A STRANGE WORLD
UN MUNDO RARO
Alfonso Aguilar
A Strange World / Un Mundo RaroAlfonso Aguilar
Copyright 2013 Alfonso AguilarAll rights reserved
Published in eBook format by eBookIt.comhttp://www.eBookIt.com
ISBN-13: 978-1-4566-2072-1
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Through one hundred four images, A Strange World / Un mundo
raro takes us on a journey of unexpected encounters with diabolic
creatures, fictional characters, rare formations, paradoxical
contours and laughable objects. Whether spooky or comical the
images arrive with Aguilar’s signature aesthetic.
The photographs were captured in the streets and alleys of
Washington, D.C. We walk them everyday without observing
the strange world that surrounds us.
Cover Picture: The Pianist / El Pianista. Washington, D.C. 2011
© Alfonso Aguilar. Washington, D.C. 2012
Printed in USA.
www.aguilarphotos.com
Rincón secreto / Secret PlaceWashington, D.C. 2011
Rincón secreto / Secret PlaceWashington, D.C. 2011
Through one hundred four images, A Strange World / Un mundo raro takes us on a journey of unexpected encounters with diabolic creatures, fictional characters, rare formations, paradoxical contours and laughable objects. Whether spooky or comical the images arrive with Aguilar’s signature aesthetic.
The photographs were captured in the streets and alleys of Washington, D.C. We walk them everyday without observing the strange world that surrounds us.
Texts in English and Spanish.
Cover picture: El Pianista / The PianistWashington, D.C. 2011
© Alfonso Aguilar. Washington, D.C. 2012Published in USAwww.aguilarphotos.com
¡Qué locura! $119,9 millones / Oh, My God! $119.9 million 1¡Qué locura! $119,9 millones / Oh, My God! $119.9 million
Experimento / Experiment 2
Experimento / Experiment
Celda con serpiente / Cell with Serpent 3
Celda con serpiente / Cell with Serpent
Abandono / Abandonment4
Abandono / Abandonment
Caballero de fino metal / Gentleman of Refined Metal 5
Caballero de fino metal / Gentleman of Refined Metal
A STRANGE WORLD
How and when was this collection of images born? At the end of 2011 I realized that I already had a group of photos related by their rarity, mystery and humor. Thus it occurred to me to create this project—A Strange World. The early images included diabolic characters, assassins’ faces, enigmatic windows, facades of rare simplicity, curious sculptures, unusual formations of construction materials, mysterious contours, ludicrous situations and laughable objects.
An inventory of those images indicated to me that the album was incomplete, so, without haste I resumed my walks. The images multiplied. And complicated the scope of the project. Then I sought a mid point where the imaginary and the real cohabited together.
UN MUNDO RARO
¿Cómo y en qué momento surgió esta colección? A fines del 2011 pensé que tenía un grupo de fotos emparentadas en su rareza, misterio o comicidad, y fue así como se me ocurrió el proyecto Un mundo raro. Para entonces esta colección incluía figuras diabólicas, rostros asesinos, ventanas enigmáticas, fachadas de sencilla rareza, esculturas curiosas, extrañas formaciones de materiales de construcción, contornos misteriosos e imágenes graciosas.
Un primer inventario de estas fotos me indicó, sin embargo, que el álbum estaba incompleto. Siempre sin prisa, seguí mis andanzas y las imágenes se fueron multiplicando. Y complicando. Fue entonces que busqué un punto intermedio de modo que lo imaginario y lo real convivieran en el mismo lugar.
LO REAL Y LO IMAGINARIO EN LA MISMA TOMA
Caminaba como siempre, en mis eternas y conocidas calles de Washington, DC. Era un día domingo de intenso sol, cerca de la Catedral de San Mateo. En un breve pasaje que separa una plazoleta y un comercio me detuvo una estructura de cemento sin aparente razón de su existencia. La ausculté por mera curiosidad. Retrocedí unos metros para contemplarla en su totalidad. No había ninguna señal ni de su origen ni de su función o utilidad. Sencillamente ahí estaba, blanquísima. Insatisfecha mi curiosidad, le di la vuelta por todos lados. Nada digno de llamar la atención, pero me intrigaron sus barras tipo prisión en toda la parte superior, y a través de ellas vi que penetraba la luz del día. Fisgoneé hacia su interior sin mucho éxito porque las separaciones eran muy estrechas. Luego vi que también tenía barras en su parte inferior, casi a ras del suelo, y prolongaciones tipo banqueta. Un reflejo de luces me llamó la atención: era una sucesión ascendente de franjas blancas, con otras contiguas, más tenues y pequeñas, en el fondo, como si fueran notas musicales. Al centro me dio la impresión de estar viendo una figurilla de un pequeño hombrecito con sus manos en pleno movimiento. Capté la imagen con más intuición que visión. Así logré la foto de portada, que lleva por título El Pianista.
Decir que camino por muchas calles no es tan preciso como decir que camino mucho por las mismas calles. Y siempre son distintas. Un jardín que nunca vi, me saluda una buena mañana con sus flores; una escultura que parecía eterna, ya no existe al anochecer; unas cortinas de seda que daban un toque distinguido a unas ventanas, cambiaron de color y textura en algún momento de algún día. La gran excepción a esa transformación constante es la imagen de una ventana que jamás he visto cambiar.
Está en una calle que es parte de mi ruta entre mi casa y lugares de trabajo. Desde que la observé me llamó la atención por su hermetismo, por su total rechazo del mundo externo. La fachada de la casa es normal, incluso atractiva, con imponentes piedras de tonos rojo y café, y medio negruzcos por el paso del tiempo. Cualquier buen observador sabe que esas piedras anuncian que se trata de una casa considerada patrimonio histórico. La ventana también es normal, aunque tiene una profundidad que la hace parecer más como un nicho cuadrado. Lo que realmente me intrigó fue la cortina que la cubre completamente, como invitando a desentrañar su misterio. Es una cortina verdusca, de repliegues que caen ampliados e informes hasta la base. Los desgastados marcos son blanquiazules, y a ambos lados crecen unas ramas que se prolongan hacia la ventana. Naturalmente, el ramal tiene sus cambios, al igual que el sombreado que parece una ele invertida, oscura, desde el travesaño hacia el larguero derecho. Pero la cortina de enigmáticos repliegues jamás cambia. Nada la mueve, ni sus habitantes (sea quienes sean) ni el aire interno de la casa. Por eso se titula Eternidad.
Mis caminatas incluyen irremediablemente los callejones. No se necesita mucho tiempo para concluir que muchos son, en palabras amables, poco agradables. Funcionan como zonas de descarga y rutas de recolección de basura. En los alrededores hay todo tipo de cosas: escaleras chuecas y oxidadas, alambres amenazantes, cables sueltos, contenedores cochambrosos, ventanas clausuradas, agujeros sin explicación, techos que se caen, boquetes en las paredes. Un callejón de Adams Morgan, mi barrio predilecto, tiene otra particularidad: en el pasado albergó
residencias, y éstas tenían puertas, ventanas y patios en la parte trasera. Al transformarse en comercios desapareció esa imagen hogareña dando lugar a paredes parchadas con láminas, maderas, plásticos o lo que sea. Esa fisonomía me intriga. Y por eso gusto de hurgar en esos vericuetos.
Nido protegido es una imagen típica de los callejones. Es una ventana clausurada hace muchos años, de un color azul muy suave, como toda la pared, y en su base sobrevive lo que algún día pudo ser un techito de porche, de color verde llamativo. Los estragos del tiempo son obvios en la carcomida madera y la pintura raída, sin embargo estos rasgos no son inusuales. Mi atención por esta imagen derivó de sus ramas secas, que parecen proteger un hoyo que a su vez parece un nido. Arriba de éste aún se perciben algunos ladrillos, y a un lado un tornillo clavado, sin ninguna razón de su existencia. El negruzco fondo a la izquierda me pareció un matiz más en la singularidad de esta pared.
Washington es una ciudad museo, sin duda, pero ese distinguido título no suele enfatizar que en ella también abundan por doquier cientos de excepcionales e históricas esculturas. Para el placer diario de sus caminantes y turistas.
Varias esculturas se me cruzaron en este proyecto. Sólo una, Caballero de fino metal, pertenece a un museo (Jardín de Esculturas del Hirshhorn). En una de mis calles predilectas, Corcoran, al noroeste de la ciudad, hay una escultura realmente enigmática. Es una mujer y un hombre mirándose profundamente, con sus labios muy cerca. Da la impresión que el tiempo creó en ella una diadema y un collar de ramas secas, y en él una prolongación dorada de sus bigotes. Un conjunto de hoyitos añaden enigma a la escultura, carente de cualquier información sobre su origen.
Tiempo después merodeaba la misma calle Corcoran. Contemplé aquella imagen, Collar de ramas secas y seguí mi camino. Antes de cambiar de calle me detuvo una casa con dos esculturas que a todas luces reflejaban el estilo granulado de aquélla. La primera era un rostro de mirada penetrante, y la segunda una cara de influencias olmecas. Gracias a una visible placa in memoriam, supe que el artista se llamaba John Cavanaugh (1921-1985), y en su nombre opera hasta hoy día una fundación.
Un buen día otra pequeña escultura apareció en mi camino. A simple vista no era sino eso: una escultura de una pequeña niña, con chalequito y gorrito, cargando una cesta en forma de cornucopia. Su mirada, aunque cabizbaja, no ocultaba una imagen muy pensativa. Con un poco de imaginación, diríamos que era Caperucita Roja en camino por el bosque para llevarle alimento a su abuelita enferma, según el popular cuento de Charles Perrault. Pero esta Caperucita llevaba en su cesta otro tipo de carga: cráneos... que parecía haber derramado en el jardín donde la encontré.
Volvía a ese jardín días después. Ahí estaba la Caperucita, pero las calaveras habían desaparecido. Nunca más las volví a ver. Descarga macabra es el título de esta imagen.
Un grupo de imágenes como Sacrificio indio, Con el peso de los siglos, Fósil de tucán y Bandada de avestruces tuvieron un origen muy distinto. Las capté en sitios de construcción, observando lo que a primera vista eran simples concentraciones de materiales no usados (o que escaparon a su destino), como argamasa y pegamentos.
Otro conjunto de fotos fue captado en bardas, balcones y porches, puentes y túneles, coladeras, postes de luz y lámparas. Diríase sin exageración que en cualquier lugar del cielo y en cualquier rincón de la tierra habita un mundo de rarezas.
Sólo hay que saber verlo... o imaginarlo.
THE REAL AND THE IMAGINARY IN THE SAME TAKE
I was walking, as always, on my eternal and well-traveled streets of Washington, D.C. It was a Sunday of intense sun, near the Cathedral of St. Matthew. In a short passageway that separates a small plaza from a store I was detained by a concrete structure without an apparent reason for being. I examined it by touch out of mere curiosity. I stepped back a few meters to contemplate it in its totality. There was no sign of its origin, or of its function or purpose. It was simply there, bright white. My curiosity still unsatisfied, I walked all around it. Nothing called out for attention, but I was intrigued by its prison-style bars throughout the top part, and through them I saw the daylight penetrate. I peered into its interior without much success, because the spaces in between them were very narrow. Then I noticed that there were also bars at the bottom, almost at ground level, and bench-like protrusions. A play of lights drew my attention: it was an ascending succession of white stripes, with others next to them, fainter and smaller, toward the back, as if they were musical notes. I thought that I could see at the center the figure of a little man with his hands in full movement. I caught the image by intuition more than by vision.
That is how I obtained the cover photo, titled The Pianist.To say that I walk on many streets is not as precise as saying that I walk a lot on
the same streets. And they are always different. A garden I never saw before wishes me a good morning with its flowers; a sculpture that seemed eternal is no longer there by dusk; silk curtains that gave a distinguished touch to certain windows changed color and texture at some time on some day. The notable exception to that constant transformation is the image of a window that I have never seen change.
It’s on a street that is part of my route from my house to my workplaces. Ever since I noticed it I was drawn to it by its tight secrecy, by its total rejection of the external world. The front of the house is normal, even attractive, with imposing brownstones darkened by the passage of time. Any good observer knows that this material announces that the house is of the sort considered a historic heritage. The window, too, is normal, although its depth is such as to make it look more like a square niche. What really intrigued me was the curtain that covers it completely, as if to invite passersby to unravel its mystery. It is a greenish curtain, with folds that spread, losing their form, as they fall to the bottom. The worn-out frames are bluish white, and, on both sides, some branches grow toward the window. Naturally, the branches undergo their own changes, as does the shadow that looks like an inverted and dark L extending from the crossbeam to the jamb on the right. But the curtain of enigmatic folds never changes. Nothing moves it, neither its inhabitants nor the air inside the house. That is why it is called Eternity.
Inevitably, my walks take in the alleys. It takes little time to conclude that many are, to put it bluntly, not very pleasant. They serve as delivery zones and routes for the removal of trash. Around them can be found all kinds of things: bent and rusted ladders, threatening wires, loose cables, filthy containers, windows closed permanently, unexplained holes, falling roofs, openings in the walls. An alley in Adams Morgan, my favorite neighborhood, is peculiar in another way: formerly they were the rear of residences, with doors, windows, and patios. As the houses became businesses that homey image disappeared, giving way to walls patched with veneers,
wood, plastic or whatever. That physiognomy intrigues me. And that is why I like to search in those nooks and crannies.
Protected Nest is a classic image of what one can find in the alleys. It’s a window that has not been opened for many years, soft blue in color, as is the entire wall, and at its base a strip of bright green porch roofing still survives. The ravages of time can be seen plainly in the decayed wood and the faded paint, although these are not unusual features. I was drawn to this image by the dried branches that appear to protect a hole that in turn resembles a nest. Above it, bricks can still be seen, and on one side is an embedded screw with no reason to be there. The darkened background on the left seemed to me to be one more nuance of the singularity of this wall.
Washington is no doubt a museum city, but that distinguished title does not normally stress that all around it can be found hundreds of exceptional and historical sculptures, for the everyday pleasure of its pedestrians and tourists.
Several sculptures stood out for me in this project. Only one, Gentleman of Refined Metal, belongs to a museum (Hirshhorn Sculpture Garden). On one of my favorite streets, Corcoran, in northwest, there is a truly enigmatic sculpture. It is of a woman and a man looking deeply at each other, their lips almost touching. It gives the impression that time created on her a diadem and a necklace of dry vines, and on him a gilded extension of the tips of his mustache. A dense scatter-shot pattern of small holes contributes to the enigma of the sculpture, which lacks any information about its origin.
A while later, I was prowling the same street. I contemplated that image, Necklace of Dried Vines, and then continued on my way. Before moving to another street, I stopped at a house with two sculptures that in every way reflected the granulated style of the earlier one. The first was of a face with a penetrating gaze, and the second, of a face with Olmec influences.
Thanks to a visible plaque in memoriam I learned that the artist was John Cavanaugh (1920-1985), and that, to this day, a foundation still bears his name.
One fine day another small sculpture appeared on my way. At first sight, it was not what it seemed: a sculpture of a young girl, wearing a small open vest and a bonnet, and carrying a basket in the form of a cornucopia. Her look, although downcast, could not hide a very pensive expression. With a little imagination we could say that she was Little Red Riding Hood on her way through the woods to take some food to her ailing grandmother, following the popular story by Charles Perrault. But this Little Red Riding Hood carried something else in her basket: craniums... which she seemed to have spilled around the garden where I found her.
I returned to that garden some days later. There was Little Red Riding Hood, but the skulls had vanished. Never again did I see them. Macabre Dispersal is the title of this photo.
A group of images such as The Weight of Centuries, Toucan Fossil, Flock of Ostriches and Indian Sacrifice had a very different origin. I captured them on construction sites, observing what at first sight were simple concentrations of unused materials (or some that had escaped their destiny), such as mortar and glue.
Another set of photos was taken of fences, balconies and porches, bridges and tunnels, sewer drains, light posts, and lamps. One might say without exaggeration that in every corner of heaven and earth there is a world of rarities.
One has only to know how to see it—or imagine it.
(Translation by Luis Rumbaut)
