día internacional del libro 2014

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Eurostars Hotels quiere compartir una selección de historias que han participado en la Edición 2014 de relatos breves de Eurostars Hotels.

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INDICE

RELATOS BREVES

1 Dos, uno, cero… (Santiago Camús)

3 El brillo ajeno (Alicia Andrés Ramos)

5 El huésped de la 111 (Mayte Gómez Molina)

7 Habitación 203 (José Antonio García)

9 La muerta de la 421 (Carmen Sánchez)

11 Por un CD de Bisbal (Isaac Pérez Vega)

13 Recuerda (Olga López-Galiano)

15 Retrato con mar de fondo (Alicia Andrés Ramos)

IV Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels

El Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels es una iniciativa que busca premiar y reconocer la creatividad de nuestros huéspedes. Se han presentado más de 160 relatos con un denominador común: la acción se desarrolla en un hotel.

Todos los textos se han publicado en el blog del certamen (http://blog.eurostarshotels.com/concurso-relatos-breves) y los usuarios han tenido la posibilidad de votar por sus relatos favoritos.

El relato ganador del concurso es El brillo ajeno, cuya autora es la asturiana Alicia Andrés, que se alojó en el Eurostars Plaza Acueducto (Segovia) el pasado mes de enero. El jurado eligió esta obra entre los 73 relatos más votados por los usuarios. El premio para la autora del relato ganador es de 3.000 euros.

Para conmemorar el Día Internacional del Libro y la fiesta de Sant Jordi, Eurostars Hotels presenta este e-book recopilatorio con los 8 relatos finalistas del concurso. En los textos, ordenados alfabéticamente, el lector se sorprenderá de todo lo que puede acontecer en un hotel.

Os esperamos pronto en la quinta edición del certamen.

Eurostars Hotels

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DOS, UNO, CERO...

Autor: Santiago Camús Hay cosas que no deberían ocurrir nunca en ningún lugar y sin embargo ocurren, igual que la estupidez humana puede provocar lo irremediable. Viendo las cosas con el matiz del paso del tiempo, parece que ya nada tenga importancia, da la impresión de que una goma de borrar haga desaparecer los emocionantes detalles que te han provocado dolor y sin embargo tu cuerpo sigue reaccionando y siente de manera irracional, apareciendo ese dolor con otro nombre, en los más insospechados momentos de tu vida cotidiana. “Tú, haz tu vida normal”, le decía yo a Geraldine cuando la hacía posar delante de mi cámara de fotografiar, en nuestras vacaciones, mientras ella intentaba hacer una pose que fuese lo más natural posible, que reflejase todas sus virtudes, intentando ocultar todo aquello que le haría sonrojar cuando la foto fuese vista por alguien más que nosotros dos y sonriendo por mis palabras, ya que no acababa de entender qué era eso de “vida normal”. Vida normal es lo que intentamos hacer después de haber ocurrido un hecho doloroso en nuestra vida, lo que hacemos mientras sentimos un desgarro en nuestro corazón, en lo más profundo de nuestras entrañas, cuando el mundo sigue su camino a pesar nuestro y nada parece tener ya sentido. Nuestra vida era “normal”, la vida de una pareja ya entrada

en la edad adulta sin grandes preocupaciones económicas y con la posibilidad de disfrutar de unos días en un hotel para renovar la energía que se desgasta con los problemas cotidianos. Dos, uno, cero era nuestra habitación. Parece premonitorio el número, por la correlación de sus cifras, dos, uno y por último el cero, el final, la nada, el círculo que todo lo tiene y que nada encierra, aquello por donde todo ha pasado y ya solo le queda el vacío, el último suspiro. A Geraldine le gustaba aquella habitación, procuraba reservar siempre la misma y quizás no había ninguna razón explícita; al fin y al cabo, todas las habitaciones de hotel se parecen y cuando has estado en una es como si ya hubieses ocupado todas las habitaciones de todos los hoteles del mundo. Pero necesitas algo que te devuelva a la cotidianeidad de la vida, que parezca que es tu lugar y donde te sientas como en casa. Camas de uno quince independientes pero juntas, escribía mientras hacía su reserva on-line; no le gustaba cama grande única, prefería nadar en la suya y a la vez tener cerca la mía para sentir mi aliento y mi calor y poder coger mi mano por debajo de la almohada; por favor, ¿nos pueden subir dos almohadas adicionales?, solicitaba siempre por teléfono a recepción después de haber llegado a la habitación y haber colocado todas nuestras cosas en el armario, mientras

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yo me entretenía colocando mi portátil encima de la mesa, buscando el enchufe apropiado para no agotar la batería en cualquier momento mientras pretendía encontrar algo de música con que hacer estos momentos más dulces y románticos. A la habitación 210, por favor, sí, sí dos almohadas, sí dígame…. ¿cómo?, no, no puede ser…., pero…., su cara se fue transformando lentamente, yo intentaba escuchar, pero ella haciendo un ademán con la mano y el brazo extendido, me hacía saber que debía callar, que no interrumpiese, que algo importante le estaban explicando, ¿algo terrible?, no, no parecía terrible, ni trágico, quizá se había olvidado algo en recepción, o algo relacionado con la reserva, ¿una maleta olvidada?, no, por el cariz que tomaba la conversación, no se trataba de nada de eso, las palabras se arremolinaban en la habitación, parecían las piezas de un puzzle encima de la mesa, sin ningún orden y sin sentido e imagen aparente, cada pieza sola no es nada y unidas lo son todo y así volvían a aparecer las palabras en el aire con un todo, ¿no está ya?, ¿dice que falleció?, no, no me acuerdo, pues de acuerdo, sí, sí, de acuerdo, es hora de cenar, bien, bien, me espero aquí a que vengan a buscarme, muchas gracias… y a partir de aquí todo cambia, ella se gira y parece que no me ve, con su cara transmutada, muy guapa pero de mucha más edad, con un andar cansino, recoge su bastón que estaba encima de la cama, dirigiéndose renqueando hacia el sillón donde había dejado el pijama. Yo estoy allí, cerca de ella, pero ya no estoy, solo existo en su memoria, la memoria de cuando

vivíamos juntos, la de antes de mi adiós, y en su corazón persiste el recuerdo, el de sentirse acompañada, acariciada, el de mi aliento cerca, de mi palpitar, mis quejas, mi ir y venir, mi buenos días cariño ¿qué tal has dormido hoy?. Ahora solo le queda el recuerdo de nuestros abrazos, de nuestros susurros, de nuestras voces y nuestros gritos de amor y sus palabras se dirigen a otros. Con tristeza al volver a descubrir la realidad me acerco a ella y le digo susurrando: tú has sido la mujer de mi vida y te sigo queriendo; soplándole las palabras al oído, una sonrisa se dibuja en su corazón imaginando un tiempo anterior, es feliz y yo con ella. Con tiento se levanta del sillón y se dirige a la puerta; su ángel de la guarda en la residencia de ancianos, su fiel enfermera la coge del brazo y la ayuda a salir al pasillo, dos, uno, cero lee al ver cerrar la puerta y vuelve a sonreír y yo con ella y así seguiremos hasta que ella quiera. Con lo bien que estábamos en la habitación y viene el imbécil de turno y nos deja otra vez sin aliento, ese de recepción que nos la tiene jugada y cada día la hace volver a la realidad. Pero yo no desisto y la sigo por el pasillo hasta el comedor donde sus compañeros se van sentando a la mesa, ¿qué tal Geraldine?, ¿cómo estás? Mientras dibuja con la cuchara en la mesa, 210.

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EL BRILLO AJENO

Autora: Alicia Andrés Ramos

Bernardo Suárez elegía escrupulosamente el hotel en el que se alojaría durante su semana anual de vacaciones. No le importaba que fuese más o menos lujoso, que se encontrase en el centro o en algún barrio anodino de la periferia. Solo había un factor que condicionaba su decisión de manera indiscutible: debía poseer un piano de cola. La ciudad tampoco era relevante. Son tantos los destinos en la vida de un viajante que al final se confunden en una gran urbe global. Este hombre no deseaba huir de su hogar sino de sí mismo. Fruto de esa necesidad imperiosa nació Arvo Pavic. Sucedió por azar una noche en la que Bernardo, aficionado a la música desde su juventud, interpretaba al piano de un hotel de Budapest los nocturnos de Chopin. Una joven se acercó para felicitarle: “Se nota que es usted un músico de raíz. Disculpe mi ignorancia pero, ¿cómo se llama?”. Bernardo contempló el rostro arrobado de la muchacha. Los ojos le brillaban y en sus pupilas descubrió un reflejo de sí mismo que le estremeció. “Arvo –contestó sin reconocerse-, Arvo Pavic”. Una semana al año. Durante este tiempo Bernardo, un comerciante tímido y rutinario oculto tras sus gafas de vidrio grueso, se convertía en un músico esloveno de prestigio. Un hombre que vivía aferrado a su piano, ese apéndice del alma. Mudaba su voz, su ropa, su carácter. Arvo Pavic era un caballero de modales exquisitos, apenas ensombrecidos por su gravedad balcánica. Londres, París, Florencia... El mapa de su personalidad se expandía en cada ciudad visitada.

Siempre hoteles con piano, siempre un nuevo detalle agregado a la arquitectura de aquel alter ego de Ljubljana que nunca pasaba desapercibido. Finalmente, Bernardo se desnudaba de esa piel de lujo, la doblaba cuidadosamente en su maleta y abandonaba el hotel de turno. Hasta el año que viene, Arvo. La obediencia del esloveno siempre había sido impecable hasta que llegaron a Oporto. El hotel escogido era el Majestic, un antiguo palacete que reflejaba la decadencia de su fachada sobre las aguas del Duero. Su dueña era una mujer tan vencida como su establecimiento. Se llamaba Teresa y debía haber sido bella, pero ahora un velo de cansancio cubría el esplendor pasado. Su forma de hablar era levemente dulce. Mientras le mostraba su habitación, un cuarto espacioso con vistas a la ribera, observó cómo sus manos dibujaban escalas en el aire. “Esta mujer toca el piano –dedujo Arvo satisfecho-, será sencillo impresionarla”. Bernardo la amó desde el primer momento. Sintió que eran espíritus afines. Lo supo por su manera nostálgica de asomarse al río, solo por el placer de ver pasar la vida; por su sonrisa de muñeca quebrada que nada espera salvo la lluvia y, ante todo, por su lánguida manera de tocar el piano. En otros tiempos había sido profesora de música, incluso había compuesto alguna obra. La escuela había cerrado y de

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aquel pasado solo restaba un piano de palo de rosa que dormitaba en el salón del hotel. Pero aquel

larga lista de conquistas. En cada hotel había dejado un amor: aristócratas, jovencitas o intelectuales. Todas se rendían al brillo del triunfador. Consiguió llamar su atención fácilmente. Tras la cena, mientras Teresa recogía los cubiertos del modesto comedor, Arvo levantó la tapa del piano y comenzó a tocar con maestría una pieza de Debussy. La música inundó la estancia y el corazón de Teresa se anegó de recuerdos, pero no se acercó a él. Resistió el desafío durante dos noches. A la tercera sucumbió a la tentación y se interesó por la identidad de aquel enigmático huésped que apenas salía del hotel. Un té de jazmín fue la excusa perfecta para contarle su vida. Arvo le habló de la luz dorada de Ljubljana, del lago Bled y de su exitosa carrera musical. “No hay una capital del mundo donde no haya ofrecido un concierto”, alardeó el pianista. “Yo en cambio –repuso Teresa- no me he movido de Oporto, pero siento que todas las ciudades se mezclan en este río”. El corazón de Bernardo tembló de emoción al escuchar su propio pensamiento. Pero Arvo continuó hablando de lugares exóticos y altos dignatarios sin escuchar el delicado silencio de Teresa. Bernardo sí lo hizo pero estaba amordazado. Se sucedieron las veladas de música, té y confidencias. Una

tarde tocaron una pieza de Liszt a cuatro manos. Al piano Teresa parecía una sirena de agua dulce agarrándose a los restos del naufragio. Le invitó a contemplar la puesta de sol desde la azotea del hotel. El río resplandecía bajo el vientre de los rabelos y la mujer recostó su cabeza sobre el hombro de Arvo Pavic. A lo lejos sonaban las voces de los vendedores de pescado. Trató de tomar una de las manos de Teresa pero algo le detuvo. Era Bernardo Suárez, muerto de amor y celos, quien frustraba el impulso del pianista. “Esta vez no, Arvo – se dijo-. No puedes engañarla con tus artificios. Yo la amo de verdad”. Bernardo huyó durante la noche tras guardar apresuradamente las pertenencias de Arvo en la maleta. Ni siquiera dejó una nota de despedida. La oscuridad de Oporto le convirtió en un fugitivo. A punto de doblar la última esquina de la ribera cometió la debilidad de mirar hacia el hotel Majestic. En la azotea brillaba una luz tenue. “No sufras por ella –sentenció Arvo Pavic con crueldad- nunca se hubiera enamorado de otro perdedor”. Bernardo Suárez se detuvo bruscamente junto al muelle. Alzó la maleta y la lanzó con furia al río. Se quedó un buen rato contemplando las ondas en el agua. Después se puso sus gafas de viajante y detuvo un taxi. “A la estación de tren”, ordenó. “¿Lleva alguna maleta, señor?”, preguntó el conductor. Bernardo se desplomó en el asiento trasero del coche. “No –respondió-, prefiero viajar así, ligero de equipaje”.

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EL HUÉSPED DE LA 111

Autora: Mayte Gómez Molina

Había visto de todo en su trayectoria profesional: inundaciones en el baño, confeti dentro de las cajas fuertes, camas destruidas y almohadas desnutridas, con todas sus plumas desperdigadas por la habitación, lamentando sobre los muebles su fallido intento de volver a ser pájaro. Pero nunca había visto algo así y jamás imaginó que llegaría a verlo. La habitación estaba impecable. Su primera reacción fue pensar que se había equivocado de número y la estancia, en realidad, estaba vacía. Revisó su lista. No, no era un error: efectivamente, tenía un huésped. Pero, ¿cómo? La colcha estaba remetida al milímetro, cuando normalmente baña el suelo como un océano blanco y arrugado, envejecido tras una noche larga; y las sábanas revueltas como el mar cuando las olas tiran los hombres al agua y los sumergen en las profundidades abisales del sueño. Ni siquiera estaban abiertos los útiles de aseo con los que el hotel obsequiaba a sus huéspedes. En sus años como camarera de hotel había realizado muchas observaciones en el comportamiento humano, entre ellas, la tierna curiosidad de los visitantes por inspeccionar el contenido de los pequeños paquetes que las trabajadoras como ella colocaban cuidadosamente en el baño: un peine, un gorro de ducha o los pequeños botes de gel que eran apretados puerilmente para comprobar su olor. El único rastro de vida en aquel cuarto era un traje que se camuflaba con la madera oscura

del armario y una maleta tímida asomando una esquina por debajo de la cama, como un pie olvidado fuera del edredón, aterido de frío. Por lo demás, la habitación estaba desierta. Ni un calcetín viudo, ni una prenda íntima exhibiéndose al público en un lugar extraño como la lámpara o el pomo de la puerta. El siguiente supuesto, al que su mente había llegado de puntillas, sin avisar, la puso en alerta. Tal vez esa persona no había pasado la noche en el hotel. Incluso, deduciendo por el traje que el huésped era un hombre, no sopesó la idea de una conquista amorosa llegada a buen puerto, atado el barco del extranjero que navegaba por la ciudad desconocida a la pata de alguna cama autóctona. Normalmente los amantes nocturnos venían atraídos por la luz del hotel y la idea de ser alguien diferente en un sitio donde las paredes familiares no les miraran de reojo. Éste era otro estudio sociológico que había realizado contando las veces que veía salir a una mujer de alguna habitación, con los zapatos en la mano y el corazón en un puño. Por tanto, descartada la clásica historia de amor, cabía la posibilidad de que a esa persona le hubiese pasado algo. La duda se hospedaba en el único dormitorio de su cabeza, abriendo y cerrando los cajones en busca de una solución. Descartada la opción de aclarar con la administración del hotel su disparatada hipótesis, estableció una red de

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vigilancia extraoficial tejida por sus fieles compañeras entre los pasillos del hotel. A las once de la mañana todas las aspiradoras del hotel olisqueaban la moqueta como sabuesos. Tenía ojos en todas partes, pestañas que barrían el perímetro de la primera planta en busca de unas cejas pobladas de respuestas. Dos días tardó en llegar el murmullo, transmitido entre el mullir de las almohadas. El hombre estaba sano y salvo, aunque indefenso ante aquel espontáneo sistema de supervisión que sólo había necesitado cuarenta y ocho horas para destripar el reloj que dictaba su rutina. Salía de su habitación a las ocho e iba a desayunar. Posteriormente, volvía un momento a su habitación y no regresaba hasta la noche. Aún no había amanecido cuando le llegó la noticia, recién inaugurada su jornada de trabajo. Por un momento sintió una tranquilidad ficticia: al hombre no le había pasado nada y ahí debía erradicar su inquietud, allí acababa la aventura del misterioso huésped de la habitación 111. Hasta el número era ordenado, recto, estricto. Alguien así no podría haber sido acomodado en la 258 ni la 369, con sus números barrigones y hechos un lío como ella. Llegó a pensar en él mil veces más antes de ver al reloj marcar las ocho y, limpiando en el quinto piso, un sexto sentido le dijo que el séptimo cielo estaba en la primera planta. Cuando su compañera le pidió unas sábanas, la única respuesta que obtuvo fue el sonido seco de la fregona mojada chocando contra el suelo y su olor desvaneciéndose en el pasillo. Entretanto, las puertas del ascensor se abrían frente a la

cafetería del hotel, como un telón inaugurando una nueva historia. Sus compañeras no le habían descrito su aspecto, pero el instinto le aseguraba que, si estaba allí, sería capaz de reconocerlo: ante la tentación de los manjares del desayuno, solamente un hombre así podría mantenerse metódico. Sin duda un hombre como aquel del fondo, con traje oscuro y una taza olvidada a la sombra de un periódico, el cual, unos segundos después, agitaba sus hojas bajo el aliento huracanado de ella. Su descabellado plan para encontrarlo había hecho que se soltara el pelo; dos mechones desertores de su moño le acariciaban el rostro. Olvidando de golpe todo lo ensayado, le preguntó sin preámbulos: — ¿Por qué ordena la habitación? Él levantó la cabeza con naturalidad, como si le hubiera preguntado la hora o sobre el estado del tiempo. Entreabrió la boca lentamente, con la dificultad propia del que ha dejado mil cosas sin decir agolpadas tras los labios. — ¿Por qué ordena la vida de los demás? Buscando una respuesta se dio de bruces con una pregunta clara tras unos ojos marrones y, a los diez minutos, dejaron de hablarse de usted. Una hora después ella le retiraba una miga de pan de la boca y dos horas más tarde la habitación 111 estaba desordenada. Pero no, a última hora nadie abandonó la habitación a hurtadillas. Aquella no era la clásica historia de amor.

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HABITACIÓN 203

Autor: José Antonio García

Una maleta de piel marrón, sombrero y gabardina gris como la mañana, un olor a papel barato brotaba de sus manos gastadas, él permaneció allí inmóvil como una losa al borde del camino. Un pequeño bolso de mano azul un vestido realzando sus curvas, cuellos rotos girando al pasar, paso firme de aguja de diamante. Sus miradas no se llegaron a cruzar parecía que no tenían nada en común salvó la habitación 203. Ascensores al cielo de Madrid, frío acero tras el cristal, una cubitera con champagne y unos bombones, una tarde de puños planchados y espectáculos de ilusionistas. Él dijo: "Entre mis manos y tus pechos hay siete mares de dolor restos de paisajes quemados de seda y fuego, entre tus labios y mi cuerpo hay sueños atrapados en calles sin salida. Arrástrame contigo a ese infierno de sombras escondidas a plena luz del día, abrázame con el frío cuero de tus pupilas, mira mi desnudez desde esa foto ajada de la mesilla, arráncame jirones de vida, de vías muertas, de latigazos a la

deriva." Ella contestó: "Escribo en tus ojos negros de alma de otoño una muerte anunciada, entre las alas del fénix, nos consumimos, descomponiéndonos entre la saliva de dos corazones esposados a una barca a la deriva en un mar sin orillas. Deja la maleta de tu otra vida aparcada fuera, secándose al sol, dentro de este frío cuarto, de esta alma perdida, derrama lagrimas de fuego y ceniza cuando estés en mi interior." El arrojó su camiseta y sus vaqueros al suelo mientras le respondía: "Enséñame lo peor de tu pasado, déjame entrar en los escombros mas alejados de tu vida, en los silencios de la despedida. Confía ciegamente en mí, con el amianto en tus ojos para que te mienta con posos de días muertos en playas vacías en una noche de verano. Enséñame el mapa estelar de tu cuerpo desnudo, deja que tu piel le dicte nuevas coordenadas a mi piel, deja que susurre en tu oído palabras que no hablan de amor." Ella se soltó el sujetador, su larga melena tapaba su desnudez,

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la insinuación siempre ha sido su punto fuerte, se acerca a él y le dice: "¡Álzate! hacia el borde del precipicio, deja que encienda un cigarrillo solo por el placer de apagarlo en tu pecho, asómate bien, con los ojos asustados de un niño, como un maniquí que no sabe qué es el tiempo, que solo vive días muertos, embriones de sentimientos que no verán la luz." El susurró: "Nuestras lenguas se ahogan en cada beso como un pez en el desierto que sabe que es solo cuestión de tiempo que llegue el fin..." Ella replicó subiendo el tono: "Olvida las flores de los parques, los columpios y las risas de los niños, allí donde vamos no existen..." Él, mientras agarraba firmemente la cintura de ella, se perdió por un segundo, el que a ella le costó caer de cruces sobre el colchón, un colchón que ya ha vivido varias vidas, varias reencarnaciones: "La luz de la luna llena muestra el verdadero animal que te contempla, tus palabras a la luz del día suenan como perlas falsas" Estas palabras suenan a despedida, la noche ya agoniza...

Ella murmuró: "Átame un poco mas fuerte a tus cadenas, olvidemos nuestros días de luz, ese reflejo en un espejo que no nos dice nada de nosotros mismos." Él sabe que no es un plato frío, pero es su venganza por las tardes de tedio esperando el crepúsculo para morir un poco más... Viviendo solo del leve recuerdo de estas noches, desnudas. Ella sabe que en unas horas volverá a ser sumisa entre platos sucios y llantos de niños pijos. Ambos saben que la vida se va, que la seda y el fuego dura una noche al año gracias a un santo de color comercial. Trescientos sesenta y cuatro días que cortan como cuchillas de afeitar alejados de la habitación 203, no volverán a revivir viejas glorias hasta el próximo febrero, en el mismo lugar, en la misma habitación. Amanece, entre tú y yo cien desiertos de fuego helado, un café, un "hasta luego" volvemos a ponernos las alianzas, volvemos a ponernos el disfraz de nosotros mismos y nos despedimos hasta llegar a casa... ¡Hasta pronto habitación 203!

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LA MUERTA DE LA 421

Autora: Carmen Sánchez

- ¿Que si te has enterado de la muerta de la 421? –le susurró Lupita a la Merce mientras le veía comerse medio cacho de la palmera de chocolate de un solo bocado. - Buahhh, cómo te puedes comer eso tan temprano, tía, te van a doler las tripas si no lo enjuagas con un café con leche o algo. Pero volviendo al tema: ¡que hay una muerta en la 421! Una señora de lo más fina con manicura y pedicura y todo y todo. Imagínate que hasta los labios pintados con un rojo intenso cereza de los bosques tenía, que por cierto, tengo que averiguar cuál es porque muerta y todo se veía monísima. ¿Pero me estás oyendo, Merce? Que hay una muerta te digo…. - Que sí, mujer, que ya lo sé –contestó Merce tragando con dificultad el trozo gigantesco de palmera que tenía pegado por toda la boca. - ¿Pero cómo que lo sabes, tía, si acabas de llegar? –le reclamó Lupita de mala gana mientras seguía colocando los periódicos sobre la mesita de la recepción. - Que pasó en mi turno, bonita, no en el tuyo. Además, para una vez que pasa algo en el turno de la noche no me vas a venir a fastidiar la historia ¿no? - Pues lo siento, Lupita, pero ya lo sabía. - ¿Y cómo si se puede saber? - Pues porque yo la maté. Primero hubo silencio durante unos escasos 3 segundos y medio y luego unas carcajadas agudas que solo Lupita con su garganta de corneta jubilada podía hacer. A la mujer le dio,

literalmente, un ataque de risa tan fuerte que casi cae tiesa ella también por falta de aire. - ¿Pero cómo que la has matado tú? –gritaba Lupita entre risa y risa– Si tú no matas ni una mosca, Merce, tú eres mas buena que un pan Bimbo, mujer, insípida, sí, y esponjosa…. pero buena. - Pues me conoces mal porque sí la he matado. ¡Y no soy un pan Bimbo! - Vale, vale, lo que tú digas. Dime entonces: ¿Por qué la has matado? - Pues mira, cuando una tiene un mal día es capaz de cualquier cosa –dijo Merce cual profesora de escuela–. Además, la pija esa ni siquiera dio los buenos días cuando llegó (que no es que me importe mucho, pero que cuando una está sensible se agradece). Se equivocó tres veces en el formulario de ingreso, “3 VECES, LUPITA” ¿Te imaginas? Me mandó que le subiera el equipaje sin un por favor ni na de na. No le gustó la 250 porque el Fuchochui ese le daba mala espina y la tuve que cambiar a la 421. Después: que le cambiara las almohadas, que le pusiera jabón en pastillas porque “disque” el gel reseca, que le subiera hielo, que quería más toallas y otra alfombrita para el baño, que si esto que si lo otro y al final para colmo se me rajó la falda porque me hizo ponerme a cuatro patas debajo de su cama para limpiar una pelusa que estaba pegada en la alfombra…. Y se rió… se rió de mí y de mi culo gordo. La muy zorra se rió de mí, Lupita, y eso me dolió hasta el alma. Y pues la maté.

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Lupita la miró de arriba abajo casi todavía con la sonrisa en los labios. Tomó una gran bocanada de aire y le dijo volteando los ojos: - Mira Merce, ni que digas lo que digas te voy a creer ni una palabra, cariño, a ti las mentiras se te notan en la cara como las semanas fantásticas del Corte Inglés. Es que no lo puedes esconder, bonita, que tú eres muy buena. Deja ya de inventarte historias loquitas y ven para que te muestre el señor agente guaperas que nos ha tocado para el homicidio, perdón suicidio. Aunque yo lo llamo mas bien un “Planchicidio de hotel de categoría” porque ¿a quién se le ocurre meterse en la bañera de un hotel con una plancha eléctrica para el pelo? A menos que quiera alisarse los pelos del… ¡Ahhh Señor agente detective! -salta Lupita risueña mientras se tira el pelo detrás de las orejas y se muerde los labios a lo sexy dejando una mancha de saliva mojada en las arrugas de su cara. - Esta es Merce, la del turno de la mañana. - Encantado señorita –dice el morenazo con una sonrisa tonta pintada en la cara mientras le guiña el ojo a la Lupita por el costado. Y Lupita se derrite gimiendo un pequeñísimo “Ahhh” del calentorrio que tiene dentro. - A ver, entonces –carraspeó el detective guaperas mientras

sacaba su libreta y se hacía el interesante-. ¿Dónde estaba usted entre las 6 y las 9 de la noch… Y no había terminado la frase cuando Lupita y él explotaron juntos en una risa gruesa y contagiosa (ella a lo corneta y él a lo cerdito), burlándose de la pobre muerta suicida que Merce muy orgullosamente de verdad había matado. Pobre Merce. Había hecho algo grande, muy grande, en su vida y nadie quería creerle. Tal vez por su cara de pan Bimbo o sus ojos de huevo frito, quién sabe. Por primera vez era ella la autora, la protagonista, y la justiciera de un hecho importante pero sin derechos reservados que nunca podrá reclamar. - ¡Bahhh, qué importa! –se dijo Merce a sí misma. Ya otros vendrán… Y con su culo gordo, su falda rota y el vaivén de sus caderas redondas se fue hasta su bolso, sacó la polvera Carrefour, la abrió, se miró en el espejito y con una sonrisa tímida saco el pintalabios Dior rojo intenso cereza de los bosques de su bolsillo. Pintó cuidadosamente sus labios carnosos, se lanzó un beso sonoro a sí misma y dijo susurrando: - Dior j’adore…

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POR UN CD DE BISBAL

Autor: Isaac Pérez Vega

¿Dónde estoy?¿Qué cama es esta?¡No conozco esta habitación! Me cuesta despertarme y abrir los ojos, como si estuvieran pegados, y me molesta separarlos, aunque los primeros rayos del día que asoman por la rendija que deja la persiana de la ventana me obligan a ello. También tengo un terrible dolor de cabeza, que no para, martilleando constantemente: ¡Pum.Pum,Pum! Estoy angustiado, respiro hondo y me digo:¡Rápido, Carlos, haz memoria! ¡Seguro que saliste ayer de juerga, estás un poco desorientado y no lo recuerdas!. Me duele la cabeza, pero no tengo el burbujeo en el estómago de cuando he bebido, así que... ¡Olvídalo, ayer no saliste!, aunque para confirmarlo meto los dedos en la boca hasta la garganta e intento vomitar sin conseguirlo. Pero entonces, ¿qué hago aquí? Me pongo más nervioso todavía y en la penumbra de la habitación reconozco que estoy en un hotel, tumbado en una cama de matrimonio con ropa interior de mujer tirada por el suelo y mi ropa colocada en la silla del escritorio. Me fijo bien y veo que de la puerta del baño, entreabierta, sale una luz y suena la ducha. Me levanto sin hacer ruido hacia el aseo y desde el marco de la puerta diviso la figura de una mujer desnuda, ella no me ve, pero yo la observo con total impunidad, incluso me recreo en su desnudez. Es bella, muy bella, pero no me

suena de nada. Aún así estoy excitado, respiro hondo y me digo: ¡Rápido, Carlos, haz memoria! Me meto de nuevo en la cama y empiezo a pensar. ¡Seguro que ayer te tomaste un par de copas, conociste a esa mujer y te liaste con ella! ¡No es la primera vez que te pasa!, pero no la recuerdo. Me esfuerzo por recordar y sólo viene a mi memoria que ayer noche iba camino de casa escuchando la radio y que extendí mi mano hacia la guantera para poner un CD de Bisbal. Seguramente poco después paré en un bar de carretera y allí la conocí. Me sudan las manos y las froto con las sábanas que me tapan, entonces me doy cuenta del anillo de casado en mi mano. ¡No puede ser una amante ocasional!. Siempre que he engañado a mi mujer he tenido la precaución de quitarme el anillo ¡No quiero dar explicaciones a una desconocida sobre mi vida! además, un anillo de casado es un billete directo al fracaso en estos casos. Entonces...¿Qué hago aquí con esta mujer? ¡Ya sé lo que ha pasado!. Había oído que en ocasiones algunas prostitutas, con la excusa del sexo, drogan a los clientes para luego robarles y al día siguiente no recuerdan nada. Maldigo mi mala suerte: ¡me ha tocado a mí! Rápido, salto de la cama hasta la silla y reviso mis pantalones hasta llegar a la cartera: ¡no falta dinero!

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Vuelvo a la cama, acaba de parar la ducha. ¡Ya sé! ¡Todavía no me ha robado!. Está confiada en que sigo dormido y me robará ahora. Estoy muy enfadado, mi intención es cogerla y darle un buen escarmiento. ¡Me alegra ser más listo que ella! Para esto necesito un plan... Un vistazo a la cama, me pongo de lado, de espaldas al baño, mantendré los ojos entreabiertos haciéndome el dormido, incluso respiraré profundamente para dar más credibilidad a mi papel. Justo frente a mí hay un espejo que me da una visión perfecta del escritorio, la silla, y ... mis pantalones. Estoy en tensión, como un felino esperando su presa. Me digo: ¡te cogeré! 3,2,1...¡la mujer sale del baño y la estoy vigilando! De repente suena un móvil encima del escritorio y ella lo coge: "Hola Ana,

Sí, sigue dormido. Estamos tu padre y yo en Alicante. En la misma habitación de nuestra luna de miel. Me dijo el médico que era bueno que volviera a los sitios donde ha pasado los momentos más felices de su vida para que le ayude a recordar después del accidente de tráfico del mes pasado. Sí, por suerte salvó la vida, pero sufre amnesia y unos fuertes dolores de cabeza. Sí, hija, soy optimista, creo que recordará este sitio cuando se despierte. Voy a dejarle descansar un poco más. Un beso. Adiós" Las lágrimas recorren mis mejillas, ¡Por fin lo entiendo todo! Respiro hondo y me digo ¡Rápido, Carlos, haz memoria! ¡Carlos, tienes que recordar! ¡Carlos, tienes que recordar! Lo intento pero... no recuerdo nada.

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RECUERDA

Autora: Olga López-Galiano

Al fin había encontrado el objeto de mis sueños, visiones, allí estaba. Aquel majestuoso hotel de los años noventa, el cual se alzaba sobre unas enormes piedras de granito. Se encontraba a pocos metros de mi casa, entre una de las carreteras principales y el puerto. Cuando este hotel y una habitación en concreto, "la habitación 205", estaban presentes con asiduidad en mi día a día, comencé mi búsqueda sobre este misterioso hotel y los secretos que escondía, algo contradictorio para una persona tan escéptica como yo. Con determinación pasé a través de aquellas puertas giratorias de cristal, llegando a la inmensa recepción. Allí me atendió una chica vestida con un elegante traje de corte italiano y con un bonito pañuelo de seda verde anudado al cuello, el cual hacia juego con sus grandes ojos. -Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? -Buenos días. Mire, me gustaría reservar una habitación pero tiene que ser una en concreto, la 205. -Lo siento mucho, señora, pero esta habitación está reservada por un huésped por tiempo ilimitado -dijo con cara de desilusión. No podía creerlo, todo esto para nada, si no entraba en la

habitación, no podría descubrir el porqué de esta singular situación. -Si es tan amable ¿podría darme la habitación de al lado? -Ehmm.. sí, la habitación 206 está libre, es toda suya. Ahora mismo está pasando el servicio de limpieza, puede esperar mientras tanto en la cafetería. No tardará demasiado. Ignorando todo lo que la recepcionista me había dicho me encaminé hacia el pasillo en el cual encontré una enorme placa con detalles dorados, en los que se podía leer "200-250". Pude ver cómo las limpiadoras pasaban de una habitación a otra y me dispuse a intentarlo, iba a llevar a cabo el truco de "la anciana desvalida". Así que me acerqué, cambié totalmente mi cara, me encorvé más de lo natural y le dije: -Perdone, me he dejado la llave dentro de la habitación y en recepción me han dicho que no me pueden hacer más copias de mi llave. Como ustedes estaban pasando por las habitaciones ahora, me preguntaba si podrían dejarme pasar. Si necesitan algo de documentación o corroborar mi información abajo no tendré ningún problema. La limpiadora, una chica de mediana edad, conmovida por

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una débil anciana, no pudo hacer otra cosa que dejarme pasar. Al fin iba a entrar en mi recuerdo más intenso, la boca estaba seca y mis ojos muy abiertos, ansiosos de saber. Al entrar en la habitación quedé boquiabierta. No pude creer ni explicar con palabras lo que vi cuando entré en aquella inmensa habitación de paredes color camel, empapeladas con fotos mías y de mi familia. -¡¿Qué locura es esta?! - exclamé todavía con el ceño fruncido-. En el escritorio de roble había un pequeño diario con unas letras ribeteadas en plateado que decían; "Recuerda". Lo abrí intrigada; aquel diario quizás me daría las pistas que necesito: Querida Amanda, No sé si has encontrado esta habitación porque has conseguido recordar o por tenues recuerdos que golpean tu memoria.

Entiendo tu confusión, créeme, lo hago. Por eso escribo esto, para que seas consciente de tu problema, para que lo afrontes, puedas aceptar ayuda. Va a ser un camino muy duro. Todos estos meses para mí está habitación ha sido mi realidad, mi esencia. El único lugar en el que la mecánica de mis recuerdos sigue joven, el único lugar en el que no sufro esta enfermedad. He vuelto aquí cuando vagamente recordaba esta bellísima habitación, me sentaba, miraba al mar y escribía esto. Por favor, nunca olvides quien es Amanda, la mujer alegre, con carácter y tantísimas ambiciones, que supo sacar adelante a su familia en tan duros momentos. La Amanda que no decaía, la Amanda que se enamoraba con tanta facilidad y le rompían en corazón de la misma manera. Cuando te sientas perdida ven aquí y "Recuerda". Continúa este diario, te será de gran ayuda cuando olvides y sobre todo deja huella como siempre lo has hecho, hasta tus últimos días de lucidez. Pase lo que pase lee esto y piensa en la persona tan maravillosa que eres y has sido. Fdo.: Tu más íntima amiga

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RETRATO CON MAR DE FONDO

Autora: Alicia Andrés Ramos

La calle es estrecha y huele a canela y naranjas. En su margen izquierdo se encuentra el hotel Atlántico, un establecimiento de estructura noble frecuentado por la burguesía internacional que desde hace años deambula por Tánger buscando su dosis de aventura y libertinaje. Frente a él se alza la fachada descascarillada del hotel Mediterráneo, destino de bohemios de dudosa reputación que pueblan la noche de la ciudad. Azul y verde. Palacio y muladar. El pintor norteamericano se alojaba en el hotel Atlántico desde hacía tres meses. Al llegar a la calle, rodeado por una nube de muchachos, dudó sobre la orilla en la que debía establecer su estudio. Finalmente se decidió por el hotel con mejores vistas. Ningún panorama podía ser más estimulante que el del lienzo cuarteado del hotel Mediterráneo. Y solo era posible contemplarlo desde el margen opuesto. Durante las primeras semanas el pintor observó las vidas que se asomaban a los balcones del hotel vecino. Cabareteras, ancianos ilusionistas, mercachifles y mujeres de mala nota. El desfile era de una miseria colorida. Pintaba en su cuarto, otras veces frente al mar o en lo alto de alguna azotea de la medina. Tánger lucía deslumbrante en primavera. Por la noche, se tumbaba en la cama con las ventanas abiertas y bebía ron con hierbabuena. Hacía calor. A veces cruzaba la calle y traspasaba el umbral del hotel Mediterráneo para comprarle a la dueña tabaco de contrabando. Conversaban sobre cualquier banalidad mientras fumaban y el pintor

regresaba a su habitación en el Atlántico. El resto del tiempo lo pasaba completamente solo. Hasta que apareció Greta. Nunca supo su verdadero nombre pero la llamó así porque la primera vez que la vio asomada al balcón del hotel Mediterráneo, rubia y distante, le recordó a la actriz más solitaria del mundo. Contemplaba el discurrir del mercado callejero con la mirada perdida, totalmente abstraída del trajín de la fruta y de su pueril presencia en el balcón de enfrente. Una lluvia inesperada comenzó a caer sobre Tánger. Greta no mudó su gesto. Continuó estática, lejos del aguacero que la empapaba con violencia. El pintor sintió el impulso de retratar aquel instante. Pasó toda la noche en vela, tratando de capturar la belleza de una mujer bajo la tormenta. Supo que ella era la respuesta de Tánger. Le escribió una carta pidiéndole que posara para él. “No dejo de pensar en usted desde que la vi asomada al balcón de su hotel. Permítame retratarla durante esta primavera”, le rogaba. La dueña del Mediterráneo le entregó días después la respuesta con un mohín de desagrado. “Tenga cuidado. Esa mujer está casada con un marino de navaja fácil”, le advirtió. Leyó la carta de Greta con ansiedad. Aceptaba su propuesta aunque no comprendía su fascinación. Pero no cruzaría la calle para llegar a su estudio en el Atlántico. “Si desea retratarme hágalo como la noche pasada: desde su balcón. Yo posaré desde allí a las seis de la tarde todos los días impares”, le proponía.

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Esperó a que el reloj marcase la hora pactada con su caballete preparado. A las seis en punto Greta abrió su balcón. Llevaba el pelo suelo y vestía una túnica blanca. En sus manos sostenía un puñado de cerezas que seguramente acababa de comprar en el zoco. Parecía una diosa de la cosecha. El pintor, entusiasmado, comenzó a dar brochazos rojos sobre el fondo blanco. Una hora más tarde, cuando el sol teñía de púrpura la piel de la fruta, Greta cerró el balcón. Los días pares se convirtieron en un pozo de tedio para el pintor. Deambulaba por los salones del hotel, se tumbaba en la chaise-longue de la sala de música a escuchar discos en un viejo gramófono. Cuando no soportaba más la espera, disolvía su tiempo en los cafés del zoco chico o contemplaba durante horas la llegada al puerto de los barcos de mercancías. Ella era su único paisaje. Durante aquellas semanas le había regalado desde su ventana escenas de una belleza perturbadora. Greta sentada en la barandilla leyendo una carta, Greta comiendo voraz una naranja, Greta envuelta en una sábana bajo la luz del atardecer, Greta tendida en el suelo fingiendo su muerte. El pintor hallaba en cada cuadro un matiz distinto. Ternura, odio, ensoñación, sensualidad. Trataba de encontrar los colores más apropiados para sus estados de ánimo pero a veces le

resultaba imposible. Aunque le brindase su imagen la mujer nunca exponía su alma. El 27 de mayo Greta no acudió a la cita. Consternado, el pintor preguntó por ella a la dueña del hotel Mediterráneo. “Ha vuelto su marido. No sé a qué juegan ustedes pero si el tipo se entera puede darse por muerto”. Pasó el día par en la habitación de su hotel repasando la docena de retratos que le había hecho a la muchacha. A la tarde siguiente se apostó en el balcón a la hora de siempre. Ella no apareció. El sol fue declinando sobre la ciudad. El canto del muecín se esparció sobre las azoteas. Estaba a punto de abandonar cuando se abrió la puerta del balcón. Greta apareció más hermosa que nunca. Apenas vestía un batín de seda malva. Su rostro poseía una radiante lividez y sus ojos estaban enrojecidos por el llanto. Por primera vez se miraron frente a frente. Había un dolor intenso en su mirada. No posaba. Tan solo le mostraba la belleza triste de su herida. Una lluvia fina comenzó a caer sin quebrar el puente de sus miradas. Ninguno de los dos supo cruzarlo. Un brazo surgió de la oscuridad del cuarto y tiró de ella hacia el interior. Parecía la garra de un depredador. La mujer forcejeó sin despegar sus ojos de los de él. Después desapareció tras las puertas de madera verde. El pintor se quedó allí, contemplando el balcón cerrado con ojos oceánicos. Entre el Atlántico y el Mediterráneo tan solo la turbulencia de una calle estrecha que huele a cítricos y a especias.