. Los cuatro muchachos que cargaron el ataúd no tuvieron muchos problemas, estaba tan ligero que hubieran podido cantar e ir en zigzag hasta el cementerio. La última vez que vi con vida a Elvis Presley, creo que pesaba unos 152 kilos y le era muy difícil moverse; viéndolo en el ataúd parecía incluso haber engordado. No tenía una camisa hawaiana, sino un traje negro y una corbata roja. Las manos brillaban y parecían perfectas. El rostro tenía las cejas tan bien arqueadas que daba la impresión de haber muerto hace una o dos semanas, y al acercarme bien al ataúd me lanzó un aire más frío del que puede causar un cadáver. Estoy seguro que Jesse Garon murió y fue enterrado en forma de muñeco de cera en el cementerio de Cuatro esquinas. También estoy seguro que Jesse Garon era en realidad Elvis Presley, y no ha muerto. Porque el Hotel de los Corazones Rotos es el lugar perfecto para escribir, y de nuevo estoy bebiendo, y no dejo de pensar en Lucía que me decía que quitara esa

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cara de Yo te creo Elvis, y resulta que mister Jesse Garon sí era Elvis Presley, estoy escribiendo. Después de morir mister Garon, mi amigo Elvis agarró su maleta de cuero negro, con la E y la P enormes y doradas ahí incrustadas como si nada, guardó todas sus camisas hawaianas, y se fue de Cuatro Esquinas cuando todos estaban ocupados en el entierro del señor Jesse. Llegó a la ciudad y se fue directo en un taxi para el aeropuerto internacional. Con el nombre de Jhon Burrows (y una peluca blanca y una barba postiza, para evitar parecerse mucho Elvis Presley) compró un boleto, y ahora, al igual que yo, debe estar bebiendo una cerveza bien fría.

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Juan Sebastián López Murcia (Bucaramanga, 1988)

en 2004 terminó la secundaria en el Colegio Caldas. Ingresó a la Universidad Industrial de Santander, en donde actualmente estudia Derecho. Fue finalista del Concurso de Cuento organizado por “Umpalá” en 2004, y el año pasado fue finalista en el XIX Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja con el cuento “Formas de abuela”.

Correo electrónico: [email protected]

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¿Y QUÉ?

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Cuando empezamos éramos un montón, un ejército inmenso que avanzaba seguro hacia la victoria con sus filas apretadas y cada uno de sus componentes

dispuesto a entregar la vida por el mecanismo invisible que nos regía. De haber sabido lo que iba a pasar no hubiéramos tenido tanto arrojo.

Nos enseñaron a arrastrarnos silenciosamente por el piso, aprendimos a reptar por el suelo mucho antes de saber cómo manejar el arma. Todos estábamos excitados con la idea de la guerra; cada día veíamos salir una cantidad impresionante de reclutas a pelear y nos emocionábamos terriblemente con la idea de salir como ellos; lo único extraño fue que nunca volvieron.

Los comunicados oficiales volaban cada día después de las batallas, la farsa estaba tan perfectamente planeada que nunca nos dimos cuenta de la mentira que entrañaba, nos decían que las operaciones habían sido un éxito, que las tropas no volvían debido a la gran cantidad de tiempo que tomaba montar los puestos de avanzada, la fecha de nuestra salida estaba planeada, cada día le poníamos más ahínco a lo que hacíamos… no queríamos ser el único regimiento que le fallara a la causa.

Dejamos de leer las noticias de lo que pasaba afuera, cada día estábamos más atrapados en el hermetismo de

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nuestras ilusiones y las ansias de guerra, esperábamos el día decisivo con la misma intensidad de los reclutas recién llegados, en ninguno de nosotros había indicios de miedo, el único era Hernández.

Siempre fue mi mejor amigo, Hernández era un buen tipo, llegamos el mismo día al batallón, él estaba sentado en un rincón con los ojos extraviados y las piernas recogidas, nadie le hablaba, lo miraban como si fuera un pedacito de mierda que se les hubiera pegado en el zapato, yo fui la única persona con la que habló en toda su estancia aquí, me decía que estar aquí era un error, que íbamos a una muerte segura y que habíamos nacido condenados a la desgracia, yo intentaba reconfortarlo mostrándole los comunicados oficiales que llegaban a diario, le mostraba las proezas de nuestro ejército en los diferentes frentes de batalla, lo obligaba a creer en la mentira generalizada que yo también creía a ciegas, pero muy en el fondo, había algo dentro de mí que sabía que todo eso era sólo un paliativo para nuestra muerte segura, sólo una mentira.

El día esperado llegó al fin, todos nos subimos en la tanqueta que nos llevaba a cumplir nuestro destino inexorable, nos sentamos como nos habían enseñado en la instrucción, nos sujetamos a los lados de la tanqueta hasta que el piloto diera la orden de salida, lo último que oí fue la voz del copiloto que decía: “Arrancamos, hijueputicas”, de ahí en adelante las cosas me pasan borrosas por la memoria, como si estuviera viendo a través de un cristal empañado por lo que no quiero recordar pero me brinca en la cabeza como tratando de atormentarme hasta el día de mi muerte… veía claramente las caras de mis compañeros, todos tenían una extraña sonrisa de satisfacción, como si todos presintieran la muerte pero ninguno le temiera, Hernández estaba sentado en una

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esquina, me vino a la cabeza el recuerdo de la primera vez que lo vi. Estaba en la misma posición fetal, sólo que esta vez estaba llorando, ya no había marcha atrás.

Lo que vino después fue que la tanqueta se empezó a mover rítmicamente hacia delante y hacia atrás, tuve la certeza de que no nos dirigíamos a una misión normal, íbamos a atacar directamente el fuerte enemigo, por eso el movimiento rítmico de la tanqueta, había que derrumbar la puerta de entrada para acabar al enemigo de raíz… por extraño que pareciera durante toda la instrucción no nos enseñaron quién era el enemigo, tampoco nos dijeron cuál era la misión específica, eso quería decir que íbamos a atacar a un contendiente invisible para lograr una misión que en realidad no existía, nos dirigíamos a una muerte segura y todos mis compañeros se reían como idiotas, no sé qué me pasó en ese momento por la mente, lo único que mi cerebro pudo esbozar ante mi fatídico destino fue una frasecita:

- ¿Y qué?

Ya no me importaba nada de lo que venía para mi vida, la euforia se apoderó de mi cuerpo y sólo pensaba en bajar de la tanqueta para dejarme acribillar por el enemigo al que nunca vería y que por tanto no sufriría con mi muerte, mi ritmo cardiaco se aceleró junto con el movimiento de la tanqueta, cada vez más rápido, más frenético, la adrenalina empezó a brotar por mis poros y el deseo ancestral de matar y ser asesinado se apoderó de mi cuerpo, la puerta del fuerte cedió al cabo de unos pocos minutos, alcancé a oír cómo crujieron los goznes al abrirse de par en par, sonaron como el orgasmo de una mujer.

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La puerta de la tanqueta también se abrió en su totalidad, el ejército inmenso que avanzaba seguro hacia la victoria con sus filas apretadas y cada uno de sus componentes dispuesto a entregar la vida salió de la nada, en ese momento me di cuenta de que pertenecía a ese ejército, todos corríamos como locos hacia lo desconocido, hacia lo extraño, Hernández también corría, había olvidado sus miedos y la euforia se había apoderado de él, mis compañeros empezaron a quedarse rezagados en el camino, no había razones que los obligaran a detenerse pero lo hacían por millares para luego morir en el sitio en donde se habían detenido, entonces fue cuando lo comprendí todo.

Éramos el precio en creces que nuestro general había pagado por una noche con una mujer, nos había vendido impunemente para lograr sus fines morbosos y mezquinos, corríamos por una especie de explanada inacabable y muy extraña, mis compañeros seguían muriendo a cada instante, asesinados por algo irreal, intangible, pero que sin embargo estaba ahí para llevarlos a la muerte, del suelo brotaba una sustancia pegajosa y blanca que olía horrible, como a limpiador de piso, no había enemigo ni misión, solamente estábamos nosotros corriendo en contra de nuestros propios instintos, corriendo en contra de nuestra propia muerte.

Hernández había encontrado una especie de refugio y luchaba para abrir la puerta de entrada sin conseguirlo, el miedo se apoderó de mí, la muerte me miró de frente y sólo pude entregarle a mi mejor amigo para salvarme, empujé a Hernández de una patada e ingresé al refugio, oía claramente a mis compañeros morir afuera y no me importaba, en lo único que pensaba era en mi propia salvación, ya no quería matar y ser asesinado, en lo único que pensaba era en vivir, vivir y nada más.

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En lo único que pensaba era en Hernández, me lo imaginaba muriendo con las piernas recogidas en un rincón, alcancé a ver sus ojos extraviados y las lágrimas que le lamían la piel, no pensaba en nada más que en él y no hubo ningún cambio en mi celda ni en mi “vida” hasta el día en que me quedé dormido.

Me desperté en una especie de celda inmensa, casi como un estadio de fútbol, con la sorpresa de que me habían amarrado una especie de soga a la cintura y me habían reunido con otro miembro de mi batallón, su cara me era familiar, se llamaba Ricardo, para mi sorpresa Hernández estaba ahí, sentado, como siempre, lo único diferente eran sus ojos… se los habían arrancado, además, tampoco habló en todo el tiempo que permanecimos allí, se la pasaba solo en un rincón cavilando sobre nuestra existencia miserable.

Pasó mucho tiempo desde la ultima vez que hablé con Ricardo, nos habíamos sumido en la monotonía del silencio y la celda cada vez se hacia más pequeña, yo llevaba las cuentas de nuestra estancia allí y alcancé a contar unos nueve meses, no ocurrió nada hasta un día cualquiera en el que se empezó a filtrar una lucecita por nuestra celda, entonces me di cuenta de que íbamos a salir de ahí.

El líquido en que flotábamos se empezó a drenar por el agujero que permitía la entrada de la luz, sentí como si me faltara el aire, no sé en qué momento salió Ricardo, lo último que vi fue a Hernández con la soga que nos aprisionaba en sus manos, se la pasó alrededor del cuello moviendo la cabeza en señal de resignación y me dijo: “Lástima que no me pudo matar, me hubiera ahorrado el sufrimiento… nos vemos parce, hasta aquí nos botó la corriente”. No intenté ayudarlo, tenía bastante con

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mi propio sufrimiento, alcancé a ver cómo exhalaba un suspiro de alivio antes de que una luz me cegara al salir de mi celda.

Ahora estoy boca arriba en una camilla, no soy capaz de moverme, me duelen los ojos y no consigo hilvanar las ideas con claridad, Hernández está tirado en una caneca a pocos metros de mi, lo tiraron como a un perro, ni siquiera lo taparon con una manta, la piel se le puso morada y la boca se le abrió en señal de dolor, hasta ahora me doy cuenta de que también le habían cercenado los pies durante nuestro cautiverio, Ricardo está en una camilla junto a mí, a ambos nos colocaron un brazalete de identificación en las muñecas y nos tomaron las huellas de la planta de los pies.

Hace un momento vinieron por Ricardo, lo sacaron de la sala en que estábamos, una mujer sacó una especie de válvula de su pecho y se la metió en la boca a Ricardo, éste succionó un líquido blancuzco por unos minutos hasta que esbozó una sonrisa de idiota y se le escondió el brillo de los ojos, lo acostaron a mi lado y me di cuenta de que se había ido, no se acordaba de nada de lo que habíamos pasado y no era capaz de hablar, sólo balbuceaba cosas incomprensibles, había perdido la conciencia.

Ahora la misma mujer viene hacia mí, la oigo hablar con alguien, no entiendo lo que dicen pero hablan animadamente, como si estuvieran felices de lo que nos hicieron, la veo acercarse hacia mi, lenta, tétrica, segura, saca la válvula que me borrará la conciencia, aún no me resigno a perder mi conciencia triste y miserable, no quiero pasar a ser solo otro eslabón en la cadena de nuestro ejército inmundo que fue vendido por una mujer, no quiero, no quiero. Sé que es inevitable, pero a la larga sólo será mejor, olvidaré las penas de mi ejército, olvidaré

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a Hernández y pasaré a ser sólo otro ente inconsciente de este mundo… mejor, mejor que sufrir, mejor que odiar, mejor que morir, la válvula ya está en mi boca, la siento, la primera gota ya cayó, suerte, ahora si estoy seguro que hasta aquí me botó la corriente.

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FORMAS DE ABUELA

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De todos los personajes posibles, elija a una abuela con una cantidad considerable de hijos y nietos, que vaya sola a mercar en las mañanas y que

almuerce siempre a las doce en punto. Con una fe ciega y absoluta en las instituciones y las fuerzas públicas. Con buena aceptación en las tiendas del barrio, con el estado físico suficiente para salir a trotar algunas mañanas; sepa que a ella todos la saludarán y ella siempre responderá de la misma manera, echando la cabeza atrás y abriendo un poco alguna de las manos. Si no quiere imaginarla físicamente, sepa que no tiene tantas canas y que camina con las caderas hacia delante, que alguna vez tuvo ojos más claros y que sigue siendo más bien menudita. No pierda tiempo imaginando a ninguno de los hijos ni a ninguno de los nietos; mejor piense en la casa, es muy importante que ésta tenga un patio al que le quepan al menos dos árboles de cualquier fruta, algunas materas con flores y con un espacio suficientemente amplio para un lavadero y cuerdas de tender. También piense en un cuarto que dé al patio; obviamente no será de ella pero ella siempre se lo ofrecerá a los diferentes huéspedes que tendrá la casa; una vez esté el patio, la historia tendrá un punto para girar, a ella le dolerá sobremanera abandonar su casa cuando tenga que hacerlo. Hágale cielorraso y en lo posible constrúyala de tapia pisada y bareque. Si es cuidadoso y puede ubicarse bien, intente que la cocina

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tenga una ventana redonda en lo alto por la que entre la luz en las mañanas. Respecto al cuarto de ella, dele una cómoda, un sillón y una cama que sea mesa de noche en la cabecera, con un cajón lleno de fotos y otro ocupado con las monedas y los papeles. Haga la casa con techos altos (para que sea fresca) y una pequeña abertura que haga las veces de ojo en la puerta (para que sea segura); sepa que la abuela tendrá la costumbre de dejar la puerta entrecerrada (pues de todos modos el barrio es seguro). Vístala como quiera, sin extravagancia y sin que pudiéndose saber su verdadera condición económica no se piense nunca en miseria o apuros; para que esto ocurra elija un momento cualquiera entre 1950 y el presente, el hecho principal es susceptible de aparecer en cualquiera de esas fechas pero tenga en cuenta que esto puede alterar el estado de la casa pues debido a la condición de sus habitantes y la conformación de sus caracteres, ésta está condenada a envejecer y deteriorarse por el mal uso y la falta de mantenimiento de estos. Finalmente recuerde que debe elegir una ciudad en la que existan casas de bareque y tapia pisada.

Ahora piense en el hecho principal. Si quiere situarlo en una tarde exacta, hágalo en el momento en que ella esté sentada en el sofá de la sala haciendo cualquier labor; sepa que le gusta leer sobretodo los diarios y resolver crucigramas de revistas especializadas en ello. Como todas las señoras de edad de esa época a veces estará cosiendo o tejiendo algo. Dependiendo del clima, espere un café en algún momento de la tarde. Evite que el hecho ocurra cuando, sin razón aparente, se encuentre en el cuarto de la televisión, contiguo al de la sala, pues el ruido del televisor evitara que ella escuche las botas entrando y de este modo se perderá toda posible anticipación del hecho por parte de ella. Entre un prestamista, un abogado, un pequeño empresario y un vulgar estafador, elija a uno

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para que la engañe. Por medio de la artimaña que usted prefiera, haga que la abuela efectúe una transacción absoluta sobre la casa a favor de quien usted prefirió; es imprescindible que la abuela caiga en esta trampa, que en tres de los cuatro casos será legal, sin quererlo, de buena fe o confiando en que esto beneficiará a alguno de sus seres queridos; si usted elige al estafador en necesario que piense una nieta adolescente, muy bella y con ojos claros como la abuela; ésta debió haber quedado bajo la tutela de la abuela luego de que los dos padres de la niña murieran en el accidente que usted prefiera; el engañador se aparecerá frente a la abuela prometiéndole que la niña podrá convertirse en modelo. La abuela se opondrá al principio pero al final accederá presionada por los ruegos de la nieta; el estafador se llevará una buena cantidad de dinero y desaparecerá con la niña; en este único caso el objetivo no será que la abuela pierda la casa. Si no usa al estafador obvie a la nieta. Si es un pequeño empresario, seguramente alguno de los hijos le deberá mucho dinero y la abuela consentirá en hipotecar la propiedad para cubrir la deuda sin fijarse en la alta tasa de interés acordada con el ambicioso empresario, que en pocos años le hará perder la casa. Siga un procedimiento análogo respecto del prestamista, pues los intereses exorbitantes también adquiridos por un préstamo que hipotecó la propiedad harán que ésta eventualmente se pierda; en esta situación usted puede elegir libremente el motivo que hará obrar así a la abuela. Si eligió al abogado deje de pensar en cómo escribirá esta parte, déjeselo todo a él, quitarle la casa a la abuela será tan fácil como quitarle un dulce a un niño.

Sin embargo, este hecho no debe ser considerado como el principal, sólo como su antecedente. El hecho principal ocurrirá mucho después de éste, la tarde en que por medio de una medida legal, la fuerza pública

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irrumpa en su casa para notificarla de la citación que se le estaba haciendo para comparecer en un juzgado. Es necesario que la palabra irrumpa ocurra, por eso para que ésta sea posible y completamente coherente, usted debe haber elegido una tarde en que la abuela (como es su costumbre) haya dejado entrecerrada la puerta y no se encuentre en el cuarto de la televisión. Primero, porque en casi ninguna región del mundo entran soldados rompiendo puertas para notificar a alguien de una cita en un juzgado; que la puerta esté entreabierta permitirá que el inexperto soldado decida entrar personalmente a entregar el sobre sin haber desempuñado el arma, en vez de haberlo deslizado sencillamente bajo la puerta, y que la palabra irrumpa ocurra. Segundo, porque si la abuela está viendo televisión no oirá las botas entrando, no se inquietará y no saldrá a su encuentro. Un viejo instinto despertará en ella apenas las escuche; al primer paso se quedará quieta, con los ojos muy abiertos y la cabeza oscilando en busca de una mejor audición, en milésimas su cuerpo recordará el sonido de los hombres corriendo en el barro, volverá a sentir el pasto rozando sus antebrazos y las manitas de un niño arrolladas en su cuello; al segundo paso ya habrá dejado a un lado lo que esté haciendo y al tercero se habrá incorporado por completo, con una velocidad que pocos pensarían usual y sin saber qué hacer en realidad. En medio del trabajo involuntario de su cerebro, sólo podrá atinar a salir de la habitación para anticipar al recién llegado y no encontrarse con él en un espacio reducido y con una sola salida. La abuela saldrá apenas las escuche, vestida como cuando no se espera recibir a nadie. La irrupción del soldado con el fusil en alto la asustará sobremanera; la transportará a la época en que los hombres entraban a las casas con los rifles empuñados a preguntar si sus habitantes eran Rojos o Azules y asesinarlos de acuerdo con la respuesta que dieran, le hará recordar el tiempo

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en que había que cambiarle el nombre a los niños por seguridad y cuando había que irse a dormir con ellos en el monte mientras el marido esperaba, encerrado en la casa con la escopeta. La abuela se sentirá débil después del impulso inicial y no hará más sino detenerse, creerá que sus piernas pueden fallar y se quedará inmóvil hasta que el soldado se acerque a ella y, bajando finalmente el arma, le entregue el sobre lacrado. Piense el sobre como quiera. Si esa tarde hubo café, también estará bajo su arbitrio la manera en que la abuela deposite el café sobre la mesa o como salga volando la taza de sus manos, el trayecto que recorra y la disposición final de los pedazos.

La abuela se sentará en el comedor y leerá lo que hay en el sobre con preocupación; sin contarle a ninguno de sus hijos, se cambiará de ropa e irá hasta las cercanías del Palacio de Justicia donde encontrará un abogado para que la asesore; usted elegirá al abogado de acuerdo con la posición económica de la abuela y el desenlace que espera de la historia. Aun así esto no es importante de momento. Una vez salga del despacho la abuela se irá feliz pues el abogado, cualquiera que usted haya elegido, le habrá dicho que el caso tiene muy buenas probabilidades y que es muy fácil de ganar luego de entregarle una tarjeta y asegurarle que se apersonará del mismo. Como ya dijimos la abuela se irá muy feliz, muy tranquila y sin sentir la necesidad de preguntarle a un segundo abogado pues su carácter es muy confiado y además ella lo habrá elegido aprovechando todo lo que su poder económico le permitió. Los días siguientes hasta el del proceso, serán muy similares en todos los casos; si el elegido fue el abogado o el prestamista, la abuela no le contará a ninguno de sus hijos o sus nietos sino hasta que falten pocos días para el proceso, cuando ya sea demasiado tarde para cambiar al abogado defensor o conseguir el dinero de la

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hipoteca. Recuerde que usted puede decidir los motivos y el destino que la abuela le dará al dinero obtenido con el prestamista, siempre que estos sean acordes con el sentir de la abuela y beneficien directamente a una persona o a un grupo de ellas (que podrán o no ser miembros de su familia). Si el elegido fue un pequeño empresario, la abuela sentirá rencor hacia el hijo que podrá hacerle perder la propiedad y durante algunas noches deseará no haberlo parido; sin embargo, al final el amor será más fuerte y la abuela reunirá a su familia para perdonarlo y buscar una solución mancomunada. El último caso es el del estafador común, en éste la abuela sí le dejará saber a uno de sus hijos lo que sucedió a petición del abogado quien le habrá informado que de no tomarse las medidas adecuadas podría ir a la cárcel. La abuela recordará y relatará al hijo que haya elegido, los hechos que la tendrán enfrentada al estafador y los dos, junto con el abogado, intentarán darle una solución; si usted quiere puede elegir que el hijo cambie el abogado para el proceso aduciendo que él tiene un amigo abogado, honesto, efectivo y que no le cobrará tan caro. También puede hacer al hijo desconsiderado e instarlo a recriminarle el destino de la nieta, a criticar la excesiva confianza y el modo de actuar de la abuela. Recuerde que en el caso del estafador la artimaña elegida será completamente ilegal, y habrá un abuso de la buena fe de la abuela que eventualmente la hará ir a la cárcel. Como última recomendación, aclárele al lector que lo que se entiende por proceso no se resuelve en una sola audiencia - siendo éste un proceso lleno de retrasos e ineficiencias puramente burocráticas- sino en varios pasos; por ello es conveniente que el denominado “día del proceso” haga referencia al día de la sentencia final en última instancia (si es que usted eligió que el caso tuviera apelaciones sucesivas). Si eligió al estafador y una época cercana a la actual, es probable que el proceso sí tome un solo día y sea oral y acusatorio.

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Ahora llene páginas de palabras inútiles, fastuosas, extravagantemente cotidianas; haga sentir al lector la angustia de los días previos al proceso y muéstrele los miles de pensamientos que asaltan la cabeza de la abuela; describa cómo el enfrentamiento ante la justicia cambia la mente de la abuela, haciéndola sentir clasificada, inquietándola por la posibilidad de que su probidad sea reputada. Recree la sorpresa de la familia al enterarse de que el prestamista o el pequeño empresario están a punto de hacer rematar la casa, situándolos a todos en un almuerzo o en una cena que la abuela eligió para contar la noticia. Describa minuciosamente las expresiones de cada uno de los miembros de la familia en el momento en que todo se revela. Pierda tiempo dibujándole al lector la forma y el tamaño de cada miembro; repita inútilmente que todos tienen un aire igual al de la abuela. Haga un monólogo largo y molesto, a manera de perorata, proferido por el hijo mayor respecto a la historia familiar y al porqué todos deberían sacrificarse para conservar la casa de la abuela; en caso que éste hijo haya sido el elegido para tomar el préstamo del pequeño empresario, juegue con los sentimientos de la familia, haga del discurso un discurso cínico y desvergonzado y cree un ambiente de hipocresía en la familia, dentro del cual cada miembro terminará la reunión luego de decidir que no lo ayudarán pensando en que él y sólo él es responsable por lo que pasa (pues lo odian más de lo que aman a la abuela). Termine la escena con acalorados reproches por parte del hijo que lo sigue en edad. La pelea puede terminar en golpes y la abuela se puede desmayar al verlos. Si eligió al abogado, los miembros de la familia correrán llenos de pánico por las habitaciones, se estrellarán llenos de miedo contra las paredes y coincidirán en que todo está perdido. Si eligió al estafador común, narre cómo los familiares se sientan a tomar café muy tranquilos y muy estirados aunque algo preocupados por los cargos por

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trata de blancas, bebiendo con alegría mientras reprimen las sonrisas para no molestar a la abuela, más bien sin hablar, acercándose a ella uno por uno para tocarle el hombro y darle fortaleza. Al final la abuela saldrá del circulo y se irá a dormir con el beneplácito de todos; puede terminar la escena mofándose de cómo los familiares comentan sus expectativas sobre el resultado del proceso y charlan entre sí dándose grandes aires jurídicos, describiendo a la abuela como una persona idónea, decente y reconocida por su probidad.

Cuando llegue la mañana decisiva divague un poco y haga una descripción profunda de la abuela; es imprescindible que vaya enteramente de negro y lleve puesto un tocado de flores que nunca se pone. Por prudencia, los miembros de la familia habrán acordado que únicamente el hijo mayor y el abogado acompañaran a la abuela mientras el resto de la familia se queda en casa; en el caso del pequeño empresario, el hijo mayor asistirá buscando resarcirse con la familia por su responsabilidad y antes de ir, hablará largamente de su capacidad oratoria y de sus habilidades para convencer a las personas, de su responsabilidad inalterable y de su mala suerte. Tómese un tiempo para describir su carácter; no importa si hace al primogénito pulcro y cuidadoso o si lo describe como un ser grosero y torpe que no heredó las cualidades de su madre. Si quiere vestirlo ridículamente puede hacerlo, está totalmente en sus manos darle forma y sentido a esa vida. Haga que los tres atraviesen la ciudad y lleguen al Palacio de Justicia a la hora señalada, describa la mente de la abuela mientras ingresa al Palacio -pues ella nunca había estado allí- y finalmente haga que ésta se encuentre de frente con el personaje que usted eligió para timarla. Si eligió al abogado éste vendrá sólo y vestido de negro. Si eligió cualquiera de las otras tres alternativas, cada una vendrá con su respectivo abogado

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que no necesariamente aparecerá de negro pero sí con un portafolio y de todas maneras con saco y corbata. La elección de los abogados y de sus capacidades para defender los intereses de cada parte es mayormente suya y de ella dependerá el resultado final.

Ahora enfréntese al juicio o al día definitivo en el proceso; recuerde que el juicio penal sólo será posible si usted eligió al estafador común. Para los otros tres casos la sentencia será leída en el Palacio de Justicia en presencia de todos los personajes. Si usted eligió al abogado la abuela perderá la casa; usted no podrá contradecir los argumentos de éste nunca. Usted se limitará a verlo y a asombrarse de lo sombrío de su aspecto y lo seco que es su corazón. No lo intente. El abogado es él y no usted. Usted no podrá hacer nada pues muy probablemente no sepa nada de Derecho. Él habrá ganado la propiedad por medio de una prescripción inexistente, ayudado por un juez que recibirá su porción del negocio o con un título de propiedad falsificado por un notario idóneo; no intente consultar los códigos y mucho menos se dirija a la Constitución pues nunca sabrá articularla y un párrafo con unos cuantos artículos sin desglosar hará que el texto completo pierda credibilidad. Si usted eligió al abogado lo eligió para perder. Aun si usted supiese algo de Derecho él sabe más y está mejor conectado con los jueces y con el sistema burocrático. Durante la escena en que es leída la sentencia obvie el fallo y sus antecedentes; empiece a narrar desde el momento en que la abuela oye al encargado y describa su reacción física, elogie los buenos reflejos del hijo mayor y finalice el párrafo con el abogado defensor que se da media vuelta mientras baja la cabeza y se aprieta el espacio de la nariz que queda entre las cejas.

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En caso que usted haya elegido al pequeño empresario ó al prestamista las cosas pueden cambiar; en este punto de la historia usted puede explayarse describiéndolos a ellos y, en menor medida, a sus abogados. Recuerde que ellos se encuentran en esa situación sólo por tener dinero sobrante para ayudar a la abuela. Como el dinero no da decencia ni pulcritud ni mucho menos salud, la condición del pequeño empresario y el prestamista jugarán un papel importante en el resultado del proceso, aunados a la condición económica de la abuela. Los abogados de ambos pueden ser gordos y poco refinados, con juegos de ropa que no combinan entre sí y con apariencia mañosa, curtidos en los oficios jurídicos menos nobles y en los procesos faltos de ética. De acuerdo a como usted describa al abogado defensor y a su contraparte, la abuela podrá o no sentirse confiada por el resultado del proceso. Si el defensor es hábil y usted quiere un final feliz para la abuela, el juez condenará al pequeño empresario o al prestamista por el delito de usura y ordenará el levantamiento de la hipoteca, previo pago de la deuda exenta de los altísimos intereses. Si a la abuela no le alcanza para un abogado efectivo y el abogado de la contraparte es muy hábil o el juez está a favor de ésta, la abuela terminará perdiendo la casa.

En este punto usted ya debe saber las opciones con las que cuenta; si quiere empezar el cuento dándose grandes aires puede hacerlo diciendo “Muchos años después frente al soldado que parecía querer fusilarla, la abuela habría de recordar las noches de su pueblo en que tuvo que salir huyendo”. Le queda totalmente prohibido narrar en primera persona, desde la perspectiva de la abuela. En cualquiera de los cuatro casos el hecho principal puede ser tomado para dibujar la época más violenta del país y usted puede decidir si se lanza a hacer un relato completamente histórico que deje de lado el desenlace de la abuela. Si

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eligió al pequeño empresario o al prestamista la historia puede tomar el tinte que usted quiera; puede usarla para mofarse del sistema jurídico, para hacer una apología de la profesión del abogado, para criticar los vicios de la legalidad y la burocracia o para recrear una familia que vence unida al sistema. La historia puede ser un pequeño drama o una comedia. Si elige al abogado o al estafador, la historia necesariamente será una tragedia; inapelable y con una sensación de impotencia si el elegido fue el abogado. Lúgubre y con una sensación de tristeza al final si eligió al estafador. Describa ahora el proceso con éste último; como usted ya sabe, el hombre se lleva a la nieta como modelo al exterior y la familia nunca más vuelve a saber de ella. Aun así no crea que en todo este tiempo la abuela fue ajena al destino de la nieta; periódicamente recibía cartas que decían que todo estaba bien y que eventualmente fueron descubiertas como falsas. Durante la descripción del juicio oral, puede valerse del recurso del testigo sentado en el estrado que habla en primera persona. Aunque el estafador no se encuentre presente, la abuela verá a un lugar en particular, recordando la cara del estafador, sus ademanes tramposos y su fingida seguridad; también pensará en sus palabras y en las conversaciones que sostuvieron antes que la nieta saliera del país, en particular recordará cuando éste le dijo: “Con esos ojos seguro que la niña lo puede lograr. Nosotros las mandamos allá y después de un añito en la escuela ya está modelando y ganando”. Se lamentará y reprochará duramente su ingenuidad mientras divaga y piensa que el destino le ha jugado una doble mala pasada, quitándole primero a la madre de la niña y después a ésta. Llorará duramente y pedirá una pausa al juez en el momento en que recuerde todas las veces que su nieta la llamó “mamá”. Usted puede hacer de las disertaciones de los abogados una colosal lección jurídica en la que se hable largamente, y en contraposición, de la voluntad y la

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confianza del hombre; es recomendable que el abogado elegido por la abuela sea un muy buen penalista que esté a la altura del fiscal. Sin usar demasiados tecnicismos en la conversación, hable de la buena fe, de los hechos positivos y negativos del hombre, del dolo y de la culpa para luego aplicarlos al caso. La abuela y el hijo mayor se limitarán a escuchar sin entender muy bien, más bien atentos al momento del dictamen final.

Sin embargo la buena calidad del penalista no servirá más que para enriquecer el texto con razonamientos filosóficos y jurídicos sobre la naturaleza del hombre. Como usted ya sabe, si eligió al estafador, la abuela será estafada, la historia tendrá un final triste y ésta terminará en la cárcel. Ya es tiempo de que empiece a pensar en el final. En cualquiera de los otros tres casos y si la abuela pierde la casa, dedíquele un capitulo entero o un párrafo muy largo a la despedida de la abuela de la casa, a su paseo por las habitaciones vacías y a la gran cantidad de tiempo que pasa en el patio; describa cómo el estar sentada bajo los árboles de frutas empieza a resucitar los recuerdos de su pueblo y de su llegada a la ciudad. Haga énfasis especial en que ésa era la única casa en el barrio con árboles en el patio de atrás y describa los vestidos campesinos y las escasas maletas con las que la abuela, su esposo y sus dos primeros hijos llegan a la ciudad. Recuerde el minucioso aseo que la abuela le hará a la casa antes de entregarla a sus acreedores como símbolo indeleble de su honestidad. También puede valerse de la última noche que la abuela pasa en la casa, acostada en la cama, viendo hacia arriba mientras se frota las manos, sin lograr dormir en toda la noche. Recuerde que si eligió al abogado el sentimiento final será de impotencia y la abuela accederá en irse a vivir con alguno de sus hijos a un apartamento alto en el que se sentirá enjaulada como un pequeño pajarito. Si eligió al estafador la

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abuela finalmente será condenada por el delito de trata de blancas por omisión, es decir negligentemente y de forma gravemente culposa. Por favor no narre la escena en que el juez la declara culpable ni tampoco describa la reacción de la abuela quien a fin de cuentas no caerá desmayada. Ninguno de sus hijos la reprochará pero no podrán ocultar la tristeza por el destino corrido por su sobrina. En cambio, la sala de audiencias la verá con desdén y el sentimiento de odio hacia la abuela, a quien tomarán como alguien ruin y pervertido por los años, será general. Cuando el alguacil se acerque hasta ella con las esposas, será incapaz de anudárselas pues se sentirá trastornado por la debilidad y la nobleza de la abuela en esos momentos. Sin embargo, ésta no dejará de ver hacia el piso ni de extender las manos hacia el frente; el experimentado alguacil no sabrá que hacer y dudará por unos instantes hasta que finalmente un joven policía se apersone del asunto y espose a la abuela para luego sacarla del recinto entre murmullos. Usted puede describir el camino hasta la prisión, en el vehículo oficial, durante el cual la abuela no dejará de ver la carretera a través de la ventana. Describa la entrada de la abuela a la cárcel, enjuta y con un atadito de ropa, pero esta vez no dé detalles sobre lo que pasa por su mente. Recuerde que esta historia es trágica y con un gran sentimiento de tristeza al final; aun así está dentro de sus posibilidades hacer algo para mitigar el abatimiento de la abuela. Diga que resiste la condena con dignidad y las reclusas se esfuerzan por darle el mejor colchón y guardarle las mejores partes de la comida o simplemente termine de narrar con una escena en la que la abuela esté de pie en el patio principal, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás, rodeada de reclusas que la abrazan para darle cariño; hay una en especial, con los ojos muy claros, que siempre la llama: mamá.

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Fabián Mauricio Martínez González (Bucaramanga, 1980)

estudia Licenciatura en español y Literatura en la Universidad Industrial de Santander (UIS). Sus textos han aparecido en la revista puesto de Combate, revista auditorio de la Dirección Cultural de la UIS, revista de Humanidades de la UIS y en la mítica revista Umpalá. Ganó en 2005 y 2007 la mención de reconocimiento en el Concurso nacional de Cuento Corto de la Universidad externado de Colombia. ocupó el cuarto lugar en el XIX Concurso nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja (2007).actualmente escribe su primera novela y prepara el lan-zamiento de su primer libro de cuentos. Lee con pasión a Hemingway y Bukowski, con cautela y atención a Faulkner y Flannery o´Connor, con gran dedicación a paul auster y edgar allan poe. Considera que John Kennedy Toole es un genio de la literatura y su novela “La conjura de los necios” el pilar fundamental de la Generación del aban-dono (Generación literaria a la que martínez pertenece orgulloso).perteneció al taller literario UmpaLÁ dirigido por Hernando motato, desde 2001 hasta 2005.

Correo electrónico: [email protected]

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POLISCROMÍA

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Agosto 09

recibí su carta.

por aquí las cosas van bien. a ratos, vivir con mónica resulta asfixiante, pero el sexo y la compañía son buenos asideros para continuar. Los sábados vamos a los bares de siempre. Últimamente, mónica se aburre, hace mala cara y quiere que volvamos temprano a casa. me imagino que no demorará en pedirme que no salgamos tanto y que, nos quedemos viendo películas en el apartamento. Cosa que por SUpUeSTo no haré. Uno necesita la calle, el desorden, la jungla de botellas y luces a toda velocidad. al demonio esa tendencia femenina a la domesticación. por eso lo he extrañado, no crea, es siempre recomendable tomarse unas copas con un amigo, pues eso de pasar los días íntegros con una mujer lo va volviendo a uno medio marica.

oiga Don ernesto, hermano de mil batallas, amigo de sangre y vergüenzas; quedé preocupado luego de leer su carta... lo noto diferente, distante. relájese hombre. Francamente creo que está exagerando las cosas, lo suyo es un asunto compuesto por la lejanía y la inadaptación; usted no va a quedarse a vivir allá toda la vida. Le recuerdo querido afligido, hombre abandonado a la desgracia, que usted sólo va comisionado por el trabajo,

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punto. Le pido que se arme de paciencia y memoria. La primera, para que pueda vivir tranquilamente la temporada que supone su estadía en “aquella ciudad”. La segunda, para que se valga de ella cada vez que los “trastornos del clima” como usted los llama, lo invadan. acuérdese de nosotros, de sus amigos, de su ciudad. Coraje ernesto, son sólo tres meses, ya pronto estará de vuelta, ya todo será un mal sueño (exagerado por usted) y estaremos de nuevo embriagándonos, en los bares del centro, como tanto nos gusta. Un abrazo. Henry.

Agosto 27

La verdad, vivir aquí es insoportable. no paso un día sin marcar la fecha, un día.

La gente de esta ciudad no tiene en estima al tiempo, lo dejan volar sobre sus cabezas, el tiempo les da lo mismo. Lo mismo.

He trabado amistad con el tipo del apartamento del lado. Cigarrillos y algunas tazas de café. Casi no habla. Las veces que lo hace es como si de repente, recibiera la orden de hablar y se pierde, por un intrincado monólogo de la ciudad. Que lleva viviendo toda su vida aquí, que es difícil adaptarse, que no hubo un sólo foráneo al que la ciudad recibió bien, y que muchos perdieron la cabeza y otros murieron. murieron. ¿Se imagina? el tipo también dice que nunca pudo dejar la ciudad, que se acostumbró tanto a su ruido, a sus colores, que cuando intentó irse, cayó gravemente enfermo. enfermo. al escucharlo decir todo eso, me da miedo de terminar así. no sé Henry, pero estoy empezando a creer que soy

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muchas personas, es decir; paso de ser alguien a alguien distinto, en cualquier momento. al principio no lo notaba, pero ahora, percibo cuando la cosa comienza a darse. Siento un vacío incómodo en el pecho, como si mis costillas desaparecieran; luego viene un malestar en la garganta, como si mi esófago fuera una serpiente viva y ahí está, soy otro; me encuentro pensando cosas muy extrañas y sintiéndome muy mal. muy mal. no exagero Henry, creo que me estoy convirtiendo en uno más de esta ciudad y si usted estuviera aquí, sabría que eso es terrible.

no piense que mis transformaciones son físicas, como un hombre lobo o un mutante. no. mis cambios son internos. Internos. Usted me conoce Henry, usted más que nadie, ¿cuándo me ha visto colérico, grosero, miserable?, o ¿sumido en una profunda melancolía? Si usted me viera pensaría que soy otro hombre, o mejor, muchos otros hombres.

Tenía razón en la carta que me respondió, me siento diferente, soy alguien más, alguien que algo me impone. Le imploro que no me vaya a escribir, que la variación en mi estado de ánimo es natural, debido a la soledad, la nostalgia, etc. Conozco esas emociones y lo puedo jurar, esto es distinto, no sé cómo explicarlo. maldita sea.ernesto.

Llegamos a la ciudad cuando caía la tarde. Hacía frío y tristeza. Mónica comentó que le parecía extraño sentir tristeza como se siente el frío, a mi me pareció inaceptable. Frío y tristeza de 24 de octubre dijo antes de encender su cigarrillo invariable. Yo no viajé 500 kilómetros, para creer que la tristeza se pega a las ropas como el frío. Estaba resuelto a no predisponerme por

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nada de lo dicho en las cartas. Aunque debo decir que de no ser por las cartas, no estaríamos aquí. La entrada a la ciudad era una larga autopista. Estaciones de servicio y cruces de carriles abandonados, una secuencia absurda de semáforos titilando en amarillo. Hacía más de media hora que el letrero de bienvenida a la ciudad nos había saludado, y yo, aferrado al volante del carro, intentaba visualizar alguna señal de vida. Mónica se retocaba las pestañas y peinaba los rizos. ¿no quieres que me vea como un trapo o sí? comentó mientras delineaba sus ojos frente al espejo.

Bajé la velocidad del coche al entrar en lo que parecían los primeros barrios. Una hilera de casas blancas a lado y lado. Muros manchados de moho y graffitis. Antenas y cables suspendidos en un cielo cenizo y quieto. Las pocas personas sentadas en los porches de las casas, observaron nuestro auto con ojos brillantes y asombrados. Se lo hice notar a Mónica y ella dijo que le parecía normal. Como en cualquier ciudad querido.

Vagamos un rato más por la autopista hasta toparnos con un puente. El puente salvaba un río ancho que dividía la ciudad en dos partes: los extraños suburbios periféricos y la masa gigante de concreto izándose hacía el cielo. Cruzamos el puente y descendimos por un túnel que conducía al centro de la ciudad. Ya era de noche, cuando tomamos una glorieta que nos llevó a La avenida de las ilusiones, la primera señalización que veíamos, desde el letrero de bienvenida a Poliscromía.

Manejé el auto por la avenida durante varias cuadras y desvié en una de las calles secundarias, sin tener idea, que entrábamos en un callejón que terminaba en una pequeña plaza. En una de las bancas de la plazoleta, un

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farol de luz amarilla iluminaba, un grupo de hombres que jugaba a las cartas y hablaba tranquilamente. Uno de ellos se levantó y se acercó a la ventanilla del auto. Se movía arrastrando las piernas y parecía luchar, con una cosa que le venía desde adentro. Aproveché para pedirle que me indicara cómo llegar a la dirección del domicilio de Ernesto. El hombre no respondió nada. Sólo señaló el cielo negro sobre nosotros. Tuve la inexplicable sensación de que el sujeto estaba lleno de oscuridad. El hombre comenzó a estrellar sus dedos contra la boca, al mismo tiempo que gruñía y daba vueltas sobre sí mismo. Tras unos segundos, comprendimos que el insistente golpeteo de los dedos en la boca, indicaba que quería un cigarrillo. Mónica lo comprendió primero y le arrojó unos cuántos al suelo. El tipo se lanzó a buscarlos en cuatro patas. Los otros hombres empezaron acercarse, con los movimientos difíciles y arrastrados del primero, e inmediatamente le di reversa al auto a toda velocidad. muy raros los tipos esos ¿no?, dijo Mónica bastante inquieta. Le acaricié la nuca y le dije que todo estaba bien. Ella negó con su hermosa cabeza rizada y olvidando lo sucedido, maldijo al darse cuenta, que se nos habían acabado los cigarrillos.

Aceleré hasta tomar de nuevo La avenida de las ilusiones, siguiendo una señal que decía Zona comercial a la izquierda, giré por una de las calles que se extendían en esa dirección.

La ciudad, expresada en edificios y amplias avenidas, tenía una iluminación casi nula y sus aceras estaban vacías. Hecho que me impresionó hasta el horror, pues la hora de la noche (dos horas después del atardecer) hacía pensar que las personas estarían en los restaurantes, en los teatros, en los bares o dando simples vagabundeos nocturnos. Como la vida nocturna de cualquier ciudad

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habría dicho Mónica, pero no lo dijo, porque ésta no era cualquier ciudad.

Tras varias cuadras oscuras, las calles desembocaron en el Puerto, un amplio e iluminado malecón que se alargaba a orillas del mar Frío. El lugar estaba lleno de gente y bajo enormes paneles de luz, se agrupaban diversas ventas de comida. Era como si toda la ciudad de Poliscromía estuviera reunida allí. Sentí confianza y estacioné el auto. Mónica me pidió comprar cigarrillos. Crucé la calle y en uno de los puestos, conseguí dos paquetes. Le pregunté a la mujer que atendía la venta, cómo llegar a la dirección que buscaba. Ella, con un esfuerzo que juzgué exagerado, me indicó por dónde llegar.

Septiembre 14

Lo de la serpiente viva ya me lo suponía, ese mal aliento suyo no podía ser sólo por el sarro, lo de las costillas, bueno, no sabía hasta qué punto, lo había dejado jodido Kamila. Hermano del alma, olvídese de una vez de esa mujer, vea que ya lo dejó sin costillas. Gravísimo ernesto, sin costillas no hay costilla y eso es bíblico. además, eso de andar gastándose el dinero en antros de mala muerte, es de mal agüero. perdóneme ernesto, yo sé que usted me escribe todo en serio y yo como siempre, me burlo de lo serio. pero de verdad, espero que esté bien, vea que las cosas no son tan dramáticas como uno piensa. Ya nos reiremos de todo esto cuando usted vuelva.

Cambiando de tema y ya que usted, no me preguntó cómo estoy, ni que ha pasado en mi vida, me tomaré el atrevimiento de contárselo. Frente al edificio, los del acueducto levantaron la calle para hacer unos arreglos

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y llenaron la cuadra de tierra y maquinaria. para colmo de males, llueve todos los días. Circunstancias que han hecho imposible sacar el carro y que me han obligado andar a pie hasta la parada del bus. Como debo caminar cinco cuadras para llegar a la estación, es inevitable embarrarme los zapatos y parte del pantalón. estas mañanas han sido un verdadero dolor de cabeza y aunque los trabajadores del acueducto dijeron que los arreglos no van a demorar un mes, no he dejado de llegar al trabajo con los zapatos y el traje embarrado. Las vainas que uno tiene que soportar en esta vida ernesto, y usted dizque preocupado por las pendejadas que le dice su vecino.

por otro lado, mónica cada día amanece más exigente. Si no es el orden de mi ropa, entonces es la humedad del baño, o los vasos en el escritorio o las telarañas en el techo. Claro, ella termina limpiándolo todo, y es un punto que se le abona, pero pensándolo bien, no debería abonarle nada. me da risa que actúa como si fuera la dueña de mi vida, quiere planear cada paso, quiere que me hunda sin reservas todo el tiempo en su cuerpo. Y sí, está bien, a veces logra convencerme, pero sólo en esos momentos deliciosos e instintivos: sexo, querido amigo, sexo.

Sólo quería que se enterara de cómo estoy en ésta, su ciudad, la que lo espera. por supuesto tengo mis teorías sobre lo que le sucede en aquella “sórdida”, “fantasmal” ciudad, pero voy a hacerle caso, no lo voy a cansar con mis análisis y voy a suponer que creo lo que me escribe. Henry.

pD: otra cosa, cuénteme algo más sobre su nuevo amigo, no es que esté celoso créame (aunque con mónica es

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imposible beber vodka), pero me llamó la atención eso de que nunca ha podido dejar la ciudad. Sé muy bien que usted nunca ha podido dejar el porno y el cigarrillo (yo tampoco, bueno el cigarrillo a ratos) pero no poder dejar una ciudad, por Dios, ese amigo de tinto suyo, es como medio huevón. Cuídese.

El apartamento de Ernesto quedaba lejos del malecón. Nos adentramos de nuevo en la oscuridad de la ciudad y buscamos la transversal pozo ciego, para desviar a la altura de la calle 85 y encaminarnos a través de La avenida Femoral. A pesar de la escasa iluminación, la lucidez con que la señora de la venta trazó el camino, impidió que nos perdiéramos. Además, las carreras y calles que teníamos que seguir, eran vías principales y para nuestra fortuna, dichas vías estaban señalizadas. Ernesto vivía en una zona conocida como Los Apartamentos de Colores. Un tumultuoso conjunto residencial, construido con la idea de formar una vasta ciudadela, interconectada a través de numerosas plazoletas y pasillos. Edificios rojos, negros, azules, violetas, verdes, blancos, amarillos, naranjas.

Parqueamos el auto junto a la torre H de los apartamentos violetas. Las torres tenían por lo menos veinte pisos, o al menos, esa era la impresión que dejaba la neblina que cubría la parte alta de los edificios. Subimos al ascensor. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Bajamos del ascensor. Mónica timbró en el 702. El sonido de tres cerrojos y el de una puerta, precedió a la sombra que apareció frente a nosotros. Aullé de contento cuando lo vi. Lo abracé, lo sacudí y Ernesto apenas reaccionó a mi entusiasmo. Mónica le ofreció un cigarrillo, pero Ernesto lo rechazó. Se dio media vuelta y con un gesto de su brazo nos indicó que entráramos.

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El sitio daba pena: una solitaria mesa llena de planos y escuadras, ocupaba un espacio para amplios sillones y una respetable biblioteca. Le propuse a Ernesto que saliéramos a tomar algo, pero no quiso. Recordé entonces, lo que había traído en la maleta. Saqué la botella de vodka (marca preferida de Ernesto) y se la ofrecí:

- Quién necesita salir a la calle, vea lo que le traje, borracho de feria.

Ernesto rechazó la botella y mirándome a los ojos con lástima, contestó:

-Estoy cansado, en la otra pieza hay una cama, se pueden quedar ahí-. Y se perdió por el corredor, cerrando la puerta de su cuarto.

Quedamos atónitos. Lo llamé varias veces pero no respondió. Mónica me tranquilizó, diciendo que seguro estaba agotado y que mañana todo marcharía normal. Acepté a regañadientes la opinión de Mónica, pues ningún amigo recibe a otro de manera tan fría, luego de horas de camino y meses de ausencia. Además, la mirada de lástima que me había echado, me dejó sentimientos muy amargos y empecé a pensar que quizás Ernesto, después de todo, no exageraba en sus cartas. Nos metimos en la cama y quise hablar con Mónica, pero ella acariciándome, decía que todo estaba bien. Mónica dejó mi cuello y deslizó su mano bajo las cobijas, yo la detuve y argumenté cansancio de carretera. Preocupado, le di la espalda a Mónica y fingí dormir. Ella fumó su último cigarrillo. Me quedé mirando la colilla encendida sobre el suelo y supe que Mónica dormía, cuando empezó a roncar.

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Por la ventana del cuarto, se veía un recuadro de ciudad. El cielo y los edificios se hacían más oscuros, a medida que avanzaba la noche. El silencio parecía susurrar cosas y tuve la sensación de estar en un limbo lleno de calles y mujeres insatisfechas. Desvelado, pensando en esto y en las cartas, empecé a idear planes para volver cuanto antes a nuestra ciudad. Me quedé dormido por unas dos horas, hasta que escuché el disparo. Derrumbé la puerta en medio de los gritos de Mónica. El cuerpo de Ernesto, abandonado contra la pared, tenía un hueco detrás de la cabeza. La escopeta, aún sostenida por su brazo, daba la impresión de tener vida propia. Intenté llamar por teléfono pero la línea estaba muerta, me uní a los gritos de Mónica y juntos, hicimos tal griterío, que en plena madrugada, nuestros aullidos debieron escucharse hasta los barcos apenas divisados, por los operadores del Puerto. Barcos venidos desde otros lados del mundo, que pronto atracarían en el Puerto de Poliscromía y que aún navegaban con sus luces diminutas, sobre las aguas profundas del mar Frío. Los gritos continuaron varios minutos más. Golpeamos las puertas del séptimo y del octavo piso, pero nadie nos atendió. Bajé al primero y recorrí la urbanización pidiendo ayuda, pateando puertas. Era como si ninguna persona habitara tras esas monstruosas paredes. Volví a la alcoba principal del 702 y me senté junto a Mónica. Pasamos lo que restaba de noche velando el cuerpo de nuestro amigo. El amanecer empezó a filtrarse por las ventanas. Ernesto, con un hoyo en la cabeza, aún sostenía la escopeta; Mónica sentada su lado, lloraba cruzada de piernas y yo; en idéntica posición, miraba el vacío y me preguntaba, dónde diablos estaba toda la gente. Mi pensamiento se desvió y de pronto nos imaginé, como tres personajes de un cuadro clavado en la pared de una vieja mansión. Dicho cuadro era contemplado por unos ojos inmensos y

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macabros, que se movían adentro y afuera de nosotros. Sufrí una punzante convulsión y enseguida, tuve un ataque de vómito. Mónica me abrazó por la espalda. Tranquilo…tranquilo susurraba. Segundos después, apartándose bruscamente, expulsó ella misma el asco y el miedo de su cuerpo.

Al recuperarnos, tapamos el cuerpo con una cobija y decidimos ir en busca de ayuda. Sobre la mesa de los planos, encontramos una agenda con la dirección de la empresa donde Ernesto trabajaba. A pesar de que era domingo, no teníamos opción e imaginé que ellos nos ayudarían con el traslado del cuerpo. Eran las ocho de la mañana y el cielo estaba azul, brillante, irónico. Al salir del ascensor, nos topamos con una pareja que regaba el jardín.

- Bonita mañana vecinos- nos saludaron como si ya nos conocieran.- ¿Por Dios, no escucharon nada?- preguntó Mónica con la voz rota.-Claro, los pájaros cantan lindo- respondió la mujer, como si no hubiera prestado atención a la pregunta.-Me refiero al disparo y a los gritos de anoche – dijo Mónica llorando.-Cálmese señora- intervino el hombre que acompañaba a la mujer-, por aquí no se escucha nada de noche, sólo dormimos, profundamente dormimos-, concluyó el hombre, mientras observaba con fascinación el interior de una flor roja.

Sus palabras helaron mi sangre:-¿Ustedes son idiotas, imbéciles?, imposible que no hayan escuchado el escándalo…

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El hombre me miró como si yo fuera una cucaracha: -No hay porque enojarse vecino, el cielo está bellamente azul y hay que alegrarse por eso- se dio media vuelta y accionó la manguera, que desde el inicio del diálogo había detenido. Mónica me tomó de la mano y me jaló hasta el auto. Yo quería romperle la cabeza a ese idiota, pero teníamos que concentrarnos. Según la dirección encontrada en la agenda de Ernesto, debíamos volver al Centro y ubicar entre tantas calles y edificios, las oficinas donde nuestro amigo desempeñaba su comisión. Conduje el carro fuera de Los Apartamentos de Colores. Regresamos al Centro, tomando La avenida Femoral y la calle 85 y en menos de lo previsto, el carro rodaba sobre La avenida de las ilusiones. La ciudad lucía distinta. La gente había salido y estaba por todas partes. Algunos practicaban atletismo, otros conversaban sentados en el separador, y varios chupaban helado bajo el limpio firmamento. Era una ciudad conforme y dichosa, a la que no fue fácil encontrarle el edificio de la firma de ingenieros. Primero porque muchas de las calles estaban cerradas. Segundo, porque las calles que no estaban cerradas, estaban llenas de personas que caminaban sin ningún orden y hacían caso omiso, a los insultos y bocinazos que les mandaba furioso, desde el carro. Tras dar muchos rodeos, andar muy despacio y perdernos en más de una ocasión, llegamos por fin al edificio blanco, que ostentaba en grandes letras de bronce el título: INGENIEROS CRIN S.A. Las oficinas en donde Ernesto se había desempeñado en esos meses, estaban cerradas. Ni en la portería, ni fuera del edificio había algún vigilante encargado. Nadie que nos diera razón de ninguna clase. Después de golpear las puertas de vidrio,

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arrojar piedras y romper algunas ventanas, nos dimos por vencidos. El edificio seguía ahí, glacial ante nuestros reclamos. Mónica propuso que comiéramos algo, que ya habría tiempo para pensar en otra cosa. El hambre que tan caramente habíamos olvidado, de repente reapareció con la fuerza de un mastodonte. Eran las once y media de la mañana cuando fuimos a buscar un restaurante. El sol calentaba duro y convulsionaba a la ciudad de Poliscromía. Entramos en el primer restaurante que encontramos. Al sentarnos a la mesa, un mesero se acercó saludándonos y ofreciéndonos con excesiva amabilidad sus servicios. Al tomarnos la orden, el mesero nos atendió con cortesía de perro faldero. Creo que si le hubiera pedido que meneara el trasero para nosotros, el tarado lo hubiera hecho. Mónica le hizo saber que no era necesario humillarse de esa manera. El mesero, manteniendo una sonrisa de muñeca en el rostro, contestó: no importa, mientras el día esté amarillo hay que ser felices sin pedir nada a cambio. - A quién diablos le importa el amarillo- lo grité y a punto de levantarme de la mesa y patearle el culo, pude contenerme y le dije- lo único que queremos son nuestros almuerzos cuanto antes. El mesero huyó asustado hacía la cocina. A esta altura la ciudad y las circunstancias, empezaron a cobrar forma en mi cabeza. Pensé en las cartas y en cómo me había burlado de ellas, pensé en Ernesto y quise llorar pero increíblemente no pude. Asombrado por la imposibilidad de llorar y cuando de manera inútil, me forzaba a hacerlo, el mesero apareció con los platos. Sin ningún esfuerzo entonces, me entregué a las cervezas y a la suculenta comida, que por un par de horas, nos distrajeron a Mónica

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y a mí, del recuerdo doloroso de aquella madrugada. Nos dedicamos por completo a beber y comer. Las personas de las mesas contiguas, nos saludaban como a viejos amigos y nosotros, les devolvíamos el saludo con mucha cortesía. Incluso, participamos en un brindis colectivo que hizo el gerente del restaurante: - Apreciados comensales: quisiera levantar mi vaso y que ustedes me acompañaran con los suyos, para hacer un amable brindis, por el buen genio de la ciudad. - ¡Salud!

Octubre 02

Jamás dejarán de ser buenas las líneas que le recuerdan a uno que no está solo. Gracias por su carta, por unos segundos recobré la serenidad, pero esta ciudad es espantosa. espantosa. en las mañanas, la gente es diferente que al mediodía y por la tarde, diferente que en las mañanas y por la noche, distinta a todo lo demás. Sé que suena difícil, pero es verdad. verdad.

a mí también me sucede... me desconozco completamente. Ya ni con el vecino puedo hablar. Hace unos días, pensé que sería buena idea caminar un poco, con la única persona que me había mostrado algo de amistad. Él ni siquiera abrió la puerta, me dijo en tono severo que me alejara, que cómo se me ocurría golpear. Quedé aterrado, ese hombre no tenía nada que ver con el vecino con el que había tomado café tantas noches. Gritó que me largara, golpeó con violencia la puerta desde adentro. Me di cuenta que él no era el único chiflado. La mujer de la caseta de los periódicos, los taxistas, los ingenieros del proyecto...

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ayer como a las cinco y media de la tarde, al salir del trabajo, me dieron ganas de caminar. me dirigí hacía el puerto sin afán, comprando un billete de lotería, encendiendo un cigarrillo y absolutamente extasiado, con el atardecer que se fundía en el cielo. Los edificios y los árboles tenían el color de la sangre. La sangre. Sentí un golpe en la espalda, volteé y el hombre que cinco minutos antes, me había ofrecido lotería del modo más decente, me atacaba con insistencia. Quise razonar con el tipo, pero estaba endemoniado, me lanzaba golpes que yo esquivaba. Ciego de ira, estrellé mis manos contra la cara del lotero, e impulsado por un torrente de locura, pateé una y otra vez las rodillas del desgraciado. Cuando lo derribé, noté que junto a mí, varios hombres y mujeres que se agredían, dejaban de hacerlo. el color del cielo había cambiado a azul grisáceo. no puedo precisar quién fue el primero que sintió el soplo frío que venía desde el mar, pero vi de pronto, a una mujer llorar con mucha angustia, mientras uno a uno, caíamos fulminados en la tentación de un llanto desolador. escapé corriendo, mientras de los edificios saltaban hombres y mujeres, que llenaban con sus últimos gritos, la perversa esencia de poliscromía.

Henry, estos incidentes lo confirman, ya soy uno de ellos, ya no podré salir, me perderé para siempre, perdóneme amigo mío, pero lo odio por no estar acá, aunque daría mi vida porque usted nunca pisara este maldito asfalto. Henry por lo que más quiera, no venga jamás a esta ciudad, no importa lo que pase, no venga ¿me entendió?

ernesto y quién sabe cuantos más...

El almuerzo nos sentó bien para los ánimos. Discutimos sobre la actitud de la gente y las variaciones que

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habíamos notado. Las variaciones en nuestras propias conductas. Por más que quisiéramos reprocharnos, el haber participado en la juerga de aquel restaurante, nos había reportado placer y bienestar. Era como si las sinrazones dadas por el mesero, fueran válidas. Pese a todo, nos resistíamos a aceptar algo proveniente de aquel insulto de hombre. Mónica y yo, no hallábamos una explicación satisfactoria de la situación y lo único que pudimos hacer, fue comparar lo absurdo de todo lo ocurrido con una pesadilla surrealista. Bueno, eso lo dijo Mónica y a mí me pareció bien, aunque no supiera qué diablos intentaba decir, porque la verdad es que a esa altura del partido, éramos temblorosas hojas que iban y venían, en los remolinos de una siniestra tempestad.

Mónica me propuso que abandonáramos la ciudad y esa idea nos devolvió la esperanza. Volvimos al auto. La ciudad estaba tan anaranjada, como si la yema de un huevo gigante se hubiera derramado sobre ella. Empecé a conducir con la determinación de salir de Poliscromía y en un PARE, tras mirarnos a los ojos, una llama surgida de quién sabe dónde, alborotó nuestro deseo de modo imparable. Arrancamos nuestras ropas con uñas y dientes. Tan ardorosos, tan apretadas las venas de lujuria, que los cuerpos parecían no ser suficientes para saciarnos. El mundo fue vapor y la piel electricidad. El tiempo, una línea que traspasó los cuerpos y expandió los nervios como ondas de sonido. Ondas alargándose en la superficie de un lago transparente.

El mundo reapareció a las cinco de la tarde. El sol era una gota de sangre drenándose en el cielo. Junto a nuestro auto, una veintena de coches tenían los vidrios empañados. Me resultó cómico el haber compartido la calle, con más de diez parejas, quienes empezaban a mirarnos con hostilidad. Yo les sonreía y aprovechaba,

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para observar a las mujeres desnudas y sudorosas metidas en sus autos. Mónica fumaba un cigarrillo en su asiento y observaba extasiada el sol en el cielo cuando vino el primer golpe. Un hombre estalló el panorámico trasero de nuestro coche con un bate. Avanzó y reventó la ventana izquierda del puesto trasero. Sin duda el siguiente batazo habría partido mi cabeza, pero gracias al cielo, el sujeto del bate fue derribado por otro, con un fuerte porrazo en la cabeza. Encendí el motor y aceleré el carro sin medir nada. El auto ganó velocidad con la misma proporción que yo gané en frenesí. Mónica gritaba que me detuviera, pero la sensación era más fuerte y me exigía continuar con la despiadada carrera. Mónica arañó mi cara y recostando su hermoso cuerpo contra la ventana, levantó su pierna izquierda y golpeó fuertemente mi cabeza con su pie. Perdí el control y el auto se detuvo contra un árbol. A pesar de la violencia del accidente, resultamos ilesos. Algo mareados pero intactos. Sacudí mi cabeza y una rabia terrible se apoderó de mis nervios. Girando mi cuerpo, arremetí contra Mónica, quien aún no se recuperaba del choque, y le descargué mis más feroces golpes. No paré hasta verla muerta. Su cabeza rizada, quedó colgando del cuello como un trapo viejo. Salí desnudo del auto y caminé buscando mi próxima víctima. Era un lobo hambriento y todos se me antojaban frágiles ovejas. Tenía el impulso de despedazar al primero que se me atravesara, de desgarrarlo con mis dientes y devorarlo a grandes engullidas. Reí como un condenado y eché andar por una calle que ascendía largamente Subí la calle y esperando encontrar a alguien para descuartizar, hallé una hermosa fuente de agua que rodeaba a un magnífico monumento dorado. La inscripción que tenía el monumento, decía que era una distinción a los fundadores de Poliscromía. Las estatuas de tres caballos corpulentos se erguían sobre una masa de hombres aplastados. “Homenaje a los temerarios que

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erigieron la ciudad de poliscromía”, rezaba la placa conmemorativa. Subí al borde de la fuente y observé la ciudad desde la magnífica panorámica ofrecida. Atardecía y un tono triste violeta, poco a poco se fue apoderando del aire, del puente que salvaba el río ancho, de los altos edificios del Centro, del gran Puerto a orillas del mar Frío, de las paredes blancas de las casas, de la fuente de agua, de las estatuas, del cielo. La melancolía inevitable me embargó, mientras recorría una vez más el paisaje con mis ojos. Al fijarme en las puertas y paredes noté algo extraordinario: las edificaciones se movían de modo imperceptible. Bajé de la fuente de agua y acostándome en el suelo, puse mi oreja entre mi mano y escuché con atención. Volví a escuchar aterrado. Una respiración inmensa palpitaba allí. Me acuclillé y con las yemas de mis dedos percibí el pulso en el suelo, era el latido de una ballena, o en eso pensé: en el corazón de un animal gigantesco. Una oscura certeza se disolvió entre mi sangre. No era Mónica, ni Ernesto, ni yo mismo, a quienes acudía la tristeza, la violencia, la lujuria. No. Era la ciudad la que se sentía de esas maneras, era ella la que mutaba y con ella, nosotros, a su antojo. Imaginé bajo el suelo las arterias, vísceras y músculos de Poliscromía, creciendo y alimentándose de los mamarrachos de carne y hueso que la habitaban. Me levanté con una tristeza enorme en el corazón, intenté respirar, pero la sólida sensación de estar absorbiendo oscuridad, acabó de derrotarme por completo. Caminé unos cuantos pasos y caí en el asfalto. Pensé en Ernesto y en Mónica y supe de repente, como nunca antes había sabido nada, lo que tenía que hacer.

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Octubre 18

estoy imaginando que se está volviendo loco. Hemos estado pensando en viajar con mónica a poliscromía, sólo debo encontrar alguien que me reemplace el lunes y si lo logro, el sábado de madrugada estaremos en carretera. el sábado en la tarde o en la noche a más tardar, estaremos en su casa, espérenos, no pierda la esperanza. Ya falta poco para el fin de la comisión, ánimo, nos divertiremos, nos emborracharemos con todos esos amigos que usted dice, tiene adentro.

Qué le parece amigo de sangre, hermano de copas, ¿sí ve? para eso están los amigos, para que uno no se sienta tan solo. pues bien, nos veremos allá...Un abrazo.Henry.

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ÚLTIMAS COSAS DE UNA NOCHE

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Yo me canso de andar entaconada, me canso de eso y de las ambulancias. Aunque las ambulancias me crispan los nervios, mis bellos pies (esta noche

con uñitas negras) no dan para tanto y por eso termino sentándome en las escaleras de los edificios. Y es hasta mejor, porque cuando andamos sentadas, se nos notan bien las piernas y eso atrae más clientes. Una se sienta con los muslos bien apretados y la espalda derecha, pero cuando hay algún carro que lleva varios minutos dando vueltas, hay que abrirlas y exhibirles lo que buscan.

Con las chicas hay competencia, pero una acaba por hacerse amiga de algunas. Hace unas noches, Luisa me prestó unas pestañas; las pestañas esas negras y largas que tanto me gustan. El tipo de la camioneta que me recogió, dijo que le encantaron mis ojos, que acercara mi cara a su boca y le dejara lamer las pestañas; se volvió loco ahí mismo y acabó en un segundo. Las cosas que una tiene que ver. La gente que viene a buscarnos es rara: cuando hablan no miran a los ojos y quieren que todo pase muy rápido. Aunque claro, hay quienes se toman su tiempo y llegan con exigencias increíbles. Luisa contó que la otra noche dos tipos la recogieron, la llevaron a un motel, la desnudaron, la amarraron a una cama y la pusieron a mirar las cuatro horas como se consentían y se hacían cositas entre ellos. Las cosas que una tiene que oír.

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Luisa se anima, corre hacía un auto, menea el trasero, se agacha junto a la ventana, recibe un escupitajo, recoge una piedra, le apunta al carro que huye, lanza madrazos. Golpea un muro con sus manos. Cálmate Luisa.

A mí me pasan otras cosas, a mi me encanta dejarme llevar por esa inclinación que una tiene hacia lo prohibido, hacia lo peligroso. Cuando vienen los callejeros, los arriados, los que caminan con ganas de meterlo rápido en cualquier esquina, se me alborota la melena y me los llevo a los rincones de siempre. Una, dos, tres cuadras. En la puerta de una bodega. Dinero rápido. Sudor. Labios mordidos. Jaladita de pelo. Auuu. Arrggg. Cuadritos de papel higiénico. Una, dos, tres cuadras. Las chicas de nuevo. Maricona regalada, grita alguna. Sucia, grita otra. Me paro en la esquina, me arreglo el vestido, pinto mis labios, me miro en el espejo pequeño del bolso, la boca me queda roja y bonita.

Una ambulancia le prende fuego a la avenida con su escándalo de sangre y huesos rotos. Si una se pusiera a contar todas las ambulancias que pasan en la noche, acabaría trastornada. Luisa está sentada en las escaleras sobándose la mejilla del escupitajo, las demás se afanan, se esfuerzan, se atreven. Los tacones yendo y viniendo. El frío que sube por las piernas. Las manos frotando los muslos. Un tinto, papito (el hombre de los tintos me sirve uno). Gracias, papito (el hombre de los tintos guiña el ojo y se aleja empujando el carrito).

Hay viene mi Emperatriz a charlar un ratico. A matar el aburrimiento con sus hermosos ojos verdes. Emperatriz me cuenta que tiene a un peladito enamorado esperándola en el cuarto, un niño hermoso de colegio.

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-Y entonces Empera, ¿qué vas hacer?, vas a dejar de verte con el viejo amargado ese. - No mi vida, ni loca- Emperatriz saca un paquete de cigarrillos, me ofrece uno, tomo dos, ella prende el suyo, le da unas buenas chupadas, mueve la mano continuando con lo que está diciendo- si ese señor es mi cliente fijo y además, me paga muy muy bien. - Pero ese viejo es un ogro hijueputa, no sé cómo lo soportas- le digo mientras me meto los cigarrillos entre las tetas. - Aish, no exageres, conmigo es diferente- fuma profundamente, mira para una esquina, mira para la otra- además siempre viene puntual los días diez de cada mes. - Oye si Empera, es un relojito el viejo ese. - Claro y con lo que me paga, vivo bien unos buenos días, y no te imaginas las cosas qué hace y dice- enciende otro cigarrillo con la colilla del primero - está loco mi señor Del campo. - ¿Así se llama? -le pregunto, cruzándome de brazos Qué frío tan hijueputa, brrrrrr. - Pues así me dice que lo llame- Emperatriz arruga la cara, saca la lengua, escupe, estrella el cigarrillo contra el suelo – Además, ¿qué importa cómo se llama?... - Uyy mi Empera, pero volviendo a lo del chinito, qué rico irse a la casa y que la estén esperando a una, con la camita calientita y más si es un niño de colegio- me

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muerdo el labio, dibujo con mi mano una curvita, grito eufórica, abrazo a Emperatriz. - Ay ya ya – me aparta de su cuerpo- además qué dices, no dizque andas viviendo con La Luisa. - Uishh…vivimos en el mismo cuarto, pero no tenemos nada entre nosotras- Emperatriz se ríe. Los dientes amarillos contrastan con su labial rosa. - Eso es lo que ahora dices, pero un día de estos van acabar haciéndose rico mijita- nos carcajeamos, miramos hacía el edificio. Emperatriz me da una nalgada suavecita. Desde las escaleras, Luisa nos mira con algo parecido a la curiosidad. Se le enciende la sangre. Sabe de qué hablamos La Luisa.

Amanece. Un auto negro se estaciona junto a nosotras. Los ojos verdes de Emperatriz me miran con asombro. La ventanilla del auto se abre. El tipo del carro no se anda con rodeos, dice que quiere pasar el día con una de nosotras. No me le mido. Emperatriz sí. ¿Y el peladito?, la retengo del brazo, Emperatriz me quita la mano con suavidad, se encoge de hombros, bisnes ar bisnes querida. Se sube al auto. Amanece. El auto negro se aleja. Saco un cigarrillo, lo enciendo. Otra sirena, otro enfermo, otro herido, otro muerto. Fumo muy nerviosa. Aprieto el alma para no destemplarme. Otras luces azules y rojas que golpean las ventanas y puertas de la ciudad.

Luisa se acerca arrastrando un viento enredado en su melena, está pensativa, me mira cómo no me gusta, con esa mirada que aún conserva la tristeza de los ojos masculinos. Me dice que la noche le ha parecido una mierda. Pobre Luisa aún no se acostumbra; aquí una tiene

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que volverse dura y fría (a pesar de las ambulancias) y Luisa no lo es, no lo será nunca. Cálmate Luisa.

Pronto la ciudad estará llena de buses y la gente no querrá vernos como si fuéramos murciélagos de dos patas, sueltos en la luz de la mañana. Se ponen violentas, idiotas, salvajes las personas con estas cosas. Mejor vámonos Luisa, yo pago el taxi.

Los pájaros vuelan por el cielo roto del amanecer. Luisa arregla la carrera con un taxista, el tipo no tiene problemas en llevarnos. El taxi avanza por la avenida. El taxista no para de mirarnos por el retrovisor. Se ríe, se relame el bigote, piensa en porquerías, no dice una palabra el taxista. Las droguerías, cafeterías y oficinas, abren sus puertas a lado y lado de la avenida. La ciudad pierde la gracia cuando la noche se acaba, el sol que se asoma por los cerros orientales, la gente que empieza de nuevo, mientras nosotras huimos a los cuartos. Las cosas que una tiene que hacer.

Miro mi cara en el espejo pequeño del bolso y sé que se verá horrible sin maquillaje. Bostezo, me resbalo por el asiento, me recuesto en el hombro de Luisa.

- Esta noche necesito mis pestañas - dice Luisa sin disimular su vozarrón.

El taxista mira por el retrovisor esperando mi respuesta. Lo miro fijamente y el tipo se achanta, hace que oye la radio, mira la carretera, se fija en las señales de tránsito.

- Te las doy de una vez – le respondo, me incorporo, me pongo de mal genio, cruzo las piernas.

Luisa me mira, yo me quito la primera pestaña, Luisa

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me detiene, me acaricia el muslo con sus manos, los ojos del taxista se le salen de la cara, los besos ásperos, las caricias en las mejillas de Luisa. - Sí ya lo sé, otra vez con barba- me dice.- No me importa- le respondo.

Al despertar, una encima de otra, sonrío con algo parecido a la felicidad, una cosa rota, llena de huecos, pero dichosa con la luz de un día ya avanzado tras las cortinas. Es una lámina fría y cómoda en la que floto tranquila, un trozo de cristal que es despedazado por la voz de Luisa:

- Aún no me devuelves la segunda pestaña, ladronzuela-

Arranco la pestaña de mi ojo, la tiro sobre el desorden de pelucas y collares a los pies de la cama. Me levanto y camino hasta el baño, orino parada y no me molesto en cerrar la puerta. Un escalofrío recorre mi espalda; distingo mi rostro en el agua revuelta del retrete y el de Luisa que se asoma sobre mis hombros. Una sonrisa muy parecida a la amargura se dibuja en mi boca:

- Definitivamente me veo inmunda sin maquillaje.

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John Freddy Galindo Córdoba(Bucaramanga, 1978)

Actualmente termina sus estudios de Literatura en la Universidad Industrial de Santander. Finalista en varios concursos de cuento, ganador del Concurso Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia (2006). Su libro ventanas de otros días* recibió el IV Premio de Impulso a la Poesía Joven Colombiana (2007). Ha sido invitado a diversos festivales de poesía, entre ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín (2007). Cuentos y poemas suyos han aparecido en publicaciones nacionales e internacionales. No se baña los domingos.

Correo electrónico: [email protected]

* Editado por la Universidad Industrial de Santander

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AUTOPISTA 39

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Nunca antes había salido del pueblo, camino desde hace horas y aunque estoy muerta de cansancio sé que no puedo detenerme. La autopista de cuatro

carriles es lo único que la poca luz de la noche me permite ver, atrás quedaron muchas cosas que no merecen ser recordadas y algunas otras que mi memoria no se atreve a evadir fácilmente. No tengo nada: tan sólo la poca ropa que alcancé a empacar y la voz de mi padre que me dice que lo deje, que siga sin él. Espero con paciencia que alguien me lleve hacía cualquier parte, lejos del lugar en donde vive el pasado. Estoy cansada, no siento las piernas, camino sin pensar en ellas, como si fueran dos extrañas que me llevan hacia donde les da la gana. Un dolor helado sube y baja por mi espalda, el sol dejó esquirlas en mis heridas y la piel me arde. De todas formas hay algo que me hace sentir bien, cada paso significa la posibilidad de un nuevo comienzo y cada comienzo es a su vez la posibilidad de un fin, como esa película en la que dos tipos se conocen, se enamoran y deciden huir juntos y matar a todos mientras bailan por el desierto, así deberían ser las cosas: una procesión interminable de pequeñas muertes y pequeños nacimientos intercalados, un desierto imaginado en donde acomodar la arquitectura de todo, desafortunadamente las cosas no siempre son así, entonces es necesario arrojarse a la autopista.

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Un auto viejo reduce la velocidad, un anciano se asoma a la ventana y me invita a subir. Ya no me duele la cabeza, siento que mi piel se detiene, mis piernas han vuelto a mí y un dolor de agujas las invade plenamente. El hombre no pregunta nada, sintoniza una canción cualquiera, me ofrece un cigarrillo, no me mira. Ya no hay miedo, ahora la tristeza es quien viene y me golpea de repente: el pueblo, mi padre, los gritos de la gente, el recuerdo que arropo como a un bebé indefenso. Ya no hay miedo. Me entristece la memoria, la autopista vacía, el frío que desgasta el cigarrillo con indecente arrogancia. Por primera vez siento hambre, arrojo el cigarrillo por la ventana, recuesto mi cabeza sobre la felpa que cubre el asiento y cierro los ojos para distraer los escalofríos en el estómago. Aún está oscuro. Cuando amanezca podré ver la magnitud de la autopista, podré ver de frente sus largos brazos que se extienden como un río infinito. Jamás había estado lejos de casa, y ahora sé que nunca regresaré; es extraño tener la certeza de que algo se abandona para siempre. Hay mucho silencio en todo esto, una canción vieja es lo único que se escucha aparte de la tos del viejo que no para de fumar. Mi padre fumaba mucho también y fue quién me enseñó a hacerlo cuando yo tenía doce años. Por esa época él viajaba a Bucaramanga a comprar la mercancía que llevaba al pueblo para vender. Mamá tenía una tienda y un pequeño hotel de paso en donde se acomodaban los conductores que subían y bajan por la carretera vieja. Después nos fuimos a vivir cerca a la plaza y ahí fue donde todo se empezó a complicar, a veces pienso que de habernos quedado a vivir al borde de la carretera vieja todo sería igual que antes, olvidados a nuestra suerte pero felices.

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Yo comencé a ir al colegio femenino. Ahí estuve dos años hasta que tuve que retirarme cuando vino el problema de la autopista y todos se le echaron encima a papá diciendo que quién sabe qué malas intenciones tenía, que la carretera iba traer el futuro, que todo era por el progreso. Si hubiesen sabido que el futuro no existe, que el futuro es tan sólo un auto viejo que corre hacia ninguna parte, las cosas serían distintas ahora. Lo cierto es que tuve que retirarme del colegio porque todos me miraban feo, las profesoras me sacaban de clase a cada rato y yo sin saber qué pasaba. Papá prometió enviarme el año siguiente a estudiar a Bucaramanga porque allá el estudio era mejor y la ciudad prometía mejores cosas, de todas formas yo nunca me fui, preferí quedarme en el pueblo a leer los libros que papá traía de sus viajes y a ver las películas que pasaban por televisión. Papá había viajado mucho, desde joven caminó por todas partes y eso lo había convertido en un hombre especial, yo no sé si lo sabía todo, de lo que si estoy segura es que desde el principio tuvo la certeza de que el pueblo entero debía oponerse a la construcción de la Autopista 39. Mi padre me enseñó a fumar porque no tenía remedio, quizá por no sentirse solo, como si la soledad fuera el descrédito de todo. La autopista es larga, larga y sola, no hay nada a su paso, sólo montañas y árboles grandes y aún así se ve imponente, para algunos la soledad tiene la fuerza de todas las cosas, como un agujero negro y vacío que puede contenerlo todo cuando le dé la gana. Papá enfrentó la soledad hasta que pudo, cuando llegó la noticia que la autopista sería construida cerca al pueblo, él se negó de inmediato y fue ahí cuando todo el mundo lo atacó y yo tuve que dejar el colegio. Nadie en el pueblo sabía nada de autopistas interminables, pero hablaban de una carretera que llegaría hasta el mar, una vía que se extendía por todo el país y que incluso traspasaba

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la frontera y ahí estaba el mundo esperando por todos; el futuro había llegado y debía ser recibido por lo alto. En un emotivo discurso el alcalde aseguró que no se escatimaría en gastos con tal de traer el progreso a la vida de todos, porque el futuro estaba cerca y nadie podía detenerlo, como si el futuro fuera un tío lejano que viene de visita cargado de regalos, si hubieran sabido que toda calle propone un sentido hacía el pasado quizá nada de esto hubiese ocurrido. La antigua carretera en la que alguna vez habíamos vivido sería desplazada por una autopista diseñada por ingenieros franceses con el apoyo del Ministerio de Vías, un adelanto de ingeniería que reduciría en horas el viaje hasta la capital. Una completa maravilla a simple vista. Sin embargo papá se opuso desde el principio -es imposible forzar el tiempo- decía, mientras miraba a la montaña y encendía otro cigarrillo, luego bajaba la mirada y se quedaba callado por horas, pensando en quién sabe qué cosas. El viejo me mira, me ofrece otro cigarrillo y escupe por la ventana. Por primera vez me pregunta hacia dónde me dirijo y yo le digo que no lo sé, que quizá me baje en Bucaramanga a buscar unos amigos que viven por allá. El viejo es amable, me pregunta de dónde vengo y yo le digo que de arriba de la montaña por donde antes todo el mundo pasaba para ir a la frontera, él viejo no deja de mirar al frente mientras dice que durante muchos años pasó por la carretera vieja, que cuando le cogía la noche se quedaba en un pequeño hotel del camino, que le gustaba más el aire que corría por allá; entonces pienso en mamá, en todo lo que tuvo que soportar después de que papá murió y nos dejó solas llevando encima una carga que siempre fue nuestra. Mamá con sus flores y sus mentiras, ojalá algún día podamos estar juntas de nuevo, lejos del frío y del recuerdo. Está amaneciendo, la poca niebla que aún cubre la autopista se mete por la

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ventana. Es extraño sentir el frío de la mañana en la piel herida, las piernas han dejado de dolerme, la cabeza está en su lugar pero el hambre abre un hueco grande en mi estómago, el viejo dice que en una hora llegaremos y que él puede ayudarme a buscar a mis amigos, parece un buen hombre. Cierro los ojos y la imagen de mi padre es lo primero que viene a mi cabeza. Papá gastó sus últimas fuerzas buscando la manera de demorar la ejecución de la obra, entonces iba y venía de la alcaldía a la casa cural, de la casa cural al colegio, del colegio a las veredas, pero nadie parecía entender, todos caminaban con la esperanza puesta en el futuro. Todos en el pueblo estaban convencidos de que las co-sas mejorarían, que la autopista sería una ruta de escape al fracaso. La autopista nos hizo soñar, no niego que al principio creí que todo sería de otra forma, pero no, mi padre tenía razón, todo era un sueño que se convertiría en pesadilla en cualquier momento. La gente empezó a enloquecer: los ricos del pueblo compraron autos nue-vos que guardaron celosamente mientras la autopista era construida y con los que aseguraban “llegarían al mar” en menos tiempo del que los ingenieros aseguraban, otros más visionarios tenían prevista la construcción de grandes y modernos supermercados ubicados a lo largo de la vía con el fin de complacer las necesidades de la in-mensa cantidad de conductores que surcarían a diario la supercarretera, otros llegando al límite soñaban con ba-rrios enteros que se encontrarían ubicados a lo largo de la autopista, un barrio horizontal con colegios y tiendas donde todo sería más feliz, incluso alguien se aventuró a decir que con el paso del tiempo la autopista sería un pueblo inmenso y que como todo pueblo necesitaría un gobierno y ahí fue donde las cosas acabaron por com-pleto; unos y otros empezaron a tomar partido frente a quién debería tomar las riendas de la Autopista 39; de

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un momento a otro el pueblo quedó enteramente dividi-do. Todos se estaban volviendo locos en el pueblo y mi padre, que no dejaba de advertir sin eco alguno los de-sastres que el proyecto causaría, murió de repente sin po-der hacer nada. Papá había retrasado el proyecto mucho tiempo, sin embargo unos meses después de su muerte, en un solemne acto de inauguración en donde estuvieron presentes delegados del Ministerio de Vías, una cantidad considerable de ingenieros, el párroco del pueblo, el al-calde, los profesores, y un sinnúmero de obreros recluta-dos entre los campesinos de las veredas aledañas se dio inicio a la construcción de la Autopista 39. La Autopista 39: cuatro carriles rápidos por donde todos van sin pensar en nada, como queriendo evadir el asfalto que pisan, un ruta rodeada de montañas hermosas, una carretera rápida donde cada quien se defiende a su modo, una batalla por la supervivencia, eso es el futuro: una puerta abierta al desespero, una fiesta que dura sólo hasta que el reloj señala el próximo minuto, el próximo segundo. Al principio todo estuvo bien, la fiesta se extendió durante meses y tan sólo hasta que las máquinas llegaron y los campamentos se levantaron, el pueblo supo que la historia sería diferente. La autopista central pasaría a varios kilómetros del pueblo, los ingenieros no dijeron nada, nadie lo dijo, sólo bajamos la cabeza y seguimos como si nada, durante mucho tiempo las cosas fueron iguales: la carretera vieja proporcionaba lo que necesitábamos, todo pasaba por ahí y se quedaba entre nosotros, ahora un desvío en medio de la autopista comunicaría al pueblo con el futuro y las cosas serían distintas de como las habíamos imaginado. De niña soñaba con las grandes ciudades de las que papá me hablaba, lugares remotos poblados de edificios altos, calles largas donde alguien tocaba el saxofón y un

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niño rubio corría hacía un parque volando su cometa, un televisor gigante en una esquina en donde la pareja que huye por el desierto baila sobre el cadáver de un chamán. El auto avanza despacio, la música ha sido reemplazada por el ruido del motor que no se calla. Arriba el pasado, aquí abajo el destino que amanece. El pueblo se sumió en un sopor extraño. Mucha gente decidió partir hacia otros lados siguiendo la ruta que la Autopista 39 les señalaba, algunos vendieron lo poco que tenían y se fueron a vivir a otros pueblos, otros subieron hasta el páramo y nadie supo nunca más de ellos, nadie venía por aquí, nadie tenía por qué hacerlo, un éxodo silencioso fue dejando el pueblo vacío, sumido en un silencio áspero -no es que no me guste el silencio, es sólo que cuando uno se acostumbra a él y lo domina ya no hay quién lo salve de escucharlo todo- los pensamientos eran evidentes, todos miraban intentando evitarse, los autos nuevos fueron oxidándose poco a poco y los sueños se pudrieron en medio del éxtasis del abandono. No había nada por hacer, el futuro no era más que un bello recuerdo del pasado. La carretera vieja se convirtió en un camino de prófugos y contrabandistas, un lugar fantasma que el tiempo había decidido evitar, nadie iba ni venía, los pocos que quedamos resistíamos entre nosotros. Un mes, dos meses, un año, qué importaba el tiempo si arriba no había quién cultivara la tierra, nadie que llegara de nuevo al corazón de la montaña para comprar algo, para decirnos que afuera aún existía el mundo, poco a poco todo se fue acabando, se fue muriendo, el pasado llegó de nuevo y con él la costumbre de la oscuridad -creo que esa fue de las mejores cosas-; entonces subía el cerro, hasta la punta de la cruz y las luces de una ciudad lejana se veían reflejadas en el cielo oscuro, todo era muy tranquilo, más artificial sin duda, pero más real de todos modos. Abajo estaban las esperanzas de morir rápido como debe ser. Mi madre apenas salía, se asomaba hasta la puerta para ver

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la luz de la mañana y se encerraba de nuevo a velar por la casa, a cuidar que no se cayera, aferrada al recuerdo de las cosas y a la imagen de papá. Las cosas empeoraron, como debía suceder: la comida empezó a escasear y los más pequeños comenzaron a morir de hambre, los que no se fueron se convirtieron en sombras que se asomaban por las rendijas de las ventanas a mirar si algo nuevo pasaba, niños flacos como perros deambulaban todo el día buscando qué comer, hombres sin camisa se espantaban las moscas que poco a poco comenzaron a llegar y a cubrir el pueblo como una espesa nata. Yo dejé de subir a la montaña, el colegio femenino se convirtió en el mejor lugar a dónde ir en las noches, me gustaba el eco de mi voz en los salones, me gustaba imaginar que era una niña de nuevo y que corría por los pasillos conduciendo un auto de carreras que se estrellaba contra la puerta de la rectoría, me gustaba sentarme a llorar y a recordar a papá que no regresó jamás. El cura fue trasladado a otro lugar y nadie volvió a la iglesia, para qué servía Dios ahora si la salvación estaba abajo, para qué sino para seguir maldiciendo nuestra suerte; todo era ahora una mancha en el recuerdo, ya nadie agitaba ninguna bandera, ya nadie tenía nada qué defender, el pueblo era un fantasma que deambulaba todo el día con sus mejores trajes hechos jirones. Una niña enferma comiendo frutas viejas mientras llora sentada en el andén, un niño que arrastra una rata muerta amarrada de la cola, una anciana que fuma el último tabaco y mira con sus ojos azules cómo su esposo aún no regresa de la montaña con algo para comer. El futuro y la voz de mi padre que me dice que me marche, que mi madre no importa, que todo estará mejor abajo, en la ciudad de calles ruidosas. Ayer en la mañana decidí empacar las pocas cosas que tenía y largarme como los demás; la plaza estaba

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inundada de un olor a mierda seca, un aire podrido que me daba náuseas y sacudía mi estómago con intensos espasmos. Una piedra me golpeó la cabeza y alguien gritó con un rencor rancio algo contra mi padre, que era él quien había maldecido el pueblo, que si no se hubiera puesto en contra desde el principio todo hubiera sido diferente; aquellos que miraban desde las ventanas astilladas fueron saliendo de sus madrigueras armados con palos y cuanta cosa encontraron a su paso, una rata muerta atada con un cordón a la cola cayó a mis pies y pronto la escasa muchedumbre empezó a desesperarse hasta que una lluvia de piedras se vino encima; yo sólo cerré mis ojos y empecé a bajar por la montaña como alma que lleva el diablo, no sé cuántas horas corrí, ni en qué pensaba cuando lo hacía, sólo sé que cuando decidí parar me dolían las piernas y la cabeza, ya era de noche y a mi paso sólo podía ver los cuatro carriles escasamente iluminados de la Autopista 39, el resto ya es historia. El viejo me ofrece otro cigarrillo mientras señala al frente, ya no tengo hambre, ahí está la ciudad, entonces pienso en lo primero que voy a hacer y veo a la mujer de la película arrojando un velo de novia desde un puente muy alto mientras su esposo conduce un auto rojo hacia el desenfreno, veo amigos imaginarios que me ofrecen su mano, veo un niño elevando su cometa en un parque verde, un saxofonista solitario tocando cualquier cosa, la imagen de mi padre que me dice que el futuro es cosa de cuidado y un televisor gigante que se apaga en mi memoria.

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DÍAS DE VINO Y MOSCAS

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Llegó sin decir nada, sacó los discos del cajón, tomó sin ningún remordimiento los libros que me había regalado, cerró la puerta y no la volví a ver.

Desde ese instante decidí no salir del cuarto, creo que afuera las cosas no han cambiado mucho: la misma gente, las mismas calles y la misma risa que se impregna a la ropa como un remordimiento. Puede que todo siga igual, no importa; nadie es indispensable, nadie hace falta para que el mundo funcione a su antojo. El tedio sigue escoltando las horas mientras yo permanezco aquí adentro sin saber si es de día o de noche; quizá todos estén muertos y no lo sepa, sigue sin importar, la muerte está determinada por el olvido y yo creo haber olvidado lo necesario. De todas formas, aquí adentro las cosas son diferentes desde ese día. Ya no hay antes ni después, sólo este infinito espacio en el que no pasa nada; sólo este oscuro silencio que me atormenta y me enceguece. Mi madre se sienta horas enteras a llorar junto a la puerta, a decirme que tengo que olvidar, que las cosas ocurren porque están escritas, que Mariana regresará algún día; pero ella no sabe que Mariana es sólo un pretexto, que la culpa la tiene mi sombra, que fue ella la que me arrastró aquí, que fue ella la que hizo del tiempo esta inerte sucesión de instantes repetidos. Ella es la única

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que entra y sale de este cuarto a su antojo; viene de tarde en tarde a contarme lo que ha visto, a pedir perdón por todos sus pecados, a decirme que me dejará en paz si decido salir nuevamente. Otras sombras me visitan de vez en cuando, la de mi madre es la más frecuente, se asoma bajo la puerta cuando viene a dejarme la comida o cuando recoge la basura que me aventuro a sacar cuando la fetidez de mi cuerpo y el aroma de la oscuridad se funden insoportablemente aquí adentro alejándolo todo, a las sombras, a la muerte e incluso a las moscas; entonces la soledad atraviesa los muros y el pensamiento se convierte en impulso: un impulso, un segundo, cien impulsos, un siglo, el infinito y una soledad como de tarde de domingo cubre el techo, las paredes, la ventana clausurada, los rincones y la niebla atómica de las cosas y entonces vuelvo a verla, caminando a mi lado en un ritual imperceptible, perturbando las soledades necesarias, ocultándose en las noches junto a mi locura, amaneciendo a mi lado como un fiel testigo de toda esta nostalgia, burlándose de mí hasta que cae el sol nuevamente. Algunas veces todo se quiebra como un espejo mágico y ellas emergen en mi auxilio. Están allí, aleteando en el silencio, han regresado como siempre, atravesando la rendija de la puerta, las filosofías solitarias y los absurdos consejos de mi madre. Sus cuerpos son pequeños y sus ojos grandes, compuestos, herméticos, son grises, negras incluso verdes como esmeraldas aladas; las moscas son unidas, a veces solitarias, pero unidas, quizá dentro de muy poco formen un dios y ocupen el mundo, mientras tanto vuelan a mi alrededor alimentándose de los restos de comida que caen al suelo, escuchan mis historias, comparten mis tormentos; las moscas están aquí porque también le temen a las sombras, ellas no pueden verlas, pero les temen como a la lluvia.

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Llegaron una mañana cualquiera, primero una, después otra, después miles, he visto algunas morir y a otras nacer, aunque eso es lo de menos; aquí adentro la vida y la muerte parecen ser la misma cosa, de todas formas ellas saben quién soy, por qué estoy aquí. Llegaron para combatir el tedio que roía mis huesos, para intimidar el abismo de miedos y las amenazas de mi madre, llegaron a saborear el vino derramado sobre la alfombra. A las moscas también les gusta el vino, cuando me di cuenta de eso, le prometí a mi madre salir del cuarto en unas semanas con la condición de dejar cada noche, junto a la puerta, una botella de vino. Hace días que dejó de hacerlo, creo que se dio cuenta que mi promesa estaba subordinada al cansancio de pensar y no se me ocurrió nada más que decir. A pesar de todo la pasamos bien, mientras el vino duró nos sumergimos en borracheras desérticas e instantáneas mientras las sombras observaban. En realidad la pasamos bien hasta el día en que las altas sombras se enteraron y vinieron hasta el cuarto, poblándolo, encogiéndolo, usurpándolo, entonces la hierba empezó a crecer por entre los rincones del cuarto, el techo se transformó en una nube melancólica y en pedazos incandescentes de sol, la cama y el armario fueron verdes como arbustos y la imagen de Mariana, custodiada por las sombras de las altas palmeras apareció renovada, mantenía su eterno y penetrante aroma a eucalipto, apareció desnuda, sin estrellas en la frente, en medio de mi cuarto que ahora era un inmenso parque y del que escaparon las moscas apenas vieron la luz. Hoy estoy vencido, como si todo hubiese sido cierto, como si nada hubiese ocurrido, como si todo estuviera por venir, estoy aquí suspendido en esta horrible infinitud a la espera del instante preciso, de la explicación adecuada; el tiempo se alejó hace mucho de este lugar, al igual que lo hicieron el mundo y mi madre; las moscas han

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regresado nuevamente, atraídas por la nostalgia del olor a vino impregnado en las paredes, o quizá por el olor de mi cadáver que ha empezado a descomponerse, o porque las lágrimas han empezado a arderme tanto, que he decidido salir del cuarto dejando encerrada a Mariana, a las sombras y con ellas todos mis secretos.