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DOMINGO DE LA SEPTIMA SEMANA DE PASCUA REFLEXIONES 1.FE/LIBERACIÓN Jn 13. 34-35. La validación de las creencias cristianas por la praxis no es un invento arbitrario y reciente de los teólogos actuales. Se halla postulada ya en el evangelio, singularmente en aquella palabra de Jesús que hace del amor el criterio de discernimiento de la fidelidad a él: "amaos los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13. 34-35). La realidad del amor fraterno aporta algo así como una verificación en el sentido epistemológico del término: "la presencia operante del amor muestra verdadero al cristianismo, su ausencia hace dudar de él como falso". La comprobación, hecha por los propios marxistas, de que el cristianismo en su origen se diferencia de las demás religiones por haber sido una religión de oprimidos, no de opresores, le aporta ya alguna credibilidad específica, al menos en el sentido de que originalmente la fe cristiana no fue un instrumento de dominio, sino expresión de un anhelo de libertad. Si en su fuente misma la tradición cristiana apareciera al servicio de la explotación, como ideario de un grupo dominante, ese solo hecho bastaría para invalidarla. Su estructura originaria, en constelación con la busca de la libertad de un pueblo y de unos grupos sociales torturados, abre la posibilidad de que la fe cristiana todavía hoy tome cuerpo en una praxis liberadora que en algún sentido la valide. 2.

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DOMINGO DE LA SEPTIMA SEMANA DE PASCUA

REFLEXIONES

1.FE/LIBERACIÓN Jn 13. 34-35.

La validación de las creencias cristianas por la praxis no es un invento arbitrario y reciente de los teólogos actuales. Se halla postulada ya en el evangelio, singularmente en aquella palabra de Jesús que hace del amor el criterio de discernimiento de la fidelidad a él: "amaos los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13. 34-35). La realidad del amor fraterno aporta algo así como una verificación en el sentido epistemológico del término: "la presencia operante del amor muestra verdadero al cristianismo, su ausencia hace dudar de él como falso".

La comprobación, hecha por los propios marxistas, de que el cristianismo en su origen se diferencia de las demás religiones por haber sido una religión de oprimidos, no de opresores, le aporta ya alguna credibilidad específica, al menos en el sentido de que originalmente la fe cristiana no fue un instrumento de dominio, sino expresión de un anhelo de libertad. Si en su fuente misma la tradición cristiana apareciera al servicio de la explotación, como ideario de un grupo dominante, ese solo hecho bastaría para invalidarla. Su estructura originaria, en constelación con la busca de la libertad de un pueblo y de unos grupos sociales torturados, abre la posibilidad de que la fe cristiana todavía hoy tome cuerpo en una praxis liberadora que en algún sentido la valide.

2.

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En el evangelio Jesús promete a sus discípulos el envío del Espíritu, como lenitivo a la tristeza que percibe en ellos por el anuncio de su inminente partida. Viene a decirles que su "paso al Padre" no significa "vacío" ni "ausencia". Su presencia entre los suyos está asegurada aún después de su marcha: "No os dejaré desamparados, volveré... Yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros". Esta promesa viene a renglón seguido de la afirmación: "Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros". Hay conexión entre ambas promesas.

En efecto, la función del Espíritu Santo en la etapa presente de la Historia no es hacer las veces de Cristo ni llevar a término su obra. Él no es el sucesor de Cristo, sino su representante (en el sentido fuerte de la palabra): el encargado de asegurar la presencia permanente de la Persona de Cristo en su Iglesia y de que su obra de salvación vaya siendo interiorizada y asimilada por sus seguidores. Gracias al Espíritu, la resurrección ha significado para Jesús la posibilidad de una forma nueva, más profunda y perfecta, de hacerse presente a los suyos.

Quizás haya lugar para insistir, al hilo de las reflexiones precedentes, en lo que significa de seguridad para la Iglesia esta promesa del "Otro Defensor". La primera lectura nos ofrece también un punto de apoyo para ello (narra como una Pentecostés en miniatura, que viene a sellar la fundación de la Iglesia en Samaría), La Iglesia sabe que depende enteramente del Espíritu para cumplir su misión entre los hombres. De ahí la presencia, explícita o implícita, de una epiclesis o invocación al E. S. en toda celebración sacramental.

-El Espíritu que empuja a la misión

Son sintomáticas las dos alusiones al E.S. en la primera lectura, que narra la primera expansión misionera de la Iglesia, en la comunidad "herética" de Samaría, fuera de los confines del judaísmo. Vemos a Felipe, conducido por

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el E.S., dar testimonio de la Resurrección con la fuerza del E. que recibiera por la imposición de las manos. Por otra parte, para san Pedro (segunda lectura) dar testimonio de la fe, "dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere" y proclamar el misterio pascual vienen a ser casi sinónimos. El Señor resucitado es la única razón de vivir de los creyentes. En la colecta pedimos poder "manifestar en nuestras obras los misterios que estamos celebrando en estos días de alegría en honor de Cristo resucitado".

3.

EL PROCESO A LA IGLESIA Y LA INTERVENCIÓN DEL PARÁCLITO

Durante toda su historia, la Iglesia será acusada por los hombres, como lo fue el propio Jesús. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y encarna la sabiduría de Dios. Por ello, tiene que sufrir inevitablemente los ataques del hombre pecador. Este busca acusaciones contra la Iglesia, por los mismos motivos que las buscó contra Jesús. Y, como Jesús, la Iglesia viene a los suyos, pero los suyos no la reciben. Aceptar a la Iglesia como enviada de Dios es aceptar el plan divino de reconciliación en el Reino. Una aceptación así implica el renunciar por completo al pecado.

Pero la Iglesia no debe temer el asalto del mundo pecador, como tampoco Jesús le temió durante su proceso, ya que sabe que puede contar con la defensa del Paráclito. La Iglesia da favorable acogida al verdadero diálogo de Dios y el hombre; es el lugar privilegiado de la acción del Espíritu. Y esto, hasta el fin de los tiempos. El Espíritu Santo "argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (/Jn/16/08-11). ¿Qué quiere decir esto? Una vez que Cristo hubo resucitado, manifestó que el hombre había sido justificado por medio de su obediencia hasta la muerte en la cruz. El pecado se muestra como una desobediencia a Dios, condenada definitivamente por la

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actitud de Cristo. Ahora bien: el acontecimiento pascual se actualiza constantemente en la Iglesia. De ahí la intervención permanente del Paráclito.

Sin embargo, el cristiano no debe engañarse. El proceso entablado contra la Iglesia, del que hablamos aquí, es el proceso entablado por el hombre pecador contra la Iglesia "santa". Ahora bien: nosotros sabemos que si bien la Iglesia es santa, ninguno de sus miembros lo es; mientras vivan en este mundo, todo son pecadores. Es verdad que a los cristianos les alcanza también inevitablemente el proceso hecho a la Iglesia, pero deben tratar siempre de evitar de identificarse con ella. En un proceso hay siempre acusadores y acusados. En realidad, los mismos cristianos se encuentran también del lado de la acusación, y los no cristianos están también en el banco de los acusados. Esto no hay que olvidarlo nunca.

4.

El traslado de la fiesta de la Ascensión al domingo séptimo de Pascua provoca un cambio en las lecturas que el leccionario atribuye al domingo sexto. El leccionario ya indica que "donde se celebra la Ascensión del Señor el domingo siguiente, en el domingo sexto se pueden leer la segunda lectura y el evangelio correspondientes al domingo séptimo".

........................................................................

5.

-HACIA LA PLENITUD DE LA PASCUA

En las dos semanas que quedan de Pascua, el Señor Resucitado nos prepara para vivir el misterio de su «ausencia». Nosotros pertenecemos a las generaciones que ya desde el principio merecieron la «bienaventuranza»

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de los que, como Cristo le dijo a Tomás, «creen sin haber visto».

Una primera respuesta a esta situación es que Cristo mismo, a pesar de que no le vemos, porque está en estado glorioso, sigue estándonos presente: a pesar de que «vuelve» al Padre, sin embargo «no os dejaré desamparados», «yo sigo viviendo», «yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros». Recordemos que las palabras de despedida el día de la Ascensión serán: «Yo estoy con vosotros todos los días».

Es una buena ocasión -como lo ha sido todo el tiempo pascual- para insistir en la gozosa convicción de que Cristo no nos está lejos, sino entrañablemente cercano, según su promesa: en la comunidad, en su Palabra, en sus sacramentos, de modo particular en su Eucaristía, y también en la persona del pr6jimo.

-EL ESPÍRITU, EL MEJOR REGALO DEL RESUCITADO

Pero hoy empieza a adquirir relieve otro protagonista que llena y da sentido a esta aparente ausencia de Cristo: El nos da su Espíritu.

Ya aparece en la 1ª lectura, cuando los creyentes de Samaria reciben el Espíritu por medio de los apóstoles en lo que hoy llamamos la Confirmación, que completa el Bautismo. En la 2ª, Pedro nos asegura que Cristo bajó a la muerte «pero volvió a la vida por el Espíritu».

Y por fin, Jesús en la última cena promete a los suyos el Espíritu como «defensor», «Espíritu de la verdad», un «Espíritu que esté siempre con vosotros», "que vive con vosotros y está con vosotros".

En estas últimas semanas conviene que acentuemos este protagonismo del Espíritu en la vida de la Iglesia. No tanto como preparación a una fiesta nueva o independiente, sino como dimensión esencial de la Pascua. La Iglesia es algo

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más que una organización social. Su misterio interior se basa sobre todo en la presencia del Resucitado y la acción vivificadora del Espíritu. El Espíritu, el mejor don del Señor Resucitado a su comunidad, el que la anima y la lleva a la plenitud del amor y la verdad. El Espíritu, «Señor y dador de vida».

-UNA COMUNIDAD LLENA DE ESPÍRITU

Estas convicciones teológicas se tienen que traducir en la imagen que presenta la comunidad eclesial: comunidad de Cristo y del Espíritu. Siguiendo los «filones» que hayamos destacado a lo largo de la Pascua, se puede ejemplificar en estas direcciones.

a) La comunidad de Jesús ha recibido de Él la riqueza de los ministerios: hoy aparecen los diáconos predicando y bautizando, y luego los apóstoles expresando más plenamente el don del Espíritu y la agregación a la Iglesia.

b) Todo ello en medio de una comunidad que se siente misionera, evangelizadora y sacramental. En este tiempo pascual la comunidad habrá tenido la experiencia de los bautizos, las confirmaciones -con la significativa visita del obispo a las parroquias- y ojalá también ordenaciones, que supondrían nuevos ministros para bien de todos. Una comunidad rica en dones, todos ellos recibidos de Cristo y animados por su Espíritu. Comunidad llena de esperanza y alegría, como la de los samaritanos. No conformista, trabajadora, misionera, testimonial.

c) Esto supone también un crecimiento en la vida pascual de cada cristiano. La carta de Pedro invita a sus lectores a que mantengan firme su fidelidad y a que tengan ánimos. Buena palabra para los cristianos de ahora, que también vivimos en un mundo difícil. Ya en aquel tiempo había contradicción entre los criterios del evangelio y los de la sociedad, además de trabas y persecuciones. Pedro les propone un modelo que les anima a la perseverancia: el mismo Cristo Jesús, que fue objeto también de

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persecución y fue llevado a la muerte por su testimonio de la verdad. Pero resucitó y ahora triunfa en su nueva existencia.

Tal vez el mejor testimonio que podemos dar los cristianos a la sociedad de hoy es la esperanza, la visión positiva de la vida, el aprecio a los valores auténticos: que estemos prontos, como dice Pedro a los suyos, «a dar razón de vuestra esperanza al que os la pidiere».

En el ámbito de la familia o de las actividades profesionales, un cristiano que se ha dejado contagiar por la Pascua de Cristo, es testigo de su novedad y su alegría dinámica. Testigo de que el Espíritu sigue actuando, y por tanto de que es posible este milagro: una Iglesia y una sociedad más «pascuales».

Nos reunimos para celebrar la Eucaristía, en torno al Resucitado y movidos por su Espíritu: para poder luego vivir su vida pascual en medio del mundo.

6.

DEFENSORES DE LA VERDAD

El Espíritu, del que se nos habla en el evangelio de este sexto domingo de Pascua tiene una doble función: en el interior de la comunidad mantiene vivo e interpreta el mensaje evangélico, al exterior da seguridad al fiel en su confrontación con el mundo, ayudándole a interpretar el sentido de la historia.

Lo que fue Jesús, para sus discípulos durante la vida pública, es ahora misión permanente del Espíritu en la Iglesia: testimoniar la presencia operativa de Dios en el mundo. Los que están llenos de Espíritu, tienen la visión y conocimiento pleno de la verdad, que es Jesús. Los hombres espirituales son siempre una crítica radical para

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los que tienen solamente espíritu mundano, pues la verdad de arriba se contrapone con la mentira de abajo.

Jesús promete enviar el Espíritu de la verdad. Ante la confusión de tanto discurso erróneo y el espejismo de valores mentirosos, es urgente defender la verdad y encontrar caminos para que brille. Muchos, como Pilatos, repiten la vieja pregunta: ¿qué es la verdad?

La verdad es conocimiento y exactitud a las ambigüedades y el error. Es libertad interior frente a la dictadura de doctrinas fáciles. Es fortaleza serena al apresuramiento de la incertidumbre. Es sencillez espiritual frente al oropel de la falsa retórica. Es luz del bien frente a la ceguera de la malicia. Es principio de toda perfección, evidencia pacífica del misterio de lo eterno, alma de la historia individual y colectiva.

7. Para orar con la liturgia

El Espíritu Santo, que procede de ti, Señor, ilumine nuestras mentes y nos dé a conocer toda la verdad como lo prometió Jesucristo tu Hijo;

haciendo morada en nosotros nos convierta en templos de su gloria;

nos haga ante el mundo testigos valientes del Evangelio;

y nos lleve a la unidad de la fe y nos fortalezca con su amor;

así contribuiremos a que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, alcance su plenitud.

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8 INHABITACION

¡Envíanos el Espíritu de fortaleza, a fin de combatir, en nosotros y en torno de nosotros, valerosamente contra el mal!.

¡Envíanos el Espíritu de intrepidez, con el que los apóstoles comparecieron ante reyes y gobernantes y te confesaron!.

¡Envíanos el Espíritu de paciencia, a fin de que en todas nuestras pruebas nos mostremos como fieles siervos tuyos!.

¡Envíanos el Espíritu de alegría, a fin de sentimos dichosos de ser hijos del Padre del cielo!. Y, finalmente,

¡Envíanos el Espíritu Santo, Paráclito (consolador), a fin de no desfallecer en este mundo, sino que nos alegremos de tu divina cercanía!,

¡Qué nos alegremos de tu divina cercanía! "No os dejaré huérfanos". Yo estaré con vosotros de manera nueva y misteriosa; de una manera que es más que la presencia personal, limitada por tiempo y espacio, en que sólo puede obrarse desde fuera. Por eso os conviene que me vaya, pues entonces os podré mandar el nuevo consolador, que estará y obrará en vosotros, el Espíritu de la verdad, al que el mundo no ve ni conoce; pero vosotros lo conoceréis. Él permanecerá y morará en vosotros. El mundo no me verá ya más, pero vosotros me veréis, "porque yo vivo y vosotros viviréis". Una y otra cosa, profecía y promesa, son realidad y están estrechamente unidas. Ni una ni otra debemos perder de vista. ¿Qué se nos dice, acerca de este "estar con nosotros", acerca de esta presencia, este nuevo asistente y consolador?

Se trata, primeramente, de una presencia interior y personal que tal vez llamaríamos mejor presencia íntima. No es aquella presencia universal. que llena cielo y tierra y

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en que piensa el apóstol cuando dice: "En Él vivimos, nos movemos y somos'. No es sólo aquella presencia que conmovía al cantor orante del salmo 138: "¿Adónde podré ir lejos de tu aliento? ¿Adónde de tu faz huir podría? Si a los cielos me subo, allí te encuentro; si con los muertos duermo, estás presente. Si tomare las alas de la aurora y en los lindes del mar a vivir fuere, allí también me llevará tu diestra, y me asirá tu mano".

Aquí se trata de otra presencia, totalmente personal e íntima. Una presencia personal de conocimiento y amor, como de amigo con amigo, un "morar" en medio de nuestro corazón, en el fondo de nuestra alma, en el hondón oculto de nuestro ser. Una presencia que nos hace en cuerpo y alma templos del Espíritu santo. Esta presencia no depende de nuestro sentimiento, ni de nuestro estado de salud ni de la temperatura o clima variable de nuestra alma. Es una realidad, aunque no nos percatemos de ella. Es desde luego objeto de fe. Mas cuando hoy nos dice la psicología, la ciencia del alma, que hay en el hombre profundidades ocultas, a que no llega ya la conciencia y que, no obstante, determinan con otros factores todo nuestro vivir, pensar y querer, las profundidades psíquicas inconscientes de que vivimos: cuando decimos, que tales cosas nos dice la psicología, ya no es tan difícil pasar de ahí a creer, que aún es más hondo y más íntimo el habitar y obrar del Espíritu divino en nosotros. A pesar de ser oculta, esta presencia es perceptible y experimentable. "Él permanecerá y obrará en vosotros". Aunque personalmente permanece oculta, como "el rey de la cámara oscura", sus efectos son perceptibles y verificabIes. Basta para ello que nos abramos y prestemos atención.

Estamos tan derramados y somos tan solicitados hacia lo exterior, tan fascinados por lo que hiere nuestros sentidos, que pensamos perder algo aun cuando se trate de mirar u oír dentro de nosotros mismos. Estamos tan aturdidos del ruido que reina en torno nuestro y dentro de nosotros, que no percibimos la voz suave, la llamada susurrante del

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Espíritu de Dios. Las luces chillonas nos deslumbran de forma que no vemos la luz fina y delicada que hay, para guiamos, dentro de nosotros mismos. El Espíritu de Dios en nosotros no obra justamente aquello a que estamos de ordinario acostumbrados y que, aun sin caer en la cuenta, esperamos también aquí: Que se nos subyugue, deslumbre y arrastre. No, el Espíritu de Dios nos deja intacta la libertad y con ella, también la responsabilidad de la determinación y del propio esfuerzo. No miremos en dirección falsa, no busquemos en lugar y de modo falsos, no aguardemos nada falso.

Y entonces podremos verificar que El está aquí, está con nosotros, obra en nosotros, como espíritu de fe en medio de la duda y confusión, como fuerza en la flaqueza, como espíritu de alegría en medio de las lágrimas y tristeza, como última seguridad secreta entre el desfallecimiento y congojas de todo linaje. Él nos consuela y fortalece y guía, nos sostiene y ayuda, ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables, cuando nuestras palabras fallan; Él, consolador está allí ayudando a nuestra debilidad. ¡Gocemos de esta cercanía, de esta intimidad divina!.

JESÚS CORAZÓN DEL DIOS VIVIENTE

Si nos damos cuenta de la cantidad de miseria e injusticia que hoy se acumula en el mundo, una amarga pregunta surge en nosotros o, por lo menos, una secreta desconfianza: ¿Tiene Dios corazón para el hombre?

Ésta es la verdadera pregunta que hacemos a Dios. Confesamos fácilmente que es santo, glorioso, poderoso y grande. Pero sólo le podemos amar, si tiene corazón para el hombre, si realmente nos ama. Y no sólo a los hombres en general, sino a cada uno en particular. La naturaleza revela la grandeza y gloria del Creador; pero también su terribilidad, su enigma y ocultamiento. Pero ¿qué es el hombre, qué es la humanidad entera dentro de la naturaleza y del universo?. Menos que un gusanillo, que pisamos, sin notarlo, en nuestro camino.

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También en la historia descubrirnos, aunque oscuramente, un poder que la rige y dirige: pero ¿qué es la vida del individuo y aun la vida de pueblos enteros dentro de los milenios de la historia ante aquel que la dirige? Así hay grandes catástrofes, leyes férreas e inexorables, pero no corazón. La existencia de un Dios vivo que tenga corazón para los hombres, la conocemos sólo por la revelación y sobre todo por Jesucristo. En Él se hizo literalmente verdad que Dios tomó un corazón humano, un corazón de sangre cálida, palpitante, un corazón de hombre con temores y esperanzas, del que se dice haberse conmovido de compasión al ver a la madre que llevaba a enterrar a su hijo único; un corazón del que salió aquellas palabras: «Tengo lástima de esta muchedumbre. . .» Que temblaba y desfallecía, cuando tenía ante sí lo terrible, el dolor y la muerte. Un corazón que amaba a los pecadores. Un corazón, en fin, que se rompió en la cruz y que fue taladrado por la lanza. Cristo que vino no a dominar, ni siquiera solamente a. enseñar, sino a dar su vida en rescate por los muchos.

Se ha hablado mucho y aún se habla actualmente de una fe en Dios sin Cristo, de una «credibilidad en Dios», que no necesita de Cristo. Un Dios sin Cristo, es algo así como quedarnos en manos del destino y el destino no tiene corazón ni entrañas. Acaso nos quedara el Dios ante quien los pueblos son como gotas de agua en el mar, pero no un Dios a quien podamos hablar y tratar de tú y en cuyas manos nos podamos entregar; un Dios de quien sabemos que nos oye y se cuida de nosotros. Gracias a Jesús podemos llamar a Dios Padre. Gracias a Jesús podemos conocer el corazón viviente de Dios.

PRIMERA LECTURA

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La primera reunión plenaria del episcopado cristiano no se tuvo en una forma cerrada, puramente clerical. Dentro de ella había seglares, sobre todo mujeres. El hecho de que tenga que haber una jerarquía; no quiere decir que los demás miembros de la comunidad no sean también decisivos.

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1, 12-14

Después de subir Jesús al cielo, los apóstoles se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Llegados a casa subieron a la sala, donde se alojaban: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón de Celotes, y Judas el de Santiago.

Todos ellos se, dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos.

COMENTARIOS A LA PRIMERA LECTURA

Hch 1, 12-14

1.

Después de la ascensión de Jesús al cielo, los apóstoles regresan a Jerusalén con la esperanza de que se cumpla la promesa y descienda sobre ellos el Espíritu Santo. Hasta que esto suceda, lo mejor que pueden hacer es seguir juntos y dedicarse a la oración.

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La distancia que podía recorrerse sin quebrantar el descanso sabático era poco menos de un kilómetro (cf. Ex 16, 29; Núm 35, 5).

"Subieron a la sala". Se trata de un lugar conocido por todos, de la casa, en donde tenían sus reuniones, pero no de la casa en donde habitaban. Posiblemente fue en esta misma casa donde Jesús celebró la última cena con sus discípulos; así lo atestigua la tradición desde el siglo IV. Se cree también que es ésta la misma casa donde estaban reunidos los apóstoles el día de pentecostés.

La lista de los apóstoles ofrece dos peculiaridades: la ausencia de Judas, el traidor, y el hecho de ocupar Juan, "el discípulo amado", el segundo puesto. Jesús no eligió casualmente a doce discípulos para que fueran sus apóstoles, lo hizo pensando en el nuevo Israel que nacería con la tradición apostólica. Por eso los apóstoles comprendieron muy pronto la necesidad de elegir a otro que ocupara la vacante de Judas Iscariote.

Es la última noticia que nos dan los evangelistas de la Virgen María. Aquí se destaca su presencia en medio de la comunidad de Jesús. Están con ella otras mujeres que siguieron a Jesús en su vida pública (Lc 8, 2.s; 23, 49; 24, 10) y los "hermanos", esto, es familiares de Jesús, pero no hermanos en sentido propio. Estos familiares no comprendieron a Jesús y mantuvieron ante él una cierta distancia (cf. Mc 3, 31-35), pero ahora, después de su muerte y resurrección, los vemos entre sus discípulos. En la primera carta a los corintios (15, 7; cf. 9, 5) se habla de la aparición del Señor a Santiago, el "hermano" de Jesús. Este Santiago fue una de las columnas de la iglesia primitiva en Jerusalén.

Apóstoles, amigos, familiares de Jesús, forman juntos una comunidad de oración, comparten los mismos recuerdos y la misma esperanza. La iglesia es siempre también una comunidad de oración, sobre todo cuando se reúne para celebrar la eucaristía.

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Si nuestras reuniones obedecen simplemente a un compromiso social y nos reunimos sólo para cumplir una obligación, no podremos esperar que descienda sobre nosotros el Espíritu Santo que todo lo renueva y no tiene que ver nada con los convencionalismos y la rutina. Una comunidad de oración es una comunidad de hombres libres. No se puede orar por obligación, como no se puede amar o esperar por obligación.

SALMO RESPONSORIAL Sal 26,1. 4. 7-8a

R/. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida [o Aleluya].

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Una cosa pido al Señor, eso buscare: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo.

Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.»

COMENTARIOS AL SALMO 26

***

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Este es un "salmo de confianza"... Compuesto quizá en dos ocasiones. En su estado actual, llama la atención el admirable ritmo de sentimientos:

-Afirmación del credo "Dios es salvación".

-Matiz: esta salvación conlleva una participación del hombre, un combate.

-Este valor tiene una fuente: la oración.

-Y la vida con sus combates sigue su curso, ansiosa.

-Pero todo culmina de nuevo en una certeza, apoyada en Dios.

Hay que notar en el versículo 7, el cambio sorprendente de "persona": hasta allí, el salmista habla de Dios en tercera persona... Bruscamente, empieza a hablar a Dios en segunda persona: "¡escucha, te llamo!".

El hebreo es una lengua concreta: saboreemos las imágenes. La muralla. Temblar. La carne destrozada. Hacer pie. El despliegue del ejercito enemigo. La entrada en batalla. Habitar en la casa de Dios, etc...

**** Una vez más, descubrimos que Jesús recitó este salmo. He aquí algunas alusiones conmovedoras:

-"Los malvados se acercan para destrozar mi carne..." La flagelación, la pasión.

-"Falsos testigos se levantaron contra mi..." (Mateo 26,59). "Habitar en la casa del Señor..." Nos remite a este deseo de Jesús, que se patentiza desde su primera peregrinación al templo: "¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?" (Lucas 2,49). Jesús Niño, se dejó moldear por este deseo del salmista:

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Habitar "en la casa de Dios", y lo realizó en la primera ocasión que se le presentó.

-"La única cosa que busco"... Buscad primero el Reino de Dios (Mateo 6,33).

-"A quién temeré"... No temáis pequeño rebaño (Lucas 12,32).

-"Que empiece la batalla, yo sigo confiando..." "Las potencias del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia". (Mateo 16,18).

-"Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá..." Cuando todo apoyo humano lo abandona, Jesús dice: "Ustedes me dejarán solo: No, nunca estaré solo, el Padre está conmigo". (Juan 16,32; 8,16; 8,29)

-"Dios Luz"... "La luz vino al mundo" (Juan 3,19) "Yo soy la luz del mundo" (Juan 8,12 ;12,46).

"Veré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes": "Antífona de la liturgia de difuntos... Certeza de la Resurrección..." "Voy hacia el Padre" (Juan 14,28).

¿Cuál es "el hoy de Dios"? Es el hoy del mundo, el hoy de la Iglesia, mi hoy, familiar, profesional, etc... Este salmo, hay que actualizarlo, meditarlo con este Aggiornamento. Tema de la esperanza. Una de las actitudes espirituales que el mundo moderno necesita más urgentemente es la esperanza. Tener confianza. Dar confianza. Tener fe en el éxito. Luchar por ello. La esperanza no es una virtud lenitiva y fácil: es una actitud de valor y fortaleza. No es solamente una virtud "humana", sino un "don del Espíritu", una virtud teologal que se fundamenta en la oración, en el deseo de intimidad con Dios... "¡La única cosa que busco!" ¿es esto cierto?

Tema de la crisis. El mundo está en crisis. La Iglesia está en crisis. La esperanza que canta este salmista es

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ansiosa: el miedo ronda las puertas... Se da la señal de batalla. Así traduce Paul Claudel este pasaje: "¡Si me declaran la guerra, es ganancia para la esperanza!... ¡Fuego! Yo grito: ¡hurra!".

¿Creemos, sí o no, que Dios es nuestra defensa? ¿Querríais que yo temblara?"

Tema de la escatología. Dios tendrá la última palabra "estoy seguro, veré la bondad de Dios... Veré el rostro de Dios" (I Corintios 13,12). Pero este logro de Dios (esta salvación "esta luz", esta "habitación en Dios") hacia la cual avanzamos, ya ha comenzado; nuestra tarea humana consiste en tomar parte en ella desde ya: "espera... Sé fuerte y valeroso". En otras palabras: "¡puedes contar con Dios, sí!" ¡pero es necesario también poner de tu parte! La gracia y la libertad.

Tema de la oración. Nuestro mundo materialista suscita en muchas personas una sincera vuelta a la oración que toma con frecuencia la forma hoy muy en boga de los místicos orientales. Este salmo, característico de Cuaresma, nos brinda la ocasión de hacer la experiencia más prolongada de intimidad con Dios. El salmista se consideraba "huésped" de Dios: "sólo una cosa le he pedido al Señor, sólo una cosa deseo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida... Me oculta en lo más secreto de su morada... Tu rostro, Señor, yo busco". ¿Por qué no hacemos la experiencia de la proximidad sabrosa de Dios? "Jesús inspirado en este salmo, nos invita a una oración íntima". "Cuando quieras orar: entra en el silencio de tu habitación la más retirada, cierra la puerta y dirige tu oración al Padre que está allí, en lo secreto". (Mateo 6,6). Se trata de la misma fórmula del salmo: "El me oculta en lo más secreto de su morada". Alejarse en Dios. Ocultarse en Dios. Expresión de ternura.

Tema del Rostro de Dios. Si hay un sentimiento vivo hoy, es el de la "ausencia" aparente de Dios. El hombre occidental contemporáneo está realmente traumatizado

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por "el silencio" de "Dios". Concluye sin más que Dios no existe, que "Dios ha muerto". La fórmula de este salmo 26, es dramática en este sentido: "No olvido que tú has dicho: ¡Buscad mi rostro mi! Tu rostro busco, Señor". El salmista de otros tiempos debía, como nosotros, experimentar la dificultad de encontrar a Dios. Pero su canto termina con un grito de fe: "Estoy seguro, veré las bondades del Señor".

Tema del combate de cada día. El intimismo de este salmo de confianza, no debe llevarnos a lo ilusorio. La oración, "la habitación en Dios", la búsqueda de su rostro no justifican la huida egoísta de la realidad. El salmo está impregnado de punta a punta por una atmósfera de batalla. Los "malvados", los "adversarios", los "enemigos", "aquellos que me acechan", están allí, junto al que ora. La búsqueda del rostro de Dios conlleva todo un programa de lucha contra el mal, que puede convertirse en un verdadero programa para una verdadera Cuaresma.

2. La libertad gloriosa

El salmo 27 se encuentra en las mismas armónicas que aquella gran melodía que viene resonando desde las primeras páginas de la Biblia: no tengas miedo,, yo estoy contigo. Moisés, Josué, Gedeón, Samuel, David, y todos los profetas, en los momentos decisivos, al experimentar el peso de su fragilidad frente a la altura de una responsabilidad, escucharon, en diferentes oportunidades, y en múltiples formas, estas o semejantes palabras, que les liberaron de temores y les infundieron coraje.

Esta melodía adquiere, en ciertos momentos, una tensión verdaderamente conmovedora. Así, por ejemplo, cuando, muerto Moisés, Josué tuvo que ponerse al frente del pueblo, en su marcha conquistadora hacia la Tierra Prometida; sintiéndose (Josué) indeciso para cruzar el río Jordán, frontera de la futura patria, el Señor le infundió

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aliento y esperanza con estas palabras: «como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré. Sé valiente y firme, porque tú vas a dar a este pueblo la posesión del país que juré dar a sus padres. Sé, pues, valiente y firme... No tengas miedo ni te acobardes, porque tu Dios estará contigo a donde quiera que vayas» (Josué, 1, 1-10).

Estas palabras acompañaron a Josué, como luz y energía, durante las mil y una aflicciones que tuvo que soportar en los años en que Israel se instaló en la tierra de Canaán, instalación que no fue una posesión pacífica de una tierra regalada, sino una conquista sangrienta en medio de mil atrocidades.

*****

Esta melodía o leit motiv -la asistencia leal y amorosa de Dios- adquiere una tonalidad todavía más intensa y alta en los profetas, sobre todo en Isaías: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre: "eres mío". Si pasas por las aguas, yo estoy contigo; si por los ríos, no te anegarán. Si andas por una hoguera, no te quemarás, porque yo soy tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador (Is 42,1-4). Numerosos textos, semejantes a éste, diseminados aquí y allá, en diversos profetas, expresan la misma convicción.

Una larga serie de salmos contiene, también, de forma múltiple y vigorosa, la certeza de esta asistencia liberadora de temores y angustias: salmos 23 (22); 27 (26); 31 (30); 71 (70); 91 (90); 118 (117); 131 (130), y otros. En términos generales, se podría decir que esta convicción (¿actitud?, ¿estado de ánimo?) es el sentimiento más generalizado e insistente en los 150 salmos.

De esta certeza, reiteradamente confirmada a lo largo de los siglos bíblicos, deduce San Pablo una cadena de

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alentadoras conclusiones: «Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Estoy seguro de que, ni la vida, ni la muerte, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios» (Rom 8,31-39).

Soledad, miedo, angustia MIEDO/SALMOS

El salmo 27, sobre todo en su primera parte, suena en estas mismas armónicas. El salmista entra en escena, airoso y triunfal, lanzando desafíos en todas direcciones, con metáforas cada vez más brillantes y audaces:

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?... Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla, si me declaran la guerra, me siento tranquilo.

¿Cómo llamar a esto: libertad, seguridad, gozo, paz, plenitud? ¿Estará aquí el contenido del saludo eterno de Israel: Shalom? Es un saludo que encierra tales resonancias de vida que no hay manera de traducirlo a otros idiomas; por ejemplo, nuestra palabra paz no agota los contenidos vivos de Shalom; quizás podríamos expresarlo con la palabra felicidad, restándole un cierto eco edonista que este término oculta.

Pero, ¿cuál es, en el fondo, la experiencia que está viviendo el salmista? ¿Cuál es el contenido vital, la naturaleza última de ese sentimiento que se agita dentro del salmo? ¿Habrá alguna manera, alguna expresión que pueda sintetizarlo? Entiendo que sí. Y podría ser ésta: ausencia de miedo. Pero, esta expresión, de cuño negativo, encierra a su vez una carga de profundidad, desbordante de varias riquezas: seguridad, libertad, gozo, paz, alegría. Por sintetizarla con una expresión de signo

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positivo, hablaremos de libertad interior, entendiendo, ciertamente, por libertad interior ese cúmulo de vivencias interiores recién señaladas. En todo caso, después de todo, como veremos, no se trata de otra cosa que de ausencia de miedo.

Como hemos dicho, la Biblia repite invariablemente los mismos términos: yo estoy contigo; no tengas miedo. Al primer golpe de vista, aparece obvio que la causa que desencadena un hecho es la presencia divina (yo soy contigo); y el hecho, el efecto producido, es la remoción del temor (no tengas miedo). Hay, pues, una relación de causa a efecto. Esta es la explicación radical que, según creo, yace en el fondo del salmo 26, y en el fondo de no menos de diez o quince salmos más. Considero, pues, que es conveniente y provechoso hacer un análisis y escudriñar las entrañas del fenómeno miedo, con cierta prolijidad.

En el fondo del fenómeno está la soledad, entendiéndose por soledad el hecho de sentirse solo; y esto, a su vez, equivale a sentirse desvalido, indigente, impotente, limitado. A todo esto lo llamamos solidaridad. Hay dos circunstancias que dramatizan esta situación o sensación: en primer lugar, el factor temperamental: hay personas que nacieron con una predisposición especial a sentirse especialmente desvalidas; y a otras, ciertos acontecimientos desdichados las dejaron con las alas recortadas, enfermas de inseguridad.

Por otro lado, una alta responsabilidad le hace sentirse al hombre, normalmente, solitario, incierto, inseguro; porque, siempre, el peso de una responsabilidad es el peso de una soledad. Es lo que les sucedió a Moisés, Jeremías y otros profetas.

Y, aquí y ahora, nace el temor, como consecuencia y efecto de esa soledad desvalida. El miedo está constituido fundamentalmente de incertidumbre e inseguridad. El

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miedo sería, pues, consustancial al hecho de sentirse hombre, a partir de su radical soledad e indigencia.

El miedo acompaña al hombre bajo muchas formas y variantes, y, a veces, bajo formas disfrazadas. Su presencia, con frecuencia oculta y larvada, es constante, aunque el hombre no tenga conciencia de ello.

Las diversas formas del miedo permanecen vivas, pero enterradas, en las capas profundas de la subconsciencia: son fuerzas en movimiento, completamente oscuras, sin que se sepa exactamente de dónde vienen, a dónde se dirigen, y, sobre todo, a dónde nos llevan. Los factores que desencadenan las formas y variantes del miedo son innumerables e imprevisibles.

El estado de miedo (el miedo en cuanto se ha instalado en la conciencia) puede surgir un tanto repentinamente, y apagarse pronto. También puede hacerse presente paulatinamente; en este caso, sus efectos pueden ser persistentes, y llegar a transformarse en una fijación de carácter permanente, entrando (el miedo) a formar parte constitutiva de la personalidad, e incidiendo en muchas de las manifestaciones de la vida.

*****

El hecho de vivir envuelve, de alguna manera, una cierta amenaza general o peligro. Donde hay seres humanos que sienten, desean y proyectan, los peligros estarán al acecho, a la puerta. El hombre puede desear ardientemente la independencia, y luchar por ella, pero no puede liberarse totalmente de las dependencias. Siempre estará inserto en algún grupo o sistema social; y, mientras esto suceda, por mucho que se esfuerce por ser autónomo, siempre existirán algunas formas de dependencia, y, oculto entre sus pliegues, el eventual conflicto que, en cualquier momento, puede estallar.

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En las entrañas del miedo, frecuentemente, nace y crece, tensa y a la defensiva, la resistencia mental, resistencia a algo, por lo general sordo y oscuro, que intuimos como posible peligro o amenaza a nuestra seguridad, amenaza que se intenta anular resistiéndola. Esta resistencia tiene un nombre: angustia.

ANGUSTIA/SALMOS: A menudo es difícil distinguir la frontera divisoria entre el miedo y la angustia. Teóricamente, la angustia es hija del miedo, pero no rara vez ignoramos dónde está la madre y dónde la hija. Por eso, hay una serie de términos que, en el lenguaje corriente, resultan sinónimos del miedo: temor, angustia, ansiedad, congoja, pánico... Y, digamos de paso que, aunque mucho se parezcan, el miedo, de por si, es completamente diferente de la timidez.

No siempre el miedo tiene una motivación objetivamente válida. Hay que tener en cuenta que todo hombre arrastra unas buenas dosis de subjetivismo, que hacen parte de la individualidad; y esto sin pensar en los sujetos que, constitutivamente, muestran fuertes tendencias subjetivas.

Por eso, el miedo crea fácilmente fantasmas, ve sombras, distingue enemigos, o los sobredimensiona, se mueve entre suposiciones. Y si la persona tiene tendencias subjetivas muy marcadas, puede vivir, sobre todo en los momentos de crisis, entre alucinaciones, viendo adversarios por todas partes, imaginando conspiraciones, suponiendo conjuras. Es lo que le sucede al autor de algunos salmos, como, por ejemplo, el 31 (30), el 71 (70), y otros.

Después de todo, el miedo es, no enemigo número uno del hombre, sino enemigo único. El mal de la muerte no es la muerte, sino el miedo de la muerte. El mal del fracaso no es el fracaso, sino el miedo a fracasar. El mal de que no me quieran o me marginen no es el hecho de que eso suceda, sino el miedo de que suceda. De todo lo

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dicho surge, espontánea y obvia, la siguiente conclusión: removido el miedo de los enemigos, los enemigos desaparecen, por muy altaneros que se presenten ahí, frente a mí.

*****

Hijos de la Omnipotencia

Y hemos llegado al punto de partida. ¿Por qué, de qué manera, con qué mecanismos la presencia de Dios (yo estoy contigo) desplaza y anula el miedo (no tengas miedo)? La explicación es esta: la presencia de Dios no «ataca» directamente al miedo, sino a la soledad, madre del miedo.

Cuando el hombre abre sus espacios interiores a Dios, en la fe y en la oración; cuando siente que sus soledades interiores quedan inundadas por la presencia divina; cuando percibe que su desvalimiento e indigencia radicales quedan contrarrestados por el poder y la riqueza de Dios; cuando el hombre experimenta vivamente que ese Señor, que llena y da solidez, además de todopoderoso, es también todocariñoso; que Dios es «su» Dios, el Señor es «su» Padre; y que su Padre lo ama, y lo envuelve, y lo compenetra, y lo acompaña; y que es su fortaleza, su seguridad, su certidumbre y su liberación..., entonces, díganme, ¿miedo a qué?

Si el Señor es mi fuerza y mi salvación, ¿temer, a quién? Si el Señor es la defensa de mi vida, ¿temblar, ante quién? (v. l). El miedo ha desaparecido porque la soledad ha quedado poblada por Dios. Y, en este momento, el hombre comienza a participar de la omnipotencia de Dios: ni la vida, ni la muerte, ni la mentira, ni la calumnia podrán causarme el más pequeño rasguño. Es, pues, el hombre, a partir de ese momento, hijo de la omnipotencia, invulnerable ante los peligros y amenazas.

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Y este sentimiento de omnipotencia va acompañado de seguridad, euforia, júbilo, libertad, sentimientos que afloran en muchos salmos con expresiones exultantes. ¿Cómo llamar a todo esto con una sola palabra? Nosotros lo hemos llamado libertad interior, pero esta expresión aún es muy pálida. En realidad, se trata de una sensación de omnipotencia: es lo que sentía San Pablo al escribir: «Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades, ni altura, ni profundidad ... », nada ni nadie puede conmigo, porque Dios está conmigo, y participo de su propio poder.

No es que a los enemigos se los haya tragado la tierra, o hayan sido fulminados por un rayo, o pasados a espada. No. Los adversarios siguen en pie, están ahí, insolentes, esparciendo su veneno. Pero el salmista se siente de tal manera arropado por la presencia divina, de tal manera cohesionado interiormente, de tal manera partícipe de la omnipotencia divina, y por lo mismo, invencible, que no siente miedo alguno, no le afectan los insultos ni le alcanzan los dardos, nada lo hiere, nada lo lastima; se siente libre, libre de los males y la adversidad.

No se trata, pues, de una situación objetiva, como si los enemigos hubieran caído abatidos y derrotados, sino una sensación subjetiva, la sensación de una libertad gloriosa, acompañada de júbilo, euforia y plenitud vital. Este es el mecanismo, el sentido profundo que late en el seno de¡ salmo 26 y de tantos otros.

*****

Ahora bien; como dijimos, si el miedo es removido, desaparecen los enemigos, no del frente de batalla, sino de la mente. Y, entonces, la situación real es tal que el hombre se siente como si los enemigos de hecho no existieran; y no sólo los enemigos, sino todos los males y desgracias de la vida; de ahí esa santa euforia, esa libertad gloriosa.

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Si se levantan contra mi los resentidos de siempre, para derribarme y devorarme, cuando me vean invulnerable a sus espadas y mentiras ellos mismos serán presa de confusión y perplejidad, «ellos, adversarios y enemigos, tropiezan y caen» (v. 2), son ellos los que se sentirán derrotados.

Aunque un ejército entero (v. 2), organizado en orden de batalla, acampe frente a mi casa, mi corazón no se inmuta. Y si, bayoneta en alto, avanzan con intención de traspasarme, ni siquiera me inmuto, porque nada pueden hacerme, me siento libre, invulnerable. «¿Qué puede hacerme el hombre?»

«En el día del peligro» (v. 5), cuando me ronde la desdicha, cuando la muerte llame a mi puerta, cuando me asalten los mastines de la incomprensión y la soledad, el desprestigio y la enfermedad, el Señor «me protegerá en su tienda». Dios no tiene tienda ni cabaña. El mismo es la cabaña de refugio. El problema está en que yo me refugie, me acoja, me abandone en sus manos. Pero Dios no tiene manos; se trata de una metáfora para significar su presencia. Hay quienes traducen, con gran acierto, este versículo, diciendo: «Dios me abrigará. » Correcto. De eso se trata: de que yo me abrigue, que yo me cubra con la presencia divina, como con un abrigo. Una vez más, y siempre, la libertad gloriosa presupone una experiencia viva de Dios.

*****

Y continúa el versículo: «Me esconderá en lo más escondido de su morada.» Dios no tiene escondites; El es el escondite, y la gruta de refugio, y la cabaña para guarecerse en tiempo de tormenta. Otra vez, y siempre, el problema está en mí: soy yo quien tiene que buscar el refugio de sus alas; soy yo quien tengo que envolverme con su presencia, que me protegerá de las saetas.

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«Me alzará sobre la roca» (v. 5). Tampoco tiene Dios roca alguna. El es la roca, y una roca prominente, inaccesible. Y soy yo quien debo encaramarme sobre esa roca para ponerme fuera del alcance de las flechas de los enemigos. Brillante metáfora que recuerda los castillos inexpugnables de otros tiempos, construidos, como nidos de águila, sobre riscos altísimos, rodeados por todas partes de barrancos profundos. Estas torres eran, pues, inaccesibles, y por lo mismo, inexpugnables. Los hombres, refugiados en su interior, estaban seguros y libres de sus enemigos.

«Y levantaré la cabeza sobre el enemigo que me cerca» (v. 6). Espléndida figura, muy repetida en la Biblia, que resume cuanto el salmista ha dicho hasta ahora. Esto es: si los enemigos (que pueden ser personas, o bien acontecimientos, o elementos adversos de la naturaleza) rugen en torno, me amenazan y me disparan, pero yo soy invulnerable porque estoy revestido con un abrigo antibalas, que es Dios, y me siento insensible a sus amenazas, y, por lo mismo, libre, entonces, el triunfo es mío, lo que equivale a quedar yo con la cabeza levantada por encima de mis enemigos.

«En su tienda sacrificaré sacrificios de aclamación, cantaré y tocaré para mi Dios» (v. 6). Era inevitable; siempre sucede así: una gesta de liberación acaba siempre en un himno de liberación. El salmista, sintiéndose completamente liberado y profundamente dichoso, necesita explotar; no puede callarse, y en un arrebato de agradecida emoción, prorrumpe en música y danza, en gritos de júbilo y alabanza para el Gran Liberador.

Tu rostro busco, Señor

Todo lo que hemos dicho hasta ahora corresponde a la primera parte del salmo, cuyo contenido fundamental es la ausencia de miedo (no tengas miedo). Y el núcleo esencial de la segunda parte es el asegurar la presencia divina: buscar su rostro. Premeditadamente nos hemos

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saltado el versículo 4, porque, por su contenido, corresponde más bien a la segunda parte.

«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Si la experiencia liberadora, descrita hasta ahora, es realmente así, entonces se impone una conclusión; si Dios, vivo y vivificante en la interioridad humana, es la fuente de toda dicha y de toda libertad, entonces, concluyamos: sólo una cosa vale, sólo una cosa importa, sólo una cosa procuraré, pediré y buscaré eternamente: «habitar en la casa del Señor».

Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.

*****

«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.» Otra vez lo precisamos: Dios no tiene rostro. Este término, rostro, tan repetido desde los días de Moisés, como la expresión de la intimidad más entrañable, quiere indicar, hace referencia, una vez más, a la presencia divina, al Dios personal, vivo y verdadero, a Dios mismo, percibido vivamente en la fe y en la oración.

Volvemos a insistir: el Señor será el vencedor de la soledad y el liberador de las angustias, en la medida en que sea el Dios viviente en el fondo de mi conciencia. La única condición para que Dios sea verdaderamente mi liberador es ésta: que no sea (Dios) una abstracción teórica, un entresijo de ideas lógicas para hacer

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acrobacias intelectuales, sino que sea, dentro de mí, una persona viviente: padre, madre, hermano, amigo, mi Dios verdadero. A esta realidad, por llamarla de alguna manera, la llamamos rostro.

Y el salmista, sabiendo por experiencia que ese Rostro es la clave de todo bien, fuente de fuerza y transformación, así como de plenitud existencial, en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá».

El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir.

Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom.

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3.

BUSCO TU ROSTRO

Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida.

«Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro».

He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria.

Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de

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segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme.

Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mí me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón.

«Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».

4.

Aborrezco las luces deslumbrantes de ídolos y dioses fabricados. No corro detrás de las luces atrayentes, espléndidas, de la gran ciudad. No me dejo seducir por las luces sugerentes de la publicidad, con sus guiños malvados y engañosos: "Coca-Cola: beba usted. Carlos III: el amigo en la intimidad. Fortuna: su tabaco ideal". Ni me encantan las luces estimulantes de los escaparates o las discotecas. Me ciega la luz de las estrellas rutilantes y me aburre la luz de las pantallas, grandes o pequeñas. Son todo luces ficticias y vacías, luces débiles, mortecinas, grotescas, siniestras, fantasmagóricas, que se apagan a golpe de moda

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y se compran y venden por dinero. Yo quiero una luz que nunca se apague, una luz que me encienda el corazón y las entrañas, y me convierta en una antorcha viva. Yo busco una luz viva. "El Señor es mi luz". Me encanta, Señor, la luz de tu Palabra: cada palabra es un lucero. Me cautiva la luz de tus ojos: anuncian un océano de dicha. Me puede la luz de tu costado: es la puerta del paraíso. Me embriaga la luz de tu Espíritu: es un sol que enciende y no quema, un cielo de amores infinitos. "Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro". Tu rostro es mi luz y mi salvación. Tu rostro es mi encanto y mi diversión. Tu rostro es mi manjar y mi canción. Lo buscaré como la esposa al amado del alma. Lo buscaré en la vigilia y en el sueño, en el trabajo y en el descanso, en el gozo y en el sufrimiento. Lo buscaré siempre. Pero no lo buscaré en el monte espléndido, ni cuando andaba sobre el mar. Lo buscaré mejor hecho ascua viva de amor en el madero, ardiendo en la cera de su propia carne,

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alimentado con el aceite inextinguible del Espíritu. Lo buscaré siempre en la cruz de cada día: en los pobres, enfermos y oprimidos, pequeños luceros escondidos que iluminan la noche del mundo.

5.

Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense La contemplación de Dios “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8) Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida. (Ex 33,20) Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti. (2Cor 5, 15) No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti. (Ex 33, 21) Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda. (Sab 5,16)

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Alguna vez, cuando contemplo y miro---por la espalda (Ex 33,23)--- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto.

SEGUNDA LECTURA

Cosa normal es que la Iglesia sufra a causa de la misma proclamación del Evangelio, cuando esta última no se avenga a los planes de los poderes constituidos. En ese caso, los cristianos -sobre todo, los más representativos- han de estar atentos a que no se les acuse por fallos comunes.

Lectura de la primera carta del. Apóstol San Pedro 4,13-16.

Queridos hermanos:

Estad alegres cuando compartís los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, reboséis de gozo.

Si os ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos vosotros, porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros.

Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por homicida, ladrón, malhechor o entrometido.

Pero si sufre por ser cristiano que no se avergüence, que dé gloria a Dios por este nombre.

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COMENTARIOS A LA SEGUNDA

LECTURA 1 P 4, 13-16

1.

Los discípulos de Jesús no han de buscar los padecimientos, pero tampoco han de temerlos hasta el extremo de abandonar al maestro.

Al contrario, deben estar contentos de padecer los padecimientos de Cristo, es decir, aquellos que sobrevienen por su fidelidad al evangelio. Los que padecen con Cristo, resucitarán con él; esta esperanza se hace paciencia y levanta el corazón en medio de las dificultades.

Ser ultrajado por "el nombre de Cristo" es padecer por la causa de Cristo, por la misión de Cristo (el nombre significa en lenguaje bíblico la misión recibida de Dios). Los que padecen así deben considerarse dichosos, pues en sus mismos dolores tienen la prueba de que el Espíritu de Dios (que resucitó a Jesucristo, Rom 1, 4) está ya sobre ellos. La hora del testimonio, del martirio, es siempre la hora de la exaltación del testigo del evangelio.

Por eso Jesús, el maestro, que ha venido a dar testimonio de la verdad, llama "hora de su glorificación" a la hora de su muerte.

Y Juan presenta la crucifixión del Señor como su "exaltación", inseparablemente unida a la gloria de la resurrección. En esa exaltación se manifiesta el "Espíritu de la gloria".

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El que es cristiano de verdad no se avergüenza de comparecer ante los tribunales de este mundo y da gloria a Dios confesando el evangelio. Lo único vergonzoso para el creyente sería ser acusado de crímenes comunes y ser perseguido justamente por ellos. El cristiano que hace política no es un "entrometido", ni debe avergonzarse tampoco si hace la política que debe hacer según su conciencia y por amor a los hombres.

2.

/1P/04/12-19 /1P/05/01-14

Con este fragmento concluye 1 Pe. Se trata de una serie de advertencias que se refieren a diversas situaciones de las comunidades a las que va dirigida la carta: quienes sufren el fuego de la persecución son exhortados a interpretarla como purificación de Dios (4,12-19); los dirigentes de la comunidad (los presbíteros) deben evitar el autoritarismo y la codicia (5,1-4); los jóvenes han de respetar la autoridad de los mayores (5); todos tienen que revestirse de sentimientos de humildad (5b-7). Por último, el autor anima a los lectores a soportar la persecución como destino común a todos los cristianos (5,8-1] ). La despedida (12-14) se hace desde Roma (Babilonia).

Es interesante subrayar la motivación cristológica de todas estas exhortaciones y avisos: la persecución se comparte con Cristo; el cuidado de la comunidad se debe practicar a la luz de los sufrimientos de Jesús; la restauración prometida vendrá a través de la petición que se hace por medio de Cristo. En el fondo, para el autor, el seguimiento de Cristo da sentido a todas las obras y todos los sufrimientos, incluida la muerte. A la luz de Jesús, que carga con la cruz, muere y resucita, todo queda iluminado y lleno de sentido: la fe y la esperanza del creyente no son alienantes ni constituyen una coartada. El que sigue a Jesús está preparado para asumir como él todo lo que la

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vida le pueda deparar. Por eso la persecución, la enfermedad, el sufrimiento, la debilidad, la muerte... son asumidas y -hasta ahí llega la pretensión del creyente- pueden tener sentido. No es preciso espiritualizar nada ni rechazar nada; no es preciso negar la vida para poder creer. Ni siquiera se nos pide que lo manifestemos con palabras: es suficiente mostrarlo con los hechos. Dar razón de nuestra esperanza no es exponerla mediante una serie de razonamientos teóricos: basta con mostrar que nuestros pasos siguen detrás de «las huellas de Jesús» (1,21).

3.

/1P/05/01-11

Está magníficamente elegido para la fiesta de un pastor este fragmento que habla a los presbíteros que vigilan (episkopoúntes = que cumplen la tarea de velar) sobre los rebaños de fieles. El texto que nos interesa es, pues, el primer fragmento (vv 1-4) al que siguen otras exhortaciones (5-11). Los presbíteros (presbyteroi) son exhortados aquí a apacentar y vigilar, dos palabras que tienen su historia en las tradiciones nómadas de Israel: Dios es el pastor (cf., p. ej., Sal 23,1), Dios vigila la tierra (Dt 11,12, en la versión de los Setenta). Por eso el enviado de Dios por excelencia, Jesús, será también pastor (Jn 10,11; Heb 13,20) y será también vigilante (episkopos: 1 Pe 2,25). De ahí la caracterización de los dirigentes de la comunidad como pastores (Jn 21,16; Hch 20,28) y vigilantes (1 Pe 5,2).

En nuestro fragmento esta tarea directriz es definida con tres contraposiciones muy claras: «Apacentad... no con dureza, sino con suavidad...; no por una vergonzosa ganancia, sino con entusiasmo; no tiranizando a los que os han confiado sino haciéndoos modelos del rebaño». Nos interesa especialmente la última: «Vuestro pastoreo no ha

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de ser como el del amo (este es el sentido de katakyrieúo), sino haciéndoos modelos». En todo el NT el verbo señorear u obrar como amo (katakyrieúo) lo encontramos sólo aquí y en Mc 10,42, en que dice Jesús: «Ya sabéis que los gobernantes de los pueblos los tiranizan y que sus magnates los oprimen. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor».

Las tareas directivas en la comunidad creyente deben tener como único objetivo ser modelo, no dominar o gobernar. Por eso el texto de Mc citado acaba con el motivo cristológico, punto culminante del mismo: «Puesto que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por todos». No deja de tener importancia el acercamiento de ambos textos.

El NT, hablando de las tareas directivas en la comunidad creyente, no usa nunca un vocabulario de poder, de dominio, de autoridad o de gobierno. Nos habla más bien de apacentar el rebaño, de cuidarlo, de servir, de hacerse modelo, de amar. Tal vez por ello resulta más sorprendente que las estructuras eclesiales que responden a esta tarea hagan pensar más en el gobierno o la autoridad que en el ejemplo y el servicio.

SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA

LECTURA 1 Pe 4,13-16: ¿Tú no quieres padecer por una vida imperecedera?

Aunque no se leyó, el texto continúa así: Cuando te llegue, recíbelo; aguanta en el dolor y ten paciencia en tu

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humillación. Como en el fuego se prueban el oro y la plata, los hombres se convierten en agradables a Dios en el crisol de la tribulación (Eclo 2,1-5). Te parece duro; quedaste defraudado. ¿Acaso perdiste aquello que nunca perece? ¿Por qué? Muchos sufren horrores por causa de un dinero perecedero, ¿y tú no quieres padecer por una vida imperecedera? De este modo rehúsas fatigarte para alcanzar las promesas de Dios, como si, al no hacerlo por esto, no te fatigases para lograr tus concupiscencias. ¡Cuántas cosas no sufren los ladrones para cometer una iniquidad, cuántas los malvados para realizar sus crímenes, los lujuriosos por su maldad, por su avaricia los negociantes que atraviesan los mares, confiando su cuerpo y su alma a los vientos y a las tempestades, abandonando todo lo suyo y lanzándose a lo desconocido! Si el juez decreta el destierro, es un castigo; lo ordena la avaricia, y es una alegría. ¿Qué cosa, por grande que sea, puede imponerte la sabiduría que no te la pueda imponer también la avaricia? Con todo, cuando te lo ordena la avaricia, lo haces. Y una vez ejecutado lo que ordena este vicio, ¿qué tendrás? Una casa llena de oro y plata. ¿No has leído: Aunque el hombre camina como una sombra, se afana vanamente. Acumula tesoros, y no sabe para quién? (Sal 38,7).

¿Por qué cantaste y dijiste a Dios: «Escucha mis lágrimas», es decir Presta oídos a mis lágrimas? (Sal 38,13). ¿Por qué tú no prestas oídos a las palabras de aquel que quieres que escuche tus lágrimas? Si llegaras a renunciar a tu avaricia, te invitaría a su sabiduría. Cuando hayas recibido el yugo de la sabiduría, ¿será una tarea fatigosa? Lo será ciertamente. Pero mira con qué final, con qué recompensa. ¿Acaso no sabes para quién acumulas, lo que acumulas mediante la sabiduría? Acumulas para ti. Despierta, manténte en vela, ten el corazón de una hormiga (Prov 6,6). Estamos en verano; recoge lo que te es provechoso para el invierno. Cuando todo te va bien, es el verano. No seas perezoso; recoge granos de la era del Señor, las palabras de Dios de la Iglesia de Dios;

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recógelas y escóndelas dentro de tu corazón. Ahora te va bien. Pero vendrá el tiempo en que te irá mal. A todo hombre le llega la tribulación. Y si para alguien todo transcurre tranquilamente, al menos cuando empiece a morir, pasa a la otra vida por la tribulación. ¿Quién se atreve a decir: «Me va bien; no muero»?

EVANGELIO

La evangelización es un circuito cerrado, que parte de Dios, pasa por Cristo y llega a los que reciben la Palabra. Es inútil pretender que la corriente evangelizadora se fije en un solo polo: Dios o el mundo.

Quien comulga con Cristo, se supone que está dispuesto a «compartir sus padecimientos»; quien celebra la actitud de Jesús de dar testimonio de la verdad hasta la muerte, participa de su misma misión. El que proclama la verdad, «glorifica a Dios sobre la tierra», y el Padre «le glorifica» a él.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 17, 1-11a.

En aquel tiempo; levantando los ojos al cielo, Jesús dijo:

Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los. que le confiaste.

Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.

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Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste.

Y ahora Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese.

He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo.

Tuyos eran y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra.

Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.

Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste y son tuyos.

Sí, todo lo mío es tuvo y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado.

Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo mientras yo voy a ti.

COMENTARIOS AL EVANGELIO Jn 17, 1-11

1.

Este pasaje, que pertenece a la tercera parte del discurso después de la Cena, relata la oración sacerdotal del Señor.

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Juan, que ha unificado el Evangelio en torno al tema de la glorificación del Hijo, descubre la apoteosis de esta glorificación en el acto sacerdotal de Cristo.

Esta gloria no es solo una manera de ser propia de Dios (el antiguo sentido bíblico de esta palabra que aparece en Jn 1, 14 y 2, 11), sino la acción de Dios sobre el mundo, manifestada por los milagros de Jesús. En cambio, la gloria a la que Cristo alude en sus discusiones con los judíos (Jn 5, 41; 7, 18; 8, 50, 54) puede comprenderse en el sentido más profano de "reputación", "honor". A estas dos significaciones se añade una connotación propia de Juan (Jn 7, 39; 12, 16), para quien la glorificación tiene el sentido técnico y exacto de paso de la muerte a la resurrección.

La síntesis de las diferentes acepciones de la palabra comienza a aparecer en Jn 12, 20-28 y cuaja en el discurso que siguió a la cena (Jn 13, 31-32) y en la oración sacerdotal (Jn 17). El tema de la glorificación está unido al de la hora (Jn 17, 1; cf. 12, 23; 13, 31, 32) y, por tanto, al de la muerte.

Llegado el momento de su muerte, Cristo echa una mirada al pasado y toda su vida se resume en una sola palabra: la glorificación progresiva de la humanidad. En efecto, El ha venido a injertar la vida divina en el centro de la vida cotidiana de los hombres (v.2). Bajo términos diferentes: gloria (v. 2), nombre (v. 6), palabra (v. 8), se esconde una misma realidad. La vida divina no acontece ya al margen de la vida de los hombres. Se encuentra implicada de tal modo en la vida de los hombres que Jesucristo deberá pasar por la muerte.

Dios ha hecho un don a la humanidad: Jesús lo recuerda en su plegaria, que, alabando a Dios por esta maravilla, se prolonga en epíclesis: ¡que Dios no retire nunca ese don, aun a pesar de la muerte de su Hijo! Que la gloria de Dios sea de ahora en adelante el dinamismo del nuevo mundo. Con otras palabras; la esperanza del cristiano no está ya

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centrada en una vida justa, como sucede en las religiones y los mitos; se centra en una vida eterna, y esta, porque es eterna, está ya entre nosotros.

El pensamiento de Juan aparece claramente: Cristo ha venido a injertar la gloria divina en su vida humana hasta su muerte. Esta (la hora) se convierte así en el lugar privilegiado de su glorificación. La gloria que El debía a su filiación divina la debe ahora a su oblación sacerdotal; pero toda la humanidad participa en ella y saca de ella las razones que la convertirán en un mundo nuevo en el que Dios y su gloria serán todo en todos.

La Eucaristía de la Iglesia no hace más que reproducir las actitudes del Señor: acción de gracias por la maravillosa comunicación de la gloria del Padre a los hombres, anámnesis de esta comunicación en la Pascua misma de Cristo, epíclesis para pedir que esta glorificación del hombre continúe incesantemente.

2.

Jesús comienza su oración al Padre declarando que ha llegado "la hora" tan deseada, a la que tantas veces se ha referido en su vida (7, 30; 8, 20; 12, 23; 13s.) Se trata de la hora de su testimonio y de su muerte, del cumplimiento de toda la voluntad del Padre y de la salvación de los hombres. Su primera petición es para que el Padre convierta esta hora en la hora de su glorificación, pues la gloria del Hijo está unida a la glorificación del Padre (cf 11, 4; 13, 31).

La glorificación que desea Jesús no es más que la consecuencia lógica del poder que ha recibido "sobre toda carne" (es decir, sobre todos los hombres), al ser distinguido con la vocación mesiánica, Jesús ejerce este poder salvando a los hombres y dando la vida eterna a cuantos creen en él. Esta es su gloria y la del Padre.

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Pero la salvación de los hombres y la vida eterna consisten precisamente en el reconocimiento de Dios y la aceptación de su enviado, Jesucristo. No es probable que Jesús se llamara a si mismo "Jesucristo".

Cuando Juan escribe su evangelio, el nombre de "Jesucristo" era usual entre los cristianos; seguramente es Juan el que lo introduce en el texto.

El "hijo del hombre", esto es, el mismo Hijo de Dios hecho hombre, pide al Padre que se revele toda la gloria de la divinidad en su naturaleza humana, después de haber cumplido la obra que le encomendara (Cf. Lc 24, 26; Fil 2, 9-11).

Jesús dice de qué manera ha cumplido su obra en los discípulos y hace la presentación de éstos al Padre, de quien él los ha recibido (cf. 6, 37 y 44s.; 8, 47; 10, 2). Jesús ha llamado a estos discípulos y los ha sacado de un mundo incrédulo (cf. 1, 10), los ha elegido (cf. 15, 19) y les ha manifestado el nombre del Padre: quién es Dios y cómo quiere ser Dios para los hombres.

Les ha revelado el nombre del Padre en todas sus palabras y en todas sus obras, y el mismo Padre invisible se ha manifestado en el rostro de Jesús (12, 44s.; 14, 9). Y los discípulos han recibido la revelación de Dios por Jesús y en Jesús, han creído en Dios y en su enviado y permanecen en la fe.

Y hecha la presentación de los discípulos al Padre Jesús intercede expresamente por ellos en su oración. No va a pedir por el mundo incrédulo, sino por los que han creído. Jesús apoya su petición en tres puntos: los discípulos son también del Padre, pues de él los ha recibido: ellos le han aceptado como enviado del Padre, y ahora van a quedarse solos en el mundo sin su presencia. Por eso los encomienda a la solicitud del Padre.

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SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

Jn 17,1-11a: Tanto más tendemos a la vida eterna, cuanto más progresamos en el conocimiento

Esta es —dice— la vida eterna: que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero y al que has enviado, Jesucristo (Jn 17,3). El orden de las palabras es: que te conozcan a ti y a quien has enviado, Jesucristo, como el único Dios verdadero. Por consiguiente, también está incluido el Espíritu Santo, porque es el Espíritu del Padre y del Hijo, como el amor sustancial y consustancial de ambos. Porque el Padre y el Hijo no son dioses, ni tres el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sino que la misma Trinidad es un único y verdadero Dios. Pero no es el Padre el mismo que el Hijo, ni el Hijo el mismo que el Padre, ni el Espíritu Santo el mismo que el Padre y el Hijo, porque son tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo a la vez que la misma Trinidad es un único Dios. Si, pues, el Hijo te glorifica de modo correspondiente al poder que tú le diste sobre toda carne, y se lo diste para que dé la vida eterna a los que le confiaste, y si la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, entonces el Hijo te glorifica haciéndote conocer de todos aquellos que le has confiado.

En verdad, si la vida eterna es el conocimiento de Dios, tanto más tendemos hacia la vida cuanto más adelantamos en ese conocimiento. No moriremos en la vida eterna: el conocimiento de Dios será perfecto cuando la muerte deje de existir. Entonces será suma la glorificación de Dios, porque será suma la gloria, que los griegos designan con el término doxa, de donde derivan doxason que algunos han traducido por clarifica y otros por glorifica. Los antiguos han definido a la gloria que hace gloriosos a los hombres de esta manera: la fama de que goza uno permanentemente, acompañada de alabanza. Y si el hombre es alabado cuando se da crédito a su fama, ¿cómo será alabado Dios cuando sea visto? Por eso está

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escrito: Dichosos los que moran en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos (Sal 83,5). La alabanza de Dios no tendrá fin allí donde el conocimiento del mismo Dios será pleno. Y como el conocimiento será pleno, será suma la glorificación o clarificación.

Mas Dios es glorificado antes aquí en la tierra, cuando, mediante la predicación, lo conocen los hombres y lo anuncia la fe de los creyentes. Por eso dice: Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a término la obra que me otorgaste hacer (Jn 17,4). No dice «me mandaste», sino me otorgaste poniendo de relieve y en evidencia la gracia. ¿Qué tiene la naturaleza humana, aún la del Unigénito, que no haya recibido? ¿Acaso no recibió el don de no hacer mal alguno, sino de hacer todo lo bueno, cuando fue asumida en unidad de persona por la Palabra, por la cual fueron hechas todas las cosas? Pero ¿cómo dice que concluyó la obra que se le había otorgado hacer, si aún le queda la prueba de la pasión? En ella dejó ante todo un ejemplo que seguir a sus mártires, como lo indica el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas (1 Pe 2,21). Dijo que lo había concluido porque sabía con toda certeza que la iba a concluir.