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Des-construcción
LA
DESCONSTRUCCION
EN AMERICA
El grupo de críticos de Y ale
Wallace Martín
I
Relatar los orígenes del grupo de críticos de Yale y la desconstrucción ha de llevarnos a seguir sus huellas a través de los conflictos y complicaciones de
los años sesenta y su problemática convergencia en 1970, cuando Hartman y Paul de Man reunieron sus escritos anteriores en sendos libros, y Bloom y Miller tomaron nuevos caminos. En 1975-76 Miller desencadenó la crisis en este espacio crítico calificando a sus protagonistas como «un grupo nuevo de críticos reunido en Yale», y relacionando sus características distintivas. Los antagonistas que Miller había identificado aceptaron el papel y lo representaron en los debates de 1975-80, y el desenlace aún no se ha producido. Y sin embargo, antes de 1975 ningún crítico se hubiera imaginado este bosquejo histórico que ahora construimos retrospectivamente. Los años en cuestión estuvieron marcados por cambios continuos y alianzas nuevas en una crítica norteamericana en la que no menos de media docena de tendencias diferentes luchaban por significarse. Para recordar los puntos de referencia que marcaron las diferencias críticas antes de que se convirtieran en antítesis, bueno será pasar revista a la relación entre los críticos de Yale y sus contemporáneos.
Seleccionar un punto de partida en la historia de la crítica contemporánea es algo inevitablemente arbitrario; el año 1966, no obstante, tiene muchos puntos a su favor. Fue entonces cuando se publicó Critique et V érite de Barthes, Les Mots et les choses de Foucault, Ecrits de Lacan, Pourquoi la nouvelle critique? de Dubrovsky, Littérature et signification de Todorov, la traducción al · inglés de La Pensée Sauvage de Lévi-Strauss, el número sobre «Structuralism» de los Yate French Studies y el de Communications dedicado al análisis estructuralista del relato. Fue también aquel año cuando aparecieron Nil de Robert Martin Adams y A World Elsewhere de Richard Poirier, dos libros que, aunque recordables, no ofrecían nuevas perspectivas.
Las publicaciones sobre temas de humanidades suelen llevar uno o dos años de retraso, por lo que es necesario estar atentos a las reuniones y coloquios para tener un índice actualizado de los cambios históricos. Aquel año, el coloquio de Cérisy, en
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Francia, estuvo dirigido por Georges Poulet, y sus actas se publicaron con el título de Les chemins actuels de la critique. En el prólogo, Poulet proponía una definición de la crítica contemporánea ( «la critique nouvelle» ): «es, sobre todo, una crítica de participación, aún mejor, de identificación. No hay crítica auténtica si no coinciden dos conciencias». Un mes después del coloquio de Cérisy, Poulet asistió a un simposio en la universidad Johns Hopkins que mostró una visión muy distinta de los temas por los que se interesaba la crítica francesa contemporánea. El tema (según el prólogo de las actas publicadas) era «el impacto del pensamiento 'estructuralista' contemporáneo sobre los métodos críticos en los estudios humanísticos y sociales». Entre los ponentes se encontraban Barthes, Todorov, Lacan y Derrida. En 1966 la crítica teórica era fundamentalmente francesa, con dos antagonistas principales, el estructuralismo y la crítica de la conciencia. El simposio de la Johns Hopkins trató de apaciguar a los primeros; los segundos habían sido ya presentados al público norteamericano mediante las traducciones de los libros de Poulet y el trabajo de J. Hillis Miller.
En 1970 se publicaron las actas del simposio de 1966 en la Johns Hopkins con el título The Languages of Criticism and the Sciences of Man. La segunda parte del título llama la atención por la torpeza de los intentos de traducir al inglés Geisteswisse nsc haften o sciences humaines, lo que puede servir de ejemplo para mostrar las dificultades de interacción que existen entre el pensamiento europeo y el angloamericano.
Los cambios que se produjeron en la crítica teórica y, por tanto, en nuestra forma de entender el pasado se evidenciaron cuando las actas del simposio de 1966 publicadas en 1970, volvieron a publicarse en 1972. En la nueva edición el título y el subtítulo cambiaron de posición: lo que había sido The Languages of Criticism and the Sciences of Man pasó a ser The Structuralist Controversy. Volviendo a considerar el pasado, los editores se cuestionaban «la propia existencia del estructuralismo como concepto significativo», y encontraban en el mismo volumen «indicios ... de la importancia ascendente de la desconstrucción teórica».
Para situar estos últimos cambios en su lugar, es necesario volver brevemente a la crítica norteamericana. Algunos críticos de ese país seguían de cerca el desarrollo del estructuralismo francés, que iban presentando a una audiencia cada vez más amplia en ensayos tales como Structuralism: The Anglo-American Adventure, escrito en 1966 por Geoffrey Hartman. A falta de los debates críticos que caracterizaron los años cincuenta, la crítica literaria norteamericana produjo, en la década siguiente, trabajos que demostraron que había un interés permanente por el asunto. Paradoxia Epidemica de Rosalie Colie, Preface to Chaucer de Robertson, The Ordering of the Arts in Eighteenth-Century EnF?land de Lipking, Keats de
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Bate y The Gates o) Horn de Levin, son ejemplos de cómo contribuyó esa década a formar la historia erudita e intelectual. Fue un tiempo en el que se combinaba la lectura lenta que habían popularizado los nuevos críticos con un conocimiento profundo del contexto histórico. Primero el libro de Kermode Romantic lmage, y luego, el de Langbaum, The Poetry of Experience (ambos publicados en 1957), hicieron que la habilidad exegética de los nuevos críticos se dirigiera contra sus complacientes suposiciones históricas; a partir de ahí el romanticismo comenzó a recuperar su legítimo lugar en la historia de la literatura inglesa. Si hubiera que elegir a los críticos que mejor ejemplifican lo que la crítica norteamericana ofreció en los años sesenta, Geoffrey Hartman, J. Hillis Miller y Harold Bloom estarían con toda seguridad en la lista.
En el libro de Hartman, Beyond Formalism: Literary Essays 1958-1970, aparecía una valiosa integración de crítica textual y conocimiento histórico. El ensayo que daba título al libro mostraba ya cómo la crítica intrínseca y extrínseca podían combinarse con la atención a las características formales y temático-existenciales de los textos literarios. Aunque expresaba sus reservas sobre el «formalismo anglosajón», Hartman sostenía que la poca importancia que el pensamiento europeo
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daba a los aspectos formales de la literatura, como evidencian los trabajos de Poulet, conducía a otro dilema: la idea que Poulet tenía sobre la historia literaria parecía ser algo adicional, un armazón exterior descartado a causa de su concentración en la conciencia, pero vuelto a reimplantar luego, de manera bastante tosca, en las mentalidades que analizaba. En Disappearence of God y en Poets of Reality, J. Hillis Miller intentó resolver este mismo problema. Utilizando el método de análisis intrínseco de Poulet, construyó una relación evolutiva de la conciencia literaria desde el romanticismo. En la historia sacramental de Miller, la Reforma marcaba la segunda Caída: «En lugar de ser una participación de la presencia inmediata de Cristo, el ritual de la comunión se convierte en la expresión de una ausencia». Harold Bloom tenía una concepción diferente de la historia a partir de Descartes y la Reforma. Para él, tanto la teología como las «concepciones existentes del mundo» eran limitaciones indeseables de la visión imaginativa. La virtud del protestantismo fue dar una aprobación a la heterodoxia, permitiendo, de ese modo, la independencia de la imaginación poética (The Visionary Company, 1961).
A pesar de las diferencias entre ellos, Hartman, Miller y Bloom compartieron, durante los años sesenta, buen número de convicciones. Los tres
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estaban de acuerdo en que la característica que definía a la literatura era su interioridad, como
. conciencia o como visión. Consideraban que la concepción de la literatura como construcción era
· artificiosa; la mente necesitaba un ropaje de palabras para llevar su interioridad hasta los otros,pero (como Hartman demostró en The Unmediated Vision), los poetas posteriores a la Ilustraciónluchaban por trascender esa mediación. «La literatura es una forma de conciencia... Aunque laliteratura está hecha de palabras, esas palabrasexpresan estados de ánimo y los hacen asequiblesa los demás» (Miller). «Conceder mucha importancia a las palabras es tan discriminatorio comodiscriminante, a no ser que nos guíe hacia estructuras más amplias de la imaginación» (Hartman).Bloom no hizo declaraciones programáticas sobrecrítica hasta 1970 (en el prólogo a The VisionaryCompany, decía que «en materia de teoría críticame he guiado por Anatomy of Cristicism de Frye yThe Mirror and the Lamp de Abrams» ); pero eraevidente que estaba más comprometido queHartman o Miller con el concepto de la poesíacomo visión. Para los tres, la conciencia imaginativa que subyace en las palabras literarias estabarelacionada con lo sagrado, con aquellos impulsosy experiencias que antes de la segunda Caída,habíaµ dado origen a la religión y a la teología.
Antes de 1970, Miller, Bloom y Hartman erancríticos prácticos: el valor de su crítica interpretativa no dependía de sus declaraciones ocasionalessobre cuestiones teóricas. Eran contrarios a realzar los aspectos lingüísticos y estructurales de laliteratura, no sólo porque desviaban la atención dela conciencia, sino porque en manos de los críticos anteriores se habían utilizado para denigrar elromanticismo. La nueva crítica, dijo Hartman,«concentró toda su atención en enseñar la sospecha metódica ante la palabra, en exigir, incluso ala poesía, una estructura irónica o de tensión y enestablecer, con tal criterio, una línea nueva y estrecha de clásicos modernos». Sus imitadores sehabían convertido en «formalistas, en cazadoresde estructuras mediante lo que ellos creían queeran técnicas de valor libre, y confundiendo elarte con la idea del orden».
Paul de Man se oponía también a los «formalistas», que consideraban que el lenguaje de unaobra literaria expresaba la conciencia del autor yque el crítico podía, por lo tanto, reconstruir susignificado a través de un análisis verbal o estilístico. Atribuir este criterio a los nuevos críticospartiendo de una serie de citas tomadas de I. A.Richards y Stephen Ullman es simplificar demasiado. Sin embargo, Paul de Man no comparó lanueva crítica con el formalismo: señaló que elhecho de poner tanta atención en la ambigüedad yla ironía, como hizo la nueva crítica, hacía dudarde cualquier «noción puramente empírica de laintegridad de la forma poética». A diferencia deMiller y Hartman, tenía menos en cuenta la críticade la conciencia y la fenomenología francesa que
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sus antecedentes alemanes, buscando una poética que corrigiera los excesos positivistas del formalismo. Desde su punto de vista, cualquier tipo de crítica que subsumiera la conciencia en las superficies verbales, o que intentara disolver el lenguaje en una totalidad de reflexión o sensación, sería también un intento de «llenar el abismo que desgarra el Ser», el abismo entre el signo y el referente, o entre la conciencia y la materia.
La posición intermedia (si no mediadora) que Paul de Man ocupa entre la crítica europea y la norteamericana no se ha apreciado lo suficiente. En varios temas cruciales, de Man estaba de acuerdo con los nuevos críticos, a diferencia de Hartman, Bloom y M. H. Abrams, que entonces intentaban resucitar un concepto casi espiritual del Romanticismo. Brooks y Wimsatt, en Literary Criticism: A Short History, defendían la alegoría frente a las acusaciones que contra ella habían hecho Coleridge y los críticos alemanes; defendían la fantasía, que asociaban al ingenio, frente a la idea de imaginación tal y como la concebían los defensores del romanticismo. Abrams se quejaba de que habían falseado las ideas de Coleridge al interpretarlas en el sentido de Friedrich Schlegel, cuyo concepto de la ironía utilizó más tarde Paul de Man para criticar las concepciones angloamericanas del romanticismo. Al igual que los nuevos críticos habían utilizado la poesía metafísica y el ingenio como medio de criticar solapadamente a los románticos, Paul de Man utilizó a Empson, Andrew Marvell y la idea de alegoría en la literatura barroca de Benjamín para cuestionar la crítica de la conciencia y la poética del romanticismo y del simbolismo. Sin embargo, a pesar de estas afinidades, la crítica de Paul de Man no puede describirse por referencia a la crítica anglo-americana, a la crítica francesa, o a una juiciosa combinación de las dos. La estructura conceptual que sirve de base a esta dicotomía, cómoda, pero equivocada, sólo puede entenderse si se ven «a través de la cultura francesa, las líneas del pensamiento alemán» -de Hegel y Heidegger (que también aparecen en Blanchot y Derrida), Gadamer, y quizás incluso Jauss.
Si el estructuralismo hubiera sido simplemente otro formalismo se podría haber añadido a la impresionante serie de métodos empleados en crítica, sin que ello alterara la relación de fuerzas entre formalistas y sus oponentes. Pero Paul de Man y Hartman evidenciaron la incómoda certeza de que el estructuralismo planteaba nuevos problemas. En Structuralism: The Anglo-American Adventure, Hartman intentó asimilar el movimiento presentándolo como la última evolución de los antropólogos de Cambridge y del mito y el arquetipo críticos que inspiraron.
Paul de Man decía en un ensayo escrito antes del simposio de Johns Hopkins de 1966, que una crítica del estructuralismo acarrearía «los mismos problemas» que él había formulado al discutir sobre formalismo, pero teniendo en cuenta que «los
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postulados teóricos que sirven de base a los métodos del estructuralismo son mucho más poderosos y sólidos» que los de los nuevos críticos. Su opinión sobre el estructuralismo pronto iba a cambiar. «La gran contribución de la Nueva Crítica», según Paul de Man, «había sido recuperar la autonomía del trabajo literario y proteger el delicado equilibrio de la estructura de los violentos ataques de sistemas descaradamente deterministas». En una ponencia que leyó en la Universidad de Tejas tres meses después del simposio, de Man señaló que esta concepción de la autonomía estaba amenazada por el estructuralismo. La parte principal de la ponencia se inspiraba en la que Derrida había presentado en la Johns Hopkins: Paul de Man hace referencia al simposio, menciona a Derrida y comenta un pasaje de Lévi-Strauss que Derrida había citado. Describe la tendencia fundamental de la crítica estructuralista como sigue:
Si la postura radical que sugirió LéviStrauss ha de perdurar, si la pregunta qué es estructura sólo puede formularse desde un punto de vista que no sea el de sujeto privilegiado, es indispensable demostrar que la literatura no constituye una excepción, que su lenguaje no tiene ningún privilegio en términos de unidad y verdad sobre las formas del lenguaje cotidiano. La tarea de la crítica literaria estructuralista está, por lo tanto, bien clara: para eliminar el sujeto constituyente tiene qúe mostrar que la discrepancia entre significante y significado prevalece en la lite-
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ratura de la misma manera que en el lenguaje cotidiano ... El llamado «idealismo» de la literatura aparece, por lo tanto, como una idolatría.
El Simposio de 1966 sirvió para evidenciar que todos los tipos de crítica que concedían una posición de privilegio al lenguaje literario eran atacados. En aquella ocasión, Derrida manifestó que ya en sus primeros escritos aparecía implícita una crítica al estructuralismo, lo que permitió a los críticos norteamericanos, como Paul de Man y Miller, conocer las razones por las que se mostraban recelosos con el movimiento. Por lo tanto, el simposio de Johns Hopkins se podría interpretar de dos maneras: por un lado, demostró que los problemas de la forma literaria, del lenguaje, de la conciencia y de la intencionalidad, concebidos de forma tradicional, perdían su especificidad cuando se redistribuían entre las categorías lingüísticas y culturales del estructuralismo (las ponencias de Todorov, Barthes y Goldmann sirvieron de testimonio a este respecto); por otro lado, Derrida demostró que el método estructuralista utilizado para efectuar esa redistribución se podía, a su vez, desmantelar. Pero apoyar la desconstrucción de Derrida como alternativa al estructuralismo podría, al final, resultar una amenaza para la literatura de tanto peso como aquella contra la que se advertía. El desarrollo de la crítica teórica durante las décadas siguientes habrá que interpretarlo como un intento de resolver los dilemas creados por esa alternativa.
Si Lacan y Derrida hubieran viajado juntos para asistir al simposio, uno de los dos podría muy bien haber comentado al otro (como se dice que dijo Freud a Jung cuando llegaron a América para asistir a una reunión en la Universidad de Clark, en 1909): «No saben que traemos la peste».
II
Al intentar describir la crítica europea tal y como la entendieron los críticos ingleses y americanos, la hemos tergiversado. Sin embargo, desde esta perspectiva distorsionada es posible dejar constancia, con cierto grado de exactitud, de los movimientos sísmicos y las reacciones que provocó la desconstrucción en Norteamérica, a considerable distancia de su epicentro en París. El pensamiento de Derrida -como lo analizó Lacan- se parece a la carta robada del cuento de Poe: «Cuando pasa de mano en mano, y se mueve paso a paso dentro de una compleja tela de araña de perspectivas intersubjetivas ... adquiere diferentes significados, media entre distintos tipos de relaciones y determina lo que son y hacen los implicados» (Bowie, en Structuralism and Since).
Más que tomar parte en las controversias de entonces en Francia, Derrida siguió escrupulosamente las huellas de otras tendencias (hegeliana, fenomenológica, marxista, estructuralista, psicoanalítica, antropológica, lingüística, literaria), admi-
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tiendo la necesidad de sus postulados y la inevitabilidad de sus conclusiones. Después desarrolló esas conclusiones hasta sus límites lógicos, hasta un punto en el que enlazaban con las conclusiones de todos los sistemas de pensamiento, en una amplia tela de araña de complicidades sin exterior ni interior, sin límites temporales o conceptuales identificables. La estrategia que atribuyó a LéviStrauss -explotar los conceptos tradicionales de tal manera que «el lenguaje de las ciencias humanas se critica a sí mismo»- es similar a su propia estrategia de «repetir lo que está implícito en los conceptos fundamentales y en la problemática original, utilizando contra el edificio las herramientas o materiales disponibles en la casa». Así, su resultado, único, fue exponer la complejidad del positivismo y del idealismo, demostrando como el empirismo y el formalismo reductivistas viven en relación simbiótica con sus añadidos inmanentes ytrascendentes. Sus referencias más inmediataseran europeas, pero su análisis se podía aplicar acasi todos los movimientos críticos angloamericanos. Quienes le leyeran bien, no estarían «influidos» por su pensamiento, simplemente contagiados.
Una discusión sobre Derrida no se puede llevar a cabo en este contexto. Como ha dicho él, la mejor forma de entender sus ideas es relacionándolas con la tradición de Husserl y Heidegger (Positions). Para aquellos que se han educado en la escuela de Hume, el positivismo lógico, Wittgenstein y el análisis lingüístico, habrá aspectos de su pensamiento que encontrarán confusos hasta que no aprendan a pensar de modo diferente los problemas filosóficos. Hartman, Paul de Man y Miller experimentaron el impacto del pensamiento de Derrida de forma más inmediata y profunda que muchos otros críticos norteamericanos porque conocían el pensamiento europeo.
Consideremos la actitud de Miller. En su historia del mundo hubo un tiempo en el que «Dios, el hombre, la naturaleza y el lenguaje participaban unos de otros» y «las palabras del poema encarnaban las cosas que nombraban». Pero después se produjo una «ruptura» (cf. Spaltung en Freud; Brisure, en Derrida; la barra entre significado y significante en Saussure) de «la unidad cultural del hombre, Dios, naturaleza y lenguaje». ¿Qué produjo el fracaso del simbolismo medieval y su consecuente fragmentación? A pesar de las explicaciones pausibles que se han sugerido, su causa «sigue siendo un misterio». Derrida estaría de acuerdo: se ha reescrito tantas veces este resumen histórico, en diferentes disciplinas y terminologías, que podría decirse que es la historia de la historia misma. Y Derrida estaría también de acuerdo en que la mayoría de las explicaciones que se atribuyen a esa Caída son inadecuadas. Con la ruptura entre la palabra y la cosa, el significado y el significante, .el sujeto y el objeto, llega la caja de Pandora del subjetivismo, el nihilismo, el humanismo, el relativismo histórico y el pers-
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pectivismo. Otra vez Derrida estaría de acuerdo: la ruptura primigenia es como una máquina lógica infernal que genera estas consecuencias.
¿Puede cicatrizar la herida? La solución de Miller implica dejar aparte la cuestión del lenguaje como tal: literatura es en esencia una forma de conciencia, y las palabras son sólo su forma exterior, un elemento necesario pero casual utilizado para resolver la dicotomía principal entre conciencia y realidad. Si en este esquema entrara un tercer quid, sería esa «presencia de las cosas presentes», fantasmal e inmanente. En las obras de los poetas modernos que han ido más allá del dualismo, las palabras «coinciden en la mayor intimidad» con el pensamiento y la cosa, sin aportar nada de su parte a tan maravillosa unión. El desarrollo de los conceptos de Miller es, en sí mismo, lógico y está legitimado por la tradición filosófica.
Derrida no sólo entendió esto, sino que en el simposio de Johns Hopkins describió la disposición sistemática de los conceptos en esta tradición con tal exactitud, que Miller hubiera podido pensar muy bien que el análisis de Derrida iba específicamente dirigido a él. (Algunos críticos aún hacen referencia a la ponencia que pronunció en aquella ocasión -«Structure, Sign, and Play in the Discourse of the Human Sciences»- como si se tratara del informe canónico sobre la desconstrucción). Cuando Derrida dijo que el centro de una estructura es «el punto en el que la sustitución de contenidos, elementos o términos ya no es posible», pero que al mismo tiempo permite « el juego libre de elementos alrededor de él»; estaba describiendo el «ser» que habita en todos los objetos y que efímeramente se revela como «presencia fugitiva» que «fluye por todas partes» en Poets of Reality. Como Derrida señaló, Nietzsche, la crítica de la auto-presencia de Freud, y la «destrucción heideggeriana de la metafísica, de la onto-teología, de la determinación del ser como presencia», pusieron en duda esta tradición. En el pensamiento contemporáneo, «se arremete contra la metafísica de la presencia con la ayuda del signo». Así, el análisis de Derrida sirvió de puente entre las dos tradiciones filosóficas que en la crítica contemporánea ejemplificaban la crítica de la conciencia y el estructuralismo, exponiendo no sólo la lógica de cada una, sino también el sistema de distinciones más amplio, que servía para autorizar a ambas. Dada la inteligencia e integridad de Miller, no hubo forma en la que pudiera eludir esta subversión de su pensamiento. Derrida no era un polemista al que se pudiera desafiar, sino un fármaco,. una medicina o veneno que había que tragar, in-1
cluso si el remedio resultaba peor que la enfermedad.
Paul de Man fue menos vulnerable a la desconstrucción de Derrida porque, durante largo tiempo, había criticado cualquier «poética redentora», como las de Miller y Poulet, que aspirara a unificar subjeto y objeto. Hasta 1966, parecía estar preparando el trabajo preliminar para una «onto-
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logía de la poética» inspirada por Heidegger, pero evitando sus errores. Vestigios de este proyecto sobreviven en Blindness and Insight (1971). Los pares conceptuales empleados en ese libro (ser empírico frente a ser ontológico, intención frente a expresión verbal, inmediatez frente a pasado, deseo frente a realidad, ser frente a lenguaje) han sufrido más el paso del tiempo que las interpretaciones que su uso produjo. Cuando los críticos teóricos se apropian de los términos filosóficos, pasan a formar parte de la retórica de la crítica. Durante los últimos quince años, la fenomenología y el existencialismo (antes tan importantes para los críticos de Yale) y la estética idealista de la tradición kantiana (importante para los nuevos críticos) han perdido su fuerza retórica. Cuando un crítico c0nsidera necesario renunciar a su terminología filósófica, debe rehacer su retórica, lo que nunca resultó una tarea fácil, ya que es tanto como rehacer la propia teoría.
Derrida, que admitía la importancia de las tradiciones sobre las que se basaba la crítica de Paul de Man y Miller, les revelaba por qué necesitaban volver a pensar sistemáticamente el lugar del lenguaje respecto de la ontología. Como entendía y sabía utilizar las metodologías de los estructuralistas, pudo demostrarles por qué tenían que reconsiderar la relación de la metafísica y la ontología con las teorías del lenguaje. Hacia 1970, Barthes y Todorov (por nombrar sólo a dos) se habían ale-
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jado ya del cientificismo de sus escritos anteriores; este cambio se puede explicar por referencia a la lógica del propio estructuralismo, pero Derrida fue el responsable de llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Al igual que los estructuralistas y los semióticos, Derrida se interesaba tanto por las «ciencias humanas» -la teoría lingüística, el psicoanálisis, la historia, el marxismo, la antropología-, como por la filosofía y la literatura. Los antiformalistas como Hartman, de Man, Miller y Bloom han tratado tradicionalmente la relación entre el estudio de la literatura y otras disciplinas con el sólo propósito de mostrar por qué las metodologías empleadas en las ciencias no son interesantes para la literatura. Aparte de que esta argumentación sea o no correcta (y los antiformalistas pueden tener razón), el resultado es aislar el estudio literario de las otras esferas del conocimiento contemporáneo.
Incluso si consideráramos que el estructuralismo en los años sesenta fue demasiado formalista para aplicarlo al estudio literario y no lo suficientemente formal para justificar sus pretensiones científicas (ya que utilizó la lingüística como una fuente de analogías más que como modelo capaz de cumplir los requisitos de las teorías formales de las ciencias exactas), aún tendríamos que reconocer que sus efectos en el estudio literario fueron beneficiosos. El estructuralismo recreó el vínculo entre los estudios lingüísticos y literarios;
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volvió a despertar el interés por las relaciones entre la «alta literatura y el folklore, la literatura popular, y (por vía antropológica) las literaturas no-occidentales; proporcionó métodos de lectura de los fenómenos culturales y por tanto relacionó la literatura con su contexto social e histórico; y, en tanto que movimiento inteligible a todo lo ancho del mundo occidental, renovó el sentimiento de colectividad en los estudios humanísticos y literarios que había desaparecido hacía mucho, ya que cada nación se había sumido en sus propias formas de crítica y pedagogía.
Si consideramos sus logros y compromisos, veremos que Miller, Paul de Man, Bloom y Hartmann hubieran podido muy bien volver la espalda a ese desarrollo y continuar dedicándose a las valiosas interpretaciones que les dieron a conocer en los años sesenta. Haber estado dispuestos a llevar a cabo la difícil e inusual tarea de cambiar su forma de pensar, les ha llevado a ocupar un lugar en la crítica contemporánea que de otra forma no habrían obtenido. El cambio más espectacular fue el de Miller; el de Paul De Man fue menos visible pero resultó una tarea laboriosa, ya que reajustó su terminología crítica en la serie de ensayos reunidos en Allegories of Reading (1979). Lo que Hazlitt dijo de Shakespeare se podría decir de Hartman: es un espejo de verdad de la crítica, que lo refleja todo; sólo tiene «que (leer) algo para convertirse en esa cosa». Pero sus ensayos se han teñido de un tono de preocupación, y su pensamiento ha crecido hasta incluso expresar dudas acerca de su yo más temprapo. Por otro lado, Bloom es el Milton de Hazlitt, «su imaginación se funde y se vuelve maleable, como en un horno se funden los materiales más contradictorios». El concepto· estructuralista de intertextualidad, la lectura francesa de Nietzsche y Freud, y los fragmentos de tradiciones ocultas emergen de los crisoles de su mente en formas que casi le pertenecen exclusivamente. Lo que Bloom dijo de Yeats es verdad en cuanto a él mismo: la mejor forma de entenderle es estudiando no sus «doctrinas en sí mismas sino la experiencia de sus significados psicológicos».
Aunque muchos críticos norteamericanos pensaron que el revisionismo teórico de Miller, de Man y Bloom, en los primeros años setenta fue el resultado de aceptar las ideas entonces de moda en la crítica europea, otros lo interpretaron como una maniobra esencialmente. defensiva, con la que. intentaban protegerse de la amenaza que constituía una crítica de la literatura más radical (Riddel, A Miller's Tale). Por un lado, el argumento de Paul de Man y Miller de que la literatura desmitifica o desconstruye todos los intentos de concederle un status especial, se puede considerar como un ataque a la tradición crítica angloamericana y a la literatura misma. Por otro lado, este argumento puede ser un intento de salvar la literatura de su irremediable desconstrucción: reconoce la validez de las teorías anti-idealistas y declara
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que la literatura se ha anticipado a ellas. Por lo tanto, por medio de una negación hegeliana que mantiene lo que anula, es posible impedir que la literatura muera.
Según la perspectiva que se elija, podemos contemplar a los críticos de Yale como iconoclastas o como habilidosos conservadores. Incluso es posible considerarlos como el último estadio de una transición decadente inaugurada por el modernismo, el romanticismo o por Descartes. Los críticos de Yale rechazarían esta generalización, y probablemente rechazarían también el intento de encontrar en ellos unos rasgos colectivos. Los que han seguido sus comentarios saben que su estima mutua se ha formado a partir de ráfagas de crítica mordaz, y que sus diferencias, con el paso del tiempo, son cada vez más conocidas. Cuando realizaron la primera publicación conjunta Deconstruction & Criticism (1979), aparentemente parecían estar de acuerdo· en escribir sobre Shelley, pero incluso sostener esta mínima coincidencia fue imposible. El ensayo de Paul de Man que aparece en ese volumen desconstruye las interpretaciones que con anterioridad había hecho Bloom de The Triumph of Life. En este ensayo, Bloom sólo menciona a Shelley para insistir en que se le puede leer de diferentes formas. Varias páginas están dedicadas a la crítica de Paul de Man. Apartándose de Bloom y de Paul de Man, Hartman escribió sobre Wordsworth; más tarde, en Criticism in the Wilderness dejó constancia de su ambivalente respuesta a la lectura de Paul de Man sobre Shelley.
A pesar de que Hartman y Bloom casi nunca han estado de acuerdo, sí permanecen juntos en su oposición a las formas de desconstrucción practicadas por de Man y Miller. Como señala Hartman, no debemos llegar a conclusiones erróneas a partir de la boutade de Bloom: «inculpa a la poesía para salvarla». El método de Hartman de incorporar la desconstrucción para salvarla, difiere del de Bloom sólo tácticamente. Los dos han llegado a defender la literatura sosteniendo que es una ficción necesaria. «La poesía sirve para recordarnos lo que pudiéramos no haber conocido nunca», dice Bloom, «pero que necesitamos creer que hemos conocido». Sus opiniones se aproximan a la filosofía del «como si», de Vaihinger, o a
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la lectura convencional del último Wallace Stevens.
En sus ensayos, el lenguaje ha llegado a ocupar un lugar que, a excepción de Paul de Man, todos habían negado en sus teorías anteriores. El desarrollo de la crítica, como un todo, al igual que Derrida, dio a entender que este cambio tenía que ocurrir si querían seguir contando en el estado actual del discurso crítico. Para lograr esa transformación, se han ayudado unos a otros: Paul de Man, por ejemplo, le enseñó a Bloom cómo traducir su terminología políglota utilizando términos sacados de la retórica (Godzich, Harold Bloom asRhetorician). Aparte del uso que hace Paul de Man de la teoría de los actos verbales, se contentaban con hablar del lenguaje como si Saussure y el ensayo de Jakobson sobre la metáfora y la metonimia fueran los únicos cambios significativos en ese campo desde la codificación del Trivium.Quienes piensan en el lenguaje según las distinciones utilizadas en la lingüística y las teorías lógicas modernas, pueden encontrar difícil traducir «gramática», «retórica» y «lógica», tal y �orno las utilizan los críticos de Yale, a sus eqmvalentes modernos, o determinar lo que se ha demostrado a partir de argumentos basados en esos términos. (Por ejemplo, Paul de Man y Miller piensan que la ley de identidad es de alguna manera crucial para el lenguaje y el pensamiento, a pesar de lo que los filósofos y lógicos del siglo XX han dicho sobre el asunto. La Encyclopedia of Philosophy, o cualquier otra obra de referencia, ofrece una crítica adecuada de sus opiniones.) Pero sus obras han ayudado a devolver a la retórica el lugar que le corresponde en los estudios literarios, y comparten su interés por la filosofía del lenguaje con críticos de otras escuelas. Los críticos de Yale han pasado de una postura de defensa de la literatura, acosados por todos lados por las meto�ologías positivistas, a una ofensiva para reconqmstar los territorios temáticos y culturales que los humanistas venían perdiendo desde el Renacimiento.
III
En 1975 Bloom, Paul de Man, Miller y Hartman ocupaban lugares de distinción entre la crítica norteamericana; pero a la vista de sus evidentes diferencias, nadie familiarizado con sus escritos podía
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considerarlos como un grupo. Miller podría, probablemente, haber simpatizado con la atmósfera que se respira en el prólogo de The Fate of Reading de. Hartman (publicado ese año): «La crítica es hoy tan necesaria o inútil como siempre. Sus textos simplemente se unen a ese gran montón existente ... Los críticos deberían ser escrupulosos al tratar temas y tonalidades particulares, pero con todo, ¿hasta qué punto es generoso el escrúpulo? ¿Estamos atrapados en una crítica minuciosa, haciendo de ella un valor en sí misma más que un medio instrumental hacia un fin más importante?».
En esa época, existían varios caminos disponibles para conectar el análisis intrínseco de la literatura con otras materias. Era posible renovar la relación entre los estudios literarios y otras disciplinas, camino que seguían los estructuralistas y semióticos. Por otra parte, se podía ampliar el concepto mismo de crítica literaria, para demostrar que la disciplina tenía un valor que no había sido reconocido hasta entonces. O, ignorando la mediación disciplinar, nuestros críticos podrían haber entrado en el terreno tradicionalmente ocupado por los hombres de letras. Tenían acceso a las publicaciones semanales y trimestrales desde las que la primera generación de los nuevos críticos -y la de sus oponentes- habían tendido un puente,por un lado, entre la literatura tradicional y lacontemporánea, y por otro, entre la crítica académica y la cultural. La segunda posibilidad, encierto modo más ambiciosa, merece un comentario más amplio.
Ya que intentar ampliar el campo de la «literatura» significa o una expansión de dicho término para incluir más tipos de escritura, o ( de forma más radical) una puesta en cuestión de la división disciplinar en que se basa el concepto de conocimiento de nuestra civilización, el punto de partida obvio para ello es la filosofía. Después de todo, fueron los filósofos quienes establecieron las distinciones que situaban a las imágenes, la simulación, el drama y la ficción fuera del ámbito de lo verdadero. El punto en el que se cruzan la filosofía y la literatura a menudo se convierte en un quiasmo en la obra de aquellos escritores que tratan de explicar la diferencia entre las dos: las
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oposiciones «referencial-no referencial» y «ficticio-no ficticio» se entremezclan, y el territorio de la literatura, donde pueden surgir ciertas cuestiones oportunas y pertinentes sobre valor y verdad, o no está correctamente delimitado o bien estáfuera de los límites del propósito filosófico. Mientras tanto, la filosofía y las ciencias siguen tranquilamente su curso, apoyándose en analogías, metáforas, modelos estructurales, ejemplos hipotéticos, paradigmas -todos ellos, por definición, «ficticios»- para descubrir la verdad. Si este sistemade distinciones subvirtiera sus valores, la literatura se liberaría de su papel subordinado. Losargumentos de Derrida sobre esta cuestión sonrelativamente bien conocidos. Hay aquí pues, unafisura evidente en las defensas del epistemé. Colmarla (en cuyo caso la literatura estaría en todas'partes) exigiría unos conocimientos inmensos. Yademás, se necesitaría una sofisticación filosóficaque no es común entre críticos literarios.
A pesar de la irritación que Hartman sentía ante la «crítica minuciosa», no sintió tentaciones de cambiar su rumbo hacia «un fin más importante» siguiendo cualquiera de esos tres caminos. Señaló los peligros que entrañaban dos de ellos, al explicar que su meta era crear «una escritura de auténtica reflexión histórica» que «proteja el concepto de arte de los peligros de la apropiación ideológica y de la devaluación formalista. La exigencia de contemporaneidad, por un lado, y los sistemas formales que compiten incesantemente, por otro, presionan tanto al lector como al artista». El prólogo a The Fate of Reading deja claro que «la desvalorización formalista» es el peligro que se ha derivado de los métodos estructuralistas y semióticos al renovar las relaciones con otras disciplinas. «La apropiación ideológica» y «la contemporaneidad» son resultado de unos toscos intentos de relacionar la literatura con la vida. Recientemente ha argumentado que la crítica literaria puede probar por sí misma su relevancia para otras disciplinas y profesiones, pero esto no obsta para que su compromiso con la autonomía de la literatura (que según su punto de vista incluye crítica y teoría literarias) se mantenga inalterable.
Bloom, que a mediados de los años setenta recopilaba, y al mismo tiempo reorganizaba sus apreciaciones sobre interpretación e historia literaria, no tenía ni tiempo ni ocasión para reflexionar sobre opciones estratégicas. Cuando tenía que decir algo en torno al mundo contemporáneo,
· simplemente lo decía, haciendo revivir esa tradicióncrítica de la que forma parte Ruskin; cuando necesitaba materiales de otras disciplinas, los tomaba;y ya había violado la pudorosa autonomía de laliteratura con su argumento de que, en el fondo,es una expresión directa de la lucha entre el ser yla vida. Hartman y Paul de Man, en sus reseñas deThe Anxiety of lnfiuence expresaron la inquietudque les causaba esta conclusión; de Man la llamó«una recaída en el naturalismo psicológico». Aligual que Bloom, Paul de Man estaba entonces
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ocupado en reorganizar su propia teoría. Como señaló más tarde, encontró necesario renunciar a su intención de escribir un ensayo histórico para investigar, en cambio, sobre los problemas de la lectura. Cuando hizo esto, las distinciones entre lo empírico y lo ontológico, conciencia y realidad, pasado y presencia que, en sus primeros escritos, se asimilaban a categorías lingüísticas (tropos, retórica de persuasión, gramática, referencia, actos verbales constatativos y performativos, lógica), liberando así su vocabulario de las ataduras existenciales y del naturalismo psicológico del que Bloom ya se había alejado. La elección estratégica de Paul de Man, había sido, por tanto, la segunda: puso en duda las distinciones tradicionales entre literatura y filosofía, sosteniendo que el lenguaje literario incluye en sí la certeza de su condición retórica, certeza que falta en el lenguaje de la filosofía.
Mientras desmantelaba las barreras entre discurso «ficticio» y «verdadero», de Man encontró necesario reconsiderar buen número de distinciones filosóficas, incluyendo aquellas que tradicionalmente solían interrelacionar palabras, conceptos y referentes. Sus argumentos sobre este asunto se prestaron a equívoco. Si están construidos para dar a entender que hay algo básicamente erróneo en nuestras referencias a lo real (a los objetos, a la literatura, al ser, al lenguaje) sacaremos la conclusión, probablemente, de que la teoría es una forma de idealismo, escepticismo o teología negativa (cf. Gasché, Deconstruction as Criticism). Paul de Man es consciente del peligro, se esfuerza más y más en intentar evitarlo, y se ha resignado presumiblemente de antemano a ser mal entendido, ya que su teoría intenta explicar por qué son inevitables esas tergiversaciones y malentendidos.
A la vista de las diferencias existentes entre ellos, los críticos de Yale difícilmente podían emprender una ofensiva para reconquistar el campo de disciplina alguna. No había acuerdo sobre qué territorio sería, y estaban completamente perdidos en todas las cuestiones de estrategia. J. Hillis MiHer fue capaz de resolver ambos problemas. Siguiendo el ejemplo de la escuela de Ginebra, MiHer creó una escuela crítica ficticia, recurriendo a la metonimia: se convirtieron en «Los críticos de Y ale». Este tropo definía el territorio antitético a reconquistar: el que estaba en poder del resto de los críticos norteamericanos. Ya que no podía haber estrategia, las pruebas preliminares fueron puramente tácticas: idealismo, estructuralismo, historicismo tradicional, nueva crítica, racionalismo, ingenuidad y/o ignorancia del pensamiento europeo, eran algunos de los temas iniciales a los que se dedicaron. Hasta cierto punto, la concepción original de la empresa resultó un éxito, en el sentido de que llevó a estos grupos y a otros (marxistas, reaccionarios, periodistas de élite, creadores literarios, aristotélicos, wittgensteinianos, revistas universitarias de izquierda y derecha) a rechazar sus diferencias tradicionales y decidir que, de he-
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cho, eran críticos norteamericanos que tenían algo en común, aunque sólo fuera que estaban en contra del grupo de Yale.
Las polémicas que de ahí nacieron fueron numerosísimas y, por lo general, torcidas. Desde un punto de vista teórico, los antagonistas desfiguraron los temas en disputa por razones retóricas. La controversia no enfrentaba a la crítica europea contra la anglo-americana ( como W ellek ha señalado repetidamente, los capítulos de su Teoría de laliteratura que se citaban frecuentemente como arquetipo de la nueva crítica, los había publicado en el extranjero antes de llegar a América; la mayoría de los críticos europeos, orientales u occidentales, tienen más en común con los críticos norteamericanos que con el grupo de Y ale y Derrida; el propio estructuralismo es, de alguna manera, un vástago del empirismo anglo-americano y de la filosofía de la ciencia ... , etc.). No era una controversia que implicara disposición inteligible alguna de las posturas filosóficas; los participantes no se podrían clasificar sobre la base de sus ideas en torno a la relación de teoría y práctica. No era una disputa en la que si se debería o no leer poemas en voz alta, vendría determinado por las formas en que la tradición filosófica se refiere al habla y a la voz.
Se puede estar de acuerdo o no con aquellos que desearon convertir las responsabilidades sociales de los profesores de universidad, la naturaleza del capital post-industrial, el status cultural de las instituciones académicas, y los intereses
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económicos de los críticos, en una polémica sobre elitismo académico. Lo que Paul de Man dijo sobre la crítica francesa en 1966 es ahora verdad de la crítica norteamericana: «están mezclados intereses institucionales y económicos. Hay en juego más que un mero cambio generacional». Pero intentar juzgar la crítica basándose en metas pedagógicas, económicas o sociales es algo tan necio como afirmar que literatura y crítica no tienen nada que ver con esos campos. Crítica, economía, sociología del conocimiento y ciencias políticas son campos de estudio diferentes que implican prácticas diferentes. El hecho de que se influyan recíprocamente, no quiere decir que las teorías de uno deban ser dictadas por las teorías o metas de los otros.
En cierto sentido, pues, el debate no llegó a producirse, y las pérdidas y ganancias no fueron las que preveían los participantes. Si alguno de ellos esperaba impedir la difusión de las teorías europeas en revistas y universidades, llegó demasiado tarde. J. Hillis Miller nunca hubiera podido pensar que un debate así presentado iba a dar a su grupo mucha simpatía y comprensión, pero sin duda tampoco prevería la dureza posterior. Lo que realmente se perdió fue cualquier posibilidad de definir las materias que han re-sultado más importantes para la teoría � crítica reciente y la posibilidad de hacer W que se comprendan más universalmente.
(Traducción: Beatriz Campón)