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DEMOSTENES, DIPLOMATICO JOSÉ MANUEL ANIEL-QUIROGA

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DEMOSTENES, DIPLOMATICO

JOSÉ MANUEL ANIEL-QUIROGA

Gracias por las palabras de mi amigo el profesor Fer-nández-Galiano, presidente del Patronato de la Fundación Pastor de Estudios Clásicos. En casi todo cuanto ha dicho sobre mí, el mayor crédito corresponde al transcurso del tiempo y a la intervención de la suerte; mi afición a lo clá­sico, griego y latino, es el título único que puedo presen­tar para encontrarme hoy en esta tribuna que han ocupa­do tantos distinguidos estudiosos de las Humanidades y cuya creación hay que agradecer a Antonio Pastor. El pu­so su corazón en la empresa de elevar el espíritu del espa­ñol actual por el contacto con las grandes obras de la An­tigüedad de Grecia y Roma: a su memoria, tan querida y respetada por sus amigos, dedico mis palabras de hoy so­bre un tema que estoy seguro que habría sido de su agra­do; y a su esposa Marjorie, aquí presente, mi agradeci­miento por su asistencia, mi respeto y afecto.

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El nombre de Demóstenes, sea directamente o a tra­vés de Roma, está incorporado a nuestro elenco cultural; tanto en el Renacimiento como en el clasicismo de los si­glos XVII y XVIII, el recuerdo del orador es sinónimo de gran tribuno y de hombre elocuente: en el Romanticismo se inspiran en su ejemplo los hombres de letras liberales y

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filhelenos; las famossLS Filípicas son modelo en las luchas contra el opresor, sea éste extranjero o gobernante nacio­nal. Durante gran parte del siglo XIX y principios del XX, Demóstenes fue objeto de muchos estudios con resulta­dos a veces críticos, a veces elogiosos; las opiniones difie­ren en el juicio sobre su política macedónica, e incluso al­gunos discuten la sinceridad de sus gestos o dudan de los móviles éticos de sus posiciones políticas.

Uno de sus primeros detractores fue Polibio, el gran historiador griego que vivió y escribió exiliado en Roma, donde gozó de la protección y amistad de Escipión, con quien asistió a la destrucción de Numancia, y que, proba­blemente por cuestiones de historia de la Megalópolis donde nació y en que gobernó su familia, arremete contra Demóstenes, diciendo desconoció las realidades y faltó gravemente a la verdad; y, por su parte, Plutarco, tam­bién escritor griego en Roma, aunque lo coloca entre los grandes hombres, dignos de sus Vidas paralelas, dedica más espacio a sus desgracias y peripecias que a su labor política y diplomática.

Yo creo que en la mayoría de los juicios sobre De­móstenes ha habido mucha exageración y pasión política, que su nombre ha sido excesivamente utiHzado para le­vantar banderas en unas u otras campañas. Los seguido­res de Droysen y su brillante enfoque de Alejandro y la cultura helenística enjuician desfavorablemente la políti­ca antimacedónica de Demóstenes, opinando que su obs­tinación en oponer la democracia de Atenas a la monar­quía de Macedonia era una actitud antihistórica y equivo­cada; en España, por ejemplo, sigue esa línea de pensa­miento la Historia de Grecia de Tovar y Ruipérez; y en

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general no falta quien, aun reconociendo su genialidad, lo considere prisionero de la fórmula arcaica de la polis, lo que le incapacitaba para comprender el nuevo espíritu al que servía Filipo de Macedonia.

Más original y equilibrado, sobre el papel de Demóste­nes en la resistencia de Atenas al empuje macedónico, y favorable sin extremismos, es, en cambio, el juicio de Fer-nández-Galiano, que, con su libro Demóstenes, contri­buyó a llenar con éxito una laguna de nuestra Literatura sobre los clásicos griegos.

En muchos historiadores y filólogos alemanes de la se­gunda mitad del siglo XIX y los principios del XX, la reacción contra Demóstenes es en muchos casos una acti­tud política, cuyo subconsciente es el triunfahsmo de su Imperio, que parecía iba a poder compararse al de Alejan­dro por la potencia de su ejército y el bagaje cultural que llevaría tras de sí; el ataque más intenso fue obra del pro­fesor Engelbert Drerup en su libro, escrito en 1916, en medio de la primera guerra mundial, bajo el t í tulo De una república de abogados en la Antigüedad y con el subtítu­lo Abogados contra reyes; tanto en ese escrito de tono triunfahsta, como en el que publicó en 1923 bajo el títu­lo Demóstenes juzgado por la Antigüedad y escrito con la tinta amarga de la derrota, su apasionamiento contra De­móstenes está dictado por motivos de política del mo­mento, lo que quita valor a su abrumador esfuerzo erudi­to .

Ejemplo interesante, por el contrario, del punto de vista opuesto es el Demóstenes de Clemenceau, a quien su objetivo de política activa lleva a decir que Abraham Lin­coln fue a su manera un Demóstenes afortunado y Jorge

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Washington un Demóstenes mudo, pero victorioso. . . , que sufrió el asalto de un tumulto de calumnias y vio co­mo saludaban su salida de la vida pública como el fin de una era de corrupción y deshonra. Aunque al escribir es­tas líneas Clemenceau se acordaba probablemente de la ingratitud de sus compatriotas, viene a señalar con ello esa característica de todo poder político y especialmente de la democracia americana. Sin embargo, en frase ecuá­nime, el mismo Clemenceau, en la introducción de su li­bro, pone en guardia contra las deformaciones de la His­toria, diciendo que . . . flota un recuerdo confuso que permite demasiado a menudo desfigurar las vidas pasadas para adaptarlas a la agitación del presente.

l'se es el destino que le ha tocado sufrir a la memoria de Demóstenes, explotada sobre todo en los tiempos de crisis; su nombre, como el de muy pocos personajes de la Historia, continúa siendo elogiado y discutido, no ya sólo por su obra política y diplomática, sino también por su comportamiento social; está bastante generalizada la idea, probablemente originada en los ataques de Esquines, de que salió corriendo en la batalla de Queronea; sin embar­go, ello no se deduce de la actitud que el pueblo de Ate­nas adoptó después de aquella batalla, encargándole la oración fúnebre por los caídos y concediéndole más tarde la corona de oro. HI renacentista Hrasmo, con su pluma tan desenfadada, dice de él, en el Elogio de la locura, que demostró tener tanta poltronería en la guerra como elo­cuencia en el foro. Otros dan por hecho que la codicia le llevó a recibir oro de los extranjeros, como en el famoso episodio de Hárpalo; pero, aun siendo esto cierto, lo ha­bría recibido del enemigo de Alejandro y ello poco o na-

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Demóstenes fue no sólo un gran orador, un gran retó­rico, sino también un gran hombre de Estado; y, sobre ello y antes que ello, fue humano, a pesar de los ataques de Esquines y de los que le han seguido en sus críticas. Según Curtius, el carácter de Demóstenes le llevaba a con­siderar las cosas en sí mismas y a tener confianza en la justicia de una causa; se apropió toda la movilidad del temperamento ático, por la frecuentación espiritual de Pericles y Tucídides. corrigiendo así su naturaleza algo rí­gida y poco simpática. En el discurso Contra Léptines di­ce: Todos somos seres humanos . . . aceptemos todo co­mo humano.

Luciano hace pronunciar a Antípatro, causante del

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da quita a su personalidad diplomática, como no disminu­yeron las de Talleyrand o Metternich su codicia sin fondo o sus aventuras amorosas; no hay que olvidar tampoco que es una característica de las democracias la publicidad de los vicios y abusos de los hombres públicos.

Para decirio con Jaeger, que, en su obra sobre Demós­tenes y en su monumental Paideia, ha procurado colocar al personaje en su ambiente: ni el análisis histórico ni el filológico nos darán el verdadero Demóstenes: y yo aña­do que uno de los aspectos más importantes de su perso­nalidad, el diplomático, ha sido muchas veces menospre­ciado o injustamente atacado. A encajar al personaje en ese marco quisiera contribuir con mi charla. Para facilitar esa tarea, primero me referiré al hombre en el Estado, en la polis, y después a sus medios y obra diplomática.

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suicidio de Demóstenes, el siguiente elogio: El talento oratorio de Demóstenes ocupa en mi estima sólo el segun­do lugar. No vi en elio más que un instrumento. Fue De­móstenes mismo el objeto de mi admiración. Fue la gran­deza de su alma, su prudencia y la firmeza inflexible de su carácter, que en las tempestades de la fortuna no se sepa­ró de la línea que se había trazado y no cedió a ningún re­vés.

Demóstenes siguió una carrera política que desde casi su comienzo procuró polarizar en una acción interestatal; fue lo que hoy llamaríamos un especialista en política ex­terior, es decir, un diplomático. Fernández-Galiano anota que a los treinta años de edad se ha especializado en poli-tica exterior y va a ser entre las figuras de su partido el elegido para presentar sus doctrinas en este sector de los negocios públicos. Y a eso se puede añadir que ningún ateniense de su tiempo representó tan a menudo a su pa­tria en los Estados y pueblos extranjeros.

Efectivamente, en el transcurso de esa carrera ejerció varias veces las funciones que, en nuestro mundo, corres­ponden desde el siglo XVIII al Ministro especializado en asuntos exteriores. También se puede decir que fue em­bajador, aunque la semejanza con lo que hoy representa un jefe permanente de misión esté en el contenido, y has­ta cierto punto en los privilegios, pero no en la forma de ejercerla ni en los instrumentos y medios a su alcance. So­bre su actuación como embajador, se podría decir, repi­tiendo las palabras de su adversario Esquines, en su dis­curso Sobre la embajada infiel, que un embajador debe ser juzgado teniendo presentes las circunstancias en que tuvo que cumplir su misión. El ambiente político y social

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en que actúa Demóstenes es la democracia ateniense en su época decadente, y se puede decir que casi coincide el fin de esa democracia con su muerte. A pesar de su influen­cia sobre las masas, a las que a veces aduló, llegando a de­cir en una ocasión que el pueblo ateniense puede hacer siempre lo que quiere, no se puede decir que fuera un de­magogo en el sentido peyorativo de la palabra; muchas veces, casi las más de su carrera, empleó la elocuencia pa­ra persuadir al pueblo de la necesidad de seguir una polí­tica de sacrificio, y los atenienses lo agradecieron otor­gándole la corona de oro después de la derrota de Quero­nea, en que fracasó todo su esfuerzo diplomático para mantener la potencia exterior de Atenas.

En las luchas que dividieron a la Hélade desde la gue­rra del Peloponeso hasta la batalla de Queronea, es decir, a lo largo de casi un siglo, se produce, con muy pocas ex­cepciones, una bipolarización de las democracias a un la­do y las oligarquías al otro. Demóstenes dijo en una oca­sión que la lucha inevitable entre Atenas y Filipo de Ma­cedonia lo era entre democracia y monarquía, es decir, entre gobierno del pueblo y gobierno de uno; para mí esa afirmación representa una toma de posición diplomá­tica, que está bien clara cuando se trató de decidir una be­ligerancia sobre Rodas. En el discurso que pronunció con aquel motivo, uno de los primeros en su actuación al lado de lo que pudiéramos llamar el partido popular, llega a decir que entre un gobierno oligárquico y los atenienses no podrá existir jamás una verdadera amistad. Bien es verdad que limita esa afirmación categórica a la vida entre los Estados griegos y sólo entre ellos, porque dice; . . . si el rey de Persia me hubiera convocado a su presencia . . .

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le aconsejaría lo que os aconsejo, que hiciera la guerra pa­ra defender lo que es suyo en caso de que algún griego le discutiera sus derechos. Limita aún más su empeño de­mocrático cuando dice que no hablaría como lo está ha­ciendo si solamente creyera que está en juego el interés de la democracia rodia: Yo no soy ni su próxeno ni el hués­ped de ninguno de ellos; de haber tenido a mi favor esos dos títulos tampoco lo habría hecho a menos que pensa­ra que os era útil. Más claramente no se puede señalar el condicionamiento diplomático de su profesión de fe de­mocrática.

Conviene puntualizar además, para colocar del todo al personaje en su ambiente, que en la democracia ateniense se logró evitar la separación de una clase diferenciada de gobernantes y otra de gobernados, lo que es el motivo de mayor orgullo de las democracias modernas; y también hay que notar que en el aspecto social el régimen fue muy superior a las otras democracias y oligarquías de su tiem­po, pues en Atenas no se cometían asesinatos en masa, ni se confiscaban los bienes sin base legal, como lo hicieron los demócratas en Mitilene, Argos y Sicilia y Filipo de Macedonia, aun en mayor escala, en Olinto y las treinta y dos ciudades de la Calcídica, en Tebas y en toda la Fóci-de. No desconoce Demóstenes la proyección exterior de las cuestiones sociales interiores, lo que constituye una muestra de su talento diplomático; en la IV Filípica el orador lamenta el antagonismo cada vez mayor entre la clase pudiente y la desheredada, se refiere a la descon­fianza y la ira que resulta de las maledicencias injustifica­das de ambos bandos y pide a los atenienses que en la co­munidad política sean justos unos con otros.

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En su relación con los demás Estados la democracia ateniense funciona con sus mismos criterios de moral po­lítica: se vulneran los tratados cuando el interés sagrado de la polis lo exige o se impone por la fuerza una decisión que cambie el régimen político de otro Estado de monar­quía u oligarquía en democracia. Nada tan instructivo so­bre esta semejanza en la actuación exterior de los opues­tos sistemas de gobierno como la brutal conquista de la isla de Melos por Alcibíades y su famosa embajada, ejem­plo cínico de las amenazas y exigencias del más fuerte, tal como nos la describe Tucídides. La democrática Atenas, gran potencia, es dura en la lucha que se ve obligada a sos­tener con sus vecinos o con sus satélites rebeldes, como lo fue después la monarquía macedónica.

Lo mismo se puede decir del valor de la palabra dada o de la firma de un tratado; los autores latinos hablan con sarcasmo de la Graeca fides y sin embargo, como ob­serva Burckhardt, sería difícil comparar con la cantidad de mentira y engaño empleada por los diversos pueblos hasta hoy la (¡ue pudieran ofrecernos los antiguos griegos. En la confrontación vital que opone unos pueblos a otros, la falsía y hasta el perjurio se han solido utilizar con bas­tante frecuencia, como lo han sido en las acciones guerre­ras toda clase de astucias, engaños y estratagemas. Todas esas características de la vida de relación exterior en aquel mundo creo que conviene tenerlas presentes cuando se examina el comportamiento político y diplomático de sus actores.

A pesar de sus declaraciones de principio, Demóstenes demuestra conocer la relatividad de cualquier acuerdo di­plomático asentado sobre algo que no sea la comunidad

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de intereses; claro está que un interés común importante puede ser la ayuda mutua para la defensa del mismo siste­ma político, lo que en la acción diplomática de Demóste­nes constituye un elemento de consideración cuando se trata de los Estados helénicos, como lo veremos después; sin embargo, su realismo diplomático le permite abando­nar esos principios para buscar la alianza del gran rey de Persia cuando se trata de oponer aliados al enemigo de Atenas, Filipo de Macedonia.

El esfuerzo que tiene que realizar Demóstenes para lo­grar su objetivo diplomático es muy grande, porque el po­derío de su ciudad agoniza coincidiendo con la decadencia de su organización política. Atenas, en una evolución de tres siglos, llegó a ser una nación de ciudadanos libres donde cada cual tenía su puesto: nobles y proletarios, propietarios agrícolas, comerciantes y marinos. ¿Cuántos años duró la época en que la asamblea fue verdaderamen­te tribuna desde la que todos podían dar sin miedo su opinión? Apenas cincuenta. Muy distinto fue el final de la democracia ateniense que le tocó vivir a Demóstenes. Pero él vive ta enfermedad del sistema político ateniense de otro modo que un filósofo como Platón o un retórico como ¡Sócrates; ni la diagnostica ni mucho menos ofrece remedios. Platón propone constituciones ideales; Isócra-tes, más cauto y realista, sugiere reformas en que, sin atre­verse a declararse contrario a la democracia, es partidario de retirar al pueblo el poder extraordinario que había lle­gado a alcanzar, y ello porque le preocupa sobre todo la repercusión de esta situación en las. relaciones exteriores del Estado; lo cual no le impide reconocer que sólo con gobiernos demócratas fue Atenas un imperio marítimo

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hegemónico, hecho que califica fundamentalmente, en mi opinión, la historia de aquel pueblo.

A Demóstenes no le interesan las reformas constitu­cionales. En primer lugar es el hombre de un partido po­lítico que, siguiendo la tradición de Pericles, hace de la democracia, del gobierno del pueblo, la base de cualquier política que sirva a la grandeza de Atenas y en el que tra-dicionalmente se enrolan los aristócratas. En tiempo de Demóstenes, Hegesipo y Polieucto, dos miembros de las más antiguas familias de Atenas, compañeros suyos en la embajada al Peloponeso, son los más radicales entre los del partido del pueblo.

En segundo lugar en un diplomático, que trabaja con los medios que tiene a su alcance y cree que la democra­cia que sirvió para llevar a Atenas a la hegemonía entre los griegos es, como todo lo peculiarmente ateniense, su­perior a los sistemas que usan los otros helenos y sobre todo los bárbaros. Para su obra diplomática Demóstenes tiene que luchar a su derecha con los conservadores, que creen posible seguir disfrutando de la prosperidad colabo­rando con el demoledor del imperio de Atenas (el partido conservador está formado sobre todo por burgueses como Eubulo); y a su izquierda con los demagogos, que quie­ren guerrear con todo el mundo, pero se niegan a entregar para armamento los fondos destinados a fiestas y atencio­nes sociales, el famoso teórico, y se ponen de acuerdo con los extremistas conservadores para no hacer el servicio mi­litar. Los defectos de la democracia ateniense, que los fi­lósofos y retóricos quieren corregir cambiando la consti­tución, no pudo desconocerlos Demóstenes, para quien, sin embargo, Atenas dejaría de ser la potencia hegemóni-

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¿Cómo moldea y cómo dirige la política exterior De­móstenes en la Atenas del siglo IV a. J. C ? ¿Cuál fue su obra diplomática?

Su instrumento fue la oratoria; Paul Cloché dice que su elocuencia se distinguió por la precisión, la riqueza de información, el vigor en el razonamiento y la amplitud, cohesión y continuidad en las concepciones diplomáticas. En las arengas En favor de los Megalopolitas, Por la liber­tad de los Rodios, las Olintiacas, las Filípicas, Sobre los asuntos del QuersonesOi Acerca de la paz, o, aunque me­nos, también en discursos como el pronunciado Sobre la embajada infiel o Contra Aristócrates o Sobre la corona, si se leen con atención, se puede ver cómo empieza por crear una opinión que después empuja a aceptar propues­tas que terminan en una acción exterior en la que la direc­ción diplomática quedaría en sus manos o en las de sus amigos.

ca marítima si abandonara el sistema de gobierno popu­lar; para nuestro orador, el cambio de régimen sería la más segura prenda de la entrega al conquistador del Nor­te.

Atenas, como potencia independiente, tiene su des­tino unido a la democracia y con ella se debe salvar o mo­rir. Hso que está claro en el pensamiento y en la acción diplomática de Demóstenes es, en mi opinión, la explica­ción de la actitud que parece antihistórica y por la que se le hace el reproche injusto de chauvinismo y de obstina­ción plebeya.

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Si SU función fiubiera sido sólo educativa en el sentido que le da Werner Jaeger, lo que en cierta medida no se puede discutir, lo habría sido como un medio para utili­zar al pueblo en el servicio de su gran empresa. Esa crea­ción de opinión púbhca es obra de todos los días en el funcionamiento de la democracia ateniense, en las reunio­nes del pueblo, de donde emanaba el poder ejecutivo. Tá­cito, en el Diálogo de los oradores, hace decir a uno de los protagonistas que la elocuencia nace más fácilmente en las épocas turbulentas y agitadas, lo que, aun siendo ver­dad, sobre todo cuando se trata de Demóstenes y Cice­rón, en nada quitaría importancia a la elocuencia como instrumento en cualquier momento de la vida política de Grecia y Roma. El valor político de la elocuencia en la Antigüedad creo yo que se podría asimilar, en nuestro mundo llamado occidental, a los instrumentos de divulga­ción o de información que son creadores de opinión pú­blica al margen y por encima de los hombres que ejercen el poder. Después de la revolución francesa, más bien después de Napoleón, la opinión pública, que en Atenas y Roma formaban los oradores, la crean en Europa los pe­riódicos.

Esto sea dicho para subrayar y comprender mejor el valor de la elocuencia como instrumento político y diplo­mático en la democracia ateniense, como algo pecuhar en aquel mundo donde la historia se hacía en el foro. Por eso los discursos de Demóstenes sobre política exterior son documentos esencialmente diplomáticos; es decir. Demóstenes, que domina el difícil arte oratorio, lo utiliza para tratar de imponer una política exterior sea por me­dio de otros agentes o de él mismo. Señalemos además el

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valor peculiar de esos discursos en que, como en todos los íjrandes gestos diplomáticos de la Historia, se añade a la descripción de la situación exterior un 7rái?o<;, una fuerza intima y misteriosa que hace del discurso o documento una creación genial.

Intentaré ahora, en un examen a grandes líneas, anali­zar su obra diplomática. Se ha escrito mucho, sobre todo en los últimos años, acerca de diplomacia vieja y nueva, sobre diplomáticos anticuados y modernos, sobre formas varias de diplomacia; una afirmación que se repite con carácter de dogma es que la diplomacia es un fenómeno reciente, lo que es una afirmación evidente sólo cuando se refiere a la forma actual de esta acción; en lo esencial, diplomacia es la que se dirigía desde El Escorial a fines del siglo XVI, con estilo aristocrático, cuya impronta sub­sistía aún en Kaunitz y Metternich y también en Talley­rand, aunque en éste con las innovaciones revolucionarias de Napoleón; igualmente es diplomacia la del grupo Del-cassé en la tercera República francesa, bajo formas libera­les, adaptadas a la época en que empieza la intervención de la prensa en la política exterior; también es diploma­cia la de los agentes de la política exterior revolucionaria que, como dice Spengler, obra antes de negociar y que con astucia y brutalidad han usado los Chicherin y Vi-chinski al servicio de un Estado comunista y de la expan­sión imperial de Rusia.

Igualmente es diplomacia la que usó Demóstenes con amenazas, seducciones, intrigas revolucionarias, acciones militares, ayudas económicas, etc.; un instrumento unido estrechamente a la ejecución de una política exterior y que sirve para procurar al Estado la seguridad, sea por un

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equilibrio de fuerzas o por el mantenimiento de una su­premacía. En una de sus primeras arengas, la de la liber­tad de los Rodios, se encuentra en embrión su concepción diplomática. Esa concepción sirvió de base a una acción cuyo fin era la supervivencia de la Atenas marítima, hege-mónica, democrática frente a la fuerza amenazadora de la Macedonia de Filipo, que se fue desarrollando y fortale­ciendo, a expensas del mundo helénico, en los años que van a llenar casi toda la vida política de Demóstenes. Sin desviarse de esa línea, ni siquiera cuando se inclina por la paz contra los demagogos belicosos, la obra de nuestro protagonista no deja de ser flexible; cuando me refiera a su concepción de las alianzas se podrá apreciar esa flexibi­lidad que se llama diplomática por antonomasia, la que, según Bismarck, permite sustraerse a las obligaciones de una alianza cuando al cumplirlas se pueden perjudicar los intereses nacionales, aquello a lo que un Ministro italiano llamó retirar a tiempo los dados del juego. Cuando De­móstenes lleva a cabo su larga lucha diplomática y políti­ca, en la base de su actuación está el sentimiento de la in­seguridad frente al exterior; en la IV Filípica pregunta a su auditorio: ¿Algún dios está dispuesto a garantizarnos lo que no puede hacer ningún hombre, que podéis vivir tranquilos?

A pesar de que Atenas había estado recientemente al borde de su destrucción y Esparta se hundió poco des­pués de haber llegado a la cúspide hegemónica, pocos en­tre los contemporáneos de Demóstenes se hicieron cargo a tiempo del peligro que les amenazaba y que subraya la profundidad del acierto de la lucha del orador por la segu­ridad.- En su diplomacia la seguridad debe resultar del

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fortalecimiento interior y de las alianzas frente al peligro común. I'n la Atenas del siglo IV, ambas cosas son difí­ciles de realizar. Los atenienses de esa época procuran vi­vir bien y a ser posible a expensas del erario público (re­cuérdese el teórico, al que llamó el orador Démades la ar­gamasa de la democracia); evitan cumplir sus obligacio­nes civiles y fiscales y, lo que es más grave, dan lugar a un descenso del espíritu militar y de la educación física, con la decadencia de los gimnasios. Glotz resume la situación diciendo que se trata de saber si los recursos presupuesta­rios se ingresarán en la caja del teórico o en la del ejército, es decir, si se han de consagrar a las diversiones del pueblo o a la defensa nacional; Demóstenes logró destinarlos a fortalecer el ejército sólo poco antes del desastre de Que­ronea; fue demasiado tarde.

Si difícil le fue convencer al pueblo de la necesidad de esforzarse y sacrificarse para mantener a su democrática Atenas en la posición de independencia c intluencia exte­rior, tampoco le resultó fácil revisar y modificar el tingla­do de las alianzas. Demóstenes buscó realizar eso que se llama ahora "renversement des alliances" y en la búsque­da de la seguridad no rechazó tampoco la oportuna ac­ción agresiva y característica que supo distinguir el diplo­mático español Ángel Ganivet en los Estados marítimos, que él llama insulares y entre los que muy bien se podría incluir a la Atenas de los siglos V y IV.

La democracia ateniense fracasó en su dominación imperial de la Hélade al término de la guerra del Pelopo­neso; luego se rehizo y vino a fundar una política de equilibrio, aliándose con su antigua enemiga Fisparta, ante la amenaza de dominación de Tebas; y, cuando se eclipsó

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esta naciente estrella al morir Epaminondas, Atenas buscó de nuevo el equilibrio aliándose con ella. Esta política fue iniciada por Calístrato, uno de esos diplomáticos que saben maniobrar con habilidad, aunque sin el impuslso que dan la confianza en los medios o simplemente la fe. La política de las alianzas cambiantes no se hizo con sufi­ciente rapidez y energía; su fracaso frente a Tebas costó el exilio al moderado Calístrato, que fue sustituido por el radical Aristofonte, cuya gestión enérgica tampoco fue afortunada.

Así entró Demóstenes en la vida pública exterior de Atenas: en el Norte con dificultades en Anfípolis, el Quersoneso, Tracia; en el centro con Tebas, en el Sur con Megalópolis y Mesenia a causa de la alianza de Atenas con Esparta; y en el Egeo oriental con las islas de Rodas, Quíüs y Sainos, que se sublevaron contra Atenas apoya­das por los reyes de Caria. Todo ello coronado después por la aparición en la escena de un personaje marcado por un gran destino histórico: 1 ilipo II de Macedonia.

El fracaso de Aristofonte, político radical, patriota y expansionista, una especie de jacobino de la época, llevó al gobierno a los conservadores, que a la grandeza antepo­nían la paz en el exterior y el desarrollo económico en lo interior. Demóstenes, que, antes de lanzarse al escenario como protagonista, según frase de Jaeger, fue conservador y amigo de su jefe Eubulo, se vuelve contra esa política de renunciamiento, porque ve en ella un peligro mortal para Atenas; no se deja engañar por el espejismo de la paz en la inmovilidad; y de ahí su acción diplomática pa­ra conseguir nuevas alianzas y abandonar las inservibles.

La política de las alianzas se convierte en una obse-

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Sion para Demóstenes; en el discurso Sobre la corona, prácticamente el ùltimo de su carrera, reprocha a Esqui­nes su elocuencia estéril, aunque brillante, preguntándole qué alianzas ha procurado a la Patria, qué ayudas, qué amistades, qué gloria; y en la IV Filípica pregunta cuál es la riqueza de un Estado si no son sus aliados, la confianza y la simpatía que inspira.

Al enfrentarse con los problemas de política exterior, Demóstenes sigue un hilo de conducción de las alianzas dentro del mundo helénico para oponerlo unido a Filipo de Macedonia. Para mí sus normas de acción se pueden expresar así:

a) El nundo helénico es uno y dentro de él Atenas debe ser la potencia hegemónica.

b) La forma de gobierno de Atenas es no sólo la más justa, sino también la más conveniente para conser­var aquella supremacía.

c) Eso únicamente se puede conseguir y man­tener ayudando a las demás democracias helénicas y favo­reciendo en las otras ciudades todos los cambios de go­bierno que lleven a los demócratas al poder, incluso por intervenciones armadas. Se comprenderá mejor esto últi­mo si se tiene presente lo arraigado que se encuentra en el alma griega el espíritu de lucha, de competencia, el agón, el combate en el sentido de Heráclito.

d) Estas normas de acción política no son apli­cables a las relaciones con los bárbaros, hasta el extremo de que, cuando pueda existir una posibilidad de conflicto con ellos, tampoco son aplicables entre los griegos mis­mos, es decir, que pueden hacerse alianzas entre ciudades democráticas y oligárquicas.

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e) Dada la situación del mundo griego desde la aparición de la potencia macedónica del semibarbaro Fili­po, en el enfoque de las relaciones con los demás helenos se hace apücación de la excepción anterior y, por encima del interés en imponer la democracia a las otras ciudades, se pone el de reunirías en alianza contra Filipo,

f) Esa concepción de la unidad de la Hélade se opone a la de los filósofos y retóricos, como Platón e Isó-crates, que juzgan por criterios de cultura más que polí­ticos; los filósofos, porque consideran, como Platón, que el único elemento permanente de la historia es el espíritu; y los retóricos, porque se unen a la fuerza, que está de­mostrando su vigor, para llevar con ella la cultura helénica a la conquista del mundo bárbaro, como muestra el Filipo de Isócrates, escrito en 346, cuando se firmó la paz de Fi-lócrates.

En los discursos de Demóstenes se puede ver cómo va aplicando esos principios a las situaciones cambiantes que la realidad le presenta. Cuando se trata de la libertad de los Rodios, pide cambiar la situación anterior (el tratado de 355, que echó a Atenas del Egeo oriental) con ayuda a los demócratas de la isla de Rodas y ataque militar al go­bierno oligárquico y a sus aliados del vecino reino de Ca­ria. En el caso de Megalópolis, cuando sus habitantes pi­den la ayuda de Atenas, no duda en proponer el abando­no de la aüanza de Esparta para, mediante un nuevo acer­camiento a Tebas, defender a Megalópolis y Mesenia con­tra Esparta como manera de evitar que más tarde pudie­ran caer en manos de Filipo de Macedonia, lo que sucedió efectivamente, porque no fue aceptada su propuesta de acción diplomática. En sus relaciones con Tebas se aco-

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moda a todos los cambios que acarrean las situaciones va­rias, con la mirada siempre puesta en la amenaza de Fili­po; frente a éste no altera su política de alarma y prepa­ración, de declarada hostilidad.

No podemos descender aquí a los pormenores de las diferentes empresas bélicas, por otra parte muy complica­das, como todas las guerras en que son muchos los parti­cipantes; las guerras sagradas de Delfos, las de Anfípolis, Olinto o Tracia, Tesalia, Eubea, Ambracia, etc. Filipo fue estrechando el cerco de Atenas; a pesar de ello el partido conservador gobernante se hizo la ilusión de que Atenas podría vivir en paz con él, sobre todo a consecuencia de una prosperidad nunca antes alcanzada y de la seguridad aparente que resultó; pero esta esperanza vana tropezó año tras año con la realidad testaruda; comprenderlo y enfrentarse con el rey de Macedonia, considerando su am­bición como incompatible con los intereses permanentes de Atenas, y haberlo denunciado desde el principio, ya en la / Filípica, en eso consistió la profundidad del pensa­miento diplomático de Demóstenes; y en su política con­siguiente están las muestras de una acción cuyo acierto no se puede desconocer, aunque, a causa de la decadencia del mundo griego del siglo IV, no pudiera detener el empuje del semibárbaro del Norte.

La pérdida de amigos y posiciones en la Calcídica, en Hubea y, generalmente, en las proximidades de sus comu­nicaciones marítimas de aprovisionamiento; la deserción de sus antiguos aliados de las islas del Egeo oriental; el enfriamiento con Mésenla y Arcadia en el Peloponeso, to­do ello unido a los continuos cambios suicidas de Tebas, obligó a Atenas a la paz del 346 con Filipo, en el tratado

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que se llamó de Filócrates. Pero, a pesar de haber acepta­do esa paz, Demóstenes no ceja en su plan diplomático de unir a los griegos contra el hombre del Norte. Cuatro años después de aquel tratado, es decir, en 342, la situa­ción diplomática de Atenas no es muy brillante. Por el Norte, Tracia, Tesalia y Fpiro habían pasado a ser satéli­tes de Macedonia; Filipo concluyó en 34.S un tratado de alianza con el gran rey persa; en la isla de Fubea los go­biernos oligárquicos eran promacedonios, como también, en el Peloponeso, la Elide, Arcadia y Mesenia, como Te­bas después de la ùltima guerra sagrada, en que Filipo ani­quiló a los Foceos haciéndolos desaparecer del mapa.

En ese momento se libra una batalla diplomática de la que son protagonistas Filipo y Demóstenes. 1-1 rey de Macedonia, que no necesita que el pueblo apruebe su po­lítica, hace un viraje, lanzándose a una maniobra de atrac­ción del pueblo ateniense. Filipo se opone en el Consejo Anfictiónico a la petición de Délos de separarse de Ate­nas, con lo que tiende Lma mano a la amistad ateniense; en 343 envía una embajada a Atenas para revisar la p a / de 346; en 342 le ofrece la restitución del islote de Halone-so y propone un arbitraje para resolver los contlictosdel Quersoneso.

Demóstenes y su partido se oponen a la aceptación de esas ofertas y, con la idea de que Filipo busca terminar por asfixia con la existencia política de Atenas, empren­den una doble campaña: en lo interior armarse, y para ello convencer al pueblo del peligro que le amenaza (es el momento de la / / / Filípica, considerada en la Antigüedad como obra maestra de la elocuencia); y en lo exterior buscar nuevas alianzas dando vuelta a las antiguas; de ello

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resultan varias embajadas al Peloponeso, al Helesponto, al Egeo oriental, a Tebas e incluso al gran rey persa. Las pri­meras misiones fueron un éxito en la casi totalidad de sus propósitos (la mayoría de los pequeños Estados griegos formaban ya junto a Atenas) y la de Tebas preparó el te­rreno para la alianza que terminó por hacerse, pero des­pués de haberse perdido un tiempo precioso, al que se puede en gran parte atribuir la derrota de Queronea. La alianza con Persia fracasó por falta de visión lejana en el déspota oriental, cuyo imperio iba a desaparecer para siempre diez años después a manos de aquella Macedonia que Demóstenes le ofrecía debilitar mediante la alianza con Atenas. Con resultados tan aplastantes contra Atenas y contra el gran rey, ¿cómo se han atrevido algunos histo­riadores a criticar la gestión diplomática de Demóstenes acusándole de agente persa? Una prueba más de la confu­sión y apasionamiento de la crítica sobre nuestro orador.

Para terminar permitidme decir algo sobre la unión de la Hélade. Se ha hecho a Demóstenes el reproche de que con su política exterior obstaculizó la unión de los grie­gos. Sin embargo esa unión terminó por hacerse después de la batalla de Queronea; pero lo fue con la sumisión política de todos los Estados griegos a la dirección militar de Macedonia y se hizo a expensas de la libertad de vivir la propia vida política, aunque se tolerara la conservación formal de los regímenes anteriores.

Demóstenes buscó la unión de la Hélade; esa ambi­ción, ese sentimiento de la unión en la política, como existía ya en la cultura y en ese fenómeno social único de las Olimpíadas, estaba en el subconsciente de todos los griegos de su tiempo; el espíritu de exaltación de lo helé-

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nico se encuentra en los grandes creadores de la época, probablemente la de más densa cultura que haya conoci­do la Humanidad, y no se puede negar que, como todas las grandes ideas, era el resultado de una evolución lenta que terminó incorporándose al alma del pueblo helénico. Pero, en contra de la idea de Droysen, hoy tan extendida, la empresa de Filipo y Alejandro de Macedonia no creo que sea la epopeya política encargada de continuar la his­toria de Grecia con unión en un poderoso imperio que diera forma política a la concepción griega de la vida y la cultura, aunque haya servido para su expansión; me pare­ce más realista la tesis de Spengler, de que Filipo de Mace­donia creó un Estado militar, una especie de círculo de territorios fronterizos dentro del cual vivía el enjambre de los Estados-ciudades, de entre los que Alejandría y Antio-quía, por ejemplo, constituyeron dos centros radiantes de conservación y divulgación de la cultura helénica.

Cuando Aristóteles dice que los helenos podrían mandar al mundo si estuvieran reunidos en un solo Esta­do, no se puede uno imaginar que pueda coincidir con esa idea el Estado, grandioso en sí y en sus consecuencias, que empezó a crear el macedonio Alejandro, con la capi­tal en Babilonia y una administración persa dirigida por persas, aunque en la Corte y en el ejército hubiera mu­chos griegos, todos ellos, es verdad, exponentes de la gran cultura que dio el tono al mundo helenístico.

La empresa de la unión de los Estados griegos en li­bertad había fracasado. Pericles buscó esa unidad bajo la hegemonía de Atenas y en una uniformidad de las institu­ciones democráticas, a la manera como las potencias insu­lares sujetan a las demás. Demóstenes, aunque defiende

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sobre todo la independencia de Atenas, se atribuye tam­bién la defensa de los intereses comunes de todos los grie­gos, como dijo en el discurso Sobre la corona. En ese mismo discurso pretende que los atenienses están dispues­tos a desafiar todos los peligros, como sus antecesores de las guerras Médicas, por la salvación y la independencia de todos los helenos. Y, en la / / / Filípica, las advertencias para que no se dejen engallar con las promesas de paz de Filipo, concediendo más valor a la palabra que a los he­chos, van dirigidas a los griegos en general y no sólo a los atenienses.

La unidad del mundo helénico en una convivencia or­ganizada de sus Estados-ciudades libres, que debía resul­tar de una acción diplomática, no se pudo realizar. 1 ntre las causas que lo impidieron está esa mezcla de fatalidad y suerte que tanta influencia tuvo en la vida de los griegos. Demóstenes luchó contra ese sentimiento del destino, combatiendo la resignación y el abandono del pueblo, empeñado en encauzar los acontecimiento en una direc­ción conforme con la grandeza de Atenas y el interés de todos los griegos; pero los hechos que hacen historia son algo que un hombre solo, por grande que sea, no está lla­mado a crear ni a dominar, aunque su participación en ellos, como si se tratara de un actor, pueda o no merecer un aplauso.

Yo, personalmente, aplaudiría la actuación de Demós­tenes.