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PRESENTACIÓN El Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, que dirige el profesor Ensebio Fernández, inicia con la publicación de esta Revista, una pre- sencia periódica para dar cuenta de la situación de los derechos fundamentales en el pensamiento jurídico, en la jurisprudencia y en la legislación. Me hace el honor de encargarme de la dirección de la misma, lo cual es una honra y una responsabilidad, aunque el apoyo intelectual de un Comité Científico, de un Con- sejo de Redacción, de unos responsables de las secciones fijas, y de los profesores Llamas y Ansuátegui como Subdirector y Secretario, me permite abordar con confianza esta tarea. El enfoque de la Revista enriquece otras, para mí inolvidables experiencias anteriores. Así en primer lugar contaremos con una parte doctrinal sobre un tema monográfico en cada número, propuesto por la Revista, y sobre aportaciones libres que sean juzgadas como de calidad por el Consejo de redacción, en el ámbito de los derechos fundamentales. También serán posibles temas de Derecho público y de Filosofía del Derecho, que es el marco en que se sitúa la reflexión sobre los derechos. Las secciones fijas se ocuparán de informar y de valorar las aportaciones doctrinales, con la crítica de libros, las del Derecho legal y las del Derecho judicial en España, en la Comunidad Europea y en el Derecho comparado. Pretendemos que nuestros lectores estén informados y puedan contrastar opiniones plurales sobre estos temas de tanto interés, que afectan a la conciencia, a la libertad, a la igualdad, a la solidaridad y a la seguridad de las personas. Nuestros destinatarios son los profesores y los estudiantes, los profesionales del Derecho y también los 15

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PRESENTACIÓN

El Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, que dirige el profesor Ensebio Fernández, inicia con la publicación de esta Revista, una pre­sencia periódica para dar cuenta de la situación de los derechos fundamentales en el pensamiento jurídico, en la jurisprudencia y en la legislación. Me hace el honor de encargarme de la dirección de la misma, lo cual es una honra y una responsabilidad, aunque el apoyo intelectual de un Comité Científico, de un Con­sejo de Redacción, de unos responsables de las secciones fijas, y de los profesores Llamas y Ansuátegui como Subdirector y Secretario, me permite abordar con confianza esta tarea.

El enfoque de la Revista enriquece otras, para mí inolvidables experiencias anteriores. Así en primer lugar contaremos con una parte doctrinal sobre un tema monográfico en cada número, propuesto por la Revista, y sobre aportaciones libres que sean juzgadas como de calidad por el Consejo de redacción, en el ámbito de los derechos fundamentales. También serán posibles temas de Derecho público y de Filosofía del Derecho, que es el marco en que se sitúa la reflexión sobre los derechos.

Las secciones fijas se ocuparán de informar y de valorar las aportaciones doctrinales, con la crítica de libros, las del Derecho legal y las del Derecho judicial en España, en la Comunidad Europea y en el Derecho comparado. Pretendemos que nuestros lectores estén informados y puedan contrastar opiniones plurales sobre estos temas de tanto interés, que afectan a la conciencia, a la libertad, a la igualdad, a la solidaridad y a la seguridad de las personas. Nuestros destinatarios son los profesores y los estudiantes, los profesionales del Derecho y también los

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ciudadanos en general, interesados por estos temas en una sociedad democrática. Tendremos una periodicidad semestral y apareceremos en los meses de marzo y de noviembre de cada año.

Como somos el órgano de expresión de un Instituto Universitario, preten­demos reflejar todo el esfuerzo de investigación que en él se hace, donde como se ve por el Comité Científico, que nos avala y nos orienta está representada una pléyade de profesores que expresan las diversas corrientes del pensamiento jurídico, económico y político más actuales. Deseamos que este primer número y los que le sucedan tengan una acogida paralela a la ilusión y al esfuerzo que han rea­lizado todos los que hemos contribuido a su nacimiento.

GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ

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IN MEMORIAN: RENATO TREVES

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BIOGRAFÍA DEL PROFESOR RENATO TREVES

L profesor Renato Treves nace en Turín el 6 de noviembre de 1907. Obtiene el título de doctor en Derecho en 1929, en la Universidad de Turín, discutiendo con Giole Solari una tesis sobre "La dottrína san-simoniana nel pensiero italiano del Risorgimento" (publicada en 1931,

2° ed., ampliada en 1973). En 1930 es nombrado "assistente" de Filosofía del Derecho en la Universidad de Turín, y en 1932 viaja a Alemania, donde conoce personalmente a Hans Kelsen. Fruto de esa estancia en Alemania son los dos trabajos publicados en 1934: "II fondamento filosófico della dottrína pura del diritto di H. Kelsen" y "II dirítto come relazione. Saggio critico sul neokantis-mo contemporáneo". Desde 1935 hasta 1938 es profesor encargado del curso de Filosofía del Derecho en la Universidad de Urbino. En 1938 publica su libro titulado "II problema dell'esperíenza giurídica e la filosofía dell'immanenza di G. Schuppe".

En octubre de 1938, el profesor Renato Treves se ve obligado a abandonar su país, debido a la imposición por el Estado italiano de las leyes raciales. Se dirige inicialmente a Uruguay y dicta diversas conferencias en la Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo. Posteriormente, se traslada a Argentina,

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donde en 1939 obtiene la cátedra de Sociología en la Universidad de Tucumán, en la que permanecerá durante ocho años, hasta su regreso a Italia. Durante este período publica los siguientes trabajos en lengua castellana: "Sociología y filosofía social" (1941), "Introducción a las investigaciones sociales" (1942), "Benedetto Croce, filósofo de la libertad" (1944) y "Derecho y Cultura" (1947).

En 1947, tras la caída del fascismo, regresa a Italia, donde obtiene la cátedra de Filosofía del Derecho de la Universidad de Parma. En 1949 es desig­nado catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Milán, cátedra que regentará hasta que en 1976 renuncia a ella y es nombrado catedrático de Sociología del Derecho en la misma Universidad, convirtiéndose en el primer catedrático de Sociología del Derecho en la Universidad italiana. En 1984 se jubila y es nombrado profesor emérito de la Universidad de Milán.

La actividad científíca desarrollada por el profesor Treves desde su regreso del exilio hasta su reciente desaparición es abundantísima. Para abreviar, podrían establecerse distintos períodos:

1. 1948-52: Publica en numerosos volúmenes poligráfícos sus cursos de "Lezioni di filosofía del diritto" (una síntesis teórica de estos corsos se encuentra en el ensayo de 1968, titulado "Metafísica e metodolog^ nella filosofía del diritto").

2. 1952-62: Publica varios trabajos de Filosofia de la Política y de la Cultura, entre los que destacan: "Interpretazioni Sociologiche del fascismo" (1952), "Spirito critico spirito dogmático" (1954) y el volumen "Liberta política e veritá" (1962).

3. 1962-65: Dirige una investigación empírica de ámbito nacional, cuyos resultados fueron publicados en el volumen "Sociologi e centri di potere in Italia" (1962). Publica varios ensayos de Sociología general, como "Comunitá e societá nell'opera di Tónnies" (1963), "II fascismo e le generazioni" (1964) y "Le classi sociali in Italia" (1965).

4. 1966-73: Se dedica especialmente a la Sociología empírica del Derecho: Dirige la publicación de dos obras colectivas: "La sociología del diritto: problemi e ricerche" (1966) y "^'Nuovi sviluppi della sociología del diritto" (1968). Publica el volumen "Giustizia e giudici nella societá italiana" (1972).

5. 1974-1980: En 1974 promueve la fundación de la revista "Sociología del diritto", de la que será su director y colaborador frecuente. En 1977 publica el libro "Introduzione alia sociología del diritto", que volverá a aparecer en una edición muy ampliada en 1980.

6. 1981-1990: Dirige la publicación de varias obras colectivas: "Max Weber e il diritto" (1981), "Alie origini della sociología del diritto" (1983), "Diritto e

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legittimazione" (1985). En 1987 publica una importantísima obra titulada "So­ciología del diritto. Origini, ricerche, problemi". Su última obra la publicó en 1990, y tiene en cierto sentido un carácter autobiográfico: "Sociología e Socialis­mo. Ricordi e incontri".

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DERECHOS DEL HOMBRE, DEMOCRACIA Y PAZ *

Renato Treves

N Italia, tras el final de la guerra, la caída del fascismo y el retorno de las instituciones libres, las fuerzas democráticas en di­ferente forma y medida, han prestado su atención a tres problemas que, como dice Norberto Bobbio, están estrechamente relaciona­

dos: "el de los derechos del hombre, el de la democracia y el de la paz". "Derechos del hombre —explica—, democracia y paz son tres momentos ne­cesarios de un mismo movimiento histórico: sin reconocer y proteger los de­rechos del hombre no existe democracia, sin democracia no existen las con­diciones mínimas para la solución pacífica de los conflictos". A propósito de estos tres problemas estrechamente conectados entre sí, yo diría que, y esto es sólo una impresión, no una opinión ponderada y documentada, en Italia durante los primeros tiempos después de la liberación ha habido un mayor interés por el problema de la paz y por el proceso de democratización, que por el de los derechos humanos.

Traducción de Andrea Greppi.

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Con respecto a ello no se puede olvidar que el fascismo cayó bajo la presión conjunta de las fuerzas democráticas, por un lado, y de las fuerzas comunistas, por otro, y que en la guerra partisana se había combatido bajo dos banderas diferentes, no sólo la democrática vinculada a los Estados Uni­dos, sino también la comunista vinculada a la Unión Soviética, de forma que, a causa de la tensión que existía entre ambos bandos, el valor primario que hubo que salvaguardar fue el de la paz. A eso se deben las llamadas al diálogo, a la comprensión mutua y a la intensificación y reforzamiento de los movimientos y asociaciones creados con el propósito específico de establecer y desarrollar cada vez más la conexión entre políticos e intelectuales del Este y del Oeste. En efecto, para comprender cómo en aquellos años la paz y la democracia pudieron despertar mayor interés que la declaración de los de­rechos humanos, no hay que olvidar la perplejidad que estos derechos habían suscitado en Benedetto Croce, no ya en los lejanos años de la tercera parte de su Filosofía della Pratica, sino también en tiempos más recientes cuando tuvo lugar la "Declaración Universal de los Derechos Humanos". Y Croce no era sólo el mayor filósofo italiano de su época, sino que era también el presidente del Partido Liberal, precisamente uno de los partidos más com­prometidos en la defensa de estos derechos.

Lo dicho hasta aquí sobre la Italia de los años inmediatamente poste­riores a la liberación no creo que pueda valer para un país que, sin embargo, es muy cecano al nuestro. Me refiero a España. Franco murió de muerte natural en noviembre de 1975, treinta años después de la ejecución de Mus-solini, durante la guerra partisana y en un clima político bien diferente. En una época en la que, evidentemente, la dureza de la represión franquista había disminuido sensiblemente bajo la influencia de los estados capitalistas y democráticos que rodeaban políticamente al país y lo controlaban econó­micamente. Y en esta situación es natural que, tras la muerte de Franco, entre los tres problemas a los que alude Bobbio, no fuera el de la paz el que ocupara el primer lugar, sino el de los derechos humanos, que está estrechamente vinculado con el de la democracia. A este respecto son signi­ficativos, además de numerosos artículos publicados incluso antes de la muerte de Franco en la revista Sistema, dirigida por Elias Díaz, dos libros publicados por el Partido Socialista Obrero Español en 1976. El primero, dirigido por Manuel Atienza y que contaba con la colaboración de otros jóvenes profe­sores, lleva el significativo título Política y Derechos Humanos y está entera­mente dedicado a este problema. El segundo, que lleva por título el lema del Partido Socialista Obrero Español Socialismo es libertad, recoge los textos de

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las lecciones sobre ese tema en la escuela de verano del propio partido, lecciones que ya no se desarrollaron en el exilio, sino, por fin, en una España libre. También este libro centra su atención sobre el problema de los derechos humanos, tal como se desprende del ensayo sobre el Estado de Derecho de Gregorio Peces-Barba. Un autor este último que, durante los años del fran­quismo, había publicado valientemente una colección de textos fundamentales sobre derechos humanos y que ha continuado con intensa dedicación el es­tudio de estos derechos, lo cual se refleja en la publicación de su libro De­rechos Fundamentales, de 1976, del que hubo diversas reediciones posteriores, en el Anuario de Derechos Humanos por él fundado y dirigido, y en el re-cientísimo primer volumen de su Curso de Derechos Fundamentales.

Si consideramos tiempos más cercanos y llegamos a 1988, el año anterior al del bicentenario de la Revolución Francesa y de la Declaración de Dere­chos del Hombre, que ha sido, como es sabido, el año en que con la "Pe-restroika" surgieron esperanzas concretas de que el problema de la paz pu­diera llegar con cierta facilidad a una solución, fue también un año en el que dio la impresión de que en el pensamiento de los teóricos y de los prácticos de la política el problema de los derechos humanos pudiera alcanzar el primer lugar respecto a los otros dos de los que estamos hablando. Es significativo un hecho concreto al que desearía hacer referencia aquí porque tuve ocasión de vivirlo de cerca. En aquel mismo año de 1988 la Asociación Internacional de Sociología del Derecho, en su Congreso anual, que tuvo lugar en Bologna, dedicó una sección a la discusión sobre el tema de los derechos humanos. Un tema hasta entonces poco tratado por los especialistas de la materia, a pesar de que desde 1983 uno de los más importantes maestros de la misma, Vilhelm Aubert, había publicado un libro titulado In Search of Law, en el que se ponía de manifiesto el dualismo "entre el Derecho como técnica con­trolada por un amplio e influyente cuerpo profesional, y el Derecho como expresión de exigencias, de intereses y de esperanzas humanas", y en el que observaba que la conexión entre ambos conceptos adquiere la mayor relevan­cia precisamente en los debates sobre derechos humanos. Y en aquel año de esperanzas, en aquel Congreso especialmente sensible hacia ellas, adquirieron una significación especial las intervenciones del polaco Jan Kurczewski y del soviético Sergei Bobotov. El primero, defensor de Solidarnosc y actualmente liberal demócrata y presidente del Parlamento, después de referirse a las reformas democráticas, insuficientes aún, llevadas a cabo en su país, observa que sus opiniones más recientes "pueden ser descritas como una resurrección del lenguaje de los derechos, que se remonta al final de los años setenta".

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Bobotov, de la Academia Soviética, hace notar que, "por desgracia, se ha tardado demasiado en poner de manifiesto que las libertades democráticas y los ideales socialistas han sido burlados durante mucho tiempo..., y que en el momento de la reestructuración actual surge un grave problema: cómo eli­minar el fenómeno burocrático elaborando al mismo tiempo mecanismos efi­caces de protección de los derechos del hombre".

El período de la "Perestroika" ha terminado pronto, y con la guerra del Golfo, con la caída de Gorbachov, con el fin de la Unión Soviética a que ha conducido el nacimiento de unos Estados en los que abundan tendencias nacionalistas, xenófobas y racistas, da la impresión de que, entre los tres problemas señalados por Bobbio, los derechos humanos, la democracia y el de la paz, prevalezca el de los derechos humanos, al cual hoy Bobbio se dedica con mayor atención e intensidad.

Entre los derechos humanos que requieren mayor tutela, en mi opinión, hay que recordar principalmente el de la supervivencia, que está amenazada por el creciente desarrollo de las armas nucleares y por las siempre mayores dificultades para su control. Pienso además en los llamados derechos de la primera y la segunda generación que se refieren únicamente al hombre (de­rechos individuales), o al ciudadano (derechos políticos), ó al trabajador (de­rechos sociales). No menos importantes son también aquellos de la tercera y de la cuarta generación' que se refieren al hombre según su manera de ser en la sociedad, o al hombre en los sectores o las categorías sociales a las que pertenece. Estoy pensando en los derechos de las mujeres, de los niños, de los ancianos, de los minusválidos, de los disminuidos psíquicos, de las víctimas, de los que sufren hambre, de los refugiados, de los grupos minoritarios étnicos y religiosos. Estoy pensando también en el hecho de que con la sociedad tecnológica se está afianzando el derecho a la libertad informática y al hecho de que con el continuo desarrollo de las ciencias biológicas se está perfilando el problema del derecho a la integridad del patrimonio genético propio. Ade­más, con los movimientos ecológicos, como observaba Bobbio en ese congreso al que antes me refería, está emergienco casi un derecho de la naturaleza a ser respetada y no explotada, donde las palabras "respeto" y "explotación" coinciden exactamente con las que se utilizaban tradicionalmente en la defi­nición y en la justificación de los derechos del hombre.

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RENATO TREVES: UN INNOVADOR ENTRE NORMAS *

Vincenzo Ferrari

O primero que llamaba la atención en Renato Treves era su ex­traordinaria capacidad para expresar con palabras sencillas los más arduos conceptos filosóficos. En sus palabras la reflexión filosófica enlazaba directamente con la experiencia concreta de la vida. Los

autores más difíciles aparecían despojados de toda retórica, captada al ins­tante su aportación esencial a la discusión general sobre los hechos y los valores. Sus obras de síntesis —las Lezioni di filosofía del diritto (La Goliardica, 1959), además de la Sociología del diritto (Einaudi, 1987), que tan grande difusión ha tenido— eran cuidados mosaicos en los que diversos fragmentos de la producción cultural iban formando una armonía, siguiendo unas líneas interpretativas de fondo con sorprendente solidez.

La ciencia de Treves era esquiva al clamor, era el fruto de una actividad continua, de una ansiosa curiosidad que le llevaba a buscar siempre nuevas

* Traducción de Andrea Greppi. Artículo aparecido en "II Sole/24 Ore" del domingo 14 de junio de 1992.

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soluciones, a no darse nunca por satisfecho con resultados contingentes. Su declarado "perspectivismo" expresaba la desconfianza frente a las verdades absolutas, tan frecuentes entre filósofos; pero también y principalmente su respeto por las verdades de los demás.

Era una tolerancia aprendida de maestros como Gioele Solari, Luigi Einaudi, Rodolfo Mondolfo, y de sus autores preferidos, Ortega y Gasset, Karl Mannheim, Wright Mills. Tolerancia liberal, nunca alejada de ese sentido profundo del igualitarismo que es característico de la idea socialista. Y en efecto Treves era un socialista liberal, durante años en contacto con muchos demócratas reducidos al silencio o, como él mismo, al exilio por motivos ideológicos o raciales. Sin embargo, hablaba en voz baja y con timidez sobre la infamia de que fue objeto, casi siempre con el fin de recordar a otros hombres de honor que le acompañaron a lo largo de su vida. En estos mo­mentos, justo después de su desaparición, es significativo releer Socialismo e sociologia. Ricordi e incontri (Franco Angeli, 1990), su último libro, que es casi un testamento espiritual: una galería de espíritus nobles que, como él mismo, a lo largo de su vida entera han intentado aunar ciencia, compromiso cívico y humanidad.

Al igual que la de sus interlocutores predilectos, también la ciencia de Treves, cultivada con tanta modestia, está destinada a dejar profundas huellas: sus estudios sobre el sansimonismo y el neokantismo; la traducción, el co­mentario y la defensa de la obra de Hans Kelsen; la crítica de las metafísicas en filosofía del derecho; la reivindicación del espíritu crítico frente al espíritu dogmático; la lucha por la revitalización de las ciencias sociales en Italia después del prolongado ostracismo neo-idealista; y, en las últimas décadas, sobre todo el redescubrimiento y la refundación de la Sociología del Derecho, entendida como una forma nueva, crítica y "externa", de observar el fenó­meno jurídico, con el empleo de técnicas empíricas de investigación, pero sin olvidar aquella "imaginación sociológica" sin la cual la sociología corre el riesgo de convertirse en una estéril recopilación de datos.

La Sociología del Derecho llega casi a identificarse con las enseñanzas de Treves. El ha sido coordinador de una amplia investigación sobre la ma­gistratura (italiana, n. del t.) desarrollada por el Centro Nazionale di Preven-zione e Difesa Sociale, fundador y director de la revista Sociologia del Diritto, la revista italiana de esta disciplina, autor de la primera síntesis orgánica de la materia, aparecida en 1977 y valientemente reestructurada y reelaborada en 1987, severo defensor de la autonomía de los estudios sociojurídicos, tanto frente a la ciencia jurídica como a las ideologías políticas, siempre propensas a someterlos a su hegemonía.

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Su fama, venciendo su propia humildad, ha superado las fronteras ita­lianas. Durante años fue el primer presidente del Comité Internacional de Sociología del Derecho, con quien ha llegado a ser una asociación fuerte y representativa. Ha cooperado activamente en la fundación del Instituto In­ternacional de Sociología Jurídica de Oñati, hoy en día punto de encuentro de centenares de estudiosos. Ha visitado las Universidades de medio mundo, recibiendo, casi en silencio, tres doctorados honoris causa, en San Sebastián, Madrid-Carlos III y Atenas-Panteios. El Ateneo madrileño decretó el luto en el día de sus funerales. En España, donde muchos de sus escritos han sido traducidos, está viva la memoria de su apoyo real a la causa de los intelec­tuales antifranquistas durante los años de la dictadura. Igual recuerdo de intervenciones concretas guardan los intelectuales disidentes de los países del socialismo real.

Treves ha trabajado hasta el último momento en serena y consciente espera del final. Entre sus últimos escritos está una magistral introducción a la edición italiana (Bollati Boringhieri) de Sociedad y naturaleza, de Hans Kelsen, un clásico. Tiene además una breve reflexión sobre los derechos del hombre, tema que él había tratado en un congreso reciente en la Accademia dei Lincei, de la que formaba parte. Por último hay un artículo sobre la Sociología del Derecho de "juristas y de sociólogos", una distinción a él grata, que proponía de forma renovada. Este artículo, que aparecerá en el apéndice de las ediciones,francesa y griega de su Sociología del Diritto, ha sido también su última lección, hace algunos meses, a los estudiantes milaneses. Hablaba con gran dificultad, pero quien había tenido la suerte de escucharle treinta años antes reconocía la misma claridad, el mismo encanto en su personalidad.

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CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

José Luis Cascajo Castro Catedrático de Derecho Constitucional

de la Universidad de Salamanca

I

A prudente advertencia de ilustres juristas sobre la dificultad de definir qué es el Derecho, acaso pudiera servir en este caso para excusarse de la retórica invitación que se nos hace para que opi­nemos sobre el concepto de los "Derechos Humanos".

Quizá tenga más sentido olvidar de momento nuestro arraigado hábito conceptual, y sostener sencillamente ^parafraseando a Vedel— que un con­cepto de derechos humanos para un jurista sería una especie de profesión de fe, es decir, una realidad indefinible, pero presente.

Parece bastante evidente que esta creencia en los llamados derechos humanos alcanza hoy un ámbito universal, pero su traducción operativa en una práctica mínimamente aceptable se configura ciertamente como una tarea incesante e inalcanzable en gran medida.

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A propósito de esta sentida dificultad, más de un autor suscita, en este fin de siglo, la necesidad de una respuesta positiva a lo que podría llamarse la cuestión moral de nuestro tiempo.

Para Rodotá hay que volver a dar al moralismo la fuerza de ser término de denuncia y comparación, motivo de despiadada reflexión de cuanto nos rodea y a la vez precepto: quizá no vinculante formalmente, pero al menos capaz de suscitar si no respeto de aquellos a quienes se dirige, al menos reprobación de cuantos asisten al inverecondo spettacolo.

La comprensión de lo que podamos entender "aquí y ahora" por de­rechos humanos hunde necesariamente sus raíces en este campo de las con­vicciones y de la moral. Se explica de este modo que un enfoque estrictamente jurídico sobre la materia adolezca de un patente reduccionismo. No es extra­ño, pues, que las relaciones entre Derecho, Moral y Política encuentren aquí ocasión y estímulo para un permanente y abierto replanteamiento.

La necesaria perspectiva ecuménica de los derechos humanos, así como el imprescindible análisis interdisciplinario de los mismos, exigen todo tipo de modestia a la hora de pensar en un supuesto concepto sistemático de los derechos del hombre.

Se comprende así que el jurista se vea obligado a descender del cielo de los principios al mundo más prosaico de los hechos y las normas.

No se trata de reducir el papel del jurista al de mero exégeta de normas o al de simple anotador de decisiones judiciales, sino más bien recordar que en el orden dogmático de las cosas, los textos son su patria.

El texto como "semilla inmortal" —ha escrito E. Lledó— implica una serie de compromisos que nos llevan a preguntar, más allá del texto, por la historia de su constitución, y más acá del texto, por la estructura de una memoria que es consciencia, diálogo y, en consecuencia, una cierta forma de solidaridad. Por otra parte, esta apelación a los textos trata de evitar que los derechos humanos se conviertan en socorrido instrumento de la retórica po­lítica o fácil coartada ante las patentes insuficiencias del Derecho positivo vigente en nuestros días. También contribuye a recordar la olvidada necesidad que tiene toda realidad política, por muy llena que esté de sí misma, de contar con una mínima legitimación o cobertura jurídica.

En nuestra opinión resulta, por todo elto, imprescindible que la reflexión jurídica sobre los derechos humanos mantenga un cierto anclaje con los textos declarativos que sobre la materia se han ido sucediendo a lo largo de los tiempos.

Por otra parte, una avanzada y rica jurisprudencia ha sabido prestar voz viva a declaraciones de derechos fundamentales, que de otro- modo

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habrían permanecido en el poco comprometido terreno de las buenas inten­ciones.

Desde las comisiones de carácter internacional para la tutela de los derechos humanos hasta la importante labor al respecto de la llamada juris­dicción constitucional, se ha ido adquiriendo un notable patrimonio de logros y resultados que pertenece ya a la cultura jurídica de nuestros días.

II

Hoy el problema de los derechos del hombre-ciudadano se centra en saldar las cuentas con los propios éxitos del sistema de derechos iniciado, con ímpetu revolucionario, hace ya dos siglos: esto es, como apunta P. Barcellona, con las desigualdades sociales producidas por la igualdad formal, con los desequilibrios territoriales y sectoriales, con la desocupación existente en las democracias industriales, con la miseria y el hambre de los llamados países del tercer mundo, con la destrucción del medio ambiente; dicho en otras palabras, con las contradicciones de las modernas sociedades complejas.

Cabe ceñir este inabarcable repertorio de problemas a la concreta si­tuación española, que viene reflejada tanto en los informes de instituciones públicas como de asociaciones privadas. En ellos se traza el estado actual de nuestros derechos y libertades.

En mi opinión se ha producido entre nosotros una confianza excesiva y un tanto ingenua en el régimen jurídico de los derechos y libertades, en detrimento de sus supuestos éticos y sociales. De nuevo parece como si una taumatúrgica creencia en la norma legal pudiera suplir la carencia de asu­midos comportamientos favorables a esa esfera de libertad personal e íntima, sin la cual se da pie a todo tipo de despotismos e intolerancias.

Por otra parte el aliento igualitarista de algunas disposiciones, por fá­ciles concesiones a una impúdica demagogia, no ha conseguido de verdad un resultado social y económico más libre e igual. Al contrario, la legítima lucha contra viejos corporativismos ha producido otros nuevos, que fracturan en no menor medida el deseable grado de compacta y articulada homogeneidad que requiere toda sana sociedad.

Quizá por razones explicables de reacción frente al pasado inmediato, se ha creído dogmáticamente que el progreso implica siempre mejora. Se ha pretendido olvidar lo que cualquier estudioso de la historia de los derechos y libertades sabe muy bien: el constante flujo y reflujo que preside la pugna del ser humano con los viejos y nuevos "leviatanes" que le han tocado en suerte.

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En materia de derechos y libertades no basta con que el desarrollo legislativo de la Constitución haya sido notable. Los derechos fundamentales requieren del ejercicio ciudadano más que de la dosificada administración de los mismos por parte de los poderes públicos.

Parece haberse extendido la equivocada creencia en que, con la Cons­titución de 1978, los derechos y las libertades se dieron de una vez por todas. El insuficiente protagonismo ciudadano y el precario funcionamiento de al­gunas instituciones componen un marco de referencia, que no es el más ade­cuado para el desarrollo y profundización de las libertades.

Se afirma con razón que los derechos humanos juegan una función como elementos estabilizadores del poder, de límite y también de incentivo para la modificación del sistema. A mí me parece que en nuestro caso no se ha alcanzado un adecuado nivel en el desarrollo de esta función, que macha-conamente se suele hacer a los tiempos del régimen político anterior.

La llamativa tendencia a judicializar conflictos que deberían encontrar su solución en otras sedes, la escasa atención a los límites y responsabilidades que comporta también todo el sistema de derechos fundamentales y libertades públicas, con frecuentes colisiones entre distintos bienes jurídicos, son también factores, entre otros, que suscitan aspectos problemáticos en esta materia.

En mi opinión resulta insuficiente el fomento de hábitos participativos, así como la educación para las libertades. También los mecanismos de carác­ter colectivo para la tutela de algunos derechos son aún incipientes.

No basta tampoco con la ilustrada interpretación de la Constitución, hecha por el Tribunal Constitucional para la efectiva conservación de los espacios de libertad e igualdad.

Parece haberse apagado el énfasis inicial a favor de los derechos y libertades del ciertamente pródigo título I de nuestra norma fundamental. En las últimas legislaturas, lo que podríamos llamar la política de las libertades ha presentado demasiadas vacilaciones cuando no rectificaciones. El patente crecimiento del ordenamiento jurídico en su función ordenadora de la reali­dad, no ha sabido resaltar el valor político y social de los distintos proyectos de futuro que contiene la Constitución, entendida como rico depósito de principios jurídicos fundamentales. Desde esta perspectiva los derechos fun­damentales cobran el valor de una fuerza autónoma, protegida además por la rigidez de la Constitución.

El principio de rigidez no puede ser sólo entendido, en este caso, como un instrumento de garantía de las situaciones jurídicas adquiridas, sino tam­bién como protección de las disposiciones y valores aún no alcanzados, que

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no pueden ser olvidados ni alterados por las mayorías políticas del futuro con el desarrollo material de la Constitución en sus manos. Como se ha dicho, los derechos fundamentales adquieren así el carácter de "camino y cauce", marcando toda una dinámica al ordenamiento jurídico.

Al margen de las distintas coyunturas y ciclos, inevitables parece ser, de la situación económica, es preocupante que se vuelvan a poner en tela de juicio, lo que han sido las conquistas esenciales y, por 'tanto, irrenunciables del llamado Estado social.

No pueden pasar tampoco desapercibidas algunas tendencias que pre­tenden incriminar como delitos, conductas que no debieran convertirse en nuevos tipos penales, por razones coyunturales o de mera conveniencia del poder político.

La experiencia ha demostrado también con creces que una acumulación de los distintos instrumentos de garantía y protección de los derechos y li­bertades, no siempre alcanza los resultados que serían deseables. Incluso pue­de tener, por paradójico que parezca, efectos contraproducentes. En este te­rreno todos los esfuerzos por mejorar los mecanismos de la tutela judicial ordinaria, siempre parecerán poco. Las numerosísimas dilaciones indebidas en el restablecimiento de lo que, sin duda, constituyen los bienes jurídicos más importantes de la persona, constituyen el exponente más patente de las ca­rencias de nuestro sistema.

Finalmente me parece que sería conveniente reflexionar sobre la ex­periencia que tanto el desarrollo legislativo como la jurisprudencia y la doc­trina han ido decantando estos últimos años, sobre los derechos humanos. Se hace en este sentido necesaria una cierta tarea de ordenación y ponderación de la obra llevada a cabo.

Por otra parte, es evidente que pocos sectores del ordenamiento nece­sitan un estudio más vivo y permanente que el de los derechos fundamentales y las libertades públicas.

Espero que la nueva publicación que con este primer número nace, constituya un estimable instrumento de reflexión científica y un foro abierto a todos los que contribuyen a mantener la esperanza en la dignidad de la persona humana.

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DERECHOS Y LIBERTADES I REVISTA DEL INSTITUTO BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Adela Cortina Catedrática de Filosofía del Derecho, Moral y Política

de la Universidad de Valencia

ILa expresión derechos humanos es .sin duda de rancio abolengo. Estrechamente emparentada con otras bien conocidas, como "de­rechos naturales", "derechos morales", "derechos fundamentales", o no tan conocidas ("derechos públicos subjetivos", "libertades

públicas") •, tiene frente a ellas en su haber al menos una doble ventaja: la de gozar de una mayor popularidad, por haber sido empleada como rótulo en declaraciones internacionales, y la de mostrar de modo inmediato que tales derechos sólo son reivindicables por hombres, pero, eso sí, por todos y cada uno de ellos.

Merced a esta doble ventaja invitaría yo a primar el uso de la expresión "derechos humanos" sobre las restantes, y también por evitar que los fervo­rosos defensores de los derechos de animales y plantas propongan —llevados de su arrojado entusiasmo por la dignidad de estos seres— redactar una única tabla de derechos de los seres vivos, ampliando la dedicada a los hombres y situándola bajo alguna de las restantes expresiones en uso. Porque a fin de cuentas —podrían decir nuestros entusiastas amigos— todo ser vivo posee unos derechos naturales, en la medida en que cualquier organismo tiende a su perfección y debemos ayudarle a alcanzarla, o bien unos derechos morales, fundados en la dignidad de la vida, anterior a toda convención, o también unos derechos fundamentales que requieren ser positivizados. Y no es de ley replicar a quien así razona que la historia sólo ha reconocido hasta el presente, derechos de este calibre a los hombres, porque en definitiva la historia se hace y precisamente lo que está pidiendo nuestro amigo es que realicemos una conquista que construya historia en pro de la vida animal y vegetal. Ahora bien, lo que no puede hacer ni el más osado es atribuir derechos humanos allende los hombres, y se vería forzado, como mínimo, a redactar otra tabla para animales y plantas, con otros fundamentos y otras funciones.

Uso y lógica de la cosa aconsejan, pues, a mi juicio, seguir primando esa ya consagrada expresión, que muestra a la vez el fundamento de tales

' Para un análisis de estas expresiones, ver G. PECES-BARBA: Curso de Derechos fun­damentales, I, Madrid, Eudema, 1991, pp. 19-34.

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derechos —el hecho de ser hombre— y su extensión —todo hombre en cuanto tal—, y bosqueja con ello su concepto. Porque al hilo de la historia se han ido configurando como derechos humanos aquellas exigencias, cuya satisfacción es condición de posibilidad para hablar de "hombres" con sentido, en la medida en que si alguien no quisiera plantear tales exigencias difícilmente podríamos reconocerle como hombre, y si alguien no respetara tales derechos en otros, también difícilmente podríamos reconocerle coíno hombre, ya que ambos, al actuar de este modo, obrarían en contra de su propia racionalidad .

Reclamar la satisfacción de tales exigencias e intentar satisfacerlas es condición necesaria para ser hombre, por eso el derecho positivo no concede tales derechos, sino que los debe reconocer y proteger, y el poder político es ilegítimo si no tiene su última razón de ser en respetarlos y garantizar su satisfacción. Si bien es cierto que las exigencias para llevar una vida humana digna, que es la función ejercida por los derechos humanos, van explicitándose históricamente, y por eso el concepto y función de tales derechos no pueden ser enfocados sino desde una teoría dualista, que considere racionalidad e historia, es decir, racionalidad prejurídica y derecho positivo'.

2. Naturalmente, si nos preguntamos hoy por los problemas más ur­gentes en torno a los derechos humanos, tenemos que reconocer que la tarea más apremiante es la de su eficaz protección, ya que el mayor escándalo de nuestro tiempo consiste en que, a pesar de las declaraciones internacionales y las proclamas de todo tipo, los más elementales derechos de los hombres son violados en todas las latitudes. Sin embargo, como decía Ortega, lo ur­gente tampoco puede llevarnos a olvidar lo importante, y sigue siendo una importante tarea filosófica la de preguntar por el fundamento de los derechos humanos, es decir, si hay un fundamento racional para tales derechos, que coexista con el pluralismo axiológico o incluso que lo sustente racionalmente "*.

Cierto que no parecen los nuestros tiempos favorables a las fundamen-taciones racionales, ni siquiera de los derechos humanos, a los que distintas posiciones van presentando como ficciones, supersticiones o fabulaciones úti­les, al modo de Bentham o Maclntyre^; como meras indicaciones de que debemos tratar a las personas de una manera determinada, pero sin tener

• A. CORTINA: Etica sin moral, Madrid, Tecnos, 1990, p. 249. ' Recientemente G. PECES BARBA ha completado su teoría dualista, extendiendo la

positivación a las dimensiones de la eficacia. Ver o. c, p. 95. ' Un bosquejo de lo que pueden ser las propuestas de fundamentación de los derechos

humanos en nuestro país es el ofrecido en J. MUGUERZA y otros autores: El fundamento de los derechos humanos, edición preparada por G. PECES-BARBA, en Madrid, Debate, 1989.

' A. MACINTYRE: Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987, pp. 95 y ss.

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una razón para ello, como apunta Rorty*; o bien como fruto del nihilismo, que es — según Vattimo— el único "fundamento" posible para reconocer igualdad entre los hombres, ya que cualquier otro fundamento pretendería seleccionar una cualidad humana de que unos gozarían y de la que, sin em­bargo, otros carecerían.

Sin embargo, y a pesar de los vientos que soplan, adversos a la idea de fundamentación, intentar "dar razón" de lo que nos importa sigue siendo ineludible tarea filosófica, aun cuando sólo fuera por ofrecer a los hombres esa plataforma común desde la que pueden converger. Que no es lo mismo fundamentar, dar razón, que ser "fundamentalista"', sino precisamente todo lo contrario, sobre todo cuando nuestra razón, gracias a los hallazgos de la hermenéutica, ha ido autorreconociéndose como razón impura, inserta en la historia y en las tradiciones, más que como razón pura, desligada de la historia*.

Desde este modo de entender la razón, una fundamentación racional adecuada debe conjugar los dos polos que la componen: trascendentalidad e historia. Porque las exigencias de satisfacción de los derechos humanos, aun­que sólo en contextos concretos son reconocidas como tales, rebasan en su pretensión cualquier contexto y se presentan como exigencias que cualquier contexto debe satisfacer; mientras que, por otra parte, es claro que sólo en sociedades con un desarrollo moral determinado —el correspondiente al nivel postconvencional en el sentido de Kohlberg— y con unas peculiaridades ju­rídicas y políticas son de hecho reconocidas.

3. Obviamente, esta dialéctica de trascendentalidad e historia, propia de una razón que se sabe impura, descalifica por irracional cualquier intento de fundamentación que se acoja únicamente a uno de los dos polos mencio­nados: optar por unos derechos atemporales determinados, interpretados por intérpretes autorizados, al modo del iusnaturalismo sustancialista es, pues, con-trario a la naturaleza de una razón histórica y formal; pero igualmente injusto con la naturaleza de las exigencias de la razón, que van más allá de los contextos históricos concretos, sería un positivismo jurídico historicista, anclado en la voluntad histórica concreta. Parece, pues, que no quedan como candi­datos sino dos modelos de fundamentación: una fundamentación ética en el

' R. RORTY: "Solidaritát oder Objektivitát?", en Solidaritat oder Objektivüat?, Stuttgart, Reclam, 1988, p. 29.

' A. CORTINA: Razón comunicativa y responsabilidad solidaria. Salamanca, Sigúeme, 1985, p. 136; Etica mínima, Madrid, Tecnos, 1986, cap. 4; Etica sin moral, cap. 3.

' J. CONILL: El enigma del animal fantástico, Madrid, Tecnos, 1991, especialmente parte II.

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concepto de dignidad humana' y lo que considero oportuno calificar de ius-naturalismo procedimental, propio de una Modernidad crítica, como transfor­mación del iusnaturalismo racional moderno.

La fundamentación en el concepto de dignidad humana, a pesar de contar con un nutrido y cualificado número de adeptos, no deja de presentar —a mi juicio— claras insuficiencias. Ante todo, porque el predicado "tener dignidad", para bien o para mal, no es un predicado descriptivo, por el que quepa ampliar la información verificable o falsable acerca de un sujeto, de modo que a! describir qué sea un hombre podamos añadir a los predicados naturales "y además tiene dignidad". Tal atributo es, por el contrario, uno de esos sufridos predicados axiológicos que han sido tenidos a lo largo de la historia, o bien por pura creación de la subjetividad humana, o bien por cualidades objetivas captables por un órgano peculiar, que sería una intuición emocional'". En el primer caso, resulta imposible intersubjetivar el discurso axiológico y, por tanto, la noción de dignidad no podría constituir un fun­damento racional; en el segundo caso, parece que la objetividad del valor permite intersubjetivar el discurso acerca de la dignidad, pero en realidad no es así, porque siempre un sujeto puede aducir ceguera para una cualidad semejante.

Y es que la dignidad humana es un muy peculiar predicado que no se capta en los seres, como la belleza o la elegancia, sino que se atribuye a los hombres por poseer peculiares características descriptibles: por gozar de au­tonomía, por decirlo al modo kantiano, o por constituir el único tipo de seres capaz de captar valores, en lenguaje personalista. Pero en ninguno de estos casos es la dignidad el fundamento, sino una categoría axiológica que traduce en lenguaje valorativo, más próximo al sentimiento, lo que en lenguaje des­criptivo metafisico puede reconocerse como autonomía o, en lenguaje fenome-nológico, como lugar de los valores.

¿A qué tipo de seres —nos preguntamos— estaríamos hoy dispuestos a conceder un tipo de dignidad, que fundamente derechos del calibre y natu­raleza de los llamados "derechos humanos"?

4. Como en otro lugar he expuesto con mayor detalle, la ética discur­siva desentraña hoy una noción de racionalidad que ofrece un fundamento para los derechos humanos, dotado de los requisitos que hemos ido exigiendo a una fundamentación semejante: 1. fundamenta un concepto dualista de de-

' E. FERNANDEZ: Teoría de la justicia y derechos humanos, Madrid, Debate, 1984, cap. 3.

'" J. ORTEGA Y GASSET: "Introducción a una estimativa. ¿Qué son los valores?", en Obras completas, Madrid, Revista de Occidente, VI, pp. 315-335.

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rechos humanos, que atiende al momento de racionalidad, pero también al de positivación jurídica; 2. Se trata de un fundamento procedimental, com­patible con el pluralismo de las creencias; 3. Tal fundamento posibilita una mediación entre trascendentalidad e historia " .La noción de racionalidad a la que vengo aludiendo es, obviamente, la de racionalidad discursiva, tal como se nos muestra a través de la lógica del discurso práctico diseñada por Ha-bermas y a través de la ética de la argumentación bosquejada por Apel.

Siguiendo este hilo conductor, todo ser dotado de competencia comuni­cativa se nos descubre como un potencial participante en aquellos discursos prácticos, cuyas decisiones le afectan —es decir, como "persona", por decirlo con Apel ' —, y cualquier discurso práctico, para reclamar sentido y validez, presupone ya lo que yo llamaría unos derechos pragmáticos de cuantos se encuentran afectados por las decisiones que en ellos puedan tomarse. Serían tales derechos el de participar en los discursos (que, a su vez, comprende los derechos de problematizar cualquier afirmación, introducir cualquier afirma­ción, expresar la propia posición, deseos y necesidades) y el de no ser coac­cionado, mediante coacción interna o externa al discurso, impidiéndole el ejercicio de alguno de los derechos anteriores ' .

Naturalmente, estos derechos son sólo presupuestos del discurso, enten­dido en el sentido de Apel, Habermas y Alexy, y parece en principio que no puedan plantear ninguna pretensión fuera de los discursos, es decir, en el ámbito de la acción. Así lo afirma Habermas expresamente, criticando la pretensión de R. Peters de deducir normas fundamentales a partir de los presupuestos de los discursos prácticos, entre ellas un principio de trato justo y un principio de libertad de opinión ".

En efecto, frente a las pretensiones de Peters objeta Habermas que no resulta evidente que las reglas inevitables dentro de los discursos, puedan también pretender validez para regular la acción fuera de los discursos; que las exigencias pragmático-trascendentales presupuestas en los discursos pue­dan transmitirse inmediatamente del discurso a la acción. Por el contrario —proseguirá nuestro autor—, las normas fundamentales del derecho y la mo­ral no forman parte del campo de la teoría moral, sino que han de ser decididas en los contextos concretos, teniendo en cuenta que las distintas circunstancias históricas arrojan su propia luz sobre las ¡deas fundamentales

" A. CORTINA: Etica sin moral, cap. 8; "Diskursethik und Menschenrechte", en Archiv flir Rechts- und Sozialphilosophie, vol. LXXXVI (1990), h. 1, pp. 37-49.

' K. O. APEL: La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1985, II, pp. 380 y ss. " J. HABERMAS: Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985,

pp. 112 y 113. '" Ibíd., p. 107.

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práctico-morales. Lo único claro es entonces —concluirá— que en todos esos casos los discursos en torno a las normas jurídicas y morales presupondrán trascendentalmente los que yo he llamado "derechos pragmáticos".

Ciertamente, si atendemos a estas afirmaciones habermasianas y no va­mos reflexivamente más allá de ellas, tendremos que reconocer que la ética discursiva es incapaz de ofrecernos una fundamentación para derechos hu­manos, a cuya esencia pertenece ser aceptados públicamente en declaraciones históricas con el fin muy concreto de orientar la acción. La especificación de tales derechos dependería de decisiones históricas, pero no de la teoría moral, que sólo enunciaría los "derechos pragmáticos" presupuestos en el discurso. Lo cual implica, a mi modo de ver, aceptar implícitamente una fundamen­tación positivista de los derechos humanos, que les haría dependientes de las decisiones fácticas de los consensos fácticos.

Porque por muy intersubjetivamente que se tomaran las decisiones ", si las reglas del discurso sólo valen contrafácticamente para los discursos prác­ticos, cualesquiera decisiones concretas en contextos concretos quedarían per­fectamente legitimadas, en la medida en que la teoría moral, en la nube de sus discursos perfectos, nada tendría que decir críticamente a la acción. Pero, ¿es admisible este abismo entre teoría moral y decisiones morales en el mundo de la vida? ¿Pueden tomarse en la Lebenswelt cualesquiera decisiones, a favor o en contra de los derechos humanos clásicos, y la teoría moral no puede ofrecer ni siquiera un canon para la crítica?

A mi modo de ver, la teoría moral —es decir, la filosofía moral o ética— no debe, en efecto, ofrecer normas concretas de acción, sino únicamente desentrañar los procedimientos racionales mediante los cuales podría deter­minarse que una norma es correcta. Las decisiones en torno a la corrección de las normas deberían tomarlas los afectados por ellas, contando con las peculiaridades de su situación histórica, lo cual significa reconocer el papel de la historia en la concreción de normas, que, en el caso de los derechos humanos, se traducirá también en la necesidad de ir concretándolos históri­camente.

Sin embargo, la afirmación de que la ética descubre los procedimientos racionales para la toma de decisiones no es inocente, sino que nos descubre una dimensión de trascendentalidad que, si pretende significar algo, ha de tener fuerza normativa, siquiera sea indirecta, en las tomas concretas de de­cisión.

'* A. E. PÉREZ LUNO: Derechos humanos, Estado de derecho y Constitución, Madrid, Tecnos, 1984, especialmente cap. 3.

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En efecto, siguiendo los pasos de la lógica del discurso práctico, y en lo que respecta a nuestro tema, tendríamos que hacer las siguientes puntua-lizaciones frente a Habermas:

1. Si los procedimientos racionales descubiertos por la ética comportan unos derechos pragmáticos, tales derechos han de ser presupuestos en los diálogos y consensos fácticos para que tengan sentido y validez.

2. Los derechos pragmáticos descubren, a su vez, un tipo de derechos, a los que cabría calificar de "humanos", como son el derecho a la vida de los afectados por las decisiones de los discursos (que mal podrían participar sin vida), el derecho a participar en cuantos diálogos llevan a decisiones que les afecten, el derecho a participar sin coacción, el derecho a expresarse libremente, el derecho a ser convencidos únicamente por la fuerza del mejor argumento, lo cual exige no sólo libertad de conciencia, libertad religiosa y de opinión, sino también libertad de asociación. Y, por último, un tipo de derechos sin los que no se cumpliría el télos de los acuerdos y que tienen que ir siendo concretados históricamente: el derecho a unas condiciones ma­teriales, que permitan a los afectados discutir y decidir en pie de igualdad, y el derecho a unas condiciones culturales, que permitan a los' afectados discutir y decidir en pie de igualdad ".

3. Un consenso fáctico que decidiera violar alguno de los derechos expuestos iría en contra de los presupuestos mismos del procedimiento por el que se ha llegado al consenso, con lo cual la decisión tomada sería injusta.

4. Los consensos fácticos acerca de derechos humanos concretos, que pretenden ser "legalizados" en declaraciones y constituciones, deben respetar los derechos idealmente presupuestos y tratar de ir concretándolos históri­camente, atendiendo a las circunstancias de cada caso.

Ciertamente es éste nada más un boceto tentativo de lo que podría ser una fundamentación de derechos humanos en la ética discursiva, y podría objetársele, entre otras muchas cosas, que no cumple su pretensión de con­jugar racionalidad e historia, puesto que la historia parece ser tenida en cuenta sólo al nivel de la aplicación.

Sin embargo, una crítica semejante erraría el blanco, porque la racio­nalidad a la que nos hemos referido es la resultante de un aprendizaje, no sólo técnico, sino también práctico, que la ha situado en ese nivel postcon­vencional de principios al que ontogenéticamente alude L. Kohlberg y filo-

" A. CORTINA: Etica sin moral, pp. 251-253.

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genéticamente la ética del discurso ". Una razón "impura", como aquella a la que venimos apelando, no se previene contra la historia, sino que se sabe enraizada en ella, aun cuando en sus exigencias pretenda trascender cualquier contexto. Por eso en el boceto que hemos bosquejado pretenden conjugarse tiempo y razón '*.

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Eusebio Fernández Catedrático de Filosofía del

Derecho, Moral y Política de la Universidad Carlos III de Madrid

REO que los que, dentro de España, trabajamos en la teoría de los derechos humanos, podemos estar "suficientemente" satisfe­chos del nivel intelectual alcanzado durante la última década. La variedad de planteamientos y temas, el pluralismo de perspectivas

y, en definitiva, la calidad de las publicaciones avalan esa opinión. Sin em­bargo, en un asunto tan complejo, aún queda mucho que investigar y todavía es necesario que dediquemos muchas reflexiones a mejorar las herramientas de trabajo.

Para esta breve participación que se me solicita, he elegido dos proble­mas actuales: el papel de los derechos humanos como contenido de una ética normativa y el concepto de derechos morales.

1. DERECHOS HUMANOS Y ETICA

Uno de los temas más interesantes derivados de la reflexión contem­poránea sobre los derechos humanos es el de las relaciones entre éstos y la Etica. No me refiero aquí a la teoría de los derechos humanos como teoría de la Justicia o como teoría de filosofía moral, sino a los derechos humanos

" K. o . APEL: "¿Vuelta a la normalidad?", en K. O. Apel, A. Cortina, J. de Zan, D. Micheiini (eds.), Etica comunicativa y democracia, Barcelona, Crítica, 1991, pp. 70-117.

'» J. CONILL, o. c.

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como contenido de una ética normativa, es decir, a los derechos humanos como conjunto de valores y normas morales y jurídicas. Este planteamiento ha sido tratado varias veces, haciendo hincapié en la presentación de los derechos humanos como la plasmación de un ideal moral común a la hu­manidad, como un conjunto de reclamaciones de la conciencia mundial con­temporánea o como la ética de nuestro tiempo. La postura que yo he man­tenido y sigo manteniendo se situaría en esta línea. Sin embargo, deseo ma­tizarla, respondiendo con ello a una convincente crítica que debo a Ángel Llamas. El texto mío que cita es el siguiente: "En el concepto contemporáneo de ios derechos humanos fundamentales nos encontramos la plasmación teó­rica y práctica de ese conjunto de necesidades, exigencias, derechos y deberes, que pueden valer como criterios mínimos de fundamentación de los principios básicos de una sociedad y un orden jurídico justo" '. Su crítica es la siguiente: "Una objeción, a nuestro juicio —escribe— se puede hacer en este plantea­miento, que se introduce en la descripción de los contenidos materiales de la moralidad del Derecho y es que al no usar el concepto de valores supe­riores, que es más amplio, sino el de derechos humanos fundamentales, se presenta una visión subjetivista e individualista, de la moralidad del Derecho, que se obvia en la noción de valores superiores que comprenden también la moralidad legalizada referida a la organización del poder y del propio sistema jurídico, en forma de principios de organización" .

Pues bien, considero que es muy posible aceptar, e incluso integrar, su objeción, sin necesidad de hacer grandes cambios en mi tesis. Los derechos humanos fundamentales incluyen varias cosas a la vez: responden a necesi­dades humanas esenciales que se traducen en exigencias morales y pretenden ser reconocidas y garantizadas por el Derecho, generando deberes. Además de todo ello, y se trata del camino seguido por cualquier derecho humano que tomemos como ejemplo, los derechos humanos básicos encuentran su funda-mentación en una serie de valores que, a través de su adecuado ejercicio, se. pretenden lograr: respeto a la dignidad humana, autonomía, seguridad, liber­tad e igualdad. Estos valores citados, y que están detrás de cualquier decla­ración de derecho actual, no agotan el conjunto de valores morales vigentes, o que se desean vigentes, en una sociedad ni el conjunto de valores jurídicos de su ordenamiento. Los derechos humanos sirven "como criterios mínimos de fundamentación de los principios básicos de una sociedad y un orden

' Eusebio FERNANDEZ: Teoría de la Justicia y Derechos Humanos, Ed. Debate, Madrid, 1984, p. 38.

' Ángel LLAMAS: "Los valores jurídicos como ordenamiento material", tesis doctoral, inédita, Universidad Carlos III de Madrid, septiembre de 1991, tomo II, pp. 393 y 394.

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jurídico justo", ni menos ni más. Ni menos, porque la defensa de los derechos humanos impone unos mínimos ya de por sí muy valiosos en y para la con­vivencia humana: el respeto a la dignidad y los valores y derechos de auto­nomía, seguridad, libertad e igualdad. Ni más, porque en cualquier sociedad existen otros criterios de fundamentación de los principios básicos de justicia independientes de los derechos humanos. Que esos criterios sean indepen­dientes no quiere decir que sustituyan a los derechos humanos, sino que coexisten y son sus complementarios como exigencias de la justicia. Conclu­yendo, el respeto a los derechos humanos es una de las pruebas ineludibles por las que debe pasar una sociedad, un sistema político y un Derecho que intenten sean aceptables desde el punto de vista moral. El consenso mundial, por desgracia más teórico que práctico, sobre esta exigencia es un dato que no debe ser pasado por alto. Los valores morales que fundamentan los de­rechos humanos deben convivir con otros valores morales igualmente impor­tantes, como, por ejemplo, la generosidad, la fraternidad o la solidaridad. Los valores jurídicos o valores que inspiran y justifican el Derecho son más nu­merosos que los que fundamentan él Derecho de los derechos humanos, pién­sese en el orden y la paz social o en la seguridad jurídica. Finalmente, de­bemos ser conscientes de que cada persona tiene más deberes morales y jurídicos, exigidos por la propia conciencia, por la sociedad en la que se vive y por el Derecho, gracias al que se sobrevive, que los deberes que dimanan del ejercicio de los derechos humanos fundamentales'. La solución adecuada a los conflictos entre los valores, derechos y deberes individuales y los valores, derechos y deberes de carácter social, estatal o jurídico es otro tema apasio­nante, que exige entrar en el juego de argumentaciones nuevas y distintas y que aquí no voy a tratar.

2. DERECHOS HUMANOS FUNDAMENTALES Y DERECHOS MORALES

Creo que existen ciertos malentendidos entre los autores que se mues­tran en desacuerdo con la utilización de la expresión derechos morales'' como

' Sobre los deberes constitucionales ver el libro de Rafael de Asís Deberes y obligaciones en la Constitución, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid^ 1991.

" Es interesante consultar el artículo de José GARCÍA ANÓN "Las teorías de los derechos morales: algunos problemas de concepto", en Anuario de Filosofía del Derecho, tomo VIII, Madrid, 1991, pp. 391 y ss. Ver también de Javier DE LUCAS su incisivo trabajo "Algunos equívocos sobre el concepto y fundamentación de los derechos humanos", en el libro colectivo Derechos Humanos. Concepto, fundamento y sujetos, Ed. Tecnos, Madrid, 1992, pp. 13 y ss.

En el mismo libro, editado por el profesor Jesús Ballesteros, aparecen otras aportaciones de interés para estos problemas, como las de Ernesto J. Vidal, Blanca Martínez de Vallejo y José García Anón, Antonio-Luis Martínez Pujalte o María José Anón Roig.

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equivalente a la de derechos humanos fundamentales. Hablar de derechos humanos fundamentales como los derechos morales atribuibles a cualquier persona humana es situarse, prioritariamente pero no de forma exclusiva, en un plano moral, previo al jurídico, pero con la pretensión de encontrar en el Derecho su acomodo. La conclusión que se impone de lo anterior es que no debe resultar extraño ni sorprendente que el conjunto de los derechos hu­manos fundamentales sea más amplio que los derechos recogidos y protegidos jurídicamente. El ámbito de la justificación moral de los derechos es el ámbito de su fundamentación y de su concepto; el ámbito de su reconocimiento jurídico es el ámbito de los medios que el Derecho aporta para su eficaz y posible protección. Y no creo justificada, ni moral ni teóricamente, la postura que reduce el primer ámbito al segundo. Una comparación entre la postura que yo mantengo y la defendida por Gregorio Peces-Barba nos servirá de ejemplo. Para mí, "los derechos humanos fundamentales son los derechos morales o pretensiones humanas legítimas originadas en y conectadas con la idea de dignidad humana y los valores que la componen (autonomía, segu­ridad, libertad, igualdad y solidaridad), y, al mismo tiempo, las condiciones mínimas del desarrollo de esa idea dé dignidad que, a partir de unos com­ponentes básicos e imprescindibles, debe interpretarse en clave histórica. La idea universal de humanidad, por tanto, se traduce inmediatamente en el reconocimiento de un determinado número de derechos que exigen su incon­dicional protección por parte de la sociedad y el poder político"'. Deseo expresar una especial insistencia en puntos claves de esta definición, como "pretensiones humanas legítimas", "desarrollo de esa ¡dea de dignidad que, a partir de unos componentes básicos e imprescindibles, debe interpreta:rse en clave histórica" y derechos "que exigen su incondicional protección por parte de la sociedad y el poder político".

La propuesta alternativa de Gregorio Peces-Barba consiste en reducir el concepto de los derechos fundamentales, salvando su fundamentación,. "vinculada a las dimensiones centrales de la dignidad humana", pero exigién-

' Eusebio FERNANDEZ: Estudios de Etica jurídica, Ed. Debate, Madrid, 1990, p. 60. Para un desarrollo de esto ver también las pp. 65, 66 y 67.

En un sentido bastante parecido ha señalado Alan Gewirth que: "Para que existan los derechos humanos debe haber criterios o principios morales válidos que justifiquen que todos los seres humanos, en cuanto tales, tienen esos derechos y, por tanto, también sus deberes correlativos. Los derechos humanos son derechos o títulos que pertenecen a toda persona; de este modo, son derechos morales universales. Por supuesto que puede haber también otros de­rechos morales, pero sólo son derechos humanos aquellos que moralmente deben ser distribuidos entre todos los seres humanos", en "The Basis and Content of Human Rights, Nomos", XXIII, New York University, 1981; he utilizado la traducción de Alfonso Ruiz Miguel en Derecho y Moral. Ensayos analíticos, dirección y coordinación de Jerónimo Betegón y Juan Ramón de Pá­ramo, Ed. Ariel, Barcelona, 1990, p. 126.

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dolé las notas de validez jurídica y eficacia social; "los derechos —escribe— tienen una raíz moral que se indaga a través de la fundamentación, pero no son tales sin pertenecer al Ordenamiento y poder así ser eficaces en la vida social, realizando la función que los justifica... Si llegamos a la conclusión de que una pretensión justificada moralmente y con una apariencia de derecho fundamental en potencia, de esas que algunos autores llaman «derechos mo­rales», no se puede positivar en ningún caso, por razones de validez o de eficacia, por no ser susceptible de convertirse en norma o por no poder aplicarse, por su imposible contenido igualitario, en situaciones de escasez, no podríamos considerar esa fundamentación relevante, como la de un de­recho humano"*.

Comprendo, y hasta cierto punto comparto, el "realismo" exigido por razones que tienen que ver con tomarse en serio la importancia de los ade­cuados mecanismos de protección de los derechos. Es la única forma de que la retórica no los convierta en papel mojado. Sin embargo, creo que la postura de Gregorio Peces-Barba corre el peligro de obstaculizar en demasía el hecho de qué pretensiones humanas han de convertirse en derechos fundamentales. Sin olvidar, y no deja de tener su gran importancia para el tema, que al fin y al cabo son los seres humanos, o algunos de ellos, los que deciden qué ha de convertirse en norma jurídica y los que, hasta cierto punto y límite, crean y mantienen las situaciones de escasez. Sacrificar el concepto de derechos humanos al cumplimiento de unas condiciones o medios que, de la misma forma que son de una manera, podrían cambiar y ser de otra', es quizá tener una visión demasiado estática y complaciente del Derecho, de la sociedad, del sistema económico y de los mismos derechos humanos en la situación presente.

' Gregorio PECES-BARBA: Curso de Derechos Fundamentales, tomo 1, "Teoría Gene­ral", Eudema Universidad, Madrid, 1991, p. 91.

' Creo que esta objeción también es compartida por Javier ANSUATEGUI en su tesis, inédita, sobre "Los orígenes doctrinales de la libertad de expresión", cuando indica: "Si se supone que los principios morales de los derechos fundamentales están directamente derivados del valor intangible de la dignidad humana, cabe preguntarse hasta qué punto no es peligroso para la virtualidad del discurso de los derechos humanos permitir que esos principios cedan ante deter­minadas circunstancias determinadas por factores de índole económico o material", Universidad Carlos III de Madrid, septiembre de 1992, tomo 1, p. 92, nota 195.

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DERECHOS Y LIBERTADES I REVISTA DEL INSTITUTO BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Jesús González Amuchastegui Profesor Titular de Filosofía

del Derecho de la Universidad Complutense

E pone en marcha una nueva publicación con el laudable objetivo de constituir un núcleo de reflexión científica sobre los derechos humanos. Propone su director, creo con muy buen criterio, dedicar este primer número a reflexionar acerca de cuáles son los prin­

cipales problemas que desde una perspectiva teórica presentan hoy los derechos humanos. Un primer número de estas características tiene una extraordinaria importancia para el futuro de la publicación, pues contribuye a marcar las líneas maestras de la misma. El objetivo de mi aportación será, por lo tanto, apuntar, al hilo de una reflexión sobre los problemas actuales de los derechos humanos, los temas que, en mi opinión, de manera inexcusable deben ser abordados por una publicación con las características de Derechos y Libertades.

A) "GARANTISMO" Y "FUNDAMENTALÍSIMO"

Es habitual comenzar cualquier reflexión acerca de la necesidad de con­tinuar estudiando problemas de fundamentación de los derechos humanos, citando críticamente las conocidas palabras de Norberto Bobbio según las cuales, una vez alcanzado en 1948 un cierto consenso universal sobre el ca­tálogo de los derechos humanos, nuestros esfuerzos deberían ir encaminados, no tanto a discutir sobre su fundamentación como a conseguir su garantía y respeto universal. Aun reconociendo la aplastante sensatez de la propuesta bobbiana y compartiendo con él el objetivo de un respeto y garantía eficaces y universales de los derechos humanos, surge inmediatamente una duda: ¿Acaso sea irrelevante el hecho, creo que indiscutible, de que ese consenso universal suficiente sobre cuáles son los derechos humanos se rompe en cuan­to intentamos explicar el fundamento de los mismos? Mi respuesta es nega­tiva, aunque no resulta fácil determinar la importancia que de cara al respeto de los derechos humanos puedan tener esas discrepancias acerca del funda­mento de los mismos.

Creo que con las observaciones anteriores estamos en condiciones de

entender los dos peligros que podemos denominar garantismo y fundamenta­

se

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lismo. La expresión paradigmática de esta última idea, que he tomado de Elias Díaz, la constituiría la tesis, demasiado ingenua para ser explícitamente asumida por nadie, de que los derechos humanos no son eficazmente respe­tados por no estar suficientemente fundamentados. Sin llegar a estos extre­mos, podríamos tachar de "fundamentalistas" aquellos planteamientos que cuestionan cualquier tipo de propuesta normativa por carecer de una justifi­cación que se entienda indiscutible; o dicho de otro modo, una cierta obsesión por hallar algún tipo de fundamento último e indiscutible de los derechos humanos puede contribuir, si tal empresa fracasa, en el peor de los casos, a quebrar ese frágil consenso existente sobre el catálogo de los mismos, y en el mejor, a adoptar actitudes intelectualmente conservadoras. En definitiva, aun reconociendo la permanente necesidad de estudiar los problemas de fun-damentación de los derechos humanos, como trataré de justificar más ade­lante, debemos preocuparnos prioritariamente por el análisis de los obstáculos existentes a la vigencia de los citados derechos así como por el diseño de los mecanismos de garantía de los mismos.

Por otro lado, el peligro "garantista" tendría una doble dimensión. En primer lugar, partiendo de la sacralización del consenso alcanzado en 1948, limitaría la reflexión de los derechos humanos a los problemas relacionados con su positivación, desarrollo legislativo, garantías jurídicas, etc., y olvidaría la dimensión moral de los mismos. Creo que tener presente esa dimensión moral, esa concepción de los derechos humanos como ideal a conseguir, es imprescindible, pues contribuye a dejar permanentemente abierta la puerta de la crítica moral al Derecho positivo y de su posible transformación.

Debemos tener presente también el carácter del consenso alcanzado en 1948, un consenso sobre el catálogo de los derechos humanos, pero no sobre su alcance —es decir, sobre el tipo de obligaciones que el respeto de los mismos impone a los particulares y al Estado— ni sobre su jerarquía en caso de conflicto. Por lo tanto, aceptar el catálogo de derechos recogido en la Declaración Universal de 1948, lejos de hacer ociosa cualquier reflexión de índole conceptual o fundamentadora, marca la pauta a seguir con la esperan­za —no necesariamente ingenua— de que nuestras reflexiones sobre la fun-damentación de los mismos contribuyan a alcanzar un cierto consenso racio­nal sobre el alcance y jerarquía de los derechos que se traduzca posterior­mente en una mejor, más eficaz y universal protección de los derechos hu­manos '.

' En este punto querría apoyar mi argumentación con mi experiencia como docente de la disciplina "Concepto y fundamento de los derechos humanos", en el Instituto de Derechos

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Señalaba anteriormente que el peligro "garantista" tendría una segunda dimensión, que consistiría en reducir las necesarias garantías para la efectiva vigencia de los derechos humanos exclusivamente a las garantías jurídicas, desde el convencimiento de que la positivación de los mismos y el diseño de determinadas instituciones jurídicas constituirían la condición necesaria y su­ficiente para tal efectiva vigencia. De este modo, se obviaría toda referencia a supuestas garantías de orden económico y social, asumiéndose implícita­mente que los derechos humanos no implican —salvo la garantía de la liber­tad de mercado— ninguna restricción al modelo de relaciones económicas y sociales, asunción ésta que no puedo compartir.

B) DERECHOS HUMANOS Y MODELO ECONÓMICO

Si bien es cierto que los derechos humanos constituyen hoy una expre­sión con una carga emotiva favorable y que se ha logrado un suficiente con­senso universal en torno a la idea de que la justicia está basada en el respeto de los mismos, no podemos olvidar que hasta no hace mucho tiempo era común, desde posiciones ideológicas izquierdistas, criticar las teorías de los derechos humanos basándose en la presunta conexión de carácter necesario y conceptual entre dichas teorías y planteamientos económicos liberal-conser­vadores. Esa conexión ha sido discutida y la consideración, por parte tanto de importantes teóricos como de políticos, de los derechos de carácter eco­nómico y social como genuinos derechos humanos pone de relieve que las concepciones de la justicia basadas en los derechos humanos no se limitan a definir esferas de la vida de las personas en las que el Estado no puede intervenir, sino que establecen unas pautas que deben ser observadas a la hora de definir políticas económicas y sociales. En definitiva, como apuntaba anteriormente, creo que los derechos humanos no son compatibles con cual­quier tipo de modelo económico, y en ese sentido, considero que una de las líneas de investigación más sugerentes es la relativa al análisis del modelo económico "impuesto" por las concepciones de la justicia basadas en los de­rechos humanos; todo lo cual nos remite al estudio de las relaciones entre

Humanos de la Universidad Complutense de Madrid. Impartía esta asignatura a un público integrado casi exclusivamente por estudiantes latinoamericanos, en general comprometidos mili­tantes en la defensa de los derechos humanos e inicialmente poco inclinados a una aproximación de índole conceptual rigurosa. Puedo asegurar que de manera casi unánime, al acabar el curso, dichos estudiantes reconocían la enorme impiortancia y utilidad que una reflexión encaminada a estudiar el concepto y el fundamento de los derechos humanos podía tener de cara a su lucha por la denuncia de las violaciones de los derechos humanos y por la defensa y promoción de los mismos.

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ética y economía, equidad, distribución y eficiencia. Creo que en estos temas se puede y se debe producir un fecundo diálogo entre filósofos, juristas y economistas, intentado tener siempre presentes las diversas dimensiones exis­tentes en este ámbito.

Hay otro aspecto de las conexiones entre derechos humanos y modelo económico que también requiere nuestra atención. Estoy pensando en el cé­lebre interrogante: ¿Es necesario un grado determinado de desarrollo eco­nómico para poder garantizar eficazmente los derechos humanos? Sea cual sea la respuesta correcta, surgen nuevas cuestiones sobre las que debemos reflexionar: ¿Cuál es el modelo de desarrollo económico a seguir por países subdesarrollados que resulta más compatible con el respeto de los derechos humanos? ¿Es posible trasladar miméticamente los catálogos de derechos hu­manos propios de las constituciones occidentales contemporáneas a cuales­quiera otros países, con independencia de su grado de desarrollo económico y social? Ciertamente estas cuestiones desbordan el marco de las disciplinas jurídicas y exigen una reflexión conjunta por parte de juristas, economistas, sociólogos y politólogos. Sé que son temas que hoy quizá en nuestro país hayan perdido atractivo, pero tengo la impresión de que son los temas rela­tivos a los derechos humanos que más preocupan a la humanidad en su conjunto.

C) LA COMUNIDAD INTERNACIONAL

Las últimas décadas han supuesto la consolidación de lo que se ha dado en llamar el proceso de internacionalización de los derechos humanos. El diseño de políticas de promoción de los mismos, así como los mecanismos de protección, han dejado de ser competencia exclusiva de los Estados. Una profundización en esa dirección parece aconsejable y constituye, sin duda, uno de los temas más importantes sobre los que reflexionar en el futuro.

En estas breves líneas quería, sin embargo, llamar la atención sobre un aspecto concreto de esta dimensión internacional de los derechos humanos; me refiero a la pregunta clave que está en la base de todo el proceso de internacionalización, y que podría formularse de la siguiente manera: ¿Cuál es el papel de la Comunidad Internacional en relación con los derechos hu­manos? ¿Cuáles son sus obligaciones? Obviamente no se trata de una cuestión nueva, pero sí me parece que ha recobrado actualidad y que muchas de las respuestas que se empiezan a escuchar son novedosas y apuntan a un com­promiso creciente por parte de la Comunidad Internacional.

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D) ALGUNOS PROBLEMAS CONCEPTUALES

Sin ánimo de ser exhaustivo, pretendo apuntar algunas ideas en relación a ciertos problemas relativos al concepto y a la justificación de los derechos humanos sobre los que me parece que debemos centrar nuestra atención en el futuro.

1. En primer lugar, querría mostrar mis cautelas acerca de ese con­senso universal existente en torno a los derechos humanos. He señalado en más de una ocasión en estas páginas que hoy se acepta de manera casi unánime que la justicia consiste en respetar los derechos humanos. ¿Es ello posible? ¿Puede existir tal acuerdo sobre una ideología, sobre una concepción de lo que debe ser, que proclama como objeto la emancipación de todos los individuos? ¿Resulta verosímil pensar que todos los países, que todos los sectores sociales de los diferentes países, asumen esa concepción de la justicia basada en los derechos humanos? No creo que se me pueda acusar de es-céptico ni de pesimista si respondo negativamente las cuestiones anteriores. Por todo ello me parece importante reflexionar acerca del carácter necesa­riamente "conflictivo" de las teorías de los derechos humanos y cuestionar ese presunto consenso universal sobre la validez de las ihismas.

2. En segundo lugar, querría llamar la atención sobre el posible déficit de justificación de algunos derechos humanos de carácter económico y social por parte de las concepciones de los derechos humanos más acreditadas. Parece innegable que en la actualidad los tradicionalmente llamados derechos liberales (derechos-autonomía) gozan de una sólida justificación y de un acuerdo cuasi universal sobre su bondad. La insistencia en la preeminencia de los intereses fundamentales de los individuos sobre consideraciones rela­cionadas con el interés o el bienestar general —tesis que me parece, en principio, perfectamente aceptable—, la crítica —absolutamente justificada— de las teorías de la justicia que proclamaban la existencia autónoma de en­tidades colectivas (pueblo, nación...) con intereses propios y nítidamente di-ferenciables de los de los miembros que las integraban, la crítica —certera— de las ideologías paternalistas que descansaban en una concepción pesimista del individuo incapaz de identificar cuáles eran sus verdaderos intereses, al tiempo que han contribuido a justificar rigurosamente los derechos-libertad y a lograr un importante consenso sobre su bondad, han podido derivar en un alejamiento de la perspectiva correcta en lo que se refiere a las relaciones individuo-colectividad, intereses individuales-intereses generales, y a la postre en ese déficit de justificación de unos derechos, como serían los de carácter económico y social, que implican un importante compromiso del Estado —por

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tanto de la colectividad y de los individuos— con el bienestar de los par­ticulares.

Por todo ello, me parece importante volverse a preguntar acerca de las relaciones individuo-sociedad, insistiendo en la importante dimensión social del mismo y cuestionando lo que Victoria Camps ha llamado el "prejuicio egoísta" de la ética moderna según el cual, el individuo —egoísta por natu­raleza— sólo se quiere a sí mismo y no debe nada a /los demás. En este mismo sentido, convendría insistir en la necesidad de revisar las discusiones entre las concepciones utilitaristas de la justicia y las concepciones basadas en derechos de los individuos, partiendo de que la contraposición entre metas y objetivos de carácter colectivo y derechos de los individuos no debe ser tan radical como algunos teóricos de los derechos humanos han defendido. Sólo desde una correcta articulación, por un lado, de las relaciones individuo-sociedad, alejada tanto del atomismo liberal-egoísta como del colectivismo, y por otro lado, de los derechos de los individuos con las metas y objetivos de carácter colectivo —recuperando nociones como interés común y solidari­dad—, resulta factible elaborar una concepción de los derechos humanos en la que encajen armoniosamente los derechos de libertad, los de participación política y los de carácter económico y social.

CONCEPTO Y PROBLEMAS ACTUALES DE LOS DERECHOS HUMANOS

Ángel Latorre Catedrático de Derecho Romano

de la Universidad de Alcalá de Henares

A idea de los derechos humanos, es decir, la idea de que todo ser humano, por su condición de tal y con independencia de su posición en una determinada comunidad política, es titular de un conjunto de derechos que pueda hacer valer frente a los poderes

públicos, es fruto del iusnaturalismo racionalista imperante en Europa en los siglos XVII y XVIII. En el mundo antiguo y medieval la situación jurídica del

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individuo y los derechos que se le atribuyen dependían de su posición en los diferentes grupos jurídicamente diferenciados que formaban las sociedades de esas épocas. En Roma, por ejemplo, los ciudadanos, y sólo los ciudadanos por su calidad de tales, tenían ciertos derechos que en alguna medida pueden ser equiparados con los modernos derechos fundamentales, como el ius pro-vocationis; pero el hombre aisladamente considerado no era sujeto de dere­chos, ni públicos ni privados.

Las corrientes iusnaturalistas desembocaron en las diferentes declara­ciones de derecho que surgen a finales del "siglo de las luces". De ellas, la que ha tenido más repercusión en el mundo moderno es la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Claramente destaca en ella su pretensión de universalidad al proclamar en su preámbulo que la Decla­ración expone "los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre". Con mayor contundencia, si cabe, se expresaron algunos de los diputados de la Asamblea constituyente.

Uno de ellos afirmó, por ejemplo:

"Los derechos del hombre en sociedad son eternos... invariables como la justicia, eternos como la razón; son de todos los tiempos y de todos los países"'.

Tal fue el espíritu que alienta en la famosa declaración, y que la dio su fuerza explosiva para destruir los restos del mundo feudal, que aún sub­sistían, y para convertirse en la piedra angular de la democracia moderna. Pero, en mi opinión, no es necesario ni acertado seguir sosteniendo hoy esa concepción iusnaturalista de los derechos humanos. No sólo se plantea, como veremos después, la cuestión de la verdadera universalidad de tales derechos, sino que, como es notorio, su enumeración ha sufrido y sufre cambios im­portantes. Se agregan nuevos tipos de derechos, como los llamados derechos "prestacionales", que a su vez influyen sobre el contenido y el alcance de los viejos derechos "de libertad". Y, lo que es quizá más significativo, algunos de estos últimos ven degradada su protección a consecuencia de las nuevas ideas sociales y políticas. Así, la propiedad, calificada en la Declaración de "derecho inviolable y sagrado", aparece en nuestra Constitución en un rango inferior al de los "derechos fundamentales y libertades públicas" (arts. 15 al 28). Estos están protegidos por el recurso de amparo, por el procedimiento reforzado

' Mathieu de Montmorency, citado por Stephane RIALS: La Déclaration des Droits de l'Homme et du Ciíoyen, Hachette, París, 1988 (Coll. Pluriel). La vocación universalista de la Declaración me parece clara, a pesar de que últimamente ha suscitado algunas dudas. Véase sobre ellas la obra citada, lugar citado.

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de revisión constitucional y por la exigencia de que su desarrollo se lleve a cabo por ley orgánica. La propiedad carece de estas garantías.

Los derechos humanos han de considerarse hoy, en mi opinión, como garantías del Derecho positivo para asegurar el respeto a la dignidad humana de acuerdo con la estimación social dominante en nuestras sociedades occi­dentales y como núcleo esencial de nuestra concepción del Estado de Derecho y de la democracia liberal de nuestros días. '

II

En una rápida referencia a algunos de los principales problemas que presentan en la actualidad los derechos humanos, me limitaré a aludir a dos cuestiones, a mi entender básicas.

Una es la vieja, pero siempre renovada cuestión, de la garantía eficaz de esos derechos. Las constituciones más recientes, entre ellas la nuestra, suelen enunciar con detalle una larga lista de derechos. También prevén di­versos mecanismos legales para garantizarlas. Pero lo cierto es que raro es el país, si es que hay algunos, en que no se violen en casos concretos y, a veces, con una intensidad inquietante. Y lo más grave es que no siempre esas vio­laciones son hechos aislados, condenados por la opinión pública y perseguidos por los Tribunales o por la Administración. En algunos aspectos se pretende una cierta justificación, o al menos excusa, de tales atropellos en nombre de una más o menos confesada, pero siempre operante, razón de Estado. El terrorismo, el narcotráfico o la inseguridad ciudadana se invocan, a menudo, para disculpar violaciones de derechos humanos o incluso para dictar leyes con normas equívocas o claramente contrarias a los derechos solemnemente declarados en las Constituciones. Son actitudes que gozan de un cierto aplau­so popular en nombre de la eficacia y del viejo principio de que el fin justifica los medios. Frente a esas tentaciones no sólo hay que reafirmar la validez incondicional de los derechos humanos, sino que hay que robustecer los ins­trumentos para su defensa. La tendencia a la internacionalización de tales derechos y a la creación de Tribunales supranacionales, como el de Stras-burgo, son medidas de indudable eficacia. Pero, en último término, la garantía más segura depende de la convicción de los ciudadanos. La escuela y los medios de comunicación pueden jugar un importante papel en difundir esa convicción.

El segundo plano en que, a mi juicio, se mueven los problemas fun­damentales en la actualidad es más delicado y difícil de enfocar con claridad.

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La concepción de los derechos humanos es, como hemos visto, un fruto del humanismo racionalista triunfante en la moderna civilización occidental. ¿Pero en qué medida es aplicable esa concepción universalista a civilizaciones de distinto signo? Piénsese en las sociedades del Asia Oriental con una tra­dición confuciana o budista o, para recordar el caso más candente, en los pueblos a los que el integrismo islámico ofrece una concepción muy distinta del hombre y de la sociedad. ¿Cabe que esas sociedades acepten la concep­ción occidental de los derechos humanos y de su presupuesto, el Estado de Derecho, aunque sea adaptándola a su mentalidad? No me atrevo a contestar a esta pregunta; pero en ella está probablemente la clave del futuro de los derechos humanos. La respuesta decidirá si esos derechos son, en el mejor de los casos, la expresión de una civilización concreta y minoritaria o si al­canzará por fin la universalidad que le atribuyeron sus venerables fundadores.

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Luis López Guerra Catedrático de Derecho Constitucional

de la Universidad de Extremadura

L concepto y contenido de los derechos humanos —como aquellos derechos derivados de la misma dignidad del ser humano, y por ello necesarios e inseparables del mismo— se han visto confir­mados y enriquecidos por las experiencias históricas del siglo xx;

pero al mismo tiempo, y desde la perspectiva de la última década del siglo, han surgido nuevos problemas respecto al alcance de ese contenido mínimo garantizador de la dignidad de la persona, y de los medios jurídicos para la efectividad de esa garantía. De entre tales problemas pueden resaltarse al menos tres, relativos a la protección de los derechos humanos frente al poder político; a la dimensión prestacional (garantía del mínimo vital) de los de­rechos humanos, y, finalmente, a su dimensión internacional.

\. Derechos del hombre y poder político. El origen histórico de las de­claraciones de derechos configura a éstas esencialmente como confirmación de esferas de libertad frente a los poderes públicos. Los derechos de la per-

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sona constituían límites al Estado, y no es casualidad que el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano vincule la garantía de los derechos y la separación de los poderes: lo que se perseguía, con ambas técnicas, era la limitación del poder político, concebido como el peligro más evidente (a la luz de la historia) para las libertades y derechos individuales.

Desde esta perspectiva, no puede negarse que en el presente siglo se ha consolidado una cultura política favorable a la Umitación del poder frente a los derechos del individuo. Las experiencias del fascismo y el nacionalso­cialismo han venido a convertir en universalmente inaceptables las justifica­ciones teóricas de la omnipotencia estatal. Cualesquiera que sean las críticas que puedan hacerse al "iusnaturalismo renovado" de la segunda posguerra, no cabe dudar que representa una posición intelectual y moral que ha en­contrado amplio reflejo en los textos constitucionales y legales, y en la cultura jurídica. En menor escala quizá, en cuanto a su intensidad, pero también con efectos innegables, la desaparición de los regímenes socialistas de influencia soviética ha supuesto también el rechazo de estructuras políticas que dejaban, en los textos y en la realidad, en un segundo plano a los derechos humanos.

A partir de estas experiencias se ha generalizado universalmente el re­conocimiento de los límites de los poderes públicos ante los derechos de la persona, y la instrumentación de garantías jurídicas de esos derechos. Pero al tiempo, y en contextos muy amplios, han surgido vías para convertir de­claraciones y garantías en técnicas inoperantes. La vulneración directa y ma­nifiesta de los derechos a la vida, integridad y libertad de las personas se lleva a cabo cada vez menos mediante acciones claras y descubiertas de los poderes públicos. En su lugar, y ante la inaceptabilidad, interna e internacio­nal, de conductas abiertas (por parte, sobre todo, del poder ejecutivo) de violación de derechos humanos, se ha preferido llevar a cabo esta actuación mediante cauces paralelos, que, aparentemente, quedan al margen del poder político. Se produce así (en forma similar a la conocida "economía sumergi­da") una "represión sumergida" llevada a cabo por grupos incontrolados en teoría, autores de desapariciones, muertes y atentados a la integridad física y moral.

La amplitud de este fenómeno ha sido (y sigue siendo) considerable, y convierte en inutilizables a muchas de las fórmulas jurídicas para la protección de derechos humanos. De nada sirve el procedimiento de habeas corpas si las autoridades niegan haber detenido, o retenido, a una persona: de nada sirven las garantías de un proceso justo, si se llevan a cabo ejecuciones clandestinas por "elementos incontrolados". Los métodos de control del Estado pierden

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mucha de su fuerza si el Estado niega ser el autor de las violaciones de derechos humanos que se produzcan.

Junto a esta (falsa) "violencia social", como fórmula de acción estatal disfrazada, se produce también otra forma de violencia social, que supone igualmente una amenaza para los derechos humanos, y que no procede de los poderes públicos: me refiero a la extensión de prácticas terroristas que, al no provenir de los poderes del Estado, no se conceptúan, en muchos casos, como vulneración de derechos humanos en el sentido clásico del término, ni, en consecuencia, se ven sujetas a una evaluación (por la opinión pública, por instancias políticas nacionales o internacionales) a la luz de los cánones uni-versalmente admitidos de protección de esos derechos. También en estos su­puestos, la vulneración de los derechos de la persona por fuerzas no estatales exige una reformulación de conceptos jurídicos que aseguren (por la vía de la cooperación internacional, entre otras) que la resolución de conflictos po­líticos no se va a llevar a cabo mediante el sacrificio de la vida, integridad o libertad de las personas.

2. Derechos humanos y prestaciones públicas. El siglo xx ha supuesto la definitiva aceptación de la legitimidad del papel de los poderes públicos (so­bre todo de las instancias estatales) como garante un mínimo vital, mediante un sistema de prestaciones (educación, sanidad, desempleo, pensiones) y de regulaciones (económicas, urbanísticas, sanitarias, ecológicas) destinadas a asegurar la calidad y estabilidad de las condiciones de vida de los ciudadanos. La extensión general del llamado constitucionalismo social ha sido expresión de esta legitimidad. El valor de la solidaridad, como complemento de la li­bertad, se ha visto confirmado en los sistemas de economía mixta o Welfare State, de extensión general en Europa a partir de la segunda posguerra.

Ahora bien, la evolución económica y social de la segunda mitad de siglo ha venido a plantear nuevos problemas al respecto. La progresiva in­dustrialización y urbanización ha supuesto la conversión de capas cada vez más amplias de la población en dependientes, en una fase u otra de su vida, de esas prestaciones públicas, disminuyendo los sectores independientes o autosuficientes, o desapareciendo totalmente. Al mismo tiempo, el debilita­miento de los vínculos familiares o étnicos ha aumentado la situación de desamparo de muchos colectivos, que se ven marginados: ancianos, enfermos, impedidos, extranjeros, madres adolescentes, etc.; colectivos "marginales" con­siderados aisladamente, pero de importancia numérica considerable, estimados en su conjunto. Como resultado, prácticamente todos los ciudadanos, en una fase u otra de su vida, e incluso algunos en la mayor parte de ella, dependen

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para su subsistencia, o supervivencia, de prestaciones públicas (educacionales, sanitarias, económicas, etc.) en un grado muy superior al de otras épocas, sobre todo en los países industrializados.

Resultado de esta creciente dependencia ha sido el aumento de la carga económica del Estado (la denominada crisis del Estado de bienestar), y la reacción en favor de la disminución de la intervención estatal ha tendido, en algunas posiciones ideológicas autotituladas neoliberales, a poner más el acen­to en la libertad de mercado que en la solidaridad social.

En las sociedades occidentales, en las que la evolución demográfica ha provocado la existencia de grandes núcleos de población desfavorecidos y dependientes (singularmente ancianos y emigrantes) o de economía precaria (empleados eventuales, parados, jóvenes en fase de formación), la misma su­pervivencia de muchos sectores se ve amenazada si desaparece la garantía estatal del mínimo vital, o si se ve muy reducida. La protección de la dignidad de la persona no se centra (o no se centra sólo) en la protección frente a ataques exteriores a la vida, libertad, integridad, sino en la previsión de pres­taciones públicas derivadas del principio de solidaridad, prestaciones que, por su generalidad, aparecen, no como manifestaciones de la asistencia o bene­ficencia social, sino como una garantía recíproca de bienestar; por cuanto que los grupos en su momento beneficiados se veían inevitablemente convertidos en grupos dependientes (por jubilación, enfermedad, etc.).

La garantía de estos derechos humanos prestacionales presenta notables dificultades (como lo ha mostrado el fracaso de técnicas como la irreversi-bilidad jurídica del nivel de prestaciones, la congelación de porcentajes pre­supuestarios destinados a la solidaridad social, etc.) no sólo porque exigen nuevas fórmulas de articulación jurídica, sino también porque en ocasiones no es fácilmente compatible el principio de solidaridad con el máximo cre­cimiento económico. Es precisamente en este aspecto (la absoluta prioridad al ritmo de crecimiento o desarrollo) donde reside el mayor peligro para el mantenimiento de un nivel prestacional adecuado, y la protección de un mí­nimo vital, que se configura como indisoluble de la dignidad humana.

3. Derechos humanos y relaciones internacionales. La práctica desapari­ción, en el presente siglo, de los imperios coloniales ha supuesto un notable avance en el respeto a los derechos humanos, al desaparecer la diferencia de status jurídico entre ciudadanos de la metrópoli y sujetos o subditos coloniales. No obstante, la eliminación de distinciones en el plano jurídico no puede ocultar que, en un mundo estrechamente interrelacionado, no sólo el bienes­tar, sino incluso la misma supervivencia de grandes masas de población de

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los países menos desarrollados, dependen de la cooperación de las antiguas metrópolis coloniales. El nivel de subsistencia, educación, sanidad e incluso libertad y seguridad de la población de muchos países depende, no tanto de la política adoptada por sus dirigentes, como de factores que escapan a su control, como puede ser el nivel mundial de precios de determinadas mer­cancías, la política de inversión de las potencias económicas, o las restricciones a la admisión de emigrantes: factores que son determinados precisamente por los países ex colonizadores. Si se conciben los derechos humanos, no sólo como garantía frente a amenazas exteriores (privación de vida, libertad o integridad por terceros), sino como exigencias morales y materiales derivadas de la dignidad humana (o, si se quiere, más asépticamente, derivadas de la consideración de lo humano como valor a proteger), se hace evidente la dimensión supranacional de su protección, ante una situación de desequilibrio económico, que supedita a la mayor parte de la población del globo a deci­siones adoptadas por unos pocos países; y ello independientemente de que tales decisiones tengan o no un origen y legitimación democráticos.

Por ello, la tradicional vinculación entre sistema democrático y garantía de los derechos del hombre, si bien sigue siendo válida en el interior de cada Estado, necesita verse completada en el marco de las relaciones internacio­nales, ya que, en ese nivel, los derechos humanos, como standard básico ga­rantizado, dependerán, no sólo del sistema político interno, sino también de los instrumentos de cooperación internacional.

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Jesús Ignacio Martínez García Catedrático de Filosofía del Derecho

de la Universidad de Cantabria

N concepto es, antes que una descripción, la delimitación de una perspectiva, una entre otras posibles. Escojo para esta presenta­ción de los derechos humanos una perspectiva de tipo no indivi­dualista, en la línea de los derechos subjetivos, sino institucional,

para verlos como artefactos jurídicos. La adopción de una perspectiva cual­quiera genera problemas o, quizá mejor, riesgos. En este caso plantearé uno básico: evitar reducir los derechos humanos a buenos sentimientos.

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Para entender el significado de ciertas conquistas jurídicas es preciso comenzar defendiéndose de la ética, desconfiando de las grandes palabras y de la conciencia pretendidamente virtuosa que las invoca. Cuando las palabras se inflan excesivamente suele ser porque han crecido no tanto en musculatura como en tejido adiposo. Entonces ya no sirven para explicar nada sino tan sólo para predicar y santificar al que las pronuncia y a sus destinatarios. Han perdido sus aristas y se han henchido de sentimentalismo,, en un expresionis­mo recalentado. Pero aunque permanezca el flatus vocis y siga siendo per­suasivo será difícil trabajar con ellas.

Algo así puede ocurrir con los derechos humanos cuando se inundan de una retórica lisonjera que acaba por reconducirlo todo a la exhibición de las buenas intenciones. Y por reacción a la moralina piadosa de tantos de los que entonan el discurso de los derechos del hombre, no extraña la im­pertinencia de que se les considere "el grado cero de la ideología, el saldo de cualquier historia", que se califiquen de "ubres del consenso" y se hable a su propósito de "la ascensión irresistible de la estupidez"'. Es la provo­cación frente a la unción y la verbosidad hueca que enturbia la percepción de la realidad.

Es fácil ser moralista de los derechos humanos, pronunciar la lengua irrefutable, utópica y seductora que despliega todos los recursos de la palabra "hombre". Pero el moralista, al contentarse con los idola fon, intercepta la crítica. ¿Quién podría ponerse frente a esos ideales? Sólo cabe la adhesión ennoblecedora para todos. Pero entonces, tras alcanzar (y no tan fatigosa­mente como piensa Habermas) el consenso unánime de la comunidad de comunicación, en una conversación a escala planetaria, es posible que no se entienda nada.

Es necesario abandonar la ebriedad de los dogmas, de la liturgia hu­manista, para poder abrir el camino a un pensamiento riguroso, duro y sobrio. La trascendencia del ideal debe ser reconducida hacia el concepto. Lo figu­rado debe ser traducido a lo objetivo, al terreno de la técnica jurídica. Las palabras necesitan perder su "aureola" de valores superiores para entrar en el laboratorio del jurista y ver cómo encajan y obedecen a un código de señales. De otro modo emiten su veredicto pero quedan como huéspedes (o intrusos) de la racionalidad jurídica. Y entonces se puede sonreír ante quienes

' J. BAUDRILLARD: La transparencia del mal: Ensayo sobre los fenómenos extremos, traducción de J. Jordá, Anagrama (Barcelona, 1991), p. 97. Para P. SLOTERDIJK: Crítica de la razón cínica, traducción de M. A. Vega, Taurus (Madrid, 1989), "los herederos de la Ilustración se encuentran hoy nerviosos, dudosos y forzadamente desilusionados, en camino hacia el cinismo global; sólo en forma de sarcasmo y revocación parecen todavía soportables las referencias a los ideales de cultura humana" (vol. II, p. 387).

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en la proclamación de los derechos humanos —por decirlo con palabras he-gelianas— se empeñan en "descubrir verdades, decir verdades, y difundir ver­dades" en una "trabajosa superficialidad", y actúan "como si al mundo sólo le hubieran faltado estos fervorosos divulgadores de verdades" .

Recurriendo a claves rouseaunianas puede llegarse un tanto precipita­damente al momento de la "religión civil", de la celebración que corona Du contrat social, sin haber pasado efectivamente por el momento atormentado de la "voluntad de todos" en tensión con la "voluntad general". No basta con haber construido un templo para que realmente haya allí un objeto de culto'. Ningún valor es intocable y se encuentran sorpresas, como los pliegues de una lógica perversa que llega a envolver ideales tan nobles como la fra­ternidad y la solidaridad ^ O como la paradoja de que el principio de igualdad se transmute en un pensamiento de la desigualdad, de que las teorías de la igualdad —desde Aristóteles a Rawls— sirvan para justificar la diferencia.

Por ello viene aquí a cuento la admonición nietzscheana de que "el filósofo tiene hoy el deber de desconfiar, de mirar maliciosamente de reojo desde todos los abismos de la sospecha"'. Sospechar, por ejemplo, de los que quizá comienzan hablando de derechos como un modo amable de introducir subrepticiamente la sumisión a un deber indiscutible, a un imperativo cate­górico que está agazapado en la sombra del derecho. Y desconfiar de "los hombres que sienten que necesitan de las palabras y los timbres más fuertes, de los ademanes y actitudes más elocuentes", que desconocen que sólo es posible hablar sotto voce de las cosas más importantes'.

Es insuficiente presentar los derechos humanos como la conciencia del jurista y hay que llegar a situarlos en la estructura del derecho. Quien hiper-

^ G. W. F. HEOEL: Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política, traducción de J. L. Vermat, Edhasa (Barcelona, 1988), p. 41.

' Parafraseo aquí a S. BECKETT: L'innommable: "II est plus facile d'élever un temple que d'y faire descendre Tobjet du cuite", cita colocada como pórtico de Th. W. Adorno: Lq ideología como lenguaje, traducción de J. Pérez Corral, Taurus (Madrid, 1971), p. 8, de donde la tomo.

' Sobre el pathos de la fraternidad en el pensamiento revolucionario, cfr. E. BLOCH: Derecho natural y dignidad humana, traducción de F. González Vicén, Aguilar (Madrid, 1980), cap. 19: "Aporías y herencia de la tricolor: libertad, igualdad, fraternidad", pp. 156 y ss. La fraternidad —como muchos otros grandes ideales— despliega una lógica muy compleja y para­dójica. Es una ideología dulce que está en complicidad con el terror y la muerte, cfr. M. DAVID: Fratemité et Révolution frangaise, 1789-1799, Aubier (París, 1987), 350 pp. Y por lo que respecta a la solidaridad ha sido un principio jurídico un tanto sospechoso, cfr. N. y A. J. ARNAUD: "Une doctrine de l'état tranquillisante: le solidarisme juridique", en Archives de Philosophie du Droit, vol. 21 (1976), pp. 131 y ss.

' F. NIETZSCHE: Más allá del bien y del mal: Preludio de una filosofía del fiíturo, tra­ducción de A. Sánchez Pascual, Alianza, reimpresión (Madrid, 1988), p. 60.

' F. NIETZSCHE: La Gaya Ciencia, traducción de Ch. Crego y G. Groot, Akal (Madrid, 1988), p. 64.

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trofia la ética puede olvidar que su historia no se ha escrito a golpe de buenos sentimientos o de racionalidad comunicativa, sino de luchas sociales, de vio­lencia y de sufrimiento, para ser incluso desactivados en el mismo momento de su anhelada positivación. No podemos decir que el jurista premoderno que los ignoraba fuera peor persona que nosotros, que estamos constantemente hablando en su nombre, pero quizá podemos sostener que el derecho actual puede ser gracias a los derechos humanos más potente y fefinado. No es un problema de moralidad lo que aquí se plantea sino una cuestión de técnica jurídica. Hay que dejar de hablar de las personas para poder hablar del derecho. La perspectiva de los derechos humanos abre así paso a la de los derechos fundamentales, al fundamento de las estrategias jurídicas. Y no se trata de meras disputas terminológicas sino de dar el paso de situarlos en un plano institucional.

A pesar de una reiterada doctrina, no pueden entenderse adecuadamente como si fueran derechos subjetivos construidos a partir del individuo autónomo, a su imagen y semejanza. El jurista necesita un punto de vista más abstracto: concebirlos como principios organizativos que, aunque tengan también conte­nido moral, han sido metabolizados por una racionalidad jurídica que se sirve de ellos en su empeño por regular la vida social. Los intereses de los individuos aislados y los valores ideales no son un punto de referencia para su compren­sión. Lo decisivo no son entonces las personas que se autorrealizan, sino una lógica de tipo institucional en la que estos derechos son auténticos operadores jurídicos. Con ellos está en juego la contribución del derecho a la racionali­zación del universo social antes que la tutela del individuo. Ni su justificación ni sus amenazas pueden plantearse adecuadamente como si se tratara de de­rechos subjetivos de naturaleza personal''. Por ejemplo lo que se tutela con la libertad de cátedra de un hipotético profesor de derechos humanos no es el libre desenvolvimiento de su personalidad científica y docente (quizá atrabilia­ria y ridicula), sino la autonomía de la ciencia jurídica para que pueda desa­rrollarse frente a los peligros de un dirigismo estatal.

Al acoger los derechos humanos, el ordenamiento jurídico incorpora el nuevo lenguaje de la libertad y la igualdad y le sirve para expresar nuevas

' En ello fue pionero C. SCHMITT: Teoría de la Constitución, traducción de F. Ayala, Alianza (Madrid, 1982), que trataba de las "garantías institucionales" y precisaba que "la es­tructura de tales garantías es por completo distinta, lógica y jurídicamente, de un derecho de libertad" (p. 175). No están al servicio de un interés privado sino de una institución. También N. LUHMANN: Grundrechte ais Institution: Ein Beitrag zur politischen Soziolc^ie, 2.' ed., Duncker und Humblot (Berlín, 1974), ha ofrecido también una perspectiva de tipo institucional de, muy amplio alcance. La teoría de sistemas exige aquí una Entmotxilisiemng (al modo de una reducción fenomenológica) que llegue a "tratar lo sagrado como variable" (p. 8).

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formas de establecer vinculaciones. No basta con suponer que a partir de entonces los individuos se han vuelto más libres e iguales o lamentar lo que hay en ello de libertad e igualdad meramente formales. Hay que dar el paso de ver en qué medida un derecho que hace de la libertad y de la igualdad presupuestos normativos se ha hecho más fuerte. Libertad e igualdad son principios que le sirven al derecho para reorganizarse. Ya descubrió Kant que todo el derecho —incluso el derecho penal— puede escribirse en el lenguaje de la libertad, e inmediatamente se dieron cuenta los juristas de la enorme utilidad de esta nueva semántica. Y por lo que respecta a la igualdad, como un poderoso difusor controla las simetrías y las asimetrías de la racionalidad jurídica en el despliegue de sus redundancias, como medio de comunicación interna al derecho.

Desde una perspectiva histórica —que con razón se insiste en introducir en esta materia— puede decirse qup los derechos humanos no han pretendido tanto moralizar o dignificar la convivencia cuanto sacar al derecho del atolla­dero. Surgen como respuestas a un conflicto actual o potencial, como salida de una catástrofe, como antídoto de un temor. No son términos inocentes, salvo que se los sustraiga del campo de tensión del que nacieron, de la constelación histórica en la que han sido protagonistas. Puede ilustrarse con algún ejemplo.

La tolerancia —que inaugura la "primera generación" de estos dere­chos— no es un triunfo de la simpatía frente a la intransigencia, no es un gesto comprensivo de unos cuantos que por fin se han vuelto más abiertos a todo. La tolerancia es para el jurista un arma en la lucha por el poder, es la conquista de un ámbito secularizado sustraído al poder eclesiástico (y no para dejarlo en una zona nullius sino para atribuirlo al poder civil). En tanto que derecho fundamental no es una virtud sino un expediente práctico que pone entre paréntesis las convicciones íntimas para poder vivir en paz tras la experiencia de guerras sangrientas. Un texto fundacional como A Letter con-ceming Toleration, de Locke, no acaba de entenderse si se lee como un alegato frente a la dureza de corazón del dogmático. Es una estrategia en la que cada argumento va situándose hábilmente y de modo nada inocente en un determinado juego de poder para desplazar a sus adversarios.

Para entender el paso del Estado liberal al Estado social del Derecho, con el correspondiente bagaje de una "segunda generación" de derechos hu­manos, no hay que pensar en una conversión del empresario, que por fin se humaniza y se abre a la justicia social, como si quisiera purgar su conciencia contaminada por la primera industrialización, sino en un cálculo utilitarista

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(es decir de egoísmo inteligente) que se apresuró a conjurar la gran catástrofe profetizada por el marxismo. Frecuentemente se olvida que la razón de Es­tado no se ha dulcificado con el paso del Estado gendarme al Estado asis-tencial, pues este paso lo ha dado precisamente la razón de Estado. No hay que suponer dosis ingentes de ética detrás de los nuevos derechos del ámbito laboral. El derecho de huelga no es un gesto moral sino un expediente para juridificar un conflicto cuya penalización había fracasado'pero que al menos se puede intentar reconducir a una zona vigilada por el derecho.

Para situar jurídicamente el derecho al voto la ética puede acabar re­sultando un estorbo. Una cosa es la idea del consenso tal y como la invocan los moralistas y otra la democracia en su funcionamiento como maquinaria jurídica. Una vez que el derecho se ha tecnificado, inevitablemente se ha distanciado del pueblo. A pesar de que el pueblo sea halagado desde un derecho que se presenta como producto de la soberanía popular, su presencia está muy amortiguada y se encuentra realmente excluido de múltiples instan­cias de la creación y aplicación de ese derecho. Pero a cambio de poder depositar periódicamente un voto en las urnas del derecho —así investido de legitimación— reclama la obediencia de todos a cada una de sus múltiples normas. Al ciudadano cada vez le resulta más difícil pensar rousseauniana-mente que es autónomo y no obedece a nadie más que a sí mismo ante las más de treinta mil páginas anuales del Boletín Oficial del Estado. Y el teórico de la obligaciói) política necesita agudizar el ingenio y rescatar recursos que parecerían marginales en una democracia efectiva como el consentimiento tácito, la reciprocidad, los llamados deberes naturales e incluso la gratitud. Pero al Derecho le es muy rentable esgrimir la soberanía popular, le exime de responsabilidades, puede llegar a convertirse hasta en una buena coartada, y después de todo va a resultar que la democracia interesa tanto o más al Derecho mismo que a los votantes.

Desde un planteamiento ético se corre el riesgo de no poder entender fenómenos como éstos y diagnosticarlos exclusivamente como un déficit de moralidad, lo que reafirma en la necesidad de seguir adoctrinando. Pero es­grimir los atributos de la dignidad humana puede llegar a convertirse en un "obstáculo epistemológico" del que hay que desembarazarse". Por eso para el estudioso de los derechos humanos una lección de realismo jurídico puede ser muy saludable. Hobbes se despojó de todo optimismo de raíz aristotélica y frente al homo hominis amicus et familiaris tomista postuló el homo homini

" Tomo esta noción de G. BACHELARD: La formación del espíritu científico: Contribu­ción a un psicoanálisis del conocimiento objetivo, traducción de J. Babini, Siglo XXI, 16.' edición (México, 1990), pp. 15 y ss.

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lupus. Y ello no por afán de crudeza o tremendismo barroco sino por aspirar a una lucidez nueva. Sabía que —a diferencia quizá del moralista— el jurista no puede confiar en los buenos sentimientos sino únicamente en la fuerza de la razón y en la razón de la fuerza. Desde el optimismo no se puede avanzar hacia lo institucional, sólo hacia la espontaneidad anárquica. Para pensar el Derecho basta con oponer a los instintos no pacíficos la fuerza y la razón. Por eso pudo llegar a decir Kant que "el problema del establecimiento del Estado tiene solución incluso para un pueblo de demonios, y por muy fuerte que suene (siempre que tengan entendimiento)"'. Ihering imaginó que una sociedad de delincuentes y bandidos dejados a su suerte acabaría creando un derecho semejante al de las personas honradas —suponemos que también con derechos humanos— y no partiendo de la moral sino del cálculo y del interés "*. Y Holmes, haciendo alarde de sensatez, proponía la perspectiva del bad man como la más idónea para aproximarse al derecho ". Todo lo cual invita a sospechar que los derechos humanos son más producto de la inteli­gencia que de la virtud.

No basta con contemplar el horizonte desde la cúspide incontaminada de los grandes valores. Para el jurista es especialmente interesante la zona intermedia situada entre las palabras sagradas y su reglamentación minuciosa. Es el momento en el que la racionalidad ética se traduce a racionalidad jurídica, el espacio en el que los valores se articulan, se disciplinan y fre­cuentemente se desplazan, se traicionan o se desactivan a través de filtros y mediaciones. Entonces es cuando los derechos se extravían y las revoluciones se resignan en rutinas. La tecnología jurídica se apropia así de un ámbito utópico buscando su propia operatividad. Las grandes palabras se hacen y se deshacen con los gestos cotidianos ' . De otro modo los derechos humanos

' I. KANT: La paz perpetua, traducción de J. Abellán, Tecnos (Madrid, 1985), p. 38. '° R. von IHERING: El fin en el Derecho, traducción de D. Abad de Santillán, Cajica

(Puebla, México, 1961), proponía el siguiente experimento mental: "... imaginemos la sociedad, fuera de todos los principios morales, compuesta de meros egoístas de la más pura cepa, o de delincuentes como en una colonia penal, o de ladrones como en una banda de bandidos: el egoísmo levantaría inmediatamente su voz y exigiría con respecto a la relación de los compañeros entre sí la observancia inviolable de casi los mismos principios que el Estado prescribe en la forma de ley, y no penaría menos el menosprecio de los mismos o, mejor dicho, no menos dura y cruelmente que el Estado por medio del derecho penal" (vol. I, p. 329).

" Disgustado por la frecuente fraseología tomada en préstamo de la moral O. W. HOL­MES: La senda del derecho, Abeledo Perrot (Buenos Aires, 1975), escribía: "Si queréis conocer el Derecho y nada más, mirad el problema con los ojos del mal hombre, a quien sólo le importan las consecuencias materiales que gracias a ese conocimiento puede predecir; no con los del buen hombre, que encuentra razones para su conducta —dentro o fuera del Derecho— en los man­damientos de su conciencia" (p. 19).

" Marx descubrió detrás de la primera generación de estos derechos no al hombre sin más sino al burgués egoísta e insolidario. Así podemos ver cómo la libertad y la propiedad —"liberté et proprieté, c'est le cri de la nature", decía Voltaire— se traducen y se disciplinan

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quedan como principios tan generales que casi nadie rechaza, pero que pue­den carecer de capacidad discriminatoria entre las distintas opciones en juego como criterios de argumentación y de decisión. Si no se desglosan, su se­mántica podría acabar ocupando un lugar secundario en la dinámica jurídica, suministrando conceptos meramente decorativos o desempeñando una función de protesta extrajurídica. Es preciso repensar los valores dentro del sistema jurídico.

Puede preguntarse, a la manera de Habermas, si el interés por los derechos humanos es siempre desinteresado. Y parafraseando a Austin es preciso averiguar cómo se hacen cosas con palabras como las de los derechos humanos. En el fondo es una fácil provocación afirmar que "no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios", debido a las dificultades para fundamentarlos ". Pero lo verdaderamente importante es que están ahí sosteniendo decisiones jurídicas y amparando reclamaciones ante los Tribunales, que el Derecho está hablando su lenguaje. Y el discurso que los in­voca no está vertebrado sólo por good reasons, como a veces quisieran los estudiosos de la argumentación jurídica. Más allá de la lógica informal es preciso advertir que el escenario de la discusión no está constituido sólo por posiciones meramente argumentativas, por una racionalidad angélica que se despliega de modo autónomo y soberano, sino por todo tipo de circunstancias concretas (intereses, antecedentes, marco institucional) que no hay veil of ignorance rawlsiano que pueda desactivar. No hay una cámara hermética sino un fragmento de mundo.

Pero hay teóricos inasequibles al desaliento y también el juego concep­tual puede rebosar de buenos sentimientos. Frecuentemente parece como si la teoría de los derechos humanos aspirara también a su "cielo de los conceptos" ". Y frente a la búsqueda de un sistema de derechos humanos que por mimetismo quizá reproduzca los tics y esquemas clasificatorios de la dogmática clásica, hay que recordar la lección de la tópica jurídica, por reac­ción a un conceptualismo estático y disecado, entendida como "una técnica

en el Código de Napoleón en particulares estrategias burguesas. Cfr. G. SOLARI: Filosofía del derecho privado, vol. I: "La idea individual", Depatma (Buenos Aires, 1946), pp. 226 y ss.; sobre el código francés, y con mayor radicalismo, A. J. ARNAUD: Essay d'analyse stnicturale du Code Civil Frangais: La regle du jeu dans la paix bourgeoise, LGDJ (París, 1973), 182 pp.

" A. MACINTYRE: Tras la virtud, traducción de A. Valcárcel, Crítica (Barcelona, 1987), p. 95. Añade que en realidad "los derechos humanos o naturales son ficciones, como lo es la utilidad..." (p.96).

" La especulación desorbitada puede hacerse aquí tan merecedora de ironía como las actitudes caricaturizadas por R. von IHERING: Bromas y veras en la ciencia jurídica: Ridendo dicere verum, traducción de T. A. Banzhaf, Cívitas (Madrid, 1987), pp. 215 y ss.

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del pensamiento que se orienta hacia el problema"''. Si el acento lo colo­camos en el problema "éste busca, por decirlo así, un sistema que sirva de ayuda para encontrar la solución" y de este modo "el planteamiento de un problema opera una selección de sistemas" '*. Pero aún hay que ir más allá y añadir que no sólo el problema es el centro: en la práctica lo es también la solución a la que se quiere llegar, la pre-comprensión hermenéutica que guía y constituye el punto de partida para una especie de silogismo invertido, para la racionalización de una toma de postura previa. Por eso, ante las cadenas argumentativas de los derechos humanos puede también sospecharse, con Kantorowicz, que "la construcción es la consecuencia de sus propias con­secuencias" y que incluso "la deducción lógica no pasa de ser mera aparien­cia: no está al servicio de la verdad sino del interés" ".

Los derechos humanos nunca han sido inocentes y no están libres de supuestos: forman parte de toda una constelación de legitimaciones y desle­gitimaciones que es preciso poner de manifiesto '*. Foucault se ha referido a "las reglas de una 'policía' discursiva que se debe reactivar en cada uno de sus discursos" ". Ha subrayado lo que de poder y estrategia hay en todo razonamiento diciendo a propósito del que argumenta que "hablar es ejercer un poder, es arriesgar su poder, arriesgar, conseguirlo o> perderlo todo" °. El ámbito de los derechos humanos produce y reproduce discursos, los hace circular según ciertas convenciones, ejerce y padece una forma de control discursivo. Y toda producción lingüística se sitúa en un campo de relaciones de fuerza simbólica, en un mercado de expresiones^'. Si esto no se percibe se permanece en el estadio autocomplaciente de los valores ilimitados.

Hoy nos estamos enfrentando a la dificultad que experimenta todo aquel que quiere plantear cuestiones morales relacionadas con el Derecho. El de­recho de las sociedades democráticas postindustriales, burocratizado e imper-

" Th. VIEHWEG: Tópica y jurisprudencia, traducción de L. Diez-Picazo, Taurus (Madrid, 1964), p. 49.

" Ibídem, p. 51. " G. KANTOROWICZ: "La lucha por la ciencia del derecho", en la recopilación de

trabajos de varios juristas clásicos titulada La ciencia del Derecho, Losada (Buenos Aires, 1947), pp. 344 y 360, respectivamente.

" Cfr., por ejemplo, J. HABERMAS: Ciencia y técnica como "ideología", traducción de M. Jiménez Redondo y M. Garrido, Tecnos (Madrid, 1984), y el concepto de interés como guía del conocimiento (p. 173).

" M. FOUCAULT: El orden del discurso, traducción de A. González Troyano, Tusquets (Barcelona, 1983), p. 31.

^ M. FOUCAULT: La verdad y las formas jurídicas, traducción de E. Lynch, Gedisa, 2." ed. (México, 1986), p. 155.

' Para P. BOURDIEU: Réponses: Pour une anthropologie réflexive, con L. J. D. Wacquant, Seuil (París, 1992), "tout acte de parole ou tout discours est une conjoncture, le produit de la rencontre entre un habitas linguistique et un marché linguistique" (p. 120).

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sonal, se resiste cada vez más a una fácil moralización, que suele tener pro­blemas para invocar algo más que un humanismo light frente a la tecnología del poder. La racionalidad jurídica, configurada en torno a datos positivos, construcciones dogmáticas y vínculos de validez, se ha hecho extraordinaria­mente fuerte y genera incluso espejismos en la forma de estrategias de au-tolegitimación, mientras que el discurso moral es generalmente más frágil y arriesgado, siempre entre los extremos de acabar siendo una confesión de su autor o algo banal por sabido e inoperante. El moralista, frente a la solidez del jurista, tiene el peligro de terminar expresando a título particular sus preferencias, de desarrollar conceptos amplios y borrosos quizá audaces pero jurídicamente poco efectivos (como recomendar a un juez que sea benévolo, sensible o comprensivo), o de remitir a grandes principios (libertad, igualdad, participación, universalización, etc.) que —debido a la dosis impresionante de formalismo que arrastran— fácilmente se quedan en el tópico. No se quiere quitarle con ello importancia, sino llamar la atención sobre el hecho de que, independientemente de lo que él diga, hay derechos humanos que están ya operando dentro de la racionalidad jurídica de un modo no siempre previsible. De ahí que sea preciso hacer un esfuerzo para que los buenos sentimientos no nos cieguen ante las astucias del derecho.

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Juan Ramón de Páramo Alhelíes Catedrático de Filosofía del Derecho

de la Universidad de Castilla-La Mancha

L pensamiento liberal se le ha acusado de mantener una actitud de indiferencia ante las distintas concepciones de lo que se con­sidera bueno desde el punto de vista moral. Se ha dicho que los liberales no establecen diferencia alguna entre el permiso y la

consideración positiva de una conducta, entre la simple tolerancia y el com­promiso. Las doctrinas liberales están vaciadas de contenido: de ellas no se pueden extraer pautas morales sustantivas, a pesar de los esforzados intentos de los autores de esta tradición. Esto también afecta a la idea de democracia,

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la cual no puede ser tomada en serio sí se reduce exclusivamente a un me­canismo procedimental de toma de decisiones.

Una de las ideas que han contribuido a esta pérdida de fuerza nor­mativa del pensamiento liberal —según los críticos— ha sido la idea de los derechos individuales, universales y generales, la cual no puede ser el fun­damento de ningún tipo de moral social. Como se ha llegado a decir, creer en los derechos humanos es como creer en brujas y unicornios, y, por tanto, la mejor manera de criticar su existencia es aducir las razones que tenemos para afirmar la inexistencia de brujas y unicornios: el fracaso de todos los intentos de dar buenas razones para creer que tales derechos existen. El concepto de los derechos —se dice— fue generado para servir a un conjunto de propósitos, al igual que el concepto de utilidad. Ambos son ficciones con unas propiedades muy concretas, y ambos se elaboraron en una situación en que se requerían artefactos sustitutivos de los conceptos de una moral más antigua y tradicional. Tales sustitutivos aparentaron un carácter radicalmente innovador y eficaz para cumplir sus nuevas funciones sociales. Pero cuando la pretensión de invocar derechos lucha contra pretensiones que apelan a la utilidad o contra pretensiones basadas en algún concepto tradicional, no existe ningún procedimiento racional de decisión para determinar el tipo de preten­sión que hay que dar prioridad o cómo ponderar las unas sobre las otras. Este tipo de inconmensurabilidad moral frustra cualquier intento racional de superar satisfactoriamente los dilemas políticos que se plantean en las socie­dades modernas. La filosofía de la tradición liberal ha partido del supuesto infundado de que todas las aportaciones a un discurso son conmensurables, es decir, pueden someterse a un conjunto de reglas para llegar a acuerdos sobre puntos conflictivos.

Por oposición a tal idea de los derechos se ha propuesto partir de concepciones sobre el bien, de las que se derivan ideales de virtud personal necesariamente vinculados a las tradiciones y convenciones sociales de una cierta comunidad. El liberalismo ha defendido la idea de que el Estado es un mecanismo instrumental para la satisfacción de las preferencias individua­les, aunque éstas no deban considerarse simplemente como preferencias exó-genas. La sociedad liberal se identifica con un escenario neutral en el que una gran variedad de modos de vida opuestos persiguen sus objetivos. Como la prohibición de la interferencia estatal en este escenario tiene ciertos límites, se construyó la distinción entre lo correcto y lo bueno. Lo correcto viene a determinar los límites dentro de los cuales los individuos persiguen su propia concepción de lo bueno. El concepto de lo correcto delimita el área dentro

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de la cual está permitida la interferencia estatal; el concepto de lo bueno delimita el ámbito de libertad en el cual no está permitida esa interferencia. Cuando algún autor habla de los derechos como "triunfos" frente a las po­sibles decisiones políticas y colectivas, lo hace en este sentido. Los derechos delimitan el área de prohibición de la interferencia estatal, aunque ésta sea necesaria para su propia existencia. Retiran de la agenda de las decisiones políticas un área de valores indiscutibles e innegociables! Los derechos, pues, tienen la función de neutralizar preferencias extemas, esto es, preferencias acerca de cómo deben vivir los demás. Utilizando la terminología que nos ofrece la teoría jurídica contemporánea, se podría decir que los derechos actúan como reglas de competencia que confieren un área de inmunidad a sus usuarios, prohibiendo cualquier interferencia en este ámbito protegido.

Pensadores comunitaristas han acusado al liberalismo de basar sus pre­tensiones en elementos, como los derechos individuales, que no se pueden sostener, paradójicamente, sin una concepción determinada del bien. Para Taylor la defensa y asignación de los derechos individuales presupone el deber de preservar los vínculos con la sociedad que hace posible el desarrollo de las capacidades valiosas que subyacen a los derechos. Por tanto, el liberalismo se contradice cuando le da a los derechos primacía sobre los deberes rela­cionados con la preservación de la sociedad que los hace posible. Asimismo, Macintyre sostiene que las reglas que asignan derechos se justifican sobre la base de ciertos' bienes que son internos a determinadas prácticas sociales, de modo que su valoración moral está sometida a las tradiciones y prácticas de cada sociedad.

La vinculación entre derechos y bienes se demuestra claramente en el caso de conflictos entre derechos, donde se pone de manifiesto la valoración de los bienes en conflicto. Pero además el liberalismo introduce de modo encubierto una cierta concepción del bien desmintiendo su presunta neutra­lidad, aunque se trate de la satisfacción de deseos y preferencias subjetivas del individuo, cualquiera que sea su contenido. Por cierto que esta concepción del bien también ha sido criticada, pues —se dice— confunde la satisfacción de los deseos con el placer, el cual, aunque es un bien, no es el único: no todos los deseos tienen por objeto el placer ni su satisfacción causa placer. Si se desvinculan los deseos y preferencias con respecto al placer, parece que no tiene fundamento que se asigne valor objetivo a la satisfacción de deseos con independencia del valor de lo deseado.

Además, la línea de separación entre lo correcto y lo bueno está deter­minada a su vez por nuestra propia concepción de lo bueno. En realidad, lo

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correcto —asignación de derechos— se determina en función de lo bueno —^valoración y ponderación de bienes—. Esto nunca será aceptado por los liberales, para quienes lo correcto es anterior e independiente de cualquier concepción de lo bueno. Además, siendo el principio del daño la guía legis­lativa de la concepción liberal, tampoco es claro cómo el principio del daño a terceros puede delimitar el ámbito de lo correcto, es decir, el ámbito de la posible interferencia estatal. ¿Cuál es el criterio en virtud del cual se puede decir que una conducta causa daño? ¿Se puede trazar una clara distinción entre acciones que causan daño y acciones que provocan simplemente cierto tipo de aversión o desaprobación? Precisamente Dworkin ha sostenido que como el principio del daño no ofrece ningún criterio o guía para justificar o deslegitimar la acción estatal, el concepto de derechos puede ofrecer una buena guía alternativa que delimite el área de intervención estatal. No obs­tante, Dworkin sostiene que, aunque no hay un derecho general a la libertad, ciertas libertades tienen el status de derechos —en un sentido fuerte— porque están justificadas por el principio de "igual consideración y respeto". Este principio es una justificación de ciertas libertades ya que otras pueden ser restringidas para promocionar el interés público sin impugnar el principio de igual consideración y respeto.

La crítica comunitarista ha sostenido que detrás del enfoque liberal de la moral social existe una concepción peculiar de la persona que se identifica con un sujeto que se mantiene imperturbable durante el tiempo de su vida, con independencia de sus relaciones con otros individuos y con su medio social: tal ser "atomista" deriva de una concepción mítica e idealista de la voluntad y libertad humanas. Su identidad personal no está influida por su integración en la sociedad: la sociedad es algo instrumental y no constitutivo de su personalidad. De manera que los derechos son considerados atributos de la persona humana, desconociendo que éstos —sostiene la crítica— tienen pre-condiciones que sólo se satisfacen con la integración en cierta sociedad, el uso de un lenguaje y la participación en ciertas instituciones. Por cierto que también representantes del feminismo han sostenido que la versión liberal de la persona es sexista y conduce a un razonamiento ético universalista y abstracto que es ajeno y opuesto a la aproximación de las mujeres a los problemas morales sustantivos.

Es cierto que la crítica comunitarista de la democracia liberal basada en la idea de derechos ha puesto en el debate algunas cuestiones que bien merecen ser revisadas. Pero no es menos cierto que esta presunta moraliza­ción de la política —aparte de sus numerosas contradicciones internas— nos

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trae de nuevo las viejas versiones románticas y conservadoras de la política, cuando no sus veleidades perfeccionistas y totalitarias. La democracia liberal desarrollada desde el siglo xix ha contribuido a desmoralizar el finalismo político. El denominado "interés público" o "general" ha encontrado nume­rosas dificultades para ser establecido por encima de los intereses particulares y contradictorios de una sociedad cada vez más compleja, por lo que la virtud política ha tendido a ser concebida más como la capacidad de mediar que como la capacidad de lograr una síntesis superadora entre ellos. Lo que se ha venido llamando democracia liberal se sitúa en un contexto de creciente complejidad social, reconociendo las mayores dificultades para imponer por medios simples una voluntad general. Este modelo de democracia se asocia a un mecanismo o procedimiento de toma de decisiones de los ciudadanos identificado en unas reglas de juego ajenas a un fin moral. Entre sus ele­mentos característicos se encuentran, aparte del imperio de la ley y la división de poderes, el reconocimiento y garantía de derechos y libertades, los cuales siguen jugando un papel fundamental en el ejercicio y la distribución del poder político.

Esta versión procedimental de la democracia, si bien es insuficiente, implica a mi juicio menores costos y riesgos para el desarrollo de la autonomía individual. Por ejemplo, exige la idea del pluralismo —lo que no es exigido por las versiones neorrománticas al uso—. El ejercicio de la autonomía in­dividual se lleva a cabo mediante la elección entre distintas opciones, que, dada la limitación de nuestros recursos, se presenta a veces como incompa­tible. La incompatibilidad no desmerece el valor de cada opción, el cual está determinado por las razones que justifican cada una de ellas. Elegir entre distintas opciones es bueno porque, o bien contribuye a obtener otras cosas buenas o bien se considera que es un bien en sí mismo. Al aumentar las opciones se contribuye a aumentar el bienestar de los individuos porque se incrementa la probabilidad de que uno pueda ver cumplidos sus deseos, apar­te de que la posibilidad de elegir contribuye positivamente a la formación o autorrealización moral de las personas. Este esquema del pluralismo no puede llevarse a cabo sin la idea de los derechos, aunque éstos presupongan con­cepciones míticas de las personas y versiones universalistas y abstractas de la democracia como forma de gobierno.

Bien es cierto que sin un ethos democrático, sin las virtudes del ciu­dadano, el funcionamiento de la democracia se pone en peligro. Pero el olvido de la democracia como procedimiento con el fin de alcanzar más rápidamente contenidos morales sustantivos sólo puede producir resultados más injustos.

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CONCEPTO Y PROBLEMAS ACTUALES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Gregorio Peces-Barba Martínez Catedrático de Filosofía del

Derecho, Moral y Política de la Universidad Carlos III de Madrid

Los derechos fundamentales expresan en la cultura moderna la proyección en la realidad del poder y del Derecho, de la ética pública de la modernidad. Son su dimensión subjetiva, que permite a los seres humanos elegir libremente sus planes de vida (ética

privada), despejando los obstáculos sociales que lo impiden, favoreciendo la participación en las instituciones públicas para contribuir a las decisiones co­lectivas, en la línea más acorde con esos objetivos, y promocionando la satis­facción de necesidades básicas, o removiendo los obstáculos que impiden esa satisfacción.

Los valores de la ética pública en torno a la idea de libertad igualitaria, de seguridad y de solidaridad, se justifican por su servicio a la dignidad de la persona, y a su vocación de alcanzar la autonomía o independencia moral, también llamada libertad moral, desde la capacidad de elegir entre diversas estrategias de felicidad (planes de vida) susceptibles de ser ofrecidos como propuesta generalizable, y por la necesidad de que éstos se realicen en la vida social, donde los hombres viven en relación intersubjetiva. El Poder po­lítico y el Derecho son el cauce para que sea real la eficacia social de esa moralidad. Por eso parece razonable sostener que los derechos fundamentales sólo se pueden entender plenamente cuando la moralidad que representan está incorporada al Derecho positivo, con el impulso último del hecho fun­dante básico que sostiene el Ordenamiento y que es el poder político, el. Estado.

Identificar a los derechos fundamentales sólo con su moralidad, como derechos morales, es un reduccionismo muy frecuente, que sin embargo no explica la finalidad de éstos como configuradores de la realidad social para hacer posible el desarrollo moral de las personas. Sólo puede explicar la dimensión crítica de esa moralidad, frente a una realidad social que no asuma en su Derecho a los derechos fundamentales, pero no permite identificar aquellas situaciones en las cuales la moralidad está en todo o en parte, po-sitivizada —ni todas las dimensiones jurídicas de los derechos, como veremos, muy relevantes—. Curiosamente son más útiles esos reduccionismos para ex-

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plicar la función de los derechos en las sociedades no democráticas (como crítica moral a las mismas), que en las democráticas (como elemento identi-ficador esencial para esa calificación).

Se ha dicho que los derechos fundamentales son la expresión de la moralidad de la Ilustración, enriquecida por las aportaciones democráticas y socialistas, que ya estaban en germen en la divisa de la Revolución Francesa "libertad, igualdad y fraternidad". Incluso se ha llegado ^ decir que cumplen hoy el papel regulador de la idea de Justicia, que en otros tiempos cumplió el Derecho Natural, aunque prefiero no volver a introducir la polémica ius-naturalismo, positivismo, que hoy parece superada. Es necesario, sin embargo, completar ese perfil de la moralidad pública, que no se manifiesta sólo, en la sociedad política y en su Derecho, como derechos fundamentales, sino también como principios de organización, que otros prefieren llamar, por ejemplo, garantías institucionales, y que son la prolongación objetiva de los valores de esa ética pública, en el Poder, en las instituciones del Estado y en el mismo Derecho. Así el principio de las mayorías, el de separación de poderes, el de la independencia judicial, el de la legalidad, etc., completan, en esa dimensión objetiva que caracteriza a la estructura y a la función del poder y de su Derecho, a la subjetiva, en interés principal del individuo, que se expresa con los derechos fundamentales.

Derechos fundamentales y principios de organización son la manifesta­ción, situados los primeros desde el punto de vista del ciudadano y los se­gundos desde él punto de vista del Estado y del Ordenamiento jurídico, de la ética pública de la modernidad, que se complementan y que son impres­cindibles para la existencia de la sociedad democrática, sede de esa utopía del desarrollo moral de la dignidad humana, que necesita un entorno cultural, social, económico y político que sólo es consecuencia de la existencia com­binada de derechos fundamentales y principios de organización.

II. Los derechos fundamentales así considerados han sido negados to­tal o parcialmente en la cultura política moderna. También se puede hablar de negaciones externas e internas, coincidiendo las primeras con las que he­mos llamado totales, y las segundas, con las que hemos llamado parciales. Es identificar esas negaciones desde dos puntos de vista, por su extensión, total o parcial, o por la perspectiva desde la que se sostienen, fuera de la idea de los derechos o desde la misma idea de los derechos, aunque negando alguno de sus aspectos. Entre las negaciones totales o externas, se pueden distinguir las que afectan al concepto teórico y las que afectan a su función en la vida social y política. Burke representa en sus Reflexiones sobre la Revolución Fran-

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cesa la crítica al concepto abstracto de derechos humanos, expresión del ra­cionalismo jurídico, frente a su idea de las libertades históricas. En esta misma línea podríamos situar al Romanticismo, especialmente en el pensamiento alemán (Jacobi, Móser, Herder, Schelling, Rehberg, MüUer o Schlegel), y en dimensiones más jurídicas a la Escuela Histórica que arranca con Savigny. Sin embargo las negaciones relevantes son las que rechazan la función de los derechos, tal como la hemos descrito con anterioridad y que por eso son además externas. Así la negación antimodema, que rechaza las bases mismas de la Ilustración y de la modernidad, en De Maistre, De Bonald, Villey, o el pensamiento pontificio y parte del pensamiento católico, hasta finales del siglo XIX. Así en las antípodas, la negación de Marx en sus escritos "Sobre la cuestión Judía" de 1844 (escrita en 1843), y de la revisión leninista, que desembocará en el comunismo,y en la dictadura, y cuyo derrumbamiento contemplamos en los últimos años, en los países del Este.

Sin embargo es más significativa, y más real, la única forma viva y actuante de la negación parcial o interna que es la del reduccionismo liberal. Las otras posibles negaciones parciales o internas, la democrática y la socia­lista, no tienen existencia en la cultura jurídica actual y son sólo modelos teóricos, apenas ensayados en el pensamiento de algunos autores. Las apor­taciones liberales —la primera en el tiempo— democrática y socialista, coe­táneas aunque no absolutamente idénticas, entendidas de forma abierta e integradora, configuran la imagen actual de los derechos que aquí sostenemos, pero, a través de patologías excluyentes generadas en el ámbito de esas ideo­logías, se ha sostenido la incompatibilidad entre ellas, y es a lo que hemos llamado reduccionismos parciales o internos.

Nos parece que el liberal, que reduce los derechos a los individuales, que pretenden proteger al ciudadano y a su autonomía, y que niega espe­cialmente aquellos derechos que pretenden a través de la acción positiva del Estado satisfacer necesidades básicas, es el que permanece. Ha asumido la' aportación democrática —al menos en lo referente al sufragio universal de los nacionales, aunque late en su seno la exclusión de los no invitados al banquete (parábola de Malthus, en su Ensayo sobre la Población)— y por eso sólo considera el tema de la emigración y de los refugiados, desde el punto de vista de los cupos de trabajadores que interesan al modelo eco­nómico, porque los nacionales no los quieren realizar.

Pero no asume la aportación socialista que pretende en síntesis que los derechos, tanto los individuales, como los democráticos de participación, sean disfrutados por todos, porque todos, sólo con necesidades básicas resueltas,

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están en condiciones de usar esos derechos para elegir libremente, en la vida social su plan de vida, que es su idea personal de la autonomía o indepen­dencia moral, de la felicidad, o del bien según sea la idea de la moral y del destino humano que cada uno tiene. Admite la igualdad en la libertad, la llamada igualdad formal, pero no la igualdad para la libertad, es decir, la igualdad llamada material. Tampoco admite la solidaridad, como valor públi­co, no como caridad privada, que es lo que distingue a la solidaridad de los antiguos de la solidaridad de los modernos, y que es la participación sin sacrificios excesivos, en el proyecto común a través de la aceptación de una serie de deberes positivos generales (a veces, no siempre con correlativos derechos para otros) que conducen a la colaboración en la realización de la igualdad para la libertad.

III. Una concepción integral de los derechos se fundamenta en la re­flexión racional en la historia, que nos aporta la moralidad de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad y de la seguridad como moralidad pública, que hace posible la moralidad de cada uno (moralidad privada). Esta concepción se realiza a través de un poder que asuma esa moralidad y la convierte en eficaz, a través de su Derecho positivo. Eso supone distinguir en el concepto de los derechos tres momentos inseparables y de los que no se puede pres­cindir:

1. Una pretensión moral justificada, es decir, generalizable y suscep­tible de ser elevada a ley general, con un contenido igualitario para sus po­sibles destinatarios, sean éstos los hombres y los ciudadanos (genéricos) o mujeres, niños, trabajadores, consumidores, minusválidos (específicos o situa­dos en una categoría con rasgos propios y distintivos).

2. Un subsistema dentro del sistema jurídico, el Derecho de los de­rechos fundamentales. Esto exige que esa pretensión moral sea susceptible técnicamente, de acuerdo con las reglas que regulan la creación, interpreta­ción y aplicación del Derecho, de ser incorporada a una norma que pueda pertenecer a un Ordenamiento, y en concreto a ese subsistema de derechos fundamentales, que pueda obligar a los correlativos destinatarios de las obli­gaciones que se desprenden del derecho, que sea susceptible de garantía y de protección judicial, y que se pueda atribuir a sus titulares como derecho subjetivo, como libertad, como potestad o como inmunidad.

3. Una realidad social que favorezca y haga posible su eficacia. En efecto los derechos no son sólo pretensiones morales susceptibles de ser rea­lizadas a través del Derecho, sino posibles, por la existencia de factores eco­nómicos, sociales o culturales que favorezcan su efectividad. Un analfabetismo

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amplio, un retraso técnico o una escasez económica, pueden dificultar o im­pedir la generalización de derechos como el de la libertad de prensa, la inviolabilidad de la correspondencia o el derecho a la educación, o a la se­guridad social. Así se produce una paradoja genérica de la cultura jurídica: La escasez que es una de las razones que justifican la existencia del Derecho, es también razón que imposibilita la plenitud de algunos derechos.

Estos tres momentos para la adecuada comprensión del concepto de derechos fundamentales se corresponden con sus dimensiones de justicia, de validez y de eficacia.

IV. A esta concepción clásica de los derechos que asume los puntos de vista del pensamiento liberal, democrático y socialista, que los considera compatibles y que se ha ido construyendo a lo largo de la historia de la cultura moderna, tanto en sus dimensiones de moralidad, de política y de juridicidad, se le plantean hoy una serie de problemas teóricos y prácticos que modifican su imagen estática, que producen cambios, y que exigen nuevas reflexiones. Con esto queremos decir que no es una concepción cerrada y definitiva, sino abierta e in fierL Según se consolida su relevancia, para la ética pública de la modernidad, para los Estados democráticos y para el paradigma del Derecho justo, aparecen nuevos retos y nuevas dificultades para ser abordadas desde la reflexión de la Filosofía del Derecho. Entre ellas y sin afán de exhaustividad quiero señalar e identificar de forma sintética a cuatro que me parecen especialmente relevantes, que darán o han dado ya, sin duda, lugar a amplios debates y tomas de posición en los ámbitos aca­démicos, y también con serias consecuencias prácticas en el perfil y en las orientaciones de las sociedades del futuro.

Son la juridificación de la desobediencia, la especificación de los titu­lares de los derechos, el peligro de derechos que se convierten en poderes excesivos, y la modificación de la función de los derechos económicos, sociales. y culturales.

1. LA JURIDIFICACIÓN DE l A DESOBEDIENCIA

Probablemente sea el fenómeno más extendido, en tomo a temas muy de actualidad como la objeción de conciencia o la desobediencia civil, pero que aún no se ha situado satisfactoriamente en el ámbito de esa ética pública de la modernidad donde arraigan los derechos fundamentales. Frente a los extremos que niegan la posibilidad de desobediencia en las sociedades de­mocráticas, por la legitimidad de las normas que derivan del principio de las

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mayorías, y los que la aceptan sin restricciones por la prevalencia de la con­ciencia frente a la ley y a la Constitución, esta juridifícación de la desobe­diencia se explica coherentemente dentro del sistema de los derechos, como reconocimiento limitado e integrado del disenso.

El rechazo de la desobediencia de las normas justificado por el principio de las mayorías, es una forma de positivismo ideológico, que confunde la validez con la justicia. La superioridad de la conciencia ^forma individualista extrema de la moralidad, sin referente objetivo) sobre el Derecho positivo es una forma de iusnaturalismo excluyente que nos devuelve al estado de na­turaleza, es decir, a las formas teóricas previas a la formación de la ética pública de la modernidad, a la inseguridad, a la autotutela y a la desaparición de la sociedad civil y del Estado.

La juridifícación de la desobediencia cabe dentro del sistema, y consiste en la aceptación de la prevalencia de la conciencia sobre obligaciones jurí­dicas, en aquellos supuestos en que el Derecho, a través de sus formas de producción normativa, la reconoce, como expresión de un disenso relevante. Es la afirmación más clara de que el consenso que da lugar en el mundo moderno a las sociedades democráticas, con todos sus componentes, incluidos los derechos fundamentales, comprende el derecho a discrepar de dimensio­nes incluso radicales del mismo por razones morales. Es también un meca­nismo de superación de la identificación entre validez y justicia, por un uso excesivo del principio de las mayorías, aceptando cauces para la expresión jurídica de las'minorías, incluso cuando éstas son sólo de una persona.

Únicamente tiene sentido en el seno del propio sistema. Las desobe^ diencias al margen de las asumidas como objeciones de conciencia, son siem­pre antijurídicas y susceptibles de sanción, aunque la ponderación de ésta se calibrará según el objetivo o la finalidad. Si la desobediencia se produce para corregir el sistema, partiendo de dimensiones de moralidad crítica que se pretenden incorporar al Derecho positivo, o que intentan derogar normas de éste incompatibles con ella, los órganos de las instituciones democráticas serán moderados y equitativos atendiendo a esas finalidades, pero incumplirían sus obligaciones si descartasen la sanción. En otros casos no hay razón general alguna, sólo la que pueda derivar del caso concreto, para consideraciones especiales en la imposición de la sanción.

2. LA ESPECIFICACIÓN DE LOS TITULARES DE LOS DERECHOS

Frente a los privilegios medievales, con destinatarios específicos, como los nobles, los miembros de un gremio o de una corporación, o los vecinos

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de una ciudad, los derechos humanos en su modelo clásico aparecen como expresión de la racionalidad, con destinatarios genéricos, los hombres y los ciudadanos, expresión de la igualdad ante la ley. Sin perjuicio del manteni­miento de ese criterio, se ha producido una ampliación y una especificación de los destinatarios de los derechos a través de la consideración de derechos atribuibles sólo a categorías o grupos de ciudadanos por razones vinculadas a su situación social o cultural discriminada —mujeres, emigrantes, etc.— por la especial debilidad, derivada de razones de edad —niños—, o de razones físicas o psíquicas temporales o permanentes —minusváUdos—, o del puesto de iirferioridad que ocupan en una determinada relación social —consumi­dores, usuarios o administrados—. No representa este proceso una aproxi­mación de los derechos modernos a los viejos privilegios medievales, porque no tienen como finalidad mantener un status en una sociedad cerrada en estamentos rígidos, con derechos diferenciados que marcan ventajas que no alcanzan a todos (sean de carácter procesal, civil o penal), sino que al con­trario pretenden afinar, distinguiendo entre los genéricos destinatarios, hom­bres o ciudadanos, y aquellos sectores sociales discriminados, o aquellas per­sonas en inferioridad en el disfrute igualitario de los derechos para hacer posible una equiparación. Los privilegios medievales mante^iían y pretendían consolidar criterios de diferenciación, según la clase o el estamento al que cada cual pertenecía. Todos eran sujetos de Derecho, y tenían igualdad ju­rídica, pero no todos eran sujetos de los mismos derechos, y carecían de igualdad ante la ley. La especificación de los titulares de los derechos, atribuyendo al­gunos a las mujeres y no a los hombres, a los niños y no a los mayores, a los mínusválídos y no a las personas sanas, a los consumidores y no a los comer­ciantes, a los usuarios y no a los concesionarios de un servicio público, a los administrados y no a los funcionarios, aunque todos sean hombres y ciudadanos, supone el paso desde la igualdad ante la ley hacia la igualdad de derechos, es decir hacia una situación en la que todos puedan disfiaitar igualmente de los derechos. Es el camino en los derechos fundamentales hacia la equiparación, partiendo de la igualdad jurídica —consideración como sujeto de derecho, pa­sando por la igualdad ante la ley, integrado en el genérico hombre y ciudadano, para llegar a la igualdad de derechos— superando las discriminaciones y las desigualdades con el proceso de especificación.

3. LOS DERECHOS QUE SE CONVIERTEN EN PODERES EXCESIVOS Los derechos clásicos, en cualquiera de sus formas, como derechos sub­

jetivos, como libertades, como potestades y como inmunidades, han evitado

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maleficios o han producido beneficios a sus titulares y siempre han generado un poder en manos de éstos: para reclamar el cumplimiento de obligaciones correlativas de otros, para poner de relieve que otros carecen de derecho de interferimos en nuestra libertad, directa y propiamente como un poder en las potestades, y como una prohibición para impedir que poderes ajenos sean eficaces respecto a nosotros en las inmunidades.

El juego ha sido razonable y correcto cuando los poderes generados por los derechos y los poderes a los que éstos pretendían equilibrar o contrapesar se han mantenido dentro de las reglas de juego y sometidos a la legalidad. En esos supuestos las funciones de todos han actuado dentro del sistema. Pero en ocasiones el ejercicio de derechos fundamentales ha generado po­deres tan fuertes, que han escapado del control de la legalidad y se han independizado de las funciones que dentro del sistema debían realizar, o de los fines propios que podían cumplir como derechos. Así se han convertido en poderes autónomos que a su vez pueden representar peligros para per­sonas o para otros derechos y pueden suponer una vuelta al gobierno de los hombres frente al gobierno de las leyes, puesto que funcionan por encima, al margen y con independencia de cualquier regulación jurídica. Expresan ma­nifestaciones de voluntad sin control. En un sistema casi perfecto de gobierno de las leyes, como es el Estado de Derecho, su distorsión es más patente. A lo largo de los últimos años este fenómeno se ha podido constatar en relación principalmente con la libertad de asociación, respecto a los partidos políticos, y con la libertad de expresión y de prensa, en relación con medios de co­municación. A través de unos procesos complejos que no podemos analizar aquí, sino sólo describir su conclusión, los partidos políticos se han convertido en centros de decisión respecto de competencias formalmente atribuidas a órganos constitucionales como el Parlamento o el Gobierno. Sobre esas de­cisiones no existe ningún control de legalidad, porque no se han sacado las consecuencias de su constitucionalización, por la que han dejado de ser ins­tituciones de hecho, y no se ha prolongado la juridificación. Se les reconoce su posición constitucional, como en el caso de España, y no se sacan las consecuencias debidas en un Estado de Derecho. Están legibus solutas. Por eso son un poder que puede dañar a otros derechos fundamentales, y puede generar maleficios.

Los medios de comunicación, con un proceso similar, en una sociedad cada vez más abierta, han superado con creces las finalidades que los autores clásicos como los federalistas, o John Stuart Mili, por señalar los ejemplos más notorios, fijaron para la libertad de prenda y se han convertido en un

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poder dependiente de las instituciones públicas o de los poderes económicos privados que mantienen su financiación, respondiendo a sus intereses, más que a un teórico y objetivo interés general. Así su influencia se ha agigantado y ha salido de los límites del sistema y de su función de controlar al poder, porque son a su vez otro poder que puede generar también peligros para otros derechos fundamentales.

Por otra parte el mantenimiento del discurso clásico, en la filosofía de los derechos humanos para justificar y fundamentar ambos derechos, produce un halo de fingimiento, de hipocresía y de manipulación, cuando se conoce el desequilibrio entre esos argumentos, y la realidad de la práctica de los partidos y de los medios de comunicación.

Finalmente, este diagnóstico, que se produce dentro del sistema, no debe ser confundido con las argumentaciones externas contrarias a los par­tidos políticos y a la libertad de prensa, incluso en su función tradicional que se hace desde ideologías autoritarias, fascistas o leninistas.

4. LOS DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y CULTURALES COMO LIMITES AL PODER

En la doctrina clásica de los derechos fundamentales, cuando se admitía un concepto integral de los mismos que incluyese a los derechos económicos, sociales y culturales, es decir, como en mi punto de vista, cuando se admitía la aportación socialista, estos derechos se situaban como derechos de crédito, o derechos pretensión a los que se atribuía la función de reclamar la inter­vención de los poderes públicos para satisfacer necesidades básicas, directa­mente o a través de terceros. Eran expresión de esa función promocional para crear condiciones o remover obstáculos para poder ser libres y gozar de los restantes derechos a la no interferencia y a la participación. Técnicamente exigían un comportamiento positivo correlativo de los que estuvieran obliga­dos, fueran poderes púljlicos o particulares, y se construían como derechos subjetivos.

Sin embargo, la escasez en muchos casos impedía, como en el caso del trabajo, o de la vivienda, un desarrollo pleno como tales derechos subjetivos, y la formulación maximalista impulsada por el pensamiento socialista demo­crático, ante su imposibilidad, producía un efecto negativo y favorecía las críticas neoliberales, cuya conclusión llevaba a justificar la exclusión de estas pretensiones morales de la categoría de los derechos, e incluso a impugnar

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el valor y el sentido del propio Estado social, estructura en la que tenían sentido esos derechos.

Por otra parte, la dificultad de protección, que impedía, al no ser de­rechos subjetivos, su reclamación ante los tribunales, llevaba a una conclusión similar, puesto que unos derechos, sin protección ni garantía judicial, difícil­mente se pueden integrar en una categoría de Derecho positivo.

Ciertamente alguno, como el derecho a la educación, lograba sortear todas esas dificultades e integrarse con holgura en la categoría jurídica de los derechos subjetivos, generando deberes correlativos de los poderes públicos. Sin embargo los que no alcanzaban el objetivo se convertían en un argumento de peso contra los propios fundamentos ideológicos que los sustentaba.

A pesar de esas insuficiencias, esas pretensiones morales pueden ser construidas como derechos fundamentales clásicos y pueden desempeñar un papel decisivo para proteger a los ciudadanos de maleficios, si no son capaces de ayudarles^ a aumentar sus beneficios.

En efecto el Estado social y los beneficios a los ciudadanos se pueden defender manteniendo las conquistas logradas, aunque no se pueden éstas atribuir como derechos subjetivos. Frente al empuje neoliberal y a la ética del mercado, en caso de antinomia entre alguna exigencia de ésta y esos logros del Estado de Derecho, en forma de derecho a la salud o a la segu­ridad social por ejemplo, pueden considerarse derechos reaccionales, de ca­rácter negativo, tendentes a rebajar las situaciones alcanzadas, aunque no punto de partida para obtener nuevos beneficios. Es verdad que también se pueden construir como principios de organización, es decir, como dimensión objetiva de la moralidad positivizada. En este caso si se sitúa en la Consti­tución, su protección reproduciría también a través de los remisos de incons-titucionalidad.

Así cerraríamos el círculo y volveríamos al principio, al origen histórico de los derechos y éstos, como los del capítulo III del título I de la Constitución española, serían un límite al poder, garantizando, frente a la dinámica pri-vatizadora y a la ideología del mercado como regla suprema de comporta­miento, los niveles de bienestar alcanzados. Ya no estamos ante derechos subjetivos, sino ante libertades, respecto a las cuales el correlativo sería un no derecho a malificar, sin modificación de la Constitución, esos niveles de seguridad social o de sanidad pública.

Sin perjuicio de que algunos derechos deben ser convertidos en dere­chos subjetivos, y pueden serlo, como sería el caso ya señalado de la seguridad social, eso no quiere decir que el fracaso en esos objetivos convierte a esos

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derechos en papel mojado, sino que los configura como límite al poder. Así tendrían posibilidades de garantía desde el recurso de inconstitucionaiidad hasta la cuestión de inconstitucionaiidad, aunque no desde el recurso de am­paro. Es verdad que también se pueden construir como principios de orga­nización, es decir, como dimensión objetiva de la moralidad positivizada. En este caso, si se sitúa en la Constitución, su protección reproduciría también a través de los recursos de inconstitucionaiidad.

CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Sonia Picado Sotela *

UEDE resultar ya lugar común empezar toda suerte de reflexiones subrayando la trascendencia de los cambios que el mundo ha pre­senciado en los últimos años. Para el tema que aquí nos ocupa, sin embargo, es ineludible considerar que, en un momento histó­

rico de transformaciones, los derechos humanos han mantenido su vigencia sin por ello estar ajenos al devenir de los acontecimientos. De hecho, han sido punta de lanza y motor fundamental de las fuertes mudanzas en el panorama político de los tiempos que corren.

Si queremos encontrar las bases del concepto de derechos humanos en las corrientes filosóficas que, de un modo u otro, se han vinculado con lo que conocemos como iusnaturalismo, resulta aún más sorprendente que estos antiguos anhelos de reconocimiento de la dignidad humana y el consiguiente

* La doctora Picado, de nacionalidad costarricense, es la directora ejecutiva del Instituto Interamerícano de Derechos Humanos y vicepresidenta de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Es también profesora en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica, en donde dicta la cátedra sobre Filosofía del Derecho.

Ha sido profesora invitada en la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia (Nueva York, 1991). Miembro de la delegación civil de la CEA en Haití (1991). Copresidenta de la Comisión Internacional sobre la Recuperación y Desarrollo de Centroamérica (1987-1989). Miembro del Comité Jurídico para la Conferencia Mundial de Refugiados, Alto Comisionado de las Naciones Unidas (Ginebra, 1988-1989). Fue la primera mujer en América Latina en ser electa al cargo de decana en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica (1980).

Es autora de varios libros y de gran cantidad de artículos que han sido publicados en revistas y periódicos nacionales.

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respeto de derechos fundamentales a todo ser humano se presenten hoy en día, en un contexto enteramente distinto, váUdos y necesarios. Considerando, también, que no hemos logrado todavía alcanzar su plena aplicación, debe mover a reflexión la especial naturaleza de estas aspiraciones, cuya imperfecta concreción no ha logrado convocar al desengaño y que siguen siendo base del clamor de tantos pueblos en nuestra época.

Tal como sucede con la justicia, que como causa, ha motivado largas luchas y a cuyo nombre se han acogido la mayoría de las doctrinas políticas de la Humanidad, los derechos humanos, independientemente de la deno­minación con la cual los cubramos, siguen estando en el centro de los grandes debates éticos y políticos.

Pero, a diferencia de la justicia, la belleza o la bondad, para cuya dis­cusión vale la general que se mueve en el plano axiológico, los derechos humanos han logrado consolidarse en instituciones jurídicas, plasmándose en normas constitucionales e internacionales, con apoyo de aparatos y estructuras gubernamentales y privadas. Por eso, aun asumiendo una posición entera­mente positivista, mantiene sentido la discusión sobre las formas de acción y los mecanismos para la vigencia de los derechos fundamentales de la persona humana.

No hemos rebasado por completo el marco de referencia de los dere­chos humanos cuando todavía seguimos en la labor de convicción de la igual­dad de los seres humanos. En el pasado pudo ser la gruesa distinción entre los ciudadanos y los esclavos, o las disquisiciones sobre la existencia de alma en los indígenas americanos, o el trágico holocausto del pueblo judío. Hoy en día, si bien las doctrinas racistas se esconden bajo máscaras distintas, las ideas de separar y no de unir siguen vivas, matizadas a la sombra de los problemas económicos y político-territoriales. Tocamos aquí el postulado esencial, sin el cual los derechos humanos carecerían de fundamento, de que todo ser hu­mano por el mero hecho de serlo, es acreedor de respeto como ente valioso.

Este mismo tema, la igualdad, genera la lucha contra la discriminación, que constituye una de las vertientes determinantes de los derechos humanos en los tiempos actuales. No puede evadirse la referencia a la situación de marginación de amplios sectores en todos los continentes, que continúa exis­tiendo a pesar de los avances normativos. En América la situación de las poblaciones indígenas no sólo es grave en los hechos, sino que en muchos países se ampara en el Derecho mismo. Han pasado quinientos años desde que los españoles llegaran a tierras americanas, pero para la mayoría de los pueblos originarios de este continente, el tiempo ha caminado a la inversa y

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hoy contemplan lo que queda de sus culturas y de sus tierras bajo la amenaza de la desaparición.

La discriminación no acaba sólo cuando se acoge a criterios étnicos. La mujer, mitad de la población del orbe, sigue careciendo de las mismas opor­tunidades que el hombre. Para muchos, la distinción es aceptable y justa, lo que nos reenvía al tema del valor esencial del ser humano y no se mueve, por ello, sólo en el campo de la aplicación de las normas.

Y es que la discusión sobre el carácter de "persona" de todo ser hu­mano muy a menudo se disfraza con el problema de la aplicación de lo preceptuado normativamente. En el controvertido tema del aborto, puede sostenerse que estamos ante una necesaria definición de los alcances del derecho a la vida, pero tal vez sea más cierto decir que no hemos llegado a precisar desde cuándo se es persona y que tampoco hemos aprendido que las decisiones más vitales de una mujer no pueden estar sujetas a normas ge­nerales acordadas por otros.

Hasta aquí nos hemos centrado en las bases fundamentales, anteceden­tes necesarios, si queremos, del concepto de derechos humanos. Pero a la hora de observar el panorama del concepto mismo nos encontramos con la paradoja de que hemos alcanzado grandes consensos universales y regionales en esta materia sin haber hallado una definición que satisfaga a todos. El debate está lejos de terminar en cuanto a cuál debe ser el contenido de las normas que creamos para proteger los derechos fundamentales. Y como el contenido depende de la definición, tenemos de frente a un viejo problema. Los derechos humanos, quizá por su misma denominación, parecen inclinar a algunos a la conclusión de que lo que en ellos no se contemple carece de valor como condición para el desarrollo del ser humano. Cada vez que sos­tenemos que un tema determinado no entra en el concepto de derechos humanos, la reacción inmediata nos acusa de estar restando importancia a la iniciativa en cuestión.

Por un lado, este tipo de debates demuestra, una vez más, que se perciben siempre nuevas áreas que se asocian con la dignidad actual o po­tencial del ser humano y explican, en parte, la vigencia del tema derechos humanos. Pero también pueden llevamos a la peligrosa tendencia de que, al menos en el plano internacional, esta materia sustituya como unidad lo que pueden ser ramas separadas lógicamente en aras de su correcta aplicación. Con frecuencia, encontramos que se dedica más tiempo a la discusión de si un cierto tema pertenece a los derechos humanos, que aquel que se ocupa en realidad para determinar las normas y mecanismos que deben contribuir a su puesta en práctica.

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Esta última posición es especialmente peligrosa cuando da por sentado que todas las normas de lo que constituye el amplio campo de acción de los derechos humanos tienen el mismo grado de exigibilidad. Sabemos que, a pesar de que su respeto tampoco esté plenamente asegurado, las ramas más antiguas, los derechos civiles y políticos, resultan más exigibles, en la mayoría de los órdenes internos y ciertamente en el plano internacional.

No hemos encontrado la forma de demandar el pleno cumplimiento de normas y principios que, como los que informan el campo de los derechos económicos, sociales y culturales, siguen manteniéndose a nivel de meros pro­gramas, que son los primeros en ser sacrificados al momento de producirse cambios en la estructura económica y política. En el caso particular de Amé­rica Latina, estos derechos, que son, seguramente y f)or acuerdo internacional, derechos humanos, son el centro de un debate sin salida, ante la carencia de medios eficaces para poner casos individuales o generales en conocimiento de los órganos diseñados para la protección de los derechos humanos. Lo más trágico del caso es que la pobreza generalizada, que avanza antes que retrocede en esta parte del mundo, constituye la más grave violación a los derechos fundamentales. Falta debate sobre cómo aumentar la aplicación de las normas de derechos humanos y sobra la discusión acerca de las nuevas áreas que podrían incluirse en su contenido.

Quizá la explicación a este fenómeno se encuentre en el tema de la soberanía de los Estados. Por más de los avances del Derecho Internacional, en un mundo que se ha vuelto cada vez más pequeño a causa de las veloces comunicaciones y la creciente solidaridad, seguimos aferrados al mito de que cada Estado puede darse el régimen que prefiera, sin comprender que en cada oportunidad en que se asumen compromisos y obligaciones internacio­nales, se cede la soberanía a organismos e instituciones especializados, que fueron creados gracias a la iniciativa y con el pleno concurso de los mismos Estados. Por ello, el debate generado con lo que ha llamado "intervención por razones humanitarias", es sano, al poner de nuevo sobre la mesa la cuestión de la soberanía. Cuando avancemos en la comprensión de que la soberanía debe defenderse frente a otros Estados y no ante el Derecho In­ternacional, habremos caminado también hacia una mayor vigencia de los derechos humanos.

Percibimos hoy manifestaciones que atañen directamente al concepto de derechos humanos y en las cuales conviene detenerse con cierto cuidado. La concepción tradicional del agente de violación de derechos humanos, o sea el Estado por medio de los agentes gubernamentales, ha sido sometida a

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fuertes críticas, al considerarse que se trata de una noción que brinda una visión parcializada de la realidad. Así, son muchos los Estados que, ante acusaciones de haber cometido violaciones a los derechos fundamentales de aquellos que se encuentran en su territorio, se defienden con el argumento de que no se procesa a los grupos irregulares —guerrilla u otros movimientos similares— que incurren en las mismas acciones. En particular, este argu­mento se ha dirigido contra aquéllas organizaciones no gubernamentales de amplia trayectoria en la denuncia de violaciones de este tipo. Ya en varias ocasiones los foros internacionales han discutido que debe producirse un cam­bio en el enfoque, de manera que puedan entenderse como violaciones de derechos humanos aquellas cometidas por agentes distintos del Estado. Si los derechos humanos fueron creados para la defensa del individuo frente al poder del Estado, se explica la noción más tradicional, no sólo en atención a la historia, sino, en particular, porque los mecanismos y sistemas han sido diseñados con esta idea a la base.

De la misma manera, el concepto de derechos humanos parece resultar insuficiente en el caso de los derechos de la mujer, en el cual la violencia doméstica es una de las preocupaciones mayores. Se sostiene por algunos que la única relación que puede establecerse es por vía de la obligación estatal de garantizar la seguridad de cada individuo, pero que la noción tradicional de violaciones de derechos humanos como provenientes del Estado impide que el caso de la violencia en la casa pueda constituirse en un tema dentro del cuadro de los derechos fundamentales.

Lo mismo ocurre con otro de los temas de actualidad: el medio am­biente. Para poder vincular directamente los derechos humanos con la pro­tección del medio ambiente, podría recurrirse a la tesis de que en la defensa de la vida o la consagración de las condiciones mínimas para el desarrollo se debe tener por implícita la noción de un medio ambiente ecológicamente equilibrado. Pero esta postura no elimina el principal problema que, en este como en los otros casos, resulta el agente de la violación, que parece chocar con el concepto más extendido de derechos humanos. En efecto, las princi­pales amenazas y los más importantes atentados efectivos contra la preser­vación del medio ambiente no provienen del Estado, sino de particulares, por lo cual escaparía del marco tradicional de acción en esta materia.

Los anteriores son apenas ejemplos de temas actuales que, de una u otra forma, tienden a relacionarse con derechos humanos, causando, sin em­bargo, una inadaptación al concepto tradicional que de ellos tenemos. La importancia de que esta vinculación se intente, estriba probablemente en que

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hoy, más que nunca, los derechos humanos son percibidos como la "conciencia moral de la humanidad", ese grupo de principios que deben guiar las acciones de todos los Estados. La ironía de este fenómeno es que, al reforzar la actualidad y vigencia de los derechos humanos, también puede extender su ámbito de aplicación a tales territorios que llegue a debilitarse por entero la aplicación de los derechos fundamentales.

En la época actual, el concepto de derechos humanos no puede aislarse de los temas fundamentales, como el medio ambiente, ni olvidarse de los problemas que se plantean como consecuencia de los avances tecnológicos, tales como los riesgos que la informática representa para el derecho a la intimidad. Pero más que nada, en un momento en que la democracia ha llegado a niveles de reconocimiento amplísimo, debe servir de estímulo y, a la vez, de forma de evaluación de los avances democráticos. En nuestra Amé­rica Latina, la fragilidad de las instituciones fundamentales del régimen de­mocrático ha puesto en peligro los logros indiscutibles de la transición política que estos países viven: los retrocesos que entre 1991 y 1992 presentan Haití, Perú y Venezuela, son sólo una demostración de que la plena vigencia de los derechos fundamentales es base de la solidez del proceso democrático. Las elecciones son un buen punto de partida, pero no garantizan, de por sí, la estabilidad requerida en las instituciones. Esta lección, que Latinoamérica está aprendiendo, puede ser útil para países que, como los de Europa Oriental, han encontrado un nuevo rumbo político.

Algunos temas del campo político, por demás, se convierten hoy en día en universales y presentan importantes retos para la democracia y por ende para la vigencia de los derechos humanos. Si en muchos países hay una crisis de los partidos políticos como forma de participación del pueblo, esto significa que, más que la posición coyuntural de una nación dada, se trata de una generalizada necesidad de una respuesta distinta.

Y es en esta disyuntiva, que opone a la necesidad de una respuesta distinta con la imprescindible continuidad de la estabilidad; es en el aparente contraste entre la posibilidad de aceptar nuevos campos de acción frente a la urgencia de reforzar la exigibilidad y aplicación "de los actuales; es en la constante lucha por la dignidad de lá persona humana. Es en todos estos retos que los derechos humanos cobran, hoy más que nunca, sentido, como concepto y como institución.

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CONCEPTO DE DERECHOS HUMANOS Y PROBLEMAS ACTUALES

Luis Prieto Sanchís Catedrático de Filosofía del Derecho

de la Universidad de Castilla-La Mancha

E acuerdo con un esquema tradicional en el estudio de los de­rechos humanos, desglosaré mi respuesta en dos grandes aparta­dos: el primero relativo a los problemas conceptuales y de fun-damentación moral o política; el segundo referente a las cuestio­

nes jurídicas y de interpretación constitucional. Aun cuando este enfoque pueda contribuir a la claridad expositiva, no creo que se trate de capítulos absolutamente separados, siquiera sea porque la argumentación en torno a los derechos humanos, como cualquier otra argumentación jurídica, es en último término una forma de razonamiento mqral que descansa en una de­terminada filosofía o concepción acerca del modelo justo de convivencia.

Es probable que debamos asumir resignadamente esa especie de vague­dad congénita que parece afectar al concepto de derechos humanos. En el lenguaje corriente, pero también en círculos lingüísticos más tecnificados, los derechos del hombre se invocan con una alta carga emotiva para referirse prácticamente a cualquier cosa que se considera importante para una persona,, para una colectividad o para todo un pueblo y cuyo respeto o satisfacción se postula como una obligación de otras personas, en particular de las institu­ciones políticas. Muchos teóricos muestran su disgusto ante esta falta de pre­cisión que, entre otras cosas, permite o facilita un uso retórico de los dere­chos, proponiendo entonces algunas definiciones más o menos estipulatívas acerca de los rasgos que debe reunir cualquier pretensión que quiera aparecer bajo la prestigiosa rúbrica de los derechos humanos.

Desde luego, comparto esa preocupación por el uso retórico de una expresión que,' a veces, se pone al servicio de los más peregrinos (o crimi­nales) designios políticos, escamoteando de paso la protección de su contenido indubitado. Sin embargo, me preocupan también las estipulaciones teóricas que restringen excesivamente el significado de los derechos, y ello, al menos, por dos razones. La primera es que esas estipulaciones pueden desfigurar lo que la gente entiende 'por derechos humanos y, si bien es cierto que las

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definiciones teóricas son convencionales y no tienen más límite que su ido­neidad para facilitar la comunicación, tampoco me parece oportuno adoptar un significado que apenas puede dar cuenta de una idea, tal vez imprecisa, pero profundamente arraigada en nuestra cultura política y jurídica.

La segunda razón me parece más importante, y es que si observamos esas definiciones teóricas se percibe, no sólo una preocupación conceptual, sino inevitablemente también una toma de posición ideológica más o menos encubierta. Por ejemplo, si movidos por ese afán clasificador, limitamos el concepto de derechos humanos a aquellas "cosas importantes" que reúnan los requisitos en su día enunciados por la filosofía política que alentó el surgimiento de los derechos, resultará que humanos o fundamentales sólo pueden ser la vida, la libertad y la propiedad (Locke), o la libertad y la igualdad (Kant); y algo análogo ocurre con otras restricciones, como la exi­gencia de que los derechos sean definidos en una posición original revestida por el velo de ignorancia (Rawls), que desempeñen una función de límite a las políticas utilitarias (Dworkin), o que sean universales (Laporta).

Esto pone de relieve la inextricable conexión entre concepto y funda-mentación de los derechos, pues estipular qué condiciones deben presentar ciertos objetos valiosos en la vida de las personas para merecer el nombre de derechos fundamentales equivale a un tema de posición acerca de cuáles son esos objetos, y de ahí que el catálogo de derechos propuesto por Locke o por la Declaración francesa de 1789 encierre, no ya una "opción concep­tual", sino toda una concepción política y moral acerca del modelo de con­vivencia. En realidad, lo que a mi juicio ha ocurrido con los derechos humanos es que ha terminado imponiéndose su dimensión funcional frente a la es­tructural o material, lo que, a su vez, se explica por la historicidad de los criterios de legitimación del poder: los derechos no son exhaustivamente éstos o aquéllos, sino el soporte o recipiente que en cada momento recoge el contenido de la deuda que el Estado o la colectividad tiene contraída con cada uno de sus miembros. A ello responde precisamente esa idea de que existen varias generaciones de derechos humanos y, por tanto, de que la deuda es históricamente variable.

Ahora bien, si esto es así, si la definición conceptual incorpora un modo de fundamentación moral, entonces parece que el problema ya no es sólo teórico o de búsqueda del significado más idóneo. Determinar el contenido de la deuda o, lo que es igual, determinar aquellas cosas valiosas que deben ser respetadas o satisfechas por las instituciones sólo puede ser competencia de la propia comunidad, cuyos miembros son a un tiempo deudores y acree-

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dores. Sin caer en excesos cognoscitivistas, no se me ocurre mejor solución, aunque he de reconocer que plantea algunos problemas; el primero es que si los derechos humanos son límites frente al poder o expresan una deuda de la comunidad, no parece muy prudente dejar en sus manos la definición de su contenido (Fernández); el segundo es que resulta ingenuo pensar que las mayorías sean las protagonistas de una tarea que históricamente ha sido obra de las minorías, a veces incluso el grito de un hombre solo (Muguerza).

No es posible desarrollar aquí con detalle todos los aspectos de una fundamentación consensual, pero intentaré una respuesta a ambas objeciones. En mi opinión, no existe una contradicción insalvable: los derechos humanos operan en el marco de las instituciones como un límite o gravamen sobre el conjunto de los poderes del Estado, pero esto no significa que sean auto-evidentes, ni por completo ajenos a la realidad del poder; detrás del catálogo de derechos ha de existir una voluntad, o sea, iin poder que defina su con­tenido y posición en el sistema jurídico, y no parece que ese poder haya de ser otro que el que se atribuye "contrafácticamente" al conjunto de los ciu­dadanos; esto, si se quiere, es una ficción, pero una ficción del mismo tipo que la que da vida a la idea de poder constituyente y, por tanto, a la idea de Constitución que organiza y se impone sobre los poderes instituidos, esta vez sí, reales y actuantes. ¿Que la mayoría puede inmolar sus libertades o sacrificar a la minoría? Por supuesto, pero con ello ese modelo político habrá abdicado de cualquier sucedáneo de discurso moral, habrá sustituido la razón por la fuerza como método de organizar la sociedad; y, en tales condiciones, esa comunidad o grupo ya no será competente para definir derechos humanos, pero no porque se muestre ciega ante una realidad evidente descubierta desde algún objetivismo moral, sino porque el sacrificio de las libertades constituye en sí mismo una renuncia a la propia tarea de fundamentación racional. Mi opinión es, por tanto, que los derechos se pueden concebir como resultado de un procedimiento intersubjetivo, pero que son simultáneamente condicio­nes de ese procedimiento. Acaso cabría postular que la expresión derechos humanos se reserve justamente para aludir a esas condiciones del procedi­miento, y en cierto modo eso ocurre con algunos derechos en el sistema constitucional, cuya característica es que se sitúan por encima del debate y de la decisión legislativa; pero, con ello, habríamos mutilado una buena parte del catálogo de derechos y, sobre todo, estaríamos cristalizando dogmática­mente unas condiciones de diálogo que son históricas, variables y suponemos (desde un cierto optimismo antropológico) que progresivamente más refinadas.

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La llamada alternativa del disenso (Muguerza) me parece sumamente sugestiva, pero creo que puede compartirse sin renunciar al consenso bien entendido. Para empezar, hay que decir que desde el disenso se pueden fundamentar cosas muy importantes, pero al mismo tiempo muy escasas en número, dado que el disenso funciona como una coraza individual que —al igual que la ética kantiana— nos dice lo que no puede hacer la comunidad política, pero no lo que sí debe hacer. Salvo que adoptemos una perspectiva ultraliberal, los derechos son hoy algo más que corazas individuales, pues muchos de ellos articulan relaciones jurídicas complejas que ponen en juego recursos y esfuerzos colectivos para la satisfacción de necesidades que, lógi­camente, ningún disenso puede justificar. El disenso representa, por tanto, una barrera o llamada de atención frente a cualquier exceso procedimenta-lista, pero, por su propia naturaleza, carece de utilidad para la adopción de decisiones colectivas o para la determinación del contenido de los derechos. Tal vez sólo, con una excepción, que es la objeción de conciencia; pero me parece preferible decir que este caso constituye un límite al consenso (Gas­cón), y no que representa el único derecho susceptible de fundamentación.

En suma, considero que la vaguedad que rodea el concepto de derechos humanos puede ser consecuencia de un cierto abuso lingüístico, pero repre­senta también una característica de la propia función histórica que ha desem­peñado como paradigma o criterio básico para medir la legitimidad de un modelo de convivencia y, por tanto, para justificar la obediencia a sus normas. Por eso, decidir qué rasgos debe tener un derecho para hacerse merecedor del calificativo de humano o fundamental, en suma, determinar el contenido de los derechos no es un problema teórico o conceptual, sino ideológico o de fundamentación; problema que, como cualquier otro relativo a las exigen­cias de la justicia en una sociedad plural y democrática, debe quedar abierto al diálogo intersubjetivo a propósito de necesidades y recursos, con el único límite de preservar el propio diálogo y, consecuentemente, la personalidad moral de todo participante en el mismo. Dónde debe situarse ese límite, o sea, qué decisiones no pueden adoptarse ni siquiera mediante el más perfecto diálogo, es cuestión discutible, que no procede desarrollar ahora.

Desde el punto de vista de su plasmación jurídica o institucional son muchos los retos que hoy tienen planteados los derechos fundamentales. Por ejemplo, cabría recordar que una buena parte de la humanidad carece de los más básicos y que los mecanismos internacionales de tutela presentan el mis-

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mo primitivismo que caracteriza al llamado Derecho internacional público. O cabría recordar también que aquellos países que se ufanan de un eficaz sis­tema de libertades conocen hoy un retroceso en la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, paralelo por otra parte a la crisis y des­prestigio de algunas ideas básicas del Estado social, como el intervencionismo económico —no sólo en favor de los poderosos—, los gastos sociales o la política de igualdad; retroceso que curiosamente no implica, como contrapar­tida, un fortalecimiento de los valores de pluralismo o libertad, sino que coincide con el (re)surgimiento de un modelo autoritario, neoconfesional y uniformador, donde se ven con desconfianza, cuando no se reprimen, las manifestaciones disidentes o la propia defensa de las garantías individuales. Y, en fin, no hablemos ya de los derechos políticos, auténtico fundamento del sistema democrático, pues en nuestros días la participación no es un principio real y operativo de la decisión pública, sino sólo un centro ideal de imputación y legitimación de la misma; es más, la participación política tiende a profesionalizarse, admitiendo sólo a quienes asumen los papeles y repro­ducen los esquemas gremiales.

Desde luego, no creo que éstos sean problemas ajenos a ningún estu­dioso de los derechos fundamentales, incluso aunque se proclame jurista y profese el más estricto positivismo, pues los fenómenos reseñados denuncian la existencia de un contraste entre validez y efectividad o, más correctamente, entre el deber ser constitucional y el ser de las normas o decisiones que pre­tenden aparecer como su desarrollo o ejecución. Sin embargo, hecho público ese contraste, es claro también que la desvirtuación o falta de efectividad de numerosos derechos es un problema que debe plantearse en sede legislativa o política y, secundariamente, en sede de hermenéutica constitucional; con todo, pienso que también la interpretación del sistema de derechos puede rendir importantes frutos.

En este sentido, y sin perjuicio de profundizar en las técnicas de re­conocimiento y garantía de los derechos, creo que una de las tareas más interesantes que pueden emprenderse consiste en desentrañar la filosofía po­lítica que subyace al sistema de libertades y la incidencia que la misma deba tener en el comportamiento de los operadores jurídicos y, muy concretamente, de los jueces. Asumido con carácter universal que la aplicación del Derecho no es una labor meramente subsuntiva y que las decisiones particulares no se siguen lógicamente de las normas generales, la argumentación jurídica adquiere una importancia legitimadora de primer orden, pues su exigencia de racionalidad ha de compensar el déficit de justificación que presentan esas

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decisiones respecto de las normas. Quiero decir, en suma, que si las leyes y precedentes no siempre proporcionan una única respuesta correcta, su bús­queda queda en manos de un intérprete cuya argumentación racional cons­tituye el mejor aval o garantía de esa corrección.

Pero, en el fondo, la argumentación jurídica no es nada sustancialmente distinto de la argumentación moral, de manera que una cierta filosofía polí­tica, que subyace al sistema normativo o que en todo caso ha de ser cons­truida por el intérprete, resulta indispensable para resolver determinados pro­blemas jurídicos. En otras palabras, algunos dilemas jurídicos no pueden ser resueltos desde "dentro" del propio sistema y exigen consultar principios mo­rales o políticos, y tanto mejor si esos principios son congruentes con el Derecho en su conjunto y, en particular, con la Constitución; en ese sentido —pero sólo en ese sentido— creo que tiene razón Dworkin cuando dice que la cuestión de qué ordena el Derecho positivo es a veces equivalente a la cuestión de qué manda la moralidad básica.

Pues bien, dada la especial posición que ocupan los derechos dentro del orden jurídico, es claro que su estudio puede proporcionar las claves axiológicas del sistema y contribuir a resolver en un sentido moralmente plau­sible determinados problemas jurídicos. Porque, como tuve oportunidad de escribir en otro lugar, los derechos humanos son tan sólo la proyección sub­jetiva de aquella filosofía política que consideró al individuo como el centro y la justificación de toda organización política, que rehusó ver en ésta una finalidad trascendente o transpersonal a los derechos e intereses de todos y cada uno de sus miembros y, por tanto, que concibió el ejercicio del poder como un proceso que tenía su punto de partida y su juez supremo en la voluntad de ciudadanos iguales.

Tan sólo aludiré a una consecuencia de esta toma en consideración de la filosofía política que se halla en el substrato de los derechos humanos. Me refiero a la exigencia de evaluar la legitimidad de toda norma o decisión y, en especial, de todo deber jurídico a la luz de esa concepción moral; porque tradicionalmente el único problema que tenían que resolver los aplicadores del Derecho era el de si los hechos enjuiciados "encajaban" en la norma elegida, pero, salvo casos de clamorosa contradicción con otra norma superior, sin plantearse la congruencia de la misma con los derechos y con el sistema de valores en que aquéllos descansan. Sin embargo, y para decirlo con pa­labras de Dworkin, si nos tomamos en serio los derechos y la concepción moral y política que expresan, los operadores jurídicos encontrarán un trabajo suplementario, aunque sumamente atractivo, que ya no consistirá sólo en ha-

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llar la norma adecuada al caso y comprobar, a lo sumo, que no vulnere el contenido constitucionalmente declarado de este o aquel derecho, sino tam­bién en preguntarse acerca de su congruencia con esa filosofía política que, por ejemplo, impide limitar la libertad si no es para preservar bienes rele­vantes de otras personas o de la colectividad (Mili).

Al convencimiento de que ciertos problemas jurídicos sólo pueden con­testarse desde alguna filosofía moral y política, y al propósito de que ésta sea justamente la que inspira el modelo de derechos humanos, responde la idea de la norma de clausura del sistema de libertades, que he desarrollado en otra parte. Desde luego, dicha norma no está escrita en ningún fragmento de nuestra Constitución, de manera que rehuso toda polémica acerca de si es más importante el hallazgo del artículo 1.1.°, el presunto neoiusnaturalismo del artículo 10.1.° o la modesta libertad de conciencia del artículo 16.1.° Lo importante de esa norma, que a mi juicio se induce del sistema de derechos en su conjunto, es que en cierto modo invierte la carga de la prueba, al menos en los sectores jurídicos que responden a la dialéctica deber-coacción; de manera que cuando una persona incumple alguna obligación, garantizada por el uso de la fuerza, la tarea del intérprete no ha de consistir sólo en comprobar el "encaje" de la conducta en la norma, así como la no vulneración p)or parte de ésta de algún concreto derecho fundamental, sino que exige interrogarse acerca de la justificación del propio deber jurídico o, lo que es igual, acerca de la justificación del uso de la fuerza contra la libertad de un individuo; justificación que habrá de determinarse a la luz de una filosofía política que limita el recurso a la fuerza a las exigencias de preservación de ciertos bienes jurídicos. Este es, a mi modo de ver, uno de los caminos por el que el disenso puede encontrar algún reconocimiento jurídico.

Me parece, sin embargo, que esta virtualidad de la concepción moral en que descansa la Constitución —en verdad, no unívoca— puede desarro­llarse asimismo en otras áreas o ante otros problemas jurídicos; por ejemplo, lo relativos a la igualdad y no discriminación, donde la exigencia de justifi­cación de cualquier medida desigualitaria opera de manera semejante a como lo hace la comentada norma de clausura. Tampoco el intrincado problema de la llamada eficacia horizontal de los derechos fundamentales encuentra una respuesta jurídica segura desde la estricta norma constitucional; afirmar sin más que los derechos vinculan en las relaciones jurídico privadas equivale a olvidar que éstas se basan en un principio de autonomía de la voluntad (art. 1255 Código Civil) que constituye una plasmación de la libertad; pero negarlo con carácter general supone llevar demasiado lejos la ficción de la

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igualdad de las partes y cerrar los ojos a las deficiencias del tipo de libertad que se defiende a través de la autonomía privada. También aquí la ponde­ración de esa filosofía política que encierra el sistema de los derechos puede proporcionar una última respuesta en cada caso.

En resumen, considero que una teoría jurídica de los derechos humanos, además de elaborar sus capítulos tradicionales, debería hoy orientarse en una doble dirección. De un lado, cultivando una perspectiva Aormativista y realista a un tiempo que sirva como contrapunto crítico a la insatisfactoria realidad que hoy, como siempre, ofrece el ser de los derechos frente al deber ser plasmado en la Constitución. De otro, profundizando en la filosofía política de los derechos humanos y haciendo de ella un componente insoslayable de la argumentación jurídica general.

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HACIA UNA DEFINICIÓN EXPUCATIVA DE LOS DERECHOS HUMANOS

Ignacio Ara Pinilla Universidad de La Laguna

A reflexión en torno al concepto de los derechos humanos suele partir de la consideración de la menor relevancia que cabe pre­dicar del problema conceptual en relación al que suscita la eficacia de su protección.

Cierto es que esta circunstancia obedece al loable propósito de destacar la urgencia de su realización anteponiéndola a cualquier tipo de disgresión conceptual. Pero no lo es menos que a la explicitación de esta idea, por lo demás perfectamente pertinente, le subyace con frecuencia un planteamiento conceptual que desde una perspectiva explicativa no resulta suficientemente esclarecedor.

Y es que tal vez no fuera necesario, ni siquiera aconsejable, dada la disparidad de planos en que se ubican ambas operaciones, reconocer la pre-valencia práctica de la realización de los derechos humanos frente a su con-ceptualización si ésta resultara útil a los efectos de determinar cuáles son (cuál es la vía más adecuada para determinar cuáles son) los derechos hu-

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manos y cuáles son (cuál es la vía más adecuada para determinar cuáles son) las exigencias inherentes a su realización.

De este modo se conseguiría, sin duda, recuperar el significado de la conceptualización de los derechos humanos como operación intelectual ne­cesaria, lo que no empece en absoluto a su carácter instrumental, para la realización efectiva de los derechos humanos. Difícilmente podríamos, en efecto, proceder a esta realización si antes no tuviéramos claro en qué consiste exactamente lo que queremos (debemos) realizar.

Lo que sucede en el caso de los derechos humanos es que existe una conciencia generalizada acerca de la trascendencia de la necesidad de pro­ceder sin dilaciones a su realización, conciencia que, por paradójico que pa­rezca, no se ve acompañada de la correlativa precisión conceptual que permita reconocer en la expresión derechos humanos una referencia semántica, que pueda considerarse nítida y segura.

Más bien, por el contrario, puede decirse que la apelación a los dere­chos humanos encierra exigencias que pueden asumir un signo muy distinto tanto en su formulación por parte de los diferentes emisores del lenguaje de los derechos humanos, lo que con frecuencia ha dado lugar a unos perversos de la expresión, como por parte de quienes en cada circunstancia actúan como receptores de la misma.

Ahora bien, el hecho de que la expresión derechos humanos no sea interiorizada con un contenido idéntico por parte de cada uno de sus recep­tores en cada una de las ocasiones en que tiene lugar la recepción no im­plica que no pueda detectarse la asunción generalizada de un concepto aproximativo de los derechos humanos que nos permita reconocer a de­terminadas prácticas como prácticas comúnmente entendidas (por parte de los diferentes receptores en las diferentes ocasiones) como vulneradoras de los derechos humanos. De ahí que en última instancia los usos perversos de la expresión derechos humanos suelan fracasar en sus objetivos provo­cando efectos de signo contrario a los inicialmente propuestos al producirse habitualmente un desfase entre la intención del emisor y los efectos de la re­cepción del mensaje por parte de los miembros de la comunidad a la que va dirigido.

En estas circunstancias (inexistencia de un concepto preciso, existencia de un concepto aproximativo, reconocimiento de la trascendencia de su rea­lización práctica) no puede extrañar que la mayor parte de los teóricos de los derechos humanos se hayan involucrado en una huida hacia adelante, en la que ante la triple perspectiva de no poder explicar qué son los derechos

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humanos, detectar la existencia de prácticas que los vulneran y tomar con­ciencia de la negativa trascedencia de esa vulneración, se reafirma la nece­sidad de evitar la realización de estas prácticas al mismo tiempo que se diluye el significado de la reflexión conceptual, ofreciendo definiciones de muy es­casa capacidad explicativa.

Y es que, en efecto, un simple repaso a las definiciones más comunes de los derechos humanos nos permitirá vislumbrar rápidamente que éstos suelen ser entendidos como los derechos que le corresponden al individuo por su condición humana o como las facultades que concretan las exigencias inherentes a la dignidad del ser humano. Se trata, evidentemente, de defi­niciones cuya corrección formal no plantea ningún tipo de problema, pero cuyo alcance explicativo resulta muy limitado, pues no suministran los medios adecuados para determinar cuáles son esos derechos o facultades, remitién­dose para ello a un concepto indeterminado (la dignidad humana), cuya in-concreción,' sublimada por el reconocimiento de que traduce (o puede tra­ducir) exigencias diferentes en cada momento histórico, constituye la clave de bóveda de la diversidad de posturas existentes a la hora de enumerar el catálogo de los derechos humanos.

Ha solido buscarse la solución a esta grave indeterminación acudiendo a la tesis de que la dignidad humana se concreta en el respeto a los valores representados en el programa revolucionario por excelencia (libertad, igual­dad, solidaridad), cuyo progresivo reconocimiento y respeto (del valor y de las exigencias inherentes al valor) reflejaría fidedignamente el carácter his­tórico de los derechos humanos en el alumbramiento de una serie de etapas, fases o generaciones, que conducirían desde una etapa poco evolucionada de los derechos humanos (preferible en todo caso a la negación de los mismos, y cuyo advenimiento constituye un eslabón fundamental para el desarrollo del progreso social) hasta otra en la que el ideal emancipatorío del ser humano, que parece representar el planteamiento teórico de los derechos humanos, se presenta asumiendo perfiles mucho más definidos y satisfactorios.

Se alude así a la etapa de los derechos civiles y políticos que compon­drían la primera generación de los derechos humanos, cuyo valor emblemático estaría representado por la libertad, a la etapa de los derechos sociales, eco­nómicos y culturales, que integrarían la segunda generación, cuyo valor pro-totípico sería la igualdad, y a una última etapa de esta evolución, la tercera generación de los derechos humanos, cuyo estandarte radicaría en el valor solidaridad, y que resultaría caracterizada por el reconocimiento de dos fi­guras independientes, como son los derechos difusos (derechos nuevos, cuya

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denominación es en buena medida deudora de los problemas de determina­ción que presentan sus elementos estructurales: sujeto, objeto, protección ju­rídica) y los derechos cotidianos (exigencias de realización efectiva de los derechos sociales, económicos y culturales que no han sido oportunamente absorbidos por el Estado social), así como por la adecuación de los derechos correspondientes a las generaciones anteriores a las circunstancias ambientales de nuestro tiempo.

Cierto es, desde luego, que la ubicación de los derechos de la tercera e incluso de los de la segunda generación dentro del esquema representado por la figura de los derechos humanos no es aceptada de manera pacífica por parte de los teóricos del derecho. Pero esta circunstancia no constituye por sí sola ningún obstáculo a la presentación de los derechos humanos como derechos fundamentados (real o hipotéticamente) en los valores aludidos, de manera que podrían mejorarse (y de hecho se mejoran) las definiciones re­feridas, caracterizando a los derechos humanos como los derechos o facul­tades que, constituyendo exigencias inherentes a la dignidad del hombre, en­cuentran su fundamento en la libertad (valor incontrovertido desde la pers­pectiva de la fundamentación de los derechos humanos), la igualdad (valor controvertido) y la solidaridad (valor controvertido). En última instancia, la aceptación de esta tríada de valores o la limitación de la misma a alguno o algunos de ellos como valores fundamentadores de los derechos humanos constituye desde esta perspectiva un fiel reflejo de la diversidad de posturas en relación a las exigencias que se consideran comprendidas en el área se­mántica de la expresión derechos humanos.

De esta manera la definición seguiría resultando correcta desde el punto de vista formal, aun cuando igualmente limitada, a efectos explicativos, puesto que a lo sumo nos expresaría la justificación de la diversidad de plantea­mientos, pero no la vía a seguir, para determinar cuáles son los derechos humanos.

Por otro lado, la identificación del valor libertad como valor fundamen-tador de los derechos humanos, que, por lo demás, no plantea problemas de determinación al ser susceptible de ser entendido en términos absolutos, co-lisiona de manera frontal con la idea generalmente admitida del carácter inalienable de los mismos. Y es que parece en principio razonable pensar que si los derechos de los individuos se fundamentan en la libertad de los mismos habrá que reconocer a éstos la capacidad de hacer uso de su libertad, para enajenar, estableciendo incluso cláusulas de irreversibilidad de los pro­pios derechos que se le reconocen fundamentados en este valor.

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Los intentos de superación de esta dificultad acudiendo a la tesis de la limitación (de la exigencia de la limitación) de la libertad individual para posibilitar la salvaguarda de la integridad de los derechos fundamentados en la libertad resultan cuando menos artificiosos y contradictorios.

Nos encontramos así con un panorama desalentador, en el que la con­sideración de las definiciones habituales de los derechos humanos nos lleva a remitir su análisis a una serie de conceptos indeterminados (la dignidad del hombre), inseguros desde la perspectiva de la justificación de derechos en sentido estricto (la igualdad y la solidaridad) o incompatibles con las carac­terísticas que les son generalmente atribuidas (la libertad).

Pienso, sin embargo, que el cariz de este panorama puede variar de forma sustancial si modificamos la perspectiva definitoria, esto es, si dejamos de ensayar definiciones de los derechos humanos desde la perspectiva del disfrute de los derechos por parte de sus titulares, perspectiva a la que res­ponden los ejemplos ilustrados hasta ahora, para hacerlo desde la que nos suministra la forma de determinación de los derechos humanos, con lo que pasaríamos a encontramos en condiciones de poder aspirar a alcanzar el objetivo explicatorio propuesto.

Para ello tendremos que tomar como punto de partida la consideración de la imprescindible unidad (interpresuposición) entre los conceptos de de­recho, deber y norma, en la que el binomio derecho-deber encuentra un inexcusable fundamento normativo.

Esta idea, cuya elementalidad no ha impedido la proliferación de de­finiciones de los derechos humanos en términos de normas e incluso de me­dios de garantía de los propios derechos, falacias que sin duda vienen moti­vados por la consideración de la función justificadora de órdenes normativas que desarrollan los derechos humanos, resulta a su vez complementada con la de identificación de la libertad individual (del ejercicio de la libertad in­dividual) en su dinamismo como instrumento de determinación (o de exigen­cia de determinación) de normas fundamentadoras de derechos.

Se trataría así de configurar sobre la base que suministra la voluntad libre de los individuos un consenso que pudiera (que debiera) traducirse en disposiciones jurídicas reconocedoras de derechos. Evidentemente, la positi-vación de las normas que traducen ese acuerdo de voluntades puede sufrir, y de hecho sufre, continuos desfases, más o menos graves en relación a los sistemas de valores vigentes (acordados) en cada momento. Y es que la con­sideración del consenso como módulo de legitimación y como clave determi­nante de la existencia de los derechos humanos supone la remisión a un

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concepto que deriva en resultados inestables, con todo lo que ello comporta en orden al reconocimiento de líneas de evolución de los derechos humanos, que se presentan como producto de cada situación histórica singular.

Al margen de que estas alteraciones del consenso encuentran en oca­siones su causa en la adaptación a circunstancias ambientales cambiantes, se puede reconocer en el dinamismo de la libertad precisamente el decisivo elemento propulsor de las mismas y del consiguiente proceso evolutivo de los derechos humanos. Y es que si la libertad se constituye como valor susceptible de determinación al ser imaginable en términos absolutos hay que concluir, no obstante, que no es ésta la forma en que se ha presentado históricamente ni se presenta en la actualidad.

Más bien se puede decir, por el contrario, que los sucesivos consensos determinantes de los sistemas de valores propios de cada momento consti­tuyen el precipitado de acuerdos de voluntades que sólo matizadamente pue­den considerarse libres. Y ello no tanto por las limitaciones que pueda sufrir la expresión de las voluntades individuales, sino, sobre todo, por los condi­cionamientos que experimenta de hecho la propia formación de estas volun­tades. Yendo más lejos, podríamos incluso llegar a decir: por los condicio­namientos que no puede dejar de experimentar la propia formación de la voluntad. No en vano resulta inimaginable la voluntad individual al margen de la vida social en la que se inscribe, esto es, desvinculada de las influencias provocadas por el intercambio (o la imposición en su caso) de opiniones, culturas, estilos de vida, etc.

En esta perspectiva la evolución de los derechos humanos se configura como la de la continua lucha por superar los condicionamientos de las vo­luntades individuales conformadoras del consenso social, estableciéndose así una relación dinámica entre los conceptos de democracia y derechos humanos, en la que la índole utópica inherente a la democracia no impide que se puedan realizar evaluaciones de resultados sobre la base que suministran los índices de democratización (de eliminación de obstáculos a la incondiciona-lidad de la voluntad), al igual que puede valorarse la existencia de progresos en la historia de los derechos humanos sin que éstos lleguen nunca a con­solidar en su plenitud el ideal emancipatorio que les es propio.

Claro está que la progresividad (la evaluación favorable de las líneas de evolución) de los derechos humanos, y, en definitiva, la configuración de consensos más democráticos que determinan los referidos progresos, no puede considerarse fortuita ni contingente, sino que encuentra su razón original en el elemento prescriptivo inherente a la noción de derechos humanos. Y es

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que la sucesión de etapas constitutivas de avances en la historia de los de­rechos humanos se produce en la medida en que, de acuerdo a su propio programa de acción, se progresa, sin llegar nunca a la consecución del objetivo, en la liberación de los condicionamientos de las voluntades que conformarán los consensos democráticos fundamentadores de los dere­chos resultantes, del mismo modo que los coyunturales estancamientos y retrocesos vienen a su vez determinados por la contravención de tal pres­cripción.

Sobre estas bases podríamos definir a los derechos humanos como las facultades que el hombre se atribuye como inherentes a su condición, reflejadas en el consenso social obtenido a partir de la realización de las exigencias de liberación de los condicionamientos que puedan sufrir la formación y la expresión de la voluntad de los individuos.

No se trata, desde luego, de impregnar la conformidad de las habituales definiciones de los derechos humanos planteadas en términos de remisión a la naturaleza o a la dignidad del hombre, sino de ampliar su valor explicativo indicando la vía más adecuada para poder determinar las exigencias inheren­tes a la dignidad del individuo, pues parece razonable pensar que no hay mejor forma de concretar las facultades que le corresponden al hombre por su condición que dejarle que manifieste libremente su opinión al respecto.

Desde esta perspectiva, el deber general correlativo a la consideración de los derechos humanos en el contexto normativo no se concretará en la realización de ninguna labor de imperialismo educativo (educación en la doc­trina de los derechos humanos), sino, de manera fundamental, en la contri­bución a la superación de las circunstancias que hacen que el hombre se plantee la lucha por su libertad como un objetivo vitalmente secundario y en el máximo suministro de neutra información acerca de los diferentes sistemas de valores existentes e ideados (teorizados) en el mundo para que el invidi-duo, liberado (que no libre) de condicionamientos ambientales (económicos, culturales, políticos, educativos, sociales, etc.), pueda determinar convenien­temente las exigencias de su dignidad.

Esta ambiciosa labor presupone, evidentemente, la universalización de los derechos humanos, esto es, su consideración como derechos fundamen­tados en un consenso universal, elaborado a partir de la liberación de los condicionamientos de las voluntades individuales como consecuencia de la realización del deber general que corresponde a cada uno de los miembros de la comunidad universal de cooperar en la consecución del máximo nivel de democratización.

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Cobra pleno sentido en este contexto la apelación a la solidaridad no como valor sustitutorio ni superador de la libertad y de la igualdad en orden a la fundamentación de los derechos humanos, sino como traducción del deber general de contribuir a la realización de la libertad individual como base para la oportuna configuración del consenso democrático universal. Y es que aunque la mención, junto a la libertad, de los valores de la igualdad y la solidaridad pueda resultar expresiva de los diferentes estadios de la evo­lución de los derechos humanos, dando cuenta a este respecto la solidaridad de la existencia de un cierto nivel de sensibilización social en orden al pro­grama propuesto, el único valor fundamentador de los mismos es la libertad (libertad para decidir cuáles son los derechos humanos), la cual se va ha­ciendo más auténtica con la progresiva superación de los condicionamientos de índole desigualatoria, y alcanza (alcanzaría) su plenitud con la eliminación de los que subsisten por la falta de realización del deber general de pro­moción de las condiciones adecuadas para que la libertad se realice.

A su vez, esta sustantivación de la libertad como valor decisivo para la fundamentación (para la determinación del consenso a efectos de fundamen­tación) de los derechos humanos nos introduce en la consideración del obs­táculo más relevante que encuentran los argumentos libertarios, esto es, la posibilidad de que el hombre pueda, haciendo uso precisamente de su liber­tad, enajenar sus propios derechos humanos.

Me parece, sin embargo, que la relevancia de esta paradoja no hace más que refrendar el sentido de nuestra propuesta de definir a los derechos humanos en términos de liberación de condicionamientos en la formación y en la expresión de las voluntades individuales que configuran el consenso social, pues resulta muy difícil imaginar que el hombre pueda, si no existe ningún condicionamiento que le impulse o le obligue a ello, tomar en con­sideración esta hipótesis. Y es que la grandeza de los derechos humanos radica en buena medida en la circunstancia de que su progreso, la aproxi­mación al ideal emancipatorio en el que el hombre sea capaz de dictar su propio destino, constituye la mejor medida para guarecerle de sus equivoca­ciones, entre otras razones porque si el hombre fuera autosufíciente (si cada uno de los miembros de la comunidad humana realizáramos nuestros deberes en orden a convertirlo en autosufíciente) en la determinación de sus exigen­cias íntimas el propio término equivocación carecería de sentido.

Claro está que estas precisiones nos alejan considerablemente de la realidad (de nuestra realidad) en la que el valor libertad no se presenta nunca en términos absolutos, sino mediatizado por la acción de diferentes condicio­namientos y en la que resulta además imposible (y tal vez incluso poco de-

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seable si no estamos dispuestos a renunciar a nuestras señas de identidad como seres sociales) la liberación de todo tipo de condicionamiento cultural.

Pero nuestro propósito no consistía ni en describir la realidad ni en proporcionar credibilidad a la hipótesis de una realidad absolutamente satis­factoria desde un punto de vista democrático (de resolución defínitiva del problema de los derechos humanos), sino en precisar la vía más adecuada para determinar el contenido de esta expresión.

Si en ese empeño hemos llegado a atisbar el signiñcado utópico de los derechos humanos, nuestro esfuerzo habrá valido la pena, aunque sólo sea por habernos permitido vislumbrar el modelo teórico a seguir para alcanzar el ideal emancipatorio de la humanidad. Si hemos tomado conciencia de nues­tra imposibilidad de realizarlo, habremos verificado los límites de las defini­ciones explicativas, que, con independencia de su mayor o menor alcance informativo, resultan impotentes para modificar la realidad, por ingrata que sea.

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DERECHOS Y FUERZAS: DOCE PROBLEMAS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Rafael de Asís Roig Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Moral y Política

de la Universidad Carlos III de Madrid

OS derechos fundamentales son figuras jurídicas que poseen un carácter problemático. Comienzo así esta breve nota, ya que me parece que ese carácter tiene una repercusión fundamental en el tema monográfico que se plantea en esta Revista, esto es, el del

concepto y los problemas actuales de los derechos fundamentales. En virtud de ese carácter, los derechos poseen un concepto abierto que se proyecta en los distintos problemas que acompañan a su realización, hasta el punto de que puede afirmarse que no es posible establecer un concepto riguroso de los derechos sin que se atienda a los distintos problemas que les acompañan. Una de las explicaciones de esta interdependencia entre el concepto y los problemas puede residir en el carácter histórico que poseen muchos de los derechos fundamentales y en su relación con el desarrollo moral de los in­dividuos, desarrollo que tiene un final utópico. Aun así, entiendo que es éste

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uno de los aspectos a destacar a la hora de plantearse cualquier análisis teórico de estos derechos.

Desde estas premisas, en estas breves reflexiones señalaré algunos de los problemas que aparecen tanto en la práctica como en la construcción teórica de los derechos fundamentales, y que creo sirven para determinar o señalar los perfiles básicos de su concepto. No obstante, comenzaré haciendo una concisa referencia respecto a la posición que mantengo en relación con el concepto de los derechos. Como se podrá observar, trazaré sólo unas breves líneas sobre este tema.

EL CONCEPTO DE LOS DERECHOS: LA NECESIDAD DEL FUNDAMENTO

En este sentido, parece que ya, el mismo término que estamos emplean­do para hablar de estas figuras, da una idea respecto a cual es mi posición. Creo que la mejor forma de enfrentarse al problema del concepto de los derechos fundamentales es a través del modelo dualista propuesto en varios trabajos por el profesor Peces-Barba. Desde este modelo, los derechos sólo serían comprensibles analizando tanto su componente filosófico como el ju­rídico. Se trataría así de ciertas realidades que poseen un referente ético, pero que sólo adquieren la categoría de derecho con su inclusión en el Or­denamiento. En este sentido, me parece importante destacar dos notas muy a tener en cuenta en lo referente a la aceptación del modelo dualista. La primera se refiere a la necesaria distinción de lo que es el ámbito ético y el jurídico; la segunda guarda relación con la importante conexión que poseen, desde este planteamiento, los problemas del concepto y del fundamento.

Parece que a la hora de investigar sobre el concepto de estos derechos, es necesario partir de una noción casi intuitiva de los mismos que se matiza con el análisis de su fundamento o justificación. Este análisis sirve, a su vez, para alcanzar un concepto más o menos definitivo. Así, el concepto de los derechos fundamentales no puede perder de vista cuál es su fundamento.

Y en relación con éste sólo apuntaré cuatro notas:

a) Es posible encontrarlo en la libertad moral, entendida como mo­mento utópico caracterizado por la satisfacción y realización de las pretensiones y necesidades básicas.

b) En virtud de ello, los derechos se identificarían con la libertad jurídico social, parte de la libertad social entendida como libertad instrumental hacia la libertad moral.

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c) La libertad social varía y evoluciona en la historia. d) Es posible entender esa evolución como fruto del diálogo en tomo

a la realización de la libertad moral.

DERECHOS Y FUERZAS

Como ya señalé al principio, en estas breves reflexiones haré más re­ferencia a los problemas actuales de los derechos fundamentales que a su concepto. En este sentido, diré, en primer lugar, que en mi opinión el pro­blema fundamental que afecta a los derechos fundamentales puede ser enun­ciado con un único término, esto es, la fuerza. Con ello quiero decir que la respuesta a la pregunta de cuáles son los problemas actuales de los derechos fundamentales, desde mi punto de vista, puede realizarse afirmando que éstos se reconducen a las relaciones derechos fundaméntales-fuerza. Desde esta enunciación general podrían ser distinguidos dos subgrupos de problemas identificables con los rótulos: a), la fuerza frente a los derechos, y b), la fuerza de los derechos. Dentro de estos subgrupos haré referencia a doce problemas que en ningún caso deben entenderse como estructurados en orden a su importancia. Tampoco creo que sean éstos todos los problemas a señalar, pero sí me parece que expresan un ámbito significativo de los mismos. Trataré simplemente de enunciarlos, aunque como se observará todos y cada uno pueden dar lugar a amplios debates e investigaciones.

LA FUERZA FRENTE A LOS DERECHOS

En este apartado haré alusión a cuatro problemas que se corresponden con otros tantos tipos de fuerzas: política, social y económica, científica y técnica, y, por último, natural.

A) Respecto a la fuerza política, pueden a su vez distinguirse distintos tipos de problemas:

1. Los derechos fundamentales se han planteado desde sus orígenes como barreras al poder, como límites al poder político. En este sentido, uno de los problemas que acompañan a la efectiva realización de los derechos es el de sus garantías frente a las actuaciones del poder (problema uno). No se trata ciertamente de un nuevo problema, sino que más bien es aquel que ha venido acompañando a éstos en su evolución histórica.

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2. No obstante, existen determinados derechos que no pueden ser planteados como exigencias de la limitación del poder, sino más bien como demandas de un actuación positiva. Así, otro de los grandes problemas de los derechos será el de encontrar mecanismos para que esta exigencia de actuación positiva sea efectiva (problema dos).

3. La demanda de una mayor garantía de los derechos frente al poder político puede encontrar un sólido apoyo en el establecimiento de ciertos órganos internacionales, cuya misión sea la de vincular a los poderes nacio­nales en la protección de estos derechos. La exigencia de un establecimiento de un mecanismo eficaz de protección internacional de los derechos es un problema relevante de éstos (problema tres).

4. Sin embargo, la potenciación de los órganos internacionales debe hacerse bajo la perspectiva del respeto a las culturas. Es decir, hay que ser conscientes de que los derechos tienen que ser también límites al poder in­ternacional, y que un excesivo aumento de la relevancia de éste, sin la con­templación de la diversidad de su proyección, puede aminorar el valor de los derechos. De esta forma constituye un problema relevante de los derechos el de la compatibilidad entre su protección en el plano internacional y el respeto a las distintas tradiciones culturales (problema cuarto).

5. Tanto los problemas que acompañan al poder político nacional como al internacional, en lo referente a sus limitaciones y a su necesaria actuación positiva, obligan a profundizar en el sentido de su composición democrática. Se hace importante así ahondar en el sentido de los sistemas democráticos, así como acrecentar su papel legitimador del poder político, tanto nacional como internacional (problema cinco).

6. La importancia de la democracia en su relación con los derechos, y junto a ella, como derivación, la del consenso, no debe perder de vista la necesaria contemplación y aceptación de ciertas formas de disenso. Parece así necesario investigar sobre qué tipos de disenso pueden ser admitidos por el sistema sin que esto produzca una disminución en el disfrute de los derechos (problema seis).

B) Respecto a la fuerza social y económica, creo que pueden ser des­tacados dos tipos de problemas:

1. El primer problema es el ya aludido del disenso frente al consenso. 2. El segundo problema hace relación a la intervención de terceros en

el disfrute de los derechos. En este sentido creo que puede afirmarse que en la actualidad no cabe hablar sólo del poder político como aquel que puede intervenir en la satisfacción de los derechos o aquel cuya actuación debe ser

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limitada respecto a éstos. Se hace así necesario analizar cuál es el papel que juegan ciertas fuerzas económicas y sociales, y si es posible exigir algún tipo de obligación positiva a éstas, respecto a la realización efectiva de los dere­chos (problema siete).

C) En lo que se refiere a la fuerza científica y técnica, no puede negarse que los derechos necesitan del desarrollo de la ciencia y de la técnica, del progreso científico y técnico, pero tampoco podrá negarse que este de­sarrollo debe tener su límite en los derechos fundamentales. Desde esta órbita aparecen tres problemas importantes:

1. La necesidad de profundizar en el análisis de la problemática que surge ante lo necesario del progreso científico y técnico y lo necesario de la efectividad de los derechos incluso frente a éste (problema ocho).

2. La necesidad de indagar aquellos aspectos en los que el valor dig­nidad puede verse afectado a través de la aplicación de ciertos progresos en el ámbito científico (problema nueve).

3. La necesidad de plantear razones en las que fundar el valor de solidaridad ante determinados problemas que tienen su origen en este pro­greso científico y técnico y que amenazan con la destrucción del planeta. Ciertamente no parece posible juridificar el valor solidaridad, ya que ésta es más bien una disposición moral, que afecta a los individuos y que difícilmente puede imponerse por la fuerza. No obstante, sí que es necesario dar razones en favor de la necesidad de su contemplación, al menos como fundamento de ciertas medidas que se proyectan en el sentido material de la igualdad (problema diez).

D) En relación con la fuerza natural, parece que gran parte de los derechos se han situado a lo largo de la historia como instrumentos con los que atemperar la fuerza de elementos «naturales». En este sentido, entre otros muchos, cabría hablar del problema de la escasez o de ciertas limita­ciones individuales de todo tipo, que afectan y que determinan el sentido de los derechos. Desde esta perspectiva, parece interesante analizar cuál es el papel de estos elementos, y también cuál debe ser su incidencia en relación con los derechos fundamentales (problema once).

LA FUERZA DE LOS DERECHOS

Respecto a la fuerza de los derechos citaré tres problemas significativos. El primero, que ya ha sido suficientemente apuptado, guarda relación con la

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cuestión del disenso frente al consenso, por lo que no me detendré en él. El segundo, al que también hemos aludido, por lo que al igual que el anterior no será enumerado, plantearía el tema de la incidencia y el alcance de los derechos en las distintas relaciones en las que se proyecta el Derecho, tanto públicas como privadas.

El tercer problema, aún conectado con los anteriores, presenta algunos aspectos propios que permiten individualizarlo. Básicamente se refiere a la cuestión de los límites de los derechos, si bien obliga a analizar cuál es el límite de los límites, esto es, el contenido esencial. El tema, ciertamente se proyecta hacia el infinito, porque cabría preguntarse también si es posible hablar de límites en la determinación de este contenido esencial, ya sea en el sentido de la atribución de significado por los operadores jurídicos com­petentes, ya sea en su constitución como contenido absoluto (problema doce).

Muchos de los problemas anteriormente enumerados afectan a la prác­tica de estos derechos, mientras que otros inciden en su perspectiva teórica. Sin embargo, todos están estrechamente conectados, lo que constituye una prueba más de la importancia que respecto a esta figura tiene la interrelación entre la teoría y la praxis. Por otro lado, como se habrá observado, desde estas breves y esquemáticas reflexiones, la relación derechQS-fuerzas no es sólo la que define cuáles son gran parte de los problemas actuales de los derechos, sino que más bien, la que expresa sus problemas históricos.

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EUROPA ANTE LOS DERECHOS DEL HOMBRE *

Vicenzo Ferrari

INO sólo la tradición histórica reciente, sino también la realidad geopolítica actual pueden llevarnos a pensar en Europa occidental como en un Eldorado de los derechos del hombre.

Un Eldorado relativo, naturalmente. También en nuestros países se producen constantemente denuncias de violaciones de los derechos del hombre que afectan a sectores fundamentales de la vida humana: estoy pensando en aquellas relativas a la condición de los presos o a la opresión burocrática a que son sometidos los ciudadanos, sólo por poner dos ejemplos significativos.

Sin embargo, la superioridad europea salta a la vista inmediatamente al extender nuestra mirada fuera de nuestro continente. En Europa occidental la pena de muerte ha sido suprimida prácticamente en todos los países (y, más allá del valor en sí de esta opción, no tenemos que asistir a la lamentable utilización de las ejecuciones capitales en función electoral, tal como ocurre en los Estados Unidos cada cuatro años). Los procesos penales puede que

Traducción de Andrea Greppi.

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no sean siempre y en todo lugar un ejemplo de celeridad y de respeto del due process of law, pero por lo menos no existen fenómenos de desapariciones en masa ni de justicia sumaria o "especial", como en tantos lugares del mun­do, desde América Latina al Extremo Oriente. El respeto de las opiniones está garantizado por un cierto grado de pluralismo en la información, y no depende, más que en parte, de los deseos esclarecidos de una autoridad religiosa o política. La emancipación de la mujer, aunque limitada por hi­pocresías o resistencias de diverso tipo, es un hecho asumido, al menos desde el pimto de vista cultural, mientras resulta que en otros lugares —pienso en los países islámicos— incluso está prohibida por ley en nombre de Dios. El poder político es puesto regularmente en discusión en elecciones libres, aun­que expuestas, aquí y allá, a manipulaciones que las contaminan de forma cada vez más evidente. Y se podría ampliar esta lista. Sin detenemos en los ejemplos, será útil recordar que la esfera de los derechos del hombre ha encontrado en nuestro continente, en el marco del Consejo de Europa (más abierto que la CEE a las nuevas adhesiones, y por lo tanto particularmente eficaz en esta materia) una consagración jurídica tan significativa como la Convención europea de los derechos del hombre, con su correspondiente apa­rato jurisdiccional. Y también la Comunidad europea, a pesatr de haber nacido y estar funcionando con finalidades diferentes a la protección de los derechos humanos, tiende a invadir de forma fructífera esta esfera. El Derecho de la CEE, en virtud de aquel fenómeno que se denomina aquis communautaire, regula siempre con mayor frecuencia cuestiones de relevancia inmediata desde el punto de vista de los derechos fundamentales: para ello, el Comité eco­nómico-social de la Comunidad tiene en estudio, aunque entre mil resisten­cias, una "Carta social europea" que debería consagrar de manera formal la positividad de los derechos humanos de la llamada "tercera generación", e incluso de la cuarta sobre la que discuten hoy los filósofos y sociólogos del Derecho. Europa, que ha sido la cuna del Welfare State, podría (hablando utópicamente) convertirse en la patria de aquellos derechos fundamentales que todavía carecen de reconocimiento, como el derecho al trabajo, que po­dría ser extendido a todos los ciudadanos y, a ser posible, a todos los resi­dentes incluso temporales. Por otra parte, mientras en otros lugares existen ciudadanos de segunda (pienso no sólo en Sudáfrica, sino también, por ejem­plo, en el status de los puertorriqueños en los Estados Unidos e incluso en su propia tierra), en Europa se discute cómo otorgar a los emigrantes los derechos electorales y cómo reconocerles no sólo sus derechos sociales, sino también los derechos culturales que garanticen su identidad específica; la

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cuestión del uso del chador en las escuelas francesas ha llegado a tener un carácter muy significativo.

Sin embargo, este cuadro optimista debe ser tomado con el beneficio de la duda. En primer lugar, porque, como ha sido frecuentemente puesto de relieve, está viciado por una actitud etnocéntrica. Nosotros defendemos, y pretendemos que el mundo defienda, un modelo de derechos del hombre que nosotros mismos hemos elaborado según nuestra perspectiva cultural especí­fica. Y no sólo eso, sino que tenemos que reconocer también que, si bien es cierto que hemos enseñado al mundo lo que son estos derechos, también hemos mostrado cómo pueden ser violados. En segundo lugar, la situación que atraviesa hoy en día el movimiento por los derechos humanos en todo el mundo occidental, y con él la filosofía que subyace en él, suscita duda: y es en este punto sobre el que pretendo hacer algunas breves reflexiones.

2. Un primer tema de reflexión es el de los efectos sociopolíticos que nacen de la tendencia, auténticamente imparable, que lleva a la "universali­zación" y "multiplicación" de los derechos del hombre, como bien ha señalado Bobbio (1989, 1991). Se trata de un problema que me interesa y me preocupa desde hace mucho tiempo, al que no sólo he dedicado ya algunas conside­raciones (Ferrari, 1989, 1991), sino también una larga investigación empírica, cuyos datos, por desgracia, están aún en fase de elaboración y análisis. No me queda más remedio por tanto que repetirme al menos en parte.

"Universalización" de los derechos del hombre significa la extensión de los mismos a todos los individuos qua homines, independientemente de las contingencias que caracterizan su status y que definen su obligación política: en concreto, con independencia de su nacionalidad. Que ello signifique la superación del principio de nacionalidad es algo sobradamente reconocido. En efecto, se habla icásticamente de que la esfera de los derechos humanos pertenece a un nivel "transnacional" y no internacional (Evan, 1989, 1991). Es decir, se considera que el movimiento por los derechos del hombre haya revolucionado el Derecho internacional. Antonio Cassese (1988) ve en este fenómeno la construcción de un Derecho internacional de los individuos que se aparta de los principios centrales del Derecho internacional clásico, el cual identifica la subjetividad jurídica en los Estados soberanos y no en los indi­viduos, y sostiene que la soberanía puede ser limitada sólo mediante su ab­dicación o mediante convenciones, según el criterio fundamental de la reci­procidad.

Todo ello, en abstracto, es muy bonito desde un punto de vista filosó-fico-político. Sobre todo puede resultar seductor para quien, como quien es-

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cribe, nunca ha amado en exceso la entidad Estado, con su aparato de opre­siones y de persecuciones "éticamente justificadas". Pero ello conlleva tam­bién una serie de consecuencias ante las cuales no puede uno permanecer indiferente.

Corolario de la "transnacionalidad" de los derechos del hombre, la cual por otra parte ha sido afirmada desde Nüremberg, es el derecho de inter­vención beyond borders para la tutela de esos derechos allí donde estén siendo sistemática y gravemente violados. Cosa que también parece muy bonita e históricamente eficaz: precisamente en nombre de la universalidad de los derechos del hombre, las críticas occidentales han hecho alguna mella en la Sudáfrica del apartheid y han provocado la crisis de la burocracia soviética de partido. Todo marcharía bien si no quedara por resolver el problema priori­tario de quien, cuándo y con qué clase de medidas, posee el "derecho" de ejercitar ese "derecho". La respuesta más intuitiva es, naturalmente, la co­munidad internacional, puesto que es ella misma quien, por medio de con­venciones, reconoce los derechos del hombre y les otorga positividad. Pero desde los principios hasta la praxis puede que el salto sea mortal. La co­munidad internacional está representada, hasta prueba contraria, por la ONU. Pero si en un régimen de bipolaridad la ONU quedaba paralizada por los vetos cruzados —puesto que cada una de las grandes potencias buscaba el exacto contrario de la potencia contraria— en un régimen de (quasi) unipo-laridad, la organización corre el riesgo de convertirse en la máscara ideológica de la potencia dominante: esto es, de llevar a cabo el mismo papel de pseudo-justifícación "ética" de los intereses de parte, que había sido desempeñado por el Estado. En esta perspectiva la reivindicación de los derechos humanos corre el riesgo de convertirse en una simple, aunque poderosa, reivindicación retórica en beneficio de una política de potencia. Retórica, porque no respeta el áureo principio de toda ética, que es —no en vano— el de la universalidad, según el cual, y por decirlo en inglés like cases ought to be treated in like manners. Tengo fuertes dudas de que el sacrosanto derecho humano del pue­blo de Kuwait no habría sido tan bien defendido si aquel pueblo no produjera petróleo a buen precio, en conexión con las potencias occidentales. Sospecho también que los sacrosantos derechos humanos de los chiítas no habrían sido tan bien acogidos en los pasillos de las Naciones Unidas si el agresor no hubiera sido el gobierno iraquí: y tanto es así que nadie se molestó cuando los propios iraquís invadieron el Irán chiíta en 1980, y que los sacrosantos derechos humanos de los bosnios, de los croatas y de los propios serbios, j)or no hablar de los somalís masacrados por bandas rivales, o de los birmanos masacrados por su propio gobierno, no han tenido, en esos mismos pasillos, idéntica fortuna.

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Si la universalización de los derechos humanos dé lugar a algunas pre­ocupaciones, lo mismo se puede decir del otro fenómeno citado por Bobbio, el de la multiplicación de los derechos mismos. El propio Bobbio, magistral-mente, distingue tres aspectos diferentes en este proceso de multiplicación: el del aumento de los bienes merecedores de protección, el de la extensión de la titularidad de los derechos a sujetos diferentes al hombre, como los animales o la naturaleza en sí misma, y por fin el de la diversificación de las situaciones humanas dignas de tutela según la cual los derechos ya no son reivindicados por los hombres (y los grupos de hombres) en cuanto tales, en nombre de la igualdad, sino por los hombres (y sus grupos) en cuanto que portadores de status, de roles y de intereses específicos, no ya en nombre de la igualdad, sino en el de la diversidad. Y, por lo tanto, mujeres, niños, enfermos, inválidos, trabajadores, pobres, procesados, víctimas del crimen, in­migrados, homosexuales, minorías étnicas y lingüísticas, minorías no protegidas que conviven con minorías protegidas, creyentes entre ateos, ateos entre cre­yentes, todo el mundo reclama sobre la base de textos normativos que son ya, la mayoría de las veces. Derecho "transnacional" positivo (tanto más elás­ticos cuanto más genéricos), su propio derecho "humano" a un tratamiento específico. Tratamiento que, según los casos, se pretende que sea igual a pesar de la diferencia (es el caso de los homosexuales que reclaman el derecho de casarse y de obtener alimentos) o bien, siempre con mayor frecuencia, un tratamiento diferenciado en razón de la diversididad (es el caso de las mujeres que han pasado del llamado feminismo "emancipacionista" al llamado femi­nismo "radical").

Todo ello, una vez más, está muy bien en línea de principio. El aumento de los bienes merecedores de protección es típico de una sociedad cada vez más libre (Jacek Kurczewski, 1989, 1991, lo ha demostrado eficsizmente es­tudiando el tema de la libertad religiosa en una sociedad progresivamente menos opresiva, como ha sido la polaca desde la estalinización hasta la "re­volución" de Solidamosc). La extensión de la titularidad a sujetos que no son el hombre conduce a visiones menos inmodestas y malvadas que aquellas antropocéntricas en las que hemos sido educados (Valerio Pocar, 1991, se refiere con originalidad, a la existencia de un continuum de seres vivos, sin saltos cualitativos entre el animal y el hombre). Finalmente, la protección de las diferencias, no ya bajo la forma de concesiones tolerantes, sino de los derechos, que son incluso "humanos", es una cosa en sí misma fuertemente seductora. Ello no sólo significa que los más débiles (ellos suelen ser nor­malmente los "diferentes") son sustraídos al capricho de las autoridades y de

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las mayorías más o menos silenciosas y bienpensantes, sino que se trata tam­bién de realizar un principio de justicia reequilibradora que renace cíclica­mente en el pensamiento humano y que encuentra sus paladines no sólo en el campo católico y religioso en general, ni sólo en el socialista, sino también —y nadie se sorprenda por ello— en el liberal: pienso en John Stuart Mili, en Leonard Hobhause, en Morris Ginsberg, y hasta en John Rawls, que la ha traducido en la acertada idea del "maximin".

A pesar de todo, esta multiplicación de los derechos humanos posee una consecuencia inmediata, pero lamentablemente olvidada por los especia­listas. Cuanto más aumentan las situaciones consideradas dignas de tutela, más aumentan también los conflictos entre sus respectivos titulares. Es ab­solutamente evidente que la plena tutela de ciertos derechos implica el sa­crificio de los derechos contrarios. Como ha sido puesto de relieve a menudo, no es posible la tutela simultánea, ni siquiera con sacrificios parciales por medio del aliquid datum aliquid retentum, del "derecho" de la mujer a abortar y del "derecho" del feto a nacer. Pero incluso en dilemas menos drásticos, la contradicción es evidente. Así es posible constatar que todas las reivindi­caciones del movimiento para la protección de las víctimas del crimen se traducen en restricciones a las garantías procesales establecidas en favor de los acusados o de ios mecanismos de reinserción social de los condenados (Viano, 1989, 1991), los cuales son, no hace falta recordarlo, derechos hu­manos consolidados, aun más que los anteriores, en las legislaciones par­ticulares de los Estados, y no sólo en las convenciones internacionales. Y este razonamiento, como ya he señalado en otro lugar, puede ser repeti­do en una gran cantidad de situaciones que se consideran dignas de protec­ción "transnacional": ¿Es compatible con el derecho al conocimiento científico el continuar las investigaciones en torno al genoma humano hasta el punto —hipotético— de manipular la identidad de los seres hu­manos?, ¿es justificable, sobre la base del derecho a la salud, sacrificar el derecho a la prívacy de los individuos seropositivos?, ¿es aceptable sacrificar el derecho a la información, por ejemplo, mientras haya investigaciones pena­les en curso, ante exigencias de seguridad general o de eficacia de las pro­pias indagaciones?

Al tratar anteriormente este argumento, he creído necesario señalar que la solución de estos dilemas en el plano normativo inevitablemente se hace más difícil precisamente allí donde los "derechos" sean concebidos como "de­rechos del hombre", "transnacionales" e incoercibles. Bien es verdad que en abstracto es imaginable que se tomen decisiones jurídicamente vinculantes en

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cualquier clase de dilema, las cuales pueden ser dirimentes (como en el caso del aborto) o de mediación (como en el caso del conflicto víctimas-imputa­dos). Además, en abstracto, se puede imaginar la elaboración, por un legis­lador democrático, de criterios de prioridad entre unos derechos y otros. Sin embargo, es evidente —en el plano político, que es en definitiva, utilizando palabras de Ihering, el de la "lucha por el derecho"—, que dichas decisiones tienen bien pocas probabilidades de ser aceptadas por la parte que se siente sacrificada. La naturaleza tendencialmente absoluta del derecho reivindicado hace que sea difícilmente aceptado un sacrificio impuesto desde arriba, inclu­so aunque sea con un método democrático. Las partes en conflicto tenderán por ello a comportarse de forma anómica, y a excluir, precisamente porque éticamente injustificada, la decisión de la autoridad: por otra parte, sí es cierto que la autoridad estatal está ligitimada por el carácter "transnacional" de la pretensión tutelada, dicha autoridad internacional es demasiado lejana —además de' estar bajo la sospecha de parcialidad, como se ha observado antes— como para poder hacer mella en el complejo sistema de convicciones que pone en marcha la lucha por los "derechos" propios.

Cada día los medios de comunicación confirman la aparición y la irre-ductibilidad de estos conflictos. Entre los muchos ejemplos podemos poner una vez más el del aborto, que se ha convertido, no casualmente, en el tema estrella de la campaña presidencial norteamericana. Pero más cercano a nos­otros los europeos, y de la mayor gravedad, es el conflicto que, con la crisis de los países socialistas, se ha abierto en todo este continente entre grupos étnicos diferentes: tanto más enemistados cuanto más próximos geográfica­mente y, en algunos casos, también culturalmente. Es inútil subrayar que pocos "derechos" han sido reivindicados a lo largo de la historia con la misma pretensión de universalidad y de incoercibilidad "humana" como el derecho a la identidad nacional. Y pocos otros derechos han sido, si no la causa directa de guerras, sí el motor ideológico, que ha sido utilizado por los go­biernos para convencer al pueblo a tomar las armas.

Es inútil decir que la vía de los conflictos proclamados en nombre de derechos incoercibles puede ser larga y dolorosa. En el fondo de la vía del nacionalismo está, por ejemplo, el racismo, del que observamos hoy una dra­mática resurrección, con efectos probables en el sistema de derechos huma­nos, tal como lo concebimos en sentido liberal: no es una casualidad que Alemania, con el fin —nótese— de atenuar la espiral de violencia racista, esté proyectando el establecimiento de límites, incluso constitucionales, a la emigración extranjera.

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Naturalmente es lícito objetar a este razonamiento que los problemas a que nos estamos refiriendo no son consecuencia de los derechos humanos —ello podría parecer una pérfida paradoja—, sino de la actitud de aquellos que, como los racistas, pretenden violarlos. Pero a nadie se le escapa la inmediata contrarréplica: cada cual opera absolutízando su propio punto de vista. También los racistas pueden, cínicamente, buscar razones dentro de la categoría de los derechos del hombre: los defensores del apartheid han jus­tificado siempre sobre la base de presupuestos teológicos, aferrándose al Evangelio, por no decir que el propio Lebensraum hitleriano es retóricamente traducible a una pretensión humana incoercible. Y pocas cosas son más te­mibles, no creo que haya discrepancia sobre ello, que una instrumentalización semejante de uno de los más nobles conceptos que la historia humana haya sido capaz de elaborar.

Estas consideraciones inducen algunas otras reflexiones sobre los crite­rios que permiten optar entre puntos de vista contrarios, es decir, sobre el problema de los juicios éticos y de su fundamento.

3. A algunos les parecerá sin duda que los peligros a los que antes hemos hecho referencia son consecuencia del relativismo que con diferentes matices ha caracterizado durante algunas décadas la filosofía 'moral occidental, especialmente en sus versiones neopositivistas. Empleo la expresión "relati­vismo" en un sentido meta-ético, para designar la opinión según la cual "con respecto a los juicios éticos de base no existen modos objetivamente válidos y racionales para justificar uno de ellos frente al otro", y por lo tanto, "dos juicios éticos de base en conflicto pueden ser igualmente váUdos" (Frankena, 1982, 208). Puede pensarse —y de hecho muchos lo hacen así— que la su­puesta indemostrabilidad de los juicios morales aboque a una indiferencia sustancial o incluso a un nihilismo ético según el cual toda opinión, incluso aquella aparentemente más aberrante, al no poder ser ni demostrada ni rechazada, es equivalente a cualquier otra y tiene un derecho igual de ciudadanía. Esta actitud, se ha dicho a menudo, acabaría por excluir toda elección y por dejar el campo libre a una lucha sin principios entre porta­dores de valores y de intereses contrapuestos: que sería anómica, como decía más arriba.

Es superfluo decir que la actitud relativista siempre ha ido asociada al liberalismo político, en cuanto se funda en el respeto y la tolerancia de las ideas más dispares. Poco importa aquí el establecer hasta qué punto esta asociación está justificada: se podría recordar que, aunque es cierto que la Gran División entre ser y deber ser es fruto de la cultura liberal, a la cual se conecta el relativismo, también es verdad que el liberalismo, de Locke a

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Kant, de Bentham a Mili, ha dedicado históñcamente inmensos esfuerzos al intento de encontrar una justificación sólida de los juicios morales. Es im­portante, por el contrario, poner de relieve que las críticas antirrelativistas han sido tan vehementes, especialmente en los últimos años, que el pensa­miento abiertamente liberal no ha permanecido inmune y se ha comprome­tido, como nunca, en la construcción de teorías éticas basadas no sólo en premisas antirrelativistas, sino incluso en el principio de que los atributos de "verdad" y "falsedad" podrían ser aplicados también a los juicios éticos, ade­más de a los enunciados fácticos. Este programa, aunque poco debatido en su tiempo, porque, hoy lo podemos ver, estaba adelantado a su tiempo, se encuentra ya en Morris Ginsberg a mediados de los años sesenta (Ginsberg, 1965). Poco después la gran discusión en la que han participado, entre otros, Rawls (1971-1972), Nozick (1974) y Dworkin (1977), y que ha conquistado la comunidad internacional de los filósofos, se ha desarrollado enteramente en este plano, tendiendo un puente, por así decir, entre el ¿s y el ought. Y no es irrelevante señalar que todos los autores citados han ofrecido visiones que pueden ser traducidas directamente en propuestas que afectan a los derechos del hombre, que se "multiplican" o se restringen según las opiniones.

Ahora bien, quien escribe está bastante convencido de que la gran di­visión entre is y ought no puede ser entendida de forma absoluta y aun menos burda, hasta el punto de encontrar apoyo en ella para renunciar a todo uso de razón en cualquier dilema práctico. Las relaciones entre dilemas fácticos y opciones valorativas existen, en contra de lo que piensan los divisionistas más rígidos, aunque no sea más que porque comúnmente los hombres motivas sus juicios de valor sobre la base de observaciones tácticas. No sólo, sino que el relativismo, sub specie de perspectivismo puede ser aplicado tanto a los asertos fácticos de una cierta complejidad —basta pensar en las relaciones sociales— como a los juicios éticos. O incluso se puede llegar a decir: "toda la enseñanza de Renato Treves se ha desarrollado en una sustancial incerti-dumbre gnoseológica y en una serena firmeza en sus convicciones ético-po­líticas, precisamente porque derivadas de una opción libre y responsable".

Sin embargo, aunque sea lícito avanzar dudas sobre el fundamento epis­temológico absoluto de la Gran División parece mucho menos lícito dedicarse resueltamente a derribarla, aunque sea en nombre de la loable pretensión de buscar la verdad: quizá con el resultado, en sí paradójico, de construir teorías que suspendan los juicios fácticos en nombre de la confutabilidad popperiana, y que correspondientemente atribuyan la "verdad" o "falsedad" a los juicios morales, respectivamente propios o ajenos.

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Y, en realidad, es precisamente este cognitivismo ético renacido —u objetivismo ético si así se prefiere— y ciertímiente no el relativismo, aque­llo que es necesario temer en el conflicto cada vez más extendido entre portado­res de valores y de derechos incompatibles, que se ha mencionado antes.

En efecto, el relativismo, si excluimos sus formas extremas y más pro-vocatorias (ni tan siquiera los realistas más empedernidos, hoy, sostienen junto con el primer Ross, que la manifestación de preferencias éticas equivale a dar un puñetazo sobre la mesa), por una parte se autolimita críticamente por medio del propio principio de tolerancia, que deriva de la conciencia de que no existen "verdades" éticas; pero por otra no renuncia en absoluto a llevar a cabo un control racional adecuado, en términos de fundamentación de sus premisas y de sus consecuencias. La "ética sin verdad" de la que habla Scar-pelli (1982), no es en absoluto una ética arbitraria.

Por el contrario, el neocognitivismo ético, que pretende ofrecer juicios "verdaderos", corre el riesgo de ofrecer a las partes en lucha el más fuerte de los argumentos para perseverar en el conflicto hasta la demolición del adversario. Es superfluo recordar cuántos derechos humanos elementales se han sacrificado a lo largo de la historia en nombre de la libertad.

Por otra parte, frente a la pretensión de verdad de quien la sostiene, no hay esperanza alguna de que una "verdad" sea reconocida como evidente por sus adversarios, que sostienen una "verdad" opuesta.

Como ejemplo podemos volver al tema del aborto, que hemos recordado antes, tomando como punto de partida la posición cognitivista y objetivista de Sebastiano Maffettone (1989), la cual carece de toda protervia o pretensión absolutista, y es en cambio declaradamente liberal y tolerante.

El autor, en su búsqueda de una "ética pública para la vida", pone como hipótesis tres situaciones: la de "Carla", de catorce años, que queda embarazada en sus relaciones con un coetáneo suyo, quien al igual que ella se encuentra ante su primera experiencia sexual; la de "Giovanna", de vein­titrés años, que está feliz de tener un hijo, pero que descubre que éste nacerá padeciendo una forma gravísima de mongolismo, y, por último, la de "Maria", que también espera un hijo, el cual, sin embargo, nacerá gravemente dismi­nuido a no ser que la madre se someta a una operación que "muy probable­mente le salvará de su hándicap" y que no conlleva "riesgos apreciables o costes prohibitivos". Frente a estos graves problemas humanos, Maffettone reconoce el "derecho" de abortar a Carla y a Giovanna, pero no a Maria, que se ha negado a someterse ("quizá por pereza") a la intervención quirúr­gica. Y naturalmente esta opinión puede ser considerada razonable. Pero

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¿cuál es su fundamento "objetivo"? El autor respondería siguiendo el áureo principio de la integridad, que acompaña toda su reflexión, por él entendida como la "conjunción entre un modelo moral de persona y un modelo moral de sociedad" y como "continuidad, coherencia, comunicabilidad, interdepen­dencia y participación" (págs. 68-69), en la misma clave deontológica adop­tada, entre otros, por Dworkin. Pero, de esta forma, el problema no sólo se desplaza más allá (¿cuál sería el fundamento "objetivo" del valor-integridad?), sino que incluso queda sin resolver, en el plano indicado por el propio autor. ¿Por qué motivo las razones de María carecen de fundamento objetivo y las de Carla no? ¿Es que Carla no sabía a los catorce años cómo se conciben los niños? ¿Y es que el miedo de María a someterse a una intervención quirúrgica sin la certeza de su éxito no tiene ningún valor, en el plano "ob­jetivo"? Son —evidentemente— preguntas provocatorias. Pero sirven para po­ner de manifiesto el carácter (razonablemente) arbitrario de la (aceptable) opción de Maffettone, la cual corre el riesgo de no ser "objetiva" ni siquiera en el caso de Giovanna, para todo aquel que no esté dispuesto a considerar menos que íntegro a un feto que padezca el síndrome de Down. Leyendo las palabras de Maffettone sobre este punto, confieso haber recordado instinti­vamente que, tres años después de la aparición de su libro, un Parlamento polaco libre aprobaba la represión penal del aborto en todos los casos (ex­cepto en caso de peligro para la vida de la madre), incluyendo el de violencia camal: y he pensado en la integridad de la mujer obligada a parir (¿y a mantener? ¿o educar?) el fruto de la violencia que padeció. Inaceptable de­cisión —se dirá—, pero indudablemente reconducible a un principio de "ver­dad" ética, la integridad y la intangibilidad de la vida tal como es entendida por la Iglesia católica.

¿No es preocupante este contraste de opiniones en nombre de la ver­dad? ¿Existe alguna esperanza de que pueda dar lugar a compromisos ra­zonable entre los adversarios, basados quizá en distinciones razonables como aquella, que es recordada siempre en materia de aborto, entre el plano moral y el jurídico?

¿No existe el riesgo de que el movimiento por los derechos del hombre, ya de por sí complejo por la multiplicación de las diferencias y de la desle­gitimación de las autoridades dotadas de poder de decisión, tome la vía de las confrontaciones irreductibles entre los paladines de "verdades" indiscuti­bles, esto es, que se convierta en terreno de cruzadas?

La cuestión me parece evidente e incluso urgente. Y no hace falta demostrar que las observaciones referidas al .tema del aborto puedan ser

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repetidas puntualmente con respecto a cualquier otro derecho del hombre. El contraste entre las "verdades" ético-políticas de Rawls y de Nozick afectan nada menos que a los límites de interferencia del gobierno en los asuntos privados: es decir, tocan el núcleo, o si se quiere, descubren el motor de los derechos humanos, el problema que ha dado vida al problema y al movi­miento. Sobre este punto, que es (y no sólo) el del conflicto entre libertad e igualdad, se han desarrollado debates seculares, en cuya solución ha inter­venido en cierta medida solamente el principio relativista de la tolerancia liberal, acompañado de la introducción de procedimientos democráticos de decisión. Al contrario, la pretensión de "verdad" (ética en el caso del fascis­mo, científica en el del marxismo) ha fomentado los conflictos hasta hacerlos irreductibles y a hacerlos desembocar en confrontaciones abiertas de las que los derechos humanos han salido humillados y maltrechos.

4. Como se puede intuir con facilidad, lo que se ha dicho hasta aquí no pretende sugerir que el movimiento por los derechos del hombre deba ser frenado o incluso tenga que ser limitado. Ni se pretende negar el fundamento teórico y la oportunidad política de los dos aspectos que conlleva, y que Bobbio ha puesto de manifiesto, el de la universalización y el de la multipli­cación de los derechos fundamentales. Me parece que éstas son etapas esen­ciales en la historia moral y política de la humanidad, y que, como solía decir Treves en sus últimos años, el desarrollo de los derechos del hombre hoy en día es el único fenómeno que consiente mirar con optimismo al futuro y mantener viva alguna confianza en el progreso moral de la humanidad: un concepto que la ciencia, como es sabido, ha abandonado ya desde hace unas décadas.

La finalidad de esta contribución era más bien la de señalar, desde el punto de vista de las ciencias sociales, los peligros y los efectos perversos que pueden acechar al movimiento por los derechos humanos, hasta el punto de debilitar su fuerza y de frenar su empuje.

A mí me parece que para evitar estos peligros hay que actuar con un cierto grado de prudencia.

En primer lugar, prudencia conceptual. Una vez más, es útil hacer re­ferencia a Bobbio, cuando advierte la necesidad de distinguir entre preten­siones, tan nobles como se quieran, pero no reconocidas por una autoridad normativa, y "derechos" en el sentido jurídico de la palabra. Es ya una cos­tumbre universal hablar de "derechos" también a propósito de meras preten­siones, por ejemplo con la expresión "derechos morales" que suele ser con­trapuesta a "derechos jurídicos".

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Como es natural, el tema es particularmente espinoso. Así, por un lado, es relativamente fácil, al menos desde el punto de vista hermenéutico, en­contrar para cualquier pretensión razonable un fundamento normativo en cualquiera de las numerosas fuentes, estatales o internacionales que regulan la materia de los derechos del hombre. Por otra parte, aun sin abandonar completamente el punto de vista normativista en que se sitúa Bobbio, es necesario reconocer que los límites teóricos del ordenamiento (o sistema) jurídico "positivo" son extremadamente inciertos, con la consecuencia de que a los ojos de muchos parecen igualmente "positivos" ordenamientos (o sis­temas) alternativos que atraen el consenso social y que obtienen un cierto grado de obediencia: en esta línea que va de Ehrlich a Gurvitch, pienso hoy en el concepto de "polisistemia normativa" cómo ha sido elaborado y apli­cado, con insistencia creciente, por un teórico como André-Jean Amaud, para quien los sistemas jurídicos congas tienen un igual derecho de ciudadanía que los sistemas jurídicos vegas (Amaud, 1991). Yendo hasta el extremo, es evi­dente que cualquier pretensión (o "derecho moral") puede ser definida como "derecho subjetivo jurídico", si el punto de referencia "positiva" pasa a ser (¿iusnaturalísticamente?) el ordenamiento esperado (el "derecho intuitivo", el "derecho vivo", el "derecho ideal", etc.), en la medida en que contrapuesto al "derecho oficial". Y no hay duda de que la crisis de legitimidad que ha arrollado al Estado —crisis de su concepto teórico y no sólo de su realización histórica— justifica en este terreno muchas fugas hacia adelante.

Una vez dicho esto, prudencia conceptual relativa, que he reclamado, puede ser alcanzada, cuando menos en el campo de las estipulaciones ter­minológicas. Sería deseable que, como sugiere Bobbio, se alcanzara un acuer­do en el sentido de utilizar el término "derecho subjetivo" —en este caso, "derecho subjetivo humano"— sólo para aquellas pretensiones que, ante la comunidad internacional o ante otra autoridad a la que se le reconozca el poder de ius dicere, hayan encontrado su consagración en algún texto nor­mativo, entendido en sentido amplio (lo cual incluye, como es obvio, la in­terpretación jurisprudencial). Ello no significa, sin embargo, negar el reco­nocimiento moral a las meras pretensiones: es más, significa atribuirles toda la fuerza "utópica" necesaria para que se transformen en Derecho. Esta ope­ración de limpieza terminológica tendría, entre otras cosas, también la gran ventaja de trazar, una vez más, una línea de demarcación entre Derecho y moral, cuya confusión siempre ha sido la causante de graves riesgos políticos. Lx)s gobiernos absolutos siempre se han presentado como paladines de la moral común.

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La misma prudencia sería oportuna en el nivel normativo, lo cual con­lleva un nivel teórico. La multiplicación de los derechos del hombre se jus­tifica si y en la medida en que consiga establecer, en el nivel internacional, unas escalas de prioridad, que permitan elegir entre ellos en caso de conflicto. Ello no es nuevo ni sorprendente: en las constituciones, en las legislaciones nacionales y en la jurisprudencia de todo nivel abundan los ejemplos de pon­deración normativa entre derechos contrapuestos. Un esfuerzo en este sentido es deber no sólo de los organismos dotados de poder normativo, sino también de los teóricos y de los filósofos del derecho, a quienes corresponde llevar a cabo dichas aclaraciones conceptuales y dilucidar aquellas implicaciones que puedan servir de guía para la producción de normas generales y particulares. Aquí no es posible detenerse en los ejemplos; pero admitido el derecho a la "diversidad" que funciona, como se ha visto, como multiplicador de los de­rechos del hombre, parece prima facie más aceptable la reivindicación de un tratamiento igual a pesar de la diversidad, que no un tratamiento privilegiado en razón de la diferencia. (Lo cual no implica que, según un principio que se remonta a Aristóteles, el tratamiento diferenciado no pueda ser justificado sobre la base de diferencias relevantes, particularmente en el sentido reequi­librador del "maximin" rawlsiano.)

Un tercer nivel de prudencia es el político. Como cualquier derecho subjetivo, también los derechos humanos deben tener un correspondiente apo­yo institucional. A pesar de su "transnacionalidad", ellos siguen siendo sus-tancialmente letra muerta si no encuentran acogida en la praxis política "lo­cal", allí donde se ejercen persuasivamente poderes concretos. Puesto que no tendremos nunca un gobierno mundial, y mucho menos un gobierno mundial democrático, es necesario no confiar en exceso en la comunidad internacional global, a pesar de que a ella le correspondan los poderes normativos en esta materia. Por otra parte, el nivel estatal es doblemente sospechoso, tanto por la crisis que le ha afectado, como porque está empíricamente probado que son precisamente los gobiernos de los Estados los máximos violadores de los derechos humanos (el movimiento de los derechos del hombre, además, ha nacido y subsiste esencialmente como defensa frente a las interferencias de los gobiernos en la vida social). El nivel regional, que irrumpe en estos últimos años, está igualmente bajo sospecha: en efecto, está demasiado cercano a la calle, o a la masa, como para no evocar los fantasmas de la justicia sumaria según el "sano espíritu jurídico del pueblo". Y, por lo tanto, es necesario prestar atención a un nivel multinacional, como el europeo, del cual este artículo arrancaba. O Europa logra extenderse como realidad política hasta

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coincidir con las fronteras del Consejo de Europa, o bien es indispensable que la Comunidad europea, venciendo las fortísimas resistencias y llevando a cabo un proyecto que ya es viejo, se apropie de una política explícita de tutela de los derechos del hombre, adoptando un estatuto formal sobre esta materia.

Creo que este objetivo no sólo es importante, sino también urgente, mientras que Europa occidental persista en el respeto del método democrático prescrito por el tratado de Roma, en el rechazo, desde su origen, con una afirmación de fuerte significado, de las preocupantes tendencias antidemocrá­ticas que nos llegan desde la calle y, por desgracia, desde algunos gobiernos y estamentos políticos.

Sóida, agosto 1992.

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POR LOS DERECHOS DEL HOMBRE CON OBUGACION Y SANCIÓN *

Simone Goyard-Fabre

N este fin de siglo vivimos el tiempo de las paradojas, hasta el punto de proclamar los más altos valores del humanismo sin aten­der a la desvalorización de la que, por las mismas carencias de los hombres, ellos son objeto. La cuestión de los derechos del hom­

bre es, actualmente, el caso típico de esta contradicción que corre el peligro de ser mortal. El riesgo es tan grave que exige la profundización en su con­cepto, en el que, a pesar de una literatura prolífica, la esencia y el sentido están a menudo ocultos.

No es suficiente, en efecto, en una perspectiva de ética social y política, con denunciar y deplorar, la violación, diaria aquí o en cualquier lugar del mundo, de los derechos del hombre. Para la conciencia moral, ciertamente, es necesario, pero, todos lo sabemos, generalmente inoperante. El problema fundamental que tiene el concepto de los derechos del hombre tiene otro

* Traducción de Francisco Javier Ansuátegui.

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cariz: es el del fundamento de su sentido y de su valor jurídico. A esta temible cuestión quisiera dedicar algunas reflexiones. Digamos más simplemente que me interrogaré, desde un punto de vista teórico y especulativo, sobre las condiciones de posibilidad y de validez jurídicas de esta noción.

Para intentar responder a esta cuestión, importa por de pronto vencer los vértigos que, después de dos siglos, rodean la noción de los derechos del hombre, sin embargo inscrita, desde la toma de conciencia que ha suscitado, sobre un horizonte de esperanza. Sólo cuando su concepto sea liberado de todas las escorias en las que su despliegue desconsiderado le ha sumido, será posible descubrir el fundamento trascendental y constatar las exigencias esen­ciales que impone en el orbe universal del Derecho. Hoy es urgente com­prender estas exigencias y asumir la carga si queremos poner fin a la ceguera por efecto de la cual nuestra época corre el riesgo de ver aniquilada la más alta conquista de la humanidad.

I. EL PESO ANFIBOLÓGICO DEL CONCEPTO DE DERECHOS DEL HOMBRE

Normalmente decimos que la idea de los derechos del hombre encuen­tra sus raíces en el humanismo racionalista e individualista del pensamiento "moderno". Históricamente, esto no es demasiado justo, ya que no podemos guardar silencio sobre los textos anglosajones inspirados en la Magna Carta, de Juan Sin/Tierra (1215). Sin embargo, es cierto que la declaración de los derechos, su juridificación y su internacionalización son actos de la moder­nidad marcada por un profundo humanismo. Solamente, con estos mismos actos, han comenzado los vértigos en los que su anfibología envuelve el con­cepto. Tras las Declaración solemne de 26 de agosto de 1789, los equívocos se acumulan peligrosamente. No retengamos aquí más que algunas de las ambigüedades en las que la noción de derechos del hombre es el motivo.

1. ¿DERECHOS DEL HOMBRE O DERECHOS DEL CIUDADANO?

La Declaración francesa, a la cual es necesario remontarse como a un origen, se titula Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Este título no es fortuito: en el curso de los largos trabajos preparatorios, fue áspera­mente discutido. Las actas de las sesiones a lo largo de las cuales las comi­siones establecieron el texto indican la importancia que se le atribuyó al sentido de las palabras. Ahora bien, si es incontestable que se entremezclan

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en la Declaración las inspiraciones filosóficas diversificadas más o menos cla­ras, no habría que olvidar las preocupaciones políticas que animaron a los Constituyentes. Preocupados por dotar a Francia de las bases de una nueva política que quebrantara para siempre el Antiguo Régimen, proclamaron, contra el absolutismo, los derechos del hombre-ciudadano. Ciertamente, el texto re­conocía en todo hombre los "derechos naturales, inalienables y sagrados" (Preámbulo) que son "imprescriptibles" (art. 2); la inclinación iusnaturalista que evocan estos términos está fuera de dudas. Pero es poco probable que los autores del texto —que no eran ni moralistas ni filosóficos— hubieran tenido la voluntad de universalismo que hoy les es tan pacíficamente atribuida por numerosos comentadores. Ellos pensaban menos en el fundamento on-tológico de los derechos del hombre en tanto que persona que en el estatuto del hombre en tanto que ciudadano en el Estado: el humanismo jurídico de los hombres de 1789 es ante todo un civismo '. El legicentrismo explícitamente ligado (en 14, artículos sobre un total de 17) a los derechos de los ciudadanos no niega ciertamente el iusnaturalismo ligado a los derechos del sujeto nor­mal, pero le supera. Las leyes del Estado tienen para el hombre-ciudadano más importancia que la "ley-natural" que rige universalmente la humanidad.

Desde entonces, aunque se intenta hoy descifrar en la Declaración so­lemne de 1789 la expresión de un individualismo y de un universalismo éticos, este paso es históricamente discutible. Llega a ser por otra parte francamente contradictorio cuando ciertos comentadores, calificando el individualismo de "burgués" —para desvalorizarlo— no subrayan menos el universalismo de los derechos —¡para glorificarlo!—. Esta interpretación del texto fundador de­semboca en la equivocidad: en los derechos del hombre-ciudadano ve los derechos del hombre; tras una categoría política, privilegia una perspectiva ética; más allá del legicentrismo de los constituyentes, cree descubrir una voluntad de universalismo. Esta "lectura flexible" de la Declaración la trans­porta fuera de su orden.

2. ¿DERECHOS-LIBERTADES O DERECHOS-CRÉDITOS?

Después de dos siglos, la historia ha visto nacer, varias "generaciones" de derechos y las ha comentado, sin mucho espíritu crítico, a partir de la distinción establecida por J. Rivero ^ entre los "derechos-libertades" de la

' En el texto de 1789, los derechos del hombre son ante todo los derechos de los ciudadanos que forman la nación soberana (arts. 3 y 4); estos "derechos", así como sus "límites", "no pueden ser determinados más que pwr la ley".

' J. RIVERO: Les libertes publiques, PUF, tomo I, pi 19.

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"primera generación" y los "derechos-créditos" de la "segunda generación". Ahora bien, en esta dicotomía, se acumulan varios equívocos.

Ciertamente, este dualismo es atractivo y, además, cómodo, para refe­rirse a la sucesión de las legislaciones relativas a los derechos individuales, y luego a los derechos económicos y sociales: los derechos-libertades son ge­neralmente los derechos de (libertad de pensamiento, de religión, de domicilio, de circulación...) ligados al sujeto; los derechos-créditos son los derechos a (derecho al trabajo, a un salario mínimo, a la seguridad social) a los que corresponden las prestaciones en las que el Estado sería deudor hacia los ciudadanos. Así entendida, esta distinción posee una resonancia política que R. Aron ha subrayado especialmente : en la medida en que los derechos-libertades son oponibles al Estado, son, como había observado B. Constant, la piedra angular del individualismo liberal; en la medida en la que los de­rechos-créditos expresan la deuda del Estado hacia los ciudadanos, son el principio rector de todas las políticas socializantes.

Pero la doctrina política no es una filosofía del derecho. Por ello la pareja conceptual de los derechos-libertades y de los derechos-créditos, resi-tuada en el marco de una reflexión jurídica, se revela aparente —e incluso doblemente aparente—. En primer lugar, si admitimos, 'desde el punto de vista conceptual, la diferencia sustancial entre, de una parte, las libertades individuales que son los derechos naturales ligados al sujeto moral y que indican la dignidad de la persona humana y, de otra parte, las prestaciones socioeconómicas que no tienen existencia más que sobre la base de las de­cisiones normativas establecidas por el derecho positivo del Estado, es nece­sario reconocer que, en esta misma diferencia, la palabra "derecho" cambia de sentido, pasando de una connotación ético-natural a una connotación ju-rídico-positiva. Esta dicotomía de los "derechos" carece por lo tanto de ho­mogeneidad semántica. Lejos de clarificar la comprensión del concepto de los derechos del hombre, participa de los equívocos del término derecho, que ya. Grocio había señalado. En segundo lugar, desde que los derechos del hombre son concebidos como derechos jurídicamente entendidos, el dualismo pro­puesto se revela falso. Todo derecho, en su sentido jurídico, implica su ins­cripción en la jerarquía de las normas de un sistema jurídico objetivo. Se presenta siempre como un crédito frente a la institución normadora, es decir, en las sociedades occidentales modernas frente al Estado. Por lo tanto, todos los "derechos" del hombre, individuales o sociales, sólo existen con motivo

' R. ARON: "Pensée sociologique et droits de l'homme", en Eludes politiques, Gallimard, 1972.

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de la "relación jurídica" entre el Estado soberano y sus ciudadanos •*. Como señala el mismo Jean Rivero —lo que basta para sospechar de la utilización que se hace de la dicotomía de la que él es autor—, ha sido preciso que los derechos del hombre, para ser verdaderamente derechos, pasen del ámbito de la mera aspiración moral a la libertad y a la dignidad, al ámbito de la "obligación sancionada jurídicamente".

Por último, si los derechos del hombre, para ser verdaderamente de­rechos con una dimensión jurídica, implican la deuda del Estado hacia sus ciudadanos nacionales vemos perfilarse, con la silueta del Estado providencia que puede ocuparse de todo, la demanda siempre creciente de las reivindi­caciones: derecho a subsidios de cualquier tipo, derecho al aborto, derecho a las manifestaciones en la calle, derecho al teléfono, derecho al sol o a la nieve... Y si, como diría M. Villey, "a los derechos del hombre no les salen más que amigos", todos aquellos que los reclaman a grito limpio son de hecho esclavos del poder absorbente que ellos pretenden de un Estado que rige todo. Dicho de otro modo, olvidan que si todo es derecho, nada es derecho: en último extremo, el derecho se vacía de sentido y de sustancia: al igual que la libertad absoluta es la libertad vacía, la permisividad total es la negación del derecho.

El perfil que atribuimos a los derechos de las dos primeras "generacio­nes" es, podemos convenir, bien confuso y ambiguo.

3. ¿DERECHOS DEL HOMBRE O DERECHOS DE LA HUMANIDAD?

Los derechos que llamamos de la tercera generación están, ellos también, cargados de equívocos. Su reconocimiento muestra seguramente la evolución que se ha efectuado en atención a la manera de concebir los derechos del hombre, ya que ellos no afectan solamente al hombre ciudadano o al "sujeto jurídico", en su dimensión social o económica, sino a la humanidad en su conjunto. El concepto de los derechos del hombre, connotando las propie­dades fundamentales ligadas a la esencia del ser humano, es situado en una perspectiva globalizante u "bolista", en la cual, afirmamos, hay conjunción y complementariedad del universalismo y del diferencialismo. Este ensancha­miento del concepto, que se testimoniaría, en opinión de algunos intérpretes, en la Declaración universal de los derechos humanos, de 1948, es indudable-

* Así CARRE DE MALBERG insistía en el nexo que se establece entre el derecho subjetivo y el Estado soberano: vid. Contribution á la théorie genérale de l'Etat, rééd., CNRS, 1962, tomo I, p. 256; vid. igualmente La loi, expression de la volante genérale, rééd.. Económica, 1984.

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mente generosa y atractiva. No hay más que un problema: actúa sobre arenas movedizas.

De una parte, los derechos del hombre se inscriben hoy en un orden jurídico ínter o supra-estatal. Las normas de referencia de su concepto no son tanto generales como universales —lo que quiere decir que las bases sobre las cuales descansan en lo sucesivo los derechos del hombre no son solamente "los principios generales del derecho", tal y como los consagra, en Francia, el Preámbulo de la Constitución, sino aquellos en los que el derecho internacional, en una perspectiva supra-constitucional proclama la exigencia universal—. En consecuencia, el reconocimiento constitucional y la instaura­ción de una instancia jurisdiccional nacional controladora de la constitucio-nalidad de las normas legislativas han dejado de ser los únicos requisitos necesarios para fundamentar su valor jurídico. Por ejemplo, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas invoca, en sus sentencias, principios ge­nerales del derecho que no corresponden a su definición clásica como exi­gencias de la conciencia jurídica en un Estado en un momento dado de su historia. Más allá de los Ordenamientos jurídicos estáticos y asimismo más allá de la literalidad de los tratados y de las convenciones concluidas entre sus Estados miembros, los organismos ínter o supra-nacionales se remiten, en el ejercicio de sus funciones, a la "comunidad de derecho" que corresponde a un fondo común de valores. Así vemos en materia de protección de la vida y de la salud, o en lo referido a la seguridad de las personas y de los bienes, a las normas implícitas imponerse sobre las normas explícitas. El preámbulo de la Convención Europea de los derechos del hombre hace mención a "un patrimonio común de ideales y de tradiciones políticas". Pero aquí surge un embarazoso equívoco.

En efecto, parece que al integrar los valores de la humanidad en el orden jurídico internacional, el juez, a través de su actividad jurisprudencial, se vuelve a situar, para legitimar sus decisiones, en una concepción iusnatu-ralista y axiológica del fundamento de los derechos. Percibimos, por lo tanto, en este paso la imposibilidad de un positivismo jurídico que pretenda lo que Max Weber llamaba "la neutralidad axiológica". En todo caso, la internacio-nalización de los derechos del hombre sería como el espejo, en el cual vería­mos claramente que la amplitud universal que se le ha reconocido reintro-duciría en su concepto jurídico una dimensión meta-jurídica. La universaliza­ción de los derechos sólo podría efectuarse en el derecho positivo en nombre de un valor ético. Pero entonces, ¿es necesario concluir que los derechos del hombre son una moral? Verdaderamente, el problema de los derechos del

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hombre tal y como aparece en su dimensión universal en el espejo de la jurisprudencia de los tribunales internacionales demuestra al mismo tiempo que la juridicidad de los derechos del hombre no toma de prestado nada de la moralidad, y que, en su juridicidad, no tiene nada de específico: como todo lo que es derecho, los derechos del hombre provienen de su transformación, en esta ocasión por la acción de una instancia jurisdiccional internacional, de un valor metajurídico en norma jurídica. Los derechos del, hombre no cons­tituyen una excepción; el modo de producción de las normas que los traducen funciona según el mismo esquema que el modo de producción de cualquier norma de derecho: efectúa la transformación de lo que es ante o meta-jurídico en jurídico.

Sin embargo, mucho más que cualquier concepto jurídico, el concepto de derechos del hombre no alcanza una perfecta claridad: en él particular­mente se insinúa "la ambigüedad del Derecho". En efecto, todo el mundo admite que respetar en todo hombre, independientemente de su raza, de su origen, de su religión..., la dignidad que deriva de su humanidad es el im­perativo que se impone categóricamente a todas las instituciones internacio­nales. Pero ¿no vemos, "en el espacio europeo de los derechos y de las libertades", a los jueces del Tribunal europeo de derechos humanos o del Tri­bunal de Justicia de las Comunidades Europeas tener competencia para inter­pretar los términos de la Convención europea de derechos humanos? Cierta­mente, en el Derecho, la interpretación de los términos es indispensable. Pero, en la esfera frágil e indispensable de los derechos del hombre, la in­terpretación es de las más delicadas. De esta manera se ha hablado recien­temente de una adaptación "consensual" de los textos'. Pero los criterios de este consenso no son (¿pueden serlo?) rigurosamente determinados. En tal caso, nos podemos preguntar si las sentencias relativas a los derechos del hombre no están expuestos a gran cantidad de incertidumbres y fluctuaciones. ¿Cómo conciliar la exigencia de universalismo y el inevitable relativismo de la interpretación?

Por otro lado, la tercera generación de derechos puede sorprender e inquietar por otra razón. En efecto, ella se abre a veces a una universalización tan amplia que es sorprendente: ¿no venios, por un extraño mimetismo, situar los "derechos de los animales" y también "los derechos de la naturaleza" en el mismo plano que los derechos del hombre? En nombre de una comprensión al menos insólita de la democracia —invocamos en este sentido "la igualdad de las condiciones" de la que hablaba Tocqueville (¡que estaría sin duda muy

Vtd. F. SUDRE: Droits, 1991, núm. 14, p. 105.

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asombrado de las consecuencias que hemos extraído de su estudio de la democracia!)— se sostiene que el reconocimiento de los derechos se efectua­ría en una sucesión de "liberaciones": tras el esclavo, accederían al final a su emancipación, la mujer, el loco, el niño, el animal, la Naturaleza... Des­cartemos estas visiones delirantes que son difíciles de tomar en serio. Pero constatemos, sin embargo, en ellas la desviación de un concepto en el que la dimensión universalista, explotada con mala fe, es puesta al servicio de un naturalismo exacerbado o de una ecología militante.

A pesar de los entusiasmos que ha podido provocar el concepto de los derechos del hombre, tal y como vemos, es anfibológico y confuso. Extraído de sus raíces éticas, su inserción en el derecho positivo, su universalización que le une a un horizonte axiológico..., se llena de equívocos que, todos juntos, lo debilitan y provocan desviaciones inflacionistas. Con la finalidad de conjurar estos vértigos en que corren el riesgo de aniquilarse los valores del humanismo jurídico que los defensores de los derechos del hombre creyeron promover, esforcémonos, de un modo crítico, en superar los conflictos dog­máticos en los que éste concepto demasiado confuso es el motivo, y juzguemos los efectos jurídicos de su fundamentación trascendental.

II. LOS EFECTOS JURÍDICOS DE LA FUNDAMENTACIÓN TRASCENDENTAL DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Las anfibologías que entorpecen la noción de los derechos del hombre nos conducen a las posiciones doctrinales en las que las antítesis provienen de sus postulados filosóficos explícitos o implícitos. Con el fin de escapar de la presión de estos dogmatismos, renovemos la problematización de este con­cepto y sometámoslo al tribunal de la razón, y empleando hasta su término este método de carácter crítico, mostremos por qué no puede haber jurídi­camente derechos del hombre sin obligación ni sanción.

1. OTRO MÉTODO PARA LA COMPRENSIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Desprenderse de los vértigos dogmáticos y las aporías doctrinales es, en esto como en todo, una cuestión de método. La lucha será, en efecto, sin igual, mientras que se persiga, en relación con los derechos del hombre, encerrarse en la antinomia del realismo y del idealismo en oposición —y al mismo tiempo pretendiendo reconciliar— un naturalismo universalista y un

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positivismo legicentrista. Es, por lo tanto, necesario derribar este obstáculo, efectuando lo que, en el lenguaje de Kant, podemos denominar "la revolución copernicana de los derechos del hombre": y recordando esta frase del preám­bulo de la Declaración universal de 1948: "Es esencial que los derechos del hombre sean protegidos por un régimen de derecho", preguntémonos lo que hace posible y válida la articulación de su exigencia fundamental y de su realización jurídica. '

El problema así establecido —es necesario señalarlo— no consiste en describir la genealogía de los derechos del hombre; provoca una interrogación de orden normativo que consiste en comprender por qué y en qué el reco­nocimiento y la organización jurídica de los derechos del hombre deben per­mitir, en un mundo que deshumanizan, las crisis y las crueldades, humanizar la coexistencia *. En otros términos: se trata de llegar a su fundamentación en las estructuras trascendentales del pensamiento y de deducir —a la manera en la que los'juristas se interrogan, en una causa, sobre lo bien fundado de las pretensiones de las partes: Quid iuris?— las condiciones de validez y de aplicabilidad.

Por eso, a través de un método crítico querríamos investigar el funda­mento y el estatuto filosófico de la juridicidad de los derechos del hombre.

2. EL ESTATUTO TRASCENDENTAL DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Los derechos del hombre se inscriben en la actualidad en un aparato jurídico que se presenta, en el derecho interno, el derecho comunitario y el derecho internacional, "bajo la forma del ser situado" . Pero la dificultad deriva de que este estado de cosas no encuentra su legitimación ni en un realismo empirista ni en un idealismo difuso. En efecto, desde el punto de vista de lo empírico, o bien el historicismo, por un proceso reductor, disuelve el derecho en el no-derecho, o bien el positivismo jurídico se afirma como un convencionalismo y un decisionismo que amenaza con lo arbitrario; desde el punto de vista del idealismo, el carácter problemático de la "naturaleza humana" reenvía a una ontología de la libertad que es la cuestión más ver­tiginosa de la metafísica. Más allá de estas dos perspectivas aporéticas, la

' Esta cuestión es excelentemente presentada por O. HOFFE, en "Les droits de Thomme comme principe de rhumanité politique", Droits des peuples-droits de l'homme. Paix et justice sacíale intemationale, Le Centurión, París, 1984, p. 97. ,

' HEGEL: Principes de la philosophie du droit, § 213.

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problemática crítica en la que Kant ha señalado el camino consiste en buscar cuáles son las demandas fundamentales que imponen la inserción de los de­rechos del hombre en la realidad objetiva del universo jurídico.

En 1784, Kant, en el opúsculo titulado Idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita, dio el primer paso de esta búsqueda. Interrogándose sobre la historia, explicaba que "el problema esencial para la especie humana... es la realización de una sociedad civil que administre el Derecho de forma universal" *. La marcha de las cosas se efectúa bajo la forma de un progreso legal, al término del cual el derecho cosmopolita arti­culará en el mundo humano los mecanismos de la naturaleza y los fines de la libertad. Es verdad, afirma Kant, que "este problema es el más difícil" y "será resuelto en último lugar por la especie humana"'. Sólo que, en el derecho universal futuro, naturaleza y libertad se aliarán. Sería equivocado, sin embargo, pensar que, en el derecho cosmopolita, los derechos del hombre se confundirán con la moral; en efecto, en la medida en la que, de una parte, la libertad es en el hombre "el único derecho innato"'" que debe asumir para realizar su destino y, de otra parte, el derecho tiene la vocación de regir la vertiente exterior —y nunca la interior— de las libertades y de su coexis­tencia, es absolutamente necesario que la coacción "obstaculice a aquellos que obstaculizan la libertad" ". He aquí el principio regulador de los derechos del hombre, es decir, la Idea, pura y a priori, sin la cual se quedarían en una simple palabra.

Pero es necesario comprender que esta idea procede de la legislación pura de la razón práctica, o dicho de otra manera, que ella es una exigencia incondicionada que funciona no como principio constitutivo, sino como "ideal regulador". Si, por lo tanto, los derechos del hombre, en la perspectiva de un derecho cosmopolita, corresponden bien a esta "necesidad de la razón", es decir, a la exigencia de la libertad que exige la dignidad de todo ser humano, ellos están acompañados de una coacción trascendentalmente fundada. Lejos de seguir los impulsos de la espontaneidad natural o bien de plegarse a los mandatos exteriores, requieren una regulación que encuentra su principio en la misma conciencia. Por otra parte, de un modo general, señala Kant, un derecho sin coacción no es un derecho. La coac-

* KANT: Idee d'une histoire universelle d'un point de vue cosmopolitique, 5.' proposición. " Ibíd, 6." proposición. '° KANT: Doctrine du droit, apéndice a la Introducción, trad. de A. Philonenko, Vrin,

1971, B, p. 111. " Ibíd, Introducción general, § D, p. 105.

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ción es analíticamente contenida, de manera racional y a priori, en su con­cepto 'I

Así, los derechos del hombre son un "puro concepto práctico racional del arbitrio bajo las leyes de la libertad" ". Desde ese momento, imponen un deber precisamente porque contienen en su concepto una exigencia incondi­cional y a priori o, si lo preferimos, una idea de la razón: no puede perma­necer sin un carácter de pura obligatoriedad, que es el ípdice de su altura nouménica.

En esta altura, los derechos del hombre tienen el sentido de lo univer­sal, lo que implica que el derecho de cada uno debe poder coexistir con el derecho de cualquier otro bajo "la ley universal de la libertad". En un len­guaje más simple significa que el derecho o la libertad de uno acaba donde comienza el derecho o la libertad de cualquier otro. Los derechos del hombre, que denominamos también libertades fundamentales, no encuentran, por con­siguiente, la plenitud de su sentido y de su valor más que en la intersubje-tividad, en el momento en que se puede efectuar entre los hombres una verdadera comunicación. El problema se convierte desde entonces en aquel de las condiciones de actuación de la obligación de todo hombre con los derechos de la humanidad: ahí como en cualquier otro sitio no hay obligación sin sanción.

3. LA SANCIÓN, CRITEMO DE VERDAD DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

El humanismo crítico, descubriendo las condiciones de posibilidad y de validez de los derechos del hombre, puede parecer expuesto a una objeción: a saber, el carácter "evidentemente irrealizable" de una idea de la razón. Pero la objeción no tiene salida: el horizonte trascendental no es el lugar de las quimeras o de las utopías. Una idea de la razón es un principio de reflexión y de regulación tal que, dijo Kant, "nosotros debemos actuar como si fuera algo que a lo mejor no es" '". Extraer de ahí un argumento para hablar de la necesaria moralización constituiría una posición débil: moral y derecho pueden seguramente, al nivel práctico, prestarse un mutuo apoyo, pero ello no nos aclara nada sobre el estatuto específico de los derechos del hombre. Es necesario, por lo tanto, considerar la cuestión de la fenomenali-

Ibíd, § E, p. 106. Ibíd, § 5, p. 123. Ibíd, Conclusión, pp. 237-238.

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zación o de la realización de los derechos del hombre sólo desde el punto de vista jurídico. Ahora bien, en tanto que Sollen incondicional, los derechos del hombre se presentan como "una labor infinita". Ello implica dos tipos de consideraciones, a las cuales, hoy más que nunca, es importante prestarles atención.

En primer lugar, no basta con que la normatividad que rodea la idea de derecho se traduzca solamente en "el discurso de los derechos del hom­bre", que, por ruidoso que sea, corre un gran riesgo de quedarse sin efecto; es necesario que la protección y la garantía de los derechos del hombre sean obligaciones y encuentren su expresión como deber objetivo. De este impe­rativo práctico, los hombres de nuestro tiempo son por lo demás conscientes: en efecto, en el ordenamiento jurídico interno de la mayor parte de las de­mocracias occidentales existe una garantía constitucional de los derechos y libertades fundamentales; en los Estados de derecho, la salvaguarda de los derechos del hombre se convierte en el objeto de una obligación jurídica. En el ámbito internacional, su concepto es igualmente inscrito en el marco de las convenciones o de los tratados que "positivizan" las exigencias fundadoras de la Declaración de 1948: por ejemplo, la Convención Europea de los De­rechos del Hombre no se limita al enunciado de los 70 artículos de un texto; más allá del texto es preciso mencionar la existencia de la Comisión y de la Corte Europea de los Derechos del Hombre, cuya sede se encuentra en Estras­burgo y que tienen la vocación de asegurar, de acuerdo con los procedimien­tos adecuados, el respeto efectivo de los derechos. Las decisiones del juez internacional, mediante un sistema organizacional y de reglas procedimentales, transforman un deber-ser en un deber-hacer, que debe ser aplicado y obe­decido. La lista de instituciones internacionales, en la actualidad, es larga y podemos decir que, el Consejo Económico y Social, la Organización Mundial de la Salud, la Organización Internacional del Trabajo, y la UNESCO... tienen como función ante todo proteger los derechos y las libertades. Gracias a su trabajo, las formas de alienación, tales como la esclavitud, la tortura, los encarcelamientos abusivos..., que son la vergüenza de la humanidad, han dis­minuido en todo el mundo. Sin embargo, ellos no han desaparecido —como si los derechos del hombre todavía no hubieran accedido verdaderamente a su estatuto jurídico propio—. Su dificultad de ser exige en consecuencia otro orden de consideraciones.

En segundo lugar, en efecto, ya es hora de comprender que el cumpli­miento de los derechos y libertades no se podría llevar a cabo sin recurrir a la organización de sanciones frente a todos los incumplimientos. Corresponde

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a las instancias nacionales y supranacionales proveerse de los medios de de­tener el desprecio y la violación de los derechos. Dicho de otro modo, las instituciones sólo testifican el progreso de los derechos del hombre si las normas jurídicas destinadas a su protección son eficaces''. No basta con que la conciencia universal repruebe los crímenes contra la paz o se indigne por los crímenes de guerra, por las persecuciones y por los actos de terrorismo. Además, imputarlos a los maleficios de una ideología cuyo fin es "negar la humanidad en ciertos individuos" '* permite, en cierta manera, explicarlos; pero de ningún modo absolverlos o reparar el mal que ellos hacen, ya que atentar contra la esencia de lo humano es irreparable. Es indispensable com­prender que la misma lógica de la obligación jurídica ligada a los derechos del hombre exige la sanción de aquellos que los violan. Reconocer la dimen­sión jurídica de los derechos del hombre es reconocer el carácter ejecutivo de la obligación que constituyen y, por lo tanto, es reconocer que el incum­plimiento o la violación de esta obligación requiere una sanción. La idea es clara y puede parecer evidente. Sin embargo, su materialización es delicada y conviene considerarla de lege data y de lege ferenda.

De lege data es incontestable que corresponde a los tribunales juzgar y sancionar los actos atentatorios contra la dignidad humana: tanto los actos materiales como las vías de hecho, el encarcelamiento arbitrario, la detención abusiva de un reo por los agentes estatales, los malos tratos infligidos a sus subordinados, la utilización de los niños con fines lucrativos, ... dan lugar a una condena penal, más o menos grave, según los hechos, y decidida conforme al principio retributivo de la justicia penal, aplicada a los particulares cul­pables. Por otra parte, los tribunales internacionales instituidos en los últimos decenios se han encargado, en lo que les corresponde, de velar por el respeto de los derechos por parte de los Estados y, por tanto, están llamados a sancionar una legislación atentatoria contra los derechos del hombre. De acuerdo con la Convención de los Derechos del Hombre de 1950, están habilitados para presentar denuncias contra los Estados culpables y sen­tenciar la anulación de eventuales legislaciones ilícitas. Pero esta sanción de abrogación de las normas no es un castigo. Aparte de los casos espe­ciales constituidos por los tribunales de Nuremberg y de Tokio al final de la segunda guerra mundial, no existen sanciones penales en derecho interna­cional.

" Kelsen subraya pertinentemente que la eficacia (Wirksamkeit) es una de las condicio­nes de la validez de las normas jurídicas, Théorie puré du droit, trad. de Ch. Eisenmann, Sirey, 1962, p. 15.

" Este es evidentemente el principio de ciertas teorías eugenistas de siniestra memoria.

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Además podemos preguntarnos, de lege ferenda, si la sanción pronuncia­da por estos tribunales no debería revestir, en caso de una falta grave, un carácter punitivo. Aunque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en su función de policía internacional, no tiene ni la forma ni la vocación de un tribunal, y aunque esté destinado a proteger la paz mundial antes que los derechos del hombre (a fin de cuentas, ¿existe tal diferencia?), ¿no podemos considerar que, desde el momento que decide medidas de presión económica más o menos radicales contra un Estado agresor, indica el camino a seguir en materia de sanción?

A pesar de su simple lógica, la idea es jurídicamente difícil y es nece­sario identificar dos casos. En primer lugar, desde el momento en que se demuestra que un particular ha cometido un delito, su responsabilidad se encuentra al mismo tiempo comprometida y la condena, civil o penal, a la que se expone le es claramente imputable en tanto que es el autor de la falta. En cambio, en segundo lugar, aun cuando sea notorio que la violación de derechos ha sido cometida por "personas morales", como una asociación o un Estado, ya sea un grupúsculo terrorista o una agrupación de hecho como la mafia o las milicias, no podemos hablar, en el estado aqtual del derecho positivo, de responsabilidad penal. Sería necesaria una revisión del concepto de sanción penal. Es difícil, ya que la primera tarea consistiría en precisar los criterios que permitieran precisar contra quién deberá ser pronunciada la sanción. Además, no bastaría, en esta perspectiva, que la sanción fuera pro­nunciada: sería necesario que fuera ejecutada. Sería necesario entonces de­terminar por quién y elaborar el estatuto de las instancias o de los agentes habilitados para esta tarea. Sería igualmente indispensable establecer quién tendría a su cargo esta habilitación. Por último, la propia ejecución, que no podría ser llevada a cabo legítimamente más que en las formas previstas por la norma, debería ser sometida a control, y la cuestión consistiría en saber cuál sería el órgano de este control.

Por lo tanto, a pesar de la pluralidad de parámetros a tener en consi­deración, a pesar de la minuciosidad y la precisión requeridas para su ela­boración institucional, la organización jurisdiccional de las sanciones penales contra las violaciones graves de los derechos del hombre parece ser una tarea tan necesaria como urgente. En todo caso responde al principio fundamental según el cual no hay obligación sin sanción.

Algunos objetarán que es mejor prevenir la violación de los dere­chos que tener que actuar duramente contra los actos infamantes que los ridiculizan. Es verdad. Pero se trata igualmente de una sanción, en la cual

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el temor de una eventual medida punitiva tiene grandes posibilidades de ser saludable.

Si aceptamos la idea según la cual la organización de los derechos del hombre debe ser continuada hasta integrar, más allá de la obligación corre­lativa de los derechos, la determinación de las sanciones aplicables a todos los que, particulares o Estados, los contravengan, pueden ser hechas dos ob­servaciones: la primera es que la categoría jurídica de los /ierechos del hom­bre, en el seno del ordenamiento jurídico no tiene carácter específico. Como todo derecho, los derechos del hombre están sometidos a la coacción nece­saria para la coexistencia de las libertades: en tanto que tales, su concepto implica obligatoriedad, ejecutoriedad y sancionabilidad. De donde se despren­de una segunda observación: como el establecimiento del derecho mismo, la protección de los derechos del hombre es una tarea infinita que, a pesar de la temible problematicidad de su materialización está siempre por corregir y proseguir. Por ello es altamente deseable prever y organizar, en el marco del ordenamiento jurídico mundial, no solamente las sanciones represivas, sino las sanciones preventivas que debieran permitir ahorrarse las primeras.

Lo que importa es que los derechos del hombre, para escapar a los reproches de formalismo y de impostura que a menudo han sido formuladas contra ellos, adquieran efectividad y eficiencia. Como nunca bastará, por culpa de la finitud humana, con confiar en la buena voluntad y en la buena fe de los individuos, es urgente que se afirmen y que se afinen indefinidamente los medios institucionales de su realización.

Los derechos del hombre ya no son hoy solamente lo que Pothier lla­maba en su siglo una "obligación natural". Sin duda, los hombres de nuestro tiempo necesitan menos heroísmo y entusiasmo del que tenían los autores de las Declaraciones americana y francesa del siglo xvin. Sin embargo, la labor que impone actualmente el respeto de los derechos del hombre es, aunque más desdibujada, más difícil; y requiere más perseverancia.

Estamos de acuerdo casi unánimemente en la significación fundamental de los "derechos", entendidos como sinónimos, en las democracias modernas, de libertad, de igualdad y de seguridad. Pero más allá del carácter emotivo de las palabras se encuentra su realización. Es ahí donde residen las dificul­tades, no porque se trate del paso de la teoría a la práctica, sino porque la autenticidad de los derechos del hombre debe, como cada vez que existe una cuestión de derecho, fenomenalizar la exigencia trascendental que se encuen-

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tra en el origen fundamentador. Ahora bien, los derechos del hombre son originalmente una idea y, como tales, el principio regulador no de un impe­rativo moral que se impone a las conciencias individuales, sino de la juridi-ficación en la que las normas se imponen en el nivel de lo universal. Por lo tanto, ya es hora de comprender que estos derechos no pueden ser absolutos: la obligación jurídica que traduce su concepto les impone límites, asigna car­gas a sus titulares e implica sanciones frente a aquellos que los desprecian.

Una reflexión sobre los derechos del hombre muestra hoy que su destino jurídico es el signo de las carencias que vician tanto las tesis iusnaturalistas como las teorías positivistas que, a veces unas y a veces otras, han pretendido situar sus orígenes bien en una "ley natural" paradigmática o bien en el decisionismo de las categorías legales. Hemos visto que la inteligibilidad de los derechos del hombre, como la inteligibilidad de todo fenómeno jurídico, surge de la lógica trascendental: el pensamiento no tiene por qué buscar su propia normatividad. El destino jurídico de los derechos del hombre se ins­cribe, como toda obra de derecho, sobre el horizonte del idealismo trascen­dental que caracteriza la función regulativa de las ideas de la razón. En consecuencia, la realización de los derechos del hombre constituye una bús­queda sin fin, que requiere a la vez una inmensa esperanza y mucha humil­dad: una inmensa esperanza, porque la autoproducción de las normas hace de la coacción jurídica, a través del nexo indisoluble de la obligación y de la sanción, la condición de la coexistencia de las libertades; mucha humildad, porque es por siempre imposible, aun cuando los derechos del hombre se instalen en su validez objetiva como seres de derecho, hacer de ellos "un objeto en el fenómeno". En la locura de un mundo más desorientado que nunca, su idea, inseparable de la exigencia trascendental y pura que funda la juridicidad, se impone como un deber a perseguir siempre.

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RECIENTES DESARROLLOS SOBRE DERECHOS FUNDAMENTALES EN ALEMANLV*

Prof. Dr. Peter Haberle (Bayreuth/St. Gallen)

Introducción

L tema que vamos aquí a tratar tiene una vasta extensión. Pues en ningún otro de los terrenos del Derecho Constitucional han trabajado la literatura y la jurisprudencia, durante la vigencia de la Grundgesetzt (GG), de forma tan extensiva e intensiva. No sólo

de forma irónica podría caracterizarse la doctrina jurídico-pública alemana posterior a la segunda guerra mundial como "ciencia de los derechos fun­damentales", y el Tribunal Federal Constitucional ha adquirido su prestigio, que rebasa las fronteras de Alemania, muy especialmente gracias a sus de­cisiones pioneras en materia de derechos fundamentales. En este sentido me­recen citarse, entre otras, la sentencia en el caso "Lüth", relativa al efecto indirecto sobre terceros (E 7,198); la sentencia sobre farmacias, en relación con la libertad para el acceso y el ejercicio de profesión (E 7,377); el caso

Traducción del profesor doctor don Luciano Parejo Alfonso.

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del "tabaco" sobre la confianza en la publicidad (E 12,1); la decisión sobre interdicción de pluralidad de sanciones a los Testigos de Jehová (E 23,191); el acuerdo sobre matrimonio e imposición fiscal (E 6,55); las, al día de hoy, seis sentencias sobre televisión (comenzando con E 12,205, E 83,238); la pri­mera de las sentencias sobre escuelas superiores (E 43,242); la sentencia sobre el "Dique de Hamburgo", en relación con el artículo 14 GG (E 24,367); y, en época más reciente, la sentencia sobre el derecho a la autodeterminación informativa (E 65,1). Son legión las decisiones sobre tutela judicial efectiva (art. 19, apdo. 4 GG), así como sobre el principio de igualdad como interdic­ción de la arbitrariedad (art. 3, apdo. 1 GG) y cabría interrogarse críticamente por qué los derechos fundamentales de los alemanes han llegado a ser bien supremo e "hijo predilecto". Una de las causas radica en el rechazo del régimen totalitario de la época nacionalsocialista que en ello se manifiesta, otra causa podría encontrarse, sin embargo, en una apuesta desproporciona­damente fuerte y casi impolítica por los derechos fundamentales y el Estado de Derecho (y no tanto por la democracia y por el proceso político de con­vivencia en libertad).

En todo ello quedará puesto de manifiesto que ha sido y continúa sien­do gracias a las discusiones de principio de la época weimariana como la literatura y la jurisprudencia alemanas han podido ir construyendo a partir de 1945: las doctrinas de un M. Wolff y E. Kaufmann sobre la concepción institucional de los derechos fundamentales (la posterior doctrina de C. Schmitt de las garantías institucionales y de los institutos jurídicos también es conocida fuera de Alemania), el entendimiento de los derechos funda­mentales orientado valorativamente de un Rudolf Smend, y también A. Hansel, que condujo a la posterior interpretación global y armonizadora de la Constitución de un U. Scheuner y a la "concordancia práctica" de K. Hesse y también del Tribunal Federal Constitucional'.

En formulación más rotunda: todos nosotros vivimos hoy en Alemania en gran medida de "Weimar", cabalgamos en calidad de epígonos "sobre los hombros de gigantes" y, por ello, estamos en condiciones de ver algo más hacia adelante que éstos. Sólo un tiempo posterior podrá proporcionar la perspectiva para reconocer con claridad si bajo la GG se han logrado y logran

' Véase M. WOLFF: Reichsverfassung und Eigentum Festgabe flir Kaht, 1923, pp. 3 y ss.; E. KAUFMANN: WDStRL 44 (1928), pp. 77 y ss. (coloquio); C. SCHMITT: Freiheitsrechte und institutionelle Garantien, 1931; R. SMEND: "Das Recht der freien Meinungsáusserung", WDStRL 4 (1928), pp. 44 y ss.; A. HENSEL: "Grandrechte und Rechtsprechung", en Die Rechtsgerichts-praxis im deustchen Rechtsleben, Bd. I, 1929, pp. 1 y ss.; U. SCHEUNER: "Pressefreiheit", WDStRL 22 (1965), pp. 1 y ss.; K. HESSE: Grundzüge des Verfassungsrechts der BR Deutschland, 18 ed., 1991, pp. 19 y ss. y 117 y ss.

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conquistas pioneras comparables. Así pues, precisamente la convulsionada Weimar ha preparado conceptualmente la literatura y la jurisprudencia sobre derechos fundamentales productora de paz y de integración: la doctrina ius-publicista, según mi punto de vista, debe producir "política científica de apro­visionamiento", desarrollar ofertas teoréticas, elaborar alternativas que luego deben ser articuladas y compuestas por otros, preferentemente los Tribunales Constitucionales (también mediante votos particulares), en una suerte "inte­gración pragmática de elementos teoréticos". El Tribunal Federal Constitu­cional ha cumplido esta tarea hasta ahora de forma ejemplar, si bien la fuerza para las "decisiones pioneras" y la colocación de hitos importantes se des­plegó en los primeros años de su funcionamiento.

En nuestros días ha comenzado ya hace tiempo una nueva y diferente fase. Ya no es tanto la mirada hacia atrás sobre los textos clásicos de Weimar la que puede ayudar a abrir camino (es decir, la comparación jurídica en el tiempo), ya tiene tanta demanda la actualización de la historia de los derechos fundamentales; hoy, como nunca antes, está a la orden del día de la inter­pretación y de la política de los derechos fundamentales la comparación ju­rídica en el espacio (la mirada por sobre las fronteras). Lo dicho refleja, por de pronto, en la creciente importancia de los Tribunales europeos de Estras­burgo y Luxemburgo, que interpretan el Convenio Europeo de Derechos Hu­manos e, incluso, han avanzado hasta la concepción de los derechos funda­mentales como "principios jurídicos generales" de los Estados miembros de la Comunidad Europea. Esto conduce a una "europeización" de los Tribunales Constitucionales nacionales. Pues éstos deben proceder comparatistamente también en la aplicación de derechos fundamentales internos. Ya existen ejemplos por que hace al Tribunal Federal Constitucional Alemán . Se dibuja así el camino hacia el comparatismo jurídico como quinto método interpre­tativo desde Savigny. La ciencia jurídica de los derechos fundamentales, tra­bajando comparatistamente, debería ser "guardián preventivo" y "guardián a posteriori", en el sentido del agmen novissimum de Roma. Estamos al comienzo de una época de europeización, por todo lo alto, de las doctrinas iuspublicistas nacionales. Si la expresión "de Bolonia a Bruselas" (H. Coing) puede parecer demasiado atrevida, en el horizonte se dibujan ya hoy en todo caso los perfiles de un "Derecho Constitucional europeo común"'. En el terreno de la "po­lítica de los derechos fundamentales" —un concepto que yo propuse por

^ A este respecto, P. HABERLE: Die Wesensgehaltgarantie des Art. 19 Abs. 2 GG, 3." ed., 1983, pp. 407 y ss.

' A este respecto, de manera programática, P. HABERLE: Gemeineuropáisches Veifas-sungsrecht, EuGRZ, 199L pp. 261 y ss.

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primera vez en 1971''—, ha de precederse igualmente de forma comparatista, y en él hace ya tiempo se trabaja comparatistamente: hoy existe una sociedad europea e, incluso, mundial de producción y recepción en materia de derechos humanos y fundamentales. Esto es comprobable en la formación de las nuevas Constituciones en el Este y el Oeste, en el Norte y el Sur, incluyendo los países en desarrollo (por ejemplo, Perú y Guatemala) y los países pequeños (tempranamente en los Cantones suizos, hoy en Eslovenia y Croacia), así como en los Miniestados. Los constituyentes copian, en el buen sentido de la palabra, unos de otros, y con ello hacen progresar literalmente los derechos fundamentales, es decir, incorporan al mismo tiempo en sus textos la realidad de los derechos fundamentales. Esto es lo que quiere significar el "paradigma del escalonamiento de textos"'.

Volviendo a Alemania e Italia, cuya Corte Costituzionale merece y en­cuentra creciente atención. En el contexto de la historia constitucional europea existe desde luego mucho intercambio informal y es presumible que los jueces constitucionales alemanes e italianos que trabajan hace tiempo en común mu­cho más de lo que se expresa verbal-textualmente y metodológicamente en las decisiones. "Pre-juicio y elección del método" en el sentido de J. Esser, se hacen comunes europeos e invitaciones honrosas como la que da lugar a la reunión de hoy en Turín, que agradezco, contribuyen a ello. La generación directiva de Profesores de Derecho público italianos lee —y cita— intensiva­mente la evolución alemana de los derechos fundamentales —menciono aquí únicamente a los presidentes A. Corasaniti, A. Baldassare y G. Zagrebelsky, así como P. Ridola—, y nosotros los alemanes debemos preocuparnos, por nuestra parte, de sguir la literatura italiana y dejar de citar sólo a Dante y Pasolini, leer a clásicos como C. Mortati y Esposito y, por lo demás, disfrutar atenta­mente las nuevas ideas constitucionales del jefe de Estado Cossiga.

PMMERA PARTE: ELEMENTOS DE UN ESTADO DE SITUACIÓN

I. TEORÍAS Y CONCEPCIONES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES —RECEPCIONES DE LA ÉPOCA DE WEIMAR—: INNOVACIONES BAJO LA VIGENCU DE LA LEY FUNDAMENTAL

La doctrina iuspublicista alemana lucha con gusto en Weimar, como hoy también, por teorías de los derechos fundamentales, sobre todo por teorías

* "Grundrechte ira Leistungsstaat", WDStRL 30 (1972), pp. 43 (103 y ss.). ' En este sentido, P. HABERLE: Textstufen ais Entwicklungsweg des Verfassungsstaates, FS

Partsch, 1989, pp. 555 y ss.

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generales, lo que quizá sea una herencia de la filosofía alemana y del "querer-ser-principal", en su caso, de la "obsesión por la sistematización" que se nos imputa. Mucho ha sido recibido de Weimar —la "teoría jurídico-pública como literatura" se transformó en jurisprudencia del Tribunal Federal Constitucio­nal—, algo se renueva y se desarrolla. La "clasificación" de las distintas teo­rías de los derechos fundamentales es querida hasta el punto de la dislocación en diferentes mundos de lo que se pertenece recíprocamente y la descom­posición analítica en el generalizado "pensamiento por compartimentos". Para una primera orientación puede ser de gran ayuda, sin embargo, una clasifi­cación.

1. La concepción clásica, también llamada liberal, de los derechos fundamentales

La concepción clásica, conocida como liberal, de los derechos funda­mentales coloca el acento en el status negativus, en el sentido de G. Jellinek: los derechos fundamentales primariamente como derechos reaccionales, liber­tad frente a y contra el Estado. Los conceptos claves son: la pretensión negativa de libertad y como principio, la intervención estatal como excepción, la libertad como libertad del Estado. Esto está conectado con la vieja idea liberal del Estado (en el sentido, por ejemplo, de W. von Humboldt), no la de "la libertad natural de acción" preexistente al Estado propia del "Vor-márz" de 1848, ¡como si toda libertad no fuera una libertad cultural y no precisara de principio la configuración jurídica! Esta doctrina está adquiriendo nuevo auge recientemente, al igual que, por lo demás, las distintas teorías de los derechos fundamentales parecen estar sometidas a la ley del "movimiento de las olas"; imagen que no pretende ser negativa.

2. La teoría del "doble carácter" de los derechos fundamentales —vertientes-jurídico-subjetiva y jurídico-objetiva—: el pensamiento sistémico valorativo

La doctrina del doble carácter tiene igualmente en Weimar su fase conceptual preparatoria fue desarrollada por K. Hesse y por mí'', y quiere decir lo siguiente: los derechos fundamentales son no sólo derechos indivi-

' K. HESSE: Gntndsatze des Verfassungsrechts der BR Deutschland (1." ed., 1966), 18.' ed., 1991, pp. 118 y ss.; P. HABERLE: Die Wesensgehaltsgarantie des Art. 19 Abs. 2 GG (1." ed., 1962, pp. 70 y ss.), 3." ed., 1983, pp. 70 y ss., y 332 y ss.

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duales subjetivos de cada uno y de los grupos, protegen también relaciones objetivas, complejos normativos construidos por el Derecho ordinario; ello es fácilmente visible en la propiedad privada, en las normas del derecho público y privado de asociación, en el matrimonio y la familia; pero también en el derecho de reunión, que precisa de un "régimen" jurídico, e, incluso, en la libertad religiosa, respecto de la que, por ejemplo, es preciso, prefigurar la "mayoría de edad religiosa"; y en el Derecho eclesiástico del Estado alemán las iglesias y las sociedades religiosas son objeto de especial protección, apoyo y promoción. La visión unidimensional individuo/Estado es notoriamente in­suficiente; los derechos fundamentales son y operan en el plano objetivo y transpersonal, por ejemplo, como fines estatales, mandatos constitucionales y principios para el desarrollo legislativo; baste pensar, por ejemplo, en la li­bertad de enseñanza y en los derechos medioambientales, así como en la libertad informativa en la radio y en la televisión. A este tipo de reflexiones pertenece la visión de los derechos fundamentales orientada valorativamente de un G. Dürig: los derechos fundamentales como "sistema de valores"; en último término debe estimarse claramente alimentada por el pensamiento va-lorativo de un M. Scheler y N. Hartmann, así como motivado también por la doctrina social católica. No puede olvidarse a este propósito que el pensa­miento valorativo ha sido despreciado como filosóficamente "naif' (así por E. Forsthoff); pero en los primeros tiempos del Tribunal Federal Constitucio­nal operó literalmente como "cohete de impulso"; hoy contamos con una jurisprudencia del Tribunal Federal Constitucional que reposa sobre sí misma, de tal suerte que las premisas filosóficas han pasado a un segundo plano (pionera BVerfGE 6,55; art. 6, apdo. 1 GG como "derecho fundamental clá­sico", "garantía de instituto" y "norma principal", es decir, "decisión valo-rativa vinculante" para el conjunto del ámbito del matrimonio y la familia).

3. La concepción "democrática" de los dereclios fundamentales (los derechos fundamentales como "fundamento funcional" de la democracia)

La doctrina de los derechos fundamentales como "fundamento funcio­nal" de la democracia ^ significa lo siguiente: los derechos fundamentales tie­nen una vertiente privada y altamente personal y una vertiente público-de­mocrática. Las libertades de opinión y prensa, y también, en un sentido más

' P. HABERLE: Wesensgehaltgarantie, 1, edición 1962, pp. 17 y ss.; 3, edición 1983, pp. 335 y ss.

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profundo, las libertades científica y artística constituyen el presupuesto de una democracia que funcione. Aunque la libertad de opinión sea "el aire vital necesario" del individuo (R. Smend), crea la base para el proceso vital global del pluralismo en libertad, sin el que una democracia no puede existir. Todos los derechos fundamentales tienen un ámbito nuclear más próximo o más lejano de vinculación con la democracia, también la libertad para la propie­dad: la libertad económica es presupuesto de la libertad,política, como ha enseñado —en calidad de contrapunto— el marxismo-leninismo. Precisamente la retirada a zonas privadas objeto de protección reabre de nuevo, en último término, el camino a la libertad pública, democrática. Es cierto que esto significa el abandono de una comprensión privativa de la libertad. De otro lado debe quedar claro que existe también la libertad "sin mí". En sentido contrario, son posibles limitaciones de la libertad en beneficio de la vertiente democrática de los derechos fundamentales. Allí donde la libertad económica pone en peligro el poder y la apertura del proceso democrático de formación de la voluntad (monopolios, cárteles, caso Flick!), allí es posible contrarrestar ese peligro (leyes de cárteles contra el abuso del poder económico, ley sobre fusiones en la prensa, entre otros supuestos).

Pensando en los fundamentos de la comunidad política, todo ello sig­nifica: la dignidad de la persona (art. 1, apdo. 1 GG), base de todas las li­bertades individuales y premisa cultural-antropológica del Estado constitucio­nal, tiene como consecuencia la democracia en libertad (art. 20 GG). For­mulado de otra forma: la dignidad de la persona no puede ya continuar siendo entendida de forma exclusivamente "apolítica". Los artículos 1 y 20 GG deben ser llevados a un punto, deben ser explicados desde un punto. Los derechos humanos son también "derechos del pueblo", en un sentido más profundo y filosófico-jurídico aún no plenamente elaborado por la teoría de los derechos fundamentales, constitucional y del Estado **.

Indudablemente: el hombre no vive sólo de democracia, sus libertades no deben ser instrumentalizadas exclusivamente al servicio de la democracia. Pero ellas tienen desde luego también la función democrática descrita.

4. Los derechos fundamentales como derechos de participación: la concepción de dichos derechos como prestaciones estatales

La reunión de Profesores de Derecho del Estado, celebrada en Re-gensburg en 1971', ha sensibilizado la conciencia de la cuestión de "los de-

" En este sentido, P. HABERLE: Dddie Menschenwürde ais Grundlage der staatlichen Ge-meinscháft, HdBStR, tomo I (198 7), pp. 815 y ss.

' "Grundréchte im Leistungsstaat", WDStRL 30 (1972), pp. 7 y ss., y también 43 y ss.

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rechos fundamentales en el Estado prestacional" y colocado un cierto acento en la historia de la teoría. Desde entonces se discute el problema de "los derechos fundamentales como derechos de participación". La idea directriz es la comprobación de que los derechos fundamentales tienen presupuestos reales, respecto de los cuales el Estado constitucional ha de realizar contri­buciones. Son conceptos-guía: la realidad de los derechos fundamentales, el cumplimiento efectivo de éstos, la comprobación de los derechos fundamen­tales desde el principio del Estado social, las libertades sociales. El estado constitucional debe responsabilizarse de que los derechos fundamentales pue­dan llegar a ser ejercidos realmente por muchos y no sólo por unos pocos privilegiados. Así, la ayuda social asegura el mínimo económico existencial de todas las otras libertades, también de las políticas (BVerwGE 1, 159); de esta forma, la financiación de las escuelas privadas por el Estado es realización efectiva de los derechos fundamentales en el ámbito de la enseñanza (BVerwGE 27, 360), la seguridad social —desde Bismarck hasta la "renta dinámica" de Adenauer— es materialización de la libertad de acceso y ejer­cicio de la profesión, el mandato constitucional dirigido al Estado de poner plazas de estudio a disposición de los estudiantes significa cumplimiento real de la libertad de enseñanza según el artículo 12/5, apartado 3, en relación con el artículo 20/3 GG (véase la decisión BVerfGE 33,303). Es cierto que las pretensiones estatales se entienden bajo "la reserva de lo posible", pero igual­mente lo es que los derechos fundamentales también deben serlo bajo "la exigencia de lo real".

La "vertiente prestacional" es sólo una de las dimensiones de los de­rechos fundamentales, que, sobre todo, no debe convertirse en una estatalidad total del bienestar. Los derechos fundamentales no deben degenerar en de­beres fundamentales. Pero en esta delimitación, la dimensión estatal presta­cional resulta imprescindible para la comprensión moderna de los derechos fundamentales. Ello se confirma, por lo demás, en el análisis comparatista de los textos. Muchos de los derechos fundamentales clásicos encuentran hoy a su lado el momento del Estado prestacional, cuando menos bajo la forma de fines estatales o encomiendas constitucionales o legales: la inviolabilidad del domicilio aparece envuelta por el mandato de responsabilidad estatal en la vivienda (véase el art. 22, apartado 3, de la Constitución de los Países Bajos de 1983); lo mismo vale para la protección de la vida y la salud, para la seguridad social, por ejemplo en las Constituciones cantonales suizas de los años ochenta, como las de Aargau y Basel-Landschaft'". El Pacto de derechos

'" En este sentido, P. HABERLE: Neuere Verfassungen und Verfassungsvorhaben in der Schweiz, JÓR 34 (1985), pp. 303 y ss.

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humanos para los derechos económicos, sociales y culturales (1966), la Carta social europea (1961), contienen también momentos prestacionales. Y, sobre todo, las Constituciones hoy en curso de aprobación en los cinco nuevos Lánder en Alemania del Este expresan una fuerte necesidad de justicia en el sentido de derechos fundamentales en cuanto fines del Estado.

Incursus: El status activas processualis (protección de los derechos fun­damentales a través de la organización y el procedimiento)^ deberes de pro­tección del Estado.

Gracias al campo de problemas que evoca la expresión "derechos fun­damentales en el estado prestacional" se desarrolló en 1971 la idea del status activus processualis ". Esto significa: los derechos fundamentales deben ser garantizados hoy también desde la vertiente procesal. Esto es especialmente visible desde la distinción de una protección de los derechos fundamentales en sentido estricto y en sentido amplio. En sentido estricto, la protección se consigue mediante audiencia jurídica y tutela judicial efectiva; en sentido am­plio, a través de otros instrumentos, como, por ejemplo, el Comisionado de los ciudadanos, el Comisionado para la mujer, las Comisiones de peti­ción, etc.. A menudo la tutela judicial llega demasiado tarde, por lo que se requiere un preprocedimiento garantizador de los derechos fundamentales; así, por ejemplo, en el Derecho administrativo. Pero los "intereses de los derechos fundamentales" en sentido amplio pueden ser protegidos específicamente a través de procedimientos no judiciales. Precisamente las nuevas Constituciones del estado actual de desarrollo del Estado constitucional son en este punto enormemente creativas: de Perú a Guatemala, de Estonia a Polonia y Ru­mania, de Mecklenburg-Vorpommem hasta Sachsen, en todos lados los cons­tituyentes buscan proteger de forma complementaria al ciudadano a través de Comisionados especiales. En mi opinión, todo ello puede ser subsumido en el concepto status activus processualis. En este contexto, debería buscarse la conexión con la doctrina clásica del status de G. Jellinek: se haría evolucionar ésta, así, de manera acorde con los tiempos. De vez en cuando hay que sustraer la teoría de los derechos fundamentales a la sombra de los Grandes, asumir su "luz" y convertirse de posglosador en, cuando menos, "glosador". La doctrina del status activus processualis es un ensayo en tal sentido de la teoría alemana de los derechos fundamentales. La idea de la "protección de los derechos fundamentales a través de la organización y el procedimiento" ha logrado consolidarse entre tanto ' . A ella se ha añadido el pensamiento

P. HABERLE: WDStRL, tomo 30 (1972), pp. 86 y ss., 121 v ss. Véase K. HESSE, Gründzüge, 18.' ed., 1991, pp. 152 y s.

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de que en los derechos fundamentales se incluyen "deberes de protección" del Estado [a partir de BVerfGE 39, 1 (42 y ss.)]. También esto es una "composición" estatal-prestacional o jurídico-prestacional y acerca los dere­chos fundamentales a la idea de la tareas del Estado.

5. ¿Vuelta a la concepción viejoliberai de los derechos fundamentales?

Recientemente tienden a colocarse en primer plano dos teorías de los derechos fundamentales: de un lado, el concepto de los derechos fundamen­tales como principios " resulta próximo, sobre todo desde H. Heller y J. Esser, y constituye un valioso complemento de las anteriores teorías de los derechos fundamentales, así como la vuelta a una doctrina viejoliberai, que acentúa sobre todo la defensa frente a la intervención '". Si bien la doctrina principal podría proporcionar un buen denominador común para las muchas dimensio­nes de los derechos fundamentales, la recuperación de la teoría viejoliberai de éstos representa un empobrecimiento. En mi opinión, sólo la concepción pluridimensional de los derechos fundamentales puede hacer presentes todos los peligros actuales que, desde siempre, acechan a la libertad personal y acreditar los derechos fundamentales como elementos de justicia. Además, resulta contradicha ya simplemente por los nuevos textos constitucionales. Con carácter general se incorpora a los textos, junto a la jurídico-individual, las vertientes jurídico-objetiva, estatal-prestacional y procesal. La teoría de los derechos fundamentales no debería "recaer" en un estadio anterior al propio de estos textos. Problema distinto es el de la acentuación. Así sigue siendo un interrogante si en Europa del Este, y a la vista de la situación económica, debe, por de pronto, enfatizarse más bien el status negativas y processualis, restando por ahora "platónica" la faceta estatal prestacional, puesto que no hay nada que "distribuir". Aquí puede existir una cierta "diacronía". De esta manera quizás debería valorarse y desarrollarse la dogmática de los derechos fundamentales, incluso dentro de Europa, de manera flexible y variable; del mismo modo que, en cuanto a los límites de la justiciabilidad constitucional, se dan fases de judicial activism y de judicial restraint (comprobable en el caso del Tribunal Supremo norteamericano).

" Así, R. ALEXY: Theorie der Grundrechte, 1985; además, mi intervención en: Der Staat 26 (1987), pp. 135 y ss. Dominante en Suiza: J. P. MÜLLER: Elemente einer Schweizer Grun-drechtstheorie, 1982.

'* Así, G. LÜBBE-WOLFF: Die Grundrechte ais Eingriffsabwehrrechte, 1988.

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II. LA JURISPRUDENCIA SOBRE DERECHOS FUNDAMENTALES DEL TRIBUNAL FEDERAL CONSTITUCIONAL ALEMÁN: LA "DOCTRINA PRETORIANA" DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

El Tribunal Federal Constitucional alemán, tal como se indicó al prin­cipio, ha efectuado extraordinarias contribuciones al desarrollo de los dere­chos fundamentales de la GG ''.

Fundamentalmente, gracias al Instituto de la Demanda de Amparo (art. 93, apdo. 1, núm. 4 a, GG) se ha transformado en una suerte de "Tri­bunal de los derechos fundamentales". Por más que el porcentaje de las demandas que efectivamente prosperan (aproximadamente un 1 por 100), las decisiones que han recaído sobre este tipo de demandas son fundamentales "". Ya se mencionaron algunas de las decisiones pioneras y directivas de los años fundacionales. Hoy (1992) se trata ya más bien de desarrollar la filigrana de los derechos fundamentales especiales ' .

Merece aprobación que el Tribunal no se haya vinculado prácticamente a una determinada teoría general de los derechos fundamentales, trabajan­do de manera atenida al caso, flexible y abierta: esto es especialmente claro en su jurisprudencia relativa a la libertad artística '*, que cada vez se torna más abierta. El Tribunal ha encontrado su camino incluso en los asuntos más delicados, como el de la oración escolar (E 52, 223). Son pocas las sen­tencias cuestionables (es el caso, por ejemplo, de la decisión sobre escuchas: E 30, 1''). Es posible la crítica de algunos excesos (así, por ejemplo, por lo que hace al derecho fundamental a la autodeterminación informativa: E 65, 1); en la mayoría de los casos, sin embargo, el Tribunal encuentra refugio en una línea intermedia. Discutida es actualmente la generosa protección otorgada a la libertad de opinión y de prensa a costa de los particulares (E54, 208 y 147); también las sentencias más recientes sobre televisión están bajo el fuego cruzado de la crítica (E 83, 238).

" Véase la visión de conjunto de K. HESSE: Bestand und Bedeutung der Grundrechte, EuGRZ, 1978, pp. 427 y ss.

" Sobre esta cuestión en su conjunto, mi Kommentierte Verfassungsrechtsprechung, 1979, pp. 431 y ss.

" La literatura al respecto es inabarcable. Véase, por ejemplo, A. BLECKMANN: "Staatsrecht 11", Die Grundrechte, 3." ed., 1989; C. STARCK: GG-Kommentar, tomo I, 3." ed., 1985, preámbulo artículo 1 a 5. Insuperables son hoy, como ayer, los comentarios de DÜRIG en: "Maunz/Dürig/Herzag", GG-Khmmentar (arts. 1, 2 y 3), realizado en los años cincuenta y setenta.

'* BVerfGE 30, 173; 36, 321; 75, 369; 77, 240; 83, 130. " A este respecto, véase mi crítica en JZ1971, pp. 145 y ss.; véase también el voto

particular BVerfGE 30, 33, como "jurisprudencia alternativa" ejemplar.

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III. LA CULTURA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Si uno se hace presente, el trabajo mano a mano de Weimar y Bonn, de la ciencia y la jurisprudencia (también de los otros Tribunales), así como la alta sensibilidad de la opinión pública alemana en materia de derechos fundamentales, es posible hablar de "cultura de los derechos fundamentales". Esta ha crecido a lo largo de muchos decenios, revela simbiosis entre "De­recho de los derechos fundamentales" escrito y no escrito, que hoy comienza a transformarse en un "Derecho común europeo de los derechos fundamen­tales". Junto al federalismo quizás sea la cultura de los derechos funda­mentales la mejor contribución de Alemania al "concierto" de los Estados constitucionales europeos; así como el Reino Unido ha aportado la democra­cia parlamentaria, Francia su catálogo de derechos humanos en 1789, los Estados Unidos el Estado federal y la jurisprudencia de su Tribunal Supremo e Italia su artículo de los partidos políticos (49), las formas del regionalismo y su artículo 3 (Constitución italiana) en cuanto "voz" o "nota" genuinas a la gramática del Estado constitucional. Aun cuando entre nosotros se incurra en algunas ocasiones en exageraciones; aun cuando el francés De GauUe —a la vista del inminente procesamiento de J. P. Sartre— haya dicho de forma inimitable: "no se procesa a un Voltaire" (¡también esto es cultura de los derechos fundamentales!) Alemania hoy vive de y en sus derechos funda­mentales como en ningún otro período histórico anterior.

Incursus: El nacimiento y el desarrollo de nuevos temas y dimensiones de los derechos fundamentales en los nuevos Estados federados de Alemania del Estado desde 1990.

En especial: el deseo de Comisionados del pueblo como garantía de los derechos fundamentales en amplio sentido.

En los Estados federados de Alemania del Este ha surgido en un bre­vísimo tiempo una "fábrica" de poHtica de derechos fundamentales: en estos, momentos, más de 25 proyectos de Constitución pugnan por establecer por textos de derechos fundamentales clásicos y nuevos, un "movimiento consti­tucional" fascinante, que comienza con el proyecto de la "mesa redonda" central de la todavía República Democrática Alemana de abril de 1990^, la cual, de un lado, abre a la ciencia de los derechos fundamentales una ocasión de participación en la configuración, pero, de otro lado, representa también para ésta un reto de primera importancia. Aludamos a algunos ejemplos. No

" Publicada en JOR 39 (1990), pp. 350 y ss.; posteriores proyectos aparecieron publicados en JOR 40 (1991/92), pp. 291 y ss.

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es aún previsible cuáles de los textos van a prosperar finalmente. Desde ahora puede decirse, sin embargo, que los desarrollos en Alemania del Este en materia de derechos fundamentales merecen atención y respeto por parte de la esencia de los derechos fundamentales en toda Europa. Incluso en el plano federal de la GG debería tomarse nota de estos desarrollos: aun cuando los Lánder estén vinculados a la GG en calidad de Constitución-macro, pueden no obstante transmitir "impulsos" hacia arriba. Puede "explorar" la GG hasta sus límites y no debería reaccionarse en Alemania del Oesíe de forma de­masiado temerosa y renuente frente a todo lo nuevo que viene de los recientes Estados Federados. En el Estado federal tiene lugar un toma y daca entre los Lánder y el Derecho constitucional federal; la regla "el Derecho federal quiebra el Derecho del Land" (art. 31 GG) es demasiado burda; excluye in­teracciones más sutiles. De esta manera, el Tribunal Federal Constitucional debería permitir, en las cuestiones aún abiertas de los derechos fundamen­tales, la infiltración en su interpretación creadora de desarrollos de los de­rechos fundamentales en Alemania del Este.

Debe diferenciarse entre el desarrollo de nuevas cuestiones y dimensio­nes (también límites) materiales hasta el extremo de los fines estatales orien­tados hacia los derechos fundamentales, de un lado, y la tutela procesal in­tensificada de éstos, por ejemplo, a través de Comisionados del pueblo, de otro lado.

En Alemania del Este florecen como jardines en flor textos de derechos fundamentales. En vanguardia muy destacada están Brandenburg (con su "coalición del semáforo") y Sachsen (con los llamados "proyectos góhricos" y otros proyectos constitucionales); también los otros Lánder son innovadores. En todo este proceso se pone de manifiesto que los textos no sólo elaboran la jurisprudencia del Tribunal Federal Constitucional y la literatura germano-occidental sobre derechos fundamentales y llaman por su nombre a nuevos peligros de la libertad personal, sino que retoman el Convenio europeo de derechos fundamentales y la jurisprudencia establecida en Estrasburgo y en Luxemburgo y, además, claramente conocen y en algunos casos reciben el desarrollo mundial de los derechos fundamentales. Si con ello, y en el afán de innovación, disparan por encima de la meta y cubren más bien el espectro partidista desde "la izquierda al verde" (desde la perspectiva del Oeste), su fantasía en materia de derechos fundamentales merece respeto.

En concreto: la última versión por el momento en Brandenburg (di­ciembre 1991) propone un capítulo común titulado "derechos fundamentales y fines del Estado", y avanza notablemente en el artículo 5 (eficacia), cuyo apartado 1 dice literalmente:

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Los derechos fundamentales garantizados en esta Constitución al in­dividuo y a los grupos sociales vinculan, en calidad de Derecho inmediata­mente aplicable, al legislador, el poder ejecutivo y la jurisprudencia y, en la medida en que así lo disponga esta Constitución, también a terceros. Los fines del Estado deben ser realizados por los órganos del Estado y tenido en cuenta en la aplicación de la Ley.

De forma nueva —y enteramente en el espíritu de I. Kant— se dice en el artículo 7, apartado 2: "Todos deben a todos el reconocimiento de su dig­nidad." En el artículo 11 se consigna un derecho, finamente modelado, a la protección de los datos, que la jurisprudencia del Tribunal Federal Consti­tucional asume. En el artículo 12, apartado 3, se obliga al Land a velar, me­diante medidas efectivas, por la igualdad de hombre y mujer en la profesión, la vida pública y la formación y la familia, así como en el ámbito de la seguridad social. Nuevo es un capítulo independiente sobre "derechos polí­ticos de configuración" (arts. 21 a 24). En el artículo 26, apartado 2, se re­conoce la necesidad de protección de otras "comunidades de vida" (distintas del matrimonio y la familia), establecidas con vocación de permanencia, y, de forma análoga a la de algunos ejemplos de Constituciones de países en de­sarrollo; en el artículo 35, apartado 3, se dice: "El Land ajioya la participación en la vida cultural y posibilita el acceso a los bienes culturales." Se encuentran también el derecho a la vivienda y al trabajo (arts. 48 y 49), y el artículo 52, apartado 3, prohiT^e "autorizaciones de intervención y autorizaciones despro­porcionadas", conectando así en parte con la jurisprudencia federal alemana.

Ahora, una mirada al caso especialmente interesante de Sachsen. Co­noce, como casi todos los proyectos, no sólo la protección clásica del "con­tenido esencial" de los derechos fundamentales, sino también la protección de la vida no nacida (art. 8 a, versión de mayo de 1991). Declara asimismo (también art. 13, apado. 2): "La inviolabilidad de la dignidad es la fuente de todos los derechos fundamentales", con lo que plasma en un texto el estado actual de la ciencia. La libertad de radiodifusión queda obligada a la "verdad" (art. 18, apdo. 3), pero también a la pluralidad de opiniones; incluso se en­cuentra la garantía de la permanencia y el desarrollo de la radiodifusión jurídico-pública; un préstamo del Tribunal Federal Constitucional. Mecklen-burg-Vorpommern crea, en su proyecto de octubre de 1990, la protección de "las personas débiles corporal, espiritual o socialmente" (art. 7, apdo. 4) e, incluso, una limitación de la libertad de investigación (art. 24, apdo. 2): de­beres de información y controles en el caso de investigaciones que "estén conectadas con un riesgo para el ser humano o el medioambiente natural". Se desarrolla de manera importante la protección de los fundamentos na-

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turales de la vida (art. 30). Sachsen-Anhalt (segundo proyecto de 1990) establece una "protección de datos con relevancia personal" (art. 12), los prin­cipios de una "economía de mercado social y obligada por la ecología" (art. 28), y Thüringen, en el artículo 25 de su proyecto de 1990, hace de "la protección del medio ambiente natural", en cuanto fundamento de la vida de las generaciones actuales y futuras, una "obligación del Land, de los Muni­cipios y de todos los ciudadanos". r

En especial: el deseo de Comisionados del pueblo como garantía, en amplio sentido, de los derechos fundamentales.

Si bien todos los proyectos de Constitución desarrollan intensamente la tutela judicial de los derechos fundamentales a través de los derechos cons­titucionales y generales, contemplan en la mayoría de los casos, además, un instituto de garantía, en amplio sentido, de dichos derechos fundamentales: el Comisionado de los ciudadanos. Así, el artículo 102 del proyecto de Bran-denburg (segunda versión de 1990) crea un Comisionado para la protección de los datos y el de Melcklenburg-Vorpommem (art. 59 de 1990) Comisionados del Parlamento del Land para la protección de los derechos humanos y de los ciudadanos: "Abogado de los ciudadanos", "Abogado de los niños", "Abo­gado de los ancianos", "Comisionado para las cuestiones de la igualdad de hombre y mujer".

Esto tiene razones comprensibles. De un lado, la figura de los Om-budsmen se está imponiendo universalmente, desde los países en desarrollo hasta Polonia, Lituania y Estonia. De otro lado, los ciudadanos, tras los años de la dictadura SED, desean estar bien protegidos, y también precisamente por Comisionados del pueblo. Los complicados mecanismos de la tutela clá­sica de los derechos fundamentales parecen difíciles a los ciudadanos, por lo que su complemento con otros procedimientos y gremios se ofrece pleno de sentido.

Con ello damos por concluido el repaso de los proyectos constitucionales germano-orientales. Aunque en los últimos meses sea apreciable una nivela­ción y uniformización lamentables de los proyectos, la influencia de los par­tidos políticos desde el Oeste hacia el Este adeuda aquí un cierto reequilibrio. Sigue siendo reconocible una sorprendente frescura de los textos y mucho valor para la innovación. Merece un juicio positivo la apreciable medida en que los proyectos conocen y elaboran la conexión, a efectos de producción y recepción, entre los textos constitucionales. En conjunto, se nos ofrecen "ma­teriales" para una doctrina constitucional, que desde luego aún está por hacer como ciencia. Especialmente la teoría de los derechos fundamentales queda

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retada: debe continuar trabajando con el rasero teorético en el que encajan los materiales y, en su caso textos, aun cuando éstos hayan sido condicionados, a su vez, por la teoría.

SEGUNDA PARTE: LA POSICIÓN PROPIA: UNA CONCEPCIÓN MIXTA Y ABIERTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

A lo largo del texto ya ha ido aflorando puntualmente la propia posi­ción, por lo que, en lo que sigue, bastará con exponerla sintéticamente.

I. INTEGRACIÓN PRAGMÁTICA DE ELEMENTOS TEORÉTICOS (NO A UNA TEORÍA "PURA" DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES, NO AL "PENSAMIENTO POR CASILLAS")

Debe prevenirse frente a cualquier absolutización de teorías determi­nadas. Las nuevas teorías deben quizás formularse de forma más radical y comprometida de como realmente son, en cuanto que es irremediable la "exa­geración" en el concierto de la sociedad abierta de los intérpretes constitu­cionales. A medio plazo, y pensando en los Tribunales, las distintas teorías de los derechos fundamentales tienen su razón relativa propia: la jurídico individual, la jurídico-objetiva, la democrática, la social-prestacional y la pro­cesal. En su relación recíproca éstas se "mezclan" de manera diversa según la peculiaridad de los específicos derechos fundamentales —la libertad de religión precisa de menor configuración que, por ejemplo, la libertad para la propiedad—; en su conjunto, sin embargo, todas las teorías de los derechos fundamentales realizan una apreciable contribución. Ante todo, hace bien el Tribunal Federal Constitucional al integrar "pragmáticamente", citándolas o no, las distintas teorías, de forma acorde con el mandato de pluralismo y su tarea de generación de unidad. Pues también las teorías representan deter­minados valores fundamentales en el cuadro pluralista de conjunto, formulan —en el sentido del concepto popperiano— verdades "relativas", están sujetas al procedimiento de "trial and error", incluso también a una evolución en el tiempo. Problemático es sólo "pensamiento por casillas": fragmenta lo que se pertenece recíprocamente, lo disgrega analíticamente y oculta así que todas las teorías son ensayos de aproximación al microcosmos de un derecho fun­damental individual y sólo de forma conjunta pueden cubrir todas las facetas.

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II. LA MÁXIMA DEL «DESARROLLO DE LA EFICACIA ASEGURADORA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES" AL SERVICIO DE UN PENSAMIENTO DE PROTECCIÓN PERSONAL: LA APERTURA DE LA TUTELA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN CUANTO A TEMAS Y DIMENSIONES

Toda política de los derechos fundamentales en la mano del poder cons­tituyente y toda interpretación de los derechos fundamentales en la de los intérpretes de éstos debería orientarse por la máxima del "desarrollo de la eficacia aseguradora de los derechos fundamentales": ésta se legitima desde el pensamiento de la protección de la persona '. Sobre la base de la dignidad de la persona todos están llamados a enfrentarse de manera sensible e imaginativa a los peligros actuales en cada momento de la libertad humana. De esta forma, y en tanto que funciones "pretorianas", la política, la dogmática y la jurispru­dencia, nunca alcanzan su meta; antes al contrario, están en permanente desa­rrollo: así lo demuestran la dinámica y la apertura del desarrollo textual e interpretativo de los derechos fundamentales en Europa y fuera de ella. Los temas de los derechos fundamentales son abiertos, es decir, siempre surgen temas nuevos, tales como la protección del medioambiente y la protección de datos; las dimensiones deben ser concebidas en el espíritu de un numerus aper-tus: ello quiere decir que, en caso de "necesidad" de los hombres, deben aña­dirse nuevas dimensiones de los derechos fundamentales; en último término, por ejemplo, la idea de la protección de dichos derechos a través de "organi­zación y procedimiento". Pero, quizá, también surgen vinculaciones inespera­das: nuevos deberes fundamentales y límites a la libertad de los individuos a la vista de la solidaridad sobre el peculiar "planeta azul" Tierra, la cual nos obliga, de palabra y obra, a un ayuntamiento (la cuestión del medioambiente, los problemas del tercer mundo). Aquí podría estar llamada a jugar un papel una nueva ética de los derechos fundamentales, que requiere responsabilidad allí donde hoy, en su caso, rige demasiada (permisiva) libertad.

III. FINES DEL ESTADO ORIENTADOS POR LOS DERECHOS FUNDAMENTALES, COMO TEMA DEL DESARROLLO CONSTITUCIONAL UNIVERSAL: LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO "TAREAS DEL ESTADO"

Si se examinan los nuevos textos de derechos fundamentales, también en Europa del Este y en los nuevos Estados federados alemanes no puede

" A este respecto, ya en mi contribución en Regensbui^: yVDStRL 30 (1972), pp. 43 (69 y ss.).

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dejar de apreciarse un incremento, incluso una "inflación" de los fines del Estado. Con toda evidencia el Estado no sólo debe ser organizado, debe también legitimarse desde sus propios fines. Ya "1789" definió el "fin último" de manera insuperable (art. 2: "el fin de toda asociación política es la con­servación de los derechos humanos naturales e inalienables. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia contra la opresión"). Puede y debe progresarse en el pensamiento sobre los temas, por ejemplo, en relación con el trabajo y al medioambiente y extenderlos en el tiempo (protección de generaciones futuras, extensión a la dimensión temporal del contrato social en tanto que contrato generacional); pero el artículo 2 per­manece como el texto clásico del Estado constitucional. Sobre ello, legitima también, ya en su planteamiento, la conexión entre tareas del Estado y de­rechos fundamentales. Los nuevos textos expresivos de tareas estatales de las más recientes Constituciones " tienen importantes elementos relacionados con los derechos fundamentales, puesto que todo no puede ser derecho realizable judicialmente, pero si todo circula alrededor del hombre. El "sujeto" sigue siendo el punto arquimédico del estado constitucional; no podemos ni que­remos retroceder a un tiempo anterior a Kant. Incluso el antroprocentrismo limitado, la atención a la naturaleza y el medio ambientfe —como cultura— sucede en último término en función de ese sujeto. Con Goethe cabe ser escéptico acerca de si el hombre puede aún estimarse a sí mismo. Para el jurista, ello no puede ponerse en cuestión, a la vista de sistemas totalitarios siempre amenazantes de forma latente.

FINAL Y RECAPITULACIÓN: LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA ALEMANL^ UNIFICADA (DÉFICIT Y POSIBILIDADES)

El esquema hasta aquí trazado ha debido trabajar "al fresco": muchas^ cosas sólo han podido ser simplemente aludidas. Pero quizás ha sido posible dividir en algún momento la mirada hacia el panorama completo del desa­rrollo alemán de los derechos fundamentales. Los déficit y los retos de la protección de los derechos fundamentales en la Alemania unificada de hoy deben ser mencionados por su nombre: falta personal para los Tribunales y la Administración; falta conciencia y mentalidad de derechos fundamentales: los derechos fundamentales, al igual que la democracia y la economía de

•- A este respecto, mi análisis de textos: Verfassungsstaailiche Staatsaufgabenlehre, AóR 111 (1986), pp. 595 y ss.

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mercado, deben ser "aprendidos". En la Alemania del Este es imposible cier­tamente crear de hoy para mañana la realidad de los derechos fundamentales que caracteriza al Oeste y que éste ha creado y, en algunas ocasiones, pa­decido a lo largo de muchos años. Sin embargo existen también posibilidades: en la confrontación con el estado de injusticia de la República Democrática Alemana aprendemos nuevamente cuan caros nos son los derechos funda­mentales. También nuestra dogmática está retada, sobre todo por lo que hace al problemático tiempo de transición; cito aquí la sentencia del Tribunal Fe­deral Constitucional sobre las colas y la decisión sobre la expropiación en el período entre 1945 y 1949". Sólo poco a poco puede surgir en el Este una realidad europea de derechos fundamentales que responda al estándar común europeo. Esto exige tiempo y paciencia. Pero ofrece también una posibilidad de continuar progresando, no en último término en diálogo con la literatura y la jurisprudencia italianas sobre derechos fundamentales ".

-' EuGRZ 1991, pp. 133 y ss., también pp. 121 y ss. -" Véase A. BALDASSARE: "Liberta, 11 Problemi Generali", estrato da! vol. XIX della

Enciclopedia Giuridica, 1988, pp. 1 y ss.; P. GROSSI: / dirilli di liberta ad uso di lezioni, I, 1, II, edizione ampliata, 1991; A. PACE: Problemática delle Liberta Coslituzionale, Lezioni, parte gene-rale 1985; parte Speciale II, I, 1985, II, 1988; CRISAFULLI/PALADIN: Commentario breve alia Coslituzione, 1990.

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VIVIR EN PAZ: PAZ Y DERECHOS HUMANOS

Nicolás María López Calera Catedrático de Filosofía del Derecho

de la Universidad de Granada

A tesis central que pretendo argumentar aquí es la siguiente: La paz como situación social, e incluso como proceso social, depende del reconocimiento, de la tutela y, sobre todo, de la efectiva realiza­ción, de los derechos humanos.

Cuando se reflexiona sobre la paz, se siente el vértigo de la impotencia o de la ingenua ilusión. Tal vez el añejo deseo de una paz perpetua se reduzca, al final, a una frase bonita para identificar no se sabe qué. Kant escribía en 1795 lo siguiente: "Queda en tela de juicio si aquel tabernero holandés, al poner esta satírica inscripción («Paz perpetua») en el rótulo de su establecimiento, bajo una pintura representando un cementerio, la dedi­caba a los hombres en general, o especialmente a los Jefes de Estado, nunca hartos de guerra, o incluso a los filósofos, que suelen soñar este dulce sueño de la paz perpetua" '.

KANT: La paz perpetua, Ed. Aguilar, Madrid, 1965, p. 37.

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A pesar de que la paz está siempre rodeada de problemas y dificultades, no debe haber lugar para la desesperanza. Kant escribía también unos años más tarde, en 1797, un artículo "sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor". Kant estaba en contra de los que mantenían que el género humano se encuentra en continuo retroceso, pues representan "una concepción terrorista de la historia humana" . De todos modos, al tratarse de seres que actúan libremente, no cabe predecir —añadía Kant— lo que harán'. Sin embargo, "la historia profética del género humano tiene que ligarse con alguna experiencia" y, en este sentido, cabe encontrar aconteci­mientos (Kant se va a referir a la Revolución Francesa) que pueden ser considerados como "signo histórico", que apuntan una predicción positiva, un cálculo de probabilidades de una tendencia del género humano considerado en su totalidad hacia su progreso moral. Aquello que el alma humana reco­noce como deber y concierne al género en su totalidad ha de tener un fun­damento moral. Un fenómeno, como la Revolución Francesa (y podíamos referir también los logros históricos en el ámbito de los derechos humanos: supresión de la esclavitud, abolición de la pena de muerte, libertades políti­cas, etc.), revela "en la naturaleza una disposición y una capacidad meliorativa"''.

Las palabras y argumentos de Kant son simplemente un argumento de autoridad a favor de la esperanza de que el género humano puede progresar moral y políticamente en el camino de la paz y concretamente en relación al reconocimiento y realización de los derechos humanos. Sin duda hay muchos motivos para el lamento trágico, porque millones de seres humanos carecen de los más elementales o fundamentales derechos, pero también hay motivos de esperanza, porque nuestro tiempo —como ha dicho Norberto Nobbio— es, a pesar de todos los pesares, el tiempo de los derechos. Los derechos humanos son un signo del progreso de la humanidad desde la perspectiva de una filosofía de la historia y han significado un conjunto de exigencias para salir de un mundo hostil que impone deberes ^ Además hay un progreso histórico, como es el proceso de su positivación (esto es, el paso de los de­rechos fundamentales del ámbito de la filosofía a su reconocimiento en el derecho positivo), el proceso de su generalización (esto es, la introducción de elementos igualitarios), el proceso de su intemacionalización (su declaración y

^ KANT: "Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en con­tinuo progreso hacia lo mejor", en vol. Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos de Filosofía de la Historia, Ed. Tecnos, Madrid, 1987, p. 82.

' KANT; Ibíd, p. 85. ' KANT: Ibíd., pp. 91-92. ' BOBBIO: El tiempo de los derechos, Ed. Sistema, Madrid, 1991, pp. 111 y 102.

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protección internacionales) y finalmente el proceso de su especificación (con­creción y ampliación de los sujetos y materias de los derechos humanos)''. No todo ha sido, pues, tan negativo.

Por otra parte, la paz —como los derechos humanos— es hoy ya más un problema práctico que un problema teórico. El reto de nuestro tiempo es qué hacer o cómo hacer para que efectivamente acaben los grandes conflictos humanos y se pueda decir que realmente reina la paz, se vive en paz. Evi­dentemente, el gran reto de nuestro tiempo no es conceptualizar o incluso fundamentar un sentido de la paz, sino buscar y encontrar las medidas efi­caces para que la paz sea un hecho social incontrovertible. Sin embargo, estoy convencido de que una correcta praxis de la paz depende en gran medida de una rigurosa teoría de la paz. Construir la paz, vivir en paz no es sólo una cuestión de voluntad. El fracaso de tanto voluntarismo sobre la paz se debe, entre otras cosas, a la falta de rigor conceptual y rigor argumentativo en torno a lo que es y debe ser la paz. En este orden de cosas se debe mantener también la esperanza en la teoría. Aun envuelto en inevitables dudas sobre la virtualidad de la teoría a este respecto, lo que a continuación se expone sobre la paz nace de una decidida apuesta por la teoría, por la palabra, por la razón. "El filósofo afirma que la exigencia de la palabra, la necesidad del discurso son capaces de suprimir o, al menos, de reducir y de canalizar la realidad de la violencia" '.

La apuesta por la teoría obliga, aunque sea elementalmente, a hacer algunas precisiones conceptuales sobre la paz. En este sentido quisiera decir, en primer lugar, que la paz es ante todo una situación social, más específi­camente es un determinado sistema de organización social, en el que todos los individuos disfrutan de los mínimos que exige su dignidad y en el que por consiguiente no hay grandes conflictos (conflictos que impliquen a grandes masas de población o que afecten a derechos fundamentalísimos de la persona humana). La paz, al menos tal como quiero entenderla aquí, es un problema colectivo. Así pues, la paz es un determinado orden social, o también la tran­quilidad —como escribió Agustín de Hipona— que produce el orden y el orden se entiende como la atribución a cada cosa del lugar que le corresponde '*. Si es válida la identificación agustiniana entre ser y orden, la guerra en cuanto destrucción sería el puro desorden, un proceso hacia la nada. Desde una perspectiva ontológica, Agustín de Hipona llegó a sostener que si algo no

' PECES-BARBA: Curso de Derechos fundamentales (1), Eudema Universidad, Madrid, 199L pp. 134-167.

' F. CHÁTELET: Hegel según Hegel, Ed. Laia, Barcelona, 1973, p. 61. " SAN AGUSTÍN: De civitate Del, XIX, 13, 1.

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estuviera en paz no existiría: nullo modo essent, si non qualicumque pace subsisterent^. No sigo el argumento agustiniano, que se dispara a partir de aquí hacia regiones celestes para fundamentar ese orden en la ley natural y, en última instancia, en la ley divina. La definición de la paz como un deter­minado orden social, o la tranquilidad que deriva de un determinado orden social, en el que cada uno tiene lo que corresponde se equivale con aquel otro concepto de la paz como opus iustitao'".

Así pues, la paz que interesa aquí no es cualquier clase de paz. Los sentidos de la paz son muy diversos, porque también son muy diversos los medios para alcanzar un determinado orden, una determinada tranquilidad. Para alcanzar la paz se ha acudido desde el amor a la violencia física, que destruye al contrario, termina con el conflicto y genera una paz, aunque sea la paz de los cementerios. No, aquí la paz que se propone es la que resulta de la justicia, aun con todas las dificultades que comporta, como acabamos de decir, asumir el reto de responder nada más y nada menos a qué es lo justo. Con ello quiero decir que no se trata aquí de la paz de los conventos o de la paz familiar, que se alcanza por medio de otras virtudes que no son la justicia. La paz es un a cierta armonía social, que no es fruto del amor, de la caridad o de la amistad. La paz es el resultado de cumplir las exigencias de la justicia, esto es, es el orden justo, el orden social en el que todas las partes están en el lugar que les corresponde, tienen lo suyo, ni más ni menos, es decir, "lo justo". Cuando las partes de un todo no están "ajustadas", no están en su sitio, como sucede en una gran maquinaria, no hay armonía, hay estridencias, hay ruidos, lo que en una sociedad significa que hay violencias, que no hay paz. La paz es, como ha afirmado Galtung, "es una situación, un orden, un estado de cosas, caracterizado por un elevado grado de justicia y una expresión mínima de violencia" ".

Evidentemente, relacionar la paz con la justicia obliga a afrontar la pregunta de qué justicia. Porque lo dicho hasta ahora rodea la definición de paz de un formalismo vacío, que aclara algo, pero no concreta, pues las preguntas definitivas sobre la paz se centrarían, pues, en qué es lo suyo de cada uno, en quién decide y en cómo se decide lo que es cada uno. Y lamentablemente la historia de la justicia es una historia llena de respuestas insatisfactorias. Sin embargo, el hombre no renuncia a responderse a qué es

' SAN AGUSTÍN: Ibld., XI, 38. '" Vid. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, núm. 78. " Vid. VICENS FISAS ARMENGOL: Introducción al estudio de la paz y de los conflictos,

Ed. Lema, Barcelona, 1987, p. 75.

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lo justo, porque el hombre no soporta vivir en permanente y radical conflicto con sus semejantes.

Este concepto de paz como obra de la justicia se concreta, aunque sea mínimamente, en la siguiente tesis: la paz es la realización de los derechos humanos. Que haya justicia significa que se respeten, que se realicen los derechos humanos. En consecuencia toda la problemática de la paz se con­funde necesariamente con la problemática o, tal vez mejpr, con la proble-maticidad misma de los derechos humanos. A este respecto hay que reconocer que el gran problema hoy de los derechos humanos no es su concepto y fundamentación, sino su efectiva realización ".

Como ha escrito Norberto Bobbio, el gran problema de los derechos humanos hoy es su efectiva realización. En este sentido, la paz dependerá concretamente del reconocimiento y efectiva tutela jurídica de estos derechos humanos. No voy a entrar a analizar los motivos de la ineficacia, a nivel interno e internacional, de su protección jurídico-positiva. No cabe duda que se podrían promover importantes medidas de técnica legal e incluso de po­lítica legislativa para mejorar su situación o efectiva realización. Sin embargo, me parece importante considerar aquí algunas de las razones fundamentales, no meramente coyunturales, de la no-realización de los derechos humanos, que van más allá de explicaciones estrictamente jurídicas. Son esas razones las que, también fundamentalmente, ponen en peligro la paz, más aún que esos defectos, sin duda importantes, de los sistemas jurídicos positivos.

Desde esta perspectiva me parece que hay una serie de injusticias es­tructurales, propias de los sistemas económicos, que significan ante todo graves desigualdades económicas a nivel interno e internacional, que limitan, difi­cultan e incluso niegan gravemente los derechos económicos. Sin una amplia y efectiva igualación económica a nivel de grandes masas, lo cual no sucede precisamente a nivel mundial y en muchos casos tampoco a nivel interno de muchos Estados, los derechos humanos quedan reducidos a meros nombres, simples deseos o a tener una existencia limitada. Luego, en este sentido, la paz comienza por la procuración de más altos niveles de igualación económica en toda la sociedad del género humano. Por ello la paz sólo existe, y con muchas limitaciones, en los países desarrollados.

También desde esta perspectiva radical conviene destacar como causa fundamental de la no-realización de los derechos humanos y de la consiguien­te crisis de paz, el egocentrismo fuerte que generalmente existe en individuos

" N. BOBBIO: "Presente y porvenir de los derechos humanos", en Anuario de Derechos Humanos, 1981, p. 20.

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y grupos. Las tendencias humanas a ser-más, a tener-más y a poder-más son, por lo que parece, insaciables e inagotables y llevan a la negación de lo más elemental de otros seres humanos. Pero el egocentrismo se agrava por dos motivos más particulares. En primer lugar, porque los seres humanos son sociales, es decir, no sólo viven, sino que tienen que convivir. El carácter egocéntrico es simultáneo al carácter social del hombre. Todos los hombres tratan de realizar al mismo tiempo esas tendencias egocéntricas y es claro que la realización en unos se dará en perjuicio de otros, porque las tendencias son inagotables y los bienes limitados en cantidad y calidad. Esto quiere decir que la vida humana tiene una conflictividad inevitable. La cuestión será re­ducirla y ordenarla, pero esa conflictividad va a existir siempre. La vida hu­mana, como vida social, va a ser intrínseca y radicalmente conflictiva. La historia humana no es sino una dialéctica de conflictos, aunque no sea so­lamente eso. Ante esa profunda conflictividad de la existencia social se en­gendra una genérica necesidad de racionalizarla o de pseudorracionalizarla, porque no hay una sola racionalización de los conflictos. "Pax est quaerenda", había escrito Thomas Hobbes. Sin ir más lejos en el tratamiento de esta compleja problemática, queremos subrayar simplemente la necesidad humana, constatable empíricamente, de racionalizar los conflictos sociales, es decir, de no dejar los conflictos sociales a un radical e incontrolado juego de libertades y poderes. Esa necesidad desemboca en la búsqueda de instrumentos o medios capaces de reducir, ordenar y eliminar los conflictos. Esto es, siempre se busca una "cierta paz social". En suma, la paz se alcanzará a través del control y/o eliminación de ese egocentrismo humano. No decimos sólo eliminación, por­que ello es imposible y porque entendemos que no todos los conflictos hu­manos y sociales son negativos, al menos para una paz fundamental como sinónimo de orden justo. Por otra parte, la paz siempre es un proceso, una lucha inacabada e inacabable.

Y una explicación de que la paz es un proceso inacabado e inacabado se puede encontrar en la inevitable contradictoriedad de los derechos humanos ". Esto es, los derechos .humanos chocan entre sí por la diversidad de valores y de sujetos que implican. Una de las razones de fondo de esas contradic­ciones reside en la necesidad y dificultad de determinar la identidad humana, lo que es del hombre en cuanto hombre, para deUmitar lo que son e implican los derechos humanos. No es posible lograr un consenso universal de lo hu­mano fundamental o constitutivo o sólo se consiguen consensos sobre aspectos

" N. M. LÓPEZ CALERA: "Naturaleza dialéctica de ios derechos humanos", en Anuario de Derechos Humanos (Madrid), núm. 6, 1990, pp. 86-97.

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muy abstractos o genéricos. Así sucede con frecuencia que el ser-hombre es a veces para unos el no-ser-hombre para otros. Tal diversidad de concepciones antropológicas hace que los derechos humanos entren en contradicción. Tal situación se agrava, si se tiene en cuenta que lo constitutivo o fundamental de todo hombre, aun en el supuesto de que haya un consenso generalizado al respecto, necesita en cada momento, en cada circunstancia ser concretado o determinado. Esto es, la determinación de lo constitutivamente valioso del hombre tiene una dimensión relativa al tiempo y al espacio, que lleva a conceptuaciones muy diversas de lo que puede ser objeto de un derecho fundamental. En definitiva, la inevitable historicidad del ser humano es una fuente de continuas contradicciones entre los derechos. Pero además la ine­vitable socialidad de los hombres lleva también a inevitables contradicciones entre los derechos humanos. Suce, por un lado, que la fundamentalidad de estos derechos hace que el hombre tienda a su absolutización, pero por otro lado su socialidad exige su limitación. Es muy difícil armonizar derechos cuan­do todos se presentan como muy importantes y todos tienen que ser al mismo tiempo limitados para que puedan existir para todos los sujetos. El ya casi aforismo ético de "tu libertad termina donde comienza la mía" es una ex­presión de esas contradicciones que parecen no tener soluciones definitivas.

En cualquier caso, la paz depende, desde una perspectiva radical o filosófica, de un correcto tratamiento o enfrentamiento de estas razones úl­timas que impiden o dificultan la realización de los derechos humanos (in­justicias estructurales, egocentrismo, contradictoriedad), aun a sabiendas de la imposibilidad de su resolución absoluta. Dada la radicalidad de los obs­táculos, resulta iluso proponer soluciones definitivas. Sin embargo, cabe hacer sugerencias sobre políticas globales u objetivos genéricos que pueden servir a encontrar algunas soluciones concretas y coyunturales, como las siguientes:

a) Promover aquellas reformas de los sistemas socioeconómicos que per­mitan niveles de igualdad superiores a los existentes o eliminen las desigual­dades más graves.

b) Promover una civilización y una cultura que faciliten la educación en la solidaridad.

c) Producir leyes, por vía de consenso y democrática, que intenten re­solver algunas de las contradicciones radicales que pueden darse en la deter­minación de lo fundamental de la identidad humana.

A partir de estas políticas u objetivos globales, cabe proponer también otra serie de criterios de actuación más concretos. Así propondría, entre otros, los siguientes:

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a) Sin caer en cualquier clase de materialismo histórico, la paz deberá comenzar por la existencia de unos niveles razonables de igualación económica que eviten al menos aquello que decía Rousseau de que "ningún ciudadano sea bastante opulento como para poder comprar a otro, y ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse" '".

b) Habrá que extender y asumir la convicción de que la efectiva rea­lización de los derechos humanos ha de ser, en definitiva, empresa de muchos individuos y grupos.

c) Habrá que asumir la convicción, que evite la frustración, de que el proceso de pacificación humana no es lineal ni siempre progresivo, sino que tendrá siempre interrupciones y retrocesos.

d) La lucha por los derechos humanos y la paz exigirá siempre una acción continua, continuada e incluso cotidiana, ya que sólo actuaciones de clase podrán servir a derrumbar los más sólidos pilares de los sistemas to­talitarios y violentos.

e) Asumir la convicción de que, aun siendo tal vez imposible el triunfo total de la paz, la disminución de una fracción infinitesimal de sufiimiento en el mundo merecerá siempre cualquier esfuerzo individual o colectivo ".

f) Los derechos humanos, aun dependiendo de la práctica de la soli­daridad, no se dan, sino que se conquistan, esto es, son los mismos sufridores de su negación los que, aunque sea dramático reconocerlo, tendrán que dar la más importante batalla para su reconocimiento y efectiva realización.

g) No deberá olvidarse que todos los derechos humanos, en mayor o menor medida, son interdependientes, por lo que su efectiva realización exigirá una lucha global que no descuida ningún aspecto fundamental de la compleja realidad del ser humano.

h) Toda actuación o medida que contribuya a evitar cualquier clase de concentración de poder será positiva para la paz.

i) Se debe promover un nuevo orden jurídico internacional, democrático, que sirva eficazmente al control del poder de los Estados y del capital inter­nacional. La sociedad internacional no tiene tribunales, cárceles ni parlamen­tos para intervenir en este sentido: "mientras no se consiga crear una auto­ridad sobreordenada y centralizada (pero que actúe según reglas democráti­cas), no se podrá tener la certeza de asegurar un mínimo respeto universal hacia la dignidad humana" '*.

" i. J. ROUSSEAU: Del contrato social, II, U. Y añadía en nota: "no sufráis, ni gentes opulentas, ni mendigos. Estos dos estados, naturalmente inseparables, son igualmente funestos para el bien común; del uno salen los factores de la tiranía, y del otro, los tiranos".

" A. CASSESE: Op. cit., p. 263. " A. CASSESE: Op. cit., p. 259.

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}) Es decisiva la "construcción" del homo democraticus, educado en la tolerancia, como deber ético de respeto a la dignidad y, en definitiva, de la libertad del otro''.

k) Es necesario fomentar la virtud de la solidaridad en un mundo en el que unos pocos tienen muchos derechos y muchos tienen pocos derechos o casi ninguno. Como ha dicho Victoria Camps, "la solidaridad es una virtud, que debe ser entendida como condición de la justicia" '*.'

En una sociedad donde hay un descreimiento general sobre la posibi­lidad de que las injusticias más graves pueden evitarse y donde el hogar y lo privado son los refugios a que conduce la ideología del "fin de la historia" ", hay que reivindicar la utopía de los derechos humanos sin ninguna ingenui­dad. Es el "sueño hacia adelante" (Traum nach Vorwarts). O "el sueño soñado despierto de una vida perfecta, un sueño mediado objetivamente, y precisa­mente por ello no resignado, supera así tanto su proclividad al engaño como la misma falta de sueños" '^.

" N. BOBBIO: "Le regioni della toleranza", en Mondopeario, 1986/11, p. 44. " V. CAMPS: Virtudes públicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, p. 35. " M. BERMAN: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la Modemida,

Ed. Siglo XXL Madrid, 1988, pp. 350-351; F. FUKUYAMA: "¿El fin de la historia?", en Claves, 1990-1991.

" E. BLOCH: El principio esperanza, Ed. Aguilar, Madrid, 1980, tomo III, núm. 55, pp. 489-490.

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EL CONCEPTO DE LOS DERECHOS HUMANOS Y SU PROBLEMÁTICA ACTUAL

Antonio Enrique Pérez Luño Catedrático de la Facultad de Derecho

de la Universidad de Sevilla

CUPARME del concepto de los derechos humanos me resulta una tarea familiar, por ser un tema que ha estado cotidianamente pre­sente en mi investigación universitaria de estos últimos años; pero hacerlo dentro de los límites de espacio que prescribe la Dirección

de Derechos y Libertades, y que yo no deseo transgredir, me resulta una em­presa mucho más difícil.

El concepto de los derechos humanos ha ocupado un lugar preferente en mi quehacer intelectual desde la etapa de elaboración de la obra colectiva sobre Los derechos humanos. Significación, estatuto jurídico y sistema... Definía allí los derechos humanos como: "conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la liber­tad y la igualdad humana, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional" (1979, 43).

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Con posterioridad, en publicaciones sucesivas he mantenido esa concepción (1984 a, 48; 1984 6, 46).

Por eso al abordar ahora esa temática se concitan en mí dos inquietudes de contrapuesto signo. De un lado, la pereza, o quizá mejor, la inercia in­telectual me invita a hacer mía la célebre cita evangélica de Pilatos para decir: quod scripsi, scripsi; que lo escrito escrito está. No en vano, advierte Aldus Huxley, al prologar la segunda edición de su Brave New World, que la constante y obsesiva revisión de las propias ideas, o sea, el remordimiento crónico, constituye una deformación intelectual sumamente indeseable. Ello me incita a reconocer que, en el transcurso de los años que median desde que aquellos trabajos fueron elaborados y publicados hasta hoy, básicamente he sostenido y sostengo cuanto, en lo referente a este punto, exponía en ellos.

Pero, de otra parte, no se me oculta que frente a la concepción de la ciencia como conjunto de categorías y postulados inconmovibles, hoy se piensa que una teoría es científica en cuanto es falsable, es decir, en cuanto se halla abierta a su constante revisión a través de lo que pareafraseando a Popper podemos calificar de sucesivas conjeturas y refutaciones.

En función de esas premisas, mi autorrevisión girará en torno a dos goznes: la alusión compendiada de los principales aspectos y argumentos de aquella definición de los derechos humanos que me mueven a considerarla todavía válida; y la alusión al nuevo horizonte que hoy se vislumbra como contexto teórico que puede condicionar dicho concepto; según he advertido en trabajos más recientes sobre las generaciones de derechos humanos (1991 a, b y c), su concepción funcionalista (1988 c) y otros estudios relativos a la temática de las libertades (1988 a y b; 1989 a; 1991 d y e).

La definición de los derechos humanos que sostengo responde a tres ideas-guía: 1.°, iusnaturalismo en su fundamento; 2.", historicismo en su forma, y 3.^, axiologismo en su contenido. Son éstas además las tesis sobre las que, en mayor medida, ha versado el debate doctrinal suscitado por mi plantea­miento. De ahí que volver sobre ellas ahora me permite, a un tiempo: tratar de responder a las, para mí, estimulantes y sugerentes observaciones críticas avanzadas frente a esa concepción; aplicarme en clarificar aquellos puntos en los que pienso he sido malentendido; así como prolongar los argumentos esbozados anteriormente con nuevas consideraciones.

1. FOT fiíndamentación iusnaturalista de los derechos humanos entiendo la que conjuga su raíz ética con su vocación jurídica. A tenor de ella los derechos humanos poseen una irrenunciable dimensión prescriptiva o deon-tológica; implican exigencias éticas de "deber ser", que legitiman su reivin-

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dicación allí donde no han sido reconocidas. Pero, al propio tiempo, consti­tuyen categorías que no pueden desvincularse de los ordenamientos jurídicos: su propia razón de ser se cifra en ser modelo y límite crítico a las estructuras normativas e institucionales positivas. Cuando esa recepción se produce nos encontramos con los derechos fundamentales: aquellos derechos humanos ga­rantizados por el ordenamiento jurídico positivo, en la mayor parte de los casos en su normativa constitucional, y que suelen gozar de una tutela refor­zada. Se trata siempre, por tanto, de derechos humanos "positivados", cuya denominación evoca su papel fundamentador del sistema jurídico político de los Estados de Derecho (1984 6, 46 ss.).

La distinción germana entre Menschenrechte y Grundrechte; la francesa entre droits de l'homme y libertes publiques; o la italiana entre diritti umani y diritti fondamentali, responden a la respectiva dualidad de planos (prescriptivo y descriptivo) y al diferente nivel de positividad de ambas categorías. El em­pleo de la denominación "derechos humanos" con referencia a los derechos y libertades reconocidos en determinadas declaraciones y convenios interna­cionales puede suscitar cierta incertidumbre terminológica. No obstante, el uso en esa esfera de la denominación "derechos humanos" con preferencia al de "derechos fundamentales", viene a corroborar que existe consciencia de la limitada garantía jurídica de los derechos proclamados en la mayor parte de declaraciones internacionales.

Pienso que con esta distinción se salvan determinadas imprecisiones, confusiones y ambigüedades usuales en el leguaje de los derechos humanos. En este punto siempre me han parecido clarividentes las incisivas críticas de Bentham cuando previene de la confusión del hambre con el pan; es decir, las pretensiones, las exigencias y las expectativas de futuros derechos, con los derechos ya integrados en el ordenamiento jurídico positivo. Lo que ocurre es que esta precisión no cierra el problema. Porque carece de sentido hablar de los derechos fundamentales a la libertad de expresión, la objeción de conciencia, o la igualdad ante la ley en sistemas jurídicos que no los reco­nocen, por tratarse de regímenes políticos fundados en el totalitarismo, la intolerancia y/o el apartheid. Pero tiene pleno sentido denunciar esas situa­ciones como contrarias o violadoras de los derechos humanos.

La fundamentación iusnaturalista permite, a mi entender, superar de­terminadas aporías a que se hallan abocadas las tesis positivistas, hecha la precisión de que utilizo los términos "iusnaturalismo" y "positivismo jurídico" en un sentido amplio y conjuntamente exhaustivo de las respuestas posibles en este punto (1971; 1984 a, 132 ss. y 184 6, 107 ss.).

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a) Los problemas filosóficos del hiato "ser'V'deber ser", la tradicional fractura entre la realidad jurídica y las exigencias éticas. El Derecho natural ha representado históricamente la categoría que ha servido para explicar y justificar la intersección entre el Derecho y la moral. Por eso, los derechos naturales, germen de los derechos humanos, supusieron la proyección de los valores morales a las situaciones jurídicas subjetivas. Si, de conformidad con un estricto positivismo, se traza una tajante separación entre moral y Derecho, los derechos humanos permanecen en el ámbito de los valores morales, y el Derecho queda circunscrito al reino de la coacción.

Los intentos de mediación propuestos en nombre de distinciones tales como las de: derechos morales y derechos legales; derechos débiles y derechos fuertes; derechos prenormativos y derechos normativos; derechos exigencias y derechos garantías o de las denominadas concepciones dualistas, representan intentos de revestir de forma jurídica a determinadas instancias valorativas éticas que definen la condición humana. De ahí que no duden en recurrir a la denominación de "derechos", utilizada en todas estas expresiones para aludir a esos bienes humanos básicos. En el fondo suponen intentos de en-fatizar y dar un sentido autónomo a las principales connotaciones que definen a los derechos humanos en la concepción iusnaturalista: su contenido moral, su juridicidad debilitada, su prenormatividad, su carácter de exigencias inhe­rentes a la personalidad... Por ello, en aras de la claridad, me parece preferible situar estos empeños doctrinales en el seno de su común matriz iusnaturalista (con independencia de que quienes los defiendan sean o no conscientes de ello; lo cual, como enseña la Sociología crítica de la cultura es, por lo demás, irrelevante). Por idéntica inferencia he denunciado en otros trabajos el carácter positivista vergonzante de determinadas apologías al culto acrítico a la legalidad realizadas desde premisas sedicentemente iusnaturalis-tas) (1987 fc y 1990 a).

No comparto la fe en la "magia de las palabras" que parece despren­derse de quienes suponen que los incuestionables problemas de la funda-mentación de los derechos humanos puedan ser solventados con la sustitución de unos términos por otros con los que, a la postre, se va expresar lo mismo. Frente a esa logomaquia me parece más fértil mantener la expresión "dere­chos humanos", para hacer referencia al conjunto de valores éticos de la personalidad que deben servir de fundamento y medida del Derecho positivo. Esa fue precisamente la gran enseñanza y la gran conquista histórica del iusnaturalismo racionalista democrático de la modernidad; sin cuyya aporta­ción los derechos humanos y el propio Estado de Derecho resultan impen-

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DERECHOS Y LIBERTADES Ri;VIS1A D t l . I N S T n U T O BARTÍ)1.0Ml: DL LAS CASAS I

sables. Aceptar implícitamente esas premisas, y revestirlas del ropaje de de­nominaciones nuevas pretendiendo resolver así los problemas subyacentes y situarse al margen de la multisecular polémica iusnaturalismo/positivismo, no pasa de ser un espejismo doctrinario. Estimo, en definitiva, que lo que las nuevas denominaciones, propuestas como alternativas de la concepción ius-naturalista de los derechos humanos, tienen de bueno no es nuevo (repro­ducen los argumentos de la fundamentación de los de/echos humanos ius-naturalista) y lo que tienen de nuevo no siempre es bueno (introducen con­fusiones terminológicas y conceptuales).

b) No menos pertinente me parece la fundamentación iusnaturalista en el plano jurídico. Estimo que desde premisas positivistas resulta mucho más arduo y menos convincente explicar el alcance del término "derecho" en la expresión "derechos humanos", que desde el iusnaturalismo. Ello se debe a que por ser el positivismo una teoría del Derecho monista circunscribe la juridicidad a la legalidad positiva. Desde esa perspectiva hablar de cualquier derecho natural, humano, moral o prenormativo, como algo distinto al De­recho positivo, supone una contradictio in terminis. El iusnaturalismo, en cuan­to teoría jurídica dualista, distingue dos sistemas normativos: el Derecho na­tural integrado por el conjunto de valores previos al Derecho positivo, que deben fundamentar, orientar y limitar críticamente todas las normas jurídicas; y el Derecho positivo en cuanto puesto o impuesto con fuerza vinculante por quien ejerce el poder en la sociedad. Se trata de "derechos" con un status deóntico diverso, pero no o independiente; porque todo Derecho natural tien­de a positivizarse, y todo Derecho positivo, en la medida que pretenda ser justo, debe ser conforme al Derecho natural (1982, 53 ss.).

Es cierto que lo que resulta menos evidente, y ha sido el principal motivo de las confusiones, controversias y ambigüedades que se han producido en el devenir histórico del iusnaturalismo, es la forma de entender el Derecho natural, o, más exactamente, la manera de entender la idea de naturaleza que subyace al concepto de Derecho natural. Porque en la historia de las doctrinas iusnaturalistas la noción de naturaleza y, en función de ella, la propia definición del Derecho natural se han plasmado en distintas concep­ciones, que pueden reconducirse a tres fundamentales: 1. La ¡dea de natu­raleza como creación divina y del Derecho natural como expresión revelada de la voluntad del Creador en el ámbito de las relaciones sociales. 2. La naturaleza como cosmos, es decir, como las leyes que rigen el mundo físico del que forman parte los hombres, que se hallan sujetos a su legalidad a través de sus instintos y necesidades naturales. 3. La naturaleza como razón,

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como cualidad específica del ser humano que le permite establecer "autó­nomamente" sus normas básicas de convivencia. Estas "formas" de Derecho natural se han sucedido, en versiones más o menos puras o sincréticas, pero todas ellas han coincidido en una idea básica: la de subordinar la obediencia al Derecho positivo, y al poder del que éste emana, a su conformidad con el Derecho natural.

Conviene distinguir también un iusnaturalismo ontológico, dogmático o radical, que postula un orden de valores producto de un objetivismo metafí-sico, del que pretenden derivar valores y principios materiales universalmente válidos para cualquier derecho digno de serlo; de un iusnaturalismo deonto-lógico, crítico o moderado, que no niega la juridicidad del Derecho positivo injusto, pero establece los criterios para comprobar su disvalor y, por tanto, para fundamentar su crítica y su substitución por un orden jurídico justo.

Personalmente me inclino por un iusnaturalismo racionalista y deonto-lógico o crítico. Se ha objetado a esta actitud que es posible admitir la exis­tencia de valores previos al Derecho positivo siil necesidad de hacer profesión de iusnaturalismo, a condición de mantenerlos en el plano de los sistemas normativos morales o sociales, pero no jurídicos. No deja de suscitar perple­jidad que juristas del pasado y del presente sostuvieran y "sostengan que los criterios que permiten discernir el Derecho correcto no son jurídicos. Esta actitud no halla parangón en la teoría del conocimiento, donde no se discute el carácter lógico de los criterios que distinguen la verdad de la falsedad; como no se cuestiona el carácter estético de los criterios que deslindan la belleza de la fealdad; ni se polemiza sobre la naturaleza moral de los pos­tulados que distinguen el bien del mal. Mantiene aquí plena vigencia la cé­lebre advertencia kantiana de que una definición general del Derecho debe entrañar un criterio de delimitación de lo justo de lo injusto; pues una doc­trina jurídica empírica, limitada a dar cuenta de las leyes positivas de un determinado lugar y tiempo, podría ser (como la cabeza de madera en la fábula de Pedro) hermosa, pero lamentablemente carecería de seso.

La razón de ser del iusnaturalismo deontológico reside, precisamente, en ofrecer un concepto de juridicidad general y comprensivo no sólo del Derecho realmente existente, sino de las pautas axiológicas que deben infor­mar el Derecho positivo y, cuando no lo son, legitiman su denuncia. Ambos planos no se confunden, pero tampoco pueden concebirse como comparti­mentos estancos separados por una fractura epistemológica insalvable. (En este punto he intentado conjugar esta versión del iusnaturalismo con la teoría de la experiencia jurídica, en cuanto tentativa de captar el Derecho en su

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entero desenvolvimiento tridimensional: desde su génesis en las conductas sociales, a su formalización normativa y su legitimación axiológica) (1971; 1982; 1990 ¿).

Este enfoque tiene puntual incidencia en mi concepción de los derechos y ha sido soslayado por algunos de sus críticos. Porque, desde la tesis que defiendo, resulta evidente que no todo derecho humano es un derecho fun­damental, mientras no haya sido reconocido por un oi^denamiento jurídico positivo; pero, a la inversa, no es posible admitir un derecho fundamental que no consista en la positivación de un derecho humano. Los derechos fun­damentales no son categorías normativas abiertas a cualquier contenido, sino concreciones necesarias de los derechos humanos en cuanto instancias axio-lógicas previas y legitimadoras del Estado, que éste ni puede inventar ni puede desconocer.

c) Entramos con ello en el terreno de las razones políticas que avalan la fundamentación iusnaturalista. El iusnaturalismo ha tenido como persisten­te función histórica la de establecer límites al poder. Al difundir en la cons-ciencia cívica la idea de que existen valores inherentes a la persona humana que ninguna autoridad política puede transgredir, los teóricos del Derecho natural de la modernidad ofrecieron una explicación del porqué de los dere­chos que no puede ser descartada sin debilitar, al propio tiempo, los funda­mentos de los derechos humanos.

Los intentos históricos tendentes a ofrecer una alternativa positivista a la concepción iusnaturalista de los derechos humanos conducen, inevitable­mente, a comprometer su operatividad política. Baste pensar en cuanto supuso en el siglo xix la categoría de los derechos públicos subjetivos, acuñada por la Escuela alemana del Derecho público, como un intento de sustituir la idea de los derechos naturales en cuanto libertades de los ciudadanos frente al poder del Estado, por unos status subjetivos que dependen de la autolimita-ción estatal. Conviene recordar, como certeramente lo han hecho Alfred Ver-dross y Antonio Truyol y Serra, que esa forma de entender los derechos tenía como correlato la impugnación del carácter jurídico del Derecho internacional relegado a la mera "voluntad de los Estados", y concebido más como reglas de ética o de cortesía entre las naciones (comitas gentium) que como un auténtico Derecho.

Las actuales teorías positivistas tienden a fundamentar y explicar los derechos en función de una teoría "pura", es decir, estrictamente limitada a la normatividad positiva, o en base a criterios "sistémicos" o "autopoiéticos", o sea, de autorreferencias inmanentes al propio ordenamiento jurídico. De

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ahí que para el positivismo jurídico, lo mismo el decimonónico que el del presente, los derechos fundamentales han perdido el significado reivindicativo y axiológico, para convertirse en autolimitaciones y concesiones del poder o en subsistemas que reflejan la racionalidad intrínseca y garantizan la estabi­lidad y autoconservación del sistema jurídico político. Queda abierta la cues­tión básica del cómo sustraer esos derechos de la voluntad estatal.

Frente a ese riesgo de aniquilación de la garantía política consustancial a los derechos humanos, el principal mérito de la función histórica del De­recho natural reside en haber contribuido a fomentar en la sociedad el ideal de la racionalidad. En haber enseñado a los hombres a vivir en la sociedad y en el Estado según una ley que no sea el producto de la fuerza o del arbitrio, sino de aquella facultad que hace del hombre un ser humano: la razón. Una razón que en circunstancias diferentes podrá prescribir compor­tamientos diversos, pero que supondrá siempre la necesidad de legitimar el poder en el consentimiento y la participación popular, a la vez que orientará al gobierno surgido de la mayoría en el respeto de los derechos humanos (1984 fl, 209 ss.).

2. Debo aclarar, porque éste ha sido otra de las fuentes de continuos malentendidos en relación con mi adhesión al iusnaturalismo, que la razón a la que estoy apelando es la razón práctica. No se trata, por tanto, de fundar el criterio de legitimidad en valores absolutos e intemporales captados por la lógica demostrativa, sino de indagar las premisas axiológicas de los derechos humanos a partir del examen de la realidad social, es decir, a través de una lógica argumentativa, del sentido común y de la experiencia histórica.

Es sabido que una de las críticas más penetrantes esgrimidas contra el iusnaturalismo clásico y moderno ha sido la de su ahistoricismo. La cultura filosófica y jurídica de nuestros días no acepta la existencia de un orden objetivo integrado por postulados universales, absolutos e inmutables de los que la razón pudiera extraer, de una vez por todas, los principios ordenadores de las sociedades justas. Esta puede ser una importante cortapisa al influjo actual de las ideas sobre la racionalidad práctica de los iusnaturalistas. Pero no sería lícito olvidar que, precisamente, uno de los aspectos más encomiados de la Escuela española, en relación con los excesos "ucrónicos" de la Escuela racionalista del Derecho natural, ha sido el de su sensibilidad hacia lo con­creto y su apertura a lo histórico. En los inicios de nuestro siglo Joseph Kohler, en un estudio que ha devenido indispensable, valoró la flexibilidad de la concepción iusnaturalista de los clásicos españoles. Para ellos el Derecho natural no es un código rígido e inmutable, sino que, respetando el carácter

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universal e incondicionado de los primeros principios, admiten la adaptación de sus derivaciones a las circunstancias históricas. Los magni hispani supieron aplicar los principios generales del Derecho natural aristotélico-tomista a las exigencias concretas de su tiempo, ofreciendo soluciones a numerosos con­flictos éticos, jurídicos y políticos. Su método constituye, por eso, un valioso ejercicio de racionalidad práctica que puede ser útil a los juristas, en cuanto que su labor suele tener por objeto la aplicación de normas generales a la peculiaridad de los casos planteados (1987 6; 1992). '

De ser cierta la observación de Nietzsche a tenor de la cual sólo es definible lo que no tiene historia, explicaría las dificultades que entraña con-ceptualizar a una realidad proteica como los derechos humanos. La mutación histórica de los derechos humanos ha determinado la aparición de sucesivas "generaciones" de derechos. Los derechos humanos como categorías históri­cas, que tan sólo pueden predicarse con sentido en contextos temporalmente determinados, nacen con la modernidad en el seno de la atmósfera iluminista que inspiró las revoluciones burguesas del siglo xviii. Ese contexto genético confiere a los derechos humanos unos perfiles ideológicos definidos. Los de­rechos humanos nacen, como es notorio, con marcada impronta individualista, como libertades individuales que configuran la primera fase o generación de los derechos humanos. Dicha matriz ideológica individualista sufrirá un amplio proceso de erosión e impugnación en las luchas sociales del siglo xix. Esos movimientos reivindicativos evidenciarán la necesidad de completar el catálogo de los derechos y libertades de la primera generación con una segunda ge­neración de derechos: los derechos económicos, sociales y culturales. Estos derechos alcanzarán su paulatina consagración jurídica y política en la susti­tución del Estado liberal de Derecho por el Estado social de Derecho.

La estrategia reivindicativa de los derechos humanos se presenta hoy con rasgos inequívocamente novedosos al polarizarse en torno a temas tales como el derecho a la paz, los derechos de los consumidores, el derecho a la calidad de vida, o la libertad informática. En base a ello, se abre paso, con intensidad creciente, la convicción de que nos hallamos ante una tercera ge­neración de derechos humanos complementadora de las fases anteriores, re­feridas a las libertades de signo individual y a los derechos económicos, so­ciales y culturales. De este modo, los derechos y libertades de la tercera generación se presentan como una respuesta al fenómeno de la denominada "contaminación de las libertades" ('liberties' pollution), término con el que algunos sectores de la teoría social anglosajona aluden a la erosión y degra­dación que aqueja a los derechos fundamentales ante determinados usos de las nuevas tecnologías.

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Una concepción generacional de los derechos humanos implica, en suma, reconocer que el catálogo de las libertades nunca será una obra cerrada y acabada. Una sociedad libre y democrática deberá mostrarse siempre sen­sible y abierta a la aparición de nuevas necesidades, que fundamenten nuevos derechos. Mientras esos derechos no hayan sido reconocidos en el ordena­miento jurídico nacional y/o internacional, actuarán como categorías reivin-dicativas, prenormativas y axiológicas. Pero los derechos humanos no son me­ros postulados de "deber ser". Junto a su irrenunciable dimensión utópica, que constituye uno de los polos de su significado, entrañan un proyecto eman-cipatorio real y concreto, que tiende a plasmarse en formas históricas de libertad, lo que conforma el otro polo de su concepto. Faltos de su dimensión utópica los derechos humanos perderían su función legitimadora del Derecho; pero fuera de la experiencia y de la historia perderían sus propios rasgos de humanidad (1991 a b y c).

3. Concebir el contenido de los derechos humanos en términos axio-lógicps exige dar respuesta a una triple cuestión: tomar partido por una de­terminada concepción de los valores, puesto que incluso quienes aceptan su existencia y la posibilidad de su conocimiento (cognitivismo) no se ponen de acuerdo en explicar su naturaleza y alcance; especificar qué valores son los directamente relacionados con los derechos humanos; y comprobar su inci­dencia en la experiencia jurídica práctica. No hacerlo, o hacerlo insuficiente, se me ha objetado que podría hacerme incurrir en uno de los defectos que yo mismo denunciaba al criticar las definiciones "teleológicas" de los derechos humanos; es decir, aquellas que eluden afrontar el significado de la expresión para remitirse sucesivamente a valores de contenido impreciso.

a) Respecto a lo primero he intentado evitar los extremos de la Escila y Caribdis que representan las versiones radicales del objetivismo y el sub­jetivismo axiológicos. Estimo que los valores que informan el contenido de los derechos humanos no pueden concebirse como un sistema y estático de prin­cipios absolutos situados en una esfera ideal anterior e independiente de la experiencia, como pretende el objetivismo; pero tampoco pueden reducirse al plano de los deseos o intereses de los individuos, como propugna el subjeti­vismo. Siempre he sentido desconfianza respecto a las tesis que propugnan un orden ontológico, cerrado y ahistórico de valores metafísicos, eternos e inmutables, porque existe el riesgo de que un sector de la sociedad, sintién­dose intérprete y portavoz de ese orden axiológico objetivo, trate de imponer una "tiranía de valores" a los demás; lo que es abiertamente incompatible con un sistema ético, jurídico y político pluralista. No menos insatisfactorias

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me han parecido y me parecen determinadas versiones del subjetivismo que, al extremar su matriz individualista, engendran formas de decisionismo o la propia anarquía de los valores.

Frente a estas posturas he abogado por un intersubjetivismo axiológico, que parte de la posibilidad de llegar a establecer las condiciones que permiten a la racionalidad práctica llegar a un cierto consenso abierto y revisable, sobre el fundamento de los derechos humanos. Pero cualquier concepción o fun-damentación de los derechos humanos no puede quedar i'educida a una serie de argumentaciones formales o procedimientos dialógicos, por grande que sea su elaboración y depuración discursiva. Pienso que en esta esfera, más que en cualquier otra, no se puede perder de vista la referencia de humanidad que constituye la razón de ser de cualquier derecho y, por antonomasia, de los derechos humanos. De ahí que el consenso al que apelo, lejos de tradu­cirse en fórmulas abstractas y vacías, recibe su contenido material del sistema de necesidades básicas o radicales, que constituye su indeclinable soporte antropológico.

Mi postura ha intentado ser una mediación crítica entre dos tesis ligadas al desarrollo del marxismo contemporáneo de inequívoco signo antidogmático y humanista: la teoría consensual de la verdad elaborada por el último de los teóricos de la Escuela de Francfort, Jürgen Habermas; y la filosofía de las necesidades radicales defendida por la Escuela de Budapest y, de modo es­pecial, por Agnes Heller. La primera proporciona el marco metódico, las condiciones ideales a que debe someterse el discurso racional fundamentador de los valores, así como a contrario sensu denuncia los factores que en las sociedades históricas distorsionan o impiden la posibilidad de llegar a legiti­maciones racionales de los valores generalizables o universalizables en cuanto dotadas de "objetividad intersubjetiva". La segunda ha aportado datos rele­vantes sobre las condiciones antropológicas, sobre las exigencias o necesidades de la naturaleza humana que constituyen la base material de todo valor (1984 a, 132 ss.). En los últimos años el desarrollo de estas tesis en valiosos trabajos de otros filósofos del Derecho me ha confirmado en la convicción de que se trata de una senda teórica plena de posibilidades, que merecen ser exploradas y profundizadas.

b) Una vez explicitada la concepción axiológica de los derechos hu­manos a la que me adhiero, me incumbe concretar cuáles son y qué sentido tienen los valores que la informan. El punto de partida obligado de esta consideración se cifra en la tesis comúnmente aceptada de que los derechos humanos son especificaciones históricas y proyecciones subjetivas de un valor

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jurídico y político omnicomprensivo y fundamental: la justicia. En cierto modo fue Kant quien, al precisar el suum quiquelmeum iuris objeto tradicional de la justicia como aquello con lo que la persona está tan inescindiblemente ligada que cualquier uso que otro pudiera hacer de ello sin su consentimiento le causaría una lesión, estableció de forma implícita la derivación de los de­rechos de la justicia. Los derechos humanos consisten, precisamente, en fa­cultades inherentes a la naturaleza misma del hombre y, por ello, inalienables por parte de sus titulares e imprescriptibles, cuya violación supone una agre­sión directa a la propia personalidad humana. De ahí su carácter inviolable erga omnes, y especialmente frente a quienes ejercen el poder.

La condición axiológica de los derechos humanos no se agota en su dependencia del concepto general de justicia, se prolonga en la determinación de su contenido ligado a los valores de la dignidad, la libertad y la igualdad. No es casual que hayan sido estos valores aquellos a los que históricamente se ha acudido con mayor asiduidad para definir a la propia justicia. Es cierto que se ha dado en este punto una cierta tendencia reduccionista tendente a identificar los derechos humanos con cada uno de estos valores, a tenor de las épocas y de las premisas ideológicas desde las que se ha planteado el concepto y fundamento de los derechos humanos. Así, para una larga tradi­ción doctrinal, que parte del iusnaturalismo racionalista (en especial de Pu-fendorf) la dignidad humana se identifica con la propia noción de los dere­chos humanos. No menos consolidada se presenta la tesis que hace de la libertad el derecho básico del hombre, al hallarse todos los demás derechos comprendidos en ella (Kant y en época reciente Hart y Rawls), o que postula como términos equivalentes e intercambiables las nociones de las libertades y de los derechos humanos. Asimismo, desde otras perspectivas (Marx), será la igualdad el derecho humano básico y omnicomprensivo.

He polarizado el contenido de los derechos humanos en función de estos tres valores básicos por entender que son los que más decisivamente informan y contribuyen al despliegue de los distintos derechos concretos. La dignidad humana representa el núcleo axiológico de los derechos de la per­sonalidad dirigidos a tutelar su integridad moral (derecho al honor, a la propia imagen, a la intimidad, abolición de tratos inhumanos o degradantes...), así como su integridad física (derecho a la vida, garantías frente a la tortura...). La libertad, que sirvió de ideal reivindicativo de los derechos de la primera generación, ofrece el marco de imputación axiológica de las libertades: perso­nales (en materia ideológica y religiosa, de residencia y circulación, de expre­sión, de reunión, manifestación y asociación, así como de enseñanza...), civiles

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(garantías procesales y penales) y políticas (derecho a la participación política representativa a través de partidos políticos y directa mediante el referéndum, el ejercicio del derecho de petición o la iniciativa legislativa popular, así como el derecho al sufragio activo y pasivo...). A su vez, la igualdad se explica a través del conjunto de los derechos económicos, sociales y culturales que conforman la segunda generación de derechos humanos (1984 6, 169 y ss.; 1988 ¿), y 1989 6).

Otros valores que suelen aducirse en relación con 'el fundamento o la caracterización los derechos humanos entiendo que: o son presupuestos para el ejercicio de los derechos, tal sería el caso de la paz; o bien pueden ser reputados aspectos conformadores de los tres valores que, en el planteamiento que sostengo, compendían el substrato axiológico de los derechos. Así, el pluralismo constituye un aspecto central de la libertad en la esfera política; la seguridad es un aspecto de la justicia general que informa el estatuto de las libertades civiles (1991/); en tanto que la solidaridad, valor guía de los derechos de la tercera generación, puede considerarse (y en ello la doctrina y la jurisprudencia constitucional italiana, en relación con el sentido de los artículos 2 y 3.2 de su vigente Constitución, ofrecen una referencia estimu­lante) como el substrato de los derechos y deberes entre todos los miembros de la colectividad que dimanan de la igualdad en su dimensión material o substancial.

En definitiva, como quiera que todo valor y toda virtud tienen como punto de referencia último la persona humana, en la integridad de sus ca­pacidades y necesidades, a medida que se profundiza en su consideración se tornan más convencionales e inciertas las fronteras que los distinguen. La dignidad humana, en cuanto se concreta en el autónomo desarrollo de la personalidad, no puede ser ajena a la libertad: ésta, a su vez, no sólo se halla inescindiblemente vinculada a la dignidad, sino que en sus dimensiones po­sitiva y comunitaria implica a la igualdad, porque difícilmente se puede hablar de libertad para todos, si todos no son iguales entre sí; al propio tiempo que la igualdad persigue y se orienta hacia la dignidad y la libertad, puesto que repugnaría a su propia condición de valor el que se la pudiera concebir (aun­que de ello no han faltado ejemplos históricos) como igualdad en la humilla­ción y en la opresión (1988 6; y 1989 6).

c) La concepción axiológica del contenido de los derechos humanos no está exenta de consecuencias prácticas. Este enfoque permite una mejor comprensión de las normas, con preferencia constitucionales, mediante las que aquellos que positivizan como derechos fundamentales. La peculiar estructu-

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ra de esas categorías normativas en las que predominan las remisiones ex­presas a valores, principios o cláusulas generales más que las reglamentacio­nes analíticas, hacen insuficientes los instrumentos y pautas hermenéuticas de la dogmática positivista forjada en el siglo xix. He intentado dar cuenta en algunos trabajos de esos nuevos rumbos y exigencias metódicas que hoy presiden la interpretación de la Constitución y de los derechos funda­mentales.

No deja de suscitar perplejidad el hecho de que muchos derechos fun­damentales, es decir, derechos humanos que han sido objeto de recepción positiva en los textos de máxima jerarquía normativa de los ordenamientos jurídicos —las Constituciones— carezcan de protección judicial efectiva. Para la dogmática positivista, los derechos públicos subjetivos, por contraste a los derechos naturales, merecían la condición de derechos en cuanto categorías normativas directa e inmediatamente invocables ante los tribunales de justicia. Por eso, desde sus premisas teóricas, que establecían una identificación entre positividad, validez y vigencia del Derecho, resulta imposible ofrecer una ex­plicación satisfactoria de la peculiar naturaleza jurídica de determinados de­rechos fundamentales del presente, en particular de los derechos de la se­gunda y tercera generación. Los textos y las jurisdicciones constitucionales suelen reputarlos normas "programáticas" o pautas informadoras de la actuación legislativa y/o de los poderes públicos. Se trata de derechos cuya tutela efectiva se reenvía al futuro, y que más que obligaciones jurídicas estrictas enuncian compromisos políticos imprecisos (1984 a, 249 y ss.; 1984 c; y 1986).

Se suscita así una paradoja fundamental en la teoría de los derechos y libertades del presente. Porque ¿cómo negar la condición de auténticos de­rechos, a aquellos que han sido válidamente reconocidos (positivados) en tex­tos constitucionales? Pero, al propio tiempo, ¿cómo se pueden considerar derechos positivos enunciados normativos que no son justiciables? La juris­prudencia y la doctrina constitucionalista ha contribuido a confundir, más si cabe, la cuestión al considerar estos derechos como expectativas, pretensiones (claims) o exigencias de futuro. Se plantea así la paradoja insoslayable de unos derechos cuyo status formal es el de normas positivas que satisfacen plenamente los requisitos dp validez jurídica de los ordenamientos; pero cuyo status deóntico está más próximo al de ios derechos naturales o al de los derechos humanos (en cuanto exigencias humanas que deben ser satisfechas), que al de los derechos fundamentales, entendidos como categorías jurídico-positivas que están dotadas de protección jurisdiccional.

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Estimo que las vicisitudes actuales de los derechos humanos y los de­rechos fundamentales muestran la inoportunidad de un planteamiento de frac­tura entre el mundo de los valores éticos y el de las normas jurídicas. La enseñanza más provechosa del tridimensionalismo y de la teoría de la expe­riencia jurídica se cifra en su contribución a superar la angosta visión del Derecho reducida a su expresión formal normativa, propia del positivismo. Las normas jurídicas no pueden concebirse ni explicarse si no con referencia a las sociedades históricas que las producen y a cuya regulación se orientan, ni a los valores que las inspiran y les sirven de medida crítica. Mis trabajos sobre la temática de los derechos humanos han perseguido, en definitiva, mostrar algunos aspectos en los que se explícita ese proceso de acciones y reacciones mutuas entre los valores, las formas normativas y la sociedad.

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DERECHOS HUMANOS Y DERECHO POSITIVO *

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ILA idea de la dignidad de la persona humana y la de los derechos humanos, tal y como éstos aparecen a partir de la modernidad y hasta nuestros días, han estado, y siguen estando, fuertemente unidas.

Es más: la dicha dignidad de la persona parece ser el presupuesto, si no el fundamento mismo, de los llamados derechos humanos, o, cuando me­nos, los derechos del hombre son una manera, sólo relativamente eficaz pero a la vez ampliamente compartida, que los hombres han establecido para con-cretizar determinadas exigencias que provienen de la idea de su propia dig­nidad.

2. Ello explica, por ejemplo, que al reconocer y consagrar los derechos humanos, normalmente en una parte o capítulo muy destacado de sus Cons­tituciones Políticas, los Estados modernos aludan expresamente a la dignidad

* Esta es, con algunas variantes, la versión castellana de la ponencia presentada por el autor en el XV Congreso Mundial de Filosofía del Derecho y Filosofía Social, que tuvo lugar en Góttingen en agosto de 1991.

** Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Valparaíso, Chile.

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del hombre. Más visiblemente, todavía, los textos, declaraciones y pactos in­ternacionales de derechos humanos —propios de nuestro siglo y, más aún, de la segunda mitad de éste— mencionan siempre en sus considerandos la dig­nidad humana, la dignidad del hombre, la dignidad de la persona humana —como quiera que se la llame— como el antecedente no controvertido de los derechos que se pasan luego a reconocer o a instituir en las cláusulas o en el articulado de esos mismos textos, declaraciones y pactos.

3. Todavía más: pienso que podría decirse que los derechos humanos, en la expresión y garantía objetivas que ellos encuentran hoy en el derecho nacional o interno de los Estados y, asimismo, en el derecho internacional, son la manera, tal como se dijo antes, que la modernidad primero, y el mundo contemporáneo después, han encontrado para patentizar la dignidad del hom­bre y para hacer en alguna manera exigibles los valores que esa dignidad supone.

Así, los derechos humanos se muestran hoy como la expresión de un cierto consenso universal básico acerca de las exigencias que derivan de la dignidad de la persona, como una cierta ideología común, compartida, míni­ma, sólo a partir de la cual podrían ser vistas como legítimas las diferencias que en cuanto a los remedios para los males del mundo y del hombre pro­ponen las distintas ideologías aisladamente consideradas.

4. Pero ¿qué es la dignidad humana y qué son, por otra parte, los derechos humanos?

5. En cuanto a lo primero, esto es, a la dignidad, debemos preguntar­nos en qué puede consistir esa especial excelencia y realce que, en virtud de tal dignidad, se concede al hombre.

Hay, claro, según me parece, una dignidad del hombre, en cuanto gé­nero, y una similar dignidad, en consecuencia, de cada hombre, en cuanto individuo.

En punto a lo primero, solemos afirmar que el hombre, en cuanto ser dotado de razón, y en algún sentido de libertad, tiene un rango tal que le confiere superioridad sobre los seres que carecen de esa razón y libertad.

A ello parece referirse San Agustín cuando dice que "nada hay más poderoso que esta criatura que se llama mente racional, nada más sublime que ella"; o lo que dicen las Partidas: "la persona del home es la más noble cosa del mundo". O lo que se desprende claramente de un texto como el Génesis, donde se lee que Dios dotó al hombre de superioridad sobre el resto de lo creado y le confirió el mandato de dominar la tierra. Es por ello que el Padre De Lubac ha podido decir luego que "cuando Dios hubo creado al

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hombre, descansó en el séptimo día, lo cual significa que, en adelante, alguien tendría que ocuparse del resto".

Pero está también la dignidad de cada hombre, en cuanto no ya el hombre, como género, podría tener un rango de superioridad sobre los demás seres, sino en tanto cada hombre, cada individuo perteneciente a la especie humana, ve en los otros hombres a un igual. Juan de Mairena —ese fabuloso personaje inventado por el delicadísimo Antonio MachadoT— lo pone en los siguientes términos: "esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre."

6. De la idea de dignidad de la persona humana surgen algunas de­mandas o exigencias morales —por ejemplo, tratar a todos los hombres como iguales y no introducir entre éstos discriminaciones arbitraria— que, bajo la denominación más comúnmente adoptada de derechos humanos, van surgien­do, conceptualmente, en el tránsito del medioevo a la edad moderna, y, lo que tiene una real importancia, incorporándose al ordenamiento jurídico de los estados, o sea, al derecho interno de éstos, y luego, a partir del siglo xx, al derecho internacional.

Pero esto que acabamos de decir apenas si sitúa el tema de los derechos humanos, pero en modo alguno nos responde a la pregunta de qué son éstos a fin de cuentas.

¿En qué pensaban, por ejemplo, los llamados "padres fundadores" en Norteamérica cuando escribieron en la declaración de independencia de los Estados Unidos, en 1776, que los hombres nacen libres e iguales en dignidad y en derechos; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalie­nables; que entre tales derechos se encuentran la vida, la libertad y la bús­queda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consenti­miento de los gobernados; y que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios el pueblo tiene el derecho de refor­marla o aboliría e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos prin­cipios?

¿A qué querían referise, por otra parte, los redactores de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, en su idea del asunto, cuando en París, en el mes de agosto de 1789, hablaron, precisamente de eso: los de­rechos del hombre y del ciudadanos?

¿De qué hablamos nosotros, doscientos años más tarde, cuando habla­mos, igual que ellos, de derechos del hombre o'de derechos humanos?

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¿Se habla exactamente de lo mismo cuando se utilizan, indistintamente, expresiones tales como "derechos del hombre", "derechos humanos", "dere­chos fundamentales", "derechos naturales", "derechos morales", "libertades públicas", "garantías constitucionales"?

¿Qué son, a fin de cuentas, los derechos humanos y cuál es la deno­minación que más les conviene?

¿Somos suficientemente conscientes de que cuando hablamos de dere­chos humanos nos estamos refiriendo casi siempre a una realidad bastante heterogénea en la que concurren auténticos derechos en sentido subjetivo, pero también libertades, principios generales del derecho, bienes e incluso aspiraciones colectivas que demandan, para su más pronta y eficaz concreción, de determinadas políticas económicas y sociales a ser definidas e implemen-tadas desde los gobiernos?

¿Somos a la vez conscientes de que los valores que inspiran algunos de los llamados derechos humanos pueden, en un cierto punto, colisionar con los que, por su parte, inspiran a otros de esos mismos derechos, como parece ocurrir, por ejemplo, entre los valores de la libertad, por un lado, y de la igualdad y la solidaridad, por el otro?

¿Convienen a los derechos humanos las características de universales, absolutos e inalienables que habitualmente se les adjudican, o sea, puede real­mente afirmarse que estos derechos adscriben a todos los individuos sin ex­cepción; que, además, no pueden ellos ser desplazados de forma tal que nunca pueda infringírselos justificadamente; y que, por último, se trata de derechos que no pueden ser renunciados por sus titulares?

¿Qué tipo de justificación o de fundamentación tiene esta clase de de­rechos, esto es, virtud de qué puede decirse que los derechos humanos existen efectivamente y que su reconocimiento, protección y garantía constituyen exi­gencias perentorias e insoslayables?

¿Son los derechos humanos derechos naturales, derechos morales o —meramente— derechos históricos?

¿Tenemos derechos humanos, porque el derecho positivo, esto es, el derecho puesto y producido por actos de voluntad humana, los consagra como tales en tratados internacionales y textos constitucionales, o bien porque ellos derivan de exigencias de orden ético o de un posible derecho natural?

¿Por qué junto a la causa de los derechos humanos, que tanto prestigio otorga a quienes la abrazan y por la que tantos, a la vez, han dado literal­mente sus vidas, se uscitan expresiones de célebres y acreditados filósofos y pensadores que, sin querer ciertamente atentar contra los valores que hay

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detrás de los derechos humanos, han caHficado la idea de éstos como "un disparate en zancos", o sea, un disparate muy notorio, muy visible, o como "delirios del fanatismo racionalista", o como "las prerrogativas de la burguesía victoriosa del siglo xviii", o como algo irreal e incluso indecente, o, finalmente, como un mito, o sea como una "mágica palabra intocable y sagrada que todo el mundo adora y de la que nadie puede hoy decirnos su estricto significado"?

He ahí un conjunto ciertamente limitado de preguntas, pero que nos ponen de frente a un vasto conjunto de problemas de suyo arduos, complejos y nada fáciles de resolver, como son, por ejemplo, los relativos al nombre o denominación de los derechos humanos, a su origen en los inicios de la modernidad y su desarrollo posterior hasta nuestros días, a su concepto o definición, a su fundamentación, a sus características y a las contrapuestas reacciones que provoca el tema de los derechos humanos, el que, a sus evi­dentes dificultades de índole teórica, suma el poseer una también indudable dimensión de carácter emocional.

7. Excedería los límites razonables que debe tener esta ponencia, y también por cierto mis posibilidades, cualquier intento por responder a todas esas preguntas, acaso ellas tuvieran propiamente una respuesta.

Sólo para colaborar ante ustedes a orientarnos mínimamente en la com­plejidad de tales preguntas diré, por último, sólo algunas palabras acerca de dos procesos bastante visibles que, entre otros, han vivido los llamados de­rechos humanos desde la modernidad hasta nuestros días.

Esos procesos son los de la positivación e intemacionalización de tales derechos.

8. Por positivación de los derechos humanos, en primer lugar, se en­tiende el proceso en virtud del cual esta clase de derechos, al margen del debate filosófico acerca de si son derechos naturales, derechos morales o derechos meramente históricos, se han ido incorporando al derecho positivo interno de los Estados, especialmente a través de las Constituciones Políticas de éstos, lo cual ha venido a suministrar a los derechos humanos una base jurídica de sustentación objetiva que, junto con hacerlos más ciertos, favorece también su mayor efectividad.

Este proceso comienza propiamente en los siglos xvii y xviii, y se de­sarrolla fuertemente en los dos siglos siguientes, hasta el punto de que hoy todos los estados democráticos consagran los derechos fundamentales en un capítulo normalmente destacado de su ley constitucional, como también en otras clases de leyes que desarrollan luego los preceptos constitucionales sobre la materia.

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Anteriores o no al derecho positivo, esto es, al derecho creado o pro­ducido por actos de voluntad del hombre más o menos deliberados y cons­cientes, según los casos; superiores o no a ese mismo derecho positivo; con­figurados o no, antes que en el derecho positivo, en algún posible derecho natural o en exigencias éticas que se estimen insoslayables, lo cierto es que, como producto del proceso que estamos analizando, los derechos humanos se han incorporado hoy a buena parte del derecho de los Estados, lo cual, junto al proceso de internacionalización de estos mismos derechos —al que nos vamos a referir más adelante— permite hoy que podamos hablar con propie­dad de un auténtico derecho positivo de los derechos humanos.

Por su parte, el proceso de internacionalización de los derechos huma­nos, propio del siglo actual, es aquel en virtud del cual esta misma clase de derechos, en cuanto a su reconocimiento y protección, supera el ámbito de los derechos internos o nacionales y pasan a incorporarse, primero a través de declaraciones y luego a través de pactos y de tratados, a lo que podríamos llamar el derecho positivo internacional de los derechos humanos.

Esta internacionalización de los derechos humanos es primero mera­mente declarativa —como ocurre con la Declaración Universal de 1948— y luego vinculante, a través, como se dijo, de pactos y tratados, como son, por ejemplo, los de 1966, también de la Organización de las Naciones Unidas, sobre derechos civiles y políticos —uno de ellos— y sobre derechos econó­micos, sociales y culturales, el otro.

Pero este llamado proceso de internacionalización de los derechos hu­manos tiene, en verdad, dos caras; por una parte, está lo ya dicho en cuanto a que estos derechos pasan a ser reconocidos por números importantes de Estados, valiéndose para ello de textos políticos y jurídicos, tales como decla­raciones, tratados y pactos internacionales. Pero este proceso de internacio­nalización se manifiesta también, como consecuencia de lo anterior, en la convicción, incorporada, se podría decir, a la conciencia común de la huma­nidad en nuestro tiempo, de que la situación de los derechos humanos al interior de los Estados, y sobre todo los atentados y las violaciones a esta clase de derechos, no son ya una mera cuestión interna o doméstica de cada Estado en particular, sino —como dice Pérez Luño— "un problema de re­levancia internacional". Es por esto último, precisamente, que entidades in­ternacionales como la Organización de las Naciones Unidas vigilan e informan constantemente acerca de la situación de los derechos humanos en los distin­tos países, resultando por lo mismo evasivas y poco convincentes las protestas que en nombre de la soberanía y del principio de no intervención en los

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asuntos internos levantan los gobiernos declarados reos de tales atentados y violaciones por la comunidad internacional. Sencillamente, estos atenta­dos y violaciones, sobre todo cuando provienen de los mismos gobiernos y tienen un carácter organizado y sistemático, no son ni pueden ser vistas como un simple asunto interno de los Estados que pueda ser legítimamente sus­traído a la atención, interés y condena internacionales.

A mayor abundamiento, la internacionalización de los derechos huma­nos se muestra hoy en una tercera dimensión, a saber, la de la incorporación de los tratados de derechos humanos al derecho interno de los Estados, como consecuencia ya de la superioridad que se reconozca al derecho internacional sobre los derechos nacionales, o, simplemente, de la circunstancia de que estos últimos, como hace el artículo 5 de la Constitución Política de la Re­pública de Chile, declaran que es deber de los órganos del Estado respetar y promover los derechos humanos que estén garantizados por la propia Cons­titución o por los tratados internacionales, ratificados por el Estado de que se trate, abriendo así a los órganos estatales, y en particular a la judicatura, insospechadas posibilidades de directa aplicación de las normas de ese de­recho internacional de los derechos del hombre.

9. Bien puede afirmarse, en consecuencia, que los dos procesos antes señalados, si bien se mueven en distintos planos y se desarrollan en diversos momentos históricos, son, en verdad, uno solo, esto es, constituyen ambos un proceso de positivación de los derechos humanos, o sea, de incorporación de éstos al derecho positivo, primero de carácter nacional o interno y luego de carácter internacional, entendiéndose por derecho positivo, desde luego, el derecho puesto o formado por actos del hombre, más o menos deliberados y conscientes según los casos, que se expresa, en consecuencia, en esas bases de sustentación objetiva, y, por tanto, identificables como tales, que llamamos comúnmente fuentes del derecho (constituciones, leyes, tratados, etc.).

Este doble proceso, pues, de positivación de los derechos humanos —primero a través de los derechos nacionales y luego a través del derecho internacional— permite iluminar mejor los problemas mencionados a propó­sito de las preguntas que fueron indicadas antes en esta ponencia y propor­ciona posiblemente algunas señales interesantes acerca del mejor modo de encararlas y de avanzar en determinados acuerdos sobre ciertas maneras de zanjarlos que resulten a su vez más plausibles que otras.

Dicho de otra manera: quizás no sea del todo posible llegar a un acuer­do perfectamente consumado acerca de cada uno de los problemas a que tales preguntas se refieren —de hecho no lo es—; pero un rastreo acerca de

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cuál ha sido hasta hoy lo que podríamos llamar el comportamiento de los derechos humanos en cuanto a su incorporación efectiva y reconocible al derecho positivo, puede constituir un camino presumiblemente fértil que, una vez transitado, podrá conseguir cuando menos mitigar esa honda perplejidad en que se sume uno al enfrentar tales preguntas y problemas.

10. La base que proporciona hoy el derecho positivo a los llamados derechos humanos no nos responde a la cuestión de qué son éstos, pero sí a la de cuáles son. No resuelve tampoco la discusión en punto a la fundamen-tación de esta clase de derechos, pero permite argumentar a su favor desde una cierta realidad —la del propio derecho positivo— que todos pueden re­conocer y admitir. Dicha base, por último, tampoco dis'uelve la paradoja —por el contrario, la refuerza— de que los derechos humanos hayan aparecido históricamente como "derechos naturales", pero, a la vez, resulta evidente que ella produce mejores resultados en cuanto a la eficacia de las reclama­ciones en favor de la garantía y protección de tales derechos.

Por último, permítanme insistir en esa paradoja: los derechos humanos, bajo esta misma denominación u otras equivalentes, aparecieron histórica­mente hace poco más de dos siglos, en los inicios de la modernidad, como derechos naturales, esto es, como derechos anteriores y superiores a los de­rechos positivos dotados de realidad histórica. Sin embargo, el doble proceso de positivación antes mencionado desplazó a esta clase de derechos del reino de los solos valores hacia, precisamente, las normas del derecho positivo, tanto nacional como internacional, proporcionándoles de este modo una base de sustentación objetiva que permite una mejor identificación de los derechos humanos y una mayor eficacia de las reclamaciones en favor de su garantía y protección.

No es poco, en consecuencia, lo que los derechos humanos han ganado con su incorporación al derecho positivo, sin perjuicio, por cierto, de que se mantengan todavía en pie muchas interrogantes acerca de tales derechos y que el proceso de positivación de éstos no puede ni pretende tampoco res­ponder por sí solo.

BIBLIOGRAFÍA

DE LUBAC: Estudios, 1947, citado por Rogers Garaudy, La Moral Marxista, Austral, Santiago, 1964.

GONZÁLEZ PÉREZ, Jesús: La Dignidad de la Persona, Civitas, Madrid, 1968. MACHADO, Antonio: Juan de Mairena, Alianza Editorial, Madrid, 1981. PECES-BARBA, Gregorio, y otros: Derecho Positivo de los Derechos Humanos, Edi­

torial Debate, Madrid, 1987.

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PECES-BARBA, Gregorio: "Sobre el puesto de la historia en el concepto de los derechos fundamentales", en Escritos sobre derechos fundamentales, Eudema, Madrid, 1988.

PEREZ-LUÑO, Antonio: Los Derechos Fundamentales, Tecnos, Madrid, 1988. ROBLES, Gregorio: "La idea de los derechos humanos como representación mítico-

simbólica", en Epistemología y Derecho, Pirámide, Madrid, 1982. SAN AGUSTÍN; loannis Evangelium Tractatus, 23, 6, citado por González Pérez, Jesús,

La Dignidad de la persona, cit.

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EL DERECHO: LA RAZÓN DE LA FUERZA Y LA FUERZA DE LA RAZÓN *

Elias Díaz Catedrático de Filosofía del Derecho

de la Universidad Autónoma de Madrid

1. FUERZAS SOCIALES Y NORMAS JURÍDICAS

A ética tiene no poco que ver con el Derecho: no vale lo mismo, ni vale para lo mismo, uno u otro Derecho válido según sea (y/o según sea considerado) justo o injusto; Derecho y ética no se confunden, no se deben confundir, pero tampoco tienen que

aislarse e incomunicarse entre sí. A su vez, la legitimidad y la legitimación, la ilegitimidad y la deslegitimación, la mayor o menor fundamentación y efi­cacia del sistema, por supuesto que influyen poderosamente sobre la legalidad, sobre la (relativa) autónoma validez del ordenamiento jurídico positivo'.

* Estas páginas son una primera versión del Capítulo segundo de mi libro Curso de Filosofía del Derecho, actualmente en fase de preparación y redacción.

' Para estos conceptos básicos y su entendimiento en relación con el Derecho puede tomarse como referencia mi libro Saciólo^ y Filosofía del Derecho, Madrid, Taurus, 1971 (2.' ed., con reimpresiones posteriores, 1980).

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Pero desde luego que, por la otra banda y más internamente, la fuerza también tiene no poco, es decir mucho, que ver con el Derecho. Jurídicamente se puede obligar por la fuerza a que alguien respete, y que restaure y com­pense en caso de negación, los derechos y libertades de los demás: es la fuerza actuando para hacer valer el Derecho. Aparece, pues, como Derecho, es Derecho, aquel conjunto de normas cuyo cumplimiento puede hacerse efec­tivo incluso por la fuerza; aquellas normas que —en cuanto sistema— logran hacerse obedecer en un grupo social, teniendo tras de sí la fuerza de la coacción-sanción formalizada e institucionalizada. No todas las especies de normas tienen tras de sí esa fuerza (algunas ni lo pretenden); resulta ser, por tanto, Derecho, se impone como tal, aquel que tiene fuerza para ello: sin fuerza no hay Derecho; sin fuerza que lo respalde, un ordenamiento no tiene propiamente carácter jurídico I

Pero esto no quita, en modo alguno, que esa fuerza pueda ser justa, más o menos justa, que pueda estar justificada, es decir que además de fuerza física tenga fuerza moral. No obstante, aunque sea (considerada) injusta será Derecho, si bien es cierto que las mismas exigencias de funcionalidad y de eficacia, también las de mínima coherencia lógica del sistema, impondrán siempre límites internos, "estructurales" y de objetividad, a- la omnímoda ar­bitrariedad absolutamente caótica e incontrolada de la hipotética fuerza bruta que en una cierta circunstancia histórica haya logrado imponerse y hacerse valer como Derecho.

Asumido lo anterior, es verdad —y así se comprueba ayer y hoy em­píricamente— que el Derecho no puede existir sin la fuerza —era Ihering quien decía que "el Derecho sin la fuerza es una palabra vacía", que "el Derecho no es una idea lógica, sino una idea de fuerza'"— y que incluso, cabría aducir, en amplia medida es ella quien viene a identificarlo como tal: en efecto, difícilmente podríamos reconocer y definir (al menos hoy) como normas jurídicas a aquellas que, violadas, carecieran de toda previsión y po­sibilidad de acceso a las instituciones administrativas o judiciales encargadas de hacer respetar, sancionar, corregir o reintegrar, incluso con la fuerza, el orden o el Derecho conculcados.

^ Sobre este siempre constante problema de la filosofía jurídica, y entre la abundantísima bibliografía sobre él, reenvío aquí como más orientador para estas páginas al trabajo de Norberto BOBBIO: Diritto e forza (de 1965), recogido ahora en castellano en su Contribución a la Teoría del Derecho (edición a cargo de Alfonso Ruiz Miguel), Madrid, Editorial Debate, 1990, pp. 325-338.

' Rudolf VON IHERING: La lucha por el Derecho, versión española de Adolfo Posada, con un prólogo de Leopoldo Alas (Clarín), Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1921, pp. 3 y ss.

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Pero el Derecho que es fuerza, que se define por esa fuerza, es a su vez, y enseguida, regulación del uso de la fuerza: autorregulación, si se quiere; fuerza que regula y delimita el uso de la fuerza. Y esta segunda perspectiva tiende incluso a sustituir y a disminuir, en gran parte, a la primera como concepción prevalente sobre el Derecho en algunas importantes posiciones —como las de Kelsen, Olivecrona y Ross, señala, por ejemplo. Lumia, disin­tiendo yo algo en lo que se refiere al primero—, para los cuales "el Derecho no es tanto un conjunto de normas reforzadas por la amenaza del uso de la fuerza como el conjunto de las normas que regulan el uso de la fuerza": es decir, la fuerza no sería ya "el instrumento usado, o simplemente esgrimido, para asegurar la observancia de las normas jurídicas, sino que ella misma constituye el objeto de la reglamentación jurídica, la cual, precisamente, no tendría más función que la de establecer las condiciones de legalidad del uso de la fuerza, designando a los sujetos a los que se pide que la apliquen, y determinando los casos y modalidades en los que puede utilizarse"". En el esquema de las normas primarias y secundarias de Hart, y dentro de estas últimas (de las de segundo grado, normas sobre normas), cumplirían especí­ficamente semejante función las denominadas normas de adjudicación o de aplicación, aunque cabría señalar que menos directamente también las normas de reconocimiento y de cambio se referirían de otro modo a esa misma re­gulación del uso de la fuerza'.

Caracterizada de modo muy fundamental al Derecho, es indudable regular y delimitar el uso de la fuerza, determinar las graduaciones, condiciones y or­ganizaciones en y para la aplicación coactiva de las normas. Esto es algo propio y privativo suyo: sin ello no habría Derecho, sino otra cosa, ética, reglas del trato social o buenos consejos para actuar. Para el grupo social resulta total­mente insuficiente, e impropio del sistema jurídico en su conjunto (visto como totalidad), establecer derechos y deberes — normas primarias— sin decir nada sobre quién y cómo está encargado de velar, incluso utilizando la fuerza —nor­mas secundarias—, para que de un modo u otro esos derechos y deberes sean jurídicamente relevantes, efectivamente protegidos. Pero por supuesto que sin normas primarias, las secundarias carecerían de todo sentido: serían una orga­nización para (la) nada. Pensando así, unidas ambas, también las normas primarias tienen que ver con la regulación del uso de la fuerza (proporcio­nan el contenido) y las normas secundarias con la implantación de derechos y deberes.

* Giuseppe LUMIA: Principios de Teoría e ideólo^ del Derecho, versión castellana de Alfonso Ruiz Miguel, Madrid, Editorial Debate, 1973, p. 19.

' H. L. A. HART: The concept of Law, Oxford, Clarendon Press, 1961, pp. 77 y ss.

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Entendido, pues, el ordenamiento jurídico (Hart) como conjunción de normas primarias y secundarias, y avanzando —creo— hacia el centro de la cuestión, me parece necesario hacer observar aquí, y con ello recupero tam­bién la primera mencionada básica perspectiva, que sólo puede regular el uso de la fuerza quien, previamente, tiene fuerza para ello: en cualquier ámbito o marco de actuación, pretender regular la fuerza sin tener a su vez fuerza puede resultar algo incluso edificante y meritorio, pero también patético y, en ciertas malas condiciones, hasta ridículo. El Derecho regula el uso de la fuerza precisamente porque tiene fuerza para ello, porque alguien (el grupo social) lo ha constituido así, porque por ello es un sistema normativo coactivo. El Derecho es, además de ética (alguna ética), fuerza que regula el uso de la fuerza; la simbología de la Justicia —advierte Ihering— "que sostiene en una mano la balanza donde pesa el derecho, sostiene en la otra la espada que sirve para hacerse efectivo".

La sociedad, el grupo, es quien se autoconstituye de ese modo, quien a través del denominado poder constituyente y luego a través fundamental­mente del Estado (hoy también desde las instituciones de las comunidades transnacionales) crea el Derecho, las normas jurídicas. La fuerza, pues, radica en última instancia en el grupo social; es hacia aquí, evitando el aislamiento del Derecho, hacia donde se pretendía avanzar en estas reflexiones: aquél, el grupo, es quien atribuye y traspasa esa fuerza al Derecho, quien así lo define, con objeto de organizar de un modo u otro tal grupo y de resolver los con­flictos que en él puedan surgir, regulando comportamientos individuales y relaciones sociales siempre con esa posibilidad de la fuerza, de la coacción-sanción, operando detrás. La fuerza está también, pues, en el origen del Derecho, en la misma sociedad.

No es quizá del todo inútil hacer observar que ese origen del Derecho, esa producción social (estatal) de las normas jurídicas no es, en modo alguno, ni siquiera tampoco en los sistemas más democráticos, un resultado siempre armónico y que de verdad proceda por igual, y en igual libertad, de todos y cada uno de los miembros del cuerpo social. Aunque ése sea y deba ser el objetivo final —de libertad y de igualdad—, las cosas en la realidad son (todavía) algo diferentes. Por eso suele insistirse en que la peor ideología jurídica es aquella que pretende enmascarar ese origen desigual del Derecho, incluso identificándolo y haciéndolo coincidir sin más con algún denominado "espíritu popular", emanación de una pretendida entificación mística de la total comunidad, encarnada después, por lo general (y sin libertad para nadie más), en la figura carismática de un jefe supremo político o espiritual. Pero

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aun obviando tales ideologías totalitarias y fundamentalistas, habrá siempre que insistir —en un plano más inmediato— en que el Derecho es producto y expresión de relaciones de fuerza, que regula después relaciones de fuerza y que lo hace reintroduciendo, no mecánicamente, sino con decisivas media­ciones, unos u otros, mayores o menores, ingredientes de fuerza, tanto en su contenido como en sus concretas resoluciones'.

La fuerza está así en el origen social del Derecho y, como no podría por menos de ser, también está presente en sus resultados: tanto en los inputs (leyes y casos) como en los outputs (resoluciones y sentencias), podríamos decir al hablar hoy de una no neutra y tan complicada y atascada "máquina de la Justicia", que adolece quizás de muy excesivos y no siempre justificados inputs (abuso sobre todo de casos, aunque tal vez también de legislación poco meditada) con grave perjuicio, claro está, para la cantidad y la calidad de los outputs; a propósito de esto no se olvide tampoco que puede abusar más del Derecho, y de su capacidad sin fin para litigar, quien precisamente más fuer­zas de todo tipo tiene. La resolución pacífica de los conflictos en que consiste el Derecho y esa "máquina de la Justicia" no deja de ser por ello una tarea en que tanto a nivel institucional como social la fuerza esté para nada au­sente. Puede no gustar, pero es verdad que en todo el iter del Derecho, desde su producción hasta su aplicación, tanto en su forma como en su contenido, la fuerza está siempre presente.

2. LA LEY DEL MAS FUERTE

La relación de la fuerza con el Derecho podría, pues, descomponerse para su análisis en las cuatro siguientes dimensiones, las dos primeras de orden más interno o institucional, las dos últimas de orden más extemo o social (ambos niveles, con esa calificación convencional, sin escisión o ruptura alguna entre sí): a), por el modo en que imperan, las normas jurídicas son normas coactivas, se pueden imponer por la fuerza; b), por la función de organización y seguridad (de reaseguramiento) que se pide al Derecho y que inexorablemente tiene en algún grado que cumplir, función que se refleja en la estructura del sistema, las normas jurídicas son normas que regulan el uso de la fuerza; c), por el origen del que proceden, las normas jurídicas son expresión de unas u otras relaciones sociales de fuerza; d), por su contenido y, desde ahí, en su aplicación, las normas

' Una muy específica constatación e importante teorización de todo ello en la obra precisamente de uno de los padres fundadores de la Sociología jurídica, puede encontrarse en el incisivo libro de Luis RODRÍGUEZ ZUÑIGA: Para una lectura crítica de Durkheim, Madrid, Akal Editor, 1978.

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jurídicas permiten resoluciones concretas e impulsan organizaciones sociales don­de la fuerza, en mayor o menor medida (y esto no es, en modo alguno, indi­ferente), sigue ocupando posiciones de gran preponderancia, en las cuales —como puede ocurrir asimismo en los momentos o dimensiones anteriores— se rebaja o se prescinde del necesario contraste con la ética y la justicia.

Concluyendo, como punto a su vez de partida: quien tiene fuerza (a) para regular el uso de fuerza (b) es quien la recibe de unas u otras fuerzas de la sociedad (c) para a su vez regular, desde ese no mecánico ni determinista condicionamiento, unas u otras relaciones sociales de fuerza (d). Por muchas reservas y prudencias que puedan y deban introducirse al insistir en esa conexión de fondo (y de forma) entre el Derecho y la fuerza, siempre tendrán algo a su favor este tipo de concepciones o teorías de base más realista, empírica o his-tórico-sociológica: poner explícitamente de manifiesto con menores ocultaciones ideológicas, frente a visiones más "espiritualistas" o "idealistas" y sin impedir de ningún modo la crítica a lo empírico o a lo histórico, que el Derecho es una creación humana, una producción social, que tiene que ver sobre todo con intereses, conflictos, enfrentamientos, luchas, fuerzas reales y efectivas.

Se dirá que todo es pura obviedad para los profesionales, operadores jurídicos, y hasta para el ciudadano normal, en modo alguno ignorante de esas dependencias y conexiones. Pero después con frecuencia todo ello se difumina o se oculta consciente o inconsciente en la teoría, en algunas teorías y filosofías, con reducción del conflicto al caso y a la sentencia o, lo que es peor, con fáciles e interesados exordios apriorísticos sobre la sublimidad del Derecho y la excelsitud de la Justicia, confundiendo en todo momento el ser y el deber ser, dando además de éste una visión, desde ahí, necesariamente distorsionada. Y suele argüirse con lamentos desde estas últimas posiciones, tal vez olvidando incluso que —como dentro del orden, señalará el mismo Heck en línea con Ihering— el Derecho es "la diagonal de las fuerzas de una serie de intereses en lucha": si las cosas se muestran así, estamos entonces en el riesgo de rebajar el Derecho a mera fuerza —se aduce— pudiendo llegar a identificarlo, sin más, con la ley (o voluntad, se simplifica otra vez) del más fuerte. Hay, no obstante, otras muy distintas concepciones más críticas o pro­vocativas que de manera ya directa denuncian tal hecho: que el Derecho, se quiera o no y dadas las condiciones sociales objetivas, es precisamente esa ley (o voluntad) de explotación y dominación que —se exige— habrá que superar y que, transformado aquellas, podrá llegar a extinguirse y desaparecer'.

' Sobre la atribución con sentido reduccionista de esas posiciones a Marx y la crítica a esa exclusivista interpretación tradicional de su obra, reenvió a mi libro De la maldad estatal y la soberanía popular, Madrid, Editorial Debate, 1984, cap. III, "Marx y la teoría marxiana del Derecho y del Estado" (pp. 149-218).

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¿Qué decir hoy, aquí y ahora, acerca de esta tan debatida y compro­metida relación entre el Derecho y las designadas como ley (o voluntad) del más fuerte? Por de pronto que el Derecho es, desde luego, fuerza y fuerza poderosa, pero que también es legitimación (social), mayor o menor, y alguna —más o menos justa o injusta— alegada legitimidad (legalizada). Con la fuer­za, y el engaño, se pueden también lograr legitimaciones, y hasta legitimidades incorporadas a la legalidad y/o a la sociedad y/o al propio individuo, pero con éstas también se puede influir sobre las fuerzas sociales que están tras un determinado ordenamiento jurídico. Definir, por tanto, el Derecho como la ley del más fuerte puede no significar mucho, puede no significar nada, si no se excluye (y no se debe excluir, al menos como modelo) que, por ejemplo, "el más fuerte" pudiera ser más bien toda la sociedad en su conjunto: que sea fuerte, bien vertebrada y consciente, la entera sociedad civil y política con, además, pleno respeto a los derechos de mayorías y minorías en ejercicio libre del consenso racional y del sufragio universal. La progresiva aproxima­ción, pues, a tal modelo (democrático) permitiría superar el inicial y espon­táneo rechazo que suscita esa definición del Derecho como ley del más fuerte: si la sociedad, en libertad, es fuerte, lo más fuerte, frente a individuos po­derosos y grupos oligárquicos, el Derecho que proceda de ella, del más fuerte, puede ser a su vez el más legítimo y, en principio, hasta el más justo.

Convengo, no obstante, en que cuando se habla de ese riesgo de reducir el Derecho a la ley del más fuerte, por lo general no se alude con tal ex­presión a esa modélica situación. Suele utilizarse aquélla, o la de voluntad del más fuerte, en referencia más bien a otras mucho menos envidiables, pero muy reales situaciones en que esa fuerza prepotente y dominante es, preci­samente, la de minorías poderosas que logran alzarse así con el control del Derecho, incluso en el momento de su creación o, después —diciendo o no las leyes fundamentales lo contrario, es decir, estableciendo o no, como prin­cipio, la regla de la igualdad—, en el momento de su aplicación y realización. Resultaría de ese modo que, a pesar de lo establecido en la Constitución, de hecho y de Derecho (sirviéndose de las leyes ordinarias y de otras normas de rango inferior no claramente anticonstitucionales) tales minorías con la fuerza del más fuerte vendrían a seí, a la postre, quienes lograrían orientar y derivar el ordenamiento jurídico hacia su muy prevalente y no justo bene­ficio. A esto es a lo que suele aludirse —y no necesariamente a actuar en flagrante violación de las leyes— cuando se habla de esa visión (y/o consta­tación) del Derecho como ley del más fuerte. Y si esto puede decirse de los Derechos positivos nacionales, aún con mayor fundamento viene con frecuen-

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cia aducido respecto de la situación y efectivo funcionamiento del orden ju­rídico internacional.

La pregunta es: ¿no llamaríamos, no llamamos, en efecto, Derecho a un sistema jurídico en el que —a través de ésos u otros procedimientos de no ilegalidad— esas minorías fuertes logran controlar en su provecho y en muy amplia medida, mayor o menor, tanto la creación como la efectiva apli­cación del mismo? Me parece absolutamente indudable que eso es lo que todos hacemos. Y apurando más, ¿no consideramos, no hemos considerado —y no hace tanto tiempo— como Derecho situaciones aún mucho peores, aquí o allá, donde directamente las leyes las creaban esas poderosas oligar­quías, sin la menor participación democrática de ningún tipo, donde en re­lación con libertades básicas y derechos fundamentales la arbitrariedad e irresponsabilidad del poder, así como la ilegalidad consentida para algunos eran moneda corriente en, precisamente, beneficio casi exclusivo de los más fuertes, que lo eran por las armas y/o la economía? Algunos, aquí y entonces, las juagábamos injustas (las tales leyes), pero todos, o casi todos, y entre ellos muy ilustres juristas y jueces, amén de, antes que nadie, los más contumaces iusnaturalistas, las consideraban como verdadero y auténtico Derecho (los últimos dirían, claro está, que era Derecho precisamente porque era justo ese Derecho no democrático). Téngase muy presente —es lo que aquí quería destacar— que a esas situaciones, y a otras no tan claramente rechazables, son a las que por lo general aluden quienes definen el Derecho como la ley (y/o voluntad) del más fuerte.

Habría que advertir con todo a quienes gusten de utilizar, a favor o en contra, semejante definición —y los usos de ella son, en efecto, de muy diversa e incluso opuesta significación— que dos puntualizaciones seguidas de una importante conclusión son, a mi juicio, perfectamente pertinentes y hasta necesarias de establecer.

La primera para remarcar que, en ella, los términos "ley" y, mucho más aún, "voluntad" tienen, desde luego, que venir siempre conectados, para un entendimiento más pleno y profundo del Derecho, a la realidad social (e histórica) en que tales voluntades y leyes surgen, actúan y se crean. Las voluntades no son omnipotentes e incondicionadas; también dependen de las circunstancias económicas, culturales, etc., así como de las fuerzas objetivas que operan en un determinado grupo social: respecto del Derecho cuentan, desde luego, las voluntades políticas, pero también, tanto o más, y siempre en interrelación, las condiciones de la realidad social. Actuar o no según la "lógica del capital" no es, desde luego, sólo cuestión de voluntad. Tanto la

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teoría de la voluntad (Savigny) como la del interés (Ihering), que corregía y mejoraba aquélla en la explicación del derecho subjetivo, deben ser ambas integradas y transformadas también para comprender mejor el Derecho ob­jetivo sin reducirlo a voluntades ficticiamente aisladas de un contexto social que, por lo demás, resulte acríticamente no cuestionado. El Derecho, sus leyes, sus fuerzas, se refieren siempre a condiciones sociales objetivas, a unos u otros intereses concretos; no considerar críticamente esas condiciones, esos intereses, no introducir la dimensión valorativa, de legitiníidad y justificación significa aceptar sin más como fija e irremediable, implícitamente como justa, esa empírica determinación social. Se trata, pues, de no olvidar la interrela-ción que bien pudiera llamarse dialéctica entre (diciéndolo con otro lenguaje) formación económico-social y morfología jurídico-política, pero a su vez po­niendo siempre críticamente en cuestión a ambas desde los postulados de la razón práctica, es decir desde precisamente una perspectiva ética y de teoría de la justicia.

La segunda advertencia se refiere ya a la segunda parte de la pretendida definición: sobre ella, y en todo caso, al hablar hoy del más fuerte, bien a escala nacional, bien incluso en relación con el orden jurídico internacional, habrá siempre que evitar —ésta fue y es mi opinión— todo riesgo de recaída repetitiva en una dualista y esencialista esquematización de la vieja lucha de clases, en un simplista y reduccionista modelo de dominantes y dominados vistos éstos como bloques perfectamente uniformes y homogéneos en su in­terior, absolutamente predeterminados además en su relación externa unidi­reccional. La pluralidad, diversidad y complejidad de los conflictos de hege­monía, entre los primeros, la capacidad efectiva de rechazo y respuesta desde los segundos, las numerosas instancias de mediación y comunicación entre unos y otros, son algunas de las dimensiones que gratuitamente se obvian desde aquella dualista y simplificatoria explicación. Con todo esto estoy avan­zando, por supuesto, que el Derecho ha sido y es instrumento de opresión, pero también ha sido y es —y debe ser, añadiría yo— factor de liberación, cumpliendo una función de cambio social desde perspectivas de mayor liber­tad e igualdad.

La discusión sobre el Derecho como ley (o voluntad) del más fuerte reenvía, pues, y no me parece que tal cosa deba en modo alguno considerarse como carente de interés (tampoco por y para juristas formalistas o iusfilósofos analíticos), a necesarias investigaciones de carácter sociológico acerca del ori­gen y componente real de un determinado ordenamiento jurídico, así como de sus consecuencias y resultados efectivos en una concreta sociedad. Tales

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indagaciones sobre, digamos, el contexto social del Derecho proporcionan ya información sobre el grado de legitimación, o deslegitimación, de aquél, así como sobre procesos o mecanismos para su consecución, o negación; y, desde ahí —a menos que se quieran sacralizar los hechos, cualquier tipo de he­chos— habrá ya que plantear ineludiblemente problemas (filosóficos) de le­gitimidad racional y de justificación ética. Una y otra perspectiva aportan conocimientos válidos sobre, respectivamente, quienes son los más fuertes, y los más débiles, en un grupo social con sus graduales mediaciones y plurales entrecruces de fuerzas (Sociología del Derecho), así como sobre las valora­ciones éticas y políticas que quepa hacer acerca de ellas, de sus intereses, de sus propuestas para la entera sociedad y de sus producciones de carácter normativo jurídico (Filosofía del Derecho).

Es decir —ésta era la preanunciada como importante conclusión—, que la inevitable razón de la fuerza puede y debe ser siempre enjuiciada y con­trolada desde aquella a la que todos también llamamos la fuerza de la razón, por no olvidar ni abandonar del todo los viejos quiasmos que, entre otros, veo que utiliza asimismo recientemente López Calera, con cuyas exigencias de racionalidad, moralidad y democratización como criterio" de diferenciación y valoración en líneas generales concuerdo "*; y —final de la conclusión— que los resultados de tal confrontación, sin tener que eliminarse ninguno de esos dos elementos, pueden ser más o menos divergentes, pero también más o menos convergentes: que, en tal composición, puede imponerse la fuerza, pero que debe imponerse la razón.

3. QUE LO FUERTE SEA JUSTO

El Derecho y su fuerza (coacción-sanción) pueden, pues, tener razón: así, la razón de la fuerza, de esa fuerza, sin dejar de serlo, sin dejar de ser Derecho, puede asumir e incorporar valores justos, puede convertirse —cum­pliendo ciertas condiciones— en la fuerza de la razón, de una razón para la que cabe (o no) encontrar más o menos fuertes y sólidos fundamentos de justificación.

Decía Pascal, como me recuerda continuamente mi viejo y buen amigo el profesor Gregorio Peces-Barba: "No pudiendo hacerse que lo justo sea

" Nicolás M." LÓPEZ CALERA: Derecho y poder ¿La razón de la fuerza o la fuerza de la razón?, discurso de ingreso a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Granada, 199L Como se ve, López Calera plantea la relación fuerza-razón en forma más bien disyuntiva, mientras que yo lo hago en términos de conjunción copulativa y sin prescindir de ninguno de los dos.

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fuerte se ha hecho que lo fuerte sea justo."' Me parece que aquí radica justamente la cuestión: en lograr que lo justo sea fuerte, en lograr que lo justo encuentre fuerza, frente a lo injusto, para hacerse real y por de pronto legal. Ahora bien, está demostrado, y la historia, en efecto, aporta suficientes pruebas sobre ello, que no toda fuerza, si se quiere, que no todo Derecho sirve por igual para esa realización de lo justo: hay, en este sentido, una coherente y profunda interrelación entre unas u otras concepciones de la justicia y unos de otros tipos de Derecho. Así pues, no se trata sólo de acogernos a un, por lo demás, necesario concepto universal de justicia, con una adhesión a priori y en abstracto hacia una determinada concepción de lo justo, como si su realización fuese a resultar factible con independencia y de manera absolutamente ajena e indiferente a toda experiencia real y posible de lo que sea el Derecho, o el Estado, o la misma sociedad, como si todo depen­diera de buscar a posteriori una fuerza cualquiera (económica, militar, política, espiritual) a quien, simplemente por ser prevalente en ese grupo social, se le encomiende sin más la implantación de tal modelo definido como justo.

Hay, como digo, una profunda y coherente, a la vez que flexible y abierta conexión, comunicación, entre unas u otras formas de Derecho (o Estado) y unas u otras propuestas de justicia. Un cierto modelo de justicia exige para su realización un cierto tipo coherente de Derecho y de Estado. La prevalencia de unas u otras fuerzas sociales, la prevalencia de un Derecho u otro, con su fuerza y coacción-sanción detrás, puede desde luego ser ve­hículo más adecuado o casi imprescindible para un modelo u otro de justicia: ciertas fuerzas, cierto Derecho impide una justicia, otras fuerzas, otro Derecho lo favorecen. Existe —pienso— una profunda relación, e interrelación, entre la meta y el camino, entre el fin y los medios, por decirlo así, entre la ética-justicia y el Derecho-fuerza (incluso en la definición de ambos). Sin ciertas vías no hay posibilidad alguna de tal fin, otras lo tergiversan continuamente y otras, en cambio, funcionan más coherentemente (sin perfeccionismos) con él. Pero el fin, a su vez, sin preocupación por los medios adecuados o, mucho peor, falseando esos medios, sería sólo idealismo bondadoso o, muchísimo peor aún, ideología perversa.

La fuerza de la razón puede pues legitimar, a no, justificar, o no, a la razón de la fuerza; la ética, la justicia, puede pues justificar, o no, al Derecho, a su fuerza. El problema ya clásico y recurrente, al menos uno de los pro­blemas es, claro está, saber y decir cómo debe ser ese Derecho para que tal ocurra, saber y quién dice además que sea la justicia. Sobre ello algo ya he

" De él, con la colaboración de Rafael DE ASÍS y Ángel LLAMAS CASCON, véase su nuevo Curso de derechos fundamentales (I), Madrid, Eudema, 1991; y en especial su cap. IV, "Fundamento y concepto: una visión integral y sus criterios" (pp. 89-98).

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escrito en otros trabajos míos'" y también algo diré en estas páginas. Aunque hoy en los sistemas democráticos por lo general la cuestión se plantea más como hipotéticos límites y crítica interna de ella que como pretexto para su total negación y sustitución por regímenes no democráticos, continúa —desde luego— teniendo plena validez la pregunta sobre el grado de intervención de la voluntad (política, mayoritaria, etc.) y —sin ruptura con ella— de la razón (ética, universal, etc.) que deba y pueda exigirse en la conformación, respec­tivamente, tanto de las normas que componen el Derecho como de los cri­terios que son propios de la justicia. Pero, dentro de ese mismo contexto actual, también tendría —creo— plena validez, en relación con lo anterior y con el tema específico de estas reflexiones (relación Derecho-fuerza), el de­bate sobre la aquí alegada posibilidad de justificación ética de la fuerza: lo cual implica diferenciar entre fuerzas y fuerzas (por ejemplo, entre la fuerza de mayorías ilustradas, exigentes con los derechos de todos, frente a la fuerza de un dictador versánico, negador de tales derechos), para intentar poder hacer, con el buen deseo sin duda de Pascal, no que lo fuerte sea a la fuerza justo, sino, justamente, que lo justo sea a la vez fuerte.

Para tal debate, como es bien sabido, disponemos desde la Grecia clá­sica, en Atenas ciudad-estado democrática (censitaria de todos modos), de dos modelos como son los de Cálleles y Trasimaco —según aparecen en los diálogos de Platón— que pueden valer como útil referencia y contraste para lo que aquí venimos tratando. Podría decirse, con todas las prudencias his-toriográficas y reservas de interpretación auténtica advertidas por prestigiosos helenistas, que ambos coinciden en las fuertes críticas al Derecho positivo, a las leyes de su tiempo (incluidas, desde luego, sobre todo en Cálleles, las democráticas), aunque llevadas a cabo desde motivaciones, razones y criterios de justicia —es lo que me interesaba destacar aquí— radicalmente distintos, opuestos más bien entre sí. Ante los dos, por separado, Sócrates "defiende —como señala Carlos García Gual— una aparente paradoja: que es mejor sufrir la injusticia que cometerla, y que el tirano no es feliz" "; éste era, en efecto, el tema de fondo allí debatido y contra esa (tan idealista y/o ideoló­gica) postura se manifestarán ahí concordes, a pesar de sus opuestas concep­ciones, los dos más realistas sofistas.

'° Además de los otros ya citados —notas (1) y (7)—, reenviaría ahora a mi último libro Etica contra política. Los intelectuales y el poder, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990; especialmente capítulo I sobre "La justificación de la democracia" (pp. 17-64).

" Carlos G A R C Í A GUAL: La Grecia antigua, en el vol. 1 de la Historia de la Teoría Política (compilación e introducción general de Femando Vallespín), Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 113 y 119, para los textos ahora y más adelante citados.

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A través de la hipotética confrontación, Calicles-Trasimaco se puede reconstruir y hacer presente tal vez la primera, en la historia, explícita y profunda discrepancia acerca del contenido de la "ley natural", acerca de lo que tendría que ser justo "según naturaleza". Para Calicles lo natural es la desigualdad: hay, por un lado, seres superiores, justos, buenos y fuertes que son minoría y hay, por otros, seres inferiores, injustos, malvados y débiles que son mayoría. Y lo que ocurre en Atenas, denuncia el antitíemócrata Calicles, es "que son los débiles y la mayoría los que imponen las leyes", y aquellos —añade— "por ser inferiores prefieren la igualdad". Frente a ello, frente a las leyes positivas democráticas (censitarias en Atenas, ya se ha dicho y que, en cualquier caso, siempre deben estar abiertas a la necesaria crítica), frente a esa mayor tendencia a la igualdad, Calicles exigirá que el potente, que por serlo es ya igual a justo, sea quien haga las leyes y tenga más que el impotente y peor, ya que —concluye— "así se determina lo justo: que el más fuerte mande y tenga más que el débil". Frente a la, para él, injusta y antinatural ética democrática, augura y amenaza apocalíptico Calicles ' : "Mas si nace un varón de gran natural, creo que, sacudiéndose todo eso, rompiéndolo y eva­diéndose de ello, pisoteando nuestras letradurias, magicadas, ensalmos y todas las antinaturales leyes, el siervo se manifestará cual nuestro señor; ahí surgió cual relámpago la justicia natural" (Platón, Gorgias, 483, b, c, d, e; 484, a).

¿Qué hay de Calicles en Platón, aunque éste siempre se identifique más con su maestro Sócrates? Suscribo lo que señala Carlos García Gual: "Sin duda, la figura de Calicles, fogoso y joven defensor de la tesis del derecho del más fuerte, grata a Nietzsche, es un aliciente más del diálogo. Tal vez, como se ha dicho, en él late algo del joven Platón, un aristócrata apasionado y reprimido luego por la filosofía. También Calicles es un adversario de la democracia como el gobierno de los más oscuros y torpes, unidos para ejercer la fuerza mediante el número, para domeñar a los individuos más nobles, audaces y leoninos." Como apunta Truyol, vinculándole asimismo con Nietzs­che lo que hay es que "Calicles confunde sin más a los fuertes con los mejores", propugnando en consecuencia —dice— "un derecho natural del más fuerte" ".

Con mayor problematismo tendríamos —a mi juicio—, y a pesar de todo, el contrapunto de Trasimaco: es verdad que no se encuentra en él una afirmación explícita de que la justicia y lo justo por naturaleza establezcan

" Cito este texto por la edición de las Obras Completas, de Platón, en la traducción de Juan David García Bacca (Universidad Central de Venezuela, 1981), tomo V, p. 140.

" Antonio TRUYOL Y SERRA: Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, 1.' ed. aumentada, Madrid, Alianza Editorial, 1982, vol. 1, pp. 115-116.

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un modelo de igualdad, sin más, entre los hombres, pero sí insiste en la contraposición —muy diferente a Cálleles— entre los fuertes e injustos, por un lado, y los sencillos y justos, por otro. Y desde ahí condena la injusticia que "gobierna —dice— a los que son de verdad sencillos y justos", subra­yando a la vez "que los gobernados realizan lo conveniente para el que es más fuerte y, sirviéndole a sí mismos. Hay que observar, candidísimo Sócrates —replica Trasimaco—, que al hombre justo le va peor en todas partes que al injusto". Y el hombre justo es para él el hombre sencillo, mientras que el injusto lo equipara al fuerte, al poderoso. Lo que Trasimaco lamenta y con­dena, además de constatar —su texto resulta claro en este sentido '"— es lo mismo que le reprocha a Sócrates: "ignoras que la justicia y lo justo es en realidad bien ajeno, conveniencia para el poderoso y gobernante, y daño pro­pio del obediente y sometido" (Platón, La República, 343, b, c, d; 344, c).

Los fuertes (en fuerza militar, política, económica o, hasta, espiritual e intelectual) pueden ser injustos; es más, quien es fuerte tiende con mayor propensión y facilidad a abusar de su fuerza; y la historia comprueba que, en efecto, con demasiada frecuencia así han sido por desgracia las cosas, incluso controlando el Derecho y hasta la misma ética, en muy amplias di­mensiones, para esos espurios fines. Por eso es precisamente tan importante exigir que la fuerza del Derecho venga utilizada para otros muchos más justos fines, haciendo sobre todo que el individuo no se encuentre perdido ante esa fuerza, sino que posea suficientes garantías de protección, defensa, seguridad y libertad, que sea de verdad la entera sociedad quien produzca y controle democráticamente ese Derecho. Desde ahí vemos también avances y progresos en y a través del Derecho en el pasado y en el presente (de otras fuerzas, se dirá) que podemos considerar como más concordes con la justicia, es decir —así la entiendo yo—, como progresiones en la vía de una mayor libertad real para todos los seres humanos, de una mayor igualdad y solidaridad. Esas fuerzas, esos fuertes, pueden y deben ser —creo— considerados más justos' si orientan sus actuaciones desde esos valores éticos y desde esos derechos humanos.

La justicia enjuicia al Derecho, la fuerza de la razón enjuicia a la razón de la fuerza. La ética, en última instancia, diferencia entre unas u otras fuerzas, justas o injustas, legítimas o ilegítimas. Y de siempre, desde los grie­gos, o desde San Agustín, a Radbruch así se han tratado de diferenciar los mandatos del Derecho y del Estado de —suele decirse— las órdenes del jefe

'" Cito por la edición de La República, de Platón, según la traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp. 85-87.

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de una cuadrilla de malhechores y de una banda de ladrones; lo cual (ano­temos entre paréntesis), por mucha complejidad funcional, organizativa y has­ta ideológica que actualmente introduzcamos (pensemos en las que hoy tam­bién poseen ciertas mafias internacionales), es algo que desde el punto de vista de la ética obliga en mucho al Derecho y al Estado si, de verdad y con claridad, quieren evitar semejante incómoda equiparación.

Todo ello reenvía, como vemos, a la determinación de las condiciones de legitimidad y de hipotética justificación de la inevitable fuerza que es el Derecho, del poder político que se institucionaliza fundamentalmente en el Estado. Y, dejando siempre abierta la cuestión para el debate, sí concluiría sintetizando que tales condiciones y exigencias de legitimidad, que lo son por ello de carácter democrático, podrían concretarse —a mi juicio— en las dos siguientes: a), libre e igual participación de todos en la creación de las normas jurídicas y las decisiones políticas, por supuesto que admitiendo hoy los ne­cesarios mecanismos de la representación; b), adecuada garantía, protección y realización para todos de las libertades y derechos fundamentales en un contexto general de satisfacción de necesidades básicas con criterios de soli­daria redistribución del producto social. Participación, pues, en las entradas, en las decisiones, y participación en las salidas, en los resultados, serían así las condiciones ineludibles de la legitimidad democrática, de la que derivarían después coherentes propuestas concretas de carácter social e institucional, político y jurídico, aptas para hacer plenamente efectivas aquéllas.

Contando con tal legitimidad democrática y siempre con la valoración positiva de la razón (de la racionalidad) y de la libertad (de la liberación) habrá —creo— buena base para poder empezar a construir a partir de ahí una, por lo demás siempre inacabada e inacabable, teoría ética y crítica de la justicia, necesaria frente a todas las injustas e inicuas prepotencias de la fuerza. Así y sólo así es como el Derecho podrá integrar (dialécticamente) tanto la empírica razón de la fuerza ccwno la ética fuerza de la razón ' .

" Para una fructífera prolongación y profundización de todo ello, y para el necesario debate, será bueno leer, entre otros, el trabajo de Francisco J. LAPORTA: Etica y Derecho en el pensamiento contemporáneo, en el vol. 3 de la Historia de la Etica, dirigida por Victoria Camps, Barcelona, Editorial Crítica, 1989, pp. 221-295.

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LA EVOLUCIÓN DEL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS

EN LAS CONSTITUCIONES LATINOAMERICANAS

Héctor Fíx-Zamudio Investigador Emérito del Instituto

de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

I. INTRODUCCIÓN

ICon independencia del punto de vista que se sostenga en cuanto a las dos grandes corrientes sobre la relación entre el derecho internacional y el ámbito interno, es decir la concepción dualista o la unitaria, en el derecho constitucional contemporáneo es pre­

ciso plantearse el valor jerárquico que asumen los tratados internacionales y particularmente aquellos que tienen como objeto esencial la protección de los derechos humanos.

2. No existe duda de que uno de los temas esenciales de nuestra época es el relativo a los derechos humanos, cuya protección quedó reservada por muchos años al ámbito interno de los Estados; especialmente por medio de

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las declaraciones de derechos, primero los de carácter individual, y poste­riormente, los del ámbito social, materia en la cual los Constituyentes mexi­canos reunidos en Querétaro en los últimos meses de 1916 y los primeros de 1917, asumieron un papel protagónico, al iniciar el llamado "constitucionalis­mo social", que continuaron posteriormente otros ordenamientos europeos, como las Constituciones alemana de 1919 y la española republicana de 1931, entre otras.

3. Pero a partir de la segunda posguerra, debido a la amarga expe­riencia de los gobiernos totalitarios, especialmente en Alemania e Italia, sur­gió un fuerte movimiento para llevar al ámbito del derecho internacional la tutela de los propios derechos humanos, movimiento que tuvo primero su expresión, en nuestro continente con la Declaración Americana de los De­rechos y Deberes del Hombre, suscrita en Bogotá en mayo de 1948, que fue seguida por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, expedida en París el 10 de diciembre del mismo año de 1948.

4. A partir de entonces se han expedido numerosos convenios y pactos internacionales sobre derechos humanos, entre los cuales destacan, por su carácter genérico, los Pactos de las Naciones Unidas sobre. Derechos Civiles y Políticos y sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de diciembre de 1966, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos suscrita en San José, Costa Rica, en noviembre de 1969. Estos documentos han entrado en vigor debido a las numerosas ratificaciones que han recibido, entre ellas y de manera creciente, las de una gran parte de los países latinoamericanos, esto último en virtud de que varios de ellos han superado las dictaduras militares y han recuperado su constitucionalidad democrática.

5. Debido a la tendencia hacia el reconocimiento e incorporación de las normas de tratados internacionales en el derecho interno, se ha presentado en los últimos años el planteamiento de numerosas cuestiones sobre el posible conflicto entre los preceptos internacionales y las normas de derecho interno, especialmente cuando estas últimas poseen carácter constitucional.

6. El destacado tratadista uruguayo Eduardo Jiménez de Aréchaga se­ñaló, con todo acierto, que la cuestión sobre qué norma prevalece en caso de conflicto entre las reglas de derecho internacional y las de derecho interno corresponde al derecho constitucional de cada país, y por ello resulta con­veniente presentar una visión panorámica sobre el desarrollo de esta materia en las Cartas Fundamentales de los países de Europa y América Latina, que de manera paulatina han reconocido la primacía de ciertas normas de derecho internacional, particularmente las relativas a los tratados de derechos humanos.

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II. LA PRIMACÍA D E L DERECHO INTERNACIONAL EN LAS CONSTITUCIONES DE EUROPA CONTINENTAL

7. Ya en la primera posguerra, la Constitución Alemana llamada de Weimar, de 11 de agosto de 1919, estableció en su artículo 40 que: "Las reglas del derecho internacional que sean generalmente reconocidas obligan como si formaran parte integrante del derecho alemán del Reich."

8. Esta situación progresó notablemente en la segunda posguerra, en tres direcciones: la primera en cuanto al reconocimiento de la primacía del derecho internacional general; en segundo término, por medio de la creación del llamado derecho comunitario, y finalmente respecto al derecho interna­cional de los derechos humanos.

9. A) Por lo que respecta al primer sector, una buena parte de las Constituciones de los países europeos reconoce de manera expresa la supe­rioridad, así sea parcial, de las disposiciones del derecho internacional general sobre el derecho interno, y no sólo las de carácter convencional que son incorporadas al ordenamiento nacional por los órganos competentes, sino in­clusive las de carácter consuetudinario, en virtud de la aplicabilidad inmediata de las normas de derecho internacional generalmente reconocidas, como lo señalan los artículos 10 de la Constitución Italiana de 1948; 25 de la Cons­titución de la República Federal de Alemania de 1949, y 80 de la Carta Portuguesa de 1976, reformada en 1982.

10. B) La primacía del derecho internacional sobre el nacional ha implicado significativas limitaciones a la soberanía estatal de carácter tradi­cional, las que se advierten con mayor claridad respecto del sector de las normas supranacionales que se conocen como "derecho comunitario", el cual se encuentra en una situación intermedia entre el derecho interno y el in­ternacional público de carácter tradicional. Este derecho comunitario se es­tableció en los tratados económicos que dieron lugar a la integración de la mayoría de los Estados europeos occidentales y se ha extendido en años recientes a dos países de la familia o tradición del common law, es decir a Inglaterra y la República de Irlanda, que ya forman parte de las citadas Comunidades europeas.

11. También podemos observar que varios de los países de Europa Oriental, que abandonaron el sistema socialista de modelo soviético en estos últimos años, como Checoslovaquia, Hungría y Polonia, aspiran a medio plazo a formar parte de la mencionada Comunidad.

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12. C) El tercer sector es el relativo a los derechos humanos, que si bien es más reciente en cuanto a su reconocimiento como normas de mayor jerarquía, se ha extendido de manera considerable en los últimos años, inclusi­ve por medio de disposiciones expresas de carácter constitucional, como ocurre con los artículos 16 de la Constitución Portuguesa de 1976-1982 y 10 de la Carta española de 1978, ya que ambos preceptos disponen que la interpretación de las normas constitucionales internas relativas a los derechos humanos debe hacer­se de acuerdo con la Declaración Universal de 1948 y con los tratados y acuer­dos tradicionales sobre esta materia ratificados por los gobiernos respectivos.

III. EVOLUCIÓN DEL DERECHO COMUNITARIO

13. Por lo que se refiere al derecho comunitario europeo, los orde­namientos respectivos reconocen la superioridad del propio derecho comuni­tario sobre el de carácter nacional, respecto de las materias de la citada integración. Para lograr el respeto a dicha superioridad se estableció la Corte de Justicia de la Comunidad, con residencia en la ciudad de Luxemburgo, que resuelve las controversias entre las zonas internas y las comunitarias, y que, como lo ha señalado la doctrina, se plantean por conducto de una com­binación del sistema difuso de revisión judicial que corresponde a los jueces nacionales, y al de carácter concentrado ante la citada Corte de Luxemburgo, la que debe dictar la resolución definitiva. Por cualquiera de las dos vías, los jueces nacionales tienen la obligación de preferir el derecho comunitario sobre el derecho interno, y por supuesto, aplicar los criterios de la jurisprudencia del mencionado Tribunal de la Comunidad.

14. Este sistema de revisión judicial que podemos calificar de comu­nitario, no se ha desarrollado sin cuestionamientos y tropiezos, como lo de­muestran algunas decisiones iniciales de los tribunales constitucionales nacio­nales, en especial los de Italia y de la República Federal de Alemania. Por otra parte, aun cuando a primera vista las cuestiones que se discuten con motivo de la aplicación de las disposiciones comunitarias son predominante­mente económicas, no por ello dejan de influir en las relativas a los derechos humanos de los habitantes de los países europeos miembros de las propias Comunidades, y de aquí que se haya destacado el criterio establecido por el citado Tribunal de Luxemburgo, en el sentido de que el derecho comunitario no puede amenazar "los derechos fundamentales de la persona que se en­cuentran recogidos en los principios generales del mismo derecho comunita­rio", lo que implica el establecimiento jurisprudencial de lincamientos tute­lares de los derechos humanos en el ámbito de la propia Comunidad Europea.

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IV. DESARROLLO PAULATINO EN AMERICA LATINA. SITUACIÓN TRADICIONAL

15. Podemos afirmar que, en una primera etapa, el problema de las relaciones entre los tratados internacionales y el ordenamiento constitucional interno en los países de América Latina se resolvió de acuerdo con las reglas de la revisión judicial de carácter nacional, en virtud de, que varios ordena­mientos de nuestra Región, en especial los de carácter federal, se inspiraron en el modelo norteamericano de la Carta Federal de 1787, la cual estableció en su artículo VI que los tratados ratificados y aprobados por el Senado Federal se incorporaban al derecho interno y formaban parte de la Ley Su­prema. A este respecto, la jurisprudencia de la Corte Suprema Federal de los Estados Unidos otorgó a los propios tratados internacionales el carácter de normas ordinarias federales y examinó en varios casos la conformidad de los preceptos locales en relación con las disposiciones internacionales, y por otra parte, desaplicó normas transnacionales que se consideraron contrarias a la Constitución Federal.

16. Este ha sido el criterio que ha predominado en la jurisprudencia de los tribunales federales en México y en Argentina, en virtud de que las Cartas federales de ambos países han incorporado casi literalmente lo dis­puesto por el citado artículo VI de la Constitución de los Estados Unidos, en sus artículos 133 (que a su vez proviene del 126 de la Carta de 1857) y 31, respectivamente, ya que dicha jurisprudencia ha establecido que los tratados internacionales debidamente ratificados y además aprobados por el órgano legislativo competente, poseen el carácter de leyes ordinarias internas que prevalecen sobre las disposiciones de carácter local, pero que no pueden contradecir las de la Constitución Federal.

V. RECONOCIMIENTO DE LA PRIMACU RELATIVA DEL DERECHO INTERNACIONAL

17. En una época reciente se observa la tendencia en algunas Cons­tituciones latinoamericanas a superar la desconfianza tradicional hacia los instrumentos internacionales y, en general, hacia el derecho internacional para introducir, de manera paulatina una cierta preeminencia, así sea cautelosa, de las normas de carácter supranacional.

18. En esta dirección podemos señalar que los artículos 30 de la Cons­titución de Ecuador (1978) y 40 de la de Panamá (1972-1983) disponen que

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dichos países reconocen y acatan las normas y principios del derecho inter­nacional; así como los artículos 18 de la Constitución de Honduras (1982) y 144 de la del Salvador (1983), los que establecen que, en caso de conflicto entre un tratado internacional y la ley ordinaria interna, prevalecerá el tratado (pero no respecto de la Carta Fundamental).

19. Por lo que respecta a la integración económica en el ámbito lati­noamericano, contrariamente a lo que ha ocurrido en Europa, los ensayos que se han realizado para lograr el establecimiento de normas comunitarias sólo han tenido una eficacia muy restringida, ya que han fracasado los intentos de una integración global latinoamericana,, representada por el Tratado Ge­neral de 13 de diciembre de 1960, es decir, el relativo a la Asociación Lati­noamericana de Libre Comercio (ALALC), y que ahora subsiste muy preca­riamente como Asociación Latinoamericana de Integración o ALADL Dicho fracaso se debe a la situación permanente de inestabilidad, tanto política como económica, de nuestros países, lo cual ha impedido el desarrollo de dicha integración. En los años más recientes esta forma de organización va siendo sustituida por medio de una serie de tratados de libre comercio entre algunos países de la Región.

20. Sin embargo, los propósitos de integración de varios países andinos han alcanzado algún resultado, aun cuando sea limitado y todavía modesto, por medio del Pacto Andino, que se formalizó por el tratado multilateral suscrito en la ciudad de Cartagena, Colombia, el 26 de mayo de 1966, y por eso se le ha llamado "Acuerdo de Cartagena", el que fue ratificado inicial-mente por Bolivfa, Colombia, Chile, Ecuador y Perú, y al cual posteriormente se adhirió Venezuela, pero se desincorporó Chile, de manera que está for­mado actualmente por cinco países.

21. La evolución de este proceso de integración, desarrollado por dos organismos de gobierno, la Comisión y la Junta, condujo a la necesidad, en cierto modo de acuerdo al modelo europeo, de establecer un organismo ju­dicial para lograr la aplicación efectiva de las normas comunitarias de carácter andino. Este es el Tribimal de Justicia del Acuerdo de Cartagena, creado por el Tratado suscrito por los cinco países integrantes del Pacto, en mayo de 1979. El Estatuto de dicho Tribunal fue aprobado en la ciudad de Quito, en la cual reside, el 19 de agosto de 1983, y su reglamento interno expedido el 9 de mayo de 1984.

22. Si bien la actividad del citado Tribunal ha sido muy limitada hasta la fecha y sus atribuciones bastante restringidas, esta situación puede modi­ficarse con la evolución favorable del procedimiento de integración económica,

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pues el organismo judicial andino se encuentra todavía muy lejano de la importante función de su modelo, el Tribunal de Luxemburgo. Sin embargo, las disposiciones constitucionales de los ordenamientos de los países miem­bros, al reconocer limitaciones a la idea clásica de la soberanía que ha pre­dominado en América Latina en beneficio de la integración, pueden propiciar la evolución de una posible revisión judicial comunitaria.

VI. LA JERARQUÍA DE LOS TRATADOS DE DERECHOS HUMANOS

23. En la materia en la cual se observa una evolución más vigorosa en cuanto al reconocimiento de la primacía, así sea parcial, del derecho inter­nacional, es en el campo de los tratados de derechos humanos, si se toma en cuenta, por una parte, que el artículo 46 de la Constitución de Guatemala de 1985 consagra, como principio general en materia de derechos humanos, que los tratados y convenciones aceptados y ratificados por ese país tienen preeminencia sobre el derecho interno. Todavía mayor fuerza se observa en el artículo 105 de la Carta Peruana de 1979, pues en el mismo se establece que los preceptos contenidos en los tratados relativos a los derechos humanos tienen jerarquía constitucional y no pueden ser modificados sino por el pro­cedimiento que rige la reforma de la Constitución.

24. También puede señalarse lo dispuesto por la parte relativa del artículo 50 de la Constitución chilena de 1980, tal como fue reformado en el plebiscito de 30 de julio de 1989: "El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales de­rechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados inter­nacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes."

25. Finalmente, se advierte con claridad este desarrollo que se enca­mina al reconocimiento de la primacía del derecho convencional internacional, de manera especial en el campo de los derechos fundamentales, en lo dis­puesto por el artículo 93 de la Constitución latinoamericana más reciente, es decir la colombiana de 7 de julio de 1991, según el cual: "Los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los de­rechos humanos y que prohiben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno. Los derechos y deberes consagrados en esta Carta se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia." '

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26. Otro aspecto importante es la evolución hacia el reconocimiento de organismos internacionales de promoción y de resolución de conflictos derivados de la aplicación de los tratados internacionales de derechos hu­manos. En esta dirección destacan también los países europeos, en cuanto al establecimiento tanto de la Comisión como de la Corte Europea de Derechos Humanos, que tienen como objeto conocer de los conflictos entre los Estados, y especialmente entre éstos y los particulares, sobre la violación de derechos y libertades fundamentales establecidos en el Convenio suscrito en Roma el 4 de noviembre de 1950 y sus protocolos adicionales. Dichos organismos tie­nen su sede en Estrasburgo y durante varios años han efectuado una fructífera labor al crear una jurisprudencia muy sólida dirigida a otorgar efectividad a los citados derechos reconocidos en la Convención de Roma, en el ámbito interno de los Estados miembros.

27. En cierta manera, de acuerdo con el modelo del sistema europeo de protección de derechos humanos, se ha establecido en el continente ame­ricano un régimen de tutela internacional por medio de la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

28. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue establecida por los Estados miembros de la Organización de los Estados Americanos en el año de 1960 (es decir varios años antes de la aprobación de la Convención Interamericana de Derechos Humanos), con el objeto de promover el respeto de los derechos de la persona humana reconocidos por la Declaración Ame­ricana de mayo de 1948 y la Carta de la propia Organización. Dicha Comisión ha realizado una dinámica actividad, que ya rebasa los treinta años, la cual ha sido muy fructífera, tanto por lo que respecta a la tramitación de las reclamaciones individuales como en la investigación de las violaciones colec­tivas que desafortunadamente han sido frecuentes en este período, especial­mente por parte de los gobiernos militares, que en una época, que esperamos se haya superado definitivamente, predominaron en América Latina.

29. Con la aprobación de la Convención Americana de Derechos Hu­manos, que fue suscrita en San José, Costa Rica, en noviembre de 1969 (en vigor a partir de julio de 1978), se creó la Corte Interamericana de Derechos Humanos y se reguló a la Comisión Interamericana, la cual había extendido de manera paulatina sus funciones, de una simple promoción, a la verdadera protección de los derechos de la persona humana.

30. Aun cuando no existe texto expreso en la mayoría de las Consti­tuciones Latinoamericanas sobre el reconocimiento de las instancias interna­cionales de tutela de los derechos humanos, un número creciente de países

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de nuestra Región no sólo ha suscrito la Convención Americana, sino que ha reconocido de manera expresa la competencia de la Corte Interamericana, varios de ellos tan pronto superaron los gobiernos militares y recuperaron su normalidad constitucional. Hasta el momento son 14 los países que han re­conocido la competencia de la Corte Interamericana (sobre 22 que han ra­tificado la Convención), citados por orden alfabético: Argentina (1980), Co­lombia (1985), Costa Rica (1980), Chile (1990), Ecuador, (1984), Guatemala (1987), Honduras (1981), Nicaragua (1991), Panamá (1990), Perú (1981), Su-riname (1987), Trinidad y Tobago (1991), Uruguay (1985) y Venezuela (1981).

31. El único precepto fundamental de nuestra Región que reconoce de manera expresa el valor superior de la jurisdicción internacional es el artículo 305 de la Constitución del Perú de 1979, de acuerdo con el cual: "Agotada la jurisdicción interna (es decir, en última instancia, la del Tribunal de Garantías Constitucionales), quien se considere lesionado en los derechos que la Constitución reconoce, puede recurrir a los tribunales u organismos internacionales constituidos según los tratados de los que forma parte el Perú."

32. Este precepto está reglamentado por los artículos 39 a 41 de la Ley de Habeas Corpus y Amparo, de 7 de diciembre de 1982, en los cuales se establece que, en cuanto a estos instrumentos, los organismos internacio­nales a los que puede acudir el afectado en sus derechos fundamentales, una vez agotadas las defensas internas, son el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y aquéllos otros que se constituyan en el futuro y que sean aprobados por tratados que obliguen al Perú, por lo que comprende también la Comisión y la Corte Interamericana, en virtud del reconocimiento expreso que se hizo de este último organismo en 1981. Además, se dispone que la resolución del organismo internacional respectivo no requiere para su validez y eficacia, de reconocimiento, revisión ni examen previo alguno.

VIL CONCLUSIONES

33. De las breves consideraciones expuestas con anterioridad, se puede llegar a las siguientes conclusiones:

34. Primera. En los ordenamientos constitucionales latinoamericanos se observa una evolución dirigida a otorgar jerarquía superior, así sea con ciertas limitaciones, a las normas de derecho internacional, particularmente las de carácter convencional, sobre los preceptos de carácter interno, inspi-

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rándose de alguna manera en la evolución que se observa en los países de Europa continental con posterioridad a la segunda guerra mundial.

35. Segunda. Dicha evolución se puede analizar respecto de tres sec­tores. En primer término, por lo que se refiere al derecho internacional ge­neral; en segundo lugar, por lo que se refiere a un incipiente derecho co­munitario, y finalmente en cuanto al derecho internacional de los derechos humanos, que es el que ha tenido mayor desarrollo en los últimos años.

36. Tercera. Por lo que se refiere a la primera categoría, algunas Constituciones consagran el reconocimiento expreso de las normas y principios de derecho internacional, como se dispone en las Cartas de Ecuador y Pa­namá, y en otras se establece que, en caso de conflicto entre un tratado internacional y una ley ordinaria interna, prevalecerá el tratado (pero no respecto de las disposiciones constitucionales). En esta dirección podemos mencionar a las Constituciones de Honduras y El Salvador.

37. Cuarta. El derecho comunitario, integrado por normas que deben considerarse intermedias entre el derecho internacional general y el derecho interno, ha sido desarrollado de manera considerable en los países de Europa Continental, pero también en algunos pertenecientes a la familia o tradición del common law, como Inglaterra e Irlanda. Implica el establecimiento de una jurisdicción internacional para la resolución de controversias que derivan de la aplicación de las disposiciones comunitarias, con jerarquía superior a los derechos nacionales en cuanto a las materias de la integración. Por este mo­tivo se creó el Tribunal de la Comunidad Europea de Luxemburgo, que ya cuenta con una sólida y abundante jurisprudencia. En América Latina, el derecho comunitario debe considerarse incipiente, pues únicamente se ha es­tablecido, con bastantes limitaciones, respecto de la llamada Comunidad An­dina, que se apoya en el llamado "Acuerdo de Cartagena" de 26 de mayo de 1966, y que está formada actualmente por Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela. Esta integración ha desembocado en el establecimiento de un Tribunal especializado, que se conoce como Tribunal del Acuerdo de Cartagena, que reside en la ciudad de Quito, a partir de enero de 1984, pero con una competencia y una actividad sumamente restringidas.

38. Quinta. El sector más dinámico es el relativo al derecho inter­nacional de los derechos humanos, que posee un carácter preponderante-mente convencional. Varias Constituciones latinoamericanas han otorgado a los tratados de derechos humanos una primacía expresa en el derecho interno. En este sentido podemos mencionar las Cartas Fundamentales de Guatemala, Perú, Chile- y Colombia, pero con algunas modalidades, ya que por una parte

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la Constitución chilena señala la limitación de la soberanía por los derechos humanos; Perú otorga a las disposiciones de dichos pactos, cuando han sido incorporadas al derecho interno, carácter constitucional, y por su parte, la más reciente Constitución latinoamericana, es decir, la de Colombia de 7 de julio de 1991, dispone, además de la supremacía de los mismos tratados de derechos humanos en el ámbito interno, que los derechos y deberes consa­grados en la propia Carta Fundamental deben interpretarse de conformidad con los varios tratados.

39. Sexta. Además, debe destacarse que con excepción de la Consti­tución de Perú, que establece el expreso reconocimiento de las instancias internacionales, son varios los países de nuestra Región que han reconocido de manera expresa la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (14), hasta el momento pero con la tendencia a incrementar su número. Por orden alfabético, se han sometido a la competencia contenciosa de la Corte: Argentina, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú, Suriname, Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela.

VIII. BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

No es abundante el número de trabajos monográficos sobre las relacio­nes entre el derecho internacional y el derecho interno, al menos en caste­llano, por lo que nos limitaremos a señalar aquellos estudios que pueden ser consultados por las personas que pretendan profundizar sus conocimientos.

CICERO FERNANDEZ, Jorge: México y el Protocolo Facultativo del Pacto Internacio­nal de Derechos civiles y Políticos, Tesis, México, UNAM, 1989.

FERNANDEZ MALDONADO, C. Guillermo: "Los tratados internacionales y el sis­tema de fuentes en el Perú", en Revista de Derecho, núms. 43-44, Lima, Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Perú, diciembre de 1989-diciembre de 1990, pp. 337 y ss.

FERNANDEZ MALDONADO, C. Guillermo: "El control parlamentario sobre los tratados internacionales", en Lecturas sobre temas constitucionales, Lima, Comi­sión Andina de Juristas, 1991, pp. 137-159.

FIX-ZAMUDIO, Héctor: "La protección judicial de los derechos humanos en América Latina y en el Sistema Interamericano", en Revista del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, núm. 8, San José (Costa Rica), julio-diciembre de 1988, pp. 7-64.

JIMÉNEZ DE ARECHAGA, Eduardo: "La Convención Americana de Derechos Hu­manos como derecho interno", en Boletim da Sociedade Brasileira de Direito Internacional, núms. 69-71, Brasilia, 1987-1989, pp. 35-55.

LA PÉRGOLA, Antonio: Constitución del Estado y normas internacionales, trad. de José Luis Cascajo y Jorge Rodríguez-Zapata Pérez, México, UNAM, 1985.

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R O D R Í G U E Z Y R O D R Í G U E Z , Jesús: "Derecho interno y derecho internacional de los derechos humanos", en Anuario Jurídico-XI, México, UNAM, 1984, pp. 205-216.

RODRÍGUEZ-ZAPATA, Jorge: "Los tratados internacionales y los controles de cons-titucionalidad", en Civitas. Revista Española de Derecho Administrativo, Madrid, julio-septiembre de 1981, pp. 471-504.

SACHICA, Luis Carlos: Introducción al derecho comunitario andino, Quito, Tribunal de Justicia del Acuerdo de Cartagena, 1985.

Sepúlveda, César (editor): Lxys tratados sobre derechos humanos y la legislación mexi­cana, México, UNAM, 1981.

Sepúlveda, César (ed.): "México, La Comisión Interamericana y la Convención Ame­ricana sobre Derechos Humanos", en la obra La protección internacional de los derechos del hombre. Balance y perspectivas, México, UNAM, 1983, pp. 191-208.

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LA GARANTÍA D E LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

EN LA CONSTITUCIÓN ITALLVNA* Riccardo Guastiní

1. LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES: UN ANÁLISIS PRELIMINAR

E denomina "derecho subjetivo" una posición de ventaja que es conferida a un sujeto por una norma jurídica.

Evidentemente, un derecho subjetivo puede ser conferido por las normas más diversas, consideradas desde el punto de vista

de las fuentes de las que provienen. Por lo tanto, en principio, es posible clasificar los derechos subjetivos según la fuente de la que derivan. Se puede distinguir, por ejemplo, entre: derechos subjetivos "contractuales", derechos subjetivos "legales" y derechos subjetivos "constitucionales". Un derecho "contractual" es un derecho cuya fuente consiste en un contrato, es decir, un

Traducción de A. Greppi.

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acto de autonomía privada. Un derecho "legal" es un derecho que ha sido conferido a un sujeto en virtud de una norma legislativa, es decir de una norma que tiene "fuerza de ley". Un derecho constitucional, a su vez, es un derecho que ha sido conferido a un sujeto por una norma constitucional, es decir por una norma puesta en un plano "superior" (cuando menos en sentido axiológico) respecto de una ley.

Es evidente, por otra parte, que dicha distinción —en particular aquella entre derechos "legales" y derechos "constitucionales"— no tiene ninguna relevancia en aquellos sistemas jurídicos que poseen una constitución flexible. En estos sistemas la ley ordinaria, al estar situada en el mismo nivel jerárquico que las leyes constitucionales, está autorizada a modificar o derogar las nor­mas constitucionales: por lo tanto el legislador está autorizado a limitar o suprimir tanto los derechos legales (aquellos derechos que ella misma ha atribuido), como los derechos constitucionales.

Por el contrario, la distinción entre derechos legales y derechos cons­titucionales posee una importancia fundamental en los sistemas jurídicos con constitución rígida. Puesto que, si la constitución es rígida, la ley ordinaria está jerárquicamente subordinada a ella, y por lo tanto no está autorizada a modificar o derogar normas constitucionales. En dichas circunstancias, un de­recho subjetivo constitucional no puede ser limitado, modificado o suprimido por las leyes ordinarias (las cuales pueden en cambio suprimir un derecho legal).

En otros términos, en los sistemas de constitución rígida los derechos subjetivos conferidos por la constitución (o por una ley formalmente consti­tucional) se caracterizan por una especial capacidad de "resistencia", por una protección realmente especial. Son derechos que el legislador ordinario (en cuanto contrapuesto al legislador constituyente o constitucional) no está au­torizado a limitar, modificar o suprimir.

Un derecho subjetivo no es más que una ventaja conferida a un sujeto (o a una clase de sujetos) frente a otro sujeto (o a otra clase de sujetos) al que se le impone un deber (una obligación) correlativo. Se puede decir que un determinado derecho es un derecho subjetivo "privado", cuando es con­ferido a un individuo frente (o contra) a otro individuo privado. Se puede decir en cambio que un determinado derecho es un derecho subjetivo "pú­blico", cuando es conferido a un individuo frente al Estado. Así pues los derechos subjetivos conferidos por la Constitución son fundamentalmente de­rechos subjetivos públicos: es decir, derechos conferidos a los ciudadanos fren­te (o contra) al Estado.

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Tener un derecho subjetivo frente a un determinado sujeto significa poder exigir a ese sujeto un comportamiento determinado: este es el "contenido" del derecho subjetivo. El contenido del derecho no es otra cosa que el comporta­miento que el titular del derecho puede exigir que cumpla el otro sujeto.

Por lo que respecta a los derechos públicos constitucionales, en la mayor parte de los casos el contenido del derecho no es una acción, sino más bien una omisión, una abstención, del Estado. Por ejemplo np se trata de que los ciudadanos, que poseen un derecho constitucional de reunión, puedan pre­tender que el Estado lleve a cabo una acción cualquiera: pueden exigir sólo que el Estado no prohiba (mediante actos jurídicos) ni impida (mediante actos materiales) las reuniones de ciudadanos.

Los derechos públicos constitucionales, cuyo contenido es una absten­ción del Estado, son denominados normalmente "derechos de libertad". "Li­bertad", en efecto, significa (en el lenguaje común) ausencia de obstáculos: quien posee un derecho de libertad puede exigir el no ser obstaculizado en la realización de una determinada acción (o en la omisión de una determinada acción).

2. EL PROBLEMA DE LA GARANTLi DE LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES Y LA SEPARACIÓN DE PODERES

En lenguaje político común, se habla de "garantías" de los derechos de una forma completamente genérica e imprecisa. Se dice, por ejemplo, que cierto derecho está "garantizado" por la Constitución desde el momento en que dicho derecho ha sido simplemente proclamado, con solemnes palabras, en un texto constitucional.

Pero este uso lingüístico, evidentemente, tiene el defecto de no distin­guir entre la atribución de un derecho y la protección del derecho mismo. Un derecho constitucional puede ser conferido o atribuido, pero ello no con­lleva de por sí que el derecho esté garantizado, protegido, tutelado. Por ejem­plo, una disposición constitucional del siguiente tenor: "Todo ciudadano pue­de [...] hablar, escribir, imprimir libremente" (art. 10, Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, 1789), sin duda alguna otorga a los ciudadanos ciertos derechos subjetivos, pero no se puede decir que por ello tales derechos queden también garantizados y protegidos. Una cosa es proclamar que "La libertad personal es inviolable" (art. 13, I, Constitución italiana), y otra es poner en práctica los mecanismos idóneos para asegurar la observancia de dicho principios (art. 13, II).

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La garantía de un derecho no puede ser establecida por la misma norma que confiere el derecho en cuestión. Sólo puede ser establecida por otra norma, que instituya mecanismos destinados a prevenir la violación de la primera, es decir, prevea remedios para el caso de que la primera sea violada.

Una garantía es precisamente una protección. Las garantías de los de­rechos constitucionales son protecciones de lo& derechos de los ciudadanos contra el Estado: equivalen a "barreras" interpuestas entre el poder estatal y la libertad de los ciudadanos.

A partir de Locke y Montesquieu, se ha difundido la idea de que la garantía fundamental de los derechos de libertad es la "separación de po­deres". Esta forma de pensar ha sido consagrada en la Declaración de 1789 que, en su artículo 16, proclamaba: "Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, y en la cual la separación de los poderes no esté determinada, carece de constitución." Ahora bien, las ideas funda­mentales que subyacen en la doctrina de la separación de poderes son las siguientes.

En primer lugar: división del poder estatal. El poder estatal (el poder político considerado en su conjunto) debe estar dividido, fragmentado. Si todo el poder político estuviera concentrado en las manos de un solo órgano (o de un solo individuo), ese órgano sería evidentemente muy poderoso, dispon­dría de un gran poder. Por el contrario si el poder político está fragmentado y dividido entre una pluralidad de órganos (o de individuos), cada órgano dispone necesariamente de un poder más pequeño, más débil, menos pene­trante, menos invadente.

En segundo lugar: checks and balances, es decir (en palabras de Mon­tesquieu) "el poder frena el poder". Cuando el poder político está dividido en una pluralidad de órganos, se hace posible que estos órganos ejerzan un control recíproco entre sí, que se obstaculicen mutuamente en el ejercicio de sus poderes respectivos. Ello hace más difícil para cualquier órgano tanto el ejercicio como el abuso del poder de que disponen, y obstaculiza por ello todo atentado a la libertad de los ciudadanos.

De esta forma la llamada separación de poderes es una garantía que produce sus efectos frente al poder político (el poder estatal) en su conjunto. Ella es un medio para limitar el poder político en general.

Sin embargo, puesto que las funciones fundamentales del Estado (la función legislativa, la función de gobierno y la función jurisdiccional) están separadas y atribuidas a órganos diferentes, nace un nuevo problema que es, en definitiva, el problema fundamental del constitucionalismo. Es la cons-

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trucción de las garantías frente a cada uno de los tres poderes considerados aisladamente, frente a cada uno de los órganos que son titulares de las di­ferentes funciones estatales.

La separación de poderes actuará frente al Estado en cuanto tal. Pero será necesario encontrar también garantías específicas frente al legislativo, garantías frente al gobierno y también garantías frente al poder judicial.

En los parágrafos siguientes (del 3 al 5) me propongo describir de manera escueta las garantías de los derechos de libertad adoptadas por la Constitución italiana vigente. En el último parágrafo suscitaré un problema que pertenece, al mismo tiempo, a la teoría general del Derecho y a la política constitucional'.

3. GARANTÍAS FRENTE AL PODER LEGISLATIVO

En la Constitución italiana se pueden encontrar principalmente tres dis­posiciones que producen sus efectos frente al poder legislativo:

1. La primera garantía no es más que la propia rigidez de la Consti­tución: más concretamente, la prescripción de un procedimiento especial, "agravado" para la revisión de la Constitución (art. 138). En virtud de dicha prescripción, el poder legislativo "ordinario" (y por lo tanto una simple ma­yoría parlamentaria) no está autorizado a derogar o modificar la Constitución: por lo tanto, el poder legislativo no puede limitar o suprimir ningún derecho subjetivo constitucional (si no es por medio de dicho procedimiento especial, destinado a complicar y por lo tanto a dificultar la revisión constitucional ^).

' La argumentación que hemos desarrollado hasta aquí no se extiende a los llamados derechos constitucionales "sociales". Los derechos sociales son situaciones subjetivas que se di­ferencian de los derechos de libertad al menos en tres aspectos relevantes:

a) En primer lugar, el contenido de un derecho social no es una omisión sino una acción del Estado; por ejemplo, se ha convertido en una obligación del Estado la "tutela de la salud" (art. 32, I, Constitución italiana), o la "tutela del trabajo" (art. 35, I).

b) En segundo lugar, la acción requerida al Estado es completamente indeterminada; por ejemplo, muchas y muy diferentes son las formas de tutelar la salud y el trabajo.

c} En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, los derechos sociales no están asistidos por garantías específicas; por ejemplo, no puede recurrirse al juez para obtener una sentencia que condene al Estado a adoptar una medida especifica para la tutela de la salud o el trabajo. Los derechos sociales, en otros términos, son situaciones subjetivas (a las cuales es lícito dudar que pueda ser aplicado el nombre de "derechos") atribuidas por disposiciones cons­titucionales de carácter meramente programático: disposiciones que están dirigidas, según los casos, al legislador o al Estado en su conjunto, proponiendo la realización de ciertos programas sociales o económicos.

' En abstracto, podría imaginarse una garantía superior: la prohibición tout court de modificar la Constitución. Ante tal prohibición, el legisladbr no estaría autorizado a derogar o

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Por otra parte esta primera garantía no tendría ninguna eficacia práctica si no hubiera ningún órgano autorizado para controlar la legitimidad consti­tucional de las leyes ordinarias, es decir, su conformidad a las normas cons­titucionales. Si ningún órgano de ese tipo hubiera sido previsto, la prohibición de modificar la Constitución mediante simples leyes ordinarias sería una pro­hibición desprovista de toda sanción; en ese caso, la violación de la prohibi­ción no tendría remedio.

2. La segunda garantía frente al poder legislativo es precisamente el control sobre la legitimidad constitucional de las leyes ordinarias, atribuido a la Corte Costituzionale (arts. 134 y ss.). Como sucede en la mayor parte de los casos, también en Italia dicho control es efectuado por un órgano juris­diccional (así es en los Estados Unidos, en la República Federal de Alemania, en España, etc.). Conviene recordar aquí dos distinciones fundamentales entre los diversos sistemas de control de constitucionalidad.

Por un lado, el control de legitimidad constitucional de las leyes puede ser preventivo (o a priori: es decir, anterior a la entrada en vigor de la ley) o sucesivo (o a posteriori: es decir, sucesivo a la entrada en vigor de la ley). En el primer caso (es el caso de Francia), en línea de principio una ley inconstitucional no puede ni siquiera entrar en vigor'. Habitualmente el con­trol de constitucionalidad a priori es ejercido por un órgano no jurisdiccional, sino político. En el segundo caso (es el de Italia, los Estados Unidos, etc.), por el contrario, una ley inconstitucional puede entrar en vigor, e incluso ser aplicada durante un largo período antes de ser declarada inconstitucional: puede suceder también que la ilegitimidad constitucional de una ley nunca llegue a ser reconocida y declarada. Habitualmente el control a posteriori es ejercido por órganos jurisdiccionales.

Por otra parte, el control jurisdiccional a posteriori sobre la legitimidad de las leyes, puede ser "difuso" o "concentrado". Se considera difuso cuando

modificar de ninguna manera los derechos subjetivos constitucionales de los ciudadanos. Sin embargo, es muy raro que una Constitución prohiba totalmente su revisión. Por el contrario existen muchas constituciones que prohiben la modificación sólo de algunas de sus partes. Así la Constitución italiana vigente (como también la Constitución francesa de la "Quinta Repúbli­ca") sólo prohibe la modificación de la forma republicana de gobierno (art. 139). Ello eviden­temente no afecta directamente a los derechos subjetivos de ios ciudadanos. Las normas cons­titucionales que confieren derechos subjetivos a los ciudadanos pueden ser derogadas o modifi­cadas. Debe ser señalado, por otra parte, que está bastante difundida en Italia una opinión doctrinal diferente (unida a la llamada teoría de la "constitución material") según la cual estarían implícitamente excluidos de la revisión constitucional los "derechos fundamentales" mencionados en el artículo 2 de la Constitución.

' O, mejor dicho, una ley inconstitucional ni siquiera podría llegar a entrar en vigor, en el caso de que toda ley fuese sometida (con anterioridad) a un control de legitimidad (lo cual, en Francia, no se produce).

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el control de constitucionalidad es competencia de todos los jueces ordinarios; se considera concentrado cuando ha sido confiado a la exclusiva competencia de un juez específico (un tribunal constitucional). En el primer caso (es el de los Estados Unidos), cada juez está autorizado a declarar la ilegitimidad constitucional de una ley, y por lo tanto a rechazar su aplicación; pero, en línea de principio, ello no excluye que otros jueces tengan una opinión di­ferente al respecto, y que por lo tanto sigan aplicando 'la misma ley (salvo en el caso de que las decisiones de la Corte Suprema se impongan a todos los jueces o bien por su propia autoridad, o como en los Estados Unidos por su valor de precedente vinculante). En el segundo caso (que es el de Italia), el juez constitucional está autorizado a anular la ley inconstitucional con una eficacia general erga omnes; por consiguiente, la ley constitucional no puede ser aplicada nunca más por ningún juez en ninguna controversia futura.

En breve, en la Constitución italiana, el control de constitucionalidad será ejercido (prevalentemente, no de forma exclusiva) a posteriori, por vía de excepción, por medio de un órgano jurisdiccional especializado".

' Intuitivamente el control concentrado es más eficaz que el difuso desde el punto de vista de la certeza del Derecho. Por otra parte el control preventivo sería más eficaz que el sucesivo desde el punto de vista de la tutela de la legalidad constitucional. Pero aquí el condi­cional es obligado por diferentes motivos.

a) Es verdad que el control preventivo impide incluso la entrada en vigor de una ley inconstitucional, mientras que el control sucesivo no sólo no impide esta circunstancia, sino que ni tan siquiera impide que todas las leyes inconstitucionales sean expulsadas del ordenamiento. También es verdad, sin embargo, que en el control preventivo algunos aspectos de inconstitucio-nalídad de la ley pueden pasar desapercibidos. El control de constitucionalidad obviamente pre­supone la interpretación no sólo de la Constitución sino también de la ley. Ahora bien, existen dos maneras de aproximarse a la interpretación de una ley: por una parte se puede analizar el significado del texto legislativo "en abstracto" (interpretación orientada a los textos); por otro, se puede indagar "en concreto" la posibilidad de que una controversia determinada recaiga en el ámbito de aplicación de la ley (interpretación orientada al caso concreto). La primera apro­ximación es la única que está a disposición de un órgano encargado de un control previo de constitucionalidad. El defecto del control previo está en el hecho evidente de que difícilmente una interpretación "en abstracto" puede prever todos los significados posibles de un texto, y por lo tanto sopesarlo todo desde el punto de vista de la legitimidad constitucional. Es inevitable que algunos significados posibles del texto legislativo solamente salgan a la luz "en concreto", es decir sólo en su fase de aplicación. Por otra parte cualquier ley puede llegar a asumir un significado inconstituional que no era previsible en el momento de su promulgación también en virtud del fenómeno (difícilmente evitable) de la interpretación evolutiva. A falta de un control de inconstitucionalidad a posteriori, ello puede ser evitado sólo por una jurisprudencia unifor­memente orientada a la interpretación unificadora.

b) El control previo, obviamente, no puede ser efectuado sobre leyes anteriores a la Constitución. Si se pretende garantizar la legalidad constitucional de las leyes anteriores a la Constitución, el control preventivo debería ser completado por un control posterior. Por ejemplo, los jueces ordinarios podrían quedar autorizados a no aplicar por inconstitucionalidad sobrevenida (en virtud del principio de la norma posterior en el tiempo: lex posterior derogat priori) las leyes inconstitucionales anteriores a la Constitución.

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3. La tercera garantía es el referéndum popular abrogativo de las leyes ordinarias y de los actos con fuerza de ley (art. 75, I, Const. italiana). En nuestro ordenamiento constitucional, el pueblo no está autorizado a revocar a sus representantes en el Parlamento, en caso de que no apruebe sus orien­taciones políticas (art. 67). Sin embargo, mediante el referéndum abrogativo, la mayoría de los electores está autorizada a revocar (leyes o partes de leyes). Encontramos aquí un contra-poder de democracia directa, por medio del cual el propio pueblo ejerce un control político sobre el ejercicio del poder legis­lativo.

De todos modos, es necesario recordar que esta garantía está sujeta a un límite material y a uno procedimental. Por un lado, el referéndum abro­gativo tiene un radio de acción limitado, porque la propia Constitución ex­cluye que puedan ser sometidos a referéndum ciertos tipos de leyes (leyes tributarias, presupuestos del Estado, de amnistía y de indulto, de autorización a la ratificación de tratados internacionales: art. 75, II, Const. italiana; quedan también excluidas del referéndum abrogativo las leyes constitucionales: a con­trarío ex art. 138). Por otro lado, toda petición de referéndum está sometida a un control previo de admisión por la Corte Costituzionale (ley constitucional 1/1953, art. 2), a la cual se le confiere precisamente la tarea' de velar por la observancia de los límites sustanciales anteriormente señalados. Por desgracia estos dos límites han influido entre sí, restringiendo ulteriormente el radio de acción de esta garantía. En el sentido en que la Corte Costituzionale (a partir de la sentencia 16/1978), aprovechando su poder de control previo, se ha atribuido la función de legislador constituyente, y ha multiplicado los lí­mites sustanciales del referéndum mucho más allá de los pocos casos previstos expresamente por la Constitución.

4. GARANTÍAS FRENTE AL PODER EJECUTIVO

Existen en la Constitución italiana principalmente cuatro garantías que producen sus efectos frente al poder ejecutivo (el Gobierno y la Administra­ción pública):

1. La primera garantía no es otra que la propia preeminencia del le­gislativo sobre el ejecutivo, la subordinación política del Gobierno al Parla­mento. Esta subordinación se manifiesta por lo menos de tres maneras:

1.1. En primer lugar el gobierno debe, en principio, actuar dentro de los límites fijados por las leyes. Se trata del principio de legalidad de la administración: el rule of law. Por un lado el gobierno no puede hacer nada

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a lo que no esté autorizado por la ley. Por otro, es ilegítimo todo acto del gobierno que no sea conforme a la ley. A decir verdad, este principio no está expresamente formulado en el texto constitucional (a menos de que no se considere implícito en el art. 101, I). Suele decirse, sin embargo, que es un principio implícito en todo sistema constitucional liberal.

1.2. En segundo lugar los actos normativos típicos del poder ejecutivo, es decir, los reglamentos, están subordinados a la ley en la jerarquía de las fuentes del derecho. Ello significa que la conformidad a la ley es condición necesaria para la validez de los reglamentos. También este principio puede ser considerado como un principio implícito en la Constitución (está expre­samente fijado sólo en las fuentes de rango legislativo: art. 4, I, disposiciones sobre la ley en general; art. 5, ley sobre el contencioso administrativo).

1.3. En tercer lugar, la legitimidad de todo acto político de gobierno está condicionada por la "confianza" del Parlamento (art. 94, I, Const. italia­na). La mayoría parlamentaria puede negar su confianza a un gobierno con el que no comparte su programa político; así como puede revocar la confianza, que otorgó inicialmente, a un gobierno con el que no comparte sus criterios de acción política. Cuando un gobierno no obtiene esta confianza (en el acto de su formación) o la pierde (durante su mandato), tiene la obligación cons­titucional de dimitir {a contrario ex art. 94, III). Se trata de un principio característico de las formas parlamentarias de gobierno.

Es necesario subrayar, sin embargo, una paradoja de los regímenes par­lamentarios. Por un lado la necesidad de la confianza somete al gobierno al control constante del Parlamento. Por otro, la propia existencia de ese régi­men fiduciario entre ambos órganos hace que ese control tienda a ser ilusorio e ineficaz. Un gobierno que posea la confianza del Parlamento es un gobierno que dispone de una mayoría parlamentaria que le favorece (ello es precisa­mente la expresión de una mayoría política). Sucede así que el gobierno está controlado por "su" mayoría: es decir, la mayoría política existente se controla a sí misma. En estas condiciones es difícil que el Parlamento pueda funcionar como "contra-poder" con respecto al Gobierno. Es obvio que el control par­lamentario sobre el gobierno es más eficaz cuando el gobierno no posee en absoluto una mayoría política preconstituida (como puede suceder, y sucede, en las formas presidenciales de gobierno).

2. La segunda garantía es un conjunto de reservas de ley, es decir, que la Constitución confía la regulación de ciertas materias a la competencia exclusiva de la ley. Como consecuencia de ello tales materias no pueden ser objeto de la regulación por el poder ejecutivo mediante reglamentos. Las materias reservadas a la competencia normativa de la ley son precisamente

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aquellas relativas a los derechos de libertad de los ciudadanos. Por ejemplo, el gobierno no está autorizado a disponer mediante reglamentos en materias penales (art. 25, II, Const. italiana), en materia de libertad personal (art. 13, II), etc. Todo reglamento en materia reservada a la ley es, en prin­cipio, ilegítimo por falta de competencia, y por ello inválido.

La ilegitimidad de un reglamento puede ser declarada (en vía inciden­tal) por cualquier juez ordinario, el cual está autorizado a rechazar la apli­cación de un reglamento ilegítimo (art. 5 de la ley sobre el contencioso-ad-ministrativo, 1865). Los Tribunales administrativos regionales y el Consejo de Estado, por su parte, están autorizados a reconocer la legitimidad de los reglamentos en vía principal y a anular los reglamentos ilegítimos.

Debe ser puesto de manifiesto que esta garantía se manifiesta también, al mismo tiempo, frente al legislador. Y ello porque la reserva de ley en una determinada materia obliga al legislador a ofrecer una regulación completa de esa materia; por lo tanto no está permitido que el legislador delegue en el poder normativo (reglamentario) del gobierno la regulación de una materia reservada a la ley.

Sin embargo, hay que señalar que en nuestro ordenamiento constitucio­nal la garantía de la reserva de ley queda gravemente debilitada en virtud de dos doctrinas elaboradas por la dogmática y por la jurisprudencia. Por un lado los juristas han teorizado que mediante ciertos actos, a los cuales la Constitución atribuye la misma "fuerza" que a la ley (decretos-ley y decretos legislativos delegados), el gobierno está autorizado también a regular las ma­terias reservadas a la ley. Por otra parte los juristas han introducido la dis­tinción entre dos tipos de reserva de ley: en ciertas materias (por ejemplo, en materia penal, art. 25, II) existe una reserva "absoluta" y por lo tanto en dichas materias cualquier reglamento del ejecutivo es, en principio, ilegítimo; pero en otras materias (por ejemplo en materia tributaria, art. 23) existe una reserva solamente "relativa", y por lo tanto en estas materias el poder legis­lativo puede limitarse a establecer los principios fundamentales, autorizando al poder reglamentario del ejecutivo para completar la regulación del legis­lador con normas de detalle'.

3. La tercera garantía es la protección jurisdiccional de los derechos subjetivos, es decir, el control jurisdiccional sobre todos los actos del poder

' La distinción entre reserva de ley "absoluta" y "relativa" está consagrada ya en el propio lenguaje legislativo. El artículo 17, II, de la ley 400/1988 emplea (sin definirla) la locución "reserva absoluta"; a la misma distinción alude, probablemente, el apartado anterior, aunque sea para declararla (en ciertos aspectos) irrelevante, allí donde habla de materias "en todo caso" reservadas a la ley.

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ejecutivo (arts. 24 y 113, Const. italiana). Cualquier acto administrativo que choque con la Constitución o con la ley puede ser impugnado frente a los jueces mediante un recurso (a los jueces administrativos se les puede solicitar la anulación del acto ilegítimo, a los jueces civiles se les puede pedir el resarcimiento de los posibles daños derivados del acto ilegítimo).

Por razones evidentes, esta garantía está vinculada de forma muy estre­cha a uno de los aspectos de la separación de poderes en sentido clásico, es decir, a la independencia de los jueces frente al ejecutivo (art. 101 y 104, Const. italiana). A todas luces, la independencia frente al poder ejecutivo es condición necesaria de imparcialidad del juez en las controversias en las que el gobierno o la administración sea parte interesada.

4. La cuarta garantía es la llamada reserva de jurisdicción, en virtud de la cual ciertos actos del poder ejecutivo, que pueden afectar a determi­nados derechos de libertad, son admitidos sólo a condición de que sean au­torizados previamente por un acto motivado de un órgano jurisdiccional. Esta garantía, por otra parte, no se extiende a todas las libertades constitucionales, sino que protege sólo algunas de ellas: la libertad personal (habeas corpus), la libertad de domicilio, la libertad y el secreto en la correspondencia, la libertad de prensa (arts. 13, 14, 15, 21 de la Const.).

5. GARANTÍAS FRENTE AL PODER JURISDICCIONAL

En la Constitución italiana existen principalmente tres garantías que producen sus efectos frente al poder jurisdiccional, es decir, frente a los jueces:

1. La primera garantía es la obligación de motivar toda decisión juris­diccional (art. 111, I). Evidentemente ello impide que los jueces tomen deci­siones de manera arbitraria. La obligación de motivar, en cuanto tal, somete a los jueces a una cierta forma de control social (sobre todo al control crítico que ejerce la propia cultura jurídica).

2. La segunda garantía es la sujeción del juez a la ley, es decir, el principio de legalidad en la jurisdicción (art. 101, II).

Este principio está cargado de consecuencias:

a) En primer lugar, los jueces deben aplicar las leyes, en el sentido en que no están autorizados a crear otras nuevas. La función de creación del Derecho está reservada, en principio, al poder legislativo; en todo caso las

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decisiones jurisdiccionales tienen eficacia sólo inter partes, es decir, sus efectos se limitan al caso controvertido (art. 2.909 Código Civil italiano).

b) Además, los jueces deben aplicar las leyes, en el sentido de que tienen la obligación de conocerlas. Cuando un ciudadano invoca en su favor la aplicación por el juez de una cierta ley, no está obligado a demostrarle al juez la existencia de dicha ley o de informar sobre su contenido: las leyes deben ser conocidas por el juez.

c) Los jueces tienen también la obligación de aplicar la ley, en el sentido de que no están autorizados a no aplicarlas (excepto en el caso de leyes derogadas por otras posteriores o por un referendum popular, o de leyes anuladas por la Corte Costituzionale por contrarias a la Constitución).

d) Los jueces tienen también la obligación de aplicar "sólo" las leyes: y no la Constitución o los reglamentos gubernativos. Por un lado es tarea de la Corte Costituzionale, y no de los jueces ordinarios, la aplicación de la Constitución, o sea, en concreto, la declaración de la legitimidad constitucio­nal de las leyes. Por otro lado, los jueces no están obligados a aplicar siempre y en todo caso los reglamentos gubernativos: deben aplicarlos sólo si son con­formes a las leyes; pero no deben aplicarlos si están en contraste con ellas.

e) Por último, todo juez está vinculado sólo a las leyes, en el sentido de que posee una total autonomía de enjuiciamiento: no está sometido a las órdenes o directivas políticas de nadie. Por una parte ningún juez está ligado por vínculos jerárquicos a ningún otro juez. La Constitución establece a este respecto que "los magistrados se distinguen entre sí sólo por la diversidad de sus funciones" (art. 107, III), y no por grados. Por otra, los jueces son inde­pendientes frente a "cualquier otro poder" (art. 104).

La confluencia de estos dos principios (obligación de motivación y so­metimiento a la ley) conlleva el que cualquier procedimiento jurisdiccional deba estar explícitamente fundado en precisas disposiciones legales.

3. La tercera garantía es el recurso por casación contra toda decisión jurisdiccional que esté en contraste con la ley (art. 111, II). (Este principio, de todos modos, se aplica a las decisiones de los jueces ordinarios, y no a las del Consejo de Estado: art. 111, III). Ello implica un control sobre las decisiones de todos los jueces por parte de otros jueces, a excepción, obvia­mente, de los propios jueces de casación. La corte "suprema" de casación ejerce un control de legitimidad sobre todas las decisiones de los demás jueces (ordinarios), pero, naturalmente, las decisiones de la propia corte suprema no están sujetas a su vez a ningún control posterior.

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6. QUIS CUSTODIET IPSOS CUSTODES?

Llegados a este punto pueden hacerse dos observacones. Por una parte, la mayoría de las técnicas constitucionales de garantía

de los derechos se reducen a alguna forma de control jurisdiccional. Se trata por ello de un control que llevan a cabo los jueces y que conlleva lo que se denomina "aplicación del derecho".

Por otra parte, sin embargo, la jurisdicción no está sometida a su vez a controles externos. Son los jueces (constitucionales) quienes controlan la obediencia del legislador a las normas constitucionales; son también los jueces (ordinarios y contencioso-administrativos) quienes controlan la obediencia del gobierno a las normas legislativas, y, por último, son también los jueces (de casación) quienes controlan la obediencia de los demás jueces a la ley. Pero no existen controles de ninguna clase sobre las decisiones tanto de los jueces constitucionales, como de los jueces de casación (así como sobre las decisiones de los jueces administrativos de última instancia, esto es, del Consejo de Estado).

Por lo tanto, la garantía de los derechos queda, en su mayor parte, confiada a los jueces. Los jueces tienen la última palabra al respecto.

Ahora bien, esta técnica de garantía de los derechos se funda en la doctrina "formalista" de la interpretación y de la aplicación del Derecho. Me refiero a la doctrina según la cual:

a) El derecho es un conjunto de leyes, es decir un conjunto de textos que contienen un significado normativo unívoco, predestinado a su interpre­tación.

b) La interpretación del Derecho es, por lo tanto, una actividad cog­noscitiva de normas ya dadas en los textos normativos.

c) La aplicación del Derecho, determinado mediante la interpretación, es una actividad completamente automática (un silogismo), que no implica valoración alguna o decisión política posterior a las decisiones de los órganos investidos de competencia normativa (esencialmente los órganos legislativos).

En definitiva, el poder jurisdiccional no es un poder normativo. Este es el fundamento conceptual de la teoría de Montesquieu, según la cual el poder jurisdiccional es un poder "en cierta forma nulo" y que el juez "no es más que la boca muda de la ley". Para garantizar los derechos de libertad, el poder debe ser limitado por el poder, pero no hay necesidad de limitar al poder jurisdiccional porque dicho poder, al fin y al cabo, no es un "verda­dero" poder.

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Es el poder jurisdiccional aquello que funciona como garantía de los derechos frente a los demás poderes; pero no plantea ningún problema la garantía de los derechos frente al propio poder jurisdiccional.

Evidentemente esta técnica de garantía de los derechos es satisfactoria mientras que se mantenga la creencia en la aplicación formalista del derecho. Pero esta misma técnica deja por completo de ser satisfactoria si se piensa, por el contrario, que el poder de juzgar es, en sí mismo, un poder (en último análisis) normativo, y por lo tanto un poder político. Si se reconoce —como hoy en día todo el mundo hace— que también el poder jurisdiccional es un poder político, entonces nace el problema —completamente nuevo en el cons­titucionalismo —de inventar técnicas constitucionales idóneas para garantizar los derechos de libertad frente al poder judicial.

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EL PROBLEMA DEL DERECHO DE AUTODETERMINACIÓN DE LOS PUEBLOS:

LAS ACTITUDES DE LOS ESPAÑOLES

Eduardo López-Aranguren Catedrático de Sociología

de la Universidad Carlos III de Madrid

EL DERECHO DE AUTODETERMINACIÓN Y SU PLANTEAMIENTO EN ESPAÑA

UALQUIERA que haya leído atentamente la Constitución Espa­ñola de 1978 ha podido comprobar que en el artículo 2 de la Constitución "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones..." y que en el artículo 143, que for­

ma parte del título VIII —De la Organización Territorial del Estado— se menciona la posibilidad de acceso al "autogobierno" de territorios de deter­minadas características. Hallamos, pues, en el texto constitucional los concep­tos de autonomía y autogobierno, mas en ninguna parte encontramos el con­cepto de autodeterminación.

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DERECHOS Y LIBERTADES I RKVISTA DEL INSTITUTO BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

Sin embargo, la idea de la autodeterminación de los pueblos, formulada como derecho y aspiración del pueblo catalán o el pueblo vasco, es aireada periódicamente de palabra y por escrito, en discursos, conferencias, mesas redondas y artículos de prensa, lo cual inevitablemente produce un frenesí de declaraciones, comentarios y contradeclaraciones de políticos y observa­dores de la política. Y en ausencia de apoyo legal al principio de autodeter­minación en la Constitución Española, se ha creído hallar una base susten­tadora de tal principio en la Carta de las Naciones Unidas de 1945.

En efecto, en el artículo 1, párrafo 2, de la Carta de las Naciones Uni­das, y en el contexto de indicar que uno de los propósitos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) es fomentar relaciones de amistad entre las na­ciones, se menciona el "derecho de los pueblos a la libre determinación", derecho que es mentado de nuevo en el artículo 55. La cuestión crucial que suscita la alusión de este derecho es qué lectura, definición o interpretación ha de darse al mismo.

La lectura que emana de la propia ONU ha sido resumida por Cassese (1985) de la siguiente manera: El derecho de libre determinación de los pueblos configura un principio anticolonialista, antineocolonialista y antirra-cista; adicional o alternativamente, el derecho de libre determinación enuncia un principio de libertad contra la opresión por un Estado extranjero. En ambos casos se trata, pues, de autodeterminación extema, del ejercicio del derecho de libre elección en un contexto de opresión exterior, estrechamente relacionado, por tanto, con el objetivo de liberarse de tal opresión.

Ahora bien, como el mismo Cassese ha señalado, caben otras interpre­taciones del derecho de libre determinación que se menciona en el artículo 2 de la Carta de la ONU:

a) Lo que podríamos llamar el enfoque de los derechos humanos, por la conexión que establece entre los derechos humanos y el derecho de au­todeterminación, entiende que la autodeterminación es condición preliminar fundamental para el ejercicio de los derechos del hombre: si un pueblo está oprimido (por un régimen colonial o racista, por ejemplo) no tiene ningún sentido hablar de derechos o libertades fundamentales de los integrantes de ese pueblo.

b) El enfoque de la autodeterminación interna mantiene que el derecho de autodeterminación es el derecho de un pueblo a realizar una elección libre en el marco de un sistema estatal cuyo status internacional no se cuestiona; o, si se prefiere, el derecho de todos los pueblos de cada Estado a elegir

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libremente un régimen o gobierno que responda completamente a sus aspi­raciones.

Parece innecesario señalar que es esta última definición del principio de autodeterminación, principio que se supone de aplicación universal, la que tiende a adoptarse por quienes mantienen el derecho del pueblo catalán o del pueblo vasco a determinar en libertad y por sí mismos su futuro político.

LAS ACTITUDES DE LOS ESPAÑOLES

Parece, pues, pertinente y relevante plantear el interrogante de cuáles puedan ser las actitudes de los españoles en lo que se refiere a la cuestión de la autodeterminación de los pueblos del Estado español. Y eso precisa­mente es lo que hemos hecho un equipo de cuatro sociólogos formado por José Jiménez Blanco, Manuel García Fernando, Miguel Beltrán y el autor de este artículo, al incluir el análisis del problema del derecho de autodetermi­nación en una investigación más amplia sobre la conciencia nacionalista y regionalista en España en 1990; investigación que, financiada por la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología, ha sido llevada a cabo utilizando una muestra aleatoria nacional de 6.600 personas mayores de dieciocho años, representativa no sólo de la población adulta española, sino también de las poblaciones de las diecisiete Comunidades Autónomas.

Qué importancia se atribuye al tema de la autodeterminación es el interrogante cuyos resultados vamos a examinar en primer lugar (véase la tabla 1). Un 41,7 por 100 de la muestra total piensa que la autodeterminación es un tema "muy" o "bastante" importante, porcentaje que se encuentra superado sólo en cinco de las diecisiete Comunidades Autónomas. Entre estas cinco destacan el País Vasco, Cataluña y Navarra, comunidades en las que una mayoría absoluta de la población considera muy o bastante importante el tema de la autodeterminación.

La pregunta 20 del cuestionario utilizado en la encuesta define el de­recho de autodeterminación de los pueblos como el "derecho a decidir libre­mente el propio futuro político, económico y cultural", para a continuación solicitar al entrevistado su opinión sobre si el pueblo de la Comunidad Au­tónoma a la que pertenece debiera poder o no ejercer el derecho de auto­determinación así definido. Los resultados indican — véase la tabla 2— que en Cataluña una mayoría absoluta de la población responde afirmativamente, que en el País Vasco el porcentaje de opiniones afirmativas sobrepasa el 48 por 100, y que en Navarra más del 42 por 100 piensan de esta misma manera.

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TABLA 1

IMPORTANCIA QUE SE ATRIBUYE AL TEMA DE LA AUTODETERMINACIÓN EN DIVERSAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS *

(Porcentajes, 1990)

Muy importante Bastante importante Poco importante Nada importante No sabe/No contesta

Total

Toda España

13,6 28,1 19,8 11,1 27,4

100,0 (6.600)

Cataluña

19,1 35,2 17,4 4,5

23,8

100,0 (1.015)

Navarra

19,3 33,1 27,1 11,8 8,8

100,1 (86)

País Vasco

21,0 33,0 18,2 6,5

21,3

100,0 (362)

Asturias

18,0 28,5 13,5 15,5 24,5

100,0 (189)

Murcia

24,0 25,0 13,0 7,5

30,5

100,0 (172)

* En las otras 13 Comunidades Autónomas, la importancia que se atribuye al tema de la autodeter­minación (muy importante + bastante importante) está por debajo de la media nacional.

Los datos presentados en la tabla 2 muestran que un tercio de la po­blación española y en torno a la mitad de las poblaciones de las comunidades catalana y vasca se manifiestan partidarios del derecho de autodeterminación, cuando éste se define en términos abstractos de libertad para decidir el propio futuro sin mencionar las posibles consecuencias sobre la unidad o integridad de la nación española del ejercicio o aplicación práctica de ese derecho. Pero cuando se especifican las posibles consecuencias políticas del reconocimiento y ejercicio del derecho de autodeterminación, a saber, la formación de un Estado independiente en la actual Comunidad Autónoma, desgajado por tanto del Estado español, entonces el número de respuestas favorable a la libre determinación de los pueblos disminuye espectacularmente. Esto es lo que podemos constatar en la tabla 3.

En efecto, en la tabla 3 hallamos que son alrededor del 20 por 100 (uno de cada cinco) los adultos que en Cataluña, País Vasco y Navarra expresan su preferencia por un Estado que reconozca a las Comunidades Autónomas un derecho de autodeterminación que pueda conducir a una declaración de independencia. Por contra, son en torno al 40 por 100 en cada una de estas tres Comunidades los ciudadanos que se encuentran satisfechos con el Estado de las Autonomías vigente en la actualidad; y otro 16 por 100 aproximada­mente se hallan también cómodos con el Estado de las Autonomías, aunque preferirían que las funciones y el gobierno autónomos se extendieran hasta donde permitan los respectivos Estatutos de Autonomía.

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TABLA 2

OPINIÓN SOBRE SI EL PUEBLO DE LA COMUNIDAD AUTÓNOMA DEBIERA PODER EJERCER EL DERECHO DE AUTODETERMINACIÓN *, EN DIVERSAS

COMUNIDADES AUTÓNOMAS ** (Porcentajes, 1990)

Sí No No sabe/No

contesta

Total

Toda España

34,0 32,6

33,4

100,0

Cataluña

53,6 14,4

32,0

100,0

Navarra

42,6 37,6

19,8

100,0

País Vasco

48,3 25,2

26,5

100,0

Asturias

37,5 32,0

30,5

100,0

* Derecho de autodeterminación definido como dereclio a decidir libremente su futuro político, eco­nómico y cultural.

*• El porcentaje de respuestas afirmativas en las otras trece Comunidades Autónomas está por debajo de la media nacional (34,0), aunque se aproxima a la media en Aragón (33,3) y en la Comunidad Valenciana (32,0).

Un cuadro semejante presentan las respuestas a una pregunta similar a la anterior, pero referida específicamente a la propia Comunidad Autónoma. La pregunta formulada y los datos resultantes se encuentran en la tabla 4. Vemos en esta tabla que en el País Vasco y Navarra son de nuevo alrededor del 20 por 100 los partidarios del "principio de autodeterminación para llegar a ser un Estado independiente", pero también que el 56 por 100 en el País Vasco y el 60 por 100 en Navarra prefieren seguir siendo una "Comunidad Autónoma como hasta ahora". En cambio, en Cataluña sólo el 46,4 por 100 se muestran partidarios de esta tiltima opción, mientras que exactamente la mitad de la población preferiría modificar el status quo para que Cataluña fuera un "Estado en un sistema de Estado Federal" (22 por 100) o pudiera ejercer el principio de autodeterminación para llegar a la independencia (28 por 100).

Por otra parte, la investigación llevada a cabo ha permitido averiguar cuáles son algunas de las variables sociodemográficas que explican la variación en las actitudes o preferencias a lo ancho de un espectro en cuyos extremos se hallan a un lado el centralismo característico del régimen anterior y al otro el derecho de autodeterminación de los pueblos. Los hombres están más predispuestos que las mujeres a endosar el principio de autodeterminación, y los jóvenes más que los menos jóvenes; de hecho, los datos muestran una notable relación inversa entre la edad y la actitud favorable hacia el derecho de libre determinación. Por otro lado, la educación formal está también aso-

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TABLA 3

PREFERENCIAS SOBRE LA ORGANIZACIÓN DEL ESTADO EN ESPAÑA, EN DIVERSAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS *

(Porcentajes, 1990)

Alternativas

Que sea un Estado en el que se reconozca a las Comunidades Autónomas el derecho a la au­todeterminación para poder convertirse en Estados inde­pendientes

Que sea un Estado Federal, con­virtiendo a las Comunidades Autónomas en Estados miem­bros de la federación

Que sea un Estado con Comu­nidades Autónomas con el máximo de autonomía que permitan sus Estatutos

Que sea un Estado con Comu­nidades Autónomas como en la actualidad

Que sea un Estado con un único gobierno central, sin autono­mías

No sabe/No contesta

Total

Toda España

8,1

7,7

16,6

52,2

12,5 2,9

100,0

Cataluña

20,8

17,9

15,9

39,2

3,0 3,2

100,0

Navarra

22,1

9,3

17,5

42,1

6,3 2,8

100,1

País Vasco

19,5

12,3

15,0

40,5

4,5 8,3

100,1

Asturias

12,5

8,0

28,0

36,5

10,0 5,0

100,0

* El porcentaje favorable a la autodeterminación en las otras trece Comunidades Autónomas está bien por debajo de la media nacional de 8,1.

ciada con la preferencia por la fórmula de la autodeterminación —pero en este caso la relación es directa y no inversa.

Por lo que se refiere a Cataluña y el País Vasco también hemos podido examinar el impacto del grado de conocimiento del catalán y del euskera, res­pectivamente, sobre la actitud hacia el derecho de autodeterminación. Antes de contemplar los datos, es necesario, sin embargo, hacer algunas observaciones:

1. El conocimiento del catalán en Cataluña es mucho mayor que el de euskera en el País Vasco. Nuestros datos indican que en el País Vasco un 63,5 por 100 de la población adulta reconocen que "no saben nada" de eus-

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kera, mientras que en Cataluña sólo un 3,3 por 100 dicen que "no saben nada" de catalán.

2. En consecuencia, mientras que en Cataluña es apropiado distinguir entre conocimiento bajo (únicamente "entiende"), medio ("entiende", "habla" y "lee") y alto (y además, "escribe"), en el País Vasco la distinción pertinente es la que separa a los que no saben nada de quienes saben algo (conocimiento bajo, medio o alto).

Pues bien, los datos que se presentan en la tabla 5 muestran, como cabía esperar, que la actitud más favorable al derecho de autodeterminación está clara y directamente ligada al conocimiento de la lengua catalana o a algún conocimiento del euskera: a medida que ascendemos en la escala de conocimiento de la lengua, más alto es el porcentaje de acuerdo con las proposiciones favorables al principio de libre determinación.

RESUMEN Y CONCLUSIONES

Los datos presentados en la tabla 2 muestran que aproximadamente un tercio de la población adulta española opina que el pueblo de su Comunidad Autónoma debiera poder ejercer el derecho a decidir libremente su futuro político, económico y cultural. Ello parece indicar que un tercio de todos los españoles compartirían aquella interpretación del artículo 2 de la Carta de la ONU que en los párrafos iniciales de este artículo he llamado el "enfoque de la autodeterminación interna". Este porcentaje sube hasta la cota del 50 por 100 en las Comunidades catalana y vasca.

Ahora bien, cuando se especifican las posibles consecuencias políticas del ejercicio del principio de autodeterminación y se incluye en la definición del mismo el concepto de independencia, las actitudes cambian notablemente: en trece de las diecisiete Comunidades Autónomas apenas llegan a 8 por 100 los partidarios del derecho de autodeterminación, en Navarra y en el País Vasco son 20 de cada 100, y algunos más en Cataluña, donde se alcanza la cifra del 28 por 100 (tabla 4).

El efecto de la negativa carga simbólica del término independencia es significativo. "Independencia" sin duda significa para muchos "separatismo", "anti-españolismo", y en el País Vasco, aún más grave, independencia se asocia a la coalición Herri Batasuna, el brazo político de la organización ETA, y por tanto a terrorismo y a asesinato. No es casualidad que en el País Vasco el porcentaje de la población que se manifiesta de acuerdo con el principio de autodeterminación "para llegar a ser un Estado independiente" (19,6 por

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DERECHOS Y LIBERTADES I REVISTA DEL INSTITUTO BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

TABLA 4 FORMULA DE ORGANIZACIÓN PREFERIDA PARA LA PROPIA COMUNIDAD

AUTÓNOMA, EN DIVERSAS REGIONES * (Porcentajes, 1990)

Fórmulas

Que pudiéramos ejercer el prin­cipio de autodeterminación para llegar a ser un Estado in­dependiente

Que fuera un Estado en un sis­tema de Estado federal

Que fuera una Comunidad Au­tónoma como ahora

No sabe/No contesta

Total

Toda España

10,6

12,3

71,5 5,6

100,0

Cataluña

28,0

22,1

46,4 3,5

100,0

Navarra

21,8

12,5

60,2 5,5

100,1

País Vasco

19,8

15,8

55,5 8,9

100,0

Asturias

15,5

11,5

66,5 6,5

100,0

* El porcentaje favorable a la autodeterminación en las otras trece Comunidades Autónomas está bien por debajo de la media nacional (10,6).

100), esté muy próximo al porcentaje del voto obtenido por Herri Batasuna en las últimas elecciones autonómicas de octubre de 1990 (18,2 por 100). Pienso que este particular significado del concepto en Euskadi explica la diferencia entre Cataluña y el País Vasco en la tabla 4.

La posición partidaria del derecho de autodeterminación interna es en España, indudablemente, uno de los elementos componentes de lo que en otro lugar he llamado la conciencia nacionalista (López-Aranguren, 1983). La conciencia nacionalista es un síndrome de actitudes que comprende percep­ciones, interpretaciones y aspiraciones relativas a realidades nacionales en los terrenos cultural, económico y político. Se trata, pues, de un fenómeno de dimensiones múltiples e interrelacionadas. Y es precisamente la relación exis­tente entre la dimensión lingüística y la dimensión política de la conciencia nacionalista lo que explica la asociación que aquí hemos hallado entre el conocimiento de la lengua local y el apoyo al principio de autodeterminación. La lengua es en las comunidades catalana y vasca símbolo y seña de identidad fundamentales y, por tanto, el conocimiento de la lengua es crucial para la identificación de uno mismo como catalán o vasco, para pensar, sentir o actuar como tal, y para participar en el conjunto de percepciones, interpre­taciones y aspiraciones referidas a la nación que conforman la conciencia nacionalista.

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DERECHOS Y LIBERTADES REVISTA DF-I- INSTITUTO BARTOLOMÉ DE LAS CASAS I

TABLA 5

PORCENTAJE QUE ESTA DE ACUERDO CON LAS SIGUIENTES AFIRMACIONES RELATIVAS AL DERECHO DE AUTODETERMINACIÓN EN CATALUÑA Y PAÍS VASCO, POR NIVEL DE CONOCIMIENTO DEL CATALÁN Y EUSKERA, RESPEC­

TIVAMENTE. 1990

Proposiciones

España debe estar organizada como un Estado en el que se reconozca a las Comunidades Autónomas el derecho a la au­todeterminación para poder convertirse en Estados inde­pendientes

En Cataluña (País Vasco) debié­ramos poder ejercer el dere­cho de autodeterminación para llegar a ser un Estado in­dependiente

El pueblo de Cataluña (País Vasco) debiera poder ejercer el derecho de autodetermina­ción como derecho a decidir libremente su futuro político, económico y social

El tema de la autodeterminación es un problema social «muy» 0 «bastante» importante

NIVEL DE CONOCIMIENTO DE LA LENGUA

CATALUÑA ,

Bajo

21,7

29,3

55,5

56,3

Medio

24,7

35,6

62,1

63,5

Alto

31,8

40,9

72,2

72,3

PAÍS VASCO

No sabe nada

9,4

10,2

38,6

45,3

Bajo-medio-alto

45,6

46,7

73,2

71,7

BIBUOGRAFIA

CASSESE, Antonio: "Comentario al artículo 1, párrafo 2, de la Carta de las Naciones Unidas", en Jean-Pierre Cot y Alain Pellet (directores): La Charte des Nations Unies, 1985, París (Editions Económica) y Bruselas (Editions Bruylant), pp. 39-55.

LOPEZ-ARANGUREN, Eduardo: La conciencia regional en el proceso autonómico español, 1983, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas.

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EL RECONOCIMIENTO DE LOS DERECHOS. ¿CAMINO DE IDA Y VUELTA?

(A propósito de los derechos de las minorías) Javier de Lucas

Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia

MUANDO se nos explica el proceso de institucionalízación de los derechos fundamentales, suele presentarse como último estadio el de universalización de esos derechos, una meta que sería posible gracias a la consolidación de la democracia y del Derecho inter­

nacional. La verdad es que, sin caer en la fácil simplifícación de quienes menosprecian —no sin buenas dosis de razón, desde luego— el papel con­formador de la realidad que desempeña o puede desempeñar el Derecho, lo cierto es que basta una mirada alrededor para darse cuenta de que ese pro­ceso de universalización, cuyos logros sólo pueden ser cuestionados desde la irresponsabilidad y la ignorancia, todavía deja mucho que desear en cuanto se pierde el punto de vista, si no etnocéntrico, sí al menos sectorial, propio del Primer Mundo, desde el que nosotros escribimos. Una de las cuestiones

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a atender prioritariamente en el ámbito de los derechos sigue siendo la efec­tiva extensión universal de los mismos (y no estoy pensando precisamente en los de la "tercera generación") y a ese respecto me parece que la discusión en torno a los polos simbolizados por los derechos de las minorías' ofrece un buen banco de pruebas: de un lado, el reconocimiento de derechos fun­damentales de esos individuos o del propio grupo. De otro, la reivindicación de unas más o menos deletéreas identidades propias de esas minorías. Trataré de explicar mi posición al respecto.

He tenido ocasión de recordar en alguna otra ocasión, a propósito de la preocupación cada vez mayor por las manifestaciones de racismo y xeno­fobia, lo que señalara Barcellona^ es decir, que esos fenómenos tienen la virtud de remover el núcleo del vínculo social mismo, pues interpelan lo que califica como la "verdad misma de Occidente: las teorías políticas del Estado, del Derecho, de la ciudadanía". Me parece que, al hablar de los derechos de las minorías marginadas, y de la labor que corresponde al Estado, a los poderes públicos, conviene tener en cuenta el marco definitorio del vínculo de la ciudadanía y, en particular, prestar atención a los intentos de redefi­nición del mismo que, al socaire de la filosofía individualista que es el sustrato de lo que nos quieren hacer pasar como el horizonte irrebasable en el pre­sente histórico, esto es, el (neo) liberalismo, tratan de reducir estos problemas a la recuperación de la tolerancia hacia la diferencia, presentándola como el objetivo a conseguir^. Creo que en este escenario se está poniendo en evi­dencia muy claramente ese hiato de legitimidad que hoy se trata de rellenar acudiendo (Winnock) al resorte más viejo del que se dispone: el miedo. En

' Será preciso advertir, como lo exige E. DÍAZ (y así lo recordaba en el seminario sobre derechos de las minorías que tuvo lugar en Valencia en la primavera de 1992), que el concepto de minorías dista mucho de ser unívoco, y que, junto a las minorías de las que aquí me ocuparé preferentemente (las étnicas, nacionales o culturales), hay otras que no ocupan precisamente el lugar de los desfavorecidos.

' Cfr. W.AA., 1989 a, pp. 200 y ss. ' Efectivamente, la teoría del reconocimiento en la que se basa el estatuto de ciudadanía,

parecería retroceder al paradigma hegeliano: es ciudadano aquel a quien el Estado reconoce como igual que nosotros, quien posee el signo de identidad atribuido por el Estado y que nos permite reconocer al que es persona como nosotros, reconocimiento que, no lo olvidemos, aparece condicionado a la capacidad de subordinar la propia vida a la del Estado nacional (a la condición de guerrero), de acuerdo con la tesis asimismo hegeliana de la identificación del Ejército y la burocracia como las auténticas clases universales, con el Estado mismo. Precisamente por ello, a fortiori, la incapacidad para aceptar al otro (es decir, a quien no es homologable) como ab­solutamente diferente y, a la par, igual; y, en consecuencia, el que se presente la tolerancia como el máximo status deóntico que puede alcanzar quien no es reconocido como igual. Sobre el análisis de la relación entre nosotros y los otros, con especial atención al problema del racismo ("racialismo" tal y como escribe el autor) y a su relación con fenómenos como el nacionalismo, la obra de Tzvetan TODOROV: cfr. especialmente TODOROV, 1989. Asimismo, SAMI-NAIR, 1992. Puede verse también KRISTEVA, 1991. La idea del reconocimiento de los derechos, en DE CASTRO, 1989, además de PÉREZ LUÑO, PECES-BARBA o BALLESTEROS.

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este caso, se trata del rechazo a un presente que anuncia la amenaza de decadencia —si no de pérdida— de los buenos y viejos valores, de la propia identidad (en otros términos: de lo que nos daba seguridad), junto a la an­gustia por un futuro que se presenta como radicalmente distinto: i ahí es nada el cambio que representa una Europa multiétnica en la que, por si faltara poco, las etnias predominantes pudieran llegar a ser las no europeas! Con ello se rehuye la auténtica discusión: la necesidad de sustituir una noción de ciudadanía que salta en pedazos ante procesos diferentes, y aun contradic­torios entre sí, como los proyectos de integración supranacional, los movi­mientos migratorios desde el tercer mundo y el antiguo bloque del Este, el resurgimiento de nacionalismos, la redefinición de la noción de minorías, etc.

El problema, como ha sido subrayado a menudo" es que el nuestro es un horizonte de fragmentación y minorías en el que la multiplicación de la reivindicación de la diferencia parece reducir al mínimo la posibilidad de acuerdo, y por eso surge la dificultad a la que hacía mención: garantizar a esos otros, manifiestamente diferentes, su reconocimiento como sujetos de derechos y como titulares de soberanía. Hay que insistir en que, sin ese reconocimiento de estatuto igual, en todo caso puede caber la indiferencia (para entendemos, la coexistencia, la "guerra fría", la disuasión), pero no el respeto, la solidaridad, la convivencia. El primer efecto perverso de ese plan­teamiento es que, casi inevitablemente, al menos a largo plazo, genera un modelo de respuesta de resistente, que es una espiral sin fin, lo que resulta especialmente claro en el orden cultural: es el rechazo a la asimilación y la reivindicación de los propios códigos de identidad'. Se pierde así el debate en términos en los que los derechos quedan en segundo plano, pues el terreno de la disputa es el de la dialéctica entre asimilación/integración o ghetización. Sin perjuicio de la incidencia que puedan tener al respecto*, de un lado, la aceptación acrítica que en mi opinión subyace a la actual reivindicación con­cepto de tolerancia y que, paradójicamente, supone un paso atrás en orden al reconocimiento y garantía de derechos y, de otra parte, el olvido de las

' Hasta el punto de constituir uno de los signos de identidad del pensamiento "post­moderno", incluso por la postmodernidad que, de acuerdo con BALLESTEROS, sería "deca­dente" y no "resistente": así, la reivindicación de la diferencia por VATTIMO, LYOTARD o BAUDRILLARD. Son B. DE SOUSA SANTOS (1989), BARCELLONA (1989) y FERRAJOLI (1989) quienes han sabido poner de manifiesto el impacto de esa nueva conciencia y realidad social en el orden jurídico: la ruptura del universalismo, de la uniformidad que el proyecto del formalismo jurídico y del liberalismo político y económico habían tratado de poner en pie (con todos sus claroscuros, desde luego).

' Sobre el problema de la diversidad cultural y la universalización de los derechos hu­manos, cfr. MONZÓN (1992), pp. 119 y ss.

' He tratado de mgstrarlo en otros lugares: DE LUfcAS, 1992 a y 1992 b.

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exigencias de los principios de solidaridad e igualdad, característicos del Es­tado social de Derecho, lo que me interesa aquí es, sobre todo, tratar de mostrar que es preferible plantear la cuestión en términos de reconocimiento de la condición de ciudadano para esas minorías, y no simplemente del res­peto a la diferencia. Ello no es óbice para que añada algo acerca de lo que, insisto, considero una apelación errónea (y que guarda relación inversa: la solidaridad degradada al plano de lo retórico, mientras la tolerancia es pre­sentada como el principio jurídico clave) de esos dos conceptos.

Ante la dificultad de reconocimiento del estatuto de igualdad de las minorías marginadas, suele formularse una respuesta que, en mi opinión, es reductiva: la vía para ese reconocimiento sería la integración, entendida, las más de las veces, como asimilación: aquel que se automargina, que renuncia a integrarse, no puede exigir reconocimiento. Pues bien, la polémica acerca de la integración/automarginación pone de relieve de nuevo las contradiccio­nes que sacuden el supuesto básico de la ciudadanía, la convivencia entre sujetos no estrictamente homologables, la asimetría que tensiona al máximo la capacidad de conjugar igualdad y diferencia.

Hay que comenzar por recordar que el problema no es tanto de fron­teras, cuanto de diferencias sociales, económicas y culturales, que tienen como elemento de fácil identificación (de simplificación, si no de cobertura) las diferencias étnicas y culturales, como paradigma de la diversidad visible. Esa argumentación parte, las más de las veces, de una hipótesis cuya demostración se hurta, disfrazada bajo el alegato de algunos ejemplos simplistas: se trata del supuesto carácter inasimilable, incompatible, de los valores y cultura pro­pias del grupo/individuo, respecto a los compartidos por la mayoría. Ahí es­taría la raíz de su marginación, que en este caso sería sobre todo automar-ginación, y no marginación impuesta, heteromarginación. La discusión sobre la asimilación cultural es una cuestión que, por supuesto, no conviene sim­plificar. En mi opinión, sin embargo, es posible establecer algunos criterios, ciertamente mínimos, pero también por esa razón eficaces. En primer lugar, parece difícilmente discutible que, si aceptamos como un bien digno de pro­tección jurídica los valores y la cultura propias de las minorías, se trata de garantizar su supervivencia y desarrollo, y eso requiere en muchos casos me­didas del tipo de sanciones positivas y aun de lo que conocemos como dis-

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criminación inversa'. Ese criterio, que está lejos de resolver las dificultades que se presentan de hecho, supone, entre otras cosas, que el planteamiento del problema en los términos que ya hemos mencionado (asimilación vs. ghet­to) falsea el debate. De lo que se trata es de integración, no de asimilación *. Entiendo por integración un proceso guiado por el objetivo de la equiparación en el reconocimiento jurídico, en la ciudadanía, lo que no supone clonación, sino igualdad en la diferencia. Al contrario, el modelo de asimilación condi­ciona el reconocimiento de los derechos a un proceso de mimetización res­pecto a la mayoría, lo que conduce al sacrificio indiscriminado de esas dife­rencias. En otras palabras: en mi opinión es muy difícil justificar ese modelo de asimilación si inevitablemente supone —como de hecho, antes o después, así sucede— aculturación y aun pérdida de elementales rasgos de identidad (de lengua, étnicos, religiosos, de organización social, etc.'), aunque no cabe olvidar que hay procesos de asimilación voluntaria "*. El segundo criterio es asimismo elemental: el respeto a la diversidad no puede suponer menoscabo de los derechos fundamentales, ni de las reglas de juego propias de la legi­timidad democrática, y entre ellas que, siempre que se respete el derecho de participación de todos en la toma de decisiones jurídico-políticas y en los resultados (una segunda instancia en la que, ciertamente, como recuerda E. Díaz ", se insiste menos), la concreción de la legitimidad democrática se

' Sobre discriminación inversa debe consultarse el ejemplo clásico del caso De Funis vs. Odegaard. Un tratamiento imprescindible en DWORKIN, 1984, pp. 327 y ss. Cfr. también el estudio de la técnica de sanciones positivas o normas "premíales" en FACCHL 1991, y RUIZ MIGUEL.

* En ese sentido, discreparía mínimamente del excelente análisis de SAMI-NAIR varias veces citado aquí. Discutir si la asimilación constituye una utopía es aceptar —como parece sugerir en algún momento el profesor— de algo así como un proceso que recorrería tres etapas: de la inserción, pasando por la integración, hasta la asimilación. Es cierto que no basta con la mera inserción para garantizar los derechos, pero en mi opinión, como trataré de mostrar, tam­poco es necesario alcanzar la asimilación para asegurar ese objetivo. A fortiori, el discurso de la diferencia comunitaria esgrimido por la ultraderecha yerra al poner el acento en el carácter inasimilable del extranjero (de algunos, claro está: de los que proceden del Magreb en el caso francés), pero también se equivoca la crítica centrada en discutir ese objetivo: es perfectamente compatible la identidad de la ciudadanía con el proceso de integración, y, por el contrario, resulta muy difícil cohonestar asimilación y ciudadanía, o, por volver a una idea que HABERMAS ha tomado de la filosofía política norteamericana, del "patriotismo de la Constitución". Eso no quita validez a las tesis básicas del profesor de la Sorbona: así, cuando critica los argumentos en los que se apoya la imposibilidad de integración: el económico-sindical, el histórico-nacional, el étnico-cultural y el jurídico.

° Máxime cuando en no pocos casos detrás de la asimilación hay únicamente razones de eficacia o maximalización de beneficio.

'" Como recordaba BARRY (1991, p. 17), a propósito de un análisis del punto de vista escéptico y liberal de los derechos que aparecerá en el núm. 9 de la revista Daxa, detrás de los fenómenos de conversión religiosa, en no pocos casos, subyace lo que los norteamericanos llaman las trading up denominations que permiten escalar en el status social (ser presbiteriano o epis-copaliano), o el deseo de asociarse a una cultura más poderosa.

" El mismo E. DÍAZ es quien insiste en que la primacía de las mayorías (cuyo único

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encuentra en la voluntad de la mayoría. Dicho de otro modo, no hay inte­gración posible si no se acepta la primacía del respeto a los derechos, porque son ellos los que constituyen el mínimo común denominador en el que es posible el reconocimiento ' . No se puede renunciar a ese mínimo sin echar por tierra la legitimidad jurídica y política. No es posible admitir ninguna diferencia, ningún (pretendido) signo de identidad propio que resulte irre­conciliable con esos derechos " sin eliminar precisamente lo que hace posible el proceso de reconocimiento.

Y es que, como decía más arriba, siguiendo el análisis de Sami-Naír, el problema que se nos presenta a veces de forma simplista en términos de conflicto étnico o, en todo caso, de conflicto cultural, es también y sobre todo la cascara vacía que encierra problemas de orden socioeconómico. En efecto, si nos detenemos por un momento a examinar las relaciones y diferencias entre los conflictos en apariencia predominantemente raciales que se plantean en la Europa del ascenso de los fascismos en los años treinta y en la actua­lidad, será fácil observar que en ambos casos hay un elemento común: se disfraza un problema de desplazamiento social y de crisis económica y política bajo el manto de la quiebra o puesta en peligro de la identidad nacional por la presencia de una(s) minoría(s) étnica(s). En los años anteriores a la se­gunda guerra mundial, el telón de fondo es, junto a la reacción de las clases medias contra los movimientos obreros y sindicales, la crisis económica: en ese contexto, la coartada es la identificación de un chivo expiatorio (los ju­díos) sobre el que cargar el estado de postración nacional, caldo de cultivo perfecto para el demagógico sentimiento de revancha que apela a la reacción frente a las humillaciones nacionales y a la reivindicación de territorios para la propia etnia. Hoy, aunque las razones han variado y también el "agresor externo" (árabes, centroafricanos, latinoamericanos, turcos, etc.), el mecanis­mo funciona del mismo modo. En efecto, las dos décadas de expansión eco­nómica (1950-70) que, como se ha repetido hasta la saciedad, permitieron la generalización de la experiencia democrática en Europa occidental, se llevaron a cabo sobre la base de un amplio compromiso social que da pie a las rea-

límite es el respeto de los derechos) debe ser vista desde la perspectiva de la universalidad, siempre que ésta no se entienda en términos de universalidades ideales, en las que —extrema se tangunt— no acaba habiendo diferencia perceptible entre los fundamentalismos y las comunidades angélicas.

' Si no me equivoco, ése es el sentido del polémico artículo de M. LOSANO (1991) que tanta controversia ha despertado en Italia a propósito de la "sociedad multiétnica".

" Y desde luego no estoy pensando en supuestos de laboratorio: prácticas (que respon­den a determinadas identidades culturales y religiosas) y que suponen la exclusión de la mujer del acceso y ejercicio en condiciones de igualdad en derechos como la educación, la libertad sexual, o la participación política son ejemplos de esa incompatibilidad.

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lizaciones del Estado de bienestar, pero que fue posible gracias también a una aportación de mano de obra barata, poco exigente y con escasa integra­ción (son trabajadores que tratan de regresar a su país) cuyos costes per­manecen sumergidos: la inmigración masiva hacia esos países desde el sur de Europa (España, Grecia, Portugal y, en menor medida, pero sin que deje de ser significativa, Italia) y desde las zonas más próximas del Tercer Mundo (la cuenca del Mediterráneo, Turquía, Oriente Próximo y también en menor me­dida Latinoamérica). A partir de los setenta, la internacionalización de la economía merced, sobre todo, a la revolución tecnológica, la pérdida de pro­tagonismo de las clases obreras urbanas frente al nuevo sector terciario (en especial, por la primacía de la información), alteran ese compromiso y aparece así lo que se da en llamar la "sociedad dual": una estructura socioeconómica en la que conviven la opulencia y el desarrollo consumista con la presencia del paro como factor estructural y no como amenaza coyuntural, que golpea a las clases medias y no sólo a las clases bajas. En ese contexto, el del reino del "sálvese quien pueda", del individuo librado a la ley de la selva del éxito profesional, se debilita el tejido social'" y es fácil encontrar el nuevo culpable: aquellos emigrantes que se quedaron y que continúan siendo identificables como distintos '^ La virulencia que adquiere en nuestros días este mensaje se explica también al menos por otros tres factores: 1) las contradicciones que siembra un proyecto de construcción europea que, además de aparecer como un riesgo en los términos del chauvinismo nacionalista, no parece ca­racterizado precisamente por la transparencia democrática en la toma de de­cisiones ni por la solidaridad (la famosa "cohesión" o "convergencia" con los menos favorecidos); 2) los constantes movimientos migratorios también desde el Este y la desintegración de Estados como Yugoslavia, la URSS o Checos­lovaquia y, sobre todo, 3) la incapacidad de las instancias políticas tradicio­nales para hacer frente a esos problemas. Dicho de otro modo: el mejor argumento de la retórica nacionalista exclusivista es de nuevo el horror vacui creado por la inexistencia de propuestas que hagan frente a esta situación '*.

'" Entre otras razones, porque no funciona el recurso que DURKHEIM sugería —la solidaridad orgánica— cuando pronosticaba ese tipo de fenómenos como propios de las socie­dades evolucionadas, caracterizadas por alta densidad demográfica concentrada en núcleos ur­banos, multiplicación de roles (y fragmentación de la identidad individual) y, por ende, de re­laciones sociales que, precisamente por esa fragmentación, son débiles.

" Con toda razón, SAMI-NAIR, en su análisis que —como se habrá visto— sigo am­pliamente, extiende esa identificación a todos los desplazados por el modelo individualista-neo­liberal, a los que él califica como los derrotados, los vencidos, los que han sido dejados al margen.

" Por eso cabe resumir esas tesis con las palabras de SAMI-NAIR que, a pesar de referirse al caso concreto de la inmigración magrebí en Francia, pueden generalizarse al problema que nos ocupa: "no hay problema inmigrado; hay un problema del ámbito imaginario francés

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Lo que provoca ese mecanismo de exclusión es que, paulatinamente, no es tanto el signo de identidad lo que resulta criminalizado, sino la extensión al colectivo: es la característica la que permite identificar a una colectividad, a una cultura o estilo de vida como "criminal". Como insisten las bien co­nocidas tesis del labelling approach, se pasa del hecho a la figura/categoría social y así se confirma y reproduce el estigma. En el mismo sentido evolu­ciona la apelación al mecanismo de "emergencia social": la presencia de ex­tranjeros queda equiparada a otras "alarmas" o patologías, como la crimi­nalidad o la droga, y de esa forma, por ejemplo, el racismo aparece como un subproducto "con cierto fundamento". Podríamos intentar resumir todo esto acudiendo a la caracterización de la ideología étnico-racista que parece cer­nirse sobre nosotros, tal y como la describe Van Dijk ": se trata de un proceso social-cognitivo de los miembros de un grupo social, relativo a los de otros grupos, que se traduce en el orden valorativo y por tanto normativo en los contextos, estructuras e instituciones de esa sociedad, a través de la insistencia en las notas que caracterizan a los otros, esto es, diferencia/competencia/ amenaza/desorden, así como mediante la autopresentación de la mayoría en términos típicamente paternalistas (una superioridad que obliga a la condes­cendencia, a cierta ayuda, y justifica la exacerbación en la respuesta negativa desde el momento en que los otros no se acomodan dócilmente a nuestras pautas "naturales").

A nuestros efectos, lo más interesante es la traducción al orden nor­mativo que, como han mostrado Ferguson y Hogan '*, se concreta en tres órdenes: el económico (desigualdad en las condiciones laborales, división ra­cial del trabajo: el sucio y clandestino se reserva al grupo étnico al que se discrimina; en otras palabras, como se ha reiterado, la invención de un nuevo proletariado que estaría así más cerca que nunca de ser la clave universal), el político y jurídico (marcos legales específicos —restrictivos—, políticas de discriminación de derechos, etc.), y el cultural (la segregación en la escuela, en las pautas de relación social: el sexo, familia, etc.). Todos ellos producen el modelo de respuesta de resistente, especialmente claro en el orden cultural

tocante a la inmigración, convertida en el chivo expiatorio del actual sistema de competición política... aunque la inmigración magrebí se haya integrado ampliamente en el sistema social y cultural francés, ha pasado a ser, a causa de su diferencia étnica, confesional y nacional, el objeto privilegiado en el que se opera la proyección fantasmagórica de los problemas del mismo. Dicha proyección es fruto del sistema de partidos que, en su competición política para conquistar el poder, se sirve del objeto vacío constituido por la inmigración para ocultar a la opinión tanto la responsabilidad de aquéllos en la actual crisis social como su incapacidad para resolverla".

" Por ejemplo, VAN DIJK, 1989, pp. 128 y 136-139. '» FERGUSON, 1989, pp. 249 y 255 y ss.

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por el rechazo a la asimilación y la reivindicación de los propios códigos de identidad''.

Efectivamente, es así como aparecen lo que Touraine denomina movi­mientos de defensa comunitaria, de la "propia identidad nacional" y que, como sabíamos desde Schopenhauer, producen su reacción, un incremento de su contrario, la defensa comunitaria por parte de la minoría, en términos no menos agresivos: "así, la conciencia comunitaria que sustituye una concepción política de la nacionalidad institucional por otra de ciudadanía cultural, pro­gresa al mismo tiempo que se incrementa él rechazo al otro, a las minorías, al extranjero". En definitiva, asistiríamos hoy a una sustitución del conflicto central, que ya no radicaría en la oposición entre clases, sino en el enfren-tamiento de la mayoría con las minorías, especialmente en la modalidad de conflicto interétnico, una sustitución de la dimensión, por así decirlo, "verti­cal" del conflicto, que daría paso a la conflictividad "horizontal" y que hoy, al hilo de esa aplastante hegemonía del liberalismo, mejor, del individualismo ético, parecería encontrar solución en el recurso a la tolerancia, lo que obliga a decir algo sobre ese particular.

II

He dicho antes que en el proceso del reconocimiento de estos derechos se acude hoy como nueva piedra filosofal al principio de tolerancia, o se invoca más o menos vagamente la solidaridad, y que eso me parece un sen­dero de vuelta, un retroceso. Me explicaré.

Mi propósito es sencillamente mostrar, en primer lugar, que quienes se ocupan de analizar el concepto de tolerancia perdiendo de vista que se trata de una categoría histórica, yerran no sólo en lo que se refiere al alcance descriptivo de su esfuerzo, sino también, y sobre todo, si tratan de propor-

" En la "cultura de resistencia" que caracterizaría al Tercer Mundo y a las minorías que sufren discriminación (no sólo racial: también sexista, o de otro tipo), como insiste BA­LLESTEROS, se dan, pues, elementos positivos, pero, como he tratado de poner de manifiesto en otro lugar, en discusión de sus propuestas (Daxa, 6), también elementos que reproducen las pautas de agresividad/ofensivas y de repliegue negador del otro. Aunque sea cierto, como escribe, que el etnocentrismo, estimulado por la contraposición moderna entre sujeto y objeto, por el paradigma del conocimiento conectado a la pretensión de neutralidad, permite que "el hombre blanco se ve a sí mismo como sujeto situado en el Belvedere y contempla a los demás como puros objetos" y que en el Sur se da una mayor tendencia al ecumenismo que puede llevar a "evitar caer en el occidentalismo, una vez superada la mentalidad tecnocrática... para encontrar la común resistencia contra las violaciones de la humanidad en cualesquiera circunstancias" (1989, pp. 120 y 126), sigue pareciéndome un emplazamiento ad calendas graecas ese aparente "paso" de superación de una tecnocracia (al menos de acercamiento a sociedad industrial) que, en todo caso, es aspiración.

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cionar una dimensión prescriptiva, es decir, cuando concluyen ofreciéndonos la tolerancia como virtud pública a practicar, y aún más, cuando lo formulan como auténtico principio jurídico, incluso fundamental. Adelantaré que lo que trato de hacer ver es algo tan sencillo como que no se puede ignorar la historia, lo que supone tener bien presente, por ejemplo, la ya clásica tesis de Marcuse/Moore/Wolff ° y, además, no perder de vista en todo caso que lo que sirvió para abrir el camino hacia el reconocimiento y positivación de derechos y libertades^' (de la libertad de conciencia, religiosa, de expre­sión, etc.) no puede ser hoy proclamado como un objetivo a alcanzar sin retroceder en el estatuto obtenido para las conductas respecto a las que se reclama el "beneficio" de la tolerancia. Habrá que añadir que, en lo que sigue, no me interesa discutir si la tolerancia como "virtud privada" es con­veniente y por qué y con qué consecuencias, sino qué significa (y por qué se hace y qué consecuencias tiene hacerlo) proclamar hoy la necesidad de la tolerancia en el orden jurídico político.

Lo primero es tratar de obtener claridad en el concepto: ¿de qué ha­blamos cuando hablamos de tolerancia? En no pocos de los, por otra parte, excelentes trabajos más recientes sobre el particular, como los de L. Gian-formaggio, J. R. de Páramo o D. Richards ^ , encontramos los principales ele­mentos del concepto de tolerancia. Sin embargo, creo que en ellos se deja de lado en no poca medida lo que señalaba al principio de estas líneas. Ese concepto "puro" de tolerancia se compadece mal con lo que al fin y al cabo significa, aquí y ahora, históricamente, proponer la tolerancia como uno de los criterios de conducta, como un principio normativo de relevancia jurídica y política. Veamos.

Las limitaciones de ese análisis de la tolerancia se pueden advertir en el excelente análisis que lleva a cabo Garzón Valdés. Efectivamente, como explica muy bien Garzón Valdés, para que podamos hablar de tolerancia, es preciso no sólo lo que Alexy llama situación de competencia adecuada (es decir, el status deóntico opuesto al de sujeción), sino sobre todo que concu­rran dos elementos, porque el acto o la conducta tolerada presenta una re-

^ R. P. WOLFF/B. MOORE/H. MARCUSE: Critique of puré Tolerance, que cito por la traducción alemana, Kritik der reinen Tolerara, Suhrkamp, Frankfurt, 1966.

' Es lo que advierte con claridad PECES-BARBA (1982), que subraya justamente ese carácter de concepto histórico.

^ Cfr. Doxa 10/1992. Habría que referirse además a los de L. FERRAJOLI (1989): Diritto e Ragione (Teoría Genérale del garantismo pénale), Bari, Laterza; GARZÓN VALDÉS (1992): "No pongas tus sucias manos sobre Mozart (Algunas consideraciones sobre el concepto de to­lerancia)", Claves de Razón Práctica, núm. 17/92; O. HÓFFE (1988), pp. 141 y ss; E. FERNANDEZ: "Los derechos de las minorías", Sistema 106/92; V. CAMPS: Virtudes públicas, Madrid, Espasa, 1991; SAVATER (1990), pp. 30 y ss.

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lación intersistemática, una relación de ambivalencia con respecto a dos sis­temas normativos: en principio, de acuerdo con el sistema normativo básico, ese comportamiento es objeto de prohibición; sin embargo, de acuerdo con el sistema normativo justificante, se produce la permisión. Además, es obvio que el sujeto que adopta ese principio se encuentra en una situación de superioridad respecto a aquel otro cuyo comportamiento es objeto del juicio de tolerancia: no hay simetría. Por eso la precisión de Alexy: el estatuto que reciba la conducta del sujeto tolerado (S2) está en función de la continuidad de la "buena voluntad" del sujeto tolerante (SI) que ocupa la posición de competencia y frente a la que el sujeto tolerado se encuentra en la de su­jeción, y por ello S2 no puede ecigir ni reclamar de SI ser tolerado como un derecho. En otras palabras, la conducta tolerada es siempre un "mal permi­tido", como ejemplifica la clásica denominación de los prostíbulos como "casas de tolerancia": se trata de un vicio que es mejor soportar para evitar males mayores. En el fondo, la vieja idea atribuida a Goethe: la tolerancia debe ser un régimen provisional, porque encierra siempre algo ofensivo. Pues bien, si admitimos que, para hablar de tolerancia, es preciso que concurran ambos elementos, parece evidente que la tolerancia es la consecuencia de la pon­deración de razones jusitificativas, o al menos prudenciales. En ese caso, la intolerancia, como negación interna de la tolerancia, es algo más que la mera prohibición de un mal: es prohibición que aduce malas razones y por ello resulta más fácil justificar el rechazo en el plano normativo de la intolerancia —por carente de justificación— que la defensa —en el mismo plano— de la tolerancia.

Si, por el contrario, utilizamos el principio de tolerancia en el sentido amplio en el que lo propone, por ejemplo, Ferrajoli: "El primado de la per­sona como valor o del valor de las personas, y por tanto de todas sus espe­cíficas y diversas identidades... sobre ese valor se basa la moderna tolerancia, que consiste en el respeto de todas las posibles identidades personales y de todos los relativos puntos de vista... la atribución a cada persona del mismo valor, lo que comporta que intolerancia es el disvalor asociado a una persona como consecuencia de su particular identidad... la tolerancia consiste en el respeto de todas las diferencias que forman las diversas identidades de las personas" ", entonces comprobamos que eso que seguimos llamando toleran­cia no es tal: se trata de la institucionalización moderna de la igualdad ju-

-' Por eso para FERRAJOLI (1989, pp. 947 y ss.), valor primario de la persona y prin­cipio de tolerancia forman elementos constitutivos del principio moderno de igualdad jurídica, que, como principio complejo, incluye las diferencias personales y excluye las sociales. De ahí el nexo biunívoco entre igualdad jurídica y derechos fundamentales.

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rídica y, en ese caso, ¿qué sentido tiene reivindicar hoy la tolerancia como principio público, y, por consiguiente, exigir su institucionalización jurídica? En mi opinión, y a diferencia de lo que sostienen Hoffe ^, Camps ^, Savater ^ o Ensebio Fernández^', el interés por reclamar la institucionalización de la tolerancia como virtud pública, o, mejor, como principio jurídico y político, desaparece allí donde están garantizadas la igualdad y las libertades; en mi opinión, la constitucionalización del pluralismo, la igualdad y las libertades, hace innecesaria la tolerancia en el ámbito público y resuelve las aporías del concepto "puro" de tolerancia, la discusión sobre la imposibilidad del carácter absoluto de la tolerancia. Más aún, allí donde existe ese grado de reconoci­miento jurídico, apelar a la tolerancia como principio público es rebajar los derechos (y por ello, entiendo justificadas las tesis de Marcuse y Wolff). Es cierto, desde luego, que no se cambia la sociedad por decreto, y que el arraigo de actitudes de respeto y reconocimiento de las creencias, opiniones y dife­rencias de los otros —un hábito especialmente importante en relación con los "derechos de las minorías"— no es producto automático del Boletín Oficial del Estado, pero no es menos cierto que parece más aconsejable colocar el listón de las exigencias en el plano de la garantía del cumplimiento de de­rechos y no en el de la concesión más o menos graciosa de respeto y reco­nocimiento de la diversidad. Quizá en todo caso pudiera tener sentido man­tener la tolerancia en los términos de la función que históricamente ha de­sempeñado: el primado del respeto por el otro como diferente constituye históricamente un puente para pasar de la prohibición de determinados com­portamientos, reivindicaciones, prácticas o instituciones, a su reconocimiento como derechos (o en la acepción que presenta Bobbio ^: la tolerancia como método de persuasión), pero en ningún caso cuando se trata de los que ya han alcanzado ese estatuto formal: aquí la cuestión es garantizar su ejercicio efectivo.

En segundo lugar, también como consecuencia de esa hegemonía del punto de vista individualista/liberal, la reivindicación de la solidaridad a estos efectos queda degradada al plano de lo supererogatorio. Pues bien, muy al contrario, habría que empezar por recordar que, en punto a lo que nos in­teresa, la primera tarea es eliminar las manifestaciones de discriminación (que son anticonstitucionales), especialmente en orden a las garantías de los de-

» HOFFE, 1988, pp. 141 y ss. " CAMPS, 1990, pp. 81 y ss. ' ' SAVATER, 1990, pp. 30 y ss. Si bien Savater apunta certeramente, aunque de pasada,

el carácter transitorio del principio de tolerancia. " FERNANDEZ, 1992, pp. 77-78. " BOBBIO, 1991, pp. 247 y ss.

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rechos fundamentales: y aquí el esfuerzo no está sólo (aunque eso es previo) en las libertades y derechos individuales, sino también en situar en plano de igualdad las garantías de todos los ciudadanos en lo relativo a los derechos económicos, sociales y culturales. He dicho a todos los ciudadanos: antes que miembros de una minoría, se es ciudadano; antes que reivindicar la diferencia, hay que exigir las consecuencias de la igualdad y la solidaridad. Precisamente en este terreno es donde el principio de solidaridad, como he tenido opor­tunidad de recordar en otras ocasiones, añadiría al de igualdad algunos in­teresantes matices respecto a la eliminación de formas de discriminación: así lo encontramos en el mismo texto constitucional en lo relativo a la protección de las minorías y de ciertos sectores de la población que se encuentran en régimen de marginación efectiva, cuando no incluso legal: se trata de los emigrantes (art. 42), disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos (art. 49), o la así llamada tercera edad (art. 50).

Es cierto que la solidaridad ofrece sobre todo un buen fundamento para defender la existencia de deberes positivos (incluso jurídicos), pero eso no quiere decir que no deriven de ellos derechos correlativos. Sucede, como advierte Peces-Barba ', que, a diferencia de los demás valores (libertad, igual­dad) que fundamentan directamente los derechos, "la solidaridad fundamenta indirectamente derechos, es decir, lo hace por el intermedio de deberes". Podríamos decir que, mientras el mecanismo habitual para la aparición de un derecho supone el carácter previo de la afirmación de éste, del que, en un segundo paso, derivaría la existencia de deberes correlativos a él, en el ámbito en que nos movemos parece evidente que los titulares de los supuestos de­rechos no son los sujetos individuales, sino colectividades: la propia sociedad, la humanidad o las generaciones futuras. Por esa razón es más fácil hablar de deberes en primer lugar y después afirmar que esos colectivos tienen derechos correlativos a esos deberes. De la constatación de los vínculos de solidaridad deducimos la existencia de deberes positivos atribuidos a los po­deres públicos o por estos a terceros. Entendemos por deberes positivos, con Garzón Valdés, "aquellos cuyo contenido es una acción de asistencia al pró­jimo que requiere un sacrificio trivial y cuya existencia no depende de la identidad del obligado ni de la del destinatario y tampoco es el resultado de una relación contractual previa" ". La solidaridad cobra sentido como prin­cipio jurídico diferente de la igualdad precisamente cuando nos situamos ante intereses colectivos'* én los que el valor guía ya no sería la libertad ni la

PECES-BARBA (1991), pp. 239 y ss. GARZÓN (1986), p. 17. La propia noción de intereses colectivos dista de ser pacífíca. Por ejemplo, su distin-

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igualdad, sino la solidaridad. Por eso se ha podido hablar de "derechos de la solidaridad", porque esos derechos "tienen en común su universal influen­cia sobre la vida de todos los hombres y exigen para su realización la co­munidad de esfuerzos (lo que el mismo autor califica como esfuerzo «siner-gético») y de responsabilidad". Esta advertencia tiene que ver con la cons­tatación de que, si se ponen en juego bienes e intereses de carácter colectivo, para garantizarlos frente a agresiones no se puede arrancar de la óptica tra­dicional de la lesión individualizada, y por esa razón cobran especial impor­tancia —como ha destacado por ejemplo Spagna Muso ^ — las normas de procedimiento, la posibilidad de que personas jurídicas tengan legitimación procesal (o incluso la de acción popular): no es de hoy la insistencia de la doctrina en la necesidad de encontrar nuevos procedimientos de defensa de los intereses colectivos —bien mediante su cristalización individual o por la potenciación de los propios intereses colectivos'' y las instituciones específicas de tutela de forma complementaria a la acción de los tribunales. Creo que en este ámbito, y en el de los derechos económicos, sociales y culturales, la acción positiva de los poderes públicos, justificada por el principio de soli­daridad, es irrenunciable.

III

A la hora de la conclusión hay que volver al problema inicial: la preo­cupación creciente por los derechos de las minorías'" hace ineludible atender

ción de la noción de intereses difusos: con COLAQO (1984, pp. 203-4), podría decirse que mientras aquéllos se presentan como interés por un control sustantivo sobre el contenido y desarrollo de ciertas posiciones económico-jurídicas, y por ello son más conflictivos (menos neu­trales) y tienen un sujeto titular concreto y determinado (p. ej., organizaciones profesionales), los difusos carecen de sujeto concreto y expresan un juicio de relación entre un grupo de sujetos y determinados bienes.

" SPAGNA MUSO, 1978, p. 213. " No es óbice para ello que se reconozca como real la advertencia acerca de la carencia

de operatividad jurídica de los intereses colectivos: así, NIETO, 1976, p. 25, y ello pese a que, como destaca el mismo autor, "hablar de intereses colectivos es hablar de democracia... porque se trata de intereses que, aunque supraindividuales, afectan al individuo de forma muy directa". Cfr. HABERLE (1983), VIGORITI (1979), FEDERICI (1984), ALMAGRO NOSETE (1983), LOZANO (1983), COLACO (1984) y GÓMEZ DE LIAÑO (1986). Una exposición completa en ARA (1991), pp. 145 y ss.

" Preocupación que se incrementa alin más, por ejemplo, cuando las minorías nacionales consiguen su propósito de autodeterminación y desembocan en un proceso de independencia que lleva a la creación de nuevos Estados que incluyen a su vez otras minorías —éstas, ya, con escasas posibilidades de autodeterminarse a su vez—: baste pensar en los ejemplos que ofrecen las minorías serbias en Croacia, croatas en Serbia, húngaras en Eslovaquia, etc. En algunos casos, el reconocimiento internacional de un nuevo Estado se ha condicionado al establecimiento de

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al menos a estas cuestiones: ¿son derechos de las minorías o de los individuos que a ellas pertenecen? ¿Acaso la reivindicación de derechos de las minorías no es radicalmente incompatible con el mantenimiento de la ciudadanía en el sentido de un igual estatuto jurídico —de derechos— para todos los ciu­dadanos?

Me parece obvio que lo importante es reconocer y garantizar los de­rechos a quienes son sus titulares: los individuos, pertenezcan o no a las minorías del tipo que fuere. Otra cosa es desconocer que esa pertenencia modifica no sólo las condiciones reales de ejercicio de los derechos sino in­cluso la posibilidad misma de su atribución, de su reconocimiento. Creo que tiene razón Francisco Laporta cuando sostiene que lo que llamamos derechos fundamentales en sentido estricto comportan una técnica normativa de atri­bución de status jurídico que exige la individualización, tanto del destinatario como del propio bien que es atribuido, y que si atendemos a la línea de fundamentación de los derechos desde las necesidades básicas, como hace ver Anón, el resultado es el mismo '^ Creo que acierta también Ensebio Fernán­dez, cuando afirma que en realidad los pretendidos derechos de las minorías no son sino la consecuencia o explicitación del reconocimiento del derecho a la autonomía y libertad personales, esto es, que subyace un equívoco a la expresión "derechos de las minorías", que, como él mismo sugiere, no hay que confundir el derecho a ser minoría como derecho a la diferencia que convive con el derecho a ser tratado igual que la mayoría, con el pretendido derecho de la minoría como "derecho especial para personas especiales, al margen de la idea de los derechos fundamentales como derechos de todos los seres humanos", y me parece indiscutible la consideración de que basta el examen de los textos internacionales en que se consagran los derechos de las minorías para advertir que, en realidad, se habla de derechos individuales de quienes pertenecen a una minoría. Ahora bien, eso no quiere decir que tal dato de pertenencia sea irrelevante o meramente adjetivo desde el punto de vista de los derechos: no lo es, en primer lugar, porque si se considera

un estatuto que ofrezca suficientes garantías para esas minorías (así, p. ej., la CE respecto a Eslovenia y Croacia). En otros, como en el caso de Hungría (en parte porque el 10 por 100 de la población húngara pertenece a 12 minorías nacionales, y, en parte, porque las minorías hún­garas en otros Estados son importantes: dos millones en Rumania, casi un millón en Ucrania, medio millón en Vojvodina —Serbia— y otro medio millón en Eslovaquia), el propio Estado es el que ha sacado adelante una ley de protección de minorías. Por su parte, el Parlamento Europeo viene trabajando sobre un proyecto de Carta de derechos de las minorías: una infor­mación precisa sobre los instrumentos internacionales al respecto en BEA 1992, especialmente las pp. 179 y ss. por lo que se refiere al Parlamento Europeo.

" Cfr. AÑON, 1992, pp. 117 y ss., donde ofrece un análisis a mi juicio imprescindible para esa línea de argumentación.

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necesario atribuir y reconocer esos derechos expresamente a tales individuos es porque se les niega o se pone en peligro en razón de su condición de miembros de la minoría. Claro es que se podría respwnder que lo relevante aquí para superar esa negación o ese riesgo no es tal condición, sino algo previo: como tales hombres, como ciudadanos, son sujetos de derechos. Pero no es menos cierto que si bastara con ello, no habría necesidad de ese se­gundo reconocimiento. Creo que está más clara la relevancia de la condición de miembro de una minoría si nos planteamos el procedimiento de protección de esos derechos; si se trata sin más de derechos individuales, bastaría con los instrumentos jurídicos generales atribuidos a esos derechos, pero es que aquí se arranca de una situación inicial de desigualdad, que afecta al cono­cimiento, a las posibilidades de ejercicio y de reclamación frente a las in­fracciones de esos derechos; precisamente se trata de que quienes pertenecen a esas minorías, por ese hecho, no se encuentran en igualdad de condiciones a ese respecto con los demás ciudadanos. Es necesaria una acción positiva que puede adoptar la modalidad de discriminación inversa, por ejemplo, o de ampliación o modificación de la legitimación procesal activa. Finalmente, no carece de importancia la consideración que apunta E. Bea ^ de que esos de­rechos apuntan hacia la consideración de formas de vida comunitaria, a evitar el reduccionismo individualista, sin que ello suponga necesariamente adoptar un punto de vista bolista: desconocer el carácter real del grupo y de la tra­dición cultural (en un sentido amplio) que lo constituye y que en cierta me­dida explica, no sólo la pertenencia de los individuos a ese grupo sino buena parte de su propia identidad como tales individuos, es tan erróneo como reducir toda realidad a la singularidad individual. Me parece imprescindible recordar aquí que el individualismo metodológico, como hipótesis básica en ciencias sociales, está lejos de ser un postulado evidente. Sin acudir a com­plicadas disquisiciones, bastará con recordar, como pone de manifiesto, por ejemplo, Pellicani'', en línea con una tradición que se remonta sobre todo a Durkheim y a Simmel, que lo social no se puede explicar sólo como conse­cuencia de la acción de los individuos, según el paradigma de Weber, do­minado, como se ha escrito, por la ilusión subjetiva que caracteriza toda la sociología comprensiva. Hay que reconocer otra vez el acierto de Durkheim, al conceder que existe una realidad sui generis constituida por un sistema de

* BEA (1992), cit., pp. 167 y 183, en línea con la antropología de S. WEIL, y con posiciones críticas como las de PELLICANI —PELLICANI, 1991— más que con el moderno comunitarismo, según me parece se desprende de su análisis.

" PELLICANI (1989), pp. 29 y ss.

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creencias, valores, modelos de comportamiento que el individuo encuentra ya hechos, y que tiene un poder coactivo-normativo y un carácter formativo (re­gula desde el exterior y configura desde el interior del individuo): ello cons­tituye un mundo no menos objetivo que el físico, aunque, como precisa el mismo Pellicani, "esto no significa que el individuo esté desprovisto de poder creativo con respecto a la tradición cultural en la cual ha sido socializado. Significa simplemente que dicho poder creativo debe superar la barrera de las costumbres institucionalizadas...". Por tanto, es cierto que cuando habla­mos de derechos de las minorías, tratamos de proteger sobre todo derechos individuales, pero también algo más que ellos.

Con todo, queda por responder otra cuestión relacionada con la ante­rior: ya he intentado apuntar que el reconocimiento de la identidad de las minorías ha de ser compatible en todo caso con la universalidad característica del discurso ético-jurídico propio de los derechos (en el sentido de que debe subordinarse a ella). ¿Es compatible también con el estatuto de ciudadanía característico del modelo de legitimidad democrática? A ese respecto, me parece que debe tenerse en cuenta, como anticipé más arriba, algo que ha subrayado Habermas^* en consonancia con el profesor de Teoría del Estado de Harvard, F. Michelman, y que en el fondo constituiría la herencia de una de las dos concepciones de la ciudadanía —la republicana— que proporciona la Revolución Francesa, como acuerdo colectivo de los ciudadanos sobre un determinado núcleo de principios, una concepción directamente ligada a la idea de nación propuesta por Renán como plebiscito cotidiano, y vinculada así efectivamente a la noción kantiana de autodeterminación, como auténtica comunidad electiva, si bien modificada parcialmente por la teoría del discurso. Pues bien, lo que no resulta difícil mostrar es que la "ciudadanía republica­na", contra lo que advierte el discurso racista de la extrema derecha (aunque ya ha dejado de ser patrimonio de ésta), tal y como la podríamos entender en la propuesta de Habermas/Michelman, no sólo no sería amenazada por la presencia y el reconocimiento de las minorías, sino que precisamente hace posible ese reconocimiento de la diferencia desde el mantenimiento del ob­jetivo de integración. No es éste el lugar adecuado para analizar en profun­didad esa tesis (que Habermas vincula al proyecto de ciudadanía europea), pero por el momento basta con subrayar que, precisamente, su leit-motiv es la revisión de lo que se considera un estrechamiento ético de los discursos políticos, sin que ello suponga hacer depender el proceso democrático de las

'* Cfr. HABERMAS (1991 a y 1991 b), que he podido consultar en la traducción cas­tellana de M. Jiménez Redondo, correspondiente a las intervenciones de Habermas en dos se­minarios en Valencia, en el último trimestre del curso 1990/91.

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virtudes de los ciudadanos orientados al bien común '. En otras palabras, trata de superar la comprensión de la política centrada en el Estado, admi­tiendo que los ciudadanos en su conjunto son capaces de acción colectiva, y apostando por una concepción de la política que no se limita a la función de mediación (de programar al estado en interés de la sociedad, como quiere la concepción liberal) sino que la entiende como elemento constitutivo del pro­pio proceso social: ello sólo es posible si junto al poder administrativo y al interés privado aparece la solidaridad. Precisamente si es posible una ciuda­danía europea es —entiende Habermas— desde la coexistencia de una cultura política común (que, en todo caso, debería ser aceptada por las minorías que quieran jugar a ese juego del espacio político europeo) con el reconocimiento de la diversificación de tradiciones nacionales en arte y cultura.

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proclama que la Unión "respetará los derechos fundamentales", porque ese mismo respeto lleva necesariamente incluida su tutela judicial efectiva.

Ahora bien, resulta difícilmente imaginable que el Tribunal de Justicia no llegue a extraer consecuencia alguna de la declaración del artículo F, dado que el mismo proclama a esos derechos fundamentales "principios generales del Derecho Comunitario", concepto este último que incluye como mínimo todo el Derecho de los Tratados constitutivos originarios y sus sucesivas re­visiones. El artículo F en su propia redacción está llamado a surtir efectos precisamente en todas las materias que el artículo L considera Derecho Co­munitario genuino. La eficacia general del artículo F.2, con la salvedad de la política exterior y de la seguridad y a la cooperación en los ámbitos de la justicia y de los asuntos de interior, parece, pues, asegurada, en virtud de la cláusula remisora o de reenvío que el mismo contiene. Se ha producido, inesperadamente para los redactores, pero en forma perfectamente relevante para el intérprete, un efecto en cierto modo análogo al de double renvoi: el artículo L reenvía al artículo F para determinar la exclusión, pero a su vez este artículo F remite a toda la materia comunitaria originaria, para la cual, aún a sus revisiones sucesivas, incluida la de Maastricht, es aplicable la ju­risdicción del Tribunal de Justicia, según el propio artículo L. El efecto final es la aplicación plena del artículo F a toda la materia comunitaria estricta según el artículo L, aplicación difícilmente negable en estrictos términos in­terpretativos.

En cualquier caso, hay que decir que el equívoco es de lamentar. Habrá que esperar a la revisión del Tratado de Maastricht que él mismo (art. N) prevé a partir de 1996 para que ésta y otras cuestiones de perfeccionamiento del sistema puedan quedar más claramente incorporadas, conforme al ideal de una "Comunidad de Derecho", "Estado de Derecho", así llamado expre­samente aún siendo manifiesto que la Comunidad no es un Estado, o de Rule of Law, tantas veces proclamada por todas las instituciones comunitarias.

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LOS DERECHOS DE lA TIERRA COMO DERECHOS DE LA ESPECIE HUMANA.

PRECEDENTES

Ramón Martín Mateo Universidad de Alicante

N la Conferencia de las Naciones Unidas que tuvo lugar en Es-tocolmo el 16 de junio de 1972, se adoptó una Declaración cuyo primer Principio proclamaba el derecho fundamental del hombre a la libertad, a la igualdad y a condiciones de vida satisfactorias,

en un medio cuya calidad le permita vivir con dignidad y bienestar'. Estos postulados han sido recogidos y desarrollados por la Conferencia

de Río de Janeiro del 3 al 14 de junio de 1992 sobre Medio Ambiente y Desarrollo, que dio lugar a una nueva Declaración y no a la adopción de una Carta de la Tierra como se esperaba , donde se reconoce a los seres humanos el derecho a una vida saludable'.

' Declaración de Estocolmo de 16 de junio de 1972. ^ Vid. "Antecedentes da elabora^ao da «Carta da Terra»", en EcoRio, núm. 3, 1991,

pp. 4 y ss. ' Principio 1 de la Declaración de Rio, A/CONF/151/1.

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Los progresos sobre la tutela de la naturaleza nos llevan a indagar cuál sea el alcance real en derecho de los acuerdos internacionales y más concre­tamente si con base en ellos, o desde las legislaciones nacionales, puede fundarse autónomamente un derecho fundamental a la conservación de la naturaleza o del ambiente.

Para ello examinaremos brevemente si desde la moral religiosa o de la ética laica hay bases suficientes para soportar el traslado de estas demandas al ordenamiento positivo.

La integración de la lógica de la naturaleza en el regimiento de las conductas del hombre, constituye para muchos espíritus sensibles de nuestro tiempo más una creencia, aunque desprendida de todo componente metafí-sico, que una exigencia racional tal como se presenta prima facie.

Esta aparente novedad empalma sin embargo con los antiguos valores, dogmas y mitos, que asumieron los primeros componentes de nuestra especie. En efecto, para el hombre primitivo la idea de lo divino se relacionaba im­precisamente con lo desconocido de su entorno vivo o inerte, el fuego, el rayo, la lluvia. Los totems, los bosques sagrados, los árboles reverenciados como el roble europeo, reflejan el deseo de invocar protección frente a la dinámica de los fenómenos naturales regidos por leyes entonces aterradoras e ignotas.

Esta actitud ante el entorno pasa a las primeras religiones formalizadas, lo que afecta a la simbología asumida, por ejemplo por los egipcios, que da entrada a multitud de dioses animales o híbridos, incluyendo especies menores como los gatos domésticos y los modestos escarabajos. La mitología griega revela también palmariamente estas mismas influencias.

Pero son sin duda las grandes religiones orientales las que mejor reflejan estas interacciones. El hinduismo se basa en una cosmogonía que permite armonizar la divinidad, el hombre y el resto de la naturaleza, de ahí el gran respeto por las plantas y los animales que además van a servir de vehículo purificador a través de la reencarnación. En el Himno a la Tierra, que apa­rece en el Atharia Veda 3.000 años antes de Cristo, se recoge un pasaje que refleja plenamente la preocupación actual: "Que todo cuanto arranco de ti. Tierra, vuelva a crecer rápidamente. Oh purificadora, no hiera yo tus puntos vitales ni tu corazón" "*.

También el budismo y la filosofía taoísta asumen una especie de co­munidad entre el hombre y la naturaleza, a través de la cual se puede con­seguir la perfección.

•* Cit. KING SHNEIDER: Informe del Consejo al Club de Roma. La primera revolución mundial, traducción española, Plaza Janes, Barcelona, 1991, p. 152.

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Otros son los planteamientos que recoge el Antiguo Testamento que asigna al hombre, al menos antes de su primer pecado, un lugar central en la naturaleza; recordemos que según la cadencia del Génesis éste es el último que aparece en la secuencia creadora, configurándosele según las tradiciones hebreas a imagen y semejanza de Dios, por lo que se le autoriza a dominar y someter la Tierra.

El cristianismo dirige su mensaje de amor fraterno fundamentalmente a la colectividad humana, pero en algunas de sus manifestaciones ulteriores tiene presente también el equilibrio de la obra divina y la belleza del mundo animado e inanimado resultante. Las manifestaciones de San Francisco de Asís, de Fray Luis de Granada, entre otros, son perfectamente expresivas de las modulaciones naturalistas que tienen cabida en el cristianismo', lo que retoma la doctrina pontificia contemporánea, anunciándose incluso la recep­ción de estas preocupaciones en la revisión catequística en curso.

Los indudables postulados antropocéntricos que animan los orígenes de las tradiciones judeocristianas, han impulsado una interpretación altamente difundida que ve a estas religiones como legitimadoras y dinamizadoras de la progresiva apropiación de la naturaleza por el hombre *•, lo que lógicamente no es pacíficamente aceptada ni por el cristianismo que ve en ello una sim­plificación excesiva' y afirma que en los textos sagrados hay apoyo suficiente para una ética cristiana, ni por el judaismo que cree que estos reproches son más propios de la praxis cristiana, recordando las tradiciones agrícolas del pueblo judío y los propios textos legales que proscribían la crueldad con los animales e imponía determinadas normas ambientales".

Entre los posicionamientos de otras grandes religiones, debemos men­cionar finalmente los deducibles del Corán, cuya sensibilidad ambiental en relación con el agua ha puesto de relieve en otro lugar'.

Este rastreo histórico podría teóricamente sugerir que los condiciona­mientos morales de determinadas culturas pueden favorecer la eclosión de una conciencia social que contemporáneamente presione hacia el cambio de

' Me remito al volumen I de mi Tratado de Derecho Ambiental. " Así Meadows estima que el cristianismo es una religión del crecimiento exponencial,

en RICHTER: Wachstum bis zur Katastrophe, Stuttgart, 1974, p. 29, cit.; GRAFO: Econología y Cristianismo, Etica y Ecología, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1991, p. 196.

' Así GRAFO: Ecología y Cristianismo, loe. cit., p. 208. » Vid. D. EHRENFELD y J. EHRENFELD: "Some thoughts on nature and judaism",

Environmental Ethics, núm. 7/1985, pp. 93 y ss., cit.; SOSA: Etica Ecológica, Libertarias, Madrid, 1990, p. 136.

' Vid. MARTIN MATEO: "Mito y tecnología del agua", en Revista Española de Derecho Administrativo, abril/junio 1989.

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comportamientos colectivos, trascendente^ positivamente para el medio, ope­radas desde los centros de poder político.

Pero en la práctica tales conclusiones pueden ser aventuradas, si se tiene en cuenta que la patología ambiental de la sociedad industrial de nues­tros días y las disfunciones del mercado aparecen por igual en todos los países, tanto en los que antaño primaban aptitudes pacíficamente respetuosas con el medio natural, como en aquellos desde los que se han lanzado las más belicosas agresiones al entorno.

Por otra parte se da la gran paradoja de que es precisamente en los denostados reductos de la cultura antropocéntrica judeocristiana, donde sur­gen dos grandes personajes históricos, Jesús y Marx, cuyo mensaje de soli­daridad planetaria es el único presupuesto sobre el que, a mi juicio, puede reorganizarse el futuro ambiental de nuestra especie.

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EL DERECHO INTERNACIONAL DEL MEDIO AMBIENTE

Y DEL DESARROLLO Y LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

Femando M. Marino Menéndez Catedrático de Derecho Internacional

en la Universidad Carlos III de Madrid

ITerminada la época de la "guerra fría", los principales problemas que afronta la Humanidad a finales del siglo xx se plantean como consecuencia de las profundas desigualdades entre países desarro­llados y subdesarrollados. Las dificultades para su solución corren

paralelas a la urgencia y a la enorme complejidad de las tareas a realizar. Un objetivo central que resume la meta a alcanzar es en síntesis el

establecimiento de un orden que permita el "desarrollo humano sostenible" ',

' El término "desarrollo sostenible" fue acuñado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (Comisión Brundland) en su Informe "Nuestro futuro común" de 1987. Un "desarrollo" de esas características sería el que asegurara la "satisfacción de las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las suyas propias."

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simultáneamente a escala global, regional y particular de los diferentes Es­tados. Orden que, en sus múltiples dimensiones, abarca la protección de la persona humana y de los pueblos en los ámbitos esenciales de la vida social humana, individual y colectivamente considerada.

Aceptando como tal ese verdadero objetivo constitucional, la Comunidad internacional ha admitido la necesidad de celebrar un renovado Pacto mundial para el establecimiento de las bases de ese desarrollo humano sostenido, que incluya la elaboración y puesta en práctica de programas de acción y también la reforma de las actuales estructuras globales de cooperación junto al esta­blecimiento de otras nuevas.

Lo cierto es que el ámbito de reflexión y de práctica de protección de los derechos humanos es el más universal de todos por lo que atañe a la organización de la vida en sociedad de acuerdo con valores respetuosos de la dignidad humana. Por ello es sin duda sobre su base y dentro de su horizonte que cabe la articulación concreta de instrumentos que den opera-tividad y eficacia a las grandes declaraciones y programas internacionales de acción.

Pues bien, uno de esos ámbitos esenciales del desarrollo es el de la conservación y mejora del medio ambiente. No cabe un desarrollo humano sostenible, digno de tal nombre, que no incorpore la perspectiva de la pre­servación medioambiental en todas sus manifestaciones.

2. Lentamente la Comunidad Internacional ha asumido que la conser­vación y mejora del medio humano constituye una exigencia irrenunciable para todos los pueblos y personas. De ese modo el Derecho internacional ha venido incorporando principios y normas cuya finalidad es la preservación del medio ambiente.

Si dejamos de lado las normas contenidas en las decenas de tratados internacionales celebrados en materia medioambiental, algunos de esos prin­cipios y normas internacionales en materia de medio ambiente tienen ya ca­rácter general. De ellos unos tienen carácter represivo como el principio que considera hechos ilícitos especialmente graves los atentados contra la Biosfera en cuanto tal, como son los actos de contaminación masiva de los mares o de la atmósfera realizados por un Estado: todos los demás Estados, aun los no directamente lesionados por tales "crímenes ecológicos", tendrían el poder de sancionar al responsable y el derecho a exigirle la responsabilidad inter­nacional correspondiente.

Otros tienen carácter reparatorio; así, todo Estado está obligado a no realizar y a impedir que terceros realicen, bajo su jurisdicción o control, ac-

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tividades que causen daños "apreciables" por encima de las fronteras, ya sea el medio ambiente de terceros Estados ya sea el medio correspondiente a zonas situadas fuera de la jurisdicción de todos los Estados. Si tales daños se producen y hubo por lo menos algún tipo de culpa o negligencia, surge el deber de reparar completamente los perjuicios así producidos.

Asimismo, en el caso de accidentes que causan o pueden causar daños transfronterizos importantes, todo Estado en cuyo territorio o bajo cuya juris­dicción o control se haya producido tal accidente, está obligado a informar del mismo a todos los posibles afectados, y todos los terceros en situación de hacer­lo deben cooperar en las tareas de urgencia destinadas a minimizar los daños.

Finalmente otros tienen carácter preventivo: los Estados tienen la obli­gación de cooperar entre sí para prevenir en lo posible la producción de daños al medio ambiente. En la mejor interpretación de tal principio todo Estado, cuando por él mismo o por terceros bajo su jurisdicción o control se fueran a realizar actividades potencialmente peligrosas para el medio am­biente de terceros o el de zonas no sometidas a ningún Estado, estaría obli­gado a evaluar previamente ese "impacto medioambiental" y a informar o intercambiar consultas con los terceros Estados, potencialmente afectados.

3. En todo caso, desde el ángulo de una protección medioambiental efectiva y globalizadora con base en el Derecho internacional, la situación dista mucho hasta ahora de ser satisfactoria. Es verdad que poco a poco la integridad de la Biosfera como tal va siendo protegida por el orden inter­nacional. Pero lo cierto es que todo avance debe ser valorado a la luz de las finalidades últimas del Derecho internacional del medio ambiente.

En primer lugar, la protección de un interés común de la Humanidad y de sus pueblos por encima de los intereses particulares de cada Estado: no ya la supervivencia del conjunto de los seres humanos, sino el derecho de las generaciones futuras a recibir un medio ambiente digno aparecen así como elementos fundamentales en la formación de principios y normas de "equidad intergeneracional".

Sin duda, las crecientes exigencias ecológicas favorecen la tendencia a considerar que la Biosfera en su conjunto debería ser incluida dentro del "Patrimonio común de la Humanidad", pero hoy por hoy carece todavía de concreción la pretensión de que por medio de diferentes convenios interna­cionales se establezca un régimen de gestión de la Biosfera y sus recursos globales por entes u órganos que actúen en interés de la Humanidad^. Y,

^ Sin embargo, no se debe dejar pasar por alto la referencia a ciertos instrumentos jurídicos internacionales relacionados directamente con la protección del medio ambiente de espacios sustraídos a la jurisdicción de los Estados. Esencialmente son el Convenio de Jamaica

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aparte del supuesto ya citado de "crimen internacional" de un Estado contra el medio ambiente, no es todavía admisible en general una acción popular internacional por lo que se refiere a la legitimidad para presentar recla­maciones para prevenir los daños o para exigir la reparación por daños me­dioambientales: cada Estado puede reclamar únicamente por los daños su­fridos en sus ámbitos de jurisdicción o por personas bajo su jurisdicción o control.

Más aún, la enunciación por instrumentos internacionales de los perti­nentes principios y normas de Derecho internacional del medio ambiente nunca olvida recordar que los Estados tienen el derecho soberano de explotar sus propios recursos naturales en aplicación de su propia política ambiental. Y ¿no es lo cierto que las actividades que real o potencialmente afectan al medio ambiente, global, regional y/o local, se desarrollan bajo la jurisdicción o control de un Estado y esencialmente en el territorio de ese mismo Estado?

4. En segundo lugar, y simultáneamente, es objetivo del Derecho del medio ambiente que cada persona y colectividad humanas accedan con plena suficiencia a los recursos medioambientales básicos. ¿No es también cierto que el desarrollo humano sostenido tiene como últimos destinatarios a per­sonas humanas y a pueblos?

El llamado "Derecho internacional del desarrollo" pretende organizar las relaciones económicas internacionales sobre una base de principios de equidad, cuya aplicación por la vía de la adopción de instrumentos interna­cionales apropiados introduzca un "desequilibrio compensador" favorable a los países no desarrollados en sus relaciones con los desarrollados.

En ese contexto deben también colocarse las relaciones internacionales entre desarrollados y subdesarrollados, en lo que se refiere a la protección del medio ambiente y más en general a la organización de las relaciones entre los pueblos no desarrollados y su medio natural.

Como es bien sabido, la organización racionalizada de esas relaciones desde la doble perspectiva particular (regional/local) y global, implica la ne­cesidad de elegir ciertos modelos de desarrollo y de utilizar tecnologías de­terminadas no perjudiciales para el medio del subdesarrollado, así como pue-

sobre el Derecho del Mar de 1982 (en particular, su parte XII), firmado por España el 5-12-1984, y el Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre de 27-1-1967 (BOE de 4-1-1969, en particular los arts. IV y IX). Respecto a la Antártida, es destacable últimamente el Protocolo sobre pro­tección medioambiental hecho en Madrid el 4-10-1991 [texto en I.L.M. 1455 (1991)]. Ver también la "Estrategia para la protección medioambiental de la región ártica" acordada entre los países de la zona el 14-6-1991 [texto en I.L.M. 1624 (1991)]. Ver también la resolución 43/53 de la A.G. de 6-12-1988 sobre la salvaguardia del clima como patrimonio común de la humanidad.

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de exigir la preservación de ciertos recursos naturales como (por poner un importante ejemplo) los grandes bosques tropicales: todo ello significa, con uno u otro alcance, el sacrificio de metas económicas, beneficiosas exclusi­vamente para este o aquel país o grupo de países en desarrollo, pero eco­lógicamente desechables en el nivel internacional por los costes medioam­bientales, globales o particulares, que pueden suponer. De ese modo tal costo económico suplementario, ecológicamente exigido, viene a añadirse a la carga del propio subdesarrollo. '

En definitiva, en el contexto del Derecho internacional del desarrollo, el esfuerzo ecológico internacionalmente exigido a los países en desarrollo debe conllevar contrapartidas económicas que compensen el costo económico añadido, muy particularmente si el beneficio ecológico obtenido "sobrepasa las fronteras" del subdesarroUado y se extiende más allá.

Por otro lado, en la escala de la protección de cualquier persona hu­mana, un desarrollo centrado en el ser humano comprende necesariamente el acceso a ciertos recursos y bienes básicos: aire limpio, agua potable, ali­mentos sanos en cantidad suficiente y una vivienda digna, a los que cabría añadir una asistencia sanitaria adecuada. El acceso a cada uno de esos bienes y recursos debería ser conceptuado como derecho humano de toda persona y en algunos casos así lo ha sido efectivamente'.

Así, la perspectiva de la protección internacional de los derechos hu­manos parece especialmente necesaria para armonizar los sectores del De­recho internacional del medio ambiente y del desarrollo.

Es bien sabido que se han realizado determinados esfuerzos para con­figurar un "derecho humano a un medio ambiente sano", protegido por me­canismos internacionales eficaces. El principal de esos intentos estuvo quizá constituido por el fracasado proyecto de añadir al Convenio de Roma de 1950 un protocolo adicional que protegiera tal derecho por medio de los mecanis­mos de la Convención*.

En todo caso ya el Principio 1 de la Declaración de Estocolmo sobre el Medio Humano, de 16 de junio de 1972, establecía que "El Hombre tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y al disfrute de condiciones

' Ver especialmente el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos [Resolución 217/A (III) de 10-12-1948] y los artículos 11 a 13 del Pacto de Naciones Unidas sobre derechos económicos sociales y culturales [Resolución 2200A (XXI) de 16-12-1966]. Asi­mismo, Ínter alia, la Declaración universal sobre la erradicación del hambre y la malnutrición [Resolución A.G. 3348 (XXIX) de 17-12-1974] y más en general la Declaración sobre el derecho al desarrollo (Resolución 41/128 de 4-12-1986).

' Cfr. GORMLEY, W. P.: Human rights and environment: the need for intemational coo-peration, Leyden 1976, pp. 110 y ss.

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adecuadas de vida, en un medio ambiente de una calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio ambiente para las generaciones presentes y futuras"'.

Otros instrumentos internacionales se han referido directa o indirectamente ^ al derecho humano al medio ambiente sano. Quizá el más destacado sea, por el momento, el Protocolo de San Salvador de 17 de no­viembre de 1988, adicional a la Convención americana de derechos humanos en el ámbito de los derechos económicos, sociales y culturales^, cuyo artículo 11 establece: "1 . Todos tendrán el derecho a vivir en un medio am­biente saludable y a acceder a los servicios públicos básicos (...)". Asimismo, aun no constituyendo un acuerdo internacional, cabe citar el apartado 1 de la resolución 45/94 de la A. G. de Naciones Unidas sobre la necesidad de asegurar un medio ambiente saludable, según el cual: "(•••) cada uno tiene el derecho a vivir en un medio adecuado para aserrar su salud y su bienestar".

5. La Conferencia de Río de Janeiro de junio de 1992 sobre "Medio ambiente y desarrollo" ha constituido una magnífica ocasión para dar pasos hacia el reforzamiento de la vigencia de derechos humanos de acceso a bienes y recursos básicos, sin los que no cabe un desarrollo humano sostenido *.

Así, la "Declaración de Río sobre el medio ambiente y el desarrollo"' contiene algunas disposiciones del más elevado interés en la perspectiva que nos ocupa. Su Principio 1 proclama:

"Los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones rela­cionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho (are entitled) a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza."

Por su parte, el Principio 10 establece: "El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos inte­resados, en .el nivel que corresponda. En el plano nacional, toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el medio ambiente de que dispongan las autoridades públicas, (...) así como la oportunidad de par-

' Texto en: M. HINOJO ROJAS: "Selección de textos de Derecho Internacional Públi­co", Cuadernos de Derecho Internacional III, Universidad de Córdoba, 1991, p. 409.

' Ver el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 12.2 b del Pacto de Naciones Unidas sobre derechos económicos sociales y culturales, los artículos 16 y 24 de la Carta de Banjul sobre derechos humanos y de los pueblos de 19 de enero de 1981 y el artículo 24 de la Convención sobre los derechos del niño de 20-11-1989.

' OAS: Treaty Series, núm. 69. * Además de los instrumentos que en seguida se van a citar, la Conferencia aprobó dos

grandes convenciones: La Convención sobre el cambio climático [ver A/AC 237/18 (parte II)] Add. 1. Corr.l de 27 de mayo de 1992 y la Convención sobre la diversidad biológica. Además adoptó una Declaración sobre protección de los grandes bosques tropicales.

' A/CONF. 151/5/Rev.l de 13 de junio de 1992.

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ticipar en los procesos de adopción de sus decisiones. (...) Deberá proporcio­narse acceso efectivo a los procedimientos judiciales y administrativos, entre éstos el resarcimiento de daños y los recursos pertinentes" '".

Asimismo entre los objetivos que el Programa 21 aprobado por la Con­ferencia de Río' ' se propone alcanzar en materia de "Lucha contra la pobreza" ' está el de "lograr que todas las personas reciban, con carácter de urgencia, la oportunidad de trabajar y de tener medios de subsistencia sos-tenibles"; y entre las actividades relacionadas con la gestión dentro de ese mismo campo se establece que se deberían adoptar medidas en virtud de las cuales, "(...) de manera directa o indirecta se emprendieran actividades para promover la seguridad alimentaria y, (...) la autosuficiencia alimentaria en el contexto de la agricultura sostenible, y se diera a los pobres acceso a servicios de agua potable y saneamiento" '^

Más en concreto, en el terreno de la "Protección y fomento de la sa­lubridad" se indica claramente que el sector de la salud "... depende de que las condiciones ambientales le sean favorables, lo que supone, entre otras cosas, un abastecimiento adecuado de agua y de servicios de saneamiento, más un suministro seguro de alimentos y una nutrición apropiada" (...) "*. Previéndose como objetivo general el de incorporar antes del año 200,0 en los programas de desarrollo de todos los países, "las medidas adecuadas de higienización del medio ambiente y protección de la salud" ".

También, dentro del ámbito del "Fomento del desarrollo sostenible de los recursos humanos" se indica que: "el acceso a una vivienda segura y sana es indispensable para el bienestar físico, psicológico, social y económico de las personas y debe constituir un elemento fundamental de la acción nacional e internacional. El derecho a una vivienda adecuada es un derecho humano básico consagrado en la Declaración Universal de derechos humanos y en el Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales".

Finalmente, en el ámbito de la "Integración del medio ambiente y el desarrollo en la adopción de decisiones" se prevé la realización de actividades entre las que está la de que "(...) los gobiernos y los legisladores con el

'° Sobre el derecho a la información en materia medioambiental en el contexto europeo, ver: WEBER. S.: "Environmental Information and the european convention on human rights", H.R.J., vol. 12, núm. 5, 1991; KRÁMER, L.: La directive 90/313 CEE sur l'accés á l'information en matiére d'environnement: genése et perspectives d'application, R.M.C., 1991, pp. 866 y ss.

" A/CONF. 151/4 (Partes I, 11 y III). Ver: "Colaboración global para el medio ambiente y el desarrollo". Guía de la Agenda 21 (edición provisional). Naciones Unidas, 1992.

" Loe. cit. (Parte I), capítulo 3, ap. 3.4. " Ibídem, ap. 3.8, letras /) y p). " Loe. cit., ap. 6.3. " Loe. cit., ap. 6.41.

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apoyo, según proceda, de las Organizaciones internacionales competentes de­berían establecer procedimientos judiciales y administrativos de indemnización y reparaciones en los casos de actos que afectaran el medio ambiente y el desarrollo y que pudieran ser ilegales o violar los derechos que establece la ley, y deberían propiciar el acceso de personas, grupos y organizaciones a que tengan un interés jurídico reconocido" "".

Si bien el conjunto de instrumentos adoptados por la Conferencia de Río (cuya versión auténtica completa está por aparecer aún) no pretende organizar una protección de los derechos humanos, de su contenido se des­prende una concepción según la cual un derecho humano a un medio am­biente sano integra los "derechos" a agua potable, a alimentos sanos en can­tidad suficiente y a una vivienda digna, al mismo tiempo todos ellos consti­tuyen elementos o aspectos parciales de un posible derecho humano a la protección de la propia salud frente a agresiones exteriores; no explicitado pero subyacente se hallaría junto a los anteriores el derecho a aire limpio.

6. En todo caso, por lo que se refiere a la protección de la persona frente a impactos ambientales de sustancias y actividades peligrosas, parece de todo punto conveniente organizar internacionalniente la protección juris­diccional del derecho humano al medio ambiente sano, fundamentalmente ante los tribunales internos de los Estados y luego, en su caso, ante órganos internacionales apropiados, de modo que su defensa correspondiera no sólo a las víctimas de un daño ecológico, sino también a otros posibles reclamantes que probaran intereses legítimos en la protección.

No es útil hacer aquí referencia a que diferentes Constituciones esta­tales protegen de diferentes maneras el derecho de las personas a un medio ambiente sano. Entre ellas se encuentra la Constitución Española de 1978, cuyo artículo 45.1 establece: "Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo." De todos modos es útil recordar que el profesor A. Kiss, quizá el mejor especialista de Derecho internacional del medio ambiente, postula la vigencia de un derecho (humano) a la conservación del medio ambiente, protegible ciertamente por vía jurisdiccional ".

Por otro lado, por lo que se refiere al derecho humano a una alimen­tación suficiente, no es necesario quizá remarcar demasiado hasta qué punto la bondad de las diferentes cosechas está sometida a posibles alteraciones climáticas derivadas de fenómenos contaminantes, o la medida en la que el

" Loe. cit, ap. 8.18. " Una última apreciación de conjunto en: KISS, A. y SHELTON, D.: International En-

vironmental Law, Nueva York y Londres, 1991, pp. 21 a 31.

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USO de determinadas sustancias químicas, como los plaguicidas o pesticidas, no sólo determina la salud y "buen estado" de los seres vivos que se nutren con los alimentos (animales o vegetales) tratados con aquéllas: la utilización de unos u otros abarata o encarece la producción misma. De ahí el engarce con el sistema del Derecho internacional del desarrollo que debe organizar el acceso de los subdesarrollados a tecnologías agrarias ecológicamente ade­cuadas, dentro del respeto a la equidad.

De otra parte, la satisfacción del derecho a una vivienda digna dentro de programas de urbanización racional acompañados de una ordenación ade­cuada del territorio pone en juego, además de los ya señalados, otros factores económicos y ecológicos, como el de la búsqueda y utilización de fuentes de energía limpias, el de la organización de transportes en un medio urbanizado o incluso el de la planificación del crecimiento de la población humana.

El respeto y protección de los derechos humanos a una vivienda digna y a una alimentación suficiente (considerados tradicionalmente de naturaleza "socioeconómica") no son concebibles como protegibles tan directamente por vía jurisdiccional. Pero es lo cierto que su eficacia depende, más aún que en otros casos, de la solidaridad "ecológico-económica" a escala internacional, la cual comprende la adopción de programas y medidas de largo alcance, entre las que se deben incluir no ya una mayor apertura de los mercados mundiales a los productos de los subdesarrollados sino la utilización de instrumentos financieros: Fondos internacionales para la protección del medio ambiente e impuestos "medioambientales" sobre las actividades internas contaminantes "*.

7. El Pacto mundial sobre el desarrollo sostenible, que incluye la pre­servación del medio humano, tiene su último fundamento en la protección de los derechos humanos fundamentales: el propio derecho humano a la vida está en peligro si el desarrollo se proyecta sin dimensión medioambiental. Ahora bien, ¿cómo defender la configuración de un derecho humano a un medio ambiente sano sin tribunales imparciales que garanticen la eficacia de, por lo menos, algunas de sus manifestaciones?

Por otro lado, la protección medioambiental no es únicamente cuestión de dictar normas jurídicas y hacerlas cumplir, estableciendo derechos e im­poniendo obligaciones y sanciones correspondientes. Debe haber una voluntad

'" Cfr. en general: "Desarrollo y medio ambiente", Informe sobre el desarrollo mundial 1992, Banco Mundial, Washington D.C., 1992, pp. 179 y ss. El apartado 33 de la parte IV de la Ager\da 21 relativo a financiación está aún por publicar en su versión definitiva. Ver: A/CONF. 151/4 (Parte IV) cit. de 27 de abril de 1992. El instrumento de financiación internacional más notable de los adoptados más recientemente es desde luego el "instrumento de financiación para el medio ambiente mundial" del Banco Mundial. Ver sus textos constituyentes en I.L.M., 1735 (1991).

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de participación de todos los actores sociales, privados y públicos, en el plano interno, y de todos los Estados en el plano internacional. Y los ciudadanos deben también asumir sus cuotas de responsabilidad medioambiental. Todo ello no es posible sin estructuras democráticas, internas e internacionales.

Porque los derechos humanos de atención básica, sin los que no hay desarrollo humano sostenido, exigen una protección que es muy compleja en términos económicos, políticos y jurídicos. Esa protección, para ser verdade­ramente eficaz, se tiene que organizar simultáneamente en el plano interno e internacional, por medio de leyes estatales y de tratados internacionales; tiene que referirse a aspectos individuales y colectivos y proteger (y obligar) a personas, pueblos y Estados; y tiene que utilizar varias técnicas, judiciales y no judiciales.

En definitiva se trata de integrar una pluralidad de perspectivas, obje­tivos e instrumentos en la defensa del valor supremo: la dignidad de la vida humana ".

" En el seno de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías se está procediendo a un trabajo de estudio y debate en torno a los "Derechos humanos y el medio ambiente", sobre la base de sucesivos informes presentados por la Sra. Fatma Ksentini. Ver en especial los Documentos: E/C.N.4/Sub. 2/1991/8; E/C.N.4/Sub. 2/1992/7; y, E/C.N.4/Sub. 2/1992/7 Add. 1.

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¿POUS SIN POLITEIA? *

Javier Muguerza Catedrático de Etica de la U.N.E.D.

A producción filosófica del profesor Ernesto Garzón Valdés ha venido caracterizándose desde sus orígenes por una inequívoca unidad de estilo, al que con el tiempo habría de convenir, en un amplio sentido, la apellidación de "analítico". Como gustaba de

decir el filósofo catalán José Ferrater Mora, el estilo en filosofía no es sim­plemente, ni acaso primordialmente, un asunto de estética sino lo es asimismo de noética, resultando por tanto inextricable de los contenidos doctrinales a los que sirve de vehículo. Pero ya sea que dichos contenidos procedieran de la filosofía del derecho, la filosofía social o la filosofía política, lo que el estilo filosófico de Ernesto Garzón Valdés no ha sido nunca es "doctrinario", como lo suele ser cuando a no pocos filósofos analíticos les impone algo así como un ortopédico corsé de hierro que les veda ocuparse con soltura de autores y de temas ajenos en principio a semejante afiliación.

* Una versión alemana de este texto aparecerá en el volumen colectivo de Georg Henryk von Wright-Werner Krawietz (eds.), Oeffentliche oder prívate Moral? Vom Geltungsgrunde und der Legitimitát des Rechts (Festschrift für Professor Ernesto Garzón Valdés), Berlín, en prensa.

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De ahí que mi sorpresa fuera tan sólo relativa cuando tuve ocasión de conocer un temprano trabajo de Garzón Valdés, imagino que poco frecuen­tado por el grueso de sus lectores habituales, que —titulado "La polis sin politeía"— ofrecía una de las primeras noticias existentes en lengua española de la obra de Ernst Bloch Naturrecht und menschliche Würde '.

En lo que sigue dicho texto va a servirme de pretexto para esbozar una somera discusión de la cuestión que le da título. Con ello no solamente trato de rendir un modesto homenaje a la curiosidad intelectual del maestro ar­gentino, que tanto ha estimulado la de cuantos hemos aprendido de él, sino que mi homenaje se dirige también a resaltar la intención emancipatoria que le lleva a cifrar en aquella cuestión el tema capital del libro del gran filósofo marxista. Una intención que ambos, Bloch y Garzón Valdés, parecen com­partir, por grande que sea, como lo es, la distancia filosófica que les separa y que el texto del segundo no deja de subrayar críticamente.

El trabajo de Garzón Valdés lleva como subtítulo el de "Ernst Bloch y el problema del derecho natural" y su punto de partida es la clásica contra­posición entre physis y nomos. Dicha contraposición ha inducido al derecho a acometer la empresa secular de conciliar la irrenunciable aspiración humana a la justicia, que trasciende la siempre imperfecta aproximación a la misma de cualquier ordenamiento jurídico dado, con la no menos perentoria nece­sidad que los hombres han experimentado de un orden positivo de este género que mejor o peor asegure la paz social. De la dificultad de lograr tal conci­liación de testimonio en nuestros días la terca persistencia de la polémica entre iusnaturalismo y iuspositivismo, en que la recurrencia constante de idén­ticos argumentos y contrargumentos acaba, según Garzón Valdés, volviendo "tediosa y estéril la discusión acerca de la esencia del derecho y de la ley jurídica".

Dejando a un lado al iuspositivismo, y concentrándonos en el iusnatu­ralismo, dos resultaban ser a la sazón las posibles salidas del impasse para Garzón Valdés, a saber, la que toma por hilo conductor la noción de "na­turaleza de las cosas", reactualizada por Gustav Radbruch a finales de los años cincuenta ^ y la propuesta precisamente por Bloch, tres años antes de la publicación del texto que comentamos, a través de lo que en la jerga de

' Ernesto GARZÓN VALDÉS: "La polis sin politeía", Sur, 286, 1964, pp. 30-41 (hay versión alemana de este texto, "Die Polis ohne Politeia", en B. Schmidt, ed., Materialien zu Ernst Bloch "Prinzip Hoffung", Francfort del Main, 1978).

^ Cfr. sobre este punto E. GARZÓN VALDÉS: "El pensamiento jurídico de Gustav Radbruch", introducción a G. Radbruch, La naturaleza de la cosa como forma del pensamiento jurídico, Córdoba (Argentina), 1963, y Derecho y "naturaleza de las cosas", Córdoba (Argentina), 1970.

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hoy en día llamaríamos su "deconstrucción" del derecho natural. Para dejar hablar al propio Garzón Valdés, se trataría o bien de "volver a la naturaleza de las cosas y extraer de ellas las condiciones objetivas que aseguren un orden positivo con un mínimum de justicia", o bien de "aceptar el carácter utópico del derecho natural y conformar el presente de tal modo que haga posible la realización futura de aquél", a lo que añade que lo que distingue una de otra a ambas salidas "es la dirección opuesta del camino elegido: el de la primera avanza del ser que es al ser que debe ser; el de la segunda, del deber ser deseado al ser que actualmente es" ' . Una versión ésta jurídica del inveterado dilema del ser y el deber ser", cuya raigambre ética no se le oculta a Garzón Valdés.

De las diversas tesis que articulan "la concepción blochiana del derecho natural", escudriñadas por Garzón Valdés en su trabajo, a nosotros nos in­teresa retener un par de ellas. Helas aquí en la formulación del autor: en primer lugar, "el derecho natural es complemento indispensable de la utopía social"; en segundo lugar, "el objetivo supremo del derecho natural, que no es otro que asegurar la dignidad del hombre, sólo puede ser alcanzado en un orden concreto cuyo contenido y fin sea la libertad, un orden que trans­forme a la sociedad en polis sin politeía"'. Por nuestra parte, nos habremos de detener muy brevemente en la primera de esas tesis para pasar después a demorarnos un poco más en la segunda, que es la que en realidad nos va a ocupar y a propósito de la cual ensayaremos lo que musicalmente cabría tal vez denominar "algunas variaciones sobre un tema de Bloch-Garzón Valdés".

En principio, la reivindicación blochiana de un cierto derecho natural desde el marxismo no podría revestir un aire más paradójico, habida cuenta de que Marx pasa por ser un acerbo crítico de la ideología de los "derechos humanos", derechos estos últimos tenidos a su vez por la expresión culmi­nante de aquel derecho natural. Más aún, la "reserva de Marx" ante el de­recho natural parece constituir por otra parte una particularización de una más general reserva ante el derecho a secas, invariablemente considerado en términos marxistas como un instrumento al servicio de la clase dominante. Bloch comparte ampliamente esta "saludable desconfianza" hacia el derecho en tanto que instrumento de dominación, lo que le lleva a aventurar con

' E. GARZÓN VALDÉS: " U polis sin politeía", cit., p. 3L * Cfr. E. GARZÓN VALDÉS: "Die Beziehungen zwischen Sein und Sollen", Archiv für

Rechts- und SozialphUosphie, 41, 1965, así como "Über das Verháltnis zwischen dem rechtlichen Sollen und dem Sein", en G. Koblmann (ed.): Festschrift flir Ulrich Klug zum 70. Gebwstag, Colonia, 1983.

' Op. cit., pp. 32-33.

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alguna rudeza que mientras la moral, el arte o la ciencia —y hasta el mismo humanismo subyacente a la religión— son manifestaciones ideológicas que, tras haberse liberado algún día de sus actuales condicionamientos clasistas, conseguirían con toda probabilidad sobrevivir en una sociedad sin clases, la jurisprudencia perecerá en gran parte en tal proceso **. Descendiendo al de­talle, Bloch conjetura la transformación en anacrónicas de figuras delictivas como la estafa, la defraudación o el robo, con o sin homicidio; y, aunque no se muestra tan optimista acerca de la desaparición de los delitos pasionales, confía no obstante en que el desvanecimiento de la institución de la propiedad modificará profundamente pasiones como la envidia, la ambición "y sobre todo, los celos". En cualquier caso, se convertirán en "prehistóricos" los apar­tados más "superestructurales" del corpus inris, desde el derecho mercantil al derecho político, y eso basta para explicar, en opinión de Bloch, que Marx no se creyera obligado a prestar al derecho positivo otra atención que la que éste merecería en cuanto transitorio "epifenómeno" de la propiedad institu­cionalizada.

Ahora bien, la indiferencia de Marx hacia el derecho positivo no se extiende —advierte Bloch— al derecho natural. En Marx no hay rastro, por ejemplo, del menosprecio del derecho natural por parte de la Escuela his­tórica del Derecho, para la que la tradición iusnaturalista únicamente habría producido "sueños del pensamiento". Como tampoco lo hay de la reducción positivista de ese mismo derecho natural a un simple "aditamento ornamen­tal" o una "idealización" del derecho vigente en el momento. Marx no podía dejar de ser consciente de que el derecho natural había alentado los postu­lados de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa. Y, como añade Bloch, el odio vertido por la jurisprudencia positiva del siglo xix sobre las construcciones racionales postulativas de los siglos xvii y xviii tendría que hacer a éstas merecedoras de la estima del marxismo. Nada se oponía, pues, a que el socialismo acabara asumiendo como propia la bandera humanista de los viejos derechos fundamentales. Otra cosa es que el marxismo, con Marx a la cabeza, se muestre reticente en lo que toca a las "ilusiones del derecho natural burgués". Mas dichas ilusiones, como la creencia en una "naturaleza humana inmutable" y la proclividad a teorizar acerca de ella ahistórica y apriorísticamente, no son sino la cascara de un fruto que el marxismo ha de saber aderezar a base de realismo y de sentido histórico. Ese fruto tantas veces prohibido son, en definitiva, los derechos humanos interpretados como

' Ernst BLOCH: Naturrecht und menschliche Würde, Gesamtausgabe, vol. VI, Francfort del Main, 1961 (hay traducción castellana de esta obra por Felipe González Vicén, Madrid, 1980), cap. XX, pp. 206-238.

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"derechos del pueblo", comenzando para el marxismo por los de la clase trabajadora. La tradición iusnaturalista, nos recuerda Bloch, se inscribe en la historia del pensamiento utópico. La utopía de Moro descansa en la idea iusnaturalista de la libertad natural del individuo, de la misma manera que el trasfondo del derecho natural de Grocio es un liberalismo utópico. Y de éste a Pufendorf, el iusnaturalismo se halla incrustado en la conciencia bur­guesa más progresiva, formulando abierta y consecuentemente las aspiraciones de la burguesía revolucionaria. En cuanto a los Owen, Fourier o Saint-Simon del siglo XIX, apoyan claramente en categorías iusnaturalistas su contraposi­ción de la "razón socialista" a la "antinaturaleza de la situación actual". A la par que se habla, por lo tanto, de utopías sociales o incluso socialistas, como en el llamado "socialismo utópico", cabría también hablar de "utopías jurídicas", como es señaladamente el caso del mejor iusnaturalismo. El de­nominador común de unas y otras utopías —concluye Bloch— se encuentra, en fin, en su común invitación a saltar por encima de lo dado, avizorando la posibilidad de un mundo mejor allende el existente.

Con todo, Bloch no omite distinguir entre "utopía social" y "derecho natural". Así, escribe: "Aun cuando las utopías sociales y las teorías iusnatu­ralistas estaban de acuerdo en lo decisivo, en el logro de una sociedad más humana, entre ambas subsisten diferencias muy importantes. Concisamente expresadas, esas diferencias son que la utopía social se halla dirigida a la felicidad humana, en tanto que el derecho natural se halla dirigido a la dignidad humana. La utopía social diseña de antemano situaciones en las que dejan de existir los agobiados y oprímidos, mientras que el derecho natural construye situaciones en las que dejan de existir los humillados y ofendidos... Las utopías sociales se dirigen principalmente a la dicha o, por lo menos, a la eliminación de la necesidad y de las circunstancias que mantienen aquélla. Las teorías iusnaturalistas, en cambio, se dirigen predominantemente a la dignidad, a los derechos del hombre, a la procuración de garantías jurídicas de la seguridad o libertad humanas en tanto que categorías del orgullo hu­mano. Y de acuerdo con ello, la utopía social está dirigida, sobre todo, a la eliminación de la miseria humana, mientras que el derecho natural está di­rigido, ante todo, a la eliminación de la humillación humana, esto es, la utopía social quiere quitar de en medio todo lo que se opone a la eudemonía de todos, mientras que el derecho natural quiere terminar con todo lo que se opone a la autonomía y a su eunomía" . A la luz de esta elocuente y cier­tamente hermosa caracterización de Bloch, quienes no compartimos sus afi-

Ibíd., Vorwort, pp. 13-14; cap. XX, pp. 234-235.

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ciones iusnaturalistas nos podríamos, no obstante, preguntar si cuanto en ella se predica del "derecho natural" no sería más apropiadamente predicable de la "ética".

En pro de una respuesta afirmativa a esta pregunta cabría aún alegar que dicha ética —por transitar, como veíamos, del deber ser al ser y no a la inversa— se halla a salvo del peligro de incurrir en ningún género de "falacia naturalista", lo que no siempre ocurre —como, por lo demás, su mismo nom­bre parece indicar— con "iusnaturalismos" menos sofisticados que el de Bloch. Pero lo cierto es que este último previene contra una apresurada "sustitución del derecho natural por la moral", como dando a entender que cualquier realización política de la ética —sin cuya pretensión ésta no pasaría de constituir para Bloch una utopía abstracta o, por lo menos, no alcanzaría a constituirse en lo que llama una "utopía concreta"— requiere del concurso del derecho positivo "corregido" por el derecho natural. Desde una perspec­tiva diferente, José Luis L. Aranguren ha señalado que una posible "función" del derecho natural, que en cuanto tal daría un paso más sobre la ética, vendría a consistir en su constitución —siquiera será pre-positivamente o a título anticipatorio— como una verdadera realidad jurídica, cosa que no ten­dría por qué acontecer con aquellas "exigencias morales" que para nada as­piran a plasmarse, a través del derecho positivo, en la configuración "política" de la sociedad". Así habría acontecido, por ejemplo, con el derecho natural que la Asamblea Nacional de Francia convirtió en 1789 —bajo la forma de "derechos del hombre y del ciudadano"— en derecho positivo, mostrándose así, de paso, que más que de "natural" aquel derecho merecería ser calificado de "histórico", como se desprende del hecho de que su "positivación" tuvo lugar en el contexto sociocultural del Siglo de las Luces, pero hubiera sido en cambio impensable en la Edad Media. Aun cuando, en un obvio sentido, continúe siendo razonable reprochar al derecho natural que ni es "demasiado derecho" ni tampoco "demasiado natural" —lo que sobradamente justifica la consideración de esa expresión como un auténtico infortunio lingüístico—, no habría, pues, que olvidar que entre las exigencias morales relativas a la ética política o la moralidad pública —a diferencia de las confinadas, supongamos, en la moral privada o la ética personal— y la positividad jurídica de la época, en nuestro caso la legislación revolucionaria de finales del xviii, da la sen­sación de "mediar" una distancia, la distancia que separa a lo que no es ya ética de lo que no es derecho aún, y es en esa suerte de espacio intermedio o mediación donde se instala el iusnaturalismo de Bloch.

' José Luis L. ARANGUREN: Etica y política, Madrid, 1963, cap. H, "La ética política y el derecho natural" (recogido en Obras, Madrid, 1965, cfr. especialmente pp. 1017 y ss.).

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Pero, antes de abandonar este punto, se impone todavía recordar que Marx —quien, según Bloch, no extendía al derecho natural sus reservas ante el derecho positivo— sí que expresó reservas, como advertíamos más arriba, ante aquellos derechos naturales que serían los derechos humanos positivi-zados en la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen de la Asamblea Nacional francesa. No es éste momento ni lugar de detenernos en tan com­pleja como archidebatida cuestión'. De modo que nos /Contentaremos con apuntar que lo que, para Bloch, objetaría Marx ante todo —y hasta se diría que ésa hubiese sido su única objeción— era la escisión operada entre unos y otros derechos, los del hombre y los del ciudadano, en el mismo enunciado de la citada Declaración: como escribiera Marx, "los llamados derechos del hombre, los droits de l'homme en cuanto distintos de los droits du citoyen, no son sino los derechos del burgués", esto es, los derechos del hombre egoísta o individuo "replegado en su interés privado" frente al que "el ciudadano del Estado", cuyos intereses se subordinan asimismo a los de la burguesía, "no es más que una abstracción", pues "la vida política aparece como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa" '". Marx no habría denunciado, en consecuencia, derechos humanos tales como la libertad de asociación o la resistencia a la opresión, cuyo disfrute era el primer interesado en defender y poner a disposición de los trabajadores, sino tan sólo las li­mitaciones burguesas de los mismos''. Pues la escisión entre derechos del hombre y derechos del ciudadano se corresponde rigurosamente —como no se le oculta a nadie que haya leído a Marx, pero tiende a ser olvidado, lamenta Bloch, por quienes se apresuran a criticar su tratamiento de los derechos humanos— con la existente entre la sociedad civil y el Estado.

"La realización concreta de los postulados de la Revolución Francesa" —resume con acierto Garzón Valdés ' — "significa la superación de una dua­lidad hasta ahora no resuelta entre la realidad del burgués y el ideal del ciudadano. Bloch retoma aquí no sólo el concepto de la «verdadera demo­cracia» de Marx, sino también el antiguo imperativo rousseauniano: «Lo que provoca la miseria humana es la contradicción entre nuestro deber y nuestros apetitos, entre la naturaleza y las instituciones sociales, entre el hombre y el ciudadano. Transformad al hombre nuevamente en una unidad y lo haréis tan feliz como es capaz de serlo.» Este imperativo conduce a la identidad entre la

' Véase al respecto Manuel ATIENZA: Marx y los derechos humanos, Madrid, 1983. '" Cfr. el bcus clásico de MARX: Zur Judenfrage, en K. Marx-F. Engels Werke, Berlín,

1958 y ss., vol. I, pp. 347-377. " BLOCH, op. cit., pp. 200 y ss. " GARZÓN VALDES, loe. cit., p. 36.

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existencia privada y la existencia pública, entre el «ser-hombre» y el «ser-ciudadano». Está presente en la revalorización de la polis griega como orden de armonía perfecta entre el polítes y el hombre".

Pero con esto ya pasamos a la segunda, y principal, de las tesis de Bloch que nos interesaba examinar. Bloch es tan contundente como explícito al respecto y merece la pena volver a citar por extenso sus palabras: "Soli­daridad en el socialismo significa que, en lo relativo a los derechos del hom­bre, l'homme no representa ya el individuo egoísta, sino el individuo socialista, el cual, según la profecía de Marx, ha transformado sus forces propres en fuerzas político-sociales. De tal suerte que le citoyen, que en la Revolución Francesa vivía en un más allá abstractamente moral, es ahora rescatado de dicho más allá y retrotraído a la terrenalidad de la humanidad en sociedad... Y sólo entonces, dice Marx, se habrá llevado a cabo la emancipación del hombre" ". "De acuerdo con la chocante proposición de Lenin de que no hay ningún Estado libre, porque donde hay libertad no hay Estado y donde hay Estado no hay libertad, podría decirse también que un «Estado verda­dero» es una contradictio in adiecto... Figuras verdaderamente objetivas en este terreno son las unidades lingüísticas, las naciones, las tradiciones cultu­rales... La figura que rodea todo esto, llamado reino de la libertad, una figura de un orden hecho verdadero y concreto, con la libertad como único «para qué» y contenido de este orden, sería por primera vez polis, pero sin politeía"'". "El Estado, en tanto que socialista, sería, según la consigna de Marx, el Estado en su forma completamente invertida, no comparable con nin­guna de las anteriores. El Estado funciona simplemente como servidor de su propio acabamiento, un andamiaje y unos travesanos provisionales para la edificación del no-Estado... Como proclama Marx en el Manifiesto comunista, en lugar de la antigua sociedad burguesa con sus clases y sus oposiciones de clase aparece una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada uno es la condición para el libre desenvolvimiento de todos" ". ¿Qué impresión nos producen hoy estas palabras, treinta años después de haber sido tan enfáticamente pronunciadas?

En honor de Bloch, hay que decir que éste no se llamaba a engaño por entonces acerca de la "realización del socialismo" bajo Stalin. De hecho, las publicó tras exiliarse de la estalinista Alemania del Este y cambiar su cátedra de Leipzig por la de Tübingen en la democrática del Oeste, lo que mueve a Garzón Valdés a rememorar irónicamente la sorpresa de Benjamín Constant

BLOCH, ibídem, pp. 204-206. Ibídem, p. 259. Ibídem, p. 309.

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ante la afirmación de Friedrich Schlegel, quien en su tiempo prefería por el contrario la vida de Viena "porque allí no había libertad de prensa". Para­dojas aparte, Garzón Valdés también hace observar que cualquier objeción a Bloch fundada en su trágica experiencia individual se estrellaría ante la res­puesta de que la realidad vivida no coincide con la deseada y ha de ser normativamente juzgada desde la utopía más bien que al revés ' . Y Garzón Valdés insiste en llamar la atención sobre la particularidad de que el mar­xismo de Bloch, junto con el de Leszek Kolakowski en esas mismas fechas, ha optado decididamente por desandar el itinerario de Engels y discurrir "desde el socialismo científico al utópico". Su filosofía del derecho, desde luego, está a cien leguas de la concepción de este último por parte de un Vychinski, criticado en el libro con severidad, y lo que entiende Bloch por socialismo nada tiene que ver con el llamado "socialismo real".

Pero la oportuna alusión a Kolakowski nos da pie a concentrarnos en el meollo de la tesis de Bloch que estamos ahora examinando. Pues, tan sólo una década más tarde, Kolakowski hubo de reputar de "mítica" —el mito de la autoidentidad "— la predicción o, para ser exactos, la propuesta marxista de una futura "identificación del hombre como individuo y el hombre como ciudadano" o, generalizándola en términos sociales, la "identificación de so­ciedad civil y sociedad política". La escisión entre estas últimas, es decir, la escisión entre la sociedad propiamente dicha y el Estado, sería para Marx correlativa de la escisión en clases de la sociedad sobre la base de la pro­piedad privada de los medios de producción. Y concluiría escindiendo, como veíamos, al hombre mismo, que podría como ciudadano gozar abstractamente de derechos políticos por completo carentes de contrapartida real en su vida concreta de individuo sometido a la explotación económica. De donde se sigue que la identificación del individuo y el ciudadano habría de comportar la superación de la división clasista de la sociedad y, en definitiva, la abolición del Estado, cuyo cometido fundamental es el de sancionar la dominación de unas clases sobre otras. En sus últimas presentaciones de nuestro mito, Ko­lakowski ha tendido a interpretarlo como un mito metafisico, a saber, el "mito de la identidad sujeto-objeto" '*. En el caso de Marx, la identidad entre el

" GARZÓN VALDÉS, loe. cit, pp. 38-39. ' Leszek KOLAKOWSKI, "The Myth of Human Self-Identity: Unity of Civil and Poli-

tical Society in Socialist Thought", en L. Kolakowski-St. Hampshire (eds.), fhe Socialist Idea: A Reappraisal, Nueva York, 1974, pp. 18-35 (cfr. también la réplica de Stuart Hampshire, "Unity of Civil and Political Society: Reply to Leszek Kolakowski", ibídem, pp. 36-44; hay traducción castellana de ambos ensayos por José Alvarez, Valencia, 1976).

" L. KOLAKOWSKI: Main Currents of Matxism, 3 vols., Oxford, 1978 (hay traducción castellana de Jorge Vigil, Madrid, 1980 y ss.), vol. I, caps. 3-.9.

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sujeto y el objeto del proceso histórico. En virtud de ella, los hombres co­brarían conciencia de su autoría respecto de las leyes sociales a las que pre­sumiblemente se hallan sometidos, con lo que la tradicional antinomia entre la libertad de los agentes históricos y la supuesta necesidad del curso de la historia vendría ahora a resolverse deparando a aquéllos la oportunidad de asumir el control de éste. O, con otras palabras, se haría posible la Revolu­ción. Y, en rigor, dicho mito no es a su vez sino la reducción antropológica de una versión del mismo, como la hegeliana, en la que resplandece su ca­rácter de mito teológico, pues Dios, más bien que el hombre, sería el auténtico sujeto de la historia, necesitando de sus objetivaciones — y, muy concreta­mente, de su objetivación humana— para autoconocerse en su despliegue histórico y, de esta manera, consumarlo ". Con el marxismo, pues, culminaría, en opinión de Kolakowski, ese doble proceso de humanización de Dios y divinización del hombre que era, al parecer, moneda acuñada en el misticismo nórdico postrenacentista representado por Ángelus Silesius, pudiendo ras­treárselo, con diversas modulaciones, en las inclinaciones panteístas del neo­platonismo cristiano medieval, desde Escoto Eriúgena al Maestro Eckhart. Ante la realidad del comunismo contemporáneo, en que finalmente ha venido a parar dicho proceso, Kolakowski no puede por menos de concluir que la autodeificación marxista de la humanidad ha acabado deshumanizándola y hasta convirtiéndola en inhumana, lo que le lleva a compendiar la aventura del marxismo con la lapidaria sentencia de que "Prometeo despertó de su sueño de poder tan ignominiosamente como lo hizo Gregor Samsa en la novela de Kafka". A nosotros, sin embargo, no nos interesa aquí y ahora calibrar el acierto o desacierto de una conclusión como aquélla, en verdad no menos teológica que el mito que pretende debelar. Y de ahí que parezca preferible atenernos a su primera presentación, harto más sobria, del "mito de la autoidentidad" como un mito político: un mito sustentado en la idea de. "una comunidad de hombres libres, iguales y fraternos o solidarios llamada a superar la contraposición entre la sociedad y el Estado" ^°. ¿Qué es lo que hay detrás de dicho mito?

Por lo pronto, el clásico que inspire esta versión del mito no podrá ya ser Hegel, de quien Marx efectivamente toma la distinción entre sociedad y Estado, pero negándose a concederle la necesidad de su permanencia que

" Ibídem, así como cap. 1, especialmente pp. 7-39, 56-80. " Puede verse sobre el particular mi trabajo "Más allá del contrato social", cap. 7 del

libro Desde la perplejidad, México-Madrid-Buenos Aires, 1990, pp. 255-376, especialmente pp. 268 y ss.

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Hegel le concedía^'. Para la tradición del liberalismo en que mejor o peor se mueve Hegel, la contraposición entre la sociedad y el Estado ha de ser permanente o, mejor dicho, insuperable, pues ni el Estado podría reemplazar a la sociedad so pena de incurrir en el totalitarismo ni tampoco, en el otro extremo, tornarse superfino, lo que equivaldría a desembocar en el anarquis­mo. En Marx no hay asomo de lo primero, pues incluso la concepción del Estado de un Lasalle le parecía una indeseable y peligrosa glorificación del mismo; en cuanto a lo segundo, y por más que haya que hacer caso de la advertencia de Paul Thomas contra una apresurada equiparación de marxismo y anarquismo en base a su común reluctancia ante la idea del Estado ^ , no habría que echar en saco roto la posibilidad de que uno y otro compartan al menos algunos de los supuestos inspiradores del "mito de la autoidentidad", cuestión sobre la que enseguida volveremos. Pero antes, y en orden a detectar la auténtica fuente de Marx en este punto, quizá valga la pena reproducir un fragmento suyo —^glosado por Bloch párrafos atrás— que Kolakowski con­sidera justamente como la formulación seminal del mito: "Sólo cuando el hombre individual reabsorba al ciudadano abstracto del Estado, sólo cuando el individuo haya reconocido y organizado sus forces propres como fuerzas sociales y, en consecuencia, no vuelva nunca a separar de sí mismo la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se habrá dado cima a la emancipación humana" ". ¿Cómo no reparar en que la alusión, en francés, a las "propias fuerzas" del hombre delata la presencia de Rousseau —sagaz­mente subrayada por Garzón Valdés en su momento—, pues constituye, en efecto, una cita literal de aquél, a quien acaba Marx de referirse en el texto del que procede la de Kolakowki? ^. Como vemos, al menos para descubrir los orígenes de esta versión del mito no es menester remontarse al neopla­tonismo. Y, en cuanto al mito mismo, tampoco parece encerrar ni presuponer

' Cfr. el también locus clásico de MARX: Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie. Einleitung, en K. Marx-E. Engels Werke, cit., vol. I, pp. 378-39L

^ En el interesante libro de Paul THOMAS: Karl Marx and the Anarchists, Londres, 1980, pp. 13-17, se rechaza la idea de que las discrepancias entre marxistas y anarquistas — y, muy concretamente, entre Marx y Bakunin— fueran simplemente estratégicas o tácticas, puesto que para ambos "la abolición del Estado representa un comienzo y no un final".

" El fragmento de MARX corresponde a Zw Judenfrage, cit., p, 370, y Kolakowski pasa por alto el hecho de que Marx está comentando ahí un pasaje del Libro II del Contrato social, donde Rousseau escribe: Celui qui ose entreprendre d'instituer un peuple... il faul qu'il ote á l'homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangéres et dont il ne puisse faire usage sans le secours d'autrui, pasaje, por lo demás, cuya interpretación a cargo de Marx —quien siempre leyó a Rousseau a través del prisma deformante de prejuicios hegelianos— se halla lejos de constituir un modelo de precisión hermenéutica.

" También Lucio COLETTI, Ideología e societá, 2." ed., 1970 (hay traducción castellana de A. A. Bozzo y J. R. Capella, Barcelona, 1975), señalaría que el citado fragmento de Marx "es un texto literalmente impensable sin Rousseau" (cfr. pp. 207-277).

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una metafísica o una teología de la historia, tratándose como se trata senci­llamente del proyecto de construcción de una democracia radical basada en el autogobierno de los individuos '.

Naturalmente, la irrupción de Rousseau en este contexto plantea tantos problemas como los que ayuda a resolver, habida cuenta de la proteica ca­pacidad de inspiración de Rousseau. Para nuestros efectos, hay que contar al menos —junto al Rousseau "demócrata totalitario" que ha llevado a exclamar, ante el descrédito de un cierto marxismo. La faute est á Rousseau!— con el asambleario propugnador de una "democracia directa" que impensadamente entronca con un cierto anarquismo ^ . Es muy probable que Rousseau no admita ser invocado con idénticas credenciales por los marxistas y por los anarquistas, quienes con toda verosimilitud —y al margen ya de Rousseau— entendían por "abolición" del Estado cosas acaso tan dispares como las que respectivamente entendían por "Estado", una disparidad, por lo demás, que ni siquiera dejó de concurrir en cierto modo entre Marx y Engels '. Pero, por lo que atañe al anarquismo, el propio Bloch —tan displicente de ordinario hacia el anarquismo— parece avalar la legitimidad de aquella invocación cuando anota que "Du contrat social se convirtió, como piensa el anarquismo, en el Sermón de la Montaña de los pueblos rejuvenecidos" **. Cualquier cosa que sea lo que suceda con el marxismo, consideremos, pues, al anarquismo como un legítimo heredero del Rousseau de la identificación del hombre y

^^ Remito aquí al libro de Andrew LEVINE End of State: A Marxist Reflection on an Idea of Rousseau, Londres, 1987.

^ Véase José RUBIO CARRACEDO: ¿Democracia o representación? Poder y legitimidad en Rousseau, Madrid, 1990 (como puso de relieve J. W. GOUGH en The Social Contract. A Critical Study of its Development, Oxford, 2." ed., 1957, pp. 199-200 y 218-220, algunas de las bien conocidas críticas anarquistas a Rousseau —desde Godwin a Proudhon— se basan en malenten­didos, como la confusión entre el pactum subjectionis, expresamente rechazado por Rousseau, y el pactum societatis o pacte d'association con el que éste identifica su "contrato social").

" Shlomo AVINERI: T/ie Social and Political Thought of Karl Mane, Cambridge, 1968, p. 203, cuida de resaltar la diferencia existente entre el símil biológico de la "extinción" del Estado (Absterben des Staates) al que recurre Engels en un famoso paso del Anti-Dühring y la fórmula, filosóficamente más compleja, de su "superación" (Aufhebung des Staates) de la que Marx se sirve en los textos de juventud citados en las notas 10 y 21 de este trabajo. Por su parte, Danilo ZOLO: La teoría comunista dell'estinzione dello Stato, Bari, 1947, pp. 185 y ss., observa cómo en textos tardíos del mismo Marx —así, la Crítica del Programa de Gotha o las notas de lectura de Estatismo y anarquía de Bakunin— prevalece la expresión Unwandlung des Staates, que parece aludir incluso a la posibilidad de una "transformación" del Estado. En este sentido se pronuncia también Paul THOMAS, op. cit., pp. 340-353, cuando indica que, mientras "para los anarquistas el Estado, cualquier Estado, constituye el principal enemigo", Marx no deja de "distinguir entre un Estado autocrático (como el bonapartista, el bismarckiano o la Rusia de los zares) y el Estado liberal burees", lo que autorizaría a la clase obrera a "entrar a tomar parte de la actividad política, disfrutando del reconocimiento y la protección legal del Estado democrático y llegando a poder servirse a esos efectos de la propia maquinaria electoral de este último".

^ BLOCH, op. cit., p. 76.

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el ciudadano o, para el caso, la identificación entre la sociedad civil y la sociedad política o el Estado.

Lo que vendría ahora a ser lo mismo, considerémoslo un legítimo he­redero del "mito de la autoidentidad". Kolakowski no deja en algún sentido de reconocerlo así cuando rebate la interpretación marxista del mito con argumentos anarquistas, haciendo ver que la fórmula engelsiana de "la sus­titución del gobierno de las personas por el gobierno ^e las cosas" —que resume el punto de vista marxista acerca de la abolición del Estado— no aclara cómo habría de ser posible la planificación económica sin un control político: como predijeron los anarquistas —que acreditaban al respecto un talento para el pronóstico bastante superior al de sus rivales marxistas—, la aplicación de dicha fórmula daría lugar a un desarrollo canceroso de la bu­rocracia capaz de llevar a la parálisis a la sociedad civil y —lejos de la prometida fusión de ésta con la sociedad política, seguida de la disolución del Estado— acabaría otorgando a los cuerpos políticos organizados una si­tuación de privilegio y una omnipotencia sin parangón con los peores des­potismos del pasado^'. Pero no especifica, en cualquier caso, si la mítica identificación de la sociedad civil y la sociedad política, a la que da en cali­ficar como una "revolución sin precedentes" que "no hay por qué esperar que se haga nunca realidad", toleraría otras interpretaciones que la que él atribuye a Marx.

Por descontado, no es mi propósito ofrecer nada que se asemeje a una interpretación anarquista del "mito de la autoidentidad". Del anarquismo se ha dicho con razón que combina una crítica socialista del capitalismo con una crítica liberal del socialismo, ambigüedad que lo convierte en heredero del ambiguo pensamiento ilustrado y no sólo del rousseauniano, el cual acompaña a la Ilustración como la sombra lo hace con la luz. La complejidad de aquella tarea excedería con mucho, por consiguiente, de los menguados límites de este trabajo. Pero, por otra parte, el proyecto antes aludido de construcción de una democracia radical basada en el autogobierno de los individuos re­quiere evidentemente de un movimiento de masas, algo que el anarquismo ha dejado de ser hace ya tiempo, incluso si tomáramos como tal el propiciado por su tan vaga como efímera resurrección en mayo del 68. Más aún, ni tan siquiera en cuanto ideología política ha dado el anarquismo últimamente ex­cesivas muestras de vitalidad, salvo que deseemos catalogar entre ellas mues­tras tan bizarras como el autotitulado "anarco-capitalismo" a lo David Friedman.

KOLAKOWSKI: "The Myth of Human Self-Idehtity", cit., pp. 31 y ss.

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Mas, comoquiera que sea, del liberalismo pudo afirmarse un día que consiguió salvar su esencia ideológica unlversalizándola, esto es, permeando con ella las restantes ideologías en liza, lo que sin un abuso de contradicción ha permitido hablar, pongamos por ejemplo, de un marxismo liberal. Y algo por el estilo pudiera ser afirmado del anarquismo, cuya difusa huella se per­cibe allí donde se reclaman mayores cotas de "autogobierno", desde la auto­nomía individual a la autodeterminación de los colectivos, o "participación", desde la participación en las decisiones que afectan a nuestras vidas privadas a la gestión de los intereses públicos mediante nuevas formas de democracia participativa. Pero, por atenerme a la divisa anarquista Destruam et aedificabo, preferiría en mi caso acentuar su pars destruens antes que su pars construens. Esto es, percibir aquella huella en la lucha contra el "heterogobierno" que restringe la autonomía o impide el ejercicio de la autodeterminación, así como contra las formas de "democracia" sedicentemente "representativa" que —auto­rizando el secuestro de la democracia por las oligarquías de unas organiza­ciones políticas que no la practican en su interior, que descreen de cualquier ideología y que hacen de la conquista y el mantenimiento del poder su único objetivo, cuando no lo ponen al servicio de todavía más arcanos poderes fácticos— obstaculizan la participación de la ciudadanía en el control y la administración de todo poder, es decir, la reducen a la más estricta impoten­cia. Una lucha que, al menos en las mal que bien democráticas sociedades occidentales, permite hoy, afortunadamente, la sustitución de la crítica de las armas por las armas de la crítica.

¿Y qué hay, a todo esto, de la filosofía blochiana del derecho? De nuevo Garzón Valdés, tras evocar la mención de la Heimat der Identitat con que concluye Bloch Das Prinzip Hoffnung °, nos proporciona un excelente resumen avant la lettre de lo que sería su actitud en relación con el luego denominado "mito de la autoidentidad": "Se llega aquí al concepto límite ideal de una sociedad sin clases, sin explotadores ni explotados, sin división del trabajo... El Estado mismo se vuelve superfino y su codificación innecesaria, porque la dignidad humana no requiere ya la protección jurídica del orden objetivo... La antinomia fundamental del orden y la libertad que desencadenara el pro­ceso histórico termina con su superación, una vez que la libertad se descubre como el contenido mismo del orden, y el mito de la edad dorada se trans­forma en realidad efectiva... En el punto final de la utopía del derecho natural aparece la verdadera polis, la polis sin politeía"''. Pero como, además de una

*' BLOCH: Daz Prinzip Hoffnung, Gesamtausgabe, vols. IV-V, Francfort del Main, 1959, vol. V, pp. 1622-1628.

" GARZÓN VALDES: loe. cit., p. 37.

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filosofía del derecho, la reflexión utópica de Bloch involucra una ética y una filosofía de la historia, quisiera terminar diciendo algo sobre ellas.

En el marxismo utópico de Bloch, la ética y la filosofía de la historia nunca acabaron de casar del todo. Su ética es, aun si inconfesadamente, una ética de cuño más o menos kantiano, presidida como lo está por el "impe­rativo categórico" —así lo hubo de etiquetar el propio Marx— de "derrocar todas las situaciones en las que el hombre es un ser hurjiillado, esclavizado, abandonado y convertido en algo despreciable" (imperativo que revela un innegable parentesco con aquel en que Kant prescribe salvaguardar la dig­nidad humana, esto es, tomar al hombre como un fin en sí mismo y nunca meramente como un medio). Pero, por otro lado, su concepción de la utopía descansa abiertamente en una filosofía hegeliana de la historia notablemente afín a aquella metafísica, y hasta a aquella teología, de la historia traídas a colación por Kolakowski, a saber, una filosofía de la historia para la que esta última tendría de suyo una "finalidad" en la doble acepción de un sentido y de un acabamiento (aunque en la jerga marxista de Bloch —que no es, al fin y al cabo, Francis Fukuyama— no se hable tanto del "fin de la historia" cuanto de su "comienzo", tras la presunta cancelación revolucionaria de la "prehistoria"). En cualquier caso, el novum de la Revolución sería a la vez un ultimum, un éschaton, lo que convierte a esa filosofía en una filosofía "escatológica" —o, como quizá fuera mejor decir, "apocalíptica"— de la his­toria, cuya mixtura con la ética no podrá ser más deplorable para ésta. Pues la ética de Bloch, que en sí misma admitiría ser presentada como una ética de la "intención utópica", se arriesga por su parte a quedar convertida —bajo el interesado aval de una filosofía tal de la historia— en una ética de los "resultados" o del "éxito" (bien mirado, las "éticas del éxito" no tendrían por qué ser todas ellas mezquinamente empiristas, como un cierto utilitarismo o un cierto pragmatismo, sino podría también haberlas de corte metafísico y hasta teológico). Cierto es que el éxito no se halla asegurado de antemano para Bloch, cuyo "principio de esperanza" reconoce la esencial "frustrabilidad de la esperanza" misma (acontecimientos como Auschwitz, el Gulag o Hiros­hima han de servir al menos de recordatorio de que el fracaso de la huma­nidad no es algo enteramente a descartar), pero —por más que Bloch conceda que "el optimismo militante avanza con crespones negros"— el caso, al pa­recer, es que se avanza, con luto o sin él.

Y aunque en Bloch, por supuesto, no haya rastro de tamaña fatuidad, era aquella confianza en el progreso revolucionario la que hasta no hace mucho permitiría a los marxistas zanjar sus discusiones con los anarquistas

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preguntando "cuándo en la historia había logrado el anarquismo hacer triun­far una revolución", una pregunta ante la que —a decir verdad— no había mejor respuesta que la de que una derrota heroica siempre valdrá cien veces más que una victoria funesta. En estos momentos de desaliento del marxismo, no faltan marxistas honrados —merecedores por ello del máximo respeto— que, por el contrario, se pregunten con consternación cómo es posible que tantos antiguos correligionarios suyos deserten de la lucha contra las injusti­cias de la sociedad capitalista (y no digamos las de las sociedades del Tercer Mundo) para alistarse entusiasmados en las filas de los apologetas del "todo vale", pero si su pregunta no ha de ser, nuevamente, una pregunta retórica —en este caso, una denuncia (no, como en la muestra anterior, una imper­tinencia) disfrazada de pregunta—, tendría que intentar hacerse cargo de las razones de aquella repentina conversión. Para tratar de responderla en dos palabras, uno diría que si las convicciones políticas y, sobre todo, las convic­ciones morales de la gente se asientan en la creencia de que "la película ha de acabar bien", pero luego acaece que la película acaba no ya mal, sino en un desastre sin paliativos, nada de extraño tiene que la ruina de su creencia —la ruina de una infundada filosofía de la historia— comporte la más grave ruina de sus convicciones, la ruina de su ética.

De todos los acontecimientos disutópicos, de todos los atentados contra la dignidad humana, a que nos referíamos, el que más nos tendría que incitar a la meditación a cuantos nos consideramos "progresistas" —es decir, aquellos que sin creer necesariamente en el progreso, creen que valdría la pena luchar por que lo hubiera— es sin duda el hecho del Gulag. Auschwitz se nos aparece como el fruto de una ideología demoníaca, que sencillamente iden­tificamos con "el mal", y Hiroshima sería la consecuencia de un cálculo del "mal menor" que también nos repugna moralmente. Pero el Gulag fue otra cosa: fue un crimen cometido en nombre de principios que parecieron un día nobles, siendo ahora indiferente que se trate de presentarlo como una per--versión o como un "efecto perverso" de tales principios, pues ni siquiera esta última consideración libera a nadie de la responsabilidad moral. Y el Gulag nos advierte, por lo pronto, de los peligros a que puede llevamos la creencia de haber entrado en "la segura senda del progreso" en el orden de nuestra praxis. ¿Cómo podría, pues, evitarse el error de recaer en lo sucesivo —pues la disutopía infelizmente reinante no nos debiera persuadir de que se trate de un error inevitable— en semejante "progresismo"?

Se me ocurre que acudiendo a una noción de progreso que para nada implique un hegeliano "último término", lo que equivaldría a resucitar eso

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que Hegel denostaba como la mala infinitud o infinitud sin fin, una infinitud que es, sin embargo, la única tolerable desde un punto de vista ético. Contra lo que parecía esperar Bloch, la lucha por lo que demos en soñar como un mundo mejor no tendrá presumiblemente fin, puesto que siempre nos será dado imaginar un mundo mejor que el que nos haya tocado en suerte vivir: dicho de otra manera, el ser sociohistórico no coincidirá presumiblemente nunca con lo que juzgamos que es el deber ser ^ . Y la historia, por ende, no es que reste inconclusa, sino que moralmente hemos de tenerla por incon-cluible, puesto que el "esfuerzo moral", un esfuerzo incesante, no cuenta con ninguna garantía de alcanzar una meta que sea la definitiva.

Si se me pidiera un buen ejemplo de lo que acabo de decir, yo aduciría el de esa utópica visión de la democracia a la que Aranguren gusta de dar el nombre de democracia como moral. La democracia no es nunca "democracia establecida" en la que el pueblo pueda instalarse cómodamente. Antes que una institución política, la democracia es una aspiración moral perpetuamente insatisfecha, que en cuanto tal precisa de constante autocrítica para evitar que­dar prendida en las redes de la falsa satisfacción ". Es, como decía Kant de la moral en general, una "tarea infinita", en ese mal sentido de la infinitud que resultaba, según vimos, ser el bueno. La democracia, en fin, no es nunca érgon, un producto definitivamente terminado, sino constitutivamente enérgeia.

Así parece entenderla también Ernesto Garzón Valdés cuando recien­temente escribe que, mientras la sistemática violación de un derecho humano básico bastaría para calificar a una dictadura como una "dictadura perfecta", cualquier violación, incluso ocasional, de ese derecho bastaría para arrojar dudas acerca de la conveniencia de calificar a una democracia como una "democracia perfecta": "Ello no significa que tal rótulo sea inútil, sino tan sólo una advertencia en el sentido de que nunca se puede estar plenamente satisfecho con el desarrollo democrático alcanzado"'".

" Mi lectura de Bloch se aparta en este extremo de la de Garzón Valdés —para quien "ser y deber ser permanecen separados y tensos... en la concepción jurídica de Bloch: el abismo lógico señalado por Kant no es superado" (loe. cit., p. 41)—, pues si bien ello puede ser afirmado de la filosofía blochiana del derecho, como hasta cierto punto puede serlo de la "más o menos kantiana" ética de Bloch, es dudoso, en cambio, que se pueda afirmar tal cosa de su filosofía de la historia, la cual se acabará imponiendo, a fin de cuentas, sobre el resto de su pensamiento filosófico. Como en otra parte he sostenido, "por marcado que resulte el acento kantiano de la ética de Bloch, sobran motivos para preguntarse si —en última instancia— no será la voz de Hegel, más bien que la de Kant, la que prevalezca en —o, mejor dicho, sobre— aquélla". En relación con esta cuestión se puede ver mi trabajo "Razón, utopía y disutopía", cap. VIII de Desde la perplejidad, cit., del que hay traducción alemana parcial de Ruth Zimmerling en J. Muguerza, Ethik der Ungewissheit, Friburgo de Brisovia-Múnich, 1990, pp. 134-193.

" ARANGUREN: La democracia establecida, Madrid, 1979, pp. 17 y ss. " E. GARZÓN VALDÉS: "Representación y democracia", Doxa, 6, 1989, pp. 143-164 y

209-214, p. 212.

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Por lo que a mí respecta, únicamente me queda tratar de justificar el melancólico interrogante "¿Polis sin poUteía?" que preside este trabajo. Sucede que, de acuerdo con una preferencia que ya he anticipado, considero más urgente la lucha contra la injusticia en este mundo que la persecución de la justicia en cualquier otro. Tiendo a pensar que nadie con un adarme de sentido de la realidad abriga hoy demasiadas ilusiones —las ilusiones, decía Ortega, escasean tanto que conviene abrigarlas a fin de que no se enfríen y perezcan— acerca de la desaparición del Estado, como no sea para ser sus­tituido por cosas aún peores bajo el ya planetariamente hegemónico capita­lismo real, pero siempre cabrá que hagamos algo para luchar contra la opre­sión que se deriva de su existencia. Erosionemos, pues, la costra de politeía que nos oprime y la polis, si acaso y como reza el Evangelio, "se nos dará por añadidura".

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SOBRE LOS COLONIALISMOS

Consideraciones acerca de la "Declaración" de la ONU, de 14 de diciembre de 1960

José Manuel Pérez-Prendes Muñoz-Arraco Catedrático de Historia del Derecho

de la Universidad Complutense

1. PLANTEAMIENTO

A "Declaración Universal de Derechos del Hombre", de 10 de diciembre de 1948, señala, en el segundo párrafo de su artículo 2, que los derechos proclamados en ella no sufrirán restricción bajo el pretexto de aplicarse en "un territorio bajo administración fi­

duciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía". Con exactitud comenta Roberto Mesa que las potencias y superpoten-

cias, configuradas en sus respectivos espacios de poder desde los acuerdos de Teherán, Yalta o Postdam, "ni siquiera pensaron, por un rasgo fortuito de debilidad mental, en la posibilidad de que dejase de existir la opresión

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colonial" '. En efecto, las frases transcritas arriba, de la "Declaración" señalan que se respetarán por igual los derechos del hombre en los países indepen­dientes y en sus colonias, pero no que éstas sean una forma global de con­culcación de tales derechos.

Sin embargo la presión acumulada con la independencia de la India en 1947, la irrupción de la República Popular China de 1949, o la conferencia de Bandung en 1955, aceleraría de tal modo las cosas, que la contradicción existente en la "Declaración" (al prescribir la observancia de derechos fun­damentales, en espacios territoriales como las colonias, que por su misma existencia suponen la negación del espíritu inspirador de tales derechos) hubo de ser disuelta por la propia ONU en 1960, en su "Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales" de 14 de diciembre de aquel año, completada por la que el día siguiente reforzaba la soberanía permanente sobre los recursos naturales, que desde 1952 venía sien­do objeto de actitud tutelar por parte de la Organización.

La frase de la Declaración de 14 de diciembre de 1960 sobre la "ne­cesidad de poner fin, rápida e incondicionalmente al colonialismo en todas sus formas y manifestaciones" tiene además de sus virtudes principales que resultan obvias, la más modesta, pero interesante desde un punto de vista hermenéutico, de recordar inequívocamente que existen formas diversas de colonialismo.

En otra parte me he ocupado de un análisis comparativo de las cate­gorías de etnocidio (tal como lo entienden los antropólogos desde Robert Jaulin) y genocidio, perfilado también según los textos de la ONU . Es su­mamente necesario para los historiadores del Derecho (en cuyo campo me muevo, aunque velando siempre por preservar una saludable heterodoxia, res­pecto de muchos de sus más arraigados métodos y concepciones) reflexionar sobre lo que significan términos como esos colonialismo, genocidio, etnoci­dio, etc., que frecuentemente se aplican en espacios concretos de su disciplina, piénsese por ejemplo en el Derecho Indiano, por lo que a España se refiere. Por ello, en esta ocasión entiendo útil destinar unas líneas a tocar ciertos aspectos del colonialismo y su evolución.

2. LA ESENCIA CONCEPTUAL DEL COLONL\LISMO

Las viejas palabras latinas coló, colis, colui, cultum, colere, tuvieron ori­ginariamente entre los latinos, pueblo rural, el sentido del "habitar" o "cul-

' MESA, Roberto: La Sociedad internacional contemporánea, Madrid, 1983, I, p. 18. ^ PEREZ-PRENDES, José Manuel: "El dictamen de Tomás López Medel para la re­

formación de las Indias", en Utopía y realidad indiana, Salamanca, 1992.

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tivar". De ahí el colonus o sujeto que, en nombre del propietario, habitaba y cultivaba en un determinado lugar, y de ahí también colonia, coloniae, o grupo de colonos enviados (deductio) por el Estado a cierto lugar para habitarlo o cultivarlo.

Pero además de esa idea de cultivo, de explotación en definitiva, que encierra la raíz coló y tiñe a cuanto desde ella se deriva, hay también, en­tretejiéndose para formar la urdimbre más íntima del concepto, otra idea: la de que algo o alguien se introduce en un espacio que le es extraño, la con­dición de "ajeno". La "ajeneidad", palabra que no encuentro en el diccio­nario, pero que uso para indicar lo que de suyo, por su esencia, es diferente y extraño respecto del lugar en el que se le coloca.

Esa "ajeneidad" es diferente a lo que indica otra palabra que sí figura en el diccionario, "ajenación", y sirve para calificar lo que ha perdido su identidad y ha dejado de ser como le correspondía; esto es, lo que está en situación de "alienación" o "en-ajenación". Se trata en este caso de algo próximo si se quiere, pero diferente, a lo que he tratado de señalar con el neologismo de "ajeneidad", concepto que me parece esencial en una reflexión sobre el sentido y significación general del lenguaje que aplicamos para es­tudiar y describir los hechos e ideas coloniales.

Las dos ideas de explotación y "ajeneidad", fundidas para tipificar la específica explotación realizada por parte de quien está dotado de "ajenei­dad", es decir, precisamente de quien es identificado por el hecho de ser ajeno, constituyen en su amalgama la significación radical de cuanto se deriva de coló, como es no sólo el caso de colonus y colonia, sino incluso de voces que presentan menos perceptiblemente esa significación, como ocurre con el juego incolae-accolae, o caeli-colae (los que habitan los cielos); colere seruitu-tem, caer (es decir, quedar para vivir) en esclavitud un hombre o mujer libre; el litúrgico in-colatus domo, por oposición en el mismo texto a in coelis ha-bitatio; y la misma raíz, con la forma "quil" dará in-quil-inus, el que habita una casa que no es suya; ex-quil-üae, agrupación urbana contigua pero exterior al muro ciudadano, luego fuera de su sitio propio; an-cillae, la mujer que gira o se mueve alrededor de otros, por voluntad de ellos, no de la suya, etc.

Esa doble articulación, explotación-ajeneidad, cuando se practica desde las posibilidades que ofrece una forma política estatal, se convierte en el triple engarce de explotación-ajeneidad-estatalismo, que constituye el fenómeno al que designamos con la palabra "colonialismo" y en función suya hay que entender los términos relacionados y complementarios, "colonia", "colonial", "descolonización", etc.

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Una prueba que me parece significativa de cuanto he dicho sobre la significación última de "colonialismo", radica en el hecho de los rechazos que su aplicación ha experimentado. Que la percepción de ese eje, explotación-ajeneidad-estatalidad, es cierta, se prueba desde el mismo momento en que hay determinadas huellas de rechazos, racionalmente decididos, a la aplicación de la voz "colonialismo" a situaciones históricas concretas.

Un primer ejemplo de tal percepción se sitúa en la obra, más bien intencionada que certera, del argentino Ricardo Levene "Las Indias no eran colonias". Este libro varias veces reeditado, y que siempre se recomendará por su gran valor informativo y su rigor hermenéutico en el uso de las fuentes, adolece centralmente de una excesiva extrapolación jurídico-formal, en cuanto que el uso permanentemente constatable en tales fuentes de voces como "provincias", "reinos", "señoríos", "repúblicas", "gobernaciones", etc., le lleva al autor a concluir que, como no se habla de "colonias", "factorías", etc., no hubo colonialismo en las Indias españolas. La exageración metodológica de Levene en el formalismo de la terminología, principalmente jurídica, le lleva incluso a no captar argumentos que le hubiesen sido colateralmente útiles para sus propósitos, como el hecho de que la originaria "ajeneidad" del es­pañol en América tiene una fuerte amortiguación por vía de mestizaje. O que la explotación quizá tuvo dimensiones particularmente más agrias en la misma época, pero en la Península Ibérica. Resulta verdadero que esos factores tampoco servirían para negar del todo la realidad colonial de la América española, pero lo que me interesa resaltar ahora no es eso, sino el hecho de que Levene en su sesgamiento (apasionado en realidad por percibir sobre todo la maldad intrínsecamente final del colonialismo) sólo se propone des­prenderse de él en bloque, sin hacer siquiera concesiones a las matizaciones, que ya implicaban aceptar colonialismo en alguna forma. En muchas ocasio­nes, al leer esta obra me ha venido a la mente un paralelismo en cuanto al método de trabajo entre Levene negando el colonialismo en las Indias y San Anselmo afirmando la existencia de Dios con el argumento ontológico.

Igual percepción de la esencia del colonialismo que existe en ese escrito de Levene, se registra en los de quienes han venido alegando esta monografía suya para negar el colonialismo en América. Y no han sido pocos, como lo muestra el hecho de que, en 1987, Germán Carrera Damas considerase como un "problema conceptual básico" la afirmación de que "las posesiones es­pañolas en América no fueron colonias porque España no las consideró tales sino provincias" . Problema es tal tesis en efecto, por desajustar la correcta

' CARRERAS DAMAS, Germán: "Interrelaciones ideológicas", en España y América (1824-1975), Cuadernos Hispanoamericanos, Los complementarios, 1, Madrid, 1987, p. IL

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perspectiva de los hechos, y sobre todo a mi entender por abrir un abismo generacional entre historiadores. Pero discrepo del ilustre profesor venezolano al calificar este problema como de "expresión española" exclusivamente, pues además de que somos españoles algunos de los que no nos expresamos así, sino al contrario, hay que recordar que su mejor y más significativo formu-lador, que antes quedó citado, no era español, sino que se movía dentro de los tópicos más arraigados en cierto sector del universo cultural criollo de su tiempo, que es el que más insiste en negar carácter colonial a la América española o Indias.

Otro ejemplo, menos académico y más político, de liberarse de lo in­cómodo del colonialismo, rechazando formalmente su existencia, consistió en la decisión del Gobierno español en la década de los cincuenta de este siglo, de designar a ciertos territorios africanos donde España ejercía soberanía, como "plazas y provincias africanas".

No deja de ser curioso comprobar cómo la sociedad española de aque­llos años no recibió el mensaje y siguió usando una terminología adecuada en su vida diaria. Se denuncia tal postura en mil pequeños pero significativos detalles. Así, ocurre, por ejemplo en el mundo de la Filatelia, donde apenas existe catálogo de sellos editado, ni antes, ni entonces, ni después, donde no se agrupe bajo la rúbrica "Colonias y ex colonias españolas" a tierras como Marruecos, Sahara occidental, Guinea, Ifni, Puerto Rico, Cuba o Filipinas. Se trata, insisto, de una señal humilde, pero esclarecedora.

Creo pues que, tanto si analizamos la acuñación filológica del término "colonialismo", como los rechazos científicos o políticos que se han suscitado a su uso, se nos manifiesta que la específica articulación explotación-ajenei-dad-estatalismo integra la seña básica del concepto que subyace bajo tal tér­mino. Soy consciente de que la inserción del elemento estatal, de la forma en que acabo de hacerlo en las líneas anteriores, dificulta la calificación generalizante de "feudales" a las formas de explotación colonial, tal como lo aplican autores como Ruggiero Romano y otros en nuestros días. Pero por razones obvias de orden en el análisis no voy a detenerme en tocar aquí esa cuestión, que es tema diferente del que estoy estudiando. Simplemente quiero dejar constancia de que asumo esa consecuencia. A lo que añadiré que no rechazo el uso general de la categoría conceptual de feudalización por man­tener, como no lo he mantenido nunca, un concepto estricto, ni reductor a la medievalidad, del feudalismo.

Planteadas así las cosas, cabe recordar que, como señala la antecitada "Declaración" de 14 de diciembre de 1969, la catadura del fenómeno colonial

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no ha revestido siempre una sola, monótona y única forma de manifestación sino varias, de forma que en la lectura de las fuentes históricas percibimos muy bien pruebas diversas de la certeza del juicio de la ONU al señalar la existencia de muy diferentes técnicas, reglas, formas y objetivos colonia­les. Es por eso, que me atreví a afirmar desde el principio la necesidad de hablar siempre de "colonialismos" en plural y no de "colonialismo" en singular.

Pero la historiografía (entendida como juicio de valor que formulamos sobre la labor de los historiadores) nos revela que con "colonialismo" no ha existido un debate similar, ni en cantidad ni en calidad, al que se ha pro­ducido durante decenios sobre "feudalismo". Únicamente Marcel Merle ha señalado su origen inglés y su difusión en Francia debida a Paul Louis, desde 1905. En cualquier caso, parece que puede afirmarse su vinculación al siglo xx (pues antes predomina la voz "colonización") y su correlación con el adjetivo "colonialista", entendido como apología de la colonia. Así resultará que "co­lonialismo" acabe adquiriendo un tinte peyorativo ya en días muy próximos a los nuestros.

Precisamente por ese sobrentendido vituperador en su utilización, se suscita una forma de primaria defensa por parte de algunos historiadores ideologizados, de los que acaba de escogerse aquí un caso, el de Levene. Si queremos profundizar un poco, resulta evidente que los historiadores del De­recho prácticamente no se han planteado la cuestión de modo conceptual, pese a que "colonialismo" puede ser entendido también como estructura exis­tente dentro de la colonia, lo que acercaba mucho la cuestión a su campo de intereses. Pero en cambio los de la Economía sí lo han hecho, situando el fenómeno colonial, al modo de Ernesto Mandel, dentro de los "canales normales" que, durante los siglos xvi a xviii, usó la burguesía para absorber los ingresos de diversas clases sociales y transformarlos en elementos consti­tutivos del capital comercial, bancario e industrial. Su análisis ha perfilado-también los elementos jurídicos, conforme al papel arriba asignado a la "es-tatalidad" (al discurrir sobre el concepto de colonialismo). Es de recordar que los economistas han señalado lo esencial del papel del Estado en el colonialismo, aun en el indirecto proveer de mano de obra sometida al trabajo forzado, función ejecutada más nítidamente en los colonialismos de Estado, como lo fue el de la América española. Piénsese en el caso de la mita; en los estudios de Silvio Zavala sobre el servicio personal de los indios en la Nueva España o fuera de ella, o en las páginas de Alvaro Jara sobre la esclavización legal de los indios en Chile.

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Pero en cualquier caso, y aun aceptando como parece probado que el colonialismo pertenece principal, aunque no exclusivamente (recordemos a Roma), al proceso de expansión capitalista, a la búsqueda inevitable de la ampliación permanente de su base, resulta no menos cierto que, incluso la vida y aplicación de la explotación colonial más reciente, impone a esa fór­mula extractiva cambios radicales en actitud, como los que son necesarios de apreciar para explicar el paso, desde el manchesterianismp de la burguesía de la época de la libre competencia, hacia la época posterior del capitalismo de los monopolios, tiempo este último que revalorizará el colonialismo frente a los criterios emancipadores de Disraeli, o incluso antes, de Bentham. Los esfuerzos de Samir Amin para ubicar el mundo subdesarrollado en el me­canismo general de acumulación capitalista a escala mundial, permiten enten­der el papel que juega el colonialismo, especialmente el más reciente en ese proceso. Cosa igual se desprende del estudio sintetizador de Fierre Vilar acerca de capitalismo y crecimiento.

Pero si estos análisis confirman la existencia de diversos "colonialismos" a distinguir, incluso en el seno de las fases más avanzadas del capitalismo, tal convicción se acentúa cuando adoptamos una perspectiva más amplia apoyada sobre las diversas manifestaciones del hecho colonial a lo largo del tiempo.

3. LOS TIPOS DE COLONIALISMO. LA ENCICLOPEDLV FRANCESA

Conviene prestar atención, llegados a este punto, a lo que Marcel Merle considera como "el manifiesto colonialista más característico" aparecido en 1753 en el volumen III de la Encyclopedie, texto de importancia capital y del cual me voy, brevemente, a ocupar a continuación.

Al tocar el término "colonie" se advierte que se entiende por esta palabra el traslado de un pueblo o de parte suya, desde un país a otro, y se distinguen en ella seis clases o especies.

Primera: la ocasionada por la necesidad de sobrevivir. Su efecto será la subdivisión de tribus o naciones.

Segunda: la que tiene por motivos la búsqueda de libertades perdidas o restringidas en el territorio originario de los colonizadores. No se busca ni la conquista de otros países, ni el engrandecimiento del propio, aunque se con­serven generalmente leyes, religión y lengua originaria. Aquí el efecto es el de multiplicar las sociedades independientes entre las naciones, aumentando la comunicación.

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Tercera: la generada por la redistribución de masas de población en territorios diferentes en forma que facilitasen la seguridad del ejercicio de su poder a la forma política dominante, asegurando fronteras y poblando ciu­dades fortificadas. Efecto alcanzado: la seguridad.

Cuarta: asentamientos de pueblos a la búsqueda de mejores y más lle­vaderas condiciones materiales de vida, procurando crear circunstancias que permitan la convivencia con los pueblos ya instalados allí, engendrando una sola nación con ellos. Efectos en este supuesto son la disminución de la cultura y el aumento de la población.

Quinta: la creación extranacional de centros mercantiles, sin el objetivo de la sumisión política, pero sí con el de expandir al máximo las redes de aprovisionamiento y desarrollo comercial de la metrópoli.

Sexta: se tipifica aquí la colonización realizada en tiempo posterior al descubrimiento de América. Los colonizadores parten de la idea matriz de la utilidad previsible para su metrópoli. Necesitan conquistar las tierras, someter a stis habitantes y redistribuirlos, para obtener una rentabilidad. La falta de ese provecho explicará el fracaso de ciertos colonialismos en épocas muy cercanas a nosotros. Son los que podríamos llamar "colonialismos abortivos", por ejemplo los casos de España, Alemania e Italia, en" ciertos lugares de África en la época contemporánea.

La preocupación esencial de esa utilidad metropolitana se advierte en dos rasgos:

a) Dependencia y protección inmediata respecto de la metrópoli por parte de la colonia.

b) Exclusividad del comercio de la colonia con la metrópoli. Este tipo de colonia debe cumplir tres objetivos que se equilibran entre

sí unos en efecto de otros.

— Aumentar la producción de la metrópoli. — Ocupar a una masa importante de su población. — Contribuir al lucro del comercio metropolitano con otras naciones.

Ese juego de objetivos que se compensan entre sí (ya que es difícil su presencia plena y simultánea) da lugar a que el provecho extraído por la metrópoli de las colonias se manifieste en cuatro efectos que son necesarios para la rentabilidad colonial.

\. Consumo colonial de productos metropolitanos, lo más amplio po­sible por encima de los gastos de producción.

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2. Retribución percibida por los especialistas (por ejemplo marine­ros, etc.) que trabajan para las colonias.

3. Todo lo que la colonia colma de las necesidades metropolitanas. 4. Todo lo superfluo que dan a la metrópoli para exportar.

De esos efectos necesarios se siguen, como consecuencia, algunas reglas para medir el provecho y la conveniencia del mantenimiento del sistema co­lonial. Ellas son sin duda, aunque Marcel Merle no lo precisa, el fundamento del juicio que formula sobre la Encyclopedie como panegírico en pro del co­lonialismo.

a) No son útiles si pueden prescindir de la metrópoli. Aquí la "Ency­clopedie" no duda en afirmar que, por efecto de "une loi prise de la nature de la chose, que l'on doit restraindre les arts et la culture, dans une colonie, a tels y tels objets, suivant les convenances du pays de la domination".

b) Todo comercio hecho por la colonia con potencias extranjeras es "un vol fait a la metropole" que, aunque sea frecuente, debe ser castigado por las leyes, ya que todo lo que ganan los extranjeros es una disminución de la fuerza, real o relativa de la metrópoli. Toda policía metropolitana que no destruya ese comercio, destruye su nación.

c) La colonia es tanto más útil cuanto más poblada y con el mayor grado posible de tierra en producción. Pero al fin de ejecutar realmente esta regla, se requiere una política legislativa que atienda a diversas cuestiones, enumeradas por la "Encyclopedie" y que en esta exposición me permito sis­tematizar de esta forma:

— Nuevo sistema o cuerpo legislativo general, especialmente necesario en las colonias de América por constituir una forma nueva de de­pendencia y comercio. La legislación más hábil es la que favorece el asentamiento y la cultura, sólo en la medida en que su desarrollo no perjudique el objeto mismo de la institución colonial, que es el comercio. La justicia o injusticia de la ley colonial y por tanto su necesidad de ser total o parcialmente modificada, se mide por el único criterio de su eventual alejamiento del objetivo colonial fijado en él.

— Legislación muy flexible (y administración) "tout doit changer avec les temps" según los tiempos y las circunstancias particulares.

— El primer establecimiento debe correr a cargo del Estado fundador, pero no detenerse ahí, sino lograr que la fuerza del comercio dé consistencia a las colonias.

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— Prestaciones públicas muy suaves impuestas a los habitantes de las colonias, por ejemplo sólo el gasto de las fortalezas y las guarni­ciones.

— Establecimiento de redes de comunicación entre las colonias suscep­tibles de relacionarse, para favorecer su comercio común, que se considera análogo al que pueda practicarse entre puntos internos de la metrópoli, pero siempre que se evite la competitividad y que vigile estrechamente el comercio que se hace con las colonias extranjeras.

— Estado de opinión satisfactorio respecto del beneficio obtenido por el comercio.

— Regulación continua de la competencia entre los comerciantes, evi­tando compañías exclusivas, libertad en la fijación de los precios y en los términos de pago, etc.

— Diseño de un derecho sucesorio que asegure la igualdad en la par­ticipación hereditaria de las sucesiones.

— Evitar la despoblación de la metrópoli por la atracción de la colonia, pudiendo establecerse cupos generales o parciales para los traslados.

Por fin los principios generales básicos del sistema colonial, según la Encyclopedie, son dos:

— "La liberté doit étre restrainte en faveur de la metropole". — Lo que prive o disminuya excesivamente (impuestos, etc.) el beneficio

del colono es perjudicialísimo para la colonia entera.

De ese análisis y apología enciclopedista, particularmente sincero, cabe resaltar aquí que además de merecer el juicio aplicado por Merle, sirve el texto considerado para probar la existencia de diversos tipos de colonialismo, que se suceden a lo largo de la historia humana.

4. CONSIDERACIONES FINALES

A las observaciones anteriores resulta interesante añadir ahora algunas valoraciones. La primera debe ser sin duda recordar que la mencionada en la "Encyclopedie" como sexta especie de colonialismo, la posterior al descu­brimiento de América por los pueblos europeos, es la analizada en términos económicos por los autores (Samir Amin, Vilar) que más arriba se citaron y que coinciden en distinguir los dos momentos básicos y sucesivos de su prác­tica, según predomina el manchesterianismo o la defensa de los monopolios.

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De forma pues que esta especie sexta de colonialismo sería escindible en dos subespecies, si nos colocamos en la perspectiva que concierne a sus objetivos económicos, que son, no se olvide, los determinantes.

En segundo lugar es posible preguntarse por la mentalidad con la que se persiguen tales objetivos en cada momento. Si es cierto que, bajo cual­quiera de sus especies, todo colonialismo supone una serie de relaciones de dependencia y dominación (que son en definitiva las que llevarán a su con­dena), no lo es menos que Leopoldo Zea ha dado la mejor forma a una vieja convicción (bien que interesadamente olvidada por algunos) distinguiendo dos tipos de colonización, las que designamos como ibera y occidental respectiva­mente, dándose la circunstancia de que, a lo largo del tiempo, la segunda desplazará a la primera, aunque en España eso sólo ocurre en el siglo xix, como ha señalado Céspedes del Castillo.

Ambos modelos presentan rasgos comunes y rasgos diferentes. Entre los primeros hay que recordar su prevalencia de los intereses económicos y po­líticos frente a los de los colonizados y su creación de un arquetipo de hombre que, excluyendo a los colonizados, les niega la libertad, incluso para decidir su propio modelo de humanidad.

El rasgo que permite distinguir, sin embargo, las dos colonizaciones es que la llamada ibera por Zea encontró, a diferencia de las que denomina occidental, una vía para que el colonizado se incorpore al ideal de hombre que propugna el colonizador. Paralelamente el modelo colonizador occidental tratará al colonizado como parte de la flora y la fauna del territorio colonial, elementos que han de ser manejados como cosas, en beneficio del hombre por excelencia que no es otro que el colonizador.

Desde mi específico punto de vista (ya he dicho que es el de la historia jurídica) no quisiera dejar de señalar que la idea de Zea recibe el respaldo de haber sido la legislación colonial indiana la primera masa normativa que introdujo el principio de la heteronomia de la voluntad en las relaciones jurídico-laborales, y de haberlo hecho precisamente con relación a un sector (al menos) de los colonizados, en este caso los indígenas, siendo así la forma más antigua que presenta el moderno Derecho laboral.

Sin embargo, ese espíritu será suplantado, no tanto por el problema de la aplicación o no de la legislación indiana (tema pobre al que habría que volver en nuestros días para revisar las afirmaciones corrientes), sino por el hecho de que la segunda burguesía (la correspondiente en España a la que, en todas las potencias coloniales, lucha por consolidar las metrópolis) es ple­namente partícipe del espíritu del colonialismo que Zea llama occidental.

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Sin embargo, las cuestiones suscitables en un debate sobre los conceptos engañosamente unificados por un solo término, "colonialismo", no se agotan con la afirmación (por otra parte correcta) de la intrínseca malignidad de todos ellos y la necesidad (no menos exigible) de distinguir los que respetaron al ser humano, de los que no lo consideraron tanto. Tampoco se trata de competir en un inventario de voces anticolonialistas. Si el colonialismo ibérico escuchó las voces de Montesinos, Las Casas, Acosta, Vitoria o Sandoval entre otros muchos, no es menos cierto que el colonialismo occidental tuvo como sus roedores de conciencia a hombres como Burke, Brisot o Necker.

La crítica anticolonialista ha sido perceptible siempre en todos los es­pacios coloniales, aunque empañe el discurso de hombres como Marmontel, o Raynal, la duda de si su verdadero objetivo es censurar todo colonialismo, o dirigir un ataque a España, observando lo que pasó en las colonias de ésta y omitiendo lo ocurrido en las de su propio país y las de sus aliados.

Cuando hoy se observa nuestra presentación al público de los procesos intelectuales de investigación sobre las cuestiones (la obra de Merle y Mesa es un ejemplo ilustre de ello) se advierte enseguida que lo que se narra es una dinámica evolutiva que expone el hecho colonial (sin .distinguir tipos en él) y relata luego las voces críticas aparecidas, presentándolas como fruto de acciones individuales y heroicas que navegan contra corriente. La exposición se cierra mostrando el triunfo de esas opiniones anticolonialistas en textos y actitudes sociales, como los de la ONU mencionados al comienzo de este estudio.

Pero las cosas no son tan sencillas. En ese proceso residen algunas complejidades mayores. Sería preciso destacar en él, y en otras publicaciones lo he documentado", que en el colonialismo ibérico (para seguir con el len­guaje de Leopoldo Zea) además de las opiniones más tempranas y vehementes contra la explotación colonial (esa primacía y esa intensidad nadie las regatea, como ocurre con Las Casas) existió, como factor de estímulo de tales criterios, una estructura institucional que, no sólo toleró a los discrepantes, sino que estimuló su expresión y tomó sus criterios como base de constantes reformas legales, que corrieron la suerte que toda ley ha tenido en todo tiempo, la promulgación y la aplicación, con las consiguientes bolsas de inobservancia que son propias de cualquier norma jurídica. Hubo, específicamente en la Monarquía hispánica, un compromiso más o menos desarrollado, pero evi-

' PEREZ-PRENDES, José Manuel: "La lucha por el Derecho en el ámbito indiano" en Iberoamérica; una comunidad, Madrid, 2.' ed., 1989.

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dente, de las instancias del aparato estatal, con quienes denunciaban no sólo abusos concretos, sino la propia falta ética del colonialismo.

Tal actitud implicó una contradicción en el sistema, pues de haber sido asumida plenamente habría supuesto la desaparición de éste y ello no ocurrió, aunque de continuo se intentó construir mecanismos que la dignificasen. Qui­zá contribuyesen a esa postura el desarrollo paralelo de la metrópoli española y sus colonias, y la existencia de relaciones comerciales que no siempre eran típicas de dependencia, hechos que amortiguaban la conciencia de explotación colonial. Pero, sea como fuere, no es menos cierto que, al alojarse la con­ciencia crítica en la entraña misma de la forma española del Estado moderno, y asumirse esa contradicción como una de sus principales dificultades, se contribuyó decisivamente a favorecer el triunfo final a escala mundial, del rechazo al azote colonizador. Por eso la dicotomía que reduce el proceso general de ese éxito a la contraposición de Estados colonizadores frente a pensadores y activistas, defensores de la dignidad de hombres y pueblos, es una mutilación de la realidad que encierra la plena falsedad de las verdades a medias.

Es por eso también que las consecuencias extraídas por autores actuales, que niegan todo valor a la evolución histórica en la proclamación de los derechos fundamentales inherentes a la dignidad humana (ya sea en su ma­nifestación individual o colectiva), implican una gravísima deformación de la realidad de las cosas.

Por último, me atrevo a recordar que, al modo como Althusser señaló, debía tratarse la siempre inevitable ideología, esto es, asumiéndola y decla­rándola, los historiadores debemos aceptar la necesidad de esclarecer ante nuestros lectores, además de esos procesos, qué significado concreto damos a "colonialismo" y sus derivados cada vez que usamos tales términos (ya que si hay algo que tenemos que aceptar todos es su equivocidad y su polisemia), y si de su evolución se trata, se nos impone al menos señalar claramente que no se reduce al simple juego de fáciles contraposiciones tantas veces repetido.

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NORBERTO BOBBIO: TESTIMONIO DE UNA VIDA Agustín Squella

Rector de la Universidad de Valparaíso (Chile)

ASI en el mismo momento en que tenía lugar en el pasado verano I la inauguración del curso sobre "La figura y la obra de Norberto

Bobbio", organizado en Santander por la Universidad Internacio­nal Menéndez Pelayo, en un hospital italiano Bobbio era sometido

a una intervención quirúrgica. La operación fue un éxito. El curso, aunque ello importa ciertamente menos, también. Durante cinco días, especialistas italianos, españoles e iberoamericanos analizaron el pensamiento de Bobbio en el hermoso palacio de La Magdalena, a orillas del mar Cantábrico, ante un auditorio interesado que no decayó ni siquiera en las calurosas y pesadas horas de la tarde. Unos y otros, sin embargo, esto es, expositores y alumnos, debieron lamentar no sólo el percance sufrido por la salud de Bobbio, sino, por cierto, la ausencia de éste en la sesión de clausura del curso, en la que estaba previsto que el maestro de Torino disertara en el marco de un título tan convencional como atrayente: "Norberto Bobbio: testimonio de una vida".

Utilizo ahora ese mismo título para referirme no propiamente al tema que me correspondió .desarrollar en ese curso --la influencia de Bobbio en

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Iberoamérica—, sino para discurrir, con la soltura que permite un artículo periodístico, acerca de lo que creo debemos mayormente a Bobbio en cuanto a su pura y simple figura intelectual, y al margen, en consecuencia, de cuáles hayan sido sus aportaciones específicas en los campos más acotados de la Filosofía del Derecho y de la Teoría Política, que son aquellos en los que Bobbio ha trabajado preferentemente a lo largo de sus ya casi ochenta y tres años, brillando en ambos con notable intensidad, como quedó comprobado, en nuestro caso, con ocasión de sus conferencias de 1986 en la Universidad Católica de Chile y en la Universidad de Valparaíso.

A Bobbio debemos, en primer término, una concepción de la moral acaso en alguna medida relativista, aunque no escéptica, que le ha hecho dudar de la posibilidad de verificación de valores absolutos, pero jamás de la necesidad de tener, mantener y defender convicciones de orden moral, aunque sin la pretensión de imponerlas dogmáticamente a los demás como si se tra­tara de verdades firmemente establecidas y seguras, a propósito de todo lo cual pudo él escribir alguna vez estas admirables palabras: "De la observación de que las creencias últimas son irreducibles, he sacado la lección más grande de mi vida. He aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cada conciencia, a comprender antes de discutir y a discutir antes de condenar."

De Bobbio hemos aprendido también saber cómo combinar un cierto escepticismo de la razón con un optimismo de la voluntad. Escepticismo de la razón —decimos— porque tenemos todo el derecho del mundo a creer que las cosas irán probablemente mal o por debajo de nuestras expectativas; y, a la par, optimismo de la voluntad, porque nadie tiene derecho a dejar de hacer todo lo que esté de su parte para que las cosas vayan lo mejor posible. De donde se sigue que Scott Fitzgerald, el novelista norteamericano, tenía posiblemente alguna razón cuando escribió que "uno debiera, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar dispuesto a cambiarlas; habría, pues, que mantener en equilibrio el senti­do de la futilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar, la con­vicción de la inevitabilidad del fracaso y, sin embargo, la determinación de triunfar".

Por lo mismo, de Bobbio hemos aprendido, como postulaba John Stuart Mili, que "una persona con una creencia representa una fuerza social equi­valente a la de noventa y nueve personas que sólo se mueven por interés".

Hay que agradecer a Bobbio, asimismo, que haya influenciado tanto a pensadores liberales como socialistas, colaborando así a una cierta síntesis

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libertad-socialista que sólo puede exasperar a los conservadores de derecha o de izquierda que se obstinan en mirar el mundo en blanco y negro.

Pero de Bobbio hemos aprendido también que en cuanto al compromiso político de los intelectuales, es preferible que éstos —en palabras de Carlos Tognoli— conserven el "sentido de la complejidad de las cosas y el aguijón de la duda, más allá de la prédica deformante del partidismo de la cultura", y que aprendan y practiquen, en consecuencia, la difícil lección y el exigente método que los obliga a ser imparciales, aunque no neutrales, entendiendo, además, que la imparcialidad del intelectual significa tan sólo que éste —como apunta el propio Bobbio— "debe ocuparse de las cosas de la política con un cierto distanciamiento crítico", sin "nunca identificarse con el político puro, quien algunas veces, al estar obligado a tomar decisiones prácticas, debe cor­tar los nudos en vez de desatarlos".

De Bobbio hemos aprendido igualmente, como vuelve a decirnos Tog­noli, "una ética laica y liberal del trabajo", que interpela a los pensadores a ser no sólo filósofos de la tolerancia, sino, sobre todo, filósofos tolerantes, y a permanecer alejados, por tanto, de todo dogmatismo, ya sea revolucionario o conservador.

De Bobbio hemos aprendido entonces a pasar de la pluralidad al plu­ralismo, en el sentido de que la pluralidad de puntos de vista, entendida como el simple hecho de la multiplicidad y diversidad de las opiniones y creencias, debería conducimos al pluralismo, esto es, a esa actitud del espí­ritu que, sin renunciar a las propias convicciones y sin claudicar tampoco en el intento de transmitirlas a los otros para que las compartan, reconoce y respeta las opiniones y creencias de las demás, es capaz de percibir el sin­cero valor que éstos les otorgan y se manifiesta, por último, dispuesto a tole­rarlas.

Y de Bobbio hemos aprendido, por último —ahora de la mano de Wittgenstein—, que la aventura de la existencia humana se asemeja mucho más a la situación e imagen del laberinto que a las igualmente dramáticas, pero más desesperadas, de la mosca en la botella o del pez en la red.

La mosca en la botella busca una salida valiéndose para ello de una serie de movimientos espontáneos y carentes de toda coordinación, que sólo por azar le podrían conducir a la ansiada liberación.

El pez en la red se obstina también desesperadamente por desasirse de los hilos que lo aprisionan, sin saber que no hay propiamente un camino de salida y que cuando la red se abra, aparentemente para liberarlo, será para aproximarlo aún más al momento de su muerte.-

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En el caso del laberinto, sin embargo, el camino de salida existe, aunque no hay un espectador externo que conozca el recorrido de antemano y pueda darnos las señas de identidad para tomarlo. En esta imagen, estamos todos dentro de la botella, pero con una diferencia respecto de la mosca: y es que la salida existe y que debe ser buscada cuidadosamente, de varias formas, por sucesivas aproximaciones y desandando los pasos que se demuestren dados en la dirección incorrecta. En consecuencia, lo que debemos hacer es no demorarnos en la acción que hayamos fijado, pero, a la vez, no arrojarnos tampoco de cabeza a la acción, sino coordinar esfuerzos, hacer elecciones razonadas, reconocer y marcar las sendas equivocadas para no vernos obli­gados a transitarlas de nuevo, tener paciencia, no dejarnos confundir por las apariencias, y estar siempre dispuestos a retroceder como un modo de avanzar luego con mayor seguridad y probabilidades de éxito.

En Iberoamérica —especialmente en Iberoamérica— hemos estado mu­chas veces en la situación de un hombre enfrente de un laberinto, solos, extraviados, casi sin orientación. Pero nos hemos atrevido a caminar, en la esperanza —como decía una vez el escritor mexicano Carlos Fuentes— de que algún día "nuestra imaginación en los campos de la política, de la moral y de la economía iguale a nuestra imaginación verbal". Ejemplos y testimonios intelectuales como los de Bobbio, por su parte, nos han enseñado, y nos continuarán enseñando, que las salidas existen, aunque nadie puede liberarnos del esfuerzo ni apropiarse de la dignidad que significa tener que buscarlas y encontrarlas por nosotros mismos.

Al final del curso de verano a que hemos hecho referencia al comienzo de este artículo, la moderna tecnología —en este caso el fax— permitió recibir el texto que Bobbio debía haber leído en la sesión de clausura. Lo tradujo y leyó en voz alta el director del Curso —Gregorio Peces-Barba—, en medio de una atmósfera cargada de silencio y también de admiración y respeto por el maestro enfermo y lejano. Es cierto que éste expresó en su texto cosas graves —"la vejez es el crepúsculo que anuncia la noche", "la melancolía es la conciencia de lo insatisfecho, de lo incompleto"—; pero es igualmente cierto que nos dejó también el mensaje de que siempre "hay bondad en la racionalidad", y de que "en el mundo de los viejos cuentan más los afectos que los conceptos".

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LOS DERECHOS HUMANOS Y EL DERECHO CIVIL

COMENTARIO A LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 40/1992,

DE 30 DE MARZO (Sala Segunda) Ponente; Don Alvaro Rodi%iez Berego

Femando Bondía Román

A sentencia (publicada en el BOE de 6 de mayo de 1992) deses­tima el recurso de amparo número 1.306/1989 interpuesto por don Emilio Palazuelos Fernández, contra la STS de 16 de junio de 1989 (RJ 1989, 4693) y la del Juzgado de Primera Instancia

número 26 de Madrid de 15 de octubre de 1987, que desestimaron la demanda contra "TVE, S. A.", acogiéndose a la LO 1/1982, de 5 de mayo, sobre pro­tección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

En resumen, los hechos de los que trae causa la demanda de amparo son los siguientes: El 20 de septiembre de 1986, Televisión Española emitió un reportaje titulado "Justicia, pequeña gran corrupción" dentro de uno de

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SUS programas informativos estelares ("Informe Semanal"). En él aparecía entrevistado un individuo, con el rostro distorsionado para que no fuera re­conocible, diciendo que "hace cuatro años detuvieron a mi hermano por atra­co; a nosotros se nos presentó un abogado, un tal señor Palazuelos; nos dijo que era un caso muy difícil, pero que en seis meses con dinero todo se arreglaba, y que con doscientas mil pesetas, no para sus honorarios, sino para darlas por los Juzgados, porque él tenía que ir por los Juzgados saludando con una mano a cada persona con un billete. Nos pidió doscientas mil. Le dijimos que era mucho, nos rebajó cien mil y cuando mi hermano saliese le dábamos cincuenta mil. Nos dijo que él tenía mucha amistad con los jueces; que él quería meter todo en un Juzgado porque era familiar suyo; que con los demás tomaba cerveza y jugaba al golf. Que los papeles se podían perder porque se habían quemado más veces. Total, que pasó el tiempo, pasaron cuatro meses, pasó mucho tiempo y como veíamos que no hacía nada, fuimos a un Juzgado de Guardia y pusimos una denuncia. Se le condenó a cuatro meses sin ejercer y a darnos una indemnización." Efectivamente, por senten­cia de 23 de enero de 1984, el referido abogado fue condenado en esos términos como responsable de un delito de estafa. Sin embargo, el reportaje televisivo omitió decir que dicha resolución fue ulteriormente revocada por la Audiencia Provincial de Madrid (sentencia de 12 de septiembre de 1986, anterior, por tanto, a la emisión del programa), siendo absuelto, con todos los pronunciamientos favorables, del delito de estafa por el que fue conde­nado en primera instancia. Posteriormente, TVE hizo referencia, en uno de sus telediarios al reportaje emitido, manifestando que "la información es cier­ta pero no completa, por lo que el aludido don Emilio Palazuelos Fernández ha remitido escrito de rectificación al amparo de la LO 2/1984, de 26 de marzo", y dio cuenta de la sentencia absolutoria. Aparte de lo anterior, el abogado señor Palazuelos interpuso demanda de protección al honor recla­mando a TVE una indemnización de setenta y cinco millones de pesetas. En primera instancia se desestimó la demanda; en apelación se estimó parcial­mente el recurso y se condenó a TVE a publicar la parte dispositiva de la sentencia en el espacio "Informe Semanal" o similar y a indemnizar al re­currente con cuatro millones de pesetas por los perjuicios causados con el reportaje en cuestión, al considerarse atentatorio del honor del demandante; en casación, el TS declaró haber lugar al recurso formulado por TVE, re­vocando la sentencia dictada en apelación y confirmando la del Juzgado de Primera Instancia.

Nos encontramos, pues, ante un clásico supuesto de colisión entre el derecho al honor (art. 18.1 CE) y el derecho a la genérica libertad de expre-

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sión concretizado en los diversos apartados del artículo 20.1 CE, en el que el Tribunal Constitucional viene a corroborar, que no a cerrar, una laboriosa doctrina sentada progresivamente en anteriores sentencias sobre la misma materia (básicamente, se pueden citar como hitos fundamentales de esa evo­lución jurisprudencial las SSTC 104/1986, 6/1988, 107/1988 y 172/1990). Doc­trina necesaria e ineludible la formulada por nuestro más alto Tribunal al precisar y matizar los perfiles de la colisión ya que, prácticamente, existe una absoluta indeterminación y falta de concreción legal de ambos derechos (quizá no haya en todo el ordenamiento jurídico español una ley tan parca, vaga e imprecisa en sus disposiciones como la LO 1/1982, que desarrolla el art. 18.1 CE, y que tendría también que haber hecho frente a los postulados del art. 20). Ello ha originado en casi todos las órdenes jurisdiccionales una va­cilante y contradictoria jurisprudencia en la que ha venido a poner orden el Tribunal Constitucional.

En principio cabría suponer, dada la literalidad del artículo 20.4 (en el que el honor aparece recogido expresamente como un límite especial a la libertad de expresión), que el derecho al honor tiene una clara preponderan­cia sobre las libertades del artículo 20.1 y que, en consecuencia, si a través de la libertad de expresión se vulnera el honor de una persona, aquélla queda anulada. Sin embargo, mantener con carácter general esta supremacía, sin atender a las circunstancias e intereses que confluyan en cada caso, supondría una verdadera minusvaloración de la libertad de expresión y, por tanto, de uno de los instrumentos más valiosos para la defensa de una sociedad de­mocrática. Desde los albores del constitucionalismo moderno, la libertad de expresión (y de información) ha jugado un papel de primaria y capital im­portancia. Las Declaraciones de derechos decimonónicas son un claro expo­nente: "La libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad y no puede ser restringida jamás, a no ser por gobiernos despóticos" (Decla­ración de Virginia); "la libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre" (Declaración de 1789). Actualmente, mucho más todavía que en tiempos pasados (por el al­cance y la multiplicidad de medios para transmitir el pensamiento), la libertad de expresión posee un significado y trascendencia primordial para el funcio­namiento del Estado democrático, en la medida en que viene a constituir "el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político..., y sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones represen-

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tativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática... por lo que adquiere una valoración que trasciende a la que es común y propia de todos los derechos fundamentales" (SSTC 6/1981, 12/1982 y 104/1986). Es, pues, como reconoce la mejor doctrina, algo más que una libertad individual; no sólo un derecho fundamental sino también una garantía institucional. Por eso, cuando entre en conflicto con otro derecho fundamental, como ocurre con el derecho ai honor, no se puede resolver en cualquier caso haciendo prevalecer uno (el honor) sobre otro (libertad de expresión), sino que se impone "una necesaria y casuística ponderación entre ambos", partiendo de una "posición preferencial" de las libertades del artículo 20 CE y de una interpretación claramente restrictiva de sus límites, para que su contenido fundamental "no resulte, dada su jerarquía institucional, desnaturalizado ni incorrectamente relativizado" (STC 159/1986).

El problema está en establecer unos criterios generales o parámetros para modular los límites y relaciones entre la libertad de expresión y el de­recho al honor (entre los arts. 18 y 20 CE), para llevar a cabo esa "necesaria y casuística ponderación", para, en definitiva, determinar cuándo se rinde el derecho al honor ante la libertad de expresión. El Tribunal Constitucional, siguiendo en buena parte la tradición de la jurisprudencia norteamericana y alemana, ha sentado las bases para concretar tales criterios o parámetros. Aunque se impone una distinción entre los mismos según se plantee el con­flicto del honor con la libertad de expresión (que afecta a las ideas, opiniones o creencias) o con la libertad de información (manifestación cualificada de la de expresión, que se refiere fundamentalmente a hechos), aludiremos a los relativos a esta última por ser la que entra en juego en la sentencia que encabeza este comentario.

En esencia, cuando en el ejercicio del derecho "a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión" (art. 20.1.d), la información difundida es cierta y afecta a asuntos de relevancia e interés público (por las materias a que se refieren y por las personas que intervie­nen), aunque se lesione el honor de una persona éste debe claudicar ante la libertad informativa.

El interés público de la información transmitida por TVE (el funcio­namiento de la Administración de Justicia) y la implicación del recurrente en amparo, señor Palazuelos, en la misma parecen evidentes, por lo que "la alusión a su comportamiento profesional susceptible de afectar a su honor no era innecesaria o gratuita, aun tratándose de un profesional privado, en re­lación con el objeto y finalidad de la información de que se trataba" (fun-

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damento jurídico núm. 3). No está tan claro, sin embargo, el requisito de la veracidad de la información. Sobre esta regla constitucional dice la sentencia con carácter general que, según doctrina reiterada de este Tribunal, "no va dirigida tanto a la exigencia de total exactitud en la información cuanto a negar la garantía o protección constitucional a quienes, defraudando el de­recho de todos a recibir información veraz, actúan con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado, comportándose de, manera negligente e irresponsable al transmitir como hechos verdaderos simples rumores caren­tes de toda constatación o meras invenciones o insinuaciones", para luego, circunscribiéndose al caso debatido y considerando que la información la rea­liza directamente una persona particular entrevistada por los autores del pro­grama, afirmar que el necesario deber de diligencia alcanza a "la compro­bación razonable de lo que se afirma en el programa, pero no necesariamente de lo que se silencia o simplemente se desconoce por quien da noticia de un hecho al ser entrevistado" (fundamento jurídico núm. 2).

Cuando en un medio como la televisión se divulgan hechos que pueden difamar a una persona o afectar a su honor y reputación profesional, los responsables de su difusión (sociedad propietaria de la cadena, director del programa y autor/es del reportaje) deben proceder con exquisita escrupulo­sidad, contrastando y verificando en toda su extensión la información ofrecida. Como observa Salvador Coderch (El mercado de las ideas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990) a propósito de la STS de 16 de junio de 1989 recurrida en amparo, decir verdades a medias es mentir; la sentencia en primera instancia condenatoria del abogado no era firme y había sido recu­rrida; una elemental regla del buen oficio periodístico consiste en controlar la información con, al menos, dos fuentes independientes, y ni siquiera los periodistas o realizadores del reportaje se pusieron en contacto con el abo­gado "difamado". No parece, pues, que se actuara con la mínima diligencia que le es exigible al profesional de la información en orden a la comprobación razonable de la veracidad de lo informado ni que, por consiguiente, se en­cuentre legitimada la intromisión en el honor del ofendido. Intromisión que, por otra parte, tampoco aprecia la sentencia pues aunque reconoce, en contra de lo mantenido por la STS recurrida, que el prestigio profesional también puede estar amparado por la LO 1/1982, considera, sin embargo, que la di­fusión de hechos directamente relativos al desarrollo y ejercicio de la libertad profesional de una persona vulnerarían su honor "cuando excedan de la libre crítica a la labor profesional, siempre que por su naturaleza, características y forma en que se hace esa divulgación lo hagan desmerecer en la consideración

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ajena de su dignidad como persona", lo que no viene a ocurrir en el supuesto analizado (?), ya que la información ofrecida no fue en ningún momento acompañada de "expresiones insultantes ni de insinuaciones insidiosas o ve­jaciones innecesarias y, por tanto, objetivamente difamatorias" (fundamento jurídico núm. 3).

Hay, finalmente, otra cuestión de interés en la sentencia que también resulta criticable. Es la referente a la argumentación de que la rectificación de la información por parte de TVE a requerimiento del recurrente atenuaría su hipotética responsabilidad y sería demostrativa de que el error fáctico no fue malicioso. A ello cabría objetar que según el artículo 6 de la LO 2/1985, de 26 de marzo, reguladora del derecho de rectificación, su ejercicio no es incompatible con el de otras acciones que pudieran asistir al perjudicado por los hechos difundidos, por lo que no se puede hacer depender el grado de responsabilidad de quien ha ofendido el honor de otro según haya o no rectificado la información (rectificación que no fue ni espontánea ni volun­taria), ni tampoco, a raíz de ello, hacer descansar la apreciación de la intro­misión ilegítima sobre la base de la actuación maliciosa del informante, pues la LO 1/1982 no distingue entre la intención o falta de intención del ofensor al difamar.

COMENTARIO DE LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA

José Miguel Rodríguez Tapia

LEGISLACIÓN CIVIL

N el primer semestre de 1992 no existen propiamente normas de carácter civil o exclusivamente civil que atañan a los derechos fundamentales. Son dignas de reseña, sin embargo, dos normas que afectan tangencialmente a instituciones del Derecho Civil,

como los contratos y la propiedad intelectual.

1. La primera es la Orden del Ministerio del Interior, de 14 de febrero de 1992, sobre Libros-registro y partes de entrada de viajeros en estableci-

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ajena de su dignidad como persona", lo que no viene a ocurrir en el supuesto analizado (?), ya que la información ofrecida no fue en ningún momento acompañada de "expresiones insultantes ni de insinuaciones insidiosas o ve­jaciones innecesarias y, por tanto, objetivamente difamatorias" (fundamento jurídico núm. 3).

Hay, finalmente, otra cuestión de interés en la sentencia que también resulta criticable. Es la referente a la argumentación de que la rectificación de la información por parte de TVE a requerimiento del recurrente atenuaría su hipotética responsabilidad y sería demostrativa de que el error fáctico no fue malicioso. A ello cabría objetar que según el artículo 6 de la LO 2/1985, de 26 de marzo, reguladora del derecho de rectificación, su ejercicio no es incompatible con el de otras acciones que pudieran asistir al perjudicado por los hechos difundidos, por lo que no se puede hacer depender el grado de responsabilidad de quien ha ofendido el honor de otro según haya o no rectificado la información (rectificación que no fue ni espontánea ni volun­taria), ni tampoco, a raíz de ello, hacer descansar la apreciación de la intro­misión ilegítima sobre la base de la actuación maliciosa del informante, pues la LO 1/1982 no distingue entre la intención o falta de intención del ofensor al difamar.

COMENTARIO DE LEGISLACIÓN Y JURISPRUDENCIA

José Miguel Rodríguez Tapia

LEGISLACIÓN CIVIL

N el primer semestre de 1992 no existen propiamente normas de carácter civil o exclusivamente civil que atañan a los derechos fundamentales. Son dignas de reseña, sin embargo, dos normas que afectan tangencialmente a instituciones del Derecho Civil,

como los contratos y la propiedad intelectual.

1. La primera es la Orden del Ministerio del Interior, de 14 de febrero de 1992, sobre Libros-registro y partes de entrada de viajeros en estableci-

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mientos hoteleros y otros análogos (BOE de 25 de febrero de 1992). AI margen de sus aspectos procesales o penales, parece interesante señalar que la obligación de los establecimientos hoteleros de rellenar y comunicar las identidades de los viajeros y clientes alojados, al margen de topar con el derecho a la intimidad (pues parece que pertenece a la esfera íntima personal el dónde y cuándo se pernocta fuera del domicilio habitual), confluye de manera notable con el deber de confidencialidad especial que se exige a los contratantes. Las razones de seguridad que fundamentan esta norma, con apoyo formal en un Decreto de 18 de agosto de 1959, constituyen una ex­cepción importante al deber de confidencialidad contractual. Sería interesante además investigar en qué medida el contenido del derecho a la intimidad podría comprender, no con la LO 1/1982, el derecho a preservar la identidad de los clientes con los que se contrata. Aun siendo así, es probable que las razones fiscales y las de seguridad pueden establecer importantes excepciones, aunque, bien entendido, que el tratamiento de la información recibida, ya por declaración tributaria o, como en este caso, por los partes de entrada, es limitada por su carácter confidencial.

2. La segunda está compuesta por el Real Decreto 388/1992, de 15 de abril {BOE de 21 de abril de 1992) y la Orden, que lo desarrolla, de 2 de junio de 1992 {BOE 11 de junio de 1992), ambos del Ministerio de Educación y Ciencia, que regulan la supervisión de libros de texto y otros materiales curriculares para las enseñanzas de régimen general y su uso en los centros docentes.

El Real Decreto deroga el Decreto 2.531/1974, de 20 de julio (RA 1.895) y ejecuta el mandato de la Ley Orgánica 1/1990, de ordenación general del sistema Educativo, que en su disposición final cuarta mantiene la vigencia de la disposición adicional quinta de la Ley general de Educación de 1970, que exigía la supervisión por el MEC del material educativo, función que cumplía hasta ahora el citado Decreto de 1974.

A un lado la compleja técnica de remisión y la probable inconveniencia de que, como la norma antes reseñada sobre libros registro de hostelería, se reenvíe a legislación preconstitucional, a nuestros efectos "civiles", nos con­viene reseñar, primero, la necesidad de supervisar los materiales y libros edu­cativos antes de su difusión (los proyectos editoriales, art. 3 del Real Decreto) que puede motivar una resolución denegatoria de la autorización y, en se­gundo lugar, la obligación (para autores y editores) de que los materiales curriculares que pongan a disposición de los alumnos se atengan a los prin­cipios de igualdad de derechos entre los sexos, rechazo de todo tipo de dis-

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criminación, respeto a todas las culturas, fomento de los hábitos de compor­tamiento democrático y atención a los valores morales y éticos de los alumnos (art. 4.1).

A posteriori, la propuesta a la editorial de la supresión o sustitución de los textos o ilustraciones que atenten a los principios mencionados en edicio­nes o reimpresiones posteriores, so pena de desautorizar su uso en caso de infracciones graves o abundantes (arts. 4.2 y 4.3 del Real Decreto) o por haber incumplido el proyecto en su día autorizado (art. 4.4).

Como breve comentario, en esta normativa se encuentran la libertad de expresión, de creación y de producción artística y científica, por un lado, y el derecho a la educación con respeto a los valores fundamentales del Or­denamiento, por otro, de manera fundamental la dignidad de la persona y los principios de igualdad y pluralismo. Es probable que el contenido dictado por la supervisión del Ministerio de Educación, que deniega la autorización del Proyecto editorial presentado o que propone la modificación de textos ya publicados, so pena de desautorizarlos a posteriori, no sea vinculante hasta el extremo de que no puedan publicarse estas obras didácticas, pues encuentra graves obstáculos en el artículo 20, completo, de la Constitución.

Se distingue el derecho de divulgación de los autores así como el res­peto a la integridad de su obra (Ley de Propiedad Intelectual), de forma que el autor es dueño absoluto del contenido de su obra, que no sea rectificado en virtud de la Ley Orgánica 2/1984, y las libertades de información, expresión y de creación y producción artística (ilustraciones) y científica (textos e ilus­traciones), del derecho a publicar un material o producción editorial con fines educativos en enseñanza infantil, primaria, secundaria obligatoria y bachille­rato. Este último sería aquél que ostentan los autores y editores una vez autorizado su proyecto editorial o no propuesta su rectificación, o ejecutada la misma, a instancias del MEC.

De esta forma, aunque el material o producción editorial pueda circular libremente como creación y producción intelectual no sujeta a censura, su empleo como material educativo exigible a los alumnos queda sujeto a au­torización, pues el empleo didáctico de las obras científicas no es soberanía exclusiva de los autores sino también de la sociedad, titular en su conjunto, o por suma de todos sus miembros, del derecho a la educación, reconocido en el artículo 27, de igual rango que los reconocidos en el artículo 20 (re­cuérdese además el art. 20.4), y que, a través de la Constitución y de la Ley Orgánica 1/1990 y normas que la desarrollan, exigen una educación conforme a sus principios ordenadores. (Obsérvese que se descartan del ámbito de

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aplicación de estas normas los textos universitarios, en primer lugar, por ra­zones formales, porque queda excluida de la LOGSE, pero quizá, también, porque, en lo sustancial, la formación de los estudiantes ya está consolidada en los valores constitucionales y la mayoría de edad del alumnado universi­tario impide al legislador supervisar y desautorizar textos, en aras del plura­lismo científico y didáctico, aun cuando éste cobije materiales o textos que discuten, subvierten o atacan el orden constitucional.) '

JURISPRUDENCIA CIVIL

Tribunal Supremo

Durante el primer cuatrimestre de 1992 se han dictado sentencias en materia civil que invocaban la protección de los derechos fundamentales. Pue­den ser agrupadas por materias en los distintos grupos:

Libertad de expresión en el ámbito del derecho privado

Cierta relevancia tiene la sentencia de 24 de marzo de 1992, en la que se reitera la idea de que la libertad de expresión implica, no sólo la no obstaculización de su ejercicio, sino también la indemnidad por haberlo ejer­citado, esto es, la interdicción de las represalias contra el que ejerce su li­bertad de expresión en los cauces protegidos por el Ordenamiento.

Afirma el Tribunal Supremo que en este caso "afecta a la valoración jurídica que merecen determinadas actuaciones de asociaciones privadas que, bajo el manto de la justicia interna..., imponen como juez y parte, decisiones de consecuencias graves para los interesados...; no se controvierten los po­deres de autorregulación y de ejercicio disciplinario que las asociaciones en cuestión... puedan estatutariamente dictarse sino los límites del ejercicio de estas facultades, que desde luego nunca pueden suplantar el derecho a la tutela judicial efectiva ni obstaculizarlo, con mecanismos complicados, ni elu­dirlo con plenitud..."

En este caso había sido expulsado de una asociación canina e inhabi­litado durante tres años un miembro de la misma, como consecuencia "de haber pedido la exhibición de determinados libros de cuentas y de haber censurado a los directivos en una revista profesional".

El Tribunal Supremo subraya que, aunque el conflicto suscitado sería en principio de intereses de derecho privado y no público o constitucional,

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"... se publitiza (sic) por haberse adoptado la decisión de expulsión por in­tolerancia y falta de respeto a la integridad de un derecho fundamental re­conocido a un ciudadano. En este orden debe recordarse que la STC 177/ 1988, de 10 de octubre, reconoce que los actos privados pueden lesionar derechos fundamentales y que en estos supuestos los interesados pueden ac­ceder a la vía de amparo, si no obtienen la debida protección de los jueces y tribunales...".

Idea, la de la conculcación de derechos fundamentales por particulares, que se reitera en el fundamento segundo de la STS, que admite el procedi­miento elegido del juicio especial de la Ley 62/1978: "al formularse una re­clamación civil que tiene su origen en la falta de respeto a derechos de aquella naturaleza, no se debe eludir la licitud y aplicabilidad al caso del proceso que se considera; ... e incluso, frente a actuaciones arbitrarias que no respetan mínimamente las formas estatutarias, procedería la tutela inter-dictal de derechos entroncados con la personalidad y relativos a estados o cualidades permanentes (posesión de derechos), esto es, versara sobre dere­chos que no se agotan con su ejercicio. {Sentencia de 24 de marzo de 1992; Ponente: Excmo. Sr. don Almagro Nosete.)

Nota. Véase la STS de 6 de marzo de 1992 (RA 2.398) en que se considera adecuada, por infracción del deber de fidelidad, la expulsión de un socio que había licitado en una subasta de unos terrenos, compitiendo con(tra) la Sociedad de que era miembro.

Derecho al honor, intimidad e imagen

1. Se declara la competencia de los Tribunales civiles para juzgar las pretendidas ofensas al honor de los parlamentarios por hechos que no pueden calificarse ni de actos parlamentarios ni de naturaleza análoga. {Sentencia de 20 de enero de 1992, Ponente: Excmo. Sr. don Alfonso Villagómez.)

2. Se estima que el derecho al honor, no obstante su "innegable ca­rácter personalista, no excluye la extensión de su garantía constitucional a las personas jurídicas y, en concreto, a las sociedades mercantiles... pues, si bien en cuanto el honor afecta a la propia estimación de la persona —carácter inmanente— sería difícil atribuirlo a la persona jurídica societaria, no ofrece grave inconveniente entender que, en su aspecto trascendente o exterior, que se identifica con el reconocimiento por los demás de la propia dignidad, es igualmente propio de aquellas personas jurídicas que pueden gozar de una consideración pública protegible". El Tribunal Supremo recuerda además la

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STC de 20 de junio de 1983, que se refiere no al artículo 18, sino al 24.1 en relación con una persona jurídica, y la STS de 28 de abril de 1989, que expresamente reconoce la protección del honor de la persona jurídica... (Sen­tencia de 15 de abril de 1992. Ponente: Excmo. Sr. Ortega Torres.) {Vid. infra 3.1).

3. Se juzgan distintos supuestos de colisión entre los derechos al honor e intimidad personal y familiar, y el derecho de información, que constata la idea de que, a pesar de los intentos doctrinales y del Tribunal Constitucional por aunar criterios, la propia naturaleza de las cosas lleva a caracterizar el derecho de honor como derecho de configuración judicial.

3.1. Prevalece el derecho al honor y a la intimidad:

— Por revelar datos de la vida familiar algo escabrosos y, según el Alto tribunal, "algo innecesariamente vejatorio dadas las circunstancias" (fundamento tercero) y, sobre todo, porque, confirmando las tesis del tribunal de instancia, "el eje de la cuestión no se encuentra en la existencia del derecho fundamental a la libertad de comunicación y percepción de una información veraz, sino a la forma en que la publicación se hace o la información se presenta al público en ge­neral, pues una cosa es la noticia y otra la forma de comunicarla y en el presente caso la información dada, junto a elementos objetivos constitutivos propiamente de la noticia, añade datos referentes a la vida privada del actor innecesarios para la noticia objetiva y hace juicios de valor y atribuye participación en hechos que están siendo objeto de investigación judicial..." (fundamento segundo). Se recuer­da la doctrina del Tribunal Constitucional: que "la libertad de in­formación, al menos la que incide en el honor de las personas pri­vadas, debe enjuiciarse sobre la base de distinguir radicalmente, a pesar de la dificultad que comporta en algunos supuestos, entre in­formación de hechos y valoración de conductas personales, y, sobre esta base, excluir del ámbito justificador de dicha libertad las afir­maciones vejatorias para el honor ajeno, en todo caso innecesarias para el fin de la información pública en atención al cual se garantiza constitucionalmente su ejercicio (sentencia del Tribunal Constitucio­nal de 27 de octubre de 1987)" y que "el honor no es sólo un límite a la libertad de expresión, sino un derecho fundamental en sí mis­mo" (sentencia del Tribunal Constitucional de 21 de enero de 1988)... (Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de enero de 1992. Po­nente: Excmo. Sr. don Teófilo Ortega Torres.)

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Por vertir, en el contexto de una legítima crítica contra una campaña municipal de natación: a) frases pronunciadas én la emisión radio­fónica que hacían desmerecer a la actora en la consideración ajena y en su prestigio profesional, cuando se dice que llegó "gracias al enchufismo socialista"; b) graves acusaciones de nepotismo (haber colocado a gran parte de su familia en el Patronato) que en absoluto ha sido demostrado, como hubiere podido y debido comprobar el informador. La legítima crítica a la campaña municipal, dice el Tri­bunal Supremo, "no justifica afirmaciones como las reseñadas, en las que, sin la mínima objetividad, se ataca a una persona determinada imputándole hechos reprobables sin base alguna de certeza" (fun­damento tercero) y como recuerda el Tribunal Supremo "el derecho a la libertad de información tiene la protección constitucional en cuanto versa sobre informaciones veraces", si bien no es exigible "que los hechos o expresiones contenidos en la información sean rigurosamente verdaderos, se impone un específico deber de diligen­cia en la comprobación de su veracidad" (recordando la doctrina del Tribunal Constitucional contenida en sentencias de, 25 de febrero de 1991 y 19 de noviembre de 1991)... sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero, de 1992. Ponente: Excmo. Sr. don Teófilo Ortega Torres.) Por contener una información imputaciones delictivas (la adquisición de un hijo en una red de tráfico ilegal infantil) y que revelan el origen y filiación del menor, actor en el proceso. Afirma el Tribunal Supremo que "si bien es cierto que una reiterada doctrina, tanto del Tribunal Constitucional como de esta Sala, reconocen el derecho que a los informadores asiste de facilitar a los medios de difusión infor­mación veraz sobre hechos noticiosos y no cabe duda que lo es la comisión de un delito como el que se denuncia, de ilícitos tratos para facilitar la adopción de niños recién nacidos, también es cierto que si, por una parte, para dar cuenta de tal delito no era en ab­soluto preciso citar nombres de personas físicas o privadas... con sus nombres y apellidos, tan sólo se justifica cuando su consignación lo sea a título de autores o participantes en tal delito, información ésta que constituye un atentado al honor de aquél a quien se imputa, únicamente salvable cuando... la imputación fuera, no sólo veraz, sino indispensable para dar conocimiento del hecho delictivo objeto de la noticia y al no concurrir en el caso de autos ninguno de estos

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dos requisitos, procede... la existencia de una intromisión ilegal en el derecho fundamental de los actores a su honor personal; en aná­logo sentido se pronuncia el Tribunal Supremo en cuanto a la in­tromisión en su intimidad, pues no cabe duda que se efectuó una intromisión en el área personal y familiar de los mismos, por ellos reservada, pese al carácter público de uno de los actores (una famosa cantante), intromisión que no puede entenderse' legitimada por el ejercicio de un derecho a la información que... ni acredita la vera­cidad de una velada imputación delictiva ni, sobre todo, encuentra justificación ante el hecho de desvelarse una serie de datos relativos al área de extracción famiUar y social del menor..." (Sentencia de 18 de marzo de 1992. Ponente: Excmo. Sr. don José Luis Albácar Ló­pez.) Por comentario sobre una sentencia condenatoria de violación, aten­tatorio contra la dignidad de la víctima. Al respecto subraya el pro­pio Tribunal Supremo que se adhiere a la argumentación de la Au­diencia cuando considera "irrelevante que no figurase en el artículo los apellidos de la demandada (debe decir actora), pues dicha omi­sión no impide su identificación por el lujo de... detalles que sobre su persona y extremos de la violación acaecida se contienen, incluido nombre, edad, vecindad, etc."; pero además "no hay ninguna razón que justifique que para dar información de una sentencia del Su­premo tenga que atentarse contra la dignidad ajena, mucho más tratándose del execrable delito de violación...", ni "estamos ante el comentario y crítica de una decisión judicial (siempre lícita dentro de los obligados términos de respeto a la Administración de Justicia), sino ante una presentación del lamentable suceso acaecido a la de­mandante de una forma que suscita en el lector la reacción inme­diata favorable a los violadores y totalmente desfavorable para su víctima, en otras palabras, de una forma que le hace desmerecer en la opinión y juicio de los demás..." (Sentencia de 10 de marzo de 1992. Ponente: Excmo. Sr. don Antonio Gullón Ballesteros.) Cuando las graves imputaciones realizadas en un artículo periodístico (obtener una venta por engaño y una sentencia judicial favorable "con el poder de las pesetas") de las que no existe en autos ninguna prueba, exceden de lo que es una crítica seria, objetiva y desapasio­nada. (Sentencia de 15 de abril de 1992, vid. supra 2. Ponente: Excmo. Sr. Ortega Torres.)

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— Cuando los fines perseguidos por la publicación (recordar a los far­macéuticos el deber de observar el turno de vacaciones) para nada exige divulgar en una revista profesional con todo detalle la existen­cia y el desarrollo de unos expedientes abiertos a un colegiado. La expresión "esta farmacéutica es la que más expedientes deontológi-cos tiene en instrucción por diversas circunstancias" constituye una intromisión ilegítima en el honor de la actora... (Sentencia de 11 de febrero de 1992. Ponente: Excmo. Sr. Morales Morales.)

La sentencia del Tribunal Supremo casa la recurrida, dando una argu­mentación contraria. 1) El ataque al honor se desenvuelve tanto en el marco interno de la propia persona afectada, como en el externo ámbito social y, por tanto, profesional, en el que cada persona desarrolla su actividad, y no es aceptable el razonamiento de los tribunales inferiores, según el cual "no puede considerarse ataque al honor de la demandante porque no revela datos privados de la actora, sino hechos relativos a la vida profesional, desempe­ñados por aquélla". 2) La finalidad de esta divulgación era básicamente con­trarrestar la publicidad que se había hecho el abogado, esposo de la deman­dante. 3) El deber del Colegio de informar a sus colegiados acerca de sus acuerdos corporativos, legalmente adoptados, no presupone ni exige remota­mente la necesidad de divulgar los expedientes deontológicos a cuya publi­cación, a todas luces innecesaria, no puede atribuírsele otra intencionalidad que la meramente difamatoria o atentatoria del honor. 4) La conducta se­guida por el abogado esposo de la farmacéutica pudo contrarrestarla, rebatirla o denunciarla el Colegio por todos los medios legales (uno de los cuales utilizó: ponerla en conocimiento de su Colegio), pero no justifica en modo alguno la referencia en el artículo de la revista a los distintos expedientes deontológicos.

Nota: Es interesante observar que aquí el demandado no es una em­presa periodística, sino un Colegio profesional que ejerce su libertad de in­formación en una revista colegial, en las personas del presidente, el vocal de publicaciones y el tesorero.

Comentario: Aunque alguna afirmación del Tribunal Supremo sea dis­cutible (el juicio de intención sobre los demandados), es correcta la rectifi­cación de la sentencia y razonamiento de instancia. El ataque al honor no requiere que se realice en el ámbito privado, antes al contrario, mayor será su gravedad, cuanto más amplio y cualificado sea el círculo de personas, que leen, oyen o conocen las imputaciones difamatorias o que desmerecen al imputado.

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3.2. Prevalece el derecho a la libertad de información:

— Porque los datos expuestos en una información relativos a la filiación extramatrimonial, actividades comerciales y hechos de la infancia del actor, "no se trató de una intromisión de los demandados en la vida reservada del demandante actual recurrido, sino la manifestación U-bre y espontánea de la familia íntima del actor a los periodistas relativa a sucesos que afectan directamente al demandante" y, aun­que "es cierto que no consintió de manera expresa el recurrido, ... su sola presencia sin una palabra de oposición daba a entender, al menos, que conocía lo que su madre explicaba a los periodistas"... (Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 1992. Ponente: Excmo. Sr. don Jaime Santos Briz.)

— Porque la veracidad de los hechos (contenidos en el artículo publi­cado) ha quedado acreditada en autos, por lo que, en contra de lo afirmado por la sentencia recurrida, no puede entenderse intromisión ilegítima en el derecho al honor y a la intimidad de los actores recurridos, ya que éstos, al aceptar la entrevista previo asesoramiento de su abogado, dieron lugar con sus propios actos a la divulgación del contenido de la entrevista; debe en consecuencia reconocerse la primacía del derecho de los recurrentes a transmitir información veraz..., sobre el derecho al honor e intimidad de los recurridos... (Sentencia de 11 de abril de 1992. (Ponente Excmo. Sr. González Poveda.)

Nota: Ambas sentencias se refieren a los mismos hechos; en la primera litiga el hijo cuya filiación se revela; en la segunda, su madre, ambos contra el periodista y el diario.

Comentario: Los hechos son ciertos, afectan al origen extramatrimonial y presunto heredero de una personalidad vaticana, hombre de altísima alcur­nia (sic), con el que se casó la madre del actor in articulo mortis hace ya muchos años. La veracidad hace proteger a la empresa periodista, absuelta por el juez de instancia, condenada por la Audiencia. Sin embargo hay dos afirmaciones del Tribunal Supremo, en la sentencia de 11 de febrero, muy discutibles, que son innecesarias para dar la razón al informador y acoger el recurso: La primera, que revelándose los hechos privados "por miembros de la familia, dejan de ser ataque a la intimidad familiar y personal" (funda­mento segundo). Esto podría dar a entender que el actor, que ni reveló ni consintió expresamente (art. 7 LO 1/1982), no sufre ataques a su intimidad

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cuando lo hacen miembros de su familia, lo que sabemos que no es así. Será un problema de legitimación pasiva (quizá deba demandar a los miembros de su familia que revelan hechos íntimos y no al periodista, que se constituye sin embargo en cooperador de la infracción), pero no deja de haber revelación o ataque a su intimidad. En cuanto a la intimidad familiar, y habida cuenta que titulares de dicho derecho son todos los miembros de la familia, cabría pensar que existan ataques a la intimidad familiar proferidos precisamente por miembros de la misma. De forma que no estamos ante un problema de tipicidad (hay lesión de la intimidad al revelar hechos, por veraces que sean), sino de imputabilidad (la revelación no es imputable al periodista sino a la madre que se lo cuenta), que puede derivar en falta de legitimación pasiva (si bien no es claro que el periodista que comunica lo que revela una madre sobre su hijo no carezca de plano de imputabilidad y por tanto de legitimación pasiva). Es muy importante recordar la titularidad de derechos fundamentales como derecho subjetivo también frente a los miembros de la propia familia. La segunda afirmación es igualmente discutible: "Las manifestaciones expre­sadas pronunciadas en circunstancias que hacían prever como segura su di­vulgación no pueden entenderse como invasión de la intimidad del deman­dante ni lesivas para su honor" (fundamento segundo in fine). Podría pensarse de esta afirmación que la no oposición del demandante a la entrevista supone el consentimiento expreso que exije la ley para eliminar la antijuridicidad. Lo que repito, creo que hay, indudablemente en este caso, es tipicidad. La cues­tión podría ser quizá enfocada por la vía de la buena fe o actos propios del actor (no es recibible en tribunales la queja que no formuló extrajudicial-mente), aunque es muy arriesgado calificar su conducta por conjeturas, pues su silencio ante lo manifestado por su madre al periodista puede perfecta­mente significar desconcierto, rechazo o desaprobación, y siendo muy dueño de no querer discutir o polemizar con su madre delante de extraños. La LO y la titularidad del derecho invadido con la revelación de hechos íntimos exijen que sea el extraño quien pruebe la autorización expresa y no el titular el derecho quien cargue con probar su desautorización. De forma que la exceptio veritatis no enerva la fuerza de un derecho que sólo puede ser in­vadido con su expreso consentimiento, no siendo causa de justificación que la revelación sea hecha por la madre del titular.

— Porque la crítica efectuada al cargo público en un artículo periodís­tico "no cae en el insulto o en la desmesura, aunque predomine un cierto tono incisivo e irónico", reproduce el Tribunal Supremo los

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argumentos de la Audiencia y continúa: "referido a un asunto de interés colectivo divulgado por otros medios." Se destaca además de la sentencia que (recordando doctrina del TC) que "mientras la li­bertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones, que abarcan incluso las creencias, por su parte, el derecho a co­municar y recibir libremente información versa sobre hechos...". Ahora bien, "la línea informadora que se mantiene ha de ser que el ejercicio del derecho a la información periodística, cuando se trata de analizar valorando positiva o negativamente una conducta de una autoridad púbica, como en el caso de autos..., evidentemente cuenta ya con una especie de plataforma legitimadora para la emisión del correspondiente reportaje o difusión de su noticia, y, que asimismo, en razón del carácter público de la persona sometida a dicha infor­mación, es natural que se permita una mayor tolerancia y flexibilidad en el uso de expresiones o de hechos posibles imputados a la per­sona objeto de información, porque si esta persona como la actora recurrente es una autoridad municipal, es evidente que toda su con­ducta o trayectoria profesional, en su dimensión estrictamente polí­tica, deberá estar sometida a la receptividad aprobatoria o desapro-batoria del conjunto de los ciudadanos..." (Sentencia de 26 de febrero de 1992. Ponente: Excmo. Sr. don Luis Martínez Calcerrada.)

Derecho a la presunción de inocencia

Que no es aplicable en materia de responsabilidad civil extracontractual. Visto en los hechos probados que el padre del menor causante del daño no empleó la diligencia necesaria para prevenir el daño, exigiéndose la corres­pondiente a un buen padre de familia y que el 1.903 CC contempla una responsabilidad por riesgo o cuasi objetiva, y no siendo eximente de respon­sabilidad que los padres no se hallaren en el lugar donde el menor causó el daño, por razones de equidad que impiden dejar sin resarcimiento daños causados por menores, caso de que sé declarase su total irresponsabilidad civil, todo "cuanto antecede es de por sí suficiente para que no pueda en­tenderse conculcado el principio de presunción a la inocencia, aparte de que el artículo 24.2 CE, establecedor de tal presunción, no es aplicable al caso de culpa extracontractual, habiéndose de referirse, en todo caso, a normas re­presivas, punitivas o sancionadoras, cuyo carácter no tienen los ar­tículos 1902 y 1903 CC pues la indemnización que contemplan es de signifi-

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cación reparadora o de compensación..." {Sentencia de 7 de enero de 1992. Ponente: Excmo. Sr. Fernández-Cid de Temes.)

Que en materia de derecho civil no viene predeterminada por la sen­tencia recaída en el proceso penal ni por el artículo 24.2 CE. Así "la sentencia absolutoria recaída en juicio penal no prejuzga la valoración de los hechos que pueda hacerse en la vía civil pudiendo, en consecuencia, los tribunales de este orden apreciar y calificar los efectos que de los mismos se deriven, de manera plenamente autónoma, ya que, fuera del supuesto de declaración de que el hecho no existió, los Tribunales de lo civil tienen facultades no solamente para valorar y encuadrar el hecho específico en el ámbito de la culpa extracontractual, sino también para apreciar las pruebas obrantes en el juicio y sentar sus propias deducciones en orden a la finalidad fáctica..." Ni siquiera una supuesta extensión del derecho a la presunción de inocencia tendría cabida en este ámbito ya que, con independencia de las proyecciones que a otros campos pueda hacerse del mentado derecho, sus exigencias actúan con toda propiedad y amplitud en el proceso penal, en especial en materia probatoria... La construcción jurisprudencial señalada (la civil sobre respon­sabilidad extracontractual) se traduce en el plano procesal, en la inversión de la carga de la prueba de la culpabilidad, de manera que ha de presumirse iuris tantum la culpa del autor o agente del evento dañoso, a quien incumbe acreditar que obró con toda la diligencia debida para evitar o prevenir el daño...; las sentencias, resoluciones, diligencias y testimonios procedentes de la jurisdicción penal no pueden enervar prejuzgando la estimación probatoria que, en lo civil, compete al juez, guiada por motivaciones distintas y por una propia apreciación de las pruebas practicadas en el juicio civil..., que pueden ser valorados de modo distinto a lo hecho en la jurisdicción penal. {Sentencia de 6 de marzo de 1992. Ponente: Excmo. Sr. Almagro Nosete.)

Comentario: Presunciones, cargas de la prueba e indefensión

En el ámbito civil han tenido cierta frecuencia los argumentos que pre­tenden enervar las presunciones establecidas por la ley considerándolas vul­neraciones de la presunción de inocencia establecida en el artículo 25 CE. Las distribuciones de la carga de la prueba no pueden establecerse como sinónimas de presunción; en primer lugar y además, la imposición de una carga probatoria no implica necesariamente la inocencia del que disoensado ni la culpabilidad del que está cargado con ella. Y por contra, no es necesario acudir a las reglas sobre carga de la prueba cuando los hechos fundamenta-

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dores de las pretensiones de las partes hayan sido suficientemente probados. (Sentencia del Tribunal Supremo de 7 de febrero de 1992, RA 1.195, en que se invoca sin éxito la indefensión por inaplicación de dichas reglas.)

Conviene recordar la sentencia del Tribunal Constitucional de 1 de abril de 1982 (Sala Primera), relativa a la presunción de inocencia en un asunto de derecho de familia. Donde más se prodigan este tipo de controversias es en materia de responsabilidad extracontractual, donde la ,objetivización pre­dominante hace cargar con la prueba de la diligencia al que resulta probado agente causante del daño, presumiéndose su culpa en caso contrario. La fi­nalidad resarcitoria y no sancionadora de las normas sobre responsabilidad civil ha inclinado a la doctrina (Pantaleón, Comentarios al Código Civil, artículo 1.902, Ministerio de Justicia, 1991) y tribunales españoles a declarar inoperante este principio en esta materia. No hay indefensión.

Por otro lado, no con la presunción de inocencia, sino con la indefensión del demandado, se argumentan igualmente pretensiones de carácter civil, de manera sobresaliente acciones de filiación, en que la negativa a las pruebas de paternidad, valorada en conjunto con otras pruebas o indicios, puede llevar al juez a una razonable conclusión de paternidad verosímil del demandado. Son numerosas las sentencias del Tribunal Supremo en la última década con­teniendo esta doctrina. En el último semestre, vid. sentencia del Tribunal Supremo de 31 de marzo de 1992 (RA 2.313), que solventa la indefensión del recurrente, que no aprecia el Tribunal Supremo, pero que no gira sobre la prueba no efectuada, pues de hecho se realizó, sino a su incorporación al proceso como diligencia para mejor proveer.

JUMSPRUDENCIA CONSTITUCIONAL EN MATERIA CIVIL

Reseñamos a continuación, muy brevemente, las sentencias del Tribunal Constitucional que han resuelto recursos de amparo sustanciados tras haber agotado el procedimiento por la vía civil.

1. SENTENCIA 6/1992, de 16 de enero, Sala Primera, RA 1.317/1988. Ponentes: Excmos. Sres. García-Mon y González-Regueral.

Materia: Arrendamientos urbanos. Otorga el amparo. Nota: Esta sentencia ha provocado considerable inquietud en medios

jurídicos y doctrinales (vid. Lasarte Alvarez, nota urgente a la sentencia del Tribunal Constitucional 6/1992, Tapia, número 62; ídem, Hipoteca, arrenda-

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miento posterior y ejecución hipotecaria, Jurisprudencia práctica, Madrid, 1992). En síntesis la doctrina de la sentencia se resume en que la ejecución hipotecaria queda paralizada si la arrendataria del inmueble hipotecado, in­cluso con posterioridad a la constitución de la hipoteca, no es oída ni vencida en procedimiento contradictorio, porque se incurriría en indefensión. La regla del artículo 131.17 LH parece irrelevante para el Tribunal. El crédito hipo­tecario peligra si se consolida una tesis como la contenida en esta sentencia, pues los deudores ofrecerán una finca libre y posteriormente arriendan la finca. Si el arrendamiento posterior impide la ejecución (en el caso de la sentencia del Tribunal Constitucional 6/1992 lo que la paraliza es la no au­diencia y demanda de la arrendataria), el crédito hipotecario será imposible de obtener, porque no habrá banco alguno que asuma ese riesgo.

2. SENTENCIA 12/1992, de 27 de enero. Sala Segunda, RA 965/1989. Ponente: Excmo. Sr. Díaz Eimil.

Materia: Arrendamientos urbanos y consignación de rentas por vía dis­tinta de la literalmente exigida por la LAU, lo que provoca indefensión y falta de tutela judicial por exceso de rigorismo formal. Otorga el amparo.

3. SENTENCIA 20/1992, de 14 de febrero. Sala Primera, RA 1.696/ 1988. Ponente: Excmo. Sr. Tomás y Valiente.

Materia: Derecho a la libertad de información, que se entiende vulne­rado por Tribunales que condenan al informador por atentar al derecho a la intimidad de un particular del que se reveló que había contraído el SIDA. Se deniega el amparo.

Nota: Vid. conflicto entre libertad de expresión y derecho a la intimidad en la jurisprudencia del Tribunal Supremo en materia civil y sobre esta par­ticular sentencia; vid. Lasarte, Derecho a la intimidad "versas" libertad infor­mativa: primacía constitucional de la intimidad, Tapia, número 64, mayo-junio de 1992.

4. SENTENCIA 23/1992, de 14 de febrero. Sala Primera, RA 2.044/ 1988. Ponentes: Excmos. Sres. García-Mon y González-Regueral.

Materia: Arrendamientos urbanos. Juicio de deshaucio. Se estima vul­neración del derecho a obtener la tutela judicial efectiva por considerar fuera de plazo el escrito de personación, aun habiendo sido admitido inicialmente, sin posible subsanación, lo que es una consecuencia desproporcionada a juicio del TC. Se otorga el amparo.

5. SENTENCIA 40/1992, de 30 de marzo. Sala Segunda, RA 1.306/ 1989. Ponente: Excmo. Sr. Rodríguez Bereijo.

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Materia: Derecho a la intimidad y libertad de información. Nota: Vid. comentario del profesor Bondía Román a esta resolución, en

páginas precedentes.

6. SENTENCIA 77/1992, de 25 de mayo. Sala Segunda, RA 1.602/ 1989. Ponente: Excmo. Sr. De los Mozos y de los Mozos.

Materia: Arrendamientos urbanos. Retracto. Caducidad de la acción. Se alega inexactitud en el cómputo, pero no fue alegado en la apelación. Se deniega el amparo.

7. SENTENCIA 87/1992, de 8 de junio. Sala Segunda, RA 1.703/1989. Ponente: Excmo. Sr. Rubio Llórente.

Materia: Arrendamientos urbanos. Consignación de rentas vencidas e interpretación según la Constitución española del artículo 1.566 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que evite la duplicidad en el pago para poder interponer el recurso. Se otorga el amparo.

Nota: Vid. sentencia del Tribunal Constitucional 12/1992, supra número 2.

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LOS DERECHOS HUMANOS Y EL DERECHO PENAL

JUMSPRUDENCIA PENAL

Maite Alvarez Vizcaya Derecho Penal. Universidad Carlos III de Madrid

DERECHO A UN JUEZ IMPARCIAL Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de enero de 1992 (Análisis de los arts. 24.2 de la CE y 54, núm. 12, de la LECrim.)

NA de las notas características del proceso penal acusatorio, que es el modelo acogido por nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1881, frente al sistema inquisitivo propio del procedimiento del Antiguo Régimen, es que el instructor de la causa no puede for­

mar parte del Tribunal competente para conocer del juicio y dictar sentencia, estableciéndose en el número 12 de su artículo 54 tal circunstancia como mo­tivo de recusación, con el correlativo deber de inhibición o abstención del funcionario que se encontrara en aquella situación conforme lo ordena su artículo 55.

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Es reiterada jurisprudencia de la Sala y del Tribunal Constitucional que el vicio procesal consistente en conocer y sentenciar la causa penal por parte de quien antes la había instruido constituye violación de una de las garantías fundamentales en esta clase de procedimientos. Con esta clase de actuaciones se lesiona la imparcialidad objetiva, llamada así por derivar de la relación que el juez ha tenido antes con el objeto del proceso, frente a la imparcialidad subjetiva que procede de una relación determinada con alguna de las partes, siendo tal imparcialidad, como es obvio, una de las exigencias que forman parte del contenido del derecho a un proceso con todas las garantías a que se refiere el artículo 24.2 de la Constitución Española.

Ahora bien, no toda actuación de un determinado juez en la instrucción del sumario le incapacita para poder actuar después como juez unipersonal o como magistrado del Tribunal que haya de sentenciar la correspondiente causa penal, pues hay actos de mero trámite que en ese punto carecen de significación (reclamación de antecedentes penales o informaciones de con­ducta, señalamiento para el juicio...); pero sí merman dicha imparcialidad el someter a interrogatorio a un imputado o el acordar sobre su prisión o li­bertad. Tales actuaciones deben motivar la abstención del Magistrado según lo dispuesto en el artículo 55 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y en los artículos 217 y siguientes de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en relación con el número 12 del artículo 54 de esa Ley procesal y el número 10 del 219 de la citada Ley Orgánica.

MANIFESTACIÓN ILEGAL Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de febrero de 1992 (Análisis del art. 168 del Código Penal)

En el artículo 168 del Código Penal se incrimina a los promotores de reuniones o manifestaciones que eludan el cumplimiento de los requisitos exigidos en las leyes reguladoras del derecho de reunión. Por consiguiente, nos encontramos ante ilícitos de carácter administrativo que se elevan a la categoría de injusto penal. El artículo 168 contempla, en efecto, un mero injusto de policía independientemente de las finalidades o de la índole de la reunión aunque, como ya se anticipó, resulta imprescindible que el incumpli­miento venga referido a la Ley. Hay que entender que la acción típica exige, no sólo la existencia de un elemento objetivo "eludir", es decir, no efectuar, sino también que ese incumplimiento sea intencionado (elemento subjetivo

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del injusto), que se trate de requisitos muy significativos desde el punto de vista del orden público, afectando a la paz pública o al buen funcionamiento de los servicios.

En resumen, la incorporación de la conducta que al campo jurídico-penal no se produce por el solo incumplimiento de la prescripción adminis­trativa, sino que hay más, la Constitución Española en el artículo 21 reconoce que el derecho de reunión pacífica y sin armas, cuyo ^ejercicio no necesita autorización, pero exige comunicarla a la autoridad cuando se vaya a celebrar en lugares de tránsito público, como aquí sucedió, con la importante reserva de que dicha autoridad sólo podrá prohibirla cuando existan razones fundadas de alteración del orden público con peligro para las personas o bienes. El incumplimiento doloso de esta obligación alcanza, sin duda, un especial re­lieve por las consecuencias que para el libre ejercicio democrático de los derechos de los demás ciudadanos puedan tener.

Siendo, pues, la finalidad de la reunión absolutamente legítima y ra­zonable (otra cosa son las decisiones que hubieran nacido o podido nacer de aquélla) (...) y pudiendo haberse llevado a cabo de forma legal (...) la no comunicación a la autoridad no fue una simple omisión o descuido sin tras­cendencia jurídico-penal, sino, como ya se ha dicho, un acto negativo impor­tante que pudo dar lugar a consecuencias mucho más graves, que por fortuna no se dieron al desistir del propósito (...) aunque esta última consideración es independiente del delito que es objeto de enjuiciamiento.

INVIOLABILIDAD DEL DOMICILIO Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de enero de 1992 (Entrada y registro en habitación de hotel sin mandamiento judicial)

Se denuncia la infracción de lo dispuesto en el artículo 18 de la Cons­titución por haber sido realizada por la policía la entrada y registro en la habitación que el procesado ocupaba en un hotel, sin haber obtenido el co­rrespondiente mandamiento judicial. El motivo del recurso debe ser estimado dado que si bien de conformidad con lo dispuesto en el artículo 557 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, las tabernas, casas de comida, posadas y fondas no se reputarán como domicilio de quienes se encuentren o residan en ellas accidental o temporalmente, y lo serán sólo de los taberneros, hos­teleros, posaderos y fondistas que se hallasen a su frente y habiten allí con sus familias en la parte del edificio a este fin clestinado, pero a partir de la

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entrada en vigor de la Constitución, la protección que el artículo 18 de la misma dispensa ha de extenderse no solamente al domicilio, entendido en la acepción que al mismo da el Derecho civil, sino también a la morada, re­putando como tal todo espacio cerrado en el que el individuo pernocte y tenga guardadas las cosas pertenecientes a su intimidad, ya sea de manera permanente o esporádica o temporal, como puede ser la habitación de un hotel y respecto a los cuales se pueda presumir que se hallan destinados a su uso exclusivo con voluntad de excluir a todos los demás, por lo que en tales recintos no se puede penetrar sin su consentimiento o en virtud de la autorización judicial concedida mediante el correspondiente mandamiento ju­dicial, pues el precepto constitucional anteriormente referido ha de interpre­tarse a la luz de los principios constitucionales que tienden a extender al máximo la protección a la dignidad y a la intimidad de la persona.

Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de febrero de 1992 (Diligencia de entrada y registro practicada sin asistencia del secretario judicial ni de testigos: efectos cuando el acusado reconoce los hechos)

El recurso se fundamenta en la infracción del artículo 18 de la Cons­titución Española por la irregular forma en la que fue practicada la entrada y registro, dado que en éste no estuvo presente el secretario judicial y tam­poco tomaron parte los dos testigos que establece la Ley. El recurrente re­conoció en el juicio oral que le había sido encontrado un kilo y medio de hachís.

Por lo tanto, y habiendo existido una autorización judicial de entrada y registro, no Cabe cuestionar la legalidad de la obtención de la prueba por el incumplimiento de las formalidades de la diligencia, cuando el propio afectado confirma por sí mismo la veracidad del hallazgo de la droga. En tales casos, es indudable que este reconocimiento, con independencia de la validez do­cumental de la diligencia de entrada y registro, permite al Tribunal tener por acreditada la tenencia de la droga. Todo ello sin peijuicio de las medidas de otro orden que pudieran corresponder en relación a los funcionarios que incumplieron las exigencias legales de la entrada y registro. (En el mismo sentido, sentencia de 27 de enero de 1992.)

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Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de febrero de 1992 (Diligencia de entrada y registro sin asistencia del secretario judicial)

En el registro únicamente intervinieron dos testigos, guardias munici­pales, la esposa del procesado no firmó el acta por desconocer el español. No asistió el secretario judicial, actuando de tal uno de los policías que lo practicaron, ello aparte de no ser el juez el que recoge los efectos e instru­mentos del delito.

La inviolabilidad del domicilio es un derecho básico constitucional con­sagrado en el artículo 18 de la Carta Magna, no pudiéndose efectuar ninguna entrada o registro en el mismo sin el consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito. La Declaración Universal de De­rechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, proclama en el artículo 12 que "nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio... Toda persona tiene derecho a la protección de la Ley contra tales injerencias o ataques". Con parecida fórmula se pronuncia el artículo 17.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

El artículo 545 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, encabezando el título correspondiente, sintoniza con el principio constitucional, dejando a la oportuna regulación legal la previsión de los casos y formas en que podrá efectuarse la entrada domiciliaria. El juez instructor podrá ordenar la entrada y registro en cualquier edificio o lugar cerrado o parte de él, que constituya domicilio de cualquier español o extranjero residente en España, precedien­do siempre el consentimiento, en virtud de auto motivado (art. 550 de la LECrim.). Aunque el artículo 563 de la citada Ley Procesal permite al Juez delegar en cualquier autoridad o Agente de la Policía Judicial, se exige —sal­vo el caso del consentimiento del titular— la presencia del secretario y de dos testigos (artículo 569) que ha de incrementarse con otros dos más en el caso de que el interesado o la persona que legítimamente le represente no fueran habidos o no quisieran concurrir y no asista un individuo de su familia mayor de edad a la citada diligencia. Si bien, tras la entrada en vigor de la Ley Orgánica del Poder Judicial, ya no se hace precisa la intervención de los testigos instrumentales que habían de secundar al secretario, ya que de con­formidad con lo dispuesto en el artículo 281.2 de aquélla, los actos del secre­tario judicial gozarán de la plenitud de la fe pública sin la necesidad de la intervención adicional de testigos. El auto del Juez y consiguiente manda­miento judicial se erigen en requisito básico y condicionante de la constitu-

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cionalidad de la medida o diligencia, elementos habilitantes de la misma que conjuran la lesión del derecho fundamental de la inviolabilidad del domicilio. La entrada en domicilio con mandamiento judicial constituye la salvaguarda necesaria que impide la irrupción de los agentes policiales en los domicilios particulares por propia iniciativa. Si se llevase a término antedicha diligencia ausente el mandato o autorización judicial —no tratándose de supuesto ex­ceptuado—, la nulidad de pleno derecho de la actuación verificada y su ino-perancia absoluta, viene impuesta conforme a los artículos 5.1, 11.1 y 238.3, de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Esta prueba ilícitamente obtenida no ha de surtir efecto y podrá dar origen a la responsabilidad personal de los activamente intervinientes.

La diligencia de entrada y registro domiciliar, ya la realice el Juez por sí mismo, ya se efectúe por autoridad o agente policial por delegación de aquél, requiere inexcusablemente la asistencia del secretario judicial —o de oficial habilitado que orgánicamente le sustituya—, sin que resulte factible su sustitución por alguno de los agentes que intervengan. Los artículos 281, 282 y 443 de la Ley Orgánica del Poder Judicial son corroboradores de ello. La jurisprudencia lo ha venido resaltando de modo insistente, suponiendo su ausencia una corruptela inadmisible. El registro efectuado sin el secretario no incorpora la fe pública quedando privada el acta del valor de prueba pre-constituida. La falta de asistencia del fedatario devalúa el acto, tornándole irregular y dejándole sin valor probatorio. La preceptiva intervención del mis­mo no sólo tiene un aspecto ritual sino que, yendo más lejos, imprime au­tenticidad a la diligencia, invistiéndola de una cierta judicialidad que la sitúa en un primer plano estimativo en el orden procesal. La falta de intervención del secretario tara la diligencia, ofreciéndose como prueba irregular carente de operatividad, motivando la pérdida de valor documental público de la misma, con total falta de virtualidad a efectos probatorios de cuanto se relate en ella.

Ahora bien, ello no es óbice, no afectando la falta de secretario a la inviolabilidad del domicilio, cualquiera que sea su trascendencia en el orden procesal, para que, merced a otros medios de prueba complementarios, se evidencie la existencia real de los efectos que se dicen intervenidos y su hallazgo en las dependencias domiciliarias visitadas. Tal es el supuesto de reconocimiento por la persona interesada de la existencia en el domicilio de los efectos o cuerpo del delito a que la diligencia de registro pueda referirse. La adveración de ello por los funcionarios que corporeizaron la irregular actuación, compareciendo en el juicio oral, no puede descartarse; correspon-

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derá al Tribunal sentenciador apreciar y valorar la idoneidad y significación intrínseca de esta prueba en función de las circunstancias concurrentes en el caso. La irregularidad procesal de la diligencia, en los varios aspectos que se apuntan, tras el complemento probatorio indicado, no ha de afectar a la realidad acreditada de los efectos o instrumentos del delito en el domicilio, de que parte la sentencia.

Sentencia número 375/1992, de 21 de julio, de la Sección sexta de la Audiencia Provincial de Madrid. (Análisis del art. 21.2 de la LO 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana.) Delito flagrante

La norma establecida en el artículo 2L2 de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana faculta a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para la entrada y registro en domicilio, sin autorización judicial, por delito flagrante, en base al conocimiento fundado que les lleve a la constancia de que se está cometiendo o se acaba de cometer alguno de los delitos que, en materia de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, castiga el Código Penal, siempre que la urgente intervención de los agentes sea ne­cesaria para impedir la consumación del delito, la huida del delincuente o la desaparición de los efectos o instrumentos del delito.

Conforme aparece redactado en el artículo 18.2." de la Constitución, estos supuestos constituyen una excepción y el mismo concepto de delito flagrante ha de ser objeto de interpretación restrictiva, en aras del máximo respeto posible al derecho fundamental recogido en dicha norma. Por lo que respecta a éste, desaparecida ya en nuestra legislación la única definición legal del mismo, establecida en el antiguo artículo 779 de la Ley de Enjuicia­miento Criminal, según la cual se exigía, para su existencia, una acción de sorprender al delincuente con el objeto, efectos o instrumentos del delito, el Tribunal Supremo, en Sentencia de 29 de marzo de 1990, ha interpretado el concepto de tal delito, a los efectos del artículo 18.2 de la Constitución Es­pañola y del correlativo 552 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que de­limita por los tres siguientes requisitos: 1." Inmediatez temporal, es decir, que se está cometiendo un delito o que haya sido cometido instantes antes. 2.° Inmediatez personal, consistente en que el delincuente se encuentre allí en ese momento en situación tal con relación al objeto o a los instrumentos del delito que ello ofrezca una prueba de su participación en el hecho; y 3.° Necesidad urgente, de tal modo que la Policfa, por las circunstancias con-

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cúrrenles en el caso concreto, se vea impelida a intervenir inmediatamente, impidiendo en todo lo posible la propagación del mal que la infracción penal acarrea, y conseguir la detención del autor de los hechos, necesidad que no existirá cuando la naturaleza de los hechos permita acudir a la Autoridad Judicial para obtener el mandamiento correspondiente.

No puede olvidarse que el régimen normal de las entradas en domicilio ajeno sin consentimiento del titular, requiere que los funcionarios de Policía acudan al Juez exponiéndole las razones por las cuales estiman que es ne­cesario entrar en un domicilio para aprehender a un delincuente u obtener pruebas de un delito, a la vista de lo cual la Autoridad Judicial dictará un auto, debidamente motivado, con las razones necesarias para justificar con­cretamente la autorización que concede a su negativa. Mientras tanto, si la Policía estima que en un inmueble que constituye el domicilio de un particular (o de una persona jurídica), se encuentra algún delincuente que debiera ser detenido allí mismo con el objeto o los instrumentos del delito, deberá es­tablecerse la vigilancia necesaria para evitar la huida. Si por alguna razón, en circunstancias especiales, existiera la urgencia referida en estos casos de delitos por tenencia de objetos prohibidos, entonces y solamente entonces podría la Policía penetrar en el domicilio de un particular por su propia autoridad, como dice el artículo 553 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Estos últimos delitos (los de consumación instantánea y efectos permanentes como son aquellos que se cometan por la tenencia de objetos de tráfico prohibido), desde el momento en que quedaron consumados por su tenencia ilegal ya no requieren, normalmente, una intervención urgente de la Policía, tan urgente que no pueda esperar el tiempo que se tarda en acudir al Juzgado para obtener un mandamiento judicial. La urgente necesidad necesariamente ha de unirse a otro de los requisitos exigidos por el artículo 21 de la Ley Orgánica 1/1992, de 22 de febrero, para que haya causa legítima en la entrada y registro del domicilio de un particular, cual es el conocimiento fundado, por parte de la Policía, que les lleva a la constancia de que se está cometiendo o se acaba de cometer un delito contra la salud pública. No puede equipararse el conocimiento fundado a las meras sospechas que, por sí mismas, no pueden ni deben justificar una entrada y registro de un particular.

En el presente caso la Sala consideró que la aprehensión de la droga tóxica en el apartamento se realizó con violación del artículo 18.2 de la Cons­titución Española, por no ajustarse a los requisitos establecidos por la Ley Orgánica 1/1992, de 22 de febrero, y, en consecuencia, la prueba así obtenida es radicalmente nula y carece de validez en el proceso, por lo que ha de

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reputarse como inexistente en razón de lo establecido en el artículo 11.1.° de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

INTERCEPTACIONES TELEFÓNICAS Auto Especial número 610/90, de 18 de junio de 1992, del Tribunal Supremo (Análisis del art. 18.3 CE)

Antes de pasar a resumir los principales argumentos de este auto y para una mejor comprensión del problema procede, aunque sea brevemente, relatar los hechos acaecidos: el día 28 de noviembre de 1989, el Jefe Superior de Policía se dirige al Magistrado-Juez número 14 de Valencia interesando la intervención y escucha de un teléfono cuyo titular es R. Palop Argente, por­que desde él "contactan y se citan individuos pertenecientes a una organi­zación de tráfico de cocaína". El mismo día se dicta auto decretando la intervención por período no superior a 30 días a contar de la fecha y, trans­currido dicho término, se daría cuenta al Juzgado del resultado de la inter­vención efectuada.

El 28 del siguiente mes, es decir, diciembre, la Policía se dirige nue­vamente al Juzgado para solicitar la continuación de la intervención telefó­nica, debido a que se espera la llegada de un alijo de droga procedente de Sudamérica. En el oficio hay una nota manuscrita que dice: "Contesta que no se puede conceder porque en esta fecha ha desaparecido como Juzgado de Instrucción y convertido en Juzgado de lo penal número 3". El mismo día 28, la Policía se dirige con otro oficio al Magistrado-Juez del Juzgado de Instrucción número 2 y sin hacer ningún tipo de referencia a la intervención telefónica anteriormente ejecutada y, sin dar cuenta, en consecuencia, de los datos obtenidos con las grabaciones ya efectuadas, se solicita la interceptación aduciendo que se están produciendo contactos con individuos pertenecientes a una organización internacional de traficantes de cocaína. A continuación, el Juez dicta auto en un impreso en el que sólo se han intercalado las ex­presiones "tráfico de drogas", "BJP", "estupefacientes", "30 días", accediendo a lo interesado por la Policía. En carribio, en el escrito que la Policía diri­ge a la Compañía Telefónica el mismo día 29 de diciembre sí se hace referencia a que se trataba de una prórroga, que fue el dato ocultado al Órgano Judicial. A lo largo de la interceptación telefónica se tuvo conocimiento de la posible comisión de otros delitos ajenos por completo al tráfico de estupefacientes.

Una de las ideas fundamentales que es procedente destacar en la ca­becera de las reflexiones jurídicas de esta resolución es que la verdad material

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O verdad histórica que, en principio, se pretende obtener en el proceso penal, frente a otro tipo de procesos que aceptan la verdad formal y aparencial, sólo puede alcanzarse dentro de las exigencias, presupuestos y limitaciones establecidos en el Ordenamiento jurídico. No se puede obtener la verdad real a cualquier precio. No todo es lícito en el descubrimiento de la verdad. Sólo aquello que es compatible con la defensa del elemento nuclear de los dere­chos fundamentales, así la dignidad, la intimidad, etc., dentro de los pará­metros fijados en la Ley.

También hay que recordar que uno de los presupuestos fundamentales de nuestro Estado de derecho, democrático y social, establecido en la Cons­titución, es el de respeto a la dignidad e intimidad de la persona humana, esencialmente libre, como base de la convivencia. Por ello existe o debe existir un obligado correlato, una proporcionalidad, entre el reconocimiento de la plenitud de estos derechos y las intromisiones en la vida privada de la persona que,>en principio, son ilegítimas. Con toda evidencia estas intromisiones pue­den ser, en ocasiones, conformes a Derecho, pero para ello han de tener una inequívoca legitimidad de origen, de desarrollo y, por último y en su caso, de presencia efectiva y real en el juicio oral. En este sentido y (Jentro del capítulo de la restricciones cabe incluir las intervenciones corporales, la entrada y registro en un domicilio y las escuchas telefónicas, entre otras medidas. Sólo la Ley y la decisión judicial expresa y motivada, salvo supuestos excepcionales (ver art. 55.2 CE), pueden invertir el signo del principio general.

Los derechos fundamentales, y el derecho a la intimidad lo es, son derechos de mayor valor. La intimidad es, probablemente, el último y más importante reducto, con el derecho a la vida, a la integridad y a la libertad de la persona humana, de las mujeres y de los hombres todos. Si en él se introducen quiebras sin la suficiente justificación, puede romperse el equilibrio y la cimentación en el que se sustenta el edificio social en cuanto sostenedor, a su vez, del Ordenamiento, que nace y vive para defender a la persona.

La Ley Orgánica 4/1988, de 25 de mayo, de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, dio nueva redacción al artículo 579 de la misma. En el apartado 2 se establece que: "Asimismo el Juez podrá acordar, en resolu­ción motivada, la intervención de las comunicaciones telefónicas del proce­sado, si hubiera indicios de obtener por estos medios el descubrimiento o la comprobación de algún hecho o circunstancia importante de la causa", y en el apartado 3 se dice: "De igual forma, el Juez podrá acordar, en resolución motivada, por un plazo de hasta tres meses, prorrogable por iguales períodos, la observación de las comunicaciones postales, telegráficas o telefónicas de

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las personas sobre las que existan indicios de responsabilidad criminal, así como de las comunicaciones de las que se sirvan para la realización de sus fines delictivos". Como se ve, el legislador no establece limitaciones en razón a la naturaleza de los posibles delitos o a las penas asociadas.

Los indicios racionales de criminalidad, y a ello equivale la palabra "indicio" del artículo 579, son indicaciones o señas, o sea, datos externos que, apreciados judicialmente, conforme a normas de recta r^zón, permiten des­cubrir o atisbar, sin la seguridad de la plenitud probatoria, pero con la firmeza que proporciona una sospecha fundada, es decir, razonable, lógica, conforme a las reglas de la experiencia, la responsabilidad criminal de la persona en relación con el posible objeto de investigación a través de la interceptación telefónica. Y el Juez, dentro por supuesto del secreto, debe exteriorizar cuál es el indicio o los indicios porque, si no lo hace, si aquéllos permanecen en el arcano de su intimidad, de nada valdría la exigencia legal de su existencia que ha de producirse antes de la decisión —es causa de la misma—, y no después. Ello quiere decir que sólo el Juez, pero no a su libre albedrío, sino siempre de acuerdo con la Ley y conforme a sus principios, es el único que puede acordar una intervención telefónica.

No es ni puede ser, por consiguiente, un indicio la simple manifestación po­licial si no va acompañada de algún otro dato que permita al Juez valorar la ra­cionalidad de su decisión en función del criterio de proporcionalidad. Sólo cabe la intervención/observación telefónica abierto un proceso penal y dentro de él.

Dada la insuficiencia de la regulación actualmente vigente, es obligado llevar a cabo una especie de construcción por vía jurisprudencial de la forma correcta de llevar a cabo tal medida, utilizando la vía analógica de la Ley de Enjuiciamiento Criminal respecto a la detención de la correspondencia pri­vada y otros supuestos semejantes. Resultando, por tanto, imprescindible que la resolución que acuerda la intervención/observación se motive, se determine su objeto, número o números de teléfono y personas cuyas conversaciones han de ser intervenidas/observadas, quiénes hayan de llevarlas a cabo y cómo, períodos en que haya de darse cuenta al Juez para controlar su ejecución y, especialmente, la determinación y concreción, hasta donde sea posible, de la acción penal a la que se refiere para aplicar rigurosamente el principio de proporcionalidad. Sólo los delitos graves pueden tolerar esta injerencia y úni­camente en períodos de tiempo razonables, que el Juez debe valorar y motivar adecuadamente.

Si no existe un catálogo cerrado de delitos, el Juez debe proceder a una interpretación restrictiva, de acuerdo con los mandatos y principios cons-

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titucionales. La intervención ha de venir establecida para un determinado delito o varios y, en la medida en que se descubran otros, sólo el Juez habrá de decir si son o no conexos, si procede extender la intervención y lo demás que corresponda en Derecho.

En cambio, la forma que adopten las diligencias no afectará a la co­rrección de la intervención si en su efectividad responden a la exigencia de un cauce procesal adecuado a su control.

Acaso, dentro de las invasiones al derecho a la reserva de nuestras vidas, la interceptación telefónica sea una de las injerencias más graves a la intimidad de la persona. La entrada y registro de un domicilio también lo es, pero en la correspondiente diligencia está o puede estar presente el intere­sado. En la interceptación de la correspondencia, en razón de la esencia misma de la intervención, no. Y a través del teléfono, libre de toda sospecha, se pueden decir cosas que afecten muy gravemente, en el terreno de la in­timidad, a la persona cuya conversación se interviene. Por ello no cabe duda de que el legislador que reformó el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no ha pretendido en las interceptaciones telefónicas rebajar el nivel de garantías establecido en la intervención de correspondencia.

De ahí la vigencia inexcusable del principio de proporcionalidad que habrá de conformar, siempre e incondicionadamente, el perfil de la injerencia en la materia que venimos examinando. En este sentido, se llegó a decir, con especial autoridad, que el artículo 18.3 de la Constitución Española, que per­mite la restricción del derecho mediante una resolución judicial, era norma­tivamente insuficiente por sí mismo y que exigía un desarrollo legislativo ha­bilitante para el legítimo levantamiento del secreto de las comunicaciones. Ello demuestra, al menos, la delicadeza del problema. La proporcionalidad, como criterio complementario, pero indisolublemente unido al valor justicia, como ya se ha dicho, supone, en el tema que está en debate, que exista un correlato entre la medida, su duración y su extensión y las circunstancias del caso, especialmente la naturaleza del delito, su gravedad y su propia trasce-dencia social. Nadie niega en España la imposibilidad constitucional y legal de la valoración de las pruebas obtenidas con infracción de derechos funda­mentales por la colisión que ello entrañaría con el derecho a un proceso con todas las garantías y a la igualdad de las partes (arts. 24 y 14 CE) y con el artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Como no toda infracción de las normas procesales reguladoras de la obtención y práctica de pruebas puede conducir a esa imposibilidad, hay que concluir que sólo cabe afirmar que existe prueba "prohibida" cuando se le-

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sionan los derechos que la Constitución ha proclamado como fundamentales. En este sentido, debe resolverse el problema a través de la llamada ponde­ración de intereses involucrados que, en otras ocasiones, han utilizado el TEDH, el Tribunal Constitucional y esta Sala para decidirse, en relación con situaciones de conflicto, entre dos derechos fundamentales en liza, en este caso el derecho del Estado a investigar, enjuiciar y castigar, en su caso, los comportamientos constitutivos de infracción penal, y el,derecho de los par­ticulares a la reserva de su intimidad. En definitiva, será el principio de proporcionalidad quien haya de facilitar la solución correcta.

Veamos ahora con más detalles el problema de la proporcionalidad, que se constituye en un criterio rector unido indisolublemente a la justicia. Esta proporcionalidad, como ya se ha indicado con anterioridad, se proyecta en muchas direcciones: gravedad del hecho, viabilidad de la medida, intereses afectados, etc. Y también trascendencia del hecho, dato que en este supuesto se daba porque, a la consideración de una presunta organización de tráfico de drogas, uno de los delitos de más acusada gravedad, siguió otro, también presunto, respecto de un cohecho que, sin duda, es otra de las figuras penales más capaces de socavar, aunque sin duda el Estado de Derecho democrático y social tiene fuerza para superar estas situaciones, los cimientos sociales. No es esta, pues, en abstracto, sí en concreto, la razón de la censura, sino la forma de adaptarse el acuerdo y su efectiva realización y control. No es proporcional lo que se dice que lo es, sino realmente lo que se ofrece como equilibrado y armónico.

Respecto a la motivación, significa la exteriorización razonada de los criterios en los que se apoya la decisión judicial. Es decir, la exigencia de motivación se satisface cuando, implícita o explícitamente, se puede conocer el razonamiento, esto es, el conjunto de reflexiones que condujeron al Juez a tomar la decisión que tomó, incluidos los supuestos de conceptos jurídicos indeterminados.

Por otra parte, el hecho de que en muchas ocasiones las decisiones no estén motivadas en los términos que son exigibles y que ahora se expresan, no puede ser un factor determinante de aceptación de la situación práctica más o menos generalizada, si ello fuera así, sino estímulo para su perfeccio­namiento.

También en la motivación actúa, a su vez, la proporcionalidad. A mayor trascendencia de la decisión, mayor exigencia, si cabe, respecto a la motiva­ción. Y como el interesado no conoce la medida a la que nos venimos refi­riendo y no la puede impugnar, ello es obvio porque conociéndola sería ab-

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solutamente ineficaz, el control ha de ser más riguroso que en aquellos su­puestos en los que se puede recurrir la actividad de los Agentes de la Au­toridad o de la propia autoridad ordenante al tiempo de realizarse, en cuanto a la medida en sí o a su ejecución. El control, por consiguiente, ha de ser real, y su ejercicio ha de realizarse por personas independientes de la Au­toridad que desarrolla la vigilancia, o intervención telefónica y siempre bajo la dirección del Juez. En definitiva, e insistiendo en lo ya manifestado, es preciso que este tipo de injerencias se constituyan en práctica excepcional, sometida de manera efectiva a control judicial, sin que sea, por tanto, correcto extender autorizaciones prácticamente en blanco, lo que no quiere decir, des­de luego, exhaustiva, que habrá de mantenerse en secreto mientras la inves­tigación se realiza.

La motivación de resolución es, pues, decisivamente importante. No cabe, obviamente, decretar una intervención telefónica para tratar de descu­brir, en general, sin la adecuada precisión, actos delictivos porque en tales circunstancias el principio de proporcionalidad, que afecta al derecho procesal y al sustantivo, jamás podría ser exteriorizado y, por consiguiente, tenido en cuenta por Juez. Sólo conociendo, al menos en sus líneas generales, la in­fracción que se trata de descubrir puede el Juez decidir sobre la procedencia o no de la intervención telefónica que se le pide. Únicamente los delitos graves pueden legitimar medidas de tan extraordinaria gravedad. Otra cosa es que el Juez, en uso de las facultades que la Ley le atribuye, hubiera valorado defectuosamente el principio de proporcionalidad, lo que significa, como ya se ha indicado, censura o crítica de su actuación más allá de lo que supone la decisión de un Tribunal superior reexaminando el tema mismo objeto de impugnación, como ninguna censura supone, salvando las distancias, la revocación de una sentencia en vía de apelación o su casación en el trámite correspondiente.

Por analogía con las disposiciones relativas a la entrada y registro en un lugar cerrado, principios que tienen vocación generalizadora, se puede mantener que no caben las escuchas predelictuales o de prospección, desli­gadas de la realización de un hecho delictivo. Ahora bien, aunque no exista una imputación formal contra persona determinada (cfr. art. 348 LECrim.), cabe, sin duda, la interceptación siempre que se cumplan los requisitos que la propia Ley establece, interpretados de acuerdo con la Constitución y el resto del Ordenamiento jurídico. La carencia, prácticamente total, de cual­quier tipo de control judicial respecto a la realización efectiva de la inter­vención del tráfico afectado, a través, por ejemplo, de un examen de las

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conversaciones grabadas en períodos razonables para comprobar la progresión de la investigación, en este caso policial, y siempre bajo la vigilancia inexcu­sable del principio de proporcionalidad cuya existencia sólo se puede constatar a través, precisamente, de la motivación, decidiendo la necesidad o no, de continuar, a través de prórrogas, la intervención/observación que ha de tener un límite razonable en el tiempo, siguiendo los principios de la Ley de En­juiciamiento Criminal. ,

En resumen, el Estado de Derecho se caracteriza precisamente porque todas las relaciones con relieve jurídico se han de ajustar ineludiblemente a un principio de legalidad que tiene una amplísima significación. El Derecho es equilibrio y armonía o racionalidad y proporcionalidad. De ahí la prohi­bición de todo exceso, que objetivamente se produjo en las actuaciones prac­ticadas en los Juzgados de Instrucción números 14 y 2 de Valencia.

El proceso penal constituye, precisamente, el instrumento indispensable para la realización de la justicia penal por la vía de la legalidad. En el procedimiento de esta naturaleza, el ciudadano, la persona, en general, está sometida o puede estarlo a restricciones de la más variada índole: privación de libertad, injerencia en su vida privada, embargos, etc. El papel del derecho radica en que estas restricciones, sin duda necesarias en determinadas oca­siones, respondan siempre e inexcusablemente a un principio de justicia, de proporcionalidad y de seguridad jurídica. En nuestra Constitución, se ha dicho muy autorizadamente, al lado de la legitimación formal (necesaria) se exige también una legitimación material o sustancial (cfr. art. 1 de la misma). La Ley es precisamente la garantía de todos; ella ha de fijar los límites y las fronteras en el juicio de los correspondientes derechos y todos. Jueces y justiciables, hemos de someternos a sus principios y mandatos.

Si al Juez se le pide una intervención telefónica por el Ministerio Fiscal, por la Policía o por otro cauce distinto, ha de hacer inmediatamente un juicio de valor, siquiera sea provisional y sencillo, sobre la naturaleza penal de los hechos cuyo descubrimiento se pretende, el perfil de los cuales debe serle conocido para utilizar precisamente el principio de proporcionalidad (de ahí la exigencia legal del art. 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que haya "indicios", requisito esencial y común de los párrafos 2 y 3 de dicho artículo), debiendo, en ese momento, iniciar aquellas actuaciones que, de acuerdo con la Ley, procedan, fijándose un límite esencial: sólo cabe la intervención para descubrir delitos graves, no en general, sino en función de las circunstancias concretas concurrentes, es decir, excluyéndose los delitos que no lo son y, obviamente, las faltas. Por otra parte, sólo csfbe la intervención telefónica

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cuando no existan otros caminos o vías eficaces menos gravosas para llegar a su descubrimiento y que la intervención sea, en cambio, un procedimiento hábil, en principio, y todo ello a través de un auto motivado, lo que está en el centro de la exigencia, que no quiere decir, como ya se anticipó, exhaus-tividad en la motivación, no necesaria ni acaso posible ni conveniente en muchos casos. Tampoco, por supuesto, la pura formalidad o exteriorización de motivación con expresiones estereotipadas o prácticamente impresas. La exigencia de motivación, ya lo ha dicho la Sala insistentemente, no es una expresión formal, nada lo es en la Constitución, sino la consecuencia de un imperativo inherente a la naturaleza misma de aquellas resoluciones judiciales que adoptan la envoltura de autos o sentencias, que no son ni pueden ser actos de voluntad, sino actos razonados y razonables de un Juez o Tribunal.

Respecto al problema de la divergencia entre el delito objeto de la investigación y el que de hecho se investiga, por una u otra razón, la Sentencia del TEDH de 14 de abril de 1990 (caso Kruslin) contempla una situación consistente en una escucha telefónica ordenada por el Juez de Instrucción, en Francia, en el marco de un proceso distinto, y se dice: Las escuchas, aunque fueron realizadas sobre una determinada línea, conduj.eron a la Policía judicial a interceptar y grabar varias conversaciones del demandante, una de ellas iniciadora de la apertura de diligencias en su contra. Las escuchas cons­tituían, por tanto, se señala, una injerencia de la Autoridad pública en el ejercicio del derecho del interesado al respeto de su correspondencia y de su vida privada. Tal injerencia, concluye, viola el artículo 8 del Convenio en el caso de que "prevista por la Ley" persiga uno o varios de los objetivos le­gítimos señalados en el párrafo 2 y, además, sea necesaria en una sociedad democrática para conseguirla, y estas exigencias, cuando no se dan, suponen la violación del Convenio.

No ofrece duda que el cumplimiento de esta exigencia debe comportar en la práctica excesivas dificultades. Basta con que, en el supuesto de com­probar la Policía que el delito presuntamente cometido, objeto de investiga­ción, a través de interceptaciones telefónicas, no es el que se ofrece en las conversaciones que se graban, sino otro distinto, para que dé inmediatamente cuenta al Juez a fin de que éste, conociendo las circunstancias concurrentes, resuelva lo procedente.

En resumen, las vulneraciones que determinan la nulidad de la prueba de intervención telefónica y sus consecuencias, son estas: L No exteriorización de indicios y falta de motivación efectiva. 2. La carencia, prácticamente total, de cualquier tipo de control judicial respecto a la realización efectiva de la

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intervención del teléfono afectado. 3. La ausencia de control periódico, por parte del Juez, del contenido de las cintas grabadas en la intervención. 4. La disociación producida entre autorización e investigación. Cuando en el desa­rrollo de la interceptación aparece como posible un nuevo delito, distanciada en este momento la investigación del delito de tráfico de drogas y centrada en otro de cohecho, la Policía debió, de manera inmediata, ponerlo en co­nocimiento del Juez autorizante de la interceptación a los, efectos consiguien­tes. 5. Constatación de la proporcionalidad. Hay que observar la proporción entre las medidas cautelares adoptadas y la finalidad perseguida. En este caso, uno y otro delito (tráfico de drogas y cohecho) eran graves. Ahora bien, el Juez, garante esencial de los derechos fundamentales y de las libertades pú­blicas, debe examinar cada infracción con las circunstancias que la acompañan y decidir si los objetivos legítimos de la investigación merecen en ese concreto supuesto el sacrificio de otro bien jurídico, especialmente valioso como es la dignidad, la libertad de la persona y la intimidad.

DESACATO. LIBERTAD DE EXPRESIÓN Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de febrero de 1991 (Análisis de los arts. 811 y 240 CP y 20.1 CE)

Estima la parte recurrente que impugnar por vía de recurso una reso­lución judicial, sosteniendo que no se ajusta a derecho, que es injusta material o formalmente, no constituye ningún atentado contra el respeto debido a la autoridad que la haya dictado. Cita en apoyo de su tesis el artículo 537.1 de la Ley Orgánica del Poder Judical ("en su actuación ante los Juzgados y Tribunales, los Abogados son libres e independientes, se sujetarán al principio de buena fe, gozarán de los derechos inherentes a la dignidad de su función y serán amparados por aquéllos en su libertad de expresión y defensa"), y el artículo 42 del Estatuto General de la Abogacía ("el Abogado, en cumpli­miento de su misión, actuará con toda libertad e independencia, sin otras limitaciones que las impuestas por la Ley y por las normas de la moral y deontológicas").

Según establece el artículo 8.11 del Código Penal, está exento de res­ponsabilidad criminal "el que obrare en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo". El obrar en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo, constituye —como es bien sabido— una causa de justificación. Mas no toda forma de ejercitar un derecho puede

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encontrar el amparo de esta eximente. Así la jurisprudencia de esta Sala ha declarado, con carácter general, que tanto el cumplimiento de un deber como el ejercicio legítimo de un derecho u oficio no constituye una patente para que bajo su amparo puedan quedar purificados todos los actos que bajo los supuestos del precepto se realicen, sino que es preciso que los mismos estén dentro de la órbita de su debida expresión, uso o alcance, porque de lo contrario constituyen un abuso capaz y bastante para desvalorar la excusa y para llegar a una definición de responsabilidad. Y, en referencia concreta al ejercicio de la Abogacía, ha declarado que si a fines de acusación o defensa se permiten expresiones que en otro caso serían injuriosas, esta facultad no implica la carta blanca para atacar el honor de los encartados o litigantes o para faltar al respeto debido al Tribunal; e incluso que los deberes del Le­trado exigen el mayor comedimiento y mesura del lenguaje.

Es patente que, en el presente caso, no cabe afirmar que el recurrente actuase en el ejercicio legítimo de su oficio al expresar a un Juez su opinión de que había dictado una resolución injusta "a sabiendas", es decir, que había prevaricado dolosamente. La libertad de expresión, sin duda, no puede llegar a justificar este tipo de manifestaciones, especialmente cuando se vierte por escrito y reiteradamente.

Otro motivo del recurso, denuncia infracción del artículo 20.1 de la Constitución Española. Se afirma que las manifestaciones vertidas son libre manifestación de un juicio de valor emitido bajo la condición de Letrado. Por ello, el recurrente estima que no existe un ataque a la dignidad de la función o al principio de autoridad, sino que han de valorarse como ejercicio de la libertad de expresión en su actuación ante un órgano jurisdiccional, todo ello a tenor de lo dispuesto en el artículo 20.1 a) de la Constitución Española en relación con el artículo 437.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y el artículo 42 del Estatuto General de la Abogacía.

Ciertamente, el artículo 20.1 a) de la Constitución Española proclama el derecho "a expresar libremente los pensamientos, ideas y opiniones me­diante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción", mas omite la parte recurrente toda referencia al apartado 4 del mismo artículo, en el que se establece que "estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en ese Título, en los preceptos de las Leyes que lo desarrollan y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia".

El derecho a la libre expresión de pensamientos, ideas y opiniones, por tanto, no es absoluto, es menester ponderar en cada caso los derechos en-

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frentados. Las personas que ostentan cargos o funciones públicas deben so­portar las críticas que se les hagan en el ejercicio de los mismos, por ser ello conforme al interés público preponderante; pero la crítica ha de hacerse en términos de licitud, es decir, sin infracción de ningún precepto penal. El derecho a la crítica no es permisible cuando se traspasan los límites del respeto que debe presidir las relaciones sociales de todo orden, o lo que es igual, no puede ejercitarse calumniando, injuriando o ins\iltando a la autori­dad cuya función se censura.

INJURIAS, ANIMUS INJURIANDI: CONFLICTO ENTRE EL DERECHO AL HONOR Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN. CUMPLIMIENTO DEL DEBER (Análisis de los arts. 457 y 8.11 CP)

De todos es conocido cómo el delito de injurias se caracteriza porque, junto a un elemento objetivo consistente en la realidad de una expresión o acción que por su contenido atenta contra el honor de una persona física o contra el honor de una colectividad pública o privada, requiere la concurren­cia de una especial intención en el agente, que ha de actuar necesariamente con el propósito de deshonrar, desacreditar o menospreciar a aquel contra quien se dirige, propósito que, como suele ocurrir con esta clase de elementos subjetivos de la infracción penal, ordinariamente hay que acreditar por la vía de la prueba de indicios o de presunciones, partiendo en estos casos del propio contenido de la acción o expresión ejecutada, que, en ocasiones, no deja lugar a dudas por su especial y concreta significación, y de las diversas circunstancias que rodearon el hecho, con todas las dificultades que esto encierra, particularmente en aquellos casos en los que se encuentra presente alguna otra intención distinta que puede coexistir con el animus injuriandi, o desplazarlo o excluirlo eliminando así este elemento del delito y la consi­guiente responsabilidad criminal.

Como ha dicho reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional en doc­trina recogida también en múltiples resoluciones de esta Sala, la proclamación de libertad de expresión como derecho fundamental de la persona que hace el artículo 20.1 de nuestra Constitución, ha de incidir necesariamente en la problemática de los delitos contra el honor cuando la injuria o la calumnia se comenten en el ejercicio de alguna de las modalidades en que tal libertad puede manifestarse, siendo entonces insuficientes el referido criterio del ani­mus injuriandi, asentado tradicionalmente en la "prevalencia absoluta del de-

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recho al honor, pues, si el hecho se ha realizado en el ámbito del ejercicio de este derecho fundamental, puede encontrarse justificado por aplicación de la eximente 11 del artículos del Código Penal al estimarse que se actuó en el ejercicio de un derecho o en cumplimiento de un deber.

Es más, en los casos de conflicto entre tal derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor —también garantizado como derecho fun­damental en el artículo 18.1 de la Constitución, y que aparece como límite expreso a esas libertades en el artículo 20.4 de la misma norma suprema—, partiendo del significado especial que tal libertad tiene como presupuesto imprescindible para la existencia de una opinión pública libre, necesaria para el desarrollo del pluralismo que ha de existir en un Estado Democrático de Derecho, el Tribunal Constitucional concede a las referidas libertades del artículo 20 de la Constitución Española un valor en principio preferente sobre el derecho al honor, por no tener éste esa trascendencia en orden al funcio­namiento de las instituciones públicas, si bien tal prevalencia ha de aplicarse sólo a los casos en que los pensamientos, ideas, opiniones o informaciones, se refieran a asuntos de interés general, y no a aquellos otros relativos a conductas privadas cuya difusión es innecesaria para la foroiación de la re­ferida opinión pública libre que constituye el fundamento de esa prevalencia, lo que adquiere aún mayor significación en los casos en que tal libertad de expresión se ejerce por los profesionales de la información a través del ve­hículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa en su más amplia acepción.

Ahora bien, incluso en los casos en que el ejercicio de la libertad de expresión tiene relación con asuntos de interés general, por referirse, por ejemplo, al funcionamiento de los servicios o instituciones de carácter público o al comportamiento no privado de las personas que los encarnan, para que las conductas posiblemente calumniosas o injuriosas puedan quedar excluidas de antijuridicidad por el ejercicio de tal libertad, se requiere que las opiniones o informaciones vertidas se limiten a lo necesario en relación a la finalidad de difusión de la noticia o del pensamiento de que se trate, pues si hay expresiones atentatorias contra el honor en lo que pudiera exceder de tal finalidad, dejaría de actuar tal causa de justificación siendo, por tanto, exígible las correspondientes responsabilidades penales; si bien, en la medición de tales excesos y en la valoración de si existió o no esa necesidad, debe actuarse con cautela y sin criterios rigurosos, no sólo por aplicación de los principios pro libértate y pro reo, sino, sobre todo, por las mencionadas implicaciones en relación con la necesidad de favorecer al máximo la formación de la referida

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opinión pública libre, a fin de no obstaculizar la crítica que necesariamente ha de existir entre estos hechos de interés general y de favorecer la mayor participación de los ciudadanos en los asuntos públicos.

DERECHO A LA ASISTENCIA LETRADA Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de febrero de 1992 (Análisis del art. 24.2 CE)

Es cierto que el artículo 24.2 entre sus distintas puntualizaciones esta­blece el legítimo derecho a la asistencia de Letrado, como derecho funda­mental afectante a los intereses legítimos de una persona, que se desenvuelve y desarrolla no sólo con carácter general, sino también ante cualquiera de las fases procedimentales en la medida en que inciden directa o indirectamente, en aquéllos.

Ahora bien, esa pretensión, esencial para la justicia eficaz y eficiente que la Constitución proclama, se agota naturalmente con el derecho a estar presente en el proceso para valerse de argumentos y pruebas en pie de igual­dad con la contraparte, sean una o varias. En consecuencia, cuando se han dado las posibilidades legales para el ejercicio del derecho sin que las mismas hayan querido utilizarse, obviamente carece de sentido alegar después la vul­neración de aquél.

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LOS DERECHOS HUMANOS Y EL DERECHO ADMINISTRATIVO

EL PMNCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR:

A VUELTAS CON LA LEY DE ORDEN PUBUCO (Comentario a la STS,

Sala Especial de Revisión, de 10 de julio de 1991)

Miguel Casino Rubio Universidad Carlos III de Madrid

I. INTRODUCCIÓN

A potestad sancionadora de la Administración es — y, por razones evidentes, seguirá siéndolo— uno de los ámbitos jurídicos que ma­yores preocupaciones y controversias despierta. Y ello, a pesar de los constantes esfuerzos y avances tanto doctrinales, como juris­

prudenciales —cuya cita, incluso selectiva, resultaría por eso mismo agota­dora— surgidos en el empeño de clarificar los Concretos contornos jurídicos y, por tanto, límites en los que debe envolverse el ius puniendi de la Admi-

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nistración, y particularmente por lo que aquí nos va a interesar, en relación a las exigencias del principio de legalidad establecido en el artículo 25.1 de la Constitución.

No obstante, la práctica jurídica y la dinámica misma de la cambiante, compleja y profusa legislación de la sociedad actual nos demuestran, en este sentido —con especial tozudez—, cómo el Derecho sancionador administrativo continúa sin estar a la altura de los tiempos. Una buena prueba de ello lo constituye, sin duda, la controversia jurisprudencial surgida en el seno del propio Tribunal Supremo con motivo de la cobertura legal que la Ley de Orden Público de 1959 prestaba (hasta fechas bien recientes) a los artículos 81.35 y 82 del Reglamento General de Policía de Espectáculos Pú­blicos y Actividades Recreativas (aprobado por Real Decreto 2186/1982, de 27 de agosto); debate o controversia jurisprudencial a la que ha venido a poner término la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Tercera), dictada por la Sala Especial de Revisión, de 10 de julio de 1991 (Ar. 793 de 1992), sen­tando la doctrina correcta que a partir de entonces debía guiar necesaria­mente las futuras resoluciones judiciales en esta materia. ,

El objeto inmediato de este estudio es, pues, el de ofrecer un comen­tario tanto de los precedentes jurisprudenciales contradictorios que están en el origen de la citada sentencia de la Sala de Revisión, como —y singular­mente— de la sentencia misma. Antes de entrar en el comentario enunciado, permítaseme, sin embargo, hacer alguna precisión.

En primer lugar, la jurisprudencia elegida exige, según creo, una breve justificación. Pues si bien es cierto que los particulares problemas derivados de la vigencia formal —y material— de la citada Ley de Orden Público han perdido definitivamente actualidad, como consecuencia de la derogación ex­presa que de dicha norma legal ha efectuado la reciente Ley de Seguridad Ciudadana (Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero), los problemas de fondo a los que aquélla aludía permanecen, en todo, latentes en el panorama le­gislativo actual y consiguientemente, por tanto, capaces de reproducirse y prorrumpir de nuevo con fuerza en el debate jurídico. Si a esta circunstancia añadimos el confusionismo y la falta de resolución que tifien todas las sen­tencias (alcanzando incluso —como a continuación comprobaremos— a la sentencia de la Sala de Revisión), el comentario que ahora se aborda no resulta, estimo, impertinente.

En segundo lugar, quisiera dejar bien claro que no es mi propósito el de ofrecer una exposición detenida y acabada de todas y cada una de las cuestiones que se implican en el debate, ni siquiera de alguna de ellas. Tan

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sólo pretendo poner de manifiesto la existencia de una jurisprudencia que aún hoy todavía se mueve con dificultad —casi con desconocimiento, pese a la abundante e inequívoca jurisprudencia constitucional en la materia— en la aplicación resuelta e incondicionada del principio de legalidad (art. 25.1 CE), acrecentando, con ello, las dudas de comprensión subjetiva de sus decisiones, presupuesto básico de su propia y efectiva legitimación.

II. PRESENTACIÓN DEL DEBATE: LA DOCTRINA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y LOS ANTECEDENTES JURISPRUDENCIALES

El principio de legalidad enunciado en el artículo 25.1 de la Constitu­ción comprende, como el Tribunal Constitucional ha señalado reiteradamente, una doble garantía. "La primera, de orden material y de carácter absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad en dichos ámbitos limitativos de la libertad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las san­ciones correspondientes. La segunda, de carácter formal, se refiere al rango ne­cesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladora de estas sanciones" (por todas, STC 42/1987, de 7 de abril).

La garantía de carácter formal —que es la que ahora nos interesa— ha ofrecido y ofrece numerosas muestras de lo que el propio Tribunal Consti­tucional vino en llamar "matices" en la aplicación al Derecho sancionador de los principios inspiradores del orden penal. En efecto, la firme y rotunda prohibición del Reglamento en cuanto a la posibilidad de que éste defina delitos y establezca penas' se presenta atenuada o "matizada" en el campo administrativo-sancionador .

Paralelamente, y en relación a los efectos de la Constitución sobre nor­mas anteriores, una firme y conocida doctrina constitucional afirma que "el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de Ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al

' Vid. en este sentido Sentencias del Tribunal Constitucional 8/1981, de 30 de marzo; 89/1983, de 2 de noviembre, y 78/1984, de 9 de julio, entre otras muchas.

^ El Tribunal Constitucional ha señalado, en efecto, desde el primer momento (STC 18/ 1981, de 8 de junio), la existencia de ciertos matices en la aplicación al orden administrativo-sancionador de los principios inspiradores del orden penal;, matices que en sucesivas sentencias el Alto Tribunal ha ido señalando y articulando en tomo básicamente al alcance de la reserva de Ley en relación con la regulación de las infracciones y sanciones administrativas.

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momento en que la Constitución fue promulgada" (STC 15/1981, de 7 de mayo), por lo que, consecuentemente, "no es posible admitir la reserva de Ley de manera retroactiva para considerar nulas o inaplicables disposiciones reglamentarias, respecto de las cuales la exigencia no existía antes de la Cons­titución española" (STC 83/1990, de 4 de mayo). Congruentemente con esta tesis, el Tribunal Constitucional, tiene declarado que no infringe la exigencia constitucional de reserva de Ley "el supuesto en que la norma reglamentaria postconstitucional se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones en vigor, a aplicar ese sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación material", pues, en estos casos, se trata más bien de una "reiteración de las reglas sancionadoras establecidas en otras más generales, por aplicación de una materia singularizada incluida en el ámbito genérico de aquélla" (SSTC 83/1984, de 24 de julio y 42/1987, de 7 de abril, entre otras muchas).

Esta es, en apretada síntesis, la doctrina constitucional en el tema con­siderado, y que proporciona las bases sobre las que cabalmente cabía esperar que construyera sus pronunciamientos el Tribunal Supremo a la hora de re­solver el concreto tema controvertido que se le plantea: la conformidad o no a Derecho del régimen de infracciones y sanciones establecido en el Regla­mento General de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas. La cuestión quedaba así centrada sobre dos extremos. Por un lado, determinar si las infracciones y sanciones establecidas en los artículos 81, apartado 35, y 82 del Reglamento de que aquí se trata contaban con la suficiente cobertura legal en la Ley de Orden Público, y, de otro, y en íntima relación con el punto anterior, establecer si el nuevo cuadro sancionador suponía un novUm o alteración respecto del sistema de infracciones y sanciones contemplado en la legislación anterior, o, si por el contrario, significaba tan sólo una simple reproducción o reiteración del mismo \

' El artículo 82 del Reglamento vigente establece, y por lo que aquí interesa, "que las infracciones por incumplimiento de los horarios de cierre se sancionarán con multas (hasta 1.000.000 de pesetas); suspensión o prohibición de espectáculos o actividades concretas; clausura de locales".

Por su parte, el artíctilo 20 del antiguo Reglamento de Espectáculos Públicos, de 3 de mayo de 1935, cuya vigencia se mantiene con la Ley de Orden Público, calificaba como infracción, sancionada con multa (de 50 a 500 pesetas), el incumplimiento de los horarios de cierre; sanción, ésta, que caso de no resultar eficaz podía consistir en la suspensión temporal de la actividad o, incluso, en supuestos de reincidencia, en el cierre del establecimiento. En el mismo sentido, la Orden Ministerial de 23 de noviembre de 1977, que fija el horario de cierre de los estableci­mientos públicos, señala en su artículos que las infracciones a lo dispuesto en la misma serán sancionadas por las autoridades que enumera "de acuerdo con su cuantía, conforme a la Ley de Orden Público, en su caso podrá llegarse al cierre del establecimiento de acuerdo a la legislación vigente". La remisión que la citada Orden efectúa a la Ley de Orden Público debe entenderse hecha al artículo 19 que señala las cuantías de las multas por infracción del orden público (hasta 5.000.000 de pesetas), de acuerdo con la redacción dada al citado precepto por el Decreto-ley 10/1975, de 26 de agosto.

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A este respecto, el Tribunal Supremo había mostrado, en efecto ante­riormente, una actitud vacilante, sosteniendo dos posturas bien distintas:

a) En la práctica totalidad de los casos en que el Tribunal Supremo había tenido ocasión de pronunciarse sobre este tema había declarado que las normas sancionadoras examinadas eran contrarias al principio de legalidad. En ocasiones, al entender que la definición misma de la infracción se mos­traba "carente de previa y suficiente configuración legal" (Sentencias de 7 y 9 de marzo de 1989, Ar. 1950 y 1957, respectivamente). En otras, el reproche de inconstitucionalidad se refería a que, si bien la infracción de los horarios de cierre aparecía ya recogida en la legislación preconstitucional, "al ser dis­tinto el cuadro de sanciones" se ha producido innovación; los artículos 81.35 y 82 "no son mera reproducción sustancial" de los preceptos de aquella le­gislación precedente, sino que suponían una "verdadera innovación y cambio de orientación injustificable de las normas habilitantes en que se supone apo­yarse el Real Decreto 2816/1982", y, por tanto, contrarios al artículo 25.1 de la Constitución (Sentencias de 14 de febrero de 1990, Ar. 1143 —sentencia, ésta, que se impugna en revisión—, y de 13 de marzo de 1991, Ar. 2276).

b) Paralelamente, el propio Tribunal Supremo había declarado tam­bién, sin embargo, la plena constitucionalidad del Reglamento que nos ocupa, al considerar que éste disponía de la cobertura legal apropiada, en la medida que se limitaba a "atender una indispensable e inaplazable necesidad de actualizar la reglamentación en la materia", sin tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones, y sin otras diferencias, por tanto, "que las propias del cambio de la realidad social de 1935 respecto a la de 1982" (Sentencia de 9 de marzo de 1985 —Ar. 1500— y voto particular formulado a la Sentencia de 13 de marzo de 1991, antes citada).

Estos eran, muy sucintamente, los antecedentes jurisprudenciales con los que se enfrenta el Tribunal Supremo a la hora de resolver el recurso de revisión que se le plantea con apoyo, justamente, en la existencia de resolu­ciones contrarias entre sí [art. 102.1. b) de la Ley de la Jurisdicción Conten­cioso-Administrativa] .

A este respecto, importa destacar que en ninguna de las sentencias consideradas los respectivos fallos aparecen respaldados por verdaderas y me­ritorias argumentaciones (como sería desde luego de esperar). Antes al con­trario, el Tribunal Supremo se limita en la mayoría de los casos a traer a colación o a reproducir distintas declaraciones del Tribunal Constitucional, para inmediatamente después declarar sin ningún reparo que el Reglamento

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examinado se acomoda perfectamente a la doctrina constitucional previamente enunciada (como si la autoridad del órgano del que procede excusara ya de cualquier otra explicación) y, consecuentemente, afirmar o negar, según los casos, la constitucionalidad del citado Reglamento.

Pues ni cuando afirma la ausencia de una previa y suficiente cobertura legal o la innovación producida o, ni cuando sostiene justamente su contrario, el Tribunal Supremo ofrece generalmente más prueba de las razones que motivan su decisión que la justificación que en sí mismas encierran dichas afirmaciones. Y para cuando sí lo hace, he aquí que olvida por completo (guiado quizá por una fe excesiva en las tesis mantenidas por las partes) analizar el resto de las distintas cuestiones que —según nos consta— exige una correcta respuesta al problema de fondo planteado, con lo que el examen resulta igualmente del todo insuficiente. Como se verá, en cualquier caso muy poca cosa.

En estas condiciones, el problema continuaba en gran medida sin resol­ver. De ahí que, bien mirado, lo censurable de las sentencias consideradas estriba (más allá del acierto o no de la solución final) en no afrontar decidi­damente las distintas cuestiones esenciales a que, expresa p implícitamente, se refería el debate. La respuesta dada por las indicadas sentencias se presentaba de esta forma en la práctica más como el resultado de una cierta intuición inobjetivable, que como el fruto de un razonamiento jurídico correcto". Y de ahí, en fin, que la contradicción existente lo era fundamentalmente en cuanto al resultado o fallo, pues tanto en unas como en las otras sentencias indicadas los puntos de partida y las concretas líneas arguméntales mantenidas en uno u otro sentido no eran —en tanto que parciales— del todo coincidentes .

III. EL CONTENIDO DE LA SENTENCIA COMENTADA

En estas circunstancias la cuestión llega a la Sala de Revisión. A ésta le quedaba, pues, por cumplir la tarea de dar una respuesta acabada a los numerosos interrogantes que habían quedado por resolver.

* Me parece que la explicación a tal proceder ha de buscarse en la tensión que deriva, por un lado, de la existencia de una cierta inercia por parte de nuestros Tribunales contencioso-administrativos a aceptar y salvar Reglamentos materialmente correctos (dada la especial signi­ficación que la potestad reglamentaria ha tenido, y tiene, en nuestro Derecho), y, por otro, de la aplicación, a veces simplemente mecánica, de las exigencias que imponen los nuevos postulados formales de la Constitución.

' La parte demandada en revisión va a sostener la inadmisibilidad del recurso interpuesto por entender justamente que no se daba la necesaria contradicción entre las sentencias ofrecidas en comparación. Pretensión que finalmente no fue aceptada.

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El Tribunal Supremo después de constatar, de acuerdo con las tesis mantenidas por las sentencias precitadas, la efectiva existencia de una doc­trina contradictoria, lo que le permite franquear el paso a la admisibilidad del recurso de revisión, entra a examinar cuál sea la doctrina jurídicamente correcta en relación con el tema planteado.

Con este propósito la Sala de Revisión comienza dando cuenta de la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la materia (en Ips mismos términos antes vistos). Todo parecía indicar que el tema iba a ser abordado por fin con complitud. Sin embargo, muy pronto la propia Sala se va a encargar de desvanecer toda esperanza, puesto que todo el razonamiento que aquélla de­sarrolla a lo largo de los fundamentos jurídicos 6." y 7.° da muestra una vez más de prácticamente los mismos defectos antes denunciados. En efecto, la Sala de Revisión va a declarar la plena constitucionalidad de los preceptos reglamentarios cuestionados (solución con la que, no obstante, y dicho sea de paso, coincidimos), pero —y aquí reside justamente su error— sobre la base nuevamente de argumentaciones fragmentarias e incompletas, cuando no cla­ramente equivocadas, que resultan ser por ello más elusivas justificaciones que auténticos razonamientos jurídicos destinados a resolver de una vez por todas la controversia que existía en la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo; y contribuyendo así a confirmar el sentimiento de insatisfacción e incertidumbre que habían dejado tras de sí las anteriores sentencias. Pero veámoslo más detenidamente.

La Sala de Revisión afirma en primer lugar la suficiencia de la cober­tura legal que a su juicio sigue prestando la Ley de Orden Público al Regla­mento controvertido, en los siguientes términos:

En tal sentido puede sostenerse la cobertura que a tal Reglamento sigue prestando la Ley de Orden Público (...), pues no debe olvidarse que (...) el orden público es un concepto jurídico que puede integrar en su contenido expansivo al de «tranquilidad pública», y desde él justificar sobra­damente la intervención administrativa.

En la medida en que la continuidad de la apertura de un estableci­miento público potencialmente molesto (ruido, etc.) pasada la hora de su cierre obligado puede incidir —y de hecho así ocurre— sobre el valor tran­quilidad pública, determinando a veces situaciones de protesta u oposiciones del vecindario afectado, susceptibles de desembocar en alteraciones de una normal convivencia ciudadana. En esa medida el hecho o actividad imputada podrá encajarse —según los diferentes supuestos— en los supuestos previstos en los artículos 2.e) y 2.i) de la Ley de Orden Público"".

La Ley de Orden Público (Ley 45/1959, de 30 de julio), al definir los actos contrarios

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Dicho lo anterior, la Sala de Revisión afirma, de conformidad con la doctrina del Tribunal Constitucional que predica la imposibilidad de exigir retroactivamente el cumplimiento del principio de reserva de Ley, la vigencia y validez de las normas preconstitucionales, "mientras otras de igual o su­perior rango no vengan a derogarlas". Sobre esta base, la Sala niega que la infracción definida en el artículo 81.35 del Reglamento de 1982 suponga una innovación contraria al artículo 25.1 de la Constitución. En efecto:

"...la norma contenida en el apartado 35 del artículo 81 del Regla­mento de 1982 no innova nada, pues se limita a calificar como falta admi­nistrativa «el retraso en el comienzo y terminación de los espectáculos o en el cierre de los establecimientos públicos, respecto de los horarios preveni­dos». El contenido del mandato es idéntico o en lo esencial coincidente con lo preceptuado en el artículo 20 del Reglamento de 1935 y lo dicho en el artículo 8 de la Orden Ministerial de 23 de noviembre de 1977".

Salvado, el primer obstáculo, la Sala de Revisión se adentra en el se­gundo de los reproches de inconstitucionalidad antes considerados; esto es, entra a examinar si el cuadro de sanciones establecido en el artículo 82 del Reglamento supone una innovación contraria a las exigencias derivadas del principio de legalidad, tal y como afirmaba, entre otras, la Sentencia de 14 de febrero de 1990, ahora impugnada.

Como se recordará la indicada sentencia había declarado la innovación producida "al ser distinto el cuadro de sanciones". Pero prácticamente nada más, de tal forma que no resultaba nada fácil discernir si la innovación cen­surada se refería aisladamente a la naturaleza de las sanciones a imponer, al quantum de las mismas o a los criterios señalados para su graduación o a todos estos elementos globalmente considerados. En cualquier caso, la Sala de Revisión confirma la constitucionalidad de todos ellos bajo el manto rei­terado de un mismo argumento: el cuadro de sanciones establecido en el artículo 82 del Reglamento de 1982 es "el mismo (en sus líneas esenciales)' técnicamente mejorado y actualizado", pues, por un lado, "las sanciones son las mismas: multa, suspensión o clausura", y, de otro, las medidas de gra­duación reproducen esencialmente las ya previstas en la legislación anterior.

En mérito de todo ello, la Sala de Revisión va a estimar el recurso de revisión interpuesto, declarando la conformidad con el artículo 25.1 de la

al orden público, contemplaba en los distintos apartados de su artículo 2 otros tantos supuestos de actos o actividades constitutivos de infracción. Así concretamente, en el apartado e) se refería a "las manifestaciones y las reuniones públicas ilegales o que produzcan desórdenes o violencias, y la celebración de espectáculos públicos en iguales circunstancias", y en el apartado/) "a los que de cualquier otro modo (...) alterasen la paz pública o la convivencia social".

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Constitución de las normas contenidas en los artículos 81.35 y 82 del Regla­mento de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas de 1982, y rescin­diendo, en consecuencia, la sentencia impugnada de la Sala 3. , Sección 9.", del Tribunal Supremo, de 14 de febrero de 1990 (Ar. 1143).

Hasta aquí, el relato del contenido básico de la sentencia, y que creo que da perfecta cuenta de su interés. Y no tanto porque viene a romper definitivamente con una línea jurisprudencial mayoritaria, dentando la doctrina que a partir de entonces debe guiar necesariamente las resoluciones judiciales futuras en esta materia, sino más exactamente por los términos en que pre­cisamente se formula dicha doctrina.

Desde esta perspectiva nos encontramos una vez más ante una ocasión perdida. Seguramente la sentencia habría tenido efectos más profundos y pacificadores si en lugar de operar sólo sobre la base de elusivas argumen­taciones hubiese puesto el acento en los problemas sustantivos''. El (cada vez más intenso) diálogo o colaboración entre Ley y Reglamento en materia san-cionadora exige de nuestros Tribunales (aunque también una actitud más diligente y responsable de las instancias de producción normativa) un mayor celo, con explicitación de las razones, en la tarea de enjuiciar la validez de las normas reglamentarias sancionadoras desde el punto de vista del principio de legalidad.

En este sentido, el razonamiento de la Sala de Revisión resulta además difícilmente justificable en alguno de sus puntos. En efecto, si bien es cierto que en el caso que nos ocupa la reserva de Ley no incide en la normativa preconstitucional (Reglamento de Espectáculos Públicos de 1935 y Orden Mi­nisterial de 23 de noviembre de 1977) producida bajo el amparo de la ha­bilitación legal contenida en la Ley de Orden Público*, lo es también, que dicha habilitación legal debe entenderse derogada tras la entrada en vigor de la Constitución. Pues la cobertura legal que la citada Ley presta al Regla­mento General de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas, de 27 de agosto de 1982, no responde a las prescripciones del artículo 25.1

' La Sentencia del Tribunal Supremo, de 17 de marzo de 1992 (Ar. 2019) —primera instancia, según me consta, dictada sobre el mismo asunto con posterioridad a la sentencia de Revisión, y de la que, por cierto, ha sido ponente el mismo Magistrado que lo fue en la sentencia impugnada y rescindida entonces—, confirma la constitucionalidad de las normas litigiosas como consecuencia de la obligación de acatar "necesariamente" (así lo dice gráficamente) la doctrina de la sentencia de la Sala Especial de Revisión expuesta en el texto. Con posterioridad, vid. Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de abril de 1992 (Ar. 2635).

" La disposición final segunda de dicha Ley autorizaba, en efecto, al Ministerio de la Gobernación (hoy del Interior) y al Gobierno "para dictar las normas reglamentarias que pueda exigir la ejecución de los preceptos de esta Ley".

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de la Constitución, dada la amplitud y vaguedad con las que' las infracciones se formulan'.

Prescindiendo de hacer un análisis detenido, me parece claro que nin­guna de las infracciones definidas en los apartados del artículo 2 de la Ley de Orden Público tienen, en efecto, un contenido material propio y suficiente capaz de proporcionar la cobertura legal apropiada. Ni la "ilegalidad" a que se refiere el apartado ej ni "la alteración de la paz pública o convivencia social" del apartado i) describen conductas o acciones —al menos con la pre­cisión necesaria— contrarias al orden público, sino, todo lo más, incumpli­mientos formales, genéricos y abstractos. Pues en el primer caso, si es el incumplimiento de los horarios de cierre el que determina la "ilegalidad", la definición del tipo no existe en la Ley, sino que la fija el Reglamento '". Y en el segundo, la amplísima formulación de dicho apartado puede compren­der, interpretativamente y sin sujeción a criterios seguros —toda vez que la Ley no proporciona ninguno—, prácticamente cualquier tipo de conducta, con lo que desaparece la posibilidad misma de realizar el juicio de legalidad y constitucionalidad de las normas reglamentarias respecto de su subordinación a la Ley en la definición de las infracciones ".

Porque ni la simple constatación de la necesidad de _ actualizar un sis­tema de multas totalmente inadaptado a las circunstancias socio-económicas del momento, ni, mucho menos, la certidumbre de la proximidad de una nueva ley (la Ley de Seguridad Ciudadana) que renueve válidamente la ha­bilitación legal para ejercer la potestad reglamentaria de desarrollo ' son

' En este sentido, vid., por todas, STC 83/1984, de 24 de julio (fundamento jurídico 5.°). '" Este era básicamente el argumento empleado por las Sentencias de 7 de marzo y 9

de marzo de 1989, citadas en el texto, para declarar nulos los correspondientes actos adminis­trativos sancionadores. En todo caso, debe señalarse que el problema del grado de detalle que debe contener la Ley en la tipificación de las conductas sancionables o, lo que es lo mismo, el alcance de la remisión al Reglamento, continúa abierto sin que existan reglas apriorísticas válidas para todos y cada uno de los casos. En este sentido, puede consultarse la STC 3/1988, de 21 de enero, que declara la constitucionalidad de un precepto legal (el art. 9 del Real Decreto-ley 3/ 1979, de 26 de enero, de Vigilancia y Seguridad, que establecía como infracciones a la seguridad pública "el incumplimiento de las normas de seguridad impuestas reglamentariamente". El tema, como se verá, es de mayor calado y requiere un análisis detenido que, repito, excede a la naturaleza de este comentario. Tan sólo me interesa destacar que en cualquier caso la funda-mentación de la Sala de Revisión resulta extremadamente débil e injustificada.

" Como ha señalado reiteradamente el Tribunal Constitucional, "la reserva de ley no excluye la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que las remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley" (por todas, STC 83/1984, de 24 de julio). Es, por tanto, el criterio de la subordinación y dependencia el que, en definitiva, permite establecer, caso por caso, el espacio dentro del cual puede producirse lícitamente el desarrollo reglamentario.

' Estos habían sido precisamente, entre otros, los argumentos esgrimidos por la Senten­cia del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 1985, citada en el texto, para justificar la validez del Reglamento cuestionado y que indirectamente hace suyos la sentencia de la Sala de Revisión cuando afirma (fundamento jurídico 6.°) compartir las razones jurídicas entonces mantenidas.

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argumentos bastantes para poder entender legítimamente cumplidas las exi­gencias que impone el principio de legalidad. El alcance del desarrollo nor­mativo de las sanciones por vía reglamentaria se haya sujeto a partir de la Constitución a ciertos límites y requisitos, y cuyo efectivo respeto marca, en todo caso, el fin del margen interpretativo del que disponen los Tribunales a la hora de enjuiciar la validez de las operaciones de desarrollo reglamentario. Es decir, ya no se puede ir más allá y pretender relativizar aún más dichos requisitos o límites sin grave riesgo de suprimirlos, sobre todo si es en nombre de razonamientos tan sumamente frágiles y tan poco explicitados. No se trata, obvio es decirlo, de colocar bajo permanente sospecha de nulidad el desarrollo reglamentario en materia sancionadora. Esta colaboración debe sin duda exis­tir (incluso en algunos casos debidamente justificados con amplitud), sino que, antes al contrario, de lo que se trata es de garantizar al máximo la aplicación resuelta e incondicionada de la Constitución.

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, es evidente, y sin necesidad de mayor razonamiento, que la validez de las normas reglamentarias postcons­titucionales cuestionadas no podía fundarse —como incorrectamente, a mi juicio, señala la sentencia de la Sala de Revisión— en la supuesta suficiencia de la cobertura legal de la Ley de Orden Público.

Admitido esto, aquella validez —caso de existir— sólo podría derivarse cabalmente como consecuencia de la consideración de dichas normas como el resultado de un ejercicio normativo en tiempo postconstitucional destinado simplemente a la reiteración, continuación o reordenación de la legislación preconstitucional vigente. Quiere esto decir, que el problema planteado con­sistía fundamentalmente en determinar si el Reglamento de 27 de agosto de 1982 alteró el sistema sancionatorio anterior a la entrada en vigor de la Constitución o si, por el contrario, se limitó a reiterar las normas vigentes. Desde este punto de vista, la sentencia de la Sala Especial de Revisión es­tablece, a mi juicio, un fallo correcto, pero que, no obstante, al no estar suficientemente motivado provoca dudas de comprensión ".

" La infracción relativa al quebrantamiento de los horarios de cierre del artículo 8L35 del Reglamento examinado reproduce claramente los términos en que dicha infracción aparecía tipificada en la legislación vigente (art. 20 del antiguo Reglamento de 3 de mayo de 1935 y art. 8 de la Orden Ministerial de 23 de noviembre de 1977), por lo que el Tribunal acierta cuando afirma (desde este estricto punto de vista, y prescindiendo del error en que incurre al pretender reforzar su tesis con apoyo en la cobertura legal que ofrecía la Ley de Orden Público), la validez del citado precepto.

Más problemas plantea, sin embargo (o podía llegar a plantear), la comprensión de las razones que llevan a la Sala a declarar la plena conformidad del cuadro sancionador establecido en el artículo 82. Baste señalar a este propósito, que nada se dice, por ejemplo, acerca del incremento sustancioso en la cuantía de las multas señala,das en citado artículo 82 respecto de

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En definitiva, nos encontramos ante una sentencia (al igual que las sentencias que la provocan) que deja escapar una clara oportunidad (y de cuyo desánimo y falta de resolución se resiente gravemente su propia auto­ridad y credibilidad, más aún si tenemos en cuenta el carácter excepcional y extraordinario del recurso de revisión, y el propósito de unidad de jurispru­dencia que lo inspira) en la tarea común que todos debemos asumir de con­tribuir a diseñar y fijar un sistema de reglas (lo más acabado posible), con arreglo al cual poder abordar con mayor confianza y garantías el siempre difícil problema de la potestad sancionadora de la Administración —sin duda, uno de los aspectos capitales del modelo constitucional de distribución de potestades públicas— (más aún si tenemos en cuenta el carácter excepcional y extraordinario del recurso de revisión, y el propósito de unidad de juris­prudencia que lo inspira).

Es, pues, de esperar —además de obligado— que el recién estrenado recurso de casación para la unificación de doctrina sea tratado por nuestro Tribunal Supremo de forma muy distinta a la ofrecida en la sentencia co­mentada. La jurisdicción contencioso-administrativa será la primera en agra­decerlo.

las establecidas en el antiguo Reglamento de 1935; incremento sólo salvable a través de la remisión que la Orden Ministerial efectiia en este punto al artículo 19 de la Ley de Orden Público. Antes al contrario, si bien se mira, una primera lectura de la sentencia conduce a apreciar derechamente la innovación contraria al artículo 25.1 que tal incremento significaría.

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LOS DERECHOS HUMANOS Y EL DERECHO LABORAL

JURISPRUDENCIA LABORAL Miguel Rodríguez-Pinero Royo

Profesor titular de Derecho del Trabajo. Universidad Carlos III

L objetivo de esta sección es realizar una crónica de la jurispru­dencia ordinaria laboral en materia de derechos fundamentales, a lo largo de los seis meses inmediatamente anteriores que deter­minan la periodicidad de esta revista. A pesar de ello, y dado que

es éste su primer número, lo que obvia la necesidad de llevar un seguimiento directo de la jurisprudencia durante un período de tiempo determinado, nos vamos a permitir cambiar de óptica en esta primera crónica, y vamos a limitar nuestro estudio a sólo dos pronunciamientos judiciales de fecha reciente, que han tenido una especial repercusión en un aspecto tan central de los derechos laborales fundamentales como es la libertad sindical. Se trata, además, de dos pronunciamientos de nuestro Tribunal Constitucional, por lo que también des­de esta perspectiva se saldría este estudio de lo inicialmente previsto para esta sección. Sin embargo, este carácter excepcional que le proporciona el integrarse en el número de presentación de una. nueva publicación, y la propia

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importancia de los pronunciamientos escogidos, que les hace merecedores de un tratamiento específico, nos hace optar por dar este anómalo contenido a nuestra sección; anomalía que, en principio, no se reiterará en números pos­teriores de esta misma revista.

La importancia de estas dos sentencias constitucionales obedece no sólo al derecho fundamental objeto de estudio y análisis, la libertad sindical; es­triba también, a nuestro juicio, en que trata algunos de los temas de mayor actualidad en el campo de las relaciones laborales de principios de los no­venta, y sus posibles efectos en aspectos centrales del ordenamiento laboral. Se trata de temas actuales, y de la solución de problemas también actuales en nuestro sistema de relaciones profesionales.

Ambos pronunciamientos coinciden también, y esto aumenta el interés de su estudio conjunto, en un aspecto concreto de la libertad sindical, derecho multidimensional de muchos y diversos contenidos; en concreto, se trata del derecho a la negociación colectiva laboral, el reconocimiento de la potestad normativa de los grupos profesionales organizados en ejercicio de su auto­nomía colectiva. En ambos casos se trata de su papel en el sistema de rela­ciones laborales y de su relación con las otras fuentes del Derecho del Tra­bajo, con los otros sujetos investidos de potestad normativa en esta materia en nuestro ordenamiento jurídico; y ello desde la perspectiva de su recono­cimiento constitucional, del papel que se le atribuye a este particular meca­nismo de creación normativa en el esquema del Estado social y democrático de Derecho que establece la Constitución Española de 1978.

Una de las peculiaridades de nuestra Constitución desde un punto de vista laboral es el reconocimiento expreso que en ella se hace del "derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios" que se hace en su artículo 37.1 de la Norma Suprema, dentro de la sección dedicada por su título I a "los derechos y deberes de los ciu­dadanos". Se trata de una peculiaridad en la medida en que en otros textos constitucionales de nuestro ámbito no se hace un reconocimiento expreso de este derecho; la tendencia general en estos sistemas, de los que clara muestra son el alemán y el italiano, es la de recoger de modo exclusivo, y en términos muy amplios, el derecho a la libertad sindical, entre cuyos contenidos la respectiva jurisprudencia constitucional va a entender incluido este derecho a la negociación colectiva. Esta interpretación se apoyaría, entre otros argu­mentos, en la propia normativa internacional laboral, cuyos instrumentos de promoción de esta negociación la harían derivar directamente de este derecho fundamental.

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La disociación en estos dos preceptos de uno de los contenidos de la libertad sindical obedece a la voluntad del constituyente de realzar el plu­ralismo en los mecanismos de creación normativa del Estado democrático; este precepto indica, según el Tribunal Constitucional, su reconocimiento constitucional (STC 58/1985). Podría haber producido, en principio, problemas en cuanto a la garantía de la efectividad de este derecho a la negociación colectiva, ya que aparece en una sección distinta del Título I del texto cons­titucional, mereciendo por ello un nivel inferior de garantías al reconocido a la libertad sindical; en este sentido, el propio Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de señalar expresamente que la protección de este derecho no es susceptible de protección en amparo (STC 4/1983). Sin embargo, también el Tribunal se ha manifestado sobre la relación de este derecho con la libertad sindical, habiendo declarado en numerosos pronunciamientos que la negocia­ción colectiva es un medio para el ejercicio de la acción sindical (STC 98/ 1985), y que la libertad sindical comprende inexcusablemente todos aquellos medios de acción sindical que contribuyen a que el sindicato pueda desen­volver la actividad a que está llamado por la Constitución (STC 38/1986). Por ello, toda práctica encaminada a negar, obstaculizar o desvirtuar el ejercicio de dicha facultad negociadora ha de entenderse no sólo como una práctica vulneradora del artículo 37.1 de la Constitución, sino también como una vio­lación del derecho a la libertad sindical que consagra el artículo 28.1 de la misma (SSTC 187/1987 y 108/1989).

En otros pronunciamientos el Tribunal ha reconocido el carácter de fuente del Derecho del convenio colectivo, y su encuadre en la jerarquía normativa de esta rama del ordenamiento con obligado respeto a las normas de rango superior, incluida la propia Constitución (SSTC 58/1985, 177/1988, 171/1988, 210/1990 y 145/1991). De ello se ha derivado la ilicitud de todo acuerdo contrario a los derechos fundamentales en ella reconocidos, espe­cialmente en lo relativo al principio de igualdad.

El respeto a los derechos fundamentales por la norma colectiva nos lleva al primero de los grandes temas que van a ser tratados por los pronun­ciamientos que estudiamos, la relación entre la autonomía individual y la colectiva, entre la potestad de autorregulación del trabajador individual en defensa de sus propios intereses, y de las competencias negociadoras de las organizaciones que los representan. La relación entre estos dos ámbitos de autonomía ha tenido una tradicional importancia en el Derecho del Trabajo, un ordenamiento que, debido a la desigual posición originaria entre trabaja­dores y empresarios, ha siempre mirado con bastante desconfianza a la auto-

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nomía individual del trabajador, limitando sus facultades de disposición de derechos y el propio ámbito de materias regulables por contrato individual. El propio reconocimiento a la autonomía de los grupos profesionales, carac­terístico de esta rama del Derecho, supone una ulterior limitación del ámbito de la autonomía individual, que queda sometida a las normas colectivamente negociadas.

El problema de la relación entre dos ámbitos de autonomía se deriva del potencial contraste entre el establecimiento de una regulación homogénea y de aplicación general por vía de la negociación colectiva, y los intereses particulares y peculiares de los trabajadores incluidos en su ámbito de apli­cación. Esta posible divergencia entre el interés colectivo y el individual se ha convertido en una realidad cada vez más recurrente a medida que se agudiza la heterogeneidad en el seno del colectivo de trabajadores incluido en el ámbito de la normativa convencional, tanto por los profundos cambios sociales producidos en las últimas décadas (que han determinado el ingreso al mercado de trabajo de grupos de personas de características y prioridades muy diversas), como por la propia extensión de los convenios colectivos, que, en consonancia con el papel que se les atribuye en nuestro sistema consti­tucional, han pasado a regular nuevos sectores y grupos profesionales. Ello ha determinado que no siempre exista una coincidencia de ambos intereses, por la imposibilidad material de que las normas de aplicación general (como son los convenios colectivos, si celebrados legalmente, en nuestro Derecho), satisfagan por completo las aspiraciones de todos los incluidos de su ámbito de aplicación personal.

La Sentencia 105/1992, de 1 de julio {BOE de 24 de julio de 1992), se dictó en un supuesto de hecho en el que una empresa había recurrido a una práctica, cada vez más generalizada en la realidad de nuestras relaciones laborales, de sustitución de lo acordado en convenio colectivo a través de acuerdos individuales con los trabajadores; se trataba en concreto de la sus­titución de la jornada continuada, pactada en convenio, por otra partida, por medio de acuerdos, voluntarios e individuales, concertados directamente con los trabajadores. Se trataba de una operación realizada a nivel de toda la empresa, con centros de trabajo en todo el territorio nacional de forma or­ganizada y sistemática, y sin consulta alguna con los representantes de los trabajadores. Planteada demanda de conflicto por los sindicatos firmantes del convenio, se inició un procedimiento judicial que culminó con un pronuncia­miento del Tribunal Central de Trabajo que aceptaba la validez de la mo­dificación de la jornada, porque ésta no había sido impuesta a los trabaja­dores, y no superaba los máximos de jornada previstos en el convenio.

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Los demandantes recurrieron en amparo contra la sentencia por enten­der que ésta, entre otros, vulneraba su derecho a la libertad sindical, "por prescindir del carácter vinculante del citado convenio, y de las garantías que para los trabajadores supone el que las condiciones de trabajo se pacten colectivamente. En su entender, la falta de negociación del convenio supone "cuestionar totalmente el sistema de representación colectiva" (f.j. 1).

Aunque los recurrentes no invocaron en ningún momento el artículo 28 de la Constitución Española como base de su pretensión, de acuerdo con su doctrina en esta materia el Tribunal entendió cumplido el requisito estable­cido en el artículo 44.1.C de su ley reguladora, al poder deducirse del propio relato de los hechos la violación de un derecho fundamental, en este caso la libertad sindical. A partir de este razonamiento, el Tribunal va a girar toda su argumentación sobre este precepto constitucional: "no se trata en él, como hemos visto, de un amparo que fundado en el artículo 37 de la Constitución interponen los trabajadores o empresarios afectados por dicho precepto (...). Aquí se trata de un caso sustancialmente diferente: de un recurso de amparo que, formulado por los sindicatos, plantean el problema desde el ángulo del contenido que la libertad sindical les atribuye en orden al Convenio Colectivo legalmente pactado" (f. j . 4). La negociación colectiva es estudiada aquí como una manifestación del derecho a la libertad sindical, atacado por la empresa mediante una erosión continuada y sistemática de su contenido.

Desde esta perspectiva, que como vimos reproduce la doctrina tradicio­nal del Tribunal Constitucional en esta materia, toda actividad que suponga "negar, obstaculizar o desvirtuar el ejercicio de dicha facultad negociadora por los sindicatos ha de entenderse (...) como una violación del derecho a la libertad sindical" (f. j . 5). Planteada la cuestión en estos términos, quizá habría bastado con enjuiciar la actitud de la empresa, consciente y sistemáticamente vulneradora del convenio, para entender presente una violación de este de­recho fundamental. Sin embargo, la sentencia cambia en este punto de nivel, y se eleva para estudiar el problema de la relación entre la autonomía indi­vidual y la colectiva, abandonando de paso toda atención hacia el sujeto realmente responsable de esta práctica, el empresario. El Tribunal se va a ocupar de decidir la cuestión exclusivamente desde el punto de vista de la relación entre estos dos ámbitos de regulación: el problema del recurso sería, así, "si la voluntad individual de los trabajadores, manifestada por la acep­tación de una oferta voluntaria formulada por la empresa, puede modificar respecto de los mismos el contenido de lo pactado con carácter general por el artículo 7 del Convenio Colectivo del sector, relativo a la jomada de trabajo

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en las empresas de seguros" (f. j . 6). Cambio de óptica que supone dejar de lado un tema que podría haber resultado interesante, la calificación de la oferta genérica y unilateral del empleador desde la perspectiva de la doctrina jurisprudencial sobre libertad sindical, determinando si supone o no por sí misma una vulneración de este derecho; habría resultado interesante porque, como dijimos antes, este tipo de prácticas se reitera en la vida de las empresas como una fórmula de obtener una mayor flexibilidad en la gestión de la mano de obra de lo que permite la negociación con los representantes sindicales de los trabajadores.

No es éste el centro de la cuestión, para el Tribunal; éste debe ser la relación entre ambas voluntades, la individual y la colectiva, y entiende que debe darse prioridad a esta última. Y ello porque "de prevalecer la autonomía de la voluntad individual de los trabajadores sobra la autonomía colectiva plasmada en un convenio legalmente pactado entre los sindicatos y la repre­sentación empresarial, quebraría el sistema de la negociación colectiva con­figurado por el legislador cuya virtualidad viene determinada por la fuerza vinculante de los convenios constitucionalmente prevista en el artículo 37.1 de la Constitución Española" (f. j . 6). La oferta genérica y la aceptación indivi­dualizada de las nuevas condiciones de trabajo, aunque formalmente no al­teren la vigencia del convenio colectivo, suponen "la quiebra de la fuerza vinculante y el carácter normativo que tienen legalmente reconocidos los pac­tos sustanciales del convenio" (f. j . 6). Para el Tribunal, "de no hacerse así y mantenerse vigente un convenio sin que, en determinadas partes esenciales del mismo (...) sea de obligado cumplimiento para todos los integrantes del sector regulado, se vendría abajo el sistema de negociación colectiva que pre­supone, por esencia y conceptualmente, la prevalencia de la autonomía in­dividual de los afectados por el convenio".

En el razonamiento del Tribunal, de prevalecer la voluntad individual sobre la colectiva, se estaría rompiendo todo el sistema legal de negociación colectiva establecido en nuestro Derecho. Aquí podría discutirse la posición del Tribunal, pues el régimen legal de la negociación colectiva es un desa­rrollo de lo previsto en el artículo 37 de la Constitución Española, y no en el 28; y el propio Tribunal ha señalado que no toda infracción del artículo 37 lo será también del 28 (STC 118/1983). Pero no es éste el aspecto de la sentencia que nos parece menos acertado: como ya hemos dicho, se deja de lado al sujeto iniciador de estas prácticas, y se realiza el estudio a un nivel quizá excesivamente elevado y general. Al plantearse toda la cuestión como

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una mera opción entre la autonomía individual y la colectiva, la solución sólo puede ser el sacrificio total de una por la otra. Y así se afirma, con carácter general, que no podrá prevalecer la autonomía individual de los trabajadores sobre la autonomía colectiva plasmada en un convenio legalmente firmado.

Esta solución, la única posible en los términos en los que se había planteado el debate, peca de excesiva contundencia y de falta de matices. La relación entre estas dos autonomías, en definitiva entre dos ámbitos de li­bertad, es mucho más compleja de lo que parece dar a entender esta sen­tencia. Hay también intereses legítimos y derechos fundamentales del traba­jador que han de ser respetados incluso por la norma colectiva, lo que el propio Tribunal se ha encargado de señalar con asiduidad. Aunque es evi­dente que el texto constitucional atribuye un especial papel al momento co­lectivo en la defensa de los intereses de los trabajadores, no es menos cierto que también éstos, en cuanto individuos, son portadores de intereses y aspi­raciones propias que no pueden ser ignorados sin más. En el seno del debate actualmente planteado sobre esta temática, la Sentencia 105/1992 viene más a acabar con la discusión que a enriquecerla con nuevos elementos de juicio.

En el fondo, lo que habría que haber examinado en este caso son los efectos destructivos de la política de la empresa sobre la posición contractual de los sindicatos, y sobre su propia representatividad frente al colectivo de trabajadores de la empresa, Y es que este tipo de operaciones, por más que con fines legítimos en algunas ocasiones (y como es, nos parece, el caso), son también un magnífico instrumento de lucha antisindical, de gran efectividad para cuestionar el propio papel de los sindicatos en la sociedad. La expe­riencia comparada muestra cómo en sistemas de relaciones laborales algo más selváticos que el nuestro, como puede ser el norteamericano, a través de este "puenteamiento" del sindicato se puede llegar a su destrucción. Por esto, y por la propia frecuencia de este tipo de prácticas en nuestra realidad em­presarial, un poco de más atención a la operación montada por la empresa hubiera sido ciertamente deseable. En todo caso, parece que esta idea no ha escapado del todo al Tribunal Constitucional, que llega a señalar, que "sólo la unión de los trabajadores a través de los sindicatos que los representan permite la negociación equilibrada de las condiciones de trabajo que persiguen los convenios colectivos y que se traduce en la fuerza vinculante de los mismos y en el carácter normativo de lo pactado en ellos" (f. j . 6).

El segundo de los pronunciamientos que estudiaremos se refiere tam­bién a la negociación colectiva como derecho constitucionalmente reconocido, bien que desde una perspectiva bastante diferente, y en un proceso de ca-

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racterísticas también distintas. Se trata de la Sentencia 92/1992, de 11 de junio de 1992 (BOE de 15 de julio de 1992), dictada con ocasión de una cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Territorial de Zaragoza en relación con la supuesta inconstitucionalidad del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabaja­dores. Este precepto recoge el procedimiento a seguir por el empresario cuan­do pretenda una modificación de las condiciones de trabajo. El espíritu de la norma es el de autorizar las modificaciones de las condiciones de trabajo por iniciaitiva de la empresa cuando existan "probadas razones técnicas, organi­zativas o productivas"; y ello podrá lograrse por una doble vía: en primer lugar, mediante la aceptación de los representantes de los trabajadores; en segundo lugar, y de faltar esta aceptación (y siempre con un carácter suple­torio a ésta), mediante la aprobación de la autoridad laboral, previo informe de la Inspección de Trabajo; todo ello se recoge en un precepto no espe-cialriiente claro en su redacción: "La dirección de la empresa, cuando existan probadas razones técnicas, organizativas o productivas, podrá acordar modi­ficaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, que de, no ser aceptadas por los representantes legales de los trabajadores habrán de ser aprobadas por la autoridad laboral, previo informe de la Inspección de Trabajo; en este último caso la resolución deberá dictarse en el plazo de quince días, a contar desde la solicitud formulada por la dirección de la empresa".

La presentación de la cuestión respondió a que, en opinión del Tribunal de instancia, el artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores establece un sistema de control administrativo, contrario al derecho de negociación colec­tiva establecido en el artículo 37 de la Constitución Española, ya que implica la sumisión de empresario y trabajadores a la decisión de un órgano admi­nistrativo, lo que se corresponde con un sistema de intervención claramente imitativo de los derechos a la negociación colectiva de trabajadores y empre­sarios. "En definitiva, el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores, en cuanto sustrae a la negociación colectiva de aspectos fundamentales de la relación laboral pactada, es inconstitucional por oposición al artículo 37 de la Constitución Española".

El análisis que de esta cuestión de inconstitucionalidad realiza el Tri­bunal Constitucional resulta, a nuestro entender, más acertado en cuanto a su articulación y razonamiento que el de la sentencia anterior. Se produce también, como entonces, un cambio de nivel, elevándose en una primera fase a un estudio genérico y de principio (bien que no tan "elevado" como el alcanzado en la Sentencia 105/1992), y volviendo luego al nivel concreto del

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asunto a resolver. Y ello porque entiende el Tribunal que en la cuestión planteada existen dos perspectivas distintas, cada una de las cuales es me­recedora de un análisis pormenorizado.

En la primera de ellas lo que se estudia es la propia constitucionalidad del reconocimiento de una potestad de este tipo a la Administración: "se pone en duda, pues, por contraria al derecho de negociación colectiva, la misma exis­tencia de un procedimiento que confiere potestades decisorias a la Administración cuando exista un desacuerdo entre empresa y trabajadores, o, más precisamente, cuando la representación de los trabajadores ha manifestado su no aceptación de las modificaciones de las condiciones de trabajo acordadas por la dirección de la empresa" (f. j . 2). Se plantea, así, la validez de esta competencia;jer se, con independencia de las condiciones de su ejercicio; el análisis se realiza a un nivel general, en relación con el propio sistema de negociación colectiva vi­gente en nuestro Derecho.

El razonamiento del Tribunal para solucionar esta primera fase del análisis parte de considerar que el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabaja­dores no supone un atentado al derecho a la negociación colectiva, en cuanto en este precepto no existe negociación alguna. Para el Tribunal de lo que se trata es de una mera manifestación del poder de dirección del empresario; manifestación que, por exceder del ius variandi o potestad directiva empre­sarial ordinaria, requiere un plus que legitime la decisión empresarial, plus que se podrá obtener bien por la aceptación de los representantes de los trabajadores, bien por la autorización administrativa. En las palabras del Tri­bunal "todo ello conduce a apreciar que no nos hallamos ante un supuesto de sustitución, por parte de la Administración, de la negociación colectiva, sino más propiamente de un supuesto de autorización, por motivos tasados de necesidad (o conveniencia probada), de la extensión de la potestad direc­tiva de la empresa, y como un control sobre el ejercicio de esta potestad" (f. j .3). Esta competencia, más que meramente aceptable desde un punto de vista constitucional, encontraría su propia justificación en la misma Consti­tución: "este control se justifica, por un lado, por el carácter extraordinario o exorbitante del ejercicio de ese poder en los casos previstos y acotados por el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores, que requiere una verificación de si efectivamente se dan los supuestos allí previstos; por otra parte, la actuación administrativa viene legitimada por las disposiciones del artículo 38 de la Constitución Española, que no sólo reconoce la libertad de empresa (y el inherente poder de dirección empresarial) sino que también encomienda a los poderes públicos la defensa de la productividad" (f. j . 3). Es decir, la

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facultad reconocida a la empresa por el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores se entiende en un plano exclusivamente individual, de ejer­cicio de los poderes propios del empresario; la posibilidad de aceptación de los representantes de los trabajadores (que exige su previa consulta sobre las modificaciones previstas) no es considerada como manifestación alguna del derecho a la negociación colectiva del artículo 37 de la Consti­tución Española.

Esta afirmación del Tribunal Constitucional puede dar lugar a alguna ulterior reflexión. Parece partir, en primer lugar, de una noción bastante restrictiva de la negociación colectiva, derecho que, como el mismo Tribunal ha tenido ocasión de señalar, no se agota en la negociación y firma de los convenios previstos en el Estatuto de los Trabajadores. Es más, en determi­nados sistemas esta negociación es vista como un procedimiento continuo, que iría adaptando en cada momento lo acordado a las nuevas situaciones y po­siciones de las partes. Aquí se parece negar que estos acuerdos puntuales sobre temas concretos (en este caso, la modificación de determinadas con­diciones de trabajo), puedan formar parte de este derecho. Por otra parte, parece distinguir como dos ámbitos completamente indepeadientes la esfera del poder de dirección del empresario y la esfera de las materias objeto de negociación colectiva, cuando esto no es, en realidad, así. La negociación colectiva supone una reducción del poder de dirección del empleador en determinadas materias, que deberá acordar las condiciones de ejercicio de este poder con los representantes de sus trabajadores. Quizás habría sido conveniente alguna ulterior matización del Tribunal en este punto; podría haberse planteado, por ejemplo, la existencia de zonas intermedias entre estos dos campos, como podría ser el de la codecisión entre trabajadores y empre­sarios, al estilo de otros sistemas de nuestro ámbito.

Por otro lado, el nivel general y teórico en el que se produce esta primera reflexión hubiera sido bastante adecuado para plantearse la cuestión desde otra perspectiva; por ejemplo, cómo cuadrar en un sistema constitucio­nal que atribuya a la autonomía colectiva un papel fundamental en la regu­lación de las condiciones de trabajo un mecanismo que permite a la Admi­nistración imponer unas modificaciones en estas condiciones en contra de la voluntad de los representantes de los trabajadores; en un sistema que, no debe olvidarse, reduce la regulación administrativa de las condiciones de tra­bajo a un papel ciertamente marginal. Esta reflexión no dejó de plantearse al Tribunal, de alguna manera, que se ocupó de ella en el segundo de los niveles de análisis que veremos.

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En este segundo nivel el Tribunal se retrotrae a un ámbito de análisis inferior, más cercano al supuesto concreto de autos; la posibilidad de una decisión administrativa que autorice la modificación de determinadas condiciones de trabajo pactadas en convenio colectivo: "la inconstitucionalidad del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores radicaría en que supone que la decisión de la Administración, adoptada según el procedimiento allí recogido, primaría, en virtud del articulado cuestionado, sobfe las estipulaciones pac­tadas en el convenio colectivo, vulnerando así el derecho del artículo 37 de la Constitución Española (f. j . 2). En este segundo análisis el Tribunal va a realizar un doble estudio de esta cuestión, que podemos calificar de "pers­pectiva ordinaria" y de "perspectiva constitucional" del tema. Comenzaremos con este último.

Desde un punto de vista constitucional, esta potestad de la Administra­ción es considerada ilegítima. Por más que el convenio colectivo esté sometido al poder normativo del Estado, esto "no implica ni permite la existencia de decisiones administrativas que autoricen la dispensa o inaplicación singular de disposiciones contenidas en convenios colectivos, lo que no sólo sería des­conocer la eficacia vinculante del convenio colectivo, sino incluso los princi­pios garantizados en el artículo 9.3 de la Constitución Española" (f. j . 4). En base a ello, concluye el Tribunal Constitucional, "sería contrario al artículo 37.1 de la Constitución Española una interpretación del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores que permitiera a la Administración laboral autorizar al empresario la introducción de modificaciones sustanciales de con­diciones de trabajo, previstas y reguladas en un convenio colectivo" (f. j.4). De esta manera, y en esta primera perspectiva, el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores sería constitucional en tanto en cuanto no resulte de aplicación respecto de condiciones pactadas en convenio colectivo; de otro modo supondría un atentado al derecho constitucional a la negociación co­lectiva no justificable por la general sumisión de los convenios colectivos a la Ley y a las demás normas de rango jerárquico superior.

Desde la segunda perspectiva, estrictamente de legalidad ordinaria, el Tribunal estudia la validez del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores en relación con otros preceptos del mismo cuerpo legal. En particular, con su artículo 3.1, que impide que "puedan establecerse en perjuicio del traba­jador condiciones menos favorables o contrarias a las disposiciones legales y convenios colectivos"; y con el artículo 82.3, según el cual los convenios co­lectivos "obligan a todos los empresarios incluidos dentro de su ámbito de aplicación y durante todo el período de su vigencia". Estos preceptos vendrían

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a desarrollar el carácter imperativo de los convenios colectivos, recogido en el propio texto constitucional. Dado este carácter, no cabe admitir que el artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores contenga una excepción a la regla general de imperatividad del convenio, lo que ocurriría de admitirse la posibilidad de aplicar el mecanismo que contiene respecto de condiciones fijadas en una norma colectiva. En apoyo de esta interpretación desde la legalidad ordinaria el Tribunal cita diversos pronunciamientos del Tribunal Supremo en los que se había fijado ya la misma doctrina, señalando la invio­labilidad de las cláusulas del convenio colectivo respecto del procedimiento fijado por esta norma estatutaria: esta jurisprudencia "ha declarado que la posibilidad de modificación por el cauce del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores ha de entenderse referida exclusivamente a las condiciones de trabajo de origen contractual, sin permitir el establecimiento en perjuicio del trabajador de condiciones menos favorables o contrarias a las disposiciones legales o convenios colectivos" (f. j . 4).

En consecuencia, el Tribunal entiende que se puede salvar la tacha de inconstitucionalidad del precepto, si de él se hace la interpretación que hemos señalado. Acompaña a este fallo un voto particular, formulado y firmado por dos de los miembros del Tribunal, que concurren con el sentido del fallo pero que disienten en cuanto a su argumentación. En su opinión, del propio texto del artículo 41.1 del Estatuto de los Trabajadores, y de los demás preceptos en materia de fuentes contenidos en este cuerpo legal, podría haberse llegado a idénticas conclusiones, sin necesidad de entrar en consideraciones hipoté­ticas sobre la primacía de la decisión administrativa sobre la norma colectiva. Una interpretación sistemática de todos estos preceptos lleva a concluir que en ningún momento el legislador estatutario se ha planteado la posibilidad de que pudiera operarse esta modificación, por lo que la interpretación im­puesta por el Tribunal en su fallo es superfina e innecesaria.

En realidad, tampoco entendemos mucho la razón por la que el Tri­bunal entra en un análisis de legalidad ordinaria de este precepto, habién­dolo analizado ya desde un punto de vista constitucional. Hubiera resultado curioso, por ejemplo, comprobar qué hubiera ocurrido si se hubiera ana­lizado el supuesto de hecho de la Sentencia 105/1992 desde la perspecti­va de la legalidad ordinaria, en particular desde el estudio de las relacio­nes entre norma colectiva y contrato individual; en todo caso, nos parece un fallo acertado, que salva con bastante dignidad la constitucionalidad de un precepto de gran importancia dentro del conjunto de nuestro ordena­miento laboral.

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Lo interesante de estos dos pronunciamientos es que ambos inciden, ciertamente desde perspectivas muy distintas, en un fenómeno que se ha convertido en el centro de todos los aspectos laborales de las economías contemporáneas, la cuestión de la llamada flexibilidad en la gestión de la mano de obra, y las posibilidades que para ello permite el ordenamiento laboral. Se trata, en realidad, de la adaptación del marco normativo a nuevas formas de organización y de gestión de la fuerza de trabajo, en el marco de un proceso más amplio de reorganización del sistema productivo. Esta flexi­bilidad que se pretende supone un ordenamiento que permita cambiar con facilidad las dimensiones de la plantilla de la empresa, las categorías y fun­ciones de cada trabajador, y las propias condiciones de trabajo.

En el primer caso estudiado, lo que pretendía la empresa era cambiar las condiciones de trabajo, fijadas en convenio, acudiendo al contrato indivi­dual de trabajo con cada uno de los empleados (con independencia de una posible finalidad antisindical en esta medida); en el segundo, esta modifica­ción se quería obtener mediante la autorización de la Administración. De esta manera, en ambos casos se trata de prácticas empresariales destinadas a cam­biar el marco vigente para la prestación del trabajo; y en ambos casos, tam­bién, se pretende lograr este cambio al margen del marco natural para la determinación de las condiciones de trabajo, la negociación colectiva. Con ello se pone de manifiesto la escasa virtualidad que tiene esta negociación como mecanismos de flexibilización del mercado de trabajo, a diferencia de lo ocurrido en otros sistemas de relaciones laborales; en nuestro país la falta de acuerdo sobre estas materias determina el recurso a "fuentes alternativas de flexibilidad", como son el contrato individual o la autorización administra­tiva, descentrando de alguna manera el reparto natural de competencias entre los distintos mecanismos normativos previstos en nuestro Derecho del Trabajo.

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DERECHOS HUMANOS E INFORMÁTICA

COMENTARIO LEGISLATIVO: La LORTAD y los derechos fundamentales

Antonio-Enrique Pérez Luño Catedrático de la Facultad de Derecho

de la Universidad de Sevilla

1. UN COMPROMISO DEMORADO

ON la promulgación el 29 de octubre de la Ley Orgánica 5/1992 de Regulación del Tratamiento Automatizado de los Datos de Carácter Personal (LORTAD)' España se incorpora al grupo de Estados que cuentan con normas específicas para la protección de

informaciones personales. Se concluye así una larga etapa de incertidumbres y vacíos normativos, al tiempo que se inicia una cargada de expectativas sobre las anheladas virtualidades de la LORTAD por poner coto, y evitar en ade­lante, los abusos informáticos contra la intimidad perpetrados en nuestro país. Conviene indicar que dicha Ley Orgánica llega tarde y mal. Lo primero, porque desde la promulgación de la Constitución, en virtud del expreso man-

Publicada en el BOE número 262, de 31 de octubre de 1992.

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dato de su artículo 18.4, así como de la obligación adquirida por la ratificación en 1984 del Convenio de protección de datos personales del Consejo de Eu­ropa, el legislador español debía establecer una norma de tutela de las li­bertades en relación con el uso de la informática. Este compromiso nacional e internacional se ha visto demorado hasta el presente. Lo segundo, porque cabía el consuelo de confiar que nuestro retraso legislativo nos permitiría beneficiarnos de las experiencias previas del Derecho comparado de la infor­mática. No ha sido así y el texto ahora promulgado presenta algunas defi­ciencias que pudieron y debieron ser evitadas.

La LORTAD ha llegado tarde para evitar el escándalo que en los úl­timos meses ha agitado a nuestra opinión pública, en relación con el tráfico informatizado de datos de carácter personal, que ha supuesto la confirmación de un peligro desde hace tiempo anticipado. Los 21 millones de ciudadanos españoles, inmediata o potencialmente, agredidos en su intimidad y otros derechos fundamentales abren una brecha en la inconsciencia cívica y política sobre los peligros que entrañan determinadas manipulaciones de las nuevas tecnologías. Ha sido preciso llegar a esta situación para que el conformismo cotidiano de quienes tienen como misión velar por la tutela de las libertades, y quienes tienen como principal tarea cívica el ejercerlas, se viese agitado por la gravedad del riesgo y la urgencia que reviste su respuesta.

No es lícito, al menos para juristas, políticos y tecnólogos, aducir sor­presa o desconocimiento de los eventuales peligros implícitos en el uso de las nuevas tecnologías. Desde hace tres décadas, quienes han evaluado el impacto de la informática en las libertades, han alertado sobre esos peligros, y cualquier especialista mínimamente avisado incurriría en negligencia inex­cusable de haberlos desatendido. Es cierto que España, aun siendo una so­ciedad avanzada, dista de los países con tecnología punta. De ahí que, entre nosotros, se juzgara mayoritariamente como una amenaza remota las adver­tencias y experiencias de asalto informático a las libertades, que ahora con el descubrimiento de la red de "piratas" informáticos, se han convertido en una siniestra realidad.

Nuestra sociedad y nuestros poderes públicos permanecieron ajenos e inertes ante una serie de atentados informáticos a la privacidad perpetrados en nuestro entorno político-cultural. Para describirlos no hay que recurrir a una retórica apocalíptica, basta la expresión estricta de un atestado. Desde los años setenta es notorio que bancos de datos del sector público nortea­mericano, pertenecientes al Pentágono, la CÍA o el FBL procesan informes sobre actitudes individuales y comportamiento político que afectan a millones

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de ciudadanos. Datos que recabados en función de la defensa nacional o de la seguridad pública han servido en determinadas ocasiones, para prácticas de control político y discriminación ideológica. La comunidad académica de USA sufrió una conmoción al saber que, durante la etapa de contestación estudiantil, diversas Universidades que contaban con bibliotecas informatiza-das proporcionaron a la policía relaciones exhaustivas de las lecturas de aque­llos profesores y/o alumnos sospechosos de ser contestarlos o disidentes. Des­de hace años las agencias de información comercial y de crédito norteame­ricano almacenan datos personales que conciernes a cientos de millones de individuos, que tras su adecuada programación, pueden transmitirse a sus clientes en más de 10.000 aspectos diferentes (por edad, profesión, sexo, in­gresos, automóvil o vivienda poseídos, pertenencia a sindicatos, partidos, o sociedades mercantiles, culturales o recreativas...) .

En Francia el detonante fue un proyecto del Instituto Nacional de Es­tadística, por el que se pretendía atribuir a cada ciudadano un "número de identificación único" para todas sus relaciones con la administración. La fatal coincidencia, para los propugnadores del sistema, de que sus siglas respon­dieran a la palabra SAFARI, contribuyó a sensibilizar a partidos políticos, medios de comunicación y ciudadanos ante la amenaza de verse convertidos en las piezas a cobrar en el "safari informático". El proyecto fue finalmente suspendido y supuso una eficaz llamada de atención sobre la peligrosidad de las técnicas de "over-all computer", o sea, del cruce de ficheros que permiten un control exhaustivo de la población, así como el trazado de un completo perfil de las personas. Estas circunstancias pesaron en 1983 en una célebre Sentencia del Tribunal Constitucional de la República Federal de Alemania, que a instancia de los Verdes, declaró parcialmente inconstitucional la Ley del Censo de Población que obligaba a los ciudadanos germanos a suministrar datos personales para fines estadísticos. En dicha decisión jurisprudencial se reconocía el derecho a la "autodeterminación informativa", hasta entonces invocado por la doctrina jurídica, y concretado en la facultad de todo ciu­dadano de las sociedades democráticas de determinar: quién, qué, cuándo y con qué motivo puede conocer datos que le conciernen'.

No huelga advertir que en nuestro propio país existían también ante­cedentes inquietantes del actual "affaire" de la red de piratas informáticos.

^ Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Nuevas tecnologías, sociedad y Derecho. El impacto socio-jurídico de las N.T. de la información, Fundesco, Madrid, 1987, pp. 123 y ss.; ID.: Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Tecnos, Madrid; 4." ed., 1991, pp. 345 y ss.

' Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Libertad informática y leyes de protección de datos personales, en colab. con M. G. Losano y M. F. Guerrero Mateus,, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 137 y ss.

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Desde hace tiempo las instituciones y personas más receptivas a los riesgos de contaminación informática de las libertades han mostrado su preocupación por la persistencia en archivos policiales, ahora informatizados, de datos re­lativos a actividades políticas, o conductas "desviadas" realizadas en el régi­men anterior; el "caso Curiel" constituye un elocuente testimonio. También se han presentado quejas ante el Defensor del Pueblo por la transmisión incontrolada de historias clínicas, así como de datos sobre actitudes y cir­cunstancias personales de funcionarios y trabajadores. Contando con esos no­torios antecedentes, patrios y foráneos, mostrar ahora sorpresa resulta una actitud de ignorancia culpable o de cinismo. El tráfico de informaciones per­sonales descubierto en nuestro país es el precipitado inevitable de unos ries­gos, advertidos desde hace tiempo, y a los que los poderes públicos no han sabido, o querido, poner coto antes.

2. FINES Y ESTRUCTURA NORMATIVA DE LA LORTAD

El objetivo básico perseguido por la LORTAD es el de garantizar los derechos y libertades de las personas físicas, en particular su intimidad, frente a la utilización de la informática. El texto se promulga en desarrollo del artículo 18.4 de la Constitución con rango de Ley Orgánica, salvo sus artículos 18, 19, 23, 26 a 31, los títulos VI y VII, disposiciones adicionales primera y segunda y disposición final primera, que tienen carácter de Ley ordinaria (según prescribe la disposición final tercera).

Para el cumplimiento de esta finalidad fundamental se estructura un sistema de garantías y medidas cautelares, que pretende recoger las orienta­ciones del Derecho comparado en materia de protección de datos personales. En particular la LORTAD parece querer optar por el modelo de las deno­minadas "Leyes de protección de la tercera generación". La experiencia legis­lativa de estos últimos años registra una sucesiva decantación desde las leyes de la primera generación, basadas en la autorización previa de los bancos de datos en una etapa en la que los equipos informáticos eran escasos, volumi­nosos y fácilmente localizables; a las leyes de la segunda generación, cuyo principal objetivo fue la garantía de los datos "sensibles", por su inmediata incidencia en la privacidad o su riesgo para prácticas discriminatorias; y, en la actualidad, a las de la tercera generación, que se han hecho cargo de la revolución microinformática con la consiguiente difusión capilar de los bancos

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de datos. Ello ha hecho prácticamente inviable el control previo de los equi­pos informáticos, sobre el que operaron las normas de la primera generación; al tiempo que la tutela de las informaciones ya no puede quedar circunscrita al factor estático de su calidad, según el criterio predominante en la segunda generación de leyes de protección de datos, sino que debe hacerse extensiva a la dinámica de uso o funcionalidad".

La Exposición de Motivos de la LORTAD concibe 'la protección de los bancos de datos personales desde una perspectiva funcional; no se limita a su tutela en cuanto meros depósitos de informaciones, "sino también, y sobre todo, como una globalidad de procesos o aplicaciones informáticas que se llevan a cabo con los datos almacenados y que son susceptibles, si llegasen a conectarse entre sí, de configurar el perfil personal". Dicho perfil es consi­derado, en la propia Exposición de Motivos, como la reputación o fama que es expresión del honor y que "puede ser valorado, favorable o desfavorable­mente, para las más diversas actividades públicas o privadas, como pueden ser la obtención de un empleo, la concesión de un préstamo o la admisión en determinados colectivos". La LORTAD se propone, por tanto, tutelar la calidad de los datos, pero no en sí mismos, sino en función de evitar que su informatización permita o propicie actividades discriminatorias.

El texto de la LORTAD se halla integrada por una amplia Exposición de Motivos, 48 artículos distribuidos en siete títulos, tres disposiciones adi­cionales, una disposición transitoria, una disposición derogatoria y cuatro dis­posiciones finales. En su estructura normativa pueden distinguirse conceptual-mente dos sectores básicos:

1) Una parte general o dogmática dedicada a la proclamación de la libertad en la esfera informática en la pluralidad de sus facultades y mani­festaciones, e integrada por los Títulos:

I, en el que se formulan las disposiciones generales de la Ley referidas a su objeto, ámbito de aplicación y definiciones;

II, donde se contienen los principios de la protección de datos con re­ferencia expresa a las exigencias de: calidad de los datos, información y con­sentimiento de los afectados, protección especial de datos sensibles y relativos a la salud, seguridad de los datos, deber de secreto y garantías para la cesión de los mismos;

III, referido a los derechos que dimanan del reconocimiento de la li­bertad informática y que se desglosan en: la impugnación de valoraciones

* Cfr. PÉREZ LUNO, A. E.: Libertad informática y kyes de protección de datos personales, cit., p. 152.

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basadas exclusivamente en datos automatizados, y en las facultades de infor­mación, acceso, rectificación y cancelación, asimismo se consignan los instru­mentos para la tutela de esas facultades y el derecho a la indemnización.

2) Una parte especial u orgánica en la que se establecen los mecanismos organizativos y/o institucionales a que deben acomodarse o que deben super­visar el funcionamiento de las bases de datos a fin de garantizar la libertad informática. Se incluyen aquí los títulos:

IV, que prevé unas Disposiciones sectoriales para reglamentar los Ficheros de titularidad pública (capítulo I) donde se contemplan los requisitos para su creación, modificación o suspensión, los supuestos de cesión de datos entre las Administraciones Públicas, el régimen de ficheros de los cuerpos de se­guridad y las excepciones a los derechos; y los Ficheros de titularidad privada (capítulo II) que contiene previsiones normativas en orden a su creación, notificación e inscripción registral, comunicación de cesión de datos, régimen de datos sobre abonados a servicios de telecomunicación, prestación de ser­vicios de tratamiento automatizado de datos personales o sobre solvencia pa­trimonial y crédito, fichero con fines publicitarios o relativos a encuestas o investigaciones, así como los códigos tipo para la estructura, funcionamiento, seguridad y garantías de los ficheros privados;

V, que disciplina él movimiento internacional de datos y donde se acoje el principio básico de reciprocidad del Convenio 108 de protección de datos personales del Consejo de Europa, que supedita el flujo internacional de datos, necesario para el desarrollo cultural, económico y de la seguridad mu­tua de los Estados, a la existencia en el país receptor de los datos personales de garantías similares a las del trasmisor, en este caso a las que se establecen en la LORTAD; salvo excepciones motivadas por acuerdos internacionales, o se trate de prestar o solicitar auxilio judicial o sanitario internacional, o se refiera a transferencias dinerarias conforme a su legislación específica;

VI, donde se regula la naturaleza y régimen jurídico de la Agencia de Protección de Datos, y se especifican las competencias de su Director, del Consejo Consultivo y el objeto del Registro General; al tiempo que se prevén las relaciones de esta institución con las correspondientes de las Comunidades Autónomas.

VII, íntegramente consagrado a tipificar el sistema de infracciones y sanciones previstos por la LORTAD. Se trata de un conjunto de supuestos genéricos de responsabilidad administrativa por infracciones, leves, graves y muy graves, que pueden dar lugar a sanciones disciplinarias, para responsables de ficheros públicos, o pecuniarias en el caso de ficheros privados. En ambos

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supuestos, para infracciones muy graves, se contempla la posibilidad de in­movilizar los ficheros.

3. LAS OPCIONES LEGISLATIVAS DE LA LORTAD

Para analizar los aspectos más interesantes y polémicos de la LORTAD, confrontaré su texto con las grandes opciones legislativas que, en trabajos anteriores ^ he considerado como informadoras de las normas sobre protec­ción de datos personales:

1) Elección entre un modelo de ley única y global (denominada por la doctrina norteamericana Ómnibus Act) o por una serie de leyes particulares sectoriales para distintos aspectos de la tecnología de la información y de la comunicación que requieren una reglamentación peculiar {sector by sector en la terminología anglosajona). En este aspecto parece más oportuna una so­lución mixta, tendente a conjugar una disciplina unitaria con un marco jurídico adaptado a las exigencias de determinados aspectos jurídicos (responsabilidad penal, archivos públicos, datos estadísticos, sanitarios...) o tecnológicos espe­cíficos (telecomunicaciones, videotex, transferencia electrónica de fondos...).

La LORTAD parece inclinarse por este sistema mixto, pero no resuelve todos los problemas de concordancias, reiteraciones y antinomias que pueden surgir en este sector de nuestro ordenamiento jurídico. Cuando, por fin, entre en vigor la ley de protección de datos su normativa coexistirá con una serie de leyes sectoriales y dispersas (en materia: civil, penal, tributaria, sanitaria, estadística, o de telecomunicaciones) en cuyo articulado se contienen dispo­siciones sobre el uso de la informática en relación con los derechos funda­mentales. Ello puede dar lugar a solapamientos, reiteraciones y contradiccio­nes (antinomias) que deberán ser previstos y evitados. La LORTAD deroga expresamente, en su Disposición derogatoria, la normativa de tutela civil de la intimidad frente a la informática vigente hasta ahora de forma transitoria. También contiene una remisión a la legislación estadística (artículo 23A) y sanitaria de protección de datos (arts. 8 y 11.2./). Pero no se plantea la articulación del régimen de sanciones administrativas previstas en la LORTAD con las sanciones penales que para las infracciones informáticas más graves a la intimidad se prevén en el Proyecto de nuevo Código Penal (art. 194). Tampoco existe alusión expresa a las disposiciones sobre protección

' Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Libertad informática y leyes de protección de datos personales, cit., pp. 152 y ss.

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de datos personales contenidas en la Ley 30/1984 de Medidas para la Reforma de la Función Pública (art. 13); de la reformada Ley 10/1985 General Tri­butaria (art. 111.6); y de la Ley 31/1987 de Ordenación de las Telecomuni­caciones (arts. 2.2 y 5.4) ^

La LORTAD debería establecer, por imperativos de seguridad jurídica, una ordenación armonizadora de todas las reglamentaciones sectoriales y dis­persas existentes en nuestro ordenamiento en materia de protección de datos. Este tipo de disposiciones han sido denominadas por Mario G. Losano, nor-mae fugitivae, "pues encontrándose allí donde no deberían no son fáciles de hallar, organizando una fuente de problemas legislativos incluso graves"'.

2) Decisión en favor de textos normativos integrados por disposiciones casuísticas y pormenorizadas o por una técnica legislativa de cláusulas o prin­cipios generales. Este último procedimiento es particularmente aconsejable para regular materias que, como la informática, se hallan inmersas en los constantes cambios e innovaciones tecnológicas. De este modo, la reglamen­tación legal a partir de unos standards flexibles evita la necesidad de intro­ducir variaciones constantes en las normas y permite a los órganos encargados de su aplicación (tribunales, comisiones, comisarios o agencias...) adaptar los principios a las situaciones que sucesivamente se presenten.

La LORTAD parece querer responder a esa orientación presentándose como un texto de principios básicos y remitiendo a la vía reglamentaria la concreción de gran parte de su contenido. El desarrollo de esas disposiciones reglamentarias puede suponer una demora adicional en la entrada en vigor de un sistema tutelar eficaz para la protección de las informaciones perso­nales. Sin que puedan tampoco soslayarse las facultades normativas omní­modas y ampliamente discrecionales que ello comporta en favor de la Agencia de Protección de Datos. Asimismo el reconocimiento de una parcela de au­tonomía en los ficheros del sector privado, a través de la posibilidad de

' Cfr. PÉREZ LUNO, A. E.: Panorama general de la legislación española sobre protección de datos, en el vol. col. Implicaciones socio-jurídicas de las tecnologías de la información . Encuentro 1991, Fundación Citema, Madrid, 1992. También deberá tenerse presente la normativa comuni­taria europea en la materia, vid. sobre ello: SÁNCHEZ BRAVO, A.: El tratamiento automatizado de bases de datos en el marco de la Comunidad Económica Europea: su protección; y RIPOL GARULLA, S.: El proyecto de Directiva comunitaria sobre protección de datos: una valoración española. Comunicaciones presentadas al III Congreso Iberoamericano de Informática y Derecho (Mérida, septiembre 1992), en curso de publicación a cargo de V. Carrascosa.

' LOSANO, M. G.: Los Proyectos de Ley italianos sobre la protección de los datos perso­nales, en el vol. col.: Problemas actuales de la documentación y la informática jurídica (Actas del Coloquio Internacional celebrado en la Universidad de Sevilla, 5 y 6 de marzo de 1986), ed. a cargo de A. E. Pérez Luño, Tecnos & Fundación Cultural Enrique Luño Peña, Madrid, 1987, p. 279.

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elaborar códigos tipo deontológicos (art. 31), tiende a facilitar la adaptación de los principios normativos básicos de la LORTAD a las constantes trans­formaciones tecnológicas.

3) Preferencia por un modelo de tutela estática, basado en la "calidad" de las informaciones, o bien por un sistema de protección dinámica, centrada en el control de los programas y su utilización. Sobre esta disyuntiva conviene tener presente que la experiencia de estos últimos años' sobre la aplicación de las leyes de protección de datos ha puesto de relieve, de un lado, la dificultad de establecer un catálogo exhaustivo de los datos real o potencial-mente "sensibles", y de otro, la evidencia de que cualquier información, en principio neutra o irrelevante, puede convertirse en "sensible" a tenor del uso que se haga de la misma, todo ello sin desconocer la importancia que reviste la protección de determinado tipo de datos, en razón de su "calidad", es decir, por su inmediata referencia a la intimidad o el resto de las liber­tades.

La LORTAD ha optado aquí por una solución sincrética que combina la tutela estática en función de los datos sensibles (art. 7), con la tutela dinámica a través de la Agencia de Protección de Datos (arts. 36 y 39). Respecto a los primeros hay que reprochar a la LORTAD el haber planteado la tipificación de las informaciones especialmente sensibles en función de la ideología, religión o creencias expresadas en el artículo 16 de la Constitución Española; cuando resultaba mucho más completo y pertinente haber tomado como punto de referencia el artículo 14 de la propia Constitución que pre­viene cualquier actividad discriminatoria —hay que entender que también las realizadas a través de la informática— por razones de "nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social".

En relación con la Agencia de Protección de Datos, ente de Derecho público sobre el que gravita la implementación de la LORTAD y de sus garantías, hay que decir de inmediato que constituye uno de los aspectos más negativos e insatisfactorios de la Ley. Suscita perplejidad y estupor que la Exposición de Motivos destaque la "absoluta independencia" de su Director y haga hincapié en la "representatividad" del órgano colegiado que le sirve de apoyo. Respecto a lo primero, porque a diferencia de lo que es norma habitual en el Derecho comparado de los Ombudsmen especializados en la protección de datos (el caso de los Datenschutzbeauftragter de las leyes ger­manas, en las que parece haberse inspirado la LORTAD, es bien elocuente) ^

* Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Nuevas tecnologías, sociedad y Derecho. El impacto socio-jurídico de las N.T. de la información, cit., pp. 149 y ss.; ID.: La Contaminación de las libertades en la sociedad informatizada y las funciones del Defensor del Pueblo, en "Anuario de Derechos Humanos", tomo 4, 1987, Homenaje a Joaquín Ruiz-Giménez, pp. 259 y ss.

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el Director no es nombrado por el Parlamento, sino por el Gobierno a quien también corresponde su cese (art. 35). Además, a diferencia de los Ombuds-men para la protección de datos extranjeros que presentan sus informes anua­les (muy importantes para conocer el "quién es quién" en materia de agre­siones a las libertades informáticas) a las Cámaras representativas, el Director español lo deberá hacer ante Ministerio de Justicia (art. 36.A:). Ello condiciona gravemente la neutralidad y la propia credibilidad de esa institución, que aparece como un mero delegado gubernativo para la informática.

No más indulgente es el juicio que merece la representatividad del órgano colegiado, en el que se incluye una representación del sector de fi­cheros privados, pero no la de los sindicatos y cuyo régimen de funciona­miento, tema básico para garantizar la operatividad del órgano, se reenvía a las normas reglamentarias (art. 37).

Tiende también a reforzar la perspectiva dinámica del sistema tutelar implantado por la LORTAD su definición y regulación de los ficheros, que como ya he indicado no se hallan concebidos como un mero depósito de datos, sino como una globalidad de procesos o aplicaciones informáticas que se llevan a cabo con los datos almacenados y que son susceptibles, si llegasen a conectarse entre sí, de configurar un perfil de la personalidad. Dicho perfil es entendido por la LORTAD como la reputación o fama de las personas que puede ser valorado, favorable o desfavorablemente, para diversas activi­dades públicas o privadas, como la obtención de un empleo, de un préstamo o la admisión en determinadas asociaciones (Exposición de motivos, en re­lación con los arts. 3. b y f; 7; 11 y 12).

4) Opción entre restringir la disciplina de los bancos de datos perso­nales a aquellos que pertenecen al sector público o extenderla también a los que operan en el sector privado. En este punto conviene recordar la admisión paulatina, en la doctrina y la jurisprudencia sobre los derechos fundamentales, del principio de su Drittwirkung, o sea, de su eficacia ante terceros o en relaciones entre particulares. En la fase correspondiente a los derechos de la primera generación se consideraba que estos solo eran ejercitables ante los poderes públicos, que tradicionalmente habían sido sus principales violadores. No obstante en las generaciones sucesivas de derechos fundamentales se am­plió su incidencia al plano de las relaciones privadas, al adquirirse consciencia de que también en ellas pueden surgir situaciones de amenaza y agresión para el disfrute de las libertades. De forma análoga, las leyes de protección de datos de la primera generación tendieron, sobre todo a posibilitar el con-

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trol de los sistemas automatizados administrativos. Con posterioridad pudo comprobarse que el peligro podía también proceder de los bancos de datos privados (grandes multinacionales, agencias de información y de crédito...) y que urgía evitar situaciones de impunidad para quienes producían este daño a las libertades y de indefensión de quienes son sus víctimas. Ello hace acon­sejable una disciplina de todos los bancos de datos personales, con indepen­dencia de su titularidad pública o privada, introduciendo en la reglamentación aquellas salvedades que se estimen convenientes.

Estas consideraciones pueden también hacerse extensivas a la conve­niencia de que la norma de protección de datos haga llegar sus instrumentos de garantía no sólo a los sistemas automatizados, sino también a los archivos o registros manuales referidos a informaciones personales, introduciendo aquí también las eventuales especificaciones.

La LORTAD acoge estas directrices al conjugar la protección de datos personales recogidos en ficheros públicos y privados, estableciendo diferente sistema de garantías. Quizás en este punto la principal objeción que pudiera hacerse a la Ley es la patente debilidad del sistema de tutela de los bancos de datos privados respecto a los que operan en el sector público. Mientras que para la creación o modificación de estos últimos se exige una norma general publicada sometida a control jurisdiccional, y se hallan sometidos al control y tutela de los entes u órganos públicos de los que dependen, así como al de los Defensores del Pueblo estatal y, en su caso, autonómicos y al de la Agencia de Protección de Datos; los ficheros privados quedan sólo sometidos a la supervisión de dicha Agencia. Como he indicado las agresiones de este sector no son menores que las que provienen del poder, por lo que la diferencia de regímenes de protección no tendría porqué traducirse en merma de los instrumentos de garantías frente a los abusos perpetrados desde la esfera de los grandes intereses económicos privados.

La LORTAD acoge la posibilidad de extender la aplicación de su sis­tema de garantías a los ficheros convencionales (Disposición final segunda); pero, como en tantos otros puntos, deja al arbitrio del Gobierno, previo in­forme del Director de la Agencia de Protección de Datos (que como he indicado es un mero delegado gubernativo), la concreción de ese propósito.

5) Delimitación de un ámbito subjetivo de tutela restringido a las per­sonas físicas o ampliado a las personas jurídicas. La primera alternativa es la que cuenta con mayor número de precedentes en el Derecho comparado de la protección de datos. Esto se debe a que, inicialmente, esta legislación fue pensada para proteger la intimidad y las libertades individuales, así como a

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Ahora bien, a medida que el proceso de datos se proyecta a las empresas, a las instituciones y asociaciones, se hace cada vez más evidente la conveniencia de no excluir a las personas jurídicas del régimen de protección que impida o repare los daños causados por la utilización indebida de informaciones que les conciernen. En efecto, la defensa de la intimidad y los demás derechos fundamentales no es privativa de los individuos, sino que debe proyectarse a las formaciones sociales en las que los seres humanos desarrollan plenamente su personalidad. De ahí que convergen intereses sociales, jurídicos y políticos en la exigencia de reconocer a las personas colectivas el derecho a la pro­tección de los datos que les conciernan. Todo ello de acuerdo con la ten­dencia hacia la ampliación de las formas de titularidad que constituyen uno de los rasgos caracterizadores de la tercera generación de derechos funda­mentales.

La LORTAD, al igual que en lo concerniente a los ficheros manuales, preveía en el Proyecto inicial remitido por el Gobierno a las Cortes'' la po­sibilidad de extender su sistema de protección, pensado básicamente para las personas físicas, a las jurídicas (Disposición final tercera)'. No obstante, tras el debate parlamentario, fue suprimida esta posibilidad, que ya no se incluye en el texto definitivamente promulgado de la LORTAD, por lo que, en este punto, pudiera afirmarse que la reforma introducida por las deliberaciones de las Cámaras se ha traducido en una manifiesta reformatio in peius.

4. ¿FICHEROS ROBINSON O FICHEROS PECERA?

Un aspecto de la LORTAD que merece consideración aparte es el referido a sus previsiones normativas para prevenir y sancionar los riesgos que, en orden a la intimidad de los datos personales, se derivan de las prác­ticas abusivas del correo electrónico y del tráfico de datos; peligros a los que aludía al iniciar estas consideraciones.

Vivimos en una sociedad en la que la información es poder y en la que ese poder se hace decisivo cuando, gracias a la informática, convierte infor­maciones parciales y dispersas en informaciones en masa y organizadas. La información ha devenido símbolo emblemático de una sociedad que se designa a sí misma como sociedad de la información o sociedad informatizada. En esa situación no sería lícito negar a los poderes públicos el empleo de las nuevas tecnologías de la información. En las sociedades avanzadas y complejas

' Dicho texto fue publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados, número 59-1, de 24 de julio de 1991.

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del presente la eficacia de la gestión administrativa, la erradicación de acti­vidades antisociales y delictivas cada vez más sofisticadas y la propia mora­lización de la vida cívica exigen contar con un amplio y organizado sistema informativo. Pero ello no debe implicar que los ciudadanos queden inermes ante el inventario, utilización y transmisión de datos que afecten a su inti­midad y al ejercicio de sus derechos. '

De modo análogo en la esfera privada, una vez convertida la información en protagonista del nuevo "sector cuaternario", ahora añadido a los tres sec­tores económicos tradicionales, se ha desatado la fiebre del acopio de datos. Las sociedades y empresas de hoy miden su dinamismo y empuje por la cantidad y calidad de sus informaciones. La trascendencia económica de la información ha generado un apetito insaciable de obtenerla por cualquier medio y a cualquier precio y es directamente responsable de determinadas prácticas abusivas que hoy, por desgracia, acechan el libre ejercicio de la privacidad en nuestra vida cotidiana.

Para justificar la espiral de datos personales de las agencias de infor­mación comercial y financiera se ha llegado incluso a la perversión del len­guaje. Así se alude ahora a los denominados "ficheros Robinson", en los que deberían inscribirse aquellos ciudadanos que no quieran ver perforada su privacidad por la recepción de propaganda no deseada quedando, de este modo, a salvo del mercado "blanco" o "negro" de archivos de información. Ya el nombre de esos ficheros denuncia parcialidad del juicio. Supone que el ciudadano normal es el que acepta gustoso la contaminación de su vida privada por los intereses consumistas de los mercaderes de publicidad. El ciudadano insólito será aquel que se obstine en salvaguardar su derecho fun­damental a la intimidad y se autoconfina en un aislamiento parangonable al sufrido por Robinson en su isla solitaria. Podría objetarse a este torpe men­saje ideológico subliminal que precisamente son las sociedades tecnológicas del presente las que han dado origen al fenómeno de las "muchedumbres solitarias" de seres gregarios, espectadores inertes y manipulados por y desde mil formas de propaganda. Todavía es más importante aducir que en un Estado de Derecho ningún ciudadano debe verse obligado a inscribirse en un archivo adicional de datos, para que sean respetados sus derechos y libertades. Parecería grotesco que, en una sociedad democrática, el respeto de la dig­nidad, de la libertad personal o de conciencia, o el secreto de las comuni­caciones quedara limitado a aquéllos ciudadanos que expresamente lo solici­tasen. Por idéntica inferencia, no deben ser los ciudadanos normales que quieren ejercer su derecho constitucional a la intimidad, sino quienes deseen hacer dejación de este derecho, los que se inscriban en listas o ficheros.

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El ciudadano de la sociedad tecnológicamente avanzada sabe que exis­ten los medios para que su formación escolar universitaria, sus operaciones financieras, su trayectoria profesional, sus hábitos de vida, viajes y esparci-mentos, sus preferencias adquisitivas comerciales, su historia clínica, o sus propias creencias religiosas y políticas se hallen exhaustivamente registradas en bancos de datos informatizados susceptibles de ser cruzados, y ofrecer así perfil completo de la personalidad. Tal situación ha dado origen al denomi­nado "síndrome de pecera", es decir, la psicosis que aqueja a los ciudadanos de vivir en una casa de cristal en la que todas las acciones pueden ser con­troladas. Por ello, en aras de la clarificación de las cosas, sería deseable que los ficheros de quienes expresamente no desean ver tutelada su intimidad respecto al tráfico de sus datos personales se denominasen "ficheros pecera", expresión mucho más próxima a su auténtico significado que el equívoco ape­lativo "ficheros Robinson".

¿Cuál es la respuesta aportada por la LORTAD para poner coto a esta situación? Vaya por delante que tampoco en este punto la Ley se muestra a la altura de las expectativas que su larga y demorada elaboración había ge­nerado. En primer lugar, la LORTAD exceptúa del ámbito de su tutela: "A los ficheros de información tecnológica o comercial que reproduzcan datos ya publicados en boletines, diarios o repertorios oficiales" (art. 2.2.c). Asimismo establece que las empresas de recopilación de direcciones, reparto de docu­mentos, publicidad o venta directa sólo utilizarán listas informatizadas de nombres y direcciones de personas físicas cuando figuren en documentos ac­cesibles al público, hayan sido facilitados por los afectados u obtenidas con su consentimiento (art. 29.1). Los interesados podrán ser dados de baja en dicho ficheros tras su expresa solicitud (art. 29.2).

Son varias e importantes las objeciones críticas que pueden argumen­tarse respecto a ese planteamiento normativo. Me limitaré a exponer las dos que me parecen de mayor entidad. La primera se refiere a que esta disciplina contradice, de manera flagrante, el principio fundamental en la protección de datos de la finalidad (consagrado en el art. 4.2 de la propia LORTAD); ya que no es aceptable que informaciones recabadas y publicadas en función de intereses colectivos y sociales puedan ser incontrolada e impunemente utili­zadas para fines e intereses privados comerciales y, por tanto, ajenos a aque­llos que justificaron su recogida y su publicidad. La segunda a que acoge implícitamente la peligrosa y nociva filosofía subyacente a la práctica de los "ficheros Robinson". La LORTAD invierte la carga de la prueba, al exigir del ciudadano que desea ver salvaguardada su vida privada la actuación ex-

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presa tendente a la defensa de su derecho, en lugar de hacerla recaer en las empresas que realizan la actividad, las cuales debieran probar que existe un consentimiento previo de cuantas personas figuran en sus bases de datos de información comercial. Todo ello, con el consiguiente riesgo de conculcar la interpretación lógica y sistemática del artículo 18 de la Constitución, al im­plicar un flagrante e injustificado menoscabo del derecl^o fundamental a la intimidad'".

5. LA LORTAD: ENTRE LAS LUCES Y LAS SOMBRAS

La LORTAD presenta en su haber, como uno de sus logros más sig­nificativos, la definición de los principios básicos que informarán la actuación de los bancos de datos automatizados que procesen informaciones personales (arts. 4 a 11). Entre los mismos figuran los de la calidad de los datos (deberán ser adecuados y pertinentes a los fines para los que se han obtenido, exactos, actualizados...); la transparencia (que obliga a informar a los afectados por la recogida de datos personales sobre la finalidad, obligatoriedad, consecuencias y derechos que implica su tratamiento automatizado), el consentimiento (como garantía de los afectados que es requisito general para cualquier proceso informatizado de datos personales), la tutela reforzada de los datos sensibles (informaciones que hacen referencia a convicciones personales o datos sus­ceptibles de engendrar tratos discriminatorios por motivos de raza, salud, vida sexual...), la seguridad (frente a la alteración, pérdida o acceso indebido a los datos personales), el secreto (que obliga a no revelar las informaciones per­sonales a quienes intervienen en cualquier fase de su tratamiento automati­zado) y la cesión (limitada al uso para fines legítimos y con el previo con­sentimiento del afectado).

El otro aspecto abiertamente positivo de la LORTAD consiste en el reconocimiento y tutela jurídica de la libertad informática (a ello se consagran sus arts. 12 a 17). La libertad informática se concibe como el nuevo derecho de autotutela de la propia identidad informática. Su función se cifra en ga­rantizar a los ciudadanos unas facultades de información, acceso y control de los datos que les conciernen. Dicha libertad informática ha sido concebida

'° Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Derechos humanos. Estado de Derecho y Constitución, cit., pp. 358 y ss. En relación coií la cancelación de datos personales en la esfera pública, vid.: ARROYO YANES, L. M.: La cancelación de datos personales en ficheros de titularidad pública en el Proyecto de LORIAD, Comunicación presentada al III Congreso Iberoamericano de Infor­mática y Derecho, cit.-

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por la doctrina y la jurisprudencia germanas como un derecho a la autode­terminación informativa, que se refiere a la libertad para determinar quién, qué y con qué ocasión puden conocer informaciones que conciernen a cada sujeto. En la situación tecnológica propia de la sociedad contemporánea todos los ciudadanos, desde su nacimiento, se hallan expuestos a violaciones de su intimidad perpetradas por determinados abusos de la informática y la tele­mática. La injerencia del ordenador en las diversas esferas y en el tejido de relaciones que conforman la vida cotidiana se hace cada vez más extendida, más difusa, más implacable. Por ello, al tradicional habeos corpas corresponde en las sociedades tecnológicas del presente el hateas data. El hateas data constituye, en suma, un cauce o acción procesal para salvaguardar la libertad informática, que cumple una función paralela, en el seno de los derechos humanos de la tercera generación, a la que en los de la primera generación correspondió al hateas corpus respecto a la libertad física o de movimientos de la persona. No es difícil, en efecto, establecer un marcado paralelismo entre la "facultad de acceso" en que se traduce el hateas data y la acción exhibitoria del hateas corpus ".

Pero junto a estos avances innegables, hay que apuntar en el déte de la LORTAD determinados fallos e insuficiencias que no pueden ser sosla­yados. Así, quizá el aspecto más discutible e inquietante de la Ley Orgánica 5/1992 sea el de sus constantes y significativas excepciones, que limitan el alcance práctico del ejercicio de las libertades informáticas. Los constitucio-nalistas y, en especial, los estudiosos de los derechos fundamentales, suelen criticar la práctica desvirtuadora de algunos textos normativos que, tras so­lemnes y generosos reconocimientos de las libertades, recortan su ejercicio y las vacían de contenido al establecer un régimen de excepciones y limitaciones no menos generoso. Corresponde a Karl Marx el mérito de haber evidenciado esta práctica condenable en su crítica a la Constitución francesa de 1848. "Cada artículo de la Constitución —denunciaba Marx— contiene su propia antítesis, su propia Cámara alta y baja. En la frase general la libertad, en su explicación la anulación de la libertad. Por ello, mientras formalmente se respetase la libertad, aunque por vía legal se impidiera su ejercicio, la libertad quedaba intacta por más que se negase su significación común y popular" '^ Por ello, no puede dejar de suscitar inquietud el que la LORTAD, tras pro­clamar las garantías en orden a la protección de datos y derechos de las

" Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Intimidad y protección de datos personales: del "habeos corpus" al "hateas data", en "Estudios sobre el derecho a la intimidad," ed. a cargo de L. García San Miguel, Tecnos, Madrid, 1992, pp. 36 y ss.

' K. MARX: "Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte", en Marx Engels Werke, Dietz, Berlín, 1978, vol. 8, p. 127. Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, cit., pp. 266 y ss.

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personas, establezca excepciones relevantes referidas a: la información de los afectados (art. 5.3); a su consentimiento (art. 6.1 y 2); a las garantías de los datos sensibles (art. 7.3); a la posibilidad de que las Fuerzas de Seguridad del Estado puedan informatizar datos sensibles sin control judicial, fiscal o de la propia Agencia de Protección de Datos (art. 20.2 y 3); a los límites al ejercicio de los derechos de acceso, rectificación y cancelación a los bancos de datos públicos (art. 21); así como a la restricción del derecho a la infor­mación de los ciudadanos sobre la recogida de los datos que les conciernen elaborados por las Administraciones Públicas por motivos tan vagos como "las funciones de control y verificación" de las mismas y a la supeditación general de la tutela a cuanto afecte a la Defensa Nacional, Seguridad pública, per­secución de infracciones penales o administrativas, interés público o intereses de terceros más dignos de protección (art. 22.1 y 2)... Excepciones que pueden afectar al contenido esencial de la garantía reconocida en el artículo 18.4 de la Constitución y sobre las que, por tanto, se cierne la sombra de la inconstitucionalidad ' .

También resulta cuestionable el sistema de garantías jurisdiccionales previsto por la LORTAD. Así, el artículo 17.1 remite a la determinación por vía reglamentaria de las reclamaciones que puedan presentarse ante la Agen­cia de Protección de Datos por violación de sus disposiciones. Ello contraría

" Debe tenerse presente, a efectos de la ili.ii.rniin;ición del contenido esencial del artículo 18.4, que debo NCI respetado necesariamente en su desarrollo legislativo según establece el artículo 53.1 de la C'onstitución Española, el carácter informador del Convenio 108 del Consejo de Europa sobre protección de datos personales. Tal exigencia se desprende del artículo 10.2 de la CE que, en orden a la interpretación de los derechos y libertades, establece la relevancia her­menéutica de los Tratados internacionales ratificados por España. Pero, en este caso, la necesidad de hacer plenamente compatibles los textos del Convenio 108 y la LORTAD viene determinada además por el hecho de que aquél, una vez ratificado (lo fue el 27 de enero de 1984) y publicado (en el BOE de 15 de noviembre de 1985) por España, se ha incorporado a su derecho interno (en virtud del artículo 96.1 CE). Por tanto cualquier divergencia determinaría una antinomia en el seno de nuestro ordenamiento. A tal efecto, conviene recordar que el artículo 6 del Convenio 108 exige "garantías apropiadas" para el tratamiento automatizado de datos sensibles: garantías que la LORTAD debilita con su amplia habilitación de excepciones. Es cierto que el Convenio admite excepciones a su sistema de derechos y garantías, pero sólo cuando ello "constituya una medida necesaria en una sociedad democrática" (art. 9.2), pero la noción de necesidad en lina sociedad democrática" ha sido interpretada restrictivamente por la jurisprudencia de la Comisión y el Tribunal europeos, lo que contrasta con el carácter genérico y difuso de las excepciones que posibilita la LORTAD. De otra parte, esa vaguedad e imprecisión al tipificar las excepciones pudiera suponer una vulneración del principio de seguridad jurídica amparado por el articulo 9.3 de la CE. Cfr. PÉREZ LUÑO, A. E.: La incorporación del Convenio Europeo sobre protección de datos personales al ordenamiento jurídico español, en el número 17 monográfico de ICADE. Revista de las Facultades de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales, sobre "Informática y Derecho", pp. 27 y ss.; id., Libertad informática y leyes de protección de datos personales, cit., pp. 163 y ss.; id.. La seguridad jurídica, Ariel, Barcelona, 1991. Estas circunstancias han motivado la actuación de la Comisión de Libertades e Informática (CU) tendente a solicitar del Defensor del Pueblo la presentación de un recurso de insconstitucionalidad contra la LORTAD, en base a un dictamen del profesor Diego López Garrido, Catedrático de Derecho Constitucional.

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la exigencia de reserva de ley que se infiere del artículo 53.1 CE para regular los cauces procesales de tutela de los derechos fundamentales y, por tanto, del artículo 18.4 CE. A ello se añaden las posibles dudas que pueden deri­varse de cuanto dispone el apartado 2 de dicho artículo 17, al señalar que "Contra las resoluciones de la Agencia de Protección de Datos procederá recurso contencioso-administrativo". Esa "procedencia" debe entenderse que, en ningún caso, puede implicar la "improcedencia", o diferimiento del acceso al amparo judicial ordinario, a través del procedimiento preferente y sumario y, en su caso, al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional previsto en el artículo 53.2 CE para la protección reforzada de los derechos funda­mentales incluidos en la Sección primera del Capítulo segundo de la CE, entre los que se halla el consagrado en el artículo 18.4 "*.

6. PRESENTE Y FUTURO DE LA PROTECCIÓN DE DATOS PERSONALES EN ESPAÑA

La tardanza en regular la protección de datos persqnales ha creado ya importantes problemas jurídicos. La demora ha sido culpable de numerosas situaciones de confusión e incertidumbre. Baste mencionar las recientes y sucesivas decisiones discrepantes de juzgados y tribunales y el propio cambio de rumbo del Consejo General del Poder Judicial, en relación con el acceso a las sentencias por parte de agencias de información o entidades financieras, que no persiguen el fin general de la publicidad procesal, sino el de elaborar registros informatizados de morosos o insolventes ". Esta cuestión ha sido ahora regulada en la LORTAD, que establece el carácter exclusivamente público de los ficheros de datos personales relativos a infracciones penales o administrativas (art. 7.5), así como las garantías que deberán concurrir en los ficheros automatizados privados sobre datos relativos a solvencia patrimonial-y crédito (art. 28).

La nueva ley de protección de datos quizás llegue también tarde para

'* Vid. sobre este punto la Comunicación de María E. Gayo Santa Cecilia sobre Garantías del ciudadano ante la LORTAD: posibles vías de defensa y protección de sus derechos funda­mentales, presentada al III Congreso Iberoamericano de Informática y Derecho, cit.

" Cfr. el "Informe sobre el derecho de acceso de los particulares al texto de las sen­tencias dictadas por los Tribunales, en relación con el concepto de publicidad y de interesado recogido en los artículos 120 de la Constitución, 236 y 266 de la Ley Orgánica del Poder Judicial", en el Boletín de Información del Consejo General del Poder Judicial, 1991, abril, número 99, anexo IV, pp. 30 y ss. Debo agradecer al Magistrado Miguel Carmona Ruano, Presidente de la Audiencia Provincial de Sevilla, su valiosa documentación sobre este asunto, así como el texto todavía inédito de su trabajo sobre la materia titulado: Archivos informáticos de datos personales carentes de control y garantías. Una visión judicial.

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evitar el deslizamiento de nuestro sistema hacia el "identificador único", para cuya fáctica consagración el NIF representó un hito decisivo. Porque no se discute la existencia de documentos que permitan determinar las relaciones del ciudadano con las distintas administraciones, lo que resulta de dudosa constitucionalidad (a la vista del inequívoco propósito, de evitar que en nues­tro país se dieran supuestos análogos al affaire SAFARI, explicitado por los grupos políticos que contribuyeron a incluir al artículo 18.4 6n la Constitución) es que esos distintos documentos identificaticos consistan en el DNI con un dígito que facilita su procesamiento informático y eventual cruce de ficheros. En este aspecto la única garantía aportada por la LORTAD consiste en limitar la posibilidad de cruce de los ficheros automatizados administrativos. Si bien establece la salvedad de que la cesión "hubiese sido prevista por las disposiciones de creación del fichero o por disposición posterior de igual o superior rango que regule su uso" (art. 19.1). Con ello se deja abierta la posibilidad de una reglamentación por vía reglamentaria de la cesión de datos, lo que aparte de incidir en el contenido esencial de la libertad informática consagrada en el artículo 18.4 CE, implica menoscabo del principio de legalidad (art. 9.3 CE) y de la reserva de ley exigida para la regulación de los derechos fundamentales (art. 53.1 CE).

De lo anteriormente expuesto se infiere que el juicio global que me merece la LORTAD no puede ser plenamente positivo. Entiendo que antes de promulgarse la versión definitiva de la LORTAD hubieran podido y debido evitarse los defectos que ahora tiene. No ha sido así y la Ley 5/1992 constituye una lamentable ocasión perdida de dotar a nuestro ordenamiento jurídico de una norma más adecuada de protección de las libertades en la esfera infor­mática. Mi comentario no se consuela con el tópico conformista de que es mejor una ley defectuosa que carecer de cualquier reglamentación legal, entre otras cosas, porque el artículo 18.4 de la Constitución y el Convenio Europeo constituyen dos normas básicas vigentes en nuestro ordenamiento, que, aun­que exigen un desarrollo legal, ofrecían a la jurisprudencia un cauce orien­tador mejor que una ley desorientadora y que precariza algunas de las prin­cipales garantías que dimanan de esos textos. No deseo que esta reflexión pueda pecar de parcialidad, al no reconocer aspectos positivos en la LORTAD. Ahora bien, entiendo que de su articulado pudiera decirse, en síntesis, que sus mayores aciertos residen en aquellos puntos en los que se ha limitado a transcribir garantías existentes en otras normas del Derecho comparado de la protección de datos, en particular del Convenio europeo. Por contra sus as­pectos más discutibles e insatisfactorios son, precisamente, aquellos en los que

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el texto pretende aportar soluciones originales. Entre ellas ocupan un lugar destacado las constantes y significativas excepciones que limitan el alcance práctico del ejercicio de las libertades informáticas.

Las sociedades actuales precisan de un equilibrio entre el flujo de in­formaciones, que es condición indispensable de una sociedad democrática y exigencia para la actuación eficaz de los poderes públicos, con la garantía de la privacidad de los ciudadanos. Ese equilibrio precisa de un "Pacto social informático" por el que el ciudadano consiente en ceder al Estado datos personales, a cambio del compromiso estatal de que los mismos se utilizarán con las debidas garantías ". Ese gran reto social, jurídico y político constituye el horizonte a alcanzar por la LORTAD; y a todos, en cuanto ciudadanos deseosos de una convivencia en libertad, nos importa que no defraude el logro de ese objetivo.

En las sociedades avanzadas del presente la protección de datos per­sonales tiende, en definitiva, a garantizar el equilibrio de poderes y situaciones que es condición indispensable para el correcto funcionamiento de una co­munidad democrática de ciudadanos libres e iguales. Para su logro se precisa un adecuado ordenamiento jurídico de la informática, capaz de armonizar las exigencias de información propias de un Estado avanzado con las garantías de los ciudadanos. Pero estas normas de Dececho informático exigen, para su plena eficacia, impulsar la consciencia y el compromiso cívico de hacerlas una experiencia tangible en la vida cotidiana. Es tarea de todos contribuir a evitar una paradoja dramática: compensar nuestro retraso en la incorporación al desarrollo tecnológico con la vanguardia mundial en la piratería del "soft­ware", la delincuencia informática, y las agresiones informáticas a la libertad.

" Cfr. CASTELLS ARTECHE, J. M.: La limitación informática, en la obra Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al Profesor Eduardo García de Enterría, Cívitas, Madrid, 1991, pp. 924 y ss ; DENNINGER, E.: El derecho a ¡a autodetermirutción informativa, trad. cast. de PÉREZ LUÑO, A. E., en el vol. col., Problemas actuales de la documentación y la informática jurídica, cit., pp. 268 y ss.; LOSANO, M. G.: Para una teoría general de las leyes sobre la protección de los datos personales en el vol. col. Implicaciones socio-jurídicas de las tecnologías de la infor­mación. Encuentro 1991, cit., pp. 47 y ss.; LUCAS MURILLO DE LA_ CUEVA, P.: El derecho a la autodeterminación informática, Tecnos, Madrid, 1990; PÉREZ LUÑO, A. E.: Libertad infor­mática y leyes de protección de datos personales, cit., pp. 137 y ss.; SÁNCHEZ, E.: Los derechos humanos de la tercera generación: la libertad informática. Comunicación presentada al III Congreso Iberoamericano de Informática y Derecho, cit.

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EL SISTEMA PENITENCIARIO, LOS DERECHOS HUMANOS

Y LA JURISPRUDENCL^ CONSTITUCIONAL

Borja Mapellí Caffarena Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Sevilla

El Tribunal Constitucional (TC) ha dictado en los últimos años dos sentencias de una importancia muy considerable para el sis­tema penitenciario de nuestro país'. En ellas se acude a la teoría de las relaciones de los derechos fundamentales de los internos.

No es la primera vez que se aplica por nuestra jurisprudencia dicha teoría a las relaciones de los internos con la administración, ya que esporádicamente el TS se había referido a ello^; sin embargo, sí presentan novedades en las consecuencias que extrae de dicha declaración. Previamente nos parece in­teresante detenernos en el debate que se suscitó en Alemania a partir pre­cisamente de una resolución del TC de ese país en donde negaba la existencia en el ámbito penitenciario de relaciones especiales de sujeción.

Sentencias de 21 de enero de 1987 y de 27 de jusio de 1990. Cfr. STS de 23 de abril de 1976.

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En Alemania —a diferencia de otros países— se había alcanzado una cierta teorización para explicar la desprotección jurídica de los internos. En efecto, doctrina y jurisprudencia coincidieron durante mucho tiempo en con­siderar que los penados se encuentran sometidos a una relación especial de sujeción de la que se deriva un modelo de ejecución no regulado jurídica­mente. Frente a las numerosas obligaciones de los internos, orientados para alcanzar altas cotas de seguridad y orden, apenas podían esgrimirse derechos. El status jurídico del preso quedaba reducido a una forma de ejecución ex­tremadamente sencilla y a un tratamiento para preservar la vida y la salud. Todo ello se regía tan sólo por las órdenes de servicio y ejecución que cada Estado federado dictaba para sus establecimientos . La situación que permitía la reducción de los derechos fundamentales de las personas en función de un servicio público —ejecución de la pena— prestado por la Administración penitenciaria provocó su abandono jurídico ya que por otra parte tampoco se benefició de los principios del Derecho administrativo y llegó, sin embargo, a transformarse en la idea central que inspiraba la ejecución penal •*. Era el resultado de un Derecho penal liberal escasamente interesado por las cues­tiones penitenciarias. A lo largo del siglo xix y hasta después de la segunda guerra mundial las cárceles, en el mejor de los casos, sólo llegaron a ser laboratorios lombrosianos.

Esta orientación político-penitenciaria sustentada por una constante ju­risprudencia se vio alterada por una resolución del TC alemán de 14 de marzo de 1972'; en ella se deja a un lado la teoría de la relación especial de sujeción para declarar que no sería constitucional una limitación de los Derechos Fun­damentales de la persona en base a una norma de rango administrativo orien­tada a lograr ya sean los fines de la pena, ya los del establecimiento peni­tenciario. La limitación de los derechos de los internos sólo sería posible si estuviera amparada por una ley. No obstante, el Alto Tribunal señaló un plazo de transición, que no fue bien recibido por la doctrina*, en el que

' Vid. SCHULER-SPRINGORUM, H.: StraJvoUzug im Ubergang. Studiem zum Stand der Vollzugsrechtskhre, Góttingen, 1969, pp. 39 y ss.; TIEDEMANN, K.: Die Rechtstellung des Straf-gefangenen nach franzósischem und deutschem Vetfassungsrecht, Bonn, 1963.

" SCHÜLER SPRINGORUM, H.: Op. cit., p. 40. Recoge este autor el texto de una sentencia de un tribunal ordinario que sirve para ilustrar el tenor de las resoluciones judiciales durante la influencia de la teoría de las relaciones especiales (p. 45). En ella se dice que "la ejecución penal constituye una especial relación de poder, en cuyo ámbito la administración está justificada para tomar o regular, en forma general o especial, todas las medidas necesarias para la realización de la ejecución de la pena, en el sentido de sus finalidades jurídicamente reco­nocidas".

' BVerfGE 33, pp. 1 y ss. Para una recensión de la sentencia, vid. STARCK, Ch.: "An-merkung zum Beschluss des BVerfG vom 14-3-1972", en Juristenzeitung, 1972, pp. 360-362.

^ HESSE, K.: Grundzügedes verfassungsrechts der Bundesrepublik Deutschland, 12." ed., Karlsruhe, 1980, p. 136.

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todavía se permitirían ciertas restricciones a los Derechos Fundamentales de los internos sin cobertura legal "cuando fuera imprescindible para el cumpli­miento de la pena o para ejecutarla ordenadamente", pasado dicho plazo el legislador debería desarrollar legalmente la nueva posición mantenida en la sentencia'.

Los principios del Estado de Derecho no sóio debían de garantizar los fundamentos legales del Derecho penitenciario y su vigencia para la Admi­nistración y para los internos, sino que lograba además una virtualidad in­mediata de todos estos derechos en la legislación penitenciaria. Junto al re­conocimiento general de los Derechos Fundamentales cuya esencia debía ser en todo caso respetada y del principio de legalidad (art. 19.4 de la Consti­tución alemana) se hace también referencia a la especial importancia del principio de igualdad para una Administración en un Estado de Derecho —sobre todo respecto de las medidas de seguridad y orden— y al fundamento jurídico constitucional del principio de proporcionalidad. Para la actividad de los jueces de vigilancia fueron significativas las referencias a la independencia judicial (art. 97) y a la legalidad procesal (art. 101.1) *.

La decisión del TC y la posterior entrada en vigor de la ley penitenciaria' no sólo resultaba revolucionaria por cuanto la ciencia jurídica penitenciaria se introducía en un lenguaje de derechos del penado al que no estaba históricamente acostumbrado sino que permitía una reformulación del propio significado de la pena de prisión. En efecto, la estructuración jurídico-positiva de los derechos del interno favorece una visión plural y dinámica de la pena y no estática y unidimensional. La teoría de las relaciones especiales de sujeción se corresponden con una visión retributiva de los fines de la pena. En el momento de su ejecución el penado debe sentir la absoluta desprotec­ción jurídica, que se suma al daño físico de la pena. La pena retributiva, la pena absoluta se correspondía con la idea de mal absoluto.

Por el contrario, el abandono de la referida teoría hace que siga vigente toda la riqueza de derechos constitucionales de la persona —incluso sumando otros nuevos adquiridos en su condición de penado— como consecuencia

' La doctrina, no obstante, ya había apuntado con anterioridad la necesidad de una reforma legal en la que el penado mantuviera esencialmente su status jurídico de persona y éste no pudiera alterarse sino de acuerdo con una ley y conforme a lo establecido por la Constitución para esos casos (cfr. MÜLLER-DIETZ, H.: Strafvotlzugsgesetzgebung und StrafvoUzugsreform, Ana­les Universitatis Saraviensis, Bd. 55, Kóln, 1970).

" SCHÓCH, en Kaiser/Kerner/Schóch, Strafvolhug. Ein Lehrbuch, 3.'ed., Heidelberg, 1982, p. 102.

' Ley sobre la ejecución de la pena privativa de libertad y medidas de mejora y seguridad privativas de libertad-ley de ejecución penitenciaria (StVoUzG) de 16 de marzo de 1976 (BGBl.L, p. 581, ber. p. 2088).

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lógica de una concepción de la pena entendida como proceso de comunicación y de aprendizaje social. La meta resocializadora se convierte en un motor de dinamización de las relaciones en el colectivo penitenciario decisivo en el plano normativo. Fruto de toda esta reformulación es la preocupación por formular en el Derecho positivo las garantías constitucionales y desarrollar posteriormente una serie de medidas encaminadas a potenciar la apertura al exterior o la democratización de las relaciones internas. La idea de un modelo penitenciario como proceso social deriva de la propia exigencia democrática de participación de los ciudadanos en la vida social'". Por vez primera los fines de la pena no se diseñaban contra el penado sino tratando de compro­meterlo en un programa positivo para su propia biografía.

Pero han sido muchos años los que transcurrieron bajo la égida indis­cutible de las relaciones especiales de sujeción y, por tanto, no puede espe­rarse que una sola reforma legislativa vaya a modificar súbitamente un estilo de gestión que por lo demás viene impuesta en gran medida por la propia naturaleza de la institución penitenciaria. "La prisión no es hija de las leyes ni de los códigos, ni del aparato judicial" ". La propia teoría de la relación de supremacía aplicada al mundo penitenciario no es más que la expresión jurídica de un hecho cierto: que por encima de todo lo que caracteriza al preso es la pérdida de libertad y las limitaciones en sus condiciones de vida. Así pues, a pesar de todas las mejoras jurídicas que se sucedieron tras esta nueva corriente jurisprudencial, señala Kerner ' con razón, la ley penitencia­ria alemana —y lo mismo puede decirse de la nuestra— sigue dibujando sin justificación aparente en muchos casos un modelo de vida prisional de so­metimiento. En lugar de la búsqueda de su autodeterminación en especial en los centros de mayor seguridad perdura ante todo la idea de alienación. El recurso a expresiones inconcretas en las legislaciones penitenciarias —como sucede en nuestra Ley con los criterios de "peligrosidad" e "inadaptación" que permiten el traslado a un centro de máxima seguridad— son una prueba de la vigencia de la teoría de las relaciones especiales de sujeción ".

'° Vid. CALLIESS, R. P.: Theorie der Strafe im demokratischen und sozialen Rechtstaat. Ein Beitrag zur straferechtsdopnatischen Grundlagendiskussion, Frankfurt/M., 1974, p. 38.

" FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, 3.' ed., Madrid, 1978, p. 314. " KERNER, en Kaiser/Kerner/Schóch, op. cit, p. 314. " Para Fragoso (FRAGOSO, H. C: "El derecho de los presos. Los problemas de un

mundo sin ley", en Doctrina penal, núm. 14, abril-mayo 1981) en algunos países como USA se llega a situaciones penitenciarias similares a la que se deriva de la relación de sujeción y se mantiene una fase ejecutiva prácticamente ajena al control jurídico. En el sistema norteamericano de penas indeterminadas que todavía se encuentran vigentes es posible que la Administración penitenciaría, mediante la aplicación de sanciones disciplinarías, prorrogue la duración de la pena a límites intolerables (p. 251).

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Por lo demás la sentencia del TC alemán tendría repercusiones también para otras relaciones de supremacía. Aunque carece de todo fundamento pensar que tras dicha resolución fueran a desaparecer las limitaciones a los Derechos Fundamentales, no cabe duda que, al menos, se logró que las res­tricciones estuvieran respaldadas por una norma de rango legal, que se jus­tificaran siempre por la necesidad imprescindible de un servicio público, que no se establecieran con carácter general sino como resultado de un conflicto de intereses individualizado y que respetaran en su esencia los derechos cons­titucionales. En definitiva, limitaciones con unas garantías y exigencias que eran precisamente lo que se trataba de soslayar por medio de la teoría de las relaciones de sujeción. En consecuencia, a partir de entonces sólo puede hablarse de relaciones diversas con la Administración que eventualmente pue­den determinar ciertas limitaciones en los derechos de las personas de acuer­do con el ordenamiento jurídico'".

II. Las sentencias de nuestro TC no debieron de coger a nadie de sorpresa; el Tribunal Supremo ya había hecho uso de ella y también la ma­yoría de los penitenciaristas se habían mostrado a favor de la teoría de las relaciones especiales de sujeción''. Quizá, como señala Diez RipoUés "•, sin ser muy conscientes del carácter profundamente restrictivo de los derechos

"* FUSS, E. W.: Zum Abschied vom besonderen Gewaltverháltnis, 1972, passim. En contra de la opinión sustentada en el texto, García Macho: ("En torno a las garantías de los derechos fundamentales en el ámbito de las relaciones especiales de sujeción", en REDA, núm. 64, 1989, pp. 524 y ss.), entiende que pese a la sentencia comentada no puede afirmarse que hayan de­saparecido las relaciones especiales de sujeción en la praxis jurídica germana, ya que sigue existiendo "la autorización de límites inmanentes entre Derechos Fundamentales" que era su función más singular. A nuestro juicio, el problema de la teoría de supremacía no era tanto fundamentar las limitaciones a los derechos constitucionales como hacerlo en un marco ajeno al derecho en el que por tanto la Administración pudiera actuar con total discrecionalidad.

" BUENOS ARUS, F.: "Estudio preliminar", en GARCÍA VALDES, C: La reforma penitenciaria española. Textos y materiales para su estudio, Madrid, 1981, p. 15; GARCÍA VALDES, C: Comentarios a la Ley General Penitenciaria, Madrid, 1980, p. 17; GARRIDO GUZMAN, L.: Manual de ciencia penitenciaria, Madrid, 1983, p. 382; GONZÁLEZ VICENTE, M. P.: "El derecho a la tutela efectiva en el procedimiento sancionador penitenciario", Rev. Estudios Penitenciarios, núm. 239 (1988), p. 45; ALONSO DE ESCAMILLA: "El control jurisdiccional de la actividad penitenciaria", en CPC, núm. 40, 1990, pp. 147-164. Se detiene algo más en el tema y parece apoyar una nueva formulación de la relación especial de sujeción. Con esta expresión ya no se haría referencia a la conocida teoría de Jellinek y Laband, sino "a un régimen especial que un Estado democrático no puede dejar de determinar con precisión". La idea nos parece acertada pero nos sugiere de inmediato una pregunta: ¿Cuál es el sentido de mantener aún la referencia a la relación especial de sujeción, cuando se conocen las dificultades teóricas que genera? La cuestión volverá a suscitarse más adelante cuando comentemos la Jurisprudencia constitucional, por lo que nos remitimos allí.

" DIEZ RIPOLLES, J. L.: "La huelga de hambre en el ámbito penitenciario", en CPC, 1986, núm. 30, p. 615. Precisamente es este autor de los pocos que, en nuestro país, critica la aplicación de la referida teoría al ámbito penitenciario porque no pueden limitarse los derechos fundamentales sin autorización de la Constitución y porque el interés público no es un funda­mento suficiente para justificar privación de derechos.

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de los reclusos de ese concepto. Con carácter general también los adminis-trativistas habían dado por válida la aplicación de dicha teoría en el campo penitenciario 'I A diferencia pues de lo que había sucedido en Alemania, en España —en las escasas ocasiones en las que la doctrina se había preocupado por el tema— parecía incuestionable que las relaciones penitenciarias eran relaciones especiales de sujeción. La situación no puede menos que calificarse de paradójica pues en el país germano la jurisprudencia forzó una reforma legal para impedir que los tribunales pudieran seguir esgrimiendo la referida teoría, en tanto que en nuestro país los tribunales no parece que se hayan dado por enterados de que existe una Ley —la primera Ley orgánica tras la Constitución— cuyos principios resultan desde todo punto de vista contrarios a la teoría de las relaciones especiales de sujeción.

Por este motivo, pese a que el TC reitera la existencia de una relación especial de sujeción de la misma no extrae las consecuencias que lógicamente debieran de extraerse '*, sencillamente porque de hacerlo así haría una refle­xión coherente en un plano teórico, pero radicalmente contraria a la legis­lación penitenciaria e, incluso, al propio texto constitucional (art. 25.2).

La STC de 21 de enero de 1987 resuelve un recurso de amparo pre­sentado por un interno de Basauri contra el acuerdo de la Junta de Régimen y Administración en el que se le imponía una sanción de catorce días de

" Con todo se observa mayor cautela en el campo de la ciencia administrativa española. Así, SOSA WAGNER: "Administración penitenciaria", en Rev. de Administración Pública, núm. 80, 1976, pp. 101-103, señala que la teoría de las relaciones especiales de sujeción son criticables por distintos motivos, aunque no obstante, es innegable que en el supuesto de los penados la institución penitenciaria establece una "relación de la que se deriva un status especial que nace con el hecho de ingreso en uno de los establecimientos penitenciarios de lo cual sólo puede desprenderse una especificidad en los derechos y deberes del interno pero no un espacio jurídicamente vacío. Críticamente también BAÑO LEÓN (pp. cit., p. 127). Menos crítica resulta la posición de GONZÁLEZ NAVARRO: ("Poder domesticador del Estado y derechos del re­cluso", en Homenaje a García de Enterria, Madrid, 1991, pp. 1126-1127 y 1132-1135), pues si bien considera que son de "dudosísima justificación" en un Estado de Derecho las distinciones entre relaciones jurídicas generales y especiales cuando de ellas se deriva una disminución de las garantías jurídicas de aquellos ciudadanos que intervienen en una relación de sujeción especial (p. 1088), sin embargo, admite como algo diferente a la relación de sujeción la "potestad do-mesticadora" de la Administración penitenciaria. Potestad que define como "dominio del hombre mediante la obtención de un saber de su pasado, de su presente y de su futuro" (p. 1133). La potestad domesticadora se manifiesta en las normas jurídicas que regulan el tratamiento. Sin entrar en una valoración crítica detallada de esta posición baste decir que la actividad de ob­servación y tratamiento está en todo caso preservada por el consentimiento del interno quien no podrá ser perjudicado en caso de negarse. Teniendo en cuenta esta libertad de someterse o no a la observación y el posterior tratamiento se hace difícil aceptar la potestad domesticadora. Por otra parte, el tratamiento no está concebido jurídicamente como una actividad de dominio sino todo lo contrario por lo que aun aceptando dicha potestad no parece indicado calificarla de "domesticación".

'* Así lo entiende también BAÑO LEÓN: Los límites constitucionales de la potestad re­glamentaria (Remisión normativa y reglamento independiente), Madrid, 1991, p. 127.

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aislamiento en celdas por una falta muy grave y otra más de doce días de aislamiento por otra falta distinta. Los derechos constitucionales lesionados según la demanda son los siguientes: Derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1) por no motivar la inadmisión de pruebas y por practicar otras sin estar presente el interesado; Derecho a un proceso con todas las garantías (art. 24.2); Derecho a la asistencia del Letrado (art. 24.2); Derecho a un pro­ceso público (art. 24.2); Derecho a utilizar los medios d^ prueba pertinentes para su defensa (art. 24.2) al no permitirse al actor expresarse en euskera; Principio de legalidad (art. 25.1) porque las sanciones impuestas venían con­templadas sólo en el Reglamento penitenciario; Principio resocializador (art. 25.2) que garantiza el derecho a la integridad física y moral lesionada con un aislamiento en celdas de veintiséis días, y, finalmente, se entiende infringido el artículo 25.3 que prohibe a la Administración imponer sanciones que directa o subsidiariamente puedan suponer privación de libertad.

Por su parte, la STC de 27 de junio de 1990 resuelve un recurso de amparo frente a una resolución de la Audiencia Provincial de Madrid auto­rizando la intervención médica aun en contra de su voluntad para salvar la vida de cualquiera de los miembros del colectivo de presos del "Grapo" que se encontraban en huelga de hambre reivindicando la supresión de la política de aislamiento y dispersión aplicada por la Administración penitenciaria con­tra presos pertenecientes a bandas armadas en el momento en que el huel­guista perdiera la conciencia. En este caso la STC se centra en la posible lesión de los artículos 15, 16.1, 17.1 y 18.1 CE e, indirectamente, los artículos 24.1 y 25.2 CE.

Para desestimar ambos recursos las dos sentencias centran su funda-mentación jurídica básicamente en la estructura de la relación especial de sujeción sin llegar a aplicarla con toda propiedad para no tener que negar a los internos el disfrute de los derechos constitucionales. Pero es evidente que la primera de ellas se aproxima mucho más a la formulación originaria y por esta razón permite extraer unas conclusiones más graves para el sistema pe­nitenciario. Comienza por negar algo que constitucionalmente parece insos­tenible: que el contenido del artículo 25.2 CE no confiere un derecho am-parable "que condicione la posibilidad y la existencia misma de la pena a esa orientación". Semejante afirmación sólo deja lugar a una lectura del referido precepto: el artículo 25.2 pierde su fuerza vinculante. Lejos de ser un ele­mento de dinamización se convierte en una mera declaración de buena vo­luntad elevada a rango constitucional, se degrada de utopía jurídica, a absurdo jurídico. La posición nos parece difícil de sostener, ya que como ha reconocido

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la generalidad de la doctrina las metas resocializadoras se insertan en la propia concepción social del Estado '". Por otra parte, su ubicación entre los Derechos Fundamentales, la atemperada redacción ("se orientarán") y su pro­pio desarrollo en la legislación penitenciaria permiten concluir que el cons­tituyente no quiso quedarse en una mera formalidad sino reconocer un de­recho del penado que obligara a la Administración a través de los tribunales de justicia. Distinto es el contenido que pueda dársele a las metas resocializadoras ".

La segunda grave consecuencia de esta STC también fundada en la teoría de la relación especial de sujeción se refiere al status libertatis del penado. En ella se afirma que "la libertad que es objeto del derecho fun­damental resultó ya legítimamente negada por el contenido del fallo de la condena" '. Semejante afirmación no sólo desconoce el sentido del derecho a la libertad ambulatoria, sino que se sitúa en una concepción de la teoría de la pena contraria a los modernos postulados resocializadores.

Por lo que se refiere al status libertatis, pretendidamente perdido según la STC, convendría recordar lo señalado precisamente por Jellinek a quien —como hemos señalado— se atribuye la paternidad de la teoría de las re­laciones especiales de sujeción. Para este autor, el status libertatis constituye el núcleo de los derechos personales que son inherentes a toda persona e inviolables porque son los elementos esenciales para el desarrollo integral de la personalidad, que como señala también nuestra Constitución en todo caso deberán ser respetados durante la ejecución de la pena ^ . No se puede, pues, "perder legítimamente" el referido status, ni siquiera puede perderse una de sus manifestaciones concretas: la libertad personal ambulatoria. La promoción de ésta en los modelos penitenciarios actuales dista mucho de aquellas pri­siones con celdas y grilletes en donde el interno pasaba las veinticuatro horas del día. Hoy el modelo ordinario de ejecución permite una amplia posibilidad de movimientos dentro y fuera de la prisión. Esto es posible entre otras cosas porque la libertad ambulatoria se puede dosificar y graduar y la pena privativa

" Vid. por todos la obra conjunta "Sociedad y delito", en Papers. Revista de Sociología, núm. 13, Barcelona, 1980.

" Vid. MAPELLI CAFFARENA, B.: Principios fundamentales del sistema penitenciario español, Barcelona, 1983.

" En otro momento vuelve a reiterar la misma idea: "Al estar ya privado de su libertad en la prisión, no puede considerarse la sanción como una privación de libertad, sino meramente como un cambio en las condiciones de su prisión." En el mismo sentido que la sentencia co­mentada, GARRIDO GUZMAN, L.: "Tutela judicial efectiva y asesoramiento de letrado de los recluidos en Instituciones Penitenciarias (STC núm. 2/1987, de 21 de enero)", en Poder Judicial, núm. 7, septiembre 1987, p. 119.

' PÉREZ LUÑO: Los Derechos Fundamentales, Madrid, 1984, pp. 174-175.

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de libertad sólo puede restringir ésta proporcionaltnente preservando en todo caso la dignidad humana que requiere respetar en esencia el derecho fun­damental.

De estas consideraciones se deriva necesariamente una conclusión a la que el TC no quizo llegar, que la sanción de aislamiento en celda conculca manifiestamente el artículo 25.3 CE. El aislamiento en celdas es una sanción que directamente implica privación de libertad y por tanto sólo judicialmente puede imponerse. Ni el carácter excepcional que le otorga la LOGP ", ni que sea apro­bada por el Juez de vigilancia cuando excede de catorce días (art. 76.2. d) LOGP) ^ son garantías suficientes para resolver la inconstitucionalidad.

La Administración penitenciaria no puede imponer sanciones de aisla­miento aunque sean de un día de duración. A lo sumo, podrá tomar medidas cautelares de detención con carácter de urgencia, provisionalidad y para re­solver graves situaciones de peligro (art. 45 LOGP). En contra de lo que opina el Tribunal tan degradante e inhumano resulta la celda "negra", como con­cebir la ejecución penitenciaria como pérdida absoluta del derecho a la li­bertad ambulatoria, lo que se traduce en aislamiento perpetuo.

Por lo demás, la resolución del Alto Tribunal merece también una va­loración crítica por la falta de concreción con que se expresa en otros pasajes que resultan de crucial importancia para el Derecho penitenciario. Así en relación al problema planteado de respeto al principio de legalidad se reco­noce su vigencia ("Una sanción carente de toda base normativa legal deven­dría, incluso en estas relaciones, no sólo conculcadora del principio objetivo de legalidad, sino lesiva del derecho fundamental considerado"); sin embargo, se obstaculiza considerablemente su efectividad al reconocer que bastaría con que el interno disponga de "información suficiente sobre las normas jurídicas" y que éstas se formulen "con la suficiente precisión para que el interno pueda prever razonablemente las consecuencias que puedan derivar de una deter­minada conducta".

No basta que una norma jurídica permita "prever razonablemente" la consecuencia de una conducta infractora. Los Derechos Fundamentales están

" El artículo 42.3 señala que "La sanción de aislamiento en celda sólo será de aplicación en los casos en que se manifiesta una evidente agresividad o violencia por parte del interno, o cuando éste reiterada y gravemente altere la normal convivencia del centro".

" Uno de los aspectos tratados por la sentencia que comentamos hace referencia a este límite de los catorce días de sanción de aislamiento a partir de los cuales deberá aprobarse por el Juez de vigilancia. En una práctica deplorable la Administración penitenciaria venía burlando esta garantía legal mediante el ardid de transformar las sanciones que superen ese tope en varias sanciones de manera que no llegue ninguna de ellas a alcanzar los catorce días. El TC considera que ello burla el control judicial y en esta cuestión reconoce al recurrente el derecho a la tutela judicial efectiva.

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amparados por el principio de reserva absoluta de Ley, es decir, que la par­ticular afección que esta materia tiene sobre ellos —entre los que se encuen­tra la resocialización, que orienta e inspira también al sistema sancionador— hacen aconsejable sustraer de la Administración su regulación. El sistema penitenciario sancionador descansa fundamentalmente en el reglamento, en donde se describen las conductas infractoras y la sanción correspondiente. Tan sólo se reserva a la Ley el catálogo de sanciones ^. La sentencia que comentamos da por buena esta situación que, a nuestro juicio, vulnera el principio de reserva de Ley.

Tampoco puede considerarse satisfactoria la "precisión" del reglamento al describir las conductas objeto de sanción. En ocasiones se persiguen com­portamientos tan sólo porque puedan resultar contrarios a una determinada moral ^, en otras se acude a formulaciones absolutamente imprecisas que permiten castigarlo todo ^ . Permítasenos contrastar esta liberalidad jurispru­dencial con la posición del TS en la década de los setenta. Baste como ejemplo las consideraciones de esta STS de 25 de marzo de 1972:

"Si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se" trata de infraccio­nes administrativas, y no de contravenciones de carácter penal, tal criterio de flexibilidad tiene como límites insalvables la necesidad de que el acto o la omisión castigados se hallen claramente definidos como falta administrativa y la perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y personales determi­nantes de la ilicitud, por una parte, y de la imputabilidad, por la otra, de­biendo rechazarse la interpretación extensiva o analógica de la norma, y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente de la que la misma contem­pla..." "individualizar y determinar la infracción estrictamente de manera que no deje lugar a dudas", ... "a fin de reducir toda posible arbitrariedad"... "por lo que es indudable que la Administración se encuentra sometida a

' No es este el momento de entrar a analizar las llamadas consecuencias no discipli­narias de una conducta infractora que en nuestra legislación adquiere una considerable dimensión y que resultan en definitiva más graves para el interno que la propia sanción. Por una parte, porque interrumpe por lo general el sistema progresivo de cumplimiento que anticipa el momento en que el interno puede abandonar la prisión, y, por otra parte, porque no están sometidas a ningún control judicial. Este extenso arsenal disciplinario pese a su gravedad para los derechos fundamentales de los internos encuentra su regulación por lo general en el marco reglamentario.

'' Como es el caso del artículo 8, i), RP que castiga los actos "contra la decencia pú­blica".

' Baste como ejemplo de imprecisión la falta recogida en el artículo 110, f), RP, por la que se castiga "cualquier otra acción u omisión que implique incumplimiento de los deberes y obligaciones del interno, produzca alteración en la vida regimental y en la ordenada convivencia" y no esté comprendida entre las anteriores.

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normas de indudable observancia al ejercer su potestad sancionadora sin po­sibilidad de castigar cualquier hecho que estime reprochable...".

No hay motivos para considerar que la tendencia apuntada en la re­solución del TS se haya modificado, sino más bien, al contrario, la CE la consagra y estructura positivamente ^. El TC en ésta como en posteriores ocasiones ha perdido la oportunidad de exigir un cumplimiento más riguroso con los principios y exigencias constitucionales en el sistema de sanciones penitenciarias. No se trata de negar la posibilidad de que la Administración penitenciaria disponga de un régimen disciplinario, pero éste no se deriva de ninguna relación de sujeción específica sino del cumplimiento de un fallo condenatorio ''. Cumplimiento que ha de ejecutarse de acuerdo con los prin­cipios resocializadores. Esta matización no es puramente discursiva sino que permite una revisión crítica de los excesos disciplinarios inmanentes a la pro­pia cultura carcelaria. Sólo cuando se impone una sanción orientada a la convivencia ordenada que permite a la vez la ejecución y propicia actividades resocializadoras se podrá justificar un castigo.

La gravedad de las sanciones —casi todas ellas de carácter personalísimo'"—, las condiciones de indefensión del preso, el fracaso frente a este colectivo de otros sistemas punitivos más graves o los fines resociali­zadores son algunas de las circunstancias concurrentes que aconsejarían mayor atención a la hora de exigir el cumplimiento los principios de legalidad, de proporcionalidad, de culpabilidad, de ne bis in idem, de tutela judicial efectiva y a un proceso con todas las garantías.

Por último, hay que reseñar que algún sector de la doctrina, como es el caso de Luzón Peña" aun rechazando la .tan citada teoría como fórmula restrictiva de carácter general, sin embargo, no ve inconveniente en que se

-" Vid. G A R C Í A D E E N T E R R I A , E., y FERNANDEZ, T. R.: Curso de Derecho Ad­ministrativo, 1.1, Madrid, 1980, p. 165.

" También se ha querido ver en el propio texto del artículo 25.2 la fundamentación de la teoría especial de sujeción. Allí se dice que el condenado gozará de todos los derechos fundamentales "a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio el sentido de la pena y la ley penitenciaria". El "sentido de la pena" introduce un cierto punto de confusión en el texto de la norma constitucional. Es un término ambiguo que puede entenderse como "significado" y, en esté caso, equivaldría a privación de libertad, o, como "fin" y, entonces, se estaría refiriendo a la "reinserción social y reeducación". Nos inclinamos por esta última posibilidad ya que la otra está suficientemente recogida en los otros dos criterios restrictivos, es decir, en la Ley y en el fallo condenatorio. De ser así, no vemos posible apoyar aquí las relaciones de supremacía.

'" Téngase en cuenta que el RP permite, por medio de la acumulación de sanciones, aislamientos continuados en celdas de hasta cuarenta y dos días de duración (art. 115).

" LUZON PEÑA, D. M.: "Estado de necesidad e intervención médica (o funcionarial, o de terceros) en casos de huelga de hambre, de intentos _de suicidio o autolesión", en Rev. de Estudios Penitenciarios, núm. 238, 1987, p. 49.

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mantenga si ésta ve limitada su eficacia al texto legal. Tal posición se en­cuentra muy próxima a quienes defienden el fundamento estatutario de la relación especial de sujeción. Sin embargo, a nuestro juicio tampoco es esa una solución satisfactoria pese a que nos parece la única que puede defen­derse dentro de un Estado de Derecho. Pero no deja de plantear problemas. En primer lugar, nos encontraríamos con que las restricciones a las exigencias constitucionales podrían llevarse a cabo desde una regulación reglamentaria —aunque jurídica—. En segundo lugar, de mantenerse esta teoría las even­tuales restricciones seguirían haciéndose en función de una supremacía del Estado. Si es dudoso saber si puede hablarse de relaciones de supremacía, no lo es menos determinar cuándo se dan éstas y dónde se encuentran los límites del ejercicio de esa supremacía. Por último, la relación de sujeción se llegaría a convertir en un obstáculo para incorporar otras finalidades que estuvieran en contradicción con los intereses de la Administración. Por estas razones, creemos más plausible la sustitución de esa vieja teoría por la idea de prestación de servicios públicos en un marco legal sin diferenciaciones sustanciales entre relaciones especiales y generales que pudieran posterior­mente justificar restricciones generales a los derechos fundamentales de las personas.

III. Por su parte, la STC de 27 de junio de 1990 refleja un debate dentro del Alto Tribunal que finalmente cristaliza en el voto particular de dos de los magistrados, mostrando precisamente su disparidad en el uso de la teoría de la relación especial de sujeción que finalmente prospera en la resolución. Esta tensión que se observa en los fundamentos jurídicos de la sentencia se debe probablemente a la reacción doctrinal criticando lo que se consideraba un uso desorbitado de esta teoría durante la década de los ochen­ta. La sentencia a que hacemos referencia es unos años posterior y, pese a sus conclusiones, nos permite augurar que se inicia un cierto cambio juris­prudencial caracterizado por el uso restrictivo y crítico de las relaciones es­peciales de sujeción. Restricción en un doble sentido, por una parte, limitán­dose el número de relaciones caracterizadas como de supremacía administra­tiva, y, por otra, disminuyendo la incidencia que la misma tiene como fuente de restricción de las garantías constitucionales. Esta STC ilustra suficien­temente la nueva posición no sólo ya por la significación de dos votos particulares sino porque se reconoce la teoría de las relaciones como "im­precisa", "por lo que debe ser entendida siempre en un sentido reductivo compatible con el valor preferente que corresponde a los derechos funda­mentales".

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Excurso. La referida sentencia aborda la compleja problemática de la disponibilidad sobre la propia vida. Problemática que adquiere una mayor complejidad cuando se trata de un interno en instituciones penitenciarias que utiliza la puesta en peligro de su propia vida —su agonía— como un medio reivindicativo ". No es exagerado afirmar que la doctrina española práctica­mente ha agotado las posibles soluciones al caso, ya sea tratándolo específica­mente o bien asimilándolo a otros comportamientos, como son los eutanási-cos, suicidas o la negativa a determinados tratamientos médicos por convicciones religiosas. A continuación veremos algunas de las posiciones más definidas.

Puede considerarse doctrina dominante la que distingue los casos de huelga de hambre de los propiamente eutanásicos y concede a uno y otro un tratamiento jurídico penal diferente. Para Luzón Peña dicha diferencia radica en desvalor de la causa que origina la situación de peligro para la vida. En la eutanasia "puede sostenerse que tiene derecho a soportar el riesgo de una muerte o lesión debida a causas naturales, sin someterse a remedios artificiales. Por ello las consecuencias del ejercicio de ese derecho no son un mal en el sentido jurídico (la muerte o la lesión aceptadas sólo constituirían en ese caso un mal naturalístico) y, por tanto, al no amenazar un "mal, no cabe estado de necesidad que ampare una intervención médica impuesta por la fuerza" ^ En el caso de la huelga de hambre, opina este autor, ya no se trata de ejercer un "derecho a matarse", la conducta aun no siendo antijurídica seguiría estando desaprobada. "Como dicha causación de la muerte si es un mal en sentido jurídico cabe para evitarla... una actuación médica —o funcionarial— de ali­mentación forzosa amparada por el estado de necesidad" ^.

La posición de Luzón Peña puede considerarse radicalmente interven­cionista ya que considera que el estado de necesidad ampararía cualquier intervención, en cualquier momento siempre que estuviera sometida a los límites de necesidad, idoneidad y subsidiaridad ^

" Sobre el tema, vid. DIEZ RIPOLLES, op. cit.; LUZON PEÑA, op. cit. " LUZON PEÑA, op. cit., pp. 45-55. " LUZON PEÑA, op. cit, p. 55. " Coincidente con la posición que acabamos de exponer se muestra la Administración

penitenciaria quien en una Circular de 2 de enero de 1990 señala lo siguiente: "Cuando un interno por su situación clínica precisa ingresar en un hospital, se acompañará a la orden de traslado copia del auto del Juez de Vigilancia que autoriza a prestar el correcto tratamiento para salvaguardar la integridad física, aun en contra de su voluntad". "En el supuesto de que según el diagnóstico de los facultativos que les atienden por su situación clínica pudieran deri­varse consecuencias insuperables para su salud, como las anteriormente citadas (repercusiones orgánicas), se aplicará el artículo 45.1, b) de la LOOP y el artículo 123 del Reglamento Peniten­ciario, con el fin de que la alimentación asistida se lleve a cabo con garantía para el enfermo y los médicos y personal sanitario que le atienden." Los artícelos mencionados hacen referencia a la posibilidad de emplear medios coercitivos para evitar daños de los internos a sí mismos. Los

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Por SU parte, Diez Ripollés mantiene una opinión más ecléctica, dife­renciando el tratamiento jurídico penal de acuerdo con la evolución del estado de salud del huelguista. Para este autor, no hay diferencias entre los supuestos aquí estudiados y los de suicidio y al no ser éste un acto ni antijurídico ni ilícito el "impedir violentamente un suicidio constituye claramente un delito de coacciones" * que en el caso de la alimentación forzada por el médico o funcionario se adecuaría al tipo agravado de coacciones del artículo 204.3 que regula supuestos de tortura en el ámbito penitenciario en concurso con el artículo 165 bis que castiga a quienes obstaculizan el legítimo ejercicio de la libertad de expresión.

El tratamiento, en cambio, sería distinto si el huelguista hubiera perdido la consciencia. En este caso, ya sólo podría contarse con una voluntad presunta y la Administración estaría amparada por una causa de justificación si llegara a forzar la alimentación. Incluso si se dieran el resto de los elementos típicos de las formas omisivas podría penalizarse la no intervención '.

Finalmente, dentro de esta breve exposición de las distintas opiniones de nuestra doctrina, encontramos también quienes son partidarios del mayor respeto para la decisión de la persona. En esta posición se encuentra Del Rosal Blasco * quien, sin establecer diferencias entre los supuestos de suicidio y de huelga de hambre, entiende que el primero es un "acto desde el punto de vista jurídico libre" y, en consecuencia, si el suicida ha manifestado una voluntad libre y consciente "con carácter general (son) impunes todos los comportamientos consistentes en no impedir el suicidio —haya o no posición de garante por parte del omitente—", tan sólo se respondería penalmente cuando "se pudiera demostrar que el garante ha intervenido (por omisión) decisiva o definitivamente en la formación de la voluntad suicida" ^'^.

Por nuestra parte, consideramos que el suicidio y la huelga de hambre constituyen dos supuestos distintos a los que, por tanto, corresponden también

medios coercitivos durarán el tiempo estrictamente necesario y la Administración sólo viene obligada a notificárselos al Juez de Vigilancia.

" DIEZ RIPOLLÉS, op. cit., p. 650. " Aun presentando diferentes argumentos puede considerarse doctrina y jurisprudencia

dominante la que acabamos de exponer. Son partidarios de diferenciar entre los estados de conciencia e inconsciencia del huelguista, entre otros: BUSTOS RAMÍREZ: Manual de Derecho penal. Parte especial, 2." ed., Barcelona, 1991, p. 37. MUÑOZ CONDE, F.: Derecho penal. Parte especial, 8." ed., Valencia, 1990, p. 72.

"* DEL ROSAL BLASCO, B.: "La participación y el auxilio ejecutivo en el suicidio: un intento de reinterpretación constitucional del artículo 409 del Código Penal", en ADPCP, enero-abril, 1987, pp. 94-97.

" DEL ROSAL BLASCO, op. cit., pp. 96-97.

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soluciones jurídico-penitenciarias diferentes'". En aquellos casos en los que el suicida actúe motivado directamente por su condición penitenciaria, la Ad­ministración está obligada a intervenir en el marco de las funciones resocia-lizadoras que establece el artículo 25.2 CE y la legislación penitenciaria. El supuesto del suicidio en la sociedad libre es distinto ya que las motivaciones pueden no llegar a desaparecer y la persona se encuentra con plenitud de facultades volitivas. En prisiones se sabe que la psique 'humana sufre una transformación en muchos supuestos que la hace proclive a tendencias sui­cidas. Este estado psíquico es temporal y se resuelve en la medida que los equipos técnicos diseñen un programa de actuación terapéutica que puede incluir en sus primeras fases intervenciones más decisivas, como el aislamiento o la farmacología.

Diferente es también el caso de la huelga de hambre. Quien adopta la decisión de poner en riesgo su vida como medio de reivindicación está ejer­ciendo el derecho a la libertad de expresión y la interrupción de la huelga es una conducta tipificada penalmente. Hasta aquí estamos de acuerdo con la propuesta mayoritaria de la doctrina. Ahora bien, justificar la intervención una vez que, inevitablemente, el huelguista como consecuencia de su actitud, se aproxima a las fases terminales y pierde la consciencia nos parece desa­certado. En primer lugar, porque es inclinarse por una solución sólo aparen­temente humanitaria'". Piénsese, en la degradación de la dignidad humana a que se sometería a un huelguista que se le introduce en este círculo inaca­bable: resolución consciente-pérdida de consciencia-alimentación forzada. En segundo lugar, las hipótesis de un Estado que aproveche la huelga de hambre para eliminar la disidencia o de los reclusos indeseables"^ —aunque se han dado y son imaginables— no pueden determinar la solución del problema. En tercer lugar, la acción no perdería su eficacia aunque se supiera con certeza que el Estado no está obligado a intervenir'", sino más bien lo con­trario. La dramática imagen de una persona agonizando y muriendo por lo que considera una reivindicación justa es el efecto más importante que per­sigue el huelguista y que mayor repercusión social tiene. Y, en todo caso, así lo considera el huelguista y así hace uso de su libertad de expresión. En cuarto lugar, no hay consentimiento presunto si el huelguista ha permanecido informado en todo momento y era conocedor hasta el final de las conse-

MAPELLI CAFFARENA, op. cit, pp. 287 y ss. MUÑOZ CONDE, op. cit., p. 72. También, BUSTOS RAMÍREZ, op. cit., p. 37. DIEZ RIPOLLES, op. cit., p. 658. DIEZ RIPOLLES, op. cit., p. 657.

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cuencias de su actitud'". La no intervención no significa abandono asistencia] y médico. Por último, se olvida una cuestión ciertamente importante, la res­ponsabilidad penal de la Administración no se plantea en la intervención o no intervención sino en conocer cuáles son las reivindicaciones del huelguista. Si la actitud de no ingerir alimentación está motivada por unas condiciones penitenciarias manifiestamente ilegales de las que se derivan situaciones in­humanas o degradantes la Administración se encuentra en una posición de garante frente al conflicto de intereses planteados por el huelguista entre seguir soportando dichas condiciones y poner fin a su vida como medio rei-vindicativo.

Hasta aquí hemos expuesto las posiciones doctrinales más frecuentes que, como ya hemos señalado, abarcan todas las soluciones posibles. Por tanto, en el caso de la resolución del TC comentada no extraña tanto su adhesión a una u otra posición cuanto el fundamento de la misma. Para el Alto Tribunal la alimentación forzosa al penado que se niega a ingerir ali­mentos viene justificada por la relación especial de sujeción. Las alimentacio­nes forzosas, reconoce el TC, serían ilícitas, "si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas (?)" pero la relación de sujeción obliga al Estado a preservar y proteger la vida.

¿Cómo puede la relación de supremacía llegar a anular el derecho del penado sobre su propia vida? ¿Qué soberanía estatal, qué servicio o qué eficacia administrativa podrían llegar a justificar semejante intervención? ¿Qué límites encontraría esa actividad coactiva del Estado basándose en las relaciones de sujeción? La resolución comentada trata de contestar esta última cuestión. Para cohonestar el derecho a la integridad física y moral —que se reconoce en el recluso— y la obligación de la Administración de defender su vida y salud se reitera la "equilibrada y proporcionada" solución recurrida "que no merece el más mínimo reproche". Esta es, permitir la intervención médica "tan sólo en el momento en que según la ciencia médica, corra «riesgo serio» la vida del recluso y en la forma que el Juez de Vigilancia Penitenciaria determine, prohibiendo que se suministre alimentación bucal en contra de la voluntad consciente del interno".

" El problema de la voluntad no actualizada ha sido tratado más detenidamente en el marco de los supuestos eutanásicos, en donde se considera que no hay voluntad presunta sino cierta cuando el enfermo manifiesta su voluntad con conocimiento de una dolencia grave, cuando se refiere a una determinada forma de tratamiento médico o se nombra un "representante de la voluntad", con la intención de colocar en manos de una persona de confianza con vínculos personales las decisiones existenciales más fundamentales, antes que en las manos de un médico extraño (cfr. "Proyecto alternativo de la ley reguladora de la ayuda a morir", en ADPCP, sep­tiembre-diciembre, 1988, pp. 848-849). No habría, a nuestro juicio, para hacer extensivos dichos criterios al supuesto de las huelgas de hambre.

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El propio TC parece reconocer en sus propias reflexiones que semejante forma de entender la cohonestación *^ podría dar lugar a un trato inhumano y degradante en caso de que el huelguista reiterara sucesivamente su renuncia a la alimentación una vez recobrada la consciencia, pero entiende que no puede ser así "porque el propósito no es el de provocar el sufrimiento, sino de prolongar la vida". El argumento no convence porque "prolongar la vida" no es por sí sólo un valor positivo sino que tiene que contrastarse con una realidad concreta que en esta ocasión la convertiría en una actividad degra­dante.

La falta de un criterio que permita saber hasta dónde puede llegar la Administración penitenciaria en su limitación de los Derechos Fundamentales del interno sitúa a éste en un estadio de absoluta indefensión. Si la teoría de la relación especial de sujeción en la STC comentada anteriormente sirvió para hacer que el interno pierda su status libertatis, en esta ocasión se le impone vivir bajo coacción. Ni la libertad en su aspecto esencial, ni la vida o la integridad física pueden verse mermados por una relación de sujeción "*. Incluso a nuestro juicio ni siquiera el deber genérico de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos (art. 3.4 de la LOGP) puede esgrimirse en estos casos"'.

IV. A modo de resumen consideramos que la teoría de las relaciones especiales de sujeción tiene como presupuesto una concepción absoluta del Estado. Incluso con un discurso contradictorio la jurisprudencia emplea dicha teoría para favorecer una actividad administrativa, sobre todo en el ámbito disciplinario, ajena a los principios y exigencias constitucionales.

Sin embargo, en relación con el sistema penitenciario la relación de sujeción traspasa el marco disciplinario para servir de fundamento a un sis­tema penitenciario retributivo en donde el interno ve anulados o esencial­mente restringidos Derechos Fundamentales que son inalienables por man­dato constitucional. Por estas razones, el empleo aquí de esta teoría se torna si cabe más grave y criticable. Una concepción resocializadora de la ejecución penitenciaria no es imaginable en un sistema penitenciario regido por la idea

" Según MOLINER, M.: Diccionario de uso del español, vox cohonestar, 1." ed., Madrid, 1970. Para el DRAE "cohonestar" significa dar apariencia de justa o razonable a una acción que no lo es.

" En este sentido nos parece acertado el voto particular del magistrado Rodríguez-Pinero y Bravo-Ferrer, para quien el fundamento de la relación de sujeción es desafortunado porque "el penado en relación con su vida y salud y como enfermo goza de los mismos derechos y libertades que cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele el mismo grado de voluntariedad en relación con la asistencia médica y sanitaria".

" En contra, BUENO ARUS: "Derechos de los in'ternos", en COBO DEL ROSAL: Comentarios a la legislación penal, t. VI, vol. I, Madrid, 1986, p. 66.

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de la supremacía de la Administración. La Administración penitenciaria sólo está legitimada a limitar los Derechos Fundamentales que no pueden ejer­cerse en un Estado de privación de libertad. Ahora bien, la concepción re-socializadora de la prisión obliga a entender la ejecución en un proceso de recuperación social del penado, es decir, en un proceso de recuperación de los Derechos Fundamentales restringidos por la imposición de la pena.

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JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

EN MATEIOA DE DERECHOS FUNDAMENTALES (enero-julio de 1992)

Marina Gascón Abellán Universidad de Castilla-La Mancha

1. INTRODUCCIÓN

OS derechos fundamentales no constitu^jen propiamente una ma­teria jurídica autónoma cuyo estudio se encomiende a un sector determinado de la Dogmática, ni su tutela representa tampoco el monopolio de ninguna jurisdicción. Como ha declarado reitera­

damente el Tribunal Constitucional —en adelante, TC—, los derechos fun­damentales son "elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la co­munidad nacional" ', que impregnan todas sus normas y que deben inspirar

STC 25/1981, de 14 de julio.

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toda operación de interpretación del Derecho . Por consiguiente, un examen de la vigencia efectiva de los derechos y libertades no debe circunscribirse a un orden jurisdiccional determinado ni, mucho menos, a un cauce procesal específico, pues en cualquier conflicto jurídico puede hallarse en juego la virtualidad de un derecho fundamental.

En un principio, la jurisprudencia del TC en materia de derechos fun­damentales se ha orientado en buena medida a establecer, por un lado, el contenido propio de cada derecho y, por otro, a delimitar el ámbito específico del recurso de amparo, a establecer las condiciones de la limitación de los derechos, etc., en fin, a construir lo que pudiéramos llamar una "teoría ge­neral de los derechos fundamentales". Sin embargo, a lo largo de estos once años de funcionamiento del TC, se parecía, como era previsible, un afianza­miento progresivo de su doctrina en el sentido de que sus resoluciones en materia de derechos fundamentales y libertades públicas se han ido limitando a resolver los problemas planteados mediante la invocación de su propia doc­trina ya consolidada.

La mayoría de tales pronunciamientos siguen teniendo lugar, como es sabido, en el ámbito del recurso de amparo, pese a que también, ocasional­mente, se cuestiona la constitucionalidad de una ley por infracción de dere­chos fundamentales. En este sentido, una de las cuestiones generales más recurrentes de la doctrina del TC sigue siendo su rechazo a conocer de los problemas de legalidad ordinaria, su negativa a convertir el amparo en una tercera instancia. En efecto, el sistema diseñado por la Constitución parte de una rigurosa separación entre el juicio de legalidad y el de constitucionalidad y, aunque ello dificulte en ocasiones la defensa de los derechos e intereses legítimos, el TC insiste de forma reiterada en la necesidad de preservar dicha separación, procurando no entrar a revisar la aplicación del Derecho por parte de los Tribunales ordinarios y, con ello, evitando convertirse en una especie de supercasación. Bien es cierto que, en ocasiones, no resulta sencillo definir dónde terminan los problemas de legalidad ordinaria y dónde comien­za la tutela de los derechos, sobre todo cuando gravitan otras cuestiones constitucionales que afectan, si se quiere de modo indirecto, a la garantía de los mismos. Por lo demás, el TC entra con más frecuencia de la que predica en cuestiones de legalidad ordinaria, traspasando así la frágil barrera entre ambas juridicciones. Dentro del ámbito de sentencias que aquí analizamos, esto es palmario en STC 85/1992, de 8 de junio, que analizaremos más ade-

' STC 67/1984, de 7 de junio.

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lante a propósito del conflicto entre la libertad de información y el derecho al honor.

Por lo que se refiere al objeto de nuestro análisis, vainos a centrar aquí la atención en los pronunciamientos del TC en materia de derechos funda­mentales producidos en los seis primeros meses del año 1992, con expresa exclusión de los referentes al artículo 24 de la Constitución, que, por razón de la copiosísima jurisprudencia que suscita, será objeto de un comentario particularizado en esta misma sección.

2. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD (art. 14)

Como viene siendo habitual en el proceso de amparo ante el TC, el principio de igualdad es, también en este período, y dejando a salvo lo dicho respecto al artículo 24 CE, el que más demandas ocasiona. No obstante, la gran versatilidad del principio de igualdad ante la Ley consagrado en el artículo 14 CE, hace que sea conveniente distinguir entre sus distintas mo­dalidades de actuación.

Aunque el artículo 14 CE se limita a garantizar la igualdad "ante la Ley" sin ulteriores consideraciones, el TC a lo largo de sus once años de funcionamiento, ha establecido una diferencia entre el principio de igualdad cuando opera en la Ley y cuando lo hace en la aplicación de la Ley . La primera de estas acepciones tiene que ver con el trato dado por la Ley, y constituye un límite al poder legislativo. La segunda hace referencia al trato dado por los órganos jurisdiccionales cuando interpretan y aplican el Derecho, pero comprende a su vez dos aspectos diferentes: 1) Por un lado, la exigencia de una interpretación no discriminatoria de la norma; y 2) Por otro, la prohibición de que los Jueces y Tribunales se aparten injustificada e irrazo­nablemente de sus propios criterios de resolución anteriores en casos sustan-cialmente idénticos. Para establecer una diferencia entre ambas, podríamos denominar a esta última regla o "doctrina del precedente", en el sentido de que supone una exigencia de que los órganos jurisdiccionales sigan sus propios precedentes, con la única carga de que cuando entiendan que han de sepa­rarse de los mismos deben motivarlo suficientemente. Con todo, es necesario señalar que el TC se refiere a esta exigencia de la igualdad como "igualdad en la aplicación de la Ley", en sentido estricto. Por el contrario, para refe­rirnos a la primera modalidad de la igualdad en la aplicación de la Ley

Así se establecía ya en STC 49/1982, de 14 de julio, (f. j . 2).

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podemos usar la expresión "ante la Ley", sin más, como frecuentemente hace el propio TC".

En concordancia con esta distinción, en STC 39/1992, de 30 de marzo, resolutoria de recurso de amparo, el TC usa la expresión "igualdad en la aplicación de la Ley" para referirse a actuaciones bien distintas. Así, por un lado, se habla de la interpretación y aplicación discriminatoria que de las normas reguladoras de la Seguridad Social ha hecho la Administración y la Jurisdicción Laboral, y, por otro lado, se alude a la discriminación producida por el distinto trato dado por un mismo órgano jurisdiccional a supuestos similares (f. j . 3).

Pero, sea cual sea la modalidad del principio de igualdad ante la que nos encontremos, la mera desigualdad de trato no es nunca razón suficiente para que se entienda lesionado el artículo 14 CE; por el contrario, para que esto se produzca es necesario que se trate de una desigualdad injustificada o irrazonable o, también, de un tratamiento jurisprudencial dispar carente de fundamento.

En efecto, en relación con la igualdad en la Ley, el TC recuerda en STC 39/1992, de 30 de marzo (f.j. 7), que la diversidad de trato estará jus­tificada cuando responda a diferencias reales que, por ser objetivas, razona­bles y congruentes, constituyan suficiente justificación del tratamiento desi­gual. Pero debe advertirse que: í) en caso de concurrencia de sistemas nor­mativos distintos (es decir, en el supuesto de personas o situaciones regidas por reglas distintas) corresponde al que alega la vulneración de la igualdad acreditar que la diferencia carece de justificación objetiva y razonable (STC 148/1990), mientras que 2) si la diferencia se produce en el ámbito de un mismo régimen legal corresponde justificarla a quien defiende su constitucio-nalidad (STC 103/1983). Es decir, se produce una inversión en la carga ale­gatoria.

En cualquier caso, otro de los requisitos que el TC ha venido exigiendo • para que exista trato discriminatorio en la Ley, es que nos hallemos ante situaciones de hecho iguales. Precisamente, por no cumplirse este requisito en STC 49/1992, de 2 de abril, se desestimó el recurso de amparo interpuesto contra el RD 989/1986, de 23 de mayo, sobre retribuciones del personal do­cente universitario en lo que se refiere al personal contratado e interino. En este caso, el TC estimó que los términos de comparación —docentes univer­sitarios y el resto de los funcionarios de la Administración— representan

' La verdad es que para referirse a estos distintos aspectos, el TC usa terminología no siempre uniforme. En la mayoría de las ocasiones opone la igualdad "en" la Ixy a la igualdad "en la aplicación de la Ley"; pero a veces asimila igualdad "ante" la ley y "en" la ley.

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situaciones de hecho distintas y, por lo tanto, es imposible reprochar la di­ferencia de trato normativo (ff. jj. 3 y 4). Y también en la STC 14/1992, de 10 de febrero, que resuelve cuestiones de inconstitucionalídad acumuladas contra el artículo 1.435, primera fase del párrafo 4 de la LEC, el TC entiende que "las diferencias que median entre las Entidades de crédito, ahorro y financiación, por un lado, y todos los restantes acreedores, por otro, son suficientes para justificar que el legislador establezca en favor de las primeras un régimen procesal especial que facilite Ja realización de sus créditos" (f.j.5).

También en la igualdad en la aplicación de la Ley en el primer sentido aludido, esto es, como prohibición de interpretaciones discriminatorias, la di­ferencia estará justificada cuando se trate de comparar situaciones de hecho diferenciadas. Esta fue la causa de desestimación de un recurso de amparo en STC 52/1992, de 8 de abril. Y en el segundo sentido, esto es, como "regla del precedente" o "igualdad en la aplicación de la Ley" propiamente dicha, es indispensable, además, que el demandante aporte un término comparativo, requisito que sólo se entiende cumplido con la aportación de "sentencias concretas dictadas por el mismo Tribunal" que sean contradictorias con la recurrida. Precisamente por entender que el término comparativo se había aportado en términos de generalidad e indeterminación, se estima la preten­sión infundada en STC 40/1992, de 30 de marzo (f.j. 9).

En cualquier caso, aun tratándose de situaciones de hecho iguales, la diferencia de trato que el artículo 14 CE prohibe no puede determinarse haciendo una interpretación literal de las normas, sino que, según una con­solidada doctrina constitucional, se hace necesario una interpretación sistemá­tica e integradora de las mismas en el contexto normativo en el que han de aplicarse (STC 60/1992, de 23 de abril, ff. jj. 3 y 4). Por ello, en esta misma sentencia, establece el TC que el vínculo de parentesco entre el titular del hogar familiar y el empleado doméstico sólo puede justificar diferencias de tratamiento en materia laboral que resulten razonables a la luz del conjunto del Ordenamiento (f. j . 4). Y cuando por referencia a un subsidio de preju-bilación se discute si debe prevalecer el criterio legal, más generoso, o el reglamento, que limita las pensiones de jubilación contempladas en la Ley, el TC no duda en excluir la aplicación del precepto reglamentario, pues en otro caso iría en contra de la Ley y del principio de igualdad (STC 69/1992, de

11 de mayo, ff. jj. 3 y 4). Por lo demás, como apuntábamos más arriba, la diferencia de trato que

prohibe el artículo 14 CE no lesionará la igualdad cuando sea razonable a la

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luz del Ordenamiento, esto es, proporcionada a la finalidad perseguida por la norma diferenciada (STC 2/1992, de 13 de enero, f. j . 4, reiterando doctrina consolidada). De manera que si la finalidad de un precepto (art. 7.2 Ley General de la Seguridad Social) que "implica diferencia de trato entre situa­ciones aparentemente iguales en razón de la existencia de un vínculo matri­monial es impedir situaciones fraudulentas, tal finalidad puede justificar la exigencia de determinada actividad probatoria por parte del interesado en la inclusión, pero nunca la radical y absoluta expulsión del sistema de quien resulta ser un trabajador subordinado, que resulta contraria al artículo 14 CE" (STC 2/1992, f. j . 4). Y si lo que la norma pretende es proteger al trabajador contra riesgos en sus desplazamientos nocturnos, "en estos términos debió formularse, pues de ese modo no quedaba excluida a priori toda posibilidad de que se atribuyese también el plus de transporte a los trabajadores varones. Pues una cosa es tomar en cuenta el sexo de las personas como una cir­cunstancia fáctica relevante en la aplicación de las normas y otra, bien dis­tinta, transformar la condición de hombre o mujer en una categoría jurídica, en razón de la cual se otorga o deniega un derecho laboral" (STC 28/1982, de 9 de marzo, f. j . 3). No obstante, en este caso el TC enerva esta doctrina general en virtud de razones de carácter sociológico, de modo que, recogiendo una STC 216/1991, el Tribunal establece que "no puede reputarse discrimi­natoria la acción de favorecimiento (a las mujeres) a fin de que vean suavi­zada o compensada la situación de desigualdad sustancial" que se arrastra históricamente (STC 28/1992, f. j . 3).

Pero, sin duda, el requisito esencial de la doctrina constitucional de la igualdad en la aplicación de la Ley en sentido estricto (regla del precedente) es la exigencia de que las resoluciones presuntamente discriminatorias emanen del mismo órgano jurisdiccional. Y así, por entender que la Sala de lo Social del TSJ de Madrid y el desaparecido TCT son órganos judiciales diferentes, la STC 58/1992, de 23 de abril, considera que no se ha producido tal discri­minación. La idea de que estos dos órganos son distintos, que se establece por primera vez en un sentencia —pero que ya había sido mantenida en AATC 190/1990, de 4 de mayo, y 260/1990, de 18 de junio— se fundamenta en que la asunción de competencias del antiguo TCT por el TSJ de Madrid, sólo es transitoria y parcial. Aunque, en cualquier caso, "el criterio de com­petencia no puede ser considerado aisladamente", sino que también se con­juga con otros, como la denominación orgánica y la configuración legal y composición (f. j . 4).

Sin duda, es cierto que la configuración legal y la denominación orgá-

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nica de los mencionados órganos jurisdiccionales es distinta, como también lo es que la asunción de competencias de uno de ellos por parte del otro es sólo transitoria y parcial, sin embargo, me parece que aquí el TC podía haber mostrado un talante menos formalista y más favorable al principio de igualdad y a la pretensión de los recurrentes, siquiera sea porque ante la falta de uniformidad jurisdiccional entre órganos que se suceden en el ejercicio de una competencia, no constituye ninguna violencia jurídica inclinarse por la solución más igualitaria. En definitiva, está sentencia, de la que fue ponente el magistrado Rubio Llórente, recorta una vez más el alcance de la novedosa doctrina del TC del respeto al propio precedente, una doctrina que es con­siderada cicatera, formal y débil por un importante sector de la literatura jurídica.

3. DERECHO A LA LIBERTAD (art. 17)

Este artículo ha sido objeto de dos recursos de amparo en los que el TC se limita a reproducir su anterior doctrina en esta materia. Por lo que respecta a la protección que se desprende del artículo 17.1, el TC recuerda que "los supuestos de privación de libertad han de ser acordados por quienes deban hacerlo de acuerdo a las atribuciones competenciales que contenga la Ley en la forma que ésta determina. De ello se deduce que la medida cautelar que nuestras leyes procesales conocen como prisión provisional ha de ser adoptada por un juez en plena sintonía con los criterios legales". Sentado esto, "ante la radicalidad de la medida para un bien jurídico tan preciado como es el de la libertad, no se impone al Juez que la adopte de un modo automático", sino que la deja a su necesario arbitrio. "De esta suerte, el arbitrio que establece la Ley tiene como contrapartida de control y de se­guridad jurídicos, que el Juez manifieste expresamente, aunque sea de modo parco y sucinto, las razones de entre las legalmente previstas que le han llevado a adoptar la resolución restrictiva de derechos" (STC 3/1992, de 13 de enero, f. j . 5).

Por lo demás, y en relación con la prisión preventiva, el TC se limita a recordar que "los plazos de duración máxima de la situación de prisión preventiva fijados por el legislador han de cumplirse y que ese cumplimiento integra, aunque no agota, la garantía constitucional de la libertad consagrada en el artículo 17 de la Constitución; de forma que lo que la Ley hace es fijar imperativamente el deber de poner en libertad al acusado, transcurridos los plazos legales" (STC 103/1992, de 25 de junio, f.j. 3).

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4. LIBERTAD DE INFORMACIÓN, DERECHO AL HONOR Y DERECHO A LA INTIMIDAD (art. 20.14) y art. 18.1)

La libertad de información (art. 20. Ld de la CE), es invocada en dos recursos de amparo en los que se analiza su conflicto con los derechos a la intimidad y al honor.

En estas dos sentencias, el TC reitera su doctrina de que la libertad de información, junto con la libertad de expresión, es, además de un derecho fundamental, un valor objetivo esencial del Estado Democrático y, como tal, está dotado de eficacia irradiante que impone a los órganos judiciales y al mismo TC, en los supuestos en que choquen con el derecho al honor (o con el derecho a la intimidad), el deber de realizar un juicio ponderativo para establecer si el ejercicio de esas libertades ha supuesto lesión del derecho al honor (o a la intimidad) y, en caso afirmativo, si esa lesión viene o no jus­tificada por el valor prevalente de tales libertades (STC 85/1992, de 8 de junio, f. j . 4). Con todo, cuando en el ejercicio de la libertad de información se afecte al honor o a la intimidad, es preciso, para que sii proyección sea legítima, que lo informado resulte de interés público, pues precisamente, en STC 20/1992, de 14 de febrero, se consideró lesionada la intimidad porque en ejercicio de la libertad de información se habían difundido datos indife­rentes para el interés público, careciendo aquí de relevancia la veracidad de la información, ya que "la intimidad no es menos digna de respeto por el hecho de que resulten veraces las informaciones relativas a la vida privada o familiar que afecten a su reputación" (STC 20/1992, f. j . 3).

Cuando el conflicto se produce en concreto con el derecho al honor, sigue recordando el TC, ahora en otra sentencia, hay que tener en cuenta que éste "impide que puedan entenderse protegidas por las libertades de expresión e información aquellas expresiones o manifestaciones que carezcan de relación alguna con el pensamiento que se formula o con la información que se comunica o resulten formalmente injuriosas o despectivas". Por eso, la resolución del conflicto entre el derecho a la información y el derecho al honor pasa por la cuidadosa ponderación de las circunstancias de todo orden que concurran al caso concreto que se plantee. Y en este punto, dice el TC, "es importante destacar que, al efectuar la ponderación debe tenerse también muy presente la relevancia que en la misma tiene el criterio de proporcio­nalidad como principio inherente al Estado de Derecho cuya condición de canon de constitucionalidad, reconocida en sentencias del más variado con-

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tenido, tiene especial aplicación cuando se trata de proteger derechos fun­damentales" (STC 85/1992, f. j . 4).

Lo que exige el principio de proporcionalidad, que debe presidir toda limitación de un derecho fundamental o sanción que proceda imponer a su titular por exceso en su ejercicio con resultado de lesión a otro derecho fundamental, es que tales medidas sean equilibradoras de ambos derechos y proporcionadas con el contenido y finalidad de cada uno de ellos. Y lo que se desprende de todo ello es que, si bien es cierto que el TC "tiene poco que decir sobre la forma en que el juez enjuicia los hechos desde la pers­pectiva de la legalidad penal, también lo es que debe revisar la decisión judicial, cuando en la aplicación de esa legalidad ha prescindido de la di­mensión constitucional que adquiere la cuestión al estar en juego derechos fundamentales enfrentados" (f. j . 4).

En la STC 85/1992, que ahora comentamos, el conflicto entre la libertad de información y el derecho al honor se produce por la conducta de un periodista, quien reiteradamente calificó de "liliputiense" y "niño de primera comunión" a un concejal. En esta ocasión, el TC otorga el amparo porque, a pesar de existir una correcta apreciación judicial de los hechos —conducta injuriosa del periodista que constituye un exceso en el ejercicio del derecho a informar y, por ello, una intromisión ilegítima en el derecho al honor del concejal agraviado— no es corregida con una sanción proporcionada a la verdadera entidad de la lesión producida (f. j . 5).

Ciertamente, en principio nada hay que objetar a la argumentación del TC, si no fuese porque, como el mismo Tribunal indica, "en el delito de injurias (y también cuando adopta la forma de desacato) la calificación penal de los hechos coincide con el objeto de la ponderación de los derechos fun­damentales en conflicto" (f. j . 5) y de este modo el TC corre el peligro de abandonar el self-restraint que habitualmente viene presidiendo la justicia de amparo'. De hecho, el TC rompe la frágil barrera que separa la justicia constitucional de la ordinaria al considerar que la conducta en cuestión sí lesionó el derecho al honor del demandado, pero que se trata solamente de una "vejación injusta de carácter leve", tal y como había califícado la senten­cia del Juez de instrucción que absolvió en primera instancia del delito de desacato. Así pues, se da por buena la valoración que el Juez de instrucción ha realizado y se anula la sentencia de apelación de la Audiencia Provincial, contra la que se había interpuesto el recurso de amparo.

' Vid. en el mismo sentido el voto particular que formula el magistrado Rodríguez Bereijo.

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En suma, como se indica en el voto particular que formula el magistrado Rodríguez Bereijo, "se da entrada al principio de proporcionalidad para en­juiciar no los hechos, cuya fijación corresponde a los órganos judiciales, pero sí la calificación jurídico-penal de los mismos y, consiguientemente, la apli­cación de la pena correspondiente tal y como ha sido realizada por los Tri­bunales ordinarios". Con ello el TC traspasa los límites entre su jurisdicción y la ordinaria que él mismo se ha venido marcando con insistencia, convir­tiéndose así, al menos en esta sentencia, en un Tribunal de casación ordinario.

5. DERECHO A LA PARTICIPACIÓN EN LOS ASUNTOS PÚBLICOS E IGUALDAD EN EL ACCESO A LAS FUNCIONES Y CARGOS PÚBLICOS (art. 23)

La jurisprudencia dictada a propósito del artículo 23 de la CE se reduce casi exclusivamente a conflictos de orden parlamentario: desacuerdo con los criterios de distribución del número de senadores correspondiente a cada grupo parlamentario; resoluciones del presidente de una- asamblea regional privando a uno de sus miembros de la condición de diputado o suspendiendo a un grupo parlamentario de la asignación mensual correspondiente. En todas ellas, el TC reitera la doctrina sentada en pronunciamientos anteriores acerca del contenido del derecho a acceder en condiciones de igualdad a los cargos públicos (art. 23.2 de la CE), así como acerca de las exigencias del principio de proporcionalidad electoral.

En lo que se refiere a la primera cuestión, el TC recuerda que este derecho a acceder en condiciones de igualdad a un cargo público "comprende también el de permanecer en él en las mismas condiciones de igualdad y el de no ser removido de los cargos o funciones públicas a los que se accedió si no es por causas y de acuerdo con procedimientos legalmente previstos"' (STC 7/1992, de 16 de enero, f. j . 2). Por ello, en esta misma sentencia señala el TC que "no puede admitirse la aplicación extensiva de un artículo de la Ley (en este caso el art. 160 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral Ge­neral) imponiendo la renuncia del escaño a todo aquel diputado que se vea sometido a una condena penal generadora de inelegibilidad, puesto que, ante el silencio de la Ley Electoral al respecto, no cabe la posibilidad de inter­pretar extensivamente la formulación legal de las causas de inelegibilidad" (f. j . 3), efectuándose así una interpretación favorable a la vigencia del De­recho. Por lo que se refiere a esta segunda acepción del artículo 23.2 —de­recho a la permanencia en los cargos públicos en condiciones de igualdad—

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nos hallamos, por tanto, ante un derecho considerado por la doctrina "como de configuración legal y que, respecto de los órganos parlamentarios, se for­mula mediante la creación por las leyes y reglamentos de dichos órganos de los derechos y facultades que corresponden a dichos cargos y funciones; y, tal como ha declarado la STC 161/1988, una vez creados por esas normas legales tales derechos y facultades, éstos quedan integrados en el status propio de cada cargo con la consecuencia de que podrán sus titulares, en ejercicio del artículo 23.2, defender ante los órganos jurisdiccionales el ius in oficium que consideran ilegítimamente constreñido" (STC 15/1992, de 10 de febrero, f.j.3).

Respecto a las exigencias del principio de proporcionalidad electoral, el TC reitera constante jurisprudencia sobre la interpretación flexible y modu­lada del mismo. Así lo hace en STC 45/1992, de 2 de abril, que resuelve recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Reguladora del Régimen Elec­toral para la C. A. de Baleares, y particularmente en STC 4/1992, de 13 de enero, donde el TC señala que, puesto que la "adecuada representación pro­porcional" que exige el artículo 69.5 de la CE no puede entenderse como una proporcionalidad estrictamente matemática, sino que sólo puede ser por de­finición imperfecta, "resulta exigible dentro de un razonable margen de fle­xibilidad". En concreto, las desviaciones de la proporcionalidad susceptibles de ser enjuiciadas en amparo por constituir una discriminación vedada por el artículo 23.2 de la CE, son aquellas que poseen "una innegable entidad, a la par que están desprovistas de un criterio objetivo y razonable que pueda permitir justificarlas" (f. j . 2).

6. DERECHO DE LIBERTAD SINDICAL Y DERECHO DE HUELGA (art. 28)

Aun cuando se han producido varias sentencias relativas al derecho de libertad sindical, son, sin duda, dos de ellas las que acaparan la atención por la singular doctrina que establecen sobre el "contenido" de los derechos fun­damentales. Pero, al margen de esta cuestión, que enseguida comentaremos, el TC reitera jurisprudencia sobre otros asuntos: el ámbito de sujetos y ac­tividades protegidos por la libertad sindical, por una parte, y el régimen de los despidos lesivos de derechos fundamentales, por otra.

Con respecto al primer punto, el TC recuerda dos cosas: 1) que la sindicación de los empresarios se sitúa extramuros del artículo 28.1 CE, en­contrando acomodo en la genérica libertad de asociación del artículo 22 de

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la misma (ATC 113/1984), pues la libertad sindical es siempre una proyección de la defensa y promoción del interés de los trabajadores (STC 52/1992, de 8 de abril, f. j . 3); y 2) que el artículo 28.1 CE integra derechos de actividad de los sindicatos (negociación colectiva, promoción de conflictos), medios de acción que por contribuir a que el sindicato pueda desenvolver la actividad a que está llamado por la Constitución, son un núcleo mínimo e indisponible de la libertad sindical (STC 105/1992, de 1 de julio, ff. jj. 4 y 5).

Por otra parte, en STC 21/1992, de 14 de febrero, a propósito de una supuesta conculcación de la libertad sindical en un despido laboral, el TC hace un resumen de su doctrina sobre los despidos lesivos en materia de derechos fundamentales de la que destaca lo siguiente:

a) Cuando se alegue que el despido es lesivo de un derecho funda­mental del trabajador, el empresario tiene la carga de probar la existencia de causas suficientes, reales y serias para entender que el despido obedece a motivos razonables, extraños a todo propósito atentatorio contra el derecho fundamental en cuestión.

b) Lo anterior tiene su base no sólo en la primacía de los derechos fundamentales, sino más en concreto en la dificultad que el trabajador en­cuentra en poder probar la causa lesiva del derecho y en la facilidad con la que podría un empresario encubrir un despido de este tipo bajo la apariencia de un despido sin causa.

c) Ahora bien, para poder imponer al empresario la carga probatoria descrita, la afirmación de que el despido es lesivo de un derecho fundamental ha de reflejarse en unos hechos de los que resulte una presunción o apa­riencia de la lesión.

d) Si el empresario ha de alcanzar resultado probatorio, el órgano judicial ha de llegar a la convicción de que el despido es absolutamente ajeno a una conducta lesiva en un derecho (f. j . 3).

Sin embargo, con motivo también de problemas de libertad sindical, el TC ha tenido la oportunidad de ocuparse de la importante noción del "con­tenido esencial" de los derechos fundamentales (art. 53.1 CE), perfilando una doctrina de alcance general y, como veremos, discutible. En efecto, tanto la STC 30/1992, de 9 de marzo, con la 75/1992, de 14 de mayo, vienen a distin­guir dentro del derecho de libertad sindical entre un núcleo duro, esencial, mínimo o indispensable y la que pudiéramos llamar una periferia débil o adicional. En principio, ambos forman parte del contenido del derecho y, por tanto, su lesión puede dar lugar al recurso de amparo. La diferencia estribaría

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en que así como el núcleo ha de ser respetado en todo caso por el legislador, la periferia adicional supone un espacio de libre configuración legal; es más, ese carácter adicional "impide alegar que afecten al contenido esencial de la libertad sindical los actos singulares de aplicación o inaplicación, en su caso, de la norma con efecto impeditivo, obstaculizador o limitativo del ejercicio de tales derechos" (STC 30/1992, f.j.3).

De entrada, parece existir un cierto confusionismo entre la presunta libre configuración legal de todo aquello que no afecte al contenido esencial y la violación de ese mismo contenido accidental o no esencial en un acto concreto de aplicación; porque si se ha reconocido que también las facultades adicionales forman parte del contenido del derecho, su lesión en un caso concreto constituye sin más violación del derecho, con independencia del pro­blema de la esencialidad. Pero, sobre todo, es que no parece cierto que allí donde finaliza el contenido esencial se abra la pura discrecionalidad legisla­tiva, pues, según una doctrina general no siempre observada, la limitación de un derecho (de cualquiera de sus facultades) ha de resultar justificada, ra­zonable y proporcionada. In extremis, así lo reconoce la STC 30/1992 (no así la 75/1992), pero de hecho ninguna de las dos se plantea si efectivamente la normativa restrictiva o limitadora del derecho estaba o no justificada; en concreto, si la audiencia a que alude el apartado 3 del artículo 10.3 de la Ley Orgánica de Libertad Sindical ha de ser privativa de las organizaciones sin­dicales, no extendiéndose a los trabajadores individuales; y si resulta legítima la exclusión de los sindicatos minoritarios en el reparto de locales públicos por parte del Estado. Por cierto que, en relación con este último aspecto, no deja de ser paradójica la argumentación del TC (STC 75/1992), pues dicha exclusión parece justificarse desde el punto de vista de la igualdad del artículo 14 CE en que los sindicatos preferidos "conservan intacto el conte­nido esencial de su libertad sindical" (f. j . 3), olvidando que, de afectar al contenido esencial, no cabría justificación alguna y que ésta sólo entra en juego precisamente allí donde se trata de facultades adicionales.

Y es que la famosa cláusula del contenido esencial suele mostrarse como un arma de doble filo. De un lado, fue creada para reforzar la garantía del contenido constitucional de los derechos frente a todos los operadores jurí­dicos, y singularmente frente al legislador, pero de hecho es el propio TC quien en cada caso traza la frontera entre lo esencial y lo adicional, gozando de una amplísima libertad de configuración. Además, y esto es lo preocupante, el hincapié que se hace en el contenido esencial .suele traducirse en un cierto desamparo de todo aquello calificado como adicional, un ámbito que la propia

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STC 30/1992 llega a definir como "variable o provisional" (f. j . 4), es decir, un ámbito donde casi puede decirse que opera plenamente la libertad del legislador. En suma, en la que hemos denominado periferia adicional parece caminar hacia una inversión de la carga de la prueba, de manera que en lugar de ser la ley limitadora la que acredite razonabilidad y proporcionalidad, es el demandante de amparo quien debe probar su arbitrariedad.

Finalmente, en el período que comentamos sólo se ha producido una sentencia sobre el derecho de huelga (art. 28.2), la 8/1992, de 16 de enero, en la que el TC se limita a recordar y a aplicar su doctrina acerca del ejercicio de este derecho en relación a la fijación de servicios esenciales de la Co­munidad, que resume en tres puntos fundamentales:

a) La noción de servicio esencial hace referencia a la naturaleza de los intereses a cuya satisfacción la prestación se endereza, entendiendo por tales los derechos fundamentales, las libertades públicas y los bienes consti-tucionalmente protegidos, con la consecuencia de que a priori ningún tipo de actividad productiva puede ser considerada en sí misma como esencial;

b) en la fijación de los servicios esenciales, la autoridad gubernativa ha de ponderar todas las circunstancias que concurren en- la huelga, así como las concretas necesidades del servicio y la naturaleza de los derechos o los bienes constitucionalmente protegidos sobre los que ella repercute; y

c) el acto por el cual se fijan los servicios esenciales ha de estar ade­cuadamente motivado (f. j . 2).

Es este último requisito, el de la exigencia de motivación del acto ad­ministrativo, el que mejor plasma la rígida doctrina formalista del TC sobre las resoluciones que imponen limitaciones al ejercicio de los derechos. Porque el TC no se limita a exigir que exista una especial justificación para ello, sino que es preciso "que tal justificación se exteriorice adecuadamente con objeto de que los destinatarios conozcan las razones por las cuales su derecho se sacrificó y de que, en su caso, puedan defenderse ante los órganos judiciales" (f. j . 2). Y ello significa que en la motivación "han de hacerse explícitos, si­quiera sea sucintamente, los criterios seguidos para fijar el nivel de tales servicios, de forma que por los Tribunales, en su caso, y en su momento, se pueda fiscalizar la adecuación de las medidas adoptadas" (f. j . 2).

En suma, la motivación no desempeña sólo una función informadora, sino que constituye ante todo la razón de ser de la medida limitadora. Dicho de otro modo, la justificación de los servicios mínimos y la razonabilidad de la limitación del derecho dependen de la motivación, por lo que una moti­vación insuficiente produce indefensión y carga sobre el interesado un deber de justificación que sólo ha de recaer sobre la autoridad gubernativa.

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DEFENSOR DEL PUEBLO M/ Dolores González Ayala

A introducción de la figura del Defensor del Pueblo para la de­fensa, junto a los poderes públicos. Tribunales de Justicia y Mi­nisterio Fiscal, de los derechos fundamentales de los ciudadanos, supuso una absoluta novedad en nuestra historia constitucional,

novedad que evidencia la importancia que el sistema de garantías representa para la operatividad de los mismos; es indudable que el fin que justifica y sostiene por completo a la Institución no es otro que la efectividad de los derechos proclamados en el título I de la Constitución y, a estos efectos, no resulta baladí recordar que la experiencia ha demostrado que el sólo reco­nocimiento en una norma constitucional no es condición suficiente, aunque sí necesaria para asegurar la existencia en nuestro ordenamiento de auténticas libertades públicas.

El Defensor del Pueblo aparece así como un garante más de la segu­ridad jurídica de los ciudadanos en el marco del Estado social y democrático de Derecho que define nuestra Constitución y, como reiteradamente ha ve­nido señalando la doctrina, frente al control jerárquico de la propia Admi­nistración, tiene la ventaja de ser de un órgand extemo, ajeno a ella; frente

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al control parlamentario, marcado por móviles y maniobras políticas, presenta la objetividad y profesionalidad de la función; frente al carácter complicado y lento del control judicial, ofrece un procedimiento ágil, gratuito, rápido y flexible. La esencia de su poder radica en que para conseguir su fin, está facultado para utilizar varias vías o medios, ninguno de ellos dirigido a sus­tituir a los canales tradicionales, y que aun estando desprovistos del elemento coactivo, le facultan para incitar a otras instituciones e instancias a que adop­ten las medidas necesarias para reparar las posibles violaciones de los dere­chos y libertades reconocidos en la Constitución. Como Magistratura de opi­nión, son su autoridad moral y la persuasión los principales instrumentos con los que cuenta el Defensor del Pueblo, instrumentos que sin ninguna duda han demostrado su eficacia en los once años de vigencia de la Institución, no olvidemos que la simple publicidad del Informe que anualmente ha de presentar ante las Cortes Generales cumpliendo así lo dispuesto en la Cons­titución y en la LO 3/1981, de 6 de abril, donde se deja constancia de sus actuaciones tanto en el terreno de los derechos y libertades fundamentales como en el terreno del funcionamiento ordinario de las administraciones y servicios públicos, ya es suficiente como mecanismo de defensa al exponer ante la opinión pública las situaciones de infracción de la 'normativa consti­tucional en materia de derechos por los poderes públicos.

Todo ello viene a justificar la existencia de una sección fija en la Revista de la Universidad Carlos III de Madrid dedicada a los "Derechos y Libertades" y cuya finalidad no es otra que la de dar cumplida información de aquellas actividades llevadas a cabo por el Defensor del Pueblo en este campo y que pueden tener una cierta relevancia ya sea por la trascedencia del tema, ya por la magnitud de las quejas formuladas en relación con una determinada materia.

Teniendo en cuenta que la publicación tendrá una periodicidad semes­tral, en cada número se hará referencia a las actuaciones inmediatamente anteriores; sin embargo, por ser ésta su primera aparición pública, parece más conveniente efectuar, en esta ocasión, un repaso general de la actuación del Defensor del Pueblo en los años 1990 y 1991 con el objetivo de dar a conocer al lector lo más sustancial de las labores institucionales en el terreno de los derechos y libertades fundamentales. Este repaso, para el cual se han utilizado respectivos Informes anuales, pretende centrar su atención fundamentalmente y a modo de crónica en:

I. Los derechos que han sido objeto de un mayor número de quejas por parte de los ciudadanos y que por lo tanto han requerido de una mayor

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intervención de la Institución, dejando así constancia de cuáles son los de­rechos y libertades menos respetados por los poderes públicos, con referencia a las resoluciones adoptadas por el Defensor en relación con las quejas: recomendaciones, sugerencias y otras resoluciones.

II. El ejercicio de la legitimación del Defensor del Pueblo para concurrir ante el Tribunal Constitucional.

III. Las investigaciones de carácter general o sectorial llevadas a cabo por la institución.

IV. Los acuerdos de colaboración que firme la institución con otras entidades.

I. DERECHOS CUYA VULNERACIÓN HAN DADO LUGAR AL PLANTEAMIENTO DE UN MAYOR NUMERO DE QUEJAS POR PARTE DE LOS CIUDADANOS

1. PRINCIPIO DE IGUALDAD (art. 14 de la Constitución)

Si bien no se trata de uno de los derechos cuya vulneración haya re­presentado mayor número de denuncias, sin embargo resulta necesario cons­tatar la aparición de un nuevo tipo de quejas basadas en la discriminación por razón de la raza (cabe mencionar los problemas de marginación de la raza gitana) y con respecto al personal de ciudadanía no española. Sin duda, este fenómeno se está produciendo, tal y como refleja el Informe de 1990 debido al cambio en el proceso migratorio en España, en donde hemos pasado de ser un país de emigrantes que denunciábamos con firmeza los supuestos discriminatorios a nuestros nacionales cuando éstos eran víctimas de ellos en otros países para pasar a ser un país de acogida de inmigrantes. El trato que reciben en ocasiones es no sólo inadecuado socialmente sino profundamente contradictorio con los principios fundamentales que proclama el título I de la Constitución y la propia Ley de Derechos y Libertades de los Extranjeros, lo que ha llevado a la institución del Defensor del Pueblo a llamar la atención de los poderes públicos y de todos los responsables de las distintas Adminis­traciones para que no toleren conductas discriminatorias de esta naturaleza, ejerciendo las funciones de inspección y las sancionatorias con rigor, cuando sea procedente.

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2. DERECHO A LA VIDA, A LA INTEGRIDAD FÍSICA E INTERDICCIÓN DE TRATOS DEGRADANTES (art. 15 de la Constitución)

a) Malos tratos.

Sigue siendo prioritaria la labor de esta institución en orden al escla­recimiento de aquellos casos en que se denuncian presuntos malos tratos inferidos por parte de agentes públicos o vigilantes jurados de empresas pri­vadas de seguridad. En ocasiones, se aprecia que algunas personas que son objeto de una detención, presentan después lesiones que difícilmente se han podido causar ellas mismas y que por otra parte no guardan proporción con el rigor inherente al hecho de la detención. Además, como se ha venido poniendo de relieve en Informes anteriores, se ha apreciado que algunos agentes cuando son objeto de denuncias por presuntos malos tratos, o incluso antes, al preverse estas denuncias, formulan, a su vez, denuncias contra el ciudadano por agresión, resistencia a la autoridad, insultos, etc., sin que las circunstancias de la detención respondan exactamente a estas calificaciones. Del mismo modo, se han continuado recibiendo quejas sobre presuntos malos tratos atribuidos a los vigilantes o guardas de seguridad de empresas privadas, resultando preocupante las prácticas de algunos de ellos.

b) Novatadas durante el servicio militar.

Aunque no han sido numerosas las quejas recibidas con motivo de con­ductas que puedan vulnerar derechos reconocidos en el artículo 15 de la Cons­titución, aquéllas han sido objeto de una atención prioritaria y urgente por parte del Defensor, al objeto de conocer la realidad de las mismas.

3. DERECHO A LA UBERTAD PERSONAL (art. 17 de la Constitución)

Dos han sido fundamentalmente los ámbitos donde se ha producido una vulneración más constante de este derecho, la administración de justicia y la administración sanitaria en relación con el internamiento de enfermos en centros psiquiátricos. En el primero de ellos se ha detectado un incremento de las quejas sobre privaciones de libertad judicialmente acordadas sin ajus­tarse, a juicio de la Institución, a la legalidad vigente, de ahí su trascedencia por cuanto la vulneración del derecho fundamental se produce precisamente

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por los órganos judiciales, encargados de su protección; en el segundo, con­viene destacar la preocupación del Defensor en este tema, preocupación que se deja sentir tanto en el hecho de que las investigaciones concretas llevadas a cabo se han realizado en la mayor parte de los casos con carácter de oficio, como en la investigación realizada con carácter general sobre centros de in-ternamiento en virtud de la deficiente regulación normativa de la enfermedad mental en el marco del Derecho Penal y Procesal Penal y a la que se hará referencia más adelante.

4. DERECHO A LA INTIMIDAD (art. 18 de la Constitución)

Hay que destacar en este apartado que la realización de los Censos de Población y Vivienda de 1991 dio lugar a la presentación de un cierto número de quejas por parte de los ciudadanos que consideraban vulnerada su inti­midad personal y familiar bien por el tenor de las preguntas a las que obli­gatoriamente había que responder, bien por el uso y destino que finalmente se diese a los datos personales que debían proporcionar para la elaboración de tales censos. A la vista de ello, la Institución estimó oportuno inipiar actuaciones tendentes a conocer las medidas adoptadas por las autoridades competentes para proteger la intimidad de los ciudadanos a lo largo de la operación censal, así como el grado de cumplimiento y eficacia práctica de las disposiciones vigentes.

5. DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA (art. 24 de la Constitución)

Si la vulneración de alguno de los derechos reconocidos constitucional-mente merece una especial llamada de atención, ésta es sin duda alguna la del derecho a la tutela judicial efectiva, por cuanto no sólo es importante destacar el número de quejas recibidas ante la Institución, lo que de por sí resulta llamativo al constituir el mayor grueso de denuncias, sino también por el hecho de que la vulneración provenga precisamente de los Tribunales de Justicia, a los que la Constitución encomienda de manera expresa la salva­guarda de los derechos fundamentales y las libertades públicas. La preocu­pación del Defensor del Pueblo por este tema se hace patente en las inves­tigaciones que ha llevado a cabo para esclarecer las causas de esta continuada y masiva formulación de quejas.

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De las actuaciones llevadas a cabo en relación con este proyecto el núcleo fundamental lo constituye la actividad que el Defensor despliega sobre el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas. Como señala el Informe de 1991, las carencias estructurales que todavía aquejan a nuestros órganos ju­risdiccionales (inadecuación de los vigentes instrumentos procesales, falta de medios materiales y personales o defectuosa organización de los mismos, in­suficiente preparación de los jueces, fiscales o personal auxiliar, falta de de­sarrollo de las previsiones legales sobre la planta judicial...) no pueden jus­tificar, en ningún caso, irritantes dilaciones que todavía se producen en con­cretos órganos judiciales y que han determinado abundantes intervenciones de esta Institución. Desde anteriores Informes se viene reconociendo el es­fuerzo realizado en los últimos años por los poderes públicos para mejorar la prestación del servicio público judicial dentro de los parámetros de garan­tías y eficacia que nuestra Constitución exige, como características básicas del sistema judicial de una sociedad democrática y moderna, pero ello ha resul­tado a todas luces insuficiente.

6. DERECHO A LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA (art. 30.2 de la Constitución)

Por el contenido de las quejas recibidas se aprecia en estos últimos años un cierto desplazamiento en cuanto a los problemas que los ciudadanos so­meten a la Institución, vislumbrándose una variación en las mismas, al incre­mentarse las relativas a diversos aspectos de gestión del servicio de la pres­tación social sustitutoria, conformándose el hecho de que los problemas que preocupan o afectan a los ciudadanos en este ámbito tienen como punto de interés el modo y el proceso en que se desarrolla el cumplimiento de esta obligación. En este sentido han aumentado las quejas que se refieren a re­trasos por parte de la Oficina para la Prestación Social de los Objetores de Conciencia en las operaciones de clasificación y, fundamentalmente, en la incorporación en el puesto de actividad. Lo anterior no obsta a que se sigan recibiendo escritos de ciudadanos que desde unos planteamientos ideológicos y políticos expresan su rechazo al vigente marco jurídico regulador del derecho a la objeción de conciencia o también otros que ponen de relie­ve deficiencias en el funcionamiento de los órganos encargados o el empleo de criterios restrictivos en la aplicación de la normativa reguladora de este derecho.

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7. DERECHOS Y LIBERTADES DE LOS EXTRANJEROS EN ESPAÑA

Capítulo especial ha merecido en los Informes del Defensor del Pueblo, por el número de quejas recibidas y las actuaciones de oficio seguidas por la institución, el grado de reconocimiento por parte de la Administración de las libertades públicas, proclamadas en el artículo 13 de la Constitución. Desde 1990 se ha notado un incremento de quejas sobre extranjería» quizá justificado por el amplio margen de discrecionalidad que tiene la Administración en esta materia, la inmediata ejecutividad que suele caracterizar a las resoluciones administrativas adoptadas, sin olvidar la situación de indefensión, a veces sobrevenida al extranjero por desconocer los derechos que constitucionalmen-te le son reconocidos, así como los mecanismos legales de defensa en un país distinto al suyo. Además, se ha apreciado en esta materia la carencia de un control suficiente con respecto a algunas intervenciones practicadas por agen­tes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, habida cuenta de las circunstancias en que éstas en ocasiones tienen lugar. Por otra parte, se ha constatado que, en algunos casos, no se produce una correcta interpretación por parte de la Administración de la legislación vigente y que ésta al resolver los procedi­mientos y expedientes instruidos en la materia no siempre pondera suficien­temente las circunstancias concurrentes en cada caso concreto, aplicándose con mayor frecuencia de lo deseable en estas resoluciones administrativas un cierto grado de automatismo. Se señala también el problema que ha venido representado la no existencia de un organismo unitario que conozca de la solicitud de los diversos informes sobre extranjería, debiendo procederse en cada caso a plantear la queja ante cada una de las autoridades o funcionarios encargados de la tramitación de los diversos expedientes con la diversidad de criterios que esta práctica viene originando; problema hoy día solucionado.

II. EL EJERCICIO DE LA LEGITIMACIÓN PARA CONCURRIR ANTE EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

1. RECURSOS DE INCONSTITUCIONALIDAD

a) Solicitudes de interposición del Recurso de Inconstitucionalidad.

Diversas solicitudes han llegado a la institución en los años 1990 y 1991 encaminadas al ejercicio de la legitimación que tiene conferida para actuar ante el Tribunal Constitucional en procesos de inconstitucionalidad: estas so-

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licitudes iban dirigidas contra las siguientes disposiciones: Ley 4/1990, de 20 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 1990; Ley 8/1990, de 29 de julio, sobre Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones del Suelo; Ley de Cataluña 4/1990, de 9 de marzo, sobre Ordenación del Abastecimiento de agua en el área de Barcelona; Real Decreto-Ley 7/1989, de 29 de diciem­bre, sobre medidas urgentes en materia presupuestaria, financiera y tributaria; Real Decreto-ley 1/1990, de 2 de febrero, sobre concesión con carácter ex­cepcional de una paga al personal al servicio de la Administración Pública; Real-Decreto legislativo 521/1990, de 27 de abril, por el que se aprueba el texto articulado de la Ley de Procedimiento Laboral; Ley Orgánica 11/1991, de 17 de junio de 1991, de Régimen Disciplinario de la Guardia Civil; Ley 18/1990, de 17 de diciembre de 1990, sobre reforma del Código Civil en materia de nacionalidad; Ley 25/1990, de 20 de diciembre, del Medicamento; Ley 26/1990, de 20 de diciembre, por la que se establece en la Seguridad social prestaciones no contributivas; Ley 31/1990, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1991; Ley 10/1991, de 4 de abril, sobre Potestades Administrativas en materia de espectáculos taurinos; Ley 9/ 1990, de 8 de noviembre, reguladora de la Hacienda de la Comunidad de Madrid; Ley de Cataluña 22/1990, de 28 de diciembre, sobre modificación de los límites de la zona periférica de protección del Parque Nacional de Aigúes Tortes y lago de Sant Maurici; Ley 17/1990, de 29 de diciembre, de Presu­puestos Generales de la Comunidad Autónoma de Castilla-León para 1991; Ley Foral 13/1990, de 31 de diciembre, de protección y desarrollo del patri­monio forestal de Navarra; Ley del Parlamento de Galicia 4/1991, de 8 de marzo, de Reforma de la Ley 4/1988, de 26 de mayo, de la Función Pública de Galicia.

El Defensor del I»ueblo, oída la Junta de Coordinación y Régimen In­terior, no encontró motivos que determinasen o aconsejasen el ejercicio de la indicada legitimación.

b) Resolución de recursos interpuestos.

El 27 de marzo de 1985 el Defensor del Pueblo interpuso recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de la Asamblea de Madrid 15/1984, de 19 de diciembre, del Fondo de Solidaridad Municipal. El Tribunal Constitucional dictó sentencia el 4 de octubre de 1990 por la que se acordaba desestimar el recurso interpuesto.

El 8 de noviembre de 1985, el Defensor del Pueblo interpuso recurso de inconstitucionalidad contra el párrafo 2 de la disposición adicional tercera

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de la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad Sindical. El 13 de marzo el Tribunal Constitucional dictó sentencia por la que decidía desestimar el recurso.

2. RECURSOS DE AMPARO

a) Solicitudes de interposición del recurso de amparo.

En estos dos años se han recibido un número considerable de solicitudes de interposición de recursos de amparo. Tras el estudio de cada una de ellas, el Defensor del Pueblo, oída la Junta de Coordinación y Régimen Interior, no ha estimado procedente la interposición del recurso más que en un solo caso, la del representante de unos trabajadores contra el auto de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que en recurso de súplica confirmaba otro anterior que en queja confirmó a su vez el dictado por la Magistratura de Trabajo de Melilla, que declaró caducado el recurso de suplicación contra sentencia en procedimiento sobre reclamación por de­sempleo. El recurso se interpuso el 27 de junio de 1990 con base en la vulneración del art. 24.1 de la Constitución, que reconoce a toda persona el derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejer­cicio de sus intereses legítimos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión.

III. INVESTIGACIONES DE CARÁCTER GENERAL O SECTORIAL

Con independencia de la tramitación ordinaria de las quejas, la insti­tución ha llevado a cabo dos importantes investigaciones. La primera de ellas ha abordado la situación del menor en centros asístenciales y de interna-miento con las consiguientes recomendaciones en el ejercicio de las funciones protectoras y reformadoras, habiéndose visto alguna de ellas parcialmente reflejadas en proyectos de ley posteriores. La segunda se refiere a la situación jurídica y asistencial del enfermo mental en España, y al igual que la anterior ha dado lugar a la formulación de una serie de recomendaciones. El conte­nido esencial de ambas investigaciones y resoluciones ha sido publicado en su integridad.

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IV. ACUERDOS DE COLABORACIÓN

Dentro del marco de colaboración institucional el Defensor del Pueblo firmó, a finales de septiembre de 1991, un convenio con la Universidad Carlos III de Madrid para la creación de la Cátedra "Joaquín Ruiz-Giménez" de estudios sobre el Defensor del Pueblo, con la finalidad de promover y apoyar la investigación y formación sobre los sistemas de garantías no juris­diccionales de los derechos constitucionales y de supervisión de las adminis­traciones públicas, a través de diversas líneas básicas de actuación, tales como la formación académica en las materias científicas objeto del convenio, la investigación básica y aplicada, etc. Como primera actuación la Cátedra "Joa­quín Ruiz-Giménez" organizó unas Jornadas denominadas "Diez años del Defensor del Pueblo, problemas y perspectivas", que tuvieron lugar en el mes de enero de 1992, y de las que se dará cuenta en el próximo número de la Revista.

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EUROPEOS SEGÚN EL TRATADO DE MAASTRICHT

SOBRE LA UNION EUROPEA Eduardo García de Enterría

I

O es cosa de recordar aquí cómo, tras la última gran guerra, se logró articular un sistema de integraciones parciales de los viejos Estados europeos. Esta dirección se inicia, tras el primer intento

que concluye en la formación del Consejo de Europa en 1949 y en el montaje del primer sistema de protección internacional de los derechos fundamentales o sistema de Estrasburgo, por la vía de los pasos concretos y medidos, que se abre, sobre la sugestión de Jean Monet, con el Tratado de París de 1951, que creó la Comunidad del Carbón y del Acero. Al lado de los dos países cuyo entendimiento preocupaba fundamentalmente, Francia y Alemania, se unen desde el primer momento, lúcidamente, Italia y los tres Estados del Benelux. Tras el fracaso de una Comunidad Europea de Defensa, que olvida el método Monet pretendiendo una integración excesiva, seguirán los dos

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básicos Tratados de Roma de 1957, de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica. A los seis Estados iniciales se incorporarán más tarde otros tres, incluido el Reino Unido, que había desconfiado hasta entonces de la iniciativa, y otros tres más tarde, en 1985 España y Portugal, hasta llegar a los 12 actuales.

El éxito creciente de esta imaginativa y creadora empresa llevará en­seguida a pretender superar sus limitaciones calculadas y a intentar convertirla en una verdadera federación, según los módulos históricos convencionales. Recordemos que Tocqueville expresó, en términos rotundos, que la técnica de la Constitución Federal puesta a punto por los revolucionarios nortea­mericanos supuso une théorie entiérement nouvelle et qui doit marquer comme une grande découverte dans la science politique de nos jours (De la demócratie en Amérique, 1." parte, cap. VIII). Podemos decir ahora exactamente lo mismo de la gran creación de las Comunidades Europeas, que es una construcción política también sin precedente alguno y de la que nuestro tiempo puede estar orgulloso.

Entre la gran trascendencia que alcanzó la reforma más profunda de los Tratados originarios realizada hasta entonces, la del AQta Única Europea, que comenzó a regir el 1 de junio de 1987, pocos parecen haber prestado especial atención a una de sus cláusulas, que se computó enseguida en la cuenta de la retórica europeísta, la de su artículo 1.°, que afirma que las Comunidades Europeas y la Cooperación Política Europea "tienen como ob­jetivo contribuir conjuntamente a hacer progresar de manera concreta la Unión Europea".

Sin embargo, ese precepto significaba algo más importante, que el pro­ceso constitutivo de la Europa comunitaria quedaba abierto en el mismo mo­mento en que se procedía a su reforma de mayor calado; ese proceso estaba llamado a progresar, a no detenerse en los importantes logros ya conseguidos. La aparición, por iniciativa alemana, durante su Presidencia de 1988, de un proyecto de Unión Económica y Monetaria, sobre el que inmediatamente el Consejo encarga el que luego se llamará informe Delors sobre esta materia, informe que será aprobado en la Cumbre de Madrid de junio de 1989, llevará a la apertura de dos conferencias intergubernamentales, decididas en la Cum­bre de Roma de diciembre de 1990. Esas dos conferencias han elaborado un texto completo de un nuevo Tratado de una Unión Europea, firmado en Maastrich el 7 de febrero de este año 1992.

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II

Aunque el Tratado de la Unión Europea está aún pendiente de ratifi­cación por los Parlamentos (o por referéndum) de los 12 Estados miembros, partiremos de una hipótesis que pocos se atreverán a poner en duda, que los doce Estados, previa modificación o no de sus Constituciones, ratificarán, en efecto, dicho Tratado.

Toda la ya vieja estructura comunitaria ha quedado afectada. Por de pronto, las tres Comunidades Europeas, la del carbón y el acero, la del mer­cado común (convertida ya por el Acta Única en el mercado interior sin fronteras) y la de la energía atómica, quedan reducidas a una sola, la Co­munidad, simplemente, perdiendo la connotación limitativa de "económica". Pero, a la vez, esta Comunidad ya no es sino una de las tres partes de la Unión Europea. A su lado aparecen con sustantividad la Política Exterior y de Seguridad Común, y la Cooperación en los ámbitos de la Justicia y de los asuntos de Interior. Los tres brazos de la nueva Europa se apoyan sobre un punto común, las "Disposicions comunes" del Tratado de la Unión, con seis artículos ordenados por letras, de la A a la F, inclusive, más las "Disposicio­nes finales", artículos L a S, inclusive. Aunque los órganos de las tres ramas de la Unión son comunes, lo cierto es que otras partes del Derecho Comu­nitario hoy constituido, y particularmente el papel del Tribunal de Justicia de las Comunidades, no jugará en los otros dos campos separados.

Quiero detenerme en el hecho de que entre esas "Disposiciones co­munes" el artículo F contiene una suerte de declaración constitucional de derechos, que faltaba en las Comunidades Europeas. Recordemos que de esta situación habían derivado algunos conflictos entre el Tribunal de Justicia y algunos Tribunales constitucionales nacionales, especialmente el italiano (sen­tencias números 183 de 1973 y 232 de 1989) y el alemán (sentencias de 29 de mayo y 22 de octubre de 1986, Solange I y II), que habían supeditado la primacía del Derecho Comunitario a la primacía que su propia Constitución, o Ley Fundamental, reconoce a los derechos fundamentales. Es verdad que esa nueva carta de derechos no se formula del modo tradicional enumerativo, sino por la técnica de la remisión. Los términos son éstos: "La Unión res­petará los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1957, y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho Comunitario".

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Este precepto (un precedente del cual puede verse en una declaración más abstracta contenida en el Preámbulo del Acta Única Europea que, como tal, no alteró demasiado las cosas) tiene una importancia de primer orden. El Tribunal de Justicia de las Comunidades había aplicado ya algunos de los derechos consagrados en el Convenio Europeo como "principios generales del Derecho Comunitario". Esta expresión misma no aparece, por cierto, en nin­guno de los artículos de los Tratados originarios; es, en sí mismo, un concepto de creación jurisprudencial que se había aplicado al Convenio Europeo, pero como simple "fuente de inspiración", esto es, sin poder deducir de ello que los derechos proclamados en la Carta o Convención de Roma vinculasen a la legislación derivada comunitaria de manera efectiva y formal y aún menos a las legislaciones nacionales en cuanto incidiesen sobre la materia comuni­taria (así, por ejemplo, sobre unas lúcidas conclusiones del abogado general Capotortti en el caso Defrenne de 1978, las más recientes sentencias Cinét-héque de 11 de julio de 1985, Demirel, de 30 de septiembre de 1987). Una explicación de esa relevancia limitada de los derechos fundamentales procla­mados j)or el sistema de Estrasburgo se encuentra ya en la sentencia Nold de 14 de mayo de 1974, especificada en Hauer de 13 de diciembre de 1979. En una sentencia reciente que se apoya en Hauer, la sentencia Wachauf, de 13 de julio de 1989, fundamento 17, el Tribunal es bastante explícito:

En virtud de una jurisprudencia constante establecida especialmente por la sentencia Hauer, los derechos fundamentales forman parte integrante de los principios generales del Derecho cuyo respeto asegura el Tribunal. Al asegurar la salvaguardia de estos derechos el Tribunal debe inspirarse en las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, de tal modo que no deben ser admitidas en la Comunidad medidas incompatibles con los derechos fundamentales reconocidos por las Constituciones de estos Estados. Los instrumentos internacionales referentes a la protección de los derechos humanos a los cuales los Estados miembros han cooperado o se han adhe­rido, pueden igualmente proporcionar indicaciones que conviene tener en cuenta en el cuadro del Derecho Comunitario."

Es evidente que esta simple "inspiración", este "tener en cuenta" res­pecto de algunas "indicaciones" del Convenio Europeo, todo ello administra­do prudencialmente por el Tribunal de Justicia, es algo esencialmente distinto de la vinculación efectiva ("la Unión respetará", dice, en lenguaje abierta­mente preceptivo) que el Tratado de Maastrich viene ahora a imponer a todos los órganos de la Comunidad y de las otras dos ramas de cooperación no estrictamente comunitaria, así como a los Estados miembros de la Unión. La materia ha pasado, pues, formalmente a formar parte del Derecho originario o constitucional de la Unión.

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Podría decirse, quizás con algún énfasis, que la entidad política que pasa a ser la Unión Europea se ha dotado de un verdadero Bill of Rights, que es como mínimo el que formula el Convenio de Roma, más todos sus Protocolos adicionales; entiendo que esta extensión a los Protocolos ha de admitirse aunque el artículo F del Tratado no los nombre, teniendo en cuenta que todos los Protocolos declaran que "las partes contrataijtes consideran los artículos" que adicionan derechos nuevos a los proclamados por el Convenio originario "como artículos adicionales al Convenio". Este mínimo garantizado podrá aún ser incrementado acudiendo a "las tradiciones constitucionales co­munes a los Estados miembros", en donde "comunes" no quiere decir uná­nime, como el propio Tribunal de Justicia ha precisado al interpretar la misma fórmula que se encuentra en el artículo 215 del Tratado de la Comunidad Económica, a propósito de la responsabilidad extracontractual de las institu­ciones comunitarias, para no tener que utilizar el standard del Estado de menor protección.

Resulta también novedoso que el Tratado asuma en bloque el contenido material del Convenio de Roma sin que la Unión o la Comunidad sean partes contratantes, según el Derecho Internacional, de dicho Convenio. Por ello, resulta evidente que las sentencias del Tribunal de Justicia no podrán ser recurridas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, contra la solución que había postulado últimamente la propia Comisión en su Comunicación al Consejo de 19 de noviembre de 1990, junto en vísperas, pues, de la entrada en funcionaminto de las Conferencias intergubernamen­tales, y aún antes el propio Parlamento Europeo en su comunicación "La Europa de los ciudadanos", de 24 de junio de 1988. Se excluye también la fórmula de la enfática "Declaración de Libertades y Derechos Fundamenta­les" que el propio Parlamento había aprobado el 12 de abril de 1989 y que, obviamente, carecía de toda virtualidad normativa, incluso de Derecho deri­vado, no ya como Derecho constitucional primario. También, en fin, parece excluida la fórmula, que cuenta igualmente con alguna propuesta (última­mente el Juez Lenaerts, en uno de los últimos nwneros de European Law Review, 1991), de que el Tribunal de Justicia y el Tribunal de Primera Ins­tancia pudiesen suscitar cuestión prejudicial interpretativa al Tribunal de Es­trasburgo sobre el alcance de los derechos del Convenio Europeo que tuviesen que aplicar en sus propios procesos.

Mucho más simplemente, ha habido una recepción, que lo ha convertido en Derecho constitucional de la Unión Europea,- de la parte material del Convenio, pero no de su parte orgánica o procedimental. Nos encontraremos

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así entonces, inevitablemente, con dos Tribunales superiorem non recognoscents interpretando paralelamente —y en algún caso será inevitable que contradic­toriamente— el mismo instrumento internacional en cuanto a su contenido material de derechos funadamentales.

Esta gran novedad de un Bill of Rigths comunitario ha venido a colmar un déficit grave en una verdadera Constitución democrática, como última­mente hizo notar en un brillante artículo en Revista Española de Derecho Constitucional el profesor Diez-Picazo. En la conciencia jurídica, e incluso social, contemporánea sigue vigente el viejo artículo 16 de la Declararion des Droits de l'Homme et du Citoyen, de 1789: el sistema político que no tenga instaurada la división de poderes ni garantizados los derechos del hombre no tiene Constitución.

Hoy Europa ha accedido, pues, a un verdadero status constitucional. Tiene establecida una singunlar división de poderes, tiene garantizados los derechos fundamentales a través de un específico y complejo sistema judicial que comprende todos los Tribunales nacionales de cada uno de sus 12 Estados y la coronación del sistema a través de la pieza maestra que es el Tribunal de Justicia de las Comunidades —o de la Comunidad, en singular, a partir de ahora—.

Tiene, en fin, una ciudadanía común. Una de las novedades más sig­nificativas del Tratado de la Unión Europea es, en efecto, la creación de esta ciudadanía, nuevos artículos 8 a 8E del Tratado de Roma, que se inician así:

"Se crea una ciudadanía de la Unión. Será ciudadano de la Unión toda persona que ostente la nacionalidad

de un Estado miembro."

Cives europaeus sum, podremos decir a partir de ahora con orgullo los nacionales miembros de la Unión y ello no sería una vana expresión, como no lo son nunca las palabras, sean cuales sean, de una Constitución.

III

Mucho más podríamos seguir reflexionando sobre este Tratado de la Unión Europea, que introduce una fulgurante meta de esperanza en nuestras sociedades escépticas, casi agnósticas cuando no nihilistas.

Pero sería aún excesivo sostener que con la reforma de Maastricht el déficit constitucional del sistema comunitario haya quedado completamente colmado.

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Resta aún, en efecto, una cara negativa, tras los aspectos positivos que hemos subrayado. Esa cara negativa está en la primera de las disposiciones finales incluidas en el título VII del Tratado de Maastricht, la disposición que lleva la letra L. Este precepto opera una verdadera división de toda la materia del Tratado por el criterio de su justiciabilidad ante el Tribunal de Justicia de la Comunidad. Sólo son, en efecto justiciables las "disposiciones por las que se modifica el Tratado constitutivo de la CEE, del Tratado constitutivo CECA y del Tratado constitutivo CEA", más "el tercer párrafo de la le­tra c) del apartado 2 del artículo K.3" (que se refiere a la posibilidad de que los Estados miembros celebren entre sí convenios referentes a la cooperación en los ámbitos de la justicia y de los asuntos de interior, convenios en los cuales puedan remitirse al Tribunal de Justicia los litigios referentes a su interpretación y aplicación), y, finalmente, los artículos L a S (que compren­den todas las disposiciones finales incluidas en el título VIII).

Puesta esta regla en sentido negativo, resulta que el Tribunal de Justicia no será competente para enjuiciar la aplicación del artículo F.2, que es donde se encuentra el concepto que hemos examinado de incorporación de "los derechos fundamentales del Convenio Europeo... y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho comunitario".

Esta exclusión de la justiciabilidad de una buena parte del Tratado de la Unión, y en concreto del artículo F, resulta sorprendente. El primer mi­nistro británico John Major se ha vanagloriado públicamente de que fue su gobierno quien consiguió esta limitación del ámbito competencial del Tribunal de Justicia, que, a sus ojos, es, con la Comisión, el órgano más "centralizador" de la Comunidad, esto es, el favorable a las técnicas de supranacionalidad o integración, en perjuicio de las competencias soberanas de los Estados nacio­nales. Es un triste motivo de orgullo, séame permitido decir, con todos los respetos. Resulta explicable que en los nuevos ámbitos en que el Tratado de Maastricht interviene con contenidos políticos completamente nuevos respecto de los Tratados comunitarios originarios, y concretamente la política exterior y de seguridad común y la cooperación en los ámbitos de la justicia y de los asuntos de exterior, es comprensible que en estos ámbitos pueda producir alguna dificultad una formalización total que justifique la entrada el juego del Tribunal de Justicia; son políticas cuya puesta en común carece de preceden­tes y que además todas afectan a materias en las que la discrecionalidad y la relevancia de los respectivos intereses nacionales es muy viva. Pero resulta que también carece de cualquier justiciabilidad precisamente el artículo F, que

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proclama que la Unión "respetará los derechos fundamentales", porque ese mismo respeto lleva necesariamente incluida su tutela judicial efectiva.

Ahora bien, resulta difícilmente imaginable que el Tribunal de Justicia no llegue a extraer consecuencia alguna de la declaración del artículo F, dado que el mismo proclama a esos derechos fundamentales "principios generales del Derecho Comunitario", concepto este último que incluye como mínimo todo el Derecho de los Tratados constitutivos originarios y sus sucesivas re­visiones. El artículo F en su propia redacción está llamado a surtir efectos precisamente en todas las materias que el artículo L considera Derecho Co­munitario genuino. La eficacia general del artículo F.2, con la salvedad de la política exterior y de la seguridad y a la cooperación en los ámbitos de la justicia y de los asuntos de interior, parece, pues, asegurada, en virtud de la cláusula remisora o de reenvío que el mismo contiene. Se ha producido, inesperadamente para los redactores, pero en forma perfectamente relevante para el intérprete, un efecto en cierto modo análogo al de double renvoi: el artículo L reenvía al artículo F para determinar la exclusión, pero a su vez este artículo F remite a toda la materia comunitaria originaria, para la cual, aún a sus revisiones sucesivas, incluida la de Maastricht, es aplicable la ju­risdicción del Tribunal de Justicia, según el propio artículo L. El efecto final es la aplicación plena del artículo F a toda la materia comunitaria estricta según el artículo L, aplicación difícilmente negable en estrictos términos in­terpretativos.

En cualquier caso, hay que decir que el equívoco es de lamentar. Habrá que esperar a la revisión del Tratado de Maastricht que él mismo (art. N) prevé a partir de 1996 para que ésta y otras cuestiones de perfeccionamiento del sistema puedan quedar más claramente incorporadas, conforme al ideal de una "Comunidad de Derecho", "Estado de Derecho", así llamado expre­samente aún siendo manifiesto que la Comunidad no es un Estado, o de Rule of Law, tantas veces proclamada por todas las instituciones comunitarias.

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EL TRATADO DE LA UNION EUROPEA Y LA CUESTIÓN DEL RESPETO

DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA ACTIVIDAD INSTITUCIONAL

DE LA UNION EUROPEA

Carlos J. Moreiro

N un momento de marcadas divisiones en la opinión pública de los Estados comunitarios frente a la aceptación o el rechazo del contenido del Tratado de la Unión Europea, parece oportuno fijar la atención en un aspecto del mismo, de gran trascendencia para

la vida institucional comunitaria, pero sobre el que no se han centrado aún las disputas más o menos partidistas, o el espíritu crítico de los estudiosos del derecho comunitario. Se trata de "la adhesión a los principios de libertad, democracia y respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamen­tales y del Estado de Derecho", que consagra el preámbulo del Tratado de la Unión Europea, así como del desarrollo de que es objeto este principio en el apartado 2 del artículo F del título I del mismo.

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Un análisis, siquiera somero, como el que exigen las razones de espacio de este apartado de la Revista Derechos y Libertades, nos remite forzosamente a una revisión histórica de la cuestión, así como al apunte de los problemas que en el actual sistema jurídico comunitario puede generar la misma.

I. UNA APROXIMACIÓN HISTORICO-LEGISLATIVA

Al repasar el contenido de los Tratados fundacionales de las Comuni­dades Europeas, parece denotarse una cierta deshumanización en el mismo, apareciendo ante el lector como un elenco de normas técnico-comerciales, sobre todo de carácter sectorial, dirigidas a garantizar el funcionamiento per­fecto del libre mercado. Ni tan siquiera, las dispersas referencias al recono­cimiento de derechos económicos y sociales', ayudan en algo a hacer de los tratados un texto abierto para ubicar en los mismos mecanismos de salva­guardia de la proyección integral de la persona ante la mercantilización de su entorno jurídico.

La doctrina más cualificada ^ estudió esta cuestión con suma atención, y entre los muchos argumentos que se dieron para justificar la actitud del legislador comunitario, destacan sobre todo tres. El primero, de tipo teleo-lógico. Lx)s redactores del Tratado no sabían, a ciencia cierta, cuál sería el devenir político institucional de las comunidades, ya que el mismo dependería de factores coyunturales más que de la voluntad institucional de las comu­nidades. Por lo tanto, se fijaron unas normas mínimas que facilitaran, primero un proceso sectorial de integración económica', y, en estadios posteriores, un proceso de integración global (política, económica y jurídica)".

Igualmente, no pareció oportuno incluir un catálogo sistemático de de­rechos fundamentales por una razón de economía normativa, ya que todos los Estados signatorios de Los Tratados Constitutivos de las comunidades poseían un sistema de reconocimiento y protección constitucional de los de­rechos fundamentales'.

' Los artículos 36, 118:i, 119, 214 y 222 del Tratado CEE, así como el artículo 46.2 del Tratado CECA, son algunos ejemplos al respecto.

^ Así, por ejemplo: CEREXHE, E.: "La protetion des droits fondamentaux dans les Communauteés Européennes", en RJP, 1982, núm. 1, pp. 687-700; PESCATORE, P.: "Les droits de rhomme et l'intégration européenne", en CDE, 1968, pp. 629-673; LOUIS, J. V.: L'ordre Ju-ridique Communautaire, Bruselas, 1979, pp. 94-101.

' Vid. IPSEN: Europaisches Gemeinschaftsrecht, Tübingen, 1972, pp. 775-776. •• Vid. SCHWARTZ, I.: "Le pouvoir normatif de la Communauté, notament en vertu de

l'article 235. Une competence exclusive ou paralléle", en RMC, 197, 1976, pp. 288-289. ' Este extremo fue puesto de manifiesto en sendas sentencias de los Tribunales Cons­

titucionales de Alemania (29 de mayo de 1974) e Italia (27 de diciembre de 1973), quienes intentaron hacer valer su preeminencia frente a las normas comunitarias que vulneraran algunos de los derechos consagrados en sus tradiciones constitucionales.

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Por Último, una razón de tipo exclusivamente competencial: las posibles fricciones que, de cara a la interpretación y protección de los derechos fun­damentales, pudieran surgir entre la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de Luxemburgo y la del Tribunal de Estrasburgo "*.

Sin embargo, la evolución de los acontecimientos políticos y económicos en Europa fue concienciando, en sucesivos estadios, al legislador comunitario, sobre la necesidad de encontrar alguna solución al respecto. Fruto de la irreversibilidad de los citados acontecimientos, fueron las menciones que, al respecto, se hicieron tanto en El Proyecto de Tratado de La Unión Europea', como en el Acta Única Europea. El primero reconocía, en el párrafo primero del artículo 4, que "... la Unión protege la dignidad del individuo y reconoce a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos y libertades fun­damentales, tales como se derivan de los principios comunes de las Consti­tuciones de los Estados miembros, así como del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales", añadiendo en los apartados tres y cuatro del mismo artículo sendas manifes­taciones de la voluntad institucional comunitaria para realizar el objetivo esen­cial de la protección de los derechos y libertades fundamentales "*.

Por su parte, en el Preámbulo del Acta Única Europea, se dice: "... Decididos a promover conjuntamente la democracia, basándose en los derechos fundamentales reconocidos en las Constituciones y Leyes de los Estados miembros, en el Convenio Europeo para la Protección de los Dere­chos Humanos y de las Libertades Fundamentales y en la Carta Social Eu­ropea, en particular la libertad, la igualdad y la justicia social..."

Ambos textos reflejan el cambio de sensibilidad del legislador comuni­tario. Un cambio de sensibilidad que tuvo connotaciones previas en la evo­lución que experimentó el Tribunal de Justicia de Luxemburgo desde sus reticencias iniciales, hasta el establecimiento de un sistema comunitario de protección de los derechos fundamentales. Es más, el legislador comunitario

' Es necesario referirse en esta cuestión al extraordinario estudio que realizó COHÉN Jonathan: "La problematique de l'adhésion des Communautés Européennes a la Convention européenne des Droits de ¡'Homme", en Mélatiges Teitgen, París, 1984, pp. 81-108.

' Aprobado por el pleno del Parlamento Europeo reunido en Estrasburgo el 14 de febrero de 1984.

" El artículo 4.3 dice: "dentro de un plazo de cinco años, la Unión deliberará sobre su adhesión a los instrumentos internacionales anteriormente mencionados, a los Pactos de las Naciones Unidas relativos a los derechos civiles y políticos, así como a los derechos económicos, sociales y culturales...", y además, "... dentro del mismo plazo, la Unión adoptará su propia declaración sobre derechos fundamentales..."; el artículo 4.4 dice: "... en caso de violación grave y persistente por parte de un Estado miembro de los principios democráticos o de los derechos fundamentales, podrán adoptarse sanciones en base a las 'disposiciones del artículo 44 del pre­sente Tratado".

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prácticamente se limita a transcribir el razonamiento jurídico del Tribunal de Luxemburgo en los tres asuntos en los que se mostró, por primera vez, abier­tamente favorable a la instauración de garantías jurídicas al respecto, en el ordenamiento jurídico-comunitario; los asuntos Internationale Handels-gesellschaft', Nold "" y Rutili ".

Pero independientemente de la influencia de los factores coyunturales, o de la referencia institucional del Tribunal de Luxemburgo, la actitud del legislador comunitario sólo se había quedado en declaraciones de intenciones manifestadas en los citados preámbulos, o en otros loables esfuerzos por sis­tematizar la protección de los derechos fundamentales en el marco comuni­tario, como lo fueron, antes de la aprobación del Acta Única Europea, la Declaración común del Parlamento, el Consejo y la Comisión, de 5 de abril de 1977, la Declaración del Consejo Europeo de 8 de abril de 1978 ' , la Carta Social de 1989", y la Declaración del Parlamento Europeo sobre la Protección de los Derechos Humanos, de 14 de abril de 1989. De ahí la importancia que adquire la actitud ahora manifestada en el Tratado de La Unión Europea.

II. EL ARTICULO F DEL TRATADO DE LA UNION EUROPEA

Ubicado en el título I (disposiciones comunitarias), el punto 2 del artículo F del Tratado de la Unión Europea dice: "... La Unión respetará los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamen­tales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como prin­cipios generales del Derecho Comunitario".

Tanto desde la perspectiva sistemática como desde las repercusiones que, debido precisamente a su ubicación sistemática en el Tratado de la

' Sentencia de 17 de diciembre de 1970, As. 11/70, Recueil, 1970, 1135. '° Sentencia de 14 de mayo de 1974, As. 4/73, Recueil, 1974, 508. " Sentencia de 28 de octubre de 1975, As. 36/75, Recueil, 1975, 1232. " Fruto de esta voluntad política, la Comisión elaboró un "Memorándum" ("Memorán­

dum de la Commission sur l'adhésion des Communautés Européennes a la Convention euro-péenne des Droits de l'Homme", BCE, supl. 2/79), que dirigió a las demás instituciones comu­nitarias, en abril de 1979.

" Declaración solemne del Consejo Europeo de Estrasburgo del 8 y 9 de diciembre de 1989.

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Unión, pudiera tener en el ordenamiento jurídico comunitario, este artículo sugiere ciertas reflexiones.

En cuanto al primero de los aspectos, fue voluntad reiterada del legis­lador comunitario '* el otorgar a esta declaración un rango de relevancia ju­rídica lo suficientemente importante, como para dotarle del carácter de prin­cipio fundamental de la Unión Europea. Es más, a partir de esta declaración, se configura la primera esfera de derechos de los ciudadanos de la Unión Europea ", cuya protección es condición previa para el disfrute del resto de los derechos, tanto los de carácter cívico (libertad de circulación y de esta­blecimiento, asociación política, voto, eligibilidad, etc.), como los de carácter social (acceso a la cultura, disfrute del entorno medio ambiental, no discri­minación laboral, salubridad del medio de trabajo, etc.)

En otro orden de cosas, y por lo que hace referencia a las consecuencias jurídicas de orden comunitario que pueda tener este artículo, es necesario llamar la atención sobre dos cuestiones. En primer lugar, no parece que la intención del legislador comunitario termine con una mera referencia al res­peto de la Unión hacia el contenido del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos. Más bien, parece decidido a intervenir de manera firme en la cuestión. Ello se puede deducir, por ejemplo, del Informe Bindi sobre la ciudadanía de la Unión, en cuyo punto 3, apartados b) y e), se dice: "... El Parlamento Europeo establecerá, en colaboración con los Parlamentos nacionales, una lista de los derechos fundamentales, ... No obstante, la au­sencia de inclusión en tal lista de los derechos determinados por el Tribunal de Justicia o contenidos en los acuerdos internacionales, incluido el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, vinculantes para los Estados miembros o para la Unión, no exime de su pleno respeto..."; más adelante, el apartador) dice: "... Toda persona que se considera lesionada en uno de estos derechos o libertades por las instituciones de la Unión, y siempre que se hubieren agotado todos los recursos internos..., podrá recurrir al Tribunal de Justicia..." '*. Este texto, que retoma el espíritu del artículo 4.° del Proyecto de Tratado de la Unión

'* Dictamen de la Comisión de 21 de octubre de 1990 y resolución del Parlamento Europeo de 22 de noviembre de 1990.

" Ello parece quedar claro al contemplar el Proyecto de texto sobre ciudadanía de la Unión, elaborado por la Comisión, que, después de definir en su artículo XI el concepto de ciudadano de la Unión, y antes de especificar otros derechos y deberes de la misma, dice en su artículo X2: "Todos los ciudadanos de la Unión podrán hacer valer los derechos que garantiza el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamen­tales, y que la Unión hace suyos"; doc. COM (90) 600.

" Vid. Doc. A3-0300/91; PE 153.099/dif; p. 7.

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Europea de 1984, constata el deseo determinante de ir más allá de las de­claraciones de intenciones, y de poner, por tanto, a disposición del ciudadano comunitario todos los instrumentos jurídicos comunitarios, incluido el Tribunal de Justicia de Luxemburgo, que le garanticen un respeto institucional efectivo a su esfera fundamental de derechos y libertades.

En segundo lugar, parece más próxima que nunca la solución a la vieja controversia sobre la conveniencia o no de que la Comunidad se adhiera a la Convención europea de los Derechos Humanos, al menos en lo que hace referencia a dos cuestiones: la de la necesidad de establecer un catálogo de derechos y libertades fundamentales de ámbito comunitario, y la de las fric­ciones entre los órganos de control de los mecanismos de protección de los derechos humanos en el Consejo de Europa y el Tribunal de Justicia de Luxemburgo.

En el primer caso, la redacción del Tratado de la Unión Europea ya no hace necesaria la elaboración de una lista de derechos fundamentales, que incluyera también a los de carácter económico y social. Ello es así, porque garantizada la adhesión normativa a la Convención Europea de Derechos Humanos por el tenor del artículo F, tanto la inclusión de los derechos civiles (que de manera sistemática hace el art. 8), como la de los derechos socio­económicos (recogidos de manera dispersa en diferentes títulos del Tratado), garantizan igualmente unos estándares de protección jurídica al ciudadano europeo, que no necesitan ya de la inclusión de una lista (o parte dogmática) de los mismos.

En cuanto a la segunda cuestión, parece que se han salvado las reti­cencias anteriores, ya que el artículo F dice que "La Unión respetará los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos..."; es decir, que si lo ponemos en relación con el párrafo 1 del artículo C, que dice: "... La Unión tendrá un marco institucional único que garantizará la coherencia y la continuidad de las acciones llevadas a cabo para alcanzar sus objetivos...", se denota una funcionalización de las instituciones comunitarias al respecto. Ello no quiere decir que se reconozca una jerarquización institucional que ubique a los ór­ganos de control del Convenio Europeo de Derechos Humanos por encima de los órganos comunitarios (y en especial del Tribunal de Justicia de Lu­xemburgo), de tal manera que la Comisión y el Tribunal Europeo de Dere­chos Humanos quedarían como órganos de apelación. Parece, más bien, que se produce una distribución funcional en razón de la materia. Se hace, por tanto, viable la fórmula de solución a este conflicto, que hace tiempo apuntara

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la doctrina ", sobre el principio de "cooperación" entre las instancias juris­diccionales comunitarias y las de la Convención Europea de Derechos Hu­manos, de tal manera que, aquéllas, se inhibirían de las cuestiones sobre las que estuvieran entendiendo, que afectaran a posibles vulneraciones de los derechos y libertades reconocidos en la Convención Europea, por la acción u omisión de las instituciones u órganos comunitarios, abriendo así la posibilidad de que éstas entendieran sobre el asunto. Pero ello sin necesidad de reenvío. Es decir, al figurar el artículo F entre los fundamentos de la Unión, el Tri­bunal de Justicia de Luxemburgo no está vinculado por su tenor en tanto que, en base al artículo L del Tratado, no tiene competencia para entender de los asuntos que se le plantean al respecto. Además, mientras no medie una relación orgánica entre ambas instancias, en base a un instrumento ju­rídico adecuado, no tiene mucho sentido plantearse la posibilidad de reenvío.

III. CONCLUSIONES

Independientemente de otras cuestiones que se puedan suscitar "*, el Tratado de la Unión Europea ha apostado por impulsar la cuestión del re­conocimiento y respeto de los derechos fundamentales en el marco institu­cional comunitario. Se contempla así la integración europea, desde la "otra cara de la moneda": la del antropocentrismo. En palabras de Gerbert: "... la logique volontariste de Maastricht est en opposition avec la logique progres-sive, libérale, du traite de Rome" ".

Al menos en esta cuestión quedan despejados los miedos de ilustres autores, como Cohén Tanugi ^°, hacia una indefensión de la sociedad civil y, por ende, de los ciudadanos, frente a la burocracia irresponsable y tecnocrá-tica de Bruselas.

" Vid. COHÉN JONATHAN, cil. supra., pp. 107-108. '« Como la de la representación institucional de la Unión Europea en los mecanismos

de protección de los derechos humanos establecidos por el Convenio Europeo de Roma " GERBERT, P.: La Naissance du Marché Common, Complexe, París, 1991, prólogo a

• ^M'^ 'COHEN TANUGI, L.: L'Europe en danger, Fayard, París, 1992. Un ensayo en el que transporta al orden supranacional sus temores expresados en una obra anterior, Le Droit Sans L'Etat (1985), para así justificar la teoría de la autorregulación social frente a la normativizacion positivista del Estado.

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SISTEMA EUROPEO

LA PREVENCIÓN DE LA TORTURA Y DE LOS MALOS TRATOS

José M." Mohedano Fuertes Miembro español del Comité Europeo

para la Prevención de la Tortura

A tortura y las penas o tratos inhumanos o degradantes son san­cionados por las legislaciones de los Estados democráticos y por varios instrumentos internacionales. Sin embargo, la experiencia plantea la necesidad de medidas internacionales más eficaces para

reforzar la seguridad de las personas privadas de libertad. El sistema de vigilancia establecido por el Consejo de Europa en la

Convención de Derechos Humanos y de Libertades Fundamentales, de 4 de noviembre de 1960, basado en las demandas presentadas por los ciudadanos o por los Estados invocando violaciones de derechos humanos, ha obtenido resultados importantes pero podía ser completado con un mecanismo no ju­dicial, de carácter preventivo, que tendría como tarea examinar el trato de las personas privadas de libertad para garantizar su protección contra la tor­tura y las penas o tratos inhumanos o degradantes.

Por eso, el 28 de septiembre de 1983, la Asamblea Consultiva del Con­sejo de Europa adoptó la recomendación 971 (1983) sobre protección de las

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personas privadas de libertad. En esta recomendación la Asamblea instaba particularmente al Comité de Ministros para que adoptara el proyecto anexo de Convención europea contra la tortura y las penas inhumanas o degradantes que se edificaba sobre la creación de un Comité habilitado para visitar en cualquier lugar de los Estados parte de la Convención a las personas privadas de libertad por una autoridad pública.

Después de haber consultado a la Asamblea parlamentaria, el Comité de Ministros adoptó el texto de la Convención el 26 de junio de 1987, que quedó abierto a la firma de los Estados miembros del Consejo de Europa el 26 de noviembre de 1987.

LA CONVENCIÓN EUROPEA PARA LA PREVENCIÓN DE LA TORTURA

La elaboración de la Convención y la creación del Comité para la pre­vención de la tortura (CPT) han constituido unas iniciativas revolucionarias de la comunidad internacional. Por primera vez, un grupo de Estados ha instituido un órgano internacional de expertos independientes dotado de am­plios poderes de control en el terreno de los derechos humanos.

Antes de exponer las conclusiones o las propuestas más relevantes de­rivadas de las actividades del CPT durante sus dos primeros años de existen­cia, creo que es útil describir sus características más notables y, sobre todo, las diferencias entre el CPT y los otros dos Órganos de control del Consejo de Europa en materia de derechos humanos: la Comisión Europea y el Tri­bunal Europeo de Derechos Humanos.

A diferencia de la Comisión y del Tribunal, el Comité para la Preven­ción de la Tortura no es un órgano jurisdiccional ni resuelve litigios jurídicos relativos a alegaciones de violación de obligaciones resultantes de un Tratado. En realidad, el CPT es ante todo y principalmente un mecanismo de preven­ción de malos tratos aunque puede, en ciertas situaciones, intervenir después de que estos hechos hayan sucedido. Pero mientras las actividades de la Comisión de derechos humanos y el Tribunal buscsm la resolución del con­flicto en el plano jurídico, la actuación del CPT se enfoca hacia la supresión de un conflicto en la dinámica institucional.

Para cumplir su objetivo el CPT debe examinar un extenso abanico de cuestiones para determinar no solamente si existe un riesgo inminente de malos tratos, sino también si las condiciones o circunstancias pueden dege­nerar en malos tratos: derechos reconocidos a las personas privadas de liber-

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tad; procedimientos de detención y de interrogatorio; procedimientos discipli­narios; habeos corpus; procedimientos penales; condiciones materiales de deten­ción; programas de actividades; cuidados médicos y normas de higiene, etc.

Las actividades del Comité para la prevención de la tortura se basan en el principio de cooperación. La tarea del CPT no es tanto la de criticar públicamente a los Estados sino, más bien, la de asesorarlos y cooperar con ellos para que establezcan los medios que permitan reforzar el "cordón sa­nitario", que separa los tratos o comportamientos aceptables de un trato o comportamiento inaceptable con las personas privadas de libertad. Para cum­plir sus funciones, el CPT se guía por los siguientes principios:

1. La prohibición de malos tratos a las personas privadas de libertad tiene un carácter absoluto.

2. Los fundamentos sobre los cuales reposa todo comportamiento ci­vilizado hacen generar repulsión hacia los malos tratos, incluso cuando revis­ten las formas más moderadas.

3. Los malos tratos no solamente producen daño a sus víctimas sino que también son degradantes para quien los inflinge o autoriza.

UN COMITÉ PARA HACER INSPECCIONES

Los miembros del CPT se eligen a título individual entre personalidades de alta moralidad, conocidos por su competencia en materia de derechos humanos o por su experiencia profesional en el ámbito a que se refiere la Convención europea para la prevención de la tortura.

Entre sus miembros actuales hay juristas, diplomáticos, médicos, psicó­logos, psiquiatras y expertos en regímenes penitenciarios.

El CPT examina mediante visitas periódicas o "ad hoc" la situación de hecho en los Estados y muy especialmente: a) procede al examen de las condiciones generales de los establecimientos visitados; b) observa la actitud de los responsables de la aphcación de las leyes y de los empleados públicos dedicados a la custodia de las personas privadas de libertad, y c) se entrevista sin testigos con las personas privadas de libertad.

A continuación el CPT envía un Informe al Estado concernido en el cual se hace un análisis de las informaciones recibidas y se formula un balance de sus observaciones. Si es necesario, el CPT recomienda cualquier clase de medidas para prevenir un eventual trato contrario a lo que podría ser razo­nablemente considerado como normas aceptables de comportamiento con las personas privadas de libertad. En el caso de- que un Estado no ponga en

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práctica las recomendaciones del CPT, éste puede hacer una declaración pú­blica con toda la autoridad moral que le da el ser un órgano del Consejo de Europa.

En el ejercicio de sus funciones, el CPT debe de utilizar no sólo las normas jurídicas contenidas en la Convención europea de derechos humanos, sino también un cierto número de instrumentos jurídicos sobre derechos hu­manos, así como la interpretación que de ellos hacen los órganos de derechos humanos competentes. Sin embargo, no está vinculado por la jurisprudencia de los órganos judiciales o cuasi-judiciales que actúan en el ámbito de la tutela de los derechos humanos.

El CPT no excluye, y de hecho lo está considerando, la posibilidad de ir constituyendo progresivamente un cuerpo de normas generales sobre la ma­nera de tratar a las personas privadas de libertad, con el fin de ofrecer a las autoridades nacionales un cierto número de principios directores que podrían ser útiles para mejorar las condiciones de detención o de encarcelamiento.

Mientras esta iniciativa no haya sido tomada por el CPT, considero que sería útil —respetando plenamente la regla de confidencialidad que figura en el párrafo 1 del artículo 11 de la Convención— entresacar ciertas cuestiones de fondo que llaman la atención en el curso de sus visitas y que son, además, mencionadas en sus Informes generales. Incluso, en el futuro, habrá que de­dicar mayor atención a otras formas de privación de libertad diferentes de la detención y de la prisión: por ejemplo, la retención administrativa de extran­jeros, el internamiento de enfermos mentales, la detención de los menores, la situación de los ancianos en residencias, etc.

DETENCIÓN POR LA POLICÍA

El CPT atribuye una importancia particular a tres derechos para las personas que son detenidas por la policía: el derecho de poder informar de su detención a un tercero de su elección (familiar, amigo, funcionario de un consulado, etc.); el derecho de tener acceso a un abogado, y el derecho de pedir un examen por un médico, además del examen efectuado por el médico empleado en la dependencia policial. Estos derechos constituyen tres garantías fundamentales contra los malos tratos a personas detenidas, que deberían aplicarse desde el comienzo de la privación de libertad, cualquiera que sea la descripción que de ella se haga en cada sistema legal nacional.

Las personas detenidas por la policía deben ser informadas explícita­mente y sin retraso de todos sus derechos. Cualquier posibilidad de las

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autoridades para retrasar el ejercicio de alguno de estos derechos debe estar claramente definida y su aplicación estrictamente limitada en el tiempo. Y tratándose particularmente del derecho al acceso a un abogado y del derecho a pedir un examen médico particular se debe evitar el retraso de su ejercicio, gracias a un sistema que permita elegir excepcionalmente abogados y médicos, a partir de listas preestablecidas elaboradas de acuerdo con las organizaciones profesionales competentes.

El acceso a un abogado por las personas detenidas debería comprender el derecho de establecer contacto con él y de recibir su visita —en condiciones que garanticen la confidencialidad de sus conversaciones— así como de que, en principio, esté presente durante los interrogatorios.

Respecto a los exámenes médicos de las personas detenidas, deberían efectuarse lejos de la escucha y, preferentemente, de la vista de los policías. Parece también recomendable que los resultados de cada examen, igual que las manifestaciones hechas por los detenidos y las conclusiones del médico, deban ser formalmente consignados por el médico y puestos a disposición del detenido y de su abogado.

INTERROGATORIO DE LOS DETENIDOS

Para el procedimiento de interrogatorio el CPT considera que deberían existir reglas o directrices claras sobre la manera en que deben ser llevados los interrogatorios de la policía. Estas reglas deberían tratar, entre otras, de las cuestiones siguientes: información sobre la identidad (nombre o número de matrícula policial) de las personas presentes durante el interrogatorio; los períodos de descanso entre los interrogatorios; las pausas durante un interro­gatorio; los lugares en que se pueden desarrollar los interrogatorios; si puede exigirse que el detenido permanezca de pie durante el interrogatorio; los interrogatorios de personas que están bajo la influencia del alcohol o de las drogas. Debería igualmente exigirse que se consigne sistemáticamente el mo­mento del comienzo y del fin de los interrogatorios así como toda petición formulada por un detenido en el curso de un interrogatorio y que haga men­ción a las personas presentes en él.

El Comité para la prevención de la tortura ha considerado reiterada­mente que el registro electrónico de los interrogatorios policiales es otra ga­rantía útil contra los malos tratos a los detenidos (al mismo tiempo que una ventaja nada despreciable para la policía).

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Las garantías fundamentales reconocidas a las personas detenidas por la policía se verían reforzadas (y el trabajo de los funcionarios de policía, sin duda, facilitado) por la existencia de un registro de detención único y com­pleto para cada una de dichas personas. En este registro deberían consignarse todos los aspectos de la detención de una persona y las medidas tomadas respecto a ella (momento de la privación de libertad y motivos de la deten­ción; momento de la información de los derechos al detenido; señales de heridas y síntomas de trastornos mentales; momento en que los familiares o amigos y el abogado del detenido han sido contactados y momento en que ellos se han comunicado o visitado al detenido; horario de las comidas; pe­ríodos de los interrogatorios; horario de los traslados y de la puesta en li­bertad).

La detención por la policía debe ser, en principio, de una duración relativamente corta; aunque esta corta duración no les libre a los estableci­mientos de policía de contar con unas condiciones materiales de detención tan Jjuenas como las de otros lugares en los que la privación de libertad se prolongue por un período más largo. Por tanto, un cierto número de condi­ciones materiales elementales deben ser reunidas.

Todos los calabozos de la policía deben tener una diihensión razonable en relación al número de personas máximo que puede recibir y una lumi­nosidad suficiente para leer fuera de los períodos para dormir; los calabozos deberían, preferentemente, beneficiarse de la luz natural. Incluso, los cala­bozos deberían estar amueblados de forma que permitieran el reposo (por ejemplo, una silla o banqueta fíja), y las personas obligadas a pasar la noche detenidas deberían poder disponer de colchones y de mantas.

Las personas detenidas por la policía deberían poder satisfacer sus ne­cesidades naturales en el momento deseado, en condiciones higiénicas y de intimidad, y deberían disponer de posibilidades adecuadas para su limpieza personal. Estas personas deberían recibir alimentación a las horas normales, con una comida completa, al menos, cada día.

Definir cuál es la dimensión razonable de un calabozo policial no es una materia fácil, porque hay que tomar en cuenta numerosos factores para su evaluación. Sin embargo, las delegaciones del CPT han ido estableciendo una línea directriz aproximativa. El siguiente criterio —entendido más como nivel deseable que como norma mínima— es el que actualmente se utiliza como parámetro para los calabozos individuales: alrededor de siete metros cuadrados, con dos metros o más entre los muros y dos metros y medio cuadrados de altura.

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ESTABLECIMIENTOS PENITENCIAMOS

El CPT debe examinar muchas cuestiones cuando visita una prisión. Naturalmente, presta una atención especial a las alegaciones de malos tratos hechas personalmente por los reclusos. Pero todos los aspectos de las con­diciones de privación de libertad en una prisión son abarcados por el mandato del CPT. Lx)s malos tratos pueden revestir múltiples forn^as y pueden resultar de una voluntad deliberada o pueden ser también el resultado de las defi­ciencias de la organización penitenciaria o de la insuficiencia de recursos. La calidad general de la vida en un establecimiento tiene, por tanto, para el CPT una importancia considerable. Y, especialmente, esta calidad de vida depen­derá de las actividades que realicen los reclusos y del estado del conjunto de las relaciones entre presos y personal penitenciario.

Es muy importante atender al clima que reina dentro de un estableci­miento penitenciario. Promover relaciones constructivas —por oposición a unas relaciones conflictivas— entre los reclusos y el personal penitenciario permitirá, sin duda, disminuir la tensión inherente a todo recinto penitenciario y reducirá sensiblemente la probabilidad de incidentes violentos y de los malos tratos que de ellos pudieran derivarse. Un espíritu de comunicación y de asistencia debe ir paralelo a la puesta en práctica de medidas de vigilancia. Todo ello lejos de poner en peligro la seguridad podría reforzarla.

La cuestión del hacinamiento o de la superpoblación penitenciaria con­cierne directamente al mandato que tiene el Comité para la prevención de la tortura. Los servicios y las actividades en el interior de una prisión no pueden cumplir sus objetivos si abarcan a un número de reclusos que no están o estaban previstos para una determinada prisión. La calidad general de la vida en el establecimiento se resentirá, y puede ser que de una manera muy significativa. Es más, el grado de superpoblación de una prisión, o de una parte de ella, puede ser de tal envergadura que constituya, él sólo, un trato inhumano o degradante, en opinión del CPT.

Un programa satisfactorio de actividades (trabajo ocupacional, enseñan­za y deporte) reviste una importancia capital para el objetivo de reinserción de los reclusos. Esto es válido para todos los establecimientos, ya sean de ejecución de penas o de prisión provisional. El CPT ha observado que las actividades de muchas prisiones europeas destinadas a la prisión provisional son extremadamente limitadas. La organización de los programas de activi­dades en estos establecimientos, que tienen una rotación bastante rápida de los detenidos, no tiene una solución satisfactoria. Es evidente que no se puede llevar a cabo programas de tratamiento individualizado del tipo de los que se

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podía esperar de un establecimiento para penados. Sin embargo, los reclusos no pueden ser dejados a su suerte, vegetar durante semanas y semanas, a veces meses, confinados en su calabozo, aunque las condiciones materiales de los mismos fueran buenas. En este sentido el CPT considera que el objetivo consistiría en asegurar que los reclusos en los establecimientos de prisión provisional estén en condiciones de pasar una parte razonable de la jornada (ocho horas o más) fuera de su celda, ocupados en actividades ocupacionales de diversa naturaleza. En los establecimientos para penados el régimen de estas actividades debe ser, evidentemente, de un nivel todavía más intenso.

El ejercicio al aire libre requiere una mención específica. La exigencia según la cual los reclusos deben estar autorizados a realizar cada día al menos una hora de ejercicio al aire libre está ya extensamente admitida como una garantía fundamental (preferentemente, este ejercicio debería ser parte inte­grante de un programa más extendido de actividades). En sus informes el CPT ha señalado que todos los penados sin excepción (incluso los que están sometidos a aislamiento celular como consecuencia de una sanción) deben beneficiarse diariamente de algún ejercicio al aire libre. Es igualmente evi­dente que las áreas de ejercicio exteriores deberían ser razonablemente es­paciosas y, cada vez que sea posible, ofrecer un abrigo contra la intemperie en climas especialmente rigurosos.

El acceso, en el momento deseado, a las zonas de aseo personal sufi­cientemente decorosas y mantenidas en buenas condiciones de higiene son también elementos esenciales de un entorno humano.

A este respecto, se debe subrayar que no es aceptable la práctica cons­tatada en ciertos países de que los reclusos deban satisfacer sus necesidades naturales utilizando unos cubos situados en su propia celda, que sólo son vaciados a horas fijas. La solución debería consistir en instalar un inodoro dentro de la celda (preferentemente en un anexo sanitario), o bien deberían instrumentarse los medios que permitieran a los reclusos salir de la celda en cualquier momento (incluso durante la noche), suficientemente vigilados, para acudir a los servicios, sin retraso indebido.

Los reclusos deberían también tener un acceso regular a las duchas o a los baños. Es más, sería deseable que las celdas fueran equipadas con agua corriente.

Es especialmente preocupante constatar que en un mismo estableci­miento se combina la superpoblación penitenciaria, los regímenes pobres en actividades y un acceso inadecuado a los servicios y a los locales sanitarios. El efecto acumulado de todas estas circunstancias puede resultar, y de hecho resulta, extremadamente nefasto para los reclusos.

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Es igualmente esencial para los reclusos mantener contactos adecuados con el mundo exterior. Por encima de todo, los reclusos deben poder man­tener relaciones con su familia y con sus amigos más próximos. El principio director debería ser el de promover el contacto con el mundo exterior; cual­quier limitación a estos contactos debería estar basada exclusivamente en imperativos realmente serios de seguridad o en consideraciones vinculadas a los recursos disponibles.

En este contexto, se pone de manifiesto la necesidad de una cierta flexibilidad en la aplicación de las reglas de visitas y de contactos telefónicos respecto a los reclusos cuyas familias viven muy lejos de la prisión (y que hacen casi imposible las visitas regulares). Por ejemplo, tales reclusos podrían ser autorizados a acumular varias visitas o se les podría ofrecer mejorar los contactos telefónicos con su familia.

Naturalmente, el CPT ha mostrado una especial atención a los proble­mas particulares que afectan a ciertas categorías específicas de penados como, por ejemplo, las mujeres, los jóvenes y los extranjeros.

El personal penitenciario será constreñido a utilizar la fuerza sólo con ocasión de controlar a los reclusos violentos, y sólo también, excepcionalmen-te, puede también tener necesidad de hacer uso de los instrumentos de con­tención física. Pero siempre desde la perspectiva de que estas situaciones son claramente de alto riesgo porque en ellas se pueden producir malos tratos a los detenidos y, por tanto, exigen garantías específicas.

Un recluso contra el que se ha hecho uso de la fuerza debería tener el derecho de ser examinado inmediatamente por un médico y, si es necesario, recibir un tratamiento. Este examen debería ser llevado a cabo fuera de la escucha y, preferentemente, fuera de la vista del personal penitenciario no médico y los resultados del examen (incluidas todas las declaraciones perti­nentes del recluso y las conclusiones del médico) deberían consignarse expre­samente y ser puestas a disposición del recluso. En las raras ocasiones en que sea necesario hacer uso de instrumentos de contención física, el recluso que ha sido sometido a los mismos debería ser colocado bajo vigilancia cons­tante y apropiada. De otra parte, los instrumentos de contención deberían dejar de utilizarse lo antes posible.

Estos instrumentos no deberían jamás utilizarse con ocasión de una sanción, como sorprendentemente todavía sucede en algún país europeo. Por último, debería existir un registro en el que se consignara cada caso en el que ha sido utilizada la fuerza en contra de uno o varios reclusos. Unos procedimientos sencillos para entablar demandas,y una inspección eficaz son

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una garantía fundamental contra los malos tratos dentro de las cárceles. Los reclusos deben disponer de vías de recurso tanto en el sistema penitenciario como fuera de aquél, y así se beneficiarían de la posibilidad de un acceso confidencial a una autoridad apropiada. El CPT atribuye una importancia especial a que un órgano independiente (por ejemplo, una Comisión de Ins­pectores o un Juez encargado de la vigilancia o inspección penitenciaria) realice visitas a todos los establecimientos penitenciarios y esté habilitado para recibir las demandas de los reclusos (y si es necesario, para tomar las medidas pertinentes) y para proceder a la visita de la prisión. Estos órganos pueden, entre otros, jugar un papel importante para allanar las diferencias entre la dirección penitenciaria y un recluso o los reclusos en general.

Resulta del interés, tanto de los reclusos como del personal penitencia­rio, que procedimientos disciplinarios transparentes sean a la vez formalmente establecidos y llevados a cabo en la práctica. Toda zona de sombra en esta materia comporta el riesgo de que se desarrollen sistemas no controlados. Los procedimientos disciplinarios deberían garantizar al recluso el derecho de ser escuchado sobre la infracción que se le imputa haber cometido y de poder recurrir ante una Autoridad superior cualquier sanción.

Paralelamente a los procedimientos disciplinarios formales, se producen con frecuencia otros procedimientos en función de los cuales un recluso puede ser separado de forma no voluntaria de otros prisioneros por razones deri­vadas de la disciplina o de la seguridad (por ejemplo, en razón del interés del "buen orden" dentro de la prisión). La puesta en práctica de estos pro­cedimientos debería igualmente rodearse de garantías eficaces. El recluso de­bería ser informado de las razones de la medida tomada en su contra (salvo si graves imperativos de seguridad no lo aconsejaran), tener la posibilidad de explicar sus alegaciones sobre la cuestión y la posibilidad, también, de im­pugnar la medida ante una Autoridad apropiada.

El CPT atribuye una importancia especialmente particular a los reclusos que por cualquier razón (motivos disciplinarios, "peligrosidad" o comporta­miento "perturbador", por el interés de una investigación criminal, o por su propia petición) son colocados en condiciones que tienen toda la apariencia de una medida de aislamiento.

El principio de proporcionalidad exige que se busque un equilibrio entre la medida de régimen de aislamiento y la causa que lo determine, ya que este tipo de medida puede tener unas consecuencias absolutamente nefastas para la persona a quien se le aplica. La medida de aislamiento puede constituir, en ciertas circunstancias, un trato inhumano y degradante. En todo caso, todas las clases de aislamiento deberían tener una duración lo más breve posible.

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Cuando se impone un régimen de este tipo, una garantía esencial es la de que cada vez que el recluso o que un empleado penitenciario por cuenta del recluso, solicita un médico, éste sea llamado sin retraso a fín de examinar al recluso. Las conclusiones del examen médico, comportando una apreciación de su estado psíquico y mental, y si es necesario, las consecuencias previsibles de la prolongación del aislamiento, deberían figurar en informe escrito, que se debe transmitir a las autoridades competentes.

Otra práctica sobre la que el CPT se ha interesado es el traslado de los reclusos considerados como elementos perturbadores. Es cierto que al­gunos reclusos son muy difícilmente controlables y que su traslado a otro establecimiento puede resultar a veces necesario. Sin embargo, el traslado continuado de un recluso de un establecimiento a otro puede tener unas consecuencias negativas para un equilibrio psíquico y físico. Incluso estos re­clusos van a tener más dificultades para mantener unos contactos apropiados con su familia y su abogado. El efecto de los traslados sucesivos de un recluso podría, en ciertas circunstancias, constituir un trato inhumano y degradante.

Una materia más a la que el CPT atribuye una especial atención es la de los servicios de sanidad y también a los temas de dietética y, generalmente, a los de alimentación en las prisiones.

Este es un tema muy vasto, que el CPT irá desarrollando en próximos informes, pero las personas particularmente interesadas sobre esta materia pueden ya examinar los informes elaborados por el CPT a consecuencia de sus visitas a Austria, Dinamarca y Reino Unido, y que ya han sido publicados de conformidad con los gobiernos de esos países. Hay ya una constante en los informes del CPT en el sentido de considerar muy deseable que los ser­vicios médicos penitenciarios estén estrechamente ligados a los servicios de salud pública de la Comunidad en general.

Por último, nunca está de más insistir sobre la gran importancia que tiene para la formación de los responsables de la aplicación de las leyes la enseñanza en materia de derechos humanos. Parece obvio mantener que la mejor garantía contra los malos tratos a las personas privadas de libertad es que haya funcionarios de policía y funcionarios penitenciarios correctamente formados. Estos funcionarios cualificados estarán en condiciones de ejercer sus funciones con éxito sin tener que recurrir a malos tratos y también estarán en condiciones de asumir la existencia de garantías fundamentales para los detenidos y para los presos.

Relacionado con todo ello, el Comité para la Prevención de la Tortura ha llegado a la conclusión de que la aptitud en, las técnicas de comunicación

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debería de ser un elemento determinante para el reclutamiento del personal encargado de la aplicación de las leyes y que para su mejor formación debería concedérsele una importancia particular al perfecionamiento de la cualifica-ción en esta materia, fundándose sobre el respeto de la dignidad humana. Esta formación permite frecuentemente a un funcionario de policía o a un empleado penitenciario desactivar una situación que podría de otra manera degenerar en violencia y, con más frecuencia, contribuir a atenuar las tensio­nes y a mejorar la calidad de vida en las comisarías de policía y en los centros penitenciarios.

En fin, la cuestión de la tortura está, evidentemente, en el corazón del mandato del Comité para la Prevención de la Tortura. Sin embargo, las preo­cupaciones del Comité no se limitan a la prevención de esta forma particu­larmente atroz de violación de los derechos del hombre, ya que estas preo­cupaciones conciernen a todas las formas de malos tratos inflingidos a todas las personas privadas de libertad.

.El CPT ha sido creado para contribuir a proteger la dignidad del hom­bre. En sus actividades cotidianas, intenta poner en práctica y reactivar los ideales de dos pensadores del Siglo de las Luces: César de Beccaría y En-manuel Kant. A través de su acción el CPT traduce en los hechos la rotunda condena pronunciada por Beccaría contra la tortura y las prácticas inadmi­sibles similares, y realizar la noción de "humanidad" propuesta por Kant.

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DESARROLLOS NORMATIVOS DEL PRINCIPIO DE PROTECCIÓN

INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS EN EL TRATADO DE UNION EUROPEA

Carlos R. Fernández Liesa Profesor!Titular Interino de DIP

I. LA PROTECCIÓN INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS EN LA ACCIÓN EXTERIOR EUROPEA

A) El principio constitucional de protección internacional de los derechos humanos

A ausencia de un principio o de un mandato jurídico explícito para la protección internacional de los derechos humanos, en el sistema de cooperación política europea y en el sistema comuni­tario europeo, así como el hecho de que durante los años setenta

únicamente se realizasen progresos para la protección de los derechos hu­manos en el plano interno europeo \ no impidió el desarrollo progresivo y la

' Vid, en este sentido, las Declaraciones sobre la identidad europea, la democracia, los derechos fundamentales y contra el racismo y la xenofobia, que únicamente se refieren a la pro­tección de los derechos humanos en el interior de la Comunidad. (Respectivamente, en BOL CE 12/1973; BOL CE 3/1978; DOCE, núm. C 103/1, de 27 de abril de 1977; DOCE, núm. C 158/ 1, de 25 de junio de 1986.) De otro lado, dicha protección se ha desarrollado sobre la base de la interpretación que el Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea ha realizado ante la laguna del Tratado sobre los Derechos Fundamentales, que hacía peligrar la primacía del De­recho comunitario. Así, el Tribunal de Justicia de la Comunidad va a proteger los derechos fundamentales desde la célebre sentencia Stauder de 12 de noviembre de 1969, al referirse a los "derechos fundamentales de la persona, comprendidos en los principios generales del Derecho comunitario, de los que el Tribunal garantiza el respeto" (sentencia de 12 de noviembre de 1969, asunto 29/69, Rec. 1969, p. 425, considerando 7). En sentencias posteriores el Tribunal declara que el método por el que se deducen esos principios son las "tradiciones constitucionales co­munes de los Estados miembros" (asunto 11/70, International Handelsgessebchaft, Rec. 1970, p. 1135, considerando 4), así como los "instrumentos internacionales referentes a la protección de los derechos humanos a los que los Estados miembros han cooperado o se han adherido (asunto 4/73, Nold, Rec. 1974, p. 508). Sobre estas cuestiones nos remitimos, en la doctrina española, a los siguientes autores: ALONSO GARCÍA, R.:_"Derechos fundamentales y Comu-

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formación de un principio de protección internacional de los derechos hu­manos, en la acción exterior de la Comunidad Europea y de sus Estados miembros.

Lo cierto es que la diplomacia de los derechos humanos se convirtió en un principio fundamental de la política exterior europea ^ y, a mi juicio, dichas prácticas fueron constitucionalizadas en el preámbulo del Acta Única, en múl­tiples declaraciones del Consejo Europeo y, básicamente, en la Declaración sobre los Derechos del Hombre de 21 de julio de 1986'. Teniendo presente la airtoría de esa Declaración —los ministros reunidos en el Consejo y en la Cooperación Política— es indudable que dicho principio obliga tanto a los Estados, en el marco de la Cooperación Política, como a las instituciones comunitarias, en sus relaciones exteriores. Además, el artículo 30.5 del Acta Única consolidaba una tercera vía de protección de los derechos humanos en el mundo, a través de la acción exterior combinada del sistema comunitario y del sistema de cooperación.

nidades Europeas", en Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al Profesor Eduardo García de Enterria, tomo II, Madrid, 1991, pp. 821 y ss.; CARRILLO SALCEDO, J. A.: "La protección de los derechos humanos en las Comunidades Europeas", en Tratado de Derecho Comunitario Europeo. Estudio sistemático desde el Derecho español, Madrid, 1986, tomo II, pp. 17 y ss.; CHUECA SANCHO, A. G.: Los Derechos Fundamentales en la Comunidad Europea, Bosch, Barcelona, 1989; DIEZ DE VELASCO, M.: "La Declaración de los derechos y libertades fun­damentales del Parlamento Europeo y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comu­nidades Europeas", en Estados em Homenagem ao Prof, DoutorA. Ferrer-Correia, vol. III, Coimbra, 1991, pp. 427 y ss.; FERNANDEZ TOMAS, A.: "La adhesión de las Comunidades Europeas al Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos (CEDA): Un intento de solución al problema de la protección de los derechos fundamentales en el ámbito comunitario", en RÍE, 1985-3, pp. 708 y ss.; RODRÍGUEZ IGLESIAS, G. C, y WOELKER, U.: "Derecho comunitario. Derechos fundamentales y control de constitucionalidad: La decisión del Tribunal Constitucional Federal alemán de 22 de octubre de 1986", en RfE, 1987-3, pp. 677 y ss.; RODRÍGUEZ IGLE­SIAS, G. C, "La protección de los derechos fundamentales en la jurisprudencia del tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas", en Seminario de la Cátedra Joaquín Ruiz Giménez de Estudios sobre el Defensor del Pueblo, Universidad Carlos III de Madrid, 3 de noviem­bre de 1992.

^ No hay que confundirse excesivamente y, como ha señalado el profesor TORRELLI, tras realizar un análisis de los logros de la diplomacia de los derechos humanos: La trampa de la diplomacia de los derechos humanos se vuelve contra los que la defienden. Para los soviéticos que, por postulado, habían puesto fín a la explotación del hombre por el hombre, los derechos del hombre únicamente eran útiles para aquellos que vivían en un régimen de opresión capita­lista. En cuanto a los Estados del tercer mundo, si no pueden respetar siempre los derechos humanos es por su propia miseria; al rechazar la instauración de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) más justo, los occidentales eran los primeros responsables de esas viola­ciones y deberían dar ejemplo del respeto a los valores que proclaman, dejando de sostener a los regímenes opresores que son sus aliados". BOURRINET, J., y TORRELLI, M.: "Les réla-tions extérieures de la CEE", Que sais-je, núm. 1837, Presses Universitaires de France, 1989, pp. 41 y 42.

' BOL CEE, 7-8/1986.

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B) Manifestaciones de la protección internacional de los derechos humanos en la acción exterior europea

En esta línea de argumentación, las formas de protección internacional de los derechos humanos en la acción exterior europea se desarrollan, pues, a través de tres vías posibles.

1. Por lo que respecta a la utilización de la vía comunitaria, conviene precisar que el Parlamento Europeo" ha sido la única institución que ha ejer­cido una labor destacable en el ámbito de la protección internacional de los derechos humanos. Sistematizando dicha labor debemos destacar las siguien­tes notas características:

a) El Parlamento se ha convertido en un Foro internacional de Denuncia' de la violación de los derechos humanos en el mundo, al hacer públicas sus posiciones sobre violaciones que han afectado a casi todas las zonas del Globo.

b) Una segunda gran línea de acción ha consistido en la adopción de una actitud activa, en el marco de sus competencias en materia de relaciones internacionales, al realizar directamente gestiones oficiales o extraoficiales ante casos de violaciones concretas, enviar misiones de encuesta e investigación para la verificación de procesos de elección democrática o para analizar el estado real de violaciones de los derechos humanos en determinadas regiones. También destaca la labor parlamentaria a través de sus delegaciones y de las Conferencias Interparlamentarias en las que se ha promovido la adopción de declaraciones comunes sobre el respeto de los derechos del hombre*. Pero será la introducción de la técnica del dictamen conforme en el Acta Única, que prevé la participación parlamentaria en los supuestos de los artículos 237 y 238 del TCEE, la que le va a permitir su oposición a la conclusión de

' Véase BOUMANS, E., y NORBART, M.: "The Europan Parliament and Human rights", en NQHR, 1/1989, p. 41. En la misma revista ver también el artículo de ZWAMBORN, M.: Human rights promotion and protection through the extemal relations ofthe European Community and the twelve, pp. 15 y ss.; y COVILLERS, C: Y a-t-il une politique extérieure des Communautés Eumpéennes?, PUF, París, 1987, p. 90.

' Y de esta manera, al mismo tiempo que conminaba a dichos países a cesar en su actitud, era una mina de información y un acicate para la acción en el marco de la Cooperación Política Europea. Vid., a modo de ejemplo, las Resoluciones de 17 de mayo de 1983, en DOCE, núm. C 161 de 20 de junio de 1983, p. 58; de 27 de mayo de 1984, en DOCE, núm. C 172 de 2 de julio de 1984, p. 36; de 22 de octubre de 1985, en DOCE, núm. C 343 de 31 de diciembre de 1985, p. 29, y de 12 de marzo de 1987, en DOCE, núm. C 99 de 13 de abril de 1987, p. 157.

' Vid, a modo de ejemplo, las Resoluciones sobre los Derechos del Hombre de Asam­bleas paritarias en DOCE, núm. C 10/1, de 14 de enero de 1987, y en DOCE, núm. C 322/44, de 13 de diciembre de 1985. .

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acuerdos de esa naturaleza con países que persisten en las violaciones de derechos fundamentales, como así sucedió en 1988, en relación con la apro­bación de los protocolos financieros con Israel.

c) Por último, el Parlamento Europeo ha sido impulsor de nuevos con­ceptos e ideas'' como son la introducción de cláusulas democráticas en los acuerdos de cooperación, la búsqueda de una política comunitaria global de protección de los derechos humanos o el establecimiento de la protección de los derechos humanos como objetivo básico de la Unión (art. 4 del Proyecto de Tratado de Unión Europea de 1984), que nos permiten situar su labor, al menos desde el punto de vista voluntarista, en la vanguardia europea de la defensa de los derechos del hombre.

2. Ciñéndonos a lo que nos interesa, la segunda vía utilizada ha sido la Cooperación Política Europea en cuyo seno se han desarrollado hábitos y mecanismos informales cuyo objeto es la protección de los derechos humanos y que se caracterizan por su confidencialidad y naturaleza diplomático-política. Sistematizando dichas prácticas cabe destacar las siguientes:

a) Los Doce, en primer lugar, realizan labores de investigación sobre violaciones de derechos humanos en el mundo.

b) Una vez establecidos los hechos, suelen manifestar confidencialmente sus tomas de posición, que es una de las maneras más eficaces y discretas para obtener el resultado deseado: que cese una violación a los derechos humanos en un caso concreto.

c) Vista la ineficacia de la discreción, en su caso, se realiza la denuncia internacional, que puede adoptar dos formas: por medio de declaraciones co­munes realizadas por los órganos de la Cooperación Política Europea o me­diante la concertación en instituciones internacionales, en las que asimismo se realizan declaraciones en nombre de los Doce, votos comunes y explica­ciones de voto. En esta línea, destaca la labor realizada en el seno de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) y en Naciones Unidas (ONU) \

' VU., por ejemplo, la Resolución de 12 de mayo de 1987, en DOCE, núm. C99 de 13 de abril de 1987, p. 157. Además, el Grupo "Derechos Humanos" de la Cooperación Política fue creado a petición del Parlamento Europeo (Cuestión núm. H-987/87, en EPC DOC BULL, 1988, vol. 4, núm. 1, p. 97).

" En la CSCE debemos destacar la aprobación, el 19 de enero de 1989, del denominado Documento de Viena, que crea un mecanismo de protección de los derechos humanos que se desarrolla en lo que se ha denominado Dimensión Humana de la CSCE y que permite supervisar el cumplimiento, por los Estados miembros, de dichas obligaciones. Ver CHAPAL, P.: "Les Droits de l'homme et la CSCE", en Les rélations intereuropéennes, Collection des travauz et re-cherches del'Institut du Droit de la Paix et du développement (IDPD), Niza, 1990, p. 154; BLOED,

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d) Además, en supuestos de violaciones especialmente graves de los derechos humanos los Doce han coordinado sus competencias nacionales para adoptar sanciones económicas, como por ejemplo, en relación con China, como consecuencia de la represión de los estudiantes de la Plaza de Tiananmen'.

e) Además, tanto en el marco del diálogo político con terceros Estados, como en el seno de Organizaciones y Conferencias Internacionales, los Doce contribuyen a la promoción del desarrollo progresivo del Derecho internacional en materia de derechos humanos.

f) Finalmente, este sintético análisis de la protección internacional de los derechos humanos, en el marco de la Cooperación Política, no debe obviar una mención, siquiera breve, a la incipiente protección diplomática y consular colectiva que, en determinados supuestos, se realiza sobre los nacionales de los Estados miembros de la Comunidad que sufren violaciones a sus derechos en países extranjeros.

3. El examen de la tercera vía, consistente en la acción combinada entre la Comunidad y la Cooperación Política en la protección internacional de los derechos humanos, implica aventurarse por un camino poco transitado pero no por ello menos atractivo.

a) Lo cierto es que las ayudas unilaterales comunitarias se utilizan con el objetivo de promocionar la protección internacional de los derechos humanos, o sancionar sus violaciones. Como indicaron los ministros de asuntos exteriores en la declaración de 21 de julio de 1986, "La concesión de ayudas comuni­tarias (...) está estrechamente ligada al respeto de los derechos económicos, sociales y culturales así como de los derechos cívicos y políticos" (en el país receptor de dichas ayudas). De este modo, a pesar de que la norma general

A.: "Successful endinf of the Viena meeting of the Conference on Security and cooperation in Europe", en NQHR, vol. 7, 1989, núm. 1, pp. 122 y ss.; MARINO MENENDEZ, F. M.: "La Carta de París para una nueva Europa", en RÍE, 1991. En las Naciones Unidas, los Doce, que no están obligados a coordinar sus posiciones antes de las reuniones del Consejo de Seguridad, armonizan sus posiciones en defensa de los derechos humanos, en la Asamblea General y, en menor medida, en la Comisión y en el Consejo Económico y Social.

' Para un más amplio análisis de la práctica sancionatoria, véase el interesante trabajo de PEREZ-PRAT DURBAN, L.: Cooperación política y Comunidades Europeas en la aplicación de sanciones económicas internacionales, en Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 1991, in tato. Además, destacan las sanciones adoptadas contra Turquía, en diciembre de 1981, como consecuencia de la toma del poder por los miUtares (ver COVILLERS, op. cit.); las adop­tadas en marzo de 1982 en relación con Polonia, como consecuencia de los acontecimientos de 1981 y de la suspensión de las libertades sindicales {DOCE, núm. L 72, de 16 de marzo de 1982, p. 15); las adoptadas en relación a Sudáfrica, en septiembre de 1985, como consecuencia del régimen de apartheid existente, o las adoptadas contra Rodesia, si bien en estos supuestos dichas situaciones constituyesen, más específicamente, una "amenaza a la paz y a la seguridad inter­nacionales", tal y como puso de manifiesto el Consejo de Seguridad.

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sea que la concesión de ayudas comunitarias se realice sobre la base de los fines a los que van específicamente destinadas, esto es, al desarrollo de dichos Estados, se ha abierto el camino para condicionar la concesión de ayudas, así como su gestión, al respeto por aquéllos de los derechos humanos.

— En este sentido, de un lado, la Comunidad utiliza las ayudas para apoyar a los Grupos que sufren violaciones de los derechos humanos, como sucedió en 1990 en relación a los territorios ocupados por Israel, cuando el Consejo Europeo decide doblar la ayuda a las víctimas de los enfrentamientos, o, en relación a la población negra sudafricana en 1985 y, de esa manera, presiona a los regímenes que violan los derechos humanos.

— Asimismo esa interacción se manifiesta, como ha señalado el pro­fesor Pérez-Prat, en la gestión de las ayudas. En este sentido, se han encaminado las acciones en beneficio de la población y, para no infringir el marco convencional (ACP), se ha recurrido a la existencia de defectos formales en las solicitudes de asistencia para denegarlas'".

— Y por lo que respecta a la retirada de la ayuda económica, desde el asunto polaco, en que se suprimió la ayuda alimentaria y se desvia­ron los fondos en favor de una ayuda humanitaria a la población polaca por medio de Organizaciones no Gubernamentales ", ha ha­bido una evolución que ha producido que en la actualidad se haya hecho más explícita la condición de respetar los derechos humanos para ser beneficiario de las ayudas comunitarias ' .

b) Desde la perspectiva de las relaciones convencionales de la Comu­nidad con terceros Estados, y dejando a un lado otros problemas jurídicos que encierra esta problemática, hay que señalar que la protección de los derechos humanos se trasluce en los acuerdos de la Comunidad, aunque, por lo general, sólo de modo mediato.

— En primer lugar, y pese al silencio del artículo 237 del TCEE en

"• PEREZ-PRAT DURBAN, L.: Op. cit., en especial pp. 289-295. Vid. también ROL­DAN BARBERO, J.: La Comunidad Económica Europea y los Convenios de Lomé: el STABEX, Estudios Jurídicos Internacionales y Europeos, Granada, 1990; del mismo autor, "La cooperación al desarrollo", en G.J. de la C.E.E., serie D-18, 1992, págs. 131-173.

" BOL CE, 1982, núm. 1, p. 46. ' Vid., por ejemplo, la Declaración sobre Sri Lanka, de 22 de octubre de 1990, en

Coopération Politique Européenne. Déclarations 1990, Ministerio de Asuntos Exteriores de Luxem-burgo, 1991, p. 215.

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cuanto a las condiciones jurídico-políticas que debe reunir el Estado candidato a la adhesión a la Comunidad, se exige que ésta tenga un régimen democrático y respete los derechos humanos y, por ello, en la práctica, la Comunidad no inicia o suspende, en dichos supuestos, las negociaciones de adhesión ".

— En segundo lugar, la interdependencia entre ayuda y respeto de los derechos humanos, como ya hemos visto, tambiép se refleja en la política convencional de cooperación al desaíralo de la Comunidad y en la aplicación de dichos acuerdos y en los acuerdos de asociación, como así sucedió en al hilo de la congelación de las relaciones con la Grecia de los coroneles (1967-1974) y con la Turquía de los Ge­nerales (1980-1986)".

c) Pues bien, en el ámbito de las relaciones convencionales uno de los problemas tradicionales ha sido que los países receptores de ayudas comu­nitarias aleguen la soberanía nacional y el principio de no injerencia en los asuntos internos como causas que impedirían la acción comunitaria ante di­chas violaciones, como así ha sucedido en el marco de las relaciones con los países ACP, con los cuales la Comunidad y sus Estados miembros mantienen relaciones convencionales a través de los Acuerdos de Lomé. La ausencia de disposiciones en esos acuerdos que permitiesen la terminación o suspensión de los mismos, en supuestos de graves violaciones de los derechos humanos, como así ocurrió ante las violaciones de derechos humanos cometidas por Idi Amin en Uganda, Jean Bedel Bokassa en Centro África y Macías Nguema en Guinea Ecuatorial, impidió la invocación comunitaria de la cláusula rebus sic stantibus para suspender el régimen stabex, aunque se adoptasen medidas para que las ayudas no fuesen destinadas a beneficiar directamente a los regímenes opresores.

Estas tímidas reacciones llevaron a algunos países, como el Reino Unido y Holanda, a solicitar la inclusión de una disposición relativa a los derechos humanos, de una cláusula democrática, en las negociaciones de la segunda convención ". Pero la oposición de los países ACP únicamente permitió llegar a soluciones de compromiso, no totalniente satisfactorias, y que fueron pos-

" Vid. "Europa y el reto de la ampliación". Informe de la Comisión al Consejo Europeo de Lisboa (26-27 de junio de 1992), en RÍE, vol. 19, núm. 2, 1992.

" Ver PEREZ-PRAT DURBAN, L.: Op. cit., en particular sus epígrafes relativos a "La Cooperación al desarrollo de las Comunidades Europeas, instrumento sancionador" y "Sanciones comunitarias y acuerdos de asociación", op. cit., pp. 289-298.

" Ver MAGANZA, G.: "La Convention de Lomé", en Le droit de la Communauté Economique Européenne, Ed. ULB, Megret, vol. 13, pp. 154 y'ss.

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teriormente completadas en la tercera y cuarta convención, en las que los derechos humanos son mencionados como uno de los objetivos básicos de las relaciones y que colocan al hombre en el centro de la política de desarrollo. Sin embargo, lo cierto es que todavía en ninguna disposición se establece expressis verbis la posibilidad de suspender o anular las ayudas comunitarias en supuestos de violación de los derechos humanos.

La relación convencional entre ayuda y desarrollo, que aparece por pri­mera vez reflejada en declaraciones anexas al Acuerdo de Cooperación no preferencial entre la Comunidad y los países del Mercado Común Centroameri­cano y Panamá (1985), únicamente se ve reflejada normativamente en las cláusulas democráticas de los acuerdos no preferenciales de Tercera Generación con los países latinoamericanos, celebrados al inicio de la década de los no­venta y en los que se establece como fundamento de la cooperación, tal y como se señala en el artículo 1 de los mismos, el "respeto de los principios democráticos y de los derechos humanos que inspiran las políticas internas e internacionales de la Comunidad y de dichos países". Sobre tal base, y a la luz del artículo 56 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, cabrá la denuncia de los Acuerdos si en los Estados partes se establece un régimen de naturaleza no democrática o se producen violaciones de los de­rechos humanos. Tendencia que se veía reforzada por la declaración de 21 de julio de 1986, ya citada, en la que se indica que: "(...) en la administración de la ayuda, la Comunidad Europea y sus Estados miembros continuarán a promover los derechos fundamentales con el fin de que los individuos y los pueblos gocen, efectiva y plenamente, de sus derechos económicos, sociales y culturales, así como de sus derechos cívicos y políticos".

Ahora bien, hay que advertir que la acción combinada en favor de los derechos humanos parece menos efectiva y pronunciada cuando se trata de defender la Democracia como sistema de Gobierno. Así, pese al apoyo decla­ratorio e incluso eficaz a la democracia en casos como el de Grecia, Portugal y España, no ha sido menos sonoro el oportunismo político-estratégico que ha primado en la posición europea frente a la dictadura de Pinochet o frente al reciente Golpe de Estado en Argelia.

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II. DESARROLLOS NORMATIVOS EN EL TRATADO DE UNION EUROPEA

A) Problemas jurídicos derivados de la aplicación de sanciones decretadas por Naciones Unidas, en materia de derechos humanos, en el marco de la Comunidad Europea

La separación artificial entre el sistema de cooperación y el sistema comunitario, progresivamente dulcificada por el establecimiento de puentes institucionales entre ambos sistemas, supone un límite para la realización de una política exterior europea coherente. Esta limitación empezó a verse su­perada por una práctica creciente en materia de sanciones, muchas de ellas decretadas, implícita o explícitamente, como consecuencia de previas violacio­nes de los derechos humanos que, sin embargo, mostraron las insuficiencias jurídicas de las normas que regulaban las relaciones entre ambos sistemas y que, por ello, hacían necesarios nuevos desarrollos normativos. Sin intentar dilucidar aquí y ahora todos los problemas jurídico internacionales y de dere­cho comunitario que encierra el tema de las sanciones '*, se debe señalar que es un hecho cierto que se han adoptado medidas de política comercial comu­nitaria por finalidades extra comerciales y, en algunos supuestos, con la finalidad de sancionar a Estados terceros ante violaciones a los derechos humanos.

1. En síntesis, estas sanciones o bien son aplicación de las previamente decretadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o bien se aplicaron en sustitución de dicha Organización Internacional.

i) Por lo que respecta a las sanciones decretadas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas destacan las adoptadas en los asuntos Rodesia, Sudáfrica, Kuwait'', Libia y Yugoslavia que constituían situaciones de ame-

" Sobre esto véase, en la doctrina española, PEREZ-PRAT DURBAN: Op. cit., in toto; LIÑAN NOGUERAS, D. J.: "La cooperación política europea: evolución y perspectivas", en Cursos de Derecho Internacional de Vitoria Gasteiz, 1988, pp. 461 y ss.; REMIRO BROTONS: "Las relaciones exteriores de las Comunidades Europeas", en Tratado de Derecho Comunitario Europeo, t. III, Madrid, 1986, pp. 688 y ss.

" Por lo que respecta a los dos primeros asuntos, ver PEREZ-PRAT: Op. cit., pp. 27-99; sobre los asuntos libio y yugoslavo ha aparecido, con posterioridad a la redacción de esta nota, un interesante artículo de PEREZ-PRAT DURBAN, L., "Sanciones económicas co­munitarias. Dos casos paradigmáticos: las crisis yugoslava y libia", en G.J. de la C.E.E., 1992, D-16, pp. 167 y ss. Y en relación con el tercero, véase MARINO MENENDEZ, F. M.: "La acción de la Comunidad Europea y de los Estados miembros en la «Crisis del Golfo»", en Estudios Jurídicos internacionales y Europeos, Universidad de Granada," 1991.

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naza para la paz y la seguridad internacionales (cap. VII de la Carta). Los Estados miembros de la Comunidad, sobre la base del artículo 25 de la Carta, se encontraban ante la obligación jurídica de ejecutar las sanciones decretadas por el Consejo de Seguridad. Pues bien, en el marco comunitario existe el artículo 224 del TCEE, que es una reserva de competencia estatal prevista para la adopción de las medidas que se derivan del cumplimiento de ciertas obligaciones internacionales, lo que, como ha señalado el profesor Remiro, era una implícita alusión al sistema de Naciones Unidas "'. A pesar de que desde un primer momento se plantearon ciertas dudas sobre si debía aplicarse el artículo 224 del TCEE o el artículo 113 del TCEE, para la aplicación de las sanciones, el Consejo despejó cualquier controversia al indicar que las medidas decididas por el Consejo de Seguridad no pertenecen al ámbito de aplicación del artículo 113 y, por tanto, no son de competencia comunitaria. Así pues, esta tesis, conocida como Doctrina Rodesia, establece que al no ser comercial el objetivo de la medida no se debe acudir al artículo 113 del TCEE sirio al artículo 224 del TCEE.

Posteriormente, aunque en una primera etapa (en 1978 y en 1985) del asunto sudafricano se aplicó la doctrina Rodesia al ejecutar las sanciones en el plano nacional, la naturaleza económica de las mismas junto a una insu­ficiente y no uniforme aplicación abrió un debate sobre su comunitarización que, finalmente y de modo parcial, toma cuerpo en el año 1986, al adoptarse reglamentos comunitarios en aplicación de dichas sanciones. Del mismo modo, en el asunto de Kuwait, Libia y Yugoslavia (en este último la Comunidad se adelantó al Consejo de Seguridad) las sanciones decretadas por el Consejo de Seguridad fueron aplicadas por medio de normas comunitarias.

ü) Y en lo que hace referencia a las sanciones comunitarias adoptadas fuera del marco de las Naciones Unidas, de un lado, en ninguno de los asuntos sancionadores los derechos propios de la Comunidad se vieron afectados y, de otro, a pesar de que en el asunto de los rehenes se mantuviese la doctrina Rodesia, desde el asunto Malvinas las competencias de la Comunidad se utilizaron para aplicar las decisiones previamente adoptadas en el sistema de cooperación política europea, dando lugar a la llamada doctrina Malvinas'' sobre la base de la cual las competencias de la Comunidad Europea se im­plican decididamente en la aplicación de las decisiones del sistema de coo­peración política europea.

'» REMIRO BROTONS: Op. cit., p. 688. " Véase PEREZ-PRAT DURBAN: Op. cit., pp. 241-266. De otro lado, los asuntos af­

gano y polaco han sido califícados como constitutivos de una etapa de transición en esta materia.

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2. Esta práctica sancionadora plantea la cuestión de la delimitación de los ámbitos de acción de la Comunidad y sus Estados miembros y el problema de la autonomía del orden jurídico comunitario, al verse las competencias comunitarias, en dichos asuntos, al servicio de las decisiones de la Coopera­ción Política. La inserción de una disposición, en el Acta Única, que establece la obligación de coherencia entre las políticas de la Comunidad y de la Coo­peración Política, en ausencia de una disposición específica en materia de sanciones, no contribuyó a que se diesen por zanjadas las controversias jurí­dicas derivadas de la utilización de instrumentos comunitarios [el art. 113 en los asuntos polaco, Malvinas (junto al 224), precursores de armas químicas y en la Guerra del Golfo; en el asunto sudafricano el TCEE genéricamente] para ejecutar decisiones adoptadas en el marco de la Cooperación. La pro­blemática es de gran importancia y, para acercarnos a ella, debemos, en primer lugar, examinar la corrección de las bases jurídicas habilitantes de dichos instrumentos comunitarios.

i) Por lo que respecta a la utilización del artículo 224 del TCEE en los asuntos de Rodesia, Irán y Malvinas, debemos señalar que la interpretación de dicho artículo es de carácter restrictivo, ya que como ha indicado el TJCEE en los asuntos 222/84 ^ y 13/68 ' los supuestos de dicha disposición son "hipótesis excepcionales, bien delimitadas, no prestándose a ninguna in­terpretación extensiva". En esta línea, es claro que las situaciones de Irán y Malvinas no eran subsumibles en el ámbito de aplicación de dicha disposición y prueba de ello es que en el reglamento 877/82 ^ (asunto Malvinas), que se reclama del artículo 224 del TCEE, no se encuentra ninguna referencia al "funcionamiento del mercado común".

ii) En cuanto a la utilización del artículo 113 del TCEE en los asuntos Malvinas ^^ (en este junto al 224, de manera claramente contradictoria), Unión Soviética '" (Polonia), precursores de armas químicas ^^ y Kuwait ^, Libia y Yu­goslavia, explicable por razones de eficacia, se debe puntualizar que, salvo en el asunto Kuwait, fueron los Estados los que, reunidos en el marco de la Cooperación Política, decidieron la adopción de sanciones y, por tanto, el

-" Asunto Johnston contra Chief Constable, Rec. 1986, p. 1663. =' Asunto 13/68, de 19 de diciembre de 1968, Rec. 1968, p. 676. " DOCE, núm. L.102 de 16 de abril de 1982, p. 2. ' ' Reglamento 877/82, en DOCE núm. 1 102, de 16 de abril de 1982. -" Reglamento 596/82, en DOCE núm. L 762, de 16 de marzo de 1982. -' Reglamento del Consejo (CEE) núm. 428/89, de 20 de febrero de 1989, en DOCE

núm. L 50, de 22 de febrero de 1989, p. 1. •" Reglamento (CEE) núm. 2340/90, de 8 de agosto, en DOCE núm. L 213/1, modificado

por el Reglamento (CEE) núm. 3155/90 del Consejo, de 29 de octubre de 1990, en DOCE núm. L 304/1, de 1 de noviembre de 1990.

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origen de dicha decisión no se encuentra en la propia Comunidad Europea sino en un elemento extraño, jurídicamente, a ella: la Cooperación Política Europea. Y, de este modo, mientras que en algunos reglamentos sanciona-dores (Malvinas, precursores de armas químicas, Kuwait) se alude a la previa decisión en Cooperación Política, en otros (Unión Soviética) se elude es­pecificar el origen. Tal es la práctica que nos conduce a examinar el al­cance de la política comercial común, sobre la base de cuya delimitación nos podremos pronunciar sobre la licitud comunitaria de la práctica san-cionadora.

3. Las tesis en presencia, muy resumidamente expuestas, son las si­guientes:

i) La tesis finalista mantiene que pertenecen al ámbito de la política comercial aquellas medidas cuya finalidad es modificar el volumen o la es­tructura de los intercambios de bienes y servicios con un país tercero. Desde esta perspectiva, el fundamento jurídico del artículo 113 del TCEE en la prác­tica sancionatoria citada sería muy dudoso, puesto que dichas medidas son de competencia estatal.

ii) Y, en segundo lugar, la tesis instrumental mantiene que lo impor­tante no es el objetivo de la medida sino el instrumento, por lo que de utilizarse el artículo 113, ello implica que la medida forma parte de la política comercial común.

iii) Cabe mantener, en la actualidad, una tercera posición, según la cual ninguna de las tesis anteriores explicaría en su amplitud los complejos problemas que encierra esta problemática^'. En este sentido, aunque el TJCEE haya reconocido en el dictamen 1/75 * y en el asunto 41/76 ^ la exclusividad de la competencia comunitaria en materia de política comer­cial y, por ende, la posibilidad de adoptar autónomamente medidas convencionales ^° y medidas autónomas'', todavía no se ha pronunciado claramente sobre ninguna de las tesis y no ha clarificado completamente la cuestión.

" Sobre estos problemas, véase, GILSDORF, P.: "Portee et délimitation des compéten-ces communautaires en matiére de politique commerciale", en Revue du Marché Commun, núm. 326, abril de 1989, p. 195; DEMARET, P.: "La politique commerciale: Perspectives d'evo-lution et faiblesses presentes", en Structure and Dimensions of European Community Policy, Baden-Baden, 1987, pp. 69 y 70; PEREZ-PRAT DURBAN, L. en Cooperación Política y Comunidades Europeas..., op. cit., pp. 322 y ss.

'" De 11 de febrero de 1975, RTJCE, 1975, pp. 1359-1365 y 1364. " Asunto 41/76, Donckerwolcke, RTJCE, 1976, p. 1921. » Dictamen 1/75, RTJCE 1359, 11 de noviembre de 1975. " Asunto Donckerwolcke, citado, p. 1934.

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Yendo aún más lejos, hay que señalar que no parece concluyente la tesis de la exclusividad comunitaria en materia de política comercial, tal y como muestran el dictamen 1/76 —en que se admite la participación de los Estados miembros en un acuerdo comunitario sobre la base del artículo 234.2—, el dictamen 1/78 —que reserva esa misma posibilidad por motivos financieros— y la evolución que ha tenido la excepción limita­da al carácter exclusivo de la competencia comunitaria prevista en el artícu­lo 115 del TCEE'^ —que es un mecanismo de derogación singular sobre la base del cual los Estados pueden adoptar medidas de política comercial—. Y, en todo caso, la sentencia Bulk OH supuso la quiebra en la severidad del principio de la exclusividad de la competencia comunitaria, al encadenar­se un conjunto de razonamientos e ideas que únicamente aparecen en el esquema de las competencias concurrentes, y el Tribunal tolera de hecho una delegación en blanco a los Estados miembros de una competencia co­munitaria exclusiva todavía no ejercida, por lo que opta por una exclusividad selectiva ' .

4. Pues bien, a la luz de lo antedicho podemos descomponer en zonas el ámbito del artículo 113 del TCEE, siendo algunas de carácter exclusivo y otras no. En este sentido, las materias que forman parte de la Unión adua­nera en sentido amplio y, en un futuro, las relativas a los servicios serían de competencia exclusiva de la Comunidad. Sin embargo, las sanciones de ca­rácter comercial motivadas por razones de política exterior quedarían exclui­das, por lo que, en definitiva, la tesis maximalista de la exclusividad quedaría excluida de ámbitos que, de alguna menera, son comerciales'''. Y es que debemos tener presente que en los asuntos en que no existe una previa decisión sancionadora del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la decisión sancionadora se adopta en el marco de la Cooperación Política y, como ha señalado el profesor Remiro, ello sugiere que "los factores políticos han prevalecido sobre los planteamientos jurídicos porque éstos, a su vez.

" En la jurisprudencia del TJCE se ha señalado que las medidas de protección del artículo 115 no se circunscriben únicamente al período transitorio, especialmente teniendo en cuenta que la política comercial no ha sido aún formulada totalmente. En este sentido, véase el asunto 62/70, de 23 de noviembre de 1971, Rec. 1971, pp. 897 y ss.; asunto 29/75, de 8 de abril de 1976, Rec. 1976, pp. 431 y ss.; asunto 41/76, de 15 de diciembnre de 1976, Rec. 1976, pp. 1921 y ss.

" LENAERTS, K.: "Les répercussions des compétences de la Communauté Européene sur les compétences extemes des Etats membres et la question de preemption", en Rélations extérieueres de la Communauté Eumpéenne et marché intérieur: aspects juridiques et fonctionneb, Coloquio de 1986, dirigido por el profesor Demaret, Colegio de Europa, Brujas, núm. 45, 1988, p.98.

'•• Tesis que no es pacíñca. Mientras que DEMARET parece mantenerla, GILSDORF, a la sazón asesor jurídico de la Comisión Europea, se mostraba contrario a la misma.

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habían sido inducidos por consideraciones exclusivamente políticas"''. Ade­más, ni la Comunidad Europea es una organización regional en el sentido del capítuloVIII de la Carta de las Naciones Unidas'*, ni se había visto afectada, en los asuntos mencionados, por los presuntos hechos ilícitos por ella denunciados, siendo, por tanto, un tercero frente a los mismos.

Teniendo presentes estas consideraciones, cabe concluir con Verhoeven '', Bailarino '*, Steenbergen ' ' o Raux"" que la Comunidad no goza de un poder autónomo de sanción, puesto que, de un lado, si la medida es el instrumento de una política con fines sancionatorios, deja de ser comercial y, de otro, porque sería contrario al Derecho internacional que una organi­zación internacional reivindicase un derecho propio de sanción en relación a terceros, si sus derechos propios no han sido específicamente violados y sin que ello haya sido previsto en el Tratado constitutivo —algo impensable.

Una excepción se deriva, a mi juicio, del principio constitucional de protección internacional de los derechos humanos. En este sentido, si, como hemos afirmado, dicho principio obliga no sólo a los Estados sino también a la Comunidad en el marco de sus relaciones exteriores, la obligación de co­herencia (art. 30.5) tendría la virtud de actuar como nexo de unión, habilitante y legitimador, de esa interacción entre la Comunidad y la Cooperación Política en los asuntos en que el objetivo de la medida sea la defensa o la protección internacional de los derechos humanos. Pero, salvo en este último supuesto, al corresponder en los otros asuntos a los Estados miembros la decisión de sancionar, y no a la Comunidad, que en su caso es la encargada de su eje­cución, era necesario proceder a la reforma de los Tratados constitutivos de la Comunidad para adecuar dichas prácticas a las normas del Tratado y, de ese modo, no incurrir en vías de hecho que no favorecen, cuanto menos, la integración europea por la senda de la Comunidad de Derecho.

" REMIRO BROTONS: Op. cit, p. 693. " PEREZ-PRAT DURBAN: Cooperación política y Comunidades Europeas..., op. cit,

pp. 113-139; del mismo autor, Sanciones económicas comunitarias..., op. cit., en especial pp. 182-188 y p. 216, en donde el autor indica que "El Tratado de Maastricht tampoco permitirá a la Unión Europea equipararse plenamente a la categoría de organización regional (...)".

" VERHOEVEN, J.: "Sanctions Internationales et Communautés Européennes. A pro-pos de l'affaire des lies Falkland (Malvinas)", en Crisi Falkland-Malvinas e Organizzazione inter-nazionale, dirigido por Laura Forlatti e Francisco Leita, CEDAM, Padova, 1985, pp. 85 y ss.

'" BALLARINO, T.: Lineamenti di diritto comunitario, CEDAM, Padova, 1990, p. 284. " STEENBERGEN, J.: "Legal instruments and extemal policies of EC", en Towards a

European Foreign Policy. Legal, economic and political dimensions, ed. por J. K. de Vree, P. Coffey, R. H. Lauwaars, Martinus Nijhoff Publishers, 1987, p. 116.

" RAUX, J.: "Les sanctions de la Communauté Européenne et des Etats membres contre l'Afrique du Sud pour cause d'apartheid", en Revue du Marché Commun, núm. 323, enero de 1989, p. 36.

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A modo de conclusión, debemos señalar que para legitimar las prácticas sancionatorias, salvo en el supuesto de violaciones a los derechos humanos, calificadas como tales, directa o indirectamente —quebrantamiento de la paz y la seguridad internacionales— por el Consejo de Seguridad, los Estados deben reformar los Tratados constitutivos de la Comunidad mediante una disposición específica en materias de sanciones que legitime la adopción y ejecución por las Comunidades de contramedidas contra berceros Estados, a pesar de que sus derechos propios no hayan sido directa y previamente le­sionado.

B) La reafírmación del principio y la solución de los problemas anteriores en el Tratado de Unión Europea

El Tratado de Maastricht, a pesar de algunas deficiencias jurídicas y de las críticas políticas que pueda suscitar, ha seguido la vía correcta, si bien no en toda su amplitud posible, en cuanto a la protección, interna e internacio­nal, de los derechos humanos. Más específicamente, sus principales virtudes han consistido en la codificación del principio de protección de los derechos humanos como un principio general de la Unión, de la Comunidad y de la PESC, en la solución del problema jurídico competencial de las sanciones y, fi­nalmente, en la consolidación de la apertura hacia nuevas vías de futuro, como la protección diplomática colectiva, en el ámbito de la ciudadanía europea.

El principio constitucional de protección internacional de los derechos humanos, que ya existía, se codifica en el Tratado de Maastricht no sólo como un principio de la Unión, nuevo ente colectivo de difícil encuadramiento en el mundo de las naturalezas jurídicas, sino también como un principio constitucional de la acción exterior de los pilares de la misma. Esto no deja de tener relevancia jurídica en la medida en que se constituye en un nexo de unión entre dichos pilares, tanto desde el punto de vista finalista cuanto desde la perspectiva de la coherencia en la acción exterior de los mismos. En orden al correcto análisis de dicho principio vamos a realizar un recorrido normativo de las disposiciones que a él se refieren y de sus implicaciones jurídicas.

1. El preámbulo confirma la "adhesión a los principios de libertad, democracia y respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamen-

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tales y del Estado de Derecho". Y, de otro lado, el artículo F.2, del título I (disposiciones comunes), indica que "la Unión respetará los derechos fun­damentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la protec­ción de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho comunitario". A pesar de que en estas disposiciones no se recoge el principio de protección internacional de los derechos humanos, en la acción exterior de la Unión y de sus pilares, el mismo aparece, como ya hemos indicado, en los cimientos normativos de estos últimos.

2. En efecto, y por lo que respecta al primero de los pilares —la ahora denominada Comunidad Europea—, dos disposiciones contribuyen a la codi-ficacirái de dicho principio en su acción exterior:

i) Me refiero, en primer lugar, a la política de cooperación al desarrollo"', a la que se dedica un nuevo título XVII, en el que se recogen las prácticas anteriores y los objetivos de la misma. Así, el artículo 130 U.2, inserto en dicho título, indica que: "La política de la Comunidad en este ámbito contribuirá al objetivo general de desarrollo y consolidación de la democracia y del Estado de derecho, así como al objetivo de respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales." Dicha disposición su­bordina la política de cooperación al desarrollo al respeto de los derechos humanos y de la democracia y, como señala en el artículo 130 V, este objetivo deberá ser contemplado en otras políticas que puedan afectar a los países en vías de desarrollo (por ejemplo, la PAC; la Política Comercial Común, etc.) . Baste recordar las dificultades jurídicas que encontraron los Estados miembros y la Comunidad en su lucha por "enlazar" las ayudas comunitarias y el res­peto de los derechos humanos, para darse cuenta de la importancia de esta disposición, que, además de acabar con los problemas de fundamentación jurídica comunitaria, contribuirá a silenciar las críticas de Estados terceros sobre la injerencia en los asuntos internos y, pese a ser una norma no opo-nible a los mismos, provocará que la política de cooperación al desarrollo adquiera unos tintes específicos de protección de los derechos humanos en la medida en que no se infrinjan compromisos convencionales previamente suscritos.

¡i) Y, en segundo lugar, se abre una puerta al desarrollo de la protec­ción diplomática colectiva de los ciudadanos de la Unión en el extranjero. Ciudadanos que, como indica el artículo 8.1, son todas aquellas personas que

" ROLDAN BARBERO, J., La Cooperación al desarrollo, op. cil, pp. 131 y ss.

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ostenten la nacionalidad de un Estado miembro y ello les hace titulares de los derechos y deberes previstos en el Tratado de la Unión Europea. Entre esos derechos, el artículo 8 C inserto en las disposiciones de la "Segunda Parte", sobre la Ciudadanía de la Unión, dice así: "Todo ciudadano de la Unión podrá acogerse, en el territorio de un tercer país en el que no esté representado el Estado miembro del que sea nacional, a la protección de las autoridades diplomáticas y consulares de cualquier Estadio miembro, en las mismas condiciones que los nacionales de dicho Estado. Antes del 31 de diciembre de 1993, los Estados miembros establecerán entre sí las normas necesarias y entablarán las negociaciones internacionales requeridas para ga­rantizar dicha protección."

Una primera reflexión, a la luz de esta disposición, es que supone un nuevo puente entre las normas de derecho comunitario y las normas sobre la PESC '' . Ciertamente, a pesar de la novedad aparente del artículo 8 C, en el marco de la acción exterior de la Cooperación Política ya se habían realizado los primeros pasos en esa vía y, fundamentalmente, en desarrollo de las nor­mas sobre coordinación de los órganos de representación diplomática de los Estados miembros en terceros Estados y en organizaciones y conferencias internacionales. La asociación de dichos órganos a los trabajos de la Coope­ración Política, de naturaleza instrumental, es decir, no autónoma y sin ca­pacidad decisoria, aparece en el Informe de Copenhague y, dejando a un lado las otras funciones que cumple, se va desarrollando hasta la decisión 86 ^ en que se indicaba que "los Estados miembros examinarán la posibilidad de prestar ayuda y asistencia en países terceros a los nacionales de los Estados miembros que no tengan representación en los mismos". Así, al calor del Conflicto en el Golfo Pérsico, de un lado, los Doce acordaron la protección de los ciudadanos comunitarios por las embajadas de los Estados miembros y, de otro, en algunas declaraciones realizadas en el marco de la Cooperación Política se llegó a indicar que "toda tentativa que atente o amenace la se­guridad de cualquier subdito de la Comunidad Europea se considerará como un acto ofensivo gravísimo dirigido contra la Comunidad y todos sus Estados miembros, y provocará su respuesta unánime".

Pues bien, a mi juicio, los desarrollos del artículo 8 C se realizarán, fundamentalmente, en el marco de la PESC, en la medida en que las fun-

" Como señala el art. J.6, segundo párrafo: Las misiones diplomáticas y consulares (...) "Intensificarán su cooperación intercambiando información, procediendo a valoraciones comunes y contribuyendo a la ejecución de las disposiciones contempladas en el artículo 8 C del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea".

"' Decisión 86, punto II.4.

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ciones de las autoridades diplomáticas y consulares de los Estados miembros están todavía muy lejos de pertenecer al ámbito de las competencias comu­nitarias. En este sentido, cuando el artículo 8 C indica que los Estados miem­bros establecerán entre sí las normas necesarias y entablarán las negociaciones internacionales requeridas para garantizar dicha protección, entiendo que se debe interpretar en el sentido de que, como indica el artículo, son los Estados y no la Comunidad los que tienen la competencia internacional requerida y, por tanto, podrían acudir a las disposiciones de la PESC para desarrollar normativamente dicho artículo.

El lento camino hacia la protección diplomática colectiva encuentra un primer obstáculo en la posible oposición de los Estados terceros; éstos, te­niendo en cuenta el requisito de la nacionalidad para el ejercicio de la pro­tección diplomática, en Derecho Internacional Público, no necesariamente es­tarán obligados a aceptar el ejercicio de dicha protección, en sentido estricto, de un Estado miembro de la Comunidad en favor de un ciudadano comuni­tario que no es nacional suyo. Ahora bien lo que sucederá es que el desarrollo más probable del artículo 8 C se situará en el ámbito de la protección consular y, en mucha menor medida, en el de la protección diplomática **.

De otro lado, estos avances, que muestran la solidaridad europea, lle­varían, en lógico desarrollo, a la desaparición de las embajadas individuales de los Estados miembros y a su sustitución por representaciones múltiples ^^. Sin embargo, los avances en esa vía, como han demostrado los intentos que se realizaron para implantar una embajada comunitaria (de los Doce) en la ex Unión Soviética, son todavía difíciles.

2. Y, de otro lado, en el ámbito del segundo pilar de la Unión, la PESC (Política Exterior Europea y de Seguridad Común), cuyas disposiciones apa­recen insertas en un nuevo título V, se establecen un conjunto de objetivos, que más bien deberían haberse denominado principios, entre los que cabe destacar el que hace referencia al "desarrollo y la consolidación de la de­mocracia y del Estado de Derecho, así como el respeto de los derechos hu­manos y de las libertades fundamentales". Así pues, se codifica un principio que, sin ese avance normativo, ya existía.

" En este sentido, DÍAZ BARRADO, C. M.: La acción exterior del Estado español en favor de personas físicas. Práctica Constitucional. Cursos de Derecho Internacional de Vitoria-Gasteiz, 1992 (en prensa). Véanse, asimismo, las interesantes reflexiones del profesor LIÑAN NOGUERAS, D., en "De la ciudadanía europea a la ciudadanía de la Unión", C./. de la C.E.E., serie D, D-17, septiembre de 1992, pp. 63 y ss., en especial, pp. 76 y 93-94.

" BOT, B. R.: "Co-operation between the Diplomatic missions of the ten in third coun-tries and International Organisations", en Legal issues of European Integration, 1984/1. Véase también BRINKHORST, L. J.: "Permanent missions of the EC in third countries: European Diplomacy in the making", en la misma revista, pp. 23-33.

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3. Finalmente, el Tratado de Maastricht ha venido a solucionar el pro­blema jurídico competencial que, en el marco de la aplicación de sanciones a terceros Estados por motivaciones extracomerciales, se había creado por la insuficiencia de las normas que regulan las relaciones entre el sistema co­munitario y el sistema de cooperación. Este es el sentido del artículo 228 A que señala: "Cuando una posición común o una acción común, adoptadas con arreglo a las disposiciones del Tratado de la Unión Europea relativas a la política exterior y de seguridad común, impliquen una acción de la Comuni­dad para interrumpir o reducir parcialmente o en su totalidad las relaciones económicas con uno o varios terceros países, el Consejo adoptará las medidas urgentes necesarias. El Consejo decidirá por mayoría cualificada a propuesta de la Comisión." De la interpretación de este artículo no se debe deducir la consecuencia de que la Comunidad Europea tiene competencias para adoptar decisiones sancionatorias por motivos extracomerciales. Únicamente en aque­llos supuestos en que la adopción de la decisión se hubiese realizado en el marco de la PESC, podría aplicarse o, en su caso volver sobre la decisión, si se hubiese emprendido una acción común que previene la adopción de de­cisiones por mayoría cualificada. Esto es, en todo caso, siempre hay una decisión en el origen que viene del marco de la PESC, adoptada, en su primer momento, por unanimidad.

Otra cuestión es si la Comisión está obligada a realizar la propuesta, ya que la última frase del artículo señala que "el Consejo decidirá por mayoría cualificada a propuesta de la Comisión". ¿Podría negarse la Comisión a rea­lizar dicha propuesta? Si así fuese estaría impidiendo, muy probablemente, la realización de una acción común, tal y como vienen definidas en el marco de la PESC. En este sentido, tal vez no se pueda afirmar con rotundidad que la Comisión está obligada jurídicamente, en la medida en que no se han visto modificadas sus funciones. Sin embargo, es evidente que una inacción de esa naturaleza podría implicar que la Comisión estuviese faltando a su obligación de velar por la coherencia de conjunto de la acción exterior (art. C, disposi­ciones comunes). Obligación que, sin embargo, difícilmente sería de natura­leza jurídica comunitaria, al no afectar el artículo C a las disposiciones de los Tratados constitutivos de la Comunidad Europea ni a los Tratados y actos subsiguientes que los han modificado o completado (art. M, disposiciones fi­nales), y al no estar sometida a la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la Comunidad (art. L, disposiciones finales).

Otra cosa sería pensar que se ha creado un régimen normativo distinto, el de la Unión Europea, que sería diferente del Derecho Comunitario y tam-

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poco sería equiparable al Derecho Internacional General. Pero entrar en esta cuestión sobrepasa el objeto de este estudio, y parece prematuro y aventurado adentrarse por caminos especulativos, ajenos a la realidad de las intenciones estatales, tal y como fueron puestas de relieve durante los Trabajos Prepa­ratorios del Tratado de Unión Europea.

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BIBLIOGRAFÍA Y

NOTAS

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LUIS PRIETO SANCfflS: "ESTUDIOS SOBRE DERECHOS FUNDAMENTALES" *

Rafael de Asís Roig Universidad Carlos III de Madrid

I, y esta parece ser una opinión compartida por muchos autores, la Teoría de la Justicia, parte esencial de la Filosofía del Derecho, se proyecta en la actualidad de manera clara sobre los derechos fundamentales; si, por otro lado, como señaló Norberto Bobbio,

para la investigación encuadrable dentro de la Filosofía del Derecho, parece más conveniente situarse en la perspectiva del jurista-filósofo que en la del filósofo-jurista; el libro de Luis Prieto Sanchís, Estudios sobre derechos fun­damentales, se presenta como una obra fundamental para cualquier estudioso de la Filosofía del Derecho y del Derecho en general.

La obra, realizada desde esa perspectiva antes aludida del jurista que reflexiona sobre el Derecho, permite no sólo adquirir una visión general del significado de los derechos fundamentales, tanto desde el punto de vista ético como jurídico, sino también adentrarnos en algunos problemas particulares

L. PRIETO SANCHIS: Estudios sobre derechos fundamentales, Debate, Madrid, 1990.

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que se presentan en lo referente a su realización y a su práctica constitucio­nal. En este sentido el libro consta de doce capítulos, que se refieren al problema de la fundamentación, del concepto, significado constitucional, cla­sificación, límites, garantías, etc.

Quizá la primera nota que haya que resaltar de esta obra sea la distin­ción que, a lo largo de toda ella, se esboza entre el plano del ser y el del deber ser, es decir, entre el plano del Derecho que es y del Derecho que debe ser. Esto no significa que el profesor Prieto deje de lado alguno de éstos, sino más bien que las consideraciones que se realizan desde cada uno de ellos, se hacen con el conocimiento de sus límites. Y llamo la atención sobre este punto porque es difícil, en una temática como es la de los derechos fundamentales, saber distinguir entre aquello que es Derecho y aquello que debe ser Derecho. Actualmente en España hay una proliferación de estudios sobre los derechos fundamentales de gran calidad, pero, en muchos casos, sin diferenciar lo que realmente son en el Derecho de lo que parece que deberían ser, ^in diferenciar lo que constituye la reflexión ética de lo que constituye la reflexión jurídica. Creo que uno de los esfuerzos de esta obra se centra en aclarar esta distinción.

No obstante, no quiere decir esto que la obra sea lino de los típicos trabajos de la dogmática tradicional en los que aparecían también estos dos planos, pero confundiéndose o ignorándose. El libro de Luis Prieto es cons­ciente de la posibilidad de distinción de los planos, pero a la vez lo es también de su necesaria y real conexión.

Este breve comentario de la obra de Luis Prieto Sanchís va a hacer referencia a aspectos que de ninguna manera agotan el contenido del libro, pero que entendemos como más significativos del mismo. Estos se proyectan sobre la fundamentación, el concepto jurídico y caracteres, la relación de estas figuras con la ley y los llamados derechos económicos, sociales y culturales.

LA FUNDAMENTACIÓN

En cuanto al problema de la fundamentación de los derechos funda­mentales, la obra se sitúa en una posición que podríamos denominar como crítico-dialógica. El profesor Prieto, sin asumir acríticamente los postulados de las éticas comunicativas, se sitúa relativamente en esa perspectiva desta­cando, no obstante, sus insuficiencias y límites. Para ello partirá de lo que denomina como contenido mínimo de los derechos humanos y que está com­puesto por dos elementos: el teleológico y el funcional: "De acuerdo con el

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primero, los derechos se identifican con la traducción normativa de los valores de dignidad, libertad e igualdad, como el vehículo que en los últimos siglos ha intentado conducir determinadas aspiraciones importantes de las personas desde el mundo de la moralidad a la órbita de la legalidad." El elemento funcional "significa que los derechos asumen una cualidad legitimadora del poder, que se rigen en reglas fundamentales para medir la justificación de las formas de organización política y, por tanto, para que éstas se hagan acreedoras a la obediencia voluntaria de los ciudadanos" (p. 20).

El contenido mínimo de los derechos fundamentales se presenta así como el núcleo desde el que parte la obra para investigar acerca de la jus­tificación y del significado jurídico que estas figuras poseen en la actualidad.

Dos son las formas, a juicio del profesor Prieto, de concebir la plas-mación normativa de este contenido mínimo de los derechos humanos. Por un lado la abstracta o formalista, en la que la dignidad, la libertad y la igualdad del sujeto moral se contemplan fuera de cualquier circunstancia his­tórica o espacial y, por tanto, se postula como universalmente válida. Por otro lado la histórica, en la que esos valores se contemplan en relación a las condiciones materiales de existencia de los individuos, dando así particular relevancia a la situación histórica y espacial de los sujetos morales.

El primer planteamiento en torno a la plasmación normativa de los derechos humanos es identificado con la concepción liberal de los derechos humanos, y con una fundamentación de los mismos de corte iusnaturalista y racional. Dos notas sobresalen de esta visión y afectan al sentido que en ella posee la idea de la dignidad y al modelo de comunidad política que se toma como referente para la protección de ésta. La dignidad que se protege es la de un sujeto ideal y universal, que se contempla desligado de cualquier tipo de contingencia histórica. Al mismo tiempo se propugna un modelo de co­munidad política que se corresponde con el llamado Estado de Derecho.

Un ejemplo clásico de este planteamiento lo encontramos en Locke, si bien actualmente cuenta con importantes defensores, entre los que destacan con diferente alcance Rawls, Dworkin o, incluso, Nozick.

Los problemas de este tipo de posiciones son evidentes para nuestro autor y se derivan principalmente del tipo de argumentación que se mantiene y que se apoya en una razón individual, abstracta y ajena a las necesidades del hombre histórico. La consecuencia principal de la concepción liberal se proyecta sobre los llamados derechos económico-sociales y culturales, en el sentido de negarles el carácter de fundamentales: "La filosofía moral que pretende construir una teoría de la justicia, cuyos protagonistas son sujetos

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plenamente autónomos y racionales revestidos de un velo de ignorancia y ajenos a la historia, indudablemente sirve para dotar de sólido fundamento a los derechos que se desenvuelven en ese plano de la independencia definido por la libertad civil en lo público y por la autonomía de la voluntad en lo privado, pero difícilmente puede ofrecer base suficiente para justificar aque­llos derechos que expresan pretensiones del hombre en su específica condición social, es decir, pretensions históricas..." (p. 44). Pero, además, este tipo de visiones provoca la contemplación de un catálogo cerrado de derechos que aparecen definidos de una vez para siempre. Por último, no parece que los presupuestos de los que parten este tipo de argumentaciones, tales como el de la libertad contractual o el de la pureza de las relaciones económicas dentro del Estado de Derecho, se den en la realidad.

De ahí que parezca necesario adentrarse en el otro tipo de argumen­tación que, como señalábamos, incide en el papel de la historia. Creo que pueden destacarse cinco punto que, muy resumidamente, sirven de base a Luis Prieto para delinear este otro tipo de argumentación:

a) Se trata de dotar de fundamento a los derechos humanos a través de una argumentación moral centrada sobre intereses y necesidades.

b) Los participantes en esa argumentación y titulares de esos intereses y necesidades no son individuos abstractos, sino situados históricamente.

c) Los participantes, que no son seres abstractos como venimos subra­yando, están, por tanto, sujetos al reino de la necesidad.

d) Los derechos tienen que concebirse en su marco histórico, vincu­lados a las necesidades reales y no como cualidades naturales ajenas a las condiciones de existencia.

e) El fundamento de los derechos humanos no puede ser previo ni concebirse independientemente del consenso.

Además de estos cinco puntos, dos rasgos más perfilan este tipo de fundamentación:

a) Ninguna necesidad humana debe ser excluida a priori, salvo aque­llas pretensiones basadas en la coacción o que impiden a los demás argu­mentar. El profesor Prieto señala, además, que debe tratarse de necesidades generalizables susceptibles de ser amparadas por normas sociales, dada la necesidad de establecer en ella un consenso.

b) Importancia del procedimiento como relativa garantía para el re­sultado y que se proyecta en el reconocimiento universal de competencia comunicativa, no discriminación, ausencia de coacción, etc..

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No obstante, este ensayo por el que el profesor Prieto apuesta relati­vamente, plantea ciertos problemas en relación con su significación y función, y determinan la imposibilidad de emplearlo como jutificación de sistema po­lítico, aunque sí como modelo crítico, así como la de entenderlo como una propuesta que agota los dominios de la ética y ante la cual no cabe ya disentir.

EL CONCEPTO JURÍDICO Y CARACTERES

Después de haber investigado sobre el posible fundamento de los de­rechos fundamentales, el libro del profesor Prieto Sanchís se centra en el estudio de su concepto. Para ello en primer lugar vuelve a señalar la impor­tancia de diferenciar en este estudio el plano jurídico del plano moral, el plano del ser del del deber ser. Y en esta línea de investigación se dirige propiamente hacia el concepto jurídico de los derechos fundamentales. El examen es realizado proyectándose sobre perspectivas diferentes, que pueden ser reconducidas a dos. En primer lugar, sobre las categorías jurídicas que han sido utilizadas por la doctrina para referirse a los derechos fundamen­tales. En segundo lugar, la investigación apunta a los rasgos tradicionales que han sido destacados como propios de estas figuras. Estas dos perspectivas le servirán para ahondar en ciertos problemas clásicos que se han presentado a la hora de determinar el concepto de estas figuras.

Como he señalado, en la indagación del concepto jurídico de los de­rechos fundamentales, el profesor Prieto Sanchís realiza, en primer lugar, un examen de las distintas categorías que, a lo largo de la historia, se han em­pleado para identificar a estos derechos. Así, por ejemplo, se refiere a los derechos subjetivos en los diferentes sentidos destacados por Kelsen, o a las figuras del esquema de correlativos y opuestos de Hohfeld, concluyendo la dificultad para encuadrar en una sola de ellas el concepto genérico de de­rechos fundamentales.

También se refiere a los caracteres tradicionales que han sido señalados como propios de los derechos fundamentales, por las principales corrientes de pensamiento, es decir, al supuesto carácter universal y al supuesto carácter absoluto.

Dentro del rasgo de la universalidad, diferencia Luis Prieto entre si ésta se predica de los titulares del derecho o de los situados frente a estos, es decir, de los obligados. En relación con los titulares va a señalar como pro­blemas principales para hablar de universalidad el carácter limitado de los

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derechos y la existencia de derechos que se refieren a personas específicas, esto es, derechos fruto de ese proceso que señala Bobbio como propio de nuestro tiempo, de delicado planteamiento, pero que está adquiriendo cierto peso: el proceso de especificación. Digo de delicado planteamiento porque este proceso, que Bobbio define como "el paso gradual, pero cada vez más acentuado hacia una ulterior determinación de los sujetos titulares de dere­chos", me parece que no es tan de nuestro tiempo como Bobbio quiere hacernos ver. Si consultamos entre los manuales de libertades públicas fran­ceses las características que se señalan de la Constitución de 1848, uno de los textos que marcan el inicio del proceso de generalización, dentro de las categorías de Peces-Barba, veremos que es la del paso del hombre abstracto al hombre concreto, esto es, al trabajador, al campesino, etc.... De ahí que las raíces del llamado proceso de especificación se encuentren ya en los ori­gines del de generalización, si bien el primero posee otras perspectivas que se proyectan de manera esencial sobre el contenido y que le permiten adquirir cierta consistencia individual.

Respecto a los sujetos obligados se va a referir a un problema general, si bien puede ser descompuesto en dos. El problema es el de la dificultad de plantear, en relación con un derecho fundamental, una obligación por parte de todos los sujetos. En este sentido, si nos fijamos en los derechos que son considerados tradicionalmente como fundamentales, podremos obser­var, como señala Luis Prieto, que los sujetos obligados en relación con éstos no son una universalidad. En ocasiones se trata del Estado, en otras de ciertos ciudadanos, etc.. Pero la dificulad principal para entender que es posible hablar de la universalidad de sujetos obligados, consiste, según el profesor Prieto, en que esto significaría la existencia de una obligación positiva de colaborar con el disfrute de estos derechos. Así escribe: "si los derechos fundamentales no pueden concebirse como universales en relación con el sujeto obligado, es porque ello requeriría atribuir a todas las personas una especie de obligación general positiva de colaborar en la satisfacción de los derechos que exigen algo más que la mera abstención. Porque en efecto, si los derechos son universales porque se supone que tutelan bienes básicos y muy importantes, si se postula que todos venimos llamados a contribuir para que se hagan realidad en el entramado social, ¿no significa esto una especie de solidaridad universal que justificaría la imposición de prestaciones positivas generales...?" (pp. 82 y 83). Y unas líneas más adelante concluirá que en el plano jurídico esta obligación no se da, no existe un deber de solidaridad universal y, por tanto, no es posible hablar de una universalidad de sujetos obligados.

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Quizá sea ésta una apreciación un tanto forzada. No veo por qué siem­pre que se hable de una obligación con sujeto universal ésta tiene que ser positiva; eso supondría realizar otras consideraciones como las que él apunta, aunque mínimamente (la contribución para que se hagan efectivas). Pero de la simple afirmación de una universalidad de sujetos obligados, que no dudo que presenta importantes problemas como el de la falta de significado real, no creo que deba obtenerse el carácter positivo del significado de esas obli­gaciones. El profesor Prieto está dando un paso más sobre la simple carac­terización de unos supuestos sujetos obligados, haciendo referencia a la so­lidaridad y resolviendo ya desde el principio el sentido de esas obligaciones.

No obstante, la conclusión a la que llega nuestro autor parece convin­cente, la universalidad que se predica en relación a los derechos fundamen­tales no tiene consistencia real. Los derechos fundamentales no son tan uni­versales como se quiere dar a entender, ni respecto a los sujetos titulares ni respecto a los obligados.

Sobre el presunto carácter absoluto de estos derechos el resultado del análisis es bastante parecido. Los derechos fundamentales no son derechos absolutos, sino que tienen sus límites. De ahí que, en opinión de Luis Prieto, sea preferible hablar de derechos resistentes: "desde la perspectiva del De­recho positivo, los derechos se muestran tan sólo resistentes, que es un con­cepto gradual o relativo. La fundamentalidad no es una etiqueta que se tiene o no se tiene, a la manera de todo o nada; es una escala que admite distintos grados, de modo que algunos derechos serán más fundamentales que otros, es decir, más resistentes en presencia de otras decisiones políticas. Lo que no serán en ningún caso es absolutos, pues ello equivaldría a reconocer de­rechos ilimitados..." (pp. 100 y 101).

Este carácter de la resistencia de los derechos fundamentales servirá a nuestro autor para realizar una interesante clasificación de los derechos fun­damentales reconocidos en nuestra Constitución y para profundizar en la acla­ración de su concepto jurídico.

Así, a pesar de ser una característica esencial de los derechos funda­mentales, la resistencia no se presenta como constante en todas las figuras. Cabe, según el profesor Prieto, distinguir tres grados de resistencia, dentro de los derechos constitucionales. El primero está formado por los derechos y libertades del capítulo II de la Constitución, que sólo podrán regularse por ley y respetando su contenido esencial. El tercero, por los derechos recogidos entre los principios rectores del capítulo III, sólo alegables ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen.

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Mientras que el segundo se compone de los derechos del capítulo I, que se sitúan en un ámbito intermedio entre los otros dos grados.

No parece, pues, que sea posible hablar de unos rasgos unívocos que puedan ser aplicados a todos los derechos fundamentales, por lo que el pro­fesor Prieto propone apoyarse exclusivamente en la configuración que el De­recho da de cada una de esas figuras, aun a riesgo de caer en una visión ciertamente positivista.

No obstante, no se trataría de un positivismo extremo, ya que estaría atemperado por la importancia de la historia. La comprensión del significado de los derechos fundamentales habrá de realizarse desde el Derecho, pero atendiendo también al significado que han tenido a lo largo de la historia. La historia en la configuración del concepto jurídico de los derechos funda­mentales, al igual que ocurría en la investigación sobre el fundamento, se convierte en elemento esencial y permite matizar el resultado de una carac­terización exclusivamente positiva, provocando la dinamicidad del sentido de los mismos. En este sentido afirmará: "la idea que quiero sugerir es que los derechos humanos, como categoría ética, cultural e histórica —es decir, pre-normativa—, no constituyen una concepción cerrada y acabada de la que puedan beber los ordenamientos positivos, sino un concepto abierto a distintas concepciones y desarrollos; y, en consecuencia, no existe' una formulación canónica, ni una forma exclusiva de respetar las exigencias que derivan de tales derechos" (p. 91). Y más adelante: "la concreción más adecuada del concepto de derechos humanos será aquella que en cada momento mejor satisfaga los valores morales que están detrás de ese concepto" (p. 92).

Vuelve así Luis Prieto a recalcar la importancia de la historia frente a esas posiciones que construyen, o intentan construir, el concepto de los de­rechos fundamentales exclusivamente desde la razón. Para nuestro autor, la búsqueda del concepto jurídico de derechos fundamentales no es tan miste­riosa como algunos pretenden dar a entender, y tampoco tan categórica. No es tan misteriosa porque "no se trata de averiguar si el catálogo y régimen jurídico de los derechos se ajusta a una supuesta esencia conceptual, objetiva y ahistórica que, en puridad, nadie conoce, sino tan sólo de comprobar —y discutir— en qué medida un sistema jurídico positivo garantiza las exigencias morales que encierra el concepto histórico de derechos humanos". No es tan categórica porque "la conclusión que se obtenga no se verá en la alternativa de afirmar o negar la existencia jurídica de los derechos, sino que permitirá una reflexión crítica sobre la decisión del legislador o, lo que es lo mismo, sobre la interpretación efectuada por la norma del concepto de derechos humanos" (p. 93).

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Los derechos fundamentales adquieren así una configuración principal como límite de poder, desenvolviéndose propiamente en el ámbito de las relaciones entre el individuo y el Estado, pero no son sólo eso. Si observamos ante quienes se hacen resistentes algunos de los derechos, veremos cómo no se trata sólo de una relación entre el Estado y los ciudadanos, sino que estos derechos se proyectan también sobre la sociedad civil, exigiendo la interven­ción del Estado o determinado comportamiento (general, aunque no exclu­sivamente pasivo) de otros ciudadanos.

Con esto, el libro apunta ya un problema que tratará más adelante, en el capítulo X, y que es el de la eficacia de los derechos fundamentales frente a los particulares. Se trata de un problema que varía de alguna manera el concepto tradicional de Constitución, pero que es imprescindible tenerlo en cuenta por la importancia que en las sociedades modernas están adquiriendo ciertas organizaciones privadas o semipúblicas, y por la relevancia que algunas relaciones entre particulares tienen para la sociedad. La postura del autor es clara al respecto. Los derechos fundamentales son, en ocasiones, eficaces fren­te a terceros, aunque obliguen de forma distinta. En este sentido escribe: "La cuestión de los derechos fundamentales frente a terceros se resuelve, por consiguiente, en un problema de coexistencia de derechos e incluso de valores constitucionales, que no puede resolverse en abstracto y de una vez para siempre. Corresponderá entonces al juez ponderar los intereses en conflicto, pero, desde luego, sin excluir a priori la eficacia de las libertades en las relaciones entre particulares" (p. 215).

DERECHOS FUNDAMENTALES Y LEY: EL CONTENIDO ESENCUL Y LA NORMA DE CLAUSURA

Como ya he señalado, la importancia que Luis Prieto concede a la nota de la resistencia dentro de la configuración de los derechos fundamentales obliga a tener en cuenta la relación de estas figuras con la ley y, en definitiva, con el poder legislativo. A esta tarea está dedicada una parte importante del libro y le permite adentrarse en consideraciones en torno al contenido esen­cial de los derechos fundamentales, a lá importancia del valor libertad y al significado que, en relación con los derechos fundamentales, presentan dos instituciones: la reserva de ley y la Ley Orgánica. Especial atención merecen los dos primeros problemas.

La relación entre los derechos fundamentales y la ley es inevitable ya que, como señala nuestro autor, los derechos fundamentales suelen aparecer

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en las constituciones simplemente declarados y tienen que ser concretados por el legislador. Pero es que además, debido al significado de la legitimidad y la periodicidad de las elecciones, el sentido que tiene el desarrollo legislativo no sigue una dirección unívoca. La primera nota que nos destaca el profesor Prieto dentro de esta relación es la obligación de que la ley sea respetuosa del contenido esencial de los derechos. Pero, ¿qué es el contenido esencial? La respuesta que se nos da en el libro se apoya en las consideraciones que, al respecto, ha realizado el Tribunal Constitucional.

En este sentido, se destacan cuatro puntos principales: 1) "el contenido esencial de un derecho comprende aquellos elementos mínimos que lo hacen recognoscible, que impiden su desaparición o su transformación en otra cosa"; 2) "para la determinación del contenido esencial no basta acudir a la Cons­titución, sino que ha de indagarse en la esfera de los conceptos jurídicos tradicionales, atender a las ideas y convicciones generalmente admitidas entre los juristas"; 3) "se trata de un concepto de valor absoluto y no relativo, es decir, que cualesquiera que fueren las circunstancias invocadas para la limi­tación del derecho, éste ha de conservar siempre sus rasgos esenciales"; 4) parece que puede hablarse de "un contenido esencial propio y diferenciado de cada uno de los derechos fundamentales" (pp. 143 y 144).

Varios problemas se presentan ante estas notas, pero quizá el más im­portante sea el señalado con más énfasis por Luis Prieto y que se refiere al valor absoluto del contenido esencial y el posible enfrentamiento entre con­tenidos esenciales de derechos. La solución que se nos propone vuelve a señalar la importancia de los intérpretes del Derecho y del papel del juez. Así, escribe: "Creo, sin embargo, que dicha contradicción puede y debe ser superada mediante una labor hermenéutica que acepte la inevitable presencia en el texto constitucional de derechos y valores tendencialmente opuestos, pero que asuma también como misión del intérprete, incluido el legislador, la necesidad de su armonización: libertad de conciencia y orden público, au­tonomía individual y seguridad colectiva, libertad de expresión y derecho al honor, etc." (p. 149).

Con ello el problema de la determinación del contenido esencial y en definitiva de la comprensión del significado de los derechos fundamentales no está resuelto. El profesor Prieto es consciente de ello y así, continúa su estudio enfocando el análisis hacia los límites de los derechos. En esta línea, el primer problema que se nos presenta es el de la dificultad de determinar con total claridad cuándo una obligación jurídica constituye un límite a un derecho fundamental y cuándo, por el contrario, lo es de la mera libertad

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natural. Una de las características principales del Derecho es la de la res­tricción de la libertad natural o total del hombre. El Derecho al regular la convivencia social impone limitaciones a esta libertad. Algunas de estas li­mitaciones pueden incluso proyectarse sobre derechos fundamentales, aunque otras muchas no. El problema está en saber cuándo se produce la primera situación.

Pero, aunque fuésemos capaces de resolver con seguridad ese problema, se nos presentaría rápidamente otro de importancia mayor, según nuestro autor, y que constituye a la vez uno de los núcleos de la configuración de los derechos fundamentales realizada por éste: "los derechos ¿son categorías autónomas e independientes entre sí o especificaciones de un principio/de­recho general de libertad?, ¿existe lo que podríamos llamar una norma de clausura del sistema de derechos en cuya virtud todo lo que no está consti-tucionalmente prohibido u ordenado o, mejor dicho, todo lo que no puede ser prohibido o mandado con cobertura constitucional suficiente, debe con­siderarse permitido?" (p. 157).

En este sentido el profesor Prieto destaca dos formas de resolver este problema. Por un lado estarían aquellos, un ejemplo puede ser el de la fi­losofía política de Locke, que conciben las libertades como regla básica del sistema, limitada en ocasiones por concretas prohibiciones o mandatos que tienen que justificarse. Por otro se situarían aquellos, como es el caso de la filosofía política de Hobbes, que mantienen que el poder político goza de legitimidad para el estableciminto de normas imperativas con el único límite de los concretos derechos fundamentales.

La primera posición presenta ciertas ventajas como las derivadas de la comprensión de las competencias del poder legislativo como competencias limitadas y, al mismo tiempo, permite afirmar el carácter abierto del catálogo de los derechos fundamentales. Si afirmamos la existencia de un principio de libertad que se sitúa en el vértice del sistema, a través de él van a poder ser incorporados derechos no enunciados en el texto constitucional de forma pre­cisa. Pero, ¿existe tal principio en nuestro Ordenamiento?

Según Luis Prieto, esta pregunta puede contestarse en sentido afirma­tivo y ello por varios motivos, tales como la presencia de la libertad entre los valores superiores del 1.1, o la importancia de los derechos fundamentales en el sistema jurídico-político. Pero la razón principal que permite contestar en ese sentido reside en que, según este autor, existe un derecho constitucional que puede ser entendido como el fundamento de esa norma de clausura: "el fundamento de la requerida norma de clausura puede hallarse en un derecho

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constitucional en sentido estricto, integrado además en la categoría de los derechos más resistentes; me refiero a la libertad de conciencia implícitamente comprendida en la libertad ideológica del artículo 16.1..." (p. 162). La con­secuencia más importante de esta presencia consistiría en extender la exigen­cia de justificar la necesidad, proporcionalidad y adecuación de aquellas me­didas que limitan el ejercicio de los derechos fundamentales, a cualquier norma que limite la libertad y, muy en particular, la libertad de conciencia.

Dos problemas entiendo que pueden plantearse a esta argumentación del profesor Prieto, aunque se dirigen no ya al significado o al fondo de la misma, sino más bien a su presentación o fundamentación. El primer proble­ma alude a la dificultad lógica que se nos presenta al intentar señalar una norma interna del sistema como norma de clausura del mismo. ¿Es posible esta consideración desde el punto de vista lógico? ¿Puede una norma que pertenece al sistema ser el cierre de éste? ¿No tendría que situarse a esta norma en un plano de superioridad ante las demás? ¿Hay base jurídica para señalar que nuestra Constitución coloca en esa posición el artículo 16? Estas observaciones hacen que nos salgamos del plano estrictamente jurídico, mo­viéndonos en terrenos extrajurídicos. De ahí las dificultades que se plantean.

El segundo problema se nos presenta con el intento-no ya de señalar una norma interna como cierre, sino de apoyar esta consideración en un significado implícito de la misma. ¿Es posible encontrar la norma de clausura del sistema en un principio implícito en una de sus normas?

No se trata de negar la presencia e importancia de un principio general de libertad en nuestro Ordenamiento con las consecuencias que señala. Se trata más bien de señalar las dificultades que pueden plantearse si éste se quiere entrever en una norma interna y de forma implícita. Otra cosa es afirmar su existencia, pero apoyándose, como el profesor Prieto hace en algún momento, en aquellas disposiciones que definen el talante del sistema y que lo caracterizan, tales como el artículo 1.1 o el 9.2.

Ciertamente este nuevo apoyo exgiría vincular al valor libertad con otros valores, lo que no otra cosa que limitar, en cierta medida, su consideración como valor absoluto.

LOS DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y CULTURALES

Por último resulta interesante señalar tres problemas que son abordados en el libro que comentamos: los llamados derechos económicos, sociales y

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culturales, las garantías de los derechos fundamentales y la suspensión de éstos.

Los derechos económicos sociales y culturales son estudiados en el capítulo IX dedicado a los Principios Rectores de la Política Social y Eco­nómica. El profesor Prieto comienza su reflexión constatando cómo históri­camente estos derechos han sido considerados como de segundo grado y que esta concepción ha sido trasladada a nuestro texto constitucional. Se trata, por tanto, de una categoría de derechos que tanto en el plano doctrinal como en el del Derecho positivo se entiende portadora de unos rasgos propios. En este sentido surge la pregunta sobre dónde reside su especificidad.

Esta cuestión podría ser resuelta atendiendo a su carácter económico, social y cultural, es decir, a su contenido, constatando que se trata de exi­gencias que no afectan de modo esencial a la vida, a la libertad o a la dignidad. Pero no parece que ésta sea la respuesta correcta. Como señala Luis Prieto, uno de "los monumentos de la concepción liberal de los derechos humanos", la Declaración francesa de 1789, califica a un derecho de natu­raleza económica, el derecho de propiedad, como sagrado e inviolable. Por otro lado, nuestra Constitución recoge fuera de esos principios ciertos dere­chos con esa naturaleza. De ahí que pueda presentarse ya una primera con­clusión: "no todos los derechos sociales derivan de estos principios".

Así parece que podría señalarse otros rasgos que, con carácter orien-tativo, permiten, según el profesor Prieto, caracterizar a estos derechos y diferenciarlos en cierta medida de los derechos civiles y políticos:

a) Necesidad del Estado, de una organización política, para su confi­guración y realización.

b) Necesidad de una actuación positiva del Estado. c) Especificidad. Se trata de derechos que se proclaman no ya respecto

al hombre considerado en abstracto, sino en relación con el hombre situado. d) Importancia del valor igualdad como determinante de su sentido. e) Relación con normas secundarias o de organización. Mientras que

los derechos civiles y políticos tienen como figuras correlativas deberes de abstención apoyados en normas primarias, los derechos económicos, sociales y culturales están inmersos en un entramado de normas de organización que hacen dificultosa la señalización de los sujetos obligados.

f) Predominio de la dimensión objetiva frente a la subjetiva, es decir, mientras que en los derechos civiles y políticos destaca una vertiente subjetiva relacionada con la libertad de los individuos y la exigencia de abstención en la actuación limitadora de la misma, en este otro tipo de derechos predomina

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una vertiente objetiva relacionada con las exigencias que conforman la idea del Estado Social.

Observando estos rasgos, puede surgir la duda en torno a su carácter de derechos fundamentales. Según Luis Prieto, ninguno de los aspectos re­calcados como pertenecientes a los derechos económicos, sociales y culturales dan lugar por sí mismos a un tratamiento jurídico peculiar. Para aclarar este problema propone acudir al Ordenamiento. En este sentido subrayar que parte de estos derechos se encuentran en el mismo capítulo en el que están los derechos civiles y políticos. Por otro lado, si otra parte no se encuentra en ese capítulo, no parece que sea por razones de técnica jurídica, sino más bien por la simple voluntad del constituyente, que en su momento dotó de una menor resistencia a ciertos derechos.

Pero esta menor resistencia no implica una falta de valor jurídico. Los principios rectores y, por tanto, parte de los llamados derechos económicos, sociales y culturales son normas objetivas con respaldo constitucional que dan lugar a derechos reaccionales o impugna torios: "Como normas objetivas, de­sempeñan principalmente una función hermenéutica, orientando la interpre­tación de cualquier disposición, negocio o relación jurídica; como derechos reaccionales, en cambio, creo que sólo resultan directamente eficaces en el proceso de inconstituciohalidad, esto es, sólo sujetos cualificados pueden in­tentar la nulidad de una norma, basándose, como único motivo, como único fundamento de la demanda, en la violación de un principio rector" (p. 195).

En relación con los problemas que afectan a las garantías de los de­rechos fundamentales y a su suspensión, Luis Prieto realiza un exhaustivo análisis que se proyecta sobre su configuración doctrinal, su posible justifi­cación y su significado dentro del Ordenamiento jurídico. En estos análisis el libro señala también los problemas de índole jurídica que han quedado abier­tos y que, en ocasiones, plantean que pueda hablarse de una insuficiente articulación jurídica. En conjunto, a través de estos estudios el lector puede encontrar un estudio completo y rico en perspectivas, desde el cual adentrarse en la problemática en torno a las garantías y suspensión de los derechos fundamentales.

En definitiva, como puede desprenderse de este breve comentario, el libro de Luis Prieto se constituye en una obra básica para todo aquel que quiera comprender el significado de los derechos fundamentales en nuestro sistema jurídico, proponiendo, al mismo tiempo, ciertas líneas de reflexión y crítica en relación a éste, así como un modelo de configuración teórico adap­table a nuestro momento histórico. El trabajo que, como señalé al principio,

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recoge las perspectivas fundamentales desde las que se puede afrontar el tema de los derechos humanos, ética, jurídica y sociológica, es una obra de singular importancia, no ya para aquellos que se dedican a investigar sobre su con­cepto y justificación, sino para todo aquel que, ya sea en el plano ideológico o en el práctico-jurídico, se relaciona de alguna manera con los derechos fundamentales.

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RAFAEL DE ASÍS: "LAS PARADOJAS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO LDMITES AL PODER" *

Francisco Javier Ansuátegui

A dificultad que acompaña al comentario de una monografía en la que se exponen y analizan temas relacionados con el concepto y sentido de los derechos fundamentales, se ve aumentada cuando esa obra está escrita por un compañero cuya formación bebe de

las mismas fuentes y recoge las mismas influencias que le son propias a uno mismo. En estas circunstancias, uno se encuentra en disposición de refrendar gran parte de lo escrito y, al mismo tiempo, parece que las posibles matiza-ciones u observaciones que pueden ser efectuadas en relación con cualquier aportación doctrinal fueran llevadas a cabo sobre puntos de vista compartidos en su mayoría. Por eso, pienso que en el presente caso hay que situarse en una atalaya externa y ciertamente distanciada, si se quieren presentar aquí

* DE ASÍS, R.: LMS paradojas de los derechos fundamentales como límites al Poder, Ed. Debate, Madrid, 1992, 151 pp.

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algunas reflexiones suscitadas por la lectura de la interesante monografía del profesor Rafael de Asís.

Son varios los méritos que, en mi opinión, han de serle reconocidos a la obra de Rafael de Asís. En este sentido es importante destacar el carácter renovador, y ciertamente también innovador y precursor, con el que se pre­tenden abordar determinadas dimensiones de los derechos humanos, supe­rando enfoques más o menos tradicionales. Así, no parece muy arriesgado afirmar que el libro constituye sobre todo una propuesta. En efecto, se pre­sentan nuevas perspectivas de estudio de determinadas vertientes de los de­rechos fundamentales. Muy pocos temas se dejan cerrados, lo cual, en mi opinión, no ha de ser entendido en este caso como un reproche, sino como expresión de una valiente actitud científica que reúne todas las condiciones para ser fructífera.

Creo que también es destacable la comprensión de los derechos fun­damentales como un concepto que se sitúa y desarrolla en la historia. La constatación de los derechos fundamentales desde este punto de vista con­diciona todo el desarrollo posterior de la exposición. Además, me parece que es precisamente la evolución de los derechos a lo largo del transcurso del tiempo, uno de los factores que determinan su carácter en ocasiones para­dójico. En relación con este carácter paradójico, creo que cabe efectuar al­gunas observaciones. La primera de ellas es que, en realidad, los derechos fundamentales, en su vertiente de instancias limitadoras del poder, no son, en sí, un concepto paradójico, sino que la nota paradójica vendría motivada por la evolución de las circunstancias que rodean la existencia de los derechos fundamentales y su posterior comparación con las iniciales estructuras y ex­plicaciones liberales, en las que la idea de los derechos fundamentales como elementos limitadores del poder nace y toma cuerpo. En efecto parece que, considerando los siguientes fenómenos autónomamente, no tiene por qué ser paradójico que los derechos fundamentales sean reconocidos por instancias' internacionales (que no tienen otro origen posible aparte del poder estatal), o que el poder del Estado esté obligado a respetar unas determinadas líneas de actuación obligatoria, o que existan casos en los que los destinatarios de los derechos se identifican con grupos concretos de sujetos, o que sea nece­saria una actuación posterior a la positivación de los derechos, o que se abandone la primitiva idea del Estado como único peligro y obstáculo para el pleno disfrute de los derechos. Todos estos fenómenos sólo se presentan como paradójicos desde el momento en que son constrastados y comparados con una determinada concepción del Derecho y del Estado y, por ende, de

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los derechos fundamentales. Desde este punto de vista lo paradójico no cons­tituiría una dimensión ontológica de los derechos fundamentales, sino que sería expresión de la transformación de las circunstancias en las que se de­sarrollan y de la evolución de las necesidades a las que tienen que hacer frente. Hoy, los derechos fundamentales como límites al poder son paradójicos si se los compara con anteriores concepciones de los mismos. Pero, en este sentido, es bueno que los derechos sean paradójicos, porque ello lleva implí­cito el que, aunque cambien las circunstancias y las estructuras de la política, del Estado, del Derecho, siguen siendo instrumentos útiles. Si los derechos fundamentales no tuvieran esa capacidad de evolucionar, la transformación de las condiciones que les rodean constituirían, no un reto, sino un obstáculo insalvable; no serían paradójicos, sino inútiles e inservibles para adecuarse y responder al progreso social.

No obstante lo anterior, es cierto que algunas dimensiones del propio concepto de derechos fundamentales sí pueden tener esa vertiente paradójica. En este sentido, hay que aludir a la que Rafael de Asís denomina la paradoja de la positivación, esto es, la que se plantea cuando el propio poder se limita insertando en su ordenamiento jurídico los instrumentos normativos que le van a limitar. Creo que en este caso lo paradójico no es fruto de una com­paración entre dos funciones o dos estadios en la evolución de los derechos fundamentales, sino algo propio del concepto de derechos fundamentales.

Enlazando con lo anterior, también cabe señalar otra de las dimensiones de la obra de Rafael de Asís que caracterizan su estructura. Me refiero al enfoque jurídico a partir del cual se desarrolla y considera el tema. Todos los planteamientos son llevados a cabo desde la consideración de los derechos fundamentales como verdaderas instituciones jurídicas, eso sí, sin olvidar que estas instituciones, como todas pero más acusada y relevantemente que otras, tiene un trasfondo moral. La consideración de las paradojas de los derechos fundamentales como límites al poder se efectúa desde la consideración de los derechos fundamentales como elementos de un Ordenamiento jurídico posi­tivo; por lo tanto, los límites a los que se alude son limitaciones (o en su caso delimitaciones, como el propio autor explica) que se constituyen en y desde el Ordenamiento jurídico.

La consideración jurídica del problema justifica el análisis de la relación Derecho-Poder a la que Rafael de Asís dedica parte de su trabajo. En este sentido, creo que merece la pena emplear algunas líneas en el marco de estas reflexiones a analizar el enfoque desde el cual el autor estudia el concepto de Poder y su relación con las limitaciones constituidas por los derechos fundamentales.

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El concepto de Poder que Rafael de Asís emplea es deliberadamente amplio y, en ocasiones, en mi opinión, algo difuso. Cuando el profesor De Asís habla de poder no lo hace refiriéndose sólo al Poder político, al Poder del Estado, sino que abarca también los poderes económicos y sociales con capacidad de crear Derecho y con posibilidades de violarlo también. Así, tiene lugar una cierta relativización de una de las características y tradicionales notas definidoras de la soberanía, la del monopolio de la potestad legislativa. Creo que la consideración de estos poderes, que podemos acordar en iden­tificarlos a través de un cierto paralelismo al Poder político del Estado, tal y como los presenta el autor, sí ha de ser tenida en cuenta a la hora de relacionarlos con los derechos fundamentales como elementos a limitar por éstos, ya que no parece arriesgado afirmar la superación del estricto dualismo liberal individuo-Estado.

Pero es más problemático situar a estos poderes, en los esquemas del análisis de los derechos fundamentales como límites al Poder, a la misma altura que el Poder político del Estado, a partir de la consideración de la capacidad normativa de los mismos. Es cierto que la voluntad política, que es al final la que se expresa en la ley, no es sólo la del gobierno o la del legislador. Existen otras fuerzas sociales, esos otros poderes, que contribuyen a conformar, matizar y condicionar el contenido de esa voluntad política. Creo que negar esto es cerrar los ojos a la realidad, y de esta opinión es también Rafael de Asís cuando escribe, refiriéndose a las decisiones últimas del le­gislador o del gobierno, que "no puede pasarse por alto que, en la actualidad, estas decisiones no dependen exclusivamente de estos entes, sino que existe una serie de fuerzas, tradicionalmente no encuadrables entre las políticas, que matizan o condicionan la voluntad política" (p. 45). Pero, según mi parecer, el profesor De Asís parece ir un poco más allá cuando, seguidamente, afirma que "desde este punto de vista, el Poder entendido como fundamento de validez, no es sólo Poder político" (p. 45). Es cierto que no hay que dar la espalda a la realidad social y a las fuerzas que se encuentran tras la formación del Derecho, admitiendo que la efectiva participación del mayor número de actores sociales en la formación del Derecho aumenta el grado de acuerdo respecto al Derecho, de obediencia y eficacia que, desde el punto de vista del Ordenamiento jurídico en conjunto, condicionan la validez del mismo. Pero creo que ello no se opone a afirmar que el Poder entendido como fundamento (en el sentido del Poder como origen) de validez del Derecho sí es sólo Poder político. Es el Poder del Estado, expresado a través de sus instituciones, el que fundamenta y respalda el Ordenamiento jurídico. Lx)s

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distintos poderes sociales inciden en la configuración y en el contenido de la voluntad del Poder público, convirtiéndose, a lo largo del proceso de toma de decisiones, antes y durante la actuación de los órganos decisorios, en Poder político también. Creo que la anterior afirmación del profesor De Asís puede originar una determinada lectura en el sentido de mantener que, al margen del Poder político, otros poderes fundamentan la validez del Derecho que, en este caso, pudiera no ser ya el Derecho fundamentado por el Poder po­lítico, asistiendo de este modo a la "paradoja" de dos, o -Mjuién sabe— más de dos. Derechos con distintos orígenes fundamentadores dentro del ámbito estatal.

En esta misma línea, el autor establece una nítida distinción (que llega a expresarse en términos de independencia) entre validez y creación del De­recho, que no es sino una derivación de la relación entre validez y eficacia del Derecho. Así, afirma: "No es lo mismo hablar de validez que de creación respecto al Derecho. Parece que detrás de las normas siempre habrá un elemento de voluntad, poder o fuerza que determinará la validez del Derecho, independientemente' de quienes sean los que lo creen" (p. 45). Pero también parece que una de las características de la producción jurídico-normativa en el Estado de Derecho moderno es que a través de la institución creadora del Derecho se canaliza y expresa ese elemento de voluntad, poder o fuerza, al que alude Rafael de Asís, que determina la validez del Derecho. En caso contrario creo que tendríamos con la existencia de otra paradoja: la que supondría que el órgano creador del Derecho no se constituyera en cauce de expresión de la voluntad que determina la validez del Derecho.

Al principio de estas reflexiones he señalado lo que, en mi opinión, es uno de los méritos del trabajo de Rafael de Asís: el carácter abierto y pro­blemático del mismo y la abundancia de nuevas y prometedoras propuestas de análisis e investigación. Teniendo en cuanta esto, puede ser interesante mostrar algunas dimensiones, en relación con las paradojas analizadas en el libro, que intentan completar o, en su caso, presentar otra vertiente de las mismas.

Así, se puede aludir, en primer lugar, a la paradoja de la positivación, expresión de la obligación que se crea el mismo Estado al incluir en su Ordenamiento jurídico los elementos limitadores de su acción que son los derechos fundamentales. Por lo tanto, el límite que constituyen los derechos fundamentales es, a su vez, limitado, ya que su configuración depende del sujeto que se va a Umitar. A partir de la positivación, el Estado se autoobliga:

Las cursivas son nuestras.

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establece límites a su actuación. Pero, en mi opinión, junto a la obligación de no infringir o violar los derechos, la propia recepción de los derechos fundamentales en el Ordenamiento jurídico también es expresión de una li­mitación (si bien de distintas características que la anterior): aquella que consiste en la obligación que tiene el Estado de positivizar los valores y necesidades morales y convertirlos en derechos fundamentales. Así, la posi-tivación de los derechos fundamentales no sólo sería la razón de la obligación del Estado de no infringir los derechos fundamentales, sino que también implicaría otra autoobligación anterior: aquella cuyo objeto es esa misma po-sitivación.

Rafael de Asís también se refiere, entre otras, a la paradoja de la in-temacionalización: del Estado depende que se le limite internacionalmente, al constituir instancias supranacionales de reconocimiento y garantía de los de­rechos fundamentales. En este punto del trabajo el autor expresa sus inquie­tudes sobre el peligro que puede suponer para las minorías culturales la institución de órganos que llevan a cabo una defensa de los derechos fun­damentales "globales", con un cierto olvido de los derechos "minoritarios". Creo que aquí la distancia y alejamiento entre los derechos de la minoría y las instancias internacionales de protección no debe considerarse un peligro, sino que, al contrario, parece que la más seria protección de esas minorías culturales se lleva a cabo, en la actualidad, desde los órganos supranacionales, sin olvidar, claro está, las carencias propias de esos sistemas de protección. Prácticamente hoy en día sólo se recogen esos derechos, los de las minorías, en los textos internacionales. Parece, en ocasiones, que el punto de vista estatal carece de la suficiente perspectiva para proteger —cuando ya no es sólo constatar su existencia— estos derechos.

La paradoja del regreso al infinito también se enmarca dentro del proceso de internacionalización de los derechos fundamentales: "Si hablamos de una instancia de poder por encima de la estatal y, además, invocamos la necesidad de que ese poder sea real y efectivo, se nos plantea el problema de quién limita a ese poder. (...)si quisiéramos establecer otro poder por encima del internacional, se nos presentaría rápidamente la cuestión sobre la limitación de este nuevo poder, y así sucesivamente" (p. 81). El problema que se plantea aquí, que es el de la juridificación última del poder, obtiene respuesta parcial en el ámbito interno a través de los mecanismos de racionalización y control del poder propios de las estructuras del Estado de Derecho. Es un problema de más complicada solución en cuanto se traspasan las fronteras de los Or­denamientos jurídicos estatales. Además, cabe preguntarse, a partir de las

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palabras de profesor De Asís, cuál es esa "instancia de poder" por encima de la estatal a la que él se refiere. Si dicha instancia ha de identificarse con las organizaciones internacionales de defensa y protección de los derechos fundamentales, el peligro de una falta de limitación parece que puede ser menor que si son otro tipo de núcleos de poder a los que alude el autor. Mientras que en el primer caso las garantías se podrían lograr a través de la articulación de mecanismos de integración y participación individual, con las correspondientes exigencias de pluralismo en la representación de intereses y particularidades culturales, parece ciertamente inocente pretender la materia­lización de dichas exigencias en el interior de otras organizaciones y centros de poder, más o menos visibles o definidos, que suelen escapar a cualquier acción de control.

Rafael de Asís también habla de la "paradoja del disenso", que consiste en el reconocimiento de "ciertos derechos que permiten plantear la desobe­diencia o el incumplimiento de obligaciones basadas en distintas argumenta­ciones que se apoyan en la libertad ideológica" (p. 87). Creo que la previsión de la posibilidad de disentir y el establecimiento de cauces que canalicen y expresen dentro del sistema el desacuerdo, más que paradoja, es una condi­ción de legitimidad democrática de los sistemas políticos. Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta que el mismo disenso se presenta como un derecho (que se articula a través de determinadas formas Jurídicas) parece mejor situar, dentro de los sistemas democráticos —que son los que albergan a los derechos fundamentales— al disenso como una condición estructural de los mismos, más que como una condición paradójica. Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta que el propio Rafael de Asís señala que utiliza el término "paradoja" como paradoja "lógica" —las que "hacen referencia a la existencia de una contradicción en la proposición que se afirma" (p. 53)— creo que es difícil identificar la paradoja del disenso. No hay que olvidar que, precisamente, una de las características de la legitimidad democrática consiste en ofrecer las posibilidades de que el disenso se llegue a convertir en con­senso, de que las minorías lleguen a ser mayorías; y que otro de los elementos que definen la legitimidad de un sistema es la existencia de derechos fun­damentales. Por lo tanto, parece que lo que se pretende paradójico en la estructura de uno de los elementos integrantes del sistema no es sino una característica necesaria de ese mismo sistema.

En el marco del estudio de las paradojas del límite delimitado —que son las generadas a partir de un cambio de significado de "límite", produciéndose una actuación "delimitada" del Estado—, Rafael de Asís se refiere, entre

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Otras, a la paradoja de la regulación: "los derechos fundamentales son límites al poder pero es éste el que los regula y desarrolla jurídicamente, tanto desde el legislativo como desde el judicial y el ejecutivo. Así, para que los derechos limiten al poder, es necesario que éste los desarrolle y, en definitiva, los normativice" (p. 99). El propio autor es consciente de la difusa frontera entre el proceso de positivación y el de regulación. La regulación comparte carac­teres con la positivación y se puede afirmar que, intentando comprender el discurso de profesor De Asís, la regulación sería una combinación de la po­sitivación. Pero la limitación del poder ya se produce desde el mismo instante de la positivación. En su caso, la posterior regulación, si es que existe, perfila y acaba de definir el sentido de la positivación, pero la razón de ambos procesos parece ser en gran medida la misma. Cton la positivación, que ge­neralmente se materializa en los textos constitucionales, los derechos funda­mentales adquieren, junto a su propia vida, pleno carácter jurídico-normativo en su vertiente de limitar y delimitar al poder. Parece que tras la exposición, en este punto, del profesor De Asís, se encuentra la distinta actuación del Estado en relación con los derechos individúales-liberales y los derechos eco­nómicos, sociales y culturales, que requieren una ulterior intervención nor­mativa por parte del Estado. En este sentido, la paradoja de la regulación tendría un sentido más pleno en el caso de la segunda clase de derechos, sin olvidar, claro está, la posibilidad de intervención por parte del poder en la tarea de configuración y aclaración del sentido de la positivación de todos los derechos.

Por otra parte, en la paradoja del limitador limitado, Rafael de Asís reafirma su concepción del poder en sentido amplio y genérico, incluyendo en la instancia a limitar también a los grupos sociales privados y a los indi­viduos, a partir de la aceptación de la intervención de los derechos funda­mentales en las relaciones entre particulares. El poder a limitar no sólo es el poder político sino también el poder privado, ya que éste se manifiesta en ocasiones como una instancia violadora de los derechos fundamentales. Parece claro el paralelismo entre el poder público y el poder privado a la hora de ponderar la necesidad de limitarlos. Sin embargo, mucha mayor dificultad puede tener el tema de la exigencia de obligaciones positivas en relación con esos poderes privados. Rafael de Asís es consciente de la dificultad que en­traña la articulación de la actividad promotora o promocional referida a las instancias privadas. En este sentido, propone una consideración de cada caso concreto a través de una ponderación de los bienes y derechos en conflictos. Esta es una importante diferencia entre el problema de los derechos funda-

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mentales como límites al Poder "público" y el de los derechos fundamentales como límites al poder "privado".

Concluimos estas reflexiones con la impresión de que, quizá, uno de los paradigmas de la obra que analizamos es el constituido por el concepto de Poder que, en ocasiones, no es uniforme durante toda la exposición. Encua­drados como están los derechos fundamentales en el Ordenamiento jurídico, y teniendo presente la relación Derecho-Poder, muchas, veces el sentido de la actividad limitadora depende de las características del objeto a limitar, de las necesidades surgidas a partir de la diferente actuación del Poder, ya pú­blico, ya privado, lo cual contribuye a explicar lo que en apariencia puede parecer paradójico en un primer momento.

En definitiva, creo que la obra del profesor Rafael de Asís contribuye a introducir elementos de renovación en los planteamientos tradicionales des­de los cuales se enfoca el estudio y análisis de los derechos fundamentales. Merece ser leída y estudiada con detenimiento para no olvidar que, además de ser la principal expresión jurídica de la dignidad del individuo, los derechos fundamentales evolucionan —y se adecúan a las nuevas circunstancias y ne­cesidades— en su configuración, sentido y posibilidades, siento ésta una de sus grandes ventajas en relación con otras instituciones jurídicas para las que el tiempo parece correr demasiado deprisa.

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"SOCIAL PHILOSOPHY AND POUCY" * Andrea Greppi

Universidad Carlos III de Madrid

N estos tiempos en los que parece que ya no son posibles alter­nativas críticas a las sociedades de economía capitalista, la revista norteamericana Social Philisophy and Policy dedica su primer nú­mero del año 1992 a los derechos económicos. Y es significativo

que, mientras el sistema occidental sigue imponiéndose de forma irresistible, no parece haber desaparecido entre nosotros el temor a su crisis permanente.

En este sentido la primera contribución del volumen (a cargo de A. Scott Arnold) analiza algunas contradicciones del igualitarismo económico de las sociedades comunistas ("Equality and explotation in the market socialist comunity") y recoge la demanda de nuevas y más coherentes alternativas a ellas. La tesis principal que el autor sostiene es que "el conjunto de derechos económicos que constituye el mercado socialista implica la explotación de una parte signiticativa de la población trabajadora".

* Social Philosophy and Policy, vol. 9, núm. 1, invierno de 1992, editada por el Social Philosophy and Policy Center, de la Bowling Green State University, Ohío (USA), Cambridge University Press, 1992.

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El segundo artículo ("Democracy and economic rights", de Jan Narve-son) discute las propuestas de "democratización de la economía" (R. Dahl) y defiende una diferenciación radical entre los conceptos de "democracia" política y económica: en su opinión, algunos derechos económicos serían im­prescindibles para la realización de la democracia política, y precisamente por ello, podrían llegar a ser incompatibles con un concepto amplio de democracia económica.

El siguiente estudio ("The function of several property and freedom of contract", de Randy Barnett) es un análisis funcional de los derechos de propiedad y de la libertad contractual. El autor no excluye que estos derechos puedan ser considerados también desde otros puntos de vista (por ejemplo, de tipo moral), pero sostiene que, en nuestras sociedades, existe una presun­ción en favor de la utilidad de estos derechos para la resolución de los problemas de distribución de riquezas.

Daniel Hausman (en "When Jack and Jill make a deal") aborda, desde una perspectiva económica, los problemas de justicia relacionados con aque­llos fenómenos que se conocen como externalidades de los sistemas econó­micos. El autor analiza sus efectos en las economías del bienestar y su reflejo en las teorías de la justicia distributiva.

En "The limits of creditors' rights: the case of third world debt", James W. Child reflexiona sobre algunas consecuencias de orden moral que derivan del impago de las deudas que los países del tercer mundo tienen con enti­dades privadas; la conclusión del artículo es que es posible cuestionar la validez moral de las pretensiones de devolución de los créditos cuando éstos lleguen a alterar significativamente la situación económica de los Estados.

En el siguiente trabajo ("Some causes and consequences of the bifur-cated treatment of economic rights and 'other' rights under the United States Constitution"), Jonathan Macey argumenta la conexión entre la jurisprudencia de la Supreme Court y la protección de que gozan, en la cultura legal nor­teamericana, las libertades económicas.

Eric Mack, en "Gauthier on rights and economic rent", lleva a cabo un análisis de los principios contractualistas de las teorías de Gauthier, en re­lación al problema de las distribución de la riqueza y a la concepción de la utilidad implícita en la obra de ese autor.

Las obligaciones personales son el argumento de la contribución de Richard J. Arneson ("Property rights in persons"): los deberes para con los desfavorecidos, según el autor, j)odrían ser defendidos incluso frente a las críticas (por ejemplo, las de Rawls o Dworkin) tomando como punto de apoyo un egalitarian welfarism.

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En "The right to and adecúate standard of living: justice, autonomy, and the basics needs", David Copp defiende el derecho a obtener del Estado, en circunstancias favorables, la satisfacción de las necesidades básicas que hacen de la persona un agente autónomo y racional.

Gregory S. Kavka en su artículo ("Disability and the right to work") busca algunos fundamentos de carácter moral aplicables a la legislación de una materia (la de los disminuidos físicos) que, según el autor, no recibe en Norteamérica una atención adecuada.

Por último, John E. Roemer (en "Providing egual educational oppotu-nity: public vs. voucher schools") defiende la necesidad de la enseñanza pri­vada en virtud de la defensa del pluralismo y el principio de competencia; ello repercutiría favorablemente, para el autor, en la calidad de la enseñanza, a pesar de que sopondría también una cierta pérdida de eficiencia económica en el conjunto del sistema educativo.

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"HUMAN WGHTS QUARTERLY" *

Andrea Greppí Universidad Carlos III de Madrid

continuación recogemos alguna información sobre el contenido del último número recibido del Human Rights Quarterfy, editado por "The Urban Morgan institute for Human Rights", de Cincinnati, en los Estados Unidos de América.

Los dos primeros artículos de esta revista hacen referencia a dos casos de violación de los derechos humanos. El primero de ellos ("The Restrepo case: Murky Waters") es un informe del holandés Toine van Dongen, un experto enviado por el secretario general de Naciones Unidas, ante la co­misión de investigación nacional que se encargó del caso de la tortura y muerte de dos jóvenes ecuatorianos, en la que se vio implicada la Policía Nacional Ecuatoriana.

El otro es un estudio de Ann Marie Prevost ("Race and war crimes: the 1945 War Crimes Trial of General Tomoyuki Yamashita") sobre el juicio

• Human Rights Quarterty, vol. 14, núm. 3, editado por The Urban Morgan Institute for Human Rights, College of Law, University of Cincinnati, Ohío (USA), The Johns Hopkins Uni-versity Press, agosto 1992.

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que se llevó a cabo en Manila contra un general japonés implicado en crí­menes de guerra; la condena en ese juicio, según la autora, despierta la sospecha de que veladamente aparecieran en los jueces actitudes racistas que acabaron determinando el resultado del proceso.

Los dos artículos siguientes tratan algunos aspectos de la protección internacional de los derechos humanos. Arthur W. Blaser hace un análisis descriptivo de los tribunales internacionales no gubernamentales ("How to advance human rights without really trying: an análisis of non-govemamental tribunals"). El autor señala la creciente importancia que pueden llegar a adquirir estos órganos, especialmente en el campo de la creación del Derecho internacional. Se adjunta también un listado de los tribunales que han sido constituidos hasta la fecha a partir de la Dewey Commision de 1937 sobre el caso Trotsky.

En "Protecting labor rights in market economies", Summer M. Rosen intenta identifícar los campos en los que es necesaria la protección de los derechos laborales frente al legítimo ejercicio de las libertades económicas. Para ello estudia de forma diferenciada los derechos de protección frente a accidentes y peligros, y los derechos de participación en las decisiones que afectan a la población trabajadora.

En la siguiente contribución ("Development, human rights and law"), John O'Manrique reflexiona sobre la fundamentación moral de los derechos humanos que, como es sabido, en nuestro tiempo suelen ser considerados como el contenido moral del Derecho positivo. Su hipótesis es que los de­rechos humanos son universales y constituyen una manifestación de la incli­nación al desarrollo que está presente en todos los seres humanos.

El ugandés Philip Vuciri Ramaga, en "The bases of minority identity", estudia los criterios contenidos en el artículo 27 del Pacto internacional de derechos civiles y políticos de 1966 (minorías étnicas, religiosas y lingüísticas) para la determinación e identificación de minorías nacionales.

El último trabajo incluido en este volumen es un examen (que dice ser puramente teórico) del concepto de gobierno mundial ("Pace on earth and goodwill to men", de John P. Humphrey): este análisis pretende ilustrar los límites sociales de las cuatro funciones típicas del Estado (legislación, juris­dicción, poder ejecutivo y administrativo). El autor pone el acento en la im­posibilidad de concebir un gobierno, en este caso el gobierno internacional, que carezca completamente de aparato administrativo, o bien que pueda fun­cionar con un grado de descentralización semejante a la del ordenamiento internacional actual: por este motivo destaca la importancia de los organismos no gubernamentales (o incluso de otros sujetos de derecho) que están direc­tamente sometidos a ese ordenamiento y que configuran una nueva sociedad internacional.

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"SOCIAL PHILOSOPHY AND POUCY" *

Rafael Escudero Alday Universidad Carlos III de Madrid

E trata de una revista iñterdisciplinar (editada por el Social Phi-losophy and Policy Center, de la Bowling Green State University, Ohio, USA) con preferencia en temas de filosofía y política social, estando cada número dedicado a un tema particular; en este caso

el tema es el de los "derechos civiles". El primer artículo, con un contenido claramente definitorio del tema

tratato, se titula "¿Qué son los derechos civiles?", y ha sido escrito por Lloyd L. Weinreb, profesor de Derecho en la "Harvard Law School" desde 1965. Intenta dar un concepto partiendo de la distinción propia de la filosofía griega entre "physis" y "nomos", añadiendo que la clave para entender el concepto ha de buscarse en el "nomos". Define los derechos civiles como los atributos, concebidos como poderes, que toda persona tiene por el hecho de serlo. Se pregunta si estamos abocados a una existencia ordenada. La respuesta afir­mativa, que es la que el autor mantiene, conlleva eUminar la separación exis-

* Social PhUosophy and Policy, vol. 8, núm. 2, primavera 1991.

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tente entre la razón y la experiencia. Para ello es para lo que se introduce la idea de derechos, que son el instrumento necesario par eliminar ese abis­mo. Establecerá una conexión entre el "nomos" y los derechos civiles, di­ciendo que en lugar de una justicia inexplicable de aquél o del inefable objeto de la fe, los derechos civiles muestran la personalidad como un verdadero concepto humano. Finalmente, ilustra la aplicación de esta idea a dos casos corrientes: las medidas a favor de las minorías (la llamada "affirmative ac-tion") y la protección al incapacitado.

El siguiente artículo, "¿Por qué los mercados no terminan con la dis­criminación?", está escrito por un profesor de "Jurisprudence" de la Univer­sidad de Chicago: Cari E. Sunstein. En él se intenta negar validez a la idea neoliberal de que los mercados fuertes y competitivos consiguen terminar con la discriminación. Esta idea parte de que el propio mercado expulsa a los "fanáticos", ya que si un empresario por ejemplo no contrata a un experto en una determinada materia por razones discriminatorias, está perdiendo po­sibilidades de una mejor producción, con lo que perderá puntos en el mer­cado. Por tanto, estas posturas conservadoras creen que mejor que dictar fuertes leyes antidiscriminatorias, lo que el Estado debe hacer es potenciar la existencia de mercados competitivos. El autor, en el artículo, lo que intenta es justamente demostrar lo contrario, indicando que el reforzamiento de los mercados puede resultar un grave error para este intento de eliminar las prácticas discriminatorias; el mercado, concluye el texto, es a menudo el pro­blema más que la solución en sí.

Después nos encontramos con un artículo de Richard A. Epstein, pro­fesor de Derecho en la Universidad de Chicago desde 1972 y miembro de la Academia Americana de las Artes y de las Ciencias desde 1985, que lleva por título "Dos concepciones de los derechos civiles". Trata de contrastar la tradicional concepción de los derechos civiles con la que se encuentra en boga actualmente. La primera centra la cuestión en el tema de la capacidad individual. Así, la antítesis a una persona con derechos es el esclavo. Pero, aun si éste obtuviera su libertad, si no son capaces de tener su propia pro­piedad, realizar contratos, etc., también tendrían negados sus derechos. Por tanto, el objetivo de la queja individual es el Estado, que durante largo tiempo ha negado a amplios sectores de la población esas capacidades que protegía en otros (piénsese en el caso de los esclavos y la Guerra de Secesión). Dentro de esta primera concepción se habla también de una protección absoluta y de otra relativa. La absoluta es aquella según la cual los derechos no pueden ser objeto de limitaciones bajo ninguna circunstancia, lo que implica que se

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presentan tan seguros como el sistema pueda hacerlos. La relativa, por contra, es aquélla según la cual el Estado podría limitar los derechos de los grupos diferenciados tanto como estuviera dispuesto a pagar el precio de limitar de igual modo los de la mayoría. Sin embargo, la moderna concepción de los derechos civiles no impone una norma general antidiscríminatoria respecto a ciertas elecciones privadas, sobre todo en materia de empleo. En este sentido, las obligaciones en materia de derechos civiles no se imponen sobre todos los individuos, sino sobre sus clases concretas inmersas en 'una relación deter­minada: empresarios, arrendatarios, comerciantes, etc., pero no a la otra cara de la moneda: trabajadores, inquilinos, consumidores, etc. Para el profesor de Chicago, la primera concepción supone extender la protección a todas las personas, mientras que la segunda va contra el principio de libertad de con­tratación.

Otro artículo a destacar es el de Jennifer Roback, que en la actualidad es profesora de Economía en la "George Masón University", y que se titula "Plurales pero iguales: identidad propia e integración voluntaria". En él se refiere al problema de los conflictos étnicos en las democracias occidentales, sin olvidar las repercusiones existentes en las demás zonas del planeta. La autora se plantea las siguientes preguntas: ¿por qué queremos la integración étnica?, ¿cómo debería ser una sociedad integrada? Cree que los errores actuales residen en concebir la cuestión en términos monetarios, ya que es una decisión de naturaleza diferente a cuando se opta entre dar total libertad económica o establecer una economía centralizada. Así pues, el coste de la integración no puede ser medido en términos económicos, lo cual se nos hace ver a través de un ejemplo muy significativo: la gente que no quiere perder su identidad propia se resistirá a ser integrada, y en ocasiones su resistencia será sangrienta.

Thomas C. Grey, profesor de Derecho en la "Stanford Law School", en su artículo titulado "Derechos civiles contra libertades civiles: el caso de los ataques verbales discriminatorios" propone una interpretación de este con­flicto en su última manifestación: la controversia sobre cómo tratar este tipo de acosos en los recintos universitarios, lo cual ha motivado que en la Uni­versidad de Standford, entre otras, se haya adoptado un reglamento interno en este sentido (este reglamento se añade al final del artículo). El autor nos muestra la paradoja que se da en este conflicto: mientras que las libertades civiles tienden a la protección de la libertad de expresión frente a la censura, los derechos civiles por su parte procuran la protección contra la humillación sufrida por los que son víctimas de tal hostigamiento. El ejemplo más claro

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es el de la pornografía, que para los defensores de los derechos civiles frente a las libertades civiles viola tales derechos, al ser una forma de discriminación sexual.

Por otro lado, William B. Alien, en el artículo "Negros y blancos juntos: reconsideración del problema", pone de manifiesto las insuficiencias existentes tanto en el plano legislativo como en el judicial para lograr una plena igualdad de trato por razón de raza. El autor, que es miembro de la Comisión nor­teamericana sobre Derechos Civiles, critica las deficiencias de la "Civil Rigths Act" (1990) que, aunque se propuso mejorar las prácticas sobre derechos civiles, hace que siga siendo ilusoria la idea de que el Congreso puede actuar como protector de los derechos civiles de los ciudadanos, teniendo en cuenta además la dirección retrógrada de la Corte Suprema.

El último artículo de este número está escrito por Geoffrey P. Miller, también profesor en la Universidad de Chicago, y se titula "Derechos y es­tructura en la teoría constitucional". Aquí, se nos ofrecen algunos datos pre­vios para identificar los elementos a incluir en lo que el autor llama una "teoría constitucional unificada", en la que se incluirían dos grandes temas: sistemas de derechos y estructuras de gobierno, analizándose también las re­laciones mutuas. La teoría constitucional, tal y como se concibe actualmente, está siendo dominada por cuestiones relativas a derechos civiles, como por ejemplo el tema de qué derechos deben recibir las especiales protecciones constitucionales. Finalmente, nos trae a colación un tema cuanto menos in­teresante: la idea de cómo los análisis de derechos individuales pueden ser utilizados para solucionar cuestiones sobre formas de gobierno y viceversa.

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"HARVARD CIVIL RIGHTS. CIVIL U B E R T I E S L A W R E V I E W *

Rafael Escudero Alday Universidad Carlos III de Madrid

A revista comienza con un artículo de Virginia W. Hoptman ti­tulado "Un Juez de principios: una reflexión personal sobre el Juez T. Marshall", en el que la autora, ayudante del citado juez durante los años 1981 y 1982 en la Corte Suprema, intenta ex­

poner la personalidad de T. Marshall, que fue sustituido por el juez C. Thomas en el más alto tribunal de los Estados Unidos. La palabra con la que la define es "visionary", es decir, persona de grandes ideas; y sin embargo su labor en la Corte fue pragmática y realista. Su trabajo contra la discri­minación en materia de educación ha servido, y sigue sirviendo actualmente, para los que han denunciado discriminaciones por razón de religión, raza, sexo, etc.; y también para conseguir reformas en otras instituciones como pri­siones y hospitales psiquiátricos.

Harvard Civil Rights. Civil Liberties Law Review, yol. 27, núm. 1, invierno, 1992.

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En segundo lugar, Robert L. Hayman Jr. plantea el problema de las premisas metafísicas del diálogo sobre la igualdad, en el artículo "Desigualdad reconocida: rebelión, liberación y la lucha por la supremacía en la protección legal". Introduce, tomando como base la filosofía humanista de A. Camus, una "jurisprudencia de la rebelión", dirigida siempre a la realización de los valores humanos. Trasplantada esta idea al plano constitucional, el autor ex­pone que el fin de la "rebelión" ha sido liberar a la Constitución de las construcciones ideológicas de cada momento histórico. Por otro lado, se con­cibe aquí a la solidaridad humana como una premisa metafísica que trasciende a toda contingencia, y que se basa en la idea del amor "humano". Finalmente el autor, profesor de Derecho en la Widener University School of Law, ex­pone el valor positivo que aporta dicha rebelión: "la identidad del hombre con el hombre".

El siguiente artículo es de James M. Doyle: "lEl tercer mundo está aquí! El colonialismo y el sistema americano de justicia penal". En él se establece una comparación entre la experiencia colonial y la administración de justicia, tomando como referencia la India descrita por R. Kipling y el libro de T. Wolfe "La hoguera de la vanidades". El autor, que ha dedicado toda su vida profesional al "turno de oficio" y a la defensa de indigentes, critica al sistema judicial americano comparándolo con la administración de una colonia en el siglo xix, en un texto lleno de referencias a obras literarias y series televisivas.

El último artículo a reseñar se titula "La Corte Suprema y el deber de representación favorable", escrito por Martin H. Malin, profesor en el "Chi-cago-Kent CoUege of Law". En él se critica la concepción que la Corte Su­prema norteamericana tiene sobre este deber, ya que no lo concibe como un mecanismo para la protección de los intereses de los trabajadores en un sistema basado en la representación colectiva de los mismos, sino que lo ha manipulado para alcanzar los resultados queridos en cada caso concreto. En la "National Labor Relations Act" se adopta el sistema de instaurar una organización sindical elegida por la mayoría de los trabajadores, teniendo la exclusiva representación de todos ellos para la negociación colectiva, las horas de trabajo y otras condiciones de contratación. Ello supone que los trabaja­dores no pueden tener una representación individual y exclusiva para alcanzar sus propios objetivos, lo que supone eliminar la competencia entre ellos, fa­cilitando así el sistema colectivo de contratación. Así, pueden existir abusos por parte de quienes tienen el poder de representar a los empleados, lo que se solucionaría, según el autor, si se concibiera este "deber de representación

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favorable" como un deber de responder ante los representados, es decir, de los sindicatos ante los trabajadores. Sin embargo, y aquí viene la crítica, la Corte no lo ha visto así: tradicionalmente, desarrolló este deber para dar remedio a la discriminación racial; actualmente, tras el caso "Communication Workers of America vs. Beck" (caso de 1988, en el que el alto tribunal norteamericano estimó primera vez una violación de este deber que no su­ponía discriminación racial), se usa este deber para permitir que los traba­jadores eviten la jurisdicción exclusiva de la "National Labor Relations Act" en los casos de prácticas de los sindicatos contrarias a sus intereses indivi­duales.

Por otro lado, la revista tiene también una sección de jurisprudencia en la que se analizan los últimos casos sobre la materia. En primer lugar, se destaca el caso "Payne vs. Tennessee" (1991), en el que la Corte Suprema establece que los acusados a pena de muerte tengan derecho a "garantías procesales reforzadas" para asegurar que una pena de tal carácter no se impone de forma arbitraria o caprichosa. Dado que la pena capital es cuan­titativa y cualitativamente diferente de otras penas, esta decisión debe estar basada en una deliberación cuidadosamente razonada, con lo que según la Corte se cumple con la Octava Enmienda, que prohibe "castigos crueles e inusitados". Para la Corte Suprema, aquélla no impide las sentencias con­denatorias a muerte que consideran como prueba el llamado "victim impact", es decir, el impacto y las repercusiones del delito sobre la familia de la víctima, lo que dará factores de opinión al tribunal sobre el daño causado por el crimen.

El segundo asunto que se trata a colación es el caso "Pruitt vs. Cheney" (agosto 1991), en el que se debate el tema de la "política anti-homosexuales" mantenida por las autoridades militares norteamericanas. Esta sentencia ha sido acogida como una victoria clave por el movimiento de defensa de los derechos de los homosexuales, ya que supone una base judicial para el fin de dicha política. El tribunal se ha dado cuenta de la necesidad de romper progresivamente el círculo de la discriminación de los homosexuales en el terreno militar, y permite a éstos participar abiertamente en la defensa na­cional, del mismo modo que las mujeres ya han sido aceptadas en las fuerzas armadas norteamericanas.

Finalmente, se reseña el caso "Harmelin vs. Michigan" (1991), en el que la Corte impuso cadena perpetua a un acusado por la posesión de algo más de medio kilo de cocaína, basándose en la idea de que no violaba la prohibición de la octava enmienda de "castigos crueles e inusitados". La tesis

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sostenida por el juez Scalia es que dicha Enmienda no otorgaba protección contra la imposición de penas por cualquier delito, excepto contra la pena de muerte. Se indica también que esta posición es incoherente con la jurispru­dencia de la Corte sobre la citada Enmienda, que prohibe sentencias penales desproporcionadas al delito.

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BIOETfflQUE • José Manuel Rodríguez Uribes

Universidad Carlos III de Madrid

L número 56 de la revista Pouvoirs es resultado de unas jomadas organizadas por la Fundación Saint-Simon y celebradas en diciem­bre de 1989. Este volumen recoge una serie de trabajos sobre controvertidos temas, que se engloban bajo el nombre genérico de

Bioética. El primero de los trabajos es de Luc Ferry y lleva por título "¿Tradición

o argumentación? De los comités de «sabios» a los comités de deliberación". Ferry abre con este artículo la revista, proponiendo la argumentación —la discusión y el diálogo— como forma moderna de determinación de las nor­mas, frente a la tradición o la imposición desde el exterior, propia de la antigüedad. Se ocupa de Heidegger y de la tentación neotradicionalista y se pregunta sobre lo que llama comités de "sabios" y sobre el contenido de esa "sabiduría".

• En Pouvoirs. Revue Frangaise d'Etudes Constitutionnelles et Politiques, núm. 56; dirigida por Philippe Ardant y Olivier Duhamel.

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"Sobre la eugenesia: el fantasma a debate" es el segundo artículo de Bioética y en él, su autor, Pierre-André Taguieff, nos habla del polémico y espinoso tema de la eugenesia, esto es, "del estudio de todos los factores susceptibles de mejorar la especie humana —en todo o en parte— y de la acción de poner en práctica ese objetivo de amejoramiento" (p. 23).

Rene Frydman escribe "La procreación". En este artículo, el autor des­cribe cómo desde el siglo xiv hasta nuestros días, los anatomistas y los em-briologistas han conocido, cada vez con más perfección, la evolución de las células sexuales, la fecundación y el desarrollo embrionario del ser humano hasta el nacimiento. Y se plantea el problema de lo que denomina "el fan­tasma de tener un niño perfecto". Retoma el tema de la eugenesia y señala el contenido de la legislación al respecto.

"Etica y medicamentos", de Philippe Meyer, es el siguiente de los es­critos. Trata el tema de la medicina como técnica para modificar la vida humana y los problemas morales que de la actividad médica se pueden sus­citar. En particular, es, a juicio del autor, la llamada "farmacología clínica", fuente de numerosos problemas éticos.

El quinto de los artículos es de Georges David. Se titula "La construc­ción práctica de una deontología". David parte de la constatación de que cada día las posibidades técnicas en el campo de la medicina, en general, y de la inseminación artificial, en particular, son mayores. De modo que es necesario imponer límites concretos a esa actividad. El problema es, para el autor, el de los medios para limitar la actuación de los médicos. David enun­cia la posibilidad de la construcción de un código deontológico, aunque su­braya la dificultad que, por diversas razones, el cuerpo médico tiene para elaborar una reglamentación. En este sentido, el autor se ocupa, en la última parte de su trabajo, del interés y de los límites de una regulación deontoló-gica. "El código deontológico, dirá David, puede preparar la regulación le­gislativa (...). De igual modo, la regulación legislativa puede dejar al instru­mento deontológico su papel en la aplicación" (p. 86).

El siguiente artículo es de Guy Braibant y lleva por nombre "Por una gran ley". En él, Braibant nos dice que hay miles de embriones humanos congelados y almacenados dentro de su país. Estos provienen del empleo de ciertas técnicas de procreación artificial. Esta realidad necesita, para nuestro autor, una clara respuesta jurídica: es necesario conocer si esos embriones podemos conservarlos o si, por el contrario, hay que destruirlos, si se entregan a parejas estériles o si se utilizan para la investigación. Todas estas preguntas necesitan una respuesta, una gran respuesta, que no puede ser más que ju­rídica, y no filosófica.

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La revista contiene, por último, dos interesantes artículos. El primero, de Muriel Flis-Treves, Dominique Mehl y Evelyne Pisier titulado "contra el «encarnizamiento» legislativo", donde se defiende la necesidad de que, en sociedades libres, como la francesa, haya reglas claras y respetuosas con la vida de los seres humanos. Así, para los autores de este trabajo, ni la ciencia ni la ley tienen la última palabra sobre la vida y la muerte de las personas. El segundo es un trabajo de Michele Barzach y se titula "Bioética: las lagunas del Derecho y las debilidades de la Democracia". Supone'una ferviente crí­tica, partiendo de algunas legislaciones extranjeras —sobre todo anglosajo­nas—, de la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo en Francia, de la regulación en este país de la fecundación "in vitro" y de otros problemas de bioética.

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LA DECLARACIÓN FRANCESA DE 1789 *

José Manuel Rodríguez Uríbes Universidad Carlos III de Madrid

ROITS, en su número 8, contiene un conjunto de artículos refe­ridos a la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. S. Riáis abre este volumen con un artículo que lleva por título "Le mystére des orígenes", donde señala la

necesidad de comprender mejor hoy el significado de aquella Declaración. La claridad de la Declaración de 1789, en verdad, no es más que aparente. Su preámbulo y sus 17 artículos contienen zonas de penumbra, claroscuros, que es preciso aclarar. "Misteriosa la Declaración, dirá Riáis, lo será un poco menos, quizá, después de este volumen" (p. 7). Así, Riáis parte en su reflexión del paralelismo que existe a su juicio entre los "misterios" de la Declaración y los "misterios" de la propia Ilustración que la inspira. Las condiciones en las que se redacta el texto fundador de los derechos humanos, las contradic­ciones en las que se vivía en el verano de 1789, no contribuyeron precisa-

En Droits, Revista francesa de Teoría Jurídica, vol. 8, .dirigida por Stéphane Riáis.

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mente, sino bien al contrario, a atenuar las incertidumbres del texto revolu­cionario.

En este sentido, S. Riáis lleva a cabo algunas consideraciones sobre la relación entre la Declaración francesa objeto de estudio y las Declaraciones americanas del siglo xvin. Asimismo, escribe sobre "el sentido de la Decla­ración de 1789" ("la ontología y epistemología de los derechos del hombre"), sobre la presencia o no de la Ley Natural en el texto revolucionario y, por último, se ocupa del polémico tema del Derecho de resistencia ("de la resis­tencia a la opresión en la Declaración de 1789").

El segundo de los artículos es de Georges Gusdorf. Se titula "Francia, país de los derechos del hombre". En él se incluye un estudio comparado de los textos históricos anglosajones (desde la Carta Magna de Juan sin Tierra de 1215, pasando por el Habeas Corpus Act de 1679, hasta los Bill of Rights de 1689 y la Declaración de Independencia de 1776) con la Declaración francesa de 1789, a la que Gusdorf "inscribe" en el inventario de los mo­numentos históricos nacionales.

E. Guibert-Sledziewski escribe el tercer escrito de los artículos, que lleva por título: "Razón política y dinámica de las leyes en la Declaración". En este artículo se recogen algunas reflexiones en torno a la vieja polémica sobre el carácter jurídico o filosófico de la Declaración. El autor se plantea si se trata de un texto iusnaturalista o positivista, si su centro de gravedad es el individuo o si, por el contrario, es el Estado. En definitiva, parte de la con­sideración de que la Declaración de 1789 nace en un mundo de paradojas, y no puede ser, por tanto, más que paradójica ella también. Así, por ejemplo, su discurso universalista y profético coincide con el mes trágico de 1789. Por ello, según el autor, sólo desde la comprensión y el conocimiento del contexto histórico-político en el que nació la Declaración, se puede dar "luz" a las líneas de este texto.

El cuarto artículo es de la profesora Goyard-Fabre, que lo titula: "La Declaración de derechos y el deber de humanidad: una filosofía de la espe­ranza". En él, la autora francesa parte de la idea de que en el texto de la Declaración de agosto de 1789 se reconoce a cada hombre un cierto número de derechos fundamentales "inalienables" y "sagrados". El espíritu del texto corresponde a la concepción individualista propia del iusnaturalismo moderno. Sin embargo, si los derechos del hombre son del ciudadano no alcanza a verse las raíces éticas y filosóficas en las que se inspira el pensamiento ilus­trado. La universalidad de la naturaleza humana y de los derechos naturales exige, según la autora, dejar de hablar de derechos del ciudadano y de obli-

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gaciones cívicas para hablar de derechos del hombre y deberes universales o de humanidad.

Marcel Thoman escribe el quinto trabajo dedicado a los orígenes y fuentes doctrinales de la Declaración de derechos de 1789, con especial atención a los autores del iusnaturalismo racionalista, a Montesquieu y a Rousseau.

Fierre Bouretz se ocupa de la igualdad y de la libertad en la Decla­ración con el fin de encontrar los fundamentos teóricos para una concepción más social (o menos individualista) del texto revolucionario. Su artículo lleva por título "Igualdad y libertad. A la búsqueda de los fundamentos de una concepción social".

El séptimo de los artículos es de Florence Benoit-Rohmer y Patrick Wachsmann y se titula "La resistencia a la opresión en la Declaración". En él se muestran algunas indicaciones sobre el origen de la consagración de este derecho en la Declaración de 1789 (y con más claridad en la Constitución de 24 de junio de 1793), sobre su significado y sobre su alcance.

Jean Morange se ocupa del derecho de propiedad en la Declaración en un artículo que lleva por nombre, precisamente, "La Declaración y el derecho de propiedad". El autor escribe sobre la proclamación del derecho de pro­piedad como derecho inviolable y sagrado, sobre la consideración de este derecho como natural e imprescriptible, y sobre los límites del mismo en la concepción liberal que impregna la Declaración.

Michel Troper, profesor de la Universidad de París X, recoge en su artículo una interesante reflexión en torno al artículo 16 de la Declaración y respecto al problema general de la interpretación de la misma. El artículo del profesor de París, que lleva por título "La interpretación de la Declara­ción de derechos. El ejemplo del artículo 16", parte de la crítica a la llamada interpretación tradicional de la Declaración francesa, para acabar su reflexión proponiendo la suerte de una nueva y diferente interpretación.

Jean-Marie Carbasse y Jean-Jacques Bienvenu tratan, en sendos ar­tículos, de "El Derecho Penal en la Declaración" y de "Los impuestos y la propiedad en el espíritu de la Declaración". El primero se ocupa de principios específicos de Derecho Penal, como la presunción de inocencia y el principio de legalidad. El segundo se refiere de nuevo a la concepción de propiedad consagrada en el texto revolucionario de finales del siglo xviii y a la regu­lación de los tributos recogida en el mismo. Así, se establece como principio constitucional la necesidad del consentimiento al impuesto por el propietario. De modo que, de acuerdo con la Declaración de agosto de 1789, es una

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"prerrogativa" del propietario prestar o no el consentimiento al impuesto. Por otro lado, se define a éste como la remuneración de los servicios prestados a los propietarios. Dirá Mirabeau: "el impuesto es el precio en virtud del cual vosotros (los propietarios) poseéis vuestras propiedades".

"Racionalismo e historicismo jurídico. La primera recepción de la De­claración de 1789 en Alemania" es un trabajo de Alain Renaut que trata de las reacciones que el texto francés produjo en la Alemania de finales del siglo XVIII y principios del xix, en particular, en autores como A. W. Rehberg, E. Kant, Fichte o J. Moser.

El último de los artículos contenidos en este volumen, que comentamos, de la revista Droits es el de Philippe Raynaud, titulado "Burke y la Decla­ración de derechos". En él se hacen una serie de reflexiones a propósito de la Declaración francesa y sus relaciones con la Constitución inglesa. Se se­ñalan, asimismo, los fundamentos de la crítica del contrarrevolucionario con­servador E. Burke a la Revolución francesa y a su fruto más preciado, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que se ha comentado.

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